Vida de Un Republicano - John Arden
Vida de Un Republicano - John Arden
Vida de Un Republicano - John Arden
joven se sintió fascinado por el teatro y que durante un tiempo se unió a una
compañía como actor. Tras un accidente tuvo que dejarlo y pasó a convertirse
en agente y empresario teatral.
Una serie de azares hacen que se vea envuelto en los asuntos de espionaje y
en las luchas políticas entre Sila y Cayo Mario, y esto le lleva a unirse a un
grupo de piratas, a encontrarse con unos «guerrilleros» montañeses, a gozar
de los favores de una bella actriz…
La primera novela de un dramaturgo clave en la historia del teatro del siglo
XX.
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John Arden
Vida de un republicano
En tiempos de Sila y Cayo Mario
ePub r1.0
Titivillus 25.04.2024
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Título original: Silence Among the Weapons
John Arden, 1982
Traducción: Diana Falcón
Retoque de cubierta: Titivillus
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Cuando las doce águilas volaron en círculos sobre el
monte Palatino, anunciaron a los reyes: la nueva águila
que Cayo Mario les impuso a las legiones, proclamó el
advenimiento de los emperadores.
THEODORE MOMMSEN,
Historia de Roma
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NOTA HISTÓRICA
El trigésimo primer cumpleaños de Marfil (Libro primero, capítulo 2),
tuvo lugar en 91 a. C. Irene le escribió la carta al rey Mitrídates (Epílogo) en
81 a. C. Los acontecimientos del relato central están comprendidos entre esos
años.
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alternativa parecía implicar, en determinados momentos, inconsistencias
torpes. «Roma», por ejemplo, y «Atenas», son formas de las que apenas se
puede prescindir, aunque los habitantes de dichas ciudades, tanto en la
antigüedad como hoy, han tenido siempre su propia idea respecto a cuáles
deberían ser los nombres…
JA.
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LIBRO PRIMERO
La Mancha
«No era del todo incomprendido el problema de gobernar este nuevo imperio, aunque de ningún modo
estaba resuelto. La idea de los tiempos de Catón de que el estado no debía extenderse más allá de Italia,
y que fuera de esos límites debían ejercerse meros protectorados, había resultado insostenible; era
ampliamente reconocida la necesidad de sustituirlos por una soberanía directa que preservara las
libertades de las diversas comunidades. Pero esta política no se adoptó de manera firme y uniforme».
«La familia a la que Sila pertenecía permaneció durante muchas generaciones en un anonimato relativo,
y al principio su carácter no mostró promesa alguna de una carrera extraordinaria. Sus gustos lo
inclinaban hacia una vida de refinado lujo que a veces llegaba a ser licenciosa. Era un compañero
agradable en la ciudad o en campaña, e incluso en los días de su regencia se relajaba una vez concluidos
los asuntos que requerían su atención. Uno de sus rasgos más curiosos era una vena de cinismo que se
manifestaba en una ironía traviesa pero peligrosa presente en muchos de sus actos.
»Cada vez que Sila y Mario compitieron el resultado siempre se saldaba con una mengua del
renombre del general de más edad, y un aumento de la reputación del más joven.
»El peor defecto de Sila era la violencia cínica y poco escrupulosa que enturbia sus obras».
MOMMSEN
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1 Sus palabras exactas
Lo que en realidad dijo (sus palabras exactas, tal como me fueron transmitidas
en su propio lenguaje atronador) el anciano y sanguinario general siete veces
cónsul, Cayo Mario El Mulero, en los malolientes últimos días de su período
final en el cargo, mientras se tambaleaba de la cama a la letrina, sobre sus
hinchados pies sépticos, para echar las entrañas (la vida, en realidad, los
indigestos bocados de su ambición frustrada) por ambos extremos al mismo
tiempo; según su médico, la mayor parte de ellas sobre las sábanas o la
camisa de dormir antes de poder llegar a su destino (¿quién ha oído hablar de
un médico discreto, en estos días en que todo se lo cuentan a todo el mundo,
por si acaso los acusan de envenenar a la gente?); sus palabras exactas fueron
éstas:
—Inter arma silent leges. (Una vez que han salido las armas, las leyes
guardan silencio). Y por supuesto que lo hacen.
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Sé mucho de esto porque formé parte de la red; y tengo que estar loco
para pensar siquiera en tratar el tema sobre el papel.
No le he contado a mi esposa lo que estoy haciendo. Se supone que ella
debe creer que las horas que paso en el estudio las dedico a poner en orden las
cuentas de ganancias y pérdidas del teatro, y a los cálculos del repertorio de la
temporada próxima: tantas producciones de la compañía residente, tantos
grupos visitantes, tantas presentaciones especiales para los festivales
municipales, y demás…, por supuesto, ella no lo cree. Pero no se atreve a
interrogarme, y yo no me atrevo a decírselo. Y los halos que rodean sus
preocupados ojos son aún más negros que el cosmético que usa para
ennegrecérselos y conferirles un aspecto sensual, despreocupado, los calmos
ojos de ternera de una dulce ministrante para los placeres de hombres
resueltos.
Si pudiese decidirme a contárselo, tal vez seríamos ambos más felices por
ello. Pero debe tenerse en cuenta que, bajo tortura, ¿quién sabe lo que podría
revelar? Eso lo comprende tan bien como yo; y por lo tanto no formulará
pregunta alguna.
Así pues, ¿por qué escribo? ¿Escribo, y luego escondo los escritos?
Tal vez, en primer lugar, porque tengo una hija. Cabe la posibilidad de que
ella llegue a vivir en una época en la que la gente pueda leer algo sobre el
mundo en que ella nació. En esto no deposito ninguna esperanza.
Pero, por otro lado, existe una mujer llamada Irene. Ahora sé que Irene
está viva después de todo (explicaré ese «después de todo» a su debido
tiempo, si alguna vez puedo llevar la historia tan lejos); y quizás ella sea lo
bastante astuta como para conservar la vida. La vida, no obstante, ¿dónde? En
el reino del Ponto. No hay ningún problema teórico sobre el gobierno del
Ponto. El Ponto no es agradable. Se trata de un voluptuoso despotismo
militar; lo amas, o lo dejas… si te lo permiten. ¿Recibir estos escritos pondrá
en peligro a Irene? Lo dudo. O bien se encuentra lo bastante bien establecida
en ese país, capaz de destrozar los nervios, como para zafarse con descaro de
cualquier exhumación de su pasado ambivalente (de todas formas es del tipo
de personas que se enorgullecen de esas cosas e incluso las usan para
fortalecer su posición), o bien se halla ya en peligro, en cuyo caso los
recuerdos devueltos a la vida por la mano de un viejo amigo cambiarán poco
las cosas. En cualquier caso, no creo que vaya a poder enviárselos en un
futuro inmediato. He intentado enviarle un mensaje inocuo —un indicio, en
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realidad, transmitido verbalmente—, sólo para decirle dónde me encuentro,
con quién estoy casado, y por qué…
Debido a «la inestabilidad» (asesinato y demás), aún no resulta factible
enviar una carta propiamente dicha, pero acaso mi mensaje acabará por llegar
hasta ella. Si contesta al mismo de alguna forma esperanzadora, sabré si debo
o no emprender alguna disposición subsecuente respecto a mis escritos; o
incluso (y a Dios ruego que no llegue a ese extremo) respecto a mi familia;
respecto, incluso, a mí mismo.
Si Irene me garantizara que en el Ponto estaremos más seguros que en
Italia (es una posibilidad: la trampa de un cazador le parecería más segura a
un ternero que las cómodas dependencias de un matadero… a menos que el
cazador fuese también matarife), tendré que persuadirme a mí mismo de
confiar en ella (nunca ha sido en absoluto digna de confianza). Porque ¿qué
otra esperanza quedaría? Sin embargo, aun en ese caso me temo que los
acontecimientos estarán precipitándose a tal velocidad para entonces que
quizá tenga que disponer medidas más urgentes.
Y no obstante, aquí estoy, a un día de viaje de la Urbs[1], y allá está ella,
en las fronteras de Persia; medio mundo se extiende entre nosotros. Y el
sueño que me ocupa noche y día es salvar esa distancia con… con pequeños
fragmentos de mi historia, como si fuese el gran Aníbal, después de su
derrota, antes del suicidio, reuniendo (para provecho intelectual del siguiente
poderoso conquistador) las complejidades de sus logros, buenos y malos (una
obra ejemplar, un monumento); bueno, en el peor de los casos, la sinopsis de
un consolador panegírico para ser leído junto a su tumba.
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decorosa, cuando menos por un sentido de responsabilidad personal para con
las musas). No; creo que ese «tú» sólo puede ser una parte de mí mismo, la
que en otros tiempos vivía en Éfeso, sentía (algún) respeto por la ley, estaba
(hasta cierto punto) conforme. Creo que «tú» debes ser informado de lo que
ha acaecido desde entonces.
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o quien sea… ¿Existen por ventura seres semejantes? He conocido a muchos
que creían que sí.
Pero golpeemos con suavidad la superficie de madera de mi escritorio,
primero con la mano izquierda, luego con la derecha, ¿cuántas veces?
Digamos que siete. El director de escena de Éfeso solía repetirlo tres veces,
veintiuna en total, pero era, como decían todos, innecesariamente aprensivo.
En una ocasión vio a tres niños (cupidos volantes) caer desde una grúa de
cuarenta pies de altura, y estrellarse sobre el proscenio[2] recubierto de piedra
y, por supuesto, eso lo acobardó, aunque ni siquiera la autoridad que concedía
el permiso de representación lo hizo responsable.
Lo importante es, sí, lo es, y con todas estas digresiones he estado
evitándolo como un escorpión acorralado en el baño, lo importante es que no
sé, ni siquiera me atrevo a saber, cuántos de los cadáveres que aparecen cada
día a todo lo largo de las calles deben ser considerados, de alguna manera
(aunque sólo sea por omisión… y una omisión es, al fin y al cabo, una culpa),
responsabilidad mía.
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adecuada) de emprender una acción inmediata, temeraria y supuestamente
decidida, he pasado la vida haciendo las cosas en su orden lógico consecutivo:
y en aquel momento no parecía existir alternativa.
Así que no puedo dar cuenta de mi historia política con el simple relato de
cómo Mario perdió el poder y luego lo recuperó y se sentó para eliminar a los
partidarios de Sila, quien a su vez lo recobró e hizo lo propio con la gente de
Mario; y que debido a que me encontré necesariamente implicado en todo
esto (pagaba mis impuestos y por tanto, según podría pensarse, era
automáticamente partidario suyo), procedí de acuerdo con mis deberes cívicos
y ayudé a las autoridades estatales, en tanto que reconocía a algunas de ellas
como legítimas: y que esta ayuda, en una época de delitos políticos, también
me implicó inevitablemente, y a la fuerza, en crímenes.
El hecho es que no reconocía a ninguno de los dos, no era partidario de
ninguna de las facciones, no quería que ninguno de ellos me gobernara; ni
gobernara a nadie más. Sin embargo, parece que los he ayudado a perpetrar lo
que cada uno perpetró. Si de vez en cuando me encuentras hablando, con la
incómoda jocosidad tan común en las gentes sometidas, de Cayo Mario como
«El Mulero», de Lucio Cornelio Sila como «La Mancha», no te dejes engañar
por ello. No existe ninguna intención de afabilidad. Ellos no son «queridos
viejos camaradas», tíos de la república. Son, fueron (de momento sólo uno de
ellos ha muerto) piedras de azufre del Tártaro[3], y la humanidad nunca debió
permitirles irrumpir entre nosotros.
Como digo, lo permití. Y con el fin de demostrar cómo, debo remontarme
hasta algunos años atrás…, digamos diez, más o menos…, Dios, no lo
recuerdo, pero son unos diez. He de rememorar lo que sucedió en Éfeso.
Detalles. Eran días en que las leyes no guardaban silencio, o al menos eso
pensaba yo. Y me parece que aquello que la gente piensa de las leyes es más
eficaz que la propia naturaleza de las leyes. Si te crees a salvo, de hecho
estarás a salvo. Todo hasta cierto punto.
Permíteme recordar esos tiempos.
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noticia por sí sola, mucho antes de que pudiera verse tan siquiera un soldado,
mucho antes de que los clavos de sus sandalias levantaran una sola mota de
polvo en el lejano camino, la sola noticia abolió las leyes. Tampoco era
siquiera el ejército de un enemigo. Nuestros magnánimos protectores
formaron columna con unas cuantas centurias y las pusieron en ruta; y ese fue
el final de nuestras griegas vidas de saltamontes. Verás, las hormigas
(recordando a Esopo) no sólo son diligentes: son también terriblemente
atemorizadoras y marchan en columna, no necesitan ser vistas para vencer,
basta con que sólo se oiga hablar de ellas.
Debo contarte primero quién era yo. Lo que hacía. Dónde.
Estaba contento en la ciudad de Éfeso. Hermoso clima primaveral, sol
brillante. Tenía un par de habitaciones alquiladas en el pórtico del teatro…,
bueno, no exactamente en el pórtico; por debajo de un colgadizo adosado al
edificio siguiente, se podía ir andando de uno a otro sitio sin recorrer más de
un par de pasos[4] por la calle abierta. Era una situación propicia para que los
clientes potenciales vinieran a mí en lugar de verme forzado a ir en su busca.
Trabajaba como agente de actores, bailarines, músicos y demás,
ocasionalmente artistas de circo; el pórtico del teatro era nuestra plaza de
mercado laboral, donde se ofrecían para trabajar y entraban en contacto con
empresarios y organizadores de espectáculos, tanto de la propia Éfeso como
de las poblaciones rurales de hasta cincuenta o sesenta millas tierra adentro.
También se hacían muchos negocios con Samos e Icaria, y con varias de las
otras islas.
El teatro en sí era una empresa municipal y realmente demasiado
distinguida para los actores con los que trabajaba, pero de vez en cuando tenía
la posibilidad de procurarle algún artista inesperadamente desconocido y
valioso, y mis relaciones con la administración eran buenas, en términos
generales. Para las presentaciones de festivales especiales, tanto en el teatro
como en el templo de la Madre[5] de Éfeso, que requerían grandes coros y
grupos de extras, podía contar con que me llamarían para que les suministrara
carros enteros de personal a media jornada.
También me ocupaba de un negocio ligeramente turbio pero productivo
proporcionaba chicas y chicos para las fiestas privadas de los grandes, aunque
no era en ningún sentido un alcahuete vulgar. Debían ser algo más que meros
receptáculos sexuales, yo insistía en artistas convenientemente educados
(flautistas, cantantes, bailarines funámbulos), y debían demostrarme su talento
en dichas artes antes de que les permitiera entrar en mis libros. Las prostitutas
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y prostitutos lisos y llanos podían obtenerse mediante cualquiera de los
rufianes y horribles viejas de toda la ciudad.
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tristeza, con mucha mucha tristeza, me dejé persuadir de que cambiase por
completo mi forma de vida.
Había tenido tendencia a despreciar a los agentes. Pero no se puede negar
que forman parte del teatro… y una parte necesaria; de hecho, puede
obtenerse un auténtico placer del trabajo que desempeñan, y he intentado
acomodarme.
Alquilé esas habitaciones en Éfeso y examiné todos mis viejos contratos.
Al principio fue bastante difícil, pero al cabo de un año comencé, de modo
imperceptible, a ganar lo suficiente para vivir sin angustias y labrarme una
modesta reputación. Bastante modesta, no lo negaré, pero podía presumir de
ser conocido. Mi único problema residía en que nunca parecía ganar el
suficiente dinero, en ningún momento, como para ser capaz de invertir con
una ganancia apreciable. Es cierto que financié algunos espectáculos, y no
todos con malos resultados, pero al final cometí el grave error de invertir
todos los beneficios en un grupo de bailarines, de primerísima clase, que se
marchaban de gira por las provincias occidentales de Persia; justo cuando
toda Armenia, Capadocia y Galacia estallaron en una guerra a gran escala.
Los bailarines quedaron atrapados al otro lado de la zona bélica, y jamás
regresaron. Oí decir que fueron aceptados en la compañía de ensayo del
sátrapa local del Gran Rey, lo cual fue un alivio para mí desde el punto de
vista personal (muchos de ellos eran íntimos amigos míos), pero, por
supuesto, todo el dinero desapareció con ellos para siempre.
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algo de su lengua nativa (es probable que nunca la hubiese aprendido
realmente), y en todos los aspectos, excepto en su color, parecía tan griega
como tú o como yo (más adelante descubrirás lo muy griego que puedo
afirmar que soy). Su verdadero nombre era impronunciable en cualquier parte
que se hallara río abajo de las primeras cataratas del Nilo. Dentro de la
profesión la llamábamos Jibia por lo pegajoso de su afecto, su repentina
rapidez de movimientos y sus cambios de humor, que alternaban con largos
períodos de engañosa inactiva placidez y, por supuesto, por su piel oscura,
impregnada, por decirlo así, de la propia tinta que usaba para ocultarse.
Ella y yo convivíamos como marido y mujer. Nuestro hogar era la
habitación interior de las dos que tenía alquiladas; la exterior la ocupaba mi
despacho. Por lo general, veía a mis clientes en las calles o el pórtico, pero
necesitaba un sitio para guardar los libros. Jibia hacía las veces de mi
secretaria, muy competente en general, aunque si desaprobaba cualquier
transacción en concreto tenía la mala costumbre de sabotearla sobre los libros
y, finalmente, hacer que me cansara tanto de intentar aclararla que yo cesaba
en mi empeño.
Cuando era bebé le habían practicado unos cortes en la cara, marcas
tribales, por debajo de los pómulos. Esto causaba a veces un efecto alarmante
en los desconocidos, pero cuando uno la conocía ya no volvía a reparar en el
detalle. Jibia no tenía ni idea de lo que significaban dichas señales. Creía
recordar a su madre con la misma desfiguración, ¿o no era su madre?; no
estaba segura. Los primeros años de su vida le resultaban muy confusos;
detestaba hablar de ellos. A saber cuáles fueron los acontecimientos que
habían ocurrido, y mucho debió ser lo sucedido entre los ocultos ríos del
África profunda y el atestado corral de niños del mercado de Antioquía (tan
miserable como una cuadra de vacas) donde El Cuervo tan felizmente reparó
en su presencia; el caso es que la habían aterrorizado hasta borrarle la
memoria, y no había nada más de que hablar.
Comenzó a convertirse en un ser humano, según suponía ella, en torno a
la edad de cinco años. Antes de eso… una etíope negra, inocente,
completamente desnuda, amada de Dios, aunque procediera de los confines
del mundo.
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mi instinto literario con un poso de recuerdos sexuales, se aferra a las válvulas
de mi corazón… Primero tengo que escribir un poco más sobre ella.
Habían pasado dieciocho meses desde que El Cuervo murió y me la dejó a
mí; lo estipulado en su testamento no dejaba de ser desconcertante.
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lecho. Puede que él no lo sepa, pero yo la amaba; y continuaré
amándola; y si las sombras caminan, como han sostenido
muchos distinguidos filósofos, la mía estará infatigablemente
vigilante por la felicidad de mi Jibia.
Que ella toque la flauta y el tambor (viento: El triunfo de
Agamenón) en mis exequias funerarias; y que también declame
una parte del coro de Las suplicantes, de Esquilo:
Hasta:
Muerte![6]
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En cuanto a mí, la traviesa perversidad de El Cuervo tuvo el efecto exacto que
presumiblemente perseguía: no sabía dónde mirar; para ser más preciso, era
incapaz de mantener esa mirada de ojos muy abiertos de Jibia, y después tuve
grandes dificultades para hablarle. Lo mismo le sucedió a ella. Nos habíamos
sentido muy seguros de que nuestras ardorosas citas eran mantenidas en
absoluto secreto, y creo que ninguno de los dos las consideraba algo más que
instantáneas satisfacciones de pasajeros deseos. Ahora, no obstante, nos
veíamos forzados a establecer una relación de naturaleza mucho más absoluta.
El éxito que tuviéramos en ello se haría evidente a su debido tiempo.
En general, sin embargo, conservamos más armonía que discordia en
nuestra cohabitación, inevitablemente estrecha. Desde el principio decidimos
que ella no debía concebir: yo no podía hacer frente a la llegada de hijos. Dos
habitaciones, negocios poco lucrativos, un futuro de extrema
incertidumbre…, por no hablar de todos los problemas legales concernientes a
la condición social y a la ciudadanía. Ella dijo:
—Mi madre era una propiedad comercial, y ellos me vendieron y
separaron de ella; tenían derecho de hacerlo, ¿sabes? No voy a permitir que
vuelva a suceder lo mismo. Si sucede, se lo contaré al Cuervo. Él sabrá qué
hacer al respecto.
Bueno, sí, una especie de broma, y cuando dijo la frase estaba pegada a
mí, pasándome una uña por la nuca. Pero yo no podía negar que se trataba de
una broma algo inquietante. Acordamos dejar el asunto, y no volvimos a
hablar de él. Sabía que me había hablado con franqueza. No sentía deseo
alguno de desafiarla.
Ahora ya no necesito decir nada más acerca de Jibia.
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aceptar unos honorarios reducidos… Bueno, quizá no. En cualquier caso,
tenía que encontrar algunos invitados.
Tomé mi bastón y salí cojeando.
El primero con quien me tropecé fue un viejo compañero llamado
Paletilla, un actor y empresario más o menos retirado que me había iniciado
en la profesión, y respecto al que siempre sentí que tenía una particular deuda
de gratitud. Acababa de salir por la puerta de artistas del teatro, y tenía un
aspecto muy sombrío. Le hablé del cumpleaños.
—Ah, sí; ¿ah, sí? ¿Treinta y cinco? Has recorrido ya la mitad de la vida, a
menos que vivas más de lo que le corresponde por derecho a cualquier actor
en esta época. Has prosperado, querido hijo; y ahora no puedes ir a ninguna
parte que no sea hacia abajo. ¿Sirias, con cascabeles en los tobillos? ¿Por qué
no? En efecto, ¿por qué no? Cuando todos las hayamos disfrutado podremos
llevarlas al matadero y cortarlas en sangrantes chuletas.
—¿Puede saberse de qué estás hablando? Siempre he creído que estas
mujeres orientales te resultaban atractivas… ¿que lo pensaba…? Lo sabía.
Recuerda aquella vez en Esmirna, con la contorsionista de Sidón, cuando
perdiste tres representaciones enteras porque no podías desprenderte de ella…
—Querido hijo, ésta no es ocasión para tu complaciente humor de
vestuario. ¿No sabes lo que ha ocurrido ahí dentro? —Señaló el teatro con un
pulgar, y escupió vigorosamente sobre el polvo. Tras algunas pesadas pero
vagas denuncias contra la época y los hombres que la conformaban,
condescendió a revelarme sus noticias.
Al parecer había establecido un acuerdo verbal para interpretar en una
nueva comedia, cuyos ensayos estaban a punto de comenzar, un pequeño
papel («una perla, querido hijo, pero muy muy costosa; no quieren creer que
aún tengo el vigor para representar un personaje protagonista; pero yo
conozco mi propio valor, y por tanto, creí tontamente que también ellos lo
conocían»). Acababa de acudir a la oficina del empresario para formalizar el
contrato, y le comunicaron que la producción se había cancelado.
«¡Cancelado! —dije—, mi querido señor, yo tenía tu palabra de que el
contrato era seguro, tu palabra, señor, como es costumbre entre caballeros. No
puedes hablar en serio de que ha sido cancelada. Pospuesta, lo aceptaría…».
De hecho, la gente del teatro estaba tan enojada y trastornada como él, aunque
uno no lo habría dicho, por la forma en que él los vilipendiaba.
La raíz del problema era económica: debían una enorme cantidad de
impuestos atrasados al tesoro del gobernador provincial. Los habían valorado
en una cifra ridículamente elevada, y confiaban en que su recurso formal,
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encauzado por los canales correctos casi un año antes, sería al final aprobado.
Así que, por supuesto, no habían pagado. Ahora, de modo repentino y sin
ninguna posibilidad en absoluto de diferir el pago, los publicanos,
responsables de las recaudaciones, enviaron su guardia para que confiscaran
todos los bienes muebles de las instalaciones, y, sin ton ni son (porque ¿cómo
podría el teatro pagar sus deudas a menos que pudiera atraer público?),
ordenaron la congelación de todos los contratos hasta que apareciese el
dinero.
Éste fue el momento en que la ley de Éfeso dejó de tener validez, aunque,
por supuesto, entonces no me di cuenta de ello. De lo que sí me di cuenta al
asomar la cabeza por la entrada de artistas fue de que, inexplicablemente, se
producía una peculiar violación de nuestra profesión y de nuestro domicilio
establecido. El proscenio estaba sembrado de trajes, instrumentos musicales y
montones de vistosos muebles; algunos actores y personal de escena estaban
por ahí en apretados grupos, gesticulando con frustrada agitación, mientras un
grupo de arrogantes pequeños funcionarios a las órdenes de los publicanos,
con cara inexpresiva, inventaban y tasaban los objetos, y arrojaban el material
valioso en montones sin considerar los posibles daños. Vi a dos de ellos
sacando a rastras la hermosa pantalla de tapicería, toda recamada con
pequeños espejos de vidrio, que fue usada de telón de fondo de la obra El
casamiento de las amazonas, y que había costado una fortuna. La arrojaron a
la orquesta, se enganchó en el borde del proscenio, la tela se rasgó con una fea
rotura de tres puntas, y todo un racimo de espejos se estrelló contra el mármol
haciéndose añicos. Uno de los funcionarios la desprendió con un puntapié de
su bota claveteada, que arrancó un ornamento dorado del borde del marco.
Supervisando este acto de barbarie, había un hombre robusto con unos
documentos prendidos a un tablero. Me vio y se me acercó agitando con
irritación el montón de textos ante mi rostro.
—No, no, sal de aquí, no se permite la entrada de nadie que no sean los
empleados registrados y los funcionarios responsables… funcionarios
responsables… ¿por qué no hay un guardia en la puerta?… Tú, quédate junto
a la entrada y mantén fuera a toda esta gente.
Retrocedí con renuencia, y la puerta se cerró de golpe a mis espaldas. Un
hombre de aspecto brutal y estructura maciza tomó posiciones en el umbral,
los brazos cruzados sobre el pecho, en los que sostenía la cachiporra oficial.
Paletilla se encogió de hombros.
—No hacía falta que te molestaras; podría haberte anunciado lo que
sucedería si intentabas entrar. A mí me arrojaron de la oficina antes de haber
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dicho la mitad de lo que me proponía.
—Pero seguramente no pueden hacer eso. Este tipo de cosas no es legal
desde, desde…, bueno, desde que yo era niño. Sí, ya sé que solía ser una
práctica habitual, pero seguramente no me cabe duda, de que todo ha
cambiado. Recuerdo que Testarroja me dijo, en persona, que lo habían
cambiado todo. Me lo dijo personalmente cuando fui a verlo para hablar de
los cantantes del coro para su fiesta privada. —Tenía entonces algunos
problemas con mis propios atrasos en el pago de los timbres de una buena
cantidad de contratos con artistas, y pensé que una palabra dicha al oído
correcto en el momento apropiado…—. Me lo dijo en persona: y me dijo la
verdad. Esos atrasos eran un disparate y nunca tendría que pagarlos.
—Testarroja —dijo con solemnidad mi viejo amigo—. Testarroja era un
caballero. Su palabra era su garantía.
—¿Qué quieres decir con «era»? ¿Acaso ha muerto? ¿Por qué no me he
enterado?
—Porque nadie se ha enterado, querido hijo, excepto esos bastardos de ahí
dentro y los chupasangre que les dan las órdenes. Oh, sí, me lo han dicho
ellos. Algo tenían que decirme para sacarme del edificio. ¡Así ardan las
gónadas de esos bastardos! ¡Testarroja ha sido llamado de regreso!
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—Querido hijo, en la Urbs se han hecho acusaciones contra él:
malversación de fondos públicos, desfalco, soborno, sabe Dios qué.
—¡Disparates!
—Por supuesto que son disparates, toda la política de esa gente es un
disparate. Pensaba que eso ya lo sabías.
—Pero no puede ser culpable… ¿Testarroja? Eso no lo verás en toda tu
vida.
—No es una cuestión de mi vida, sino de la suya. Por imparcial que pueda
habernos parecido mientras estuvo aquí, era miembro de un partido, fue
destinado aquí por su partido, y su partido ya no está en el poder.
—¿Sabes cuál era su partido?
—¿Acaso importa? Esa república que tienen se basa en alguna clase de
principio de irrigación eterna, como corresponde a su patética ambición de ser
ingenieros militares y nada más: un cubo sube del pozo, y otro cubo baja.
Cuando el que se encuentra abajo sube, el que está arriba tiene que caer. Uno
de ellos gritó «lo tenemos» y el otro «nuestra intención es tenerlo». Testarroja
tuvo la posibilidad de ser honrado porque su gente «lo tenía». Ahora los otros
quieren su oportunidad. Están reformando los escalafones corrompidos de
privilegio y poder; de chupasangres y pisoteadores de la dignidad pública; así
que tienen que pisotear nuestra dignidad para demostrar a sus desvalidos
votantes que van en serio. Comienzan por librarse de cualquiera que piense de
modo diferente. Y esto —volvió a señalar con el pulgar y a escupir como
antes—, esto es sólo el principio. Vamos, no servirá de nada que te toques el
diminuto falo, querido hijo mío. —Me apresuré a retirar la mano del interior
de la ropa; no resulta agradable que alguien sea testigo de las propias
supersticiones, ni siquiera un amigo—. Si los malos tiempos se nos vienen
encima, no hay nada que tus dedos puedan hacer para evitarlos.
Aún estaba desconcertado. Puede que su análisis del sistema de partidos
de la Urbs fuese preciso, pero a duras penas resultaba esclarecedor. ¿Qué
votantes romanos pueden haber deseado de verdad la disolución de nuestro
teatro? ¿Por qué razón? ¿Acaso lo creían subversivo, y por eso necesitaban
cerrarlo?
—Oh, no, cerrarlo no, no, no, no… ¿No ves que ejercen presión para
abrirlo otra vez para sus propios propósitos?
—¿Propósitos?
—Chuletas, sangrantes chuletas, ¿qué te he dicho? Trae a tus muchachitas
sirias, córtalas en trocitos en la humeante arena. Gladiadores, carniceros con
red y tridente, rufianes de las estepas de Escitia que destrozan osos y
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cocodrilos con garfios y acotillos. Si en las mazmorras hay alguien a quien ya
no quieren tomarse la molestia de alimentar, lo sacan fuera, le rasgan la ropa,
y miran cuánto necesita un grupo de leones para acabar con él. ¿Has visto
alguna vez a un león arrancando la carne del costillar de un hombre vivo? Si
es una mujer, tanto mejor: la cuelgan por un pie de un poste, y hacen que
media veintena de lobos hambrientos salten por una escalerilla para ver si
pueden morderle los pezones. Oh, sí, los juegos romanos… hombres y
bestias, y bestias y hombres, y después de tres horas de eso, ¿quién será capaz
de distinguir la diferencia?
Estaba muy conmocionado. Se me paralizó la lengua, como solía
sucederme de niño.
—Pero, pero, pero esto es un… un… teatro… nosotros…
—¡Es un teatro, no un circo, es un teatro en el que no deben celebrarse
juegos! —Se agachó violentamente hacia mí e inició un feroz susurro teatral
(Primer Asesino de La muerte de Ibico, revelándole el plan a su cómplice)—.
Excepto en la medida en que alguna pésima pantomima de Corinto… del
teatro de la guarnición, ¿puedes creerlo? ¿Has oído hablar de ellos, Los Cinco
Bolsillos Calientes?… excepto en la medida en que los va a traer para que
representen Eros en primavera como una serie de interludios, mientras lavan
la sangre de la orquesta.
—¿Eros en primavera? ¿Qué es eso?
—Conejos y conejas, jabalíes y jabalinas, sementales y yeguas, todos los
pobladores de cuatro patas de páramos y pantanos haciendo lo que hacen en el
despertar del año. ¿No puedes imaginártelo?
Sí, había oído hablar de Los Cinco Bolsillos Calientes. Dos parejas, de
sexo indeterminado, y una quinta persona que quedaba en reserva; llevaban
una variedad de máscaras de animales y actuaban cargados de afrodisíaco
para asegurar que nada fuera simulado. El único elemento de drama en sus
espectáculos era quién iba a poseer al quinto en reserva, y por qué orificio.
Eran propiedad de un abastecedor de barcos al que Testarroja había expulsado
de la provincia, por suministrarle a la flota una carne de cerdo salada que
estaba podrida. Una vez intentó que les consiguiera contratos, y Jibia logró
que no tuviese éxito en el empeño. Pero ¿un teatro de guarnición? ¿Acaso se
los había vendido al ejército? Y si así era, ¿por qué el ejército iba a tener
que…? Pero, seguramente…
—¡Quieres dejar de decir «seguramente»! Te quedas ahí con la boca
abierta, como la primera vez en que te puse sobre un escenario y te quedaste
completamente en blanco. ¿Seguramente, qué, muchacho, seguramente, qué?
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—Comenzaba a gritar y se aglomeraba un grupo bastante grande de curiosos.
Un hombrecillo de nombre Dulcera, que dirigía una agencia de muy mala
reputación en una caseta de un callejón cercano, se encontraba de pie junto a
mí. Recordé que durante un tiempo llevó la representación de los «Bolsillos»
en nombre del corrupto proveedor. Intenté hacerle recobrar un poco de
sensatez al furibundo Paletilla.
—¿Pero quién va a comprar entradas? Hay que cobrar muchísimo por un
asiento para lograr que este teatro cubra gastos, los dos sabemos eso; si bajan
los precios para la clase de gente que quiere ese tipo de espectáculo…
—¡Va! ¡Siempre hay ese tipo de gente, siempre se encuentra un público
asqueroso para la crueldad y la mierda, si te tomas la molestia de cavar lo
bastante hondo!
—No, no comprendes a dónde voy a parar: el coste de las entradas…
Entonces, Dulcera metió baza:
—No creo que vaya a pagarse nada para poder asistir al espectáculo.
Distribuyen las entradas como regalo para los soldados el día de pago; dos
para cada hombre, para que lleven a sus amiguitas. En este mismo momento
tengo en mi oficina una cuantiosa factura por armenios de doce años de edad.
¿Acaso no sabéis que hay una guerra?
Así que era eso. Ésa era la noticia. Existía una explicación que el pobre viejo
y confundido Paletilla no había logrado desentrañar. El ejército romano
avanzaba a través de la provincia hacia Éfeso por primera vez en cuarenta
años; y nosotros tendríamos que alojar a los soldados. Algún general había
ganado una victoria, en alguna parte del este donde yo había perdido a mis
bailarines; por lo que decía Dulcera, era evidente que los armenios habían
sufrido. Si él estaba importando niños, también debía haber un gran número
de cautivos adultos. Pensé en los lobos y los leones; pensé en Jibia y el
mercado de Antioquía.
Me pregunté qué clase de hombre sería el general. A lo que sucedía en
esta coyuntura dentro de la administración, lo que fuera, debería ponérsele
freno antes de que la totalidad de nuestra profesión, a lo largo de la costa,
quedara arruinada por completo. La rapacidad de los impuestos, y ahora el
ejército; jamás podríamos hacer frente a ambas cosas al mismo tiempo. En
todos los años de mi vida nunca tuvimos que hacerlo. Cabía, pensé, la
posibilidad de que tal vez el general no fuese personalmente responsable. ¿No
podría alguien abordarlo con precaución? Tenía la vaga idea de que se le
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conocía como «La Mancha», que sonaba siniestro; desde luego, no sugería
otro Testarroja. Todo esto se lo comenté a Paletilla, bajando la voz. Él miró a
Dulcera con reserva.
—Aquí no, querido hijo. En los escalones de este pórtico hay demasiadas
cagadas de perro. Hablaremos de ello en tu fiesta. No me cabe duda de que
invitarás al tipo de gente adecuado; puedo darte los nombres de uno o dos que
me consta que estarán en la ciudad. No haremos esto a través del gremio.
Afecta a muchísimos más artistas que a los pomposos bastardos clásicos de
este teatro. A los tradicionales y a los no tradicionales; te daré unos cuantos
nombres… Impuestos atrasados, ¡vaya! Nunca había oído semejante pretexto.
En mi modesta opinión, detrás de esto se esconden celos vengativos. —Aún
parecía creer a medias que todo el asunto había sido organizado para privarlo
de su prestigioso papel secundario; lo contemplé mientras se alejaba furioso,
dando traspiés calle abajo, farfullando y mascullando, el hombro derecho
corcovado que proyectaba una sombra abultada sobre la blanca pared.
Mi viejo amigo lo había olvidado, quizá, pero debería saber que yo tenía
bastante más conocimiento sobre el impago de impuestos del que la gente en
su mayoría sospechaba. Impago de impuestos, crueldad, mierda. Dediquemos
algunas páginas a rememorar cómo lo adquirí.
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Mi padre decía que él era una especie de árabe; mi madre era medio persa,
medio griega de Paflagonia, una persona muy afectada, en absoluto simpática.
Mis compañeros de escuela decían que mi padre la había comprado en un
burdel, en pago de los impuestos atrasados del propietario. Llegué a estar muy
harto de ser el hijo del hombre más infame del distrito.
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tugurios plagados de enfermedades donde te reconocerían como funcionario
del servicio civil e intentarían aprovecharse»). Era una joven lady muy
superior que nunca se dignó reparar en mí. Con mi madre no se llevaban bien.
Ella compartía algún secreto con el enano. Solían meterse en la «habitación
trasera» a hablar del asunto cuando suponían que no había nadie en casa (yo
podía pasar muy inadvertido cuando quería). Ella susurraba y él le ladraba lo
que parecían órdenes abruptas en su estrafalaria lengua. Era un cambio,
respecto a los alaridos de dolor que solían surgir de detrás de aquella
puertecilla malhadada. A veces parecía que ella le cantaba. Semejantes
sonidos nunca emanaban de la habitación que compartía con su esposo. Era
todo muy raro. Solía pensar en contárselo a mi hermano. Solía abrazar aquel
pensamiento y darle vueltas en la cabeza. Pero le tenía demasiado miedo al
enano para actuar de acuerdo con esa idea.
Si llegaba a casa sin tropiezo después de la representación, mi padre me
daría una nota de enfermedad para el director, con el propósito de demostrarle
que el servicio civil podía cuidar de su gente. Por supuesto, me azotaría él
mismo. Pero él no me hacía daño. El enano me lo habría hecho. No obstante,
no usaría al enano conmigo, porque eso degradaría al servicio civil o, en
cualquier caso, degradaría el trasero de un hijo del servicio civil; y los
provinciales podrían enterarse del asunto.
Pero no llegué a casa sin tropiezos. Tuve que quedarme dando vueltas por la
ciudad durante tanto tiempo, en espera de que oscureciese, que sentí la
necesidad de entrar en la taberna por si acaso la gente comenzaba a hacer
preguntas. Me encontraba, y bien lo sabía, en una parte del área de
recaudación de mi padre. Tenía ahorrada justo la cantidad de dinero precisa
(robada: sustraída del aparador de la cocina cuando el cocinero estaba, como
de costumbre, borracho) para pagar una copa de vino. Había un grupo
mediano de campesinos que habían acudido a ver la representación y a
celebrar la fiesta religiosa de la cual la obra formaba parte. Fuera, en la
polvorienta plaza, los actores estaban desmantelando el escenario y los toldos,
y guardando sus trajes y máscaras en vistosas cestas. Eran siete en total: tres
hombres y dos muchachos, más dos mujeres jóvenes que no habían actuado
en la obra misma (los papeles femeninos eran representados por los jóvenes),
pero habían tenido a su cargo el canto y la danza con panderetas, durante los
intervalos, para los cuales no llevaban máscaras. Pensé que eran muchachas
cordiales y alegres con las que sería agradable hablar; sin embargo, cuando
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entraron en la taberna y se sentaron en alegre y ruidoso grupo, me sentí
demasiado nervioso para abordarlas.
Me encontraba sentado a solas ante la mesa, en una esquina de la terraza,
medio oculto por una pantalla de postes con viñas que se enredaban de través
y por encima. No era el lugar más cómodo, porque el camarero no dejaba de
darme empujones al entrar y salir del recinto, y un montón de hombres
retrocedían hasta topar contra mi mesa con sus copas de vino en la mano para
reunirse en torno a la ruidosa conversación entre los villanos más importantes
(invitados oficiales a los festejos) y la compañía teatral. Había muchos
empujones y carcajadas, que se hicieron más bulliciosas a medida que
oscurecía. El camarero se puso de pie sobre mi mesa, sin una disculpa, para
colgar unos faroles del enrejado. Dentro de la taberna se había iniciado una
discusión cada vez más estridente. Rudas voces de agricultores denunciaban
el sistema fiscal estatal; pensé que era el momento más adecuado para
marcharme.
Pero de vez en cuando podía atisbar una visión fugaz de una u otra de las
bailarinas, a través de las hojas de parra y los apretados codos; reían, sudaban
y bebían, tan cómodas con todos aquellos hombres alborotadores que me sentí
torturado y deleitado al mismo tiempo.
Y por completo incapaz de levantarme y partir.
—Pareces tener un agradable rinconcillo para ti solo. ¿Te importa que me
siente contigo?
Me volví en redondo, presa del pánico. Era uno de los actores, un hombre
bastante joven, con largos cabellos negros, que había representado al
extorsionador Parásito, un personaje que podría haber estado moldeado, rasgo
a rasgo, siguiendo el modelo de mi propio hermano, con algunos detalles de
mi padre añadidos. Parecía cansado y tenía en la mano una gran jarra de vino,
de la que bebía con mucha ansia.
—Has visto el espectáculo, ¿verdad? Por supuesto que sí… primera fila, a
la derecha del escenario, y cuando Cloe bajó con la pandereta para recoger las
propinas, fingiste que habías perdido un botón o algo así y te pusiste a cuatro
patas. Sin embargo, aplaudías y reías más que ningún otro. ¿Qué os ocurre a
la gente de por aquí? ¿No creéis en eso de pagar buen dinero por el buen
trabajo? Oh, discúlpame, te he avergonzado… ¿por qué ibas a tener dinero?
Te has escabullido de la escuela o de la tienda de tu jefe, no me lo digas,
conozco la historia. No, pero dime una cosa… has visto el espectáculo… ¿te
ha gustado de verdad?
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—Oh, sí —repliqué—. Sí… sí… —Tartamudeé—. Fue maravilloso —
dije. Él me contempló con cautela, como si sospechara que me burlaba de él.
—¿De verdad lo piensas? Sí, es verdad, piensas realmente eso. Dime…
aquí se está bien y tranquilo, no tenemos por qué reunirnos con los
muchachos y las muchachas en todo ese alboroto, y de todas formas estoy
demasiado fatigado… Dime, ¿ves muchos espectáculos? ¿Tienes puntos de
referencia para comparar? Resulta evidente que eres un hombre educado. —
Educado o no, resultaba de lo más obvio que yo no era un hombre, educado o
no, y no logré distinguir si ahora estaba riéndose de mí, o simplemente
mostrándose amable e intentando que me sintiera cómodo. Resultó ser lo
segundo. Durante media hora hablamos de teatro… Le concedí el beneficio
de mis opiniones y críticas inmaduras, de hecho (cuánto me avergüenza ahora
admitirlo) me aventuré a ofrecerle una serie de imitaciones de los actores que
había visto, en momentos diferentes, a lo largo de los años. A cambio, él me
contó historias extraordinarias sobre la profesión, estaba emborrachándose un
poco con el vino, que no dejaba de beber a grandes tragos, y sus anécdotas se
volvían más y más escandalosas. Su voz descendió hasta un íntimo murmullo
malicioso, y continuó llenando mi copa con el vino de la jarra. Ahora me
pregunto, ¿estaría intentando seducirme? Yo era realmente muy inocente. Mi
involuntario papel como paria de la comunidad me había impedido ser
iniciado en las confidencias sexuales y actividades experimentales de los
niños de mi edad, y nadie había visitado jamás mi casa para hablar de otra
cosa que no fuese dinero, administración y posición social.
El actor fue la primera persona que en realidad me habló como un amigo.
Si había algo más, me pasó por completo inadvertido.
Salió la luna, muy grande, muy baja, un escudo dorado brillando en el
cielo, sobre el tejado de paja a dos aguas del pequeño templo del otro lado de
la plaza. Dos perros peleaban un poco más abajo, en la calle vacía. El grupo
de la taberna se agitó y bramó, y una hilera de hombres se levantó para bailar
con pañuelos blancos en la mano. Las dos muchachas del teatro hicieron
sonar las panderetas para ellos. Luego las muchachas comenzaron a cantar
una canción erótica de tonos agudos, algo así como:
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Eróstrato, ¿no oyes lo que he dicho…?
Te deseo ahora, Eróstrato, aquí, aquí,
en mi cuello, en mi pecho, en mi boca, en mi párpado, en mi oído…
Oh, querido mío, no temas,
te deseo ahora, en mi mano, en mi coño mojado, no puedo esperar;
Eróstrato, ven pronto, Eróstrato.
¡Pronto será demasiado tarde…!
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oscuridad, tropecé pesadamente con un taburete, me aferré a uno de los postes
del enrejado para salvarme y comencé a vomitar.
En el mundo giratorio que me rodeaba, percibía que el joven actor se
encontraba aún a mi lado y me sujetaba la cabeza. Mascullé algo («vete,
lárgate, déjame solo»), algo muy poco elegante; y luego me derrumbé y perdí
el conocimiento.
Cuando volví a mirar en derredor era pleno día, y durante un rato no conseguí
rehacerme ni comprender dónde estaba ni cómo había llegado hasta allí.
De hecho, me encontraba sobre una pila de sacos, en el suelo, bajo el
carro de los actores. Nos hallábamos en un campo diminuto, a poca distancia
del poblado, en las afueras; la mula que tiraba de él pastaba a escasos metros
con una maniota en las patas, dos o tres integrantes de la compañía yacían
durmiendo ruidosamente junto a mí, y Cloe, muy desarreglada y furiosa,
atendía una hoguera sobre la que colgaba una olla. Me senté con cautela, y
ella me vio.
—Ah —dijo—, estás ahí. Por fin uno de vosotros está despierto. Ven
aquí, muchacho, y sopla estas ramas. Vamos, muchacho, despabila, ¿quieres?
¿Dónde demonios se ha metido esa Irene? Se supone que deberíamos de estar
de camino, fíjate dónde ha llegado ya el condenado sol. Fíjate —repitió, y
comenzó a tironear de las piernas del hombre que estaba junto a mí—.
¿Quieres mirar al maldito sol? Nunca llegaremos a donde vamos. Podría
pensarse que fue para entretenernos nosotros, y no a ellos, que pasamos toda
la noche haciendo esto y aquello.
Yo tenía la mente espesa y no me resultaba nada claro lo que ella pensaba
de mí, si sabía quién era, o si estaba tan habituada a ver caras nuevas bajo las
ruedas al despertar por las mañanas, que había dejado de formular preguntas.
Me arrodillé junto al fuego y soplé. La ceniza subió hasta mi rostro y me hizo
toser y escupir.
Un hombre de edad avanzada, de nariz afilada y hombros encorvados (al
que reconocí como el personaje de Miser de la comedia, cuya hija siempre
huía con jóvenes nobles libertinos), asomó la cabeza por debajo del toldo del
carro.
—¿Dónde demonios está Irene? —preguntó—. ¿Y quieres mirar al
condenado sol? —Entonces me vio—. Ah, estás ahí. Así que te quedaste,
después de todo. —Lo miré con los ojos fuera de las órbitas, y se echó a reír
—. Me ha informado mi joven amigo Proteo de que manifestaste cierto
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interés por entrar en la profesión. —Su voz se volvió repentinamente
meditativa y retórica; adoptó una pose deliberada. A pesar de no estar afeitado
e ir vestido sólo con la ropa interior, resultaba definitivamente impresionante
—. Por supuesto —prosiguió—, mi aceptación de tus talentos está
condicionada por la confirmación de renuncia de Ganímedes, que ahora forma
parte de mi compañía. ¡Ganímedes, a ti te hablo! Despiértalo.
Cloe propinó un fuerte empujón en las costillas, con un palo de leña, a un
muchacho que se encontraba enroscado y roncando bajo una manta. Él se
sentó y la miró con expresión ceñuda.
—Ganímedes —dijo el hombre de más edad—, ayer me dijiste que tenías
un puesto mejor en Sardes. ¿Es todavía cierto hoy, o meramente estabas
esforzándote más de lo normal para aumentar la desconfianza que me
inspiras?
El muchacho miró a Cloe, me miró a mí, miró a su señor.
—Belerofonte, el comedor de fuego, necesita un tamborilero para su
actuación. Paga veinticinco, que es tres veces más de lo que obtengo de ti,
incluso en el mejor momento de la temporada. Acabé mi época de aprendizaje
hace dos meses y medio. No puedes retenerme, así que no lo intentes.
—Mi querido hijo, no tengo intención de intentarlo, y menos aún de
conseguirlo. Verás, tú no me gustas; y ayer, en dos ocasiones, me
interrumpiste antes de que se produjeran las risas. Sardes se encuentra en
aquella dirección; nuestro camino es éste. Aquí tienes tu dinero, cuéntalo, está
todo ahí. —Hizo aparecer de la nada un puñado de monedas con la segura
pomposidad de un mago—. ¡Come fuego para contento de tu corazón, y
cuando el amigo Belerofonte se emborrache demasiado como para hacer otra
cosa que no sea prenderle fuego a su chaleco, ponte ascuas del mismo sobre la
cabeza y recuerda adónde habrías llegado de haber tenido más de media onza
de elemental gratitud humana! ¡Estúpido infante… márchate!
Ganímedes recogió su manta, envolvió en ella unos pocos objetos
personales y echó a andar camino abajo sin una sola palabra más. Mientras se
alejaba, volvió a dirigirme una mirada, penetrante, y se echó a reír como un
perro que ladrara.
Cloe dijo:
—Proteo me ha dicho que su padre es recaudador de impuestos. Bueno —
prosiguió—, perfecto; tiene una cara bonita, justo lo que meter dentro de una
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máscara, carece por completo de experiencia, y su padre es recaudador de
impuestos. ¿Supones que merece la pena el esfuerzo?
El empresario torció la nariz a un lado, se sonó los mocos con los dedos,
bajó trabajosamente del carro, se encaminó hacia la hoguera, vertió agua
caliente en un cuenco de harina de avena y comenzó a comer.
Después de dos o tres bocados, dijo:
—No, y no vale la pena. Querida hija, no la vale. Interferir en la familia
de un burócrata ladrón chupasangre… Tienes toda la razón, ellos lo llamarán
secuestro y nos crucificarán a todos. Así que… —Y me miró con cautela,
sopesándome—. Así que, como comprenderás, sería de lo más peligroso que
intentáramos llevarte con nosotros fuera del distrito de tu hogar. No obstante,
te necesito, muchacho; y tú necesitas una vida, y un arte, y una oportunidad
de expresarte para hacerle justicia a esa cara bonita. Proteo dice que eres
cómico; nosotros somos una compañía de comedia. Te diré lo que haremos,
tengo un plan. Puedes unirte a nosotros en Priene. Puedes llegar hasta allí por
tus propios medios, no deberías tardar más de… eh… unos días si caminas
rápido; te reúnes allí con nosotros a finales de la próxima semana. ¿Puedes
hacerlo? Por supuesto que el muchacho puede; es un actor; está más que
ansioso por demostrar su valía. Querido hijo, necesitarás dinero para tus
gastos.
Una vez más, los rápidos movimientos de mago, y un puñado de monedas
pequeñas apareció en su mano. Más tarde descubrí que era más o menos lo
suficiente para comprar una pieza de pan.
—Bien, pues —prosiguió el empresario—, puedes desayunar aquí, y
emprender la marcha por tu camino. ¡Buen Dios, mira dónde está ya el sol!
Éste es el acuerdo.
Me explicó que recibiría la mitad de la parte normal que un muchacho con
experiencia recibía de los beneficios (cuando los había), y tres cuartas partes
de la porción de las provisiones comunales que obtenía un adulto, y que a
cambio de garantizarle que guardaría silencio sobre mi procedencia y familia,
recibiría su instrucción personal en los rudimentos de mi arte; podría empezar
llevando la máscara de la ingenua cuando no tuviese más de una o dos frases
de diálogo, y si mis cualidades resultaban prometedoras, me ascendería a la
cortesana Peloamarillo (la especialidad de Ganímedes, y con papeles
importantes en varias obras). Incluso sacó las máscaras para enseñármelas,
aunque no me permitió ponérmelas. También sería responsable del lavado y
doblado de los trajes, del cuidado de los accesorios y decorados, de asear a la
mula, comprar la comida, colocar los carteles de las obras, barrer la zona de
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actuación, lavar la ropa de calle de la compañía, hacer recados personales y
delicados para Cloe e Irene (al parecer una tarea notable), asegurarme de que
el fuego del campamento ardiera durante toda la noche cuando dormían al
raso («lobos, querido hijo, gatos monteses, bandidos»), masajear el hombro
derecho del empresario cuando le doliera mucho y, en general, estar siempre
disponible para lo que me mandaran.
—Todo esto —dijo con solemnidad—, todo esto a condición de que nos
des alcance en Priene. Si lo haces, se confirmará mi infalible intuición: tú, y
nadie más que tú, eres el hombre que necesitamos.
Por increíble que pueda parecer, en aquel momento le creí de manera
absoluta. A fin de cuentas, ¿por qué no hacerme actor? ¿Por qué no ganarme
la vida haciendo todas esas cosas que durante los últimos años había hecho
sólo para mí mismo, en la privacidad de mi propia habitación?
Desde que descubrí que podía representar, sólo con mi voz y mi rostro y
un deslucido espejo que le compré a un vendedor ambulante en la puerta
trasera de mi casa (todo un mundo asombroso de personas a las que nunca
había visto, pero de las que todo lo sabía porque las había inventado para que
me hicieran compañía), casi había dejado de hablar de manera inteligible con
nadie más. Me sentía inmensamente valiente; y también inquietantemente
asustado.
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anillos, grandes pañuelos, tocados, lazos de cintas, manoseándolos,
quitándoselos por enésima vez y arrojándolos sobre todas las mesas que
encontraba a su paso; el cocinero crápula entre los platos sucios, su ayudante
atormentando a un perro perdido con un espetón oxidado; el esclavo de la
puerta principal, denegándole con desprecio la entrada a todo el mundo, a
menos que fuesen funcionarios del gobierno, y a estos últimos casi les lavaba
los pies con sus retorcidos dedos; una criada de pies descalzos llorando
desesperadamente debajo de la escalera porque mi hermano le había hecho
algo malo en el recodo del corredor del dormitorio.
No podía soportar la cara de ninguno de ellos; y sin embargo, aparte de
ellos, el mundo era, hasta donde yo sabía, tan inmenso, tan arbitrario,
rechazaba de manera tan absoluta el tipo de persona en la que pensaba que tal
vez me convertiría, que no podía soportar tampoco su rostro.
Me senté sobre una piedra y miré con desdicha a lo largo del valle, hacia
donde se ensanchaba con una vista del mar. Un barco se alejaba de la costa,
su blanca vela reflejaba el sol, el tallado dorado de la popa destellaba
vivamente contra el azul. Me pregunté si los marineros entendían con
exactitud a dónde iban (el capitán obviamente lo sabría, y sin duda sus
subordinados más curtidos), pero ¿no podría haber a bordo uno o dos
jovenzuelos que hubieran implorado que los aceptaran a bordo y ahora
desearan sin esperanza no haber abandonado nunca tierra firme? Estaban en
verdad a punto de desvanecerse tras los confines del mundo… Absurdo, por
supuesto, no tenía razón para creer que el barco se dirigía a otra parte que no
fuera una de las islas próximas…
Unos pasos y una respiración agitada a mis espaldas; me volví; era Cloe.
—Si crees que has llegado a Priene, ¿me permites decirte que no es así?
¿Quieres ir o no?
Todavía iba muy desarreglada, y reparé en una contusión negruzca debajo
de uno de sus ojos, contusión que la noche anterior no tenía, pero su
expresión de ferocidad había desaparecido. Me sonreía con la misma sonrisa
que les dedicó a los actores cuando se sentaron todos en la taberna, que no era
en absoluto la que les ofreció a los pobladores que llegaron con exigencias
insistentes. Sin pinturas en la cara, era mayor de lo que había creído al
principio, tenía quizás unos veinticinco años, como mínimo.
—Vi cuánto dinero te dio el viejo Paletilla, viejo bastardo tacaño; mira, si
te das prisa podrás estar en el puente del Caballo antes de que se ponga el sol;
no tiene pérdida, los barracones de la guardia tienen una talla de la diosa del
amor sobre la entrada, no me preguntes por qué, pero siempre me hace reír.
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No vayas a la posada que hay allí, te cobrarán de más, les conozco. Hay una
tienda de talabartero en la esquina de la plaza, justo delante de la fuente;
pregunta por Piernaslargas, es amigo mío, y dile que dispongo que te deje
dormir en el almacén. Si no te cree, enséñale esto.
Me entregó un objeto pequeño y redondeado de alguna piedra brillante,
con un lazo de amor grabado en él, que sacó de un broche de su collar. Luego
prosiguió explicándome lo relativo a arreglos similares a que debía llegar con
otros viejos amigos en casi todos los pueblos y ciudades a lo largo del camino
de Priene. Escogía bien a sus hombres, Cloe… Según resultó, ni uno sólo me
negó lo que ella pedía. Se aseguró de que repitiera sus complejas directrices, y
luego me abrazó y me besó, lo cual me dejó atónito.
—Asegúrate de llegar a Priene, muchacho; él nunca debería haber hecho
semejante acuerdo contigo. Pero a ninguno de nosotros nos gustan los
recaudadores de impuestos, ni a ti tampoco, supongo, todos somos unánimes.
Así ardan las gónadas de esos bastardos, y puedes tomártelo como quieras. Y
asegúrate de poder devolvérmelo (se refería a las prendas para sus viejos
amigos), me las devolverás en Priene; cariño, asegúrate de llegar allí como
sea.
Luego se quitó el pelo de los ojos (tenía que inclinarse para que sus ojos
quedaran al mismo nivel que los míos), y se escabulló apartándose del margen
del camino, sacudiendo su gran culo como una cabra, pasando por los campos
hasta donde el otro camino se desviaba al oeste, donde podía ver la parte
superior del carro, alejándose a tumbos en su propio viaje, a través de un
grupo de bajos arbustos espinosos.
Ahora no me cabía ninguna duda de que jamás regresaría a casa. De que,
al fin y al cabo, los confines del mundo, peligrosos e improbables, bien
valdrían la búsqueda. Y emprendí la marcha hacia ellos. Después llegaría
incluso a pensar que los había encontrado.
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No me gustaba pensar que después de todos estos años tranquilos me
había visto devuelto sin remedio al enano amarillo, la «habitación trasera», el
único diente de oro.
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lo que estaban normalmente… un gesto que siempre precedía a una
declaración de intenciones.
—Si estás diciéndome seriamente que has dejado la elección de los
invitados por completo en manos de ese viejo tirano refunfuñón de Paletilla,
que nunca ha permitido que ninguna mujer lo aconsejara en otra cosa que no
fuese el tipo de aceite que debía ponerse en su calva cabeza, entonces lo único
que puedo decirte es: por lo que a mí concierne se trata de tu propio
cumpleaños y la carne de cerdo puede asarse ella misma.
Esto era muy serio. Algunos propietarios la habrían emprendido a
correazos con ella allí mismo y en ese preciso instante. Pero recordé al
Cuervo, e hice una seña sagrada para evitar que nos escuchase. Ella lo vio y
me dedicó una feroz sonrisa maliciosa.
—Todo eso está muy bien —le dije—, pero ya es demasiado tarde para
remediarlo. Aunque, de todas formas, algunos traerán a sus amigas consigo.
Tú no serás la única mujer presente, te lo prometo. ¿Te satisfaría eso?
—No. Pero no te preocupes. —Apartó los ojos de mí con gesto furtivo—.
No te preocupes, ya está todo arreglado.
—¿Qué quieres decir con que todo está arreglado? ¡Quieres mirarme a la
cara! Has estado haciendo algo. ¿Qué?
Jugó con su collar de piedrecillas.
—Antes de ir al mercado llamé a unas cuantas puertas. No todos estaban
en casa, pero al menos logré hablar con Cloe. No deberías haberte olvidado de
Cloe, es amiga desde hace mucho tiempo; y ella me prometió traer a alguien
más. Por cierto, hablaba en serio con respecto a la siria de más edad; solía
vivir con un juez en Damasco, y le preparaba todos los veredictos. No, no
quiero que me beses. Pon una marmita grande de agua a hervir en el fogón,
por favor. Tenemos mucho trabajo por delante…
Debería haber adivinado que Cloe llegaría al menos con una hora de adelanto.
Nuestra antigua amistad le confería el derecho, según su opinión, de tomarse
estas libertades sin previo aviso. Había abandonado el escenario para casarse,
diez años antes más o menos, y desde entonces había enviudado dos veces.
Sus dos esposos fueron apacibles maestros artesanos, muy trabajadores, y ella
dio a luz muchísimos hijos. De su segundo marido heredó un negocio de
vestuario para teatro, que dirigía con brío y energía inmensos, y casi tenía el
monopolio del negocio en el distrito. Se había vuelto muy corpulenta y, por
alguna caprichosa razón (no era una viuda inconsolable), vestía siempre de
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negro, con una masa de pañuelos negros en la cabeza y chales en torno de los
hombros. Su cabello, cuando ella permitía que se le viera, era tan abundante
como siempre, sin mácula alguna de gris. Tenía el engañoso aspecto de una
vieja esposa campesina en una fiesta rural.
Entró andando pesadamente por la puerta justo cuando Jibia se había
retirado a la habitación trasera para tomar un baño y cambiarse de vestido. La
comida estaba cocinándose sin problemas y yo le daba los últimos toques a la
decoración de la estancia delantera. Aún tenía aspecto de oficina. Aunque una
oficina con flores y telas grises, y una variedad de atractivas ánforas de vino,
platillos de nueces, frutas, uvas pasas y todo eso.
—Marfil, cariño mío, ¿cómo estás? Treinta y cinco, ¿verdad? ¡Ya treinta
y cinco! ¡Treinta y cinco! ¿Cómo puede ser que seas mayor que yo? Antes no
era así… ¿o sí lo era? —Jadeó y se abanicó. Avanzó con vivos pasos cortos
hacia dondequiera que deseara ir—. Bueno, bien; ¿dónde está Jibia?, ¿dónde
está mi adorable pájaro negro?… Jibia, verdaderamente un nombre
monstruoso para una muchacha hermosa… ¿dónde está? ¡Tengo que hablar
con ella! —Se lanzó por la cortina de cuentas que cubría la puerta entre
ambas habitaciones. Jibia, lustrosa estatua de ébano, de pie dentro de una tina
y vertiendo agua sobre su cabeza, chilló de placer al verla y se abrazaron con
desinhibido ardor. Cloe, con toda la parte frontal chorreando, se volvió de
repente hacia mí y me envió hacia la puerta—. Hay una amiga que viene
detrás de mí; pobre criatura, no podía seguirme el paso; ¡ve a recibirla,
muchacho, corre, jamás adivinarías quién es!
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plata y esmeraldas!) entre la confusión verde mar de serpenteantes bucles.
Pendientes como argénteos platos de sopa, los pechos semidesnudos entre los
holgados pliegues del vestido, los pezones asomando con precisión en rojo
ocre y dorado. Olía como un templo donde el incienso hubiese ardido durante
toda la noche.
Y ésta era la desapacible ramera de voz aguda que solía gritar su
insatisfecha lujuria por el Eróstrato portador del fuego; la que me metió en el
carro del viejo Paletilla cuando el resto de la compañía partió al pueblo
después de una representación, la que desnudó mi intacto cuerpo y me había
agarrado y golpeado hasta que comencé, febrilmente, a hacerle lo mismo; la
que me impulsó a decirle «te amo», en diez tonos diferentes, cuando todo
hubo acabado, y luego me abofeteó y dijo que todo eran mentiras. Me sentí
tan genuinamente intimidado por su nueva apariencia que no creo que hubiese
podido siquiera besarla si ella no hubiese dado un salto para besarme. Sus
duros y menudos brazos me rodearon por detrás, sus uñas se clavaron en mis
nalgas.
—Por la sangre del toro, has engordado —dijo—. ¡Oh, Dios, pero… tu
pierna… ¿por qué Cloe no me ha dicho nada?! ¿Por qué no me lo contaste tú?
La corpulenta Cloe me observaba y sonreía con malicia desde la
habitación trasera.
—¿Y qué me dices de la gordura? —dijo—. En cuanto a la pierna, todos
nos hemos habituado a ella, ya no hay pesar, este hombre trabaja
condenadamente bien para todos nosotros. ¿Sabes dónde ha estado, esta zorra
de Irene? ¿Sabes dónde ha estado, cariño? En el último rincón del mar Negro,
nada menos. ¡En Trebisonda!, ¿puedes creerlo? ¡Haciéndole el amor al rey del
Ponto!
El rey del Ponto era algo así como un chiste para nosotros en aquellos días
(más tarde cambiaríamos de opinión): un bárbaro oriental que ansiaba ser
griego y civilizado, y que envenenó o estranguló a todos sus parientes. El
mismo (según se decía) tomaba cada día veneno en el desayuno con el fin de
inmunizarse. Nosotros lo llamábamos rey Estricnina, y especulábamos
impúdicamente acerca de sus hábitos sexuales (su harén era del tamaño de
una legión). ¿Era realmente posible que Irene hubiese vivido allí? Sí, lo era; y
la historia que relató de las aventuras vividas una vez que consiguió salir,
sufragando su viaje hacia el oeste atravesando un surtido de ejércitos del
frente de batalla de Capadocia sin otro recurso que su propia carne dorada (y
un dobladillo del vestido lleno de joyas), habría dejado atónito a un bardo
árabe.
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En este punto, Jibia se reunió con nosotros completamente vestida, o más bien
descubierta, con un traje de plumas y tiras de cuero escarlata entrecruzados.
Vio mis cejas alzadas.
—Al fin y al cabo es tu cumpleaños. No quiero que tus más viejas
amistades acaparen toda tu atención. Y además, lo ha hecho Cloe. Su regalo
de cumpleaños para ti.
Acto seguido, ella e Irene se midieron mutua y escrutadoramente. Por
fortuna ambas decidieron, más o menos, aplazar sus manifestaciones de
desaprobación ante lo que veían.
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personajes; dicho aditamento sería considerado una gran indecencia por las
autoridades.
Luego, el filósofo, burlón y despectivo, hizo mención de Los Cinco
Bolsillos Calientes; el gobierno y la indecencia parecían ir del brazo en este
caso, pensaba él. Roscio se mostró aún más incómodo al explicar que el teatro
para soldados era algo muy diferente, en absoluto representativo, y tampoco
particularmente itálico… ¿no había oído decir él que los Bolsillos eran
originarios de Esmirna? El filósofo —que tal vez sabía sobre Italia más de lo
que dejaba entrever— preguntó entonces por el teatro de la Urbs, su
dimensión, antigüedad, sistema económico y demás.
Roscio lo miró directamente con un ojo, y dejó que el otro vagara con
expresión arrepentida hacia los que estábamos a su alrededor, lo que causaba
un efecto irresistiblemente burlesco, un ratero de bolsas cogido con las manos
en la masa, fingiendo que su mano no se encontraba ni por asomo en la bolsa
de su víctima.
—Ah —dijo—, el teatro de la Urbs… ¿cómo puedo confesar que no
existe nada semejante? Hace pocos años, no muchos, había uno casi
terminado. Pero el gobierno ordenó desmantelarlo, que todas las piedras
fueran quitadas una a una, quitadas hasta los cimientos; nada de teatro, nada.
Todos nos sentimos horrorizados y, como es natural, quisimos saber más.
Roscio nos contó que según la Urbs un teatro permanente «feminizaría a
la gente fuerte, que induciría a los niños a mantener relaciones anales…»,
todo disparates por el estilo, por supuesto, disparates de Catón, nada
representativos.
Sólo el filósofo parecía haber oído hablar de Catón. Lo describió como «el
moralista arquetípico de Roma, aunque felizmente muerto». Frotó la nariz en
los pechos desnudos de su ramera, y vituperó el celo de Catón por la
destrucción de Cartago, que se produjo, según dijo, «el mismísimo año en que
destruyeron Corinto».
—Hoy en día —prosiguió—, ¿qué es Corinto? Un acantonamiento militar
y una compañía de entretenimiento para la guarnición de naturaleza muy
detestable. Oh, en efecto, nada representativo, mi querido señor, debemos
aceptar tu afirmación. Pero cuando tengamos que observar sus envilecidas
posturas, afectadas y sin alma, en nuestro escenario profanado, ¿cómo nos
traerá eso consuelo alguno?
Resultaba desagradabilísimo que esta vieja alcachofa acosara de tal modo
a mi invitado extranjero, en especial cuando Paletilla había insinuado que
aquel itálico podría prestarnos una ayuda muy concreta si se le trataba como
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era debido. Aunque, por otro lado, tal vez no fuera mala cosa que Roscio se
apercibiese con rapidez de la fuerza del sentimiento que prevalecía en Éfeso.
Me encontraba aún debatiendo conmigo mismo la forma de afrontar la
desagradable situación cuando, para sorpresa mía, Irene se precipitó al ataque.
Tenía los ojos enrojecidos y una expresión furiosa; cargó contra el filósofo,
profiriendo lo que más tarde aclaró que eran juramentos persas de naturaleza
muy piadosa, aunque en griego parecían lisa y llanamente groserías.
—¡Por la sangre del toro —le ladró—, cómo te atreves! Este dulce
hombrecillo ha dejado completamente claro que se opone con vehemencia a
todo lo que nos oponemos nosotros. ¡Lo han perjudicado tanto como intentan
perjudicarnos a nosotros! ¡Pero si él representa todas esas obras de Menandro,
como dice, y ni siquiera le conceden un edificio donde representarlas, de
modo que nadie asiste y él se halla en la ruina…! ¡Por la sangre del toro, yo a
eso lo llamo heroísmo!
Se había pasado, por exceso, al otro extremo, y Roscio tuvo que
asegurarle que era sólo en la Urbs donde «el público es contrario; en las
ciudades del sur, querida señora, muchos miles componen nuestra
audiencia…». Pero ella apenas le hizo caso; y, para cuando concluyó, la
muchacha del filósofo lloraba ebria y vomitaba echada de través sobre el
regazo de Cloe, en un rincón, mientras, en su desconcierto, el anciano había
volcado una fuente de pescado asado y se arrastraba por el suelo en busca de
su broche (de algún modo, mezclado con la salsa derramada). Jibia
permanecía durante la mayor parte del tiempo en la habitación trasera,
sirviendo. La ramera más bien dulce que acompañaba al funcionario de
licencias se ofreció, servicial, a ayudarla; lo que significó que se movía con
dificultad entre nosotros, tumbados sobre cojines, pasando platos calientes de
comida por encima de nuestras cabezas, y muchas más ánforas de vino de lo
que era prudente a aquellas alturas de la velada.
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errabundos por debajo de la ropa interior, se habría acabado la conversación.
Tenía que captar la atención de Paletilla, y de modo directo. Estaba
mascullando Dios sabe qué seniles recuerdos de pasadas épocas más viriles,
con la cara metida en los cálidos pliegues del cuello de Cloe; le asesté un
golpe en los riñones. Él comprendió lo que quería decirle, y se enderezó para
volverse y hacerme un guiño tranquilizador, confiado; el antiguo actor a
punto de retomar el control de su evanescente ensayo. Agitó la mano libre
(que sujetaba una pingüe costilla de cerdo) hacia Roscio, el cual, gracias a los
cielos, parecía preparado para ello; pie, entrada, o comoquiera que lo
interpretase. El itálico se libró cortésmente del brazo con que la ramera del
oficial de licencias le rodeaba la cintura, y se puso de pie con gracilidad.
Paletilla dio palmas para imponer silencio; por fin consiguió algo parecido.
Roscio tenía una revelación que hacernos; y Paletilla estaba dirigiendo el
espectáculo para nosotros.
—Por favor, gentiles damas, gentiles caballeros; se me solicita aquí con
gran honor en medio de vuestra notable cultura griega, porque es sabido que
siento con más pasión de la que podría expresar lo que le sucederá a vuestro
teatro de Éfeso. Ahora, os ruego, creedme: existe peligro, sí, y gran
confusión… ¡pero en absoluto proviene de donde creéis! Hemos bebido,
hemos hablado, y he oído a muchos de vosotros decir en esta última hora:
«¡Que las maldiciones caigan sobre este general romano por los problemas
que traerá consigo!». ¡Por favor, dejad que Roscio os diga que no es con el
general romano con quien están a punto de llegar los problemas, porque,
creedme todos que el general está en la ignorancia más absoluta, tiene que
estarlo, tengo la seguridad de ello, porque yo, Roscio, soy su amigo
predilecto, y es sólo por él que me encuentro en la provincia de Asia!
Bueno, no era esto precisamente lo que esperaba ninguno de nosotros.
Excepto Paletilla; él ya lo sabía, y ahora permanecía sentado como un ídolo
de piernas cruzadas, bañándose en el aplauso que esperaba recibir. No
obstante, antes de que Roscio pudiera explicarse con más detalle, Jibia lo
relegó de pronto al fondo de la escena; entró con un tintineo de la cortina de
cuentas al tiempo que se quitaba el delantal, salpicaba perfume en su escote y
batía palmas para solicitar silencio, sin darse cuenta de que el dramático
silencio de Paletilla aún era respetado. Puesto que desde las entrañas de su
caliente cocina percibió con intranquilidad la rapidez con que la meretriz del
funcionario de licencias dispensaba el vino, decidió evitar problemas y enfriar
los ánimos con algunas normas culturales.
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—Primero el cumpleaños —anunció—, la política para más tarde, y
podéis esperar hasta después para precipitaros todos a la autodestrucción. No
me he quemado con grasa de cerdo durante buena parte del día para que me
privéis después de toda decencia, ni me aburráis hasta la muerte con una inútil
repetición de lo que ya todos sabemos de la villanía de los generales.
»Algo de canto —anunció—, poesía, baile, guardando el decoro, si
alguien encuentra espacio para ello. Es el cumpleaños de Marfil, y estamos
aquí para rendirle honores, como colegas, como artistas compañeros.
Debemos ofrecerle nuestro talento, quienes tengamos alguno.
