El Señor Todoazul

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El señor Todoazul

abrillantador de placas callejeras

Conocí una vez a un hombre que tenía por


oficio sacar brillo a las placas de las calles. A las
siete de la mañana salía de su casa hacia el trabajo.
Aproximadamente media hora después llegaba
al Servicio Municipal de Limpieza de Placas.
Saludaba al conserje, sentado en su garita de cristal, y se encaminaba al vestuario.
Allí se ponía su mono azul, sus botas de goma azul y su gorro azul. Todo vestido de
azul, iba al almacén en busca de una escalera azul, un pote azul, un cepillo azul y un
trapo azul. Entretanto, charlaba con sus colegas, que también reunían sus útiles de
trabajo. Después montaban en sus bicicletas azules y abandonaban el edificio.
Era todo un espectáculo ver a los abrillantadores de placas salir todos a una a las
calles de la ciudad, como una bandada de pájaros azules que abandonaran el nido.
El hombre del que os hablo seguía desde hacía años la misma ruta,
precisamente por la zona de la ciudad donde todas las calles llevaban nombres de
escritores o de músicos. Empezaba por las calles Quevedo, Lope de Vega, Rafael
Alberti, Federico García Lorca, tomaba el pasaje Cervantes, seguía por las avenidas
Shakespeare y Marcel Proust, bordeaba la plaza Rosalía de Castro, seguía por el
callejón García Márquez, y luego por las calles Mozart, Bach, Falla, Chopin, Schubert,
Albéniz, Strauss, bordeaba la plazoleta Granados y llegaba a los jardines Wagner. Allí
había terminado su trabajo.
Limpiar las placas de las calles no es tan sencillo. Acabas de abrillantar una y en
pocos momentos vuelve a estar sucia. Pero, si eres un buen abrillantador, no te
desanimas. No cedes en la lucha contra la suciedad. El abrillantador de placas del
que os hablo era un abrillantador excepcional. Las placas de sus calles no solo
estaban limpias: parecían nuevas. Sus colegas reconocían, sin sombra de envidia,
que era el mejor abrillantador de la ciudad. El jefe de abrillantadores y el encargado
de la limpieza municipal le daban de vez en cuando unas palmaditas en la espalda y
le decían: «Sigue así».
El abrillantador de placas era un hombre feliz. Le gustaba su trabajo, le gustaban
sus calles y sus placas. Si alguien le hubiera preguntado qué quería cambiar en su
vida, hubiera respondido: «Nada». Y así hubiera proseguido su vida de no haberse
detenido un día una madre y un niño al pie de la escalera azul.
—Mamá, ¿has visto el nombre de esta calle? Me encanta. Es el mejor postre que
nos dan en el colegio —gritó, mientras señalaba con el dedo la placa que en aquel
momento estaba limpiando el abrillantador.
Al principio la madre no le entendía, pero luego se echó a reír y le explicó:
—No, cariño. Esta plaza no se llama así por la fruta que te dan en el colegio, sino
por Enrique Granados, un músico que compuso melodías preciosas y que...
En aquel preciso instante pasaron por la calle un autobús y dos camiones y
taparon la voz de la mujer. Y, cuando regresó el silencio, la madre y el niño se habían
perdido de vista.
El abrillantador de placas quedó perplejo, como si viera la placa por primera vez.
Acababa de descubrir que sabía tan poco de Granados como el niño y que lo
ignoraba todo de los artistas, sin duda importantes, que daban su nombre a las
calles del barrio.
Eso no podía seguir así.
Bajó deprisa su escalera, rebuscó en los bolsillos y sacó una moneda. La lanzó al
aire. Si salía cara, empezaría por los músicos; si salía cruz, por los escritores.
La moneda cuyo sobre la acera, giró como una peonza y, tras una última vuelta,
quedó inmóvil. Era cara.
El abrillantador se agachó, la cogió y le estuvo dando vueltas entre los dedos,
mientras decidía lo que iba a hacer.
Por primera vez la jornada de trabajo se le hizo interminable. A las cinco en
punto, saltó sobre su bicicleta, pedaleó con todas sus fuerzas hasta el Servicio
Municipal de Limpieza de Placas, se cambió en un santiamén de ropa y corrió hacia
su casa.
La puerta se había cerrado apenas a sus espaldas, cuando buscó un papel y un
lápiz para hacer una lista: Albéniz, Bach, Beethoven, Chopin, Granados, Falla,
Mozart, Wagner...
La releyó para asegurarse de que estaba bien y
la clavó con chinchetas a la pared. Después buscó
en el periódico la sección de espectáculos y estudió
con cuidado los conciertos y las óperas.
Confeccionó un plan de acción y se lo guardó en la
cartera. A la mañana siguiente fue a comprar las
entradas y sacó del armario su traje de los
domingos.
«Ahora sé lo que me faltaba», suspiraba a
menudo, cuando, sentado en el auditorio o en la
Ópera, percibía a su alrededor ese silencio
expectante que precedía al comienzo de la velada.
Surgían los primeros acordes, ascendían titubeantes, se redondeaban, se
dispersaban, volvían a encontrarse, se deshilachaban, temblaban, se encogían, se
encabritaban por última vez y morían. El abrillantador de placas despertaba
tembloroso de su arrobamiento. Sonaban aplausos, después el crujir de las butacas,
el rumor de pasos. Se abrían las puertas y la gente se apresuraba parloteando hacia
la salida. El abrillantador echaba una mirada a su alrededor y sonreía.
En Navidad se regaló un tocadiscos. Lo sacó del paquete, lo colocó al pie del
árbol y puso con gesto solemne el primer disco. Ahora pasaba noches enteras
cómodamente instalado en la sala escuchando música. Y poco a poco tuvo la
sensación de que aquellos compositores, muertos desde hacía mucho tiempo,
volvían a vivir y eran sus mejores amigos. Oír su música y responderles con el
pensamiento era como mantener una conversación.
