Guia N°5 de Lenguaje 2° Medio
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Guia N°5 de Lenguaje 2° Medio
LENGUAJE Y COMUNICACIÓN
2° MEDIO
PROF. MÓNICA ARAYA H.
NOTA 1: ES IMPORTANTE SEÑALAR CON RESPECTO AL PLAN LECTOR SE DEBE CONTINUAR CON SU
LECTURA DE FORMA NORMAL EN EL DOMICILIO. CUALQUIER DUDA AL RESPECTO DE ESTE
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contenido enviado, será: Lunes a Jueves de 10:00 a 13:30 – 14:30 a 16:30. / Viernes 10:00 a 13:30.
INSTRUCCIONES: Leer comprensivamente las preguntas, responder con lápiz pasta azul/negro, no usar
corrector. En la parte de desarrollo, que su letra sea legible, lo que no se entienda no se corregirá. (25 puntos)
MEMORIAS DE UN EMIGRANTE
Benedicto Chuaqui Ketlun / Escritor árabe
Primeros pasos
En una casa que tenía un amplio local a la calle una pieza contigua y un patio a través del cual corría una acequia,
instalamos nuestro negocio.
La pieza la -destinamos para dormir y comer, aunque era muy oscura y húmeda por la vecindad de la acequia, de la
cual escapaba toda la pestilencia de sus emanaciones.
En el patio había una verdadera montaña de basuras. Papeles, zapatos viejos, tarros vacíos y todos los desperdic ios
que los anteriores moradores dejaron allí. Al comienzo me causaba espanto contemplar aquel muladar.
Ese negocio nuestro f ue una verdadera novedad en medio de ese barrio de cocinerías, depósitos de licores,
almacenes de abarrotes, burdeles, etcétera.
A poco de habitar aquel cuartucho, la humedad y la f etidez s e hicieron tan espantosas que mi abuelo y yo
empezamos a sentir muy pronto sus ef ectos malsanos. Un día vino a comprar un español, dependiente de una
agencia próxima, y nos aconsejó dormir en el mismo local del negocio. Las camas se podían hacer encima del
mostrador. En la agencia ellos lo hacían así.
Desde esa misma noche, después de cerrar, puse en práctica el consejo; pero, como el mostrador era muy angosto,
al darme vuelta en una ocasión suf rí un f eroz porrazo que me tuvo a mal traer durante varios días . Entonces resolví
hacer mi cama en el suelo.
Mi abuelo no quiso hacer lo mismo. Por su edad y su af ección nerviosa, dormía muy poco. Pasaba gran parte de la
noche trajinando o macerando tabaco para llenar su pipa. A veces leía lentamente algún periódico á rabe que llegaba
a nuestras manos. Una de mis tías le of reció una buena habitación en su casa, que distaba sólo cinco cuadras de la
nuestra. Pero él se empecinó en seguir durmiendo, en aquel cuarto insalubre. No se resignaba a dejarme solo. El
barrio era peligroso. Por él pululaban ladrones, asesinos, prostitutas y toda clase de gente de mal vivir.
El negocio daba muy poco. Las ganancias se invertían casi totalmente en los exiguos gastos de arriendo y
alimentación; comíamos papas, pan y leche. A veces el ab uelo guisaba las papas con tomates. ¡Qué ricas las
encontraba yo! Porque siempre estaba con un hambre de lobo. Era un hambre permanente que me hacía suf rir,
aunque yo jamás se lo decía al abuelo. Por las mañanas, cuando llegaba el carretón panadero, yo sen tía
una especie de embriaguez. Aquel tibio aroma del pan me acariciaba en tal f orma que me parecía que me iba a
desmayar.
El lechero era un hombre muy travieso. Siempre estaba de chanzas conmigo. Aunque yo no entendía sus bromas,
por su actitud me daba cuenta que ellas eran cariñosas. Yo tenía muchos deseos de corresponder a sus travesuras,
pero no atinaba a traducir al español la f rase que en árabe tenía pensada. Por f in logré arreglármelas y un día
mientras me vaciaba la leche en el tiesto, agregando la c onsabida “llapa”, le dije: “Su leche tres cuarto agua”.
