Libro de Eros Thanatos Psicoanálisis
Libro de Eros Thanatos Psicoanálisis
Libro de Eros Thanatos Psicoanálisis
E RO S Y T H Á N ATO S E N E L A RT E O C C I D E N TA L
MODERNO Y CONTEMPORÁNEO
Jaime Brihuega
Universidad Complutense de Madrid
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Lo cual podría traducirse, libremente, como:
No hay amor que no comporte sufrimiento
No hay amor en el que uno no se lastime
No hay amor en el que uno no se marchite
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Pero es nuestro amor, el de los dos.
}g
} Eros y Thánatos. Reflexiones sobre el gusto III
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Muchos de los aspectos aquí tratados han sido puestos de relieve por Edward Lucie
Smith en La sexualidad en el arte occidental (1972). Trad. esp. Barcelona, 1992 (sobre todo
en pp. 215-218). El libro aporta abundantes referencias bibliográficas sobre este asunto.
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Freud, S., Más allá del principio del placer (1920), Madrid, Biblioteca Nueva, 1973.
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Debemos sobre todo a Panofsky y a Pierre Francastel el que se haya consagrado como
herramienta fundamental de la Historiografía del arte una especial atención a la complejidad
semántica que adopta la cultura visual desde el Quattrocento en adelante.
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Aunque su devoción es muy antigua, la leyenda de San Sebastián quedó cristalizada a
partir de esta obra, escrita por Jacopo della Voragine en la segunda mitad del siglo XIII.
DOLOROSOS DESEOS. Eros y Thánatos en el arte occidental… ❘ Jaime Brihuega }
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Por ejemplo, el dibujo de Salvador Dalí «San Sebastián», en L’Amic de les Arts, Sitges,
31-VII-1927.
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Como atestigua la famosa foto de Kishin Shinoyama.
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Llegó a formar la Tatenokai, una sociedad paramilitar que defendía valores tradicionales
de la cultura japonesa.
}[ Eros y Thánatos. Reflexiones sobre el gusto III
su asistente fue bastante torpe al decapitarlo, teniendo que repetir el tajo tres
veces con su espada sin aun así conseguir separarle la cabeza del tronco. Cosa
que tuvo que realizar otro compañero. La ambigüedad ideológica y estética
imperante en la década de los ochenta, promovería un ensalzamiento morboso
de la figura del escritor japonés.
En realidad, la iconografía de San Sebastián no ha sido sino la expresión más
clamorosa de la erótica del martirio que con frecuencia ha desplegado la icono-
grafía religiosa. La cabeza de serie de una lúbrica concepción del sometimiento
y el dolor, como han sabido volver a expresar con frecuente claridad Pierre et
Gilles durante la década de los noventa. O como lo siguen manifestando algu-
nos subgéneros especializados de la pornografía bajocultural.
Bastaría incluso contemplar una obra, en cierto modo periférica, como es el
Martirio de San Pelayo que Joan Soreda pintó hacia 1532 en el retablo mayor
de la iglesia de Olivares del Duero, para advertir las connotaciones lúbricas que
adopta la santidad del sacrificio en la paradójica estética del manierismo. Tal
¤ Eros y Thánatos. Reflexiones sobre el gusto III
vez como reflejo de esta generalizada pauta adoptada por la iconografía reli-
giosa del martirio, incluso la trágica historia de Laocoonte y sus hijos se llega a
transformar en un voluptuoso y rítmico juego de contorsiones bajo los pinceles
de una figura tan relevante como el Greco (1606). Contorsiones como las que,
casi cuatro siglos después, servirían de escandaloso reclamo en las Tentaciones de
Buda (1923) de Eduardo Chicharro. En fin, la serie de santos y santas manie-
ristas gozosamente torturados resulta interminable cuando se recorre el marti-
rologio visual del siglo XVI.
