Antonio Jesus Rubio Muñoz - Mi Mitad Oscura - 136

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Mi mitad oscura

Antonio Jesús Rubio Muñoz


Editor: Javier Salinas Ramos
MALBEC EDICIONES – MALBEC POCKET
© 2018, Antonio Jesús Rubio Muñoz

Primera edición: Marzo de 2018


Diseño portada y cubierta: Santiago González Prieto
Revisión: Javier Salinas Ramos

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de


recuperación de la información ni transmitir alguna parte de esta publicación, cualquiera
que sea el medio empleado, electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc, sin el permiso
previo de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Antonio Jesús Rubio Muñoz

Antonio Jesús Rubio Muñoz es un joven de Los Barrios (Cádiz). Desde pequeño le
apasionó tanto la lectura como la escritura. A muy temprana edad, consumía literatura
madura como Agatha Christie, lo que hizo que su curiosidad por el mundo del crimen y los
misterios fuera creciendo a la velocidad de la luz. Ya en ese tiempo, escribía relatos y
pequeñas novelas que compartía con muy pocos por vergüenza, hasta que llegó el día en
que decidió darse a conocer.
Tiene dos novelas publicadas: El secreto de los girasoles y El Infierno del Bosco, además
de esta novedad: Mi mitad oscura, lo que augura una larga carrera para este joven autor.

Puedes seguirlo en:


Facebook: https://www.facebook.com/antonio.rubiomunoz
Instagram: https://www.instagram.com/antonio.jesus.rubio
Twitter: https://twitter.com/antoniorubio_91
Tal vez esto nos dé qué pensar, pero también debería darnos una esperanza:
la esperanza de que este tipo de crímenes «inexplicables» se pueden, sin
embargo, explicar y entender, y de que, por consiguiente, es posible tomar
medidas para resolverlos y, tal vez, evitar que sucedan

Robert. K. Ressler
A mi querido abuelo, que al fin se reencuentra con el amor de su vida.
Ambos vuelven a ser felices juntos.
Os quiero.
1

Esa noche de principios de octubre, el viento soplaba con fuerza, pero aún
persistía el calor pegajoso del verano que no terminaba de irse. Las macetas
en el balcón parecían bailar al son de alguna música imaginaria y los cristales
de las ventanas tenían vida propia. A pesar de todo eso, el resto del mundo
parecía dormir tranquilamente a las seis de la mañana, excepto la panadería
que estaba situada bajo el piso de alquiler de Alba.
José, su marido, terminó por apartar a un lado el trozo de sábana que se
le estaba quedando pegada a la piel, se giró hacia la mesita de noche y alargó
la mano tanteando sobre la vieja madera de roble en busca del mando del aire
acondicionado. Tuvo que apartar a un lado las gafas de lectura y el libro que
estaba leyendo en ese momento hasta alcanzar el condenado mando que
estaba colocado al final. Una vez dio con él, presionó al botón y comenzó a
sentir poco a poco el fresco en el rostro. Entonces quiso asegurarse de que su
mujer también recibía el frescor y que dormía plácidamente, pero se llevó una
sorpresa al verla jadear con cara de disgusto. Estaba claro que volvía a tener
la misma pesadilla que la atormentaba desde hacía meses. Ya no sabía qué
hacer con el tema, era algo que le superaba y que le estaba pasando factura.
Se sentía impotente cada vez que Alba empezaba a temblar en mitad de la
noche y arrancaba, primero a gritar y después, a llorar, en un llanto largo y
prologado. Notó que se aproximaban los gritos ya que comenzaba a
balbucear mientras negaba con la cabeza; los dedos de las manos y los pies
los tenía tensos como si fuesen cuerdas de tender y la piel se le tornó de un
blanco que incluso asustó a José. El primer grito ahogado llegó tal y como se
esperaba, corto y seguido de una respiración entrecortada. Después comenzó
a temblar de pies a cabeza y a gritar como si estuviese completamente loca.
—Ssshhh —dijo él—. No te preocupes cariño, que estoy aquí contigo.
Finalmente, Alba se despertó y comenzó a llorar como una niña pequeña
y desconsolada a la que su madre había castigado sin salir a jugar por no
comer la verdura.
—Dios mío… —balbuceó entre sollozos—. No puedo más con esta
situación, José. Ha sido totalmente horrib…
No pudo siquiera terminar la frase. Se refugió en los brazos de su
hombre, que le besaba la frente y apartaba los cabellos pegados en las
mejillas a causa del sudor. Con la mirada vacía, se quedó petrificada
observando a través del ventanal el oscuro cielo como hacía cada noche que
las pesadillas la visitaban. Eso la ayudaba a pasar el mal trago. Poco a poco,
su cuerpo fue relajándose hasta volver a la normalidad.
—¿Qué ha sido esta noche? ¿Otra vez Alicia?
—Siempre es Alicia… —su voz sonó cansada, como si la mujer se fuese
apagando poco a poco.
—Quizás deberías ver a un especialista, no puedes vivir así toda tu vida.
—No es eso, es solo que se acercan tiempos difíciles para mí y estoy
algo cansada. ¿A qué día estamos hoy? —preguntó inmersa en
elucubraciones.
José miró el reloj de la mesita de noche donde marcaba el día y hora.
—Estamos a cuatro de octubre.
Ella resopló y se volvió en la cama dándole la espalda. Se sentía
totalmente exhausta y sin fuerzas ya que llevaba sin dormir bien desde hacía
mucho tiempo.
—Ya solo quedan dos días… —susurró para sí.
—¿Qué dices? Cariño, no te entiendo.
Alba negó con la cabeza sin tan siquiera mirarle.
—Nada, no he dicho nada. Intentemos dormir un poco.
2

A la mañana siguiente, Alba se despertó tarde y permaneció un buen rato en


la cama sin hacer absolutamente nada. Solo necesitaba dejar la mente en
blanco por un tiempo antes de levantarse y comenzar a hacer las tareas de la
casa.
José ya se había ido a trabajar y había apagado el despertador para
dejarla descansar hasta que su cuerpo se hubiese recobrado por completo.
Necesitaba descansar y él lo sabía. Siempre que sufría de sus pesadillas
apagaba la alarma y le dejaba en la mesa de la cocina un café que tendría que
calentarse en el microondas y unas tostadas para que las pusiese en la
tostadora con mantequilla y mermelada de fresa. Era su pequeño ritual de
pareja; una pareja que vela día y noche por el bienestar del otro y conoce a la
perfección lo que debe hacer como seña de un amor auténtico.
Alba se levantó y duchó mientras encendía la radio y ponía algo de
música. El Sol entraba con fuerza en la habitación a través de la ventana que
previamente José había abierto para ventilar la casa. Fuera había vida, la
gente hacía sus labores y reía en la panadería.
Cuando se secó con la toalla, se la enrolló en el cuerpo y se dirigió a la
cocina para desayunar. Sobre la mesa de mármol antiguo se encontraban una
taza de café, unas tostadas en un plato y una pequeña tarjeta que rezaba:
«Buenos días, cariño. No he querido despertarte. Te he dejado el desayuno y,
por favor, piénsate lo del especialista. Te quiero, José».
Ella sonrió y desayunó sumergida en sus pensamientos. Quizás su
marido tuviese razón y debía ponerse en manos de personas que realmente
pudieran ayudarla con su problema, con su trauma. Ni ella, por sí misma, ni
el hombre que dormía a su lado eran capaces de poner punto final a un asunto
tan complicado.
Todo parecía dar a entender que las pesadillas eran cosa del pasado. En
su adolescencia soñaba todas y cada una de las noches con la perturbadora
imagen de su amiga muerta. Esa horripilante imagen donde veía a Alicia
semidesnuda, maniatada y con la mirada vacía hacia el cielo. Alicia fue
asesinada hace veinticinco años por su novio, que la estranguló después de
abusar sexualmente de ella.
Esto ocurrió en su pueblo natal, un pequeño pueblo llamado Los Barrios,
situado al sur de España, en el Campo de Gibraltar. Hoy en día, Los Barrios
había crecido muchísimo, pero Alba no tenía ni idea ya que hacía veinticinco
años que había huido de aquel lugar que tan malos recuerdos le aportaba. Se
mudó a Granada con la intención de escapar de la realidad, aunque a sus
padres les había dicho que lo que quería era estudiar. Había sido una realidad
que encubría otra realidad mayor.
Las pesadillas habían desaparecido desde que llegó a la ciudad de la
Alhambra con el corazón partido en dos. Lo había dejado completamente
todo en el pasado: sus padres, su amiga Marta (a la que había abandonado
sola con el dolor que te deja la perdida de una amiga de la infancia) y casi
todos sus recuerdos. El psicólogo dijo a sus padres que era normal que
actuase de esa forma, que cada uno tiene una manera diferente de enfrentarse
a una situación estresante o dramática. Así que un día hizo la maleta y se fue
a Granada a comenzar una nueva vida.
Pero todo se le hizo cuesta arriba cuando las pesadillas volvieron unos
meses atrás y, aunque ella creía saber el porqué, temía que su amiga
asesinada estuviese alertándola de algo que se avecinaba. Un peligro
inminente del que no podría escapar.

El teléfono móvil comenzó a vibrar sobre la mesa y la sacó de sus


pensamientos. En un principio creyó que sería su marido para preguntarle
cómo había pasado el resto de la noche, pero para su sorpresa, se trataba de
una amiga de la infancia a la que no veía desde hacía muchísimos años.
Marta, de Los Barrios, la estaba telefoneando tras años sin hablar con ella.
Alba recordaba que una vez hablaron por el chat de Facebook para ponerse al
día, pero la conversación se había vuelto fría y sin sentido, aunque en el
fondo fuesen tan inseparables como desde el primer día.
—Dios… Marta —expuso animada y a la vez sorprendida—. ¡Qué grata
sorpresa saber de ti!
—Alba, cariño. ¿Cómo estás? Hace muchísimo tiempo que no sé nada de
tu vida.
—Pues por ahora nada nuevo… —se rascó la cabeza y bostezó aún
somnolienta—. José se ha ido temprano para abrir la cafetería y yo desde que
terminé mi contrato de trabajo como administrativa no he vuelto a trabajar.
Antes nos repartíamos las tareas domésticas, pero ahora que no trabajo me
estoy dedicando a tiempo completo a la casa. ¿Y tú qué?
Marta se mantuvo varios segundos en silencio al móvil como esperando
el momento oportuno de la conversación para comunicar la verdadera
intención de su llamada.
—Nosotros, muy bien. Darío y yo estamos mejor, ya no discutimos por
tonterías y Manuel va bien con los estudios. Pues ya ves…, aquí estamos
después de tantos años…, con nuestras vidas hechas. Parecía que iba a ser
imposible después de aquello, ¿verdad?...
Alba carraspeó incómoda y su amiga lo notó de inmediato. Sabía
perfectamente por qué la llamaba justamente ese día.
—Dime directamente qué quieres —espetó.
De repente, su amiga comenzó a llorar y le costaba articular palabra.
—Mañana se cumplen los veinticinco años de condena de Pedro y verá
de nuevo la luz. ¿Entiendes, Alba? Ese mal nacido volverá a estar libre por el
pueblo como si nada… —Marta tuvo que parar para sonarse los mocos y
poder continuar. Mientras tanto, Alba permanecía callada con ojos vidriosos
—. No me siento segura con ese desalmado por Los Barrios como si nada
después de lo que le hizo a Alicia… Tengo miedo por mi hijo…, y por mí.
—Ya sabía que mañana ese hijo de puta salía de la cárcel. Por eso mis
pesadillas han vuelto. Pero no…, no entiendo el porqué de tu llamada.
—Porque mañana te necesito aquí conmigo —lloró—. Es muy duro
enfrentarse a los fantasmas del pasado sola.
Alba negó con la cabeza de manera frenética ante la súplica de su amiga
a pesar de saber que no podía verla. Era como un acto reflejo. Le tembló la
voz al contestar.
—No… puedes pedirme eso… No quiero volver a ese pueblo.
—Por favor… te lo suplico. Necesito pasar por esto contigo. No vuelvas
a dejarme sola…
Una lágrima cayó por su mejilla y cerró con fuerza los ojos en un intento
tonto de desvanecerse. Pero no siempre se pueden huir de las situaciones
incómodas, a veces hay que plantarles cara.
—Deja que me lo piense. Te llamaré con lo que sea… Adiós.
—Muchas gracias.
Lo último que Alba escuchó antes de colgar fue cómo su amiga se
sonaba los mocos y reía al saber que existía una remota posibilidad de haber
convencido a la mujer. Ésta resopló agachando la cabeza y comenzó a llorar
en silencio.
3

Serían alrededor de las ocho de la tarde cuando José llegó a casa después de
pasar el día entero en el trabajo. Normalmente volvía algo antes ya que, al no
ser fin de semana, no tenían tantos clientes en la cafetería, de modo que
dejaba al cargo a otra chica que tenía contratada y se volvía a casa. Cuando
las llaves hicieron el giro pertinente dentro de la cerradura y el hombre entró
en casa, Alba se encontraba en la mesa de la cocina, esperándole y barajando
todas las posibilidades que tenía al alcance de su mano sobre qué hacer con lo
que le había pedido Marta. Él entró en la estancia y se la encontró de
espaldas, con la cabeza gacha y las manos en la barbilla.
—¿Cómo te encuentras? ¿Has descansado?
La mujer asintió en silencio y se giró lentamente. De forma muy seria,
miró a los ojos de su marido. Parecía que hubiese visto un fantasma por la
casa, o aún peor, parecía ese momento en el que ella le confiesa que, por
mucho que lo había intentado, no era feliz y que mantenía una aventura con
su profesor de yoga. Pero no fue así. Sonrió, y tras darle un beso en los
labios, fue directamente a servirle una taza de café caliente. Lo había
preparado con antelación, más o menos a la hora que José solía llegar a casa.
Tuvo que calentar la taza en el microondas por culpa de su tardanza.
—Has tardado en volver —expuso a la par que marcaba el tiempo en el
microondas. Éste hizo un sonido sordo y la taza comenzó a dar vueltas.
—He tardado algo más porque me he entretenido hablando con un amigo
que se dedica a tratar pequeños traumas del pasado. Le he comentado lo de
tus pesadillas y me ha comentado que mañana podría hacerte un hueco por la
mañana.
Alba se puso rígida como una puerta y quiso coger la maleta en ese
preciso instante y huir de la casa. No quería en absoluto tener que tumbarse
frente a un psicólogo y sacar a flote recuerdos que intentaba olvidar. No
quería volver a rememorar de nuevo aquella trágica mañana en la que la
policía llamó a su puerta para interrogarla sobre el asesinato de su amiga. Ella
aún no lo sabía en ese momento, ya que se encontraba en casa viendo en la
televisión una de esas películas antiguas en blanco y negro de las que no
recordaba ni el nombre. Había acudido la noche anterior a una fiesta donde se
reunieron en el parque casi todos los de la clase para celebrar un cumpleaños
y habían bebido cerveza a escondidas de los padres. Cuando se despidieron,
había dejado a su amiga Alicia con su novio, que prometió acompañarla a
casa. A la mañana siguiente, el timbre sonó y la realidad la golpeó tan
duramente que solo recordaba que cayó al suelo entre alaridos y agarrándose
a la mano de su madre con las pocas fuerzas que le quedaban.
Por lo visto, la misma noche del asesinato, un borracho que pasaba por el
parque a altas horas de la madrugada se encontró el cuerpo de la joven entre
unos arbustos. La habían asfixiado con las manos ejerciendo una fuerza
brutal en el cuello de la joven. La habían atado de las manos y la habían
desnudado de cintura para abajo. El cuerpo estaba entre la vegetación como si
fuese basura. Inmediatamente se informó a su familia. A la madre tuvieron
que atenderla los servicios médicos por un ataque de ansiedad. Comenzó la
búsqueda de la última persona que la había visto con vida: su novio, Pedro.
La autopsia reveló que Alicia y Pedro habían mantenido relaciones
sexuales antes del crimen y se corroboró que las muestras de semen
encontradas en la vagina de la joven correspondían a éste.
—¿Alba?... —la voz de José la sacó de sus cavilaciones y volvió al
mundo real, donde su esposo esperaba impaciente una respuesta que nunca
llegaba.
—No voy a ver a un psicólogo para tratar algo que no tiene solución. ¿O
acaso tu amigo va a devolverme a Alicia? Hay cosas en la vida que no se
pueden solucionar.
Pedro asintió algo desanimado, y es que no quería tener que ver a su
mujer sufrir noche tras noche. Él solo intentaba ayudar en la medida de lo
posible y ella estaba cerrada en banda.
—¿Entonces qué vas a hacer? —preguntó algo irritado—. ¿Vas a sufrir
por el resto de tu vida?
Alba se aproximó a él y le miró tan fijamente a los ojos que no recordaba
haberla visto tan decidida en su vida. Su mirada era tan penetrante que
incluso se puso nervioso.
—Voy a plantarle cara yo misma a mis miedos —dijo con rotundidad—.
He hecho la maleta y he comprado un billete de tren para mañana mismo. Me
voy a Los Barrios.
4

A la mañana siguiente, Alba agarró con fuerza la maleta y salió por la puerta
de su casa con la compañía de José. Éste la acompañó a la estación de tren
donde la mujer se despidió muy a su pesar y subió con el fin de plantarle cara
a sus miedos de una vez por todas.
Una vez las puertas se cerraron, ella se acomodó en su asiento con la
novela que estaba leyendo en ese momento. No le quedó otra que dejar correr
las horas hasta llegar a su destino. En varias ocasiones recibió con entusiasmo
a la chica que ofrecía un café u otras cosas que llevarse al estómago y, en un
momento dado, se había puesto los cascos que le habían ofrecido para ver
una película la mar de aburrida. Los trayectos en tren siempre eran largos e
incómodos. Pero es cierto que ella siempre intentaba sacar el lado positivo de
todo aquello y degustaba con sumo placer el café mientras se deleitaba con
las bonitas vistas que el sur de España le ofrecía a través de la ventana. La
vida a veces era demasiado complicada y esos pequeños placeres te invitaban
a olvidarte de todo aquello y a pensar que no todo es tan malo. El mundo es
un constante equilibrio. Si lo deseabas podías también aprovechar el trayecto
para sumergirte en tus más profundos pesares y pensar largo y tendido sobre
ellos hasta encontrar una solución viable.
Por un lado, tenía ganas de llegar de una vez y ver la cara de asombro de
sus padres con su llegada de la que no había informado, ya que quería que
fuese una sorpresa. Por otro lado, no quería que el viaje terminase nunca
porque hacía mucho tiempo que no sentía tanta paz rodeada de vegetación y
montañas. Además, deseaba no haberse montado nunca en ese tren con
destino al lugar que más dolores de cabeza le habían acarreado.
Finalmente, se quedó dormida hasta que llegó a su destino.
5

Una vez el tren la dejó en Algeciras, tuvo que coger un autobús hacia Los
Barrios. Al bajarse en su destino, Alba recordó lo que odiaba el viento de
levante. De pequeña siempre se había sentido asqueada con el tiempo del Sur
y con ese frío húmedo que te cala hasta los huesos: no importa cuántas
prendas de ropa lleves, siempre estarás congelada.
Agarró la maleta con fuerza y se dispuso a atravesar el Paseo de la
Constitución donde la mayor parte de los habitantes del pueblo, que había
cambiado muchísimo en veinticinco años, se encontraba degustando un café
caliente a pesar del desagradable viento. Alba pudo apreciar cómo los
barreños se giraron a observar en derredor a la persona que caminaba
rodeando el templete con una gran maleta color naranja. Obviamente no
tenían ni idea de quién era ella. Solamente miraban por el simple hecho del
marujeo; algo muy característico en un pueblo, algo de lo que Alba siempre
quiso huir.
De pronto recordó cuando apareció el cuerpo sin vida de Alicia, todos la
apuntaban con el dedo mientras caminaba por la calle diciendo: «Es ella, era
su amiga». En una ciudad es menos probable que pasen ese tipo de
situaciones, no porque la gente de cuidad no sea cotilla, sino porque al haber
mayor número de personas no se conocen todos. Y eso es algo que Alba
siempre tuvo muy en cuenta: si quieres desaparecer del mundo, ocúltate en
una ciudad grande. Sé invisible.
Subiendo por la calle de La Plata, la más relevante y curiosa del pueblo,
pudo comprobar la cantidad de negocios que se habían abierto de tan
diferente índole. Poco a poco, Los Barrios se convertía en una bonita ciudad,
porque la realidad del tema era que no recordaba el pueblo tan bonito.
Siempre había sentido una apatía candente hacia él por el trauma del pasado.
Pensaba que el pueblo, con su miserable gente, le había arrebatado a su
amiga… Pero no era así. Pedro le había arrebatado a Alicia, eso lo había
aprendido una vez hubo madurado como persona y divagado sobre el tema
cientos de veces donde el insomnio no quería abandonarla mientras
contemplaba a José dormir plácidamente a su lado. Cuánto amaba a ese
hombre y cuánto daría por tenerlo en ese momento entre sus brazos
abrazándola y susurrándole al oído que todo iba a pasar sin ningún problema,
que tenía que relajarse y sonreír a la vida, que le brindaba una oportunidad
para vencer definitivamente a los demonios del pasado.
Estaba llegando a su casa y los nervios se apropiaron de su cuerpo ante la
incertidumbre de la reacción de sus padres que no tenían idea de su visita. Se
mantuvo delante de la vieja puerta de acero durante un par de segundos
completamente bloqueada por los nervios. La mano le temblaba tanto que era
incapaz de golpear el cristal de esa puerta que hacía siglos que no recibía una
capa de pintura. Cuando se hubo armado de valor, el sonido seco del metal
contra sus nudillos le advertía que ya no había vuelta atrás.
Una anciana mujer vestida con un camisón de flores de color verde
esperanza abrió la puerta portando una taza de café entre sus delgadas y
huesudas manos. Fijó su mirada ante la persona que lloraba frente a ella con
una maleta en la mano y comenzó a negar frenéticamente la cabeza. La mujer
solo pudo soltar lentamente la taza de café sobre la mesita que decoraba la
entraba a la casa y se llevó ambas manos temblorosas hacia el rostro en un
intento absurdo de ocultar sus lágrimas.
—Hija mía… —consiguió balbucear.
—Hola, mamá. Te he echado de menos…
Ambas se abrazaron tan fuerte que Alba pensó que haría daño a la mujer,
que lloraba de felicidad a la par que palpaba cada centímetro del cuerpo de su
hija a la que hacía años que no veía. Concretamente desde que a causa de su
avanzada edad dejó de viajar a Granada.
—Estás preciosa, mamá.
—Tú sí que lo estás… ¡¡Manolo!! ¡¡La niña ha vuelto a casa!!
Desde el interior de la casa se escucharon los gritos de un anciano que
parecía precipitarse como podía hasta la puerta de su hogar, donde su mujer y
su preciosa hija le esperaban con los brazos abiertos. Alba comprobó que su
madre había adelgazado y su padre, por el contrario, había engordado
bastante. Manolo, con el pelo cano y el rostro lleno de arrugas, abrazó a su
hija como si ésta acabase de nacer y rompió también en llanto.

