Soberanía de Las Esferas - Kuyper
Soberanía de Las Esferas - Kuyper
Soberanía de Las Esferas - Kuyper
Este discurso fundacional ofrece no sólo una mirada al espíritu en el que fue fundada la Universidad
Libre de Amsterdam, sino a toda una filosofía política que animaba la tarea.
Este discurso trata de un pensamiento fuertemente centrado en la vitalidad de cuerpos sociales intermedios, distintos
del Estado y de la mera agregación de individuos. Es asimismo una filosofía muy consciente de la inexistencia de la
neutralidad. Ese rechazo de la neutralidad se ha vuelto hoy casi un lugar común. Resulta sorprendente que 130 años
atrás Kuyper tuviera tan enfática conciencia sobre esto, y sobre la legitimidad de por tanto trabajar de modo
consciente desde la propia tradición. Algunas partes de su conferencia nos parecerán por supuesto obsoletas. Así
ocurre en parte con su retórica, que a ratos parece retrotraernos a la Holanda del siglo XVII y su lucha contra
España, produciendo la fusión de espíritu nacional y protestante que hoy acostumbramos designar como
“triunfalismo protestante”. Pero al mismo tiempo se podrá constatar una fuerza y una visión que apenas tiene par
entre las grandes voces protestantes de los últimos dos siglos. Es de esperar que esta pequeña contribución sea
tomada como invitación a mayor conocimiento y difusión de su obra entre nosotros.
En este pasmoso siglo nuestra nación también está lidiando con una crisis, situación que comparte
con muchas otras naciones, una crisis que invade a toda la humanidad pensante. Ahora bien, toda
crisis atañe a una forma de vida en amenaza, donde el proceso de enfermedad augura o un
rejuvenecimiento o bien una fatal degeneración. ¿Cuál es, pues, la forma de vida amenazada en este
caso? ¿Qué es lo que está en juego en nuestra nación? ¿Quién querría repetir la vieja respuesta: que
la pugna se da entre el progreso y la preservación, entre la particularidad y la complejidad, entre lo
real y lo ideal, entre ricos y pobres? Ya se ha expuesto con toda claridad la ineptitud, la distorsión, y
la superficialidad de estos diagnósticos como para proponerlos. Luego “clerical versus liberal” vino
a ser el lema, como si fuese una cuestión de mal uso o de purificación de la influencia religiosa. Pero
este velo también ha sido desdeñosamente corrido al hacerse claro ―primero con las lumbreras de
nuestra época, luego en los círculos en permanente expansión― que la crisis mundial no tiene que
ver con la desigualdad, los intereses personales o la justicia, sino con una persona viviente: tiene que
ver con Aquel que juró una vez que él era Rey y quien, a causa de esta soberana declaración, dio su
vida en una cruz en el Gólgota.
“¡El Nazareno, nuestra santa inspiración, nuestro ideal inspirador, nuestro modelo de piedad!” Por
largo tiempo la gente ha proferido estas cándidas palabras. Pero la historia ha confrontado esos
elogios pues contradicen las propias declaraciones del nazareno. Su quieta y diáfana conciencia
divino-humana afirmó que él era nada menos que el Mesías, el Ungido, y por tanto el Rey de reyes,
poseedor de “toda autoridad en el cielo y en la tierra”. No un héroe de la fe, ni un “mártir del
honor”, sino Melek, rex, Basileus ton Iudaion, Rey de los judíos ―es decir, Poseedor de la
Soberanía―, como rezaba la acusación sobre la cruz que proclamaba la criminal presunción que lo
llevó a la muerte. Es en relación a esta soberanía, a la existencia o inexistencia del poder de Aquel
nacido de María, que las mentes pensantes, los poderes gobernantes, las naciones interesadas, están
tan consternadas hoy como lo estuvieron en los primeros tres siglos. Aquel Rey de los judíos es o la
verdad salvadora a la que todos los pueblos dicen Amén, o bien la mentira primordial a la que todos
los pueblos se debieran oponer. Ese es el problema de la soberanía que, tal como se presentó una
vez en la sangre del Nazareno, hoy nuevamente ha escindido por completo el mundo de nuestra
existencia intelectual, humana y nacional.
¿Qué es la Soberanía? ¿Estarían de acuerdo conmigo si la defino como la autoridad que posee el
derecho, el deber y el poder de quebrantar y vengar todo cuanto se resiste a su voluntad? ¿No les
dice también su imperturbable conciencia nacional que la soberanía original y absoluta no puede
residir en ninguna criatura sino que debe identificarse con la majestad de Dios? Si uno cree en él
como el Diseñador y Creador, como el Fundador y Director de todas las cosas, nuestra alma también
debe proclamar al Dios Trino como el único y absoluto Soberano. Esto es así siempre y cuando al
mismo tiempo reconozcamos que el Soberano supremo ha delegado, y aún delega, su autoridad a los
seres humanos, de manera que en la tierra uno nunca encuentra a Dios mismo directamente en las
cosas visibles, sino que siempre vemos su autoridad soberana ejercida en el oficio humano.
