Ruben Dario - La Ninfa

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La Ninfa

Rubén Darío

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Texto núm. 6140

Título: La Ninfa
Autor: Rubén Darío
Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 14 de diciembre de 2020
Fecha de modificación: 14 de diciembre de 2020

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La Ninfa
Cuento parisiense
En el castillo que últimamente acaba de adquirir Lesbia, esta actriz
caprichosa y endiablada que tanto ha dado que decir al mundo por sus
extravagancias, nos hallábamos a la mesa hasta seis amigos. Presidía
nuestra Aspasia, quien a la sazón se entretenía en chupar como niña
golosa un terrón de azúcar húmedo, blanco entre las yemas sonrosadas.
Era la hora del chartreuse. Se veía en los cristales de la mesa como una
disolución de piedras preciosas, y la luz de los candelabros se
descomponía en las copas medio vacías, donde quedaba algo de la
púrpura del borgoña, del oro hirviente del champaña, de las líquidas
esmeraldas de la menta.

Se hablaba con el entusiasmo de artista de buena pasta, tras una buena


comida. Éramos todos artistas, quién más, quién menos, y aun había un
sabio obeso que ostentaba en la albura de una pechera inmaculada el
gran nudo de una corbata monstruosa.

Alguien dijo: —¡Ah, sí, Fremiet! —Y de Fremiet se pasó a sus animales, a


su cincel maestro, a dos perros de bronce que, cerca de nosotros, uno
buscaba la pista de la pieza, otro, como mirando al cazador, alzaba el
pescuezo y arbolaba la delgadez de su cola tiesa y erecta. ¿Quién habló
de Mirón? El sabio, que recitó en griego el epigrama de Anacreonte:
Pastor, lleva a pastar más lejos tu boyada no sea que creyendo que
respira la vaca de Mirón, la quieras llevar contigo.

Lesbia acabó de chupar su azúcar, y con una carcajada argentina:

—¡Bah! Para mí, los sátiros. Yo quisiera dar vida a mis bronces, y si esto
fuese posible, mi amante sería uno de esos velludos semidioses. Os
advierto que más que a los sátiros adoro a los centauros; y que me dejaría
robar por uno de esos monstruos robustos, sólo por oír las quejas del
engañado, que tocaría su flauta lleno de tristeza.

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El sabio interrumpió:

—¡Bien! Los sátiros y los faunos, los hipocentauros y las sirenas han
existido, como las salamandras y el ave Fénix.

Todos reíamos; pero entre el coro de carcajadas, se oía irresistible,


encantadora, la de Lesbia, cuyo rostro encendido, de mujer hermosa,
estaba como resplandeciente de placer.

***

—Si— continuó el sabio —:¿con qué derecho negamos los modernos,


hechos que afirman los antiguos? El perro gigantesco que vio Alejandro,
alto como un hombre, es tan real, como la araña Kreken que vive en el
fondo de los mares. San Antonio Abad, de edad de noventa años, fue en
busca del viejo ermitaño Pablo que vivía en una cueva. Lesbia, no te rías.
Iba el santo por el yermo, apoyado en su báculo, sin saber dónde
encontrar a quien buscaba. A mucho andar, ¿sabéis quién le dio las señas
del camino que debía seguir? Un centauro, medio hombre y medio caballo
— dice un autor; — hablaba como enojado; huyó tan velozmente que
presto le perdió de vista el santo; así iba galopando el monstruo, cabellos
al aire y vientre a tierra.

En ese mismo viaje San Antonio vio un sátiro, «hombrecillo de extraña


figura, estaba junto a un arroyuelo, tenía las narices corvas, frente áspera
y arrugada, y la última parte de su contrahecho cuerpo remataba con pies
de cabra». —Ni más ni menos— dijo Lesbia. —¡M. de Cocureau, futuro
miembro del Instituto!

Siguió el sabio:

—Afirma San Jerónimo que en tiempos de Constantino Magno se condujo


a Alejandría un sátiro vivo, siendo conservado su cuerpo cuando murió.

Además, vióle el emperador de Antioquía.

Lesbia había vuelto a llenar su copa de menta, y humedecía la lengua en


el licor verde como lo haría un animal felino.

—Dice Alberto Magno que en su tiempo cogieron a dos sátiros en los


montes de Sajonia. Enrico Zormano asegura que en tierras de Tartaria
había hombres con sólo un pie y sólo un brazo en el pecho. Vicencio vio

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en su época un monstruo que trajeron al rey de Francia, tenía cabeza de
perro; (Lesbia reía) los muslos, brazos y manos tan sin vellos como los
nuestros; (Lesbia se agitaba como una chicuela a quien hiciesen
cosquillas), comía carne cocida y bebía vino con todas ganas.

—¡Colombine!— grito Lesbia. Y llegó Colombine, una falderilla que parecía


un copo de algodón. Tomóla su ama, y entre las explosiones de risa de
todos:

—¡Toma, el monstruo que tenía tu cara!

