01 - Que Se Siente - Jeneane O Riley

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Para ti.

Mi intención no es que acabes esta historia,


sino que esta historia acabe contigo.
Queridos lectores,

Abrir un libro y poder escapar a un nuevo mundo es algo


increíble. Un lugar donde las páginas se convierten en una
manta acogedora de aventuras y emociones. Lo único más
mágico, si cabe, es crear ese mundo acogedor y
emocionante para vosotros. Mil gracias a todos y cada uno
de vosotros por formar parte de mi historia.

Jeneane O’Riley
Nota de la autora

Quiero que disfrutes de este libro con cada fibra de tu ser.


Quiero que escapes a un país de las hadas lleno de villanos,
magia y diversión, pero solo siempre y cuando no ponga en
riesgo tu salud mental.
Ten en cuenta que esta historia trata temas que podrían
herir la sensibilidad de quienes se adentren entre sus
páginas. Entre otros, cabe destacar la presencia de
escenas explícitas de violencia, abuso (físico,
psíquico, emocional y verbal), secuestro, muerte,
hospitalización, sexo y envenenamientos, las
referencias a enfermedades mentales, huesos y
serpientes y las muestras de lenguaje soez. Si decides
seguir leyendo (se cruje los nudillos y se gira para mirarte
desde una silla de escritorio enorme y siniestra), entonces,
espero que disfrutes de la primera novela de la saga Pasión
Fae.

Jeneane O’Riley
Lista de reproducción

Like a Villain — Bad Omens


The Death of Peace of Mind — Bad Omens
You’ve Seen the Butcher — Deftones
Black Honey — Thrice
Make Believe — Memphis May Fire

(Capítulo 28)
Reach — Eternal Eclipse
Inferia — Eternal Eclipse

(Capítulo 29)
Born from Ashes — Eternal Eclipse
Prólogo

Callie

E l suelo húmedo de la mazmorra hacía que la minitabla


de aperitivos de diminutos pedacitos de queso que
había cortado se me desmoronase cada dos por tres.
Supongo que el ladrillo suelto de la pared de atrás no tenía
mucho de tabla, pero la rata que visitaba mi celda no se
fijaría en ese detalle.
Me reí al ver lo mona que me había quedado con los
trocitos de galleta salada y la miel que había guardado de
la comida del día anterior. Me detuve en seco y me regañé
por haber dejado escapar esa carcajada.
A la criatura no le gustaba que hiciese ruido. Cuando lo
hacía, se despertaba. Me había dicho que me haría daño
otra vez si volvía a interrumpir su descanso. Me pegué
contra las sombras de la mazmorra, aunque ellas no me
iban a proteger.
Me toqué la herida abierta y ensangrentada de la cabeza
para recordarme lo que ese malnacido era capaz de hacer.
Tomé una profunda bocanada de aire al clavarme con
saña una uña en la herida y mi pecho fibroso se distendió.
Mordí uno de los grilletes de hierro que me rodeaban las
muñecas para ahogar un grito y el sabor metálico de la
sangre se mezcló con el del hierro que apretaba entre los
dientes.
Bien. Todavía sentía algo. Una ligerísima parte de la
tensión que me atenazaba abandonó mis músculos.
La cadena de hierro que unía los grilletes emitía un
sonido metálico cada vez que hacía el más mínimo
movimiento.
La oscuridad no tardó en engullirme y cerré los ojos con
tanta fuerza que unas diminutas motitas de luz me
salpicaron los párpados. La dura piedra de la pared se me
clavaba en la piel. Me apreté más contra ella, rezando para
que me tragara entera y me sacase de la espantosa
mazmorra.
¿Lo habría despertado?
Se me escaparon un par de lágrimas mientras temblaba
de pies a cabeza.
Joder. Joder.
Temblaba tan violentamente que temía despertarlo con
el propio repiqueteo de mis huesos.
Como no guardes silencio, se despertará y volverá a
hacerte daño.
capítulo 1

Callie

D eslicé las manos por el cuero calentado al sol de mi


Chevy mientras pronunciaba un torrente de rápidas
oraciones.
La vieja camioneta gorgoteó y se estremeció ante mi
intento por arrancarla. Dejé escapar un rápido suspiro de
alivio y me recosté contra el asiento hasta deslizarme un
par de centímetros hacia abajo. No me cargaría mi
historial. Ni un día tarde, ni un día ausente.
Estaba haciendo un buen trabajo.
Los neumáticos desataron un coro de crujidos al pasar
por encima de las ramitas sueltas que cubrían la gravilla
del camino de entrada cuando salí del sinuoso sendero y
me alejé de mi preciosa casita de campo. Bueno, puede que
llamarla «casita de campo» sea una exageración… y decir
que es preciosa también, pero hablar de una cabaña me
hacía pensar en un viejo refugio de caza en mitad de la
nada. Mi casa era mucho, muchísimo más mona. Se la
había comprado dos años antes por un precio regalado a un
viudo calvo y barrigudo con una tendencia a matar más
ciervos de cola blanca de lo que tenía permitido. ¿Había
sido un intento de soborno? Tal vez. Se rumoreaba que yo
estaba saliendo con Cliff, el guardabosques, y, en un
pueblecito así, la gente estaba dispuesta a hacer cualquier
cosa con tal de tener una ventaja sobre sus vecinos, sobre
todo en lo que respecta a las cuotas de caza. No podría
culparlos si no fuera porque las cuotas estaban
específicamente establecidas para ayudar a regular los
ecosistemas. Cuando la gente decidía por su cuenta
cuántos animales estaba bien matar, los programas de
rehabilitación y las estadísticas siempre se iban al garete y
causaban una infinidad de problemas. Tampoco le había
servido de mucho, porque Cliff y yo no éramos pareja… y
Paul, el viudo, murió a los pocos días de que le hubiese
comprado la casa.
Agarré el volante de cuero con más fuerza al acordarme
del atractivo guardabosques, pero enseguida me obligué a
pensar en otra cosa. En realidad, nunca habíamos tenido
una cita y nunca la tendríamos. Cuando el gobierno estatal
me contrató para ocupar el puesto de bióloga ambiental en
la reserva, Cliff fue uno de los pocos rostros amables que
me encontré al llegar. Los vecinos de este pueblo de mala
muerte no se tomaron nada bien que una científica estirada
metiera las narices en sus asuntos (esto se lo oí decir yo
misma a alguien en un restaurante de Maulberry) al
exigirles que dejaran de arrancar el algodoncillo y
endurecer las normas de caza. Al ser la única mujer
trabajando en las reservas —aparte de Cecelia, del centro
de recuperación de animales silvestres—, casi ningún
hombre me tomaba en serio y, a los que sí me tenían en
cuenta, los solían acusar de estar teniendo una aventura
conmigo. En eso se resume la vida en un pueblo.
No recuerdo que mi pueblo natal tuviese la misma
mentalidad, pero era prácticamente una niña cuando nos
marchamos de allí.
Al ser una chica de veintinueve años soltera y sin hijos,
con una larga y brillante melena de pelo rubio y una figura
decente (como para no tenerla después de pasarme los días
subiendo y bajando por las colinas de la reserva), las
mujeres del pueblo parecían sentirse amenazadas por mí.
Según ellas, mi objetivo secreto debía de ser o seducir a
ese hatajo de maridos fofos y misóginos que tenían o
quedarme con todos los solteros, quienes vestían como
vaqueros y masticaban tabaco. Pensándolo detenidamente,
era casi un halago. Sin embargo, después de pasar dos
años teniendo que lidiar con ello, lo que empezó resultando
halagador, terminó causándome una sensación de…
soledad.
Pensé en parar en la gasolinera para comprarme un café,
pero enseguida cambié de idea. No me apetecía
arriesgarme a que la camioneta no arrancase de nuevo.
Además, el café era bastante malo, incluso para ser de
gasolinera, y como tuviese que escuchar a los vecinos
hablar otra vez sobre Earl el Loco, el borracho del pueblo, y
su búsqueda de Pie Grande, iba a dimitir y mudarme a otro
sitio.
Por suerte, cuando paraba en la gasolinera, solía ir
acompañada de Cliff y él los callaba a todos durante un
rato. No sé por qué, el guardabosques odiaba a Earl. A mí
nunca me lo habían presentado formalmente, pero he oído
suficientes historias sobre el borracho del pueblo como
para escribir un libro.
Tomé nota mentalmente para buscar Amanita muscaria
en el bosque que había detrás de la gasolinera. Eran
hongos venenosos que, si bien no eran mortales al ingerirse
en pequeñas cantidades, podían cambiarle el ánimo a
alguien… como a Earl el Loco. Siempre estaba merodeando
por el bosque que había tras la vieja gasolinera. Estaba a
punto de dar la vuelta para ver si mi presentimiento era
acertado cuando un revoltijo de plumas marrones se cruzó
a toda velocidad por delante del vehículo.
Frené de golpe y la vieja camioneta rechinó y protestó
con una nube de humo negro tan grande como un elefante
antes de que se le apagara el motor. Aquel pedazo de
chatarra inestable era peor que un hombre.
—¡Me cago en la mar, Dorothy!
Cerré la puerta de la camioneta de un bandazo a mi
espalda y crucé el camino de tierra para llegar hasta la
pava que siempre me seguía a todas partes.
Por fortuna, ya estábamos en el largo sendero que
conducía hasta el centro de recuperación, así que podría
encargarme de la destartalada camioneta más tarde.
Dorothy estaba correteando entre unas espadañas como
una niña pequeña que hubiese escapado de las garras de
sus padres. Tuvo suerte de que no la hubiese atropellado y
que solo fueran las plumas del trasero las que le estaban
haciendo sacudirse frenéticamente de aquí para allá como
una instructora de zumba arrítmica.
Como me dirigía a la entrada trasera del centro, sabía
que el camino estaría desierto, pero me aseguré de que no
venía ningún coche más antes de dejarme caer en medio
del camino de tierra. Me senté con las piernas cruzadas e
intenté no posar la mirada en la humeante camioneta que
tenía a mi izquierda. Si no pensaba demasiado en ella, a lo
mejor conseguía volver a arrancarla.
En cuanto me senté sobre la polvorienta arenilla, la
enorme pava adulta se abalanzó sobre mí para intentar
sentarse en mi regazo. Unos alegres glugluteos y gruñidos
inundaron su largo cuello y yo no pude evitar sonreír al ver
al pájaro bobalicón acurrucarse contra mí. Era una de mis
pacientes en el centro de recuperación. Aunque mi trabajo
no consistía en cuidar animales, con tan solo una
veterinaria en el edificio, había acabado ayudándola a
tratar heridas a menudo. A mí no me importaba, porque
elegiría la compañía de los animales mil veces antes que la
de las personas.
—Venía expresamente para verte. No te habría hecho
falta escaparte otra vez. Tienes suerte de que no te haya
atropellado —la regañé y la acaricié con la nariz hasta que
oí el crujido de la gravilla a mi espalda y agarré a la pava
de ojillos pequeños y brillantes con más fuerza.
Levanté al enorme pájaro con cuidado de no hacerle
daño en el ala herida y la llevé a un lado. Ni siquiera me
molesté en levantar la vista, porque di por hecho que debía
de ser Cecelia, que venía a buscar a Dorothy.
—Me debes cinco pavos —canturreó una voz masculina.
Reconocí la voz antes de ver la camioneta del
guardabosques.
—Yo no te debo nada, Cliff Richards. Si eres tan bobo
como para apostarte algo con Cecelia, entonces tendrías
que pagarme tú a mí cinco dólares —le dije con una enorme
sonrisa antes de acercarme a la camioneta Ford gris por
cuya ventanilla se asomaba el atractivo hombre.
No podíamos tener un aspecto más distinto pese a llevar
el mismo uniforme caqui y verde. A mí la camisa me
quedaba enorme, como si se la hubiese robado a mi padre,
mientras que el atlético Cliff parecía un modelo salido de
un catálogo de ropa deportiva.
Me miró por encima de la montura dorada de sus gafas
de aviador al extender la mano para acariciar las plumas
del cuello de Dorothy. La pava se mostró nerviosa al
principio y alejó la cabeza de su mano, pero acabó
dejándose acariciar.
—Nunca he visto nada igual —dijo con total naturalidad y
una sonrisa cegadora en el rostro sin afeitar.
A veces me recordaba muchísimo a quien fue mi mejor
amigo en la ciudad. Había algo en su amable sonrisa o en
su actitud carismática que me hacía acordarme de Eli.
No era momento de pensar en eso.
—¿A qué te refieres? —pregunté mirando a nuestro
alrededor.
El ambarino brillo del sol había empezado a dar calor y
tenía el nacimiento del pelo cubierto de gotitas de sudor.
No veía el momento de dejar a Dorothy a la sombra del
bosque o de devolverla al centro de recuperación, donde
había aire acondicionado. Hoy iba a ser un día caluroso y el
espacio entre mis pechos ya empezaba a empaparse de
incómodo sudor.
—A ti, Callie. Todos los animales quieren pasar tiempo
contigo, incluso los salvajes. Eres como una puñetera
princesa Disney —dijo con una sonrisa y, por cómo me
miraba, dejaba claro que los pavos no eran los únicos que
querían estar conmigo.
Cambié el peso de una pierna a otra con incomodidad e
intenté encontrar una manera educada de decirle que
preferiría salir con Dorothy antes que con él. No tenía nada
en su contra, ni mucho menos; era un gran amigo, pero me
negaba a quedarme atrapada en este pueblo para siempre
y tampoco acostumbraba a estrechar ese tipo de lazos con
mis compañeros de trabajo.
—Difícilmente consideraría a Dorothy un animal salvaje
—apunté a la vez que enterraba el rostro en el enorme
pájaro.
Llevaba en el centro desde que era un polluelo, puesto
que había nacido con un ala mal. Aun así, estaba haciendo
grandes progresos con ella y todavía me quedaban un par
de cosas por probar para conseguir que se recuperara por
completo.
—Tengo que llevar a Dorothy adentro. ¿Nos vemos
luego?
Emprendí la marcha hacia el nuevo edificio, pero la parte
trasera de la camioneta de Cliff me cortó el paso cuando
dio marcha atrás para avanzar junto a nosotras.
—¿Cómo vas a volver a casa, señorita científica? ¿Vas a
construirte un par de alas para volar hasta allí? Esa
camioneta está reventada. Te dije el mes pasado que no era
seguro conducir con ella.
Cliff arqueó las cejas con altanería mientras seguía
avanzando poco a poco marcha atrás y sin apartar la
mirada de la mía.
—Es una suerte que no haga caso a todo lo que me dices
—refunfuñé.
—Monta, anda, que os llevo hasta allí —dijo al
interponerse en nuestro camino.
Dorothy volvió a ponerse nerviosa una vez dentro de la
camioneta, pero no tardamos nada en llegar hasta el centro
de recuperación, así que sabía que estaría bien. Dos
minutos después de arrancar ya estábamos en la puerta
trasera del edificio, donde los ladrillos pintados de blanco
resplandecían bajo la luz del sol. Solo había otros dos
coches en el aparcamiento delantero y uno era el de
Cecelia. Al bajar de la camioneta, descubrí que tenía
excrementos de pavo por todos los pantalones.
Magnífico.
Dejé al alborotado pájaro en el suelo y la fulminé con la
mirada mientras me limpiaba, asegurándome de que
supiera perfectamente que no estaba nada contenta con
ella.
—¿A dónde vas? ¿Al lago? —le pregunté a Cliff antes de
darme cuenta de que estaba al teléfono.
—Por fin ha pasado, Don. Se ha terminado de averiar. —
Se giró para mirarme—. Lo sé. Díselo tú. A mí no me hace
ni puto caso. ¿Y si envías a Wally a por ella? Venga,
hombre, hazlo por mí. Consigue que esa chatarra vuelva a
arrancar y os llevaré a los dos a pescar la próxima semana.
Os enseñaré mi sitio especial. —Puso los ojos en blanco con
expresión burlona antes de colgar—. Ahora sí que me debes
una cena.
Esbozó una sonrisa de oreja a oreja que le otorgó a su
rostro moreno un toque extra de encanto, aunque iba
acompañado de una pizquita de arrogancia.
—Olvídate de la cena. Quiero ver ese filón secreto tuyo.
¿Sabías que se calcula que el índice de ejemplares de
lubina habrá descendido un trece por ciento para la
próxima primavera? —lo increpo.
Él puso los ojos en blanco.
—A ti no pienso llevarte a mi filón secreto. ¡Y menos si no
me vas a dejar pescar! —exclamó fingiendo exasperación.
Para ser el guardabosques jefe, era increíble lo
negligente que se mostraba con respecto a la conservación
de las especies. No me sorprendía en absoluto que
hubiesen tenido que contratarme.
—No seas bobo, no voy a impedirte pescar. Solo quiero
estudiar ese punto en concreto. Si es una zona con mucha
actividad, a lo mejor podemos recrear sus condiciones
ambientales y fomentar la reproducción. —Al pronunciar
aquellas palabras, me ruboricé y noté cómo se me
calentaba el rostro—. Gracias por llamar a Don. La última
vez me dijo que prendería fuego a mi camioneta antes de
tener que volver a remolcarla. —Sonreí al recordar el
encuentro con el mecánico el año pasado.
—Los jefazos del gobierno estatal no son tan malos,
¿sabes? Estoy seguro de que estarían más que dispuestos a
darle a la científica remilgada un vehículo propio si les
pudieras asegurar que te vas a quedar aquí más tiempo.
Su voz sonaba ronca y al final de cada sílaba se oía el
fantasma cantarín de su acento.
—Ya, pero es que los patrones migratorios de las
mariposas monarca no esperan por nadie. —Me quité una
pluma de la manga de la camisa—. ¡En cuanto me llamen,
partiré hacia México, nene!
Nada más decirlo, noté como la energía entre nosotros
cambiaba. Recordé el motivo por el que no hacía amigos
cuando me mudaba de un lado a otro.
Cuando me acababa marchando, ellos nunca lo
entendían.
Había subido los escalones de cemento de la entrada
trasera y me disponía a atravesar las enormes puertas de
aluminio del edificio cuando Cliff volvió a hablar.
—Te recogeré a las seis, Callie Peterson. Le pediré a Tom
que deje el Jeep aquí por si necesitas ir a algún lado. Ahora
está cerrando las puertas de Clover Park.
—Si Tom me trae el Jeep, entonces, ¿para qué te necesito
a ti? —le pregunté con una sonrisa a la vez que tiraba del
pomo de metal para que Dorothy entrase.
Ella esperó pacientemente a que su sirvienta humana
abriese la puerta lo suficiente como para que su amplio y
plumoso cuerpo cupiese por el hueco y entró al edificio
como si fuese la dueña del cotarro.
—Porque te voy a llevar a ver mi filón secreto. Ten
preparados todos tus cuadernos de empollona, que yo me
encargaré de conseguirte una caña de pescar. ¿Quieres
salami en tu bocadillo? —me gritó mientras retrocedía.
Puse los ojos tan en blanco que creí que se me quedarían
atascados para siempre en esa posición.
—¡Si invitas tú, lo quiero con extra de salami!
No quería darle falsas esperanzas ni confundirlo, pero no
tenía muchos amigos y, aunque nunca dejaba que nadie me
conociese demasiado, a veces me sentía un poco sola.
—¡Callie Peterson, deja de ligar y entra aquí ahora
mismo! —La voz gastada de Cecelia retumbó por la parte
trasera del edificio con un tono ligeramente angustiado.
—Ya voy. ¿Qué pasa?
Al meter a Dorothy en su corralito abierto, vi que había
un par de plumas sueltas en el suelo. Debió de volar para
saltar la verja y escapar, lo que significaba que la tintura
que elaboré la semana pasada estaba funcionando.
Llegué casi dando saltitos de alegría hasta las puertas
dobles de la parte delantera del edificio y, nada más
abrirlas…, se me escapó un grito.
Capítulo 2

Callie

M i grito fue suficiente para que Cecelia dejase caer el


portapapeles que estaba sosteniendo. Golpeó contra el
suelo con un estrépito y la mujer de cabellos canos se
agarró al enorme escritorio de metal del susto. El cartero
que estaba detrás de ella también dio un evidente respingo
ante nuestros gritos y la caída del portapapeles.
—¡Madre del amor hermoso! ¿Quieres dejar de berrear y
coger el maldito paquete? —La voz de la mujer sonaba
brusca, pero juraría que había un brillo divertido en su
mirada.
Cecelia y yo teníamos una curiosa relación. Ella actuaba
como si fuera un incordio, y yo, como si me molestara su
rechazo. La realidad era que me había tratado genial desde
que empecé a trabajar en el centro de recuperación de
animales silvestres. Me atrevería a considerarla mi amiga,
pero estoy segura de que a sus vecinos no les haría
ninguna gracia. Por eso, de vez en cuando, Cecelia fingía
que mi alegre carácter era un fastidio. Al menos, a mí me
daba la sensación de que no lo decía en serio.
—¡Mi microscopio! —chillé al mismo tiempo que me
abalanzaba sobre la enorme caja de cartón que me
esperaba en el escritorio.
Una exagerada luz dorada venida de los cielos iluminó el
paquete mientras un coro de ángeles cantaba una melodía
triunfal… Por lo menos, así pasaba en mi cabeza.
Después de coger el portapapeles con un gesto teatral,
Cecelia terminó la tarea y le devolvió el resguardo con su
firma al impactado cartero.
—Ya te dije que le faltaba un tornillo —dijo en una
exagerada exclamación mientras que el hombre se
apresuraba a salir por la puerta principal.
Cogí el paquete y corrí de vuelta a mi despacho para
abrirlo. Llevaba esperando a recibir este instrumento casi
un año. ¡Un año! Me empezaron a temblar las manos y se
me nubló la vista por la emoción. Este paquete dejaba
todas las mañanas de Navidad por los suelos, aunque mi
familia y yo abandonamos esa tradición en cuanto dejé de
ser una niña.
El ALMScope B/20c era el mejor microscopio compuesto
portátil del mercado. Después de que Stanley, mi jefe, me
dijera que nos las arreglásemos con lo que teníamos
cuando le supliqué que nos consiguiera un nuevo
microscopio, decidí encargarme yo misma del asunto. El
microscopio viejo había dejado de funcionar hacía meses.
¿Cómo si no iba a encontrarlas? Además, si ahora me
llamaban para ir a México a ayudar a seguir el rastro de las
monarcas, podría llevármelo conmigo.
Estaba segura de que debía de estar resplandeciente por
la emoción. Como si alguien me hubiese bañado con una
jarra recién servida de esperanza.
Dejé la caja en mi pequeño escritorio de metal e ignoré
la jaula de adorables crías de conejo marrones y grises que
tenía a mi derecha. Deberíamos volver a ponerlos en
libertad antes de que acabase el día. Me dije que tendría
que pedirle ayuda a Cliff para soltarlos en el prado cuando
viniese a por mí. También tendría que comprobar mis
cuadernos y cartas para ver si encontraba algún detalle
más sobre cuándo tendría oportunidad de ver a mi familia.
Con el carácter y la mentalidad de una niña pequeña
enrabietada, coloqué con cuidado —pero con teatralidad—
mis nuevos portaobjetos sobre el escritorio y me aseguré
de que no les pasara nada antes de sacar mi iPhone
protegido con una carcasa decorada con polillas del bolsillo
delantero de la mochila. No reconocí el número, así que
quien llamaba iba a recibir mi saludo oficial más
profesional.
—Hola, al habla Cal… Callie Peterson.
—Callie, soy Mary otra vez. ¿Qué tal estás?
Me quedé de piedra; me daba miedo hacer el más
mínimo movimiento por si alteraba el curso de la
conversación. Hoy sí que iba a ser el mejor día de mi vida.
—Ay, santas estrellas del cielo, Mary. ¿Eres Mary, la de la
Sociedad de la Migración Lepidóptera?
Había llegado el momento. La llamada con la que había
soñado durante años por fin había llegado.
La otra mujer se rio entre dientes.
—Sí, soy la de las mariposas. Mira, acabo de revisar el
trabajo que hiciste el año pasado sobre la migración de la
Actias luna. ¡No teníamos ni idea de que hubiese tantos
ejemplares en Willow Springs! Tu propuesta de recurrir al
micelio para erradicar el Compsilura concinnata es
espectacular.
Me senté en mi silla intentando no hacer ruido. Me
quedé a unos centímetros del asiento por un segundo y
recé para que el fatídico chirrido de las ruedas no
arruinase el momento de ensueño.
—¡Vaya, gracias! Desde que era pequeña he tenido una
ligera obsesión con las criaturas aladas. Si puedo hacer
algo para ayudarlas, me encantaría dedicar todo mi tiempo
a la causa. Hemos hecho un par de pruebas similares con el
Pteropus scapulatus y los megamurciélagos han ofrecido
resultados prometedores en lo que respecta a su respuesta
inmune frente a los parásitos.
Exhalé un suspiro.
¿Había sonado demasiado ansiosa? Necesitaba seguir a
las monarcas. Las mariposas luna habían demostrado ser
un callejón sin salida.
—Bueno, mira, sé que esto es importante para ti, pero…
Es que… ¿Cómo te lo digo? —La voz de contralto de la
mujer quedaría grabada en mi mente para siempre.
¡Por favor, que sean buenas noticias!
—¿Decirme el qué? —pregunté intentando mantener la
voz estable para que no sonase siete octavas más aguda de
lo normal, emocionada por lo que sin duda me iba a decir.
—Como sabes, si se te concede el puesto que solicitaste
en México, estarás haciendo trabajo de campo durante…
años. A algunos de mis compañeros les preocupa que una
chica tan joven y guapa como tú acabe…, en fin, que acabe
yéndose en busca de algo que le llene más que una vida
solitaria persiguiendo mariposas. No es un oficio tan
glamuroso como mucha gente cree. Tú no tienes ni marido
ni hijos y, no quiero meterme donde no me llaman, pero,
con la edad que tienes, ¿no crees que, a la larga, querrás
formar una familia?
Traté de respirar, pero había olvidado cómo hacerlo. Se
me nubló la vista. Oía el rechazo en su voz.
—No —le dije, embargada por la frustración—. No tengo
ni hijos ni marido y tampoco los quiero. Que tenga
veintinueve años no quiere decir que mis hormonas se
hayan descontrolado y sienta la necesidad de
reproducirme, Mary. Soy... soy consciente del puesto que he
solicitado y estoy comprometida a sacar el proyecto
adelante. —Añadí una suave risita al terminar por miedo a
haber sonado demasiado seria.
—Lo sé, cielo, créeme. La cuestión es que muchas de las
personas que están colaborando en este proyecto son más
mayores, retiradas o con hijos adultos. Nosotros ya hemos
vivido nuestra vida, así que nos es más fácil centrarnos en
el trabajo que tenemos entre manos. Mira, yo creo que
serías una gran incorporación. Hacía mucho tiempo que no
leía unas hipótesis tan interesantes como las que nos has
enviado. Podría darle un giro de ciento ochenta grados a la
conservación de los lepidópteros y a mí me da igual lo que
hagas con tu vida privada. Haré lo que esté en mi mano
para tratar de conseguir que los demás cambien de
opinión.
No sabía muy bien qué responderle.
—Ehh…, gracias.
Me había quedado en blanco y sin aliento, y la
incomodidad de la conversación pendía sobre nosotras
como una sábana empapada.
—Las Actias luna deberían llegar a tu localización la
próxima semana más o menos, ¿verdad? Por lo que yo
entiendo, el Compsilura concinnata también las ha afectado
bastante. Sería toda una sorpresa que llegases a ver alguna
este año, pero da la casualidad… Bueno, tengo que colgar,
Callie. Hablaré con los demás para decirles lo implicada
que estás. ¡Envíame fotos de las mariposas luna si
consigues hacerles alguna decente!
La voz de la mujer se solapó con mi preocupación.
—Eso está hecho, Mary. Mantenme informada, ¿vale?
Colgué y tiré el móvil al escritorio, sin importarme que
se rompiera en mil pedazos. Volví la cabeza para
contemplar mi nuevo microscopio. La luz resplandeciente y
los sonidos angelicales habían desaparecido, reemplazados
por la ansiedad. Me había gastado un dineral cuando
debería haber estado ahorrando para ir tras las mariposas.
No me iban a dar el trabajo, estaba claro.
Le di la espalda al escritorio; el juguete nuevo ya no me
hacía ilusión. Al girar la silla, Dorothy me saludó con un
suave ruidito, salió del corralito de metal con un débil
aleteo y trotó hasta la puerta abierta de mi pequeño
despacho. Deslicé la silla hasta ella y le acaricié las plumas
del lomo.
—Pero bueno, menudo par de alas te gastas ahora, reina
—alabé al dulce animalito.
Cecelia se detuvo en el pasillo para recostarse contra el
marco de metal de mi puerta.
—¿Ha llegado roto? —me preguntó al mismo tiempo que
señalaba con la cabeza el microscopio que había dejado
sobre el abarrotado escritorio.
Cruzó los brazos arrugados. Cecelia me recordaba a una
madre que tiene que lidiar con los pucheros de su hija. Se
colocó un par de canosos mechones rubios que se le habían
caído del cardado, corto por los lados y largo por atrás.
—No… Bueno, no lo sé. No he terminado de abrirlo. La
señora de las mariposas me ha llamado por lo de su grupo
de investigación en México.
Subí las piernas a la silla y pegué las rodillas contra el
pecho para ponerme más cómoda mientras Dorothy
investigaba las jaulas y pilas de cajas que había en mi
despacho. Era un espacio muy reducido, de suelos
salpicados con motitas rojas y amarillas, paredes de
cemento blanco y una ventana con cortina que daba al
bosque y al aparcamiento lateral.
Mi compañera cambió de actitud ante la mención de la
señora de las mariposas, como si, en secreto, a ella también
le emocionase la llamada.
—¿Y? ¿Qué te ha dicho? ¿Te marchas a México?
Me miró por encima de las gafas con la agudeza de un
ave de presa.
—Me parece que no. —Decir aquello en voz alta hizo que
la situación fuese más real y enseguida deseé poder volver
a tragármelas—. No me rechazó directamente, pero…
supongo que a los otros científicos les preocupa que los
deje tirados en mitad del proyecto para casarme y tener
hijos. Por lo que parece, no he vivido lo suficiente con
veintinueve años como para comprometerme a algo así.
Ni siquiera pude mirarle a la cara por miedo a descubrir
que compartía su opinión. Solo quería tener a alguien de mi
lado por una vez. ¿Por qué tenía que ser todo tan difícil?
—Pues mejor —espetó con tono desafiante.
—¿Mejor? —repetí levantando la mirada sorprendida—.
Llevo toda una vida luchando por proteger a los animales y
están a punto de impedirme seguir salvando la naturaleza
en el trabajo de mis sueños solo por no haber diversificado
más —resoplé—. En vez de salir a ligar, me pasé las noches
en vela investigando. En vez de pasar los fines de semana
con mi familia, me dediqué a propagar semillas de
algodoncillo para las mariposas, y ¿¡ahora voy a tener que
renunciar a mi sueño por haber sido demasiado
entregada!?
Me puse en pie, casi gritando.
—¿Y qué pasa si es así? Yo, personalmente, me alegro de
que no te quieran. Estoy harta de que pienses que tienes
que irte hasta México para que tu trabajo tenga verdadero
impacto. Mira todo lo que has conseguido en este pueblo de
mala muerte. Has hecho más por la fauna local que el resto
de las personas que trabajamos aquí juntas, así que me
alegro de que te quedes.
Concluyó su discurso con un gruñido y todo.
Sé que lo decía con buena intención y, si yo fuera una
persona normal, me habría resultado enternecedor, pero a
veces tenía la sensación de que sentía las cosas a medias.
Tenía un plan y no iba a dejar que nadie me impidiese
alcanzar mis objetivos. Y unirme a una organización que
contaba con información privilegiada para seguir a las
mariposas y polillas en su migración era una de mis metas.
—A ver, no me han rechazado todavía. Me dijo que
hablaría con sus compañeros, pero se lo oí en la voz. A lo
mejor me viene bien quedarme —dije en un intento por
consolarnos a las dos.
—¡Eso! ¡Que les jodan! —exclamó Cecelia.
—¡Pero bueno, Cecelia! —Su grito me hizo dar un
respingo y ruborizarme ante su agresiva palabrota.
Llamadme anticuada, pero Callie Peterson desde luego
no era el tipo de persona que utilizaba un lenguaje tan
grosero. Era científica, no camionera. Tal vez, las
palabrotas me hacían sentir como si estuviese escuchando
algo que no debía.
—No los necesitas. Salva a nuestras putas mariposas.
Demuéstrales lo que se están perdiendo.
La malhablada mujer se dio la vuelta y se alejó por el
pasillo con una sonrisa.
Me había mudado a este pueblo siguiendo a las
mariposas luna y todavía no había visto ni un solo ejemplar.
A lo mejor la llamada había sido una señal para que me
centrase en los animales que vivían debajo de mis propias
narices.
Puse los brazos en jarras y me volví para mirar a la pava
que deambulaba por mi oficina y los conejitos que me
observaban con curiosidad.
—Ya verán. Salvaré a nuestras put… —Tosí y me
atropellé como una niña pequeña. Era incapaz de decir
tacos—. ¡Nuestras puñeteras mariposas! Bueno,
técnicamente son polillas, pero… —Estaba empezando a
desmoralizarme a toda velocidad, así que volví a girarme
para terminar de sacar el nuevo microscopio de su caja—.
Daré con las mariposas luna en cuanto lleguen a Willow
Springs y me aseguraré de salvarlas.
Capítulo 3

