1M. Selección de Cuentos

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Selección Cuentos

Latinoamericanos
1° Medio
El almohadón de plumas

Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro
de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a
veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle,
echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora.
Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin
duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más
expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía
siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del
patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal
impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve
rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al
cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo
abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había
concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la
casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir
al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto
Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en
seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su
espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los
sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin
moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole
calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene
una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se
despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha
agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba
visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y
en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán
vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un
extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos
entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando
a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y
que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente
abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama.
Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar,
y sus narices y labios se perlaron de sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo
rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano
de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra
sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se
acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la
última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de
uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al
comedor.
—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio...
poco hay que hacer...
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la
mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que
remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad,
pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de
noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la
sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el
tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No
quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores
crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y
trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las
luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el
silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la
cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un
rato extrañada el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que
parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a
ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas
oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil
observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél,
lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay?—murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del
comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron,
y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos
crispadas a los bandós: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente
las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba
tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente
su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre.
La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había
impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la
succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en
ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles
particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
El cerdito
Juan Carlos Onetti

La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del


dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un
pequeño jardín parduzco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba
más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres
que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de
madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida de agua en los temporales de invierno.
Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas
o de sus aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran
sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba
reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los
ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras; ella los descubría en Emilio o Guido.
Pero no trascurría ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán de
nieto.
Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los panques
que envolvían dulce de membrillo.
Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja, sino que golpearon
con los nudillos el cristal de la puerta de entrada, la anciana demoró en oírlos, pero los
golpes continuaron insistentes y sin aumentar su fuerza. Por fin, porque había pasado a
la sala para acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas
que habían trepados los escalones.
Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la golosina,
los niños repitieron las habituales tonterías, se acusaron entre ellos de fracasos y
traiciones. La anciana no los comprendía, pero los miraba comer con una sonrisa
inmóvil; para aquella tarde, después de observar mucho para no equivocarse, decidió
que Emilio le estaba recordando el nieto mucho más que los otros dos. Sobre todo, con
el movimiento de las manos.
Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del
secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido
sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego quedó
quieta en el suelo de su cocina.
Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se
repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio:
—Dale otro golpe. Por si las dudas.
Caminaron despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno regresó
separado, a su barrio. Cada uno a su casa y Guido, cuando estuvo en la suya, vacía
como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra y desperdicios del cajón que tenía
junto al catre y extrajo la alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una
alcancía de yeso en forma de cerdito con una ranura en el lomo.
p OBERTO Chceres, “El Peine”, viene por el camino
L remolcando su sombra. Chino, su perro, trae las ore-
jas aplastadas por el calor. Con trotecito corta camina, sin
levantar la cabezota, demasiado crecida para el cuerpa
Ya no se detiene para olisquear aqui y all&,como a1 prin-
cipio de la jornada. Dos leguas de carretera terrosa se
le han enredado en las patas. Sin embargo, el am0 no
IIeva miras de pararse. En fin, ya IlegarAn. . . El Chino
sigue y sigue. Va quedando en el polvo el vaciado de s’x
patas, junto a las grandes pisadas de “El Peine”.
El camino se tuerce sin aviso y desemboca en un re-
manso de sauces. El aserradero de una chipkdrra saca vi-
rutas al mediodia. Un agua desnuda y nifia va cantando
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por entre zarzamoras. Se rien, mas all&, 10s maizales de


