El Peor Hombre de Mi Vida - Lucy Score
El Peor Hombre de Mi Vida - Lucy Score
El Peor Hombre de Mi Vida - Lucy Score
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Epílogo
Un año después
Nota de la autora
Agradecimientos
Sobre la autora
Página de créditos
ISBN: 978-84-19702-14-2
THEMA: FRD
Conversión a ebook: Taller de los Libros
***
***
Frankie: Pru cree que nos hemos pasado las últimas cinco
horas dándonos el lote. Además, está escribiendo y
llamando a Chip para decirle lo emocionada que está por lo
de mañana. En treinta segundos le entrará el pánico.
***
«Mierda».
—Chip, soy yo, Frankie. ¿Estás bien?
—¿Frankie? —preguntó, aturdido—. ¿Elliot aún me tiene
preso? ¿Sabe que estás aquí?
Frankie miró la puerta y respondió:
—No es momento de cháchara. Tenemos que sacarte de
aquí. ¿Puedes caminar?
—Pues claro. Me he quedado dormido haciendo
abdominales. Me han dado algo para dejarme inconsciente.
Encima tengo una resaca del copón. ¿Y Pru? ¿Está
enfadada? ¿Su padre…?
—Pru está bien. Te espera impaciente con su vestido
blanco y pomposo.
—¿No ha anulado la boda? —Se le iluminó tanto la cara
que parecía el árbol de Navidad del Rockefeller Center.
—Aún no sabe que has desaparecido.
Le vibró el móvil una y otra vez. Supuso que serían
muchos mensajes seguidos.
—¿Cómo que estabas haciendo abdominales? —preguntó
mientras tiraba de él para sentarlo.
—No quería perder la tableta solo porque me hubieran
secuestrado. Estoy bien. Lo juro. —Para demostrarlo, se
obligó a levantarse y… cayó a la cama al instante—.
Perdón, es que se me ha dormido el pie.
Frankie lo levantó de nuevo. Oyó una voz en la otra sala
y pasos.
—Escóndete —susurró Chip.
Frankie, presa del pánico, se puso a correr en círculos.
Se estaba planteando ocultarse bajo la colcha cuando Chip
abrió la puerta del armario y la metió dentro. Acababa de
dejarla a oscuras y entonces oyó que se abría la puerta de
la habitación.
¿Vendría el imbécil del secuestrador a matarla? Por
instinto, se agachó más, con tan mala suerte que se dio en
la cabeza con algo grande y metálico.
—Me cago en…
Se tapó la boca con una mano cuando oyó que se abría
la puerta del dormitorio.
—Quédate aquí hasta que te diga que salgas —exigió el
imbécil del secuestrador.
—Venga, Elliot, hagamos un trato: yo te doy lo que
quieres y tú dejas que me vaya.
—Buen intento, Randolph. Pero solo hay una persona
que puede darme lo que quiero.
—Aiden no permitirá que te salgas con la tuya.
Frankie se quedó helada. Aiden conocía a ese tipo. ¿Por
eso no la había dejado echar la puerta abajo la noche
anterior? Se frotó el chichón.
Se disponía a salir en tromba y exigir respuestas cuando
oyó que llamaban a la puerta con unos golpecitos.
—Quédate aquí si quieres que esto acabe pronto —
espetó el imbécil, y cerró de un portazo la puerta del
dormitorio.
La puerta del armario se abrió de sopetón. Frankie pegó
un bote hacia atrás y volvió a golpearse la cabeza en el
mismo sitio.
—¿Estás bien? —le preguntó Chip al ver que se doblaba
sobre sí misma.
—¡Ay! —Se le enganchó el pelo en una percha. Sintió
que media docena de horquillas se le salían de la cabeza—.
¡Ay, madre!
—¿Qué pasa?
—¡Mi pelo! ¡Mi cabeza! ¡Tenemos que salir de aquí!
Se detuvieron a escuchar. Ahora se oía más de una voz
en el salón; solo era cuestión de tiempo que volviese a
entrar alguien.
Frankie corrió a la pared y abrió las recias cortinas.
—Menos mal —susurró al ver el balcón. Con el mayor
sigilo posible, abrió la puerta corredera de cristal. El ruido
del mar y de los huéspedes del resort inundó la estancia de
inmediato. Y se estremeció. Como los malotes de fuera del
dormitorio se callasen, lo oirían.
Uf. Estaban en el tercer piso, como confirmó al
asomarse al balcón. No se podía bajar, pero a lo mejor se
podía salir. El pasamanos era más ancho que la propia
barandilla. Algún arquitecto innovador se habría percatado
de que la gente querría dejar sus martinis ahí para hacerse
fotos con la puesta de sol. Y conectaba con todos los
balcones de la planta.
—Chip, ven —dijo Frankie entre dientes.