En el trabajo, silbaba bajito las melodías que le habían quedado grabadas. Para
Elisa de Beethoven o El amor brujo de Falla. Incluso podía silbar de memoria una
ópera. Y no era cosa fácil, porque únicamente podía silbar una voz y tenía que
imaginarse las restantes.
Cuando los músicos ya le fueron familiares, arrancó el papel de la pared y
escribió en el dorso una nueva lista: Alberti, Cervantes, García Márquez, Valle-Inclán,
Lope de Vega, Neruda, Proust, Quevedo, Shakespeare.
La clavó en el mismo punto de la pared. Después fue a la Biblioteca Municipal, y
se inscribió para poder llevarse prestados los libros de estos escritores.
Pocas semanas después los empleados de la Biblioteca ya le conocían y lo
saludaban con un amistoso gesto de cabeza. Era uno de los mejores socios.
El abrillantador de placas tropezaba con palabras que no había oído nunca.
Algunas las entendía, otras no. Entonces leía los pasajes difíciles todas las veces que
hacía falta para comprender lo que le querían decir.
Noche tras noche se abismaba en las historias que contenían los libros. Y los
secretos que descubría en ellos se parecían mucho a los secretos que había
encontrado en la música. Las palabras —pensó— son música escrita, o quizá la
música no es otra cosa que el sonido de palabras no dichas.
«¡Qué pena!», les decía a veces a sus colegas. «¡Qué pena no haber empezado a
leer antes! ¡Me he perdido tantas cosas!» Las palabras le excitaban y le apaciguaban,
le hacían reflexivo y soñador, le ponían alegre y triste. Los escritores jugaban con
ellas como los músicos con los acordes, los titiriteros con sus anillos y pelotas, los
magos con los conejos y los pañuelos que extraían su sombrero.
Al abrillantador de placas le ocurrió con los escritores lo mismo que le había
ocurrido con los músicos. Se hicieron sus amigos. Mientras pulía las placas, se
recitaba a media voz sus páginas favoritas. El Quijote de Cervantes: «En un lugar de
La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme». O «El lagarto está llorando, la
lagarta está llorando», de Federico García Lorca. O «Puedo escribir los versos más
tristes esta noche», de Pablo Neruda.
Todoazul limpiaba y silbaba melodías, y limpiaba y recitaba poemas, y limpiaba y
cantaba canciones, y limpiaba y contaba historias.
Los transeúntes le oían, se detenían, miraban hacia lo alto de la escalera azul y
quedaban atónitos. Nunca habían visto un abrillantador como aquel. Casi todos los
adultos creían que había personas que limpiaban placas, o vendían camisas o
trabajaban en una fábrica, y otras personas que se dedicaban a la música o a la
literatura. Los primeros eran trabajadores y los segundos personas cultas. Que
alguien pudiera hacer al mismo tiempo ambas cosas rompía todas las ideas hechas,
les obligaba a modificar sus esquemas. Y no era tarea fácil.
Encaramado a lo alto de su escalera azul, Todoazul no se daba cuenta de la
expectación que suscitaba. Limpiaba y cepillaba y frotaba y bruñía, y solo se daba
por satisfecho cuando la placa resplandecía y destellaba al sol.
Seguía yendo a la Biblioteca Municipal y ahora se
llevaba los libros que hablaban de sus amigos músicos y
escritores. Eran libros difíciles de entender, y a veces el
señor Todoazul creía que no iba a conseguirlo nunca.
Transcurrió el tiempo y, cuando el abrillantador de placas
hubo estudiado todos los libros importantes, era ya un
hombre mayor. Cuidaba las placas como siempre lo había
hecho, y a veces recorría amorosamente con las puntas de
los dedos los nombres que había aprendido a amar. Y,
durante su trabajo, se hablaba a sí mismo de música y de
literatura.
Entonces, un buen día, una familia se detuvo al pie de la escalera azul y se puso
a escuchar. Dos muchachas interrumpieron su conversación y atendieron absortas.
Un joven apresurado olvidó sus prisas y se caló las gafas para no perderse ni
pizca de lo que oía. Se les unió un grupo de alumnos con su maestro a la cabeza. Y
otra gente, al ver el grupo, se colocó detrás.
El abrillantador de placas no se había dado cuenta de nada.
Cuando terminó aquella placa y bajó la escalera azul, sin dejar de hablar, la
gente le aplaudió. El señor Todoazul se sonrojó. Recogió a toda prisa sus cosas y se
apresuró en su bicicleta hacia la placa siguiente.
La gente le siguió. Al señor Todoazul no le pareció nada bien, pero ¿qué podía
hacer? No se lo podía prohibir. Así pues, siguió adelante con su trabajo y siguió
adelante con sus cuentos, sus canciones y sus poemas, evitando cuidadosamente
mirar hacia abajo.
Las horas se arrastraron lentas a lo largo del día. Cuando por fin sonaron las
cinco en el reloj de los jardines Wagner, el señor Todoazul subió de un salto a su
bicicleta y se escabulló de allí entre los aplausos del auditorio.
A la mañana siguiente la gente le esperaba ya en la primera de las placas de su
recorrido. Al señor Todoazul le dio un fuerte ataque de hipo. Contuvo el aliento,
contó despacio hasta diez, colocó la escalera azul bajo la primera placa y empezó
con su trabajo, con sus poemas, sus cuentos y sus melodías.
La gente no se separó de sus talones. Cuando
el señor Todoazul hubo limpiado la última placa y
pronunciado la última nota de una canción, un
murmullo de admiración recurrió a la audiencia.
Todavía en esta ocasión el abrillantador de
placas se escabulló a toda prisa.
El señor Todoazul comprendió que a partir
de entonces tendría que contar con el público y
preparó mejor su repertorio. No los quería
decepcionar.
Cada vez se aglomeraba más gente alrededor
de la escalera azul. El señor Todoazul se
acostumbró. Pasaba de una placa a otra, subía y
bajaba la escalera azul, y no permitía que el tumulto le distrajera.

