Libro de Eros Thanatos Psicoanálisis

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D O LO R O S O S D E S E O S .

E RO S Y T H Á N ATO S E N E L A RT E O C C I D E N TA L
MODERNO Y CONTEMPORÁNEO
Jaime Brihuega
Universidad Complutense de Madrid

En un hermoso poema escrito en 1943 y titulado Il n’y a pas d’amour heureux,


Louis Aragon dice, entre otras cosas:
… Il n’y a pas d’amour qui ne soit à douleur
Il n’y a pas d’amour dont on ne soit meurtri
Il n’y a pas d’amour dont on ne soit flétri…1

Como sometido a una trágica fatalidad, el poeta alude a un ámbito amoro-


so que también congrega sufrimientos, desgarros e incluso agostamientos no
deseados. Quebrantos que gravitan tanto sobre el amor individual, el que ya
entonces le unía a Elsa Triolet, como sobre su dimensión colectiva, ya que eran
versos escritos en plena ocupación nazi. Tal vez por la intensidad latente de
esos dos ámbitos amorosos, el poema terminaba con una orgullosa afirmación:
«… Mais c’est notre amour à tous les deux»2.
Sin embargo, aquí nos vamos a situar en un territorio más confuso. Una
región de los sentimientos y los deseos, incluso de las obsesiones, donde pla-
cer y dolor, amor y muerte, no rubrican oxímoron alguno. Muy al contrario,
componen una unidad bifronte que hunde sus raíces en las trastiendas de la
conciencia humana desde los albores de la civilización. Algo que Sade, Masoch
o Bataille, por solo citar algunos de sus heraldos más visibles, supieron poner
sobre la mesa en términos descarnadamente explícitos.

1
Lo cual podría traducirse, libremente, como:
No hay amor que no comporte sufrimiento
No hay amor en el que uno no se lastime
No hay amor en el que uno no se marchite
2
Pero es nuestro amor, el de los dos.

}g
}“ Eros y Thánatos. Reflexiones sobre el gusto III

En la medida en que estas páginas deben servir de introducción a un sim-


posio que lleva por título Eros y Thánatos, mis palabras se desplazarán rasantes
sobre la iconosfera engendrada por el arte occidental desde el Renacimiento a
nuestros días3. Y en ese acelerado viaje repararán (con o sin Freud4) en aquellas
imágenes que evidencian de manera elocuente el dialéctico (y casi siempre tur-
bio) maridaje que ha asociado nociones, a primera vista, tan distantes.

Tortura, concupiscencia y ascesis. Lúbricos martirios

A partir de la segunda mitad del Quattrocento, las artes figurativas se vieron


fecundadas por los nuevos referentes que les brindaba la cultura humanística,
repertorio que coexistió con una continua reelaboración del acervo iconográ-
fico heredado del pasado medieval reciente. Como consecuencia, la realidad
figurativa experimentó un proceso de densificación de su equipaje connotativo
que albergó un patrimonio semántico aditivo y cada vez más sofisticado5.
Plenamente implicada en la dinámica promovida por este contexto, la ico-
nografía de San Sebastián nos brinda un ejemplo capaz de incidir frontalmen-
te en la cuestión que aquí nos congrega. Configurado por la Leyenda dorada6
como un militar romano que sufre martirio por abrazar el cristianismo y ab-
jurar de los dioses paganos, los rasgos connotativos de sus representaciones
plásticas lo han acabado convirtiendo (y casi ya desde mediados del mismo
siglo XV) en un icono paradigmático de la homosexualidad masculina. Junto a
la iconografía efébica del santo que se consagra definitivamente a partir de ese
momento, dicho atributo emblemático ha tenido como recurso argumental el
hecho de que el santo puede ser invocado como mártir de la diversidad. Una
diversidad en lo religioso-cultural que puede ser sustituida, metafóricamente,
por una diversidad en la orientación sexual.

3
Muchos de los aspectos aquí tratados han sido puestos de relieve por Edward Lucie
Smith en La sexualidad en el arte occidental (1972). Trad. esp. Barcelona, 1992 (sobre todo
en pp. 215-218). El libro aporta abundantes referencias bibliográficas sobre este asunto.
4
Freud, S., Más allá del principio del placer (1920), Madrid, Biblioteca Nueva, 1973.
5
Debemos sobre todo a Panofsky y a Pierre Francastel el que se haya consagrado como
herramienta fundamental de la Historiografía del arte una especial atención a la complejidad
semántica que adopta la cultura visual desde el Quattrocento en adelante.
6
Aunque su devoción es muy antigua, la leyenda de San Sebastián quedó cristalizada a
partir de esta obra, escrita por Jacopo della Voragine en la segunda mitad del siglo XIII.
DOLOROSOS DESEOS. Eros y Thánatos en el arte occidental… ❘ Jaime Brihuega }

