El Peor Hombre de Mi Vida - Lucy Score

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El peor hombre de mi vida
Lucy Score

Traducción de Eva García


Contenido
Portada
Página de créditos
Sobre este libro

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Epílogo
Un año después

Nota de la autora
Agradecimientos
Sobre la autora
Página de créditos

El peor hombre de mi vida

V.1: Febrero, 2024


Título original: The Worst Best Man

© Lucy Score, 2015


© de la traducción, Eva García, 2024
© de esta edición, Futurbox Project S. L., 2024
La autora reivindica sus derechos morales.
Todos los derechos reservados, incluido el derecho de
reproducción total o parcial.
Esta edición se ha publicado mediante acuerdo con
Bookcase Literary Agency.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Imagen de cubierta: Freepik
Corrección: Isabel Mestre, Raquel Luque

Publicado por Chic Editorial


C/ Roger de Flor n.º 49, escalera B, entresuelo, despacho
10
08013, Barcelona
info@principaldeloslibros.com
www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-19702-14-2
THEMA: FRD
Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución,


comunicación pública o transformación de esta obra solo
puede ser efectuada con la autorización de los titulares,
con excepción prevista por la ley.
El peor hombre de mi vida
Ahí viene… el chico malo

La boda del año está a punto de celebrarse. La novia


estará espectacular y el novio es el hombre perfecto para
ella. Pero ¿qué hay de los invitados a la boda? Son una
pesadilla. Y el padrino, el peor de todos.
Franchesca, la madrina de la boda, se toma muy en serio
sus funciones. ¿Alguien secuestra al novio? No hay
problema, ella se encarga de rescatarlo. ¿El padrino tiene
un ego enorme? Por encima de su cadáver permitirá que
arruine la boda de su mejor amiga. No importa lo atractivo
que sea.
A Aiden Kilbourn, el padrino, no le interesan las
relaciones, solo los negocios. Para él, conquistar lo
inconquistable es el pan de cada día y así ha hecho su gran
fortuna. Y no ha encontrado un desafío que no pueda
superar. Pero ¿Franchesca Baranski? Esta chica sabelotodo
de Brooklyn podría ser su perdición.

Lucy Score es un fenómeno en BookTok


«Una comedia romántica que no te puedes perder.»
Max Monroe, autora best seller
A Joyce y Tammy, por vuestro tiempo,
vuestra amable orientación, vuestras claras advertencias
y vuestro apoyo incondicional.
Capítulo 1

Era la peor fiesta prenupcial del mundo. Ni el pan de oro


ni las lámparas de araña de cristal ni los metros cuadrados
de mármol italiano del Grand Terrace Ballroom podían
disimular que se iba a armar una buena. Desde su posición
privilegiada en el balcón superior que rodeaba el salón de
baile de abajo del hotel, Frankie lo veía todo.
Los testigos, vestidos de Armani y Brioni, eran unos
universitarios ya creciditos destinados a revivir sus
gloriosos días de instituto el resto de sus vidas. Sus fondos
fiduciarios eran lo bastante abultados para sacarlos de
cualquier apuro a golpe de talonario.
Las damas de honor se llevaban la palma. Todas iban a
ver si pescaban a su segundo marido (o al tercero, en el
caso de Taffany). Iban en busca de hombres que viniesen
con un acuerdo prematrimonial favorable y un yate en
Saint-Tropez bajo el brazo.
Para Frankie, era un circo en mayúsculas. Pero haría
cualquier cosa por la novia, incluso defender a su mejor
amiga en un despiporre nupcial de trescientos cincuenta
mil dólares. Pru y Chip eran la parejita adorada del Upper
West Side. Habían salido juntos durante la universidad y se
habían reencontrado. Y Frankie estaba más que encantada
de formar parte de su gran día, por extravagante que fuera.
Si bien esa fiesta de compromiso era una señal de lo
maravillosa que sería la boda exótica, Frankie no tenía
claro cómo le iría a una chica pobre y sarcástica de
Brooklyn con pelazo junto a la flor y nata en las Barbados.
Pero se esforzaría al máximo por Pru.
Y, de paso, podría comerse con los ojos al padrino.
Cogió una copa de champán de una bandeja que pasaba
y guiñó un ojo a la camarera, que se le unió en la
balaustrada. No perdía de vista a Aiden Kilbourn, en la otra
punta de la estancia. Impecable, distante y guapo a rabiar.
—No me creo que hayamos conseguido este curro —
comentó entre dientes Jana, la camarera—. Jamás de los
jamases habría imaginado que vería al soltero de oro de
Manhattan en persona. ¡Y mucho menos que le serviría
champán!
—No le tires nada encima —le advirtió Frankie.
—Dirás «no hagas un Frankie» —repuso Jana con una
sonrisita.
Frankie encogió un hombro y espetó:
—El tío me ha agarrado del culo. ¿Qué iba a hacer? ¿No
tirarle una bandeja de canapés en el regazo?
—Eres mi heroína —dijo Jana con aire soñador.
—Ya, ya. Vuelve ahí, no vaya a ser que se les pase la
borrachera. Y dile a Hansen que vaya desalojando el baño
de señoras, que no conseguirá el teléfono de ninguna esta
noche.
Jana le hizo el saludo militar con mofa y se despidió con
un:
—A sus órdenes, jefa.
Frankie observó a Jana bajar las escaleras con agilidad y
la bandeja en alto. En cuanto Chip y Pru anunciaron su
compromiso, se apresuró a conseguir un segundo empleo
en una empresa de catering, pues sabía lo caro que era
hacer negocios con la clase alta. No permitiría que Pru le
pagase el vestido de dama de honor o los billetes de avión
aunque se lo hubiese ofrecido. Frankie estaba decidida a
codearse con las celebridades sin parecer una pordiosera
por una vez, aunque acabase pelada.
Se alisó el vestido de la firma Marchesa de hacía dos
temporadas que había encontrado con Pru en una tienda de
ropa de lujo de segunda mano en el Village. Era difícil dar
con prendas de alta costura que realzasen sus curvas. Pru y
las demás damas de honor eran sílfides esqueléticas.
Rubias, delgadas y con una copa B. Bueno, salvo Cressida.
Sus enormes pechugas se salían de su minúsculo vestido de
la firma Marc Jacobs. O había sido bendecida con unos
genes increíbles o no eran naturales. Frankie no podía
estar segura sin tocárselas.
Hablando de buena genética… Volvió a fijarse en el
hombre del esmoquin blanco. Había adoptado la postura
indolente con la que nacían los ricos y se había metido una
mano en el bolsillo.
A sus cuarenta años, Aiden era el soltero más cotizado
de Manhattan. No se había casado nunca; solo había tenido
devaneos con mujeres florero, el más largo de los cuales
había durado casi tres meses enteros. A diferencia de los
demás personajes del elenco, que sonreían con falsedad,
como si se alegrasen de verte, él apenas sonreía. Quizá, al
igual que a ella, le incomodara ser el centro de atención.
Pruitt llamó a Frankie con un gesto desde el centro de la
multitud. Dama de honor en acción. Frankie simuló una
sonrisa y bajó las escaleras para unirse a la fiesta. Se abrió
paso entre las sillas de oro acolchadas y las mesas bajas
vestidas con manteles de color marfil. Era curioso lo bien
que olían los ricos. A aromas suaves e intensos, como si
emanasen de los poros de su piel.
—Estás espectacular, Frankie —la saludó Pru. Le dio dos
besos y le apretó una mano.
—¿Yo? Pero ¿tú te has visto? Si pareces una modelo de
alta costura en una sesión de fotos de temática nupcial.
—Estás para comerte —agregó Chip, el flamante novio,
que fue corriendo a besar a su futura esposa.
Se sonreían pletóricos, por lo que Frankie sintió que
sobraba.
—Bueno, me vuelvo al…
—No, no, no. Antes quiero que conozcas a Aiden —la
cortó Pru, que dejó de mirar a Chip. Acto seguido, este le
hizo un gesto a Aiden.
—No te molestes. Ya lo conoceré en la ceremonia —
repuso Frankie.
—A Frankie no le cae bien la gente de clase alta —le
susurró Pru a Chip en alto.
Chip abrazó a Frankie por los hombros con cariño y
bromeó:
—Pues menos mal que ha hecho una excepción con
nosotros, que somos unos pijos de cojones.
Franchesca rio y añadió:
—Tendríais que haber puesto eso en las invitaciones de
boda.
Hansen, el camarero, se acercó con una bandeja de
crostini de ternera. Chip cogió uno, se lo metió en la boca y
puso los ojos en blanco.
—Mmmm, Frankie, te debemos una por recomendarnos
este catering. Qué rico.
Frankie le hizo un gesto con la cabeza a Hansen para
que sirviese al padre de Pru, que echaba chispas en un
rincón. El señor no había superado que Chipper Randolph
III hubiese roto con su niñita sin contemplaciones meses
después de graduarse en la universidad, cuando ella
esperaba un anillo. Pero corría con los gastos de la juerga,
y Frankie estaba decidida a llenarle el estómago para que
no montase en cólera del hambre.
—Chip. Pru. —Su voz era una octava más baja que la de
Chip. Tersa, refinada. Frankie se planteó pedirle que leyese
la lista de la compra que había guardado en su bolso de
segunda mano solo para oírlo pronunciar «edamame».
—¡Aiden! —La buena educación hizo acto de presencia y,
sin pensar, Chip se volvió hacia su mejor amigo para hacer
las presentaciones—. Frankie, este es Aiden Kilbourn, mi
padrino. Aiden, esta es Franchesca Baranski, la madrina.
—Frankie —repitió Aiden a la vez que le tendía la mano
—. Qué nombre tan curioso.
Frankie le estrechó la mano y comentó:
—Hay una Taffany y un Davenport en la fiesta
prenupcial, ¿y soy yo la del nombre curioso?
Su ya de por sí frío semblante bajó unos cuantos grados.
Era evidente que no estaba acostumbrado a que lo
aleccionase alguien inferior a él.
—Solo era un comentario.
—Estabas prejuzgando —replicó ella.
—A veces es necesario juzgar.
Seguía estrechándole la mano, y la agarró más fuerte
por el enfado. Él le devolvió el apretón y Frankie bajó la
mano sin miramientos.
—Bueno, Aiden —empezó Pru la mar de contenta—, pues
conocí a Franchesca en mi primer semestre en la
Universidad de Nueva York. Es listísima: consiguió una
beca completa y se graduó un semestre antes con un
sobresaliente. Además, trabaja a media jornada para una
organización sin ánimo de lucro mientras se saca el Máster
en Administración y Dirección de Empresas.
Frankie fulminó a Pru con la mirada. No necesitaba que
su mejor amiga la vendiese a un esnob de pacotilla.
—Aiden es el director de operaciones de la empresa
familiar. Fusiones y adquisiciones —añadió Chip—. No
recuerdo su media de Yale, pero no era tan alta como la
tuya, Frankie.
Frankie se disponía a excusarse para buscar otra
bandeja de champán cuando el DJ pinchó algo más
marchoso. Los primeros acordes de «Uptown Funk»
hicieron que media élite de Manhattan corriera a la pista
de baile como si hubieran anunciado que el nuevo bolso de
Birkin estaba disponible.
Pru la asió del brazo.
—¡Es nuestra canción! —chilló—. ¡Vamos!
Frankie dejó que Pru la arrastrase a la pista de baile.
Recordaban sin esfuerzo la coreografía que se habían
inventado hacía dos años, tras una de las rupturas
ligeramente decepcionantes de Frankie. Se zamparon dos
pizzas enteritas, se pimplaron tres botellas de vino y se
pasaron el resto de la velada meneando el culo con salero.
—No sabría decir si estabais discutiendo o ligando —
gritó Pru para que la oyera más que a la música.
—¿Ligando? Es coña, ¿no? Si no me llega ni a la suela de
los zapatos.
Capítulo 2

Para cuando cruzó el vestíbulo de mármol del hotel


Regency, uno de los grupos financieros de la familia de la
novia, a Aiden ya le dolía la cabeza. Y sabía que pasar una
velada con los niñatos de los testigos y las docenas de
personas deseosas de casarse con él, asegurar su inversión
o recibir un consejo gratuito solo empeoraría las cosas.
Pero era el precio que pagaba por el privilegio. Le
entregó la copa de champán vacía a un camarero que
pasaba por allí y pidió un whisky. Pero beber para quitarse
el dolor de cabeza no le haría ningún favor a nadie esa
noche.
—¿Qué te parece Margeaux? —preguntó Chip mientras
señalaba con la barbilla a la modelo alta, rubia y escuálida.
Llevaba un vestido dorado con una raja que le llegaba casi
hasta el mentón. Su estilo era despiadado; su cabello,
perfecto, y su maquillaje, impecable. Ni comía ni sonreía en
público.
—¿Qué te parece jamás de los jamases? Tiene pinta de
ser un témpano en la cama. —Desde que Chip había
descubierto con Pruitt lo que era la felicidad eterna, estaba
empeñado en que su mejor amigo se uniese al club.
—Ya, es una borde —convino Chip—. Pero Pru fue una
de sus damas de honor, así que… —Hizo una mueca—. Voy
a hacerte un favor y obviaré a Taffany.
—Gracias —respondió Aiden en tono seco. La chica se
había cambiado el nombre a Taffany después de que su
prima segunda le pusiera Tiffany a su hija. Era la típica
fiestera. Todas las semanas aparecía en los blogs de
cotilleos enseñando la entrepierna con esos vestidos que
parecían más bien camisetas de lo cortos que eran, y
también se la había visto caer del todoterreno de alguna
estrella de rock enfrente de una discoteca.
—¿Qué tal Cressida? —le sugirió Chip mientras señalaba
con la copa a otra rubia. No había manera de que no se le
saliesen los pechos de su corsé de alta costura. El resto de
su cuerpo era un esqueleto bronceado. Fruncía el ceño con
fuerza mientras se paseaba como un animal enjaulado y le
gritaba al móvil en alemán.
—Parece maja —señaló Aiden con sarcasmo.
—Parece que te cortaría los huevos y luego te pediría un
rescate por ellos —repuso Chip con alegría.
—¿Y Frankie? —preguntó Aiden, que empezaba a verle
la gracia al juego. Se fijó en que estaba en la pista de baile.
Su cabello era oscuro, abundante y rizado. Su cuerpo era
voluptuoso y curvilíneo, como bien resaltaba el sencillo
vestido lencero de color dorado que llevaba. Su amplia
boca estaba curvada en una generosa sonrisa mientras se
reía de algo que le decía Pruitt.
—Uy, es demasiado buena para ti —contestó Chip—. Es
inteligente y sarcástica. Tendrías que currártelo mucho.
—Sé lo que pretendes —dijo Aiden. Llamó a un camarero
y pidió un Macallan. Uno no lo mataría. Uno lo despejaría
un poco.
—¿Y qué pretendo? Intento salvarte de una mujer que
claramente no es tu tipo.
—¿Y cuál es mi tipo? —preguntó Aiden, que ya se
arrepentía.
—Alta, delgada a más no poder. No sonríe ni habla
mucho. Y su objetivo es añadirte a su historial de polvos
para que su próximo marido en potencia la considere más
atractiva.
—No es que ese sea mi tipo —arguyó Aiden—. Es que
son las que no se toman a pecho mis condiciones.
—Frankie sí que se las tomaría a pecho —predijo Chip—.
Pero a la vez creo que haría que te pasases una buena
temporada arrepintiéndote. Es una tía cojonuda.
Aiden observó a la mujer en cuestión, que se meneaba y
se lucía bailando con Pruitt. Se movía como una diosa;
tentaba a los mortales con su cuerpo de escándalo. Según
su experiencia, las mujeres eran más atractivas en la mesa
o en la cama. Franchesca pertenecía al segundo grupo. Sin
ninguna duda.
Aiden le dio la espalda a la pista de baile.
—¿Cuándo dejarás de venderme las bondades de la
monogamia? —le preguntó a Chip.
Su amigo sonrió y respondió:
—Cuando encuentres a alguien que te haga sentir lo que
yo siento por Pru.
—Soy un Kilbourn. No entendemos de sentimientos. Solo
de fusiones beneficiosas.
—Siento oír eso —lamentó Chip mientras le daba una
palmada en un hombro. La camarera, una chica menuda
con una mecha azul marino en su pelo oscuro, se acercó a
él corriendo. Sujetaba una copa de whisky.
—Tenga, señor Kilbourn —susurró entre jadeos.
—Gracias…, Jana —agradeció Aiden tras echar un
vistazo rápido al nombre que figuraba en su chapa.
La joven se quedó boquiabierta y se retiró con cara de
embeleso.
—Oye, ¿por qué no despliegas tus armas de seducción
con Frankie?
—No me interesan las chicas…
—¿Divertidas? ¿Listas? ¿Sexys? —aventuró Chip.
—Llamativas —lo corrigió Aiden—. Se mueve como si
tuviera experiencia bailando en barra. Fijo que lo
consideraría un piropo.
—Qué va —aseveró alguien con voz ronca detrás de él.
Mierda.
Chip, a quien no le gustaba nada que hubiera tensión en
el ambiente, esbozó una sonrisa angelical.
—¡Frankie! Aiden no te ha visto —dijo para salir del
paso.
—Aiden no parece de los que se fijan en alguien que se
encuentre por debajo de cierto tramo impositivo. ¿Por qué
perdería el tiempo? —espetó Franchesca.
Ella no dudó en mirarlo a los ojos. No, mejor dicho, lo
perforó con sus ojos azul verdosos. Se había portado como
un imbécil. Por lo general, tenía mucho más cuidado al
expresar sus opiniones en sitios en los que pudieran
escucharlo o malinterpretarlo. Culpó a la jaqueca y a las
tres copas de champán que se había tomado con el
estómago vacío.
—Pru quiere que le lleves una copa y la salves de los
gemelos Danby. La tienen acorralada en las escaleras. —
Frankie señaló el extremo opuesto de la estancia.
—Si me disculpáis, tengo que ir a rescatar a mi
prometida. No lo mates —le ordenó Chip a Frankie
mientras la señalaba con gesto serio.
—No prometo nada —le gritó mientras este se alejaba.
Se volvió hacia Aiden echando humo y añadió—: Bueno, si
me disculpas (que me la suda), no quiero pasarme la noche
mirándote.
Se despidió, giró sobre sus talones y se apartó la
melenaza.
—Espera —dijo Aiden en voz baja mientras la agarraba
de una muñeca.
—No me toques, Kilbourn, o eres hombre muerto.
Él la soltó, pero se interpuso en su camino.
—Deja que me disculpe.
—¿Que te deje disculparte? —Franchesca se cruzó de
brazos—. Mira, estoy segura de que estás acostumbrado a
hablar con sirvientes y subordinados, pero un consejo: no le
exijas a nadie que escuche tu disculpa de tres al cuarto.
¿Vale?
Le retumbaba la cabeza. Nadie le hablaba así. Ni
siquiera sus amigos más antiguos.
—Por favor, permíteme que me disculpe —repitió con la
mandíbula apretada. La agarró de un codo y la condujo a
una hornacina que había detrás de una recia cortina
dorada.
La oscuridad hizo que se le pasase un poco el dolor de
cabeza. Se pellizcó el puente de la nariz y deseó que se le
fuese del todo.
—¿Qué tal si nos ahorro tiempo a los dos? —propuso
Franchesca—. No hace falta que te disculpes; ambos
sabemos que tu intención era ser un capullo, y así yo no me
molestaré en fingir que te perdono, porque me la pela lo
que pienses de mí. ¿Te vale?
Había un sofá color crema cubierto de seda. Aiden se
sentó. El dolor sordo le revolvía el estómago.
—Mira. No he empezado con buen pie, y me disculpo por
ello.
—Otro consejito de cara al futuro: «me disculpo» no
suena tan sincero como «lo siento». ¿Te duele la cabeza?
El cambio de tema lo mareó. Cerró los ojos y asintió.
—¿Migraña? —aventuró Franchesca.
Aiden se encogió de hombros y contestó:
—Puede.
Franchesca murmuró para sí. Al abrir los ojos, Aiden la
vio hurgar en su bolso.
—Ten —le dijo mientras le ofrecía dos pastillas—. Son
recetadas.
—¿Tú también tienes migrañas?
—No, pero a Pru le dan cuando se estresa. No quería
que se pasase su fiesta de compromiso con ganas de
vomitar.
—Qué amable y previsora eres.
—Soy la madrina. Es mi trabajo. Va, pórtate bien y
tómatelas.
Aiden alzó la copa, pero Franchesca lo detuvo
cogiéndolo de la muñeca.
—No seas tonto, así lo empeorarás.
Le quitó la copa y se asomó a la cortina. Aiden la oyó
silbar. Al momento estaba dándole las gracias a alguien por
el nombre y le pasó un vaso de agua helada.
—¿Conoces a los del catering? —preguntó para darle
conversación mientras se tragaba los comprimidos.
—Soy del catering. Segundo trabajo. Es mi noche libre.
—Lo dijo como si lo desafiase a criticarla—. ¿Quieres que te
pida un taxi? —le ofreció de repente.
—Tengo un coche abajo.
—Cómo no.
—¿Por qué eres maja conmigo? —Aiden se masajeó la
sien.
—Quizá lo esté haciendo para restregarte en la cara que
eres un capullo. Y quizá te haya dado dos píldoras
anticonceptivas en lugar de pastillas para el dolor de
cabeza para verte sufrir.
—Quizá me lo merecería.
La cortina se movió y la camarera de cabello azul se
asomó.
—Ten, el refresco —susurró. Se quedó atónita al ver a
Aiden y abandonó la hornacina.
—La pongo nerviosa —señaló Aiden cuando la chica se
hubo ido.
—Da gracias de que eres guapo y rico, porque tu
personalidad deja mucho que desear. Ten, bébete esto. La
cafeína te sentará bien.
Se lo bebió de un trago y apoyó la cabeza en el respaldo
del sofá.
—Gracias. —Estaba cuidando de él después de que
hubiera insinuado que era stripper. Era un gilipollas. Se
preguntó cuándo se habría completado la transformación.
Franchesca le quitó el vaso.
—Quédate aquí hasta que te haga efecto —le ordenó, y
se volvió hacia la cortina.
—¿Adónde vas?
—A la fiesta, a bailar como una stripper para los solteros
casaderos.
—Qué pena que me lo pierda.
—Anda, calla.
Capítulo 3

El avión aterrizó en la pista como una losa. El frenazo que


pegó hizo que todos los pasajeros de clase turista se
movieran adelante y atrás. Desde el asiento central,
Frankie no veía mucho del paraíso tropical que había al
otro lado de la ventanilla. Estaba apretujada entre un tío
que olía como si no se hubiera duchado en cuatro días y un
viejecito que se había quedado frito a seis mil metros de
altura y había dormido una hora en su hombro.
Se hacía pis y habría matado por un sándwich de rosbif,
pero al menos el vuelo había terminado y ahora solo le
quedaba pasar por la aduana y por inmigración. En una
hora, dos a lo sumo, tendría los dedos de los pies
enterrados en la arena fina y blanca, una copa en la mano y
su sándwich.
Esperó a que el anciano aquejado de narcolepsia se
pusiera en pie y salió como pudo al pasillo detrás de él para
ayudarlo con su equipaje de mano.
Agradecida de que Pru hubiera insistido en llevar los
vestidos de dama de honor en el avión de su padre, cargó
con su equipaje de mano. Los demás miembros del cortejo
nupcial habían llegado en aviones privados que habían
alquilado juntos.
Cruzó el pasillo en dirección a la tripulación, siempre
sonriente, y a la brisa húmeda. Se plantó en la escalera con
ruedas y se puso las gafas de sol. Veintiocho grados y una
brisa suave y agradable. Quizá se lo pasaría bien y todo,
aunque acabase de duplicársele el volumen del pelo.
Siguió a los demás pasajeros hasta la pista, y luego
hasta el edificio largo y bajo del Aeropuerto Internacional
Grantley Adams. La fila zigzagueaba entre los cordones.
Los viajeros, deseosos de ver el paraíso, toqueteaban las
pantallas de sus móviles. Pero Frankie se conformaba con
observar a la gente. La cola de inmigración para residir allí
era corta y de una eficiencia brutal, pues quienes tenían el
pasaporte de las Barbados regresaban a casa. A su derecha
estaba la cola rápida, compuesta por viajeros con maletas
de Louis Vuitton y anchas pamelas. El personal del resort
que había ido a recogerlos los guiaba durante el proceso.
La fila de Frankie avanzaba a paso de tortuga. Los
padres, agobiados, intentaban responder a preguntas
oficiales a la vez que tranquilizar a sus hijos enrabietados,
mientras que los jóvenes mochileros estaban tan
pendientes del móvil que había que empujarlos cada vez
que la fila se movía.
Uno de los mochileros le llamó la atención y le sonrió.
—Hola —saludó este en voz baja mientras se apartaba
un mechón rubio de la frente.
«Madre mía, que es australiano».
—Hola —respondió ella.
—¿Vienes mucho por aquí?
Frankie rio.
—¿Puedo invitarte a una copa? —le preguntó él en
broma.
—Si encuentras a un barman, encantada de que me
invites.
La fila avanzó y la mujer que tenía detrás, con una
visera deportiva de flores y una camisa hawaiana, lo
empujó hacia delante.
—Hasta luego —le dijo mientras le guiñaba un ojo.
Volvieron a encontrarse cuando las colas se detuvieron
justo en el mismo punto.
—Volvemos a vernos. Debe de ser cosa del destino.
—¡Oh, eres bueno! Seguro que no tendrías tanto éxito
sin tu acento —comentó Frankie.
—A mí me gusta más el tuyo —confesó él.
La abuela de Boca Ratón le dio otro empujón al
australiano.
—Lo siento, cariño, pero me espera un margarita bien
fresquito —le dijo a Frankie mientras avanzaban.
La agente de inmigración de Frankie era una chica seria
de veintipocos años que parecía que se maquillase viendo
tutoriales en YouTube.
—Que disfrute de su estancia —le deseó mientras le
devolvía el pasaporte por la ranura del plexiglás. Su tono
daba a entender que le importaba un carajo si Frankie
disfrutaba de su estancia o no, pero era lo que tenía lidiar
con tres aviones llenos de turistas cascarrabias.
Frankie dejó atrás la zona de recogida de equipajes.
Como Pru llevaba su vestido de dama de honor, había
podido meter todo lo necesario en su equipaje de mano y
no había tenido que pagar por facturar. Un pequeño triunfo
en un año de derroche: las dos fiestas de la novia, la fiesta
de compromiso solo para chicas, la fiesta de compromiso, la
despedida de soltera de prueba y ahora la boda exótica.
Debería haberse buscado un tercer curro. Pero unas
semanitas más con el servicio de catering y amortizaría la
tarjeta de crédito y, además, podría dejar de gastar dinero
como si apareciera por arte de magia en su monedero
todas las mañanas.
La aduana fue mucho más rápida. Tras examinar
rápidamente su equipaje, la mandaron a la salida. Le sonó
el móvil en la bolsa de playa que hacía las veces de bolso.
—Hola, mamá.
—¡Ay, menos mal! Pensaba que estabas muerta. —Otra
cosa no, pero May Baranski era una exagerada de cuidado.
—No estoy muerta, mamá, sino en el paraíso. —Cuando
se abrieron las puertas automáticas, salió al exterior. Hacía
calor. Estaba en una zona cubierta plagada de turistas que
parecían perdidos y de taxistas que, como buitres, daban
vueltas alrededor de la carroña.
—¿Por qué no me has llamado al aterrizar? Me
aseguraste que me llamarías. —Su madre llevaba tan al
límite su instinto protector que estaba convencida de que
sus hijos estaban constantemente en peligro de muerte o
algo peor: destinados a quedarse solteros para siempre y
no tener hijos, mientras a sus amigas las hacían yayas y
abuelas.
—Mamá, acabo de pasar por la aduana, literalmente. No
te dejan parlotear por teléfono mientras tanto.
Su madre resopló. Que le impidieran saber si sus hijos
estaban a salvo se le antojaba absurdo.
—¿Qué tal el vuelo? —preguntó May. Frankie se echó la
culpa. Sus padres le caían bien y le gustaba hablar con
ellos, pero, sin comerlo ni beberlo, eso había acabado
derivando en llamadas casi diarias «solo para ver cómo
estás» o «para ponernos al día». ¡Y encima casi siempre era
ella la que llamaba! Su madre se sabía todos los cotilleos
de sus familiares y sus exvecinos.
—Largo y petado de gente —contestó Frankie, que miró
la señal de la parada de taxis con los ojos entornados. Se
enumeraban los destinos de la isla y sus tarifas, pero
necesitaba comprobar de nuevo en qué distrito se
encontraba el resort.
—Tu padre y yo fuimos de luna de miel a los Cayos de
Florida hace cuarenta y un años —comentó May—. ¿Es
igual de bonito que los Cayos?
Frankie nunca había estado en los Cayos de Florida ni
había visto nada de las Barbados, aparte de la pista de
aterrizaje y la parada de taxis.
—Seguro que los Cayos son preciosos —le dijo a su
madre—. Oye, me voy ya. ¿Te llamo mañana?
—¿Por? ¿Qué pasa?
—Nada, es que tengo que coger un taxi.
—¿Cómo es que Pru no te ha enviado un coche? —chilló
su madre—. ¿Vas a subirte a un coche con un desconocido?
—El chófer que me habría enviado Pru también sería un
desconocido —arguyó Frankie en vano.
—¡Te prohíbo que te atraquen o te acosen!
Frankie chocó con alguien y se giró para disculparse.
—Pero ¡bueno! ¡Si eres tú! Me preocupaba que el
destino no quisiese que volviésemos a vernos —musitó el
australiano mientras se ponía bien la mochila que Frankie
casi le había tirado.
—Te dejo, mamá.
—¿Y ahora qué pasa?
—Un chico muy mono me está mirando.
El australiano sonrió.
—¡Cuelga y lígatelo! ¡Vuelve con un anillo en el dedo! —
Su madre cortó la llamada para ponerse a planificar la
ansiada boda de su única hija.
—Perdona —se disculpó Frankie con una sonrisita—. No
miraba por dónde iba.
—Puedes chocarte conmigo cuando quieras. —No era
increíblemente guapo. Ni estaba de toma pan y moja como
Kilbourn. Pero era mono, encantador y estaba muy pero
que muy bronceado. Se había decolorado el pelo, que pedía
un corte a gritos, e iba vestido con ropa cómoda y
arrugada.
—Dime que eres un surfista australiano —soltó Frankie
con aire soñador. Hacía mucho que un hombre no la hacía
llegar al orgasmo. Le daba pereza salir con ellos, y tener
dos trabajos no le había dejado mucho tiempo para
divertirse bajo las sábanas. Quizá un rollete tropical con un
surfista sexy le quitase las penas.
—Pues sí. Dime que te molan los surfistas australianos y
que podemos compartir taxi para que te camele por el
camino.
Frankie rio. Fácil, encantador, divertido. Perfecto.
Hizo una caída de pestañas y respondió:
—Nunca he estado con un surfista australiano, así que
no sabría decirte cuáles son mis preferencias en ese
ámbito.
Sus ojos azules, del mismo color que el mar que habían
sobrevolado, se abrieron, complacidos.
—¿Dónde te alojas?
—En el resort Rockley Sands.
—No jodas. —Le cambió la cara—. Eso está al norte de
Bridgetown. Estoy en la otra punta de la isla.
—Franchesca.
Una buena ventolera podría haber derribado a Frankie.
Tenía que ser un espejismo. Estaba segura. Ese no era
Aiden Kilbourn apoyado en un jeep, con unos pantalones
cortos, una camisa de manga corta sexy, unos náuticos y
unas Ray-Ban. Llevaba la barba más descuidada que la
última vez que lo había visto.
—¡La madre que…!
—Deduzco que te llamas Franchesca —comentó el
australiano.
—Sí, pero… no estamos juntos.
Aiden se apartó del guardabarros y fue hasta ella.
—Va. —Hizo ademán de coger su equipaje.
Sin pensar, Frankie lo puso fuera de su alcance.
—Iré en taxi —insistió.
—No.
—Aiden, le he dicho a Pru que iría en taxi.
—Y yo que te recogería.
—Franchesca, ha sido un placer conocerte, pero me voy
ya —se despidió el australiano mientras retrocedía.
—Pero si…
—A lo mejor nos vemos por la isla. —Le lanzó un beso,
se despidió de Aiden como si fueran colegas y se fue tan
tranquilo a buscar un taxi.
—Ya te vale, Aiden. No me ha dado tiempo ni a darle mi
número.
—Qué pena. —Guardó su equipaje en la parte trasera del
jeep y lo aseguró con una correa de amarre.
—¿De qué va esto? ¿Vas a llevar a su destino a una
pobre stripper para hacer tu buena obra del día? —replicó
Frankie.
—Ya me disculpé por eso.
—Y tu sinceridad me llegó al alma —le recordó Frankie.
—Sube al coche, anda.
Capítulo 4

Aiden esperó a que se pusiera el cinturón para


incorporarse a la carretera principal. No le había dicho a
Pruitt que recogería a Franchesca, pero la noche anterior
la había oído hablar sobre la hora a la que llegaría la
madrina. Había viajado con ellos para vigilar a Chip. Ya
había truncado la felicidad de Chip y Pruitt una vez, y no
permitiría que se repitiera una segunda.
Además, así disponía de una excusa para estar un rato a
solas con Franchesca. Había pensado en ella —mucho—
desde la fiesta de compromiso. Era… interesante. Y su
remedio para la migraña había sido mano de santo.
Debía acabar con sus dolores de cabeza, cortarlos de
raíz. Así que había decidido aprovechar el viaje para trazar
un plan. Para urdir una estrategia. Ya era hora de que
hiciera algo al respecto.
—¿Ha ido bien el vuelo? —le preguntó.
—De maravilla. Aunque habría ido mejor si hubiera
conseguido el número del surfista.
—¿Es tu tipo?
—¡No, no, no! —Lo señaló con un dedo—. No vas a
criticar cuál es mi tipo. Tú menos que nadie.
—¿Yo menos que nadie? —inquirió mientras pisaba el
acelerador para dar la vuelta a la rotonda.
Frankie aferró el asidero del salpicadero, pero no le
pidió que fuese más despacio.
—Si repasáramos tus últimas conquistas, veríamos a un
esqueleto rubio tras otro comprando, sonriendo y posando
para la foto.
Era cierto. Pero eso era lo que ofrecía Manhattan:
cientos de famosillas acaudaladas que se parecían, se
comportaban igual y tenían los mismos objetivos en la vida.
—Conquistas… ¿Eso habría sido el amante de las olas de
antes?
—Calla, anda.
Aiden redujo bruscamente la velocidad para esquivar a
una camioneta que se había detenido frente a un puesto de
cocos en el arcén. Rara vez conducía por Manhattan, y le
había encantado descubrir que, en la isla, las leyes de
tráfico eran más sugerencias que leyes en sí. Le recordaba
a sus días de piloto de carreras. La única vez en toda su
vida en que no había tenido ni una sola preocupación.
—La madre que te parió, Aide —bramó Frankie, que
agarró el asidero cuando tomaron la siguiente rotonda.
El apodo gratuito le resultó extraño…, cariñoso, familiar.
—Bienvenida a las Barbados —le dijo mientras salía de
la glorieta por el otro lado.
Franchesca soltó el asidero para recogerse el pelo, que
escapaba como loco en todas direcciones. Se lo enrolló
sobre la cabeza y lo ató con un coletero de plástico. Aiden
la observó de arriba abajo. Su camiseta de tirantes rosa y
sus pantaloncitos de algodón blancos resaltaban el bello
tono oliva de sus piernas. Habría apostado dinero a que era
de ascendencia mediterránea. Franchesca Baranski no era
ningún esqueleto rubio, eso desde luego.
—Vista al frente, chavalote —espetó en tono seco.
—Me preguntaba si era un día cualquiera.
—Este es el único modelito de todo el viaje que no tiene
que ir a juego con los de las damas de horror, y no me vas a
fastidiar el momento.
—¿Modelitos a juego? —Cómo se alegraba de no ser
mujer.
—Es el precio que hay que pagar por tener amigos —
comentó Frankie—. Pero no sabrás a qué me refiero.
Y por eso el círculo de Aiden era pequeño. Minúsculo, en
realidad. No era sociable y no disfrutaba de la atención ni
de las fiestas. Le gustaba ganar dinero, enfrentarse a
desafíos con éxito y dar con la solución más creativa a los
obstáculos que se le resistían.
—¡Ahí va! Qué vistas. —Frankie señaló a la izquierda
con una uña sin pintar y se acercó a él para disfrutar más
del paisaje. La carretera discurría paralela a las aguas
turquesas del mar Caribe. Aiden captó el aroma de su
cabello; un olor exótico y especiado. Y, de pronto, por un
glorioso instante, se la imaginó desnuda y despatarrada en
su cama.
—Y que lo digas —convino.
—¿Ya has estado aquí? —le preguntó Frankie mientras
hurgaba en su bolso. Sacó un tubo de crema solar con aire
triunfal.
—¿Me estás dando conversación? —inquirió.
—Creía que no discutiríamos por comentar qué bonito es
el mar o por preguntarte si sueles venir por aquí. —Se echó
protector en las yemas de los dedos y se lo restregó por la
cara. Aiden se preguntó cuándo había sido la última vez
que había visto a una mujer sin maquillar y despeinada. Las
mujeres con las que salía preferían guardar en secreto su
aspecto natural.
—Uy, creo que podríamos discutir por cualquier tema —
predijo Aiden.
Frankie masculló algo y no añadió nada más.
—¿Qué pasa? —preguntó Aiden.
—Intento ser educada. Hemos venido por Pru y Chip, y
no voy a chafarles la boda por discutir contigo.
—No te caigo bien, ¿eh? —preguntó Aiden con una
sonrisa.
—Pues no. Pero eso no significa que tenga que portarme
como una gilipollas. Algunos hemos recibido una buena
educación. —Era una pulla para él, pero, en lugar de
cabrearlo, le hizo gracia.
—Venga, a ver, ¿qué educación recibiste? —preguntó.
—No, no. —Negó con la cabeza—. No nos conoceremos
más a fondo. No nos llevamos bien, ni falta que hace. Tú ve
a lo tuyo, que yo iré a lo mío. Nos haremos fotos vestidos de
gala, bailaremos con los novios y no volveremos a vernos
nunca más.
Aiden rio. El sonido le resultó extraño incluso a él.
—Pues tú a mí no me caes mal.
—No me lo trago, Kilbourn. Tú llévanos al resort
calladito y como si esto fuera una carrera de destrucción,
que yo me imaginaré que eres un surfista australiano
monísimo.
—Pero si no iba a malas…
—No, no. No hables. Calla y conduce.
Aiden sonrió mientras negaba con la cabeza, pero le dio
el gusto. Atravesaron la angosta carretera a toda pastilla.
Durante el camino, sortearon baches y, de vez en cuando,
se detenían para que cruzase algún peatón. Dejaron atrás
playas de arena blanca con palmeras que se balanceaban y
turistas quemados por el sol. La calle se estrechaba
conforme se acercaban a Bridgetown. Pasaron como una
exhalación por delante de las tiendas y los puestos de
productos agrícolas de las aceras, dejaron atrás unas
cuantas tiendas de marcas de lujo y pasaron por el puerto
de cruceros.
Frankie no despegaba los ojos del mar.
Era precioso. Del mismo tono azul que solo se veía en
las postales. Y la constante brisa tropical hacía que los casi
treinta grados fueran agradables, no agobiantes. Aunque
tampoco es que Aiden fuera a disfrutarlos. El largo fin de
semana estaría repleto de las desventajas de ser rico y
privilegiado. Obligaciones sociales, responsabilidades
familiares y una celebración gratuita por tener una relación
más estrecha con Chip que con su propio medio hermano.
¿De verdad valía la pena celebrar una boda tan ostentosa?
¿No preferirían los novios algo más íntimo y significativo?
Ceñudo, aceleró al subir un montículo.
—¿Cómo puedes poner esa cara teniendo este paisaje
delante? —preguntó Frankie mientras abarcaba con el
brazo las vistas que se extendían ante ellos.
—Creía que no íbamos a hablar.
—Es verdad. Es que me he distraído al ver tu cara de
vinagre. Chitón otra vez.
Justo entonces le sonó el móvil en el posavasos. Aiden
arrugó más el ceño al ver la pantalla.
—¿Qué pasa, Elliot? —inquirió en tono cortante. Su
medio hermano solo llamaba para una cosa.
—¿Qué tal por el paraíso?
Cuanto menos le dijera Aiden a su hermano, menos
habría que lamentar después.
—¿Qué quieres, Elliot? —preguntó Aiden.
—Tenemos que hablar sobre la votación de la junta. —
Notó que pasó de mostrarse encantador a calculador.
—Ya hemos hablado de esto. No cambiaré de opinión —
repuso Aiden con brusquedad.
—Creo que no lo has pensado bien…
—No nombraré a Donaldson director financiero. Lo
están investigando por defraudar a su última empresa. No
puedes esperar que deje nuestros grupos financieros en sus
manos y haga la vista gorda.
—Los rumores que corren sobre el fraude son
exagerados. No es más que una antigua amante con un
interés personal. —Aiden oyó el inconfundible chasquido
del metal al impactar con la pelota seguido de un aplauso
cortés.
—¿Ya estás otra vez en el campo? —Elliot pasaba más
tiempo jugando al golf, bebiendo y tirándose a las féminas
de la ciudad que detrás de la mesa del bonito despacho
esquinero que tenía debajo del de Aiden.
—Estoy echando un nueve hoyos rapidito con un cliente.
Era mentira, pero Aiden no tenía fuerzas para regañarlo.
La cuestión era que dirigir la empresa de su familia y sus
amplios grupos financieros recaía cada vez más sobre él
ahora que su padre reculaba. Elliot solo se preocupaba por
los negocios cuando algo lo afectaba personalmente. No
había descubierto la relación entre Elliot y el ladrón y
defraudador de Donaldson, pero Aiden no estaba dispuesto
a hacerse a un lado y dejar que su hermano nombrara al
próximo director financiero de Kilbourn Holdings.
—Mantengo mi voto: no a Donaldson. Te dejo. —Colgó
sin darle a su hermano opción a réplica y apagó el teléfono
para no ver el inevitable aluvión de llamadas y mensajes.
—¿Movida empresarial? —preguntó Frankie sin mirarlo.
—Movida familiar con un puntito empresarial.
—Quizá no deberías hacer negocios con tu familia.
La miró al momento. Tenía el rostro orientado hacia el
sol y sonreía con malicia.
—No es tan sencillo.
Ella se dignó a mirarlo esa vez y se bajó las gafas de sol.
—Nada que valga la pena lo es.

***

Unos muros de piedra amarillo claro y una entrada


protegían el resort del mar. Se había fijado poco cuando
había llegado la noche anterior, pero, al ver a Frankie
maravillada con el exuberante paisaje y la entrada curva,
se contagió de su entusiasmo y se permitió olvidarse de su
familia y su empresa. El hotel estaba formado por tres pisos
de estuco y piedra, y dos alas unidas por un vestíbulo al
aire libre de dos plantas. Dentro seguía la vegetación:
había macetas de colores apiñadas en torno a una fuente
de piedra. En cada punta del vestíbulo había un bar con
vistas al mar.
—Ahí va —susurró Franchesca detrás de él.
La mujer del mostrador, con su alegre pañuelo amarillo
canario, dejó de mirar el ordenador.
—Que disfrute de su estancia, señor Kilbourn —saludó
con el sutil acento de la isla, que hacía que pareciese que
cantaba.
—Descuide —dijo—. La señorita Baranski también se
hospeda aquí.
—Oh, por supuesto. Bienvenida, señorita Baranski.
—Gracias. Qué resort más bonito —comentó Frankie con
una sonrisa relajada. No se parecía en nada a las que le
dedicaba a Aiden.
Como si le hubiera leído la mente, Frankie se volvió
hacia él. Lo miró de arriba abajo y enarcó una ceja.
—Gracias por traerme. Ya puedes irte.
Él esbozó una sonrisa lenta y amenazante. Franchesca
Baranski no tenía ni idea de con quién se estaba metiendo.
A él no se le despachaba. Se acercó a ella y, al arrinconarla
contra el mostrador, vio sorpresa e inquietud en sus
enormes ojos. Pero también algo más. Una llamarada, una
chispa de deseo.
Aiden le cogió una mano y se llevó los nudillos a los
labios.
—El placer ha sido mío. —Vio que se le erizaba el vello
del brazo y sonrió.
—Estoy segura de que siempre lo es —replicó ella, que
se zafó de su agarre y le dio la espalda.
Capítulo 5

Aiden dejó a Frankie en el mostrador y siguió el rumor de


las olas. Se paró en el bar y debatió consigo mismo, pero
cambió de opinión y salió fuera.
Bebía en exceso. Una especie de remedio para el estrés
crónico que lo atormentaba. Su familia parecía empeñada
en tomar todas las malas decisiones posibles a la hora de
dirigir un negocio. Durante mucho tiempo había hecho caso
omiso para ocuparse de sus responsabilidades. Pero ahora
debía estar presente. Más le valía no permitir que nadie —
ni siquiera su familia— destruyera lo que habían logrado
tres generaciones.
Con las manos en los bolsillos de sus pantalones cortos,
atravesó la terraza de piedra coralina con su camisa
ondeando al viento. A la derecha, el sol iluminaba la piscina
infinita. Unos cuantos huéspedes de media tarde
disfrutaban de ceviche y champán en la marisquería al aire
libre de la izquierda.
Bajó las escaleras y torció a la derecha, donde el camino
serpenteaba entre la playa y la vegetación. Es posible que
el padre de Pruitt no desease a Chip como yerno, pero eso
no impediría que tirase la casa por la ventana. Había
alquilado la sección acordonada del resort con tal de que su
princesa gozara de un día especial e íntimo.
Aiden encontró a los novios tomando el sol a la orilla de
una laguna, de forma indefinida, que daba a la playa y al
mar. Las damas de honor —damas de horror, se corrigió
con una sonrisa— estaban recostadas en las posturas más
idóneas, y estudiadas, para acentuar su atractivo. Notó que
cuadraban los hombros y sacaban pecho al verlo. Siempre
estaban al acecho.
Pero él no era la presa de nadie.
Se sentó en el borde de la tumbona de Chip, de espaldas
a las damas de horror.
—Tu madrina ha llegado a su destino —anunció.
Pru lo miró desde debajo del ala de una pamela ridícula.
—¡Aiden! Reservé un coche para que recogiera a doña
«iré en taxi».
—Lo he anulado —comentó Aiden mientras se encogía
de hombros—. Me pillaba de camino.
—Lo ha hecho para limar asperezas con Frankie —
explicó Chip para defenderlo. Su amigo le enseñó su copa
vacía a un camarero que pasaba por allí y le hizo un gesto
con el dedo para pedirle que les sirviera otra ronda. Pues al
final Aiden sí que iba a beber.
—Ya, claro. —Pruitt no creía a ninguno de los dos. Ni por
un segundo—. ¿Has recogido a la lumbrera de mi mejor
amiga para meterte con ella? Porque, de ser así, me
enfadaré, Aiden Kilbourn —aseguró Pruitt mientras le
clavaba un dedo en el brazo.
—¿Para meterme con ella? ¿Qué tenemos? ¿Siete años?
—preguntó Aiden en broma.
—¿Qué le dijiste exactamente en la fiesta de
compromiso? —exigió saber Pruitt.
—¿No te lo contó? —A Aiden le sorprendió. Pensaba que
Frankie habría ido corriendo a chivarse.
—Mi maravillosa amiga no quiere que me preocupe por
nada. Y, por lo visto, eso incluye cualquier estupidez que
dijeses o hicieses en la fiesta.
Aiden y Chip se miraron. Ninguno de los dos tenía ganas
de repetir el insulto.
Pruitt chasqueó los dedos.
—¡De eso nada! ¡No, no, no! No lo mires, Chip.
Desembucha ahora mismo.
La determinación de Chip se hizo añicos más deprisa
que una galleta en las manos pegajosas de un niño
pequeño.
—Puede que Aiden comentase que Frankie se movía
como si tuviera experiencia bailando en barra.
—¡¿Que la llamaste stripper?! —Pruitt chilló tanto que
seguro que se la oyó en el catamarán que navegaba a
quinientos metros de la costa.
Aiden hizo una mueca.
—En mi defensa…
—¡No hay defensa que valga! Joder, Aiden. Es una de las
personas a las que más quiero en este mundo. No la trates
como a un trapo.
—Lo entiendo. Me disculpé. Y por eso he ido a recogerla
hoy: para intentar hacer las paces.
Pru esbozó una ligera sonrisa.
—Conque lo has intentado, ¿eh? ¿Frankie no estaba por
la labor? —preguntó sin mala intención.
—Pues no mucho —reconoció Aiden. Para nada, la
verdad.
Chip le dio una palmada en un hombro.
—Lo siento, macho. Nuestra Frankie no es la persona
más indulgente del mundo.
—¿Metes la pata una vez y te hace la cruz?
Pruitt lo miró por encima de sus gafas de sol e inquirió:
—¿Por? ¿Te interesa?
—Como bien ha señalado Frankie, ni yo soy su tipo ni
ella el mío —respondió Aiden para eludir la pregunta. No
estaba interesado en Frankie. Le intrigaba, pero eso era
otra cosa.
—¿Tanto te costaba ser majo y educado o, Dios te libre,
simpático? —Pruitt suspiró.
—No quiero ser simpático. No tengo tiempo para
simpatías.
Pruitt se echó en su tumbona haciendo pucheros.
—Y ahora tenemos a una madrina y un padrino que no
se pueden ni ver.
—Tendríamos que habernos fugado —comentó Chip
mientras le apretaba un muslo con cariño.
—Nos hemos fugado. Pero con todo el mundo.
Aiden se abstuvo de bromear sobre que se lo pensasen
mejor la próxima vez. Por su culpa casi no había habido una
primera vez.
El camarero regresó con una bandeja de bebidas
espumosas de color rosa con sombrillas y tanta fruta como
para preparar una macedonia.
—Señor Randolph —dijo haciendo una floritura.
Chip sonrió y repartió las bebidas.
—Hatfield, tú sí que sabes. —Y le dejó un billete de
veinte dólares en la bandeja.
Aiden le dio un trago a su bebida, hizo una mueca y dejó
la copa en la mesa que había junto a la silla.
—Vaya, ¡si son el señor Randolph y la casi señora
Randolph!
Pru chilló y se levantó de un salto.
—¡Has venido! —Y estrechó a Franchesca.
Aiden se fijó en que se había cambiado. Se había quitado
los pantaloncitos blancos y la camiseta de tirantes que tan
bien se le ceñía al cuerpo y los había sustituido por una
capa vaporosa con un escote en V muy pronunciado que
mostraba un canalillo impresionante y a través de la que se
entreveía el bikini negro que llevaba debajo. No se había
deshecho el moño. Era una mujer exótica y curvilínea.
Como Aiden no se anduviese con ojo, se empalmaría como
un adolescente en menos de lo que canta un gallo.
Franchesca no pasaba desapercibida.
—¡Sí! —le dijo a Pru sonriendo.
—¿Qué tal el vuelo? ¿Te apetece una copa?
—Ten. —Aiden le puso su brebaje rosa en la mano.
Franchesca miró la copa con recelo.
—¡Venga ya! No está envenenada. Bébetela y calla —le
ordenó.
—¿Recuerdas lo que hemos hablado antes? —le advirtió
Pru—. Sé simpático.
—Te las vas a cargaaaar —canturreó Frankie en voz baja
para que solo él la oyese. Le dio un trago a la bebida. Pegó
los labios carnosos a la misma pajita con la que había
sorbido él hacía un instante—. No te preocupes por Aide y
por mí. Se acabó el mal rollo. Palabra de honor. Aunque me
haya espantado al surfista buenorro que he conocido en el
aeropuerto.
Pru entrelazó el brazo con el de Frankie y se la llevó
mientras le lanzaba una mirada asesina a Aiden.
—Ven, Frankie. Vámonos con las chicas. A ver, háblame
del surfista.
Aiden y Chip las observaron alejarse.
—Conque un surfista, ¿eh? —preguntó Chip.
—Calla, anda.
Chip rio y añadió:
—Vamos a jugar al vóley.
Capítulo 6

—Señoritas, ha llegado nuestra madrina —anunció


Pruitt la mar de contenta a las diosas recostadas.
—Yupi —exclamó Margeaux sin despegar los ojos del
móvil. Su cabello rubio estaba recogido en un elegante
moño en la base de su cuello. Se la veía majestuosa incluso
en bikini.
Pruitt arrastró a Frankie hasta un par de tumbonas. Esta
tomó otro sorbo del líquido ácido y rosa. Estaba congelado
y sabía ligeramente a pomelo y vodka. Pero le valdría.
—Siéntate y escupe —le ordenó Pru—. La anécdota, no
la bebida.
Frankie le entregó la copa con un suspiro. Se quitó las
sandalias y se cubrió la cabeza con la capa.
Notó que alguien la miraba con ardor. Al girarse, vio que
Aiden, de pie en la arena, la observaba. Este le sonrió con
chulería y se quitó la camisa. No era delgado como los
demás testigos. Era más grande y musculoso. Solo con
verle el pecho se le hacía la boca agua. Se miraban con
admiración.
—Vaaaaa —canturreó Pru para llamarle la atención.
—Que sí, que ya voy. —Le dio la espalda a la playa…, a
Aiden—. ¿Qué quieres saber?
—¿Qué tal el viaje con Aiden desde el aeropuerto?
A Margeaux se le cayeron el móvil y la mandíbula.
Taffany, que estaba entretenida bebiendo tequila a morro
vestida con un bañador más revelador que el bikini de
Frankie, se incorporó.
—¿Tú y el buenorro del padrino? —preguntó Cressida,
cuyo acento oscilaba entre el austriaco y el ruso. Frankie
no podía apartar la vista de sus pechos, pues parecían
empeñados en escapar del trozo de tela que hacía las veces
de top sin tirantes.
Con pudor, Frankie se anudó más fuerte el traje de baño
para que no se le salieran los suyos.
Se oyó un «halaaaa» a coro en la pista de voleibol y las
chicas estiraron el cuello para ver qué había pasado. Aiden,
con su espectacular y robusto torso al descubierto, se
tapaba un ojo con la mano.
—¿Qué os he dicho? —gritó Pru.
—¡Que nada de moretones! —repitieron los chicos como
papagayos.
—Ni moretones, ni cortes, ni rasguños, ni accidentes
capilares raros. Quiero que estéis perfectos para las fotos
—les recordó la novia.
—Perdón —se excusaron a la vez.
—Aiden se ha distraído —agregó Chip con un guiño.
Aiden miraba largamente a Frankie, que dejó de
toquetearse las tiras del bañador y bajó las manos. ¿La
había estado observando?
—¿No podéis sentaros a leer y ya? —les rogó Pru.
—No volveremos a sacar por encima de la cabeza —
sugirió Davenport, el interno borracho que ponía paz.
—Bueno, vale. Pero céntrate en la pelota, Aiden. —Pru
volvió a sentarse—. Son como niños de preescolar en una
fábrica de caramelos: hay que vigilarlos. Y tú, Frankie,
siéntate, no vaya a ser que Aiden pierda un ojo por mirarte.
Con toda la atención puesta en ella, Frankie se sentó en
la tumbona y estiró las piernas.
—Me ha recogido en el aeropuerto —explicó. Por lo
general, no le gustaban los cotilleos, y darles el más
mínimo dato a esas arpías era una idea pésima.
—¿Y eso? —preguntó Margeaux, que arrugó la nariz—.
¿Ha habido una confusión?
En el bello, impoluto y dorado mundo de Margeaux, esa
era la única razón posible para que Aiden Kilbourn se
ofreciera a llevar a alguien tan humilde. Molesta, Frankie
encogió un hombro con aire indolente mientras jugueteaba
con los tirantes del sujetador de su bikini.
—No. Me estaba esperando cuando he bajado del avión.
—Ha anulado el coche que yo había reservado para que
fuera a buscarla —añadió Pru.
Taffany volvió a coger el tequila, pero se lo pasó a
Frankie.
—Di que sí, Francine.
—Frankie.
—Eso.
—No lo entiendo —dijo Margeaux. Se quitó las gafas de
sol y se puso de lado, como si fuera una modelo siguiendo
las indicaciones de un fotógrafo invisible—. ¿Por qué Aiden
se desviaría por ti?
—Eh, Margeaux, guárdate las garras para otro momento
—le advirtió Pru.
—No le hagas caso a esta rabiosa —comentó Cressida,
que señaló a Margeaux—. Ha apostado a que se lo follará
este finde.
—Que te follen a ti, Cressida —escupió Margeaux.
—Así no era la apuesta —insistió Cressida, ceñuda.
Frankie no sabía si estaba chinchando a Margeaux a
propósito o si la barrera idiomática hacía que la insultase
sin querer.
—Señoritas… —Pru suspiró y se rascó la frente con aire
distraído.
«Nada de malos rollos», se recordó Frankie. Había ido
allí para que Pru tuviese un día de ensueño. Bebió a morro
de la botella.
—No te preocupes, Margie. Sigues teniendo muchas
probabilidades de atraerlo a tu vagina venus atrapamoscas.
Ha sido majo, ya está. Ninguno de los dos está interesado
en el otro —le aseguró.
—Aiden no es majo —replicó Margeaux, que ignoró el
zasca sobre su vagina.
—Entonces, ¿por qué quieres tirártelo? —inquirió
Frankie, frustrada.
A Taffany le dio un ataque de risa e hipo. Cogió la botella
y respondió:
—¡Tía! Es rico y está como un tren. ¿Qué más quieres?
Un acuerdo prematrimonial con él le arreglaría la vida a
una chica hasta pasados los cincuenta.
—He oído que es un fiera en la cama —agregó Cressida
—. Qué ejemplares más buenos serían sus hijos.
«Estas mujeres son de otro planeta. Del planeta Tía
Loca».
Los padres de Frankie se habían casado porque se
enamoraron cuando iban al instituto y su madre se quedó
embarazada la noche del baile de graduación. Discutían por
el papel higiénico y por quién de los dos llamaba al
contable. Eso era normal. Eso era amor.
¿Esto? Esto era lo que ocurría cuando los ricos de
Manhattan se reproducían demasiado entre ellos.
—¿No queréis conocer a un chico y enamoraros? —
preguntó Frankie al grupo en general.
Las rubias se miraron desconcertadas y estallaron en
una risa sofisticada y encantadora aderezada con los
hipidos de Taffany.
—Típico de los pobres —aseveró esta última—. Los
pobres tienen que buscar el amor porque no tienen dinero.
—Entonces, ¿el dinero es mejor que el amor? —insistió
Frankie.
—Pues claro. ¿Y qué es mejor que el dinero? —exclamó
Taffany tras recuperar el tequila.
—¡Más dinero! —contestaron Margeaux y Cressida.
—Por las esposas trofeo —brindó Taffany mientras
sostenía la botella en alto. Margeaux y Cressida alzaron sus
copas, y Pru, algo avergonzada, levantó la suya.
—Por las esposas trofeo —corearon.
—Veo que he estado equivocada todo este tiempo —
concluyó Frankie la mar de contenta—. Iluminadme.
Margeaux volvió a ponerse las gafas de sol y explicó:
—Cariño, ni toda la sabiduría del mundo haría de esto…
—Dibujó un círculo en la palma de su mano en dirección a
Frankie— un trofeo. Tú te pareces más a las medallas que
dan por participar. Cualquiera puede conseguir una.
«Será cabrona». Frankie deseó que la atropellase su
propia limusina al dar marcha atrás.
Sonrió con dulzura y repuso:
—Cuando te casas con tu segundo marido, ¿el acuerdo
prematrimonial establece que tienes que quitarte el palo
del culo o tienes que dejártelo ahí?
Taffany se atragantó y bañó a Margeaux de tequila.
—¡¿Tú eres gilipollas o qué te pasa?! —Margeaux se
levantó como un resorte. Le quitó la botella a Taffany y la
tiró a la piscina.
—¡Oye! —Taffany reaccionó como si Margeaux hubiera
arrojado su minichihuahua por un puente. Se agachó y se
abalanzó sobre ella, lo que hizo que acabasen las dos en el
agua.
Cressida soltó algo que sonó a palabra burlesca de
cuatro letras en alemán y se marchó con paso airado.
—En serio, ¿de qué conoces a estas payasas? —preguntó
Frankie mientras Margeaux agarraba del pelo a Taffany.
—¡Las extensiones no, zorra! —gritó Taffany.
—Madre mía. Ya estamos de nuevo —masculló Pru. Se
metió los dedos en la boca y silbó. El partido de vóley-playa
se detuvo bruscamente cuando Chip pidió un tiempo
muerto.
—Cari, ¿qué pasa? —gritó desde la playa.
—Se están peleando otra vez en la piscina —contestó
Pru mientras las señalaba.
Los testigos, siempre tan caballerosos, entraron en
acción al grito de «¡pelea de gatas!».
Davenport, alto y delgado, se sentó en una tumbona y
sacó el móvil.
—¡Va, que grabo! —Digby, el rubio más bajo, que no
paraba de presumir de tableta, se zambulló en el agua
como todo un atleta olímpico con Ford (Bradford en su
partida de nacimiento) pisándole los talones. Ford soltó un
grito de guerra y se tiró de bomba para unirse a la refriega.
Aiden contemplaba la escena desde la seguridad de la
playa.
Digby y Ford no tardaron nada en separar a las chicas.
—¡Os odio a todos! —gritó Margeaux mientras golpeaba
el agua con fastidio.
—Espero que tu herpes rebrote —chilló Taffany, que
arañaba el hombro de Ford para que la soltase.
—Madre mía, como se entere mi padre, me lo recordará
toda la vida —se lamentó Pru. Chip la abrazó.
—Tú tranquila, cielo. Las emborrachamos y que se vayan
al cuarto a dormir la mona.
—Mi héroe —dijo Pru con aire soñador. Se giró y lo besó.
Frankie observó a los testigos sacar a las chicas y la
botella de la piscina.
—Tomemos unos chupitos —propuso Digby.
—¡Chupitos! —Taffany corrió como loca a la barra.
—¡Qué pasa, madrina! —exclamó Ford mientras guiñaba
un ojo y sonreía a Frankie. Era asquerosamente guapo.
Como todos. Pero Ford tenía un encanto juvenil al que
costaba resistirse, y era muy enamoradizo. Sus escarceos
no duraban más de una o dos semanas. Pero siempre
insistía en que «esta es la definitiva». Llevaba tres años
intentando convencer a Frankie de que saliera con él, y
juraba que no descansaría hasta que estuvieran casados y
tuvieran once nietos y una casa en los Hamptons.
—¡No hables con ella! —gruñó Margeaux mientras le
pasaba un brazo por la cintura mojada—. Hazme caso a mí.
Frankie meneó los dedos a modo de saludo y observó a
Ford llevarse a la rubia enfadada.
—Que no se la vuelva a tirar, por Dios —murmuró Chip
mientras observaban al cuarteto empapado dar la nota en
el bar.
—Es verdad, mejor que no —convino Pru—. Davenport,
recuerdas que has firmado un acuerdo de confidencialidad,
¿no? —Miró fijamente al hombre que revisaba el vídeo en
su móvil.
—Anda, Pru. Si parece una peli: Las debutantes se
desmadran.
—No.
—No me obligues a borrarlo. Me vendrá de perlas para
chantajear a Margeaux si se liga a un senador o algo así.
Pruitt sonrió y aceptó:
—Vale. Consérvalo, pero no lo publiques. Queremos que
sea una boda íntima y discreta.
Frankie negó con la cabeza. Nunca entendería a la flor y
nata. Te condenaban al ostracismo por llevar un bolso de la
temporada pasada, pero te peleabas con una ricachona
descerebrada en la piscina por una botella de vodka y no
pasaba nada.
—Necesito una copa —anunció—. Pero no de ese bar. Y
comida.
—Sería un honor para mí que la dama me acompañara a
cenar lo que sea que ofrezca este humilde establecimiento,
aunque seguramente palidecerá en comparación con la
deliciosa naturaleza de una criatura tan encantadora.
Frankie miró atónita a Davenport.
—Madre mía, Dav, ¿ya estás leyendo otra vez a Chaucer?
—A las damas les chiflan los hombres con un puntito
romántico. Además, he apostado con Digs a que podría
ligarme a una tía soltando frases de literatura clásica.
—Pues conmigo ha funcionado. Dame de comer y dime
que soy guapa y soy toda tuya —comentó Frankie en
broma.
Davenport le ofreció un brazo.
—¿Qué prefiere milady: marisco o pizza?
—Sin duda, pizza. Y una cerveza.
Pruitt gimió y dijo:
—Quiero carbohidratos…
—Pues vente —la animó Frankie.
—No puedo. Soy vegana hasta el banquete, que, si no,
tendrán que coserme el vestido.
Pruitt había gastado veintiuno de los grandes en su
extravagante y exclusivo vestido hecho a medida. Había
dejado de consumir carbohidratos (salvo el alcohol
asignado) durante sesenta y cuatro días. Todas las damas
de honor habían hecho lo mismo para asegurarse de que
sus minúsculos vestidos de diseñador les quedaran como
un guante. Frankie estaba contenta con su talla mediana y
la faja que se había metido en la maleta.
La vida era demasiado corta para no comer pizza.
—Estarás preciosa —le aseguró Frankie—. Chip te
traerá una ensalada y un zumo verde riquísimo. Ya verás
que ni echas de menos la pizza.
«Mentira. Mentira cochina».
—Lo que quieras, princesa —le prometió Chip.
Pru suspiró y le preguntó:
—¿Comes conmigo?
Chip, cuyo metabolismo no había cambiado desde que
tenía doce años, se desanimó un instante, pero enseguida
se recompuso.
—Sería un honor.
—A lo mejor deberías pedirle a tu padrino que os
acompañe —sugirió Frankie mientras señalaba con la
barbilla a Aiden, quien, descamisado y en la arena, miraba
su móvil con odio—. Vamos, querido Davenport. La menda
tiene hambre.
Capítulo 7

El festival del pescado frito de Oistins era la clase de


mercado de carne humana que incomodaba a Aiden. Lo
apretujaban por todos lados. La incesante brisa hacía que
las tiendas de campaña ondeasen como locas. Había luces
de neón, bailarines con palos de luz y parrillas abiertas por
todas partes. Pero lo que le preocupaba no era la
marabunta que hacía cola para pillar sitio en las mesas de
pícnic en las que les servirían pescado recién asado y
cerveza fría. Era el hecho de que a nadie parecía
importarle que hacía media hora que deberían haber
llegado la novia y las damas de honor y ninguna respondía
al teléfono.
Escapaba a su comprensión por qué Chip y Pru
necesitaban otra despedida de soltero y de soltera más.
Había asistido a la que se había celebrado en la ciudad.
Una cena de bistec y whisky seguida de un club de
striptease elegantísimo que los testigos se encargaron de
corromper a base de bien.
Ese día hicieron una visita privada a tres tiendas de ron
y a una destilería. Esa vez no hubo strippers, no cuando
faltaban menos de veinticuatro horas para la boda. Pero las
chicas no habían dicho ni mu acerca de sus planes, y ahora
no daban señales de vida. Aiden estaba mosca.
La banda tocó otra canción marchosa y Aiden rechazó
unas cuantas invitaciones a bailar. Chip y los demás
estaban encantados de que la muchedumbre los engullera y
bailaban como tontos.
—¡Menea el esqueleto, Kilbourn! —gritó Digby en medio
de una docena de damas. Lo rodearon y se movieron como
una sola. Aiden se planteó arrearle un puñetazo en la cara.
Pero Pru se enfadaría, y Digby estaba tan borracho que no
se enteraría del golpe.
—¡La mejor despedida de soltero del mundo! —declaró
Chip a pleno pulmón. La multitud de su alrededor lo
vitoreó. Había exclamado lo mismo mientras cenaban
bistec y otra vez después de un baile erótico especialmente
creativo. Chip era un tío efusivo. Le gustaba todo, y era
difícil no caer rendido a sus pies.
Aiden se abrió paso entre la multitud hasta llegar a su
lado.
—¿Y las chicas? —preguntó.
Chip cerró un ojo y trató de concentrarse. Aiden, por
primera vez en mucho tiempo, era el único sobrio del
grupo.
—¿Las chicas? Pero si están por todas partes, hombre. —
Dibujó un círculo amplio con una mano.
—Esas no. Las nuestras. Tu prometida, Frankie, las
damas de honor…
—¡Aaaah, esas! Son guais, ¿a que sí? —comentó Chip
mientras se apoyaba con fuerza en Aiden—. Bueno, Pru y
Frankie. Las otras tres dan un poco de yuyu. Pero en plan
«guaaaaaay».
—Sí. En plan «guaaaaaay». ¿No habíamos quedado con
ellas aquí?
—¡Ah, sí! No me acordaba. —Sacó el móvil del bolsillo
con torpeza—. Espera, que llamo a mi prometida. Me caso
mañana, ¿sabes?
Aiden contuvo un suspiro.
—Eso me han dicho. Llama, anda.
—Vale, vale.
Chip aporreó la pantalla.
—¡Bombóóóóóóóón! —Pru, como una cuba, contestó a la
videollamada. Estaba inclinada hacia la derecha y se
apoyaba en una de las damas de honor rubias.
—¡Cariño! ¡Estoy pedo! —gritó Chip la mar de contento.
—¡Buah, y yo! ¡Taffany ya ha potado dos veces!
Se oyó a las chicas gritar de fondo.
—Y he seguido bebiendo —exclamó Taffany, orgullosa.
—Madre mía, ¿y Frankie? —preguntó Aiden.
—Aquííííí —canturreó Pru—. ¿A que es guapa? —La
cámara dio paso a un primerísimo primer plano de una
Frankie muy sobria y muy enfadada.
—Sí, soy preciosa. Todos lo sabemos. Pru, bébete el
agua. —Frankie le quitó el teléfono a su amiga—. Por el
amor de Dios, Aide, dime que alguno está sobrio. Hay que
alimentar a estas chicas o acabarán comiéndose entre ellas
del pedo que llevan.
—¡Ahí va! —gritó Taffany, que se asomó al hombro de
Frankie y le plantó un beso húmedo en la cara.
Frankie puso los ojos en blanco.
—¿Dónde estáis? —preguntó Aiden.
—¡Y yo qué sé! Está oscuro y hay baches; podríamos
estar en cualquier rincón de la isla.
Aiden suspiró.
—Pregúntale al chófer dónde estáis y cuánto tardaréis
en llegar.
Desde su ángulo, Aiden vio a Frankie saltar un asiento
en el que había una rubia y asomarse entre el asiento del
conductor y el del copiloto. Con ese escote tan
pronunciado, se le saldría el pecho del vestido.
—No le saques un ojo —comentó Aiden con voz afable.
Frankie miró abajo, luego arriba y le enseñó el dedo.
—Te aguantas, imbécil. Perdona, Walter. ¿Sabes cuánto
falta para llegar a Oistins?
Aiden no oyó la respuesta del chófer. No sabía si por el
jaleo que había a su alrededor, por el follón que estaban
armando las borrachas que iban con Frankie o por lo
embobado que estaba mirándole los pechos.
—Cinco minutos —repitió ella—. Menos mal.
Necesitamos comida. —Abrió los ojos como platos.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
—¿Quién acaba de pegarme un bocado en el culo? —
exigió saber Frankie.
—¡Ahí va! —chilló Taffany.
Pru apareció de nuevo en pantalla, justo por encima del
hombro de Frankie.
—¿Qué se cuece por aquí? ¿Estáis haciendo cochinadas
con mi móvil? —preguntó.
—No estamos haciendo cochinadas —le aseguró
Frankie.
—Pues deberíais. Fijo que sería muy pero que muy sexy.
Porque los dos sois muy pero que muy sexys.
Frankie miró fijamente a la cámara y exclamó:
—Tan ricos que sois, ¡compraos unos principios! ¡Y a ver
si aprendemos a tolerar el alcohol, hostia!
—Pegaré a Chip a una mesa y nos encontramos en la
calle. Cuando llegues, reconsideramos la propuesta de
hacer cochinadas —propuso Aiden.
—¡Ja! —Frankie colgó.
Aiden sacó a Chip y Ford a rastras del barullo. Soltó un
puñado de billetes y en nada consiguieron mesa: una mesa
de pícnic de color turquesa para ellos solos en La Red del
Tío George.
—Quedaos aquí —les ordenó, y volvió a meterse entre la
multitud. Para cuando llegó a la acera, oyó a las chicas, lo
que lo alivió profundamente. Si esa fuera su boda, su
prometida no estaría deambulando por la isla. Si esa fuera
su boda, solo estarían él y su prometida. Y nadie los
distraería ni les montaría un numerito.
—¡Es su despedida de soltera! —gritó una mientras
señalaba a Pruitt, que llevaba una banda en la que se leía
«Soy la novia» al revés y una tiara por si alguien lo dudaba.
—Por favor, dime que nos traerán algo de comer en los
próximos siete segundos —suplicó Frankie mientras se
abría paso entre el gentío y arrastraba a Pruitt para llegar
hasta Aiden. Llevaba un vestido negro corto con un escote
vertiginoso en la parte delantera. Sin embargo, iba más
tapada que las demás damas de honor juntas. Veía las
bragas color carne de Taffany…, o sus pliegues. No lo tenía
claro.
Aiden agarró a Frankie de la otra muñeca.
—Sígueme.
—Hola a ti también —dijo esta refunfuñando.
Aiden se metió entre la multitud; les sacaba casi una
cabeza a todos. Las tiendas blancas del Tío George estaban
delante. Notó que Frankie tropezaba detrás de él y se
detuvo.
—¿Tenías que ponerte esos zapatos? —preguntó de mal
humor por la sencilla razón de que había estado
preocupado. Frankie llevaba unas sandalias de tacón de
diez centímetros que le envolvían las pantorrillas.
—Díselo a las damas de horror —se quejó Frankie—.
Tenemos que ir conjuntadas.
—¡Aiiiiiiden! —Margeaux, de lo más animada, se lanzó a
su pecho con tanto ímpetu que no le quedó más remedio
que cogerla—. ¡Te he echado de menos! —Aunque se lo
esperaba, no pudo detener los dos labios hiperhinchados
que se acercaban a él con la intención de besarlo.
Margeaux le dio un beso que fue de todo menos
amistoso. Se apartó y lo miró entornando solo un ojo.
—Tú y yo vamos a tener sexo. —Le dio golpecitos en el
pecho con una uña similar a una garra mientras deletreaba
la palabra—. S-E-X-O.
—¿Podemos comer algo antes de que le deis al tema?
—Yo ya sé qué quiero comer —dijo Margeaux con
descaro. Dejó de tocarle el pecho a Aiden para agarrarlo
del paquete. Su primera reacción fue levantarle la mano. El
mejor ataque era una buena defensa. Pero, antes de decidir
si golpeaba a una mujer por primera vez en su vida o,
sencillamente, se acojonaba, Frankie intervino.
Le pasó un brazo a Margeaux por su cuello de cisne y
apretó fuerte.
—Suéltale el paquete si no quieres que te denuncie por
acoso, Marge.
Margeaux tropezó por el peso de Frankie y la presión
que ejercía.
—No es acoso si soy una dama. ¡Y yo soy una dama
como una casa!
—Mi abogado y yo disentimos —repuso Aiden con
frialdad.
—Madre mía. Tú ve a por Pru —le ordenó Frankie
mientras señalaba detrás de él—. Yo sujetaré a la prima
guarrilla de Godzilla.
Pruitt había decidido descansar y estaba sentada en la
acera con los zapatos en la mano. Aiden estaba demasiado
cansado para pedirle que volviera a ponérselos, así que se
subió la novia al hombro y rezó para que el vestidito blanco
le tapase las vergüenzas.
Pru estaba cantando la marcha nupcial cuando Aiden la
soltó en el regazo de Chip. La pareja de borrachos estaba
encantada de verse. Frankie estaba encantada de ver
platos de pescado y arroz amontonados en la mesa. Le
quitó la cerveza a Pru de un manotazo y llamó al camarero.
—¿Podrías traernos una tonelada de agua? —preguntó
mientras le tocaba un brazo. El chico le sonrió como si le
estuviera preguntando si podía chupársela gratis de por
vida.
—Por usted lo que sea, señorita.
—Déjate de formalidades. Llámame Frankie —insistió—.
Tráeles agua a todos y estaré en deuda contigo para
siempre.
—¡Mirad! Ya está otra vez Frankie haciéndose amiguita
del servicio —exclamó Margeaux—. Claro, como ella
también es del servicio…
—Hostia puta, tío, ¿por qué eres tan hija de tu madre? —
exclamó Pruitt desde el regazo de Chip.
Por lo visto, Margeaux había desarrollado una gran
inmunidad a los insultos. Estaba demasiado ocupada
riéndose de su propio chiste para reaccionar y se cayó del
banco. Nadie se ofreció a ayudarla a levantarse.
Digby y Davenport emergieron de entre la multitud y se
abalanzaron sobre la comida. Davenport tenía un chupetón
en el cuello. Digby llevaba un sombrero que no tenía hacía
diez minutos.
Taffany miró la mesa sin dar crédito. A puntito estuvo de
atacar a un camarero que llevaba una bandeja de cervezas.
—Perdona. ¿Y la zona vip?
El camarero rio tan fuerte y durante tanto rato que
Taffany se olvidó de lo que le había preguntado y se sentó
junto a Cressida, que se estaba liando con mucho afán con
un desconocido.
Aiden se sentó en el banco junto a Frankie, que estaba
tan ocupada metiéndose comida en la boca y poniendo los
ojos en blanco del gusto que ni se enteró. Los gemidos que
escapaban de sus labios no eran aptos para todos los
públicos, y Aiden se estaba calentando.
—Qué noche más bonita —comentó.
—Uy, sí, la mejor —convino Frankie con sarcasmo
mientras pinchaba un trozo de pescado a la parrilla—. No
querría hacer ninguna otra cosa.
Él la acorraló y murmuró:
—Yo sí.
Los ojos grandes y brillantes de Frankie rezumaban
recelo cuando preguntó:
—¿Qué? ¿Ser víctima de Marge?
—No encabeza mi lista de prioridades. Es más, no está
siquiera en mi lista. Esa tía da miedo.
Frankie rio por la nariz y comentó:
—Bueno, alguna neurona tienes. Menos mal.
—Alguna —convino él.
Aiden dejó caer una mano entre ellos y le rozó el muslo
desnudo con los nudillos a modo de tanteo. Frankie dio un
respingo, pero no le cantó las cuarenta. ¿Y qué dijo su
mirada por un instante? Que lo deseaba. Quiso volver a ver
esa chispa. Quiso verla arder.
Le tocó la rodilla por debajo de la mesa para ver cómo
reaccionaba. Acarició su piel suave y sedosa. Quería más.
Ella, que no le quitaba ojo, preguntó:
—¿A qué juegas, Kilbourn?
—No lo sé —reconoció. Subió un poquito más la mano y
vio cómo lo miraba.
La tenía dura, no a media asta, sino dura como una
piedra palpitante y dolorosa, y solo le había tocado la
pierna. De nuevo a modo de prueba, trazó circulitos con las
yemas de los dedos por la cara interna de su muslo, y fue
subiendo.
Frankie se llevó la cerveza a los labios y le dio un buen
trago, pero no le pidió que parara. No lo insultó. Aiden no
sabía lo que hacía ni lo que esperaba sacar con ello. Solo
deseaba seguir tocándola.
Otro poquito, otro círculo. ¿Eran imaginaciones suyas o
estaba separando un pelín más las piernas? Pegó la rodilla
a la de él. Aiden se olvidó del plato que tenía delante. Las
risas y las charlas de los comensales se desvanecieron y su
mundo se redujo tan solo a Franchesca. Solo era consciente
de su piel sedosa, del dobladillo de su vestido y de que
entreabría los labios para coger aire.
¿Cuándo le pararía los pies?
—No tiene sentido —susurró Frankie mientras se le
cerraban los párpados.
—Ningún sentido —convino Aiden.
—No me gustas.
—Sí, sí que te gusto.
Frankie le apretó el muslo.
—No me gusta que me excluyan. —Su polla palpitaba
dolorosamente a un centímetro de sus dedos. Apretó los
dientes. Se sentía como un adolescente cachondo, incapaz
de controlar su cuerpo en presencia de una chica guapa.
Pero Franchesca era más que guapa. Era tentadora.
Aiden jugueteó con el dobladillo de su vestido. Solo un
centímetro más arriba y atisbaría lo que llevaba debajo.
Quería acariciar con los dedos el encaje, la seda o el
algodón con que se hubiera cubierto. Quería trazar el borde
de la tela hasta que le suplicase con su cuerpo. Entonces
introduciría los dedos debajo y repasaría los pliegues
húmedos que protegían lo que más ansiaba…
—Franchesca, ¿no?
Frankie pegó un bote y quitó la mano de su regazo con
brusquedad. Aiden añoró el roce al instante. Le pareció oír
gimotear a su pene.
—Madre mía, pero si es el australiano buenorro —
musitó Frankie mientras apartaba la mano de Aiden de su
tierra prometida.
Capítulo 8

