Antonio Jesus Rubio Muñoz - Mi Mitad Oscura - 136
Antonio Jesus Rubio Muñoz - Mi Mitad Oscura - 136
Antonio Jesus Rubio Muñoz - Mi Mitad Oscura - 136
Antonio Jesús Rubio Muñoz es un joven de Los Barrios (Cádiz). Desde pequeño le
apasionó tanto la lectura como la escritura. A muy temprana edad, consumía literatura
madura como Agatha Christie, lo que hizo que su curiosidad por el mundo del crimen y los
misterios fuera creciendo a la velocidad de la luz. Ya en ese tiempo, escribía relatos y
pequeñas novelas que compartía con muy pocos por vergüenza, hasta que llegó el día en
que decidió darse a conocer.
Tiene dos novelas publicadas: El secreto de los girasoles y El Infierno del Bosco, además
de esta novedad: Mi mitad oscura, lo que augura una larga carrera para este joven autor.
Robert. K. Ressler
A mi querido abuelo, que al fin se reencuentra con el amor de su vida.
Ambos vuelven a ser felices juntos.
Os quiero.
1
Esa noche de principios de octubre, el viento soplaba con fuerza, pero aún
persistía el calor pegajoso del verano que no terminaba de irse. Las macetas
en el balcón parecían bailar al son de alguna música imaginaria y los cristales
de las ventanas tenían vida propia. A pesar de todo eso, el resto del mundo
parecía dormir tranquilamente a las seis de la mañana, excepto la panadería
que estaba situada bajo el piso de alquiler de Alba.
José, su marido, terminó por apartar a un lado el trozo de sábana que se
le estaba quedando pegada a la piel, se giró hacia la mesita de noche y alargó
la mano tanteando sobre la vieja madera de roble en busca del mando del aire
acondicionado. Tuvo que apartar a un lado las gafas de lectura y el libro que
estaba leyendo en ese momento hasta alcanzar el condenado mando que
estaba colocado al final. Una vez dio con él, presionó al botón y comenzó a
sentir poco a poco el fresco en el rostro. Entonces quiso asegurarse de que su
mujer también recibía el frescor y que dormía plácidamente, pero se llevó una
sorpresa al verla jadear con cara de disgusto. Estaba claro que volvía a tener
la misma pesadilla que la atormentaba desde hacía meses. Ya no sabía qué
hacer con el tema, era algo que le superaba y que le estaba pasando factura.
Se sentía impotente cada vez que Alba empezaba a temblar en mitad de la
noche y arrancaba, primero a gritar y después, a llorar, en un llanto largo y
prologado. Notó que se aproximaban los gritos ya que comenzaba a
balbucear mientras negaba con la cabeza; los dedos de las manos y los pies
los tenía tensos como si fuesen cuerdas de tender y la piel se le tornó de un
blanco que incluso asustó a José. El primer grito ahogado llegó tal y como se
esperaba, corto y seguido de una respiración entrecortada. Después comenzó
a temblar de pies a cabeza y a gritar como si estuviese completamente loca.
—Ssshhh —dijo él—. No te preocupes cariño, que estoy aquí contigo.
Finalmente, Alba se despertó y comenzó a llorar como una niña pequeña
y desconsolada a la que su madre había castigado sin salir a jugar por no
comer la verdura.
—Dios mío… —balbuceó entre sollozos—. No puedo más con esta
situación, José. Ha sido totalmente horrib…
No pudo siquiera terminar la frase. Se refugió en los brazos de su
hombre, que le besaba la frente y apartaba los cabellos pegados en las
mejillas a causa del sudor. Con la mirada vacía, se quedó petrificada
observando a través del ventanal el oscuro cielo como hacía cada noche que
las pesadillas la visitaban. Eso la ayudaba a pasar el mal trago. Poco a poco,
su cuerpo fue relajándose hasta volver a la normalidad.
—¿Qué ha sido esta noche? ¿Otra vez Alicia?
—Siempre es Alicia… —su voz sonó cansada, como si la mujer se fuese
apagando poco a poco.
—Quizás deberías ver a un especialista, no puedes vivir así toda tu vida.
—No es eso, es solo que se acercan tiempos difíciles para mí y estoy
algo cansada. ¿A qué día estamos hoy? —preguntó inmersa en
elucubraciones.
José miró el reloj de la mesita de noche donde marcaba el día y hora.
—Estamos a cuatro de octubre.
Ella resopló y se volvió en la cama dándole la espalda. Se sentía
totalmente exhausta y sin fuerzas ya que llevaba sin dormir bien desde hacía
mucho tiempo.
—Ya solo quedan dos días… —susurró para sí.
—¿Qué dices? Cariño, no te entiendo.
Alba negó con la cabeza sin tan siquiera mirarle.
—Nada, no he dicho nada. Intentemos dormir un poco.
2
Serían alrededor de las ocho de la tarde cuando José llegó a casa después de
pasar el día entero en el trabajo. Normalmente volvía algo antes ya que, al no
ser fin de semana, no tenían tantos clientes en la cafetería, de modo que
dejaba al cargo a otra chica que tenía contratada y se volvía a casa. Cuando
las llaves hicieron el giro pertinente dentro de la cerradura y el hombre entró
en casa, Alba se encontraba en la mesa de la cocina, esperándole y barajando
todas las posibilidades que tenía al alcance de su mano sobre qué hacer con lo
que le había pedido Marta. Él entró en la estancia y se la encontró de
espaldas, con la cabeza gacha y las manos en la barbilla.
—¿Cómo te encuentras? ¿Has descansado?
La mujer asintió en silencio y se giró lentamente. De forma muy seria,
miró a los ojos de su marido. Parecía que hubiese visto un fantasma por la
casa, o aún peor, parecía ese momento en el que ella le confiesa que, por
mucho que lo había intentado, no era feliz y que mantenía una aventura con
su profesor de yoga. Pero no fue así. Sonrió, y tras darle un beso en los
labios, fue directamente a servirle una taza de café caliente. Lo había
preparado con antelación, más o menos a la hora que José solía llegar a casa.
Tuvo que calentar la taza en el microondas por culpa de su tardanza.
—Has tardado en volver —expuso a la par que marcaba el tiempo en el
microondas. Éste hizo un sonido sordo y la taza comenzó a dar vueltas.
—He tardado algo más porque me he entretenido hablando con un amigo
que se dedica a tratar pequeños traumas del pasado. Le he comentado lo de
tus pesadillas y me ha comentado que mañana podría hacerte un hueco por la
mañana.
Alba se puso rígida como una puerta y quiso coger la maleta en ese
preciso instante y huir de la casa. No quería en absoluto tener que tumbarse
frente a un psicólogo y sacar a flote recuerdos que intentaba olvidar. No
quería volver a rememorar de nuevo aquella trágica mañana en la que la
policía llamó a su puerta para interrogarla sobre el asesinato de su amiga. Ella
aún no lo sabía en ese momento, ya que se encontraba en casa viendo en la
televisión una de esas películas antiguas en blanco y negro de las que no
recordaba ni el nombre. Había acudido la noche anterior a una fiesta donde se
reunieron en el parque casi todos los de la clase para celebrar un cumpleaños
y habían bebido cerveza a escondidas de los padres. Cuando se despidieron,
había dejado a su amiga Alicia con su novio, que prometió acompañarla a
casa. A la mañana siguiente, el timbre sonó y la realidad la golpeó tan
duramente que solo recordaba que cayó al suelo entre alaridos y agarrándose
a la mano de su madre con las pocas fuerzas que le quedaban.
Por lo visto, la misma noche del asesinato, un borracho que pasaba por el
parque a altas horas de la madrugada se encontró el cuerpo de la joven entre
unos arbustos. La habían asfixiado con las manos ejerciendo una fuerza
brutal en el cuello de la joven. La habían atado de las manos y la habían
desnudado de cintura para abajo. El cuerpo estaba entre la vegetación como si
fuese basura. Inmediatamente se informó a su familia. A la madre tuvieron
que atenderla los servicios médicos por un ataque de ansiedad. Comenzó la
búsqueda de la última persona que la había visto con vida: su novio, Pedro.
La autopsia reveló que Alicia y Pedro habían mantenido relaciones
sexuales antes del crimen y se corroboró que las muestras de semen
encontradas en la vagina de la joven correspondían a éste.
—¿Alba?... —la voz de José la sacó de sus cavilaciones y volvió al
mundo real, donde su esposo esperaba impaciente una respuesta que nunca
llegaba.
—No voy a ver a un psicólogo para tratar algo que no tiene solución. ¿O
acaso tu amigo va a devolverme a Alicia? Hay cosas en la vida que no se
pueden solucionar.
Pedro asintió algo desanimado, y es que no quería tener que ver a su
mujer sufrir noche tras noche. Él solo intentaba ayudar en la medida de lo
posible y ella estaba cerrada en banda.
—¿Entonces qué vas a hacer? —preguntó algo irritado—. ¿Vas a sufrir
por el resto de tu vida?
Alba se aproximó a él y le miró tan fijamente a los ojos que no recordaba
haberla visto tan decidida en su vida. Su mirada era tan penetrante que
incluso se puso nervioso.
—Voy a plantarle cara yo misma a mis miedos —dijo con rotundidad—.
He hecho la maleta y he comprado un billete de tren para mañana mismo. Me
voy a Los Barrios.
4
A la mañana siguiente, Alba agarró con fuerza la maleta y salió por la puerta
de su casa con la compañía de José. Éste la acompañó a la estación de tren
donde la mujer se despidió muy a su pesar y subió con el fin de plantarle cara
a sus miedos de una vez por todas.
Una vez las puertas se cerraron, ella se acomodó en su asiento con la
novela que estaba leyendo en ese momento. No le quedó otra que dejar correr
las horas hasta llegar a su destino. En varias ocasiones recibió con entusiasmo
a la chica que ofrecía un café u otras cosas que llevarse al estómago y, en un
momento dado, se había puesto los cascos que le habían ofrecido para ver
una película la mar de aburrida. Los trayectos en tren siempre eran largos e
incómodos. Pero es cierto que ella siempre intentaba sacar el lado positivo de
todo aquello y degustaba con sumo placer el café mientras se deleitaba con
las bonitas vistas que el sur de España le ofrecía a través de la ventana. La
vida a veces era demasiado complicada y esos pequeños placeres te invitaban
a olvidarte de todo aquello y a pensar que no todo es tan malo. El mundo es
un constante equilibrio. Si lo deseabas podías también aprovechar el trayecto
para sumergirte en tus más profundos pesares y pensar largo y tendido sobre
ellos hasta encontrar una solución viable.
Por un lado, tenía ganas de llegar de una vez y ver la cara de asombro de
sus padres con su llegada de la que no había informado, ya que quería que
fuese una sorpresa. Por otro lado, no quería que el viaje terminase nunca
porque hacía mucho tiempo que no sentía tanta paz rodeada de vegetación y
montañas. Además, deseaba no haberse montado nunca en ese tren con
destino al lugar que más dolores de cabeza le habían acarreado.
Finalmente, se quedó dormida hasta que llegó a su destino.
5
Una vez el tren la dejó en Algeciras, tuvo que coger un autobús hacia Los
Barrios. Al bajarse en su destino, Alba recordó lo que odiaba el viento de
levante. De pequeña siempre se había sentido asqueada con el tiempo del Sur
y con ese frío húmedo que te cala hasta los huesos: no importa cuántas
prendas de ropa lleves, siempre estarás congelada.