Como consecuencia de todos estos factores y habida cuenta de que San


Sebastián experimenta su ascesis de santidad a causa de la tortura que le pro-
ducen las erectas flechas que penetran en su cuerpo, sus representaciones des-
plegarán desde el principio un nutrido muestrario de ademanes voluptuosos.
Un exhibicionismo erótico rayano con frecuencia en la afectación impostada
del narcisismo explícito. En este sentido, resulta curioso recordar que, según
Voragine, el santo no muere a causa de tal martirio, sino como consecuencia de
los latigazos que se le propinan tras haber sobrevivido a las flechas y seguir
reafirmando su identidad religiosa. Puede decirse entonces que, durante su
asaeteamiento, San Sebastián solo experimenta lo que podríamos denominar,
rayando en la ironía, una «petite mort».
Los ejemplos que nos ofrecen las imágenes del santo pintadas por Botticelli
(1474), Cariani (1520), el Greco (1577-78 y 1610-14), Reni (1610), Rubens
(1614)… (por solo escoger algunos ejemplos, casi al azar) constituyen elocuen-
tes jalones que refuerzan esta idea de promiscuidad entre dolor y placer, entre
Eros y Thánatos, desplegada tanto en una esfera espiritual como física.
Mucho tiempo después, el mito de San Sebastián serviría también como
emblema a las confusas relaciones personales que entretejieron Lorca y Dalí en-
tre 1923 y 1929. Desde la madrileña Residencia de Estudiantes, epicentro de la
eclosión del surrealismo español, una fervorosa pugna entre deseo y frustración,
seducción y rechazo, amor y dolor, placer y repugnancia, y obsesión, y meta-
morfosis, y mutilación… acabó destilando imágenes y palabras memorables,
algunas de las cuales fueron puntas de lanza en publicaciones de vanguardia7.
Fascinado por el aroma de erótica ascesis que durante cuatro siglos se había
acumulado sobre la figura del santo, en 1968 Yukio Mishima se quiso retratar
como San Sebastián8. Tal narcisismo exacerbado, trufado por la violencia es-
tetizante de un bushido de corte neofascista y sectario9, llevaría a Mishima, en
noviembre de 1970, al éxtasis desaforado de un patológico y onanista seppuku.
Un suicidio ritual que ordenó fuera plasmado en imágenes. Fotografías que él
no llegaría a ver nunca, pero con las que seguramente se sintió complacido al
imaginarlas durante la sangrienta ceremonia. Por lo visto, ironías del destino,

7
Por ejemplo, el dibujo de Salvador Dalí «San Sebastián», en L’Amic de les Arts, Sitges,
31-VII-1927.
8
Como atestigua la famosa foto de Kishin Shinoyama.
9
Llegó a formar la Tatenokai, una sociedad paramilitar que defendía valores tradicionales
de la cultura japonesa.
}[ Eros y Thánatos. Reflexiones sobre el gusto III

1. Guido Reni. San Sebastián. 1610.


DOLOROSOS DESEOS. Eros y Thánatos en el arte occidental… ❘ Jaime Brihuega }u

2. Kishin Shinoyama. Yukio Mishima como San Sebastián. 1968.

su asistente fue bastante torpe al decapitarlo, teniendo que repetir el tajo tres
veces con su espada sin aun así conseguir separarle la cabeza del tronco. Cosa
que tuvo que realizar otro compañero. La ambigüedad ideológica y estética
imperante en la década de los ochenta, promovería un ensalzamiento morboso
de la figura del escritor japonés.
En realidad, la iconografía de San Sebastián no ha sido sino la expresión más
clamorosa de la erótica del martirio que con frecuencia ha desplegado la icono-
grafía religiosa. La cabeza de serie de una lúbrica concepción del sometimiento
y el dolor, como han sabido volver a expresar con frecuente claridad Pierre et
Gilles durante la década de los noventa. O como lo siguen manifestando algu-
nos subgéneros especializados de la pornografía bajocultural.
Bastaría incluso contemplar una obra, en cierto modo periférica, como es el
Martirio de San Pelayo que Joan Soreda pintó hacia 1532 en el retablo mayor
de la iglesia de Olivares del Duero, para advertir las connotaciones lúbricas que
adopta la santidad del sacrificio en la paradójica estética del manierismo. Tal
¤ Eros y Thánatos. Reflexiones sobre el gusto III

vez como reflejo de esta generalizada pauta adoptada por la iconografía reli-
giosa del martirio, incluso la trágica historia de Laocoonte y sus hijos se llega a
transformar en un voluptuoso y rítmico juego de contorsiones bajo los pinceles
de una figura tan relevante como el Greco (1606). Contorsiones como las que,
casi cuatro siglos después, servirían de escandaloso reclamo en las Tentaciones de
Buda (1923) de Eduardo Chicharro. En fin, la serie de santos y santas manie-
ristas gozosamente torturados resulta interminable cuando se recorre el marti-
rologio visual del siglo XVI.
Sorprende, sin embargo, por tratarse de una obra del generalmente austero
Zurbarán, la mórbida dulzura con que la Santa Águeda (1630-33) ofrece sus
pechos cortados, ya que lo hace como si fueran suculentas piezas de repostería a
cuya deglución nos invita. Es algo que parece enunciar una temprana (y segura-
mente inconsciente) inmersión en el triángulo placer-mutilación-antropofagia,
que con frecuencia visitará el surrealismo.
Lo que no supone en absoluto algo inconsciente (además de un ejemplo
tópico en Historia del Arte) es la explícita connotación orgásmica con que
gesticula la figura de la santa herida por la flecha en el Éxtasis de Santa Teresa
(1647-51), que Bernini esculpió para la Capilla Cornaro en la romana iglesia
de Santa Maria della Vittoria. Una metafórica gestualidad que repetiría dos
décadas después en el Éxtasis de la Beata Ludovica Albertoni (1671-74, Roma,
San Francesco a Ripa). Tal placentera fórmula de sacrificio femenino reapare-
cerá con mucha frecuencia en las imágenes producidas bajo el amparo de una
Contrarreforma segura ya de sí misma. El Martirio de Santa Inés, de Francisco
del Cairo (h. 1634) o el Martirio de Santa Águeda10 de Stefano Legnani, por
buscar ejemplos relativamente laterales, podrían avalar sobradamente esta afir-
mación.
Heredero frontal de esta tradición del martirio gozoso acuñada por el arte
religioso precedente, el Marat muerto pintado por David en 1793 encarna
la indolencia placentera de un sufrimiento asumido como heroico coste del
compromiso revolucionario. Medio siglo después, la necrófila Ofelia de Millais
(1852) flotará en su particular Estigia, ofreciéndose también con voluptuosi-
dad indolente y logrando componer uno de los iconos más evocadores de la
dialéctica Eros-Thánatos.
La ecuación placer-dolor alcanza cotas de evidencia, desligada ya de las su-
brepticias coartadas del decoro burgués, en el desnudo femenino crucificado