Esta reprimenda, de boca de una mujer de baja condición, con actitud de
censura a algunos de los hombres más engreídos de la provincia, debía ser
suavizada con buen humor si se pretendía que nadie se sintiese ofendido. Por
tanto, a pesar de mi postura reclinada, colaboré con mi propia ofrenda a mi
propio cumpleaños: una canción animada y de ritmo rápido, y (a decir verdad)
de segunda categoría que, según me constaba, había escrito el anciano
filósofo. Después de eso, Paletilla realizó algunas de sus laboriosas hazañas
de prestidigitación, Cloe e Irene cantaron sobre Eróstrato, y uno de los actores
declamó alrededor de trescientos versos de Píndaro en alabanza a la atlética
juventud desnuda. Jibia le pidió algo en latín a Roscio. La última revelación
respecto a su predilecto amigo militar había quedado, efectiva pero
inconscientemente, a un lado; pero él aceptó la situación, sin duda porque se
dio cuenta de que Paletilla había calculado mal el momento de su
intervención. Nos negó un discurso cómico porque, según dijo, no sabríamos
dónde echarnos a reír, y a cambio nos ofreció una demostración del potencial
de su lengua con un discurso de Catón sobre la decadencia y la corrupción. En
este caso dejó más que claro, mediante la expresión de su rostro, dónde iban
las risas: se las ofrecimos en abundancia.
—Cartago est delenda —fue la frase final, reiterada varias veces entre
resoplidos, jadeos, y cadencias equivocadas; casi estallamos de risa, por lo
ridículo que resultaba. Luego nos dijo lo que significaba.
«Cartago tiene que ser destruida». ¿Qué griego no conoce su significado
en nuestra época? Pero recuerda que esto sucedió hace diez años… Dejamos
de reír. Asentimos con la cabeza mientras el provecto filósofo alardeaba como
un gallo con una floritura de sus mugrientas patillas que significaba «ya os lo
dije». Nos sentimos seguros de estar de un humor seriamente político, y el
funcionario de licencias le pidió a su muchacha que «dejara el ánfora y se
sentara en silencio». Jibia y Roscio, aunque con propósitos opuestos, lograron
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al menos que en la reunión reinase un adecuado sentido de su verdadero
cometido.
—Primero —dije yo—, necesitamos saber más sobre ese general. Nuestro
amigo nos ha informado que es… ¿en algún sentido es su patrón? ¿Podemos
saber exactamente cómo?
Y lo supimos. El general (sí, se trataba de La Mancha, Cornelio Sila, un
general enérgico) era, a diferencia de la mayoría de los romanos, un amante
de las artes…, de las artes griegas, nuestras artes; y también de los artistas.
Roscio era uno de los artistas a los que amaba, tanto ideal como físicamente.
En efecto, Roscio pensaba que la invitación para que viajara desde Italia a
encontrarse con el general aquí era en primer lugar personal; a menudo el
lecho del general tenía compañía como resultado de mensajes abruptos
enviados a grandes distancias; ése era su estilo. Pero había algo más en todo
ello. Si La Mancha enviaba a un artista latino a preparar a los habitantes
cultivados de una ciudad griega para su llegada, sólo podía significar que
tenía alguna intención de reconciliar a la provincia con el control de Roma
por el método de proteger sus instituciones artísticas. Tal vez incluso tenía en
mente dignificar el teatro de Éfeso… o más bien («mis más sentidas
disculpas, damas y caballeros, por favor, condenad mi mal uso de vuestra
lengua») dignificar el drama latino al hacer que Roscio actuara en nuestro
escenario.
Pero, en ese caso, como señaló el funcionario de licencias, ¿por qué los
recaudadores de impuestos habían estado comportándose como un puñado de
basura? ¿Y por qué los agentes secretos se habían incautado de todos los
documentos de su departamento de la sede del gobierno provincial?
—Todo el edificio es un hervidero de ellos…, ya se han llevado a dos de
mis asistentes a los barracones para someterlos a un exhaustivo interrogatorio.
Sólo esperan que uno de los pobres infelices me implique, lo sé demasiado
bien; ya me tendrían allí de no ser porque el padre de mi mujer fue uno de sus
apreciados informadores y el pobre diablo todavía tiene influencia…, ni
siquiera entiendo en qué quieren implicarme…
Un actor intervino con un relato de cómo los agentes secretos registraron
la sala de descanso del teatro y lo interrogaron, durante dos horas, acerca de
los supuestos significados subversivos de un traje de Soldado Fanfarrón que
habían encontrado colgado en el armario.
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El funcionario de licencias divagó acerca de cómo una vez su suegro puso
al descubierto ante la gente de Testarroja el plan de extorsión que tramaban
los publicanos y sus subordinados, y de que su esposa estaba aterrorizada por
miedo a que esto fuese descubierto por los agentes secretos que durante el
último mes habían actuado contra Testarroja que, como todos seguramente
sabíamos, fue depuesto del cargo por pertenecer al mismo partido que el tal
Mancha que estaba enamorado de Roscio; así pues, ¿qué conclusiones
debíamos sacar?
—Primero —continuó el funcionario—, nadie del gobierno de la Urbs se
siente en absoluto complacido con la victoria obtenida por vuestro general en
el este. Los recaudadores de impuestos y los agentes secretos están actuando
aquí en contra de los intereses del general. ¿Y qué podemos decir de esta
victoria, en cualquier caso? La información que he obtenido afirma que no ha
sido más que un arreglo, un remiendo para que La Mancha pueda regresar a
Roma con la reputación de que goza en su propio partido, justo lo bastante
incrementada para que le entreguen el liderazgo político del «grupo
conservador» en las próximas elecciones. El «grupo de los hombres nuevos»
está a punto de caer, tienen el sentimiento público en contra, ese rey de los
gilipollas suyo, el otro general (ya sabéis a quién me refiero, el viejo borracho
al que llaman Mulero), fue cónsul una y otra vez y nunca consiguió retener el
mandato. Ahora creen que podría estar a punto de caer para siempre.
El filósofo añadió:
—Incluso tuvo que marcharse al exilio voluntario no hace mucho; conocí
a un hombre que lo conoció por esta zona… en Halicarnaso, según creo.
Nosotros no le gustábamos, ni siquiera sabía hablar griego; bueno, dicen que
regresó a Roma rehabilitado. Pero si este Mancha está liderando la protesta
contra él, por obligación va a sentirse amenazado…
—¿Lo bastante amenazado para ordenarle al servicio civil que haga
añicos todos los buenos sentimientos entre los nativos, es decir nosotros, y La
Mancha? ¿Sólo para que la situación resulte tensa? —Comenzaba a detectar
la silueta de una probable intriga entre todos los chismorreos y prejuiciosas
especulaciones. Pero aun en el caso de que así fuese, ¿para beneficio de
quién…?
—¿Para beneficio de quién? —gritó el agente de circo por encima de
todas las voces que hablaban a un tiempo—. ¿Para beneficio de quién
organizan estos despliegues vomitivos en nuestro teatro? Me han solicitado
quince espectáculos variopintos, juglares, bailarines funambulistas, una mujer
que baila con un elefante, para que aparezcan en medio de una actuación de
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lucha a espada, ¡y por Dios si no creo que vayan a poner a mis actores en
peligro físico! Distracción cómica, lo llaman; quieren que la mujer del
elefante salga desnuda y, por el amor de Dios, la pobre criatura ha pasado ya
de los cuarenta. ¡Y me preguntaron durante cuánto tiempo podrían actuar los
bailarines funambulistas mientras los gladiadores les arrojaban flechas!
Siempre he dirigido un negocio limpio, mucho más limpio, si se me permite
decirlo, que varios de los negocios suplementarios del amigo Marfil, aunque
nada tengo contra él o no me encontraría en este cumpleaños, ¿no es cierto?
Se apartaba del tema de una manera que decidí no consentir. Lo
interrumpí en seco y puntualicé con firmeza las cuestiones de importancia.
¿Por qué la administración civil iba a realizar unos esfuerzos que resultaban
tan desbaratadores para satisfacer los envilecidos gustos de los soldados de La
Mancha, si querían desacreditar al general?
Paletilla dijo que era un error del servicio civil, que cada uno emporcaba
el evacuatorio del otro sin siquiera saber que lo hacía.
El bello mancebo que pertenecía a uno (¿o dos?) de los actores discutió
esto con repentina vehemencia. Al parecer, también él fue sometido a un
interrogatorio en la sala de descanso del teatro, y por lo que a él respectaba,
no había ningún error; los hombres habían acudido allí para torturarlo, física y
moralmente, y lo lograron. Nos enseñó algunas contusiones bastante horribles
por todo un flanco y entre los muslos.
—Vaya si sabían lo que estaban haciendo —dijo—. No se molestaron en
explicar por qué, pero me doy cuenta cuando bastardos como esos actúan
según un plan preestablecido. Cuando sólo buscan placer y diversión, el
ambiente es muy distinto. —Besó a sus dos amigos y volvió a caer en un
autocompasivo silencio.
Cloe le acarició un hombro con distraída bondad; también ella había
permanecido en silencio, y sus ojos recorrieron con cautela la habitación
como preguntándose si era prudente hablar libremente. La había
desconcertado el reconocimiento del funcionario de licencias de las
actividades de su suegro, supongo. ¿Realmente éramos todos de una misma
opinión en esta charla? Las contusiones del muchacho resultaban
inquietantes; su piel blanca había recibido golpes cortantes aquí y allá, y tenía
costras de sangre seca pegadas al flanco.
—No —dijo Cloe, tras una pausa—, esto no tiene nada que ver con el
placer y la diversión. Pero es algo más que el efecto de las luchas de
facciones… el «grupo de los nuevos hombres», el «grupo de los
conservadores», las elecciones y todo eso. Esta gente, todos ellos, creen tener
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la autoridad de Dios para gobernar el mundo; y tanto si reconcilian a esta
provincia protegiendo nuestro teatro, como si nos torturan hasta someternos
mediante este tipo de cosas… —alzó una vez más la túnica del mancebo para
mostrarnos las feas marcas—, existe una única política detrás de todo ello.
Por supuesto que se contradicen entre sí; y se interponen en el camino del
otro. Pero de un modo general, son nuestros directores de escena; nos han
dado una máscara para que nos la pongamos: la máscara de El Obediente
Pueblo Sometido. Con independencia de qué trama tenga la obra, nosotros
representamos el papel que dicta la máscara. La única diferencia radica en que
La Mancha, si hemos de creer a Roscio, le habla con amabilidad a su reparto;
y el servicio civil no lo hace.
Roscio se mostraba desconcertado, incluso avergonzado, ante el punto de
vista de víctimas intransigentes evidenciado por los griegos a los que tanto
admiraba; pero tuvo el buen sentido de no discutir las interpretaciones que
Cloe hacía de la alardeada cultura de su general. Bajó su ojo bizco y dedicó su
atención a un plato de fruta. Por supuesto, nada de esto nos había acercado a
la meta principal de la velada: ¿qué, en nombre de todo lo conocido,
podíamos tramar que preservara nuestra profesión contra sus enemigos
romanos? Cuanto más impredecibles e inconsecuentes se demostraba que eran
estos enemigos, menos oportunidad teníamos de contrarrestarlos… o al
menos eso me parecía.
Jibia, un poco apocada porque temía haberse mostrado demasiado
autoritaria antes, expuso su propio análisis. Y fue un análisis preciso, todo hay
que decirlo. Nos pidió que consideráramos cómo actuaríamos nosotros en
lugar de La Mancha.
—Realmente no ha ganado una guerra, sólo ha remendado una paz dudosa
y le ha dado el nombre de victoria. Pero sus soldados saben con toda exactitud
lo que ha hecho; tiene que ser así, no han saqueado ninguna ciudad, y en
cualquier victoria auténtica tiene que haber siempre muchos saqueos. Los
niños armenios no tenían ninguna importancia, y cualquiera podía capturar
niños y encerrarlos dentro de empalizadas.
Su rostro, mientras decía esto último, adquirió una expresión muy dura y
sus rasgos se afilaron.
—La Mancha —continuó— necesitaba la completa lealtad de sus
hombres para cualquier exigencia militar que surgiera ante sus intenciones
políticas respecto a Italia. Había, por tanto, que compensarlos por la escasez
de botín, por la escasez de todos esos placeres que derivan de la búsqueda del
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botín. Éfeso no estaba en guerra; pero, aparte de la guerra, Éfeso era el
sustituto más parecido de lo auténtico que podía encontrarse en poco tiempo.
»No me digáis —añadió con ferocidad— que estos juegos circenses suyos
van a quedar confinados a los límites del teatro.
—Eso es lo que propone La Mancha —dijo Cloe, de acuerdo con la
opinión de Jibia, y luego amplió el argumento—; y los recaudadores de
impuestos saben que eso es lo que él propone. También saben y esperan que
así sea, que los soldados a los que se deja sueltos no son tan fáciles de meter
en cintura; saben también, y así lo esperan, que si La Mancha demuestra ser
incapaz de controlarlos aquí, nunca se atreverá a llevarlos a Italia para
amenazar al «grupo nuevo», dado que no tendrán la disciplina necesaria para
resistir en el frente de batalla contra los regimientos de un viejo elefante de la
guerra como es El Mulero. Así que lo han preparado todo de manera que las
cosas se escapen de las manos. Primero, para desacreditar a La Mancha como
soldado; segundo, para desacreditarlo como líder de facción; y la sangre en la
que sus pies están destinados a resbalar es la nuestra, y la de nadie más.
La compañera de lecho del filósofo dijo algo inteligente desde la niebla de
su poso de vino:
—En un caso estamos atrapados, en el otro, nos atrapan. Así pues, ¿qué
hacer?
Luego tuvo que ir a orinar a toda prisa, no logró llegar al patio trasero a
tiempo y Jibia tuvo que correr en busca de un cazo e interceptarla justo en la
cortina de cuentas. Cuando todos nos instalamos otra vez (y la cortesana del
funcionario de licencias se ofreció cortésmente a secar el suelo, con el
pañuelo de cuello del filósofo), nos empeñamos en la consideración de un
plan.
Lamento decir que no se trató de un plan muy preciso. De hecho, fue lo
que Irene (quien sorprendentemente tenía poco que proponer, según pensé,
considerando sus experiencias internacionales) definió como «todo un plan de
pueblo sometido, repugnante, degradante», aunque no presentó objeción final
ninguna a que se llevara a cabo. Todos confiamos en Roscio. Él nos aseguró
que si a La Mancha se le contaba con exactitud lo que habíamos deducido del
estado de cosas en Éfeso, y se le informaba de ello antes de que llegase a la
ciudad, cambiaría sus disposiciones de forma indiscutible, y sin duda para
beneficio nuestro. Él, Roscio, tomaría un caballo a primera hora de la mañana
y cabalgaría a toda velocidad para encontrarse con el ejército en marcha. Su
general le haría el amor en el campamento a la noche siguiente, si eso parecía
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necesario; y él lo persuadiría a toda costa de los peligros de la situación en
que se hallaba. ¿Confiaríamos en él?
No teníamos alternativa…
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paje de Irene, profundamente dormido sobre los almohadones de un rincón, e
Irene misma, quien de pronto me metió la mano entre las piernas y acercó
demasiado sus dientes al lóbulo de mi oreja. Se le había corrido el maquillaje,
estaba cansada y, según pensé, también preocupada. Lo mismo me sucedía a
mí. Éste no era momento para…
—No, no, no te asustes. No estoy ofreciéndote eso. Es sólo un gesto de
buena suerte; los dos somos supersticiosos. Pero voy a hacerte una oferta que
es perfectamente legítima. Voy a regresar a la profesión. Necesito un agente.
He pensado que el trabajo es perfecto para ti. Viajarás, saldrás de Éfeso; trae a
tu pequeño calamar negro contigo…, no tienes mucho más que llevarte, eso lo
sé. Pero Éfeso no es sitio donde vivir; lo único que pueden hacer aquí es
confiar en que el mancebo predilecto del general les salve el cuello; es todo
un disparate.
Se le notaba la edad que tenía. Le pregunté a dónde viajaría.
—A Italia. Tengo capital. El rey Estricnina ha sido munificente y me he
traído la mayor parte de sus regalos. Habla con tu calamar, no es nada tonta.
Puedes contestarme dentro de unos días. Ya sabes dónde me alojo, en casa de
Cloe. No lo decidas ahora.
Me sentía tentado. Ser el agente de Irene… ¿o estar con Irene?
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misma lo he hecho, lo sé todo al respecto. Pero otra muy diferente es pensar
que estos homicidas monumentales van a cambiar su política un ápice
siquiera; no, ni por amor al más suave trasero entre aquí y la colina de Troya,
harían algo semejante; a menos, claro está, que esté de acuerdo con sus
propósitos. El propósito de La Mancha es conseguir superar al Mulero en
ingenio… —Sonreía con recato para sí; y luego, súbitamente, enseñó los
dientes, un par de apretadas vallas blancas con una afilada lengua de punta
roja, un carbón ardiendo, entre ellas—. Mulero. ¿Por qué ese nombre? Porque
fue el primer general de la Urbs que reclutó sus soldados entre la escoria de
las prisiones y los grupos de trabajo de convictos; les ofreció una vida,
cuando antes no tenían más que comida de cerdo y porrazos. Y luego les
arreó, como a mulas, hasta convertirlos en un ejército que salvó a su preciosa
Urbs de los hombres salvajes del norte. Y después de eso, fueron sus
soldados, en absoluto los de la Urbs…, pero la Urbs no se enteró de eso;
durante todo este tiempo lo creyeron el único patriota auténtico; mientras que
La Mancha, a pesar de toda su inteligencia y sus éxitos tácticos (obtuvo más
que El Mulero), nunca ha parecido dedicarle esfuerzos a nada que estuviese
más allá de un resultado inmediato. Si alguna vez ese tal Mancha pudiera
encontrar pruebas de que la virtud republicana de El Mulero está tan vacía
como la suya propia, y pudiera demostrar públicamente que es así, entonces
tal vez conseguiría algún resultado; e incluso ese bizco de Roscio podría
sorprenderse de lo que quizá sucediera. Veréis, yo conocí al Mulero, y él
mismo me habló de su corrupción.
Había conseguido el gran efecto que un rato antes le fuera negado a
Roscio por la torpeza de Paletilla. Cloe golpeó con sus grandes manos, batió
palmas; Jibia silbó suavemente, Miriam se removió de modo ambiguo dentro
de sus velos; y yo me contuve para no tomar una última copa. Irene prosiguió:
—No lo he mencionado antes… a muy pocos de tus amigos, Marfil,
pueden confiársele estos chismorreos… pero ¿«exilio voluntario» en
Halicarnaso, nos dijeron? Vaya, fue más lejos que eso, se exilió en
Trebisonda, la corte del Ponto; y allí es donde también estaba Irene. El
Mulero acudió a Estricnina para enardecerlo hasta el punto de que marchase a
la guerra… la guerra contra La Mancha en este incidente con los armenios,
del que el rey Estricnina, por el contrario, estaba decidido a mantenerse
alejado. El Mulero quería que Estricnina machacara el ejército de La Mancha:
es decir, un ejército romano, y él quería que lo machacaran. De ese modo, la
Urbs tendría que llamar a La Mancha de vuelta, y nombrar al Mulero para
reemplazarlo. El Mulero derrotaría entonces a Estricnina, salvando así a la
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Urbs una vez más, ¿lo veis?… y después de eso, ¡no habría fin para su
aclamado dominio del mundo! Por supuesto, la última parte del acuerdo no le
fue revelada al rey Estricnina; aunque, por supuesto, y siendo el hombre que
es, hizo algo más que sospechar su existencia. Así que, cuando recibió todas
estas dudosas promesas hechas por su deferente visitante romano, todas
condicionales… ¿me seguís?… pues dependían de que el Ponto desplazara
tropas al interior de Armenia y Capadocia con un propósito muy vago, él,
naturalmente, le pidió a Irene que averiguara los verdaderos motivos de todo
ello. Yo me encontraba solo, algunas veces, detrás de la cortina del harén de
aquel palacio, ya que Estricnina tenía otros cometidos para mí. Bueno, pues
descubrí los profundos cálculos del distinguido exiliado, informé al rey, y
luego esperé a ver de qué frasco de veneno echaría una dosis en el alcuzcuz
de El Mulero. Era demasiado agudo para hacer algo semejante; pensó que un
intrigante como aquél le haría más daño a Roma vivo que muerto, así que lo
besó, se lo prometió todo, y se despidió de él con un cortés adiós; y de
inmediato se empeñó en la tarea de hallar los medios de detener la guerra lo
antes posible… una paz de remiendo, como hemos oído esta noche, que La
Mancha puede llamar victoria si lo desea; y la implicación del Ponto en ello
ha permanecido en secreto para todos… excepto tal vez para el rey de Persia,
pero eso no es realmente relevante…
En efecto, no lo era. Con impaciencia exigimos que nos contara lo que
todos queríamos saber: ¿cómo había persuadido al Mulero para que
traicionara su secreto? Ella ya nos había comentado la pobre opinión que le
merecían los intentos de influir en los grandes generales a través de sus
genitales…, seguramente un veterano jefe de soldados jamás le hablaría
libremente a la concubina de un extranjero.
—No, por supuesto que no, él no hablaba conmigo, sino consigo mismo.
No se enteró nunca de que yo era capaz de entender un poco de latín; no era
mucho, pero sacaba sentido de sus divagaciones… ¡y, sangre del toro, cómo
divagaba! Solía cansarse en extremo… constitución gruesa, venas varicosas,
problemas de vejiga, pobre viejo, y sentía mucho dolor. A la hora de dormir
solía llenarse del más nauseabundo vino de Crimea, que habría puesto
enfermo a un caballo de tiro, y luego me hacía humedecerle las sienes con una
esponja mientras yacía sobre su lecho y regoldaba. Luego tenía que
masturbarlo… él no se ofrecía a entrar en mí, por si acaso Estricnina se lo
tomaba a mal (tenía una extraña noción del trato que debía dar a las damas de
su anfitrión)… y mientras se lo hacía, él se ponía a hablar. Ensayaba la
justificación de sus actos que un día pronunciaría ante alguna asamblea:
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«Reverenciados y honorabilísimos padres romanos —solía decir—, esperad
un momento, dejadme que os demuestre cómo, exactamente…».
Cayó de través sobre un par de almohadones y comenzó la representación
de un acto muy lamentable.
—«Aproveché la ocasión de llevar a cabo esta embajada no oficial al
reino del Ponto, en vuestro nombre, con pleno conocimiento de que su
gobernante era implacable en su enemistad para con esta Urbs… no, no,
mujer, no… más arriba, sólo dos dedos… eso es, sí, eso es… tócala con la
teta, mujer, despacio, mujer, despacio… implacable en su enemistad y por lo
tanto debía ser destruido… y… ¡oh, ahora la boca, la boca, muchacha,
maldita seas, rápido… oh, yo lo destruí, lo hice, lo hice, lo hice… aaah…!».
Tan pronto concluyó su actuación, Irene se puso en pie ágilmente y miró
en torno con aire arrogante.
—Ahí lo tenéis, ése es El Mulero. Ahora sabéis quién es. Ahora todos
sabemos lo que hay que hacer a continuación.
Su roja lengua, otra vez fuera, se movió con rapidez atrás y adelante.
Todos pensamos en ello mientras la mirábamos… Pero la inmediata
aplicación política de su anécdota parecía menos fácil de imaginar. Atravesé
la cortina de cuentas, dando traspiés, para meter la cabeza en una tinaja de
agua. Tenía la sensación de que estaban a punto de solicitarme que me
comprometiera en algo serio, y a esta avanzada hora hubiese preferido
posponerlo. Cuando regresé, resultaba evidente que Jibia y Cloe habían
llegado a toda clase de deducciones de la singular charla de alcoba de El
Mulero.
Cloe decía:
—Traición, conspiración para que un ejército de la Urbs sea derrotado en
el campo de batalla, desde luego que es traición… pero El Mulero está de
regreso, en Italia, entre su propia gente. ¿En qué nos beneficiaría, aquí y
ahora, que La Mancha se enterase de lo que tramaba en Trebisonda?… es
todo demasiado fantástico, y sospechoso por añadidura. Irene, como siempre,
tú piensas que los viejos hilos untuosos que tejes en tu lecho hacen un ruido
que todo el ancho mundo clama por oír. No es cierto.
—Si El Mulero cometió traición —dijo Jibia—, y sin duda aún está
cometiéndola, tiene que haber alguien en Éfeso que esté relacionado con
ello… ¿El departamento de recaudación de impuestos?
—Sin duda. —Cloe parecía malhumorada—. Pero ¿quién y cómo? Por el
amor de Dios, pensemos con claridad, estoy tan borracha como un maldito
galo. ¿Quién vive en esta ciudad del que pueda demostrarse con seguridad
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que trata de perjudicar los predominantes intereses de la senil y afectada
Roma? Estos soldados no harán nada a menos que podamos darles una
prueba, pero una vez que se la demos, maldición, serán despiadados. ¿Quién?
Si supiéramos quién, el cómo resultaría bastante simple de averiguar.
No lo veía tan claro, pero me abstuve de hablar. Jibia me aferró por una
muñeca, y la sacudió arriba y abajo para reforzar sus propias
gesticulaciones…, seguía los indicios con apasionamiento.
—Cuando El Mulero regresó a Roma, tuvo que dejar aquí las cosas
arregladas para que su gente le enviara noticias por un conducto
independiente de los correos oficiales. Si una de las cartas se desviara de su
camino y cayera en las manos de La Mancha… digamos, una carta de un
cómplice suyo de la oficina de recaudación…
—¡Ah! —Aquí intervine yo, pues al fin veía adónde íbamos a parar—.
Los del servicio civil jamás enviarían esa clase de carta a través de ningún
tipo de contacto de su propio personal, usarían a un agente comercial, con el
que tuvieran algún trato ilegal dentro de la línea de sus negocios habituales.
(Ya lo tenía, ya lo tenía). ¡Dulcera! Ya lo creo que sí; está muy bien
introducido en el comercio de rehenes y cautivos, y ha conseguido un trato
que sólo puede haberse hecho mediante acuerdos colusorios de impuestos, lo
cual significa que también tiene amigos en esa oficina. Sin embargo, ¿cómo
podemos utilizarlo a él para tenderles una trampa? Vamos, Cloe, en serio,
¿qué quieres decir con que «el cómo resultaría bastante fácil de averiguar»?
¿Acaso esperas que registre su casa?
Las uñas de la siria se disparaban en todas direcciones.
—Escuchad —siseó Miriam—. Antes de formar parte de tus libros,
durante un tiempo, un corto tiempo, cuando ignorábamos qué hombres hacían
qué porquerías en esta ciudad, tuvimos a Dulcera como agente. Él intentó
separarnos… imaginaos, nosotras somos hermanas, y él realizó esfuerzos por
dispersarnos… un mercader de la India había visto a Raquel y sentido un
lujurioso deseo por ella; Dulcera le pidió una cantidad para vendérsela. Y en
cuanto a Abigaíl, estaba urdiendo planes para meterla en los jardines del
placer de Antioquía. Pero nosotras somos gente libre… yo soy como una
madre para estas dos muchachas. —Ella tenía unos dieciocho años, y sus
hermanas uno y tres años menos, respectivamente—. ¡Soy su madre y no las
apartaría de mi lado, como no sea por un matrimonio muy ventajoso! Cuando
descubrí lo que tramaba, tuve que comprar la totalidad de nuestro contrato
para poder librarnos de él. Pero me consta que siempre ha querido que
regresáramos. Cada vez que me encuentro con él, me pide que regresemos…,
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y que las tres seremos tan ricas como la reina de Saba. Tú y yo, Marfil, ¿no
podríamos tener una rencilla? En consecuencia, regreso con Dulcera, y
entonces averiguo todo lo que hace y lo inculpo con la carta fraudulenta.
—Espera un momento, estás yendo demasiado aprisa. ¿Qué carta?
—La carta que te parezca más conveniente, por supuesto —me espetó
Cloe.
—Quizás una dirigida al Mulero, o a uno de los amigos de El Mulero,
escrita por uno de los altos funcionarios de Hacienda de aquí, contándole…,
contándole…
Jibia estaba quedándose sin ideas, pero continuó repitiendo lo mismo
hasta que alguien la relevó. Fue Irene, quien gruñó con impaciencia:
—Contándole que los soldados de La Mancha están de verdad al borde
del motín, «todo según lo planeado», el rey del Ponto se mantiene en contacto
y está a punto de marchar al interior de la provincia… ¡Pero, por el amor de
Dios, contándole cualquier cosa, siempre y cuando demuestre que Asia está a
punto de separarse y que el tipejo de impuestos lo instiga y fomenta, que hace
todo lo que puede por lograr la catástrofe!; ¡la catástrofe para la Urbs, el caos!
Marfil escribe la carta…, no finjas que no eres lo bastante inteligente,
Marfil… Miriam la coloca en el sitio adecuado; luego, cuando La Mancha
llegue aquí, se le hace saber dónde puede encontrarla si la busca, ¡y ya lo
tenemos!
Le dio un azote a su paje para despertarlo, Jibia le dio un dulce, lo cual
resultó más eficaz, y ese fue el fin de la primera etapa de nuestra conspiración
para llevar la libertad a todos los griegos. Ah, nosotros los griegos habíamos
inventado la democracia; en estos espantosos días de su erosión y
erradicación, no teníamos ningún derecho a mantenernos apartados…
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Entonces, Jibia se acuclillaba de espaldas a mí en el triángulo, por así
decirlo, formado por la pierna derecha doblada. Retrocedía asimétricamente
hacia mi entrepierna, la mano detrás de sus nalgas, levantándome el miembro
con delicadeza; luego, se acercaba las nalgas tras la mano, y deslizaba la
hendidura de las mismas arriba y abajo hasta que sentía una cierta dureza que
pudiese entrar en ella. Habíamos descubierto que cualquier otra combinación
casi siempre me provocaba unos calambres atroces. A veces también ella
sufría calambres, al elevarse con las palmas apoyadas en el piso, lo bastante
arriba para encajarse en mí sin lesionar la articulación de mi cadera. Mis
propias manos rodeaban su vientre y sus pechos, y luego bajaban a su
entrepierna para contribuir a estrechar las cosas ahí abajo. Cuando todo
marchaba bien, salía bien; esta noche, sin embargo, nada indicaba que pudiese
aumentar de tamaño. Ella se transformó en encolerizado jinete jadeante
durante unos instantes, y luego renunció, al tiempo que sacudía la cabeza con
más tristeza que desdén, no tanto con desprecio como con pesar. Por
supuesto, sentía una aprensión que casi casi me provocaba diarrea, y ella lo
sabía; tal vez a ella le sucedía lo mismo. No había experimentado tanto miedo
desde el día en que emprendí la marcha hacia Priene. Tal vez no deberíamos
volver a intentar ningún otro de estos desatinos amorosos hasta que se
resolviera la crisis. ¿Qué crisis? Tal vez ella tenía una idea distinta a la mía.
Antes de dormirse, dijo:
—Te encuentro todas estas adorables mujeres, y tu imaginación se
acobarda. O tu sangre languidece, o algo así. ¿Es quizás El Cuervo? Él ve,
cuando yo no, dónde pondrá su mano esa Irene.
Y apartó la suya, con decisión, por el resto de la noche.
6 Monedas melladas
Tuve que visitar a Dulcera, para darle algo de color a la historia que Miriam
iba a contarle. Jibia no admitió ninguna demora.
—Ella habrá ido a verlo muy temprano por la mañana, es una chica de lo
más decidida, deberías tomar ejemplo de ella; la forma en que cuida de sus
hermanas es heroica. Vete directamente allí y apoya su historia, rápido.
«Allí» era el supuesto despacho de Dulcera, un agujero en el muro de un
sórdido edificio de vecindad, como la tienda de un zapatero remendón de baja
estofa. Un cartel escrito con mala letra decía: SE ACEPTAN IMPORTACIONES-
EXPORTACIONES Y NEGOCIACIONES. Dentro del nicho había armarios y estantes
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repletos de documentos sucios, un brasero de carbón que irritaba los ojos
hasta provocar las lágrimas en un espacio tan reducido, y dos escabeles
ocupados por el propio Dulcera y por un compinche (cuyo rostro quedaba en
sombras), los cuales bebían una infusión caliente y hablaban en voz baja.
Guardaron silencio cuando tamborileé sobre la mesa para llamar su atención.
Dulcera me echó una mirada de soslayo con ojos amarillos; el otro hombre
mantuvo la vista en el interior de su jarra.
—¡Vaya, ¿a quién tenemos aquí?, pero si es mi querido viejo Marfil, reina
de desaparecidos carteles!
Yo fingí estar indignado y furioso.
—Oye, Dulcera, esto no es nada bueno, descaradamente falto de ética, tú
no tienes en absoluto nada que hacer en…
—Ah; ya sabía que vendrías, y también sabía que estarías de este humor.
Pero, la verdad, mi querido viejo Marfil, es que con eso no vas a conseguir
nada. La joven Miriam y sus hermanas tienen edad suficiente para saber lo
que les interesa. Tú las has tratado de un modo lisa y llanamente vil, y por
supuesto que ellas han regresado con el tío. ¡Has sido un jodido alcahuete con
esas muchachas, por elevados que sean tus sentimientos, así que no vengas a
hacerte el artísticamente superior con respecto a mí! Esperar que actuaran
gratis para tus perversos amigos… «Oh, cultura, nosotros nos dedicamos a
una muy bella línea de danza elegante y recatada, si queréis palpar sus
exóticos chochitos, mis queridos amigos, no tenéis que pagarme la
propiedad… oh, no…».
Se divirtió durante un instante con estas imitaciones, mientras su amigo
reía con disimulo en el rincón.
Me sentí casi tan necio como si todo el asunto fuese verdadero. Estaba
claro que la sinceridad de Miriam resultó persuasiva, y Dulcera se sentía
triunfante por las consecuencias. Por lo tanto, no me resultó difícil aparentar
la intensa cólera que pretendía sentir cuando acudí a verle. Golpeé la mesa
con mi bastón y lo injurié. Dado que él me había llamado alcahuete en primer
lugar (con su habitual maña), constituía un problema saber cómo llamarlo,
como no fuese colaborador del enemigo común, adjetivo que decidí utilizar; y
luego deseé no haberlo hecho. Eso interrumpió bruscamente el flujo de
injurias con que estaba contestándome; me clavó la mirada en un envenenado
silencio. Dos dientes como colmillos aparecieron en las comisuras de su boca,
las afiladas facciones se deslizaron con lentitud hasta una feroz sonrisa
desmoralizadora y omnisciente. El hombre del rincón parecía congelado en
medio de una risa disimulada. Su mortal quietud me acalló a mí también.
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Durante un perceptible instante, los tres podríamos haber estado posando
para un estudio de género de un pintor realista… Rincón pintoresco de un
viejo bazar, quizá. Luego, con el sigilo de un lagarto, quitó el pestillo de la
tapa de la mesa y me indicó por señas que entrara en el nicho. Sacó un tercer
escabel de debajo de alguna parte y me invitó a sentarme sin pronunciar
palabra. Así lo hice, y comencé a calentarme incómodamente contra el
brasero. Como si hablara más con unas facturas de esquinas dobladas que
colgaban de la pared que con un ser humano sentado junto a él, dijo:
—Ah, sí, o sea que se trata de eso… un poco tarde para pensar en ello,
viendo que la procesión ya está en mitad de la calle. De todas formas, puede
que haya el espacio justo para que alguien pequeño salte sobre el borde del
carro. Siempre suponiendo que un cojo semejante pueda saltar… y siempre
suponiendo que te interese, por un modesto precio, proponer algún arreglito
discreto. Espera un momento, cerraré la tienda. Puede decirse que hemos
acabado con los clientes por esta mañana, ¿no te parece? —Se levantó,
recogió su toldo y cerró unos postigos plegables sobre la superficie de la
mesa, dejándonos encerrados en un cajón casi completamente oscuro,
alumbrado sólo por el resplandor del carbón y algunos agujeros de ventilación
cercanos al techo.
El otro hombre se inclinó hacia delante para arrojar al brasero los restos
de la infusión, y entonces lo identifiqué: era un destacado cabecilla de una
facción local llamado Garfio (por el arma favorita de sus militantes en las
peleas callejeras) que controlaba a los hombres de los almacenes del puerto y
a los estibadores, y tenía fama de ser un agitador poco escrupuloso de
trabajadores que obraba siempre en su exclusivo beneficio. Nada podía entrar
ni salir de Éfeso sin que él lo autorizase, según nos habían dicho, y,
supuestamente, tenía aterrorizado al gobierno de la provincia. Nunca había
pensado que estuviese relacionado ni de lejos con el tipo de negocios que
hacía Dulcera, pero me figuré que cualquier implicado en transacciones
marítimas, tendría que avenirse a sus condiciones antes o después.
Dulcera dijo:
—Bien. Has dicho «colaborador». ¿Por qué no? Sólo existen dos
alternativas a eso: una maldita ruina o una crucifixión por rebeldía. Resulta
que sé que tú no eres ninguna de las dos cosas; sí, hombre, ya sé que eres una
mierda, pero aun así no eres ningún imbécil. Quieres entrar en lo que se está
cociendo; has venido al sitio indicado para ello… Dulcera te ha robado tus
sirias, pero Dulcera tiene los dedos que podrán guiar a los tuyos hasta
chochos mucho más azucarados, a condición de que lo cuides bien y
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recuerdes que él es el tío Dulcera y tú no eres nada, y que por mucho que
pagues, nunca igualarás la apuesta de Dulcera; tan lejos llega mi
conocimiento de tu capacidad comercial. Ya ves.
Esto resultaba tan enigmático que necesité un rato para interpretarlo. En
ello leí una invitación para comprar mi entrada en algún sindicato que
Dulcera quería hacerme creer que él dirigía, que estaba sacando provecho de
las exigencias de la Urbs, concretamente con la inminente llegada de los
soldados de La Mancha. Parecía ser, con bastante precisión, lo que yo
buscaba. Pero necesitaba oír bastante más.
El Garfio, entretanto, mascullaba algo. Había empezado a mascullar
cuando Dulcera repitió la palabra «colaborador», como si dicha reiteración
hiriese sus sentimientos.
—Cuando las masas se enfrentan con dos fuerzas opresivas que se
contradicen, deben golpear a la más inmediata aunque eso signifique forjar
una alianza temporal con la más remota. La fuerza remota puede entonces ser
aislada y aplastada sin prisas… —Ésta parecía ser la esencia de su discurso.
Resultaba más que enigmático; era enteramente incomprensible. Hice caso
omiso de ello, y aguardé las propuestas precisas de Dulcera.
Pero no llegaron. En cambio, el rostro de Dulcera se lanzó repentinamente
y con tanto ímpetu hacia mí, que me eché hacia atrás hasta que el carbón
ardiendo me chamuscó la capa.
—¿Tuviste una agradable fiesta anoche? Había una muy inesperada dama
de clase alta entre los invitados; la joven Miriam no se enteró de su nombre,
tan ocupada estaría sacudiéndote las tetas ante los ojos, supongo; pero la vi
por la calle cuando llegó, abundancia de sedas y un chiquillo con un parasol.
Persa, diría a simple vista. ¿Estoy en lo cierto?
El Garfio se había levantado del escabel e inclinado hacia adelante; al
concluir Dulcera la pregunta, extendió rápidamente un brazo a modo palanca
y me aferró por la muñeca haciendo que aumentara la curvatura de mi cuerpo.
Un poco más de presión y mi mano habría descansado entre los carbones.
Abrí la boca para gritar, pero Dulcera me introdujo una tela grasienta; y allí
quedé, prisionero.
—Ahora —jadeó el Garfio—, antes de que hablemos más de negocios,
responde a las preguntas de este hombre; respóndelas con la verdad, y no
habrá problemas. Intenta gritar; ¿quién iba a oírte? En este edificio tenemos
muy buenos amigos.
Me destaparon la boca. Me apoyé en la pared con la mano que el Garfio
no aferraba. De un puntapié derribaron el escabel que ocupaba, y todo mi
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peso quedó sustentado por la pierna enferma. Si ahora caía, sería bastante más
que mi mano lo que acabaría en el brasero.
—Sí, persa… —grazné fatuamente.
Dulcera le hizo un gesto de asentimiento al Garfio, y éste presionó mi
mano contra el metal al rojo vivo. Con el trapo una vez más en la boca, no
podía gritar, y percibía el olor a chamuscado de mi propia carne. Luego, un
aligeramiento de la presión, el trapo momentáneamente fuera de mi boca;
jadeé para respirar y gemí.
—No —dijo Dulcera—, las sedas eran persas, ya lo creo, pero ella no.
Verás, el niño la delataba. Nunca lo habría comprado al este del Eufrates. Es
libio, o mi nombre y mis mercancías nunca han sido conocidos en Alejandría.
Una particularidad de ese comercio, como sabrás, es que nunca venden niños
libios en Persia, no sé por qué. Negritos, sí; circasianos, desde luego; pero ese
niño fue comprado más al oeste.
Era algo perspicaz por su parte. Irene había mencionado que el paje
procedía de un mercado de Egipto; pero, por otro lado (no tan agudo,
Dulcera), no era de su propiedad. Cloe había buscado una amiga que se lo
prestara por esa noche.
—Egipto —dijo Dulcera con una mueca de burla—, el mocoso era
egipcio, ¿verdad?
—Correcto —gemí—. Egipcio.
Él pareció muy satisfecho, confiado en que ahora yo estaba por completo
intimidado. En efecto lo estaba, aunque también perplejo, e intentaba con
desesperación urdir una manera de superar sus maniobras carentes de sentido
en apariencia. Daba vueltas junto a mí, sofocándome con más preguntas.
—Ella no llegó aquí por barco, o en los muelles habrían advertido su
presencia…
—La habrían advertido —dijo el Garfio—. Allí tengo a algunos hombres
muy espabilados.
—Y si llegó por barco a algún otro puerto de la costa y luego a Éfeso por
la vía romana, no fue ningún barco egipcio el que la trajo, porque hay una
epidemia en el delta desde principios de este mes, y no se permite salir a
ningún barco. Así que, ¿de dónde ha llegado y por qué se encuentra aquí?
¡Maldita sea!
Yo no iba a decirle absolutamente nada relacionado con el Ponto. Ahora
ya sabía qué terreno pisábamos: el del espionaje militar (o político), y los
asuntos de Irene en Trebisonda no eran como para hacerlos públicos.
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—No lo sé —le dije, y el Garfio me propinó una patada debajo del
estómago que me hizo caer agonizando de dolor sobre el fuego y luego al
suelo. Volvieron a recogerme, y yo alcé la mano quemada con gesto plañidero
—. Por favor, dejadme acabar, realmente no lo sé…, pero sé que habló con
Miriam. Veréis, no la había visto nunca antes, es amiga de la gran Cloe…
—Bien, eso dijo Miriam…
—Tengo entendido que comentó que había estado trabajando por la costa
meridional… Cilicia, por los alrededores de Tarso, Chipre, quizá…
—Vuelve a golpearlo, Garfio, es un mentiroso.
—Es cantante y danzarina, trabaja en los circuitos, pero, por Dios, no soy
un mentiroso, es ella la mentirosa, si alguien lo es, le contó historias
diferentes a todos, ella…
Dulcera estaba sonriendo.
—Bien, ella es una mentirosa; le dijo a Miriam que había estado en
Trebisonda. ¿Es verdad o mentira?
¿Idiotez de Miriam? ¿Traición de Miriam? Buen Dios, estaba tan
conmocionado que no pude decir nada. Me puse a farfullar. Por fortuna, ellos
creyeron que era debido al dolor. Dulcera respondió a su propia pregunta.
—Una mentira, por supuesto que tiene que serlo. Porque sabemos que
procede de África, y sabemos por qué ha venido.
Yo tenía tan poca experiencia del mundo en que inesperadamente estaba
entrando que, por supuesto, no me daba cuenta de que los personajes como
Dulcera prefieren creer mentiras, y proceden siempre de acuerdo con el
principio de no creer nunca la verdad. Hace que todo su negocio sea mucho
más valioso. Verás, si la verdad fuera verdad, el gobierno no necesitaría pagar
a millares de hombres como Dulcera para comprobarla una y otra vez,
analizarla y contradecirla; la averiguarían con más facilidad y luego actuarían
de acuerdo con ella sin más ceremonia; tres cuartas partes de los burócratas se
quedarían sin trabajo. No, Miriam había sido muy sabia.
—No te hemos hecho mucho daño, ¿verdad? —Estaba cambiando
súbitamente de método—. Sólo queríamos ver si estabas complicado o
simplemente era una cuestión de estupidez. Estupidez, eso es, ahora lo
sabemos; pero, por otro lado, no eres ningún imbécil. Así que escúchame.
Ella procede de Mauritania, enviada por un rey negro llamado Boco.
Estábamos esperándola, a ella o a alguien como ella, desde hace unos meses.
Ahora está viviendo con la gran Cloe, y salvo la pasada noche, para ir a tu
fiesta, no ha asomado la nariz a la calle. Una ramera llamativa con esa clase
de conciencia de coño, si fuera por completo legítima, hubiera salido en su
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silla de mano a desfilar por las avenidas desde la primera noche que pasó en
la ciudad, dejando que todos los caballeros nobles echaran un vistazo a la
mercancía. Pero se esconde de todos nosotros y sólo sale para ir a la casa de
un gordito medio solvente y cojo, que por casualidad, sí, sólo por casualidad,
ha invitado a su fiesta de cumpleaños no sólo a casi todos los más altos
personajes del mundo del teatro de Éfeso, sino al actor mimado de La Mancha
llegado de Italia. ¿No sabías que estaba enterado de eso? No sabes nada,
querido, ni una jodida mierda.
Asentí con la cabeza. Estaba por completo de acuerdo con lo que decía.
Él continuaba hablando.
—Ahora voy a decirte por qué celebraste esa fiesta y qué debía acordarse
en ella. Entonces apreciarás por qué es mucho mejor para ti trabajar con
nosotros en lugar de hacer el gilipollas por ahí tratando de jodernos, ¿de
acuerdo? El rey Boco es un viejo amigo de La Mancha, le hizo un gran favor
en una guerra de África hace años, y de ese modo La Mancha consiguió
aventajar al Mulero… ¿Has oído hablar de El Mulero? Ahora está a punto de
hacerle otro favor. La Mancha debe llevar su ejército de regreso a Italia. Pero
el gobernador de Asia es partidario del «grupo nuevo» y La Mancha
pertenece al «grupo conservador». Eso provoca incomodidad en la provincia.
Ningún general quiere jamás abandonar el mando de un ejército formado;
pero nuestro señor el gobernador recibió orden de asegurarse de que este
ejército se quede en Asia, transferido a sus órdenes, mientras La Mancha
regresa solo a Roma; solo, diríase, e impotente. No tendrá posibilidad de
oponerse a semejante orden sin una buena excusa.
»Ahora bien, ¿qué sería una buena excusa? Algo así como un mensaje de
Boco que diga que hay una rebelión en África y no tienen soldados que
puedan contenerla. ¿Quién de la ciudad, entre los serviles y populares
charlatanes y alborotadores, que eso es lo que son, podría culpar a ningún
general fuerte de desplazar inmediatamente, como un rayo, las primeras
legiones[10] disponibles al centro del conflicto? Pero arreglar eso lleva tiempo,
y Boco no va a escribirle nada parecido a una carta detallada… No, enviará
un agente, y conociendo a Boco, será una mujer, siempre lo es. Así que
durante las últimas semanas hemos mantenido la alerta por si aparecía. Fui lo
bastante listo como para suponer que enviaría a una de sus princesas negritas
a dormir directamente con el general, igual que había hecho antes; no a
cualquier moza provinciana, cantante o bailarina venida a más, corriente o de
altos vuelos, que haya regresado a su antiguo círculo de relaciones para
reformarse y llevar una vida decente justo al otro lado de tu viejo tío Dulcera.
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»Ese cómico itálico tenía orden de su general de contactar con ella tan
pronto como llegara aquí; y el querido viejo Marfil, tú, querido viejo…, tú
fuiste el mamón que utilizaron para proporcionarles la casa segura y la
tapadera para la reunión. Ya sé, tú no lo sabías y ahora sé que no lo sabías,
pero así sucedió.
No sólo se negaba a creer la verdad cuando se la decían, sino que ponía
mucho empeño en inventar sus propias mentiras y creerlas de principio a fin.
Si toda la administración estaba concebida según este esquema, no era de
extrañar que el pueblo se sintiera permanentemente aturdido. A menos, claro
está, que la historia de Boco fuera cierta, y que Irene no nos hubiese contado
más que mentiras. Pero en ese caso…
Me encontraba en una agonía tal que decidí no intentar pensar más; sólo
esperar lo que viniese a continuación.
Lo que llegó a continuación fue una mezcla de amenazas, promesas y, al
fin, propuestas.
—Viendo que todo tu esquema se ha hecho añicos, querido, ¿qué infieres
que deberías hacer al respecto? El general aún no se encuentra en la ciudad; el
gobierno de la provincia sí, y está muy presente. En menos de cinco minutos
podríamos ponerte en manos de la policía, y estarías colgado por los pulgares,
esperando durante toda la noche a que los hierros calientes llegaran a
cercenarte los colgajos púbicos, pero tú no quieres eso, eres un hombre
sensato, con sentido común, vas a escuchar un plan de trabajo sensato, y te
aseguro que obtendrás ganancias de él. Entras en la organización, en la lista
de pagos…, pagamos bien, pagamos con regularidad…, tú nos cuentas lo que
queramos saber, cuándo queramos, dónde queramos; y mientras no vuelvas a
tener noticias nuestras, continúa como has estado haciendo con cualquier cosa
que el itálico, o cualquiera de ellos, te pidan que hagas. ¿Qué me dices?
—No dejas de hablar de «nosotros». ¿Quiénes sois vosotros y quién está
en vuestra lista de pagos?
—Ah, astuto, ya sabía que lo eras; por supuesto, está en el negocio. El
sórdido y pretencioso quórum de realistas, esos somos nosotros; el gobierno,
muchacho, todas las ramas del gobierno… excepto ese general, rey de los
soplapollas que dentro de muy poco no va a saber de dónde le vienen los
golpes… Así pues, ¿qué dices?
Entonces, con un mínimo de ceremonia, me convertí en agente oficial del
servicio secreto de la Urbs. Un doble agente, supongo, aunque no quedó
establecido con claridad quién era mi otro jefe. Tal vez era yo mismo, en cuyo
caso ya era más que hora de que decidiese a qué causa representaba. Mientras
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tanto, mi deber para conmigo mismo era recabar toda la información posible.
Para empezar, estaba el Garfio. ¿Cuántos provincianos más, garantes de
nuestros derechos y libertades nativas, estaban igualmente pagados para
garantizar que el pueblo sometido continuara siempre sometido? ¿Cuántos
centenares de trabajadores que inocentemente odiaban a la Urbs, y sus
familias, habían sido cruelmente engañados y durante cuánto tiempo?
¿Centenares? Probablemente millares…
Pero eso podía esperar. Tenía que pergeñar esa carta fraudulenta; ahora
que sabía quién era Dulcera, quizá podría hacer un trabajo mejor con ella. Me
habían entregado una peculiar moneda mellada… la prenda, me dijeron, de mi
enrolamiento. Me emocionó, de un modo infantil.
7 La carta fraudulenta
Jibia era todo vendas, agua hirviendo, ungüentos y lágrimas de compasión.
Puedo asegurarte que tenía necesidad de todo ello. Resultaba asombroso que
no tuviese ningún hueso roto. Ah, el Garfio sabía cómo hacerle daño a un
hombre de la forma más económica. Jibia me besó las heridas y se culpó a sí
misma. Ya que estamos en ello, yo también la culpaba, pero me contuve para
no decirlo. Le enseñé la moneda y le conté toda la historia. Esa moneda tenía
un diminuto jeroglífico grabado en una cara y una muesca igualmente
diminuta en el borde. No te habrías dado cuenta de que existía, a menos que la
buscaras. Me habían dicho que me la colgara del cuello, junto a los otros
varios talismanes y amuletos que siempre llevaba, y se la enseñara a quien
creyera conveniente. Tanto Dulcera como el Garfio llevaban monedas
similares.
Después de la compasión, Jibia pasó a la crítica; por supuesto.
—No consigo entender cómo le permitiste atraerte para que entraras en la
tienda. Un bebé de tres semanas no habría caído en eso… —y así continuó.
Luego fue a buscarme una tablilla de cera y comencé un borrador de la
carta. Realicé varios intentos. Cuando pensé que la tenía bien, se la leí en voz
alta; ella inclinó la cabeza a un lado y escuchó con muchísima atención, la
lengua asomando de aquella forma adorable con que lo hacía cuando las cosas
eran importantes. De haberme encontrado en mejores condiciones, podría
haber llegado a posponer el trabajo y remediar el fracaso amoroso de la noche
anterior; pero el asunto era serio, y la carta debía ocupar el primer lugar.
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—No creo que deba parecer que va dirigida directamente al Mulero…, es
alguien demasiado importante. Mejor sería dirigirla a alguien, que no tenga
una gran posición, alguien que por así decirlo, actúe como contacto con los
informadores, en la Urbs… ¿Qué te parece un abogado corrupto, alguien de
ese tipo en quien confía El Mulero para la parte más dudosa de sus asuntos?
—Pero no conoces su nombre.
—No me hace falta. Todas las cosas de este tipo estarán unidas al
anonimato. ¿Qué tal esto?
—¿Se llaman señoría los unos a los otros? Pensaba que eran una república.
—Pues lo son, y no lo son. Se trata de un sobrenombre e indica a un
hombre de poder.
Eso se lo había oído decir al Garfio. Aquí tienen un problema. Los que
apoyan a La Mancha quieren que el ejército se desplace de inmediato a Italia;
pero sus oponentes tienen intención de que permanezca en Éfeso lo suficiente
como para crear problemas. Los grupos de estibadores y armadores
garantizarán que todo se haga en el momento oportuno. Pero, por otro lado,
una demora demasiado larga le facilitará las cosas en África a La Mancha si
realmente quiere enviarle las tropas a Boco. ¡Cielos, las complejidades del
conspirador sedicioso…!
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Los informes del Ponto…
«Ponto» tachado, reemplazado por la inicial «P», pero al tacharlo aún resulta
legible.
—¿Del Ponto?
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Luego taché «recaudación provincial de impuestos», como si hubiese vuelto a
cambiar de parecer…
Existía realmente un Publio Splinto en ese departamento; en otra época
fue un subordinado particularmente vil de mi padre. No tenía ningún
escrúpulo en meterlo en aguas muy tenebrosas…, cuerdas con nudos, incluso,
hierros al rojo vivo en sus colgajos púbicos…, le debía a alguien un poco de
dolor, maldición.
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Nunca podría vivir sin ella. Volví a besarla; las lágrimas corrieron por sus
mejillas marcadas.
—Marfil, si alguien te sigue, no vayas, por amor de Dios, no vayas.
¡Siempre podemos llegar hasta Miriam de alguna otra forma…, por favor! ¡Te
suplico que te cuides! —Y esto me lo decía mi propiedad. Un arreglo ridículo,
degradante; uno de estos días tendría que rectificarse. Entonces, ella se sentó
—. No llegué a darte tu regalo de cumpleaños —dijo—. Es algo muy
pequeño, como ya sabes, yo no poseo nada, soy poseída. Es un regalo de tu
propiedad, el valor que tengo para tu profesión.
No la comprendí. Entonces ella me lo mostró.
Bajó los pies al suelo, cogió un tul multicolor brillante y se lo envolvió
holgadamente en torno al cuello y los pechos, rodeándose las caderas con el
extremo, elegante, lasciva. Luego adoptó una pose teatral (grácil y sin
cohibición, como si estuviese ante un numeroso público), unió las palmas e
hizo una reverencia del modo en que yo había visto a los artistas indios
saludar a los espectadores… y se lanzó al famoso monólogo de Helena en el
último canto de La Ilíada. Con voz queda, imponente, una dura intensidad de
recitado que se sobreponía al evidente patetismo:
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Se arrodilló ante mí, las palmas otra vez unidas, inclinó la cabeza hasta el piso
como si recibiera una ovación del público en pie. Yo no pude aplaudir ni decir
nada. Extendió la mano para coger su flauta y su tambor, y comenzó una
antigua tonada de danza campestre de las islas, con la que había tenido la
costumbre de acompañar al público mientras salía después de las actuaciones
de El Cuervo. Se trataba de un aire lento y majestuoso con un tipo de ritmo
creciente que por sí solo bastaba para hacer que los ojos se me llenaran de
lágrimas al oírlo. A veces, esta tonada tenía una letra que la acompañaba:
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persona enferma o lesionada a quien la virtud de la cueva le había
proporcionado alivio.
Existe una historia relacionada con la cueva, por supuesto: siete hermosos
muchachos jóvenes, amantes de nuestra gran diosa, la Madre de Éfeso, se
hallaron una vez en peligro mortal a causa de un tirano local que intentó
violar a la diosa, y fue repelido por el valor de los mancebos. Los siete
huyeron a la cueva, con la esperanza de permanecer en ella uno o dos días, y
luego escapar una vez que su caza hubiese concluido. Pero la caza no
concluyó y ellos no se atrevieron a salir. Al fin, por la gracia de la Madre, se
quedaron dormidos. No despertaron durante años y años; y se sintieron
asombrados al regresar a casa y descubrir que todos sus contemporáneos
habían muerto, incluido el tirano, y que la ciudad estaba bajo el benéfico
gobierno de la propia Madre y sus devotos servidores. Ellos mismos, huelga
decirlo, estaban tan jóvenes como siempre, y aún más hermosos. Al momento
construyeron el primero de una sucesión de resplandecientes templos
dedicados a la Madre, que han hecho famosa a Éfeso en todo el mundo.
Mientras cojeaba con nerviosismo a través de la ciudad, con mi siniestro
vigilante a una o dos calles de distancia, deseé encarecidamente que algo de
ese tipo pudiera sucederme a mí.
Me encontraba en un estado bastante malo, en general, como para que
resultase plausible que visitara la cueva sagrada en bien de mi salud. Resolví
mencionárselo al guardia de servicio en la entrada trasera de la muralla de la
ciudad, cuando saliese; y, en efecto, me vio avanzar con paso laborioso,
aferrándome dolorosamente a columnas y pilares. El empinado camino colina
arriba fue para mí una tortura, pero lo coroné.
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de la cueva había una raíz de vid retorcida por la naturaleza en una forma
aproximadamente femenina, casi oculta entre guirnaldas. Se decía que era una
imagen de la Madre colocada allí por los Durmientes antes de caer en su
sueño. Si realmente podía obrar milagros, tal vez ya había llevado a Miriam a
salvo hasta allí arriba (como habíamos acordado), antes de que todo se
complicara. No me había aventurado a enviarle un mensaje desde que me
dieron la paliza.
Bueno, desde ese día no he dicho nada en contra de las raíces de vid.
Mientras arrastraba los pies entre la gente intentando hallar un hueco libre, y
hacía genuflexiones en dirección a la imagen, una mano bien formada se
escabulló fuera de un montón de chales y mantos, y me asió con suavidad por
un tobillo. Me arrodillé e incliné la cabeza hasta el suelo, mascullando lo que
tenía esperanza de que pareciese la plegaria correcta. En medio de todo esto
inserté algunas palabras para informar a Miriam del rumbo de los
acontecimientos, e implorarle que tuviese cuidado.
—Ya lo sé —susurró en respuesta—. Dulcera me formuló esas preguntas
durante toda una hora. Pero yo sabía que a mí no iba a pegarme, oh, no, a mí
no…, tanto codicia el dinero que cree que yo voy a hacerle ganar.
En su propia lengua profirió un exabrupto obsceno acerca de Dulcera, que
me pareció impropio de aquel sagrado lugar hasta que recordé al legendario
tirano y decidí que la Madre lo aprobaría. La carta fraudulenta pasó a manos
de Miriam, y fue de inmediato introducida en un rincón interno de sus
voluminosos atavíos. Reanudamos nuestras plegarias.
Me había dado cuenta de que un nuevo adorador había entrado en la cueva
a nuestras espaldas. Si conocía a Miriam, apenas podría reconocerla bajo
todas las capas de tela que la cubrían, y constituiría un riesgo que yo
abandonase mi puesto de modo demasiado súbito, o que lo hiciera ella.
Tendríamos que aguantar la situación durante un cierto tiempo. La ocasión se
presentó cuando una joven sacerdotisa emergió de un nicho cubierto por una
cortina para realizar una danza sagrada. La observé con ojo profesional; era
torpe y reiterativa, pero hipnótica a la larga, y su danza continuó durante
exactamente cuatro horas. Le comunicó su frenesí ininterrumpido a la
multitud, que comenzó a jadear y sacudirse a mi alrededor presa del éxtasis.
El hedor era espantoso. En el momento culminante, en medio de brazos que
se disparaban hacia lo alto entre fétidos harapos, bocas desdentadas que
espumajeaban y farfullaban, alaridos, gritos, invocaciones histéricas, la
sacerdotisa cayó hacia atrás en un ataque, arqueó el cuerpo y rodó por el
suelo. Cuando todo volvió a aquietarse, Miriam y yo nos hallábamos bien
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separados; pero aun así no me atreví a marcharme hasta que llegase la
mañana. Estaba acalambrado, muerto de aburrimiento, congelado hasta los
tuétanos, y aún dolorido. Tal vez me había privado de la curación al usar la
cueva para una intriga política. No me digas que nunca antes se había hecho
algo semejante. ¿Acaso no se trata de la actividad en la cual supuestamente
todos los griegos somos expertos?
Cuando los primeros rayos de sol penetraron en la cueva, me puse de pie,
con todo el cuerpo crujiéndome, y emprendí el camino de salida sin dejar de
encarar a la imagen, inclinándome y agachándome como penoso remate de
mis súplicas nocturnas. No pude discernir si aún estaban siguiéndome o no.
Al menos no vi a mi vigilante. Tal vez, harto ya de las incomodidades de la
cueva, se había marchado a casa hacía horas para meterse en la cama, el tipejo
afortunado.
El siguiente paso de la conspiración dependería de Miriam. Con el general
tan cerca de la ciudad, no había tiempo que perder.
9 Responsabilidades profesionales
No acudí personalmente a presenciar la entrada del ejército en Éfeso. Estaba
demasiado vapuleado. Cuando llegué a casa le dije a Jibia que despidiera a
todos los clientes que llegasen y clavara una nota en la puerta diciendo que el
despacho estaba cerrado. Que me iría a la cama para regalarme con unas
horas de muy necesario sueño. Entre tanto, le estaría muy agradecido si ella
podía salir a la calle y observar los acontecimientos. También debía ver si
podía disponer las cosas para obtener de Miriam un informe de los últimos
sucesos, si eso era posible. Jibia no hizo comentario alguno sobre estas
órdenes.
Desperté en una calurosa y opresiva atmósfera de tormenta, al comienzo
de la tarde; tomé un poco de vino y pan con ajo, y decidí visitar los baños
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públicos. Jibia no había regresado. Al traspasar el umbral de la puerta oí el
crepitar y retumbar de un trueno que recorrió el lívido cielo tras las montañas.
En pocos minutos tendríamos la tormenta encima. En consecuencia me
arropé. También se percibía otro sonido, un alboroto de gritos a cierta
distancia, hacia la parte baja de la ciudad, en dirección al ágora. Para cuando
llegué a los baños (un establecimiento pequeño frecuentado por actores y por
el tipo de literatos menos pretenciosos), la lluvia caía como si Dios hubiese
derribado de un puntapié una tina de lavar. ¿Estaban vigilándome todavía?
Oh, maldita sea, ¿qué demonios…?
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—Porque todos los buitres del recinto del templo están ganando hoy buen
dinero con la venta de recuerdos, comida preparada, mozas para los
soldados… Sí, a los muchachos les han dado una cierta licencia: para asistir al
templo con finalidades piadosas aprobadas, para ofrecer su agradecimiento
igual que el general; pero ni uno sólo debe acercarse ni un paso más a la
ciudad, so pena de muerte. Ya ve cómo está todo organizado.
Desde luego que lo veía. El consejo se hallaría bajo una grave amenaza de
descontento del pueblo, sólo en el caso de que las facciones de aquellos que
dependían del templo se unieran a las que había dentro de las murallas. Éfeso
era principalmente una ciudad de peregrinación, y el templo tenía mucho más
peso político que el resto del lugar. Si Garfio y sus amigos pensaron que las
tensiones entre el general y el consejo de la ciudad sería una grieta que ellos
podrían explotar, ya habían sido superados en táctica. Alguien, pensé, le había
dado al general consejos excelentes. ¿Habría yo subestimado a Roscio? Le di
una propina al portero y entré en los baños.
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ninguna otra parte. Que los rufianes hagan lo que quieran allí dentro:
gladiadores, muchachas del templo, animales salvajes, cautivos armenios,
carros cargados de vino de las tierras altas… ¡Ningún daño en absoluto le
sobrevendrá a vuestra ciudad! ¡Felicítame, Marfil!
Lo felicité. Él hacía cabriolas sacudiendo la toalla, con una inocencia y
arrogancia que resultaban difíciles de resistir. Calculé su edad en torno a los
treinta años; era tan vital como un niño de siete. Me hizo prometer que más
tarde acudiría al teatro.
—Te lo aseguro, será un gran honor. Además, necesitaré tu ayuda. Oh,
habrá tantos celos, temperamentos exaltados… y tú conoces a la gente de
aquí. Me dirás a quiénes desdeñar. Y, por favor, consígueme un buen director
de coro para la obra de Aristófanes.
Se escabulló hacia el interior del gimnasio para practicar media hora de
vigorosa pelota, mientras yo me entregaba, con un estremecimiento, al agua
fría como el hielo. Se me ocurrió que todo lo que había hecho durante el
último día carecía por completo de sentido; este apasionado itálico pequeño y
bizco, con una palabra susurrada al oído correcto, nos había solucionado todo
el asunto. Nos lo había solucionado a nosotros, en efecto… los propósitos de
mi fiesta de cumpleaños parecían haberse cumplido. Pero ¿hasta qué punto
esos propósitos eran verdaderamente los míos?
Fue idea de Paletilla que mi fiesta se transformara en una cábala política,
y la «intriga de Roscio» constituía su fructífero resultado. El
«perfeccionamiento» de esto, la incriminación de Dulcera, era una
complicación que yo podría haber impedido de haber conservado la calma;
pero no, no lo impedí, y ahora se había convertido en mi propósito personal.
¿Necesitaba algo más para llevarlo hasta el fin? Yo tenía mi propia
enemistad ancestral con los hombres de la oficina de impuestos; en el fondo
de mi memoria habitaba un enano torturador amarillo, un hermano que hacía
llorar a las jóvenes sirvientes, un padre con un diente de oro. No existía razón
para pensar que cualquiera de ellos residiera aún en la provincia; pero la obra
de sus vidas resurgía una vez más, y era necesario eliminarla. Lo que yo había
comenzado, lo que fuese, debía ser continuado. Ser concluido. Por mí mismo.
(¿Habría sido mejor, a fin de cuentas, dejarlo todo en manos de nuestro
gremio políticamente moribundo…?).
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brusquedad hacia mí, su boca era una rígida hendedura.
—¿Dónde demonios has estado?
—Fui a los baños, ¿qué tiene de raro? Mira, Roscio estaba allí y me
dijo…
—Llegué a casa y tú habías desaparecido. Lo mínimo que podías hacer
era dejar un mensaje sobre la mesa.
—Lo siento, no se me ocurrió. Se ha producido un cambio en la situación.
Roscio ya ha conseguido…
—¿Por qué no me contaste que Irene te había pedido que fueras con ella a
Italia?
—¿Qué? ¿Quién te ha dicho eso?
—Llegué a casa y tú habías desaparecido, la casa estaba completamente
vacía; Dios, pensé que te habían prendido. ¡¿Cómo has podido ser tan
desconsiderado?! Me lo dijo Cloe, ¿quién, si no? No me importa, ¿por qué
habría de importarme? Tienes derecho a mejorar en tu carrera; o bien me
llevarás contigo para que cocine y me encargue de las anotaciones de tus
libros, o te desharás de mí antes de marchar, y tienes derecho a ambas cosas.
Miriam ya le ha colocado la carta a Dulcera. Le transmitió el mensaje a Cloe
hace una hora. Fue a la oficina de Dulcera con sus hermanas para hablar de
negocios, y aprovechó la oportunidad para coger la gorra de fieltro de encima
de la mesa, mientras Abigaíl hacía que Raquel le permitiese a Dulcera tocarle
los pechos y todo eso…, ha deslizado la carta dentro de la costura vuelta de la
gorra. Nunca sale a la calle sin ella en la cabeza; no se dará cuenta de la
presencia de la carta porque los bordes están atiesados con trozos de hueso,
para hacer que se mantenga rígida como una cresta de gallo. Así que ya lo
sabes. ¿Qué estás haciendo?
Habíamos regresado a mi despacho y yo buscaba nombres en mis libros.
Un director de coro para la obra de Aristófanes. Se lo dije a Jibia y ella me
dio algunos consejos pertinentes. Luego:
—Supongo que esto significa que abandonarás todo el asunto de Dulcera.
—No abandonaré nada. Tengo mis razones.
—Oh, Dios. Y ya sé que las tienes. Oh, Dios, ¿no puedes olvidarte de
ellos?
—No. Veamos, estos son los nombres que he anotado como lista de
posibilidades, pero algunos podrían no hallarse en la ciudad. No puedo salir a
buscarlos a todos; le dije a Roscio que iría a su ensayo. Averigua quién está
disponible y ve a decírmelo al teatro.
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—Tuviste todas las oportunidades del mundo para contarme que Irene te
había invitado; y maldito seas si comentaste algo. ¿Le has dicho ya que
aceptas su oferta? —Yo guardé silencio—. Te he preguntado si se lo has
dicho. Si no me das una respuesta no te conseguiré un director de coro, y
cuando me busques habré desaparecido. Entonces tendrás que denunciarme
como «fugada» y ofrecer una recompensa. Pero ¿te atreverías a hacerlo? No
te atreverías; sentirías vergüenza. ¡Quiero una respuesta!
—No le he dicho nada a Irene. No he tomado una decisión.
—En ese caso, tómala de una maldita vez. En Éfeso eres un moneda
mellada y te vigilan dondequiera que vayas. Lárgate de aquí, vete a Italia, usa
tu juicio, cojo bastardo; esa mujer sabe muy bien lo que te conviene, ha
adivinado lo que podría suceder. Llévame contigo o déjame, no me importa;
tienes la barriga lo bastante gorda como para estar cómodo en cualquier parte,
y una criatura magra como ella podría deslizarse dentro de esa cadera torcida
durante tanto tiempo como te apetezca.
10 La actuación de gala
Durante tres días disfruté del privilegio de ver a Roscio crear su programa. Es
decir, que permanecí sentado en medio de una especie de tormenta
equinoccial (metafórica y literalmente, ya que diluviaba a intervalos
impredecibles, los asientos de piedra del teatro se transformaban
intermitentemente en cascadas de jardín ornamental, y el piso del escenario
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despedía vapor entre chaparrones), mientras Roscio corría arriba y abajo,
gritaba, cantaba, saltaba sobre el escenario y empujaba a sus actores o
tironeaba de ellos; se deslizaba a los rincones con uno u otro actor y le
susurraba cosas feroces al oído; se ponía la máscara de todos los demás y
demostraba enfurecido cómo debía representarse cada personaje; imprecaba,
besaba, hablaba con voz arrullante y golpeaba la cabeza contra las columnas,
chillando como una gaviota.
Sus actores eran cultos y, en su mayoría, suboficiales jóvenes de la
centuria de guardia en el pretorio de La Mancha, que hablaban griego. No
estaban nada mal; supongo que Roscio había tenido algo que ver con su
formación original. Eran un completo contraste con la compañía a cargo de la
obra de Menandro, la cual dirigía Paletilla con un sólido estilo anticuado,
como correspondía a un grupo de actores que estaban representando papeles
que habían hecho centenares de veces antes y sabían con total exactitud lo que
se esperaba de ellos. Las principales tensiones del trabajo surgieron cuando
Paletilla y Roscio tuvieron un altercado sobre quién debía ensayar en el teatro
en determinados momentos. El director de escena había estructurado un
arreglo alternativo con un pequeño salón de conciertos bajo techado que
estaba al otro extremo de la ciudad, y ninguno de los dos quería tener que
utilizarlo. Los miembros del coro de la obra Las Ranas (nos decidimos por
Las Ranas porque el teatro tenía un admirable conjunto de trajes, sólo
parcialmente dañado por los recaudadores de impuestos) acudieron a un
gimnasio extramuros, para fastidio de los atletas aristocráticos que solían
ocuparlo en circunstancias normales. También eso causó inconvenientes, y
nuestro neurótico director de escena cayó en repetidos accesos de
desesperación, acusándonos a todos de querer sabotear su reputación teatral.
Al caer la tarde, tederos encendidos iluminaban la orquesta y siempre
había alguien trabajando a la luz de los mismos casi cada noche, desde que
oscurecía hasta el alba. Me encontré convertido en ayudante general de
producción de casi todo el mundo. Me las ingeniaba para escabullirme a
intervalos erráticos para dormir, y Jibia me llevaba las comidas al teatro. Ella
pasaba la mayor parte del tiempo corriendo por la ciudad con recados
imprescindibles que realmente no eran en absoluto responsabilidad suya. Pero
el personal corriente del teatro había demostrado ser por completo ineficaz.
Consistía sobre todo en mancebos tontos que el director de escena gustaba de
acariciar; mientras que Roscio era, supongo, un genio; y Paletilla había
conseguido larga experiencia con el chapucero trabajo de improvisación de
desaliñadas compañías itinerantes. Ambos planteaban exigencias que estos
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exquisitos jóvenes urbanos eran incapaces de satisfacer, y Jibia cargaba con la
difícil tarea.
Al tercer día (el del ensayo general), la histeria había llegado al punto de la
crisis. La compañía que representaba la obra de Plauto estaba en el escenario
haciendo un último ensayo completo sin trajes; la compañía que representaría
la de Menandro disputaba por sus trajes en voz muy alta con dos de las
ayudantes de Cloe; las «ranas» croaban una variación vocal de último
momento en lo alto de las gradas; y había aún otras de las muchachas de Cloe
sobre escalerillas por todo el teatro, colgando decorados y riñendo con
tramoyistas y carpinteros, el ruido de cuyos martillazos, serruchos y lenguaje
impropio (demasiado fuerte, para demostrar su independencia) reverberaba en
todo el auditorio. La propia Cloe andaba a grandes zancadas con la falda
remangada hasta el muslo, chillándoles a sus empleadas, y de vez en cuando
injuriando a Paletilla.