Frankie había estado a un segundo de sufrir una


combustión espontánea. ¿Por qué había dejado que Aiden
Kilbourn recorriera la cara interna de su muslo con los
dedos? ¿Y por qué había aparecido como por arte de magia
el surfista cañón justo cuando iba a dejar que Aiden le
metiera de todo menos miedo?
—En realidad me llamo Brendan —corrigió con una
sonrisa torcida. Su cabello aún estaba alborotado, sus ojos
eran azules y su cuerpo, de infarto bajo su camiseta y sus
cargo desgastados.
—Yo sigo siendo Frankie —saludó sonriendo, hasta que
notó que Aiden le subía los dedos por la cara posterior del
muslo.
Lo apartó de un manotazo mientras sonreía como una
posesa a Brendan. Aiden asió su mano y la apretó con
fuerza. Mensaje recibido.
—¡Pegdón! —Taffany lo saludó y gateó por la mesa de
pícnic mientras enseñaba sus partes íntimas a todos los
comensales del Tío George—. Soy Taffany —anunció
mientras extendía una mano con los nudillos hacia
Brendan.
El surfista miró a Frankie con cara de flipe y aceptó la
mano de Taffany.
—Conque Taffany, ¿eh? Qué nombre más… curioso.
—Me lo he puesto yo —anunció Taffany con orgullo
mientras le acercaba la mano a la boca—. ¡Bésala!
Frankie se interpuso entre ellos y obligó a Taffany a
dejar en paz al surfista. Este movió la mano para que
volviese a circularle la sangre.
—Bueno, me alegro de haberme encontrado contigo.
Tenía ganas de verte.
—Sí, y yo —aseguró Frankie. No pensaba lo bastante
rápido. Notó en sus carnes que Aiden la perforaba con la
mirada—. ¿Quieres bailar? ¿Por allí? ¿Bien lejos de aquí?
Brendan sonrió tanto que se le marcó un hoyuelo.
—Me encantaría.
Frankie se zafó de Aiden y le dijo a la novia:
—Enseguida vuelvo, Pru.
—¡Que te diviertas asaltando el castillo! —canturreó
esta.
—Dale agua y comida —le ordenó Frankie a Chip
mientras Brendan la conducía hacia la multitud.
Esa noche había cogido de la mano a dos hombres. A
uno que no le gustaba nada y a otro con el que se había
encaprichado al instante. Entonces, ¿por qué el del
flechazo no hacía que notara pterodáctilos en el estómago y
Aiden sí?
Brendan la hizo girar de tal forma que la multitud se
convirtió en un borrón de colores y aromas. Volvió a
acercarla a él y Frankie rio.
—Bueno, ¿y qué hace una estadounidense tan guapa
como tú en un sitio como este? —preguntó con una sonrisa
adorable que hacía que se le marcaran los hoyuelos.
Frankie no sintió nada. Maldita sea. Un chico mono,
sexy y divertido que había nacido para salir en los
calendarios solidarios sujetando un cachorrito la hacía
girar en la pista de baile y lo único en lo que pensaba ella
era en las huellas dactilares de Aiden en su muslo. El muy
cabrón le estaba arruinando la vida.
—Estoy haciendo de canguro de varias mujeres
borrachas para que lleguen en condiciones a la boda que se
celebrará mañana. ¿Y tú qué? ¿Surfeas aquí a menudo?
Brendan sonrió y, de nuevo, Frankie no sintió nada de
nada. Aiden Kilbourn era el puto diablo, y le partiría la
cara.
Brendan procedió a contarle sus costumbres a la hora
de viajar para después hablarle del surf y ese rollo. Debería
haber estado fascinada, emocionada… ¡Qué narices!
Debería haber estado mojada. El ron, la cerveza o el
pescado estarían en mal estado. Era la única explicación
lógica.
—Perdona, Franchesca. —La mano que se posó en su
hombro hizo que le corriera fuego por las venas—. Pruitt
requiere tu atención —dijo Aiden con demasiada
presunción para el gusto de Frankie.
Cressida, que medía un metro ochenta, estaba asomada
a su hombro.
—Ya bailo yo contigo —comentó mientras agarraba a
Brendan con sus brazos delgados y musculosos.
—Eeeh… —Brendan miró a Frankie mientras Cressida lo
arrastraba a la fiesta.
—¿A qué ha venido eso? —gruñó Frankie.
Aiden la cogió por la cintura y respondió:
—Eso mismo me preguntaba yo. No estoy acostumbrado
a que me dejen tirado, Franchesca.
—Mira, o hemos bebido demasiado o hemos sufrido una
intoxicación alimentaria. Esas son las únicas explicaciones
que se me ocurren para que…
Aiden la interrumpió y la estampó contra la parte
trasera de un puesto de pescado. Frankie oía a los
cocineros y a los camareros gritarse por la ventana abierta
que había encima de su cabeza.
—¿No decías que Pru me necesitaba? —le espetó.
Aiden le pasó un rizo rebelde por detrás de la oreja, y
ahí estaban los dichosos pterodáctilos. «No es justo».
—A lo mejor no era Pru. A lo mejor era yo.
—Aiden, es una idea malísima. Y quizá la aparición de
Brendan haya sido lo mejor que nos podría haber pasado.
Nos ha salvado de cometer un error de los gordos.
—No te lo tires —le espetó con tono desafiante, y, pese a
que con Brendan no notaba pterodáctilos, la orden de
Aiden hizo que el surfista le pareciera más atractivo.
—Me tiro a quien quiero cuando quiero.
—Me quieres a mí.
Si Aiden la tocase ahí mismo, no habría dudas. Estaría
demasiado ocupada escalándolo como si fuera una montaña
y bajándole la bragueta. La distancia era su mejor aliada.
La distancia la mantendría cuerda.
Levantó las manos y dijo:
—No deberíamos dejarnos llevar. Hemos venido para
asistir a la boda de Pru y Chip. Punto. No para tener un
maratón de sexo tropical. —Aunque, dicho así y con Aiden
mirándola como si fuera un polo que pedía que lo lamieran,
a Frankie le costó trabajo recordar por qué no podía hacer
ambas cosas.
—Franchesca —murmuró en tono amenazante.
—Aiden —dijo ella del mismo modo.
—Joder. —Retrocedió mientras se rascaba la frente con
aire distraído—. No sé por qué te niegas.
—Valgo más que un polvo rápido en la playa. Me tomo el
sexo en serio. El tío con el que me acueste tiene que
caerme bien.
A Aiden le dio un tic en la mandíbula.
—He estado a nada de meterte los dedos…
—¡Calla! —lo interrumpió ella, pues no estaba
mentalizada para escuchar lo que había estado a punto de
hacer con sus maravillosos dedos—. Me he equivocado. Me
he dejado llevar. Pero tengo derecho a cambiar de opinión
en cualquier momento, tengas la chorra fuera o no.
—Nunca te obligaría a hacer nada que no quisieras
hacer.
—Joder, Aiden. A ver. Puede que mi cuerpo desee el
tuyo. Pero, si no me gusta lo demás, no hay tutía.
—No me van las relaciones, pero puedo ofrecerte…
—Hostia puta, que no estoy hablando de tener una
relación. Me refiero a que me gustes como persona.
—No dejas de repetir que no te gusto, pero creo que es
para convencerte a ti misma.
—Estoy en mi derecho. ¿Te queda claro? Vamos, que no
me vas a ver el tanguita rosa. No me gustas tanto para eso.
A ver, necesito que me dé el aire un rato. Hazme un favor y
vigila a Pru y a los demás cabezas huecas.
Al girarse, tropezó con una caja vacía que había en la
puerta trasera del tenderete, lo que impidió que se fuera
con estilo. Pero no cayó de bruces. Mientras se dirigía a la
acera, estaba tensa, y no se relajó hasta que dejó de sentir
la ardiente mirada de Aiden sobre ella.
—¿Qué tendrá el tío este? —masculló en voz baja. No le
gustaba, pero bien que había dejado que se acercase a su
lugar feliz. Le dio la sensación de que la sangre se le había
transformado en electricidad y le corría por las venas a
velocidades imposibles. Era frío, crítico y reservado. ¡Y
había dado por hecho que era stripper, por el amor de Dios!
Solo eso debería bastar para apartarlo de su cama de por
vida.
Frankie se abrió paso entre la multitud de la acera. Los
taxistas silbaban a los pasajeros y los turistas borrachos
chocaban con las ZR, las furgonetas de la isla que se
usaban como medio de transporte. Por un dólar
estadounidense, uno podía llegar casi a cualquier rincón,
desde Bridgetown hasta St. Lawrence Gap. Un grupo de
chicas de por allí, vestidas de punta en blanco, paseaban
entre risas mientras un grupo de chicos les pisaba los
talones.
Vio a Chip más adelante, miraba a su alrededor como si
estuviera perdido. Estaba de pie en la acera, enfrente de la
parada de taxis, y zigzagueaba como un hombre que no
hubiera ingerido más que ron durante todo un fin de
semana.
Hizo ademán de saludarlo. Pero, antes de que lo
llamase, una furgoneta blanca y sucia se acercó a la acera
rugiendo. Antes de que se hubiera detenido siquiera, se
abrió la puerta trasera. Chip se asomó al interior. Entonces
Frankie vio que emergían unas manos y lo subían al
vehículo a la fuerza.
—¡Eh! ¡Chip! —Frankie echó a correr. El conductor, con
una gorra roja calada, la miró—. ¡Para! ¡Es mi amigo!
—Eh, mami —dijo el conductor, que se despidió con la
mano mientras pisaba el acelerador. Los neumáticos
chirriaron, la puerta se cerró de golpe con Chip dentro y la
furgoneta se alejó del bordillo a toda velocidad.
Habían secuestrado al novio.
Capítulo 9

Aiden estaba que trinaba mientras se abría paso entre la


multitud del festival del pescado. Cuando encontrara a
Frankie, le diría que estaba siendo tonta. Lo cual seguro
que le encantaría. A Aiden le gustaba llevar la delantera en
las negociaciones; ir con ventaja. Y Frankie se volvía débil y
vulnerable cuando se desataba. Cuando se enfadaba.
Cuando se excitaba. Ahí era cuando resultaba más fácil
persuadirla.
Era un razonamiento insensible y calculador. Pero Aiden
era un Kilbourn. Así pensaban.
La vio en la acera, pero se olvidó de sus maquinaciones,
como si nunca se le hubieran ocurrido, cuando vio el miedo
que rezumaba su rostro. Estaba parando un taxi.
—¡Franchesca! —Llegó hasta ella justo cuando una ZR
oxidada se detenía ante la joven. Ya había media docena de
pasajeros dentro.
—¡Aiden! —Lo agarró de un brazo—. ¡Entra!
Sin pensar, se sentó con ella en un banco de vinilo roto.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
—¿Adónde vais? —preguntó el conductor.
—Siga a ese coche —contestó Frankie mientras señalaba
las luces traseras que tenía enfrente.
Cuando la ZR arrancó, Aiden se agarró al asiento
delantero.
—¿Qué pasa aquí? —exigió saber.
—Se han llevado a Chip —contestó entre resuellos
asomada al asiento de delante.
—¿Cómo? ¿Quién se lo ha llevado?
—No lo sé. Un segundo estaba de pie en la acera y al
siguiente alguien lo subía a la fuerza a una furgoneta.
Aiden sacó el móvil y llamó a Chip. No hubo respuesta.
Sonó un timbre y la ZR se detuvo bruscamente frente a
un bar deportivo.
—¿Por qué se para? —preguntó Frankie—. ¡Se
escaparán!
—Señorita, esto es una Zed-R. Paramos para todo el
mundo.
Un hombre vestido completamente de blanco con un
bastón tallado a mano salió de la parte trasera y pasó por
encima de Frankie para llegar a la puerta. La furgoneta no
se movió hasta que cruzó la calle arrastrando los pies y
entró en el bar.
Aiden sacó un fajo de dinero.
—¿Cuánto para que no le deis al timbre? —preguntó
mientras les entregaba billetes de veinte a los demás
pasajeros.
—No tengo prisa —respondió sonriendo una mujer que
llevaba a un niño pequeño dormido en su regazo mientras
se metía los veinte pavos en el sostén.
—¡Toma ya! —Un hombre con una camisa hawaiana
naranja y negra y una quemadura de sol en la nariz y la
frente que se le empezaba a pelar alzó sus veinte pavos con
aire triunfal—. ¡Me encanta este país! ¡Me pagan por usar
el transporte público!
—Como usted mande, señor —dijo el taxista, que aceptó
el billete y pisó el acelerador.
No había ni rastro de la furgoneta, y Franchesca, a su
lado, tiritaba. Aiden le pasó un brazo por el hombro y la
pegó a su costado.
La ZR arrancó, y, poco a poco, como un mercancías, fue
ganando velocidad. El chófer subió el volumen de una
canción de reggae y, más contento que unas pascuas,
esquivó un trío de baches. Aiden volvió a llamar a Chip.
Nada.
Maldijo en voz baja y consideró el problema. «¿Quién se
llevaría a Chip la víspera de su boda y por qué?».
—Franchesca, dime lo que recuerdas —le pidió mientras
le daba un apretón en el hombro.
—¡¿Lo que recuerdo?! ¡Pues que han subido a nuestro
amigo a una furgoneta a la fuerza y se lo han llevado! —Los
demás pasajeros dejaron de hablar para prestarles
atención.
—Eso ya me ha quedado claro. A ver, dime qué has visto.
Se esforzó por hacer memoria mientras la furgoneta
viraba hacia el norte. Rozaba a Aiden cada vez que giraban.
—El conductor… me ha mirado cuando he llamado a
Chip… Tenía un diente de oro y llevaba una gorra roja y
sucia, pero tan calada que le tapaba la cara. No he visto
nada más. No he visto quién ha cogido a Chip, pero el muy
tonto iba tan borracho que ha metido la cabeza dentro de la
furgoneta. Se lo ha puesto en bandeja.
Tomaron una curva cerrada y, tras adelantar a un
autobús urbano casi rozándolo, se metieron en una
rotonda. El conductor le pitó, o bien para agradecérselo de
corazón o para mandarlo a la mierda. Aiden no lo tenía
claro.
Frankie se asía del respaldo del asiento delantero con
una fuerza brutal.
—¿Seguro que no ha entrado por su propio pie? —
preguntó Aiden mientras le daba un apretón en el brazo.
Frankie negó con la cabeza y contestó:
—No lo he oído gritar ni nada de eso, pero no ha subido
él solito a la furgoneta. Todos sus conocidos están en el
puesto de pescado. ¿Quién haría algo así?
Era una pregunta que Aiden se había hecho. Chip
Rudolph estaba limpio como una patena. Ni deudas de
juego ni una segunda vida secreta. Solo un tipo con un
fondo fiduciario bajo el brazo que disfrutaba de su mundo
de lujos sin hacer daño a nadie. Aiden repasó todo lo que él
y Chip se habían dicho en las últimas semanas. ¿Acaso su
amigo había mencionado que tuviera algún problema?
¿Que hubiera rencillas en la familia? ¿En el trabajo?
—No creerás que ha sido el padre de Pru, ¿no? —
inquirió Frankie, atónita.
—Odia a Chip —convino Aiden—. Pero no me imagino a
R. L. Stockton planeando un secuestro. Se vengaría de Chip
con el acuerdo prematrimonial y ya.
—Que es lo que ha hecho —señaló Frankie.
—Cierto —confirmó Aiden. Le había advertido a Chip
que no lo firmara, pero su amigo no quiso ni oír hablar de
ello.
—Aun así, ¿es posible que Chip haya hecho algo que
haya cabreado a R. L.? —reflexionó Franchesca.
Se oyó un estallido fortísimo y la ZR disminuyó la
velocidad. Salía humo del motor. El taxista maldijo más alto
que el reggae que se oía por los altavoces mientras se
iluminaban las luces de emergencia del salpicadero. Se
detuvo en el arcén y se apeó con un pequeño extintor en la
mano.
—Sal —le dijo Aiden a Frankie mientras le daba codazos.
—¿Cómo vamos a alcanzarlos? —preguntó. Al agacharse
para apearse, se le levantó el dobladillo del vestido, lo que
dejó a la vista una imagen muy indecorosa de su trasero.
Aiden le bajó la falda mientras la empujaba para que
saliera—. No podemos rendirnos. —Lo apartó de un
manotazo.
—No vamos a rendirnos —insistió Aiden—. Vamos a
cambiar de planes. Va. —Abandonaron la furgoneta y a sus
ocupantes, ahora sin transporte, y echaron a andar a paso
ligero.
El aire nocturno era muy húmedo. Aiden oía el rumor
continuo de las olas al besar la playa y el canto de mil
ranas arborícolas.
—¿No deberíamos ir al norte? —inquirió Frankie, que
trotaba para seguirle el ritmo.
Aiden redujo el paso con la esperanza de que no se
torciera los tobillos.
—No estamos siguiéndolos.
—Entonces, ¿adónde vamos?
—No lo sé, Franchesca. Necesito pensar.
No se había llevado a ningún guardaespaldas consigo.
Dudaba que los Randolph o los Stockton sí. El hotel
contaba con su propio equipo de seguridad. ¿Por qué
necesitarían escolta en el paraíso? Se maldijo por
ocurrírsele ahora. Su amigo estaba desaparecido y solo
podía acudir a las autoridades locales.
Frankie tropezó y gritó.
—Tus zapatos son un lastre.
—No pensaba caminar treinta kilómetros esta noche.
—Se nota —dijo en tono seco. Se plantó ante ella y
agregó—: Te llevo.
—¿Perdona? —Lo pronunció con la altivez de una reina a
la que acabasen de pedirle que bailase «La Macarena».
—Sube, anda. Tus pies te lo agradecerán.
—No me llevarás a cuestas por las Barbados, Aide —
replicó Frankie.
—Como no te subas a mi espalda ahora mismo, te cargo
en mi hombro y le enseño a toda la isla tu tanguita rosa.
Frankie se subió con agilidad a su espalda, le pegó los
muslos a las caderas y le rodeó los hombros con los brazos.
—Pensaba que la noche tomaría otro rumbo —comentó
Aiden en tono distendido. La agarró del culo y añadió—:
Pensaba que sería yo el que estaría encima de ti.
Frankie lo pellizcó por encima de la camisa de algodón
almidonado y soltó:
—Me parto, macho. Es que me meo, vamos. ¿Se te ha
ocurrido un plan ya o qué?
—Aún no —respondió mientras la aupaba más.
—No creo que haya sido fortuito —comentó Frankie,
pensativa—. No creo que haya sido un «qué reloj más
chulo. Va, sube a la furgo».
—Lo que significa que iban a por él —agregó Aiden.
—Pru se quedará hecha polvo —murmuró Franchesca
más para sí que para él—. Lo quiere mogollón. ¿Sabías que,
cuando cortó con ella después de graduarse, no se levantó
de la cama en una semana? Nos quedábamos ahí tumbadas
mirando el techo. No comía ni se vestía. Estuvo días sin
hablar siquiera. Su padre hizo que el médico de cabecera
fuera a verla todos los días.
Aiden sintió una punzada de culpa.
—No pensaba que le importase tanto por aquel
entonces. —De verdad que no. Creía que era inmadura y
todo le daba igual.
—Le partió el corazón al irse. Tardó mucho en levantar
cabeza. De haber sido ella, me habría pasado el resto de la
vida odiándolo. Pero Pru no. Ella nunca dejó de amarlo. Y
míranos ahora, años después, viniendo al paraíso para
asistir a su boda. Y va y pasa esto…
—Lo rescataremos —le aseguró Aiden.
—¿Crees que le harán daño? —Lo abrazó más fuerte.
Aiden notó en su tono que tenía miedo, y reaccionó.
—No —contestó con voz áspera—. Lo más probable es
que se lo hayan llevado por dinero. Se quedarían sin
posibilidad de negociar si le pegasen o…
—O algo peor —concluyó ella por él—. Se casan mañana.
¿Qué le voy a decir a Pru? Madre mía, ¿por qué alguien
haría algo así? ¿Por dinero? ¿Para pedir un rescate? Dios
mío. No tendrá Chip relación con la mafia, ¿no?
—Lo dudo —contestó Aiden en tono seco.
Oyeron el chirrido de unos frenos cuando un autobús
urbano se detuvo a su lado. Aiden dejó que Frankie se
bajara de su espalda y resolvió:
—Vamos a buscar respuestas.
Capítulo 10

Por mucho que Frankie disfrutara viendo a Aiden


Kilbourn, de metro noventa y tres, apretujado en el asiento
de un autobús, seguía notando un frío desagradable en el
estómago. Alguien había raptado a su amigo en sus narices
y sabía Dios lo que le estarían haciendo en ese momento.
No soportaba la incertidumbre.
Le sonó el móvil en el bolso.
—Mierda. —Le enseñó la pantalla a Aiden.
—Cógelo. A lo mejor se han puesto en contacto con ella.
—Hola, Pru.
—¿Dónde estás, Frankenstein? —Así llamaba Pru a
Frankie cuando se emborrachaban.
Frankie miró a Aiden un momento. Este se encogió de
hombros.
—Estoy con Aiden —contestó.
—Madre mía. ¡Lo sabía! —El chillido que pegó Pru le
taladró el tímpano—. Sabía que haríais buenas migas. La
persona más lista del mundo, esa soy yo.
—La más lista, sí —convino Frankie.
—Pregúntale por Chip —susurró Aiden.
Frankie le acercó el teléfono para que Aiden también
escuchase a Pru.
—Perdón por dejarte tirada. ¿Siguen los demás ahí? —
preguntó.
—Creo que sí. Margeaux se ha desmayado debajo de la
mesa de pícnic, así que le hemos pedido al chófer que se la
llevase al coche. Y hace rato que no veo a Chip. Ha ido al
baño hace un momento.
Frankie tapó el auricular con una mano.
—Así mide el tiempo Pru cuando está borracha. No
sabría qué hora es ni aunque se jugase un bolso de Birkin
—le explicó a Aiden.
—Tienen que volver al resort ya para que no les pase
nada —le dijo Aiden.
Frankie asintió. No quería ni pensar en que la
desaparición de Chip hubiera sido solo el principio.
—¿Hay alguien sobrio? —preguntó.
—Pos claro. Mucha gente. El tío este de aquí. Tiene
caniches en la camisa. Creo que está sobrio.
—No, digo alguien que conozcas.
—¿Eh?
«¡Por el amor de Dios! ¿Por qué es más difícil hablar con
un adulto borracho que sonsacarle información a un niño
de preescolar?».
—¿Está Cressida por ahí? —Cressida tenía la tolerancia
de un hombre de Europa del Este, uno grande.
—¡Claro! ¡Crisálida! ¡Te llaman! —canturreó Pru.
—¿Sí? ¿Qué quieres? —preguntó Cressida.
—Cressida, soy Frankie. Necesito que vigiles de cerca a
Pru.
—¿Por? ¿Va a cometer un delito?
—Qué va, no es eso. Tú… procura que no le pase nada.
—Pero sé más concreta, hombre —se quejó Cressida.
—Ya, ya. Es lo que hay. ¿Puedes llevarlos a todos al
resort? Diles que la fiesta sigue ahí.
—Está bien, lo haré. Pero más que nada porque me
duelen los pies y me apetece hacerme unos largos desnuda.
—Eeeh, vale. ¿Quedamos así?
—Adiós.
Aiden le quitó el teléfono a Frankie y añadió:
—Un momento, Cressida. Vuelve a decirle a Pruitt que
se ponga.
Oyeron risas estridentes y gritos.
—¡Holaaaaaaaaaaaaaa! —canturreó Pruitt.
—Pruitt, soy Aiden —dijo.
—¡Aiden! ¡Sabía que Frankie y tú os querríais con
locura! ¡Lo tenía clarísimo! Hasta se lo dije a Chip. ¿Chip?
¡Chip!
Frankie se cubrió la cara con las manos.
—Cree que su prometido vendrá corriendo.
—Pruitt, ¿nos necesitas a Frankie o a mí lo que queda de
noche? —inquirió Aiden.
—Ooooh, là, là! ¡No!
Aiden miró a Frankie y dijo:
—Vale, pues me la quedo un ratito más. Descansa —le
ordenó.
—¡Sí, señor! Espero que vosotros no descanséis nada, ya
me entendéis —gritó Pruitt.
Todo el autobús entendió a Pru, incluso sin la ayuda del
manos libres.
—Estupendo. Muchas gracias, Aide. Ahora cree que
estamos en la playa dale que te pego. —Frankie volvió a
guardar el móvil en su minúsculo bolso.
—De momento es mejor eso que la verdad.
—¡¿De momento?! —chilló Frankie—. ¿En qué momento
llamamos a la poli? ¿En qué momento sentamos a Pru y le
decimos que no habrá boda?
—Tranquilízate.
—Uy, sí, porque decirle eso a alguien que ha perdido los
papeles siempre funciona.
—Franchesca. —La cogió de la barbilla y la obligó a
mirarlo—. Voy a arreglar esto. Encontraré a Chip, pero
necesito tu ayuda. Estamos en un país extranjero. Sí, muy
probablemente el país extranjero más amistoso del
hemisferio, pero, aun así, no son los Estados Unidos.
¿Cuántos turistas borrachos crees que echan a andar en
zigzag y desaparecen un par de horas? ¿Cuántos hombres
discuten con sus mujeres y se suben a un taxi para irse por
ahí?
—Pero no es eso lo que ha pasado —replicó Frankie.
—Tú y yo lo sabemos. Pero un policía local te dirá que
esperes sentada a que aparezca.
«¡Y una porra!».
Media hora después —y lo que se le antojaron sesenta y
cuatro paradas—, volvían a estar en Oistins. Había menos
gente ahora que era casi medianoche, pero estaban más
bebidos que cuando se habían marchado. Sin embargo, la
parada de taxis estaba muy concurrida. Frankie sugirió que
se separaran para cubrir más terreno, pero Aiden no estuvo
de acuerdo. Se pegó a ella como una lapa mientras
interrogaba a los dos primeros taxistas. ¿Habían visto a ese
hombre? Les enseñó una foto de Chip que le había tomado
ese mismo día. No, no lo habían visto. ¿Y a un hombre con
un diente de oro que conducía una furgoneta? Tampoco.
Así estuvieron una hora. No, no y no. Nadie había visto
nada ni a nadie. Eso sí, no faltó el típico taxista
superamable que aseguró que todos los turistas borrachos
le parecían iguales, lo que le granjeó las risas de sus
amigos, pero no ayudó.
Frankie estaba perdiendo la esperanza por momentos.
Daba la impresión de que, con cada minuto que pasaba,
Chip se alejaba más y más de ellos. A esas alturas, podía
estar en cualquier rincón de la isla.
Vio a un poli silbando en la esquina y recordó la
advertencia de Aiden.
—¡Qué coño! —susurró mientras se escabullía de él
aprovechando que interrogaba a un par de freidores de
pescado locales cerca de la acera.
—Agente, disculpe.
El policía, de mala gana, dejó de observar la discusión
entre dos mujeres por una zona de aparcamiento.
—Dígame.
—Mi amigo ha desaparecido.
—Ajá. —Volvió a centrarse en las dos mujeres y la zona
de aparcamiento. Era obvio que no se creía su historia.
—He visto cómo se lo llevaban en una furgoneta. Lo han
secuestrado aquí mismo hará cosa de una hora.
El policía suspiró. Se levantó el ala del sombrero y se
secó la frente.
—Señorita, que alguien suba a una furgoneta no
significa que lo hayan secuestrado. Se llaman ZR y se usan
como transporte público. Tal vez su amigo haya vuelto
antes al hotel y ya está.
—No, no lo entiende. Se casa mañana. Él no haría eso.
No dejaría a su prometida sin decirle adónde va.
Los gritos del aparcamiento aumentaron de volumen. Se
oyeron bocinas en la carretera cuando la discusión pasó al
tráfico. Las voces devinieron chillidos cuando una mujer
tiró a otra de las trenzas.
El policía suspiró y maldijo en voz baja. Se sacó un
silbato del bolsillo y lo hizo sonar con furia mientras corría
hacia la refriega.
Frustrada, Frankie se giró y encontró a Aiden demasiado
cerca de ella. No dijo ni una palabra, pero su rostro habló
por él.
—Que sí. Que ya me lo has dicho. Lo pillo.
—No se tomarán en serio una desaparición hasta dentro
de veinticuatro horas por lo menos.
—Muy bien, listillo, pues ¿qué hacemos? Hemos perdido
la furgoneta. No tenemos ni idea de dónde podría estar ni
qué quieren de él, ni siquiera quiénes son.
A Aiden le sonó el móvil. Lo sacó del bolsillo y leyó lo
que ponía en la pantalla:
—Número desconocido.
—A lo mejor tiene que ver con Chip —apuntó Frankie,
cuya mirada rezumaba esperanza y temor.
—Kilbourn —respondió. Frankie le quitó el teléfono y
activó el manos libres.
Una voz distorsionada rio entre dientes.
—Bueno, bueno, Aiden. Parece que al final sí que
tenemos asuntos pendientes.
—¿Quién es? —exigió saber.
—Eso no importa. Lo importante es que tenemos a
alguien en común.
—¿Y Chip? ¿Por qué te lo has llevado?
La voz rio.
—Se va a enterar cuando lo pille, el gilipollas este —
gruñó Frankie entre dientes.
—Paciencia. Todo a su debido tiempo.
—¿Quién se cree que es? ¿Un malo de las pelis de James
Bond? —preguntó Frankie.
Aiden puso los ojos en blanco y dijo solo con los labios:
—Calla.
—Como le hagas daño o le toques un solo pelo, iré a por
ti —le aseguró Aiden.
—Pues no lleguemos a ese punto —dijo amigablemente
la voz robótica—. Lo que quiero está a tu alcance y no te
costará nada dármelo. Me lo das, te devuelvo a tu amigo y
todos contentos.
—¿Qué quieres? —preguntó Aiden.
—Quiero que estés listo para que nos reunamos mañana.
Ya te indicaré la hora y el sitio.
—¿Para que nos reunamos? —repitió Aiden.
—Solo son negocios. Nada personal. Ah, y no se lo digas
a nadie. Ni polis ni guardias de seguridad. Solo tú, Chip y
yo.
Colgó y Aiden maldijo.
—Joder. ¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Frankie—.
¿Contactan con nosotros y no nos dan nada? ¿Por qué no
han pedido dinero?
—Porque no quieren dinero —contestó Aiden en voz
baja.
Frankie se detuvo en seco.
—Te quieren a ti, ¿no? Chip no tiene nada que ver. Te
han llamado a ti porque eres tú el que tiene lo que quieren.
Aiden no la miró a los ojos.
Capítulo 11

—Estupendo. De puta madre. Uno comete una


estupidez, una ilegalidad o yo qué sé, y pagan justos por
pecadores. ¿La boda de mi mejor amiga se ha ido al traste,
su prometido ha desaparecido y tenemos que esperar a
mañana para saber quién lo tiene y qué quiere?
Frankie contó las infracciones con los dedos, y Aiden se
pasó una mano por la frente. Ya se culparía luego si era
necesario. En ese momento necesitaba respuestas.
—Joder, Franchesca. ¿Puedes callarte dos segundos para
que piense?
—¿Pensar? ¿Qué tal si hacemos algo? ¿Qué tal si
encontramos al conductor con el diente de oro y la gorra
roja y sucia y le damos la paliza de su vida hasta que hable?
—Claro, adelante. Cuando lo encuentres me llamas —le
espetó Aiden.
—¿Se refiere a Papi, señorita?
Frankie y Aiden se giraron de golpe. Y miraron abajo. El
chico no tendría más de doce o trece años. Flaco; sonreía
de oreja a oreja. Llevaba una camisa Oxford de manga
corta de color blanco y unos pantalones cortos de color
caqui cuidadosamente planchados. La gorra que adornaba
su cabeza estaba limpia, pero la llevaba de lado, lo que le
daba un aire desenfadado.
—¿Papi?
—Sí. Diente de oro. —El niño señaló su incisivo
reluciente—. Pelo cano. Gorra grasienta que parece que se
haya usado para chupar aceite de motor. Llama mami a
todas las chicas.
Frankie estrujó el brazo de Aiden y exclamó:
—¡Es él!
—¿Conduce una furgoneta blanca con una pegatina
cuadrada y roja junto a la luz trasera? —preguntó Aiden.
El chaval asintió.
—Sí. A veces se la pide prestada a su cuñado para hacer
de chófer.
—¿Dónde podemos encontrar a Papi? —preguntó Aiden.
—¿Desean un taxi? ¿Pasear en un barco con suelo de
cristal? —preguntó el chico.
—No…
Chasqueó los dedos y añadió:
—Ya está. Nadar con tortugas: esnórquel, almuerzo y
mucho ponche de ron.
—No…
—Ah, ¿drogas, entonces? Puedo conseguirles mejores
que Papi —aseguró el muchacho.
—¿Cómo? —Frankie lo miró, atónita.
—María, coca, éxtasis…
Un vendedor nato, decidió Aiden.
—La madre que te parió —gimió Frankie—. Mira,
tenemos que encontrar a Papi. Él sabe dónde está nuestro
amigo.
El niño cerró el pico.
Daba la sensación de que Frankie iba a sacudirlo como a
un muñeco de trapo hasta que desembuchara. Aiden le tocó
el brazo e intervino:
—Ya me encargo yo, de empresario a empresario. —
Abrió su cartera y agregó—: Se ve que eres un
emprendedor que reconoce una buena oportunidad cuando
se le presenta.

***

—¿Tienes edad para conducir? —preguntó Frankie, que se


asía del respaldo del asiento del copiloto mientras la
pequeña furgoneta subía una colina empinada.
El niño, Antonio, su nuevo guía turístico personal, se
encogió de hombros y tocó la bocina cuando un coche se
interpuso en su camino para evitar un bache del tamaño de
una manzana de Manhattan.
—¿Qué es la edad? —reflexionó con aire meditabundo—.
Ahí se crio mi abuelo —explicó mientras señalaba la
oscuridad—. Y Rihanna.
La cartera de Aiden pesaba muchísimo menos debido a
la naturaleza emprendedora de Antonio.
—No necesitamos que nos enseñes toda la isla —le
recordó Aiden con gentileza—. Buscamos a Papi.
—Papi se pasa por cinco o seis tiendas de ron después
de una buena noche de trabajo.
—¿Papi suele secuestrar a gente? —quiso saber Frankie.
Aiden le dio un apretón en el muslo para que se callara
de una puñetera vez.
—Papi es… ¿Cómo se dice? Muy apañado. Hace lo que
haga falta. Y luego se va a celebrarlo.
—A una tienda de ron —acabó Aiden por él.
—Exacto. Y aquí está la primera. —Señaló la chabola de
su izquierda. Estaba pegada a la carretera; quince
generosos centímetros de acera separaban a sus ocupantes
de la locura del tráfico. Antonio tiró del freno de mano y
abrió la puerta.
—No puedes aparcar en mitad de la carretera —protestó
Frankie.
—Señorita, estamos en las Barbados. Aparcamos donde
sea.
Salieron en tropel detrás del chico y Aiden rodeó a
Frankie por los hombros con actitud posesiva. Sabía Dios
qué se encontrarían ahí dentro o si los recibirían con los
brazos abiertos cuando supieran por qué buscaban a Papi.
Antonio abrió la puerta. Las bisagras chirriaron en señal de
protesta.
—Va.
El interior estaba sorprendentemente limpio. No había
ni una mota de polvo en el suelo de madera. La minúscula
barra sobresalía de la esquina y ocupaba la mayor parte del
espacio de la habitación de trece metros cuadrados. Los
cinco clientes dejaron lo que estaban haciendo para
mirarlos.
—¿Alguno ha visto a Papi esta noche? —preguntó
Antonio.
Los miraron un poco más. El barman habló primero.
Aiden pensó que era su idioma, pero el batiburrillo de
palabras y expresiones escapaba a su comprensión. El
chaval le contestó en la misma jerga y Frankie miró a
Aiden.
—Aquí no. Va, vámonos —dijo Antonio, que cogió a
Frankie de una mano y salió con ella por la puerta.
—¿Qué era eso? —le preguntó esta mientras la llevaba a
la furgoneta con Aiden a la zaga.
—¿El qué?
—El idioma en el que has hablado.
Antonio rio y volvieron a subir a la furgoneta.
—Es el bajan de la calle. Todo el mundo lo habla. Va,
vamos. A velocidad de pájaro.
—¿A velocidad de pájaro? —inquirió Frankie.
—Sí, rápido rápido —contestó mientras asentía.
Se pusieron a «velocidad de pájaro» antes de que Aiden
pudiese formular la pregunta.
—¿Alguno había visto a Papi?
Antonio negó con la cabeza a la vez que un badén lo
hacía rebotar.
—No. Papi no ha ido ahí esta noche. Vamos a probar en
la siguiente tienda de ron.
—¿Cuántas tiendas de ron hay? —preguntó Frankie.
—Unas mil quinientas —contestó Antonio sin titubear.
Pasaron por cuatro de las mil quinientas en media hora.
Ya era medianoche y Aiden empezaba a preguntarse si no
estarían buscando una aguja en un pajar. Frankie, a su
lado, estaba abatida. Ni siquiera se resistió cuando la pegó
a su costado.
No al menos hasta que detrás de ellos oyeron un
gruñido parecido al de un zombi. Frankie chilló y levantó
las manos como si fuera a asestarle un golpe de kárate al
zombi mientras Aiden la alejaba del peligro.
Fue un hombre, no un zombi, el que se levantó despacio
del asiento trasero.
—¿Estás bien ahí atrás, tío? —le preguntó Antonio.
El hombre masculló algo. Se llevó una botellita de ron a
los labios, le dio un trago y volvió a desmayarse.
—Les presento a mi tío Renshaw —dijo Antonio.
—¡¿Qué narices le pasa al tío Renshaw?! —preguntó
Frankie, reacia a bajar las manos.
—Ha cobrado bien. Seis turistas. Estadounidenses.
Necesitaban que los llevara al norte. Mucha pasta.
—Se ha pasado un poco celebrándolo —comentó Aiden.
Frankie le dio una palmada en la pierna y exclamó:
—¡Ya está!
—¿Eh?
—Ganaría más dinero secuestrando a alguien que
llevando a turistas, ¿no?
—Seguramente.
Frankie se asomó a los asientos delanteros y preguntó:
—Antonio, ¿adónde iría Papi si hubiera cobrado un buen
pastón? ¿Dónde lo celebraría?
Capítulo 12

La tienda de ron de Big Chuck, que también vendía


lotería, pescado y comestibles, era una morada
destartalada situada en lo alto de una colina empinada.
Seguramente tuviese unas vistas del Caribe
impresionantes, pero, como no se veía un pijo y no había
farolas, Frankie solo podía suponerlo.
—Tengo que hacer pis —anunció—. Id a buscar a Papi.
Nos vemos en el bar.
Frankie encontró el baño, diminuto y encajonado entre
estantes de conservas y bolsas de galletas y patatas fritas.
El sitio olía a sándwiches de pescado frito. Cuando le rugió
el estómago, recordó que se había dejado la cena a medias
en la mesa del Tío George. De eso hacía ya un siglo. Por
aquel entonces, su única preocupación era la mano de
Aiden en su pierna. Se preguntó si Cressida se habría
merendado al surfista cañón.
Al salir del baño, paró a pedir cuatro sándwiches de
pescado y una ronda de Coca-Cola para llevar. Con la
grasienta bolsa de papel en la mano, fue a buscar a Aiden y
Antonio. Cuando los encontró, estaban juntos y Aiden
miraba el móvil en un rincón oscuro del bar en penumbra.
Era un cobertizo destartalado que se sostenía con chapa,
madera y oraciones. El suelo era tierra. La barra estaba
grasienta. Y solo había un puñado de taburetes de madera
para sentarse.
—¿Qué pasa aquí? ¿Está Papi? —preguntó Frankie.
Antonio señaló al hombre que acaparaba toda la
atención en el centro de la barra. ¿Gorra roja y sucia? Sí.
¿Diente de oro reluciente? Ya te digo.
—¿Qué hacemos, no vamos a por él? —gruñó Frankie
entre dientes mientras lo señalaba como loca.
—No suelta prenda —dijo Aiden por toda respuesta. Era
obvio que estaba cabreado. Ya le estaba dando otro tic en
su perfecta mandíbula.
—Le ha dicho a Ricachón que fuchi.
—En cristiano.
—Que lo dejase en paz —tradujo Antonio.
—Vamos a tener que solucionarlo por las malas —
concluyó Aiden mientras marcaba un número.
—¿A qué te refieres?
—A que voy a contratar a un escolta que no nos
preguntará por qué necesitamos que desembuche el
gilipollas ese.
—¿A un escolta? ¿Vas a contratar a un mercenario o
qué? —gruñó Frankie.
—Tú déjame a mí —insistió Aiden—. No nos iremos sin
respuestas. —Dio media vuelta y salió del bar.
«Mierda, mierda, mierda y requetemierda». Frankie
observó a Papi, el grandullón que invitaba a rondas a sus
amigos y les contaba anécdotas.
Le pasó la bolsa de los sándwiches de pescado a
Antonio.
—Coge esto, no te comas el mío y ve a buscar a Aiden —
le ordenó—. Ahora salgo.
Se acercó furtivamente a Papi y su pandilla. Estos le
abrieron paso; se separaron con el mismo fervor que las
aguas para Moisés.
—Papi, Papi, Papi, dichosos los ojos. —Dedujo que
tendría sus sesenta años largos por el pelo cano y crespo
que asomaba bajo la gorra y por sus finas patas de gallo.
Tenía manchitas oscuras en ambos pómulos y una barba
gris poblaba su mandíbula redondeada.
—Hola, Mami. ¿Qué puede hacer el viejo Papi por ti?
Bradley, una copa para mi amiga.
Frankie se sentó en el taburete vacío que había junto a
él y aceptó el ron que le sirvió el barman.
—Papi, te has llevado a mi amigo. Dime dónde está.
Papi rio y, al poco, sus amigos lo imitaron.
—Ya se lo he dicho a tu amigo. No quiero su dinero. No
necesito su dinero. ¿Lo pillas?
—Si no quieres dinero, ¿qué quieres? —inquirió Frankie
en voz baja y tono seductor.
—Tengo a mis colegas, mi ron y una buena anécdota al
acabar el día. ¿Qué más va a querer un hombre? —
preguntó Papi.
—¿Qué tal otra anécdota? —sugirió Frankie.
—Te escucho.
Frankie estaba desesperada. El señor tenía la
información que necesitaba, y, como no se la sonsacase por
las buenas, Aiden pagaría un dineral a unos mercenarios
para que lo obligasen a cantar.
Frankie le susurró su oferta al oído. A Papi se le
pusieron los ojos del tamaño de los posavasos empapados
de la barra.
—Y a cambio me cuentas lo que sabes —aclaró Frankie.
Papi asintió como si estuviera en trance y dijo:
—Sí, sí. Trato hecho. Pero tú primero.
Frankie miró la puerta del súper para asegurarse de que
Aiden y Antonio no estuvieran a la vista.
—Un trato es un trato —repuso mientras desataba el
escote halter de su vestido.
Sus pechos destapados disfrutaron de la libertad
temporal y de la débil brisa que emitía el ventilador de
techo con las aspas caídas. Papi se quedó boquiabierto,
hipnotizado. Sus amigotes no fueron menos.
Frankie contó hasta cinco para cerciorarse de que todos
hubieran visto lo que había que ver y volvió a atarse el
vestido con esmero. Se bebió el chupito de ron de un trago
y golpeó la barra con el vaso.
—¡Copas para todos! —anunció Papi, que hizo un
aspaviento tras salir del trance mamario. La multitud
aplaudió.
—Habla, Papi —insistió Frankie.
—Vale. Lo único que sé es que me llama un tío y me dice
que me da trabajo de chófer. Necesita que recoja a su
amigo en Oistins. Ah, y es posible que su amigo no quiera
subir al coche, así que debería llevar ayuda.
—Te pidió que secuestraras a alguien.
—¡No, no, no! El hombre me dio el número de tu amigo.
Lo llamo y le digo que tengo una sorpresa para él. ¡Los
estadounidenses borrachos son tontos, tontos! —Papi
señaló a Frankie con un dedo huesudo.
—A mí me lo vas a contar… Sigue.
—Y me dice: «Una sorpresa, qué guay». Y yo:
«Quedamos en el bordillo. Llevo una furgo blanca». Y allí
que fue él. Mi amigo ayudó al tuyo a subir a la furgo y ya
está.
Más tonto y borracho, el pobre…
—¿Adónde lo has llevado?
—Al resort Rockley Ridge, al lado de Sandy Lane. Pero
ya puedes rezar para entrar. Menudo fiestón tienen
montado. En plan Hollywood y ese rollo. Hay seguridad a
punta pala.
—¿Quién te ha quitado a Chip de las manos al llegar al
resort?
Papi se encogió de hombros y le acercó otro vaso de ron.
—No lo sé. No se ha presentado. Me ha pagado y me he
largado.
—¿Cómo era?
—Grande y cachas. Parecía un oso. No lo sé. Pero creo
que solo lo han contratado por sus musculitos. Me ha dicho
que su jefe se pondría contento.
—¿Qué ha hecho con Chip? —preguntó Frankie.
Papi chocó su vaso con el de ella y bebieron.
—Aaah, ahí está la gracia —contestó Papi entre dientes
—. De todos modos, tu amigo estaba sobando. Iba tan pedo
que se ha desmayado por el camino. Así que el grandullón
se lo ha llevado en brazos a los ascensores como si fuera
una novia la noche de bodas.
—Y tú te has ido y has venido aquí.
—A celebrar lo rápido que me he ganado un dinerillo.
—Gracias por tu tiempo, Papi —agradeció Frankie
mientras se bajaba del taburete.
—A ti por tus peras —repuso este con entusiasmo.
—Vale, vale.
Encontró a Aiden y al niño paseando por el estrecho
porche delantero de la tienda. Aiden estaba llamando a
alguien por teléfono. Antonio estaba devorando un
sándwich de pescado.
Frankie sacó su sándwich de la bolsa y cogió una de las
Coca-Colas que había guardado ahí.
—No hace falta que llames a la caballería. Tenemos una
ubicación.
Aiden colgó.
—¿Cuál?
—El resort Rockley Ridge —contestó Frankie, orgullosa
de sus habilidades detectivescas.
—¡Pues venga! —dijo Antonio, que los invitó a subir a la
furgoneta con un gesto—. Mi tío se despertará pronto y
querrá irse a casa.
—El cuarto sándwich es suyo —le dijo Frankie.
—Gracias, Frankie. Tú sí que molas —agradeció Antonio
mientras con una mano agarraba el volante y con la otra el
sándwich.
—Ten. Come tú también —dijo Frankie mientras le
pasaba a Aiden otro sándwich.
—¿Cómo has conseguido que hable? —preguntó Aiden
mientras le quitaba el envoltorio y observaba el pescado.
Frankie miró a todos lados menos a su cara.
—Se lo he preguntado y me lo ha dicho.
—Y una mierda —espetó Aiden.
—Le he dicho qué información necesitaba y me la ha
dado encantado —mintió.
—Así que ¿no me dirás cómo le has sonsacado la
información cuando poco antes ha rechazado mil pavos? —
insistió Aiden.
—Supongo que hay cosas que valen más que el dinero —
susurró Frankie con aire inocente.
—Chavalote, ¿sabes algo del resort Rockley?
Antonio silbó.
—En una palabra: lu-jo-so. También está muy protegido
—dijo con cautela.
Frankie sacó su móvil mientras rezaba por que le
quedase batería. Se había apagado.
—Mierda. Déjame el tuyo, Kilbourn.
Este se lo pasó y Frankie abrió el navegador.
—¿Qué hacías buscándome en internet? ¡Qué acosador!
—Le dio una palmada en el brazo. En su última pestaña
aparecían imágenes de ella.
—Te lo he dicho. Me interesas, y, cuando algo me
interesa, lo investigo.
—En primer lugar, soy una persona, no una cosa. Y, en
segundo lugar, ¿de dónde han salido estas fotos?
—Sobre todo de las redes sociales —contestó Aiden, que
se asomó a su hombro para verlas.
—Perdonad que os interrumpa —les cortó Antonio desde
el asiento del conductor—, pero creo que os estáis
desviando del tema.
Su tío, en el asiento trasero, balbuceó y se sentó como
pudo. Carraspeó.
—¡Ejem!
Frankie le entregó la bolsa con el sándwich y la Coca-
Cola restantes.
El tío de Antonio asintió en señal de agradecimiento y se
puso a zampar.
—Vale. Ya regañaré luego a Aiden —decidió Frankie.
Tecleó el nombre del resort y pulsó en la pestaña de
noticias—. Estamos apañados. Malas noticias. La señorita
Trellenwy… ¿Qué nombre es ese? Los ricos ponéis unos
nombres que pa qué.
—Que te vas del tema. —Aiden le dio un codazo.
—Cierto. Trellenwy Bostick, estrella de Hollywood y
heredera de la fortuna vitivinícola del valle de Napa, se ha
casado ahí hoy —leyó en una página de cotilleos—. De
momento no se han publicado fotos porque las medidas de
seguridad son muy fuertes. ¿Cómo entraremos?
—Puedo dejaros a quinientos metros o así y podéis
cruzar el muro por ahí. Tendréis que esquivar algunas
plantas, pero acabaréis en la playa —señaló Antonio.
—Espero que solo uses tus poderes para el bien —le dijo
Aiden al muchacho.
—En general, sí —le aseguró Antonio.
—No podemos colarnos en una boda de esta guisa —dijo
Frankie mientras se miraba el minivestido.
—¿Qué más te has traído? —le preguntó Aiden.
—Nada lo bastante bueno como para que parezca que
pertenezco a la alta sociedad, salvo mi vestido de dama de
honor.
Aiden se atusó el pelo de la barbilla y repuso:
—Me vale.
Capítulo 13

Frankie no sabía a quién había llamado Aiden ni cómo se


las había ingeniado esa persona, pero, cuando Antonio se
plantó derrapando en la entrada de su hotel, el conserje los
esperaba fuera con dos portatrajes.
Aiden abrió la puerta lateral de la furgoneta lo justo
para coger las fundas y arrojarle dinero al hombre, y
volvieron a ponerse en marcha.
El tío de Antonio roncaba plácidamente en el asiento
trasero después de haber bajado el pescado y la Coca-Cola
con lo que quedaba de ron.
—Como se me rompa el vestido, Pru me mata. Pero es
que luego te matará a ti porque le diré que ha sido culpa
tuya —anunció Frankie.
Se sentó detrás de Aiden y abrió la funda para revelar el
motivo de su segundo trabajo a media jornada: el vestido
de dama de honor que había costado dos mil dólares. El
que Pru se había ofrecido a comprarle. El que Frankie
había insistido en pagar pese a que le dieron calambres en
los dedos mientras firmaba el comprobante de la tarjeta de
crédito. El vestido dorado con lentejuelas y cuello en V
costaba más que toda su ropa junta.
Aiden se volvió y le preguntó:
—¿Qué te hace pensar que es culpa mía?
—Vista al frente, señorito. Tú también, Antonio —añadió
cuando este ajustó el retrovisor—. Ha sido idea tuya usar la
ropa de la boda para colarnos en otra boda. Seguro que lo
que dijo Pru de nada de moretones, cortes o chupetones
incluía un «nada de cargarse la ropa de alta costura».
Aiden se arrellanó para que el niño no viera nada.
Frankie se esforzó por ponerse el vestido mientras se
tapaba las vergüenzas con el vestido. Una vez puesto,
aunque sin la ropa interior adecuada, se giró.
—¿Me lo abrochas, Aide? —le preguntó con la espalda
vuelta hacia él.
Miró justo a tiempo de ver cómo paraba de abotonarse
la camisa Oxford y se la dejaba abierta. Qué regalo para la
vista. Lástima que se hubiera perdido cómo se ponía los
pantalones.
La sujetó de la cadera para que no se moviera mientras
le subía la cremallera hasta la mitad de la espalda. Como
parecía reacio a separarse, Frankie se apartó con rapidez,
pues su roce hacía que le quemara la piel.
Ya había recobrado la compostura una vez esa noche. Y
una vez era más que suficiente en lo que respectaba al
mujeriego y millonetis de Aiden. Además, tenían que
encontrar al novio.
—Ahí está el Rockley —anunció Antonio mientras
señalaba en la dirección de los faros de la furgoneta.
—Pásalo y da la vuelta —ordenó Aiden mientras miraba
por la ventanilla.
El resort estaba protegido por un muro alto de estuco
pintado de un suave color arena. Daba la impresión de que
medía más de un kilómetro y medio. No solo la puerta
estaba cerrada, sino que había media docena de guardias
de seguridad apostados delante.
—¿Quién decías que se casaba? —le preguntó Aiden a
Frankie.
Frankie lo comprobó en su móvil.
—Trellenwy Bostick. En teoría, ella y su novio se casaron
el pasado finde en Napa, en el viñedo de su familia. Esta es
la fiesta. Superselecta; los huéspedes del resort que no
estaban invitados a la boda han tenido que firmar acuerdos
de confidencialidad —leyó—. Escolta para garantizar la
intimidad de Trellenwy. Bla, bla, bla. Vamos, que estamos
apañados.
Antonio dejó atrás el resort y se detuvo en un
aparcamiento de grava que estaba al lado de la playa.
—Puedo colaros —aseguró confiado.
—¿Qué harás? ¿Falsificarnos una invitación? —preguntó
Frankie.
—Mi hermano y yo nos pateábamos la playa hasta llegar
al resort. Vendíamos pulseras hasta que nos echaban los de
seguridad.
—La playa estará a reventar de guardias —señaló Aiden.
—Sí, pero entre la carretera y la playa hay una especie
de jungla. Árboles, arbustos y ninguna luz —repuso Antonio
con una sonrisa.
—Y, como la puerta está vigilada y la playa también,
nadie buscará en la jungla —concluyó Frankie, ufana.
—Exacto. Esperad. —Antonio arrancó la vieja furgoneta
y dejó atrás la puerta del hotel como un rayo, con decisión.
—Echa el freno, vaquero —gritó Frankie.
—Como vayamos como tortugas, sospecharán.
Aiden rio por lo bajo.
—Os voy a dejar aquí, más lejos del hotel, por si hacéis
mucho ruido al trepar el muro.
—En marcha. —Frankie se calzó los tacones que llevaría
en la boda y que tan poco prácticos resultaban. Rezaba
para que la jungla fuera más bien un paisaje podado a la
perfección y no se torciera los tobillos al explorarla.
Aiden la miró y, en la oscuridad de la furgoneta, le dijo:
—A lo mejor deberías quedarte aquí. Ya voy yo a por
Chip.
—Sí, hombre. Como si fuera a dejarte entrar ahí solo.
Además, una pareja vestida para una boda será mucho
menos sospechosa que el maldito James Bond deambulando
por la playa en esmoquin. No me dejarás aquí.
Daba la sensación de que Aiden quería seguir
discutiendo, pero fue listo y cerró la boca cuando Antonio
cruzó la calle y se detuvo junto al bordillo.
—Suerte.
Aiden sacó otro billete de la cartera y dijo:
—Por ayudarnos tanto esta noche.
El niño se guardó el dinero en el bolsillo la mar de
contento.
—Si os pillan, no me mencionéis.
Frankie lo saludó al estilo militar mientras salía por la
puerta.
—Gracias, chavalote.
—Mi tarjeta. —Antonio le tendió una tarjeta de visita por
la ventanilla—. Llamadme si me necesitáis.
Frankie la aceptó y se la guardó en el bolso.
—Ese crío acabará dirigiendo un cártel de la droga o un
país pequeño —predijo mientras observaba cómo las luces
traseras se internaban en la oscuridad.
—Ajá —dijo Aiden por decir algo—. ¿Qué tal se te da
trepar muros?
Resultó que no muy bien. Acabó necesitando un
empujón de Aiden, cuya mano permaneció mucho más de lo
necesario en su culo. Pero, al final, lo logró y aterrizó tan
fuerte que se quedó sin aire. El sonido de desgarre que
hizo la gasa al caer la estremeció. Para cuando Aiden
aterrizó con agilidad a su lado, con sus zapatos en la mano,
ella seguía jadeando.
—¿Estás bien? —le preguntó mientras la ayudaba a
levantarse.
—Sí. Perfectamente —contestó entre resuellos. Se alejó
del arbusto en flor que había aplastado con su cómico
aterrizaje y se limpió la falda. Se le había rasgado la tela al
saltar la pared con la gracia de una ballena jorobada, pero
rezaba para no haber causado ningún daño importante. Pru
la mataría… Si es que se casaba—. ¡Mierda! Se me ha
rajado la falda. No pasa nada. Puedo arreglarla.
—Va —susurró Aiden. La cogió de la mano y la condujo a
la oscuridad.
Frankie no veía un pijo. Pero daba la impresión de que
Aiden tenía visión nocturna, pues la guiaba a través de la
maleza y por entre los árboles a la escasa luz de la luna.
Las ranas cantaban una fuerte e interminable serenata
nocturna. El aire olía a fragancias exóticas e intensas.
Aiden caminaba con confianza mientras que ella tropezó
con raíces, ramas y con algo raro y blando que a saber qué
era. Lo único que veía era la amplia sombra que
proyectaban los hombros de Aiden frente a ella mientras la
llevaba por el bosque.
Se estaban acercando al mar. Oía las olas y la brisa
sabía a sal. Aiden se detuvo y Frankie chocó con sus anchas
espaldas.
Oyó música disco a lo lejos.
Más adelante, por entre las frondosas palmeras y los
mortecinos rayos de luna, Frankie vio luces. Destellos
morados y plateados vibraban al ritmo de la música.
Habían llevado al paraíso la disco más popular de Los
Ángeles o, al menos, a un DJ muy caro a la segunda boda
de una heredera.
—Creo que hemos encontrado la fiesta —murmuró Aiden
en voz baja.
—Vale, ¿y ahora qué? —preguntó Frankie—. ¿Salimos de
los arbustos y pedimos una ronda de chupitos?
—¿Tequila o whisky? —inquirió Aiden.
—Tequila siempre.
—Probemos a acercarnos un poco más —sugirió Aiden—.
Luego decidimos qué nos pedimos.
—Un momento, ¿cuál es nuestra historia? ¿Quién eres?
¿Quién soy yo? ¿De qué conocemos a Trell?
—¿Trell? —preguntó Aiden con una sonrisa torcida.
—Hombre, si somos sus amigos no la llamaremos
Trellenwy. —Obvio.
—Vale. Yo soy un viejo amigo de Trellenwy y tú eres mi
pareja.
—¿Por qué no soy yo la vieja amiga de Trellenwy? —
preguntó Frankie. Se le enganchó el pie en una raíz gruesa
y se dio un porrazo—. ¡Oh, no! ¿Cómo voy a quitarle la
mancha de bayas venenosas? —Frotó la mancha que le
había dejado la planta en la que había aterrizado. Parecía
que le sangrase la cadera—. Mierda. Vale. No pasa nada.
Lo remojaré en… algo.
Aiden suspiró y preguntó:
—Franchesca, ¿qué es más creíble? ¿Que una miembro
de la alta sociedad se codee con un empresario de Nueva
York acaudalado y con fama de salir con mujeres de su
estatus o con la hija de los dueños de una charcutería de
Brooklyn?
—Oye. ¿Estás diciendo que no puedo pasar por alguien
de clase alta? —preguntó Frankie.
—Calla, anda.
La agarró de la muñeca y la obligó a avanzar sorteando
las luces y la música.
Era casi la una de la madrugada en el paraíso y un
soltero forrado y sexy que podría haberse dedicado a
lucrarse con su belleza la llevaba por la fuerza bajo un cielo
oscuro. Debería haber estado chillando de alegría por
dentro. En cambio, estaba cabreada. Enfadada por todo.
Porque hubieran raptado a Chip. Porque no pudiera pasar
por una tonta famosa con más dinero que experiencia vital.
Porque un guardia de seguridad fuese a creer que era más
probable que Aiden conociese a Trellenwy. Porque no
pertenecieran al mismo mundo. Ignoraba por qué le
importaba eso último.
Sí, claro, podía dejar que don importante la tocase. Pero,
a los ojos del mundo entero, ella era inferior a él. Él tenía el
poder y el control. Se cansaría de ella y pasaría página, tal
como había hecho con las demás mujeres de su vida.
Ahora se oía más el oleaje. Habían dejado atrás las luces
y los ritmos vibrantes. Por entre los árboles que los
separaban de la playa, Frankie veía la luz de la luna
reflejada en el mar. Ya no hablaban. Solo eran un
multimillonario y su acompañante desconocida dando un
paseo a altas horas de la madrugada.
Frankie partió una ramita al pisarla y Aiden maldijo en
voz baja. Se giró y la acercó a él. A ella le dieron ganas de
gritarle que le quitara las zarpas de encima. Que se fuera a
freír espárragos.
La tumbó en la arena con un movimiento tan sutil que
apenas notó el cambio de gravedad.
—¿Qué haces? —gruñó entre dientes mientras se
tumbaba encima de ella. Lo empujó por los hombros y se
quedó helada cuando notó que se le ponía dura.
Aiden no se molestó en contestarle y le estampó un beso
en los labios. Frankie no estaba preparada. Nada la habría
preparado para eso, para la oleada de calor que la invadió y
para la electricidad que la recorrió. Sus labios eran fuertes
y firmes, exigentes. Pero Frankie no era de las que se
dejaba dominar. Lo agarró de las solapas y se esforzó por
guiar el beso. Cuando él abrió la boca, fue ella la que le
metió la lengua. Aiden emitió un gruñido gutural y saboreó
su boca con aire juguetón.
Frankie estaba ebria de poder, de locura.
Aiden pegó su pene gordo y duro a su centro y Frankie
abrió las piernas para que se colocase entre ellas. Cuando
se restregó contra ella, el mundo de la joven se volvió
negro. Podría correrse así, frotándose contra un
multimillonario en la playa.
Debería haberse avergonzado, debería haber sido más
sensata. Pero, antes de que esos pensamientos la afectaran,
Aiden le agarró un pecho con su hábil manaza y se
abalanzó sobre ella de nuevo.
Ella murmuraba palabras sin sentido contra su boca:
«Así», «Ya», «Aquí». Le daba igual.
—Joder —susurró Aiden, y volvió a besarla con ímpetu. A
Frankie se le había derretido la sangre. Ahora era lava lo
que corría por sus venas. «Más» era la única palabra que
quedaba en su vocabulario.
Aiden abandonó su pecho, y, cuando Frankie gimió
decepcionada, se lo compensó y le subió la falda con la
misma mano. Aleluya. Como no le metiera una parte de su
cuerpo en los próximos treinta segundos, estaba segura de
que sufriría una muerte lenta y agónica.
Aiden se restregaba contra su muslo y la azuzaba con
una erección que tenía pinta de doler.
—Más, Aide —susurró Frankie, suplicante. Ella nunca
suplicaba. Pero en ese momento estaba encantada de
rogarle que la llevase al clímax.
—Aguanta, preciosa —murmuró contra sus labios—.
Joder, cómo me pones.
Ese no era el hombre frío que había conocido en el salón
de baile. O el que se hizo pasar por chófer y fue a buscarla
al aeropuerto. No, el hombre que le rozaba el tanga de
satén era un amante pecador, todo fuego y promesas
oscuras.
—Joder —susurró de nuevo cuando le acarició el sexo
con las yemas de los dedos.
Frankie dio grititos entrecortados cuando Aiden se puso
a trazar los mismos circulitos que le había dibujado antes
en el muslo, bajo la mesa. Sabía tocarla. Se la sudaba si era
por instinto o por haber tenido experiencias obscenas.
—Estás chorreando, Franchesca. Chorreando por mí.
Frankie se pegó más a su mano.
—Tócame —exigió. Cuando Aiden trabó dos dedos en la
costura de su ropa interior, cuando le pasó los nudillos por
los pliegues, Frankie se la agarró.
Él gruñó en señal de aprobación cuando lo cogió del
paquete por encima de los pantalones.
—Quiero sentir tus manos, tu boca —dijo refunfuñando.
—Lo mismo digo, Kilbourn —murmuró Frankie.
Volvió a rozarla con los nudillos y ella se derritió bajo su
tacto.
—Voy a follarte, Franchesca. Ni el surfista ni Davenport.
Yo.
Sus palabras la excitaron, pero su tono autoritario la
sobresaltó.
—Calla y bésame.
Aiden estaba dándole un beso de tornillo, a punto de
meterle los dedos, cuando una luz cegadora hizo que
Frankie entornara los ojos.
Capítulo 14

Aiden se planteó asesinar al guardia de seguridad con sus


propias manos. Como siguiese apuntando con la linterna a
los pezones en punta de Franchesca, le rompería el cuello.
Franchesca se levantó hecha un basilisco, con los brazos
en jarras. Aiden había olvidado las formas; había olvidado
dónde estaban y por qué. Había oído al guardia acercarse y
se le había ocurrido imitar a los típicos tortolitos que salen
a dar un paseo y, aprovechando la ocasión, le dan al tema.
Tocarla y probarla había anulado sus instintos, excepto la
necesidad de tomarla.
Franchesca se negaba a mirarlo, lo que le hizo pensar
que se había aprovechado de ella. Y así había sido, o, al
menos, de las circunstancias.
Mataría al guardia de seguridad y Franchesca lo mataría
a él.
—Mire usted —empezó Franchesca con las mejillas aún
encendidas—. Es que nos hemos escabullido de la fiesta y
nos hemos dejado llevar.
Aiden se interpuso entre ella y el guardia. No sabía con
exactitud dónde miraba este, pero imaginó que debía ser
algún punto del pecho agitado de Frankie.
—Ha sido culpa mía. He sido yo el que se ha dejado
llevar —admitió mientras sonreía avergonzado—. Seguro
que no es lo peor que ha visto esta noche.
El guardia volvió a mirarlos, impasible. Aiden notó que
Frankie asía la espalda de su chaqueta con ambas manos.
—Acabo de pillar a dos chicas bañándose desnudas en la
fuente del vestíbulo, hace diez minutos —dijo el guardia—.
Volved a la fiesta y no os desnudéis.
—Descuide —aseguró Aiden. Frankie, con los ojos como
dos televisores de pantalla plana, se unió a él. Dejaron
atrás al guardia y corrieron hacia un sendero que conducía
a la concurrida terraza que hacía las veces de pista de baile
—. Qué fácil ha sido —agregó. Le quitó una hoja del pelo a
Frankie. Empezaba a preguntarse si estaría obsesionado
con él. Con su melena abundante y oscura que caía en
forma de bucles. Quería enterrar el rostro en su cabello.
—¿Fácil? —gruñó Frankie mientras lo apartaba de un
manotazo.
—Bueno, por lo menos esta vez no has tenido que
enseñarle nada a nadie —señaló Aiden.
Valió la pena esperar su reacción.
—¡¿Me has visto?! —exclamó.
—Bastante, sí. —Aiden se abstuvo de comentar que
había tardado una milésima de segundo en taparle los ojos
a Antonio.
Frankie le dio una palmada en el hombro.
—¿A qué viene eso? Eres tú la que ha decidido exhibirse
ante media isla.
—Sí, pero ¡no para que mirases tú también!
—No iba a perderme esas vistas, Franchesca. —Fue a
tocarla, pero ella levantó las manos.
—Ni me toques o te arranco la piedra que tienes por
pene y te pego en la cara con ella.
¿Cómo no iba a querer más de ella? ¿Cómo podía creer
que la dejaría en paz?
—¿Intentas que se fijen en nosotros? —preguntó
mientras la acercaba a él. Ella lo miró con los ojos
entornados—. Estamos en la pista de baile. Baila.
Frankie miró a su alrededor y, por primera vez, fue
consciente de que estaban rodeados por el escalafón más
elevado de la flor y nata de California. Aiden reconocía
caras allá donde miraba. Media docena de políticos y un
puñado de celebridades, aunque la mayoría eran un
montón de herederos y herederas de varias fortunas que a
todas luces habían bebido más de la cuenta.
—¿Qué le pasa a la peña? —preguntó Frankie mientras
Aiden la llevaba por la pista de baile. Hasta la banda iba
perjudicada, a juzgar por las pocas ganas que le ponían a la
canción—. ¡No me digas que son Meltdown!
—¿Los que cantan el tema que suena en la radio cada
seis segundos? Diría que sí. Y lo que les pasa a todos es que
están pedo.
Era como presenciar la última llamada de una barra
libre. Los mayores de cincuenta estaban mamadísimos. Un
señor asomado a la balaustrada de piedra vomitaba sin
parar. Una señora de sesenta y tantos años estaba llenando
sin ningún cuidado las copas de una torre de champán que
había hecho ella misma y se paraba de vez en cuando a
darle un lingotazo a la botella.
Había una pareja en la pista de baile que se
bamboleaba, borrachos los dos, al compás del débil ritmo
mientras se quitaban la ropa.
Daba la impresión de que el grupo más joven había
pasado del alcohol a algo más fuerte. Había cuatro mujeres
vestidas de alta costura sentadas en el extremo menos
hondo de la piscina riendo como hienas. Más lejos, en la
zona donde cubría, tenía lugar una competición para ver
quién se descalabraba antes al tirarse al agua.
La novia, subida a la barra, estaba pimplando un
cosmopolitan mientras gritaba: «¡Que me he casado!».
El tercer cóctel se derramó como una cascada por su
vestido enjoyado.
—Eso es estilo y lo demás son tonterías —le susurró
Frankie a Aiden mientras bailaban y se dirigían al hotel con
disimulo—. Ese vestido cuesta veintiséis mil dólares.
—Me pregunto dónde estará el novio. ¿Habrá puesto
pies en polvorosa?
Frankie señaló una palmera de salón enorme y comentó:
—Creo que es el que le está metiendo la lengua hasta la
campanilla a ese testigo.
—Ah —dijo Aiden.
Frankie negó con la cabeza y añadió:
—Esto parece El gran Gatsby con problemas de drogas y
alcohol.
—Y tú pensando que las damas de horror de Pruitt eran
horribles —soltó Aiden en broma.
Alguien le clavó un dedo en el hombro.
—¡Eh! ¿Túúúúú quién ereeeees?
Aiden giró a Frankie para que vieran juntos a la persona
que le había clavado el dedo.
—Aiden. ¿Y tú? —le preguntó a la mujer. Tendría unos
cuarenta años, pero intentaba con todas sus fuerzas
parecer de veinte. Se había operado los labios, aunque le
habían quedado fatal. La tirantez de las comisuras de sus
ojos y su frente gritaba bótox o lifting facial. Se le había
roto un tirante del vestido color marfil y llevaba en la mano
una botella de champán. Las extensiones del intrincado
nudo que se había hecho en la parte posterior de la cabeza
se le habían salido y le tapaban un ojo.
—Yo, Priscilla. —Se tambaleó mientras pronunciaba su
nombre—. ¿Venís de parrrte de la novia o del nuevo?
—Del nuevo —respondió Frankie, que metió baza sin
problema—. Yo soy Druscilla y este es Aiden, el
acompañante que he contratado. Conocí al novio en la
octava temporada de Mimados y mantenidas.
—¿Es un reality chow? —preguntó Priscilla.
Frankie asintió y contestó:
—Sí. Menuda publicidad me dio. Catapultó mi carrera de
modelo de pies. Si te interesa, te doy el número de la
productora. Fueron los mejores dieciocho meses de mi
vida. Si te gusta vivir en un yate cerca de los Emiratos
Árabes Unidos, claro.
—Druscilla, hay que irse —la cortó Aiden mientras
pellizcaba a Frankie en la cintura.
—Llámame —canturreó Frankie mientras Aiden la
alejaba de una Priscilla muy confundida.
—Intentamos pasar desapercibidos —le recordó.
—Aide, mañana esta gente no recordará nada de nada.
La llevó al vestíbulo al aire libre. En comparación con el
oleaje y el desenfreno que se oía a sus espaldas, allí se
estaba bastante tranquilo. Aiden hizo ademán de acercarse
a la recepción, pero Frankie se desvió arrastrando los pies.
—Va, Franchesca, que tenemos trabajo pendiente.
—Perdona. Jolín. ¿Para ser rico hay que ignorar lo
maravilloso? —preguntó mientras contemplaba el techo de
paja que había dos pisos más arriba. Estatuas doradas y
blancas y exuberantes palmeras de salón adornaban la
estancia de piedra en su totalidad. Abrió más los ojos
conforme se acercaban al mostrador—. ¿Eso es pan de oro?
—Señaló una escalera majestuosa que se bifurcaba una
planta más arriba.
—Cuando encontremos a Chip preguntamos.
—Está bien. Vale. Ya me centro —le aseguró—. ¿Cuál es
el plan? —preguntó mientras señalaba con la cabeza a la
recepcionista.
—Primero me la camelo.
—Buenas noches, señor. ¿En qué puedo ayudarle? —
Hilde, que era el nombre que figuraba en su chapa, era alta
y espigada. Daba la impresión de que no se alteraba por
nada.
—Hola, Hilde. Estoy buscando la habitación de mi
amigo, pero no recuerdo el número. Qué vergüenza.
Frankie, que fingía que se aburría, se fue hacia el
estanque de los peces kois para que Hilde no la viera.
—Entiendo. ¿Cómo se llama su amigo?
Aiden se esforzó al máximo por parecer avergonzado y
dijo:
—Se llama Chip. Pero la habitación está registrada a
nombre de otra persona. Es así de alto. Rubio. Es su
primera noche aquí.
Hilde sonrió sin ganas y contestó:
—Lo lamento, señor, pero no tengo permitido revelar
información sobre los huéspedes. ¿Cuál es el número de su
habitación?
Aiden se dio unas palmaditas en la chaqueta, como si
estuviera buscando la llave de su habitación.
—Déjame que busque… Cariño, ¿tienes la llave de la
habitación?
En ese momento, dos mujeres bastante ebrias pasaron al
lado de Frankie a trompicones.
—Le hice un agujero al condón, le dije que tomaba la
píldora y voilà! Soy millonaria y gracias a él me he puesto
tetas.
—Tía, eres la peor persona del mundo —exclamó la otra.
—Ya ves.
Frankie se movió tan deprisa que Aiden casi ni la vio. En
un segundo, Tetas Millonarias tropezó con el suelo de
mármol y, al siguiente, cayó de bruces al estanque de los
peces kois.
Los chillidos de la mujer sumados a los gritos de auxilio
de Frankie hicieron que Hilde cogiera un walkie-talkie de
detrás del mostrador y corriera hacia el barullo.
—Espabila —dijo Frankie entre dientes tras plantarse al
lado de Aiden—. Vigila. —Se coló detrás del mostrador y se
sentó en la silla vacía—. Mierda. Tiene contraseña.
Los gritos aún no habían cesado, así que Aiden se asomó
al mostrador.
—Opción uno: averiguamos la contraseña nosotros
mismos. Opción dos: hacemos que Hilde nos la dé. —Estaba
sopesando los pros y los contras de cada una cuando
Frankie se puso a teclear a toda velocidad.
—¡Ya está!
—¿Has averiguado la contraseña? —preguntó Aiden.
¿Esa mujer no tenía límites o qué?
Frankie rio por la nariz y respondió:
—No hace falta averiguarla cuando la tiene pegada a la
pantalla. Vale, estoy dentro. ¿A quién buscamos? No hay
nadie registrado como Secuestrador o Aguabodas.
Aiden se colocó detrás del mostrador mientras rezaba
para que la distracción del estanque de los peces kois
aguantase.
—Mira las reservas —le ordenó tras echar un vistazo a la
pantalla.
—¿Crees que reconocerás el nombre del secuestrador
por arte de magia? —inquirió Frankie.
—Calla, anda. Ahí. —Señaló la pantalla—. Habitación
314. Tres noches. ¿A nombre de quién está registrada?
—A nombre de nadie. Es una empresa. El-Kil
Corporation —leyó Frankie en voz alta.
«Mierda». Se le cayó el alma a los pies. Debería
habérselo imaginado.
—¡Anda, mira! Deben de ser ellos. Hace dos horas han
pedido un sándwich de ensalada de atún con patatas fritas
trituradas. ¡El favorito de Chip! Al menos sabemos que lo
están alimentando. Eso es buena señal, ¿no?
—Supongo, sí —murmuró Aiden.
—Mierda. —Frankie salió del programa y agarró a
Aiden. Este oyó el repiqueteo de unos tacones que se
aproximaban. Solo les dio tiempo a llegar a la columna de
mármol que había junto al mostrador. Entonces
aparecieron Hilde, la mujer que había caído al estanque de
los peces y un grupito de gente.
—Llamaré al servicio de limpieza y le conseguiré toallas
limpias y un albornoz —le ofreció Hilde a la famosa joven
empapada que no dejaba de gritar.
—Se me ha metido un pez en el vestido. ¿Crees que un
albornoz va a hacer que olvide que me ha atacado el sushi?
—bramó la mujer.
Hilde entornó los ojos al ver a Frankie y Aiden junto a su
mesa. Aiden pensó en volver a besarla, pues había
funcionado muy bien la primera vez, pero Frankie se le
adelantó.
Lo abofeteó tan fuerte que le crujió el cuello.
—Sabes que me molesta que le metas la lengua a tu
hermana. Me da igual que hayas vivido muchos años en un
internado de Europa. ¡No es excusa! —La voz de Frankie
resonó en el mármol y atrajo todas las miradas del
vestíbulo.
—Primero: es mi media hermana —se excusó Aiden para
seguirle el rollo a la loca de Frankie—. Y segundo: ¡qué le
voy a hacer si vengo de una familia cariñosa!
—¡Cariñosa, dice! —se mofó Frankie con tanta
vehemencia que por poco trastabilló—. ¿Y qué más? Tu
abuela me agarró del culo en Acción de Gracias.
—Para ver cómo te había quedado la elevación de
glúteos que te pagué. —Aiden señaló la salida con la
cabeza.
—Perdona, pero ¡me la pagué yo!
Siguieron discutiendo por el bien de su porvenir y se
alejaron de la recepción echando humo. Al pasar, Aiden oyó
a uno de los espectadores susurrar:
—¿Qué puedes esperar de una que salió en un reality y
un gigolo?
Las noticias volaban.
Se llevó a Frankie fuera. Esta se partió de risa nada más
pisar la majestuosa entrada circular del resort.
—Estás chalada —le susurró Aiden.
—Anda ya. He visto la cara que has puesto. Estabas
pensando en meterme la lengua hasta la campanilla. No
habría funcionado una segunda vez.
—¿Por qué no? —preguntó Aiden mientras se frotaba la
mejilla que tan bien le había abofeteado.
—No tropiezo dos veces con la misma piedra, Kilbourn.
Y tú eres una piedra grande y gorda. Pero, bueno, al lío.
Diría que la habitación 314 está por ahí. —Aiden observó
fascinado cómo Frankie se sacaba un mapa del resort del
canalillo.
—¿De dónde lo has sacado? —Aiden le quitó el mapa.
—Del mostrador.
—No iremos a buscar a Chip.
—¿Perdona? Sabemos dónde está y, de repente, ¿quieres
zanjar el asunto?
—¿Qué pretendes? ¿Llamar a la puerta y exigir que lo
suelten?
—¡Por ejemplo! No abandonaré a mi amigo a su suerte.
Aiden la cogió del brazo y tiró de ella hacia la parada de
taxis.
—Llevamos ventaja. Lo que necesitamos es un plan.
Tengo que averiguar quién lo retiene para saber por qué se
lo han llevado. —La mentira salió sola. Ya sabía quién y por
qué, pero no estaba dispuesto a implicar a Frankie. No
estaba seguro de a quién se cargaría primero la chica.
—¡No dejaré a Chip aquí con un secuestrador! ¡Tenemos
que llamar a seguridad o a la poli!
—No llamaremos a nadie —afirmó mientras la agarraba
más fuerte.
—¿Y por qué no? ¡Sabemos dónde está!
—No sabemos quién se lo ha llevado ni por qué.
Sabemos que está aquí y que lo están alimentando, lo que
significa que está a salvo. De momento.
—¡¿Cómo que de momento?! —Intentó zafarse de su
agarre—. ¿Has rastreado a su secuestrador porque tenías
curiosidad por saber dónde lo habían llevado y, ahora que
ya estás satisfecho, quieres volver al resort a tomarte unos
margaritas y ver qué pasa?
Aiden se encaró con ella y le dijo:
—Tu lealtad es admirable, en serio. Pero tenemos que
reagruparnos. Tengo que trazar un plan. Si entramos ahí
apollardados, será un desastre.
Cuando Frankie le miró la entrepierna, Aiden puso los
ojos en blanco.
—Deja de mirarme el paquete. Nos vamos.
Capítulo 15

Aiden la escoltó hasta su habitación como si fuera una


prisionera. Se habían pasado el trayecto en silencio:
Frankie comiéndose el coco y Aiden maquinando. Entendía
que no era el momento ni el lugar para planear y
manipular, pero ¡su amigo estaba en peligro! Era el
momento perfecto para derribar puertas y montar jarana.
Con una rabia apenas contenida, Frankie pasó su tarjeta
de acceso. Tenía la intención de entrar en su dormitorio con
paso airado y cerrarle la puerta en las narices a Aiden, pero
este se le adelantó. La agarró del brazo y la obligó a
mirarlo.
—Agradezco la ayuda que me has prestado esta noche,
pero déjamelo a mí a partir de ahora.
—¿Perdona, Llanero Solitario?
—Franchesca, necesito que confíes en mí para arreglar
este desaguisado. Te prometo que rescataré a Chip a
tiempo para la boda.
Ella abrió la boca para soltarle un zasca que lo dejase
tieso, pero, como siempre, él fue más rápido. Pegó su boca
a la suya y le dio un beso breve pero intenso. Mientras se
debatía entre meterlo en su cuarto o darle una patada en
los huevos, Aiden retrocedió y añadió:
—Has estado sensacional.
Le pasó un dedo por la nariz y se fue.
—¿De qué coño va este? —preguntó Frankie a la
habitación vacía mientras cerraba de un portazo y echaba
el pestillo por si al señor Kilbourn le daba por probar
suerte de nuevo.
Se miró el vestido de Monique Lhuillier y gimió. Se
había desgarrado la cintura y la falda. Las puñeteras bayas
le habían puesto perdido el costado derecho del torso con
su jugo rojo sangre. Parecía una promesa del cine a la que
hubieran asesinado.
Pru la mataría.
Atacada, llamó a recepción y solicitó una megalimpieza
de emergencia. La cifra que le dijeron la estremeció.
Tendría que currar en el catering como mínimo un mes
más. Pero a esas alturas no tenía alternativa. Era pagar una
tarifa abusiva y rezar para que sirviese o bien caminar
hasta el altar y que la novia la apuñalase.
Si es que había boda. «Como Aiden no cumpla su
promesa, Pru no tendrá con quién casarse», pensó con
amargura mientras se ponía unos pantalones cortos para
dormir y una camiseta de tirantes.
Le entregó el vestido al botones que llamó a la puerta y
le mandó un mensaje a Pru.

Frankie: ¿Estás despierta?

Pru contestó casi al instante.

Pru: ¡Buah, ven!

Frankie cruzó el pasillo que conducía a la habitación de


Pru y Chip. Antes de que levantase los nudillos para llamar,
Pru abrió la puerta y la metió dentro. Frankie se quedó
atónita. Su mejor amiga llevaba un pijama de seda… y el
velo.
Estaba claro que aún no se le había pasado el efecto del
ron y la cerveza.
—Ya. Ya. Parezco majara —dijo Pru mientras la guiaba a
un baño en el que absolutamente todo era de mármol y que
medía lo mismo que un estadio de fútbol—. Pero he estado
pensando. Estamos en el paraíso. Hace calor. ¿Seguro que
quiero llevar el pelo suelto mañana? Siéntate —ordenó, y
señaló el borde de la bañera exenta.
—¿Y quieres? —preguntó Frankie, que se sentía el peor
ser humano del planeta. Habían secuestrado al prometido
de su mejor amiga en sus narices y no solo sabía dónde
estaba, sino que no había intentado rescatarlo y lo había
dejado en la estacada. Era escoria. El chicle que se pega a
la suela de los zapatos. La clase de persona que se inventa
que está enferma solo para que los demás le financien el
falso tratamiento. Franchesca Marie Baranski era una
persona mala, mala.
Se sentó en el extremo de la bañera.
Pru, frente al espejo, estaba enumerando las ventajas de
un moño sexy, pero entonces se calló de golpe. Abrió
mucho los ojos azules y exclamó:
—¡Yo aquí hablando como una descosida de mi pelo
cuando acabas de volver de tu cita con Aiden! ¿Qué clase
de amiga soy?
—La mejor. Eres la mejor amiga que alguien podría
desear —se lamentó Frankie—. Eres una persona
maravillosa y mereces toda la felicidad del mundo. —Tenía
que decírselo. Si estuviera en el lugar de Pru, querría
saberlo.
—¿Qué pasa? —le preguntó Pru mientras le daba la
espalda al espejo—. Parece que vayas a llorar.
Frankie se dejó caer en la bañera.
—Antes de hablar de Aiden, deberíamos hablar de Chip.
—¿Cómo narices le explicaría a su mejor amiga que ni
había llamado a la poli ni había echado la puerta abajo ni se
había llevado a Chip a casa? Que era la peor amiga del
mundo.
Pru, con la mirada perdida y relajada, dijo:
—No me creo que al fin vaya a casarme con él, Frankie.
Es que… lo quiero muchísimo. Es divertido, dulce, amable e
inteligente, y parece un Ken. Pero, cuando lo miro, nos veo
dentro de cincuenta años persiguiendo a nuestros nietos,
dando fiestas y veraneando en los Hamptons con una
familia numerosa.
Juntó las manos y suspiró.
—Él es con lo que llevo soñando desde que tenía cinco
años. Tengo el vestido de mis sueños, a mi mejor amiga y
voy a casarme con el hombre de mis sueños en el paraíso.
—Se le humedecieron los ojos.
—No llores, Pru —le suplicó Frankie. No al menos hasta
que le contase el marrón: que su prometido había
desaparecido.
—No puedo evitarlo. —Pru se enjugó las lágrimas con un
pañuelo de papel—. Soy tan feliz… Y eso es lo que quiero
para ti, Frankie. Quiero que encuentres a un hombre que te
haga volar. Un hombre que te haga desear con ansia los
próximos cincuenta años.
—No soy capaz de pensar en los próximos cincuenta
minutos, cómo voy a pensar en los próximos cincuenta años
—bromeó Frankie.
Pru cruzó el baño. Tardó unos diez minutos, dada la
extensión de mármol que las separaba. Se sentó en el
borde de la bañera y se puso a juguetear con su velo.
—Creo que Aiden podría ser ese hombre —admitió.
Frankie se golpeó la cabeza con la bañera.
—¡Ay! ¿Cómo?
—Sé que no empezasteis con buen pie…
—¡Que me llamó stripper!
—Después de la fiesta de compromiso, no dejó de
preguntarle a Chip por ti.
—A lo mejor quería saber dónde bailo y si la chupo por
cincuenta pavos más —replicó Frankie.
—Ha ido a buscarte al aeropuerto. He visto cómo te
miraba durante la cena. Como si quisiera comerte a ti en
vez de lo que tenía en el plato. ¿Y luego te lleva por ahí? No
pienses ni por un momento que solo porque me caso
mañana no querré saber hasta el último detalle de lo que
habéis estado haciendo estas cinco horas.
Frankie se frotó el chichón de la cabeza y dijo:
—Volvamos un momento a lo de que te casas mañana.
¿Te enfadarías mucho si pasase algo y no pudieras?
—¿No pudiera qué? ¿Casarme mañana?
—Sí. Supongamos que surge un… contratiempo.
—Franchesca Baranski, ya puede venir un huracán y
arrasar con todos los edificios de esta puta isla, que yo
mañana me caso con Chip.
«Vaya, hombre».
—Ya, pero…
—Ya lo entenderás cuando Aiden y tú os conozcáis de
verdad —la cortó Pru mientras le daba palmaditas en un
brazo—. Chip y yo nos distanciamos al graduarnos y yo me
quedé hecha polvo porque sabía que era el definitivo.
Nunca dejé de creerlo. Ni una sola vez en todos esos años.
Y nos reencontramos. Hemos sufrido lo nuestro para llegar
hasta aquí. Nuestra separación fue desgarradora para los
dos, para mí y para él. Así que mañana tendremos nuestro
día mágico porque nos lo merecemos. Me lo merezco. —Se
le rompió la voz al pronunciar la última frase.
Frankie cogió a su amiga de la mano y le dijo:
—Pues claro que te lo mereces. Sé que Chip es todo lo
que siempre has deseado, y lo tendrás. Tendrás a tu chico
perfecto en tu día perfecto. Te lo prometo.
Pru asintió, y, al hacerlo, se le movió el velo.
—¡Debería escribirle! ¡Le mandaré un mensaje para
decirle que lo quiero mucho y que me muero de ganas de
que llegue mañana! ¡Aaah! ¡O podría llamarlo!
—Eeeh…
Pero Pru ya volvía corriendo al tocador a por su móvil.
Capítulo 16

Frankie: Pru cree que nos hemos pasado las últimas cinco
horas dándonos el lote. Además, está escribiendo y
llamando a Chip para decirle lo emocionada que está por lo
de mañana. En treinta segundos le entrará el pánico.