Agarró la maleta con fuerza y se dispuso a atravesar el Paseo de la
Constitución donde la mayor parte de los habitantes del pueblo, que había
cambiado muchísimo en veinticinco años, se encontraba degustando un café
caliente a pesar del desagradable viento. Alba pudo apreciar cómo los
barreños se giraron a observar en derredor a la persona que caminaba
rodeando el templete con una gran maleta color naranja. Obviamente no
tenían ni idea de quién era ella. Solamente miraban por el simple hecho del
marujeo; algo muy característico en un pueblo, algo de lo que Alba siempre
quiso huir.
De pronto recordó cuando apareció el cuerpo sin vida de Alicia, todos la
apuntaban con el dedo mientras caminaba por la calle diciendo: «Es ella, era
su amiga». En una ciudad es menos probable que pasen ese tipo de
situaciones, no porque la gente de cuidad no sea cotilla, sino porque al haber
mayor número de personas no se conocen todos. Y eso es algo que Alba
siempre tuvo muy en cuenta: si quieres desaparecer del mundo, ocúltate en
una ciudad grande. Sé invisible.
Subiendo por la calle de La Plata, la más relevante y curiosa del pueblo,
pudo comprobar la cantidad de negocios que se habían abierto de tan
diferente índole. Poco a poco, Los Barrios se convertía en una bonita ciudad,
porque la realidad del tema era que no recordaba el pueblo tan bonito.
Siempre había sentido una apatía candente hacia él por el trauma del pasado.
Pensaba que el pueblo, con su miserable gente, le había arrebatado a su
amiga… Pero no era así. Pedro le había arrebatado a Alicia, eso lo había
aprendido una vez hubo madurado como persona y divagado sobre el tema
cientos de veces donde el insomnio no quería abandonarla mientras
contemplaba a José dormir plácidamente a su lado. Cuánto amaba a ese
hombre y cuánto daría por tenerlo en ese momento entre sus brazos
abrazándola y susurrándole al oído que todo iba a pasar sin ningún problema,
que tenía que relajarse y sonreír a la vida, que le brindaba una oportunidad
para vencer definitivamente a los demonios del pasado.
Estaba llegando a su casa y los nervios se apropiaron de su cuerpo ante la
incertidumbre de la reacción de sus padres que no tenían idea de su visita. Se
mantuvo delante de la vieja puerta de acero durante un par de segundos
completamente bloqueada por los nervios. La mano le temblaba tanto que era
incapaz de golpear el cristal de esa puerta que hacía siglos que no recibía una
capa de pintura. Cuando se hubo armado de valor, el sonido seco del metal
contra sus nudillos le advertía que ya no había vuelta atrás.
Una anciana mujer vestida con un camisón de flores de color verde
esperanza abrió la puerta portando una taza de café entre sus delgadas y
huesudas manos. Fijó su mirada ante la persona que lloraba frente a ella con
una maleta en la mano y comenzó a negar frenéticamente la cabeza. La mujer
solo pudo soltar lentamente la taza de café sobre la mesita que decoraba la
entraba a la casa y se llevó ambas manos temblorosas hacia el rostro en un
intento absurdo de ocultar sus lágrimas.
—Hija mía… —consiguió balbucear.
—Hola, mamá. Te he echado de menos…
Ambas se abrazaron tan fuerte que Alba pensó que haría daño a la mujer,
que lloraba de felicidad a la par que palpaba cada centímetro del cuerpo de su
hija a la que hacía años que no veía. Concretamente desde que a causa de su
avanzada edad dejó de viajar a Granada.
—Estás preciosa, mamá.
—Tú sí que lo estás… ¡¡Manolo!! ¡¡La niña ha vuelto a casa!!
Desde el interior de la casa se escucharon los gritos de un anciano que
parecía precipitarse como podía hasta la puerta de su hogar, donde su mujer y
su preciosa hija le esperaban con los brazos abiertos. Alba comprobó que su
madre había adelgazado y su padre, por el contrario, había engordado
bastante. Manolo, con el pelo cano y el rostro lleno de arrugas, abrazó a su
hija como si ésta acabase de nacer y rompió también en llanto.
Esa misma mañana había salido con su madre de casa porque se había
corrido la voz de que en el Paseo de la Constitución habían puesto un
mercadillo medieval. Al principio, Alba se encontraba reticente ante la idea
de salir de casa porque necesitaba sopesar todo lo que estaba sucediendo.
Necesitaba tener una conversación con José y que él la consolase y
aconsejase. Solo José conseguía calmarla y quizás por eso se había
enamorado tan perdidamente de él cuando comenzó a estudiar la carrera y le
daban los ataques de ansiedad en mitad de las clases. Pero su madre la había
convencido.
—Quiero que pasemos un poco de tiempo juntas y será buena idea
pasear y comprar uno de esos quesos artesanales que tanto te gustan —le
había dicho. Así que se habían enfundado sus abrigos y bufandas y habían
salido de casa cogidas del brazo.
Agradeció los pasos lentos y torpes de su anciana madre porque pudo
disfrutar cada puesto. Pudo, literalmente, saborearlos y tuvo que controlarse
para no alimentar a su otra mitad oscura, la versión de ella misma que
compraba de todo compulsivamente sin miramiento alguno; cosas que a
veces necesitaba, otras las compraba simplemente por placer. Las rebajas
habían sido su perdición dos veces al año y después se había dedicado a
adquirir libros; muchos aún estaban sin leer.
Rieron juntas y amaron esos pequeños momentos que la vida les había
brindado juntas, seleccionando entre los quesos de cabra y los diferentes
panes hechos al horno de leña. Admiraron la decoración que el Ayuntamiento
había proporcionado y la gente disfrazada de la época medieval que las
transportaba directamente al pasado.
Alba finalmente se decantó por dos piezas de queso, una que se quedaría
ella y otra que mandaría a Granada para que José pudiese también degustarlo.
De repente, volvió a sentir la misma sensación de vigilancia que había
sentido con anterioridad y miró en derredor entre los cientos de personas que
se encontraban en ese momento en el mercado. Tal y como aparecía en su
sueño, varios grupos se habían formado desde diferentes puntos y
cuchicheaban entre ellos.
—Me siento vigilada —dijo a su madre.
Ésta lo comprobó por sí misma, con disgusto.
—Haz caso omiso. Es un pueblo y todos saben ya que estás aquí de
nuevo. Saben lo que te ha traído de vuelta y necesitan chismorrear.
—Supongo que sí, pero la sensación que tengo es diferente. Siento como
si alguien me vigilase… No sé explicarlo…, de otra forma.
—No te obsesiones con ello o acabarás mal.
Volvió a girarse y entonces su mirada se cruzó claramente con la de un
hombre que la observaba camuflado entre la multitud. Ese hombre de rasgos
masculinos y bigote la miraba con curiosidad. No pestañeaba. Alba comenzó
a tener miedo y sintió un leve escalofrío que le recorrió la espina dorsal.
Cuando hizo el ademán de avanzar hasta el sujeto para pedirle una
explicación, éste ya había desaparecido. Se había esfumado por completo y
ella no pudo reprimir la sensación de que algo malo estaba ocurriendo. Tenía
un mal presentimiento.
11
Dejó el agua caer sobre su rostro y su cuerpo desnudo; el agua caliente que
purificaba cada poro de su piel parecía sanar heridas abiertas en el alma hasta
reconfortarla. No se había dado cuenta, pero llevaba unos minutos
completamente inmóvil bajo el manto de agua que la acariciaba haciendo
erizar su vello.
Alba se enjabonó el pelo con suavidad mientras se relajaba y pensaba en
cómo hubiese sido su vida si Pedro no hubiese asesinado a Alicia. Cerró los
ojos y se concentró. «Habría sido completamente diferente. Mi vida no sería
la misma que tengo ahora en absoluto. Está claro que, si Alicia no hubiese
muerto y no hubiese cogido tanto miedo al pueblo como le tengo ahora
mismo, no habría tenido el arrebato de huir a Granada a estudiar». Continuó
pensando mientras se aclaraba la cabeza. «Quizás hubiese estudiado algo
diferente en Algeciras. ¿Administración de empresas? No sé ahora mismo si
hace veinticinco años se podía estudiar lo que se puede ahora. Simplemente
esa opción no fue viable en su momento y ni siquiera me informé. De lo que
sí estoy segura, es de que hubiésemos permanecido las tres juntas, como
siempre estábamos. Habría seguido viviendo con mis padres, la distancia que
hay ahora entre nosotros no existiría puesto que yo no la hubiese impuesto.
¿Fui una egoísta que no pensó en los sentimientos de mis padres? Solo pensé
en mi beneficio personal. Estaba asustada en ese momento y quise
desaparecer. ¿Qué digo asustada? Estaba aterrada, me pasaba las noches
comprobando las cerraduras de la puerta de la calle, instalé un cerrojo en mi
habitación y movía las estanterías sin libros durante las noches para bloquear
las ventanas. No podía dormir. Pero ellos no se merecían igualmente lo que
les hice… Una madre sintió que le arrebataban a su hija cuando su cuerpo fue
encontrado sobre un arbusto, pero fui yo misma quien me fui de mi hogar y
del calor maternal que se me ofrecía».
Una lágrima salió de su ojo y se mezcló con el agua…
«Hubiese sido muy feliz…, pero no hubiese conocido a José, que es el
amor de mi vida. El único que me ha tratado como una princesa cuando
estaba rota por dentro y consiguió pegar poco a poco los trocitos de mi
corazón destruido. Solo él ha estado conmigo en la cama aguantando mis
pesadillas. Me alegro de haberlo conocido… Así que no sé qué vida prefiero
porque las dos me aportan cosas buenas y cosas malas. Las dos me dan ese
subidón, esa pequeña dosis de adrenalina que una necesita cada día para
levantarse de la cama. Un aliciente. Me da lo mismo las personas que conocí
durante mi periodo de trabajo porque hoy en día me han demostrado que solo
eran compañeras, no amigas. Me da lo mismo cada cliente que todos los días
viene a la cafetería porque, al fin y al cabo, después del café vuelven a sus
casas con sus mujeres y maridos y no soy nadie importante en sus vidas…
Pero José es diferente. No podría vivir ahora mismo un solo día sin escuchar
su melosa voz diciéndome que soy la persona que más quiere en la vida, sin
recibir sus abrazos en mitad de la noche. Quizás la vida perfecta hubiese sido
una mezcla de las dos, pero está claro que no se puede tener todo en la vida.
A veces hay que sacrificar algo para poder obtener la otra cosa».
Negó con la cabeza en un intento de abandonar sus pensamientos y
volver al mundo terrenal. Salió de la ducha y se enfundó en la toalla. Tenía
decidido qué hacer ahora. Se encaminó a su habitación y se puso el pijama.
Cogió el diario del bolsillo de su chaquetón y se tumbó a leerlo en la cama.
—Diario secreto de Alicia Ballesta —leyó con una sonrisa.
Anduvo ojeando por encima algunos actos monótonos que la chica
escribió sobre las tareas de la casa que había hecho, las pequeñas discusiones
con mamá y papá y demás cosas intrascendentes que Alba pasó por alto.
Entonces comenzó a leer cuando conoció a Pedro. Lo describía como el chico
más guapo que había conocido nunca, que era muy popular entre las chicas
pero que se había fijado en ella. «Estoy muy enamorada de él, no sé cómo a
veces me soporta los comportamientos de niña pequeña y caprichosa. Quizás
porque es un príncipe azul de los que ya no quedan».
—Blablablá… —balbuceó Alba pasando las páginas con fluidez entre
sus dedos.