En el proscenio, Irene y Jibia estaban enzarzadas en una discusión. Deduje
que, de alguna forma desconcertante, Roscio las había contratado a ambas
para presentar un prólogo de declamación y canto, y esperaba que ellas
resolvieran los detalles de su actuación. Yo estaba exhausto y me dolía la
cabeza, pero por el momento no tenía nada que hacer. Contemplaba el caos
desde una hilera intermedia de las gradas.
Vi a una persona que penetraba en el teatro por una de las puertas. Volvía
a llover, aunque ninguno de nosotros reparaba ya en ello; pero ése hombre se
cubría la cabeza con la capucha y se envolvía en la capa. Se trataba de una
figura grácil, erguida, de cuerpo fuerte. Supuse que era alguien del personal
que se ocupaba de la atención al público (recientemente nombrado para esta
ocasión especial). Subió por las gradas y se sentó a pocos pasos de donde yo
estaba. Miraba con gesto vivo hacia un lado y otro. No creo que nadie más lo
hubiese observado. Pasado un rato, la lluvia cesó y del teatro volvió a elevarse
vapor. Cloe, deteniéndose en los escalones, escurrió agua de sus pesadas
faldas con ambas manos.
—Después de esto, algunos de nosotros disfrutaremos de reumatismo —
anunció—. Sólo espero que mañana llueva y ese condenado general acabe en
cama. —Entonces vio al desconocido—. ¿Quién es ése? —me preguntó. Me
encogí de hombros—. Entonces no debería estar aquí. No se permite la
entrada de público en los ensayos generales, a menos que sea por invitación, y
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nadie ha sido invitado. Esto es un ensayo privado. ¿Quiere tener la amabilidad
de marcharse?
El hombre se había quitado la capucha al cesar la lluvia. Se apreciaba en
su rostro una enorme marca marrón de nacimiento que le bajaba desde el ojo
hasta la quijada, como si alguien le hubiese salpicado pintura. Tenía el pelo
espeso, con copete, encanecido en las sienes. Parecía de modales suaves,
sensible, quizás un poco tímido. Entonces vi sus ojos, azul hielo intenso y
absolutamente aterrorizadores. Nunca cambiaban, con independencia de cuál
fuese la expresión que se agitara en su rostro.
—Lamento muchísimo si molesto, señora, pero el director artístico me dio
a entender que era posible estar aquí si no estorbaba el trabajo.
Roscio se levantó la máscara y echó una mirada atónita a lo que sucedía.
—Está todo en orden, al caballero se le permite estar aquí.
Y luego prosiguió con su papel de usurero Uxorius. Cloe profirió un
bufido y regresó a su trabajo. Yo me enderecé con alarma y me compuse la
ropa. ¿Esa marca de nacimiento, el permiso de Roscio? Por supuesto… ¡y lo
llamaban La Mancha…! ¿Habría algún castigo por insultar a un general de
incógnito? Lo supuse más que probable. Mi padre lo habría sabido; mi padre
habría estado ya lamiendo los pies de aquel hombre… Oh, Dios, el maldito
Mancha caminaba hacia mí para hablarme. ¿Qué iba a decirle?
—Disculpe, usted es Marfil, según creo. Tengo entendido que el general
va a invitar a algunas personas, artistas, músicos, gente así, a una reunión
informal que celebrará mañana por la noche en su vivienda, después de la
cena. Me ha encargado que averigüe si le gustaría ser una de esas personas.
Yo repliqué que me sentiría muy honrado y que sin duda aceptaría la
invitación del general. Le hablé con menos deferencia de la que habría
empleado de ser él realmente el secretario de protocolo del general. No tengo
nada que objetar ante el incógnito, pero me tomo a mal que me lo froten por
las narices. AI igual que los carpinteros del escenario, también yo tenía una
cierta independencia que mantener. Sonrió, de manera bastante cálida (pero
sin repercusión en sus ojos), avanzó en silencio a través del ensayo de Plauto
(los soldados actores no demostraron percibir su presencia, sin duda conocían
los métodos que empleaba), le dedicó un cortés asentimiento de cabeza a
Roscio, y desapareció en la skené.
Un poco más tarde lo vi charlando, muy tranquilamente, con Jibia e Irene.
Crucé los dedos.
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El ensayo general, que vino inmediatamente después, pasó sin más que el
número habitual de esos desastres que encogen el estómago. Uno de los
incidentes revistió cierto interés. Como gesto de cortesía para con las
prácticas de nuestro teatro griego, Roscio le había ordenado a Cloe que
añadiera falos a los trajes del grupo que representaría la obra de Plauto. Justo
antes de que la compañía se pusiera a actuar, un beligerante joven suboficial
del cuerpo auxiliar de fortificación (que representaba el papel de viejo
malvado, y bastante bien) se adelantó y dijo que los hombres consideraban
aquellos tiesos apéndices algo degradante para la Urbs, y que se negaban a
tener nada que ver con ellos. Eran hombres y eran soldados, y semejantes
trucos sucios resultaban apropiados sólo para… Roscio se apresuró a
interrumpirlo, pero llegó demasiado tarde. Paletilla intervino rugiendo,
diciendo que el traje fálico tenía las connotaciones más ancestrales y sacras, y
que el zapador estaba insultando deliberadamente a sus anfitriones del teatro y
a la totalidad de la cultura de Homero, Platón y Pitágoras. Todos los demás se
unieron a la discusión, y se cruzaron sin miramientos frases como «grecos
repugnantes» y «esclavos imperialistas».
La Mancha salió de la skené, avanzó con suavidad por el proscenio y le
habló (en griego) al suboficial, en voz baja, con su fácil sonrisa agradable,
igual que antes.
—Tú, ven aquí, por favor, aquí. Mi amigo Roscio ha decidido, por
razones que no te conciernen, que en este escenario debéis vestiros todos
como un montón de jodidos burros hambrientos de sexo, pichas de salchicha,
cojones de globo. Por favor, haz lo que él dice. Debéis colgaros, con
entusiasmo, estos consoladores rojos y amarillos de ensueño de colegiala,
para que se os balanceen entre las piernas y todos los griegos rían con
disimulo. Quiero que así se haga. Así que hacedlo. Gracias.
A continuación abandonó el teatro. El suboficial estaba tan pálido como
su ropa y temblando de pies a cabeza.
Después de eso no surgió ninguna otra complicación intercultural, y
Paletilla se disculpó con profusión ante Roscio por haberlo acusado de
«colonizar el teatro de Éfeso».
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los conocía desde hacía mucho; y Plauto me pareció bastante desprovisto de
originalidad… pero hay que tener en cuenta que yo no podía seguir con
detalle el diálogo en latín, aunque me atrevería a decir que era ingenioso. El
prólogo lo componían una compilación de versos clásicos ligeros, animadas
tonadas tradicionales y algunas danzas delicadamente salaces. El tema de la
obra era «la guerra ha terminado: bienvenidos a las bendiciones de la paz (la
mayoría de ellas son eróticas)».
Ambas actuaron con una técnica excelente, tal y como yo habría esperado;
sin embargo, lo que le confirió su particular tono picante fue la muy vívida
sensación transmitida a los presentes de que las dos mujeres estaban… bueno,
no precisamente riñendo, pero de alguna forma encubierta «disputándose» el
guión, y la representación incluso, en el momento de presentarlo ante el
público. Actuaron sin máscaras; Cloe las había ataviado con ropajes
exquisitos. Irene era un hombre joven con el traje de caza de un clan
montañés, sombrero de paja y calzones de montar azules ajustados como una
segunda piel.
Nunca antes la había visto representar nada parecido a un «papel»: era
imponente. La Mancha la aplaudió con especial energía. Roscio me contó que
fue por insistencia personal de La Mancha que les adjudicó el prólogo a dos
mujeres. Al parecer le gustaban tanto como los hombres. Jibia llevaba un traje
transparente de pastora y demostraba tener un sentido de la comedia
muchísimo mayor del que estoy seguro que jamás llegó a sospechar su viejo
Cuervo.
Hubo otro detalle en el prólogo del que, extrañamente, no llegué a darme
cuenta hasta que hubo concluido (había estado demasiado atareado durante
los febriles días de preparación como para poder mirar con algún sentido
crítico lo que estaba preparándose…): la aparición de mujeres en el teatro
público, sin máscaras, intercambiando palabras de un diálogo (contrariamente
a la mera exhibición de sí mismas en una danza o declamando un cierto tipo
de interludio coral), constituía una innovación sin precedentes. Cloe e Irene,
como miembros de la antigua compañía de Paletilla, por ejemplo, jamás
aparecían en el teatro normal de una ciudad. Las festividades de aldeas y las
actuaciones privadas en casas particulares eran una cuestión muy diferente.
Supongo que los colegas conservadores, como el propio Paletilla, se sintieron
tan aliviados al ver que los actores de la legión llevaban el falo griego en una
comedia derivada de nuestro teatro, que olvidaron sentirse escandalizados;
pero, en un cierto sentido, este elegante prólogo resultó tan desbaratador para
nuestro hábito de vida en Éfeso, como lo habrían sido los Bolsillos
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Calientes… ¿«Colonizando nuestro teatro»…? No lo creo. Fue una
innovación tan grande para Roscio como lo era para nosotros. De no haber
sido por acontecimientos posteriores y devastadores de verdad, podríamos
haber construido todo un clima teatral de vanguardia sobre ese precedente.
Ahora bien, yo nunca he pensado en mí mismo como en alguien de
vanguardia. Pero todo el trabajo de teatro en que he estado implicado desde
esta extraordinaria gala ha sido, en uno u otro sentido, una evolución del
prólogo femenino; así pues, ¿debería tal vez ser más conocido por los
historiadores teatrales? No, por supuesto que no…, el mérito directo le
pertenece a Roscio. Y, debo admitirlo, a ese asesino sediento de sangre, La
Mancha. «Perdónale, Musa, sus millares y más millares de inocentes
asesinados; él le confirió nueva vida a un escenario inactivo». Eso sí que es
un epitafio.
Después de la actuación, en medio de la multitud que salía, alguien me
tocó un codo. Era Dulcera, con su absurdo gorro en forma de cresta de gallo.
—Bonito espectáculo, muy bonito, ya lo creo. Ese italiano conoce su
oficio. Oye, ¿quién era la moza de las bragas azules? Tenía una curva muy
bien dibujada, muy airosa en la parte trasera. —Si no había reconocido a Irene
(ella llevaba zuecos altos la última vez en que él la vio, y hoy llevaba el pelo
corto, rubio y sin ondular), yo no iba a decirle quién era. Me enseñó los
colmillos—. Vale, pues, mantenla en secreto. Pero si esta noche vas a la
juerga del general, vigila al viejo Dulcera; le habré quitado esas bragas azules
antes de que puedas romper un huevo.
Se mezcló con la multitud y desapareció. No se me había ocurrido que La
Mancha invitaría a Dulcera. ¿Posibilidades?
11 La hospitalidad de La Mancha
El general se alojaba en la residencia del gobernador provincial (el
gobernador mismo, como yo había adivinado, se había marchado con su
malhumor a Pérgamo), más una villa que un palacio, en los suburbios
exteriores, allende el templo de la Madre. Mientras cojeaba hacia allí después
de la cena, en la creciente oscuridad, advertí que el recinto del templo estaba
lleno de soldados en ropa de paseo, la mayoría de ellos borrachos, todos ellos
vocingleros. Se oía música estridente y chillidos de muchachas. Pensé que
una o dos de ellas habían comenzado a gritar por razones justificadas. Me
sentí aliviado al ver un gran número de policías militares que se reunían en las
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sombras del exterior de los jardines sagrados, con las porras preparadas; daba
la impresión de que iban en serio. Me alegré de que Jibia no me acompañase.
No sabía qué privilegios de desorden les estaban permitidos a los custodios
del orden militar en una ciudad extranjera. Pero nadie me abordó.
La residencia se encontraba iluminada con exuberancia, tanto la casa
como el jardín y el pórtico. Un ostiarius[15] me recibió en el pórtico como si
fuese un príncipe, aunque me fastidió que intentara dejar mi bastón en la sala
para capas: yo lo necesitaba para subir escalones, maldición. Un cubicularius
me condujo a través de las habitaciones amuebladas a medias (gobernador en
Pérgamo, claro), hasta un salón con demasiadas estatuas. Sobre divanes
distribuidos entre los marmóreos lanzadores de discos y ninfas que, en el
baño, se defendían, sobresaltadas, de los ataque masculinos, se encontraban
los más disipados representantes de nuestra élite artística y cultural, así como
los oportunistas asociados como Dulcera y algunas cortesanas
moderadamente refinadas. Ninguno de ellos parecía hallarse mucho más
cómodo que yo.
Irene estaba allí, ataviada con un atuendo muy recatado; y junto a ella
(buen Dios), Jibia. Condenada zorra negra, no me había dicho ni una sola
palabra previa. Yo no había regresado a casa después del espectáculo (había
cenado con unos clientes), y hasta donde sabía, Jibia no saldría esa noche.
Pero allí estaba, y con el mismísimo traje que llevaba en mi fiesta de
cumpleaños. La felicité con un amargo susurro por la democrática afabilidad
de nuestro anfitrión.
—No creas ni una sola palabra —replicó entre dientes, con expresión
ininteligible—. Está dejando claro ante todos nosotros que la totalidad de
«nuestras» distinciones sociales son indignas de su atención.
Un sirviente me trajo una porquería extravagante en un plato, y una
bebida, gracias a Dios. Roscio estaba fuera de sí de emoción.
—¡Ah, Marfil, qué bien que hayas venido! Oh, cielos, estaba encantado,
semejante deleite era el suyo, más allá de toda esperanza… y tuya es la mayor
parte del mérito, así se lo he dicho.
—¿Dónde está?
—Aún cenando, con sus horribles oficiales del pretorio. Se disculpa ante
todos nosotros, pero los asuntos de Estado han hecho que se retrasara. Ah,
aquí llega.
La Mancha, arrebolado y resplandeciente, entró a paso rítmico a través de
la doble puerta. Hablaba enérgicamente con un oficial del pretorio a quien al
parecer acababa de entregar un fajo de documentos. Este hombre le hizo un
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saludo militar y se marchó. Las puertas se cerraron a sus espaldas, La Mancha
avanzó y se detuvo en medio de nosotros. Extendió los brazos en un gesto de
humilde bienvenida. Pronunció el más elegante de los discursos, se sentó y
nos pidió que nos sentáramos. Solicitó música. Durante las tres horas
siguientes disfrutamos de lo que resultó ser, considerándolo globalmente, una
fiesta «artística» convencional del tipo al que todos habíamos asistido muchas
veces antes.
La Mancha habló de un modo íntimo e infaliblemente cortés con casi
todos los presentes, incluso conmigo. Su conversación era interesante y
adecuada, sin aires de superioridad. Se sirvió el vino suficiente como para que
varias personas, que deberían de haber mostrado más prudencia, se achisparan
ligeramente. Dulcera, ¡ay!, no se contaba entre ellas. Por otra parte, La
Mancha sí…, o al menos esa fue la impresión que dio. En el lado sin marca de
su rostro vivaz, normalmente muy pálido, aparecieron manchas rojas, y sus
holgadas ropas de fiesta fueron aflojándose progresivamente al practicar
pequeños juegos amorosos con los dedos sobre las zonas de piel desnuda de
hombres y mujeres (Jibia no quedó exenta, pero ¿qué podía decir yo?).
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De vez en cuando, durante la velada, un oficial o secretario se escabullía a la
sala con un comunicado confidencial para el general. Él trataba el asunto con
brevedad, voz muy queda y mucha seriedad, sin el más mínimo rastro de
embriaguez. De vez en cuando podía oír pasos y voces que delataban
actividad en otras partes de la casa; y, a ratos, un áspero estallido de órdenes
militares que provenía de allende la terraza del jardín. Por último, mientras
estábamos todos participando en danzas bulliciosas y promiscuas (incluso con
mi pierna lesionada, un ridículo paso de salto-paso-salto que algunas damas
dijeron que les encantaba), un adjunto del general entró con un documento de
apariencia importante. La Mancha dejó de bailar inmediatamente.
—Queridas damas y caballeros, me veo obligado a presentaros mis
disculpas a todos; los deberes oficiales se imponen una vez más. Me he
sentido honrado y en verdad estimulado por vuestra presencia aquí esta
noche. ¿Puedo daros las gracias por vuestra aceptación a mi presuntuoso
convite?
Nosotros le expresamos nuestro agradecimiento (algunos de nosotros con
indebida efusividad), y nos encaminamos en grupo hacia la sala donde
guardaban las capas. Yo no había hecho nada con respecto a Dulcera. Debía
hacerse algo. ¿Y dónde estaba Jibia? Ah, allí estaba. Se marchaba a casa
conmigo y con nadie más; teníamos que hablar…
Un hombre avanzó hasta quedar delante de mí, un agradable hombre
gordo al que había visto contándole a Irene anécdotas acerca de las actrices
itálicas. Supuse que era uno de los integrantes del séquito de La Mancha, pero
no le fue presentado a nadie. Ahora me apartó, por así decirlo, del resto del
grupo, y me desvió hacia un pasillo lateral antes de que me diera cuenta de lo
que sucedía. La mano que tenía sobre mi antebrazo era suave pero firme.
—No quiero que te marches todavía a casa —dijo—. El ostiarius le dirá a
tu muchacha que hay un carro esperando para ella y la otra dama; ven
conmigo, si eres tan amable, por aquí. —Hablaba como si no existiera
posibilidad de que yo discutiese sus instrucciones. No las discutí. Ascendimos
por una escalera trasera hasta un pequeño trastero lleno de muebles en desuso.
Él se sentó en un escabel de campamento ante una mesa plegable, y me hizo
un gesto para indicarme que me sentara al otro lado.
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—Esto se te cayó del cuello en el curso del baile —dijo—. Si se lleva una
cosa como ésta, es una gran necedad no cuidarla. Has bebido demasiado, y
eso no es en absoluto lo que esperábamos de ti.
Adopté un aire estúpido.
—No finjas que no me entiendes —prosiguió. Posó la otra mano sobre la
mesa. En ella había una moneda idéntica—. Y ahora —continuó—, ¿quién te
ha reclutado, cuándo lo hizo y para quién imaginas que trabajas?
Yo lo había conceptuado como agradable; ahora comenzaba a cambiar de
opinión. Pero esta vez no había en la habitación ningún Garfio para
vapulearme. Dije algo sobre que estaba muy cansado después del pesado
trabajo del teatro. Dije que había sido reclutado por un hombre de Éfeso, y
que él me había dado a entender que iba a trabajar para la seguridad de la
Urbs, cosa que yo quería hacer con toda mi alma, dado que la Urbs era la
única defensa contra nuestros enemigos externos e internos.
—Mentira —me contradijo el hombre—. Estás en esto por los beneficios
que puedas obtener, al igual que todos los demás de nuestro reclutamiento
provincial. La pregunta es, ¿los beneficios de quién? ¿Qué te pidió que
averiguaras, ese «hombre de Éfeso»?
Yo estaba, oh, dioses, no del todo sobrio. Intenté con ahínco forzarme a
volver a una condición que me permitiera pensar con claridad. Este hombre
gordo había participado en las actividades de esparcimiento privado de La
Mancha; tenía acceso incontestable a una habitación de la casa de La Mancha;
el ostiarius pedía carros a una orden suya. ¿Podía arriesgarme a suponer que
era un agente que trabajaba para los intereses políticos de La Mancha? En
caso contrario, yo estaba acabado. Pero si lo era, entonces por Dios que
podría lograr que se le diese a Dulcera el trato que merecía, e iba a hacerlo.
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mantenerlos alejados. Me sentí satisfecho de formar parte por los beneficios,
como tú has dicho. Pero por los beneficios generales, tanto para la ciudad
como para mí. No me malinterpretes. No soy ningún idealista. Pero tampoco
soy uno de vuestros fulleros despreciables, como lo es Dulcera.
—¿Quién es Dulcera?
—El hombre que me reclutó.
—¿Cómo sabes que es un fullero despreciable?
Había llegado el momento. ¿Se lo contaba ahora, o no? Su semblante era
totalmente inexpresivo. Simplemente era gordo. No conseguía interpretarlo,
no más de lo que conseguía interpretar la expresión de su señor. Busqué
evasivas. Era un cobarde. Jibia me habría despreciado.
—Porque —dije— lo conozco; estamos en la misma profesión y él me
roba mis clientes.
—Eso no tendría necesariamente nada que ver con su trabajo en favor de
la Urbs. Podría tratarse de una cobertura que ha estado construyendo con todo
cuidado. Incluso podría ser un idealista.
No, tenía que acabar con el asunto.
—Podría, pero no lo es. Resulta que sé por casualidad que trabaja para al
menos dos Urbis. Una de ellas dentro de la otra. No puedo decirte
exactamente cómo. Yo trabajo para él y hago lo que me ordena. Si me manda
copiar y traducir el borrador de una carta privada, y muy ambigua, y
enrollarla lo bastante apretadamente como para que pueda meterla en las
costuras de su gorra, yo no hago preguntas. Pero si la Urbs quiere de verdad
apoyar la política de tu general, y utilizarlo aquí para proteger sus intereses,
entonces se ocupa en ello de un modo muy extraño, y no digo más.
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las empujó pasillo abajo. Ellas desaparecieron corriendo de mi vista, con sus
piernas patizambas moviéndose muy aprisa.
El propietario de las piernas restantes también abandonó el lecho; atravesó
la habitación a grandes zancadas y también desapareció de mi vista: era La
Mancha. La puerta se cerró y yo aguardé entre los centinelas hasta que el
hombre gordo me llamó al interior del dormitorio. La Mancha se había puesto
una túnica a medias y tenía el aspecto de una de las estatuas más sugerentes
de la planta baja. Su cuerpo era blanco, casi lampiño, y sus ojos infundían
espanto.
—Siéntate —dijo, y así lo hice—. Habría preferido no ser interrumpido
precisamente en este momento —declaró—. Han salido y detenido a ese
Dulcera vuestro. Habría ahorrado molestias, me habría ahorrado molestias a
mí, si lo hubiésemos sabido antes de que saliera del recinto. Veamos si nos
has dicho la verdad.
Un golpe en la puerta: un guardia con la gorra de Dulcera.
—Por supuesto que lo que tú has dicho que fue colocado ahí, podría no
encontrarse ya en este sitio. Si no está, siempre podremos preguntarle a él…,
y a ti…, si alguna vez estuvo realmente. Tú nos lo dirás. —Mientras La
Mancha hablaba, pasaba los dedos por las costuras. Cogió una navaja de su
mesa de tocador, rajó una de las costuras, y allí estaba la carta. Pero antes de
que la hallara, algo me sucedió a mí; sabía lo que debía tocar en ese preciso
momento, y tenía la mano por debajo de la túnica. Palpé líquido caliente entre
los dedos. Todo lo que quería que pasase estaba sucediendo, y yo me
encontraba goteando de terror en el dormitorio del general. Mi vergonzoso
charco se extendió por el pulido suelo. Ninguno de ellos le hizo caso alguno;
me atrevería a decir que estaban habituados a que sucediera.
Calentaron la cera de la carta sobre una vela, y el hombre gordo
desenrolló con precaución la tira de lino.
—Es arameo, señor.
—¿Puedes leerlo?
Podía, y lo hizo.
—¿Cuándo dice este hombre que se le pidió que escribiera esto?
—La semana pasada.
—Ya está fuera de fecha y no ha sido enviada. «El (subrayado) y sus
soldados no han llegado aún pero se los espera cualquier día de estos»… Tal
vez tenían un correo que la llevaría en un barco particular y llegamos nosotros
antes del día en que debía partir el barco, en cuyo caso estará escribiendo una
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nueva carta. Podría, supongo, haber olvidado que todavía la llevaba en la
gorra. ¿Es probable?
—Incompetente —declaró el hombre gordo—. Algunos de los reclutados
provinciales son extremadamente incompetentes. —Y ambos me miraron.
—Supongo que no existe ninguna duda de a quién se refiere como «su
señoría», ¿verdad? —dijo La Mancha.
—No, señor; aunque hasta ahora no hemos oído que nadie se refiriera a él
de ese modo.
—¿«G. P.»…? ¿Hasta qué punto podemos inferir que él está involucrado?
Por supuesto, es simpatizante…
—¿Podría sugerir que de momento hagamos caso omiso del G. P.? Pero
fíjate en esto: «P. Sp.», y todos los demás departamentos relacionados. Habrá
que echar un vistazo muy minucioso también a nuestro reclutamiento
provincial. —Se volvió en redondo para mirarme—. Me pregunto cuánto más
sabes tú. —Cuatro ojos clavados en mí, despreciativos.
—Mantén quieta esa pierna —me dijo La Mancha, y luego volvió a
hablarle al hombre obeso—. Él tiene sus motivos para contarnos esto, rectos,
torcidos, ¿qué importa? Ahora es nuestro, hasta que alguien le dé más excusas
para tener más motivos. Dile que se marche a casa. —Se encaminó hacia un
espejo de cuerpo entero, arrojó la túnica sobre la cama, y comenzó a
arreglarse el pelo alborotado—. Ah —dijo—, comienza con el asunto de
inmediato, si tienes la amabilidad. Quiero a toda esta gente «depreciada» a
primera hora de la mañana. Y vuelve a enviar aquí inmediatamente a esas dos.
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demás habían desaparecido… En una villa pequeña emplazada entre el
templo y la ciudad, algunas de las monturas de caballería pisoteaban los
macizos de flores. Los soldados arrastraron una figura corpulenta en ropa de
dormir por los escalones delanteros. Reconocí al funcionario de recaudación
de impuestos al que pocos días antes había visto haciendo inventario en el
teatro. Su esposa se encontraba en la puerta, chillando e intentando arrastrarlo
de vuelta al interior. Uno de los soldados la derribó de un golpe.
Dentro de la ciudad pude oír los cascos de los caballos resonando por
todas partes. Desde la esquina de un callejón que conducía al puerto, llegaron
varios de ellos golpeteando con los cascos desde las sombras. Había un
hombre atado a la cola del último caballo, su cuerpo sacudiéndose y
rebotando contra el empedrado. Su cara resultaba irreconocible por la sangre
y la suciedad de que estaba cubierta, pero yo conocía la cabeza afeitada y los
grandes puños al final de los brazos vigorosos. ¿Después de conocer la
conspiración, podían haber descubierto al Garfio tan pronto, o había sido
marcado en el momento de su asamblea pública? Tuve la poderosa sensación
de que La Mancha había tenido un plan de contingencia bien preparado, y de
que mi contribución al mismo no era más que incidental.
Cuando llamé a mi propia puerta y caí temblando dentro de la habitación,
me vi de inmediato rodeado por Jibia e Irene, ésta llevaba horas sentada junto
a la primera, convencida de que yo estaba muerto, convencida de que Jibia
sería de inmediato vendida en subasta pública como la propiedad confiscada
de un conspirador de traición. Irene había dicho que ayudaría a Jibia a
escapar. Esto habría puesto a Irene en un peligro idéntico. Jibia me abofeteó
seis o siete veces.
Yo estallé en lágrimas.
—Tú, traicionera, palo de regaliz sonriente, tanto si te gusta como si no,
acepto aquí y ahora la oferta de Irene de marchar a Italia y…
Irene rechinó los dientes.
—¿Todavía se mantiene la oferta? Yo no voy a llevarte a ningún sitio si la
única razón por la que quieres acompañarme es que estás tieso de pánico y te
has mojado los calzones. En Italia necesito un hombre que pueda encargarse
de mis negocios como hay que hacerlo, alguien con la cabeza serena,
espantajo histérico; un pensamiento claro, eso necesito. Si puedes darme eso,
no me importa tu papada. No me importa tu asquerosa barriga como un saco
de fango de entrañas, incluso puedo aceptar tu maldita cojera de típula. Pero
¿puedes dármelo? ¿O esperarás a los momentos de crisis y te pondrás
llorosamente borracho?
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Un hombre llegó por la calle gritando «auxilio, auxilio», y aporreando las
puertas. No se le abrió ninguna, se produjo una furiosa lucha y luego un
sonido como de ropa mojada que era aporreada y golpeada contra la margen
de un río. Los caballos volvieron a alejarse, más silenciosamente, casi con un
bello cascabeleo.
Fui dando tumbos hasta el patio para quitarme la ropa y echarme agua fría
por encima. Jibia fue tras de mí, me ayudó a vestirme otra vez y me dijo que
no me preocupara: Irene iba a llevarme consigo, ya se lo había pedido
también a ella, salía un barco hacia la zona de Brindisi dentro de cuatro días,
y Cloe conocía al capitán. Irene quería que también Jibia nos acompañara a
Italia. Luego hablamos de un modo más calmo, tomamos algo de comer, una
gran cantidad de bebida, y por fin nos marchamos a la cama. Opiné que Irene
debía quedarse con nosotros; al menos yo no me atrevía a acompañarla a casa
de Cloe.
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volvió a vérsele sobre la faz de la tierra. Un asociado de Delos se hizo cargo
del asunto.
No se incluyó a nadie del personal de seguridad pública en estas reformas
cautelosamente bien recibidas; y, en efecto, la sede del gobierno dejó claro
que no se ofrecían compensaciones por ninguna transgresión de sus
integrantes. Las mismas zarpas predadoras fueron vistas, como siempre,
patrullando las calles.
Cloe, cuando bajó a los muelles para organizar nuestro crucero, reparó en
una fila de hombres de aspecto brutal, con grilletes, que descendían por la
pasarela de un barco de carga, acabados de llegar de la desembocadura del
Danubio. Le dijeron que eran gladiadores para los juegos de los soldados del
campamento de La Mancha. Más tarde nos enteramos de que los hombres de
toda una legión, colectivamente deshonrada por un consejo de guerra,
tuvieron que marchar, desarmados, contra estos recién llegados. Se rumoreaba
que era en castigo por el comportamiento espantosamente desordenado que
los soldados habían tenido en el templo de la Madre. Dos muchachas
flautistas murieron, al parecer, y una sacerdotisa fue tremendamente
maltratada cuando intentaba evitar la profanación de uno de los altares. Pero
nunca llegamos a oír una versión fiable de los hechos. Los soldados, a partir
de entonces, permanecieron estrictamente encerrados tras su empalizada.
Roscio permanecía oculto; no obstante, la víspera de nuestra partida, volví
a tropezarme con él en los baños. Dijo que en la Urbs se presentaron contra
La Mancha acusaciones de extorsión, que el general hacía alegremente los
preparativos para trasladarse hasta allí y enfrentarse con las mismas, seguro
del resultado. Las legiones permanecerían en Asia, divididas en unidades
pequeñas entre guarniciones muy dispersas. Les entregaron las pagas
atrasadas, y se les permitía buscar una esposa y llevarla consigo. En Italia
existía una situación política nueva, Roscio pensaba que en la administración
del «grupo nuevo» había aparecido una escisión, algo relacionado con los
derechos de sufragio para las ciudades aliadas; de todas formas, La Mancha
no emprendería ninguna acción precipitada.
Nosotros, por otra parte, sí que íbamos a hacerlo. Porque descubrimos que
incontables obstáculos se levantaban en nuestro camino. De forma súbita le
fue entregado a Irene un mandato por una deuda en la que, según juraba ella,
nunca había incurrido; muchísimo tiempo antes, de acuerdo con el
documento, se había dejada pendiente en Tarso una cuenta por un suministro
de cosméticos que bastaba para mantener maquillado a todo un burdel durante
años. Tendría que comparecer en el juicio y perderíamos el barco. Estábamos
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seguros de que se trataba de un truco de la moneda mellada, y decidimos
sortearlo. Al final abordamos el barco disfrazados como un sacerdote indio
con sus dos esposas: Irene y yo con el rostro ennegrecido, Jibia bien
blanqueada, y mi cojera camuflada por el método de ponerme en una camilla
y declarar que me encontraba en «el sagrado trance de Kali», quienquiera que
sea Kali. Irene obtuvo ese nombre de un tipo al que había conocido en
Trebisonda y que, por pura casualidad, se encontraba en Éfeso haciendo una
serie de sesiones de invocación de espíritus en una taberna contigua al taller
de Cloe. El capitán del barco se puso furioso. Cloe e Irene tuvieron que
pagarle una cantidad enorme para compensarlo por los riesgos. Casi tanto
como la cantidad a que ascendía la cuenta de cosméticos. Una parte salió del
precioso capital de Irene; el resto, según creo, del de Cloe. Digo «creo» con
toda intención. Las disposiciones económicas preliminares de nuestro viaje
fueron extremadamente secretas. Ser enigmática, para Irene, constituía un
principio fundamental; y Cloe era…, Cloe era una comerciante de Éfeso, de
primera línea con todo lo que ello implica. Yo ya comenzaba a desear no
haber acordado emprender el viaje. Se suponía que debía marcharme de mi
casa para asegurar mi salvación. Con Irene, en Italia o en cualquier otra parte,
no se me ocurría cómo podría estar a salvo alguna vez…
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LIBRO SEGUNDO
Las Murallas del Amor
«Podría haberse pensado que el senado y el partido conservador objetaban, no las exigencias de los
itálicos, sino los planes revolucionarios de aquellos que apoyaban dichas exigencias; pero en 95 a. C.,
una ley consular (Lex Licinia-Mucia) que prohibía, so pena de castigo, que cualquiera que no fuese de
la ciudad reclamara derecho al sufragio, dejó clara la deliberada política de oligarquía. Con Druso[16]
volvió a nacer la esperanza para los itálicos; Druso nada consiguió, excepto su propia destrucción, y
ahora no quedaba más recurso que apelar a las armas».
MOMMSEN
Página 101
1 A bordo del «Lady Ruth»
Una buena parte de lo que sucedió en Italia no puede ser escrito, al menos no
exactamente como aconteció. Si estos documentos tienen que ser usados
como prueba incriminatoria (¿y cómo puedo impedirlo, si eso es lo que Dios,
o los dioses, o la diosa, etcétera, han determinado para mí? Toca madera, roza
tu pene, cruza y recruza, heces y escoria, conjuro sin par líbranos de todo
mal… todo eso otra vez, sí), entonces será mejor que sirva como prueba
contra mí y no contra buenos amigos. Así pues, quiero que entiendas que lo
que voy a describir como sucedido, por ejemplo, en el lugar llamado las
Murallas del Amor, es verdad que sucedió, aunque no todo en la misma
ciudad, y no todo en el mismo orden de acontecimientos. Más o menos. Eso
es lo importante, en todo caso. Quiero entrar en materia. Los capítulos
anteriores pueden esperar. He tomado algunas notas para ellos. Una cosa más,
sobre el viaje: hubo, por supuesto, mucho más que esto en el viaje, pero ahora
es lo único que puedo recordar…, que quiero recordar…
Página 102
Excepto quizá Jibia. Si lo veía, nunca lo mencionó. Pero sus ojos se
volvían constantemente hacia popa cuando estaba sentada o paseaba con Irene
por el combés. El timonel se sintió incómodo y expresó su queja ante el
primer oficial, el cual se la hizo llegar al capitán. Este último habló conmigo.
Las pasajeras no debían distraer al piloto; eso traería mala suerte a la travesía.
Era un hombre curtido por los elementos, con un aceitoso pelo negro atado en
una enredada coleta y un aro de oro en una oreja. Pensaba que Jibia estaba
practicando juegos de seducción. Yo no podía contarle la verdad.
—Los marinos somos gente rara, y la travesía de Brindisi resulta siempre
difícil, con ráfagas que se nos echan encima, las rápidas naves piratas que
acechan detrás de las islas. La joven es de tu propiedad, ¿no? Depende de ti el
ser responsable. Si no, daré orden de que la confinen en la bodega hasta que
lleguemos a puerto.
—Si quiere que me vaya abajo, me iré —dijo ella; y ahí quedó la cosa. De
todas formas había decidido no hablar conmigo durante todo el viaje. Irene
también me fastidiaba; no dejaba de hablar con Jibia respecto a una idea que
tenía: que la gira italiana no debía consistir sólo en ella cantando, ejecutando
sus danzas y sus monólogos eróticos (que era la idea original), sino que Jibia
también debía actuar con ella en algo similar a lo que habían hecho para
Roscio en la gala de La Mancha. Aquello, no dejaba de decirles yo, no nos
había traído muy buena suerte, pero lo decía en vano. Durante estas
conversaciones no quitaba la mano de debajo de la túnica.
Irene habló conmigo un día, en la cubierta de proa (El Cuervo parecía haber
abandonado la popa por algún tiempo, así que podía relajarme, o pensaba que
podía hacerlo).
—Marfil —dijo—, solías ser un muchacho tan agradable, tan recto y
«preciso» a pesar de tus torpes modales… El comportamiento de una pierna
que sale disparada en todas direcciones no tiene por qué ser copiado por tu
mente, ¿sabes? Has permitido que esa moneda mellada te retuerza al norte, al
sur y al centro. Ahora estás trabajando para mí, trabaja de acuerdo con mi
negocio, y eso es todo lo claro que puedo ponértelo. Yo quiero esto, y te
hablo de ello, y tú lo arreglas para mí; si yo cambio de opinión y decido que
quiero aquello, entonces tú tomas nota de las nuevas circunstancias y te
adaptas sin hacer aspavientos. Quiero que Jibia actúe conmigo en una o dos
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representaciones. Nos ofrecemos a los empresarios como combinación
flexible y vemos qué les parece. Ella fue educada por un actor de tragedia…,
deja ya de mirar al timonel, mírame a mí cuando te hablo, por favor…, y
podría ser buena idea ver qué es capaz de hacer dentro de ese estilo, así como
en el cómico-erótico. Es propiedad tuya, y te pagaré a ti lo que ella gane, de la
forma habitual. Qué parte de ese dinero le des a ella es asunto tuyo; pero no
veo ninguna razón para que eso tenga que plantearme ninguna dificultad a mí.
¿Entendido?
Irene compró en Brindisi un joven celta musculoso que cuidaba del carro y las
mulas, de nombre Furia de Caballo, y una moza hispana llamada Copo de
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Nieve, un poco morena, tímida, que apenas hablaba. Era la camarera personal
de Irene. Los dos ayudaban en cualquier trabajo de escena que fuese
necesario.
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supone que debía tener olfato para ese tipo de cosas. Estaba volviéndome
demasiado confiado, las cosas nos habían ido bien hasta entonces.
En otoño nos desplazamos más al norte. Allí los «conflictos políticos»
parecían más intensos, aunque al principio no sufrimos ningún inconveniente
directo. Decidimos quedarnos en nuestra propia residencia durante el
invierno, y alquilamos una casa en una ciudad llamada las Murallas del Amor.
Las primeras actuaciones que presentamos allí gustaron mucho, y lo mismo
sucedió en el caso de todas las que ofrecimos en los poblados de la campiña
circundante. La población era muy heterogénea: latinos, griegos, y algunos
descontentos samnitas (todos relacionados con clanes de bandidos
montañeses), etruscos (no muchos), y un curioso grupo de hirsutos
«aborígenes» que estaban allí desde el primer diluvio. La principal lengua que
se hablaba era el latín, aunque el griego era conocido por todas las clases
educadas y el teatro griego era popular en términos generales. Pero esta vez
estábamos preparando algunos números de comedia en latín vulgar, que
hicieron gracia. Normalmente compartíamos escenario con compañías
itinerantes e individuos de toda clase, el peor de los cuales fue un africano con
una docena de monos que actuaban, y que se soltaron e hicieron añicos
nuestra actuación, literalmente: a Irene le arrancaron el traje de encima en
medio de la orquesta. Furia de Caballo mató al mono responsable. Gran
discusión sobre quién debía pagar. El magistrado se puso de nuestra parte,
gracias a Dios.
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Existía una tensión subterránea entre Irene y Jibia, que a menudo resultaba
positiva en el sentido de que animaba su relación escénica y ponía al público
en un agradable estado de nerviosismo: nada era nunca del todo predecible; y
la predecibilidad en el teatro provoca siempre aburrimiento.
No obstante, fuera del escenario los aspectos negativos se hacían más
evidentes. Jibia, por ejemplo, había descubierto que algunas personas de estos
lugares culturalmente atrasados gustaban muchísimo de la poesía filosófica de
nobles pensamientos… de ese tipo que exaltan los maestros de escuela
anticuados. En consecuencia, estaba ansiosa por prolongar sus declamaciones
de la tragedia ateniense, y de realzarlas con algunos números de danzas
solemnes, ataviada con largas túnicas, mientras Copo de Nieve y Furia de
Caballo tocaban los tambores. A Irene no le gustaba esto, decía que mataría la
parte más ligera del espectáculo. Y además, el maldito Furia de Caballo
estaba volviéndose arrogante porque, en aquel idiota pueblo de montaña, su
solo de tambor había recibido dos ovaciones por sí mismo, ¿quién se creía
que era?
Jibia se excusó diciendo que no era culpa suya que aquellos montañeses
en particular fuesen especialistas en hacer y tocar sus propios y únicos
tambores de piel de cabra, y hubiesen apreciado a Furia de Caballo como un
alma hermana. Irene me acusó de ser descuidado, y de no haberla advertido al
respecto. Respondí que se lo había advertido, pero no me había hecho ningún
caso. Copo de Nieve, que estaba enamorada de Furia de Caballo, se marchó
llorando a mares, mientras que el extravagante celta se llevó su tambor a las
colinas y tocó allí durante toda la noche por la memoria de sus ancestros del
norte, cantando con largos lamentos y aterrorizando a los pastores.
3 La salida de Antígona
Irene dijo:
—¿Quién está al mando de esta compañía, maldito seas, yo o tu
muchacha?
El teatro de las Murallas del Amor era un auditorio muy bonito, con una skené
que no debía de haber sufrido cambio alguno en trescientos años, del antiguo
estilo sencillo con tejado plano, adobe blanqueado y no más que un mínimo
de «arquitectura». Las gradas escalaban la colina de la «acrópolis[18]», en la
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cima de la cual había una ciudadela en desuso y un templo dedicado a la diosa
del Amor. Las laderas de espesa vegetación de la colina, sobre el teatro, eran
el lugar favorito de los amantes. Desde la cumbre casi podía verse, entre las
colinas, el mar oriental. La vía romana, que discurría desde Tarento, trazaba
una línea blanca brillante que atravesaba el valle al pie de la ciudad y pasaba
alrededor de una milla de las Murallas del Amor. Los ingenieros militares que
la construyeron no estaban interesados en hacerle dar un rodeo para beneficio
del comercio local. Las tropas eran enviadas de una guarnición a otra. En las
Murallas del Amor no había hecho falta guarnición alguna desde la Gran
Guerra, cuando la ciudadela resistió con éxito al formidable Aníbal. Ah, sí, el
teatro era un lugar envidiable para trabajar.
Aquella mañana en particular, Irene perdió los estribos. Ella y Jibia
estaban estructurando una actuación de Apolo y Dafne; Irene como Apolo
(con alzas en las sandalias) persigue a Jibia hasta que ésta, por desesperación,
se transforma en árbol. Irene quería que Copo de Nieve entrara en escena
como diosa de la virginidad, con algún tipo de follaje practicable, y
envolviera a Jibia con él. Jibia decía que eso era engorroso y que era más
frágil y artístico que el árbol y la diosa fueran imaginarios. ¿Acaso Irene la
suponía incapaz de representar un árbol? ¿O pensaba que estábamos actuando
para una comunidad de necios absolutamente idiotas?
No debería haber gritado. Irene se puso blanca de furia y dijo que si el
público iba especialmente para ver a Jibia, la mayor parte del mismo
consistiría en malditas siervas y concubinas mantenidas por usureros, y que
semejantes imbéciles arrogantes necesitaban toda la ayuda visual que pudiese
dárseles. Copo de Nieve, que estuvo aguardando con ansiedad su inesperada
aparición en escena con un traje de carácter, se desplomó contra una pared.
Yo sugerí que nos sentíamos todos cansados, y que tal vez deberíamos hacer
un alto para almorzar. Con un golpe, Furia de Caballo dejó el ánfora de vino y
el cesto de comida en medio del proscenio, y se marchó a consolar a su
adorada. Yo hice caso omiso de Irene, escogí lo que quería comer, y me lo
llevé a las gradas superiores.
Ah, Jibia, por supuesto, había salido. Se había metido en la skené, en
cualquier caso; tal vez había traspuesto la puerta trasera camino de casa, pero
eso estaba por ver.
Advertí que, con aire casi culpable, Irene trepaba por las gradas hacia mí, con
el ánfora de vino en la mano. Se sentó a mi lado, plegó las vigorosas piernas
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debajo del trasero y apretó los dientes.
—Te has olvidado de traerte algo de beber. Aquí tienes el ánfora, maldito
seas; tómala. —Bebí un poco y volví a entregársela. Ella bebió a su vez—.
¿Qué demonios vamos a hacer con esa muchacha tuya, Marfil? No es ninguna
broma la manera en que me habló. Necesitamos tres personas para la
actuación de Dafne… en la que viene antes trabajábamos las dos, y también
en la siguiente. Si queremos tener una estructura sólida, no podemos
representar las obras una y otra vez sin variar la cantidad de actores. ¿El
Cuervo no le enseñó ninguno de estos principios elementales?
Yo estaba seguro de que sí se los había enseñado; e igualmente lo estaba
de que en este caso Jibia tenía razón. Era capaz de representar la escena con
efectos excelentes, y en el ensayo las ramas de laurel tenían un aspecto
ridículo, chapucero. Pero no quería tener mi propia discusión con Irene. La
solución, por supuesto, era alterar el orden del programa. Pero mañana sería
mejor momento para sacar el tema a colación.
Permanecimos sentados en silencio durante unos pocos minutos tensos.
Una multitud de pájaros revoloteaba sobre la giba de la acrópolis, aves
septentrionales que ya se reunían para realizar la segunda etapa de su vuelo
hacia las tierras alejadas del invierno, las tierras de mi Jibia, quizá… si ella
los acompañara, ¿la reconocería al llegar allí? Por la forma en que acababa de
marcharse del escenario, uno pensaría que no iba a detenerse hasta superar los
confines del mundo… la partida de Clitemnestra[19] del baño del asesinato, la
salida de Antígona en busca de sus subversivos pico y pala[20]. ¿Había
aprendido de El Cuervo ese orgulloso paso de marcha como ejercicio técnico,
o había tenido siempre el donaire de la misma en los tendones negros como la
brea de sus propias corvas?
—Quiero que bebas un poco más de esto, muchacho —dijo Irene de repente
—. Tengo algo que decirte, y será mejor que estés bien borracho, porque así
no me arrancarás la cabeza de un golpe… ¿No crees que ya va siendo hora de
que le des la libertad a tu calamarcilla?
Ante una interferencia tan completamente impropia en mis asuntos
privados, no pude dar una respuesta inmediata; por supuesto, tartamudeé:
—No, no lo creo. —Sabía que tenía el rostro cada vez más rojo—. No veo
cómo podría, qué posibilidad tengo. Por supuesto que siempre he deseado
hacerlo, pero…
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—Pero ese fanfarrón cornudo te la dejó con la condición de que la
mantuvieras hasta poder jurar que su porvenir quedaba asegurado por otros
medios. Bueno, ¿no dirías ahora que lo tiene asegurado?
—¿Cómo puede tenerlo? —mascullé con furia—. ¿Cómo puede tenerlo
cuando aquí se encuentra al borde mismo de que la expulses de tu grupo, y
qué tengo yo para darle como dote? Si tú ya no puedes trabajar con ella,
¿cómo puedo yo entonces trabajar contigo? Si yo lo intentara, y continuase
viviendo con ella, estaríamos degollándonos mutuamente en un abrir y cerrar
de ojos. ¡Y si te dejo a ti, aún no tengo ahorrado más que lo necesario para
mantenernos ella y yo durante quince días! Su libertad… buen Dios, estaba
pensando que tal vez tendría que llegar a ponerla a la venta…
Los bordes de los ojos de Irene estaban tiñéndose de un intenso rojo.
—Si tú hicieras eso, muchacho, te diré lo que yo haría. Personalmente
entraría al degüello, a un degüello: el tuyo. —Se sacudió, como una perra
mojada de pelo largo—. Oh, no, mantengámonos dentro de lo racional. Si tú
le dieras la libertad, ella sin duda podría trabajar conmigo. Redactaríamos un
contrato en toda regla. Si no le gustaran las condiciones, podría gritar y gritar
y representar el numerito del regateo de mercado hasta que quedase
satisfecha. Fíjate en Cloe y en mí. Tenía en mente una especie de asociación.
—Ella no tiene capital.
—Yo se lo prestaré. Al ritmo con que hemos estado ganando dinero,
pronto tendrá lo suficiente como para devolverlo y además sacar beneficios.
Estoy bien segura de que ella ahorrará muchísimo más que tú. No le cobraré
intereses, bueno…, no demasiados. No puedo soportar la usura, como tú ya
sabes. Podríamos incluir a esos dos incapaces, Copo de Nieve y Furia de
Caballo, como parte de los bienes, ella podría ser copropietaria de ambos…
cuando, y sólo cuando, trabajaran específicamente como parte de su
actuación. En fin, todos los detalles los dejo en tus manos; sabes más de lo
que te conviene sobre contratos y todo eso. ¿Qué piensas del asunto?
Fuimos interrumpidos por un numeroso grupo de jovencitas que proferían
risitas y parloteaban bajando por el sendero de la acrópolis que estaba justo
encima de nosotros (pechos que rebotaban, muslos blancos entre los
arbustos); habían estado en el templo para llevar ofrendas, sin duda con la
esperanza de encontrar un marido apuesto. Cuando hubieron pasado…
—¿Y qué hay de mí? —pregunté.
—¿Qué quieres decir, Marfil, qué demonios quieres decir?
—Ya sabes lo que quiero decir.
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—Oh, sí, si ella fuera libre, ¿qué garantía hay de que continúe viviendo
contigo, además de trabajando conmigo? Existe una respuesta inmediata:
ninguna en absoluto. Eso es precisamente la libertad. ¿Cómo quieres que yo
sepa lo que sentirá? Supongamos que me lo dices tú. ¿Cuándo fue la última
vez en que encajó su funda en tu cipote?
—Eso no es asunto tuyo.
—Sí que lo es, acabas de hacerlo asunto mío. ¿Y bien, me lo dirás? No
puedo oírte. Abre la boca.
—He dicho «en Tarento», y maldita seas. No tienes ningún derecho a
obligarme…
—Tengo todo el derecho. Ella me habló de Tarento. Estabais tan aliviados
de haber escapado sanos y salvos del tumulto, que se la envainaste cinco
veces sin quitarte las sandalias, y luego te olvidaste de todo el asunto por el
resto del verano.
Yo estallé en recriminaciones sobre los desplazamientos, los ensayos, las
dificultades de organización, la indiferencia samnita, la atmósfera política,
todas las tensiones a que me sometían en todos los lugares visitados… no me
dejó concluir.
—Has estado soportando un duro trabajo. Ella también. Y, Marfil, querido
Marfil, ¿no te das cuenta de que la pobre criatura no sabía para quién estaba
trabajando? ¿Para ti? ¿Para mí? ¿Para sí misma? ¿Cómo podría esperarse que
se abriera de piernas para nadie en un estado semejante? —Bajó la mirada
hacia el escenario—. Oh, Dios, ¿quieres hacer el favor de observar a esa
voraz puta negra? ¡Se ha tragado hasta el último bocado del ave fría, y yo aún
no la he ni probado!
Jibia había reaparecido procedente de la skené o de donde fuera, y se
encontraba acuclillada junto a la cesta del almuerzo, con los puños y los
carrillos llenos de comida. Irene se puso entonces a reír.
—Adelante, muchacho, ve a decírselo. De todas formas hoy ya no
ensayaremos más. Iré hasta el templo con Copo de Nieve. ¡Copo de Nieve…!
¡Sube aquí, niña, te necesito!
Bajé sin pérdida de tiempo por las gradas, atravesé la orquesta y planté la
contera de mi bastón delante de Jibia. Ella me miró con sorpresa, desafiante,
con la boca abierta atiborrada de pollo asado. Le dije a bocajarro, sin
preliminares, que ahora era una mujer libre; buscaría los documentos en
cuanto llegásemos a casa, y a primera hora del día siguiente iríamos a ver al
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magistrado para cumplir con las formalidades burocráticas. Tal vez no debería
haber omitido algunas palabras preliminares; en cualquier caso, ella me
malinterpretó, y los ojos se le abrieron como ventanas de terror.
—Estás arrojándome de tu lado —dijo, con voz estrangulada. Tardé algún
tiempo en explicarle que no era así. Cuando comprendió la situación en todos
sus detalles, continuó sin moverse, mientras las lágrimas corrían por su rostro.
—Debo ir al templo —sollozó, e inició el ascenso colina arriba, con tal
precipitación por darles alcance a Irene y Copo de Nieve, que iba sobre
manos y pies por entre los arbustos. Cuando las otras vieron que subía tras
ellas, se detuvieron a esperarla en una curva del sendero serpenteante. Le dije
a Furia de Caballo que ordenara el proscenio y guardara nuestras pertenencias
bajo llave antes de irse a casa; yo regresaría directamente a nuestra residencia.
En la calle del teatro reparé en un hombre al que había visto allí el día
anterior y un día antes de eso. Un hombre magro con aspecto de funcionario,
de pelo gris plata y cargado de espaldas. Me hizo una reverencia indiferente,
como si me conociera. Dado que yo no lo conocía, y tenía demasiadas cosas
en la cabeza, hice caso omiso de él. Me encontraba a medio camino de casa
cuando, de pronto, se me ocurrió que podría estar siguiéndome. Pero el
propósito de su presencia en la calle resultaba tan poco definido, que podía
equivocarme. La posibilidad era, de todas formas, alarmante en extremo. Ya
había tenido bastante de esas cosas en Éfeso.
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por mis propias piernas y pelvis lesionada, la colgante bolsa, los sudorosos
manojos de pelo, el gusano autocompasivo ladeado que tan raras veces se
animaba por su propia cuenta; y sin embargo, como un malicioso socio
secreto de una empresa comercial de mala reputación, dando órdenes de vez
en cuando y esperando que yo me apresurara a cumplirlas…
Para librarme de estos pensamientos, me senté ante mis libros y comencé
a trabajar en un contrato aceptable entre Irene y Jibia, y también a redactar el
documento de libertad para presentarlo ante el magistrado. Pero me
interrumpieron unos ruidos procedentes del patio trasero. Reconocí la voz de
Furia de Caballo, sin duda con algún fastidioso compañero de borracheras;
esto tenía que cesar durante mis horas de trabajo, y salí para decirle que se
marchara.
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Esto era una sorpresa.
—¿De verdad? ¿Dónde estará hasta entonces?
Él apartó los ojos.
—Sin duda te lo dirá ella cuando regrese. ¿Crees que podríamos entrar?
¿Una habitación privada, fuera del alcance de los oídos de los servidores, tal
vez? No te entretendré mucho.
Lo conduje a través de la cocina al interior de mi estudio. Antes de tomar
asiento, se desplazó rápida y cautelosamente por la habitación, comprobando
ventanas, puertas y armarios en busca de posibles fisgones.
—Te presento mis disculpas, pero en mi oficio tenemos que ser
minuciosos. —Se abrió las ropas a la altura del cuello y me enseñó su moneda
mellada—. Todavía estás en posesión de la tuya, según tengo entendido, ¿o la
perdiste en la precipitación por subir a bordo del Lady Ruth?
—No tenía ninguna razón para pensar que fuera a necesitarla más. ¿Te ha
enviado tras de mí la gente de La Mancha? Tengo algo pendiente con ellos…
¿sabes?… Por supuesto que sabes condenadamente bien la forma en que
intentaron impedirnos abandonar Éfeso…
—Permíteme que te deje bien claro que no estoy empleado por La
Mancha, ni por ningún otro comandante militar. Los considero como nuestros
«colegas» en el servicio conjunto que le prestamos a la Urbs, y tan sólo
acepto órdenes de ellos cuando se me ordena que así lo haga.
Me sentí como si todo un almacén de plumones hubiese descendido
silenciosamente sobre mi rostro: sofocado en muda desesperación.
Él prosiguió hablando con su flujo de palabras enloquecedoramente
consecuentes. Me contó que La Mancha había pasado el verano en la Urbs,
preparando su defensa contra los cargos que se habían presentado. Que esto
implicó un examen de los archivos del servicio secreto concernientes a las
operaciones de Asia, que nada concreto había surgido que incriminara al
general, y que con toda probabilidad los cargos serían desestimados…
—… pero, por supuesto, los del servicio nada tenemos que ver con eso.
No obstante, en el proceso salió a relucir mi nombre, y las circunstancias
no fueron muy normales.
—Creímos aconsejable realizar algunas averiguaciones.
Ah, sí, él pensaba que tal vez yo había llegado a Italia con el fin de
realizar algún trabajo sucio para La Mancha. ¿Cómo demonios iba a
convencerlo de lo contrario? Hice todo lo posible. Él frunció el entrecejo y
luego volvió a dirigirme una sonrisa afectada.
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—Sí; bien, me atrevería a decir que si no estás diciendo la verdad, no
ignorarás que nosotros tendremos pleno conocimiento de que mientes. ¿Por
casualidad te has enterado, ya que estamos puestos, de lo que le hicieron a ese
hombre de Éfeso…? ¿Cómo se llamaba?… ¿El Garfio…? Bueno,
supongamos que por el momento aceptamos tu versión. ¿Cuánto hace que
conoces a la señora?
—La conocí hace quince años. Volví a encontrarme con ella otra vez en
Éfeso, la pasada primavera.
—¿Y de inmediato ella te invitó a ponerte al frente de sus asuntos?
—Por qué no, es mi profesión.
—Por qué no, efectivamente. Lealtad de viejos amigos. Resultaría
agradable si pudiéramos decir lo mismo de todas las profesiones. —Dejó de
hablar y se ocupó en ensartar de modo minucioso una mosca con mi
cortapapeles. Pensé en mi sueño reciente—. Dime —pidió a continuación—,
dime… ¿has oído hablar de ese hombre llamado «Armonía»?
En efecto, había oído hablar de él, muy de pasada. Un político de la Urbs
cuyo verdadero nombre era Druso, que maniobraba para convertirse en otro
rey de los gilipollas, supuestamente miembro del «grupo conservador», pero
que últimamente andaba metido en una o dos cosas que hicieron sospechar a
la gente que su lealtad estaba cambiando de partido, de una forma que no era
del todo la que podría esperarse. En las «ciudades del sur» la gente había
hablado de él con cierta emoción: al parecer, apoyaba sus intereses.
—Bastante cierto, pero ¿cuáles son los «intereses» de esa gente? ¿Lo
sabes?
No lo sabía, en absoluto. En realidad, ni siquiera hoy estoy seguro, a pesar
de todo lo sucedido, pero creo que se trataba de algo más o menos así: estas
ciudades eran, en teoría, independientes de la Urbs, estaban aliadas con ella, y
según los términos de la alianza pagaban unos determinados impuestos
(¡puedes estar seguro!), contribuían con una cuota de hombres para
determinadas legiones de la Urbs, y se abstenían de tener una política exterior
propia. A cambio de esto recibían «protección», pero desde los tiempos de
Aníbal no se habían encontrado bajo ninguna amenaza exterior inmediata. Las
virtudes de este arreglo estilo Dulcera habían dejado de ser apreciables para
dichas poblaciones, sus habitantes estaban exigiendo un quid-pro-quo más
genuino, y la Urbs se negaba a ceder. A pesar de que muchos de los
habitantes de las «ciudades del sur» eran de origen latino (es decir que
procedían de la Urbs o de su vecindad inmediata), habían vivido durante tanto
tiempo apartados de su lugar de origen que su antigua lealtad había declinado
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inevitablemente. Los samnitas y etruscos nunca se habían sentido más que
alienados por los romanos; y los griegos, por supuesto… bueno, los griegos…
sin duda pensaban de un modo muy parecido al mío. Todos ellos querían,
principalmente, derecho a votar en los comicios de la Urbs. Por lo que yo
sabía, esta agitación había comenzado hacía años. Había supuesto que
continuaría durante muchos más años sin ningún estallido de importancia.
Pero, al parecer, ese tal Armonía, con su sobrenombre tranquilizador o sin él,
había comenzado a provocar temblores de tierra.
Antes de caer la noche, Copo de Nieve llegó sola a la casa. Me dijo que Jibia
iba a pasar toda la noche en el templo; la sacerdotisa le había hablado de unas
oraciones apropiadas para su situación, un tipo de vigilia. ¿Acudiría al templo
al amanecer para encontrarme con ella y acompañarla en el descenso de
regreso? Nunca había oído a Jibia expresar interés en las divinidades, excepto
en la medida en que eran tratadas por los poetas trágicos. ¡Un mensaje para
que la recogiera en un edificio sacro, por favor, como si fuese alguna
remilgada dama de clase media, lo que Irene llamaría una «señora de
usurero»! ¿A quién intentaba impresionar? Copo de Nieve estaba
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impresionada; era una auténtica esponja cuando se trataba de absorber
sentimientos religiosos.
—Es tan hermoso el interior de la casa de Nuestra Señora, señor, tan por
encima de la ciudad…
—Sí. ¿Dónde está la señora?
—Señor, no lo sé. Me dijo que tampoco estaría en casa esta noche, pero
no se quedó con Nuestra Señora.
Yo tenía que acabar todos esos documentos para hacer de Jibia una mujer
libre. Tenía que hacerlo antes de irme a la cama. Lo había prometido. Estaba
claro que Jibia, como mujer libre, iba a ser una mujer muy diferente. No una
sensiblera, esperaba yo. Dios sabrá, uno nunca puede estar seguro.
Estaba tan atemorizado por el hombre de la moneda mellada, que lo aparté
de mi mente sin dilación. Me lo quitaría de la cabeza hasta que ese tal
«Armonía» llegara a la ciudad. Supuse que debía contárselo a Jibia. Estaba
seguro de que debía informar a Irene. Pero no podía decírselo a ninguna de las
dos, ¿no? Oh, Dios, ellas no estaban aquí. Si Copo de Nieve no hubiera sido
la amada de Furia de Caballo, habría hecho un intento de pasar la noche con
ella. No podía contarle nada, pero al menos me habría hecho compañía. Según
estaban las cosas, mi única compañía fue la pesadilla, sin alivio.
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Chipre, donde había nacido. Con una mano tendida, señalaba; con la otra
sujetaba una vara metálica coronada por lirios dorados.
Jibia me esperaba de pie en los escalones del pórtico con uno de los
aborígenes servidores del templo, un joven de hombros anchos, peludo como
un oso. Parecía exhausta, y su ropa informal de ensayo (túnica holgada y
pantalones orientales) estaba arrugada y parecía deslizarse de sus hombros
caídos. Sonreía, como la estatua de lo alto. Le di al servidor la propina de
rigor.
—¿Te gustaría entrar? —preguntó ella—. Ven a ver dónde he estado.
El interior todavía estaba en una semioscuridad. De los muros pendía una
inmensa variedad de regalos para la diosa, ennegrecidos por el humo: escudos
antiguos, coronas, cetros, platos y copas, pelucas femeninas, tapices, sartas de
joyas, todos brillando débilmente a la luz de una o dos antorchas que
goteaban. Allí había otra estatua, casi un duplicado de la exterior, pero hecha
en marfil con incrustaciones de metales preciosos, envuelta en una larga
túnica de seda verde, y adornada con guirnaldas de flores.
Una dama erguida de pelo gris salió a recibirnos desde detrás de la estatua;
Jibia me susurró que era la sacerdotisa. La dama me recorrió de arriba abajo
con mirada especulativa, y pensé que sus pómulos eran exactamente iguales a
los de la diosa, demasiado definidos como para que me sintiera tranquilo.
—Así que éste es el hombre —dijo.
Me apresuré a darle el dinero necesario para ofrecer un sacrificio de
primera clase, un par de palomos blancos (que pueden ser costosos; los grises
bastan para la mayoría de las ocasiones normales). Ella aceptó el dinero sin
hacer ninguna observación. Continuó mirándome de arriba abajo.
—No es hermoso —declaró—. Debería comer menos y recuperar la línea
de la mandíbula. La pierna torcida y el pelo en retirada no tienen arreglo, por
supuesto. Nuestra Señora disculpará la edad y un accidente verdadero, pero
no excusará el temperamento disonante provocado por la arrogancia. Y ahora,
señor —dijo mirándome con ojos fijos como una examinadora escolástica—,
la libertad que le has dado a esta muchacha no debe mancillarse. Nuestra
Señora la ha purificado de la impureza coercitiva que le has impuesto durante
su servidumbre. Es, en efecto, virgen otra vez. Yo no puedo evitar, cuando
ambos hayáis abandonado el recinto, que hagas lo que quieras con ella. La ley
civil garantizará que se respeten ciertos límites; pero la diosa tiene sus propias
reglas: tu comportamiento será vigilado y, en caso necesario, castigado. ¿Me
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he expresado con claridad? De no ser así, estoy segura de que esta joven te
explicará con todo detalle lo que quiero decir.
Tragué con dificultad, pero le hice algunas promesas de una naturaleza
singularmente servil. Resultaba difícil decir qué era peor, si esta vieja
criticona áspera como piedra de afilar, o Irene. ¿Y qué demonios había estado
contándole Jibia durante toda la noche pasada?
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pensar en mi sueño, y miré con suspicacia al aborigen que estaba silbando una
tradicional melodía sagrada mientras contemplaba la amplia campiña del
exterior…
—Aquí me dieron el segundo baño.
En medio de un segundo estanque, otra estatua de la diosa, esta vez
desnuda, redondeada y gordezuela, modelada en un estilo poco usual (deduje
que procedía de Oriente). De bronce negro, con el pelo de la cabeza y la
entrepierna resaltado en oro, el cuerpo rechoncho salpicado de flores
multicolores pintadas en esmalte.
—Si alguna vez le cuentas a alguien cómo es esto, Nuestra Señora te
drenará la sangre y morirás. Cuando ella llegó a esta ciudad, le entregó su
confianza a un joven y le permitió yacer con ella, justo aquí, junto al
estanque. Él la traicionó jactándose de ello. La vez siguiente en que subió
aquí para volver a verla, le clavó dos dientes en el cuello en el mismo
momento en que él creía que iba a derramar su esencia dentro de ella. La
sangre se derramó toda dentro del agua, mírala, aún está roja. Es un signo, y
por eso construyeron el templo y bautizaron a la ciudad en su nombre. La vida
de este poblado depende de la confianza que le ha otorgado la diosa. Ella
confía en ti. Tú no la traicionarás.
En efecto, el agua tenía un discernible tinte herrumbroso.
Mientras bajábamos de la colina, ella me tomó por el brazo y me mantuvo
muy cerca de sí.
6 Azotes
Realicé un esfuerzo para conseguir que me dijera qué le parecía continuar
viviendo conmigo. La totalidad de aquella atmósfera divina me había
resultado afrodisíaca y también atemorizadora; como es natural, yo quería
saber cómo estaban las cosas entre nosotros como resultado de todo eso. Pero
ella eludió mis indirectas, y habló sólo de la gran antigüedad del templo, del
hechizo del jardín y demás. Yo me sentía frustrado, pero jugaba con tiento.
No dejaba de mirar en torno para ver si captaba alguna señal de El Cuervo y
de su constante vigilancia, pero no había nada. La idea de Jibia azotada,
bañada, sometida a sabe Dios qué delante de aquella imagen con cabeza de
ciervo, estaría excitando mi carne de modo poderoso, si yo lo permitía; tuve la
sensación de que no debía permitirlo. Había demasiadas fuerzas que me
observaban. ¿Distribuía la diosa monedas melladas, por casualidad?
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Llegamos a casa (Irene no había regresado), recogimos los documentos, y
nos encaminamos a la sede del municipio para registrar la liberación. Yo
conocía el proceso, pues había ayudado a algunos clientes de Éfeso a llevarlo
a cabo. Pero esa mañana surgió una dificultad. El patio de la sede del
municipio estaba sorprendentemente concurrido para ser tan temprano:
guardias corriendo de un lado a otro y desapareciendo por las puertas,
funcionarios y ayudantes conferenciando en preocupados grupos, uno o dos
de los notables de la ciudad que llegaron con precipitación en sillas de mano.
El más ofensivo de los jóvenes ataviado con la túnica blanca, que constituía el
vestido formal de la Urbs, estaba perorando en latín con una voz gimoteante y
aguda.
—Absolutamente intolerable —repetía una y otra vez—. ¡Esperaba
ineficacia, buen Dios, pero esto es obstrucción! ¡No voy a tolerar esto, ¿me
oís?! ¿Me oís?, no voy a tolerar esto, supongo que sabéis quién es mi padre…
—y todas esas cosas. Lo tomé por un turista al que le habían cobrado de más
en la posada…
En la oficina, un funcionario molesto me dijo que no creía que pudiera
hacerse nada por nosotros esa mañana, que había surgido algo, que por favor
volviéramos aquella tarde, que de momento no se ocupaban de ningún
proceso corriente… Frustrados, le dejamos los documentos. En el momento
de salir, se me ocurrió tomarlo por un brazo y anunciar, absolutamente sin
aliento:
—Antes de marcharme debo insistir en que declaro aquí y ahora,
poniéndote por testigo, que considero a esta joven señora como totalmente
libre, a pesar de que los documentos legales aún no se hayan ratificado.
Jibia pareció complacida ante esto, pero el funcionario no estaba
impresionado.
—Libertad total, ¿qué significa eso? —gruñó—. Te diré lo que significa,
amigo, significa que cualquier mocoso maricón insolente de túnica blanca
como la leche puede arrebatarte la totalidad de tu vida, casa, familia, hijos,
todo, y simplemente continuar siendo el niño de botitas rojas de su padre…
oh, vuelvan esta tarde…
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—Pensaba que habías pensado en ello cuando estabas en el templo.
—Oh, lo hice, y durante toda la noche. Estoy muy confundida. Nuestra
Señora me ha ayudado mucho, me ha hecho ver que no tenía que tomar una
decisión hasta que mi cabeza no estuviera preparada para ello. ¿Comprendes
lo que quiero decir, querido mío?
Nunca antes me había llamado su «querido». Usó el término como si
tuviéramos una relación materno-filial. Pero mi madre no había sido ese tipo
de madre, así que sólo estoy conjeturando que fue ése el tono en que me
habló. Eché una cabezada en el diván del estudio. Jibia durmió arriba, en el
dormitorio que para mí era el «nuestro».
Por la tarde nos apresuramos a llegar a la sede del municipio por la ruta más
corta, a través de calles secundarias, vacías excepto por los perros carroñeros,
lo cual era insólito. Esta vez el patio se encontraba en silencio, el pórtico
bastante desprovisto de la habitual muchedumbre de suplicantes. Hallamos al
juez de guardia en una oficina, con aire preocupado y sin afeitar, como si lo
hubiesen sacado de su casa antes de haber desayunado, y sin posibilidad de
encontrar tiempo para hacerlo en todo el día. Pasó por todas las formalidades
con una voz apagada y monótona; y al final, cuando tenía que colocarle a
Jibia el gorro rojo de la libertad sobre la cabeza, se lo puso mal orientado y
éste cayó al suelo. Nos estrechó la mano, con aire ausente, mecánico. Lo hizo
todo excepto besar a Jibia, como si ella fuera una novia y él estuviese
llevando a cabo la parte civil de la ceremonia matrimonial. Hizo un intento de
disculparse y se alejó deprisa. Habíamos tenido la esperanza de que Irene
fuese nuestro testigo, pero aún continuaba desaparecida. En cambio, tuvimos
que conformarnos con el funcionario para desempeñar dicho puesto.
Todo resultó espantosamente decepcionante.
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Había un cadalso rodeado por una apretada barrera de hombres armados,
con el uniforme de la guardia de caminos (un cuerpo que respondía sólo ante
la Urbs y sin absolutamente ninguna jurisdicción dentro de la ciudad. Se
especializaban en acosar a los viajeros; nosotros habíamos tenido nuestra
propia experiencia con ellos). Estos hombres estaban, a su vez, rodeados por
una vasta multitud completamente silenciosa. Sobre el cadalso, un poste.
Atada al poste, la parda silueta de un hombre, cuerpo cuadrado, cabeza de
pelo muy corto; las piernas estevadas se estremecían debajo de él; los brazos
tirantes y tensos por encima de la cabeza; su espalda, posaderas y parte
superior de los muslos, medio cortados en pedazos, y chorreando regueros de
sangre sobre las tablas del cadalso.
El fornido verdugo hizo una pausa para tomar aliento y secarse el sudor
del cuello y la cara. Sujetaba un látigo de varias correas, cada una provista de
una serie de fragmentos de metal. La sangre goteaba de todas ellas. El hombre
atado al poste exhaló con grandes gorgoteos agónicos, que pudimos oír desde
el otro extremo de la plaza.
En un momento repentino lo reconocí, y también lo reconoció Jibia.
—Oh, Dios —susurró—. Marfil, mira. Oh, Dios mío…
Era un granjero latino, un hombre libre, que nos había invitado a su casa
apenas dos semanas antes, cuando actuamos en su localidad. Jefe de la
asamblea del pueblo, bebedor y famoso amante de los deportes, con una
familia numerosa y prósperos olivares, nos había cantado canciones y contado
historias durante toda la noche, y había adorado a Jibia: la Reina de África, la
había llamado, la negra Dido resucitada para rescatar a Italia de los hijos de su
cochino seductor.
—Van a golpearlo hasta que muera —dijo una voz baja pero feroz cerca
de mí, en la multitud—, por la dura palabra que utilizó contra su Urbs. Una
sola palabra, eso es todo. —Era Furia de Caballo; las huesudas facciones
contorsionadas por la emoción, su bigote amarillo apretado entre los dientes
—. Lo único que hizo, señor, fue responderle al caballero cuando le preguntó
la calle correcta de un determinado lugar: claro, respondió, con comprensión
hacia la ignorancia del maldito hombre, es cierto que después de proferir
también una carcajada por eso, una gran carcajada ante la ignorancia de la
Urbs de la que procede el hombre. Pero golpearlo hasta la muerte,
¿describirías eso como justicia, señor?
—No.
—Me alegro mucho de oírtelo decir. Es una buena cosa, en cualquier
caso, tener acuerdo en la casa de uno. La señora también dará su propia
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opinión.
Jibia le preguntó quién era el «caballero». Señaló a un individuo que
estaba de pie entre los guardias. El joven, por supuesto, que habíamos visto
aquella mañana en la sede del municipio; su expresión era vengativa.
