El Abismo

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¡ Las grandes corrientes de ¡


I la literatura en el siglo XIX ¡
| Poh CrEORGrE BRANDES j
La Revista Blanca ha empezado a publicar, en for- E
■ ma de folletín encuadernable, esta magnífica obra del ■
E gran crítico danés.
Las grandes corrientes de la literatura en el siglo xix, E
£ es la síntesis filosófica y analítica del pensamiento li- ■
E terario en el pasado siglo; es una ojeada de gigante al E
: magnífico panorama de la evolución universal de las E
E ideas en la literatura de un período rico en hombres, en £
E hechos y en teorías. La revisión de esta obra, hecha por E
E su mismo autor en 1924, la ha enriquecido con las ense- ■
E fianzas de los grandes acontecimientos de este principio £
E de nuevo siglo, que ha sentido las sacudidas de dos enor- E
££ mes eataclismos sociales: la guerra y la revolución rusa, £
E con su cortejo de reacciones morales y políticas, con su E
E período de gestación confusa, de crisis y de alumbra- £
E miento doloroso de fes y de ideas nuevas.
Las grandes corrientes de la literatura en el siglo xix, E
5 por primera vez traducida y publicada en español, se E
E compondrá de seis tomos, en los que son estudiadas todas £
E las escuelas literarias y todo el movimiento de ideas poli- E
£ ticas y poéticas inaugurado por el romanticismo y el neo- £
E clasicismo, hasta llegar a los principios revolucionarios j§
E del arte, a la construcción de caracteres ibsenianos, al E
£ simbolismo y al realismo.
Todo lector estudioso, todo hombre de espíritu inquieto E
£ y ansioso de saber, leerá esta obra que La Revista £
E Blanca se complace en publicar.

£ "La Revista Blanca" se vende a 0'50 pesetas ejemplar s


E Suscripción trimestral 3 ptas.-Administración: Guinardó, 37 E
«. BARCELONA
imiiiiiiiiiiiiiiiiimimiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiK EL ABISMO Por ANGELA GRAUPERA
Imp. COSTA : Asalta, 45.—Barcelona
Núm. 200 15 Cénts.
,\02M

El corazón de la esfinge, de Angela Graupera.—107. Nuestra Se-


ñora del Paralelo, de Federica Montseny.—108. El amor que queda,
de V, Márquez Sicilia,—109. De maestro a guerrillero, de Adrián
del Valle.—110. Los hijos del otro, de Regina Opisso.—ni. El
hombre adúltero, de Federico Urales.—112. ¡ No, no, eso nol, de
A. Fernández Escobes.—113. La pequeña hechicera, de Angela
Graupera.—114. Un Abel más malo que Caín, de Aurelio G. Ren-
don.—115. El derecho al hijo, de Federica Montseny.—116. Los
carrilanos, de F. Barthe.—117. Pedro el «justiciero». de Regina
Opisso.—118. La mujer caída, de Federico Urales.—119. Una aven*
tura original, de Lorenzo Regalado y García.—120. Los caminos ^

del mundo, de Federica Montseny.—121. Micaela, de Diego Ra'


món.—122. Historia de la Cisca, de A. Fernández Escobes.—123.
El retomo a la tierra, de Angela Graupera.—124. La moza alegre,
de Federico Urales. — 125. Mi honor, \no importal, de Regina
Opisso.—126. Contrabando, de Adrián del Valle.—127. Hacia otra
vida, de Mauro Bajatierra.—128. La hija de las estrellas, de Fe'
derica Montseny.—129. Escenas del vivir, de J. Ramos Concep-

ción.—130. Espinas y flores, de Andrés Ramos Alvarado.—131.


El médico galante, de Federico Urales.—132. Destellos de luz, de
V. Márquez Sicilia.—133. La tentación, de Angela Graupera.—
134. fuan el tonto, de Diego Ramón.—135. Un delincuente acci-
dental, de Pedro G. Carrillo.—136. Frente al amor, de Federica
Montseny.—137. La tragedia de Leonora, de Regina Opisso.—138.
Lluvia de flores, de Federico Urales.—139. El origen de una for-
tuna, de Román Cortés.—140. La alegría del barrio, de Mauro
Bajatierra.—141. La farsa torpe, de A. Fernández Escobés.—142.
Como las abejas, de Angela Graupera.—143. Las aventuras de Cán-
dido Llano, de J. Orpi Borrás.—144. La sembradora, de Federico

Urales.—145. El resurgir de un pueblo, de Alejandro J. Ullá Ro'


dríguez.—146. La víctima, de Regina Opisso.—147. La vengado-•
ra, de Federico Urales.—148. La elección, de Valentín Obac.—
149. La nobleza y los pergaminos, de A. Fernández Escobés.—
150. Los amores de Marisol, de Federico Urales.—151. En las-
garras del hombre, de Angela Graupera.—152. Novias con y sin
hijos, de Federico Urales.—153. Fuera de la ley, de Mauro Ba¬
jatierra.—154. En un lugar de Andalucía, de Diego Ramón.—155.
Paloma herida, de Federico Urales.—156. Esclavitud, de Elias Gar¬
cía.—157. Cero, de Adrián del Valle.—158. Flores simbólicas, de
V. Márquez Sicilia.—159. La paloma levanta el vuelo, de Fede-
LA NOVEIA. IDEAL

Nátnero 200

Angela Graupera

EL AB15H0

Revisado per la
previa censura

publicaciones de LA REVISTA BLANCA


administración
Calle Guinardó, 37, Barcelona
r

Se sirven colecciones completas en¬


cuadernadas y en números sueltos

Precio de subscripción: Un semestre, 3*50 ptas.

# # #

No se devuelven los originales que no se publiquen

# * *

la próxima novelita se titulará

Trini, la para
de A. Fernández Escobes

El aventurero de El In¬ amor y


genioso Hidalgo Miguel Cer¬
vantes, de Han Ryner, a 2 pesetas
ejemplar. Encuadernadas juntas 4'50

Biblioteca Nacional de España


DONATIVO
rijemplar donado por: J^uícr
Fecha ¿x~&¡ - %//
woooooooooooooowowoooo

Eran dichosos. Una dicha risueña y aromada de


primavera florida» con algarabía de risas y piar de pá-
jaros. En felicidad, el amor estallaba en adorable
su
y apasionada sinfonía de besos, de caricias.
La espina del dolor no había aun penetrado en las
jóvenes carnes, ni la decepción desgarrado con sus agu-
das uñas los cuerpos arrogantes en bellas promesas.
Se adoraban. Dos almas y dos corazones fundidos
en una sola voluntad; la de
quererse hasta morir.
La vida para ellos se deslizaba placentera como al¬
borozado viaducto bajo la fresca sombra de los árbo¬
les cargados de frutos de trabejo y de juventud.
Tres años de vida en común no habían conseguido
romper el precioso ritmo de la ternura, ni enfriar el
ardor de las caricias, ni frenar la locura de los besos.
El, Ramón, era el mejor obrero de una importante
fábrica de productos químicos, ganando buenos sala¬
rios que le permitían vivir holgadamente y un poco
economizar.
Ella, Leonor, semejaba una hormiga de activa, de
laboriosa y de previsora.
La casita nido de sus amores tenía silencio y fres¬
de oasis, galanura y
aromas de florido vergel.
cura

Todo limpio, ordenado, vistoso, con ese exquisito


arte
con
que la mujer amante sabe transformar los más
modestos y rústicos hogares en cómodos castillos de
la ilusión y de la felicidad.
En los primeros tiempos de unión, Ramón había
exigido dejara la costura; pero a ella, una vez ordenada
la casa, le restaban muchas horas ociosas, engendrando
el aburrimiento y el hastío; que no gustaba Leonor
como
gustan muchas mujeres de curiosear y hablar
con las vecinas,
perder un tiempo precioso en los mer-
4 la novela ideal

cados ni ir de tiendas, donde forzosamente se sucumbe


a la tentación de comprar lo que no se necesita, con
desespero de los hombres y un desequilibrio en el ba¬
lance familiar.
Y consiguió
fuerza de ruegos que Ramón la de¬
a
jase libre de trabajos de costura.
ocuparse en
No se arrepentía al presente de su consentimiento,
que Leonor, infatigable, sin abandonar ni descuidar las
labores domésticas, empezaba a tener una muy buena
clientela, facilitando los ingresos en común, un mayor
bienestar moral y también material.
Frecuentaban los cines, los teatros, asistían a los con¬
ciertos, compraban libros y revistas, contentos de ins¬
truirse y dar a sus cuerpos un poco de alimento espi¬
ritual.
Los días festivos salían al campo, comían bajo los
rumorosos parasoles de los pinos, entre zumbar de abe*
jas, piar de pájaros y aromados sahumerios destilados
por las resedas y los tomillos.
Cuando el frío arreciaba 'y el huracán doblaba gi-
mientes los esqueléticos árboles del pequeño jardín, se
quedaban en casa, ocupadas las tardes en leer, hablar,
formar castillos preciosos de porvenir. A veces Ramón
cantaba con su hermosa voz de barítono, y Leonor,
suspendiendo la lectura, escuchaba arrobada unos can¬
tares que siempre terminaban con una
brillante apo¬
teosis de besos.
Una sola nube ponía melancólicas sombras a la ra¬
diante felicidad de la enamorada pareja.
Las entrañas de Leonor no querían fecundar, flore¬
cer, y ella languidecía en deseos de maternidad.
Entonces, cuando, toda estremecida de ternura, acu¬
naría en su
regazo a la de
carne su carne, se diría la
mujer más dichosa y más amada.
A veces, en sus horas de intimidad, la joven sus¬
piraba :
¡Me muero por tener un hijo tuyo, dueño mío!

