Manifiesto 1
Manifiesto 1
Manifiesto 1
CATÓLICA.
¡Basta de silencios!, sino gritad con cien mil lenguas, pues, como se ha callado, el
mundo está podrido, proclamaba santa Catalina de Siena.
247. Una mirada muy especial se dirige al pueblo judío, cuya Alianza con Dios
jamás ha sido revocada, porque «los dones y el llamado de Dios son irrevocables» (Rm 11,
29).
Esa tesis contradice las palabras de Cristo en la última cena, cuando
hablaba de la alianza nueva (cf. Mt 26, 28; Mc 14, 24; Lc 22, 20, y 1Co 11, 25), pues
es evidente que una alianza no revocada sigue en vigor, y no ha dado paso a otra
nueva, la cual consiguientemente sólo puede entrar en vigor tras la revocación
de la anterior, como se afirma en Hebreos: Le ha correspondido un ministerio tanto
más excelente, cuanto es mediador de una alianza mejor, la cual está basada en promesas
también mejores, pues, si la primera hubiera sido irreprochable, no habría lugar para una
segunda; al decir “alianza nueva”, dejó anticuada la anterior, pues lo que está anticuado,
y se hace viejo, está a punto de desaparecer (8, 6-7. 13).
299. Los bautizados que se han divorciado y se han vuelto a casar civilmente, deben
ser más integrados en la comunidad cristiana en las diversas formas posibles, evitando
cualquier ocasión de escándalo. La lógica de la integración es la clave de su
acompañamiento pastoral (…). Son bautizados, son hermanos y hermanas, y el Espíritu
Santo derrama en ellos dones y carismas para el bien de todos.
¿Cómo se puede decir que en los pecadores públicos, que han roto
ostensiblemente con la vida de gracia, y rechazan la gracia indispensable de la
conversión, el Espíritu Santo derrama dones y carismas?; ¿qué bien pueden hacer
a la Iglesia los que la dañan con el escándalo público? Teniendo en cuenta el
carácter gravemente pecaminoso de la ruptura del matrimonio y del
establecimiento de otro vínculo, que atenta contra el sexto mandamiento, hay que
aclarar que, aunque los pecadores públicos siguen perteneciendo visiblemente a
la Iglesia, su pecado los priva de todos los cauces de la gracia, que no vayan
dirigidos a su conversión; por tanto, sólo tienen una forma de integración: la
conversión, que es la única experiencia feliz y gozosa que los puede abrir a los
dones y carismas del Espíritu Santo.
Ellos no sólo no tienen que sentirse excomulgados, sino que pueden vivir y
madurar como miembros vivos de la Iglesia.
301. Ya no es posible decir que todos los que se encuentran en alguna situación
así llamada «irregular», viven en una situación de pecado mortal, privados de la gracia
santificante. (…) Un sujeto, aun conociendo bien la norma, puede tener una gran
dificultad para comprender «los valores inherentes a la norma», o puede estar en
condiciones concretas que no le permiten obrar de manera diferente, y tomar otras
decisiones sin una nueva culpa.
Es falso, en primer lugar, por ir contra la justicia de Dios, que se pueda dar
el caso de que, para dejar de pecar, haya que cometer otro pecado; también, en
segundo lugar, por ir contra la gracia de Dios, que un sujeto se encuentre
incapacitado inculpablemente para salir de una situación de pecado, y, en tercer
lugar, que el que lleva una vida pública de pecado, pueda estar en gracia, lo que
indicaría que la norma moral es en sí misma injusta, por señalar como pecador al
que no lo es, inválida para algunos casos, dejando de ser universal, e insuficiente
objetivamente, pues primarían las condiciones subjetivas; en consecuencia, la
norma moral perdería todo valor realmente normativo.
303. Esa conciencia puede reconocer no sólo que una situación no responde
objetivamente a la propuesta general del Evangelio. También puede reconocer con
sinceridad y honestidad aquello que, por ahora, es la respuesta generosa que se puede
ofrecer a Dios, y descubrir con cierta seguridad moral que ésa es la entrega que Dios
mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía
no sea plenamente el ideal objetivo.