Aiden: Déjamelo a mí.

A Frankie le dieron ganas de atravesar el móvil y


estrangularlo. O, al menos, de darle un puñetazo en su cara
de chulito. Se estaba debatiendo entre hacer de tripas
corazón y contárselo todo a Pru o callar cuando a su amiga
le llegó un mensaje.
—¿Es Chip? —preguntó Frankie, anonadada. ¿Tan bueno
era Aiden?
—No. Es Aiden —respondió Pru, que miraba el teléfono
pletórica—. Dice que Chip se ha quedado frito en su suite,
que por eso no me contesta a los mensajes. Que no me
preocupe.
Pru abrazó el teléfono con los ojos brillantes, a punto de
llorar de felicidad.
—¡Que mañana me caso!
Vaya si se casaría. Frankie se juró que haría lo que
hiciera falta con tal de llevar a Pru al altar junto al hombre
de sus sueños.
—Ya vale de hablar de mí. ¡Háblame de Aiden! ¿De
verdad es un fiera en la cama?

***

El día de la boda de Pru amaneció radiante, espléndido y


caluroso. Pero ni rastro del novio.
La ceremonia nocturna exigía pasar la mañana en el spa
con las demás damas de horror. Frankie se había quedado
en el cuarto de Pru, pero no había pegado ojo en toda la
noche, pues no había dejado de rememorar una y otra vez
el secuestro de Chip.
Aiden no había dado señales de vida, y no iría a buscarlo
con una envoltura de algas absorbiéndole la grasa. Pero
más le valía haber organizado un rescate con tanques,
ninjas y mercenarios. Lo que hiciera falta con tal de que
Chip Randolph estuviera en el resort en esmoquin antes de
las seis.
Cressida pasó por su lado con una bata de seda corta y
una mascarilla de barro.
—Ten. Toma —dijo mientras empuñaba una botella de
champán—. Se te ve tensa.
Frankie miró sus brazos, inmovilizados a los costados
por el pringue verde, y preguntó:
—¿Tienes una pajita?
Cressida se encogió de hombros y respondió:
—Abre la boca, que te echo.
Frankie se recostó y le hizo caso. Cressida le sirvió con
precisión y Frankie se tragó las burbujas como si aspirase a
unirse a una sororidad.
—¿Hicisteis lo que debíais anoche? —preguntó Cressida
sin mover los labios, con cuidado de que no se le
resquebrajara la máscara.
—Estamos en ello —contestó Frankie para salir del paso.
No confiaría a ninguna una bolsa de papel con el almuerzo
con su nombre, aún menos información confidencial que
pudiera chafar la boda de Pru.
—La novia se está impasientando. No sabe nada del
novio desde anoche —añadió Cressida, que señaló con la
cabeza a Pru.
Esta tenía los pies en una bañera de hidromasaje y
miraba el teléfono de su regazo como si quisiera que
sonara.
Frankie rezó para que Aiden lo tuviera todo controlado.
—¿Qué hace Chip hoy? —le preguntó a Pru, aunque
temía la respuesta.
—Por lo visto, se ha ido a pescar con Aiden esta mañana.
—Pru se mordió el labio.
—Qué guay —exclamó Frankie para animarla.
—Ya, pero me estoy poniendo un poco… nerviosa.
—Mariposas —intervino Margeaux con conocimiento de
causa—. Así estaba yo la primera vez. La segunda no
sentirás nada.
—Qué gran aportación, Marge —comentó Frankie,
refunfuñando.
Margeaux rio por la nariz y repuso:
—Venga ya. Como si alguna tuviera fe en este
matrimonio. ¡Oye, cuidado con las cutículas! —le gritó a la
mujer que le hacía la manicura.
—No le hagas caso —le suplicó Frankie a Pru mientras
se incorporaba poco a poco. Las algas se le despegaron de
la espalda y pudo volver a respirar.
—Es que no sé nada de él desde que cenamos pescado
frito anoche. ¿Y si…? —Pru no terminó la frase. Frankie era
la única de las presentes que sabía que la verdad era
incluso peor que todas las posibilidades que se estaba
imaginando Pru.
—Si están pescando en alta mar, se habrán ido temprano
y no tendrán cobertura —apuntó Frankie, que volvió a
ponerse la bata.
Pru se mordió el labio y dijo:
—Tienes razón. Pero, como no tenga noticias suyas antes
del almuerzo, le pediré a papá que vaya a ver cómo está.
¡Qué fantástica idea! R. L. Stockton pateándose el resort
hecho un basilisco en busca del yerno al que no soporta. A
la mínima que hubiera problemas con Chip, R. L. metería a
Pru en un avión privado rumbo a los Estados Unidos
mientras sus abogados daban con el modo de meterles un
puro a Chip y a sus padres.
—Confía en Aiden —insistió Frankie—. No te defraudará.
—Y, de ser así, Frankie sería la primera en darle una patada
en los huevos.
—¡Ahí está mi niña! —Addison Stockton irrumpió en la
sala de tratamiento con su bata y sus pantuflas a juego—.
Será la novia más guapa del mundo —anunció a la sala
mientras agitaba las manos como si fueran las alas de un
colibrí.
—Alguien se lo ha pasado bien en su sesión de
depilación láser —comentó Taffany, tras lo cual hizo estallar
su chicle.
Al mediodía, el spa obsequió al grupito con un banquete
vegano. La madre de Chip, Myrtle, echó un vistazo a los
rollitos de pepino recubiertos de hummus y pidió una
hamburguesa poco hecha con el doble de patatas fritas. No
se le puede quitar el apetito texano a la hija del barón de
una finca ganadera.
Frankie habría hecho lo mismo de haber podido pensar
en comer. Cada vez que Pru levantaba el teléfono, se moría
por dentro.
Se ofreció a que la peinasen primero y se sometió a la
violenta estilista, que parecía empeñada en incrustarle las
horquillas en el cráneo.
—No entiendo por qué tenemos que cambiar todas de
peinado solo por Pruitt —se quejó Margeaux, que apartó al
peluquero de un manotazo mientras el pobre hombre
intentaba retirarle la abundante melena rubio miel del
cuello—. Depílame las cejas ya que estás.
—¡Joder, Marge! ¿Podrías por una vez cerrar la boca y
hacer algo por otra persona? No es tu día, coño.
Seguramente te casarás ocho o nueve veces más antes de
que tu marido te ponga una almohada en la cara y nos haga
un favor a todos. ¡Así que recógete el pelo y cierra la
bocaza de una puñetera vez!
Era justo lo que no había que decirle a una sociópata de
mierda.
—¿Acaso sabes quién soy yo, escoria de Brooklyn?
Margeaux pronunció la palabra Brooklyn como si le
supiera a azufre.
—¿Acaso sabes lo mala persona que eres? —replicó
Frankie.
Su estilista, a quien su discusión no le afectaba lo más
mínimo, le dio la vuelta para enseñarle el resultado de
llevar ocho mil horquillas y seis botes de laca en el pelo.
Había domado sus rizos oscuros y le había hecho con ellos
un moño durísimo en la nuca.
—Qué pasada —exclamó Frankie, que se levantó de un
brinco y le dio dinero en efectivo antes de que fuera a por
más horquillas.
—Estás celosa porque no eres nada. Eres la criada. Una
pringada que pide propina para pagar la factura de la
tintorería.
—Cuidado con lo que dices delante de según quién,
Marge. Muchos de nosotros somos criados, y, sin nuestra
ayuda, tendrías el váter sucio, la línea del bikini irritada y
platos vacíos en tus fiestecillas.
—Alguien de la talla de Aiden Kilbourn nunca se fijaría
en ti. A menos que fuera por pena o para preguntarte cómo
te ha cabido el culazo de Kardashian que tienes en el
vestido. Parecerás una ballena a nuestro lado en las fotos.
—Soltó una carcajada desquiciada y diabólica, al estilo del
doctor Maligno.
El peluquero que atendía a Margeaux fue a por la cera
caliente y se la untó por toda la ceja. Miró a Frankie con
lástima y pegó la banda depilatoria a la cera.
—Igual no soy la única a la que se quedan mirando esta
noche —predijo Frankie. Se volvió y abandonó la estancia
con los gritos de Margeaux de fondo.
—¡Imbécil! ¡¿Qué le has hecho a mi ceja?!
Una vez en el pasillo, sacó el móvil del bolsillo de su
bata y escribió a Aiden a toda prisa.

Frankie: Actualización. ¿Cómo vas con la


operación Liberar al Novio? La novia se está
poniendo nerviosa.

Su respuesta fue escueta.

Aiden: Déjalo en mis manos.

En sus manos le gustaría tenerlo a ella…, pero a él, para


tirarlo desde un décimo piso a un contenedor lleno de
cristales rotos.
Lo llamó mientras caminaba. Como no le dijese que en
ese preciso momento se disponía a echar abajo la puerta de
la habitación 314, iría ella a por Chip.
—¿Qué quieres? —preguntó con brusquedad.
—¿Dónde estás? —gruñó ella mientras cruzaba el pasillo
iluminado por el sol que conectaba el spa con el edificio
principal.
Él suspiró y dijo:
—Franchesca, tengo un asunto entre manos, y, si hablo
contigo, tengo que dejar de trabajar.
—¿Llegará Chip a tiempo para su boda? —preguntó.
—Estoy en ello —contestó Aiden, sucinto.
—¿Te ha dicho algo el secuestrador?
—Sí. Vamos a reunirnos.
—¿A reuniros? —Frankie cruzó en tropel las puertas del
bar de la biblioteca del resort y frenó en seco. Retrocedió
dos pasos y miró por las puertas de cristal. Al otro lado
había una sala espaciosa con estanterías altas y escaleras
sacada directamente de La Bella y la Bestia, salvo por la
gran barra en forma de L con unas vistas espectaculares
del mar. La barra a la que se sentaba un hombre que iba a
enterarse de lo que vale un peine: Aiden Kilbourn.
Indignada, Frankie colgó y le sacó el dedo a Aiden, que
no la veía. Fue a recepción echando humo.
—Disculpe —le dijo al conserje—. Solicité una limpieza
de emergencia para mi vestido.
—No se preocupe, señorita Baranski. Estamos
subsanando los daños ahora mismo.
—Necesito que esté a tiempo para la ceremonia. Porque
nada va a aguar esta boda. Ni un novio desaparecido, ni un
padrino imbécil, ni un vestido manchado. —Clavaba un
dedo en el aire, como si fuera la protagonista de una
película haciendo una declaración de intenciones.
—Descuide, señorita Baranski. —El conserje le sonrió
como si creyera que estaba loca, pero tuviese que ser majo
con ella.
—Eeeh…, gracias —resolvió Frankie—. Me voy ya.
El conserje volvió a sonreírle con amabilidad y Frankie
se apartó del mostrador. Corrió a los ascensores y, una vez
en su cuarto, se quitó la bata y se puso un vestido de
tirantes. Al sacar el dinero del bolso, se le cayó la tarjeta de
visita de Antonio.
Tal vez no tuviera que hacer aquello completamente
sola.
Capítulo 17

—¿Y la furgo de tu tío? —preguntó Frankie al ver el


vehículo sin puertas parecido a los buggies que se usaban
para ir por el desierto.
—La está llevando ahora —respondió Antonio mientras
se bajaba del asiento—. Su carruaje la espera, señora. —Iba
con el uniforme del instituto: pantalones cortos azul marino
y camisa de manga corta blanca. La corbata era de clip.
—¿Lo has robado? Me veo en la obligación de repetir la
pregunta que te hice anoche: ¿tienes edad para conducir?
—¿Quieres quedarte aquí a hacer preguntas o quieres ir
al Rockley? —inquirió Antonio.
—Ay, madre. Conduce y calla. —Frankie se sentó a su
lado y se abrochó el arnés de seguridad.
—¡Yija! —Antonio pisó el acelerador, se bajó del bordillo
y tomó el sinuoso camino hacia la carretera.
—¡No nos mates! —gritó Frankie por encima del ruido
del motor.
Antonio se aproximaba a la carretera como el malo en
una persecución. Frankie se tapó los ojos con las manos y
se puso a rezar. Oyó bocinazos y se preparó para morir.
Pero ni chocó ni murió. Miró por entre los dedos y vio que
avanzaban a base de incorporarse al tráfico y salir de él.
—Vale. No hemos muerto. Empezamos bien.
—¿Cuál es el plan, señorita? ¿Encontrasteis a vuestro
amigo anoche?
—El plan es que me llevas al Rockley, rescato a mi amigo
y nos llevas al resort a tiempo para su boda.
—Buen plan —convino Antonio—. ¿Y Ricachón?
—¿Aiden? —Frankie miró por el parabrisas con rabia—.
Tenía asuntos pendientes.
—Entonces, ¿rescatarás a tu amigo tú sola?
—Si quieres algo bien hecho…
Antonio asintió, como dándole la razón.
—Hablando de ricachones —empezó Frankie—, yo no
estoy tan forrada como Aiden.
—No pasa nada. Con que me enseñes las tetas otra vez,
me vale.
Frankie le dio una colleja.
—¡Pero bueno!
El chico sonrió.
A Frankie le sonó el móvil.
—Ay, madre. —Era Pruitt.
—¿Cómo está mi novia favorita? —saludó Frankie. Más
falsa, imposible.
—¿Dónde estás? Vamos a empezar con las fotos de las
damas de honor.
Frankie se dio una palmada en la frente. Mierda.
—No estoy en el resort, sino, eh, de camino al… muelle.
—¿Al muelle?
Frankie notó el deje de pánico en la voz de Pru.
—Sí, quería ir a ver cómo estaba Chip en lugar de ti.
Para… decírtelo —terminó sin convicción.
—Eres la mejor amiga que una chica podría desear —
dijo Pru, que sorbió por la nariz—. No quería decir nada,
pero estoy de los nervios. Necesito oír su voz y saber que
todo va bien.
—Todo irá mejor que bien —le aseguró Frankie—. En
cuanto lo vea, le digo que te llame. Fijo que se le ha caído
el móvil al agua o algo así. Ya lo conoces.
—Sí —admitió Pru entre sollozos—. Ya. Es que… Vuelve
pronto, ¿vale? Me muero de ganas de que veas la ceja de
Margeaux. Han tenido que pintársela.
Frankie se frotó las sienes.
—Antes de que te des cuenta, estaré ahí —le aseguró.
Colgó y hundió la cara en las manos.
—Madre mía. Como no lo consiga, no solo me habré
cargado el día de su boda, sino también nuestra amistad.
—Saldrá bien —aseguró Antonio, contentísimo.
—¿Vas con el uniforme escolar? —preguntó Frankie al
ver que pisaba el acelerador con mocasines.
—Sí, es que estaba haciendo un examen de geografía.
—¿Que estás haciendo pellas para llevarme?
—¡Claro! Lo hago de vez en cuando. Es mejor que
sentarse a un pupitre a escuchar a los profes decir
blablablá todo el día.
Frankie intentó no pensar en todas las leyes que
estarían infringiendo en ese preciso instante. Volvió a
sonarle el móvil y lo cogió sin pensar.
—¡Franchesca! ¡Estás viva! Me tenías muy preocupada.
—¿Mamá?
—Menos mal que te acuerdas de mí —dijo May con un
sarcasmo exagerado—. Pensaba que habías hecho
parapente, te habías dado un golpe en la cabeza y tenías
amnesia.
—Mamá, me pillas un poco mal.
—¿Qué es más importante que asegurarle a tu madre
que estás sana y salva? —insistió May.
—Mamá, es el día de la boda de Pru y le estoy haciendo
un recado. Tengo que centrarme, ¿vale?
—Los padres de Pruitt deben de estar ilusionadísimos. —
La realidad no existía en el mundo de May Baranski. Había
coincidido con R. L. y Addison Stockton en decenas de
ocasiones. Los Stockton no eran una pareja muy efusiva—.
Me encantaría que mi hija se casara algún día —añadió
May con aire lastimero.
—Uy, sí, pobrecita, que no va a tener nietos salvo el que
le darán Marco y Rachel. La próxima vez que quede con
alguno de Tinder me quedo preñada. Te lo prometo.
—Franchesca Marie, ni se te ocurra…
—Te dejo, mamá. Te llamo en otro momento.
—¿Cuándo? ¡Ya llevas un montón de tiempo fuera!
—Pronto. —Seguramente—. Te dejo. ¡Adiós!
Colgó para no darle la oportunidad a su madre de volver
a hacerle chantaje emocional con la precisión de un
cirujano.
Antonio rio por lo bajo y comentó:
—Qué graciosa, tu madre.
—Tú calla y conduce, delincuente.
Le pidió a Antonio que se acercase a la entrada lo
máximo posible. Esa vez no podía perder el tiempo
atravesando la jungla a rastras. Después de tres intentos
vergonzosos, al fin logró saltar el muro. Eso sí, se raspó
ambas espinillas mientras saltaba de lo afilada que estaba
la pared de piedra.
Gruñó y gimió mientras salía del arbusto en flor de un
modo que parecía una anciana. Al menos el casco que
llevaba por pelo no se le había movido.
«Ahora, sin hacer ruido… ¡Mierda!».
Tres sirvientas habían salido a fumar a la parte trasera
del edificio más cercano a ella. La observaban con recelo.
Frankie se quitó la tierra y las hojas del vestido, y se
dirigió a ellas tan campante.
—Buenas tardes. —Les sonrió como una persona normal
—. A ver, os cuento…
Capítulo 18

Frankie se ató el delantal a la cintura.


—Gracias de nuevo, Flor —le dijo a la mujer con la que
había intercambiado la ropa. El pecho le apretaba un poco
y los zapatos le iban un pelín grandes, pero, quitando eso,
Frankie confiaba en que pasaría por una sirvienta del
resort. Por lo menos temporalmente.
—De nada —respondió Flor mientras le ponía bien el
cuello de la camisa—. El tío es un capullo. Me alegro de ser
de ayuda.
—¿Sabes si se hospeda con alguien? —preguntó Frankie
mientras sus nuevas amigas la empujaban por un pasillo
trasero.
—Tiene un ayudante que se pasea por ahí. Un hombre
grande —le explicó Bianca—. Pero se aloja en otra
habitación.
Vale. Con suerte solo tendría que dar esquinazo a un
sicario. Frankie se llevó una mano a la barriga mientras
Wilma llamaba al ascensor. O moriría u obraría el mayor
milagro de la historia de las bodas. Rezaba para no morir.
No sin antes darle un bofetón a Aiden Kilbourn.
Al llegar al sótano, salieron del ascensor. Flor vigilaba
mientras las otras dos llenaban un carrito del servicio de
habitaciones con bebidas alcohólicas.
—Tú dile al señor Hasselhoff que vas a rellenarle el bar
—le indicó Bianca.
«Hasselhoff. Al menos el secuestrador tiene sentido del
humor».
—Y no lo mires a los ojos. No lo soporta —le aconsejó
Wilma.
Volvieron a subir al ascensor con un carrito tapado con
una sábana blanca y media docena de botellas de licor.
—Mantén la cabeza gacha para que no te pillen las
cámaras —le aconsejó Flor mientras la acompañaba al
ascensor—. Y, si necesitas ayuda para esconder el cuerpo,
llama al 101 desde el teléfono de la habitación y di que te
gustaría que fuera el servicio de habitaciones.
—Cámaras. Cuerpo. Servicio de habitaciones. Entendido
—concluyó Frankie. El corazón le retumbaba igual de
fuerte que la música que ponía su novio del instituto en el
coche.
¿Estaba haciendo lo correcto? ¿Debería haber confiado
en que Aiden se encargaría del asunto? ¿Vería a Chip al
menos antes de que la cosieran a balazos en la flor de la
vida?
Fue el viaje en ascensor más largo de su vida, incluso
más que el que había hecho con un chico que estaba
rompiendo con su novia por el manos libres. El viaje más
largo en ascensor estuvo seguido por la caminata más larga
y espeluznante por el pasillo de un hotel. 302, 304, 306.
Conforme subían los números de las habitaciones, el
corazón empezó a martillearle en la cabeza. Debería haber
dejado testamento antes de emprender esa misión.
¿Y si sus hermanos se peleaban por su colección de
recuerdos de la Liga Nacional de Hockey? Ya se imaginaba
a Gio y Marco liándose a puñetazos por su suspensorio
firmado por Kreider. Esperaba que quienquiera que se
quedase con su casa fuera amable con los Chu, los vecinos
de enfrente. El señor Chu perdía las gafas cada dos por
tres y la señora Chu le agradecía que las encontrara con
tarjetas de regalo para el restaurante coreano que tenían al
doblar la manzana. Nunca más volvería a probar su
bulgogi.
Se le humedecieron los ojos cuando el 314 apareció ante
ella. Respiró hondo. Lo hacía por Pru. Su mejor amiga se
merecía un final de cuento de hadas. Y seguro que
superaría la muerte de su mejor amiga.
Se le daba fatal animar a la gente. Levantó los nudillos
para llamar y vaciló un segundo.
—Tú puedes —susurró para sí—. Entra y demuéstrale
que nadie secuestra a tus amigos y se va de rositas.
Su arenga fue interrumpida por las miradas inquisitivas
de una pareja con resaca vestida de punta «en platino».
Vestir de punta en blanco estaba desfasado.
—Se parece un poco a la famosa del reality que tiró a
Kennedy al estanque de los peces kois anoche —susurró la
mujer lo bastante alto para que la oyera.
Frankie agachó la cabeza, cerró los ojos con fuerza y
llamó.
La puerta se abrió de golpe.
—¿No ves que pone «No molestar»? ¿Sois todas
analfabetas y tontas o qué?
Todos los ricachones solían tener el mismo aspecto. Y
ese tipo no era la excepción. Complexión media, estatura
media, tez bronceada con espray y típico cabello castaño
peinado con esmero.
—Vengo a rellenar elll barrr. —Dios, parecía más que
hablase pirata que dialecto bajan. Solo un idiota se lo
tragaría.
—Ya era hora. He llamado hace siglos —respondió el
idiota.
La hizo pasar mientras movía los brazos con fastidio,
como un pollo que tratase de emprender el vuelo.
—Va, que es para hoy.
La suite estaba a oscuras, pues las recias cortinas
estaban echadas para que no entrase la luz del sol tropical.
Daba la impresión de que pretendía que la habitación
pareciera la guarida de un malote. Pero estaba tan
desordenada —bandejas del servicio de habitaciones,
botellas de licor vacías…— que había perdido el lujo. Daba
la sensación de que un grupito de niños ricos se había
juntado con el dinerito de papá para destrozar una suite, no
para llevar a cabo un secuestro.
El imbécil del secuestrador no tenía mejor pinta que la
propia habitación. Estaba despeinado, como si se hubiera
pasado las manos por el pelo de los nervios, y se había
aflojado la corbata. «¿Quién se pone una corbata para
relajarse en la habitación de un hotel de las Barbados?».
Frankie se dirigió al salón principal de la suite y se
esforzó al máximo por adivinar dónde se ocultaba el bar.
Falló y, en su lugar, encontró el televisor, recluido en un
armario. A los ricos no les gustaba mirar pantallas
apagadas.
El gilipollas del secuestrador chasqueó los dedos.
—El bar está ahí. ¿Eres nueva o qué?
El móvil del señor le ahorró morderse la lengua.
—La madre que te parió. ¿Por qué tardas tanto? Vuelve
aquí. Llegará en cualquier momento. No seguiré adelante
sin refuerzos. —Abandonó la sala de estar hecho una furia.
Entró en un dormitorio y cerró de un portazo.
—Ay, madre. Ay, madre. Ay, madre —canturreó Frankie.
Examinó la estancia y corrió a la siguiente puerta cerrada.
Era un baño. La siguiente era un puñetero vestidor. Al fin
vio otra puerta cerrada en el otro extremo del cuarto.
Movió el pomo, pero estaba cerrada con llave.
Sacó el manojo de llaves que le había prestado Flor y
probó a abrirla. Lo consiguió a la quinta. Entró a
hurtadillas. Esa sala también estaba a oscuras. Olía a huevo
podrido.
Frankie cerró la puerta sin hacer ruido.
—¿Chip? —susurró—. ¿Estás aquí?
Tropezó con él y después lo vio. Estaba tumbado
bocarriba, junto a la cama.
—Ay, madre mía, Chip —murmuró entre dientes. «¿Está
muerto? ¿Se lo habrá cargado, el muy cabrón?».
Tendió una mano vacilante hacia él sabiendo que, si
tenía la piel fría, vomitaría y acto seguido cometería un
asesinato tan atroz que pasaría a la historia de las
Barbados.
—Dime que no estás muerto —susurró.
Capítulo 19

Frankie le clavó dos dedos con fuerza. No se topó con la


piel fría de un cadáver, sino con una axila aún cálida y un
ronquido.
—¡Chip! —Volvió a zarandearlo.
—¿Eh? ¿Qué? —Se esforzó por abrir los ojos.
Frankie soltó un suspiro de alivio tan grande que casi
vomitó el desayuno. Le vibró el móvil en el bolsillo. Un
mensaje de Pru.

Pru: ¿Dónde estás? ¿Y Chip?

«Mierda».
—Chip, soy yo, Frankie. ¿Estás bien?
—¿Frankie? —preguntó, aturdido—. ¿Elliot aún me tiene
preso? ¿Sabe que estás aquí?
Frankie miró la puerta y respondió:
—No es momento de cháchara. Tenemos que sacarte de
aquí. ¿Puedes caminar?
—Pues claro. Me he quedado dormido haciendo
abdominales. Me han dado algo para dejarme inconsciente.
Encima tengo una resaca del copón. ¿Y Pru? ¿Está
enfadada? ¿Su padre…?
—Pru está bien. Te espera impaciente con su vestido
blanco y pomposo.
—¿No ha anulado la boda? —Se le iluminó tanto la cara
que parecía el árbol de Navidad del Rockefeller Center.
—Aún no sabe que has desaparecido.
Le vibró el móvil una y otra vez. Supuso que serían
muchos mensajes seguidos.
—¿Cómo que estabas haciendo abdominales? —preguntó
mientras tiraba de él para sentarlo.
—No quería perder la tableta solo porque me hubieran
secuestrado. Estoy bien. Lo juro. —Para demostrarlo, se
obligó a levantarse y… cayó a la cama al instante—.
Perdón, es que se me ha dormido el pie.
Frankie lo levantó de nuevo. Oyó una voz en la otra sala
y pasos.
—Escóndete —susurró Chip.
Frankie, presa del pánico, se puso a correr en círculos.
Se estaba planteando ocultarse bajo la colcha cuando Chip
abrió la puerta del armario y la metió dentro. Acababa de
dejarla a oscuras y entonces oyó que se abría la puerta de
la habitación.
¿Vendría el imbécil del secuestrador a matarla? Por
instinto, se agachó más, con tan mala suerte que se dio en
la cabeza con algo grande y metálico.
—Me cago en…
Se tapó la boca con una mano cuando oyó que se abría
la puerta del dormitorio.
—Quédate aquí hasta que te diga que salgas —exigió el
imbécil del secuestrador.
—Venga, Elliot, hagamos un trato: yo te doy lo que
quieres y tú dejas que me vaya.
—Buen intento, Randolph. Pero solo hay una persona
que puede darme lo que quiero.
—Aiden no permitirá que te salgas con la tuya.
Frankie se quedó helada. Aiden conocía a ese tipo. ¿Por
eso no la había dejado echar la puerta abajo la noche
anterior? Se frotó el chichón.
Se disponía a salir en tromba y exigir respuestas cuando
oyó que llamaban a la puerta con unos golpecitos.
—Quédate aquí si quieres que esto acabe pronto —
espetó el imbécil, y cerró de un portazo la puerta del
dormitorio.
La puerta del armario se abrió de sopetón. Frankie pegó
un bote hacia atrás y volvió a golpearse la cabeza en el
mismo sitio.
—¿Estás bien? —le preguntó Chip al ver que se doblaba
sobre sí misma.
—¡Ay! —Se le enganchó el pelo en una percha. Sintió
que media docena de horquillas se le salían de la cabeza—.
¡Ay, madre!
—¿Qué pasa?
—¡Mi pelo! ¡Mi cabeza! ¡Tenemos que salir de aquí!
Se detuvieron a escuchar. Ahora se oía más de una voz
en el salón; solo era cuestión de tiempo que volviese a
entrar alguien.
Frankie corrió a la pared y abrió las recias cortinas.
—Menos mal —susurró al ver el balcón. Con el mayor
sigilo posible, abrió la puerta corredera de cristal. El ruido
del mar y de los huéspedes del resort inundó la estancia de
inmediato. Y se estremeció. Como los malotes de fuera del
dormitorio se callasen, lo oirían.
Uf. Estaban en el tercer piso, como confirmó al
asomarse al balcón. No se podía bajar, pero a lo mejor se
podía salir. El pasamanos era más ancho que la propia
barandilla. Algún arquitecto innovador se habría percatado
de que la gente querría dejar sus martinis ahí para hacerse
fotos con la puesta de sol. Y conectaba con todos los
balcones de la planta.
—Chip, ven —dijo Frankie entre dientes.
Chip fue hacia la luz renqueando. Parecía un vampiro
con resaca.
—¿Siempre hace sol aquí o qué? —preguntó
refunfuñando.
—Ay, madre. Sube.
—¡Estás sangrando! —exclamó, boquiabierto.
Frankie se tocó el pelo con los dedos y repuso:
—Me he dado con la caja fuerte. No es nada.
—Parece… —Chip se dobló sobre sí mismo y respiró
hondo.
—Tranquilo, Chip. —Se había preparado para estudiar
Medicina en la Universidad de Nueva York hasta que se dio
cuenta de que ver sangre hacía que vomitase y se
desmayase—. No me obligues a darte una hostia.
—Bueno, si no te miro, a lo mejor…
—La madre que te parió, Chip. Sube a la barandilla y ve
hasta algún cuarto que tenga la puerta del balcón abierta.
Hay que irse. ¡Ya!
Chip miró la terraza de abajo y gritó:
—¡Joder, Frankie, como me caiga me muero!
Frankie lo cogió de la cara y le apretó tanto las mejillas
que Chip puso boca de pez. Este cerró los ojos para no
verle la brecha.
—¿Quieres casarte con Pru hoy o no?
—Ci.
—Pues sube ahí y ve al siguiente balcón.
—Vole.
Frankie le soltó la cara y lo empujó hacia la barandilla.
—Tú también vienes, ¿no?
—Estaré justo detrás de ti. Por curiosidad, ¿qué tiene
que ver Aiden con todo esto?
Chip se detuvo a cuatro patas sin perder el equilibrio.
—No es culpa suya.
Oyeron que alzaban la voz en la suite.
—Va. Luego hablamos. —Frankie le hizo gestos para que
avanzase y volvió corriendo a la habitación.
Atrancaría la puerta para ganar tiempo. Al menos ese
era su plan cuando fue a por la mesita de noche. La puerta
del dormitorio se abrió de golpe.
El imbécil del secuestrador la miró fijamente durante
dos segundos. Acto seguido, se le fue la olla.
—¿Quién eres y dónde está…?
—¿El chico al que has secuestrado? ¿Mi amigo Chip?
¿Quieres saber dónde está? —preguntó Frankie cada vez
más alto. Cogió el despertador y el cargador del iPhone que
había encima de la mesita.
—¡Sí! —chilló mientras se tiraba de los pelos—. ¿Y por
qué está todo lleno de sangre? ¿Te lo has cargado?
—¿Qué pasa aq…? —El hombre de la puerta no pudo
terminar la frase, pues Frankie golpeó con todas sus
fuerzas al imbécil en la cara con el despertador.
Este se dobló y gritó. Más sangre tiñó la alfombra
blanca. Frankie volvió a pegarle por si acaso e hizo que
cayera de rodillas.
—Con lo bien que me he portado… —chilló el imbécil.
Frankie se volvió hacia el segundo hombre y levantó el
despertador.
—¿Quieres cobrar tú también, Kilbourn?
Aiden levantó ambas manos y dijo:
—Quieta, fiera. ¿Por qué estás sangrando?
—¿Que por qué estoy sangrando? ¿Que por qué estoy
sangrando? —Se echó a reír y agregó—: Estoy sangrando
por la misma razón por la que tu mejor amigo no se está
casando. ¡Por tu culpa!
—Franchesca, puedo explicarlo.
—¡No quiero tu explicación! Llegas tardísimo. Hace rato
que Chip se ha ido…
—¿Frankie?
—¡Chip! ¿Qué coño haces?
Chip se asomó por la puerta del patio con timidez.
—Es que he encontrado una habitación que estaba
abierta, pero estaba ocupada, y creo que están llamando a
seguridad.
—Aparta, Kilbourn. ¡Que te apartes, coño! —le ordenó
Frankie con el despertador en ristre.
—Hola, Aiden.
—Me alegro de verte, Chip.
—No le hables. ¡Y no te acerques a nosotros! —Frankie
pasó despacio por su lado mientras con un brazo se llevaba
a Chip y con el otro apuntaba a Aiden con el despertador.
El imbécil del secuestrador gimió en el suelo.
—¡Me ha roto la nariz!
—¡Mejor! —repusieron los tres.
—Chip y yo saldremos de aquí, y, como nos lo impidáis,
gritaré tan fuerte que la seguridad de todo el resort echará
la puerta abajo en menos que canta un gallo.
Frankie los hizo retroceder hacia la puerta de la suite.
Cuando Aiden hizo ademán de seguirla, ella negó con la
cabeza.
—No, no, no. Eres una persona non grata. Tú quédate
aquí con tu colega, que nosotros nos vamos de boda.
—Yo de ti le haría caso —le aconsejó Chip a Aiden—. Da
yuyu cuando se enfada.
—Ya lo veo —aseguró Aiden, que parecía más
entretenido que aterrorizado.
—No quiero ni una risa —gruñó Frankie—. Te
arrepentirás de esto, te lo aseguro. Vámonos, Chip.
—¿Quieres que te llevemos? —le preguntó Chip.
Frankie le pegó en el brazo y espetó:
—No, no quiere. Las víctimas de secuestro no llevan de
paseo a sus secuestradores.
—Venga ya, Frankie. Aiden no me ha secuestrado.
—Bueno, pues ha confabulado para secuestrarte.
—¡No he hecho eso!
—¡No ha hecho eso!
—Ya hablaremos de esto luego —resolvió Frankie, que al
fin entendió lo enfadado que debía de estar un padre o una
madre para decir esa frase.
Sacó a Chip al pasillo.
—No te muevas —ordenó señalando a Aiden, que
ayudaba a su hermano a levantarse—. Como intentéis
seguirnos, os mato.
—Creo que la chiflada de la sirvienta habla en serio —
susurró Elliot lo bastante alto para que lo oyera. Sin dejar
de apretarse la nariz y con cara de espanto, agregó—:
Scusi, señora. Scusi.
—¿En serio? ¡Estamos en las Barbados, imbécil!
Cerró de un portazo y apremió a Chip para que bajase
las escaleras.
—¡Va, va, va!
Corrieron al sótano y atravesaron en tromba las puertas
dobles. Oyeron pasos uno o dos pisos más arriba. Flor,
ataviada con el vestido de tirantes de Frankie, estaba
llenando un carrito con botecitos de champú.
—¿Puedes cerrarla con llave? —le preguntó Frankie
mientras se bajaba la cremallera.
Bianca corrió a la puerta que daba a las escaleras y la
cerró con llave.
—Viene alguien corriendo —informó tras apartarse de la
ventana.
—Muchísimas gracias por todo —agradeció Frankie
mientras se quitaba el vestido—. Perdón por las manchas
de sangre. No cortan ni nada, las cajas fuertes esas…
Algo —un cuerpo muy voluminoso, a juzgar por el ruido
— golpeó las puertas a la carrera.
Frankie se estremeció. Tendría pesadillas en que la
perseguirían por las escaleras el resto de su vida.
Flor se desnudó en un periquete y le devolvió el vestido
a Frankie.
—Espero que le hayas demostrado al capullo de la 314
quién manda.
—Perdón por la sangre que he dejado ahí también —se
excusó Frankie con pesar.
Flor asintió brevemente y le puso una mano en el
hombro.
—Suerte, tía.
—Que la fuerza te acompañe —se despidió Frankie. No
se le daba bien animar o mostrar agradecimiento—.
Vámonos, Chip.
Salieron a hurtadillas por una puerta lateral y se
adentraron en la maleza corriendo y a gatas. Se le metió
más tierra en los arañazos de las espinillas, por lo que le
escocieron. Le dolía la cabeza y las ramas la despeinaban.
Pero había rescatado al novio.
—¡Ay!
Frankie miró atrás. Chip se tapaba un ojo con una mano.
—¿Estás bien? —le preguntó entre dientes.
—Se me ha metido una rama en el ojo.
—Guíate por el ojo bueno. No falta mucho para llegar al
muro.
Al fin, la gran muralla de estuco se alzó ante ellos.
—A ver, lo saltamos, subimos al coche y te llevamos al
altar, ¿vale?
—Vale —contestó Chip, que seguía apretándose el ojo.
—A ver cómo tienes el ojo.
Chip retiró la mano. Tenía una roncha que asomaba a
ambos lados del ojo. El ojo en sí estaba rojo como un
tomate.
—Ostras. —Se llevó una mano a la boca. El estómago de
Frankie aguantaba muchas cosas, pero las lesiones
oculares no eran una de ellas.
—¿Cómo es que sigues sangrando? —preguntó Chip con
la voz entrecortada—. Tienes toda la cara manchada. —Se
dobló por la cintura y le dieron arcadas.
—Propongo que dejemos de mirarnos y escalemos el
muro.
Frankie aupó a Chip, que fue tan listo de cerrar bien los
ojos cuando fue a darle la mano para ayudarla a subir.
Aterrizaron con brusquedad junto a la carretera, a
sesenta metros de Antonio y su dichoso cochecito.
Encendió el motor al verlos aproximarse. Frankie metió a
Chip en el asiento trasero.
—Ponte el cinturón —le advirtió, y fue a sentarse al lado
de Antonio.
El chaval se alejó del resort con el brío de un conductor
de Fórmula 1 a bordo de un deportivo nuevecito. Frankie
sacó el móvil.
—Ay, madre. —Tenía diecinueve llamadas perdidas.
Todas eran de Pru salvo dos. Las otras eran de Aiden.
Reprodujo el último mensaje de voz de su amiga e hizo una
mueca. Pruitt sollozaba como loca.
Frankie la llamó con una mano mientras con la otra se
agarraba al salpicadero.
—¿Pru? ¿Me oyes?
—¿Dónde estás? —berreó Pru—. Chip no está. Aiden ha
desaparecido. ¡Y tú me has dejado tirada! Mi padre está
buscando un arma y la madre de Chip ya se está zampando
los entremeses del vermú. Me caso en veinte minutos y no
tengo ni al novio ni a mi mejor amiga.
—Nos tienes a los dos, Pru. Chip está aquí conmigo.
Estamos de camino.
—¿Chip está contigo? —Al menos eso es lo que entendió
Frankie. Balbuceaba con una voz tan aguda que no estaba
segura.
—Aquí mismito lo tengo. No hay normas que prohíban
que habléis antes de la ceremonia, ¿no?
—No, creo que no —respondió Pru entre sollozos.
—Ten —le dijo Frankie a Chip mientras le ponía el
teléfono en la mano—. Habla con tu prometida.
—¿Cielo? —dijo Chip con dulzura.
—¿Siempre son tan dramáticas, las bodas? —inquirió
Antonio mientras sorteaba un socavón tan grande que bien
podría haberse tragado el buggy.
—Sí, es lo normal en la mayoría de las bodas
estadounidenses —contestó Frankie.
—¿En serio?
—¡No! Por Dios, Antonio. Esto es un follón de tres pares
de narices. Secuestros, rescates…
—Y persecuciones —añadió Antonio tras mirar por el
retrovisor.
Frankie se giró. Un todoterreno grande y negro les
pisaba los talones. No reconoció al conductor, pero al
copiloto lo tenía más que visto.
Capítulo 20

Frankie se desabrochó el cinturón de seguridad y se


asomó a la puerta abierta para que Aiden apreciase bien su
dedo corazón.
—Solo es Aiden —respondió Chip mientras aguantaba el
teléfono y se tapaba el ojo malo con una mano y con la otra
intentaba que volviera a sentarse.
—¿Solo Aiden? ¡Su hermano te ha secuestrado!
—Así actúan ellos.
—Pues vaya amigos tienes —bramó Frankie.
—¿Cielo? —preguntó Chip al auricular—. Sí,
secuestrado. ¿Tú te crees? Oye, te dejo, que me está
llamando Aiden y Frankie se va a caer del coche. Enseguida
llegamos. Te lo explicaré todo cuando seas mi esposa. Me
muero de ganas de verte vestida de novia. Te quiero —gritó
Chip para que se le oyese más que al viento.
—Ni se te ocurra cogérselo… —La amenaza de Frankie
cayó en saco roto.
—Eh, hola, Aiden. Ah, guay. Que estás pegadito a
nosotros… No, no creo que me convenga decirle eso ahora.
Está muy enfadada contigo… No lo sé. Tampoco nos ha
dado tiempo a hablar.
Frankie le quitó el móvil y espetó:
—¿Qué harás, Kilbourn? ¿Mandarnos a la cuneta?
¿Meternos un tiro en la nuca?
—Siéntate y ponte el cinturón, anda, que te matarás —
gruñó Aiden.
—¿Perdona? No acepto órdenes de secuestradores.
—¡Que no me ha secuestrado! —exclamó Chip.
—¡Que no lo he secuestrado!
—Da igual. Ni se te ocurra impedir que lleguemos a la
boda, o vas a enterarte de lo que vale un peine.
—No intento impedir que lleguéis a la boda,
irresponsable de las narices. Me exasperas. Estoy de
vuestra parte.
—Y una mierda. Sabías que tu hermano tenía a Chip.
—Sí —reconoció. Eso la hizo callar un momento—. Lo
supe cuando anoche leíste el nombre de la empresa al que
estaba registrada la habitación. Es una filial de la empresa
familiar.
—Mira tú qué bien.
—Te prometo que me ocuparé de Elliot luego. Hasta
entonces, intentemos llevar al novio a su boda de una
pieza.
—Eres la peor persona del mundo, y conozco a mucha
gente —le gritó Frankie al teléfono.
—Pues aún no has visto nada. —Colgó para no darle el
gusto a ella de hacer lo mismo.
—¡Grrr!
—Entonces, ¿te ha secuestrado Ricachón? —preguntó
Antonio mientras atajaba por un callejón.
—Sí —contestó Frankie.
—No —negó Chip—. Eh, ¿tienes edad para conducir?
Llegaron al resort de una pieza tras un viaje relámpago.
El todoterreno negro y grande siguió su curso y se detuvo
al llegar al hotel, detrás de ellos. Frankie le dio a Antonio
hasta el último billete que llevaba en el monedero, le lanzó
un beso y sacó a Chip del coche.
Aiden se apeó en tromba del asiento del copiloto y los
tres echaron a correr como locos por el vestíbulo.
El conserje y el jefe de recepción los miraron
boquiabiertos.
—Hay que vestirte —urgió Frankie mientras empujaba a
Chip hacia el ascensor. Las puertas se abrieron de milagro,
pero Aiden se coló detrás de ellos. Estar apretujados fue lo
que la sacó de quicio. Se abalanzó sobre Aiden. Estaba tan
enfadada que no sabía si darle un bofetón o un puñetazo,
así que en su lugar dejó caer las manos en su pecho.
—Qué manía te tiene —señaló Chip.
—Gracias. Algo he notado —repuso Aiden en tono seco
mientras sometía a Frankie y la arrinconaba—. Vale. Ya.
La inmovilizó con su peso. Frankie se enfureció más aún
cuando notó que su cuerpo respondía a su contacto, como
si estuviera encantado de tener al embustero de mierda de
más de un metro ochenta pegado a ella. Maldito cuerpo
traicionero.
—Quieta, Franchesca. Déjame verte la brecha. —La
agarró de la barbilla desde atrás y ella se revolvió contra él
—. Para —le ordenó con delicadeza.
Frankie se estremeció cuando le tocó el corte.
—No es muy profunda, pero deberías ir a que te la
mirasen.
—Ah, sí, tienes razón. Pediré cita con el médico en los…,
a ver…, dos minutos que faltan para que empiece la
ceremonia.
—¿Qué te ha pasado en el ojo? —le preguntó Aiden a
Chip.
—La rama de un árbol, que se me ha metido en el ojo
mientras huíamos. Algún día les contaré esta anécdota a
mis nietos.
—Vale, pero recuerda quién fue a rescatarte y quién era
el malo —masculló Frankie.
Se abrieron las puertas del ascensor y salieron en tropel
al pasillo. Chip corrió a su cuarto mientras se apretaba el
ojo con una mano. Aiden no se movió del sitio.
—Tenemos que hablar —le dijo a Frankie.
—Pues va a ser que no. No tengo nada que decirte.
—Va, Kilbourn, ayúdame a prepararme —le gritó Chip
desde la otra punta del pasillo.
—Ten cuidado, no vaya a ser que te secuestre por
segunda vez —gritó Frankie. Se volvió hacia Aiden y le
clavó un dedo en el pecho—. Chip confía en ti, pero yo no. Y
como les jodas el día a él y a Pru, te corto los huevos y me
los llevo en el equipaje de mano —le advirtió.
—Con el cariño que les tengo…
—No me vaciles, anda.
—Estás preciosa cuando estás cabreada y
ensangrentada.
—En ese caso, debo parecer una supermodelo ahora
mismo.
Volvió a sacarle el dedo por si acaso y se marchó a su
cuarto con paso airado. Cuando entró, se acordó del
vestido. El vestido manchado y destrozado. El portatrajes
estaba colgado en el armario. Estaba ansiosa por ver si el
personal de limpieza del hotel habría obrado el milagro. Se
quitó su vestido hecho trizas y se puso el sujetador sin
tirantes y las malditas bragas de satén que había que llevar
sí o sí y que le habían costado cuarenta y siete dólares.
Abrió la funda con los dedos temblándole. Ay, madre.
Aún se veían las manchas de bayas. Los jirones tenían
mejor aspecto…, más o menos. Todavía daba la impresión
de que había pasado por una trituradora de basura.
Volvió a sonarle el móvil. Apretó con rabia el botón del
altavoz mientras se ponía el vestido como buenamente
podía.
—¿Sí?
—Frankie, ven ya. Mi padre y el de Chip se están
peleando en el pasillo.
—¿En plan boxeadores o lucha libre?
—¡Ja, ja! Básicamente se están diciendo a voces que el
hijo del otro es un egoísta de mierda.
Frankie oía gritos de fondo.
—¿Qué hacen los testigos?
—Añadir leña al fuego. La mayoría cree que mi padre
puede con el señor Randolph por los años de rabia
acumulada.
—Uf. Ahora bajo. Mientras tanto, que la persona
encargada de coordinar la boda haga lo que sea.
—¡Corre!
Frankie colgó y se miró al espejo. Qué horror. El lado
izquierdo de su rostro estaba manchado de sangre. Solo
una parte estaba seca. Se le había deshecho el peinado
elaborado con esmero y llevaba las horquillas del demonio
colgando. Tenía una enredadera entera ahí clavada. ¿Y el
vestido?
El vestido estaba más limpio, pero seguía roto. ¿Los
vestidos de las damas de honor estaban hechos de tela que
parecía desgastada? Pru la mataría, fijo.
Llamaron a la puerta. De las prisas, Frankie tropezó con
el dobladillo del vestido.
—¿Qué quieres tú ahora?
Era Aiden, asquerosamente impoluto con su esmoquin a
medida. No tenía ni sangre ni moretones; solo un atisbo de
sonrisa y un portatrajes al hombro.
—He pensado que te vendría bien esto —dijo mientras le
ofrecía la funda.
—Como si fuera a aceptar algo de ti —le espetó Frankie.
Le dolían la cabeza y el alma.
Al ver que no la abriría, lo hizo él mismo.
Era su vestido de dama de honor. O, al menos, una
réplica exacta.
—¿Cómo has…?
—¿Quieres saberlo o quieres ponértelo? —preguntó.
—Ponérmelo. —A la porra el cabreo y el recato. Tenía
que complacer a su mejor amiga. Frankie se quitó el
vestido que llevaba y lo arrojó al suelo.
A Aiden se le borró la sonrisa de chulito y la miró
embobado.
—Ni que nunca hubieras visto unas tetas —masculló
Frankie mientras se ponía el vestido nuevo.
Aiden la enderezó cuando se tambaleó y le subió la
cremallera.
—Listo —dijo.
—¿Cómo sabías mi talla?
—¿Olvidas que te he manoseado?
—Eso fue hace dieciocho horas. ¿Cómo has conseguido
un vestido de mi talla tan rápido?
—¿Qué tal si te limpias la sangre y te peinas en vez de
hacer tantas preguntas? —le sugirió Aiden.
—¿Cómo te has vestido tan deprisa? ¿Está listo Chip? Ay,
madre. No lo habrás dejado solo, ¿no?
Aiden se la llevó al baño y mojó un paño.
—¿Por qué las toallas de los hoteles siempre son
blancas? —Frankie se estremeció cuando Aiden se puso a
limpiarle la cara—. Las manchas no saldrán.
—¿Siempre que estás nerviosa balbuceas?
—¿Nerviosa? No estoy nerviosa. Soy más dura que las
piedras. No he estado al borde de la muerte ni me he dado
un golpe en la cabeza ni he aguado la boda de mi mejor
amiga.
—Shhh. —Aiden le pasó el paño por la sien con
delicadeza.
—Eh, no hace falta que seas amable. Tenemos que ir a
separar a Win y R. L. si no queremos que se maten.
Estaban a punto de llegar a las manos cuando Pru me ha
llamado.
—Lo tengo controlado.
—Tú siempre lo tienes todo controlado, ¿no?
—Si me dejases, sí.
—Podrías habérmelo dicho. Que sabías quién lo tenía.
Que estabas tramando un plan.
—No quería meterte en los asuntos de los Kilbourn. Es
un follón muy chungo, y pretendo impresionarte. ¿Te habría
resultado atractivo si te hubiera dicho que mi medio
hermano orquestó todo esto para asegurarse de que votaba
a favor del nuevo director financiero?
—Me parece mucho más atractivo alguien sincero que
alguien que no se arriesga.
Se volvió hacia el espejo. Aiden la había limpiado lo
mejor posible; ya no parecía que hubiese sufrido un
accidente de tráfico.
—Madre mía, qué pelos.
—Déjatelo suelto. —Le sacó una horquilla antes de que
le diese tiempo a objetar—. Déjatelo sin peinar.
Cruzaron la mirada en el reflejo del espejo. Seguía
enfadada. Pero un poquito menos. Serían las feromonas
que exudaba Aiden. Feromonas sexys y pudientes.
—Vámonos —zanjó mientras cogía un bote de
desodorante y el brillo de labios y se los metía en el bolso
—. Ya acabaré de arreglarme en el ascensor.
Salió disparada hacia la puerta. Enseguida se giró y
gritó:
—¡Los zapatos!
Aiden levantó una mano. De ella colgaban sus sandalias.
Capítulo 21

Pese a los acontecimientos previos, la boda salió a pedir


de boca.
Bueno, después de que R. L., el padre de Pruitt,
intentase asestarle un puñetazo a Chip cuando entregó a su
hija al novio. Pero, quitando eso, había ido bastante bien,
decidió Aiden.
Pruitt estaba espléndida con su vestido, y ni siquiera
pareció importarle que Chip llevase un parche en el ojo.
Laceración de córnea, según el doctor Erbman, un
optometrista que asistía a la boda. La pareja pronunció sus
votos y los sellaron con el beso de rigor. Daba la impresión
de que se habían olvidado las infracciones y que todo el
mundo tenía ganas de marcha. Todos menos Franchesca.
Sus ojos verde azulado no perdonaban. No la perdió de
vista durante la ceremonia. Trató de determinar qué tenía
Franchesca Baranski que lo atraía como un imán. No era su
tipo. No era fina. Y era evidente que no estaba
acostumbrada a tratar con la clase alta.
Aiden se aseguraba de que todas las mujeres con las que
salía encajasen con esa descripción. Facilitaba las cosas y
se ahorraba problemas.
En cambio, Frankie no hacía más que dárselos. Y le traía
sin cuidado su fortuna, otro detalle al que tampoco estaba
acostumbrado.
Pero deseaba volver a tocarla. En Oistins tanteó las
reacciones de cada uno. En la playa del Rockley tentó a la
suerte. Pero, ahora que conocía su propia respuesta, ni de
broma se daría por vencido. La quería debajo de él,
desnuda y suplicando. Quería agarrarla de los rizos y
ponerla de rodillas. Había un matiz peligroso en sus
deseos. Quería poseerla, consumirla.
Quería que le pusiera el mundo patas arriba.
La observó durante la ceremonia. Mientras que las
demás damas de honor parecían aburridas o ensayaban su
mejor pose para las fotos, Frankie lloraba de felicidad por
sus amigos y por la promesa que acababan de hacerse. Era
una romántica, y sabía que dejaría de creer en el amor si la
tocaba. Si conseguía camelársela. A él no le iban las
ñoñadas ni el romanticismo. Lo que mejor se le daba era
ganar.
E, incluso ensangrentada, herida y sin maquillar,
Franchesca era un trofeo por el que valía la pena luchar.
Destacaba sobre todas las demás, que posaban como
maniquíes. El mismo pelo, el mismo maquillaje y las
mismas aspiraciones.
Se acostaría con ella, decidió, por motivos puramente
egoístas. No tenía ni pies ni cabeza. No encajaba en su
vida. Pero, aun así, la deseaba. Se acostaría con ella
aunque eso la destrozase.
Cruzaron la mirada durante los votos, y el tierno
regocijo que rezumaba de los ojos de Franchesca se
transformó en acero. No, no lo había perdonado. Ni
debería. No obstante, si el rencor iba a impedir que se
acostase con ella, Aiden estaba dispuesto a arrastrarse con
tal de salvar ese escollo.
Se pasaron el resto de la ceremonia enzarzados en un
duelo de miradas. Estaba tan ensimismado que solo tenía
ojos para ella, para cómo la brisa le movía el pelo, para
cómo su vestido se amoldaba a sus curvas y la hacía
parecer una chica de revista.
—Que. Pa. Res —le dijo Frankie solo con los labios.
Aiden sonrió con picardía. Sí, esa conquista sería más que
satisfactoria.
Cuando los novios entrelazaron los brazos para celebrar
su unión y enfilaron el pasillo mientras sus invitados los
vitoreaban, Aiden estaba más impaciente que nunca.
Y entonces la rozó. Frankie, rígida, pasó su brazo por el
de él.
Aiden sacó un pañuelo del bolsillo de su chaqueta y se lo
tendió. Frankie lo miró extrañada.
—¿Lo has bañado en cloroformo? —preguntó entre
dientes.
La risa de Aiden los sorprendió a ambos y atrajo las
miradas de los asistentes.
—Eres de lo que no hay, Franchesca.
—Uf. Acabemos con esto de una vez, cerdo asqueroso —
masculló.
—Sonríe a la cámara, encanto —le dijo él mientras
enfilaban el pasillo.
—¿Qué tal si te rompo la nariz como a tu hermano? —le
propuso con dulzura mientras le sonreía como si fuera el
hombre más fascinante del universo.
—Medio hermano. Y, si así me perdonas, mi nariz es
tuya.
—No me tientes.
Sonrieron y asintieron mientras recorrían la alfombra
blanca. Aiden le cogió la mano con la que tenía libre. Un
fotógrafo se plantó al momento ante ellos y Aiden le apretó
la mano hasta que Frankie sonrió con rabia. Se sonrieron.
Él le estrujaba la mano a ella y ella le clavaba las uñas a él
en la cintura.
Nunca había deseado tanto a una mujer en sus cuarenta
años de vida. Ni siquiera a la voluptuosa e inalcanzable
Natalia, cuando era un quinceañero virgen que iba a un
instituto privado. Natalia, dos años mayor que Aiden, dejó
de ser inalcanzable y Aiden dejó de ser virgen.
Sin embargo, Frankie era lo bastante cabezota para
negarles, por principios, lo que más deseaban. No podía
permitirlo. Era un Kilbourn, y los Kilbourn hacían lo que
hiciera falta con tal de alcanzar sus objetivos sin importar
los medios, como habían demostrado su medio hermano y
su vergonzosa estrategia carente de ingenio.
A regañadientes, soltó a Frankie cuando Pruitt fue a
abrazarla.
Se balancearon de lado a lado mientras se abrazaban, y
volvieron a saltárseles las lágrimas.
Aiden le dio una palmada en el hombro a Chip y le dijo:
—Ya eres un hombre casado.
—Gracias a ti y Frankie —respondió Chip, que se
toqueteaba el parche—. ¿Te cargarás a Elliot?
—Tengo planes para él —repuso Aiden con aire siniestro.
Estaba acostumbrado a los tejemanejes de su familia hasta
cierto punto. Pero Elliot se había pasado de la raya y no
había vuelta de hoja.
—¿Qué quería de ti? —le preguntó Chip.
—Un voto.
—Cosas de familia, ¿no? —Chip se encogió de hombros
con buen talante.
—Siento que te haya metido en esto. Ten por seguro que
lo pagará.
—No me cabe la menor duda, Kilbourn. Pero hasta
entonces, ¡que empiece la fiesta!
Chip arrancó a Pruitt de los brazos de Frankie y la hizo
girar.
—¡Señora Randolph!
—Señor Randolph —repitió ella en el mismo tono
pizpireto—. Ahora cuéntame qué ha pasado.
Davenport apareció con Margeaux pegada a él. Esta se
desvió hacia Aiden y le sonrió ladina.
—¿Qué opinas de pasarte por la piedra a una dama de
honor antes del vermú?
Aiden arrugó el ceño y se acercó un poco más a ella.
—¿Qué te ha pasado en la ceja?
Margeaux gruñó y contestó:
—La gorda barriobajera de Franklin, que se ha
compinchado con el criado y me han dejado sin.
—Eh, Marge —saludó Frankie al pasar con una bandeja
de entremeses—. Tienes algo aquí. —Señaló la ceja falsa
que se había pintado en la frente y que no engañaba a
nadie.
—¿Por qué no te vas un ratito a limpiar algún váter? —le
espetó Margeaux.
—En realidad, formo parte del catering, así que en todo
caso deberías pedirme comida. Pero, al ser una egoísta y
una mimada más tonta que las piedras, no me extraña que
confundas ambos empleos.
—Señoritas —intervino Davenport en tono jovial. Pasó
un brazo por cada dama de honor—. Tengamos la fiesta en
paz.
—Claro, en cuanto esta cruce el muro de México y
vuelva donde pertenece —espetó Margeaux con desprecio.
—Soy libanesa e italiana, gilipollas.
—Me la pela. Los de tu calaña me dobláis la colada y me
preparáis la comida.
—Margeaux, ¿por qué no nos haces un favor a todos y
vas a tirarte a algún pobre diablo que no sepa aún la arpía
despiadada que eres? —preguntó Aiden llanamente.
Frankie y Margeaux lo miraron boquiabiertas.
—No vuelvas a meterte con Franchesca o atente a las
consecuencias.
—Vamos, muñeca. Vamos a por una copa y unos
piscolabis para que los vomites luego —dijo Davenport
mientras alejaba a Margeaux de Frankie.
—No necesito que me defiendas —le recordó Frankie a
Aiden.
—Ni yo ver que te tratan como a un trapo.
—Me las apaño bien sola.
—Ya lo veo. Muy bueno lo de la ceja, por cierto. Saldrá
en las fotos como si estuviera sorprendida todo el tiempo.
Frankie sonrió ligeramente con sus labios carnosos.
—No ha sido idea mía. Ojalá se me hubiera ocurrido a
mí.
Cressida y Taffany se les unieron. Cressida llamó a un
camarero que llevaba una bandeja de bebidas chasqueando
los dedos.
—Déjalas aquí —le ordenó mientras le quitaba la
bandeja.
La piel de Taffany era fucsia fosforito. Fue a por una
copa e hizo una mueca cuando el vestido le rozó la piel en
carne viva.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó Frankie.
—Me he quedado dormida tomando el sol esta tarde al
salir del spa —explicó Taffany mientras intentaba llevarse
la copa a los labios sin estirar la piel.
—En realidad, se ha desmayado —apuntó Ford, que se
asomó al hombro de Taffany y cogió una copa. Ya se había
aflojado la corbata y puesto sus gafas de sol—. ¡Que
empiece la fiesta!
—Eso —convino Cressida con fiereza.
—Yujuuuu —gritó una Taffany muy quemada sin
moverse.
Digby pasó por su lado hablando por teléfono y
murmurando que «no me perderé esta oferta pública
inicial» y «acciones restringidas».
—¿Podemos hablar? —le preguntó Aiden a Frankie. Le
sorprendió gratamente que le permitiese sacarla de la
fiesta con una mano en la parte baja de la espalda.
Estaba anocheciendo. El sol poniente teñía el cielo y el
mar de unos tonos rosas y rojos espectaculares en
dirección oeste. A su espalda, la orquesta amenizaba la
velada con un clásico.
—¿No querías hablar? Pues habla —espetó Frankie
mientras se cruzaba de brazos. El gesto hizo que pareciera
que se le fueran a salir los pechos.
—Me gustaría explicar lo ocurrido.
—¿A mí o a mis tetas? —preguntó Frankie.
Casi a regañadientes, Aiden dejó de fijarse en su busto y
la miró a la cara. Frankie le sonreía con suficiencia. Se
había echado el pelo a un lado y el viento le movía los rizos.
—A toda tú, si me lo permites.
Frankie abarcó todo el paisaje con sarcasmo y
respondió:
—La playa es tuya. Habla.
—Mi familia no es normal —empezó a decir. Frankie
puso los ojos en blanco, pero no lo interrumpió—. No
pedimos las cosas; las tomamos. Manipulamos y
manejamos a la gente hasta que conseguimos lo que
queremos o hasta que deja de interesarnos.
—Pensaba que querías llevarme al huerto —comentó
Frankie en broma.
—Estoy intentando ser sincero, que creo que me llevará
más lejos que vender la moto.
—Vamos, que sois unos egoístas y unos manipuladores
de mierda. Lo pillo. ¿Por qué el egoísta y manipulador de
mierda de tu hermano se llevó a Chip?
—Elliot es mi medio hermano. Lleva años queriendo
demostrarle a nuestro padre que es mejor hijo que yo. —A
pesar de que se llevaban diez años, Elliot había nacido para
igualar a Aiden—. No sé por qué, pero mi padre tiene
predilección por mí. Sin embargo, Elliot se pasa el día
intentando superarme, minarme y demostrar lo que vale.
—Ajá. ¿Y secuestrar a tu mejor amigo le beneficiaría
por…?
—Estamos en la junta de Kilbourn Holdings, y estamos
buscando a un nuevo director financiero. Es un cargo muy
jugoso e importante. Elliot quiere que vote a favor del
candidato que respalda. Pero su candidato es… nefasto. Y
se lo he dicho veinte mil veces. —Era la manera educada de
decir que Boris Donaldson era un acosador sexual y un
egocéntrico de mierda que abandonó su último puesto bajo
la sospecha de que había traficado con información
privilegiada. Aiden no permitiría que ese hombre entrase a
formar parte del negocio familiar.
—O sea, que raptó a Chip para obligarte a que dieras tu
brazo a torcer.
Aiden asintió.
—Parece una chorrada, pero los negocios son
complicados.
—Es una chorrada, pero no es tan complicado. Está
claro que Elliot tiene motivos, ya sean personales o
profesionales, para querer a ese tipo ahí. Director
financiero de Kilbourn Holdings… Eso es mucha pasta, por
no hablar de prestigio, y alguien que dé voz a lo que ocurre
en la empresa. O el tío ese le cae de maravilla o es un
intercambio de favores.
Aiden, contento de que entendiera la situación, asintió.
—Supe que Elliot estaba detrás del secuestro cuando
dijiste el nombre de la empresa que había reservado la
habitación. Cree que es una corporación supersecreta, pero
sé todo lo que se cuece en la empresa. Los vigilo tanto a él
como a sus chanchullos.
—Eso es lo que más me cabrea. Sabías dónde estaba
Chip y quién lo tenía, y seguramente el motivo. Y vas y
decides que tenemos que abandonarlo para
«reagruparnos».
—Ya te he dicho que no quería meterte en esto.
—Podría haberte sujetado el abrigo mientras echabas la
puerta abajo, le dabas un puñetazo a tu hermano y sacabas
a Chip.
Aiden sonrió. Seguro que así era como le gustaba
gastárselas a Frankie.
—Los Kilbourn no respondemos así a las amenazas.
—A ver si adivino —empezó Frankie mientras se daba
golpecitos en la barbilla con un dedo—. Volviste al hotel,
indagaste un poco y averiguaste por qué el tal Boris es tan
importante para tu hermano para usarlo en su contra.
Aiden volvió a asentir.
—Básicamente. No veo que huyas despavorida —señaló.
Frankie se encogió de hombros y repuso:
—No has querido echar la puerta abajo y darle un
puñetazo, pero al menos estabas dispuesto a vengarte. No
obstante, también estabas dispuesto a dejar a mi amigo en
manos de un secuestrador de pacotilla más horas de la
cuenta. ¿Y si Elliot le hacía daño?
Aiden negó con la cabeza y contestó:
—Elliot no actúa así. No es violento. Ya has visto la
habitación. Chip estaba encerrado en un cuarto y le daban
de comer.
—Pero no lo sabías con certeza —le recordó Frankie—. A
la gente se la va la olla constantemente.
—Chip hizo sus pinitos en artes marciales mixtas al
acabar la universidad. Seguro que puede con un llorica
como Elliot sin problema.
Frankie se acercó más a él y alzó el mentón con actitud
desafiante.
—Tu hermano podría haber contratado a otros para que
le hicieran el trabajo sucio, que fue lo que hizo, por cierto.
No debiste dar por sentado que se lo pensarían dos veces
antes de herir a un estadounidense rico y borracho. Fuiste
un presuntuoso. Dejaste a mi amigo en una tesitura que
podía volverse peligrosa y a mí, en la inopia. Así no se trata
a la gente, Aiden.
Aiden frunció el ceño; sus palabras le habían hecho
mella.
—No tiene sentido pensar en lo que podría haber
pasado. Estaba convencido de que Elliot no haría daño a
Chip, y así ha sido.
—Estabas dispuesto a correr el riesgo.
—Estoy donde estoy por hacer caso a mi instinto.
—Venga ya. Estás donde estás porque tu papaíto te
asignó un cargo y un fondo fiduciario bien generoso y
abultado. Quizá hayas trabajado duro desde entonces.
Quizá se te dé bien tu trabajo. Pero hoy la has cagado. Chip
podría haber salido herido mientras tú y tu hermanito
jugabais al ajedrez humano. Cabía la posibilidad de que no
llegase a celebrarse la boda y de que un montón de gente
hubiese salido herida.
—Pero no ha sido así —señaló Aiden, cada vez más
frustrado. No estaba acostumbrado a que lo sermonease
alguien que no fuese su padre.
—No te has preocupado por los demás, Kilbourn. Ese es
un defecto bastante malo. No me acuesto con quien me
trata a mí o a los demás como a un trapo sucio.
—Franchesca —empezó a decir. Defenderse no le
serviría de nada. Tocaba cambiar de estrategia—. Lo siento.
Tienes razón. He sido imprudente y presuntuoso, y mi
decisión podría haber causado heridos.
—Mmm…
—¿Qué significa eso?
—Me dices que eres un manipulador de la leche ¿y vas y
me pides perdón como si estuvieras profundamente
arrepentido? Venga ya. No me he caído del guindo. Soy
consciente de lo lejos que puede llegar un hombre para
acostarse conmigo.
No le hizo mucha gracia que recriminara su estrategia o
que le recordase que otros más afortunados se habían
acostado con ella.
—Querías respuestas, querías una disculpa. Y no te vale.
¿Qué más quieres de mí, Franchesca? —exigió saber
mientras se cruzaba de brazos.
—Quiero que seas auténtico. Que no te andes con
jueguecitos. Que no me vendas la moto. Que seas sincero.
Que no intentes llevarme al huerto por medios arteros. —
Se disponía a regresar a la fiesta cuando se detuvo para
añadir—: Ah, y les debes a Chip y a Pru una disculpa como
una casa. Ya puede ser buena.
Capítulo 22

Frankie volvió al convite para tomarse un buen copazo.


Estaba agotada. Chip estaba a salvo, Pru se había casado y
ella le había bajado los humos al gran y poderoso Aiden
Kilbourn. Su trabajo ahí había concluido.
Por la mañana volvería a casa. A su vida normal. Al
curro y las clases. Con la loca de su madre. Y, por lo que a
ella respectaba, si no volvía a ver a Aiden nunca más,
mejor.
—¡Por fin te encuentro! —Una de las lacayas de la
fotógrafa agarró a Frankie de la muñeca justo cuando iba a
por una bebida alcohólica y fresquita—. Hora de los
retratos —dijo la mujer más contenta que unas pascuas
mientras se la llevaba a la fuerza.
—Pero… Pero el tequila…
—Le diré a un barman buenorro que te vaya dando
tequila a cucharaditas con tal de que corras y no camines
—propuso la mujer con los dientes apretados.
—No temas a la novia; no muerde —dijo Frankie, que
aligeró el paso.
—No es ella quien me da miedo, sino Annie Leibovitz,
una aficionada —explicó mientras señalaba con la cabeza a
la fotógrafa. La mujer iba ataviada con seda y diamantes,
como si fuera una invitada de postín más—. Es terrorífica.
—Tráeme al barman —farfulló Frankie cuando la mujer
la empujó hacia la fotógrafa.
—¡Tú! —La fotógrafa la señaló con un dedo acusador—.
¡Maquillaje!
Como por arte de magia, una empleada del hotel se
plantó delante de Frankie con un estuche de potingues,
coloretes y brillos de labios y empezó a ponérselos en la
cara.
—¡Y tú! —La fotógrafa señaló a Aiden, que acababa de
llegar con una copa de algo varonil en la mano—. Tienes el
pelo un poco más largo por arriba de lo que tengo en
mente. Hay que cortártelo.
—O me aceptas tal como soy —sugirió con calma al ver a
Frankie.
—¡Bah! —La fotógrafa soltó una carcajada—. Vale.
Quédate ahí y pon cara larga. Perfecto —dijo cuando no
movió ni un músculo. Volvió a señalar a Frankie y agregó—:
Tú. Ahí.
—¿Y mi tequila? —susurró Frankie a la ayudante.
—Te dejo que bebas de lo mío —le propuso Aiden
mientras le enseñaba su copa.
No sobreviviría a aquello sin alcohol. Tomó un sorbo y
abrió los ojos como platos cuando le quemó la garganta con
sutileza y lentitud.
—¿Whisky? —preguntó, y le dio otro trago. Apareció un
equipo de ayudantes que la arrimó a Aiden para la foto.
Aiden asintió. Le rozó la parte baja de la espalda y la
agarró de la cadera.
Un ayudante le quitó la copa de la mano y Frankie
fulminó al chico con la mirada. Estaba que trinaba.
—Pues habré tomado solo del malo.
—Te regalaré una caja entera —le aseguró Aiden.
Frankie lo miró con severidad.
—No empieces, Aide. —Un profesional le cogió la mano
y se la plantó en el pecho de Aiden—. ¡Eh! —Frankie no
quería que la movieran como a una Barbie. Y menos cuando
su Ken era Aiden.
—¡Perfecto! ¡No os mováis! —La fotógrafa se puso a
hacerles fotos desde todos los ángulos. Los flashes los
deslumbraban—. No me miréis a mí; miraos entre vosotros.
Frankie no obedeció la orden lo bastante rápido y Aiden
le levantó la barbilla para que lo mirase a los ojos.
—Así, así. Saltan chispas —gritó la fotógrafa—. Más,
más.
—Te deseo —le dijo Aiden en voz baja.
Frankie trató de apartarse, pero Aiden no se lo permitió.
La sujetó con sus hábiles manazas.
—Querías que fuera sincero y que no me anduviese con
jueguecitos. Pues toma. Te quiero en mi cama, Franchesca.
Quiero verte cuando volvamos a casa.
—¡Madre mía, aquí hay tema! —exclamó la fotógrafa.
—Te deseo, y ambos sabemos que es mutuo —insistió
Aiden.
Frankie tembló al recordar cómo la había tentado con
los dedos bajo la mesa la noche anterior.
—Sucumbir a los antojos del cuerpo es una estupidez —
replicó.
—Antojo. Esa es la palabra clave. —Le subió la mano y,
con cuidado, le apartó el pelo del rostro.
—Qué cachonda me están poniendo estos dos —gritó la
fotógrafa—. Mucho más que la operada quemada y el robot.
—Ya te he dicho que no me acuesto con tíos que tratan a
los demás como a un trapo.
—Y he rectificado.
Lo miró con cara de «callaíto estás más guapo».
—Seré como quieras que sea.
—¡Aiden! ¿Y eso no es andarse con jueguecitos?
—Intento ser sincero contigo.
—Pues prueba con algo así —sugirió ella—: «Frankie, me
gustas. Mucho. Quiero follarte. Te prometo que valdrá la
pena».
—Es que no solo quiero follarte —confesó.
Frankie negó con la cabeza y respondió:
—Sé lo que quieres. Juegas con las mujeres como si
fueran muñecas hasta que encuentras a otra más nueva y
bonita.
—No me van las relaciones estables —convino Aiden—.
Pero no jugaré contigo. Te trataré bien.
—Mientras dure —replicó—. No me interesa ser el
juguete de nadie. ¿Y qué te hace pensar que quiero tener
una relación contigo?
—Pues pasa la noche conmigo.
—¿Solo esta noche?
—Sé mía esta noche. Toda la noche. Y luego decides.
—Joder, Kilbourn. ¿Quieres que follemos y que luego
decida si me apetece ser tu juguetito?
Parecía ofendido cuando aseguró:
—Te daré lo que quieras.
—Bombazo informativo: a mí no se me compra, capullo;
se me gana.
La fotógrafa hacía fotos sin parar.
—¿Qué tal si le coges la pierna y te la pegas a la cadera?
—le sugirió a Aiden.
—Se acabaron las fotos —dijo Frankie mientras se
apartaba de él. Necesitaba tequila para que se le pasase el
calentón. Cada vez que la tocaba, solo pensaba en lo a
gusto que estaba.
No podía confiar en él. No confiaría en él. Tenía
principios. No era una perra en celo como Margeaux. Ni
una tonta como Taffany. Sabía perfectamente dónde
acabaría esa noche, y no sería en la cama de Aiden.
***

La fiesta se trasladó a la vasta terraza de piedra para cenar


y seguir bebiendo. Frankie advirtió que Pru miraba
estupefacta a Chip mientras le narraba los últimos
acontecimientos. Pero ahora era la señora Stockton-
Randolph. Debía mantener el tipo.
Aun así, Frankie la miró con atención por si detectaba
signos de migraña o flipe. Y, mientras ella miraba a Pru,
Aiden la miraba a ella.
Frankie lo evitaba. Pero no era tarea fácil. Que si fotos,
que si bailes… Y ahora encima proponía un brindis, por lo
que no podía ignorarlo del todo.
Se levantó del asiento que ocupaba a la derecha de
Chip, micrófono en mano. La larga mesa nupcial estaba
decorada con mantelería color marfil y flores en tonos
pastel que habían costado cientos de miles de dólares.
Ristras de esquirlas doradas y plateadas caían de la mesa
hasta tocar el suelo. A Frankie no le habría extrañado ver al
mismísimo Gatsby paseándose por ahí con una copa de
champán.
Con su esmoquin hecho a medida, parecía que Aiden
Kilbourn fuese el dueño del lugar.
No le hizo faltar mandar callar a la multitud. Cuando
Aiden hablaba, todos escuchaban.
Frankie intentó no mirarlo, pero era como pedirle a un
alumno de primaria que no mirase directamente al sol
durante un eclipse. Le entraban más ganas de mirar.
—Chip y yo nos conocimos en el campo de polo hace
muchos años, cuando el violento de mi poni intentó
morderle en el hombro —empezó a explicar Aiden con tono
afable—. Chip se lo tomó bien. Como todo. Yo, en cambio,
me parezco más a mi poni.
El público rio y Frankie puso los ojos en blanco.
—A pesar de ese incidente, nos hicimos amigos. Creía
que juntarse conmigo lo endurecería. Que lo volvería más
peleón y encajaría más conmigo. Pero no fue así. Mirad que
lo intenté y lo intenté, pero Chip siguió siendo igual de
majete y bonachón. Y me ablandó un poquito. Chip me
recordaba que la vida es más que conquistar el mundo. Que
consiste en vivir y amar. Y él y Pruitt son el ejemplo
perfecto de ello.
Chip sonrió a Aiden.
«Será elocuente, el cabrón, y no le hacen falta ni notas».
—Esto no significa que Pruitt y tú hayáis hecho que vea
el matrimonio con otros ojos. Pero sí que hacéis que el
amor resulte interesante. Nunca me he amparado en
alguien como tú te refugias en Pruitt. Bueno, sí. En ti, Chip,
y ya estás pillado.
La gente rio con ganas.
—Es un honor que los dos hayáis contado conmigo hoy.
Por primera vez en mi vida, me preocupa estar
perdiéndome algo.
Todas las mujeres de la terraza suspiraron con aire
soñador. Fue un suspiro audible, como si un banco de
pájaros alzase el vuelo a la vez.
—Por Chip y Pruitt. Os deseo que seáis felices amando y
viviendo —concluyó Aiden mientras levantaba su copa de
champán.
—Por Chip y Pruitt —repitieron los invitados.
«Sexy asqueroso. Nadie diría que hace tan solo unas
horas ha usado como cebo a su supuesto mejor amigo».
Aiden se acercó a ella con el micro en la mano y le susurró
al oído:
—No me mires así, encanto, que estropeas las fotos.
Le pasó el micro, le guiñó un ojo y volvió a sentarse.
Frankie lo maldijo. Se le iba a salir el corazón del pecho.
Bastaba con que le rozase el lóbulo de la oreja con los
labios para que quisiera bajarle los pantalones y cogérsela
con las dos manos debajo de la mesa.
¿Cómo podía dar un discurso con la entrepierna
palpitándole como un volcán a punto de entrar en
erupción? El tío exudaba feromonas y alguna droga natural.
Frankie, que daba gracias de llevar un vestido largo y de
que la mesa la tapase, se puso en pie y cruzó fuerte las
piernas. Carraspeó y se centró en la carita de Pru.
—Tengo dos hermanos pesados y ruidosos. Pasé toda mi
infancia deseando tener una hermana. Alguien que
equilibrase la balanza. Alguien que no dejase la tapa del
váter levantada.
El público rio. «¿Veis? También puedo ser graciosa».
—Mi deseo se cumplió cuando me mudé a una
residencia en mi primer año de carrera. Entré en mi nuevo
cuarto con todo lo que necesitaba una alumna de primero,
como, por ejemplo, ganchitos y una plancha para el pelo,
mientras mis hermanos peleaban por ver quién llevaba más
cosas. Y ahí estaba ella. —Sonrió a Pru, que ya estaba
llorando—. Mi hermana. Les dijo a mis hermanos que
dejasen de lloriquear y nos pidiesen una pizza. Pero una
buena, no una hasta arriba de cebolla y anchoas, si no
recuerdo mal. Estudiábamos juntas para los parciales y los
finales. Hablábamos de chicos, nos quedábamos despiertas
hasta tarde, pasábamos las resacas juntas y volvíamos a
hablar de chicos. Pru me enseñó a esquiar. Yo le enseñé a
parar taxis.
Pru rio y se enjugó las lágrimas.
—Pero, para mí, lo mejor de lo mejor de nuestra relación
—dijo, e hizo una pausa para mirar mal a Aiden— es estar
aquí hoy y veros a los dos así de felices. Cuando amas a
alguien, cuando te preocupas de verdad por alguien, nada
importa más que verlo feliz. Y no podría estar más feliz y
orgullosa de veros a ti y a Chip aquí hoy. Os habéis
reencontrado y os habéis ganado estar juntos. Y así es
como afrontaréis el futuro, como un equipo. Os quiero.
Salud.
—Salud —repitió la multitud, que hizo tintinear la mejor
cristalería que ofrecía las Barbados.
Capítulo 23