¡Un hijo que tuviera tus ojos, tu voz, tu cuerpo!...


¡ Y tu hermosa bondad! —cortaba el hombre, ha¬

lagado, besando los dulces labios.


Y observando la tristeza que velaban los serenos y
azules ojos, añadía:
LA NOVELA IDEAL 5

—Verás tú como antes de un año mi Leonor me


hará el exquisito regalo de un rorro, todo nieve y ro-
sas como su madre, modelo de bondad y perfecto de
belleza. Un rorro que no llorará y nos dejará dormir
las noches enteras. ¿Sabes tú? Soy un dormilón.
—Dormiremos separados—insinuaba ella, risueña de
esperanza.
¡Eso quisieras tú, librarte de mis brazos! No lo

esperes. Ni con rorro te suelto, que eres demasiado


cara a mi corazón.
—¿Crees soy fecunda? ¿Crees podré renacer en un
hijo?—insistía con inquietud y angustia en la voz.
—Uno y muchos. Eres muy joven, amada mía, casi
una niña—consolaba amoroso.
—He cumplido mis veinticuatro años.
—Y yo mis veintisiete. Tenemos delante nuestros
deseos todo un rosario de jóvenes años. A más, sere¬
mos más
prudentes y menos arrebatados, que quizá
el fuego de nuestro amor calcina las semillas antes
que
ellas caigan en los surcos de tus entrañas.
«Seré buen profeta, Leonor. Dentro un año, toda
tímida y palpitante de feliz emoción, murmurarás a
mis oídos la palabra prodigiosa: «¡ Soy
madre!»—
alentaba también, abrasado en deseos de paternidad.
—Mi dicha será completa.
—¿Mi amor no llena tu corazón?—recriminaba dul¬
cemente.
—Lleno está mi corazón de amorosa ternura, pero
entonces te querré más, Ramón, porque te querré por
ti y por nuestro hijo—prometía ella,
apretujándose con¬
tra el robusto
y generoso pecho del muy amado.

II

Del reloj suspendido en el muro del comedor caye¬


ron
graves y solemnes en el silencio de la casona siete
horas.
Leonor soltó la costura y miró inquieta a través los
vidrios de la ventana la calleja solitaria.
Prestó atención. Ningún ruido turbaba la quietud de
6 LA NOVELA IDEAL

la húmeda y humosa noche otoñal, y ella, por pri¬


mera vez, sintió el cuchillo acerado de los celos ras¬
gar su confianza.
Ramón no llegaba. ¿Estaría cautivo y rendido en
brazos de otra mujer?
Y la imaginación, eterna creadora, empezó a tejer
un drama doloroso de infidelidad, de
reproches, de lá¬
grimas y de perdón, que, en su grande amor, absolvía
aun antes de conocer la enormidad de la culpa.

Incapaz de continuar su labor, empezó a recorrer


como asustado fantasma la casa toda; de la cocina al

comedor, del comedor al gabinete de costura y de éste


a su alcoba fría,
penumbrosa, como envuelta en nie¬
blas de indiferencia y de abandono.
Mientras, el tiempo pasaba, dejando
pavorosas y
crueles incertidumbres.
Conoció la lancinante y nerviosa espera; esta espera
terrible y espantosa, llena de esperanzas y dudas que
acelera el curso del corazón, como si éste quisiera
precipitarse al encuentro del ausente.
Inexorable el reloj, prisionero en su caja de tosca
madera, seguía desgranando las horas sin que su ma¬
rido regresara.
—¿Una desgracia?—gritó su angustia.
Rechazó el grito de alarma por falso, que, de ocurrir
un accidente en la fábrica, ya hubiera sido tristemente

informada por algún compañero de trabajo.


¡ Cuánto y con qué punzante dolor había más tarde
de recordar la joven aquella cruel noche que había
clavado la primera cruz en su largo calvario!
Ahora, mientras a través los vidrios escrutaba la
calle tortuosa y obscura, anhelante de ruido de pasos
firmes y conocidos, Leonor reconocía y evocaba la
extrema dulzura del carácter de su marido, dulzura

que, empujándole hacia la pendiente resbaladiza de la


debilidad, habíale hechoen sus años mozos juguete sin
voluntad de amigos y compañeros libertinos y vi¬
ciosos. No ignoraba que los hombres tienen campo
abierto a todas y las más locas y extravagantes aven¬
turas
y que antes de penetrar en el limitado terreno
de la cordura en forma de unión o matrimonio, han
saltado los vedados muros de muchos huertos, han
LA NOVELA IDEAL 7

aspirado varios perfumes más o menos puros y castos,


han bebido distintas espumosas y
en
embriagadoras
copas, y no tenía derecho a levantar recuerdos de un
pasado que había juzgado muerto.
Hasta entonces Ramón había sido el más tierno y
apasionado de los amantes; el más dulce, compla¬
ciente, fiel y afectuoso de los maridos, y fácil le sería
borrar con unas lágrimas aquella noche de aventura.
Sabíase adorada y que su hombre, a más de tra¬
bajador, era sensible y generoso.

Sonaban las once en el reloj, cuando sobresaltó a


la joven un ruido insólito en la puerta. Escuchó. Al¬
guien, con mano torpe e insegura, intentaba introducir
la llave en la cerradura.
Olvidó la impaciencia de la espera y lanzó una
exclamación de júbilo pronto sofocada por el terror.

¡Ramón!—gritó su alegría.

¡Abre! Mi llave no entra en la cerradura. ¿La


has cambiado?—balbució la conocida voz, ahora pas¬
tosa, gutural y colérica.
Temblando abrió la puerta, y una sombra penetró
bamboleando y apartando a bruscas manotadas cuantos
objetos barrían sus pasos inseguros. Una maceta cayó
con estrépito de su esbelto pedestal, una silla se de¬
rrumbó, ciespués de chirriar huraña, pero Ramón con¬
tinuó avanzando hacia el halo de luz
proyectado por
la encendida lámpara del comedor.
Allí se dejó caer pesadamente sobre una silla, y
Leonor, blanca como un lirio, contempló el repug¬
nante y lamentable e ' ulo de un hombre hecho
bruto por el nefasto
Como frecuente ocurre en los casos agudos de alco¬
holismo, el carácter de Ramón, pacífico, suave, soñador,
bondadoso y sensible, en la embriaguez mostróse vio¬
lento, feroz, dominador, obstinado, batallador.
Mirando con ojós vagos y estúpidos a su mujer,
hecha estatua del miedo y de la consternación, ordenó:
—Pues qué... ¿no bailas?
Estallaron los contenidos sollozos de la
pobre joven,
consiguiendo sus espasmos excitar su furor.
8 LA NOVELA IDEAL

'—¡Lagrimitas! ¡No cjuiero yo cíe mujeres plañí'


deras y empalagosas! ¡Enjuga esos ojos y a reír y... a
bailar, que hoy la alegría y el placer cantan en mi
cuerpo—deseó gesticulando amenazador.
Comprendió Leonor eran inútiles los ruegos, las
explicaciones y los razonamientos en el estado de
brutal inconsciencia en que se encontraba Ramón, y,
piadosa, con esa piedad muchas veces culpable y causa
principal de la debilidad femenina, acercóse y, apO'
yando tiernamente sus manos sobre las robustas es'
paldas, aconsejó:
—Estás un poco indispuesto y necesitas de reposo.
Mañana danzaremos, ahora acuéstate, que también yo
me
estoy cayendo de sueño. Vamos, te ayudaré a
desnudar.