La víspera del reencuentro con su amiga de la infancia Marta también


estaba a punto de llegar a su fin. La había llamado y habían acordado verse
en una cafetería en mitad de la calle de La Plata. Alba recordaba a la
perfección cómo su madre le contaba que antiguamente esa calle era un río
que separaba en dos barrios el pueblo, de ahí su nombre. Antiguamente se
llamaba «Los dos Barrios» hasta que se transformó en «Los Barrios».
Como era de esperar, Marta llegó diez minutos antes de la cita. Era una
persona muy puntual, demasiado podría decirse, ya que si te retrasabas cinco
minutos no paraba de bombardearte con llamadas telefónicas para saber de tu
paradero exacto. La puntualidad era su punto fuerte y a la vez su punto débil.
Conforme Alba bajaba la calle, pudo ver en la lejanía a su amiga sentada
en una de las mesas del local con un pequeño paquete; pronto descubriría de
qué se trataba.
Marta había cambiado bastante desde la última vez que se vieron, a sus
cuarenta y dos años había modificado el color del pelo una infinidad de veces
y, tras el embarazo, había engordado unos kilos. Pero eso no había afectado
en absoluto a su belleza natural basada en una dulce sonrisa y una nariz
perfecta. Cuando eran jóvenes, tanto Alicia como Alba siempre decían que
envidiaban algunos rasgos físicos de la mujer que siempre se ruborizaba. Era
una de las mejores personas que existían; el destino había querido que se
separasen más de lo necesario.
Ambas sonrieron y se besaron.
—Has llegado dos minutos tarde, no está mal.
—Tenía miedo de llegar cinco y que me matases —ambas rieron—. Te
queda muy bien el color de pelo rojo.
—¿Te gusta? —preguntó mientras se acariciaba la melena—. He tenido
infinidad de colores, pero a Darío le encanta cómo me sienta el rojo. Dice que
me da fuerzas y ahora mismo las necesito.
—Alicia también tenía el cabello rojo… Es un buen homenaje en este
momento…
Hubo unos segundos donde ambas permanecieron en silencio y sintieron
cómo el ambiente se tensaba entre ellas. Marta frunció el ceño y contrajo la
cara en un gesto de incomodidad ante la situación. Sonrió de manera forzosa
y quiso romper el hielo ofreciendo asiento a su amiga. La camarera llegó y
pidieron dos cafés con leche, que anotó en su libreta y desapareció de nuevo.
Entonces, Alba reparó de nuevo en el paquete que descansaba sobre la mesa
y al instante supo de qué se trataba.
—No me lo puedo creer. ¿Has comprado pasteles de La Plata?
La confitería y pastelería La Plata era famosa en Los Barrios por sus
deliciosos pasteles entre los que destacaban las milhojas. Desde su fundación
en 1950 ha sido un referente en la comarca por su elaboración de dulces
como un proceso artístico y artesanal.
Marta rio de oreja a oreja y abrió el paquete envuelto con esmero
mientras mostraba un surtido de deliciosos dulces que Alba recordaba de su
niñez. Ante sus ojos aparecieron un surtido de milhojas, japonesas, cuernos
de crema, riñones, piononos de almendras y bollos de nata.
—Hace un siglo que no pruebo uno de estos —expuso Alba—. A mi
abuela le encantaban las japonesas.
—Pues es toda tuya.
La camarera volvió con los dos cafés y las dos mujeres se pusieron al
tanto de sus vidas con sus maridos. La distancia entre ambas había
desaparecido; parecía como si nunca se hubiesen separado.
Marta cambió el rumbo de la conversación.
—Ahora mismo ese malnacido estará saliendo de la cárcel…
Su amiga la agarró de la mano y la apretó con fuerza.
—Pero estamos juntas para superarlo.
Esta negó con la cabeza y apartó la mano.
—No me va a ser nada fácil, me cuesta dormir por las noches. Tengo
miedo, Alba. Tengo miedo de que quiera vengarse de nosotras por testificar
contra él, por contar a la policía en aquel momento todas las peleas que tenían
y lo violento que se volvía algunas veces. No sé qué voy a hacer, pero no
quiero pensar que pueda pasarle algo a mi hijo…
—No tienes que temer a nada. Darío está en casa para protegerte.
—Pero te recuerdo que Darío trabaja y últimamente pasa mucho tiempo
en Acerinox. ¿Qué pasa si ese desalmado aparece en mi casa cuando esté
sola? Te recuerdo que fue capaz de violar y estrangular hasta la muerte a
Alicia… —entonces se llevó las manos a la boca y luchó por no romper a
llorar en mitad de la cafetería—. Dicen que la madre de Pedro lo está pasando
muy mal. Cada mañana aparecen pintadas en la fachada de su casa.
—¿Pintadas?
—Sí, como «ASESINO», que es lo que es. O «TE VAMOS A MATAR
A TI», «HIJO DE PUTA».
—Quizás él se merezca esas pintadas o más, pero su anciana madre no
—expuso Alba con tristeza mientras daba un sorbo a su café que se estaba
quedando frío.
—No te confundas, Alba. Él no se merece las pintadas. Ese cerdo se
merece que le hagan exactamente lo mismo que le hizo a Alicia y que
después dejen su cuerpo sobre un arbusto como si fuese escombro. Por eso…,
no puedo soportar esta presión que siento en el pecho. —Marta rompió a
llorar mientras intentaba en vano, que las personas que estaban en la cafetería
la viesen, entonces Alba reparó por primera vez en las incipientes ojeras que
portaba su amiga. Estaba claro que ella estaba muy mal, pero Marta estaba
mucho peor—. Te necesito…
—¿Cómo dices?
—Te necesito aquí conmigo. Por más tiempo, no solo unos días.
Alba resopló angustiada al darse cuenta de que comenzaba a no sentirse
cómoda con la situación. Había dado su brazo a torcer y renunciado a sus
principios para pasar unos días en el pueblo que tantas alegrías y tantas
desgracias le había dado por su amiga, pero estaba claro que cuando haces
algo por alguien nunca es suficiente. Se mantuvo serena y en silencio
observando a su amiga desahogándose mientras en realidad estaba rota por
dentro. Quería llorar igual que Marta o incluso más. Pero su amiga necesitaba
un hombro donde hacerlo, una persona más fuerte que ella que la ayudase a
lidiar, poco a poco, con la situación y no otro mar de lágrimas. Tenía que
tenderle un pañuelo, no pedírselo. Y aunque la realidad era que en ese mismo
instante deseaba con todas sus fuerzas coger el primer tren para Granada,
decidió permanecer en silencio y no agravar más la situación. Tenía decidido
que solo serían un par de días, el tiempo suficiente para ayudar a Marta y
ayudarse a ella misma a superar sus propios miedos, que también los tenía.
Así que solo dijo una frase y terminó de tomarse su café.
—Yo también tengo una familia que cuidar y se encuentra en Granada.
6

Cuando subió las escaleras que conducían a las habitaciones en la planta


superior no pudo evitar evocar tiempos pretéritos de una forma tan clara;
parecía que había vuelto al pasado en un abrir y cerrar de ojos en una
máquina del tiempo. Los cuadros que su madre había ido colocando desde su
primer cumpleaños en la pared de las escaleras eran un bonito y perfecto
reflejo de cómo Alba había ido creciendo. Su sonrisa de ilusión frente a las
velas encendidas, su pelo rubio como los rayos del Sol, que eran más o
menos largos dependiendo del peinado y corte de pelo que hubiese tenido en
cada momento, y el sombrero de cumpleaños que coronaba su cabeza solo se
veían interrumpidos cuando cumplió dieciocho años. A esa edad acababa la
puesta en escena de la niña de la casa, de la mano derecha de mamá y la
princesita de papá. Alba ya no era una niña, era una mujer. Y la muerte
inesperada de su amiga le había dado una dosis demasiado real sobre lo que
era la vida, y la había lanzado de lleno hacia el abismo de la madurez.
Desde ese mismo instante, Alba no volvió a celebrar su cumpleaños,
nunca más volvió a soplar una vela y ninguna fotografía más sería colgada de
la pared de la escalera. Había decidido marcharse a Granada a comenzar una
nueva vida. La princesa había decidido abandonar su reino y conocer nuevas
fronteras donde encontrar a su príncipe azul, puesto que en el pueblo no era
posible. Allí dormitaba la bestia.
Toda esta sensación de melancolía fue incrementada cuando abrió la
puerta de la que fue su habitación y se dio cuenta de que sus padres la habían
dejado intacta desde que decidió abandonar la casa. Eso sí, sin una pizca de
polvo.
Es muy frecuente entre padres que no superan el abandono repentino de
un ser querido mantener sus pertenencias intactas en un intento desesperado
de no dejar que la esencia de estas personas desaparezca del todo. Supuso que
eso mismo ocurriría en la habitación de Alicia. Alba tenía intención de visitar
a su madre y estaba segura al cien por cien de que la habitación de su hija
estaría exactamente igual desde la aparición del cadáver. Algo así nunca se
supera y una madre nunca acondicionará una habitación en una sala de
estudios, cuarto para invitados o rincón de lectura. Es un santuario que se le
hace a la persona querida que nos ha dejado para poder evocar siempre que se
desee su recuerdo o perfume. Piensan que el alma permanece en sus objetos
personales.
Entonces entró en lo que fue su propiedad, una propiedad en aquella
época inquebrantable donde mamá y papá solo podían pasar con su
consentimiento. En ese sitio reflexionó, lloró miles de veces, rio a carcajadas
en las fiestas de pijamas que cada sábado hacían en una casa diferente, se
maquillaron como puertas frente al estrambótico espejo que coronaba la
pared frente a la cama de colores chillones, admiró cada uno de los cantantes
que colgaba en posters y fumó a escondidas de sus padres siempre que salían
de casa. Allí hizo de todo y todo seguía exactamente igual.
Se acercó al espejo y descolgó algunas de las fotos donde salía con sus
amigas divirtiéndose y, con ojos pesados, se tumbó en la cama a observarlas
durante un largo tiempo, seria y sin expresión alguna. Recordó la sonrisa
pícara de Alicia, sus ojos color avellana que se tornaban en un verde suave
cuando le daba el Sol y su pelo rojizo que se había dejado por los hombros.
Ojalá pudiese volver a esos tiempos, pensó. Tiempos en los que la playa de
Palmones tenía un agua envidiable y estabas deseando que llegase el fin de
semana para ir a bañarte, donde había un solo sitio de fiesta, pero era más que
suficiente porque la compañía era envidiable, donde las tardes de café eran
insuperables junto a ellas: Marta y Alicia…
Sin darse cuenta, Alba estaba llorando y solo la vibración de su teléfono
móvil en el bolsillo la hizo salir de sus cavilaciones. José la llamaba.
—Hola cariño —saludó mientras se enjugaba las lágrimas—. ¿Cómo
estás? Te echo de menos.
—Mi madre tiene mi habitación tal cual la dejé hace veinticinco años, es
un poco desconcertante. Tenía un gusto decorativo horrible.
—Bueno, el gusto de la época.
—Supongo que sí. ¿Cómo ha ido hoy en la cafetería?
—Puf, mucha gente y mucho trabajo, pero muy bien. Tenemos que
comprar café descafeinado que comienza a agotarse y bolsas de basura. Pero
bueno, no te he llamado para eso. Quiero saber cómo fue ese reencuentro.
Alba rio alegre.
—Increíble, José. Mi madre está guapísima y mi padre ha cogido
bastante peso. A la que no he visto tan bien es a Marta, se la ve realmente
cansada por la situación…
Hubo un silencio al otro lado de la línea.
—¿Tú estás bien? —preguntó entonces José.
—Estoy bien a ratos, esto no es nada sencillo. Pero poco a poco lo
superaré. Solo son estos días porque Pedro ha salido de la cárcel. En cuanto
pase un tiempo todo volverá a la normalidad y la calma se hará latente de
nuevo.
Estuvo hablando un buen tiempo más con su marido. Charlaron sobre los
recuerdos del pueblo, las fotografías de sus amigas y su conversación con
Marta. Después, se acostó en su antigua cama. Le costó conciliar el sueño
pensando que todo pasaría en un par de días y que después de la tormenta
siempre llega la calma…
Pero lo que ella no sabía era que se equivocaba.
7

A la mañana siguiente, el Sol intentaba salir haciéndose hueco entre la


espesa nubosidad que predominaba en el cielo, el viento soplaba flojo pero
gélido y las hojas de los árboles parecían danzar en su transcurso hasta el
suelo.
Alba salía de casa a primera hora con un claro objetivo: visitar a los
padres de Alicia. Hacía siglos que no los veía y sentía que era necesario para
ellos. En momentos como los que estaban pasando es importante que alguien
cercano a su hija les hiciese un poco de compañía.
Hacía mucho tiempo que no conducía, ya que después de sacarse el carné
de conducir en Granada, se dio cuenta de que prefería el transporte urbano.
No obstante, en el pueblo era más sencillo dominar un coche que en la ciudad
y su padre le había ofrecido que se lo llevara. Llegaría en un momento a su
destino y así se resguardaba un poco del frío húmedo que hay en esa zona y
que te cala los huesos.
Con las manos heladas y enfundada en un grueso chaquetón para esa
época del año, arrancó el motor con temor y metió la primera marcha. Al
principio le pareció un mundo dominar el embrague; de hecho, se le caló el
coche, pero tras varios intentos y con el soporte de su padre, que desde la
ventana de la casa gritaba indicaciones, consiguió arrancar con éxito.
Cinco minutos después se encontraba frente a la casa donde había hecho
multitud de fiestas de pijamas en su adolescencia, aunque claro está, se
notaba que la casa había sufrido varias reformas y el azulejo de la fachada
había sido reemplazado por otro totalmente nuevo y más novedoso. Alba
miró maravillada la decoración, donde la piedra vista predominaba junto con
plantas sembradas en macetas que aportaban el toque de color.
Puso la mejor de sus sonrisas cuando llamó a la puerta y una adorable
anciana de pasos torpes la atendió. Llevaba el pelo corto y blanco como la
nieve de Sierra Nevada y el marrón de sus ojos se volvieron vidriosos al
reconocer a la mujer.
—¿Sí? ¿Quién eres?
—¿No me reconoce? Soy Alba, que he vuelto a casa.
—Alba, no te reconozco. Estás muy cambiada pero fantástica. ¿Cómo
estás? ¿Y tus padres? Hace mucho tiempo que no los veo.
Ambas se abrazaron y besaron.
—Hola, Inés. Estoy muy bien y por lo que veo usted también. Mis padres
están fenomenales. Le mandan recuerdos.
La señora le dio paso a una casa que no tenía una decoración moderna, y
acomodó a su visita en un sillón viejo junto a un café.
—No esperaba visita hoy, la verdad. Acabo de volver de la peluquería de
hacerme la permanente que tenía unos pelos…
—Sabe por qué estoy aquí ¿verdad?
Inés se encogió de hombros y después asintió cansada.
—Esta tortura nunca acaba… Y ahora ese muchacho al que ya no guardo
rencor se encuentra merodeando otra vez por las calles. Le perdono por lo
que hizo en su tiempo y pienso que ha pagado…, pero no debería andar
suelto.
Alba pudo apreciar cómo el rostro de la mujer se ensombrecía y entonces
quiso cambiar el rumbo de la conversación.
—¿Dónde se encuentra Fermín?
Ésta rio y besó una medalla de oro que colgaba de su cuello donde la
virgen María abrazaba al niño Jesús.
—Hace mucho que no vienes por aquí y andas muy perdida. Pero me
alegro de que pudieses escapar de esta pesadilla. Mi marido murió hace siete
años, se encuentra arriba con mi niña que me espera…
—Lo siento mucho…
—No tienes nada que sentir, sé que él está bien y está haciendo
compañía a Alicia.
Alba sonrió con ternura a la mujer y acarició su delgada y huesuda mano.
—¿Te gustaría volver a ver la habitación de Alicia? —preguntó
entonces.
Al principio no supo cómo reaccionar, pero la realidad era que siempre
había deseado eso en el fondo de su corazón. Tenía demasiadas preguntas sin
respuesta que debía resolver si quería que ese viaje hacia la más profunda de
sus pesadillas sirviese de algo. Asintió de forma frenética; no se dio cuenta de
lo tremendamente desesperada que pareció en ese momento. Se levantaron y
Alba tuvo que ayudar a la mujer a caminar hacia el fondo del pasillo.
—Tengo la pierna fatal desde hace meses —aclaró acompañado de una
queja.
De nuevo, Alba pudo ser partícipe de un segundo santuario en nombre de
su amiga del que no se había tocado absolutamente nada. La habitación se
encontraba en perfecto estado y la mujer no pudo evitar emocionarse. Ese
habitáculo le había dado tantos buenos momentos…
Entonces los recuerdos invadieron su mente y se vio a sí misma riendo a
carcajadas con Marta y Alicia mientras hablaban sobre chicos y coloradas
como un tomate se daban cojinazos en la cabeza. Era, como su madre decía,
la edad del pavo, en la que todo son risas a carcajadas sin venir a cuento y las
conversaciones sobre los chicos de clase podían aguantar hasta bien entrada
la madrugada; donde las películas de terror no se sienten con intensidad
porque cada dos minutos alguien grita y ríe sin parar.
Entró y rozó con la yema de los dedos cada marco de fotos, el papel
pegado a la pared que comenzaba a despegarse por la humedad y
descolorarse por el tiempo. Necesitaba estar sola.
—Inés…, ¿podría dejarme a solas un momento?
La mujer bajó su triste mirada al suelo desde el marco de la puerta y
asintió sin mediar palabra mientras se daba la vuelta y cerraba la puerta.
En cuanto se quedó sola sintió la presencia de su amiga, su perfume a
flores frescas e incluso creyó escuchar su risa agitada de fondo. Alicia se
encontraba allí con ella, podía sentirla.
—Te extraño tanto… —gimió mientras se daba por vencida y se
tumbaba abatida sobre la cama—. Simplemente quiero saber lo que te pasó…
Y si de verdad estás aquí ahora mismo conmigo necesito que me ayudes y
mandes una señal.
Durante unos minutos, Alba esperó expectante alguna señal de
ultratumba que la hiciese sobresaltarse en el colchón, pero no sucedió
absolutamente nada… Hasta que, de nuevo, un recuerdo se le vino a la mente
tan claro que parecía que lo estaba viviendo en ese mismo instante. Las tres
amigas habían echado el cerrojo a la puerta y reían mientras encendían un
cigarrillo.
—¿Estás segura de que no hay nadie en casa? —preguntó Marta,
frotándose las manos de forma impaciente.
—Mi padre trabaja y mi madre está visitando a mi tía, pero por si acaso
he cerrado la puerta —contestó Alicia.
—¿Dónde has conseguido el cigarro? —preguntó entonces Alba.
La chica se puso colorada como un tomate y sonrió de oreja a oreja
mientras lo encendía.
—Me lo han dado.
—¿Quién?
—No puedo decirlo —dio la primera calada y exhaló el humo con placer
—. Solo te diré que estoy enamorada.
Marta arrancó el cigarro de las manos de su amiga y dio otra calada.
—¿Enamorada de quién? ¿De Pedro?
—¡Qué vergüenza! —Alicia ocultó su rostro bajo sus manos.
—¿Tu madre sabe que tienes novio? —preguntó entonces Alba mientras
probaba también el cigarro.
—Me mata si se entera y me castiga sin salir.
—Pues vete preparando porque algún día te pillará —espetó Marta—.
Tendrás que escaparte para ver a Romeo.
—No creo que se entere nunca porque tengo el secreto bastante bien
guardado.
Entonces se dirigió como una bala hacia el armario y comenzó a
despegar con la ayuda de una regla metálica la tapa de un hueco oculto en el
fondo.
—¿Tienes un fondo oculto en el armario? —Alba no daba crédito.
La chica retiró la tapa con cuidado y sacó una libreta decorada con
pegatinas de corazones y su nombre escrito con una ortografía horrible.
—Aquí escondo mi diario secreto, en un lugar donde mi madre nunca lo
descubrirá.
Alba volvió a la realidad y se vio reflejada en el espejo tumbada en la
cama y con el rostro lleno de lágrimas. No recordaba algo tan imprescindible
para la resolución de un caso como un diario personal al que seguramente
nadie pudo investigar ya que solo las amigas de la víctima sabían de su
existencia. Recordaba perfectamente que nunca dijeron nada a la policía.
¿Cómo pudieron obviar algo tan importante? ¿Y por qué ambas lo habían
olvidado con tanta rapidez? Es obvio que en aquel momento solo pensaban
en la muerte de su amiga y el diario pasó a un segundo plano.
Se levantó con energía de la cama y se precipitó sobre el armario.
Debería estar aún allí si Inés había dejado la habitación intacta todos esos
años. Con la ayuda de las uñas fue capaz de sacar la tapadera que ocultaba el
fondo secreto. Tembló de pies a cabeza cuando tuvo entre sus manos la
libreta amarillenta con los corazones medio despegados. No supo por qué,
pero ocultó el diario en su abrigo y salió de la habitación demasiado nerviosa,
tan nerviosa, que esperaba que Inés no se diese cuenta del pequeño hurto que
estaba a punto de realizar. Antes de decir nada a la mujer y preocuparla, debía
asegurarse por ella misma de que había escrita alguna evidencia sobre el
porqué Pedro había asesinado a Alicia hacía veinticinco años.
Cuando salió se encontró de frente a la mujer y Alba palideció como la
luna.
—¿Te encuentras bien cariño? —preguntó.
Alba exhaló intentando calmarse y sonrió a la mujer. La agarró de las
manos y le besó en la mejilla.
—Está todo perfecto, Inés. Es solamente que tengo recuerdos. Ahora
debo irme a casa, pero no dude en llamarme siempre que lo necesite.
8

Había dicho que iría directamente a casa, pero en realidad se encontraba en


la dirección contraria, hacia la vivienda de Marta. En opinión de Alba, lo que
había pasado era algo mágico, algo que no sucede todos los días pero que de
repente te estremece de pies a cabeza. Básicamente estaba aterrada.
Había visitado el santuario de su amiga fallecida y recordado algo que
había permanecido oculto en su mente durante años. Alicia tenía un diario
secreto del que nadie, absolutamente nadie, conocía su existencia y ahora ella
lo protegía en el interior de sus grandes bolsillos del chaquetón. Quizás era
portadora de la clave para resolver el misterio sobre el asesinato de su amiga;
su asesino ya había pagado por ello, pero nunca supieron el porqué del
crimen. El joven siempre negó su culpabilidad.
A Alba, esa declaración le pareció de risa. Habían encontrado restos de
semen de Pedro en la vagina de Alicia. En un principio negó con rotundidad
haber mantenido sexo con la chica. Una vez se le declaró culpable, admitió
que tuvieron relaciones sexuales justo antes de despedirse y de que ella
desapareciese para luego aparecer desnuda, maniatada y estrangulada sobre
un arbusto.
Alba no pudo reprimir su deseo de tocar con la yema de los dedos el
cuaderno con pegatinas de corazón mientras pensaba en esas barbaridades.
«Necesito saber qué razón tuvo ese malnacido», pensó.
Lo había decidido. Estaba claro que no servía de nada acudir a la policía
para reabrir un caso que se había cerrado y prescrito y cuyo culpable acababa
de pagar condena por el simple hecho de aparecer en escena un diario secreto
que quizás revelase algo interesante o quizás no. Estaba claro que, antes de
nada, ella misma debía leer las anotaciones de su amiga y valorar si había
escrito algo digno de ser sacado a la luz.
Conforme comenzó a cruzar la plaza Carteya, buscó en su abrigo y sacó
un cigarrillo que encendió con torpeza por culpa del viento. No lo recordaba
tan bonito. Habían construido un parque infantil circular que quedaba
delimitado por una valla de colores para procurar que los pequeños no
corriesen hacia la carretera. Entre las vigas de hormigón, se encontraban
plantas trepadoras para dar el punto de color a lo que en su tiempo fue gris.
Y entonces se percató de que se sentía observada. No había mucha gente
en la calle, pero un par de ojos no le apartaban la mirada. Unos ojos que la
perseguían desde hacía tiempo, aunque ella se acababa de dar cuenta. Pero
¿quién era? Echó un vistazo en derredor y solo pudo ver niños tirándose por
el tobogán y madres que los vigilaban mientras conversaban. Tuvo un mal
presentimiento y comenzó a mirar de manera descarada hacia todos los
rincones posibles con la intención de descubrir el punto exacto de las
miradas. Lo que estaba claro es que no se equivocaba. Todo el mundo ha
tenido alguna vez ese escalofrío que te recorre la espalda cuando alguien te
fija su mirada, y solo entonces te das la vuelta y os observáis el uno al otro.
Era exactamente lo mismo.
Alba dio una calada larga al cigarrillo y resopló mientras apretaba el
paso y terminaba de rodear el parque. Aún faltaba un poco para llegar a su
destino. Cruzó al completo la calle Tomás Alva Edison y cuando comenzó a
subir por la calle Marjoleto, desapareció aquella sensación de vigilancia. Se
giró sobre sus talones por última vez y comprobó con satisfacción que nadie
la seguía.
9

Cuando estuvo frente a la casa de Marta, la primera impresión que se llevó


fue muy grata gracias a las macetas con flores de todas clases que decoraban
una entraba con un pequeño porche de piedra. Pronto descubriría que esa
vegetación era una mínima parte en comparación con la del patio trasero.
Observó con detenimiento las zinnias color roja y amarilla que coronaban una
puerta robusta de madera. Llamó al timbre y a los pocos segundos se
encontró de cara con una Marta algo más tranquila que la última vez que se
vieron. Tenía el pelo rojo recogido en una coleta y vestía un jersey color
crema conjuntado con unos vaqueros que, en opinión de Alba, se encontraban
algo gastados. La invitó a pasar con una amplia sonrisa y Alba no dudó un
segundo en hacer buen aprecio de la decoración con flores.
—¿Te gustan las zinnias? Pues entonces tienes que ver nuestro jardín
trasero. A Darío le encanta la jardinería desde que era pequeño y siempre
anda sembrando flores dependiendo de la época del año en la que estemos.
Creo recordar que ahora se encuentra adaptando una zona para hortensias.
Ven por aquí y te lo muestro.
Mientras avanzaban por un angosto pasillo que conducía al salón
principal de la casa, Alba pudo comprobar que la decoración interior se
basaba al completo en piezas de muebles de madera de roble y las paredes en
blanco, dando el punto de frescura con los jarrones y marcos de los cuadros
color blanco.
Sintió que algo le rozaba la pierna durante el recorrido y entonces
escuchó el ronroneo de un amigable gato blanco que se metía entre los pies.
Un niño de unos trece años se encontraba sentado en el sofá del salón
mientras jugaba a la PlayStation. Ni siquiera el hecho de tener visita había
conseguido que Manuel apartase la vista de la consola. Su madre se acercó
furiosa y le arrancó el mando de las manos.
—¿Es que ni siquiera vas a saludar? ¿Qué modales son esos?
El chico se percató entonces de la presencia de Alba y la saludó
tímidamente mientras se disculpaba en voz baja con su madre que le devolvía
el mando. Mientras tanto, el gato maullaba y ronroneaba por todas partes.
—Creo que el gato quiere algo, no para de maullar —objetó Alba desde
la entrada del salón mientras se quitaba el pesado abrigo y lo colocaba en una
de las sillas de madera.
—Manuel, el gato tendrá hambre.
—Bosco comió a su hora, solamente está dando la bienvenida —
respondió sin apartar la vista del televisor.
Marta negó agotada e hizo un gesto con la mano para que su amiga la
siguiese.
—Discúlpame por el desorden, pero tener un gato y un niño en la casa es
una locura.
—¿El gato se llama Bosco?
—Sí, como el pintor.
Cruzaron una pequeña cocina donde los platos por fregar estaban
amontonados sobre la encimera y Marta abrió de par en par la puerta que
daba al patio trasero de la casa. De nuevo, Alba quedó maravillada cuando
ante sus ojos se extendió un pequeño jardín repleto de flores de todo tipo:
zinnias, dalias, aster y hortensias en un rincón del fondo. La selección vegetal
parecía escogida meticulosamente para formar un degradado perfecto de
colores que se fusionaban entre sí.
—Es totalmente precioso… —susurró mientras se agachaba y rozaba con
las yemas de los dedos un crisantemo color amarillo.
—Si te fijas bien, al fondo del todo estamos ahora mismo plantando las
hortensias.
—Sí que lo veo, no esperaba que tuvieses una casa tan sumamente
bonita.
—Se hace lo que se puede —dijo con una sonrisa burlona—. Tendremos
que visitar Granada y ver la tuya.
—Las puertas están abiertas para tu familia.
—Así me gusta. ¿Quieres un café? Está recién hecho.
Alba asintió y volvieron a la cocina. Marta sirvió cuidadosamente en una
bandeja dos tazas de café y las llevó de vuelta al salón con un azucarero y
jarra de leche caliente. Depositó la bandeja en la mesa de madera grande del
salón donde Alba había dejado el abrigo previamente y apartó ambas tazas
con sus dosis de azúcar.
Bosco parecía jugar con una pelota hecha con papel de plata como si la
vida se le fuese en ello y el cascabel que colgaba de su cuello no dejaba de
sonar.
—Manuel, ¿puedes llevarte el gato a tu habitación? —el chico asintió y
cogió en brazos al animal mientras desaparecía escaleras arriba.
Antes de comenzar a contarle nada a su amiga, Alba dio un generoso
sorbo al café humeante que tenía servido ante sí y rebuscó después entre los
bolsillos de su abrigo hasta dar con el cuaderno decorado con pegatinas de
corazón.
—¿Sabes qué es esto? —preguntó tendiéndolo ante ella.
Marta lo cogió y cambió su semblante por una mirada ceniza
acompañada de una mueca de disgusto. Primero negó y luego asintió antes de
preguntar.
—¿De dónde lo has sacado?
—He visitado a Inés y, te parecerá una locura lo que te voy a decir,
pero…
—Sí que me parece una locura —atajó Marta. Dejó el diario sobre la
mesa.
—Venga ya Marta… —suplicó—. Ha sido…, como si la propia Alicia
quisiese que recordase la existencia del diario. Puede que no contenga nada
relevante ni aporte nada nuevo a lo que ya sabemos, pero quizás, si lo leemos,
nos ayude un poco a comprender mejor lo que le pasó a nuestra amiga y así
poder dejar definitivamente el pasado atrás.
—Yo ya he dejado el pasado atrás, Alba —bebió del café.
—No lo has dejado, te acabas de teñir el pelo justo como lo llevaba ella.
Quizás tu mente te está jugando una mala pasada y ahora que se cumplen
veinticinco años y Pedro ha salido de la cárcel, el pasado te ha golpeado
duramente y has recurrido a ese tinte en un intento desesperado de recordar a
nuestra fallecida amiga. Piénsalo.
Hubo un par de segundos en los que ninguna abrió la boca y el ambiente
se tornó algo turbio cuando la cerradura de la puerta principal giró y un
esbelto hombre de unos cuarenta años entró en la casa. Darío, de pelo
abundante y rasgos finos, accedió al salón algo sorprendido por la visita.
Alba pensó que no recordaba al marido de su amiga tan extremadamente
guapo; tenía una mirada limpia que combinaba a la perfección con su fuerte y
blanca dentadura y su recortada barba de una semana. Se notaba que el
hombre hacía deporte, y aunque venía enfundado en un abrigo largo, se podía
ver a la perfección que estaba musculado.
—Pero, bueno. ¿A quién tenemos aquí? ¡Hacía siglos que no te veía! —
exclamó.
Primero besó en los labios a su mujer y después dio dos besos a Alba.
Marta intentó cambiar el semblante serio y sonrió de oreja a oreja.
—Alba dice que le encanta tu jardín.
Con satisfacción, el hombre sonrió y dio varios golpes en el pecho.
—Ha sido a base de esfuerzo y dedicación. De pequeño, cuando mi
padre me castigaba por las malas notas me mandaba a trabajar cuidando el
jardín de mi vecino de enfrente, que en paz descanse.
—Ese hombre se merece un altar —opinó Marta.
—¿Un altar por qué? —preguntó entonces Alba.
La mujer la miró de hito a hito y dio varios golpecitos con el dedo sobre
el diario.
—Ese anciano que murió, fue el policía que investigó el caso de Alicia y
detuvo a Pedro antes de jubilarse. Así que reitero, se merece un altar.
—Pues no tenía ni idea…
—Las cosas de los pueblos pequeños, que todos nos conocemos y somos
vecinos.
Entonces Darío se interesó por el diario que descansaba sobre la mesa de
su casa y, mientras las dos mujeres bebían del café, lo sujetó con ambas
manos y observó el deterioro de la portada.
—¿Qué es? —preguntó.
—Es un diario secreto que Alicia tenía oculto en su cuarto y Alba quiere
que lo leamos juntas… Mi respuesta por supuesto es que NO —dijo
arrebatando de las manos de su marido el cuaderno y depositándolo frente a
la mujer—. Es demasiado doloroso para mí leer una sola letra. Y volviendo al
tema de antes, me he teñido el pelo porque me encanta y a mi marido le
gusta.
—Está bien —dijo Alba abatida—. Te entiendo, no insistiré.
Se lo guardó de nuevo en el abrigo y apuró los últimos sorbos de café.
10

