El Bello Desorden Resumen
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El Bello Desorden Resumen
materiales), utilitas (funcionalidad adecuada) y venustas (belleza proporcional). Destaca venustas como concepto
principal, iniciando así un debate sobre los elementos que generan belleza en la arquitectura.
La satisfacción de los principios de firmitas y utilitas en la arquitectura puede verificarse de forma imparcial, ya que son
características inherentes al propio hecho arquitectónico. Estos principios se refieren a la seguridad estructural y la
funcionalidad, que la arquitectura resuelve a través de su configuración. En cambio, la belleza es más compleja, ya que
depende de la percepción subjetiva de un observador y está influenciada por factores sociales, culturales e históricos.
Durante el siglo XV, hubo controversias sobre cómo interpretar el texto de Vitruvio, especialmente en relación con la
belleza, separando a quienes defendían una lectura humanista, sujeta a reinterpretaciones, de aquellos que la veían
como un manual objetivo de construcción.
Los arquitectos renacentistas buscaron reglas para ordenar la belleza en la arquitectura, codificando principios como la
simetría y el ornamento. Tratados como el de Vignola del siglo XVI influyeron en la arquitectura hasta el siglo XX, con
obras como The American Vignola y The American Vitruvius. Aunque se ha debatido sobre la objetividad de la belleza en
la arquitectura, estas reglas han sido fundamentales en su diseño y apreciación.
En el siglo XV se descubrieron los grutescos romanos, elementos que cuestionaban la idea de belleza objetivable al
enfatizar el placer estético subjetivo. A partir del siglo XVIII, estos elementos legitimaron la apreciación positiva de
manifestaciones artísticas que se apartaban de los criterios clásicos de equilibrio y simetría, incorporando ideas como el
caos y el desorden. Esta visión no redefine la belleza en sí misma, sino que ofrece una alternativa válida, funcionando
como antagonista y generando sensaciones opuestas a la belleza armónica tradicional.
A principios del siglo pasado, comenzó a surgir un debate sobre la necesidad de un nuevo concepto de belleza,
cuestionando su asociación exclusiva con el objeto y trasladando la responsabilidad de su valoración al sujeto
observador. Se puso en duda la existencia de reglas que garantizasen una apreciación estética específica. La obra "The
Fountain" de Marcel Duchamp es un hito en esta redefinición, desplazando los mecanismos de valoración de la realidad
material hacia el espectador, haciendo que la obra de arte no sea valorada por sus características intrínsecas, sino por la
elección del objeto. Duchamp convirtió un urinario en arte al eliminar su función utilitaria y presentarlo bajo un nuevo
título y punto de vista. Esta acción fue documentada como una forma de cuestionar la realidad artística de la época.
La fotografía del urinario delante del cuadro "The Warriors" de Marsden Hartley, tomada por Alfred Stieglitz, es una obra
fundamental que va más allá de documentar la acción de Duchamp. Esta imagen establece el punto de vista desde el
cual el observador puede apreciar una belleza oculta en el objeto, contradiciendo el estilo pictorialista de Stieglitz y
anticipando rasgos de las corrientes fotográficas posteriores a la Primera Guerra Mundial. Autores como Edward
Steichen o Paul Strand llevaron a la fotografía la influencia de las vanguardias artísticas europeas, en las cuales la imagen
fotográfica se convirtió en un medio para explorar nuevas formas de expresión artística.
La obra de Duchamp, al combinar la capacidad comunicativa de la fotografía con la legitimación del readymade como
acción artística, fue fundamental para la redefinición moderna del concepto de belleza. Duchamp mostró que cualquier
objeto, cuando es seleccionado y observado adecuadamente, puede ser considerado bello. Walker Evans, influenciado
por el trabajo de Paul Strand, exploró esta idea décadas después al cuestionar si las cosas que no fueron diseñadas para
ser bellas podrían considerarse legítimamente bellas. En sus fotografías de casas del siglo XIX, Evans expresó una
admiración por la belleza involuntaria y no planificada, mostrando una visión crítica del deterioro de la tradición pero
también una apreciación por los signos de la época que reflejaban esa belleza no reconocida por todos.