bigote rubio, junto a un rancho de techo vegetal.
--Hast’aqui no m&s, guachito. La cama’sta lista.
Vos vay cansao, jnu’es cierto?
El Chino se para sin responder. Nunca discute a 8u
amo. Tres afios de vagabundaje con “El Peine” le han
ensefiado bastante. Sabe muy’ bien que es inecesari.3 ca-
llar cuando el hombre levanta una mano. Si la mano
hace el gesto de acariciar una cabeza invisible, es que
debe tenderse en el suelo. El castaiieteo del pulgar y el
medio significa “ivamos!” Y si el otro dice “iagarra!, se-
guramente hay enemigos delante. Estos enemigos sue-
Ien ser casi siempre un conejo o una gallina indefensa
que se alej6 much0 ,del corral.
Con el vientre pegado a1 pasto de la orilla, Roberto
Caceres descifra el mapa de una hoja seca. Ea ve sur-
cada de infinitos caminos, como la tierra. Para un insec-
to microsc6pico, esa hoja puede ser el mundo. Un mundo
con montaiias, valles y llanuras, A 61, insect0 grande, la
tierra le parece vasta. Por eso no ha dejado de recorrer-
la. La conoce un poco; por lo menos esta franja que va
de Norte a Sur, entre la cordillera y el mar. Primer0 an-
duvo solo, porque las amistades estorban casi siempre.
Pero un dia enconts6 a1 Ohino. No este Chino grandote
que est& ahora echado junto a 61; era entonces un perri-
110 flaco y timido que se #qued6mirandolo con ojos limos-
neros. Un pedazo de pan sirvi6 de tarjeta de presenta-
ci6n entre 10s dos parias. Fu6 alla en 10s arrabales de
Coquimbo, un dia que “El Peine”, hastiado del Norte, bus-
caba el modo de embarcarse sin pagar.
Desde entonces no se han separado. La buena y la
mala fortuna los ha sorprendido en estrecho compaiie-
rismo. Se entienden bien. Para Roberto Caceres, hombre
corto en palabras, el Chino es un compaiiero ideal. Pue-
den andar muchos kil6metros en silencio, sin que por
eso ameng‘ie la estimaci6n que mutuamente se tienen.
El perm exige apenas algo en qui$ entretener 10s dien-
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tes. Y cuando no lo hay -iqu6 hacerle!- se aguanta