Se encontraba paseando completamente sola por un sendero de tierra mojada


y escasa vegetación donde la humedad se hacía latente en sus huesos. Esa
humedad parecía convertirse en una espesa niebla que imposibilitaba la
visión a más de dos metros. Asustada, aceleró el paso con el fin de llegar al
final de aquel sendero que conducía a la nada. Se sentía observada desde
todas direcciones, pero no podía ver absolutamente nada a causa del terror
que parecía no permitirle avanzar; estaba totalmente petrificada y acorralada
en la más absoluta oscuridad. Se giró sobre sus talones y permaneció durante
unos segundos en silencio, controlando el poco ruido que su agitada
respiración producía y que podría delatar su posición entre la neblina. Se tapó
la boca horrorizada y escuchó…
Algo o alguien se movía cerca. Entonces la vio. Una figura humana se
acercaba con rapidez hasta su posición. No quiso esperar más, gritó con todas
sus fuerzas y corrió cuanto pudo arañando sus descalzos pies al atravesar las
pequeñas ramas de los arbustos. La tierra se hundía bajo ella por culpa de la
lluvia que apareció de la nada y la empapaba por completo. Resbaló por la
pendiente y cayó sobre el fango, arrastrándose como si fuese una culebra en
busca de alimento. Fue cuando se percató de algo completamente aterrador.
Estaba rodeada por una veintena de personas que la señalaban con el dedo y
ella, en el centro acorralada, solo podía llorar y suplicar a Dios que la ayudase
a salvar su vida. Las gotas de lluvia recorrían su rostro arrastrando a su paso
restos de barro.
La niebla comenzó a disiparse poco a poco y los rostros de sus
perseguidores comenzaron a hacerse visibles. Se llevó una desagradable
sorpresa cuando reconoció las caras de las personas del pueblo con una
sonrisa retorcida, cuchicheando entre ellos, mientras la señalaban sin pudor
alguno. Pero, sobre todo, su mayor pesadilla se hizo realidad cuando
descubrió que la persona que estaba frente a ella, esa silueta que la había
perseguido por el sendero con la clara intención de atacarla era Alicia; ese
ángel de pelo largo y rojizo la señalaba directamente con el dedo y sin
expresión alguna. Tenía lo que se hace llamar, cara de póquer. Entonces gritó
con todas sus fuerzas. Alicia gritaba horrorizada como si no hubiese un
mañana.
Alba se despertó en su cama empapada en un sudor frío. Tan frío como
el suelo húmedo de su pesadilla y como la mirada de su amiga fallecida. La
mirada gélida de alguien que ya no se encuentra entre nosotros. Supo con
certeza que Alicia la había visitado para advertirla de algo, de algo de lo que
no se puede escapar y que ella misma conocía muy bien ya que, hacía
veinticinco años, intentó huir y nunca lo consiguió.

Esa misma mañana había salido con su madre de casa porque se había
corrido la voz de que en el Paseo de la Constitución habían puesto un
mercadillo medieval. Al principio, Alba se encontraba reticente ante la idea
de salir de casa porque necesitaba sopesar todo lo que estaba sucediendo.
Necesitaba tener una conversación con José y que él la consolase y
aconsejase. Solo José conseguía calmarla y quizás por eso se había
enamorado tan perdidamente de él cuando comenzó a estudiar la carrera y le
daban los ataques de ansiedad en mitad de las clases. Pero su madre la había
convencido.
—Quiero que pasemos un poco de tiempo juntas y será buena idea
pasear y comprar uno de esos quesos artesanales que tanto te gustan —le
había dicho. Así que se habían enfundado sus abrigos y bufandas y habían
salido de casa cogidas del brazo.
Agradeció los pasos lentos y torpes de su anciana madre porque pudo
disfrutar cada puesto. Pudo, literalmente, saborearlos y tuvo que controlarse
para no alimentar a su otra mitad oscura, la versión de ella misma que
compraba de todo compulsivamente sin miramiento alguno; cosas que a
veces necesitaba, otras las compraba simplemente por placer. Las rebajas
habían sido su perdición dos veces al año y después se había dedicado a
adquirir libros; muchos aún estaban sin leer.
Rieron juntas y amaron esos pequeños momentos que la vida les había
brindado juntas, seleccionando entre los quesos de cabra y los diferentes
panes hechos al horno de leña. Admiraron la decoración que el Ayuntamiento
había proporcionado y la gente disfrazada de la época medieval que las
transportaba directamente al pasado.
Alba finalmente se decantó por dos piezas de queso, una que se quedaría
ella y otra que mandaría a Granada para que José pudiese también degustarlo.
De repente, volvió a sentir la misma sensación de vigilancia que había
sentido con anterioridad y miró en derredor entre los cientos de personas que
se encontraban en ese momento en el mercado. Tal y como aparecía en su
sueño, varios grupos se habían formado desde diferentes puntos y
cuchicheaban entre ellos.
—Me siento vigilada —dijo a su madre.
Ésta lo comprobó por sí misma, con disgusto.
—Haz caso omiso. Es un pueblo y todos saben ya que estás aquí de
nuevo. Saben lo que te ha traído de vuelta y necesitan chismorrear.
—Supongo que sí, pero la sensación que tengo es diferente. Siento como
si alguien me vigilase… No sé explicarlo…, de otra forma.
—No te obsesiones con ello o acabarás mal.
Volvió a girarse y entonces su mirada se cruzó claramente con la de un
hombre que la observaba camuflado entre la multitud. Ese hombre de rasgos
masculinos y bigote la miraba con curiosidad. No pestañeaba. Alba comenzó
a tener miedo y sintió un leve escalofrío que le recorrió la espina dorsal.
Cuando hizo el ademán de avanzar hasta el sujeto para pedirle una
explicación, éste ya había desaparecido. Se había esfumado por completo y
ella no pudo reprimir la sensación de que algo malo estaba ocurriendo. Tenía
un mal presentimiento.
11

Dejó el agua caer sobre su rostro y su cuerpo desnudo; el agua caliente que
purificaba cada poro de su piel parecía sanar heridas abiertas en el alma hasta
reconfortarla. No se había dado cuenta, pero llevaba unos minutos
completamente inmóvil bajo el manto de agua que la acariciaba haciendo
erizar su vello.
Alba se enjabonó el pelo con suavidad mientras se relajaba y pensaba en
cómo hubiese sido su vida si Pedro no hubiese asesinado a Alicia. Cerró los
ojos y se concentró. «Habría sido completamente diferente. Mi vida no sería
la misma que tengo ahora en absoluto. Está claro que, si Alicia no hubiese
muerto y no hubiese cogido tanto miedo al pueblo como le tengo ahora
mismo, no habría tenido el arrebato de huir a Granada a estudiar». Continuó
pensando mientras se aclaraba la cabeza. «Quizás hubiese estudiado algo
diferente en Algeciras. ¿Administración de empresas? No sé ahora mismo si
hace veinticinco años se podía estudiar lo que se puede ahora. Simplemente
esa opción no fue viable en su momento y ni siquiera me informé. De lo que
sí estoy segura, es de que hubiésemos permanecido las tres juntas, como
siempre estábamos. Habría seguido viviendo con mis padres, la distancia que
hay ahora entre nosotros no existiría puesto que yo no la hubiese impuesto.
¿Fui una egoísta que no pensó en los sentimientos de mis padres? Solo pensé
en mi beneficio personal. Estaba asustada en ese momento y quise
desaparecer. ¿Qué digo asustada? Estaba aterrada, me pasaba las noches
comprobando las cerraduras de la puerta de la calle, instalé un cerrojo en mi
habitación y movía las estanterías sin libros durante las noches para bloquear
las ventanas. No podía dormir. Pero ellos no se merecían igualmente lo que
les hice… Una madre sintió que le arrebataban a su hija cuando su cuerpo fue
encontrado sobre un arbusto, pero fui yo misma quien me fui de mi hogar y
del calor maternal que se me ofrecía».
Una lágrima salió de su ojo y se mezcló con el agua…
«Hubiese sido muy feliz…, pero no hubiese conocido a José, que es el
amor de mi vida. El único que me ha tratado como una princesa cuando
estaba rota por dentro y consiguió pegar poco a poco los trocitos de mi
corazón destruido. Solo él ha estado conmigo en la cama aguantando mis
pesadillas. Me alegro de haberlo conocido… Así que no sé qué vida prefiero
porque las dos me aportan cosas buenas y cosas malas. Las dos me dan ese
subidón, esa pequeña dosis de adrenalina que una necesita cada día para
levantarse de la cama. Un aliciente. Me da lo mismo las personas que conocí
durante mi periodo de trabajo porque hoy en día me han demostrado que solo
eran compañeras, no amigas. Me da lo mismo cada cliente que todos los días
viene a la cafetería porque, al fin y al cabo, después del café vuelven a sus
casas con sus mujeres y maridos y no soy nadie importante en sus vidas…
Pero José es diferente. No podría vivir ahora mismo un solo día sin escuchar
su melosa voz diciéndome que soy la persona que más quiere en la vida, sin
recibir sus abrazos en mitad de la noche. Quizás la vida perfecta hubiese sido
una mezcla de las dos, pero está claro que no se puede tener todo en la vida.
A veces hay que sacrificar algo para poder obtener la otra cosa».
Negó con la cabeza en un intento de abandonar sus pensamientos y
volver al mundo terrenal. Salió de la ducha y se enfundó en la toalla. Tenía
decidido qué hacer ahora. Se encaminó a su habitación y se puso el pijama.
Cogió el diario del bolsillo de su chaquetón y se tumbó a leerlo en la cama.
—Diario secreto de Alicia Ballesta —leyó con una sonrisa.
Anduvo ojeando por encima algunos actos monótonos que la chica
escribió sobre las tareas de la casa que había hecho, las pequeñas discusiones
con mamá y papá y demás cosas intrascendentes que Alba pasó por alto.
Entonces comenzó a leer cuando conoció a Pedro. Lo describía como el chico
más guapo que había conocido nunca, que era muy popular entre las chicas
pero que se había fijado en ella. «Estoy muy enamorada de él, no sé cómo a
veces me soporta los comportamientos de niña pequeña y caprichosa. Quizás
porque es un príncipe azul de los que ya no quedan».
—Blablablá… —balbuceó Alba pasando las páginas con fluidez entre
sus dedos.
Decidió que si quería sacar algo interesante de las azucaradas memorias
de su amiga tenía que leer con mayor rapidez y solamente detenerse en lo
imprescindible, puesto que se trataba de la vida de una alocada adolescente
de diecisiete años que aún no había pasado la edad del pavo.
«Hace que sienta que puedo tocar las estrellas con solo mirarme a los
ojos. Tiene una mirada muy enigmática. Me pregunto qué ocultará tras ella».
«Aún siento mariposas en el estómago a pesar del tiempo de relación. Es
absolutamente maravilloso en todos los sentidos. Aunque a veces pueda hacer
cosas que me duelan, se lo perdono todo».
«Quizás mi madre no estaría orgullosa de lo nuestro si lo supiese, pero es
que le amo».
«Últimamente no paramos de discutir, se está volviendo muy celoso y
posesivo. Me controla. Siempre me pregunta a dónde voy y de dónde vengo.
Creo que sabe mi secreto».
«No lo aguanto más, esta situación me está superando. No podemos
seguir siempre discutiendo por todo. Hoy se ha vuelto loco cuando me ha
visto pasear sola por la calle y me ha preguntado de dónde venía. Se ha
puesto violento conmigo y se ha liado a patadas con una farola. No sé cómo
no se ha roto el pie…».
«Finalmente la bestia oculta tras la fachada de niño bueno ha sido
descubierta. Es simplemente una persona con sentimientos que en realidad
me dan pena. Hasta el momento nunca me ha puesto una mano encima».
«Mi verdadero problema es que, aunque no estemos hechos para estar
juntos, yo le quiero».
Alba tuvo que dejar de leer el diario secreto de Alicia. Se encontraba
realmente nerviosa. Sentía que era suficiente por esa noche. Con solo una
breve ojeada había leído cosas que asustarían a cualquiera. Necesitaba algo
de fuerzas para poder continuar.
—¿Por qué te hiciste este daño a ti misma?
Cerró el diario y lo colocó sobre la mesita de noche. Se metió en la cama
y apagó la luz. Durante media hora, intentó dormir en vano, puesto que no
podía apartar de su mente una frase que la había desconcertado por completo.
No entendía absolutamente nada: «Creo que sabe mi secreto».
12

El parque botánico Betty Molesworth fue inaugurado el tres de febrero de


mil novecientos noventa y cinco en reconocimiento a una botánica
neozelandesa del mismo nombre que vivió en Los Barrios hasta el día de su
muerte el once de octubre de dos mil dos. Entre sus descubrimientos más
destacados en la zona campogibraltareña, destacó especialmente el del
«Psilotum nudum», que conmovió a todos los círculos botánicos europeos.
Hoy en día, los habitantes de la Villa de Los Barrios pueden disfrutar de una
gran variedad de especies vegetales mientras pasean o hacen deporte en ese
lugar.
Pero para lo que nadie estaba preparado, fue para los acontecimientos
que tendrían lugar la mañana del veinte cuando apareció un segundo cadáver
oculto entre la vegetación del parque veinticinco años después de lo sucedido
a Alicia Ballesta. Se trataba del cuerpo de una adolescente de diecisiete años
llamada Eva Laso.
La chica había salido de fiesta con su grupo de amigos en la noche del
diecinueve y a cierta hora había partido sola de regreso a casa. Ninguna de
sus amistades podía imaginar que ésta nunca llegaría a su hogar.
La familia había dado parte de ello a las fuerzas policiales que habían
advertido que hasta pasadas las veinticuatro horas no podían hacer nada, que
se tranquilizasen y se limitasen a esperar puesto que era muy común entre los
adolescentes escaparse de casa o simplemente quedarse a dormir en casa de
algún conocido sin avisar.
Finalmente fue encontrada a temprana hora de la mañana por un joven
atleta que salió en su rutina diaria de entrenamiento. La noticia llegó a oídos
de todo el mundo en cuestión de horas, y es que tanto la chica en sí, como el
caso, recordaban mucho el asesinato de Alicia Ballesta. Ambas eran
adolescentes de diecisiete años. Ambas tenían el pelo teñido de un rojo
potente que hacía llamar la atención de todos. Ambas habían desaparecido
durante una noche de fiesta, y por supuesto, sus cadáveres habían aparecido
entre la vegetación, semidesnudos y maniatados. Su captor las había atado de
las muñecas, desnudado y violado.
La zona se llenó en un momento de agentes de policía que habían
acordonado todo el recinto. Antes de hacer la autopsia pertinente, el forense
estimó que había fallecido estrangulada por las manos fuertes de un varón
mientras ejercía la violación. La chica presentaba los morados de unos dedos
que se aferraban a su garganta y un desgarro vaginal de tres centímetros.
También se había estimado un rigor mortis leve dada la rigidez en el cuello y
zonas superiores. Esto quería decir que se estimaba la hora de la muerte sobre
unas tres o cuatro horas antes del hallazgo de Eva.
Era una situación demasiado triste y desagradable para el pueblo, que
corría nervioso de acá para allá comentando el hecho. El ambiente se
encontraba tenso, furioso y asustado en un lugar en el que siempre había
reinado la paz.
Todo el mundo supo lo que había pasado… Pedro, el asesino que
acababa de cumplir condena y salido de la cárcel, había vuelto a asesinar tan
pronto como había tenido la oportunidad. Obviamente la masa se había
repartido en dos bandos: los que tenían demasiado miedo como para salir a la
calle y los que habían acudido con mayor rapidez que la policía a la casa del
presunto asesino con el propósito de capturarle y darle una paliza de muerte.
Al fin y al cabo, era lo que se merecía, o eso decía la gente.
En primer lugar, prendieron fuego al coche familiar en forma de
amenaza. Después llegaron los golpes en la puerta exigiendo a gritos que el
asesino saliese a dar la cara. Al no conseguirlo, los huevos contra la fachada
y las piedras contra los cristales fueron lo siguiente.
Desde el interior, se escuchaban los gritos y sollozos de una anciana
madre que no tenía culpa de nada; se encontraba aterrorizada y acorralada en
su propia casa. Pedía ayuda a los policías que tardaban en llegar.
La muchedumbre tuvo que apartarse para dejar paso a los agentes de
policía, algunos entre vítores y otros enfurecidos aludiendo que solo ellos
podían dar su merecido a esa alimaña. Las leyes eran demasiado suaves…
Derrumbaron la puerta principal y una veintena de agentes irrumpieron
en la casa en busca de Pedro. Miraron en cada habitación, en cada lugar
donde podía permanecer oculto, pero fue en vano. Pedro había huido y fue
puesto en busca y captura.
13

Marta había cerrado la puerta con llave y había echado el cerrojo a cada
ventana de la casa. Había entrado en pánico. El asesino de su amiga había
huido de la policía tras volver a asesinar a una joven adolescente que
casualmente vivía frente a ella.
Los gritos no cesaban desde el otro lado de la calle, donde una madre y
un padre se enteraban de la terrible noticia de que su querida hija había sido
víctima de un despiadado asesino que había esperado veinticinco años para
volver a actuar.
Marta se acercó con sigilo a la ventana al tiempo que abrazaba a su hijo
con fuerza mientras se preguntaba si lo hacía en modo de defensa y
protección o con la intención de que fuese su hijo quien la protegiese a ella.
Deslizó un poco la cortina y observó a través de la ventana los coches
patrulla frente a la casa de la víctima y a su madre sollozar en la puerta de
entrada mientras se aferraba a su marido para mitigar el dolor. En un
momento dado, ambos perdieron las fuerzas y se precipitaron de rodillas
contra el duro suelo, desde donde la policía les agarró por los brazos y
levantó llevándolos hasta el interior de la casa.
—Mamá, tengo miedo… —dijo Manuel.
Su madre lo abrazó con fuerza y besó en la mejilla con los ojos anegados
en lágrimas.
—Yo también, hijo mío.
Después se precipitó hacia el teléfono móvil y marcó con manos
temblorosas el número de Alba. Ésta contestó de inmediato y Marta se dejó
vencer por el miedo y lloró con su amiga al otro lado de la línea.
—Dios mío, Alba. Tengo muchísimo miedo. Sabía que ocurriría esto en
cuanto lo pusiesen en libertad.
—No doy crédito a lo que está sucediendo… —balbuceó con la voz
quebrada—. Necesito ir a tu casa para enseñarte algo.
Marta asintió de forma frenética.
—Sí, por favor. Ven cuanto antes. Dicen que Pedro ha huido. Cuando la
policía ha ido a su casa, solo se encontraba su madre. Gritaba y aseguraba
que su hijo había pasado toda la noche con ella…
—Es su madre, ¿qué va a decir? Solo quiere protegerle. Me visto en un
momento y voy para tu casa. Adiós.
14

Alba caminaba lo más rápido que podía. Las calles estaban atestadas de
personas reunidas en grupos para comentar los acontecimientos acaecidos en
la tranquila villa de Los Barrios. Nadie, absolutamente nadie, se explicaba
cómo alguien tan peligroso había sido puesto en libertad. Sesgó la vida de su
primera víctima, Alicia, y después de pasar veinticinco años encerrado entre
rejas, se había llevado otra. «La gente nunca cambia… El que es así, es así y
punto», se escuchaba.
Alba parecía ser, de nuevo, el blanco de todas las miradas. Se sentía
observada fuese donde fuese y eso le hacía replantearse una y otra vez coger
el primer tren de vuelta a Granada. Deseaba huir de nuevo. Pero no podía
hacerlo ya que tenía que llegar hasta el fondo del asunto para poder por fin
pasar página y enterrar en un ataúd bajo tierra todos esos miedos, temores y
dudas que la atormentaban cada vez que intentaba conciliar el sueño. Tenía
que ser la mujer fuerte que a José siempre le había dicho que era…, aunque
ella misma pensara que era mentira. Era la persona más frágil, débil e
inestable que pueda encontrarse en la Tierra. Pero a veces tienes que fingir
para que la vida no te atropelle como un vehículo hace con un animal
desorientado en mitad de la noche.
Intentó hacer caso omiso a las miradas ajenas, pero había llegado un
momento en su trayecto en que le fue absolutamente imposible. Comenzó a
notar esa mirada penetrante que la atravesaba como si de una flecha se
tratase. La observaban de nuevo… La espiaban entre la multitud como
aquella mañana en mitad del mercado medieval. Lanzó una mirada de un lado
a otro y solo pudo ver una masa compacta de personas que cuchicheaba sobre
ella, pero a pesar de eso, el miedo en su interior se hizo latente.
Había alguien que la observaba de diferente forma, una forma que hacía
que se le erizara el vello y que un escalofrío le recorriese la espina dorsal.
Calculó lo que le faltaba para llegar a casa de Marta y apretó dentro de su
bolso el diario secreto de su amiga. Fue en una calle donde no había
absolutamente nadie, aunque seguía sintiéndose vigilada, cuando decidió
correr con todas sus fuerzas.
Por un momento pensó que el terror se había apoderado de su cuerpo,
helándole la sangre hasta impedirle mover las articulaciones de una forma
natural. Pensó que caería al suelo y la atraparían. La realidad era otra muy
distinta. Corría como nunca lo había hecho, a una velocidad vertiginosa
donde todo se había vuelto silencioso y solo se escuchaba su agitada
respiración. Su perseguidor comenzó también a correr tras ella. Alba soltó un
grito ahogado. Sabía que podría tratarse de Pedro, el asesino que había
desaparecido del mapa desde que encontraron el cuerpo de Eva Laso.
Comenzó a gritar desesperada al tiempo que veía a lo lejos la casa de su
amiga. Sin darse cuenta se encontró pidiendo ayuda a pleno pulmón. Los
vecinos comenzaron a salir a las puertas de sus casas donde solo pudieron ver
a una Alba enloquecida y llorando como una niña pequeña. Marta también
salió alarmada a la puerta de su casa, y en cuanto Alba cruzó el umbral de la
puerta, la cerró de golpe y echó el cerrojo.
—¡Alguien me sigue! —gritó temblando de pies a cabeza.
Su amiga abrió los ojos como platos y gritó el nombre de su marido para
hacerle venir.
—¿Quién te sigue? —preguntó alarmada mirando por la mirilla.
—No lo sé. Es Pedro. Sí, sí, se trata de Pedro. Lleva varios días
siguiéndome.
Darío apareció con un bate de béisbol y se abrió paso entre las mujeres
hasta salir a la calle.
—Voy a mirar por los alrededores de la zona y si encuentro a ese
malnacido antes que la policía, le mataré —espetó, desapareciendo agitado y
blandiendo el palo en el aire.
Las mujeres cerraron la puerta de nuevo y esperaron con impaciencia a
que el hombre volviese mientras se abrazaban. A los pocos minutos, Darío
volvió algo más relajado, pero con el ceño fruncido.
—Nada —expuso—. No hay nadie.
—Te juro que me seguían. Debemos llamar a la policía para que
registren bien cada tramo de calle. Quizás se ha ocultado entre los coches y
no le has visto.
Darío negó mientras soltaba el bate de béisbol en el suelo.
—No creo que sea conveniente llamar a la policía cuando no hay pruebas
de nada. He salido y no había nadie. Además, ya tiene la policía suficiente
con estar cada dos por tres en casa de la vecina.
—¿Qué pasa? ¿no me crees? —preguntó sin dar crédito.
Hubo unos segundos de silencio. Los tres se miraron sin mediar palabra.
Entonces Darío volvió a preguntar.
—Pero…, ¿has visto la cara de quien te seguía? ¿Has visto a Pedro?
—No… No he visto realmente a nadie… ¡Pero no miento! Me seguían,
no me lo estoy inventando —se volvió hacia Marta—. Tú me crees, ¿verdad?
No tengo motivo alguno para inventármelo.
Marta resopló y la abrazó.
—Te creo, pero es cierto lo que dice Darío. Si no tenemos pruebas no
podemos llamar a la policía. Ahora mismo están muy ocupados buscando a
Pedro.
Alba se mordió la lengua y pensó que necesitaba con urgencia fumarse
un cigarrillo. No estaba loca y sabía perfectamente lo que había sentido. Pero
no tenía pruebas…
Marta rompió el hielo y volvió a preguntar.
—¿Qué crees que quiere de ti?
Alba metió la mano en su bolso con determinación y sacó el diario.
—Tengo esto —expuso mirando fijamente a los ojos de los dos—,
Tengo pruebas de que algo pasó aquella noche que hizo que Pedro matase a
Alicia. Alicia tenía un secreto y está escrito aquí con su puño y letra.