La pilló en la pista de baile. Frankie bailaba y reía con


Chip cuando Aiden apareció abrazado a Pru.
—Cambio de pareja —dijo Aiden.
—Quita tus zarpas de mi esposa, Kilbourn —soltó Chip
en broma mientras recuperaba a Pru.
—¡Aquí estoy, pirata mío!
Frankie iba a retroceder, pero Aiden le tendió una mano,
como desafiándola a aceptarla. De acuerdo. Un baile no le
haría daño. Uno y no más. No significaba que fuera a
acabar desnuda y que él fuera a hacer virguerías con su
cuerpo.
—Perdón por haber estropeado las fotos —le dijo Chip a
Pru.
Ella negó con la cabeza.
—Ha ido todo como la seda. Piensa en la historia que les
contaremos a nuestros nietos algún día —repuso Pru—. Me
alegro de que estés bien.
—Gracias a Frankie y Aiden.
—¡Ejem! —Frankie carraspeó y miró fijamente a Aiden.
—Ha sido casi todo gracias a Franchesca —reconoció
este—. Es más, me temo que no tienes que darme las
gracias, sino echarme la culpa. Por mi culpa, Elliot se llevó
a Chip.
Pru dejó de bailar y clavó un dedo en la impecable
solapa del traje de Aiden.
—Házselo pagar.
—Descuida —le aseguró Aiden.
Pru asintió y volvió a abrazar a Chip.
—Espera, espera, espera. ¿Y ya está? —preguntó
Frankie mientras se zafaba del agarre de Aiden—. Hace
que secuestren a tu prometido, este casi no llega a la boda
por su culpa ¿y te quedas tan pancha?
Pru miró al ojo bueno de Chip y respondió:
—Aiden se encargará de lo que tenga que encargarse.
—¿Y la chica que me hizo arrastrarme durante tres días
porque me comí el último cannolo en tercero de carrera?
—Es que esos cannoli estaban la hostia de buenos. ¡Para
chuparse los dedos! —replicó Pru.
—¡Lo sabré yo, que los preparó mi padre!
—A ver, me dijiste que me comiese los que quisiera, y
tenía la regla. Y quería el último.
—Tres días. Por un cannolo. Te raptan al marido y tú
«bueno, no pasa nada». Qué injusta es la vida —le dijo
Frankie a Aiden.
—Calla y baila con este joven tan apuesto mientras yo
me lío con mi marido el pirata —zanjó Pru mientras les
hacía un gesto para que se fueran.
—Deberías hacerle caso a tu mejor amiga —sugirió
Aiden con una voz baja que reverberó en su pecho.
Ladeó la cabeza para mirarlo. Al instante, lamentó
haberlo hecho. ¿Por qué? ¡¿Por qué tenía que ser tan
guapo?! Parecía que un grupo de ángeles hubiera esculpido
sus pómulos y hubiera clavado las medidas. Su barba
estaba recortada con esmero, lo que le hacía pasar de
elegante a libertino. ¿Y esa mata de rizos oscuros? Le
daban ganas de hundir las manos en ella y agarrarla
mientras le metía la cara entre…
«Jodeeeeer».
No era diferente a la tonta de Margeaux. ¿Por qué lo
deseaba? Madre mía, ¿tan desesperada estaba que se
tiraría a un tío solo porque estaba bueno?
Como si le hubiera leído la mente, Aiden se la llevó a un
lado de la pista de baile y la arrimó un poquito más a él.
—No soy mal tío, Franchesca. He cometido errores, pero
no soy un malvado despiadado.
—¿Te habrías sentido mal si tu hermano les hubiera
aguado la boda?
—Pues claro. Y pagará por lo que ha hecho con algo más
que una nariz rota.
—¿En serio la tiene rota? —inquirió Frankie,
esperanzada. Al haberse criado con dos hermanos que
vivían para sacarla de quicio, había asestado un montón de
puñetazos. Y, cuando le crecieron las tetas, esos mismos
hermanos quisieron asegurarse de que supiese plantar cara
a los tíos que no le llegaban a la suela de los zapatos.
—Ya te digo —contestó Aiden. Le acarició la espalda
hasta que le rozó la piel.
Frankie ardía. Nunca había deseado algo que no
estuviese segura de que fuese a soportar. No le gustaba la
sensación.
—Necesito que me dé el aire —musitó mientras se
apartaba de él. Lo que necesitaba era más tequila. Una
botella entera. Y volver a casa. No podía permitirse el lujo
de seguir codeándose con los ricos y los famosos. No
saldría ilesa.
Aiden la dejó marchar, pero notó su mirada ardiente
hasta que bajó corriendo las escaleras y pisó la arena. La
luna se reflejaba en el agua; otro pedacito de paraíso.
—¿Qué coño me pasa? —murmuró mientras se dirigía al
mar con paso airado. «¿Habría allí un mosquito del amor y
no lo sabía?». Ya había tenido sexo. Muchas veces. Le
gustaba. Pero solo con que Aiden la mirase se le derretían
las bragas—. Usa tu rabia —se recomendó a sí misma
mientras paseaba por la playa. Era más seguro. Quizá Pru
lo había perdonado, pero eso no significaba que ella tuviera
que hacer lo mismo.
Alguien tenía que estar ojo avizor.
Primero percibió su presencia y después lo vio emerger
de entre las sombras. Se quedó sin aire al verlo acercarse a
ella.
—Nunca he perseguido a nadie, Franchesca. —La luz de
la luna incidía en su perfecto semblante y le hacía sombra
bajo los pómulos. Tenía las manos en los bolsillos, lo que
transmitía una falsa impresión de relax. Pero no cabía la
menor duda de que él era el cazador y ella, la presa. Otro
desafío.
—¿Por qué me deseas, Aiden? Y no me vengas con
monsergas del estilo «porque eres guapa y especial». Eso
ya lo sé, como también sé que no soy tu tipo. Así que
pregúntate por qué vas detrás de mí y no de alguna
princesita de clase alta que te rogaría que la pusieras
mirando a La Meca.
—Por eso mismo te quiero a ti y no a Margeaux ni a
Cressida ni a la otra, como coño se llame. Quiero que me la
chupes con esa lengua viperina y que me la comas entera.
Quiero que salga mi nombre de tu boca de sabionda cuando
haga que te corras con la mía. Me gusta el desafío, la
persecución. Vivo por ellos. Harás que me lo curre, que me
lo gane. Y te adoraré por ello.
Frankie exhaló y se dobló por la cintura.
—Bueno, al menos has sido sincero.
—No te prometo un para siempre. No es una opción.
Pero sí un rato que ninguno de los dos olvidará jamás.
—¿Por bueno o por malo? —preguntó Frankie en broma.
De pronto, Aiden, raudo como un fantasma, se plantó
ante ella. Enredó los dedos en su pelo, lo que la estremeció.
—No pararé hasta que me des lo que quiero. Tienes que
entenderlo. Te provocaré y te manipularé. Haré lo que haga
falta. No me colaré por ti. Pero te trataré bien.
—Ya, ya he visto cómo os las gastáis los Kilbourn —le
espetó Frankie.
Estaba a escasos centímetros de distancia. Lo olía;
notaba el calor que irradiaba. Su presencia ahogó el rumor
continuado de las olas a su espalda.
Aiden no sabía que estaba ondeando una bandera roja
ante un toro furioso. Era imposible que lo supiera. No era
el único al que le privaban los desafíos. Si se liaban, algún
tanto se apuntaría, estaba segura. Quizá hasta se colara un
poquito por ella y todo.
—Supongamos que acepto ser tu nuevo y flamante
juguetito. ¿Qué me das a cambio?
—Lo que quieras.
—¿Y qué sacas tú?
—A ti.
A Frankie le entraron ganas de reír o bromear. Esas
cosas no le pasaban a Franchesca Baranski. Ella conocía a
chicos majos en cafeterías y oficinas e iban al cine, a tomar
algo y se lo pasaban bien quemando calorías bajo las
sábanas. Lo que le proponía Aiden solo pasaba en las
novelas con las páginas dobladas de su estantería, en las
que un multimillonario conquista a una chica del montón.
Rezaba para que al menos la cantidad de orgasmos de la
ficción se hiciese realidad.
—Voy a besarte —anunció Aiden con voz grave y áspera.
Frankie le plantó una mano en el pecho y dijo:
—No, no, no. Me besarás cuando yo te dé permiso. No
soy una chica que se somete al macho alfa; soy una mujer
que le da una patada en los huevos y consigue lo que
quiere.
—¿Y qué quieres?
—Destrozarte.
Lo pilló desprevenido. Le dejó bien claras sus
intenciones cuando le estampó un beso en los labios.
Durante una milésima de segundo, Aiden se quedó quieto
mientras lo besaba y lo tocaba. Luego la bestia salió de su
jaula. Qué gusto le dio acariciarla. La pegó a él, y Frankie
notó su cuerpo caliente y duro.
Aiden no era ni tierno ni delicado. Ni falta que le hacía.
Frankie quiso saltar del precipicio escarpado de placer
en el que habían estado bailando. Quiso arrojarse a los
lobos. ¡Al lobo! Aiden tiró de su labio inferior con los
dientes y ella gimoteó. Se sirvió de él para entrar en su
boca y reclamar el territorio con la lengua.
Frankie hizo ademán de quitarle la chaqueta, pues no
quería tantas capas entre ellos. Palpó el fino tejido de su
camisa con las manos bien extendidas. Su pulso era
estable. Le alegró un poco saber que estaba casi tan
entusiasmado como ella.
Aiden hundió una mano en su pelo, le aprisionó los rizos
con el puño y tiró. El dolor que le provocó en el cuero
cabelludo debería haberle advertido que frenase y reculase.
Pero no hizo más que avivar su deseo. Aiden gruñó pegado
a su boca; un rugido que fue directo a sus entrañas.
Los pezones de Frankie suplicaban que alguien los
liberase, los acariciase, los saborease y los chupase. Y tenía
las bragas tan mojadas que era imposible que prendiesen
fuego.
—No juegues conmigo, Franchesca —le susurró Aiden a
un milímetro de su boca—. No me tortures.
—Calla y bésame.
—Dime que puedo tomarte. Dime que eres mía.
Capítulo 24

Aiden abrió la puerta de su habitación con tanta fuerza


que rebotó contra la pared. Sin embargo, entraron antes de
que les golpeara. La cerró y, a tientas y sin despegarse de
la boca de Frankie, echó el pestillo. Madre mía, qué boca.
Todo lo que hacía con sus labios carnosos y su lengua
viperina lo volvía loco. Deberían haber hablado. Deberían
haber dejado claro qué podían esperar del otro antes de
seguir adelante.
Frankie le plantó las manos en la camisa y dobló los
dedos sobre la tela.
—Eres rico, ¿no? ¿Puedes comprarte otra?
—Sí, sí —musitó.
No necesitó más. Le abrió la camisa con tanto ímpetu
que los botones salieron disparados. Le acarició el pecho y
corrió a desabrocharle el cinturón.
—Franchesca, como no te quites el vestido ya, te lo
rompo.
—Pero si me lo has comprado tú —le recordó.
—Vale. Pues te compraré a ti otro vestido y a mí otra
camisa.
No se lo cargó del todo. Solo le rompió un tirante y la
cremallera de las prisas que tenía por tocarla.
Ella se movía con la misma rapidez, con la misma
impaciencia. Le había desabrochado el cinturón y bajado la
bragueta antes de que él le hubiese bajado el vestido hasta
la cintura.
Aiden apenas había pensado en otra cosa desde que la
había visto en sujetador y bragas de gasa fina antes de la
ceremonia. Y ahora estaba a su merced para que la tocase
y la tomase.
Un tirón más y el vestido cayó a sus tobillos. Tenía las
curvas de una diosa. No se parecía en nada a las chicas
delgadas y escuálidas con las que solía acostarse.
Su cuerpo lo hacía salivar. Estaba hecha para el pecado,
y él estaba encantado de pecar.
Quiso detenerse a disfrutar de las vistas. Quiso acariciar
y besar hasta el último centímetro de su hermoso cuerpo.
Pero Franchesca le bajó los pantalones y le sacó la polla de
los calzoncillos.
—A ver qué tenemos aquí… —dijo mientras se
arrodillaba.
Ver a Franchesca arrodillada ante él, mirándole el pene,
por poco lo desarmó. Era mucho mejor que una fantasía. Y,
como siguiese recreándose con su imagen, se correría
antes de que lo hubiese rozado siquiera con sus labios
rojos.
—Joder. —Debía controlarse, tomar las riendas. A él no
lo dominaba ni Dios. Nunca.
Era una norma.
Franchesca lo miraba; una zorrita sumisa que le
agarraba el miembro con aire indolente.
—Pues sí que estás bien dotado, sí —murmuró con los
ojos brillantes.
Él asintió, pues se había quedado mudo. Se estaba
esforzando al máximo por no correrse ni en su cara ni en su
pelo.
Madre mía.
—¿Estás bien? —le preguntó ella—. ¿Te está dando un
síncope o qué?
—Tú y tu dichosa boca —gruñó. Y, entonces, le dio uso a
su dichosa boca.
Franchesca sabía —tenía que saber— que estaba a
punto de llegar. Cuando se la metió hasta el fondo de la
garganta, lo hizo con una lentitud deliberada, como si
quisiera que aprovechara esos valiosos segundos para
acostumbrarse a la succión de su lengua y a la gloriosa
humedad de su boca.
Sus ojos. En ese momento eran más verdes que azules, y
lo miraban ufanos mientras se la lamía y se la chupaba. Ella
era una bruja y él, su víctima. La agarró del pelo para
marcar el ritmo. Lento y controlado. Pero no podía luchar
contra su lengua. ¡Los ruiditos que emitía con la garganta!
¡Qué maravilla! Quería pasarse el año entero así y solo así:
viéndola así y sintiéndola así.
Cayó en la cuenta de que sí podría destrozarlo. Solo con
su boca de sabionda podría destrozarlo y hacer que se
arrastrara.
Fue ese pensamiento y nada más que ese pensamiento
lo que lo empujó a ponerla de pie agarrándola del pelo.
Franchesca le chupó los labios, lo que hizo que se le
pusiera dura contra su vientre.
—Estaba calentando motores.
—Y yo —le aseguró Aiden. Se quitó los pantalones y los
zapatos y añadió—: A la cama. Ya.
No se movió lo bastante deprisa para su gusto, así que la
levantó y se pegó sus piernas kilométricas a las caderas.
Sus pechos eran una tentación para su boca.
—Quítate el sujetador —le ordenó mientras cruzaban la
sala de estar.
Para cuando llegó al dormitorio, él tenía uno de sus
pezones de caramelo en la boca y ella le suplicaba a gritos
que se la metiese.
—¡Aiden! —Lo maldijo cuando la tiró al colchón. Pero él
se tumbó encima, pues se negaba a separarse del cuerpo
que lo tentaba como si estuviera hechizado. Le dio un
manotazo a la lámpara de la mesita de noche y abrió el
cajón. Menos mal que nunca viajaba sin condones. No
habría soportado tener que ir a por uno. Y a Frankie no le
habría costado nada convencerlo de que se la metiera a
pelo. No lo había hecho en su vida.
Los Kilbourn no tenían hijos bastardos.
Pero, solo con que le hubiese puesto ojitos, se habría
sentido el hombre más afortunado del mundo y con gusto
se habría corrido dentro de ella.
Qué guapa era, joder. Despatarrada en el colchón, con
su melena desparramada a su espalda y sus pezones
hinchados y tiesos. Aún llevaba las sandalias y las bragas,
pero pensaba ponerle remedio.
—¿Te quedarás ahí todo el día o vas a hacer que me
corra?
—Solo estoy admirando las vistas, encanto. Como no me
controle, mañana no podrás caminar.
—A ver si es verdad. —Se incorporó, lo cogió de la nuca
y lo acercó a ella. Lo besó como si fuera el único hombre
del planeta. Qué sensación más embriagadora. Estaba
deseando hundirse en ella. Le salía líquido preseminal de la
punta de la polla.
—Mierda. —Dejó de besarla y fue bajando. Hizo una
pausa para venerar sus senos y sus pezones suplicantes y
puntiagudos. Franchesca gruñó de placer cuando se los
metió en la boca de uno en uno. Se los chupó tan fuerte que
se retorció debajo de él.
No veía a una mujer que fingía para tener una
experiencia sexual de película. Veía a una diosa a punto de
alcanzar un orgasmo que eclipsaría el sol. Y él la ayudaría a
llegar.
—Por fin —soltó Aiden mientras se colocaba entre sus
piernas. Le rozó la cara interna del muslo con los labios y
ella tembló. Le bajó las finísimas bragas hasta los muslos.
Se las dejó ahí a modo de último obstáculo para no
abalanzarse sobre su coño húmedo. Quería torturarla igual
que ella lo había torturado a él.
—Aiden, como no hagas algo ya, me busco la vida solita
—lo amenazó Frankie. Aiden sonrió. No sabía qué era el
amor, pero Franchesca Baranski le gustaba más que
cualquier otra mujer con la que se hubiese acostado, eso
sin duda.
Repasó sus pliegues húmedos y suaves con dos dedos.
—Ay, madre. Ay, coño. ¡Aiden!
Esperó a que pronunciara su nombre para
introducírselos.
Frankie gritó de tal forma que él casi se corrió en las
sábanas que rozaba con el pene. Se puso a masturbarla, y,
cuando vio que Franchesca le acercaba las caderas, se
agachó y le pasó la lengua por la hendidura.
Pensaba que gritaría, pero, en cambio, no dijo ni pío. La
miró y vio que apretaba los ojos y hacía una O con los
labios.
—¿Estás bien? ¿Te está dando un síncope o qué? —le
preguntó en broma.
—Aiden, hablar no es precisamente lo que quiero que
hagas ahora con la boca.
Se abrió paso con la lengua hasta su centro. Le metía los
dedos en el coño, que no dejaba de contraerse, y le
chupaba el clítoris, pequeño y dulce. Franchesca, decidida
a guiarlo hacia su propio orgasmo, se arrimaba a su boca y
a su mano. Pero a Aiden no le hacía falta mapa.
Agregó otro dedo y le pasó la lengua desde el clítoris
hasta el ano y vuelta. Una y otra vez. Franchesca
pronunciaba su nombre entre sollozos. Lo demás era
ininteligible.
Sus paredes temblaron y el primer chorro le salpicó en
los dedos. La lamió y la masturbó mientras ella se contraía
y soltaba sus preciados fluidos. Franchesca le aferraba los
dedos con su sexo pringoso y se los llevaba tan al fondo
como podía. Pero Aiden quería más. Quería que se corriera
con su polla dentro, que lo exprimiese con avidez hasta
sacarle la leche.
—¡Aiden!
Desesperado porque hubiese fricción, se restregó contra
la cama.
El orgasmo de Franchesca no tenía fin. Para cuando se
quedó sin fuerzas, Aiden temía que fuese a desmayarse de
la poca sangre que le llegaba al cerebro. Le dolía la cabeza.
Se arrodilló y se agarró el miembro para ponerse el
condón.
—Franchesca —le espetó—. Mírame. Abre los ojos.
Le hizo caso. Al principio estaba grogui, pero, cuando
vio que se la agarraba entre sus piernas, se le aguzó la
mirada.
—¿A qué esperas? —preguntó con voz ronca.
—Dime que me deseas. Dime que puedo tomarte.
—Tómame, Aiden.
—¿Eres mía? —No sabía por qué le preguntaba eso. No
era posesivo con las mujeres. Pero quería que lo dijese, que
se lo pidiese. Y así sabría que había ganado.
—Estoy contigo esta noche. No la cagues.
Le bastó con eso. Por el momento. Le separó los muslos
y la agarró de las caderas. Tuvo el placer de oír cómo se le
rompía la voz al pronunciar su nombre cuando la penetró.
Estaba que te cagas de tensa para lo mucho que la había
calentado. Se la metió hasta el fondo y la ancló al colchón
con las caderas.
Algo cambió. Se desencadenó algo que no entendía,
como si un segundo fuera un hombre y al siguiente fuera
otro completamente distinto.
Los ojos de Franchesca, brillantes y vidriosos, lo
traspasaban; traspasaban su alma. Y se la leían. Leían la
sensación de vacío que no lo abandonaba jamás.
Pero ya no se sentía tan vacío. Estaban conectados. Eran
uno. Notaba en la polla los temblores del orgasmo de
Franchesca. Podía leerle la mente si se esforzaba.
Él no aguantaría mucho. No cuando lo miraba con los
ojos vidriosos y lo tentaba con sus pechos redondos.
—Franchesca —susurró cuando al fin empezó a moverse.
Ella le acarició los hombros y los brazos. Una caricia
suave y reconfortante. Sintió que se había roto algo en su
interior y la luz se colaba entre las grietas.
Lo había embrujado. O había contraído alguna fiebre
tropical.
Franchesca gritó y Aiden vio que se le humedecían los
ojos. Le hundía los dedos en los hombros y le arañaba la
piel con las uñas. Atesoraría las marcas; rezó para que no
se le fuesen.
Ya no podía pensar. Solo podía sentir, pues ella lo ceñía
cada vez más fuerte y a él se le estaba poniendo más gorda
que nunca de las ganas que tenía de correrse como si no
hubiera un mañana.
Franchesca exhalaba bocanadas breves y bruscas, y a él
el sudor le perlaba la piel. Embestirla y envolverse en su
calor era gloria bendita. Capturó con los labios un pezón,
duro como una piedra.
Cuando Franchesca se arqueó, toda la dulzura y ternura
desaparecieron. Eran animales en celo que se arañaban sin
pensar en busca de un placer tan intenso que no admitía
palabras. Le soltó el pezón y, tras agarrarla del pelo, le
hundió el rostro en el cuello. Ella le abrazó la cintura con
los muslos para que la penetrase más hondo y, cuando
Aiden se la metió hasta el fondo y ella gritó su nombre con
la voz entrecortada, él la sintió.
La detonación.
Él también estaba a nada de llegar al orgasmo, y, cuando
Franchesca lo cercó, explotó en su interior. Envite tras
envite, no podía parar de correrse, y ella tampoco. Con
cada acometida, con cada nuevo chorro, ella se unía a él, lo
estrujaba y le imploraba «solo una más».
Se vació en su centro acogedor, que se le antojaba de
todo menos vacío. No era un sexo frío y calculador. No. Era
calentito, radiante y muy auténtico.
Notó algo húmedo en el hombro y oyó a Franchesca
sorber por la nariz.
Se le contrajeron las entrañas.
—¿Franchesca? ¿Frankie? ¿Estás bien? —Seguía dentro
de ella y la chica estaba llorando. Se quedó planchado.
—Madre mía, qué vergüenza.
Aiden le enjugó un lagrimón de la mejilla con el pulgar.
—¿Qué pasa? ¿Te he hecho daño? —¿Qué había hecho?
—No. Habrá sido la boda, el estrés y que acabo de tener
los dos orgasmos más fuertes de toda mi vida. Ya estoy
hablando por los codos. Qué vergüenza. Hostia puta, Aiden.
¿Qué ha pasado?
Aiden, aliviado, pegó la frente a la suya y dijo:
—¿Seguro que estás bien? ¿No me he pasado de la raya
o algo así?
—No me la has metido por el culo sin preguntarme
antes, así que guay. ¿Podemos hacer como que esto último
no ha pasado?
—¿El qué?
Al reír se le escapó otra lágrima.
—Si al final serás majo y todo.
—¿Tienes hambre? —le preguntó.
—Podría zamparme un bufé entero en menos de diez
minutos.
Quería besarla en la mancha que le había dejado la
lágrima. Besarla y seguir dentro de ella, pues estaba a
gusto. Pero él no hacía esas cosas. Y ella desconfiaría si lo
hiciera.
—A ver cuántos platos se pueden pedir al servicio de
habitaciones —comentó mientras salía de ella a
regañadientes y se estiraba para coger el teléfono.
Capítulo 25

Nada como salir a hurtadillas de un cuarto después de


echar un polvo para que Frankie sintiera que volvía a tener
veinte años. Salvo que esta vez tenía treinta y cuatro, y
salía a escondidas del cuarto de un hombre con su camiseta
de Yale porque este le había roto el vestido de lo
desesperado y apurado que estaba por provocarle cinco
orgasmos alucinantes.
Abrazó los zapatos, hizo un ovillo con los restos de su
vestido y salió por la puerta.
Cenaron champán y bistec tierno en la cama, y acabaron
desnudos y jadeantes de nuevo. Tenía toda la intención de
volver a su cuarto a hacer las maletas y recobrar la poca
cordura que le quedaba, pero se había quedado dormida
junto a Aiden; un revoltijo de extremidades y sábanas.
Se despertó sobresaltada. La luz del sol entraba por el
resquicio de la ventana que no se habían molestado en
tapar con la cortina y le molestaba en la cara. Advirtió
horrorizada que estaba acurrucada en el cuello de Aiden y
que tenía la mano en el vello diseminado de su pecho, justo
encima de su corazón, que latía despacio y firme.
Su pierna estaba encima de su paquete, y su erección le
rozaba el muslo. La magnitud de la noche anterior, de no
haberse dejado cazar, sino de haber exigido que la tomase,
la aplastó como un campeón de pesos pesados. ¿Y las cosas
que le había hecho él a ella? ¿Y las cosas que le había
hecho ella a él? ¡Dios!
Por lo visto, era igual de compasiva que Pru. O igual de
cachonda que la uniceja de Margeaux.
Se habría dejado la dignidad en casa.
—Bueno, bueno, bueno.
Frankie pegó un bote en el pasillo mientras cerraba la
puerta de Aiden.
—Joder, Pru, qué susto me has dado.
Su mejor amiga seguía vestida de novia y llevaba pelos
de loca y el maquillaje corrido. Olía a destilería y sonreía
como una niña de preescolar a la que hubieran dejado
suelta en una fábrica de chocolate.
—¿Tú y Aiden? —chilló Pru a la frecuencia de los
silbatos para perros.
—¡Shhh! Baja la voz, hombre.
Pru se ladeó con brusquedad, como si caminase por la
cubierta de un barco.
—Estoy pedo, pero no tanto para no estar
superemocionada.
—¿Has dormido? —le preguntó Frankie.
Pru negó con fuerza y se chocó con una pared.
—No. Es mi fiesta. Oye, ¿te apetece aguantarme el pelo
mientras poto? Así me cuentas por qué sales a hurtadillas
del cuarto de ya sabes quién con pelo de recién follada y
marcas de dientes en el cuello.

***

Frankie descubrió que Pru era una potadora profesional. Se


arrodilló con esmero delante del váter y, con elegancia,
vertió el contenido de su estómago.
—Cuando yo vomito, parece que esté echando el
intestino —señaló Frankie.
—Blaaaaaa —le dijo Pru al retrete. Sonrojada y
orgullosa, se sentó en los talones—. Potar por estar pedo es
mucho más fácil que potar por estar enferma. Fijo que ni
me acordaré de esto mañana…, u hoy.
—Ya, pero también estabas así con el virus estomacal de
2005.
—El truco es no luchar contra las ganas —explicó Pru
sabiamente—. Cuando luchas, cuesta mucho más.
Lecciones sobre cómo vomitar de una novia zombi
contentísima. Al menos así dejaba de pensar en lo que le
dolían los músculos, agotados pero satisfechos. Y en el
hombre desnudo del fondo del pasillo que le había
enseñado cosas a oscuras que no entendía al alba.
—¿Y tu marido? —preguntó Frankie mientras le pasaba
un vaso de agua.
—Mi marido está durmiendo debajo de la mesa principal
de la terraza —contestó Pru, ufana—. Va, cuéntame por qué
tienes el cuello irritado.
El cuello no era la única parte que tenía roja. Pero no
era el momento de hablar de la cara interna de sus muslos.
—Me he acostado con Aiden —confesó Frankie.
Pru se tronchó de risa.
—¿Y a ti qué te pasa ahora? Como te rías más fuerte,
vomitarás otra vez.
—Es que estaba pensando en que me muero de ganas de
contar esta anécdota en tu boda.
—¿Por qué contarías esta anécdota en mi boda? —
inquirió Frankie, horrorizada.
—Porque te casarás con Aiden y yo seré la madrina.
—¡No me casaré con Aiden! Ha sido un desliz
momentáneo y puntual.
—Pueeees, a juzgar por tu carita de bien follada, ese
desliz momentáneo y puntual te ha cambiado la vida.
Frankie se sentó al tocador de Pru y admitió:
—Vale, ha estado bien. Muy bien. —Tanto que a partir de
ese momento cualquier otra experiencia sexual palidecería
en comparación. Qué positiva ella.
—¿Y? —insistió Pru mientras se ahuecaba la falda del
vestido.
—Pues eso, que ha sido puntual. No estamos hechos el
uno para el otro por muy bien que funcionemos en la cama.
—Vale, vale. En una escala de Jimmy Talbot a Tanner
Freehorn, ¿dónde estaría Aiden?
Eso era lo malo de tener una mejor amiga que lo sabía
todo de ti: que elaboraba escalas sexuales en función de tu
peor y tu mejor polvo. Jimmy había sido el primer tío con el
que se había acostado, y había sido una experiencia rara
pero tierna. Tanner era un tío cualquiera con el que se
había enrollado en la fiesta de Nochevieja de hacía diez
meses, pero había hecho que Frankie tuviera dos orgasmos
seguidos por primera vez.
—¡No me pongas en ese compromiso! —le suplicó
Frankie.
—Tienes que contestar —le ordenó Pru—. Lo dicen las
normas de la amistad. De Jimmy a Tanner. ¡Va!
—Tanner más tres —respondió Frankie con un hilo de
voz. Repasó la junta de los azulejos con un dedo para no
mirarla a los ojos.
—¡¿Tanner más qué?! —exclamó Pru. Su voz postvómito
resonó en el mármol.
—Más tres.
Pru se puso a echar cuentas con los dedos, pero iba
lenta a causa del alcohol.
—Tía, cinco. He tenido cinco orgasmos, ¿vale?
—¿Eso es físicamente posible? —gritó Pru—. Uy, espera.
—Se acercó al váter y volvió a echar la pota. Se incorporó
con el mismo brío que una presentadora de televisión
matutina, como si no acabase de devolver una garrafa de
champán—. ¿Cinco orgasmos en una noche?
—Sí. Creo que debe de ser un superpoder o algo así.
O algo que los tíos asquerosamente ricos podían hacer.
¿El dinero compraba la virilidad? Con razón las mujeres los
perseguían día y noche.
—Me. Alegro. Mucho. Por. Ti. —Pru hendió el aire con un
dedo para enfatizar cada palabra.
—Repito: ha sido algo de una noche —señaló Frankie—.
Pero hablemos de lo mucho que me alegro por usted,
señora Stockton-Randolph.
—¿Has visto mi anillo? —le preguntó Pru.
Frankie lo había visto unas diecinueve veces desde la
ceremonia.
—No. A ver.
—¿Cómo crees que será el que te regale Aiden? —
inquirió Pru mientras se le cerraba un ojo. Se dejó caer al
suelo de mármol con su pomposo vestido.
—Ni habrá anillo ni más sexo.
—Pero si está a tu altura.
—Confirmamos que estás enchochada y como una cuba,
porque mira que decirme que me case con el tío cuyo
hermano secuestró a tu prometido la víspera de vuestra
boda…
—No me acordaba. Pero, aun así, Aiden es la bomba.
—Y un eterno soltero que sale con una nueva cada mes.
Y repito: su hermano secuestró a Chip.
Pru hizo un gesto con una mano como para restarle
importancia y dijo:
—Minucias.

***

Frankie viajaba en el asiento del medio, encajonada entre


una señora asiática y menuda con unos cascos muy bonitos
y un tipo cuyo pelo del pecho se enredaba en la cadena de
oro macizo que lucía en el cuello, lo que era visible porque
llevaba los cuatro primeros botones de la camisa
desabrochados.
La mujer olía a vainilla. El hombre, a media botella de
pachuli. Iba a ser un vuelo muy largo. Pero al menos se
había marchado de las Barbados sin tener que ver a Aiden.
Se preguntó si le habría cabreado o aliviado ver que no
estaba al despertar.
Conectó los auriculares a la pantalla del respaldo del
asiento delantero y seleccionó una emisora al azar. Quizá
estuviera huyendo. Quizá fuera una cobarde, pero un
segundo más —solo uno— al lado del cuerpo desnudo de
Aiden y habría muerto. ¿Se podía morir de perfección?
Porque ella había estado a punto. Tal vez se debiera al
montón de orgasmos que había tenido.
Sabía que, si Aiden se hubiera levantado y le hubiera
propuesto tener un rollo pasajero, se habría sentado a
suplicarle como el cocker spaniel de sus padres. Fuera de
su vista y fuera de su coño dolorido pero satisfecho.
¡Cabeza! ¡Quería decir cabeza!
Una huida rápida era lo mejor. Aiden las olvidaría a ella
y a las horitas de placer ardiente, apabullante y demoledor
que habían compartido.
Pecholobo la miró de soslayo, lo que le hizo darse cuenta
de que había gemido en alto. Si ya estaba así por llegar al
clímax cinco veces gracias a la pericia de Aiden Kilbourn,
no quería ni imaginarse cómo estaría si tuviesen una
historia pasajera.
Tenía el móvil apagado y al día siguiente trabajaba.
Volvía a la normalidad… con unos cuantos recuerdos
eróticos que reviviría una y otra vez el resto de su vida.
Capítulo 26

Aiden subió las escaleras de dos en dos con el corazón a


mil. Estaba como una moto desde que se había despertado
esa mañana. Llevaba horas a punto de estallar.
Lo había abandonado. Al despertar, su cama estaba
vacía y no había ni rastro de ella en su habitación. Para
cuando se puso unos pantalones cortos y cruzó el pasillo
hecho una furia para aporrear su puerta y llevársela a su
cama, las camareras del hotel ya estaban limpiando. «Ha
dejado la habitación. Lo siento, señor».
Le enseñaría a Franchesca cómo se las gastaba.
Ese sitio olía a bolas de naftalina y polvo. Los escalones
crujían de un modo que no auguraba nada bueno. No había
portero en la entrada y la mitad de las farolas de la
manzana estaban apagadas. Le había bastado con pedirle a
la señora Gurgevich del 2A que por favor lo dejase pasar
para que le abriese la puerta.
Todo lo sacaba de sus casillas.
Y eso quedó patente cuando llamó con el puño a la
puerta que se interponía entre él y el motivo de su cabreo.
—Cárgatela ya si eso, ¿no, Gio?
Frankie lo miró atónita de la sorpresa y, muy
probablemente, del miedo. Con toda seguridad, le habría
cerrado la puerta en las narices si no hubiera entrado en
tropel.
El piso era pequeño y estaba algo deteriorado, pero
limpio. Había una cocina, un salón comedor y un dormitorio
(o eso suponía). Su televisor, una birria de treinta pulgadas,
estaba encendido, y había una cerveza abierta en la mesa
de centro. El sofá era profundo y estaba acolchado.
Se volvió hacia ella, y lo sintió…: el magnetismo. No se
había debido ni al ambiente tropical ni a la adrenalina. Era
la forma en que reaccionaba Franchesca ante él. Estaba
acostumbrado a la atracción. La usaba de cebo cuando era
necesario. Pero lo que los unía a ellos era prístino. Era el
anhelo primitivo de un cuerpo que necesitaba con urgencia
al otro. Franchesca no deseaba ni su fortuna ni su apellido.
Lo deseaba a él y cómo la hacía sentir. Y eso para él era
más potente que cualquier afrodisiaco.
—¿Qué coño haces en mi casa? —preguntó ella con los
brazos en jarras. Llevaba mallas y un jersey gordo que solo
le cubría un hombro. Se había hecho una coleta bien fuerte.
Aiden apretó los puños a los costados para no quitarle el
coletero de un plumazo.
—¿Por qué has huido?
—No he huido. Tenía que coger un avión. —Era
engreída, presuntuosa y una embustera.
—¿Por qué no me has despertado ni te has despedido de
mí?
Vislumbró un destello de culpa en sus ojos enormes.
—Ha sido algo de una noche, Aiden. Nada más.
—Y una mierda —le espetó con brusquedad. Estaba
cansado, enfadado. Y, pese a ello, ansiaba tocarla.
Castigarla. Complacerla.
—Venga ya, Kilbourn. Nos lo hemos pasado bien, pero
toca bajar de las nubes.
—Lo nuestro no ha terminado, Franchesca.
—Creo que con una vez basta y sobra —replicó echando
chispas.
—Con dos —la corrigió él—. Y ¿en serio?
—Vete ya, anda.
Salvó la distancia que los separaba y se obligó a darle
un apretón suave en los hombros. Franchesca se derritió
mientras lo maldecía. Aiden sintió un profundo alivio al
saber que aún lo necesitaba. Aunque no fuera más que algo
biológico, un cuerpo que reconocía a otro. Era suficiente y,
de algún modo, hasta más que eso.
—Lo de anoche —empezó a decir él— no pasa todos los
días. Y huir de ello es de cobardes.
—¿Insinúas que te tengo miedo? —preguntó Frankie con
voz grave.
—Insinúo que no he sentido nunca algo como lo de
anoche. La… conexión. No quiero alejarme sin más. Y creo
que tú tampoco. —Si quería que fuera sincero y auténtico,
lo sería. Solo esperaba no pagarlo caro.
—No quiero ser el juguetito de ningún tío. Merezco algo
mejor —replicó Frankie.
—Cierto —convino—. Fuiste tú la que lo definió así. Que
no me interese pasar por la vicaría no significa que vaya a
ser irrespetuoso o cruel contigo.
Franchesca se mordió el labio inferior y clavó los ojos en
el botón de arriba de su camisa.
—¿En qué consistiría exactamente este acuerdo?
La victoria estaba tan cerca que le parecía olerla.
—Pasamos tiempo juntos. Te doy lo que quieras.
—Temporalmente —agregó ella.
—No es que tenga fecha de caducidad.
—Pero siempre te acabas cansando.
—Da la casualidad de que tú también estás soltera. ¿Es
porque te acabas cansando? —Le acarició la nuca y
jugueteó con los rizos que le crecían ahí.
Franchesca suspiró y por fin —¡por fin!— lo miró a los
ojos.
—Yo tampoco busco un felices para siempre. No sé qué
será de mi vida en cinco años. Prefiero tener claro eso
primero y preocuparme luego por los deseos y las
necesidades de otra persona. Que Dios asista a la mujer
que quiera un cuento de hadas contigo.
Le masajeó los hombros, tensos. Despacio, la giró
mientras le relajaba los músculos. Se dejó caer en su torso.
—Entonces, ¿por qué no aceptas? —le susurró al oído
con tono siniestro—. ¿Vas a hacer que me lo curre? —
Ignoraba por qué eso le ponía tanto. Un Kilbourn nunca
cedía el control a placer.
—Pero ¡bueno! ¿Interrumpo?
El hombre que aguardaba en la entrada parecía más
interesado que enfadado al verla en brazos de otro hombre.
Tenía los hombros anchos y era musculoso. Llevaba una
camiseta ajustada que realzaba su cuerpo y dejaba claro
que le daba igual el frío glacial que hacía fuera. Traía una
bolsa de comida que olía mejor que cualquier manjar de
Manhattan.
—Gio —dijo Frankie mientras trataba de zafarse de
Aiden, a quien no le hizo gracia su reacción—. Has vuelto
pronto —añadió mientras miraba aterrada a Aiden. No le
hizo ninguna gracia.
—¿Eh? —preguntó Gio mientras se sacaba el móvil del
bolsillo de su pantalón de chándal.
Lo levantó y les sacó una foto.
—¡Ni se te ocurra! —Frankie ya no estaba nerviosa; era
una leona rabiosa.
—Uy. Tarde —repuso Gio con indiferencia—. ¿No me
presentas a tu amigo?
Aiden pasó de querer seguir tocando a Frankie a
sujetarla para que no pegase al hombre de sonrisa
chulesca.
—¡Serás cabrón!
A Gio le sonó el teléfono, y sonrió al ver la pantalla.
—Mamá está deseando conocer a tu amigo el domingo.
Aiden tuvo que agarrar a Frankie de la cintura para que
no se abalanzase sobre él. La levantó y le dio la vuelta
mientras Gio se partía de risa.
—Soy Gio —se presentó el hombre, que tendió una mano
bien lejos de Frankie—. El hermano de la loca esta.
Aiden se la estrechó con la mano libre.
—Yo Aiden —dijo.
—¿Estáis saliendo? —preguntó Gio.
—Sí —contestó Aiden.
—No —corrigió Frankie.
—Bueno, sea como sea, me habéis librado del intento
número dieciséis de buscarme pareja. Mary Lou
Dumbrowski.
—¿Que Mary Lou vuelve a estar soltera? —preguntó
Frankie, que ya no quería cargarse a su hermano.
Gio fue hasta la minúscula mesa y dejó la bolsa de
comida encima.
—Sí. A su tercer marido le dio un patatús el mes pasado
en la tintorería. Pum. La palmó antes de tocar el suelo.
—Mamá debe de estar desesperada para haberse pasado
a las mujeres que acaban de enviudar —señaló Frankie.
Aiden le dio un apretón en la mano y la soltó. Ya no
parecía que fuera a cometer un asesinato.
—A mi madre no le hace gracia que su hijo de treinta y
seis años siga soltero —explicó Gio—. Como tampoco ser la
única de sus hermanas que no tiene nietos.
—Pero ¡si Marco acaba de dejar preñada a Rachel! —le
recordó Frankie—. Marco es nuestro otro hermano y
Rachel es su mujer —le explicó a Aiden.
—Bueno, tú tranquila, que con la foto que le he enviado
ya vuelve a tener esperanzas de ser abuela —le dijo Gio
para chincharla mientras vaciaba las bolsas.
Frankie negó con la cabeza y espetó:
—Te odio. ¿Qué has traído?
Gio sacó cuatro sándwiches preparados, pepinillos en
papel encerado y una bolsa enorme de patatas fritas con
sabor a barbacoa.
—Lo de siempre. ¿Te quedas, Aide?
Nadie lo había llamado nunca Aide hasta que apareció
Franchesca. Por lo visto, a la familia Baranski le gustaba
poner motes.
—Hemos grabado la pelea de la UFC de anoche —
comentó Gio mientras le enseñaba un sándwich.
—¿Artes marciales mixtas? —preguntó Aiden mientras
se comía con los ojos la apetitosa fila de sándwiches.
—Uf. —Frankie puso los ojos en blanco—. Vale. Puedes
quedarte. Pero me pido el de rosbif.
—¿Tienes birra? —le preguntó Gio.
—Sí, sí, tranqui. —Frankie fue a la cocina y Aiden la
siguió.
—Aún tenemos que hablar —le recordó mientras hacía
ademán de agarrarla de la muñeca.
—Ya, sí. —Suspiró—. Pero delante del bocazas de mi
hermano no.
—Cena conmigo mañana.
Se quedó mirándolo tanto rato que Aiden pensó que
estaría buscando una excusa.
—Vale —dijo—. Pero elijo yo el sitio.
—Acepto. —Le rozó una mejilla con los labios y añadió—:
¿Ves qué fácil? Tú pides algo y yo te lo doy.
Tuvo el placer de ver cómo se le erizaba el vello del
cuello y de los brazos. Cogió las cervezas que sacó Frankie
de la nevera y las llevó al salón.
Ellos se sentaron en el sofá y Gio en el sillón raído a
comer sándwiches elaborados con maestría, mientras veían
a hombres y mujeres darse de hostias hasta dejar al otro
por los suelos y ensangrentado. Frankie y Gio se
implicaban en casi todos los combates y se lo pasaban en
grande chinchándose todo el rato. Aiden trató de
imaginarse a sí mismo haciendo lo mismo con su medio
hermano. Era inconcebible. Nunca tendrían una relación
así de sencilla.
—¿Y cómo os conocisteis? —preguntó Gio mientras le
daba un mordisco a su pastrami con pan de centeno.
Franchesca le dio un trago rápido a la cerveza y
respondió:
—Pues, a ver, Aide me llamó stripper al poco de que nos
presentaran. Le dije que era un capullo. Y luego su
hermano secuestró a Chip la víspera de su boda y tuvimos
que seguirle la pista.
El sándwich de Gio se cayó de sus manos al envoltorio
que tenía en el regazo.
—Es coña.
—Por desgracia no —reconoció Aiden—. Pero lo de la
stripper no iba en serio.
—Mejor —dijo Gio con tono cordial—, porque no me
gustaría tener que darte una paliza con el estómago lleno.
—Y a mí no me gustaría que me diesen una paliza —
convino Aiden.
Frankie cogió su birra y esperó a que Gio le diera otro
bocado al sándwich para decir:
—Ah, y anoche nos acostamos. Menudo polvazo.
Gio se atragantó con el sándwich y tosió tanto que
Frankie se acercó a darle unas palmaditas en la espalda.
—Qué rabia me da que hagas eso, coño.
Capítulo 27

El restaurante que eligió Frankie era un antro portugués


encajonado entre un escaparate vacío y un moderno centro
de yoga de una calle tranquila de Brooklyn. Las mesas no
estaban vestidas y parecía que hubiesen impreso los menús
en la trastienda de una imprenta. Pero los aromas que
salían de la cocina eran exquisitos.
Aiden silenció el móvil y se lo guardó en el bolsillo de la
chaqueta. No quería que nada lo distrajera de la mujer que
tenía delante. Frankie llevaba el pelo suelto, y, a juego con
el ambiente informal del restaurante, se había puesto unos
vaqueros ajustados, un jersey con un escote que hacía que
se le fueran los ojos a su canalillo sexy y unas botas de ante
claras.
Se la veía… a gusto. Leía la carta con atención y la
barbilla apoyada en una mano. Trató de recordar cuándo
había sido la última vez que había visto a una mujer que no
estuviese recta todo el tiempo y preguntase —¡y recordase!
— los nombres de los camareros.
—¿Qué pasa? —le preguntó Frankie, ceñuda.
—Estaba…
—Como digas «admirando las vistas», poto en la mesa.
Aiden negó con la cabeza. «Qué cosas dice…».
—Mejor que no.
—¿Por qué me mirabas?
—Porque me gusta mirarte. Es interesante verte.
—Me lo tomaré como un cumplido; no quiero que
nuestra primera cita empiece con una discusión —decidió
Frankie.
—Era un cumplido. No te pareces a…
—Lo que estás acostumbrado. —Cerró la carta—. Lo que
me lleva al punto número uno. Espero que hablemos
tranquilamente.
—No me amenazarás con partirme la cara y hacérmela
tragar como le dijiste a tu hermano anoche, ¿no? —
preguntó Aiden.
—Qué listo, me parto. Vamos a dejar clara una cosa. Tú y
yo no tenemos nada en común salvo unos orgasmos
apoteósicos.
La palabra «orgasmos» se la puso dura.
—Me cuesta mucho creer que no haya nada más. ¿Qué
opinas de los cachorros y la tarta de manzana?
Frankie sonrió y repuso:
—Vale, a ver esto qué tal. ¿Cuál es tu meta esta semana?
¿Qué quieres lograr antes del viernes?
El camarero volvió con sus copas. Era un local en el que
uno podía traerse la bebida de casa, así que Aiden saqueó
sus reservas y se decantó por un cabernet nada
desdeñable. Pidieron y le devolvieron los menús.
—¿Antes del viernes? —inquirió Aiden mientras le servía
a ella y después a él—. La junta votará esta semana. Espero
salirme con la mía. Elliot necesita que le recuerden cuál es
su sitio en la familia y en la empresa. Y tengo una nueva
adquisición que digamos que está sufriendo unos
problemillas que requieren mi atención.
—Ajá —dijo Frankie con suficiencia—. Pues ¿sabes qué
voy a hacer yo?
—No, dime.
—Quiero bordar el examen de Responsabilidad Social
Corporativa del jueves.
—¿Examen?
—Me estoy sacando el Máster en Administración y
Dirección de Empresas. Si doy el callo, antes de mayo lo
habré terminado. Lo del catering fue un curro secundario
para no arruinarme con la boda de Pru. Trabajo a media
jornada en un centro de desarrollo de pequeñas empresas.
—¿Te interesan los negocios? —aventuró Aiden. Un tema
en común que no incluía orgasmos.
—Mucho. Es lo que tiene que tus padres regenten uno.
Seguro que lo entiendes.
Asintió y respondió:
—Perfectamente. A veces me da la sensación de que lo
llevo en la sangre.
—Ya ves. Bueno, en mi caso quizá más la parte de los
negocios que la del embutido.
Aiden la miró con cara de desconcierto y Frankie rio.
—Mis padres tienen una charcutería en Brooklyn, justo
en la calle en la que viven, abajo. Mi hermano Marco es
quien la lleva ahora. Crecí en esa tienda. Fileteo la cecina
mejor que Marco o Gio.
—Pero no quieres encargarte de una charcutería.
Frankie negó con la cabeza y aseguró:
—Me gusta la parte de las cifras. La contabilidad, la
planificación, el seguimiento.
—¿Qué harás después del máster?
Se encogió de hombros y contestó:
—Me gusta mucho lo que hago en el centro de
desarrollo de pequeñas empresas. Hay quien piensa que lo
que mueve los Estados Unidos son las grandes empresas y
las compañías importantes. Pero se equivocan. Es la
segunda generación de una empresa de fontanería, la
heladería que lleva abierta cuarenta años, el taller que
acaba de abrir o la floristería las que sacan adelante el
país. Yo ayudo a esos negocios a hacer negocios.
Fascinado, Aiden se echó hacia delante y apoyó un codo
en la mesa.
—Para que luego digas que no tenemos nada en común
—señaló.
—¿Cuánto cuesta esta botella? —le preguntó Frankie
mientras alzaba la copa para observar el vino.
Aiden se encogió de hombros y contestó:
—Ni idea.
—Pues yo sí que lo sé porque lo he buscado en internet
cuando estabas en el baño. Mi alquiler es más barato que
esta botella.
—¿Por qué presiento que el dinero será motivo de
discusión contigo? Si a mí me da igual cuánto tengas,
cuánto ganes o cuánto debas, ¿por qué te preocupa mi
economía?
—Aiden —dijo entre risas—. Tu economía te sitúa en un
mundo muy diferente al mío. No creo que sean
compatibles.
—Hasta que no los mezclemos no lo sabremos.
El camarero volvió a su mesa y les sirvió las brochetas
de pollo de aperitivo con una floritura.
—¿Qué quieres que haga? ¿Que te acompañe a fiestas
para que presumas de chica? Porque te seré sincera. Lo
que viste anoche (las mallas, las artes marciales y los
sándwiches grasientos) es lo que hago cualquier finde. Yo
no me pavoneo como las amigas de Pru ni me visto de
punta en blanco para lucir palmito.
—Según nuestro acuerdo, no tienes que hacer nada que
no quieras hacer. No necesito que seas otra Barbie de la
alta sociedad. Me gustas tal como eres.
—Mmm…
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Estoy pensando.
—Estás buscando otra excusa. Pruébalo, Franchesca. Sal
conmigo. Folla conmigo.
—Tú sí que sabes conquistar a una chica —comentó en
broma mientras le daba otro trago al vino.
—Te estoy siendo sincero.
Frankie cogió un panecillo de la bandeja y lo examinó.
—Está bien. No quiero que me exhibas por ahí como a
tus ligues. Y mi vida está aquí. Me niego a patearme
Manhattan cada vez que te apetezca verme.
—Acepto. No me van los malentendidos ni las movidas.
Si no me la lías, nos llevaremos bien.
—¿Monogamia? —preguntó Frankie enarcando una ceja.
—Es un requisito para ambos.
Asintió.
—Vale. Creo que hay trato.
Aiden fue a cogerle una mano, pero, en vez de
estrechársela, la besó en los nudillos.
—Presiento que será un placer hacer negocios contigo —
dijo.
Charlaron mientras cenaban guiso de pescado y
buñuelos de bacalao salado y se entretenían con el café.
Para Aiden era fuerte; ni amargo ni muy dulce, y no pudo
evitar pensar en el sabor de Franchesca. Apenas lo había
paladeado y ya quería más.
Frankie cogió la cuenta antes de que la detuviese.
—Ajá —dijo mientras se llevaba el papelito—. El dinero
no es motivo de discusión, ¿no?
—Invito yo, Franchesca.
—A la próxima. Esta pago yo. Y no me pongas esa cara.
Si tanto te molesta, podemos tomar postre.
Postre. La palabra hizo que se la imaginara desnuda en
mil poses distintas.
—Helado, Kilbourn, que ya estabas pensando en otra
cosa.
El camarero volvió con el cambio de Frankie.
—Ya dejo yo la propina —se avanzó Aiden, que dejó un
billete que valía más o menos lo que toda la cena.
—Serás chulito.
Se levantaron y Aiden la ayudó a ponerse el abrigo. Era
una gabardina de lana que había corrido tiempos mejores.
—Le falta un botón —comentó Aiden mientras se ponía
su abrigo de cachemira y observaba su cierre desnudo.
—Ya, lo sé. Lo perdí el invierno pasado en casa de mis
padres cuando mis hermanos me retaron a escapar por la
ventana de mi antiguo cuarto y bajar por el árbol como
hacía antes. En mi defensa diré que nos habíamos pimplado
tres botellas de vino durante la cena de Acción de Gracias.
Aún no lo he encontrado.
—¿Y la heladería que decías? —preguntó Aiden. Le gustó
que lo cogiera de la mano al salir del restaurante. Quiso
preguntarle qué planeaba hacer después del postre, pues él
tenía una bolsa de viaje en el coche y condones para dar y
regalar. Estaba preparado… y quizá un poco esperanzado.
Frankie guiaba.
—¿Has trabajado hoy? —le preguntó.
Aiden asintió. No había sido su intención. ¡Qué narices!
Si no iba a volver a casa hasta esa mañana, pero
Franchesca le hizo cambiar de planes cuando abandonó su
cama.
—Sí. Tenía que asegurarme de que no había ocurrido
ninguna catástrofe mientras no estaba.
—¿Ya has decidido qué harás con Elliot? —le preguntó
Frankie.
Se tensó. Se preguntó si sería una trampa, otra excusa
para volver a detestarlo.
—Le he dado donde más le duele.
—¿En la nariz? —inquirió Frankie.
Aiden se echó a reír.
—No, pero tiene dos ojos a la funerala y le cuesta
respirar, así que ha sido entretenido verlo arrastrarse ante
nuestro padre.
—¿Has acudido a él? —le preguntó Frankie.
—Elliot siempre ha sido un niño problemático. Toma
decisiones impulsivas que suelen costarle un ojo de la cara.
Ostenta un cargo en la empresa solo porque, según mi
padre, era lo justo. Pero su dinero está guardado en un
fideicomiso revocable. Mi padre no quería que lo gastara
en apuestas o que se lo prestara a una prostituta para que
montase su propio burdel.
—O a una chica que baila como una stripper —añadió
Frankie poniéndole ojitos.
Aiden le dio un empujoncito en el hombro y le dijo:
—Siento haber dicho eso. Tuve un día muy largo y lo que
menos me apetecía era irme de fiesta con unos amigos
empeñados en buscarme pareja.
—Y tenías migraña.
—Encima eso.
—¿Te dan a menudo?
—Solo en ocasiones concretas. Normalmente cuando
hablo con Elliot.
—¿Y cuál cree tu padre que es el castigo que se merece
por haber cometido un delito? —preguntó Frankie.
—Le ha congelado las cuentas un mes.
Frankie trastabilló y espetó:
—Tu hermano secuestra a alguien en un alarde de
locura y poder y ¿tu papaíto le quita la paga?
Aiden no estaba dispuesto a admitir que había
reaccionado de manera parecida cuando su padre había
decidido el castigo. Eran asuntos familiares privados.
—Eso es lo que mi padre ha creído oportuno dadas las
circunstancias.
—¿Y qué es lo que crees oportuno tú «dadas las
circunstancias»? Ten en cuenta que lo que contestes
determinará dónde pasas la noche después del helado.
—En ese caso, propongo que hagamos como antaño y lo
cubramos de alquitrán y plumas.
—Vas aprendiendo, Aide. Vas aprendiendo —repuso ella
con los ojos brillantes. Fue una victoria más dulce que
cualquier otra que hubiera tenido recientemente. Y, sin
pensar, sin manipularla, la abrazó.
—Ahora que estamos saliendo, ¿puedo besarte cuando
me plazca?
Ella lo miró y trabó los dedos en las solapas de su
abrigo.
—Mientras esté justificado…
Aiden se fijó en el ardor de sus ojos entornados y en sus
labios entreabiertos. Al fundir su boca con la suya, volvió a
saborear la victoria. Franchesca Baranski se había
sometido… temporalmente. Podía besarla, tirársela y
seducirla. Y no perdería ni un segundo del tiempo que
pasasen juntos.
Frankie empezó a retroceder. La siguió hasta que se
apoyó en la fría pared de ladrillo del edificio. La arrinconó,
la cogió de la barbilla con ambas manos y tentó su boca.
Sus labios eran carnosos y aterciopelados. En ese
momento, mientras la besaba con avidez, recordó cómo se
la había chupado con ellos y la sorpresa que se dibujó en
sus labios cuando llegó al orgasmo.
Frankie le tocó el pecho por dentro del abrigo y bajó las
manos hasta sus caderas. Lo acercó a ella y gimió cuando
notó que la tenía dura.
—¿Cuánto te gusta el helado? —le preguntó tras
liberarse de su boca.
—Lo aborrezco.
—Mi bloque está a tres manzanas.
—Tengo condones en el coche.
—Y yo en casa.
Recordó la advertencia que le había hecho su padre de
adolescente. Norma número diecisiete de los niños ricos:
nunca uses los condones de una chica. Es posible que te
engañe para quedarse embarazada.
—Pues vamos.
Capítulo 28

Tres manzanas podían hacerse eternas cuando tenía el


clítoris hinchado por el deseo y el buenorro con el que iba
de la mano podía hacer algo al respecto. Apenas hablaron
durante el camino; la tensión entre ellos aumentaba por
segundos.
Cada vez que la rozaba, Frankie estaba más
desesperada y dolorida.
¿Sería igual de bueno que en las Barbados? ¿Sería
mejor? ¿Sobreviviría?
Solo había un modo de averiguarlo.
Sacó las llaves con torpeza. Le temblaban los dedos de
lo nerviosa que estaba. Aiden se las arrebató y abrió la
puerta en su lugar. Fue el último gesto educado que tuvo
esa noche.
Frankie lo metió dentro y cerró, no fuera a ser que la
señora Chu se asomase al pasillo y les ofreciese aperitivos
o consejos sexuales. Aiden ya se estaba quitando el abrigo y
la chaqueta para cuando echó el pestillo.
Lo imitó. Se desvistió y se descalzó hasta que ambos se
quedaron en ropa interior.
—Ven aquí —le ordenó él con voz cavernosa.
Podría haberse acercado a él con parsimonia, haberse
hecho de rogar, haber tenido la sartén por el mango un
poco más, hasta que se la robase él con esos labios
pecadores y esa polla mágica que luchaba por escapar de
los confines de sus calzoncillos rojos y ajustados. Pero no lo
hizo. Se arrojó a sus brazos y Aiden la cogió sin problema.
La levantó por el culo y la arrimó a su erección.
Frankie daba gracias a Dios de que se hubiera vestido
pensando que podría haber tema luego. Por una vez, sus
bragas iban a juego con su sostén. Se había esforzado por
encontrar algo de encaje negro que fuera sexy. Y, por lo
visto, estaba dando sus frutos.
Aiden devoró su boca mientras la llevaba al dormitorio.
Esa vez la dejó poco a poco en el colchón y se tumbó
encima de ella. Su cama era pequeña; no se parecía en
nada al gigantesco colchón que habían disfrutado en las
Barbados. Pero a Aiden le traía sin cuidado.
—¿Condones? —preguntó con voz áspera.
Frankie señaló la cajita que había en su mesita de
noche.
—Espero que los tengas ahí por mí —repuso Aiden en
tono seco. A Frankie le sorprendió que, con lo dura que la
tenía, pudiese chincharla.
—No, siempre tengo un paquete gigante de
preservativos extragrandes en mi mesita.
Aiden la pellizcó en el culo y ella chilló. Aiden la calló
con un beso.
—Te deseo de todas las formas posibles —admitió.
—Por alguna habrá que empezar —musitó ella, que reía
pero a la vez estaba dispuesta a suplicar—. ¿Cómo me
deseas?
Como esperaba, su pregunta despertó un deseo carnal
en sus bellos ojos azules. Apretó la mandíbula.
—Demuéstramelo —insistió ella. Le estaba dando
permiso. La última vez habían librado una guerra por ver
quién tomaba las riendas. Esa vez, Frankie quería ver qué
oscuras fantasías se ocultaban tras su cara de angelito.
Aiden emitió un gruñido gutural y la tumbó bocabajo. La
agarró del pelo para que no moviese la cabeza y la levantó
por la cintura para que se pusiera a cuatro patas.
—¿Te parece bien? —susurró.
—Te estoy dando el visto bueno. Esta noche puedes
hacerme lo que quieras. —Sin duda, lo estaba poniendo a
prueba. Pero, como no se la metiese en los próximos diez
segundos, a la pobre le daría un infarto.
—¿Lo que quiera? —repitió.
—A ver, no me van los tríos ni que se me meen encima.
—¿Y qué tal…? —Le bajó un dedo por la espalda hasta la
hendidura que separaba sus nalgas. Cuando le tanteó el
ano con la yema, se tensó.
—Según cómo vaya la noche —respondió.
—Tendríamos que casarnos —dijo Aiden en broma.
Frankie rio contra la almohada.
—En serio, Aide, como no me la metas ahora mismo, te
echo y me voy sola a por un helado.
—Y no queremos eso, ¿no? —Le tocó la entrepierna con
sus dedos mágicos.
—Así. Sí. —Frankie dejó de gemir cuando le bajó las
bragas. Cuando al fin introdujo dos dedos en su sexo
húmedo y prieto, se quedó muda de asombro y placer. Por
fin dejaba de estar vacía.
Le arrimó las caderas como pidiéndole más. Aiden bajó
la mano con la que la sujetaba del pelo y le agarró un
pecho.
Con una mano la masajeaba y con la otra la masturbaba;
poco a poco, la torturaba más y más. Y Frankie no dejaba
de gemir contra la almohada.
—Eres preciosa —susurró Aiden mientras colmaba de
besos su espalda.
Dios, cómo le gustaba que se encorvase sobre ella. Que
le metiese y le sacase los dedos y le tirase de los pezones.
¡Necesitaba más!
Y él estaba dispuesto a dárselo.
Cuando le tanteó el ano con el pulgar, se tensó.
—¿Confías en mí? —preguntó él con voz tirante.
No confiaba en Aiden para no saltarse las reglas hasta
salirse con la suya o para no secuestrar a alguien, como
había hecho su hermano. Pero sí que confiaba en él para
complacerla como nunca.
—Sí. Vale. Sí —contestó con voz ronca.
No necesitó que se lo repitiera. La masturbó como no lo
habían hecho jamás y, al momento, volvía a suplicar. Qué
pulgar. Qué maravilla de dedos. Notaba lo gorda que la
tenía pese a no haberse quitado aún los calzoncillos. No
solo oía sus resuellos, sino que estos también rozaban su
piel desnuda.
«Toda chica tiene un límite. Después, explota».
Frankie gritó contra la almohada mientras doblaba los
dedos de una forma particularmente virtuosa. Explotaría
tan fuerte que arrasaría con el edificio entero.
Aiden gimió con voz grave y gutural.
—Vas a correrte, te lo noto. —La mordió en el hombro.
Ese ápice de dolor bastó para que se partiese como la
cuerda de una guitarra. Se dejó llevar y se precipitó hacia
el orgasmo. Aquello era de otro mundo y Aiden era su
nuevo universo.
Siguió metiéndole y sacándole los dedos y el pulgar sin
cesar hasta que se corrió entre estremecimientos y
temblores.
Aiden la tocaba con pericia.
Frankie notó que se movía y sollozó cuando dejó de
masturbarla. Entonces oyó el envoltorio de aluminio.
Aiden se preparó para metérsela. Se acarició de tal
modo que la rozase y Frankie separó un poco más las
rodillas para que la penetrase. No hizo falta más.
Pegó el glande a su entrada, la agarró de las caderas y
se hundió en ella.
Frankie, satisfecha y complacida, agradeció la invasión.
El gruñido gutural que emitió Aiden la volvió loca. Se
incorporó y arqueó la espalda.
Aiden la agarró del pelo para que se estuviese quieta
mientras la embestía con deliberada lentitud para
torturarla. ¡Qué contenta estaba de no haber insistido en
que fuesen a tomar helado!
Con la otra mano, en cambio, la acariciaba y la estrujaba
como si quisiera explorar hasta el último centímetro de su
cuerpo. Le soltó el pelo, y, cuando la sujetó por las caderas,
Frankie se lo apartó para mirarlo.
Parecía un dios sumido en el ardor de la pasión.
Apretaba la mandíbula. Se le marcaban las venas del cuello
del esfuerzo y se le cerraban los párpados.
—Me encanta que me mires así —dijo entre dientes.
—¿Así cómo?
—Como si fuera el centro de tu universo.
La conexión que tenían al mirarse a los ojos los
apresaba. Aceleró, con sutileza al principio y luego cada
vez más y más rápido. Sus embestidas eran tan poderosas
que la empujaban; no le quedó más remedio que tumbarse
y cargar con su peso en la espalda.
—¡Aiden! —gritó. El clímax que se gestaba en su interior
era impresionante.
Poseído por el ritmo frenético, le gimió al oído.
«Tómame», le decía el cuerpo de él al de ella. Y Frankie
estaba encantada de obedecer. La aplastaba contra el
colchón, por lo que no podía moverse. Lo único que podía
hacer era aceptar el placer que le brindaba.
Aiden le coló una mano en la entrepierna y la ahuecó
justo donde necesitaba que la tocase.
—Voy a correrme y necesito que me acompañes —le dijo.
La penetró una vez, dos, y a la tercera se quedó ahí y
gritó triunfal. Frankie se unió a él y lo ciñó con sus paredes
mientras caía en picado por una vertiente vertiginosa.
—Joder, Franchesca —gimió pegado a su oreja.
Solo sirvió para que se corriera con más ganas. Su polla
latiendo en su interior, su respiración agitada en su cuello y
su peso encima de ella. Aferraba las sábanas con una
fuerza hercúlea a medida que menguaban las oleadas de
placer.
Se la folló hasta que la muchacha acabó y se echó a
temblar. Entonces se dejó caer.
—Sé que te estoy aplastando —dijo—, pero es que no
puedo moverme.
—No pasa nada. He cumplido todas mis fantasías
sexuales. Acepto de sobra morir así —aseguró Frankie
contra la almohada—. Mi madre estaría orgullosa.
—Hablando de tu madre…
—Aiden, sigues dentro de mí. No me gusta por dónde
vas.
Él rio ligeramente junto a su cuello y preguntó:
—¿Sigo invitado a comer el domingo?
Capítulo 29

Técnicamente, no le había dejado quedarse a dormir. Pero


gandulear en la cama mientras el adonis de Aiden la
abrazaba desnudo era una oportunidad demasiado buena
para desaprovecharla. Además, el calor que emanaba su
cuerpo asquerosamente perfecto bastaba para que no se
helase con el frío glacial que hacía en su casa. Por las
ventanas entraba mucha corriente y la caldera llevaba años
para el arrastre. No obstante, el alquiler era razonable y
vivía cerca de sus padres.
Así que se vestía con capas y apilaba mantas en la cama.
La misma cama que había ocupado Aiden la noche anterior
con su enorme figura. La misma cama desigual y hundida
de la que no se había quejado por educación. Estaba en su
lista de cosas que cambiar cuando acabase de costear el
máster de una vez. Sí, le habían concedido préstamos por
ser estudiante, pero casi toda la matrícula la había pagado
con dinero de su bolsillo y por adelantado.
Mientras se cepillaba los dientes en el baño, se asomó al
dormitorio y observó el daño que causaba una noche de
pasión desenfrenada. Las mantas estaban tiradas por el
suelo y, en algún momento, el pie o el brazo de alguno de
los dos había arrasado con lo que había encima de la
mesita de noche. Todo apuntaba a que tendría que
comprarse otra lámpara.
Había valido la pena.
A las cinco de la mañana —hora intempestiva donde las
haya—, Aiden le dio un beso en la frente y se marchó.
Tenía una reunión temprano y debía volver a casa a
ducharse y cambiarse.
Ella, en cambio, se quedó holgazaneando en una cama
cuyas sábanas olían a él hasta que le sonó el despertador
dos horas después.
Se duchó con calma y decidió darse un capricho: se
tomaría un café del caro en la cafetería hípster por la que
pasaba de camino al trabajo.
—Buenos días —saludó Frankie mientras cruzaba como
una exhalación la puerta de cristal de la oficina. Brenda,
recepcionista y copropietaria del centro de desarrollo de
pequeñas empresas de Brooklyn Heights, se estremeció por
culpa de la ráfaga de aire invernal que Frankie trajo
consigo y se arrimó al calefactor que había bajo su mesa.
No era un local moderno, pero sí acogedor. El año
anterior, Frankie había ido un domingo a ayudar a Brenda y
su marido Raul a pintar las paredes gris industrial de un
blanco puro y bonito. Lo decoraron con obras de arte de
vecinos del barrio. Cuadros de escaparates y bocetos del
horizonte y las calles de Brooklyn. Brenda agregó todo un
jardín de plantas para que hubiese toques de verde y
«depurasen el aire».
—Nena, te morirás de frío como sigas viniendo al curro
andando —la reprendió Brenda.
Frankie rio mientras se quitaba la bufanda de lana y la
colgaba en el perchero. Después de lo ocurrido la noche
anterior, le había robado tanto calor a Aiden que se pateó
las seis manzanas que la separaban de la oficina sin pasar
ni gota de frío.
—Me gusta venir andando. Así puedo hacer esto. —Le
entregó el tecito verde que había comprado para ella.
La mujer movió los dedos mientras hacía ademán de
coger la taza.
—¡Trae para acá! No he dicho nada. Camina lo que te dé
la gana. ¿Qué más da que te congeles si me traes té verde?
—¿Qué tal anoche la reunión de las daisy scouts?1 —
preguntó Frankie mientras se quitaba el abrigo y llevaba el
bolso a su mesa.
A Brenda la habían llamado para cuidar de la tropa de
las daisy scouts de su nieta, ya que su líder (que resultaba
que era su hija) había pillado un virus llamado «asientos de
primera fila para ver a Bon Jovi».
—Me pimplé media botella de vino en cuanto se fueron.
Trece niñas de siete años. —Brenda negó con la cabeza y se
dio unas palmaditas en el pelo para asegurarse de que no
se hubiera despeinado. Lo llevaba recogido en un moño en
la base del cuello formado por docenas de trencitas oscuras
—. Me han dejado la mesa perdida de purpurina.
—¡Mira que te advertí que no hicierais manualidades
con cosas brillantes o pegajosas!
—Ya me ha quedado claro. —Brenda suspiró y añadió—:
¿Y tú qué? ¿Qué tal tu cena misteriosa?
Frankie se había mostrado cautelosa acerca de sus
planes nocturnos, lo que había hecho que Brenda
desconfiase de inmediato.
—Pues… bien.
—Ya, ya —repuso Brenda.
Frankie se sonrojó. Se había puesto un jersey de cuello
alto para tapar el moretón que tenía entre el cuello y el
hombro, cortesía de Aiden, que se había emocionado un
poquito con la boca. «Tengo que poner normas para la
próxima vez: nada de chupetones en lugares visibles».
Se puso como un tomate al pensar que habría una
próxima vez.
—Tus cambios de rubor me están intrigando muchísimo.
—Fui a cenar con… el chico con el que… ¿Mi novio? —
Técnicamente era eso, ¿no? Era más fácil que decir «el
chico con el que salgo temporalmente y con el que me lo
paso bien desnuda».
—¿Novio? —exclamó Brenda, animada. Destapó el té
verde y sopló—. Cuenta, cuenta.
—¿No tenemos que prepararnos para el taller de redes
sociales? —preguntó Frankie, esperanzada. Sacó el portátil
del bolso y lo encendió.
—¿Te refieres al que dabas cada mes el año pasado? Lo
tenemos más que dominado. Desembucha.
¿Qué podía decir para que no pareciese que se le había
ido la pinza? «Mi novio y yo nos acostamos hasta que se
aburra y se busque a otra. Pero mola porque me ha
prometido mogollón de orgasmos y lo que se me antoje».
No. Ni de coña.
—Se llama Aiden. Nos conocimos en la boda.
—Será un pijo si estaba en la boda de Pruitt —aventuró
Brenda.
—No sé muy bien a qué se dedica —dijo Frankie para
salir del paso, lo que tampoco era mentira. Que Aiden
hubiese gastado más dinero en los cojines de su sofá que el
que tenía ella en su cuenta de ahorro no significaba que
entendiese qué hacía exactamente para ganar esa pasta.
—No es propio de ti. Normalmente elaboras un
expediente del candidato que saldrá contigo y después
quedas con él —señaló Brenda.
—Tengo que ponerme con el expediente —aseguró
Frankie.
—¿Cómo se apellida? —preguntó Brenda.
—Kilbourn. Aiden Kilbourn. —Iba a armarse una buena.
Brenda se metió un dedo en la oreja, justo encima de las
ordenadas filas de aritos dorados que llevaba en el lóbulo.
—Perdona. Es que una está ya mayor, pero me ha
parecido oír que decías Aiden Kilbourn.
—¿Lo conoces? —preguntó Frankie con aire inocente.
Pues claro que lo conocía. Todos los neoyorquinos conocían
a los Kilbourn y sabían que dominaban Manhattan.
Brenda volvió escopeteada a su mesa y tecleó algo en el
ordenador. Negaba con la cabeza y mascullaba. Frankie se
escabulló a la cocinita y guardó su almuerzo en la nevera.
—Hola, Raul —saludó tras asomarse a su puerta abierta.
Raul era un hombre de pequeña estatura y gran
corazón. Además, iba siempre hecho un pincel con sus
jerséis de vivos colores y sus gafas de pasta. Le estaban
saliendo canas. Siempre sacaba tiempo para cualquiera que
llamase a su puerta y se consideraba un aficionado a las
botellas de vino de menos de veinte dólares.
—Hola, Frankie. ¿Lista para el taller?
—Ya está todo preparado. Se han apuntado diez
personas, así que lo más seguro es que vengan ocho. —Una
de las especialidades de Frankie era enseñar a
promocionarse en las redes sociales a dueños de empresas
locales o a empleados a los que contrataban para llevar
páginas de Facebook o cuentas de Instagram. Ella llevaba
el Facebook de la charcutería de sus padres desde que su
padre se había negado en redondo a aprender a encender
un ordenador. Su madre se las apañaba bien con el iPad,
pero no tenía ganas de «contar cada puñetera cosa» que
hacía en el día a día.
Sin embargo, a su hija le venía de perlas para ponerse
en la piel del dueño de un pequeño negocio. Era solo uno
de los campos que exploraba en su trabajo. Pero, por lo
general, era más divertido que solicitar subvenciones y
contabilizar tutoriales de programas informáticos. Los
clientes del centro de desarrollo de empresas no podían
permitirse un contable de los caros, y, aunque hubiesen
podido, no se habrían fiado. Las pequeñas empresas
distaban tanto de la jerarquía corporativa como… Pues
como Frankie de Aiden.
Cuando volvió a su mesa, encontró un fajo de papeles
recién impresos.
Brenda había empezado el expediente por ella.
Trató de ignorarlos, pero le llamó la atención un titular.
Y una foto de Aiden con otro señor en una subasta benéfica.
Se fijó en el pie de foto y, sin darse cuenta, estaba inmersa
en la lectura. Aiden era el director de operaciones de
Kilbourn Holdings, una megacorporación especializada en
fusiones, adquisiciones y economía empresarial. El propio
Aiden había hecho sus pinitos en bienes inmuebles. El tío
tenía propiedades. En Manhattan.
Y aún jugaba al polo, pero solo con fines benéficos.
«Cómo no».
Pasó a otra imagen: una foto grupal en la alfombra roja
de una gala. Se parecía a su madre, una de las mujeres a
las que abrazaba su padre. El mismo cabello abundante y
oscuro, y la misma nariz griega. Pómulos espectaculares.
Su padre tenía el clásico pelo rojizo de los irlandeses,
aunque le estaban saliendo canas. «Qué familia más
adorable», pensó. Llevaban años divorciados, pero seguían
moviéndose en los mismos círculos.
La madrastra de Aiden y el chivato de Elliot también
salían. Las mujeres llevaban vestidos preciosos y los
hombres, esmóquines que les sentaban como un guante.
De pronto la alivió muchísimo que le hubiese dejado
claro que no formaría parte de ese circo. No la exhibiría
como a un trofeo. Había currado lo suficiente de camarera
para saber cómo iba lo de ser una mujer florero. Quédate
ahí y pon buena cara, pero cierra el pico. Bebe, pero no te
pases. No comas nada que cruja, se desmenuce o te borre
el pintalabios. Sonríe, pero no mucho.
«Puaj».
No aceptaría una vida en la que un martes por la noche
fuera como volver al baile del instituto.
Miró el reloj. Aún tenía una hora hasta que le tocase
subir a montarlo todo. Tenían una sala de reuniones en el
segundo piso en la que impartían seminarios didácticos.
Frankie estaba mirando el modo de dar clases en línea a
empresarios que estuviesen tan ocupados que no pudiesen
hacer un hueco para asistir a los seminarios. Pero, entre el
máster y el trabajo de camarera, avanzaba a paso de
tortuga. Unos trabajillos más con los que ya se había
comprometido y adiós a sus deudas. Unos meses más y
tendría su flamante título en la mano.
¿Y después qué?
Pues no lo tenía claro. Le encantaría seguir trabajando
para Brenda y Raul. Eran el corazón de la comunidad
empresarial de Brooklyn Heights. Pero su presupuesto era
cada vez más reducido. Como les retirasen otra subvención,
tendrían que hacer recortes, y, por desgracia para Frankie,
ella sería la primera en caer. Otro motivo por el que quería
asegurarse de que pudiesen dar clases en línea.
Había encontrado algo que la entusiasmaba, que la
desafiaba. Y al fin dejaría de vivir mes a mes, como llevaba
haciendo toda la vida.
La puerta la sacó de su ensoñación. Por ella entraba un
mensajero con una caja grande y negra.
—Paquete para la señorita Baranski —anunció mientras
se quitaba el auricular.
Brenda señaló a Frankie con un dedo y dijo:
—Ahí la tienes.
—Guay. —Fue hasta su mesa y le dejó la caja encima—.
Necesito que me eche una firmita. —Se sacó una tableta y
Frankie firmó con el dedo.
—¿Quién me lo manda? —preguntó.
—Un pez gordo del centro, de Kilbourn Holdings. Hasta
la vista. —Se despidió rápido, a lo militar, y salió por la
puerta.
Frankie se quedó mirando la caja. Le daba miedo
abrirla. ¿Qué le habría dado tiempo a enviarle en las
escasas horas que habían pasado desde que se abrazaban
desnudos? Ni Prime era tan veloz. «Ay, madre. ¿Y si es una
caja de juguetes eróticos?».
Brenda se asomó a la mesa de Frankie y la apremió:
—¡Va, que me dará algo!
A ella sí que le daría algo como fuese un surtido de
vibradores. Pero no se libraría de Brenda hasta que abriese
el paquete. Con cuidado, levantó la tapa y miró qué había
dentro.
—¿Y bien?
Frankie dejó la tapa a un lado y retiró las delicadas
capas de papel de seda. En serio, ¿quién empezaba el día
abriendo un regalo?
—¡Oooh! —exclamó Brenda mientras Frankie sacaba el
abrigo de la caja. Era negro, como el que ya tenía, pero
hasta ahí llegaba el parecido.
El suyo era de lana —¡¿y eso era cachemira?!— y tenía
un forro de seda a cuadros.
—Qué suave —murmuró.
—Póntelo —le ordenó Brenda.
—Hostia puta. Es de Burberry.
Brenda la ayudó a ponérselo. El lujo era palpable.
Acarició la tela. Se estrechaba por la cintura y le llegaba
por la mitad del muslo.
Brenda asintió en señal de aprobación.
—Estás fabulosa.
—Ni se te ocurra mirar el precio —le advirtió Frankie.
Aquello no era un abrigo de cien dólares que una
encontraba en los grandes almacenes.
Brenda metió las manos en los bolsillos.
—¿Qué haces?
—Ver si los ha llenado de diamantes.
Frankie se echó a reír. Estaba aturdida. ¿Debía
considerarlo un regalo? ¿Cómo le correspondería?
—¡Eureka! —Brenda sacó las manos de los bolsillos con
aire triunfal—. No son diamantes, pero sí que he
encontrado algo. —Le enseñó un par de guantes.
Eran elegantes, de cachemira y estaban forrados de
cuero. Cómo no…
—¡Anda, mira! ¡Hay una nota en la caja!
Frankie cogió el sobre que se ocultaba entre el papel de
seda antes de que Brenda se le adelantase.

«Para que estés calentita cuando no esté».


A.

Hostia. Puta.
—¿Qué pone? ¿Qué pone? —Brenda desplazaba el peso
de un pie al otro con tanto ímpetu que parecía que bailaba.
Frankie carraspeó.
—Solo pone «Para que estés calentita» —mintió.
Brenda chilló.
—¡Qué emoción! ¡Nuestra Frankie ha pescado a un
millonetis!
Raul se asomó a la puerta de su despacho.
—¿Cómo va la preparación del taller? —inquirió
mientras las observaba con recelo.
—De maravilla —contestó Brenda con amabilidad—.
¡Gracias por preguntar!
—Voy a prepararlo todo —dijo Frankie mientras se
quitaba el abrigo a regañadientes.
—Tú tira, que ya te cuido yo el abrigo.
Frankie encendió la cafetera de la cocinita y subió la
estrecha escalera que conducía al segundo piso. Una vez en
la sala de reuniones, encendió el termostato y repartió las
libretas y los bolis. Se sentó en una silla y sacó el móvil.

Frankie: ¿De dónde has sacado un abrigo de


Burberry un martes antes de las nueve de la
mañana?

Contestó al instante, lo que le hizo pensar que había


estado esperando que le escribiese.

Aiden: De nada. Ya te lo dije: lo que quieras.

Pero no había pedido un regalo así. Un abrigo que debía


de costar mil dólares, si no más. Ni de coña estarían a la
par en ese aspecto.

Aiden: ¿Te gusta?

No le había dado las gracias. Encima de pobre,


maleducada. Tenían que hablar de ese tema, de que la
incomodaba beneficiarse de su fortuna. Pero ahora tocaba
ser agradecida.

Frankie: Es precioso. Me gustaría decir que no


puedo aceptarlo, pero creo que mi jefa acaba de
tirar el viejo a la basura junto con los posos del
café. Gracias por pensar en mí.

Aiden: Tengo el presentimiento de que lo haré a


menudo.
Capítulo 30

—Traerás a tu hombrecito a comer el domingo, ¿no?


La madre de Frankie la había pillado en el rato que tenía
entre el trabajo y el examen de esa noche. Seguro que le
pondría la cabeza como un bombo.
—¡Mamá, que tiene cuarenta tacos! Nos acostamos, no
vamos al baile de fin de curso.
—Mejor me lo pones. Seguro que está deseando sentar
la cabeza y darle media docena de nietecitos a su suegra.
—¿Así torturas a Marco y Rachel? Porque ellos sí que
esperan un hijo —señaló.
—Como vuelva a oír a la presumida de mi hermana decir
que Nicky es muy inteligente o que se muere de ganas de
llevar a Sebastian al parque, la quemo.
Otra cosa no, pero exagerada era un rato.
—No sé si podrá venir. —Frankie suspiró mientras subía
corriendo los peldaños de delante del edificio. Era la única
clase a la que tenía que asistir en persona. Las demás, por
suerte, eran en línea. Así que una vez por semana se
desplazaba hasta el puto centro para ir a la clase de
Responsabilidad Social Corporativa.
Se dirigió a las escaleras.
—No lo sabrás si no se lo preguntas —dijo May con tono
lastimero.
—Vale. Le preguntaré.
—Yupi. Os espero el domingo. —Cuando colgó, Frankie
maldijo a la familia y las complicaciones que esta
entrañaba. Llegaba con cinco minutos de antelación, y, en
vez de volver a repasar los apuntes, como debería haber
hecho, abrió los chats.

Aiden: Suerte esta noche.

¿Cómo se acordaba de que tenía un examen? Con lo


apretada que debía de tener la agenda, que recordase
detallitos personales sobre ella le encantaba y la
descolocaba a partes iguales.

Frankie: Gracias. Tú también la necesitarás. Estás


oficialmente invitado a la comida del domingo de
los Baranski. Puedes negarte. Habrá ruido,
estaremos apretujados y gritarán un montón. Si
quieres, le digo a mi madre que estás liado
comprando un país o algo así.

Como no contestó al instante, Frankie silenció el móvil y


se lo guardó en el bolso. Era mejor que no fuera. Sería un
error llevarlo a casa de sus padres. Su madre se montaría
una película y empezaría «por fin» a planear «la boda de su
única hija». Y, cuando lo suyo terminase, cuando ella y
Aiden se separasen, May acabaría más destrozada que
ellos. Además, no quería complicar las cosas. Y eso era
justo lo que solía hacer la familia.
Se les estaba dando fenomenal lo de no complicarse la
vida. El martes habían cenado juntos y habían echado un
polvo —fantástico, por cierto—, y desde entonces se
escribían de vez en cuando. ¿Veis? Salvo por el abrigo y los
guantes caros que le gustaban tanto que se los ponía
mientras veía la tele en su casa para no acabar congelada,
eran el típico rollete de Tinder.
Eso sí que sabía manejarlo.
El profesor Neblanski entró en el aula arrastrando los
pies con su café con leche y dejó su maletín encima de la
mesa.
—Bueno, vamos a darle carpetazo a esto.

***

Detestaba admitirlo, pero la decepcionó no ver a Aiden ni el


viernes ni el sábado. El viernes por la noche ya había
quedado para ir con unas amigas a una enoteca que habían
abierto en Clinton Hill. El sábado Aiden se pasó la mitad
del día en la oficina y la otra cumpliendo con sus
responsabilidades de rico. Tenía que asistir a una gala
benéfica y cenar con unos clientes o algo así. En ese
momento, Frankie estaba acurrucada en el sofá con
reposiciones de Netflix de fondo y el borrador de su tesina
en el regazo, pero ignoraba ambas cosas para pensar en
Aiden.
Lo que les faltaba de contacto físico lo compensaban
escribiéndose. A Frankie le alegró descubrir que Aiden era
muy gracioso por escrito.

Aiden: Uno me acaba de decir mientras cenábamos


que no da abasto con tanto empalme. ¿Qué le digo?
(Contexto: el cliente posee varias centrales
eléctricas).

Aiden: Iba a pasarme por tu casa a darte una


sorpresa, pero luego he recordado que vives en
Brooklyn.
Aiden: Los sándwiches ya no me saben igual:
ninguno está a la altura del que preparó tu
hermano.

Y el mensaje de esa noche.

Aiden: Respecto a la comida de mañana, ¿qué


tengo que hacer para llamar la atención de tu
madre y que no se centre en Gio y la señora que
acaba de enviudar? ¿Le digo que vamos a adoptar
un niño o que se ha filtrado un vídeo de nosotros
haciéndolo?

Frankie se partió de risa con ese. Le contestó enseguida.

Frankie: ¿Cuándo fue la última vez que conociste a


los padres de una chica?

Aiden: Conozco a la mayoría.

A Frankie no le hizo gracia su respuesta. Así una no se


sentía especial.

Aiden: Pero, al haber oído hablar de tu madre,


estoy mucho más agobiado. ¿Cómo me la meto en el
bolsillo? Es para un amigo.