¿Acaso Dios, negando su propia bondad, justicia y misericordia, podría
pedir, no pudiendo o queriendo sacar a alguien del pecado, que éste siguiera en
dicho pecado?: obviamente Dios jamás pide menos que la conversión y la
caridad, pues jamás rehúsa darlas.
En moral no hay ideales sino deberes que, por eso mismo, han de ser
posibles, pues no se puede exigir lo imposible; en teología moral la vida cristiana
nunca es un ideal irrealizable, pues para la gracia nada hay irrealizable, salvo la
salvación sin conversión; por eso ésta es siempre el primer efecto de la gracia.
307. De ninguna manera la Iglesia debe renunciar a proponer el ideal pleno del
matrimonio, el proyecto de Dios en toda su grandeza.
Nos detendremos sólo en el capítulo VIII, dado que hace referencia a “orientaciones
del Obispo” (300), en orden a discernir sobre el posible acceso a los sacramentos de
algunos “divorciados en nueva unión”.
La Iglesia tiene una concepción muy clara sobre el matrimonio: una unión
exclusiva, estable e indisoluble entre un varón y una mujer, naturalmente abierta a
engendrar hijos. Sólo a esa unión llama «matrimonio». Otras formas de unión sólo lo
realizan «de modo parcial y análogo» (Amoris Iaetitia 292), por lo cual no pueden
llamarse estrictamente «matrimonio».
No obstante, en el trato con las personas no hay que perder la caridad pastoral,
que debe atravesar todas nuestras decisiones y actitudes. La defensa de la verdad objetiva
no es la única expresión de esa caridad, que también está hecha de amabilidad, de
paciencia, de compresión, de ternura, de aliento. Por consiguiente, no podemos
constituirnos en jueces que sólo niegan, rechazan, excluyen.
Dios es la verdad, y el que no busca la verdad, o busca otra cosa por encima
de la verdad, como lo que no es verdad, sólo puede ser mentira, no puede hacer
verdaderamente la verdadera voluntad de Dios, por no estar él mismo en la
verdad, y porque obviamente Dios ni siquiera puede no estarlo, para no incurrir
en falsedad.
Por otra parte, si bien hay situaciones que desde el punto de vista objetivo no son
moralmente aceptables, la misma caridad pastoral nos exige no tratar sin más de
«pecadores» a otras personas cuya culpabilidad o responsabilidad pueden estar atenuadas
por diversos factores que influyen en la imputabilidad subjetiva (Cf. San Juan Pablo ll,
Reconciliatio et Paenitentia, 17).
Siguiendo a san Juan Pablo ll, sostengo que no debemos exigir a los fieles
propósitos de enmienda demasiado precisos y seguros, que en el fondo terminan siendo
abstractos o incluso ególatras, sino que aun la previsibilidad de una nueva caída «”no
prejuzga la autenticidad del propósito”» (San Juan Pablo II, Carta al Card. William W.
Baum y a los participantes del curso anual de la Penitenciaría Apostólica, 22 marzo 1996,
5).
3.8- Otro documento más es la carta, asumida por el papa Francisco, del
prefecto de la Doctrina de la fe al obispo Negri, de 31 de octubre de 2023, donde
se lee:
Esto implica concretamente que «ni siquiera las puertas de los Sacramentos deben
cerrarse por ningún motivo. Esto es especialmente cierto cuando se trata de ese
sacramento que es «la puerta», el Bautismo […] La Iglesia no es una aduana, es el hogar
paterno donde hay lugar para todos con su vida llena de fatigas»
Así, incluso cuando persisten dudas sobre la situación moral objetiva de una
persona o sobre sus disposiciones subjetivas hacia la gracia, nunca debemos olvidar este
aspecto de la fidelidad del amor incondicional de Dios, capaz de generar incluso con el
pecador una alianza irrevocable, siempre abierta a desarrollo, incluso impredecible. Esto
es cierto incluso cuando un propósito de enmienda no aparece plenamente manifiesto en
el penitente.