Chip fue hacia la luz renqueando. Parecía un vampiro
con resaca.
—¿Siempre hace sol aquí o qué? —preguntó
refunfuñando.
—Ay, madre. Sube.
—¡Estás sangrando! —exclamó, boquiabierto.
Frankie se tocó el pelo con los dedos y repuso:
—Me he dado con la caja fuerte. No es nada.
—Parece… —Chip se dobló sobre sí mismo y respiró
hondo.
—Tranquilo, Chip. —Se había preparado para estudiar
Medicina en la Universidad de Nueva York hasta que se dio
cuenta de que ver sangre hacía que vomitase y se
desmayase—. No me obligues a darte una hostia.
—Bueno, si no te miro, a lo mejor…
—La madre que te parió, Chip. Sube a la barandilla y ve
hasta algún cuarto que tenga la puerta del balcón abierta.
Hay que irse. ¡Ya!
Chip miró la terraza de abajo y gritó:
—¡Joder, Frankie, como me caiga me muero!
Frankie lo cogió de la cara y le apretó tanto las mejillas
que Chip puso boca de pez. Este cerró los ojos para no
verle la brecha.
—¿Quieres casarte con Pru hoy o no?
—Ci.
—Pues sube ahí y ve al siguiente balcón.
—Vole.
Frankie le soltó la cara y lo empujó hacia la barandilla.
—Tú también vienes, ¿no?
—Estaré justo detrás de ti. Por curiosidad, ¿qué tiene
que ver Aiden con todo esto?
Chip se detuvo a cuatro patas sin perder el equilibrio.
—No es culpa suya.
Oyeron que alzaban la voz en la suite.
—Va. Luego hablamos. —Frankie le hizo gestos para que
avanzase y volvió corriendo a la habitación.
Atrancaría la puerta para ganar tiempo. Al menos ese
era su plan cuando fue a por la mesita de noche. La puerta
del dormitorio se abrió de golpe.
El imbécil del secuestrador la miró fijamente durante
dos segundos. Acto seguido, se le fue la olla.
—¿Quién eres y dónde está…?
—¿El chico al que has secuestrado? ¿Mi amigo Chip?
¿Quieres saber dónde está? —preguntó Frankie cada vez
más alto. Cogió el despertador y el cargador del iPhone que
había encima de la mesita.
—¡Sí! —chilló mientras se tiraba de los pelos—. ¿Y por
qué está todo lleno de sangre? ¿Te lo has cargado?
—¿Qué pasa aq…? —El hombre de la puerta no pudo
terminar la frase, pues Frankie golpeó con todas sus
fuerzas al imbécil en la cara con el despertador.
Este se dobló y gritó. Más sangre tiñó la alfombra
blanca. Frankie volvió a pegarle por si acaso e hizo que
cayera de rodillas.
—Con lo bien que me he portado… —chilló el imbécil.
Frankie se volvió hacia el segundo hombre y levantó el
despertador.
—¿Quieres cobrar tú también, Kilbourn?
Aiden levantó ambas manos y dijo:
—Quieta, fiera. ¿Por qué estás sangrando?
—¿Que por qué estoy sangrando? ¿Que por qué estoy
sangrando? —Se echó a reír y agregó—: Estoy sangrando
por la misma razón por la que tu mejor amigo no se está
casando. ¡Por tu culpa!
—Franchesca, puedo explicarlo.
—¡No quiero tu explicación! Llegas tardísimo. Hace rato
que Chip se ha ido…
—¿Frankie?
—¡Chip! ¿Qué coño haces?
Chip se asomó por la puerta del patio con timidez.
—Es que he encontrado una habitación que estaba
abierta, pero estaba ocupada, y creo que están llamando a
seguridad.
—Aparta, Kilbourn. ¡Que te apartes, coño! —le ordenó
Frankie con el despertador en ristre.
—Hola, Aiden.
—Me alegro de verte, Chip.
—No le hables. ¡Y no te acerques a nosotros! —Frankie
pasó despacio por su lado mientras con un brazo se llevaba
a Chip y con el otro apuntaba a Aiden con el despertador.
El imbécil del secuestrador gimió en el suelo.
—¡Me ha roto la nariz!
—¡Mejor! —repusieron los tres.
—Chip y yo saldremos de aquí, y, como nos lo impidáis,
gritaré tan fuerte que la seguridad de todo el resort echará
la puerta abajo en menos que canta un gallo.
Frankie los hizo retroceder hacia la puerta de la suite.
Cuando Aiden hizo ademán de seguirla, ella negó con la
cabeza.
—No, no, no. Eres una persona non grata. Tú quédate
aquí con tu colega, que nosotros nos vamos de boda.
—Yo de ti le haría caso —le aconsejó Chip a Aiden—. Da
yuyu cuando se enfada.