10
Obra posiblemente pintada ya a principios del siglo XVIII.
DOLOROSOS DESEOS. Eros y Thánatos en el arte occidental… ❘ Jaime Brihuega }

3. Francisco de Zurbarán. Santa Águeda. 1630-1633. Montpellier, Museo Fabre.


Eros y Thánatos. Reflexiones sobre el gusto III

4. Bernini. Éxtasis de la Beata Ludovica Albertoni. 1671-1674. Roma, San Francesco a Ripa.

que nos ofrece Albert von Keller en Claro de luna (1894). Crucifixión femenina
turbiamente connotada un siglo después por la imagen de portada del número
de septiembre de 2012 de la revista Harper’s Bazaar. España. Una imagen que
vuelve a enmascararse tras una hipócrita coartada de elegancia estética.
La condición lúbrica del martirio, en este caso de un tiroteo sinestésicamen-
te evocado por el taconeo flamenco, merodea en la ironía contrapuntística de
La nuit espagnole. Sangre andaluza de Picabia (1922): el pintor ha colocado las
dianas de tiro al blanco, precisamente, en los puntos más erógenos de la silueta
femenina desnuda sobre la que se concentran los impactos. En cambio, sin
llegar a ser martirio sino simple cirugía, ni ejercicio lúbrico sino mera presencia
del órgano específico, Operación en Ginebra de Schad (1929) asocia ambos
conceptos mediante la producción de un escalofrío que atraviesa las barreras
conscientes del espectador (masculino sobre todo).
Incomunicación e imposibilidad presiden la angustiosa frustración que mar-
tiriza a Los amantes de René Magritte (1928), pero también lo hace la seduc-
DOLOROSOS DESEOS. Eros y Thánatos en el arte occidental… ❘ Jaime Brihuega ™

5. Jacques-Louis David. La muerte de Marat. 1793.


Bruselas, Museos Reales de Bellas Artes de Bélgica.
k Eros y Thánatos. Reflexiones sobre el gusto III

ción de un sometimiento mutuo en una especie de «cita a ciegas», exacerbada


por la azarosa promiscuidad con un cuerpo desconocido. Y, en fin, una imagen
intencionadamente kitsch de los placeres sadianos que ilustran la Filosofía del
tocador, es lo que nos ofrece Clovis Trouille en Dolmancé y sus fantasmas de
lujuria (1958-65).

Muerte, redención y voluptuosidad

En un libro memorable, Leo Steinberg explora los componentes sexuales que


con frecuencia llevan aparejadas las representaciones de Cristo en la iconografía
religiosa. Adjetivaciones con frecuencia asociadas a ciertas cuestiones teológicas
que articulan su mitografía11.
En la medida en que los sucesos de la crucifixión señalan el clímax de esta
leyenda, ya que en ella se concentra el punto crítico del mitologema civilizador
que implica la noción cristiana de redención12, dichos sucesos constituyen un
episodio de sufrimiento especialmente idóneo para expresar la tensión Eros y
Thánatos.
A partir del Renacimiento, las artes plásticas ofrecerán abundantes ejemplos
de la paradójica coexistencia de ambos extremos. Así, Crivelli es uno de los
primeros artistas que nos lega ejemplos de una evidencia insoslayable. En su
Lamentación de Cristo muerto (1485), la Magdalena, San Juan y la Virgen to-
quetean a Cristo hasta componer un verdadero revoltijo orgiástico. Cristo está
complacido, el grito de San Juan es casi un quejido orgásmico, la Virgen mues-
tra la llaga de la lanzada como si fuese una vagina entreabierta, la Magdalena
hurga entre las piernas del cadáver que acaban de bajar de la cruz… Mientras
tanto, en el ángulo superior derecho de la tabla, un pepino y un melocotón
componen una inequívoca metáfora genital masculina, algo que se repite con
insistencia en otras obras del mismo pintor.

11
Steinberg, L., La sexualidad de Cristo en el arte del Renacimiento y en el olvido moderno
(1983). Trad. esp. Madrid, Blume, 1989.
12
Con sufrimiento, el héroe Cristo (hijo de un dios y de quien era previamente una mor-
tal) disipa el mal que supone una existencia en desorden (la de las almas en pena que aún
no tienen expectativa de paraíso) y civiliza la existencia en este mundo y el otro mediante la
instauración de un orden (unos al cielo y otros al infierno). Es, pues, el mismo mitologema
de otros héroes civilizadores como Gilgamesh, Heracles, Teseo, Perseo, Mahoma, San Jorge,
Quetzalcoatl…
DOLOROSOS DESEOS. Eros y Thánatos en el arte occidental… ❘ Jaime Brihuega g

6. Rosso Fiorentino. Cristo muerto con ángeles. 1525-1526. Boston, Museum of Fine Arts.

También es lúbricamente dolorosa la promiscuidad física con que Botticelli


enlaza un racimo de figuras en su Pietà (h. 1495). Pero sin duda la obra que ex-
presa con mayor intensidad este entrelazamiento explícito entre amor y muer-
te, entre necrolatría y pulsión orgiástica es el Cristo muerto con ángeles de Rosso
Fiorentino (1525-26). Un artista que en esta obra se supera a sí mismo, pues
años antes ya había representado a Cristo con gesto orgásmico en Deposición
de Cristo (1521).
“ Eros y Thánatos. Reflexiones sobre el gusto III

7. William Holman Hunt. La luz del mundo. 1853.


Oxford, Keble College.
DOLOROSOS DESEOS. Eros y Thánatos en el arte occidental… ❘ Jaime Brihuega 