¡Quita, mujer! ¿Acostarme, cuando aun me


siento capaz de vaciar otras botellas? Pero... ahora
no
quiero licores espirituosos, que ponen fuego en la
garganta. Quiero vinos espumosos y deliciosos como
el champaña; quiero mujer. Una mujer que ría y
que baile, y tú has de reir y has de bailar—insistió
huraño, hostil.
—No sé bailar—negó azorada de la insistencia y
del extravío de los ojos.
—Sé yo hacerme obedecer, si no con dinero, a palos.
Anda..., yo te acompañaré—exigió, levantándose en
gesto feroz de luchador.
Empezó a canturrear unas sevillanas, arrastrando
tanto las frases, que más que sevillanas sonaban en

el silencio nocturno a fúnebre salmodia. Fúnebre y


trágica descendía la voz en las honduras del alma de
Leonor; aquellas íntimas honduras que habían hasta
entonces encerrado preciosos y ricos secretos de ven'
tura, de nobleza, de ilusión, de promesas, de caricias,
de amor, avergonzadas, rehuían aceptar como
y que,
triste realidad la seguridad que su desdicha empezaba.
Inmóvil, lívida, con ojos de loca y de sonámbula,
continuaba mi 11 unos yasos de alcohol
habían hecho
Su actitud empezó a irritar al violento, quien, sin
dejar de lanzar al dramático silencio su tétrica can'
tinela, se armó de un bastón que servía para sus tardes
LA NOVELA IDEAL
9

amorosas, de idilios
y de excursiones, y lo descargó
con fuerza sobre las
espaldas de su mujer.
Un gemido, largo y débil como un suspiro,
escapó
de sus labios, y sin palabras, sin reproches, resignada
a destino, empezó a bailar sorbiendo sus lágrimas,
su

su
vergüenza, su dolor.
¿Cuánto duró el cruento suplicio, suspensa siempre
del castigo, siempre danzando, mientras el bruto es¬
grimía el palo lanzando su lúgubre canción?
Bailó y bailó hasta que el sueño,
benigno y re¬
dentor, hizo del ebrio
una masa informe y
mal oliente.
Inclinada sobre aquello que ni era hombre ni era
bestia, Leonor dió rienda suelta a su desesperado
llanto.
Llorando pasó la noche entera.
Llorando sobre ella misma, sobre su marido, sobre
las cenizas a que habían quedado reducidas sus más
doradas y bellas ilusiones.

til

No recordaba Ramón, cuando entrada la mañana


abrió los ojos, cuanto había hecho sufrir a su mujer
con sus insolentes
exigencias de beodo, y si bien su
boca era pastosa, sentía dolores en el estómago y
\
pesadez el cerebro, lo atribuyó al exceso de beber
en
y comer natural en una fiesta celebrada entre hombres
y alegres camaradas de trabajo y de años mozos.
Alardeando de una
alearía estaba lejos de sentir,
que
pues que sabíase culpable de ocultar a su mujer la
reunión de viejas amistades que la mantendrían en
lógica inquietud, intentó acariciarla.
Entonces observó el trastorno de las bellas
y que¬
ridas facciones, los ojos hinchados y enrojecidos; la
tristeza que había extendido su lívido velo sobre las
carnes sedosas.

Inseguro, confuso, temiendo lo irreparable, pre¬


guntó :
r—¿Has llorado?
IO LA NOVELA IDEAL

'—La noche toda—confesó con firme y grave me*


lancolía.
—Perdona, amada mía. Falté no advirtiéndote re¬
tiraría tarde y que no me esperaras a cenar—se disculpó
humilde.
¡ Si tuviese tan sólo de lamentar la espera! —

gimió reteniendo el llanto.


—¿Qué te hice?—suplicó azorado.
—Mira, Ramón, ya han dado las ocho horas. A la
noche, cuando los dos demos por terminada la jor¬
nada, hablaremos.

¡Oh, no podré marcharme ni trabajar tranquilo


si no me bañas con tu indulgente sonrisa!-—imploró

pesaroso, tomándola de las manos y llevándolas a su


boca.
Sonrió ella, melancólica, y de sus labios mustios
brotaron las frases alentadoras:
—Que mi indulgencia te acompañe y sea rayo de
luz que ilumine las tinieblas de tu razón.

Palidecía Leonor evocando las tremendas y recientes


emociones, mientras Ramón, hundido en una mece¬
dora, escuchaba recogido en espantosa confusión de
cuanto de noble y soñador, de amoroso, honrado y

justo había en el fondo de su carácter.


Trémulo, anegados los ojos en lágrimas de ver¬
güenza y contrición, proponíase desde el fondo airado
de conciencia, la enmienda absoluta sin nuevas
su

caídas, sin otras debilidades, sin otros vértigos y otras


indignidades.
La voz y cansada enmudeció, y un silencio
trágica
hecho de dolor y de remordimiento se hizo entre
aquellos dos seres, ayer aun dichosos.
Ocultando el rostro entre sus trémulas manos, Ra¬
món balbució:
—¿Cómo he podido llegar a la brutalidad de gol¬
pear a la mejor, más santa y querida de las mujeres?
¿Cómo he podido obligarte a bailar con angustias de
muerte en el alma y el llanto y la tortura en el co¬
razón? ¡Ah, dime que ha sido todo un sueño... un
horrible y monstruoso sueño, Leonor!
LA NOVELA IDEAL 11

;—¡Qué más quisiera mi ternura que la escena de


estanoche y tu asquerosa borrachera fuesen
penoso
sueño! A ser abominable pesadilla, Ramón, mis es-
paldas noguardarían los sangrientos surcos dejados
por tu locura de alcohol. ¡Mira!
Y apartando la blusa, dejó al descubierto sus blan¬
cas espaldas
flageladas. Lanzó el joven un rugido que
repercutió extrañamente en el mutismo de la casa, y
levantándose en impulso justiciero, cogió el fatal y
duro bastón y, poniéndole entre las manos de Leonor,
aterrada y compasiva, dejóse caer
pesadamente de ro¬
dillas exigiendo vehemente:

¡Golpea, mujer..., golpea! Descarga palos sobre


mi cuerpo de monstruo y de bruto! ¡ Golpea hasta
quebrarme los huesos... hasta saltar la sangre! ¡ Gol¬
pea !... Golpea, que si inconsciente te torturé, en plena
razón, sintiéndome castigado y sufriente, me sabré,
sino limpio, perdonado, que toda la sangre mía no
podrá jamás limpiar la culpa de comportarme contigo
peor que una fiera.
Postrado, humillada la frente, apasionada, patética
y sollozante la voz, esperaba, imploraba, exigía la fla¬
gelación, pero la joven, olvidada de cuanto no fuese
aquel momento dramático y grandioso, inclinóse sobre
el arrepentido y, magnífica, hizo de sus brazos manto
misericordioso de buena y siempre amorosa mujer.
Así, él de rodillas, ella sosteniéndole, murmurando
promesas, formulando juramentos, mezclando sus lá¬
grimas y alientos, se juntaron los labios en un
sus
beso frenético que hizo brillar el arco iris en el cielo
antes tormentoso de la dicha y del amor.

IV

Se pasaron unos meses de sosegada calma, de dicha


infinita. Brillaron días de tierna pasión, estallaron
bajo
el radiante techo coplas de amor
y de pasión, susu¬
rraron las caricias a la cadencia de los
besos, y Leonor,
creyendo conjurado el peligro, navegó de nuevo en la
plateada nave de la ilusión, mientras el batelero, su
12 LA NOVELA IDEAL

batelero, remaba hacia doradas orillas, de horizontes


dilatados y azules de esperanza.
Y los anhelos de maternidad se hicieron más pu-
jantes poderosos estimulando la carne, haciendo más
y
fervorosa, devota y sabiamente profunda y lenta la
caricia ancestral.
Celosa vestal, mantenía vivo y ardiente el fuego
crepitante del deseo, esperando siempre que un má-
gico chispazo alumbrara la sagrada lámpara de la ma¬
ternidad.
La fuerza del destino había, a no tardar, de sacudir
bruscamente el ilusorio castillo de su porvenir.
Llegaron noches aquella de pavoroso recuerdo ♦
como
sucedieron, con alarmante frecuencia,
repitieron
'
se se
y de nuevo la silenciosa y amorosa paz del hogar
quebróse a la fúnebre y alucinante cantinela de Ra¬
món ebrio, furioso de alcohol.
Lo más terrible era que el joven empezaba a en¬
contrar naturales y hasta necesarios sus excesos y arre¬
batos nocturnos, y al reaccionar y al despertar a la
realidad de las cosas ya no encontraba, ni buscaba,
frases de disculpa, ni promesas de enmienda, ni sentía
ese dolor de lo torpe y miserablemente realizado y
que sabe llamar en el corazón de la víctima, con la
piedad, el perdón.
Lentamente, pero seguro, se irrogaba los brutales
derechos del hombre, dejando a la mujer el humi¬
llante derecho de callar, gemir, llorar y sufrir.
Desesperada, inclinada al borde del negro abismo
que englutía todo cuanto había formado su ayer ri¬
sueño y venturoso, miraba su horrible fondo donde
su hombre gustaba de revolverse entre pestilencias
* nauseabundas de vino y de alcohol.
Incapaz de guardar por más largo tiempo su secreto
de vergüenza, terror y dolor, llamó a las puertas de
los padres de Ramón, en deseos de conocer y escrutar
profundamente el pasado de su marido.
Estaba sola la madre, y fácil le fué a la joven
abordar las penosas revelaciones.
A las primeras y veladas preguntas, plácidamente
la anciana contestó:
r—En nuestra familia, todos, lo mismo mi marido
LA NOVELA IDEAL 13