De lo anterior surge una pregunta muy importante: ¿de qué manera se efectúa esta delegación? ¿Se
delega sin reservas a una sola persona esta omnímoda soberanía? ¿O posee algún soberano terrenal
el poder para forzar una obediencia solo a una esfera limitada, una esfera demarcada por otras
esferas dentro de las cuales otro tiene soberanía y no él? La respuesta a esta interrogante variará
dependiendo de si uno se sitúa dentro o fuera de la órbita de la Revelación. Aquellos en cuyas
mentes no hay cabida para la revelación siempre han respondido: “dentro de lo factible, soberanía
irrestricta, y que además penetre todas las esferas”. “Dentro de lo factible”, porque la soberanía de
Dios sobre las cosas superiores está fuera del alcance humano; sobre la naturaleza, escapa las
capacidades humanas; sobre el destino, escapa al control humano. Pero en cuanto a lo demás, sí: que
no haya soberanía de las esferas, que el Estado tenga dominio ilimitado, que disponga sobre la vida,
los derechos, la conciencia, incluso la fe de las personas. Otrora, cuando había muchos dioses, el
Estado único e ilimitado ―por medio de la vis unita fortior (la fuerza unida resulta en mayor
fortaleza)― parecía más imponente, más majestuoso que el poder dividido de los dioses. Al final el
Estado, encarnado en César, devino él mismo en Dios, el dios-“Estado” que no podía tolerar a otros
estados además de él. Así es como entró la pasión por el dominio del mundo. ¡Divus Augustus!, y el
cesarismo como su culto. Esta noción profundamente pecaminosa fue elaborada por primera vez
dieciocho siglos más tarde para las mentes pensantes en el sistema hegeliano del Estado como “el
Dios inmanente”.
En contraste con lo anterior, Jehová proclama a Israel por medio de las voces de la profecía
mesiánica: “La Soberanía debe ser delegada, no “dentro de lo factible”, sino de un
modo absolutamente irrestricto e indiviso”. Aquel hombre-mesías efectivamente apareció con poder
en el cielo y poder sobre la naturaleza; afirmando su poder sobre todas las naciones y, en todas las
naciones, sobre la conciencia y la fe. Aun el vínculo entre madre e hijo debe ceder ante su llamado a
la obediencia. Ésta es, pues, Soberanía absoluta, la cual se extiende sobre todas las cosas visibles e
invisibles, sobre lo espiritual y lo material, todo puesto en las manos de un hombre. No es uno de los
reinos, sino el Reino absoluto. “Yo soy rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo” (Jn
18:37). “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” (Mt 28:18). “¡Un día todos los
enemigos serán sometidos y toda rodilla se doblará ante mí!” (Ro 14:11). Esa es la Soberanía del
Mesías que predijo una vez el profeta, que el Nazareno afirmó, que primero demostró con milagros,
que fue descrita por los apóstoles, y que la Iglesia de Cristo, con la autoridad de ellos, confiesa que
es irrestricta y no obstante delegada ―o más bien tomada para ser devuelta nuevamente. Porque la
perfecta armonía solo emergerá cuando la Soberanía retorne del Mesías al propio Dios, quien
entonces será ta panta en pasi, es decir, “todo en todo”.
¡Pero aquí radica el glorioso principio de la Libertad! Esta perfecta Soberanía del Mesías sin pecado
al mismo tiempo niega y desafía directamente cualquier soberanía absoluta entre los
hombre pecadores de la tierra, y lo hace dividiendo la vida en esferas diferenciadas, que poseen
cada una su propia soberanía. Nuestra vida humana, con su primer plano material visible y su
trasfondo espiritual invisible, no es simple ni uniforme, sino que constituye un organismo
infinitamente complejo. Está estructurada de tal manera que el individuo solo existe en grupos, y
solo en tales grupos puede manifestarse el todo. Llamemos “engranajes” a las partes de esta única
gran máquina, impulsados por muelles sobre sus propios ejes, o “esferas”, cada una de las cuales es
animada por su propio espíritu. El nombre o la ilustración es indiferente, con tal de que
reconozcamos que en la vida hay tantas esferas como constelaciones hay en el cielo, y que la
circunferencia de cada una de ellas ha sido trazada con un radio fijo a partir del centro de un
principio único, a saber, la enseñanza apostólica hekastos en toi idioi tagmati (“cada uno en su
debido orden”; 1 Co 15:23). De la misma forma en que hablamos del “mundo de la moral”, el
“mundo científico”, el “mundo de los negocios”, el “mundo del arte”, así también podemos hablar
con mayor propiedad de una “esfera” de la moralidad, de la familia, de la vida social, cada una con
su propio dominio. Y dado que cada una comprende su propio dominio, cada una posee su propia
Soberanía dentro de sus márgenes.