El anuncio de su propia muerte redentora, es lo que muestra Cristo en La


luz del mundo pintada por Holman Hunt (1853), mediante la doble lectura de
la figura que la luz del farol engendra sobre su túnica. Una figura que, además
de reflejo luminoso, evoca un cuerpo masculino desnudo con el falo visible y
desprovisto de paño de pureza.
Los ejemplos podrían encadenarse sin solución de continuidad, al menos
hasta la hegemonía de la pintura pompier, desde la que Bouguerau, con su
Piedad de 1876, vuelve a insistir en el gesto sumido en el placer del Cristo
muerto. Pero ya en El calvario (1882), Felicien Rops sustituye directamente
al Cristo crucificado por un Satán itifálico al que se entrega en ofrenda una
voluptuosa mujer.
Crucifixión y falo erecto nos llevan a una curiosa cadena de similitudes ico-
nológicas. Si partimos del Cristo resucitando entre sus dos guardianes que es-
culpió Mateo Inurria para el Panteón de Ángel Vélez (1919-1921) del bonaeren-
se cementerio de la Recoleta, observamos que el grupo de blanco mármol que
se destaca sobre la base oscura compone la metáfora visual de un falo erecto,
con su bálano al descubierto y sus dos testículos incluidos. Podemos corroborar
tal connotación cotejando esta imagen con esa otra, también con dos lecturas,
que inserta Dalí en Torre antropomorfa (1930). Pues bien, la doble imagen
elaborada por Inurria parece ser la fuente de inspiración de la escena final de
la película La Venus de las pieles13, de Roman Polansky (2013). Una escena en la
que se articula con brutal ironía, la evocación del binomio placer-dolor en su
más puro cuño masochiano.
Incursiones contemporáneas en el asunto, como las que hace Jam Montoya
en su libro Sanctorum14, suelen tener ya un sentido esencialmente iconoclasta y
provocador.

13
La película toma como base argumental la conocida obra homónima que el escritor
austriaco Leopold von Sacher-Masoch publicó en 1870.
14
Junta de Extremadura, 2003.
[ Eros y Thánatos. Reflexiones sobre el gusto III

Amores mortíferos. Amores necrófilos

Cuando Judith decapita a Holofernes encarna el bíblico papel de una heroína


civilizadora, como también lo hace David al acabar con Goliat15. Por el contrario,
Salomé o Dalila representan mitográficamente el papel de malvadas traidoras16.
Sin embargo, por una u otra razón todas ellas protagonizan el vínculo entre un
acto de violencia mortífera y otro de seducción carnal. Esto es, participan de una
matriz argumental edificada sobre una perfecta ecuación Eros-Thánatos.
Por encima de las evidentes diferencias entre sus respectivos roles, estas tres
míticas mujeres encarnan con más visibilidad que ninguna otra configuración le-
gendaria femenina, un acto de rebelión de la mujer frente al hombre. Algo que in-
vierte una jerarquía sexual de larga tradición antropológico-cultural, despertando
subterráneas pulsiones matriarcales que se distribuyen entre el deseo y el temor.
La Historia del Arte nos ha dejado otro desbordante muestrario de testimo-
nios del trasfondo simbólico de esta particular dialéctica sexual, cuya lectura
psicoanalítica resulta fácil vincular con las connotaciones de un ritual de castra-
ción. Entre todos ellos entresaco caprichosamente algunos ejemplos.
En Regreso de Judith a Betulia (1470), el joven Botticelli absuelve a Judith
del trance de la violencia mortífera y sexual vivida durante su heroico sacrifi-
cio, subrayando la delicada y núbil feminidad de su semblante. Algo de este
matiz absolutorio se detecta en el impresionante Judith y Holofernes (1598-99)
del Caravaggio, pues a la horrorosa evidencia visual del acto de decapitación
se contrapone el gesto de disgusto con que una Judith asume la dureza de
los avatares de su heroico sacrificio. En cambio, cuando Artemisa Gentileschi
vuelva a tratar el tema en 1620, la crispación gestual de Judith solo se referirá
a la dificultad física que supone separar una cabeza de su tronco. Es como si la
decapitación del caudillo asirio hubiese sido acometida con plena convicción y
sin disgusto alguno. Pero la Judith y Holofernes pintada por Goya en los muros
de la Quinta del Sordo (1820-21) encripta oscuramente los significados per-
sonales o históricamente centrífugos con que el genio aragonés pudiera haber
pertrechado el mito bíblico17.

15
A su vez ambos encarnan metáforas del pueblo judío, entendido como pueblo elegido
que lucha heroicamente por su supervivencia. Algo que vuelve a repetirse, transfigurado, en
la actual propaganda sionista.
16
A la herencia connotativa de tales heroínas se ha referido ampliamente Erika Bornay en
un libro ya clásico: Las hijas de Lilith (trad. española, Madrid, Cátedra, 2005).
17
Afortunadamente, Valeriano Bozal participa en este simposio y en el debate nos habrá
iluminado al respecto.
DOLOROSOS DESEOS. Eros y Thánatos en el arte occidental… ❘ Jaime Brihuega u