que yo y Ramón y mis otros hijos, encontramos un


placer en beber de vez en cuando unos vasitos de
licor,
—De unas copitas los días festivos tomadas como
suplemento de las más copiosas comidas, a las borra¬
cheras, con todas sus asquerosas consecuencias, hay una
enorme diferencia,
madre—replicó dulcemente.
—¿Se emborracha Ramón?—preguntó, en la voz
ligera inquietud.
—Terriblemente—confesó, enjugando sus hermosos
ojos.
—No te alarmes ni desesperes. También mi marido
llega algunas veces demasiado alegre de la próxima
taberna, pero heme acostumbrado. A más, como no
arma escándalos ni ocurre frecuente, no le recrimino,
y así tengo paz en casa. Haz lo mismo con Ramón—
aconsejó, materna.
—Antes, cuando soltero, ¿tenía ese vicio?—insistió,
perseguida por el alucinante espectáculo ofrecido por
su marido.
—¿Vicio? No exageres, Leonor. Algunas veces,
pocas, había llegado
en un estado lamentable, pero
las madres debemos ser tolerantes con los
hijos mozos
porque sabemos los años frenan locuras y los
que
tornan razonables. ¡El obrero
no tiene otros placeres
que el vino y el alcohol—explicó con una tranquilidad
hecha de la costumbre de resignarse y obedecer.
Exasperada por las palabras que eran, para su amor,
una muy terrible revelación,
gritó:
—Nosotros, los obreros, tenemos mejores y más
preciosos y dulces placeres que los ricos y los pode¬
rosos. Tenemos a la Naturaleza, fuente
prodigiosa de
bellas emociones; tenemos la lectura, tenemos la mú¬
sica, tenemos el trabajo, tenemos hogares no comba¬
tidos por insensatas ambiciones, tenemos la
dignidad
de nuestra clase, tenemos el amor no envilecido por
el interés.
Aturdida de la elocuente y fogosa
réplica, la madre,
inclinando tristemente la cabeza, reconció:
—Si todos los obreros
emplearan sus horas libres
en cuantas cosas agradables has invocado, nosotras,
las mujeres, seríamos las más dichosas de la tierra;
LA NOVELA IDEAL
14

nuestra la más sana, la más


clase sería la más fuerte,
robusta y la más rica en saber y en inteligencia. Qué
quieres, Leonor; si los hombres se empeñan y gustan
de embrutecerse, ¿qué podemos hacer nosotras, dé'
biles e ignorantes mujeres?

¡Luchar!—exclamó soberbia de energía.


—Carecemos de armas, y las lágrimas, único arsenal
que poseemos y que vencen al hombre en su estado
normal y de razón, le enfurecen cuando está ebrio.
Sigue mis consejos, hija mía: evita el escándalo y no
irrites a Ramón con tus reproches. Así gozarás de
tranquilidad.
Breve, resuelta, bravia en su dignidad de mujer y
de amorosa ultrajada y ofendida, rechazó:
—No puedo seguir sus consejos, que cuantas veces
le miro entrar hecho un asco y un harapo, me siento
combativa y dispuesta a entablar
la batalla entre su
vicio y mi amor. Me he casado con un hombre,
madre. He fundado un hogar para amar y criar hijos,
no para vivir
con un bruto y limpiar las inmundicias
que de las tabernas me trae.

Aquella misma noche, enardecida por las confesiones


de la madre de su marido, Leonor, una vez terminada
la cena, entabló la palpitante y triste cuestión.
La melodiosas
primavera preludiaba sus exquisitas y
sinfonías de trinos, de
fragancias y de colores, de
flores y de 1 1 ' que salen de la
Naturaleza
Y la apenada joven, evocando su aromado pasado,
presentía estremecida que en su vida ya no florecerían
otras maravillosas primaveras.
y
Miró a su marido arisco, encerrado en obstinado
silencio, estrujando entre sus nerviosas manos el pe'
riódico antes leído, y comprendió lo titánico y deses'
perado de la lucha.
Ramón, bajo el influjo del alcohol, abrasadas sus
entrañas por los corrosivos vapores, había sufrido un
cambio completo y radical, no solamente en sus eos'
tumbres, sino también en su carácter.
Ya no era el amante rendido, tierno y apasionado,
LA NOVELA IDEAL 15

palpitante de mujer amada. Sus deseos se exhalaban


feroces» brutales y hasta crueles en el acto posesivo.
Semejaba lobo hambriento de carne, devorando el
cuerpo de su víctima.
Tampoco como marido era dechado de afectuosa
complacencia, antes bien, ordenaba, imponía, exigía,
lanzando groseras imprecaciones al menor descuido
o
torpeza de su mujer.
Un sábado que, regresando ebrio sorprendió a Leo¬
nor cosiendo, en un arrebato de furor habíase apo¬
derado de la tela, detrozándola con sus febriles dedos.
Nada dijo la joven. Conteniendo su llanto, habíase
acostado. Momentos después sufría la repugnante ca¬
ricia del beodo. ¡El dolor, agudizado por los recuerdos
ingratos, la hizo reaccionar, y con esfuerzo empezó a
manifestar al obstinado toda la grandeza de sus sen¬
timientos, todas sus ilusiones concentradas en una sola:
quererse como antes se querían.
Su voz, que en sus comienzos era vacilante, miedosa
y tímida, adquiría firmeza, seguridad y valor a me¬
dida que abría su doliente corazón en confianza de
próxima curación.
—¿Te acuerdas, Ramón, de la última primavera?
Todos los domingos salíamos, tu mano en mi mano,
camino del aromado bosque, dichosos de sabemos
juntos, de respirar la misma brisa cargada de esencias
resinosas, de besarnos bajo el verde palio de los pinos.
¡Estábamos solos con nuestra alegría de vivir, sin otros
testigos que el cielo, las abejas, las flores y los pá¬
jaros celosos de nuestro júbilo y de nuestras risas,
envidiosos de tu voz, cuando, inspirado, cantabas en
sentidas estrofas tu amor a la mujer que, arrodillada
en el altar de su alma, te escuchaba adorándote. Dime,

¿no te decías el hombre más dichoso de la


entonces
tierra? ¿Quieres vuelvan aquellos radiantes y ri¬
que
sueños días? Estamos en primavera. Vivamos, amado
mío, la primavera de nuestra juventud, más esplén¬
dida ahora porque ha conocido días de helado invierno.
—¿Por qué resucitar lo que ha muerto? Después
de cuatro años de unión es ridículo lo que tú pre¬
tendes—replicó agresivo.
—¿No es más que ridiculo, inmoral, pasar las
i6 LA NOVELA IDEAL

noches y las tardes festivasen tabernas y en bares,


gastando inútilmente la salud, el tiempo, el salario
y la dignidad?—recriminó
con desgarradora amargura.
—En casa me aburro—defendióse débilmente.
—Antes no te aburrías. En saliendo de la fábrica
corrías a mis brazos, que te esperaban como te hoy
esperan. Llegabas apresurado en busca del refugio de
la casona, oasis delicioso de reposo, según tus propias
expresiones. Yo soy la misma, Ramón. Nuestro hogar
no ha sufrido modificaciones, pero tú sí las has su¬
frido, y grandes y tan lamentables, que te arrastran
a un abismo
que ya ha tragí 1
mañana englutirá tu razón
amante, persuasiva.
—Las mujeres sois exageradas y pesimistas. Así
sufrís contradicciones en vuestros proyectos, todo se
tiñe de negro y de tragedia. " ' 1
permitirme el placer de unas
alegría, olvido. A más, no voy a pasar la vida en¬
cerrado en casa
y mirándote.
—Caras me haces pagar tus
ilusorias alegrías, Al
precio de golpes, insultos, salivazos y algo
porrazos,
peor aún... Olvidemos esta época nefasta. Reacciona.
Sé el hombre de cuyas cualidades sentíame tan or-
gullosa. ¿Quieres salir todas las noches y todos los
domingos? Yo iré contigo donde tú desees—y, mi¬
mosa, la joven rodeó con sus brazos los hombros del
obstinado.
La caricia azotó su rostro encendido en frescuras
regaladas de carne limpia olorosa. Dulcificóse la
y
expresión huraña y agresiva de sus ojos y sonrió.
Ella comprendió que la emoción se apoderaba de su
hombre y se hizo más cálida, más amorosa y per¬
suasiva.
—Mi Ramón... ¿Dónde están tus besos, aquellos
besos que eran en mis carnes fulgores de estrellas,
caricias de sol? Yo te adoraba como a un dios que
me había revelado los misterios más hermosos
y más
humanos de la vida, y tú,
transportado, me hacías
subir a un paraíso rutilante de amor, tu amor.
¡Leonor!—gritó, besándola enloquecido.