Frankie volvió a desternillarse. Empezó a contestarle,


pero entonces le dio un arrebato y lo llamó.
—Franchesca —saludó con alegría y fervor a la vez.
Se sentía como una adolescente que habla por teléfono
con el chico que le gusta.
—Hola —dijo mientras se preguntaba por qué lo había
llamado. Ahora tenían que hablar—. ¿En serio te preocupa
conocer a mi madre? Porque debería. Es espeluznante.
—Infravaloras mi encanto —insistió Aiden.
Frankie se echó a reír y repuso:
—Y tú lo loca que está mi madre. Te preguntará para
cuándo la boda y los hijos.
—¿Y qué le digo?
Frankie se recostó en el cojín y contestó:
—A ver, sabe que nos acostamos, lo que, según ella, me
convierte en un genio diabólico por engatusarte con el sexo
y seducirte para pasar por la vicaría.
Aiden rio ligeramente.
—No hace falta que vengas —le recordó. Estaba más
nerviosa por presentarlo a él que a cualquier novio serio
que hubiese tenido desde el instituto.
—Quiero ir.
—Pues no entiendo por qué. Son desordenados,
escandalosos y cotillas, y seguro que acabas con dolor de
cabeza, un pitido en los oídos y empacho. Mi madre te
inflará a comida y mi padre se asegurará de que no falte el
alcohol.
—¿Intentas convencerme para que no vaya? Porque
saber que comeré y beberé hasta hartarme está teniendo el
efecto contrario.
—No será como los eventos a los que estás
acostumbrado.
—Franchesca, que no haya vivido algo no significa que
no me guste. Pero, si no quieres que vaya, dímelo. Haré lo
que tú quieras.
Frankie se mordió el labio y contestó:
—Ven a conocer a la loca de mi familia.
—Ahí estaré. Además, alguien tiene que salvar a Gio de
la viuda.
—Flipo con que le seas tan leal a mi hermano.
—Es que me preparó un sándwich con el que sigo
soñando.
—Pues verás cuando te lo prepare yo. Te olvidarás de
Gio, su lechuga pocha y su pan revenido.
—¿También eres sandwichera profesional? ¿Hay algo
que no sepas hacer? —preguntó Aiden para chincharla.
¿Se estaba metiendo con sus orígenes humildes?
¿Sandwichera y ayudante de catering?
—Si no estuvieras tan liado ganando pasta, podrías
aprender a prepararte un sándwich decente —le dijo en
broma.
—¿Qué tal la semana? —le preguntó de pronto.
—Pues… bien.
—¿Qué has hecho? —inquirió.
—¿Por? —preguntó Frankie entre risas.
—Me interesas —contestó Aiden en tono seco—.
Cuéntame qué tal la semana. ¿Cómo te fue el examen?
Se lo contó y él la escuchó. No lo pillaba. Daba la
impresión de que consideraba lo suyo una relación de
verdad. Algo que Frankie no se permitía imaginar. Como se
acostumbrase a oír la voz ronca de Aiden Kilbourn cada
noche, ¿qué sería de ella cuando dejasen de llamarse?
No dejó de darle vueltas mientras disfrutaba de la
conversación, la guasa y el interés.
Capítulo 31

Frankie se asomó a la ventana frontal de la casa de sus


padres por enésima vez en dos minutos.
—Alguien espera a su no… vio —canturreó Marco con un
falsete de lo más molesto.
—Calla, anda —le espetó Rachel, su mujer y la nueva
mejor amiga de Frankie.
—Cariño, no grites. El médico dice que no es bueno para
el bebé —repuso Marco mientras acariciaba su vientre
redondo.
—Echa el freno, vaquero. ¿Qué tal si dejas de hacer
cosas que exijan regañarte a gritos? —Rachel era clavadita
a su hermano en todo…, hasta en los decibelios.
—¡Vosotros! Bajad la voz, que no oigo a Drew. —El padre
de Frankie era un hombre bajo y fornido a quien lo que más
le gustaba en el mundo era apoltronarse en su sillón
reclinable con el volumen de la tele a tope. Se grababa los
episodios de El precio justo de toda la semana y el domingo
se los veía seguidos—. Me cago en la mar salada. ¿Dos
dólares? Pero, bueno, señora, ¿usted no comprará nunca o
qué? —preguntó con fastidio.
—¡Mamá! ¿Cuándo se come? —preguntó Gio desde la
parte trasera de la casa. Seguro que estaba picoteando en
la cocina.
—¡Cuando venga el novio de Frankie! ¡No toques el
pollo! —May Baranski tenía un tercer ojo en lo que
respectaba a los dormitorios de sus hijos y la cocina. La
primera vez que Frankie coló a un chico en su cuarto, May
tuvo la repentina necesidad de «pedirle prestado» un jersey
a su hija adolescente. El chaval, escondido en el armario, se
acojonó.
—¿Es ese? —May se subió al sofá para asomarse a la
ventana.
La familia de Frankie no iba a la iglesia, pero su madre
era partidaria de vestir bien los domingos, de ahí que se
hubiera puesto sus mejores pantalones con cintura elástica
y el jersey de cuello alto que se compró en JC Penney en
1989.
El coche que se había parado valía más que la casa
entera. Debía de ser él. Le sonó el móvil y Frankie se lanzó
a por él.

Aiden: Ya he llegado. ¿Puedo pasar?

—¿Es él? —voceó May mientras saltaba en el sofá para


verlo mejor. La tía iba al gimnasio a hacer aquagym tres
veces por semana y estaba más en forma que la mayoría de
ellos juntos.

Frankie: Bajo y entro contigo. ¿Has traído escolta?


Mi madre se está restregando contra el sofá para
verte bien. No sé si puedo impedírselo.

Frankie dejó el móvil en la mesa de centro, salió


zumbando por la puerta y bajó los dos escalones de
cemento. Aiden, con sus pantalones de vestir gris marengo
y su jersey burdeos, se apeó del coche. Estaba de toma pan
y moja. Su madre pensaría que se había arreglado para la
ocasión y le daría puntos extra. Frankie no quería
reconocerlo, pero se había cambiado dos veces, había
vuelto a conjuntar bragas y sujetador y se había maquillado
como si fuera a trabajar.
Se unió a él en la estrecha acera de hormigón que
conducía a la casa y frenó en seco. Todos y cada uno de los
miembros de su familia, a excepción de su padre, estarían
pegados a la ventana delantera. Quería besarlo, pero no
quería montar un espectáculo.
Aiden, al notar que vacilaba, sonrió y le dijo:
—Como me estreches la mano cuchichearán más.
—Me disculpo por adelantado porque menuda cagada.
Perdón por haberte metido en este berenjenal.
—Tranquilízate, Franchesca. Vamos a comer, no a la
guerra.
Ella rio por la nariz y repuso:
—Cómo se nota que eres nuevo. En este barrio suelen
ser sinónimos.
—Voy a besarte —le avisó—. Entraremos y comeremos. Y
luego te llevaré a casa y te follaré.
Frankie se moría de ganas.
—Vale, pero sin lengua. Ya sabes que se me caen las
bragas cuando me besas así.
Aiden sonrió complacido y le dio un beso casto y puro en
los labios. Se apartó y le preguntó:
—¿Qué tal?
—Se me caerán las bragas igual. ¿Qué te parece si nos
vamos y pasamos directamente a la parte en que me la
metes? —propuso.
—Luego —le aseguró—. Antes tenemos un asunto que
resolver. —Le enseñó las flores y el vino.
—Por Dios, Aide. Dime que no has traído una botella de
mil dólares. —Frankie estaba escandalizada. Las flores
tampoco las había comprado a última hora en el súper.
Lirios blancos y hojas de acebo verdes y lustrosas. Uf. A su
madre le encantarían.
—Tranquila. He ido a una tienda y he pagado un precio
razonable.
—Más te vale que haya sido inferior a cien dólares.
—Si te digo que sí, ¿me dejarás pasar?
Suspiró y se cuadró.
—Recuerda que te he dado la oportunidad de escapar.
Frankie entró primero por la contrapuerta oxidada que
golpeó a Aiden en el culo cuando se detuvo en seco, pues
todos los miembros de su familia estaban apiñados en las
doce baldosas de pizarra que conformaban el vestíbulo.
Madre mía, ¿cómo no se había fijado en que había pelusas
en el zócalo? ¿Y cuándo había empezado a desconcharse la
puerta del armario?
—Qué bien que estéis todos aquí al acecho como buitres.
Familia, os presento a Aiden. Aiden, te presento a mi
familia.
—Cuánto me alegro de conocerte —canturreó la madre
de Frankie como si le hubieran presentado al mismísimo
Frankie Valli.
Su padre refunfuñó y miró al presentador de El precio
justo; así se presentaba él a los desconocidos.
—Encantado, tío —saludó Marco mientras le tendía la
mano—. Te presento a Rach, mi chica.
—En realidad soy su mujer y la madre de su futuro hijo
—lo corrigió Rachel mientras se señalaba la barriga.
Aiden les estrechó la mano a todos y los saludó con más
cariño del que merecían según Frankie.
—Me alegro de volver a verte, Aide —le dijo Gio
mientras lo abrazaba en plan colegas, con solo un brazo.
—¿Volver a verte? —Fiel a su estilo, May se aferró a esa
afirmación con uñas y dientes—. Ya os conocéis.
—Sí. —Gio se encogió de hombros—. Estaba en casa de
Frankie la semana pasada.
—¿Y no se te ocurrió contármelo? —May alzó tanto la
voz que solo la oyeron los perros. Le dio un coscorrón en la
cabeza.
—¡Ay! ¡Mamá, que te envié una foto de los dos juntos!
—Se me había olvidado. Perdona. —Y volvió a pegarle.
Aiden se lo pasaba pipa con el numerito (o eso esperaba
Frankie). Su madre estaba más para allá que para acá.
—Por el amor de Dios, ¿podemos comportarnos por una
vez como personas normales? —chilló Frankie. Se volvió
hacia Aiden y le dijo—: Me gustaría decirte que esto no es
lo habitual, pero estás ante la familia que tiene prohibida la
entrada a un restaurante de Atlantic Avenue para siempre.
Aiden le dio un apretón en el hombro e intervino.
—Señora Baranski, gracias por querer que les acompañe
hoy. —Le entregó las flores y el vino como si se trataran de
un escudo que fuera a mantener a raya a la pequeña señora
italiana.
—Pero ¡bueno! Qué caballero. —May suspiró en señal de
aprobación—. Qué atento. ¿Por qué vosotros nunca le traéis
flores a vuestra madre? —les preguntó a sus hijos varones
mientras admiraba los lirios y, de paso, les hacía chantaje
emocional.
Gio y Marco farfullaron excusas que les granjearon una
colleja a cada uno.
—Señor Baranski —empezó Aiden—, Gio trajo unos
sándwiches a casa de Franchesca esta semana. Dijo que
eran de su charcutería. El mejor sándwich que he probado
en mi vida.
Hugo sacó pecho y dijo:
—El secreto está en la carne. Tienes buen gusto para los
sándwiches. Yo te apruebo. —Y volvió a mirar la tele ipso
facto.
Frankie puso los ojos en blanco y le susurró:
—Bienvenido al sexto círculo del infierno.
Aiden le guiñó un ojo y le dijo:
—Pues ya verás cuando conozcas a mi familia.
Capítulo 32

—Has conocido a Frankie en el momento perfecto —


comentó May mientras se servía otra copa de vino—. En
unos años sus óvulos no valdrán para nada.
—¡Mamá! —Frankie parecía más molesta que
horrorizada—. Deja mis óvulos en paz. Estamos empezando.
¿Y si se disfraza de payaso y asesina a gente con un hacha?
—¡Anda ya!
—¿Cómo lo sabes?
—Me ha traído flores y vino. Los payasos no tienen
modales. —Por lo visto, ni Dios rebatía la lógica de May
Baranski, advirtió Aiden.
—Agradezco que piense que soy buena persona, señora
Baranski.
—Llámame «mamá».
—¡Mamá! —Franchesca se tapó la cara con las manos y
Aiden bebió cerveza para disimular que se estaba riendo—.
¡Ponlo ya en el testamento, si eso!
—Cuando te pida matrimonio —insistió May con una
testarudez que sin duda había heredado su hija.
—Bueno, Aiden, ¿a qué te dedicas? —La atención de
Hugo se había amplificado ahora que se había acabado El
precio justo.
Frankie le apretó el muslo por debajo de la mesa. Le
estaba enviando un mensaje tácito, pero, por desgracia
para ella, su paquete lo interceptó.
Aiden carraspeó y le dio un trago a la cerveza.
—Yo también soy empresario.
Cuando Frankie rio por la nariz, Aiden le dio un apretón
en la base del cuello.
Para él, un empresario era un empresario, con
independencia del número de empleados y oficinas que
tuviese. El padre de Frankie era su propio jefe y ofrecía un
servicio a la comunidad. Aiden lo valoraba y lo respetaba.
—Papá, Aiden es el director de operaciones de Kilbourn
Enterprises —explicó Frankie. Más que presumir, parecía
que se disculpara.
Marco silbó y soltó:
—¡Madre mía, si todo el centro es tuyo!
May abrió los ojos como platos y cogió su copa de vino.
—Franchesca, acompáñame a la cocina.
Aiden y Frankie se miraron.
—No falta nada en la mesa, mamá —señaló Frankie.
—Ya. —El tono de May no dejaba opción a réplica.
Aiden notó un dolor sordo en la base del cráneo: la
jaqueca que le había augurado Frankie. «Ya está», pensó. A
todas las madres se les hacían los ojos chiribitas al saber
que su hija había pescado a un Kilbourn.
Frankie le dio un apretón en el muslo y siguió a su
madre a la cocina.
—¿En qué lío te has metido? —bramó May Baranski
desde los confines de la cocina.
—Mi madre cree que la cocina está insonorizada —
explicó Gio.
—Vas a querer otra birra —vaticinó Marco.
—Él y todos. —Hugo suspiró y añadió—: Lo siento,
Aiden.
—¿Voy? —preguntó Rachel.
Marco le pasó un brazo por los hombros y contestó:
—Sería peligroso para el bebé, hazme caso.
—¿Que en qué lío me he metido? ¿De qué vas? —bramó
Frankie.
—Es millonario —arguyó May—. No puedes casarte con
un tipo así.
—Siento ser yo quien te lo diga, pero tendrías que
cambiar la eme por una be. Y no quiero casarme con él. Es
buen tío. Nos lo pasamos bien.
En toda su vida, nadie lo había descrito como un buen
tío.
—Tienes treinta y cuatro años, Franchesca. ¿A qué
esperas para sentar la cabeza?
—¡A encontrar al chico adecuado! No todos tenemos la
suerte de conocer a nuestra alma gemela en el instituto. —
Por lo visto, Frankie también creía que la cocina estaba
insonorizada.
—¡Él juega en otra liga! ¡No puedes pretender que te
considere una igual! —gritó May.
—¿Crees que permitiría que un tío me tratase como si
fuese inferior a él? —exclamó Frankie.
—No me gusta lo vuestro. Ni un poquito. Una cosa es ser
amiga de Pru y otra muy distinta es salir con un hombre
que posee medio Manhattan.
—Ahí exageras.
—¿Exagerar? ¿Yo? ¡Jamás!
—Siempre exagera —comentó Rachel, que le sonrió
compasiva.
—Eh, Aide —intervino Gio de pronto—. ¿Qué opinas de
los Knicks?
—¿De los Knicks? Que llegarán a la semifinal o a la final
y todo. —Aiden agradeció que le echase un cable.
—A Marco y a mí nos sobra una entrada para el partido
del martes. ¿Te apuntas?
Aiden intentó recordar cuándo había sido la última vez
que lo habían invitado a algo que no estuviera relacionado
con los negocios. No lo consiguió.
Los gritos de la cocina incrementaron de volumen.
—Es un buen tío con el que no voy a casarme, mamá.
Relájate.
—¡A mí no me hables así, Franchesca Marie!
—Tú eres la que se está comportando como una chiflada
delante de un tío majísimo que me cae superbién.
—¡No me estoy comportando como una chiflada! Me
aseguro de que mi hija no se junte con una panda de
vividores. ¿Y si le da por llevarte a Mónaco o a San
Bartolomé? ¿Y si te mete en las drogas? Todas las famosas
van a rehabilitación.
—Madre mía, mamá, ¡que no tengo trece años! Y Aiden
no me meterá en las drogas.
—No quiero que te olvides del máster por una cara
bonita y unos billetitos.
—¡Madre! Desde que tengo veintidós años no dejas de
repetirme que te mueres de ganas de que me case.
—Pero con un buen chico de Brooklyn que te dé una
familia y una casa bonita a tres manzanas de la nuestra. No
con un millonetis que te exhibirá como a un trofeo.
—¿Y acaso no lo soy? —inquirió Frankie a pleno pulmón.
—Creía que habías dicho que no te casarías con él —
exclamó May.
—¡Ya sabes cómo soy! ¡Basta que me niegues algo para
que lo quiera!
—El martes me va bien —respondió Aiden.
—Guay —dijo Marco.
—¿Quedamos en el estadio? —propuso Gio.
—Por mí sí —contestó Marco.
—Por mí también.
—¿Quién se atreve a ir a por otra ronda? —preguntó
Hugo.
—Ya voy yo, anda —dijo Rachel mientras se levantaba de
la mesa.
—Ten cuidado, cielo —le advirtió Marco, a quien ya no le
preocupaba tanto el bienestar de su futuro hijo al haber
unas birras en juego.
Rachel enfiló el pasillo aguantándose la barriga.
—Se oye todo lo que decís —les informó.
—Qué va —replicaron las dos Baranski.
—Anda que no —insistieron los Baranski desde el
comedor.
—¿Has visto lo que has hecho, mamá?
—¿Yo? ¡Eres tú la que ha traído a un trillonario a comer!
—Aún se oye —bramó Gio.
—Qué va —insistió May.
Pero cesaron los gritos, y, tras unos cuantos susurros en
alto provenientes de la otra punta del pasillo, Frankie,
Rachel y May reaparecieron. Frankie y May se llenaron la
copa hasta arriba.
Rachel agitó cuatro cervezas y las repartió.
Aiden se bebió lo que le quedaba de birra y fue a por la
otra.
—Qué bueno el pollo —comentó.
Marco rio por la nariz y se atragantó.
—Nos alegramos de que lo hayas disfrutado —repuso
May con una sonrisa amable.
Frankie le sacó el dedo a su hermano.
Marco la imitó, pero su madre lo pilló. May se levantó de
la silla, se acercó a su hijo como si nada y, justo cuando
este relajaba los hombros, le dio una colleja.
—¡Compórtate!
—Ha empezado Frankie —replicó Marco.
Frankie volvió a sacarle el dedo.
—¿Ves? ¡Mira!
Frankie cogió el tenedor y se puso a comer con cara de
no haber roto nunca un plato.
—Tú flipas, Marco.
May le dio una colleja a Gio de camino a su sitio.
—¿A qué ha venido eso? —le preguntó su hijo.
—Te he visto mover el dedo —señaló—. Mejor prevenir
que curar.
May se sentó con afectación. Frankie y sus hermanos la
observaron con atención. En cuanto vieron que se centraba
en su plato, se enseñaron el dedo corazón.
—La madre que os parió. ¿Cuándo os habéis vuelto
gilipollas? —Hugo suspiró.
—¿Cómo? ¿Qué han hecho? —preguntó May.
—Nada —contestaron los tres hermanos Baranski.
—¿Seguro que quieres aguantar esto? —le preguntó
Rachel a Aiden—. Aún estás a tiempo de huir.
Aiden disimuló la risa con una tos.
—No espantes al trillonario. Es la última oportunidad de
Frankie de no tener un bebé probeta —dijo Marco en
broma.
Aiden le sacó el dedo a Marco y los comensales se
partieron de risa. Todos salvo May, que se levantó con
tranquilidad y le dio una colleja.
—¡Mamá! —gritó Franchesca, horrorizada.
—Me da igual que sea trillonario. ¡En mi mesa no se
saca el dedo!
En cuanto miró su plato, los seis se lo enseñaron.
Capítulo 33

Al final, Frankie tuvo que llevar a Aiden a casa en su


propio coche porque había bebido más de la cuenta con su
padre y los tontos de sus hermanos. Era un borracho
adorable; se pasó las ocho manzanas que había hasta llegar
a su casa alabando cómo pisaba el freno y ponía el
intermitente.
Frankie metió la llave en la cerradura y empujó a Aiden
para que entrase. Dejó las llaves en la encimera de la
cocina y se descalzó.
—Qué comida más movidita —comentó.
—No me ha quedado claro. ¿He aprobado? —inquirió
Aiden mientras se quitaba el abrigo y lo colgaba con
cuidado en el endeble perchero que estaba más torcido que
la torre de Pisa.
—¿El qué? —preguntó Frankie mientras sacaba dos
vasos del armarito de la cocina.
—El examen de tus padres.
Frankie se echó a reír y respondió:
—Mi madre te ha dado un coscorrón. No se me ocurre
un galardón mejor.
—No es lo que te ha dicho en la cocina.
Frankie le pasó un vaso de agua y un ibuprofeno.
—Lo has oído, ¿eh? —Se hizo un ovillo en el sofá y se
sentó sobre sus pies.
Aiden se sentó a su lado y se quedó mirando la pastilla
que tenía en la mano.
—Va. Siempre me dan dolor de cabeza —comentó
Frankie en broma.
—Qué amable —le dijo Aiden mientras le sonreía con
cariño.
Se dio el gusto de atusarle la mata de pelo.
Aiden se apoyó en el cojín y cerró los ojos.
—Qué gustito —murmuró.
Era difícil resistirse al Aiden piripi y vulnerable.
—¿De verdad te importa caerles bien? —inquirió Frankie
mientras se preguntaba si le estaría tomando el pelo.
—Pues claro —aseguró mientras ladeaba la cabeza para
mirarla—. Si tu familia es importante para ti, para mí
también.
—¿Mi padre y tú le habéis estado dando al bourbon a
escondidas?
—Solo un par de veces —contestó Aiden, vuelto hacia
ella—. Eh, ¿sabes qué hacen algunas personas los
domingos por la tarde?
—¿Comprar países pequeños? —aventuró Frankie. Aiden
descansó la cabeza en su pecho y ella siguió acariciándole
el pelo despacio.
—Ja, qué graciosa. He oído que hay gente que se echa la
siesta.
Le tiró del pelo para obligarlo a mirarla.
—¿Nunca te has echado la siesta un domingo por la
tarde?
—Claro. Cuando tenía tres años —contestó con una
sonrisita.
—Las siestas de los domingos son lo mejor del mundo. Si
los ricos no pueden echárselas, no quiero ser rica nunca.
Aiden se arrimó a ella y enterró la cara en su pecho.
—¿Te la echas conmigo?
—Quítate los zapatos —le ordenó.
—Vaaale. —Se quitó los mocasines de Ferragamo,
primero uno y después el otro.
—¿Siempre eres tan mono cuando bebes? —preguntó
para chincharlo mientras retiraba la manta del respaldo del
sofá y lo tapaba con ella.
—Bebo demasiado —murmuró con los ojos cerrados.
—Ah, ¿sí?
—Me automedico.
—Nunca te he visto borracho —señaló Frankie mientras
se colocaba bien el cojín.
—No me gusta ponerme baboso —repuso entre bostezos.
—Es verdad, no te pega —convino ella.
—Eh, ¿me acompañas a una cena esta semana?
—¿Dónde? —preguntó para ganar tiempo.
—En un museo. Es una gala benéfica. Mi madre
colabora.
—¿Irá tu familia?
—Ajá. Todos. Hasta el capullo de Elliot.
Frankie rio ligeramente y respondió:
—Pues va a ser que no.
—¿Por? —Parecía disgustado.
—No creo que sea buena idea. Es mejor que nuestra
relación siga siendo… secreta.
Aiden alzó la cabeza y la miró ceñudo.
—Acabo de conocer a tu familia —señaló.
—Ya. Pero eso es distinto. No creo que deba adentrarme
en tu mundo. ¿Vale?
Su relación era temporal, y Frankie no quería que lo
olvidasen. Conocer a su familia era una cosa. Habían
sacado de quicio a su madre. Misión cumplida. Pero
conocer a la familia de Aiden sería toda una declaración de
intenciones, y no le iba ese rollo.
—Ojalá vinieses. Me ha gustado conocer a tu familia, y
la mía no pega tanto.
Frankie volvió a reír.
—Eso es que tienes en el bote a mi madre.
—¿Aunque sea trillonario?
—No te habría arreado si no le cayeses bien.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo. —Y, contra su buen juicio, lo besó en la
coronilla. Su pelo era suave y sedoso—. ¿Qué te echas en el
pelo?
—Cosas, no lo sé. ¿Dormimos ya?
—Vale, venga.
La abrazó por la cintura y al momento se quedó frito.
Frankie procuró no pensar en lo a gusto que estaba. Se
iba a echar una siesta en el sofá con el buenorro de su
novio un domingo. No era real, pero eso no quitaba que
estuviera de lujo.
Unas caricias suaves la despertaron poco a poco. No le
hizo falta abrir los ojos para saber que era Aiden tocándole
el pelo.
—Mmm —murmuró.
—No recuerdo cuándo fue la última vez que me eché
una siesta —murmuró Aiden.
Se habían movido mientras dormían y ahora Aiden la
abrazaba por detrás y atusaba su melena abundante y
alborotada.
—Lo que te pierdes —dijo ella mientras se daba el lujo
de desperezarse.
—No sabía cuánto —aseguró él cerca de su oreja. Al
pegarse a él, Frankie se vio recompensada con una
erección descomunal.
—¿Siempre te despiertas empalmado? —le preguntó.
Aiden le cogió un pecho por encima del jersey y
respondió:
—Cuando me despierto a tu lado, sí.
Sonaba adormilado pero sobrio. Y había algo irresistible
en cómo le pasaba los labios por el pelo, por el cuello…
—¿Seguro que no quieres pensarte lo de la cena de esta
semana? —preguntó mientras estrujaba la tierna carne de
su seno.
—Mmm… ¿Conocer a tu familia? ¿Posar para las
cámaras? ¿Quedarme de brazos cruzados mientras
deslumbras a todos? No, gracias.
Aiden suspiró. ¿De decepción? ¿De alivio?
—Pero tal vez pueda hacer algo para compensarte —
añadió mientras se volvía hacia él y lo agarraba del
paquete.
Capítulo 34

Aiden se metió las manos enguantadas en los bolsillos y


observó a la multitud que se abría paso para entrar en el
Madison Square Garden. No había ni rastro de los
hermanos Baranski, y por un brevísimo instante le
preocupó que lo de la invitación hubiese sido coña.
Esas cosas a él no le pasaban. No con su apellido. A lo
largo de su vida, le habían invitado a todos los cumpleaños,
bar mitzvá y bodas. Sin embargo, solía haber condiciones.
De ahí que hubiese esperado el partido con ansia. Gio y
Marco no tenían pinta de controladores. ¿Cómo sería
disfrutar de una noche siendo uno más?
Le había hecho mucha gracia lo pasmada que se había
quedado Frankie cuando le había dicho que no podrían
quedar para echar un polvo porque iba a salir con sus
hermanos. A las mujeres había que mantenerlas alerta.
Últimamente sentía que Franchesca llevaba las riendas de
la relación. Al haberle dicho que no esa noche, sentía que
el poder volvía a estar un poquito más equilibrado.
—¡Eh, Kilbourn!
Aliviado, se volvió hacia la persona que lo había llamado
y vio a Gio y Marco abrirse paso para llegar hasta él.
—Qué guay que hayas venido —le dijo Gio mientras le
daba una palmada en el hombro.
Se saludaron. Los hermanos iban con la camiseta de los
Knicks. Aiden, que no estaba seguro de cómo debía ir
vestido para salir con los hermanos de su chica, se había
decantado por algo sencillo: unos vaqueros y un jersey.
—¿Listos para dejar de pasar un frío de cojones? —
preguntó Marco mientras buscaba las entradas en el
bolsillo del abrigo.
—¿Dónde nos sentamos? —quiso saber Gio, que se
calentó las manos con vaho y se las frotó. Aiden se
preguntó si los Baranski recordaban alguna vez ponerse
guantes.
—A ver, no estamos en el quinto pino, pero tampoco en
primera fila —contestó Marco mientras agitaba las
entradas.
Aiden se lo pensó un momento y se metió una mano en
el bolsillo.
—En realidad sí —dijo mientras sacaba las entradas.
Confiaba en que no les pareciese excesivo. Pero, cuando lo
habían invitado, le había hecho una ilusión tremenda, y no
en plan «voy a comerme el mundo». Aparte de Chip, tenía a
cuatro amigos contados, y le hacía mucha gracia lo
normales que eran los hermanos de Frankie.
—¡¿Es coña?! —Gio le quitó las entradas de la mano.
No sabía si iba a pegarle o a abrazarlo.
—¡¿En primera fila?! —exclamó Marco.
—Espero que no os importe…
—¿Que no nos importe? —Para su sorpresa, Marco le dio
un abrazo de machotes y lo levantó del suelo y todo.
—Es un sueño cumplido, en serio —comentó Gio, que no
dejaba de mirar las entradas. Aiden no estaba seguro, pero
le dio la impresión de que se le habían humedecido un poco
los ojos.
Marco volvió a dejarlo en el suelo y le dio una palmada
en el hombro a su hermano.
—¿Tiene ojo Frankie o no tiene ojo?
—Pues díselo a ella —soltó Aiden sin pensar.
—¿Te las está haciendo pasar canutas o qué? —preguntó
Gio, compasivo.
Aiden vaciló. La lealtad familiar establecía que los
hermanos de Frankie apoyarían a su hermana a ultranza.
—Es guay —respondió Aiden para salir del paso.
—Es de armas tomar —apuntó Marco—. Si vas en serio
con ella, tendrás que currártelo.
—Y hacer horas extras —agregó Gio.
—Es un hueso duro de roer —dijo Marco.
—No sé si quiere seguir con la relación o está deseando
que se acabe.
Los hermanos se miraron y rieron.
—¿Qué tal si entramos y lo hablamos mientras nos
tomamos unas cañas y unos sándwiches de carne?
—Pero rapidito. Un momento —dijo Gio mientras le
quitaba a Marco las entradas que este había comprado—.
Eh, chaval. —Paró a un adolescente larguirucho que llevaba
la camiseta de los Knicks—. ¿Tienes entradas?
El chico negó con la cabeza.
—Qué va.
—Pues ya sí. —Gio se las tendió con una floritura.
—¿Va en serio? —El chico las miró boquiabierto, como si
el mismísimo Papá Noel le hubiese dado un regalo mágico.
—Hoy por ti, mañana por mí —respondió Marco la mar
de contento—. Andando. —Y encabezó la marcha.
—Me siento como Oprah —reflexionó Gio, a la zaga.

***

Para ser un partido de baloncesto, no dejaban de pasar


cosas. Había valido la pena pagar una millonada por
sentarse en primera fila y ver a Gio y Marco pegarse de la
emoción.
—Es la mejor noche de mi vida —declaró Gio cuando una
de las animadoras de los Knicks le lanzó un beso.
—De las diez mejores fijo —comentó Marco mientras
masticaba su sándwich.
Juntos, se burlaron de los jugadores y gritaron con el
público. Aiden se sentía uno más. No se imaginaba viviendo
una noche así con su medio hermano. Él y Elliot no tenían
mucho en común, por no decir nada. Eran leales el uno con
el otro porque así lo exigían las circunstancias, pero no
estaban tan unidos como los hermanos Baranski.
—¿Estás emocionado por ser padre? —le preguntó Aiden
a Marco.
—Ya ves. —Marco se encogió de hombros—. No me lo
esperaba. Pero es que con Rachel soy muchísimo más feliz.
Y mira que ya lo era antes.
—¿Sabéis qué va a ser? —le preguntó Aiden.
—Una niña —contestó Marco, orgulloso. Le clavó un
dedo en la mejilla y agregó—: Pero Rachel quiere
sorprenderse, así que no abrió el sobre. Ni tampoco yo,
¿queda claro?
Aiden esbozó una sonrisilla y aseguró:
—Soy una tumba. ¿Lo sabe Frankie?
—Aún no. —La forma en que lo dijo le hizo pensar que
los hermanos Baranski no se guardaban muchos secretos.
«Qué dinámica más interesante», pensó. Se había
pasado la vida con una familia que decidía por él, con
amigos en los que casi no confiaba y con cientos de
conocidos que lo venderían a la primera de cambio. No se
parecía en nada al vínculo que tenían Gio y Marco.
Entre jugadas, los hermanos le explicaron amablemente
todo lo que debía saber acerca de Frankie.
—Tienes que entender que Frankie busca algo como lo
que tienen nuestros padres —dijo Marco, que bajó el último
trozo de sándwich con un trago de su carísima cerveza.
—Un compañero —añadió Gio—. No se conformará con
menos.
Menos era justo lo que habían acordado.
—¿Y cómo demuestra uno que puede ser un buen
compañero? —preguntó Aiden.
—Primero de todo, no te dejes manejar. No hagas todo lo
que te pida. Por ejemplo, te llama por la noche y te propone
que vayas a su casa. Dile que no puedes y no le pongas una
excusa.
—Eso hará que se suba por las paredes —agregó Marco
con una sonrisa de aprobación.
—No estaréis aconsejándome mal para que la cague,
¿no? —preguntó Aiden con suspicacia.
Marco, más serio que nunca, se acercó a él y le aseguró:
—Con los asientos que nos has conseguido para los Jets,
ni de coña, tío. No te vacilaríamos. ¡Qué coño! Si estamos
deseando que os caséis y tengáis ocho hijos.
—Frankie se ha criado con nosotros. Es básicamente un
tío sin paquete —explicó Gio para volver al tema que los
ocupaba—. Háblale como si fuera la vicepresidenta de tu
empresa. No le digas cosas como «Ahora no, cielo, que
están hablando los hombres». Te cortaría los huevos y los
metería en el tarro de la mantequilla de cacahuete.
Marco asintió.
—Eso. Es lista. Háblale como si lo fuera.
El público abucheó cuando les frustraron el
contraataque.
Gio le puso una mano en el hombro a Aiden y le dijo:
—Mira, tío. Si no buscas un para siempre, no marees la
perdiz. Que solo quieres un rollete, estupendo, ten solo un
rollete. Pero no trates de entenderla si pretendes dejarla la
semana que viene, ¿vale?
—Vale —aceptó Aiden. No sabía si quería un para
siempre, pero lo que tenía clarísimo era que quería más
que solo la semana siguiente.
—Bien, porque no me haría gracia tener que darte una
paliza después de que nos hayas conseguido asientos en
primera fila —intervino Marco—. A ver, que te la daría de
todas formas, pero te pegaría más flojito.
—Oye, ¿y qué se siente al saber que puedes comprarte
lo que te dé la gana? —preguntó Gio.

***

—Hola, preciosa —saludó Aiden tras cogerle el teléfono a


Frankie. Se metió un dedo en la otra oreja para oírla más
que al barullo.
—Os he visto a ti y a tus dos secuaces en la tele —le
comentó.
—Dime que lo has grabado.
—Sí. Hasta he hecho fotos de cómo te trepaban como si
fueras un árbol cuando estaban a punto de meter un triple
en el último segundo. Te acuerdas de con qué miembro de
la familia sales, ¿no?
Aiden sonrió.
—¿Es Frankie? —preguntó Gio entre dientes.
Aiden asintió. Marco le birló un boli a la camarera y le
escribió una nota en la servilleta.

«No vayas a su casa».

—¿Dónde estáis ahora? —le preguntó Frankie.


—Celebrando la victoria con medio estadio en un bar —
contestó Aiden.
—¿Estás bebiendo? —le preguntó.
Recordaba vagamente haberle confesado su
dependencia antes de quedarse dormido encima suyo el
domingo por la tarde. No sabía si le gustaba o le molestaba
que estuviese tan pendiente de él.
—Me he tomado una caña durante el partido y otra aquí
—le informó.
—Así me gusta.
Se negaba a reconocer que su halago se la había puesto
dura. Le entraron ganas de verla, de tocarla y de
saborearla.
Marco le tiró otra servilleta a la cara.

«¡Sé fuerte!».

—Vivo para servir —repuso él con tono distendido.


Consternados, Marco y Gio negaron con la cabeza.
—¿Vuelves a Brooklyn con ellos? —preguntó Frankie con
aire inocente—. Así ves el camisón de encaje tan mono que
llevo puesto.
A otro perro con ese hueso. Seguro que iba con una
camiseta de tirantes y mallas y estaba arrebujada en un
montón de mantas.
—No creo, pero eres más que bienvenida en Nueva York
—respondió. Se la imaginó en su dormitorio, con su melena
oscura desparramada por sus sábanas blancas y las luces
de la ciudad entrando por las ventanas. Deseó que
aceptara. Lo deseó más que nada en el mundo.
—Mañana madrugo —dijo—. No volváis tarde.
—Mañana hablamos —repuso con la esperanza de que
cambiase de opinión.
—Que descanses, Aide.
—Que descanses, Franchesca.
Capítulo 35

Aiden abrió la puerta de su casa, ignoró las flores frescas


de la mesa del vestíbulo y enfiló el pasillo que conducía al
dormitorio. Guardó la cartera y los gemelos en los
compartimentos correspondientes de su armario. Se quitó
la chaqueta y los zapatos, los devolvió a su sitio y se puso
unos vaqueros y su sudadera de Yale favorita.
Ropa cómoda.
Había tenido otro día duro en la oficina. Al fin la junta
había elegido a un director financiero que todos
soportaban. Todos salvo Elliot, que había abandonado la
reunión rabioso como un niño con una pataleta. Su padre
había hecho caso omiso de su espectáculo y había pasado
al siguiente punto del orden del día.
Habían sido todos muy indulgentes con Elliot al pasar
por alto su incompetencia. Una incompetencia con la que
Aiden podía lidiar. No le gustaba, pero la toleraba. Sin
embargo, los estragos que estaba causando adrede su
medio hermano en la familia y la empresa eran otro cantar.
Los Kilbourn eran muchas cosas. Unos manipuladores de
mierda, unos cabrones despiadados y unos enemigos
competitivos. Pero nunca le daban la espalda a la familia.
Aiden se lo había comentado a su padre tras la reunión.
Pero Ferris lo había mandado callar con un: «Ahora no,
hijo», y lo había echado.
Por más rica que hiciese a Kilbourn Holdings, por más
valor que le aportase, su padre aún lo consideraba un niño
al que guiar.
Pero la desazón que lo carcomía por dentro era más por
Franchesca que por el trabajo. Le ponía pegas a todo
menos a que se acostaran. Le exasperaba proponerle
planes, ya que los rechazaba por sistema. Se comportaba
como si se la sudase su vida. Sin embargo, cuando estaban
juntos, estaba seguro de que ella lo sentía; esa atracción
magnética que hacía que orbitasen uno alrededor del otro.
Estaban conectados. Y, mientras que ella solo parecía
interesada en explorar esa conexión bajo las sábanas, a
Aiden le sabía a poco.
Y eso lo inquietaba.
Al entrar en la sala de estar, reparó en el decantador de
la mesita auxiliar. Se había vuelto una costumbre tomarse
una copa nada más entrar por la puerta. Y otra mientras
trabajaba un par de horas en su estudio para terminar lo
que no había podido hacer durante el día. Y una tercera
mientras leía o veía un partido.
No bebía para emborracharse, sino para relajarse. No
era dolor lo que sentía. Era algo más indefinido.
¿Insatisfacción? ¿Vacío? ¿Soledad?
Al echar un vistazo a la estancia, ¿era de extrañar,
acaso? Había contratado a un interiorista. La gente de su
estatus no elegía sus muebles. La empresa había llevado a
cabo un trabajo nada despreciable: le habían llenado la
casa de objetos que en su mayoría le gustaban o de los que,
al menos, no tenía que preocuparse. El sofá de cuero era
un pelín moderno y duro, pero pegaba con el salón.
Su padre siempre decía que los ricos no tenían tiempo
de disfrutar de sus muebles. Estaban muy ocupados
ganando dinero.
La madre de Aiden no compartía su opinión e insistía en
que Ferris se sentase a charlar un rato. En general, le
robaban cinco, o tal vez diez minutos, antes de que se
levantara de su sillón orejero tapizado de seda y volviera al
tajo. Para su padre, el trabajo lo era todo. El éxito se definía
para él por la cantidad de horas invertidas en el trabajo y
por la cantidad de ceros que figuraban en la cartera de
valores. Era una manera calculadora de ver el mundo. Y
Aiden había caído en la misma trampa.
Repasó con un dedo el marco de mármol de la chimenea
ante la que no se sentaba jamás. Los sillones de cuero que
flanqueaban la lumbre nunca habían tenido invitados. La
barra completamente abastecida que había empotrada en
la estantería solo la usaba una persona.
Había considerado esa casa su santuario, pero ahora se
le antojaba una réplica bidimensional de un hogar, de una
vida.
Volvió a mirar el whisky. La copa no lo llamaba con
ningún canto de sirena; solo era una costumbre. Detestaba
la debilidad, y que se hubiera vuelto dependiente sin
enterarse lo mortificaba. Le había confesado a Frankie que
creía que bebía demasiado. ¿Por qué se lo había dicho?
¿Por qué le había dado esa arma? Se frotó la cara y fue
hasta el piano que ya no sabía tocar. No le parecía
prudente compartir confidencias con ella. Y menos ahora
que le había dejado claro que no le correspondía. Pero no
podía evitar ofrecerle pedazos de su alma. Sacrificios a una
diosa cruel, concluyó.
Salvo que no era cruel. No era indiferente. Era… cauta.
Y quizá hiciera bien en desconfiar.
Llamaron al timbre. Aiden arrugó el ceño. Pocas
personas tenían acceso a su planta. Su madre lo habría
llamado antes.
Fue hasta la puerta y vio a su padre al otro lado.
Ferris Kilbourn entró con las manos en los bolsillos,
fingiendo despreocupación. Ferris y su mujer, la madre de
Elliot, vivían a dos manzanas de allí, en un ático de dos
pisos espectacular. No obstante, pese a lo cerca que vivían,
apenas se visitaban.
—Qué sorpresa —dijo Aiden mientras cerraba la puerta.
—He pensado que estaría bien hablar fuera de la oficina
—repuso Ferris mientras observaba la estancia como quien
se aburre en un museo.
—¿Te apetece una copa? —le preguntó Aiden.
—¿Tienes Macallan?
—Claro.
Aiden entró primero en la sala de estar y le sirvió una
copa. Dudó, pero se sirvió una él también. Le pasó una a su
padre y se sentó a propósito en un sillón.
Ferris se desabrochó la chaqueta, se sentó en el sofá y
apoyó un brazo en el respaldo. Aiden se parecía físicamente
a su madre, morena y de ojos azules. Su padre había
heredado el cabello rojizo de sus antepasados irlandeses,
pero esos rasgos ya casi habían desaparecido. Y lo que
quedaba era muy cortito. Se afeitaba hasta el último pelo y
siempre siempre iba trajeado. Su padre era la clase de
hombre que llevaba corbata la mañana de Navidad. Y no
una corbata ridícula en la que saliese Papá Noel, no. Él
prefería una de marca.
Aiden esperó a que su padre se aclarase las ideas. A
ninguno le gustaba hablar por hablar, y el silencio tenía
poder.
—Estoy pensando en jubilarme —anunció Ferris sin
rodeos.
—¿En qué? —Para que su padre hubiera soltado
semejante bomba, debía de haberlo meditado, planificado y
puesto en marcha. Pero jubilarse no entraba en los planes
de Ferris.
Ferris observó su copa y continuó:
—Me he dejado la piel por esta empresa. Hemos logrado
algo que ni tu abuelo ni tu bisabuelo habrían imaginado
jamás.
—¿Y te parece bien irte sin más? —preguntó Aiden. Dejó
su bebida intacta en la mesita auxiliar de nogal y apoyó los
codos en las rodillas. Relajó las manos entre ellas.
—Jacqueline y yo vamos a divorciarnos —anunció Ferris,
que soltó el segundo bombazo como quien habla del
tiempo.
—¿Cómo dices?
—He conocido a otra. Mi relación con tu madrastra ha
seguido su curso. Ya hemos hablado con nuestros abogados
para que lleguen a un acuerdo.
—¿Qué mosca te ha picado?
Ferris tomó un sorbo de whisky y suspiró.
—A lo mejor es la crisis de la mediana edad, pero estoy
disfrutando como nunca, que ya tocaba.
—Me alegro por ti —dijo Aiden. Seguramente así fuera.
No lo tenía claro. No había estrechado lazos con su
madrastra, que, como era lógico, prefería a su hijo antes
que a él. No podía decir que lamentaría no tener que volver
a aguantar sus constantes listas de tareas pendientes, de
las que hablaba sin parar.
«Tengo que ir a la peluquería y al dermatólogo. Luego
he quedado para comer con el club de fulano. Después
tengo clase de spinning. Luego tengo una junta con
mengano. No sé de dónde voy a sacar tiempo para cenar.
La gente me pregunta cómo me lo monto. Pero ¡no se dan
cuenta de que no puedo más!». Siempre yendo de mártir.
—Se llama Alice. Es diseñadora de moda. No de alta
costura, sino de ropa deportiva y para salir a la calle. Es
lista y vivaracha. En primavera nos iremos de crucero por
las Bahamas hasta verano.
Aiden se apuntó mentalmente que debía ponerse en
contacto con sus abogados de inmediato para que
redactasen el borrador de un contrato prematrimonial
blindado antes de que Alice pasase a apellidarse Kilbourn.
Miró al hombre que se asemejaba a su padre pero que
hablaba como un completo desconocido. Sin embargo, tal
como Ferris le había enseñado, no valía la pena mostrar
sorpresa o perplejidad en ninguna circunstancia. Hasta su
padre estaba perdiendo la cabeza.
—Enhorabuena —le dijo.
Ferris hizo ademán de brindar.
—He levantado un imperio. Ya es hora de que disfrute
del resultado.
«¿La crisis de la mediana edad? ¿O tal vez un tumor
cerebral que aún no le han detectado?». Quizá no estuviera
de más que fuera a ver a su médico privado favorito.
—Sin duda, te mereces gozar de tu tiempo como creas
oportuno —repuso Aiden.
—No seguiría adelante con esto si no confiase al cien
por cien en tu capacidad para ocupar mi puesto como
director general. Llevas toda la vida preparándote para
asumir el cargo. Sé que no me decepcionarás.
—¿Y qué pasa con Elliot? —preguntó Aiden.
—Sé que no estás de acuerdo con el castigo que le
impuse por lo de las Barbados…
—Papá, secuestró a una persona.
Al menos tuvo la decencia de parecer avergonzado.
—Un asunto familiar que se le fue de las manos.
—Un delito lo mires por donde lo mires.
—Siempre ha querido ser como tú. Y, por desgracia para
él, nunca lo será. No puedes culparlo por ser impulsivo. Lo
eclipsas. Se porta mal porque no es tú; no puedo castigarlo
por eso.
—Elliot no mira por la familia. No mira por la empresa.
¡Mira por él!
—Y por eso cuento contigo para que lo dirijas y lo
prepares para ser un Kilbourn. Soy el primero que
reconoce que es una vergüenza.
¿Una vergüenza? De pronto, Aiden necesitó tomarse una
copa, pero se obligó a aguantarse las ganas.
—No es una vergüenza. ¡Es un peligro! Quería meter a
Boris Donaldson en la empresa por algo. —Algo que Aiden
aún no había averiguado.
—Elliot es inofensivo e insensato. Necesito que te hagas
cargo de él. Hazlo por mí, Aiden. Sé que no es fácil, pero,
cuando mi padre me cedió el puesto, yo también tuve que
tomar decisiones duras. Es lo que tiene pasar el testigo.
Algún día le pedirás algo a tu hijo.
Aiden se mordió la lengua. Tenía cuarenta tacos. Su
novia ni siquiera quería conocer a sus padres, lo cual ahora
entendía a la perfección. Criar a una nueva generación
para que cargase con el legado familiar no estaba en su
lista de tareas pendientes.
—Lo último en lo que pienso es en formar una familia —
le aseguró a su padre.
—¿No sales con alguien?
Aiden enarcó una ceja. Su padre siempre estaba al tanto
de lo que ocurría en su familia y en su empresa.
—¿Dónde lo has oído? —preguntó.
—Sé que has estado en Brooklyn.
—¿Y?
—Te pones a la defensiva —comentó Ferris, reflexivo—.
Asegúrate de que haces lo mejor para la familia.
Aiden se enfureció.
—Mira quién fue a hablar, el que viene y me dice que
deja a su esposa de la alta sociedad por una mujer que
diseña pantalones cargo.
—He cumplido. Me he pasado los últimos cincuenta años
decidiendo de un modo responsable, pensando en la familia
—contestó Ferris con frialdad—. Ahora te toca a ti. Y ambos
sabemos que esa tal Baranski no es la clase de esposa que
necesita un Kilbourn a su lado.
Aiden negó con la cabeza, incrédulo. No, Frankie no se
quedaría calladita en un rincón. Ella había nacido para
destacar.
—Concédeme esto. —Ferris no era de los que perdía el
tiempo pidiendo las cosas por favor o dando las gracias—.
Antepón a la familia.
Capítulo 36

Aiden observó la copa que había en la mesita auxiliar. Su


padre se había marchado a arreglarse para asistir a un
evento o algo así con Jacqueline. Habían decidido seguir
apareciendo juntos hasta final de mes, cuando se
separarían con discreción. Jacqueline se iría unas semanas
a la casa de la Provenza que en su día había pertenecido a
su familia, y Ferris anunciaría que se jubilaba y se
escaparía con Alice a la casa de San Bartolomé hasta que
todo se calmase.
Y allí estaría Aiden para pagar los platos rotos.
Llevó la copa a la cocina. Era toda de madera oscura y
mármol blanco. Una estancia que pocas veces usaba, por
no decir nunca. Cada tanto, cuando no podía pegar ojo, se
preparaba un sándwich de jamón y queso fundido. Tenía el
presentimiento de que sería una de esas noches.
Su padre ya no cumpliría con sus deberes familiares. El
tipo había confesado que dirigir la empresa lo había dejado
para el arrastre, y, sin pararse a pensar en cómo afectaría a
su hijo, le había pasado el testigo. Nada de «la vida no es
solo trabajar» ni «te has dejado la piel por nosotros.
Mereces tomar distancia y centrarte en algo que te guste».
Pero así era su padre: egoísta y sin escrúpulos. ¿Por qué
pensaría en los demás cuando pagaba a los demás para que
pensasen en él?
Tenía ayudantes que le llevaban galletas de tofe con
almendras para merendar. Tenía un chef personal que le
preparaba sus platos favoritos cada cierto tiempo siguiendo
un orden concreto. Tenía una esposa que le organizaba la
agenda para que solo incluyera los eventos más
provechosos. Y tenía un hijo que dirigiría el negocio
familiar mientras él abandonaba sus responsabilidades por
una novia que diseñaba cazadoras y pantalones cargo.
Aiden miró mal la copa y concentró toda su rabia en el
cristal y el Macallan. No se sintió mucho mejor después de
hacerla añicos en el fregadero. Pero al menos no había
sentido el acuciante deseo de ahogar sus penas.
Pensó en Frankie. En la vía de escape que le ofrecía. Le
permitía descansar de la empresa y de su lucha continua
por el éxito. Quizá pudiera invertir su tiempo en algo más
productivo.
Ya recogería luego. Cogió una botella de agua de la
nevera y enfiló el pasillo que conducía a su estudio.
La carpeta seguía donde la había dejado, en su mesa. La
abrió y apoyó los pies descalzos en una esquina del
escritorio. Uno de sus grupos financieros era una empresa
de seguridad pequeña a la que se le daba de maravilla
indagar con discreción en las vidas ajenas.
Frankie debía veintiún mil dólares de estudios. Nada
mal teniendo en cuenta que estaba sacándose el máster en
la Universidad de Nueva York, la misma en la que se había
graduado. Aiden podría saldar la deuda en cuestión de
horas. Pensaba hacerlo. Si supiera que Frankie tenía un
mínimo interés en él. Lo enorgullecía cuidar de sus seres
queridos. Pero, cuando uno de ellos hacía todo lo que
estaba en su mano por excluirlo, se andaba con ojo.
Quizá podía hacerle otro regalo que resultase más
beneficioso para ambos. Descolgó el teléfono de su mesa y
marcó un número.
—Al habla Aiden Kilbourn. ¿Cuánto tardaríais en
entregar lo que voy a pediros?

***

Aiden apartó el contrato que sus carísimos abogados


llevaban semanas analizando a conciencia y se centró en
los nuevos candidatos a director de sistemas de
información para otro grupo financiero. Para ser una
empresa de desarrollo de software, su gestión estaba
francamente obsoleta. Sin más dilación, le envió un correo
al director general de entonces para decirle que le costaba
creer que los únicos candidatos a ocupar el cargo fueran
hombres blancos mayores de cincuenta años. Le sugirió
que buscara otra hornada de aspirantes más «interesantes
y enérgicos».
Tenía puesto el partido de los Knicks de fondo, el cual lo
distraía más de lo habitual, ya que lo habían añadido a un
chat grupal con los hermanos de Frankie para hablar sobre
él.
Eran más de las diez; todavía era pronto para irse a la
cama. Dormía unas cinco o seis horas cada noche. Pero el
día —la tarde— le había pasado factura.
Le vibró el móvil bajo una montaña de papeles. Sin
pensar, miró la tele para ver qué había pasado, pero
estaban en un tiempo muerto.

Frankie: ¿Por qué hay tres tíos con un colchón en


la puerta de mi casa a las diez y media de la noche?

Aiden: Tu cama es una deshonra para las camas


del mundo entero.

Frankie: Pero ¡es mi cama!


Aiden: Ya no eres la única que duerme en ella.

Frankie: ¿No crees que deberías habérmelo


comentado?

Aiden: Esto es lo que habría pasado. Tú: No. Yo: Sí.


Tú: Que te follen. Yo: Vale, pero que sea en una
cama doble nuevecita. Tú: *tiene muchos orgasmos
en la cama nueva* Vale, nos la quedamos.

Frankie: Se te va la olla.

Aiden: De nada.

Al poco volvió a escribirle. Se había hecho una foto con


el nuevo colchón.

Frankie: Estoy dispuesta a darles una oportunidad


a la cama y a los orgasmos que has mencionado
antes.

Rio sin pretenderlo. Sabía lo que necesitaba Frankie y se


moría de ganas de dárselo. Pero todo con ella era una
discusión.
Empezó a contestarle, pero cambió de idea. Decidió que
se ducharía y se despejaría un rato leyendo.
No había llegado al dormitorio cuando le sonó el móvil.
Frankie.
—Hola —saludó.
—Hola, compracamas secreto. ¿Dónde has conseguido
una cama doble y un colchón a las diez de la noche? —
inquirió Frankie.
—Un tipo me debía un favor —contestó Aiden en broma.
—¿Te pasa algo? Te noto… raro.
Aiden se sentó en el borde de la cama y se estiró.
—Nada que no tenga solución —respondió en tono
jocoso.
Frankie hizo una pausa y preguntó:
—¿Quieres hablar de ello?
¿Quería?
—No sabría ni por dónde empezar —confesó.
—No irás a darme palmaditas en la cabeza y echarme
para que los colegas habléis de negocios, ¿no?
Era justo como Ferris trataba a sus esposas.
—Preciosa, sabes más de negocios que yo.
Frankie rio con voz ronca; una risa que le llegó al alma.
—Recemos para que mi profe de Responsabilidad Social
Corporativa opine lo mismo. ¿Y bien? ¿Qué ha pasado?
—Mi padre ha venido esta noche.
—Mmm, no me basta con ese dato para prejuzgar y
darte consejos que no vienen a cuento. Sigue.
Aiden se tapó los ojos con la mano libre y se deleitó con
su voz.
—Me ha dicho que se jubilará a final de mes.
—Joder. ¿Que dejará de presidir la junta?
—Lo dejará todo. Ah, y él y mi madrastra van a
divorciarse.
—¿La crisis de la mediana edad?
—Si se puede tener a los sesenta y cinco… Y se ha
echado novia.
—Cómo no. A ver si adivino. Bailarina. Espera, no, no es
lo bastante elegante. ¡Ya está! Guía de museo.
—Diseñadora de ropa deportiva.
—¡Qué guay! Al fin podrás tener todos los sujetadores
deportivos que quieras.
Aiden sonrió.
—Ojalá estuvieras aquí —soltó sin poder evitarlo.
Frankie suspiró y dijo:
—Algún día, quizá. Pero, de momento, ojalá estuvieras tú
aquí conmigo en este pedazo de cama.
Se excitó solo de imaginarla despatarrada con el pelo
extendido en todas direcciones.
—¿Y cómo te afecta a ti eso? Te busqué en internet, eres
director de operaciones. ¿Qué será de ti?
—Ascenderé a director general y asumiré más
responsabilidades, lo que incluye el mantenimiento y
cuidado de un tal Elliot Kilbourn.
—Es coña, ¿no? El niñato ese es un imbécil de
campeonato. ¿Cómo es que tu padre lo deja acercarse a
menos de quinientos metros de la empresa?
—Porque está que no caga con la diseñadora de
sujetadores deportivos.
—Vaya plan. Vamos, que tu padre te ha cargado con el
muerto para retirarse a una playa nudista de Boca Ratón.
—Para cruzarse el canal intracostero del Atlántico y
veranear en las Bahamas.
—¿Y cambiará de opinión? —preguntó Frankie
esperanzada.
—No creo. Quiere que continúe con el negocio y la
familia.
—Vaya —dijo sin emoción—. Te refieres a que quiere que
te busques a una jovencita multimillonaria con la que tener
herederos varones perfectos.
Le asombraba lo bien que Frankie entendía los
entresijos de la empresa, las expectativas de su vida.
—Algo así.
—¿Me has comprado una cama para romper conmigo?
Aiden rio, y su risa reverberó en la silenciosa habitación.
—Te he comprado una cama para follarte sin caernos al
suelo.
—No seré tu amante, Aide.
—Lo sé. Y encima quiere que prepare a Elliot para ser
vicepresidente de algún cargo respetable.
—Uf, es como si tu padre pidiese un unicornio por
Navidad. Eso no pasará.
Para ella era sencillo. Cuando se le presentaba una
decisión, si no le satisfacía, la rechazaba y a otra cosa,
mariposa. Pero la vida de Aiden era muchísimo más
compleja. ¿Dónde quedaba la gratitud por el imperio que
habían erigido las generaciones anteriores y del que
disfrutaba él ahora? ¿No debería estar encantado de
sacrificarse por ese legado como había hecho su padre?
—Entonces, ¿no saldrás a comprar esposa? —preguntó
Frankie.
—No venden de eso —contestó él en tono seco.
—No te creas. Todo tiene un precio.
—¿Y cuál es el tuyo, Franchesca?
—Mmm, supongo que depende de la moneda.
Capítulo 37

Enero dio paso a febrero y sus gélidas garras. Los


neoyorquinos se pasaban el mes yendo de un edificio a otro
por aceras grises y resbaladizas, tiritando. En cambio,
Frankie se quedaba en casa calentita con Aiden al menos
tres noches por semana.
Se llevaban mejor de lo que había esperado. Aiden era
listo, divertido y excesivamente generoso. Habían
amortizado la cama. Y ahora, cuando le tocaba dormir sola,
Frankie se ponía en el medio y abrazaba la almohada que
había usado Aiden la última vez.
Se esforzaba por no pensar en la cuenta atrás. Las
relaciones de Aiden solían durar dos o tres meses. Ellos
llevaban ya sus buenas seis semanas. No había creído que
aguantarían tanto. Es más, ninguno de los dos daba señales
de querer dejarlo.
Acabó de escribir el correo que tenía entre manos y lo
envió sin demora. Ese día trabajaba media jornada y, como
le habían anulado la clase de la tarde, podía permitirse un
lujo al que no estaba acostumbrada: disfrutar de horas
libres. Se le ocurrió preguntarle a Aiden si iría a su casa
esa noche, pero, como ya había estado la anterior, lo veía
poco probable.
Contempló las flores que le había enviado esa mañana. A
Raul le gustaba decir en broma que, mientras que Brenda
había convertido la oficina en un invernadero con tantas
plantas bonitas por todas partes, el novio de Frankie la
había transformado en una selva tropical.
Las de ese día eran exóticas y coloridas, y tenían espigas
verdes.

«Salvajes y bellas. Como tú».


A.

Sonó el teléfono de su mesa. Al descolgar, dijo:


—Pero, bueno, si es mi vieja amiga, la señora Stockton-
Randolph.
—¡Frankie! Dime que no has quedado con nadie para
comer —chilló Pru—. Hace siglos que no nos vemos.
Necesito que me digas si parezco ya una señora.
—Mándame una foto antes, que no quiero que me vean
por ahí con una señora —contestó Frankie para chincharla.
Pru, siempre tan obediente, le envió una foto de ella
bizca y arrugando la nariz.
—Uf, ni de coña me dejaré ver con eso.
—Ja, ja, qué graciosa. Hoy trabajas media jornada, ¿no?
—Sí. Salgo en veinte minutos.
—Pues, venga, espabila y ve al centro, que quiero que
me cuentes lo que os traéis tú y cierto soltero cotizado que
sonríe más a menudo desde que volvió de mi boda.
—¿Que sonríe, dices? —preguntó Frankie. Igual no era
la única que iba por la calle con una sonrisa tonta.
—Quedamos en The Courtyard en una hora —le ordenó
Pru.
—A la orden, mi señora.

***
El anfitrión llevó a Frankie por el restaurante de paredes
de bambú y arañas de luces pijas hasta la zona de bar en la
que la esperaba Pru. Su amiga iba con unos pantalones que
se amoldaban a ella como una segunda piel y un jersey de
cuello alto de cachemira que realzaba su figura. Unas botas
grises y arrugadas asomaban por debajo de los bajos
anchos de sus vaqueros azul marino.
Se abrazaron como si llevaran años sin verse en vez de
semanas.
—Te sienta bien la vida de casada —comentó Frankie
mientras se acomodaba en el asiento de cuero.
—Y a ti salir con Aiden —comentó Pru al reparar en su
abrigo.
—Eh, baja la voz. —Frankie echó un vistazo al
restaurante. Era uno de los sitios en los que los periodistas
que escribían columnas de cotilleos escuchaban
conversaciones ajenas.
—Cuéntamelo todo —exigió Pru.
—No hay mucho que contar —mintió Frankie. No estaba
preparada para expresar con palabras lo que sentía por
Aiden. A esas alturas no sabía definirlo, y no tenía prisa por
airearlo.
—Llevas seis semanas saliendo con el soltero más
cotizado de la costa este, y aún no se os ha visto juntos.
Nunca lo mencionas. Cuando no hablas de un tío es que
vais en serio.
—No vamos en serio —replicó Frankie—. Nos lo
pasamos bien, nos lo montamos bien…
Pru rio por la nariz mientras bebía agua.
—No lo dudo.
—Es guay, ¿vale? Es listo, divertido, y mucho más que el
gilipollas buenorro que pensaba que era. ¿Contenta? —
soltó Frankie.
Apareció la camarera, que les recitó de un tirón los
platos especiales del día. Pru se pidió ensalada de col
rizada con pollo al vapor. Frankie, una caña y un panini de
pavo con patatas fritas.
—¿Por qué eres así? Mis amigas ricas y esnobs se piden
zumo verde y bocados de aire —se lamentó Pru.
Frankie le dio un mordisco a uno de los colines que
había traído la camarera y respondió:
—Soy tu amiga pobre y esnob, y me chiflan los
carbohidratos. Tenía entendido que dejarías la dieta en
cuanto te quitases el vestido.
—Ahora sigo otra llamada quemagrasas post luna de
miel.
Frankie le puso el colín en la cara y lo movió de lado a
lado.
—Cómeme. Cómemeeeee…
—Madre mía, cómo te echaba de menos. —Pru suspiró,
le quitó el colín de la mano y le pegó un mordisquito.
—Eh, tú, rebelde —dijo Frankie para chincharla—. Y yo a
ti.
—Háblame de San Valentín. ¿Qué te regaló el eterno
soltero?
—Pues quiso sorprenderme con un largo fin de semana
en San Francisco. Tenía que viajar allí por trabajo, pero yo
no pude escaquearme, así que a la vuelta me trajo comida
para llevar y me regaló una pulsera.
Una pulsera muy bonita. Demasiado bonita para
ponérsela. Pero todas las noches abría la fastuosa cajita y
miraba embobada los diamantes.
—¿Ya te regala joyas? Margeaux se moriría de
admiración y de envidia. ¿Qué le regalaste tú?
—Una gorra de los Knicks.
Pru aguardó expectante.
—¿Y qué más?
Frankie se encogió de hombros y respondió:
—Y ya está. Oye, que me subí la camiseta en la escalera
de incendios cuando llegó a mi casa.
Pru torció el gesto. Era su cara de concentración; la
misma que ponía hacía años con los exámenes finales.
—¿Qué pasa?
Pru negó con la cabeza. No se le salió ni un solo pelo
rubio miel de su elegante moño bajo.
—Nada. Oye, ¿qué tal si cenamos juntos los cuatro?
Podríamos ir a The Oak Leaf.
Frankie arrugó la nariz y la frenó:
—Un momento, ¿no es ahí donde acampan los
sensacionalistas de Page Six?
Pru puso los ojos en blanco y repuso:
—¿Y qué más da? Los pasteles de hojaldre rellenos de
cangrejo que preparan allí están de rechupete, te echo de
menos y quiero veros a Aiden y a ti juntos para daros el
visto bueno. Ahora mismo se lo digo a Chip.
—No sé qué planes tiene Aiden esta noche —empezó a
replicar Frankie.
—Pues pregúntaselo. Entérate —dijo Pru sin despegar
los ojos del móvil—. Es viernes. Ya que estás aquí,
aprovecha y quédate en su casa.
—Es que no he ido nunca —se excusó Frankie mientras
le daba un mordisco más grande al colín. Se le quedó en la
garganta.
A Pru se le cayó el teléfono encima de la mesa.
—Perdona, ¿qué? Llevas casi seis semanas saliendo con
él ¿y aún no has ido a su casa? ¿Te lleva a hoteles como si
fueras una furcia?
Algunos de los clientes más próximos las miraron de
golpe.
—No soy una furcia —les aseguró Frankie—. Es que está
ensayando para una obra de teatro. —Todos volvieron a
centrarse en su plato—. ¿Quieres hacer el favor de bajar la
voz?
—No me creo que no te haya invitado a su casa. De
verdad que pensaba que lo vuestro era distinto. Chip me ha
dicho que nunca ha visto a Aiden tan…
—Para el carro. Me ha invitado muchísimas veces.
—¿Y? —Pru la miró como si estuviese hablando con una
lerda.
—Pues que vivo en Brooklyn. Entre que voy y hacemos
nuestras cosas, tendría que quedarme a dormir allí o ir
directa al curro. Coger el tren… —Dejó la frase a medias,
pues algo la reconcomía.
—Entiendo. ¿Y cuándo os veis? —inquirió Pru.
Frankie, incómoda, cambió de postura.
—Cuando viene a Brooklyn.
—¿Que es…?
—Tres o cuatro noches por semana —respondió. Cinco
veces la semana anterior.
—Entiendo —repuso Pru con afectación—. ¿Y a qué
eventos lo has acompañado? ¿A galas benéficas? ¿A fiestas?
¿Al teatro?
Frankie negó con la cabeza con cada pregunta.
—¿Has conocido a su familia? —le preguntó Pru.
—Qué va. Él quería, pero no era el momento. Él sí que
conoció a la mía.
A Pru se le iluminó la cara.
—¿En serio? ¿Y qué tal?
—Bueno, básicamente lo llevé para cabrear a mi madre.
En plan: «Mira, mamá, este es el bombón con el que salgo.
Pero ¿sabes qué? Que solo estamos tonteando, no vamos en
serio. ¡Zas!». —Frankie rio con nerviosismo, pero paró al
ver que Pru no se reía con ella.
Pru se pellizcó el puente de la nariz y dijo:
—Te lo diré con cariño porque te aprecio y quiero que
seas feliz, pero, como sigas yendo en plan reina del hielo, te
cargarás una historia preciosa.
—¿Perdona?
La camarera volvió con sus platos.
—Os los dejo por aquí —dijo al notar que reinaba un
silencio incómodo.
—¿En plan reina del hielo? —repitió Frankie.
—No finjas que no sabes por dónde voy. Estás pasando
de Aiden. ¿Por qué? Ni puñetera idea. Pero estás
boicoteando lo vuestro. ¿Tantas ganas tienes de tener
razón?
A Frankie se le cayó la mandíbula a la mesa.
—Y aprovecharé que me escuchas para decirte que, si
Aiden te invita a su casa, quiere presentarte a su familia y
llevarte a San Francisco, es porque quiere compartir su
vida contigo, atontada. Y tú machacándolo.
—No estoy…
—Y una mierda. —Pru pinchó la ensalada con una
agresividad tal que Frankie creyó ver a la col encogerse—.
Entiendo que quieras protegerte, pero no hace falta que le
hagas daño para salir indemne.
Frankie tragó saliva con fuerza.
—Solo tenemos un rollo —dijo para recordárselo a Pru y
a sí misma.
—Esa no es razón para que lo trates como Margeaux a
su ama de llaves.
Frankie se llevó las manos a la cara. Intentaba
protegerse. Pero eso no era motivo para rechazarlo
expresamente. ¿Le había hecho daño? No había sido a
propósito. Si la cosa hubiera sido al revés…
—Soy gilipollas.
—Eres una reina del hielo —la corrigió Pru sin tanta
vehemencia.
—Él ha hecho de todo por mí, y lo único que he hecho yo
ha sido rechazarlo.
—Eso quería yo —dijo Pru mientras la apuntaba con el
tenedor—. Que te sintieras culpable. Así no se trata a la
gente.
—¿Cómo lo arreglo? —le preguntó Frankie.
—Empieza por la cena de esta noche.
—¿Aún quieres cenar conmigo pese a que soy una reina
del hielo y una gilipollas?
Pru la miró por encima del hombro con aire piadoso y
respondió:
—Cariño, algunos sabemos perdonar.
—Mírala qué maja. ¿Quién es la gilipollas ahora? —dijo
Frankie.
—No quería que tus humitos se sintiesen solos.
—Le preguntaré si quiere cenar con nosotros esta
noche. Pero se lo diré en persona —decidió Frankie.
—Así me gusta. Quedamos luego en el salón de belleza y
nos vamos de compras. Para que empieces tu ronda de
disculpas públicas divina de la muerte.
Frankie miró fijamente su sándwich y preguntó:
—Oye, ¿por casualidad sabes dónde trabaja?
—Eres lo peor.
Capítulo 38

Aiden abandonó la sala de reuniones ligeramente molesto.


No le convencía el típico dicho de «si quieres algo bien
hecho, hazlo tú mismo». Sin embargo, al ver la nueva
hornada de empleados de Recursos Humanos y Marketing,
sentía que acabaría antes si realizaba su trabajo por ellos.
Se propuso reunirse periódicamente con los nuevos
empleados durante su primer año en la empresa.
Consideraba que eliminar los estratos corporativos hacía
que fluyese más la comunicación y se interiorizase mejor la
cultura corporativa.
Pero las reuniones de buena mañana eran un latazo. No,
a Kilbourn Holdings no le hacía falta tener su propio
podcast. Y no, no sustituirían las sillas por pufs y pelotas de
gimnasia ni abrirían un bar de zumos abajo.
Le hizo un gesto a su administrador, Oscar, un dictador
de la moda delgado y con acento francés que dirigía la
agenda de Aiden con una mano de hierro muy cuidada.
—Uf, qué reunión más larga —comentó Oscar mientras
se miraba el Rolex, un regalo que le había hecho Aiden por
llevar diez años aguantando las movidas de los Kilbourn.
—Supongo que no me habrás traído algo para comer
como habría hecho un buen administrador —replicó Aiden.
Su relación se parecía más a la de los hermanos de Frankie
que a la de jefe y empleado.
—Tengo algo mejor esperándote —repuso mientras
señalaba el despacho cerrado de Aiden—. Le doy el visto
bueno, por cierto.
Aiden frunció el ceño y entró en su despacho. Ver a
Frankie sentada a su mesa dando vueltas en su silla lo
desconcertó tanto que se quedó quieto un instante. Oscar
cerró la puerta, pero no sin antes despedirse.
—Que os lo paséis bien —susurró en alto.
—Hola —saludó Frankie tras dejar de girar.
—Hola —contestó Aiden, aún impactado de verla en su
despacho. Iba con el uniforme de trabajo: un trajecito
exquisito que hizo que le dieran ganas de desabrocharle la
chaqueta y meter las manos dentro. Parecía nerviosa. No
estaba acostumbrado a ver a su Franchesca así. Sin
derrochar confianza y energía.
—Espero que no te importe que haya venido —empezó a
decir mientras se levantaba del asiento.
—¡Qué va! ¡Para nada! Digo… —No había manera de
que se recompusiese. Estaba contentísimo de verla—. Me
hace mucha ilusión que hayas venido —confesó.
—¿En serio? —le dijo pletórica—. He ido al centro a
comer con Pru, y bueno, que… ¿Has quedado para cenar?
Sí. Tenía una cena de empresa. Pero que Frankie le
pidiese algo en su despacho era mil veces mejor.
—Soy todo tuyo —le aseguró. Lo decía en serio.
Frankie se ruborizó y se acercó a él tímidamente con
una bolsa de papel en la mano.
—Confiaba en que pudieses venir a cenar esta noche con
Chip y Pru.
—¿Qué hay en la bolsa?
—Sé que no tienes mucho tiempo para comer, así que te
he traído un sándwich por si no habías comido nada aún.
—¿Un sándwich de los Baranski? —preguntó mientras le
quitaba la bolsa.
Frankie se echó a reír y comentó:
—Gio te ha dejado huella, ¿eh? Recuérdame que te
prepare un club un día. Me adorarás.
Ya la adoraba.
Así se lo debió de transmitir su mirada, porque miró
primero al suelo y después a la bolsa que sujetaba Aiden.
—No es de los nuestros, sino de una charcutería que hay
a unas manzanas y que es casi igual de buena que la
nuestra. No se lo digas a mi padre.
—Soy una tumba —le aseguró.
—¿Cómo es que Oscar me ha dejado pasar?
—Les dije a los de seguridad y recepción que podías
entrar y salir a tu antojo.
—¿Cuándo se lo dijiste? —le preguntó Frankie.
—El día después de volver de las Barbados.
Frankie se mordió el labio y agachó la cabeza.
—¿Pasa algo? —inquirió Aiden mientras le levantaba la
barbilla para que lo mirase.
—Antes sí, pero ya no —aseveró.
—¿Puedo saber qué?
Frankie negó con la cabeza y dijo:
—No, no, no. Mejor no te rayes.
—Pues no me rayaré. —La cogió de la muñeca y la llevó
a su mesa. Sacó el sándwich y lo dejó encima de la bolsa.
Rosbif calentito. ¿Y eso que olía era salsa de rábano
picante?
—Les he pedido que te lo preparen sin cebolla por si
tenías reuniones hoy —comentó Frankie, que volvía a
morderse el labio inferior.
—¿Tengo que compartirlo contigo o puedo zampármelo
yo solo? —preguntó en tono distendido.
—Zámpatelo todo. Yo ya me he comido un panini de pavo
y he visto a Pru tragarse tres kilos de col rizada a
regañadientes.
—¿Qué tal los recién casados? —le preguntó.
—Brillan más que todas las luces de París. —Frankie
suspiró y se sentó en el borde de su mesa—. Pru está
estupenda y dice que a Chip ya se le ha curado el ojo. ¿Te
va bien en The Oak Leaf a las ocho?
Reorganizaría lo que hiciera falta con tal de hacer un
hueco en su agenda. Oscar se quejaría de los cambios de
última hora, pero al fin Aiden tenía un evento que superaba
cualquier negocio.
—Me va perfecto —le aseguró.
—Otra cosa —añadió Frankie mientras lo observaba con
atención—. ¿Te parece bien que me quede en tu casa esta
noche? Ya que estoy aquí y eso…
—Me encantaría —aseguró. Le cogió la mano y la besó
en los nudillos. Se le aceleraba el corazón solo de
imaginarse a Franchesca desnuda en su cama.
Desayunando en su mesa. Descansando en su sofá o
discutiendo con él por algo en su despacho.
Ignoraba a qué venía ese cambio radical, pero estaba
agradecido.
Frankie miró la hora y dijo:
—Debería irme ya. He quedado con Pru para ir de
compras.
Aiden fue a coger la cartera, pero Frankie lo detuvo al
plantarle un taconazo en el pecho, lo que le permitió ver sin
problema qué llevaba bajo la falda.
—Puedo comprarme un vestido de noche yo sola,
Kilbourn.
No sabía si sentirse cachondo perdido por tener su
tacón clavado en el pectoral o enfadarse porque volvía a
rechazarlo. Decidió que ambas cosas.
—Joder, Franchesca. Solo puedo darte esto, y ni eso me
dejas. Es frustrante.
—¡Aiden! —exclamó sorprendida y, si no se equivocaba,
un pelín furiosa.
Mierda. ¿Por qué habría abierto la boca? Nunca valía la
pena mostrarse vulnerable ante alguien.
Para su asombro, Frankie bajó el zapato y se sentó en su
regazo.
—¿Crees que solo estoy contigo por tu polla y tu pasta?
Se le puso dura al escucharla. Estaba convencido de que
ella también lo había notado, pues se le había subido la
falda.
—¿Eso crees? —insistió. Con la luz del despacho, sus
ojos parecían más azules que verdes. Y le partían el alma.
Se encogió de hombros y contestó:
—No lo sé. Puede. —Sí.
—Entonces he sido una novia pésima. —Suspiró y lo
agarró de la corbata, lo que hizo que se le pusiese como
una piedra—. Cambio de planes. No seré la única que
reciba. Empezando desde ya.
Se bajó de su regazo. Aiden intentó alcanzarla, pero
Frankie alejó su asiento del escritorio.
Cuando fue a desabrocharle el cinturón, se quedó sin
aire y más tieso que un muerto.
—¿Qué…? No podemos… ¿Y si…?
Sus pensamientos y sus correspondientes palabras
abandonaron su cerebro cuando hasta la última gota de
sangre se le fue directa a la polla, cada vez más ansiosa.
¿Cómo una mujer podía liberarlo y aterrarlo a la vez?
En nada se la había sacado del pantalón.
—¿Seguro que tu ayudante no dejará que entre nadie? —
preguntó Frankie. Pero no lo miraba a él, sino a la erección
que agarraba con firmeza.
Aiden no sabía ni qué responderle, pero no pareció que
le importase, pues abrió la boca y le pasó la lengua desde
abajo hasta su punto más sensible.
Aiden se desplomó en la silla y observó fascinado las
maravillas que le hacía con la boca.
—Quiero tocarte —dijo con los dientes apretados
mientras Frankie se la metía hasta el fondo.
—Mmm, esta noche. De momento nos centraremos en ti.
—Frankie empleó la boca en cosas mucho más importantes
que hablar.
Estaba húmeda y caliente.
A Aiden por poco le dio un patatús al notar el fondo de
su garganta.
Extático, apoyó la cabeza en el asiento acolchado de
cuero. Frankie se la acariciaba con el puño y se la metía en
la boca a la vez, una combinación embriagadora. Había
entrado en su despacho frustrado y cansado, y, en un
santiamén, le había alegrado el día.
Le chupó el glande con un frenesí especial, lo que hizo
que se le tensasen los huevos.
—Franchesca —gruñó.
—Sí, cariño —le aseguró. Le dio un beso en la polla y
volvió a metérsela en la boca. Ya no se la sacudía con
parsimonia. No. Frankie, con los carrillos hundidos, se la
chupaba tan fuerte que Aiden veía las estrellas.
Sin embargo, no podía cerrar los ojos. Quería verla
arrodillada ante él, mamándosela. Quería verla así siempre.
Clavó los talones en la alfombra para agarrarse al suelo,
pues temía volverse ingrávido e irse volando. Notó que el
clímax se gestaba en la base de su columna y se maravilló
de lo rápido que había llegado al orgasmo, como si hubiera
sido por arte de magia.
Se dejó de remilgos y la cogió de la cabeza con ambas
manos. Emitió un gruñido gutural cuando Frankie le
permitió tomar el mando. Ensimismado, le folló la boca con
embestidas superficiales y breves. Iba a sacársela. Pero,
para cuando quiso darse cuenta, se estaba corriendo entre
convulsiones y espasmos en su garganta.
El orgasmo lo dejó mudo y vacío mientras le llenaba la
boca a ella.
Nada. Nada en el mundo lo habría preparado para ver a
Franchesca con su pene en la boca, aceptando lo que le
daba sin pedir nada a cambio. Se estremeció y se recostó
en la silla con el corazón a mil.
Frankie se levantó; una diosa se pusiese como se
pusiese. Cruzó la estancia y entró en su baño privado.
Aiden le habría indicado el camino con gusto, pero en ese
momento estaba hueco. Aniquilado por la belleza y el
deseo.
Frankie regresó con una toalla húmeda y calentita y lo
limpió a conciencia.
—No he sido la mejor novia del mundo. Confío en
mejorar mi puntuación —admitió mientras volvía a
guardarle el pene en los calzoncillos con cuidado—. Eres un
buen hombre, Aiden. Eres listo, divertido y tienes la
paciencia de un santo. Si te pidiese la ciudad de Cleveland,
en Ohio, hallarías el modo de regalármela. Eres sumamente
generoso y sorprendentemente mono. Siento no haber sido
capaz de apreciarlo.
—Bah. —Era lo único que podía decir tras haber sido
derrotado.
—Así que voy a currármelo, y espero que pongas el
listón más alto. —Volvió a subirse a la mesa. Aiden habría
jurado que olía como si estuviera excitada. Se la habría
cepillado. Le habría dado lo que hubiese querido solo por
haber ido a verlo. Pero Frankie quería que las cosas entre
ellos cambiasen.
Aiden, tembloroso, cogió aire una vez, y luego otra.
Volvía en sí poco a poco.
—Yo también quiero añadir algo a nuestro acuerdo —
dijo.
Frankie lo miró con cautela.
—No digo que quiera que estemos juntos siempre —
empezó—. Pero me gustaría que revisásemos la
temporalidad de nuestra relación.
Frankie dejó de respirar y se quedó paralizada como un
conejo ante un depredador.
Aiden se desplazó con la silla hasta quedar frente a ella.
—Franchesca, eres especial para mí. Y no sé si llegará
un día en que dejes de serlo.
—Joder. —Exhaló—. Pues sí que te la he chupado bien.
—¿Ves? A eso me refiero.
—¿A la mamada? —preguntó con descaro.
Aiden la pellizcó.
—¡Ay! Que es broma —dijo.
—No solo eres increíblemente preciosa, sino que
también eres mordaz y mala cuando tienes que serlo. No
tienes pelos en la lengua. Nunca he conocido a nadie que
no mida sus palabras. Eres un soplo de aire fresco en mi
vida.
—Aide, estoy como un flan —reconoció.
—Vamos con todo, Franchesca. Tú y yo.
Frankie exhaló despacio y miró al techo.
—¿Y si la cagamos?
Aiden le estrujó las caderas y aseguró:
—No dejaré que la cagues.
Frankie rio.
—Tonto.
Aiden vio que, tras sus largas pestañas, tenía los ojos
húmedos.
—¿Lo tomas o lo dejas? —le preguntó.
—¿Has mantenido esta conversación con algún otro
ligue? —inquirió ella.
Aiden negó con la cabeza y respondió:
—Ni por asomo. Tú y yo, Frankie.
—Creo que vomitaré —confesó mientras se agarraba la
barriga.
Aiden reparó entonces en su miedo, en sus nervios. Y,
con toda la intención del mundo, decidió picarla.
—Nunca pensé que llegaría el día en que vería a
Franchesca Marie Baranski demasiado asustada para
luchar por lo que desea.
La estaba manipulando, pero, qué narices, él lo
necesitaba. La necesitaba.
Frankie asintió con los labios apretados.
—Vale. Vamos con todo.
Aiden se puso en pie. La levantó de la mesa y la abrazó
fuerte.
—No te arrepentirás.
Capítulo 39

—A juzgar por las huellas de dedos en tu cuello, has


arreglado las cosas con Aiden —observó Pru mientras se
sentaba junto a Frankie en el salón de belleza.
Frankie estaba demasiado agotada emocionalmente
para rebatírselo.
—Tenías razón. Me he portado fatal —reconoció
mientras hacía pucheros frente al espejo.
—Si no sabes en qué te equivocas, no puedes rectificar
—canturreó Pru.
—Hemos oficializado la relación y he vomitado el panini
al salir del edificio.
—Si tienes un estómago de hierro —señaló Pru.
—Vale, está bien, lo último no ha pasado. Pero, gracias a
ti, Aiden y yo somos… —dijo, y tragó saliva de forma
compulsiva—… pareja.
—Se me ha ocurrido el agradecimiento perfecto.
—Acabo de compensárselo a Aiden bajo su mesa. ¿Qué
me pedirás tú?
Pru señaló a Frankie y gritó:
—¡Christian! Mi amiga necesita un arreglito.
Un hombre vestido de negro de los pies a la cabeza y
rapado —qué irónico— apareció como por arte de magia
detrás de ella.
—Cariño —dijo mientras tiraba de uno de sus rizos y lo
sostenía entre los dedos—, uno y varios.
En esos sitios te cobraban cuatrocientos dólares solo por
plantar el culo en la silla, pensó Frankie. Probó a
levantarse, pero Christian tenía músculos bajo su ajustada
camiseta negra.
—Va, que te lo pago —exclamó Pru.
—Sabes que no me gusta que hagas eso —le recordó
Frankie.
Christian le puso una capa y se la ciñó al cuello.
—A ver, ¿qué podríamos hacerte…? —se preguntó
mientras le cogía el pelo por diferentes sitios y miraba
enfurruñado al espejo como para que le viniese la
inspiración.
—Con que me cortes las puntas me vale —respondió
Frankie mientras le apartaba la mano del pelo.
Christian agarró otro mechón.
—¿Las puntas? —Rio por la nariz al examinárselas—.
Pero si arrastras el daño de ocho meses.
—¿No crees que le quedarían genial unas mechas? —le
sugirió Pru.
—El papel de aluminio te ha frito el cerebro —replicó
Frankie.
—No se lo tengas en cuenta, Christian. Normalmente no
es tan borde. Es que es de Brooklyn —la excusó Pru.
Christian giró su silla y la sujetó con los brazos. Estaban
a escasos centímetros cuando le dijo:
—Necesito que confíes en mí. Nadie sale de aquí
mosqueado ni hago cortes de segunda. Si te hago mechas,
desearás haber nacido con ellas. Obraré un milagro con tu
pelo, pero necesito que confíes en mí.
—¡Sí! —susurró Pru en alto.
Frankie señaló a Christian y le respondió:
—Como te cargues mi pelo, cuando pasen tantos meses
que ya te hayas olvidado de mí, cuando estés relajado, te
esperaré en el callejón y te meteré en un contenedor lleno
de cabello humano y sustancias químicas para
permanentes.
—Vale, pero, como te deje como a esas mujeres que
rompen cuellos al pasar, volverás a que te retoque las
mechas —le propuso.
Frankie le tendió una mano.
—Trato hecho.
—A su novio le gusta que lo lleve largo y ondulado —
agregó Pru amablemente.
—Ah, o sea que, como ahora tengo novio, ¿tengo que
llevar el pelo como él quiera? —saltó Frankie.
Pru y Christian miraron al espejo y pusieron los ojos en
blanco.
—Ya me encargo yo. —Pru suspiró—. A ver, Frankie,
cuando uno tiene pareja, no se desvive por complacerla,
pero tampoco averigua lo que le gusta y hace todo lo
contrario para sentir que conserva su independencia.
Christian le hundió los dedos en el pelo como quien lava
la colada en el río y le movió la cabeza de un lado a otro.
—Uno de los mejores regalos que se le puede hacer a
una pareja es algo muy pequeño que no cuesta nada.
Bueno, a Pru le estaba costando cuatrocientos dólares.
Estupendo. Un apasionado de la moda de Manhattan a
lo Pablo Neruda iba a cortarle el pelo.
Cerró los ojos y se preparó para lo peor. Se estremeció
con los cortes de las tijeras y los tirones del peine. No
podía dejar de pensar en el rostro de Aiden cuando la había
visto sentada a su mesa. Se había iluminado como Times
Square. Como si su mera presencia fuera un regalo.
Se había aferrado a la idea —a la esperanza— de que
Pru se hubiera equivocado. De que ella y Aiden solo
estuvieran pasándoselo bien como habían acordado. De que
él no buscase más. De que ella no anhelase en secreto que
él se esfumara para confirmar que tenía razón. Si hubiera
conseguido alejarlo de ella, ¿habría aliviado el dolor de su
corazón?
Frankie no era cruel ni insensible. No era de las que
machacan a los demás porque pueden y punto. Sin
embargo, se había empeñado tanto en guardar las
distancias con Aiden que lo había rechazado una y otra vez.
Y él había aguantado.
Verlo mirarla así le había hecho una ilusión inusitada. Y,
si él estaba dispuesto a mostrarse así de vulnerable, lo
menos que podía hacer ella era imitarlo.
Tras lo que se le antojaron horas de alboroto, le giraron
la silla.
—Vale, abre los ojos y contempla mi obra de arte.
Escéptica, abrió un ojo, preparada para ver una cresta
morada o algo igual de llamativo. Pero aún conservaba su
pelo. Un poquito más corto y con unos rizos más definidos y
mucho más brillantes, pero era ella.
—¿Son mechas caramelo? —preguntó mientras giraba la
cabeza.
Christian rio por la nariz y respondió:
—Las mechas caramelo son para aficionados. Son
reflejos macchiato.
Se la veía elegante y circunspecta, pero no por ello
menos auténtica. La electricidad estática del invierno ya no
dominaba su cabeza.
—Joder, Christian. De verdad que quería tirarte a un
contenedor de basura.