—Ya lo veo —aseguró Aiden, que parecía más
entretenido que aterrorizado.
—No quiero ni una risa —gruñó Frankie—. Te
arrepentirás de esto, te lo aseguro. Vámonos, Chip.
—¿Quieres que te llevemos? —le preguntó Chip.
Frankie le pegó en el brazo y espetó:
—No, no quiere. Las víctimas de secuestro no llevan de
paseo a sus secuestradores.
—Venga ya, Frankie. Aiden no me ha secuestrado.
—Bueno, pues ha confabulado para secuestrarte.
—¡No he hecho eso!
—¡No ha hecho eso!
—Ya hablaremos de esto luego —resolvió Frankie, que al
fin entendió lo enfadado que debía de estar un padre o una
madre para decir esa frase.
Sacó a Chip al pasillo.
—No te muevas —ordenó señalando a Aiden, que
ayudaba a su hermano a levantarse—. Como intentéis
seguirnos, os mato.
—Creo que la chiflada de la sirvienta habla en serio —
susurró Elliot lo bastante alto para que lo oyera. Sin dejar
de apretarse la nariz y con cara de espanto, agregó—:
Scusi, señora. Scusi.
—¿En serio? ¡Estamos en las Barbados, imbécil!
Cerró de un portazo y apremió a Chip para que bajase
las escaleras.
—¡Va, va, va!
Corrieron al sótano y atravesaron en tromba las puertas
dobles. Oyeron pasos uno o dos pisos más arriba. Flor,
ataviada con el vestido de tirantes de Frankie, estaba
llenando un carrito con botecitos de champú.
—¿Puedes cerrarla con llave? —le preguntó Frankie
mientras se bajaba la cremallera.
Bianca corrió a la puerta que daba a las escaleras y la
cerró con llave.
—Viene alguien corriendo —informó tras apartarse de la
ventana.
—Muchísimas gracias por todo —agradeció Frankie
mientras se quitaba el vestido—. Perdón por las manchas
de sangre. No cortan ni nada, las cajas fuertes esas…
Algo —un cuerpo muy voluminoso, a juzgar por el ruido
— golpeó las puertas a la carrera.
Frankie se estremeció. Tendría pesadillas en que la
perseguirían por las escaleras el resto de su vida.
Flor se desnudó en un periquete y le devolvió el vestido
a Frankie.
—Espero que le hayas demostrado al capullo de la 314
quién manda.
—Perdón por la sangre que he dejado ahí también —se
excusó Frankie con pesar.
Flor asintió brevemente y le puso una mano en el
hombro.
—Suerte, tía.
—Que la fuerza te acompañe —se despidió Frankie. No
se le daba bien animar o mostrar agradecimiento—.
Vámonos, Chip.
Salieron a hurtadillas por una puerta lateral y se
adentraron en la maleza corriendo y a gatas. Se le metió
más tierra en los arañazos de las espinillas, por lo que le
escocieron. Le dolía la cabeza y las ramas la despeinaban.
Pero había rescatado al novio.
—¡Ay!
Frankie miró atrás. Chip se tapaba un ojo con una mano.
—¿Estás bien? —le preguntó entre dientes.
—Se me ha metido una rama en el ojo.
—Guíate por el ojo bueno. No falta mucho para llegar al
muro.
Al fin, la gran muralla de estuco se alzó ante ellos.
—A ver, lo saltamos, subimos al coche y te llevamos al
altar, ¿vale?
—Vale —contestó Chip, que seguía apretándose el ojo.
—A ver cómo tienes el ojo.
Chip retiró la mano. Tenía una roncha que asomaba a
ambos lados del ojo. El ojo en sí estaba rojo como un
tomate.
—Ostras. —Se llevó una mano a la boca. El estómago de
Frankie aguantaba muchas cosas, pero las lesiones
oculares no eran una de ellas.
—¿Cómo es que sigues sangrando? —preguntó Chip con
la voz entrecortada—. Tienes toda la cara manchada. —Se
dobló por la cintura y le dieron arcadas.
—Propongo que dejemos de mirarnos y escalemos el
muro.
Frankie aupó a Chip, que fue tan listo de cerrar bien los
ojos cuando fue a darle la mano para ayudarla a subir.
Aterrizaron con brusquedad junto a la carretera, a
sesenta metros de Antonio y su dichoso cochecito.
Encendió el motor al verlos aproximarse. Frankie metió a
Chip en el asiento trasero.
—Ponte el cinturón —le advirtió, y fue a sentarse al lado
de Antonio.
El chaval se alejó del resort con el brío de un conductor
de Fórmula 1 a bordo de un deportivo nuevecito. Frankie
sacó el móvil.
—Ay, madre. —Tenía diecinueve llamadas perdidas.
Todas eran de Pru salvo dos. Las otras eran de Aiden.