Y en
arranque generoso y sublime confesó las ba-
LA NOVELA IDEAL J7

tallas que venía sosteniendo desde largos meses entre


razón
su
y su débil voluntad con los imperativos de
sus no eaucados instintos.

Terminado el doloroso relato, exclamó:


—Inútilmente he intentado abstenerme, privarme
de lo codiciado y apetecido; una fuerza misteriosa,
terrible e irresistible me empuja a entrar en la taberna
cuando venía de prometerme correr a tu encuentro.
—¿Quieres que venga a esperarte todas las tardes
cuando sales del trabajo? Luego podremos formar un
nuevo
proyecto de vida. Tenemos economías. Los' dos
trabajamos y ganamos. Nos abonaremos a los con¬
ciertos; aumentaremos nuestra biblioteca con las me¬

jores y más modernas obras. Iremos una vez por


semana al teatro; haremos excursiones, pasearemos.
La cuestión es huir de tus antiguos compañeros
y
ocupar el tiempo libre. ¿Qué harías tú si te conven¬
cieras que ciegamente corro a mi perdición?—y se
apretujaba amorosa contra su hombre y bebía su alien¬
to y se miraba en los
ojos varoniles, ahora serenos,
inteligentes, llenos de dulce tristeza y tierna confianza.
—Cumpliría mi deber de hombre y de marido. Te
arrancaría del peligro oponiendo a tu obstinación mi
amor—afirmó con su arrogancia de los bellos días.
Estremecióse de locas esperanzas Leonor, que las
frases y el acento decían que aun no estaban rotas
todas las cuerdas de la sensibilidad y del sentimiento.
—Tú me has trazado el deber, Ramón. Si continuas
obstinado en
perderte, opondré la muralla de mi ter¬
nura a tu ofuscación.

«¡

Empezó el formidable combate. Leonor, levantando


barreras y vallas; construyendo muros y murallas de
resistente paciencia contra un vicio que todos los días
erguía su innoble cabeza de medusa con nuevas osa¬
días, nuevas audacias, nuevas temeridades.
Igual a dos enemigos, se buscaban y se huían. Cru¬
zaban los aceros, se repelían, se herían, se escrutaban
avanzando y retrocediendo.
18 LA NOVELA IDEAL

Lucha cíe todos los días, de todas las horas, de todos


los momentos y en la cual, a pesar de la fatiga, de
la espera y de la incesante vigilancia, la joven no
desesperaba de vencer, de triunfar aplastando al in-
mundo reptil cuyo veneno sabía mortal para su
hombre.
Todas las tardes ella iba a su encuentro. En los
primeros días, la sonrisa jubilosa de Ramón expresó
el más sincero reconocimiento. Luego se le hizo mo-
lestosa aquella tenaz perseverancia y tierna tutela y,
so pretexto
que sus compañeros de trabajo se reían,
ordenó dejara de esperarle.
Sin protestar obedeció Leonor, pero, escondiéndose,
se hizo su sombra, y así lo perdía en el tenebroso
hueco de la taberna, resuelta entraba arrancando de
sus manos el vaso fatal antes de
que pudiese llevarlo
a sus labios.

Avergonzado, confundido, llorando de coraje y ar¬


diendo en ira, Ramón
seguía sin hablar a su mujer,
y, ya en casa, estallaba en maldiciones, blasfemias,
amenazas, lamentaciones. Una tarde la golpeó brutal¬
mente. Altiva y serena recibió y soportó la injuria,
diciendo por todo reproche:
—Es la primera vez, Ramón, que, en plena con¬
ciencia, golpear a tu mujer.
te atreves a

Anonado y desarmado por la dulzura de la merecida


observación, gritó:
¡ Soy un miserable! ¡ Quisiera morir!

—Debes vivir, enmendarte y demostrar que eres


todo un hombre, capaz de hacer dichosa a la mujer
que te ha confiado su destino y nunca ha dejado de
quererte—aconsejó misericordiosa, tomando entre las
suyas las manos que, rudas, venían de castigarla.

Así, con intervalos de engañosas bonanzas y estre¬


pitosas tempestades, se pasaban los meses sin observar
notables mejorías en el enfermo, que si Ramón durante
unos días no bebía, en cambio
luego bebía y bebía
noches enteras, como si quisiese resarcirse de las for¬
zadas abstinencias,
LA NOVELA IDEAL 19

No tardaron en llegar las fatales e invitable's con'


secuencias.
No solamente su trabajo empezó a ser descuidado
con olvidos desastrosos y funestos en la química, de'
jando de ser el mejor y más inteligente obrero de
la fábrica, sino que su salud, antes robusta, declinó,
perdido el apetito, atrofiado su estómago por los va'
pores alcohólicos.
Perdían nobleza y expresión sus facciones entume'
cidas y violáceas, y su cuerpo gallardo se doblaba
pesante como si los músculos obedeciesen bajo la
presión de un peso abrumador.
Su voz, clara, vibrante y sonora, adquiría opacas
tonalidades, como de instrumento roto, mientras su
carácter se agriaba, se irritaba en un estallar furioso
de injurias que sacudían senilmente sus jóvenes
miembros.
Lo inútil de sus esfuerzos desesperaba a Leonor,

que miraba declinar miserable y prematura aquella


existencia que tan espléndidas promesas de porvenir
había cantado en sus horas buenas y de amor.
Ahora, mirando a Ramón, embrutecido, adusto, gro'
sero, indolente y desaliñado, bendecía sus entrañas
estériles, que, para engendrar hijos marcados ya antes
-
de nacer con el estigma del vicio paterno, prefería no
conocer glorioso martirio de la maternidad.
el divino y
A más, al presente sentíase fuerte y libre, sin otros
deberes que los impuestos por su corazón generoso
y sentimental, que a ser madre, con todos sus múl'
tiples y delicadas obligaciones, le hubiese sido com'
píetamente imposible intentar aquella sangrienta ba'
talla, en la cual sentíase ya herida y vencida.
Caería en el campo de su ternura, yermo de alegrías
y de esperanzas, pero no sin antes arrastrar en su
vencimiento cuanto aun le restaba a intentar.
Una tarde recibió la visita de su madre cuando
precisamente, anegada en lágrimas, reconstituía la es'
cena abominable de la noche anterior, obligada a so'
portar las caricias, los golpes, los mordiscos y las
pestilentes viscosidades de Ramón, completamente bo'
rracho.
Presurosa enjugó sus hermosos ojos, pero la madre
20 LA. NOVELA IDEAL

no se engañó, que, a más del aspecto lamentable,


rumores sobre la conducta de su yerno habían denun-
ciado el martirio de su hija.
Después de las primeras frases de bienvenida se
miraron preocupadas y silenciosas, la madre no sa¬
biendo cómo abordar la palpitante y triste cuestión;
la hija esforzándose en sonreir y ocultar el calvario
de su vida.
—Tu palidez dice de horas de trabajo y de vela.
Creo abusas de tu salud, Leonor. Tu marido gana
un buen
jornal, ¿por qué no tomarte un descanso de
que necesitas?—rompió el silencio la madre, sin dejar
de observar los estragos del sufrimiento causados so¬
bre aquella juventud, meses antes esplendorosa.
Tímidamente ella se defendió;
—El trabajo me distrae.
—¿Te distrae? Entonces, ¿por qué lloras mientras
trabajas?
—Me duele terriblemente una muela—mintió sin
convicción.
—El corazón te duele. ¿Por qué no confiarte a tu
madre, hija mía? Las penas a dos son más ligeras a
soportar.
Y como guardase silencio, obstinada en negar lo
que hablaban sus ojos otra vez anegados en lágrimas,
continuó:
—La conducta de Ramón merece muchos y acerbos
reproches. El
'1
exceso de alcohol no encuentra disculpa
tiene cuanto se necesita para ser feliz.

Brotaron a la pregunta, con los sollozos, las des¬


garradoras confidencias:
—Sí, madre; muchas son las noches que me hace
víctima de sus violencias.
—¿Por qué las soportas?
■—¿Qué otra cosa puedo hacer?
—Huir, llamar a la puerta de casa de tu madre,

que se abrirá amorosa y protectora, como cuando eras


niña. ¡ Si tú supieses las noches angustiosas que pa¬
samos sabiéndote en
poder de un hombre enloquecido
por el alcohol! Nada hace para resistir a la tenta¬
ción, y...