El bello desorden
La obra de Duchamp, al combinar la capacidad comunicativa de la fotografía con la legitimación del readymade como
acción artística, fue fundamental para la redefinición moderna del concepto de belleza. Duchamp mostró que cualquier
objeto, cuando es seleccionado y observado adecuadamente, puede ser considerado bello. Walker Evans, influenciado
por el trabajo de Paul Strand, exploró esta idea décadas después al cuestionar si las cosas que no fueron diseñadas para
ser bellas podrían considerarse legítimamente bellas. En sus fotografías de casas del siglo XIX, Evans expresó una
admiración por la belleza involuntaria y no planificada, mostrando una visión crítica del deterioro de la tradición pero
también una apreciación por los signos de la época que reflejaban esa belleza no reconocida por todos.
En 1962, Walker Evans explícitamente reconoció la belleza asociada al caos en la ciudad, al publicar un artículo en la
revista FORTUNE titulado "Cuando el centro urbano era un bello desorden". En este artículo, Evans mostró postales
urbanas de principios del siglo XX para destacar el conflicto entre la fealdad de algunas arquitecturas y elementos
urbanos cuando se aprecian de forma individual, y la belleza de su conjunto cuando forman un contexto comprensible
desde una perspectiva cultural o social. Aunque Evans admiraba este pasado perdido o alterado, su apreciación no
estaba exenta de cierto sentimiento nostálgico. Él defendía que, a pesar de la aparente fealdad individual de los
edificios, el conjunto de Downtown podía ser considerado bello. Esta contradicción mostraba cómo incluso las
arquitecturas que seguían los criterios de belleza formal presentados en tratados clásicos podían contribuir a un bello
desorden en el contexto urbano.
La interpretación formal del caos en la ciudad, anticipada por Walker Evans, se desarrolló posteriormente en la
arquitectura postmoderna, especialmente a través de las ideas de Robert Venturi y Denise Scott Brown. Venturi teorizó
sobre la percepción del desorden urbano y afirmó que la yuxtaposición de elementos aparentemente caóticos
expresaba vitalidad y lograba una aproximación inesperada a la unidad. Sin embargo, esta apreciación parece diluirse en
sus trabajos sobre Las Vegas, donde formuló una nueva propuesta estética sobre la idea de lo feo y ordinario.
Venturi justificó la belleza del desorden a través de una crítica visual y simbólica, en contraste con la crítica de Peter
Blake en su libro "God’s Own Junkyard", que denunciaba la fealdad de la arquitectura y el urbanismo caótico de
posguerra en Estados Unidos. Mientras que Blake abogaba por un cambio social y cultural, Venturi abordaba el
problema desde una perspectiva compositiva, sugiriendo que la belleza podía encontrarse en la yuxtaposición de
elementos aparentemente discordantes.
La apreciación positiva del desorden y el fragmento por parte de Walker Evans y Colin Rowe se basa en un análisis
cultural más que visual, reconociendo su origen vinculado a una realidad social y a la respuesta arquitectónica y urbana
a necesidades contextuales. Evans no encontraba belleza en el caos en sí mismo, sino en la capacidad de aquella
materialidad aparentemente incoherente para establecer las bases de la América comercial de los años sesenta. Para
Evans, la belleza no era un rasgo independiente, sino que se manifestaba a través del cumplimiento de otros principios
arquitectónicos, identificando lo bello con lo funcional, con la correcta expresión de la utilitas.
Cuando Walker Evans planteaba su pregunta sobre qué cosas podían ser consideradas bellas, ofrecía simultáneamente
una respuesta particular: lo verdaderamente bello no se encuentra en el resultado de una acción conscientemente
orientada a producir belleza, sino en aquellas cosas que surgen de "instintos y necesidades", resultado del "azar y la falta
de intención". Aunque Evans afirmaba esto dentro de un contexto que valoraba las expresiones materiales de una
cultura y modo de vida específicos, en el origen de esa belleza involuntaria hay un elemento común: la necesidad, la
respuesta a través de estructuras materiales concretas a una determinada función o fin, independientemente de que
esté vinculado directa o indirectamente a lo que convencionalmente entendemos como "uso".