***
—Aiden te llevará a algún lugar oscuro y semiprivado a los
cinco minutos de verte así —predijo Pru tras asomarse a su
probador. Para ser una boutique de lujo, la seguridad
brillaba por su ausencia en los probadores.
Frankie se puso de perfil para ver el culo que le hacía el
vestido rojo escarlata. Realzaba sus curvas, enseñaba
canalillo y se ajustaba a su cintura y a sus caderas.
—Estamos en febrero. No puedo ir en tirantes —arguyó.
Además, la puñetera tela costaba poco menos de mil pavos.
Aiden le había puesto una tarjeta de crédito en la mano al
salir y le había ordenado que la usara. Pero le resultaba…
extraño. Una mamada y una tarjeta de crédito ¿seguidas?
Necesitaba dejarse claro a sí misma que no era Vivian de
Pretty Woman.
—Llevarás un abrigo y he reservado una mesa junto a la
chimenea. Para cuando acabemos de cenar, estarás
sudando —auguró Pru, que se pavoneaba con un elegante
vestido de tubo negro.
—¿Por qué tú no vas enseñando canalillo? —inquirió
Frankie tras ver cómo se le salían las tetas.
—Estoy casada y uso una ochenta, cariño. No hay mucho
que enseñar. Estás loca si no te compras ese vestido.
Frankie casi no se reconoció al mirarse al espejo. El
pelo, el vestido, el diamante y —madre mía, ¿eso era
platino?— la pulsera que de casualidad llevaba en el bolso.
—¿Sabes lo que nos vendría bien ahora? —preguntó Pru.
—Espero que sea yogur helado, pero creo que vas a
decir zapatos. —Frankie suspiró.
—¡Zapatos!
Cuando Pru regresó a su probador, Frankie volvió a
mirar el precio del vestido. Se puso malísima.
Sacó el móvil.
Frankie: Cuando me has dado la tarjeta de crédito,
¿en qué presupuesto estabas pensando?

Aiden: Dudo mucho que compres algo que me


escandalice.

Frankie volvió a mirar el vestido. «¿Qué te apuestas?».

Frankie: Te agradecería que me pusieses un tope.


He encontrado un vestido que me gusta, pero hay
más cifras de las que estoy acostumbrada a ver. Y
Pru está en el probador de al lado cantando
«zapatos, zapatos, zapatos».

Ya se lo imaginaba riéndose para sí de que la paleta de


su novia entrase en pánico por unos centavos.

Aiden: Me encanta que te des un capricho. Y aún


más contribuir a la causa. ¿Qué tal si por hoy
ponemos el tope en cincuenta mil?

Debía de ser coña. Frankie no concebía un mundo en el


que cincuenta de los grandes fueran calderilla. Claro que,
conociendo a Aiden, seguramente habría dicho una cifra
inferior a la habitual para tranquilizarla.

Frankie: Vaya, entonces, ¿no puedo comprarme


este vestido de setenta y cinco mil dólares? Qué
pena.

Agregó un meme de decepción.


Aiden: Envíame una foto del vestido y me lo pienso.

Su pillería alivió un pelín la tensión. Quizá pudiese


tensarlo a él de otra forma. Se hizo una foto de las tetas y
se la envió.

Aiden: Es la primera vez que me empalmo en una


reunión de analistas. Interesante.

Frankie rio. No sabía si estaba de guasa o de verdad se


estaba mensajeando con ella durante una reunión. Sea
como fuere, la relajó. Y, si Aiden creía que cincuenta de los
grandes eran un gasto aceptable, un vestidito y unos
zapatos no les harían daño.
—Vale, Pru, ¿adónde vamos a comprar zapatos?
Capítulo 40

Frankie estuvo más rato preparándose para su cita doble


que para su fiesta de graduación y las dos bodas a las que
había ido juntas. La habían depilado y maquillado, y le
habían puesto loción y crema. Para cuando el coche se
detuvo frente al restaurante, estaba famélica.
Chip y Pru, que no se separaban ni con cola desde que
se habían casado, dejaron de abrazarse.
—Ya ha llegado Aiden —dijo Pru mientras señalaba la
limusina de delante. A ella todas las limusinas le parecían
iguales, así que la creyó.
El corazón le iba a mil. Quería verlo en su salsa. Ver lo
que se había estado perdiendo. Quería que se le dilatasen
las pupilas cuando la viese por primera vez con el vestido
de las narices. Quería que se enorgulleciese de llevarla del
brazo.
Y quería cenar algo ya, hostia.
—Solo dos fotógrafos —comentó Chip tras mirar por la
ventanilla—. No habrán visto aún a Aiden.
Frankie tragó saliva y preguntó:
—¿Por? ¿Suele acaparar las miradas?
Pru y Chip se miraron.
—Tú tranquila. Sé tú misma y ya —le aconsejó Chip
mientras le daba una palmadita en una rodilla. Se apeó
primero y le tendió la mano a Pru.
Frankie vio el flash de una cámara y puso los ojos en
blanco. ¿Quién en su sano juicio acamparía delante de un
restaurante en febrero solo para hacerle fotos a la gente?
A continuación se bajó ella. Al instante se olvidó de los
fotógrafos. Allí, en la acera de enfrente, estaba el
mismísimo Aiden Kilbourn, que se acercaba a ella como un
león a una gacela lenta y gorda. Su mirada le indicó que él
también tenía hambre, pero no de comida.
Frankie notó una ráfaga de aire frío y se dio cuenta de
que había olvidado abrocharse el abrigo. Aiden también se
percató de que el viento le había abierto la prenda de
cachemira.
Habría jurado que se humedeció los labios. De pronto la
tocaba y la besaba. Sus caricias avivaron cada una de sus
terminaciones nerviosas, como si hubieran estado
esperando que llegase ese momento. Era química, biología.
Dentro tenían algo que los conectaba, y Frankie no se
cansaba de ello.
La besó con pasión. Le metió la lengua y la enredó con
la suya para que les quedase claro a todos los allí presentes
que era su chica. La reclamó.
A Frankie no le gustaba destacar. No le gustaba ser el
centro de atención. Y así se lo habría dicho de no haber
estado tan ocupada aferrándose a él como una enredadera.
—Nosotros vamos a tomarnos algo —comentó Chip
mientras señalaba el restaurante y se llevaba a una Pru
muy sonriente.
—Os esperamos dentro, loquillos —les gritó Pru.
—Ahora volvemos —contestó Aiden sin apartar la vista
de ella.
Hubo destellos y Frankie fue vagamente consciente de
que los acribillaban a preguntas. Entonces Aiden la rodeó
con un brazo y se la llevó a su limusina. Abrió la puerta y la
hizo pasar.
—Conduce hasta que te avise —le ordenó al chófer en
tono brusco. Acto seguido levantó la pantalla de cristal
para tener intimidad.
—¿Y qué pasa con la cena? —preguntó Frankie, que se
movió a un lado para hacerle sitio.
—Primero el postre —musitó mientras le quitaba el
abrigo. La acarició por encima del vestido y se detuvo con
reverencia justo debajo de su generoso escote—. ¿Sabes
qué he hecho después de que me enviaras la foto?
—¿Qué? —musitó ella, que se moría de ganas de que la
tocara. Temía que, cuando lo hiciera, dejase de existir.
Frankie le acarició los muslos.
—He tenido que abandonar la reunión para ir a
cascármela al baño.
Temblorosa, preguntó:
—¿Has pensado en mí?
—Preciosa, siempre pienso en ti. —Se llevó una mano al
paquete y se palpó la erección por encima de los
pantalones.
Frankie se mojó al instante.
—¿En una limusina? —preguntó entre dientes.
Detestaba admitirlo, pero tener sexo en una limusina
estaba en su lista de cosas que hacer antes de morir.
—O lo hacemos ahora o no llego vivo al postre. Y menos
contigo así vestida.
Su cruda sinceridad le resultó igual de atractiva que su
mirada fiera.
Animada, Frankie le pasó una pierna por encima del
regazo, pero dejó suficiente espacio para que se quitara los
pantalones con comodidad. Su miembro largo y gordo cayó
a plomo en su mano. Ya estaba goteando, lo que hizo que se
sintiera poderosa. Aiden la sujetó bien y sacó un condón de
un compartimento.
Frankie pensó que lo habría hecho infinidad de veces en
ese coche. Pero se aseguraría de que esa fuera la única que
recordase para siempre.
Mientras se ponía el condón y se la sacudía él mismo,
Frankie se subió la falda despacio hasta las caderas. Se tiró
del amplio escote en V para bajarse la parte superior del
vestido. La tela colgaba precariamente de sus senos.
El rugido que reverberó en el pecho de Aiden fue su
recompensa.
Enterró el rostro en su busto y le irritó la piel al
restregarle la barba. Frankie aprovechó que se la
machacaba con fruición para acercarse a él y que le diese
con la polla justo donde más necesitaba a su hombre.
—Voy a ser bruto y rápido, Franchesca —le advirtió—.
En cuanto te la meta, no voy a parar hasta que te corras.
—Fóllame, Aiden —musitó ella. Fue una orden, una
súplica.
La agarró de las caderas y, a milímetros de su entrada
chorreante, tanteó su centro con la punta. Le retiró las
finísimas bragas con una mano.
Resollaba y apretaba la mandíbula, y eso que ni siquiera
había empezado a cepillársela todavía. Aiden Kilbourn al
límite era una imagen embriagadora.
Fue su último pensamiento coherente antes de que la
levantase de las caderas y la penetrase con brusquedad. No
dejó que se acostumbrase a su envergadura, que se
adaptase a tenerla dentro. La embistió con ímpetu y le bajó
el vestido por el escote para verle las tetas. Llevaba un
sujetador incorporado, por lo que nada lo separaba de sus
pechos turgentes y necesitados.
—Aiden —murmuró Frankie entre dientes cuando se
metió uno de sus pezones en la boca y succionó con fuerza.
Sus acometidas no cesaban. Gruñó contra su pecho. La
agarraba de las caderas con tanta fuerza que la hizo gritar
de nuevo.
Solo sirvió para que se la follase con más ganas.
Estaba fuera de sí. Succionaba, arremetía y la volvía
loca de atar. Frankie plantó las manos en sus hombros y los
asió con todas sus fuerzas.
No podía respirar, no podía pensar. Solo podía aceptar lo
que le ofrecía. Vida. Fuego. Deseo.
—Eres perfecta, joder —murmuró contra su piel.
Ese vestido había sido la compra más cara de su vida.
Cuando notó que se le ponía gorda y oyó su respiración
fatigosa, supo que estaba cerca. Deseoso de alcanzar el
clímax. A puntito.
Aiden la estrechó y aminoró el ritmo de sus acometidas
para restregarse contra ella. Fue un acto precioso,
primitivo.
Le soltó el pezón y, con los ojos brillantes y fijos en los
suyos, fue a por el otro pecho. Frankie vio que se metía la
punta en la boca y notó que le pasaba la lengua. Le corría
oro líquido por las venas. Su mundo adquirió un fulgor
candente cuando, de pronto, llegó al orgasmo.
—¡Aiden! —exclamó entre sollozos mientras se la metía
hasta el fondo. Él gimió con voz baja y gutural al vaciarse
en ella. Incluso con el condón, Frankie notó que palpitaba
en su interior y expulsaba su simiente en un clímax sin fin.
Ella volvió a correrse —o no dejó de correrse— mientras
él se sobreponía a su orgasmo. Cuando al fin se quedó
quieto debajo de ella, Frankie se derrumbó encima de él.
La abrazó por la cintura y pegó sus pechos a su camisa
almidonada. Le acarició la espalda desnuda para
reconfortarla. Los elogios que le susurró al oído la hicieron
sonrojar. Su novio era un guarro. Y eso lo pensaba una
chica cuya segunda palabra de niña había sido «joder».
Tenía la impresión de que la había desarmado y vuelto a
montar. No había nada como sentir a Aiden dentro de ella.
Incluso después de un orgasmo que lo había dejado seco,
su miembro seguía semierecto.
—Gracias por el vestido —susurró con la garganta tan
dolorida que apenas se la oía.
Él rio con suavidad contra su pelo y respondió:
—Gracias por aparecer.
Capítulo 41

Estaba claro que Aiden tenía contactos en The Oak Leaf.


El dueño ni se inmutó cuando la limusina se detuvo en el
callejón. Se limitó a llevarlos desde la cocina a su mesa
pasando por el bar. Al llegar, oyeron a Chip y Pru discutir
por las tapas.
Frankie intentó ignorar las miradas que les echaban los
curiosos. Era el Kilbourn más reconocible de la familia y el
eterno soltero. Era lógico que suscitase interés.
Frankie se sentó primero y Aiden la siguió y le plantó
una mano en el muslo. Ella cogió la carta y fingió que la
leía para pasar de Pru, que la miraba expectante.
—¿Qué tal preparan las almejas aquí? —preguntó con
aire inocente.
—Ah, hola. ¿Qué tal el polvo?
Frankie miró a Pru, que apoyaba la barbilla en las
manos y sonreía con suficiencia.
—Ha estado bien, ¿a que sí, Aiden? —respondió Frankie
con altivez mientras lo miraba. Estaba despeinado, pero
cualquiera habría pensado que era a propósito. Y llevaba la
corbata torcida. Pero por lo demás estaba impecable, cómo
no. A ella, en cambio, parecía que le hubieran pasado una
aspiradora y la hubieran mordido en puntos clave.
—Sí, muy bien. Lo recomiendo encarecidamente —
apuntó Aiden, y se bebió la mitad del vaso de agua.
Le apretó el muslo y le subió la mano un pelín más.
Para provocarlo, Frankie le enganchó el pie en la
espinilla y separó las rodillas.
Nadie más se habría dado cuenta con solo mirarlo, pero
ya daba señales de estar como una moto. El rubor del
cuello, el ensanchamiento de las fosas nasales… Deseó
echarle un vistazo a la entrepierna. Habría apostado a que
volvía a estar empalmado. Qué maravilla de tío. Fijo que
sus orgasmos tenían orgasmos.
—Bueno… —empezó a decir Pru con énfasis—. ¿Y cómo
os va la vida?
Cenaron de fábula, bebieron un vino asquerosamente
caro y, en general, se lo pasaron de lo lindo. Frankie acabó
olvidándose de las miradas furtivas y disfrutó al ver a Aiden
relajado. Su apariencia reservada desaparecía en compañía
de Chip. Se reía más, sonreía más y le salían unas
arruguitas muy sexys en las comisuras de los ojos. Incluso
mientras conversaba profundamente con su amigo, Aiden
mantenía una conexión física con ella. Jugueteaba con su
pelo, le acariciaba un hombro con el pulgar o le subía los
dedos por el muslo.
Pru les contó cómo había ido la luna de miel. No podía
ser que los habitantes del Upper West Side se casasen en
las Barbados y se fuesen de vacaciones también allí. Así
que Pru y Chip habían estado diez días en las Maldivas.
Frankie no sabía situarlas en el mapa, pero las fotos que
había hecho Pru con el móvil eran espectaculares.
Era una situación… normal. Hasta dichosa.
Bueno, todo lo normal que podía ser un primero de
pasta por setenta y tres dólares. Un viernes por la noche
con amigos. Por primera vez, Frankie sintió que eran una
pareja de verdad. Ni ella era la pobretona de Brooklyn ni él
el director general al que acababan de nombrar cabeza de
familia.
Era suyo. Nada más. Aiden, el hombre que atraía las
miradas de todas las mujeres y que le había quitado la
cuenta a Chip con el pretexto de que invitaba él como
regalo de bienvenida, estaba con ella.
La embargó una oleada de vértigo adolescente. Como si
acabase de ver al John Mayer de antes de conocer a Jessica
Simpson frente al restaurante.
—Pausa para ir al baño —anunció Pru, que empujó a
Chip para salir del asiento—. Venga, Frankie. Que nos
echen de menos.
Prácticamente se la llevó a rastras para, una vez dentro,
darle un abrazo gigante.
—¿Y esto…? —preguntó Frankie mientras, incómoda, le
daba palmaditas en la espalda a su amiga.
—¡Le quieres! —chilló Pru—. Estaba deseando que
llegase el día en que mirases a un hombre como mirabas a
Aiden mientras cenábamos.
—No le quiero —replicó Frankie.
—Te brilla la cara —dijo Pru mientras daba vueltas y
comprobaba su maquillaje en el espejo.
—Es el brillo postcoital. Me ha follado en su limusina,
Pru. No vamos a decorar la casa de campo ni a pensar
nombres de bebés.
—Pero ¡¿tú has visto cómo te mira?! Madre mía, he
flipado. Quiere comerte viva.
—Para. La felicidad de recién casada te tiene obnubilada
y quieres que los demás nos enamoremos también.
—Deberíamos ser madres a la vez —decidió Pru
mientras se retocaba el pintalabios—. Podríamos compartir
niñera.
—Te quiero, Pruitt, pero estás como una puta cabra.
Pru sonrió al espejo y comentó:
—Me gusta verte feliz. Nada más. Te lo prometo. Estoy
de coña.
—Qué tonta eres —dijo Frankie entre risas.
—Yo seré tonta, pero tú das muy bien en cámara —
repuso Pru mientras le pasaba el móvil.
—¿Es coña? —Frankie ojeó la publicación del blog de
cotilleos. Eran unas fotos de Frankie y Aiden acaramelados
en la calle—. ¡Que lo verá mi madre!
—Tu madre y cualquier ciudadano que se precie —
apuntó Pru, que estaba tan contenta que no empatizó con
su amiga.
—¡Hace nada de esto! ¿Cómo es posible que ya hayan
escrito un artículo con… —dijo mientras volvía al inicio de
la página— tres actualizaciones desde que se publicó?
Pru puso los ojos en blanco y repuso:
—¿No impartías talleres de redes sociales?
—¡A empresarios que quieren promover su negocio! —
Frankie hizo aspavientos con los brazos—. No a unos
lectores sosainas que opinan sobre… ¿lo que he cenado?
¿Qué le pasa a la peña?
—Eres una desconocida que va del brazo del soltero más
cotizado. ¿Qué esperabas? —preguntó Pru.
El teléfono de su amiga vibró en la mano de Frankie y
apareció un mensaje.
—¿Cómo es que el chucho étnico está saliendo con Aiden
Kilbourn? —leyó Frankie en alto.
—¿Cómo? —chilló Pru—. ¿Pone eso en los comentarios?
Frankie le enseñó el móvil y contestó:
—No. Es el mensaje de Margeaux, tu mejor amiga.
—Esa mujer es el peor ser humano de la historia. Da
gracias de que su única ambición sea pescar a otro marido,
porque, si se empeñase, podría ser el nuevo Hitler.
—¿Cómo es que sois amigas?
—No lo somos. Para nada. Mi padre y el suyo son socios.
Asistí a su primera boda con un ludópata que esnifaba coca
y se iba de putas. Tal para cual.
Frankie se pegó a la pared.
—Alguien les cuenta a los paparazzi qué he cenado y
cientos de personas se vuelven locas, incluida la sucesora
de Hitler. No estoy preparada para esto.
Pru fue hasta ella y le clavó un dedo en el hombro.
—Escúchame bien, Franchesca Marie. Puedes con esto y
con más. Eres la única persona del mundo a la que le
resbala este tipo de atención. Y, como aguantes, te quedas
con Aiden. Así que haz de tripas corazón. Estás saliendo
con un chico que te da la excusa perfecta para juntarte
conmigo y con Chip en Manhattan un viernes por la noche.
No permitiré que lo estropees.
—¿No me digas que ya estabas harta de ir a Brooklyn a
comer pizza barata y ver una peli? —preguntó Frankie en
broma, pero volvió a asaltarle la inquietud de siempre. Otro
recordatorio de que no pertenecía a ese mundo. Al final, no
era más que una chica que se arreglaba para salir de
noche.
¿De verdad soportaría vivir a caballo entre los dos
mundos?
Capítulo 42

—Aún es pronto —comentó Pru tras mirar la hora en el


reloj de Chip.
Mientras reprimía un bostezo, Frankie pensó que acabar
de cenar a las once era de todo menos pronto.
—¿Os apetece un café o salir de fiesta? —propuso Chip.
Frankie miró a Aiden a los ojos.
—No, gracias —contestaron a la vez.
—Van a por el segundo asalto —le dijo Pru a Chip
mientras le guiñaba un ojo.
—No es mala idea —repuso él con otro guiño.
—Ahora echo de menos el parche —le comentó Frankie
a Chip con aire pensativo.
Aiden escribió a su chófer para que trajera el coche y
ayudó a Frankie a ponerse el abrigo. El restaurante estaba
mucho menos concurrido, pero la multitud que se agolpaba
fuera había aumentado. El maître le susurró algo al oído a
Aiden, que frunció el ceño y asintió. Aparecieron dos
hombres trajeados.
—¿Qué pasa? —preguntó Frankie.
—Hay más paparazzi fuera —explicó Aiden mientras
fulminaba el cristal con la mirada—. Los guardias de
seguridad nos escoltarán.
—¿Que nos escoltarán? Pero ¿cuánta gente hay ahí? —
inquirió Frankie.
—No tanta —contestó Aiden en tono seco—, que
tampoco estoy en una boy band.
Para Frankie había demasiada gente merodeando por
allí. A ver, sí, Bieber habría vuelto locos a sus admiradores,
pero que dos docenas de transeúntes curiosos y siete tipos
con cámaras los siguieran tras abandonar la seguridad del
restaurante tampoco era moco de pavo. Los escoltas se
abrieron paso entre la multitud y obligaron a los fotógrafos
a retroceder mientras Aiden la cubría con el brazo y la
llevaba a la limusina.
Los flashes la cegaron, pero, por lo demás, salió ilesa.
En cuanto entró Aiden y les cerraron la puerta, estuvieron
a salvo de miradas indiscretas.
—¿Por qué comes aquí si sabes que luego van a ir a por
ti? —preguntó Frankie mientras se apoyaba en el
reposacabezas.
El asiento trasero de la limusina aún olía un poco a
sudor y sexo.
—Están más interesados en ti y en saber qué eres para
mí —le dijo Aiden.
—Pues menudo chasco se van a llevar —repuso Frankie.
Aiden la sentó en su regazo y la sujetó por la cintura,
por dentro del abrigo.
—Son gajes del oficio. Como que tu madre dé collejas a
todo el mundo. Es lo que hay.
Frankie rio y descansó la cabeza en su pecho. Casi había
esperado que volviese a abalanzarse sobre ella nada más
subir al coche, pero aquello también estaba bien. Muy bien.
—Eres fascinante, Franchesca.
—Aide —dijo en voz baja.
Aiden negó con la cabeza y añadió:
—No es un cumplido. Es una advertencia. Averiguarán
quién eres. Querrán saberlo todo de ti y vendérselo al
vulgo.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque eres mía.
Fue arrogante que lo constatase. Pero anda que no le
gustó oír que lo confirmaba, aunque fuese un poquito.
Abrió la boca.
—No discutas conmigo —le advirtió él.
—Es lo que mejor se me da —bromeó ella mientras
jugueteaba con los botones de su camisa.
—No me rebatas que no me perteneces. Te pertenezco.
Soy tuyo. Vamos con todo, ¿recuerdas? Es mutuo.
—Vamos con todo —murmuró Frankie.

***

El bloque de Aiden estaba en pleno centro, a solo tres


manzanas de su oficina, por lo que podía ir andando si
optaba por desafiar a las masas. Aunque, después de
presenciar lo mucho que llamaba la atención, a Frankie no
le extrañó que alquilase un coche. No molaba nada sentirte
como un mono de feria de camino al trabajo. Mientras que
los demás habitantes eran anónimos, el rostro y el nombre
de Aiden eran conocidos urbi et orbi.
Y Frankie estaba entrando en esa órbita. De buena gana.
El vestíbulo estaba custodiado por un portero
uniformado y una mujer con un elegante traje negro detrás
de un suntuoso cubículo en forma de U.
—Buenas noches, señor Kilbourn —lo saludó con una
sonrisa profesional.
—Buenas noches, Alberta. Te presento a la señorita
Baranski —dijo mientras señalaba a Frankie con la cabeza
y se la llevaba sin aminorar el paso.
—Un placer, señorita Baranski —dijo Alberta.
—Encantada de conocerte —contestó Frankie por
encima del hombro mientras corría para seguirle el ritmo.
Aiden la conducía a los ascensores como si una manada
de hienas les pisase los talones.
Entraron y Aiden se sacó una llave del bolsillo del
abrigo.
—No fastidies —dijo Frankie mientras negaba con la
cabeza.
—¿Qué pasa? —preguntó Aiden mientras introducía la
llave en el panel de control del ascensor y pulsaba la letra
A.
—¡Venga ya! ¿Al ático? ¿En serio? ¿No puedes fingir al
menos que eres un tío normal?
Él la miró con una chispa de diversión en sus ojos
azules.
—Eres la primera que se queja de que viva en el ático —
señaló.
—No me hace gracia que me recuerdes la horda de
mujeres que has traído aquí para hacer cosas desnudos,
Aide.
—¿Con cuántas crees que he estado exactamente? —
preguntó entre risas.
—Con las suficientes.
Un segundo estaba frente al panel de botones y al otro
la inmovilizaba contra la pared del ascensor.
—¿Sabes lo que no he hecho nunca?
Plantó las manos a ambos lados de su cabeza. Estaba a
un milímetro de distancia, tan cerca que podía tocarla de
arriba abajo sin rozarla siquiera.
—¿Qué? —susurró ella.
—Nunca he besado a nadie en este ascensor. —Le
repasó la mandíbula con los labios hasta llegar a su cuello y
luego volvió hacia arriba.
—¿Y si nos ven? —preguntó mientras señalaba con la
cabeza la cámara de seguridad.
—¿Importa?
La suavidad de sus labios y la aspereza de su barba: un
contraste de sensaciones.
Frankie se agarró a la barandilla que tenía detrás.
Cuando Aiden juntó los labios con los suyos, se alegró de
contar con el apoyo. No fue un beso salvaje y apasionado.
Fue otra cosa; algo más profundo que le llegó al alma.
El beso floreció como una rosa que, al calor del sol, se
abre y busca más.
Aiden enredó la lengua con la suya con pereza; la
acariciaba, la excitaba y la calmaba a la vez.
—Me alegro mucho de que estés aquí —dijo como si
confesase un secreto siniestro.
—Me alegro de estar aquí. A lo mejor te encuentro un
defecto esta noche. A lo mejor acumulas trastos. O tienes
un gusto pésimo para los cuadros de terciopelo. O tienes
dieciséis gatos. —Le rodeó el cuello con los brazos—. Voy a
encontrar lo que te hace humano, Kilbourn.
Se abrieron las puertas del ascensor y Aiden la llevó de
la mano a un espacioso vestíbulo. Blanco y más blanco y
más blanco.
—Mmm, de momento ni rastro de gatos —señaló.
Al abrir la puerta, Aiden le dijo:
—Lo mismo se han escondido con mi colección de
casetes de los ochenta que compré en un mercadillo.
Frankie le dio una palmada en el hombro y repuso:
—¿Ves? A eso me refería yo con tío normal.
—Tu versión de normal es rara de narices.
Le sacó la lengua y lo adelantó. Su vestíbulo medía lo
mismo que su casa y tenía miles de metros cuadrados de
mármol blanco y reluciente con vetas grises. Había un
velador en mitad de la estancia con un jarrón de flores.
Tocó un pétalo. Eran frescas.
No había montañas de cartas ni revistas por ahí tiradas,
ni tampoco un manojo de llaves ni un revoltijo de cupones.
La sala de estar se extendía ante sus ojos. Un espacio
abierto con una pared de ventanas. Las vistas eran de
infarto, cómo no.
Formaban parte del horizonte de la ciudad.
Los muebles eran oscuros, de cuero, y estaban
colocados a la perfección. En la barra se encontraban los
mejores licores habidos y por haber. Una chimenea de
mármol. En las estanterías había libros y fotografías
enmarcadas. Todo estaba limpio y ordenado, pero era un
poco aséptico. No había cojines ni mantas en el sofá. La
alfombra blanca que decoraba la zona de descanso tenía el
grosor de una nube. Las paredes eran oscuras. Supuso que
para que contrastasen con el suelo blanco y el sol que
entraría a raudales por la pared de ventanas.
Aiden la siguió a la cocina. Era larga, al estilo galera.
Elegante, moderna y, seguramente, por estrenar. La isla
que la separaba del comedor no acababa nunca. Aunque se
hubiese subido a la encimera de granito y estirado los
brazos por encima de la cabeza, no habría podido tocar
ambos extremos.
La mesa del comedor era igual de larga. De cristal y con
las patas de metal. Las sillas de su alrededor tenían el
respaldo alto. Doce sillas para doce comensales. Había más
estantes. Más fotos. Algunos cuadros pintados con esmero.
Miró el pasillo, pero decidió quedarse en el salón. Con
ese vestido, no saldrían de su cuarto hasta la mañana
siguiente.
Era una pasada; preciosa. Como él. Aunque transmitía
una sensación de vacío, de soledad. Se preguntó si eso
también sería un reflejo de su dueño.
Aiden, apoyado en la isla, la miraba mientras se
desataba la corbata. Se quitó la prenda de seda del cuello,
la enrolló y la dejó en la encimera.
—¿Qué opinas? —le preguntó.
—Es muy bonita. —Y así era. Un sitio de interés
turístico. No quería saber cuánto le habría costado. Los
bienes inmuebles en ese sector de la ciudad estaban por las
nubes. Habría sido más barato construir una casa de
vacaciones en la Luna. Pero le faltaba vida, y eso la
entristecía. Solo de pensar que Aiden volvía solo a una casa
bella como un museo, pero a la vez tan fría… Se preguntó
si estaría a gusto, si se relajaba entre esas paredes.
—Gracias —dijo.
Frankie cogió un marco dorado. Era una foto del padre
de Aiden sentado a la mesa de su despacho. Por las
ventanas de detrás se veía el horizonte.
—Háblame de tu familia —le pidió.
—¿Por qué?
—Para que sepa lo que me espera en la gala esa que se
celebra esta semana.
Capítulo 43

Aiden no era de los que creía en la suerte. La suerte, por


lo que a él respectaba, era una pécora voluble. El
oportunismo, la preparación y la agresividad solían jugar
más a su favor. Pero, por algún motivo, la pécora voluble le
sonreía aquel día. Frankie estaba en su casa y se planteaba
adentrarse en su mundo.
«Vamos con todo».
—Es la primera vez que vienes a mi casa ¿y quieres que
hablemos de mi familia? —preguntó Aiden en broma
mientras se quitaba la chaqueta. Se deleitó con su mirada
ávida y hambrienta. Desear a alguien y ser deseado con
semejante intensidad era nuevo. Y aleccionador—. ¿Te
apetece una copa?
—¿A ti? —replicó.
—¿Agua para los dos?
Frankie lo siguió a la cocina y husmeó en la nevera y la
despensa.
—Pero ¡bueno! ¡Si hay comida de verdad! —exclamó
sorprendida.
—¿Qué esperabas? ¿Bolsas de sangre?
—Dieta vampírica, qué gracioso. No, a ver, es que no
estaba segura de que vivieses aquí en realidad.
Él la miró mientras llenaba dos vasos con hielo.
—Pues claro que vivo aquí.
—No dudo que duermas aquí, pero ¿apoyas los pies en la
mesa de centro? ¿Te preparas huevos a medianoche en tu
cocina de cincuenta fuegos? ¿Pagas facturas e insultas a la
tele cuando juegan los Giants?
Su definición de vida lo fascinó.
—Duermo aquí. Trabajo aquí. Y, de vez en cuando, como
aquí. No recuerdo haber apoyado los pies en la mesa de
centro, pero quizá se deba a que el diseñador la describió
como «única y de valor incalculable». Seguramente ese
dato me disuadiese.
—¿No te quitas el traje ni para descansar? ¿Te pones a
contar monedas de oro con la espalda recta?
Él se echó a reír y le ofreció un vaso de agua.
—Tienes una imaginación desbordante.
Frankie regresó a la sala de estar y se sentó en el sofá.
Se retorció sobre el cojín y escondió los pies.
—No es el asiento más cómodo del mundo —se quejó.
—Al menos no se traga a sus víctimas como el tuyo —
recalcó Aiden.
Frankie lo observó detenidamente mientras bebía y
suspiró.
—Eres tan perfecto que quiero que te desmelenes para
ver qué pasa.
—¿Qué tiene de malo cómo soy? —preguntó Aiden,
divertido.
—Nada. Nada de nada.
Se sentó a su lado y se colocó los pies de Frankie en el
regazo.
—Intento ver cómo podríamos encajar. Porque, si crees
que cuando estemos solos en casa voy a ir todo el rato con
vestiditos sexys y taconazos de diez centímetros, y voy a
llevar bien el pelo y las uñas, vas listo.
Aiden negó con la cabeza. Cuando se la imaginaba en su
casa, no era con ropa de marca y un maquillaje impecable.
Se la imaginaba en chándal y descalza, comiendo comida
para llevar en la mesa de centro. O con la cabeza en su
regazo mientras leían o veían la tele. O suspirando desnuda
en su cama.
—¿Me estás preguntando qué espero de ti?
Ella asintió con aprensión.
—Franchesca —empezó mientras le pasaba un mechón
de pelo por detrás de la oreja—. Quiero que seas tú misma.
Me lo paso bien contigo. No con una copia de cualquier
influmierder del distrito.
—No me creo que conozcas esa palabra —le dijo en
broma. Sin embargo, al restregar la mejilla contra su
palma, Aiden notó lo nerviosa que estaba.
—Esta noche me lo he pasado muy bien. Y no solo por lo
de la limusina. Me ha gustado salir contigo, presumir de
chica y relacionarme con personas que nos importan a
ambos.
Frankie asintió con prudencia.
—Pero también me encanta estar contigo en Brooklyn.
Comer en antros ocultos, dormir en tu casa sin salidas de
emergencia y con corrientes de aire. Salir con tus
hermanos. También me gusta eso.
—¿Seguirás haciendo esas cosas aunque haya cruzado el
río?
—Cariño, ¿creías que dejaría de dar solo porque ahora
das tú también?
Aiden no habría sabido decir quién de los dos se
sorprendió más cuando a Frankie se le humedecieron los
ojos.
—Eh, ¿qué pasa? —preguntó mientras se la subía al
regazo.
Frankie negó con la cabeza, lo que hizo que se le
moviesen los rizos.
—Me siento fatal. Me gustaría decir que intentaba
protegerme, pero creo que en parte quería hacer que te
tragases lo que dijiste de que lo nuestro era temporal.
Quería demostrarte que sería importante para ti.
—Pues misión cumplida. Eres muy importante para mí,
Franchesca. No lo dudes.
—Me da la sensación de que te he hecho un Aiden.
Él rio bajito.
—¿Y eso qué es?
—Pues que, como sé que te flipa la persecución, te he
obligado a currártelo. No sé si lo he hecho queriendo o no,
pero creo que te he manipulado.
—Y crees que, como la persecución ya ha terminado, no
me interesas —aventuró.
—No lo sé. Pero no es propio de mí hacer daño a alguien
a propósito. Y lo siento, Aiden. Lo siento muchísimo.
Cuanto más te conozco, más claro tengo que eres… guay.
—¿Guay?
Frankie asintió mientras se esforzaba por no llorar.
—Muy guay.
—No tiene por qué ser complicado, Franchesca.
Se tensó en sus brazos.
—Un momento. Antes de que saltes. Me refiero a que lo
de ir con todo no tiene por qué ser complicado. No quieres
renunciar a tu vida para estar conmigo, pero es que yo
tampoco quiero que lo hagas.
—No sé si encajaré en tu ambiente.
—Si te cuento un secreto, ¿me prometes que no saldrá
de este piso?
—No te atrevas a llamar piso a este magnífico pedazo de
los bienes inmuebles de Manhattan. Y, sí, te lo prometo.
—Yo tampoco encajo del todo.
—Y una mierda. Pero si, básicamente, fue tu familia la
que construyó este sector de la ciudad.
—Muy cierto. Mi bisabuelo chantajeó y estafó para
presidir un banco. Ahí empezó la historia de los Kilbourn.
Su hijo, mi abuelo, aumentó la fortuna familiar al
abandonar a su esposa y a sus dos hijos por una heredera
acaudalada cuyo padre necesitaba a alguien que quisiera
dirigir su empresa. Mi padre continuó el gran legado de los
Kilbourn copiando para graduarse en Administración de
Empresas en Yale y sobornando a Secretaría con una
donación considerable para que aceptasen a su hijo, pese a
no ser un alumno sobresaliente y a haber tenido algún que
otro encontronazo con la comisión disciplinaria de su cole
privado.
—¿Tú? ¿Un chico malo? Luego me lo cuentas.
Aiden le sonrió y la cambió de postura.
—No diría que los Kilbourn somos sociópatas, sino que
priorizamos los negocios por encima de todo. Pero, en
nuestro caso, la familia está indisolublemente ligada a la
empresa. Para mi padre fue la acumulación de trofeos y
éxitos. Para mí, es la caza, la persecución, el remate. Y
luego están los demás. Tengo amigos, Chip incluido, que en
realidad no trabajan. Les administran el dinero y se
dedican a vivir la vida. Se casan con mujeres hermosas y
forman familias preciosas para perpetuar su linaje.
—Pero estáis todos forrados —le recordó Frankie.
—Sí, pero a lo que voy es a que siento que no encajo. No
quiero hablar con alguien sobre el caballo de carreras que
se acaba de comprar o el Van Gogh que consiguió en una
subasta. No quiero comparar inversiones ni tirarme a un
harén de mujeres. No quiero fundirme la tarjeta negra de
American Express de mi padre como si tuviera veinte años.
Quiero ganar.
—¿Por qué? —le preguntó.
—Porque es lo único que sé hacer.
«Kilbourn Holdings anuncia que el heredero al trono está
saliendo con una estudiante de Brooklyn»

«Cinco cosas que debes saber sobre la novia de Aiden


Kilbourn»

«Conoce a sus suegros: Aiden Kilbourn presenta su novia a


su familia»
Capítulo 44

—Qué Pretty Woman es esto —se quejó Frankie desde el


vestidor de Aiden.
—¿Te estás llamando prostituta? —le preguntó él desde
el cuarto.
Frankie se puso el vestido y se miró al espejo de cuerpo
entero. No le había dado tiempo a comprarse un vestido de
gala… o a averiguar cómo había que vestirse para una
siquiera. Así que le había tocado a Aiden encontrarle el
vestido idóneo.
Era azul oscuro. Las mangas eran de encaje y le
llegaban por los codos y la falda tenía metros y metros de
tela. Y, por supuesto, era de su talla.
—¿Voy a pasar un frío que pela esta noche? —preguntó.
Aiden se asomó a la puerta y observó embobado su
reflejo.
—¿Un frío que pela? —repitió.
—Sí, como cuando te abrigas más para ir a un
restaurante en el que hay corriente o te pones algo que
puedas quitarte por si vas a una oficina y tienen la
calefacción a tope, y así no sudas como un pollo.
Aiden rio.
—Tu pragmatismo me sorprende. Una vez acompañé a
una mujer que eligió un vestido con el que no podía
sentarse. El trayecto al evento fue bastante memorable. —
Tieso como un palo, se apoyó en las repisas para imitarla.
—¡Venga ya!
—Te lo juro. Posó veinte minutos sonriendo y después se
negó a comer y se pasó el resto de la velada quejándose.
—Uf. ¿Qué sentido tiene ponerte algo con lo que no
puedes sentarte o, peor aún, comer?
—Te prometo que siempre te escogeré ropa que te
permita hacer ambas cosas.
—Mi héroe. ¿Y bien? ¿Qué opinas? —le preguntó Frankie
mientras giraba a un lado y al otro.
Aiden se plantó detrás de ella y le subió la cremallera.
—Así mejor.
El vestido le afinaba la cintura y le sujetaba los pechos, y
la falda era acampanada.
—No veas, Kilbourn. Muy bien.
—¿Tengo ojo o no tengo ojo?
—Mmm, por cómo me miras, diría que no te refieres solo
al vestido.
Aiden le dio un beso en el hombro.
—¿No es ahora cuando me obsequias con una joya que
vale un cuarto de millón de dólares? —le preguntó en
broma.
—Ahora que lo dices… —Se sacó un joyero del bolsillo.
—Vete a la mierda. Ni te me acerques. Fijo que la
pierdo, me la roban o me sale un sarpullido. Mi piel no está
acostumbrada al platino.
Se fue a un rincón del vestidor y extendió las manos
para protegerse de Aiden.
—Qué tonta eres.
—En esa caja hay una joya carísima y tengo todo el
derecho del mundo a rechazarla. Estaré como un flan si voy
con la cosa brillante que hayas alquilado para la velada.
Aiden abrió la caja.
—Ah —musitó Frankie mientras se disponía a cogerla—.
Como me pilles los dedos con la caja, te parto la nariz esa
tan bonita que tienes.
—Dios me libre. ¿Te gustan?
Eran unos pendientes chandelier. No eran de diamantes,
sino de gemas relucientes de los colores del arcoíris.
—Son preciosos, Aide.
Se los pasó de uno en uno y Frankie se los puso.
—No los he alquilado. Los he visto y he pensado en ti.
Coloridos. Interesantes. Sensuales.
—¡La madre que te parió, Aide! ¿Cuánto dinero tuyo
llevo encima ahora mismo? —preguntó mientras
contemplaba cómo incidían los destellos de los pendientes
en el espejo.
—¿Vamos a estar así cada vez que te compre algo?
—Sí, a no ser que sea una chocolatina o un trozo de
pizza o cualquier cosa que valga menos de diez dólares.
—Pues ya podemos acostumbrarnos a tener esta charla.
A todo esto, has sido muy concreta con tus referencias
alimentarias. ¿Tengo que alimentarte antes de irnos?
—Ya te digo.
—Pediré algo. —Se detuvo en el umbral y agregó—: ¿O
prefieres que te prepare un sándwich de queso fundido?
—¿Un sándwich de queso fundido? —repitió, animada.
Aiden asintió.
—Me encantaría.
Se disponía a irse cuando Frankie lo llamó.
—Eh, Aide. Gracias.
Aiden esbozó la dulce sonrisa que hacía que se le
marcaran las patas de gallo; la misma que Frankie
empezaba a sospechar que reservaba solo para ella.
Volvió a mirarse al espejo y respiró hondo. Casi no se
reconocía. Hay que ver el estilazo que da el dinero.
—¿Quién va así un jueves por la noche? —le susurró a su
reflejo.

***

Desde que Kilbourn Holdings había emitido un comunicado


de prensa para anunciar que Aiden salía con Franchesca
Baranski, una estudiante de Administración de Empresas
que se dedicaba a promover pequeñas empresas, la
atención había subido como la espuma.
Brenda tenía que filtrar las llamadas que le llegaban a
Frankie mientras trabajaba. Además, la bombardeaban a
solicitudes de amistad y entrevistas por las redes sociales y
por correo. En dos ocasiones, hasta pilló a un fotógrafo en
la puerta de su casa, pero a sus vecinos no les hacían
gracia los merodeadores, así que uno llamó a la poli y
problema resuelto.
Pero ni todo eso la preparó para la locura que se desató
en The Lighthouse, en Chelsea Piers.
Pisaba una alfombra roja de verdad. Aiden la agarraba
por la cintura para que no escapase de los flashes de las
cámaras y las preguntas formuladas a viva voz.
—Aiden, ¿qué relación tienes con Big Apple Literacy?
—Mi madre lleva mucho tiempo colaborando con ellos. Y
nuestra familia se enorgullece de apoyar sus iniciativas en
educación —contestó sin titubear.
—Franchesca, ¿quién ha diseñado tu vestido?
Frankie se miró y contestó:
—No lo sé. Me lo ha escogido Aiden.
Los fotógrafos rieron como si asistieran al número de
una cómica.
—Carolina Herrera —contestó Aiden—. Si nos
disculpáis… —Se llevó a Frankie de allí—. Ya está. ¿A que
no ha sido para tanto?
—¿Debo contestar si me preguntan? —inquirió Frankie,
ceñuda.
—Debes hacer lo que te dé la gana. No eres mi
marioneta ni te soplaré frases para salir del paso.
—Pero ¿hay algo que no debería decir?
—Ahórrate las palabrotas en la alfombra roja.
Frankie puso los ojos en blanco y dijo:
—Gracias por nada.
Se asió de su brazo con una fuerza titánica. Sería un
milagro que no se la pegase con los taconazos supersexys
que llevaba y se diese de bruces con una escultura de hielo
o con un multimillonario.
Sorprendentemente, entraron sin problema. Aiden le
alisó la falda por ella.
—¿Lista?
Miró a la multitud que se agolpaba detrás de él. Al
menos iba bien vestida.
—Sí, venga, al lío —contestó.
—Lo harás muy bien. Quizá hasta te lo pases bien,
aunque sea un poquito.
No lo creyó ni por un segundo, pero agradeció que la
animase.
—Y tú.
—Y, cuando se acabe la gala, pillamos algo sin bajar del
coche y cenamos en casa en pijama.
—Trato hecho.
Reconoció a Ferris Kilbourn por la foto que había visto
en casa de Aiden. Rozaba el metro ochenta y le estaban
saliendo canas en su cabello rojizo de herencia irlandesa.
Llevaba un esmoquin con el que parecía tan a gusto como
si fuese en chándal. Abrazaba a una rubia platino
esquelética que se había acicalado demasiado para
quedarle dos telediarios. Iba vestida de oro y engalanada
con diamantes.
—Mi padre y mi madrastra —le susurró Aiden al oído al
verlos acercarse.
—¿No se iban a divorciar?
—Hay que guardar las apariencias.
—Cómo no.
—Papá, Jacqueline —saludó Aiden. Abrazó a su padre y
le dio un beso cortés a su madrastra en la mejilla—. Os
presento a Franchesca, o Frankie, como queráis.
—¿Frankie? —Jacqueline la miró como a un chicle que
hubiesen escupido al suelo—. Qué… mono. —Su tono
dejaba claro que le parecía de todo menos mono.
Frankie pasó de la pulla. Difícilmente la ofendería una
mujer a la que habían sustituido por una más joven y más
moderna.
Frankie le tendió la mano a Ferris.
—Es un placer conocerle.
—He oído que mi hijo sonríe más últimamente —dijo
Ferris en tono amistoso—. Supongo que es gracias a ti. —
En vez de estrecharle la mano, se llevó sus nudillos a los
labios.
«Vaya, de vuelta al siglo XIX».
—Seguro que hay otros motivos —comentó Frankie.
Aiden la agarró de la cintura.
—Qué va. Ah, y esta encantadora mujer es mi madre —
dijo mientras le presentaba a una mujer morena vestida de
verde oscuro—. Cecily, Franchesca. Franchesca, Cecily.
Cecily era una mujer despampanante de sesenta y pocos
años. No parecía que hubiese pasado por el quirófano. Era
alta, regia y hermosa.
—Franchesca. He oído hablar mucho de ti. ¿Puedo
llamarte Frankie?
Mientras que Jacqueline era el frío glacial del Ártico,
Cecily era la brisa de las Bahamas.
Frankie le estrechó la mano que le tendía.
—Y a mi medio hermano ya lo conoces —añadió Aiden.
Frankie advirtió la tensión que destilaba su voz, así que
le acarició la espalda por dentro de la chaqueta. Esa noche
no le rompería la nariz a nadie ni lo avergonzaría. A no ser
que le buscasen las cosquillas.
Elliot se unió al grupo con las manos en los bolsillos y
cara de chulito.
—Franchesca —saludó mientras se pasaba un dedo por
la nariz, ligeramente torcida—. Cuánto me alegro de volver
a verte.
—Hola, Elliot. ¿Qué tal la nariz?
Notó que Aiden se ponía rígido, pero al instante fingió
que tosía para disimular que se estaba riendo.
—Se la rompió jugando al polo —aseveró Jacqueline. O
era tonta o no solo eso, sino que, además, se negaba a
aceptar la realidad.
Frankie no tenía claro quién había empezado, pero de
pronto los Kilbourn se estaban riendo. No eran las
carcajadas sinceras y contagiosas que les salían a ella y a
su familia mientras comían, sino una risa contenida y
nerviosa que daba a entender: «Sé algo que tú no». Supuso
que sería algo habitual en esa orilla del East River.
Para haberse fastidiado tanto los unos a los otros, los
Kilbourn eran muy educados. Daba la impresión de que
cada uno sabía cuál era su función y la desempeñaba con
soltura.
—Y tú que creías que mi familia era rara —le susurró al
oído a Aiden.
—¿Qué os parece si pasamos a la subasta silenciosa? —
propuso Ferris en tono jovial mientras le ofrecía un brazo a
su exmujer y otro a su futura exmujer.
Capítulo 45

Franchesca dejó que Pies Rápidos le diese otra vuelta por


la pista de baile. El tío tenía treinta y pocos años y mucha
energía. Además de un motivo oculto. Como volviese a
decir: «Sé de una oportunidad de inversión muy jugosa
para Aiden», le pisaría los pies y se iría a por tequila.
—Es que estoy segurísimo de que sé de una…
Frankie dejó de bailar en seco.
—Se te ve el plumero, macho. Quieres convencer a
Aiden de que invierta sus millones en algo. Pues díselo a él,
no a mí.
Pies Rápidos parecía contrariado cuando dijo:
—Es que es una oportunidad buenísima…
—Tío, en serio. —Frankie buscó a Aiden con la mirada.
Cuando la vio, ella le hizo un gesto para que se acercara—.
Cuéntale qué sacará él de todo esto y por qué crees que le
gustaría… lo que estés haciendo —le indicó—. Si te dice
que no, te invito a una copa. Pero, por Dios te lo pido, no
me comas más el tarro.
Aiden se plantó a su lado.
—Aiden, el señor eeeh…
—Finch. Robert Finch —dijo Pies Rápidos.
—Eso, Finch. Quiere hablar contigo de una cosa. —Le
guiñó un ojo a Aiden y se fue escopeteada a la barra.
Ignoraba si en un evento tan pijo como ese era elegante
pedir tequila.
—¿Qué le pongo, señorita? —le preguntó el barman con
la mayor educación y profesionalidad del mundo.
—Mira, soy nueva en esto. ¿Hay alguna forma de que me
pida un tequila y no tenga a la mitad de la peña
chismorreando sobre mí?
El barman sonrió con más amabilidad y respondió:
—¿Qué le parece si se lo sirvo en un vaso y finge que es
whisky de primerísima calidad?
—Te lo compro —dijo mientras le daba una palmada a la
barra. Le dejó cinco dólares de propina.
El barman se pasó la botella por el hombro y la atrapó
por detrás como si fuese malabarista. Así ligaban los
bármanes.
Frankie lo observó embobada y disimuló una sonrisa
cuando vio que llamaba la atención de otras asistentes. En
eventos de ese tipo, siempre había alguien lo bastante
borracho para tirarse a algún miembro del personal en un
armario o en un baño antes de que acabase la velada.
A Frankie se lo habían propuesto tantas veces en los
eventos en los que había trabajado que ya lo consideraba
un gaje del oficio. A no ser que quienes se lo sugiriesen se
pusiesen demasiado violentos.
Aceptó la copa que le sirvió con una floritura. Sin duda
era doble. Le sonrió y asintió mientras lo dejaba con sus
nuevas admiradoras.
Parecía que estuviese en una boda. Todo era blanco, de
cristal o de plata fina. Habría jurado que la temática era
«paraíso invernal». Debían de ser quinientos dólares por
cabeza, lo que hizo que se preguntara cuántos de los allí
presentes habrían desembolsado con gusto doscientos
cincuenta dólares solo por gozar del privilegio de quedarse
en casa.
Pero supuso que ser visto apoyando una buena causa
era un deber esencial de la flor y nata. Aiden y Pies Rápidos
seguían charlando cerca de la escultura de hielo, en el bufé
de canapés.
Una persona trajeada se acercó a ella con sigilo.
—Oye, Franchesca, ¿cuándo te disculparás por haberme
roto la nariz?
Tal vez Elliot pretendía ser encantador, pero se le antojó
más una babosa que soltaba baba. Era rubio como su
madre y sus facciones eran más delicadas que las de Aiden.
Era guapo, no atractivo. A diferencia de este último, su
presencia no era imponente, sino más bien un añadido.
—Quizá cuando te disculpes por haber cometido un
delito y casi chafarle la boda a mi mejor amiga.
Se encogió de hombros con elegancia y repuso:
—No hay pena sin culpa.
Se volvió hacia él de inmediato.
—¡¿Que no ha habido culpa?! —replicó.
—He venido a limar asperezas. Ahora que formas parte
de la familia, no podemos guardarnos rencor. ¿O sí?
—A mí no me importaría.
Él rio, pero a ella le sonó forzado.
—Deberías bailar conmigo —propuso Elliot.
—¿Sufriste una conmoción cerebral cuando te pegué?
—Hay que aparentar. —Extendió un brazo hacia la pista
de baile—. ¿No quieres demostrar que sabes moverte en
este ambiente?
Frankie apuró el tequila y señaló al barman con el vaso
vacío. Él asintió y se puso a prepararle otro.
—Vale, pero ni me agarrarás del culo ni me cabrearás ni
secuestrarás a nadie, ¿queda claro?
—Clarísimo —aseguró.
La llevó a la pista y le puso una mano en la cintura. No
le hizo ninguna gracia. Solo quería que la tocase un
Kilbourn.
Agradecida por las tres semanas de baile de salón que
su instituto imponía a los alumnos de Educación Física a
modo de refuerzo cada año, dejó que la guiase.
—¿Qué quieres, Elliot?
—A lo mejor solo quiero estar con la novia de mi
hermano.
—O a lo mejor quieres algo. Me gusta la gente que va al
grano y no me hace perder el tiempo con halagos o
amenazas.
—Necesito algo de mi hermano.
—Pues pídeselo —dijo Frankie.
—No es tan sencillo —arguyó Elliot.
—Claro que sí.
—Necesito que me haga un favor, pero no querrá.
—¿Y qué haces bailando conmigo? ¿Pretendes marearme
para luego meterme en una furgoneta y dejarme
inconsciente con cloroformo hasta que acceda?
—¿Dónde te conoció mi hermano?
—Bailando como una stripper en una fiesta de
compromiso.
Elliot se echó a reír.
—Eres un soplo de aire fresco.
—Pues tú me estás robando el mío. No me uses para
llegar a Aiden. Compórtate como un adulto y habla con tu
hermano.
La canción terminó. Frankie abandonó a Elliot en mitad
de la pista y se dirigió a la barra, pero, cuando estaba a
punto de llegar, la interceptaron.
—Franchesca, querida. Por fin te encuentro —dijo Ferris
Kilbourn—. Permíteme. Una copa de vino para la señorita
—pidió con galantería.
Frankie miró con pesar los dos dedos de tequila que la
aguardaban tras la barra.
—Acompáñame —le propuso Ferris mientras le ofrecía
un vino blanco.
—Desde luego.
Lo siguió hasta el extremo de la sala, donde una pared
de ventanas y puertas daba a un patio de piedra. Retiró una
silla de una mesa vacía para que se sentara.
Agradecida de poder descalzarse, Frankie se sentó y se
quitó los zapatos debajo de la mesa.
—Quería asegurarme de que no te habías ofendido por
las preocupaciones que le expresé a Aiden —empezó a
decir Ferris.
Frankie se dio cuenta enseguida de qué palo iba.
—¿Preocupaciones? —preguntó con aire inocente.
—Seguro que eres una chica encantadora —empezó.
—Soy una mujer más que encantadora. —A Frankie no le
gustaba que los hombres mayores que ella la pusieran a la
altura de su prima de trece años, que estaba obsesionada
con Harry Styles y Snapchat.
—Claro, claro. A lo que voy es a que no quiero que te
tomes a pecho que, en mi opinión, no encajas del todo en
nuestro mundo. Es más, me sorprendería mucho que no
estuvieras de acuerdo conmigo. —No había malicia tras sus
palabras. Manipulación, sí. Pero no un deseo real de hacer
daño.
Se había pasado cuarenta minutos maquillándose para
eso. Podría haberse aplicado sombra de ojos azul y
bronceador en cinco minutos, pues la veían tal como era.
Una chica de Brooklyn con préstamos para estudiar y sin
una cartera de valores.
—Pues te sorprenderá. No dejaré de formar parte de la
familia como otras —repuso Frankie con los ojos clavados
en Jacqueline, en la otra punta de la sala.
Por un instante, Ferris pareció nervioso.
«Eso no te lo esperabas, ¿eh, listillo?».
Ferris la había atacado con lo de Aiden aunque sabía
perfectamente que su hijo no habría hablado con Frankie
de esa conversación en concreto. Pero había sabido
defenderse.
—No creo que sea conmigo con quien debas hablar de
esto. Si tan preocupado estás por tu familia, tal vez
deberías seguir al frente.
Ferris suspiró y levantó su copa.
—Ya he dado bastante. Es mi momento de disfrutar. Mi
padre no pudo. Le dio un infarto en su despacho a los
setenta y un años. No quiero que me pase eso a mí.
Frankie se giró para mirarlo.
—Ferris, nadie te reprochará que hagas lo que te plazca.
Pero no le digas a Aiden cómo vivir. Es tu hijo, no un socio.
Confía en su criterio, y no solo para las tías de Brooklyn.
Él suspiró.
—No espero que entiendas los entresijos de nuestra
familia —empezó Ferris—. Nuestra empresa y nuestra
familia están inextricablemente ligadas. No existe la una
sin la otra. Mi hijo tiene la responsabilidad de tomar
decisiones que beneficien tanto a nuestra empresa como a
nuestra familia. —De nuevo, sus palabras carecían de
rencor. No era más que un hombre que expresaba su
verdad.
—¿Y en cuál de ellas no encajo? —preguntó Frankie.
—¿Acaso quieres encajar? —le devolvió la pregunta
Ferris.
—Quiero ver a Aiden feliz.
—A veces, la felicidad es un lujo que nadie puede
permitirse.
Frankie sonrió con suficiencia y dijo:
—Estoy convencida de que los Kilbourn podrían
costeársela. —Si la fortuna de Aiden era un reflejo de las
arcas familiares, todos podrían dejar de trabajar y vivir en
una comuna multimillonaria en Dubái, y no pasarían
hambre.
—Te lo digo para ahorrarte tiempo y quebraderos de
cabeza —añadió—. No veo cómo una mujer a la que le
importan un carajo las apariencias encajaría en este mundo
de buena gana. Tenemos que cumplir con las expectativas.
—¿De verdad se derrumbaría tu mundo si la novia de tu
director general no gastara quinientos dólares en
arreglarse el pelo y las uñas cada dos semanas? ¿De verdad
le importaría a alguien que me presentara a una comida
familiar con los vaqueros que me compré en el súper por
veinticinco pavos?
—Sinceramente, sí —contestó entre risas—. Tenemos
expectativas. Para los Kilbourn, el trabajo es lo primero. Me
he perdido la mayoría de los cumpleaños, los partidos de
béisbol y hasta algunas Navidades. Fue el precio que tuve
que pagar. Pero he construido un imperio del que podrán
beneficiarse mucho después de que muera. Aiden seguirá
mi ejemplo. Y necesitará que la mujer con la que esté lo
entienda, lo acepte y lo apoye.
—¿Alguna vez se te ha ocurrido que quizá Aiden
preferiría pasar tiempo contigo en vez de heredar un
legado? —sugirió Frankie—. Tal vez preferiría cenar
contigo en vez de que lo manejes desde un yate ahora que
se pasará los veinte próximos años amargado mientras tú
vives la vida por fin.
—Crees que soy muy egoísta, ¿no? —preguntó Ferris.
Frankie dejó su copa.
—Aún no te conozco lo suficiente para juzgarte.
—Bien dicho.
—Gracias. Para que conste, me da igual de quién te
divorcies o con quién salgas. Pero, si te importa más tu hijo
que un montón de ceros, edificios y yo qué sé qué más, no
lo encierres en la misma cárcel de la que acabas de
escapar.
Ferris la observó detenidamente y dijo:
—Creo que te he subestimado.
—Suele pasar. Pero así es más fácil ganar.
Ferris hizo ademán de brindar.
—A lo mejor sí que encajarías.
Frankie chocó su copa con la suya.
—Para la próxima vez, me gusta más el tequila que el
vino.
—Franchesca. —Solo la voz de Aiden era como una
caricia para su piel.
Olvidó que se había quitado los zapatos debajo de la
mesa y se puso en pie.
—Uy, perdón, es que he bailado demasiado —se excusó
mientras pescaba los tacones.
Él se la pegó a su costado.
—¿De reunión privada? —preguntó con cautela.
—Tu padre y yo estábamos hablando de nuestras
bebidas favoritas.
Ferris se levantó y comentó:
—Franchesca, ha sido… vigorizante hablar contigo.
—Esclarecedor —coincidió Frankie. Lo observaron
unirse a un grupo de hombres apiñados en torno a un
cuadro de una bacanal romana, o eso parecía.
—¿Mi padre te estaba molestando?
—No. Ha sido muy respetuoso al soltarme el típico
discurso de «no eres lo suficientemente buena para mi
hijo».
Aiden entornó los ojos y soltó:
—Hablaré con él.
Frankie negó con la cabeza.
—No hace falta. Ya le he dicho que más le vale que se
acostumbre a mi presencia, que llevo semanas agujereando
nuestros condones y solo es cuestión de tiempo que lo
hagamos abuelo.
La risa estruendosa de Aiden llamó la atención de los
invitados más cercanos.
—¿Lista para irte? —le preguntó mientras le toqueteaba
un pendiente.
—Sí, porfa, que me duelen los pies. Como venga otro
imbécil a comerme la oreja para llegar a ti, le estampo una
botella de champán en su cara de chulito.
—Tú avísame y llamo a mi abogado.
—¿Por qué no te preguntan directamente las cosas y ya?
—masculló Frankie.
—Porque soy muy poderoso e intimidante. Y porque ven
que tienes influencia en mí.
—¿Puedo influenciarte para que compres comida
tailandesa de camino a casa?
Capítulo 46

—¿Fue una masacre? —preguntó Oscar mientras le


tendía a Aiden un frasco de pastillas para el dolor de
cabeza al pasar por su mesa.
—Peor —contestó Aiden mientras se resentía de las
punzadas que sentía detrás de los ojos. Worthington
Financial, una consultoría contable, no se había tomado en
serio sus criterios de búsqueda para elegir a un director de
sistemas de información y le había sugerido a los tíos
blancos de siempre. Lo cabreó tanto que Aiden sacó a un
equipo de la venta en la que estaban metidos hasta el
cuello para analizar su estructura corporativa.
Tras investigar un poco y ejercer la presión necesaria,
descubrió que su política corporativa era deleznable, pues
se basaba en acosar y en tener un comportamiento
misógino. En media hora echó a siete directivos. Con las
amenazas de demandas de los recién despedidos aún
resonando en sus oídos, Aiden reunió a toda la empresa y
anunció una reestructuración inmediata. Dos asistentes
administrativas rompieron a llorar mientras le daban las
gracias. Y una vicepresidenta novata —justo la clase de
candidata que quería como directora de sistemas de
información— rescindió la dimisión que había presentado
dos días antes.
Ordenó a un consultor de Recursos Humanos
independiente que se metiera en el meollo para hacer
frente a las consecuencias internas y advirtió a los
abogados de Kilbourn Holdings que se hallaban ante un
problema serio.
—¿Los has puesto de patitas en la calle a todos? —
preguntó Oscar. El tipo amaba dos cosas en la vida. A su
compañero, Lewis, y el salseo empresarial.
—A casi todos. —Aiden se fijó en la hora que era. Sus
dos reuniones vespertinas habían devenido en una junta
apresurada en el coche y una cena tardía, durante la cual
su dolor de cabeza le había impedido comer—. Es tarde.
Vete ya, que a este paso va a venir Lewis a buscarte.
—Hemos quedado para tomar algo y celebrar que su
madre tampoco se muda con nosotros esta semana. —Oscar
sacó su abrigo del perchero y se lo puso—. No trabajes
hasta muy tarde —le recordó—. Que seguro que hay una
chica de Brooklyn esperándote en algún sitio.
Solo de pensar en Frankie se animó. Curraba en un
catering esa noche —una de sus últimas veces—, por lo que
no se verían. Pero eso no significaba que no pudiera
llamarla.
—Vete a casa, Oscar —insistió—. Y mañana a primera
hora me ayudas a renovar la plantilla de altos ejecutivos.
Quizá deberíamos fijarnos primero en los candidatos de
nuestra cantera.
—Descuida. Asimismo, me gustaría asegurarme de que
los tíos a los que has puesto de patitas en la calle no
encuentran trabajo en ningún otro sitio.
—Qué francés más malo eres —comentó Aiden con una
sonrisilla.
—El peor.
Aiden lo observó irse tan pancho a los ascensores. Los
demás despachos estaban a oscuras. Eran casi las nueve y
aún tardaría unas horas más en ponerse al día. Si pudiera
librarse de la jaqueca… y dejar de pensar en lo ocurrido
aquel día…
Dos hombres habían llorado cuando asestó el golpe de
gracia. Ninguno era inocente, pero no le satisfacía del todo
castigar a alguien que se consideraba una víctima.
—Tengo dos hijos en la universidad —adujo uno.
—Pues no haber ordenado a Recursos Humanos que
ignorase las quejas contra ti y tus colegas —le había
contestado Aiden con brusquedad. Era frío y eficiente.
Despiadado. Intimidaba más así, cuando trataba a los
demás como mosquitos con los que no valía la pena
enfadarse.
Por dentro, era de todo menos frío. Esos hombres habían
creado un ambiente de trabajo tan hostil que era
sorprendente que les quedasen empleados.
Fue la decisión acertada. Tal vez un tanto abrupta, pero
marcaría la pauta para el año siguiente. Eran una nueva
adquisición, y esa era la forma más rápida de dejar claro
que Kilbourn Holdings no toleraría la desigualdad ni la
parcialidad.
Cogerle el teléfono a su padre para defender su postura
no mejoró la situación.
Ferris coincidía en que había que hacer «algo», pero no
ahora, y menos con esa contundencia.
—Ya estamos lidiando con suficiente transición —había
alegado—. No entiendo por qué te meterías en un proyecto
de esta envergadura; te distraerá de lo importante.
Vamos, que, según Ferris, las mujeres deberían haber
aguantado un poco más, al menos hasta que él estuviese
tranquilito en su barco fumándose un puro.
Aiden no estuvo de acuerdo y se lo dijo sin el debido
respeto.
Quería volver a casa. No. Borrad eso. Quería ir a casa de
Franchesca y tumbarse con ella en la cama hasta que las
aguas volvieran a su cauce.
—¡Pero bueno, si es mi hermano, el trabajador que no
tiene tiempo de echar una canita al aire! —saludó Elliot con
malicia desde el umbral.
Ya solo con eso, la noche de Aiden empeoró.
—Anda, pero si por fin te has dignado a venir. —Aiden
llevaba intentando quedar con Elliot desde que su padre
había decidido jubilarse. Y, hasta esa noche, su medio
hermano lo había evitado.
Iba vestido para salir. Una americana con solapas de
terciopelo y una alegre pajarita a cuadros. Parecía un
consentido de mierda.
Elliot se quitó una pelusa del hombro y se excusó:
—Lo siento, jefe. He estado liado.
—¿Con qué, exactamente? —Ferris había permitido que
Elliot tuviera un título y dispusiera de un despacho por si
su hermano mostraba un mínimo interés en el negocio.
Elliot se sentó en la silla que había delante del escritorio
de Aiden y plantó sus lustrosos mocasines en la mesa.
—Con un poco de todo.
—Al grano. A partir de ahora, contribuirás a la familia y
al negocio.
Elliot rio por la nariz y repuso:
—¿Quieres que trabaje más? Pues consígueme un
despacho más grande y a un ayudante. Quiero tener voz y
voto en las operaciones.
Aiden permaneció impasible y respondió:
—Eso se lo gana uno al demostrar lo que vale. No por
tener un buen apellido.
—Vale. Pues cómprame. —Elliot se cruzó de brazos con
petulancia. Nombró una cifra demasiado exacta para
habérsele ocurrido de pronto—. Ese es el precio que tienes
que pagar para librarte de mí.
—Imposible. —Por mucho que a Aiden le hubiese
encantado concederle un cheque al muy cabrón, le había
prometido a su padre un año. Un año entero para darle a
Elliot la oportunidad de demostrar su valía y fracasar.
—Pues venderé las acciones.
Aiden miró fijamente a su hermano y le advirtió:
—Piénsatelo bien antes de hacer algo irreversible. Los
Kilbourn somos los accionistas mayoritarios. Si vendes tu
porcentaje, ya no será así. Y la empresa correría peligro.
Elliot se encogió de hombros, pero Aiden vio las gotas
de sudor que le perlaban la frente. Elliot era muchas cosas,
la mayoría de ellas terribles y ofensivas, pero su deseo de
que lo reconocieran como un Kilbourn valioso era siempre
lo primordial. Debía de estar asustado y contra las cuerdas
para querer vender su única porción del pastel. Eso le picó
la curiosidad a Aiden lo bastante para ponerse a indagar.
—Si quieres seguir recibiendo un sueldo, tendrás que
ganártelo. Me da igual que te dediques a preparar cafés en
la sala de descanso o a vaciar cubos de basura en la sala de
juntas. O contribuyes o te vas.
—Has deseado librarte de mí desde que nací —gimoteó
Elliot—. Es tu oportunidad.
—Un año. Ya sabes el rumbo que ha tomado esta
empresa. Cómo se prevé el futuro. Serías tonto si vendieras
ahora.
—A algunos no nos queda otra —espetó Elliot entre
dientes. Plantó los pies en el suelo y se echó hacia delante
—. Algunos no hemos sido nunca los favoritos. Algunos
hemos tenido que conformarnos con las migajas. Y
hacemos lo necesario para sobrevivir.
—Siempre te lo han dado todo —señaló Aiden.
—No todo. Y lo demás nunca bastaba. Así que o me
compras o iré a ver a tu novieta y le contaré con pelos y
señales por qué tu amigo Chip le partió el corazón a su
mejor amiga hace tantos años.
Aiden se quedó paralizado y preguntó:
—¿Qué te hace pensar que tuve algo que ver?
A lo que Elliot contestó con desprecio:
—Me has ignorado toda la vida. He oído muchas cosas
en nuestra casa.
Aiden agarró más fuerte el bolígrafo, pero mantuvo una
expresión impasible e indiferente.
—¿En serio crees que esa información afectaría ahora a
mi relación con Franchesca? Acuérdate de que Chip y
Pruitt están felizmente casados. Aunque no gracias a ti.
—Pero imagina cómo se sentiría Franchesca si supiera
que fuiste tú el culpable de que su mejor amiga en el
mundo estuviese a punto de ser hospitalizada. Se
rumoreaba mucho lo mal que se tomó la ruptura. Chip no
sabía lo que hacías, pero yo sí. Reconozco la manipulación
cuando la veo. ¿Cómo crees que se sentiría si supiera que
orquestaste su ruptura?
—No tienes nada. Te ofrezco la oportunidad de formar
parte al fin de esta empresa —repuso Aiden en tono
cortante.
—Te dejo una semana para decidirte. O me compras o le
cuento tus sucios secretitos a Franchesca. —Dicho esto,
Elliot, en un arrebato de furia, abandonó el despacho de
Aiden con paso airado.
Ahora sí que le dolía la cabeza, pero bien. Miró el
indicador parpadeante del buzón de voz, las docenas de
mensajes nuevos en su bandeja de entrada y el ordenado
montón de contratos que esperaban su firma y se levantó.
Para cuando llegara allí, Frankie seguramente estaría
volviendo a casa. La deseaba. La necesitaba. Llamó al
servicio de vehículos y dijo:
—Nos vamos a Brooklyn.

***
Una vez en el coche, cerró los ojos y dejó que la oscuridad
y el silencio lo relajaran. Cuando llegó a las escaleras de la
entrada de Frankie, eran las diez, y lo único que quería era
tumbarse en su pedazo de cama y dormir abrazado a ella.
Llamó al timbre de Frankie. No le extrañó que no
contestara. Picó a la señora Gurgevich, del 2A.
—Lamento molestarla tan tarde, señora Gurgevich —se
disculpó Aiden cuando respondió. El mundo de su
alrededor giraba en halos y perturbaciones visuales
nauseabundas.
—¿Esa chica aún no te ha dado la llave? —preguntó
refunfuñando.
—Aún no, señora.
—¿Has probado a regalarle flores? —sugirió con la voz
distorsionada por el interfono.
—Probaré con eso —aseguró.
—Cruzaré los dedos por ti. —Lo dejó pasar.
Aiden subió con dificultad los tres tramos de escaleras
mientras rezaba para que no se le cayera la cabeza de los
hombros. La esperaría sentado en el pasillo. Debería
haberle escrito, pero en parte deseaba ponerla a prueba.
¿La alegraría verlo? ¿Le molestaría? Necesitaba saberlo
para seguir con su relación. Cada vez le atraía más y más.
Y necesitaba saber con exactitud si Frankie estaba
incómoda antes de abrirse más a ella.
La puerta de enfrente se abrió con un chirrido.
—Ah, eres tú. Creía que era el señor McMitchem
robándome el periódico —dijo la señora Chu mientras se
cercioraba de que el periódico que había dejado en el suelo
como señuelo seguía ahí.
Aiden vislumbró una bata rosa y una zapatilla de felpa
por la rendija de la puerta.
—Perdón por asustarla, señora Chu. Estoy esperando a
que vuelva Franchesca… Digo, Frankie.
—Si te quedas aquí merodeando, ahuyentarás al señor
McMitchem. Ten. —Se fue un momento y al volver le
ofreció una llave—. Tenemos una de repuesto.
Tenía que llevar a Franchesca a un edificio con más
seguridad. Sus vecinos recibirían con los brazos abiertos a
un sospechoso de haber atracado un banco con un AK-47.
Pero estaría más cómodo que sentado en el pasillo.
Abrió la puerta, devolvió la llave y entró.
Siempre le sorprendía el contraste entre su casa y la de
Frankie. La de ella gritaba que alguien vivía allí, aunque
estuviese un poco manga por hombro. Había platos en el
fregadero, correo encima de la mesa y ropa limpia en el
suelo, justo fuera de la cocina, como si hubiera rebuscado
en la cesta en busca de una prenda concreta a toda prisa.
Sumamente agradecido, advirtió que había lavado sus
pantalones de chándal y su camiseta. Se quitó el traje y
pensó en asaltar los armaritos de la cocina, pero decidió
que se le pasaría más rápido la migraña descansando que
comiendo. Se tumbó en el sofá y trató de centrarse en el
problema que tenía entre manos. Sabía qué pasaría si
Frankie se enteraba de lo que había hecho. De que había
presionado a Chip para que rompiera con Pruitt. Y, por los
comentarios que había hecho Frankie, la ruptura había sido
demoledora para Pruitt.
¿Cómo lo solucionaría? Fue su último pensamiento antes
de que lo envolvieran la oscuridad y el silencio.
Capítulo 47

Estaba despatarrado en su sofá con una almohada en la


cara y se le había levantado un poco la camiseta, lo que
permitía ver los sexys abdominales que tenía justo encima
de sus pantalones de chándal de cintura baja.
Frankie habría gritado al entrar por la puerta si no
hubiera sido porque era imposible confundir su bello y
glorioso cuerpo con un desconocido que se hubiese colado
para robar y violarla. Aiden Kilbourn era su misterioso
invitado y, a juzgar por sus ojos llorosos, no había ido a
darle al tema.
—Eh —murmuró en voz baja.
Aiden hizo una mueca al ver tanta luz y volvió a cerrar
los ojos.
—Hola —saludó con voz ronca—. ¿Qué hora es?
—Casi las once.
—Perdón por haberme colado.
—Como veo que mi puerta sigue intacta, supongo que te
habrá abierto la señora Chu —especuló Frankie mientras
atusaba su abundante mata oscura.
—Necesitas más seguridad. —Le restregó una mejilla
contra su mano y Frankie se derritió por dentro.
—¿Dolor de cabeza? —preguntó.
—Sí.
—Aguanta, machote. —Le dio un besito en la frente y fue
a la cocina. Regresó con un vaso de agua y dos
comprimidos—. No tengo de los buenos, de los que le
recetan a Pru, pero este es de venta libre.
Aiden se incorporó como pudo y Frankie se dio cuenta
de que le dolía.
—¿Qué tal el curro? —le preguntó mientras se tomaba
las pastillas y el agua.
Estaba despeinado de haber dormido y se le curvaban
las puntas del pelo en el cuello. ¿Cómo era posible que el
Aiden exigente y arrogante la pusiera como una moto y el
Aiden dulce y vulnerable derritiese su corazón frío y
acerado?
—Ha estado bien —mintió. No había estado bien. Había
sido una pesadilla. Y un ligero choque cultural, pues había
pasado de asistir a una importante gala benéfica una
semana a trabajar en una la siguiente. Ahora sentía que no
encajaba en ninguno de los dos mundos.
Quizá ella también fuera dos personas. Franchesca, la
novia del empresario, y Frankie, la estudiante de posgrado
de Brooklyn que decía tacos sin parar.
—¿Qué tal el día?
Se apretó los ojos, pero, aun así, vio la mueca que hizo.
—No tienes que contármelo si no te apetece. —Llevó su
vaso vacío a la cocina y abrió una lata de Coca-Cola.
—Si por eso he venido —dijo con un tono un pelín hosco,
lo que le pareció entrañable.
Le pasó la lata y dijo:
—Ten. Hay que doblar la cantidad de cafeína.
—Gracias —murmuró.
—Va —le apremió mientras tiraba suavemente de su
mano—. Vamos.
—¿Adónde?
—A la cama.
—No sé si daré la talla…
—A dormir, Aide. Solo a dormir. Prometo no
abalanzarme sobre ti hasta que te encuentres mejor.
—Ah.
Lo llevó al dormitorio y lo arropó en su lado de la
enorme cama doble. Su lado. Tenía un lado en su cama, un
cajón en su baño y, seguramente, ya era hora de que
también tuviera una llave y no tuviera que depender de la
amabilidad/entrometimiento de sus vecinos.
Frankie le dio un beso en la frente. Cuando fue a
apartarse, él le agarró una mano.
—¿Adónde vas? —inquirió.
—Cariño, voy a cambiarme. Ahora me acuesto.
—Aún no debes de estar cansada.
No lo estaba. Pasarse cuatro horas corriendo como una
loca para dar de comer a gente maleducada y limpiar sus
estropicios solía espabilarla.
—Leeré a tu lado.
—Vale. —Pegó la cara a la almohada.
Maldita sea. El Aiden vulnerable y necesitado era más
sexy aún. Solo le apetecía arroparlo con la colcha y
cuidarlo hasta que se encontrara mejor. Notó algo raro en
el pecho. Un calorcito… agradable. No le hizo gracia.
Se tomó su tiempo para cepillarse los dientes y lavarse
la cara. Cuando volvió al dormitorio a por un pijama, Aiden
se había quedado dormido con una almohada en la cabeza.
El pobre e indestructible de Aiden había llegado a su
límite. Debía de haber sido un día muy duro. Había echado
un vistazo a su agenda con anterioridad. Tenía casi todos
los días programados al minuto. Aiden Kilbourn hacía más
cosas antes de las diez de la mañana que la mayoría de la
gente en todo el día… ¡Qué narices! En toda una semana.
Pero reconocía un patrón.
El trabajo era su vida. Se esforzaba hasta que caía
rendido, y luego se levantaba y se esforzaba un poco más.
Admiraba su dedicación, pensó Frankie mientras
retiraba las mantas y se metía en la cama. Se apoyó en las
almohadas con su libro electrónico.
En eso coincidían. A ver, sí, la vida laboral de Aiden
consistía en dirigir una corporación multimillonaria,
mientras que la suya se componía de dos trabajos a media
jornada y un máster. Pero, aun así, ambos tenían la mira
puesta en su objetivo y no cejaban en su empeño. Él: la
dominación mundial o su equivalente corporativo. Ella: un
máster y un futuro estable desde el punto de vista
económico.
Era curioso lo similares que podían ser dos personas de
orígenes tan opuestos.
Aiden se movió. Sin abrir los ojos, se giró hacia su lado,
se arrimó a ella y pegó la cara a su brazo.
El soltero más cotizado de la ciudad estaba en su cama,
aferrado a ella como si le fuera la vida en ello, y el corazón
le iba más deprisa de lo normal.
—Será cabrón —murmuró. Estaba cayendo rendida a sus
pies. Y no iba a ser un aterrizaje suave.
Cogió su libro electrónico y abrió la novela que tenía
empezada. Al menos en la ficción, el final feliz estaba
asegurado.
«¿La nueva novia de Aiden Kilbourn sirve cócteles?»