y sigue ‘a1 hombre sin rezongos ni desmayos.
-Ahora, Ohino, le harernos un empe5ito a comer
algo...
Hurga en la bolsa quintalera. Tropieza con un pan
grande y una buena tira de charqui. Sin despegar el ho-
cico de la hierba, el perro sigue la maniobra con ojos de
codicia. Atrapa a1 vuelo la parte que el amo le cede y
mastica ruidosamente. Se desocupa antes que el hom-
bre, y continua en la misma postura de antes. El calor
y la sal del charqui han secado la garganta de Roberto
Caceres. De bruces en la acequia, bebe a grandes sorbos
y retorna a su puesto.
-Ahora me vendria de perilla un cigarro. Per0 no
tengo, Ghinito. . . Vamos a dormir la siesta, mejor. . .
Se desliza sobre la cara el sombrero de alas caidas,
acomoda su cuerpo, y a1 cab0 de un momento respira rit-
micamente. Tambih la modorra ha comenzado a ganar
a1 perro. Tiene ya cerrados 10s ojos, cuando su oido per-
cibe un rumor lejano. Explora el camino y descubre a la
distancia una nubecilla de polvo. Ronda entonces en tor-
no a1 dormido, que por fin lo siente.
-iQu6 t e pasa, guachito?
Sigue la mirada del animal y encuentra el objeto
de su atenci6n. “Arrieros -piema, incarporhdose--;
a lo mejor traen cigarros”.
La nube ha ido creciendo. Se divisan ya las siluetas
de dos jinetes. Hombre y mujer. Ella es rubia, fina, ele-
gante en su traje de amazona. El, tostado y fuerte, mon-.
ta con gran desenvoltura.
-El jutre ha’e traer cigarros, Chinito. A ver si le
sacamos uno.
Sale a la carretera y pide con tono respetuoso. El
jinete mira a su compafiera con velada picardia y extrae
una pitillera de plata. Tiemblan un poco las manos de
“El Peine” a1 tomar el fino cigarrillo; de reojo ha visto
que la joven lo observa c m curiosidad.
--Gracias, mi cabailerito. . . Disculpe el atrevimien-
te, pero, &poiriaecirme a6nde hay trabajo par aqui?
Sonrie el otro abiertamente y pregunta:
-&Que sabes hacer tu?
-Cuarquier cosa, patr6n; le peg0 a too.
-Buena. Sigue caminando. A la vuelta del otro re-
cod0 est&el molino de mi padre. Dile que yo te mando.
-Dios se lo pague, caballero.
Se queda inmdvil un momento, hasta que 10s jine-
tes se han alejado, y vuelve despuks junto a1 perro. Hue-
le el cigarrillo y comenta:
-Es de 1.3s guenos, fiato. A lo mejor me l’hincha el
hocico.
* * *
Dos dias lleva Roberto Caceres en el molino “El
Angel”. Su tarea es ruda, pero sencilla : hombrear sacos
de trigo y vaciarlos en el granero, para que el “pavo”,
insaciable, lo lleve a las lavadoras. Trabaja con alegria.
Gana seis pesos cincuenta, mas un par de buenas galle-
tas. Peor es nada.
-Con una semana’e pega tengo pa unos calamo-
rros y pa unos pantalones -cornunica a su perro, que
pacientemente lo aguarda echado por alli cerca-. Aguhn-
tale no m&s, guaohito -aiiade a la otra vuelta-: el do-
mingo seguimas viaje.
Las tres de la tarde. El sudor ha pegado a1 cuerpo la
camisa de “El Peine”. Quisiera descansar un rato, per0
la mirada severa del capataz se lo impide. Es mala per-
sona el capataz. A primeras vistas comprendi6 Roberto
Caceres que no iban a ser amigos. Procura no dar motivos
de queja. Carga y vacia con regularidad de m&quina. Y
el otro pasea y pasea, sin alejarse much.3 de alli. “Tiene
bigotes de col’e macho”, piensa “El Peine”, rikndose pa-
ra adentro. “iY el moito’e mirarme!”, prosigue. “Parece
qu’estuviera encalillao con 61. iahis!, sera por el bonito
juego’e dientes que se gasta”. . .
-Oiga, CBceres, Leste perro es suyo?
-Si; mis,
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-Mafiana lo va’ejar amarraito ajuera, &no?El pa-