Más tarde, Darío acompañó a Alba a su casa en coche. La mujer


necesitaba sentirse segura y no era apropiado volver a pie. Alba se montó en
el Sea León color verde; permaneció todo el trayecto a casa en silencio.
Necesitaba pensar en lo ocurrido. Las luces de las farolas danzaban a través
de los cristales, una danza suave y hermosa que parecía indicar la vuelta de la
paz al pueblo, una sensación de paz falsa para Alba que, a pesar de haber
mostrado el diario a su amiga y su marido, no podía evitar sentirse como una
lunática.
El coche llegó a su destino y Darío lo puso en punto muerto.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó.
—Sí… Muchas gracias por traerme a casa.
El hombre sonrió de oreja a oreja y sus blancos y perfectos dientes
parecieron perlas al incidir sobre ellos la luz de las farolas. Alba pensó que
era uno de los hombres más guapos que había conocido en su vida y se
sonrojó al saber que se encontraba fantaseando con el marido de su amiga.
Por un momento se sintió sucia e hizo el ademán de salir del auto, cuando su
acompañante la aferró con fuerza de la mano.
—Hazte un favor a ti misma y no sigas leyendo ese diario. Lo único que
consigues es no poder olvidarla y eso te está destrozando poco a poco.
Lo que le faltaba a Alba era escuchar a Darío darle a entender que se
estaba obsesionando tanto con el diario y como con la muerte de su amiga. Se
sintió frustrada ante la indirecta y apartó la mano con brusquedad.
—Muchas gracias por traerme a casa.
Dicho esto, cerró la puerta del coche y dejó a Darío preocupado
observándola en la distancia mientras entraba en casa.
15

Con el amanecer de un nuevo día, el cielo se encontraba totalmente


despejado. Parecía que el viento de levante había desaparecido y la
temperatura se mostraba agradable. Iba a ser el día perfecto.
Ya habían pasado varias jornadas desde la aparición del cuerpo de Eva.
Aun así, se respiraba el mismo aire tenso y lleno de miedo. La gente salía lo
imprescindible de casa, a menos que fuese para un recado importante o ir a
trabajar. Las ventanas y puertas se encontraban cerradas a cal y canto y
parecía que había un toque de queda para los niños; debían estar cerca de sus
viviendas, bajo supervisión de un adulto y de vuelta a las seis de la tarde.
Alba se despertó, bajó las escaleras hasta la cocina y desayunó unas
tostadas con mantequilla y mermelada de fresa con la compañía de un café
bien cargado. Su padre se había levantado temprano para trabajar en un
pequeño huerto que algunos jubilados de la villa tienen a las afueras del
pueblo y su madre se encontraba barriendo el suelo de la casa.
—Buenos días —saludó aún somnolienta—. Es realmente temprano.
Su madre le dedicó una dulce sonrisa.
—Cuando seas mayor no dormirás todas las horas que duermes. Te lo
aseguro.
—No sé yo… ¿Y papá?
—Tu padre está en el huerto. Regresará enseguida. ¿Qué planes tienes
para hoy?
—Pues nada en concreto, la verdad. Tengo que llamar después a José,
cuando sepa que ha terminado el turno de trabajo. Estará comiendo fatal estos
días.
Tras el desayuno, se vistió con algo cómodo y salió a la puerta de la casa
para recoger el correo. Introdujo la llave en la cerradura y sacó varios
panfletos publicitarios y varias cartas. Apartó la publicidad a un lado y
comenzó a mirar con mayor detenimiento las cartas. Había una de la
compañía eléctrica. La abrió y la leyó:
—Suspensión del suministro por impago. Mierda… —farfulló.
Sus padres estaban teniendo problemas económicos y no le habían dicho
nada. Era el segundo aviso de impago de una factura de ciento sesenta euros
acompañada de una amenaza de cortar el suministro si el débito no era
ingresado. Pensó que, cuando llamase a José, le daría el número de cuenta de
sus padres para hacerles un ingreso de quinientos euros y poder pagar las
facturas.
Pasó por alto el nuevo catálogo de Ikea y se sorprendió al descubrir que
había una carta para ella misma; un sobre sin remitente donde lo único que
ponía era «ALBA» en mayúsculas. Lo abrió extrañada y extrajo el folio que
contenía en su interior. No había texto alguno, solo un dibujo impreso que
hizo que se le helara la sangre. El sencillo dibujo de un ojo abierto con tres
pestañas; claro mensaje carente de letras. Ella sabía con total certeza que la
advertían de que estaba en el punto de mira. Alguien la vigilaba y se había
encargado de decírselo a través de un extraño dibujo… «Te estoy vigilando y
si no paras de meter las narices donde no te llaman, tendré que silenciarte».
Se llevó la mano a la boca horrorizada y no pudo evitar que la invadiese
una sensación de rabia. No estaba loca, pero nadie la creía. Arrugó la nota
amenazante con furia y la partió en varios pedazos deshaciéndose de ellos.
Nadie iba a evitar que descubriese la verdad, por mucho miedo que tuviese.
Entró con determinación en la casa y se dirigió, sin mediar palabra con su
madre, hacia su habitación. Cerró el cerrojo y cogió más decidida que nunca
el diario. Lo abrió y comenzó a leerlo. Se llevó la sorpresa de su vida cuando
descubrió varias páginas en las que se podía leer la misma frase, una frase
que no tenía explicación para Alba pero que podría significar la respuesta a
todo. Leyó una y otra vez cada párrafo donde estaba escrito lo mismo, pero
con diferentes bolígrafos de colores:

Alicia y 1617 Alicia y 1617 Alicia y 1617 Alicia y 1617


Alicia y 1617 Alicia y 1617 Alicia y 1617 Alicia y 1617
Alicia y 1617 Alicia y 1617 Alicia y 1617 Alicia y 1617
Alicia y 1617 Alicia y 1617 Alicia y 1617 Alicia y 1617
Alicia y 1617 Alicia y 1617 Alicia y 1617 Alicia y 1617
Alicia y 1617 Alicia y 1617 Alicia y 1617 Alicia y 1617
Alicia y 1617 Alicia y 1617 Alicia y 1617 Alicia y 1617
16

Llevaba horas observando con detenimiento a través de la ventana la casa de


Eva Laso. Había permanecido gran parte de la mañana oculta tras las cortinas
como si fuese una de esas vecinas cotillas cuya vida se resume en espiar a los
vecinos para luego criticar. Pero Marta no quería eso, sino que estaba
preocupada porque la policía no paraba de entrar y salir por la puerta de sus
vecinos como si dentro se estuviese celebrando una fiesta.
—Pues menuda fiesta… —susurró para sí misma.
Automáticamente, se sintió culpable por soltar un comentario de tan mal
gusto dadas las circunstancias en las que se estaba viendo envuelta la familia.
—¿Con quién hablas?
La voz de su hijo Manuel provocó en ella un sobresalto que hizo que se
apartase de la ventana lo más rápido que pudo.
—Con nadie, cariño. Tu madre se está volviendo loca.
Entonces, pudo apreciar que el niño se encontraba apagado. Tenía el
semblante serio y parecía fruncir el ceño.
—¿Qué te ocurre mi vida?
El chico negó con la cabeza.
—No me siento a gusto viendo todo el día a los policías delante de casa.
Siento que estamos en peligro.
Su madre resopló y le dio un abrazo fuerte.
—Claro que no. Te aseguro que estamos a salvo y que nunca te sucederá
nada. Yo daría mi vida por ti ¿sabes? Así que no te preocupes por eso. La
policía hace su trabajo, pero eso no va con nosotros.
Lo cierto era que Marta estaba muerta de miedo por dentro y lo que más
le aterraba era la sensación de peligro constante que sentía que se cernía
sobre su casa y sus habitantes. Temía por ella y temía por la vida de su hijo.
—Y si estamos a salvo, ¿porque no puedo salir a la calle?
—Eso que te lo explique después tu padre, porque no sé qué responderte
—dijo entre risas. Una risa que se le contagió a Manuel durante un momento.
—Además tengo un problema —expuso su hijo.
—Cuéntame.
—Bosco lleva desaparecido desde anoche. Esta mañana le he puesto la
comida en su cuenco y aún no ha venido a comer.
Marta hizo una mueca y pensó que necesitaba una taza de café bien
cargada para poder enfrentarse a todo.
—No te preocupes. Ya aparecerá cuando tenga hambre.
Manuel elevó el tono de la voz.
—Pero ¿cómo va a volver si están todas las ventanas y puertas cerradas?
Quizás está fuera pasando hambre y frio y esperando que abramos alguna
ventana para entrar.
La mujer negó de manera rotunda.
—Ni hablar —dijo—. Las ventanas se quedan cerradas por precaución.
—¿No decías que estábamos a salvo?
Esa pregunta le pilló por sorpresa a Marta, que se vio atrapada entre la
espada y la pared por su hijo. Solo dejó de sentirse acorralada cuando vio
aparecer a su marido bajando las escaleras.
—Darío —llamó para salir del paso—. Tu hijo asegura que Bosco lleva
desaparecido desde anoche y está diciendo que la solución es abrir las
ventanas.
Darío, que acababa de llegar y no entendía absolutamente nada, se
decantó por callar y procesar antes la respuesta correcta.
—No tienes que preocuparte por Bosco lo más mínimo, ya que los gatos
son animales muy independientes —argumentó sobre la marcha—. Cuando
yo era pequeño, recuerdo que el jardín que tenemos ahora era campo y los
animales andaban libres. ¿Sabías que esta casa donde vivimos era
antiguamente la casa de tus abuelos?
El chico negó con la cabeza y por un momento parecía que se había
olvidado del tema del gato. Su padre prosiguió con la historia.
—Pues bien, cuando yo vivía aquí de pequeño con los abuelos, tenía
también un gato como tú. Se llamaba…, no recuerdo bien… La cuestión es
que desaparecía semanas enteras y de repente volvía con un ratón en la boca.
No te preocupes por tu gato, que andará por ahí cazando y comiendo. Cuando
quiera volver, maullará delante de la puerta.
—Supongo que sí… —dijo finalmente el niño antes de desaparecer con
la cabeza gacha.
Marta resopló aliviada y rodeó con los brazos a su marido hasta agarrar
con fuerza sus prietas nalgas. Ambos se fundieron en un apasionado beso.
—Me acabas de librar de una buena —confesó ella.
Darío se encogió de hombros y sonrió mostrando su sonrisa perfecta.
Marta se quedó petrificada observando el negro azabache de sus ojos, que la
desnudaban con la mirada. Se mordió el labio inferior de forma sexy.
—Sabes que adoro complacerte.
17

No había podido dejar de leer el diario desde que se topó por casualidad con
aquella extraña frase que se repetía una y otra vez llenando un total de dos
largas páginas: «Alicia y 1617». No tenía la más remota idea de qué podía
significar, pero allí se encontraba ella, de madrugada y leyendo casi la
totalidad de aquella obra maestra que contenía los sentimientos más ocultos
de su amiga.
Eran las dos de la mañana y llevaba un total de tres tazas de café en el
cuerpo. A pesar de la alta concentración de cafeína recorriendo sus venas,
Alba sentía que no podía más. Necesitaba dejarse caer en redondo en su cama
y cerrar los ojos hasta desactivar la mente. Quería descansar y no lo
conseguía porque sabía que seguramente había leído algo altamente
esclarecedor y lo había pasado por alto.
La cuestión era que había leído tanto… No podía dar la misma
importancia a todas las frases escritas por Alicia porque eran pensamientos de
una adolescente de diecisiete años y a esas edades se piensan demasiadas
cosas. Normalmente ninguna es realmente importante. Creemos que el primer
amor es el más verdadero de todos y que, cuando llega el desamor, nuestro
mundo se parte en dos. Pasan los años, creces y ves que tras un amor viene
otro y que la mayoría de las cosas en esta vida tienen solución, excepto la
muerte.
«Hoy me ha regalado una rosa robada de un jardín privado. Parece ser
que estoy con un delincuente, jaja».
«Estoy muy contenta y a veces siento que me hace volar… (espero que
mi madre nunca lea estas reflexiones tan moñas)».
«Ayer me llevó a la playa de Palmones y no paramos de nadar de un lado
para otro. Cruzamos el río que conecta con la playa del Rinconcillo y menudo
susto con las corrientes de agua. Suerte que no pasó nada».
«A veces pienso que mi familia nunca aceptaría lo que estoy haciendo,
pero soy feliz joder. Ellos ya vivieron su vida, ahora me toca vivirla a mí».
«Mi madre me ha registrado el bolso y ha visto un pintalabios. Hemos
discutido porque desaprueba a las horas que llego a casa y me ha quitado mi
maquillaje. Me ha llamado puta… QUE ME DEJE VIVIR DE UNA
JODIDA VEZ».
«En cuanto pueda me independizo. Entonces todos llorarán y se
arrepentirán de haberme trata…».
Sin darse cuenta, Alba se había quedado dormida sobre el diario. Le
despertó el timbre de la puerta. Se desperezó con el cuerpo dolorido por la
mala postura que adoptó durante la noche y bajó las escaleras que conducían
a la parte baja de la casa prolongando un largo bostezo. Escuchó murmullos.
Su madre hablaba con alguien que parecía tener un gran torrente de voz. No
obstante, creía conocer a esa persona. Fue directa a por una gran taza de café
para que la ayudara a despertarse antes de saludar. Era consciente de que era
una verdadera adicta al café y al azúcar y que quería, en algún momento de su
vida, ponerle remedio, pero aún no. El simple hecho de oír caer el oscuro
líquido caliente sobre la taza de cerámica era un preciado lujo que muchos
por desgracia no conocían. Dio un primer sorbo largo y se acercó a saludar.
En el sofá antiguo de su casa se encontraba una mujer de unos setenta
años, con pelo canoso, demasiado rizado para su gusto, y con grave
sobrepeso. La mujer se giró y al ver a Alba soltó una estridente exclamación
mientras se levantaba y corría a abrazar a la mujer que aún parecía dormir.
La recordaba, era Toñi, una amiga de su madre que nunca le había caído
demasiado bien porque era extremadamente cotilla. Quería saberlo
absolutamente todo de todo el mundo: «Yo no soy cotilla, pienso que cuantas
más cosas sepa de la gente más sabia seré», era su frase favorita. Alba se dejó
saludar y ofreció un café a la señora.
—Qué de tiempo sin verte, bonita. Estás más… metida en carne —
expuso sin dejar de sonreír y con el poco tacto que la caracterizaba—. No
quiero decir que estés más gorda, al revés. Lo que quiero decir que antes
estabas demasiado flaca. Parecías un palillo de dientes. Ahora eres toda una
mujer, tienes tus curvas.
—Es lógico, cuando me fui tenía diecisiete años —se defendió algo
ofendida a tan temprana hora.
Toñi soltó una carcajada.
—No te piques, mujer. Por cierto, ¿cómo estás?
—¿Referente a qué?
—¿A qué va a ser? A que ese desgraciado está en la calle de nuevo.
Alba apuró el café sobrante de un solo trago y negó con la cabeza.
—No me hace especial ilusión hablar ahora mismo de eso…
—O vamos, nena. No pasa nada. Tengo mis propios contactos que me
mantienen a la última.
—¿Contactos? —la madre de Alba rio a carcajadas con su amiga.
—La Puri, la sobrina de la Charo. Dice que la casa de la madre de Pedro
está cada vez más llena de pintadas y que lo está pasando fatal… La gente no
entiende que el asesino es su hijo, no ella. Dicen que se pasa el día llorando y
gritando que su hijo es inocente y que anda desaparecido. La policía la acosa
todos los días con preguntas sobre el paradero de Pedro. ¿Tú qué opinas?
Escudriñó con la mirada a Alba, que se sentía incómoda hablando sobre
el asesino de su amiga, del que no se sabía su paradero desde la aparición del
segundo cadáver. Alba pensaba que lo último que necesitaba Los Barrios
eran pueblerinas como Toñi que se dedicaran a sacar la mierda y desgracias
ajenas a la luz con el objetivo de cotillear. Estaba tocando temas muy serios y
delicados con demasiada frivolidad. Quería darse la vuelta y volver a su
habitación. Se había arrepentido de haber bajado a saludar, con lo bien que
estaba ella en su cama con sus cosas…
—Yo prefiero no opinar nada. No me siento muy a gusto con el tema…
—Venga mujer, mójate un poco.
Agobiada, sacó su teléfono móvil del bolsillo y se lo llevó a la oreja.
—Tengo que hacer una llamada a José, disculpe. Que tenga un buen día.
Subió de nuevo la escalera y una vez lejos del peligro de los
interrogatorios, comprobó que tenía tres llamadas perdidas de Marta y dos
mensajes de texto. Uno de ellos rezaba: «¿Estas bien? Desde que te
persiguieron estoy preocupada…». Y el otro: «Te he llamado tres veces y no
me contestas. Tengo miedo ¿Te ha ocurrido algo?»
Resopló y decidió que tendría que llamarla para decirle que no le había
pasado nada, que se encontraba bien y que no había respondido a las
llamadas porque se había quedado dormida leyendo el diario. Debían
relajarse y no ver en cada esquina un peligro inminente.
Pero antes de eso tendría que llamar de verdad a José. Marcó su número
agregado en favoritos y se puso el auricular en el oído.
—Buenos días, princesa.
—Buenos días, príncipe.
—¿Cómo te encuentras hoy? ¿Qué planes tienes? Y, sobre todo, ¿cuándo
vuelves?
—De eso precisamente quería hablarte, cariño.
Se hizo un evidente e incómodo silencio al otro lado de la línea.
—Acabo de recibir unos mensajes de Marta, preocupada. La cosa no
anda bien por aquí desde que apareció el cadáver de la otra joven y creo que
ahora, más que nunca, mi amiga me necesita a su lado. Será por un tiempo
más, hasta que se calmen las aguas…
José tardó varios segundos en contestar. Era evidente que no le estaba
gustando lo que estaba escuchando. No obstante, volvió a hablar con esa
melodiosa voz que utilizaba para ella.
—Puedes tomarte el tiempo que necesites, amor mío. Ya sabes que estaré
esperándote con los brazos abiertos aquí en Granada. Mi intención era que
fueses a terapia y creo que tú misma estás dándote tus clases con este viaje.
No puedo reprocharte nada. Y ahora…, cuéntame… ¿Qué planes tienes para
hoy?
18

Casi no había podido dormir en toda la noche. La policía había estado


rondando la zona junto a los sabuesos que andaban oliendo cada tramo de
bosque, cada hoja seca en el suelo y cada grano de arena que encontraban a
su paso. Pedro sabía que era un hombre con suerte a pesar de todo. Hasta en
dos ocasiones, un policía había estado demasiado cerca de él, alumbrando
con el haz de luz de su linterna cada oscuro recoveco del bosque y no le
habían descubierto. ¿Cuánto más duraría su suerte?, ¿o solo era cuestión de
tiempo el ser apresado y llevado a la cárcel de nuevo?
Acababa de salir de aquel asqueroso boquete llamado celda y camuflado
con el nombre de habitación y no pensaba volver. No lo había pasado nada
bien esos años: las peleas con los otros presos eran diarias, la vigilancia
constante sin privacidad alguna para ducharse o hacer sus necesidades… La
comida era un auténtico asco y las visitas por parte de su familia habían
comenzado escasas y habían terminado nulas. Lo tenía todo demasiado claro
ahora que las horas muertas en el bosque le habían dado para pensar. Si hacía
falta, mataría por no volver allí.
Había pasado la noche oculto bajo una vieja lona encontrada en un
contenedor y había decidido que la mejor opción era permanecer distante del
pueblo hasta que pudiera volver para darle una explicación a su madre por
todo por lo que la estaba haciendo pasar.
En una de las huidas había tropezado con una rama caída de un árbol y se
hizo una herida en la rodilla de la que brotaba una considerable cantidad de
sangre. Sabía que eso sería su perdición. Joder, estaba marcando todo con su
ADN.
Se disponía a buscar el rio para beber algo de agua porque si no, acabaría
desmayándose a causa del cansancio y el hambre. Entonces, tuvo que aguzar
el oído. Permaneció quieto como una estatua escuchando unas pisadas que se
acercaban de nuevo en la lejanía y acto seguido, comenzó a oír ladridos. Le
estaban siguiendo la pista y no quedaba mucho tiempo. Agarró con fuerza el
primer tronco que encontró para defenderse y echó a correr.
19

Algo iba mal en casa de los vecinos. Marta había escuchado en varias
ocasiones un par de gritos desgarradores y la ambulancia acababa de llegar al
domicilio. A la madre de la chica le había dado un ataque de nervios y, por lo
que tenía entendido, estaba consumiendo más calmantes musculares de la
cuenta. Había optado por permanecer drogada el mayor tiempo posible del
día. No quería enfrentarse a la dura realidad con la que la estaba golpeando la
vida. Simplemente se había rendido y caído en las garras de la oscuridad.
Marta tragó saliva presa del malestar al pensar que ella tampoco podría
soportar toda esa presión por parte de la policía con los interrogatorios, los
abrazos y falsas condolencias de familiares, amigos y conocidos. Casi todos
eran hipócritas. La mayoría de la gente no conocía a la chica de nada, pero
todos se acercaban a la casa a expresar su dolor.
Se apartó de la ventana justo en el momento en que Darío se había
presentado en el salón con un ramo de hortensias que él mismo había cortado
del jardín. Marta acogió son sumo gusto el ramo de flores azules sobre su
regazo y besó en los labios agradecida a su marido.
—Son preciosas, muchas gracias.
—No tienes que darme las gracias, son tuyas. Están sembradas en tu
casa.
—Ya bueno…, es la intención —expuso a la vez que se fijaba en los
múltiples arañazos que tenía en las manos y brazos. Algunos de ellos
parecían recientes. Eran heridas sangrantes—. Oh, dios mío. ¿Qué has estado
haciendo para hacerte todo este daño?
Él se miró los brazos y se encogió de hombros.
—No es fácil tratar los rosales sin arañarte con las púas y las espinas.
Marta dejó ver su disgusto y acudió a uno de los muebles bajos del salón
donde sacó un botiquín de primeros auxilios.
—Tendrás que desinfectarte las heridas.
Aplicó agua oxigenada sobre ellas con la ayuda de un algodón y su
marido no pareció ni inmutarse ante el escozor.
—Ya está —dijo guardando el maletín de nuevo—. La próxima vez ten
un poco más de cuidado—. Darío asintió. Ella prosiguió hablando—. Por
cierto, tendremos que hacer algo al respecto. El gato sigue sin aparecer y el
niño cada día se encuentra más nervioso. Dice que seguro que lo ha
atropellado un coche o algo.
—Es posible. De igual manera esperaremos un poco más. Seguro que
aparece, y si no lo hace, iremos a la protectora de animales y le cogeremos
otro gato que necesite un hogar.
—No quiere otro, ya me lo ha dicho. Quiere a Bosco —replicó.
—No quiere ahora, pero cuando vea una criatura pequeñita y peluda
pidiendo un biberón de leche caliente no se lo pensará dos veces.
Marta divagó esa posibilidad y quedó algo más despreocupada con el
tema. Sentía que tenía muchas cosas últimamente en la cabeza y de un
momento a otro, ésta le iba a estallar. La noche anterior había llamado a Alba
en varias ocasiones para invitarla a un café por la tarde, pero no había
respondido. Ella sabía que lo más seguro era que estuviese ya durmiendo,
pero dadas las circunstancias en las que se encontraban, todas las alarmas se
habían disparado dentro de ella.
No podía seguir así. Le iba a dar un ataque al corazón y aún era muy
joven para morir. Tenía mucha vida por delante. Si no fuese porque tenía a su
lado a Darío, que la protegía y la hacía sentirse a salvo, estaría el día entero
muerta de miedo. Lo observó mientras se colocaba la chaqueta vaquera y se
mordió el labio inferior pensando en lo guapo y tremendamente atractivo que
era. En la juventud habían tenido demasiados problemas de celos puesto que
era la diana de todos los gestos lascivos de las chicas del pueblo. Ahora la
cosa se había calmado, pero seguía siendo irresistible a los cuarenta y dos
años. La única queja que Marta podía tener sobre él era que, a veces, se
emocionaba demasiado con el tema del sexo y era algo bruto. Pero eso no era
tan malo…
Marta rio en silencio mientras lo vio marchar. Volvió a coger su ramo de
flores, olió el frescor que emanaba de ellas. Parecía regresar a la primavera.
Decidió que su marido se había ganado el derecho de cenar esa noche una de
sus lasañas.
20