Existe un dominio de la naturaleza en el que la Soberanía ejerce poder sobre la materia conforme a
leyes fijas. Existe también un dominio de lo personal, del hogar, de la ciencia, de la vida social y la
religiosa, cada uno de los cuales obedece a sus propias leyes de la vida, cada uno se somete a su
propio regente. Un ámbito del pensamiento donde solo las leyes de la lógica pueden gobernar. Un
ámbito de la conciencia donde nadie sino solo el Santo puede dar soberanos mandamientos.
Finalmente, un ámbito de la fe, en que solo la persona es soberana, quien, mediante la fe, se
consagra a sí misma en las profundidades de su ser.
Los engranajes de todas estas esferas se articulan unos con otros, y es precisamente en esa
interacción donde emerge la rica y multifacética diversidad de la vida humana. De ello también
surge el peligro de que una esfera en la vida pueda invadir a la esfera adyacente como una rueda
atascada que va rompiendo un engranaje tras otro hasta que se estropea toda la operación. Aquí
también radica la razón fundamental de la existencia de la especial esfera de autoridad que emergió
en el Estado. Ella debe posibilitar una sensata interrelación entre las distintas esferas, en la medida
que ellas se manifiestan en el ámbito visible, y mantenerlas dentro de los justos límites. Además,
dado que el grupo en que uno vive puede suprimir la vida personal, el estado debe proteger al
individuo de la tiranía de su propio círculo. Este Soberano, dice la Escritura de manera concisa, “con
justicia se afirma el país” (Pr 29:4), porque sin justicia se destruye a sí mismo y se derrumba. Es así
que la soberanía del Estado, en cuanto poder que protege al individuo y define las relaciones mutuas
entre las esferas visibles, se eleva muy por encima de ellas con razón de su derecho a ordenar y
obligar. Pero esto no aplica al interior de las esferas. Allí rige otra autoridad, una autoridad que
desciende directamente de Dios, ajena al Estado. Esta es una autoridad que el Estado no confiere,
sino que reconoce. Incluso al definir las leyes para las relaciones entre las esferas, el Estado no
puede imponer su propia voluntad como la norma, sino que está sujeto a la decisión de una voluntad
superior, como queda expresado en la naturaleza y propósito de dichas esferas. El Estado debe
observar que las ruedas marchen como se espera que lo hagan. No reprimir la vida ni coartar la
libertad sino facilitar el libre movimiento de la vida en y para cada esfera. ¿No es éste un atrayente
ideal para cualquier jefe de estado noble?
En consecuencia, existen dos credos que se oponen radicalmente. Por un lado, la persona que vive a
partir de la Revelación, y en consecuencia dentro de ella, confiesa que toda Soberanía reposa en
Dios y por lo tanto solo puede proceder de él, que la Soberanía de Dios ha sido conferida de manera
absoluta e irrestricta al hombre-Mesías, y que por lo tanto la libertad humana está segura bajo la
protección de este Hijo del Hombre ungido Soberano porque, al igual que el Estado, cada una de las
otras esferas de la vida reconoce una autoridad derivada de aquel Soberano, es decir, posee
soberanía dentro de su propia esfera. Por otro lado, aquellos que niegan la revelación especial
insisten en una absoluta separación entre la cuestión de la soberanía y la cuestión de la fe. En
consecuencia, afirman que no existe más autoridad concebible que la del Estado. Batallan por
materializar esta alta soberanía de manera cada vez más perfecta en el supremo Estado. Y no pueden
conceder a las demás esferas una libertad más generosa que la que el Estado les permite a causa de
su debilidad o les confiere en virtud de su supremacía.