Reprodujo el último mensaje de voz de su amiga e hizo una
mueca. Pruitt sollozaba como loca.
Frankie la llamó con una mano mientras con la otra se
agarraba al salpicadero.
—¿Pru? ¿Me oyes?
—¿Dónde estás? —berreó Pru—. Chip no está. Aiden ha
desaparecido. ¡Y tú me has dejado tirada! Mi padre está
buscando un arma y la madre de Chip ya se está zampando
los entremeses del vermú. Me caso en veinte minutos y no
tengo ni al novio ni a mi mejor amiga.
—Nos tienes a los dos, Pru. Chip está aquí conmigo.
Estamos de camino.
—¿Chip está contigo? —Al menos eso es lo que entendió
Frankie. Balbuceaba con una voz tan aguda que no estaba
segura.
—Aquí mismito lo tengo. No hay normas que prohíban
que habléis antes de la ceremonia, ¿no?
—No, creo que no —respondió Pru entre sollozos.
—Ten —le dijo Frankie a Chip mientras le ponía el
teléfono en la mano—. Habla con tu prometida.
—¿Cielo? —dijo Chip con dulzura.
—¿Siempre son tan dramáticas, las bodas? —inquirió
Antonio mientras sorteaba un socavón tan grande que bien
podría haberse tragado el buggy.
—Sí, es lo normal en la mayoría de las bodas
estadounidenses —contestó Frankie.
—¿En serio?
—¡No! Por Dios, Antonio. Esto es un follón de tres pares
de narices. Secuestros, rescates…
—Y persecuciones —añadió Antonio tras mirar por el
retrovisor.
Frankie se giró. Un todoterreno grande y negro les
pisaba los talones. No reconoció al conductor, pero al
copiloto lo tenía más que visto.
Capítulo 20
***
***
Hostia. Puta.
—¿Qué pone? ¿Qué pone? —Brenda desplazaba el peso
de un pie al otro con tanto ímpetu que parecía que bailaba.
Frankie carraspeó.
—Solo pone «Para que estés calentita» —mintió.
Brenda chilló.
—¡Qué emoción! ¡Nuestra Frankie ha pescado a un
millonetis!
Raul se asomó a la puerta de su despacho.
—¿Cómo va la preparación del taller? —inquirió
mientras las observaba con recelo.
—De maravilla —contestó Brenda con amabilidad—.
¡Gracias por preguntar!
—Voy a prepararlo todo —dijo Frankie mientras se
quitaba el abrigo a regañadientes.
—Tú tira, que ya te cuido yo el abrigo.
Frankie encendió la cafetera de la cocinita y subió la
estrecha escalera que conducía al segundo piso. Una vez en
la sala de reuniones, encendió el termostato y repartió las
libretas y los bolis. Se sentó en una silla y sacó el móvil.
***
***
***
«¡Sé fuerte!».
***
Frankie: Se te va la olla.
Aiden: De nada.
***
El anfitrión llevó a Frankie por el restaurante de paredes
de bambú y arañas de luces pijas hasta la zona de bar en la
que la esperaba Pru. Su amiga iba con unos pantalones que
se amoldaban a ella como una segunda piel y un jersey de
cuello alto de cachemira que realzaba su figura. Unas botas
grises y arrugadas asomaban por debajo de los bajos
anchos de sus vaqueros azul marino.
Se abrazaron como si llevaran años sin verse en vez de
semanas.
—Te sienta bien la vida de casada —comentó Frankie
mientras se acomodaba en el asiento de cuero.
—Y a ti salir con Aiden —comentó Pru al reparar en su
abrigo.
—Eh, baja la voz. —Frankie echó un vistazo al
restaurante. Era uno de los sitios en los que los periodistas
que escribían columnas de cotilleos escuchaban
conversaciones ajenas.
—Cuéntamelo todo —exigió Pru.
—No hay mucho que contar —mintió Frankie. No estaba
preparada para expresar con palabras lo que sentía por
Aiden. A esas alturas no sabía definirlo, y no tenía prisa por
airearlo.
—Llevas seis semanas saliendo con el soltero más
cotizado de la costa este, y aún no se os ha visto juntos.
Nunca lo mencionas. Cuando no hablas de un tío es que
vais en serio.
—No vamos en serio —replicó Frankie—. Nos lo
pasamos bien, nos lo montamos bien…
Pru rio por la nariz mientras bebía agua.
—No lo dudo.
—Es guay, ¿vale? Es listo, divertido, y mucho más que el
gilipollas buenorro que pensaba que era. ¿Contenta? —
soltó Frankie.
Apareció la camarera, que les recitó de un tirón los
platos especiales del día. Pru se pidió ensalada de col
rizada con pollo al vapor. Frankie, una caña y un panini de
pavo con patatas fritas.