—Verás, señor —continuó Furia de Caballo—, parece que no tienen
ningún derecho de hacer semejante cosa en esta ciudad. La autoridad de los
magistrados fue anulada por la guardia de caminos. No es sólo el pobre
hombre, sino toda la población la que deberá ser castigada, con ese látigo, esa
sangre, y la tortura y el asesinato. He oído a algunas personas que decían,
señor, que no ha sido casual que escogieran esta semana para hacer algo así…
Se deslizó entre la multitud y desapareció. El azotamiento volvió a
comenzar. Lo contemplamos, durante unos cuatro o cinco golpes
deliberadamente terribles. Jibia estaba a punto de desmayarse (o, si ella no lo
estaba, yo desde luego sí), y por tanto la saqué de allí a toda prisa.
Mientras salíamos alcé los ojos, por pura casualidad, hacia una ventana
que estaba en la primera planta encima de uno de los restaurantes. Irene se
encontraba de pie ante la misma, sin ninguna emoción reflejada en su rostro,
una especie de imagen de cera como la diosa de uno de los santuarios que se
veían en las esquinas de las calles. Detrás de ella, en las sombras, había
alguien más; vi la cabeza de un hombre que se inclinaba para susurrarle al
oído. Pelo gris plata, la inconfundible corcova… Nada le dije a Jibia sobre
esto; pero en algún momento próximo iba a tener que hablarle de la moneda
mellada. Tanto para desconcertar, tanto para aterrorizar… Nada de ello tenía
sentido.
Ahora el hombre azotado no hacía más que proferir alaridos y más
alaridos.
Delante de nuestra casa, cercana a la puerta de la urbe, encontramos
soldados reunidos, en posición de descanso, las armas en un montón. Un
decurión me informó, con brusquedad, que eran la avanzada de una centuria
enviada como refuerzo de la guardia de caminos, por si acaso había
problemas después del azotamiento. Había otros en el camino empedrado que
ascendía desde la vía romana. Conservaban perfectamente el control e
hicieron muy poco caso de nosotros. Pudimos oírlos subiendo y bajando por
las calles durante toda la noche; por la mañana se habían marchado. No se
había producido ningún disturbio, cosa extraña. Yo esperaba un tumulto.
Aquella multitud había estado muy quieta, pero su reprimida cólera colectiva
había flotado en el aire como vapor.
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7 Agitaciones
Después de la tortura hasta la muerte de un hombre libre en las Murallas del
Amor, los acontecimientos se sucedieron unos a otros. Fragmentos de estos
sucesos: llegué a descubrir demasiados, mejor no registrarlo todo en detalle.
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Canción compuesta, y cantada, en su propia lengua, por Furia de Caballo
mientras aseaba a las mulas; más tarde me dijo lo que significaba la letra,
pero no estoy muy seguro respecto a algunos de los nombres:
Parte de una conversación entre Irene y yo, cuando llegó a casa, tarde por la
noche, macilenta y temblorosa.
Le planteé la pregunta obvia.
Ella no intentó eludirla.
—Por supuesto que lo conocía. ¿Cómo es que tú no? Ha estado en la
ciudad durante quince días completos. Nunca un bastardo secretista ha sido
tan descarado en su secreto. ¿Por incompetencia o de modo deliberado? No lo
sé. Mi conjetura es que quiere que la gente sepa que está aquí, pero no el
motivo exacto.
—¿Conoces tú el motivo?
—Sí. Para enfrentar a los dos bandos y sacar provecho de la oposición. Lo
cual significa que él pertenece a uno de los bandos, y que puede enfrentarlo
con el otro para ventaja nuestra. Así que lo hice.
Ésta era una observación astuta; pero ella no tenía aspecto astuto. A mí
me daba la impresión de estar desesperada.
—¿Y en qué sentido es eso asunto nuestro?
Se volvió contra mí como si, de alguna forma, yo fuese culpable de que
ella me hubiese metido dentro de esta maldita trampa.
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—Es asunto tuyo porque te atraparon en la red cuando estabas en Éfeso.
Mío, porque estoy aquí e intento ganarme la vida. Intento que nosotros nos
ganemos la vida, maldito seas. ¿Cómo podemos conseguirlo cuando ellos
están haciendo picadillo en la plaza del mercado con la sangre y la carne de
nuestro público? Ten un poco de sensatez.
Podría pensarse que fui yo quien se quejó a la guardia de caminos por la
grosería del granjero en la calle. Pero no iba a ponerme a discutir. Por el
contrario, traté de «tener un poco de sensatez».
—¿Por qué no nos marchamos a otra ciudad?
Bueno, tal vez no era demasiado sensato…
—¡Mierda, muchacho!, ¿qué te hace pensar que hay alguna otra ciudad?
Haz el trabajo por el que se te paga, encárgate de mis libros.
—¿Por el que se me paga? Me paga Peloplateado… —¿Era así?
Ciertamente no me había pagado, aún no, en cualquier caso; y ahora que
pensaba en ello, tampoco había visto nunca el color de la pecunia de Dulcera.
Sin duda tenía asignado, en algún sitio, dinero que quedaba por cobrar. Me
pregunto en qué departamento. Diría que aún se me adeuda…—; me paga
Peloplateado para que le informe sobre Armonía. ¿Debo hacerlo, pues, o
arruinará eso tu taquilla?
Ahora sí que su expresión era astuta, tan astuta y aguda como siempre.
—Oh, hazlo, por supuesto; pero no le transmitas una sola palabra de
información hasta habérmela contado primero a mí.
—¿Por qué?
—Porque trabajas para mí, por eso, y tengo derecho a enterarme si estás
haciendo trabajo extra para el gremio de algún otro cabrón despreciable. Lo
digo en serio: ni una sola palabra.
Me quedé sentado muy quieto y la miré. No me gustaba decir esto, pero…
—¿Cómo sé que puedo fiarme de ti?
Ella respondió:
—Pon tu mano sobre mis pechos. —Y se abrió la túnica de forma que yo
pudiese hacerlo—. Marfil, la mano, ponla aquí. —Aún estaba macilenta, pero
ya no temblaba. El que temblaba era yo. Después de tantos años, y aún me
estremecía—. Así —susurró ella—. Tenía dieciséis años cuando tomé esta
gorda mano, que en esa época no era gorda, sino leve y nerviosa como un
colibrí, y la posé aquí, de esta misma manera. ¿Has pensado en ello desde
entonces? Por supuesto que no, él piensa sólo en su Jibia, y ahora ella no lo
soportará. Por cierto, ¿es libre ya? Te lo mandé; ¿lo has hecho?
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El gorro rojo de Jibia estaba en lo alto del armario de pared. Alcé los ojos
hacia él e Irene lo vio. Por lo demás, no le di otra respuesta.
—Quédate inmóvil —me dijo—, siente mi pecho. En todos estos años,
¿qué he hecho para darte la impresión de que no puedes confiar en mí?
La réplica sincera habría sido «todo lo que has podido». Le di una
insincera:
—Nada.
—Déjala ahí —dijo ella—. La pregunta, la pregunta, cojo lascivo, no la
mano.
Mientras ella se cerraba el vestido, fui a buscar agua caliente y le preparé
una bebida con miel y limón; la noche era fría. Ella me pidió que le añadiese
vino. No había eludido la pregunta. Aunque, según comprendí ahora, tampoco
la había respondido.
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Puesto que Furia de Caballo no acudió a mi lado en toda la noche, y debido al
hombre de la plaza del mercado (oh, señora, vi su sangre, ¿y sabéis que le
hicieron lo mismo a mi tío en Zaragoza?, lo azotaron hasta la muerte, señora,
pero esa vez yo no lo vi), estaba asustada y, ¿qué podía hacer sino subir al
templo y hablar de ello con Nuestra Señora? Oh, señora, todos los soldados…
En la vieja ciudadela, antes de la entrada de la casa de Nuestra Señora, han
alzado sus barracas y tiendas entre las murallas rotas de la ciudadela y están
bebiendo de las fuentes de Nuestra Señora… incluso con la sangre roja de su
milagro en el agua, y el templo está cerrado, la sacerdotisa tiene allí a un
hombre velludo para que despida a la gente; él dijo que no se atreverán a
violar el altar, pero la sacerdotisa y sus damas se han encerrado en el
santuario, ¿y qué vamos a hacer nosotros?
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a) No habrá en la asamblea guardia no autorizada de ningún grupo, excepto la
designada por el edil.
b) Ningún desfile o marcha precederá o seguirá a la asamblea,
c) Los nombres de los oradores propuestos deberán ser aprobados por esta
oficina.
Irene a Marfil:
No estaré en la asamblea, o al menos no a la vista del público. Es un
asunto de los itálicos, y todos saben que yo no soy itálica. Pero tú sí estarás
allí. Escribe todo lo que oigas y veas. No serás la única moneda mellada
presente, por supuesto; él quiere tu informe como control imparcial de un
forastero sobre los informes de todos los demás, los cuales tendrán
desviaciones de carácter local en uno u otro sentido. Yo lo leeré y te diré lo
que debes incluir en el escrito definitivo que vas a enviarle. No te preocupes
por mis razones ocultas, muchacho, yo estoy al mando de esta gira y tú te
encargas del trabajo administrativo, puedes creer en mi palabra cuando te
digo que todo esto forma parte de ese trabajo. Por cierto, Jibia necesita tu
ayuda: tiene un monólogo de Eurípides que le han pedido que declame en la
asamblea.
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Se comportó casi con tanto desdén como su preceptora del templo.
—Si tú eres un moneda mellada, por supuesto que tiene que ver contigo.
No descuides informar a tus señores del nuevo atuendo que llevaré puesto.
—Te he preguntado qué monólogo, y por qué.
Ella cesó su enfurecedor paseo por la habitación, se sentó, y empezó a
tratarme como algunas veces yo había visto al Cuervo tratarla a ella cuando
mostraba un exceso de temperamento. Una paciencia apenas controlada, y
una mano crispada lista para golpear con fuerza en caso de que la paciencia
no obtuviese respuesta. Hice lo posible por responder a esa paciencia.
—El de la diosa del amor en Hipólito[22] —dijo con voz monótona—. La
sacerdotisa se ha encerrado en el templo. Alguien tiene que hablar en nombre
de Nuestra Señora. Hay soldados en esta ciudad, y la gente les tiene miedo;
debemos recordarles que los soldados, a su vez, pueden… deben… tener
miedo de la diosa. Copo de Nieve y Furia de Caballo tocarán tambores; Irene
ha concedido en ello.
Una nota sobre los trajes escogidos por Irene y Jibia para el monólogo.
Trajes hechos por Copo de Nieve.
Borceguíes: justo por debajo de la rodilla, de fieltro verde botella con
cordones y adornos dorados, suelas rojas de 4 dedos y medio de grosor.
Piernas: desnudas.
Traje: amarillo pálido con ribete de oro trenzado.
Recogido por un lado lo bastante como para que se vea el muslo. Una
manga blanca muy ahuecada, de linón (brazo izquierdo). Pecho muy a la
vista. Cinturón bordado, dedos de ancho, verde hierba, ribeteado con trenza
de plata.
Manto: seda tornasolada verde azulado. Sobre los hombros y drapeada por
encima del hombro izquierdo. Lo bastante larga como para que arrastre por el
suelo en la parte de atrás. Salpicada toda ella de lentejuelas.
Máscara: dorada con labios y cejas azules. Expresión de inexorable poder
(del material del teatro: una máscara de Apolo, modificada).
Peluca: dorado rojizo, 18 dedos de alto con dieciocho trenzas largas hasta
la cintura. Disco de plata representando la luna llena en el centro de la frente.
Accesorios: lanza con punta dorada, dos alas (oro, plata, plumas blancas)
hechas de cuero: también del teatro, del traje de Pegaso, modificadas.
Tiempo dedicado por Jibia para practicar pasos, gestos, monólogo, con los
antedichos atavíos: tres horas.
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Coste de persuadir al director de escena del teatro para que practicara el
balanceo de Jibia colgada en el extremo de una grúa: dos horas de sueldo
extra y una comida con bebida gratuita. Coste de contratar los servicios del
director de escena (y ayudantes) para el teatro durante la asamblea pública:
nulo (los trabajadores ofrecen su trabajo voluntariamente como parte de un
servicio comunitario).
8 La asamblea pública
Concluyó a eso del mediodía. Al regresar a casa encontré a Irene, aguardando
con impaciencia para poder abalanzarse sobre mí y exigirme que le dejara ver
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mis, supuestamente literales, notas. Soy incapaz de escribir con una
taquigrafía eficaz. Me hizo leérselas antes de haberlas pasado en limpio. Se
pegó encima de mi hombro al sentarme ante la mesa, apoyando una rodilla
sobre la propia mesa, mientras su peluca se interponía entre mis ojos y las
tablillas de notas. Al principio escuchó en silencio, un silencio de respiración
muy trabajosa que a menudo me hizo perder la línea y tartamudear. No
especificaré esos pasajes. Había intentado que las notas fueran metódicas.
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Así fue; y estaba furioso conmigo mismo por no haberla reconocido con
aquel disfraz. Dios, yo no valía para nada en este trabajo… ¿Quién más había
estado en la multitud cuya identidad debería conocer? ¿La Mancha, incluso?
No lo habría creído incapaz de hacerlo. La horrible capa que Irene había
llevado puesta, y que ahora colgaba de un gancho en la mismísima habitación
donde estábamos, las habría ocultado a ella, a Jibia y a Copo de Nieve, si
hubiesen intentado meterse las tres debajo; sin embargo, ni siquiera aquí, en
nuestra propia casa, habría yo reparado en ella de no haber sido por el gesto
enérgico con que su mano, por así decirlo, atrajo mi atención hacia ella.
Yo había intentado, sin embargo, hacer el trabajo de manera metódica.
—¿Por qué demonios —dijo Irene— estaba él hablando ahí, quisiera saber
yo? Pensé que la finalidad era pedirle a este débil duumvir que presidiera la
asamblea pero no hablara. Alguien está usando la habitual estratagema furtiva
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para meterlo en el asunto a pesar de todo el mundo. Aunque no tuvo
importancia, recibió lo que se merecía.
—¿Y su vestuario no era maravilloso? ¡Ese seno derecho al aire como una
amazona triunfante a los ojos de todo el mundo! Dios, pero ella ha estado
muy bien; Marfil, mierdecilla de espíritu mezquino, ¿por qué no puedes
decirlo? Aunque pensándolo bien, será mejor que no lo hagas. Él quiere un
resumen objetivo.
—Él no quiere oír todo esto. Por supuesto que la totalidad de la asamblea fue
celebrada en una retórica provinciana. Limítate a decir si crees o no que decía
todo eso en serio.
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El orador anunció que era presidente de la organización CDDC,
les rogó a los otros oradores que evitaran divisiones étnicas, y
aceptaran al CDDC como legítima voz de protesta en relación
con el tema central.
¿El ataque a la Urbs por parte de los latinos en dichos
términos podría ser significativo?
Tercer discurso: cabecilla de facción (griego).
Tras años de desacuerdos internos, los habitantes griegos
están ahora unidos con los intrusos latinos…
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—Ah, taimado sinvergüenza, Marfil. Te mantienes bien al margen de todo…
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—Si ésta es una nueva frase que has añadido para mí, acábala. «Excepto en la
medida en que…».
—Los griegos siempre dicen eso, Marfil. Tú mismo estás siempre diciendo
eso.
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Todo el asunto le pareció a este observador deliberadamente
estructurado con el fin de exonerar a Armonía de hablarle a la
asamblea de este asunto, si en cualquier momento era
reprendido por haberlo hecho. Ahora, sin embargo, podría decir
que se vio obligado a pronunciarse con el fin de evitar un
tumulto.
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provincias de ultramar. La última administración del «grupo
conservador» había presentado deliberadamente un proyecto de
ley que acababa con toda esperanza de que el derecho de
sufragio pudiera ser alguna vez puesto en manos de los itálicos.
Cosa significativa, el presente gobierno del «grupo nuevo» no
había hecho nada en absoluto para revocar esta inicua
legislación. De todas formas, según estaban las cosas, era «la
ley» y sólo podría ser derribada por métodos constitucionales.
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misma postura que el «grupo conservador», de la que sólo
podrían librarse apoyando el nuevo proyecto de ley (o
proyectos… sinceramente no estoy muy seguro) de Armonía.
—Mira, Irene, lo siento, pero las cosas se me pusieron muy difíciles, quiero
decir, no sabiendo yo taquigrafía. Yo… yo había esperado que me dieras
tiempo para pasarlo todo en limpio cuando llegara a casa.
—Así que eso es todo lo que tienes. Te quedaste más o menos a mitad de
la asamblea. Maravilloso. Oh, deja de poner esa cara de lástima por ti mismo.
Sin duda, lo principal que debes decir es que ese tal Armonía había trazado un
plan muy elaborado para darles a los itálicos el voto romano, el cual no iba a
ponerse en marcha hasta al menos tres años después, y que dependía por
completo de su propia habilidad no demostrada para manipular a las facciones
de la Urbs. La gente de aquí había pensado que él acudía como libertador.
¡Habló durante dos horas y ahora la gente no sabe qué debe pensar!
Escribí eso exactamente como ella lo había dicho. Podría haber puesto
objeciones a este cínico desprecio del idealismo de Armonía, me había
sentido muy impresionado por él.
—¡Pomposidad sin sangre en las venas! —dijo ella—. ¿O es por la «ley»?
¿Fue eso, la «ley», de lo que tanto te gustó oír hablar, dulce criaturita? ¿O fue
su denuncia de las estafas lo que pulsó una cuerda de emoción dentro de ti?
De acuerdo, las denunció, pero ¿cuántos mercaderes de impuestos van a
prisión? Ni siquiera esos escarabajos estercoleros de Éfeso que La Mancha
persiguió en plena noche.
»Dulcera y El Garfio eran monedas melladas renegados, por eso los
mataron. Los otros vuelven a estar juntos para chapotear otra vez en la sopera
tibia y salpicarse de salsa el trasero… Y ahora, escucha, ¿qué sucedió
después? No me quedé ni un instante más después de las interrupciones que
siguieron al devoto discurso de Armonía. Vi a todos los samnitas gritando y
señalando a las tropas de la acrópolis…
Los soldados, con los brazos desnudos, habían estado, en efecto,
mirándonos (e intentando fútilmente escupirnos encima) desde lo alto de las
murallas de la ciudadela; y esto enfureció a la multitud que se desahogó con
salvajes silbidos contra la absoluta inutilidad del «método constitucional». Le
dije que en ese momento se entregó un mensaje a los que estaban sobre el
proscenio…
—Ah, sí, eso ya lo sé; por eso me escabullí al exterior. Quería enterarme
de lo que decía el mensaje, antes de que lo censuraran u os lo leyeran sólo en
parte a todos vosotros. Intercambié algunas palabras con unos hombres que
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estaban detrás de la skené. La mayor parte eran provocaciones, ¿verdad? ¿Era
la noticia sobre el pretor[24] de una de las ciudades septentrionales que fue
azotado porque le sirvió una cena quemada a la esposa de un político de la
Urbs? ¿Lo leyeron todo en voz alta?
—Lo hicieron, y provocó un tumulto. Alguien gritó: «Un pretor con la
espalda marcada y ¿pensáis que es más jodidamente serio que un granjero
muerto? ¡Deberían azotar a todos los pretores y empezar nosotros dando
ejemplo!».
—Exacto; se les escapó la cuestión importante. Si se hubiese leído todo el
mensaje, se habrían dado cuenta de que era más jodidamente grave. De
acuerdo, al pretor se le dieron sólo diez azotes. Pero cuando se los dieron,
¿sabes lo que le dijo el comandante militar de ese municipio? «Un cocinero
bien azotado pondrá más atención para graduar el fuego…». Verás, había
descubierto que el pretor era presidente de los grupos del CDDC secreto de la
zona. Se trataba de una advertencia muy precisa, y ellos no la leyeron toda en
voz alta. ¿Por qué?
Yo no podía responder a esto, así que lo hizo ella en mi lugar:
—Porque se supone que nadie debe saber que existe un CDDC secreto
además de uno público. Y es eso lo que ha preocupado tanto a Armonía. El
CDDC, en esta ciudad, ha asumido en efecto todas las funciones del consejo;
pero nadie sabe cuáles son las funciones de la parte secreta del mismo, ni de
momento tampoco quiénes son sus miembros. Y eso, por supuesto, es lo que
Peloplateado más desesperadamente quiere averiguar. Pues bien, a ti y a mí
también nos gustaría saberlo, pero lo ignoramos. Así que lo que debes hacer
en la copia definitiva del informe es insinuar, reiteradamente, que con
independencia de lo que esté sucediendo aquí, se trata de algo grande,
realmente grande, oculto, inconmensurablemente peligroso para la Urbs.
Háblale de las partes del mensaje que no fueron leídas en la asamblea. Dile
que las resoluciones aprobadas al final de la asamblea… —había habido
varias de éstas, relacionadas con comités locales de defensa armada; el
acuerdo de aguardar los resultados de la política de Armonía; el envío de
delegados del CDDC, abiertamente, a otras varias poblaciones que se
hallaban en apuros similares—, dile que parecen guardar poca relación con lo
que en realidad se está intentando. Dile que todas esas consignas escritas en
las paredes durante las últimas semanas… —yo las había visto y no tomado
en consideración por creerlas obra de bandas callejeras de carácter infantil:
«¡Muchachos del CDDC a la conquista, hurra!», e imbecilidades de esa índole
—, dile que parecen tener un significado secreto preciso. Dile lo que te
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apetezca, pero haz que sienta más miedo todavía del que siente. Porque si no
tuviera miedo ya… sangre del toro, querido, ¿crees acaso que habría hecho la
tentativa de reclutarte…?
A continuación me recordó que Peloplateado había dicho que se hallaría
«un medio» para que hiciera llegar el informe al lugar adecuado.
—Bueno —concluyó—. Yo soy el medio. Pásalo en limpio y déjalo en
mis manos.
Irene, maldito sea si voy a dejarme tratar así por más tiempo. Jibia se ha
convertido en una encarnación imposible de divinidad asumida por ella
misma; no hace más que acuclillarse en su habitación (que solía ser también
la mía), e inhalar una mezcla tóxica que le hizo ir a buscar a Copo de Nieve…
a casa del profeta aborigen, ¡por amor de Dios! La hace entrar en trance, y el
resto del tiempo se lo pasa divagando, recitando diatribas del antiguo
repertorio de El Cuervo, y dando palmas al ritmo de las tonadas. Copo de
Nieve no está mucho mejor; pasa todo el día ahí dentro con Jibia, y cuando
sale se queda gimiendo por su tío en un rincón.
Furia de Caballo ha desaparecido. Ayer tuve que hacerme cargo yo mismo
de las mulas. ¿Estás preocupada por Furia de Caballo? Sólo lo pregunto
porque es tuyo, pagaste un elevado precio por él, consta en el libro.
Y, sencillamente, no sé qué actitud adoptar para contigo, Irene, para
contigo. Ahora me resulta evidente que te encuentras profundamente
involucrada en la política de este espantoso país, y que estabas involucrada en
ella antes incluso de que llegáramos. No sé para quién estás trabajando, en
favor de qué intereses, a cambio de qué ventajas o pecunia; y ciertamente no
sé por qué deberías esperar que yo me involucre del mismo modo. Irene, si
voy a serte de alguna utilidad (y Dios sabe que desearía que así fuese, pues
tengo muy duraderos recuerdos de ti; nunca me has gustado en exceso, pero
has sido siempre una especie de amiga), ¿por qué no puedes ver que deberías
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contármelo todo? Si no puedo continuar con esto, te juro que me marcharé de
vuelta a Asia.
Esta Italia no es para nada asunto mío; no quiero traicionar a nadie. Pero
me has involucrado, y no es justo que envuelvas la red a mi alrededor una y
otra vez, en la oscuridad. Irene: hay una cosa más.
¿CUÁNDO VAMOS A REANUDAR NUESTROS ENSAYOS?
El teatro estará abierto otra vez a finales de esta semana si no hay más
problemas. Ya habías hecho colocar los carteles antes de que empezara todo
esto: ¿tienes la seria intención de decepcionar a tu público? Nunca lo habría
esperado de ti… Un comportamiento tan poco profesional por tu parte sería
tan imposible como la mismísima idea de que, precisamente tú, estuvieras
trabajando por el bien de la Urbs… Por favor, lee esto y dame una respuesta.
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es? ¿El incienso del hombre velludo de Jibia? ¿O alguna otra cosa? Se me
mete por el fondo de las fosas nasales y hende las cavernas de mi cerebro
como un rezón.
—Ahora, después de todos estos años, ya podrías desenvolverme.
La cortina es de una sola pieza. Ella me entrega el extremo suelto. Con
suavidad, fácilmente tiro de él. Una espiral: ella está de pie en el centro, gira
sobre sí, cae a su alrededor. Sin nada debajo excepto las joyas y el cabello…
el suyo propio por una vez (muy corto para mostrar la forma completa de la
cabeza con una banda de perlas ceñida en torno y pequeñas sartas de perlas de
menor tamaño colgando de sus orejas), con su color natural (marrón
herrumbroso con hebras plateadas… yo no sabía nada de esas hebras
plateadas).
Nada de pintura en su rostro y las líneas del mismo realzadas por la luz
artificial exagerada (colgó una lámpara de luz mortecina del toldo del carro),
como los arañazos que los yeseros hacen en una pared parda amarillenta
cuando necesitan una referencia para aplicar una segunda capa. Sus pequeños
pechos no estaban caídos.
Yo no recordaba bien lo peludas que eran sus piernas, sus axilas, su
entrepierna, como los rincones del cuerpo de un gato. Ahora ella se agazapa
como una gata, me hace descender hasta ella con caricias, nos colocamos en
una posición para copular que Jibia y yo jamás descubrimos…; la pierna
apenas si me duele, y no tengo calambres.
Los humos de su inicuo brasero me sumergen en el interior de los dibujos
de la alfombra que tenemos debajo…, dibujos de jardines con intrincados
senderos y avenidas simétricas que llevan siempre, a través del laberinto, a
una fuente central entre muros de piedra rodeados por oscuros y frescos
árboles; fuera de los muros, desierto inerte de millas y más millas, donde
hombres y camellos caen muertos y se convierten en blancas estructuras de
casas óseas para que la arena las atraviese volando y habite en ellas el viento
caliente, silbando en vano para atraer compañeros de hospedaje. ¡Ah, cómo la
fuente, incesante, repetitivamente pulveriza hacia lo alto su centelleante
poder!
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vuelve a golpear la puerta… quedo, o despertarás a toda la casa. Entra, aquí
está el umbral… entra. Quítate los zapatos y camina delicadamente, como
aquel hombre del libro de los judíos… Oh, oh, pero a ése lo cortaron en
pedacitos…
Después de repetir esto una y otra vez:
—Marfil, el más dulce amante… ¿sabías que fuiste con mucho el más
joven y dulce de mis amantes…? Estoy trabajando para el rey Estricnina. Para
provocar una guerra tal en Italia que no pueda permanecer en Asia ni un solo
soldado. Y cuando los traigan de regreso para ajustarle las cuentas a Italia, él
va a entregarles a todos los griegos, a todos los sirios, a todos los persas, las
verdes tierras que les pertenecen por derecho, las blancas ciudades, las duras
montañas (duras como mi Marfil, duras y fuertes), todas para que las posean
durante todo el tiempo que quieran vivir en ellas. ¿Le crees? Así lo dijo él, en
todo caso. Tanto si le crees como si no, yo quiero que se acabe con todos los
romanos. Y también tú deberías quererlo.
Miré al exterior, por encima de las dunas de arena, y vi a los jinetes bárbaros
del rey Estricnina bajo una risueña nube de banderas negras, de un extremo a
otro de la senda del sol, cubriendo el mundo de libertad; y la espuma de los
dientes de los caballos volaba hacia sus espaldas para conformar las estrellas
y la luna.
Yo también reía. Irene reía. Nos tendimos en mullidos almohadones. El
rey Estricnina era rey del mundo.
Plenitud. Saciedad. Sueño.
11 Eróstrato
Muy temprano por la mañana, el carro cerrado, sucio y deslucido; el hollín del
brasero que manchaba las brillantes telas, el aire espeso a fuerza de respirarlo,
el sabor áspero detrás de nuestros dientes amargos, estómagos contritos; Irene
yacía de espaldas, las extremidades abiertas desvergonzadamente, la boca
abierta de par en par y babeando, pequeños pegotes de sudor y suciedad
secándose en los pliegues de su cuello, la banda que le había ceñido la cabeza
le colgaba de una oreja. Roncaba. Los almohadones que teníamos debajo
estaban manchados, y todas nuestras ropas mezcladas con ellos en grasienta
confusión.
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Despertó y me miró. Me di cuenta de que lo que ella vio era mucho peor
de lo que yo podía ver. Recogí la túnica del suelo y me cubrí. Sonrió, una
sonrisa traviesa de cómplice, un crío que faltaba al colegio y le sonreía a otro
que había hecho lo mismo (mis escapadas siempre fueron en solitario…).
—No tienes necesidad de hacer eso. —Tenía la voz ronca—. Sé quién
eres y no me importa. Permíteme que te hable de Jibia.
Me explicó que Jibia se consideraba a sí misma como parte de su diosa
amenazada, hasta tal punto que ningún hombre (y yo menos que nadie) podría
ser en ningún sentido relevante para ella durante mucho tiempo por venir, si
acaso alguna vez llegaba a serlo alguno. ¿Qué pensaba yo de eso?
Pensé; contesté que la diosa era una diosa de amor, no una virgen
inexpugnable. Irene contestó que eso cambiaba muy poco las cosas.
—Cuando los soldados hayan abandonado la acrópolis, cuando la Urbs
respete la dignidad legítima de las Murallas del Amor, entonces tal vez puede
que encuentres humanidad, moralidad, una vez más entre los muslos de tu
verdadero amor. Mientras tanto…
—Mientras tanto, Irene, tú… por cuenta de tu malvado Estricnina, estás
haciendo lo posible y lo imposible para asegurarte de que no pueda existir ese
«respeto» por parte de la Urbs. Si la mismísima Jibia tuviera que ser
descuartizada en el poste de azotamiento, sería todo para bien, por lo que a ti
concierne. ¿O es que no lo he entendido?
No lo había entendido. Irene pensaba principalmente (¿y por qué no?, era
su propia tierra) en las libertades de Asia. Jibia no tenía ningún sentimiento
por Asia (fue «propiedad», si yo me molestaba en recordarlo, de extraños
procedentes de Asia que la habían comprado y heredado); su libertad estaba
ligada a la acrópolis de su Señora, y su Señora ahora se encontraba en peligro.
Pero en ambos casos, la Urbs era el enemigo contra el que luchar. ¡Que
intentaran matar a Jibia! Tendrían que matar primero a Irene, con
independencia de lo que pensara de eso el rey del Ponto. Esperaba que
también tuvieran que matarme a mí, llegado el caso.
Respondí que desde luego tendrían que hacerlo.
Me dijo que yo no era ningún héroe, y que no debía realizar juramentos.
Pero le gustaría mucho que ella y yo continuáramos siendo amantes. Yo era
irrelevante para Jibia, pero ella no tenía ningún motivo para desearme
infelicidad. ¿Sabía que Jibia estaba enterada de todo lo sucedido la noche
anterior?
—Realmente deberíamos ir a lavarnos; este carro apesta como el desagüe
de un lupanar de tercera categoría.
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Pero no inició ningún movimiento hacia la jofaina. Por el contrario, alzó
los pliegues de mi túnica, se inclinó, e hizo que me resultara imposible —
durante un espacio de tiempo considerable— plantear ninguna otra objeción a
su visión del mundo, carente por completo de honradez, y al comportamiento
a que esa visión daba lugar.
¿Por qué demonios ella habría decidido hablar de Jibia?, me gustaría
saber.
Yo dije:
—Todavía no me has dicho qué tienes intención de hacer respecto a
nuestro trabajo teatral.
Ella gruñó que al día siguiente, por supuesto, reanudaría los ensayos.
Suponía que Jibia iba a participar, aunque preveía algunas dificultades… Pero
hasta entonces, ¿cuánto había averiguado de las acciones de Armonía? Corría
la voz de que ya había partido hacia la Urbs.
—Oh, Marfil, por cierto, ¿recuerdas la canción de Eróstrato? ¿Sabes quién
era?
—¿No fue el hombre que le prendió fuego al gran templo de la Madre que
hay en Éfeso, con el fin de que su nombre quedara escrito en los libros de
historia?
—Ése era, y eso hizo. Qué tipejo tan necio… Mira, muchacho, no debes
pensar que soy su versión femenina. Cuando digo que queremos la guerra en
Italia, eso es lo que Estricnina quiere, ciertamente. No le importa mucho
quién gane, siempre y cuando él gane en su territorio. Yo quiero que la guerra
se gane tanto aquí como allí. Y si es posible, ¿por qué no?, sin derramamiento
de sangre. La rotura de una sólida columna de piedra, es una rotura; eso es
todo. Y eso es lo que buscamos.
Yo dije que no veía cómo podría evitarse el derramamiento de sangre, si
la Urbs se mantenía intransigente. Se enjugó groseramente la entrepierna con
una toalla mojada, y respondió que tampoco era capaz de verlo.
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12 Más agitaciones… y sobornos
A cambio de los más flagrantes sobornos sexuales, ahora, al parecer, yo había
acordado servir fielmente a los propósitos del remoto rey del Ponto. No
supongas que esto me satisfacía, pero mi alivio por el hecho de que Irene no
estuviera en colusión con los hombres de la Urbs fue tan grande, que habría
ayudado a cualquiera, en cualquier parte (por instigación de ella), a hacer
cualquier cosa. Sus zarpazos carnales me llevaron a un estado de casi
permanente priapismo durante las semanas siguientes; retrocedí a los trece
años con toda la energía, el propósito y (¿puedes creerlo?) el regocijo que una
vez habían acompañado a la adquisición y ejercicio de mis dotes como actor
cómico.
Puse en orden mis notas acerca de los recientes actos de Armonía, con una
sensación completamente nueva acerca de todo el asunto.
Ésta era una ciudad latina, y por tanto era probable que abrigara hasta el
último instante la esperanza de mantener una relación de amistad responsable
con la Urbs. Los poblados griegos del extremo sur del país intentarían evitar
por todos los medios verse involucrados en el problema; los samnitas y otros
pueblos que se hallaban al oeste y al norte de nuestra zona estaban ya al borde
de la rebelión abierta; pero si (según calculaba Irene) las Murallas del Amor
podían ser atraídas a un compromiso real, a los griegos no les quedaría otra
alternativa que la de involucrarse también ellos. Las Murallas del Amor eran,
por tanto, la clave de una revuelta unificada; había escogido la ciudad, como
yo sospechaba, con una considerable perspicacia geográfica y étnica.
A pesar de su aparente control del CDDC, el cabecilla de la facción latina
no era aceptado, de puertas adentro, como miembro de derecho dentro en las
deliberaciones del comité.
Si Irene podía sobornarme a mí, también yo podía sobornar a otras
personas. No con el tipo de mercancía que utilizaba ella, por supuesto, y
tampoco con dinero, de momento; pero yo tenía mis recursos y logré obtener
los servicios de un informador dentro del propio comité. Era un griego
director de un banco (llamémosle Estrato), que poseía sucursales en muchas
de las ciudades peninsulares, y su función dentro del CDDC era establecer
enlaces con otros griegos de todos esos poblados. Tenía miedo a la violencia,
aunque era también consciente de las posibilidades económicas de una
rebelión coordinada y con éxito. Pero necesitaba cubrirse las espaldas; si la
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Urbs se imponía, alguien tendría que comunicarles a los romanos que él había
estado trabajando durante todo el tiempo en favor de sus intereses, haciendo
todo lo posible dentro del CDDC para sabotear las acciones subversivas,
etcétera… Yo le di razones para creer que era un agente de la Urbs y podía,
en caso necesario, proporcionarle esa cobertura. Me tomó por sirio (¡ay, mi
complexión árabe, mis manos sudorosas, mi nerviosismo!), y por tanto supuso
automáticamente que era un astuto traidor.
He aquí una sinopsis de lo que Estrato recordaba de la asamblea a puerta
cerrada del CDDC, que tuvo lugar al día siguiente de la asamblea pública del
teatro.
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y les imploraban a los samnitas que tuviesen cuidado.
Desafiarla podía resultar más peligroso que someterse a ella.
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incumplidas, promesas. Una declaración violenta de las
poblaciones contra la Urbs, sin considerar las luchas por la
armonía entre clases que tenían lugar dentro mismo de la Urbs,
sólo podría desembocar en tragedia.
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clientes más ricos del mismo. Esto preocupó muchísimo a Estrato. El hombre
en cuestión procedía de un barrio muy mísero de la ciudad, donde
trabajadores poco hábiles de todos los grupos étnicos llevaban una vida
promiscua e insalubre, en un montón de casuchas de alquiler que se caían a
pedazos. Daba la impresión de que se estaba cociendo una revolución dentro
de la revolución, y sólo Dios sabía lo que podría resultar de eso.
Ella dijo:
—Estos informes son casi perfectos. Hay una cosa que no has señalado, y
que a él le haría bien leer: la mayor parte de los líderes de los voluntarios del
CDDC son también oficiales de la policía municipal de la ciudad. Una vez
que la Urbs entienda que su llamada reserva regional de policía es por
completo indigna de confianza, puede que comience a tomarnos en serio.
—¿Dónde está Peloplateado, si puede saberse?
—Dios lo sabe. Furia de Caballo lo encontrará; ha estado llevándole todos
mis mensajes.
—¿Para quién trabaja Peloplateado?
—Para la Urbs.
—Eso ya lo sé, pero ¿para quién de la Urbs? ¿Para Armonía, por ejemplo,
o para los opositores de Armonía?
—Es imposible saberlo. Diría que trabaja para todos ellos. Para
quienquiera que se encuentre más cerca del poder. Ahora, Armonía está
trepando a toda velocidad; estos informes muy bien podrían ayudarlo a subir
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los últimos pies… al menos eso espero. Por supuesto, el querido viejo
Estricnina no va a querer que se quede allí durante mucho tiempo. Divide y
reina, dice el rey Estricnina; no existe en el mundo ninguna otra forma de
tratar con estos bastardos romanos. Me pregunto por qué nadie lo ha
intentado.
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—¡Furia de Caballo, Copo de Nieve, coged las cestas de los trajes y
seguidnos! ¡Hoy vamos a trabajar en el teatro! ¡Gracias a Dios!
Irene, con sus zuecos, camina con un golpeteo, su brazo enlazado con el
mío, a un paso tan vivo que apenas puedo seguirla. Jibia sale en silencio,
envuelta en un manto oscuro, los ojos fijos en la distancia.
En el teatro, consternación. Está lleno de soldados. El empresario se
retuerce las manos; maldito necio, nos había asegurado que nadie lo utilizaría
en toda la semana.
—Lo siento muchísimo, señor, señora, señora… el oficial ha insistido
tanto…
El oficial le ha pagado el doble de alquiler, más probablemente; ¿y para
qué? ¡Nada menos que para realizar un ensayo de los juegos destinados a
entretener a la guarnición…! Dos delincuentes de aspecto feroz, reclutados
contra su voluntad para golpearse el uno al otro con porras de madera hasta
convertirse en pulpa, están describiendo cautelosos círculos en medio de la
orquesta como perros callejeros… ¡aquí, en nuestro teatro!
Yo intento discutir. Irene se lanza hacia un lánguido oficial desprevenido,
flaco como un palo, diciéndole en una sola frase quién era su madre, lo que
hizo su padre para que lo enviaran a galeras y por qué su hermana había sido
expulsada de los más bajos burdeles de Marsella.
El oficial se defiende con bravatas, y llama a otro oficial, un tipo con una
cicatriz en la cara. Este sucio cabeza de alcornoque dice que el teatro ha sido
oficialmente expropiado por orden del centurión, y blande un documento.
Irene se lo arranca de las manos y lo arroja lejos de sí. Yo lo recojo y lo miro.
Por supuesto, no dice nada semejante: «El centurión al mando solicita
instalaciones para la recreación de sus hombres». El segundo oficial repite
que eso significa expropiación. Yo le respondo que no nos encontramos en la
zona de guerra, con independencia de lo que puedan haberle dicho los
imbéciles que le dieron las órdenes. Él declara que por el tratamiento que han
recibido sus hombres, bien podrían encontrarse en el País Vasco. Si
dependiera de él, nos haría sin dudar lo que les hacía a los vascos.
Las cosas se ponen feas, amenazadoras. ¿Vamos a ser arrestados?
¿Azotados? Dios, no los creo incapaces de hacerlo.
En este punto, Jibia, que había permanecido altivamente de pie en un
rincón del proscenio, se pone de repente en movimiento. Deja caer el manto,
ofreciendo a la vista sus negras extremidades frescas por el baño de la mañana
y brillantes a causa del aceite, el rostro tenso y transfigurado, las marcas
rituales de los pómulos purpúreas a la luz del sol. Alza el mentón estirando
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los músculos del cuello, abre la boca y comienza a aullar. Luego profiere
extrañas palabras entrecortadas, unidas por un ritmo extático. Parece estar
pronunciando una especie de versión del monólogo de Casandra en
Agamenón; pero no es griego. Una gran parte de él parece latín, que ella no
habla normalmente. En cualquier caso, los soldados parecen comprender
muchas de las palabras. Aunque no la totalidad; de no haber sabido yo que la
habían sacado de África a muy temprana edad, hubiera supuesto que hablaba
en su lengua nativa.
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aconsejado eso: «Mujer con un ataque, dale una bofetada». El otro oficial
corre tras él y lo aferra por el brazo.
—¡No!
Oigo la palabra «brujería». Los soldados, por supuesto, son casi tan
supersticiosos como los actores; los oficiales no lo son menos que sus
hombres. Pero no es bueno para los hombres que los oficiales lo demuestren.
Los dos abandonan la escena y el de más edad comienza a imprecar a los
subordinados. Apocados, estos se reúnen, descienden tímidamente las gradas,
forman en la orquesta, y salen a paso redoblado del teatro con poco
disciplinadas miradas, por encima del hombro, en dirección a Jibia, que aún
se retuerce y ahoga.
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negros. Se encontraban de pie sobre las barcas en una sola pierna y hacían
ruidos con la boca…, cluc-cluc-cluc. Alguien me dijo… ¿quién me lo dijo?…
alguien me dijo que significaba «bienvenida a casa»…
Se puso temblorosamente de pie, apoyándose en Copo de Nieve para no
perder el equilibrio. Era como si hubiese permanecido durante semanas
postrada en cama. Todas las fuerzas le habían sido drenadas; volvió a sentarse
para no caer.
—Esperad un momento —masculló—. Antes de África, ¿dónde estaba?
—Cariño, estabas aquí, en el teatro…
—No, no. Después de eso. Después de eso y antes de África. Había un
lugar sucio y oscuro, cogieron a ese hombre, que iba caminando; por detrás,
lo atraparon por el cuello con un pañuelo, lo hicieron girar y le clavaron un
cuchillo. Dijeron: «Dejémoslo aquí, lo encontrarán por la mañana cuando
pase el carro de la basura; y entonces, muchachos, oh, escándalo y horror».
Reían en la oscuridad… No creo que pueda caminar, ¿sabes? Sí, por favor,
creo que sí, una silla de mano.
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A intervalos, ella nos preguntaba cómo iba el trabajo. Era un interés
melancólico, como si anhelara estar con nosotros, pero advertí que nunca
escuchaba las réplicas. Permanecía durante horas sentada en silencio bajo el
porche del jardín, contemplando los tejados de la acrópolis. Asistió a nuestra
primera actuación, pero desapareció antes de que hubiese concluido, dejando
una nota de disculpa en la salida de actores, en la que explicaba que no se
sentía bien; estaría en cama cuando llegáramos a casa. El mensaje tenía una
posdata, o más bien dos:
PD: Marfil: ahora recuerdo quién era, cuando fui «transportada», el que me
explicaba lo que decían los hombres de las barcas de junco: era El
Cuervo. ¿Puedes creerlo?
PPD: Tengo que marcharme ahora a casa porque no quiero estar en el teatro
cuando llegue la noticia. Yo ya la conozco.
14 Matanzas
Ésta fue la noticia que llegó a nuestro teatro apenas unos minutos después de
nuestra primera representación, que tuvo éxito (más o menos). Acabábamos
de dejar el proscenio, el público estaba abandonando las gradas. Un hombre
(nadie sabía quién era) apareció abriéndose paso a empujones entre la gente,
saltó al proscenio y lo gritó una y otra vez:
—¡Armonía, han asesinado a Armonía!
Cuando lo oyó, la multitud se dividió en furiosos y emocionados grupos y
corrió desesperadamente por toda la ciudad. De no haberlo hecho así, habrían
permanecido todos juntos y se hubiera producido un tumulto. En cualquiera
de los dos casos, todos nos sentíamos aterrorizados. Cualquier cosa podía
suceder a continuación. Nos marchamos a casa tan rápidamente como
pudimos. Jibia, en cama, no tenía nada que decir, y volvió la cara hacia la
pared.
Pocas horas después la noticia fue oficialmente confirmada desde la sede
del municipio. Armonía, el austero tribuno, había sido en efecto asesinado. En
un callejón de la Urbs. Según pensaban, iba camino de su casa después de
pronunciar un discurso ante una gran concentración de seguidores suyos, acto
en el cual se aprobó su política con aclamaciones entusiásticas e incluso
amenazadoras. Los asesinos no habían sido descubiertos. Una hora después
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del amanecer hallaron el cadáver, a la misma hora exacta, el mismo día
preciso, en que Jibia había sido «transportada».
El departamento de policía de la Urbs hizo pública la teoría de que los
asesinos eran italianos que no querían que Armonía acabara con la disputa del
derecho de sufragio de una manera constitucional. Esta teoría fue rechazada
por muchos en las Murallas del Amor.
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Las familias importantes se reunieron para formar un comité de ley y orden.
Exigieron que el Comité de Defensa de los Derechos Civiles, CDDC (del cual
muchos de ellos eran también miembros), denunciara la irresponsable
incivilidad y pusiera coto a los actos de terror. El CDDC se dividió a causa de
las contradicciones, dado que la mayoría de los latinos respaldaba al Comité
de Ley y Orden (CLO), mientras que los samnitas convocaban a marchas y
demostraciones más grandes y belicosas.
Una marcha samnita organizada para entregar una carta de protesta en la
ciudadela fue detenida a medio camino de la acrópolis y perseguida ladera
abajo hasta la ciudad; muchos de sus participantes sufrieron lesiones a causa
de los cachiporrazos de los soldados. Un joven atleta que gozaba de
popularidad (guardia voluntario del CDDC y oficial de policía) fue herido de
muerte por una jabalina del ejército. Su funeral fue muy concurrido, y la
multitud dispersada por los soldados con gran violencia (y sacrilegio para con
el cadáver).
Se produjeron atemorizadas recriminaciones contra esto, que dividieron
aún más al CDDC. Aquella noche el toque de queda fue roto una vez más: no
menos de seis soldados resultaron muertos, en un ataque contra la patrulla de
la guarnición que llevaba las raciones de los soldados de uno de los puestos
establecidos en la parte baja de la ciudad, en un molino aceitunero. El
centurión hizo entonces varios prisioneros, todos ellos miembros, o parientes
de miembros, del CLO. Los militantes del CDDC se sintieron encantados. El
centurión se dio cuenta muy pronto de que ningún combatiente iba a
refrenarse por consideración a esos rehenes, pero de todas maneras se negó a
dejarlos en libertad. Temía desprestigiarse. El comité de ley y orden celebró
una asamblea secreta, y me hizo llamar.
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mulas, y le dijo que debía «contarle al de la pierna coja de Éfeso que el
hombre corcovado de pelo gris no es nada bueno para él, pero otros hombres
sí podrían serlo»; y a continuación le deslizó un mensaje dentro de la manga.
Resultó contener una dirección y una hora (mediodía de esa misma jornada).
Media hora después, alguien se escabulló hasta nuestro jardín y le dijo a Copo
de Nieve que algunos de los magistrados querían verme por el tema del
inminente cierre del teatro y nuestro permiso de residencia, que requería
atención debido a la «emergencia». La dirección de la cita no era, como
cabría esperar, la sede del municipio, sino la misma comunicada a Furia de
Caballo: y el momento era una hora después de mediodía.
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oficiales. Por ejemplo, yo estaré con ellos. Ahora pasemos al corcovado de
pelo gris. ¿Has recibido un mensaje relacionado con él? Bien. No le contarás
a ese hombre nada de lo que suceda aquí.
—¿Está en la ciudad, entonces, o dónde se encuentra?
—No hagas preguntas. Recuerda cómo te mojaste en nuestro último
encuentro. Y entonces estabas en tu propio ambiente. Aquí, te encuentras en
el mío.
Fingí sentirme tan atemorizado como entonces. Pero, maravilla, no lo
estaba… bueno, no tanto. Tenía confianza en Irene.
—Verás —prosiguió él—, los informes que le entregaste a ese hombre
fueron usados por los militares. Ya habrás visto para beneficio de quién. ¿Tu
opinión sobre los recientes actos del centurión, por favor?
—Yo… yo… ¿de verdad quieres mi opinión?
—Tú has estado viviendo aquí, yo no.
—Yo…, señor…, no creo que el centurión haya manejado las cosas tan…
tan hábilmente como podría haberlo hecho. Yo…
—El centurión es un idiota obstinado. Debería haber dejado en libertad a
todos esos rehenes en cuanto supo quiénes eran. ¿Dejaban claro tus informes
de quiénes se trataba? Sabemos que el centurión los recibió, ¿acaso estaban
cifrados? Lo único que voy a decirte es esto: ni un solo mensaje más para el
corcovado. En cambio, vas a enviármelos a mí. Se hallará un medio para ello.
La solución de los problemas que existen es política, no militar; las reacciones
de la guarnición, en el futuro, deben ser determinadas según criterios
políticos. —Un largo silencio. Luego—: No supongas, sin embargo, que yo
recibo órdenes de ninguna fuente política. Nosotros consideramos a los
políticos como colegas nuestros al servicio de la Urbs, y sólo aceptamos
órdenes de ellos cuando se nos ordena hacerlo.
Otro silencio. Luego:
—Por cierto, la encantadora mujer para quien trabajas tiene un coño de lo
más espacioso. ¿Lo usa ella, o es él quien la usa? ¡Rápido, quiero una
respuesta!
Yo quedé completamente desconcertado. Como solía suceder con esta
maldita gente, no tenía ni idea de cuánto podía saber el hombre que tenía
delante. Recordé a Miriam y Dulcera.
—Irene —repliqué— nunca ha sido de las que dejan escapar la mejor
oportunidad. Si fornica, puedes dar por seguro que lo hace con algún
propósito.
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—Ah, sí, pero ¿con qué propósito? ¿O con el propósito de quién? ¿El del
corcovado?
—Con toda probabilidad, no. Es muy probable que sea con el de algún
servicio extranjero.
Él sonrió, labios gruesos, húmedos, lengua mojada.
—No, no. Yo mantuve una conversación con ella en Éfeso, ¿recuerdas?
Estoy habituado a las intimidades de las actrices. Sé cuál es el principal
objetivo que persiguen. Un buen par de cojones fuertes y un depósito bien
abultado en un banco. Si todo sale como debe, yo podría hacerle a ella algún
bien. Y hacértelo también a ti. Puede que te interese pensar en eso.
¿Así que, después de todo, su interés por Irene era puramente personal?
Había planteado la pregunta sólo para avanzar sobre seguro…, para tener
garantías en cuestiones de seguridad…
Regresamos al trabajo.
—¿Dónde estábamos? Ah, la política. El centurión cree que si tiene
rehenes latinos puede contar con la lealtad latina. Y una mierda. Los latinos se
sentirían encantadísimos de trabajar con él contra los samnitas, si se les
planteara la propuesta del modo adecuado. Nadie ha intentado jamás
planteársela; idiotas. ¿Para qué otra cosa se ha formado el CLO? Por cierto,
será con ellos que te reunirás hoy. Pero el comité no puede servir a los
intereses de la Urbs sin que sus integrantes parezcan informadores.
Retrocederían ante algo semejante. Sin embargo, si se les suministrara
información… eso los pondría en entredicho. ¿Qué hacer con ella? No
necesitan que se les intimide desde arriba; la presión ejercida desde abajo
obtendría resultados mucho mejores. ¿Y qué podría ser más bajo que un
rufián asiático del teatro? Te diré lo que debes hacer.
Me dio instrucciones muy precisas. Luego me dijo que aguardara media
hora y se marchó al piso superior. Pasado el tiempo indicado, el curator fue a
buscarme y también me llevó arriba.
La habitación del piso alto estaba tan oscura como el resto de la casa. El
hombre obeso se hallaba sentado ante una mesa con otros cinco o seis. Tenían
todos aspecto ceñudo y desasosegado. Uno de ellos era el cabecilla de la
facción latina.
—Éste es el hombre —dijo—. Nuestro amigo me ha dicho… —indicó
con un gesto al gordo— que tiene algo que decirnos que podría ser de
utilidad.
—El teatro —intervino el hombre obeso—, al igual que el comercio del
vino, tiene un interés justificado en la estabilidad. Creo de verdad que
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deberíais escucharlo.
Todos me miraron. Me aclaré la garganta y comencé.
Había llegado a mi conocimiento, dije, que algunos integrantes de una…
una determinada facción habían intervenido en la ignominiosa violencia
terrorista que asoló la ciudad. Prefería no decir cómo había llegado a mi oídos
dicha información. Insinué alguna indecencia acerca del ayudante del director
de escena; ellos se lamieron los labios y asintieron con la cabeza.
Comprendían el comportamiento moral del teatro. Luego cambié de tono y
barboteé una serie de nombres…, principalmente samnitas. Los presentes eran
todos latinos o griegos.
A continuación aguardé.
El jefe de facción me preguntó por qué les había ofrecido voluntariamente
esa información. Parecía tener un total dominio de la situación, aunque los
otros estaban claramente alarmados. Respondí que si se la entregaba a las
fuerzas de seguridad, podría poner en peligro a hombres inocentes. Estaba
seguro de que los líderes municipales responsables podrían resolver el asunto
sin desatinos. El teatro ya fue cerrado una vez; tenía un obvio interés personal
en que volviera la paz a las calles. El jefe de facción declaró que el teatro iba
a cerrarse de todas maneras, a partir del día siguiente.
Susurraron con aire grave entre sí. Uno de ellos farfulló:
—No tiene ningún derecho, absolutamente ningún derecho, a hacer estas
aseveraciones infundadas.
Otro dijo:
—No podemos actuar según esto. Si los samnitas descubrieran que los
hemos traicionado…
—No es una cuestión de traicionar a los samnitas —intervino el cabecilla
de facción, para aportar la excusa necesaria—. El terrorismo en sí es una
traición para todos los samnitas, la mayoría de los cuales son tan respetuosos
con la ley como cualquier latino. Ciertos nombres, eso es todo…, limpiemos
la ciudad de ellos. Los samnitas en general nos quedarán profundamente
agradecidos.
—En este caso, estamos hablando de un elemento menor —intervino el
gordo— que deliberadamente intenta desacreditar los métodos
constitucionales de vuestro CDDC. Limpiadlo de ellos, desarraigadlos,
demostrad que vuestra población es digna del derecho de sufragio de la Urbs.
Os lo aconsejo como amigo interesado.
A continuación me enviaron a casa. Al marcharme, el cabecilla me dijo
que nuestro permiso de residencia continuaría en vigor hasta que fuese
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posible reabrir el teatro. Esto, según lo interpreté, era la recompensa por la
nobleza de mis pensamientos hacia la ciudad.
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—La pregunta que queda ahora es la siguiente: si el gordo es el hombre de
La Mancha, ¿quién creemos que es Peloplateado? ¿El de El Mulero? ¿Por qué
no? Si lo que acaban de decirte es verdad, tus informes fueron a parar a la
ciudadela, cambiados, para provocar un enfrentamiento entre todos los grupos
locales del CDDC y la guarnición. No cabe duda de que algo similar ha
sucedido en todas partes. Así pues, ¿qué mejor oportunidad podría
presentársele al Mulero para reunir a sus antiguas legiones y salvar a la ciudad
una vez más? ¿Supones que podrían pelear entre sí por el privilegio de luchar
contra los pueblos sometidos? Eh, incluso podría llegar a eso. Veamos cómo
podemos contribuir a que suceda… ¿Y qué hacemos ahora? Ya sé lo que
haremos… cogeremos esto y lo pondremos aquí, empuja, estás en el
umbral… —y así, durante una hora, por completo desprovista de política.
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ninguna razón en absoluto. La estatua contempla esto, cada hora del día y de
la noche. Pero todavía no es lo peor, todavía no es lo peor…
No teníamos claro si alguien se lo había contado o si lo había visto ella
misma, con la visión de sus nuevos y extraños sueños, o lo que fuera.
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y pasó por encima del muro de nuestro patio; antes de que el centinela que
estaba justo enfrente se diese siquiera cuenta de que había pasado ante él.
El muchacho se encontraba en un estado de extrema agitación; tenía todo
el pelo de punta, el bigote erizado y brillante como si estuviese hecho de
chispas de relámpago. Su rostro y camisa estaban sucios de hollín, y de algo
más que pensé que podría ser sangre.
—¡Guerra…! —Hizo que la palabra sonara como pronunciada por un león
que tomase nota de la presencia de un intruso en su selva—. Guerra. ¿No la
trajeron hoy del norte estos jinetes de hierro? Hay guerra en el norte: su
muerte por un frío cuchillo en la Urbs, en cuanto los hombres del norte se
enteraron de su muerte, han hecho la roja guerra, así lo han hecho. Y en un
cierto lugar, sólo uno todavía; pero mañana serán todos, dicen que todos…, en
un lugar los hombres buenos han decidido tomar la lanza y dar fin a todos los
romanos que tengan los pies en sus verdes campos. ¡Verdad, verdad, verdad
—casi cantaba—, todos los romanos con una lanza clavada, y el jefe de todos
ellos con la lanza de tres puntas del reciario seis veces atravesada en el saco
de sus tripas…!
Y eso fue más o menos todo lo que pudimos obtener de él, en ese
momento, en términos de narrativa comprensible. Al día siguiente
comenzamos a conocer la historia completa.
16 La guerra
No todos aquellos a quienes los soldados permitían entrar en la ciudad (y el
acceso era ahora objeto de un riguroso control) estaban dispuestos a contarnos
sólo mentiras. En realidad, la situación resultó ser la siguiente: el asesinato de
Armonía provocó francas rebeliones en varios poblados al mismo tiempo, la
mayoría de ellos al norte de donde nos encontrábamos, muchos de ellos
samnitas. En uno de esos poblados, cualquier hombre que procediera de la
Urbs, o se creyera que provenía de ella, o hubiese mantenido cualquier
contacto oficial con ella, era asesinado en un vasto estallido de furor popular.
Entre los muertos se encontraba el general al mando de la legión del lugar; se
rumoreaba que halló su fin por las manos y el arma de un hombre condenado
a luchar con la red y el tridente por algún crimen cometido contra la Urbs.
Aquello espoleó la imaginación: la idea de un arrogante general atrapado por
un mero convicto, atravesado como un atún por tres pinchos… No pasó
mucho tiempo antes de que en las murallas de nuestra ciudad comenzaran a
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aparecer imágenes garabateadas de ese tridente, con o sin un pez de cabeza
humana ensartado en él.
La reacción de la Urbs fue obtusa: ya habían dicho que la mejor honra
fúnebre que podía ofrecérsele al asesinado Armonía era una línea de
actuación muy firme, emprendida contra cualquier intento de explotar su
integridad constitucional por parte de hombres violentos carentes de
principios; y se atuvieron a esto a pesar de todo. No, no podía haber
compromiso ninguno: las concesiones a los itálicos podrían hacerse sólo
después de que estos últimos —todos ellos— renunciaron por completo a toda
forma de lucha armada, «terrorismo», en el vocabulario de la Urbs.
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dispuesto las cosas de modo que la aprovisionaran de comida. Cada día
bajaba una cesta atada a una cuerda hasta las casas que había abajo, y la gente
la llenaba en un acto de devoción y de pasivo desafío a la Urbs. La policía
militar efectuaba a veces un registro minucioso para ver si pasaba mensajes.
Lo único que llegaron a encontrar fue pequeñas notas que decían cosas como
«las sardinas en vinagre estaban demasiado saladas» o «por favor, no enviéis
pan duro excepto cuando yo lo pida especialmente para alimentar a los
peces», y al final la dejaron en paz.
La guarnición fue reforzada por un abundante número de soldados y se
estableció un campamento sobre la vía romana de la llanura. Sí, Irene lo había
adivinado. El general al mando de esta zona de Italia era, en efecto, La
Mancha. Todas las acusaciones contra él habían sido desestimadas, y la
mayor parte de sus legiones de Asia fueron transportadas para reunirse con él
sin demora. Llegado el año nuevo, libró una decidida guerra contra todas las
poblaciones rebeldes dentro de su territorio inmediato. El área de las Murallas
del Amor se transformó en su pretorio, las ciudades griegas de más al sur
alojaban sus reservas, y él mismo se encontraba en primera línea de lucha,
aunque oímos decir que a veces se instalaba personalmente en el campamento
de la llanura. Si alguna vez entró en la ciudad, lo hizo discretamente y la
población no fue informada de ello. El «idiota obstinado» controlaba aún la
ciudadela y la ciudad. Sin duda, La Mancha pensaba que se encontraba lo
bastante cerca de él para impedirle futuras estupideces. Los rehenes latinos,
uno a uno, fueron puestos en libertad, con la salud quebrantada para siempre
pero, al menos, vivos. Un consejo ciudadano nombrado por los latinos
administraba las Murallas del Amor, bajo el firme yugo de los militares; y las
aves de presa consumían los cadáveres de los samnitas en sus cruces de la
acrópolis.
Bajo estas reliquias en espantosa desintegración, el teatro volvió a abrir.
Irene dijo que iba a representar algunas cosas de comedia ligera y disfrutar de
ello, tanto si nos gustaba como si no. Las cosas no sucedieron por completo
de acuerdo con sus cálculos, pero las Murallas del Amor acabarían por ocupar
el sitio que les correspondía en sus espeluznantes perspectivas de insurrección
asesina. Mientras, debíamos comportarnos del modo más discreto posible. El
tiempo era frío, Jibia no estaba dispuesta a actuar; el público era reducido, y
cuando reían de los chistes el efecto era desagradablemente histérico. No
ganamos mucho dinero. Durante el invierno no me abordó ningún otro
hombre de las monedas melladas.
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Después de su noche de tumultuosas tropelías, Furia de Caballo se volvió
dulce y dócil, y de lo más atento con Copo de Nieve. Ella medró como una
flor a la luz del amor del muchacho. Él componía canciones para ella y se
enseñaban el uno al otro palabras amorosas en sus exóticas lenguas nativas.
Copo de Nieve aún le rezaba incontables plegarias a la diosa del amor, no sin
motivo.
Les confesó a Irene y Jibia que estaba embarazada. Les imploró que de
momento no se lo dijeran a Furia de Caballo, porque, ¿acaso el bebé no
pertenecería a Irene en lugar de a él? Irene dijo que eso eran tonterías, que el
bebé sería libre; que también Copo de Nieve y Furia de Caballo obtendrían su
libertad, pero que este no era un momento apropiado. Se sentía responsable
por las personas de la casa en momentos de guerra; sería mejor que esperaran.
Copo de Nieve dijo que, a pesar de todo, no quería que se lo contaran a Furia
de Caballo. Recelaba de la mala suerte.
Hacia finales del invierno oímos hablar de una coalición recientemente
formada de poblaciones hostiles a la Urbs: una nueva «nación» (decía la
gente) que se llamaría formalmente «La Nación de Italia», con una capital en
el centro de la península, una antigua ciudad a la que dieron el nuevo nombre
de Itálica[27]… o, como les hubiera gustado a los entusiastas que la
llamáramos, «La Urbs Única». Yo no soy ninguna autoridad en sistemas
políticos. Nadie me ha ofrecido jamás, por ejemplo, derecho a voto; pero no
podía evitar la sensación de que aquello no tenía calidad de «nación» más que
en el nombre. No poseía, por ejemplo, un ejército unificado, y la guerra contra
la Urbs se veía obviamente muy dificultada por eso.
Tampoco el ejército de la Urbs estaba del todo unificado. Los generales
iban y venían, las batallas se perdían y ganaban, las estrategias se confundían
y se reevaluaban radicalmente. Sólo La Mancha parecía gozar de una buena
fortuna constante. Cada mes avanzaba lenta pero innegablemente. El Mulero,
según supimos, actuaba en el norte, quizá no con los mejores resultados,
aunque sí logró invertir el desastre de un colega y transformarlo en una de sus
propias victorias tintas en sangre, con un inesperado acceso de su antiguo
vigor.
Irene insistía en que las Murallas del Amor podían ser todavía la clave,
pero que debíamos esperar. Sólo esperar la oportunidad en esta única ciudad,
aprovecharla, y La Mancha estaría acabado. No olvidaba que el rey Estricnina
necesitaba que La Mancha estuviese completamente enredado en Italia antes
de poder moverse en el este, y eso, poco a poco, estaba a punto de suceder.
Ella se creía un general. Yo no estaba tan seguro de que lo fuera. Pensaba que
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probablemente Irene la había jodido, como diría ella, pero prefería no discutir.
Aún teníamos una relación muy amorosa, quizás a un ritmo más regular.
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»En torno a la época en que nació la niña, él se enteró de que en la Urbs le
habían escogido una esposa; tenía que regresar y casarse con ella…, todo muy
de acuerdo con su posición; yo lo preví pero no podía, razonablemente, poner
objeciones. No obstante, sí me aventuré a decirle: “¿Qué hay de mí y de mi
hija?”. ¿Sabes cuál fue su solución? Sufragar mis gastos, con el dinero justo
para que llegara hasta Mileto y no más allá, y vender la criatura en los
barracones de… de una agencia, suministro de huérfanos, si vivían, para los
burdeles infantiles de… de Antioquía y otras partes del este. Más aún, le
permití hacer esto porque no supe lo que estaba haciendo hasta que fue ya
demasiado tarde. Al parecer, esa… agencia era dirigida por un personaje que
tenía cierto poder sobre él; una serie de viles negocios celebrados allí, de los
que yo jamás había tenido ni el asomo de una sospecha. Él había…
frecuentado las casas de niños, con demasiada asiduidad, antes de conocerme.
Yo era su intento de reacostumbrarse a… a la naturaleza, antes del
matrimonio, eso era yo. En fin, el caso es que lo descubrí demasiado tarde, y
¿dónde está la hija de Irene…?
»Lo cual me recuerda una cosa: el gordo tenía algo que decirte referente a
mi coño y sus cojones. Han vuelto a verlo en la ciudad, según he oído. Tal vez
pueda hacer algo para su diversión… ciertamente para la mía…
Limpió la salsa de un plato con la lengua, y luego lo partió en dos y arrojó
los trozos al suelo.
Se puso de pie.
—Oh, Marfil, ¿por qué no te dije por qué me marchaba a Rodas? Estoy
segura de que tú me habrías rescatado. Eras un muchacho tan generoso… No
quería herirte hablándote del joven noble. Trabajabas con tanto ahínco en tu
carrera… Si te lo hubiera contado podría haber acabado con tu talento en ese
mismo momento.
Se marchó de la habitación, con mucha prisa.
Me quedé donde estaba y comencé a llorar. Jibia, para mi sorpresa, rodeó
la mesa en silencio y me estrechó con afecto entre sus brazos.
—Oh, querido mío —murmuraba—, no llores, querido mío, ¿cómo puedo
consolarte? Perdido el amor, mucho tiempo ha, perdido el amor y tu alto
cuerpo joven, nadie sabe cuánto tiempo ha. ¿Cómo puedo consolarte, cómo
puedo consolarla a ella…? Me hicisteis libre, entre los dos. Entre los dos, y
creo que os he perdido a ambos. Fui «transportada», por esta diosa, y he
perdido a toda mi buena gente…
Me encontraba tumbado y apoyado en un codo sobre el diván en un
extremo de la mesa. Sin decir nada más, Jibia se deslizó a mi lado, estiró su
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largo brazo oscuro, y apagó la lámpara que había en medio de la mesa. En la
habitación quedó sólo la luz de la luna. Se soltó la túnica sujeta en los
hombros y presionó sus pechos contra mi mejilla húmeda. Yo sollocé y me
aparté. Puede que estuviera un poco ebrio… Pero ella permaneció allí
tumbada y acarició mis ralos cabellos, y luego mi rostro, y luego mi cuerpo.
Yo no quería hacerle el amor.
Estaba lleno de Irene. Tal vez con el pensamiento estaba transformando a
Irene en Jibia. Quizás ambas eran una misma mujer. Tal vez la macilenta
figura de la sacerdotisa gritando amargamente desde la roca, era también la
misma mujer…
Quizá habría sido mejor si yo hubiese preferido a mi propio sexo, como
aquel hombre decente, Roscio, aquel excelente hombre leal, Roscio, mi
amigo.
Tal vez sólo soy un bastardo indulgente conmigo mismo, como me han
llamado tanto Irene como Jibia, en momentos diferentes.
Nunca debería haber permitido que un imbécil como aquel controlara la
escalerilla de cuerda en un momento tan crucial de la obra. Si aún fuese un
actor de piernas rectas, con fanfarronería, pavoneo y contoneo cómicos, no
habría en el mundo mujer que no pudiera poseer, y sin sentir nada más por
ella después que el cálido rubor del bienestar.
Estaba lleno de Irene; llené a Jibia en ese mismo instante y lugar. ¿A qué
demonios pensaba yo que estaba jugando?
18 Tanto júbilo
Oh, Dios, y ella quedó encinta. Ella no era como Copo de Nieve. Me lo dijo.
Y me lo dijo con tanto júbilo…
—Es, después de todo, la diosa; me ha traído viva al centro del mundo…
¡y aquí ha hecho vida de mi propia vida…!
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orientales? Pero, de todas formas, estaba celosa, y en ello era tan arbitraria
como una avispa.
Me hería a mí, y hería a Jibia, con palabras y silencios abruptos. Mantenía
relaciones amorosas lesbianas con Jibia, y en una ocasión pensé que enredaría
en todo aquello a la pobre Copo de Nieve por el sistema de hacerle el amor a
Furia de Caballo. Durante toda esta época juró que nos amaba a todos hasta la
locura. Nuestro trabajo teatral decayó hasta la ruina a medida que avanzaba la
primavera, y las noticias de lucha fuera de la ciudad volvieron a llegar,
redobladas. Jibia aún visitaba a sus amigos entre los hombres velludos, y
regresaba cambiada y con mensajes que le susurraba a Irene. Siempre que
esto sucedía, se metían en un dormitorio y yo quedaba excluido sin discusión.
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inspirándose la una a la otra, o una obra de alguna especie de variedad
erótico-alegórica—. Lo siento. Me encontré con Obeso. —Me sentí
conmovido hasta el corazón por la belleza que emanaba de la visión de ambas
—. Irene, da la impresión de que te desea.
¿Imaginas lo que contestó?
—Tendré que afeitarme las piernas y ponerme una peluca. Sólo ante mis
amigos me muestro tal y como soy. —Se levantó y se vistió—. Marfil —dijo
—, he tenido un sueño. ¿Quién es un hombre anciano con una gran nariz en
forma de garfio, pelo teñido de negro y capa manchada de rojo…? Ah, sí, ya
sabes quién es. Es El Cuervo, ¿verdad?
Jibia murmuró que por supuesto que era El Cuervo, que a menudo le
había hablado a Irene de él, que un sueño donde apareciese El Cuervo no
tenía ninguna importancia.
—Pero Marfil piensa que sí la tiene. Marfil está temblando. —Irene
abandonó la habitación y me llevó con ella. Una vez fuera me acercó la boca
al oído y habló entre dientes—: Marfil, vino y me dijo que el niño que ella
lleva en el vientre le pertenece a él, y él se lo llevará. —Su rostro expresaba
horror, pero lo dominó y asumió un aire taimado—. ¿Quiere verme esta
noche? ¿De verdad que esta noche? Vaya, pero si ésta es la mismísima noche
que necesito para descubrir lo que sabe, y nadie que no sea yo puede
averiguarlo.
A la puesta del sol apareció ante nuestra puerta una silla de mano escoltada
por robustos guardias con cachiporras. Un pedisequus de untuosos modales le
presentó a Irene los más efusivos cumplidos de parte de su señor. Ella se
había ataviado para la ocasión en un estilo muy lujoso, pintura, peluca rojo
oscuro, pestañas del largo de ciempiés, y los más elegantes drapeados de seda
de contrabando. Al subir al transporte, se levantó de pronto el borde de la
túnica para proporcionarme un atisbo de sus piernas: afeitadas. Me dedicó una
de sus amplias sonrisas traviesas. Furia de Caballo la acompañó, por orden
suya, a paso de trote tras la silla, haciendo absoluto caso omiso de la escolta.
Jibia estaba de malhumor, pero me pidió que durmiera con ella. En el
mosquitero había algunos agujeros que nos causaron tremendos problemas.
Aún yacíamos despiertos, picados e irritables, cuando oímos la puerta
principal que se abría, y el sonido de unos pasos rápidos por la casa. Era Furia
de Caballo. Tenía un aspecto muy ansioso y angustiado.
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—Creo que deberías acompañarme. No es un buen lugar. No me gusta en
absoluto ese lugar al que ella ha ido.
Al parecer, no habían llevado a Irene a la dirección que Obeso me dio en
los baños, sino a la casa abandonada donde lo había visto «en comité». El
pedisequus le había dicho que era un lugar de encuentro más discreto que el
otro, y se disculpó por el aspecto decadente del mismo. Irene le susurró a
Furia de Caballo que se marchara directamente a casa y pusiera en mi
conocimiento el cambio de planes por si creía que pudiera ser necesaria mi
ayuda.
Ella subió al piso superior con el pedisequus, y el curator les sirvió
bebidas a la escolta y a Furia de Caballo, en la cocina. Luego se les dijo a
todos que se marcharan. No obstante, Furia de Caballo permaneció rondando
por los alrededores durante un rato, y se sintió muy inquieto por el hecho de
que el curator parecía estar empaquetando todas las cosas, como
preparándose para abandonar la casa esa misma noche. La cocina en sí estaba
completamente equipada, pero ninguna de las otras habitaciones de abajo
tenía mueble alguno. No sabía cómo era el piso superior, pero el vestíbulo y
los pasillos estaban llenos de polvo. En una bandeja se veía una comida para
dos (una elaborada cena ligera), y el pedisequus se la había llevado arriba
inmediatamente antes de que el curator empaquetara todas las cacerolas y
utensilios. Al parecer no había nadie más en la casa. Furia de Caballo había
acudido entonces directamente a buscarme; dijo que debíamos regresar y
asegurarnos de que Irene estaba a salvo. Me pregunté qué podríamos hacer si
no lo estaba. Jibia dijo que, por amor de Dios, no perdiéramos tiempo.