El día era soleado e incitaba a la gente a salir a la calle acompañado de una


suave brisa. La amable camarera llegó a la mesa portando varios cafés con
leche en una bandeja que parecía pesar una tonelada teniendo en cuenta sus
grandes dimensiones. La chica depositó las bebidas sobre la mesa mientras
recitaba, como si de una ceremonia se tratase, su acostumbrado diálogo
estudiado.
—Aquí tienen sus cafés con leche. Éste con sacarina y por aquí os dejo el
de azúcar moreno. Que aproveche. Os dejo la cuenta para cuando deseen
pagar. Muchas gracias.
—No te marches —dijo Marta—. Toma y cóbrate ya. Quédate la vuelta.
Ella sonrió y volvió a dar las gracias. Entonces Marta se giró hacia Alba
y dio un leve sorbo a su café.
—Quema un poco. Siempre vengo aquí porque me encantan los cafés
que hacen y el servicio es muy amable.
—Es un trabajo muy duro y a veces está muy mal pagado —expuso Alba
desde su experiencia propia.
Antes que José emprendiera el negocio de su propia cafetería, éste había
trabajado toda su vida de camarero; gran sacrificio para lo poco que cobraba.
Ella siempre le había animado a que estudiase algo que le apasionase y
pudiese salir de detrás de la barra donde no ganaba lo suficiente, pero él
siempre se había negado rotundamente. Decía que le encantaba su trabajo, el
trato con el público, el dar una buena sonrisa hasta contagiarla a alguien que
tuviese un mal día. Aseguraba que ser camarero no consistía solo en servir
mesas. Había más cosas que la gente no alcanzaba a ver: tener empatía con la
gente, ser amables, pacientes, y tener controladas cada una de las necesidades
de cada mesa. Tenías que saber, si se estaban ofertando comidas, por qué
plato iba cada comensal para presentarles el siguiente. Siempre un buen
servicio. Esa era su frase favorita.
Con los años había aprendido a manejar el negocio además de los
clientes, y esa experiencia la había volcado de lleno en su nuevo proyecto en
Granada. Una cafetería que aportase todos los ingredientes que el público
necesitaba para sentirse como en casa.
Alba salió de su ensimismamiento a mitad de la historia que su amiga le
contaba. Algo relacionado con la desaparición del gato de su hijo. El niño
estaba bastante preocupado todo el día. Cuando Marta terminó de hablar,
Alba cambió de tema radicalmente a uno que le interesaba más.
—¿Te dicen algo los números 1617?
Marta lo pensó durante un tiempo hasta que finalmente negó.
—No me dicen nada, ¿por qué?
—Por nada, cosas mías…
Quería evitar a toda costa explicarle que su amiga Alicia había escrito
como si estuviese poseída, esa serie de números una y otra vez en la agenda.
Marta era una persona que se preocupaba en exceso por absolutamente todo;
quería evitarle un mal trago innecesario. En tiempos pasados, la llamaban en
forma de burla la «Drama Queen» por sus constantes interpretaciones sacadas
de contexto cada vez que, en la adolescencia, el que hoy en día era su marido,
acudía tarde a la cita.
Alba casi pegó un brinco en el asiento cuando se percató de que había
alguien en la terraza que tenía la mirada fija en ellas. No se trataba de una
persona cualquiera. La reconocía, y precisamente era eso lo que la tenía
aterrada. Se trataba del hombre con bigote y gafas de pasta que la había
estado observando en el mercado medieval aquella tarde con su madre. Se
encontraba unas dos mesas alejado de ellas y se ocultaba bajo la pantalla de
un ordenador portátil cuando sus miradas se encontraron.
En un principio, Alba comenzó a temblar de miedo con la taza de café en
la mano, derramando el líquido a su paso. Pero al instante, ese miedo se
convirtió en furia. En una fuerza que no podía controlar ante el estrés que
estaba acumulando últimamente y que parecía que había reservado para ese
momento en que la dejaría escapar del cuerpo. Dejó la taza de un golpe sobre
la mesa y, ante la mirada de todos, se levantó decidida de su asiento hasta
plantarse delante del sujeto.
—¿Ocurre algo? —preguntó con un tono de voz elevado.
El hombre, con el semblante serio y dos tonalidades más blancas que
hacía un minuto, negó desconcertado.
—En absoluto —respondió con tranquilidad—. ¿Por qué lo pregunta?
Alba se mordió el labio con furia y se giró hacia su amiga intentando
buscar consuelo en ella mientras se reprimía por golpear la mesa y tirarlo
todo por los suelos.
—¿En absoluto? —exclamó indignada—. ¿Por qué me persigues? ¿Por
qué me vigilas?
—Yo no…, vigilo a nadie. Solo…
—¡No mientas! —cortó la conversación.
Él levantó las manos en una clara señal de relajación y cerró la pantalla
de su portátil temiendo que pudiese pasarle algo.
—E…, cálmate ¿quieres?
—Es cierto, Alba —intervino Marta—. Cálmate.
—¿Qué me calme? Este hombre estaba vigilándome la otra tarde en el
mercado medieval. Me acuerdo de él.
—No diría que te estuviese vigilando…
—¿A no? Pues vamos a preguntarle a la policía a ver qué opinan.
Al oír esto, el hombre abrió los ojos como platos y comenzó a
disculparse.
—No hace falta que llames a la poli. Lo siento mucho. Si me dejas, te
daré una explicación razonable del porqué te estoy siguiendo…
Alba rio en su cara y se encogió de hombros.
—O sea, que ahora admites que me sigues.
—Sí y no… Mi nombre es Rubén y soy un escritor local especializado
en los diferentes perfiles de los asesinos en serie —buscó una tarjeta en uno
de sus bolsillos internos de la americana y la extendió—. ¿Ves? Ese es mi
número de contacto. Cógela, es tuya. Estoy investigando desde hace mucho
tiempo el crimen de vuestra amiga Alicia. Y sí que os seguía un poco a
ambas.
—¿A ambas? —preguntó entonces Marta desconcertada.
—Sí, pero a ti en concreto algo menos porque casi no sales de casa.
Alba comenzó a impacientarse y se cruzó de brazos en una postura
claramente defensiva.
—¿Y eso qué tiene que ver para que nos sigas?
—Mi intención solo era encontrar el momento oportuno para acercarme
a vosotras y proponeros una entrevista para poder esclarecer la muerte de
vuestra amiga.
Marta saltó indignada y escupió sus palabras.
—La muerte de nuestra amiga no se puede esclarecer más. Se atrapó a su
asesino y pagó por ello.
Hubo unos segundos de silencio entre los tres que se hizo demasiado
incómodo.
—Yo no estoy tan seguro de ello —expuso Rubén.
Alba abrió la boca horrorizada y entonces toda su furia se esfumó en un
solo instante.
—¿Qué intentas decirnos?
Éste negó con la cabeza.
—Solo os desvelaré mi hipótesis si accedéis a una entrevista.
—¿Para qué es exactamente la entrevista?
—Me documento y desarrollo mi hipótesis en lo que será en un futuro mi
siguiente novela.
—Una novela sobre Alicia… —susurró Marta con tristeza.
—Me niego —dijo secamente Alba—. No voy a permitir que saques un
solo céntimo de la desgracia que sacudió este pueblo. Eres un miserable.
Dicho esto, se giró y volvió a su asiento dejando a Rubén plantado de pie
y con el semblante serio. No iba a participar en remover la mierda que tanto
daño había hecho a las personas del pueblo y a ella misma. Eso sin tener en
cuenta a la madre de Alicia, que hoy en día seguía destrozada, o a Marta, que
nunca superaría el trauma. No entendía cómo había personas que pensaban
lucrarse con algo tan mezquino y sucio como eso. No estaba dispuesta a
consentirlo.
—El mundo se merece saber la verdad —gritó Rubén en la lejanía.
Aunque intentó desviar sus pensamientos hacia otros rumbos mientras
sorbía el café, ya frío, no podía dejar de pensar que, en parte, ella también
creía que el asesinato de su amiga ocultaba mucho más que aún no había
salido a la luz.
Asumió que Rubén la siguiese a todas partes con tal de encontrar el
momento oportuno para pedirle una entrevista, pero Alba tenía la sospecha de
que alguien más le seguía la pista de cerca, alguien a quien no le interesaba
que investigase la muerte de su amiga porque sabía que podría ponerle en
peligro. Sabía que podría sacar al mundo una información reservada que no
interesaba, y eso la exponía a un peligro que ni ella misma era capaz de
imaginar.
No fue, hasta que llegó a la puerta de su casa, cuando se ratificó en ello.
Alguien había dibujado un ojo sobre la arena de la entrada de su casa. El
mismo ojo que había recibido la otra vez en aquella carta sin remitente.
Furiosa, lo borró con el pie.
21

Esa noche, Marta no era la única que no dormía bien. Darío parecía volver a
tener una de esas espantosas pesadillas de las que se levantaba de un salto y
no paraba de temblar. Ella ya estaba acostumbrada a ello. Se sentía segura
cada día con él. Un hombre fornido que la protegía de sus miedos y la
ayudaba a calmarse. Por la noche las tornas cambiaban y era Marta quien
consolaba. Los hombres duros también tienen sus propios miedos y
fantasmas que les persiguen en los sueños, donde son más vulnerables. Nadie
puede huir de ellos. No obstante, ella le aseguraba que no tenía de qué
avergonzarse. Siempre tendía su hombro para el consuelo ya que conocía el
traumático pasado de su marido.
Cuando Darío era tan solo un niño tuvo que presenciar una de las
imágenes más horribles que se pueden imaginar. Según tenía entendido
Marta, su madre les abandonó cuando él tenía cuatro años para escaparse con
otro hombre. El padre de Darío no supo gestionar la paternidad sin la ayuda
de su amada esposa y un día, cuando el chico volvía del colegio de la mano
de su abuela, encontraron a su padre colgado de la rama del árbol que tenían
en el pequeño terreno familiar.
Darío había descrito pálido cómo el cadáver de su padre permanecía
inmóvil a una altura considerable, la piel azulada y los ojos hinchados. Por lo
visto, durante un par de segundos que parecieron horas, la mirada vacía y sin
vida del padre se encontró con la de su hijo, y eso era algo que lo había
marcado para el resto de su vida.
El crío pasó a ser criado por sus abuelos, que también murieron a
temprana edad. Darío tuvo que buscarse las habichuelas desde la
adolescencia para sobrevivir, o eso mismo decía él. Marta salió de sus
elucubraciones cuando su marido comenzó a hablar en sueños.
—Papá, por favor no lo hagas… Papá… ¿Por… qué?
Ella le miró con tristeza y rozó con dulzura el sedoso cabello. Sabía lo
que ocurriría a continuación, por lo que apartó las sábanas y destapó a Darío.
Se puso de pie y esperó pacientemente mientras él jadeaba y suplicaba a su
padre. Entonces las sábanas comenzaron a humedecerse hasta formar un
pequeño charco caliente que emanaba desde su entrepierna. Marta resopló y
encendió la mesita de noche.
—Estoy aquí contigo—pronunció con voz melosa mientras le despertaba
con suavidad—. No pasa nada, solo es un mal sueño.
Darío abrió los ojos de golpe y se llevó las manos hacia el pantalón del
pijama empapado y hundió avergonzado la cara en la almohada.
—Lo siento mucho… —se disculpó con un hilo de voz—. No lo
controlo…
—No te preocupes, cariño. No tienes la culpa. Tiene que ser duro
rememorar ese duro episodio una y otra vez.
—Sí que lo es. Joder, he vuelto a mear la cama.
—No pasa nada. Levántate y vamos a quitar las sábanas.
Por una parte, Marta sentía muchísima pena por su marido que lo pasaba
extremadamente mal cuando en mitad de una pesadilla tenía incontinencias
urinarias, pero, por otro lado, le daba el doble de pena de ella misma, que
había llegado al punto de acostumbrarse a esa situación. El asunto era tratado
con la misma naturalidad con que se compraba el pan cada mañana, y eso no
era buena señal.
22

Con el nuevo amanecer, las patrullas de policía iban de un lado a otro y eso
era indicio de que algo grande se había descubierto por fin. Las sirenas
despertaron a la población y se podía oír cómo la gente salía a la calle y
cuchicheaba sobre lo sucedido.
Los coches de policía se amontonaban frente a la casa de la madre de
Pedro, que por fin había sido atrapado. Pero esa no era la única noticia. Un
grito desgarrador estremeció al vecindario. El grito de una madre que pierde a
un hijo.
Los servicios sanitarios tuvieron que atender de urgencia a la histérica
mujer que lloraba desconsolada y perdía el conocimiento tras la noticia.
Aunque pareciese lo contrario, su sufrimiento había llegado a su fin.
23

Tan pronto como sonó la puerta, Alba la abrió para dejar paso a una Toñi
más agitada que nunca. Había llegado vestida con el primer trapo que,
literalmente, había cogido del armario, nerviosa y pálida como la porcelana.
Estaba claro que traía noticias del revuelo que se escuchaba fuera en la calle.
La madre de Alba, que se encontraba fregando los vasos del café del
desayuno, apartó a un lado las tareas y corrió a reunirse con su amiga en el
salón donde previamente ésta se había sentado, simulando de manera
exagerada estar al borde del desmayo.
—No te vas a creer lo que ha pasado —exclamó exhalando aire.
—¿Qué ha pasado? ¿Han atrapado ya a Pedro?
Toñi se limitó a asentir mientras se apretaba el tabique nasal en forma de
pinza.
—Esto es demasiado fuerte —comenzó a decir—. Lo que no pase en este
pueblo… Resulta que me he enterado por Chari, la que tiene el quiosco
debajo de la calle, que la policía ya ha dado caza al asesino. ¡Se escondía a
las afueras del pueblo, en el parque de los alcornocales! Y claro, ha estado a
la intemperie todo este tiempo durmiendo en el bosque. No sé a base de qué
se habrá alimentado. La cuestión es que anoche, de madrugada, la policía lo
interceptó al fin y tuvo lugar una persecución que acabó con Pedro cayendo
al Río de las Cañas y muriendo.
—¿Cómo que muriendo? —Alba interrumpió la conversación sin dar
crédito a lo que escuchaba.
—Chiquilla, ¡pues ahogándose! ¿Cómo si no? Resulta que el muchacho
no sabía nadar y claro… No hubo manera de salvarle la vida porque cuanto
más se acercaba la policía, más intentaba alejarse él. Yo sinceramente… —se
llevó una mano al pecho con una pose fingida de dolor—, no me alegro por
lo que le ha pasado, pero tampoco me duele después de las barbaridades que
ha cometido.
—A eso se le llama Karma —intervino la madre de Alba.
Ésta, en cambio, permanecía callada y tan blanca como la pared. Había
algo en la historia de Toñi que le había erizado el vello y aún no alcanzaba a
saber el qué. Se mantuvo quieta mientras pensaba y las mujeres seguían con
su conversación, hasta que entonces cayó en la cuenta de algo aterrador, algo
que no habría pensado bajo ningún concepto y que hubiera helado la sangre a
cualquiera.
Se precipitó hacia las escaleras. Dejó a ambas mujeres observándola con
la boca abierta. Tras entrar en su habitación, cerró la puerta con llave. Cogió
del bolsillo de su chaquetón el diario secreto de su amiga y buscó la frase que
una vez no le llamó la atención, pero que ahora pedía a gritos volver a ser
citada:
«Ayer me llevó a la playa de Palmones y no paramos de nadar de un lado
para otro. Cruzamos el río que conecta con la playa del Rinconcillo y menudo
susto con las corrientes de agua. Suerte que no pasó nada».
No entendía nada, si se suponía que Pedro había muerto ahogado en el
río porque no sabía nadar… ¿De quién hablaba Alicia en su diario? ¿Con
quién fue aquella tarde su amiga a la playa de Palmones? Estaba claro que,
con Pedro, no. ¿Acaso Alicia estaba saliendo con Pedro, pero mantenía una
aventura con otro hombre? Su mente pareció entonces explotar con millones
de preguntas sin respuestas. Ahora estaba hecha un auténtico lío, ya que este
nuevo descubrimiento le llevó a plantearse la peor de las posibilidades. ¿Y si
el asesino de Alicia nunca fue Pedro y el auténtico asesino aún se encuentra
vivito y coleando al acecho de su siguiente víctima? Siempre había pensado
que la persona que la vigilaba y que dejaba esos extraños dibujos de ojos era
Pedro, pero ahora cabía la posibilidad de que alguien más estuviese detrás de
los asesinatos.
—Dios mío, Alicia —se dijo —¿Quién pudo hacerte daño? ¿Es este
sujeto de la playa de Palmones la misteriosa persona apodada 1617?
Se llevó las manos a la boca en un intento de evitar un doloroso gemido
cargado de frustración. Rubén, el escritor, tenía razón.
24

Al día siguiente, a primera hora de la mañana, Alba tomó la tarjeta que


Rubén le entregó con antelación y le llamó para concertar una cita.
Se encontraba nerviosa y expectante frente a una antigua puerta de
madera que pedía a gritos una nueva capa de barnizado y que delimitaba el
exterior de la casa del escritor.
Llamó al timbre que sonó estridente y pensó que si viviese en ese
domicilio le daría un ataque al corazón cada vez que alguien quisiera
visitarla. Se había traído con ella el diario de Alicia que apretaba con fuerza
dentro del chaquetón en un gesto inconsciente de aferrarse a la única prueba
que tenía de sus cavilaciones e hipótesis. No podía permitirse que alguien se
las robara de repente.
La puerta se abrió para dejar paso a un demacrado Rubén que parecía
haber dormido extremadamente poco desde el último encuentro días antes.
Tenía unas prolongadas ojeras y un olor intenso a sudor mezclado con
cantidades ingentes de tazas de café, una barba descuidada y sin afeitar y pelo
desaliñado. Él sonrió nada más verla y le dio paso a un angosto pasillo que
repartía unas diminutas habitaciones cerradas a cal y canto desde hacía días.
No tardó mucho en darse cuenta de que el hombre era bastante desordenado y
poco aficionado a la limpieza.
—Disculpa el desorden. No he parado de escribir en estos días. De
hecho, es lo único que he hecho…
A Alba le pareció la típica frase de película donde todo el mundo se
disculpa por el poco mantenimiento del hogar, aunque paradójicamente la
casa impoluta, solo que en este caso era totalmente cierto. Negó con la cabeza
y dijo que no tenía de qué disculparse.
La llevó hasta lo que él había llamado su pequeña guarida; una pequeña
habitación repleta de estanterías con libros, un ordenador de mesa y una sola
ventana que parecía no haber sido abierta en su vida. La poca luz era
proyectada por un flexo en el escritorio. Se sentó sobre la silla del ordenador
y ofreció asiento a la invitada en una silla auxiliar.
—¿Café o té? —preguntó para romper el hielo.
—No es necesario, gracias.
—No es molestia alguna, tengo bastante café hecho.
Ella comprobó todas las tazas sucias que Rubén había acumulado sobre
la mesa. Aun así, volvió a negar.
—Vayamos al grano, no tengo mucho tiempo —rogó ella.
—Está bien —hizo una pausa y prosiguió—. Fuiste tú quien me llamó y
concertó la cita. ¿Te has pensado lo de la entrevista para mi libro?
—Eso nunca. Créeme que me jode tener que darte la razón, pero creo
que estabas en lo cierto y el asesino nunca fue Pedro.
Rubén abrió los ojos como platos y tuvo que erguirse sobre la silla para
prestar toda la atención que esa conversación requería.
—Adelante, ¿qué tienes para mí?
Sacó con delicadeza el diario de su amiga y se lo mostró.
—Tengo en mi posesión algo que creo que el verdadero asesino sabe que
le puede perjudicar. Esta vieja libreta es el diario secreto de Alicia. Ni
siquiera su madre sabe que lo poseo. Lo conseguí en un fondo que tenía el
armario, ella lo guardaba ahí porque sabía que su madre nunca lo encontraría.
Pero alguien me está vigilando porque sabe que la tengo y me está dejando
notas.
—Para, para, para. ¿Qué clase de notas?
—Eso no tiene importancia ahora. He estado investigando y he
descubierto esto.
Alba abrió el diario por la página donde su amiga hablaba de la playa y
se la tendió. Él leyó en silencio y esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Solo
alcanzó a decir:
—Sabía que tenía razón.
—¿Entiendes el problema ¿no? —preguntó Alba.
—Claro que lo entiendo. Pedro murió ayer ahogado porque cayó al río y
no sabía nadar. Es imposible que este fragmento del diario sobre la playa
hablase de él. Siempre supe que había otro asesino suelto en Los Barrios,
oculto, esperando su momento para dejarse ver de nuevo.
—¿Me estás diciendo que nuestro asesino ha estado veinticinco años
controlando su instinto asesino para poder cargar sus asesinatos a Pedro?
—Exactamente. Cuando Pedro salió de la cárcel, volvió a dejarse llevar
hasta matar a esta nueva chica porque sabía que el mundo volvería a culpar a
Pedro, tal y como hicieron con Alicia.
Alba reprimió las lágrimas que se agolpaban en los ojos y apretó sus
dedos sobre el tabique nasal evitando llorar.
—¿Cómo puede un psicópata o asesino en serie no matar durante tanto
tiempo? —preguntó.
—Esa es la pregunta que me he estado haciendo todo este tiempo… Solo
se me ocurren varias posibilidades: que el asesino haya estado enfermo
durante los veinticinco años y su enfermedad le haya impedido matar, que
haya estado fuera de la cuidad o en la cárcel o… muerto. Pero la realidad es
que siempre he pensado que se ha estado controlando para poder cargar su
asesinato a Pedro. Eso quiere decir que ha tenido que buscar durante todos
estos años una manera de calmar su furia oculta de alguna manera.
—Y una vez que Pedro cumplió condena y salió de nuevo al mundo, no
era necesario seguir reprimiendo esa furia.
—Exactamente —alabó él—. Para que nos entendamos, digamos que
este asesino se ha tenido que privar de la carne y alimentarse durante
veinticinco años de simple tofu.
—¿Cómo crees que lo ha conseguido? ¿Cuál ha sido su tofu?
Rubén negó con la cabeza.
—No tengo ni idea, lo cual asusta bastante, porque eso quiere decir que
no estamos ante cualquier psicópata, sino ante un asesino organizado.
—No te sigo. ¿Un asesino organizado?
—Me explicaré. Hay dos tipos de asesinos: asesinos desorganizados y
organizados. Los primeros no son cerebrales ni calculadores, son impulsivos,
violentos. No elaboran sus planes ni ocultan evidencias. Suelen tener escasa
inteligencia y son socialmente ignorados y mal vistos. Suelen vivir solos y no
tienen pareja; viven y trabajan cerca del lugar de sus crímenes. No conocen a
sus víctimas, simplemente las ven, tienen el impulso y actúan. En cambio, los
organizados elaboran sus planes, ocultan pistas y buscan los momentos
propicios para atacar. No improvisan y siempre están atentos al entorno.
Tienes que tener en cuenta que una de las características principales en la
personalidad de un asesino es su obsesión por el control. Les fascinan el
poder. Estas personas son extremadamente inteligentes y bien vistos
socialmente. Están casados y tienen hijos; incluso se desplazan para asesinar.
Tienen una vida perfecta para ocultar la otra.
—¿Estás diciéndome que tenemos en Los Barrios un asesino organizado
y extremadamente inteligente y comedido como para no matar durante
veinticinco años? Perdóname, pero estoy cagada de miedo. ¿Tienes trazado
un perfil de asesino al que nos enfrentamos?
Rubén rio.
—Pues claro que sí. He dedicado mi vida a intentar cazarle cuando todos
culpaban a Pedro. En un momento dado hablé con la policía y expuse mi
hipótesis, pero no me creyeron. Es mejor pensar que ya tienes a tu asesino
entre rejas. Estamos buscando a un varón de entre treinta y cinco a cincuenta
años, quizás un poco más mayor. Casado y con hijos. Es apuesto y tiene la
vida perfecta. Es una persona bastante bien vista por el pueblo y con una
buena posición laboral. Se involucra en la comunidad donde vive para poder
cerciorarse de que nadie desconfía de él. Es un asesino organizado, local y
hedonista. Su motivación en los asesinatos se reduce a la satisfacción de tener
poder y control sobre la otra persona. Seguramente es su única forma de
descargar una ira interna que le está consumiendo por dentro a causa de algún
trauma infantil. También apostaría a que esta persona se queda con pequeños
trofeos de sus víctimas.
—¿Pequeños trofeos?
—Sí. Suelen ser objetos, ropa, cabellos de las víctimas que guardan
durante su vida para rememorar en su imaginación una y otra vez el momento
del asesinato. No puedo explicarte qué placer sienten exactamente cada vez
que recuerdan su atrocidad porque no lo sé. Lo que sí sé es que, a veces,
suelen darles estos trofeos a sus parejas. Éstas lo toman como un regalo
gustoso y no tienen ni idea de dónde provienen.
—Un momento —dijo entonces Alba horrorizada—. No me acordaba,
pero Alicia tenía un anillo colgado del cuello que no estaba cuando
encontraron su cadáver. Lo había olvidado por completo, pero leí algo en el
diario que pasé por alto…
Buscó entre sus páginas hasta encontrar el fragmento que quería y lo
mostró horrorizada al escritor.