A estas afirmaciones las denomino credos acerca de la Soberanía: son convicciones de vida, no
teorías. Porque la brecha que las separa no radica en una distinta disposición de las ideas, sino en
el reconocimiento o la negación de los hechos de la vida. Nosotros los que vivimos según la
Revelación, reconocemos que el Mesías vive, que Cristo reina, y como Soberano está sentado en el
trono del poder de Dios, tan cierto como que ustedes están aquí sentados. Por el contrario, ¡quienes
no confiesan este hecho deben impugnarlo como un autoengaño pernicioso que estorba el camino
del desarrollo nacional, un dogma inútil, una fantasía incoherente! Éstas son, entonces, dos
confesiones diametralmente opuestas, que una y otra vez, con una cobarde indolencia, han sido
escondidas bajo una enorme pila de sistemas híbridos, combinados con menos de esto y más de
aquello, o con igual proporción de ambos. Pero en los momentos críticos, los credos primordiales de
donde estas ilusiones adquieren un tinte, asoman desde esta farsa por venganza. Entonces, a rostro
descubierto se retan nuevamente a un combate entre los dos únicos poderosos rivales que penetran la
vida hasta la misma raíz. Es por ello que merece la pena arriesgar la vida por uno de ellos y fastidiar
la vida de los demás.
¡Pero qué lástima que, no habiendo pasado ni un siglo, nuestro país entró en decadencia! Nuestra
Holanda también se hundió en el pecado, y con nuestra república cayó el último baluarte de libertad
en el continente europeo. Así se alzó la marejada de la monarquía. Ella comenzó a aplastar los
países, a pisotear a los pueblos, a atormentar las naciones. Finalmente, en la más inflamable de las
naciones se encendió el fuego de la venganza; las pasiones se exaltaron, el principio de la
Revolución decapitó al soberano coronado y coronó como soberano al pueblo. Un suceso terrible
nacido de la sed de libertad, pero nacido también del odio al Mesías, ¡algo que lo único que hacía
era socavar la libertad! Porque, gracias a la urna de los votos, el pueblo soberano de aquel día de
elecciones se encontró al día siguiente involuntariamente bajo una vigilancia absoluta. Primero
fueron los jacobinos, luego el César napoleónico, un poco después el atractivo ideal del Estado que
se introdujo arrebatadamente en Francia, y al que por último los filósofos alemanes defendieron
como justo e “ilustrado”.
Fue así que una vez más la libertad cayó en desgracia, y por segunda vez una única soberanía
amenazó con absorber todas las demás soberanías. ¿Qué fue lo que nos salvó entonces? No fue el
espíritu de restauración del Congreso de Viena. No fue la idolatría del monarca que abogaban Von
Haller o De Maistre. No fue la escuela histórica cuyas posturas fisiológicas sofocaron cualquier
principio superior. Ni siquiera fue el sistema pseudo-constitucional con su roi fainéanty sus
facciones tiránicas[7]. Verdaderamente fue el Mesías, el Soberano sentado a la derecha de Dios,
quien derramó un espíritu de gracia, de oración, de fe sobre los pueblos por medio del más genuino
avivamiento que los pudo despertar[8]. Un acontecimiento que creó una vez más una esfera separada
donde se adoraba a un soberano que no era un poder terrenal. Un círculo que tenía que ver con el
alma, que practicaba la misericordia, que inspiró a los estados, “no como ciudadanos, sino como
confesores del Evangelio”. Desde el interior del alma nació una esperanza para las naciones, no por
manipulación política, sino por un poder moral. En nuestra patria surgió también un pueblo que
creía en el Mesías, no para dominar, sino para servir; un “grupo cristiano”, a pesar de ser él mismo
un partido nacional. No una facción, que es un grupo formado deliberadamente; tampoco una
fracción, que sería un grupo desgajado; sino que se trata de un partido del pueblo, es decir, una parte
del pueblo, un segmento de lo que constituye el todo, de manera que, de ser posible, a partir de esta
división temporal, el todo, la majestuosa unidad del pueblo pudiese una vez más inspirarse con un
ideal superior.
Bilderdijk dibujó esa esfera cuando con su canto levantó la soberanía popular, Da Costa puso el tono
con su himno al Mesías Soberano y, finalmente, Groen van Prinsterer escribió el credo
constitucional, con su elocuente fórmula de “soberanía de las esferas”. En virtud de este principio
entregado por Dios, hemos estado de rodillas por treinta años, buscando a los que se alejan,
evangelizando con “pasión por las almas”. En conformidad con dicho principio ha nacido una
institución tras otra, hogares de misericordia para adornar nuestra herencia. Por causa de este
principio hombres han sido perseguidos, se ha renunciado al descanso y se ha ofrecido oro en el
altar. Ha sido predicado celosamente al pueblo, la oración ha sido levantada ante el trono, su causa
ha sido defendida en la dirección del pensamiento. Una vez que éstos han sido definidos, entonces,
con tal de que dibujes rectamente, el diseño de tu línea está determinado. Tu posición respecto de la
derecha y la izquierda hace que todo se vea distinto y quita fuerza persuasiva a todo argumento que
se levante contra ti. Todo pensador orgánico ridiculizará con razón la pretensión atómica de que los
adultos deban recorrer de punta a cabo cada sistema y revisar cada confesión para luego optar por la
que considere mejor. Nadie puede ni quiere hacer eso, porque ni el tiempo ni la capacidad intelectual
están a nuestra disposición. Solo un necio puede pensar que ha realizado algo semejante o ―si él no
se desempeña en la ciencia― que otros lo han hecho. Ese tipo de “muestreo” de todos los sistemas
simplemente fomenta la superficialidad, arruina el pensamiento, estropea el carácter y vuelve a la
mente inapta para el trabajo sólido. Créanme que no es una mirada cursoria al conjunto de las casas,
sino el examen cuidadoso de una casa bien contruida, desde el subterráneo hasta el techo, lo que
amplía nuestro conocimiento del arte de la construcción.