¿Dónde está entonces la vida congruente con la fe, en aquel que, viviendo
como transexual, mantiene una rebeldía contra Dios creador, manteniéndose en
situación objetiva de pecado grave?; además el compromiso que los padrinos han
de adquirir en nombre del párvulo bautizado, carecería de todo valor, cuando el
mismo sujeto vive en radical contradicción con la doctrina moral católica.
De conformidad con el can. 874 § 1, 1.º y 3.º CIC, puede ser padrino o madrina
quien posea aptitud para ello (cf. 1.º), y «lleva una vida conforme a la fe y al papel que
asume» (cf. Can. 685, § 2 CCEO). Diferente es el caso en el que la convivencia de dos
personas homoemocionales consiste, no en una simple convivencia, sino en una relación
estable y declarada modo uxorio, bien conocida por la comunidad.
Para que el niño sea bautizado debe haber una esperanza fundada de que será
educado en la religión católica (cf. Can. 868 § 1, 2 o CIC; can. 681, § 1, 1° CCEO).
Ante todo, es evidente que dos personas del mismo sexo no pueden hacer
legítimamente las veces de padres por la simple razón de que están negando el
carácter complementario de la paternidad y la maternidad, que es el orden
querido por Dios, y además ¿cómo va a haber alguna esperanza de que unos
“padres” que no son tales, y que viven en radical oposición a la doctrina cristiana,
procuren una educación mínimamente cristiana, cuando ni siquiera pueden
prestar la más básica educación humana?
No hay nada en el actual derecho canónico universal que prohíba a una persona
transexual ser testigo de una boda.
No hay nada en el derecho canónico universal actual que prohíba a una persona
homoafectiva y conviviente ser testigo de un matrimonio.
Es todo una aberración tan grande, que incurre en las contradicciones más
crasas, pues, para empezar, ¿acaso se puede impartir una bendición, que en sí
misma es un puro rito, sin ninguna forma ritual?, y luego ¿cómo se puede decir
que no se pretende crear confusión, cuando eso es justo lo que se consigue, al
tratar de trocar el mal en bien?, ¿o cómo se puede afirmar que no se pretende la
legitimación de tal situación, si eso es lo que significa la bendición ante Dios?, ¿y
cómo, que no se bendice el pecado ni la unión, cuando aquél reside exactamente
en ésta, en la que, a su vez, se cifra la pareja, que es una unión de dos?; ¿qué
importa entonces lo que puede haber de bueno en una vida, si eso no tiene
ningún valor sobrenatural, pues el pecado mortal lo arruina todo, y aboca a la
condenación, si no hay conversión?; ahora bien, ¿qué conversión puede haber, si
la iglesia, bendiciéndola, legitima y, como indica el mismo nombre de
“bendición”, declara “buena” tal situación pecaminosa?; ése es el efecto perverso
derivado: que, tapando la realidad de pecado, se impide la conversión, que es
siempre el primer e indispensable efecto de la gracia, y que sólo es posible cuando
el pecado es descubierto, reconocido y aborrecido.
No hay mejor expresión, para definir tal sarta de barbaridades, que la que
utiliza la misma Escritura: la de la “abominación desoladora” (Dn 11, 31; Mt 24,
15, y Mc 13, 14), que con este documento magisterial da un paso definitivo en el
trayecto iniciado con la Amoris laetitia, pues se trata justamente de que el gran
pecado abominable, que, para la Biblia, es la práctica homosexual, se coloca en el
lugar santo, que es, ante todo, la acción sagrada de la bendición, la cual viene a
ser profanada, y también, en suma, pues la aprobación es magisterial, la doctrina
de la iglesia, la cual resulta conculcada desde dentro, por cuanto la contradicción
hunde lógicamente el sistema al que afecta.
El canon 126 resulta crucial, por establecer: Es nulo el acto realizado por
ignorancia o por error, cuando afecta a lo que constituye su sustancia, o recae sobre una
condición sine qua non (...); aquí se ve cómo el derecho no suple la ignorancia ni el
error, sino que aplica directamente la nulidad.