—¿Por qué eres así? Mis amigas ricas y esnobs se piden
zumo verde y bocados de aire —se lamentó Pru.
Frankie le dio un mordisco a uno de los colines que
había traído la camarera y respondió:
—Soy tu amiga pobre y esnob, y me chiflan los
carbohidratos. Tenía entendido que dejarías la dieta en
cuanto te quitases el vestido.
—Ahora sigo otra llamada quemagrasas post luna de
miel.
Frankie le puso el colín en la cara y lo movió de lado a
lado.
—Cómeme. Cómemeeeee…
—Madre mía, cómo te echaba de menos. —Pru suspiró,
le quitó el colín de la mano y le pegó un mordisquito.
—Eh, tú, rebelde —dijo Frankie para chincharla—. Y yo a
ti.
—Háblame de San Valentín. ¿Qué te regaló el eterno
soltero?
—Pues quiso sorprenderme con un largo fin de semana
en San Francisco. Tenía que viajar allí por trabajo, pero yo
no pude escaquearme, así que a la vuelta me trajo comida
para llevar y me regaló una pulsera.
Una pulsera muy bonita. Demasiado bonita para
ponérsela. Pero todas las noches abría la fastuosa cajita y
miraba embobada los diamantes.
—¿Ya te regala joyas? Margeaux se moriría de
admiración y de envidia. ¿Qué le regalaste tú?
—Una gorra de los Knicks.
Pru aguardó expectante.
—¿Y qué más?
Frankie se encogió de hombros y respondió:
—Y ya está. Oye, que me subí la camiseta en la escalera
de incendios cuando llegó a mi casa.
Pru torció el gesto. Era su cara de concentración; la
misma que ponía hacía años con los exámenes finales.
—¿Qué pasa?
Pru negó con la cabeza. No se le salió ni un solo pelo
rubio miel de su elegante moño bajo.
—Nada. Oye, ¿qué tal si cenamos juntos los cuatro?
Podríamos ir a The Oak Leaf.
Frankie arrugó la nariz y la frenó:
—Un momento, ¿no es ahí donde acampan los
sensacionalistas de Page Six?
Pru puso los ojos en blanco y repuso:
—¿Y qué más da? Los pasteles de hojaldre rellenos de
cangrejo que preparan allí están de rechupete, te echo de
menos y quiero veros a Aiden y a ti juntos para daros el
visto bueno. Ahora mismo se lo digo a Chip.
—No sé qué planes tiene Aiden esta noche —empezó a
replicar Frankie.
—Pues pregúntaselo. Entérate —dijo Pru sin despegar
los ojos del móvil—. Es viernes. Ya que estás aquí,
aprovecha y quédate en su casa.
—Es que no he ido nunca —se excusó Frankie mientras
le daba un mordisco más grande al colín. Se le quedó en la
garganta.
A Pru se le cayó el teléfono encima de la mesa.
—Perdona, ¿qué? Llevas casi seis semanas saliendo con
él ¿y aún no has ido a su casa? ¿Te lleva a hoteles como si
fueras una furcia?
Algunos de los clientes más próximos las miraron de
golpe.
—No soy una furcia —les aseguró Frankie—. Es que está
ensayando para una obra de teatro. —Todos volvieron a
centrarse en su plato—. ¿Quieres hacer el favor de bajar la
voz?
—No me creo que no te haya invitado a su casa. De
verdad que pensaba que lo vuestro era distinto. Chip me ha
dicho que nunca ha visto a Aiden tan…
—Para el carro. Me ha invitado muchísimas veces.
—¿Y? —Pru la miró como si estuviese hablando con una
lerda.
—Pues que vivo en Brooklyn. Entre que voy y hacemos
nuestras cosas, tendría que quedarme a dormir allí o ir
directa al curro. Coger el tren… —Dejó la frase a medias,
pues algo la reconcomía.
—Entiendo. ¿Y cuándo os veis? —inquirió Pru.
Frankie, incómoda, cambió de postura.
—Cuando viene a Brooklyn.
—¿Que es…?
—Tres o cuatro noches por semana —respondió. Cinco
veces la semana anterior.
—Entiendo —repuso Pru con afectación—. ¿Y a qué
eventos lo has acompañado? ¿A galas benéficas? ¿A fiestas?
¿Al teatro?
Frankie negó con la cabeza con cada pregunta.
—¿Has conocido a su familia? —le preguntó Pru.
—Qué va. Él quería, pero no era el momento. Él sí que
conoció a la mía.
A Pru se le iluminó la cara.
—¿En serio? ¿Y qué tal?
—Bueno, básicamente lo llevé para cabrear a mi madre.
En plan: «Mira, mamá, este es el bombón con el que salgo.
Pero ¿sabes qué? Que solo estamos tonteando, no vamos en
serio. ¡Zas!». —Frankie rio con nerviosismo, pero paró al
ver que Pru no se reía con ella.