Le hizo tanta gracia que todas las mañanas, al llegar, me saludaba con aquella f rase. Cuando nos mudamos de ese
local lo perdí de vista y creí que para siempre. Pero no f ue así. Veinticinco años más t arde, en la Avenida
Independencia, me encontré con un huaso gordo, de gran sombrero alón y reluciente cadena de plata que me quedó
mirando con mucha atención. De pronto, prorrumpió en una alegre carcajada.
-jQuiubo! ¡cómo le baila, paisano, tres cuartos ag ua!
Un buen día llegó uno de mis tíos a visitarnos. En ese momento el abuelito se ocupaba en encender f uego en el patio.
Súbitamente un golpe de viento extendió la llama, que se propagó por los papeles y pedazos de tablas diseminados
en el patio.
Seguramente nos habríamos incendiado, dando al traste con nuestro negocio, si entre los tres no hubiéramos
sof ocado las llamas, que ya se extendían amenazadoras con el agua de la acequia.
Entonces el tío nos conminó a no encender más f uego allí. Fue de este modo c omo nos hicimos pensionistas d e una
de las cocineras de al lado.
Entre tanto, por medio de los bares y de las gentes que llegaban al baratillo, me preocupaba af anosamente de
aprender el español. Palabra que oía, la retenía cuidadosamente, buscando la manera de emplearla en la primera
oportunidad. Me habían enseñado a contestar “no se puede”, para el caso de que se of recía un precio inaceptable
para la mercadería. Es probable que, por una f alla del oído, o no me explico por qué circunstancia, entendí “no si
puede”. Imaginé que el “no”, era el rechazo del “sí puede”.
Y cada vez que se me hacía una of erta inadmisible, yo respondía resueltamente “no si puede”.
Había en el barrio una muchacha traviesa y alegre, a la que nunca le f altaba pretexto para entrar al negocio.
Preguntaba por cuanto se le ocurría, of reciendo precios estraf alarios. Cada una de mis respuestas, empleando el
consabido “no si puede”, era recibida por ella con una alegre carcajada, sin que yo me percatara del motivo de su
risa.
Una noche entró acompañada de unas cuantas mujeres y chiquillas de su edad, que comenzaron a pedirme precios
de algunas mercaderías. Y no hice más que contestarles: “no si puede”, cuando todas estallaron en una sola
carcajada, tan estrepitosa y burlesca, que me turbó por completo.
Tímido y apocado, me sentí desf allecer de vergüenza. Mis trece años y mi carácter no me dieron entereza para
sobreponerme. Agobiado, no supe cómo prorrumpí en desesperado llanto. Fue tal el desconcierto que esto les causó,
que, callaron súbitamente.
Y entonces, a su vez, avergonzadas, salieron en silencio, con la vista baja. La chica que promovió la broma no vo lv ió
más a presentarse en mi negocio.
Intrigado por conocer el motivo de la broma, relaté el hecho a Sabina, la hija del dueño de la coci nería del lado. Y
entonces ella me explicó la razón. Desde ese día me cuidé de no decir una palabra sin estar bien seguro de su
correcta pronunciación.
Muchas otras bromas me hicieron algunos “graciosos”. Entre ellas recuerdo ésta: necesitaba comprar carbó n y
pregunté a un vecino el nombre español de este combustible. Para estar más seguro lo escribí en un papel. Pero el
bribón me hizo poner “cabrón” en vez de la palabra verdadera.
Fui repitiéndola hasta llegar al depósito de leña, cuyo dueño era un hombre de mal talante, chato, obeso, con la nariz
granujienta y roja. Estaban con él, en ese momento, algunas personas que, al oírme decir: “Véndame cabrón”, les dio
un verdadero ataque de risa. En cambio, al vendedor le f altó poco para darme una paliza.
Estas incidencias y algunas costumbres que me chocaban, me hacían añorar mi tierra. Sentía nostalgia de las
comidas, de la música, de las costumbres de allá. En cambio, me llamaban poderosamente la atención la libertad que
aquí existía. El hombre vivía como le dab a la gana, sin sujeción a ninguna traba en sus derechos ciudadanos. Y allá
teníamos la tiranía de los turcos, el f anatismo religioso y la triste opresión en que vivían las mujeres. Aquí cada cual
era dueño de pensar como se le ocurría y expresar en voz alt a sus convicciones sin temor a nadie. La religión no era
motivo de rencillas ni disgustos. Era agradable sentir a nuestro alrededor esa tranquilidad del hombre que hace lo que
le gusta y le conviene.