Un día había entre la multitud un fotógrafo y un reportero del programa de


televisión «Gente como tú y como yo». Filmaron al abrillantador de placas callejeras
durante su trabajo y le hicieron una entrevista. Y el señor Todoazul pasó a ser de la
noche a la mañana un hombre famoso.
Los cazadores de autógrafos le seguían a todas partes. Recibía sacos de cartas.
Y el jefe de abrillantadores y el encargado de la limpieza municipal le felicitaron y le
enviaron un ramo de flores. Y gracias a él el prestigio de los abrillantadores de
placas callejeras subió un montón. Cuatro universidades le invitaron a dar una
conferencia a sus estudiantes. Hubiera podido hacer una gran carrera.
Pero el señor Todoazul renunció a ello.

«Soy un hombre sencillo», escribió en su respuesta a las universidades, «y paso


todo el día sin hacer otra cosa que limpiar las placas de la calle. En cuanto a las
melodías, los cuentos y los poemas, los hago única y exclusivamente para mi propio
placer. No quiero ser profesor. Echaría de menos mi trabajo. Muy cordialmente».
Y así siguió, siendo lo que era. Un abrillantador de placas callejeras.

Monika Feth
El señor Todoazul: abrillantador de placas callejeras
Barcelona: Lumen, 2002

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