Nuestra ciencia no será por tanto “libre” en el sentido de “independiente de sus principios”. Ésa sería
la libertad de un pez en tierra seca, de una flor arrancada de la tierra o, si se quiere, la de un
trabajador que ha sido sacado del ambiente de su pueblo y puesto en medio de las grandes calles de
la ciudad. Nos atamos pues de modo severo e inexorable a nuestra propia casa y a una regla definida
de vida, convencidos de que también la vida doméstica florece mejor cuando es controlada por
reglas definidas. Porque la más generosa libertad en el campo de la ciencia es el hecho de que la
puerta esté abierta para quienes quieran salir, y que nadie de afuera entre para gobernar sobre ti
en tu casa; pero también que cada uno pueda construir libremente siguiendo el método que
considere apropiado, de modo que la corniza sea el resultado de su propia investigación.
Si, finalmente, nos preguntan por qué deseamos este modelo de desarrollo científico no sólo para la
teología, sino para todas las disciplinas, si apenas pueden contener la risa al escuchar referencias a la
“medicina cristiana” o a la “lógica cristiana”, oigan nuestra respuesta a dicha objeción. ¿Creen acaso
que, confesando la revelación de Dios como fue reformada tras su deformación, confesándola como
el punto de partida de nuestra búsqueda, la limitaríamos a ser fuente para los teólogos, y que como
médicos, juristas y filólogos habríamos de despreciarla? ¿Pueden concebir una ciencia digna de tal
nombre cuyo conocimiento esté dividido en pequeños cuchitriles?
¿Qué queremos decir cuando hablamos de una facultad de medicina? No es a un mamífero enfermo
que la ciencia busca beneficiar, sino a un hombre creado a imagen de Dios. Juzguen entonces por sí
mismos respecto de las siguientes alternativas. Si acaso le recomendarán a un paciente acercarse o
no a la muerte, si acaso aconsejarán anestesia a una mujer en labores de parto, si acaso volverán
obligatoria la vacunación o la dejaran a libre disposición, si acaso aconsejarán a una juventud
apasionada autocontrol o indulgencia, si acaso maldecirán con Malthus la fertilidad de la madre o la
bendecirán con las Escrituras, si acaso aconsejarán o drogarán a los psicológicamente abatidos, si
acaso aceptarán la cremación condone cremación, si acaso permitirán de modo incondicional la
vivisección, si acaso detendrían la expansión de la plaga sifilítica mediante la violación de la
autoridad y la dignidad humana, a través del más detestable de los exámenes médicos. ¿No depende
todo esto de si se considera a tal hombre como un ser moral, con un elevado destino para su alma y
cuerpo, atado a la palabra de Dios?
¿Y qué diré del estudio de la ley? Este depende de si uno ve al hombre como un ser que es producto
del autodesarrollo de la naturaleza o como un pecador digno de condenación, de si acaso uno ve la
justicia como un órgano natural producto del desarrollo funcional o como un tesoro que desciende
de Dios atado a su Palabra. Dependiendo de tal es convicciones se dará un determinado propósito al
derecho penal y un detérminado propósito al internacional. Fuera del mundo científico la conciencia
cristiana muestra resistencia a la política económica predominante, a las actuales prácticas en el
mundo de los negocios y a la naturaleza rapaz de las relaciones sociales; en la vida civil la gente
cristiana mueve a una decentralización por medio de “soberanía de las esferas” y la ley
constitucional ha llega a permitir “escuelas cristianas” separadas en una enorme proporción[18]. ¿Es
posible concebir alguna cátedra en la facultad de derecho que no se vea tocada por estos divergentes
principios?