\
LA NOVELA IDEAL 21

—Sí, madre, lucha y ha luchado. Todo inútil. La


satánica fuerza espirituosa es más fuerte que su vo-
luntad, que mi tenacidad y mi amor. Todo lo he
intentado, a todo se ha sometido—interrumpió, presta
siempre a defender al indigno.
—¿Quieres conducirle a una clínica? Con tu tra-
bajo y ayudándote nosotros conseguiríamos pagar sus
gastos de curación.
—Se lo he propuesto y, exasperado, ha rechazado
diciendo que quería librarme de él haciéndole pasar
por loco. Y aquella noche, madre, su borrachera fué
más espantosa—confesó, contradiciéndose.
—¿Ves cómo no quiere someterse a todo? ¿Ves
cómo se obstina en su vicio? En gran parte, Leonor,
tienes tú la culpa—acusó severa.
—¿Culpable, cuando muero en la más cruenta y
larga de las agonías?
—Has sido demasiado débil, condescendiente, su¬
misa y amante. No debes someterte, sino exigir, or¬
denar, imponer. Mejor harías aún en abandonarle y
vivir dignamente de
padres. Ahora aun tra¬
cerca tus
baja; dentro unos meses le será imposible, si antes
no...—y se calló, prudente, compadecida del trastorno
que modelaba su máscara trágica y de cera en la
bella y querida faz.
—¿Hay algo peor aún, madre?—imploró, débil,
rota la voz.
t Y más firme, dominando su punzante emoción, con¬
tinuó :
•—Hable, se lo ruego; no me oculte nada. Mis
carnes
ya están acostumbradas
a sentir penetrar en
ellas el cuchillo del dolor. Hable, que la incertidumbre
es más refinado verdugo que la más atormentadora
de las realidades.
—Si antes no le despiden. Naturalmente, Ramón
se calla lo peor y ahoga, en algunos vasos de más,
las duras y merecidas amonestaciones, no solamente
de su patrono, sino también de sus compañeros. Dos
veces en la fábrica ha cometido
imprudencias de esas
que pueden provocar una catástrofe y sepultar bajo
sus ardientes ruinas centenares de obreros.

[ Ah! —gimió doblando su abrumada cabeza.


22 LA NOVELA IDEAL

—Medita serenamente, hija mía. Deja que él se


hunda y se revuelva en el montón de sus propias
inmundicias. Ven con nosotros. Eres joven, y el tra'
bajo y la ternura de tus padres te darán la tranquilidad
y el olvido—aconsejó su prudencia.
•—No, madre, no puedo abandonarle así, hecho un
guiñapo y un miserable. Lo sé. Ramón es hoy peor
que una bestia. Es un peligro y una vergüenza, pero...
le quiero, madre, le quiero. Vivo aún del recuerdo
de horas amorosas y sentimentales. Al corazón no se
le manda y yo no puedo hacer obedecer a mi corazón.
Quiero intentar la suprema lucha. Si desfallezco, iré
a llamar a la
generosa y dulce puerta de mis padres.
Mientras, soportaré sus violencias. Dicen que hay Dios
y él no puede asistir impasible a mi desesperación—
prometió sublime en su acerbo dolor.
—El Dios de los pobres, hija mía, no puede atender
a tanta súplica, que son muchos los que gimen y
muchos los que lloran. No quiero dejarte en el des'
consuelo ni en el desamparo. Quiero ayudarte en tu
obra. Aquí tienes la dirección de un médico especia'
lista en casos de sujetos anormales. Dicen que ha
realizado curas verdaderamente milagrosas. Habla a tu
marido, quizá consienta en dejarse visitar. También
tengo una recomendación a fin de que la visita sea
más paciente y minuciosa.
Sonrió agradecida, mientras la esperanza alumbraba
en el retazo azul de sus
ojos vivísima luz de alegría.
Y besando a su madre confió:
—Quizá entre todos le curaremos.

A fin de no herir su enfermiza sensibilidad, ni agU'


dizar su ya viva desconfianza, Leonor no habló a Ra'
món del médico especialista hasta pasados unos días.
A las primeras y veladas frases opuso la más feroz
y rotunda de las negativas.
—Me harás suponer...—exclamó la joven, triste y
descontenta.
—¿Qué cosas estúpidas te haré suponer?—cortó,
agresivo.
—Que no quieres esforzarte en dejar un vicio que
LA NOVELA IDEAL 23

te está matando. Que gustas de renegar y blasfemar


de lo mejorhay en el hombre—desafió sin miedo,
que
acostumbrada ya a los golpes.
—¿De qué reniego, de qué blasfemo yo?
—De tu dignidad, que estás perdiendo miserable-
mente en el fondo nauseabundo de las tabernas.

—¿Qué te importa?
—Me importa y mucho, porque eres mi marido.
—Y me debes obediencia.
—No complicidad, y yo sería cómplice de tu envi¬
lecimiento si continuara tolerando tus excesos. Dis¬
puesta estoy...
—¿A qué cosas estás dispuesta, mi brava tigresa?
—alardeó irónico.
—A no dejarte salir de casa una vez caída la noche.
—La cosa es muy fácil de arreglar. Quería decírtelo.
Precisamente no puedo entregarte dinero esta semana.
Como tú ganas con la costura, no veo la necesidad.
—No esperes te mantenga para más beber—negó,
palideciendo y comprendiendo la perversa intención
de su marido.
—Ni yo lo toleraría. Tengo, a pesar de que digas
lo contrario, la dignidad de mi sexo. Comeré en la
taberna y solamente entraré para dormir en tus brazos.
Aterrada, escuchó Leonor la decisión de su hombre,
que se complacía en destruir todos los castillos levan¬
tados por su amorosa ilusión.
La envolvieron frías cenizas de desaliento y la fe
empezó a vacilar, falta del precioso combustible que
la había hasta entonces alimentado.
Ladesgracia se había convertido en su fatídica som¬
bra. ¿Dónde y en qué negras rocas irían a estrellarse?
La tragedia, a medida que se desarrollaba, subía en
intensidad y su presentido desenlace era tan espantoso
que no podía evocarle sin sentirse morir.
Esforzándose en demostrar una resignada tranquili¬
dad que estaba lejos de sentir, y comprendiendo eran
inútiles las súplicas tanto como los razonamientos,
aceptó:
—Como quieras. Precisamente tengo exceso de tra¬
bajo y las comidas me roban mucho tiempo.
24 LA NOVELA IDEAL

yi

Ramón iba encenagándose en el pestilente barro de


su
repugnante pasión.
Carácter débil, breve había sido la resistencia opuesta
a los feroces llamamientos, a los ardorosos vapores del
alcohol, y pronto habíase dejado arrastrar a la deriva,
roto el delgado timón de su voluntad.
Cierto que en los primeros meses había sufrido mi-
rando cómo las uñas del dolor se clavaban en las
carnes sedeñas
y adoradas de su mujer y que sus
lágrimas eran cuchillos de remordimiento que, pene¬
trando en la conciencia, levantaban con oleadas de
ternura juramentos de enmienda
promesas y y de
abstinencia.
I Ah, la horripilante, la alucinante abstinencia! El
deseo salvaje, furioso y feroz que despierta los instintos
y éstos desbordan arrollando cuanto de noble y de
generoso había en su carácter hasta satisfacerlos.
Luego, la voluptuosa sensación de los primeros sor¬
bos aniquiladores del pensamiento, anestesiando la
sensación de sufrir, ahogando las voces de censura
y
de reprobación. Había también el
placer de gustar de
lo prohibido, de alardear de su fuerza delante los
devotos bebedores, hasta caer en la inconsciencia.
Hubo momentos en que la razón,
penetrando las
tinieblas del delirio, alumbró retazos
gloriosos del pa¬
sado, aquel pasado plácido, sosegado, que había me¬
recido su dicha de vivir y su satisfacción
orgullosa
de macho en posesión de la codiciada
hembra.
y entregada
Entonces desfilaban por su calenturienta
ción
imagina¬
aquellas tardes domingueras, de idilios siempre re*
novados, de besos, caricias y canciones bajo el lujuriante
tálamo de los susurrantes
pinos.
Alcoba misteriosa había sido algunas tardes la Na¬
turaleza. Alcoba regia,
amplia, suntuosa, donde la
amada, tendida sobre esmeraldas y terciopelos, de cara
LA NOVELA IDEAL ^5

al cielo, recibía la divina y ancestral comunión de la


carne.
Las imágenes se precisaban a medida que las evo-
caba hasta adquirir sorprendentes relieves de realidad.
Y bañado en lágrimas, contrito y pesaroso, se
culpaba del fatal vicio y de su debilidad. Decíase
arrepentido que toda una vida de sacrificios y de
privaciones no bastaría a rescatar su crimen y las
torturas impuestas a su pobre y amante mujer.
Era entonces cuando Leonor; que desde su apa*
sionado observatorio seguía el proceso de aquel tem-
peramento y de aquella conciencia, descubría síntomas
de saludable reacción que la estremecían de alegría,
mientras las alas de la confianza acariciaban batientes
su abrasada frente.
Durante unos días, que a la enamorada se le an-
tojaban radiantes antesalas del soñado y entrevisto
paraíso, Ramón se abstenía de beber.
Renacía la paz, se iniciaban las confidencias, se
formaban proyectos; después... después Ramón se pre-
cipitaba torpemente y con más violento empuje por
la vertiente del vicio.
Hízose en su depravación fatalista. Sabíase perdido
y quería perderse la copa en los labios.
La indiferencia plasmó sus entumecidas facciones.
Indiferente miraba correr el llanto en las demacradas
mejillas de la heroica; indiferente asistía a su cruci¬
fixión; indiferente escuchaba los sanos consejos de sus
buenos compañeros de trabajo, las amonestaciones de
su madre, que en su ignorancia le recomendaba hi¬
ciese como su padre y tomase la bebida como esti¬
mulante, un lujo y un placer, no como peligrosa cos¬
tumbre, contento tan sólo cuando, sentado delante
una de las grasientas mesas de la taberna, miraba
sombrío y extasiado su vaso rebosando transparente
y aromado licor.