Sorprende, sin embargo, por tratarse de una obra del generalmente austero
Zurbarán, la mórbida dulzura con que la Santa Águeda (1630-33) ofrece sus
pechos cortados, ya que lo hace como si fueran suculentas piezas de repostería a
cuya deglución nos invita. Es algo que parece enunciar una temprana (y segura-
mente inconsciente) inmersión en el triángulo placer-mutilación-antropofagia,
que con frecuencia visitará el surrealismo.
Lo que no supone en absoluto algo inconsciente (además de un ejemplo
tópico en Historia del Arte) es la explícita connotación orgásmica con que
gesticula la figura de la santa herida por la flecha en el Éxtasis de Santa Teresa
(1647-51), que Bernini esculpió para la Capilla Cornaro en la romana iglesia
de Santa Maria della Vittoria. Una metafórica gestualidad que repetiría dos
décadas después en el Éxtasis de la Beata Ludovica Albertoni (1671-74, Roma,
San Francesco a Ripa). Tal placentera fórmula de sacrificio femenino reapare-
cerá con mucha frecuencia en las imágenes producidas bajo el amparo de una
Contrarreforma segura ya de sí misma. El Martirio de Santa Inés, de Francisco
del Cairo (h. 1634) o el Martirio de Santa Águeda10 de Stefano Legnani, por
buscar ejemplos relativamente laterales, podrían avalar sobradamente esta afir-
mación.
Heredero frontal de esta tradición del martirio gozoso acuñada por el arte
religioso precedente, el Marat muerto pintado por David en 1793 encarna
la indolencia placentera de un sufrimiento asumido como heroico coste del
compromiso revolucionario. Medio siglo después, la necrófila Ofelia de Millais
(1852) flotará en su particular Estigia, ofreciéndose también con voluptuosi-
dad indolente y logrando componer uno de los iconos más evocadores de la
dialéctica Eros-Thánatos.
La ecuación placer-dolor alcanza cotas de evidencia, desligada ya de las su-
brepticias coartadas del decoro burgués, en el desnudo femenino crucificado
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Obra posiblemente pintada ya a principios del siglo XVIII.
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4. Bernini. Éxtasis de la Beata Ludovica Albertoni. 1671-1674. Roma, San Francesco a Ripa.
que nos ofrece Albert von Keller en Claro de luna (1894). Crucifixión femenina
turbiamente connotada un siglo después por la imagen de portada del número
de septiembre de 2012 de la revista Harper’s Bazaar. España. Una imagen que
vuelve a enmascararse tras una hipócrita coartada de elegancia estética.
La condición lúbrica del martirio, en este caso de un tiroteo sinestésicamen-
te evocado por el taconeo flamenco, merodea en la ironía contrapuntística de
La nuit espagnole. Sangre andaluza de Picabia (1922): el pintor ha colocado las
dianas de tiro al blanco, precisamente, en los puntos más erógenos de la silueta
femenina desnuda sobre la que se concentran los impactos. En cambio, sin
llegar a ser martirio sino simple cirugía, ni ejercicio lúbrico sino mera presencia
del órgano específico, Operación en Ginebra de Schad (1929) asocia ambos
conceptos mediante la producción de un escalofrío que atraviesa las barreras
conscientes del espectador (masculino sobre todo).
Incomunicación e imposibilidad presiden la angustiosa frustración que mar-
tiriza a Los amantes de René Magritte (1928), pero también lo hace la seduc-
DOLOROSOS DESEOS. Eros y Thánatos en el arte occidental… ❘ Jaime Brihuega
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Steinberg, L., La sexualidad de Cristo en el arte del Renacimiento y en el olvido moderno
(1983). Trad. esp. Madrid, Blume, 1989.
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Con sufrimiento, el héroe Cristo (hijo de un dios y de quien era previamente una mor-
tal) disipa el mal que supone una existencia en desorden (la de las almas en pena que aún
no tienen expectativa de paraíso) y civiliza la existencia en este mundo y el otro mediante la
instauración de un orden (unos al cielo y otros al infierno). Es, pues, el mismo mitologema
de otros héroes civilizadores como Gilgamesh, Heracles, Teseo, Perseo, Mahoma, San Jorge,
Quetzalcoatl…
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6. Rosso Fiorentino. Cristo muerto con ángeles. 1525-1526. Boston, Museum of Fine Arts.
