Ana María Matute (1925-2014)

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Ana María Matute (1925-2014)

Nunca quiso dejar de ser la niña soñadora y rebelde de sus primeros años. En esta etapa,
incomprendida por otros niños y adultos, Matute prefería crear un mundo propio —a medio
camino entre la imaginación y la realidad— en el que poder ser ella misma. Aun así, ese
paraíso infantil se vio eclipsado por las expectativas que la burguesía barcelonesa
plasmaba sobre ella, y esto condicionó, entre otras cosas, que sus padres no consideraran
necesario que recibiera formación universitaria, ni siquiera cuando la Guerra Civil arrasó con
el estatus de su familia. No obstante, la gran herida que le dejó la guerra fue, precisamente,
esa infancia robada. La tragedia supuso para Matute crecer de la noche a la mañana en una
ciudad repleta de cadáveres, y la llevó a formar parte de esa generación de «niños
asombrados» que se quedaron sin referentes literarios en la adolescencia.

Por lo que respecta al estilo narrativo de la autora, Francisco Rico destacó una pluma
colorida y con un gusto especial por la sinestesia, mientras que Marisa Sotelo considera que
«la prosa brillante y eminentemente sensorial de la autora barcelonesa está tejida con
recursos poéticos, imágenes, sinestesias, metáforas, símbolos y personificaciones, que
contribuyen a crear belleza y la dotan de un estilo original» (2014: 25). Ana María Matute
impregna todas sus historias de un ambiente maravilloso que nos remite a los cuentos
tradicionales y a la imaginación más pura, pero esto no impide que desgarre a sus
personajes cuando la crueldad del mundo de los adultos llama a su puerta.

A comienzos de la década de los 50, empezó a vivir a medio camino entre Barcelona y
Madrid, y esto le permitió unirse a las tertulias de unos jóvenes Ignacio Ana María Matute
(1925-2014) Yaiza Sevillano Ramírez 2 Aldecoa, Josefina Rodríguez, Rafael Sánchez
Ferlosio y Carmen Martín Gaite, entre otros. En estos primeros años, su creación literaria
nos deja una curiosa convivencia entre la inocencia de la infancia y el horror que la guerra
trae consigo. Es el caso de títulos como Los Abel (finalista del Premio Nadal en 1947),
Pequeño teatro (1954), Luciérnagas (fue censurado y publicado en 1955 como En esta
tierra. La versión completa y revisada por la autora no vio la luz hasta 1993), Los hijos
muertos (1958, Premio de la Crítica y Nacional de literatura) y Primera memoria (Premio
Nadal en 1959), que forma la trilogía de «los mercaderes» junto con Los soldados lloran de
noche (1964) y La trampa (1969).

Después de separarse de Ramón Eugenio Goicochea en los sesenta, dividió sus energías
entre conferencias en Estados Unidos y viajes por Europa, por lo que su literatura también
pudo distanciarse del oscurantismo del franquismo y fue acercándose más a la literatura
mágica. Es por eso que ya en los años 90, después de superar una larga depresión, volvió
con títulos como Olvidado rey Gudú (1996) y Aranmanoth (2000), más fantasiosos aún que
las novelas anteriores. Poco antes de morir, sin embargo, volvió a ese género a medio
camino entre el realismo y la magia con Paraíso inhabitado (2008) y recuperó el tema de la
guerra con Demonios familiares (2014). Además de los premios ya citados, cabe destacar
su ingreso en la RAE en el año 1998 con el discurso «En el bosque», y la recepción del
Premio Cervantes en 2010.