Concedo sin ambages que si nuestra facultad de ciencias naturales se limita estrictamente a medir y
pesar, la punta de lanza del principio no podría atravesar sus puertas. ¿Pero quién haría algo
semejante? ¿Qué cientista natural opera sin hipótesis? Quien hace ciencia como hombre, y no como
una regla de medir, ve las cosas a través de lentes subjetivos, y cubre así aquella parte del círculo
que no logra ver. Hay un hombre que calcula el costo del papel y de las gotas de tinta que fueron
usadas en la impresión. ¿Es ese hombre capaz de determinar en un sentido más elevado el valor del
libro, del panfleto o del libro de cánticos que has publicado? ¿Habremos de determinar el valor de la
más bella pieza de bordado de acuerdo al costo del material? Veámoslo así: toda la creación está
abierta a la mirada del cientista natural, como una encantadora pintura; ¿habrá de juzgarla por el
marco dorado que rodea el cuadro, por la medida de lona o la cantidad de pintura utilizada?
¿Y qué diremos de la facultad de letras? Ciertamente el leer palabras y saber declinarlas no tiene
nada que ver con estar a favor o en contra del Mesías. Pero si, siguiendo con lo anterior, abro las
puertas del palacio helénico de la belleza o entro al mundo romano del poder, ¿no importa si me
acerco al espíritu de esos pueblos para expulsar el espíritu de Cristo o si lo hago, por el contrario,
sujetándolos al espíritu de Cristo, tanto conforme a una evaluación divina como humana? ¿No
cambia el estudio de las lenguas semíticas dependiendo de si veo a Israel como el pueblo depositario
de la revelación absoluta o simplemente como un pueblo con un especial genio en el campo de la
piedad? ¿No se ve alterada también la filosofía dependiendo de si busca un “ser ideal” o si se une a
nosotros en la confesión de Cristo como el ideal “hecho carne”? ¿Arribará la historia mundial a un
mismo resultado al margen de si uno ve la cruz del modo que ve el veneno bebido por Sócrates o
como el punto central de toda la historia? Por último, ¿generará la historia patria el mismo ardor en
los corazones de la juventud, al margen de si es desarrollada por Fruin o Nuyens o Groen van
Prinsterer[19]?
¿Cómo podría ser de otro modo? El hombre como pecador caído o el hombre como producto del
autodesarrollo de la naturaleza, ésa es una antítesis que en cada departamento, en cada disciplina y
en cada investigador se nos vuelve a presentar como “el sujeto pensante” o como “el objeto que
produce pensamiento”. No hay parte de nuestro mundo intelectual que deba estar herméticamente
aislada del resto, y no hay una pulgada cuadrada en todo el campo de la existencia humana
sobre la que Cristo, que es Señor sobre todo, no clame ¡es mío!
Nosotros declaramos haber escuchado ese clamor, y es sólo en respuesta a ese clamor que nos
hemos aproximado a esta tarea que sobrepasa las fuerzas humanas. Hemos oído a hermanos
quejarse de su trágica impotencia. Porque habían adquirido conocimiento de un modo que no
entroncaba con su principio, y se hallaban así indefensos; no podían apelar a su principio con una
fuerza conmensurable con la gloria de tal principio. Hemos oído el suspiro de un pueblo cristiano
que en la vergüenza de su autodegradación aprendió una vez más a orar por capitanes que los guíen,
por pastores que los cuiden y por profetas que los inspiren. Comprendimos que la gloria de Cristo
no puede quedar pisoteada bajo pies de burladores. Tal como lo adorábamos con el amor de nuestras
almas, había que volver a construir en su nombre. No tenía sentido mirar nuestra flaqueza o el
superior poder de nuestros opositores, ni tampoco a lo descabellado de tan atrevido proyecto. El
fuego ya estaba en nuestros huesos. Había uno más poderoso que nosotros, que nos instaba y
acicateaba. No podíamos descansar. A pesar de nosotros debíamos avanzar. El hecho de que algunos
hermanos aconsejaran no edificar en este tiempo sino seguir conviviendo con el humanismo era una
fuente de silenciosa vergüenza, pero volvía tanto más urgente la necesidad interior, pues las dudas de
estos hombres significaban una creciente amenaza para el futuro de nuestro principio vital.
Así, nuestra pequeña escuela aparece en escena, algo avergonzada de portar el nombre
de universidad, pobre en dinero, frugalmente enriquecida en poder académico, más carente que
receptora del favor humano. ¿Cuál será su curso? ¿Por cuánto tiempo vivirá? Las miles de preguntas
que surgen en vuestras mentes no pueden llenarlas tanto como han colmado mi propio corazón. Nos
hemos mantenido a flote en medio de las olas sólo volviendo a enfocarnos ante cada embate en
nuestro sagrado principio. Si esta causa no es del Fuerte de Jacob, ¿cómo se sostendrá? Porque no
exagero: instituimos esta escuela contra todo lo que es tenido por grande, contra todo un mundo de
académicos, contra todo un siglo, un siglo de enormes encantos.
