TORRES ROGGERO - Sarmiento, El Perfume de La
TORRES ROGGERO - Sarmiento, El Perfume de La
TORRES ROGGERO - Sarmiento, El Perfume de La
I. Un exceso de vida
Para reflexionar acerca de la disjunción entre pensamiento plebeyo y
pensamiento ilustrado en Argentina tomaremos como punto de partida un
humilde poema gauchesco de Bartolomé Hidalgo: «¡Qué bailes y que
junciones! / Y aquel beber tan prolijo, / que en el rico es alegría, / y en el pobre
es pedo fijo» (1950, 125). Como se advierte, ya en los inicios de nuestra
emancipación se van perfilando dos campos de conocimiento y expresión.
Pero los símbolos tienen doble faz: si por un lado funda la tradición de las
«luces»; descubre, por otro, que el verdadero protagonista del drama que
intenta ritualizar es el pueblo y que sólo dentro de su «ahí» es posible un
horizonte de comprensión capaz de desatar el nudo «que no ha podido cortar
la espada». Por eso el capítulo fundamental de Facundo, aquel que comprende
y a la vez supera la oposición civilización/barbarie, es el titulado «Revolución
de 1810». Dicho capítulo vela y revela. Revela al protagonista y a la vez lo
oculta y lo condena a una eterna clandestinidad. En efecto, en esta parte del
libro nos enteramos que la relación principal nos es binaria, sino triádica. A la
guerra de las ciudades, entre criollos y españoles, «iniciada en la cultura
europea», le sucede la guerra de los caudillos contra las ciudades. El «enigma»
es resuelto: la revolución da ocupación al «exceso de vida» del sujeto principal
del drama que, según Sarmiento, se desarrolla en una escenario vacío. Todo
está como en el primer día de la creación, un espacio sin historia espera la voz
que «le mande producir las plantas y toda clase de simientes». Pero he aquí
que el protagonista verdadero, el hacedor, aparece sin voz.
Y, ¿quién es este protagonista? Sarmiento lo registra: son las «masas
inmensas», las «masas ignorantes», «las masas de a caballo», «los pueblos en
masa», «presentes siempre», «intangibles». La antonomasia de esas
«multitudes argentinas» (Sarmiento reconoce que habían dado la espalda a
sus rétores civilizadores) es el «inmortal bandido» Rosas. Aquel que, según
Alberdi, «es un representante que descansa de buena fe sobre el corazón del
pueblo. Y por pueblo no entendemos aquí la clase pensadora, la clase
propietaria únicamente, sino también la universalidad, la mayoría, la multitud, la
plebe» (1886, I, 125). Y aclara, es una «mayoría, a la que una minoría
privilegiada había llamado plebe» (Ibid., 111).
El hijo segundo aclara que «siempre encuentra el que teje / otro mejor
tejedor». Y acá viene al caso advertir que, si bien se mira, todos los personajes
de la gauchesca, desde Chano el cantor en adelante, se caracterizan por su
pobreza. Una pobreza que abarca desde las pilchas y el recado hasta la falta
de ilustración. Son los excluidos del campo noético de la civilización y del
disfrute de los bienes que procura o parece procurar.
Sin embargo, junto con su pobreza portan siempre sus razones más
poderosas: la memoria y el canto. Como Fierro y sus hijos, como Picardía, el
pueblo anda «despilchao» y sin «una prenda buena», pero sabe que la
memoria es «un gran don» y que entre los bienes que su Divina Majestad
otorgó al hombre, «la palabra es el primero». Por eso el pueblo, poderoso
horizonte de comprensión, nunca cesa de hablar, pero su discurso es un río
subterráneo, es un incesante vocerío que espanta al intelectual encerrado,
como decía Sarmiento, en «un círculo de ideas».
No son muchos los que se atreven a penetrar la zona del griterío espantoso,
donde la falta de instrumentos adecuados, impide escuchar las voces del
pueblo. Mirando desde la orilla, puede suceder que sólo se escuchen sonidos;
y que, habiendo pedido prestado un horizonte de comprensión se termine por
denostar lo que se dice defender. Ardua tarea esta en que nos hemos metido.
¿Por qué vituperar, por ejemplo, al viejo Vizcacha?