Callie

–¿Q ue vas a hacer qué? —preguntó Cliff, que estaba de


pie y se cernía sobre mí en la hierba de color verde
intenso.
—No te muevas, que los pones nerviosos —lo regañé
mientras intentaba hacer que los conejitos se adentrasen
en la pradera.
No parecían tener mucho interés en marcharse. Los
cinco conejos de pelaje gris pardo siguieron jugando y
saltando alrededor de mis piernas extendidas sobre la
hierba.
—Pues a mí me parece que están la mar de tranquilos.
No tiene pinta de que quieran marcharse, princesa Disney.
—Por el tono de su voz, supe que estaba sonriendo sin
tener que girarme.
—Voy a…
—Habla en cristiano para que te entienda, por favor —
me interrumpió Cliff con una sonrisa.
Por debajo de la gorra de béisbol que llevaba puesta,
solo se le veían unos cuantos mechones dorados por el sol
que asomaban en todas direcciones.
Mis aspiraciones y sueños nada tenían que ver con el
amor. El amor hacía sufrir. Era una distracción y te sumía
inevitablemente en un pozo de tristeza cuando todo se
desmoronaba.
—¡Ay!
Mi diatriba contra el amor se vio interrumpida cuando
uno de los conejitos me dio un mordisco en el dedo.
Me encantaban los animales.
No sabían conducir. No podían sufrir accidentes cuando
regresaban a casa con prisa por verte. No podían dejarte
un vacío en el pecho. Echaba muchísimo de menos a mi
familia.
¿Por qué no salían corriendo como conejos normales en
libertad? No habían estado mucho tiempo en el centro y
nos habíamos asegurado de que estuviesen sanos,
preparados para arreglárselas solos. Sin embargo, habían
optado por quedarse brincando y jugando alegremente a mi
alrededor en vez de disfrutar de su libertad en la amplia
pradera de la enorme reserva estatal.
Yo no tenía una prisa tremenda y los conejitos eran una
preciosa distracción, aunque sí que tenía muchas ganas de
echarle un vistazo al famoso filón de Cliff. Me intrigaba
saber si, por lo menos, podía hacer algo por ayudar a las
lubinas del lago Blackwing.
—Voy a salvar a las mariposas. Solo acepté el trabajo
porque esta zona entra dentro de las rutas migratorias de
la Actias luna. Muchos lepidópteros, por no decir todos, se
encuentran en peligro de extinción por culpa del parásito
Compsilura concinnata. Mi teoría es que, al infusionar sus
fuentes de agua con el micelio de la Amanita muscaria,
podría restituir su inmunidad y así crear una continuación
de…
—Te he dicho que me hables en cristiano, Callie —me
interrumpió Cliff mientras trataba de conducir a un par de
los peludos conejitos hacia la pradera.
Alcé tanto los ojos que casi pude verme el cerebro.
—Las mariposas grandes y verdes que pasan por aquí
tienen un parásito que las está matando. Parásitos malos,
mariposas buenas. —Sonrío al conejo que tengo ante mí—.
Voy a prepararles una bebida con unas bonitas setas rojas
para matar a los parásitos malos y que las mariposas
crezcan sanas.
—¿Te refieres a esas setas grandes y rojas con motas
blancas? Pensaba que eran venenosas.
—Para nosotros sí que pueden llegar a ser muy tóxicas,
pero también contienen altos niveles de psilocibina, así que
hay quien las consume con fines recreativos. No tienen ni
idea de a lo que se arriesgan, porque tomar demasiadas
puede matarte en un abrir y cerrar de ojos.
Había empezado a caminar en círculos amplios para
intentar que los conejos se alejasen de mí. Parecía que
estaba haciendo un truco malo de magia, porque todos me
seguían embobados.
—Madre mía, Callie, nunca había conocido a nadie como
tú —comentó Cliff con expresión sincera mientras me veía
intentar dejar atrás a los animalitos.
—¿A qué te refieres?
Tenía la boca seca y mucha sed, así que dejé de correr y
me crucé de brazos. El sol se pondría pronto y, si los
conejos no se adentraban en el bosque antes del anochecer,
tendría que llevarlos de regreso al centro. ¿Cómo narices le
iba a explicar a Cecelia que otra tanda de animales lista
para ser puesta en libertad… no quería ser libre?
—No te estoy tomando el pelo, Callie, te lo juro. Eres lo
suficientemente inteligente como para convertirte en una
científica de categoría y trabajar para una empresa de las
importantes. Podrías estar haciéndote de oro, pero has
decidido quedarte en Willow Springs, un pueblo en el culo
del mundo, huyendo de unas crías de conejo, conduciendo
una camioneta más vieja que Matusalén y viviendo en un
antiguo refugio de caza que apesta a pis. Y todo porque
quieres ayudar a las mariposas. Nunca había conocido a
una persona tan buena como tú, Callie Sue.
—Gracias, Cliff, eres muy amable. Lo único que quiero es
ayudar a las criaturas que no pueden valerse por sí
mismas. No es nada nuevo. Mírate a ti. Ser el
guardabosques no es moco de pavo. —Le ofrecí una amplia
sonrisa en un intento por redirigir la conversación mientras
gesticulaba hacia los conejos—. Si no se van ya, voy a tener
que llevarlos de vuelta al centro. ¡Fuera! ¡Marchaos,
conejitos bonitos! Es la hora. Si alguna vez me necesitáis,
ya sabéis dónde encontrarme, pero ahora ¡tenéis que
marcharos! —le grité a las bolitas de algodón saltarinas,
deseando poder escapar de este escenario.
Puede que salir a pescar a solas con Cliff en plena noche
no fuera tan buena idea. En general, era un hombre muy
agradable y un gran amigo. Nunca me había hecho sentir
incómoda, pero, últimamente, cada vez era más insistente.
Todos los conejos se pararon a mirarme cuando empecé
a regañarlos. Fue bastante gracioso. Después, como si
obedeciesen órdenes, cada uno se fue saltando
alegremente en distintas direcciones. Algunos se
adentraron en el bosque y otros en los matorrales de la
pradera, como si hubiesen estado esperando a que yo les
dijese la palabra mágica.
Cliff y yo nos miramos.
—Vaya con la puta princesa Disney —murmuró para sus
adentros.
—Vale… Bueno, supongo que ya podemos irnos. ¿Te
importaría acercarme a donde Don de camino a mi casa
para que pueda pagarle? —le pregunté cuando nos
alejamos de la pradera y nos dirigimos hacia la camioneta
de Cliff.
Ese era uno de los principales privilegios de trabajar en
una reserva estatal. Se nos permitía movernos en
camioneta por cualquier camino. Puede que no parezca
nada del otro mundo, pero, cuando tocaba recorrer cada
semana las trescientas treinta y cinco mil hectáreas de la
reserva, era una ventaja enorme.
Ya iba haciendo frío y el sol acababa de empezar a
ocultarse, lo cual significaba que el otoño estaba a la vuelta
de la esquina. Era mi época favorita del año y el momento
perfecto para recolectar los hongos para el cóctel
antiparasitario de las mariposas luna.
Nos montamos en la camioneta y recorrimos los
conocidos caminos de la reserva para llegar a la carretera
principal.
—Coge lo que necesites y nos vamos al lago. No hace
falta que pases por donde Don, porque ya me he encargado
yo de ello —me dijo sin apartar los ojos de la carretera.
—¿Cómo que ya te has encargado tú? —Seguía sin
mirarme, así que clavé la vista en el vello facial que se
había quedado sin afeitar.
Sabía que lo había hecho con buena intención, pero no
necesitaba que nadie se «encargara» de mis cosas, y una
parte de mí se ponía a la defensiva cuando alguien se
acercaba tanto a mí.
—No ha sido nada. Le devolví el favor ampliándole la
licencia de pesca —explicó.
Seguía con la mirada clavada estoicamente en la
carretera.
—No sabría decir si has cometido una idiotez o una
ilegalidad —le dije, enarcando las cejas—. Te lo agradezco,
pero preferiría pagarle el arreglo.
—Tú misma, Callie —replicó rígido y con una sacudida de
cabeza.
Nos habíamos detenido en el aparcamiento vacío del
centro. Corrí adentro y terminé de recoger y dejar todo
bien cerrado antes de regresar a toda prisa a la
resplandeciente camioneta gris.
—¿Te importaría llevarme a casa directamente, Cliff?
Creo que hoy no estoy muy fina para la lubina. Además, no
me apetece dar pie a habladurías y tengo que preparar
muchas cosas si quiero tener listo el micelio para la llegada
de las mariposas luna.
Le sonreí con timidez, justo como había practicado
mentalmente.
Cliff apretó los dientes, pero no dijo nada. Me conocía ya
lo suficiente como para saber que no iba a hacerme
cambiar de idea.
—Como quieras —dijo al tiempo que colocaba la palanca
de cambios en posición de avance con brusquedad—. Stacy
Perkins se moría por ver mi filón secreto… y a mí me
apetece ver el suyo también.
Esbozó una sonrisa inmadura y sostuvo mi mirada un
segundo más de lo necesario.
Cliff esperaba ponerme celosa y conseguir una reacción
por mi parte. Por desgracia para él, si le tenía una profunda
envidia a Stacy era porque su familia conocía una zona
secreta donde crecían colmenillas y se negaban a revelar
su paradero.
—Pues espero que os lo paséis de maravilla, porque te lo
mereces. Si lo prefieres, puedo pedirle a Hank o a Cecelia
que me acerquen al trabajo mañana por la mañana —le
dije.
No recordaba si había rellenado el comedero para
ciervos que tenía en el patio trasero. Seguro que los
pobrecillos estaban hambrientos. Añadí otra tarea más a la
lista mental de cosas que hacer a la mañana del día
siguiente.
Cliff dejó escapar un sonoro suspiro con un puchero,
pero guardó silencio hasta que entramos en el sinuoso
sendero de gravilla de mi casa. No podía evitar admirarla
cada vez que regresaba. De todos los lugares en los que
había vivido —y no eran pocos—, este era mi favorito de
lejos. Los altos robles y arces que salpicaban el bosque a
ambos lados del largo y sinuoso camino le daban al paisaje
un toque acogedor y pintoresco. Mi propiedad contaba con
poco menos de una hectárea, pero el bosque que rodeaba
la casa se extendía unas ocho hectáreas a la redonda, así
que la hacía parecer muy íntima. Era un sitio increíble,
silencioso y solitario, imbuido de personalidad y de una
calidez especial que adoraba.
La gravilla crujió bajo los neumáticos cuando la casita
apareció ante nosotros. Era una cabaña de un solo
dormitorio, con un tejado de tejas negras y un
revestimiento en dispares tonos marrones y pardos. Era
sencilla y no tenía ni una sola cosa fuera de lugar. Contaba
con una ventana con postigos a cada lado de la puerta
principal y un brillante toldo azul bajo el que aparcaba en
un lateral de la casa. Me encantaba. Alrededor de la
propiedad había todo tipo de flores silvestres. También
tenía unos grandes parterres de flores para atraer
polinizadores repartidos aquí y allá, además de unas
cuantas plantaciones de hongos y un par de zonas de pasto
para los ciervos. No me molesté en intentar cultivar algo
para mí, puesto que siempre había animales correteando
por los alrededores y estaba más que encantada de
alimentarlos a ellos antes que a mí misma. A veces sentía
que eran los únicos amigos de verdad que tenía, y ellos no
podían acercarse a la tienda de Tate como yo cuando me
entraba hambre.
Esperé a que Cliff diese la vuelta en la pequeña zona
rectangular de gravilla que había junto a mi casa.
—Gracias de nuevo por traerme, Cliff. Lo aprecio mucho,
de verdad —le dije con una sonrisa al bajar de la
camioneta.
—No hay de qué —respondió—. Oye, ¿sabes con quién
deberías hablar sobre esas setas que andas buscando? —
añadió al meterse un palillo en la boca.
—Todavía no he empezado a buscarlas. Sé que crecen
sobre todo cerca de los abedules y varias especies de
coníferas…
—Habla con Earl el Loco. Si hay setas de esas por aquí y
son alucinógenas, estoy seguro de que ese cabrón sabrá
dónde encontrarlas —dijo mientras mordisqueaba uno de
los extremos del palillo.
—¡Lo sabía! —grité tan alto que Cliff dio un respingo y el
palillo se le cayó de la boca. Intenté controlar mi
entusiasmo y, avergonzada, añadí—: Lo siento.
Seguro que Earl tenía un huerto lleno de hongos
cargados de psilocibina detrás de la gasolinera.
Me despedí de Cliff y, una vez en casa, dejé mi mochila
sobre el brillante suelo de baldosas color crema, junto a la
puerta principal. Me desabroché la rígida camisa caqui y
me fijé en que algunos de los parches de intensos colores
que decoraban la firme tela del uniforme se habían
empezado a despegar. Entré al cuarto de baño que
conducía al único dormitorio de la casa y me detuve ante el
espejo para ver a cuántos parches tendría que pasarles la
plancha.
Le dediqué una amplia sonrisa a mi reflejo. Las bombillas
grandes y redondas le otorgaban un tinte amarillento al
rostro que me devolvía la mirada y me mostraba unos
dientes blancos y rectos, resultado de pasar tres años
haciendo visitas continuas al ortodoncista. El verano me
había aclarado la pálida melena rubia, de manera que
ahora tenía mechas naturales. También me había dejado el
rostro lleno de pecas.
Me levantaría pronto al día siguiente y arreglaría los
parches sueltos de la camisa del uniforme. No tenía sentido
esperar a que se terminasen de caer. Me dejé otra nota
mental con todo lo que tendría que hacer al día siguiente.
Bueno, en realidad, me dejé una nota mental para escribir
una lista de las tareas. Las listas me volvían loca. Mi vida
entera giraba en torno a dejarme notas y prepararme listas.
Me lavé la cara y me la sequé. Arrugué la nariz y me
obligué a sonreír ante el espejo.
Yo estaba a gusto conmigo misma. Las cosas casi nunca
eran fáciles, pero sabía que siempre había luz al final de
cualquier túnel. No pasaba nada si la Sociedad de la
Migración Lepidóptera no me quería. Era comprensible que
no quisiesen arriesgarse a tener a alguien que pudiese
dejarlos tirados en mitad de un proyecto largo para formar
una familia. Pero me entristecía que diesen por sentado
que tendría ese tipo de aspiraciones. Yo nunca podría amar
a alguien con todo mi corazón, no después de lo que me
había pasado tiempo atrás.
Les demostraría que estaba comprometida con la
conservación de las polillas y las mariposas y acabarían
aceptándome. Estaba segura de ello.
¿Cómo si no iba a encontrarlas?
Si los miembros de la sociedad pusiesen un pie en mi
casa, se darían cuenta de lo en serio que me tomaba el
tema de las mariposas.
Todas y cada una de las paredes de la casita estaban
empapeladas con fotografías de alas. Hermosas alas de
halcón cubiertas de plumas sobre un fondo de colores
abstractos, cuadros realistas de cada especie de
murciélago y todo tipo de alas de pájaro revestían la
entrada. Incluso había añadido a la colección de la cocina
una fotografía de las alas de Dorothy, la pava que ya había
empezado a recuperarse. También contaba con un par de
postales que mi familia me había enviado, algunas de las
cuales habían comprado en tiendas de antigüedades.
Había dedicado los últimos diez años de mi vida a seguir
a las Actias luna o mariposas luna, como se las denominaba
comúnmente. Varias reservas me habían escrito por correo
electrónico tras ver mi TED Talk sobre la importancia de
integrar las flores salvajes y los módulos polinizadores en
las propiedades rurales y residenciales. Varias
administraciones con un creciente número de ejemplares
de mariposas luna se habían puesto en contacto conmigo,
incluida la reserva estatal de Willow Springs. Estos últimos
me dijeron que no tenían ninguna esperanza de que
accediera a trabajar para ellos, puesto que se trataba de
una reserva muy pequeña, pero, al buscar su ubicación en
Google, lo tuve claro.
Desde que mi mejor amigo había hecho que me
interesase por las mariposas luna, había estado trazando
sus rutas migratorias durante años. Sabía que existía una
zona donde parecía haber una gran afluencia de ellas, pero
nunca logré dar con una explicación lógica para ello.
Cuando me escribieron, justo había estado buscando esa
zona concreta donde se reunían, así que su correo me
había llamado la atención.
¿Qué era lo que atraía a tantas mariposas luna hasta esta
área tan reducida de Willow Springs, Michigan? No podía
dejar pasar la oportunidad de resolver el enigma y ver a las
mariposas por mí misma, así que les había escrito para
aceptar el puesto ese mismo día. ¿Me arrepiento de haber
sido tan impulsiva? En absoluto. Pero tuve la malísima
suerte de llegar a la reserva justo un año antes de que sus
números se viesen diezmados y no había visto ninguna
mariposa, ni un solo ejemplar, desde que trabajaba en
Willow Springs.
Tenía el presentimiento de que este año las vería en
persona. Había un número de factores que las atraía hacia
esta área y, necesitaba descubrir cuáles eran.
Me fijé en el dibujo de una mariposa Phoebis sennae que
tenía en el baño y me acordé de las palabras de Cliff:
«Nunca había conocido a nadie como tú». Mi obsesión por
las mariposas y las polillas comenzó cuando era pequeña,
antes siquiera de que supiese lo que era un científico.
Recordaba jugar en la pradera detrás de mi antigua casa
cuando tenía siete u ocho años. Mi hermana pequeña me
acompañaba y me seguía mientras yo cogía dientes de león
para mi madre.
Un dolor agudo me atravesó el pecho ante aquella
imagen, como si el dolor estuviese buscándolas, pero solo
hubiese encontrado un espacio vacío donde detenerse. Me
agarré a la lisa encimera del lavabo y respiré hondo hasta
que la sensación pasó. Aquel era un dolor que
experimentaba cada día desde que ocurrió.
Desde el día que un accidente de coche me había
arrebatado a mi madre y a mi hermana. La única familia de
verdad que había tenido.
Pero lo del recuerdo había ocurrido antes de aquel
terrible día. Veía el campo bañado por el sol como si
hubiese estado ahí ayer mismo. Queríamos coger dientes
de león para mi madre, pero, después de encontrar unas
setitas en forma de campana, decidí que a mamá le
encantaría tener un ramo de setas aplastadas y dientes de
león. Fue entonces cuando las cosas empezaron a ponerse
raras. Los diminutos hongos estaban repartidos por la
hierba alta, un poco más allá de donde teníamos permitido
jugar, pero mamá estaba dentro de casa y mi hermana y yo
imaginamos que no le importaría que nos alejásemos un
poco para conseguirle algo bonito.
Debajo de la seta más bonita y llamativa, encontré un
bichito resplandeciente y, al observarlo más de cerca, me di
cuenta de que el extraño insecto no era la criatura que yo
creía. Un par de preciosas alas doradas se agitaban a la
espalda de la persona más diminuta que había visto nunca.
Mi madre me había regalado muchos cuentos —algunas de
aquellas historias eran mis favoritas—, así que supe que
había encontrado un hada. Todo su cuerpecito desprendía
un resplandor dorado bajo la luz ambarina del amanecer y
sus alas de mariposa de tonos naranjas y amarillos
parecían tener luz propia. Incluso el vestidito que llevaba
abrazaba su delicado cuerpo como un resplandeciente rayo
de sol. Todavía recordaba el intrincado recogido de
apretados rizos dorados que descansaba sobre su cabeza,
además de los rasgos delicados que enmarcaban una
boquita y unos ojillos minúsculos, brillantes como citrinos.
Me había dejado sin aliento.
Tiré el ramo que había reunido al suelo, pero dejé el
diente de león más pequeño y perfecto que había cogido a
los pies de la preciosa criatura alada. Luego me tumbé
sobre el estómago para verla mejor. Estaba a punto de
pedirle que me dijera cómo convertirme en un hada como
ella cuando una repentina ráfaga de viento, más fuerte que
ninguna otra que haya sentido en la vida, me empujó hasta
dejarme tirada de espaldas a unos cuantos metros de
distancia de la criatura diminuta. Lo recuerdo como si
hubiese ocurrido ayer. Había aterrizado sobre un palo que
se me enterró en la tierna piel de la palma de la mano.
Hasta me dejó una pequeña cicatriz en forma de uve que
todavía no se me ha borrado. Recordaba haber mirado a
Adrianna para asegurarme de que a mi hermana no le
había pasado nada. Ella había seguido jugando con un sapo
sin inmutarse. Cuando me volví hacia el hada, un cuervo de
aspecto etéreo y más grande que ningún otro que hubiese
visto se lanzó en picado. Proferí un alarido de puro terror al
ver cómo el descomunal pájaro negro agitaba las alas con
agresividad para tratar de matar a la dorada criatura. No
me preguntéis por qué supe que intentaba acabar con su
vida. Lo sentí y no tengo otra forma mejor de explicarlo. El
hada transmitía buenos sentimientos, mientras que el
horrible cuervo solo irradiaba maldad.
Corrí tan rápido como pude para llegar hasta el hada
indefensa y la cubrí con mi propio cuerpecito. Vi la luz que
emitía reflejada en mi vientre y mi pecho al protegerla del
pájaro, que había continuado su ataque, solo que ahora se
ensañaba con mi espalda y mi cabeza. Agitaba las alas
desenfrenadamente y con un tremendo ímpetu.
Recordaba levantar la vista y gritar, rezando con cada
fibra de mi ser para que el pájaro nos dejara tranquilas.
Entonces, apenas un segundo después, con una
escalofriante nube de humo negro, el pájaro se transformó
en una criatura totalmente distinta. Aunque era del mismo
tamaño que el pájaro, esta criatura era más humana. Tenía
una constitución similar a la del hada dorada, pero, en vez
de contar con un par de hermosas y delicadas alas de
mariposa, las de esta eran negras como la tinta y parecían
estar hechas de un macabro humo negro. También daban la
sensación de ser más largas que anchas y le nacían en los
hombros, en vez de la espalda. Cada par de alas era bonito
a su manera. Y lo mismo se podía decir de la segunda
criatura. Donde el hada dorada había transmitido felicidad
y sonrisas que recordaban a la luz del sol y el verano, la
imagen del hada oscura infundía pavor, como si la muerte
te vigilase por encima del hombro. El humo, que parecía
brotar de la nada, se arremolinaba en torno a su larga
melena negra. Un escalofrío me recorrió la espalda cuando
me lanzó una mirada llena de odio.
No sabría decir qué pasó después. Debí de desmayarme,
porque me desperté un poco más tarde en una pequeña
habitación de hospital, rodeada por todos y cada uno de los
miembros de mi familia asomados a la barandilla metálica
de la cama. Cuando intenté contarles lo que pasó y pedirles
que fueran a ver si el hada dorada estaba bien, ellos se
rieron y lloraron, con el gesto cargado de arrepentimiento.
Resultaba que las preciosas setas que había recogido
eran muy venenosas y las toxinas que me habían
impregnado las manos me habían causado unas pasmosas
alucinaciones. Al menos, aquello fue lo que me dijeron.
Me dio igual. Lo que había visto (fuese real o no) me
cambió la vida para siempre. Desde aquel momento, me
obsesioné con las criaturas aladas.
Me pasé el pulgar por la pequeña cicatriz en forma de
uve que tenía en la palma mientras revivía aquel recuerdo.
Nunca había probado las drogas ni había salido de fiesta,
así que no tenía con qué comparar la experiencia.
Al poco de aquello, conocí a mi mejor amigo, Eli, y él sí
que me creyó. Incluso me había animado a perseguir un
futuro relacionado con mi pasión por los animales.
Vería las mariposas luna este año y me encargaría de
librarlas del parásito que se había apoderado de ellas.
Entonces conseguiría ver los tesoros que albergaban en
toda su gloria.
Capítulo 4

Callie

A unque las caminatas me mantenían en forma, la ruta


mensual que tenía que hacer para rellenar comederos
seguía siendo tan dura como la del mes anterior y la del
anterior a ese.
Todavía estábamos a primera hora de la mañana. Los
hermosos pájaros piaban y cantaban sus alegres melodías
para darle al mundo los buenos días con trinos. La hierba
guardaba gotas de rocío bajo el manto naranja del sol
naciente. El inconfundible olor fresco de la mañana pendía
en el aire como una promesa, un rumor de nuevos
comienzos y agujas de pino.
En aquel momento, estaba intentando rellenar
apresuradamente los muchos comederos para animales que
había colocado alrededor de mi casa en cuanto me mudé.
La verdad era que la bolsa de maíz con la que estaba
cargando parecía pesar ciento cuarenta kilos en vez de
veinte. Por fin había llegado al enorme barril negro que
descansaba en el extremo trasero de mi propiedad. Al no
contar con un todoterreno con el que moverme como hacía
por la reserva, tras la breve caminata, el ardor que sentía
en los brazos y las piernas me estaba afectando más de lo
que me gustaría admitir.
—¡Por todas las estrellas, tengo que empezar a variar
mis entrenamientos! —me regañé al dejar la tapa del
comedero a un lado y abrir la bolsa del maíz.
Tenía que darme prisa si quería regresar a casa a tiempo
para que Cliff me recogiese y me llevase al trabajo. Si ya
me arrepentía de haberme fundido el sueldo en un
microscopio portátil y haber hecho «el trato del siglo» al
comprar mi vieja camioneta de segunda mano, la llamada
que recibí por parte de Don la noche anterior solo
acrecentó mi malestar. Sabía que debía devolver el
microscopio. Sabía que no podía permitirme quedármelo,
pero ¿me desharía de él? Ni en broma. Ese pequeño iba a
ayudarme a asegurar mi puesto en la Sociedad de la
Migración Lepidóptera (vale, ¿os parece si la llamamos
SML de ahora en adelante? Es que es un nombre
larguísimo) y perseguir mi sueño.
Después de echar la bolsa de maíz seco en el comedero,
volví a colocarle la tapa. Una vez que la dejé asegurada,
agité la mano ante mi cara para librarme de la nube de
polvo de maíz que me nublaba la visión. Por fin había
terminado de llenar y colocar los comederos de los ciervos,
las abejas, los colibríes y los demás pájaros. Todos los
animales deberían tener ya alimento a su disposición. Lo
único que quedaba era rellenar el agua de las fuentes para
pájaros. Al darme la vuelta para ir a la llave del agua, me
quedé de piedra.
A unos dos metros de donde estaba yo inmóvil, vi un
precioso zorro rojo.
Era pequeño, pero estaba bien proporcionado y su
adorable cuerpo esbelto y peludo recordaba al de un gato o
un perro doméstico. Una larga cola de punta negra, tan
poblada que casi desentonaba con el resto del zorro,
colgaba de su delicado cuerpo de pelaje rojo anaranjado.
Además, la adorable bolita de pelo contaba con unas
pequeñas patitas negras, una esponjosa cabeza y unas
puntiagudas orejas negras.
Contuve el aliento.
Tenía la impresión de que el aire que había tomado se
abriría camino a través de mi esternón si no conseguía
encontrar una vía de escape. Los rasgos de este zorro no
coincidían con los de ninguna especie y eso que las conocía
todas. En el pecho tenía un mechón de pelaje blanco que le
enmarcaba el astuto hocico en forma de uve, coronado por
unos bigotes negros y una nariz húmeda del mismo color.
Todo eso era normal. Lo que era diferente era su mirada.
Había algo en ella que hacía que la criatura pareciese
querer comunicarse conmigo en un idioma que yo
desconocía. Me observaba sin inmutarse, completamente
inmóvil. Aquellos ojos dorados nunca abandonaron los
míos. Aunque no solo eran dorados, sino que presentaban
todo un espectro de tonos amarillos y cobre. Esa aguda
mirada del color de la miel sostuvo la mía y, por un
instante, me pareció reconocerla. Sin embargo, la
sensación se esfumó antes de que pudiese desentrañar su
significado.
Por lo general, los zorros no atacan a los humanos y
tienen fama de ser bastante asustadizos, así que estos
astutos animales solo se dejaban ver cuando intentaban
robar alguna gallina o habían contraído la rabia.
El veteado sol de la mañana había empezado a calentar y
brillar con más intensidad. El resplandor ambarino de la luz
cambió de manera casi imperceptible, aunque podría haber
sido cosa del creciente viento al soplar entre las copas de
los árboles. Fuera cual fuese el motivo del cambio, el sol de
la mañana brillaba directamente sobre los cuartos traseros
del hermoso zorro, donde otro sorprendente
descubrimiento me esperaba.
Un millón de diminutos fragmentos dorados parecían
refractarse y hacer que el pelaje del misterioso animal
resplandeciese, como si estuviese envuelto en una manta
de esquirlas de cristal doradas. ¿Cómo era posible? ¿Cómo
estaba produciendo la luz semejante efecto? Y sobre pelo,
por si fuera poco.
Tenía las rodillas como un flan, así que me vi obligada a
cambiar el peso de mi cuerpo para bloquearlas y evitar
caerme. Había empezado a moverme cuando frené en seco.
Me daba miedo que el más mínimo movimiento fuese a
asustar a… la criatura. Era tan consciente de cada
bocanada de aire que tomaba que la visión y la cabeza me
temblaban ligeramente.
Lo observé y esperé. Me preparé en silencio para dejar
escapar una exhalación cuando mis movimientos
sobresaltasen inevitablemente al zorro, que huiría entonces
convertido en un borrón rojo.
Sin embargo, la criatura se sentó.
Se sentó como haría un zorro elegante y bien educado,
con la esponjosa cola enroscada en torno a sus redondas
patitas negras. La luz del sol bañaba todos y cada uno de
los mechones que cubrían el esbelto cuerpo del magnífico
animal, que resplandecía como si alguien hubiese
derramado un tarro de polvo de oro sobre él. Extendí una
mano poco a poco y me froté los ojos para verlo con más
nitidez. Estaba segura de que ahora sí que huiría de mí. Un
destello de inteligencia brilló en aquellos hermosos ojos
que me estaban mirando, comenzando por los ojos hasta
acabar en los pies.
Habría estado dispuesta a apostar mi casa y todo lo que
contenía a que el zorro me estaba sonriendo. De hecho, era
como si se estuviese riendo de mí. Me quedé boquiabierta,
sin saber si sentirme impactada o maravillada.
Dio un paso hacia adelante; estaba cada vez más cerca.
Se me aceleró el corazón. ¿Qué debería hacer?
¿Había perdido la cabeza?
¿Podían los zorros brillar y sonreírte?
¿Me lo estaba imaginando todo?
Estaba a punto de descubrirlo. El zorro dio otro paso
lento hacia mí.
—¿Necesitas que te eche una mano, Callie? —La
estruendosa voz de Cliff se abrió paso por el bosque justo
antes de que apareciese en el claro.
Levanté la vista para pedirle al guardabosques que se
callase y mirase al animal, pero, cuando volví a buscar al
zorro con la mirada, ya era demasiado tarde.
Había desaparecido. Ya solo se apreciaba la punta negra
de su cola entre la maleza.
—Anda, ¿ya has acabado? —preguntó Cliff, que señaló el
cubo vacío de plástico que sostenía mientras revivía en mi
mente lo que acababa de suceder, petrificada por la
sorpresa.
—Sí, gracias —murmuré, todavía un poco aturdida.
—¿Qué te pasa? ¿Estás bien? Tienes pinta de haber visto
un fantasma.
Se agachó, cada vez más preocupado, hasta que sus ojos
quedaron a la altura de los míos y ocupó todo mi campo de
visión.
—Es que…, eh, acabo de ver un zorro —farfullé.
Sacudí la cabeza para tratar de volver a la realidad y me
aparté un mechón de pelo de la cara de manera
inconsciente.
—¿Un zorro rojo? ¿Por dónde se ha ido? ¿Pasaba por aquí
sin más? —preguntó despreocupadamente.
Emprendí el camino de vuelta a casa. Las ramitas y las
hojas se hundieron en la hierba que pisaba mientras,
desesperada, intentaba encontrarle el sentido a lo que
acababa de ver.
—Supongo. Se fue por allí. —Señalé el lugar donde había
visto al zorro por última vez—. Se quedó ahí… mirándome
como una estatua. Había empezado a avanzar hacia mí
cuando tú llegaste. Fue rarísimo, porque, de alguna
manera, el sol refractaba… como una especie de prisma
brillante al iluminar su cuerpo. —Mi voz se fue apagando, a
la espera de su respuesta.
—¿¡Cómo!? Suena como si tuviese la rabia, Callie —soltó.
—No tenía la rabia, Cliff, era… era precioso —intenté
defenderlo.
—Es que, de lo contrario, un zorro nunca se acercaría
tanto a ti sin salir huyendo. Voy a avisar a los chicos para
que se encarguen de él —dijo en tono serio al sacar un
walkie-talkie negro del bolsillo.
Al apretar un par de botones, le arrancó al aparatito un
sonoro pitido que perturbó la quietud del bosque.
—¡No! ¡Te digo que no tenía la rabia, Cliff! ¡Estoy segura
de que solo sentía curiosidad!
Nos detuvimos a medio camino de mi casa para retarnos
mutuamente con la mirada.
—No puedes salvar a todos los animales del mundo,
Callie. Si los chicos lo ven y muestra síntomas de tener la
rabia, tendrán que sacrificarlo.
Su voz desprendía una arrogancia que detesté desde el
mismísimo segundo en que alcanzó mis oídos. ¿Cómo no
me había dado cuenta antes de ese tono que usaba?
—No lo hagas, por favor.
¿Por qué no le causaba curiosidad lo del resplandor? Sí
que se lo había comentado, ¿verdad?
El resto del camino lo recorrimos en silencio. De pronto
veía al guardabosques como una persona cruel y no me
sentía cómoda con él como para contarle otras cosas. No
dejaría que le hiciera daño a ese zorro.
Tiré la basura apresuradamente en los contenedores que
tenía fuera de casa antes de cerrar la puerta con llave. No
me apetecía darle un motivo para entrar.
—¿No necesitas coger nada? —Había algo extraño en su
voz. No era del todo desconocido, sino algo a lo que nunca
le había prestado atención—. ¿Necesitas que le eche un
vistazo a algo?
¿Intentaba hacer que lo invitase a pasar?
—Nop, todo listo. Mira, si te pilla muy mal, puedo pedirle
a Cecelia que pase a por mí de camino al trabajo. Ahora
que lo pienso, seguramente sea lo más fácil, ¿no crees?
¿Solo tienes que pasar por el centro para dejarme allí?
Maldita camioneta cochambrosa. Como si no tuviese ya
suficientes problemas.
—No me importa, de verdad. Deja de apartar a la gente
de tu lado. Sube ese culo de princesa Disney a mi
camioneta ahora mismo o llegarás tarde. ¿Qué haces
alimentando a todos estos animales? Sabes que son
salvajes, ¿verdad? —Una sonrisa empapó sus palabras e
hizo que el hombre amable en quien había acabado
apoyándome en numerosas ocasiones regresase.
Tal vez depender de él no había sido una buena idea.