8. Artemisa Gentileschi. Judith y Holofernes. 1620. Florencia, Galleria degli Uffizi.

En las representaciones de Dalila traicionando a Sansón, la figura femenina


suele tener un tratamiento más secundario. Aunque Lucas Cranach, el Viejo
(Sansón y Dalila, h. 1537) traduce el episodio en términos de amable escena
™¤ Eros y Thánatos. Reflexiones sobre el gusto III

cortesana, parece que a Dalila se le atribuye habitualmente una talla moral que
no sobrepasa la de una prostituta encargada de engatusar al héroe bíblico. Así,
en la versión de Rembrandt (Sansón cegado por los filisteos, 1639), Dalila aban-
dona asustada la escena nada más cumplir su parte del trato, desvinculándose a
toda prisa del mítico relato. En cambio, la Dalila de Van Dick (Sansón y Dalila,
1618-20), continúa implicándose en el objetivo de la emboscada, pidiendo
silencio para que Sansón no despierte. Revestida por los atributos malsanos de
su pérfida traición, la Dalila de Solomon Joseph Solomon (Sansón y Dalila, h.
1887) le demuestra al héroe domeñado que ha logrado humillarlo.
Muy diferente es el tratamiento de la figura de Salomé. En la Salomé de
Regnault (1870) lo que se nos representa es una pícara y lozana muchacha que
(lebrillo y machete para cercenar nuestra cabeza aparte) nos invita a una albo-
rozada juerga. Pero tras la accidentada presencia pública de la obra de Óscar
Wilde18 la identidad de Salomé cambiará visiblemente de rumbo.
Ya en las ilustraciones de Aubrey Beardsley para la Salomé de Wilde (1894),
la fascinación por el mal, la perfidia y el deseo necrófilo quedaron asociados a
la imagen de mujer fatal que invariablemente acompañará las representaciones
de Salomé. En el cuadro de Pierre Bonnaud (Salomé, h. 1900), la hijastra de
Herodes contempla ufana la cabeza cortada del Bautista, que le devuelve una
mansa y melancólica mirada. La de Lovis Corinth (Salomé II, 1900) inspeccio-
na su trofeo como si fuese una gran señora que, en el mostrador de un comer-
cio, comprueba la calidad de una mercancía.
De alguna manera, las dos fascinantes Judith pintadas por Klimt en 1901 y
1909, han asumido ya los rasgos de perfidia de una Salomé que exhibe orgullo-
samente su presa. En realidad, representan mujeres de la alta sociedad vienesa
que hubieran asumido roles de mujer fatal a través de una altanera displicencia,
satisfaciendo así, mediante coartada estética, los ocultos deseos de una sociedad
machista que, en las trastiendas de una moralina hipócrita, fantasea con maso-
quistas sometimientos. En la versión de Von Stuck (Salomé, 1906), el regocijo
triunfal de Salomé se ha tornado exhibición sexual provocadora y morbosa. Es
un asunto sobre el que volveremos en el siguiente apartado.
La dialéctica Eros y Thánatos también se encuentra inserta en el críptico apa-
rato simbólico que cobija el sentido de La mariée mise à nu par ses célibataires,

18
Publicada en 1891 en versión francesa, la Salomé de Wilde se publicó en inglés en 1884.
Tuvo que estrenarse en París en 1896, ya que en Inglaterra, por la prohibición de representar
temas bíblicos y, sobre todo, por el rechazo a la homosexualidad de Wilde, no pudo repre-
sentarse hasta 1931. En 1905 se estrenó en Dresde una ópera de Richard Strauss basada en
el relato de Wilde.
DOLOROSOS DESEOS. Eros y Thánatos en el arte occidental… ❘ Jaime Brihuega ™}

9. Lovis Corinth. Salomé II. 1900. Leipzig, Kunst Museum.

même (1917-23), de Marcel Duchamp. Con frecuencia se ha puesto de relieve


la analogía formal que existe entre algunos elementos que articulan la figura
de la casada protagonista de la parte superior de este Gran Vidrio y la imagen de
una mantis religiosa19. Un parangón visual que conlleva significados próxi-
mos a aquellos que emanan de las representaciones de las «hembras castrado-
ras» antes mencionadas20. Igualmente, se ha señalado la evocación visual que

19
Y quiero rendir homenaje aquí a nuestro añorado Juan Antonio Ramírez, citando su
libro Duchamp. El amor y la muerte, incluso, Madrid, Siruela, 1993, pp. 123 y ss.
20
Según una idea muy extendida a partir de cierta literatura entomológica de siglo XIX,
aún poco fundamentada, la hembra de la mantis devora al macho tras el apareamiento. Sin
embargo, esto solo ocurre de vez en cuando y por motivos exclusivamente asociados a las
necesidades de la nutrición.
™ Eros y Thánatos. Reflexiones sobre el gusto III

algunos de sus fragmentos hacen de cierto instrumental quirúrgico utilizado en


ginecología, lo que convocaría ecos de una ambigua promiscuidad entre vagina
y objeto de acero. No hacen falta más explicaciones.
En el arte de cuño feminista, sin embargo, la imagen de la danzarina decapi-
tadora suele protagonizar una irónica revancha frente a la dominación patriar-
cal, como muy bien evidencian la Salomé de Cindy Sherman (1990) o la obra
homónima de Jennifer Linton (2002).
Este protagonismo de una muerte que merodea alrededor del amor facili-
ta la tangencia entre amores perversos y amores necrófilos. Si establecemos el
umbral de nuestra mirada a principios del siglo XIX, dejando así al margen la
tradición barroca del vánitas, volvemos a toparnos con las Pinturas negras de
Goya. Y es que se ha dicho que el mural conocido como La Leocadia (1820-
21) tal vez podría representar simbólicamente a la amante del pintor frente a la
imaginaria tumba de este, lo que a su vez desembocaría en un oscuro laberinto
de significados asociados a la vejez, en los que pulsión de muerte, deseo reno-
vado y declive sexual podrían estar entrelazados.
Ya en 1808, El entierro de Atala de Girodet había representado el cadáver de
la heroína cristiana cantada por Chateaubriand21 como si estuviese voluptuo-
samente complacido al recibir la luz de Cristo. Esto es, casi como una Dánae
recibiendo a Zeus bajo la forma de una lluvia dorada. Cuatro décadas des-
pués, el extravagante pintor austriaco Antoine Wiertz representó a Rosa Teresa
Vercellana, amante de Vittorio Emanuelle II de Saboya, en un cuadro conocido
como La bella Rosine (1847). Y lo hizo mostrando a la muchacha (protagonista
ya entonces de un amorío que escandalizaba a la corte de Saboya) en diálogo
frontal con un esqueleto.
Tópica resulta casi para el imaginario español la manera en que Pradilla
pintó a una Doña Juana la Loca poseída por el amor ante el cadáver de Felipe el
Hermoso (1877). También se ha afianzado en todo el imaginario occidental ese
grupo escultórico que representa a una mujer abrazando un cadáver envuelto
en un fino sudario, modelado por Giulio Monteverde para el Monumento fune-
rario de la tumba de Valente Celle (1893) del genovés cementerio de Staglieno.
Aunque, si paseáramos por dicho cementerio, veríamos cómo las imágenes es-
cultóricas de contenido explícitamente necrófilo saldrían a nuestro paso cada
dos por tres.