Esta interpretación de la utilidad que no surge del destino a un determinado uso ya estaba presente en De Architectura
de Vitruvio. La utilitas, según Vitruvio, implica una adecuada "distribución" -oeconomia- que no se limita al sentido
funcional actual, sino que también considera la representatividad, simbolismo y la economía del diseño y la materialidad
arquitectónica. Esta reflexión llevó a Evans a acuñar la idea de "lo vernáculo", que encuentra amplio desarrollo en los
discursos de la posmodernidad norteamericana. La belleza, a través de esta reflexión, deja de ser una construcción
estética esencialmente visual para encontrarse en la eficiente satisfacción de una necesidad, en la consecución de un fin.
De esta manera, lo feo, lo desordenado, lo caótico, podría entenderse como bello siempre que comprendamos las
razones utilitarias que lo han llevado a ser como es.
"Las mejores construcciones son aquellas en las que el trabajador encuentra la forma más eficiente, la mejor posición
para asumir el desempeño de una tarea, y solo entonces pasa a ser también lo más hermoso", afirmaba David Plowden,
otro reconocido fotógrafo del medio oeste americano. Este pensamiento se conecta con autores como John Brinkerhoff
Jackson y su defensa del paisaje vernáculo, así como con la idea de una arquitectura sin arquitectos de Bernard
Rudofsky.
La valoración estética de lo vernáculo en un nuevo sentido funcional y no conectado estrictamente con la tradición
material, junto con el reconocimiento y aceptación de una ausencia de belleza formal suplida por una presupuesta
autenticidad, es un rasgo distintivo de la interpretación contemporánea. La condición heterogénea y caótica del paisaje
vernáculo no es un aspecto negativo, sino una expresión de sus orígenes asociados al producto agregado de las acciones
cotidianas de sus habitantes y usuarios, una versión actualizada de la adecuada “distribución” defendida por Vitruvio
siglos atrás. La legitimación como bello de ese desorden popular, y en cierto modo también de una arquitectura y
urbanismo bricoleur, es la consecuencia inevitable de este reconocimiento de la primacía del espacio concebido para ser
utilizado sobre aquel que ha sido simplemente admirado a través de los sentidos.
Robert Venturi señaló que la complejidad y contradicción inherentes a la arquitectura surgían de la necesidad de cumplir
con los principios vitruvianos de comodidad, solidez y belleza. Estos rasgos, según él, no solo dan validez al hecho
arquitectónico, sino que también le confieren vitalidad. Venturi, al igual que Walker Evans, encontraba la belleza en el
carácter vivo de la arquitectura y la ciudad, en su capacidad de adaptarse y cambiar con el tiempo, reflejando las
necesidades y anhelos de la sociedad y los individuos que la habitan.
Sin embargo, es importante no legitimar de forma acrítica el resultado de todas las intervenciones en la arquitectura, ya
que esto podría llevar a la destrucción material de la arquitectura o a distorsionar su objetivo. Aunque los principios
clásicos de firmitas, utilitas y venustas siguen siendo válidos, es necesario actualizar y reinterpretarlos. La arquitectura
desordenada, producto de la interacción de las individualidades cotidianas, puede resolver problemas que la
arquitectura más formal no puede abordar.
Es fundamental que nuestra arquitectura pueda integrar el efecto del tiempo y de los usuarios sin perder su identidad.
Ejemplos como los modelos teóricos de Yona Friedman, las experiencias prácticas como La Tabacalera o Campo de la
Cebada en Madrid, y las propuestas de viviendas incrementales de Alejandro Aravena, muestran cómo la arquitectura
puede ser un soporte estructural y funcional mínimo sobre el cual la sociedad puede intervenir con libertad.
Estas propuestas arquitectónicas informales y caóticas ofrecen lecciones valiosas a través de sus aciertos y fracasos.
Richard Sennet señala que al renunciar a prefigurar un orden y confiar en la consistencia del agregado de acciones
individuales, existe un riesgo de que el proceso se vuelva destructivo, especialmente para la arquitectura misma.
Ejemplifica esto con el caso de la Quinta Monroy en Iquique (Chile) de Alejandro Aravena, que describe como un éxito
sociológico pero un desastre arquitectónico.