—Earl el Lo… —me frené y tosí, avergonzada—. Earl,


¿cómo te va? ¿Te echo una mano con esos libros? Menuda
pila te llevas.
Seguro que estaba roja como un pimiento.
—Señorita Callie, ¿qué tal todo? —Subió un escalón para
quedarse a mi lado—. Y no te preocupes, me llaman Earl el
Loco porque no saben cómo dirigirse a alguien como yo. Es
lo que piensan de mí. —dijo el hombre de mejillas
sonrosadas con una sonrisa amable mientras intentaba
enderezar la pila torcida de libros de tapa blanda.
Sus cálidos ojos tenían un tinte amarillo cobrizo con
motas de verde y marrón.
—Lo siento, Earl, de verdad. Ha estado feo por mi parte.
Déjame ayudarte.
Me metí el iPhone en el bolsillo delantero y le cogí un
par de libros.
Su sonrisa se hizo más amplia.
—Vaya, pues resulta que lo que se cuenta de ti es cierto.
Han pasado veintisiete años y nunca nadie me había pedido
perdón por llamarme loco.
Se echó a reír con tantas ganas que creí que se le
caerían los libros.
Bajé la vista y me encontré con que reconocía algunos de
los títulos que había sacado de la biblioteca.
—¿La red oculta de la vida? ¿Los secretos de la
colmenilla? ¿Son libros sobre hongos? No sabía que la
biblioteca de Willow Springs tenía obras de estas. ¿Qué vas
a hacer con ellos? —le pregunté con la mirada fija en él.
Earl estaba eufórico. ¿Tendría esto algo que ver con sus
fiestas? Cliff me dijo que hablara con él sobre setas…
—Ayúdame a llevarlos hasta el coche y te lo contaré todo.
Es más, ¿quieres que te lleve a algún lado? He oído que tu
camioneta sigue en el taller del viejo Don. ¿Qué estabas
haciendo parada en los escalones de entrada? ¿Intentabas
encontrar a alguien que te acercase a casa?
Era más observador de lo que habría esperado. La
verdad es que solo lo había visto un par de veces al pasar
por delante de la gasolinera, así que me sorprendía que
supiese mi nombre. Durante mi primera semana en el
pueblo, había intentado hablarme de árboles parlantes,
moradores de los pantanos o algo así. Cuando Cliff me
había explicado que era un hombre caótico e inestable que
abusaba de las drogas, yo había decidido evitarlo a toda
costa. Teniendo en cuenta su apariencia desaliñada, aquella
descripción no me había parecido tan descabellada. No era
que tuviese una higiene pobre o algo por el estilo, pero su
aspecto denotaba que no estaba bien de la cabeza y me
hacía sentir lástima por él. En realidad, ¿había alguien del
todo bien de la cabeza en este mundo?
Lo seguí por el aparcamiento hasta un pequeño cinco
puertas blanco. No supe qué responder porque la verdad
era que no esperaba que Earl el Loco leyese o supiese
conducir. No había vuelto a hablar con él desde aquel
primer día, así que no sé por qué me había sorprendido
tanto que sonase tan cuerdo. No tendría que haberlo
juzgado con tanta dureza solo por lo que los demás —sobre
todo Cliff— me habían contado de él. Y me venía genial que
me acercase al centro.
—Si no te es mucha molestia, me parece bien —le dije al
darle los últimos libros que le quedaban por guardar en los
asientos traseros del coche.
—¡En absoluto! Estaré encantado de contar con la
compañía de una colega de profesión tan guapa como tú
durante un rato —aseguró con una sonrisa al subirse al
asiento del conductor.
Vale, me había dejado intrigada. Estoy segura de que
nunca me había subido tan rápido en el coche de un
desconocido.
—¿Colega de profesión?
Él se rio con amabilidad.
—¿Quién sino un biólogo estaría tan chiflado como para
sacar prestados de la biblioteca ocho libros sobre el micelio
de los hongos y seis sobre la genealogía de las ranas toro?
¿Por qué nadie me había comentado ese detalle? Seguro
que Cliff lo sabía. ¿Por qué no me dijo que Earl también era
biólogo? Me habría encantado compartir impresiones con
alguien de mi campo.
—Perdóname por haber reaccionado así, Earl, no tenía ni
idea. ¿Sigues en activo?
—Qué va, eh…, me despidieron. Fue hace siglos. Al
menos, esa es la sensación que yo tengo. Trabajé como
microbiólogo para el gobierno estatal. ¿A dónde te llevo?
Estaba tan ocupada mirándolo con ojos desorbitados que
no me había dado cuenta de que había estado esperando
pacientemente a la salida de la biblioteca para que le
indicase a dónde tenía que ir.
—Al centro de recuperación si no te pilla muy lejos.
Tengo que ir a por mi equipo. Entonces, ¿trabajaste para el
gobierno?
Con cada sorpresa, mi voz se iba haciendo más y más
aguda, así que tosí para tratar de controlarla mejor.
Aunque parezca una tontería, echaba de menos tener a
alguien con quien hablar de trabajo. Cuando Cliff y yo
charlábamos, nos quejábamos de los compañeros que te
roban el almuerzo o cosas por el estilo, pero no podía
soltarle un «Madre mía, ¿te has enterado de que en el lago
hay cercaria y le está provocando dermatitis a los
bañistas?» así sin más.
—Sin problema —dijo Earl, que giró a la derecha para
meterse a la calle principal—. Sí, fui profesor de Biología
en la universidad durante diez años, antes de que me
ofrecieran un trabajo en Michigan. Después de veintitrés
años, me… despidieron.
Se le tensó la espalda.
Me fijé en el casi imperceptible cambio en su mirada
cuando agarró con un poco más de fuerza el volante.
—Vaya, es una trayectoria impresionante. ¿Por qué me
dijeron que iba a ser la primera bióloga en trabajar en la
reserva estatal de Willow Springs? —pregunté con la
esperanza de que no me odiase por haberle quitado un
puesto que tal vez solicitó u ostentó antes que yo.
—Bueno, hasta donde yo sé, no se equivocan. Yo
trabajaba para un grupo de investigación muy reducido del
gobierno. Se toparon con un par de cosas raras y me
contrataron para intentar encontrar una explicación.
Aquella fue también la razón por la que acabé aquí.
Inclinó la cabeza hacia mí y esbozó una sonrisa amable.
Era dulce y sincera, y me di cuenta de que cada vez me
caía mejor.
—¿En serio? Siempre había pensado que eras de aquí.
Me puse en modo detective y eché un vistazo alrededor
del abarrotado interior del coche. Había tarros vacíos,
envoltorios del restaurante chino del pueblo, un par de
cuadernos y una infinidad de bolas de papel tiradas por el
suelo y los asientos traseros, pero no vi nada fuera de lo
común.
—No, me trajeron a trabajar aquí como a ti y podría
decirse que me quedé atrapado en el pueblo. Cecelia me
comentó que te habías comprado un microscopio nuevo —
comentó con las cejas arqueadas para demostrar su
interés.
—¿Cómo es posible que todo el pueblo sepa lo que hay
en los paquetes que recibo e incluso lo que he comido para
desayunar, pero que a mí nadie me haya contado que eres
biólogo? —me reí con la esperanza de que no me
preguntara qué era lo que sí había oído sobre él.
—Ya imagino lo que te habrán contado sobre mí —
murmuró avergonzado—. No pasa nada, algún día les
demostraré a todos que tengo razón.
»¿Qué microscopio has comprado? Me sorprende que
por fin hayan dado su brazo a torcer y te hayan dejado
conseguir uno, porque siempre han sido unos tacaños con
los fondos para la conservación. Por lo general, todo el
dinero se destina a la caza y la pesca. Prefieren gastarse el
dinero en destruir la biodiversidad antes que en
recuperarla.
Earl negó con la cabeza con suavidad y sin apartar la
mirada de la carretera.
Jugueteé con un hilo suelto a la altura de las rodillas de
mis rígidos pantalones de color caqui. Nunca lo había
pensado así, pero tenía toda la razón. A Cliff y sus chicos
les daban todo el dinero que necesitaban, incluso para
camionetas Ford nuevas. El Departamento de Recuperación
de Especies estaba tan abandonado que me había visto
obligada a comprar semillas con mi propio dinero, puesto
que el gasto no estaba «reflejado en el presupuesto».
—Pues me hice con el ALMScope B/20c, pero lo compré
yo misma a modo de inversión para cuando me vaya a
México a seguir el rastro de las mariposas monarca.
Me puse colorada.
—¿¡El ALMScope B/20c!?
Earl pisó el freno de golpe e hizo que saliésemos
despedidos hacia adelante antes de rebotar contra los
asientos con un estremecimiento. ¡Qué exagerado! Me miró
con la misma expresión que habría esperado ver si el
fantasma de Abraham Lincoln hubiese pasado a nuestro
lado en calzoncillos y con un sombrero de vaquero.
—Ya, sé que tiene un precio exorbitado…
—¡Es el mejor microscopio compuesto que hay en el
mercado! ¿¡Sabes la de cosas que…, uf…, que podrías ver
con eso!? ¡Tiene una platina mecánica de doble capa!
¡Cuatro lentes! ¡Por fin podría analizarlas! —A esas alturas,
estaba casi chillando. Si no hubiera estado tan contento,
habría sido aterrador—. ¿Me lo prestarías, aunque solo
fuese una vez? Si quieres acompañarme, claro, sería aún
mejor. Mi vista ya no es lo que era y no sé si seré capaz de
verlas esta vez.
Se quedó con la mirada perdida.
Había reaccionado mejor que Cliff. ¿Por qué nadie más
se alegraba por mí y mi microscopio nuevo? ¿Acababa de
ganarme un colega con el que salir al campo? Este día se
estaba convirtiendo rápidamente en uno de los mejores que
había tenido en mucho tiempo.
—¡Claro que puedes usarlo! —Yo también había
empezado a gritar, contagiada enseguida por su emoción.
Carraspeé en un intento por recuperar mi tono de voz
normal mientras nos mirábamos, detenidos en medio de la
carretera. Si hubiese sido diez años más joven, habría
sentido un flechazo de cuento.
—¡Entra conmigo y te lo enseño!
Embargados por la emoción, condujimos durante otros
siete minutos antes de detenernos en el aparcamiento del
centro de recuperación de especies.
Los dos nos bajamos del coche de un salto, como un par
de niños ante una tienda de caramelos. Yo encabecé la
marcha y corrí hasta la puerta para dejar pasar a mi nuevo
amigo. Me sentía como si fuese mi primer día de colegio y
hubiese descubierto que a mi compañero de pupitre
también le gustaban los unicornios arcoíris. Tenía que
enseñarle mi mejor unicornio. Aunque el microscopio quizá
fuese mucho mejor.
—¡Hola, Cecelia! —grité mientras corría hacia mi
despacho.
—¡Hola, Cecelia! —repitió Earl, que me pisaba los
talones y sonaba tan entusiasmado como yo.
—¿Qué narices está pasando? ¿A dónde vas con tanta
prisa, Callie? ¿Earl? ¿Qué demonios estás haciendo aquí? —
exclamó Cecelia, que se quedó boquiabierta al vernos
pasar.
—¡Callie me va a enseñar su microscopio! ¿¡Por qué no
me dijiste que era un ALMScope B/20c!? —le gritó Earl
antes de entrar en mi despacho.
—¿Que no te dije qué? —preguntó ella, confundida.
—¿Nos quedan galletas en el mostrador de la entrada,
Cece? —grité al tiempo que le daba la espalda a Earl para
sacar el robusto maletín negro y abrirlo sobre la mesa—.
Están buenísimas. Algunas veces les añade pepitas de
chocolate y todo. ¡Toma, echa un vistazo!
Me hice a un lado para que pudiese sentarse ante el
microscopio y le ofrecí un par de portaobjetos que había
dejado preparados antes. La muestra de agua que saqué
del retrete del supermercado seguía siendo mi favorita.
Se hizo el silencio entre nosotros mientras Earl ajustaba
el instrumento. Sus movimientos precisos dejaban claro
que estaba más que acostumbrado a utilizar microscopios y
empecé a vibrar anticipando su reacción. ¡Hoy estaba
siendo un día maravilloso!
—¿Cuál usas tú?
—Ahora mismo no tengo ninguno. Lo que cobro en la
gasolinera no me llega para comprar un microscopio tan
bueno como este y, para lo que estoy investigando…,
bueno, los instrumentos que podría llegar a permitirme no
servirían de nada —explicó con un ojo pegado a una de las
lentes.
—¿Qué estás investigando para necesitar un aparato tan
sofisticado? —pregunté.
Había sacado demasiados libros de la biblioteca como
para que su investigación no fuese seria. Además, ¿desde
cuándo era la microscopía un pasatiempo?
Apartó la cabeza con delicadeza de la lente y se recostó
contra el respaldo de la silla. Pese a su aspecto desaliñado,
estaba segura de que Earl debía de haber sido muy popular
entre las chicas cuando era joven. Al darse la vuelta a la
gorra para mirar por el microscopio, había conseguido
resaltar sus ojos del color de la miel. Unos ojos que ahora
estaban inyectados en sangre y enturbiados, rodeados de
arruguitas. Se notaba que hubo una época en la que era
realmente guapo. Una mata de pelo gris ceniza se apilaba
sobre sus orejas y volaban en las direcciones más
inesperadas por culpa de la gorra, que hacía que pareciese
más desaliñado si cabía.
—Hace algunos años, el gobierno estatal me envió aquí
para que estudiase un nuevo género de hongo que solo se
había encontrado en Willow Springs. —Hizo una larga
pausa para tomar aliento, como si intentase decidir cuánto
contar—. Hice algunos hallazgos de lo más peculiares
mientras recababa datos sobre estos extraños hongos.
Intentamos cultivarlos nosotros mismos, pero nada
funcionó. Todavía no ha aparecido en ningún otro lugar que
no sea este. —Me vi embargada por una repentina
curiosidad—. He visto cosas en las zonas donde crecen que
te harían cogerle miedo al bosque. Es como si algo
inhumano rondase a su alrededor.
Se levantó de la silla y se atusó la arrugada camiseta
naranja. Clavó la mirada en el microscopio que había sobre
el escritorio.
—Suena importante. ¿Qué averiguaron sobre el tema? —
pregunté fascinada, cruzándome de brazos y apoyándome
contra la fría pared de mi despacho.
Era un hombre extraño, pero eso era justo lo que todo el
mundo había pensado de mí cuando de pequeña había
insistido en el tema de las hadas. A lo mejor había algo más
detrás de todo esto.
Cuando hablaba, se notaba que era un hombre amable,
elocuente e inteligente. Sin embargo, al mirarlo, casi daba
la impresión de estar asilvestrado, de no tener los pies del
todo en la tierra. La situación era tan extraña que no había
podido evitar indagar un poco más.
—Nada. Pasé años intentando desentrañar el misterio de
los cuerpos fructíferos, pero, con el tiempo, el gobierno
estatal se deshizo de mis notas y me despidió. Aseguraron
que no estaba en condiciones de continuar. —Clavó la vista
en el suelo, incapaz de mirarme a los ojos—. Tal vez tenían
razón.
—Estoy segura de que se equivocaban, Earl —le dije al
acercarme para darle unas palmaditas en la huesuda
espalda.
—Yo no pondría la mano en el fuego. Ni siquiera te he
contado qué es lo que vi —respondió con una diminuta
chispa de esperanza en los ojos lechosos. Me dio la
sensación de que hacía tiempo que ese brillo no aparecía
en su mirada.
—Me encantaría que me hablases más del tema. Estoy
segura de que no sé tantas cosas sobre los hongos como tú,
pero tengo mis recursos. Resulta que estoy recolectando
micelio para un proyecto en el que estoy trabajando ahora
mismo. Es para salvar a las mariposas luna —murmuré
mientras estudiaba su rostro.
Si de verdad sabía tanto como sospechaba, entonces
quería contar con su ayuda para encontrar lo que
necesitaba.
—¿En serio? —Se puso en guardia como un golden
retriever al que le ofrecían una pelota—. ¿Qué estás
buscando exactamente? A lo mejor puedo ayudarte. A estas
alturas, soy prácticamente un mapa micológico de Willow
Springs. —Sonrió como imaginaba que lo haría un golden
retriever.
Saqué un taburete de debajo de la mesa y me senté. Cogí
una gruesa carpeta llena de papeles y se la ofrecí a Earl,
que la aceptó de buena gana. Sacó un par de gafas de
lectura que llevaba guardadas en una funda, dentro del
bolsillo trasero de su pantalón y comenzó a estudiar mis
notas.
—Ahí está uno de los problemas a los que me enfrento —
anuncié mientras se me aceleraba el pulso—. Como ves,
estoy usando el micelio. Necesito conseguir que las
«raíces» del cuerpo fructífero de los hongos tengan los
niveles de psilocibina más altos posibles para verter la
sustancia en el agua que beberán las mariposas más
adelante. Colocaré unos comederos especiales en las
principales zonas donde las larvas han eclosionado en el
pasado para provocarles sed y asegurarme de que
necesitan beber. El agua impregnada con el micelio hará
que su inmunidad ante los parásitos que las están
diezmando crezca en un ochenta y seis por ciento.
Esbocé una sonrisa tan amplia que me empezaron a
doler las mejillas. Por lo general, nadie entendía lo
emocionante que eran mis hallazgos. Lo único que oían era:
«Con la infusión de setas, las mariposas se pondrán mejor».
Sabía que Earl me entendería. Cuantas más mariposas luna
hubiese, más fáciles serían de rastrear.
—Joder, Callie —murmuró mirándome boquiabierto
desde su silla—. Es una idea brillante, pero ¿cuál es el
problema?
Traté de ponerme seria.
—Pues el único problema es que necesito que los
micelios tengan los niveles de amatoxinas más altos
posibles. Los únicos hongos que me podrían valer ya han
desaparecido y en su momento no encontré suficientes.
Solo hay un par de variedades conocidas que contengan
esos niveles de amatoxinas. Se prevé que las mariposas
luna lleguen aquí en menos de un mes y no cuento con
ningún hongo lo suficientemente fuerte que vaya a estar
disponible para su llegada. Tampoco voy a poder cultivar
nada a tiempo…
—Yo sé dónde encontrar unos que te servirán.
Se me puso la piel de gallina. Era demasiada
coincidencia.
Levanté la vista con la sensación de que el tiempo se
ralentizaba. Esperaba verlo convertirse de nuevo en un
alegre golden retriever, pero tenía una expresión sombría.
Su rostro permanecía inmóvil como el de una estatua, pero
le brillaba una emoción en los ojos que no conseguí
descifrar. ¿Era arrepentimiento?
—¿En serio? ¿Cómo es que los he pasado por alto? —
pregunté, presa de un recelo repentino.
—Porque no se dejan ver por cualquiera. —Giró la silla
para mirar por el microscopio—. Sé dónde encontrarlos,
puesto que son los hongos que me han arruinado la vida. Lo
único que han hecho ha sido causarme dolor y distanciarme
de mis seres queridos. —Se aclaró la garganta para borrar
todo rastro de emoción de su voz—. Espero que te sirvan,
Callie.
—¿Tienen nombre? —pregunté con curiosidad.
Ni siquiera estaba comprobado que los hongos que
buscaba existieran. Siempre podría recurrir a una variedad
menos potente, pero no sabría decir qué probabilidad había
de que funcionaran.
Se volvió para mirarme con una expresión cansada y
grave.
—Ángeles de la destrucción.
Capítulo 5

Callie

D espués de nuestro encuentro en la biblioteca, Earl y yo


empezamos a reunirnos a diario. Me recordaba a lo
atraída que me había sentido por Eli. A veces parecía
un imán, puesto que siempre quería estar cerca de él.
Hacía mucho tiempo que no me sentía tan cómoda con
alguien. Desde que Eli se marchó, no me fiaba de nadie,
sobre todo después del trato que hice con mi madre.
No podía haber sido todo más raro. Cada día me sentía
más unida a Earl y no sabía si era porque no dejaba de
compartir increíbles perlas de sabiduría conmigo o porque
tenía la esperanza de que me condujera hasta los hongos
que habían resultado ser su mismísima ruina. En cualquier
caso, por una vez, me permití cultivar la relación.
Nuestra diferencia de edad podría haber hecho que la
amistad fuese algo incómoda, pero la verdad era que Earl
no había tardado en demostrar que era una de las mejores
personas que había conocido en la vida. Me encantaba
intercambiar ideas con él. Adoraba compartir esa parte de
mi vida con alguien y sentirme comprendida. Aunque no
terminaba de entender algunas de las descabelladas cosas
que Earl aseguraba haber visto (entre mis anécdotas
favoritas destacaban la del caballo hecho solo de huesos y
la del rosal que se tiraba pedos y le respondía a cualquier
pregunta que le hiciese), lo consideraba igualmente un
hombre con un corazón de oro. ¿Acaso no les faltaba a
todos los grandes científicos algún que otro tornillo? ¿No es
ese el precio a pagar por tener más capacidad cerebral que
la media? Le sugeriría que se cortase el pelo. Él también se
merecía sentirse bien consigo mismo.
Sí, un corte de pelo y algo de ropa nueva le vendrían
bien. Haría lo que fuera por conseguir que los vecinos se
diesen cuenta de lo maravilloso que era. Aunque no era el
momento para centrarse en eso, tampoco me iba a hacer
daño distraerme un poco. Si todo iba bien y encontrábamos
esos hongos, pronto dejaría el pueblo atrás y, antes de
marcharme, quería asegurarme de darle una mejor vida a
mi nuevo amigo.
Una vez que hubimos cargado todos los suministros en el
maletero de Earl, nos dirigimos hacia el extremo más
alejado de la reserva. Las rutas equinas y de senderismo
recorrían toda la reserva, pero la zona oeste estaba, en su
mayor parte, dejada a merced de la madre naturaleza. Allí
donde nos dirigíamos no había caminos y eso era tanto una
ventaja como un inconveniente. Había más posibilidades de
encontrar los hongos en perfectas condiciones, pero el
camino hasta ellos sería mucho menos accesible.
Alrededor de unas cuarenta hectáreas de espesos
bosques repletos de animales salvajes ocupaban la mayor
parte de la propiedad que nos disponíamos a explorar y yo
estaba muerta de emoción. Nunca tenía razones de peso
para trabajar en este extremo del parque y explorar nuevas
áreas siempre suponía toda una aventura. Me conocía
bastante bien la reserva estatal de Willow Springs, pero,
cuando Earl aparcó en el arcén de la carretera, no fui capaz
de ubicar la zona en el mapa.
—Sé que están por aquí. Puedo sentirlas —dijo Earl, que
se detuvo junto a la puerta del conductor y olfateó el aire
como un perro.
—Has dicho lo mismo las últimas tres veces que hemos
salido a buscarlas —le recordé con una sonrisa.
La verdad era que estaba empezando a perder la
esperanza. Había sido un poco tonta al pensar que Earl
solucionaría todos mis problemas. El plan para encontrar
las mariposas luna y los ángeles de la destrucción parecía
cada vez más y más imposible, aunque también me lo
pasaba en grande saliendo a buscar los hongos con Earl.
—Se esconden de mí —dijo al mismo tiempo que cerraba
el coche y cogía su bastón de senderismo.
Era un precioso instrumento hecho de madera clara y
decorado con intrincados grabados. Contaba con una serie
de mariposas salvajes rodeadas de espirales y un zorro que
ocupaba el tercio superior del bastón junto a un bonito sol
tallado pulcramente en la punta. Me había contado que
había tardado casi dos meses en completar el zorro y yo le
había dicho que era un bobo por seguir trabajando en la
gasolinera en vez de dedicarse a vender sus tallas. Eran
magníficas. Él se había limitado a reír entre dientes y a
decir que al trabajar allí tenía café gratis.
—A lo mejor las estoy asustando —comenté al ponernos
en marcha.
—Lo más probable es que se estén escondiendo porque
les doy pena y quieren darme más tiempo contigo. —Se rio.
Casi eran las tres de la tarde cuando nos adentramos en
lo más profundo del bosque. El sol brillaba implacable
sobre nosotros, aunque lo único que nos alertaba de su
presencia era el calor que se acumulaba bajo el dosel
arbóreo. Sin la intervención humana, los árboles habían
alcanzado una altura tan descomunal y unas copas tan
espesas que, salvo por los contados rayos que se filtraban
entre las ramas, bloqueaban casi por completo el paso de la
luz. Estuvimos un buen rato caminando, abriéndonos paso
lentamente entre los árboles en un intento por encontrar
los ángeles de la destrucción. A Earl se le daba de perlas
contar historias, así que nunca me aburría estando con él.
Después de pasar tantas horas juntos en las últimas
semanas, había cogido muchísima confianza con él. Sus
descabelladas historias eran como un bálsamo para el
corazón.
—Espero que no te ofendas por lo que te voy a decir —
empecé mientras me recogía la larga melena en un enorme
moño suelto en lo alto de la cabeza—, pero ¿qué te parece
si te llevo a la peluquería y te consigo ropa nueva? Ya sabes
que a mí el aspecto de la gente me da igual, pero
supongo… —No sabía cómo expresarme ahora que la idea
estaba en el aire—. Bueno, supongo que pensé que los
vecinos se darían cuenta de lo maravilloso que eres si no se
centrasen tanto en tu aspecto.
Me di la vuelta con nerviosismo para verlo rodear un
roble cercano, con la esperanza de no haber ofendido a la
persona que más cerca estaba de convertirse en mi mejor
amigo desde hacía años.
—¿Por qué te importa lo que los demás piensen de mí? —
preguntó sin apartar su mirada salpicada de miel del suelo
del bosque.
—¿No te sientes solo de vez en cuando? Sé que hay
gente que te trata bien en el pueblo, pero… ¿alguna vez has
pensado en casarte y sentar la cabeza? Cecelia y tú haríais
muy buena pareja.
—¿Conmigo? No, Cecelia es solo una amiga. —Se detuvo,
perdido en sus pensamientos—. Hace tiempo, hace mucho
mucho tiempo, cuando todavía era un joven muy poco
sensato y vivía en casa de mis padres, había una chica en
mi vida. Por aquel entonces, las cosas eran distintas. Ella
era de otro país y mi familia, que tenía una gran influencia
en el mundo académico, creía que su familia y su cultura no
estaban a nuestra altura. —Esbozó una sonrisa juvenil y se
atusó el pelo—. Al final, acabé centrándome por completo
en mi trabajo y ya dio todo igual. Nunca llegué a confesarle
lo que sentía, pero nunca he dejado de pensar en ella.
De pronto, me vi a mí misma dentro de cuarenta años en
el lugar de Earl. Obsesionada con mi trabajo, arrastrada
hacia la locura por él. Sin familia ni seres queridos. Sola en
un pueblo lleno de gente que creería que había perdido el
juicio.
Sentí un repentino vacío en el pecho. Como si me
hubiese quedado sin oxígeno. Esa sería yo. Me convertiría
en Callie la Loca.
—¿Estás bien? ¿Qué te pasa, Callie? —me preguntó Earl,
agarrándome del codo.
Tenía mucha fuerza para lo delgado que estaba.
Su rostro arrugado estaba lo suficientemente cerca del
mío como para que pudiese ver las motas doradas que se
entremezclaban con el color miel de sus ojos. Me vi
embargada por una ola de afecto al ver cómo me estudiaba.
Tenía el rostro demacrado y la piel delgada y arrugada
pendía de una mandíbula que antaño fue afilada y
masculina. Seguía siendo atractivo, pero de la manera en la
que lo eran los abuelos de mis amigos en las fotografías
antiguas de la guerra.
—Me preguntaba si ambos trabajamos demasiado. Hace
años que no me arreglo y, no sé, estaba pensando que
estaría bien que los dos nos diésemos un lavado de cara y
saliésemos a tomar algo por el pueblo.
Esbocé una sonrisa tan amplia que noté el aire del
bosque en las encías.
—Pues entonces saldremos. No seré yo quien rechace a
una chica tan guapa como tú. Escoge el día y allí estaré.
Me cortaré el pelo por ti y todo. —Earl dejó escapar una
agradable carcajada—. Sé exactamente don… No.
Me detuve de inmediato para buscarlo con la mirada y
asegurarme de que estaba bien.
Estaba a unos seis metros a mi derecha, cerca de unos
árboles de hoja caduca. Tenía el rostro inerte y la mirada
clavada en el suelo.
—¿Qué pasa? ¿Estás bien? ¿Has encontrado algo? —
pregunté con el corazón en un puño.
Estaba petrificado. Inexpresivo. Inmóvil.
Tardé un segundo en llegar a su lado y enseguida tomé
una bocanada de aire tan enorme que podría haber llenado
un globo aerostático.
—Por mucho que me esfuerce en huir de ellos, nunca se
alejan mucho de mí —dijo Earl con la vista todavía clavada
en un inmaculado hongo blanco.
Una extraña expresión pasó por su rostro.
—Madre mía, ¿es uno de los hongos que buscábamos? —
le pregunté en apenas un susurro, como si me diera miedo
asustar al hongo.
Cuando miré a mi amigo, esperaba ver una enorme
sonrisa en sus labios, pero lo que vi fue que el
arrepentimiento y la tristeza se solapaban sobre sus
facciones cansadas y que había pasado a mirarme a mí.
–Así es.
No sabía si lo que le entristecía era estar cerca de uno
de los hongos que, según decía, le habían destrozado la
vida. También era posible que lamentase que nuestras
excursiones hubieran llegado a su fin ahora que habíamos
encontrado lo que buscábamos, pero lo agarré para darle
un fuerte abrazo.
—¡Muchísimas gracias! ¡Ahora sí que tenemos algo que
celebrar! —exclamé mientras lo achuchaba.
Los había encontrado.
Recorrí el bosque con la mirada, llena de una repentina
esperanza. Se decía que las mariposas luna —además de
otras especies— se veían atraídas por este tipo de hongo en
concreto. Por eso había empezado a sospechar que esa era
la razón por la que se concentraban en esta área más que
en cualquier otro lugar.
No vi nada, pero las mariposas luna eran nocturnas, así
que todavía era muy pronto para que se dejasen ver. Aun
así, eché un vistazo a mi alrededor, incapaz de refrenar el
impulso de buscar cualquier otro tipo de criatura alada.
Volví al punto de partida con las manos vacías.
—Sí, supongo que sí. He disfrutado mucho del tiempo
que hemos pasado juntos, Callie —dijo, y me devolvió el
apretón antes de soltarme.
—Te prometo que esta no será la última de nuestras
expediciones. —Di un paso atrás para mirarlo a los ojos
nublados por las cataratas—. Necesitaré más micelio del
que este único hongo podrá proveer. ¡Y mira! No ha
aparecido ninguna criatura aterradora todavía —le dije con
confianza.
Después de algunas de las historias que me había
contado, en parte había esperado que un monstruo saliese
de detrás del hongo.
Sonrió sin mucha convicción, pero pareció conseguir
deshacerse de la tristeza que lo había embargado.
—Debes de tener suerte —murmuró mientras
escudriñaba los alrededores.
—¡Qué alegría! Se está haciendo de noche, así que será
mejor que lo cojamos ya. ¡Quiero probar mi nuevo
microscopio antes de que tengamos que marcharnos! —dije
casi cantando—. ¿Qué te parece si regresamos mañana
para ver si encontramos alguno más? ¿Estás libre?
Cuando terminé de hablar, los colores del espeso bosque
se habían vuelto opacos por culpa de los cielos plomizos.
De pronto, el aire se tornó denso y desagradable. El
pronóstico del tiempo no había dado lluvias, pero la
naturaleza era indomable. Nadie era más consciente de ello
que yo. Aquel fue un pensamiento extraño, casi un…
presentimiento. Algo no iba bien, pero no lograba saber el
qué. Era de lo más curioso, porque hacía un momento
había estado eufórica. El hongo tal vez fuese la respuesta a
todos mis problemas. ¿Por qué sentía la imperiosa
necesidad de salir corriendo de este sitio lo antes posible?
No pude evitar echar un vistazo por el cada vez más oscuro
suelo del bosque mientras me embargaba una sensación de
pánico. Los enormes árboles nos estaban acorralando y los
susurros del miedo empezaron a ponerme los pelos de
punta.
Estaba siendo una idiota. Aquí no había nada.
Dejé la mochila en el suelo, pero mi cuerpo me gritó para
que me diese prisa y recogiese la muestra rápido para
marcharnos enseguida.
Algo me rozó el brazo al arrodillarme para sacar mis
instrumentos.
Di un salto lateral para alejarme de lo que me hubiese
tocado y por poco aplasté el microscopio al caer con
torpeza a su lado.
—¿Qué coño ha pasado, Cal?
Earl se lanzó hacia mí y me ayudó a levantarme con
manos temblorosas. Ese tono tan brusco no era nada típico
de él y me puso todavía más nerviosa.
—No me llames Cal —murmuré después de darle las
gracias por ayudarme.
Él se colocó una de las gomas de sus tirantes y se
arrodilló para echarme una mano con los instrumentos.
—Tú también lo sientes, ¿verdad? —preguntó mirándome
a los ojos.
Lo último que quería era admitirlo, pero sí, yo también lo
había sentido. Era la sombra de una sensación que te ponía
la piel de gallina, el miedo que se infiltra en tu interior gota
a gota antes de que el verdadero terror te engulla. Fue algo
tan repentino e inquietante que casi parecía que
estuviésemos revolcándonos en un charco de puro pavor.
Era la misma sensación que te embarga cuando estás sola y
sabes que alguien te está observando. No oyes nada raro,
nada te pone en alerta, pero lo sientes. Aun así, no me
sentía vigilada, sino que percibía… un aura de pura maldad
y oscuridad. Una presencia amenazadora nos acechaba y
mi cuerpo me pedía que huyese lo más rápido posible; me
decía que no estábamos a salvo.
En cualquier otra circunstancia, habría comprobado los
alrededores para tratar de encontrar algún ángel de la
destrucción más. Por lo general, allí donde crecía un hongo,
siempre había muchos más escondidos. Tenía que
encontrar unos cuantos para poder trabajar, pero mi mente
me impedía quedarme en este lugar un solo segundo más
de lo necesario.
—Sí, yo también lo siento. ¿Estamos a salvo? —le
pregunté, avergonzada.
—Por ahora sí. Lo siento muchísimo, Cal. Me da rabia
que tengas que verte envuelta en esto.
Se miró los pies. Tenía el aspecto devastado de quien ha
visto morir a su perro. Me sentí fatal. Con intención de
tranquilizarlo, le dije:
—¿Me tomas el pelo? No sabes cuánto me has ayudado.
Has sido el mejor amigo que he tenido en mucho tiempo y
no sabes lo mucho que lo necesitaba.
La gratitud que sentía era real, pero aquel mal
presentimiento me estaba haciendo ver cosas donde no las
había. ¿Algo de lo que me había dicho era real? Encerré
todos aquellos pensamientos en un compartimento de mi
mente para diseccionarlos más tarde, esperando, en parte,
que un unicornio negro pasase trotando ante mis ojos.
Terminamos de tomar las muestras y recogimos lo más
rápido posible mientras Earl parecía machacarse por
haberme llevado hasta el hongo.
Bajo el microscopio, las esporas del ángel de la
destrucción no se parecían en nada a lo que yo había
esperado. Por lo general, las esporas recuerdan a huevos o
diminutas burbujas de color beis, pero las del ángel de la
destrucción no parecían de este mundo, eran como un
humo negro que trataba de escapar del cristal del
portaobjetos. El pulso me latía con tanta fuerza en los oídos
que apenas oí el trueno cuando cayó.
—Tenemos que salir de aquí. ¡No puedo hacer esto! —
Earl gritó al mismo tiempo que una salvaje ráfaga de viento
se abría paso entre los árboles y nos sacudía la chaqueta y
la ropa a su voluntad.
—¡Solo me queda recolectar el hongo! —exclamé.
La repentina agresividad del viento me impedía gritar.
Solo había un hongo y no quería tener que regresar a por él
en otro momento. Tenía que cogerlo ya. Las ramas
desnudas y llenas de hojas azotaron por igual los troncos
de los árboles vecinos con cada siniestra ráfaga de aire. La
gorra de Earl salió volando, prisionera del vendaval.
Por lo general, solían gustarme las tormentas. Me
gustaba oír la lluvia al caer contra las ventanas, así como el
pacífico retumbar de los truenos. Me había quedado
dormida con esos dos sonidos infinidad de veces.
Pero en aquel lugar, en aquel momento, sentía justo lo
contrario. La tormenta era de todo menos relajante.
Aunque todavía no estaba lloviendo, el bosque, gris como
el humo, parecía latir, como si se estuviese preparando
para la llegada de algo malvado. Nunca había sentido nada
igual. Yo era una mujer pragmática, así que me resultó
todavía más perturbador que mi cuerpo estuviese
reaccionando de aquella manera. La única amenaza que
veía era la tormenta. No había nada que pudiese
transmitirme esa sensación de… ¿maldad?
Un sonoro trueno hizo que casi se me saliese el corazón
del pecho, y ver a Earl dar el mismo respingo que yo
tampoco ayudó a calmar mi miedo. Estuve a punto de
tirarme al suelo para meter mis cosas a toda prisa en la
mochila. Mi único objetivo era salir corriendo.
Una idea se me pasó fugazmente por la cabeza antes de
meter el hongo en un recipiente. ¿Sería un mal presagio?
Yo no era supersticiosa, pero no pude negar que algo raro
estaba ocurriendo.
Escasos segundos después de haber arrancado el hongo,
así como un puñado de sus delgadas raíces para cultivarlas,
ocurrió algo extrañísimo.
El cielo se despejó como si alguien hubiese accionado un
interruptor.
El aire se purificó y de pronto dejó de tener una
consistencia pegajosa. Fue como si le hubiésemos quitado
un tapón al cielo y la tormenta se hubiese ido por el
desagüe en un abrir y cerrar de ojos.
—Venga, Callie. ¿Lo tienes? Deberíamos irnos, no están
listos —murmuró Earl, que miró a su alrededor con una
expresión preocupada—. Ha sido una mala idea. No debería
haberte contado nada de esto.
—¿Cómo que no están listos? —pregunté.
—Forman un círculo de hongos cuando han terminado de
fructificar, así que deben de estar empezando a salir ahora.
Se los conoce como anillos de hadas —respondió sin dejar
de mirar a todos lados con nerviosismo.
Me quedé de piedra y me acaricié la cicatriz en forma de
uve de mis recuerdos con dedos temblorosos.
—¿Anillos de hadas? —pregunté con cautela.
—Sí, se cree que son portales que comunican el mundo
de los humanos con otros, que los fae los usan para viajar.
¿Nunca habías oído hablar de ellos? —preguntó mientras
me miraba como si fuese tonta.
—No sabría decirte… —Mi voz se fue apagando.
—He visto cosas terribles alrededor de estos hongos en
particular. Si van a abrir un portal, no me cabe duda de que
conducirán a un lugar de pesadilla, no como las Amanita
muscaria que he visto en otras ocasiones.
Lo miré boquiabierta mientras intentaba poner en orden
mis ideas.
De pronto se me revolvió el estómago. Mi nerviosismo
había ganado la partida.
Necesitaba hablar con mi familia, con la mujer dulce que
se había convertido en lo más cercano a una figura materna
para mí desde que mi verdadera madre murió. Necesitaba
volver a la realidad, poner los pies en la tierra. Trabajar tan
duro estaba empezando a pasarme factura. ¿Me habrían
escrito? Tenía la sensación de llevar siglos sin tener
noticias suyas.
Aunque el ambiente casi había regresado por completo a
la normalidad, Earl empezó a guardarme cosas en la
mochila en un intento por meterme prisa. Si alguien
hubiese querido provocarme un infarto o darme un susto de
muerte, aquel habría sido el mejor momento. Estaba tan al
límite, incapaz de distinguir lo que era real de lo que no,
que estuve a punto de olvidarme de cerrar la cremallera de
la mochila.
Nos echamos los bultos a la espalda y nos apresuramos a
regresar por donde habíamos venido; solo se oía el sonido
de nuestros pasos acelerados al impactar con el suelo del
bosque. Nos abrimos paso por la espesura para poner
tantos kilómetros entre nosotros y el lugar donde habíamos
encontrado el hongo como nos permitían nuestros pies.
Ninguno de los dos pronunciamos ni una sola palabra. Yo
tenía demasiadas preguntas en la cabeza como para
escoger la más sensata y ponerla en palabras. Hasta que no
estuvimos de camino a casa, ya en su coche, no me
tranquilicé lo suficiente como para hablar.
—Nunca has estado loco, ¿verdad? —le pregunté con voz
queda—. Quiero que me cuentes todo lo que sepas sobre
los ángeles de la destrucción. Por muy descabellado que
sea, te creeré —concluí con voz temblorosa.
Entendía perfectamente el motivo por el que Earl había
quedado atrapado en su empeño por descubrir más cosas
acerca de los hongos. Habíamos pasado dos horas en el
bosque y mi mente seguía trabajando a toda velocidad,
intentando encontrarle sentido a lo ocurrido.
—No —dijo.
No apartó la mirada de la carretera, pero vi que su
rostro surcado de arrugas mostraba una expresión
cansada.
—¿A qué te refieres? ¿Es por lo de que no estás loco? Lo
sé y creo que yo nunca lo he pensado de verdad.
Deberíamos ponernos en contacto con la Asociación
Micológica Norteamericana para ver si nos pueden enviar a
algún especialista que nos ayude a encontrar más y… —
divagué.
—No. No quiero que le cuentes a nadie lo que has visto y
no permitiré que investigues conmigo los ángeles de la
destrucción. Lo siento, pero esto ha sido un error. Pensaba
que quería que los vieses, pero no es así. No quiero que te
acerques lo más mínimo a la oscuridad —sentenció sin
mirarme.
Me desinflé como un globo. ¿Es que acaso no quería
compartir su descubrimiento con nadie más? Yo era muy
cabezota. Sabía que acabaría haciéndolo cambiar de
opinión, así que decidí no insistir más por el momento para
que no se molestara. Parecía muy alterado desde que nos
habíamos acercado al hongo. Lo convencería durante la
cena para que me dejase ayudar.
—¿Qué te parece si hablamos de la cena de esta noche?
Tenemos mucho que celebrar. ¡Deberíamos ir a Marion! Sé
que está a dos pueblos de distancia, pero allí tienen ese
asador tan bueno y ¡me apetece mucho arreglarme! —dije
con entusiasmo.
La pesadumbre que había estado enrareciendo el
ambiente desapareció por completo. Su actitud cambió de
inmediato y la estatua gruñona en la que se había
convertido se transformó en un hombre de encanto juvenil.
—¿Hablas del Roadhouse? ¡Allí tengo descuento por ser
de la tercera edad! ¿Estás segura de que quieres
desperdiciar el esfuerzo de arreglarte para ir conmigo? Voy
a ser el hombre con más suerte de Marion. —Me guiñó un
ojo.
—¿Tú tienes algo para ponerte? —pregunté con la
esperanza de no sonar maleducada.
—Tengo un traje que llevo años sin sacar del armario.
Salir a cenar con una mujer inteligente, guapa y buena me
parece una razón más que válida para desempolvarlo —
canturreó sin dejar de sonreír—. Pero, una cosa, Callie. —
La expresión alegre de su rostro desapareció—. No intentes
volver a por esos ángeles de la destrucción sin mí, ¿de
acuerdo? Si lo haces y te ocurre algo, nunca me lo
perdonaré. Ya encontraremos otra manera de conseguir lo
que necesitas —me advirtió.
Asentí con la cabeza, consciente de que Earl solo
intentaba velar por mi seguridad. Yo ya tenía toda la
información que necesitaba, así que no tenía motivos para
preocuparlo.
—Si fueses treinta… ¡Qué narices! Si fueses veinte años
más joven, Earl, estarías dándome un montón de problemas
ahora mismo.
Le sonreí de oreja a oreja y el hombre hinchó el pecho
con orgullo.
En cuanto me dejó en casa, se fue directamente a
cortarse el pelo, con la idea de recogerme para ir a cenar
por todo lo alto a las ocho. Me ofrecí a pedirle el coche
prestado a Cecelia para conducir yo un poco, pero él
rechazó mi propuesta con vehemencia y murmuró algo
sobre que las mujeres no llevaban a los hombres de
copiloto en sus tiempos. No podía evitar sentirme una
carga al tenerlo prácticamente de chófer, aunque él dijese
que valoraba mucho la compañía. Salvo por su delgadez,
parecía ser un hombre con una salud de hierro. En las
pocas ocasiones en que había necesitado pedirle ayuda,
había demostrado una fuerza sorprendente para lo frágil
que era su constitución.
Para cuando puse un pie en las frías baldosas blancas de
la entrada de casa, ya casi me había quitado las botas. Dejé
los zapatos colocados bajo el banquito que tenía junto a la
puerta y pasé a deshacer la mochila que había tirado al
suelo con un golpe sordo. Para mi sorpresa, pesaba muy
poco. Necesitaba darme prisa, porque tendría que
mantener los especímenes bien refrigerados. Una vez que
todo lo estrictamente necesario estuvo colocado, decidí
dejar lo demás para la mañana del día siguiente y entré
corriendo a la ducha.
Me resultaba curioso tener tantas ganas de arreglarme.
A lo mejor me sentía así porque hacía mucho tiempo que no
me veía vestida con algo que no fuese un pijama o el
uniforme verde caqui del centro, pero me moría por salir y
sentirme como una persona normal, aunque fuera solo por
una vez. Que pudiese ponerme tan guapa como quisiese,
sabiendo que mi cita no iba a pensar que lo hacía por
acostarme con él, quizá también tenía mucho que ver con
lo que estaba experimentando. Sí, sin duda, ese detalle
también era un punto a favor.
Una hora más tarde, hasta me había pintado las uñas de
un color rojo oscuro (era el único esmalte que había
encontrado, uno que debía de haberme comprado cuando
tenía dieciséis años) y me había dejado la melena recogida
en unos rulos gigantes mientras intentaba terminar de
maquillarme, encaramada a la encimera del lavabo. El
video de YouTube que había visto decía que la técnica de
ojos ahumados era sencilla, pero no podría haber estado
más en desacuerdo. Ya me lo había quitado unas tres veces
como mínimo cuando decidí que estaba destinada a quedar
como un mapache. Al final, gracias a las estrellas y sin
saber muy bien cómo, me las arreglé para difuminarlo bien
y conseguir un maquillaje sensual y ahumado con el que
quedé satisfecha. Me moví la muela del juicio que tenía
suelta con la lengua. Era una nueva manía que había
desarrollado cuando estaba nerviosa. Había jurado ir a que
me la sacaran antes de que me doliese más, pero nunca
tenía tiempo y la idea de salir aturdida de la clínica por
culpa de la anestesia me provocaba un nudo en la boca del
estómago. Lo dejaría para el mes siguiente.
Tardé una angustiosa eternidad en encontrar la caja que
buscaba. Acabé poniendo el modesto armario empotrado
patas arriba, puesto que había unas cuantas cajas más y la
que yo tenía en mente era la más escondida.
Dejé la maltrecha caja de cartón sobre la cama con un
suave resoplido. Había pasado por un buen número de
mudanzas y, para ser sincera, ni siquiera sabía por qué la
había guardado. Imagino que había dado por hecho que
estaba llena de ropa de entrenamiento o algo por el estilo.
Me gustaban los vestidos bonitos, los recogidos estilosos y
la moda, pero en otras personas. ¿Yo qué excusa tenía para
arreglarme?
La caja que tenía ante mí tenía la respuesta que buscaba.
Saqué una cuchilla de una de las otras cajas que
contenía todo tipo de material de entrenamiento y revolví
entre las prendas de ropa para dejar un par de modelitos
sobre la cama. Por suerte, se me daba de maravilla
empaquetar, así que había guardado toda la ropa al vacío a
sabiendas de que luego no tendría tiempo de lavar nada.
Resoplé al ver algunas de las provocativas prendas e
intenté recordar sin éxito cuándo me las había comprado.
No me pegaban para nada. Algunas de ellas eran tan
pequeñas que resultaban ridículas.
También encontré el par de tacones negros de punta
elegante y femenina. Claire, la mujer que me había cuidado
tras el accidente, solía llevar unos iguales. Con un nudo en
el pecho y el recuerdo de mi familia todavía presente, me
acerqué hasta la desgastada mesita de madera de la cocina
y abrí el enorme volumen encuadernado en piel que
descansaba sobre ella para buscar cartas nuevas. Saqué un
sobre sin abrir que había dejado metido en la primera
página y regresé al cuarto de baño para terminar de
arreglarme mientras leía la última carta que me había
enviado mi madre adoptiva. Me hablaba de sus planes de
viaje y de los encantadores lugares a los que me llevaría
cuando pudiese ir a visitarla. El texto estaba rematado con
el sello de purpurina de una mariposa junto a su firma y
supe que había añadido ese detalle solo por mí. Era una
mujer de lo más encantadora y considerada. Dejé de soñar
despierta con el hogar en cuanto vi la hora que era.
Le quité el plástico protector a un pintalabios rojo de
larga duración y leí las instrucciones antes de aplicármelo.
Estaba prácticamente segura de que estaba caducado, pero
decidí ignorarlo porque hacía mis labios más sensuales y
carnosos. Me reí entre dientes ante el espejo e intenté
quitármelo, pero, como no podía ser de otra manera con mi
suerte, fue imposible.
Mi reflejo horrorizado lucía unos libertinos labios rojos y
un maquillaje de ojos demasiado sexual. Me froté la cara
con vehemencia para quitarme el pintalabios sin éxito.
¿Qué llevaba ese potingue? Tal vez debería examinarlo con
mi nuevo micro…
Mi microscopio.
Madre mía.
Me había dejado el microscopio en el bosque.
No.
No llevaba la funda conmigo en el coche.
Recordaba con doloroso detalle todo lo que había dejado
en el coche de Earl con las prisas por salir del bosque, y la
pesada carcasa negra no había estado entre ellas. Aun así,
tenía que llamarlo y asegurarme.
Estaba muy cerca de alcanzar mi objetivo. ¿Cómo podía
haberla pifiado de esta manera?
Si lo llamaba, Earl tendría que dejar lo que estuviese
haciendo para llevarme hasta el bosque y atravesarlo. Con
lo mayor que era, la primera caminata ya debía de haberlo
dejado destrozado.
¡Qué vergüenza! Así no era como se debería cuidar un
instrumento que vale lo mismo que un coche. Si se lo
contaba, Earl me vería como una persona muy poco
profesional y entonces definitivamente me impediría
trabajar con él en nuestra nueva aventura con los hongos.
¡Y me moría por descubrir más cosas sobre ellos!
Pero ¿cómo podría llegar hasta el bosque sola? En
realidad, la zona en la que habíamos estado no quedaba tan
lejos del extremo de mi propiedad si cruzaba bosque a
través. No me quedaba otra opción. No podía dejar el
microscopio en medio de la nada. Se iba a estropear.
Solo tenía una forma de adentrarme tanto en el bosque y
volver antes de que alguien se diese cuenta de mi ausencia.
Capítulo 6