tron lo contrato a ust6 solo.
-dY aonde quiere que lo eje? Ust6 sabe que no tengo
casa.
-Yo no s6, per0 no quiero velo aqui.
-&Que le hace el pobre animal, sefior? Ahi lo ve:
echaito y sin molestar a naide.
-No s6 na yo. Le igo que no me gusta, y se acab6.
Va a contestar, indignado, y se contiene. Alza con
rabia un sac0 y camina sin chistar hacia el granero.
“iViejo bruto -rezonga entre dientes-; no caese muer-
to!”
El capataz parece complacerse en su indignaci6n.
Un momento despu6s va hacia el perro y le ordena, ame-
na2ant.e :
-iYasta, quitate d’ey! Tay estorbando la pasa.
El perro lo mira y grufie sordamente, sin moverse.
-&TamEn es bravito el nifio, ah? iQuitate, moleera!
Race adem8n de atizarle un puntapi6 a1 ver desco-
nocida su autoridad; pero el Chino se incorpora y se le
enfrenta ladrandole.
‘:El Peine”, que ha permanecido a la expectativa, in-
terviene entonces. Apacigua a1 Chino y se encuentra con
10s improperios del capataz:
-iMiren que andar triendo animales bravos!. . . LDi
abnde se le ucurriria a1 patrbn almitite aqui?. . . Yo le
voy a quitar lo guapo a1 nifiito 6ste.
Mira a su alrededor y agarra una pala, que es lo
que hay mas a mano. Intenta precipitarse sobre el Chi-
no, per0 el otro l o detiene bruscamente:
-iA mi quiltro no lo maltrata naide! Y menos ust6.
La pala se vuelve entonces contra “El Peine”. Per0
hste se adelanta, y con rapido movimiento inmoviliza las
manos agresoras. Hay una corta lucha, en la que, por
supuesto, el pe6n saca ventaja. La furia del capataz se
estrella inutilmente contra la destreza del otro, m8s ro-
busto y m&s joven. Recurre entonces a una triquifiuela.
Levanta bruscamente una rodilla y da con ella en el es-
t6rnag.D de “El Peine”. El impact0 produce su efecto, y
el viejo aprovecha para librar la pala. Con ella lanza un
golpe a su contrincante; pero no da en el blanco, porque
Caceres se ha desplazado con presteza. Zumban dos re-
cios pufietazos y rueda el capataz, sangrando por la na-
riZ.
Per0 el mdinero y su ayudante han presenciado la
escena. Corren entonces y aseguran a “El Peine” por de-
tras. Se juntan despuks el administrador y otros peones.
Entre todos conducen a Roberto Caceres a la oficina. Alli
se le llena de injurias y, por ultimo, se llama por telkfo-
no a la comisaria, para que vengan por el “bandido”.
* + *
-LPor que traen a kste?
- Q u i s o matar a1 capataz del molino “El Angel”, mi
teniente. Lo agredi6 con una pala y lo dej6 herido en la
cara. Despuks se resisti6 a la autoridad y me insult6 a
mi y a1 dragoneante Mufioz.
“El Peine” sabe que sus palabras no seran escucha-
das. Calla, con 10s ojos amarrados a1 brillo de una cara-
bina que duerme en un rinc6n. Oye sonar afuera 10s pa-
sos matematicos del soldado de guardia. Una mosca ron-
da con insistenlcia en torno suyo. No se atreve a espan-
tarla. Detras de cada uniforme presiente a un enemigo
implacable. Los ojos de aquellos hombres han perdido
todo destello humano. No les caben la comprensi6n ni la
piedad en el pecho lleno de botones por fuera y de dis-
. ciplina por dentro.
-LCcjrno te llamas?
-Roberto Cgceres, sefior.
-6Dbnde vives?
-No tengo casa, se5or. Vengo del Norte, de Coquim-
bo.
-iY cuantos salteos hiciste por all&?
-Yo no soy saltiaor.. . El capataz quiso pegarme
con la pala y . . .
-No te pregunto eso ahora. Mas rato, cuando llegue
tu victima, veremos lo demas. ~ Q u kedad tienes?
61

-Veintinueve aiios, sefior.


Siguen, por un rato, las formalidades. El teniente es
delgado y p&lido,de cabellera engominada y bigotill0 mi-
crosc6pim; tal vez un hijo de familia que fracas6 en sus
estudios y adopt6 la carrera militar como un recurso des-
esperado. Interroga a1 preso con gesto displicente. Su
voz, no olbstante, es ruda por costumbre. En cada press
ve un criminal o un salteador. Tal vez nunca se le ha
ocurrido pensar que 10s parias que alli llegan puedan es-
conder dolores y sentimientos tras 10s harapos.
-Lleven a1 calabozo a1 guapito M e .
Dos soldados lo empujan sin miramientos. AI en-
frentar la puerta de calle, mira involuntariamente ha-
cia afuera. AIII, en la acera de enfrente, el Chino aguarda,
echado sobre su paciencia. A1 divisar a1 amo, se incor-
pora y atraviesa la calle con rapidez. Pretende franquear
la puerta; per0 el centinela lo arroja de alli a puntapiks.
“El Peine”, instintivamente, quiere detenerse. Dgs em-
pellones lo hacen avanzar hasta la celda. Antes de en-
cerrarlo, la bota de uno de 10s soldados le prueba la du-
reza del trasero.
El calabozo es estrecho y apesta horriblemente. Se
divisa en un lado la h h e d a firma de a l g h barracho que
pas6 alli la ntxhe. Las rnurallas mascullan indecencias
y faltas de ortografia.
Pasa un rat0 largo que Roberto Cgceres llena con
paseos y cavilaciones. La indignacion del capataz confir-
mar&lo que dijeran sus aprehensores a1 tenisnte. No tie-
ne m8s que su palabra para defenderse. Sera condenado.
Le quitaran por mucho tiempo su alegria de ir por el
mundo, bajo 10s cielos libres, en la claridad de 10s cami-
nos que escriben su sign0 blanco frente a todos 10s ho-
rizontes. . .
+ * L