Decidió que si quería sacar algo interesante de las azucaradas memorias
de su amiga tenía que leer con mayor rapidez y solamente detenerse en lo
imprescindible, puesto que se trataba de la vida de una alocada adolescente
de diecisiete años que aún no había pasado la edad del pavo.
«Hace que sienta que puedo tocar las estrellas con solo mirarme a los
ojos. Tiene una mirada muy enigmática. Me pregunto qué ocultará tras ella».
«Aún siento mariposas en el estómago a pesar del tiempo de relación. Es
absolutamente maravilloso en todos los sentidos. Aunque a veces pueda hacer
cosas que me duelan, se lo perdono todo».
«Quizás mi madre no estaría orgullosa de lo nuestro si lo supiese, pero es
que le amo».
«Últimamente no paramos de discutir, se está volviendo muy celoso y
posesivo. Me controla. Siempre me pregunta a dónde voy y de dónde vengo.
Creo que sabe mi secreto».
«No lo aguanto más, esta situación me está superando. No podemos
seguir siempre discutiendo por todo. Hoy se ha vuelto loco cuando me ha
visto pasear sola por la calle y me ha preguntado de dónde venía. Se ha
puesto violento conmigo y se ha liado a patadas con una farola. No sé cómo
no se ha roto el pie…».
«Finalmente la bestia oculta tras la fachada de niño bueno ha sido
descubierta. Es simplemente una persona con sentimientos que en realidad
me dan pena. Hasta el momento nunca me ha puesto una mano encima».
«Mi verdadero problema es que, aunque no estemos hechos para estar
juntos, yo le quiero».
Alba tuvo que dejar de leer el diario secreto de Alicia. Se encontraba
realmente nerviosa. Sentía que era suficiente por esa noche. Con solo una
breve ojeada había leído cosas que asustarían a cualquiera. Necesitaba algo
de fuerzas para poder continuar.
—¿Por qué te hiciste este daño a ti misma?
Cerró el diario y lo colocó sobre la mesita de noche. Se metió en la cama
y apagó la luz. Durante media hora, intentó dormir en vano, puesto que no
podía apartar de su mente una frase que la había desconcertado por completo.
No entendía absolutamente nada: «Creo que sabe mi secreto».
12
Marta había cerrado la puerta con llave y había echado el cerrojo a cada
ventana de la casa. Había entrado en pánico. El asesino de su amiga había
huido de la policía tras volver a asesinar a una joven adolescente que
casualmente vivía frente a ella.
Los gritos no cesaban desde el otro lado de la calle, donde una madre y
un padre se enteraban de la terrible noticia de que su querida hija había sido
víctima de un despiadado asesino que había esperado veinticinco años para
volver a actuar.
Marta se acercó con sigilo a la ventana al tiempo que abrazaba a su hijo
con fuerza mientras se preguntaba si lo hacía en modo de defensa y
protección o con la intención de que fuese su hijo quien la protegiese a ella.
Deslizó un poco la cortina y observó a través de la ventana los coches
patrulla frente a la casa de la víctima y a su madre sollozar en la puerta de
entrada mientras se aferraba a su marido para mitigar el dolor. En un
momento dado, ambos perdieron las fuerzas y se precipitaron de rodillas
contra el duro suelo, desde donde la policía les agarró por los brazos y
levantó llevándolos hasta el interior de la casa.
—Mamá, tengo miedo… —dijo Manuel.
Su madre lo abrazó con fuerza y besó en la mejilla con los ojos anegados
en lágrimas.
—Yo también, hijo mío.
Después se precipitó hacia el teléfono móvil y marcó con manos
temblorosas el número de Alba. Ésta contestó de inmediato y Marta se dejó
vencer por el miedo y lloró con su amiga al otro lado de la línea.
—Dios mío, Alba. Tengo muchísimo miedo. Sabía que ocurriría esto en
cuanto lo pusiesen en libertad.
—No doy crédito a lo que está sucediendo… —balbuceó con la voz
quebrada—. Necesito ir a tu casa para enseñarte algo.
Marta asintió de forma frenética.
—Sí, por favor. Ven cuanto antes. Dicen que Pedro ha huido. Cuando la
policía ha ido a su casa, solo se encontraba su madre. Gritaba y aseguraba
que su hijo había pasado toda la noche con ella…
—Es su madre, ¿qué va a decir? Solo quiere protegerle. Me visto en un
momento y voy para tu casa. Adiós.
14
Alba caminaba lo más rápido que podía. Las calles estaban atestadas de
personas reunidas en grupos para comentar los acontecimientos acaecidos en
la tranquila villa de Los Barrios. Nadie, absolutamente nadie, se explicaba
cómo alguien tan peligroso había sido puesto en libertad. Sesgó la vida de su
primera víctima, Alicia, y después de pasar veinticinco años encerrado entre
rejas, se había llevado otra. «La gente nunca cambia… El que es así, es así y
punto», se escuchaba.
Alba parecía ser, de nuevo, el blanco de todas las miradas. Se sentía
observada fuese donde fuese y eso le hacía replantearse una y otra vez coger
el primer tren de vuelta a Granada. Deseaba huir de nuevo. Pero no podía
hacerlo ya que tenía que llegar hasta el fondo del asunto para poder por fin
pasar página y enterrar en un ataúd bajo tierra todos esos miedos, temores y
dudas que la atormentaban cada vez que intentaba conciliar el sueño. Tenía
que ser la mujer fuerte que a José siempre le había dicho que era…, aunque
ella misma pensara que era mentira. Era la persona más frágil, débil e
inestable que pueda encontrarse en la Tierra. Pero a veces tienes que fingir
para que la vida no te atropelle como un vehículo hace con un animal
desorientado en mitad de la noche.
Intentó hacer caso omiso a las miradas ajenas, pero había llegado un
momento en su trayecto en que le fue absolutamente imposible. Comenzó a
notar esa mirada penetrante que la atravesaba como si de una flecha se
tratase. La observaban de nuevo… La espiaban entre la multitud como
aquella mañana en mitad del mercado medieval. Lanzó una mirada de un lado
a otro y solo pudo ver una masa compacta de personas que cuchicheaba sobre
ella, pero a pesar de eso, el miedo en su interior se hizo latente.
Había alguien que la observaba de diferente forma, una forma que hacía
que se le erizara el vello y que un escalofrío le recorriese la espina dorsal.
Calculó lo que le faltaba para llegar a casa de Marta y apretó dentro de su
bolso el diario secreto de su amiga. Fue en una calle donde no había
absolutamente nadie, aunque seguía sintiéndose vigilada, cuando decidió
correr con todas sus fuerzas.
Por un momento pensó que el terror se había apoderado de su cuerpo,
helándole la sangre hasta impedirle mover las articulaciones de una forma
natural. Pensó que caería al suelo y la atraparían. La realidad era otra muy
distinta. Corría como nunca lo había hecho, a una velocidad vertiginosa
donde todo se había vuelto silencioso y solo se escuchaba su agitada
respiración. Su perseguidor comenzó también a correr tras ella. Alba soltó un
grito ahogado. Sabía que podría tratarse de Pedro, el asesino que había
desaparecido del mapa desde que encontraron el cuerpo de Eva Laso.
Comenzó a gritar desesperada al tiempo que veía a lo lejos la casa de su
amiga. Sin darse cuenta se encontró pidiendo ayuda a pleno pulmón. Los
vecinos comenzaron a salir a las puertas de sus casas donde solo pudieron ver
a una Alba enloquecida y llorando como una niña pequeña. Marta también
salió alarmada a la puerta de su casa, y en cuanto Alba cruzó el umbral de la
puerta, la cerró de golpe y echó el cerrojo.
—¡Alguien me sigue! —gritó temblando de pies a cabeza.
Su amiga abrió los ojos como platos y gritó el nombre de su marido para
hacerle venir.
—¿Quién te sigue? —preguntó alarmada mirando por la mirilla.
—No lo sé. Es Pedro. Sí, sí, se trata de Pedro. Lleva varios días
siguiéndome.
Darío apareció con un bate de béisbol y se abrió paso entre las mujeres
hasta salir a la calle.
—Voy a mirar por los alrededores de la zona y si encuentro a ese
malnacido antes que la policía, le mataré —espetó, desapareciendo agitado y
blandiendo el palo en el aire.
Las mujeres cerraron la puerta de nuevo y esperaron con impaciencia a
que el hombre volviese mientras se abrazaban. A los pocos minutos, Darío
volvió algo más relajado, pero con el ceño fruncido.
—Nada —expuso—. No hay nadie.
—Te juro que me seguían. Debemos llamar a la policía para que
registren bien cada tramo de calle. Quizás se ha ocultado entre los coches y
no le has visto.
Darío negó mientras soltaba el bate de béisbol en el suelo.
—No creo que sea conveniente llamar a la policía cuando no hay pruebas
de nada. He salido y no había nadie. Además, ya tiene la policía suficiente
con estar cada dos por tres en casa de la vecina.
—¿Qué pasa? ¿no me crees? —preguntó sin dar crédito.
Hubo unos segundos de silencio. Los tres se miraron sin mediar palabra.
Entonces Darío volvió a preguntar.
—Pero…, ¿has visto la cara de quien te seguía? ¿Has visto a Pedro?
—No… No he visto realmente a nadie… ¡Pero no miento! Me seguían,
no me lo estoy inventando —se volvió hacia Marta—. Tú me crees, ¿verdad?
No tengo motivo alguno para inventármelo.
Marta resopló y la abrazó.
—Te creo, pero es cierto lo que dice Darío. Si no tenemos pruebas no
podemos llamar a la policía. Ahora mismo están muy ocupados buscando a
Pedro.
Alba se mordió la lengua y pensó que necesitaba con urgencia fumarse
un cigarrillo. No estaba loca y sabía perfectamente lo que había sentido. Pero
no tenía pruebas…
Marta rompió el hielo y volvió a preguntar.
—¿Qué crees que quiere de ti?
Alba metió la mano en su bolso con determinación y sacó el diario.
—Tengo esto —expuso mirando fijamente a los ojos de los dos—,
Tengo pruebas de que algo pasó aquella noche que hizo que Pedro matase a
Alicia. Alicia tenía un secreto y está escrito aquí con su puño y letra.
No había podido dejar de leer el diario desde que se topó por casualidad con
aquella extraña frase que se repetía una y otra vez llenando un total de dos
largas páginas: «Alicia y 1617». No tenía la más remota idea de qué podía
significar, pero allí se encontraba ella, de madrugada y leyendo casi la
totalidad de aquella obra maestra que contenía los sentimientos más ocultos
de su amiga.
Eran las dos de la mañana y llevaba un total de tres tazas de café en el
cuerpo. A pesar de la alta concentración de cafeína recorriendo sus venas,
Alba sentía que no podía más. Necesitaba dejarse caer en redondo en su cama
y cerrar los ojos hasta desactivar la mente. Quería descansar y no lo
conseguía porque sabía que seguramente había leído algo altamente
esclarecedor y lo había pasado por alto.
La cuestión era que había leído tanto… No podía dar la misma
importancia a todas las frases escritas por Alicia porque eran pensamientos de
una adolescente de diecisiete años y a esas edades se piensan demasiadas
cosas. Normalmente ninguna es realmente importante. Creemos que el primer
amor es el más verdadero de todos y que, cuando llega el desamor, nuestro
mundo se parte en dos. Pasan los años, creces y ves que tras un amor viene
otro y que la mayoría de las cosas en esta vida tienen solución, excepto la
muerte.
«Hoy me ha regalado una rosa robada de un jardín privado. Parece ser
que estoy con un delincuente, jaja».