«Solo la puntita: camarera se embolsa a multimillonario»


Capítulo 48

Frankie se abrió paso entre la multitud con una bandeja


de panceta crujiente en la mano. Era su penúltimo trabajo
de catering. Con el dinero de esa noche, casi tendría para
amortizar la tarjeta de crédito, que aún tiritaba por la boda
de Pru.
Los ricos estaban recaudando dinero para manatíes,
tortugas marinas o alguna otra vida acuática en peligro de
extinción en una galería de arte del Upper West Side.
Garabateaban cheques con una mano mientras tomaban
cócteles exclusivos y tapas de champiñones rellenos con la
otra.
—Estos están de rechupete —comentó una mujer vestida
con lentejuelas negras mientras cogía otro aperitivo de la
bandeja de Frankie—. Solo vengo a estos eventos por la
comida —confesó.
Frankie le sonrió y dijo:
—En ese caso, no se pierda el puesto de tostadas con
queso brie.
Dio una vuelta por la otra punta de la estancia mientras
sonreía con amabilidad y señalaba los baños cuando se le
preguntaba. Se quedó estupefacta al ver el generoso busto
de Cressida en su campo de visión.
«Mierda». Rezaba para pasar lo más desapercibida
posible. Su jefe de catering ya tenía sus reservas sobre
permitir que la novia de Aiden Kilbourn sirviera canapés a
sus nuevos colegas. Solo le faltaba tener problemas con el
cortejo nupcial de Pru.
Se agachó detrás de un caballero alto y encorvado y se
asomó a su codo. Cressida no estaba sola. Iba del brazo de
Digby, uno de los testigos y genio del comercio diario.
Frankie estaba tan sorprendida que no se dio cuenta de
que su tapadera se fue a la barra.
—¿Frankie? —preguntó Digby con la cabeza ladeada.
«Mierda, mierda, mierda y requetemierda».
Frankie fingió una sonrisa radiante.
—Hola, Digby. Cressida. Qué bien que hayáis venido —
comentó. Por una vez deseaba llevar un bonito vestido y
sujetar un folleto de recaudación de fondos y no una
bandeja de refrigerios de panceta.
Cressida reparó en el uniforme de Frankie y le preguntó:
—¿Estás trabajando?
Frankie se cuadró, como desafiándolos a que la
criticaran.
—Sí. ¿Qué os trae a vosotros por aquí? —inquirió.
Digby cogió una tostada de su bandeja.
—Cressida es la dueña del edificio —explicó mientras
masticaba alegremente.
—Y me gustan los manatíes —añadió ella a la vez que
señalaba uno de los carteles informativos que colgaban del
techo.
La rubia pechugona era una magnate inmobiliaria y
Frankie se ganaba la vida ofreciendo piscolabis. A veces la
vida no era del todo justa.
Digby se metió una mano en el bolsillo.
—Como cojas el móvil te mato —le espetó Cressida con
un tono sensual.
Digby, apocado, dejó de buscar y cogió otro aperitivo.
—Lo estoy educando para que no sea un imbécil —le
informó Cressida—. Suerte amaestrando a Aiden.
—Eh, ¿gracias? —dijo Frankie.
Digby sonrió y añadió:
—He oído que Margeaux no se ha tomado bien que
salgáis.
—No entiendo por qué Margeaux piensa que la incumbe.
—A esa no le gusta perder —comentó Cressida—. Nos
vamos a hacer el amor.
A Digby se le iluminó la cara, y, por una vez, no fue por
la luz del móvil. Daba la impresión de que estaba
abandonando sus hábitos de operador bursátil intradía.
—Me alegro de verte, Frankie. Dale recuerdos a Aiden
—se despidió a toda prisa mientras agarraba a Cressida de
la muñeca y se la llevaba fuera.
—Ajá —dijo Frankie mientras los observaba irse. Quizá
el agua de las Barbados tuviera algo. Se estremeció.
Lástima del pobre que acabara con Margeaux.
Siguió a lo suyo, circulando como un fantasma entre la
multitud hasta que su bandeja estuvo vacía. Regresó a la
abarrotada cocina a por más comida. Jana cruzaba la
puerta con una bandeja con vasos sucios.
—Una hora más y recogemos —canturreó. Ese día
llevaba mechas de color turquesa en su cabello rubio.
Frankie se moría de ganas de que acabase ya esa hora,
y, con ella, esa parte de su vida, para poder interpretar su
nuevo papel favorito: ser la calientacamas de Aiden. Ya que
estaba en la ciudad, lo lógico era que se quedara en su casa
esa noche. Y más teniendo en cuenta que al día siguiente
era sábado. El plan era dormir hasta tarde y disfrutar de un
brunch tranquilo el sábado. Luego irían a cenar con el
padre de Aiden, su nueva novia y la madre de Aiden. Como
siempre, los Kilbourn llevaban el tema con mucha
diplomacia. Aunque no tanta como para invitar a la
madrastra/futura ex. La noticia del divorcio había corrido
como la pólvora. Y los chismorreos volaban incluso ahí.
Se rumoreaba que Jacqueline estaba invitada esa noche,
pero que le daba demasiada vergüenza asistir. Frankie
supuso que estaría revisando su acuerdo prematrimonial a
conciencia y no sufriendo una humillación real. Era raro
servir comida a algunas de las personas con las que había
bailado la semana anterior. Pero, como de costumbre, nadie
miraba a un camarero a los ojos a no ser que buscara algo
más que comida o bebida.
El anonimato era más reconfortante que cualquier otra
cosa. Aiden no había comentado nada de sus trabajos de
catering, pero supuso que le debía de resultar extraño que
su novia limpiase lo que ensuciaban sus colegas.
—¿Franchesca? —Cecily Kilbourn ladeó la cabeza y
añadió—: ¡Eres tú! —Llevaba un vestido amarillo sencillo
pero espectacular que solo una mujer con su color de piel y
su porte podía lucir.
—Señora Kilbourn —saludó Frankie. Casi se le cayó la
bandeja.
Se acabó lo de ser un fantasma.
—Por favor, llámame Cecily —dijo con una sonrisa
sincera—. ¿Ha venido Aiden?
—No. Esta noche trabajará hasta tarde.
—Este hijo mío siempre está trabajando —repuso Cecily,
consternada—. En eso ha salido a su padre.
—Es muy entregado —convino Frankie.
—Qué forma más educada de decir que debería andarse
con ojo si no quiere parecerse a su padre en lo demás. Qué
contenta estoy de que te haya conocido. Está coladito por
ti.
—Lo mismo digo. O sea, que siento lo mismo.
—Está feo que lo diga yo —se excusó Cecily—, pero es
un partidazo.
—Nos lo pasamos muy bien juntos —dijo Frankie, que no
sabía cómo charlar con la madre de su novio cuando debía
estar ofreciendo cócteles de gambas en miniatura servidos
en cucharas de cerámica.
—¿Qué has visto ya, Cecily? Saldrás de aquí con cinco
kilos más como no te controles. —Jacqueline, ni humillada
ni pegada a su acuerdo prematrimonial, se acercó con
sigilo a ellas y cogió un aperitivo de la bandeja de Frankie.
Lo probó y arrugó la naricilla—. Puaj, qué asco. Cómo odio
las gambas. —Dejó el bulto masticado con la gamba a
medio comer en la bandeja.
Imbécil.
—¿Dónde está la chica del queso brie? —preguntó.
—Jacqueline, te acuerdas de Franchesca, la novia de
Aiden, ¿no? —dijo Cecily con énfasis.
Jacqueline tardó un rato en darse cuenta de que Cecily
se refería a la portadora de la bandeja y no a otra chica.
—¿Eres camarera? —inquirió Jacqueline entre risas. Sus
cejas hicieron el esfuerzo de levantarse, pero su frente
perfecta solo le permitió abrir los ojos ligeramente.
—Entre otras cosas, señora Kilbourn.
Dio la sensación de que Jacqueline estaba sopesando si
le convenía que la vieran hablando con el servicio o no.
—Pues que disfrutéis de vuestra charla de chicas —
espetó, casi bizca de mirarlas con desprecio—. Hay otra
fiesta a la que debo asistir pronto, así que me despido ya.
—Se fue contoneándose con su vestido de satén y perlas.
—Esperemos que la nueva no sea tan insufrible —
murmuró Cecily.
—¿Cómo es que Ferris te dejó por ella? —preguntó
Frankie. «Mierda. ¿Cuándo aprenderé a cerrar el pico?».
—Seguramente porque la dejó embarazada —reflexionó
Cecily—. Uy. Secreto familiar. Tú finge que he dicho algo
zen y bonito.
—Tienes razón. Jacqueline es una joya —ironizó Frankie.
—¡Ay, Cecily! —Una mujer con un chal color burdeos la
saludaba desde su posición privilegiada junto a una estatua
muy desnuda.
—Es amiga mía. ¿Quieres que te la presente? —
preguntó.
Frankie negó con la cabeza.
—Espero que no te importe, pero preferiría pasar
inadvertida. Solo me queda un turno más de camarera, y es
más fácil si nadie conoce mi… relación con Aiden.
Cecily asintió.
—Entiendo. Bueno, ha sido un placer verte. Estoy
deseando cenar contigo mañana.
—Y yo —convino Frankie. Y se dio cuenta de que lo decía
en serio.
Se dirigió a la cocina para deshacerse de las gambas
regurgitadas de Jacqueline. Nada mataba más el apetito
que la comida masticada por otra persona.
—¿Habéis visto con quién estaba hablando Cecily?
Frankie oyó a Jacqueline hablar con un corrillo de
mujeres cerca de la barra.
—¿Con quién? —preguntó una con la voz entrecortada
de lo emocionada que estaba por cotillear.
—Con una camarera.
—¿Le estaba pidiendo la factura?
—Es la novia de su hijo.
—¡¿Qué dices?! —exclamó una, horrorizada.
Qué exagerada, por Dios. Ni que les hubiera dicho que
Aiden desayunaba perros callejeros.
—¡Lo que oyes! —dijo Jacqueline como unas pascuas—.
De tal palo tal astilla, supongo. A ambos les pirra el
servicio.
—¿Cecily también era camarera? —preguntó otra mujer.
—Casi igual de malo —prosiguió Jacqueline—. Era
secretaria o algo así en la empresa de diseño de interiores
que Ferris contrató para la casa de los Hamptons. ¿Os
imagináis? La pobrecita siempre creyó que éramos amigas.
Pero así se trata al servicio. Les das palmaditas en la
cabeza y les dices que lo están haciendo de maravilla, y
cuando se van miras que no te falte nada de la vajilla.
Se rieron como una bandada de gallinas.
—Adiós al linaje —murmuró alguien.
—Debería haberle dicho a mi hija que se buscara un
trabajo en un restaurante de comida rápida o de conserje
cuando quería llamar la atención de Aiden hace tantos
años.
A Frankie le extrañó que no se le rompiera la bandeja de
lo fuerte que la agarraba. Hizo un cálculo rápido. ¿Cómo de
malas serían las consecuencias si arreaba a la futura
exseñora Kilbourn en la cabeza con la bandeja?
Nefastas. Pésimas. Estaba que trinaba. «Vale, la
violencia está descartada. Pero no pienso dejarlo estar».
Frankie agarró un mondadientes de la barra y se metió
entre las hienas.
—Menos mal que te he encontrado, Jackie. Se te ha
quedado pegado un trocito de espinaca en la dentadura —
dijo mientras le tendía el mondadientes—. No me gustaría
que todos se rieran de ti a tus espaldas.
Se les cortó la risa de golpe. Jacqueline le echó una
mirada gélida.
—Ah, y estoy muy orgullosa de ti por haber venido esta
noche. Yo no me atrevería a dar la cara si mi marido me
hubiera dejado por una mujer quince años más joven. Ole
tú. ¿Vendrás a cenar mañana con los demás miembros de la
familia para conocer a la nueva señora Kilbourn?
Para cuando se alejó de allí, la boca de Jacqueline
colgaba en algún punto entre sus tetas infladas.
A ver, no fue tan satisfactorio como cruzarle la cara de
un guantazo. Pero ni tan mal.
Regresó a la cocina hecha una furia y respiró hondo dos
minutos. Esbozó una sonrisa profesional y volvió con la
multitud, cada vez más reducida. Jacqueline se había ido y
daba la impresión de que se había llevado a la mayoría de
sus compinches con ella. Seguramente para demostrar que
no llevaba dentadura postiza.
Sin embargo, todos la miraban y le daban las gracias
encarecidamente al pasar con la bandeja. Puaj. Prefería
cuando se creían demasiado importantes para mirarla. Las
noticias volaban en la alta sociedad. «La novia de Aiden
Kilbourn ofrece aperitivos vestida con un delantal un
viernes por la noche. ¿Adónde iremos a parar?».
—Me encantaría probar algo de lo tuyo. —La voz era
suave y tenía un deje lisonjero y ensayado que alertó a
Frankie de inmediato.
—¿Los champiñones rellenos? —preguntó mientras
plantaba la bandeja entre los dos.
El tipo era flaco, musculoso y de complexión delgada.
Casi igual de alto que ella. Supuso que pesaba unos buenos
cinco kilos más que él.
Observó la bandeja con cierta insolencia para, acto
seguido, meterse una tapa de champiñones en la boca y
chuparse los dedos con ostentación.
—Soy Lionel, por cierto.
—Hola, Lionel —saludó sin el más mínimo interés en
seguir conociéndolo.
—Seguro que Aiden te ha hablado de mí. Suelo ganarle
en el campo de polo —explicó Lionel mientras se apartaba
la mata de pelo rubio de la frente—. Nos gusta competir
por todo —agregó en voz baja, como si le estuviera
contando un secreto.
—Pues vale —dijo ella, y lo esquivó. Pero él la siguió y le
cerró el paso.
—Eres preciosa. Te he visto desde la otra punta de la
sala y no podía dejar de mirarte.
—Al grano, Lionel —exigió Frankie con el mínimo de
educación que fue capaz. No soportaba que la
profesionalidad que requería su puesto actual la coartase.
Lionel le acarició una mejilla con los nudillos y le dijo:
—Creo que te gustaría más estar en mi cama que en la
de Kilbourn. ¿Qué me dices?
«Vete a la mierda. Que te den por culo. Úntate con carne
picada y métete en una guarida de osos pardos».
—No, gracias. —Su tono fue tan gélido que Lionel
debería haberse congelado.
—Voy a tener que convencerte. Me gusta cuando os
hacéis de rogar.
—¿Me hablas así porque soy del servicio o porque tu
cartera te lo permite?
Lionel echó la cabeza hacia atrás y rio.
—Menuda fiera estás hecha. Vamos. Olvídate de
Kilbourn. Tómate una copa conmigo. Te pagaré el resto del
turno.
Lionel cometió un error garrafal al tirar de su muñeca.
Capítulo 49

Aiden frunció el ceño al leer el mensaje de Frankie.


Frankie: No puedo ir esta noche. ¿Lo dejamos para
otro día?

La última vez que habían hablado ambos esperaban


pasar la noche juntos. Aiden tamborileó con los dedos
sobre la mesa mientras un temor crecía en la boca de su
estómago. ¿Elliot habría cumplido su amenaza? ¿Habría
subestimado al llorón, perezoso y cobarde de su hermano?
Que Elliot necesitaba dinero era obvio. Pero el motivo
seguía siendo un misterio.
Aiden apenas había empezado a investigar y aún tenía
que descubrir qué relacionaba a Elliot y Donaldson.
Había asumido que era una amenaza vacía. Elliot era
muchas cosas indeseables, pero su afán por ser un activo
importante para su padre no se comparaba a ningún otro
objetivo. Y Aiden contaba con su coherencia para ganar
tiempo. Debía pensar en cómo le confesaría a Franchesca
que había hecho que sus mejores amigos fueran
terriblemente desdichados durante años.
Podría hacerlo satisfaciendo las necesidades financieras
de Elliot o ingeniándoselas para eludir el compromiso con
su padre.
En resumen, estaba jodido.
Le sonó el teléfono y lo cogió. Era su madre. Por un
instante se planteó dejar que saltara el contestador, pero
cambió de opinión.
—Perdón por llamar tan tarde —se disculpó Cecily,
pletórica—, pero sabía que estarías trabajando. Quería
decirte que me he encontrado con Franchesca en un evento
esta noche. Estaba trabajando.
—¿Por casualidad estaba también Elliot? —Aiden se
pellizcó el puente de la nariz y rezó para que no fuera así.
—No lo he visto. Pero su madre sí que estaba.
Aiden sonrió ante el ligerísimo deje burlón del tono de
su madre. Deberían haberla canonizado por haber aceptado
amablemente a Jacqueline y Elliot, los daños colaterales del
mujeriego de su padre. Ahora que el matrimonio había
terminado, Cecily podía dejar de ser cortés, dejar de poner
buena cara.
—El caso es que Franchesca es muy diferente a
cualquier chica con la que hayas salido. Y quería que
supieras que me cae muy bien. Y ya opinaba así antes de
que pusiera a Jacqueline en su sitio esta noche, cuando
comentó que tanto el padre como el hijo «se beneficiaban»
del servicio.
Aiden maldijo en voz baja. Sintió dos dolores idénticos.
Uno de alivio y otro de pavor. Ni trabajando podía librarse
Frankie de su familia. Y, aunque Elliot no le había revelado
ningún secreto, Jacqueline podía causar bastante daño por
sí sola.
—¿Qué ha dicho exactamente Jacqueline? —preguntó
con tono férreo.
Cecily rio.
—No te exaltes. Tu novia le ha contestado tan bien que
Jacqueline se ha ido con el rabo entre las piernas. Has
elegido bien, Aiden.
—Pues papá no piensa lo mismo —repuso.
—Tu padre tiene que abrir la mente. Nada más. Espero
que sea la definitiva.
—Solo llevamos saliendo dos meses. ¿Ya estás diseñando
las invitaciones de boda?
—Dos meses es lo máximo que has durado con la
mayoría, cielo. Y no veo ninguna de las señales habituales
de que te estés cansando de ella.
No. Al contrario, cada día estaba más fascinado, más
cautivado. Y alguien de su círculo había importunado a
Frankie esa noche. Su deber era protegerla de eso.
—¿Dónde ha sido la recaudación de fondos para salvar
lo que sea que fuera?

***

Al fin dio con ella. Estaba en un bar, a una manzana de la


gala de recaudación de fondos. La multitud había
disminuido y estaba sentada sola en la barra. No se había
quitado el uniforme de camarera y miraba malhumorada un
vaso de algo. Apenas se fijó en los paneles oscuros, la
iluminación tenue y los discretos cuadros iluminados por
las lámparas de latón. Su atención estaba puesta en ella, en
sus hombros caídos, en sus cabellos ondulados y en sus
labios fruncidos.
—¿Me has dejado plantado para beber sola? —preguntó
mientras se sentaba en el taburete de al lado.
Ella no levantó la vista. Su larga melena le ocultaba el
rostro. Aiden podía ser un hombre paciente cuando la
situación lo requería. Le hizo un gesto al camarero y pidió
un whisky.
Eso la enfureció.
—¿Ya vuelves a beber? —inquirió.
—Voy a tomarme una copa contigo. Una mujer hermosa
no debería tener que beber sola.
Ella negó con la cabeza y levantó la cara. Al ver que
tenía los ojos rojos y las mejillas surcadas de lágrimas,
Aiden se puso en pie de guerra. Quien le hubiese hecho
daño se iba a enterar.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó en voz baja.
—Antes de nada, que sepas que estoy llorando de rabia,
no de tristeza. Es muy diferente. No soy débil.
—Franchesca —empezó mientras se giraba para mirarla
y la apresaba entre sus piernas—. Nadie en este mundo
usaría tu nombre y «débil» en la misma oración. —Le sonó
el móvil en el bolsillo. Lo estaban llamando.
Frankie se miró los puños cerrados y dijo:
—Me han echado.
Aiden la cogió de las manos y añadió:
—Y estás enfadada.
Ella asintió.
—Me he enterado de lo de Jacqueline —comentó—. ¿Ha
sido ella? —Volvió a sonarle el móvil.
Frankie negó con la cabeza.
—Ya se me había olvidado. Sé que, a efectos prácticos,
aún será tu madrastra unas semanas más, pero espero no
tener que ser amable con ella. Tendría que habértelo
consultado antes.
—Franchesca, no quiero que sientas que tienes que ser
amable con alguien que no te trata como mereces.
Lo miró fijamente y se le humedecieron los ojos.
—Ostras, preciosa. Cuéntame qué ha pasado.
—Mejor te lo enseño. —Liberó una mano y le puso el
móvil en la cara.
Aiden miró la pantalla y levantó el teléfono para verlo
más de cerca.
Lo primero que le llamó la atención fue la imagen.
Frankie, pillada en el acto, blandía su bandeja hacia la
mandíbula cuadrada de un hombre rubio.
«La novia de Aiden Kilbourn ataca a su rival empresarial
en un evento para recaudar fondos».
—¿Quién es ese y qué te ha hecho?
Frankie se quedó anonadada.
—Pero si me ha hecho creer que erais Lex Luthor y
Superman.
—No son pocos los que creen que su relación conmigo
es más importante de lo que es. —Como no dejase de
sonarle el móvil, lo tiraría al fregadero del bar.
—Ay.
—Tú, en cambio, te empeñas en restarle importancia a
nuestra relación —señaló.
—Bien salvada. ¿Por qué no estás flipando? Por cierto, es
Lionel Goffman. Rivales en el campo de polo y en el mundo
empresarial —dijo, citando el artículo.
Aiden lo recordaba vagamente.
—¿Qué te ha hecho, Franchesca?
—Me ha insinuado que debería probar su cama en vez
de la tuya. Debo ser educada y profesional en el trabajo.
Necesitaba ese curro. Necesitaba el dinero. Pero me ha
agarrado…
—¿Te ha tocado? —inquirió Aiden con un tono
extremadamente tranquilo que no la engañó ni por un
segundo.
—No te las des de caballero, Aide, que lo empeoras.
—¿Qué te ha hecho exactamente?
—Me ha tirado del brazo. Me ha dicho que me invitaría a
una copa y que me pagaría el resto del turno.
Aiden volvió a mirar el teléfono.
—¿Le has roto la nariz?
Frankie suspiró y cogió su copa.
—Hay un vídeo —murmuró.
—¿Eh? —dijo Aiden, y se acercó a ella.
—Que hay un vídeo. Desliza hacia abajo.
Le hizo caso y vio cómo su Franchesca gritaba una
advertencia al pobre diablo.
—¡No tienes ningún derecho a tocarme! Es más, no
tienes derecho a tocar a ninguna mujer sin su permiso.
Pero Lionel no estaba de humor para escucharla y la
agarró de nuevo.
—Vamos a tomarnos una copa, anda…
Frankie negaba con la cabeza. Entonces apareció la
bandeja. Con una mano, lo golpeó con ella en la cabeza
como si fuera un platillo. Aturdido, Lionel trastabilló hacia
atrás y cayó de culo.
—Y que sepas que Aiden Kilbourn es mejor hombre de lo
que serás tú jamás. ¡Y, como insinúes lo contrario, iré a por
ti! —Frankie había sacado el genio y no podía controlarse.
Cogió una bandeja con champán de una mesa de cóctel que
tenía detrás y se lo arrojó encima—. ¡Toma tu copa,
imbécil!
Los múltiples testigos estallaron en gritos ahogados y
risitas al ver a Lionel, pegajoso y humillado, ponerse en pie.
—¡Tendrás noticias de mis abogados!
Aiden apagó la pantalla y notó que volvía a sonarle el
móvil en la chaqueta. Como el blog Rumor Mill se hubiera
enterado de la noticia, ya estaría en todas partes. El control
de daños sería… interesante.
Cogió su copa y los sorprendió a ambos al romper a reír.
Frankie lo miró como si se hubiera vuelto loco.
—¿De qué te ríes? Acabo de humillar a toda tu familia.
Solo este mes, tu factura de relaciones públicas será
astronómica.
Pero no podía parar de reír. Tenía a Franchesca de su
lado. Ni un rival zalamero, ni una madrastra malvada, ni un
hermano idiota la habían asustado. Se había quedado. Y su
feroz lealtad lo abarcaba a él.
Así como el corazón de Aiden le pertenecía a ella.
—Aiden, deja de reírte y empieza a pensar en cuánto
daño acabo de hacer. He agredido a alguien en vídeo. Y, por
si fuera poco, ahora todo el mundo sabe que tu novia es
camarera.
—Lo era —la corrigió—. Te han despedido.
Frankie ahogó un grito con tanta fuerza que Aiden
pensó que se caería del taburete.
—¡No tiene gracia!
—Eres de lo que no hay, Franchesca. Me alegro mucho
de que estés en mi vida.
—¡Aide! ¿Qué hago? ¿Me demandarán? ¿Tengo que
disculparme? Porque paso. ¿Sabes cuánto tiempo me
llevará amortizar la tarjeta de crédito solo con los ingresos
del centro de desarrollo? —Apoyó la cabeza en la barra y
sus rizos oscuros se derramaron como una cascada.
—Franchesca, no te demandarán.
—¿No has visto el final del vídeo, cuando se pone a
berrear que tendré noticias de sus abogados?
Aiden suspiró y sacó el móvil. Doce llamadas perdidas.
Ignoró las de su madre, su padre y Oscar, y llamó a su
empresa de relaciones públicas.
—Michael —dijo a modo de saludo—. Espera, que llamo
también a Hillary. —Llamó a su abogada de la familia
favorita—. ¿Hillary? Tengo a Michael por la otra línea. Os
cuento. Quiero que me preparéis una contrademanda por si
el gilipollas de Goffman es tan tonto para proceder.
Asimismo, quiero que redactéis una declaración que diga
que la señorita Baranski y yo nos estamos planteando
presentar cargos por agresión. La señorita se sintió
amenazada físicamente por sus insinuaciones y manejó la
situación lo mejor que pudo para capear la amenaza con
tranquilidad.
Frankie se quedó boquiabierta.
—Me gustaría agregar una declaración en la que se
manifieste la actual postura de Kilbourn Holdings acerca
del acoso sexual y la intimidación. Lo típico de que no
toleramos este comportamiento, ya sea en un entorno
empresarial o social, y que estamos orgullosos de
Franchesca y de las mujeres que, como ella, se enfrentan a
gestos patriarcales y obsoletos y los denuncian por su
nombre. Las costumbres retrógradas que consideran que
un sexo es mejor que el otro no tienen cabida en la
actualidad.
—Entendido —anunció Michael—. Colaboraré con
Hillary y te enviaremos un borrador antes de que salga
mañana por la mañana.
—Perfecto. Aseguraos de mencionar que la señorita
Baranski está representada por Hutchins, Steinman y
Krebs.
—Qué ganas tengo de repartir leña —comentó Hillary.
—Gracias por trabajar cuando no os tocaría —se
despidió Aiden, que cortó la llamada. De nuevo le sonaba el
móvil. Era su padre. Lo ignoró. En la pantalla aparecieron
dos mensajes de Oscar. Eran capturas de pantalla de otros
blogs de cotilleos.
—Tu padre me odiará más aún —gimió Franchesca.
—El único Kilbourn por el que debes preocuparte soy yo.
Y estoy orgulloso de ti por defenderte. Te debo una
disculpa. Nuestra relación es el motivo por el que estás
lidiando con esto, y no te imaginas cuánto lo lamento. Pero
lo arreglaré.
—Ay, madre. No lo secuestrarás, ¿no?
—¿Me parezco a Elliot, acaso?
Un atisbo de sonrisa asomó a los labios de Frankie.
—Entonces, ¿de verdad no estás enfadado?
—Estoy furioso. Pero no contigo. Nunca contigo.
—Pues qué bien lo disimulas. A mí me entra el cabreo,
exploto y luego me paso un día o dos arrepintiéndome.
A Frankie le sonó el móvil, que tenía en la barra. Al
cogerlo hizo una mueca.
—Ay, madre. Es Brenda, mi jefa. No puedo perder ese
curro también.
—Deja que te amortice la tarjeta de crédito. —Aiden
sabía que se equivocaba desde el momento en que la frase
salió de sus labios, pero haría eso por ella, le concedería
eso.
Frankie ya estaba negando con la cabeza.
—Uy, no. Quita, quita. Ni se te ocurra.
—Sabes que para mí no es nada —arguyó.
—Y tú que para mí lo es todo. No soy una niña rica que
pide ayuda a sus papis cuando va mal de dinero.
—Para empezar, no me parezco en nada a tus padres.
—Ja, ja. No aceptaré tu dinero, Aide.
—¿Y el de Lionel?
—¿Cómo?
—¿Aceptarías el dinero de Lionel si te lo diera como
disculpa por su comportamiento?
—Ya ves.
—Pues te daré lo que te deba. ¿Cuánto tienes?
Frankie mencionó una cifra tan irrisoria que Aiden tuvo
que cerrar los ojos y respirar.
—¿En serio estás tan apurada y no me dejas hacer nada
al respecto?
—Estás furioso con otra persona, no conmigo,
¿recuerdas?
—Me vas a dar jaqueca.
—¡Encima! Golpeo a uno de tus colegas en la cabeza con
una bandeja y lo baño de champán, y te quedas tan pancho.
Pero rechazo tus miles de millones y te da migraña —dijo
haciendo pucheros.
—¿Y si yo necesitara algo con desesperación y a ti no te
costase nada dármelo?
—El dinero es harina de otro costal. El dinero es poder y
control, y quiero que el mío sea mío, no de nadie más.
Detestaba admitirlo, pero, por muy terca que fuera y
muy errada que estuviera, entendía su argumento.
—Vale. Pues te daré el dinero que le saque a Goffman.
Frankie negó con la cabeza y rio ligeramente.
—Eres de lo que no hay, Kilbourn.
—Lo mismo digo, Baranski. ¿Vemos el vídeo otra vez?
«La novia de Aiden Kilbourn, camarera de catering en
secreto, es acosada sexualmente…»

«La novia de Aiden Kilbourn agrede a un asistente a la


recaudación de fondos del Upper West Side…»

«La nueva novia de Aiden Kilbourn lleva las reyertas de los


bares de Brooklyn a la recaudación de fondos de una
galería de arte…»

«Aiden Kilbourn amenaza con demandar al hombre que


agredió a su novia y presentar cargos contra él…»
Capítulo 50

—Tengo nombre —le susurró Frankie a la pantalla del


ordenador. Brenda y Raul habían decidido que lo mejor
sería que trabajase desde casa hasta que el escándalo y el
consiguiente interés por las noticias hubieran remitido.
—Pues claro que tienes nombre —coincidió Marco en su
oído.
—La novia de Aiden Kilbourn. —Frankie resopló—. Así
me llama la prensa: la novia de Aiden Kilbourn.
—Si antes no sabían tu nombre, ahora lo sabrán.
—¿Estás comiendo?
—Mmm, sí. Cecina.
—Supongo que no entregas pedidos hoy.
—Con todos los vecinos cotillas preguntando por nuestra
Frankie B., qué va. —Marco rio por la nariz—. Por lo
general, solo vendemos así en vacaciones. Pero nos has
dado visibilidad. Nos acosan los vecinos y los periodistas.
—¡Ay, madre! No hablaréis con los periodistas, ¿no? —
gimió Frankie.
—Para exagerar lo bondadosa que eres. Te han apodado
santa Franchesca.
—Tú flipas.
—Tranquila. Nosotros cuidamos de los nuestros —
aseguró Marco mientras mordía un pepinillo gigante, o eso
suponía Frankie—. Además, Aiden y su jefe de relaciones
públicas vinieron a principios de semana a informarnos de
lo básico.
—¿Que Aiden ha ido a la charcutería? —preguntó
Frankie.
Había estado tan ocupado desde «el incidente» que esa
semana no se habían visto mucho. Y no había mencionado
la visita para nada.
—Sí, se comió un sándwich de rosbif y se llevó otro para
el camino. ¿No has visto las fotos en las que sale con la
bolsa de la charcutería Baranski? No puedo permitirme ese
tipo de publicidad. Un desarrollador inmobiliario nos llamó
para preguntarnos si consideraríamos abrir un
establecimiento en el centro.
—Es coña. —Y ella, mientras tanto, regodeándose en su
vergüenza y en su enfado porque, por lo visto, se la traía
floja todo.
—No lo haremos. Los Baranski tienen que estar en
Brooklyn. Pero fue guay decir: «No, gracias».
—¿Qué más me he perdido? ¿El papa se ha pasado a por
un sándwich y ha charlado con papá?
Marco soltó una carcajada.
—¡Ja! Echo de menos tu sentido del humor. Es muy
rebuscado. Pásate por aquí algún día, ¿vale? Y tráete a tu
chico.
Frankie suspiró.
—Descuida. Gracias por apoyarme.
—Para eso está la familia. Hasta luego, Frank.
—Hasta luego, Marco.
Frankie revisó las alertas de Google que había recibido
la semana anterior y seleccionó una foto. Ahí estaba Aiden
como el rico empresario que era, con su traje azul marino,
sus gafas de aviador y una bolsa de la charcutería
Baranski. Al verlo, no acababa de creerse que compartiese
cama con ese hombre tan sexy. Parecía salido de un tablero
de Pinterest titulado «Chico perfecto».
Sabía por qué estaba tan liado esa semana. Le estaba
sacando las castañas del fuego y había hecho un hueco en
su agenda para asegurarse de que su familia estuviera
preparada. Como haría la familia.
Al día siguiente la llevaría a una recaudación de fondos
para ayudar a un hospital oncológico infantil que había
organizado su madre en su casa de Long Island. Sería su
primera «aparición» desde el «incidente», y ya estaba
agobiada. Aiden no le había contado cómo habían
reaccionado sus padres a su pequeña insensatez. Lo único
que sabía era que se había suspendido la cena familiar del
sábado pasado, seguramente porque Aiden estaría
sacándole las castañas del fuego. O porque a sus padres les
habría horrorizado su comportamiento.
Bueno, pronto saldría de dudas.
Ojeó algunas fotos más y encontró algunas de los dos
juntos. Aiden la acompañaba a la entrada de su bloque para
ir a almorzar después de una noche de sexo desenfrenado.
Aiden la guiaba a su oficina con una mano en la parte baja
de su espalda. Se abrazaban en la cola de una cafetería.
¿En qué momento su vida había dado un giro radical?
Estaba en el punto de mira, y no estaba preparada para
ello. Ahora salía en revistas. Su decisión de golpear a
Lionel con una bandeja se había debatido en un programa
de entrevistas matutino. La atención era asfixiante. Y lo
único que podía hacer era sentarse a esperar que el
próximo famoso o el favorito de las columnas de cotilleos
hiciera algo escandaloso para que el resto de la ciudad se
olvidara de ella por completo.

***

—Ven a comer conmigo —exigió Pru.


—No apareceré por ese distrito hasta que arresten a
alguien famoso por prostitución.
—No puedes permitir que te obliguen a esconderte. Eres
Franchesca Baranski, joder. ¡Tú no te escondes de nadie! —
exclamó Pru, que parecía un entrenador de fútbol soltando
una arenga en el descanso.
—No me escondo —replicó Frankie—. Procuro pasar
inadvertida para que no me demande un imbécil cuyo
abogado pide un anticipo más caro que mi máster.
Madre mía. No estaba segura en ningún sitio. Su
profesor de Responsabilidad Social Corporativa la había
llamado aparte para preguntarle si el señor Kilbourn
estaría interesado en dar una clase sobre qué hacer cuando
te acosa tu jefe.
La trataban como a los insectos que unos dedos
codiciosos enganchan con alfileres a las pizarras blancas
para su deleite.
—¿En serio dejarás que un poco de atención te destierre
de la vida? ¿O tendrás un par de ovarios, te pondrás un
vestidazo y vendrás a comer conmigo?
—No dejaré que nadie me destierre de nada.
—Así me gusta. Va, al tren.
—Pru…
—Aiden está preocupado por ti. Cree que te ha
arruinado la vida. Te estoy dando la oportunidad de
demostrarle que eres una tía dura de pelar.
—¿Dan clases de manipulación en los centros privados?
—preguntó Frankie.
—Si vienes me como un panecillo.
—Uf, vale.
Frankie se puso a regañadientes su vestidazo rojo, se
maquilló y se pavoneó por la Quinta Avenida con Pru. Un
puñado de fotógrafos se puso a gritarle preguntas, pero
Frankie, con sus enormes gafas de sol, hizo caso omiso.
Y qué a gusto se quedó. Tanto que pidió dos trozos de
tarta de manzana para llevar.
—¿Yo me como un panecillo multicereales y tú te
zamparás un pastel de mil calorías? —preguntó Pru
mientras observaba las bellas cajitas para llevar.
—No son para mí —repuso Frankie entre risas—. Se las
llevaré a Aiden y a su administrador a la oficina.
Pru la miró con chulería.
—¿Qué pasa? —preguntó Frankie.
—Te gustaaaaa —canturreó.
—Pareces una adolescente. —Frankie suspiró y agregó
—: Creía que ya habíamos concluido que me gustaba.
—Deja que me regodee —insistió Pru—. Sabía que
estabais hechos el uno para el otro. ¿Sí o no?
Frankie se reclinó y se cruzó de brazos.
—Puede que lo mencionases.
—Me muero de ganas de ser tu madrina —dijo Pru—. Ya
he recibido una propuesta de un organizador de fiestas
para tu despedida de soltera.
—Salimos y nos acostamos. No nos casaremos —insistió
Frankie. Solo de imaginarse una despedida de soltera como
la de Pru, con arpías cuchicheando que no se soportaban y
regalos inútiles y caros como cucharas de helado de
platino, le daban escalofríos.
—Ya veremos —dijo Pru con aire meditabundo mientras
se levantaba y se ponía el abrigo.
Frankie ignoró a su amiga y se abotonó el abrigo.
Estaban a medio camino de la puerta cuando frenó en seco.
Pru chocó con su espalda.
—Eh —murmuró su amiga.
Frankie señaló lo que le había llamado la atención.
Escondidos en un rincón tranquilo frente a la ventana
estaban Elliot Kilbourn y Margeaux, la Mujer Dragón.
Elliot la tomaba de las mejillas y se acercaba a ella para
darle un beso que tenía toda la pinta de no ser apto para
menores.
—Qué asco —gruñó Pru—. ¡Vámonos! ¡Que no nos vean!
Abandonaron el restaurante a todo correr, con la vista al
frente, y no se detuvieron hasta que estuvieron a mitad de
la manzana.
—Dios los cría y ellos se juntan —comentó Frankie en
tono seco.
—Y que lo digas, tía —convino Pru—. La malvada y su
secuaz. Deberíamos ponerles nombre de pareja. ¿Elgeaux?
¿Margel?
Frankie se estremeció y abrazó la tarta de manzana. No
saldría nada bueno de una unión así.
Capítulo 51

Aiden apoyó una mano en el muslo desnudo de Frankie en


la parte trasera y oscura de la limusina. Se había decantado
por un vestido corto de color púrpura oscuro anudado al
cuello que hacía que Aiden ardiera en deseos de
desatárselo. Lo único que se interponía entre él y el cuerpo
desnudo y suplicante de Frankie eran dos horas en la
recaudación de fondos de su madre y un breve discurso. Así
como el viaje de vuelta de Long Island a Manhattan. Pero,
entre la mampara para tener intimidad y los condones que
tenía guardados en el pequeño compartimento que había
debajo de la barra, no tenía por qué ser un impedimento.
—¿Te gusta tu vestido? —preguntó Aiden mientras le
acariciaba la cara interna del muslo con las yemas de los
dedos.
Se percató de que separaba un poco más las rodillas
para que la tocase mejor.
Desde que había comido con Pru a principios de esa
semana, a Frankie le traía sin cuidado lo que una panda de
desconocidos con cámaras y suscripciones a blogs de
cotilleos dijeran de ella. Lo que significaba que no se había
enterado de lo que los paparazzi llamaban «el caso Dress
Gate».
—Es muy bonito —respondió mientras jugueteaba con el
tul de la falda. Se ceñía a la cintura para caer después en
una falda amplia que evocaba la elegancia de los años
cincuenta. Estaba deslumbrante, majestuosa y para mojar
pan—. ¿Te gusta mi peinado? —preguntó mientras se
recolocaba una horquilla. Se había recogido su mata de
rizos, lo que dejaba su cuello al descubierto.
—Mucho —reconoció Aiden.
—He seguido un tutorial de YouTube —explicó orgullosa.
—¿Te lo has hecho tú? —inquirió asombrado.
—No me ha dado tiempo a ir al salón de belleza.
—¿Qué dirán las altas esferas cuando se enteren de que
te peinas sola? —preguntó Aiden en broma.
Frankie puso los ojos en blanco y respondió:
—Me da igual lo que digan. Me parece una chorrada
gastar doscientos pavos una vez por semana solo para que
alguien te clave horquillas en la cabeza. Además, lo normal
sería que tuvieran asuntos más importantes que atender.
—Sería lo normal —convino Aiden.
Era una de las pocas personas en el mundo que era del
todo inmune al machaque reprobatorio orquestado por los
medios. Había aguantado la repercusión del incidente con
Goffman, aunque dudaba que las noticias lo dejasen pasar,
y menos después del evento de aquel día.
Pero lo soportaría. A Franchesca Baranski le daba igual
lo que un desconocido comentara sobre su estilo detrás de
una pantalla de ordenador. Lo que era una novedad. Había
visto cómo una crítica negativa en un blog podía
arruinarles la vida durante semanas a otras mujeres con las
que había salido. «¿Cómo se atreven a decir que a ella le
quedaba mejor?», «Eso está retocado con Photoshop»,
gritaban a la pantalla mientras llamaban a sus publicistas.
Gajes de que se considerase importante a alguien.
Para empezar, a Frankie se la sudaba lo bastante para
no leer esas tonterías. Podrían haberla elogiado o
repudiado, que le habría dado lo mismo.
Lo que quedaba por ver era cómo le sentaría que sacara
la cara por ella. Aiden se metió una mano en el bolsillo de
la chaqueta y sacó el cheque.
—Ten —dijo a la vez que se lo ofrecía.
—¿Y esto? —preguntó, pues estaban a oscuras—. ¿Dos
mil quinientos dólares? Aiden, te dije que no aceptaré tu
dinero.
Aiden le dio unos golpecitos a la parte superior del
cheque.
—No es mi dinero.
Frankie sonrió poco a poco.
—Lionel Goffman. ¿Cómo lo has conseguido?
Aiden carraspeó. Tenían muchas cosas de las que hablar.
Pero estaban llegando a la casa de su madre.
—Luego te lo cuento —le aseguró.
Frankie guardó el dinero en su bolsito y se inclinó hacia
delante para ajustarse el cierre del tacón de aguja. Sus
pechos chocaron con la tela de su top sin mangas, como si
rogasen que los liberaran.
Aiden, incómodo, cambió de pose. Se le había puesto
dura. ¿Algún día dejaría de afectarle verla?
Ajena a su mirada lasciva, Frankie se incorporó y se
retocó el pintalabios. Un rojo oscuro y sensual. Quería que
se la chupase con esos labios mientras lo miraba con sus
ojos enormes y lo llevaba al límite con su boca prodigiosa.
—Mierda —murmuró.
—¿Qué pasa? —preguntó mientras cerraba la polvera y
volvía a guardársela en el bolso—. No me dirás que te duele
la cabeza, ¿no?
—Más bien la polla.
Como si desconfiase de su palabra, le palpó la erección
por encima de los pantalones.
—¡Joder, Franchesca! No ayudas.
—¿Desayunas viagra o qué? Te pasas veinte horas al día
empalmado. Y eso que ni te he tocado… aún.
El vehículo se detuvo frente a la finca de su madre. La
vio flipar por dentro de lo opulenta que era. Robustas
columnas de marfil adornaban la fachada de la casa. La
entrada circular se componía de conchas trituradas y
rodeaba una fuente majestuosa con estatuas blancas en
diferentes poses de dolor o de un placer rarísimo. Los
coches que ya había allí aparcados hacían que la entrada
pareciera una sala de exposición de sedanes de lujo.
—No me digas qué viene después del «aún» —le suplicó
Aiden mientras cerraba los ojos y rezaba para relajarse.
—Pues no te diré que me cogeré los pechos así —dijo
mientras se los estrujaba— para que te los folles.
Aiden suspiró y se acercó a ella. Pero ella se zafó.
—¡Ni se te ocurra! En nada nos abrirán la puerta. Más
nos vale estar vestidos para entonces. —Se puso el abrigo.
—No juegues conmigo, Franchesca.
—¿O qué? —preguntó con aire inocente—. ¿Te correrás
en los pantalones?
Aiden gruñó y la agarró de nuevo de su perfecto trasero.
Frankie era su torturadora, su ángel, su enemiga.
Se abrió la puerta del coche y Frankie le guiñó un ojo
mientras salía delante de él.
Se las pagaría. Se aseguraría de que así fuera. Pero, por
ahora, sería él el que sufriría.
La alcanzó en los escalones y la cogió del brazo.
—Más despacio, encanto, que te descalabras.
—Pues anda que, como te caigas tú, te quedas sin polla
—reflexionó.
—En cuanto nos vayamos, te follaré tan fuerte que
mañana no podrás sentarte.
—Promesas, promesas —repuso Frankie en tono alegre.
—Me dirás que, si te metiera una mano debajo de la
falda ahora mismo, ¿no descubriría que estás mojada? —
preguntó.
Por la brusquedad con la que cogió aire, Aiden supo que
no era el único que se moría de ganas de que acabase ya el
evento. Podían considerarse afortunados si resistían hasta
que volviesen a la limusina.
—Bonita casa —comentó Frankie con voz tensa. Se le
abrió el abrigo y Aiden vislumbró un pezón endurecido bajo
el satén.
—Dime que llevas sujetador.
—Creía que habíamos quedado en que no nos
mentiríamos.
—Joder, Franchesca. ¿Cómo aguantaré dos horas
sabiendo que lo único que se interpone entre mi boca y tus
tetas es un trozo de satén?
Ella se encogió de hombros, como si no le preocupara lo
más mínimo.
—Pues tendrás que pensar en el béisbol.
La estampó contra los ladrillos de la entrada y le arrimó
las caderas para que notase lo dura que la tenía. Frankie
ahogó un gritito y se pegó a él.
Aiden le metió una mano en el abrigo y le tocó la parte
de arriba del vestido. Su pezón palpitaba contra su palma.
Le estrujó el pecho y le pasó el pulgar por la punta del
pezón.
—Coño, Aiden —gruñó entre dientes.
—Ahí le has dado. Me suplicarás que te lo coma —le
aseguró—. Te follaré hasta que se te acaben los orgasmos.
Hasta que no puedas moverte. Te dejaré por los suelos.
Parecía aturdida, por lo que Aiden sintió que volvía a
llevar la delantera.
—Ahora sonríe para la cámara —dijo.
Frankie se recostó en la pared cuando él retrocedió. Se
recolocó el paquete para que no le doliese tanto. Le vibró el
móvil y miró la pantalla. Hizo una mueca.
—¿Qué pasa? —preguntó Frankie mientras se ponía bien
el vestido.
—Mi madre. Que recuerde que hay cámaras de
seguridad.
—¡¿Cómo?! —maldijo con tono siniestro—. Seguro que
me odia por montar un numerito, y voy yo ¡y le arrimo
cebolleta a su hijo en el porche!
—Más bien almeja —repuso Aiden con una sonrisa
traviesa.
—Demonio. —Hizo una cruz con los dedos—. Aleja de mí
tu pene diabólico y tus feromonas.
Él se echó a reír y abrió la puerta.
Capítulo 52

Su madre había limitado la prensa a unos pocos


reporteros de sociedad y blogueros. Los medios de
comunicación no podían pasar del vestíbulo de la entrada,
una sala de dos pisos en suaves tonos marfil y beige con
sillas y mesas muy recargadas.
Se trataba de un enfrentamiento civilizado con la prensa
en su terreno. Aiden no soltó a Frankie en ningún
momento. Su madre había dejado muy claro a la prensa
que nadie hablaría de Lionel Goffman. Les preguntaban lo
mismo una y otra vez: «¿Cómo os conocisteis?», «¿Hace
cuánto que sois pareja?». Y, con cada ronda, notaba que
Frankie se ponía más y más nerviosa.
—Mis suscriptores no me perdonarían si no mencionara
el caso Dress Gate —le dijo una bloguera de gafas de pasta
y mechas rosas a Frankie.
—¿Qué es el caso Dress Gate? —inquirió la interpelada.
—Tu tendencia a repetir vestido; está en boca de todos.
Te pusiste un vestido rojo de Armani para cenar en The Oak
Leaf y esta semana has vuelto a llevarlo para salir a comer.
—¿Me tomas el pelo? —preguntó Frankie,
desconcertada.
La bloguera le dedicó una sonrisa amistosa y esperó.
Frankie miró a Aiden. La joven temblaba de rabia.
Él abrió la boca para hablar, pero ella negó con la
cabeza.
—Ya contesto yo. ¿No tienes nada mejor que hacer con
tu tiempo? Es un vestido precioso. Me gusta. Me lo pondré
más de una vez; no lo tiraré. Asúmelo. ¿Por qué no me
preguntas por la iniciativa para pequeñas empresas que
quiere aprobar la ciudad o cómo es que las tasas de
supervivencia de los niños con leucemia son un cinco por
ciento más altas en estas instalaciones que en cualquier
otra del país? O, al menos, pregúntale a Aiden qué lleva
puesto.
A Aiden se le pasó por la cabeza que quizá Frankie
estuviera a puntito de romper otra nariz.
Le pasó un brazo por la cintura y añadió:
—Tengo muy buenos recuerdos de la primera vez que se
lo puso. Espero vérselo muchas más veces en el futuro. Y,
hablando del futuro, espero que de ahora en adelante las
preguntas que le formules a mi novia reflejen tanto su
inteligencia como su sentido de la responsabilidad social y
su participación en la comunidad empresarial.
Se llevó a Frankie a rastras para que no añadiese nada
más.
—¡Habrase visto! ¿El caso Dress Gate? ¿De qué coño
van? —gruñó entre dientes.
—¡Aiden! ¡Franchesca! —Cecily Kilbourn, vestida de
plata de pies a cabeza, se acercaba a ellos.
—Mamá —saludó Aiden mientras le daba un beso en la
mejilla.
—Me alegra que hayáis conseguido entrar —comentó
Cecily para chincharlos.
Frankie se puso como un tomate y Aiden la pegó a su
costado y le dio un beso en la coronilla.
—Perdón por el espectáculo —se disculpó sin sentirlo lo
más mínimo.
—Me alegra veros contentos —aseguró Cecily mientras
les guiñaba un ojo a ambos—. Ahora, venid a que os
presente a unas personas.

***

Fue la última vez que tuvo en sus brazos a Frankie. Se la


llevaron a la fuerza para las presentaciones de rigor y
volvió mientras Aiden hacía las suyas. Su madre había
abierto la biblioteca, el comedor y el gran salón para el
evento. Intentaba estar en la misma sala que ella, pero,
cuando llegaron Pruitt y Chip, sintió que no dejaba de
perseguirla de una estancia a otra.
La divisó enseguida entre la multitud cuando se levantó
para dar su discurso. Habló de la familia y la comunidad, y
de que se sentían responsables de procurar un futuro
mejor. Pero pensaba en Franchesca, desnuda y
retorciéndose debajo de él.
Ella le sonrió desde su asiento. Esbozó una curva
pecaminosa con sus labios rojos.
Estaba obsesionado con su boca. Con oír los gritos,
jadeos y ruegos que profería mientras estaba dentro de
ella. Con ver cómo posaba los labios en su polla y se la
metía en la garganta. Qué boca más sucia, inteligente y
divertida.
Había dejado de intentar adivinar qué diría. Soltaba
zascas más rápido y respondía con más ingenio que
cualquier persona que conociera. Su Franchesca tenía un
cerebro que la hacía aún más atractiva que sus curvas,
dignas de una diosa.
No era solo sexo. Con Franchesca no. Amaba mirarla.
Amaba que se llamasen por la noche para ponerse al día.
Amaba saber que la vería y esperar el momento con ansias.
La amaba.
El pensamiento resonó en su cabeza; resonó como el
repique de una campana. Resonó con la fuerza de la
verdad.
La gente aplaudía, pero para él solo existía Frankie.
Bajó de la tarima que su madre había colocado en la otra
punta del gran salón y se centró en ella. Ignoró a los demás
y sus intentos por llamar su atención, la alcanzó y la
levantó de la silla.
—Ven conmigo —le ordenó mientras la sacaba al pasillo
vacío.
—Aide, no corras tanto —pidió con voz jadeante a su
espalda. Él aminoró el paso para que le siguiera el ritmo—.
¿Y eso? —le preguntó con la vista clavada en su
entrepierna.
Aiden se recolocó la erección, que amenazaba con
salírsele de los pantalones.
Se volvió hacia ella y respondió:
—Este es el efecto que tienes en mí, Franchesca. Dejas
sin habla a una reportera, cruzas tus piernas kilométricas,
pides una pizza y se me pone tiesa.
—Qué pena que estemos rodeados de cientos de
personas que no han venido a ver una peli porno —dijo. Y
entonces cometió un error: fue a agarrarle del paquete.
Aiden la cogió del brazo con fuerza.
—No me provoques, Franchesca.
Se le iluminó la mirada. Reconoció el brillo. A esa chica
le encantaban los desafíos casi tanto como a él. Quizá
incluso más.
—¿O qué? ¿Me castigarás? —Le pasó los nudillos por la
cresta de su polla—. ¿Me follarás? ¿Adónde me llevaría el
orador principal…?
No la dejó terminar la frase. No lo habría soportado. Sin
soltarla, se la llevó por el pasillo.
Frankie trotaba para seguirle el ritmo; los pasitos que
daba con los tacones hacían que le rebotaran las tetas
contra el vestido opresor. Como no encontrase una
habitación vacía en los próximos seis segundos, su
tintorería se las vería y se las desearía.
La cocina y el salón estaban abiertos por todas partes.
Había demasiado tráfico. En la biblioteca estaba el bar, lo
que atraía a grupitos de gente durante la noche. ¿Qué tal la
sala de música, con sus puertas de cristal y su interior
oscuro? Serviría.
La metió a la fuerza y cerró la puerta de una patada.
—¿Cerrarás con llave? —preguntó Franchesca con voz
ronca.
—No hay pestillo —respondió mientras la llevaba por la
habitación a oscuras hasta el sofá Chesterfield de color
blanco—. Así que, como entre alguien, me verá follándote
en el sofá. Verá cómo te rebotan las tetas con cada
embestida.
Eso la excitó; la posibilidad de que los pillaran con las
manos en la masa. Lo vio en el brillo de sus ojos.
Siempre lo sorprendía.
La tumbó sobre el brazo enrollado del sofá. Le pasó una
mano por detrás del cuello y, visto y no visto, le desató el
vestido. Justo por eso se lo había comprado. Por el
abrefácil. Un tirón bien dado y sus senos cayeron en sus
manos.
Eran pesados y estaban rematados por unas puntas
color caramelo; se le marcaban los pezones solo de pensar
en que se los chuparía. Al pasarles los pulgares, la oyó
sisear.
Sí, aquello era amor, necesidad y de todo. La apoyó en el
sofá y agachó la cabeza para succionarle primero un pezón
y luego el otro. Ella le metió las manos por dentro de la
chaqueta y le arañó la camisa.
—No tengo condones, Franchesca —le dijo mientras se
desabrochaba el cinturón.
—Da igual.
—Más te vale —le advirtió—. Porque no pararé.
En respuesta, con una mano le agarró el paquete y con
la otra le bajó la bragueta a trompicones.
La tenía tan dura que se le salió sola y colgó
pesadamente hacia ella. Esa noche la sentiría. Las
sensaciones se magnificarían. Nada se interpondría entre
las contracciones de su sexo y él.
No habría preliminares ni contemplaciones. Ahí no. Sino
que se la zumbaría en la habitación en la que, para su
desgracia, había recibido clases de música todos los
veranos. Se vaciaría en ella y la marcaría por dentro.
Le subió la falda del vestido hasta que notó el satén.
Estaba mojado.
—Estás lista para mí, ¿eh?
Frankie, con los ojos vidriosos, asintió sin mediar
palabra mientras Aiden le colaba los dedos en el tanguita.
Ella ya estaba separando las piernas. Le bajó el tanga hasta
las rodillas y dejó que cayera al suelo. Se tomó un momento
para acariciarse la polla, suplicante, mientras Franchesca
observaba con avidez cómo se la agarraba con el puño.
Conforme se la machacaba, unas gotitas de semen
emergieron de la punta de su pene como lágrimas de
felicidad que llevara largo rato conteniendo.
—Qué guapa eres, coño —la elogió mientras le colocaba
el glande entre las piernas—. Te follaré así, de pie, para
verte bien cuando te corras con mi polla dentro.
Ella asintió levemente y a él le dio la impresión de que
había recuperado el control. Había ganado. Y qué dulce le
supo la victoria cuando introdujo la puntita en su terciopelo
húmedo.
—Así te follaré esta noche en casa de mi madre: con cien
personas al otro lado de esas puertas de cristal. Cualquiera
podría verte. Cualquiera podría ver cómo te corres conmigo
dentro.
—Aiden —murmuró con voz jadeante.
Con una mano sujetándola de la cadera y la falda, tiró y
empujó al mismo tiempo.
El ángulo le impidió profundizar más. Pero bastó. Bastó
para que las pequeñas y ávidas contracciones de su sexo lo
exprimieran como a una naranja. Bastó para que le
arrimara las caderas y suplicara más.
Nada se interponía entre ellos. Qué maravilla. Su sexo
pringoso lo estrujaba con fuerza.
—Estás a punto, preciosa.
—¿Quién iba a decir que me gustaría que me
mangonearan? —murmuró Frankie con un susurro de risa
colgando de sus palabras.
Necesitaba más de ella. No le bastaba con estar vestido
de pies a cabeza y tener la polla colgando. Pero les
ayudaría a aguantar la fiesta. Le apretó la cadera con más
fuerza y le levantó el pecho con la otra mano. Henchidos y
turgentes, sus senos eran su fantasía particular. Quería
chuparlos, lamerlos y hacerla gritar. Pero, al estar a alturas
diferentes, tuvo que conformarse con tirar de su pezón
oscuro con los dedos.
Ella respondió pegándose a su mano y moviendo las
caderas con más ímpetu. Se la estaba cepillando de pie. Se
movía adelante y atrás y se la metía cada vez un poco más.
—Aide. Voy a correrme —gimió.
Nada le importaba más que ver a Franchesca
desmoronarse mientras se la tiraba a pelo. Le daba igual
que se oyeran pasos acercándose por el pasillo. Le daba
igual ver con toda claridad a Marjorie Holland, heredera de
una fortuna cafetera, pasar junto a la puerta mientras
cruzaba el pasillo iluminado.
—Joder —gruñó Frankie.
Necesitaba que se corriera. Aiden le bajó la falda, le
metió una mano y le trazó circulitos rápidos con el pulgar
en el clítoris.
Explotó como un cohete, lo bañó por completo y lo
aferró con fuerza. Lo estrujaba como si le fuera la vida en
ello. Mientras, él le tiraba del pezón al compás de sus
oleadas de placer.
—Ay, madre, ay, madre, ay, madre —canturreó
desesperada en voz baja.
Quiso decírselo en ese instante, cuando dibujaba una o
perfecta con los labios. Sus ojos entornados estaban
vidriosos mientras miraban con sorpresa y alegría los
suyos. Te quiero. Podría habérselo dicho en ese momento.
Pero un Kilbourn nunca se sinceraba del todo.
Frankie seguía temblando por el postorgasmo cuando
Aiden le dio la vuelta y la tumbó sobre el brazo enrollado
del sofá.
Ebrio por la buena acogida, se la metió de nuevo. Esa
vez se deslizó hasta el fondo. A Frankie se le escapó un
grito ahogado que notó hasta en la punta de la polla. No
duraría mucho. No con ella tendida sobre un sofá a su
merced. No con sus bellos pechos colgando y los pezones
rozando los cojines con borlas.
La agarró por las caderas y sacó el pene hasta la mitad.
Ella gimió; un gemido que fue directo a la zona primitiva de
su cerebro encargada de follar. Lo desató. Cuando volvió a
penetrarla, lo hizo sin control. Buscaba el orgasmo sin la
menor delicadeza. Se le tensaron los huevos, cada vez más
pegados a su cuerpo, y notó un hormigueo en la base de la
columna.
El ruido que hacía su piel al chocar con la de ella era
música para sus oídos de cavernícola. La energía con la que
la acometía era brutal. Pero, cuando se agachó para
degustar sus pechos, Franchesca echó la cabeza hacia
atrás y gritó de éxtasis en silencio. Su orgasmo, una
sorpresa para ambos, lo destruyó. No había forma de
frenarlo ni de hacer que durase. Se quedó bien al fondo y
se vació en ella mientras se deleitaba con la sensación de
regar su interior con su leche calentita.
Les faltaba eso. Ya no podría prescindir de ello.
Se acurrucó mientras gruñía suavemente con cada
chorro desgarrador y colmaba de besos su espalda
desnuda.
—Mi Franchesca. Ya eres toda mía.
—Ya lo era antes de que me llenaras con litros de tu
superesperma en la sala de fumadores de tu madre. —
Aiden le dio un azotito en el culo. Le gustaron tanto el
sonido como la reacción de su trasero, así que repitió el
gesto.
—Sala de música —la corrigió.
—Eso. A partir de ahora la llamaré la sala secreta del
orgasmo fiestero.
Aiden salió despacio de ella y vio cómo le bajaba por los
muslos su semen, húmedo y tibio. Encontró una caja de
pañuelos en un poco práctico secreter y regresó con ella.
Franchesca no parecía sentir la necesidad de levantarse y
recomponerse. Y, con los pechos al aire y el culo en pompa,
Aiden estuvo muy tentado de volver a meterle su media
erección.
—Ni se te ocurra, Kilbourn. Limpia el pasillo tres.
Los limpió a ambos (y el suelo) lo mejor que pudo y
volvió a ponerle el tanga.
—Quiero que estés lo que queda de velada con mi semen
dentro.
«Aiden Kilbourn habla efusivamente de su novia en la
recaudación de fondos del hospital…»

«¿Está oficialmente fuera del mercado el soltero más


cotizado de Manhattan?»

«El amor está en el aire para Aiden Kilbourn…»


Capítulo 53

Su felicidad duró hasta el lunes por la mañana.


Franchesca pasó por recepción echando humo, lo que
dejó al personal absorto.
Cuando Oscar se levantó de su mesa, ella negó con la
cabeza.
—Más le vale que esté en su despacho y que nadie nos
interrumpa —espetó Frankie mientras lo señalaba con un
dedo.
Oscar asintió con la cabeza.
—¡Sí, señora!
Abrió la puerta y entró. Ignoró la cara de alegría de
Aiden. No le haría gracia su visita. Enseguida se echaría a
temblar.
Le plantó el iPad en la mesa con el artículo ofensivo en
pantalla.
—¡No puedes comprar una empresa solo porque un tío
se portó mal conmigo!
Aiden miró el titular y luego a ella.
—¿Porque se portó mal contigo? Franchesca, te tocó.
—¿Y eso justifica que compres su empresa y lo despidas?
—Tiene suerte de que solo haya hecho eso.
—No me metas en tu concurso por ver quién la tiene
más grande. Como un tío creyó que podría doblegarte, ¿vas
y le arruinas la vida?
—Un tío creyó que podía tocarte, sacarte del trabajo e
insultarte, ¿y qué quieres? ¿Que me quede de brazos
cruzados?
Frankie se dejó caer en el sillón de cuero para las
visitas. Gio la había llamado de camino al trabajo para
decirle que siempre le había gustado Aiden y que aprobaba
sus métodos. Solo había estado en su mesa el tiempo
suficiente para corroborar el artículo. Acto seguido se cogió
el día libre y, en un arrebato de ira, se fue al centro en tren.
Ojeó más fragmentos del artículo.
—Ay, madre. ¿Ha ingresado en rehabilitación?
A Frankie le horrorizaba lo poco que le importaba a
Aiden haberle arruinado la vida a alguien.
—No me convencerás de que debería haberlo dejado en
paz —dijo con frialdad—. No soy el único que cree que he
hecho bien. Tus hermanos…
—Como estés de acuerdo con mis hermanos, estamos
apañaos. Son imbéciles.
—Te apoyan, y yo también.
—¡Te has pasado de la raya! —Frankie se levantó y
empezó a pasearse por su despacho.
—¿Te sentirías mejor si te dijera que es un acosador
empedernido? ¿Que ha sobornado a otras chicas que lo
acusaban? ¿Que su empresa estaba a semanas de la
quiebra y que todos sus empleados se habrían quedado en
la calle?
Exhausta de pronto, se dejó caer en el sillón.
—Tú y yo, Franchesca, estamos juntos en esto. Somos el
uno para el otro. Y, como alguien vaya a por ti, se
arrepentirá de haber nacido. Espero el mismo trato por tu
parte.
Lo miró atónita.
—¿Insinúas que debería darte las gracias?
La puerta del despacho de Aiden se abrió de golpe.
Ferris Kilbourn entró con Oscar pisándole los talones.
—Tenemos que hablar —soltó Ferris mirando a Aiden.
—Lo siento —se disculpó Oscar a Frankie solo con los
labios.
—¿Por qué narices te meterías en un lío como el de la
empresa de Goffman? —exigió saber Ferris mientras
estampaba un periódico justo donde Frankie había
plantado su tableta minutos antes—. No estás pensando
con la cabeza, hijo.
Aiden se levantó y se abrochó la chaqueta.
Oscar salió poco a poco de la habitación y cerró la
puerta en silencio.
—Si crees que permitiré que mandes al traste lo que ha
construido esta familia por una chica…
Frankie carraspeó y se levantó de su asiento.
—Si no te gusta cómo dirige la empresa Aiden, tal vez no
deberías habérsela encasquetado —le espetó.
—No te inmiscuyas en el negocio familiar, Franchesca —
le dijo Ferris con frialdad.
—Vigila cómo le hablas —le espetó Aiden con un tono
tan gélido que Frankie se estremeció.
—No puedes darte el lujo de incursionar en proyectos
particulares, Aiden. Tienes un legado que mantener. Todos
cuentan contigo. Yo cuento contigo.
—Si no te gusta cómo ejerzo de director general, quéjate
en la junta directiva —sugirió Aiden.
Frankie se acercó a él y añadió:
—O puedes confiar en que tu hijo hará lo correcto para
ti y para el negocio. Puede que no entiendas o no te gusten
algunas de sus decisiones, pero tú lo pusiste en esta
tesitura. Ha llegado el momento de que confíes en que hará
lo mejor para su familia.
—Sé qué es lo mejor para la familia. Y no eres tú.
Frankie se cruzó de brazos y replicó:
—Dice el que le dejó un imperio a su hijo y le dijo:
«Suerte dirigiendo el cotarro. Ah, y procura convertir a tu
medio hermano sociópata en un adulto hecho y derecho. Yo
me voy al Caribe».
—¡Me he dejado la piel por esta empresa! —gritó Ferris.
—¿Y a tu hijo qué le has dejado, aparte de una
responsabilidad imposible? —gritó Frankie también—. Le
debes más que un trabajo. ¿Y sabes qué? Que, aunque no
fuera tu hijo, ¿qué sentido tiene entregarle las riendas y
esperar que lo haga todo con una mano atada a la espalda?
Lo estás boicoteando porque dudas de ti mismo.
Ferris los miró ceñudo a ambos y agarró el periódico de
la mesa.
—Te recomiendo que pienses detenidamente en las
decisiones que estás tomando. —Se dirigía a Aiden, pero a
quien apuntaba con el periódico doblado era a Frankie.
El mensaje era claro. Elige: o tu familia o tu noviecita
tarumba.
Aiden le puso una mano en la parte baja de la espalda.

***

—Qué majo, tu padre —comentó Frankie en tono seco


cuando se hubo ido echando chispas—. ¿Estás bien?
Aiden le dio un apretón en los hombros.
—Vamos —dijo mientras la conducía a la puerta.
—¿Adónde?
—Necesito tomar el aire. Y un café.
—Buena idea. —Observó cómo se ponía su largo abrigo
de lana. Se deleitó con su traje hecho a medida, su fuerte
mandíbula y su mirada insondable—. ¿Y si nos encontramos
con tu padre en el ascensor?
—Pues le arreas con la bandeja —le propuso Aiden.
Oscar, sentado a su mesa, fingía que estaba muy liado.
—Oscar, vamos a tomar un café. ¿Quieres que te
traigamos algo? —le preguntó Frankie.
—Un expreso doble con leche de soja —contestó Oscar
sin despegar los ojos de un documento de Word en blanco
en el que escribía frases sin sentido—. Por favor.
Frankie no tenía claro quién lo había asustado más: si
ella o Ferris.
Bajaron por el ascensor en silencio y Aiden la guio por el
vestíbulo. Era 1 de marzo y hacía un frío que pelaba.
Aiden le dio la mano, pero no dijo ni mu durante el corto
trayecto que los separaba de la cafetería. Frankie tenía los
nervios de punta. ¿Se la llevaba fuera para explicarle
amablemente que lo suyo ya no funcionaría? ¿Que había
estado bien, pero que la familia era lo primero?
Tragó saliva con dificultad. No podía culparlo. Había
sido un desastre desde el principio. Desde las Barbados.
Había agredido a su hermano, insultado a su madrastra,
avergonzado a toda su familia con una pelea pública, y
ahora era la responsable de que Aiden hubiera recurrido a
las arcas de la empresa para vengarse de alguien que se
atrevía a actuar como un imbécil en su presencia.
Quizá debería ser ella la que abordase el tema. «Gracias
por nuestros polvos de escándalo y por ser un novio
estupendo, listo, gracioso y protector, pero toca pasar
página…».
El corazón le latía tan fuerte que no lo oyó preguntarle
qué quería.
—¿Franchesca?
—Ay, perdona. Té. ¿De jengibre? —Necesitaba algo que
le calmase el estómago, pues estaba dando volteretas.
Aiden pidió y la llevó a una mesita del rincón. La ayudó a
quitarse el abrigo. Si dejaba que se quitara el abrigo, ¿es
que la ruptura sería larga? Preferiría que le arrancara la
tirita y saliera todo el pus.
«Qué asco».
—Franchesca —empezó a decir.
Cerró los ojos con fuerza y se mentalizó para la
despedida.
Pero no hubo despedida. Ni palabras. Abrió un ojo para
mirarlo. La observaba divertido.
—¿Qué haces?
—Me estoy preparando.
—¿Para qué?
—Para el discurso que empieza por «Ha sido un placer
conocerte».
—¿Crees que voy a decirte eso? —Se echó a reír—. Me
sorprende que no hayas intentado darme una paliza y
plantarme en el vestíbulo.
Se ruborizó.
—¿En serio? —inquirió entre asombrado y entretenido.
—No sabía a qué veníamos. Pensaba que estabas
enfadado. Y que… Mejor me callo. ¿Y bien?
El barman llamó a Aiden y, sin dejar de reír, aceptó el
pedido.
Le sirvió el té y se sentó.
—Gracias.
—¿Por? No he hecho más que liarla desde que nos
conocimos.
—Por hacer lo que nadie en toda mi vida se ha atrevido a
hacer: plantarle cara a mi padre.
—¿Ni tu madre? —preguntó Frankie mientras soplaba el
humo que salía de su taza.
—Mi madre lo hacía cambiar de opinión, lo engatusaba.
Pero jamás le levantaba la voz. Nunca le cantaba las
cuarenta.
—¿Ves? Por eso la gente se vuelve gilipollas. Se refugian
en sus fondos fiduciarios, sus torres de cristal o sus títulos,
y los demás tienen tanto miedo que no les dicen que se han
convertido en un monstruo.
—Pero ¿llamarías monstruo a un monstruo?
—¿Qué hará? ¿Abrir una charcutería al lado de la de mis
padres y dejarlos sin trabajo? ¿Secuestrar a alguno de mis
hermanos? Soy insignificante. Ni siquiera vale la pena que
se esfuerce por que me echen.
Aiden negó con la cabeza.
—Pero para mí no eres insignificante. Así que para él
tampoco.
—No insinuarás que tu padre se pondría en plan Elliot
conmigo, ¿no?
—Los Kilbourn somos despiadados —le recordó Aiden—.
Ya te lo dije.
—Despiadado o no, lastimarme te lastimaría a ti. Y, por
muy mala que sea su actitud en este momento, no creo que
tu padre quiera hacerte daño.
—¿A qué te referías cuando has dicho que me estaba
boicoteando porque dudaba de sí mismo? —preguntó
Aiden, que la observaba mientras se bebía el café.
—Psicología. Nadie deja atrás su imperio sin temer
haber tomado la decisión errónea. No sabe qué será de él si
ya no forma parte de su imperio, y eso lo mata.
—Y lo has aprovechado para ponerlo contra las cuerdas.
—Le he hecho un Aiden.
—¿Desde cuándo juegas tan sucio? —inquirió este, que
la cogió de la mano y le acarició la palma con el pulgar.
—Desde que empecé a juntarme con los despiadados y
saqueadores de los Kilbourn.
Capítulo 54

Aiden miró el móvil por si le había escrito Frankie


mientras se dirigía hacia el coche que lo aguardaba.
Acababa de concluir otra ronda de reuniones con la
gerencia de la empresa de desarrollo de aplicaciones de
Goffman y estaba muy motivado. Con algunos ajustes en la
estructura corporativa, una revisión de las terribles
políticas existentes y un cambio de marca bajo el paraguas
de Kilbourn, preveía un futuro muy brillante para la
empresa.
Al final, su padre, que tanto había criticado la
negociación, tendría que tragarse sus palabras.
Estaba abriendo el mensaje de Frankie cuando chocó
con alguien.
—Perdón —se disculpó mientras hacía ademán de
sostener a la mujer.
—¡Oh, Aiden! —Margeaux, la malvada dama de honor de
la boda de Chip y Pru, lo miró fijamente con los ojos
llorosos.
De todas las personas con las que podría haberse topado
en una acera concurrida, tenía que encontrarse a la que lo
demandaría o intentaría chantajearlo para acostarse con él.
—¿Estás herida? —le preguntó en tono seco mientras la
observaba. Llevaba un abrigo de lana color cámel. Los
tirabuzones rubios le llegaban por los hombros y le estaba
volviendo a crecer la ceja.
Lo agarró por las solapas del abrigo y se arrojó a su
pecho.
—Necesitaba ver una cara amiga —dijo con voz trémula.
Aiden echó un vistazo a su coche y suspiró. Casi…
—¡No sé qué hacer! Mi novio y yo hemos discutido y me
ha dejado aquí —explicó casi gimoteando.
Aiden apretó los dientes. Era un ser humano horrible,
pero un ser humano horrible en apuros.
—¿Te llevo? —le preguntó.
Ella asintió y lo miró como si fuera su héroe particular.
No le gustó. Esa mujer tenía algo viperino. Como las
víboras. No creyó que le hiciese gracia la analogía.
Le abrió la puerta y, tras mirar a su espalda, se sentó a
su lado. Ella lo acorraló y se apoyó en él.
—¿Dónde quieres que te dejemos? —le preguntó Aiden
con brusquedad.
—Ah, en la Quinta con la calle 59 Este. Por favor —
añadió, como si se le hubiera ocurrido más tarde. Sonó
extraño en su boca.
Margeaux, sin apartarse de él, se puso a mirar el móvil.
Aiden sacó el suyo, y, tras alejarla con el codo, leyó sus
mensajes. Frankie estaba impartiendo otro taller sobre
redes sociales, y, gracias a que todos sabían que salía con
Aiden, las inscripciones se habían multiplicado y los
propietarios de las pequeñas empresas rezaban para que la
fortuna de los Kilbourn se transmitiera por osmosis.

Frankie: Creo que casi esperan que entres por la


puerta repartiendo bolsas de dinero.

Aiden: Pues debería, porque, como mi novia no me


deja gastar el dinero en ella, tengo para dar y
regalar.

Frankie: Qué gracioso. Tengo que enseñarle a esta


gente a orientar geográficamente sus anuncios de
Facebook.

Aiden: Hasta luego, guapa.

A lo que Frankie contestó con el emoji de un corazón.


Aiden lo miró ufano. Ella no lo sabía, pero se estaba
enamorando de él. Esperaría al momento adecuado para
decírselo. Y, seguramente, para aclararle que hacía
semanas que había llegado a esa conclusión.
Él también estaba enamorado y, por primera vez en su
vida, pensaba en avanzar en el terreno amoroso.
Miró de soslayo a Margeaux. Estaba reclinada en el
asiento de enfrente y sonreía con bellaquería mientras
tecleaba a toda prisa.
—Así que has discutido con tu novio, ¿eh? —preguntó
Aiden pese a no importarle mucho. Sin embargo, les
faltaban quince manzanas para llegar al hotel y su cambio
de actitud lo estaba poniendo nervioso.
—¿Eh? —dijo tras despegar los ojos de la pantalla—. Ah,
sí. Hemos discutido. Pero se acabó. Merezco algo mejor y
me encargaré de que así sea.
—Ajá —murmuró Aiden por decir algo. Pese a la escasa
relación que había mantenido con Margeaux, según él,
merecía que se cortara las yemas de los dedos con un papel
y le echaran zumo de limón todos los días que le quedaban
de vida, a la muy miserable. Pero ¿quién era él para juzgar?
Estaba con Frankie, y eso era lo único que importaba. Ya
no habría más intercambios de una novia por otra, de una
heredera por otra. Tenía lo que quería. Por fin.
Por un breve instante se planteó enviarle a Goffman una
tarjeta de agradecimiento por ser un mamón.
Les auguraba un buen futuro. Franchesca acabaría el
máster en los dos próximos meses y habían estado
hablando de a qué se dedicaría después. Deseaba que
aceptara formar parte de su empresa. Frankie se rio en su
cara cuando se lo sugirió. Pero era persuasivo. Podría
convencerla. Y podría aprovecharse de ella. Aunque no
quisiera trabajar con él directamente, tenía una serie de
nuevas adquisiciones más pequeñas a las que les vendría
bien su arrojo. Le gustaba el entorno de las pequeñas
empresas. Quizá pudiera construir algo para que ella lo
dirigiese.
Volvería a sacarlo a colocación en una semana o así para
tantear el terreno.
—Ya hemos llegado —anunció Morris al volante.
Fuera cual fuera el asunto que se traía entre manos
Margeaux, era en un hotel caro de estilo art déco. Morris
se giró y le abrió la puerta trasera. Aiden salió y le ofreció
la mano a Margeaux.
—Suerte en la vida —le dijo.
—No me hace falta —repuso ella con una sonrisa. Se
puso de puntillas y le dio un beso en la comisura de los
labios—. Hasta otra.
Entró en el hotel. Aiden negó con la cabeza.
Morris se estremeció y comentó:
—Menuda pécora.
—Y que lo digas —convino Aiden.
«La cabra tira al monte»

«Pillan a Aiden Kilbourn colándose en un hotel con una


celebridad»

«La novia de Aiden Kilbourn, destrozada tras infidelidad»


Capítulo 55

Frankie cerró con llave la puerta principal del centro de


desarrollo y se echó el bolso al hombro. Hacía frío y estaba
oscuro. La típica tarde deprimente de marzo. Pero en unas
horas estaría con Aiden compartiendo comida para llevar.
Dejaría que ese pensamiento la calentara de camino a casa.
Le sonó el móvil en el bolsillo, pero, antes de sacarlo,
una figura oscura se apartó de la fachada de una tienda
que había más adelante.
—Vaya, vaya, pero si es mi vieja amiga Franchesca —dijo
Elliot Kilbourn con picardía mientras se acercaba a ella.
—¿Qué tal la napia, Elliot? —preguntó alegremente. Solo
había una razón para que estuviera esperándola.
Problemas.
—Ahora ronco gracias a ti.
—Considéralo un recordatorio de que está mal
secuestrar a gente.
—¿Sabías que no soy el único Kilbourn con trapos
sucios? —inquirió. Su tono pizpireto la puso nerviosa.
Frankie se detuvo a medio paso.
—Mira. Al grano, ¿vale? He tenido un día largo. Déjate
de rollos y di lo que tengas que decir.
—He venido a darte el pésame —explicó mientras
esbozaba una sonrisa diabólica, como si disfrutara de cada
palabra—. Acaba de salir la noticia.
Le pasó el móvil y Frankie miró la pantalla sin fijarse
mucho.

«La cabra tira al monte. Aiden Kilbourn deja a su novia por


una aventura en un hotel con una celebridad».