Y le dio un beso en la boca, mientras el animal se estremecía e inflaba las


naricitas como lleno de voluptuosidad.

—Y Filegón Traliano— concluyó el sabio elegantemente —afirma la


existencia de dos clases de hipocentauros: una de ellas como elefantes.
Además…

—Basta de sabiduría— dijo Lesbia. Y acabó de beber la menta.

Yo estaba feliz. No había desplegado mis labios —¡Oh!, exclamé para mi,
¡las ninfas! Yo desearía contemplar esas desnudeces de los bosques y de
las fuentes, aunque, como Acteón, fuese despedazado por los perros.
Pero las ninfas no existen.

Concluyó aquel concierto alegre, con una gran fuga de risas y de personas.

—¡Y qué!— me dijo Lesbia, quemándome con sus ojos de faunesa y con
voz callada como para que sólo yo la oyera. —¡Las ninfas existen, tú las
veras!

Eran un día primaveral. Yo vagaba por el parque del castillo, con el aire de
un soñador empedernido. Los gorriones chillaban sobre las lilas nuevas y
atacaban a los escarabajos que se defendían de los picotazos con sus
corazas de esmeralda, con sus petos de oro y acero. En las rosas el
carmín, el bermellón, la onda penetrante de perfumes dulces: más allá las
violetas, en grandes grupos, con su color apacible y su olor a virgen.
Después, los altos árboles, los ramajes tupidos llenos de mil abejas, las
estatuas en la penumbra, los discóbolos de bronce, los gladiadores
musculosos en sus soberbias posturas gímnicas, las glorietas perfumadas,
cubiertas de enredaderas, los pórticos, bellas imitaciones jónicas,

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cariátides todas blancas y lascivas, y vigorosos telamones del orden
atlántico, con anchas espaldas y muslos gigantescos. Vagaba por el
laberinto de tales encantos cuando oí un ruido, allá en lo oscuro de la
arboleda, en el estanque donde hay cisnes blancos como cincelados en
alabastro y otros que tienen la mitad del cuello del color del ébano, como
una pierna alba con media negra.

Llegué más cerca. ¿Soñaba? ¡Oh, Numa! Yo sentí lo que tú, cuando viste
en su gruta por primera vez a Egeria.

Estaba en el centro del estanque, entre la inquietud de los cisnes


espantados, una ninfa, una verdadera ninfa, que hundía su carne de rosa
en el agua cristalina. La cadera a flor de espuma parecía a veces como
dorada por la luz opaca que alcanzaba a llegar por las brechas de las
hojas. ¡Ah!, yo vi lirios, rosas, nieve, oro; vi un ideal con vida y forma y oí
entre el burbujeo sonoro de la linfa herida, como una risa burlesca y
armoniosa, que me encendía la sangre.

De pronto huyó la visión, surgió la ninfa del estanque, semejante a Citerea


en su onda, y recogiendo sus cabellos que goteaban brillantes, corrió por
los rosales tras las lilas y violetas, más allá de los tupidos arbolares, hasta
ocultarse a mi vista, hasta perderse, ¡ay!, por un recodo; y quedé yo, poeta
lírico, fauno burlado, viendo a las grandes aves alabastrinas como
mofándose de mí, tendiéndome sus largos cuellos en cuyo extremo
brillaba bruñida el ágata de sus picos.

***

Después, almorzábamos juntos aquellos amigos de la noche pasada, entre


todos, triunfante, con su pechera y su gran corbata oscura, el sabio obeso,
futuro miembro del Instituto.

Y de repente, mientras todos charlaban de la última obra de Fremiet, en el


salón, exclamó Lesbia con su alegre voz parisiense:

—¡Te!, como dice Tartarín: ¡el poeta ha visto ninfas!…

La contemplaron todos asombrados, y ella me miraba, me miraba como


una gata, y se reía, se reía como una chicuela a quien se le hiciesen
cosquillas.

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Rubén Darío

Félix Rubén García Sarmiento, conocido como Rubén Darío (Metapa, hoy
Ciudad Darío, Matagalpa, 18 de enero de 1867-León, 6 de febrero de
1916), fue un poeta, periodista y diplomático nicaragüense, máximo
representante del modernismo literario en lengua española. Es,
posiblemente, el poeta que ha tenido una mayor y más duradera influencia
en la poesía del siglo XX en el ámbito hispánico. Es llamado príncipe de
las letras castellanas.

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Para la formación poética de Rubén Darío fue determinante la influencia
de la poesía francesa. En primer lugar, los románticos, y muy
especialmente Víctor Hugo. Más adelante, y con carácter decisivo, llega la
influencia de los parnasianos: Théophile Gautier, Leconte de Lisle, Catulle
Mendès y José María de Heredia. Y, por último, lo que termina por definir
la estética dariana es su admiración por los simbolistas, y entre ellos, por
encima de cualquier otro autor, Paul Verlaine. Recapitulando su trayectoria
poética en el poema inicial de Cantos de vida y esperanza (1905), el
propio Darío sintetiza sus principales influencias afirmando que fue "con
Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo".