«Hoy me han hecho un regalo un tanto extraño y a la vez maravilloso. Se


trata de un anillo que me queda grande porque perteneció a un antepasado
suyo. Me siento totalmente halagada por este regalo tan importante y
simbólico. Como no puedo ponérmelo en el dedo, me lo colgaré del cuello.
Así él sabrá que le aprecio».
25

El teléfono móvil comenzó a vibrar sobre la mesa auxiliar que decoraba el


salón. Marta despertó de la siesta de un brinco. Le había dicho cientos de
veces a Darío que le cambiase el tono de llamada a uno más tranquilo y flojo.
Nunca lo hizo. Ahora tenía el corazón a punto de salirle por la garganta. Se
llevó los dedos a las sienes y apretó con fuerza, le dolía la cabeza. Descolgó
el teléfono, aún somnolienta, y se dirigió al cajón de las medicinas a por un
ibuprofeno. Últimamente no le apetecía mucho pensar en lo que tendría que
cocinar para la cena. Le gustaba mucho disfrutar de una buena terraza con
unas buenas tapas y ahora que se respiraba miedo en el ambiente se había
visto obligada a cocinar todos los días.
¿Y si pedía cocina a domicilio? Desde que sabía que Pedro había muerto
no le importaba recibir en la puerta de casa a un repartidor de pizzas.
—Hola Alba —saludó a medio bostezo mientras pensaba en una pizza
cuatro quesos.
—¿Qué andas haciendo? Tengo novedades
—¿Novedades de qué? —preguntó intrigada.
—He descubierto algo que quizás no te guste… —respondió Alba.
Marta resopló creyendo saber el tema a tratar y tragó un poco de agua
para facilitarle el paso a la pastilla.
—Sorpréndeme.
—Creo que Pedro nunca asesinó a Alicia y que el verdadero criminal aún
se encuentra libre.
—Eso es descabellado e incluso me enfada —espetó—. Por fin las cosas
vuelven a la tranquilidad ahora que ese malnacido ha muerto. Mi hijo puede
caminar por la calle de nuevo sin miedo, así que no consiento que digas ese
tipo de cosas sin pruebas.
—Relájate —respondió Alba al otro lado de la línea. No me lo estás
poniendo fácil, pensó. Alba prosiguió hablando—. He recordado que Alicia
tenía colgado del pecho un anillo que le habían regalado y que le quedaba
grande. En aquel entonces pensamos que ese anillo se lo había regalado
Pedro.
—¿Y?
—Pues que cuando apareció el cadáver no tenía ningún anillo. Se lo
robaron.
—No recordaba eso… Ni siquiera lo notificamos por aquel entonces a la
policía. Éramos unas crías y no le prestamos atención. Lo único que nos
importaba era nuestra amiga. Pero está bien, Alba. Alguien robó el anillo del
cadáver. ¿Qué problema hay? —volvió a preguntar aún sin entender nada—.
Seguramente algún vagabundo pasó por allí en aquel momento y se llevó el
anillo.
—No lo creo. Más bien el propio asesino se lo quitó cuando la mató.
—¿Por qué haría eso Pedro?
Alba resopló al teléfono. Comenzaba a perder la paciencia.
—Los asesinos suelen quedarse con pertenencias de las víctimas para
recrear su crimen una y otra vez. A eso se le llaman trofeos.
Marta lo pensó durante unos segundos. Repentinamente recordó algo.
—Ahora que lo pienso, tengo entendido que también desapareció un
colgante del cadáver de la otra chica. Soy su vecina y me entero de estas
cosas. Se supone que es un colgante que le regalaron sus padres por la
graduación. De todas maneras, puede que tengas razón y puede que no, Alba.
Ni siquiera recuerdo cómo era aquel anillo que tenía Alicia hace veinticinco
años. No creo que lo encontremos nunca.
—Pues ahora que mencionas lo del collar de la chica, me reafirmo más
aún sobre la hipótesis de que el verdadero asesino sigue libre.
Alba iba a comentarle a continuación que Pedro murió por no saber
nadar y que su amiga se estaba viendo con una segunda persona, pero en ese
momento apareció el hijo de Marta con los ojos anegados en lágrimas y ésta
soltó un grito ahogado.
—Oh dios mío, ¿qué te pasa cariño? Alba tengo que colgarte, después
hablamos.
—Un segundo, iba a contarte que también… —se cortó la llamada.
Marta miró de arriba abajo a su hijo en busca de algún rasguño, algo
lógico ya que siempre andaba tropezando. Manuel alargó la mano hacia su
madre y mostró un pequeño cascabel bastante sucio. Tenía restos de tierra
mojada adherida al metal.
—Es el cascabel de Bosco —comentó apenado.
—Oh, cariño. ¿Dónde lo has encontrado?
—En el jardín de papá. Sobre la tierra donde está ahora plantando cerca
de la verja de madera.
Le abrazó y cogió el cascabel hasta quitarle un poco de suciedad.
—Seguro que se escapó por la parte trasera del jardín, pero no desesperes
que volverá cuando tenga hambre. Ahora que tenemos su cascabel, Bosco lo
querrá de vuelta a su bonito collar. Ya verás, yo me encargo de guardarlo.
¿Vale, amor?
El niño asintió al borde de las lágrimas y desapareció escaleras arriba.
Marta relajó los hombros y se dejó caer abatida de nuevo sobre el sofá.
Acababa de despertar de la siesta y todo eran problemas: primero su amiga
removiendo el pasado ahora que todo estaba tranquilo, y después, Bosco. No
tenía la más mínima idea de cómo lidiar con el problema del animal del niño.
Lo que sí sabía con certeza es que finalmente la pizza ganadora era la cuatro
quesos. En cuanto al asunto de Pedro, la vida había hecho justicia por su
amiga.
—Se llama Karma —dijo en voz baja.
26

—¿Lo tienes todo?


—Si a tenerlo todo te refieres a la lista de la compra, sí —respondió Alba
a su padre mientras se montaba en el coche—. Me llevo tu coche, y de
camino aprovecharé para echar gasolina hasta llenar el tanque.
—Toma cincuenta euros.
El hombre tendió un billete que ella rechazó mientras cerraba la puerta
del vehículo. Abrió un poco la ventanilla y se despidió con un beso.
—No es necesario, llevo dinero. Gracias, papá.
—Ponte el cinturón.
Arrancó el motor y salió de Los Barrios hacia el supermercado por la
calle Puente Romano. Una vez allí, buscó un aparcamiento lo más cerca de la
entrada y se apeó del coche justo cuando comenzó a vibrar su teléfono móvil.
Era un mensaje que decía: «¿Me concederás esa entrevista? Tienes un punto
de vista único sobre tu amiga que me gustaría descubrir para mi novela. Me
gustaría volver a ver ese diario. Espero que aceptes».
Hizo caso omiso del mensaje de Rubén y se metió en el supermercado
siendo aún de día y sabiendo que saldría cuando fuese de noche. Pero antes
de acceder, paró en seco y echó un vistazo en derredor, entre los coches.
Tenía la extraña sensación de que alguien la vigilaba y no sabía por qué, creía
haber visto entre la gente a una persona de espaldas, idéntica a Rubén durante
una milésima de segundos. ¿La volvía a seguir? Le pareció una locura y
siguió su camino con el carro de la compra.
Dos horas más tarde, anunciaron por megafonía que en breve cerrarían el
supermercado y Alba salió con el carrito bastante lleno por la compra. Había
anochecido y apenas quedaban personas en el aparcamiento. Metió toda la
comida en bolsas de manera ordenada dentro del maletero del coche y
arrancó el motor en dirección al pueblo. Había comprado el doble de cosas de
las que había anotado su madre en la lista, como las galletas rellenas de
chocolate que le encantaban a su padre o la marca de bombones favorita de
su madre. Eran pequeños detalles que marcaban la diferencia…, y la cuenta
final.
Nada más salir del aparcamiento, se metió en la rotonda y se percató de
que un coche había salido a la par que ella y la seguía desde una distancia
corta. No podía ver ni el modelo ni el color del vehículo. Estaba demasiado
oscuro y lo único que podía vislumbrar era un intenso foco de luz con la clara
intención de cegarla.
No obstante, podía que la siguiesen o, por el contrario, que todo fuese
obra de su psicosis y simplemente era alguien que circulaba detrás de ella y
que, en un momento dado, se desviaría hacia su propio camino. Decidió, con
el corazón en un puño, dar un rodeo por calles secundarias y en círculo para
cerciorarse. Tomó la tercera salida de la rotonda y en la siguiente tomó la
primera. Sabía que se estaba alejando cada vez más de casa, pero era
necesario asegurarse antes de hacer saltar las alarmas.
El vehículo continuó detrás, a una distancia prudencial. Ella decidió
hacer un cambio de sentido brusco y en mitad de la calle. No había vuelta
atrás, si esa persona daba otro cambio de sentido, tendría que temer lo peor.
Y así fue. Alba aceleró cuanto pudo por una carretera que no lo permitía y su
perseguidor furtivo comenzó a pisarle los talones.
Se encontraba terriblemente angustiada y nerviosa. Miró rápidamente su
bolso en el asiento del copiloto e intentó alcanzar de manera fallida su
teléfono móvil. Debido a la velocidad, apenas podía desviar la vista de la
carretera oscura y secundaria. Entonces, el otro coche intentó adelantarla por
el lateral. Alba se lo impidió echándose a un lado de la carretera.
Se acercaban a un pequeño puente por donde solo cabía un automóvil y
Alba se juró que tendría que ser ella la primera en pasar. Comenzó a tocar el
claxon por si alguien venía en la dirección contraria para no chocar. Juraría
que notó cómo el coche daba un salto en el puente y se elevaba del suelo.
Cuando aterrizó, gritó de pánico. Su atacante había comenzado a hacerle
luces para deslumbrarla y apartarla de la carretera.
A la altura de El Campanario, un local a las afueras diseñado para
festejos, tuvo que dar un volantazo hacia la izquierda si no quería colisionar
con el otro vehículo que había comenzado a rebasarla. Salió de la carretera
hacia un pequeño descampado dando tumbos entre la grava. Frenó de golpe
antes de meterse dentro de un boquete en la tierra y casi se golpeó la cara
contra el volante.
Por un instante, se vio paralizada, sin saber qué hacer, con el rostro
perlado de sudor frío y los mechones de pelo pegados, escuchando el silencio
y pensando si su atacante la había dejado ya en paz o volvería a por ella. La
mano le temblaba tanto y sentía tanto miedo que comenzó a llorar de
impotencia. Miró a los alrededores y no vio nada ni a nadie. Entonces se
decidió a coger su teléfono móvil para llamar a la policía. No le dio tiempo a
marcar las primeras teclas cuando el espejo retrovisor derecho se hizo añicos
de un solo golpe. Gritó llena de auténtico pánico y con los ojos salidos de las
cuencas. Otro golpe en el lateral del vehículo la desestabilizó e hizo temblar
el coche. Alba se precipitó hacia los pestillos de seguridad y los bajó todos.
Incluso accionó el encendedor por si tenía que enfrentarse con la persona
desconocida que golpeaba con algo contundente la pequeña fortaleza donde
se encontraba atrapada.
—¡VOY A LLAMAR A LA POLICÍA! —gritó desesperada.
Los golpes cesaron. De repente, volvió a estar en plena oscuridad y
pareció que, de nuevo, en calma. ¿Se había marchado? ¿Era un travieso y
perverso juego hasta agotarla mentalmente? Hasta ahora todo habían sido
meras amenazas, pero nada más. En esta ocasión, la cosa había empeorado y
eso quería decir que se había acercado demasiado a la verdad. Se lo habían
advertido y ella no se detuvo hasta verse en esa situación. ¿Era eso lo que le
acababan de decir? Un «te lo advertí».
Sollozó abrazada al volante sin saber qué explicación le daría a su padre
por los daños del coche. Entonces, la luz se hizo de nuevo. Los focos de un
coche la volvían a alumbrar. Volvió a gritar cuando vio la sombra de un
hombre que se acercaba. El sujeto golpeó con los nudillos el cristal de su
ventana dándole un susto de muerte.
—Alba, ¿estás bien? —preguntó Rubén al otro lado del cristal.
—¡¡NO TE ACERQUES A MI O LLAMARÉ AHORA MISMO A LA
POLICÍA!!
Levantó el teléfono móvil y le hizo saber que era una amenaza.
—No. Te equivocas. No tengo nada que ver con todo esto.
—¿Qué haces aquí?
—Solo estaba en el supermercado y te vi. Entonces me di cuenta de que
alguien te seguía y fui detrás por si te pasaba algo.
Alba rio sin creerse una sola palabra.
—Ya claro, qué casualidad. Me atacan y curiosamente te encuentras en
el mismo sitio.
Rubén soltó un resoplido e intentó abrir la puerta del coche.
—Venga vamos… Abre la puerta. Iremos juntos a comisaría si quieres.
—¡Sepárate de la puerta!
—Pero Alba, no tengo nada que ver.
—Que te separes, no quiero que te me acerques. ¿Me has entendido?
Aceleró de nuevo el coche y dejó al hombre en mitad del descampado.
Tenía pensado llegar a casa lo antes posible para ir a comisaría con su padre a
denunciar el ataque, pero cuando inició el ascenso a las escaleras de la
entrada, empezó a temblar de arriba abajo. Una nota de papel se encontraba
en el felpudo de bienvenida. Aparecía el mismo dibujo del ojo y una frase
que rezaba: «Si llamas a la policía me encargaré personalmente de que tu otra
amiga muera».
27

Nada más llegar a casa, se dirigió a su padre y le contó la versión que ella
misma había ideado en su cabeza. Le había dicho que a la vuelta de la compra
se había quedado dormida durante unos segundos, tiempo suficiente para
salirse de la carretera y acabar, por suerte, en el descampado. Tuvo la mala
fortuna de chocar con un árbol por la parte lateral del vehículo hasta romper
el espejo retrovisor.
Se disculpó un sinfín de veces y le aseguró que abonaría los gastos de los
desperfectos del coche. No podía contarle la verdad: que un desconocido la
había perseguido hasta apartarla y golpear el coche y que, justo después,
aparecería Rubén como por arte de magia…
¿Qué debía creer? ¿Debía creer que Rubén solo pasaba por allí y la vio?
¿Quizás fue el atacante? Era todo demasiado extraño y retorcido. Todavía
estaba temblando del miedo. Eso sin hablar de la nota de amenaza de
silencio: «Si llamas a la policía, me encargaré personalmente de que tu otra
amiga muera». Tu otra amiga, recordó Alba pensando en Marta.
Era horrible lo que le estaba pasando, pero todo esto no hacía más que
demostrar una vez más que su hipótesis era cierta. «Puede que no tenga que
confiar tanto en Rubén», pensó. Al fin y al cabo, fue él quien la siguió desde
su primer día en Los Barrios. Sabía a la perfección quién era y qué hacía allí.
Casi se podría decir que la acosaba. Él encajaba en el rango de edad del perfil
que habían concretado sobre el nuevo asesino. Estaba demasiado interesado
en ella y lo que sabía con la excusa de reunir información para su novela e
incluso le había insistido para que le enseñase el diario… ¿Y si fuese el
asesino? Era el único que sabía a ciencia cierta su teoría sobre otra persona,
que, por otra parte, él mismo se encargó de plantar esa idea en su cerebro. Era
como si estuviese jugando con ella constantemente.
—Quizás no exista tal libro y lo único que quiere saber es el alcance de
mi entendimiento…
Leyó una última vez el mensaje de texto donde le suplicaba una
entrevista. Si la aceptaba… ¿Qué podría ocurrirle?

Marta no podía dejar de darle vueltas en la cabeza a todo. En un


principio decidió obviar el tema cuando Alba la había llamado, pero ahora no
podía dejar de pensar en ello. ¿Y si tenía razón y Pedro había sido inocente
toda su vida? No se lo podría perdonar nunca. Habían acabado con la vida de
él y con la salud de una madre.
Según Alba, Pedro no sabía nadar, pero había un texto escrito en las
memorias de Alicia sobre un día en la playa. Nada tenía sentido. Nada
cuadraba.
Por otra parte, estaba el asunto del anillo que su amiga llevaba colgado
del cuello y que había desaparecido. Por mucho que se estrujaba los sesos no
conseguía recordar cómo era ese anillo. Podía ser verdad que el asesino se lo
hubiese llevado como un trofeo. ¿Cómo podían existir personas así en el
mundo?
Observó con detenimiento el cascabel de Bosco que reposaba sobre la
mesa del comedor y soltó un suspiro. ¡Qué agotamiento! Si seguía así de
preocupada por todo, no llegaría a vieja. Ahora que su cuerpo se había
relajado y había procesado toda la información que Alba le transmitió por
teléfono, sabía que tenía que hacer un par de visitas para limpiar su
conciencia: la primera de ellas, a la madre de Pedro. No importaba si su hijo
era el asesino o no, la mujer no tenía culpa absolutamente de nada. Y la
segunda, a casa de su amiga Alicia para ver cómo se encontraba también su
madre. Hacía años que no la visitaba y seguramente lo agradecería.
Miró el reloj de pulsera. Eran las once y media de la mañana. Si se
apuraba y acicalaba cuanto antes, tendría tiempo suficiente de visitar a ambas
mujeres en el mismo día. Así mataba dos pájaros de un tiro.
28

Solo nos quedan los recuerdos. Los recuerdos imborrables de una sonrisa o
una mirada afable que lo dice todo sin mediar palabra. Esa reconfortante
sensación de saber que conociste a la perfección a una persona amada hasta
calar hondo en su corazón. Todos esos momentos, buenos y malos que se
afrontan, se superan y se celebran.
Marta siempre había pensado que la mejor manera de atrapar un recuerdo
para siempre era inmortalizándolo en una fotografía, pero ahora se
encontraba frente a la abatida madre de Pedro, que solo permanece en los
recuerdos, y se dio cuenta de que el mayor de todos era esa lágrima que surca
una mejilla. No hay un sentimiento más grande que ese, y que demuestre de
una forma ferviente el amor que una vez se sintió. El recuerdo que se graba
en el corazón es indudablemente el que permanece para siempre. Ahora lo
comprendía. No servía de nada guardar millones de fotos, ya que prevalece lo
que nos guardemos en nuestro interior.
La mujer la observaba con una mirada vacía y llena de interrogantes.
Sentía que la vida la había tratado con dureza y era tiempo de descansar. Ya
no le quedaba nada que perder. No obstante, agradecía de corazón la visita de
Marta. La única persona en todo el pueblo que se había acercado a su casa sin
la intención de lanzar una piedra o dejar alguna frase grosera en su fachada.
Le sirvió el café más caliente y humeante que pudo e intentó dedicarle
una sonrisa forzada que resultó bonita en contraste con las prolongadas
ojeras. Se le estaba yendo la vida literalmente. Se moría de pena.
—Agradezco el gesto —dijo la anciana.
Marta asintió convencida de ello y miró brevemente la decoración de la
casa, chapada a la antigua, y la evidente falta de limpieza. Se imaginó a la
mujer con depresión en la cama casi las veinticuatro horas.
—Creo que es algo que le debo —le contestó Marta.
—De toda la gente del pueblo que creí que vendría a visitarme, eras la
última de mi lista, y aquí estás después de todo.
—Lo que hiciese o no hiciese Pedro, no es culpa suya. Es algo que, a
diferencia de los demás, sé diferenciar. Me apiado de usted por lo que está
pasando y le doy mi más sincero pésame.
La mujer rompió en lágrimas y se las secó con un pañuelo de tela.
—¿Y Dios? ¿También se apiada de mí?
—A veces el Señor nos pone a prueba.
—A mí me pone constantemente… —susurró—. Necesito el perdón de
Dios por lo que mi hijo hizo, ya que no tengo el perdón del pueblo.
Marta la cogió con suavidad de las manos y le dijo mirándola fijamente a
los ojos:
—Tiene mi perdón, se lo prometo. Ha sido un terrible accidente lo que
ha ocurrido y no tiene que hostigarse por ello.
—Pedro siempre le temió al agua. Nunca supe por qué y nunca lo sabré.
Murió ahogado porque no sabía nadar. ¿Cree que una madre no debe
hostigarse diariamente al saber que su único hijo murió a causa de lo que más
terror le causaba? Es lo peor que le podría haber pasado… Siempre he creído
que mi criatura nunca hizo eso de lo que todos le acusáis, y por lo que
cumplió condena, pero viendo la dureza con la que nuestro Señor le castigó…
Ahora no sé qué creer.
29

Salió disparada tal y como tenía en mente y cruzó la calle de La Plata, no sin
antes resistirse ante el delicioso olor a pastelitos recién horneados por su
famosa pastelería. Cruzó el Paseo de la Constitución saludando
obedientemente a todos los conocidos que tomaban tranquilamente un café
sentados en la terraza y se metió en la calle donde vivía Inés, la madre de
Alicia.
No hizo falta llamar a la puerta porque la mujer se encontraba tomando
el fresco sentada en una silla de playa, algo muy típico de los pueblos que
denotaba una tranquilidad y confianza extrema con los vecinos. Estaba en ese
momento mirándose las piernas hinchadas, tanto que casi no le entraban en
las zapatillas. Cuando Marta se acercó, se levantó como pudo hasta besarla
con una sonrisa.
—Aquí me tienes, que casi no puedo ni caminar con la retención de
líquidos en las piernas.
—Debería comer más sano y caminar.
—El médico me lo ha prohibido casi todo, pero para dos días que a una
le queda de vida no voy a dejar de comer lo que me gusta. Y andar es que
sencillamente no puedo.
—Pues siéntese que estará más cómoda.
Marta hizo el amago de ayudarla a sentarse, pero Inés apartó sus manos y
la obligó a entrar en la casa a base de empujones.
—Hacía mucho tiempo que no te veía, desde que murió mi marido. Estás
guapísima con el pelo rojo.
—Muchas gracias, he estado ocupada.
—Como todos… —sentenció—. Voy a preparar un poco de café.
¿Quieres?
—No es necesario, acabo de tomarme uno. Le agradecería un vaso de
agua.
—Pues yo me voy a hacer uno descafeinado, que no quiero alterarme
demasiado ni que me dé un jamacuco.
Ambas se sentaron alrededor de la mesa de la cocina que portaba un
mantel de plástico de los chinos y un frutero en medio a modo de decoración.
—He venido a visitarle para saber cómo se encuentra después de lo de…
ya sabe, Pedro.
Inés respondió sin girarse, mientras ponía agua en la cafetera.
—Cada uno recoge lo que siembra. No voy a alegrarme de lo que le ha
pasado, pero tampoco disgustarme. Se lo merece por las dos vidas que se ha
cobrado. ¡Eso y más! Dos criaturas con toda una vida por delante. No les ha
dado tiempo de sacarse una carrera, ni de descubrir el amor verdadero y no a
esos nonatillos de la adolescencia que son novios por dos semanas… En mi
tiempo no pasaba eso, salías con el primero y ya toda la vida juntos. Sabías
escoger el bueno —colocó el vaso de agua frente a Marta y puso la cafetera al
fuego—. Uf, las piernas me están matando. Vente conmigo al salón que te
voy a enseñar unas fotos… Te vas a desternillar de la risa cuando las veas.
Estoy segura de que no conoces su existencia.
Caminaron hasta la habitación contigua, se sentaron en un viejo sofá de
piel e Inés sacó de la estantería un álbum de fotos, que debería tener más años
de los que se pudiesen contar con todos los dedos del cuerpo. Comenzó a
mostrar las primeras fotografías donde aparecía Alicia recién nacida.
—Mírala, nada más nacer. Pesaba tres kilos. Recuerdo que en su
adolescencia le enseñé la foto y se quejó de que estaba desnuda colorada
como un tomate —la mujer rio. Pasó las páginas y comenzaron a ver a Alicia
con tres años en el Paseo de la Constitución, jugando con un grupo de niñas
—. ¿Sabrías decirme quién es esta niña tan bonita vestida con el peto?
Marta dudó un momento.
—Soy yo, con Alba. Qué fuerte. No tengo constancia de esta foto.
—Has cambiado mucho —apuntó la anciana—. Ahora llevas el mismo
color de pelo que mi niña… Sería preciosa.
—En parte lo llevo por ella, para no olvidarla.
—Nunca lo harás. Era de esas personas especiales que dejan huella en
los corazones ajenos.
—Me vas a hacer llorar.
—Pues no te lo consiento. Ya se han derramado demasiadas lágrimas en
esta casa. Quiero que podamos hablar de Alicia y sonriamos. ¡Ah, mira! El
quinto cumple de Ali. Os pintamos las caras como animales de granja entre
todas las madres. La nena era un conejito, tú la oveja y Alba el burro.
Estabais para comeros. —La tetera comenzó a silbar desde la cocina y la
mujer se levantó con pies pesados—. Voy a terminarme el café, sigue
mirando fotos.
Marta comenzó a pasar las páginas con tranquilidad visualizando los
momentos más emotivos de la joven: su primer día de cole, su primera
mascota, su primera excursión con el colegio, un viaje en familia a Málaga,
fiesta de pijamas con las amigas… Miró esa foto con mayor detenimiento.
Las tres riendo y comiendo palomitas con el mismo pijama de corazones.
Tendrían unos doce años… Recuerdos…
Pasó las páginas y entonces su corazón le dio un vuelco. Aparecían de
nuevo las tres, en un día de campo en la Montera del Torero, portando sus
mochilas y gorras para protegerse del Sol. Entonces lo vio: el anillo colgado
del cuello de la chica, un anillo que pertenecía a la madre del chico con el que
salía su amiga, lo suficientemente grande como para que se lo tuviese que
colgar. Un precioso aro de metal coronado por una piedra verde esmeralda.
Exactamente la misma piedra que portaba su alianza de compromiso. Su
marido Darío le había desvelado que era el último recuerdo de su madre.
Comenzó a temblar de pies a cabeza e intentó reprimir el grito que
intentaba salir por su garganta como si lo disparase un cañón. Se miró el
anillo por última vez y creyó que se desmayaría. No comprendía
absolutamente nada. ¿Por qué tenía ella algo que robaron del cadáver de su
amiga? Cerró aún estupefacta el álbum de fotos y salió como pudo a darle el
encuentro a Inés que añadía azúcar a su café descafeinado. Ésta la miró
preocupada al ver su rostro pálido con una hoja en blanco.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
—No mucho, la verdad. Creo que me iré a casa. Lo siento mucho.
—¿Necesitas una pastilla o algo?
Marta negó con la cabeza. Aguantó una fuerte arcada y salió corriendo
de allí.
30