Callie

Voy un poco tarde, ¿te importa


pasar a por mí a las 9?

No pomelo.
No pomelo.
No problemo. Puto teléfono.
Perdón, maldito teléfono. Se me olvidaba
que no te gustan las palabrotas. No pomelo,
seguro que estás liada con tus rituales
de belleza femenina. Nos vemos a las 9.

me has pillado;)

—¡Ay! —gruñí mientras intentaba cubrirme el empeine con


la mano. Me lo había quemado con el intenso calor que
desprendía el motor.
Tensé la espalda al colocar el móvil dentro del
portavasos y seguí avanzando por el bosque montada en mi
cortacésped mientras me movía como una posesa la muela
del juicio que tenía suelta.
No aconsejo conducir un tractor cortacésped con
tacones. Era una suerte que hubiese pasado la tormenta y
que todavía hubiese luz suficiente como para ver con
claridad por dónde estaba yendo. De lo contrario, los
árboles habrían supuesto un tremendo problema.
La brisa del atardecer agitaba suavemente las ramas de
los pinos como para avisarme de su presencia, y de pronto
recordé hacia dónde me estaba dirigiendo exactamente. Me
estremecí al pensar en la horrible sensación que esa parte
del bosque me había transmitido. Se me puso la carne de
gallina y me arrepentí enseguida de no haber cogido un
abrigo.
Me quité los enormes rulos que llevaba en el pelo e
intenté tranquilizarme. Era un alivio que no tuviese vecinos
cerca. Estaba temblando y tenía la piel húmeda y pegajosa.
Además, ya debía de tener todo el diminuto vestido negro
lleno de barro.
Llamaría a Earl para cancelar la cena y punto. Él lo
entendería.
—¡Ay!
Había cambiado el pie chamuscado de posición y ahora
el talón era la zona que se estaba llevando la peor parte de
la ardiente agresión.
Salvo por el rugido del cortacésped, el bosque estaba
silencioso y en calma, y la verdad es que resultaba
agradable adentrarse en la espesura de la reserva tan tarde
y a solas. Los búhos ululaban en la distancia, en armonía
con los grillos. Me encantaba la noche; siempre me llenaba
de una sensación de paz.
Con un profundo suspiro, saqué el móvil del portavasos
lateral del tractor.

Lo siento muchísimo, pero voy a tener


que darte plantón. Me ha surgido
algo de última hora. Te llamaré mañana.
¡Lo siento!
¿Qué pasa? ¿Va todo bien?
¿Cal?
¿Cal?

Metí el móvil de nuevo en el portavasos, comprobé las


coordenadas de la reserva en el GPS y suspiré. Al menos ya
no tenía que ir a contrarreloj. También me aliviaba saber
que Earl no me vería con ese vestido. De haber sabido que
iba a ser tan corto y ceñido, ni siquiera me habría
molestado en ponérmelo. Debería haber elegido el
centelleante vestido rosa que había dejado en la cama
antes de salir corriendo. Al menos con aquel me habría
sentido como una Barbie tractorista y el paseo habría sido
algo más divertido. Así tenía la sensación de ser una
especie de chica Bond o algo por el estilo, aunque dudaba
que una espía hubiese montado en un cortacésped viejo
para llegar a su destino.
El bosque se había quedado completamente a oscuras.
Los destellos de la luna envolvían los árboles como en una
película de terror. Convertida en un diáfano velo plateado,
la luz de la luna se reflejaba en algunos de los pinos y
recortaba la silueta de otros, de manera que hacía que
dudara de la profundidad del paisaje que estaba viendo.
Cabía la posibilidad de que mi mente me estuviese jugando
una mala pasada, pero habría jurado sentir de nuevo el
mismo terror de antes filtrándose por mis huesos.
Vi el destello de unos orbes ambarinos cuando las
luciérnagas bailaron entre los árboles como unas
misteriosas lucecitas de Navidad. Había cientos de ellas y
casi parecían trazar una especie de camino. Se me puso el
vello de la nuca de punta. Había algo raro en la forma en
que todas parecían dirigirse en fila hacia el mismo punto.
Estiré la espalda. No eran más que luciérnagas.
Pese a que estaba sola en el silencioso bosque, me tiré
del cortísimo vestido negro para bajármelo sintiéndome
tonta e incómoda. Tenía los pechos casi en el cuello, tan
constreñidos que temía que se me fuera a salir un pezón,
así que tiré también de la tela que, en teoría, debería
cubrirme el torso. El escandaloso vestido se me recogió
más todavía alrededor de los muslos al hacerlo porque, al
intentar cubrirme el escote, se levantaba hasta dejarme
casi con el culo al aire. Al volver a tirar hacia abajo para
cubrirme las piernas, la traicionera prenda amenazaba con
dejarme un pezón al descubierto. Era como un horrible tira
y afloja subido de tono.
El sudor empezó a perlarme la frente por el esfuerzo.
Debía de estar ya muy cerca. Después de todo, el
cortacésped iba mucho más rápido y era mucho más
eficiente de lo que…
En un segundo, salí despedida hacia adelante cuando
una de las ruedas del tractor se enganchó en una raíz.
Estaba tan enfadada que estuve a punto de decir una
barbaridad al intentar dar marcha atrás con el cortacésped.
Solo conseguí levantar una lluvia de musgo y enterrar más
las ruedas en la tierra blanda del bosque.
¡La madre que me trajo al mundo en bicicleta!
Me había quedado atascada
—¡Nooooo, por favor, no! —le rogué a la máquina, como
si eso fuese a servir de algo.
Un mapache movido por la curiosidad bajó de un árbol
que había un poco más adelante para ver el espectáculo.
—¿Y tú qué miras? —le grité con tono agresivo al
bajarme del asiento amarillo y tirarme de los pelos,
frustrada. Enseguida farfullé una disculpa—: Lo siento, no
mereces que te grite.
Era verdad. El animal solo estaba curioseando.
Presa de la rabia y la frustración, cogí un par de tijeras
de podar oxidadas del cortacésped. No había esperado
necesitarlas porque no había ninguna amenaza real en los
bosques, pero prefería curarme en salud. Resoplé y retomé
la marcha pisando fuerte y con más determinación que
nunca.
Y cuando digo que fui pisando fuerte, lo que quiero decir
es que lo hice de puntillas, porque todavía seguía en
tacones.
—¡Puuuf! A lo mejor ese estúpido hongo me está dando
mala suerte —refunfuñé, y gruñí a los animales que me
acompañaban.
Una mofeta se había unido al equipo, aunque había
evitado hacer contacto visual con ella. Eran unos bichejos
muy melindrosos. Me encantaban los animales…, salvo las
serpientes. No sabría explicarlo, pero las serpientes hacen
que me quede paralizada de miedo. Odio que repten y
siseen… En cualquier caso, nunca me han causado
problemas, así que yo tampoco se los he causado a ellas.
La verdad era que me tranquilizaba contar con la
compañía de todos aquellos animales en la oscuridad del
bosque. Por alguna extraña razón, nunca me habían tenido
miedo. Hasta donde yo recordaba, mi relación con los
animales siempre había sido así. Si no se hubiesen
mostrado más reacios a acercase cuando me encontraba
con otras personas, no me habría dado cuenta nunca de
que no acostumbran a acercarse a los humanos. De todas
maneras, fuera cual fuese la razón por la que ocurría esto,
lo agradecía de corazón. Fue lo que me llevó a querer
hacer mi trabajo lo mejor posible. Todas las criaturas
merecían que los humanos las apreciásemos y cuidásemos
de ellas.
Aun así, eso no significaba que estuviese dispuesta a
bajar la guardia con la mofeta que me seguía los pasos.
Unos cuantos animales pusieron pies en polvorosa
cuando me detuve un par de veces a desenterrar los
tacones altos de la tierra. Caminar de puntillas era
agotador, pero me negaba a continuar descalza. Os
sorprendería saber la cantidad de insectos venenosos que
por lo general plagan el suelo del bosque.
Me puse a cantar reconfortantes canciones antiguas en
un triste intento por calmar mis nervios. Estaba a punto de
pasar a otra melodía cuando mis nuevos amigos salieron
corriendo en todas direcciones para esconderse, montando
un buen alboroto tras de mí. Me di la vuelta, sorprendida
ante el repentino movimiento.
Entonces la vi.
La primera mariposa luna que vi con vida.
La criatura por la que me había mudado al otro lado del
país.
Casi me fallaron las rodillas al verla. Habían llegado a
Willow Springs antes de tiempo.
Tres semanas antes de lo previsto.
La enorme mariposa revoloteó silenciosamente antes de
posarse en un árbol cercano. Se burlaba de mí con el lento
batir de sus alas de color verde lima pálido. Cada apéndice
acababa en una de las largas puntas que las hacían tan
especiales y acrecentaban la majestuosa belleza de las
misteriosas mariposas luna.
Me acerqué a ella en un trance. Sus antenas, que
recordaban a los tallos de un helecho, descansaban en lo
más alto de su peludo cuerpecillo y hacían que pareciera
todavía más adorable.
Algo se movió cerca de donde estaba y tuve que ahogar
un grito mientras se me aceleraba el pulso. Me volví y
capté un movimiento por el rabillo del ojo.
Y otro.
Jadeé al ver otra mariposa luna pasar revoloteando junto
a mí.
La que estaba posada en el árbol salió volando y se alejó
junto a su compañera.
Me apresuré a seguirlas, todavía presa de cierta
conmoción.
¡Por las barbas de un pez gato! ¡Los tacones iban a
matarme! Corrí tan rápido como pude para seguirle el
ritmo a las mariposas que flotaban junto a la
resplandeciente hilera de luciérnagas. Pese a que el aire
frío de la noche me estaba helando la piel, notaba las
mejillas calientes y respiraba con dificultad. Varias partes
de mi cuerpo habían quedado expuestas por culpa del
diminuto vestido, pero ya me daba igual. Lo único que me
importaba era perseguir a esas mariposas.
Muchas más mariposas luna resplandecieron bajo la luz
de la luna a unos cuantos pasos ante mí.
—Esófago bendito…
Temblaba de pies a cabeza de la emoción.
Era una imagen preciosa. Más y más luciérnagas
llegaron a la zona y brillaron en un místico espectáculo
tanto a mi alrededor como en torno a las mariposas.
Era algo mágico. Me moría por acercarme más.
Busqué el móvil para hacer fotos…
Pero me lo había dejado en el cortacésped.
Porras.
Vale, todo saldría bien. Estaba sola en el bosque, vestida
como una «guarrona» con tacones altos, sin transporte ni
teléfono. Perfecto.
Di un buen rodeo alrededor de una enorme mata de
cicuta para seguir el rastro dorado de las luciérnagas e
intentar ver mejor a las mariposas que revoloteaban ante
mí.
Tomé una profunda bocanada de aire frío. Tuve que
agarrarme a un árbol para mantenerme en pie.
Había cientos de ellas.
Y todas se habían detenido en la misma zona.
Las alas de color verde pálido parecían brillar más
todavía bajo el sedoso resplandor de la luna. Decenas y
decenas de alas se agitaron con languidez. Casi todas se
habían posado sobre los árboles o los troncos caídos de la
zona. Un par de ellas pasaron revoloteando. Parecían
haberse reunido alrededor de un gran círculo oculto en las
profundidades del bosque. El enorme espacio en el centro
de los árboles daba paso a las brumas plateadas de luz de
la luna que descendían sobre ellos con gracilidad. Era una
estampa hermosa, etérea. Lo suficiente como para
distraerme de la sensación de fatalidad que cubría la zona
como una mortaja.
Un agudo chillido resonó en la distancia y atravesó la
tétrica calma de la noche.
Reconozco ese sonido. Es un…
De pronto, apareció ante mí.
Un zorro.
Un zorro rojo que gruñía enfadado.
Grité y por poco caí hacia atrás de la sorpresa. Por lo
general, los zorros no les hacen daño a los humanos, pero
este no era un zorro cualquiera.
Era el mismo zorro de pelaje dorado y resplandeciente
que había visto de pequeña. Retrocedí para alejarme de su
hocico negro y retorcido en un gruñido.
En la oscuridad no resplandecía. No exactamente.
Cuando la luz de la luna incidía sobre su pelaje, las
sombras que lo envolvían se disipaban. Era algo… ¿mágico?
Parecía ser el fantasma de un fulgor dorado sobre el que no
conseguía posar la mirada. ¿Sería cosa de mi imaginación?
¿Estaría empezando a perder la cabeza de verdad? A lo
mejor era por los hongos.
Para mi sorpresa, me lanzó una dentellada al pie, así que
chillé y di un salto hacia atrás, hacia el centro de la
bandada de mariposas.
Mi grito solo consiguió que el animal se pusiese más
nervioso. ¿Estaría herido? Seguí retrocediendo sin
levantarme del suelo, presa de una repentina sensación de
pánico. Ningún animal había reaccionado así nunca ante mi
presencia.
Quizá pensaba que quería hacerle daño.
—No te preocupes, no voy a hacerte nada. Te lo prometo.
¿Qué eres? —tranquilicé a la criatura de pelaje naranja
rojizo.
Sacudió la espesa cola ante mis palabras. Jamás había
oído a un zorro gruñir, pero era un sonido espantoso.
Agudo, mucho más agudo que el de un perro, pero igual de
aterrador o puede que incluso más, teniendo en cuenta la
rabia con la que arrugaba el afilado hocico. Me moví para
rodearlo. Necesitaba llegar hasta las mariposas.
Necesitaba estudiarlas más de cerca.
—¿¡Qué repámpanos!? —grité cuando estuvo a punto de
arrancarme el tobillo de cuajo.
El zorro me estudió con ojos ambarinos y pegó las orejas
a la cabeza, lejos del peludo rostro rojo y negro. Los
mechones blancos se entremezclaban con el resto del
pelaje color óxido. Era precioso. No me preguntéis cómo
sabía que era un macho. Era un presentimiento. Igual que
presentí que no era un zorro normal. Aunque no pudiese
ver el brillo dorado de su pelo bajo la luz de la luna, había
algo en su mirada. Algo que nunca había visto en ningún
otro animal. Debería haber regresado corriendo a casa,
pero no lo hice. Era como si estuviese hipnotizada. Las
mariposas ejercían una irremediable atracción sobre mí.
No podría haber ignorado esa sensación ni queriendo.
Una buena parte de mi vida había girado en torno a la
esperanza de vivir este momento. Si el zorro
resplandeciente se creía capaz de detenerme, no tenía ni
idea de lo cabezota que yo podía llegar a ser. Di otro paso
atrás.
Lanzó una segunda dentellada al aire acompañada de un
gruñido. Esta vez, se abalanzó sobre mí, y su esbelto y
peludo cuerpo me alejó de las mariposas.
Estaba intentando impedir que entrase en el claro
circular donde las Actias luna y las luciérnagas aguardaban
pacientemente.
—No pasa nada —le susurré con suma dulzura—. Tu
familia está ahí, ¿verdad? Te prometo que no les haré daño.
Solo quiero ver mejor a las mariposas luna, ¿vale?
Profirió un agudo gimoteo, y su agitada mirada ambarina
no dejó de volar entre el pequeño claro y yo.
Lo rodeé a toda prisa y caminé atropelladamente hacia el
misterioso espacio abierto en medio del bosque donde el
batir de un millar de alas verdes iluminadas por la luz de la
luna creaba una melodía propia.
Tropecé y caí al suelo. Antes de levantarme a toda prisa,
me di cuenta de que el zorro se había tumbado a mis pies y
dejaba escapar unos largos y lastimeros lloriqueos. Era un
sonido que ponía los pelos de punta.
—Vale, cada cosa a su tiempo —murmuré al mismo
tiempo que me apartaba de él y caminaba hacia el claro.
Solo quería ver mejor lo que estaba ocurriendo. Entonces
intentaría averiguar cómo ayudar al zorro resplandeciente.
Al fin y al cabo, lo más probable era que el animal no fuese
más que un producto de mi imaginación.
Lo esquivé cuando volvió a lanzarse a por mí y le hice
una finta como una jugadora de fútbol profesional. Corrí
hasta que mi cuerpo rozó el círculo de árboles. Noté un
ligero pinchazo en el gemelo, allí donde el zorro me había
hincado los dientes.
—Me has pillado, zurullo con patas —siseé, pero me
detuve ante la linde del claro y levanté la pierna desnuda
para inspeccionar la herida. Me había dejado la marca de
los dientes.
Porras.
—Más te vale rezarle a todos los dioses del bosque para
que no tengas la rabia, pedazo… pedazo de… —murmuré
enfadada, y me giré para enfrentarme al asaltante naranja,
pero había desaparecido—. Madre mía. ¿Qué me pasa hoy?
¿Por qué estoy teniendo tan mala suerte?
Me giré hacia el claro e intenté comprender lo que
estaba viviendo.
Me encontraba ante un círculo casi perfecto de musgo y
tierra rodeado de enormes árboles centenarios. Cientos, si
no miles de mariposas luna revoloteaban y se posaban
sobre los troncos. Los destellos dorados de las luciérnagas
iluminaban el aire como si fueran mágicas.
Pensaba que nunca me encontraría ante una imagen tan
gloriosa como esta, pero entonces los vi.
En medio de la mullida cubierta de musgo, había otro
círculo perfecto.
Un anillo completo de ángeles de la destrucción. La
carne blanca e impoluta del sombrero de cada hongo
resplandecía gracias al brillo plateado de la luna.
Dejé escapar un grito ahogado fascinada. El aroma de los
pinos y la tierra se me coló por la nariz. Lo único que oía
era el canto de los grillos y un quejido agudo y lejano.
Di otro paso hacia el claro. El espeso musgo cedió ante la
presión de mis tacones negros.
Entonces lo sentí.
Me rodeé el cuerpo con los brazos, como si eso fuese a
protegerme de la sensación que me embargaba.
Era el mismo ambiente sombrío que había reinado en el
bosque cuando había estado por la zona con Earl. Sin
embargo, ahora era mucho más intenso, como si lo de antes
solo hubiese sido un aperitivo y esto, el plato fuerte.
Se me puso la piel de los brazos y las piernas de gallina y
se me erizó el vello de la nuca.
Sentí el repentino impulso de gritar y echar a correr. De
poner tanta distancia entre el círculo de hongos y yo como
fuese posible.
Pero era una estupidez. No eran más que mariposas y
setas. Decidida a demostrar mi valor, di un par de pasos
más para adentrarme en el claro hasta que casi rocé el
amplio anillo de hongos con la punta de los pies.
¿Cómo era posible que creciesen de esa manera? Nunca
había visto una formación tan uniforme. Las mariposas
volaron por el reducido espacio y pasaron por delante de
mis ojos. ¿Estaría alucinando por culpa de los hongos?
Los recuerdos del incidente que viví en mi infancia se
agolparon en mi mente. Me miré la cicatriz de la mano.
—Espabila, Cal —me regañé en voz alta, y sentí que mi
corazón revoloteaba al asimilar la cantidad de alas que me
rodeaban.
Me clavé la uña del dedo gordo en la cicatriz en forma de
uve hasta que me dejé una marca, un recordatorio para
mantener la concentración.
Me estremecí y me coloqué el vestido negro con
nerviosismo. Volví a levantar la pierna y apoyé el pie con
firmeza en medio del círculo.
Fue como si el suelo estuviese hecho de agua. Nada
soportó mi peso en el interior del círculo de ángeles de la
destrucción. Intenté recuperar el equilibrio y sacar el pie,
pero, al no tener nada a lo que agarrarme, caí dentro del
círculo con un tropiezo nada elegante.
Sentí unos dolorosos pinchazos por todo el cuerpo. Una
espesa nube de humo negro me había envuelto
rápidamente y me había llenado los pulmones hasta
asfixiarme. Cerré los ojos con fuerza mientras luchaba
aterrorizada por recuperar el equilibro. Porque todavía
seguía cayendo.
Caía y caía en un continuo descenso.
Tuve la sensación de estar cayendo por un agujero
negro, de que me abría camino dando lentas vueltas de
campana por un abismo. Agitaba los brazos y las piernas en
todas direcciones para intentar agarrarme
desesperadamente a algo, lo que fuese con tal de librarme
de esa sensación. Me parecía que el estómago se me había
subido al pecho mientras caía, giraba y me tambaleaba sin
dejar de gritar a pleno pulmón.
Entonces choqué con algo duro. La fuerza del impacto
fue la misma que si hubiese aterrizado sobre un muro de
ladrillo, la misma que si hubiese sufrido un accidente de
coche. Mi cuerpo se aferró al suelo mientras las náuseas se
apoderaban de mí y la bilis me subía por la garganta. Mi
mente trabajaba a toda velocidad, incapaz de detener la
horrible espiral de pensamientos que la abrumaba.
Hice intención de girarme para quedarme boca arriba
cuando el suelo bajo mi cuerpo se sacudió y me lanzó por
los aires.
—¿Qué narices…?
—¡Ha caído sobre el príncipe! ¡Ha caído sobre el
príncipe!
—¡Nos atacan! ¡Están contraatacando! —exclamaron
unas alarmadas voces masculinas.
Me esforcé por abrir los ojos, pero mi cuerpo seguía
atrapado en la sensación de estar cayendo, que todavía no
había remitido. Cuando por fin conseguí abrirlos, todo
estaba demasiado oscuro, así que no pude ver nada.
Sin previo aviso, alguien me levantó por los brazos.
Seguía teniendo la vista inutilizada. Lo único que pude
hacer fue agudizar el oído.
—¿¡Cómo lo han sabido, mi señor!? —Unos roncos gritos
y murmullos con un tosco acento que no supe identificar
reverberaron en oleadas a mi alrededor.
—¡Cortadle los brazos ahora mismo! ¡Esa cosa es
peligrosa!
Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, deseé
que no lo hubieran hecho.
Un humo negro como la tinta envolvía lo que parecía ser
un ejército de cientos de hombres ataviados con feroces
armaduras negras. Todos me miraban. Grité haciendo uso
del poco aire que fui capaz de tomar y empecé a correr.
Me choqué con un muro que se alzaba justo detrás de mí
y el impacto fue tal que casi me sentí como si me hubiese
arrollado un tren.
Sin embargo, no había sido un muro lo que me había
cortado el paso.
El hombre se alzaba por encima de mí como un espectro.
La luz de la luna iluminaba ciertas zonas de la armadura
negra que cubría su enorme figura. Era una protección
inútil, puesto que no parecía necesitar una armadura en
absoluto. Cada centímetro de su cuerpo irradiaba el poder
de un depredador. A la altura en que un hombre normal
tendría la cabeza, descansaba un peto oscuro que
resplandecía al entrar en contacto con la escasa luz que la
luna derramaba sobre la superficie. Levanté la vista hasta
que tuve que inclinar la cabeza en un ángulo incómodo
para mirar a la cara a la mismísima Muerte.
Se me heló la sangre. El cuerpo me pedía a gritos que
huyese. Mis pies retrocedieron hacia el resto de los
hombres de aspecto maligno sin yo habérselo ordenado.
Tenía la mandíbula marcada y unos gélidos ojos azules
capaces de alcanzar las profundidades de mi alma. Unas
cejas negras como la obsidiana descansaban por encima de
esos terroríficos pozos de hielo y su cabellera, igual de
negra, brillaba en la noche. Casi se habría confundido por
completo con la oscuridad de no ser por lo mucho que
contrastaba con la pálida piel de porcelana de su duro
rostro.
El monstruo me agarró cuando me volví para echar a
correr. Me oí a mí misma gritar, como si estuviese
desconectada de mi cuerpo. Seguí forcejeando contra la
mano enguantada que me agarraba con fuerza del hombro
desnudo. Miré al monstruo horrorizada solo para descubrir
que en una mano sostenía la empuñadura de una espada
engastada en joyas, mientras que la mano envuelta en un
estrecho guante estaba a punto de desencajarme el hombro
por la fuerza con la que me sujetaba.
Aunque era casi imposible distinguirlas en la oscuridad,
unas espesas columnas de humo se arremolinaban y se
transformaban en volátiles penachos a su espalda hasta
tomar poco a poco la forma de unas alas. El humo era
denso y no dejaba de agitarse, pero, por alguna razón,
sabía que serían sólidas al tacto. Su espesa oscuridad
parecía todavía más negra que la noche que nos envolvía y
cada una abarcaba de casi metro y medio de ancho a
ambos lados del gigantesco cuerpo del hombre. No se
parecían a ningún par de alas que hubiese estudiado con
anterioridad. Eran más hermosas que todas las que
aparecían en las fotografías que decoraban mis paredes.
Incluso las preciosas alas de las mariposas luna
empalidecían en comparación con las alas etéreas y
oscuras extendidas ante mí.
Me di cuenta de que me había quedado petrificada y que
miraba los apéndices del misterioso hombre con la boca
abierta y la mirada desencajada. ¿Cómo podían ser reales?
Estaban hechas de humo… Eran increíbles.
Sin pedirle permiso a mi cerebro, una de mis manos salió
despedida hacia adelante para tocar una.
Los zarcillos de oscuridad se apartaron de inmediato de
mi mano, igual que habría pasado con el humo de una vela,
aunque el movimiento fue intencionado. La sensación del
vapor frío me envolvió la piel y las ondas negras como el
ónice bailaron y se enredaron súbitamente entre mis dedos.
Por poco me desmayé, presa del asombro.
—Son… son preciosas —murmuré, aunque seguro que
hablé en voz tan baja que nadie me oyó.
La enorme criatura me observó con una evidente
sorpresa y frunció profundamente el ceño. Echó un último
vistazo a mi rostro antes de estudiar las volutas de humo
que bailaban por mi palma. Un estremecimiento pareció
sacudirlo antes de que me apartara de él con un brusco
empujón.
Levantó la barbilla y me fulminó con la mirada de
espesas pestañas antes de escupirme.
Su saliva húmeda y caliente se deslizó por mi mejilla
sucia. Dejé escapar un grito de sorpresa y, antes de tener
oportunidad de limpiarme, volvió a agarrarme con tanta
fuerza que casi me fallaron las rodillas al proferir otro
alarido.
El monstruo me recorrió lentamente de pies a cabeza
con esos vacíos ojos azules. El vestido se me había recogido
todavía más y ahora tenía parte del trasero al aire. Su
desagradable mirada pareció detenerse sobre mi piel antes
de arrancarme otro grito.
Unas garras de humo habían aparecido en los extremos
de sus alas y me las había clavado como si fueran dagas en
los hombros. La sangre caliente fluyó por mis brazos al
enterrarlas todavía más en mi piel.
Estaba bien jodida.
Capítulo 7