21
Chateaubriand había publicado en Francia su novela Atala muy poco antes, en 1801.
DOLOROSOS DESEOS. Eros y Thánatos en el arte occidental… ❘ Jaime Brihuega ™™

10. Joel Peter Wittkin. El beso. Años noventa.

La turbia sensibilidad de Julio Romero de Torres, que encerrado en el mi-


crocosmos cordobés fue capaz de recalentar una y otra vez su inicial simbolis-
mo, nos depara ejemplos que hacen resplandecer la pulsión necrófila en toda
su crudeza. Ello se percibe, por ejemplo, en La gracia (1913-14) donde unas
amorosas monjas manosean el cadáver de una pecadora. Mucho más aún se de-
tecta en La muerte de Santa Inés (1918), obra claramente inspirada en la Atala
de Girodet y retomada por Pedro Almodóvar, precisamente por su evidente
contenido necrófilo, en una memorable escena de la película Hable con ella
™k Eros y Thánatos. Reflexiones sobre el gusto III

(2002). Pero donde dicha connotación se percibe con mayor intensidad es en


las representaciones que el cordobés hizo de Salomé. En la de 1917, la pérfida
heroína toquetea ufanamente una cabeza cortada de aspecto femenino. Y en la
de 1926 cruza compungida sus manos junto a una cabeza masculina en plena
putrefacción. Algo esto último que, sospechosamente, enlaza con esa muletilla
del «carnuzo» alrededor de la que, medio en serio, medio en broma, en ese
mismo año ironizaban ya Lorca y Dalí en la Residencia de Estudiantes22. Pero
con estas imágenes de Salomé, Romero demuestra sobre todo que se ha uncido
a la evidencia necrófila que Wilde dejó cristalizada en la escena final de su obra
teatral, cuando la protagonista besa la cabeza cortada del santo. La Salomé de
Lucien Levy (1896), por ejemplo, había mostrado ya dicha escena de manera
explícita.
La connotación necrófila se manifiesta en otra paradójica asociación, como
es la del trasfondo erótico del cuerpo mutilado. Así, El elefante de las Célebes
(1921) de Max Ernst inaugura, todavía desde el dadaísmo, una resonancia ico-
nológica que retomará intensamente el surrealismo. Por ejemplo, lo hará Dalí
a partir de La miel es más dulce que la sangre (1927) y de Cenicitas (1927-28).
También aparece en algunas de las figuraciones de nuevo cuño que colman el
periodo de entreguerras, como ejemplificaría el flamenco Pyke Koch con su
Rapsodia de los barrios bajos (1929).
Vecina a este oscuro apetito por la mutilación se sitúa la pulsión antropófa-
ga, mencionada ya a propósito de la Santa Águeda de Zurbarán. Sin salirnos del
imaginario surrealista, Mi niñera (1936) de Meret Oppenheim o las dos piernas
atravesadas por un cuchillo de mesa, realizadas por Jindrich Styrsky en 1935
(una obra carente de título), pueden constituir dos buenos ejemplos.
En fin, en Delvaux, Bellmer, Duchamp, Wittkin… podríamos cosechar
ejemplos poseídos por intensas connotaciones necrófilas23.

22
Como ha demostrado Santos Torroella en numerosas publicaciones, el «carnuzo» fue
una figura retórica inventada por Lorca y Dalí que sirvió como leitmotiv para un non nato
libro que iba a llamarse Los putrefactos. Poco después, las alusiones visuales de Dalí a la pu-
trefacción serían continuas y no ajenas al asunto que nos ocupa.
23
Valgan como ejemplo la obras de Paul Delvaux (Venus dormida, 1944), Hans Bellmer
(El amor y la muerte, 1963), Marcel Duchamp (Dándose. 1.º el salto de agua. 2.º el gas de
alumbrado, 1946-66) o Joel Peter Wittkin (El beso, años noventa).
DOLOROSOS DESEOS. Eros y Thánatos en el arte occidental… ❘ Jaime Brihuega ™g

11. Nicoli A. Abildgaard. La pesadilla. 1800. Colección particular.

Sueños y expectativas bifrontes

Cuando Füssli pinta La pesadilla (179124), bajo el monstruo que atormenta a


la durmiente destaca la gesticulación de ensueño voluptuoso que experimenta
esta. Más cruda es aún la representación que del mismo tema realizó Abildgaard
en 1800, ya que la trufó con ecos lésbicos. Se trata de imágenes que, desde el
mismo umbral de la Edad Contemporánea, enuncian la vigencia subterránea
de una equivocidad en los deseos y las obsesiones, nada ajena a la mayoría de
los aspectos que estamos frecuentando.