Corrió como nunca lo había hecho. Ahora era consciente de esos kilitos de
más que había cogido y que le impedían estar tan en forma como antaño.
Sentía que le faltaba el aire y el poco que le quedaba luchaba por abandonar
su cuerpo; incluso ella misma quería desaparecer en ese momento.
Cruzó varias calles como si fuese una bala que quería impactar contra su
objetivo, apartándose el pelo, ahora pegajoso en el rostro y mirando
horrorizada su anillo de compromiso. ¿Por qué ella? A veces hay preguntas
que no tienen respuestas. Su marido le había dado como anillo de
compromiso aquel que portaba su amiga asesinada, con total probabilidad
para poder recrear el crimen en su perturbada mente cada día de su vida con
solo ver su mano.
Había sido engañada por completo. Todo había sido una farsa: su
matrimonio, la felicidad, el dolor que él fingía tener cuando salía el tema de
Alicia a la hora de comer en la mesa… Ahora entendía muchas cosas…
Una vez, cuando Manuel tenía tres años, se cayó jugando en la calle y
vino a casa con las rodillas peladas y sangrando. El niño había ido a buscar el
apoyo de su padre que veía un partido de fútbol en la televisión. Le llamó a
grito pelado durante un rato, llorando, con la garganta cogida y Darío ni se
inmutó… Tenía a su hijo a dos metros y no apartó la mirada de la televisión.
Dejó que el niño llorase con las rodillas llenas de sangre. Entonces ella, que
estaba fregando los platos, corrió a ver qué ocurría y vio el espectáculo. Darío
parecía sonreír, parecía disfrutar… En cuanto la vio, se giró preocupado hacia
su hijo. Marta le preguntó enfadada por qué no le había atendido, mientras
buscaba desesperada el agua oxigenada para las heridas. Él respondió que
estaba tan sumergido en el partido que no se había percatado. En aquel
momento le resultó de lo más raro, pero le creyó. Ahora todo tenía sentido.
Era una bestia sin empatía, que mantenía dos vidas paralelas: una en la que
todo es un papel de una película de Hollywood, y la otra, su verdadera cara.
Su verdadera identidad. ¿Por qué no lo había visto antes tan claro? Se sentía
como una tonta. Se había acostado todas las noches con el enemigo.
Cuando llegó a casa lo tuvo claro. Cruzó el pasillo y la cocina y salió
disparada por la puerta trasera hasta llegar al jardín que Darío tanto amaba y
cuidó durante años. Recordó entonces las palabras de su hijo, cuando aseguró
que había encontrado el cascabel de Bosco. ¿Y si…?
Una vez Alicia le había dicho mientras bebían y fumaban que todas las
grandes preguntas de la vida comenzaban con un: ¿Y si…? Siempre pensó
que tenía razón. Las ideas más descabelladas respondían a ese tipo de
preguntas, y esta vez no iba a ser menos.
Localizó un tramo de tierra removida recientemente, donde había
evidencias de una nueva plantación. Se arrodilló y comenzó a apartar la tierra
con las manos como si estuviese poseída. Poseída por el terror y la angustia.
Descubrió a unos escasos treinta centímetros de profundidad una bolsa negra
de plástico.
—No, por favor… —suplicó entre lágrimas que se mezclaban con la
tierra apartada con demasiada rapidez.
Cuando abrió la pequeña bolsa de plástico, descubrió el cadáver de
Bosco lleno de gusanos que se comían su carne. El hedor se hizo insoportable
y la vida de Marta con ello.
Le entraron arcadas, que tuvo que reprimir para poder seguir
desenterrando bolsas. Comenzó a sacar una, dos, tres, cuatro, cinco… Llegó
un momento en el que dejó de contar y se centró en partir el plástico con
manos temblorosas hasta sacar a la luz el secreto mejor guardado de Darío.
Su adorado jardín era en realidad un cementerio de gatos asesinados. Su
marido les partía el cuello a los pobres animales; no tenía ni idea desde
cuándo lo hacía. Solo sabía que en algunas bolsas el animal ya se había
descompuesto y sus huesos quedaron al descubierto.
Intentó reprimir el grito gutural que subía por su garganta y se manchó el
rostro de tierra. Necesitaba pensar qué hacer a continuación, pero su mente se
encontraba en blanco. Se quedó en estado de shock durante cinco minutos,
sin saber cómo reaccionar o actuar. Su cuerpo no respondía a los pocos
estímulos que le mandaba el cerebro. Entonces decidió que lo mejor sería
darse una ducha bien caliente, limpiarse toda la tierra y pensar tranquilamente
el siguiente paso a dar. ¿Tenía que llamar a la policía? ¿Tenía que pedirle
explicaciones a su marido y rogarle que se entregase? ¿Debía llamar a Alba?
¿Qué debía hacer?
Subió las escaleras con la mirada vacía, se desnudó y metió en la ducha.
El chorro de agua que se escapaba por el desagüe se tiñó del color terroso.
Marta ya no pudo reprimirlo más y rompió a llorar.
No lo sabía. No tenía ni idea, pero Darío acababa de llegar a la casa.
31

Alba colgó el teléfono después de hablar cerca de una hora con José. Le
había contado la misma versión de los hechos que a su padre: a mitad de
camino se durmió y se desvió de la carretera, hasta chocar con un árbol. José
se preocupó sobremanera al pensar que se hubiese hecho daño. Ignoraba que
la verdad era mucho más espeluznante y preocupante. ¿Cómo iba a decirle
que el asesino la acosaba? Habían amenazado de muerte a su amiga Marta si
lo contaba a alguien o si llamaba a la policía. Se tumbó en la cama y cerró los
ojos con fuerza. No podía dejar de pensar: «Alicia y 1617». Entonces el
móvil comenzó a vibrar de nuevo y, sobresaltada, se percató de que la
llamada entrante era de Rubén.
«¿Lo cojo o no lo cojo?», pensó. La eterna pregunta a las cientos de
llamadas perdidas que tenía de él desde que había ocurrido el percance de la
otra noche. El chico se estaba comportando como un auténtico pirado, una
persona totalmente controladora y obsesionada, que la seguía, vigilaba y
llamaba con asiduidad. Finalmente, tomó el aparato y descolgó la llamada.
—¡Deja de llamarme! —espetó furiosa—. Llamaré a la policía.
—¡Alba! Dios mío, gracias por cogerme el teléfono. Te he estado
llamando con un loco…
—No me digas…
—Escúchame, por favor. Te pido disculpas por lo que pasó la otra noche.
A Alba comenzaba a enervársele la sangre por la furia.
—¿Disculpas por vigilarme, acosarme, perseguirme, destrozar el coche
de mi padre y dejarme una nota amenazadora?
—¿Qué?... —se escucharon un par de murmullos confusos al otro lado
de la línea—. ¡NO! Tienes que dejarme hablar. Te he llamado todas estas
veces para decirte que pude sacar una foto borrosa del coche que te persiguió
y acorraló.
—¿En serio? —ahora era ella la que estaba confusa.
—Sí. Te voy a pasar la foto por WhatsApp. Quizás la reconozcas.
Dudó si creerle o no durante unos segundos. Después comprendió que no
tenía otra opción y que debía arriesgarse. Si lo que Rubén decía era verdad,
sería una prueba demasiado valiosa.
—Déjame que ponga la llamada en altavoz mientras miro la foto.
—Te la acabo de enviar.
Esperó hasta que la imagen se cargase y la abrió hasta que ocupó toda la
pantalla. No pudo evitar llevarse una mano hacia la boca mientras observaba
absorta aquel Seat León color verde que tan bien conocía.
Su mente volvió al pasado y las imágenes cobraron vida en su cabeza
cuando la persiguieron por primera vez. Aquel día tuvo que correr hasta la
casa de Marta con temor de que Pedro la siguiese. Recordó cómo Darío salió
a la calle portando un bate de béisbol y luego la llevó a casa en aquel
vehículo… Un bate de béisbol…, el objeto contundente perfecto para asustar
a una mujer dentro de su coche mientras propinas golpes y le rompes un
espejo retrovisor. Una excelente forma de infundir temor y respeto. Una
manera de callar la boca de alguien demasiado curioso.
Rubén continuó pasándole fotos desde varias perspectivas de aquel coche
aparcado en la oscuridad y con los faros encendidos apuntando hacia el coche
de Alba, que se encontraba apartado en la cuneta junto a los matorrales.
Comprobó horrorizada la oscura silueta frente a los focos que portaba un
alargado objeto romo. No cabía duda… Darío era el asesino que estaba
atemorizando a los habitantes de Los Barrios.
—¡RUBÉN, LLAMA A LA POLICÍA! ¡MARTA ESTÁ EN PELIGRO!
—gritó mientras se ponía el abrigo y corría escaleras abajo.
32

Salió de la ducha con las ideas claras. Tenía que llamar a la policía cuanto
antes. Si esperaba y hablaba con su marido para pedirle una explicación todo
podría complicarse. Él, quizás fuera de control, intentando hacerla callar a
base de amenazas hacia su hijo, o a base de golpes… No debía confiar en la
templanza de alguien que no la tenía. ¡Había asesinado a dos chicas y una
veintena de gatos callejeros!
Se miró al espejo mientras se colocaba la bata y se sintió estúpida por
creer que, si hablaba con su marido, un asesino psicópata, éste acabaría
entregándose sin más. Salió del baño con la intención de ir directa al teléfono
fijo, pero se topó de frente con Darío. Tenía el rostro extrañamente sereno,
sin expresión alguna y la observaba con las manos ocultas tras la espalda.
Comenzó a temblar de pánico y el corazón se le iba a salir del pecho.
—Hola, amor mío —dijo con parsimonia—. Te he traído un regalo.
—Ah, ¿sí? —simplemente no sabía qué responder ni cómo actuar, se
encontraba de piedra.
Observó dos grandes manchas de sudor alrededor de las axilas. Tenía el
rostro perlado con una media sonrisa y podía notar que el pecho se agitaba
con rapidez. Era como si quisiese detonar tranquilidad cuando en realidad
estaba alterado.
—Es una tontería, pero cuando lo he visto sabía que era el regalo
apropiado para ti.
—¿Y qué es?
Darío negó con la cabeza.
—No puedo decírtelo, es una sorpresa. Tienes que…, cerrar los ojos.
Se le escapó un grito ahogado y supo que se estaba quedando sin voz.
Estaba muerta de miedo y tenía que hacer ver a su marido que todo seguía
sobre ruedas, que ella no sabía de su secreto hasta que pudiese llamar a la
policía. ¿Sería capaz de aguantar la compostura?
—Cierra los ojos —repitió.
Ella obedeció. Seguía temblando, sentía su corazón a mil por hora.
Incluso se podía oír con facilidad. BOM, BOM, BOM, BOM…
Sintió que Darío se acercaba lentamente y se posicionaba detrás de ella.
Un escalofrío le recorrió la espalda cuando comenzó a apartarle el cuello de
la bata. Y entonces notó algo helado alrededor de su cuello.
—Ya puedes mirar.
No hizo falta insistir. Abrió los ojos tan rápido como pudo, pensó que la
incertidumbre la mataría de un infarto. Sobre su cuello descansaba el collar
plateado de un pequeño búho de ojos violeta.
—Vaya… ¿No es el búho el animal simbólico de los graduados?
Darío rio de una forma perversa y casi demencial. Eso la asustó aún más.
Nunca la había mirado de esa forma.
—¿Te gusta? Lo vi y pensé que te quedaría genial con tu pelo rojo.
—Me… encanta —se le trabó la lengua.
«¡Y un cuerno!», pensó. «¿Cómo diablo me va a gustar el collar de la
adolescente que has asesinado? ¡¡ESTÁS COMPLETAMENTE LOCO!!».
Desesperada, miró a todos lados con el fin de encontrar su teléfono móvil
y poder pedir ayuda. Se sentía atrapada y Darío no tardaría mucho en darse
cuenta. La voz de él la sacó de sus cavilaciones y dio un brinco en el suelo.
—No te gusta, ¿verdad?
—Claro que sí, me encanta. ¿Por qué crees eso?
—No sé… Estás algo rara… No es la reacción que hubiese esperado.
—No te preocupes, es solo que no he tenido un buen día…
Hizo un gesto de indiferencia con la mano y se dirigió a su habitación
haciendo como que se secaba el cuerpo mientras él la seguía.
—El tiempo está nublado, y ya sabes cuánto me duele la cabeza cuando
hay muchas nubes. No sé qué ropa ponerme. Tengo algo de frío. Debería
cambiarme.
La siguió con la mirada mientras se metía en la habitación y antes de que
él llegase al marco de la puerta, encontró un viejo abrecartas entre los cajones
de la habitación y se lo guardó por dentro de la bata.
Cuando Darío llegó al marco, se agarró a él con las manos manchadas de
tierra. De esa forma, Marta supo que su marido había estado en el jardín
removiendo las mismas bolsas de los cadáveres de los gatos que ella. Ella
sabía su secreto y él la había descubierto. Lo más aterrante de todo era que
estaba encerrada en una habitación en el segundo piso y el asesino obstruía la
puerta de salida.
33

Arrancó el motor del coche y metió primera, a pesar de que su padre le había
advertido que no lo hiciese hasta haber arreglado el espejo retrovisor. Salió
disparada hacia la casa de Marta. En la radio sonó a todo volumen Smooth
Criminal, de Michael Jackson; un tema con una letra nada apropiada, o
demasiado, para un momento tan tenso como aquel. Alba quitó la radio de un
golpe y dio varios volantazos al girar la esquina.
—Por favor…, que llegue a tiempo —suplicó.

—¿Qué te pasa? —volvió a preguntar Darío desde la puerta—. Pareces


asustada por algo.
La luz proveniente del pasillo formaba una prolongada y oscura sombra
sobre el rostro del hombre, que se extendía hacia ella, como un presagio
mortal, que la atrapaba poco a poco. Marta, directamente no contestó. Estaba
temblando y procurando que el abrecartas no se le resbalase de debajo del
brazo y fuese a parar al suelo. Entonces él comenzó a acercarse. Cada paso
era un constante martilleo en el cerebro que la hacía retroceder.
—¿No me vas a contar nada? ¿Qué has estado haciendo hoy? ¿Has sido
buena? ¿Mala? ¿No? ¿Ninguna respuesta a mis preguntas? Creo que tú
también tienes preguntas…
Dicho esto, alzó las manos llenas de tierra a escasos metros de ella,
obligando a Marta a actuar. Sacó tan rápida como pudo el abrecartas y se lo
clavó en el brazo derecho. Darío gritó de dolor como si no hubiese un
mañana y cayó arrodillado en el suelo.
Cuando Marta le extrajo el metal afilado, la sangre brotó con abundancia.
Ella aprovechó para escapar de las garras de su marido. Dobló la esquina del
pasillo, resbalando con los pies descalzos, y se encerró de nuevo en el baño.
Una vez dentro, echó el cerrojo a la puerta y ésta retumbó al instante. Darío
se encontraba gritando al otro lado, completamente fuera de sí y dando
patadas y puñetazos a una puerta que no tardaría en echar abajo.
Ella gritó aterrada y se metió en la bañera con el brazo extendido en
modo defensa. La puerta siguió recibiendo golpes de manera incesante hasta
que finalmente pararon.
—¡¿POR QUÉ HAS HECHO ESO?! —gritó Darío al otro lado. Estaba
furioso. Demasiado. Nunca le había visto así—. ¡SAL DE AHÍ PARA QUE
PODAMOS HABLAR COMO PERSONAS CIVILIZADAS!
—Déjame en paz —gimió.
—Yo solo quiero que seamos felices, amor —había rebajado el tono de
voz drásticamente. Parecía una persona serena, melosa y cariñosa—. Sal de
ahí… No te pasará nada…
—¿Qué no me pasará nada? ¿Cómo lo que les pasó a esa chica y a
Alicia? ¿Por qué lo hicist…? —no pudo acabar la pregunta. Las palabras no
le salieron por la boca.
—No entiendes nada… Si supieses cómo fue mi vida de pequeño lo
entenderías todo.
—Tenemos tiempo para que me lo expliques mientras la policía viene
hacia aquí.
—¿Has llamado a la policía?
—No…, pero los vecinos habrán escuchado los gritos y habrán alertado
de ello…
Darío apoyó la frente contra la puerta de madera.
—Es muy difícil vivir en una familia pobre, en la que tu madre se tiene
que dedicar a la prostitución para salir adelante; a veces se traía a los hombres
a la casa. ¿Sabes lo que es oír a tu propia madre con un hombre que no es tu
padre? La oía cada noche, mientras el capullo de mi padre se gastaba ese
poco dinero en bebidas alcohólicas. En un principio fue él quien la expuso a
ello, pero después vinieron las palizas hacia mi madre y hacia mí. Era un
cabrón que nos había jodido la vida… Bebía y bebía, y después aparecía en
mitad de la noche para zurrar a su mujer, mientras la insultaba diciéndole que
era una puta y una guarra. Cuando te metes a intentar proteger a tu madre, la
bestia descarga la furia contra ti. Eso me pasaba cada día… Lo entiendes,
¿verdad? —Marta no respondió. Simplemente se quedó en silencio
escuchando la horripilante historia que le contaba. Él prosiguió hablando—.
Una vez…, saqué malas notas en el colegio porque no podía concentrarme en
casa. ¿Sabías que siendo pequeño tenía como mascota un gato? Pues la forma
que mi padre utilizó para castigarme era arrebatarme lo que más quería: me
obligó a matar a Pinky. —Se podía escuchar a Darío llorar en silencio—. Un
día, mi padre se pasó bebiendo y se pasó golpeando a mi madre hasta
matarla… Dijo a la policía que se había esfumado con un cliente. Que era una
ramera que se había enamorado de otro hombre y se había marchado, cuando
en realidad la enterró en el jardín. Lo único que me quedó de ella fue el anillo
que ahora llevas en el dedo. Viví toda mi vida aterrado y recibiendo palizas.
Mi vida era demasiado oscura hasta que conocí a Alicia… Era la chica más
bonita que había visto jamás, pero tenía un novio que se llamaba Pedro.
Ohh… Cuánto he odiado siempre a ese chaval… Éramos amantes. Tu
amiguita con cara de ángel llevaba una doble vida. Fingía ser feliz con su
novio mientras cada noche se acostaba conmigo. Le regalé el anillo de mi
madre, que le quedaba grande, y se lo colgó del cuello. Me prometió que
dejaría a Pedro y se vendría conmigo… Y aquella noche, la seguí hasta una
fiesta. Estaba terriblemente enamorado de ella, rozando la obsesión. Y la vi
manteniendo sexo con el gilipollas de su novio…
Darío interrumpió de nuevo su historia y se quedó en silencio. Entonces
gritó lleno de furia y propinó un fuerte puñetazo a la puerta. La madera cedió
y Marta gritó horrorizada. Continuó…
—Esperé a que Pedro se fuese y me encaré con ella para pedirle
explicaciones. ¿Por qué me haces esto Alicia? Decías que me querías…
¿Cuándo vas a dejar a tu novio por mí? Y ella me respondió que lo había
pensado mejor, que lo sentía pero que quería a Pedro… Se quedaba con él.
La mente permaneció en blanco durante un tiempo, y cuando recobré la
consciencia me encontré estrangulando a Alicia. Llevaría por lo menos media
hora haciéndolo. —Se escucharon sollozos al otro lado de la puerta. Era
demasiado duro para Marta escuchar aquella historia—. Y esa misma noche
no solo murió una persona… Llegué a casa y maté también a mi padre. Había
bebido tanto que ni siquiera se enteró de que le apretaban el cuello… Esa
noche nació la bestia que hay dentro de mí. Nació mi mitad oscura —
comenzó a reír a carcajadas, fuera de sí—. SÍ. Yo soy el dichoso 1617 que la
pesada de tu amiga Alba busca. Era la matrícula del antiguo coche de mi
padre, con el que la recogía y teníamos nuestros encuentros amorosos. A ella
le encantó ese juego de palabras… Me fue tan sencillo culpar del asesinato a
Pedro… Era su novio y había sido la última persona que la vio con vida por
testigos. Además, había restos de su semen en la vagina. Dicen que los vieron
discutir en la fiesta. Por lo visto, él sabía que tenía un amante y le dio un
ultimátum. Lo único que tuve que hacer fue intentar controlar mi ira y no
volver a matar mientras él estuviese en la cárcel. Entre tanto, tuve que
conformarme con matar a los gatos del barrio. A veces incluso les partía el
cuello. Y en cuanto salió Pedro de la cárcel, no pude reprimirme más a base
de pequeños animales. Tenía que matar de nuevo y lo hice con la vecina.
—¿Por qué ella? —dijo entonces Marta con los ojos anegados en
lágrimas—. Era una chica inocente…
—Porque se parecía a Alicia y se sentía atraída por mí. Lo notaba cada
vez que nos cruzábamos. Las miradas lascivas, cómo se mordía el labio…
Fue demasiado fácil. Pero a ti nunca te haría daño, cariño, porque lo que
tenemos tú y yo es real.
—¿Cómo puedo creerte?
—¿No lo entiendes? Tuve que matarla a ella para no matarte a ti. De
repente, te teñiste el pelo de rojo y creí que me volvía loco. Cada vez que te
miro, veo el reflejo de Alicia…
Entonces llamaron al timbre y ambos se quedaron de piedra. Marta
estaba totalmente petrificada. ¿Sería la policía? Por un momento sintió alivio,
pero entonces escuchó la voz histérica de Alba gritar su nombre.
—¡MARTA! ¡¿DÓNDE ESTÁS?! ¡LA PUERTA ESTÁ ABIERTA,
VOY A ENTRAR!
34

—¿Marta?
Alba se introdujo en la casa, que se encontraba en penumbra. Parecía que
no hubiese nadie a pesar de que la puerta de entrada estaba abierta de par en
par. Eso la asustaba. ¿Habría pasado algo preocupante? Descubrió restos de
tierra en la entrada. Era todo demasiado raro… Recorrió el angosto pasillo
mientras llamaba a su amiga. Solo el silencio le respondía.
¿Sabría Marta que Darío era el verdadero asesino que atormentaba al
pueblo? Bastantes eran los indicios para suponer que su marido había sido en
la adolescencia el amante de Alicia, la persona que sabía nadar y con la que
fue a la playa de Palmones a cruzar el río. Después, habría asesinado a la
joven por algún motivo y habría inculpado a Pedro. Esa noche ambos
discutieron en la fiesta y ella se marchó a casa. Se sabe que después
mantuvieron sexo y el semen encontrado en el cadáver fue más que suficiente
para cargarle el asesinato.
Lo que no acababa de entender era cómo había podido ocultar, el asesino
real, su rabia interna durante los años que Pedro estuvo encarcelado. Una vez
fuera, se desató de nuevo la bestia y acabó con la vida de otra chica del
pueblo. Si la policía se daba prisa en llegar, podría evitar un nuevo asesinato:
el de su otra amiga que se había teñido el pelo del color de las víctimas.
«Qué poco ojo. ¿Habré llegado a tiempo?», pensó. Recorrió el salón
donde se sintió observada, pero dedujo que los únicos ojos que la vigilaban
eran los de las fotos. Se equivocaba. Un bate de béisbol cortó el aire e
impactó con fuerza sobre su hombro derecho. Darío había aparecido por
detrás, con la mirada ida por la rabia y un hilo de saliva en los labios. Ella
gritó agonizando de dolor y cayó de bruces en el suelo. Sintió que se mareaba
del intenso dolor y se arrastró por el suelo en un intento fallido de huir,
puesto que otro golpe fue directo a uno de los tobillos. Se lo partió. Sintió el
hueso astillarse dentro de ella, y en un momento se le hinchó tanto como un
balón de fútbol. Abrió los ojos como platos y estuvo a punto de vomitar por
el dolor. Sintió la ardiente bilis recorrer su garganta dejándole un sabor fuerte
y amargo con quemazón.
Darío levantó de nuevo el objeto romo y entonces se escuchó a Marta
gritar el nombre de su amiga desde el piso de arriba. El asesino miró hacia las
escaleras que conectaban ambas plantas esperando ver a su mujer bajar
alarmada, pero cuando volvió a mirar a Alba, ésta había desaparecido. Se
había arrastrado por el suelo como una culebra y se había ocultado detrás del
sofá. Era un pésimo escondite, lo sabía, pero no tenía demasiado tiempo.
Darío comenzó a romper con el bate los jarrones y cuadros que pillaba a su
paso mientras la buscaba totalmente desesperado.
—Sal de donde estés, muñeca. No tienes muchos sitios donde ocultarte.
¡MARTA, TU AMIGA MORIRÁ SI NO SALES!
De repente, todo se quedó en silencio… Alba agudizó el oído con el
dolor más intenso que había sentido en toda su vida. Luchaba cada segundo
por no llorar y ser descubierta. ¿Cuándo llegaría la policía?
Una mano, como la garra de un águila que atrapa a su presa, sujetó por
encima del sofá un mechón de pelo de Alba y la obligó a levantarse hasta
despatarrarla por los cojines. Pudo oír cómo la piel adherida al cráneo se
despegaba a causa del fuerte tirón. Darío levantó de nuevo el bate y estuvo a
punto de alcanzarla en la cabeza sino fuese porque giró su cuerpo en el sofá
con el doble de rapidez. Corrió cojeando hasta la cocina en busca de un arma
con la que poder defenderse, pero su asesino la alcanzó en la puerta y la
golpeó detrás de la cabeza. Cayó de nuevo al suelo y esta vez no pudo
levantarse. Tenía una enorme brecha en la cabeza de la cual emanaba más
sangre de la que Alba había visto nunca. Se mareaba… Alzó los brazos en
modo defensa para poder recibir el próximo golpe en el brazo. La estaba
matando a golpes, literalmente.
—Eso te pasa…, por interponerte en mi vida…
Marta apareció de la nada y se abalanzó sobre su marido antes de que
pudiese volver a golpear a su amiga. Éste soltó el enorme palo de madera y la
arrojó al suelo, donde le puso la rodilla en el estómago; comenzó a apretar su
garganta con las manos. Marta abrió tanto los ojos que casi se le salieron de
las cuencas. Le clavaba las uñas en la garganta, pero se quedaba sin oxígeno.
Se defendía como podía, moviendo agitadamente los brazos y las piernas
como si tuviese espasmos. El rostro comenzó a ponerse de una tonalidad
morada.
—Todo esto te está pasando por traicionarme. Podríamos haber sido
felices juntos. Pero eres una puta al igual que mi madre, lo has estropeado
tod…
No pudo terminar la frase porque ahora había sido él quien había
recibido un golpe en la cabeza. Alba se encontraba de nuevo de pie,
empuñando el arma y asestando golpes al asesino hasta que aflojó la garganta
de su amiga y se desplomó a su lado. Marta aspiró todo el aire que pudo y
notó cómo sus pulmones recibían de nuevo oxígeno. Le dolía horrores la
garganta, pero al menos estaba mejor que su amiga, con un tobillo hecho
añicos, diversos golpes por todo el cuerpo y una gran brecha en la cabeza.
Ambas lloraron y se abrazaron. Habían ganado a la bestia.
La policía estaba en camino, pero Marta debía llamar a una ambulancia
cuanto antes para su amiga. Se dirigió hacia el teléfono de pared y comenzó a
marcar los números sin percatarse de que el hombre había vuelto en sí y se
abalanzaba de nuevo sobre ellas.
Todo ocurrió demasiado rápido. En un acto reflejo, Alba cogió uno de
los cuchillos de cocina que descansaban sobre la encimera y lo clavó sobre el
cuello de Darío. La afilada hoja entró con suavidad cortando la carne y la
arteria carótida común izquierda. Cuando sacó la hoja, la sangre salió
disparada. El hombre se llevó ambas manos a la herida y comenzó a gimotear
sin apartar la mirada en los ojos de la que fue su mujer. La vida se apagaba
con rapidez en el cuerpo de Darío. Marta supo, con solo mirarle, que se
estaba despidiendo de ella. La había amado, pero a su manera.
El suelo y los azulejos se mancharon del líquido rojizo que lo envolvía
todo en un enorme charco, que segundos después, fue coronado con el cuerpo
sin vida de Darío.
Pocos minutos después llegó la policía, que irrumpió en la casa a punta
de pistola. Tanto el cuerpo policial como Rubén no podían creer lo que
acababan de presenciar ambas mujeres dentro del domicilio. Fueron ellos los
que llamaron a los servicios sanitarios, que se llevaron en ambulancia a las
chicas hasta el hospital de Algeciras, una de ellas, con heridas bastante
graves. La pesadilla había acabado por fin.
35