Pero advertíamos que es también ese libro el que señala, por vez primera, la
presencia de las masas populares como protagonistas de la historia. Cuando
se refiere a la guerra de la independencia en el capítulo ya aludido (65 y ss.)
reconoce que el emergente es una manifestación cierta de igualdad. La
apelación del Himno («ved en trono de la noble Igualdad») ha penetrado, según
Sarmiento, «hasta las capas inferiores de la sociedad» (19).
Contamos, entonces, con dos voces para la payada: una minoría con la
impostada voz de un «liberalismo traído de París», según Haya de la Torre, y
unas masas populares o «pueblos» como se denominaban en nuestro siglo
XIX. Los pueblos instauran el griterío espantoso de los adentros, del corazón
profundo, como dirá Hipólito Yrigoyen, de la creatividad inmanente, como
sostendrá Juan Domingo Perón. Ese griterío resuena de prepo en los textos
emblemáticos de la civilización.
Ahora bien, ese sujeto cultural fue aludido por Francisco Bilbao, en 1864, en
El evangelio americano. Vindica en ese libro a las masas populares por cuanto
a ellas correspondió cargar sobre sus hombros la tarea de construir la república
en América, en medio de un universo esclavizado. La epopeya americana
consiste, de acuerdo con esta visión, en el itinerario de una idea de república.
En el acto de engendrar una sociedad republicana, la idea (el pensamiento)
careció de escuela, de enseñanza, de cuerpo de profesores. Fue rechazada
por los intelectuales, «vilipendiada por las oligarquías» y «a pesar de ser la
antítesis de la sociedad establecida, se encarna, vive, crece, se levanta y se
afirma como tesis de humanidad». (El subrayado es nuestro):
(1988: 191)
Leyendo con atención a Mitre y Ramos Mejía queda entre líneas siempre el
protagonismo de las masas mestizas y las mujeres plebeyas en la gesta de la
independencia. En efecto, Entre esas fuerzas latentes que de pronto se
manifiestan y toman la palabra hay dos que, en 1812, son señaladas con
especial énfasis: los gauchos («el pobrerío belicoso» y «democrático», según
Ramos Mejía) y las mujeres, en especial las de la plebe. Cuenta Mitre que en
Cochabamba, mientras una asamblea de mil hombres dubitaba sobre
defenderse o no hasta el último trance, «las mujeres de la plebe que se
hallaban presentes dijeron a grandes gritos que si no había en Cochabamba
hombres para morir, ellas solas saldrían a recibir al enemigo». Mitre recuerda:
«Las mujeres cochabambinas inflamadas de espíritu varonil ocupaban los
puestos de combate al lado de sus maridos, de sus hijos, de sus hermanos,
alentándolos con la palabra y el ejemplo, y cuando llegó el momento, pelearon
también y supieron morir por su causa» (64). Obsérvese cómo Mitre atribuye a
la mujer plebeya «espíritu varonil» y reserva los atributos tradicionales de la
mujer (delicadeza, belleza, presencia numinosa y organizadora en el hogar) a
las «señoras», es decir a las mujeres del nuevo grupo dominante.
Mitre observa que cada valle, cada montaña, cada desfiladero, cada aldea
«es una republiqueta, un centro de insurrección» con sus jefes independientes,
con sus banderas, pero todo converge a un resultado general «que se produce
sin acuerdo previo de partes». Esta confusión que, sin embargo, conduce a un
triunfo final se manifiesta como una mezcla de lenguas y, a la vez, una práctica
de traducción cotidiana de la supervivencia de las masas:
(cit. 117)
El segundo texto a que nos referimos es una carta a Miguel Luis Amunátegui
(26/12/1853) en que justiprecia mérito «los errores de hecho o de apreciación»
que pudiera haber en el texto Dictadura de O'Higgins de su amigo chileno.
Postula que un libro no debe ser leído como quien escucha en silencio a un
predicador al cual admira más por lo que no se comprende que por «lo que
está a su alcance». El lector debe hacerse autor a su turno, puede corregir
hechos mal narrados, objetar efectos. Rudo Aristarco, hace oír su voz.
Pensando en Facundo afirma: «Pero el Facundo cae en sus manos y su lectura
es ya una discusión». Y en tren de dar consejos acerca de cómo escribir
recurre de nuevo a la fuerza del sentimiento, al modo de existencia del
pensamiento plebeyo como forma o modelización de la vida circundante. Por
sobre las acusaciones de parcialidad:
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