Sentada cerca de la ventana, Leonor miraba sin


abandonar la costura el pequeño jardín donde los
primeros vientos otoñales ponían su nota melancólica
y amarillenta, reflejo triste de su vida.
LA NOVELA IDEAL

Así era su juventud de mustia, de azotada por el


vendaval de la funesta pasión.
Azotadas sus lágrimas y su enorme caudal de pa'
cíente optimismo, dejaba con lánguido abandono lie'
gase la tuerza de las cosas, que, buenas o malas, estaba
resignada y aceptaba su sino.
Cuando más abismada estaba en sus meditaciones,
parecióle oir el chirriar de la llave en la cerradura.
En efecto, llegaba Ramón. Su aspecto era tan mí'
sero, humilde y abrumado, que la joven, compadecida
a pesar suyo, preguntó,
levantándose y dejando caer
la costura:
—¿Estás enfermo?
1—Peor—contestó, rehuyendo huraño los ojos de
ella, inquietos e interrogadores.
—¿Peor que una enfermedad? ¿Qué ocurre?
—Heme quedado sin empleo, es decir, sin trabajo.
Cuando uno no sirve lo tiran a la calle—acusó, con
su
agria y pastosa.
voz

—¿No servías tú en plena juventud? — insistió,


asombrada.
—A veces pierdo la memoria y me dan vértigos—
confesó titubeando.
—Es en estos momentos de ofuscación cuando has
cometido la tercera enormidad,
que te ha valido el
despido. ¿Se ha evitado la desgracia?—se informó,
temblorosa.
—¿Qué desgracia?
—La tuya, causada por tu imprudencia. De nuevo
has fumado donde estaba prohibido, porque la más
pe " ovocar una terrible explosión.

—Felizmente. ¿Cómo has podido olvidar lo que tan


en vidas
caro
y en sufrimientos podía costar?—re'
prochó, hinchado el pecho de generosa satisfacción.
—Una distracción.
—¿Qué piensas hacer?
—Descansar unos días. Luego buscaré trabajo.

Multiplicó Leonor su actividad, queriendo bastarse


a todos los gastos domésticos, sin recriminar la in'
LA NOVELA IDEAL 27

dolencia de Ramón, que mo se daba prisa en buscar


colocación.
Entraba regularmente a las horas de comer, pasaba
las noches en casa, y si bien su fétido aliento denun¬
ciaba que había vaciado unas copas, no llegaba nunca
completamente beodo.
La joven agradecía con tiernas y continuas aten¬
ciones aquella abstinencia precursora de mejores días.
Compraba de sus economías revistas y libros que, dis¬
trayendo la atención del inactivo, le absorbiesen hasta
hacerle olvidar la odiada taberna.
Parecía el joven complacerse en aquella existencia
cómoda y regalada, libre de preocupaciones mate¬
encontrar frases halagadoras y de gratitud
riales, sin
para la abnegada, siempre huraño y silencioso, rom¬
piendo el mutismo tan sólo para formular cuestiones
o íntimas demandas.
Nada le rehusaba su mujer, ni satisfacciones físicas,
ni deleites espirituales.
No obstante, una tarde, inquieta de su pasividad,
se atrevió a formular una pregunta:

—¿No encuentras trabajo?


•—¿Te molesta mi presencia?—esquivó él, no que¬
riendo entrar en el terreno de las verdades ofrecido

por su mujer, la cual insistió:


—Tú no
puedes molestarme, pero tampoco puedes
permanecer eternamente ocioso.
—Te sobra razón. Espero cumpla su promesa un
viejo amigo.
Guardaron silencio. De nuevo ella lo quebró tímida¬
mente :

—¿Tienes dinero?
—Tengo aún mis últimos salarios. Como tú atien¬
des a todos los gastos...
—Con placer, y a ser posible. ¿No hemos
más haría
de prestarnos mutua ayuda? Hoy eres tú; mañana
seré yo que deberé esperarlo todo de tu amante ge¬
nerosidad.
Los ojos de Ramón fulguraron rápida e intensa emo¬
ción, se posaron tiernos y humildes sobre el pálido
rostro, y las últimas frases de nobleza y de gratitud
28 LA NOVELA IDEAL

que debían acariciar los oídos de Leonor salieron de


sus labios:

j Que no pueda reparar el mal causado I ¡ Eres


tan hermosa como buena!
—Sí, Ramón, puedes reparar tu equivocación. Pue¬
des -hacer brotar de las cenizas todo un bello y ri¬
sueño pasado de amor.
No contestó, y su elocuente silencio sacudió a la
joven más dolorosamente que las blasfemias, las ame¬
nazas
y los golpes.

VII

Días sin sol en la Naturaleza, días fríos, helados,


envueltos en sudarios de nieve.
desolados, de eternos hielos bloqueando
Días negros,
su
juventud. Días sin alegrías, sin esperanzas, sin
mañana, sin fe, precipitado su presente en el precipicio
de la desesperación. Ramón... su Ramón volvía a sus
funestas costumbres, atraído por la nefasta sirena del
vicio. Nada ni nadie podía ya detener su mortal carrera.
No quería trabajar, detestaba de todo esfuerzo mus¬
cular, pasando las horas vaciando copas del sugestivo
veneno.
Cuando ella se dió cuenta del nuevo furor alco¬
hólico, se preguntó de dónde salían los medios con
qué satisfacer la pasión, presentimiento la hizo
y un
correr a su modesto secreter-escritorio,
pequeño y
donde guardaba sus economías.
Estas habían desaparecido, así como una libreta de
la Caja de Ahorros de Ramón.
La revelación fué espantosa, porque pregonó que
su hombre se degradaba, temía las vallas
que ya 110
y que para satisfacer su locura sería capaz de todas
ías cobardías, de todas las violencias y de todas las
vilezas.
Anonadada guardó el terrible secreto, pero dispuso su
fortaleza, presta a más formidables batallas.
Todas las noches, después de cenar, salía Ramón,
no regresando hasta muy entrada la noche, bambo-
LA NOVELA IDEAL 29

leando, tropezando, gritando, cantando, hasta rodar


sobre el lecho.
A veces, sin desnudarse, arrojábase sobre ella, har¬
tándose entre viscosidades, de carne de mujer rebelde.
Era el peor de los martirios a sufrir. Sometíase tan
sólo a la fuerza
después de recibir las caricias de los
puños del muy bruto.
Cautelosamente, aquella noche, sin que su marido
se
apercibiera, se apoderó de la llave de la puerta,
3ue cerró hermética, y guardó
ormitorio. luego en la cómoda del
Cuando Ramón intentó salir, encontróse prisionero.
Rugió espantosamente como león en celo, y aba¬
lanzándose a ella exigió:
—Abre la puerta.
—Esta noche te quiero para mí. Estoy celosa de
tu taberna—ofreció con infinita dulzura.
—No intentes engañarme con sentimentalismos, ri¬
dículos a tu edad.
—¿Soy acaso vieja en mis veintiocho años? Aun
hay cpiien me encuentra hermosa—continuó con suave
y valerosa sonrisa.
—Que cargue contigo y que pague—se conformó,
con miserable
complacencia.
La injuria azotó en pleno corazón de la desdichada,
dejando surcos sangrientos y palpitantes.
—Si te conformas... — balbució lívida como una

muerta.
—A todo me conformo mientras me entregues la
llave y suenen en mis bolsillos unas monedas blancas
que gastar alegremente a la salud de las fáciles y
de las hermosas.
—Hoy te quedas con una hermosa: la tuya.
—Hoy salgo, y al momento. Dame la llave—insistió
amenazador.
—No—negó con firme suavidad.
—Estoy dispuesto a las violencias—vociferó.
—Y yo adesafiarlas. Quiero saber de cuánta maldad
eres
Escucha, Ramón... Perdona mis palabras.
capaz.
Somos jóvenes, nos hemos amado, hemos conocido días,
años de dicha sin nubes ni tempestades. El maldito
alcohol se interpuso en nuestro camino cuando más
LA NOVELA IDEAL
3o