Pregunté si Furia de Caballo sería capaz de protegerme a mí, además de a su
señora. Él declaró que podía hacerlo todo por sí solo, pero no si tenía que
hablar latín, y por tanto yo debía acompañarlo.
Esquivando a las patrullas, cosa no demasiado fácil para mí, con el condenado
bastón y la cojera, y evitando a los perros que podrían ladrar y las casas en
cuyo interior había luz, atravesamos con prisa la ciudad. Tuve la sensación de
que otras personas furtivas se movían aquí y allá en las tinieblas, en la misma
dirección que llevábamos nosotros. En un determinado sitio («espera aquí»),
Furia de Caballo se escabulló al interior de una entrada y conversó en
términos violentos con una persona oculta, antes de volver a meterme prisa.
Tomamos un inexplicable desvío a través del barrio aborigen, y Furia de
Caballo profirió silbidos de pájaro bajo varias ventanas oscuras.
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En el callejón sin salida había dos hombres, ocultos en una brecha de la
valla de madera. Salieron de un salto y bloquearon el paso. Furia de Caballo
profirió una exclamación ronca, y de inmediato los mató a ambos con una
doble estocada, velocísima, de un arma corta que mantenía bajo la capa. Yo
nunca había visto nada tan veloz ni tan atemorizador. Sin embargo, no me
permitió admirarlo por su proeza. La puerta de la valla estaba cerrada; trepó
por ella como una ardilla y la abrió por dentro para que entrase yo. Se veía
una luz por debajo de la puerta lateral de la casa vacía. Furia de Caballo me
indicó con un gesto que me mantuviera a distancia, se acercó a la puerta y
llamó con los nudillos, tímidamente, por así decirlo. Una voz preguntó quién
era. Furia de Caballo replicó con algo deliberadamente incomprensible, y
volvió a llamar con los nudillos, aún más tímidamente. La puerta se abrió con
lentitud. Furia de Caballo mató al curator, sujetándolo para que el cuerpo no
hiciera ruido alguno al caer.
Entramos de puntillas en la casa, atravesamos la cocina y salimos al
vestíbulo. No cabía ninguna duda de que el lugar resultaba extremadamente
misterioso. Cuando fuimos a buscar una vela de la cocina, descubrimos que
por ninguna parte había lámparas dispuestas que pudiéramos encender. Furia
de Caballo, ahora descalzo, me indicó por gestos que me quitara los zapatos.
Comenzó a ascender con cautela. Me dejó la vela a mí, y me hizo señas para
que me quedara atrás y la sujetara para que pudiera ver dónde ponía los pies.
Así lo hice, aferrándome las partes privadas, ofreciendo plegarias a toda clase
de divinidades.
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escaleras abajo, hacia mí. Pude ver que no se trataba de Furia de Caballo, así
que salí del nicho en que me ocultaba y le metí el bastón entre las piernas.
Cayó de cara y cuan largo era desde los últimos dos escalones, sobre el
maltrecho mosaico.
Le asesté un fuerte golpe en la nuca con el nudoso mango de mi bastón.
Era el tipo untuoso, el pedisequus; lo golpeé cuatro veces hasta convencerme
de que estaba muerto.
Furia de Caballo apareció en lo alto de la escalera.
—¡Ven, ven, maldito idiota!, ¿a qué esperas?
La puerta de un dormitorio estaba partida y derribada; en el interior de la
habitación, una lámpara que ardía mostraba paredes decoradas con tapices,
mesas y sillas costosas, todas derribadas; el gordo se encontraba tendido en el
piso con una alfombra, una alfombra lujosa, ladeada y envolviendo sus
piernas; Irene estaba tendida en la cama, con una mordaza (su propia banda
pectoral) metida en la boca, la túnica de seda subida hasta las axilas, sin
peluca, las muñecas atadas a los postes de la cama con tiras arrancadas de un
mosquitero. Estaba inconsciente.
Furia de Caballo cortó las ligaduras y desató la mordaza. Miré para ver si
estaba herida… al parecer, oh, Dios, gracias, no lo estaba; unas pocas
perversas marcas de dientes, contusiones, dos profundos arañazos en los
muslos, pero no se veía ninguna hemorragia. Furia de Caballo halló un
cuenco de agua y una esponja. Me puse a limpiarla mientras le hablaba.
—Regresa a mí, Irene, soy yo, Marfil, oh, corazón mío, ya ha pasado
todo, oh, adorada, estoy aquí… —una buena cantidad de frases de ese tipo.
Volví a cubrirle el cuerpo con la túnica.
Sobre un estante cubierto por una cortina que había junto a la cama, se
encontraban dos látigos pequeños, dos delgadas varas de mimbre, y uno o dos
curiosos instrumentos metálicos pequeños, con tornillos de púas y garfios y
cierres unidos a ellos. Nunca antes había visto nada parecido.
Pasado un rato, Irene se sentó, aturdida y confusa, pero pudo beber un
poco de vino de una botella que había en la habitación. Comprobamos el
estado del gordo. Heridas en la entrepierna, el estómago y la garganta; una
gran cantidad de sangre. Sólo vestía una túnica abierta por delante que
apestaba a perfume.
—Yo le hice dos heridas —dijo Furia de Caballo—. Estómago y garganta.
Dos. —Limpió su cimitarra con expresión perpleja.
Irene tendió una mano desde la cama y buscó a tientas sobre la alfombra;
recogió un pequeño cuchillo para fruta, muy afilado.
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—¡Sangre del toro, fallé por dos dedos, no le hice más que un rasguño en
la entrepierna! Oh, llevadme a casa, rápido. Esperad, ¿podemos irnos a casa?
¿Quién más hay aquí?
—Ah —dijo Furia de Caballo, con una especie de triunfalismo en la voz.
En la escalera sonaron unos repentinos pasos suaves, y tres hombres
velludos entraron en la habitación y sonrieron de oreja a oreja cuando vieron a
Irene. Furia de Caballo los abrazó pero no dijo nada; tomó a Irene en brazos y
la llevó abajo. La silla de mano de Obeso se encontraba en el vestíbulo, y la
rodeaban más hombres velludos; colocamos en ella a Irene y la llevamos de
inmediato a casa. Avanzamos a gran velocidad durante todo el recorrido,
rodeados por al menos dos docenas de aborígenes, cambiando de sitio en las
esquinas de las calles, cruzando toda la ciudad. Íbamos tan rápido que yo no
podía seguir el paso, y me subieron también a la silla de mano, apretujado con
Irene. Ella iba maldiciendo en veloz persa durante todo el camino, y
temblando violentamente.
Lo último que dijo, cuando la tendimos en su propio lecho, fue:
—¿Qué se ha hecho? Debe hacerse ahora, ahora debe hacerse, no debí
permitiros traerme a casa antes de que supiera, oh, ¿qué se ha hecho?
Furia de Caballo le dijo, sacando la cimitarra en una extraña especie de
saludo militar:
—Oh, ellos están haciéndolo. No te aflijas. Nada de lo que deba hacerse
quedará por hacer antes de que el sol salte por encima de la montaña.
A continuación, la dejamos para que durmiera.
20 Preguntas y respuestas
¿Qué le había sucedido a Irene?
Al llegar al piso superior de la casa vacía, encontró a Obeso que la
aguardaba con una cena admirablemente preparada. El untuoso pedisequus se
retiró de inmediato, y su anfitrión la entretuvo con una cortés conversación
mientras comían. Ella lo llevó a hablar de política, aunque él hacía todos los
esfuerzos posibles para hablar de amor. Esto irritó a Obeso, y dijo cosas que
no debería haber dicho en ese momento. Estaba claro que esperaba mantener
el control de los sucesos de la velada, y se sintió confundido al tomar ella la
iniciativa.
A través de sus afirmaciones y evasivas esporádicas, Irene dedujo: a) que
sabía que muy pronto iba a producirse un atentado (de algún tipo) contra la
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guarnición; y b) que probablemente había cambiado de facción. Pensaba que
ahora él trabajaba para El Mulero, y quería utilizar los acontecimientos de las
Murallas del Amor para distraer a La Mancha.
Irene, a su vez, cometió el error de dejarle ver que se había dado cuenta de
esto. Entonces él le hizo saber que conocía que ella se encontraba involucrada
en el asunto del Ponto. Citó deliberadamente, como por descuido, una frase de
una carta secreta que Irene le envió unas semanas antes a un hombre de
Brindisi. Irene sintió miedo; comprendió que se había metido en una trampa;
¿podría salir de ella? y, en tal caso, ¿a qué precio? Todo esto a través de las
convenciones del coqueteo extramarital, y sin cambiar de conversación (en
realidad entre bocados de jengibre en conserva y sorbos de vino), Obeso
expuso sus términos.
Debía informársele de todos los detalles de los planes contra la
guarnición, debía permitírsele determinar de manera encubierta la fecha en
que se ejecutarían, e Irene tendría que aceptar sus exigencias sexuales por un
período indefinido. Estas últimas fueron especificadas a continuación, sin
eufemismos ni galanterías de ninguna clase. Irene debía someterse, en privado
y en grupo (cuando él tuviera un público selecto de amigos de gustos
similares), a casi todo lo que durante los juegos se le infligía a la más
degradada clase de mujeres criminales. La alternativa era que se lo hiciesen
en los juegos mismos, y ella no sobreviviría a eso. Irene fingió dar su
consentimiento; y luego, mientras él se preparaba a su gusto para los
preliminares, se apoderó del cuchillo de la fruta y le lanzó una estocada a los
túmidos genitales.
—¿Recuerdas que solíamos decir «que ardan las gónadas del bastardo»?
Pensé que cortárselos podría ser más rápido.
Su enorme barriga la hizo errar, desvió el golpe y sólo consiguió hacerle
un rasguño en la entrepierna, «¡sin siquiera acertarle en la arteria!». En ese
momento, el pedisequus, oculto tras los tapices, salió y se apoderó de ella.
Irene, que luchó como un gato acorralado, fue arrojada contra los pies de la
cama, se golpeó la sien contra la talla ornamental y se desmayó.
¿Qué vio Furia de Caballo a través del ojo de la cerradura antes de romper
la puerta?
Vio al pedisequus sujetando el cuchillo de la fruta sobre las piernas de
Irene, mientras Obeso, de rodillas junto al lecho, desplazaba la cara y una
mano abierta arriba y abajo por el torso de Irene. La otra mano, que goteaba
sangre entre sus dedos, la tenía posada en su propia ingle, aunque no sabía si
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para presionarla contra la herida o con un propósito diferente. Obeso emitía
un ruido como de buey que pasta en una pradera, y el pedisequus silbaba a
través de una separación que tenía entre los dientes. Cualquiera que fuese el
propósito que tenían, estaba claro que apenas habían comenzado.
¿Sucedió?
Ya lo creo. A eso del mediodía siguiente, la sacerdotisa se puso de pie
sobre el parapeto y agitó una tira de tela. Eso significaba que sabía que la
guarnición había ido a buscar agua, y ya estaba sufriendo las consecuencias
(podía oír, aunque no ver, la mayor parte de lo que sucedía en la ciudadela;
los gemidos y alaridos de los hombres afectados le llegaban con claridad).
Los voluntarios samnitas del CDDC le tendieron una emboscada a un grupo
de socorro de los puestos de vigilancia de soldados establecidos en la ciudad
(el centurión había izado una señal de auxilio); los mataron a todos entre las
casas, fuera de la vista de la ciudadela, y se apoderaron de sus uniformes.
El guardia que vigilaba la puerta de la acrópolis, aturdido por el dolor de
sus entrañas, les abrió sin preguntas; y en muy pocos minutos capturaron la
ciudadela. La guarnición y sus cortesanas acompañantes (habían traído a estas
mujeres en los carros de equipaje) fueron arrojadas al precipicio, ya muertos o
agonizantes. La sacerdotisa supervisó, jubilosa, estos actos. Luego abrió la
Página 183
marcha al interior del templo profanado y puso en libertad lo que quedaba de
los rehenes. Dijo que era una lástima que los soldados no hubiesen muerto
desangrados, que la diosa lo habría preferido. De todos modos, dado que
Furia de Caballo había hecho morir de ese modo a Obeso, tal vez la Señora se
sentía compensada.
Durante todo el día hubo en la ciudad luchas con los puestos de guardia,
pero antes de caer la noche habían cesado. El campamento de la llanura
contaba con muy pocos hombres (La Mancha había llamado a todas sus
legiones para lanzar una gran ofensiva), y no se atrevieron a intervenir. Los
líderes latinos favorables a la Urbs, y algunos griegos, fueron masacrados en
toda la ciudad. Entre ellos se encontraban los hombres del CLO con los que
yo me había reunido. Esto constituyó un gran alivio para mí, un alivio
culpable, culpable. No quedaba nadie más, fuera de nuestra casa, que supiese
lo que yo hice en aquella ocasión.
La mayoría de las personas corrientes se contentó con la nueva situación.
Depositaron su lealtad en el CDDC, y el CDDC anunció que ahora las
Murallas del Amor eran una parte plenamente integrada de la «Nación de
Italia».
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había ni rastro de ella en toda la casa. Su arca se encontraba en mi habitación,
y nadie había intentado abrirla. Debo reconocer que los miembros del CDDC
hicieron todo lo posible por encontrarla. Registraron toda la ciudad, manzana
a manzana. Se ofreció una recompensa que luego se aumentó, pero no se
consiguió nada.
Jibia fue «transportada» otra vez. La «llevaron» a un bosque verde, y allí
vio a Irene toda vestida con ropas persas, con una corona sobre la cabeza,
danzando, riendo y blandiendo una pandereta. El sueño no se repitió, y ni
siquiera el profeta aborigen pudo interpretarlo de modo definitivo.
La única pista material que tuvimos fue un pendiente de Irene encontrado
en nuestra terraza. Para una persona vigorosa era muy posible trepar desde allí
a la muralla de la ciudad, y desde allí había varias formas de descender al
exterior. Sin embargo, el guardia de la puerta debería haber visto algo. Una
vez fuera, existían todas las horrorosas posibilidades que ofrece una campiña
en medio de una intensa guerra. Me convencí de que Irene estaba muerta. Si
no había muerto, lo que podría haberle sucedido tal vez sería un pensamiento
insoportable.
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La Mancha desplazó sus legiones para rodear las Murallas del Amor. Yo no
lograba decidir si debíamos marcharnos o quedarnos. No me importaba
demasiado. Pero una mañana, Jibia, que había pasado varios días en el
templo, bajó a mi encuentro con gran precipitación.
—¡Nos vamos…, vamos…, vamos…! —dijo.
Cuando logré persuadirla de que hablara con un poco de coherencia, me
explicó que, por uno de los hombres velludos, supo que corría la voz de que
yo había tenido algo que ver con el apresamiento de los rehenes samnitas. No
lograba comprender cómo lo supieron (habían pasado ya tres semanas desde
la masacre de los partidarios de la Urbs), pero si la gente murmuraba, alguien
la creería.
Quizás Obeso había dejado información referente a sus informadores,
como arma póstuma de acción retardada en el más puro estilo de divide y
vencerás; y si me descuidaba, esa arma acabaría clavada en mi cuello.
Hasta este momento yo había sido una especie de héroe; la aventura de
Irene la había transformado en una heroína (¡arriesgó su castidad, eso decían,
por la liberación de la ciudad!), y yo me encontraba asociado a su gloria. Pero
ya no.
¿A dónde iríamos?
Ni siquiera lo comentamos. De todas maneras, sólo había un camino del
que se sabía que no bloqueaban las legiones de la Urbs, el sendero de las
montañas que iba al oeste, así que lo tomamos. Teníamos la caja fuerte de
Irene y dos mulas. Dejamos el carro en la ciudad. El sendero se encontraba
atestado de refugiados. El CDDC estaba encantado de dejarlos marchar
(bocas inútiles en un asedio).
Jibia me dijo:
—¿Debo matar a esta criatura ahora, antes de que crezca más dentro de
mí? Una vez que nazca, no tendré corazón para deshacerme de ella.
Tampoco yo tenía corazón para hacerla pasar por ningún tipo de aborto, y
creo que era ésa la respuesta que ella deseaba. Aunque tal vez un aborto fuese
lo más prudente. Pero durante aquel mes habíamos perdido a tres amigos
queridos y nobles. No tenía corazón para hacerlo.
—Ese hombre —dijo Jibia—, puesto que se había pasado al bando de El
Mulero, le tendió la trampa a Irene. Es, por tanto, al Mulero a quien debe
drenársele la sangre. Sí. —Dijo esto varias veces mientras cabalgábamos.
A lo largo del viaje (un viaje difícil en el que tuvimos que evitar toda
clase de peligros propios de una época de guerra), se me ocurrió la idea de
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que El Cuervo cabalgaba en la misma dirección, a escasa distancia, sobre un
curioso animal negro (no podría decir si era un caballo, una mula o algo
menos natural). No nos abordó directamente, y tuve la sensación de que sus
intenciones eran insólitamente benignas. Jibia no parecía tener noticia de su
presencia.
La última ocasión en que ella mencionó al Mulero fue, por lo que
recuerdo, cuando coronamos una colina y vimos el mar delante de nosotros,
extendiéndose hacia el borde del…
Página 187
En cuanto lo tuve delante, lo reconocí, y le hablé a gritos del Lady Ruth y
de que fui un pasajero de ese barco hacía apenas un año. Él dijo que en
aquella época le había parecido un hombre de mala suerte, pero que desde
entonces me habían ido tan bien las cosas que tal vez su juicio había sido
equivocado. Podía conservar la vida.
Este capitán, Habacuc, había abandonado el pacífico transporte de
pasajeros porque, ahora que las legiones de La Mancha se habían retirado, el
este era tan inestable que las rutas comerciales se habían vuelto imposibles.
Se trataba de una circunstancia astutamente prevista por una sociedad de
dueños de barcos de Jope, los cuales habían hecho una inversión conjunta en
él y esta galera recién construida, la Lady Yael. Viajaba con licencia de
corsario del rey Estricnina, que no estaba formalmente en guerra con nadie, y
por lo tanto no debería necesitar barcos de guerra. Se trataba de una
embarcación de dos mástiles y aparejo latino, llevaba a cada lado tres bancos
de veinticinco remos y dos catapultas en la proa. Complacía inmensamente a
Habacuc; me arrastró bruscamente por toda la nave, incitando orgullosamente
mis elogios hacia ella en cada cubierta.
Sin embargo, no me sentía demasiado seguro respecto a mi suerte. El
Cuervo se encontraba a bordo. Era uno de los oficiales; también trabajaba en
un remo del banco inferior; se acuclillaba en la crujía para ayudar a un velero
a remendar algún cañamazo viejo. Se había desprendido de su capa negra y
ahora, por lo que se evidenciaba, estaría siempre cambiando de apariencia
para no quitarme ojo de encima dondequiera que estuviese. Supuse que esto
era debido a que había perdido a Jibia. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que
sus infortunios culminaran su venganza? Mientras, tenía que trabajar.
¿En qué?
¿En qué tiene que trabajar siempre un hombre de tierra cuando se
encuentra, contra su voluntad, a bordo de un barco? Ayudante de cocinero,
por supuesto; e incluso me proporcionaron un par de calzones de marinero
para que no metiera la polla en la sopa. Póntelos de una vez y preséntate a
trabajar.
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LIBRO TERCERO
El «Lady Yael»
«Sin duda se ponía coto a los bucaneros de los mares Adriático y Tirreno; pero Creta y Cilicia se
convirtieron en el hogar reconocido de bandas organizadas de piratas. El gobierno romano se limitaba a
observar».
MOMMSEN
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1 A bordo y en tierra
Permanecí dos años con esos piratas. Y con El Cuervo. En contra de toda
expectativa, este último no me molestó mucho. Estuvo allí durante todo el
tiempo, por supuesto, a bordo del barco y en tierra; cada día podía
identificarlo como marino, guerrero, cautivo, mozo de puerto, incluso como
una prostituta de una de las tabernas portuarias; pero nunca decía nada, y una
vez que atrajo mi atención, apartó rápidamente los ojos como si quisiera
decir: «Todavía no, amigo mío; siéntete cómodo durante un tiempo más». Yo
hacía lo posible por conseguirlo.
Al cabo de poco tiempo, ya sólo le tuve miedo por las noches, pues solía
aparecer cuando yo estaba durmiendo. Y la vida que llevaba era tan
extenuante que nadie podía entrar en mi sueño demasiado. Los sueños
desaparecen cuando tu almohada es el tablón de una cubierta mojada.
La tripulación descubrió pronto que yo había sido actor, y un actor cómico
travestido, por añadidura. No les importaba que todas las mujeres a las que
encarnaba tuviesen que caminar con un ritmo de saltito-pasito-saltito: para sus
gustos sencillos, eso me hacía todavía más gracioso. Constantemente debía
satisfacer estos gustos; improvisaba a todas horas, en todos los rincones del
barco. Hallaron un nombre para mí: Judit Culopartido. En una famosa
ocasión, cuando nos vimos rudamente perseguidos por un barco enemigo de
cinco bancos de remos, y los hombres desfallecían en la tarea, el
contramaestre decidió que no conseguiría nada azotándolos más, pero que tal
vez podría persuadirse a aquellas pobres bestias mediante la risa para que
hicieran un último esfuerzo para salvarnos la vida a todos. Me hizo cabriolar
entre los bancos, moviendo el trasero e injuriándolo como una mujer del
mercado de Éfeso. Tenía que funcionar; en cualquier caso, la galera hostil
renunció a la persecución, y se me atribuyó a mí todo el mérito. También tuve
que revivir la poca habilidad que tenía como músico y cantante, que no era mi
punto más fuerte. Pero descubrí que, si me vestía con un traje de lentejuelas
del botín del barco, podía hacer una versión burlesca bastante competente de
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la antigua canción de Eróstrato, recordando cómo Cloe cantaba las partes
graves e Irene (oh, corazón roto), Irene hacía ondular sus delicados hombros,
sacudía la cabeza como un pájaro y llegaba en staccato a las partes agudas.
Reían particularmente ante mi versión de Irene.
Al barco, según resultó, le faltaba un cantor de salomas (el último murió
frente a Capri en una lucha con una embarcación de vela de la guardia de
costas, justo antes de que yo pasara a formar parte de la tripulación). No sabía
ninguna saloma marinera, pero pronto me las enseñaron. Creo que mi estilo
nunca era del todo correcto, pero lo toleraban. Cuando navegábamos a vela,
decían, nunca lograban que se halaran correctamente las cuerdas si no era con
música.
Además de todo esto, continuaba con mis ocupaciones en la cocina, tarea
nada fácil. El capitán, la mitad de los oficiales y la mayoría de los tripulantes
eran judíos; y a pesar de que navegaban (como decía Habacuc) «un poquitín a
sotavento» del pleno rigor de la religión judía, no por eso dejaban de exigir
toda clase de complicaciones cuando se trataba de la comida. Tenían su
propio cocinero, un agriado y pedante joven de Tiro, que jamás me dejaba ni
tocar uno solo de sus utensilios o acercarme siquiera a él cuando trabajaba. Se
suponía que las reservas de comida (judía y no judía) se mantenían por
separado, pero las condiciones que reinaban bajo cubierta no permitían que
siempre fuese así. Por si eso fuera poco, había una sola área de cocina, y una
sola hoguera recubierta de arcilla en la cubierta principal, que este fanático
insistía en dividir en dos. Los no judíos comíamos las mismas raciones que
los judíos, pero por nada del mundo, jamás ambas comidas debían prepararse
juntas. Esto planteaba enormes dificultades; mi popularidad como actor quedó
casi anulada por las protestas que suscité a causa de la comida.
Pasadas unas semanas me aventuré a solicitar una parte de los beneficios del
barco. Afirmé que mi doble trabajo (como ayudante de cocina no judía y
como cómico del barco, la segunda practicada de manera voluntaria en
beneficio de todos) significaba que había trascendido ya la condición de
cautivo y que debía ser considerado como miembro normal de la tripulación.
Se sometió a votación. El voto de todos los integrantes libres forma parte de
las reglas de los barcos piratas. Y los votos se decantaron a mi favor.
Naturalmente, mi parte no era grande. A cambio, tuve que firmar un
compromiso por toda la duración del viaje, compromiso que se renovaría cada
vez que arribáramos a puerto para dividir el fruto de los saqueos. Gracias a mi
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amplia experiencia en contratos teatrales, leí los documentos con gran
cuidado; eran admirablemente igualitarios. Por otra parte, la pena por
incumplimiento de contrato era pasar por la plancha. Se me aseguró que
nuestro capitán era un hombre honorable que siempre cumplía su palabra, y
que el Lady Yael era por tanto un barco ejemplar para trabajar en él.
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Hay mucho desconocimiento de cómo es la vida en un puerto pirata. La gente
piensa que todo es violencia, pendencias, bebida y violaciones. Pero el
asentamiento en el que teníamos nuestra base resultó ser tan ordenado como
cualquier ciudad en la que yo haya vivido, gracias a la justicia
despiadadamente democrática que prevalecía. Las sentencias (ya fuera a
morir ahogado, ya a ser relegado a los bancos de remos o, para los delitos
menores, ser excluido de las listas de votantes) no eran impuestas por un
único juez; y las variopintas tripulaciones, tal vez precisamente por serlo,
descubrieron un equilibrio instintivo en su calidad de miembros del jurado, su
propia equidad innata contra todo el mundo «civilizado». Las leyes que
gobernaban a las mujeres eran particularmente precisas. Las mujeres no
tenían voz en la democracia. Pero téngase en cuenta que nunca la tienen. Creo
que unas cuantas mujeres como Irene les habrían hecho muchísimo bien a los
piratas…
Durante los dos años que pasé con ellos tomé parte en muchas batallas. O,
para ser más preciso, lo hizo el barco. A mí se me permitía, a causa de mi
discapacidad, vigilar a los cautivos más valiosos en la sentina del barco. Todo
el mundo sabía que un hombre cojo en la cubierta de un barco que luchaba,
sólo incomodaría a los más ágiles.
A menudo veía al Cuervo en la sentina durante el combate, y sus ojos
brillaban de un modo horrible.
Nuestro capitán era un guerrero formidable; en su vida anterior como
patrón mercante, había pasado tanto tiempo a las órdenes de tanta autoridad
«luzbeliana», que obtenía un enorme placer en la destrucción física de la
misma. No era innecesariamente cruel. La tortura más allá de la necesidad
inmediata (habitualmente para obtener información) y la libertina violación de
las mujeres eran detestables para él. Su héroe era un tal Sansón (de su propia
tribu, al parecer, un ancestro legendario), que fue un gigante jovial e
impúdico, que contaba con el inmenso favor de su Señor hasta que la lascivia
mermó su moral.
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entre la porquería de los cuerpos (los remeros encadenados cagan donde
trabajan, así que la sentina bajo la tarima de tablas es, en todos los sentidos, el
pozo negro de la existencia), mientras se decidía la muerte por encima de mí.
Y luego volvía a salir al aire salobre, sucio con la mugre de mi vergüenza,
para encontrarme en ese mismísimo momento y lugar en medio de la única
celebración por la vida preservada que era posible para hombres semejantes
en un instante como aquél: salvajismo, bestias de presa, sí. Habíamos salvado
nuestra vida para hacer presa en otros: nuestro legítimo deleite era hacer uso
de esa presa.
Todo cuanto yo amaba había sido objeto de presa y arrebatado de mis
manos; todo cuanto conocía de decente arte creativo había sido acallado como
las leyes mismas. Excepto por lo que respecta a las leyes piratas…, y al arte
pirata. Judit Culopartido, el que fuera Marfil, que podía interpretar los más
delicados pasajes de Menandro hasta provocar a la vez el llanto y la risa en el
público. Los gustos de los piratas eran ahora mis gustos; tenían que serlo,
maldita sea… ¿Acaso no era yo quien había pronunciado ciertos nombres ante
un comité oportunista dedicado a la delación y a la traición? ¿Y no me habían
perseguido hasta aquí esos nombres? La palabra «hipócrita», como sabrás si
hablas griego (nuestra lengua común a bordo era una especie de griego
bastardo de costa marítima, mezclado con palabras de arameo), es una palabra
pomposa que significa «actor»; pues muy bien, yo la abracé. En todo caso,
tuve buen cuidado de que nadie me llamara miserable.
Y luego me ocupé de obtener un rápido ascenso. De ayudante de cocinero
a sobrecargo de tripulación, de sobrecargo a ayudante del capitán. Con este
último puesto, me alojaba en el camarote de popa entre el selecto lujo de
todos los barcos apresados entre Gibraltar y el mar Negro.
En tierra observaba un comportamiento modesto. En nuestra ciudad-
puerto habitual alquilé una casa con tres o cuatro mujeres jóvenes y un
eunuco para cuidarlas mientras el Lady Yael se encontraba en el mar. Con
estas personas me comportaba, durante la mayor parte del tiempo, con lo que
yo creía que era una distante cortesía. No podía soportar la idea de alentar una
amistad íntima, que alguien me preguntara quién era yo antes de convertirme
en lo que era ahora. Las mujeres eran mujeres establecidas entre los piratas, lo
que significaba que aceptaban nuestra sociedad y buscaban obtener de ella el
máximo provecho posible (ropas, joyas, placeres sensuales). A mis alegres
damas yo les daba lo que deseaban en buena medida. Cuando necesitaba
yacer con ellas, nunca las cortejaba con romántica timidez, las emborrachaba,
las hacía reír, cantábamos coros juntos y nos rendíamos en un baño tibio. Por
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lo que respecta a mis payasadas, estaba recordando más de lo que creía haber
aprendido jamás.
Ellas debieron considerarme como un compañero impredecible; durante la
mitad del tiempo me mostraba tan grave y reservado como un magistrado en
las angustias de un veredicto difícil, y la otra mitad era un bufón de falo
inquieto como un sátiro de jarrón. Me engañaban a diestro y siniestro (¿y por
qué no?), se ofrecían a cualquier tripulante que estuviera en puerto cuando yo
me encontraba lejos, y nunca les reproché que lo hicieran. No era para nada
asunto mío, en realidad.
En una ocasión tuve un disgusto con una de ellas, una regordeta
indomable de Iliria. La hice azotar por el eunuco (y, lamento decirlo, yo
mismo también la azoté), con el extremo de una cuerda, porque continuaba
mostrándose bulliciosa cuando yo no estaba de humor. Después de eso, todas
aprendieron a interpretar bien las señales. Me apenó haberle hecho daño. Le
regalé una bolsa de oro grande como su culo, y miré hacia otro lado cuando la
vi en una tienda de licores, con la mano del contramaestre metida por debajo
de las faldas.
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Con las chicas la cosa era muy distinta. Verás, nunca hablé siquiera con
ellas hasta que abandoné la casa de mi padre. Y cuando lo hice fue… fue…
fue con Irene, como bien sabes.
Releo todo esto que acabo de escribir y siento desprecio por mi persona.
Torpes exculpaciones, especulación psicológica, autoestimulación sexual; ¿y
todo eso para decirte qué?
Que lo que les hubiera acontecido a Jibia y nuestro hijo, lo que fuese,
escapaba a mi control, y que era mejor que El Cuervo lo aceptara. Que viera
cómo vivía yo; estaba libre de las salvedades de su testamento. La frase legal
«por fuerza mayor»: los piratas existen por fuerza mayor. Al menos, Habacuc
creía que ése era su caso. Yo declino la responsabilidad.
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anciano filósofo hebreo que debía escribirlo se encontraba demasiado
achacoso como para salir al mar, así que Judit Culopartido debía
proporcionarle una historia veraz. Mi nombre, claro está, no figuraría en el
poema. No había ningún desaire en ello: el personaje central en realidad no
era el propio Habacuc, sino su «Señor Dios de los Ejércitos» cuya principal
preocupación era la dispersión de los enemigos. Los enemigos de Habacuc.
Los del Lady Yael. Los míos.
Y también los del rey Estricnina. A mediados del segundo año hizo el
movimiento decisivo y se apoderó de toda la provincia de Asia. Le dieron la
bienvenida con flores y muchachas flautistas. Él y sus hombres, y hasta los
mismos asiáticos, mataron a todos los hombres del lugar, y a todas las
mujeres con ellos, que procedieran de la Urbs, se pensara que procedían de
ella, o tuvieran cualquier contacto oficial con la misma. El número de muertos
se calculaba en no menos de ocho millares. ¿Se hallarían mis progenitores
entre ellos? ¿Mi hermano? ¿Quién podía saberlo? No me preguntes si yo
pienso que se merecían estarlo.
Desde Asia, el rey continuó avanzando hasta las islas y abrió los corrales
de esclavos de Delos, admitiendo a su desesperado contenido en su ejército o
en las filas de los seguidores de su campamento. Los agentes y sobrestantes
fueron asesinados. A continuación, «absorbió» Grecia. Los atenienses se
rebelaron, mataron a todos los hombres de la Urbs y a la facción que los
apoyaba. Eubea y Macedonia dieron la bienvenida a las hordas de Estricnina.
Cuando me enteré de todo esto (estábamos haciendo nuestras propias
buenas obras, entre Córcega y las Baleares), tuve en la mente a Irene, noche
tras noche, gimoteando por Eróstrato… ¡Oh, él le había llevado su fuego y
ella ya no se encontraba allí para recibirlo…!
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inteligente. Me necesitaba a mí. Me envió a tierra, oculto bajo el manto de la
noche, para que pasase veinticuatro horas en Ostia e informara sobre las
medidas de seguridad del puerto.
Y entonces, por primera vez en los numerosos viajes que había hecho
desde el barco a tierra, El Cuervo, que como siempre manejaba el remo del
timón, me habló directamente. El nombre del cuerpo que había adoptado en
esta ocasión era algo así como Phut, un marinero egipcio con cara afilada que
apenas le hablaba a nadie. Nos encontrábamos a medio camino de la playa,
cuando inclinó la cabeza y me susurró veloz y quedamente a la oreja:
—Que te lo pases bien, Judit, en Ostia. Si ves a alguna de esas mozas de
piel negra ofreciéndose por la tabernas del puerto, toma nota para decirme
quién es. Siempre hay buena jodienda caliente en el extremo norte del viejo
Nilo.
A Phut, por lo que yo sabía, le desagradaba totalmente el contacto con la
carne negra, como sucede a la mayoría de los egipcios, que piensan que rebaja
su condición superior. La observación, por tanto, procedía de El Cuervo. Lo
miré; tenía los ojos brillantes, fijos en mí, y fijos en mí permanecieron a pesar
de todas las exigencias del remo de timón, hasta que la proa encalló en la
arena. Mientras bajaba a tierra, volvió a decir:
—Que te lo pases bien. Y, Judit…, recuerda: tienes una misión.
Sin duda, Jibia estaba en Ostia.
2 ¿Jibia en Ostia?
Al salir el sol me encontraba ya en la ciudad con una clara noción de cuál era
mi cometido allí. Entré sin ningún impedimento, lo que ya me revelaba algo
concerniente a la seguridad; a continuación, avancé decididamente por las
calles principales, bajé al puerto, recorrí los muelles de atraque y regresé a las
calles. El lugar estaba abarrotado de guardias y de no pocas patrullas de
soldados. Pero me desconcertó, porque resultaba claro que se preparaban para
alguna emergencia, aunque en absoluto una del tipo que nosotros pensábamos
provocar. Las puertas que daban a tierra estaban estrechamente vigiladas,
pero en dirección al mar apenas si había algún piquete de guardia. No
obstante, podría tratarse de una trampa. Ya había realizado este tipo de trabajo
para Habacuc en ocasiones anteriores, y estaba familiarizado con las
costumbres tanto de los hombres de tierra como de los de mar. Tenía que
encontrar a alguien con quien hablar y aumentar mis talentos anfibios.
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¿Pero qué haría respecto a Jibia? Olvídate de Jibia. Si debía encontrarme
con ella, me encontraría con ella. No obstante, las palabras de El Cuervo
dirigieron mis pasos… no, habría ido allí de todas formas, el lugar más obvio
para visitarlo primero…, «meneándose por las tabernas del puerto»…, era
ridículo pensarlo siquiera…, me encaminé a una taberna de marineros, La
Chaqueta Pintada, en un estrecho portal cercano al puerto.
El mozo de la taberna barría los escalones, y un olor espantoso, de los
excesos de la noche anterior, se esparcía sobre el pavimento. En el interior,
claro está, no se encontraba ninguna Jibia, sino sólo una mujer sucia con
pechos como calabacines, que limpiaba la larga mesa con un trapo mojado.
Pedí algo repugnante de beber, y una rodaja de pan con aceite de oliva. Quizá
la casa no fuera tan mala después de todo, ya que pusieron ajo en el pan y no
me lo cobraron. La mujer dejó claro que era demasiado temprano para
conversaciones.
Algunos de los huéspedes que se habían alojado allí durante la noche
bajaban y alborotaban por el pago de sus cuentas. Uno de ellos la insultó por
haberlo despertarlo demasiado pronto. El Flor de Liorna no zarparía hasta
que el sol estuviese sobre la verga, y si ese bastardo de oficial quería a la
tripulación a bordo antes de eso, el jodido bien podía mandarlos a buscar en
Elba, porque aquí no los encontraría. Se sacaba a un tipo de la cama y se
dejaba que su moza se quedara durmiendo; ¿qué clase de justicia era ésa? La
moza, que no era Jibia, asomó la cabeza con pelo de estropajo desde lo alto de
la escalera y chilló que él ya había pagado por el uso de la casa y de ella, y
debía respetar las reglas. La dueña le respondió a gritos que los muchachos
querían desayunar, así que se dejara de jodidos gritos y se cuidara del fuego
de la cocina. El hombre de Liorna, que estaba de permiso, preguntó qué había
de jodido desayuno y pidió una larga lista de platos fritos. Se sentó enfrente
de mí a esperar.
Echó una mirada indiferente a mi sombrero de viaje y a la funda
polvorienta de mi arpa (supuestamente yo era un cantante de baladas
itinerante), y dijo que yo no era el tipo que tocaba música la noche anterior así
que, ¿de dónde había salido? A la aventura, le contesté que de Nápoles. Dijo
que ahora los coños samnitas de allí lo estaban todo menos sepultados bajo la
jodida tierra, y que se atrevería a decir que los habría a tres monedas los
menos animosos. No había nada como una guerra hija de puta para mantener
los coños a bajo precio, y que los marineros tanto como los soldados podían
beneficiarse, ¿no era cierto?
Página 199
Yo sugerí que el mejor sitio en el que encontrarse para ese tipo de cosas
era Grecia y las islas, que allí había guerra para dar y regalar. Él contestó:
—Te lo advierto, mantente apartado de ella, compañero. En cuanto El
Mulero lleve sus legiones al este, el jodido Estricnina y todos sus negros
saldrán corriendo como jodidos conejos. Allí no hay sitio para sirios altivos
con arpas enmohecidas y muletas de tullido, puedes creerme, ten cuidado.
Su agresividad se disipó con la llegada del desayuno. Mientras masticaba,
me arriesgué a expresar un pensamiento, la esencia del cual era la siguiente: a
algunos hombres de Nápoles les sorprendía que La Mancha no fuera a recibir
el mando, teniendo en cuenta que manejó la guerra de Italia mejor que El
Mulero y que tenía ya mucha experiencia en Asia. ¿Es que necesitaban que
acabara primero con los itálicos?
—No te creas eso, compañero, ellos han acabado consigo mismos. Ah, la
Urbs sabía condenadamente bien cómo tratar a esa gente; entierra a los
imbéciles y luego dales lo que piden, el condenado derecho de sufragio, ¿por
qué no? Y fue El Mulero quien se lo dio, nadie más. En Liorna nos alegramos
de eso, te lo aseguro, unos buenos diez malditos años demasiado tarde.
Supongo que Nápoles no se unió para nada a la guerra, ¿no es cierto? Jodidas
multitudes de astutos grecos, vendiendo coños y tocando el arpa hasta que se
perdió la guerra y se otorgó el derecho de sufragio. A todos, menos a esos
estúpidos de los samnitas. Pero pronto les arreglaremos las cuentas a la gente
como ellos.
Resultaba difícil saber con quién simpatizaba. Quizá con nadie, y sólo
tenía prejuicios contradictorios. Mientras sus negros dientes se cerraban sobre
una humeante salchicha, volví a sondearlo con respecto a El Mulero. ¿Qué
pensaban de él en Liorna?
—¿Cómo voy a saberlo? Hace meses que no piso la jodida Liorna. Yo
estaba en la apestosa Urbs con toda una multitud de muchachos, interviniendo
en los tumultos callejeros para las facciones. Nos pagaron y despidieron la
semana pasada, una vez que los cargos del ejército fueron por fin designados;
hicimos lo que se nos pidió que hiciéramos, darle la vuelta a la situación
creada por la maniobra de Asia, en favor de El Mulero. Por Dios, la gente de
La Mancha estaba enloquecida. Según creo, deberían de habernos mantenido
allí, joder si lo creo. Todavía no ha acabado todo, por nada del mundo.
»Pero como digo, nos pagaron y despidieron, y en los muelles encontré
esa urca celosa[28], el Flor, de mi viejo puerto de origen así que, ¿qué
importa? Firmé contrato. Cargando sal está, y tarda siglos en hacerlo. Toda
Ostia está patas arriba. ¿De verdad nunca has visto a El Mulero? Ah, te has
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perdido un espectáculo deslumbrante, ya lo creo. Ningún hombre de toda la
apestosa Urbs ha hecho nunca más por el pobre trabajador…, era de esperar,
por supuesto, porque él mismo nació de baja condición, ¿no? ¿Nunca lo has
visto? Eres un ignorante consumado. Joder, ve a verlo hoy. ¡Ve a verlo, y
verás un hombre!
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ya estaría más o menos a punto para él. Le pregunté a la dueña el camino para
llegar a la palestra; ya había averiguado la mayor parte de lo que me habían
encargado averiguar. Esto era una diversión para satisfacer mi propia
curiosidad.
Página 202
¿sería qué? Un general de la Urbs jamás hablaría de Jibia… ¿verdad? Yo
debía estar mareado, enfermo, tal vez… ¿Tendría algo malo el vino amargo
que me habían dado en La Chaqueta Pintada?
El desfile había concluido. Las tropas iban ahora a deleitarnos con una
demostración gimnástica. Llegaron al campo corriendo en taparrabos (como
dictaba su gazmoña cultura propia de Catón), arrojándose pelotas los unos a
los otros, lanzando discos, saltando por encima de caballetes de madera. Para
mi sorpresa, vi que El Mulero se desvestía sobre la plataforma. La capa, la
coraza, la falda plisada, y luego las prendas que llevaba debajo, todo cayó y
fue elegantemente recogido por un adjunto del general. Ataviado sólo con una
pequeña prenda, quedó de pie ante todos nosotros, flexionando solemnemente
los músculos. Aplausos. Su pecho era un barril de caoba, cubierto por una
densa capa de vello gris; pero el vientre que tenía debajo también era un
barril, y el trasero le colgaba de modo embarazoso.
Descendió de la plataforma y entró pavoneándose en el campo. Una
escuadra de jóvenes marinos estaba alineada para lanzar pesados dardos de
lucha marítima contra un blanco. Su general se situó entre ellos, tomó uno de
los dardos, y lo sopesó en la mano. Entonces le hizo la señal al primer
hombre: lanza. Alrededor de la mitad de ellos, por turno, efectuaron su
lanzamiento; algunos con puntería, otros con menos.
El Mulero ocupó su propio lugar, puso el arma en posición, echó atrás el
torso con una apariencia de gran esfuerzo y lanzó.
Se quedó corto por algo más de medio paso.
Un rumor de aplausos dubitativos.
Se le congestionó y amorató toda la cabeza; exigió otro dardo. Esta vez se
quedó corto por un paso, y se desvió unos tres a un lado. El Mulero se inclinó
hacia delante, los hombros caídos; pude oír su grito ahogado desde donde
estaba. Esta vez ni siquiera un rumor de aplauso. Los marinos, pensé,
parecían avergonzados. Yo mismo me sentía avergonzado por estar
mirándolo.
Un fugaz destello en mi mente: Irene en Trebisonda, de rodillas junto al
lecho de este borracho, inconsciente.
Un oficial joven corrió hacia él con una capa y lo envolvió en ella.
—Ése es su hijo —oí que explicaba una voz a mis espaldas—. ¿Sabes?, el
viejo diablo no debería haberlo intentado, ha quedado como un estúpido.
Otra voz, menos compasiva:
—¡El buen viejo Mancha podría atravesar cinco veces el corazón de una
manzana, mientras éste aún estaría buscando a tientas en los extremos de la
Página 203
lanza para saber cuál es cuál!
Otros gritos, nada jocosos, invocaban al «buen viejo Mancha». Gritos en
contra, el remolino de una refriega, porras que se alzaban y descendían con
fuerza, un joven con la cabeza ensangrentada que corría campo a través,
perseguido, derribado a golpes por las fuerzas de seguridad. Un minuto más, y
habría un tumulto en el más lato sentido de la palabra.
Luego: como dicen en el libro de los judíos, luego, el Señor Dios llamó
«desde el medio de una nube»…, sólo que no era el Señor Dios, era El
Mulero; y no se encontraba en ninguna nube, sino sobre el tercer escalón de
una plataforma de honor, vestido a medias y humeando de sudor.
—MUY BIEN —nos informó—, ¡MUY BIEN! —y callamos de golpe—. BIEN,
YA HEMOS TENIDO BASTANTE; ASÍ QUE NOS QUEDAREMOS TODOS QUIETECITOS Y
CALLADITOS Y ESCUCHAREMOS LO QUE TENGO QUE DECIR… He sido cónsul de
Roma, gracias a vuestro voto, seis veces. He destruido a los enemigos de
Roma, en España y en África, de este y del otro lado de los Alpes, y arriba y
abajo por la columna vertebral de Italia. Y NO VOY A ACEPTAR NINGUNA
TONTERÍA. Bien. He reformado la constitución, he destrozado el poder
ilegítimo de las sanguijuelas orgullosas de su linaje que se hartaban de chupar
la sangre de nuestros labradores libres, año tras año he traído maíz a la Urbs
para alimentar a las multitudes empobrecidas y, al mismo tiempo, enriquecer
el próspero comercio y ciudad de… ¡OSTIA… a través de la cual llegan estos
cargamentos…! No estoy pidiendo vuestro voto, ya me lo habéis dado y os lo
agradezco, tanto como nunca llegaríais a creer… Lo que os pido hoy es
vuestra confianza, y vuestro apoyo; y vuestra constante y celosa vigilancia
sobre todas nuestras libertades, mientras yo llevo mi carga bajo los ardientes
cielos del lejano Oriente para aniquilar una vez más a los enemigos de
Roma…
Era grosero más allá de toda parodia, pero por Dios que fue efectivo.
Hacia el final entró en el tema de la religión.
—No os diré que reclamo la existencia de ningún presuntuoso mensaje de
Dios; vosotros sois hombres sensatos y no toleráis ninguna tontería. No; pero
no oculto nada, os lo cuento tal y como es… Esto que voy a deciros es
científico, lo afirman las profecías divinas, y no puede contradecírselas. Sé
que estoy destinado no sólo a salvar a nuestra histórica república, sino,
finalmente, a aumentar hasta extremos inimaginables su poder y su gloria…,
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esto me lo ha asegurado una probada confidente de los sublimes misterios de
allende las nubes.
Su áspero acento rústico había descendido a un tronar largo y bajo, y sin
embargo podíamos oír cada palabra desde el otro lado del campo. Tenía un
aspecto mayestáticamente sincero, y tan sencillo como el de un vaquero
temeroso de Dios. Resultaba obvio que la digresión mística era habitual en
sus discursos. El público se lo tomaba con total seriedad. Con tal seriedad que
la facción de La Mancha, superada en número, se abstuvo de silbar. Una o dos
personas gritaron:
—Él lo sabe…
—Se lo han dicho…
—La mujer sabia se lo dijo…
Cosas por el estilo. Era una multitud ignorante; los pocos educados,
escépticos, constituían una minoría y mantuvieron la boca cerrada.
El Mulero alzó una mano para imponer silencio. Pudimos oír sonido de
flautas. Un par de mulas blancas, uncidas a un carro adornado con drapeados
púrpura, llegaron trotando a la palestra. En ese vehículo, detrás del conductor,
se encontraban sentados dos niños pintados, con largas capas plateadas,
tocando música. Se hallaban a ambos lados de un trono con marquesina,
también adornado con drapeados púrpura. Sobre el trono, con un tridente
plateado en la mano y envuelta toda en púrpura, había una figura femenina
encapuchada.
Su cabeza estaba inclinada, el tridente extendido hacia delante y en
dirección al cielo. La mano que emergía de entre los pliegues de la túnica,
sujetándolo, era una mano negra, fuerte, de uñas largas, pero delicada, y el
gesto de los dedos… mi corazón se paró durante un latido.
Él nos había «contado algo grande», ella había aparecido en ese
instante…, tenía que ser ella…, seguro…
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La mujer sabia salió, con mayor lentitud, tras de él. Todavía no había
mostrado su rostro, pero su cuerpo se erguía ahora entre los velos púrpura; a
mí me resultaba inconfundible.
Estaba viva, estaba medrando, ¿era la adivina de confianza de El Mulero?
Oh, sí, muy bien podía serlo. Si aún tenía en mente desangrarlo, no había
puesto más aventajado para supervisar el acontecimiento.
No; no iba a tener nada que ver con ella.
No; por fuerza mayor me habían liberado de cuidarla. Tenía un deber
respecto al Lady Yael. El Cuervo podía darse por el culo… o, a falta de las
habilidades contorsionistas que eso requería (siempre fue muy poco flexible),
podía ir a darle por el culo a una de las sombras que tenía por compañeras.
Dios sabrá, pero en el otro mundo tienen que hacer algo los unos con los otros
para aliviar la monotonía. ¿No tenía Aristófanes un chiste al respecto? Yo
inventé uno para él; si alguna vez volvía a hacer un papel en una de sus obras,
lo insertaría como improvisación…, quedaría muy bien en Las ranas. Vaya,
pero si ya me estaba riendo de mí mismo; seguro que al público le gustaría…
Entre risillas obsesivas, salí del campo de deportes como si Némesis, en
su oscuro carro, se hubiera alzado ante mis ojos. Lo había hecho, por
supuesto, desde luego que sí. «Pero no pienses ahora en ello». Tenía un deber
para con Habacuc.
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—… no seguirán adelante, eso desacreditaría para siempre a La
Mancha…
Le pregunté al tabernero qué había sucedido.
—Son las noticias de la Urbs, acabamos de enterarnos ahora mismo, que
Dios nos ayude si vienen aquí. —Y luego se alejó apresuradamente.
Atraje la atención de un individuo por encima del hombro del tipo con
quien estaba hablando. Pelo gris plata, corcova, y una insólita expresión de
agitación febril. Me reconoció de inmediato, y alzó una mano hacia mí.
—Sólo un momento —dijo—. Estaré contigo en un momento.
Continuó la conversación a gran velocidad, de modo muy apremiante. El
otro individuo estaba negándole algo, primero con disculpas, luego con
firmeza. Finalmente, se alejó.
Peloplateado, consternado pero tenaz, se me acercó con rapidez… ¿podía
yo ayudarlo a salvar una situación difícil?
—¿Conoces las noticias?
—No.
—Tienes que haberlas oído, corren por toda la ciudad desde hace dos
horas, ¿dónde has estado? Mira, ¿todavía estás conmigo? Tienes que estarlo,
Dios mío, es una emergencia. ¿Qué estás haciendo aquí, si puede saberse?
¿Cuánto hace que estás aquí? ¿No tendrás…? No, seguro que no, no es
posible que tengas contactos con el negocio marítimo… Dímelo, por el amor
de Dios. ¡Estoy dispuesto a aferrarme a un clavo ardiendo, hombre, por el
amor de Dios, tienes que ayudarnos…!
Lo que había sucedido era lo siguiente. Cuando volvía hacia la Urbs, más o
menos cuando yo estaba almorzando, El Mulero fue interceptado por un
mensajero que le dijo: a) que La Mancha se había negado a entregar las
legiones que El Mulero debía llevar a Asia; b) que, por instigación de La
Mancha, los oficiales que acudieron a su campamento (emplazado a algunas
millas al sur de la Urbs) para relevarlo del mando, fueron atacados por los
soldados y asesinados; y c) que las legiones marchaban ahora sobre la Urbs
con los estandartes desplegados y las puntas de las jabalinas desnudas, con
intenciones inconfundiblemente agresivas.
El Mulero había corrido a toda velocidad a la Urbs para organizar la
resistencia, pero Peloplateado no confiaba en su éxito. Al parecer, allí no
había ninguna legión. Peloplateado debía apalabrar un barco para que sacara
al Mulero del país. Esperaba que éste (si nadie lo había matado) llegara a
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Ostia en cualquier momento durante las próximas dos jornadas, como fugitivo
exhausto, proscrito y abandonado; él debía tener un barco dispuesto. Todos
estos oportunistas de Ostia tenían miedo de su propia sombra. El hombre con
el que había estado hablando (dueño de una flota de doce cargueros de grano)
debía toda su fortuna a la protección de El Mulero, y se había negado de
plano a ayudarlo. ¿No se me ocurría nadie que pudiera auxiliarlo? Por el amor
de Dios, yo era un moneda mellada, ¿no me daba cuenta de que el Estado se
hallaba en peligro…? Que un general de Roma marchara contra Roma era…
era… ¡Por el amor de Dios, no había ocurrido desde la época de los reyes
tiranos!
—Sí —respondí yo—. Sí…
De inmediato pensé en el Lady Yael. No era asunto mío decirle a Habacuc
lo que debía hacer, pero seguro que cualquier pirata del Mediterráneo se
habría abalanzado ante la oportunidad de tener a un enorme general romano
en su cubierta y a su merced. Valía diez veces el botín que podríamos
procurarnos en Ostia.
—Sí —le dije—, conozco un barco. —Y tras pensarlo mejor—: ¿De
cuántos es la partida? Quiero decir, que no irá a llevarse a todos sus marinos,
¿verdad?
De repente sentí el temor (¿era un temor o una esperanza?) de que tal vez
(sólo posiblemente, sólo concebiblemente) él se negara a partir sin su mujer
sabia…
—¿Cuántas personas? Oh, los marinos no…, no después del ridículo de
esta mañana con las flechas, por supuesto…, están todos tan suspicaces como
un grupo de esposas viejas…, los agitadores de La Mancha ya se encuentran
en las barracas para conquistar su lealtad. Por la noche impondrán un
embargo sobre todos los barcos del puerto para impedir que El Mulero salga
de aquí. Si consigues un barco, tendrá que recogerlo a cierta distancia al sur.
No, en todo caso será un grupo muy reducido, su hijo, si logra escapar, uno o
dos más, familia, amigos, tal vez partidarios políticos, no lo sé. Por amor de
Dios, espero que no sean más que los que entrarían en un queche de pesca.
Pero un queche de pesca no serviría. Tendrá que hacer un largo viaje…
España… África… yo qué sé.
Lo interrogué sobre el pago. Su primera reacción fue absurda.
—¿Pago? ¿A ti? Tenía la impresión de que eras un agente que había
jurado defender la república.
—Eso lo dices tú, ¿pero qué república? Parece que una de ellas ha
derrocado a la otra…
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En mi mejor estilo de agente teatral, expuse ciertos términos: unos
honorarios sustanciosos para el barco y una comisión personal para mí, el
indispensable intermediario. Regateó, pero estaba desesperado y yo me
embolsé el dinero. Luego fue él quien lo pensó mejor; tenía que estar
profundamente trastornado, puesto que para un hombre de su oficio debería
haber predominado el pensamiento:
—¿Y cómo sé yo que puedo fiarme de ti?
—No lo sabes. Imagino que no existe nadie de quien puedas fiarte. Así
son las cosas cuando el gobierno cae. No finjas no haberlo comprendido
antes. Consuélate con este pensamiento: en Ostia no hay nada que no sea
negociable. Los buenos negocios exigen una cierta medida de confianza.
Pregúntate, y que él también se lo pregunte, si el negocio es bueno.
Luego lo organicé todo, un punto de encuentro en la costa, momentos,
lugares, señales. No, no podía decirle el nombre del barco, podría ser éste,
podría ser aquél; pero haría lo que pudiera. Así que se marchó.
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capitán Ificles perdió casi la totalidad del banco superior de remos, arrancados
de cuajo hasta la chumacera…, así que no pueden venir, y has desperdiciado
el día, Judy. No voy a entrar en Ostia con un solo barco, aunque nunca más
vaya a estar tan desprotegida como ahora. Tendremos que dejarlo para otra
ocasión. Vimos un barco, hace unas horas, que subía por la costa rumbo a
Liorna, y bogaba con lentitud; si salimos tras él ahora, es muy probable que le
demos alcance… Que preparen los remos, señor; e izad las velas para
aprovechar el viento que haya… Moveos, ¡ya!
Le dije que el Flor sólo llevaba sal, que podíamos dejarlo. Le hablé de El
Mulero.
Se celebró de inmediato un consejo de entusiasmados oficiales en el
camarote.
—¿Qué harás, capitán?
—¿Qué haré? ¿Qué crees que haré? ¡Subirlo a bordo y vendérselo a
Estricnina, por supuesto!
—Espera un momento, capitán… —Me sentía nervioso, haciendo
comentarios entre los oficiales, pero el asunto era demasiado importante como
para dejarlo al cuidado de la limitada imaginación política de aquellos
hombres—. Si no os importa… No cabe duda de que el rey Estricnina pagaría
un alto precio por él, pero ¿cuánto? Quiero decir, ¿qué valor tiene El Mulero
para el Ponto en las presentes circunstancias? Es viejo, está desacreditado; el
hombre al que ellos quieren realmente es La Mancha, y no podemos
apoderarnos de él por ahora. No; he estado pensándolo. Supongamos que lo
tomamos, en unos términos honrados, como pasajero de pago y lo llevamos a
lugar seguro como nos pide. Mi conjetura es que si nosotros podemos hacer
eso, él conseguirá regresar a la Urbs, más bien antes que después, para reunir
a sus amigos y recuperar el poder.
Ceños fruncidos, cabezas oscilantes, labios apretados… no captaban la
idea.
El primer oficial dijo:
—Está viejo, desacreditado, lo has dicho tú mismo, y un hombre así jamás
regresa.
—Lo he visto, lo vi hoy mismo; puede que sea viejo, pero es tan duro
como su propia cachiporra. Señores, él cree con tanta certeza como en el día y
la noche que su destino es controlar el mundo. Y con La Mancha y todos sus
regimientos a punto ya de marchar a Asia, ¿a quién dejarán a cargo de la Urbs
mientras están ausentes? Con los dos reyes gilipollas de todos ellos ausentes
del cargo… ¡el primero que regrese a casa será el ganador!
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Por Dios, que en esa época era tan astuto como Irene.
Habacuc lo captó.
—¡Ya entiendo! —dijo—. Haremos lo que dice Judit. Lo aceptaremos a
bordo y haré un trato con él. ¡Azrael, Samael, lo exprimiremos como a un
limón!
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resultaba difícil mantener la mente concentrada en mi cometido. Pero
Habacuc me exigió una atención inmediata y absoluta; todo este plan había
sido idea mía, y sería deshonroso que descuidara mi contribución a su remate.
—Bueno, bienvenido a bordo, general; ¿y qué vamos a hacer ahora
contigo?
Permanecieron allí sentados y en tensión, el uno ante el otro, el pirata de
tierra y el ladrón de mar, sopesando sus amenazas y promesas.
El Mulero tomó rápida nota del opulento mobiliario del camarote.
—No creas que no sé a qué clase de barco se me ha atraído con engaños
—gruñó—. Yo mismo plantaré las cruces para ti y tu preciosa tripulación en
cada piedra miliar desde Roma hasta Ostia…
Habacuc no estaba dispuesto a tolerar nada de esto. Él no gruñó, más bien
susurró como los comienzos de vendaval en sus propias jarcias.
—Puedo venderte a La Mancha, puedo venderte al rey Estricnina, puedo
hacerte trabajar hasta la muerte en los bancos de mis remos; o puedo llevarte
adonde quieres ir, por el precio que yo diga. La pregunta es: ¿puedes pagar
ese precio?
El primer oficial entró en el camarote, con el yerno de El Mulero y un
talego lleno a rebosar de pequeñas bolsas, en cada una de las cuales
tintineaban las monedas. Habacuc abrió un par de ellas y las sopesó todas, una
a una, en sus manos oscuras.
—Bien —dijo—. ¿Esto es todo? —Por la cara que pusieron los dos
romanos, resultaba obvio que no sólo era todo, sino que era mucho más de lo
que habían pensado ofrecer. El primer oficial nos informó alegremente de que
había sorprendido al yerno cuando intentaba esconder el talego dentro de un
rollo de cuerda que había sobre la cubierta—. No —dijo Habacuc sonriendo
abiertamente—, lo lamento pero no es bastante. Oh, es muy posible que vayas
a decirme que es todo el contenido del tesoro de la Urbs, pero no es
suficiente. No.
La mandíbula de El Mulero chasqueó a derecha e izquierda, como si
estuviera masticando carne ternillosa. Su quijada y cuello estaban
hinchándose, su mano temblaba, y la detuvo con un golpe sobre la mesa
donde se encontraban las cartas de navegación.
—Di cuáles son tus condiciones. —Escupió las palabras como si por fin
hubiese deglutido la carne ternillosa.
Nuestro capitán así lo hizo, suave y tranquilamente.
—Salvoconducto y perdón perpetuos para esta nave, por parte de todos
los romanos que aceptan tu autoridad…, suponiendo que un día de estos
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vuelvas a detentar alguna autoridad. Además, una licencia de corsario con
incentivos económicos regulares, para que el Lady Yael se haga a la mar en
nombre de tu facción y en contra de cualquier otra facción de la Urbs. Pero no
contra las naves del Ponto hasta que llegue el momento de renovar mi acuerdo
con el rey Estricnina. Tercero: un acuerdo según el cual la Urbs de Roma,
cuando vuelva a estar bajo tu gobierno, acepte embajadores delegados por la
Confederación de Marineros Libres…
—¡Querrás decir piratas!
—Quiero decir piratas. Tú aceptas a nuestros embajadores, y de buena fe
te esfuerzas por establecer un tratado para beneficio mutuo.
—Querrás decir pagaros un impuesto de protección.
Habacuc sonrió con paciencia.
—Existe una forma de decencia en estas cuestiones. Nosotros no lo
llamamos así. Estoy seguro de que entiendes estas cosas a la perfección. Judit,
¿dónde están esos documentos? Tengo todas estas condiciones escritas, y lo
único que necesitas es poner en ellas tu nombre, aquí y ahora. Judit, pluma y
tinta. Pero antes de la pluma y la tinta… ¿a qué parte del anchuroso mundo
quieres que te lleve? Nombra el puerto.
El acceso de vehemencia visceral de El Mulero se interrumpió en seco al
reconsiderar él su posición; el que fue seis veces cónsul bajó la cabeza.
—Cartago —dijo—. ¿Es posible?
Habacuc pareció sorprendido.
—En Cartago no hay más que ruinas. Y son obra de los soldados de tu
Urbs. ¿Estás seguro de querer ir allí?
El Mulero dijo:
—Dame la pluma. ¡La pluma, muchacho…! —Esta última frase dirigida a
mí—. ¡No hagamos el idiota! —Firmó, y sufrió un horrible mal de mar.
—Puedes confiar en mí —dijo Habacuc—. Soy un hombre de honor. Soy
judío, de la tribu de Dan, dispersada en el extranjero por sobre todas las aguas
por la justa cólera del Señor. Nunca me vuelvo atrás en un acuerdo. Cartago.
Pero el viento es muy malo. No puedo prometerte un viaje rápido. Judit, un
cuenco y servilletas; envía al ayudante del cocinero aquí para que limpie esto.
Una vez fuera, avancé con cuidado por la cubierta superior hasta un punto
desde el que pudiera realizar una inspección discreta de Jibia, que ahora se
encontraba sentada, con las piernas cruzadas y mascullando para sí, sobre el
castillo de proa. Me detuve detrás de uno de los balancines de las catapultas y
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pensé: «No, no era extraño que Peloplateado no la hubiese reconocido». Tenía
el manto púrpura echado hacia atrás, sin que ella hiciera caso del viento ni del
roción. Debajo del mismo iba cubierta sólo por un montón de sucios harapos
en torno a las hijadas, y una oxidada cadena de hierro que envolvía varias
veces su cintura, con púas que laceraban su demacrado cuerpo. Cada punta
ósea de su esqueleto parecía visible, su piel estaba llena de escamas, con una
horrible serie de costras de mugre. Las marcas de sus mejillas aparecían
pronunciadas de manera poco natural, sobresalían como los rebordes de la
coraza de un soldado. El cabello le había crecido hasta colgar como feas
banderas negras, casi hasta su cintura. Las uñas, sin cortar, se curvaban hacia
dentro como ganchos de cocina. A la luz de la luna, sus ojos eran como
rezumantes pozos de color amarillo blancuzco, cubiertos por una sustancia
que los velaba, sin visión aparente en ellos, aunque no creí que pudiera estar
ciega de verdad, ya que había trepado por el flanco del barco con bastante
destreza. Daba la impresión de dirigir la vista hacia el interior de su cráneo
más que hacia el mundo exterior… ¿Cómo adivinar lo que veía ahí dentro?
Algo más que yo vi: descendiendo por su plano vientre en línea recta desde el
ombligo hasta perderse entre los harapos del taparrabos, había una dentada
cicatriz nueva, lustrosa, del ancho de un dedo pulgar, más clara que su piel
negra: un corte quirúrgico a través del cual las manos de alguien (¿pero de
quién?, ¿cuándo?, ¿cómo?) podrían haber arrancado de dentro un niño recién
formado. ¿Un niño muerto, o vivo? ¿Sería posible que ella llegase a
decírmelo algún día? ¿Era posible que volviese jamás a ser ella misma, algún
día?
En aquel momento, esperaba que no. Además, estaba convencido de que a
partir del momento en que su pie se posó sobre la cubierta del Lady Yael
(digamos una hora antes, no más), El Cuervo había desaparecido del barco.
Con el corazón tan enfermo como el estómago, di media vuelta y me
lancé por la corta escalerilla interior del castillo de proa, y desde allí hacia
popa, donde Habacuc podría tener algún cometido para mí.
5 Pasajeros a bordo
Cinco días de violenta tempestad; nuestro oriental aparejo le permitió a
Habacuc mantenernos bogando durante la mayor parte de este tiempo, aunque
por nada del mundo en dirección a África. El Mulero y sus tres desamparados
acompañantes vomitaban sus desagradables vidas en el camarote, con apenas
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un respiro. De vez en cuando yo tenía que acudir a verlos para transmitirles
las noticias de nuestro penoso viaje. Como consecuencia, una cierta confianza
fatua fue creciendo entre el viejo villano y yo. Habacuc se encontraba
demasiado ocupado en la seguridad del barco como para prestar mucha
atención a sus pasajeros (debían ser tratados como huéspedes de pago de
primera clase, y eso era todo), y los oficiales, serviciales (aunque en modo
alguno contentos), pasaban sus horas de descanso en el castillo de proa. Así
que el camarote principal era todo romano, y por Dios si no olía como tal.
Jibia se mantenía oculta, ¿tal vez en la sentina?…, no pregunté al respecto. En
una ocasión la hallé junto al camastro de El Mulero, humedeciéndole la frente
febril, con una horrible sonrisa de dientes feroces que contradecía al gesto
aparentemente compasivo de sus manos. Se escabulló al exterior sin siquiera
dirigirme una mirada. Un día, el cocinero de Tiro se quejó de que un gallo
joven había desaparecido del gallinero del barco; más tarde fueron halladas
algunas plumas y las patas en un armario para velas, pero toda la tripulación
estaba tan trastornada a causa de un nuevo y violento cambio en la dirección
de las ráfagas tormentosas, que la investigación se pospuso de modo
indefinido. Y tuve la espantosa sospecha de que Jibia había estado realizando
alguna clase de rito adivinatorio que sería anatema en cualquier barco, mucho
más en uno de judíos. Pero me guardé mis pensamientos.
El Mulero, entre sus ataques de mal de mar, a veces me hablaba. Me
atrevería a decir que hablaba con cualquiera; en realidad se dirigía a sí mismo,
como solía hacer en Trebisonda, si debían creerse las palabras de Irene. A
veces entonaba fragmentos de canciones que debió de aprender en la granja
de su padre hacía muchos años, aunque tal vez las componía él mismo, no lo
sé. Sin embargo, resultaban muy oportunas para ilustrar sus reflexiones
políticas.
—Bueno —mascullaba—, soy un hombre enfermo, tengo casi setenta
años, y jamás he tenido más educación de la que cabría en la punta del casco
de los velitis[29]. Y sin embargo, he sido seis veces cónsul. Y en todas las
ciudades de Italia, los viejos soldados de mis legiones se levantarán a la
primera llamada y arrojarán sus lanzas una vez más en mi guerra…, sólo
tengo que decir una palabra y la Urbs se desmoronará como un castillo de
arena. Ya lo verás. Así pues, ¿por qué no he pronunciado esa palabra? Porque
hago las cosas de manera constitucional. Sin provocación, no levanto las
armas contra la Urbs que salvé y a la cual entregué lo mejor de mí mismo.
Espero, como hombre astuto, a que los bastardos narigones del «grupo
conservador» se pongan en evidencia; espero y observo, y espero
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condenadamente bien. Y entonces, sin demora, él lo hace, el bastardo narigón
de La Mancha lo hace, y todo el mundo toma nota:
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cosechara, cuando yo ni siquiera había comenzado a ararlo! No tuve ninguna
dificultad en hallar el cuchillo correcto para las tinieblas. El truco sólo
consiste en ponerlo en la mano del hombre adecuado, sin darle ni una pista de
a quién pertenece la mano que lo entrega…
Solía cantar sobre su surco y su innata habilidad para abrirlo:
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—Ni una mujer en este barco, excepto ese horror salvaje de piel negra. Lo
que me gustaría en este momento sería tener a aquella pequeña persa de
dientes blancos y boca de gato que tenía una lengua en la que podías afilar un
cuchillo, ah, ésa sí que sabía cómo hacer cosquillas con ella donde más gusta.
Aunque nunca podías estar seguro de que aquel diablo de Estricnina no le
hubiera envenenado las encías antes de enviártela.
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Para Lucio Cornelio: destierro… muerte… depuesto del
mando de vuestro ejército para ser sometido a juicio…
sentenciado en ausencia y enviado un nuevo general para que se
haga cargo de sus legiones. Si los soldados se niegan a
obedecer, debe formarse un ejército nuevo.
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RECOMPENSAS para los amigos leales. Pródigas. Espectaculares.
Día tras día de luchas de gladiadores y juegos circenses.
Regalos. Vino libre corriendo en todas las fuentes. Dedicar un
templo nuevo. Dar gracias.
HE VUELTO A CASA…
En una ocasión, y sólo en una, hablando del hijo que se había visto obligado a
dejar tras de sí, a merced de los hombres de La Mancha, dijo:
—Parece que lo he perdido. Dios Hércules, ¿no creerás que puedan
haberlo asesinado? Valor romano, muchacho: ¡nosotros no hablamos de
eso…!
Entre él y sus colaboradores existía una particular ausencia de
comunicación. Él los trataba como si fueran perros que necesitaran el látigo, y
ellos respondían como perros azotados. Se decía de él que en sus primeros
tiempos fue un líder jovial y realista que trataba a sus subordinados con
camaradería y tenía una agudeza apropiada para alentarlos a todos y cada uno.
Ya no era así. Estaba, por supuesto, viejo.
Página 220
Dan. Cuando lucho marcho hacia la batalla. No tolero ninguna tontería. Los
pies en el suelo y la mochila a la espalda, no me llaman El Mulero por nada.
Aceptar el riesgo me trae sin cuidado, pero es mi riesgo, el riesgo de un
soldado, no el vuestro ni el de vuestro maldito orinal, con una filtración en
cada juntura y con vuestras velas convertidas en jirones por el viento. Yo
aceptaré el riesgo en tierra, usaré mis conocimientos donde sé cómo usarlos.
Tú guárdate el maldito oro, hombre, guárdate tu acuerdo, sólo déjame salir de
aquí, en cualquier parte…, cualquier cosa… —Se interrumpió con un
paroxismo vomitivo por encima de la borda, y luego arrastró sus entrañas de
vuelta a lo que tenía entre manos—. Cualquier cosa antes que perder algo más
de mi persona aquí, completamente controlado por ratas de agua y condenada
agua salada. Llévame a tierra. Hazlo ahora.
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Jibia, que había subido desde las repugnantes profundidades, inclinaba la
cabeza como una garza real, dirigiendo su severo perfil huesudo hacia uno y
otro lado, oliendo el peligro de la costa italiana. Salió de mi vida, volvió a mi
vida, y ahora salía de ella una vez más; todo esto podría no haber sucedido
nunca. Yo podría olvidar. Olvidaría. Quería olvidar, y malditamente rápido.
Pero el linaje de fuego de Prometeo…, de Eróstrato…, decisión precipitada,
torpe y repentina. Me lancé por el balcón de un solo salto; ¿estaba o no estaba
la tina llena de agua debajo del mismo? ¿Resonante zambullida provocadora
de aplausos, una ovación de pie, o meramente un grotesco dolor lacerante, y
una lesión que me dejaría tullido de por vida? Cierra los ojos; hazlo.
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porque si no lo hacía, era muy posible que muriera. De cualquier manera,
dependía de mí persuadirlo. Él se echó a reír—: Entonces baila para él, Judit,
tráelo bailando de vuelta a mi cubierta… Pero no a la negra. A ella no. Ha
sido ella la que ha atraído sobre nosotros esta tormenta. Reconozco que no
nos hundió, en eso estaba equivocado. Pero no va a regresar a bordo.
Cogí una bolsa pequeña, metí dentro lo que pensaba que iba a necesitar, hice
todas las señales que ahuyentan el mal y me uní al gran general. Mientras nos
llevaban remando hasta la orilla, él me injurió, se rió de mí, me pateó la
pierna lesionada y aceptó mi presencia. Le dije a Peloplateado,
confidencialmente, que sería probable que obtuviera honores entre la
tripulación si desarrollaba mi misión con eficacia. Ahora era yo quien estaba a
su cargo, y debía decírselo. Se encontraba demasiado mareado como para
hacerme mucho caso…, en la recogida bahía, el pequeño bote se movía peor
que el barco en el mar. Pero se lo dije de todas formas, porque mis
motivaciones requerían explicación. Quiero decir, que requerían explicación
para mí mismo.
