Los Que Quedamos.

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Los que quedamos.

¿A qué juegan los niños de hoy? ¿Tienen


cicatrices en la piel o se han descalabrado alguna
vez? ¿Se queman el pelo cuando hacen brujas con
papel periódico? Me pregunto si los juegos de
video tienen la bondad de hacerles sentir la
emoción de ganar una carrera de llantas o de
rodar, calle abajo, dentro de un tambo metálico
sin saber a dónde o cómo va a parar.

Martín -mi hermano mayor- era rubio, de ojos azules y pelo rizado. No conocí vecina o compañera
de su escuela que no quedara prendada de él para siempre. Nació en el mes de septiembre y murió
cuarenta y siete años después. Ahora, en febrero, me sorprende el poder de convocatoria de la
muerte pues, de pronto, la nueva viuda, mis padres, mi otro hermano y yo, nos vimos rodeados
recibiendo el pésame de los amigos de mi infancia, aquellos con quienes crecí jugando a cualquier
cosa.

Durante el velorio y al día siguiente, en el cortejo al cementerio, hablamos de los recuerdos


que nos mantienen unidos. Parecía que el presente era un elemento extraño, ajeno a nuestras vidas
en común. Ese mismo día, al final del entierro, acordamos reunirnos en mi casa, una semana
después, “Para no vernos sólo en estas circunstancias”, como dijo uno del grupo.

Mi familia y yo llegamos a Las Granjas, cuando era una colonia en ciernes, hace muchos años.
Teníamos una panadería. Hice buenos amigos. No recuerdo cómo los conocí, ni cuántas veces nos
enemistamos para volver de nuevo a ser amigos, ni tampoco recuerdo cuántas veces nos matamos
siendo policías o ladrones; indios o vaqueros. Lo que sí tengo claro, es que cada uno de nosotros
tenía una virtud inigualable: Chago y sus hermanos, tenían televisor; los Pines, un tejabán enorme
en el patio de su casa; los Juanes, un árbol de higos y un durazno; los Gabrieles tenían un torno
para hacer trompos y, nosotros, los Panes, teníamos el objeto más preciado que nadie jamás había
tenido bajo su poder: una bicicleta.

Todos aprendieron pronto a andar en bici, ante el riesgo de quedarse sin paseo. En realidad,
aprendíamos rápido todos los juegos. Para usar la resortera con precisión, bastaba darse un
“resorterazo” en las manos y quedar inmune al fracaso. De igual forma, era suficiente caerse una
sola vez en alguna zanja donde quedaría el drenaje, para hacerse un brincador experto y no rodear
hasta la esquina para cruzar la calle.

Un día nos dimos cuenta que un hombre viejo, don Ventura, rentaba bicicletas. Algunos
dejaron de comprar en la tienda de la escuela para pagar los cinco pesos del alquiler por hora.
Juntábamos el dinero en un bote y, si había dudas de cuántas bicicletas se podían rentar con lo
recolectado, no era necesario recurrir a las tablas de multiplicar que tantos varazos de lila en las
manos nos costó aprender: bastaba sacar la calculadora de cartoncillo que venía en las cajas de
cereal, deslizar la parte central hacia arriba o abajo y ver el resultado en una ventanita: tanto
dinero, era igual a tantas bicicletas. Sesenta minutos bastaban para ser mucho más que los Siete
Magníficos o los Centauros del Norte. A punto de la hora regresábamos, veloces, a devolver lo
alquilado.

La bicicleta era una extensión de mí. Lo mismo era mi asiento en el teatro del barrio bajo
el tejabán de los Pines, que medio de transporte para ir al cine Variedades. Así me ahorraba el
dinero del camión y podía comprar, terminadas las dos películas, una nieve en La Luz del Día.
Mientras comía mi helado, imaginaba ser Santo, el Enmascarado de Plata, comisionado por la
Interpol para descubrir y detener a una banda dedicada al tráfico de obras de arte; cada nuevo
comprador de nieve resultaba más sospechoso que el anterior.