Otra cualidad de los chilenos que me causó admiración, f ue su f alta de rencor. A este respecto viene a mi memoria el
siguiente caso:
Una noche entró al baratillo un hombre ebrio a comprar un pañuelo grande para el cuello. Puse sobre el mostrador
tres de distintos colores, a f in de que eligiera. Al volverme, después, a sacar otra caja, vi que sólo había dos
pañuelos. Le pregunté por el otro y me contestó que sólo eran dos. Como estaba seguro de lo contario, llamé al
abuelo para explicarle lo ocurrido. ¿Cómo íbamos a perder un pañuelo que valía cincuenta centavos?
Mientras el abuelito cuidaba de que el ebrio no se f uera, yo corría en busca de un guardián. Tuve la suerte de
encontrar uno en las inmediaciones y éste procedió a trajinar al borracho, que se había metido el pañuelo debajo del
sobaco. Irritado, al verse descubierto, el hombre lanzó inesperadamente una bof etada al guardián, tratando, en
seguida, de huir. Mas, el policía lo sujetó, dándole un par de golpes en la cara, bañándolo en sangre. En seguida se
lo llevó preso. Yo me quedé temblando de miedo por las consecuencias que ese desagradable incidente pudiera
tener. ¿Cómo era posible que se atreviera la gente a f altarle el respeto a un representante de la autoridad?
Creí que el hombre ya había olvidado el sitio donde ocurriera el percance, cuando lo vi pasar un día f rente a mi
puerta. Al verlo con las huellas de los machucones en el rostro, traté de escabullir el bulto, mas él, al divisarme, me
gritó alegremente:
- iQuiubo, paisanito! ¿Está enojado conmigo todavía? Discúlpeme por lo del otro día. Andaba cura´o, pero ya no lo
volveré a molestar. Véndame ahora un par de calcetines de a peso. Aquí está la plata.
Y sin sombra de rencor en los ojos, hizo sonar una moneda reluciente sobre el mostrador.
Y así era en general la gente del pueblo. Sólo cuand o estaban bebidos se sentían inclinados a f astidiar. A veces
robaban una camiseta, haciéndola jirones al arrancarla de los clavos que la sujetaban. Una vez, persiguiendo a un
pillo que huyó llevándose una ruma de cajas con cuellos de goma, me arrojó al sue lo de una manotada en el
momento de alcanzarlo.
Y es que me veían f lacucho y débil. Bien sabían que yo no podía hacerme respetar por mí mismo. Algunos chuscos
entraban a veces preguntando: ¿Tienen mangas para chaleco? Yo, creyendo que por acá se usaban esa s prendas,
les respondía muy serio: -No tenemos, pero las vamos a pedir.
Y en una lista que llevé a mi proveedor, iba anotado en un renglón: “mangas para chalecos”. Fue él quien me sacó
del error.
Tenía motivos para repudiar a los chilenos y también para estimarlos, pues conocí gente bondadosa Y caritativa en
extremo. Mujeres que lloraban en presencia de un caballo herido y personas que perdían días enteros, dejando de
trabajar, por acompañar a un f orastero desconocido que no atinaba a orientarse en la ciud ad. Otras, que se quedaban
sin un centavo por auxiliar a un desgraciado. Llegué de este modo a f ormarme la convicción de que este era el país
donde había más gente caritativa.
Esto, muchas veces, conducía a extremos reprobables, como en los casos en que el público trataba de quitarle un
delincuente al guardián, dif icultando su labor. Insultando al cobrador tranviario porque obligaba a descender a un
borracho que molestaba a los pasajeros. En distintos aspectos de la vida social, podía verse este espíritu de
exagerada conmiseración para con los bribones. Un día, en un teatro, la mitad del programa quedó sin realizarse. El
público vocif eraba amenazadoramente. Pero uno de los empresarios dijo, con mucha gracia, una chuscada que f ue
calurosamente celebrada. Y todos se marcharon f elices. Al contrario, agradecían la estaf a que se les hacía.
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