Estaba pasmado ante mi propia idiotez. Mantenía la cara apartada de Jibia.
Del animal poseso y obsesivo que una vez había sido Jibia. ¿Me permitiría El
Cuervo que la matara?, me pregunté, sintiendo odio por cada pizca de su
arruinado cuerpo sucio y maloliente. De ser así, ¿sería la mejor solución…?
El Mulero no apartó de ella los ojos en todo el camino desde el barco a la
playa, ojos semicerrados y turbios, la piel que los rodeaba hinchada y
descolorida por la falta de sueño, la ansiedad, la enfermedad, el exceso de
vino; las pupilas reducidas a duros puntos negros, moscas posadas sobre
trozos de mantequilla rancia…
—Siete consulados —dijo—; ella me lo garantiza. Tres veces dos, más
uno. Mírala, huele el hedor que despide, carente de toda decencia… ¿Quién
podría dudar de que semejante salvaje, que va en contra de todo, pueda ser
otra cosa que auténticamente genuina?
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se ha abierto camino hasta los libros de historia. Les atribuyó mucha
importancia a los presagios favorables que lo acompañaron (eso dijo él,
aunque yo no recuerdo muchos de ellos) durante su peligrosa aventura.
Omitió por completo toda referencia a mí, al Lady Yael y a Jibia. Por
supuesto, a aquellas alturas estaba ansioso por no tener que mantener ningún
pacto con piratas, y no podía admitir que había recibido su ayuda. Por lo que
respecta a Jibia, creo que sentía miedo del mismísimo recuerdo de esa mujer.
No hay duda de que tenía que haber comenzado a preguntarse si el destino
que ella le había revelado era divino o demoníaco.
¿He dicho, por cierto, que el nombre por el cual él la conocía era
«Marta»? Era el nombre de otra mujer sabia a la que había empleado años
antes, cuando derrotó a las hordas del norte. En cuanto conoció a Jibia, la
tomó por una reencarnación. Por lo que dicen, la primera Marta había sido
una siria refinada de mediana edad, a quien le gustaban las novelas
sentimentales y la limpieza propia de una virgen vestal; pero eso no cambiaba
nada. Profetizó cosas buenas que se hicieron realidad. Jibia había hecho otro
tanto, o de eso se convenció él. El espíritu de la verdad divina se encontraba
en ambas, y el nombre que él le daba a ese espíritu era «Marta». Quod erat
demonstrandum.
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nobles romanos, con el hábito de mandar. Su nueva situación de indefensos
fugitivos perseguidos estaba fuera de cualquier posible experiencia; pero ni
siquiera lo intentaban. Constituía una situación que muchísimos nobles
romanos descubrirían por sí mismos en esta época, y en un futuro
inmediato…
En cuanto la caballería nos avistó y adivinó quiénes éramos, galopó hacia
nosotros desde la cima de una colina baja. Nos dispersaron como a ratones de
campo a los que se ahuyenta del maíz maduro. A todos excepto a Jibia. Ella
continuó con su paso preciso y regular hasta llegar a una roca que se
encontraba al borde del agua; y se sentó sobre ella, la espalda y el cuello
erguidos. ¿Sabes?, en todos aquellos días no la había visto comer ni beber, y
no creo que durmiese siquiera. Y no pronunció una sola palabra. El Mulero
dijo que había profetizado, así que indudablemente no estaba muda. Pero mi
oído no oyó ni una palabra.
No sé hacia dónde huyeron El Mulero y los otros tres. Más tarde oí decir
que los habían perseguido mar adentro y que nadaron hasta unas barcas de
pesca amistosas con él… o, mejor dicho, hostiles con las legiones de la Urbs.
Pero esto yo no lo vi. Regresé cojeando frenéticamente por el camino
recorrido, y me oculté entre unas grandes piedras. La caballería estaba tan
ocupada en la persecución de El Mulero, que se olvidó completamente de mí;
me encontraba, al fin y al cabo, en la retaguardia; tenía en mente unas ideas
tan salvajes acerca de todos ellos…
Desde mi refugio pude ver que uno de los jinetes daba media vuelta y
cargaba contra Jibia. Ella se puso de pie, adelantó su tridente y arrojó el
manto sobre la arena, ante las patas del caballo. Con esta repentina revelación
de su esquelética y negra desnudez, con todo lo que conllevaba de grotesca, el
hombre frenó en seco y casi se cayó al suelo. Al momento ella profirió un
alarido de risa, separó las piernas, dobló ligeramente las rodillas, se arrancó el
taparrabos y orinó copiosamente sobre la roca como una yegua en el potrero.
El soldado tiró de las riendas y siguió a sus camaradas a toda prisa. Me cubrí
los ojos con el borde del sombrero. Estaba perdido. Estaba acabado. ¿Qué
hacer?
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nada, excepto huellas de cascos y pies, y la angulosa silueta de Jibia, aún
esparrancada sobre la roca.
Mientras contemplaba su figura solitaria, y recordaba toda clase de cosas
que habría preferido no recordar, ella se volvió de cara al agua y avanzó
lentamente hacia el mar, entró, continuó adelante hasta que le cubrió las
rodillas, los muslos, las escuálidas nalgas, ascendiendo con cada paso un
palmo por su tiesa espalda…; ahora los cabellos flotaban a su alrededor y las
sucesivas olas cubrían sus hombros. Luego sumergió su cabeza. Dos
antebrazos aún por encima de la superficie, los largos dedos apuntando a lo
alto. Después, también ellos desaparecieron. Yo permanecí acuclillado e
inmóvil, incapaz de intervenir.
Miré al mar donde ella había estado, a la playa donde ella había estado.
¿He dicho que no había nada más que huellas de hombres y caballos? No es
del todo exacto. Su manto púrpura yacía allí, y sus harapos, con arena pegada;
y junto a ellos el tridente de plata.
Volví a mirar hacia el agua. El sol se había ocultado, había una caprichosa
nube oscura en el cielo, por lo demás limpio. Sin previo aviso, comenzó a
llover, una lluvia torrencial que acribillaba el mar, punteando la arena con
innumerables pequeñas puñaladas y salpicaduras. Durante unos momentos la
visibilidad quedó reducida a no más de cinco pasos. Luego, con la misma
rapidez con que llegó, la lluvia pasó, alejándose a gran velocidad de tierra,
dejando un velo opaco entre mis ojos y el horizonte. En su mismo centro, tal
vez a un cuarto de milla de la costa, una negra cabeza redonda salió
repentinamente, brillante; un cuello esbelto, hombros y brazos que hendían
con fuerza el agua: Jibia nadaba de regreso a la playa, directamente hacia mí.
Sus pies tocaron fondo, se irguió, y corrió a través de un arco iris de
brillantes chapoteos. Cuando finalmente salió corriendo del mar, alzó un
brazo y apartó el pelo de sus ojos. Sus pasos eran largos y rítmicos; parecía
que hubiese estado corriendo durante todo el día y pudiera continuar hasta
que cayera la noche. La arena saltaba por el aire tras sus anchos talones.
Yo me encontraba de pie esperándola, helado de aprensión.
Había perdido mi bastón y me había producido una dolorosa torcedura en
un tobillo; tenía el sombrero ladeado sobre la cabeza. Por primera vez desde
Ostia, pude ver con claridad quién era ella, y me di cuenta de que sus ojos
podían verme. Se detuvo un poco más abajo de donde yo me encontraba, y
esperó hasta recuperar el aliento. Sonrió. ¿Con nerviosismo? Se miró los pies.
Dado que no llevaba taparrabos, posó una mano sobre su pubis; y la otra
sobre las dos hojas marchitas que una vez fueron hermosos pechos redondos.
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—¿Se ha marchado? —preguntó en voz baja, como si continuara una
conversación normal que mantuviera desde hacía rato.
Estaba boquiabierto, y necesité un momento para emitir algún sonido.
—¿Q… q… quién? ¿Te refieres a El Mulero…? Sí, eso supongo. No…,
no sé bien adonde…
—¿Quieres ir a buscar mi capa, por favor? Tengo frío y no es agradable
mirarme en estas condiciones.
Tiraba de la cadena que le rodeaba la cintura.
—No debería llevar esto. Me hace daño. No puedo quitármela. —Hice un
movimiento para ayudarla, pero ella con la mano me indicó que me
mantuviera a distancia—. No —dijo—, no; mi capa, he dicho. Haz lo que te
digo.
Fui en busca de la capa. Cuando regresé, Jibia se había librado de la
cadena. Se envolvió con la capa, dándole un uso más civilizado que antes y,
aunque se había rasgado y ensuciado tanto durante nuestros vagabundeos,
Jibia continuaba teniendo un aspecto de lo más fantástico. A continuación,
avanzó hasta el tridente, lo recogió, enredó la cadena en él y los arrojó ambos
al mar con un gran arco de su magro brazo derecho.
—Ya está —dijo—, bastará con eso.
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—No —replicó—. No estoy segura. ¿Nos hemos conocido antes? Yo
estaba en Antioquía. —Le dije que yo era Marfil, y que la ciudad donde nos
conocimos era Éfeso—. Ah. Por supuesto. Éfeso. Marfil. Eso sí que lo
recuerdo. Tú eras su agente, ¿verdad?, siempre estabas intentando quedarte
con más del diez por ciento que te correspondía. A menudo él me decía que
eras, con mucho, demasiado inteligente, pero que no podía arreglárselas sin ti,
porque si acudía directamente a los empresarios lo engañarían todavía más
que tú. —El Cuervo, claro… Ella nunca antes me había ofrecido estos
resúmenes de las conversaciones íntimas con él. Jibia prosiguió—: Quiere de
verdad representar a Orestes en el Festival de la Justicia, y dice que estás
intentando disuadirlo, ¿cierto? ¿Por qué? ¿Acaso crees que ya no puede hacer
un papel de hombre joven? Su cuerpo es tan elegante como el de un corredor;
por supuesto que su rostro es todo arrugas y viejo cuero, pero ¿por qué iba a
importar eso si lleva la máscara? ¿Es por su voz? Puede que Orestes sea un
personaje joven pero, Dios mío, es maduro… Oh, no seas tan estúpido…,
¿cómo puede un hombre de veinte años captar la esencia de un papel de
matricida? ¡Debe representarlo él!
—Ya lo representó —le dije—. Lo representó de una manera espantosa; el
mejor crítico de Sardes dijo que había actuado como una lavandera. Debería
haber seguido mi consejo. No tenía nada que ver con su edad. Era por su
temperamento, ¿es que no lo ves? Es un hombre ideal para guerreros
dementes, déspotas melancólicos, aspirantes a tiranos demoníacos que llegan
al trono por un sendero de asesinatos. Orestes, maldita sea, es un introvertido
singularmente débil. Cuando El Cuervo actúa como un héroe consumido por
el remordimiento, primero tiene que haberse ganado ese remordimiento,
merecérselo con sus crímenes… poder, oro, mujeres, lo que se te ocurra;
¡tiene que haber ascendido y ascendido y ascendido, antes de poder caer! Le
dije que no lo intentara con el papel de Orestes, y tenía razón. ¡Él debería
haberse disculpado conmigo!
Me estaba exaltando tanto como la primera vez que habíamos mantenido
esta conversación… ¿cinco años antes? Y no fue hasta ese instante cuando me
di cuenta de que aquella primera vez fue también la primera en que Jibia y yo
hicimos…; ella acudió con un mensaje de El Cuervo referente al maldito diez
por ciento, nos enzarzamos en una disputa acerca de sus papeles, ella perdió
los estribos conmigo porque me burlaba del juicio de su reverenciado maestro
(¿y por qué no, si era terrible?)…, me había lanzado a exponer mis propias
impresiones sobre lo que había sido su actuación de lavandera en el papel de
Orestes para el desdichado público, y ella se echó a reír a pesar de sí misma.
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Nos pusimos a reír juntos, nos aferramos el uno al otro en un ataque conjunto
de hilaridad; pasó al menos una hora entera antes de que nos apartáramos de
ese abrazo. Y aquí estábamos, en una horrible playa desierta, donde no
teníamos más que enemigos, abandonados.
Si esto fuera un romance ligero, se daría a conocer de inmediato todo lo
que hubo entre nosotros, todas las dificultades se resolverían, tal vez la propia
diosa del amor, procedente del mar, se erguiría sobre nosotros, con una
guirnalda de «final feliz» tendida por su mano blanca… No era un romance.
Jibia simplemente se retrajo en un amargo silencio, tras declarar:
—Le dije a El Cuervo que no debía confiar en ti. Tu juicio sobre su
interpretación es muy superficial. Hipódamo dice que su Orestes es el
conjunto más sutilmente complejo de introspecciones que jamás haya visto.
Hipódamo era el peor crítico de Sardes.
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Después de todo, nombrar a Irene sí que resultaba pertinente. Oh, ¿dónde
estaba la maldita diosa del amor? Decidí que no continuaría por más tiempo
con esa conversación. Si yo era un agente sospechoso con motivos ocultos,
entonces, por el momento, eso era.
—Jibia, no te marches hasta que no sepas a dónde vas. Hay algo de lo que
tenemos que hablar.
—Ah. Muy bien. Pero sé breve. Tengo muchas cosas que atender.
—¿Las tienes? Tal vez, para empezar, podrías decirme qué.
—¿Por qué razón?
—Porque yo podría estar relacionado de algún modo con ellas, es muy
posible que nuestros intereses sean en parte idénticos…
—Lo dudo.
—He dicho «posible»; ¿pero me darás al menos la oportunidad de
averiguarlo?
Habacuc enviaría su pinaza a un punto de encuentro que distaba tres o
cuatro millas del sitio en que nos hallábamos, justo antes del alba siguiente.
Podía encontrarme allí con ellos, decirles que la caballería había apresado al
Mulero, regresar a mi vida de pirata, y dejar que esta africana demente y
desconocida se ocupara de sus propios asuntos; me daba cuenta de que ella no
pondría ninguna objeción. No iba a echarme de menos más de lo que una hoja
de lechuga echa de menos a la babosa.
Sin embargo, ella creyó que lo mejor era responder a mi última pregunta.
Hablando con lentitud, escogiendo las palabras, con inseguridad, ¿tal vez
esa inseguridad ocultaba miedo?
—Durante algún tiempo, no sé cuánto, he estado fuera de mi cuerpo. Éste
es el motivo de que me haya vuelto tan… tan repulsiva. Supongo que lo
habrás advertido. Pero eso no importa. Durante todo este tiempo, si en
realidad ha sido «tiempo», he sido «transportada»: a toda clase de lugares,
ante toda clase de personas y cosas. No siempre se me ha dicho lo que son. A
veces, él me lo explica. Si no hubieras intentado engañarlo para sacarle más
del diez por ciento, tal vez no me llevaría ante estas… cosas. Pero no
importa… ¿Conoces a ese tal Mulero? Le he dicho todo lo que quería saber.
No es mi culpa si él lo malinterpreta, sino mi placer, ja, ja. ¿Por qué no ríes?
Si El Cuervo pudiera interpretar el papel de Mulero, incluso tú lo aprobarías.
Está, como tú dijiste, ganándose… lo merecido por sus crímenes, y aún
ganará más y más; no puedo detenerlo, no quiero hacerlo; tiene que crecer.
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Subir, subir, subir… Pero ya no me necesita. ¿Lo he abandonado? Eso no
importa. Pero, hace poco, fui «transportada» a ver una… cosa más. Hay un
poblado, no sé dónde…, tú eres un agente, habrás viajado por todos esos
lugares… ¿Conoces un pequeño pueblo portuario, con las barracas de la
policía alzadas en la periferia de las casas de la gente pobre, casas sucias,
cerca de las gradas de los pescadores, con las redes tendidas a secar, cabras
entre ortigas, cerámicas rotas, polvo? ¿Y entre ella y el muelle de piedra, una
arboleda pequeña, viejos árboles muertos, secos, otra vez ortigas, y un altar…
erigido a una señora de piedra con la cabeza desconchada por el viento
salobre? ¿No la conoces? Es extraño. Tiene que estar muy cerca; fui
«transportada» allí y vi al Mulero. Vi a un hombre con el que se encontraría.
En las barracas, en la arboleda. Es por eso que no me necesita. Pero yo
debería estar allí, por última vez. ¿Tienes un cuchillo afilado? No pongas esa
cara de estúpido. He dicho «cuchillo». ¿Qué llevas en la bolsa?
En mi bolsa no había ningún cuchillo, pero sí llevaba uno en el flanco de
la bota, por dentro (un luchador de Habacuc me dijo qué hacer con un
cuchillo metido en la bota, pero de hecho nunca lo utilicé: los novicios no
ganan). Se lo ofrecí a Jibia al tiempo que me preguntaba si iba a apuñalarme
con él. No me hubiera sorprendido. Pero ella hizo que lo apartara con un
gesto.
—No lo quiero para mí, sino para ti. Córtame el pelo. Al rape.
Cuando acabé, ella tomó el cuchillo y se recortó sus repugnantes uñas.
—Y ahora —dijo—, ¿tienes dinero? Bien. Ve al poblado y cómprame
ropa. Bragas orientales, si las tienen; faldas de tela fuerte para llevar encima,
un sombrero y una capa para protegerme de la lluvia. Sandalias. Tengo que
recorrer un largo camino. ¿Crees que estoy lo bastante delgada como para que
me tomen por un muchacho? Entonces, tráeme también algunas prendas de
muchacho. Diles que la compras para los esclavos que hacen recados fuera de
casa; sabrán qué ofrecerte. Y compra una bolsa de viaje como la que tú llevas.
Me reuniré contigo en la arboleda, después del anochecer. Mantén el secreto.
Estos sitios no son seguros.
Todo esto lo dijo con el tono de una comerciante enérgica (digamos, como
la gran Cloe) que les da órdenes a sus subordinados. Como subordinado que
era, asentí con la cabeza, repetí sus órdenes y me marché. Al día siguiente me
reuniría con la pinaza pero, hasta entonces, ¿por qué no hacer lo que ella
quería? No haría ningún mal con ello. Seguro que en el poblado había
barracones de la policía… Jamás había visto un asentamiento civilizado que
no las tuviera. Incluso podría haber una arboleda.
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8 El hombre de la ciudad
El hombre de la ciudad (sí, resultó ser la ciudad a la que Jibia había sido
«transportada»: barracones de policía, redes de pesca, casas miserables, todo)
era Furia de Caballo.
No se había abrasado en la casa quemada. Por el contrario, se le había
aparecido una visión de Irene entre llamas, con Copo de Nieve a su lado, con
un bebé prendido al pecho, y había sacado a Furia de Caballo para alejarlo de
la muerte. Al principio pensó que lo conducía a la Tierra de los Jóvenes
Héroes (un lugar conocido por su pueblo, con campos de manzanos y
hermosas reinas pelirrojas que lo gobernaban), pero no; estaba diciéndole que
fuera a matar romanos en lugar de matarse él. El Mulero en particular, si
podía encontrarlo. Así que escapó de las Murallas del Amor y libró una
guerrilla personal y solitaria contra la Urbs durante muchos meses, atendido y
alimentado por montañeses.
Demostró ser muy eficaz en tal cometido, matando a uno, o dos, o a varios
hombres, de las columnas que pasaban por el camino; deslizándose en los
campamentos por la noche y cortándoles el cuello. Pero un día lo capturó una
patrulla de la infantería de La Mancha. Simuló ser un rezagado de los grupos
de caballería de El Mulero (en su mayor parte compuestos por mercenarios
celtas, por lo que su mentira resultaba plausible). Permitió que lo integraran
en un grupo similar bajo las órdenes de La Mancha. Ocultó sus intenciones,
obedeció órdenes, aguardó el momento propicio. Esperaba que al cabo de
muy poco tiempo los hombres de La Mancha entrarían en combate con los de
El Mulero.
Finalmente fue enviado a esta guarnición portuaria (seguridad costera
destinada a auxiliar al poder civil). Al atardecer se sentaba a solas en su
barraca y le cantaba a su espada una de sus canciones:
Las tres llamas más ardientes que pueden verse en cualquier fuego:
Copo de Nieve,
su hijo-hombre,
la fiera espada de Furia de Caballo.
Tres glorias mortales para que Furia de Caballo las corte con su espada:
la vida del jefe cruel,
la paz del jefe cruel,
la esperanza de una muerte heroica del jefe cruel.
Tres esposas-rata bajo del poste angular de la más alta casa de la Urbs:
la rata negra,
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la de patas peludas,
la rata de dientes de hierro, en la larga mano de Furia de Caballo.
Dos horas antes de medianoche, llamaron a los soldados para que buscaran al
Mulero: había sido visto y perseguido en la playa, abordó una barca de pesca,
y se suponía que ahora habían vuelto a dejarlo en tierra. Llegó un informe que
decía que se encontraba oculto en una marisma, no lejos del poblado. Furia de
Caballo no estaba entre los hombres que se metieron en el agua, entre juncos
y lodo, y sacaron al derrumbado viejo fanfarrón a tierra firme, temblando de
fiebre, babeando de puro terror y desesperación, cosa nada propia de él,
chorreando fango de pies a cabeza. Con una cuerda en torno a las manos y
atada a la cincha de la silla del centurión, lo arrastraron como a un buey
descarriado hasta los barracones, donde lo arrojaron a la cárcel.
Luego se preguntaron qué harían con él.
El jefe de caballería dijo: «Matarlo»; pero era uno de los oficiales de La
Mancha, y ciego por lo que respectaba a sus deberes. El edil, un latino,
propuso:
—Enviémoslo a la Urbs; querrán tenerlo allí para juzgarlo.
El duumvir, también un latino, pero cuya lealtad se sospechaba que osciló
entre la Urbs y la «nueva nación» en la última guerra, dijo:
—Dejadle marchar. La Mancha ya está en Brindisi, embarcando en
dirección a Asia. Los amigos a los que ha dejado para hacerse cargo de los
asuntos políticos de la Urbs quizá no sean tan amigos suyos como él piensa.
Puede que se alegren de que se respete la vida de El Mulero. Y, además,
¿quién promulgó las leyes que quieren aplicarle? Las cocinaron de la noche a
la mañana. Legalmente hablando, no tienen nada contra él, y todo el mundo lo
sabe.
Los miembros de la decuria de la ciudad, sacados de la cama a altas horas
de la noche para que manifestaran su acuerdo con el duumvir, le otorgaron su
acuerdo de inmediato. El edil también consintió, porque el recaudador de
impuestos (que temía que lo destituyeran a causa de una de esas nuevas
«leyes») le dijo que así debía hacerlo.
El jefe de caballería decidió que si El Mulero moría «mientras intentaba
escapar», se le ahorraría a todo el mundo una gran cantidad de problemas.
Pidió que uno de sus hombres se hiciera cargo de esto. Pero los soldados, por
el hecho de ser celtas, hombres del norte, se negaron. El Mulero había
derrotado a su pueblo, años antes, en dos grandes batallas. Era un enemigo
terrible, un jefe cruel… Si iban a matarlo, debía permitírseles escoger un
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campeón para que luchara con él mano a mano en lugar público, por el honor
de sus guerreros.
Ahora bien, Furia de Caballo no pertenecía exactamente al mismo pueblo
que esos soldados de caballería. Piratas del océano occidental lo habían
apresado en la costa de su tierra natal (una gran isla verde remota, de los
confines del mundo, de la que nadie de la Urbs había oído hablar). Unas
semanas después de su captura (tenía alrededor de catorce años), se
encontraba en la Urbs, puesto a la venta sobre una sórdida plataforma, entre
clamores, confusión y un enjambre de caras que se lamían los labios de
codicia. Aquello no eran hombres, eran piojos y reptiles carnívoros. ¿Cómo
podía ninguno de ellos ser motivo de honor? El hombre de El Mulero había
sido El Obeso, y el hombre de El Obeso el untuoso pedisequus del cuchillo
para la fruta; ¿qué tenía que ver ninguno de ellos con jefes guerreros
adornados de oro, ni con la gloria de un combate singular?
Confidencialmente, dijo a su superior: «Deja que Furia de Caballo y su
esposa-rata la espada entren en la cárcel…».
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contradictorias, y se sintió muy aliviado de librarse del uniforme. Conservó la
espada, claro. Se había casado con la espada, por así decirlo, en sustitución de
la pobre suicida Copo de Nieve. Arrojó el uniforme al interior del retrete y
avanzó junto a la pared del barracón, sólo con la camisa interior.
Pronto allanaría una casa y buscaría alguna cosa que ponerse. Mientras
tanto, sería aconsejable quedarse tumbado cerca de los barracones para ver si
alguien lo echaba en falta y salía en su búsqueda. Así pues, se escondió entre
los agrestes arbustos espinosos y la maleza seca de la pequeña arboleda que
había entre los barracones y el muelle.
Nadie salió de los barracones; pero Jibia entró en la arboleda.
Se había lanzado a la carrera para matarla con la espada, cuando vio de
quién se trataba. Se quedó pasmado, pero no realmente sorprendido. Irene,
según suponía, los había reunido para asegurar la venganza por la muerte de
Copo de Nieve y su bebé.
Abrazó a Jibia y le contó lo que pasaba. Ella le respondió que, más o menos,
ya lo sabía. Y luego lo puso al corriente de algunas otras cosas de las que
estaba enterada, y le pidió que se mantuviera alerta. Yo también me
encontraba en la arboleda. No tanto dentro como cerca de ella, oculto entre
montones de basura, preocupado por los perros que pudiese haber en las
inmediaciones. Había comprado la ropa para Jibia, pero me mantuve alejado
de ella cuando vi a Furia de Caballo. Las cosas estaban complicándose
demasiado; quería averiguar algunos detalles antes de dejarme ver. Dentro de
pocas horas, la pinaza de Habacuc llegaría a una ensenada que estaba entre las
marismas, muy cercana a este pueblo. Disponía de tiempo suficiente, aunque
me sentía totalmente exhausto y no sabía cómo y durante cuánto tiempo iba a
conservar las fuerzas.
Al final, Jibia se escabulló hasta los montones de basura (ella sabía dónde
me había escondido, era peor que cualquier perro), tomó la bolsa de ropa y
me dijo que le ordenara a la pinaza que entrase directamente en el puerto.
Pensé que a los piratas no les gustaría esto, pero no se veía ningún otro barco
grande en el muelle, sólo una o dos sucias embarcaciones de navegación
costera, y si la caballería intentaba algo, la pinaza podría mantenerse a
distancia. Toda la costa parecía estar misericordiosamente libre de la
presencia de naves militares. Así que me marché a cumplir el encargo.
A la salida del sol, sacaron al Mulero de los barracones. El plan del jefe de
caballería había fracasado y (con bastantes dudas) se plegó a las disposiciones
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del duumvir. Tómese buena nota de que no estaba dispuesto a matar al
Mulero con sus propias manos; en otra época había servido bajo sus órdenes y
sentía escrúpulos. No obstante, no tendría ningún problema si lo hiciera un
bárbaro. Su ética no era más rara que la reinante entre la mayoría de los
militares al servicio de la Urbs. Muy pocos, a esas alturas, se habían
acostumbrado a los principios de la guerra civil. No se ha necesitado mucho
tiempo para que cambiara semejante actitud.
El Mulero, vestido con ropa prestada, apoyado entre dos decuriones
(estaba realmente muy enfermo), fue recibido en las calles iluminadas por las
primeras luces del día, por un pequeño grupo de los hombres destacados de la
población. Se mostraron serviles. Él les dijo:
—Enviasteis un hombre a matarme; no pudo hacerlo, ¿verdad? Sabía
quién era yo, ¿verdad? Yo sé quiénes sois vosotros. No tengo que hablar con
vosotros. No queréis que os hable. Lo que queréis es que me marche y os deje
con vuestra paz y tranquilidad. Que os deje solos para ejercer el derecho de
sufragio que fui lo bastante bueno como para asegurarme que tuvierais. No
podéis usarlo en mi favor, todavía no, pero, ah, ya tendréis la oportunidad de
hacerlo. Puede que incluso la tengáis antes de estar preparados; no me
extrañaría. Por la forma en que os comportáis, me sorprendería que alguna
vez estuvierais preparados para algo. He oído a alguien que se refería a un
banquete público que tendrá lugar esta tarde. Por lo que más queráis, celebrad
el banquete, comed los manjares, emborrachaos en él, que yo no estaré aquí.
Quiero un barco. Lo quiero ahora mismo. ¿Está preparado?
Esto provocó un problema: no había ningún barco en el puerto ni era
probable que lo hubiera en varios días. Si El Mulero tenía que permanecer
allí, se pondría en peligro él y pondría en peligro a toda la población. Así que,
cuando en ese mismo momento el segundo oficial del Lady Yael, al mando de
la pinaza (conmigo sentado junto a sí sobre las planchas de proa), dio una voz
hacia la cabeza del muelle y le preguntó al centinela del puerto, vocinglera e
irónicamente, si tenía algún pasajero importante para África, nadie se
preocupó de interrogarlo demasiado acerca de sus credenciales. El Lady Yael
se encontraba al pairo, a poca distancia, pero fuera de la vista. El viento era
suave; Habacuc había acabado el reaprovisionamiento entre las islas; el yerno
de El Mulero y el otro fueron recogidos en el borde de las marismas, donde la
caballería no pudo encontrarlos; nada podría haber salido de modo más
conveniente.
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El duumvir dispuso una silla de mano para que llevase al Mulero hasta el
muelle. Él la rechazó. Podría estar enfermo, pero no había disminuido la
atención que le confería a su particular reputación personal.
—¡No, iré a pie! —dijo—. He marchado con las legiones a lo largo de
miles de millas.
Existían dos caminos para llegar al puerto desde los barracones: la larga
ruta a través del centro del poblado, y la corta, que atravesaba el barrio de
míseras viviendas y rodeaba la arboleda. Ellos esperaban que tomase el
camino largo ya que, aparte de cualquier otra consideración, querían exhibirlo
ante el pueblo y manifestarle su amistad. Una vez más, él se negó. Como
hombre desterrado, debía demostrar que se sentía tan seguro de su propia
persona que las aclamaciones populares resultaban innecesarias.
Se libró de los decuriones y avanzó vigorosamente (si bien de un modo
errático para el observador atento) calle abajo. Esta calle se transformó al
cabo de poco en un acre sendero, y él se llevó una mano a la cara para
defenderse de los hedores. Ahora se encontraba al borde de los montones de
basura; la calle describía una curva a la derecha para rodear la arboleda. El
camino directo hacia el muelle pasaba por entre los árboles, y El Mulero se
dispuso a tomarlo.
Una preocupada agitación se apoderó de los habitantes del pueblo. ¿Acaso
desconocía el general que existía una superstición? Una negra mala suerte
para todos los viajeros que embarcasen y pusieran el pie en esta arboleda. Se
remontaba a tiempos inmemoriales, y nadie sabía por qué existía; nadie
conoció nunca el nombre de la diosa o ninfa, cuya decadente estatua presidía
el antiguo altar que allí había. Pero la superstición era cierta, y todos la
respetaban siempre. Era su población, su arboleda…
Al oír la palabra «superstición», El Mulero se detuvo. En cualquier otro
momento, seguro que la habría respetado, porque las supersticiones habían
gobernado cada paso de su existencia hasta ese día. Pero… desviarse ahora
sería aniquilar la monolítica influencia política que tan minuciosamente había
construido. Mientras que si continuaba adelante, sin importar lo que le
acaeciera después, todo el mundo lo consideraría condenado, cosa que
políticamente no sería menos desastroso.
Permaneció quieto, perplejo, volviendo los ojos de derecha a izquierda en
busca de cualquier cosa que lo ayudase a decidir.
Jibia acudió a su lado por encima de la basura, con las aves carroñeras
alzando ruidosamente el vuelo ante su avance. Su nueva apariencia
humanizada no afectó al Mulero; estaba muy habituado a las extravagancias
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de las videntes y mujeres sabias. Se limitó a plantearle con los ojos la
imponente pregunta, y aguardó la solución. Confiaba en que cualquiera que
fuese el camino por el que lo llevara, sería el correcto. Tampoco ella habló;
extendió un brazo de la manera más elegantemente teatral, impulsándolo
adelante, por así decirlo, hacia el centro de la arboleda.
Y allí en medio, se hallaba Furia de Caballo; de pie entre la estatua y el
altar de piedra toscamente tallado, ataviado con una túnica de un blanco
brillante, lo bastante corta como para dejar a la vista (con un muy extraño
efecto de sobrenatural poder heroico) el henchido racimo de sus partes
secretas de hombre joven encima de los largos muslos descubiertos; y a su
alrededor los troncos desnudos de los árboles muertos, la espada en la mano,
el sol recién salido encendiendo su amarillento cabello para formar un halo.
El Mulero volvió a detenerse. Una vez más, la agitación se propagó entre la
gente.
—La silueta de un hombre; la he visto antes. ¿Anoche? ¿Por qué está
aquí…?
Por un momento pareció tomar conciencia de algo más peligroso de lo
habitual, algo a lo que no creía poder enfrentarse…, que le resultaba
insondable. La fiebre le enturbiaba la visión, una de sus manos enjugó la
frente sudorosa. Furia de Caballo se encaminó hacia él, y le tendió la espada
por la empuñadura.
—Yo soy el joven que no debía ser el hombre que pusiera fin a tu vida.
Llevaba la capa roja de estos soldados para ganarme el sustento. Ya no. Pero,
señor, si quieres emplearme, llevaré la capa que tú me des.
El Mulero profirió un bufido.
—Te daré una capa, muchacho. No tendré a ningún salvaje culo desnudo
del norte a mis órdenes. Dios Hércules, ¿te crees que estás en Ultima Tule?
¿Dónde está ese jefe de caballería? —El aludido se aproximó con deferencia.
El Mulero señaló bruscamente a Furia de Caballo con su reumático codo—.
Es un desertor confeso. Aparte de eso, ¿qué carácter tiene? Me atrevería a
decir que no lo quieres de vuelta. Te conoce mejor que tu propia madre. Así
que será mejor que lo dejes conmigo. Es un pillo fuerte, bien formado. ¿Qué
carácter tiene?
El interpelado respondió que excelente, hasta donde él sabía. El Mulero
asintió con la cabeza, usó el codo una vez más para ordenarle a Furia de
Caballo que se situara detrás de él, y una vez más comenzó a avanzar hacia el
interior de la arboleda.
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Los habitantes del poblado profirieron sonoras exclamaciones, y uno o
dos de ellos, de hecho, llegaron a ponerle las manos encima para detenerlo.
Entonces, Jibia alzó los brazos y pronunció el oráculo requerido:
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—Dejadla —masculló El Mulero—, ha cumplido con el cometido para el
que la traje aquí; nunca he podido darle órdenes, no a ella…
Al segundo oficial, de todas formas, le habían dicho que no la llevase a
bordo, así que no había más que hablar.
Excepto que ahí no había acabado la cosa. Yo lancé mi bolsa de viaje al
muelle, y trepé tras ella. El segundo oficial me llamó:
—Judit… ¿adónde demonios crees que vas?
—No te preocupes —le respondí—. Abandono el barco, eso es todo. Dile
al capitán que divida mi parte entre la tripulación como si me hubiese
ahogado. Mi casa, las muchachas y todo lo demás… haced que las venda el
gran consejo, y dividid las ganancias del mismo modo. No puedo evitarlo. Si
me quedo en el Lady Yael soy hombre muerto; he tenido un presentimiento.
Buena suerte, muchachos, y buena travesía.
Me abrí paso a empujones entre la multitud congregada en la cabeza del
muelle, y me alejé del lugar a toda velocidad. Nadie me siguió; estaban todos
demasiado perplejos por lo que acababa de suceder, y lo último que deseaban
era que hubiese más repercusiones.
¿Había tenido yo un presentimiento? Si debo ceñirme a la estricta verdad,
supongo que no. Pero resultaba una excusa apropiada ante hombres de mar,
que siempre la aceptaban como razón sensata ante un comportamiento
extraño. Habacuc tenía en su libro una historia sobre un hombre llamado
Jonás, o algo parecido, que habría ahogado a toda una tripulación si no
hubiese reconocido sus presagios. Y además, si he de ser sincero, yo sabía
que el Lady Yael ya no era un lugar adecuado para mí; si ya no podía vivir a
bordo del barco y me quedaba en él, lógicamente, tendría que morir. Quod
erat demonstrandum.
Pero ¿cuál era mi auténtica razón? ¿Eróstrato, Prometeo, una vez más la
tina de agua? En mi apresurado recorrido en torno a la periferia de la ciudad,
pasó por mi cabeza la idea de que si ya no podía vivir con los piratas era
porque no podía vivir sin Jibia. Como ella misma decía, había sido
«transportada». Ahora, ella me había «transportado» a mí. Años y más años y
más años antes, según parecía ahora, yo había dado la libertad a una hermosa
joven actriz para que pudiera continuar con su profesión (y también para
estorbo de un actor feo, viejo y muerto; pero El Cuervo, ahora mismo, nada
tenía que ver con esto). Ahora era yo quien necesitaba que lo liberaran de la
influencia de Jibia; y eso no podría conseguirlo permitiendo simplemente que
nos separáramos una vez más. No podía. Así que ésa era mi razón: ¿fidelidad?
Las protestas y votos eternos de uno de los últimos actos de Menandro no son
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necesariamente interpretados al pie de la letra por el público, pero crean una
ilusión aceptable para sacar a la compañía de la escena, y al público del
teatro, con una sensación de «estilo artístico consumado». Aristóteles tenía
unas palabras al respecto, en alguna parte. Ningún crítico honrado, ni siquiera
Hipódamo, podía elogiar honradamente la concepción dramática de los
últimos años de mi vida. Pero yo había sido un buen artesano: que me dejaran
regresar, y de inmediato, a mi taller.
Y ahora, ¿dónde estaba Jibia? Oh, Dios, ¿adónde había ido? Me dijo que
tenía un largo camino por recorrer… ¿Hasta dónde? ¿Por qué? ¿Qué situación
se había creado, durante todo ese período de tiempo en blanco, de la que ya
no podía hacer ahora caso omiso? No, no debía pensar en aquella horrible
incisión tosca que le bajaba por el centro del abdomen; las posibilidades que
sugería eran demasiado… diversas.
Así pues, ¿al estesureste, hacia el lugar en que los luchadores de Habacuc
me habían apresado, interrumpiendo mi vida y la de ella con un solo asalto
repentino? ¿O al oestenoroeste en dirección a la Urbs, donde ella, de algún
modo, se había provisto de mulas blancas, un magnífico carro y dos niños
flautistas ataviados con paño de plata?
Existía una tercera vía que atravesaba el territorio adentrándose en las
montañas: si ella lo había tomado, acabaría llevándola hasta las Murallas del
Amor; sí, también era una posibilidad.
Me detuve en el cruce de las tres vías, y miré la campiña que me rodeaba,
buscando alguna señal.
Al no hallarla, comencé a jugar a los oráculos, los presagios; ya había
habido bastantes, puede que pienses tú, para un sólo día, pero tenían su
utilidad. Pronuncié un necio encantamiento que recordaba que Proteo me
había enseñado, y que se suponía que te haría saber adónde ir para encontrar
las muchachas más fáciles:
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atravesaba charcos y juncales a modo de calzada. A hora tan temprana del día
no se veía en ella ningún viajero. Aunque… una decidida silueta oscura con
un sombrero de ala ancha, medio caminando, medio corriendo; ah, allí estaba,
con toda claridad.
¿Pero cómo darle alcance? Si suponía que iba a seguirla, olvidaba mi
cojera. Aunque, en realidad, ella no tenía ninguna razón para suponerlo, ni yo
para esperar que contara con que la seguiría; y todavía menos para creer que
podría llegar a desearlo. Miré hacia el mar. Allí, en el extremo más lejano de
un bajo promontorio, se encontraba la espléndida (aunque apresurada y
toscamente remendada) galera de Habacuc, sus velas aferradas dispuestas
para desplegarse, las palas de sus remos chapoteando con suavidad para
mantenerla quieta en su sitio. Deslizándose con levedad hacia ella, la vela de
tercio color marrón de la pinaza también estaba a la vista, sólo su punta, por
encima de los altos juncos verdes.
Adelanté un pie, contuve la dolorosa respiración, y (con una palabra
indecente a cada paso) me entregué a la persecución. Judit Culopartido había
acabado, pero ¿y Marfil? ¿Existía él todavía? Y si era así, ¿podría
encontrarlo? Estaba persiguiéndolo a él y a Jibia al mismo tiempo.
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LIBRO CUARTO
El Mulero
«Nadie fue jamás tan popular entre las masas… tanto debido a sus absolutos desinterés y honradez,
como a su grosería de patán.
»Mario, a ojos del populacho, era el único hombre capaz de evitar la ruina del Estado, y sustituir a la
decadente oligarquía por una nueva y vigorosa administración.
Murió en plena posesión de lo que él llamaba poder y honor, y en su lecho, pero Némesis[32] asume
varias formas, y no siempre se cobra la sangre con la sangre. ¿No era acaso una especie de venganza en
el hecho de que Roma e Italia respiraran ahora con mayor libertad al recibir la noticia de la muerte del
famoso libertador del pueblo, que ante las nuevas de la batalla de Pidna?».
MOMMSEN
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1 Las tierras desoladas
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de las casas de posta estaban cerradas a todo aquel que no fuese un cliente con
dignidad oficial.
No obstante, ella siempre seguía adelante, casi nunca se detenía para
comer o dormir. Mi propia fortaleza me sorprendía, pero la suya era
sobrenatural y yo temía cuál podría ser su final. Sus rasgos negro purpúreo
habían devenido de un verde grisáceo debido al esfuerzo, y su respiración
producía un siseo mientras avanzaba. Durante buena parte del tiempo yo
sospeché que Jibia aún no sabía exactamente quién era, cuál era mi identidad,
ni en qué época de nuestras existencias estábamos viviendo. Más de una vez
volvió a lanzarse a aquella tonta disputa sobre El Cuervo y mi diez por ciento.
En otra ocasión me lo contó todo sobre una aventura amorosa que estaba
viviendo (¿contra su voluntad?, no quedaba claro) con el agente de su
honorable amo, como si yo fuese una comprensiva joven actriz con la que
hubiera trabado amistad en el pórtico del teatro.
A lo largo de un día de pesadillescos despropósitos, ella se creyó Irene, y
habló acerca de la anatomía del rey Estricnina con vehemente obscenidad. Y
cuando al día siguiente intenté (oh, con muchísimo tacto) averiguar si aún se
hallaba bajo aquella horripilante delusión, ella me miró con los ojos abiertos
de par en par, como una niña obstinada, y dijo:
—No sé de qué estás hablando; por supuesto que soy Irene. Soy ella y soy
yo misma. Pensaba que tendrías el suficiente juicio como para saber eso.
Pero nunca perdía de vista el concepto de «viaje». Yo empecé a
comprender que no sabía hacia dónde se encaminaba, excepto que se trataba
de un lugar allende (o en medio de) las montañas del suroeste. Solía detenerse
en santuarios y templos e interrogar a los sacerdotes. No me permitía
presenciar esas conversaciones.
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veces se encuentran viviendo a expensas de los santuarios de la región y que
exigen contribuciones a los extranjeros.
Jibia expresó su deseo de hablar con él y me ordenó que saliera. Me
acerqué con cautela al muro del templo y conseguí oír algunas de sus
palabras. El hombre santo decía algo acerca de un río.
—Ah, no —parloteaba rápidamente—, ningún río. No en ese lugar. El
bosque estaba allí, desde luego, hasta que los legionarios lo talaron para hacer
una empalizada. ¿Estás segura con respecto al río?
Jibia hablaba con rapidez, en tono demasiado bajo para que pudiera oír lo
que decía.
—Ya veo, ya veo, mi querida señora, que insistes en ese río. Espera un
momento, había un lugar; yo nunca he estado en él. Mucho más arriba en las
montañas. Río, bosque, templo, asentamiento de casas como gradas, todas
ladera arriba, una encima de la otra… Pero ¿cómo lo llamaban…? Mi
memoria falla a estas alturas. El bendito Dios hace todo lo posible por mí,
pero ¿qué puede hacer, que sirva de algo, cuando es tan poca la gente que
acude aquí con ofrendas para él? Si yo pudiera prometerle una hermosa cabra
joven, por ejemplo, quizá fuese capaz de devolverme la memoria; no ha
tenido carne fresca desde…, vaya, querida, no sé desde cuándo…
Típico. Podía oír cómo ella contaba monedas que dejaba caer en el
codicioso platillo. Lo siguiente que oí fue que él preguntaba quién era el
hombre cojo que esperaba fuera (¿su esclavo, tal vez?), y si cabía la
posibilidad de que ella hiciera fecundo al bendito Dios con la ofrenda de una
hermosa señora como la que nadie podría ofrecerle jamás. No sé si, de hecho,
ella habría consentido en yacer con la obsequiosa criatura en caso de ser la
única manera de averiguar lo que quería saber; pero el hombre cojo que
aguardaba fuera no permitiría que el jorobado se tomara esas libertades. Entré
en el santuario, lo cogí por el cuello, posé mi cuchillo pirata sobre uno de sus
ojos, y le advertí que hiciera fecundo al Dios en ese momento y lugar, pero
sin ayuda de «mi esposa».
Lo hizo. El templo por el que la señora le había preguntado estaba a tres
días de viaje, subiendo por un valle que era así y asá; y juró, juró chillando,
que ningún ejército lo había destruido. A continuación vacié el cuenco de
ofrendas en mi bolsillo, aferré a Jibia por una muñeca y la saqué de allí hacia
la tormentosa intemperie. Tal vez si era yo quien la instaba a avanzar, en
lugar de ser al revés, ella aceptaría mi iniciativa y me explicaría el significado
de todo aquello. Pero me equivocaba por completo; se mantuvo en un silencio
impenetrable. Sin embargo, yo sabía que había oído la palabra «esposa».
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El valle se vio cada vez más transitado por columnas de legionarios que iban
de un lado a otro; gran parte del tiempo las evitábamos manteniéndonos en las
laderas superiores, que estaban constantemente cubiertas de lluvia y niebla.
Pero se produjeron una serie de incidentes atemorizadores. Dado que
sobrevivimos a ellos, no vale la pena relatarlos, aunque alguno de ellos tuvo
consecuencias.
Una patrulla de infantería, de ojos desesperados, sin afeitar y exhausta nos
detuvo, nos dio el alto en una aldea en ruinas (casi despoblada) para
comprobar nuestra identidad. Nos condujeron ante un oficial del pretorio,
muy enojado, en misión de espionaje. Se negó completamente a aceptar mi
cuento del «legado de intendencia».
—Tonterías, aquí no hay ninguna intendencia. Aquí los hombres comen lo
que pueden saquear, y eso es todo. Si no me dices la verdad sobre los asuntos
que te han traído hasta aquí, me lo dirá la mujer. No creas que no sé cómo
hacerlo. Además, mis soldados también lo saben.
Indiscutiblemente, era la ocasión para recurrir a la moneda mellada. Él
sabía lo que era, y me insultó por no estar a la altura de mi trabajo.
—Esa basura del legado de intendencia, ¿qué mierda de cobertura es ésa?
¿Cuánto hace que te dedicas a esto, cojo? ¿Y quién es la mujer?
Yo ya había adquirido un cierto conocimiento de las características de la
campaña en esta zona, y ahora recurrí a él. Le dije que había conocido a Jibia
en uno de los campamentos base, que ella había huido allí de los rebeldes de
Lucania. Había servido a un líder lucano, un jefe terrorista muy buscado al
que llamaban Esperanza Divina. Ahora me acompañaba a un lugar en el que
se habían hecho prisioneros, para ver si podía identificarlo. Adorné esto con
profusión de detalles circunstanciales, pero él sonrió burlonamente.
—Puedes estar seguro de que a quienquiera que hayan apresado, no será
ese asesino de Esperanza Divina. De todas formas, ¿dónde está ese «lugar»?
No he oído nada de que haya en las jaulas nadie de quien se sospeche que sea
un jefe…, nuestros hombres tienen tendencia a clavarlos en cuanto les ponen
las manos encima. Como procedimiento de espionaje, es completamente
derrotista, pero es satisfactorio.
Inventé un largo relato sobre una unidad avanzada que había establecido
su base al otro lado de unos barrancos insalvables, en dirección este, y él nos
dejó marchar de mala gana. Resultaba obvio que su propio conocimiento de la
disposición de las legiones por aquel espantoso territorio yermo era
extremadamente limitado; tuve la impresión de que el ejército de la Urbs
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estaba muy lejos de ganar la guerra, y que todo se reducía a una serie de
salvajes asesinatos en apartados rincones de desierto, sin demasiada
relevancia, con poco o ningún control del poder central. Al marcharnos, me
dijo:
—Haznos a todos un jodido favor, ¿quieres? Una vez que llegues hasta
allí y vuelvas a salir, si lo consigues alguna vez, ten preparado un informe
completo de cuantas personas veas, ya sean terroristas o de los nuestros; y a
cualquiera como yo con quien te encuentres, cuéntaselo todo. La única
manera que tenemos de salvar la vida aquí, es saberlo todo de todas partes.
Esa moneda mellada tuya no es sólo para que los maricones del pretorio les
saquen brillo a sus cifras, ¿sabes? Dios, ya nos vendría bien que La Mancha
regresara.
Los tres días del «hombre santo» resultaron ser una apreciación demasiado
optimista. Caminamos durante una semana, y al final estábamos muertos de
hambre, con la ropa hecha jirones, con los cuerpos molidos y contusionados,
y los pies dentro de las gastadas sandalias convertidas en un pútrido amasijo
negro.
Jibia, que iba delante, fue la primera en ver el templo, al trasponer la cima
de una colina dentada. Se dejó caer entre rocas y arbustos espinosos,
contemplando el profundo valle del otro lado, aguardando a que me arrastrara
hasta su lado.
Bueno, hubo un templo, en efecto, las columnas de piedra aún se
mantenían erguidas, al igual que la mayoría de las vigas (una estructura negra
en forma de araña) se alzaban de la informe pila de muros de adobe y tejas
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derrumbadas. Detrás del templo sobre la lejana ladera, se encontraban los
restos del «asentamiento». ¿Gradas? Tal vez en otro tiempo. Ahora parecían
un panal de abejas pisoteado por un caballo. El bosque continuaba allí:
gruesos árboles enanos en el fondo del valle, maleza descuidada que
estrangulaba el abandonado recinto del templo. Y allí estaba también el río…
crecido; llovió incesantemente desde el día en que salimos del santuario.
Jibia estaba murmurando, en voz baja al principio, y luego rápidamente,
aumentando de escala en trastornado crescendo:
—Nada —decía—, nada, nada en absoluto, nada, todo desaparecido,
desaparecido, desaparecido, desaparecido… ¡NO…!
Y con un último alarido agudo se lanzó hacia delante, tan rápida como
una jabalina al vuelo, pasando por encima de piedras redondeadas, de
esquisto, por caídas verticales, saltando y tropezando, atravesando sin
dificultad arbustos y enredos de maleza hasta desaparecer de mi vista entre el
follaje, allá abajo.
Yo la seguí con mucha prudencia. Mi pierna lesionada sabía demasiado de
laderas como ésta. Al llegar abajo me vi detenido por el furioso río. Sin
embargo, de alguna forma Jibia lo había cruzado, y podía oír su voz que
gritaba como un lobo entre los árboles del otro lado.
Si ella podía hacerlo, yo también…; que Dios nos ayudara a ambos; tenía
que poder. La fuerte corriente fría me cubrió hasta el pecho; golpeándome
corazón y pulmones como un martillo; mis pies tropezaban con piedras
grandes y pequeñas; caí bajo el agua cuando estaba en medio y por poco me
arrastra la corriente, pero logré llegar al otro extremo. Me tendí al borde
mismo de la margen, con medio cuerpo aún dentro del torrente, incapaz de ir
más allá. Enfrente, por entre las hojas empapadas, podía ver a Jibia que corría
por el recinto, deteniéndose repentinamente aquí y allá tratando de identificar
los restos (el plinto de una estatua, un tramo de escalones), y luego
apresurándose hacia el siguiente, en una espiral de desesperación, que iba en
aumento al comprender el pleno alcance de la ruina y destrucción del
santuario. Luego ascendió por la colina hasta las casas asoladas, aún
corriendo y tropezando, aún aullando.
Tres famélicos montañeses, cubiertos con pieles de cabra sin curar y
pertrechados con piezas sueltas de legionario, salieron de detrás de un muro
semiderrumbado, y silenciosamente se interpusieron en el camino de Jibia. En
ese mismo momento, algunos más (siete u ocho, no me molesté en contarlos)
aparecieron en la margen del río a menos de un paso de mis brazos
extendidos.
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Aunque hubiese podido moverme, no habría podido huir de ellos.
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Él se detuvo tan abruptamente como había empezado, y me miró con
expresión escrutadora.
—Ya veo, no te importa observar esto. Sientes algo por ella, está claro, ya
que de lo contrario, ¿por qué la habrías hecho cambiar de ropa? Eres un
griego, no un romano… o un sirio, ¿no? Continuaré. —Pero no lo hizo. La
extraña pasividad de Jibia lo perturbaba, y tal vez lo desconcertaba tanto que
preguntó—: ¿Está enferma?
—Es su mente la que está enferma —repliqué—. No sacarás nada de ella.
No es… no es decente golpear a una pobre mujer lunática.
La voz se me quebró mientras hablaba.
—Por supuesto que no lo es —me contestó él—, pero resulta útil. Vas a
hablar, ¿no es cierto?
Comenzó a golpearla otra vez, sólo para volver a detenerse en seco.
—Se me ocurre que un agente romano no viajaría por esta región con una
lunática, si tuviera cualquier propósito militar serio. ¿Te importaría decirme
quién es, antes de que le haga más daño? Bien cabe la posibilidad de que
pertenezca a nuestro pueblo y yo esté cometiendo un error. —Se sentó sobre
una pila de baldosas y aguardó mi respuesta. Yo lo miré fijamente, con
impotencia. ¿Una explicación para este hombre despiadado?
—Por supuesto que ella es de vuestro pueblo —fue cuanto pude articular
—. ¿Es que no te das cuenta de nada cuando ves una mujer de este modo…?
—No —me interrumpió él—. ¿Cómo podría? Soy un terrorista, no un
médico. Espero a que tú me lo expliques. Empieza por el principio.
Pero ¿dónde estaba el principio? ¿En las Murallas del Amor? ¿En Éfeso?
¿En Pérgamo, incluso? Hice una serie de comienzos en falso, hasta que perdió
la paciencia, me hizo desvestir también a mí, y la emprendió contra mí con el
bastón, poniendo especial cuidado en golpearme la parte lesionada de la
cadera. Debido a que estaba gritando e intentando protegerme, no vi que Jibia
se levantaba ni oí que empezaba a hablar. Para cuando Esperanza Divina me
concedió un respiro, ella ya se encontraba de pie apoyada contra un rincón, y
hablaba muy rápidamente con voz enronquecida, autoritaria, parecía incluso
medio racional.
Le contaba a este diablo cruel lo que a mí se había negado a contarme: le
explicaba por qué buscaba del templo, tenía la seguridad de haber estado
antes allí, sabía qué aspecto tenía el lugar, había perdido todo rastro de su
nombre y emplazamiento, toda noción de por qué había estado allí, salvo que
era la «vida», la totalidad de su «vida», y que no podría «vivir» hasta que lo
averiguase.
Página 251
—Si supiera por qué estuve aquí, sabría cuál es la razón de todo.
Tiró de la empapada faja y bajó la parte delantera de las bragas hasta dejar
completamente a la vista la cicatriz que atravesaba su vientre.
—Esto —dijo—, esto, ¿cuándo sucedió? ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Y por qué
sueño con ella en el mismo sueño en que veo este templo, este bosque, el río,
las casas?, ¿por qué…? Y, oh, Dios, ¿quién ha destrozado este lugar y dónde
está toda la gente?
2 Rabiosos
Sin cambiar de expresión, salvo cierto gesto especulativo de chuparse las
mejillas, él dejó el bastón en el suelo y respondió a la última pregunta.
—Nosotros lo destrozamos, porque los romanos estaban aquí. Toda la
gente se había marchado antes de ese momento…, la mayoría de ellos sanos y
salvos, según creo. Esto era el santuario de una diosa del buen parto, y
también un hospital; además de un orfanato para los niños cuyos padres se
negaban a conservarlos, pero no querían abandonarlos a los milanos sobre la
colina desnuda. Se hablaba muy bien de las sacerdotisas, por sus artes
médicas y de parteras; proporcionaban encantamientos para remediar la
esterilidad, y también para provocar el aborto. Muy bien pudieron abrir el
vientre de una mujer viva y extraer a un niño, pero no sé lo bastante al
respecto como para decir por qué habrían de hacer algo semejante. Como ya
sabes, no soy médico.
Estas palabras me las dirigió a mí, como si esperase que yo pudiera
expresarlas de forma comprensible para una lunática. No obstante, no sabía
cómo hacerlo y guardé silencio en la medida en que el entrechocar de mis
dientes y los temblores del dolor me lo permitían. Pero Jibia pareció haber
captado la esencia de aquellas palabras; se sentó lentamente, aún acurrucada
contra el rincón, y meció su cuerpo de un lado a otro, rodeándose el pecho y
los hombros con ambos brazos. No intentó volver a cubrirse con la ropa,
cuyos harapos yacían desparramados por el suelo a su alrededor. Habló como
para sí misma:
—No, no, allí no había nada, era una fantasía de El Cuervo, él me confirió
esa apariencia inflada, hinchada, de modo que yo pensé, oh, oh, Dios mío,
cómo pude no pensarlo, ella ha hecho una vida de mi vida; pero era
hinchazón, agua estéril, burlón gorgoteo de aire. Y aquí, cuando no pude dar a
luz nada, ¿lo buscaron ellas con sus cuchillos…?
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Pero si Jibia estaba dispuesta a creer eso, yo no lo estaba. La cara de
Esperanza Divina me dio valor; no se había suavizado, exactamente, pero
juraría que el bastardo sentía interés. Decidí entonces explotar ese interés; no
podría empeorar las cosas.
—Tú tienes que saber adónde fue la gente —dije—. Los sacerdotes…
—Sacerdotisas, la mayoría. Había unos pocos hombres, eunucos, según
creo.
—Pero ¿a dónde fueron… y quién se hizo cargo de los niños?
—Para serte franco, ni lo sé ni me importa. Mi misión era quemar este
lugar y matar a los romanos que se hubieran instalado en él. Y lo hice. Aún
hoy encontrarás sus cadáveres entre la maleza. Yo los dejé allí. Lo hice yo, y
yo nací aquí. Mi madre había perdido tantos embarazos que temía que
muriese si volvía a parir sin atención especial. Hubiera sido mejor que la
dejaran en paz.
No iba a ser yo quien le discutiera eso. Pero debía mantener su interés;
sentía una profunda aprensión ante la posibilidad de que desapareciera
repentinamente ese nuevo estado anímico suyo, de meditabunda melancolía
(que no correspondía en absoluto a su carácter de jefe guerrillero), y decidiera
emplearse un poco más con nosotros, valiéndose del bastón. Lo insté a que
nos dijera si había alguna posibilidad de que hubiesen sacado del valle a
algunos de los niños del hospital con vida…; eso sucedió hacía más de un
año, y, seguramente, entonces los romanos no cerraron toda la región como
habían hecho ahora.
Los hombres se inquietaban, no entendían el griego, quizá pensaban que
su jefe y yo preparábamos algún acuerdo traicionero que violaba el derecho
que tenían a ser consultados. Esto irritó a Esperanza Divina, y se volvió
contra ellos, furioso. Tras imponerse, fue evidente que consideraba necesario
continuar con nuestra conversación sólo para dejar bien claro quién mandaba.
Así pues, me informó, con bastante detalle y de la forma más considerada,
que en efecto la mayoría de los niños habrían sido trasladados sanos y
salvos…
—Si no lo fueron, sin duda han sido capturados y vendidos. Bueno, tanto
si ahora se encuentran libres como en esclavitud, son dignos de envidia, ¿no
te parece? Están fuera de aquí, todos ellos, lejos de estas montañas
demenciales. El santuario ha quedado eliminado. Los únicos que permanecen
aquí están locos, locos como esta negra. ¿Qué otra cosa podemos ser
nosotros? Os prendemos y os azotamos con cañas sin tener mejor razón que el
hecho de no conoceros. Cuando todos los caminos que conducen hasta
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nosotros, hasta nuestro cubil de lunáticos, están flanqueados por aldeas
quemadas e hileras de putrefactas cruces, ¿qué otra cosa espera el mundo
cuerdo? Yo soy un hombre educado, ¿hablo correctamente el griego…?
Desde luego que sí, me apresuré a afirmar.
—Y sin embargo te he cubierto el cuerpo de marcas. Y también a ella.
Pero, dime, ¿qué otra cosa podría hacer?
A estas alturas estábamos los tres, sin razón aparente, acuclillados en el
suelo; Jibia en el rincón, yo de cara a ella a pocos pasos, Esperanza Divina a
un lado y en medio de los dos, mirando con ferocidad de un rostro al otro…,
su última frase iba dirigida sólo a ella. Él iba vestido y armado; nosotros dos,
desnudos o casi, cubiertos de sangre por todas partes. Oh, sí, era una
combinación absurda, sin ninguna forma aparente de resolverla, quienquiera
que fuese el necio director de escena que tan descuidadamente lo había
esbozado. Y en torno a nosotros, guerreros lucanos de pie, con la espalda
vuelta hacia los escalones que ascendían desde la bodega, manoseando sus
armas, desconcertados, nerviosos, demasiado dispuestos a saltarnos encima
ante alguna señal imperceptible de su jefe.
Jibia, con los ojos de par en par, desorbitados, y la boca entreabierta,
miraba a los ojos de Esperanza Divina.
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tratado») y desmembraron la nación itálica, después de todas nuestras largas
luchas, en un puñado de grupúsculos, cuando antes, durante muchos años, no
habían podido lograr con su crueldad e intransigencia nada más que
confirmarnos en la postura que habíamos adoptado. Pero nosotros… me
refiero a nosotros solamente —especificó al tiempo que con un barrido del
brazo incluía a sus hombres y los estrechos límites de la bodega—, y a unos
pocos cientos más, los que estamos en estas montañas, echamos una mirada a
la esperanza que se nos ofrecía, y no vimos nada de aquello por lo que
habíamos luchado. Con sus tratados, los de la Urbs están buscando una
manera de gobernar Italia según su conveniencia, por el método de convertir a
cada italiano en un romano…; que en efecto es lo que habíamos pensado que
queríamos… hace tiempo. Pero ya no. Porque ahora vemos que buscan
gobernar el mundo entero, constituyendo para siempre sus ejércitos con todos
nuestros jóvenes. ¡Mientras que nosotros, con nuestros propios recursos,
habíamos construido una nación propia! O el sueño de una nación. La
esperanza de ella. No fue suficiente… Así que, en lugar de convertirnos en
manadas y rebaños, nos transformaremos en bestias salvajes, rabiosas.
Estamos locos y volvemos locos a los demás. Es nuestro único derecho a la
existencia. Si mañana cesáramos de luchar, e hiciéramos la paz, ¿dónde
acabaríamos? Nadie volvería a oír hablar nunca de Lucania.
Uno de sus hombres dijo algo con tono de impaciencia. Esperanza Divina
se puso en pie con gesto brusco y entrechocar de arneses.
—Muy bien —le espetó en su propio dialecto—, ya basta, podéis
matarlos, no nos sirven para nada.
El dialecto, aunque semejante al latín, no me resultaba fácil de
comprender, así que es posible que le entendiera mal, pero preferí no correr
ningún riesgo por pasividad. También yo me puse en pie de un salto, gritando
y chillando que nosotros no éramos de la Urbs y que no teníamos
absolutamente ningún deseo de que lucano alguno fuese persuadido de
establecer la paz con nadie en ninguna parte… ¡por favor!
Tal vez sí que le había entendido mal, porque ninguno de sus hombres se
movió, y él mismo se puso a reír otra vez, ahora duchándome a mí con saliva.
Su risa no era equilibrada; rugía, ululaba y ladraba. Y entonces Jibia se unió a
las carcajadas. Sin levantarse, rió hasta que empezaron a caerle lágrimas,
sacudiéndose como si quisiera que le saltaran todos los dientes a fuerza de
estremecimientos.
A través de sus momentáneos ahogos y sollozos de risa, se puso a hablar,
confusamente, pero con sentido, con un cierto sentido. Le dijo a Esperanza
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Divina, en una ráfaga de desarticuladas frases precipitadas, que si cesaba su
lucha él moriría y la Urbs viviría, a menos que…, a menos que…
—… a menos que les dejaras un testamento, una última voluntad, ¿por
qué no lo haces? Un legado… déjaselo todo, toda la rabiosa locura en un buen
regalo… —Tendió una mano y se apoderó de mi capa que yacía sobre el
fangoso suelo. Sus dedos se deslizaron a lo largo de la costura hasta que
encontró lo que yo había ocultado allí (yo no sabía que ella estuviese enterada
de dónde estaba): mi moneda mellada. Tironeó de las puntadas, éstas
cedieron, y la moneda cayó. Esperanza Divina, que ya no reía, se lanzó sobre
ella como un veloz gato salvaje. Era un entendido de monedas melladas. Al
igual que sus hombres. Ahora, ellos matarían.
Pero no lo hicieron.
Esperanza Divina le preguntó a Jibia, en voz muy queda, si comprendía
qué le había dado. Ella le contestó, en voz no menos queda, que sí. La
moneda mellada, dijo, era la marca de El Mulero a través de Peloplateado, y
El Mulero necesitaba a Esperanza Divina, y Esperanza Divina lo necesitaba a
él. Si quería que ella le dijera cómo usar la moneda mellada para poder salir
de las montañas demenciales, tenía que contarle lo que ella quería saber. En
su voz había una astuta inteligencia, pero tras ella se percibía el impulso casi
incontrolable de una mente desesperada, totalmente angustiada.
Entonces él nos dejó a solas; nos entregó la ropa, y salió para conferenciar
con sus guerreros. Yo me senté en el suelo y sentí odio hacia él; nunca había
visto a ningún pirata golpear a una mujer del modo que él lo había hecho con
Jibia.
Ella yacía en el piso, enroscada bajo la capa. Gimió un poco para sí, y se
quedó dormida sin haberme dicho una sola palabra.
3 Un intercambio justo
Era incapaz de dormir; me sentía aguijoneado por el dolor y la cólera. No sólo
detestaba a ese fanático, Esperanza Divina, sino que también odiaba a Jibia.
Sólo podía pensar en ella con aversión y resentimiento; hasta entonces creía
que tal vez estas emociones se habían desvanecido tras su baño en el mar y su
aparente regreso a algo parecido al mundo presente. Pero no resultó ser ése el
caso.
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No me pregunté qué sentiría si hubiésemos encontrado el templo intacto y
floreciente con, por ejemplo, un jardín de hierba cuidada lleno de niños
haciendo volteretas, y uno de ellos, uno de ellos… ¿él? ¿ella?, ¿qué nombre
podrían haberle dado las sacerdotisas? ¿Esperanza Divina, quizá? Bueno, si
eso hubiese sucedido, seguro que mis pensamientos se habrían adaptado a los
acontecimientos. Tal y como estaban las cosas, el orden era lucano. El último
maldito bastión lucano, y Jibia era partidaria de ellos. Tal vez hice mal en
culparla; ella debía haber perdido todo criterio de comparación. Irene era la
verdadera culpable. La Irene del rey Estricnina. De no haber sido por Irene…
Pensé en Irene y (por primera vez desde que el Lady Yael había llegado a
la costa de Ostia) sentí que el estandarte de batalla de mi apático sexo se
agitaba, podría decirse, en la brisa. Considerando la fuerza con que me habían
golpeado entre las piernas, esto era bastante milagroso… aunque en absoluto
un milagro agradable. Tener una erección entre las piernas en semejante
coyuntura, y nada menos que por el recuerdo de cómo le había permitido a
Irene que me manoseara, acariciara, chupara, lamiera y arañara hasta llevarme
a la servidumbre libertina, cuando cada partícula de mi cerebro me advertía
que lo único razonable que podía hacerse era salir de las Murallas del Amor, y
salir tan rápido como fuese posible…, era algo peor que humillante; no estaba
para nada de acuerdo con mi identidad de «imagen de Dios» (un concepto del
libro de Habacuc, creo; no recuerdo que nuestra filosofía lo expresara de esa
manera); más aún, sólo me recordaba de que Irene estaba… eliminada, como
este templo. Como los lucanos.
Lo estaba.
Pero tenía el miembro tieso y debía hacer algo al respecto. En ese preciso
instante, lo mismo habría metido a la ansiosa criatura en la desdentada boca
de El Mulero, que en cualquier parte de Jibia. Desvié mis meditaciones,
brevemente, a mi alborotadora gordezuela de Iliria, y recordé cómo había
chillado una vez en que le azotamos el blanco trasero con mi cinturón y el
extremo de la cuerda, con qué rojez había brillado su redonda blancura, con
cuánto enojo pero agradecimiento a la vez se la había clavado en su
desobediente culito inmediatamente después… ah, eso estaba mejor, no había
problemas con los recuerdos de pirata; ahora podía masturbarme sin
experimentar más desprecio hacia mi persona, y lo hice.
¿Qué clase de hombre repugnante era yo?
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Dos de los lucanos abrieron el cerrojo de la puerta de la bodega, entraron y
sacudieron a Jibia para despertarla; a continuación le dijeron que debía
acompañarlos para hablar con Esperanza Divina. Les pregunté si era posible
que encontraran algo de comer para nosotros, y si no se daban cuenta de lo
mojados y ateridos que estábamos. Nos moriríamos de neumonía. Me
contestaron que no estaba peor que ellos mismos; y que si uno se dirigía a las
colinas, era hacia esto hacia lo que se dirigía, y debía sacar el mejor partido
posible. Al salir, echaron el cerrojo.
Más tarde (ya había oscurecido), entró el propio Esperanza Divina. Jibia
estaba con él. Llevaban una débil linterna ciega. Él dijo que, aparte de la
linterna, nada de fuego, nada de luces en estos escondites, que había
demasiados romanos por la zona, que algunos incluso podrían haber
ascendido por la ladera de la montaña para reconocer el territorio; de vez en
cuando se comportaban de manera eficiente.
—Estamos en una bodega —puntualicé yo.
—Es un principio —respondió él—. Cuando lo permites una vez, los
hombres se vuelven descuidados, olvidan, dejan puertas abiertas, dejan ver
humo durante el día. Cada hora, cada día, nos vemos obligados a imponernos
obligaciones…
Le pregunté qué había sido antes de la guerra, ¿director de escuela? Hizo
caso omiso de mi sarcasmo, y respondió como si se lo hubiese preguntado en
serio.
—No, señor; era abogado. Miembro fundador del Comité de Defensa de
los Derechos Civiles de mi pueblo. Me especialicé en ley constitucional, y
tenía mucho que hacer aconsejando a Armonía acerca de sus deliberaciones
sobre el derecho de sufragio ante el Senado de la Urbs. Pero los de la Urbs
rechazaron toda reforma constitucional, y luego asesinaron a Armonía. Llegué
a la conclusión de que las leyes habían sido abolidas. Busqué otra profesión, y
la encontré. Hoy, como puedes ver, soy incapaz de dejarla.
»Sin embargo, parece que nuestro amigo El Mulero tiene una utilidad para
mí y mis hambrientos muchachos. Por cierto, fue uno de sus subordinados
quien escogió este templo como lugar más apropiado para instalar a los
legionarios. Su calavera se encuentra sobre una pica, dentro del templo, donde
antes estaba la estatua de la diosa; creo que no habrás tenido ocasión de verla.
¿Y El Mulero se encuentra ahora en África? Bueno, pasará algún tiempo antes
de que pueda regresar. Si por entonces aún nos encontramos aquí, le
enviaremos tu moneda mellada y le ofreceremos nuestros servicios. ¿Estás
seguro de que como recompensa nos otorgará los plenos privilegios de la
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Urbs? Quiero decir, ¿plenos? Tenemos que sacar todo lo que podamos. Es
nuestra última voluntad y testamento. ¿Por qué no?
Yo no le entendí del todo, aunque tenía una leve idea. Así pues, asentí con
la cabeza…
Más o menos en ese punto de su discurso me sentí invadido por el frío,
una clase de frío diferente del que se había apoderado de mí durante todo el
día. Verás, era por el hecho de que él fuese El Cuervo.
Antes, no lo era; y dado que la luz de la linterna no llegaba a sus
facciones, me resulta difícil explicar cómo sabía que ahora sí lo era. Su voz
no había cambiado, las palabras eran por completo propias de Esperanza
Divina.
Pero, oh, sí, ya lo creo que era El Cuervo; me sentí helado; y me puse a
sudar.
—Ésta es mi parte del trato —dijo—. He hecho lo que he podido por esta
señora. El incendio que destruyó el hospital no consumió todos los archivos
recientes. Muchos de ellos estaban escritos en tablillas de arcilla, a la manera
antigua; los funcionarios del templo son diligentes. La lengua no resulta fácil
de entender, pero la señora ha podido descifrar lo bastante como para
convencerse de que hace dos años ella estuvo aquí, y dio a luz. Y también ha
hecho una conjetura sobre lo sucedido con el niño.
»En el momento de la evacuación, se lo llevó uno de los servidores del
templo, el archivero Cluilio, separándolo de los demás niños. Ella te hablará
del asunto en su momento…, si quiere hacerlo. Le he entregado las
inscripciones esenciales. Mañana os pondrán en camino con uno de mis
jóvenes. Os introducirán lo bastante tras las líneas romanas como para
asegurarnos de que no tengas que presentar tu moneda mellada. Te
encontrarías en apuros si necesitaras de ella, porque voy a conservarla en mi
poder…, la necesitaré para darme a conocer confidencialmente ante ese tal
Peloplateado, cuando tenga oportunidad de verlo. Os permitiré llevaros el
equipaje, y algo de vuestro dinero. Nosotros necesitamos dinero, aunque sólo
sea para sobornar con él a algunas personas. Por lo tanto, tendré que expropiar
una parte del vuestro. Ah, con respecto a vuestro equipaje, encontramos esto
en el fondo de tu bolsa. Está muy mojado, casi desintegrado.