Pru se pellizcó el puente de la nariz y dijo:
—Te lo diré con cariño porque te aprecio y quiero que
seas feliz, pero, como sigas yendo en plan reina del hielo, te
cargarás una historia preciosa.
—¿Perdona?
La camarera volvió con sus platos.
—Os los dejo por aquí —dijo al notar que reinaba un
silencio incómodo.
—¿En plan reina del hielo? —repitió Frankie.
—No finjas que no sabes por dónde voy. Estás pasando
de Aiden. ¿Por qué? Ni puñetera idea. Pero estás
boicoteando lo vuestro. ¿Tantas ganas tienes de tener
razón?
A Frankie se le cayó la mandíbula a la mesa.
—Y aprovecharé que me escuchas para decirte que, si
Aiden te invita a su casa, quiere presentarte a su familia y
llevarte a San Francisco, es porque quiere compartir su
vida contigo, atontada. Y tú machacándolo.
—No estoy…
—Y una mierda. —Pru pinchó la ensalada con una
agresividad tal que Frankie creyó ver a la col encogerse—.
Entiendo que quieras protegerte, pero no hace falta que le
hagas daño para salir indemne.
Frankie tragó saliva con fuerza.
—Solo tenemos un rollo —dijo para recordárselo a Pru y
a sí misma.
—Esa no es razón para que lo trates como Margeaux a
su ama de llaves.
Frankie se llevó las manos a la cara. Intentaba
protegerse. Pero eso no era motivo para rechazarlo
expresamente. ¿Le había hecho daño? No había sido a
propósito. Si la cosa hubiera sido al revés…
—Soy gilipollas.
—Eres una reina del hielo —la corrigió Pru sin tanta
vehemencia.
—Él ha hecho de todo por mí, y lo único que he hecho yo
ha sido rechazarlo.
—Eso quería yo —dijo Pru mientras la apuntaba con el
tenedor—. Que te sintieras culpable. Así no se trata a la
gente.
—¿Cómo lo arreglo? —le preguntó Frankie.
—Empieza por la cena de esta noche.
—¿Aún quieres cenar conmigo pese a que soy una reina
del hielo y una gilipollas?
Pru la miró por encima del hombro con aire piadoso y
respondió:
—Cariño, algunos sabemos perdonar.
—Mírala qué maja. ¿Quién es la gilipollas ahora? —dijo
Frankie.
—No quería que tus humitos se sintiesen solos.
—Le preguntaré si quiere cenar con nosotros esta
noche. Pero se lo diré en persona —decidió Frankie.
—Así me gusta. Quedamos luego en el salón de belleza y
nos vamos de compras. Para que empieces tu ronda de
disculpas públicas divina de la muerte.
Frankie miró fijamente su sándwich y preguntó:
—Oye, ¿por casualidad sabes dónde trabaja?
—Eres lo peor.
Capítulo 38
***
—Aiden te llevará a algún lugar oscuro y semiprivado a los
cinco minutos de verte así —predijo Pru tras asomarse a su
probador. Para ser una boutique de lujo, la seguridad
brillaba por su ausencia en los probadores.
Frankie se puso de perfil para ver el culo que le hacía el
vestido rojo escarlata. Realzaba sus curvas, enseñaba
canalillo y se ajustaba a su cintura y a sus caderas.
—Estamos en febrero. No puedo ir en tirantes —arguyó.
Además, la puñetera tela costaba poco menos de mil pavos.
Aiden le había puesto una tarjeta de crédito en la mano al
salir y le había ordenado que la usara. Pero le resultaba…
extraño. Una mamada y una tarjeta de crédito ¿seguidas?
Necesitaba dejarse claro a sí misma que no era Vivian de
Pretty Woman.
—Llevarás un abrigo y he reservado una mesa junto a la
chimenea. Para cuando acabemos de cenar, estarás
sudando —auguró Pru, que se pavoneaba con un elegante
vestido de tubo negro.
—¿Por qué tú no vas enseñando canalillo? —inquirió
Frankie tras ver cómo se le salían las tetas.
—Estoy casada y uso una ochenta, cariño. No hay mucho
que enseñar. Estás loca si no te compras ese vestido.
Frankie casi no se reconoció al mirarse al espejo. El
pelo, el vestido, el diamante y —madre mía, ¿eso era
platino?— la pulsera que de casualidad llevaba en el bolso.
—¿Sabes lo que nos vendría bien ahora? —preguntó Pru.
—Espero que sea yogur helado, pero creo que vas a
decir zapatos. —Frankie suspiró.
—¡Zapatos!
Cuando Pru regresó a su probador, Frankie volvió a
mirar el precio del vestido. Se puso malísima.
Sacó el móvil.