Callie

N i en mis peores pesadillas habría sido capaz de conjurar


el sentimiento de puro terror que me atravesó cuando la
malvada criatura me enterró aún más las púas de humo
en la piel. La oscuridad de la noche me emborronó la visión
y apenas me permitió captar más que la silueta iluminada
por la luz de la luna de los horribles seres que me
rodeaban.
No veía mucho más allá de mis narices, pero parecía que
no me había movido del claro del bosque. ¿Cómo era
posible? Cuando había entrado en el círculo de ángeles de
la destrucción, había sido como si hubiese caído en algún
otro lugar. Aunque el bosque pareciese similar, algo no
encajaba. El ambiente era desagradable y aterrador. Los
densos árboles se agolpaban alrededor del claro donde nos
encontrábamos. ¿Qué estaba ocurriendo?
Cientos de figuras siniestras y envueltas en sombras nos
rodeaban. Estaba segura de que había más, ocultas en la
oscuridad.
La criatura que se cernía sobre mí no se parecía a
ningún hombre que hubiese visto hasta el momento y debía
de medir un metro noventa y cinco o más. Su armadura era
idéntica a la de los demás salvo por el casco. Su rostro
pálido estaba embadurnado en una sustancia oscura que
parecía fuera de lugar en contraste con la pálida piel de
porcelana. Su mirada parecía brillar más bajo la luna y casi
desprendía un resplandor plateado. No era un hombre. Sus
hombros eran demasiado amplios como para ser humano.
Pese a las innumerables capas de cuero negro y armadura,
era evidente que su poderoso cuerpo era de espaldas
anchas y caderas estrechas, creado para destruir lo que le
viniese en gana como depredador. No tenía que esforzarse
en absoluto por intimidar a sus víctimas.
Proferí otro alarido cuando sus amenazadoras alas se
enterraron todavía más en mi piel.
—Matad a esta cosa. Ahora mismo. —Su voz era grave,
pero tan suave que ponía los pelos de punta.
Ni siquiera tenía que levantar la voz para controlar a
todo un escuadrón de soldados.
Yo no era capaz de hablar ni pensar con claridad. El
dolor cegador que me atravesaba los hombros solo era el
causante de una pequeña fracción de mi miedo teniendo en
cuenta la escena de pesadilla que se desarrollaba ante mí.
Mi captor no me quitó ojo de encima al apartarme la
mano del hombro.
De pronto, una contundente presión me constriñó la
garganta y jadeé en un esfuerzo por recuperar el aliento.
Ni siquiera me había dado cuenta de que había intentado
huir. Mi cuerpo se había movido solo en un último intento
por escapar antes de que la criatura me agarrase por la
garganta para inmovilizarme de nuevo. Le arañé la mano
para tratar desesperadamente de hacer que me soltase,
pero fue en vano. Era demasiado fuerte.
Noté la sensación fría y afilada del metal al deslizarse
centímetro a centímetro por mi espalda. Todos y cada uno
de mis músculos se tensaron, presa del pánico, al ver como
la piel de mi vientre se estiraba. La punta de la espada me
atravesó la piel del abdomen.
No fue hasta que sentí la cruda y desagradable fricción
de la espada al retirarse de mi interior, así como el duro
suelo al impactar con mis rodillas, que me di cuenta de que
la criatura me había soltado la garganta y me había
atravesado el abdomen.
Bajé la vista, sorprendida al ver la espantosa herida de
mi estómago y sin ser del todo capaz de asimilar lo que
acababa de pasar.
La sangre, de un oscuro color granate, manó a
borbotones de mi interior cuando me toqué la zona.
Me quedé boquiabierta. Ya ni siquiera contaba con la
entereza necesaria para cerrarla. ¿Cómo había podido
pasarme esto a mí? Yo era una buena persona. Hice todo lo
que una buena persona debería hacer. ¡Me porté bien! Los
buenos siempre ganaban, siempre se alzaban frente a los
malvados y nunca nunca tropezaban.
Alcé la vista con incredulidad. El desgraciado me había
sujetado por la garganta para que uno de sus hombres me
atravesase limpiamente con la espada.
¿Cómo podía estar pasando algo así?
Empecé a notar un cosquilleo en el rostro a medida que
la sangre lo abandonaba. Nadie sobrevivía a una herida
como aquella. Iba a morir.
El villano alado dio un paso hacia adelante y se detuvo al
cernirse sobre mi silueta arrodillada. Evaluó la escena con
un brillo de absoluta satisfacción —incluso diría de
diversión— en sus gélidos ojos azules.
—Estúpidos humanos. Mira que disfrazar a una asesina
de cortesana… Supongo que distraernos con la carne
fresca de una puta humana era parte de su patético plan.
Me asestó una fuerte patada en el pecho con la suela de
la bota y me tambaleé hacia atrás hasta caer de espaldas
como un indefenso amasijo de sangre y dolor.
—Por favor… —Mi voz quedó ahogada por un gorgoteo.
El líquido caliente que había comenzado a subir por mi
garganta me estaba arrebatando lentamente el habla. Se
me empapó la espalda a medida que la sangre formaba un
charco bajo mi cuerpo y lo mismo pasó con mi vientre. Mi
visión se enfocaba y se desenfocaba como una sádica luz
estroboscópica y cerré los ojos en un intento por
estabilizarla.
Ya no sentía ningún dolor; supongo que mi cuerpo había
entrado en estado de shock. Me devané los sesos pensando
en lo que haría si estuviese ante uno de los animales del
centro de recuperación, pero la desesperanza se había
adueñado de mi alma. Sabía que era demasiado tarde. No
había nada que hacer ante una herida así.
Al oír mi voz atragantada por la sangre, el descomunal
demonio frunció levemente el ceño e inclinó la cabeza para
estudiarme con una expresión confundida.
Estaba a punto de morir y la suya sería la última imagen
que quedara grabada en mi mente una vez que cerrase los
ojos para siempre. Sentía un remolino de pecados pasados
y esperanzas futuras en el pecho, como un manto de
sombras.
Inspiré por la nariz y me dio un ataque de tos casi de
inmediato. Mis pulmones apenas se llenaban y vaciaban
pese al esfuerzo titánico que estaban haciendo. Según mis
cálculos, me quedaban alrededor de tres minutos antes de
que el corazón me dejase de latir.
El sonido apagado de unas voces y unas fuertes pisadas
resonaron en la distancia.
—Llevaos a esa cosa de aquí e informad a la reina. Es
evidente que nos estaban esperando —gruñó la pesadilla de
alas de humo con tono molesto.
—¿¡Qué coño ha pasado!?
—Hemos abierto el portal y esa cosa ha caído sobre el
príncipe Mendax. Están obviamente mucho más preparados
de lo que habíamos previsto.
—¡Miradla! ¿Habéis visto cómo ha extendido la mano
para tocar las alas del príncipe? ¡Ha osado rozar las
sombras de los dioses con los putos dedos! ¡Es la primera
vez en mi vida que no veo a alguien acobardarse ante un
Asesino de Humo!
—Bueno, es que ya nadie dispone del don de la sombra
salvo Mendax y la reina. Ha sido una suerte que lograses
detenerla, Pez. No hay duda de que era una experimentada
asesina.
—Por muy experimentada que sea, no ha tenido nada que
hacer contra mi acero… Además, he contado con la fuerza
de Mendax. ¿Qué vamos a hacer? ¿Dejamos el cuerpo y ya
está? Las criaturas de la espesura se la zamparan. Aunque
ese coñito humano todavía podría aprovecharse, da igual
que esté muerta o viva.
—Deja a la humana. Seguro que te pudriría la polla.
—Ya. Además, la reina y el príncipe me meterían entre
rejas si descubriesen que he tocado a una de esas
criaturas. El rey Marco me lo habría permitido. Coño, se la
habría agenciado él mismo…
—No hables de mi difunto rey a no ser que quieras
perder la vida junto a la humana. ¡Moveos! Dejad aquí a
esa basura, las criaturas del bosque se encargarán de
despedazarla mucho antes de que nosotros lleguemos al
castillo.
Los murmullos y las pisadas se hicieron más y más
distantes, pero no habría sabido decir si se habían
marchado o si yo, por fin, había muerto.
Me esforcé por entreabrir los ojos. Aquel fue el
movimiento más duro y trabajoso que había llevado a cabo
en toda mi vida. El charco de líquido caliente sobre el que
estaba tumbada no tardó en enfriarse cuando la
temperatura del bosque descendió. Conseguí ganarle la
batalla a uno de mis párpados y abrí un ojo por un
brevísimo instante. Solo lo suficiente para ver que no
estaba sola en el oscuro círculo de árboles.
El claro parecía el mismo, pero no tan… alegre como
antes de haber caído. Había una buena cantidad de
mariposas luna posadas en los árboles, aunque quedaban
muchas menos que antes. Todo parecía distinto. Los
árboles eran más viejos, tenían más carácter, como si
fuesen monstruos. La noche parecía más oscura y malévola,
pese a que la luna que derramaba su plateada luz azul
sobre el bosque era la misma. Por alguna razón, todo era
más aterrador.
Iba a morir sola, rodeada por una escalofriante oscuridad
y embargada por la apabullante sensación de haber tocado
fondo.
Tenía la mejilla apoyada contra algo blando y esponjoso.
¿Dónde había caído?
Se me habían quedado las manos inutilizadas, así que
intenté mover la cabeza con la esperanza de encontrar
algún tipo de llave mágica bajo mi cuerpo, algo que me
salvase pese a estar ya claramente destinada a morir. Solo
conseguí girarla unos centímetros a la derecha con
pesadez.
Había caído sobre un ángel de la destrucción. Qué
imagen más poética.
Sentía como si alguien me estuviese dando martillazos
en el corazón. Pum…, pum…, pum.
Ya casi no podía respirar. Había llegado mi hora. El
corazón me empezaba a fallar. Lo sentía. Me subía
tantísima sangre por la garganta que era incapaz de tragar.
Si no estaba muerta ya, lo estaría en cualquier momento.
Era más difícil de saber de lo que habría esperado.
Aplasté un puñado de hojas secas junto a mi costado y
me dispuse a exhalar mi último aliento. Lo que más
lamentaba era no volver a ver nunca más a mi familia, a Eli,
a Saracen… No, no era verdad. Lo que más lamentaba era
perder la oportunidad de experimentar un amor
incondicional.
Pum…, pum…, pum.
Nunca había tenido oportunidad de vivir algo así.
Pum…, pum.
—¡Santos soles del cielo! ¡Está herida! ¡Aprisa! ¡No
sobrevivirá! ¡Mira lo que le han hecho!
Algo me olisqueó la cara y noté el cosquilleo de un
cuerpo peludo contra la mejilla. Al menos, eso es lo que me
pareció. Debía de haber muerto ya.
¿Dónde había acabado? ¿En el cielo o en el infierno?
Sentí una presión suave sobre la parte superior de mis
piernas heladas. Fue como si una agradable manta de pelo
me hubiese envuelto. Era lo suficientemente pesada como
para reconfortarme un poco en mis últimos momentos.
—No es que tú seas mucho mejor que él… —Pese a su
tono acusador, la segunda voz sonaba como la seda
envuelta en rayos de sol.
—Cierra el pico. Soy consciente de mi pasado —replicó
una voz rasgada con urgencia.
—¡Rápido!
Algo suave y aterciopelado pasó por encima de la herida
de mi estómago y unas cálidas gotas cayeron sobre mi piel.
Fue como si el sol se hubiese derretido y se hubiese
derramado sobre mi carne. Al principio ni siquiera noté
nada más que el calor, pero luego me sobrevino una ola de
pinchazos que me recorrió todo el cuerpo en desatado
frenesí. Un fuego ardió en mis entrañas y las redujo a
cenizas una a una solo para volver a recomponerlas.
Pum…, pum…, pum…, pum…
—¡Funciona! ¡Gracias a los dioses! Su corazón vuelve a
latir… lo mejor que puede. Tenemos que marcharnos de
aquí —dijo la voz sedosa y femenina.
Me estremecí de dolor ante el fuego insoportable que me
corría por las venas, pero la cosa que tenía encima me hizo
más presión sobre las piernas y el estómago para
inmovilizarme. ¿Había aparecido algo mullido detrás de mi
cabeza también?
Unas ligeras punzadas me recorrieron el cuerpo de
arriba abajo. Era una sensación similar al hormigueo de un
pie dormido, solo que esta viajó a toda velocidad por mi
interior, como un torrente de agua. Se me abrieron los ojos
de golpe, como si alguien hubiese empleado un
desfibrilador para reanimarme.
El zorro permaneció tumbado sobre mis piernas y mi
estómago mientras me lamía la herida fervientemente. Las
lágrimas que caían de sus hermosos ojos ambarinos
seguían aterrizando sobre mi piel.
—Ya es suficiente —lo regañó la voz sedosa que oía junto
a mi cabeza—. Ya te has pasado. ¡Le va a afectar y encima
te matarán a ti!
—Nadie sabrá lo que he hecho. Ni siquiera ella. En
cuanto a ti… Más te vale no decir nada porque, si se
enteran de esto, nos matarán a todos —gruñó la voz
masculina.
—Basta, hermano. ¡Vámonos! ¡No deberíamos estar aquí!
—La estoica voz femenina flaqueó; parecía estar muerta de
miedo.
El hermoso zorro clavó sus brillantes ojos en los míos y
le dio un último lametón a la herida antes de levantarse con
cuidado y retirarse de mi abdomen.
Me sorprendí al descubrir que apenas tuve dificultad en
incorporarme para ver como el animal trotaba
sigilosamente hasta lo que parecía ser otro zorro más
pequeño. Su mirada permaneció clavada en la mía hasta
que alcanzó a su compañera. El único sonido que
acompañaba a sus movimientos era el crujido de las hojas
secas bajo sus diminutas patitas.
—Esperad… No… ¿Dónde estoy? —balbuceé
incoherentemente.
Los dos zorros se detuvieron para mirarme antes de
desviar la vista al unísono hacia un lado. Inclinaron la
cabeza para valerse de sus grandes orejas, justo como
haría un perro al agudizar el oído. En un abrir y cerrar de
ojos, echaron a correr a una velocidad sobrenatural incluso
para un zorro resplandeciente.
—¡Por favor! ¡Esperad! ¡Dejadme que os agradezca lo...
lo que sea que hayáis hecho por mí! ¡Por salvarme la vida!
—grité, aunque fue en vano, porque ya se habían esfumado.
¿Qué narices acababa de pasar? Estaba viva. Me sentía
como si un camión me hubiese pasado por encima, pero
seguía respirando. ¿El zorro era de aquí? Primero se había
presentado en el jardín trasero de mi casa a plena luz del
día, luego me había atacado antes de caer dentro del anillo
de hongos y, ahora, ¿me salvaba la vida? ¿Me curaba por
arte de magia? Debía de estar alucinando de nuevo.
Me puse de rodillas. Uno de mis zapatos había acabado
tirado a un par de metros de mí y el vestido negro se me
había recogido alrededor del pecho. Además, estaba
cubierta de sangre y tierra.
Muchísima sangre.
Sin saber muy bien qué hacer, pero siendo consciente de
que me convenía huir, me estiré para sacarme el vestido
por la cabeza mientras permanecía de rodillas. No me
importaba quedarme en ropa interior. Estaba viva y
necesitaba distanciarme tanto de la sangrienta escena
como fuese posible. Sentía cada uno de mis movimientos
como una descarga eléctrica, pero no me importaba; lo
único que quería ahora mismo era deshacerme del vestido.
Tras intentarlo desesperadamente durante un par de
minutos, acabé rindiéndome. Se me había quedado pegado
como un trozo ensangrentado de papel maché. No debería
estar desperdiciando mi energía en él. Además, el tanga y
el sujetador negros que llevaba debajo eran demasiado
pequeños y me moriría de vergüenza si acababa topándome
con alguien que pudiese ayudarme. Ni siquiera estaba
segura de dónde me encontraba exactamente, así que ir en
ropa interior podría llegar a ponerme en un peligro incluso
aún mayor.
Cambié de posición y tiré del vestido para cubrirme los
muslos. Me estremecí al sentir el agujero deshilachado de
la tela en la parte trasera y delantera del vestido, allí donde
la espada lo había atravesado, al igual que mi cuerpo.
Notaba la piel expuesta bajo el agujero suave y sensible al
tacto. No alcanzaba a distinguir nada entre toda la sangre,
pero parecía que la herida se había cerrado.
Era imposible.
Ahora tenía una cicatriz de un color rosa blanquecino,
surcada de venas azules y moradas por los bordes, pero la
herida estaba cerrada. Las lágrimas y los lametazos del
zorro me habían curado, me habían salvado de una muerte
prácticamente segura.
Estaba tan aturdida que no oí el eco de unos pasos que
se me acercaban por la espalda. Permanecí arrodillada en
el suelo del bosque sin saber qué esperar, demasiado
asustada como para moverme. ¿Sería alguna de las
criaturas de las que los soldados habían hablado?
—Vaya, vaya. Impresionante para ser una humana —
bramó una profunda voz familiar.
Me giré tan rápido como pude (que no fue mucho) y me
levanté con torpeza ayudándome de un árbol para
mantenerme en pie. Noté el reconfortante contacto de la
corteza del ancho roble contra la espalda mientras me
aferraba a él con fuerza para no perder el equilibrio.
El hombre se paró ante mí.
Cruzó los brazos con indiferencia mientras me fulminaba
con la mirada. Me recorrió el cuerpo con brusquedad y un
casi imperceptible brillo de diversión en sus ojos crueles y
se detuvo por un segundo en el agujero de mi vestido antes
de continuar subiendo.
Una de las comisuras de sus labios se curvó en una
sonrisa engreída y vengativa.
Por fin pude verlo bien al quedar iluminado por la luna.
Era hermoso. No había otra manera de describirlo. Sin
embargo, su belleza desprendía un aura de inquietante
maldad. Tenía la estructura facial y el cuerpo de un dios
romano: pómulos altos, mandíbula angulosa y una piel tan
perfecta y suave como la porcelana. ¿Qué clase de
monstruo tendría un aspecto como ese?
Los de la peor calaña, era evidente.
—¿Qué... qué eres? —le pregunté con voz temblorosa,
puesto que los escalofríos que me recorrían el cuerpo
también me agarrotaban las cuerdas vocales—. ¿Dónde
estoy?
Al verlo solo, el terror me sacudió con tanta violencia
que temí caer al suelo.
—Esto es absolutamente fantástico —susurró—. Y yo que
me preguntaba por qué los humanos habrían enviado a un
arma tan inútil como tú. Venía a llevarme tu cabeza para
enviarla de vuelta como advertencia.
Tenía una voz tan profunda y queda que se me ponían los
pelos de punta al oírla. Era espeluznante y venenosa y daba
la sensación de tener el poder de hechizarte si la criatura
así lo quisiese.
Avanzó hacia mí lentamente. Cada paso cargaba con la
única intención de infundirme un creciente miedo. Había
curvado tanto la comisura derecha de sus labios que un
hoyuelo había aparecido en su estúpida y atractiva mejilla.
En cualquier otra persona, resultaría adorable, pero, a él,
el hoyuelo lo hacía parecer salvaje y siniestro.
Siguió avanzando hasta que me arrinconó contra el viejo
árbol y la corteza me arañó la espalda al pegarme más a
ella. Incluso de cerca, la oscuridad parecía fundirse con su
piel, de manera que ambos nos confundíamos con la
negrura de la noche.
—Nadie me ha enviado aquí. Estaba caminando sola por
el bosque y me caí. No sé cómo, pero supongo que acabé
aterrizando sobre ti y lo siento. Ha habido algún tipo de
malentendido. No quiero hacerte ningún daño, así que, por
favor, te suplico que me dejes marchar. Encontraré el
camino de regreso a casa sola. Nunca jamás volverás a
verme, pero, por favor, no me hagas más daño —supliqué
en apenas un hilo de voz, puesto que el miedo se tragaba
mis palabras antes de que alcanzasen un volumen normal.
Las lágrimas me corrieron por el rostro y me cayeron por
la barbilla.
Aquellos fríos ojos azules no se apartaron de mí ni un
segundo. Tenía una expresión tan estoica que lo habría
creído una estatua sin vida de no haber sido por el placer
predador que adoptaron brevemente sus facciones al
asustarme. Relajó la postura al apoyar las manos contra el
tronco, a cada lado de mi cabeza. Siempre me había
considerado una persona inteligente, pero el miedo me
había dejado la mente en blanco, así que fui incapaz de
elaborar un plan de escape. No había sentido tanto pavor
en la vida. Prácticamente me impedía hablar. Hacía tan solo
unos minutos, ese hombre me había clavado las garras en
los hombros y me había inmovilizado para que otro me
atravesara con una espada.
—Vaya, he de admitir que eres buena —ronroneó.
El hoyuelo apareció de nuevo en su mejilla cuando me
agarró de la cintura con una mano enguantada.
Sin pensármelo dos veces, le asesté una bofetada. Con
todas mis ganas.
Fue una reacción instintiva.
Me cubrí la boca con una mano temblorosa y me
preparé, presa del horror, para la reacción, sin duda,
inminente, del monstruo.
Le había golpeado tan fuerte que le había girado la cara,
así que volvió a mirarme lentamente. Su perfil era como el
retrato de un dios griego.
—Lo siento muchísimo… —farfullé pese a que me
temblaba la mandíbula y apenas podía hablar.
La criatura me agarró de la barbilla con una mano
enorme.
Un pequeño quejido escapó de mis labios al intentar
darle un empujón para obligarlo a soltarme, pero su pecho
era aún más firme que el roble contra el que me apoyaba.
—Por favor… —sollocé.
Su mirada azul cielo resplandeció con un brillo
amenazador que no había visto hasta ahora.
—Cada vez son más listos —ronroneó contra mi oído sin
soltarme el rostro.
El guante de cuero negro en absoluto suavizaba el efecto
de su exigente agarre. Además, su cuerpo musculoso era
como una prensa que me aplastaba contra el grueso tronco
del árbol.
—No tienes por qué hacerte la tonta, humana. Me
resulta de lo más curioso que no estés muerta. Es evidente
que no eres tan estúpida como había pensado en un
principio.
Cada una de sus palabras destilaba repulsión.
Me estremecí al notar como su voz me acariciaba la piel
sucia de la oreja y el cuello.
El descomunal ser dio un paso atrás y me soltó el rostro.
Justo cuando estaba a punto de dejar escapar un suspiro
de alivio, algo frío y afilado me atravesó el pecho, lo cual
me hizo escupir un grito ronco y aferrarme
desesperadamente al árbol que tenía tras de mí.
Los zarcillos de humo negro se agitaron a la espalda del
cretino que me acababa de apuñalar. El ala derecha fluía
como un manto denso y translúcido cuyos bordes se
desdibujaban suavemente en la noche. Por otro lado, el ala
izquierda formaba unos salvajes remolinos negros como el
hollín y había tomado la forma de una mano contra mi
corazón. Los «dedos» de humo eran afilados como cuchillos
y se habían enterrado en mi piel.
Grité de dolor y agité los brazos en todas direcciones con
la esperanza de encontrar una forma de zafarme de la
despreciable criatura, pero fue en vano. Mis manos
atravesaron los zarcillos que componían sus alas como si no
fuesen más que el humo de una fogata de campamento. Sin
remitir ni por un solo momento, el dolor se hizo más
intenso cuando me enterró las garras como dagas de humo
en el pecho. Mientras tanto, una sonrisa sádica le
iluminaba el rostro.
—Cuéntame cómo sobreviviste al ataque y dejaré libre lo
que queda de tu maltrecho corazón mortal. —Sus ojos
desalmados se oscurecieron de una forma casi
imperceptible al recorrer mi cuerpo expuesto—. Dime, ¿qué
se siente al saber que los humanos han desperdiciado hasta
tu último aliento al enviarte a matar a un hombre que no
puede morir?
Caí de rodillas, incapaz de comprender qué estaba
ocurriendo o de lidiar con el dolor ni por un solo segundo
más.
Nadie en su sano juicio creería que yo era una asesina.
¿Y por qué pensaría que me habían enviado los humanos?
Me habría reído ante semejante ocurrencia de no haber
sido por el dolor. No me atrevía a seguir negándolo, eso sí,
puesto que solo parecía enfadarlo más. Lo último que
quería era poner a los zorros que me habían salvado en
peligro, pero, con suerte, ya estarían lejos del claro. El
incesante dolor de cabeza que me atenazaba seguía
bloqueando todos y cada uno de mis pensamientos, sin
importar lo útiles que me hubiesen resultado.
—Un zorro —resollé sin aliento mientras jugueteaba con
mi muela del juicio suelta en un nervioso frenesí.
De pronto, se quedó inmóvil.
Incluso el humo negro pareció dejar de retorcerse. Si no
lo hubiese visto moverse hasta ese preciso instante, lo
habría confundido con una estatua sin cuestionármelo
siquiera.
La preocupación y la confusión se entremezclaron en sus
cejas oscuras al fruncir ligeramente el ceño. Luego, me
soltó.
Caí al suelo con un ruido sordo y me abrí una herida en
la barbilla al golpeármela con una roca.
Me dolía todo el cuerpo, incluso en zonas que nunca
habría esperado. Estaba cubierta de tierra y sangre.
Notaba el pelo apelmazado y pegajoso. Era evidente que
estaba delirando porque era imposible que este malvado
modelo de Calvin Klein enorme, musculoso y con alas
hechas de humo fuese real. Por no mencionar al zorro de
resplandeciente pelaje dorado que había tratado de
atacarme antes de caer en este mundo alternativo de
pesadilla, pero que luego me había seguido y me había
salvado la vida. Venga ya, ¿qué más podía pasar?
Ni siquiera me sentía capaz de llorar. Estaba demasiado
aturdida.
Me senté, me limpié la sangre de la barbilla y enterré las
manos en la tela negra y sucia que me cubría el pecho.
Esas horribles garras de humo no me habían dejado
ninguna marca visible en la piel.
Menudo truquito más perverso.
Sabía que, de haberlo querido, podría haberme
arrancado el corazón sin inmutarse. Lo había notado. Por
algún motivo, la mención del zorro lo había descolocado.
Levanté la vista para encontrarme con sus ojos, que
evaluaban cada uno de mis movimientos como los de un
ave de presa. Un brillo que no alcancé a identificar destelló
en su mirada por un segundo cuando me vio colocarme el
vestido por enésima vez para cubrirme el trasero. No sé
por qué me molesté en hacerlo. Lo había tenido al aire casi
todo el rato.
¿Fue… miedo lo que había visto en sus ojos? ¿Me tenía
miedo a mí?
Me eché a reír.
—¿Qué te hizo el zorro? —preguntó, y volvió a cernirse
sobre mí.
En cuanto se acercó, el miedo reemplazó por completo a
la risa. No sobreviviría a otra experiencia cercana a la
muerte.
Nunca habría esperado decirme algo así a mí misma.
El motivo por el que el zorro incomodaba a esta criatura
importaba poco, pero necesitaba hacer lo que estuviese en
mi mano para sobrevivir y salir de aquí.
Independientemente de lo que eso significase.
—No.
—¿No? —Arqueó las cejas, sorprendido.
—¿Dónde estoy? ¿Quién eres? —pregunté con una voz
cargada de una confianza que no era real.
Me sentía de lo más débil. ¿Sobreviviría si echase a
correr? ¿Sería capaz de encontrar otro portal? ¿Habría más
portales?
El ser se acercó todavía más a mí y, desde arriba, me
agarró por el pelo de la nuca para echarme la cabeza hacia
atrás hasta hacerme daño. Su mirada fulminante irradiaba
ira.
—Conque a esto es a lo que quieres jugar, ¿eh? —rugió
enfadado a la vez que tiraba todavía más de mi cabeza,
como si fuese una muñeca de trapo.
—¡No estoy jugando a ningún juego! —exclamé ya harta.
—Príncipe Mendax, ¿va todo…?
Un hombre grande y orondo ataviado con una armadura
negra se detuvo abruptamente al ver al susodicho
agarrándome del pelo.
—Todo va bien, Dirac —dijo el príncipe sin apartar sus
enajenados ojos azules de los míos.
—¡Nada va bien, Dirac! —le grité al hombre de cabellos
castaños que permanecía a mi izquierda. No pude ver
ningún detalle más de él, puesto que todavía estaba oscuro,
pero sentía su mirada desencajada sobre nosotros—. Dile a
tu asqueroso jefe que deje de zarandearme como a un
perro y que me suelte. ¡No soy una asesina! ¡No le haría
daño ni a una mosca!
Cuando terminé de gritar, sacudí los brazos y las piernas
e intenté atizar al supuesto príncipe Mendax.
El desgraciado miró a su camarada y sonrió.
—¿Cómo es que… cómo es que sigue viva, señor? —
preguntó el tal Dirac sin dirigirse a mí ni por un momento.
—Parece ser que ha tenido ayuda. Lo que no sé es por
qué se prestarían a ayudarla ni cómo la han curado. De
hecho, ni siquiera estoy seguro de creer lo que dice.
También asegura no saber quién soy —dijo, volviendo a
mirarme con una sonrisa de suficiencia.
El hoyuelo volvió a hacer acto de presencia y le concedió
una apariencia juvenil que me desarmó pese a la frialdad
del resto de sus facciones.
—¿Qué queréis hacer con ella entonces? ¿La matamos o
la encerramos? —preguntó el idiota de Dirac con tono
aburrido.
—Matarla tan rápido ha sido una imprudencia por mi
parte. Los humanos se las han arreglado para
sorprenderme. Mírala, Dirac —dijo el príncipe antes de
zarandearme y empujarme la cabeza hacia abajo para que
el otro hombre pudiese mirarme—. Si los humanos han sido
tan estúpidos como para enviar a… —arrugó el rostro para
demostrar el asco que le daba, pese a que no dejaba de
recorrer mi cuerpo con sus ojos pálidos— a una criatura
tan repugnante como esta para matarme, estoy seguro de
que sería un desperdicio no utilizarla antes de hacer que
vuelva por donde ha venido.
Volvió a sonreír, pero, esta vez, sus ojos se oscurecieron
antes de soltarme y dejarme caer al suelo con un resoplido.
—¿Me… me dejarás regresar? ¿Regresaré a casa? —
clamé sin levantar la vista del suelo mientras intentaba
recuperarme con desesperación.
—Por supuesto —dijo el aterrador príncipe al dar un paso
atrás y alejarse de mí—. Muerta, claro está. Le
devolveremos a los humanos tu cuerpo una vez que
hayamos abusado de él hasta dejarlo irreconocible. Será
una muestra de lo que les esperará una vez tengamos
acceso a tu mundo. Estoy seguro de que hay un par de
ogros de las cocinas a los que no les importaría hincarte el
diente antes de que los moradores de los pantanos acaben
contigo —murmuró con un grave tono sombrío y un brillo
amenazador en la mirada.
—¡No permitiré que me toquéis! —aullé.
La idea de que cualquiera, sobre todo él, me pusiese un
solo dedo encima hacía que el miedo me pusiese frenética.
El príncipe sonrió al ver mi horrorizada reacción. Me
mostró los dientes blancos en una sonrisa, pero sus ojos,
igual que las veces anteriores, no compartieron el mismo
sentimiento. Los remolinos de humo negro habían
continuado flotando a su espalda en la forma de unas
enormes alas, pero ahora parecían imitar la forma de las
alas segmentadas de una mariposa.
—Nunca me rebajaría a tocar a una humana como tú,
cachorrito. Los miembros de la realeza preferiríamos arder
antes que sacrificar nuestra dignidad al tocar a alguien de
tu calaña. Puede que otros consideren a los humanos un
raro manjar, pero los Asesinos Sombríos estaríamos
dispuestos a renunciar al control del reino antes de
mancillar nuestra estirpe con el ponzoñoso toque de un
humano. Pero no te preocupes, estoy seguro de que hay
muchas otras criaturas dispuestas a ignorar la especie a la
que perteneces… Y, si no, te taparemos la cabeza con una
bolsa o lo que haga falta. —Esbozó una siniestra sonrisa de
evidente satisfacción por haberme aterrorizado antes de
alejarse—. Dirac, llévatela a la torre de las mazmorras
junto al resto de ratas y alimañas. Estoy seguro de que la
reina se mostrará de lo más complacida. Nadie detesta a
los humanos tanto como madre.
Su silueta se perdió en la oscuridad del bosque.
—¡Por favor, te lo ruego! ¡Déjame marchar! ¡Yo no
pertenezco a este lugar! ¡Por favor! —le rogué al tal Dirac
mientras retrocedía.
—Bueno, es evidente que no perteneces a este lugar,
desde luego —refunfuñó el hombre, molesto por tener que
perseguirme—. Ven aquí o me obligarás a hacerte daño. Te
juro por mi vida que ningún zorro podrá salvarte allí a
donde vamos.
Se lanzó a por mí y me atrapó con facilidad antes de
cargarme al hombro mientras yo le daba patadas y sacudía
los brazos en todas direcciones.
—¡Para, por favor! ¡No quiero haceros ningún daño! ¡Por
favor, déjame marchar! —grité y pataleé mientras me daba
golpes en la cabeza contra la armadura de Dirac.
Al igual que su príncipe, era mucho más grande y fuerte
que cualquier hombre humano.
—Te ruego que pares. Ya sabes que no puedo dejarte ir
—farfulló con impaciencia al salir del claro del bosque y
adentrarse en la espesura.
—¿A dónde me llevas? ¿Por qué no van los zorros allí?
—Porque te llevo a las mazmorras de la Corte Oscura —
masculló— y, una vez dentro del castillo, ya nada podrá
salvarte.
Capítulo 8