Era el borrador, manchado de vómitos y vino, del proyectado discurso de
El Mulero ante el Senado. Esperanza Divina parecía sonreír. Me entregó el
pulposo objeto y añadió:
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—He logrado distinguir las palabras. Me ha ayudado a encontrar sentido a
lo que intentaba decirme tu señora, cuyo discurso continúa sin ser del todo
preciso. De vez en cuando ha hablado como si fuese mi alumna, lo cual
resulta extraño, dadas las circunstancias. Estuve pensando en quedarme con
este escrito y usarlo para fortalecer mi postura cuando llegue el momento de
negociar. «Es muy posible que los tipejos pidan demasiado…». Revelador; es
el talón de Aquiles. ¿Tal vez debo demostrarle que estoy enterado de todo…?
Pero no. Soy abogado, y sé que los documentos presentados requieren una
prueba de su autoría. Éste no la tiene… Pero deduzco que ambos habéis
estado relacionados con el teatro, ¿me equivoco? Me atrevería a decir que éste
podría ser un buen discurso para un actor cómico. ¿Una voz fuerte de
entonación satírica? Ahora me gustaría muchísimo oír un trozo de una obra
real, una obra trágica. Y haré una excepción: permitiré que se encienda una
luz. Venid.
Nos condujo al exterior de la bodega a través de un laberinto de ruinas,
bajo la luz lunar (la lluvia había cesado), hasta llegar al único edificio cuyo
tejado estaba intacto. Se trataba de un gran establo bajo y sucio; aún se
encontraban en su sitio algunos de los pesebres para caballos, cuyos ángulos
en sombras oscilaban a la luz de dos toscas antorchas, metidas en marmitas en
el extremo más lejano.
Aproximadamente una docena de guerreros se hallaban sentados sobre la
paja putrefacta, aguardando. Esperanza Divina condujo a Jibia al centro, entre
las antorchas. Las llamas proyectadas sobre su rostro me mostraron
claramente que se trataba de El Cuervo.
Me pregunté qué demonios sucedería. No podía pensar en la posibilidad
de que ella, en ese momento y en aquel lugar, fuese capaz de ningún tipo de
«interpretación»; en realidad, tenía los ojos tan inexpresivos como tapones de
ánfora; abrió la boca como un pez, impotente, trastornada. Avancé con
intención de evitar que las cosas fuesen más lejos.
Dos lucanos apoyaron sus dagas contra mi estómago. Me quedé donde
estaba.
Dios, pero esto era una trampa. Una trampa en forma de prueba sorpresa;
si Jibia no hacía lo que esperaban de ella, supondrían que era un fraude, ¿y
qué clase de fraude si no el de un moneda mellada romano? Sólo Dios sabía
con qué lentitud nos asesinarían. Oh, y aquí estaba yo una vez más, un doble
agente que se orina en el desordenado dormitorio de La Mancha; un
prevaricador que evade impuestos en la «habitación trasera» de mi padre; un
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niño mudo, acorralado contra la pared de la letrina de la escuela a la hora de
los juegos…
4 El emperador Darío
Esperanza Divina se recostó contra el poste, sus destellantes ojos de Cuervo
miraban duramente a Jibia mientras ésta permanecía con los hombros
hundidos ante él, los pies inexpresivamente separados, las manos laxas junto a
los muslos, la cabeza levemente inclinada.
—Ésta no es la mejor puesta en escena de la poesía trágica —dijo—. Es
necesario decorar la escena. —Mientras hablaba, entró uno de sus hombres
con algo bajo la capa—. He dado instrucciones para que tuviéramos al menos
una señal de la presencia de Melpómene[33].
El hombre abrió su capa y sacó un cráneo leproso; no se trataba de un
cráneo limpio, sino que aún tenía adheridos trozos de su antigua carne, y de él
colgaban cabellos negros. Hedía. La punta de la lanza que había matado al
dueño estaba clavada en una de las cuencas de los ojos y sobresalía por la
parte trasera.
Esperanza Divina clavó la punta de la lanza en el friso del establo, muy en
lo alto, detrás de Jibia.
—Ahora —dijo—, actúa. Pero bueno… —dijo—, ¿miedo escénico?
Vamos, niña, tú no eres nueva en la profesión. Esquilo… hazlo vivir,
recuérdalo, y tú, tú misma… ¡vive! Ahora —dijo—, el majestuoso Esquilo.
¡Ta-tum, ta-tum, ta-tum, ta-tum! —Movía bruscamente la cabeza hacia ella
como si fuera la punta de una alabarda, daba palmas al ritmo de la antiquísima
métrica; era El Cuervo, y su pequeña discípula estrella estaba a punto de
avergonzarlo en público, cosa que no estaba dispuesto a tolerar.
Jibia se estremeció, parpadeó, sacudió la cabeza; y súbitamente se
apoderó de ella la feroz dominación de aquel hombre alumbrado por las
antorchas. Se produjo una metamorfosis de postura, de estatura, de expresión,
todo en un momento. El fantasma del emperador Darío llenó la escena con el
enorme castigo del momento culminante de Los persas. No pensaba que ella
aprendiese ese monólogo, y ciertamente nunca se lo había oído recitar; pero
ahora manaba de su boca y las palabras eran exactas hasta la perfección. Y
más aún, ya no se trataba de un discurso sobre Jerjes de Persia. El hinchado
cuello de El Mulero se hacía más grueso con cada sílaba.
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De tantos que han marchado a la guerra, tan pocos regresarán.
El mágico arte nos cuenta la profecía de Dios,
que es así interpretada por la sabiduría terrenal
de acuerdo con estas noticias, será cumplida
hasta la última calamidad. La esperanza del rey Jerjes
es vacua: que huya de la vengativa Grecia
y deje atrás sus más nobles caballos y hombres;
no volverá a oír el metálico estruendo
de sus orgullosos arneses ni el grito de sus trompas.
No atisbará sus estandartes cuando caigan
entre lamentos en Beocia junto a la corriente
del rápido río Asopo, en la planicie.
No marcará el ritmo de su acongojada marcha
a través de resecos campos griegos, condenados a la muerte
atrayendo el merecido de su fracasada insolencia.
De norte a sur han derrumbado los templos,
han derribado los altares, arrancado y estrellado,
haciéndolos pedazos, los esculpidos dioses
que estatuarios deiformes habían colocado
para la adoración y el encomio humanos. El sacrilegio
de las viles y persas manos es ahora pagado
con dolor y terror persas en esos campos.
Y aún queda más por venir: el copioso caudal
de la fontana de ardiente catástrofe mana todavía
sin freno y rojo bajo las murallas de Platea,
donde las estocadas de las picas de Doria henderán
el seno de Persia en sangre inconmensurable.
Montones de cadáveres advertirán con muda lengua
a toda la posteridad, que el hombre inmortal
en su orgullo debe ser derribado:
su espléndida flor es necedad que se lleva el viento,
su jocunda cosecha, segada con un canto interrumpido,
estrangulará la garganta ahogada por las lágrimas.
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saloma macarrónica de las que se cantaban sobre el Lady Yael; estaba
decidido a ponerlos en movimiento… ¿y puedes creer que tuve éxito?
… y así continuaba, con otras seis o siete estrofas filosóficas, algunas más
toscas que otras. Luego la canción dejaba caer ciertas sofisticadas
insinuaciones de cariz político… alianzas, confederaciones, etcétera…
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Era algo muy estúpido y carente de sentido, pero la tonada y el estribillo se
metieron debajo de sus pieles picajosas de hombres insatisfechos, y rugieron
las palabras conmigo, contribuyendo con sus propias estrofas (ni peores ni
mejores que las mías), y al final, se tomaron de las manos y dieron vueltas y
más vueltas pisando fuerte, hasta que la llama de las antorchas se estremeció
y Esperanza Divina, malhumorado, les llamó la atención para que hicieran
menos ruido y recordaran dónde estaban. Pero pude ver que me admiraba por
el descaro de la actuación; no me volvería a pegar, no me mataría. Y Jibia,
por fin, nos abrió de par en par su alma, gracias a Dios que la había abierto…
Nos dieron comida (harina de avena rancia y agua fría), y dormimos sobre
la paja (entre todos ellos, abrigados y pegados los unos a los otros, brazo
sobre muslo) como si fuera el lecho de un sátrapa.
Una hora antes del alba, uno de los «muchachos» de Esperanza Divina nos
despertó a Jibia y a mí. No era demasiado joven, se trataba de un nervudo
veterano de mal temperamento, con el pelo gris erizado, una hilera de
almenas de dientes rotos en el semblante de un mono comedor de hombres,
todo fruncido por cicatrices y malignas intenciones. Dijo, con la menor
cantidad de palabras posible, que era el encargado de que saliéramos sanos y
salvos de la zona de guerra, que sus exploradores les habían comunicado que
los legionarios de la Urbs estaban acercándose más al valle y cuáles eran los
caminos que habían seguido durante la última jornada, y que no podríamos
salir por el mismo camino que por el que habíamos entrado.
—Es dos veces más largo —dijo— y más abrupto, y tres veces más
difícil. Preparaos. Pero yo siempre puedo verlos antes de que me vean a mí;
no detectarán vuestra presencia.
Le pregunté por qué, si los exploradores lucanos eran tan expertos, Jibia y
yo habíamos logrado llegar al templo sin que nos vieran.
Su expresión fue la misma que si acabara de comerse un trozo de áloe.
—Os vieron, greco. Fuisteis avistados a tres millas. Queríamos saber
adónde ibais, eso es todo; y asegurarnos de que no erais más que dos. —
Llevaba una bolsa con raciones secas, y nos ordenó que dejáramos la mayor
parte de nuestros pertrechos—. Me importa un cuerno lo que dijo anoche el
jefe. Os estorbaría y haría que os apresaran, no vais a llevarlos. Durante los
próximos días no haréis nada excepto lo que yo os diga que hagáis.
¿Entendido?
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—Entendido —dije, y nos pusimos en camino. No vimos a Esperanza
Divina para poder despedirnos.
Realizamos un viaje terrible. Nos movíamos sobre todo por la noche.
Durante el día nos ocultábamos en cuevas y bajo arbustos, y en una ocasión
estuvimos entrando y saliendo de un pequeño lago. De vez en cuando
establecíamos contacto con centinelas lucanos, apostados en lo alto, entre
rocas, para mantener a las patrullas romanas del valle vigiladas. A veces
alguno abandonaba su puesto y nos acompañaba, conduciéndonos con
cuidado, hasta dejar atrás algún nuevo peligro que hubiera surgido desde que
nuestro guía había transitado ese camino por última vez.
No teníamos ni tiempo ni energía para conversar, aunque en una ocasión
le pregunté a Carasimiesca por la situación militar. Si las fuerzas de la Urbs
ocupaban ahora tanto territorio, ¿cuánto transcurriría hasta que la banda de
Esperanza Divina se viera obligada a cambiar de sitio, y a dónde podía ir? En
otra época, nuestro acompañante fue jefe de exploradores de una centuria de
la Urbs, sabía de qué hablaba.
—Esas columnas no pueden meterse en una parte de las colinas sin salir
de otra; cuando dejan vacía una zona, entramos nosotros. No hay problema.
Cada día somos menos y necesitamos menos espacio. Y también ellos son
cada vez menos. Ese Mancha suyo ha retirado de aquí a la mayoría de esos
bastardos para llevárselos a Asia. Te aseguro que, con mucho, era
condenadamente peor para nosotros antes de que se marcharan. Viviremos, o
al menos vivirán los suficientes, para ayudar a El Mulero a regresar a la Urbs.
Y entonces, por Dios que sabrá quiénes son sus amigos. ¿O acaso no?… Por
supuesto, greco, ellos pueden sorprendernos, siempre pueden encontrar a un
nuevo general, otro Mancha quizá, y luego echársenos encima de verdad.
Greco, si eso sucediera, nosotros moriríamos. Muy probablemente nos
llevaríamos a una legión con nosotros.
Estaba preocupado por Jibia. Las fuerzas, al final, y de modo repentino,
comenzaban a fallarle. El problema ya no era que saliese disparada,
haciéndome correr desesperadamente tras ella. Descubrió lo que había ido a
descubrir; arregló lo que había ido a arreglar; recobró sus dotes de actriz; no
le quedaban reservas. Carasimiesca y yo tuvimos que subirla por los tramos
peores, y nos deteníamos con frecuencia para descansar. Su valentía no había
mermado, e incluso contaba chistes amargos sobre su incapacidad, pero cada
vez resultaba más y más dudoso que fuera capaz de acabar el viaje.
Carasimiesca le pidió que lo hiciera. Él tenía órdenes, y esas órdenes debían
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obedecerse. Si Jibia no podía caminar, él la cargaría a su espalda, la llevaría
hasta que muriera.
Estaba fuera de discusión que yo cargara con Jibia, ya que apenas lograba
mover mi propio cuerpo. Pero nuestros anteriores apuros me habían
endurecido en lugar de debilitarme y, por lo menos, era capaz de soportar la
situación. La actitud de Jibia hacia mí no era de compromiso; me trataba
como a un compañero cordial, pero nada más. Sin afecto ni desprecio, y en
realidad resultaba difícil ver cómo podría encontrar tiempo para ninguna de
las dos cosas. No eran éstas las circunstancias más apropiadas para entregarse
a reflexiones acerca de nuestra relación personal.
Tras un último día de esfuerzo embrutecedor, bajo el sol caliente como un
horno que reemplazó a la lluvia torrencial, descendimos una suave ladera a
través de pasturas de ganado (casi desprovista de bestias), viñedos y olivares,
no todos ellos destruidos. Nos encontrábamos muy cerca de la costa. La vía
que conducía a la Urbs corría aproximadamente de norte a sur. Carasimiesca
nos llevó hasta una pequeña posada de baja estofa, emplazada a más o menos
veinte pasos de la vía.
Allí conocía gente que había ayudado a Esperanza Divina en el pasado, y
que ahora cuidaría de nosotros hasta que estuviésemos preparados para
proseguir la marcha por nuestra cuenta. Nos ocultamos en una zanja y
aguardamos a que oscureciera. Cuando se encendieron las luces de la posada,
él se arrastró hasta una ventana y espió el interior para ver quién se
encontraba allí. El ambiente parecía bastante seguro, así que llamó a la puerta,
habló en susurros durante un rato con la mujer de aspecto severo que abrió, y
luego nos llamó para que nos acercáramos.
Sujeté a Jibia con un brazo y crucé trabajosamente el umbral con ella. La
mujer y yo la tendimos sobre un lecho en la habitación posterior. Cuando fui a
la cocina en busca de una copa de vino para ella, Carasimiesca se había
marchado.
Tres horas después de medianoche, mi Jibia murió.
5 Sentido racional
Lo que Jibia me dijo antes de morir. Hizo estas observaciones en momentos
de lucidez, aunque no siempre resultaban del todo coherentes. Las he
corregido en algunos puntos para conferirles sentido racional. Creo que ella
deseaba que lo tuvieran, y que sólo la debilidad física le impedía dárselo por
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sí misma. Hubo, no obstante, ocasiones en las que ella pensó que yo era El
Cuervo. Tal vez lo era, no lo sé. Pero con El Cuervo aún hablaba de manera
racional, y he dejado constancia de sus frases junto con las palabras que me
dirigía a mí cuando sabía que era Marfil.
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trapazas. Y así fue como me fijé en él, un hombre bastante joven, con una
pierna lesionada y todo, que me hizo reír de tu pomposidad, me hizo poner en
tela de juicio las exigencias de la gratitud que sentía hacia ti. Hacer que mi
cuerpo te engañara fue liberar a mi alma de ti. Aprenderme los grandes
personajes de los poetas también fue liberarme de ti. Te encolerizaste por lo
primero, y alentaste lo segundo. No es lógico; y eso inflamaba mis partes
secretas, ya lo creo que sí, cada vez que miraba a Marfil. Pero tú eras
consciente de tu carencia de lógica ya que, ¿por qué otro motivo habrías
escrito ese testamento?»).
Ahora, escucha, Marfil, con atención: tú tienes que entender esto
correctamente. Él me dio las tablillas de arcilla… si no puedes leerlas te diré
lo que dicen. Búscalas, enséñamelas… Dios, aquí dentro está muy oscuro…
palparé las letras con los dedos, así, así. Esta palabra es Lanuvium. ¿Dónde
está Lanuvium? Es un poblado, creo, hacia el norte. El archivero del templo
acudió allí con el bebé que quedó atrás cuando todos tuvieron que huir. Tenía
amigos en Lanuvium, fue el último en marcharse… y lo último que hizo antes
de ponerse en camino… fue apuntarlo todo en la tablilla; quería que los
registros estuviesen actualizados para que alguien los descubriera después de
la guerra. Era un hombre consciente. ¿Por qué no iba a ser igual de cuidadoso
para atender a mi bebé? Sé que es mi bebé por el número que ha anotado, no
hay nombre, sólo el número que le adjudicó el templo, y ese signo significa
niña. Ahora, cotéjalo con esta otra tablilla: otra vez el mismo número y la
misma fecha de nacimiento. Aquí dice: «La mujer etíope, encontrada por el
pastor del templo en la ladera del Monte no-sé-qué; sin nombre; ha perdido la
razón; y el bebé que lleva dentro es de nueve meses ya y se encuentra cabeza
arriba; cirugía experimental; total éxito». Y luego, después de eso, este signo,
cinco marcas como pétalos de flor. Significa que conservaron a la niña en el
orfanato para educarla como sacerdotisa. Si pudiera recordar, seguro que
recordaría que la entregué al templo, en recompensa para la diosa por
habernos salvado la vida a las dos. No sé si existe un bebé. Intenta
encontrarla. Lanuvium. Trata de encontrarla, y en Lanuvium mira a ver de
qué forma puede pagarse la deuda contraída con la diosa por su vida.
Inténtalo.
Marfil, esa niña es tu hija. El Cuervo dice que es suya. Esto, por favor, no
debe ser causa de disputa entre vosotros. Si os parece bien, ha tenido dos
padres, comedia y tragedia.
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Cuando me marche, iré a África. Los hombres de las barcas pequeñas me han
dicho que me recibirán de buena gana. Saben que yo he demostrado que, sólo
con nuestra existencia, podemos entre todos hacer pedazos el regocijo de la
Urbs. Eso no los hará felices, pero evitará que piensen que no somos nada
más que tontos negros desnudos en estúpidas barcas. Lo mismo vale para
Furia de Caballo; en su campo de manzanos tienen el mismo conocimiento.
Su trabajo aún no ha terminado.
Furia de Caballo está con El Mulero. También, muy pronto, Esperanza Divina
estará con El Mulero. Y yo estuve con él. Entre nosotros tres, os diré que El
Mulero habrá roto en pedazos el regocijo de la Urbs. Si puedes ayudarlos,
ayúdalos. Si tienes demasiado miedo, entonces mantente a salvo; oh, querido
mío, no quiero hacerte correr ningún otro peligro. Ya has hecho tu parte,
llevaste al Mulero a tu barco.
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arrastrada salvajemente como esclava
a Argos para que te afanes en el telar de otra mujer,
o acarrees agua de una fuente extranjera
muy contrariada, con fatigas.
¡Pero ojalá se me conceda que la tierra se amontone
sobre mi tumba
y me cubra por siempre, antes de que pueda contar
el número de tus clamores mientras te raptan![34]
Estoy hastiada hasta la náusea de todos estos poetas que no escriben nada más
que ruegos de las mujeres a sus hombres para que se mantengan fuera de la
lucha, cuiden de su casa, las defiendan. ¿Es que nunca sucede lo contrario?
Pregúntaselo a Irene.
Marfil, ¿sabes lo que he visto estos últimos días, en esas montañas que son
guarida de lobos? Que has perdido toda la gordura. Si no fuera por la pierna,
tendrías aspecto de adorable actor joven, si dejamos a un lado tu calva cabeza.
Estás todavía más delgado de lo que estaba yo cuando El Mulero guiaba su
vida según mis palabras. Siete consulados, recuerda, los tendrá; observa lo
que suceda, pero mantén a Lanuvium fuera de su camino. Sé que lo
intentarás. Bésame, no puedo verte. Tómame la mano, adorado mío, métetela
debajo de la ropa… mi mano, no la de Irene. Así, eso trae buena suerte.
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Apenas me había puesto en camino, cuando me encontré manteniendo una
conversación no deseada con el oficial de la organización de espionaje con el
que me había tropezado días antes. Ahora, al parecer, se alojaba en una casa
civil cercana a la vía, y había convertido en un deber personal formular toda
clase de preguntas a todo tipo de viajeros.
—Espero que tengas algo que decirme; Dios mío, estás en un estado
realmente lamentable, hombre, con independencia de dónde hayas estado.
Me recordé a mí mismo que nos hallábamos a diez millas de cualquier
zona de guerra; su información debía encontrarse al menos a una distancia
equivalente de cualquier posible verdad. Por supuesto, lo primero que quiso
saber fue: ¿había identificado a Esperanza Divina? Luego, ¿dónde estaba la
negra? ¿Con qué unidades armadas me había encontrado y en qué montañas?,
y ¿cuál era la situación de los terroristas? Lo habían retirado de las líneas
durante unos días, para que informara y recibiera órdenes, y ahora a punto de
volver a la acción y, como de costumbre, necesitaba desesperadamente datos
concretos.
Oh, sería fácil decirte que le conté disparates, que envié a la legión a una
caza quimérica en dirección completamente errónea…; valentía, nobleza,
inventiva, solidaridad de la resistencia inquebrantable, todo eso, demasiado
fácil. Y también ventajoso para mí. Reparar mi reputación ante los lectores
póstumos. Ay, no obtendré ningún beneficio contándote lo mucho que
deseaba traicionar a Esperanza Divina ante estos romanos. Eso sí que me
habría resultado fácil de hacer en aquel momento.
Ese abogado, su gusto por el majestuoso Esquilo, su inquebrantable
determinación de rechazar cualquier compromiso por miedo a que lo
convencieran, en cierto modo, de que el gobierno de la Urbs podría gobernar
alguna vez en interés de alguno de sus pueblos sometidos… este hombre,
mientras viajaba, había colgado en el fondo de mi imaginación, hora tras hora,
durante todo el día, a lo largo de toda la noche, había colgado de su cruz
como una calavera putrefacta ensartada contra el muro de un establo en
desorden y abandonado. Con mi bastón en sus manos, él había golpeado a
Jibia hasta darle muerte…, una muerte demorada, una muerte diferida, había
otros factores, sí…, no pensaba discutir eso. Había sido la mano de ese
hombre.
Ahora le contaría al espía de la Urbs todo lo que quería saber.
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Yo había visto a los centinelas de Esperanza Divina, me habían conducido
por su ruta de escape, había visitado su reducto seguro; sin duda, era más que
suficiente para asegurar su captura inmediata. Se lo diría; y él colgaría. En el
fondo de mi imaginación, los clavos le atravesaban tendones y huesos.
Entonces él (el romano) cometió un error. Me trajeron la sopa de habas
que él había pedido, en ella había asaduras de carnero. Contó un mediocre
chiste de soldados acerca de los leones masticando los genitales de Esperanza
Divina. Bien, no me habría importado que se lo sirvieran a las bestias
salvajes, si se exceptuaba el hecho de que yo lo había soñado en la cruz. En
mi mente, su calavera era la calavera que él había creído apropiada para el
emperador Darío; por tanto, su muerte estaba unida, supongo, a la muerte de
mi Jibia. Los leones no tenían nada que hacer en el asunto. No puedo decirte
por qué peculiaridad de pensamiento vengativo me había decidido por los
clavos o nada, pero la decisión estaba tomada, y entonces perdí pie.
Y, una vez que hube perdido pie, comencé a reflexionar. Mi odio hacia
Esperanza Divina era personal, directamente personal. Deseo de venganza. Y
envuelta en esa venganza personal, una cólera general contra su fanática
intransigencia, una intransigencia que yo asociaba con Jibia desde la primera
vez en que fue «transportada», en el teatro de las Murallas del Amor… no, se
remontaba a un momento anterior, cuando Irene me planteó que yo retrasaba
indebidamente la liberación de Jibia. Cuando le dije a ella que era una mujer
libre, ¿acaso se me había arrojado a los brazos? ¿Y por lo que respecta a
Irene? Metió la mano y sacó el premio para el rey Estricnina: yo, por
supuesto, ¿quién si no? Pero estas dos mujeres habían sido arrebatadas de mi
lado, apartadas de mí, aunque no por mi culpa. Alivio combinado con dolor
en ambos casos; aflicción con liberación, horror con… con nada. Las había
odiado a ambas, a ambas las había amado más allá de toda medida.
Había prometido encontrar a la niña. Si todo era verdad. Pero ¿podría
quererla después de tanta confusión de amores perdidos? Esto lo vería a su
debido tiempo. Primero, tenía que buscarla. No habría podido siquiera
comenzar a hacerlo de no haberlo propiciado Esperanza Divina. Yo lo odiaba;
y tenía ante mí la oportunidad para destruirlo.
Debía ser responsable (cosa ajena a mi naturaleza, pero aun así necesaria)
y considerar las bases públicas que había (más allá de lo personal) para
aprovechar esta oportunidad. Su terrible guerra lucana ininterrumpida… oh,
los efectos de la misma yo los había visto. Esa tierra tenía derecho a que se le
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concediera un poco de paz, al menos. Por supuesto, no era mi tierra (la cual
estaba llena de Estricnina y de La Mancha… no pienses en eso), y su
sufrimiento no era para nada asunto mío. Pero podía poner fin a ese
sufrimiento facilitando información, y sin duda por el bien del mundo en
general, debía hacerlo tan pronto como pudiera.
No obstante, el hombre había dicho «leones». Los «leones» pertenecían a
los juegos romanos, repugnante intruso con la cara y los colmillos de Dulcera,
sentado en el centro del proscenio en el mismísimo teatro que fue mi vida
desde la primera vez en que oí a Irene y a la generosa Cloe clamar, en
libidinoso contrapunto, por Eróstrato y su antorcha. Los «leones» no servirían
en esta ocasión.
Y ahora que lo pensaba, una cruz tampoco serviría. ¿Qué podía decir de
aquellas goteantes cruces erigidas en lo alto de la orquesta del teatro de las
Murallas del Amor? ¿Regueros de sangre, mierda y carne licuada
deslizándose desde los peñascos de la acrópolis, hasta el lugar donde nosotros
intentábamos hacer reír a la gente…?
Si bien la mano de Esperanza Divina, empuñando mi bastón, había
asesinado a Jibia, era la Urbs, después de todo, la que había manejado esa
mano.
No. No iba a contarles nada. Que buscaran a sus enemigos como pudieran, y
si no podían encontrarlos, que vivieran con esos enemigos aún vivos. Así que
tergiversé la historia para este romano; le dije que Jibia había muerto y que el
prisionero que había ido a identificar no era Esperanza Divina.
—¿Ha muerto…? —Manifestaba incredulidad—. No puede haber muerto.
Vamos a ver, por el amor de Dios, piensa en ello. Está bien, puede que no lo
haya encontrado, pero ella lo conoce, ¿no?, es algo único, ya que casi nadie
de fuera de las montañas puede estar del todo seguro acerca del aspecto de ese
bastardo, ni siquiera sabemos su nombre verdadero, ni su población de origen
antes de comenzar los ataques contra nosotros. Esa negra era única. ¡Dios
Hércules, no puede haber muerto! Vaya, pero si para el hombre que la tuviera
en su poder podría valer… podría valer, pues condenados miles.
Entonces comprendí que, desde el primer día en que nos encontramos,
había estado maldiciéndose a sí mismo por habernos dejado partir; durante
sus frustrados afanes estaba rumiando, una y otra vez, las posibilidades que
tenía de volver a cruzarse con Jibia. Se consumía de avaricia irracional ante
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su sólo pensamiento. Y ahora, sin pensármelo dos veces, le había contado la
inútil verdad.
Entonces volvió a mi memoria la forma en que Dulcera omitió la
verdadera historia que le contara Miriam porque, por principio, en los
servicios de espionaje la verdad nunca era tal verdad. ¿Sería éste el mismo
caso? Sí, lo era, porque él dijo:
—De acuerdo, juega con cautela, ¿por qué no?, es propio de tu oficio.
Pero no pienses que soy incapaz de hacer que te resulte provechoso.
Hacer que me «resultara provechoso» equivalía al dinero suficiente para
llegar hasta Lanuvium. Propuse una cifra. Sus ojos destellaron y comenzó a
regatearme un pequeño porcentaje. Estaba usando los fondos del gobierno, no
los de su propio bolsillo, así que no puso mucho ahínco en el asunto.
Acabamos por acordar una adecuada cifra intermedia.
A continuación, le di la inverosímil y quimérica información que debería
haberle dado media hora antes, de acuerdo con los poetas de la nobleza
humana. Plausible, realista; él la comprobó con mapas y documentos que se
hizo traer de la sala de operaciones. Me inventé un centurión que se había
hecho cargo de Jibia.
—¿Marco Claudio? No lo conozco. Eh, ¿alguno de vosotros ha oído
hablar de un tal Marco Claudio, centurión, adjunto al pretorio del
decimocuarto? —Nadie lo había oído nombrar, cosa que lo inquietó por un
momento (y a mí durante más de un momento, porque no esperaba todas estas
comprobaciones). A continuación reflexionó y solventó el asunto—. Ah, sí,
por supuesto, es muy probable que haya sido provisionalmente trasladado del
vigesimocuarto, he oído decir que los lleva de un lado para otro, maldita
basura… Dios mío, pero los del vigesimocuarto no han distinguido un culo de
un codo desde que Esperanza Divina los destrozó el mes pasado en el Horcajo
del Cuerno de Carnero, y por Dios que es mejor así, para que ningún cabeza
de mierda del vigesimocuarto tenga la más remota idea de qué hacer con la
moza negra. Llegaré a un acuerdo con él con la facilidad con que me la casco,
¡y después será toda mía!
Manifestamos ambos, como buenos camaradas, esperanzas de futura
colaboración, una vez concluida la misión que me ocupaba en ese momento…
y hacia el norte, con los fondos adecuados, en dirección a Lanuvium.
7 Señora de Gracia
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Él era un melancólico pedante, y mejor lo habría sido si, en la edad decrépita,
no se hubiese visto inesperadamente embobado con aquella diminuta
jovencita de piel cobriza, ojos negros y pelo moreno, que rescató de la guerra.
Era un eunuco que se había mutilado a sí mismo, como tantos servidores de la
diosa, y jamás había conocido la calidez del afecto familiar; al menos no
desde la propia infancia que dejó atrás hacía tantos años. Su vocación lo había
confinado a la oficina y a la biblioteca del templo, y no mantenía contacto con
los niños que allí cuidaban. Creo que se asombraba de sí mismo por la feroz
determinación, que iba transformándose en cariño, que lo impulsó a llevársela
a través de la zona de guerra y las famélicas montañas hasta llegar con ella al
lugar seguro. Le dio el nombre de Recogida-Viva-Por-La-Gracia-De-Nuestra-
Señora, devoto pero inadecuadamente circunstancial. Para él, en la intimidad,
ella era Señora de Gracia; para todos los demás, simplemente Gracia.
Un pariente lejano, ahora difunto, poseía tierras cerca de Lanuvium que
heredó Cluilio; y (ahora que no tenía el templo para vivir y trabajar) era libre
para asentarse aquí y aguardar la muerte con unos ingresos que le permitían
una vida desahogada. Lo encontré en una modesta y pequeña casa de la
periferia de la ciudad. Estaba sentado en una silla plegable colocada en el
jardín, fingiendo leer, mirando la puesta de sol, y contemplando a su pequeña
Señora de Gracia jugando a pelota con la niñera, entre los arbustos, el último
juego del día antes de que se la llevaran, protestando, a la cama.
Me recliné sobre la puerta del cercado, sin que repararan en mí, y observé
toda la escena.
La niña fue finalmente atrapada por la niñera, entre risas y forcejeos,
llevada hasta el archivero para que le diera un tembloroso abrazo de anciano,
y conducida al interior de la casa. Aguardé durante un minuto o dos,
analizando mis emociones… no me preguntes cuáles eran. Me sentía como si
hubiera estado observando a Jibia antes de que los agentes de Antioquía
cayeran sobre su aldea africana, y toda la claridad de lo que pensaba decirle a
Cluilio se hubiese borrado de mi cabeza. A continuación, reuní valor y entré
en el jardín.
No tenía un aspecto muy presentable, mis ropas eran las de un granjero
del sur de medios modestos, y además desgastadas por el viaje; también, un
granjero con la furtiva actitud «siria», poco fiable, de la que tantos latinos
tomaban inmediata nota. Llevaba en la mano las dos tablillas de arcilla.
—Señor —comencé—, ¿tienes razones para creer que estos documentos
son obra de tu mano?
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Él parpadeó suavemente al mirarme, tomó las tablillas y se las acercó a
sus viejos ojos reumáticos.
—Oh, sí —replicó—, así lo parecen… ¿Has estado en el templo? Dime,
¿es verdad? ¿Todo el recinto está completamente en ruinas…?
Asentí con la cabeza y él volvió a mirar las tablillas.
Comprendió el particular mensaje que contenían. Sus facciones blancas y
de suave redondez se alargaron con aprensión; se levantó a medias del asiento
y volvió a sentarse con movimientos débiles, mientras su boca se abría y
cerraba con una respiración repentinamente agitada.
—¿Qué quieres? ¿Por qué vienes aquí? ¿Has venido a buscar a la niña?
¿Tienes autoridad para ello? ¿Del gobierno? ¿No serás… de la policía…?
—No, no, no, no… —Intenté tranquilizarlo, pero él no me escuchaba.
—No he hecho nada malo, ella es propiedad de la diosa… no he hecho
nada más que alejarla del peligro. Nunca participé, ni tampoco el templo, en
nada relacionado con la rebelión. Sólo nos ocupábamos del culto a la diosa, y
de la labor médica para cualquiera que la necesitara… ¡por favor…!
Cayó hacia delante sobre la hierba y se arrodilló a mis pies. Fue muy
desagradable. Había esperado que supusiese que yo era alguna clase de agente
comercial, un timador, un abogado tramposo; pero que pudiese parecer un
agente de la policía secreta era algo que jamás me había pasado por la cabeza.
Por supuesto que yo ahora tenía más o menos la edad de mi padre en la época
en que me marché de casa, y debería de haber tenido en cuenta la impresión
que él habría causado…
Tomé las manos de Cluilio con toda la suavidad que pude, lo hice alzarse,
lo senté en silencio, me acuclillé a su lado con un aire tan sumiso como me
fue posible, y comencé a explicar. A explicar una parte de la historia, en
cualquier caso. Que yo era miembro de una compañía teatral itinerante
dispersada por la rebelión, que Jibia y yo nos habíamos visto separados en
nuestra huida de las Murallas del Amor, y cómo había tardado dos años en
averiguar qué había sido de ella. Dejé fuera a piratas, hechiceras, El Mulero y
todo eso, que sólo serviría para confundirlo. Lo que sí le conté fue que ella
había muerto. Me miró fijamente con expresión desamparada.
—¿Y dices que crees ser el padre…? ¿Has venido aquí para llevártela?
¿Para alejarla de mí? ¿La has visto?
Le respondí que sí, que acababa de verla poco antes, ese mismo atardecer.
Estaba seguro de que era hija de su madre.
—Señor —dijo él—, yo recuerdo a su madre. Como archivero, no era
misión mía entrar y salir mucho del hospital o del orfanato, pero a aquella
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señora sí que la recuerdo. Nadie sabía qué hacer con ella. No tenía ni la más
ligera noción de dónde estaba cuando la llevaron allí. Las complicaciones
ginecológicas, por lo que recuerdo, eran extremas. Además, puesto que era de
Etiopía, todos sentíamos una natural curiosidad. ¿Cómo podía haber llegado
hasta el lugar donde la encontraron? La hallaron los pastores, según creo, en
lo alto de las montañas. Extraordinario. La operación quirúrgica, como sabes,
no tiene precedentes. Si se le hubiera practicado en época de paz, el templo
habría alcanzado gran renombre cuando se supiera, pero, ay… Ella tenía
dinero y algunas joyas que, cuando se recuperó un poco, insistió en entregar a
nuestro tesoro en recompensa y como dote para la pequeña Señora de Gracia.
Debíamos criarla para servir en el templo, mientras su madre… su madre,
creo recordar, no dejaba de decir que tenía trabajo que hacer en otra parte…
¿el drenado de la sangre…? Oh, una cosa horrenda para que la dijera con
tanta frecuencia; supusimos que estaba trastornada por la operación que se le
practicó, y pensamos que no debíamos permitirle partir en semejantes
condiciones. Pero ella no quiso ni oír hablar de eso, y se marchó a pesar de
todos nuestros argumentos en contra. La sacerdotisa que le abrió el vientre
estaba extremadamente angustiada, y a menudo hablaba de ella después de su
partida. Luego la batalla llegó al valle y puso final a toda nuestra vida y obra.
»Pero ahora, ¿qué vas a hacer? Si no te permito llevarte la niña, ¿la
reclamarás ante la ley? ¿Tienes pruebas de tu paternidad? —Me escrutó con
una mirada muy penetrante; oh, desde luego que era un archivero, conocía el
valor de los documentos, no iba a dejar que su causa se perdiera por descuido,
hasta ahí las cosas estaban claras.
—No, señor, no tengo ninguna prueba, y por tanto no puedo presentar
demanda alguna. —Pensé que era mejor ser directo. ¿Podía un hombre que
parecía sirio llegar a parecerle honrado a un latino? Bueno, yo lo intentaría—.
Ella cree que es tu hija…
Él sonrió por primera vez.
—No exactamente. Me llama abuelo. Cuando tenga la edad suficiente
para saber qué es un eunuco, supongo que le explicaré que en realidad soy un
tío abuelo. No deseo presentarme sólo como lo que soy.
—De todas maneras, señor, ella cree que eres su pariente y su tutor, y por
lo que he visto parece feliz bajo tu cuidado. No he tenido buena suerte.
Ciertamente, no tengo capacidad para mantenerla con ninguna clase de
seguridad. No veo ninguna razón para arrebatarla de tu lado. Deseo, no
obstante, que se me permita llegar a conocerla, por amor a su madre, y hacer
por ella el bien que pueda, tan pronto como esté en condiciones de hacerlo.
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No tenía ni idea de lo que significaba todo eso. Era incapaz de prever
ningún futuro inmediato para mí mismo, en Lanuvium menos que en ninguna
otra parte, puesto que obviamente se trataba de una pequeña ciudad cerrada,
donde a un extranjero le resultaría difícil establecerse a partir de la nada. Pero
después de haber visto a Gracia, no podía volverle tranquilamente la espalda.
Ella era, por así decirlo, un ancla para mi vida; si podía hallar la forma de
atarme al otro extremo del cabo…
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prometerse en matrimonio con Señora de Gracia, tendría que decirle incluso a
él…
Continuó divagando, pero yo me quedé atascado en el nombre.
—¿Roscio? ¡Tú conoces a Roscio!
—Desde luego. Nació muy cerca de esta ciudad, y aún mantiene una casa
aquí, aunque durante la mayor parte del tiempo se encuentra de gira o en la
Urbs. ¿Estás al tanto de su reputación?
Le dije que sí, en efecto, que estaba deseando volver a verlo. ¿Había
alguna posibilidad…?
—Ya lo creo. Estás de suerte, porque ahora se encuentra en Lanuvium.
Está preparando una obra en nuestro teatro… bueno, lo llaman teatro, aunque
para aquellos de entre nosotros que hemos vivido en el sur, es algo
improvisado. No obstante, creo que Roscio tiene intención de sufragar las
reformas para mejorarlo una vez que se hayan calmado los disturbios. Como
verás, no hay ninguna certidumbre respecto al gobierno de la Urbs. Lucio
Cornelio Sila ha situado a toda su gente en los puestos de poder, pero dado
que ha partido hacia la guerra del Ponto, se teme que una vez más el «grupo
nuevo» (qué nombre tan vulgar) se haga con el dominio y nos veamos todos
arrojados de nuevo al desorden y la confusión… oh, espero que no…
Perdóname, divagaba. Te estaba preguntando sobre tus intenciones respecto a
Señora de Gracia. Señor, tengo que saberlas.
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él… bueno, ¿conseguir qué? No se le ocurría ningún motivo para que yo lo
engañara y, por lo tanto, estaba dispuesto a creerme.
Prometí regresar al atardecer del día siguiente, y le deseé respetuosamente
buenas noches. Era verdad que lo respetaba; tenía algo de santo, el pobre
anciano castrado. Además, había visto las patéticas ruinas del templo lucano
que él había amado y servido con tanta devoción. Pasé la noche en una posada
barata, y por la mañana me encaminé directamente al teatro.
8 El incomparable Roscio
Tal y como dijo el anciano, era algo provisional. Un área cercada en forma de
herradura sobre una ladera que ascendía hasta la base de las murallas de la
ciudad. Los asientos eran tablones colocados sobre andamiajes de madera, y
la skené era una combinación de cabaña de madera y pabellón de alegres
colores. Estaban volviendo a colocar los andamiajes, tras haberlos guardado
después de la representación anterior. Los carpinteros pululaban por el lugar
transportando planchas de madera y rollos de lona, martilleando clavos,
estirando cuerdas, persiguiendo a niños curiosos.
Un gran cartel anunciaba: «EL INCOMPARABLE ROSCIO CON LOS
COMEDIANTES SIN PAR, POR SOLICITUD ESPECIAL DEL DUUMVIR Y DEL COLECTIVO
DE ESTA CIUDAD NATIVA DE ARTISTAS INIGUALABLES…», etcétera. La obra iba a
estrenarse tres días más tarde, e incluiría (no podía creer lo que veían mis
ojos) «¡por primera vez en un teatro italiano, la exótica danza ritual oriental
de las Hermanas Sirias!». Había otros varios actos anunciados, por supuesto,
pero ninguno de ellos significaba nada para mí.
Estaba claro que iba a constituir un gran acontecimiento municipal, y
(comparativamente hablando) sin límites presupuestarios. Uno de los
carpinteros me dijo que era en honor del cumpleaños del duumvir. También
me dijo que, debido a las obras de preparación, ninguno de los actores se
encontraba allí esa mañana, aunque estaba seguro de que Roscio aparecería de
un momento a otro ya que era bien sabido que no confiaba nada al azar.
—Pero es un muchacho brillante, nadie puede negarlo, y nada es tan
disparatado como parece, no a la larga, en cualquier caso, cuando te das
cuenta de que lo tenía todo en la cabeza desde el principio y que lo tenía ahí,
podría decirse, media hora antes de que los demás lo pillaran.
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Me senté al sol y aguardé mientras contemplaba el transitado proscenio
con una casi insoportable nostalgia. De repente, desde las almenas que se
alzaban muy arriba sobre las hileras de asientos, me llegó una estentórea voz
bien conocida.
—¡Petronio, oh, Petronio, si cuelgas esa bandera donde la estás clavando,
ondeará justo delante de los ojos de su merced el duumvir, y lo único que
podrá ver de mí sobre el proscenio será dos piernas bien formadas y una de
las nalgas de mi culo! ¡Persigue a los otros actores, si tienes que hacerlo, con
tu crítica práctica; la simple prudencia, querido mío, dicta que tu director
quede exento de ella!
Todo el mundo estalló en carcajadas; el trabajador, con expresión
avergonzada, se apresuró a cambiar de sitio la bandera ofensiva; y Roscio,
más joven y atlético que nunca, saltó desde lo alto de la muralla a la parte
superior del andamiaje, y desde allí al centro de la orquesta, con grandes y
elegantes brincos. Me puse de pie y me coloqué ligeramente en su camino,
inexplicablemente nervioso. Sin duda no se habría olvidado de mí. Pero,
seguramente, si me recordaba en su propio pueblo, con orgullo y fama entre
sus compañeros de infancia y adoradores del presente, quizá no se molestaría
en reconocerme. Si al menos hubiera podido llevar a esta reunión una
celebridad equivalente a la suya… Oh, Dios, yo parecía tanto un mendigo…,
aunque intentaba no adoptar demasiado la actitud de un mendicante, a pesar
de mi bastón y mis pésimas ropas.
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floritura de la mano sobre la mesa de caballetes. Listas de actores, facturas de
trajes, relaciones de objetos propiedad del empresario, partes de guión,
horarios de ensayo, arreglos musicales, indescifrables páginas de apuntes.
—Sin los documentos en orden, querido amigo mío, estoy tan perdido
como las bestias del mar; mi ayudante tiene paludismo (él lo llama
paludismo), la sífilis, por amor de los cielos, y que no me diga que no sé
dónde la contrajo…, pero, callemos, no debemos decirlo. Querido amigo, eres
mi salvador. Por favor, dime, ¿tendrás todo este lío en orden para la hora del
almuerzo? ¡Por supuesto que sí!
Lo detuve en seco antes de que pudiera continuar.
—Roscio, tengo que hablarte con toda sinceridad. Yo… no tengo ni un
as… quiero decir que no tengo ni uno sólo. La pasada noche me alojé en El
Carro Dorado, y ni siquiera me atrevo a regresar porque no tengo lo suficiente
para pagar la cuenta…
—¿Dinero? —preguntó él—. ¿Dinero? —Su ojo bizco comenzó a girar y
por un instante temí lo peor—. ¿Es que no has oído lo que te he dicho?
Marfil, es el cumpleaños del duumvir. Lanuvium es ilimitado en este
momento… ¡y es mejor que lo sea, o el más famoso hijo de esta ciudad querrá
saber por qué! Mira… enviaremos a un muchacho para que pague al
codicioso posadero y envíe tu equipaje a mi casa; serás el huésped de Roscio,
compañero y amigo del incomparable e inigualable; estarás en mi equipo y
serás el primero en la lista de la paga a partir de este instante inmediato. Ah,
ah, pero vas a hacerme reproches; he tenido que hacerles cosas terribles a
nuestras viejas queridas, las hermanas sirias…, disparates de Catón, como
siempre. ¡Bailarán con bragas de tela opaca! Pero sólo aquí, en el teatro. ¡En
casa de Roscio son ellas mismas!
Más tarde, en medio de nuestro trabajo, dijo de pronto con tono sombrío:
—He terminado con La Mancha, ¿sabes? Todo ha acabado. Ha vuelto a
casarse. ¿Por amor? ¿Por dinero? Una zorra enormemente rica divorciada de
un senador y, oh, allí mismo y de inmediato arrojó de su casa a todos los
muchachos, muchachas e intermedios que lo convertían en un ser humano…
¡oh, a todos, a todos nosotros, por los cielos, ella se encargó de que así fuera,
y rápido! Y, ¿sabes una cosa?, toda esa marcha sobre Roma de bebedores de
sangre, ese derrocar al poder o morir en el intento…, si quieres que te diga la
verdad, a mí no me gustó, no fue un acontecimiento feliz en absoluto y resultó
terriblemente malo para la profesión teatral… Pero quizás un día él regrese y
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perdone a todo el mundo. Mientras, me arreglaré con mis propios recursos, y
condenado sea su maldito mecenazgo.
Y luego, una vez más, al final del día, cuando lo recogíamos todo y nos
preparábamos para salir del teatro:
—Oh, por Dios, soy tan egoísta. No te he preguntado nada sobre tu
gente… Irene, mi prieta rata de alcantarilla, y tu… ¿Jibia, no?… Con la
cabeza tan redonda sobre aquel cuello suyo semejante a un gran jarrón alto de
gloriosa melaza negra… ¿Dónde están? ¿Vivas y felices?
Se lo conté todo, largo y tendido. Me rodeó con los brazos y dijo que me
acompañaría a ver a Cluilio en ese mismo momento, que sin duda habría algo
que pudiera hacer por mí en relación con Gracia…
—Querido Marfil, no te apures. ¡Estamos en la comedia, los dos estamos
en ella, y en la comedia casi todo debe tener siempre un final feliz…!
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amiguitas de su misma edad. Pensé que era probable que lo hubiese dispuesto
así a propósito, y que la reunión que tendría lugar aproximadamente en una
hora entre el abogado, la sacerdotisa y yo, estaba organizada de tal forma que
se produjera sin ninguna confusión emocional causada por la presencia de
quien la motivaba.
Pero la asistencia de Roscio le creaba al anciano una situación muy
diferente, y de inmediato envió a un servidor corriendo calle abajo para que
trajera a Señora de Gracia a casa, toda enfangada y pegajosa como estaba.
Bueno, ¿qué puedo decirte sobre lo que hice y dije entonces? No es mucho lo
que un adulto desconocido pueda conseguir de una criatura de dos años, como
no sea plantearle necias adivinanzas y hacerla saltar sobre sus rodillas, dejarla
jugar con su bastón («a lomos de un caballito a casa del rey Tarquino»), ese
tipo de cosas. Roscio era mucho mejor en eso que yo, y tuvo la previsión de
comprar un puñado de dulces que me entregó con disimulo para que pudiera
dárselos a Gracia como si hubiese sido idea mía. Más aún, la hizo cantar una
serie de canciones que a ella le encantaron (al fin y al cabo, él contaba con la
ventaja de conocerla y haber jugado con ella antes), y eso era algo en lo que
yo podría imitarlo con gran pericia, una vez comprendiese lo que hacía falta.
No era tan diferente de mi trabajo como cantor de salomas en el Lady Yael.
El anciano archivero lo observaba todo sentado con su benigna sonrisa
soñadora, salpicando la conversación de vez en cuando con uno de sus
extraños chistes amargos, que siempre provocaban paroxismos de risa en
Gracia. También practicaba con ella un complicado juego geométrico, que
implicaba el uso de pinzas para ropa y trocitos de cuerda, así como gritos de
alegría cada vez que una nueva y asombrosa forma se creaba a partir de un
enredo aparentemente insoluble.
Llegado el momento, anunciaron la entrada del abogado, una persona muy
precisa y muy perspicaz respecto de los intereses de su cliente Cluilio. Poco
después de su llegada, fue transportada hasta el jardín una silla de mano
dentro de la que se encontraba la sacerdotisa. No se parecía en nada a su
colega de las Murallas del Amor, pues se trataba de una robusta dama sensual
acabada de entrar en la mediana edad, con cabello rizado, perfumada, y
vagamente benevolente, tremendamente sentimental con Gracia, y dada a
gestos elegantes de sus carnosos dedos blancos cargados de anillos. Tras una
intrascendente charla preliminar, Gracia fue enviada a la cama (beso de
buenas noches a todos los presentes, promesa por mi parte de que le contaría
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un cuento para dormir una vez concluidos nuestros asuntos; había avanzado
mucho en la tarea de ganarme su favor, gracias al trabajo llevado a cabo por
Roscio), y a continuación permanecimos sentados con nuestro vino y nos
miramos los unos a los otros.
Durante esta pausa levemente incómoda, miré a Roscio, y me sobresalté al
ver al Cuervo.
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niña, su complexión, la escultura, diría yo, sus dulces facciones… Bien, a un
ciudadano latino de orgulloso y buen linaje, que tal vez busque esposa para su
afortunado hijo, ¿le propondríais vosotros a esta niña tan… oscura…? —Dejó
que su voz se apagara y sus manos describieron la elaborada parábola que yo
le había visto por última vez cuando hizo el papel de usurero Uxorius, en
Éfeso.
Cluilio frunció el entrecejo.
—¿Sugieres acaso, señor, que mi Señora de Gracia sería despreciada?
Tienes sin duda una pobre idea del gusto y el discernimiento de las familias
con las que me relaciono. Tendrán conocimiento de mi nombre, y no puedo ni
pensar que vayan a mirar más allá.
—Por supuesto, por supuesto, sí… ¿Pero estamos hablando, o no, de
dentro de quince años…?
Cluilio volvió a fruncir el ceño, esta vez con más tristeza que
resentimiento.
—Ya sé a qué te refieres. Quieres decir que para entonces estaré muerto, y
muy probablemente olvidado, y que mi bonita Señora de Gracia tendrá que
valerse por sí misma, oh, ya sé a qué te refieres. Tal vez preferiría no tener
que tomar en consideración una circunstancia semejante. Pero, por otro lado,
nuestra querida señora, la santa sacerdotisa…
La sacerdotisa sonrió y se encogió de hombros.
—Por supuesto que nosotras haríamos todo lo posible para contribuir a las
perspectivas de la niña, pero debo reconocer que hay algo de verdad… Eso,
desde luego, no sería motivo para que no fuese integrada como virgen
litúrgica del templo. Tengo entendido que la madre expresó ese deseo…
El abogado, al ver que Cluilio se mostraba muy dubitativo ante esto,
decidió intervenir.
—No existe ningún documento material a ese respecto, ¿no es así? Tú,
señor, no pudiste, según creo, llevarte los archivos en la prisa por sacar a la
niña de la zona de guerra. ¿No es así?
En efecto, así había sido; y en efecto, Cluilio sabía que ya no era así.
Yo le había llevado las tablillas que lo probaban y las había dejado, la
noche anterior, en sus manos. Yo no había tenido ninguna posibilidad; él era,
después de todo, el custodio oficial de las mismas. Abrí la boca para decirlo
(nada podía ganar con engaños insignificantes), y él me vio abrir la boca.
Alzó una mano temblorosa para imponerme silencio. Su propia boca se abrió
y cerró durante un breve instante de indecisión, que él ocultó aclarándose la
garganta, tosiendo, enjugándose los ojos; luego tomó una decisión.
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—No —dijo—. No. No existe ningún documento que corrobore eso. Este
joven me trajo una de las tablillas que simplemente dice que yo trasladé a una
niña recién nacida que es así y asá a este lugar en la fecha inscrita. Por
comparación con el calendario, y con otras pruebas, logró descubrir que la
niña era suya. Pero eso es todo.
—Entonces, en ese caso —decidió el abogado—, parece claro que si estás
dispuesto a aceptar a este caballero como el padre, dependen por completo de
vosotros dos los arreglos que dispongáis para la crianza de la niña. Colijo que
no tienes ningún documento escrito del templo en tu poder, ¿verdad?
—Fue un acuerdo oral —dijo la sacerdotisa—. Eso, desde luego, lo ha
habido. Nuestro respetado Cluilio expresó su intención de que, al morir él, la
niña fuera puesta bajo los cuidados del templo, con una dote proporcionada.
Apenas puedo creer que desee volverse atrás de la palabra dada, ya que
siempre lo he conocido como un hombre muy honorable.
—Señora —replicó Cluilio con gravedad—, no debes temer por eso. Pero
suponiendo que yo, tras reflexionarlo, llegue a la conclusión de que la niña,
después de todo, no es completamente apta para la vida religiosa, sin duda no
desearás que se la imponga en contra de su voluntad, ¿no es cierto? Pero, por
favor, ten la seguridad, la absoluta seguridad, de que en ningún caso la dote, o
una donación equivalente, o incluso una más cuantiosa, será incluida en mi
testamento. Soy, al fin y al cabo, un hombre de buena posición económica.
—Ah, en ese caso… —dijo la sacerdotisa, agitando la totalidad de sus
doce anillos y sonriendo con gran alivio. Y eso fue lo único que dijo.
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Si Gracia deseaba entrar en la carrera teatral a la edad de, digamos,
catorce años, no se interpondría obstáculo alguno en su camino.
El abogado redactó el documento apropiado, que fue firmado por las tres
partes interesadas, y como testigos firmaron Roscio y un vecino al que
llamaron especialmente con este propósito.
A continuación nos separamos entre grandes muestras de estima mutua.
Me adentré en la casa y le conté el cuento prometido a Gracia, a quien
encontré sentada y bien despierta, esperándolo con una terca confianza en mi
fiabilidad; ella sí que no tenía prejuicios contra los sirios. El cuento trataba de
una niña negra que vivía junto a un gran río, donde los hombres se sostenían
sobre una sola pierna en barcas pequeñas y alanceaban peces.
Me resultó difícil expresarle mi gratitud a Cluilio. A él le resultó difícil
responder a mis expresiones. Nos hablamos entrecortadamente, nos
estrechamos la mano, y mascullamos algo acerca de volver a vernos al día
siguiente. El anciano estaba muy acongojado. Se me ocurrió, con una fuerza
renovada, que tal vez no le quedara mucho tiempo de vida, que podría ser
cuestión de días más que de meses o años.
A continuación, Roscio, que ya no era El Cuervo, me llevó a su casa
situada en el centro de la ciudad. Miriam, Raquel y Abigaíl eran sus
huéspedes. Las encontramos sentadas en torno a una mesa, cosiendo cuentas
en sus propios trajes (los lamentables trapos estilo Catón). Nos abrazamos, y
reímos, y vertimos lágrimas, y bebimos vino; y danzamos, con los trajes
nuevos, y con los trajes viejos y, hacia el final de la velada (lo cual resultó
muy vergonzoso después de emociones tan serias), más o menos sin traje
alguno.
¿Final feliz…?
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Sin embargo, toda esta vigorosa actividad estuvo constantemente
ensombrecida por la inestabilidad política. Trabajábamos con esperanza, pero
sin confianza, lo cual no constituye un buen estado de cosas. Si hay algo que
el teatro necesita para desarrollar sus energías, es una cierta seguridad en su
situación, y ese año nadie podía disfrutar de semejante lujo en la Urbs.
En todo momento circulaban rumores acerca del gobierno, de la guerra
del este, de El Mulero y sus viajes, de la guerra samnita-lucana; cualquiera de
ellos bastaba para que los contratistas no entregaran el material prometido, las
actuaciones fuesen canceladas por decreto oficial, los artistas visitantes se
retiraran, etcétera. Más tarde hablaré más de esos rumores.
Por lo que respecta a mi vida privada, era en verdad feliz, todo lo feliz que
puede ser un hombre cuyas aflicciones se ven mitigadas por la constante
compañía de su hija. Me refiero a que cada vez que hablaba o jugaba con
Gracia, veía a Jibia y oía su voz. No puedo decir con seguridad si eso me
provocaba felicidad o dolor.
Cluilio murió a mediados del invierno, durante la bulliciosa fiesta
estacional; se había puesto una máscara y uno de nuestros trajes teatrales para
encarnar al anciano de capa roja que penetra por el tejado de las casas y da a
los niños sus regalos anuales. Gracia parecía creer totalmente en el mítico
visitante (viejo Saturno lo llamaban los latinos) aunque, dado que Cluilio
había hecho cortar la mitad de la máscara para que no se asustara (y por lo
tanto la mayor parte de su cara resultaba claramente visible), no podíamos
estar seguros de que no lo hubiese reconocido. No obstante, si lo había
identificado, era como un Cluilio metamorfoseado a propósito para ofrecerle
un tipo de relación muy especial, y eso significaba que la niña debía cuidar
mucho que no se advirtiese que ella sabía quién era…
Habían danzado juntos por la habitación, Cluilio le había cantado una
canción de mediados de invierno, se la había sentado sobre las rodillas y le
había permitido que le pusiera en la boca pasas de Corinto y que le diera sidra
caliente, y luego simplemente había dicho:
—El viejo Saturno está cansado, querida mía. He tenido que viajar desde
muy lejos para llegar hasta aquí, por encima de todas las montañas. ¿No te
molesta que me vaya a dormir…?
Se tendió sobre su diván y su vida cesó.
Su niña, desde ese momento, era mi niña, circunstancia que,
sorprendentemente, ella aceptó con escasa aflicción. Para ella era
completamente lógico que cuando el viejo Saturno (o, en este caso, el abuelo)
estaba cansado, tuviera que irse a dormir; y que una nueva persona, un padre,
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se encargara de ella hasta que el anciano despertara. Durante mucho tiempo la
niña me habló de él según esa idea:
—Cuando el abuelo haya descansado, papá, iremos a comer al campo —
decía, o—: ¿Cuando el abuelo salga de su casa de dormir me llevará a ver al
oso bailarín? —La «casa de dormir» era una austera tumba de mármol que el
anciano se hizo construir junto a la vía, no lejos de la puerta de su propio
jardín.
Pero llegó un momento en que ella se habituó a la idea de que ya no vería
más a Cluilio, y se apegó a mí exactamente con la misma dulce calidez de
afecto que en otra época me había demostrado su madre.
Cluilio me legó a la anciana niñera en su testamento. Las llevé a ella y a
Gracia a vivir conmigo en casa de Roscio; cuando nos hallábamos fuera de la
ciudad, la sacerdotisa del templo se hacía cargo de ambas y malcriaba a la
niña de forma espantosa. En muchos sentidos era una vaca tonta, aquella
sacerdotisa, y codiciosa por añadidura, pero no podía negarse su bondad hacia
la niña. Yo le tenía una confianza absoluta por lo que a Gracia respectaba.
Oh, sí, todo esto me causaba felicidad. Pero de ningún modo era un final.
10 Rumores y verdad
Los rumores políticos. Algunos de ellos eran ciertos. Todos resultaban
temibles. He aquí lo que pienso que sucedió entonces, y durante el resto del
año, si omitimos la mayoría de las distorsiones, afirmaciones propagandísticas
y malentendidos.
Cuando La Mancha partió de Italia para ir a luchar contra el rey
Estricnina, tuvo que asegurarse de que el gobierno de la Urbs continuaría
siéndole leal, y más aún cuando El Mulero había escapado de sus garras. Pero
los hombres a quienes responsabilizó de los asuntos (mediante fraude
electoral) se enfrentaban a una imposible dualidad de cometidos políticos.
a) Tenían que restaurar la legislación tradicional del «grupo conservador»
(subvertida por el período de poder de El Mulero), tanto como resultara
práctico.
b) Tenían que acabar con los últimos vestigios de la guerra italiana.
El cometido «b» sólo podría lograrse con más (y extremas) concesiones
(sabía que era cierto debido a mis propias observaciones de la resistencia
lucana), mientras que el cometido «a» implicaba necesariamente una «postura
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firme» ante cualquier ablandamiento del rigor del gobierno central respecto a
los pueblos sometidos.
Al mismo tiempo, las masas de la ciudad habían obtenido mayores
beneficios de las medidas sociales del «grupo nuevo» (o al menos eso creían),
y cualquier interferencia en los «derechos históricos de la plebe», como los
llamaban ahora los jefes de facción, estaría condenada a despertar furiosos
resentimientos. El resultado fue que, al cabo de un año, casi todos los
nominados por La Mancha perdieron su puesto en los comicios anuales
destinados a cubrir dichos cargos; y, de los dos nuevos cónsules electos, que
supuestamente debían asegurar los intereses de La Mancha en la Urbs uno era
su enemigo declarado y el otro, Cneo Octavio, un verboso oportunista que,
por el momento, había apostado su reputación por la legalidad de los puntos
de vista constitucionales del «grupo conservador»; estaba siempre dedicado a
eso y, en efecto, era notable el número de precedentes jurídicos ambiguos que
era capaz de mencionar en sólo cinco frases de peroración.
El enemigo declarado era llamado «Cenizas», y eso parecía. Lo vi en una
ocasión, en el teatro provisional de la Urbs, cuando respaldó oficialmente con
su presencia una de las actuaciones de Roscio. No rió un sólo momento en
toda la comedia. Su rostro, de una extrema palidez cadavérica, con los ojos
hundidos al igual que agujeros en una tela, parecía flotar en medio del público
como una borrosa mancha de algún vapor nocivo. Al asumir el cargo se vio
obligado, según un acuerdo de chantaje mutuo cocinado entre él y la facción
de La Mancha, a realizar poderosos y ancestrales juramentos de que en
ningún sentido se opondría a las intenciones de La Mancha. Era algo
completamente ilegal, y por supuesto él no se consideraba obligado a
cumplirlos.
Así que en cuanto quedó claro que la guerra contra Estricnina sería un
asunto largo y fatigoso, Cenizas inició las actividades en la Urbs destinadas a
«depreciar» a los seguidores de La Mancha. La insipidez de su colega Cneo
Octavio le facilitó aún más tal práctica. Algunos de esos intentos los realizaba
a través de los tribunales y del Senado. Otros implicaban un amplio
despliegue de agentes secretos y guardias, arrestos, confiscaciones de la
propiedad, y también más asesinatos. Los asesinatos inspiraron terror a todo
el mundo (a los del «grupo conservador» y a los del «nuevo») por su
naturaleza inexplicablemente fortuita. Las autoridades los atribuían, a veces, a
«bandidos», y otras, a «grupos terroristas anticonstitucionales con
motivaciones políticas». Las personas respetables de Lanuvium estaban
totalmente convencidas de que los asesinatos eran cometidos por miembros
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de la policía, con el fin de impedir cualquier tipo de declaración o debate
públicos sobre asuntos políticos.
El abogado de Cluilio, por ejemplo, fue una de las víctimas. Lo
encontraron una mañana metido de cabeza en un abrevadero para caballos del
foro. Su cuerpo estaba cubierto de magulladuras, y las pisadas que se hallaron
sobre el estiércol que rodeaba el abrevadero demostraban que fue arrastrado
hasta allí por al menos dos hombres. Nunca existió una persona más sobria,
pero el edil dijo que sin duda cayó accidentalmente y se había ahogado por
estar bajo los efectos de la bebida. Nadie se decidió a hacer comentario
alguno acerca de este veredicto ridículo, ni siquiera Roscio, que generalmente
manifestaba sus opiniones con mucha libertad. Al funeral asistieron sólo los
parientes más cercanos, y nosotros nos sentimos extremadamente
avergonzados.
Pocos días más tarde, Roscio me informó, en un susurro nervioso, que tres
casas que pertenecían a La Mancha (una en la Urbs y dos en la campiña
cercana) habían ardido inexplicablemente hasta los cimientos. La esposa y los
hijos de La Mancha abandonaron Italia; nadie conocía su destino, pero se
suponía que fueron a reunirse con el esposo y padre en el frente de Asia. Eso
significaba que antes de que transcurriera mucho tiempo La Mancha
regresaría a Roma, y con su ejército, existiera Estricnina o no, se vengaría él
mismo de quien fuera.
Los dos cónsules (que durante dos meses hicieron todo lo posible para
evitarse el uno al otro, tanto política como personalmente) se declararon ahora
una abierta hostilidad. Se produjeron estallidos de tumultos incontrolados; los
jefes de facción parecieron perder toda capacidad para mantenerlos
confinados dentro de la pequeña zona habitual de la Urbs, entre la tradicional
clase semiprofesional de activistas pagados. Cenizas, cuyos partidarios fueron
derrotados en las siete colinas, huyó hacia el sur para reunir un ejército.
Huyó pasando por Lanuvium, y nadie intentó detenerlo aunque la casi
totalidad de la población estaba a favor de su rival, partidario de La Mancha.
La razón de esta apatía fue el gran número de hombres autoproclamados «de
la policía», que llegaron misteriosamente como salidos de la nada para decirle
a la gente de la ciudad que si entre el alba y el mediodía abandonaban sus
casas, era muy posible que acabaran en el abrevadero, o algo peor. Así pues,
nos quedamos en nuestras viviendas y oímos el estruendo de los cascos de
caballo hasta que cesaron. Cenizas, en su huida, parecía llevarse consigo a
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todos los legionarios de la Urbs, todos bien montados y resonando de tal
forma sus loricae[35] que parecía que arrojaban toda una batería de cacharros
y sartenes por una escalera.
Cneo Octavio, que se quedó en la Urbs como supuesto ganador, hizo
pública una larga y retorcida declaración acerca de la incontrovertible
constitucionalidad de su gobierno, y nombró un cónsul sustituto. Este hombre,
un tal Lucio Cornelio Merula (conocido como «El Acólito» por la
escrupulosidad de su observancia religiosa), ya ocupaba un cargo sacerdotal
que le impedía ejercer jamás un mando militar, así que nadie podía decir qué
sucedería si La Mancha no llegaba con tropas y con la determinación de
defender la integridad del Estado (en la que él mismo ya había abierto una
decisiva brecha).
Después de todas estas emociones, el siguiente rumor de mayor
importancia. Comenzó como un rumor, luego se transformó en un hecho
comprobado, y por último se anunció desde la Urbs a través de la sede del
municipio como un hecho «determinado por el gobierno», lo cual lo convertía
en verdad sin la más mínima duda. El Mulero llegó a Etruria, al norte de la
Urbs, con un gran número de caballos africanos, media legión. Se decía que
se introdujo tierra adentro, alejándose de la Urbs, para consolidar posiciones y
aumentar sus fuerzas. Esto lo hizo liberando a los prisioneros de varios
enormes barracones de convictos que albergaban a grupos de hombres
encadenados y condenados a realizar las obras públicas y a trabajar en las
grandes extensiones de tierra de los nobles ausentes.
Entre tanto, se decía que Cenizas se había hecho con el mando de la
mayoría de los legionarios que (supuestamente) luchaban en el sur contra los
rebeldes. También se apoderó (o se lo ofrecieron) del mando de los rebeldes,
y reunió los dos grupos en uno sólo. Me pregunté hasta qué punto mi moneda
mellada, a través de Esperanza Divina, contribuyó a estos acontecimientos. El
ejército único avanzaba hacia el norte.
También me formulaba preguntas acerca de las historias que circulaban de
que una flota de piratas navegaba, de norte a sur por la costa oeste, para
apoyar a Cenizas y al Mulero. Habían comenzado a interceptar a los
cargueros de maíz de la Urbs cuando iban camino de Egipto y Sicilia, y la
gente comenzaba a hablar ansiosamente del hambre. Tuve noticia de una
galera grande que fue avistada y perseguida en vano por la vigilancia de
costas de Ostia y que ostentaba como mascarón una «Furia de pelo
alborotado» que blandía un hacha. ¿O era acaso un martillo? En este último
caso, sin duda, el barco era el Lady Yael… Pero, por otro lado, sólo era un
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rumor. Nos encontrábamos a muchas millas del mar, y no había visto con mis
propios ojos a ninguno de esos barcos.
El miedo a la fiebre epidémica se apoderó de la Urbs. Siempre la había,
cada verano, pero este año parecía peor.
Sin embargo, me estaba preparando para dirigir una nueva comedia (que
había escrito yo mismo, y que Roscio me había ayudado a traducir… ¿quién
habría imaginado que descubriría una capacidad semejante?), y muy pronto
sería el tercer cumpleaños de Gracia. Habíamos planeado una celebración
espectacular, y las jóvenes sirias le estaban haciendo un traje completo con las
más bellas y nuevas telas, según la moda de Damasco. En general, teníamos
más que suficiente para estar ocupados.
Lo que mejor puede hacerse con los rumores es recordar que frecuentemente
son más falsos que ciertos. Y lo único que puede hacerse con los ciertos es
abrigar la esperanza de que quienes se hallan en posición de enfrentarse a
ellos estén bien provistos de sabiduría tanto como de recursos físicos. Yo no
podía confiar en ninguna de las dos cosas.
Y no me gustaba ver a Roscio tan asustado. Siempre había pensado en él
como en alguien completamente imperturbable, pero desde hacía mucho se le
conocía como el hombre de La Mancha, mientras que yo era a quien La
Mancha había aterrorizado hasta el punto que me había orinado encima (¡oh,
qué bien lo recordaba!). Tal vez la circunstancia que a uno le causaría miedo
anularía, por así decirlo, la del otro. Tampoco en eso tenía yo demasiada
confianza.
Página 294
ultrajé mis más profundas convicciones al acceder a trabajar con Roscio en un
proyecto bien remunerado pero, para mí, de lo más ominoso: un variado
programa de espectáculo, pantomima y comedia relacionado con los juegos
cívicos; y todos sabéis que yo tenía opiniones muy firmes acerca de los juegos
romanos.
El acontecimiento iba a celebrarse en el Campo de Marte, los famosos
terrenos para desfiles emplazados entre las murallas de la Urbs y el río,
honrados desde hacía mucho tiempo como el lugar desde el cual el piadoso
fundador, el rey Rómulo (notorio fratricida), ascendió a los cielos; también
era, en estos tiempos modernos, el terreno de caza favorito de los ladrones de
bolsas de la Urbs, durante las fiestas.
Roscio arguyó que la lucha de gladiadores y las barbaridades de los
animales salvajes no le gustaban más que a mí, pero que si rechazábamos el
encargo (provenía de un personaje importante nombrado por La Mancha,
nada menos que del poco fiable Cneo Octavio), estaríamos excluyéndonos de
cualquier esperanza de conseguir que La Mancha accediera a nuestra petición
de un teatro permanente, y yo sabía durante cuántos años había estado Roscio
luchando por ese casi logrado y muy deseable fin.
Señalé que La Mancha lo había arrojado de su casa. Él replicó que eso era
puramente personal, que Cneo Octavio representaba la fachada pública de su
exmecenas, y que ésta jamás tuvo otra característica que no fuese una
profunda ilustración. ¿Acaso quería estropear para siempre las posibilidades
que tuviera, a causa de mis escrúpulos? ¡Eramos socios, teníamos que
esforzarnos juntos! No añadió que yo tenía con él una enorme deuda de
gratitud; mi propia conciencia de este hecho me selló la boca ante cualquier
protesta. También me daba cuenta de que si Roscio se aseguraba la protección
pública del cónsul de La Mancha, la renovada amistad íntima con el
mismísimo gran hombre no le sería negada por mucho tiempo, ¿y quién era
yo para entorpecer con mi mala voluntad una tan augusta consumación?
Al mismo tiempo, velaba con bastante astucia por mi propia gran
oportunidad; al menos tenía una esperanza de moderada prosperidad; no tan
moderada, me decía engañándome a mí mismo, como para excluir los
pensamientos de matrimonio. Ya había comenzado a cortejar a Miriam; a
pesar de su desgarbado físico, la creía receptiva… a veces, al parecer,
demasiado receptiva, ya que ella misma propuso la idea de que debería
casarme también con Abigaíl y Raquel; en Siria se hacían esas cosas, afirmó,
la ley romana estaba obsoleta, la familia oriental era una institución
enteramente progresista, y en Damasco estaría fuera de discusión que yo me
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ofreciese a mantener a una de las hermanas sin hacerme cargo de las otras.
Les tenía mucho cariño a las tres, pero existían obstáculos muy ajenos a la
ley. Necesitaría mucho más dinero del que disponía hasta entonces; y además
no creía que la unanimidad exterior de las señoras se reflejara por entero en
una armonía absoluta de puertas adentro; cuando discutían, temblaban las
vigas del techo. Ya había tenido bastante de eso con Jibia e Irene, muchísimas
gracias…
Sí, esta digresión es principalmente debida al bochorno que experimento
cuando tengo que admitir que, en todos estos debates internos, hice deliberado
caso omiso de la trascendencia política de trabajar en Roma, justo en esta
coyuntura, en colusión directa con la facción partidaria de La Mancha. Todos,
debido al alivio, la autocomplacencia y la negligencia a que nos
abandonamos, nos permitimos aceptar como ciertos los rumores,
completamente alejados de la verdad, referentes a que El Mulero había
desplazado sus actividades muy al norte, hacia el valle del Po; que algunas de
las legiones de Cneo Octavio habían detenido a Cenizas y al ejército del sur al
otro extremo de Nápoles; y que, por tanto, ambas fuerzas rebeldes estaban
«contenidas y no constituían peligro» (la propia frase de Octavio, tan
consoladora para quienes lo apoyaban).