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La película toma como base argumental la conocida obra homónima que el escritor
austriaco Leopold von Sacher-Masoch publicó en 1870.
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Junta de Extremadura, 2003.
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A su vez ambos encarnan metáforas del pueblo judío, entendido como pueblo elegido
que lucha heroicamente por su supervivencia. Algo que vuelve a repetirse, transfigurado, en
la actual propaganda sionista.
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A la herencia connotativa de tales heroínas se ha referido ampliamente Erika Bornay en
un libro ya clásico: Las hijas de Lilith (trad. española, Madrid, Cátedra, 2005).
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Afortunadamente, Valeriano Bozal participa en este simposio y en el debate nos habrá
iluminado al respecto.
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cortesana, parece que a Dalila se le atribuye habitualmente una talla moral que
no sobrepasa la de una prostituta encargada de engatusar al héroe bíblico. Así,
en la versión de Rembrandt (Sansón cegado por los filisteos, 1639), Dalila aban-
dona asustada la escena nada más cumplir su parte del trato, desvinculándose a
toda prisa del mítico relato. En cambio, la Dalila de Van Dick (Sansón y Dalila,
1618-20), continúa implicándose en el objetivo de la emboscada, pidiendo
silencio para que Sansón no despierte. Revestida por los atributos malsanos de
su pérfida traición, la Dalila de Solomon Joseph Solomon (Sansón y Dalila, h.
1887) le demuestra al héroe domeñado que ha logrado humillarlo.
Muy diferente es el tratamiento de la figura de Salomé. En la Salomé de
Regnault (1870) lo que se nos representa es una pícara y lozana muchacha que
(lebrillo y machete para cercenar nuestra cabeza aparte) nos invita a una albo-
rozada juerga. Pero tras la accidentada presencia pública de la obra de Óscar
Wilde18 la identidad de Salomé cambiará visiblemente de rumbo.
Ya en las ilustraciones de Aubrey Beardsley para la Salomé de Wilde (1894),
la fascinación por el mal, la perfidia y el deseo necrófilo quedaron asociados a
la imagen de mujer fatal que invariablemente acompañará las representaciones
de Salomé. En el cuadro de Pierre Bonnaud (Salomé, h. 1900), la hijastra de
Herodes contempla ufana la cabeza cortada del Bautista, que le devuelve una
mansa y melancólica mirada. La de Lovis Corinth (Salomé II, 1900) inspeccio-
na su trofeo como si fuese una gran señora que, en el mostrador de un comer-
cio, comprueba la calidad de una mercancía.
De alguna manera, las dos fascinantes Judith pintadas por Klimt en 1901 y
1909, han asumido ya los rasgos de perfidia de una Salomé que exhibe orgullo-
samente su presa. En realidad, representan mujeres de la alta sociedad vienesa
que hubieran asumido roles de mujer fatal a través de una altanera displicencia,
satisfaciendo así, mediante coartada estética, los ocultos deseos de una sociedad
machista que, en las trastiendas de una moralina hipócrita, fantasea con maso-
quistas sometimientos. En la versión de Von Stuck (Salomé, 1906), el regocijo
triunfal de Salomé se ha tornado exhibición sexual provocadora y morbosa. Es
un asunto sobre el que volveremos en el siguiente apartado.
La dialéctica Eros y Thánatos también se encuentra inserta en el críptico apa-
rato simbólico que cobija el sentido de La mariée mise à nu par ses célibataires,
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Publicada en 1891 en versión francesa, la Salomé de Wilde se publicó en inglés en 1884.
Tuvo que estrenarse en París en 1896, ya que en Inglaterra, por la prohibición de representar
temas bíblicos y, sobre todo, por el rechazo a la homosexualidad de Wilde, no pudo repre-
sentarse hasta 1931. En 1905 se estrenó en Dresde una ópera de Richard Strauss basada en
el relato de Wilde.