Ana María Matute y la lectura Así como la literatura concebida exclusivamente para
mujeres le parecía una completa majadería –y son sus palabras-, Ana María Matute
defendía firmemente la existencia de una literatura infantil y juvenil, confeccionada a medida
para aquellos seres que son «como de otra Tierra» (Matute: 1961). De pequeña, la autora
leía cuentos para sus hermanos y la habitación parecía iluminarse de repente. Es
precisamente esa magia la que la autora no dejó de buscar, tanto en la lectura como en sus
propias obras: ¿Cómo era posible que, de aquellas páginas de papel, de aquellas
hormiguitas negras que la surcaban, se levantara un mundo ante mis ojos, mis oídos y mi
corazón de niña? ¿Qué clase de magia, de sortilegio era aquel que sobrepasaba cuanto yo
vivía y cuanto vivía a mi alrededor? Criaturas, deseos, sueños, personas y personajes, y
tiempos desconocidos bullían allí́. De pronto, la palabra hablada se orientaba entre los
árboles y los matorrales, descorría el velo y hacía que apareciesen ante mis ojos cuantas
innumerables miradas, memorias y atropellos pueblan el mundo. «Cuando yo sea mayor —
pensaba— haré esto». Ni siquiera sabía que «esto» era participar del mundo imaginario de
la literatura. (Matute: 1998) Lectura y fantasía —representadas a menudo a través de la
metáfora del bosque— ocuparon siempre un espacio vital en la esencia de la autora, y se
alzaron Ana María Matute (1925-2014) Yaiza Sevillano Ramírez 3 como una tabla de
salvación.

Pero tal y como señaló en varios de sus discursos, la fantasía tenía otras muchas funciones
terapéuticas para ella. A este reino se accede a través de las palabras, pero, sobre todo, a
través de uno mismo, por lo que este viaje nos lleva también al autoconocimiento, y al
mismo tiempo alimenta el alma. Al contrario de lo que pudiéramos pensar, la esencia del ser
humano está hecha de ilusiones, y es por esta razón que Alonso Quijano muere cuando don
Quijote se queda sin sueños que perseguir. No podemos pretender que la realidad esté
formada únicamente de materia tangible, pues la magia se revela tan esencial como el
oxígeno que llena los pulmones. Según Ana María Matute, la fantasía puede revelarnos
realidades más vivas y cercanas que aquellas a las que estamos acostumbrados a percibir
con los sentidos, y, si se lee con atención, el lector puede descubrir que tras un cuento de
hadas puede esconderse un testimonio histórico, o la expresión de un pueblo sin voz, como
es el caso de los niños o los ancianos. A pesar de que Matute siempre defendió que sus
novelas no eran autobiográficas, lo cierto es que algunas de sus obras, como Paraíso
inhabitado, recrean muy bien este aislamiento deseado en el que poder construir un mundo
propio.

Desde su más tierna infancia, la protagonista de esta novela encuentra en la literatura un


refugio seguro. En esta primera etapa de su vida se empapa de cuentos infantiles, ya sea
leídos o representados por sus tatas. Y más adelante, cuando aprende a leer, sigue
sumergiéndose en cuentos y novelas por su propia cuenta, invocando, levantando las
historias de las páginas. Adriana devora un libro tras otro, y ni siquiera hace una distinción
entre hadas o novelas piratas. La literatura no solo la une a sus hermanos y a Gavrila —el
primer amigo de su edad—, sino que inunda todo su mundo interior y, por lo tanto, la novela.
Encontramos referencias literarias por todas partes, la mayoría de manera directa:
Andersen, Dickens, La Biblia, cuentos de hadas tradicionales, novelas de aventuras, entre
otras. Gracias a la lectura, ella y Gavi se atreven por fin a hablar de sus sentimientos y se
confiesan secretos que de otra manera jamás dirían en voz alta. Poco a poco, la literatura
va cobrando mucha fuerza en su relación, porque no solo los ayuda a escapar de una
realidad que no quieren vivir, sino que además les proporciona una identidad nueva. La
imagen que Adri tiene de su amigo está completamente idealizada e influenciada por todas
esas lecturas fantásticas; piensa en él como “Gavi El Grande”, y lo compara con el dios
Hermes o con el Arcángel San Gabriel. Vemos también, que cuando él saca la llave de la
terraza, todo parece transformarse en una estampa de cuento porque ellos están viviendo
su propia historia de fantasía. Y esta aventura les hace sentir tanta euforia que Adriana cree
estar viviendo otra realidad: «Entonces me dije que seguramente aquello que yo sentía
sería parecido a como terminaban la mayoría de los cuentos: “Y fueron felices”» (Matute:
2008, 309). La infancia, por lo tanto, es un cuento de fantasía con final feliz siempre y
cuando esta etapa no termine.

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