Frankie: Cuando me has dado la tarjeta de crédito,
¿en qué presupuesto estabas pensando?
***
***
***
Una vez en el coche, cerró los ojos y dejó que la oscuridad
y el silencio lo relajaran. Cuando llegó a las escaleras de la
entrada de Frankie, eran las diez, y lo único que quería era
tumbarse en su pedazo de cama y dormir abrazado a ella.
Llamó al timbre de Frankie. No le extrañó que no
contestara. Picó a la señora Gurgevich, del 2A.
—Lamento molestarla tan tarde, señora Gurgevich —se
disculpó Aiden cuando respondió. El mundo de su
alrededor giraba en halos y perturbaciones visuales
nauseabundas.
—¿Esa chica aún no te ha dado la llave? —preguntó
refunfuñando.
—Aún no, señora.
—¿Has probado a regalarle flores? —sugirió con la voz
distorsionada por el interfono.
—Probaré con eso —aseguró.
—Cruzaré los dedos por ti. —Lo dejó pasar.
Aiden subió con dificultad los tres tramos de escaleras
mientras rezaba para que no se le cayera la cabeza de los
hombros. La esperaría sentado en el pasillo. Debería
haberle escrito, pero en parte deseaba ponerla a prueba.
¿La alegraría verlo? ¿Le molestaría? Necesitaba saberlo
para seguir con su relación. Cada vez le atraía más y más.
Y necesitaba saber con exactitud si Frankie estaba
incómoda antes de abrirse más a ella.
La puerta de enfrente se abrió con un chirrido.
—Ah, eres tú. Creía que era el señor McMitchem
robándome el periódico —dijo la señora Chu mientras se
cercioraba de que el periódico que había dejado en el suelo
como señuelo seguía ahí.
Aiden vislumbró una bata rosa y una zapatilla de felpa
por la rendija de la puerta.
—Perdón por asustarla, señora Chu. Estoy esperando a
que vuelva Franchesca… Digo, Frankie.
—Si te quedas aquí merodeando, ahuyentarás al señor
McMitchem. Ten. —Se fue un momento y al volver le
ofreció una llave—. Tenemos una de repuesto.
Tenía que llevar a Franchesca a un edificio con más
seguridad. Sus vecinos recibirían con los brazos abiertos a
un sospechoso de haber atracado un banco con un AK-47.
Pero estaría más cómodo que sentado en el pasillo.
Abrió la puerta, devolvió la llave y entró.
Siempre le sorprendía el contraste entre su casa y la de
Frankie. La de ella gritaba que alguien vivía allí, aunque
estuviese un poco manga por hombro. Había platos en el
fregadero, correo encima de la mesa y ropa limpia en el
suelo, justo fuera de la cocina, como si hubiera rebuscado
en la cesta en busca de una prenda concreta a toda prisa.
Sumamente agradecido, advirtió que había lavado sus
pantalones de chándal y su camiseta. Se quitó el traje y
pensó en asaltar los armaritos de la cocina, pero decidió
que se le pasaría más rápido la migraña descansando que
comiendo. Se tumbó en el sofá y trató de centrarse en el
problema que tenía entre manos. Sabía qué pasaría si
Frankie se enteraba de lo que había hecho. De que había
presionado a Chip para que rompiera con Pruitt. Y, por los
comentarios que había hecho Frankie, la ruptura había sido
demoledora para Pruitt.
¿Cómo lo solucionaría? Fue su último pensamiento antes
de que lo envolvieran la oscuridad y el silencio.
Capítulo 47
***
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Frankie no pegó ojo. No dejaba de mirar el móvil para ver
si los blogs de cotilleo ya se habían hecho eco de la noticia.
Y, cuando al fin lo vio en las noticias de las siete, se puso a
bailar boogie en la cocina.
Allí, en las pantallas de toda la ciudad, Margeaux
gritaba obscenidades y peleaba borracha en la piscina con
Taffany. Había cientos de comentarios y, con cada minuto
que pasaba, llegaban más y más.
Frankie se acercó bailando a la pizarra que había
instalado en su salón.
Un mes después
—¡Bomba va!
Franchesca se puso de lado para observar a Aiden en la
puerta abierta de la terraza. La brisa tropical movía las
cortinas, de un blanco traslúcido. Estaba desnudo, como lo
había estado casi todo el tiempo en las doce horas que
hacía que los habían declarado marido y mujer. Su dedo
anular cargaba con el peso y el brillo de su compromiso
mutuo. Un compromiso que habían contraído en las playas
de arena blanca en las que todo había empezado y que
continuó en la misma cama en la que había descubierto la
potencia de Aiden Kilbourn.
—Mmm —dijo mientras estiraba los brazos por detrás de
la cabeza—. Podría acostumbrarme a ver esta imagen el
resto de mi vida.