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Y quiero rendir homenaje aquí a nuestro añorado Juan Antonio Ramírez, citando su
libro Duchamp. El amor y la muerte, incluso, Madrid, Siruela, 1993, pp. 123 y ss.
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Según una idea muy extendida a partir de cierta literatura entomológica de siglo XIX,
aún poco fundamentada, la hembra de la mantis devora al macho tras el apareamiento. Sin
embargo, esto solo ocurre de vez en cuando y por motivos exclusivamente asociados a las
necesidades de la nutrición.
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Chateaubriand había publicado en Francia su novela Atala muy poco antes, en 1801.
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Como ha demostrado Santos Torroella en numerosas publicaciones, el «carnuzo» fue
una figura retórica inventada por Lorca y Dalí que sirvió como leitmotiv para un non nato
libro que iba a llamarse Los putrefactos. Poco después, las alusiones visuales de Dalí a la pu-
trefacción serían continuas y no ajenas al asunto que nos ocupa.
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Valgan como ejemplo la obras de Paul Delvaux (Venus dormida, 1944), Hans Bellmer
(El amor y la muerte, 1963), Marcel Duchamp (Dándose. 1.º el salto de agua. 2.º el gas de
alumbrado, 1946-66) o Joel Peter Wittkin (El beso, años noventa).
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Existen otras versiones de este tema realizadas por el mismo artista.
Eros y Thánatos. Reflexiones sobre el gusto III
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De hecho, Romero fue profesor de Dalí en la Academia de San Fernando y está evocado
en las memorias del ampurdanés a través de la descripción de un extraño sueño.
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Que, por otra parte, redundan visualmente los motivos representados en el pie del ba-
rroco reclinatorio.
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La seducción de lo fatal
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Según la 5.ª acepción de la RAE, Conflicto sería: «M. Psicol. Coexistencia de tendencias
contradictorias en el individuo, capaces de generar angustia y trastornos neuróticos».
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Baste como ejemplo, en la línea de salida de esa década, El juego lúgubre (1929).
[ Eros y Thánatos. Reflexiones sobre el gusto III
Mediando ya los años veinte del nuevo siglo, La maja maldita de Federico
Beltrán Massés empaquetó con evidencia decorosamente digestible la atracción
ejercida por la perversidad. Lo hizo a fin de que esa turbia pulsión pudiera ser
consumida por la hipocresía moral de su audiencia altoburguesa. Algo equiva-
lente a lo que, décadas después, supondría la película Emmanuelle (Just Jaeckin,
1974) como alivio massmediático de los picores que sufrían en sus partes bajas
las clases medias biempensantes. Nada que ver con la intensidad crítica que
Grosz supo enarbolar desde el trasfondo de obras como Suicidio (1916) o Juan,
asesino sexual (1918).
Volvamos sobre el patológico magnetismo erótico que a veces ha emergido
del horror de la mutilación. Cuando el ferrarés Francesco del Cossa representó
a Santa Lucía contemplando sus ojos amputados (Políptico Griffoni, 1471-72),
solo dejó traslucir una humorística sensación de repugnancia en el rostro de la
santa mártir. Una actitud muy distinta a la experimentada sinestésicamente por
el espectador que contempla, casi físicamente sobrecogido, la famosa escena
de la navaja de afeitar en la primera escena de Un perro andaluz (Dalí-Buñuel,
1929).
Pero algo diferente ocurriría cuando en la segunda década del siglo XX co-
menzaron a circular por Occidente tarjetas postales con fotografías del Suplicio
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Quien las utilizaría años después para ilustrar su obra Las lágrimas de Eros (1961).
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Publicada en 1928 bajo el seudónimo de Lord Auch y posteriormente ilustrada por
Hans Bellmer en su edición de lujo (París, 1944).
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15. Fotograma de Saló o los 120 días de Sodoma (Pier Paolo Pasolini, 1976).