radiante era la sonrisa del porvenir. Ha sido la bebida


la peor y más funesta de las rivales. Peor que la más
infame y depravada de las mujeres. Ella me lo ha
robado todo... todo. No solamente me ha expulsado de
tu corazón y de tus pensamientos, sino que te ha

hecho olvidar el respeto que todo hombre debe a su


propia mujer. Ya nada resta del ayer. He sufrido todas
las injurias, todas las afrentas. Me has crucificado,
Ramón, y suspensa al cruento madero, laceradas mis
carnes con los hierros de tu crueldad, me inclino sobre

tu desgracia, lloro sobre tu equivocación, suplicando


en mi agonía... ¡Te amo... te amo y te perdono!
Reacciona, haz algo, que aun pueden brillar en nues¬
tro horizonte días de sol y de paz.
Y en arranque sublime y trágico se arrojó a sus
pies, abrazó sus rodillas.
La miró en suplicante y amorosa pos¬
la humilde,
tura, pero ya su corazón estaba muerto a los gene¬
rosos sentimientos; ya no vibraban, rotas, todas las
cuerdas de su sensibilidad.
Obstinado, con esa feroz obstinación de los borra¬
chos, fijo a satisfacer su capricho, se hizo agresivo.
Con brusca violencia separó el cuerpo, y éste, falto
de apoyo, cayó pesadamente al suelo.
Corrió a la alcoba, donde suponía guardaba la llave

su
mujer.
Esta levantóse rápida y resuelta, hermosa de ener¬
gía yle barrió la puerta.
Y empezó la espantosa y silenciosa batalla en la
cual debía sucumbir la que más noble razón llevaba,
ostentando como lema la debilidad de su sexo.
La mordió, la diabólico sa¬
golpeó; retorció con
dismo las delicadas muñecas entre sus crispados dedos,
y como no cedía, recurrió a cobarde procedimiento
bárbaro y seguro.
Se lanzó a la cocina. Tomó un manojo de cuerdas

y, antes que ella, lívida, jadeante y temblorosa, pu¬


diera defenderse, había juntado sus manos, que aga¬
rrotó con salvaje fuerza.

La arrastró hasta una silla, y sobre ella la inmo¬


vilizó duramente a fin de que no escapara.
LA NOVELA IDEAL

Ella no se quejaba. La miró un momento con ojos


de loco, luego, encogiéndose de hombros, acusó:
—Tú lo has querido.
Se apoderó de la codiciada llave y salió triunfante,
dejando a su víctima que se debatiese entre tormentos
insoportables de las cuerdas.

Tenaz sublime, Leonor


y aun se empeñaba en
salvar a suhombre.
Recurrió a los méc1' ' 1 1 r

y predecir la más
engañaron diciendo que era imposible sanar a quien
no quería curar.
Mientras, el joven obrero era una sombra, un fan-
tasma grotesco, lamentable y tembloroso.
pavoroso,
Nada subsistía de lo que fué un bello y arrogante
hombre. El veneno seguía realizando su obra destruc-
tora. Faltaba el desplome total
y absoluto, la caída
irremediable, la última y definitiva sacudida.
En aquellos días, Leonor decidióse a consultar otro
médico, recomendado también por su madre, y éste,
después de escuchar su doloroso relato, tuvo piedad
de aquella juventud sacrificada y no
quiso dejarle salir
sin consuelos dulces de esperanza.
La entregó un frasco, recomendando echara unas
cucharaditas todos los días en la botella del vino.
—Mi marido es muy receloso, y si observa que yo
no bebo del mismo vino rehusará
tomarlo—explicó
tímidamente, en miedo de ofender al bondadoso y
sensible doctor.
—Puede usted beberlo, pues que sus efectos son
inofensivos para los no alcohólicos.
Contenta, apretando contra su seno el producto
precioso, hizo cuanto el médico había encomendado.
Al tercero, Ramón rechazó el vaso con tanta vio¬
lencia, que su contenido desparramóse sobre el blanco
mantel, y arrojándose impetuosamente sobre ella, igual
a rabiosa fiera,
empezó a sacudirla rugiendo:
¡ Canalla! j Me estás envenenando! ¡ Su fuego

roe y devora mis entrañas!

Intentó Leonor soltarse, hablar, sin conseguirlo.


LA NOVELA IDEAL

'—¡Confiesa!... ¡Confiesa! — gritaba, horrible de


furor.
—No debo confesar un crimen del que soy ino-
cente—se defendió, gimiendo a la tortura de los garfios
de hierro, que se hundían en sus carnes.
¡Maldita!... ¿Quieres mi muerte?... Espera... es-

pera, que antes debes precederme—amenazó, soltando


una risa
larga, estridente, convulsiva, que sacudió todo
su cuerpo.
Y en los hoscos ojos alumbróse luz siniestra de
asesino.
Leonor, presta adesesperada defensa, forcejó hasta
conseguir escapar de las feroces manos y huir a la
cercana cocina.
Ramón la siguió bamboleando y lanzando maldi-
ciones.
Sobre pulcra mesita brillaba el cuchillo destinado
a cortar el pan.
El beodo se abalanzó sobre el arma, la empuñó, la
levantó.
Leonor, viéndose perdida, dejó de resistir y cerró
los ojos, esperando el golpe definitivo de la fatalidad.
De nuevo quebró el dramático silencio la risa estri¬
dente y espantosa de Ramón. Risa que terminó en
alarido plañidero,
angustioso, mientras el cuerpo ro¬
daba pesadamente bajo la mesa.
Palpitante, lívida y aterrada, Leonor contempló unos
momentos el cuerpo_caído, ahora retorcido como bajo
la tortura de un invisible
verdugo, con el extraño
estupor que precede a las grandes catástrofes.
Luego parecióle que algo se rompía en ella; algo
pesante que dificultaba su marcha a través los sen¬
deros de la vida.
Escrutó sus sentimientos. Ya no vibraban apasio¬
nada ternura. Ya habían muerto, como moría aquel
hombre de quien tanta dicha habíase prometido.
Y mientras se inclinaba sobre la masa
palpitante,
Leonor, por primera vez después de largos años de
trágico silencio, sintió, entre dolores de pasado, voltear
las campanas de su juventud anunciando su liberación,
el término de su miserable esclavitud...
rico Urales.—160. La herencia robada, de José Soler y Raventós.—■
161. Bajo los cereZfis, de Angela Graupera.—162. Sol en las ci*
mas, de Federica Montseny.—163. El asedio, de Ricardo Peña.—
164. ¡Por fin un hombre 1, de Federico Urales.—165. ¡Me basto
yol» de Regina Opisso.—166. ¿De quién eres tú?, de A. Fernán'
dez Bscobés.—167. La celada, de Ignacio Cornejo.—168. El sueño
de una noche de verano, de Federica Montseny.—169. Antes mo*
rir, de Andrés Ramos Alvarado.—170. La novia del loco, de Diego
Ramón.—171. El secuestro de Andrea, de Federico Urales.—172.
El hombre que perdió el alma, de Mauro Bajatierra.—173. Camino
de amor, de Angela Graupera.—174. Delito de amor, de Regina

Opisso.—175. El juego del amor y de la vida, de Federica Mont'


seny.—176. Todo lo vence el amor, de M. Noguerol y A. Ro'
mero.—177. Una doncella en peligro, de Federico Urales.—178.
El triunfo de la vida, de Antonio Estévez.—179. El hombre de
los dos platos de sopa, de Diego Ramón.—180. Un héroe deseo*
nocido, de Valentín Obac.—181. La infinita sea, de Federica Mont'
seny.—182. La hija del sepulturero, de Diego R. Barbosa.—183.
La alegría del Ampurdán, de Federico Urales.—184. Recuerdos de

Flora, de Luis Pujades.—185. Tú eres la dicha, por Regina Opisso.


186. Psiquis o la carne, de A. Fernández Escobés.—187. Femio
el Aeda, por Elias García.—188. La moral de la gente bien, por
Angela Graupera.—189. La vo¿ de la sangre, por Vicente Bailes-
ter.—190. Sonata patética, por Federica Montseny.—191. El ere*
púsculo de la dicha, por Fermín Campos.—192. Los novios de
Rosita, por Federico Urales.—193. La justicia de los montañeses,
por Mauro Bajatierra.—194. La niña angelical, por Diego Ramón.—
195. En plena luz, P°r S. Beltrán.—196. Amor heroico, por Fede-
rico Urales.—197. Glorias guerreras, por Valentín Obac.—198. Pa*

sionaria, por Federica Montseny.—199. Cerebro y corazón, por


Ricardo Peña.

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