«Estoy muy contenta y a veces siento que me hace volar… (espero que
mi madre nunca lea estas reflexiones tan moñas)».
«Ayer me llevó a la playa de Palmones y no paramos de nadar de un lado
para otro. Cruzamos el río que conecta con la playa del Rinconcillo y menudo
susto con las corrientes de agua. Suerte que no pasó nada».
«A veces pienso que mi familia nunca aceptaría lo que estoy haciendo,
pero soy feliz joder. Ellos ya vivieron su vida, ahora me toca vivirla a mí».
«Mi madre me ha registrado el bolso y ha visto un pintalabios. Hemos
discutido porque desaprueba a las horas que llego a casa y me ha quitado mi
maquillaje. Me ha llamado puta… QUE ME DEJE VIVIR DE UNA
JODIDA VEZ».
«En cuanto pueda me independizo. Entonces todos llorarán y se
arrepentirán de haberme trata…».
Sin darse cuenta, Alba se había quedado dormida sobre el diario. Le
despertó el timbre de la puerta. Se desperezó con el cuerpo dolorido por la
mala postura que adoptó durante la noche y bajó las escaleras que conducían
a la parte baja de la casa prolongando un largo bostezo. Escuchó murmullos.
Su madre hablaba con alguien que parecía tener un gran torrente de voz. No
obstante, creía conocer a esa persona. Fue directa a por una gran taza de café
para que la ayudara a despertarse antes de saludar. Era consciente de que era
una verdadera adicta al café y al azúcar y que quería, en algún momento de su
vida, ponerle remedio, pero aún no. El simple hecho de oír caer el oscuro
líquido caliente sobre la taza de cerámica era un preciado lujo que muchos
por desgracia no conocían. Dio un primer sorbo largo y se acercó a saludar.
En el sofá antiguo de su casa se encontraba una mujer de unos setenta
años, con pelo canoso, demasiado rizado para su gusto, y con grave
sobrepeso. La mujer se giró y al ver a Alba soltó una estridente exclamación
mientras se levantaba y corría a abrazar a la mujer que aún parecía dormir.
La recordaba, era Toñi, una amiga de su madre que nunca le había caído
demasiado bien porque era extremadamente cotilla. Quería saberlo
absolutamente todo de todo el mundo: «Yo no soy cotilla, pienso que cuantas
más cosas sepa de la gente más sabia seré», era su frase favorita. Alba se dejó
saludar y ofreció un café a la señora.
—Qué de tiempo sin verte, bonita. Estás más… metida en carne —
expuso sin dejar de sonreír y con el poco tacto que la caracterizaba—. No
quiero decir que estés más gorda, al revés. Lo que quiero decir que antes
estabas demasiado flaca. Parecías un palillo de dientes. Ahora eres toda una
mujer, tienes tus curvas.
—Es lógico, cuando me fui tenía diecisiete años —se defendió algo
ofendida a tan temprana hora.
Toñi soltó una carcajada.
—No te piques, mujer. Por cierto, ¿cómo estás?
—¿Referente a qué?
—¿A qué va a ser? A que ese desgraciado está en la calle de nuevo.
Alba apuró el café sobrante de un solo trago y negó con la cabeza.
—No me hace especial ilusión hablar ahora mismo de eso…
—O vamos, nena. No pasa nada. Tengo mis propios contactos que me
mantienen a la última.
—¿Contactos? —la madre de Alba rio a carcajadas con su amiga.
—La Puri, la sobrina de la Charo. Dice que la casa de la madre de Pedro
está cada vez más llena de pintadas y que lo está pasando fatal… La gente no
entiende que el asesino es su hijo, no ella. Dicen que se pasa el día llorando y
gritando que su hijo es inocente y que anda desaparecido. La policía la acosa
todos los días con preguntas sobre el paradero de Pedro. ¿Tú qué opinas?
Escudriñó con la mirada a Alba, que se sentía incómoda hablando sobre
el asesino de su amiga, del que no se sabía su paradero desde la aparición del
segundo cadáver. Alba pensaba que lo último que necesitaba Los Barrios
eran pueblerinas como Toñi que se dedicaran a sacar la mierda y desgracias
ajenas a la luz con el objetivo de cotillear. Estaba tocando temas muy serios y
delicados con demasiada frivolidad. Quería darse la vuelta y volver a su
habitación. Se había arrepentido de haber bajado a saludar, con lo bien que
estaba ella en su cama con sus cosas…
—Yo prefiero no opinar nada. No me siento muy a gusto con el tema…
—Venga mujer, mójate un poco.
Agobiada, sacó su teléfono móvil del bolsillo y se lo llevó a la oreja.
—Tengo que hacer una llamada a José, disculpe. Que tenga un buen día.
Subió de nuevo la escalera y una vez lejos del peligro de los
interrogatorios, comprobó que tenía tres llamadas perdidas de Marta y dos
mensajes de texto. Uno de ellos rezaba: «¿Estas bien? Desde que te
persiguieron estoy preocupada…». Y el otro: «Te he llamado tres veces y no
me contestas. Tengo miedo ¿Te ha ocurrido algo?»
Resopló y decidió que tendría que llamarla para decirle que no le había
pasado nada, que se encontraba bien y que no había respondido a las
llamadas porque se había quedado dormida leyendo el diario. Debían
relajarse y no ver en cada esquina un peligro inminente.
Pero antes de eso tendría que llamar de verdad a José. Marcó su número
agregado en favoritos y se puso el auricular en el oído.
—Buenos días, princesa.
—Buenos días, príncipe.
—¿Cómo te encuentras hoy? ¿Qué planes tienes? Y, sobre todo, ¿cuándo
vuelves?
—De eso precisamente quería hablarte, cariño.
Se hizo un evidente e incómodo silencio al otro lado de la línea.
—Acabo de recibir unos mensajes de Marta, preocupada. La cosa no
anda bien por aquí desde que apareció el cadáver de la otra joven y creo que
ahora, más que nunca, mi amiga me necesita a su lado. Será por un tiempo
más, hasta que se calmen las aguas…
José tardó varios segundos en contestar. Era evidente que no le estaba
gustando lo que estaba escuchando. No obstante, volvió a hablar con esa
melodiosa voz que utilizaba para ella.
—Puedes tomarte el tiempo que necesites, amor mío. Ya sabes que estaré
esperándote con los brazos abiertos aquí en Granada. Mi intención era que
fueses a terapia y creo que tú misma estás dándote tus clases con este viaje.
No puedo reprocharte nada. Y ahora…, cuéntame… ¿Qué planes tienes para
hoy?
18
Algo iba mal en casa de los vecinos. Marta había escuchado en varias
ocasiones un par de gritos desgarradores y la ambulancia acababa de llegar al
domicilio. A la madre de la chica le había dado un ataque de nervios y, por lo
que tenía entendido, estaba consumiendo más calmantes musculares de la
cuenta. Había optado por permanecer drogada el mayor tiempo posible del
día. No quería enfrentarse a la dura realidad con la que la estaba golpeando la
vida. Simplemente se había rendido y caído en las garras de la oscuridad.
Marta tragó saliva presa del malestar al pensar que ella tampoco podría
soportar toda esa presión por parte de la policía con los interrogatorios, los
abrazos y falsas condolencias de familiares, amigos y conocidos. Casi todos
eran hipócritas. La mayoría de la gente no conocía a la chica de nada, pero
todos se acercaban a la casa a expresar su dolor.
Se apartó de la ventana justo en el momento en que Darío se había
presentado en el salón con un ramo de hortensias que él mismo había cortado
del jardín. Marta acogió son sumo gusto el ramo de flores azules sobre su
regazo y besó en los labios agradecida a su marido.
—Son preciosas, muchas gracias.
—No tienes que darme las gracias, son tuyas. Están sembradas en tu
casa.
—Ya bueno…, es la intención —expuso a la vez que se fijaba en los
múltiples arañazos que tenía en las manos y brazos. Algunos de ellos
parecían recientes. Eran heridas sangrantes—. Oh, dios mío. ¿Qué has estado
haciendo para hacerte todo este daño?
Él se miró los brazos y se encogió de hombros.
—No es fácil tratar los rosales sin arañarte con las púas y las espinas.
Marta dejó ver su disgusto y acudió a uno de los muebles bajos del salón
donde sacó un botiquín de primeros auxilios.
—Tendrás que desinfectarte las heridas.
Aplicó agua oxigenada sobre ellas con la ayuda de un algodón y su
marido no pareció ni inmutarse ante el escozor.
—Ya está —dijo guardando el maletín de nuevo—. La próxima vez ten
un poco más de cuidado—. Darío asintió. Ella prosiguió hablando—. Por
cierto, tendremos que hacer algo al respecto. El gato sigue sin aparecer y el
niño cada día se encuentra más nervioso. Dice que seguro que lo ha
atropellado un coche o algo.
—Es posible. De igual manera esperaremos un poco más. Seguro que
aparece, y si no lo hace, iremos a la protectora de animales y le cogeremos
otro gato que necesite un hogar.
—No quiere otro, ya me lo ha dicho. Quiere a Bosco —replicó.
—No quiere ahora, pero cuando vea una criatura pequeñita y peluda
pidiendo un biberón de leche caliente no se lo pensará dos veces.
Marta divagó esa posibilidad y quedó algo más despreocupada con el
tema. Sentía que tenía muchas cosas últimamente en la cabeza y de un
momento a otro, ésta le iba a estallar. La noche anterior había llamado a Alba
en varias ocasiones para invitarla a un café por la tarde, pero no había
respondido. Ella sabía que lo más seguro era que estuviese ya durmiendo,
pero dadas las circunstancias en las que se encontraban, todas las alarmas se
habían disparado dentro de ella.
No podía seguir así. Le iba a dar un ataque al corazón y aún era muy
joven para morir. Tenía mucha vida por delante. Si no fuese porque tenía a su
lado a Darío, que la protegía y la hacía sentirse a salvo, estaría el día entero
muerta de miedo. Lo observó mientras se colocaba la chaqueta vaquera y se
mordió el labio inferior pensando en lo guapo y tremendamente atractivo que
era. En la juventud habían tenido demasiados problemas de celos puesto que
era la diana de todos los gestos lascivos de las chicas del pueblo. Ahora la
cosa se había calmado, pero seguía siendo irresistible a los cuarenta y dos
años. La única queja que Marta podía tener sobre él era que, a veces, se
emocionaba demasiado con el tema del sexo y era algo bruto. Pero eso no era
tan malo…
Marta rio en silencio mientras lo vio marchar. Volvió a coger su ramo de
flores, olió el frescor que emanaba de ellas. Parecía regresar a la primavera.
Decidió que su marido se había ganado el derecho de cenar esa noche una de
sus lasañas.
20
Esa noche, Marta no era la única que no dormía bien. Darío parecía volver a
tener una de esas espantosas pesadillas de las que se levantaba de un salto y
no paraba de temblar. Ella ya estaba acostumbrada a ello. Se sentía segura
cada día con él. Un hombre fornido que la protegía de sus miedos y la
ayudaba a calmarse. Por la noche las tornas cambiaban y era Marta quien
consolaba. Los hombres duros también tienen sus propios miedos y
fantasmas que les persiguen en los sueños, donde son más vulnerables. Nadie
puede huir de ellos. No obstante, ella le aseguraba que no tenía de qué
avergonzarse. Siempre tendía su hombro para el consuelo ya que conocía el
traumático pasado de su marido.