24
Existen otras versiones de este tema realizadas por el mismo artista.
™“ Eros y Thánatos. Reflexiones sobre el gusto III

Así, en la famosa Anunciación pintada por Rossetti en 1850, la joven virgen


se aterra ante una flor que simbólicamente alude a la integridad de su himen
y no queda claro si lo hace en el mismo sentido que enuncia la Teología o en
el contrario. Porque, simultáneamente, se muestra como poseída por una ex-
traña seducción. Ambigüedad emocional que el mismo artista repetirá muchas
veces (por ejemplo, en Beata Beatrice, 1863), superponiendo claves de espiri-
tualidad y sexo sobre una gestualidad de éxtasis. Al igual que el prerrafaelismo
de Rossetti, el simbolismo de Ferdinand Khnopff ahonda en la ambigüedad
bifronte de los deseos y las evocaciones oníricas, como manifiestan El secreto
(1902) y Caricias (h. 1895).
Nuevamente es Romero de Torres quien nos brinda asertos visuales muy so-
noros de esta cenagosa ambigüedad. Sobre todo en un ejemplo donde vuelven a
mostrarse con intensidad esas conexiones Dalí-Romero de Torres que antes he
insinuado. Contemplando La saeta, cuadro pintado por el cordobés en 1918,
no sería nada descabellado pensar que una de las secuencias más emblemáticas
de Un perro andaluz (Dalí y Buñuel, 1929), o elementos de obras dalinianas
capitales como El hombre invisible (1929-33) y El fenómeno del Éxtasis (1933)
o, incluso, ese peculiar y repetido recurso que Dalí hace de una muleta que so-
porta elementos fláccidos, puedan tener su origen en esta obra de Julio Romero
de Torres25. Me explico. Si nos fijamos en las manos del ciego que escucha la
saeta que la mujer canta con extraña expresión de éxtasis, vemos que parecen
tocar imaginaria y sinestésicamente sus pechos, al igual que lo imagina el pro-
tagonista de Un perro andaluz en la secuencia a la que hemos hecho alusión. A
su vez, invertidas y vistas desde un punto situado en el interior del cuadro, las
manos del ciego son similares a las que aparecen en El hombre invisible (1929).
Manos que tanto en el cuadro de Romero como en el de Dalí parecen flanquear
un espectral aparato genital masculino, a la vez que también evocan la corna-
menta de un alce. En cuanto a la expresión de éxtasis de la protagonista de La
saeta, hoy nos traería invariablemente a la memoria el fotomontaje El fenómeno
del éxtasis, que Dalí realizó en 1933. Y puedo terminar diciendo que, aunque lo
de la muleta que empuña la muchacha lo sugiero ya solo a título de inquietante
e irónica coincidencia, no ocurre así con esa ostentosa exhibición del zapato
de tacón y la media de la conmovida cantante26, que en el cuadro de Romero

25
De hecho, Romero fue profesor de Dalí en la Academia de San Fernando y está evocado
en las memorias del ampurdanés a través de la descripción de un extraño sueño.
26
Que, por otra parte, redundan visualmente los motivos representados en el pie del ba-
rroco reclinatorio.
DOLOROSOS DESEOS. Eros y Thánatos en el arte occidental… ❘ Jaime Brihuega ™

de Torres establecen una insoslayable clave de transgresora y fetichista obsesión


erótica. Cosa que también suele rodear la mayor parte de las obras realizadas
por Salvador Dalí.
Atracción, temor, pulsión de un Eros asediado por Thánatos, gravitan sobre
La danza que Picasso pintó en 1925, estableciendo con este cuadro un puen-
te privilegiado con los parajes semánticos que frecuentaría habitualmente el
surrealismo. En esa misma órbita de pulsiones bifrontes se sitúan otras obras
del malagueño, como puede ser Figuras al borde del mar (1931).
Por otra parte, si recorriéramos la iconología surrealista, resultaría casi ocio-
so mencionar la vigencia de este conflicto argumental27 repasando imaginarios
como, por ejemplo, el desplegado por Dalí durante los años treinta28.

La seducción de lo fatal

Finalmente, la clave de esta continua asociación entre Eros y Thánatos podría


cifrarse en esa extraña seducción que siempre entraña lo prohibido, lo maléfico,
lo fatal… Algo que, por supuesto, no tendría sentido intentar explicar aquí, ni
desde la filosofía, ni el psiconálisis, ni la ética ni cualquier otro instrumento
solvente de análisis ideológico. Pero que, sin duda, se hace patente en cuan-
to sobrevolamos, como ahora lo estamos haciendo, el territorio visual de la
Historia del Arte de la Edad Moderna y Contemporánea.
A partir del amplio espectro literario y artístico del simbolismo, la seducción
del mal se convirtió en un verdadero leitmotiv de la cultura, que ya no se ha
abandonado nunca. Ya sea a través de evidencias trivialmente palmarias como
la que nos muestra Félicien Rops en Las tentaciones de San Antonio (1878). Ya
sea a través de esa asunción consciente y lúcida de la atracción ejercida por lo
fatal que nos describe visualmente Georges de Feure en La voz del mal (1895).
La nómina de atractivas maldades desplegada por el simbolismo se revela
interminable, incluso escogiendo los ejemplos casi a tientas: Vrubel (Cabeza de
demonio, 1891), Von Stuck (Pecado, 1894), Ferdinand Khnopff (Cierro la puer-
ta tras de mí, 1891), Jean Delville (Medusa, 1893), Carlos Schwabe (La muerte
del sepulturero, 1895), Klimt (Sirenas, h. 1899), Eduard Munch (Amor y dolor
(Vampiro), 1894), Picasso (Margot, 1901)…

27
Según la 5.ª acepción de la RAE, Conflicto sería: «M. Psicol. Coexistencia de tendencias
contradictorias en el individuo, capaces de generar angustia y trastornos neuróticos».
28
Baste como ejemplo, en la línea de salida de esa década, El juego lúgubre (1929).
™[ Eros y Thánatos. Reflexiones sobre el gusto III