Callie

S i mis cálculos eran correctos, habían pasado dos


semanas desde que me había despertado en la
mazmorra. Iba haciendo marcas en la pared para llevar
la cuenta de los cambios de guardia.
Al principio, lloré sin descanso. Creo que pasé días
enteros llorando apoyada contra los enormes barrotes de
hierro de la celda.
Nadie vino a salvarme.
La policía no apareció.
Ni Earl ni Cecelia ni Cliff irrumpieron en la mazmorra
para tirar abajo los barrotes y liberarme. Mi familia no
derribó la pared de la celda para sacarme del castillo. No
me desperté en la cama estéril de un hospital rodeada de
mi familia.
Algo en lo más profundo de mi ser —algo que sentía
desde que era una niña— me decía que alguien vendría a
salvarme. Que alguna especie de guardián acudiría en mi
ayuda, ya fuese la policía, los bomberos, el ejército, el FBI o
incluso algún departamento secreto del gobierno del que
nunca había oído hablar.
Sabía que alguien vendría a por mí.
Un rostro familiar aparecería de repente y me atraería
hacia sí con un firme abrazo. Entonces chocaría con el
hombro de esa persona y mis fosas nasales se inundarían
de su aroma reconfortante y seguro. Me secaría las
lágrimas y me diría que todo iba a estar bien, que iba a
ponerme a salvo. Me estrecharía con fuerza y, en cuanto
sus brazos me rodeasen, la tensión abandonaría mis
músculos porque sabría que estaba segura, que esa
persona cuidaría de mí. Que nadie más me haría daño.
Pero nadie vino a por mí.
En la oscuridad y solitud de mi pequeña celda, pensé que
había perdido la cabeza.
Me negué a comer las escasas raciones de arroz y pan
que me traían. Pasé días ayunando con la glorificada
esperanza de desintoxicarme del alucinógeno o del veneno
que debía de estar corriendo por mis venas.
No me rendiría. Haría lo que fuese necesario por
regresar junto a la familia que me quedaba.
Me llamo Callie Peterson y soy una orgullosa bióloga
ambiental y técnica de laboratorio. Estaba cruzando el
bosque para ir a recuperar mi microscopio cuando me topé
con un grupo anómalo de mariposas luna y un círculo
perfecto de ángeles de la destrucción. Al entrar en el anillo
de hongos, todo se volvió… menos real. Vivo en el 4313 de
Sassafras Road, en Willow Springs, Michigan. Me llamo
Callie Peterson y soy una orgullosa bióloga ambiental y
técnica de laboratorio. Estaba cruzando el bosque para ir a
recuperar mi microscopio cuando me topé con un grupo
anómalo de mariposas luna y un círculo perfecto de ángeles
de la destrucción. Vivo en el 4313 de Sassafras Road, en
Willow Springs, Michigan.
Me repetí todo aquello un millón de veces al día, puesto
que me negaba a olvidarme de quién era. Apoyé la espalda
contra la piedra fría de la húmeda pared de la mazmorra y
noté el rígido material clavado en la piel a través del sucio
vestido negro. Cerré los ojos ante el alivio que me generaba
esa sensación, puesto que me ayudaba a sentir algo distinto
al miedo y la preocupación.
Unos enormes grilletes de hierro unidos por una larga y
pesada cadena que me llegaba hasta las rodillas me
rodeaban las muñecas. El metal de un frío perpetuo me
rozaba la piel hasta hacerme heridas, pero también
agradecía el dolor, puesto que me recordaba que seguía lo
suficientemente viva como para sentir algo.
No había ventanas ni grietas a través de las cuales ver la
luz del día, aunque una parte de mí dudaba de que el sol se
molestase en brillar en este mundo. Todo lo que había visto
y oído aquí apestaba a oscuridad y tinieblas.
La mazmorra estaba compuesta por pequeñas celdas de
paredes sucias de roca y ladrillo y cada una estaba
rematada por unos siniestros barrotes de hierro. Oía el eco
de los gritos y los ruidos inhumanos de las celdas vecinas
día y noche. Nadie salvo los guardias hablaba. Todo estaba
sucio y cubierto por un desagradable tinte marrón. El lugar
estaba tan poco iluminado que apenas se veían un par de
recuadros de luz ambarina sobre el suelo de piedra allí
donde el fulgor de las antorchas del pasillo se colaba entre
los barrotes de hierro. Aparte de eso, la única luz que
llegaba a mi celda era la que se veía a través de una
diminuta abertura en un ladrillo. Parecía conducir a un
pasillo o a otra estancia con un fuego o alguna especie de
antorcha que mantenía el interior iluminado. Era una fisura
muy pequeña en la pared y lo máximo que alcanzaba a ver
si me pegaba al agujero durante el tiempo suficiente eran
luces y sombras.
Al poco de encontrar la abertura, me había propuesto
escapar. Pasé cada segundo de mi tiempo ideando planes y
barajando teorías que me permitiesen tirar abajo el muro y
salir de allí.
Las únicas personas a las que veía eran los guardias que
estaban a cargo de la mazmorra y me traían comida a la
celda. Eso si no decidían ponerse a comer delante de mí.
La mayor parte del tiempo, llevaban esa espesa
armadura negra que les cubría casi de pies a cabeza.
Además, calzaban unas resistentes botas que retumbaban
contra el suelo de piedra al caminar por el pasillo. De vez
en cuando, también se detenían a orinar dentro de las
celdas o a gritar a los presos. Los aullidos y protestas de
mis compañeros de encierro se iban apagando en una lenta
sucesión a medida que los guardias pasaban por delante de
sus respectivas celdas, pero volvían a oírse una vez que los
dejaban atrás.
Había dos de ellos, siempre los mismos, que se paraban
con regularidad delante de la celda y me miraban fijamente
entre los barrotes. Nunca me dirigían la palabra, pero los
oía hablar entre ellos. Por lo que había entendido, estas
criaturas eran fae, pero no pertenecían al bando de los
buenos. Ya varias veces había oído mencionar a los dos
reinos de las hadas: el de los fae oscuros y el de los fae
luminosos. Al parecer, eran reinos enfrentados. Yo me
encontraba presa en el primero, claro, que para mí se
asemejaba más al infierno. Los oscuros odiaban mucho más
a los luminosos de lo que detestaban a los humanos. Sin
embargo, por lo que había oído comentar a dos de los
guardias más jóvenes, nadie aborrecía a sus opuestos tanto
como los Asesinos de Humo: el príncipe y la reina de la
Corte Oscura. Según había entendido cuando los escuché
hablar a hurtadillas, muchos de los otros miembros de la
realeza consideraban a los humanos una exquisitez sexual
de lo más exótica. Fantástico.
Hubo una noche en que me despertó un gruñido.
Uno de los guardias se encontraba ante los barrotes de
hierro de mi celda, aunque no veía nada más que una
silueta descomunal. Al principio, pensé que era él quien
gruñía, pero enseguida aparecieron otros dos guardias a su
lado, como si se hubiesen materializado de la nada para
alejarlo de mí.
Me fijé en que el guardia bajito del día anterior estaba
tirado en el suelo, un bulto envuelto en armadura que
profería unos escandalosos gruñidos de dolor. Aquel había
sido el sonido que me había despertado.
El guardia que se cernía sobre los barrotes de mi celda
dejó escapar un lamento.
Sonó como un quejido canino o lobuno.
Me levanté apresuradamente del camastro para
esconderme en un rincón. No tenía dónde resguardarme,
pero, cuando la oscuridad me envolvía, si bien la diferencia
era mínima, me sentía un poco más segura. Tan pronto
como me moví, el enorme guardia gritó más alto e intentó
abrir la puerta de mi celda.
Otros dos guardias más aparecieron a su lado. Entre los
cuatro, intentaron alejar a su compañero de mí mientras
este exigía a voz en grito que lo dejasen entrar donde yo
me encontraba.
Los violentos temblores que me atenazaron me nublaron
la visión y el afligido tono de sus lamentos me obligó a
cerrar los ojos durante unos segundos. Necesitaba
convencer a mi mente aterrada de que todo saldría bien, de
que no entraría a hacerme daño.
Cuando volví a abrirlos, atisbé un último movimiento
antes de que todos los guardias se desvaneciesen,
incluyendo el que estaba tendido en el suelo. El grandote
del centro se había levantado el visor del casco de metal
negro y, por una fracción de segundo, vi el rostro de quien
había aullado como un perro para pedir que lo dejaran
entrar a matarme. Estaba cubierto de pelo y tenía unas
orejas puntiagudas como las de un lobo. Era como si fuese
mitad hombre mitad animal. El pelaje marrón oscuro casi
parecía una barba que se había dejado crecer de forma
descuidada. Me lanzó una mirada llena de dolor y clavó sus
luminosos ojos marrones en los míos, como si pudiese ver
cada uno de mis movimientos en la oscuridad. Su expresión
angustiada me impactó muchísimo. Parecía destrozado, no
enfadado.
¿A dónde habían ido? Fue como si hubiesen estado ante
mí un segundo y… al siguiente no. Me quedé mirando el
lugar que habían ocupado sin terminar de creer lo que
había visto.
Se me había encogido el corazón al ver su rostro. Era el
mismo sentimiento que me atenazaba el pecho cada vez
que me encontraba un animal herido y me veía embargada
por la necesidad de ponerlo a salvo y asegurarme de que
quedaba bien atendido.
Una vocecilla en mi interior me dijo que algo le ocurría y
yo no podía hacer nada para ayudarlo. ¿Por qué me había
mirado de esa manera?
El brusco sonido de una criatura que correteaba por el
suelo me sacó de la entumecida seguridad de mis
pensamientos.
Una enorme rata marrón se había lanzado contra el
estrecho agujero del ladrillo y, en su desesperación por
colar su rollizo cuerpo por la diminuta abertura, incluso se
arrancó un mechón de pelaje grasiento.
No era ninguna sorpresa que hubiese ratas, puesto que
andaban correteando por la mazmorra a todas horas. En
alguna ocasión, en mi pequeña celda habían llegado a
congregarse hasta veinte ratas. Eran adorables y agradecía
que me hiciesen compañía. A veces incluso se agolpaban en
torno a mis pies congelados para calentármelos. Nunca se
quedaban durante mucho tiempo y se movían frenéticas,
como si ellas también fuesen prisioneras y temiesen a los
guardias. A lo mejor así era. Acabar convertida en una
alimaña era un castigo que estaba a otro nivel.
Enseguida me di cuenta de que la rata marrón era
distinta. Por un lado, era mucho más grande que las demás.
En vez de pasar entre los barrotes como el resto, había
aparecido por el estrecho ladrillo roto. No sabía cómo se
las había arreglado para caber por ahí con el tamaño que
tenía.
No me dio miedo. A excepción de las serpientes, los
animales nunca me habían dado motivos para temerlos.
Siempre habían estado ahí para mí y algunos incluso
parecían buscar mi compañía, cosa que yo agradecía de
corazón. Siendo sincera, en ciertos momentos, los animales
habían sido mis únicos amigos.
Esta rata no se parecía a ninguna otra criatura con la
que me hubiese topado antes y pronto descubrí por qué.
Hablaba.
Con el tiempo, empezó a venir a hacerme compañía
regularmente. Me avisaba de qué guardias estaban de
servicio y me daba cualquier detalle valioso que pudiese
hacerme la estancia más llevadera.
Un día, me las arreglé para guardar una ración del
alimento encurtido y extremadamente ácido que solían
incluir en las comidas. Lo dejé bajo mi catre durante unos
días para que sus propiedades se concentrasen más y, con
ello, preparé una pasta que fue erosionando la argamasa
del ladrillo roto poco a poco. Tardé días en agrandar el
agujero por el que se colaba la rata, puesto que apenas
contaba con la cantidad suficiente de ácido para completar
esa pequeñísima tarea. Sin embargo, estaba segura de que
ir almacenando las raciones encurtidas me acabaría
ayudando a escapar.
La rata huía en cuanto le preguntaba su nombre, así que,
con la esperanza de que se quedara más tiempo conmigo,
pronto dejé de sacar el tema. Más tarde me recomendó no
preguntarle su nombre a ningún fae si quería seguir
viviendo. Para ellos, los nombres completos albergaban un
gran poder del que era fácil abusar, así que no compartían
su verdadera identidad con nadie. Ni siquiera las parejas
casadas compartían esa información.
De vez en cuando, mi pequeña celda quedaba tan
abarrotada de otras ratas y criaturas no identificadas que
la rata marrón tenía que encargarse de espantarlas en
actitud protectora. En algunas ocasiones, me entristecía
quedarme sola, pero al otro animalillo no parecía gustarle
que las demás se acercaran a mí.
Un día, oí el chirrido del ladrillo al rozar con el suelo, así
que corrí hacia el rincón oscuro, emocionada por verla.
—Se acerca. ¡Se acerca y no voy a poder protegerte! —se
lamentó.
Su vocecilla suave pero grave sonó acongojada mientras
trataba de recuperar el aliento.
Me quedé lívida. Se me detuvo el corazón al procesar la
expresión descompuesta en su rostro de roedor.
—Escúchame bien. ¡Se está acercando y no puedo hacer
nada para detenerlo!
Se subió a uno de mis hombros y bajó por el otro en una
nerviosa carrera.
—¿Qué es lo que se acerca? —pregunté en una voz
apenas perceptible por el miedo.
—El morador de los pantanos. ¡El príncipe ha ordenado
que lo traigan a tu celda! —exclamó mientras se tiraba de
los diminutos bigotes, desolado.
—¿Qué es un morador de los pantanos? —susurré con
voz temblorosa.
Justo en ese momento, se oyó un repiqueteo metálico y el
sonido de unos pesados pasos reverberó por el extremo
opuesto de la mazmorra. Los gritos y quejidos de los otros
prisioneros se intensificaron a medida que las pisadas
avanzaron por el pasillo de piedra. Se fueron oyendo más y
más a medida que la criatura se acercaba a mi celda.
—¡Ay! ¡Te he fallado! ¡Pase lo que pase, no hagas ruido!
¡Te hará daño! ¡Ay, estrellas del cielo! —gritó la rata
marrón antes de tener oportunidad de contarme más cosas.
Unas cuantas sombras se proyectaron sobre los barrotes
de hierro de mi puerta y yo me quedé paralizada al darme
cuenta de que ya habían llegado.
Cuando me moví para proteger a la rata marrón con mi
cuerpo, esta ya se había esfumado. Debía de haber
escapado al lugar a donde iba cuando me dejaba sola.
Volví a clavar la vista en los barrotes desde donde me
encontraba, agazapada contra el rincón oscuro de mi celda.
Una criatura bajita y rechoncha entró con paso arrogante
en la celda en cuanto le abrieron la puerta.
Enseguida posó la mirada en las sombras del rincón
donde me estaba ocultando y profirió unas carcajadas frías
y rechinantes.
¿Acaso podía ver en la oscuridad?
Me pegué más contra la fría pared que tenía a la
espalda, rezando con todas mis ganas para que cediese por
arte de magia y me permitiese resguardarme al otro lado.
¿Qué aspecto tendría un lugar seguro en un sitio como
este?
La criatura debía de medir lo mismo que un hombre
humano, alrededor de un metro ochenta, y tenía un cuerpo
redondeado, con un tinte verdoso en la piel que le daba un
aspecto mugriento. Era como un cruce entre un sapo y un
humano, sin pelo y sin orejas. Sus enormes ojos verdes e
inyectados en sangre me pusieron los pelos de punta. Tenía
la mirada de quien solo alberga maldad en el corazón. Me
recordaba a los fríos ojos azules del otro fae.
—Así que el príncipe me ha dejado un regalo después de
todo —croó. De hecho, su voz sonó mil veces más parecida
a la que tendría una rana que a la de un humano.
Esbozó la sonrisa más espeluznante que había visto en la
vida para mostrarme cientos de dientes afilados como
agujas. Las púas amarillentas y podridas ni siquiera
dejaban espacio en su boca para una lengua.
Grité, incapaz de ahogar un alarido al recordar
demasiado tarde el consejo que me había dado la rata
marrón. Me tapé la boca con la mano de golpe y deseé
poder volver atrás en el tiempo para permanecer callada.
El morador de los pantanos se estremeció al oír mi grito.
Se dejó caer sobre las cuatro extremidades anormalmente
largas y torció la cabeza hacia un lado. Mientras observaba
todos y cada uno de mis movimientos, sus ojos se volvieron
rojos por un segundo. Luego recuperaron su anterior tono
verde.
—Va a ser verdad que el príncipe intenta ganarse mi
favor después de todo —le dijo el morador al guardia con
tono divertido y, en un ronco graznido, añadió—: Tiene
tanto miedo que casi puedo saborearlo. Podría pasarme una
eternidad en esta mazmorra con tal de disfrutar de su
exquisito aroma.
—Su Alteza ha dicho que puedes hacer con ella lo que te
venga en gana, pero ha exigido que le llamemos para darle
el golpe de gracia a la asesina cuando esté a punto de
morir —farfulló impasible el guardia al cerrar la puerta de
la celda tras la horrenda criatura—. Ándate con cuidado si
te transformas en un animal, morador. Hemos estado
teniendo problemas con los animales y los cambiaformas
porque se sienten atraídos por ella. La asesina es peligrosa
y por eso Mendax te la ofrece como regalo.
El guardia comprobó una última vez que la resistente
cerradura de hierro estuviese bien cerrada.
—¿Cómo que se sienten atraídos por ella? Es humana, lo
huelo. Hasta el fae oscuro más débil podría luchar contra el
poder de una de esas criaturas. —Escupió sus palabras con
un evidente asco—. A no ser que quisieran ver esa débil
boquita gritando de dolor. —Bajó la voz hasta convertirla en
un gruñido que lanzó en mi dirección.
—¿Y a mí qué me cuentas? —dijo el guardia, que sonaba
aburrido y confundido—. Incluso los guardias
cambiaformas están teniendo problemas. —Se inclinó para
acercarse más a los barrotes, como si fuese a contarle un
secreto—. Tuvimos que sacar al capitán Walter de aquí a la
fuerza. ¿Te puedes creer que estaba intentando ayudarla a
escapar? Todavía no me explico que el mejor amigo del
príncipe intentara liberar a la asesina.
Los ojos del morador se tornaron negros por un segundo
y la criatura se sacudió. Volvió a ponerse a dos patas al
girarse a mirar al guardia con una expresión indescifrable.
—¿Que ha manipulado al mismísimo capitán Walter? —Se
volvió para mirarme. La confusión empapaba sus
desagradables facciones—. Solo por eso, te mantendré con
vida. —Esbozó una sonrisa escalofriante y se lamió un ojo
con una lengua preocupantemente larga antes de añadir—:
Detesto a ese tipejo.
Se chascó el cuello como si quisiera estirarlo para aliviar
un calambre, pero se le quedó colgando en un ángulo
grotesco. Parecía roto.
Grité antes de cubrirme la boca con ambas manos.
Incluso aunque no hubiese dejado escapar sonido alguno,
estaba segura de que la criatura podía oír los sonoros
latidos de mi corazón.
El hombre sapo volvió a ponerse a cuatro patas y sus
ojos adoptaron un brillo rojizo. Esta vez el intenso carmesí
de su mirada destronó al verde por completo. La criatura
dejó escapar un gemido y se sacudió de pies a cabeza al
agazaparse hasta pegar su robusto vientre contra el suelo
de piedra.
—Ssssssí. Hace siglos que no saboreo el miedo humano
—gimió mientras levantaba la cabeza y cerraba esos ojos
tan desagradables—. Me temo que no voy a ser capaz de
mantenerte con vida hasta el final de la semana.
Se acercó a mí deslizando la barriga verdosa por el
suelo. Arrastraba las patas traseras en una postura
extraña, como si solo pudiese mover los brazos. Me quedé
paralizada de miedo. Me había llegado la hora. Iba a morir.
—¡No me hagas daño, por favor! ¡Te lo ruego! —sollocé,
y las lágrimas trazaron surcos calientes por mis mejillas.
Miré a ver si el guardia seguía al otro lado de la puerta
de la celda, pero se había esfumado.
El color rojo de los ojos del morador se fue intensificando
a medida que cerraba la distancia que nos separaba. Se
detuvo a unos pocos pasos de mí.
Al oírme suplicar, la criatura de aspecto viscoso se
estremeció y comenzó a frotarse contra el suelo, moviendo
la pelvis en actitud lasciva mientras me miraba fijamente,
con la boca entreabierta.
Volví a gritar, incapaz de ocultar el pavor que me
provocaba lo que estaba viendo.
—¡Joder, me encanta! —graznó sin dejar de asestar
violentas embestidas contra el suelo. No pestañeó ni una
sola vez—. Te voy a dejar seco ese frágil cráneo de humana
que tienes y me lo voy a follar mientras me deleito con tus
suculentos gritos hasta que mi semilla rebose por cada
orificio. Pasarás una semana entera chillando y acabarás
suplicando que te mate.
Parecía estar teniendo problemas para moverse, pero no
dejaba de embestir el suelo con el tren inferior.
Se estaba masturbando con mi miedo.
Traté de ahogar el pánico que me embargaba, pero unos
diminutos ruiditos de terror siguieron escapando de entre
mis labios, sin importar cuánto me esforzase por
tragármelos.
Intenté cubrirme el trasero con el vestido sucio,
desesperada por ocultarme de los desagradables ojos rojos
de la criatura, aunque sabía que la piel que quedaba al
descubierto no era lo que le estaba excitando.
Era mi miedo.
Por fin conseguí acallar mis quejidos. No iba a regalarle
a este monstruo ni una sola reacción más. Volvería a ver a
mi familia. Escaparía de este lugar. Me negaba a
permitirme creer lo contrario.
Me sacudí como una hoja atrapada en un vendaval y los
mechones sueltos y encrespados que me enmarcaban la
cara, que quedaron presa del violento temblor, se me
metieron en los ojos.
El monstruo dejó de montar el suelo de piedra para
fulminarme con los vibrantes ojos rojos entornados.
—Conque te crees muy fuerte, ¿eh? Por mucho que seas
una asesina, sigo percibiendo tu miedo. Si el príncipe así lo
desea, permitiré que su ejército cruce mi pantano por
haberle concedido este regalo a mi esencia. Aunque no
pienso dejar que sea él quien te dé el golpe de gracia. No,
ese placer será mío también.
La criatura extendió una garra y me sujetó la cabeza con
firmeza.
Tuve que morderme las manos para no gritar, puesto que
solo conseguiría alimentar su sed. El sabor metálico de la
sangre me empapó la lengua e intensificó todavía más mi
miedo. La situación me estaba sobrepasando; mi mente
humana empezaba a derrumbarse por el miedo. Aunque
estaba a punto de desmayarme, me bastó con pensar en lo
que el monstruo le haría a mi cuerpo si perdía el
conocimiento para serenarme.
Cerré los ojos y me imaginé corriendo por un prado lleno
de flores silvestres para escapar de la celda sucia de la
mazmorra. Me permití perderme en esa imagen. La luz del
sol me calentaba la piel mientras daba vueltas y saltaba
entre las altas y coloridas flores. Imaginé el olor de las
amapolas al enterrar la nariz en los pétalos rojos y
delgados como el papel y fantaseé con la sensación de la
hierba alta al acariciarme la sensible piel de las manos.
De mis labios brotó un alarido tan intenso que me dejó
mareada.
—Ahí está —susurró con voz ronca la asquerosa y
retorcida criatura.
Todavía no me había soltado la cabeza, pero entonces me
enterró las garras sucias en el delicado cuero cabelludo.
Volví a estremecerme. Con la otra manaza, me agarró la
parte superior del muslo izquierdo y me arañó la carne
frágil y desnuda. Se me puso la piel de gallina cuando
continuó pasándome las garras curvas por el cuerpo. Ahora
se frotaba contra mi costado desenfrenadamente. Sus
largas piernas verdes chocaron contra mí a medida que sus
movimientos se fueron volviendo más y más agresivos. De
pronto, abrió los ojos rojos como platos y me desgarró la
piel erizada con un novedoso, lento y repugnante sonido.
Los gemidos e improperios de la criatura inundaron toda la
mazmorra cuando alcanzó el clímax entre espasmos.
Un líquido verde oscuro salió despedido de entre sus
piernas y me salpicó el pecho y la cara.
Lloré a moco tendido mientras los sollozos me sacudían
el cuerpo.
¿Cómo podía estar pasándome esto a mí? Iba a morir
mientras un monstruo se follaba mi cráneo y me cubría de
semen.
De pronto, la mazmorra se vio inundada por un rugido
tan atronador y lleno de rabia que tanto la criatura como yo
inhalamos bruscamente. Sonó muy cerca, quizá al otro lado
de la pared. ¿Sería otro prisionero? Era el sonido más
aterrador que había oído en la vida.
El morador de los pantanos se quedó inmóvil y se
transformó en un pedrusco del tamaño de una sandía. La
roca marrón aterrizó sobre mi espinilla y me la aplastó con
el doloroso peso de…, bueno, un pedrusco, obviamente.
Cayó con un golpe sordo en el suelo a mi lado mientras yo
gemía de dolor.
¿Qué había proferido ese rugido? ¿Es que acaso venía a
por mí una criatura aún peor? ¿Por qué se había dado tanta
prisa el morador en transformarse en una piedra? ¿Era así
como se escondían los de su clase? Aproveché la
oportunidad para ponerme en pie, aunque se me escapó un
quejido al notar el dolor de los cuatro arañazos que me
recorrían el muslo destrozado. Cogí el enorme pedrusco
con la poca fuerza que me quedaba y lo estampé contra el
suelo con la esperanza de que se hiciese añicos.
No tuve esa suerte.
Lo intenté un par de veces más, pero fue en vano, así
que dejé la piedra al otro extremo de la celda, tras el único
otro catre que había.
Mientras intentaba encontrar una manera de inmovilizar
al morador, este volvió a cambiar de forma. Una criatura
que tenía forma de tocón y que me llegaba a la altura de las
rodillas me fulminó con la mirada desde donde había
estado el pedrusco hacía un momento.
—No creas que te has librado de mí, humana. Puede que
su cólera te haya salvado por hoy, pero tu erótico terror es
exquisito y no podrás ocultarlo de mí por mucho tiempo.
Dulces sueños. No hagas ningún ruido o me despertaré con
un hambre todavía más voraz.
Aquel ser rechoncho había cerrado los ojos para dejar
claro que había dado por terminada la conversación.
Retrocedí hasta mi rincón para volver a esconderme de
nuevo, donde traté de contener la hemorragia de mi pierna
y esperé aterrada a descubrir qué más estaba por venir.
Capítulo 9