Aunque estas arquitecturas informales y caóticas puedan despertar nuestra atención y deleite irracional, afirmar que su
desorden es bello en el sentido clásico del término es difícil de justificar objetivamente. Sin embargo, poseen una belleza
diferente, asociada a aspectos sociales y culturales, a la rebeldía y al deseo de superación de limitaciones, lo que podría
ofrecer pautas para una mejor arquitectura.
Frente a la belleza impertérrita de arquitecturas precisas pero a veces marginales, estas propuestas reclaman la belleza
de ser espacios vividos y vitales. Esta debería ser la esencia de toda buena arquitectura y lo que le otorga auténtico
valor. En cuanto a su forma, siempre podemos, como hizo Marcel Duchamp hace un siglo con un urinario ordinario,
encontrar el mecanismo y el punto de vista para reconocerlo como arte.
El descubrimiento de los grutescos romanos en el siglo XV y su posterior aceptación en el siglo XVIII como elementos
estéticos válidos marcó un cuestionamiento importante al concepto tradicional de belleza objetiva. Estos elementos
enfatizaban la naturaleza subjetiva del placer estético y abrieron la puerta a una apreciación positiva de manifestaciones
artísticas que se apartaban de los criterios clásicos de equilibrio y simetría, incorporando ideas como el caos y el
desorden en la definición de la belleza.
Este proceso no reformuló simplemente el concepto de "lo bello", sino que ofreció una alternativa válida a lo
tradicionalmente reconocido como bello, funcionando tanto por su carácter antagonista como por su capacidad de
producir sensaciones opuestas a lo establecido por las reglas de la belleza armónica.
Lo revolucionario de este proceso no fue simplemente la producción de alternativas a la belleza, sino la posibilidad de
una redefinición integral del concepto mismo, sustentada en argumentos que trascienden la condición voluble e
individualista del gusto. Este proceso influyó significativamente en la arquitectura y el urbanismo contemporáneos, al
desplazar los mecanismos de valoración desde la realidad material hacia el individuo, permitiendo que una obra de arte
no fuera considerada como tal únicamente por sus características intrínsecas, sino por la elección del observador.
La fotografía del urinario de Duchamp frente al cuadro de Marsden Hartley, tomada por Alfred Stieglitz, ejemplifica esta
redefinición de la belleza al establecer un nuevo punto de vista desde el cual el observador puede apreciar una belleza
oculta en un objeto ordinario. La capacidad comunicativa de la fotografía y la legitimación del ready-made como acción
artística fueron dos factores clave en esta redefinición moderna del concepto de belleza, que permitió que cualquier
objeto seleccionado y observado de manera adecuada pudiera ser considerado bello.
El bello desorden
Walker Evans, a través de sus fotografías, capturó la esencia de la belleza que residía en la complejidad y el desorden de
la arquitectura y la ciudad. Aunque individualmente sus elementos no eran armónicos ni simétricos, juntos formaban
una unidad compleja y atractiva. Evans reconocía que la belleza de estos lugares no residía en la pureza geométrica, sino
en la ausencia de reglas formales, en la amalgama caótica de realidades que componían el paisaje urbano.
En 1962, Evans publicó un artículo titulado "When 'Downtown' was a beautiful mess" en el que destacaba el conflicto
entre la fealdad aparente de algunos elementos arquitectónicos cuando se observaban de forma aislada, y la belleza de
su conjunto cuando se integraban en un contexto comprensible. A pesar de su aparente fealdad, estos edificios podían
ser vistos como bellos cuando se contemplaban como parte de un todo.
Esta interpretación de la belleza del caos urbano anticipó ideas que se desarrollarían en la arquitectura postmoderna,
especialmente en los trabajos de Robert Venturi y Denise Scott Brown. Venturi teorizó sobre la apreciación del desorden
urbano como una expresión de vitalidad y validez, y defendió que la belleza podía surgir de la yuxtaposición de
elementos aparentemente caóticos. Aunque Venturi y Evans abordaron la cuestión desde perspectivas diferentes,
ambos coincidían en que la belleza no necesariamente se encontraba en la armonía visual, sino en la capacidad de un
lugar para satisfacer las necesidades y responder a las demandas culturales y sociales de su contexto.