Que miren pues en menos nuestra persona, nuestras fuerzas y nuestra capacidad intelectual, con toda
la libertad que sus conciencias permitan. El credo calvinista de “estimar a Dios como todo y al
hombre como nada” les da todo el derecho a hacerlo. Sólo pediría una cosa: aunque sean nuestros
más fieros opositores, no dejen de respetar el entusiasmo que nos anima. Porque la confesión que
nosotros hemos desempolvado fue alguna vez el grito que provenía del corazón de toda una nación
pisoteada. ¿Y acaso la Escritura ante cuya autoridad nos inclinamos no ha cofortado también a
nuestra propia generación como infalible testimonio de Dios? ¿Acaso Cristo, cuyo nombre
honramos en esta institución, no fue el inspirador, el elegido, el adorado de vuestros propios padres?
Supongamos que, tal como se ha escrito en las escuelas y como se oye en el eco de la plaza,
supongamos que, según vuestro propio credo, todo ha acabado para las Escrituras, que el
cristianismo es una posición derrotada. Incluso entonces yo preguntaría: ¿no sigue acaso el
cristianismo siendo algo demasiado majestuoso, un fenómeno histórico demasiado sagrado como
para dejarlo morir sin honor? ¿Desapareció acaso el noblesse oblige? ¿Permitiremos que esa bandera
que hemos acarreado desde el Golgota caiga en manos enemigas antes de haber probado todo en su
defensa, mientras aún hay flechas que no han sido tensadas, mientras aún haya en esta herencia un
guardián ―por pequeño que sea― de los que han sido coronados por el Golgota?
A esa pregunta ―y con esto, señoras y señores, concluyo― a esa pregunta un “por Dios, nunca” ha
resonado en nuestra alma. De ese “nunca” ha nacido esta institución. Y ante ese “nunca”, como un
pacto de lealtad a un principio superior, pido un eco en cada corazón patriota ―que sea un Amén.
[1] El original holandés Souvereiniteit in Eigen Kring significa más bien “soberanía en la propia esfera”; aquí hemos seguido el
lenguaje que se ha vuelto más común a partir de la traducción inglesa Sphere-Sovereignity.
[2] Para una selección de sus escritos sobre distintos temas puede verse James Bratt (ed.) Abraham Kuyper. A Centennial
Reader Eerdmans, Grand Rapids, 1998.
[3] Esta traducción ha sido realizada por Elvis Castro y Manfred Svensson sobre la base de dos versiones inglesas, la contenida
en la recién citada obra de Bratt, y la más completa traducción hecha por George Kamps décadas antes.
[4] Gayo Mecenas († 8 a. C.) fue un prominente diputado de César Augusto, patrono de Virgilio y Horacio, y una especie de
ministro de asuntos culturales a comienzos del Imperio romano.
[5] El rey Felipe II de España (1527-98) intentó suprimir la reforma holandesa y el movimiento por la independencia política
relacionado con ella. La referencia de Kuyper es a cómo grupos fuertemente enfrentados por cuestiones litúrgicas se unieron en su
contra.
[6] Los Borbones y los Estuardo eran las casas reales de Francia e Inglaterra, respectivamente, en el siglo XVII. Luis XIV de
Francia (1643-1715) era el arquetipo de la monarquía absoluta y organizó innumerables invasiones al territorio del Rin, que
fueron resistidas bajo la dirección de la Casa de Orange. Carlos II (1630-85) restauró la monarquía en Inglaterra tras el
protectorado del puritano Oliver Cromwell y prosiguió la guerra naval contra los Países Bajos. En la segunda (1665-67) y en la
tercera fase (1607-76) del conflicto, Michiel Adrianszoon de Ruyter (1607-76), almirante de la armada holandesa, consiguió
notables victorias. La tumba de De Ruyter está en el Nieuwe Kerk, donde Kuyper pronunciaba su discurso.
[7] Karl Ludwig von Haller (1768-1854) fue un estadista suizo-alemán cuya teoría política abogaba por la monarquía y la
jerarquía tradicionales en el período de la Restauración. Joseph de Maistre (1753-1821) fue un absolutista monárquico archi-
católico durante y después de la Revolución Francesa. La “escuela histórica” fue fundada por Friedrich Karl von Savigny (1779-
1861), profesor de leyes en la Universidad de Berlín, quien sostenía que la ley es el producto del particular espíritu de un pueblo
(Volksgeist) desarrollado históricamente. Con el “sistema pseudo-constitucional” Kuyper se refiere a la monarquía de “julio” o
“burguesa” (él la llama “holgazana”) de Luis Felipe en Francia, 1830-48, que estuvo marcada por una intensa discordia entre
facciones en la Cámara de Diputados.