Aiden le sonrió con chulería por encima del hombro. En
su espalda musculosa y su bello trasero se veían las huellas
que le había dejado esa noche con los dientes y las uñas.
—Pues yo no lo tengo tan claro —comentó—. Tu padre
acaba de tirarse de bomba encima de Marco y Gio y ha
salpicado a Rachel.
Frankie rio por la nariz y dijo:
—No hacía falta que los dejases quedarse todo el
tiempo, ¿sabes?
—Son de la familia.
Marco y Gio gritaron algo y se oyó otro fuerte chapoteo.
—¡Antonio! Deja de salpicar. No lo provoquéis, tontos,
que al final nos echarán —chilló May Baranski al taxista
menor de edad favorito de Frankie y a sus hermanos.
Frankie se recostó en la almohada.
—No se puede sacar Brooklyn de los Baranski. ¿Cuándo
se iban? —preguntó.
—Mañana, con Chip, Pru y mis padres.
—Aún no me creo que tu padre haya venido a la boda —
comentó Frankie. Se levantó de la cama y fue hasta el
pequeño refrigerador a por una botella de agua.
—Se está haciendo a la idea de dejarme tomar mis
propias decisiones. En cinco años, puede que le caigas bien
y todo.
Frankie rio.
—Lo estoy deseando. ¿Le has contado lo de Elliot?
Aiden negó con la cabeza y fue hasta ella. Le acarició un
seno y bajó la mano hasta la curva de su cadera. Rodeó su
cuerpo como si lo estuviera evaluando.
—Hay cosas que es mejor que queden entre hermanos.
Pero sí que le he dicho que he echado a Elliot.
—Borrón y cuenta nueva —suspiró Frankie.
Le rozó las nalgas con su erección.
—Eres insaciable —dijo, y se la agarró por la base.
—Igual que mi mujercita.
—¡Anda, mira! ¡Si se ve el cuarto de Frankie desde aquí!
¡Hola, Frankie! —May se puso de pie en su tumbona y la
saludó.
—Ay, madre. —Frankie empujó a Aiden para que no lo
viera y lo tiró al suelo—. ¡No se les puede sacar a ningún
sitio!
—Tendremos que socializar hasta mañana —dijo Aiden,
compungido.
Pero ella ya estaba despatarrada encima de él. Y él ya la
tenía dura y deseosa entre sus muslos.
—Por unos minutitos no pasará nada —sugirió Frankie
mientras se sentaba a horcajadas sobre sus caderas.
Aiden estaba tendido sobre su velo y la falda de su
arrugado vestido de novia, los cuales le había quitado la
noche anterior.
Se negó a decirle cuánto le había costado el vestido,
pero ella se enteró del precio en los blogs de cotilleos. Dejó
a su elección que gastara ese dineral en una prenda de
vestir que llevaría tan solo unas horas.
Aiden entrecerró sus ojos azules con deseo. Era una
alegría para la vista y era todo suyo. Él se echó hacia
delante y pegó la boca al pecho que tenía más cerca, y se le
contrajeron los abdominales al moverse.
Mientras la provocaba con su lengua, Frankie se metió
su miembro de golpe y con languidez.
—Madre mía, qué guapa eres —murmuró contra su piel
mientras jugueteaba con su pezón.
—Eres todo lo que no sabía que quería, Aide —musitó
ella.
Levantó las caderas para juntarlas con las de ella y las
movió a un ritmo lento y constante.
Ella gimió y él le tapó la boca con una mano.
—Calla, preciosa, que nos oirán fuera.
Frankie saboreó el metal de su alianza y notó cómo se
introducía poco a poco entre las temblorosas paredes de su
sexo.
—No me cansaré nunca —susurró Aiden—. No me
cansaré nunca de hacer el amor contigo, Franchesca.
Sus palabras, dulces y tensas, resonaron en su cabeza,
en su corazón. Frankie clavó las puntas de los pies en el
suelo y se restregó contra él.
Aiden suspiró con los dientes apretados y ella habría
jurado que palpitó en su interior.
—Más te vale estar de acuerdo —gruñó, y, acto seguido,
la encajonó entre la falda de su vestido de novia y la
firmeza de su cuerpo.
La penetró con fuerza, con la mano aún cubriéndole la
boca. No necesitaban las palabras. No cuando se miraban a
los ojos, no cuando sus almas estaban donde debían y sus
cuerpos se deshacían en pedazos. Frankie notó el primer
chorro de semen calentito mientras le envolvía la polla y
sentía su propio clímax abrirse como una flor.
—Sí, Franchesca. Sí —juró con dulzura y lascivia
mientras se fundían en uno.
«Vamos con todo. Para siempre».
«Aiden Kilbourn y Frankie Baranski modernizan una
manzana entera»
Querido lector:
Un besito,
Lucy
Agradecimientos
Al sushi.