Las interminables colas de gente furiosa en el exterior de los hornos de
pan, y el siempre creciente número de refugiados del campo que abarrotaban
la Urbs, deberían habernos transmitido una versión diferente. De hecho, la
presencia de estos últimos hizo que nos resultase imposible encontrar un
alojamiento decente durante el período de ensayos.
Supongo que estábamos tan ocupados con el trabajo, que muy raramente
nos preguntábamos por qué nos habíamos hacinado todos en un apartamento
del tamaño de una celda con vistas al mercado de ganado, cuyos efluvios
respirábamos; no sólo estábamos allí Roscio y yo, sino otros tres actores (dos
de los cuales se turnaban, con grandes celos por cierto, como amantes de
Roscio), las sirias (más o menos permanentemente comprometidas ahora con
nuestra labor de dirección), dos esclavos que dormían en el descansillo de la
escalera, y un par de etruscos artesanos de máscaras (marido y mujer) que
llenaban la casa de arcilla y pegajosos charcos de barniz, y cuya cola acababa
metiéndose en todos los cacharros de la cocina. Gracia se encontraba en
Lanuvium, y me alegraba mucho haberle permitido permanecer allí, aunque al
principio mi preocupación central era mantenerla apartada de la fiebre
(comenzó a propagarse en el barrio del mercado de ganado, y estas insulae
resultaban muy vulnerables).
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Pero en cuanto al resto, como decía Roscio en uno de esos días en que
dejaba a un lado sus temores…
—Si todos esperáramos a que la política se calme antes de levantarnos de
la cama, los Siete Durmientes de tu Éfeso serían siete millones, a estas
alturas.
Era otra forma de expresar mi propio calmante personal: no dejes para
mañana lo que puedas hacer hoy. Y lo hacía.
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de doce pasos delante de mi mano. El trabajador que ocupaba el puesto de
centinela se hallaba de pie, inmóvil, reclinado contra el chorreante poste de un
toldo, con la cabeza inclinada hacia delante de modo sugerente.
—¿Qué sucede, oyes algo? —le susurré con cierta alarma.
—No lo sé —me gruñó como respuesta—. ¿A ti qué te parece?
Ciertamente hay algo…
Los dos contuvimos la respiración, nos quedamos completamente quietos,
aguzamos el oído… Oh, desde luego que había algo pero… ¿qué?
—No, nunca enviarían a tantos de esos sinvergüenzas para llevarse una
brazada de planchas —dijo el centinela—. Son centenares de sandalias lo que
oigo, y caballos incluso, ¿qué cojones crees que está sucediendo?
—Quienesquiera que sean, bajan por la vía que va al norte. —Pasaba
junto al Campo de Marte, y luego giraba a la izquierda para penetrar por las
murallas—. Pero no parece que vayan a entrar por la puerta de la muralla.
—Joder, la puerta no estará abierta a esta hora de la mañana; los
habríamos oído dar el quién vive, si alguien quisiera entrar…
En este mismo instante, los dos supimos lo que ocurría; nuestros ojos se
encontraron y nuestros rostros mojados despidieron vapor de terror frío. Antes
de que pudiéramos expresarlo en palabras, se levantó una suave brisa furtiva
desde las montañas y la niebla comenzó a disiparse. En cinco minutos, el
campo quedó despejado, excepto unos cuantos jirones aquí y allá que
ocultaban muy poco. El sol no había salido por completo, pero la luz gris fue
más que suficiente para revelarnos quiénes eran nuestros intrusos vecinos.
Justo al otro lado del campo, donde la vía y el río aproximaban sus bordes
este y oeste respectivamente para formar la punta de un triángulo, había una
muchedumbre de hombres armados. Se habían reunido tan furtivamente que
sólo nosotros, que nos encontrábamos en el campo mismo, pudimos oírlos; y
eso sólo porque nos esforzamos en mantener el oído bien atento. Los guardias
de las murallas de la Urbs nada supieron de su llegada hasta el momento en
que se disipó la niebla. Una llamada de trompa, procedente de la torre de la
puerta, nos anunció que los habían visto; se oyeron gritos y ruidos de
confusión procedentes del interior, y otras trompas más lejanas.
Nos apresuramos a despertar a nuestros compañeros:
—¡En pie, entrad en la Urbs, rápido… es un ataque!
Pero nos movimos con excesiva lentitud; mientras poníamos pies en
polvorosa atravesando el esponjoso suelo húmedo, un grupo de soldados a
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caballo galopaba hacia nosotros y nos cortaba el paso. Eran hombres
atezados, de rostro feroz, con aros en las orejas y espadas curvas…, alguna
clase de africanos, conjeturé; de El Mulero, supuse. No obstante, algunos de
los integrantes de infantería eran legionarios de la Urbs correctamente
uniformados, y también reconocí el equipo, o casi equipo, de los auxiliares
samnitas y lucanos (éste lo conocía demasiado bien, ya lo creo que sí), y eso
significaba la presencia de Cenizas. Los dos ejércitos rebeldes, que según los
informes se encontraban tan alejados, se las habían ingeniado de alguna forma
para encontrarse, unirse, y cercar la segura Urbs. ¿Provenían sólo de la vía
norte? Al parecer, no. Al otro lado del río, avanzando hacia el extremo más
lejano del puente de madera, había otra columna; y el viento trajo un
estruendo de trompas que parecía proceder de la puerta noroeste y de la vía
que se dirigía tierra adentro, hacia las Colinas Sabinas.
Nadie intentó matarnos. Nos condujeron ante los centuriones que estaban
demasiado ansiosos por las defensas, la guarnición y el humor de los líderes
de la Urbs. Les contamos todo lo que sabíamos, con toda la rapidez que
pudimos, inquietos porque no ignorábamos que era muy poco en realidad, y
con la esperanza de que no pensaran que mediante tortura podrían arrancarnos
más información. Por fortuna, no estaban realmente interesados en nosotros;
en cuanto descubrieron quiénes éramos y por qué acampábamos en el Campo
de Marte, se pusieron a reír y nos prometieron que si sus operaciones
resultaban tan bien como esperaban, al cabo de una semana podríamos hacer
nuestras representaciones como bienvenida al nuevo gobierno.
No obstante, no podían permitirnos regresar a la Urbs, y tuvimos que
quedarnos dando vueltas entre sus filas, hambrientos y aprensivos, hasta que
la situación se decidiera. Permanecimos sentados toda la mañana bajo nubes
de mosquitos, observando cómo una cohorte tras otra procedentes de la vía
desfilaban hasta el campo. Algunos de los grupos plantaban tiendas, mientras
otros se apropiaban de las pilas de tablones del teatro y del círculo destinado
al combate de gladiadores, para reforzar la empalizada. Hicieron que mis
trabajadores los ayudaran en esa tarea, aunque yo quedé excusado (mi pierna
lesionada, como siempre). Ocuparon la skené del teatro para convertirlo en
pretorio provisional; en el lugar reinaba gran animación de entradas y salidas
de centuriones, y grandes demostraciones de eficiencia. Vi a Esperanza
Divina a caballo, con el rostro afeitado, aspecto mortalmente malévolo, y las
palabras Liberatio Luminosa Lucanica sobre el escudo, al parecer la nueva
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designación legal de sus fuerzas auxiliares oficiales. Vi a Cenizas,
revolviendo mapas y listas de legionarios sobre la mesa de nuestro director de
escena.
Y luego, poco después de mediodía, vi al Mulero. Al menos, por la lluvia
de saludos militares con que lo acogieron los veteranos, supuse que era él. A
través del puente fue conducido hasta el campo en una silla de mano cubierta
y rodeado por una barrera de auxiliares que marchaban hombro con hombro;
veintenas de ellos, sin uniforme, y del aspecto más amenazador que haya
visto. Llevaron la silla de mano directamente al improvisado pretorio; Cenizas
y los demás se apiñaron detrás; la mayoría de los legionarios volvieron al
exterior y recorrieron con mirada amenazadora el proscenio a medio
construir. Las cortinas de la skené estaban echadas. Los soldados aguardaban
acontecimientos.
Algunos portaestandartes mataron el tiempo colocando sus estandartes en
una esquina del proscenio, con pisotones, gritos y todo el resto de su
nauseabundo ritual. No parecía haber ningún preparativo serio para asaltar la
Urbs ni para asediarla. Me sentí desconcertado por la ausencia de actividad
sobre las murallas.
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derecho le corresponde, ¡y después de eso, mis muchachos, todo quedará
lustrado y acabado, y para todos los legionarios habrá tocino y bebida…!
Los demás hombres del grupo de negociadores aplaudieron y rieron
maliciosamente. ¿Y por qué no, cuando estaba claro que todo el asunto había
sido acordado de antemano? En este asunto había dinero por medio, supuse
yo, mucho dinero. ¿Del rey Estricnina?
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encorvados hombros. Tenía los pies descalzos y sucios, en su rostro se veían
manchas amarillas con forúnculos rojos que se abrían sobre ellas, un ojo
estaba afectado por algún tipo de cataratas y su boca se contraía masticando
sin cesar.
En las sombras de la skené acechaban asociados más decorosos; vi al hijo
de El Mulero y a su yerno, y la silueta fantasmal de Peloplateado.
Los exiliados habían vuelto. Un silencio de muerte flotaba sobre la
muchedumbre.
Cenizas fue el primero en hablar, con un horrible susurro áspero. Por lo que
pude comprender, informaba a Lucio Merula («nombrado cónsul por propia
decisión») de que Cayo Mario, salvador del Estado, exigía la total anulación
de la sentencia ilegalmente dictada contra él en su ausencia; en tanto no se
hiciera esto, Cayo Mario, salvador del Estado, seis veces cónsul, y héroe de la
república ilegalmente degradado, no entraría en la Urbs; que si Cayo Mario
no entraba en la Urbs, lo harían sus soldados, y que no habría nadie que
controlara su ferocidad… porque, desde luego él, Cenizas, no osaría
intentarlo. Estaban presentes los suficientes miembros del Senado como para
considerar que había quorum. Él, Cenizas, fue elegido cónsul legítimamente,
y ahora retomaría sus funciones. Pedía una votación inmediata respecto a la
condición de Cayo Mario. Ah, por cierto, ¿dónde estaba Cneo Octavio?
También él fue adecuadamente elegido cónsul y debería hallarse presente.
La multitud estalló en un estrépito de carcajadas, silenciado de inmediato
cuando los terribles ojos de El Mulero, bajo el ala rota de su truhanesco
sombrero, barrieron el teatro.
Uno de los delegados tartamudeó algunas palabras referentes a que el
cónsul Cneo Octavio había perdido desgraciadamente la vida esa misma
mañana, durante «un tumulto».
—¡Asesinado! —gritó Lucio Merula en un alarido repentino.
El Mulero apenas movió una mano en dirección a Furia de Caballo, y éste
descendió hasta el grupo de senadores y le cortó la cabeza a El Acólito.
Rebotó como una pelota sobre el proscenio y fue a detenerse en los dedos de
los pies descalzos de El Mulero. Él la apartó a un lado, como un diestro
jugador de pelota, con un suave puntapié.
La muchedumbre reaccionó con un grito ahogado de conmoción, una
especie de estrangulamiento colectivo. Y luego, comenzando por los lucanos
que ocupaban las gradas superiores, empezaron a aplaudir, exactamente como
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lo habrían hecho en una obra tras una de las famosas reacciones retardadas de
Roscio. De nuevo, los ojos de El Mulero barrieron el teatro y, de nuevo, se
hizo un silencio sepulcral.
Sobre el nuevo telón gris perla de Roscio, había profusos regueros de
sangre. Había sangre en uno de los grotescos tobillos de El Mulero, había
sangre en las blancas togas de los distinguidos señores que estuvieron junto a
Merula, había una salpicadura de brillante sangre que cruzaba el pecho de
Furia de Caballo.
Cenizas hablaba otra vez como si no se hubiese producido interrupción
alguna. Dijo que si el cónsul Cneo Octavio había muerto, había una elección
pendiente; al parecer debía celebrarse una asamblea popular; estaba seguro de
que, dada la urgencia de la situación, el Senado y el pueblo de Roma pasarían
por alto cualquier pequeña irregularidad. Tres votaciones, por tanto, debían
tener lugar de inmediato.
Una, para revocar la sentencia dictada ilegalmente contra Cayo Mario.
Otra, para elegir a Cayo Mario para el consulado.
La tercera, para presentar los resultados de las dos votaciones ante una
sesión plena del Senado, con el fin de que las ratificaran tan pronto como lo
permitieran las circunstancias y, mientras, y mediante un decreto de
capacitación, para permitir que un comité especial, designado por los dos
cónsules, tomara todas las medidas necesarias en este período de crisis.
Las tres mociones fueron aprobadas en algo así como treinta segundos por
«aclamación unánime».
Algunos centuriones del pretorio y dignatarios civiles, que aparentemente
llegaron con el ejército insurrecto, pronunciaron discursos de bienvenida a la
justicia y al orden, esbozando lo que ellos creían que podía ser el beneficio
para los ciudadanos corrientes. Algunos de los senadores que habían
acompañado al Acólito intentaron pronunciar discursos similares, dando la
bienvenida en nombre del ciudadano corriente al regreso de la justicia y el
orden, expresando su satisfacción por que ahora hubiese en Roma un
gobierno legítimo. Los soldados acortaron la mayoría de estas declaraciones
con salvas de lentos aplausos. Furia de Caballo, a una señal de El Mulero, le
cortó la cabeza al último orador (un oportunista persistente e inoportuno),
justo cuando empezaba a alargar su peroración.
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Trompetas, más trompetas, vocerío de centuriones y decuriones, gran parte de
los estandartes desfilando fuera del auditorio; y los soldados salieron, sin
demasiado desorden, a la pisoteada hierba del Campo de Marte. Las puertas
de la Urbs estaban ahora abiertas de par en par y la gente afluía a las calles
para recibir al gobierno. Conformaban una vasta muchedumbre histérica entre
las cohortes y las murallas; los auxiliares acudieron con porras para abrir el
paso a los legionarios.
El Mulero continuaba sobre el proscenio, aguardando, inmóvil. Furia de
Caballo envainó su arma, recogió las cabezas cercenadas, las ató entre sí
mediante agujeros que les hizo en las orejas, y se echó la cuerda sobre el
hombro. Fue un proceso muy lento y que dejó a Cenizas sin nada que hacer.
Estaba claro que no quería abandonar el proscenio hasta que El Mulero
hiciese el primer movimiento, y pensé que estaba bastante más pálido que de
costumbre, aunque debo reconocer que resultaba difícil estar seguro. Los
centuriones que le acompañaban estaban verdaderamente blancos y
temblorosos; vi a Peloplateado que vomitaba discretamente en el rincón del
apuntador. El hijo de El Mulero tenía aspecto de haber tomado drogas.
El Mulero mismo comenzaba a reír.
—Vaya —decía—. Siete veces cónsul, exactamente como se me
prometió, siete veces; ¡y no he tenido que pronunciar ni un solo discurso para
obtenerlo! ¿Se han alineado ya los legionarios? Portaestandarte, ¿dónde estás?
—Como respuesta agitaron una hermosa águila resplandeciente delante de sus
narices entre pisotones y gritos—. Dios Hércules, qué calor hace… Me han
dicho que en la Urbs tienen fiebre. Nos viene bien, purga nuestra sangre, nos
libra de la estupidez. No, no quiero ninguna silla de mano; he marchado miles
de millas con las legiones. ¡Caminad!
Bajó trabajosamente del proscenio, apartó con brusquedad la servicial
mano de Furia de Caballo y salió así al campo, con sus sucias ropas
descuidadas, en medio de sus insolentes centuriones.
Avanzó arrastrando los pies ante los legionarios, alzando de vez en
cuando el brazo en un descuidado saludo militar, mientras los hombres lo
aclamaban de un extremo a otro de la formación. También los civiles lo
vitoreaban, con los jefes de facción y sus hombres armados con porras
dirigiendo el clamor al frente de la muchedumbre. Cenizas se encontraba
junto a El Mulero, pero creo que en ese momento nadie reparaba en él.
Cuando El Mulero llegó al otro extremo de las filas, se detuvo. Los
legionarios fueron llamados por sus centuriones a formar columnas. Él no
volvió la vista mientras realizaban la maniobra, obviamente confiado en que
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cada cohorte se hallaría en correcto orden. Cuando el movimiento concluyó,
se oyó otro toque de trompa. El Mulero, en voz muy baja, dijo:
—En marcha —y condujo a sus legionarios al interior de las murallas de
Roma.
Furia de Caballo y los auxiliares de la guardia de corps de El Mulero
caminaban más cerca de él que Cenizas, y todos repararon en ellos.
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dijeron ellos; me contaron que los soldados de Roma la habían
incendiado y que cuanto quedaba de ella era lo que veíamos.
No había nada de oro, y muy poca gente; nada más que piedras
caídas y viejas calles cubiertas de arena y pequeñas chozas
como las chozas de mi propio país, construidas aquí y allá entre
la arena y las piedras caídas. Y soplaba un gran viento. Y en el
viento oía yo las voces de todos los hombres que habían vivido
allí. Gritaban: «¡Ay de nosotros!». Gritaban que habían matado
a sus esposas e hijos y se habían matado ellos por miedo a los
romanos, y ahora no tenían adónde ir en todo el mundo de los
muertos; debían volar por el viento hasta el fin. Algunos poetas
deberían escribir acerca de esta gente, fueron jefes espléndidos
sin duda, puesto que la extensión de su ciudad caída era tan
amplia.
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prisión. Al principio por culpa del mal de mar, pero conservó la
barba hasta la orilla de Cartago por las mismas razones que
llevó las ropas viejas. Ah, sabía lo que los poetas necesitarían
decir acerca de él.
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soldados hacen esos dibujos de todas formas, es un signo de su
baja condición.
El hombre-perro se marchó.
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ojos cerrados cualquier letra del libro sobre la cual sus dedos
cayeran por casualidad, al azar. Decía que incluso cuando su
Dios apartaba el rostro de los hombres mortales, no obstante,
dirigía a veces los dedos de un hombre para descubrirle sus
intenciones secretas. Yo había visto a los druidas de mi propio
país hacer algo casi igual: lo llamaban «tirar los palitos del
alfabeto ogham», pero me atrevería a decir que tú no tienes
mucho conocimiento de todo eso.
El dedo del capitán, en cualquier caso, escogió unas cuantas
palabras…, si las recordara ahora…
… y aconteció que cuando todos los reyes que estaban a este lado del Jordán, así en
las montañas como en los llanos, y en toda la costa del mar Grande delante del
Líbano… (y había esta muy particular línea de palabras debajo de su uña)… los
heteos, amorreos, cananeos, ferezeos, heveos y jebuseos oyeron estas cosas… (¡Oh,
semejantes nombres de pueblos extraños, creo que algunos de ellos, según la palabra
de los poetas, serán ancestros de mi propio pueblo, aunque he olvidado mucho de los
buenos poetas de mi país!)… se concentraron para luchar contra Josué e Israel, de
común acuerdo.
Por los hombres que había a bordo de esas naves nos enteramos
de que el hijo de El Mulero estaba aún con vida, y con amigos,
en esa parte de África; así que navegamos hasta allí y pusimos
al padre y al hijo juntos, como ellos deseaban estar.
Luego los barcos zarparon una vez más para perseguir juntos su
propia gloria en el mar Grande, delante del Líbano, dado que,
según el libro, allí había muchos enemigos. Creo que eran las
naves del hombre llamado La Mancha, contra las que tenían
que luchar para ganar dinero del rey Estricnina. El Mulero y su
hijo permanecieron en África durante todo el invierno, y yo,
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Furia de Caballo, con ellos. Obtuvimos soldados de un rey de
allí, y nos preparamos para regresar a Italia.
Ah, y esa otra cosa, esa gran cosa que tengo que contarte…
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puñetazos y palos de la muchedumbre rugiente de furia. Yo tocaba todos los
postes de esquina a los que podía llegar con la mano, y mientras así lo hacía
blandía mi palo gritando:
—¡Arriba Cenizas, arriba El Mulero, viva el «grupo nuevo»!
Y así llegué a casa sin un rasguño.
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Uno de los tres actores dijo que el único modo de enterarse era que uno de
nosotros saliera y lo averiguara. El artesano de máscaras no podía ir porque
estaba en cama con fiebre (¿la fiebre epidémica?, Dios, esperábamos que no),
y su esposa se encontraba en la habitación interior, cuidándolo; las mozas
sirias no debían ir porque Roscio había visto lo que creía que fue la violación
de la hija de Octavio, inmediatamente después de que le «pasaran por
encima» a su padre; los actores se negaron a salir porque en su contrato no se
especificaba nada sobre semejantes recados.
Uno de ellos se marchó de la vivienda diciendo que tenía amigos del
«grupo nuevo» que cuidarían de él, así que nosotros a tomar por culo (Roscio
y él habían estado profundamente enamorados durante quince días). Entonces,
Roscio les arrojó platos y cuchillos a los otros dos (uno de ellos había estado
enamorado de él durante los últimos dos meses), los sacó fuera y los echó
escaleras abajo, arrojando sus ropas de cama y cajas de máscaras tras ellos.
Raquel le vació un cuenco de agua fría sobre la cabeza, y él se sentó en el
diván y comenzó a proferir risillas tontas.
—Oh, Dios, Marfil, tú y yo. O tú, o yo… ¿quién? —Pensé que su risa era
al fin más cómica que maníaca. Esto me alivió. Él era, después de todo, el
empresario, y si perdía la cabeza, ¿quién la conservaría? Se puso en pie de un
salto, adoptó una pose trágica (incorregiblemente hilarante), y anunció—:
Debo ir yo. Soy el responsable. Os he arrastrado a todos a la muerte con mi
inexcusable arrogancia. Y cuando pienso en cómo esa mujer —se refería a la
esposa de La Mancha— denostó mi genio ante seis senadores… —Se
envolvió en su toga y salió a grandes pasos, como Régulo en los muelles
preguntando cuál era el barco de Cartago.
Le dije que sabía muy bien qué se traía entre manos. Estaba
aprovechándose de mi amistad con el convencimiento de que jamás le tomaría
la palabra y lo dejaría marchar. Pero, maldita sea, se equivocaba, mi gratitud
terminaba en alguna parte, y este caso era esa parte. Si se había ofrecido
voluntariamente, entonces era voluntario, que se arrojara a las fauces del
peligro. No me avergonzaba de tener miedo. Entonces Miriam pasó entre
ambos y salió por la puerta. Roscio y yo volamos tras ella escaleras abajo y la
detuvimos a viva fuerza. Luchamos en el vestíbulo, heroísmo contra
heroísmo, miedo contra miedo, mientras la esposa del músico gemía tras su
puerta acerrojada. Al fin, para mi más profunda furia (y pánico), me encontré
yo mismo en la calle, al encuentro del nuevo gobierno para implorar por la
vida de Roscio, o hacer cualquier cosa que tuviera que hacerse.
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Durante todo el tiempo supe que tendría que ser yo. ¿Cómo podría haberlo
evitado? Había llevado al Mulero hasta medio camino de África, e incluso
podría contar con el favor de su régimen. Pero habría dado cualquier cosa,
cualquier cosa, en este atardecer de todos los atardeceres, para no tener que ir
y descubrir…
Mientras avanzaba, descargué contra Miriam un improperio tras otro, para
mis adentros. Tocaba las puertas y los postes de las esquinas. Gritaba en favor
del «grupo nuevo». Vi tumultos, linchamientos, arrestos, saqueo generalizado
y los comienzos de incendios provocados. El séptimo consulado de El Mulero
era cada vez más abiertamente el primer consulado de Esperanza Divina y de
todos los otros que buscaban la ruina de la Urbs. Si no hubiese tenido otro
cometido allí que el de observar, como un Dios desde una nube, me habría
regocijado. O quizá no. Resultaba difícil ver cómo mi libertad podía estar a
punto de quedar asegurada por algo de todo esto.
Me encontré con el mismísimo Mulero, en una ancha avenida bordeada
por árboles y salpicada de estatuas amaneradas («la vía pública central del
mundo en su totalidad», la había llamado un guía con tono exultante el primer
día que pasé en la Urbs). Daba su paseo vespertino, cuando ya habían
concluido todas las formalidades de su instalación como uno de los dos
magistrados supremos. Mientras avanzaba pesadamente, una muchedumbre
de unos cientos mantenía el paso con él, aullándole su deleite al rostro
virulento. Había cambiado sus atuendos de marinero náufrago por la toga
formal de su cargo; pero, como la llevaba con dejadez y manchada de su
reciente cena, y aún no se había afeitado la barba ni cortado el pelo, la
incongruencia de su aspecto apenas había mermado. Sus lictores consulares,
con los fasces oficiales en la mano, lo precedían con semblante inexpresivo.
Ponían buen cuidado en no volver la cabeza por miedo a ver (y, sin duda más
importante, a que alguien viera que veían) el extraordinario método que él
tenía de conducir los asuntos constitucionales.
No era tranquilizador.
El Mulero llevaba los pies envueltos en sucios rollos de venda, y se
apoyaba pesadamente en el brazo de Furia de Caballo, aún ataviado y pintado
como un ladrón de ganado hiperbóreo[36]; detrás de él caminaba Peloplateado,
con unos documentos en la mano; detrás de Peloplateado iban los guardias de
corps, cada hombre con una porra o una cuchilla de carnicero. Estos últimos,
según me informó un alborotado niño que tenía a mi lado y que sabía todo lo
que no debería saber a su edad, como sucede siempre con los mocosos de la
calle, habían sido reclutados entre los convictos encadenados que libertó en
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Etruria; ahora formaban lo que oficialmente se había denominado como
«Oficina de Investigación Política». A lo largo de su lento desfile, el cónsul
era continuamente abordado por una serie de caballeros temblorosos bien
vestidos, muy ansiosos todos por saludarlo y demostrarle así su lealtad. En
lugar de responder de inmediato a los saludos, El Mulero se volvía a mirar a
Peloplateado, que consultaba sus documentos. Si le hacía un gesto de
asentimiento, El Mulero respondía «buenas noches» con despectiva
indiferencia, y continuaba adelante. Si Peloplateado sacudía la cabeza, El
Mulero hincaba un par de nudillos hinchados como agallas de roble en el
brazo de Furia de Caballo. Éste le cortaba entonces la cabeza al caballero, o le
hacía una señal al grupo de «investigación política» para que lo derribaran a
golpes o lo cortaran a tiras. La elección del método parecía depender de Furia
de Caballo.
Yo me mantenía al paso de la procesión y vi suceder esto en cinco
ocasiones. Abandonaban los cadáveres en la calle, pero las cabezas cortadas
iban a parar a unos sacos atados con cuerdas que llevaban los guardias de
corps. El niño me contó que Furia de Caballo charlaría con las cabezas
cuando llegara a casa.
—Es uno de esos germanos, señor; allí lo hacen todos ellos, por su
religión, ¿sabes? Por ejemplo, va a preguntarles a quién debe matar mañana.
Ooooh…
El grupo de caballeros suplicantes decrecía, pero la muchedumbre se
encargaba de ellos, apresándolos cuando querían escabullirse, y arrojándolos
agresivamente para que fuesen inspeccionados por Peloplateado. Otras
víctimas fueron sacadas de su casa bajo protesta, para formar parte de esta
horrenda ceremonia. Allí la avenida estaba flanqueada por las elegantes casas
de las familias nobles que gobernaban el mundo. La multitud entraba y salía
de los jardines y patios delanteros, como si sus integrantes, a partir de este
día, lo controlaran todo y a todos nosotros.
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Yo debería haberme regocijado, pero, en cambio, pensé en Roscio, e hice lo
que tocaba a continuación.
Lo que tocaba a continuación era atraer la atención de Peloplateado…, si
me atrevía. La demoníaca mirada feroz de Furia de Caballo era imposible de
atraer, y su espada era demasiado rápida. No confiaba en que recordara los
viejos tiempos, excepto los malos. El Mulero se encontraba en un trance de
ceguera sanguinaria. Tenía que ser Peloplateado.
Salí de la muchedumbre a empujones e hice un gesto con mi bastón. Él
me vio, y me reconoció. Al alzar los ojos de sus atemorizadores documentos
hacia mí, me di cuenta de que también él temblaba de terror. Su fría
premeditación era una máscara de actor, nada más; el hombre estaba
conmocionado hasta las mismísimas entrañas por la gravedad de lo que hacía.
Dio un paso a un lado y susurró:
—Ahora no puedo hablar de eso. Le he rogado al capitán que aguarde en
Ostia. Todo quedará arreglado a su debido momento, pero debe tener un poco
de paciencia. Estas cosas requieren tiempo.
Por un instante quedé perplejo. Luego comprendí que él me relacionaba
todavía con Habacuc. Estaba claro que el gobierno actual se encontraba en
vías de revocar las promesas hechas a los piratas. Eso no era asunto mío.
Apresuradamente le expliqué que había cometido una equivocación, que
ahora volvía a ser actor, y que Roscio (al que algunas personas, erróneamente,
asociaban con La Mancha) poseía una calidad artística que sin duda vencía
todos los prejuicios políticos; era un favorito tan grande del público popular
como lo era El Mulero cuando ese mismo público se reunía para votar; y, por
si eso fuese poco, en Éfeso había salvado mi vida de la violencia de La
Mancha (no era del todo verdad, pero se le aproximaba lo suficiente), del
mismo modo que yo había salvado la vida de El Mulero cuando tanta
necesidad tenía de un barco. ¿Podría, por favor, entregarme una carta que
pudiese enseñar a los jefes de facción para garantizar la seguridad de mi
socio? Por favor.
—Con independencia de lo que pienses de Habacuc, la verdad es que os
llevamos a todos a África. —Estaba seguro de que el cónsul recordaría…
El cónsul había oído la palabra «actor»; se volvió a mirarme con el ceño
fruncido, y escupió:
—¿Actores? Mercaderes gilipollas todos ellos. Oficio de griegos, no me
gusta, no lo aceptaré. ¿Dónde está mi hombre? —Hundió los nudillos en el
brazo de Furia de Caballo, con la clara intención de que me decapitase de
inmediato. Me aferré desvergonzadamente el pene bajo la cobertura que me
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proporcionaba la capa, y usé hasta la última gota de la esencia misma de mi
fuerza de voluntad para obligar a Furia de Caballo a ver quién era yo.
Lo logré. Su aterrorizadora sonrisa se transformó en la propia de un niño
con hoyuelos al que acaban de pillar con las manos en la masa (me refiero a
un niño cuyos padres lo quieren). Sacudió sus dorados mechones de cabello;
bueno, yo sabía que eran dorados, aunque ahora se los había atiesado con
arcilla blanca hasta formar un círculo de erizadas púas, una costumbre de su
pueblo cuando sale a la caza de cabezas, supongo. El Mulero se echó a reír
ante su negativa, escupió, y continuó calle arriba. Los guardias de corps
gruñeron y pasaron de largo ante mí, mascullando amenazas y escarnios
contra el mundo en su totalidad.
Peloplateado se detuvo por un momento, garabateó algo en una tablilla, la
depositó en mi mano con prisa y terror, y me susurró:
—Con eso debería bastar. Ahora márchate y, por favor, no vuelvas, por
favor. A él no le gusta esto.
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enseñaba al agente adecuado del barrio (la escasez de comida comenzaba a
solucionarse, pero, desde luego, sobre una base de prioridades políticas); y, si
la clavábamos en la puerta de nuestra vivienda, nos protegería del acoso de
ciudadanos bien intencionados pero ignorantes. Me gorroneó otra ronda de
bebidas, pero no me quedé a compartirla con ellos.
Más tarde, aquella misma noche, para horror de todo el mundo excepto para
mí, Furia de Caballo nos visitó. Se limitó a abrir la puerta de un golpe,
haciendo saltar nuestro precario cerrojo, y permaneció de pie en la entrada
hasta que Roscio y todos los demás accedieron a mi urgente solicitud, y
salieron al descanso de la escalera. Entonces, con una voz baja, sepulcral, me
contó todo lo que ya he dejado escrito, junto con todas sus otras aventuras
desde que se marchó de las Murallas del Amor, más lo que sigue:
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tiempo» —no embarcó en la nave de él, sino en el barco
consorte durante el mismo viaje—. Ella fue embarcada por un
hombre que la transportó mediante engaños a los mercados de
Delos por un gran precio, aunque ella misma creía que viajaba a
cargo de él, y libre, en dirección a la costa de Bitinia.
Pero ella influyó en los hombres del barco trabajando para
su placer… dijo que bailaba sobre popa, de esta y aquella
manera, durante los… cuartillos, ¿llaman así a ese tipo de
guardia?; es un nombre extraño… y mientras me lo contaba,
profirió tantas carcajadas indecentes, que yo no le habría creído
una sola palabra… pero dijo lo siguiente: «Piernas peludas que
erizaban los pelos del pellejo de todo el mundo, ah, truhanes».
Y de esa manera, ¿sabes?, los persuadió de llevarla a Bitinia a
pesar de todo, y obtuvieron muchos más beneficios por hacerlo
desde el momento en que el rey Estricnina la tomó y convirtió
en su esposa.
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aquella noche. Me arrancaría cinco dedos, hombre, por haber
estado sobrio, y haber podido…
Oh, ya lo creo que podría ser. Puede que ella esté aún viva, y
que todas las cosas repugnantes que él contó no sean más que
producto de la bebida y de sus sucios modales. Te diré una
cosa, el día que sepa con certeza que es verdad, yo mismo, para
divertirme, mataré a ese Mulero y pondré fin al asunto de una
vez.
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No pronunció una sola palabra más, excepto cuando pasó junto a Roscio,
en cuyo hombro descansó una mano, y dijo:
—Dile a tu hombre que no creo que yo tenga mucho más tiempo. Debe
encontrarla por sí mismo. Dile eso.
Durante una semana vivimos en esta Urbs de venganza consumada y
muerte. En la octava noche de tumultos, el viejo Cenizas, realmente enfadado,
hizo que sus legionarios más responsables cayeran sobre los miembros de la
Oficina de Investigación Política mientras dormían, la mayoría de ellos en el
campamento del Campo de Marte, pero sus jefes se encontraban en las
dependencias del servicio de la mansión de El Mulero (casa expropiada a un
rival «depreciado», puesto que la suya propia fue quemada cuando La
Mancha lo hizo huir el año anterior). Todos los integrantes de la banda de
convictos asesinos fueron degollados. Sólo Furia de Caballo libró una lucha
digna de mención por encima de los tejados, jardines y terrazas ornamentales
de la zona elegante de la ciudad, durante la que mató a casi una veintena de
legionarios.
Por último, logró eludirlos escalando el Monumento de los Libertadores,
de cincuenta y siete pies de altura (erigido a los héroes republicanos que
expulsaron a los reyes tiranos), desde donde se puso a rugir poemas en su
propia lengua mientras esquivaba las flechas disparadas contra él. No
consiguió eludirlas todas. Con innumerables varas y puntas de flecha
sobresaliendo de su cuerpo, cantó tres o cuatro veces un último estribillo
desafiante; creo que era el que decía:
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podía creer que un hombre como Esperanza Divina confiara en garantías
semejantes, pero quizá no necesitaba hacerlo. Había dejado el legado de su
intransigencia en el seno de la odiada Urbs, y se contentaba con volverle la
espalda y dejar que germinase. No había dado señal alguna de desear
abandonar la profesión militar y volver a la carrera judicial.
Aproximadamente un año después, fue asesinado durante un motín
inexplicable acaecido en un campamento de tránsito, cerca de Rímini. Supuse
que había usado en exceso su bastón con algún subordinado pertinaz, en
cumplimiento de la extraña disciplina de la Urbs. O quizá los monedas
melladas pensaron que ya había llegado el momento de que también él fuese
«depreciado». Nunca me contaron toda la historia.
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donde, de todas formas, se sentían mucho más felices, y que había sido
fantástico mientras duró. Él mismo había pasado un día y una noche en la
Urbs, y jamás había estado tan borracho en toda su vida.
Ah, sí, él sabía algo respecto a Dolon y el Quimera. Incluso en otra época
navegó a bordo de esa nave, algunos años antes, cuando era piloto. ¿Tarento?
Sí, recordaba Tarento. ¿Una mujer? ¿Piernas peludas? Ah, nunca la olvidaría.
Me contó una anécdota que me envió directamente a ver a Peloplateado.
Estaba ardiendo, tanto mi cerebro como mi cuerpo.
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A pesar de tan poco delicadas circunstancias, el vestíbulo estaba lleno de
indigentes, suplicantes, jefes de facción, contratistas, senadores, adivinos,
funcionarios fastidiados que entraban y salían corriendo… La atmósfera era
tensa. AI parecer, todos esperaron durante el día entero para ver al cónsul, y
nadie sabía por qué no les recibió. El sol se pondría dentro de poco, y los
servidores comenzaban a traer lámparas de pie. Me abrí paso entre la nerviosa
y murmurante muchedumbre y cogí a uno de los funcionarios. Exigí ver a
Peloplateado, le mostré mi tablilla, y dije que quería verlo en ese mismo
instante. El hombre se me sacudió de encima y me respondió que aguardara
mi turno. Yo dije:
—¡¿Dónde está, dónde está, acaso no sabes, condenado imbécil, que la
vida del cónsul podría hallarse en peligro…?!
Como esperaba, esto lo trastornó todavía más de lo que ya estaba, y echó
una rápida mirada por encima del hombro, indicándome así el lugar en el que,
al menos, él creía que se encontraba Peloplateado. Se recobró, me entregó una
tablilla y un punzón, me dijo que escribiera en ella el asunto que me traía, y
que vería lo que podía hacer. Luego se volvió para habérselas con un hombre
que insistía en tener conocimiento de una conspiración destinada a asesinar a
ambos cónsules; los intentos de saltarse el turno empezaban a ser
imaginativos.
La puerta hacia la que el funcionario miró estaba guardada por un rufián
samnita. Lo observé con atención para calcular la posibilidad, la próxima vez
que se abriera la puerta, de esquivarlo y pasar junto a él sin acabar con su
cuchillo clavado en los riñones. Entonces me di cuenta de que no era samnita
sino lucano, y de que lo conocía; se trataba de Carasimiesca. Me acerqué
confiadamente a él, deshaciéndome en abundantes y venturosas sonrisas, y lo
saludé como si fuera un viejo amigo. Era un viejo bastardo hosco, pero puede
que el montón de dientes que descubrió al verme estuviera destinado a
manifestarme afable compañerismo.
—Es un cambio agradable ver incluso a un greco —dijo—. Estos
imbéciles de la Urbs me producen náuseas. No puedes entrar. Hay problemas.
—Tengo que entrar. Habrá más problemas si no lo hago.
Le expliqué que tenía que ver a Peloplateado; ¿estaba con el cónsul, o
dónde estaba?
Parecía ansioso, temeroso de que alguien pudiera oírlo, y habló por un
lado de la boca.
—Mira, esos de ahí no deben saberlo, ni siquiera los funcionarios. El viejo
tunante está en su lecho de muerte, y ahí dentro no saben qué demonios hacer.
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Yo podría decirles qué hacer. Degollarse ellos mismos, aquí mismo, dejarles
Italia a los itálicos, nosotros les montaremos el espectáculo de manera que
nunca lo olviden, nunca. Esperanza Divina, el condenado idiota, dejó que lo
sacaran de aquí por las buenas, justo antes de que nosotros franqueáramos las
cosas. Pero, maldición, no tenemos ninguna coherencia, la Urbs nos lo
arrancará todo de la punta misma de los dedos, igual que ha hecho siempre.
¿Manadas y rebaños, decía él? Tenía razón, y ahora es uno de ellos. ¿Es esto
lo que quería tu negra?
—Si te hubieras quedado en tus montañas, sólo serías calavera y huesos
—respondí—. Ella os trajo hasta aquí; no deberías despreciarla.
—No lo hago; era una auténtica reina. Nunca olvidaré cómo recorrió
aquellas últimas cinco millas. ¿La enterraste como es debido? Yo no tenía
otra elección que quedarme fuera del asunto, eso lo sabes, eran órdenes de
Esperanza Divina.
Había quizás un atisbo de lágrima en la comisura del párpado de uno de
sus cáusticos ojos. Bajo la influencia de la misma, se apartó un paso, abrió
subrepticiamente la puerta que tenía a la espalda, me dejó pasar y la cerró en
cuanto la crucé.
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Pero eso no era asunto mío; lo que sí era asunto mío era lograr estar a
solas con Peloplateado y averiguar de una vez por todas si era Irene o no la
que había viajado a bordo del Quimera. Quienquiera que fuese, con sus
piernas peludas más o menos desnudas, ahora sabía con certeza que quien
fletó la carga fue este maquinador jorobado de rostro gris, y no iba a admitir
ninguna evasiva. Investido de toda la discreta autoridad de un respetable
agente de espionaje, me tomó por un brazo y me llevó de inmediato a una
pequeña sala privada, que daba a una esquina del salón en que nos
hallábamos.
Cerré la puerta a mis espaldas y apoyé la contera de mi bastón contra su
nuez de Adán, manteniéndolo contra la pared. En la otra mano tenía un
cuchillo… un cuchillo para la fruta; ah, sí, por cierto, aquella mañana, en el
viaje desde Ostia, había tomado una comida al aire libre. De haber sido los
guardias medianamente disciplinados, deberían de haberme registrado en la
puerta de la casa. Tal vez era responsabilidad de Carasimiesca; si faltó a su
deber, yo diría que tenía razones para ello. Aún no estaba del todo integrado
en las manadas y rebaños. El cuchillo salió, con destreza, de mi bota derecha.
—Y ahora —le susurré a Peloplateado, haciendo hincapié en el
atemorizador gesto de no abrir del todo los labios mientras susurraba—, ya no
hay Oficina de Investigación para respaldarte, y estos lucanos no distinguen al
romano bueno del malo. No quiero matarte, pero sí quiero la verdad, y
prefiero morir a no obtenerla. Tú acudiste a su ventana cuando estaba enferma
y sola en la cama; tú la sacaste de las Murallas del Amor y la llevaste a
Tarento. ¿Por qué?
Sus ojos seguían el recorrido de mi cuchillo mientras lo blandía en
círculos ante su rostro, y emitió un ronquido por la presión de la contera. La
aligeré un poco. Esbozó una débil sonrisa. Habló muy rápidamente, toda clase
de excusas, todas para justificar la misma excusa: predominantes exigencias
de la seguridad nacional, las cuales él creía que a mí me importaban un
cuerno. Me contó la historia… o una historia.
¿Acaso esperaba que negase que se trataba de Irene? En ese caso, había
juzgado mal su conocimiento de cuánto yo sabía. No se anduvo con rodeos
respecto a su identidad. Me explicó, con lujo de detalles, con todos los
adornos de una intriga, que la muerte de Obeso, cuando él se enteró, significó
que se había descubierto la faceta de Irene como agente del rey Estricnina, y
que por tanto, él (Peloplateado) estaba implicado como su cómplice en
contactos muy secretos con El Ponto…, lo cual era verdad, hasta cierto punto,
pero era peligroso para él y ponía al Mulero en una situación incómoda. Así
Página 325
que Irene tenía que salir de Italia. ¿Acaso yo no entendía que él le pagó a
Dolon para que la llevase sana y salva hasta Bitinia? ¿Cómo podía creer que
él le desease algún mal? ¿Qué culpa tenía él si lo traicionaron, y los piratas
vendieron a Irene en Delos?
Cuando le dije que mentía, se lanzó a contarme otra historia. Puede que
esta fuese cierta. Irene acompañó voluntariamente a los secuestradores que le
había enviado a Tarento, donde él la esperaba; pero el mensaje que deseaba
que le transmitiera a Estricnina (anular todos los acuerdos secretos que
pudieran o no establecerse entre El Mulero y El Ponto), la enfureció. Había
llegado a algún trato con Peloplateado (nunca me lo contó, por supuesto) y
ahora, según ella, él renegaba del mismo. Peloplateado quedó atónito al
descubrir que ella estaba decidida, como agente de Estricnina, a trabajar en
favor de los intereses de Estricnina en detrimento de los de Peloplateado, y no
iba a dejarse manipular por Roma para que saliera del país cuando ella no
había tomado la determinación de marcharse. Creo que estaba tan enredado
en sus propias complejidades que creía que todos los agentes con los que
había intrigado alguna vez debían ser considerados, a partir de entonces,
como agentes suyos. Había olvidado que Estricnina era, ante todo y en primer
lugar, enemigo de todos los romanos, «grupo conservador» o «nuevo».
Cuando se dio cuenta de su error, la hizo arrastrar a toda velocidad a bordo
del barco, y les pagó a los piratas para que la vendieran, no al mejor postor de
Delos, sino a uno de aquellos cuyos territorios de comercio se encontraran
más alejados de la esfera de influencia de la Urbs. Suponía que así lo habían
hecho.
—Por supuesto, como comprenderás —resolló—, ella sufría un ataque
nervioso; quedaba fuera de lo plausible que pudiera confiarse ya en su
discreción en transacciones tan delicadas… —Lo lamentaba, pero eso había
sucedido; ¿querría, por favor, soltarlo ahora, o el centurión que tenía detrás de
mí me abriría la cabeza en dos?
Página 326
La espada se detuvo un momento, y vi que Peloplateado le indicaba al
joven con un gesto que me dejase hablar. Por supuesto, no podía hablar, sólo
tartamudear, puesto que no había pregunta alguna en mi mente, sólo un
frenético deseo de retrasar la catástrofe durante un corto instante. Pero
entonces, sí, desde luego que hubo una pregunta, aunque no lograba imaginar
de qué podría servirme la respuesta a estas alturas. De todas maneras, la
verdad es que quería saber. Al fin y al cabo, yo mismo fui, hasta cierto punto,
un moneda mellada, y sentí una auténtica curiosidad por el estado mental de
la organización que ahora se encontraba a punto de acabar conmigo. Así pues,
al tiempo que procuraba que la voz no me temblase, le pregunté a
Peloplateado:
—¿Por qué corriste ese necio riesgo con unos piratas indignos de
confianza? Podrías haberla matado en aquel momento.
Como respuesta, él me dedicó un encogimiento de hombros que
evidenciaba hastío del mundo, profunda compasión hacia mí, por todos los
años pasados en los que no había podido aquietar mi mente.
—Tenía que pensar en las futuras relaciones con Estricnina, por supuesto.
Obtuve del capitán Dolon un justificante conforme la habían llevado a salvo
hasta Bitinia. No sería bueno que El Ponto pensase que habíamos estado
«depreciando» deliberadamente a sus agentes. Incluso habrían podido tomar
represalias. Tal vez fue una decisión errónea, ya que ahora vamos a tener que
«depreciarte» a ti, algo que realmente no es justo. Pero resulta obvio que a
partir de ahora tendrás una opinión muy negativa de nosotros, y debes
comprender que no podemos permitirlo.
Así pues, habíamos llegado a ese punto. No volvería a ver a Gracia nunca
más, ni a Irene, claro, aunque en su caso las esperanzas no eran más que
remotas. ¡Todo era un disparate tan grande! Y cuando llegara al mundo de los
muertos, ¿vería siquiera a Jibia? Ese chiflado mezquino de El Cuervo la
tendría allí en su poder, y no me permitiría ni acercarme a ella.
Me arrodillé en el suelo y aguardé la espada. Que ardieran las gónadas de
los bastardos, sangre del toro, vaya un disparate…
Página 327
desesperación extremas en torno a los ojos. El hijo de El Mulero bajó la
espada y avanzó hacia ella.
—No, madre… ¡Ahora no…!
Los rugidos y pisotones sobrenaturales continuaban al otro lado de la
puerta. La mujer dijo:
—Está sucediendo otra vez, no puedo mantenerlo quieto. ¡Es como si ya
estuviese muerto y, oh, Dios, no quisiera morir…!
Por un instante, una tumultuosa lucha ocupó la puerta abierta; una figura
atormentada, aparentemente toda envuelta en ropas de cama, sacudiendo lo
que parecían seis o siete brazos a cada uno de los cuales se aferraba un
pedisequus (como la estatua que vi en Pérgamo, la famosa estatua, ¿cómo se
llamaba?, la del anciano y los dos jóvenes envueltos en serpientes, que me
provocaba pesadillas cuando era niño; Dios, qué cosa tan horrible de poner en
un ágora), y luego, con la misma rapidez con que apareció, el horrible cuadro
vivo se desvaneció. Los médicos estaban decididos a devolver al Mulero a su
lecho y alejarlo de la vista de la nación.
Madre e hijo se abrazaron, hablando con premura, aturdidos. Cenizas,
Peloplateado y los demás empezaron a dar vueltas, olvidándose de mí,
reorganizando el gobierno una vez más con irresoluto pánico.
Había un camino de salida de allí, y pasaba por las habitaciones de El
Mulero (a despecho de mi pierna lesionada, sin el bastón… ¿dónde estaba?);
me lancé hacia la puerta aún abierta y me precipité hacia ella, a través de los
pliegues de pesadas cortinas, hasta una estancia oscura y cerrada; un
asfixiante olor de todo lo que puede corromperse, o salir de un cuerpo
humano que está pudriéndose; cuencos de agua sucia y jofainas llenas de
trapos cubiertos de pus; una olla hirviendo sobre un brasero pequeño; el lecho
convertido en un espantoso y desordenado cenagal; y El Mulero al que
obligaban a meterse en él, contra su voluntad y gritando.
Permanecí en la habitación durante apenas cinco segundos, sin contar los
diez que me hicieron falta para forzar los postigos, abrirlos y lanzarme por la
ventana. Sin embargo, las palabras apagadas que salieron de su garganta
mientras yo trepaba (la habitación estaba tan abarrotada, que no quedaba otra
salida), pasaba justo por encima de un extremo de su lecho, por encima de sus
enclenques piernas y por debajo del brazo de uno de sus médicos, enfermeros,
cuidadores o quienesquiera que fuesen; unas palabras que se clavaron en mis
oídos y allí permanecieron, de tal modo que puedo escribirlas con absoluta
precisión:
Página 328
—Lucio Sila. Lucio Sila. A tantos como he matado y él aún llegará. He
salvado Roma de todos menos de él. Cuando lo busqué, ¿dónde estaba?
Debería haberlo encontrado en la calle, pero no estaba allí.
Al arrojarme por la ventana sobre unas matas de zarzas que crecían
desatendidas, oí que mis perseguidores irrumpían en la habitación del
enfermo y, según deduje por el ruido, El Mulero les impedía atravesarla
levantándose una vez más de la cama.
Se puso a recitar poesía según su estilo de misterioso bardo tribal, y podía
oírsele desde el otro lado del jardín:
Supongo que con todo aquel ruido procedente de la casa, los guardias que
deberían estar vigilando el jardín y la calle trasera se habían apresurado a
rodearla hasta la puerta lateral para ver si los necesitaban, o algo parecido. En
cualquier caso, pude trepar sobre un barril de agua que se hallaba junto a un
cobertizo de herramientas, de allí al tejado del cobertizo, y a continuación
pasé por encima del muro sin lastimarme demasiado ni ser visto por la
policía.
Tal vez contaba con alguna protección…, porque, tras haberme
escabullido durante algunos minutos por los estrechos callejones que
discurrían entre las elegantes casas, salí de forma inesperada a la avenida
principal, y allí sí que había policía, con linternas, y, según creo, perros,
Página 329
corriendo de un lado a otro en grupos, gritando. Sin embargo, logré escapar
de ellos.
Abigaíl, mediante algún oscuro contacto con el mundo criminal (¿de dónde
sacaban esas muchachas sirias sus amistades de mal vivir, cuando ellas eran
siempre, aparentemente, de una rectitud social tan inhibidora?), encontró una
fétida bodega donde poder escondernos, emplazada en un edificio de la
vecindad, criadero de ladrones; allí permanecimos hasta que, finalmente, nos
llegó la noticia de que Cayo Mario El Mulero estaba completa y
definitivamente muerto, y que ya no había que temer que sus tratos con El
Ponto salieran a la luz. Su final se produjo tras una hemorragia interna
generalizada. Drenado de su sangre. Sí.
Su séptimo consulado fue una realidad durante sólo diecisiete días.
Página 330
despobladas, y probablemente siempre lo harán). Fue una solución que, si se
hubiese ofrecido seis años antes, habría evitado millares de muertes.
La Mancha luchaba interminablemente contra Estricnina, y acabaría por
tener cierto éxito. Sus tendencias favorables a la cultura griega quedaron
agradablemente demostradas por su saqueo de Atenas y la masacre de un
enorme número de sus ciudadanos.
Yo permanecí en Lanuvium, donde Roscio me proporcionó un medio de
ganarme la vida: la administración permanente del teatro. Me casé con
Miriam. Empleé mis mejores talentos como agente de artistas en las
negociaciones de un infructuoso acuerdo matrimonial, tras otro para sus dos
hermanas que estaban decididas a mostrarse quisquillosas; que tengan buena
suerte, pues bien la merecen. Al final hallamos a los hombres adecuados para
ellas: músicos de gran calidad, uno griego y el otro egipcio (los latinos no los
considerábamos siquiera, por ricos y prestigiosos que fuesen).
¿Un final feliz…?
Me gustaría poder decir que sí. Oh, trabajaba en mi cómoda e inútil
profesión, y esperaba… a que la siguiente ola de la venganza de los confines
del mundo contra la Urbs se abriera camino hasta nosotros por encima del
mar.
Tened cuidado, cuidado con la guarida desierta.
Página 331
se dispersaron huyendo por todo el territorio; sólo los auxiliares lucanos y
samnitas resistieron con firmeza…, hasta que La Mancha los hizo pedazos en
un último enfrentamiento frenético, bajo las murallas mismas de la Urbs. A
continuación, La Mancha encerró a seis millares de prisioneros dentro de los
muros que delimitaban la pista de carreras de cuadrigas y los hizo
descuartizar hasta la muerte, en una tarde cargada de pánico. Mientras esto
sucedía, pronunció un decoroso discurso ante el Senado en un templo
cercano. Les pidió a sus oyentes que no se distrajeran por el ruido.
—No son más que unos pocos criminales que reciben su merecido
castigo. Por favor, señores, volved a ocupar vuestros asientos. No os
entretendré mucho más tiempo.
A continuación esbozó una larga lista de medidas legislativas
reaccionarias y conflictivas, y puso a trabajar de inmediato las restauradas
organizaciones de monedas melladas y policía. He escrito tanto acerca de este
tipo de cosas, que realmente no tengo más palabras que dedicar al tema.
Sólo puntualizar que esta ocasión fue la peor de todas.
Una parte mediante procesos legales, otra valiéndose de la proscripción
pública y la incitación a los grupos de linchamiento, y otra mediante bandas
asesinas secretas. Aún no ha concluido.
Millares y millares de muertos, según dicen. De forma completamente
arbitraria.
Ayer, el nuevo esposo de Abigaíl se convirtió en uno de ellos; lo
encontraron en el río. La semana pasada, cuando llegamos por la mañana para
ensayar, hallamos a mi director de escena crucificado contra los maderos del
fondo de la skené. Es algo que sucede en toda Italia. Los puertos han sido
cerrados. No hay a dónde ir.
El secretario del municipio de nuestra ciudad acaba de notificarme que
«alguien de las altas esferas» de la Urbs les ha enviado una «recomendación»
informal sugiriendo que debería ser sustituido en mi cargo. No ha insinuado
que pueda omitirse semejante recomendación, aunque desde luego es
consciente de que eso no tiene ninguna fuerza legal. Tampoco yo hice
ninguna insinuación, y me mostré adecuadamente agradecido por todas sus
palabras amables con que elogió mis logros artísticos.
Tendré que esconderme.
En este momento no puedo molestar a Abigaíl pidiéndole que renueve sus
contactos de mal vivir para ayudarme. Es una moza valiente y de gran
resistencia, pero debo respetar sus días de duelo. En la compañía hay un actor
que hace poco nos divirtió a todos con el relato de una indeseable aventura
Página 332
amorosa que había mantenido con un exgladiador joven y violento, pero lleno
de recursos. Digo «ex» gladiador, porque había huido de los barracones de
esclavos donde lo retenían y entró en uno de los clanes de contrabandistas de
Ostia. Indeseable en efecto, y peligroso sin lugar a dudas, pero exploraré las
posibilidades. Sé que el actor no siente ninguna simpatía por La Mancha.
Estoy escondido; e Irene se proyecta hasta allende los confines del mundo.
Carta de Irene:
Página 333
Al griego cojo Marfil, supuestamente en Lanuvium. Si no se
encuentra allí, preguntad a Bagoas (último paradero conocido,
Nápoles), y dádselo a él para que se haga entrega final mediante
correo personal. Trebisonda exige acción inmediata.
Página 334
Los marineros siempre piensan que todas las damas de un rey
son reinas. No es cierto. Él tiene una reina. La cambia de vez en
cuando, de acuerdo con sus períodos de crianza, pero jamás es
Irene. Irene no cría… nunca, nunca más, y tú sabes por qué.
Irene se dedica a los negocios. Los negocios son placer. El
placer es poder, a veces. No debo contarte nada más. Los
mensajeros leen las cartas, aunque si descubro que han leído
ésta, les quemaré las gónadas. Literalmente. Este rey es
realmente perjudicial para la gente. Pero no para Irene. Lo juró.
Tiene diversos tipos de juramento. Los de cierta clase los
mantiene siempre, e Irene sabe cuáles son. Cuestiones
religiosas, orientales; tú nunca te molestaste en estudiar ese tipo
de cosas. Es mucho mejor que no lo hicieras. Aquí, Irene se
encuentra a salvo. Si decidiera «reorganizar» (¿«depreciar»?
¿Qué palabra es mejor? Los agentes de la Urbs tienen un
vocabulario difícil, comparado con los muchachos de
Trebisonda. Me han dicho que ahora eres dramaturgo, así que
sin duda discriminas las palabras); como decía, si decidiera
«reorganizar» a Irene, el veneno sería instantáneo. Él lo juró.
Eso no me importaría en absoluto.
Página 335
demente? Conquistó Asia y Grecia, hablando en griego, con
una horda persa. Y toda la gente lo llamó «libertador». Yo soy,
hablando estrictamente, su propiedad; a disposición de sus
órdenes, para cualquier propósito. Y no obstante, soy libre. ¿Por
qué? Porque hasta que él muera, la maldita Urbs no estará, no,
no, no estará a salvo.
Página 336
A menudo sueño con la tercera. Son sueños que comenzaron
aun antes de que me dijesen que había nacido.
El rey me llama, para que salga del baño, de esta carta y entre
en sus palabras del libro de los judíos; tiene un hombre que las
canta para él, son éstas:
Página 337
Beso la roja cabeza de tu antorcha; y los contornos de tus
muslos, sí, tu loca pierna coja, tus muslos, ¿los de quién, si no?,
son como joyas. ¡Qué hermosas mis piernas con vello; qué
hermoso mi Marfil que jodía todas las tareas que le
encomendaba!
Página 338
EPÍLOGO
Carta de una sierva
«El gobernador de El Ponto era, en esta época, Mitrídates VI… La leyenda oriental le atribuía una
estatura más que humana, una fuerza y rapidez que superaba la de todos los demás hombres… Él, sólo
él de entre los príncipes de Oriente, fue capaz de contender seriamente con el poder de Roma».
MOMMSEN
Página 339
Para
Su inestimable sublimidad: Mitrídates, rey del Ponto; señor de Bitinia,
Capadocia, Galacia, Paflagonia, Tracia Interior y Exterior; protector de
Armenia; soberano de Asia, Rodas, Chipre, Cilicia; guardián de toda la
Hélade, Creta y las Mil Islas; garante de Siria, Líbano y Judea; regulador del
Cáucaso; regulador de Crimea; hermano por juramento de grandes reyes de
toda Persia hasta el Hindoo Khoosh; amigo de Egipto; servidor de Mitra;
descendiente de Zeus; siervo de Jehová.
De
Su sumisa sierva, la Señora «Paz sobre la Tierra»; conductora de la Casa de
las Flores; gobernadora del gabinete de cifrado; conservadora del Seno
Secreto; usufructuaria de los Jardines del Paraíso.
Por la mano de
Báquides, Chambelán de Todas las Confidencias.
En
Este palacio de Trebisonda.
Cuando es
El tercer día de la Manifestación de Dionisos, en este trigésimo noveno año
del propicio reinado de Mitrídates, rey del Ponto, etcétera:
Te saludo y acato.
Sublimidad, he recibido respuesta, aunque, ¡ay!, demasiado tarde, a la
segunda carta que le escribí, con el benévolo permiso de tu sublimidad, al
hombre llamado Marfil (el griego cojo), de quien tú y yo hemos hablado a
menudo, y cuyo último paradero conocido por mí era Lanuvium de Italia. Mi
mensajero tenía conocimiento de que Marfil ya no seguía empleado en dirigir
el teatro municipal de esa ciudad, ya que lo obligaron a renunciar a sus
Página 340
modestas responsabilidades por no ser del agrado del dictador romano, Lucio
Cornelio Sila, del cual tu sublimidad no necesita información adicional.
Marfil murió.
Por lo menos, esto concluyó Bagoas cuando se enteró de cómo este hombre,
bajo un nombre y una ocupación falsos, en una ciudad lejana (Milán, de la
Galia Cisalpina), había abandonado su indigno alojamiento a cubierto de las
tinieblas para adquirir unas pocas cosas de necesidad, y jamás regresó. En
Milán, muchos hombres que de modo similar salieron aquella noche no
regresaron a su casa. Se hallaron prendas de vestir en un vertedero municipal,
así como algunos restos humanos, nada de lo cual fue definitivamente
identificado como perteneciente a un hombre en particular. Semejantes
circunstancias macabras y misteriosas han constituido un hecho corriente en
los procedimientos de los servidores de Lucio Cornelio Sila; y debo reconocer
la verdad evidente: Marfil está muerto.
Página 341
El servidor de tu sublimidad, al recibir esta información, envió de inmediato
hombres a ver a la viuda y a la hija del griego cojo, las informó de la supuesta
muerte, y les transmitió la más benevolente invitación de tu sublimidad para
viajar tan pronto como resultase conveniente a los dominios de tu sublimidad,
para construir aquí su hogar como humildes (y agradecidas) suplicantes de tu
sublimidad, y amigas de mi corazón. El cierre de los puertos italianos no
presentaba obstáculo alguno para los medios y sendas de Bagoas, que tiene
sus propios acuerdos.
Página 342
Por lo que respecta a la niña, es de una sorprendente belleza y, de no ser
porque su madrastra se encuentra con ella, la criaría como a mi propia hija.
En cambio, debo contentarme con el papel de cariñosa y excéntrica tía. Tiene
unos nueve años de edad y no debe ser incorporada al harén. Cuento con la
palabra empeñada por tu sublimidad, como muy bien sabes; si la rompieras,
¡ten cuidado con las Furias! Cada año las escoges más y más jóvenes, lo que
está muy bien si no cuentan con nadie para que vele por sus intereses; pero
esta niña sí tiene a alguien. Mi intención es que sea educada, así lo habría
deseado su madre, como independiente actriz dramática de las obras griegas;
y, si manifiesta talento para ello (y pienso que sí), como poeta. Apelo a la
generosidad de tu sublimidad para que le asigne los mejores profesores y
filósofos con ese fin.
Por cierto, los precios que menciona este embajador que ha llegado de Egipto
para hablar de la venta del maíz no guardan relación alguna con las actuales
cifras de cambio del maíz en Alejandría. Me he tomado grandes molestias en
averiguarlas para ti. Ese hombre es un timador y no debemos permitir que se
salga con la suya. De momento, no hay razón para suponer que nuestras
cosechas de maíz de los escitas puedan malograrse.
Página 343
P. D. Marfil no siempre dice la verdad en sus escritos. Tengo un
carácter más elevado del que él me adjudica, aunque, de todas
formas, eso tú lo sabes ¿verdad?
No me siento, ni siquiera ahora, segura de que haya muerto.
También yo desaparecí de las Murallas del Amor, y aquí estoy,
después de pasados tantos años, viva y en el Ponto. La semana
que viene, si todo sigue bien, estaré viva y en el lecho del
Ponto. ¿Quién sabe si esa pierna lesionada no hallará, al final,
algún modo de cojear hasta aquí? No me reproches que abrigue
esperanzas.
Irene
«Los dioses de la bendición parecían haber ascendido todos ellos al Olimpo, y haber abandonado la
miserable tierra (las… naciones unificadas en el Estado romano) a merced de saqueadores y
torturadores oficiales o voluntarios».
MOMMSEN
Página 344
JOHN ARDEN (Barnsley, 26 de octubre de 1930 - Galway, 28 de marzo de
2012) fue un dramaturgo inglés que, a su muerte, fue elogiado como «uno de
los dramaturgos británicos más importantes de finales de los años cincuenta y
principios de los sesenta».
Nacido en Barnsley, hijo del gerente de una fábrica de vidrio, se educó en la
Sedbergh School de Cumbria, el King’s College de Cambridge y el
Edinburgh College of Art, donde estudió arquitectura. Obtuvo la atención de
la crítica por primera vez por la obra de radio The Life of Man en 1956, poco
después de terminar sus estudios.
Arden se asoció inicialmente con la English Stage Company del Royal Court
Theatre de Londres. Su obra de 1959, Serjeant Musgrave’s Dance, en la que
cuatro desertores del ejército llegan a un pueblo minero del norte para exigir
venganza por un acto de violencia colonial, se considera su mejor obra. Su
trabajo estuvo influenciado por Bertolt Brecht y el Teatro Épico como en
Libertad zurda (1965, en el aniversario de la Carta Magna). Otras obras
incluyen Live Like Pigs, The Workhouse Donkey y Armstrong’s Last
Goodnight, la última de las cuales fue representada en el Festival de
Chichester de 1965 por el Teatro Nacional después de que fuera rechazada
por la Corte Real.
Página 345
Su obra de radio de 1978, Pearl, fue considerada en una encuesta de The
Guardian como una de las mejores obras en ese medio. También escribió
varias novelas, entre ellas Silence Among the Weapons, que fue
preseleccionada para el Premio Booker en 1982, y Books of Bale, sobre el
apologista protestante John Bale. Fue miembro de la Real Sociedad de
Literatura.
Con su esposa y coguionista Margaretta D’Arcy, formó un piquete en el
estreno en RSC de su obra artúrica La isla de los poderosos, porque pensaban
que la producción era proimperialista, y escribieron varias obras juntos que
eran muy críticas con la presencia británica en Irlanda, donde él y D’Arcy
vivieron desde 1971 en adelante.
En 1961, fue miembro fundador del Comité antinuclear de los 100 y también
presidió el semanario pacifista Peace News. En Irlanda, fue durante un tiempo
miembro del Sinn Féin oficial. Fue un defensor de las libertades civiles y se
opuso a la legislación antiterrorista, como lo demostró en su obra radiofónica
de 2007 The Scam.
Página 346
Notas
Página 347
[1]En el Imperio Romano existían muchas ciudades, pero una sola Urbs por
antonomasia: Roma. (N. de la T.) <<
Página 348
[2]El teatro griego, en la época en que transcurre la acción, constaba de la
orkhestra (de orkheisthai, bailar), donde se desarrollaba toda la acción de la
obra; la skené («tienda»), de donde salían los actores (origen de nuestro
escenario), y el proskenio (proscenio), espacio delante de la skené. (N. de la
T.) <<
Página 349
[3]Lugar al que eran precipitadas las almas de quienes habían ofendido a los
dioses para pagar por sus crímenes. (N. de la T.) <<
Página 350
[4]El autor utiliza aquí la palabra «yardas», que hemos creído conveniente
adaptar. Las medidas usadas en Roma eran, en orden descendente, millas
(1000 pasos; 1479 metros), pasos, pies (0,30 metros), palmos (12 dedos; 0,21
metros), y dedos. Según este criterio se expresan todas las medidas que
aparecen en el texto. (N. de la T.) <<
Página 351
[5] Se trata de la madre de los dioses, Cibeles, de Asia Menor (diosa de la
fertilidad), a la cual los griegos asimilaron primero con Rea y luego con
Artemisa. (N. de la T.) <<
Página 352
[6]Esta versión no coincide en todo con otras consultadas, pero hemos
preferido respetar el criterio del autor. (N. de la T.) <<
Página 353
[7] En esta época, Roma subastaba el derecho a recaudar impuestos en las
provincias, y se lo otorgaba a quien más ofrecía. Todo lo que reunía por
encima de lo que debía pagar era su beneficio, así que sacaba el máximo de
los provincianos. (N. de la T.) <<
Página 354
[8] Planto (hacia 250-184 a. C.); Terencio (hacia190-159 a. C.): poetas
cómicos latinos. El primero escribió varias obras que son imitación de la
nueva comedia ática adaptadas a la vida romana, pero con ambientación y
personajes griegos. El segundo escribió seis comedias según el mismo
modelo, inspirándose particularmente en Menandro. (N. de la T.) <<
Página 355
[9]
Poeta cómico griego, considerado el más grande representante de la nueva
comedia ática (hacia 342-291 a. C.). (N. de la T.) <<
Página 356
[10]Tanto en el caso del ejército como en el de la organización administrativa
de provincias, municipios, y de la propia Roma, el autor emplea una
terminología moderna. Hemos creído, no obstante, que en ciertos casos dichos
anacronismos podrían tener un efecto indeseable en una lengua latina, o bien
crear confusión histórica en algunos lectores. Por ello, siempre que ha sido
posible y lo hemos creído aconsejable, nos hemos tomado la libertad de
emplear términos acordes con la época en que transcurre la acción. Así,
«coronel del estado mayor» corresponde a «centurión del pretorio», «alcalde»
a «duumvir», «escuadrón» a «manipulio», etcétera. (N. de la T.) <<
Página 357
[11]
Hemos respetado algunas de las siglas, dado que no eran inexistentes en el
Imperio Romano, como puede verse en el caso de las inscripciones funerarias
donde aparecen, entre otras, STTL (Sit Tibi Terra Levis). (N. de la T.) <<
Página 358
[12]El autor crea su propia versión del monólogo de Helena, y la hemos
traducido según el original. (N. de la T.) <<
Página 359
[13]El autor emplea los términos «salas calientes» e «inmersión en agua fría»
para hacer referencia a lo que en latín se denominaba laconicum y
frigidarium, las salas de vapor y los baños fríos de las termas,
respectivamente. (N. de la T.) <<
Página 360
[14]Considerando el más importante representante de la antigua comedia ática
(hacia 445-385 a. C.) (N. de la T.) <<
Página 361
[15] Ostiarius: portero; cubicularius: ayuda de cámara. (N. de la T.) <<
Página 362
[16]Marco Livio Druso, tribuno del pueblo en 91 a. C., que propuso otorgar el
derecho de ciudadanía a los itálicos; fue asesinado y su muerte llevó de
inmediato a la guerra social o guerra de los aliados. (N. de la T.) <<
Página 363
[17] Pedisequus: lacayo. (N. de la T.) <<
Página 364
[18]
Lugar más alto, fortificado, de las ciudades griegas y, por extensión, parte
más alta de una población o terreno. (N. de la T.) <<
Página 365
[19]Esposa de Agamenón, y su asesina. Según la obra Agamenón, de Esquilo,
lo asesina tras persuadirlo de que tome un baño, lugar en el que se encuentra
desarmado. (N. de la T.) <<
Página 366
[20]En la obra Los siete contra Tebas, también de Esquilo, Antígona, hija de
Edipo, desobedece la orden del tirano Creonte, cuñado de Edipo, de no
enterrar a Polinice, que había marchado contra la ciudad con su suegro
Adrasto, rey de Argos, y otros héroes. (N. de la T.) <<
Página 367
[21]Tribunos plebe: función civil creada durante la lucha entre patricios y
plebeyos; el tribuno de la plebe tenía derecho a intervenir en favor del pueblo
contra los magistrados, todos de origen patricio. (N. de la T.) <<
Página 368
[22] Obra de Eurípides. (N. de la T.) <<
Página 369
[23]El ingenio mecánico, machina, al que el autor se refiere como «grúa», era
usado para la milagrosa aparición desde lo alto de un Dios, de donde proviene
el término deus ex machina (Dios por medio de una máquina) y, en el
presente caso, «actriz ex machina». (N. de la T.) <<
Página 370
[24]La más alta función jurídica romana. Aunque en principio era una función
principalmente militar, en 366 a. C. fue elegido el primer pretor como juez
supremo. Hacia 242 a. C. fue nombrado un preator peregrinus para los pleitos
con los extranjeros, y más tarde dichos pretores se encargaron también de la
administración jurídica de las provincias. (N. de la T.) <<
Página 371
[25]Los hombres velludos. ¿Cabía la posibilidad de que los ancestros de Irene
pudiesen remontarse hasta este enigmático pueblo? Cuando estaba desnuda,
ciertamente se parecía mucho a las mujeres aborígenes que uno veía lavando
ropa en el río que corría al pie de la población, los ropajes arremangados y las
piernas oscurecidas por el vello mojado. Un día tendré que preguntárselo. La
verdad es que sé tan poco acerca de ella…, aunque si esto fuese verdad, ¿su
compromiso con Asia podría, de hecho, no ser absoluto? De todas formas,
ahora es demasiado tarde. <<
Página 372
[26] Persona encargada de cuidar, en este caso, una vivienda. (N. de la T.) <<
Página 373
[27]Se trata de Corfinio, capital de Peligros, rebautizada como Itálica durante
la guerra social (91-89 a. C.), hoy llamada Pentinia. (N. de la T.) <<
Página 374
[28]
Celoso: se dice de los barcos que, debido a su poca estabilidad, aguantan
poca vela. (N. de la T.) <<
Página 375
[29] Soldado de infantería ligera. (N. de la T.) <<
Página 376
[30] NB: según determinen las salvedades que serán subsecuentemente
detalladas, en su totalidad. <<
Página 377
[31]Hablaremos de todo esto más adelante. Es muy posible que los tipejos
pidan demasiado. <<
Página 378
[32]Diosa griega de la justicia, y de la venganza contra sus transgresores. (N.
de la T.) <<
Página 379
[33] Musa de la tragedia. (N. de la T.) <<
Página 380
[34]
Versión libre del autor. Faltan algunos versos respecto a otras versiones
consultadas. (N. de la T.) <<
Página 381
[35] Corazas. (N. de la T.) <<
Página 382
[36]En la mitología clásica griega, los hiperbóreos eran una raza afortunada
que adoraba a Apolo y habitaba en una tierra de sol y dicha perpetuos, al otro
lado del viento norte (bóreas). Se decía que vivían mil años. (N. de la T.) <<
Página 383