12. Mijaíl A. Vrubel. Cabeza de demonio. 1891.

Mediando ya los años veinte del nuevo siglo, La maja maldita de Federico
Beltrán Massés empaquetó con evidencia decorosamente digestible la atracción
ejercida por la perversidad. Lo hizo a fin de que esa turbia pulsión pudiera ser
consumida por la hipocresía moral de su audiencia altoburguesa. Algo equiva-
lente a lo que, décadas después, supondría la película Emmanuelle (Just Jaeckin,
1974) como alivio massmediático de los picores que sufrían en sus partes bajas
las clases medias biempensantes. Nada que ver con la intensidad crítica que
Grosz supo enarbolar desde el trasfondo de obras como Suicidio (1916) o Juan,
asesino sexual (1918).
Volvamos sobre el patológico magnetismo erótico que a veces ha emergido
del horror de la mutilación. Cuando el ferrarés Francesco del Cossa representó
a Santa Lucía contemplando sus ojos amputados (Políptico Griffoni, 1471-72),
solo dejó traslucir una humorística sensación de repugnancia en el rostro de la
santa mártir. Una actitud muy distinta a la experimentada sinestésicamente por
el espectador que contempla, casi físicamente sobrecogido, la famosa escena
de la navaja de afeitar en la primera escena de Un perro andaluz (Dalí-Buñuel,
1929).
Pero algo diferente ocurriría cuando en la segunda década del siglo XX co-
menzaron a circular por Occidente tarjetas postales con fotografías del Suplicio
DOLOROSOS DESEOS. Eros y Thánatos en el arte occidental… ❘ Jaime Brihuega ™u

13. Dennies Hopper e Isabella Rosellini en un fotograma de Terciopelo azul


(David Lynch, 1986).

14. Fotograma de Portero de noche (Liliana Cavani, 1974).


k¤ Eros y Thánatos. Reflexiones sobre el gusto III

de los cien cortes. Se trataba de la espantosa tortura y ejecución pública de Fu-


zhu-li, que tuvo lugar en China a principios del siglo XX. Aquellas imágenes
circularon rodeadas de un morbo clandestino, afín al suscitado por la imagen
pornográfica explícita. También fueron vistas las de un similar suplicio, aplica-
do a otro pobre reo que ha pasado a la historia como el Pseudo Fu-zhu-li. De
hecho, estas últimas sirvieron de modelo a Gutiérrez Solana para dos versiones
del cuadro conocido como Suplicio chino (h. 1917 y 1930).
Las fotos de ese segundo suplicio fueron publicadas por George Dumas en
su Traité de Psychologie (1922) y dadas a conocer a Georges Bataille por su psi-
quiatra29. Parece que fueron estas fotos así como la información gráfica sobre la
cogida y muerte del torero Granero (cuyo ojo fue atravesado por el pitón de un
toro el 7 de mayo de 1922) los pilares de inspiración de su famosa Historia del
ojo30, verdadero paradigma del Eros-Thánatos en la cultura del siglo XX.
Hay un extraño cuadro de Dorotea Tanning, titulado Pequeña música noc-
turna (1946), que difícilmente puede no relacionarse con una extraña y su-
gestiva presencia, casi acústica, del mal. Cuatro décadas después, la espléndida
película Terciopelo azul de David Lynch (1986) merodea alrededor de la atrac-
ción que ejerce la perversidad y, en determinadas escenas, connota la presencia
del mal a través del extraño ruido de una maquinaria que satura sordamente la
banda sonora.
Dolor, deseo, mutilación e itinerario hacia la autolisis… fueron ingredientes
que giraron alrededor del accionismo vienés, como nos muestran los testimo-
nios fotográficos de la Acción 6, realizada por Rudolf Schwazkloger en 1966. Lo
que en el grupo vienés se mostraba vecino ya a lo plenamente patológico nos
parece hoy mero ejercicio de estetización voluptuosa de contravalores, com-
pletamente kitsch, cuando volvemos a visionar películas como Portero de noche
(Liliana Cavani, 1974) o Saló o los 120 días de Sodoma (Pier Paolo Pasolini,
1976). A la vista del envejecimiento experimentado por estas dos películas,
realizadas sin embargo por dos magníficos directores, resulta irónico que, en
el fondo, acabe pareciéndonos más sincera incluso un paradigma del cine gore
como Re-animator (Stuart Gordon, 1985).
En fin, es la atracción de lo fatal lo que protagoniza la primera escena de
Tesis (Amenábar, 1996): la protagonista sabe que hay un cadáver mutilado por

29
Quien las utilizaría años después para ilustrar su obra Las lágrimas de Eros (1961).
30
Publicada en 1928 bajo el seudónimo de Lord Auch y posteriormente ilustrada por
Hans Bellmer en su edición de lujo (París, 1944).
DOLOROSOS DESEOS. Eros y Thánatos en el arte occidental… ❘ Jaime Brihuega k}

15. Fotograma de Saló o los 120 días de Sodoma (Pier Paolo Pasolini, 1976).

el accidente que acaba de ocurrir en el metro. Le repugna (nos repugna) pero


no puede (no podemos) evitar la atracción de mirarlo.
Estetización oportunista es lo que hacen Jake & Dinos Chapman en Grandes
obras - en contra de los muertos! (2003) o en Sex I (2003). O lo que hizo Bruce
la Bruce en una performance que tuvo lugar en The Hole Gallery (Nueva York,
6 de junio de 2012). Reedición oportunista del accionismo vienés, en una
estetización del dolor pretendidamente política, es lo que acaba de hacer Piotr
Pavlensky en sus performances contra la política de Putin en la plaza Roja de
Moscú (noviembre de 2013), o contra la situación de los enfermos mentales en
Rusia (Muros del Instituto Serbsky de Psiquiatría Social y Forense de Moscú,
octubre de 2014). En la primera se clavó los testículos al suelo, en la segunda se
cortó el lóbulo de una oreja.
Melancólico final para este recorrido, ya que en estos últimos ejemplos, la
compleja dialéctica entre Eros y Thánatos se ha convertido en un mero parque
temático.

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