Concluida mi nieve y mi juego de imaginación, me montaba de nuevo en la bicicleta. Casi


siempre, saliendo del cine Variedades, y con permiso de mis padres, iba a visitar a mi tía Soledad
y me quedaba a dormir en su casa. Para llegar, había que cruzar el parque Urueta. Decían que fue
un cementerio y que en las noches asustaban; por eso, cuando empezaba a oscurecer, mi bici se
transformaba en el auto convertible del Santo, y me servía no para arremeter contra los seres de
ultratumba, como en sus películas, sino para huir horrorizado hasta la casa de mi tía.
Era una de esas mujeres que saben el remedio para todo mal: un plato de frijoles refritos
con chorizo, tortillas de harina recién hechas, chiles jalapeños curtidos y café negro. Una dosis por
la noche de esta dieta, era capaz de alejar cualquier dolor. Cualquier fantasma.

El cuarto más grande de su casa era el comedor, un salón enorme que era también
dispensario médico -extensión de Nuestra Señora del Refugio- donde mi tía Soledad, después de
persignarse para evitar equivocaciones, recetaba medicamentos. Este cuarto se usaba, además,
para reuniones de campañas políticas lo mismo de un partido que de otro; para dar clases por las
tardes de secundaria abierta a los adultos y, por las noches, para dar posada a desconocidos que
iban de paso a los Estados Unidos o a algunos que, decepcionados del sueño americano, volvían al
sur. Se usó, más de una vez, como salón de recepciones de quinceañeras o recién casados. El
comedor de mi tía sirvió, por último, para albergar a las familias de cada uno de sus diez
hermanos, nietos incluidos, el día en que velamos su cuerpo.

Un día cualquiera, mi padre llevó un cachorro a la casa. Mis hermanos, ya casi adolescentes,
dieron por hecho que, el responsable de cuidarlo, sería yo. No sabía qué nombre ponerle hasta que,
después de varios ensayos, la respuesta llegó como un regalo del cielo: una tarde, afuera de la
panadería, estaban Sergio -un vecino- y mi hermano Enrique bailando música Disco. Era la
primera vez que yo veía un baile así en vivo. De pronto, el bailarín de la familia alzó los ojos
cubiertos por unos lentes oscuros, señaló con una mano el letrero de “Panadería” que había en la
pared de nuestra casa y, con la otra, apuntó a donde estaba el perro. <Ponle Bolillo>, dijo,
imitando las voces de los Bee Gees. <Ponle Bolillo>, repitió mientras movía la cadera y los brazos
al estilo de Tony Manero, en Fiebre de sábado por la noche. Sergio “le hacía segunda”.

Sergio, nuestro vecino, murió seis años después, un veinticuatro de diciembre, cuando salió
de casa de sus padres para sacar de la cajuela del coche los regalos de Navidad para sus gemelos
de dos años. Dicen que se negó a darle un cigarro a un cholo que se le acercó; otros dicen que fue
en venganza por una riña antigua. Lo cierto es que murió desangrado por una herida de arma
blanca.

Bolillo creció como ningún otro perro del barrio. Alimentado con hígado de res y
salchicha, alcanzó muy pronto una robustez asombrosa. Los perros mayores que lo revolcaron
cuando era cachorro, pagaron su agravio. Sin embargo, como ninguna enemistad es para siempre,
todos los perros de la cuadra terminaron siendo amigos. Como prueba perenne de ello, Bolillo
aprendió las matemáticas sin necesidad de calculadoras de cartón: cada tarde, ante un descuido
cualquiera de mis padres, abría la puerta corrediza de la vitrina con una pata y cogía con el hocico
siete polvorones, los necesarios para repartirlos entre su banda: Grizzli, Duque, Diabla, Bobby,
Blacky, Ringo, y él. No hubo, durante muchos años en toda la colonia, animal más bravo ni más
noble que el mío pues, como buen perro sin pedigree, resultó no sólo valeroso, sino muy
enamorado y bien correspondido, a pesar de que su pelaje blanco se tornó verde pistache por
muchos meses, debido al baño por inmersión en un veneno anti-garrapatas que me recomendó un
mecánico amigo de mi padre.