Cuando Darío era tan solo un niño tuvo que presenciar una de las
imágenes más horribles que se pueden imaginar. Según tenía entendido
Marta, su madre les abandonó cuando él tenía cuatro años para escaparse con
otro hombre. El padre de Darío no supo gestionar la paternidad sin la ayuda
de su amada esposa y un día, cuando el chico volvía del colegio de la mano
de su abuela, encontraron a su padre colgado de la rama del árbol que tenían
en el pequeño terreno familiar.
Darío había descrito pálido cómo el cadáver de su padre permanecía
inmóvil a una altura considerable, la piel azulada y los ojos hinchados. Por lo
visto, durante un par de segundos que parecieron horas, la mirada vacía y sin
vida del padre se encontró con la de su hijo, y eso era algo que lo había
marcado para el resto de su vida.
El crío pasó a ser criado por sus abuelos, que también murieron a
temprana edad. Darío tuvo que buscarse las habichuelas desde la
adolescencia para sobrevivir, o eso mismo decía él. Marta salió de sus
elucubraciones cuando su marido comenzó a hablar en sueños.
—Papá, por favor no lo hagas… Papá… ¿Por… qué?
Ella le miró con tristeza y rozó con dulzura el sedoso cabello. Sabía lo
que ocurriría a continuación, por lo que apartó las sábanas y destapó a Darío.
Se puso de pie y esperó pacientemente mientras él jadeaba y suplicaba a su
padre. Entonces las sábanas comenzaron a humedecerse hasta formar un
pequeño charco caliente que emanaba desde su entrepierna. Marta resopló y
encendió la mesita de noche.
—Estoy aquí contigo—pronunció con voz melosa mientras le despertaba
con suavidad—. No pasa nada, solo es un mal sueño.
Darío abrió los ojos de golpe y se llevó las manos hacia el pantalón del
pijama empapado y hundió avergonzado la cara en la almohada.
—Lo siento mucho… —se disculpó con un hilo de voz—. No lo
controlo…
—No te preocupes, cariño. No tienes la culpa. Tiene que ser duro
rememorar ese duro episodio una y otra vez.
—Sí que lo es. Joder, he vuelto a mear la cama.
—No pasa nada. Levántate y vamos a quitar las sábanas.
Por una parte, Marta sentía muchísima pena por su marido que lo pasaba
extremadamente mal cuando en mitad de una pesadilla tenía incontinencias
urinarias, pero, por otro lado, le daba el doble de pena de ella misma, que
había llegado al punto de acostumbrarse a esa situación. El asunto era tratado
con la misma naturalidad con que se compraba el pan cada mañana, y eso no
era buena señal.
22
Con el nuevo amanecer, las patrullas de policía iban de un lado a otro y eso
era indicio de que algo grande se había descubierto por fin. Las sirenas
despertaron a la población y se podía oír cómo la gente salía a la calle y
cuchicheaba sobre lo sucedido.
Los coches de policía se amontonaban frente a la casa de la madre de
Pedro, que por fin había sido atrapado. Pero esa no era la única noticia. Un
grito desgarrador estremeció al vecindario. El grito de una madre que pierde a
un hijo.
Los servicios sanitarios tuvieron que atender de urgencia a la histérica
mujer que lloraba desconsolada y perdía el conocimiento tras la noticia.
Aunque pareciese lo contrario, su sufrimiento había llegado a su fin.
23
Tan pronto como sonó la puerta, Alba la abrió para dejar paso a una Toñi
más agitada que nunca. Había llegado vestida con el primer trapo que,
literalmente, había cogido del armario, nerviosa y pálida como la porcelana.
Estaba claro que traía noticias del revuelo que se escuchaba fuera en la calle.
La madre de Alba, que se encontraba fregando los vasos del café del
desayuno, apartó a un lado las tareas y corrió a reunirse con su amiga en el
salón donde previamente ésta se había sentado, simulando de manera
exagerada estar al borde del desmayo.
—No te vas a creer lo que ha pasado —exclamó exhalando aire.
—¿Qué ha pasado? ¿Han atrapado ya a Pedro?
Toñi se limitó a asentir mientras se apretaba el tabique nasal en forma de
pinza.
—Esto es demasiado fuerte —comenzó a decir—. Lo que no pase en este
pueblo… Resulta que me he enterado por Chari, la que tiene el quiosco
debajo de la calle, que la policía ya ha dado caza al asesino. ¡Se escondía a
las afueras del pueblo, en el parque de los alcornocales! Y claro, ha estado a
la intemperie todo este tiempo durmiendo en el bosque. No sé a base de qué
se habrá alimentado. La cuestión es que anoche, de madrugada, la policía lo
interceptó al fin y tuvo lugar una persecución que acabó con Pedro cayendo
al Río de las Cañas y muriendo.
—¿Cómo que muriendo? —Alba interrumpió la conversación sin dar
crédito a lo que escuchaba.
—Chiquilla, ¡pues ahogándose! ¿Cómo si no? Resulta que el muchacho
no sabía nadar y claro… No hubo manera de salvarle la vida porque cuanto
más se acercaba la policía, más intentaba alejarse él. Yo sinceramente… —se
llevó una mano al pecho con una pose fingida de dolor—, no me alegro por
lo que le ha pasado, pero tampoco me duele después de las barbaridades que
ha cometido.
—A eso se le llama Karma —intervino la madre de Alba.
Ésta, en cambio, permanecía callada y tan blanca como la pared. Había
algo en la historia de Toñi que le había erizado el vello y aún no alcanzaba a
saber el qué. Se mantuvo quieta mientras pensaba y las mujeres seguían con
su conversación, hasta que entonces cayó en la cuenta de algo aterrador, algo
que no habría pensado bajo ningún concepto y que hubiera helado la sangre a
cualquiera.
Se precipitó hacia las escaleras. Dejó a ambas mujeres observándola con
la boca abierta. Tras entrar en su habitación, cerró la puerta con llave. Cogió
del bolsillo de su chaquetón el diario secreto de su amiga y buscó la frase que
una vez no le llamó la atención, pero que ahora pedía a gritos volver a ser
citada:
«Ayer me llevó a la playa de Palmones y no paramos de nadar de un lado
para otro. Cruzamos el río que conecta con la playa del Rinconcillo y menudo
susto con las corrientes de agua. Suerte que no pasó nada».
No entendía nada, si se suponía que Pedro había muerto ahogado en el
río porque no sabía nadar… ¿De quién hablaba Alicia en su diario? ¿Con
quién fue aquella tarde su amiga a la playa de Palmones? Estaba claro que,
con Pedro, no. ¿Acaso Alicia estaba saliendo con Pedro, pero mantenía una
aventura con otro hombre? Su mente pareció entonces explotar con millones
de preguntas sin respuestas. Ahora estaba hecha un auténtico lío, ya que este
nuevo descubrimiento le llevó a plantearse la peor de las posibilidades. ¿Y si
el asesino de Alicia nunca fue Pedro y el auténtico asesino aún se encuentra
vivito y coleando al acecho de su siguiente víctima? Siempre había pensado
que la persona que la vigilaba y que dejaba esos extraños dibujos de ojos era
Pedro, pero ahora cabía la posibilidad de que alguien más estuviese detrás de
los asesinatos.
—Dios mío, Alicia —se dijo —¿Quién pudo hacerte daño? ¿Es este
sujeto de la playa de Palmones la misteriosa persona apodada 1617?
Se llevó las manos a la boca en un intento de evitar un doloroso gemido
cargado de frustración. Rubén, el escritor, tenía razón.
24
Nada más llegar a casa, se dirigió a su padre y le contó la versión que ella
misma había ideado en su cabeza. Le había dicho que a la vuelta de la compra
se había quedado dormida durante unos segundos, tiempo suficiente para
salirse de la carretera y acabar, por suerte, en el descampado. Tuvo la mala
fortuna de chocar con un árbol por la parte lateral del vehículo hasta romper
el espejo retrovisor.
Se disculpó un sinfín de veces y le aseguró que abonaría los gastos de los
desperfectos del coche. No podía contarle la verdad: que un desconocido la
había perseguido hasta apartarla y golpear el coche y que, justo después,
aparecería Rubén como por arte de magia…
¿Qué debía creer? ¿Debía creer que Rubén solo pasaba por allí y la vio?
¿Quizás fue el atacante? Era todo demasiado extraño y retorcido. Todavía
estaba temblando del miedo. Eso sin hablar de la nota de amenaza de
silencio: «Si llamas a la policía, me encargaré personalmente de que tu otra
amiga muera». Tu otra amiga, recordó Alba pensando en Marta.
Era horrible lo que le estaba pasando, pero todo esto no hacía más que
demostrar una vez más que su hipótesis era cierta. «Puede que no tenga que
confiar tanto en Rubén», pensó. Al fin y al cabo, fue él quien la siguió desde
su primer día en Los Barrios. Sabía a la perfección quién era y qué hacía allí.
Casi se podría decir que la acosaba. Él encajaba en el rango de edad del perfil
que habían concretado sobre el nuevo asesino. Estaba demasiado interesado
en ella y lo que sabía con la excusa de reunir información para su novela e
incluso le había insistido para que le enseñase el diario… ¿Y si fuese el
asesino? Era el único que sabía a ciencia cierta su teoría sobre otra persona,
que, por otra parte, él mismo se encargó de plantar esa idea en su cerebro. Era
como si estuviese jugando con ella constantemente.
—Quizás no exista tal libro y lo único que quiere saber es el alcance de
mi entendimiento…
Leyó una última vez el mensaje de texto donde le suplicaba una
entrevista. Si la aceptaba… ¿Qué podría ocurrirle?
Solo nos quedan los recuerdos. Los recuerdos imborrables de una sonrisa o
una mirada afable que lo dice todo sin mediar palabra. Esa reconfortante
sensación de saber que conociste a la perfección a una persona amada hasta
calar hondo en su corazón. Todos esos momentos, buenos y malos que se
afrontan, se superan y se celebran.
Marta siempre había pensado que la mejor manera de atrapar un recuerdo
para siempre era inmortalizándolo en una fotografía, pero ahora se
encontraba frente a la abatida madre de Pedro, que solo permanece en los
recuerdos, y se dio cuenta de que el mayor de todos era esa lágrima que surca
una mejilla. No hay un sentimiento más grande que ese, y que demuestre de
una forma ferviente el amor que una vez se sintió. El recuerdo que se graba
en el corazón es indudablemente el que permanece para siempre. Ahora lo
comprendía. No servía de nada guardar millones de fotos, ya que prevalece lo
que nos guardemos en nuestro interior.
La mujer la observaba con una mirada vacía y llena de interrogantes.
Sentía que la vida la había tratado con dureza y era tiempo de descansar. Ya
no le quedaba nada que perder. No obstante, agradecía de corazón la visita de
Marta. La única persona en todo el pueblo que se había acercado a su casa sin
la intención de lanzar una piedra o dejar alguna frase grosera en su fachada.
Le sirvió el café más caliente y humeante que pudo e intentó dedicarle
una sonrisa forzada que resultó bonita en contraste con las prolongadas
ojeras. Se le estaba yendo la vida literalmente. Se moría de pena.
—Agradezco el gesto —dijo la anciana.
Marta asintió convencida de ello y miró brevemente la decoración de la
casa, chapada a la antigua, y la evidente falta de limpieza. Se imaginó a la
mujer con depresión en la cama casi las veinticuatro horas.
—Creo que es algo que le debo —le contestó Marta.
—De toda la gente del pueblo que creí que vendría a visitarme, eras la
última de mi lista, y aquí estás después de todo.
—Lo que hiciese o no hiciese Pedro, no es culpa suya. Es algo que, a
diferencia de los demás, sé diferenciar. Me apiado de usted por lo que está
pasando y le doy mi más sincero pésame.