[8] Kuyper alude al avivamiento que entre 1815-65 se extendió por todo el territorio entre la Suiza francoparlante e Inglaterra.
Los hombres que menciona a continuación son los principales exponentes de dicho avivamiento dentro de Holanda. Al mismo
tiempo, se hace visible la conexión entre el avivamiento y la actitud antirevolucionaria en política, unión encarnada en la persona
de Groen van Prinsterer. Para mayor conocimiento de éste y de las ideas que alimentan estos párrafos véase su Incredulidad y
revolución.
[9] Aquí Kuyper repasa algunos de los principales puntos de la plataforma del Partido Antirrevolucionario: la preservación de la
pena de muerte, la vacunación voluntaria contra las enfermedades, la separación entre la iglesia y el estado, y un financiamiento
equitativo de los sistemas educativos religioso y “público”.
[10] Theodor Mommsen (1817-1903) fue el más destacado historiador alemán de la antigüedad romana. Su obra, que
incluye Römische Geschichte (3 vols., 1854-56) y Romanisches Staatsrecht (3 vols., 1876-88), respaldó a los primeros
emperadores a pesar de la crudeza de éstos y de las simpatías liberales de Mommsen, quizá debido a que sus compromisos pan-
germanos eran más fuertes. Otto von Bismarck había sido canciller de Prusia, luego de Alemania, a partir de 1862, y había tejido
la red diplomático-militar que atrapó a Napoleón III de Francia en la Batalla de Sedán (2 de septiembre de 1870). Esta derrota
acabó con el Segundo Imperio francés e incentivó las propuestas republicanas, de las cuales el popular y carismático Leon
Gambetta (1838-82) presentó una radical versión.
[11] Kuyper está aludiendo al dicho “sic transit gloria mundi”, esto es, “así pasa la gloria mundana”.
[12] El contraste es entre Baruch Spinoza, el filósofo radical excomulgado del judaísmo por sus posiciones heterodoxas, y Erasmo
de Rotterdam, quien permanece dentro de la Iglesia Católica, pero adhiriendo a un pobre cristianismo “no dogmático”.
[13] Los gibelinos y los güelfos eran, respectivamente, una facción pro-imperial y pro-papista en el sur de Alemania y el norte de
Italia durante los siglos XIII y XIV. La prolongada y viciosa rivalidad entre ellos comprometió la integridad de muchas
instituciones, incluyendo la educación, bajo las sucesivas eras en que estuvieron en el poder. El gobierno francés había declarado
el control sobre las universidades antes, durante y después de la Revolución. La “vergüenza de Göttingen” fue la destitución de
siete profesores de la universidad de ese lugar en 1837 con motivo de su protesta contra la abolición de la constitución por parte
del rey de Hannover.
[14] Johan Rudolph Thorbecke (1798-1872), siendo profesor de leyes en la Universidad de Leiden, publicó la obra que inspiró la
nueva Constitución Holandesa de 1848; era un liberal en lo político, y ejerció tres períodos como primer ministro. Johannes
Henricus Scholten (1811-85) fue el profesor que más influyó en Kuyper en Leiden, y fue el padre del modernismo teológico en los
Países Bajos. Cornelis Willem Opzoomer (1821-92) fue profesor de filosofía en la universidad de Utrecht y el abanderado del
humanismo liberal en las letras, cultura y religión holandesas decimonónicas.
[15] Kuyper está aludiendo a la idea –en realidad bastante anterior a Calvino- de que los magistrados inferiores son también
depositarios de la soberanía estatal, y por tanto órganos de rebelión legítima en caso de convertirse en tiránico el sumo
magistrado.
[16] El filósofo alemán Johann Friedrich Herbart (1776-1841) fue un temprano crítico de la filosofía del derecho de Hegel.
[17] Kuyper alude seguramente a que en Fichte, tal como en Schelling, son varias las etapas de desarrollo intelectual –también de
vuelta a posiciones abandonadas anteriormente.
[18] Kuyper se refiere aquí a la alta proporción en que tras 1879 fueron fundadas escuelas cristianas.
[19] Fruin (1823-1899), historiador holandés, es una de las principales mentes tras la constitución liberal de 1848. Nuyens
(1823-1894), en tanto, siendo un historiador católico favoreció dicha constitución por la libertad religiosa que traería.