Las fotos. Dios. Las fotos. Aiden abrazado a la caraculo


de Margeaux en una acera de la ciudad. Se miraban con la
cabeza ladeada y el rostro serio. Parecía que compartían un
momento… íntimo. Aiden en su limusina con Margeaux
acurrucada a su lado. Ella hacía pucheros para la foto
mientras él miraba el móvil. Luego Aiden y Margeaux
apeándose del coche frente a un hotel y Margeaux dándole
un beso en los labios.
Frankie iba a cargarse a alguien. Lo que no tenía claro
era con quién empezaría.
Sin mediar palabra, le devolvió el teléfono a Elliot.
—No es como creías —le dijo este—. Es egoísta y cruel, y
solo se preocupa por sí mismo.
Frankie empezó a alejarse. En sus entrañas se
mezclaban la ira, el dolor y la confusión.
—También hay un vídeo de Snapchat, pero no creo que
te convenga verlo —añadió mientras aligeraba el paso para
seguirle el ritmo—. Y hay una cosa más.
Frankie apretó los labios con fuerza. Iba a vomitar. O a
gritar. O a hacer las dos cosas.
—Aiden es el culpable de que Chip dejase a tu amiga
hace tantos años.
—¿Cómo dices? —Frankie frenó en seco.
—Él y Chip estaban hablando en casa de mis padres. No
sabían que yo estaba allí. Nunca lo sabían.
Frankie vio la amargura que rezumaba su mirada.
—Chip comentó que estaba pensando en pedirle
matrimonio pronto. Pero a Aiden no le hizo gracia. Le dijo
que no creía que Pruitt fuera la indicada. Que no sería la
clase de pareja que le convenía. Chip no se dio cuenta de lo
que Aiden estaba haciendo, pero yo sí.
—¿Qué estaba haciendo? —Volvió a sonarle el móvil.
Supo sin mirar que era Aiden.
—Estaba moviendo los hilos como un titiritero. Los
Kilbourn lo aprendemos desde que nacemos. Cómo hacer
que la gente haga lo que quieras que hagan. «Llevó» a Chip
a la misma conclusión. Le dijo que Pruitt era muy inmadura
y que estaba muy necesitada. Que no sería la pareja
adecuada para él.
—¿Por qué haría eso? —preguntó Frankie con un hilo de
voz. ¿Por qué Aiden truncaría la felicidad de Chip? ¿Por qué
desencadenaría años de miseria y dolor para Pruitt?
—A saber. —Elliot se encogió de hombros—. Quizá la
quisiera para él. Quizá no soportase ver feliz a su amigo. La
cuestión es que no es el hombre que creías.
—Vete a casa, Elliot —le espetó Frankie en voz baja. Una
tonelada de ladrillos acababa de derribarla. Y, peor aún, no
los había visto venir. Debería habérselo imaginado.
—Lamento ser portador de malas noticias —se excusó
Elliot, que seguía sonriendo triunfal tras apuñalarla y
dejarla desangrándose.
—No mientas.
Ella se alejó. Esa vez él no la detuvo. Se fue silbando una
tonadilla alegre.
Volvió a sonarle el móvil. Lo sacó. Era Aiden.
La había llamado cuatro veces. Pru también. Pero
Frankie no estaba preparada para hablar. Necesitaba ir a
algún sitio. Y su casa ya no era una opción.
Aiden la encontraría allí.
Dio media vuelta y regresó a la oficina en tinieblas.
Cerró la puerta con llave, se subió el portátil a la sala de
juntas y se sentó a oscuras.
Se metió en el primer blog de cotilleos que se le ocurrió
y se obligó a leer el artículo y a mirar las fotografías.
—Hostia, que sí que es verdad que hay un vídeo —
murmuró para sí. No se consideraba cobarde para nada,
pero, aun así, tardó casi cinco minutos en reproducirlo.
Salía la asquerosa de Margeaux tumbada sobre el
asiento de cuero de una limusina. Descansaba la cabeza en
el regazo de un hombre. Este llevaba un traje gris, como el
de Aiden en las fotos. Ella jugueteaba con su corbata y le
acariciaba el muslo. «Me dirijo al Mánchester para
disfrutar de un ratito de placer esta tarde», susurró con
tono sensual. A Frankie le dieron ganas de cargarse el
ordenador, partirlo por la mitad y prenderle fuego. Lo que
fuera con tal de quitarse de la cabeza la imagen de
Margeaux y Aiden. Una mano acariciaba la mandíbula de
Margeaux.
Frankie frunció el ceño y pausó el vídeo. Volvió atrás
para verlo de nuevo. La mano era otra. Y el reloj. Aiden
llevaba un Patek Philippe que costaba más que la casa de
sus padres cuando la habían comprado hacía cuarenta
años. Un regalo sentimental y ostentoso con el que lo había
obsequiado su padre al incorporarse a la empresa. El
hombre del vídeo llevaba un Cartier.
Hijo de puta.
Echó otro vistazo a las fotos. La primera, la de la acera.
La habían tomado con el objetivo de resaltar el rostro de
Margeaux mirando a Aiden. El de él salía torcido. Era
Aiden seguro, pero la fotografía tenía algo raro. No era la
foto borrosa de un turista ni la instantánea apresurada de
un paparazzi. Era una imagen nítida, clara y profesional.
¿Un montaje?
Frankie se frotó las sienes. Volvió a vibrarle el móvil en
la mesa que tenía delante. Era Gio.
—¿Qué? —espetó.
—Tía, no sé qué pasa, pero Aide está a nada de
desmontar Brooklyn ladrillo a ladrillo para encontrarte.
—¿Has visto la noticia? —le preguntó ella.
—Sí —respondió Gio, que parecía más molesto que
furioso.
—¿Basta con un partido de los Knicks en primera fila
para comprar tu lealtad? —inquirió Frankie.
—Joder, Frankie. El tipo del vídeo tenía la manicura
hecha. No es Aiden. Se le está yendo la pinza. Sé que me
odiarás por decirte esto, pero creo que le han tendido una
trampa.
Ella también había llegado a la misma conclusión, pero
eso no explicaba las demás imágenes. El abrazo, el beso.
Por no hablar de que había truncado la felicidad de su
mejor amiga en el mundo.
—Aún no estoy preparada para hablar con él —repuso
Frankie.
—¿Puedo decirle al menos que estás bien?
—Vale. Haz lo que quieras. Te dejo.
—¿Estás bien? —inquirió Gio.
Por primera vez, le escocían los ojos por culpa de las
lágrimas.
—Pues la verdad es que no —respondió con la voz rota.
Gio maldijo.
—Eh. Sabes que puedes contar conmigo, ¿no? Pase lo
que pase.
—Sí. Lo sé —dijo algo más aliviada. «La familia es lo
primero».
Colgó y llamó a la única persona que le diría la verdad.
Capítulo 56

Aiden abrió la puerta de su ático de una patada y entró. El


personal de recepción lo había llamado para decirle que la
señorita Baranski lo estaba esperando. La vio sentada en el
sofá de cuero, con una bolsa de viaje en el suelo y dos
vasos de whisky delante de ella. Sintió un alivio rápido y
feroz.
—Franchesca —susurró.
Se volvió hacia él, pero no lo miró a los ojos, y a Aiden se
le cayó el alma a los pies. Fue a tocarla, pero la frialdad
que desprendía lo detuvo.
—Dime que me crees —pidió en voz baja. Necesitaba
que demostrara que lo conocía, que confiara en él. Solo de
pensar que creía que él…
—Algunas de las imágenes son reales —repuso ella,
inexpresiva.
Él asintió.
—Sí. Me encontré con Margeaux después de la reunión
de esta semana. Chocó conmigo y fingió que lloraba. Me
dijo que había discutido con su novio.
—Y la llevaste —dedujo Frankie.
—Sí. Solo la llevé. —Volvió a hacer ademán de tocarla,
pero se inclinó a por un vaso y se lo entregó.
Aiden cerró los dedos alrededor del frío cristal y deseó
que fuera su piel. Si la tocaba, se acabarían sus males. No
podían mentirse cuando se tocaban.
—Te creo —dijo por toda respuesta, y a Aiden se le
deshizo el nudo del estómago. Se arrodilló frente a ella y, al
acariciarle la cara externa de los muslos, tiró el whisky a la
alfombra.
—Lo siento mucho. No sé por qué Margeaux haría algo
así. Buscará atención o…
—Venganza —acabó Frankie por él—. ¿Sabías que
estaba liada con Elliot?
Aiden se tensó. El alcohol le empapaba las rodillas de los
pantalones. Elliot. No habían sido Margeaux y el falso
escándalo. Eran Elliot y lo que le hubiera contado.
—No lo sabía —empezó a decir con la esperanza de que
ella determinara su destino.
—No voy a seguir con esto, Aiden. —Su voz era tan
monótona, tan serena…
—Franchesca, no puedes irte. —De ninguna manera. Era
físicamente imposible que se fuera. Se había apoderado de
su corazón. Si se marchaba, se lo llevaría consigo.
Franchesca negó con la cabeza, y, cuando lo miró a los
ojos, vio la furia que despedía su mirada.
—No me digas qué no puedo hacer. Estoy harta de vivir
en un puto circo.
Se levantó y él la agarró por las caderas y apoyó la
frente en su barriga.
—Franchesca.
Ella lo puso de pie.
—Mírame, Aiden —le ordenó.
Él obedeció y la tomó de las mejillas. Franchesca cerró
los ojos un instante, y, cuando volvió a abrirlos, Aiden supo
que la había perdido.
—Quiero que te quede claro que sé que no me has sido
infiel con Margeaux. Sé que no me habrías hecho eso.
—Entonces, ¿por qué…? —Calló. Sabía por qué. Pero
quería que ella dijera las palabras que merecía escuchar.
—Quiero oírtelo decir. —Las palabras de Frankie se
hicieron eco de sus pensamientos—. Quiero que me lo
digas.
Aiden apretó la mandíbula. Se sentía impotente. ¿Estaría
actuando el karma por todos los años en los que había
manipulado y vivido para buscar el éxito a toda costa?
Podría haberlo tenido todo, y ahora le quedaría lo que tenía
antes, lo cual, sin Franchesca, equivalía a nada. Qué ironía.
—Tenía miedo de que Pruitt no fuera adecuada para él.
Se la veía muy joven e inmadura. Chip era mi primer amigo
de verdad y quería protegerlo. En ese momento no creía
que Pruitt fuera la indicada para él.
Frankie se estremeció al oír sus palabras y sintió su
dolor como si fuera suyo.
—Sigue —dijo tajante.
—Chip acababa de graduarse y estaba hablando de
comprometerse. Pensé… Pensé que se equivocaba. No era
consciente de lo fuertes que eran los sentimientos de Pruitt
por él. Solo la había visto un par de veces. Pensé que le
hacía un favor.
—¿Sabes lo hecha polvo que se quedó? —inquirió
Frankie con voz baja y tensa.
—No tenía ni idea hasta que lo mencionaste en la boda.
Cuando se reencontraron, tenían la cabeza más amueblada.
Pruitt era más sensata, más madura. Era buena para él.
Pensé que les había sentado bien estar separados.
—No comía, Aiden. No salía de la cama. Deberían
haberla hospitalizado, pero, en lugar de eso, sus padres le
chutaron ansiolíticos y le asignaron una enfermera a
jornada completa. Creía que había conocido al definitivo.
Creía que su futuro acababa de empezar, y vas tú y se lo
arrebatas porque no es lo bastante buena —dijo cada vez
más alto.
—Franchesca, cielo. Lo siento muchísimo. No fue mi
intención. Estaba protegiendo a mi amigo. De haber sabido
lo mucho que lo amaba Pruitt, jamás le habría dicho nada.
—Si ella no era lo bastante buena, entonces, ¿yo qué,
Aiden? Si Pruitt Stockton no es lo bastante buena pese a
ser de clase alta, ¿por qué has perdido tanto tiempo
rebajándote conmigo?
Aiden la agarró de los brazos y le respondió:
—Lo eres todo para mí, Franchesca. Todo lo que no
sabía que me estaba perdiendo. Todo aquello sin lo que no
puedo vivir ahora. Te quiero.
Los vio con claridad meridiana: el estupor y el horror.
—¿Qué has dicho? —Su tono ya no era plano ni
monocorde.
—He dicho que te quiero.
—¡Ni se te ocurra manipularme con eso! No es un
comodín que sacas cuando estás en un embrollo por herir a
mis seres queridos. Ni se te ocurra usar el amor como
medio para conseguir lo que quieres.
El pánico le trepaba por la garganta.
—Es la verdad, Franchesca. Maldita sea. No se me dan
bien estas cosas. Nunca le he dicho a nadie que no fuera mi
madre que lo…
—¡Calla ya! Joder. Soy una persona normal. A la gente
normal no la persiguen los fotógrafos ni unos ricachones de
mierda intentan cargarse sus relaciones. La gente normal
no usa el amor como arma.
—¿Qué quieres que haga? Dímelo y lo haré —dijo Aiden.
—Quiero que me sueltes —gritó Franchesca.
—¡No! —Haría cualquier cosa por ella. Pero eso no.
—No puedes obligarnos a seguir juntos. Has hecho daño
a mis amigos. Me has hecho daño a mí. Y encima no me he
enterado por ti, sino por el rarito de tu hermano, que me
esperaba al salir de la oficina para lanzárseme a la yugular.
Allá donde voy, hay un Kilbourn que me dice que no soy lo
bastante buena.
—Elliot es asunto mío. Yo me encargaré de él.
—Él urdió esto. Él y Margeaux. Apostaría tu abultada
cuenta corriente. Pru y yo los vimos cuando quedamos para
comer. Pensé que estaban saliendo, pero estaban
maquinando.
—Elliot quiere que le compre la salida de la empresa.
Me amenazó con contarte lo de Chip y Pru si no llegábamos
a un acuerdo.
—¿Y por qué no aceptaste? —preguntó Frankie.
—Porque pensé que se estaba marcando un farol.
—¡Respuesta equivocada, Kilbourn!
—¡Es la verdad! —bramó Aiden.
—¡Ya sé que es la verdad! ¡Ese es el problema! No
aguanto más, Aiden. Me niego a que se pasen la vida
manejándome, mintiéndome, amenazándome o
utilizándome constantemente por tu apellido. Quiero que
seamos compañeros. Pero no podemos.
Fue a coger su bolsa de lona, pero él la detuvo al
agarrarla del brazo.
—Podemos serlo. Te lo juro, Franchesca.
—Dijiste que me darías todo lo que quisiera —recordó
mientras le lanzaba una mirada acusadora.
—Todo y más.
—Pero ni siquiera has sido sincero conmigo. Dime,
cuando Elliot te contó lo que sabía, ¿se te ocurrió
confesármelo siquiera? ¿Decírmelo? ¿Hacer de tripas
corazón y rezar para que te perdonase?
¿Se lo había planteado? ¿O simplemente había decidido
encargarse del asunto él solo?
—Para ti todo es un juego de poder —dijo Franchesca en
voz baja—. Pero ya me he cansado de que jueguen conmigo.
Ella trató de zafarse, pero él la sujetó más fuerte.
—Me haces daño.
—Tú sí que me estás haciendo daño a mí, Franchesca.
Hablémoslo. ¡Deja que lo arregle! —Como saliese por la
puerta, no volvería a verla nunca más. Lo sabía. Era como
intentar detener la marea, pero al menos tenía que
intentarlo.
—No miento cuando digo que te quiero. Lo sentí de
veras, y supe lo que era en casa de mi madre. Te divisé
entre el público y solo te veía a ti. Eres lo único que quiero
ver todos los días el resto de mi vida. No dejes que esto
acabe con lo nuestro. Por favor.
—¿Hace cuántas semanas que sabes que me quieres y
no se te ocurrió decírmelo? Como si tuvieras un as bajo la
manga; un comodín. ¿Te das cuenta de lo turbio que es
eso? ¿Crees que es eso lo que merezco?
—No, claro que no. Es la primera vez que estoy
enamorado, Franchesca. Así que discúlpame si no sé cómo
sobrellevarlo. Me costó Dios y ayuda que salieras conmigo.
No sabía cómo me sentiría si te lo decía y me respondías
con silencio. No estaba preparado.
—¿Quién te ha dicho que habría silencio, idiota? —Le
brillaban los ojos de la rabia y las lágrimas—. ¿Quién te ha
dicho que eras el único que sentía eso?
Él la agarró de los brazos y le preguntó:
—¿De qué hablas?
—De que yo también te quería, ¡tonto!
¿En pasado? ¿Cómo podía ser?
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Porque eres Aiden Kilbourn, el eterno soltero, el
mujeriego. Eres un adicto al trabajo. Y no sabía cómo
decírtelo. No me lo guardaba para inclinar la balanza a mi
favor en el momento adecuado. Es que no sabía cómo
decírtelo sin salir herida.
—Franchesca, podemos hacer que lo nuestro funcione.
Nos queremos.
—No basta.
—Tiene que bastar.
Ella negó con la cabeza, se zafó de él y levantó las
manos cuando él dio un paso al frente.
—Mírame. Entiéndeme. No quiero estar aquí y no quiero
que vengas conmigo.
—¿Por qué no podemos hablar de esto? ¿Por qué no me
dejas solucionarlo?
—Porque un equipo arregla las cosas juntos, Aiden. Y ni
somos un equipo ni estamos juntos.
Él retrocedió, como si le hubiera asestado un puñetazo.
No podían acabar así. Pero ella ya estaba recogiendo su
bolsa y acercándose a la puerta. Se detuvo con una mano
en el pomo.
—No me hables. No vengas a verme. No me llames.
Dios, hablaba en serio. Nunca la había visto tan seria y
tan dolida. Y él había sido el causante.
—Y una cosa más. Elliot está intentando arruinarte la
vida. Ten cuidado con él.
Se fue. La puerta se cerró con un ligero chasquido. Y su
mundo se sumió en la oscuridad más absoluta.
Capítulo 57

Cuando volvió a su casa, se tiró a la cama que habían


compartido y, al fin, derramó las lágrimas. Tibias y saladas.
Le quemaron las mejillas y empaparon la almohada sobre la
que descansaba. La almohada de Aiden. Sabía que así
terminaría todo, ¿no? Había tomado precauciones, pero, al
final, nada podría haber protegido su corazón de Aiden.
La había mirado desconsolado al irse. Su dolor
reverberó en su interior. Ambos tenían la culpa. Ella, de
enamorarse de él, y él, de decepcionarla. Siempre buscaría
la forma de ganar. Lo llevaba en la sangre.
Frankie se giró, abrazó la almohada y lloró hasta
quedarse dormida.
La plomiza y triste mañana de invierno no la animó a
salir de la cama. Había visto a Pru sumamente desesperada
por Chip y se había jurado a sí misma que nunca permitiría
que un hombre la destrozara así. Y miradla ahora, dolida en
lo más hondo, con los ojos hinchados de tanto llorar.
Ese día no podía con su alma. No podría salir al mundo,
no con todos los blogs y webs de noticias de la ciudad
haciéndose eco de lo de Aiden y Margeaux con altanería.
No con la verdad de su soledad.
Escribió a Brenda y se excusó diciendo que no se
encontraba bien y que no iría a trabajar.
«Estupendo». Ni siquiera la amenaza de perder ingresos
logró que se levantara de la cama. Era oficialmente una
mujer destrozada. Ni siquiera tenía apetito. Solo quería que
la dejaran en paz.
Como si el universo le hubiera leído la mente,
aporrearon su puerta. Se le aceleró el corazón al pensar
que quizá fuera Aiden, que, como por arte de magia, había
dado con las palabras exactas para detener su dolor. Se
tapó la cara con una almohada y fingió que el mundo no
existía.
Por desgracia, el mundo tenía la llave de su casa. Dos
cuerpos enormes golpearon su colchón y la empujaron bajo
las sábanas.
—Largo.
Le quitaron de la cara la almohada, la que olía al
champú de Aiden (ay, madre, su champú de mil millones de
dólares seguía en la ducha).
Su hermano Marco le sonrió.
—Ahí estás —dijo alegremente.
—Que os vayáis.
—O veníamos nosotros o mamá, y ella está acurrucada
en posición fetal llorando por los bebecitos Kilbourn que
nunca podrá abrazar —explicó Gio desde los pies de su
cama.
Frankie hizo lo último que sus hermanos esperaban que
hiciera: se echó a llorar. En toda su adultez, jamás había
llorado en su presencia. Ni siquiera cuando un primo
graciosillo le había roto el brazo jugando al fútbol
americano con banderas en Acción de Gracias.
—Mierda —susurró Marco.
—¿Qué hacemos? —preguntó Gio.
—Que os oigo, atontados —dijo Frankie entre sollozos
mientras le arrebataba la almohada a Marco y se la ponía
en la cara.
—¿Está intentando ahogarse?
—Voy a llamar a Rach. Ella sabrá qué hacer.
—¡No llamarás a nadie! ¡Estoy bien! —gimió Frankie. Si
iba a humillarse, lo haría con todas las de la ley. Así al
menos sus hermanos aprenderían a no volver a entrar
nunca más en su casa sin una invitación expresa.
No es que hubieran interrumpido nada, de todos modos.
Nuevo plan de vida: envejecer mal y rescatar a un montón
de gatos que acabarían comiéndosela mientras dormía.
Frankie oyó a Marco hablar por teléfono en su salón
gracias a las finísimas paredes.
—Nunca la había visto así —decía.
—¿Qué hacemos, Frankie? —preguntaba Gio—. ¿Quieres
que le demos una paliza?
Ella se incorporó y gritó:
—¡No, no quiero que le deis una paliza!
Él arrugó el ceño y propuso:
—¿Quieres que le demos una paliza a ella?
—Puede. —Negó con la cabeza—. No, no quiero que
nadie le dé una paliza a nadie. Era un montaje. Le
tendieron una trampa, pero eso no quita que lo hayamos
dejado, ¿vale?
—No lo entiendo.
Frankie se tumbó en la cama y se tapó la cara con la
almohada.
Marco volvió a la habitación y dijo:
—Rach me ha dado una lista muy concreta. Voy a por las
cosas que me ha dicho. Tú quédate aquí y no dejes que se
asome a la ventana.
—¿Por? —inquirió Frankie tras incorporarse de nuevo.
—Mierda. Creía que con la almohada no me oías.
—¿Qué hay al otro lado de mi ventana? —Frankie se
puso a gatas y Gio se lanzó hacia ella, pero su hermana lo
esquivó. Pegó la cara al cristal sucio—. Venga ya, hombre.
—Mierda, paparazzi —contestó Gio, abatido.
—¿Por qué hay cámaras en la entrada?
—Supongo que no has visto las noticias hoy.
—¿Qué ha pasado ya?
—Aiden ha presentado una demanda contra la A-Marg-
ada esa y contra todos los blogs y webs de noticias que se
han hecho eco del artículo. La mayoría ya se han retractado
públicamente.
—¿Cómo puede ser que esta sea mi vida? —murmuró
Frankie para sí.
—Voy al callejón. No tardo nada —dijo Marco mientras
se ponía el abrigo.
Frankie bajó las persianas y sumió su hogar en la misma
oscuridad lúgubre en la que vivía su corazón. Gio la
convenció de que al menos se levantara de la cama y se
cepillara el pelo, pero, cuando vio el peine de Aiden y un
par de calzoncillos en el cesto de la ropa sucia, se le fueron
las ganas de comportarse como un ser humano.
Se sentaron en el sofá a ver una reposición hasta que
Marco volvió.
—A ver, traigo revistas de moda que no dicen nada de
«cómo mantener a tu hombre» en la portada —explicó
mientras vaciaba la bolsa en la mesa de centro—. Pañuelos
por si vuelve a pasar lo de antes. Seis chocolatinas de
sabores diferentes. Dos botes de helado, porque, como
tomes más, te arrepentirás mañana por la mañana. Y un
litro de sopa de pollo con fideos.
—¿Qué hay en la otra bolsa? —preguntó Frankie
mientras sorbía por la nariz.
—He comprado un lote de pelis de acción para verlas
juntos. Y el camión de los tacos estaba a dos manzanas, así
que he aprovechado y he pillado también.
—Gracias, Marco —dijo—. Gracias, Gio.
Gio le revolvió el pelo recién cepillado y le sacó el dedo.
—Para eso está la familia.

***

Aiden no había llamado. Cuando al fin tuvo el valor de


volver a encender el móvil, tenía quince llamadas perdidas
suyas, pero eran de antes de su enfrentamiento en su ático.
No la había llamado desde entonces. Pero sí que le había
escrito.

Aiden: Sé que me has dicho que no te llame. Pero


no me has prohibido expresamente que te escriba.
Así que, a no ser que me digas lo contrario, seguiré
haciéndolo. Te echo de menos. Lo siento.

Aiden: Tengo lo mismo que tenía antes de


conocerte, pero ahora no significa nada.

Aiden: Ojalá estuviéramos en tu sofá. Tú


acurrucada contra mí. Yo jugando con tu pelo. Las
sobras enfriándose en la mesa. Te echo de menos.

Aiden: Hoy voy a demandar a un puñado de gente.


He pensado que debías saberlo. Nadie te hace daño
y se va de rositas. Ni siquiera yo. Estoy hecho polvo
sin ti.

A la mañana siguiente, comenzaron los regalos. Sin


contacto directo. Solo pequeños obsequios con tarjetas
escritas a mano entregados por un mensajero. El martes le
envió a casa una pila de novelas románticas y una generosa
tarjeta de regalo para el salón de Christian. El miércoles,
cuando al fin volvió a la oficina, les envió chocolate caliente
del bueno a ella, a Brenda y a Raul. Frankie no quería ni
saber cómo se había enterado de que había ido a la oficina.
Si todavía le seguía la pista, era que aún albergaba
esperanzas. No como ella.
El jueves se encontró en la puerta de su casa un paquete
de calcetines calentitos que llegaban hasta la rodilla. Como
los que le gustaba ponerse con las botas.
El viernes recibió un pijama suave y sedoso. No lencería
sexy, sino de los que uno se pone tras una semana larga y
no se quita en todo el fin de semana. Se lo puso de
inmediato y se acurrucó en el sofá con la sudadera de Yale
de Aiden que había sacado del cesto de la ropa sucia para
que no se le fuera el olor.
La semana fue un borrón en el que no dejaba de repetir
«No voy a decir nada» en las escasas ocasiones en que se
atrevía a salir a la calle, y «Estoy bien» en la oficina y
cuando había ido a comer a casa de su madre. Estaba
helada por dentro, como si llevara el invierno consigo y no
fuera a entrar en calor nunca más.
Y todas las noches se quedaba dormida en el sofá sin
encender la tele siquiera para no irse a su cama gigante y
evitar los recuerdos que le traía.
Capítulo 58

Aiden ignoró el montón de papeles de su mesa que


requerían su atención y miró por la ventana de su
despacho. No tenía fuerzas. El mero hecho de ir a trabajar
lo había agotado. Estaba desconectado y cerrado, lo que
estaba afectando a su trabajo. Oscar lo trataba con pies de
plomo. Las reuniones se pospusieron como por arte de
magia. Su madre se había pasado toda la cena de la noche
anterior sonriéndole compasiva.
Y a Aiden le traía sin cuidado.
Le sonó el teléfono de la mesa.
—¿Sí?
—Dos hombretones de Brooklyn han venido a verte —le
informó Oscar.
—Vamos a entrar, Aide —dijo Gio junto a la puerta.
Estupendo. Lo que le faltaba. Los hermanos Baranski
dispuestos a darle una paliza.
—Que pasen —dijo, abatido.
Al instante la puerta se abrió y entraron Gio y Marco tan
panchos. Debían de haber ido en plan colegas, por eso
Oscar no había llamado a seguridad de inmediato.
Marco se sentó en una de las sillas para las visitas y Gio
se puso a merodear por el despacho. Aiden no tenía claro si
estaba admirando las vistas o buscando cámaras de
seguridad.
Esperó a que alguno de los dos hablara primero,
profiriera amenazas o acusaciones y exigiera sacrificios de
rótula o de la parte del cuerpo que partieran los hermanos
Baranski por su hermana pequeña.
Marco rompió el silencio para decir:
—Macho, ¿en qué estabas pensando? Debes tener
cuidado con chicas así.
—¿Con chicas así? —inquirió Aiden con calma.
—Con chicas como la Margeaux esa —aclaró Gio, que se
apoyó en la esquina de su mesa.
—Exuda maldad, tío. Me sorprende que hayas caído en
su trampa y te hayas dejado engañar así —añadió Marco,
que suspiró.
—¿Que me haya dejado engañar? Entonces, ¿me creéis
cuando digo que no pasó nada?
Gio rio por la nariz y respondió:
—Siendo Frankie de calidad suprema, ¿crees que nos
habríamos tragado que te habías liado con una estirada
esquelética cortarrollos?
—Entonces, ¿no habéis venido a darme una paliza? —
quiso saber Aiden.
Los hermanos echaron la cabeza hacia atrás y se
desternillaron de risa, pero no le dieron una respuesta
concreta.
A Aiden le sonó el móvil. Miró la pantalla.

Oscar: ¿Necesitas que llame a seguridad?

Aiden: Solo si me oyes llamar a gritos a mi mami.

Volvió su atención a los hermanos y preguntó:


—Entonces, ¿qué hacéis aquí?
—Frankie está destrozada —explicó Gio.
—Y se nos ocurrió que tú tampoco estarías mucho mejor
—intervino Marco.
—Pues no, la verdad —admitió Aiden mientras miraba lo
desordenada que tenía la mesa—. Tengo que recuperarla.
Marco suspiró y se pasó una mano por la mata de pelo.
—Está chungo.
Aiden se frotó la frente y preguntó:
—¿No tenéis ningún consejo ni ninguna llave mágica
para que me perdone?
—¿Alguna vez te ha hablado de nuestro primo segundo
Mattie? —inquirió Gio.
Aiden negó con la cabeza.
—Ya, eso es porque no pronuncia su nombre. Le pegó
chicle en el pelo cuando tenía nueve años, y nuestra madre
tuvo que cortárselo. No volvió a hablar con Mattie hasta su
boda, el año pasado.
—Tarda en perdonar —comentó Marco—. En plan, toda
la vida.
—Lo nuestro no puede acabar así —se quejó Aiden
mientras tiraba el móvil a la mesa. No había respondido ni
una sola vez, ni a sus mensajes ni a sus regalos. La
desesperación hacía que le doliera el pecho.
—Ah, mierda —se quejó Gio mientras se rascaba la nuca
—. Mira. No puedes seguir enviándole mensajes y regalos,
¿vale? Cualquier cosa que hagas parecerá una guerra
psicológica.
—¿Queréis que me rinda sin más? —preguntó Aiden.
—No, hombre —lo corrigió Marco—. Solo que parezca
que te rindes.
—Mirad, chicos, últimamente no pego ojo, así que no
entiendo qué queréis decir —dijo Aiden.
—Nuestra Frankie es muy lista. Cabezona, pero lista —
empezó a explicar Gio.
Marco cambió de pose.
—La has cagado. Y mucho. Pero ella también.
—Ella no ha hecho nada —replicó Aiden.
—Durante toda la relación ha estado más fuera que
dentro porque creía que acabaría mal. Estaba asustada, y,
como se lo digas, te dejaré con el culo al aire y me
desentenderé —le advirtió Gio mientras lo señalaba con el
dedo.
—Solo buscaba una excusa —concluyó Aiden medio para
sí.
—Sí, pero, teniendo en cuenta lo hecha polvo que está,
si le das espacio, se dará cuenta de que ella también tiene
parte de culpa.
—¿Cuánto espacio? —inquirió Aiden. Necesitaba que se
lo concretaran. Pensar en cejar en su empeño y ceder el
control lo aterraba, pero se le encendió una pequeña chispa
de esperanza en el pecho.
—Todo el espacio del mundo —respondió Marco.
—Ni mensajes, ni regalos, ni nada —agregó Gio.
Aiden se tapó los ojos un momento para asimilar lo que
supondría que se diera por vencido y se encomendase a la
suerte. Dejar las cosas al azar iba en contra de su ADN.
—Estaba pensando en saldar sus deudas universitarias
—reconoció. Los pequeños gestos no habían llamado su
atención. Quizá uno mayor sí lo consiguiese. Al menos así
iría a su despacho a gritarle.
—¡Uy, no, quita, quita! —exclamó Marco con cara de
espanto.
—No le haría ninguna gracia —coincidió Gio—. No, en
serio, no le arrojes montones de dinero, que les prenderá
fuego.
—Entonces, ¿me rindo y ya está? ¿La dejo en paz?
—Haces que parezca que te rindes —explicó Marco
como si hubiera alguna diferencia.
—Si finjo que desisto, ¿creéis que es posible que me
perdone?
—Sí —aseguró Gio para mostrarle apoyo—. Sí.
—Tampoco es seguro —intervino Marco. Se encogió de
hombros cuando su hermano lo miró sin dar crédito—.
¿Qué? No quiero que se haga ilusiones si decide hacerle el
vacío para siempre.
—Debes tener en cuenta otra cosa, Aide. ¿Estás
preparado para perdonarla? Te ha abandonado en vez de
respaldarte (insisto, como algún día le digas esto, te
destrozaré esa cara tan bonita que tienes y seguramente
también ese traje tan elegante), y, si dejas que eso se
enquiste, se acabó.
Los filósofos de Brooklyn estaban sentados en su
despacho dándole consejos y una pizca de esperanza.
—No dejaré que esto se enquiste —les aseguró.
—Vale. —Los hermanos asintieron.
—Bonito despacho —comentó Marco mientras miraba a
su alrededor.
—¿Tú qué? ¿De cháchara? —preguntó Gio.
—Soy educado. —Marco le dio una patada en la rodilla
que tenía apoyada en la mesa.
—¡Ay! ¡Cabrón!

Oscar: ¿Acabo de oír un choque de piel con piel?

—Bueno… —dijo Gio mientras miraba la hora en su


móvil.
Aiden se tensó. No quería que se fueran. Eran su única
conexión real con Frankie.
—¿Te apetece ir a beber algo? ¿Y qué tal un filete? —le
preguntó Marco a Aiden.
Aiden, aliviado, asintió. No lo dejarían de lado.
—Sí, claro.
Capítulo 59

—No sé cómo decirte esto, Frankie —empezó Raul por


tercera vez tras carraspear. Brenda, sentada a su lado en la
mesa de juntas, se secaba las lágrimas con un tercer
pañuelo.
Frankie vio su expediente laboral encima de la mesa y
ató cabos nada más entrar en la sala.
—Nos han denegado la subvención —anunció Raul—.
Bueno, dos de ellas, en realidad. Ya ni siquiera las
financian, así que no ha sido por cómo la has solicitado. No
ha sido por algo que hayamos hecho como organización,
solo… mala suerte.
Daba la impresión de que su vida no había sido más que
mala suerte durante las últimas semanas.
—Pues eso, que lo que intento decir es que —continuó
Raul, que respiró hondo— vamos a cerrar la oficina. No
podemos seguir sirviendo a la comunidad empresarial sin
esos fondos, y llevamos un tiempo pensando en jubilarnos.
Brenda se sonó la nariz ruidosamente.
—Lo que significa que ya no necesitamos tus servicios —
concluyó Raul con la voz entrecortada. Al coger su café, se
le derramó casi todo.
—Está bien —dijo Frankie, demasiado aturdida para
asimilar la noticia. Su vida rodaba cuesta abajo y sin
frenos. A esas alturas, la siguiente semana estaría
calentándose las manos en las llamas del infierno si seguía
cayendo en picado—. Pues recogeré mis cosas y me iré.
Los silenciosos sollozos de Brenda se convirtieron en
gemidos en toda regla.
—¡Lo sentimos mucho, cariño! Con todo lo que has
pasado…
Frankie se levantó y le dio a cada uno un abrazo
acartonado. Habían sido sus mentores, sus amigos. Los
consideraba sus segundos padres. Y ahora también
desaparecerían de su vida.
—¿Quieres que te invitemos a comer o… algo? —
preguntó Raul.
Ella negó con la cabeza y respondió:
—No, gracias.
—Te enviaremos la paga por vacaciones con tu último
sueldo —comentó Raul mientras miraba con pesar la mesa.
—Gracias —dijo Frankie, que se detuvo en la entrada y
echó un último vistazo a la estancia.
Abajo, metió lo que pudo de su mesa en una caja de
papel vacía y salió a la calle. La luz del sol se burló de ella.
Estaban a finales de marzo y ya se respiraba el inicio de la
primavera. Pero nada podía derretir el hielo de su interior.
Se sentó en la acera bajo un rayo de sol que se filtraba
entre las ramas de los árboles. ¿Eso era tocar fondo? No
tenía trabajo y le faltaban seis semanas para finalizar el
máster, por lo que tendría que decidir entre pagar el
alquiler o la matrícula. Ah, y, hablando de las clases, el
trabajo y los talleres que impartía sobre redes sociales
formaban parte del borrador de su tesina. Por lo que ya no
podría graduarse esa primavera.
Y, para colmo, Aiden había cortado el contacto hacía una
semana. Como si se hubiera esfumado de la faz de la
Tierra. Pero él seguía ahí. Seguía trabajando. Seguía
existiendo. Seguía con su vida.
Lo sabía porque no podía evitar abrir los dichosos
correos electrónicos con los que Google la avisaba todas las
mañanas.
Iba a trabajar todos los días, cenaba en la ciudad y
aparecía públicamente. Mientras tanto, ella no hablaba con
nadie. Ni con sus padres, ni con sus hermanos, ni con Pru.
Evitaba el contacto humano porque ya no se sentía
humana.
La ira y el dolor habían cedido paso a una nueva
emoción. Una que no entendía. Culpa.
—¡Frankie!
Hizo una mueca en respuesta a su alegre saludo. No
podía corresponder a Pru. Ni siquiera podía fingir que se
alegraba de ver a su mejor amiga.
—Hola —saludó Frankie, inexpresiva.
—¿Qué haces sentada en la acera con una caja de…? Ah.
—Me han echado. Van a cerrar el centro —contestó
Frankie.
—Entonces puedo invitarte a comer. Estás libre —dijo
Pru, optimista como ella sola—. Vamos. —La puso de pie y
recogió la caja—. Me apetece pizza.
Frankie tropezó con sus propios pies.
—¿Comerás pizza por gusto? ¿Tan mal me ves?
—Pareces un zombi. En plan, viva por fuera, pero
muertísima y asquerosa por dentro.
—Vaya, gracias.
Pru encabezó la marcha hacia una de las pizzerías
favoritas de Frankie mientras charlaba sobre el clima y los
cotilleos. Frankie no se molestó en contestarle. Requería
demasiado esfuerzo.
Pru se sentó frente a ella y entrelazó los dedos mientras
sonreía expectante.
—Tengo que contarte una cosa.
—¿Va todo bien? —inquirió Frankie, que se preocupó
aunque fuera un poquito.
Su amiga asintió.
—¿Qué les pongo, señoritas? —preguntó Vinnie, el
propietario, mientras se apoyaba en la mesa con una
mezcla de encanto e impaciencia.
—La pizza de peperoni más grande y grasienta que
tengas —decidió Pru—. Y aros de ajo.
Frankie la miró atónita. Pues sí que era verdad que le
apetecían carbohidratos.
Vinnie anotó lo que querían de beber y regresó al
mostrador.
—Estoy embarazada —anunció Pru.
Frankie se quedó boquiabierta. Su cerebro no estaba
preparado para una noticia de ese calibre.
—¿Cómo…?
—Embarazada. Del bebé de mi marido —explicó Pru con
una sonrisa—. Gracias, Vin —dijo cuando este volvió con el
agua.
Frankie se bebió la mitad de la suya para ver si así el
cerebro le volvía a funcionar.
—¿Que vas a tener un bebé?
Pru volvió a asentir y dijo:
—Un bebé fruto de la luna de miel, lo cual ha sido una
sorpresa. Pero nos hace mucha ilusión.
Frankie lo notó. La dicha que rezumaba el rostro de su
amiga. Y, aunque su vida se iba al garete, aun así se
alegraba por Pru.
—Caray. Enhorabuena. Chip debe de estar encantado.
—Oscila entre la emoción y la hiperventilación. Ha
encargado dieciséis libros sobre paternidad, embarazo y
bebés, y ya quiere empezar a entrevistar a canguros.
—Caray —repitió Frankie. La asaltaron los recuerdos.
Pru, disfrazada de Carmen Miranda, entrando en la
residencia en Halloween. Pru bailando en la barra del
Salvio’s después de ponerse ciega de margaritas. Pru
probándose su vestido de novia por primera vez—. Sé que
no lo parece, pero me alegro mucho por ti.
Pru se inclinó sobre la mesa y le agarró una mano a
Frankie.
—Sé que tu vida es un asco en este momento. Pero serás
tía, y eso merece la pena. Y quiero que te quedes con eso
mientras te digo otra cosa.
—Ajá. —Frankie se preparó.
—¿Por qué no has hablado con Aiden? —le preguntó Pru.
Frankie sintió que se cerraba de nuevo.
—Hay cosas que no sabes. No, no me engañó con
nuestra amiga la uniceja. Pero había algo más. Algo mucho
más gordo.
—Lo sé —repuso Pru mientras le estrechaba la mano—.
Me lo contó. Habló conmigo y con Chip la semana pasada.
—¿Te lo contó? —preguntó Frankie, asombrada.
—Fue él quien sembró la duda en Chip para que
rompiese conmigo.
—¿Y te parece bien? Os ha privado de años de felicidad.
Solo porque creía que no eras lo bastante buena para su
amigo.
—Creía que era inmadura y voluble, y, si te soy sincera,
puede que tuviera razón. Pero no se lo diré. Acababa de
salir de la universidad y solo pensaba en casarme. No tenía
ni idea de en qué consistía de verdad el matrimonio. Solo
quería un anillo reluciente y un fiestón. Si no hubiéramos
roto y no hubiéramos madurado un poquito, no sé si
seguiríamos juntos. Y sé que no estaría embarazada de un
bebé bajo en carbohidratos. Ahora soy más fuerte. Más
feliz. Quizá un pelín más madura. Y, al final, Aiden solo
estaba cuidando de su amigo. Un amigo que decidió
libremente, debo añadir.
—Te hizo daño —señaló Frankie.
—Y lo perdoné. Deberías probarlo algún día.
Frankie rio por la nariz y clavó la pajita en su vaso de
hielo.
—Si me engañas una vez, la culpa es tuya. Si me
engañas dos…
—¿Crees que uno no se equivoca nunca cuando está en
una relación? —preguntó Pru—. El insulto iba dirigido a mí,
a quien hirió fue a mí, y lo he perdonado. ¿Por qué tú no?
—Porque tú siempre has sido una blanda. De haber sido
tú, yo nunca habría perdonado a Chip.
—¿Y dónde estaría entonces? No casada con un hombre
que me hace reír todos los días. No eligiendo pintura para
el cuarto del bebé. No sentada frente a mi mejor amiga en
el mundo tratando desesperadamente de que vea las
puertas que abren el perdón. Podría haber ido a lo seguro.
Podría haberme casado con algún tipo aburrido que me
dejara tomar todas las decisiones. Pero ¿qué clase de vida
es esa en la que uno no corre el riesgo de salir herido?
Frankie miró fijamente la mesa deseando que las
palabras de Pru no fueran un derechazo tras otro.
—La relación con Aiden era muy complicada —se
justificó sin convicción.
—Tampoco es que tú se lo pusieses fácil. Le ponías
pegas a todo lo que te decía. Estabas esperando a que te
decepcionara, a que te diera la excusa perfecta para irte.
—Qué va —replicó Frankie.
—Te estás engañando a ti misma.
—Voy con todo —susurró Frankie. ¿De verdad se había
entregado por completo? Se había comprometido, pero
¿había actuado en consecuencia?
—Eres la persona más leal que conozco, Frankie. ¿Por
qué no puedes serle leal a él? ¿Por qué no puedes luchar
por él? ¿En quién puede confiar Aiden? ¿Quién lo respalda?
Deberías haber ido a por Margeaux. Y, en vez de eso, te has
escondido.
Vinnie regresó con una pizza humeante. Les sirvió los
platos y dijo:
—Que aproveche.
Frankie se quedó mirando el remolino de salsa sobre el
queso burbujeante.
—Lo quiero tanto que me asusta —confesó en voz baja y
trémula. Miró a Pru y añadió—: Lo quiero tanto que no
puedo respirar porque siento que me falta una parte de mí.
—Mira que eres cabezona —dijo Pru con un ápice de
compasión—, tanto que te cargarías lo vuestro con tal de
tener razón.
La culpa que le roía las entrañas se levantó y saludó en
reconocimiento.
—Me aterra lo que siento por él. Mi vida es una
pesadilla. Y ya es tarde. Ha dejado de escribirme y de
enviarme regalos. Es como si ya no existiera para él.
Pru se sirvió una porción y cogió el orégano.
—Pues ya es hora de que le recuerdes que existes.
Capítulo 60

Tardó veinticuatro horas enteras en trazar un plan. Y,


cuando lo tuvo claro, empezó por Pru. Recopiló nombres y
números, y estableció conexiones. Comió con celebridades,
se reunió con camareros, criadas y asistentes personales en
callejones junto a contenedores de reciclaje y les expuso su
caso.
No accedieron todos, pero sí muchos. Y tendría que
bastar con lo que le proporcionasen para poner en marcha
el plan.
Cuando la cosa se ponía fea, cuando de verdad era
probable que actuase el karma, las mujeres hacían piña.
Cogió todo lo que le dieron y, dejando a un lado sus ya
inútiles notas para su tesina, empezó un proyecto de cero.
Cada palabra que escribía, cada dato que recababa
encajaba en el rompecabezas mayor, lo que alimentaba sus
esperanzas y le aportaba firmeza. Cuando al fin estuvo
segura de que ya tenía bastante, hizo una última llamada.
—Davenport, soy yo, Frankie. ¿Aún tienes el vídeo que
grabaste en las Barbados?

***
Frankie no pegó ojo. No dejaba de mirar el móvil para ver
si los blogs de cotilleo ya se habían hecho eco de la noticia.
Y, cuando al fin lo vio en las noticias de las siete, se puso a
bailar boogie en la cocina.
Allí, en las pantallas de toda la ciudad, Margeaux
gritaba obscenidades y peleaba borracha en la piscina con
Taffany. Había cientos de comentarios y, con cada minuto
que pasaba, llegaban más y más.
Frankie se acercó bailando a la pizarra que había
instalado en su salón.

«Paso uno: desacreditar a Marge».

Lo tachó con una floritura y leyó el segundo. Le haría


falta armadura para realizar ese.
Desenganchó la tarjeta de regalo de la pizarra y marcó
un número de teléfono.
—Hola, me preguntaba si Christian podría hacerme un
hueco hoy. Voy a la guerra.
Al cabo de una hora, estaba sentada en una silla
giratoria frente a un espejo con marco dorado en un salón
que no podía permitirse. Christian miraba ceñudo sus
tirabuzones mientras pasaba los dedos por ellos.
—Tendrías que haber venido el mes pasado —la
reprendió.
—No tuve que ir a la batalla el mes pasado. Vuélveme
bella e invencible.
Christian chasqueó los dedos y exclamó:
—¡Maquillaje!
No perdió de vista su bolso, al lado de la mesa de
trabajo de Christian, mientras él y sus secuaces se
disponían a dotarla de armamento femenino. Ojos
ahumados, pómulos definidos, las mechas oscuras que tan
bien le sentaban, y, por último, un secado para que
pareciera que ella y su vestido rojo eran uno. Si aquello no
aplastaba a su enemigo como un insecto y la volvía
irresistible a ojos de Aiden, se pasaría por el refugio de
animales y adoptaría a sus dos primeros gatos…, y luego le
preguntaría a Gio si podía mudarse con él, ya que, al no
tener empleo ni título, ya no podía pagar el alquiler.
Estupendo. Un plan B muy consistente. Pero rezaba para
que no hiciera falta. Se jugaba mucho —todo— en el plan A.
—Christian. Hacedores de milagros de Christian —dijo
mientras miraba a la desconocida del espejo—. Sois la
hostia.
Chocó los cinco con todos y les entregó la tarjeta de
regalo de Aiden. Christian le tendió una tarjeta para que se
acordara de las citas.
—Nos vemos en seis semanas.
—Aquí estaré —aseguró con decisión. Mentalidad
positiva. Vencería. O se quedaría acurrucada en posición
fetal mientras la devoraban los gatos.
—¡Deseadme suerte!
—¡Suerte! —corearon a su espalda mientras salía por la
puerta, lista para la batalla.
Ya la esperaba en el bar. Se estaba tomando un doble de
algo pese a que eran las once y pico de la mañana.
—Hola, Elliot —saludó mientras se sentaba en el
taburete de su lado.
El joven Kilbourn se enderezó y le miró el escote con
cara de salido.
—Tenía el presentimiento de que volvería a tener
noticias tuyas. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Ayudarte a
vengarte de mi hermano del alma? —Se arregló la corbata.
—Oh, me temo que te llevarás un buen chasco —dijo
Frankie mientras sacaba una carpeta de su bolso. Se la
pasó—. Ten. Para ti.
Elliot, pagado de sí mismo, abrió la carpeta. Tardó
cuatro segundos de reloj en asimilar lo que estaba viendo.
Se le abrieron los ojos como platos y se le dilataron las
pupilas.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Estos son todos los actos repugnantes que has
perpetrado en los diez últimos años. No sé qué sabe Boris
Donaldson de ti, pero fijo que está en algún rincón de esta
carpeta.
—¿Cómo sabes lo de Boris? —inquirió mientras ojeaba
las fotos, las fotocopias y las entrevistas.
—Estabas empeñado en que fuera director financiero
pese a que lo están investigando por fraude y, desde hace
unos diez minutos, por malversación de fondos.
—¿Cómo? —Se bebió la copa de un trago.
—A ver, ¿qué clase de detective sería si no investigara a
los enemigos de mi novio? Nunca os entrará en la mollera
que vuestros subordinados ven y oyen cosas que vuestro
asqueroso dinero no puede tapar. Por cierto, la web de
denuncias anónimas de la SEC2 es muy intuitiva. Pero
hablemos de ti.
Mientras revolvía los papeles, su rostro alternaba entre
el rojo tomate y el blanco.
—Has sido un niño muy travieso. Has usado tu cuenta de
gastos para costearte medicamentos recetados y bailes
eróticos. Paréntesis: en realidad no les gustas. Por no
hablar de los delicados casos de consentimiento que
liquidaste a golpe de talonario. Todo lo que no sea un sí es
un no, Elliot. Casi que todo eso me lo esperaba de ti. Pero
lo que me ha sorprendido incluso a mí ha sido que llevaras
a un prostituto a la casa de la que era tu novia por aquel
entonces y…
Elliot dio una palmada a la barra y gritó:
—¡Mi ex firmó un acuerdo de confidencialidad! ¡Le
pagué!
—Oh, cielo —se lamentó Frankie con fingida compasión
—. Tu ex firmó un acuerdo de confidencialidad, pero su
portero, su ama de llaves y su chef privado no.
Elliot maldijo.
—Te demandaré. Te demandaré por difamación.
—Pues Chip presentará cargos por secuestro. Es un
delito, por cierto. Y no creo que tu defensa pueda presentar
a ningún testigo. No con un historial como este —dijo
mientras le daba golpecitos a la carpeta.
Elliot cogió el expediente y lo partió por la mitad.
Frankie suspiró e inquirió:
—¿Qué te ha dado? ¿Una rabieta? Porque ya te
imaginarás que tengo copias y copias y copias.
Elliot apoyó los codos en la barra y hundió la cara en las
manos. Frankie no se arrepentía lo más mínimo.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Qué bien que preguntes. Es muy sencillo. Quiero que
dejes en paz a Aiden. Para siempre. Ya no tienes a un
chantajista al que untar. De nada, por cierto. Así que
puedes hacer borrón y cuenta nueva. Dimite, deja de
comportarte como un gilipollas y ni mires a Aiden salvo en
alguna que otra cena incómoda con la familia. ¿Entendido?
—Si te hago caso, ¿qué harás con esto? —preguntó
mientras señalaba el papel hecho trizas.
—Lo pondré a buen recaudo. Pero, como te pases un
pelo de la raya, como te propases con otra mujer o compres
otro frasco de pastillas, me enteraré. Y pondré este sucio
paquetito a disposición de todos los blogueros de cotilleos y
periodistas de sociedad de este país. Imagina lo que
pensaría tu madre. O, peor aún, tu padre. Estás a mi
merced. Y, ahora que la SEC se ha quitado de en medio a tu
compi chantajista, es como si acabara de tocarte la lotería.
No la cagues.
Se bajó del taburete y se arregló el vestido.
—¿Trato hecho? —inquirió.
Él asintió con pesar.
—Vale. Una cosa más. —Cogió su copa y se la arrojó a la
cara—. Esto va por las mujeres de las que te has
aprovechado. Sé mejor persona a partir de ahora.
Capítulo 61

—Tu cita de la una ha llegado —anunció Oscar tras


asomarse al despacho de Aiden.
—¿Mi qué? —Aiden miró la agenda que tenía abierta en
la pantalla. ¿A quién demonios se suponía que debía…?
Ella entró con el vestido rojo que lo perseguía en
sueños.
Ni siquiera se dio cuenta de que se había levantado con
tanto ímpetu que su silla se quedó girando detrás de él.
—¿Franchesca?
¿Se habría vuelto loco de remate? ¿Acaso la añoraba
tanto que tenía alucinaciones en vez de percibir el
fantasma de su aroma, el eco de su risa?
—¿Puedo pasar? —preguntó.
Le dio la sensación de que había caído un rayo en la
alfombra que los separaba. El despacho estaba cargado de
electricidad. Supo por cómo entreabrió los labios y lo cauta
que se mostró que ella también lo había sentido.
Era patético lo agradecido que estaba solo de volver a
verla. El corazón le iba a mil, como si supiera que todo se
reducía a los próximos minutos de su vida. Y no tenía el
control.
Pero Franchesca sí.
Oscar cerró la puerta en silencio. Aiden supo que le
habría supuesto un esfuerzo hercúleo.
—Claro —respondió Aiden con brusquedad. Quiso
acercarse a ella, abrazarla y enterrar el rostro en su pelo.
En cambio, señaló una de las sillas que había delante de su
mesa y agregó—: Toma asiento.
Frankie se sentó y, con cuidado, cruzó las piernas. A
Aiden se le puso dura. Su polla no tenía vergüenza. La
mujer que lo había destruido, que había convertido la vida
que había construido en un cascarón vacío, aún lo excitaba.
Se habría arrastrado si hubiera creído por un instante
que funcionaría. Pero Frankie no quería a un pusilánime.
—Tengo una propuesta para ti —empezó a decir
mientras sacaba una carpeta del bolso.
Se la acercó, y, cuando sus dedos se rozaron, supo sin
lugar a dudas que nunca se quitaría a esa mujer de la
cabeza. Se estaba gestando una tormenta entre ellos. Solo
rezaba para que, cuando estallara, no estuviera solo.
—Te escucho —dijo con más aspereza de lo que
pretendía. Retiró su silla y se sentó.
Si se dio cuenta, no lo dejó entrever. Frankie carraspeó y
empezó:
—Está bien. Hay una nueva brecha en los servicios para
pequeñas empresas de Brooklyn. Conozco los barrios,
conozco a los dueños de los negocios. Necesitan
orientación, tutoría. Necesitan educación. Necesitan
préstamos y subvenciones.
¡¿Le estaba presentando una propuesta de negocio?!
—Te conozco, Aiden. Sé que te interesan todos los
niveles de emprendimiento. Y podría comenzar por aquí. —
Pasó a una página de su carpeta y golpeó con el dedo un
mapa del barrio de sus padres—. Solo en esta manzana hay
seis escaparates a la venta. Los edificios en sí necesitan
mano de obra, pero tienen una buena estructura. La
mayoría de los pisos están alquilados.
Le estaba hablando de bienes raíces y revitalización. A
Aiden le picó el interés pese al tremendo chasco que se
había llevado.
Había traído fotografías de la calle, mapas detallados del
aparcamiento del barrio, listados de bienes raíces,
potencial de unidades de alquiler e incluso una lista
detallada de los tipos de tiendas que faltaban en el
vecindario.
Le habló de los mercados agrícolas que se celebrarían
los fines de semana, de las fiestas del barrio y de los
restaurantes con mesas al aire libre. Le vendió la moto.
—Se podría marcar la diferencia de manzana en
manzana. No existe ese tipo de potencial inmobiliario en
Manhattan. Ya no. Piensa en las comunidades que podrías
construir, en las pequeñas empresas a las que podrías
apoyar y ver crecer. Necesitarías un centro de desarrollo.
Un establecimiento que guiase a nuevos negocios y
ayudase a los propietarios más antiguos a aprovechar las
nuevas tecnologías.
—¿Y quién lo dirigiría? —preguntó.
—Yo.
Aiden la miró de inmediato y dijo:
—¿Me estás pidiendo trabajo? —No sabía si estaba
impresionado o furioso.
—Oh, Aide, quiero que me des mucho más que eso.
Capítulo 62

Tenía el corazón a mil desde que había entrado. Le


costaba mirarlo. Le costaba horrores. Estaba tan guapo
como siempre. Pero los separaba un muro. El que había
levantado ella. El que le correspondía a ella derribar.
Respiró hondo y dio el paso.
—Te he defraudado, Aiden. Y me está costando
perdonarme.
—¿Y crees que si te doy trabajo te sentirás mejor? —
inquirió, confundido. Ni siquiera parecía enfadado. Pero
Frankie debía conquistar todas sus facetas, empezando por
la del empresario de éxito decidido a ganar a ultranza.
—Me necesitas, Aiden. Y yo a ti, maldita sea. Ni a tu
dinero. Ni a los contactos de tu familia. A ti.
Ahora la miraba con atención, y, al devolverle la mirada,
advirtió que disimulaba con cuidado la nimia esperanza que
albergaban sus fríos ojos azules.
—Eres considerado. Sabes escuchar. Eres inteligente,
encantador, gracioso y sorprendentemente dulce. Eres tan
generoso que me acojona que te hagan daño.
Le faltaba el aire. Cada vez hablaba más deprisa. Metió
una mano en el bolso y asió con el puño la siguiente parte
de su plan.
—Nadie me ha tocado nunca como tú. Nadie me ha
querido nunca como tú. Y nunca he amado a nadie como te
quiero a ti. —Se le rompió la voz y vio que Aiden apretaba
los puños con una fuerza titánica.
Con la respiración entrecortada, se levantó de la silla y
fue hasta detrás de su mesa con las piernas temblándole.
Se arrodilló ante él y levantó el joyero.
Aiden permanecía impasible, así que destapó la cajita
para revelar la sencilla alianza de oro.
—Era de mi abuelo —susurró—. No es nada del otro
mundo. Pero simboliza familia, lealtad y amor. Y puedo
darte todo eso. Así que cásate conmigo, Aiden. Quédate
conmigo. Dame el «para siempre».
Contuvo el aliento y parpadeó para reprimir las lágrimas
que amenazaban con precipitarse por sus pestañas.
—¿Y qué pasa con Chip y Pru? —preguntó mientras
observaba la alianza.
—La verdad es que me ha costado más perdonarme a mí
que a ti. Estaba buscando una excusa para cortar, para
tener razón, porque no quería salir herida. Y he acabado
haciéndonos daño a los dos. Además, Pru me ha llamado
cagueta al estilo del Upper West Side, y no soporto que
tenga razón.
Vio un atisbo de sonrisa en las comisuras de sus labios,
lo que la llenó de esperanza.
—¿Y qué pasa con mi familia? —preguntó—. Siempre
serán un problema.
—Me da la impresión de que ya no habrá tantas
movidas. He descubierto que encajo bastante bien con los
traidores manipuladores.
—Tendrás que aclararme eso último tan críptico —dijo
mientras la cogía de las muñecas y la levantaba a la vez
que él también se ponía de pie.
—Antes contéstame, porfa. Luego te cuento lo que
quieras. ¿Quieres casarte conmigo, Aide? ¿Me aceptarás tal
como soy? ¿Me perdonarás por ser testaruda y orgullosa, y
por estar muy pero que muy equivocada? Porque, joder,
encajas en mi vida como si fueras la pieza que falta. Puedo
encajar en la tuya también. Quiero que seas mi aliado, mi
compañero. La cagué al contenerme, la cagué al buscar
una salida. Y lo siento muchísimo. Pero te prometo que, a
partir de hoy, seré tu compañera y podremos construir algo
bonito juntos. Y te juro que siempre siempre siempre te
apoyaré.
Estaba temblando de amor, de miedo, de esperanza.
Aiden le levantó la barbilla y la miró a los ojos.
—No podemos ser los dos unos caguetas, ¿no?
—Aide, como no me digas sí o no ya, te juro por Dios que
te arruino la vida igual que a tu hermano.
Él le dedicó esa sonrisa pletórica que hacía que le
flaqueasen las rodillas.
—Contigo siempre ha sido un sí, Franchesca. No hay
nadie a quien prefiera tener de mi lado.
—¿Sí?
Aiden asintió y añadió:
—Sí, y cuanto antes, mejor.
—A ver, tampoco hay que correr tanto —empezó a decir
a la vez que le entraban las dudas.
—Te has arrodillado con las dos rodillas…
—¡No puedo hincar solo una con este vestido! ¡Me
habrías estado mirando el chirri durante mi discurso! ¡Con
lo bonito e inspirador que ha sido!
Ahora sí que reía. Cuando la levantó del suelo, notó su
erección en la cadera. Se quedó muda. Su cerebro cambió
de marcha y puso una más tórrida.
—Te quiero, Franchesca —susurró pegado a su
mandíbula.
—Te quiero, Aiden, cabezón de m…
Juntó los labios con los suyos y la calló con un beso. Ella,
decidida a acabar la frase, forcejeó un breve instante, pero,
en cuanto le metió la lengua, se volvió loca. Frankie le
hundió los dedos en el pelo y le agarró los sedosos
mechones que tanto había añorado. Respiró su aroma, y,
mientras la besaba, no dejó de repetirle lo mucho que lo
amaba.
—¿Cómo lo celebraremos? —le preguntó él tras parar un
momento.
—Me tumbarás en tu mesa y me recordarás todo lo que
me he estado perdiendo.
—Soy el hombre más afortunado del planeta. —La
mordió en el cuello y la agarró del pelo.
—Ya ves.
Epílogo

Un mes después

—¡Bomba va!
Franchesca se puso de lado para observar a Aiden en la
puerta abierta de la terraza. La brisa tropical movía las
cortinas, de un blanco traslúcido. Estaba desnudo, como lo
había estado casi todo el tiempo en las doce horas que
hacía que los habían declarado marido y mujer. Su dedo
anular cargaba con el peso y el brillo de su compromiso
mutuo. Un compromiso que habían contraído en las playas
de arena blanca en las que todo había empezado y que
continuó en la misma cama en la que había descubierto la
potencia de Aiden Kilbourn.
—Mmm —dijo mientras estiraba los brazos por detrás de
la cabeza—. Podría acostumbrarme a ver esta imagen el
resto de mi vida.
Aiden le sonrió con chulería por encima del hombro. En
su espalda musculosa y su bello trasero se veían las huellas
que le había dejado esa noche con los dientes y las uñas.
—Pues yo no lo tengo tan claro —comentó—. Tu padre
acaba de tirarse de bomba encima de Marco y Gio y ha
salpicado a Rachel.
Frankie rio por la nariz y dijo:
—No hacía falta que los dejases quedarse todo el
tiempo, ¿sabes?
—Son de la familia.
Marco y Gio gritaron algo y se oyó otro fuerte chapoteo.
—¡Antonio! Deja de salpicar. No lo provoquéis, tontos,
que al final nos echarán —chilló May Baranski al taxista
menor de edad favorito de Frankie y a sus hermanos.
Frankie se recostó en la almohada.
—No se puede sacar Brooklyn de los Baranski. ¿Cuándo
se iban? —preguntó.
—Mañana, con Chip, Pru y mis padres.
—Aún no me creo que tu padre haya venido a la boda —
comentó Frankie. Se levantó de la cama y fue hasta el
pequeño refrigerador a por una botella de agua.
—Se está haciendo a la idea de dejarme tomar mis
propias decisiones. En cinco años, puede que le caigas bien
y todo.
Frankie rio.
—Lo estoy deseando. ¿Le has contado lo de Elliot?
Aiden negó con la cabeza y fue hasta ella. Le acarició un
seno y bajó la mano hasta la curva de su cadera. Rodeó su
cuerpo como si lo estuviera evaluando.
—Hay cosas que es mejor que queden entre hermanos.
Pero sí que le he dicho que he echado a Elliot.
—Borrón y cuenta nueva —suspiró Frankie.
Le rozó las nalgas con su erección.
—Eres insaciable —dijo, y se la agarró por la base.
—Igual que mi mujercita.
—¡Anda, mira! ¡Si se ve el cuarto de Frankie desde aquí!
¡Hola, Frankie! —May se puso de pie en su tumbona y la
saludó.
—Ay, madre. —Frankie empujó a Aiden para que no lo
viera y lo tiró al suelo—. ¡No se les puede sacar a ningún
sitio!
—Tendremos que socializar hasta mañana —dijo Aiden,
compungido.
Pero ella ya estaba despatarrada encima de él. Y él ya la
tenía dura y deseosa entre sus muslos.
—Por unos minutitos no pasará nada —sugirió Frankie
mientras se sentaba a horcajadas sobre sus caderas.
Aiden estaba tendido sobre su velo y la falda de su
arrugado vestido de novia, los cuales le había quitado la
noche anterior.
Se negó a decirle cuánto le había costado el vestido,
pero ella se enteró del precio en los blogs de cotilleos. Dejó
a su elección que gastara ese dineral en una prenda de
vestir que llevaría tan solo unas horas.
Aiden entrecerró sus ojos azules con deseo. Era una
alegría para la vista y era todo suyo. Él se echó hacia
delante y pegó la boca al pecho que tenía más cerca, y se le
contrajeron los abdominales al moverse.
Mientras la provocaba con su lengua, Frankie se metió
su miembro de golpe y con languidez.
—Madre mía, qué guapa eres —murmuró contra su piel
mientras jugueteaba con su pezón.
—Eres todo lo que no sabía que quería, Aide —musitó
ella.
Levantó las caderas para juntarlas con las de ella y las
movió a un ritmo lento y constante.
Ella gimió y él le tapó la boca con una mano.
—Calla, preciosa, que nos oirán fuera.
Frankie saboreó el metal de su alianza y notó cómo se
introducía poco a poco entre las temblorosas paredes de su
sexo.
—No me cansaré nunca —susurró Aiden—. No me
cansaré nunca de hacer el amor contigo, Franchesca.
Sus palabras, dulces y tensas, resonaron en su cabeza,
en su corazón. Frankie clavó las puntas de los pies en el
suelo y se restregó contra él.
Aiden suspiró con los dientes apretados y ella habría
jurado que palpitó en su interior.
—Más te vale estar de acuerdo —gruñó, y, acto seguido,
la encajonó entre la falda de su vestido de novia y la
firmeza de su cuerpo.
La penetró con fuerza, con la mano aún cubriéndole la
boca. No necesitaban las palabras. No cuando se miraban a
los ojos, no cuando sus almas estaban donde debían y sus
cuerpos se deshacían en pedazos. Frankie notó el primer
chorro de semen calentito mientras le envolvía la polla y
sentía su propio clímax abrirse como una flor.
—Sí, Franchesca. Sí —juró con dulzura y lascivia
mientras se fundían en uno.
«Vamos con todo. Para siempre».
«Aiden Kilbourn y Frankie Baranski modernizan una
manzana entera»

«La esposa de Aiden Kilbourn lleva un vestido del súper


para cortar la cinta»

«La esposa de Aiden Kilbourn se atraganta con una


salchicha en la inauguración»
Un año después

—Qué tontería —insistió Frankie mientras señalaba las


enormes tijeras que sujetaba Aiden.
—A grandes cortes de cinta, grandes tijeras —repuso
mientras le pasaba un brazo por el hombro. Ese día se
había dejado en casa los trajes de costumbre y llevaba unos
vaqueros y una camisa blanca y sencilla. De no haber sido
por su cara de mojabragas, casi podría haber pasado por
un ser humano normal—. ¿Qué pasa? —preguntó al notar
que lo miraba.
Frankie sonrió y explicó:
—Es que me siento un poco más afortunada hoy.
—Más te vale. No todas las esposas convencen a sus
maridos de que les compren una manzana.
—Una manzana para los dos —le recordó.
—Para los dos —convino a la vez que le daba un apretón
en el hombro.
—Estoy muy impresionada con lo que hemos logrado —
comentó mientras observaba la calle—. Un colmado, una
cafetería, una tienda de sándwiches, una minicervecería y
un centro de desarrollo de pequeñas empresas abrirán en
el mismo día. Pasarás a la historia del barrio.
—¿Como santa Franchesca? —inquirió para chincharla.
—Hombre, a ver, no te venerarán tanto como a mí, pero
casi —predijo.
En poco más de un año, la pequeña franja de calle de
Brooklyn había pasado de invisible y deteriorada a
rejuvenecida. Una banda de jazz tocaba música animada en
el patio del restaurante y la calle estaba acordonada con
una gran cinta roja. Los vecinos y los comerciantes salieron
en tropel, listos para que empezaran los festejos. Aiden
había contratado los servicios de restaurantes locales y de
camiones de comida para alimentar al gentío durante la
primera fiesta vecinal del barrio. Los beneficios se
destinarían al programa de subvenciones que dirigía el
nuevo centro de negocios, donde Franchesca tenía un
despacho y unas seis semanas de trabajo pendiente.
—¿Hacemos los honores? —preguntó Aiden mientras la
empujaba hacia el final de la calle.
—En marcha.
Dieron el discurso por turnos y a un ritmo natural. Los
padres y los hermanos de Frankie los saludaron desde la
primera fila. Hablaron de la comunidad, de los vecinos y del
orgullo, y luego, juntos, con los estridentes vítores de la
multitud de fondo, cortaron la cinta.
Había mucha prensa porque era un proyecto financiado
por los Kilbourn. Pero a Frankie no le importaba ser el
centro de atención. No cuando la mayoría había aprendido
a tratarla como a cualquier otro empresario. Ya ningún
medio osaba preguntarle quién había diseñado la ropa que
llevaba.
Tras cortar la cinta, pronunciar el discurso y abrir las
puertas, Frankie y Aiden caminaron del brazo por la calle
modernizada. Socializaron, comieron y disfrutaron del
paseo. Degustaron las salchichas que ofrecía un camión de
comida, bebieron muestras de Pilsen de la cervecería y
visitaron establecimiento por establecimiento acompañados
por sus dueños. Frankie se pellizcaba a sí misma y a Aiden
una y otra vez para cerciorarse de que no era un sueño; un
sueño grande y maravilloso.
No, no lo era, pensó con satisfacción mientras le hincaba
el diente a la salchicha de treinta centímetros más vendida
del camión alemán. Había contribuido a la remodelación de
una manzana entera. Un hito que beneficiaría tanto al
barrio como al empresariado. Y Aiden había estado a su
lado; la había orientado y había confiado en ella durante
todo el proceso. Lo quería con locura.
Le sonó el móvil en el bolsillo de su elegante vestido y lo
sacó.

Aiden: Me estás dando ideas con esa salchicha en


la boca.

Casi se ahogó de la risa. Tras divisarlo entre la multitud,


le ofreció un espectáculo privado que consistía en
metérsela lo máximo posible en la boca.
—Señorita Baranski —dijo alguien mientras le ponía un
teléfono en la cara—. ¿Le importaría decirnos cuántos
ingresos prevé que obtendrá su proyecto?
La salchicha y el panecillo se tornaron arena en su boca
y empezó a toser.
Aiden se plantó a su lado al instante para darle
palmaditas en la espalda.
—Perdón —se disculpó Frankie con dificultad. Le
picaban los ojos por culpa de las lágrimas—. Es que me he
metido mucha salchicha de golpe.
La periodista, una mujer con una americana ribeteada y
gafas, la miró boquiabierta.
Aiden tosió para disimular que se estaba riendo.
—Responderé encantado a cualquiera de sus preguntas
mientras mi mujer va a por un vaso de agua —dijo con
rapidez.
Frankie, que no dejaba de toser, decidió que lo mejor
sería bajar la salchicha con más cerveza para calmar las
mariposas de su estómago. La parte pública de su gran día
estaba llegando a su fin, pero le tenía preparado un
sorpresón a Aiden, y era muy probable que no le gustara
nada. Respiró hondo para tranquilizarse. Más le valía que
le gustase. Si a ella le encantaba el amplio ropero que le
había comprado y el bellísimo alijo de joyas, libros y
utensilios de cocina, a él tenía que encantarle su sorpresa.
Se detuvo ante las puertas de cristal del flamante centro
de desarrollo de pequeñas empresas y repasó las letras de
la entrada con los dedos. Todos sus sueños se habían hecho
realidad gracias al hombre que la chinchaba por comer
salchichas. Y no lo defraudaría. No, a Aiden Kilbourn no le
quedaría otra que estar orgulloso de su mujer, un as de las
pequeñas empresas con un máster en Administración y
Dirección de Empresas.
Al entrar, vio a sus padres, Hugo y May, en la sala de
juntas, apiñados en torno a la bandeja de las galletas. Sus
hermanos, Gio y Marco, hacían carreras con sillas de
escritorio, con las que recorrían a toda velocidad los cuatro
cubículos que había en la otra punta de la recepción.
Frankie había contratado a una recepcionista, a una
empleada a media jornada y a una becaria. Entre las cuatro
y la lista de recursos que estaba desarrollando Aiden —
cada vez mayor—, satisfarían las necesidades de las
pequeñas empresas de Brooklyn Heights.
Echó un vistazo a la hoja de inscripción. El taller de la
próxima semana sobre gastos asociados y demás cuestiones
contables ya estaba lleno.
—Pero ¡si es nuestra niña! ¡Qué guapa y qué lista es! —
exclamó May como si hubieran pasado semanas y no
minutos desde la última vez que había visto a Frankie.
Gio adelantó a Marco y lo tiró al suelo.
—¡He ganado!
—Como rompáis algo, lo pagaréis —les advirtió Frankie
mientras le daba un puntapié a Marco.
—Levantaos ya, delincuentes juveniles —les espetó
Rachel mientras hacía rebotar a la pequeña Maya en su
cadera. La sobrina de Frankie llevaba una camiseta que
decía «Mi tía es la caña».
Frankie liberó a Maya de los brazos de su madre y la
sostuvo en alto. La niña chilló de alegría y aplaudió con sus
manitas.
—Dos de mis damas favoritas —señaló Aiden tras
asomarse a la puerta principal.
Frankie le sonrió y dijo:
—¿Qué tal todo por ahí, señor alcalde?
—Todo el mundo está comiendo, bebiendo y comprando.
Yo lo llamaría un éxito —respondió mientras se le iban los
ojos al escote en V de su vestido.
May salió en tromba de la sala de juntas y les dio un
coscorrón a sus hijos.
—Dejad de comportaros como animales salvajes —les
espetó.
—¡Ay!
—Perdona, mamá.
—¿Por qué no sois más como Aiden? —preguntó—.
Mirad qué bien se porta él.
Cuando se giró para señalar a Aiden, Marco y Gio le
sacaron el dedo.
May, furiosa, se volvió para mirar a sus hijos más ceñuda
que nunca, y Aiden aprovechó la ocasión para devolverles
el saludo con el dedo corazón.
Frankie y Rachel negaron con la cabeza y rieron.
—Lo habéis hecho muy bien —comentó Hugo, con una
galleta en cada mano, desde la puerta de la sala de juntas.
—Gracias, papá —dijo Frankie—. Creo que haremos
mucho bien aquí.
—Podrías enseñarle a tu madre a usar el Book Face
Twatter ese —propuso con tono pensativo.
Gio rio por la nariz y murmuró:
—A Frankie se le da muy bien el Twatter.
Frankie se escudó con el bebé y le sacó el dedo a Gio.
Aiden le robó a Maya. Meneó a la chiquilla en el aire y le
dio un beso en un mofletito.
—¿Crees que podrías escabullirte un ratito? —le
preguntó Frankie. Pretendía que su tono fuera distendido,
pero las palabras le salieron a trompicones.
Por cómo se le iluminó la mirada a Aiden, supo que
pensaba que tenía otras intenciones.
—Siempre tengo tiempo para escabullirme —contestó
con voz ronca.
—Dame a mi hija primero, no vaya a ser que sueltes
alguna guarrada delante de ella —exigió Marco.
Frankie sonrió. Llevaban un año casados y seguían
follando como conejos.
Aiden le dio otro beso a la niña y se la entregó a su
padre. Abrazó a Frankie por la cintura y la pegó a su
costado.
—¿Qué tenías en mente? —le susurró.
—Vamos a dar un paseíto —propuso mientras lo
empujaba hacia la puerta.
No le había contado a nadie lo que había hecho, y el
secreto la reconcomía por dentro. Cuando se casaron,
Aiden abrió una cuenta a su nombre y depositó en ella
tanto dinero que daba vergüenza, para que nunca se viera
en la necesidad de pedirle nada a nadie.
Frankie se había negado a tocar el dinero por principios.
Hasta ese momento.
—¿Adónde vamos? —inquirió Aiden con voz ronca
mientras dejaba que Frankie lo arrastrara calle abajo, lejos
de la fiesta.
—Ya verás —respondió con aire distraído.
Siguieron hacia el oeste, atajaron por el norte y
volvieron al oeste, rumbo al casco histórico. Entonces
Frankie se detuvo ante un edificio de ladrillo de color
marrón de dos pisos. Tenía un garaje flanqueado por dos
puertas.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Aiden con tono
complaciente.
Frankie sacó una llave del bolsillo y respiró hondo.
—Con suerte, ser felices y no gritarme.
Notó su atenta mirada mientras introducía la llave en la
cerradura.
—Franchesca. —Pronunció su nombre en voz baja y con
curiosidad.
Ella le dedicó una sonrisa débil y empujó la puerta con
fuerza. Chirrió al abrirse, pues los goznes apenas se
usaban.
Aiden entró tras ella.
Las macizas y desgastadas tablas del suelo llamaban la
atención desde la parte delantera hasta la trasera de la
enorme estancia.
Esperó a que Aiden acabase de pasearse y de examinar
las paredes de yeso y la desvencijada escalera que llevaba
al segundo piso. Todo estaba sucio y polvoriento. Era una
zona de construcciones abandonadas. Se atisbaba parte de
una cocina en un rincón. Pero la parte trasera del edificio,
con sus ventanales abovedados que iban del suelo al techo,
era el factor sorpresa.
Frankie aguardó mordiéndose el pulgar. Mientras tanto,
Aiden se había detenido ante una de las ventanas y
contemplaba, más allá de la vía verde, las turbias aguas del
río en verano. Al fondo se veía el horizonte de Manhattan.
—¿Y bien? ¿Qué opinas? —preguntó Frankie,
expectante.
—Primero dime por qué estamos aquí y luego te digo
qué opino —respondió mientras le echaba una mirada
inquisitiva.
—La he comprado. Para nosotros —soltó sin pensar—.
No dejabas de repetir que querías una casa por aquí, cerca
del centro de desarrollo y de mi familia. Es una cochera…,
o eso era antes de que empezaran a restaurarla. Se
quedaron sin dinero y pausaron las obras unos años. Tu
padre cree que nos pegaremos un buen tute…
—¿Mi padre? —preguntó Aiden mientras se pasaba una
mano por la barbilla.
A Frankie le molestaba no saber qué pensaba. Asintió y
repuso:
—Ferris me ha ayudado a montar una empresa para
comprarla sin que te enterases. ¡Sorpresa!
Aiden volvió a mirar el paisaje y después a Frankie. Se
acercó a ella.
—Como no me digas lo que opinas, me dará algo. ¿Te
gusta? ¿La detestas? Se me ha ocurrido que podríamos
restaurarla juntos. Tenemos la vía verde justo detrás y
metros cuadrados suficientes para dos dormitorios y dos
baños en el piso de arriba. El tejado es firme. Podríamos
hacer algo chulo en la azotea…
Cuando llegó hasta ella, la agarró de las caderas y la
arrimó a él.
—Aiden, en serio, como no digas algo ya, me dará un
jamacuco —se quejó Frankie.
En vez de hablar, la besó. Le metió la lengua con dulzura
y suavidad. Un tanteo lento que hizo que le flaquearan las
rodillas.
—No estás gritando —observó tras despegarse de él. Lo
agarró de la camisa con las dos manos.
—Es perfecta, Franchesca —dijo con voz queda mientras
le levantaba la barbilla. Se le deshizo el nudo del estómago.
Lo miró a los ojos y vio la ternura que rezumaban.
—No hace falta que vendamos tu ático —empezó a decir.
—Nuestro ático —la corrigió.
—Nuestro ático —repitió Frankie—. Pero esta casa
también estará guay… con el tiempo. Ahora mismo no vale
un pimiento, pero…
Aiden interrumpió su divagación para decir:
—Me encanta esta casa. —Se movió de un lado a otro al
son de una música que solo oía él. Frankie, hipnotizada por
el amor que transmitía su mirada, lo imitó—. Le daremos
vida. Aquí veremos los combates con tus hermanos, aquí
celebraremos Acción de Gracias. Por la noche, nos
acurrucaremos en el sofá, y comeremos comida china y nos
quejaremos de lo que nos salga en las galletas de la suerte.
Discutiremos por todo. Romperás platos. Me comeré lo que
cocines. Aquí nos evadiremos de todo. Tú y yo.
Le escocían los ojos por culpa de las lágrimas. Aiden
estaba pintando el cuadro de su futuro juntos en el lienzo
que ella le había proporcionado.
—Vamos con todo —le susurró Frankie.
Él le acarició una mejilla con el pulgar y convino:
—Vamos con todo, Franchesca.
Nota de la autora

Querido lector:

¿Por dónde empiezo? Como siempre, me puse a escribir con


una idea concreta del rumbo que tomaría la novela.
Pensaba que solo sería una comedia romántica, sencilla y
divertida, ambientada en el paraíso. Pero entonces Frankie
y Aiden se volvieron más profundos; su conflicto, más
intenso, y sus familias, más complejas. Básicamente, me
enamoré perdidamente de estos dos y del lío que tenían
con su relación no oficial.

Tenía clarísimo que le romperían el corazón a Frankie, y al


final fue ella la que se lo rompió a Aiden. ¡Esta gente se me
va de las manos! ¡Espero que te hayan caído igual de bien
que a mí!

Ambienté la boda en las Barbados porque es uno de los


sitios a los que me encanta ir con el señor Lucy. Viajamos
específicamente hasta allí para que tomase notas para la
novela…, y también un poco el sol. Y mucho ron. Las playas
de arena blanca, las aguas turquesas y la locura de
furgonetas son «ah-lucinantes».
Bueno, a ver, si te han caído genial Frankie y Aiden, te
invito a que vayas a Amazon y dejes una reseña entusiasta.
Si te han caído fatal y sigues leyendo esta nota, admiro tu
compromiso.

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vemos!

Un besito,
Lucy
Agradecimientos

A Jaycee, de Sweet ‘n Spicy Designs, por la portada tan


sexy que ha preparado para la edición en inglés.

A Dawn y Amanda, por sus ojos de lince para la edición.

Al señor Lucy, por no regalarme unas Uggs de imitación


por Navidad, tal como le pedí, y comprarme mis primeras
Uggs reales…, y no gritarme cuando al instante las manché
de grasa (¿se pueden lavar en seco?).

A Jodi, por convertir una vez más mi cachito de propaganda


sin pies ni cabeza en algo emocionante que vale la pena
clicar.

A Joyce y Tammy, por ser increíbles en Binge Readers y en


la vida real.

Al sushi.

Al reboot de Will & Grace.

A los tacos. Siempre a los tacos.


Sobre la autora
© Brianna Wilbur

Lucy Score es una autora best seller que ha estado en las


listas de más vendidos del Wall Street Journal y el USA
Today. Le encanta escribir comedias románticas
ambientadas en pueblecitos que han conquistado a lectores
de todo el mundo. Sus libros se han traducido a más de
veinte idiomas.
Actualmente, Lucy vive en Pensilvania con su marido y
su gato. En su tiempo libre, le gusta dormir, beber ingentes
cantidades de café y leer novelas románticas.
Notas

1. En el escultismo de los Estados Unidos, las daisy scouts


son el grupo de niñas más pequeñas (en general, de
preescolar y de primer grado) dentro de las girl scouts. (N.
de la T.)

2. SEC son las siglas en inglés de la Comisión de Bolsa y


Valores, una agencia gubernamental que supervisa y regula
los mercados financieros y las actividades relacionadas con
los valores para proteger a los inversores y mantener la
integridad del sistema financiero. (N. de la T.)
Gracias por comprar este ebook.
Esperamos que hayas disfrutado
de la lectura.

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Cosas que ocultamos de la luz
Score, Lucy
9788419702043
576 Páginas

Cómpralo y empieza a leer

Los chicos buenos no se enamoran de las chicas malas,


¿verdad? Nash siempre ha sido el bueno de los dos
hermanos Morgan. Es el jefe de policía de Knockemout y se
está recuperando de un balazo. Desde entonces, aunque se
empeña en ocultárselo a todo el mundo, su encanto sureño
se ha visto ensombrecido por ataques de pánico y
pesadillas. Lina Solavita acaba de mudarse a Knockemout
y es la nueva vecina de Nash. Inteligente y sexy, es la única
que ve las sombras que oculta el jefe de policía. A Lina no le
gusta el contacto personal, pero, por alguna razón, el tacto
de Nash es diferente. Él también lo nota. Lástima que Lina
tenga sus propios secretos y, si Nash descubre la verdadera
razón por la que está en el pueblo, no se lo perdonará. Pero
cuando Nash por fin decide lanzarse a por Lina, no se
rendirá… incluso aunque tenga que enfrentarse a un peligro
que casi acaba con él. Número 1 en el New York Times El
gran fenómeno del año en BookTok

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Dulce Veneno
Huntington, Parker S.
9788417972950
528 Páginas

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«Enamorarte te hace sentir inmortal. ¿No quieres eso?» Se


suponía que yo no debía estar en aquella azotea la noche
de San Valentín. Tampoco Kellan Marchetti, el rarito oficial
de la escuela. Nos conocimos cuando queríamos acabar con
todo. De algún modo, nuestras tragedias se entrelazaron y
forjaron un vínculo improbable. Decidimos no saltar y volver
a vernos cada San Valentín. Mantuvimos la promesa durante
tres años. Al cuarto, Kellan tomó una decisión y a mí me
tocó lidiar con las consecuencias. Y justo cuando pensaba
que nuestra historia había terminado, empezó otra. Dicen
que todas las historias de amor parecen iguales y saben
diferente. La mía era trágica y estaba escrita con cicatrices
escarlata. Me llamo Charlotte Richards, pero puedes
llamarme Veneno. Una novela emotiva y única sobre un
amor prohibido que deja huella

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La oportunidad
Swan, T L
9788419702067
480 Páginas

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Algunas cosas no se eligen, sino que te eligen ellas a ti.» Mi


sueño por fin se está cumpliendo: un viaje de un año por
todo el mundo. Mi primer destino es Barcelona, donde
pronto me hago amiga de un grupo de chicos. El más
especial es Christopher: es divertido y muy guapo, pero
nunca se fijará en mí. Sin embargo, entre nosotros hay
química y la amistad pronto da paso a algo más. Pero
cuando descubro quién es en realidad, eso lo cambia todo.
¿De quién me he enamorado? Descubre el epílogo de la
serie Miles High Club, best seller del Wall Street Journal

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Cosas que nunca dejamos atrás
Score, Lucy
9788417972912
528 Páginas

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Si hay algo que tiene claro, es que no es su tipo. Para nada.


Knox prefiere vivir su vida tal y como se toma el café: solo.
Pero todo cambia cuando llega a su pueblecito un terremoto
llamado Naomi, una novia a la fuga en busca de su gemela,
de la que lleva años sin saber nada. Lástima que su
hermana le robe el coche y el dinero y la deje a cargo de
una sobrina que no sabía que existía. Al ver cómo la vida de
Naomi se va al traste, Knox decide hacer lo que mejor se le
da: sacar a la gente de apuros. Después, volverá a su rutina
solitaria… O ese es el plan. El gran fenómeno del año en
BookTok con más de 30 millones de visualizaciones Lucy
Score ha vendido más de 6 millones de ejemplares

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La propuesta de verano
Keeland, Vi
9788419702029
336 Páginas

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«Toda chica tiene a un chico al que nunca olvidará y un


verano en que todo empezó.» Cuando Max Yearwood, un
jugador de hockey, se presenta en una cita a ciegas con
Georgia, ella no sabe que su vida cambiará para siempre. La
química es instantánea, pero Georgia quiere tomárselo con
calma. Entonces Max le hace una propuesta: podrían pasar
juntos el verano y, después, cada uno seguiría con su vida.
Pero no tardan en enamorarse y, por eso, Georgia no
entiende por qué Max no quiere seguir con su relación más
allá del verano. ¿Qué oculta? Una novela adictiva de la
autora best seller del New York Times y el USA Today

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