Callie

E l suelo húmedo de la mazmorra hacía que la minitabla


de aperitivos de diminutos pedacitos de queso que
había estado preparando se me desmoronase cada dos
por tres. Supongo que el ladrillo suelto de la pared de atrás
no tenía mucho de tabla, pero la rata marrón que visitaba
mi celda no se fijaría en ese detalle.
Me reí al ver lo mona que me había quedado con los
trocitos de galleta salada y la miel que había guardado de
la comida del día anterior. Eché un apresurado vistazo por
encima del hombro para comprobar si la criatura dormida
con la que compartía celda me había oído.
No había pegado ojo en toda la noche; me daba pánico
bajar la guardia y que el morador de los pantanos
cumpliese con lo que había prometido hacerme.
Me toqué la herida abierta y ensangrentada que me
había hecho en la cabeza con las garras. No sabía muy bien
cómo era posible, pero mis magulladuras habían
comenzado a sanar, más rápido de lo que lo habrían hecho
en casa.
Me clavé una uña con saña en la herida y mordí un o de
los grilletes de hierro que me rodeaban las muñecas para
ahogar un grito. El sabor metálico de la sangre se mezcló
con el del hierro en mi lengua.
Todavía sentía algo.
La cadena de hierro que unía los grilletes emitía un
sonido metálico cada vez que me movía. Ahogué un
quejido, cerré los ojos con fuerza y agudicé el oído, presa
del pánico.
¿Habría despertado al morador?
Una lágrima escapó de entre mis apretados párpados.
Temblaba de pies a cabeza, pero me apresuré a pegarme
tanto al rincón oscuro en el que me escondía como me fue
posible.
Me pasaba las noches en vela pensando en cómo escapar
de la celda, así como de la amenaza del morador de los
pantanos que me atormentaba. Me pasaba las noches en
vela vigilando su figura dormida para asegurarme de que
no se despertaba. El miedo nunca me abandonaba, ni
siquiera cuando intenté alimentar a la rata marrón una
última vez. El morador no permanecería dormido para
siempre y, cuando se despertara, me mataría. Estaba
segura de ello.
Resultaba que saber que tu hora se acerca era mil veces
peor que la muerte en sí.
Esperé con el corazón en un puño a que llegase el
momento en que el monstruo decidiese mi destino. Me
sorprendía que no se hubiese despertado ya con el sabor de
mi miedo en la boca, puesto que la sensación no había
hecho más que crecer en mi vigilia. Quizá esa había sido su
intención desde el principio. Qué listo.
Temblaba tan violentamente que me daba pánico hacer
ruido.
Como no guardes silencio, se despertará y volverá a
hacerte daño.
Si no había perdido ya el juicio, lo estaba perdiendo en
ese momento. Mi cordura se había ido desgastando poco a
poco, como las hebras de una soga vieja. Empecé a
desmoronarme mientras contemplaba la silueta oscura del
morador de los pantanos, que subía y bajaba con cada
respiración al otro lado de la mazmorra.
Pasó un rato y nada perturbó la calma. Inspiré hondo,
aliviada, y volví a centrarme en la diminuta tabla de
aperitivos.
Podría esperar a ver si me traían más pan a la hora de la
cena, pero no parecía que fueran a molestarse, porque ya
debían de haberme dado por muerta.
En silencio y con sumo cuidado, pasé las piernas por
encima de la cadena oxidada que unía mis grilletes y
extendí los brazos todo lo que pude hacia los lados para
que la gruesa cadena de hierro se tensara contra la parte
baja de mi espalda y dejara de hacer ruido. Deslicé el
ladrillo donde había servido la comida hacia el muro del
que, en un principio, lo había retirado. Me senté en silencio
ante el agujero y esperé pacientemente.
Unos instantes más tarde, la rata marrón se coló por el
orificio. Los únicos sonidos que se escuchaban eran el
profundo ritmo de la respiración del monstruo dormido y
los suaves arañazos de sus uñas contra el húmedo suelo de
piedra de la celda. Incluso los otros prisioneros guardaban
un silencio sepulcral, como si también temiesen despertar
al morador de los pantanos. Eso o trataban de agudizar el
oído para disfrutar de mi inevitable muerte.
—Me alegro de que hayas vuelto, amigo mío —susurré al
sentir por fin que su presencia disipaba una diminuta
fracción del miedo que inundaba mi mente.
La enorme rata marrón recorrió la celda con la mirada
antes de rodear la comida y subirse a mi regazo.
—¡Sigues viva! ¿¡Cómo es posible!? Te dije que dejases
de guardarnos comida. Vengo porque tengo que ayudarte a
escapar, no para que me alimentes —me regañó la rata
marrón en voz baja al subirse a mi hombro y acurrucarse
contra la curva de mi cuello.
Su suave pelaje me acarició la piel. Era lo único cálido y
seco en aquel agujero.
—Llévales la comida a las demás, por favor. Quiero
asegurarme de que todas tenéis algo que llevaros a la boca
—rogué en apenas un susurro.
Ya me había dicho más de una vez que las ratas del
castillo estaban bien cuidadas, pero no podía soportar la
idea de que hubiese cualquier criatura o animal pasando
hambre en este lugar. Y menos él.
—Calla, por favor. No quiero que vuelvan a hacerte daño.
Con un poco de suerte, lo habré convencido de venir antes
de que el morador se despierte —susurró en voz todavía
más baja. Hizo una pausa para mirar hacia el otro extremo
de la celda oscura antes de continuar—: ¡He venido a
avisarte de que está de camino! Te he fallado…, pero ¡no
sabía qué hacer! Por favor, por favor, no te rindas. No
dejaré… Estoy seguro de que no se mostrará tan cruel
contigo. ¿Cómo es que no lo siente? Encontraremos una
manera de…
La rata marrón profirió un agudo chillido antes de
bajarse de mi hombro y escabullirse por el agujero a la vez
que un estruendo retumbaba por la mazmorra y una
enorme piedra impactaba contra el muro de la celda. La
rata escapó con la cola intacta de milagro.
Retrocedí sin pensármelo dos veces en un intento por
poner distancia entre el monstruo y yo. Me apresuré a
volver a pasar las piernas por la cadena que me ataba las
muñecas con la esperanza de tener más libertad de
movimiento en las manos y, tal vez, aprovechar la cadena
como arma. Aunque tampoco iba a poder defenderme muy
bien. Callie Peterson era débil y estaba indefensa.
—¿Qué te he dicho, humana? Te advertí de lo que pasaría
si me despertabas —gruñó.
Su voz grave y ronca era perturbadora; demasiado aguda
y grave al mismo tiempo. No sonaba humana en absoluto,
pero supongo que tenía sentido, ya que el monstruo no era
humano.
Contuve la respiración por un momento.
Con un temblor, se transformó en una sucesión de
criaturas antes de adoptar el aspecto de un ser que me
llegaría más o menos a la altura de la cadera. Salvo en los
brazos, las manos y el rostro moreno y enfadado, su piel
marrón tenía una textura similar a la de la corteza de un
árbol y hacía que pareciera un tocón. Las hojitas verdes y
marrones que tenía en los brazos y piernas larguiruchos se
agitaron con un sonoro murmullo. Tenía unos enormes ojos
negros carentes de emoción en medio del rostro y el
cavernoso orificio que tenía por boca era el único otro
rasgo que lo personificaba.
—Lo… lo siento. Por favor, duérmete otra vez —le
supliqué.
Se estremeció de nuevo y, esta vez, de sus extremidades
brotaron unas afiladas ramas cubiertas de enormes espinas
verdes.
—Me volveré a dormir una vez que te haya matado y
haya abusado poco a poco de tu cadáver —dijo con voz
ronca mientras avanzaba hacia mí.
Las espinas cambiaron, se hicieron más largas y
amenazadoras al orientarse todas a una hacia mí.
—¡No, por favor! —exclamé y pegué todavía más la
espalda contra la fría pared de piedra.
—Veo que no la has matado todavía —bramó una voz
decepcionada al tiempo que la puerta de la celda se abría
con el estrépito del hierro.
El dueño de la voz se adentró en la oscura estancia.
Una ingente cantidad de poder emanaba de la imponente
figura. Alrededor de unos quince hombres vestidos con
armadura negra se pusieron en guardia cuando su señor
dio un paso adelante.
El morador de los pantanos se acobardó de inmediato,
retrajo todas las espinas y volvió a transformarse en una
roca.
—¡No es seguro acercarse a la asesina, señor! Nosotros
nos encargaremos de sacarla de ahí. ¡Por favor, salid de la
celda! —gritó uno de los guardias, que se adentró en la
celda con torpeza para colocarse delante del fae de
imponente figura.
Todos eran enormes y de aspecto omnipotente, pero el
tamaño y la altura de la figura envuelta en tinieblas los
dejaba en evidencia.
El hombre pareció recordar de pronto dónde se
encontraba y salió de la celda para estudiarme a través de
los barrotes de hierro. Cinco guardias ocuparon su lugar.
Imaginaba que era el hombre sobre el que había caído al
atravesar el portal. El príncipe. No creía posible encontrar
el aura que lo envolvía en nadie más. Era aterrador.
—¡Os lo suplico, no me hagáis esto! —exclamé cuando
varios guardias me agarraron.
Formaron un círculo completo a mi alrededor al sacarme
a empujones al pasillo iluminado por antorchas de la
mazmorra.
—¿A dónde la llevamos, señor? —preguntó otro esbirro
mientras los demás se amontonaban a mi alrededor en
actitud desconfiada.
Su objetivo era mantenerme tan alejada del príncipe
como fuera posible. Me trataban como si fuese la asesina
más temida del mundo.
—A la cámara de sangre. Ya has tenido tu oportunidad,
morador, ahora me toca a mí. Estoy harto de tener a la
humana encerrada con vida y ese será el lugar perfecto
para matarla —dijo el príncipe con indiferencia, como si
estuviese hablando del tiempo.
Los barrotes de hierro se cerraron con estrépito a mi
espalda.Unos cuantos centinelas me obligaron a avanzar
levantándome en volandas mientras los demás seguían
adelante en un apretado grupo. Moví la cabeza de un lado a
otro para ver a dónde nos dirigíamos e intenté localizar
alguna salida o encontrar cualquier recurso en la
mazmorra que me ayudase escapar, pero los guardias
caminaban tan juntos que no me dejaban ver nada; el grupo
de hombres acorazados que me rodeaba era infranqueable.
Aun así, pese a la brusquedad de los movimientos, era
evidente que me tenían miedo. Unos cuantos me
observaban con tal aprensión que no pude evitar reírme de
ellos, avivando su desconfianza.
El dolor me atenazaba la cabeza y la pierna y un cálido
reguero de sangre fluía desde la herida que el morador me
había abierto en el muslo.
El exagerado séquito siguió adelante. Me empujaron por
una escalera de piedra. Los trece o catorce pares de botas
negras que me rodeaban se reorganizaron para
permanecer bien juntos. Uno de los guardias se tropezó y
me fijé en que sus pies parecían más pequeños que los del
resto. Diría que calzaba un 42. ¿Sería más joven?
¿Pertenecería a un rango inferior quizá? Quizá él se
mostrara más dispuesto a ayudarme.
Abrieron una enorme puerta de madera con unos
desgastados cerrojos de hierro y me empujaron para que
entrase. Los guardias se quedaron fuera.
Me dejé caer de rodillas y se me volvió a recoger el
vestido alrededor de la cintura. Ya no llevaba zapatos y
tenía la planta de los pies cubierta de sangre y suciedad.
Unas escamas de sangre seca y tierra cayeron al suelo
desde la tela que se me ceñía a la cintura. La estancia tenía
más luz que la mazmorra. De hecho, era el lugar más
iluminado que había visto desde que había cruzado el
portal. El suelo estaba hecho de un hermoso mármol blanco
salpicado con azulejos rojos romboidales. También me fijé
en que las paredes contaban con un hermoso papel de
pared carmesí cubierto con intrincados diseños dorados.
Una enorme lámpara de araña negra pendía del techo.
La estancia tenía unas dimensiones moderadas y un
estilo gótico clásico bellísimo.
—Por favor, mi señor… —Oí en la distancia.
Me volví para tratar de cubrirme una vez más con el
destrozado vestido y me apresuré a ponerme en pie.
Lo sentí cernirse sobre mí como un oscuro presagio de
muerte.
La rabia y la vergüenza hicieron que me sonrojara,
consciente de que el príncipe acababa de verme la
retaguardia y, muy probablemente, mucho más. Levanté la
cabeza con un brusco movimiento para exigirle que me
liberara, pero solo conseguí jadear y caerme sobre el
trasero que me acababa de cubrir.
En la opulenta y luminosa estancia, lo vi bien por
primera vez.
Era una criatura etérea. No había otra palabra para
describirlo. Tenía el rostro al descubierto, sin cascos,
protecciones o máscaras que lo cubriesen. La claridad de
su piel y la negrura de sus cabellos creaban un marcado
contraste. Un mechón le caía sobre la frente. A la luz, sus
ojos casi parecían plateados, pero eran de un pálido y frío
azul que era difícil de olvidar. Su mirada fulminante me
dejó clavada al suelo, así que no me cupo duda de que
debía de estar impregnada de magia. Inclinó la cabeza
hacia la izquierda en el imperceptible gesto de un
depredador y me observó con una expresión a caballo entre
el aburrimiento y la irritación.
Nunca me había fijado en la mandíbula de ningún
hombre, pero seguramente había sido porque ninguna era
tan perfecta como la suya. No lograba dejar de mirarle el
rostro y el cuello. La criatura tragó saliva ante mi
escrutinio, como si se estuviese burlando de la evidente
batalla que se libraba en mi interior. Eso hizo que se le
tensase un músculo de la mandíbula y que su nuez subiese
y bajase por su masculina garganta. ¿Desde cuándo me
sentía yo atraída por las mandíbulas? ¿Sería algún truquito
fae? ¿Algún encantamiento al que recurrían para engañar a
los humanos?
Su cuerpo era mucho más grande que el de cualquier
hombre humano. ¿De verdad tenía una espalda tan amplia?
¿Qué grosor tendría su armadura? Su cintura parecía
estrecha, definida por los duros ángulos de sus músculos.
No daba la sensación de que llevase armadura, pero se las
arreglaba para tener un aspecto mucho más amenazador
que el resto. Llevaba las musculosas piernas envueltas en
cuero negro y borgoña, y su postura era segura pero tensa,
como si estuviese listo para pelear.
Joder.
En cierto sentido, la situación me resultaba mucho más
perturbadora y demencial al ser consciente de que sentía
una atracción física —aunque fuese mínima— por el villano
que estaba a punto de destruirme.
Recuperé la compostura al recordar el motivo exacto por
el que el monstruo me había traído a este sitio.
—Por favor —rogué—. No tengo ninguna intención de
haceros daño. Dejadme volver a casa. No soy más que una
científica que ha acabado aquí por accidente. No soy nadie.
—Me sacudí entre sollozos. No pude evitarlo. Había pasado
tanto miedo que mi mente ya no aguantaba más—. Ni
siquiera sé dónde estoy. No entiendo…
—¿Todavía sigues con ese cuento? —La áspera voz
retumbó por la estancia.
Dio un paso hacia mí. Ya no tenía las alas a la vista y, si
me lo hubiese cruzado por la calle así, lo habría confundido
con un humano.
O quizá no, porque su apariencia tenía un aire divino; un
aura singular lo envolvía y le hacía saber a todo aquel que
se acercase lo suficiente que era una criatura peligrosa,
que contaba con un inmenso poder. Su mera presencia me
ponía los pelos de punta. Nada más verlo, cualquier
humano se habría dado cuenta de que era un poderoso
depredador. Casi era demasiado hermoso para pasar por
alguien de mi mundo. El brillo oscuro de sus ojos parecía
estar desconectado del resto de su ser, de manera que su
mirada no albergaba sentimientos ni empatía, nada que lo
detuviese antes de matar. Su naturaleza etérea era
inquietante y amenazadora.
Me estremecí.
—No… no es ningún cuento. No debería estar aquí —
tartamudeé.
Esta podría ser mi última oportunidad para convencerlo
de que me liberase.
—En eso estamos de acuerdo, humana. He de decir que
todavía me quita el sueño pensar en cómo adivinaron el
momento exacto en que íbamos a atravesar el velo. Deben
de tener a alguien trabajando para ellos. —Hizo una breve
pausa para esbozar una espeluznante sonrisilla—. En
cuanto descubra quién ha sido, lo colgaré de las orejas y lo
despellejaré. Es una pena que haya tenido que modificar
mis planes, pero ¡qué se le va a hacer! Los oscuros nos
haremos con el control de la Tierra de igual manera. No te
preocupes, tú ya no podrás vernos destruir a tu familia y
amigos. Para entonces, llevarás un buen tiempo muerta —
susurró a la vez que se acuclillaba ante mí y apoyaba las
manos sobre una rodilla, justo al lado de donde yo estaba
despatarrada en el suelo.
Retrocedí de forma involuntaria para escapar de su
cercanía. En cuanto me moví, un guardia entró en la sala.
—¡Señor! —exclamó con un evidente nerviosismo por lo
mucho que el príncipe se había acercado a mí.
¿Qué se pensaban que iba a hacerle? Era diminuta en
comparación con todos ellos.
—¿Por qué querríais quedaros con la Tierra? ¿Por qué
odiáis tanto a los humanos? —susurré.
Estaba tan intrigada que no pude contenerme.
Nada tenía sentido.
El príncipe ignoró a los guardias y me miró a los ojos con
el ceño fruncido por la rabia y la curiosidad.
—Por fav… —intenté volver a insistir
Hice intención de ponerme en pie, pero el guardia joven
en el que me había fijado antes, el del número 42 de pie, se
abalanzó sobre mí.
El guardia me dio una fuerte bofetada y me placó contra
el suelo de mármol blanco. La sangre me inundó la boca
cuando algo pequeño y puntiagudo se me clavó en la
lengua.
Era un diente.
El joven guardia me había atizado con tanta fuerza que
me había arrancado la muela del juicio que tenía suelta.
Fulminé con una mirada de rabia a los dos hombres antes
de recordarme quién era. Una científica humana, indefensa
ante los fae. Podrían maltratarme hasta hartarse sin que yo
tuviese nada que hacer contra ellos. Era débil.
El príncipe, que seguía apoyado sobre una rodilla, miró
airadamente al guardia que acababa de pegarme. Parecía
molesto, como si le hubiese ofendido que el otro hombre
pensase que necesitaba su ayuda. El joven se retiró con
nerviosismo para alejarse de la mirada feroz del príncipe.
—El Reino Oscuro se quedará con la Tierra porque es
nuestro derecho. —Apartó la vista del guardia que se había
escondido y volvió a centrarse en mí—. ¿Por qué no nos
concedisteis acceso a vuestro mundo como a los fae de la
Corte Luminosa cuando los planos estaban divididos? Dame
una explicación. ¿Fue porque estamos llenos de oscuridad
allí donde los otros fae desprenden luz? La oscuridad de
muchos humanos no tiene nada que envidiar a la nuestra.
La única diferencia es que vosotros no tenéis el poder y la
longevidad de una vida inmortal para respaldarla. Nosotros
no somos frágiles y nuestra existencia no pende de un hilo.
Sois tan fáciles de matar… —dijo con voz queda.
La vena que se le había empezado a marcar en la frente
le daba un aspecto completamente perturbador.
No me atrevía a moverme, aunque no pude controlar los
estremecimientos que me sacudían el cuerpo. No me creía
capaz de soportar las pesadillas del reino en el que me
encontraba por mucho más tiempo.
Al ver que no iba a recibir ningún otro golpe, me alejé
del príncipe sin apartar mi mirada de la suya. Escupí la
sangre que se me acumulaba en la boca, me incorporé y me
guardé la muela suelta en el espacio entre los dientes y la
mejilla. Tal vez pudiese aprovechar el calcio o el fósforo
para algo, algo que me sacase de aquí.
Al trazar la silueta del diente escondido, proferí de forma
involuntaria una risa desencajada. Los guardias de rostro
asustado se encogían cada vez que me acercaba al altísimo
príncipe, así que no fui capaz de seguir conteniendo la risa.
Era absurdo. Al contemplar sus expresiones aterrorizadas,
mis carcajadas se tornaron histéricas y cada vez más y más
estruendosas. Y no solo me reí, sino que también la sentí
por primera vez. La locura. Fue entonces cuando supe que
había perdido la cabeza del todo.
—¿Qué se siente, príncipe? —Le sonreí y, al inclinar la
cabeza, la sangre empezó a caer de mi boca abierta—.
¿Qué se siente al saber que a tus guardias les aterroriza
una inocente humana intrascendente?
Me puse en pie. Ya me daba igual lo cerca que estuviese
de él. Si estaba a punto de morir, ¿qué tenía que perder?
El príncipe se puso rígido cuando pasé a su lado y por
poco le rocé la mano enguantada. Me había movido tan
deprisa que no le dio tiempo a levantarse, así que lo miré
desde arriba por un instante. Luego le di la espalda. Me
escocían los ojos y las lágrimas me caían por las mejillas,
pero no se me borró la sonrisa.
—¿Te atreves a darle la espalda a un Asesino de Humo?
—susurró, y oí que se ponía en pie—. Eres mucho más tonta
de lo que había pensado. Ni siquiera has intentado
ponerme algún obstáculo o inmovilizarme. Eres una
pérdida de tiempo. Llegados a este punto, me inclino a
pensar que lo único que querían los humanos era
deshacerse de ti.
Sus palabras resonaron por la estancia como si brotaran
de unos altavoces, cargadas de poder y arrogancia.
Conque el príncipe oscuro, ¿eh?
Necesitaba una respuesta. Pese a estar a las puertas de
la muerte y la locura, mi mente curiosa se negaba a
cooperar conmigo.
—¿Qué son exactamente los oscuros y por qué necesitan
contar con un príncipe? —le pregunté al darme la vuelta
para mirarlo.
La confusión surcó sus ojos azules. Ladeó la cabeza,
apretó los dientes y frunció las espesas cejas negras de una
forma casi imperceptible, aunque solo fue por un segundo.
Enseguida recuperaron su imponente apariencia.
—Está bien, asesina, te seguiré el juego. Ahora mismo te
encuentras en la cámara de sangre del Reino Oscuro. Las
criaturas y seres feéricos más malvados y mortíferos a este
lado del velo entre realidades responden solo ante mí, su
príncipe y futuro rey.
Al separar las piernas y cruzar los brazos, se le marcaron
todavía más los bíceps. Era insoportable.
Entonces, por segunda vez en la vida, vi una mariposa
luna.
—¡Madredemivida! —exclamé con un grito ahogado—.
Una Actias luna…
¿Había estado ahí todo el tiempo? Batió las alas con
languidez, apoyada sobre el omoplato del cruel villano. Solo
había visto la punta de sus preciosas alas verdes por
encima de los hombros del fae, pero mi absoluto
sobrecogimiento hizo que me olvidara de la situación en la
que me encontraba. Rodeé al príncipe para ver mejor a la
mariposa antes de que él tuviese oportunidad de girarse.
Había tres ejemplares posados sobre la ridícula amplitud
de su espalda. El fae se apresuró a darse la vuelta y el
movimiento hizo que las mariposas agitaran sus enormes
alas verdes, aunque siempre con lentitud y de manera
controlada. Dos de ellas salieron volando y se posaron
sobre una de las paredes carmesí de la estancia, mientras
que la otra se movió por el cuero negro que cubría al
príncipe.
—Madre mía… —susurré anonadada.
Había pasado años buscándolas.
El hombre frunció el ceño, entornó los ojos y esbozó un
gesto de repulsión antes de alejarse de mí como si le diese
asco.
—Te comportas como si nunca hubieses visto una
mariposa luna. Sé a ciencia cierta que ahora mismo se
encuentran en tu mundo, a la espera de que atraviese el
portal. Yo mismo las envié allí.
—¿Cómo? —resoplé.
Estaba segura de que mentía.
Se pasó la mano por el hombro como si quisiera espantar
a la mariposa.
—Has oído bien. Son el símbolo que escogimos para
representar a la realeza de la Corte Oscura. No esperarías
que las dejase atrás una vez que nos hiciésemos con el
control de la Tierra, ¿verdad? —Chasqueó la lengua cuando
una de las mariposas se le posó en un dedo durante un
instante, antes de reunirse con sus compañeras en la pared
—. Al ser criaturas feéricas, se ven atraídas por los portales
que se abren en el velo.
Por primera vez, me miró con una expresión
desconcertada, como si empezase a dudar de que fuese una
asesina.
—Son las criaturas más bellas que tenemos en la Tierra
—murmuré sin dejar de contemplar sus resplandecientes
alas. Entonces me giré para encontrar su mirada—. Es una
pena que provengan de alguien tan horrible.
Un brillo amenazador le iluminó los ojos por un segundo.
Elevó una de las comisuras de la boca para dibujar una
sonrisa torcida y se inclinó hacia adelante, hasta casi
rozarme la oreja.
—Sé de sobra que lo único que hay horrible en mí se
oculta en mi interior —susurró.
Su voz era siniestra, como si supiese exactamente lo
malvado y hermoso que era. Me estudió por un momento
con una sonrisa de suficiencia. La locura bailaba atrapada
en aquellos ojos claros.
—¡Traedme al gato de nueve colas! —les gritó a los
guardias de la puerta—. He estado pensando mucho en ti
en estas últimas semanas. En lo mucho que ansío hacerte
daño. Anhelo sentir como tu enclenque cuello se parte bajo
la presión de mis dedos… hasta que recuerdo que eres
humana y estás muy por debajo de mí. Me niego a darme el
gusto de matarte si no voy a poder sentir en mis manos
desnudas cómo la vida abandona tu cuerpo. Por desgracia,
soy un Asesino Sombrío y no se me permite tocarte, puesto
que mancillaría mis regias manos con tu cadáver. —Apretó
el puño como si ya empezase a flaquearle la fuerza de
voluntad—. El único que de verdad está preparado para
matarte es lord Alistair Cain, el segundo monstruo más
temido en todo el Reino Oscuro después de mí. Él es quien
les quita el sueño a los engendros que habitan estas tierras.
Mi asesino personal.
Un escalofrío me recorrió los huesos. De pronto, la
estancia pareció hacerse más pequeña y el aire más difícil
de respirar.
—¿Qué sentido tiene traerme a una cámara tan elegante
solo para matarme? ¿Por qué no me dejaste en la celda?
¿No crees que es mucho más fácil mantener la basura en su
correspondiente contenedor? —espeté.
Nada tenía sentido. ¿Para qué me había sacado de la
mazmorra? No había armas ni instrumentos de tortura a la
vista. La sala era hermosa. Era posiblemente la sala más
hermosa y opulenta que había visto nunca. Los
resplandecientes detalles dorados destacaban sobre las
paredes de intenso color rojo en un elegante…
Se me revolvió el estómago.
—Las paredes están pintadas con sangre.
En la boca del fae se dibujó una sonrisa.
—Impresionante. Has sido una de las pocas en darse
cuenta de ese detalle antes de que tu propia sangre las
decore también.
Su observadora mirada era tan penetrante que en ese
caso fui yo quien no pudo evitar dar un paso atrás. Mi
instinto más primario me puso en alerta para que me
alejase cuanto pudiese de esos ojos. Todas y cada una de
las células de su cuerpo parecían estar en tensión,
observándome. Como un halcón listo para lanzarse en
picado a por su presa.
—¿Y con qué están hechos los detalles en oro? ¿Con
dientes machacados?
Necesitaba que dejara de mirarme de esa manera ya, así
que escupí el diente que me había guardado en la mejilla
con tanta fuerza como pude.
Un coro de golpes resonó a nuestra espalda cuando los
guardias levantaron las armas. Unas armas de cristal
grueso que escapaban a mi comprensión. Eran una especie
de mazos largos de metal con forma de bate y acabados en
unos orbes sencillos llenos de humo negro.
Con unos rapidísimos reflejos que me pusieron los pelos
de punta, el príncipe extendió una mano enguantada y
atrapó el diente antes de que le diese en la cara.
—¿Dientes? No, pero tus sugerencias en cuanto a
decoración son de lo más estimulantes. Me parece que
tenemos más cosas en común de lo que pensaba. —Me
estudió durante un buen rato y se guardó el diente en el
bolsillo de su sayo negro—. No, cachorrito, el rojo proviene
de la sangre humana, y el dorado, como bien sabrás, de la
sangre de los luminosos. Le confiere a la sala un precioso
resplandor de lo más acogedor, ¿no te parece? Es como oro
líquido.
Me dedicó una sonrisa, pero esta quedó recluida en sus
labios. Sus ojos volvían a tener una expresión fría y carente
de emoción.
A juzgar por la forma en que había pronunciado la
palabra «luminosos», quedaba clara su opinión con
respecto a la otra facción fae.
—Si tú eres un oscuro… y un monstruo terrible,
¿significa eso que los luminosos son dioses? ¿Por eso tienen
la sangre dorada? —pregunté.
No pude evitarlo. Mi mente nunca dejaba de hacer
preguntas. Era uno de los motivos por el que había acabado
siendo científica al fin y al cabo.
El príncipe gruñó. Me gruñó a mí. Como un animal. Me
dejó helada, con el corazón desbocado.
—No me cabe duda de que ellos se consideran dioses. En
cierto sentido, todos los fae ancestrales tenemos derecho a
ser descritos de esa manera, pero no. —Escupió al suelo—.
Los luminosos no son mejores que nosotros. Mienten y
roban igual. Son corruptos, están echados a perder. Se
esconden tras una máscara de oro y se mienten a sí mismos
igual que mienten al resto del mundo a plena luz del día.
Nosotros abrazamos nuestra maldad. Hay tanta belleza en
la oscuridad como horrores en la luz.
Estaba a punto de vomitar y me iban a ceder las piernas
en cualquier momento. Me encontraba en medio de una
sala literalmente pintada con la sangre de sus enemigos. A
saber de qué estaría hecho el suelo. Tenía que salir de
aquel lugar cuanto antes. Empecé a entrar en pánico. No
quería morir. Necesitaba más tiempo para encontrar una
vía de escape.
—Por favor, no llames a tu asesino. Sí... si es verdad que
los humanos os están vigilando, ¿no crees que quedarte a
una de los suyos como mascota sería un gesto mucho más
impactante? Demuéstrales que su estúpida amenaza no
tuvo nada que hacer contra ti y que disfrutaste de su
jueguecito.
Estaba desesperada por encontrar algo con lo que
convencerlo, cualquier cosa que alimentase su naturaleza
arrogante, que me mantuviese con vida el tiempo suficiente
para escapar y regresar a casa.
El príncipe inclinó la cabeza al tiempo que una sonrisa
maniaca se extendió por su mandíbula cincelada.
—Si fueses más atractiva, no habría dudado en
considerarlo, pero no puedes esperar que pasee de aquí
para allá a una humana con un aspecto como el tuyo. Los
fae somos superiores en todos los sentidos, incluida la
belleza. Ni siquiera la orca más fea del reino se compara
con esos rasgos aburridos y esa melena pelirroja tan
horrenda que tienes. Eres repugnante. Lo único para lo que
valéis los humanos es para componer una sinfonía con
vuestros gritos antes de morir.
¿Pensaba que tenía el pelo rojo por toda la sangre que lo
cubría?
—¿Y qué hay de…?
—Silencio. Ya he desperdiciado demasiado tiempo
escuchando las palabras que salen de esa boquita.
Se dirigió hacia la puerta para dejarme sola en la enorme
estancia. Sin embargo, justo antes de abrirse camino entre
los guardias, se dio la vuelta y dijo:
—Este es precisamente el motivo por el que la Tierra
debería quedar en nuestras manos. Los humanos sois un
verdadero desperdicio. Espero que Alistair se lo pase bien
quitándote la vida. Yo, desde luego, sé que lo disfrutaría
como un niño.
La descomunal puerta de la cámara se cerró y me quedé
en la sala pintada con sangre, sola, a la espera de que
apareciese la criatura destinada a acabar con mi vida.
Lord Alistair Cain.
Capítulo 10