La mujer rompió en lágrimas y se las secó con un pañuelo de tela.
—¿Y Dios? ¿También se apiada de mí?
—A veces el Señor nos pone a prueba.
—A mí me pone constantemente… —susurró—. Necesito el perdón de
Dios por lo que mi hijo hizo, ya que no tengo el perdón del pueblo.
Marta la cogió con suavidad de las manos y le dijo mirándola fijamente a
los ojos:
—Tiene mi perdón, se lo prometo. Ha sido un terrible accidente lo que
ha ocurrido y no tiene que hostigarse por ello.
—Pedro siempre le temió al agua. Nunca supe por qué y nunca lo sabré.
Murió ahogado porque no sabía nadar. ¿Cree que una madre no debe
hostigarse diariamente al saber que su único hijo murió a causa de lo que más
terror le causaba? Es lo peor que le podría haber pasado… Siempre he creído
que mi criatura nunca hizo eso de lo que todos le acusáis, y por lo que
cumplió condena, pero viendo la dureza con la que nuestro Señor le castigó…
Ahora no sé qué creer.
29
Salió disparada tal y como tenía en mente y cruzó la calle de La Plata, no sin
antes resistirse ante el delicioso olor a pastelitos recién horneados por su
famosa pastelería. Cruzó el Paseo de la Constitución saludando
obedientemente a todos los conocidos que tomaban tranquilamente un café
sentados en la terraza y se metió en la calle donde vivía Inés, la madre de
Alicia.
No hizo falta llamar a la puerta porque la mujer se encontraba tomando
el fresco sentada en una silla de playa, algo muy típico de los pueblos que
denotaba una tranquilidad y confianza extrema con los vecinos. Estaba en ese
momento mirándose las piernas hinchadas, tanto que casi no le entraban en
las zapatillas. Cuando Marta se acercó, se levantó como pudo hasta besarla
con una sonrisa.
—Aquí me tienes, que casi no puedo ni caminar con la retención de
líquidos en las piernas.
—Debería comer más sano y caminar.
—El médico me lo ha prohibido casi todo, pero para dos días que a una
le queda de vida no voy a dejar de comer lo que me gusta. Y andar es que
sencillamente no puedo.
—Pues siéntese que estará más cómoda.
Marta hizo el amago de ayudarla a sentarse, pero Inés apartó sus manos y
la obligó a entrar en la casa a base de empujones.
—Hacía mucho tiempo que no te veía, desde que murió mi marido. Estás
guapísima con el pelo rojo.
—Muchas gracias, he estado ocupada.
—Como todos… —sentenció—. Voy a preparar un poco de café.
¿Quieres?
—No es necesario, acabo de tomarme uno. Le agradecería un vaso de
agua.
—Pues yo me voy a hacer uno descafeinado, que no quiero alterarme
demasiado ni que me dé un jamacuco.
Ambas se sentaron alrededor de la mesa de la cocina que portaba un
mantel de plástico de los chinos y un frutero en medio a modo de decoración.
—He venido a visitarle para saber cómo se encuentra después de lo de…
ya sabe, Pedro.
Inés respondió sin girarse, mientras ponía agua en la cafetera.
—Cada uno recoge lo que siembra. No voy a alegrarme de lo que le ha
pasado, pero tampoco disgustarme. Se lo merece por las dos vidas que se ha
cobrado. ¡Eso y más! Dos criaturas con toda una vida por delante. No les ha
dado tiempo de sacarse una carrera, ni de descubrir el amor verdadero y no a
esos nonatillos de la adolescencia que son novios por dos semanas… En mi
tiempo no pasaba eso, salías con el primero y ya toda la vida juntos. Sabías
escoger el bueno —colocó el vaso de agua frente a Marta y puso la cafetera al
fuego—. Uf, las piernas me están matando. Vente conmigo al salón que te
voy a enseñar unas fotos… Te vas a desternillar de la risa cuando las veas.
Estoy segura de que no conoces su existencia.
Caminaron hasta la habitación contigua, se sentaron en un viejo sofá de
piel e Inés sacó de la estantería un álbum de fotos, que debería tener más años
de los que se pudiesen contar con todos los dedos del cuerpo. Comenzó a
mostrar las primeras fotografías donde aparecía Alicia recién nacida.
—Mírala, nada más nacer. Pesaba tres kilos. Recuerdo que en su
adolescencia le enseñé la foto y se quejó de que estaba desnuda colorada
como un tomate —la mujer rio. Pasó las páginas y comenzaron a ver a Alicia
con tres años en el Paseo de la Constitución, jugando con un grupo de niñas
—. ¿Sabrías decirme quién es esta niña tan bonita vestida con el peto?
Marta dudó un momento.
—Soy yo, con Alba. Qué fuerte. No tengo constancia de esta foto.
—Has cambiado mucho —apuntó la anciana—. Ahora llevas el mismo
color de pelo que mi niña… Sería preciosa.
—En parte lo llevo por ella, para no olvidarla.
—Nunca lo harás. Era de esas personas especiales que dejan huella en
los corazones ajenos.
—Me vas a hacer llorar.
—Pues no te lo consiento. Ya se han derramado demasiadas lágrimas en
esta casa. Quiero que podamos hablar de Alicia y sonriamos. ¡Ah, mira! El
quinto cumple de Ali. Os pintamos las caras como animales de granja entre
todas las madres. La nena era un conejito, tú la oveja y Alba el burro.
Estabais para comeros. —La tetera comenzó a silbar desde la cocina y la
mujer se levantó con pies pesados—. Voy a terminarme el café, sigue
mirando fotos.
Marta comenzó a pasar las páginas con tranquilidad visualizando los
momentos más emotivos de la joven: su primer día de cole, su primera
mascota, su primera excursión con el colegio, un viaje en familia a Málaga,
fiesta de pijamas con las amigas… Miró esa foto con mayor detenimiento.
Las tres riendo y comiendo palomitas con el mismo pijama de corazones.
Tendrían unos doce años… Recuerdos…
Pasó las páginas y entonces su corazón le dio un vuelco. Aparecían de
nuevo las tres, en un día de campo en la Montera del Torero, portando sus
mochilas y gorras para protegerse del Sol. Entonces lo vio: el anillo colgado
del cuello de la chica, un anillo que pertenecía a la madre del chico con el que
salía su amiga, lo suficientemente grande como para que se lo tuviese que
colgar. Un precioso aro de metal coronado por una piedra verde esmeralda.
Exactamente la misma piedra que portaba su alianza de compromiso. Su
marido Darío le había desvelado que era el último recuerdo de su madre.
Comenzó a temblar de pies a cabeza e intentó reprimir el grito que
intentaba salir por su garganta como si lo disparase un cañón. Se miró el
anillo por última vez y creyó que se desmayaría. No comprendía
absolutamente nada. ¿Por qué tenía ella algo que robaron del cadáver de su
amiga? Cerró aún estupefacta el álbum de fotos y salió como pudo a darle el
encuentro a Inés que añadía azúcar a su café descafeinado. Ésta la miró
preocupada al ver su rostro pálido con una hoja en blanco.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
—No mucho, la verdad. Creo que me iré a casa. Lo siento mucho.
—¿Necesitas una pastilla o algo?
Marta negó con la cabeza. Aguantó una fuerte arcada y salió corriendo
de allí.
30
Corrió como nunca lo había hecho. Ahora era consciente de esos kilitos de
más que había cogido y que le impedían estar tan en forma como antaño.
Sentía que le faltaba el aire y el poco que le quedaba luchaba por abandonar
su cuerpo; incluso ella misma quería desaparecer en ese momento.
Cruzó varias calles como si fuese una bala que quería impactar contra su
objetivo, apartándose el pelo, ahora pegajoso en el rostro y mirando
horrorizada su anillo de compromiso. ¿Por qué ella? A veces hay preguntas
que no tienen respuestas. Su marido le había dado como anillo de
compromiso aquel que portaba su amiga asesinada, con total probabilidad
para poder recrear el crimen en su perturbada mente cada día de su vida con
solo ver su mano.
Había sido engañada por completo. Todo había sido una farsa: su
matrimonio, la felicidad, el dolor que él fingía tener cuando salía el tema de
Alicia a la hora de comer en la mesa… Ahora entendía muchas cosas…
Una vez, cuando Manuel tenía tres años, se cayó jugando en la calle y
vino a casa con las rodillas peladas y sangrando. El niño había ido a buscar el
apoyo de su padre que veía un partido de fútbol en la televisión. Le llamó a
grito pelado durante un rato, llorando, con la garganta cogida y Darío ni se
inmutó… Tenía a su hijo a dos metros y no apartó la mirada de la televisión.
Dejó que el niño llorase con las rodillas llenas de sangre. Entonces ella, que
estaba fregando los platos, corrió a ver qué ocurría y vio el espectáculo. Darío
parecía sonreír, parecía disfrutar… En cuanto la vio, se giró preocupado hacia
su hijo. Marta le preguntó enfadada por qué no le había atendido, mientras
buscaba desesperada el agua oxigenada para las heridas. Él respondió que
estaba tan sumergido en el partido que no se había percatado. En aquel
momento le resultó de lo más raro, pero le creyó. Ahora todo tenía sentido.
Era una bestia sin empatía, que mantenía dos vidas paralelas: una en la que
todo es un papel de una película de Hollywood, y la otra, su verdadera cara.
Su verdadera identidad. ¿Por qué no lo había visto antes tan claro? Se sentía
como una tonta. Se había acostado todas las noches con el enemigo.
Cuando llegó a casa lo tuvo claro. Cruzó el pasillo y la cocina y salió
disparada por la puerta trasera hasta llegar al jardín que Darío tanto amaba y
cuidó durante años. Recordó entonces las palabras de su hijo, cuando aseguró
que había encontrado el cascabel de Bosco. ¿Y si…?
Una vez Alicia le había dicho mientras bebían y fumaban que todas las
grandes preguntas de la vida comenzaban con un: ¿Y si…? Siempre pensó
que tenía razón. Las ideas más descabelladas respondían a ese tipo de
preguntas, y esta vez no iba a ser menos.
Localizó un tramo de tierra removida recientemente, donde había
evidencias de una nueva plantación. Se arrodilló y comenzó a apartar la tierra
con las manos como si estuviese poseída. Poseída por el terror y la angustia.
Descubrió a unos escasos treinta centímetros de profundidad una bolsa negra
de plástico.
—No, por favor… —suplicó entre lágrimas que se mezclaban con la
tierra apartada con demasiada rapidez.
Cuando abrió la pequeña bolsa de plástico, descubrió el cadáver de
Bosco lleno de gusanos que se comían su carne. El hedor se hizo insoportable
y la vida de Marta con ello.
Le entraron arcadas, que tuvo que reprimir para poder seguir
desenterrando bolsas. Comenzó a sacar una, dos, tres, cuatro, cinco… Llegó
un momento en el que dejó de contar y se centró en partir el plástico con
manos temblorosas hasta sacar a la luz el secreto mejor guardado de Darío.
Su adorado jardín era en realidad un cementerio de gatos asesinados. Su
marido les partía el cuello a los pobres animales; no tenía ni idea desde
cuándo lo hacía. Solo sabía que en algunas bolsas el animal ya se había
descompuesto y sus huesos quedaron al descubierto.