Entre dos uniformes y dos fieros semblantes, ca-


mina Roberto C&ceres hacia el Juzgado. El Chino va a
la zaga, con andar temeroso, sorprendido quiz& de lo
que ocurre. Tal vez sea una broma de las que el amo le
62

gasta a menudo. N.3 se confia, sin embargo. Pa sabe que I

las botas militares se permiten caricias demasiado pesa-


das. Si, es mbs prudente ir a la distancia hasta ver en
que para todo aquel aparato.
A1 trasponer la puerta del Juzgado, detras del cual
qi-ieda la carcel, “El Peine” yuelve la vista. Encuentra la
mirada leal y hfimeda del perro. El choque dura apenas
unos segundos. Pero el hombre pone en ella t0d.c~su co-
raz6n y su amargura.
“Mi Cristo te va a despintar 10s dieciocho meses de
“cana”, habiale dicho el teniente. iDiecimho meses! Su
amigo de vagabundajes tendrb sobrado tiempo de mo-
rlrse. Desde el punto de vista humano, es un perro inu-
ti:. No sirve para guardar una casa. Porque una casa sig-
nifica limitaci6n y propiedad, y el Chino se acostumbr6
a creer que el mundo era infinito y de nabie. LA d6nde
ira? En la ciudad pronto le daran veneno. Quedark su p-
bre cuerpo en cualquier parte, junto a un poste del alum-
brado, tal vez, hasta que el carret6n de la basura lo lle-
ve a1 vaciadero.. .
“El Peine” baja 10s parpados para que no se 10s
vean mojados. Avanza por un largo corredor, hasta que
lo detienen en la antesala del sefior juez. iDieciocho me-
ses! Para entonces ya le importara bien poco la liber-
tad. Algo se le ha quebrado muy adentro. Recuerda la
ljlltima mirada del Chino. “Ningun cristiano tiene 10s ojos
mas francos que un perro”, piensa. Y es verdad. Las per-
sonas que pasan a su lado van con las miradas ausentes.
Unos las llevan turbias por el odio, otros, por el miedo. El
Chino se ha quedado solo afuera. El hombre est$ m$s
solo aun entre 10s humanos.
El reo se pasa disimuladamente la mano por 10s par-
pados.’ Se abre una puerta. El secretario hace un gesto a
10s soldados. Roberto Cbceres avanza por sobre su pro-
pia pesadumbre.
A1 dia siguiente, todavia el Chino aguardaba en la
puerta del Juzgado.
Una gallina
Era una gallina de domingo. Todavía viva porque no pasaba de las nueve de la
mañana. Parecía calma. Desde el sábado se había encogido en un rincón de la
cocina. No miraba a nadie, nadie la miraba a ella. Aun cuando la eligieron,
palpando su intimidad con indiferencia, no supieron decir si era gorda o flaca.
Nunca se adivinaría en ella un anhelo.
Por eso fue una sorpresa cuando la vieron abrir las alas de vuelo corto,
hinchar el pecho y, en dos o tres intentos, alcanzar el muro de la terraza. Todavía
vaciló un instante —el tiempo para que la cocinera diera un grito— y en breve
estaba en la terraza del vecino, de donde, en otro vuelo desordenado, alcanzó un
tejado. Allá quedó como un adorno mal colocado, dudando ora en uno, ora en otro
pie. La familia fue llamada con urgencia y consternada vio el almuerzo junto a una
chimenea. El dueño de la casa, recordando la doble necesidad de hacer
esporádicamente algún deporte y almorzar, vistió radiante un traje de baño y
decidió seguir el itinerario de la gallina: con saltos cautelosos alcanzó el tejado
donde ésta, vacilante y trémula, escogía con premura otro rumbo. La persecución
se tornó más intensa. De tejado en tejado recorrió más de una manzana de la calle.
Poco afecta a una lucha más salvaje por la vida, la gallina debía decidir por sí
misma los caminos a tomar, sin ningún auxilio de su raza. El muchacho, sin
embargo, era un cazador adormecido. Y por ínfima que fuese la presa había
sonado para él el grito de conquista.
Sola en el mundo, sin padre ni madre, ella corría, respiraba agitada, muda,
concentrada. A veces, en la fuga, sobrevolaba ansiosa un mundo de tejados y,
mientras el chico trepaba a otros dificultosamente, ella tenía tiempo de
recuperarse por un momento. ¡Y entonces parecía tan libre!
Estúpida, tímida y libre. No victoriosa como sería un gallo en fuga. ¿Qué es lo
que había en sus vísceras para hacer de ella un ser? La gallina es un ser. Aunque
es cierto que no se podría contar con ella para nada. Ni ella misma contaba
consigo, de la manera en que el gallo cree en su cresta. Su única ventaja era que
había tantas gallinas que aunque muriera una surgiría en ese mismo instante otra
tan igual como si fuese ella misma.
Finalmente, una de las veces que se detuvo para gozar su fuga, el muchacho la
alcanzó. Entre gritos y plumas, fue apresada. Y enseguida cargada en triunfo por
un ala a través de las tejas, y depositada en el piso de la cocina con cierta