Al día siguiente todo eran comentarios del mismo calibre. Parecían medidos
con el mismo metro o cortados por el mismo patrón. Nadie esperaba que el
asesino fuese en realidad Darío y no Pedro. Todos acogieron esta noticia con
gran sorpresa y estupefacción.
«Con lo guapo y agradable que era. Nunca lo hubiese imaginado».
«Un vecino de toda la vida. Se preocupaba mucho por todos y por el
vecindario».
«No tenía pinta de asesino. Era tan apuesto…. Siempre iba sonriente,
hablaba con todo el mundo y era un buen hombre».
«No creo que todo lo que se cuenta sea cierto. Tenía un buen trabajo y la
vida perfecta con su mujer e hijo. ¿Por qué una persona así iba a matar a dos
chicas?».
De lo que el mundo no se entera es de que ese tipo de personas sí que
están cortadas por el mismo patrón: tienen un trastorno de personalidad
antisocial, una condición que se caracteriza por la falta de empatía, la
manipulación y el ver a los demás como meros medios para satisfacer sus
propios deseos.
Todos los asesinos en serie se caracterizan por cinco rasgos en su
personalidad: están obsesionados con el poder porque quieren tener el control
de todas las situaciones. Suelen tener información vital que le dan las
personas que le rodean y la usan a su antojo.
Después se descubrió que Darío estuvo durante su adolescencia al tanto
de todos los avances en la investigación sobre el asesinato de Alicia. El chico
trabajaba haciendo pequeños arreglos en el jardín de un agente de policía que
trabajaba en el caso. Ese hombre acostumbraba a invitar a Darío a una lata de
cerveza y ambos charlaban durante horas. Finalmente, murió años atrás.
Otro de los rasgos principales es que son personas sumamente
manipuladoras. Esa actitud la esconden bajo una falsa fachada de
vulnerabilidad y la falsa idea de que quieren agradar a todo el mundo. Por
ello, cuando son atrapados, nadie hubiese sospechado de ellos.
Son egoístas, motivo por el cual, a veces son capturados. Tienen un gran
ego. Esa característica hace que a veces no puedan contenerse y hablen de sus
crímenes con otras personas, sintiéndose orgullosos de su trabajo.
Además, suelen guardarse pequeños trofeos o recuerdos para demostrar
que perpetraron el crimen. Darío se había guardado el anillo de Alicia que
después regaló a su mujer, al igual que el colgante de graduación de la otra
víctima.
Suelen usar las emociones de sus víctimas contra ellos.
Son activos en la comunidad de vecinos para ganarse la confianza y ser
la última persona en la que sospechen.
Por todo esto, y más, Rubén sacaría un libro donde analizaría en
profundidad ambos asesinatos, así como la compleja personalidad de este tipo
de personas. El fin: poder prevenir otras desgracias venideras. Para ello
describió en sus primeras páginas lo que llamó «La triada fatídica»: tres
signos de alarma que manifiestan una elevada posibilidad de crear a un
asesino potencial.
La crueldad con los animales. Torturar animales no es un simple medio
de calmar la agresividad, sino una preparación psicológica para poder ver la
muerte con naturalidad. Este acto destruye por completo la empatía.
La piromanía, que aparece en la niñez y muestra la búsqueda de un
sentimiento de poder originado en la satisfacción de destruir.
Y, por último, la incontinencia urinaria. Un sesenta por ciento de los
asesinos se orinan en la cama, ya que está asociado al estrés emocional que
originan el entorno familiar y social inadecuado que les creó como monstruo.
Este libro sería titulado como Mi mitad oscura.
36

Un mes después.
Alba salía por la puerta del hospital Punta de Europa de Algeciras del
brazo de José, que nada más recibir la llamada de Marta contándole lo
ocurrido, cogió el primer tren. Había sido tratada de sus heridas y ahora se
encontraba por fin recuperada de la rotura de varias costillas, una brecha
bastante profunda en la cabeza y un tobillo roto.
Allí estaban Marta y Rubén, charlando animadamente, aunque a veces
Alba viese a su amiga llevarse la mano hacia la garganta al notar aún
molestias tras la agresión. Cuando se giraron hacia ella, sonrieron de oreja a
oreja y acudieron a abrazarla. Lo que primero llamó la atención de Alba fue
el cambio de color de cabello de su amiga. Ahora era completamente rubio y
le sentaba fenomenal.
—Tu pelo… —dijo alucinada—. Me encanta.
—Viniste a Los Barrios para enfrentarte a tus propios miedos y hacer
frente al pasado. El pelo rojo era una forma de aferrarme a lo que fue Alicia y
esta es mi forma de decirme a mí misma que también he dejado el pasado
atrás.
—Me alegra tanto oír eso…
—Siento no haber traído un ramo de flores como es lo lógico en estos
casos, pero las flores me recuerdan tanto a él…
Ella la agarró con dulzura del hombro y le susurró al oído.
—Las hubiese tirado a la basura.
Ambas sonrieron.
—Habíamos pensado José y yo en invitaros a comer en algún lugar —
intervino entonces Rubén, que parecía una versión mejorada de sí mismo. Se
había afeitado, peinado y parecía que olía a perfume caro.
José besó a su chica en la boca y la dirigió hacia el coche. Rubén guiaba
de la misma forma a Marta mientras se cogían de la cintura.
—¿Perdona? ¿Desde cuándo esta nueva noticia? —exclamó Alba sin
poder creerlo.
—Un mes da para mucho, créeme. Ya te contaré detalladamente todo lo
que ha pasado en este tiempo… Solo diré que necesito empezar de nuevo con
mi vida cuanto antes y nos gustamos. Queremos probar y darnos una
oportunidad.
Comenzaron a bajar por la cuesta que llevaba a los aparcamientos
cuando Marta paró en seco.
—Un momento, ¿ahora que todo ha terminado, significa que te vas para
Granada?
Ambas se miraron y supieron al instante que la complicidad había vuelto
a ellas.
—¿Sabes? —comenzó a decir Alba—. Toda mi vida he intentado huir de
este pueblo que solo me traía malos recuerdos. Quise huir bien lejos de su
gente. Pero ahora lo veo desde otro punto de vista totalmente diferente. Los
Barrios es un buen pueblo para vivir. Su gente es maravillosa y adoro esto.
José y yo hemos estado hablando y nos quedaremos un par de semanas más.
Quiero estar con mis padres y contigo. Después volveremos a Granada… —
Marta bajó por un momento la mirada con tristeza—. Volveremos a Granada
para empaquetar todas nuestras cosas. Tenemos una dura mudanza por
delante. Nos venimos aquí a vivir y abriremos aquí la cafetería. ¿Qué te
parece?
Agradecimientos

Curiosamente, esta novela es la más corta que he llegado a escribir y la que


más he disfrutado. Cada letra recogida en esta historia ha fluido entre mis
dedos como si fuese magia. Eso es porque me siento demasiado unido a ella.
Los Barrios, mi pueblo natal, donde me crie y viví toda mi niñez y
adolescencia... Ahora mismo me encuentro por otras tierras totalmente
lejanas, y es increíble como entonces valoramos lo que tuvimos antaño y lo
dejamos escapar. Soy inmensamente feliz en mi nuevo hogar, pero el Sur
siempre será mi casa.
Otro de los motivos por los que siento algo especial por Mi mitad oscura,
es porque su historia está inspirada en un hecho real que me marcó en la
niñez. Solo tenía seis años cuando sucedió y apareció en los medios de
comunicación.
No voy a revelar fechas, ni nombres, ni el lugar donde sucedió, ni
indagar en el caso en sí por respeto a esos familiares que sintieron que les
partían literalmente el corazón. Un suceso como este siempre es triste para
todos.
Solo diré que su nombre de pila era Eva, porque hacia ella va dirigida
esta historia. Estés donde estés, quiero que sepas que nunca mueres realmente
mientras exista alguien que te recuerde. Espero que nunca caigas en el olvido,
puesto que no lo mereces.
Lo que pretendía con esta obra no era crear una historia de suspense
donde revelamos al final al inesperado asesino, no. Lo voy insinuando poco a
poco porque mi intención es otra diferente. Lo que deseo es sumergiros en la
mente del criminal. Esa persona totalmente vacía de buenos sentimientos y
carente de empatía; la persona que es capaz de arrebatarnos a gente inocente,
dejando un lastre de dolor.
Quiero dejaros en bandeja la forma de pensar que tienen estos
especímenes con sus características para poder prevenir a tiempo un mal
episodio. Y es que, por desgracia, asesinos habrá siempre. Está en nuestras
manos no confiar en cualquiera e intentar conocer antes a las personas,
aunque a veces oculten su verdadera cara demasiado bien.
También quiero agradecer esta historia a todas aquellas personas que
siempre estuvieron a mi lado, escuchándome, ayudándome a mejorar cada día
y soportándome cada vez que tenía otra idea dispar en la cabeza.
Con ellos me refiero a mi pareja, familia y amigos.
Lo sois todo para mí y lo sabéis.
Antonio Rubio Muñoz también es autor
de:
EL INFIERNO DEL BOSCO
(Malbec Ediciones)
Capítulo 1. Gula

Madrid. España.
Agosto de 2016

Marcos Alcalde nunca habría llegado a pensar que su vida podría ir de


mal en peor como lo estaba haciendo. Había trabajado durante toda su vida
de albañil en múltiples obras de construcción y con su pequeño sueldo había
logrado sobrevivir sin ningún tipo de problema. Siempre fue un hombre
soltero, sin suerte en el amor, que gastaba parte de su pequeño sueldo una
noche al mes en desfogarse con una de las profesionales de la calle que se
exponían al aire libre en la Casa de Campo de Madrid. De esa forma, vivió en
soledad durante muchos años, hasta que Ana Belén apareció en su miserable
vida.
Se conocieron en un bar de mala muerte a las afueras de la cuidad, en
mitad de la noche, mientras Marcos volvía del funeral de su anciana madre a
la que había dejado totalmente sola en Murcia por asuntos de trabajo. Ese día,
Marcos volvía cansado y afligido por la autovía y decidió parar a descansar
un rato en un bar en mitad de la nada. Triste, entró, trajeado de negro con su
vieja camisa que desde hacía ya meses había encogido, haciéndole notar su
prominente barriga que complicaba el que pudiera abrocharse todos los
botones. En la barra se encontraba aquella solitaria mujer llamada Ana Belén,
maquillada de forma extravagante, mostrando orgullosa un tatuaje de Cupido
apuntando directamente hacia el corazón, situado en el centro de sus
prominentes pechos.
Esa misma noche, Marcos y la vulgar mujer tuvieron sexo en la parte
trasera del coche totalmente ebrios a base de cerveza. Tras ello, durmieron
juntos en la casa del hombre en el centro de la cuidad, la cual sólo constaba
de una habitación, un baño y una cocina con barra americana. Poco después
comenzaron una relación y posteriormente empezaron a vivir juntos.
Marcos por fin era feliz. Estaba con una mujer cuyos pechos cualquier
hombre soñaría tocar. Todo fue perfecto hasta que descubrió que Ana Belén
era adicta al crack, y una vez por semana tenía la costumbre de robar dinero
de la cartera de su nuevo novio para conseguir costear su vicio.
Al principio, Marcos restó importancia al problema en el que se había
involucrado. Decidió trabajar horas extras y hacer diversos oficios con el fin
de ganar más dinero para que su amada nueva novia se sintiese abastecida de
todo lo que necesitase, aunque fuesen drogas.
Un día, tras pasar casi cuarenta y ocho horas seguidas sin descansar,
empalmando un trabajo con otro, de repente cayó desvanecido, dándose de
bruces contra el suelo y perdiendo el conocimiento. Cuando despertó, se
encontraba ingresado en el hospital a causa del estrés físico acumulado tras
incontables horas sin dormir. Permaneció ingresado durante varios días con el
fin de que descansase y le quedó totalmente prohibido volver a explotar de tal
manera su cuerpo.
Durante los días en los que Marcos estuvo descansando en el hospital,
Ana Belén ni siquiera se había dignado a ir a visitarle ni llamarle en ningún
momento para saber de su estado de salud. Cuando finalmente volvió a casa y
abrió la puerta, se encontró en su propia cama a la mujer que había
conseguido a un nuevo hombre que le cubría sus gastos y necesidades.
Desde ese momento, Marcos nunca más volvió a confiar en nadie y su
salud mental empeoró bastante. Había sido un ingenuo al confiar en una
persona como esa mujer, cegado por sus pechos exuberantes. Había perdido
la cordura hasta tal punto que incluso llegó a intentar quitarse la vida en
numerosas ocasiones, sin éxito en ninguna de ellas.
Semanas después, mientras volvía a casa tras haber pasado la tarde solo
en el cine, vislumbró una enorme furgoneta verde delante de su bloque de
pisos. Sus cristales estaban tintados y en su interior no se podía ver
absolutamente nada, pero desde un resquicio abierto en uno de ellos, salía el
espeso humo dulzón de tabaco.
Marcos se acercó para mirar con curiosidad de quién se trataba.
Súbitamente, la ventanilla bajó del todo y desde el interior del vehículo un
delgado hombre de rostro desconocido le hizo señas con una mano. Se
aproximó a la enorme furgoneta verde a la par que sus enormes puertas
traseras se abrían de golpe. En cuestión de segundos, el delgado hombre se
abalanzó sobre él, empujándolo con fuerza hacia el interior del vehículo y
cerrando de nuevo las puertas. Con suma rapidez, le introdujo la fina aguja de
una jeringuilla y dejó penetrar el líquido en la corriente sanguínea de Marcos
hasta que éste se fue tranquilizando, y finalmente cerrando los ojos hasta
quedar dormido.
Cuando volvió a despertar, horas después, se encontraba en una extraña y
oscura habitación alumbrada tan sólo por un pequeño foco que arrojaba su
intensa luz sobre él. El resto de la estancia permanecía totalmente a oscuras.
El miedo fue recorriéndole todo el cuerpo e intentó en vano levantarse de la
pesada silla de madera a la que le habían atado con cuerdas por piernas y
brazos. La adrenalina se disparó en su interior, cuando de repente notó que
una figura humana se encontraba ante él vigilando desde la más absoluta
oscuridad. Su captor se levantó de la butaca y se dirigió a la luz a paso lento,
notando cómo brotaba el terror en los ojos de Marcos.
—¿Quién eres tú y por qué me haces esto? —gritó sacudiendo su cuerpo
en el asiento. Las cuerdas le sujetaban por encima del vientre.
—No creo que mi nombre sea necesario en esta operación.
Los vellos se le pusieron de punta.
—¿Operación? ¿Qué operación?
—Te he estado observando durante mucho tiempo Marcos... —dijo
ignorando las preguntas de su víctima.
Cuando por fin cruzó la fina línea que separaba la oscuridad de la luz,
pudo ver la delgada y cadavérica figura de su captor. Llevaba su pelo negro
como el carbón en un extraño corte en forma de tazón que le llegaba hasta los
hombros, y el flequillo se le metía en ocasiones en sus saltones y abiertos
ojos inyectados en sangre. Sonrió con malicia y siguió hablando, mientras a
Marcos se le erizaba el vello de la espalda.
—He podido comprobar que tu drogadicta y pecadora novia te ha llevado
hasta la locura. A mi parecer eres portador de la piedra de la locura y
necesitas una intervención quirúrgica cuanto antes.
—No sé de qué coño me estás hablando, puto chiflado —comenzó a
decir escupiendo las palabras y con la garganta seca—. Déjame salir de aquí
y te prometo que no le diré a nadie que estás como una cabra...
El hombre frunció el ceño e hizo una mueca de desconcierto con la boca.
—No sé por qué dices que el que está loco soy yo, cuando es evidente
que eres portador de la piedra de la locura... —repitió de forma serena.
—¿De qué piedra hablas...?
—Te lo explicaré... La locura humana no se debe a otra cosa, sino a que
las personas enfermas tienen alojadas una pequeña piedra en el cerebro que
presiona un trozo de él. Por eso es absolutamente necesario que actuemos de
inmediato ya que tú eres portador de ella.
—¿¡QUÉ GILIPOLLEZ ES ESA!? —exclamó fuera de sí mientras
intentaba de forma fallida deshacerse de las cuerdas que lo tenían atado a la
enorme silla de madera.
—No es ninguna gilipollez... Ninguna. Solo que tú no puedes verlo
porque estás enfermo. Si no, ¿qué estúpido se dejaría engañar por alguien
como esa puta que sólo se estaba aprovechando de ti? La estupidez que te
caracteriza y la locura a la que has llegado son consecuencia de esa piedra y
lo sabes... Te he visto intentar quitarte la vida en numerosas ocasiones y esa
no es la solución...
El secuestrador negó lentamente con la cabeza, agitando su liso pelo
negro de un lado para otro. Después volvió a introducirse en la oscuridad.
Tras unos segundos volvió a aparecer, pero esta vez llevaba entre sus brazos
una alargada, afilada y reluciente hacha y un bonito tulipán blanco. Tan
pronto como Marcos vislumbró la hoja de acero del arma comenzó a
retorcerse fuera de sí en el asiento, pidiendo auxilio sin descanso.
—No creo que nadie pueda oírte aquí, así que gritar no te servirá de
mucho.
—¡¡DIOS MIO, AYÚDAME!! ¡¡SOCORRO!!
—Dios no te va a ayudar porque es él quien desea este final para ti.
Marcos notó cómo la sangre fluía con fuerza por sus venas y cómo la
arteria de su cuello se hinchaba a causa de la adrenalina y el pánico que
brotaba por todo su cuerpo. Entonces supo que ese iba a ser el final de su
miserable vida, supo que iba a morir a manos de un desalmado que aseguraba
que tenía una piedra alojada en su cerebro.
—Te voy a curar —susurró su secuestrador con parsimonia.
Finalmente, a Marcos únicamente le quedó gritar desgarrado hasta que el
desconocido descargó el arma con fuerza sobre su cabeza. La última imagen
que vio antes de morir fue la del frío reflejo del filo del hacha a causa del
pequeño foco de luz. Las paredes se tiñeron de un rojo oscuro.

Eran las cinco de la mañana cuando Jessica volvía a su casa después de


haber pasado la noche de copas en casa de sus amigos gais. La chica andaba
dando tumbos de un lado a otro por el paseo del Prado mientras pensaba en la
extraña relación que mantenían sus amigos. Se habían conocido en un local
de ambiente en Chueca una noche de fiesta y habían descubierto que ambos
eran estudiantes Medicina y buscaban un piso. Habían alquilado uno pequeño
entre ambos y se pasaban las noches de fiesta y los días de resaca en vez de
estudiar.
Cuando Jessica pasó por delante de la puerta del Museo del Prado
decidió sentarse un momento en un pequeño banco de cemento sin respaldo
para quitarse los tacones y continuar descalza el resto del camino a casa.
Cuando se los quitó resopló de placer, sintiendo cómo el frío asfalto aliviaba
sus plantas maltratadas. Se dio cuenta entonces de que junto a la estatua del
famoso pintor Velázquez que descansa majestuosa frente a una de las
entradas al museo, se encontraba una persona rechoncha sentada sobre una
prominente butaca de madera. El hombre estaba atado de pies y manos a la
silla y tenía una extraña expresión en el rostro mientras observaba el cielo sin
estrellas de Madrid. Decidió acercarse al hombre, ya que desde la lejanía no
podía apreciar en condiciones un extraño objeto que coronaba su calva
cabeza. Descubrió horrorizada que el hombre atado con cuerdas tenía la
cabeza totalmente abierta, la oscura sangre seca abundaba por todo su rostro
desencajado y los ropajes; su mirada sin vida mostraba pánico mientras se
perdía en el cielo.
Pero lo que sin duda más horrorizó a la chica fue comprobar que desde
su abierta cabeza asomaba como si hubiese cobrado vida un reluciente y
hermoso tulipán blanco. Jessica gritó con todas sus fuerzas, rompiendo el
silencio de la noche madrileña.
El móvil comenzó a sonar sobre la mesita de noche despertando de sus
profundos sueños a Flavio Galán. Flavio era un agente de policía del
departamento de homicidios de Madrid, tenía treinta y tres años y vivía
totalmente solo en su pequeño estudio de soltero en el centro. Hacía dos años
que se había separado de su mujer, María, y tenían la custodia compartida de
su hija adolescente de diecisiete años, Paula.
Era un hombre atractivo, delgado y de complexión musculosa gracias a
horas y horas de duro ejercicio. Tenía la costumbre de levantarse todas las
mañanas sobre las ocho para aprovechar bien la jornada, se preparaba un
buen desayuno y salía de casa a correr durante hora y media. No obstante, ese
día el teléfono móvil le sacó de sus sueños varias horas antes de lo normal.
Tras despertar a causa del estridente sonido, buscó el aparato a tientas en la
oscuridad mientras se retorcía en la cama, mirando somnoliento la hora que
marcaba el despertador. Eran tan sólo las cinco y veinte de la mañana.
Bostezó con fuerza y contestó a la llamada.
—Aquí Flavio... —dijo mientras se apartaba las legañas de los ojos.
Escuchó con atención a la persona desde la otra línea y respondió—. Hoy no
estoy de guardia, pero no importa. Voy en seguida hacia el Museo del Prado.
Estaré allí en unos quince minutos como máximo.
Se levantó de la cama de un salto y se precipitó hacia el baño para mojarse
el rostro con agua fría. Se vistió lo más rápido que pudo y bajó corriendo las
escaleras de su bloque de pisos en dirección a su plaza de garaje donde
descansaba su Volvo V40 rojo; una vez que arrancó el motor, se dirigió a
toda prisa hacia su destino.
La noche del primer día de agosto se presentaba calurosa, pero con una
agradable brisa. Las farolas iluminaban las calles y todo permanecía en
completo silencio bajo un cielo sin estrellas a causa de la terrible
contaminación lumínica y ambiental.
Flavio aparcó su Volvo junto a los demás coches de policía y se bajó del
vehículo. Toda la entrada del museo se encontraba rodeada de agentes de
policía que traspasaban el cordón policial. En los edificios al otro lado de la
calle, Flavio pudo vislumbrar alguna que otra mirada curiosa a través de las
ventanas.
Unos agentes tomaban testimonio a una chica vestida de fiesta que les
explicaba entre lágrimas lo que había sucedido. El hombre supuso que sería
la primera testigo en descubrir el cuerpo. Sobrepasó el cordón policial y se
dirigió directamente hacia la escultura del pintor Velázquez sentado sobre un
pequeño trono. Frente a la entrada, la famosa figura del hombre se elevaba
majestuosa.
Flavio fijó sus grisáceos ojos sobre la mirada penetrante del pintor. Justo a
su derecha se encontraba el cuerpo del hombre atado de pies y manos a una
pesada silla de madera. Se acercó y comprobó la expresión de terror que
poseía el cadáver, que perdía la mirada en el cielo. Tenía la cabeza totalmente
abierta mientras la sangre le recorría todo el rostro y empapaba su ropa, y
desde el interior de la herida asomaba un tulipán blanco.
—¿De quién se trata? —preguntó a una agente pelirroja llamada Marcela,
que hacía sólo unos cuatro meses que trabajaba con él. Tenía el pelo recogido
en una coleta y se encontraba sacando múltiples fotografías al cuerpo de la
víctima.
La chica sacó una pequeña libreta de apuntes y leyó:
—La víctima se llama Marcos Alcalde Guzmán, tenía treinta y nueve años
y actualmente se encontraba soltero. No tiene ningún familiar en Madrid ya
que era hijo único y el último familiar que le quedaba era su madre, que
murió hace alrededor de un mes.
—O sea, un tipo solitario que no tenía a nadie... Estamos todos igual —
metió las manos en los bolsillos y se encendió un cigarro. Le dio varias
caladas y comprobó que la agente aún no le había quitado la mirada de
encima.
—Muchos están solos porque quieren, ya sabes que podemos quedar
siempre que quieras y me invites a cenar —rio y cerró de un golpe la libreta.
—No creo que sea aún buena idea —expuso.
—¿Sabes cuál es tu problema Flavio? Que nunca has olvidado a tu mujer
y de eso hace ya dos años.
—No es eso... —comenzó a explicar—. Es solo que...
—Avísame cuando lo superes —espetó entonces la chica agitando
violentamente la coleta mientras desaparecía del lado del hombre.
Flavio frunció el ceño, dio una última calada a su cigarro y lo dejó caer al
suelo y lo pisó con el zapato. Decidió que tenía que hablar con la muchacha
que había descubierto el cadáver y que había llamado a la policía. Era una
chica joven, de unos veinte y tres años. Tenía el pelo planchado y con el
flequillo recogido en un pequeño tupé. Estaba temblando de los nervios y
agarraba sus tacones con una mano.
—Hola, mi nombre es Flavio Galán y soy agente del departamento de
homicidios. Me gustaría hablar contigo sobre lo que ha pasado.
—¿Tengo que contarlo todo de nuevo? —exclamó con el mentón
temblando—. Ya se lo he dicho todo a los demás agentes. Volvía a casa
alrededor de las cinco de la mañana cuando me detuve un segundo en ese
banco de ahí —señaló con el dedo índice el lugar—, para quitarme los
tacones ya que me estaban matando los pies. Fue cuando vi el cuerpo de ese
hombre con la cabeza casi abierta en dos. Su cuerpo comenzó a estremecerse
de nuevo.
—Entonces llamaste a la policía —la chica asintió—. ¿No vistes nada raro
ni a nadie sospechoso por los alrededores?
—¿Más raro que un hombre con una flor clavada en la cabeza?
—Supongo que no. Está bien. Muchas gracias por tu tiempo, después te
tomarán declaración en comisaría.
Se dirigió al cuerpo para observar con mayor determinación la flor
incrustada en el cráneo del hombre, simulando que había crecido desde
dentro. Se inclinó sobre el cadáver y comenzó a mirar a través de la abertura.
El tulipán había sido introducido con fuerza en el cerebro, la masa cerebral
estaba desparramada hacia los lados para dejar paso al tallo de la flor y a otro
objeto más.
—¡¡Necesito unas pinzas ahora mismo!! —comenzó a gritar a los demás
agentes mientras se colocaba un par de guantes de látex en las manos.
Marcela se apresuró a entregarle unas filas y largas pinzas. Cuando las
tuvo en su poder, las introdujo con precaución en la cabeza del hombre hasta
sujetar el pequeño objeto con ellas. Las sacó de nuevo y lo observó
horrorizado y sin entender absolutamente nada de lo que estaba sucediendo.
Entre las pinzas, se encontraba atrapado un pequeño objeto de forma circular
y manchado de sangre.
—¿Qué coño...? ¿Es una piedra?
—Todo esto es muy raro, ¿no crees? —la mujer se cruzó de brazos y
esperó una respuesta por parte del policía que nunca llegó.
Con las pinzas en alto y aprovechando la luz natural de la luna, Flavio
examinó excitado la pequeña piedra manchada con la sangre de la víctima;
supo de inmediato que el caso que se avecinaba sería el mayor caso de toda
su carrera en la Brigada Judicial.

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