Intentó reprimir el grito gutural que subía por su garganta y se manchó el
rostro de tierra. Necesitaba pensar qué hacer a continuación, pero su mente se
encontraba en blanco. Se quedó en estado de shock durante cinco minutos,
sin saber cómo reaccionar o actuar. Su cuerpo no respondía a los pocos
estímulos que le mandaba el cerebro. Entonces decidió que lo mejor sería
darse una ducha bien caliente, limpiarse toda la tierra y pensar tranquilamente
el siguiente paso a dar. ¿Tenía que llamar a la policía? ¿Tenía que pedirle
explicaciones a su marido y rogarle que se entregase? ¿Debía llamar a Alba?
¿Qué debía hacer?
Subió las escaleras con la mirada vacía, se desnudó y metió en la ducha.
El chorro de agua que se escapaba por el desagüe se tiñó del color terroso.
Marta ya no pudo reprimirlo más y rompió a llorar.
No lo sabía. No tenía ni idea, pero Darío acababa de llegar a la casa.
31
Alba colgó el teléfono después de hablar cerca de una hora con José. Le
había contado la misma versión de los hechos que a su padre: a mitad de
camino se durmió y se desvió de la carretera, hasta chocar con un árbol. José
se preocupó sobremanera al pensar que se hubiese hecho daño. Ignoraba que
la verdad era mucho más espeluznante y preocupante. ¿Cómo iba a decirle
que el asesino la acosaba? Habían amenazado de muerte a su amiga Marta si
lo contaba a alguien o si llamaba a la policía. Se tumbó en la cama y cerró los
ojos con fuerza. No podía dejar de pensar: «Alicia y 1617». Entonces el
móvil comenzó a vibrar de nuevo y, sobresaltada, se percató de que la
llamada entrante era de Rubén.
«¿Lo cojo o no lo cojo?», pensó. La eterna pregunta a las cientos de
llamadas perdidas que tenía de él desde que había ocurrido el percance de la
otra noche. El chico se estaba comportando como un auténtico pirado, una
persona totalmente controladora y obsesionada, que la seguía, vigilaba y
llamaba con asiduidad. Finalmente, tomó el aparato y descolgó la llamada.
—¡Deja de llamarme! —espetó furiosa—. Llamaré a la policía.
—¡Alba! Dios mío, gracias por cogerme el teléfono. Te he estado
llamando con un loco…
—No me digas…
—Escúchame, por favor. Te pido disculpas por lo que pasó la otra noche.
A Alba comenzaba a enervársele la sangre por la furia.
—¿Disculpas por vigilarme, acosarme, perseguirme, destrozar el coche
de mi padre y dejarme una nota amenazadora?
—¿Qué?... —se escucharon un par de murmullos confusos al otro lado
de la línea—. ¡NO! Tienes que dejarme hablar. Te he llamado todas estas
veces para decirte que pude sacar una foto borrosa del coche que te persiguió
y acorraló.
—¿En serio? —ahora era ella la que estaba confusa.
—Sí. Te voy a pasar la foto por WhatsApp. Quizás la reconozcas.
Dudó si creerle o no durante unos segundos. Después comprendió que no
tenía otra opción y que debía arriesgarse. Si lo que Rubén decía era verdad,
sería una prueba demasiado valiosa.
—Déjame que ponga la llamada en altavoz mientras miro la foto.
—Te la acabo de enviar.
Esperó hasta que la imagen se cargase y la abrió hasta que ocupó toda la
pantalla. No pudo evitar llevarse una mano hacia la boca mientras observaba
absorta aquel Seat León color verde que tan bien conocía.
Su mente volvió al pasado y las imágenes cobraron vida en su cabeza
cuando la persiguieron por primera vez. Aquel día tuvo que correr hasta la
casa de Marta con temor de que Pedro la siguiese. Recordó cómo Darío salió
a la calle portando un bate de béisbol y luego la llevó a casa en aquel
vehículo… Un bate de béisbol…, el objeto contundente perfecto para asustar
a una mujer dentro de su coche mientras propinas golpes y le rompes un
espejo retrovisor. Una excelente forma de infundir temor y respeto. Una
manera de callar la boca de alguien demasiado curioso.
Rubén continuó pasándole fotos desde varias perspectivas de aquel coche
aparcado en la oscuridad y con los faros encendidos apuntando hacia el coche
de Alba, que se encontraba apartado en la cuneta junto a los matorrales.
Comprobó horrorizada la oscura silueta frente a los focos que portaba un
alargado objeto romo. No cabía duda… Darío era el asesino que estaba
atemorizando a los habitantes de Los Barrios.
—¡RUBÉN, LLAMA A LA POLICÍA! ¡MARTA ESTÁ EN PELIGRO!
—gritó mientras se ponía el abrigo y corría escaleras abajo.
32
Salió de la ducha con las ideas claras. Tenía que llamar a la policía cuanto
antes. Si esperaba y hablaba con su marido para pedirle una explicación todo
podría complicarse. Él, quizás fuera de control, intentando hacerla callar a
base de amenazas hacia su hijo, o a base de golpes… No debía confiar en la
templanza de alguien que no la tenía. ¡Había asesinado a dos chicas y una
veintena de gatos callejeros!
Se miró al espejo mientras se colocaba la bata y se sintió estúpida por
creer que, si hablaba con su marido, un asesino psicópata, éste acabaría
entregándose sin más. Salió del baño con la intención de ir directa al teléfono
fijo, pero se topó de frente con Darío. Tenía el rostro extrañamente sereno,
sin expresión alguna y la observaba con las manos ocultas tras la espalda.
Comenzó a temblar de pánico y el corazón se le iba a salir del pecho.
—Hola, amor mío —dijo con parsimonia—. Te he traído un regalo.
—Ah, ¿sí? —simplemente no sabía qué responder ni cómo actuar, se
encontraba de piedra.
Observó dos grandes manchas de sudor alrededor de las axilas. Tenía el
rostro perlado con una media sonrisa y podía notar que el pecho se agitaba
con rapidez. Era como si quisiese detonar tranquilidad cuando en realidad
estaba alterado.
—Es una tontería, pero cuando lo he visto sabía que era el regalo
apropiado para ti.
—¿Y qué es?
Darío negó con la cabeza.
—No puedo decírtelo, es una sorpresa. Tienes que…, cerrar los ojos.
Se le escapó un grito ahogado y supo que se estaba quedando sin voz.
Estaba muerta de miedo y tenía que hacer ver a su marido que todo seguía
sobre ruedas, que ella no sabía de su secreto hasta que pudiese llamar a la
policía. ¿Sería capaz de aguantar la compostura?
—Cierra los ojos —repitió.
Ella obedeció. Seguía temblando, sentía su corazón a mil por hora.
Incluso se podía oír con facilidad. BOM, BOM, BOM, BOM…
Sintió que Darío se acercaba lentamente y se posicionaba detrás de ella.
Un escalofrío le recorrió la espalda cuando comenzó a apartarle el cuello de
la bata. Y entonces notó algo helado alrededor de su cuello.
—Ya puedes mirar.
No hizo falta insistir. Abrió los ojos tan rápido como pudo, pensó que la
incertidumbre la mataría de un infarto. Sobre su cuello descansaba el collar
plateado de un pequeño búho de ojos violeta.
—Vaya… ¿No es el búho el animal simbólico de los graduados?
Darío rio de una forma perversa y casi demencial. Eso la asustó aún más.
Nunca la había mirado de esa forma.
—¿Te gusta? Lo vi y pensé que te quedaría genial con tu pelo rojo.
—Me… encanta —se le trabó la lengua.
«¡Y un cuerno!», pensó. «¿Cómo diablo me va a gustar el collar de la
adolescente que has asesinado? ¡¡ESTÁS COMPLETAMENTE LOCO!!».
Desesperada, miró a todos lados con el fin de encontrar su teléfono móvil
y poder pedir ayuda. Se sentía atrapada y Darío no tardaría mucho en darse
cuenta. La voz de él la sacó de sus cavilaciones y dio un brinco en el suelo.
—No te gusta, ¿verdad?
—Claro que sí, me encanta. ¿Por qué crees eso?
—No sé… Estás algo rara… No es la reacción que hubiese esperado.
—No te preocupes, es solo que no he tenido un buen día…
Hizo un gesto de indiferencia con la mano y se dirigió a su habitación
haciendo como que se secaba el cuerpo mientras él la seguía.
—El tiempo está nublado, y ya sabes cuánto me duele la cabeza cuando
hay muchas nubes. No sé qué ropa ponerme. Tengo algo de frío. Debería
cambiarme.
La siguió con la mirada mientras se metía en la habitación y antes de que
él llegase al marco de la puerta, encontró un viejo abrecartas entre los cajones
de la habitación y se lo guardó por dentro de la bata.
Cuando Darío llegó al marco, se agarró a él con las manos manchadas de
tierra. De esa forma, Marta supo que su marido había estado en el jardín
removiendo las mismas bolsas de los cadáveres de los gatos que ella. Ella
sabía su secreto y él la había descubierto. Lo más aterrante de todo era que
estaba encerrada en una habitación en el segundo piso y el asesino obstruía la
puerta de salida.
33
Arrancó el motor del coche y metió primera, a pesar de que su padre le había
advertido que no lo hiciese hasta haber arreglado el espejo retrovisor. Salió
disparada hacia la casa de Marta. En la radio sonó a todo volumen Smooth
Criminal, de Michael Jackson; un tema con una letra nada apropiada, o
demasiado, para un momento tan tenso como aquel. Alba quitó la radio de un
golpe y dio varios volantazos al girar la esquina.
—Por favor…, que llegue a tiempo —suplicó.
—¿Marta?
Alba se introdujo en la casa, que se encontraba en penumbra. Parecía que
no hubiese nadie a pesar de que la puerta de entrada estaba abierta de par en
par. Eso la asustaba. ¿Habría pasado algo preocupante? Descubrió restos de
tierra en la entrada. Era todo demasiado raro… Recorrió el angosto pasillo
mientras llamaba a su amiga. Solo el silencio le respondía.
¿Sabría Marta que Darío era el verdadero asesino que atormentaba al
pueblo? Bastantes eran los indicios para suponer que su marido había sido en
la adolescencia el amante de Alicia, la persona que sabía nadar y con la que
fue a la playa de Palmones a cruzar el río. Después, habría asesinado a la
joven por algún motivo y habría inculpado a Pedro. Esa noche ambos
discutieron en la fiesta y ella se marchó a casa. Se sabe que después
mantuvieron sexo y el semen encontrado en el cadáver fue más que suficiente
para cargarle el asesinato.
Lo que no acababa de entender era cómo había podido ocultar, el asesino
real, su rabia interna durante los años que Pedro estuvo encarcelado. Una vez
fuera, se desató de nuevo la bestia y acabó con la vida de otra chica del
pueblo. Si la policía se daba prisa en llegar, podría evitar un nuevo asesinato:
el de su otra amiga que se había teñido el pelo del color de las víctimas.
«Qué poco ojo. ¿Habré llegado a tiempo?», pensó. Recorrió el salón
donde se sintió observada, pero dedujo que los únicos ojos que la vigilaban
eran los de las fotos. Se equivocaba. Un bate de béisbol cortó el aire e
impactó con fuerza sobre su hombro derecho. Darío había aparecido por
detrás, con la mirada ida por la rabia y un hilo de saliva en los labios. Ella
gritó agonizando de dolor y cayó de bruces en el suelo. Sintió que se mareaba
del intenso dolor y se arrastró por el suelo en un intento fallido de huir,
puesto que otro golpe fue directo a uno de los tobillos. Se lo partió. Sintió el
hueso astillarse dentro de ella, y en un momento se le hinchó tanto como un
balón de fútbol. Abrió los ojos como platos y estuvo a punto de vomitar por
el dolor. Sintió la ardiente bilis recorrer su garganta dejándole un sabor fuerte
y amargo con quemazón.