En días de vacaciones, mis amigos y yo solíamos ir de caza. Mi madre me preparaba


lonches de salchicha y aguacate para la travesía. Ir de la panadería hasta La Loma –donde hoy
comienza el fraccionamiento Panorámico- entrañaba llevar provisiones. Seis o más niños, cada
uno con su perro, salíamos de excursión al despoblado, para cazar conejos. El único inconveniente
era el caporal. Se sabía de oídas que, por ser propiedad privada, La Loma era resguardada con celo
por un hombre recio que no dudaba en mandar desnudo a la ciudad, a cualquier intruso que osara
entrar al predio tras burlar su vigilancia. Otra versión decía que sólo revisaba que los intrusos no
trajeran cerillos, para evitar un incendio por el pasto seco. Ninguno de nosotros vio jamás al
caporal ni a conejo alguno.

Catorce años después de su llegada, Bolillo murió. Mi madre se empeñó en darle sepultura
y yo le obedecí. Lo llevamos de noche rumbo a La Loma, donde ya había unas canchas de futbol.
Cavé la tierra y, en una caja grande de cartón, enterré lo que quedaba de mi mejor amigo. Mi
madre lloró y le agradeció en voz alta el tiempo que pasó con nosotros; le dio gracias por las veces
que la acompañó a la parada del camión para ir al trabajo. Le disculpó sus andanzas de perro
joven, de haber llevado a la casa, en sus mejores años, a su perra en turno y tener, en el sofá de la
sala, juegos eróticos -acto que, ni por error, ninguno de sus tres hijos osaríamos realizar-. Le
disculpó, por último, su mal talante de perro viejo.

Yo, por mi parte, me tragué el dolor, pues siempre he creído –erróneamente- que la
hombría se mide por la cantidad de penas que se pueden soportar sin doblegarse. Con el
pensamiento le pedí perdón por obligarlo un día a pelear con el Oso, un perro más grande que él,
pues era innecesario, y sólo lo hice por diversión. Le pedí perdón, también, por haberle dado
aquella patada infame por comerse los residuos de harina que quedaba en el piso del taller de la
panadería. Ese día se escondió bajo mi cama y no quiso salir a jugar conmigo. Me di cuenta que
tenía mojado el pelo del hocico, justo debajo de sus ojos, y sentí mucha vergüenza. Lo jalé de una
pata para sacarlo de su escondite y no pude. Fue la única vez que me gruñó. Fue la única vez que
vi derramar lágrimas a un perro.

Muchos de mis amigos se cambiaron de ciudad. Los más, se fueron a los Estados Unidos y no han
regresado. Otros se quedaron en el limbo debido al uso permanente de drogas. Los otros -Gabriel,
Saúl, Tony, Sergio, Manuel, Kika, Vale, Ramiro, Víctor, Pin, Chemin, Martín-, ya murieron.

Mañana, los que quedamos, con nuestros kilos de más y nuestro pelo de menos, nos
reuniremos en mi casa, tras un mes de planes, para hablar de todo, menos del presente. A pesar del
luto, quiero cantar con ellos y mi guitarra las canciones que guardo en la memoria para evocar
momentos gratos. Ésos que se fueron como se fue mi hermano y sus enamoradas incontables;
como el papalote que, resuelto a ser independiente, se desprendió del carrete de hilo que lo ataba;
como se fue La Loma, con su caporal y sus conejos inexistentes; como Bolillo y su bravura, que
me dio seguridad y me hizo sentir gigante, intocable. Como se fue el abrazo de mamá cuando mis
hermanos me asustaban con la niña de El Exorcista; como la fuerza de mi padre, que podía cargar
a sus tres hijos con máscaras de luchadores, dos colgados de sus brazos y uno más sobre la
espalda. Como se fue el café perfecto la misma tarde en que murió mi tía Soledad. O la alegría de
mis padres, que se fue para siempre la misma tarde en que echaron un puño de tierra sobre el
cuerpo de su hijo mayor.

José Humberto López González.

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