violencia. Todavía atontada, se sacudió un poco, entre cacareos roncos e
indecisos.
Fue entonces cuando sucedió. De puros nervios la gallina puso un huevo.
Sorprendida, exhausta. Quizás fue prematuro. Pero después de que naciera a la
maternidad parecía una vieja madre acostumbrada a ella. Sentada sobre el huevo
quedó respirando mientras abría y cerraba los ojos. Su corazón tan pequeño en un
plato, ahora elevaba y bajaba las plumas llenando de tibieza aquello que nunca
pasaría de ser un huevo. Solamente la niña estaba cerca y observaba todo,
aterrorizada. Apenas consiguió desprenderse del acontecimiento, se despegó del
suelo y escapó a los gritos:
—¡Mamá, mamá, no mates a la gallina, ha puesto un huevo!, ¡ella quiere
nuestro bien!
Todos corrieron de nuevo a la cocina y enmudecidos rodearon a la joven
parturienta. Entibiando a su hijo, no estaba ni suave ni arisca, ni alegre ni triste,
no era nada, solamente una gallina. Lo que no sugería ningún sentimiento especial.
El padre, la madre, la hija, hacía ya bastante tiempo que la miraban, sin
experimentar ningún sentimiento determinado. Nunca nadie acarició la cabeza de
la gallina. El padre, por fin, decidió con cierta brusquedad:
—¡Si mandas matar a esta gallina, nunca más volveré a comer gallina en mi
vida!
—¡Y yo tampoco! —juró la niña con ardor.
La madre, cansada, se encogió de hombros.
Inconsciente de la vida que le fue entregada, la gallina empezó a vivir con la
familia. La niña, de regreso del colegio, arrojaba el portafolios lejos sin
interrumpir sus carreras hacia la cocina. El padre todavía recordaba, de vez en
cuando: «¡Y pensar que yo la obligué a correr en ese estado!». La gallina se
transformó en la reina de la casa. Todos, menos ella, lo sabían. Continuó su
existencia entre la cocina y los fondos de la casa, usando de sus dos capacidades:
la apatía y el sobresalto.
Pero cuando todos estaban quietos en la casa y parecían haberla olvidado, se
llenaba de un pequeño valor, restos de la gran fuga, y circulaba por los ladrillos,
levantando el cuerpo por detrás de la cabeza pausadamente, como en un campo,
aunque la pequeña cabeza la traicionara: moviéndose ya rápida y vibrátil, con el
viejo susto de su especie mecanizado.
Una que otra vez, al final más raramente, la gallina recordaba que se había
recortado contra el aire al borde del tejado, pronta a renunciar. En esos momentos
llenaba los pulmones con el aire impuro de la cocina y, si les hubiese sido dado
cantar a las hembras, ella, si bien no cantaría, por lo menos quedaría más
contenta. Aunque ni siquiera en esos instantes la expresión de su vacía cabeza se
alteraba. En la fuga, en el descanso, cuando dio a luz, o mordisqueando maíz, la
suya continuaba siendo una cabeza de gallina, la misma que fuera desdeñada en
los comienzos de los siglos.
Hasta que un día la mataron, la comieron, y pasaron los años.
Viejo con árbol
Roberto Fontanarrosa
A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril.
Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras
dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el
viejo.
Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato,
con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello
y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer
los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga.
Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en
que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque
el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora
en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a
ellos.
Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos niños chiquitos; el
hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en
el predio con las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas
bajaban de los autos.
—Ojo con la vía -alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.
—No pasan trenes, casi -tranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada
muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.
—¿No vino la hinchada? -ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al
viejo-. ¿No vino la barra brava?
Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del
árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano
derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de
flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.
—La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá -bromeó alguno.
—Por ahí es amigo del referí —dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para
ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par
de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.
Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a
Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era
verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo
ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha —
casi a desgano, aprovechando para desperezarse— cuando levantó el brazo
pidiéndole permiso al referí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó
bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una
palabra con nadie del equipo.
El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito,
bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un
auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción.
—¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? —medio le gritó el Soda cuando
recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo.
Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.
—No -sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido,
que estaba áspero y empatado-. Música -dijo después, mirándolo de nuevo.
- ¿Algún tanguito? —probó el Soda.
—Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.
El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los
muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla.
Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al
lado del viejo.
—Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo que veo.
El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la
pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.
—Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte —dictaminó
después—. Muy emparentado.
El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.
—Mire usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que
estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la
camiseta cubierto de tierra—. La continuidad de la nariz con la frente. La
expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales —se
quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le
mostraba—. Bueno… Eso, eso es la escultura…
El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando
dubitativo.
—Vea usted —el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por
llegar un córner— el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo
cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de
las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por
la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles
ocres, pardas y sepias y Siena de los mulos, vivaces, dignas de un Bacon.
Entrecierre los ojos y aprécielo así… Bueno… Eso, eso es la pintura.
Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció.
—Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el
cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el
braceo amplio en busca del equilibrio… Bueno… Eso, eso es la danza…
El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían
con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.
—Y escuche usted, escuche usted… —lo acicateó el viejo, curvando con una
mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y
entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido—… la percusión
grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los
botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro
desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el
pitazo agudo del referí… Bueno… Eso, eso es la música…
El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les
contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les
quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave
oscura e implacable.
—Y vea usted a ese delantero… —señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la
cancha, algo más alterado—… ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo
como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los
cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando
histriónicamente justicia… Bueno… Eso, eso es el teatro.
El Soda se tomó la cabeza.
—¿Qué cobró? —balbuceó indignado.
—¿Cobró penal? —abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente,
metiéndose apenas en la cancha—. ¿Qué estás cobrando? —gritó después,
desaforado—. ¡¿Qué estás cobran arbitro desgraciado, estás ciego acaso?!
El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado
repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El
viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda
tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.
—… ¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.
—Y eso… —vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra—… Eso es el fútbol.

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