Darío levantó de nuevo el objeto romo y entonces se escuchó a Marta
gritar el nombre de su amiga desde el piso de arriba. El asesino miró hacia las
escaleras que conectaban ambas plantas esperando ver a su mujer bajar
alarmada, pero cuando volvió a mirar a Alba, ésta había desaparecido. Se
había arrastrado por el suelo como una culebra y se había ocultado detrás del
sofá. Era un pésimo escondite, lo sabía, pero no tenía demasiado tiempo.
Darío comenzó a romper con el bate los jarrones y cuadros que pillaba a su
paso mientras la buscaba totalmente desesperado.
—Sal de donde estés, muñeca. No tienes muchos sitios donde ocultarte.
¡MARTA, TU AMIGA MORIRÁ SI NO SALES!
De repente, todo se quedó en silencio… Alba agudizó el oído con el
dolor más intenso que había sentido en toda su vida. Luchaba cada segundo
por no llorar y ser descubierta. ¿Cuándo llegaría la policía?
Una mano, como la garra de un águila que atrapa a su presa, sujetó por
encima del sofá un mechón de pelo de Alba y la obligó a levantarse hasta
despatarrarla por los cojines. Pudo oír cómo la piel adherida al cráneo se
despegaba a causa del fuerte tirón. Darío levantó de nuevo el bate y estuvo a
punto de alcanzarla en la cabeza sino fuese porque giró su cuerpo en el sofá
con el doble de rapidez. Corrió cojeando hasta la cocina en busca de un arma
con la que poder defenderse, pero su asesino la alcanzó en la puerta y la
golpeó detrás de la cabeza. Cayó de nuevo al suelo y esta vez no pudo
levantarse. Tenía una enorme brecha en la cabeza de la cual emanaba más
sangre de la que Alba había visto nunca. Se mareaba… Alzó los brazos en
modo defensa para poder recibir el próximo golpe en el brazo. La estaba
matando a golpes, literalmente.
—Eso te pasa…, por interponerte en mi vida…
Marta apareció de la nada y se abalanzó sobre su marido antes de que
pudiese volver a golpear a su amiga. Éste soltó el enorme palo de madera y la
arrojó al suelo, donde le puso la rodilla en el estómago; comenzó a apretar su
garganta con las manos. Marta abrió tanto los ojos que casi se le salieron de
las cuencas. Le clavaba las uñas en la garganta, pero se quedaba sin oxígeno.
Se defendía como podía, moviendo agitadamente los brazos y las piernas
como si tuviese espasmos. El rostro comenzó a ponerse de una tonalidad
morada.
—Todo esto te está pasando por traicionarme. Podríamos haber sido
felices juntos. Pero eres una puta al igual que mi madre, lo has estropeado
tod…
No pudo terminar la frase porque ahora había sido él quien había
recibido un golpe en la cabeza. Alba se encontraba de nuevo de pie,
empuñando el arma y asestando golpes al asesino hasta que aflojó la garganta
de su amiga y se desplomó a su lado. Marta aspiró todo el aire que pudo y
notó cómo sus pulmones recibían de nuevo oxígeno. Le dolía horrores la
garganta, pero al menos estaba mejor que su amiga, con un tobillo hecho
añicos, diversos golpes por todo el cuerpo y una gran brecha en la cabeza.
Ambas lloraron y se abrazaron. Habían ganado a la bestia.
La policía estaba en camino, pero Marta debía llamar a una ambulancia
cuanto antes para su amiga. Se dirigió hacia el teléfono de pared y comenzó a
marcar los números sin percatarse de que el hombre había vuelto en sí y se
abalanzaba de nuevo sobre ellas.
Todo ocurrió demasiado rápido. En un acto reflejo, Alba cogió uno de
los cuchillos de cocina que descansaban sobre la encimera y lo clavó sobre el
cuello de Darío. La afilada hoja entró con suavidad cortando la carne y la
arteria carótida común izquierda. Cuando sacó la hoja, la sangre salió
disparada. El hombre se llevó ambas manos a la herida y comenzó a gimotear
sin apartar la mirada en los ojos de la que fue su mujer. La vida se apagaba
con rapidez en el cuerpo de Darío. Marta supo, con solo mirarle, que se
estaba despidiendo de ella. La había amado, pero a su manera.
El suelo y los azulejos se mancharon del líquido rojizo que lo envolvía
todo en un enorme charco, que segundos después, fue coronado con el cuerpo
sin vida de Darío.
Pocos minutos después llegó la policía, que irrumpió en la casa a punta
de pistola. Tanto el cuerpo policial como Rubén no podían creer lo que
acababan de presenciar ambas mujeres dentro del domicilio. Fueron ellos los
que llamaron a los servicios sanitarios, que se llevaron en ambulancia a las
chicas hasta el hospital de Algeciras, una de ellas, con heridas bastante
graves. La pesadilla había acabado por fin.
35
Al día siguiente todo eran comentarios del mismo calibre. Parecían medidos
con el mismo metro o cortados por el mismo patrón. Nadie esperaba que el
asesino fuese en realidad Darío y no Pedro. Todos acogieron esta noticia con
gran sorpresa y estupefacción.
«Con lo guapo y agradable que era. Nunca lo hubiese imaginado».
«Un vecino de toda la vida. Se preocupaba mucho por todos y por el
vecindario».
«No tenía pinta de asesino. Era tan apuesto…. Siempre iba sonriente,
hablaba con todo el mundo y era un buen hombre».
«No creo que todo lo que se cuenta sea cierto. Tenía un buen trabajo y la
vida perfecta con su mujer e hijo. ¿Por qué una persona así iba a matar a dos
chicas?».
De lo que el mundo no se entera es de que ese tipo de personas sí que
están cortadas por el mismo patrón: tienen un trastorno de personalidad
antisocial, una condición que se caracteriza por la falta de empatía, la
manipulación y el ver a los demás como meros medios para satisfacer sus
propios deseos.
Todos los asesinos en serie se caracterizan por cinco rasgos en su
personalidad: están obsesionados con el poder porque quieren tener el control
de todas las situaciones. Suelen tener información vital que le dan las
personas que le rodean y la usan a su antojo.
Después se descubrió que Darío estuvo durante su adolescencia al tanto
de todos los avances en la investigación sobre el asesinato de Alicia. El chico
trabajaba haciendo pequeños arreglos en el jardín de un agente de policía que
trabajaba en el caso. Ese hombre acostumbraba a invitar a Darío a una lata de
cerveza y ambos charlaban durante horas. Finalmente, murió años atrás.
Otro de los rasgos principales es que son personas sumamente
manipuladoras. Esa actitud la esconden bajo una falsa fachada de
vulnerabilidad y la falsa idea de que quieren agradar a todo el mundo. Por
ello, cuando son atrapados, nadie hubiese sospechado de ellos.
Son egoístas, motivo por el cual, a veces son capturados. Tienen un gran
ego. Esa característica hace que a veces no puedan contenerse y hablen de sus
crímenes con otras personas, sintiéndose orgullosos de su trabajo.
Además, suelen guardarse pequeños trofeos o recuerdos para demostrar
que perpetraron el crimen. Darío se había guardado el anillo de Alicia que
después regaló a su mujer, al igual que el colgante de graduación de la otra
víctima.
Suelen usar las emociones de sus víctimas contra ellos.
Son activos en la comunidad de vecinos para ganarse la confianza y ser
la última persona en la que sospechen.
Por todo esto, y más, Rubén sacaría un libro donde analizaría en
profundidad ambos asesinatos, así como la compleja personalidad de este tipo
de personas. El fin: poder prevenir otras desgracias venideras. Para ello
describió en sus primeras páginas lo que llamó «La triada fatídica»: tres
signos de alarma que manifiestan una elevada posibilidad de crear a un
asesino potencial.
La crueldad con los animales. Torturar animales no es un simple medio
de calmar la agresividad, sino una preparación psicológica para poder ver la
muerte con naturalidad. Este acto destruye por completo la empatía.
La piromanía, que aparece en la niñez y muestra la búsqueda de un
sentimiento de poder originado en la satisfacción de destruir.
Y, por último, la incontinencia urinaria. Un sesenta por ciento de los
asesinos se orinan en la cama, ya que está asociado al estrés emocional que
originan el entorno familiar y social inadecuado que les creó como monstruo.
Este libro sería titulado como Mi mitad oscura.
36
Un mes después.
Alba salía por la puerta del hospital Punta de Europa de Algeciras del
brazo de José, que nada más recibir la llamada de Marta contándole lo
ocurrido, cogió el primer tren. Había sido tratada de sus heridas y ahora se
encontraba por fin recuperada de la rotura de varias costillas, una brecha
bastante profunda en la cabeza y un tobillo roto.
Allí estaban Marta y Rubén, charlando animadamente, aunque a veces
Alba viese a su amiga llevarse la mano hacia la garganta al notar aún
molestias tras la agresión. Cuando se giraron hacia ella, sonrieron de oreja a
oreja y acudieron a abrazarla. Lo que primero llamó la atención de Alba fue
el cambio de color de cabello de su amiga. Ahora era completamente rubio y
le sentaba fenomenal.
—Tu pelo… —dijo alucinada—. Me encanta.
—Viniste a Los Barrios para enfrentarte a tus propios miedos y hacer
frente al pasado. El pelo rojo era una forma de aferrarme a lo que fue Alicia y
esta es mi forma de decirme a mí misma que también he dejado el pasado
atrás.
—Me alegra tanto oír eso…
—Siento no haber traído un ramo de flores como es lo lógico en estos
casos, pero las flores me recuerdan tanto a él…
Ella la agarró con dulzura del hombro y le susurró al oído.
—Las hubiese tirado a la basura.
Ambas sonrieron.
—Habíamos pensado José y yo en invitaros a comer en algún lugar —
intervino entonces Rubén, que parecía una versión mejorada de sí mismo. Se
había afeitado, peinado y parecía que olía a perfume caro.
José besó a su chica en la boca y la dirigió hacia el coche. Rubén guiaba
de la misma forma a Marta mientras se cogían de la cintura.
—¿Perdona? ¿Desde cuándo esta nueva noticia? —exclamó Alba sin
poder creerlo.
—Un mes da para mucho, créeme. Ya te contaré detalladamente todo lo
que ha pasado en este tiempo… Solo diré que necesito empezar de nuevo con
mi vida cuanto antes y nos gustamos. Queremos probar y darnos una
oportunidad.
Comenzaron a bajar por la cuesta que llevaba a los aparcamientos
cuando Marta paró en seco.
—Un momento, ¿ahora que todo ha terminado, significa que te vas para
Granada?
Ambas se miraron y supieron al instante que la complicidad había vuelto
a ellas.
—¿Sabes? —comenzó a decir Alba—. Toda mi vida he intentado huir de
este pueblo que solo me traía malos recuerdos. Quise huir bien lejos de su
gente. Pero ahora lo veo desde otro punto de vista totalmente diferente. Los
Barrios es un buen pueblo para vivir. Su gente es maravillosa y adoro esto.
José y yo hemos estado hablando y nos quedaremos un par de semanas más.
Quiero estar con mis padres y contigo. Después volveremos a Granada… —
Marta bajó por un momento la mirada con tristeza—. Volveremos a Granada
para empaquetar todas nuestras cosas. Tenemos una dura mudanza por
delante. Nos venimos aquí a vivir y abriremos aquí la cafetería. ¿Qué te
parece?
Agradecimientos
Madrid. España.
Agosto de 2016