Muy ilustrativo para conocer los gustos literarios de Darío resulta el


volumen Los raros, que publicó el mismo año que Prosas profanas,
dedicado a glosar brevemente a algunos escritores e intelectuales hacía
los que sentía una profunda admiración. Entre los seleccionados están
Edgar Allan Poe, Villiers de l'Isle Adam, Léon Bloy, Paul Verlaine,
Lautréamont, Eugénio de Castro y José Martí (este último es el único autor
mencionado que escribió su obra en español). El predominio de la cultura
francesa es más que evidente. Darío escribió: "El Modernismo no es otra
cosa que el verso y la prosa castellanos pasados por el fino tamiz del buen
verso y de la buena prosa franceses".

A menudo se olvida que gran parte de la producción literaria de Darío fue


escrita en prosa. Se trata de un heterogéneo conjunto de escritos, la
mayor parte de los cuales se publicaron en periódicos, si bien algunos de
ellos fueron posteriormente recopilados en libros.

Rubén Darío es citado generalmente como el iniciador y máximo


representante del Modernismo hispánico. Si bien esto es cierto a grandes
rasgos, es una afirmación que debe matizarse. Otros autores
hispanoamericanos, como José Santos Chocano, José Martí, Salvador
Díaz Mirón, Manuel Gutiérrez Nájera o José Asunción Silva, por citar
algunos, habían comenzado a explorar esta nueva estética antes incluso
de que Darío escribiese la obra que tradicionalmente se ha considerado el
punto de partida del Modernismo, su libro Azul... (1888).

Así y todo, no puede negarse que Darío es el poeta modernista más


influyente, y el que mayor éxito alcanzó, tanto en vida como después de su
muerte. Su magisterio fue reconocido por numerosísimos poetas en
España y en América, y su influencia nunca ha dejado de hacerse sentir
en la poesía en lengua española. Además, fue el principal artífice de

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muchos hallazgos estilísticos emblemáticos del movimiento, como, por
ejemplo, la adaptación a la métrica española del alejandrino francés.

Además, fue el primer poeta que articuló las innovaciones del Modernismo
en una poética coherente. Voluntariamente o no, sobre todo a partir de
Prosas profanas, se convirtió en la cabeza visible del nuevo movimiento
literario. Si bien en las "Palabras liminares" de Prosas profanas había
escrito que no deseaba con su poesía "marcar el rumbo de los demás", en
el "Prefacio" de Cantos de vida y esperanza se refirió al "movimiento de
libertad que me tocó iniciar en América", lo que indica a las claras que se
consideraba el iniciador del Modernismo. Su influencia en sus
contemporáneos fue inmensa: desde México, donde Manuel Gutiérrez
Nájera fundó la Revista Azul, cuyo título era ya un homenaje a Darío,
hasta España, donde fue el principal inspirador del grupo modernista del
que saldrían autores tan relevantes como Antonio Machado, Ramón del
Valle-Inclán y Juan Ramón Jiménez, pasando por Cuba, Chile, Perú y
Argentina (por citar solo algunos países en los que la poesía modernista
logró especial arraigo), apenas hay un solo poeta de lengua española en
los años 1890-1910 capaz de sustraerse a su influjo. La evolución de su
obra marca además las pautas del movimiento modernista: si en 1896
Prosas profanas significa el triunfo del esteticismo, Cantos de vida y
esperanza (1905) anuncia ya el intimismo de la fase final del Modernismo,
que algunos críticos han denominado postmodernismo.

La influencia de Rubén Darío fue inmensa en los poetas de principios de


siglo, tanto en España como en América. Muchos de sus seguidores, sin
embargo, cambiaron pronto de rumbo: es el caso, por ejemplo, de
Leopoldo Lugones, Julio Herrera y Reissig, Juan Ramón Jiménez o
Antonio Machado.

Darío llegó a ser un poeta extremadamente popular, cuyas obras se


memorizaban en las escuelas de todos los países hispanohablantes y eran
imitadas por cientos de jóvenes poetas. Esto, paradójicamente, resultó
perjudicial para la recepción de su obra. Después de la Primera Guerra
Mundial, con el nacimiento de las vanguardias literarias, los poetas
volvieron la espalda a la estética modernista, que consideraban anticuada
y excesivamente retoricista.

Los poetas del siglo XX han mostrado hacia la obra de Darío actitudes
divergentes. Entre sus principales detractores figura Luis Cernuda, que
reprochaba al nicaragüense su afrancesamiento superficial, su trivialidad y

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su actitud "escapista". En cambio, fue admirado por poetas tan
distanciados de su estilo como Federico García Lorca y Pablo Neruda, si
bien el primero se refirió a "su mal gusto encantador, y los ripios
descarados que llenan de humanidad la muchedumbre de sus versos". El
español Pedro Salinas le dedicó el ensayo La poesía de Rubén Darío, en
1948.

(Información extraída de la Wikipedia)

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