Callie

L a cámara se había sumido en el silencio, así que di un


respingo cuando, a mi espalda, un panel se abrió con un
crujido en la pared escarlata y dorada. Un espeso humo
negro entró en la sala.
Estaba lista para correr directa hacia allí con la
intención de pillar al asesino con la guardia baja, pero
cambié de idea en cuanto recordé que trabajaba para la
Corona. Me mantendría tan lejos de él como me fuese
posible.
Recorrí la elegante estancia con la mirada. No había
nada que pudiese usar como arma ni muebles bajo los que
esconderme, así que me lancé hacia la pared más cercana,
pegué todo el cuerpo contra ella y me agazapé hasta rozar
el suelo con la esperanza de hacerme invisible. Estaba
harta de tener miedo.
El humo negro que se arremolinaba en el hueco de la
pared se transformó en una nube que se extendió por el
suelo de mármol.
Era curioso que tuviese ese color.
Un fuego más caliente de lo normal transformaba el
combustible en carbón elemental y este, a su vez, se
componía de unas diminutas partículas que adoptaban la
apariencia de un humo negro al absorber la luz. Por lo
general, en el plano humano, cuanto más negro era el
humo, más volátil era el fuego. Las llamas, como las de las
hogueras de campamento o los fogones, normalmente
desprendían un humo blanco. Todavía guardaba aquel dato
en las profundidades de mi mente.
Estiré el cuello para tratar de ver mejor lo que sucedía y
solo alcancé a apreciar una nube de sombras. Aun así, supe
que el asesino había entrado junto a las tinieblas cuando el
panel volvió a cerrarse con estrépito. Aunque el humo
avanzó por el suelo, ningún hombre apareció ante mí.
Al oír un gruñido estremecedor a mi lado mientras
contemplaba los paneles de la pared, me di la vuelta.
¿Cómo había pasado por delante sin que me hubiese dado
cuenta?
El pelaje de la enorme pantera tenía un resplandor
azulado, pero era negro y aterciopelado como la noche.
Estaba orientada hacia mí, agazapada y lista para atacar. El
color oscuro del animal hacía resplandecer sus grandes
ojos dorados. Sus enormes pupilas se movían al ritmo de mi
agitada respiración. Unos largos bigotes blancos le
brotaban a ambos lados del hocico, como si se tratase de
una pantera cualquiera, y tenía las orejas redondeadas
apuntando ligeramente en dirección contraria a donde yo
me encontraba. Estaba a punto de abalanzarse sobre mí.
Hasta ese momento, mi mente había insistido en que no
era más que una pantera normal y corriente. Teniendo en
cuenta que me encontraba en un reino feérico donde
abundaban las bestias mágicas, no podría haber sido más
ingenua. A diferencia de las panteras normales, esta
criatura contaba con nueve poderosas colas. Todas ellas
terminaban en una resplandeciente punta, y trazaban una
trayectoria curva aleatoria.
Me pregunté por qué las habría dispuesto así, pero
entonces comprendí que cada una de ellas estaba orientada
hacia los puntos débiles de mi cuerpo. Estaba claro que el
líquido que goteaba de las afiladas puntas de sus colas era
veneno, así que, si lograba inyectármelo, esos ataques
acabarían con mi vida en el acto. Los aguijones, afilados y
curvos, resultaban amenazadores. Eran completamente
negros, pero me recordaron al metal líquido mezclado con
tinta.
Si hubiese prestado más atención, no habría sido tan
tonta. No habría sido tan ingenua como para intentar hacer
lo que hice. Sin embargo, para ser sincera, ni siquiera lo
pensé dos veces. Mi cuerpo reaccionó sin más.
Extendí la mano rápidamente, sin vacilar, y le acaricié el
lateral del hocico negro. Deslicé los dedos con destreza por
el suave pelaje justo debajo de una de sus orejas y el miedo
se esfumó. En presencia de un animal, no sentía nada que
no fuera una ola de paz y magia, por muy tonto que sonase.
Incluso las criaturas más aterradoras necesitaban que
alguien les diese cariño. En cuanto mi mano entró en
contacto con él, el pavor que me atenazaba se esfumó de
un plumazo. Supuse que, al fin y al cabo, así era como se
manifestaba la verdadera locura.
El enorme felino negro solo dudó por un segundo. En un
abrir y cerrar de ojos, elevó las colas de escorpión y
enterró cada punta con firmeza en mi piel. Una me rozó la
base de la nuca, allí donde la médula espinal se une con el
tronco encefálico. Dos se me clavaron en el cuello, en las
carótidas, y otras dos, en las arterias axilares. Tres más se
me hundieron respectivamente en el corazón, en el costado
derecho a la altura del hígado y en la ingle… ¿Qué había
ahí? Ah, sí, la arteria femoral. La última aterrizó en la
arteria poplítea, un poco más abajo que la anterior.
Qué interesante.
La presión de los afilados aguijones fue la justa para
hacer una pequeña punción en la piel.
Miré a la pantera a los ojos buscando en vano un cierto
consuelo. No sé muy bien por qué hice eso, ya que había
sido precisamente a él a quien le habían encomendado
poner fin a mi vida. Respiré hondo sin dejar de acariciarle
el pelaje aterciopelado, más por consolarme a mí misma
que por otra cosa. Su mirada amarilla se clavó en la mía en
un evidente gesto de confusión.
Los animales siempre me habían reconfortado cuando
más lo había necesitado. Este enorme felino no sería
distinto. Si iba a morir, prefería que fuese él quien acabase
conmigo de una vez por todas. Estaba harta de tener
miedo. Por eso, mi cuerpo encontró cierto consuelo en su
peluda figura. Aunque me hubiese enterrado las puntas
envenenadas de sus nueve colas en la piel, él no era
malvado. Sabía que no era como los demás. Podía sentirlo.
Volví a abrir los ojos al percatarme de que los había
cerrado sin ser consciente de ello. La pantera retrajo poco
a poco las colas sin apartar sus ojos dorados de los míos en
ningún momento. Sin embargo, ahora había contraído las
peludas facciones para expresar la preocupación que lo
embargaba.
—Tu ritmo cardiaco es lento, casi como si… —comenzó el
felino.
Su voz era grave, como un largo gruñido estremecedor
mezclado con un ligero acento. Era como imaginaba que
habría sonado mi abuelo si lo hubiese llegado a conocer.
—¿Mi ritmo cardiaco? —repetí aturdida.
¿Me había inoculado ya el veneno? Me sentía aletargada.
Estaba luchando con todas mis fuerzas para no
acurrucarme contra el enorme gatito asesino. Sí, ya no me
cabía duda de que estaba loca de remate.
—¿Me… me has acariciado? —preguntó con
incredulidad.
Sin darme cuenta, había levantado el otro brazo para
acariciarle el lomo mientras que, con la mano que había
dejado bajo su oreja, le rascaba el suave pelaje bajo el
hocico. Por un breve instante, habría jurado que el animal
había estirado el cuello para que pudiese acariciarlo mejor.
—Sé que vas a matarme —me lamenté—, pero supongo
que me fío más de tu criterio que del de los demás. Si vas a
acabar conmigo, debe de ser por un buen motivo, ¿no?
El felino retrocedió y me miró como si le diese asco que
lo hubiese tocado.
—¿Qué estás diciendo? Te enviaron aquí a asesinar al
príncipe, a mi señor. No necesito tener una buena razón
para matarte, humana.
Empezó a caminar de un lado a otro ante mí, pero
siempre fuera de mi alcance. Me recordó a las panteras
que se pasean por delante de las pantallas de cristal del
zoo.
—No —dije, y deseé poder volver a enterrar las manos en
su sedoso pelaje.
Nunca había pasado tanto tiempo sin interactuar con un
animal. Desde que estaba aquí, solo había disfrutado de las
visitas ocasionales de la rata marrón y no pude evitar
darme cuenta de lo mucho que dependía de los animales a
la hora de buscar consuelo. Ellos hacían que me sintiera
como en casa. El centro de recuperación lo había sido todo
para mí. A veces tenía la sensación de que los animales
eran las únicas criaturas que conseguían hacerme sentir
segura. Sí, teniendo en cuenta que incluía a una pantera
asesina mágica del reino de los oscuros en esa afirmación,
era consciente de que sonaba de lo más irónico.
—¿No? —repitió.
Cuanto más me observaba, más suave se volvía su voz.
—No, yo solo intentaba recuperar el microscopio que me
había dejado en el bosque —lo corregí— y seguí a las
mariposas hasta un círculo de ángeles de la destrucción.
Entré en el anillo de hongos y, cuando me quise dar cuenta,
había caído sobre tu príncipe. No he intentado acabar ni
con su vida ni con la de ninguna otra criatura desde que
estoy aquí, pero vosotros me habéis dejado encerrada en
una mazmorra para que me consuma lentamente con un
morador de los pantanos como compañero de celda —
resoplé.
La frustración había vuelto a adueñarse de cada célula
de mi ser mientras me desahogaba con el gato de nueve
colas.
La pantera dejó de moverse y me estudió con una mirada
cargada de sabiduría, una profunda exhalación y la cabeza
ladeada.
—¿Es que no sabes quién soy? Estoy seguro de que te lo
explicaron antes de que llegase. Soy lord Alistair Cain.
Hizo una pausa como si esperase obtener una reacción
por mi parte.
—Sí, ya me lo han dicho. Suena muy prestigioso. Por
favor, no me mates.
Su boca se retorció en una mueca al oír mis palabras y
me mostró unos dientes blanquísimos y todavía más
afilados si cabe. Quizá eran incluso más letales que los del
morador de los pantanos, aunque la pantera no tenía tantos
como aquel monstruo.
—No lo entiendo —dijo antes de tumbarse junto a mí.
Sacudió las colas—. Mi forma de cazar consiste en detectar
el ritmo cardiaco acelerado de mi presa, la música de quien
tiene miedo o trata de escapar. Es imposible esconderse de
mí. Así que dime: ¿cómo es que no me temes? ¿Cómo es
que una humana enclenque como tú extiende la mano y se
atreve a acariciarme a mí, Alistair Cain? Me inclino a
pensar que eres una asesina, y una muy buena. Porque
nadie más demostraría semejante audacia. —Miró a su
alrededor, como si creyese que alguien le estaba gastando
una broma—. ¿Por qué no me tienes miedo? He matado a
cientos de asesinos venidos tanto de la Corte Luminosa
como del plano humano y ninguno se ha atrevido a…
¡acariciarme!
Volvió a pasear de un lado a otro.
Parecía sentirse completamente perdido, así que ya
éramos dos.
Se me escapó una risa al comprender que me veía como
una asesina de alta categoría. ¿Qué se pensaban todos que
podía hacer una humana contra los fae para que me
tuviesen tanto miedo?
Se detuvo en seco al oírme reír.
—Hay algo más que no encaja en ti. Siento la necesidad
de… de protegerte, pero ni siquiera te conozco. No eres del
todo humana, ¿no es así? —preguntó dando un salto para
colocarse directamente ante mí.
—Soy humana. Te lo aseguro —dije con voz apenada.
Si no lo fuera, no me encontraría en esta tesitura.
Me observó con atención sin pronunciar palabra. Desde
que había llegado al Reino Oscuro, no me había sentido
segura ni por un solo segundo, pero se me empezaron a
cerrar los ojos pese a mis esfuerzos por mantenerlos
abiertos. Estaba agotada.
—Nunca antes había estado dispuesto a perdonar una
vida, pero no te mataré, chiquilla. Algo que escapa a mi
comprensión me dice que no debo matarte y, aunque no voy
a poder ayudarte mientras estemos en este lugar, te
prometo que no te pondré una pata encima. —Le temblaron
los bigotes—. Estás en el Reino Oscuro, pequeña. Todas las
criaturas que habitan estas tierras querrán hacerte daño.
¿Cómo te llamas?
Volvió a tumbarse. Ahora su lenguaje corporal
demostraba que se sentía más tranquilo. Se había acercado
lo suficiente como para apoyarse contra mis rodillas y
cubrirme los pies con su enorme lomo. Suspiré ante la
calidez de su cuerpo y el alivio de su cercanía, agradecida
por sentir que el frío de mi piel se disipaba levemente.
—Un amigo me dijo una vez que nunca debes compartir
tu nombre con un fae.
Me enderecé al pensar en las palabras de la rata marrón.
—Tu amigo es muy sabio y vela por tu seguridad. ¿Sabes
por qué no debes revelar tu nombre, pequeña? —preguntó
con una voz que me recordó a la de un abuelito.
Distraídamente, extendí la mano y comencé a acariciarle
la parte del lomo con la que me había cubierto los pies.
Madre mía, estaba en la gloria. Casi olvidé que me
encontraba en el castillo de la Corte Oscura, rodeada de
monstruos que me tachaban de asesina. Casi olvidé que
estaba apoyada contra una pared pintada con sangre
mientras acariciaba a un mortífero gatito de nueve colas.
—No me dio un motivo. Solo lo veo de vez en cuando —
expliqué.
—¿Te refieres a tu compañero de celda? —preguntó.
—No, mi amigo es una rata marrón que se cuela por un
agujero en la pared para visitarme y avisarme cuando
alguien viene a por mí. Anoche metieron al morador de los
pantanos en mi celda —farfullé mientras me esforzaba por
evitar que se me cerrasen los ojos de cansancio.
—¿La rata habla contigo? —dijo con voz preocupada.
—Pues sí. ¿Acaso no habláis todos los animales en este
reino? —pregunté.
Entonces caí en la cuenta de que la rata marrón era la
única que se había comunicado conmigo.
—No. Las ratas son ratas. Sea quien sea esa criatura, te
ha mentido. Seguro que es un cambiaformas que se ha
transformado en rata. Por lo general, esos seres tienen una
conexión muy estrecha con los animales. Estoy seguro de
que también has despertado en él ese extraño instinto
protector.
Me quedé de piedra. La rata marrón no era en realidad
una… ¿rata?
—No entiendo nada. ¿Por qué querríais protegerme? —
pregunté a la vez que extendía una mano distraídamente
para rascarle bajo el hocico.
Mi caricia le arrancó un profundo ronroneo y el pelaje
que me cubría los pies vibró con suavidad.
—Yo tampoco lo entiendo. Nunca había oído hablar de
algo así ni había experimentado nada igual, y eso que tengo
cientos de años, más de los que tu cabecita mortal sería
capaz de imaginar. Pero volvamos al consejo que te dio tu
amigo cambiaformas. En los mundos feéricos, los nombres
albergan poder. Compartir tu nombre con alguien es como
regalarle un pedazo de tu alma. Muchas veces, ni siquiera
se lo confiamos a nuestros familiares, puesto que les
otorgaría la capacidad de herirnos allí donde ningún arma
llegaría. Hay unos pocos que incluso podrían llegar a
controlarte y matarte solo con saberlo. Solo aquellos tan
oscuros como para no disponer de un corazón o un alma
que otros puedan herir se permiten el lujo de compartir su
verdadero nombre sin miedo. Como yo, por ejemplo.
De pronto, interrumpió su ronroneo.
—¿Alistair Cain es tu verdadero nombre? Estoy segura
de que tienes un corazón y un alma. Mira lo que acabas de
hacer. Me has perdonado la vida y me has ofrecido un
instante de consuelo al permitirme acariciarte.
—No todos los oscuros somos malvados, pero todos le
rendimos pleitesía a la oscuridad. Yo, como tantos otros,
permití que esa oscuridad entrase en mi corazón hace ya
eones. Así es como uno sobrevive en este reino. La
confianza te conduce a la muerte y el amor desemboca en
el sufrimiento. Lo único que importa en el Reino Oscuro es
conseguir poder de una forma u otra. Ya casi no queda
nadie que sea capaz de hacerme daño.
—Alistair…
—Me gustaría que me llamases de otra manera cuando
te dirijas a mí. Dame un nombre libre de dolor y oscuridad.
No había vuelto a ronronear desde la muerte de mi pareja.
Mi nombre ha quedado mancillado para siempre por culpa
de la enfermedad y la desesperanza, por lo que no es digno
de lo que quiera que seas tú —ronroneó profundamente.
Su voz y su mirada contenían una franqueza a la que no
estaba acostumbrada, así que sus palabras hicieron que me
estremeciera.
—Tremor —sonreí.
La pantera se incorporó para mirarme a los ojos y su
expresión me dijo mucho más de lo que podría haberme
confiado con palabras.
—Si ese es el nombre que te gusta, entonces agradecería
que recurrieses a él cuando esté en tu presencia —
ronroneó de nuevo.
—Yo soy Cal…
—¡No! —exclamó—. ¿Es que no me has escuchado,
chiquilla? Escoge un alias, pero no pronuncies tu verdadero
nombre aquí —me regañó, y negó con su poderosa cabeza.
—No, te pido perdón. Sí que te he escuchado, pero no
dejaré de usar mi nombre por miedo. No soy más que una
humana y no estaré en este reino por mucho más tiempo,
así que no me importa compartirlo. Pronto perderé la vida
o regresaré a casa. Quienes me quieren muerta ya juegan
con ventaja, independientemente de que conozcan mi
nombre o no. —Estiré la espalda y levanté la barbilla en
actitud desafiante. Por fin sentía una cierta sensación de
control, por muy insignificante que fuese—. Me llamo Callie
Peterson y soy una orgullosa bióloga ambiental y técnica de
laboratorio. Estaba cruzando el bosque para ir a recuperar
mi microscopio cuando me topé con un grupo anómalo de
mariposas luna y un círculo perfecto de ángeles de la
destrucción. Vivo en el 4313 de Sassafras Road, en Willow
Springs, Michigan.
Tremor giró la cabeza en dirección contraria a mí.
—Pero serás necia… No compartas tu verdadero nombre
con nadie más o te arrepentirás. Y mucho menos con el
príncipe Mendax. Él es uno de los pocos fae con la
habilidad de controlarte con tan solo saber tu nombre.
Podría obligarte a darte de bruces contra un muro hasta
que murieses. Podría obligarte a creerte tan obsesionada
con él que necesitas estar en su presencia para poder
respirar. Y todo sin tener que mover un solo dedo —aseguró
con los ojos entrecerrados en una expresión de torturada
amargura.
¿Lo estaría controlando el príncipe en esos instantes?
—¿Te está…?
Antes de poder preguntarle a Tremor si el príncipe lo
estaba controlando en contra de su voluntad, el felino se
levantó de golpe, clavó la mirada en la puerta y orientó las
nueve colas en posición de ataque hacia ella. Se me aceleró
el corazón al ver el gesto dividido que le retorcía el hocico
y le tensaba el cuerpo. No había sido consciente de lo
delicado que había estado siendo conmigo hasta ese
momento. Era el asesino predilecto del príncipe, quien era
el monstruo más terrible de este espantoso reino.
—El príncipe Mendax se dirige hacia aquí. —Me lanzó
una rápida mirada—. Viene solo porque ya te cree muerta.
Me veré obligado a abandonar el castillo en cuanto llegue.
Le he servido lealmente durante mucho tiempo y por eso
me perdonará la vida, pero sabrá que eres diferente, que
ha ocurrido algo extraño. El príncipe sabe que yo, al igual
que él, nunca desperdiciaría la oportunidad de cobrarme
una vida y menos en el caso de una humana. Averiguará de
inmediato que algo se esconde en el interior de tu alma. —
Hizo una leve inclinación de cabeza—. No le digas tu
nombre, Callie, te lo imploro. En su interior alberga un
poder y un odio mucho más grandes que los que suman
todos los monstruos del Reino Oscuro juntos. La única
razón por la que sigue siendo príncipe y no rey es porque
detesta tanto a todo el mundo que asesina a cualquiera sin
pestañear. Para convertirse en rey y relevar a su madre de
sus obligaciones, tendría que vincularse con otra persona,
pero ha matado a sangre fría a tantas candidatas que
hemos tirado la toalla y le permitimos gobernarnos como
príncipe sin necesidad de ascender. Hemos entrado en más
de una guerra con los reinos vecinos porque las princesas
que enviaron a conocer al príncipe Mendax con la
esperanza de forjar una alianza acabaron sufriendo una
muerte violenta. —Negó con la cabeza suavemente—.
Tendrás que enfrentarte a él si quieres salir de aquí con
vida.
Ahora hablaba más rápido. El ritmo de sus omoplatos se
aceleró al ritmo de sus frenéticos paseos.
—Pero yo no sé luchar —susurré—, solo soy una
científica humana.
El miedo me caló hasta los huesos una vez más e hizo
que se me pusiese la carne de gallina. Escapar de ese lugar
parecía imposible.
—Para luchar no siempre hace falta recurrir a la fuerza
bruta, Callie. —Sacudió las colas y las llamas de las
antorchas resplandecieron—. Eres una muchacha lista.
Saca partido a tus habilidades. Me temo que, si no lo haces,
no durarás otra noche más en la celda.
El pomo de hierro se agitó al otro lado de la puerta.
El príncipe Mendax estaba a punto de entrar.
Me levanté y me obligué a ponerme delante de Tremor.
No dejaría que le hiciera daño por haberme ayudado.
—Vete —le ordené tratando de sonar tan envalentonada
como pude.
—¿Estás tratando de protegerme?
El enorme felino me observó sobrecogido y con la boca
ligeramente entreabierta. Se le veían unos hermosísimos
colmillos blancos.
—Tú me has perdonado la vida, así que ahora te
devuelvo el favor. Márchate antes de que entre. Por favor,
no podré defenderme si mueres por mi culpa —le susurré.
El príncipe abrió el enorme pestillo, que emitió un
chirrido metálico.
La puerta se abrió con un crujido y el fae entró en la
cámara antes de cerrar a su espalda. Permaneció con la
vista clavada en el suelo, sin fijarse aún en el extraño dúo
que lo observaba desde el área izquierda de la sala.
—¿Ha gritado, Alist…?
Se dio la vuelta y se detuvo en seco cuando nuestras
miradas se encontraron.
Capítulo 11

Mendax

–¿H aMegritado, Alist…?


di la vuelta, intrigado por ver la masacre que
Alistair habría preparado en esa ocasión.
Mi mirada cayó sobre la de la humana, que seguía vivita
y coleando.
Apreté tanto los dientes que noté un chasquido en la
mandíbula y pasé a rechinarlos sin quitarle ojo de encima.
La humana estaba de pie con orgullo ante Alistair, como si
fuesen viejos amigos. Tenía un aspecto ridículo con la
melena pelirroja enmarañada y apelmazada contra los
laterales y la parte trasera de la cabeza. Estaba tan sucia
que era difícil adivinar su color de piel. Unos parches de
tez dorada por el sol asomaban entre la suciedad y las
heridas. Llevaba el mismo vestido de fulana que cuando
aterrizó sobre mí en el bosque.
Habían pasado diecinueve días desde entonces.
Diecinueve días durante los cuales me había mantenido tan
alejado de ella como había estado en mi mano mientras
esperaba a que muriese con la máxima celeridad.
Ni siquiera me había molestado en mirarla
detenidamente aquella primera noche. ¿Por qué habría de
haberlo hecho? Era insignificante.
Insignificante.
Ahora, bajo la luz de las antorchas, pude ver bien a la
criatura que me había atormentado desde entonces, desde
aquel día en que me había tocado. Había sentido una
descarga de electricidad ante su contacto incluso con los
guantes puestos. Por si eso no me había impactado lo
suficiente, cuando las suaves manos de la humana se
habían enredado en mis alas, me había sentido…
Una vez en el castillo, lo único que había querido hacer
había sido regresar a su lado, así que volví al claro del
bosque donde habíamos abandonado su cuerpo solo para
asegurarme de que estaba muerta.
Sin embargo, me había sorprendido al descubrir que
seguía con vida.
Desde entonces, había evitado a la humana, puesto que
no lograba dejar de imaginar el tacto que tendría su piel
bajo mis manos desnudas.
Que siguiera con vida era todo un misterio. No murió
después de que uno de mis guardias la atravesara con una
espada en el bosque. Estaba seguro de que debería haber
muerto. Había visto como la vida abandonaba sus bonitos
ojos azules después de que Pez la hiriera.
Dado que tampoco había estado por la labor de morir en
la mazmorra, se me había ocurrido enviársela de regalo a
mi asesino, para que se encargase de ella de una vez por
todas. No podía ser tan difícil de matar. Al fin y al cabo, era
humana.
Pero al entrar en la cámara y verla ahí, acariciando el
musculoso lomo de mi asesino personal como si fuese un
gato doméstico, no pude evitar preguntarme qué tendría de
especial.
Por lo que parecía, era mucho más difícil de matar de lo
que había esperado en un principio.
—Qué adorable. Has adoptado a una pobre criaturita sin
hogar —le espeté mientras trataba de contener mi
sorpresa.
¿Cómo seguía con vida?
Cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro con
incomodidad y, cuando el sucio vestido que llevaba se le
subió por los muslos, la herida que el morador de los
pantanos le había hecho con las garras quedó al
descubierto. Bien. Seguía estando al tanto de todo lo que
ocurría en el Reino Oscuro. Ese era uno de los motivos por
el que mis súbditos me temían y por el que mi familia
ostentaba el trono. Me dedicaba una mirada feroz muy
distinta a los ojitos de cordero degollado que había
insistido en poner cuando atravesó el velo.
Qué idiotas.
¿De verdad esperaban los humanos que una bonita
fulana con poca ropa iba a conseguir distraer al príncipe
oscuro?
Aniquilar a los humanos y conquistar su territorio sería
pan comido si de verdad eran tan necios. Todavía no tenía
ni la más remota idea de cómo se habían enterado de que
los atacaríamos aquella noche. ¿Cómo habían sabido cuál
sería el momento exacto para hacer que la chica cruzase a
nuestro reino? Si resultaba que tenía un topo entre mis
filas, desangraría a toda la familia del traidor ante sus ojos.
—No es ninguna criatura sin hogar —dijo con tono
desafiante. Levantó un poco más la cabeza.
—No estaba hablando de él —sentencié.
Me estaba empezando a hervir la sangre solo con mirarla
y sabía que Alistair se daría cuenta de que se me estaba
acelerando el corazón porque me iba a mil por hora. Por
suerte, yo era su dueño y el animal no haría nada al
respecto.
La chica me fulminaba con la mirada. El azul de sus ojos
era de lo más curioso.
Se me aceleró todavía más el corazón.
—Dime, Alistair, ¿por qué sigo sufriendo la desgracia de
ver con vida a esta asquerosa humana? Más te vale darme
una buena razón, porque tu vida depende de ello.
El enorme felino intercambió una mirada con la humana
antes de ponerse ante ella y hacer una reverencia.
—No voy a matarla, Mendax. Siempre que yo esté con
ella, contará con mi amparo —murmuró el asesino real.
Me ardía la sangre. ¿Cómo se atrevía a desafiarme? ¿A
otorgarle su protección?
Mi humo se debatía contra mis entrañas; ardía en deseos
de ahogar a los dos y acabar con esto de una vez por todas.
—Entonces, ¿eres un traidor, Alistair? Te he ofrecido
seguridad e incluso una mano amiga y tú vas y me das la
espalda para ayudar a los humanos. ¿Cuánto tiempo llevas
detrás de esto? A lo mejor fuiste tú quien alertó a los
humanos de nuestro ataque. Piensa bien tus próximas
palabras, gato. Mi paciencia, como bien sabes, está a punto
de agotarse —le advertí con calma, pese a que sabía que él
era muy consciente de la ira que ardía en mi interior
gracias a los acelerados latidos de mi corazón.
—No soy un traidor, Mendax. He servido a esta Corte sin
descanso. No soy capaz de explicar por qué la chica ejerce
este magnetismo sobre mí, pero puedo asegurar que hay
algo mágico en ella, no sé el qué. —Bajó la vista
avergonzado—. Yo no pienso hacerle daño y tampoco
permitiré que nadie le ponga la mano encima —murmuró
Alistair.
En sus ojos feroces vi que una lucha se libraba en su
interior. Se sentía en conflicto consigo mismo. Alistair era
una máquina de matar que nunca se lo pensaba dos veces
antes de actuar. ¿Por qué me desobedecería con tal de
perdonarle la vida a esta humana tonta, débil y de labios
carnosos?
—Entonces, ya no hay un lugar para ti en este reino.
Márchate antes de que olvide lo que es la compasión —le
gruñí.
Ambos sabíamos que no iba a matarlo. La verdad es que
era un gran amigo. Por eso me resultaba mucho más
curioso que se negara a matar a la humana. Sabía que
Alistair no era un traidor. Disfrutaba acabando con los
humanos, igual que el resto de nosotros.
El panel de la pared trasera se abrió para que el felino
abandonase la cámara. Intercambió una última mirada con
la humana, como si estuviese considerando quedarse para
protegerla. Le lancé una advertencia mental para
recordarle que no tenía nada que hacer contra mí si no se
marchaba.
Agitó las nueve colas con languidez y nos dejó tras
echarnos un último vistazo.
La estancia se quedó en silencio. Ahora solo estábamos
ella y yo.
Podía saborear su miedo. Cuanto más me miraba, más
crecía.
—Qué curioso. Ya van dos veces que te libras de la
muerte que había planeado para ti —hablé en voz lo
suficientemente baja como para que tuviese que esforzarse
para oírme.
Quería que me prestase atención sin tener que
acercarme más a ella.
—Déjame marchar. Te lo ruego —insistió.
Ya estaba otra vez con los ojitos de cordero degollado.
Era una pena, porque había algo en ese fuego que ocultaba
en su interior que me llamaba la atención.
—¿Por qué haría eso? Hace siglos que no contamos con
un humano en la Corte Oscura y ninguno de tus
predecesores se resistió tanto a morir como tú. Me parece
que el momento pide a gritos que lo saboreemos. No es
nada común que una criatura mortal aguante tanto tiempo
con vida en nuestro territorio. Sobre todo si tiene un
aspecto tan dulce e inocente como tú.
Ahí estaba otra vez.
Una diminuta chispa apareció en su mirada al oírme
describirla de esa manera. ¿Le había molestado? Bien. La
reté con la mirada hasta que el fuego se apagó y el miedo
ocupó su lugar.
—Por favor. —Intentó correr hacia mí, pero cayó al suelo
y me rozó las botas de piel con las rodillas—. Por favor,
déjame marchar. No voy a servirte de nada. Solo soy una
chica que estaba en el lugar equivocado en el momento
equivocado —suplicó.
Se le humedecieron los ojos y las lágrimas empezaron a
deslizarse por el rostro sucio. Era más que evidente que el
miedo le había hecho perder la compostura cuando
entrelazó las temblorosas manos ante mí.
Ver a la diminuta humana llorando a mis pies envió una
vibrante sacudida de excitación directa a mi polla. Se me
desplegaron las alas con una sacudida después de haber
estado demasiado tiempo constreñidas y sus casi cuatro
metros de envergadura me envolvieron en sombras.
Vaya, qué extraño.
Desde este ángulo, tenía una vista privilegiada de su
generoso escote.
Tal vez los humanos no eran tan estúpidos como yo había
creído.
—¿Cómo te haces llamar, humana?
¿Por qué me importaba? Moriría tan pronto como la
enviase de vuelta a la celda. El morador de los pantanos
había puesto el grito en el cielo por no haber podido catarla
y ahora empezaba a entender por qué.
Quizá mereciera la pena tenerla como mascota.
Vaciló ante mi pregunta. Era humana, así que no debería
saber que darme su verdadero nombre era una mala idea.
Por un segundo, vi un brillo de locura en su mirada.
No me sorprendió, pero despertó mi interés. La débil
mente de los humanos no tardaba demasiado en
desmoronarse.
Sería un placer empujarla hasta el límite de la cordura.
—Me llamo Callie Peterson y soy una orgullosa bióloga
ambiental y técnica de laboratorio —anunció por fin con
insolencia—. Estaba cruzando el bosque para volver a por
mi microscopio cuando me topé con un grupo anómalo de
mariposas luna y un círculo perfecto de ángeles de la
destrucción. Vivo en el 4313 de Sassafras Road, en Willow
Springs, Michigan.
—¿Te llamas Callie? —pregunté con incredulidad, y ella
asintió con la cabeza.
Me guardé ese dato para más tarde.
A lo mejor sí que era una humana normal y corriente.
Ninguna asesina cedería tan pronto. Además, la locura
estaba ya muy presente en su mirada. Podía sentirla. Era
una pena que no fuese a sobrevivir a la noche. Casi
envidiaba al morador de los pantanos, puesto que iba a
tener la oportunidad de ser el primero en destrozarla a
conciencia.
La atrapé con mis alas y las volutas de humo se cerraron
en torno a su cuello como una correa. Me sobresalté al
notar cómo mi humo reaccionó a su contacto en cuanto se
deslizó por su piel. La humana seguía de rodillas, pero no
esperé para sacarla a rastras de la cámara y llevarla de
vuelta a su celda. Cada vez me sentía más incómodo ante lo
que me estaba haciendo. Los sollozos ahogados que profirió
al debatirse contra el agarre del humo hicieron que una
nueva descarga de excitación me recorriera la polla
mientras bajábamos a la mazmorra. No pude evitar poner
mala cara ante la respuesta que le había arrancado a mi
cuerpo. Me estremecí al pensar siquiera en tocar a una
humana para algo que no fuese matarla. Era algo
asqueroso e indigno de mí como Asesino de Humo y
miembro de la realeza oscura.
Aceleré el paso con la esperanza de deshacerme de ella
lo antes posible y escuché los golpes sordos de su cuerpo al
chocar con los escalones que iba dejando atrás.
Los guardias de la mazmorra se levantaron al verme.
Sabía que podría dejarla con ellos y zanjar el asunto, pero
necesitaba verla entrar en la celda en la que aún se
encontraba el morador de los pantanos con mis propios
ojos. Para asegurarme de que no volvería a verla nunca
más.
Los guardias corrieron hasta su celda al otro lado del
pasillo. Irónicamente, se encontraba pared con pared con la
biblioteca del castillo donde Walter, mi hermano, había
estado pasando la mayor parte del tiempo. Aunque ella
jamás lo sabría.
La metí a la celda de un empujón.
Cayó de bruces sobre el suelo gris y, al oírla maldecir, yo
no logré reprimir una sonrisa.
Algo se movió en el camastro de la esquina. El morador
de los pantanos ya se había abalanzado sobre ella cuando
volví a bajar la mirada.
La diminuta chispa de un sentimiento desconocido me
recorrió el cuerpo.
Era envidia, sin duda, por no poder acabar con ella con
mis propias manos. Qué sensación más extraña. Apreté los
puños para luchar contra el impulso de detenerlo. Me di la
vuelta para marcharme, pero algo húmedo me dio en la
mejilla. Me volví a girar mientras me limpiaba para ver de
dónde había venido. El morador, que siempre se quedaba
petrificado en mi presencia, no era tan estúpido como para
hacer algo así.
La humana se puso en pie. Tenía el rostro cubierto de
sangre y suciedad salvo por los surcos de piel limpia que le
dejaban las lágrimas. Me estaba plantando cara desde el
centro de la celda con una mirada fulminante.
Me había escupido.
Una pulsación me recorrió las alas ante la necesidad de
golpear algo. Las afiladas puntas superiores habían
empezado a adoptar la forma de una garra.
Ya me había cobrado uno de sus dientes. Todavía lo
llevaba en el bolsillo. ¿Debería arrancarle otro más?
—¡Adelante! —Su grito me sorprendió.
Apretó los puños cuando el perverso morador de los
pantanos se restregó contra el lateral de su pierna, pero no
le prestó ninguna atención. Cada gota de su odio estaba
enfocada exclusivamente en mí.
—¡Adelante! ¡Acaba conmigo!
Avanzó hasta que quedó tan cerca de mí que pude olerla.
Tuve que agachar la cabeza para mirarla.
El fuego resplandecía desatado en sus ojos y tuve que
morderme el labio para mantener la compostura.
Los guardias corrieron en tropel hasta la celda, pero yo
desplegué las alas para bloquearles el paso con mi humo.
Extendí un brazo y le rodeé el cuello con la mano
desnuda.
No sé qué se apoderó de mí entonces para tocarla sin los
guantes. Nunca había sentido el contacto directo de un
humano contra la piel. Hasta ese momento siempre había
llevado las manos cubiertas o había recurrido al humo.
Se me entrecortó la respiración.
Ella ni siquiera se inmutó cuando mis largos dedos se
curvaron en torno a su garganta. Santas estrellas del cielo,
qué piel más suave. Notaba su mandíbula contra el pulgar y
el índice. ¿Por qué tenía la piel tan suave? Me quedé
inmóvil al contemplar el increíble azul de sus ojos. El fuego
que ardía en ellos me dejó cautivado.
El pecho de la humana subía y bajaba con cada airada
respiración.
Apenas podía prestar atención a la chispa de su mirada
mientras trazaba el contorno de su mandíbula con la yema
del pulgar. Estudié su rostro y me pregunté qué clase de
sensación era la que me embargaba. Nunca había sentido
nada igual.
—Hazlo —susurró, de manera que atrajo mi mirada a su
carnoso labio inferior—. ¡Pero ten muy presente que una
humana débil e inocente murió sin tenerte miedo!
La chica mentía, por supuesto. Percibía su miedo. Notaba
su dulzura en la lengua. Pasé el pulgar por su labio inferior
distraídamente y me deleité al ver cómo se movía ante la
presión de mi dedo. No había sentido nada igual en toda mi
vida. Su piel era más suave que la mejor de las sedas; nada
tenía derecho a tener un tacto así. Su suavidad empapó mi
piel de curiosidad.
Me gustaba más cuando estaba rabiosa. El fuego que
trataba de esconder sin éxito era palpable. Ahora ya apenas
quedaba miedo en su interior; solo había odio. Imaginé que
seguiría envalentonada por haberse librado de morir a
manos de Alistair.
¿Qué coño estoy haciendo?
Di un paso atrás, sorprendido por mis propias acciones.
Alejé su rostro de mí con un empujón asqueado y me miré
las manos. Todavía sentía su contacto en ellas.
La humana tropezó y cayó sobre el morador de los
pantanos, que intentaba clavarle sus ramas en la pierna.
Había dejado de restregarse contra ella, seguramente
porque estaba enfadada y ya no tenía miedo. Los
moradores solo se ven atraídos por el terror. Ya se
encargaría de amedrentarla de nuevo. La atormentaría de
tal manera que la pobre se mearía encima de miedo.
Me di la vuelta, sacudí la cabeza para obligarme a salir
del trance que se había apoderado de mí y abandoné la
celda para dejar a la humana a su suerte. Apenas era capaz
de creer lo que acababa de hacer.
Estrellas del cielo, me desharía de ella y de estos
traicioneros sentimientos esa misma noche.
La humana desaparecería de mi vida y, con ella,
cualquiera que fuese el veneno que me había inoculado.
Capítulo 12

Callie

M e levanté del suelo sucio y contemplé absorta la puerta


cerrada de la celda. ¿Qué clase de animal podría
hacerle eso a una persona inocente? ¡No había hecho
nada para merecer semejante trato! Cuando dejó ir a
Alistair con vida, experimenté una primera chispa de
esperanza. A lo mejor no era tan despiadado e insensible
como se rumoreaba. Había oído hablar a los guardias de él.
Había oído que dirigía el reino con una gélida eficiencia,
que aniquilaba a cualquiera que estuviese en su contra. Era
un asesino. Se le veía en la forma de sus músculos y en la
arrogante confianza de su postura. Era el hombre a quien
todo el mundo parecía temer. Por lo que había visto, incluso
los comandantes de su ejército sombrío, los hombres a los
que consideraba sus amigos más cercanos, le tenían (y con
razón) un sano respeto.
El morador de los pantanos volvió a intentar enterrarme
sus ramitas y ramas en los muslos. Quería asustarme de
nuevo.
Estudié al fantasma del príncipe de humo a través de los
barrotes de la celda. Su expresión se había vuelto más
suave, casi íntima, al tocarme. Pensé en la forma en que
sus ojos habían recorrido mi piel con fascinación justo
antes de acariciarme con el pulgar. Antes de tirarme al
suelo.
Estaba harta de que me zarandeasen como si fuese una
muñeca de trapo. En el mundo humano, siempre fui otro
tipo de muñeca, subestimada por mi aspecto físico. Ni
siquiera aquí podía escapar de eso. La única diferencia era
que los oscuros me trataban como si fuese un juguete roto
abandonado en la basura, como si pudiesen hacer lo que
quisieran conmigo. Por lo general, las personas trataban
bien a aquellas criaturas que consideraban hermosas.
Aunque las subestimaran.
Pillé al morador de los pantanos desprevenido cuando
estaba a punto de transformarse y aproveché para darle
una patada en la cara. La criatura esbozó una sonrisa feroz,
pero mantuvo la apariencia de un tocón del tamaño de un
niño y una boca con filas y filas de dientes. Cualquier cosa
era mejor que ese monstruo con aspecto de rana. Ahora sus
extremidades eran unos palos largos que no dejaban de
intercambiar las ramas por una serie de espinas de
diferentes tamaños. Me había dado cuenta de que obtenía
la energía para transformarse de mi miedo. Su silueta se
alteraba ligeramente, pero no parecía ser capaz de cambiar
por mucho que se esforzase.
Corrí hasta el rincón oscuro y cogí la cuchara que había
utilizado para desmenuzar la argamasa de los ladrillos y
agrandar el hueco por el que la rata marrón entraba.
—¿Ya te vas a esconder otra vez? —chirrió el morador. Su
voz temblaba e hizo que se me pusieran los pelos de punta.
Los ojillos negros se le iluminaron al observarme—.
Primero te voy a reventar esa carita tan guapa contra los
barrotes de ahí. —Señaló la entrada de la celda—. Y luego
me voy a correr en tu boca después de follármela hasta que
se te quede en carne viva —siseó.
Ignoré sus amenazas, llevé la cuchara hasta la puerta de
la celda y comencé a golpear salvajemente los barrotes
mientras chillaba a pleno pulmón. Mendax acababa de irse
y el pasillo era muy largo.
Estaba segura de que me oiría.
Grité hasta quedarme sin voz.
—¡Cierra el puto pico, banshee de los cojones! —ladró un
guardia, aunque nadie se molestó en venir a ver qué
pasaba.
Si conseguía hacer que el príncipe Mendax regresara; a
lo mejor podría negociar con él, hacer algún tipo de trato.
El morador me había seguido hasta los barrotes.
Mi rabia se esfumó por un momento cuando la criatura
me atacó con uno de sus afilados brazos de madera. Le
había dado la forma de una cuchilla y me había pinchado la
nalga.
—Te voy a follar aq… —comenzó, pero la cuchara que
utilicé para sacarle un ojo debió de pillarle desprevenido.
Salió de la cuenca con un sonido como de ventosa y cayó
igual que una canica. Luego agarré al morador de las
piernas de madera, lo levanté del suelo con un gruñido —
porque pesaba más de lo que esperaba y tuve que hacer un
gran esfuerzo— y lo golpeé contra los barrotes como si
fuese un bate de béisbol. Había esperado que quedase
destrozado, pero no fue así. Lo solté con un suspiro. Pesaba
demasiado como para seguir sosteniéndolo.
Se transformó en la criatura con aspecto de rana. Ahora
era mucho más grande y el único ojo verde que le quedaba
brillaba triunfal al saber que ya no tenía nada que hacer
contra su nuevo tamaño. De la cuenca vacía, manaba
sangre negra. Regresé hasta mi rincón con calma y saqué
el ladrillo de su sitio con un suave repiqueteo. Cuando
estaba a punto de girarme hacia el morador, el monstruo
me agarró por la cintura con uno de sus viscosos brazos
verdes y me enterró las afiladas garras a ambos costados.
Se las había arreglado para encaramarse sobre mí y
empezar a mordisquearme la coronilla. Me lamió todo el
perímetro de la cabeza justo antes de hincarme sus cientos
de dientes afilados.
Grité con todas mis fuerzas y le estrellé el ladrillo en la
cabeza. Cuando me soltó, no me lo pensé dos veces. Me
abalancé sobre él y le apunté con el ladrillo a la barbilla. Si
conseguía golpearle el cráneo con la fuerza suficiente,
haría que el monstruo perdiese el equilibrio, sin importar
cuán fuerte fuese.
Colocó sus ramas en posición defensiva; estaba
convencido de que tenía intención de atizarlo en el vientre
o el pecho. Pero entonces, acerté a darle justo donde quería
y el morador cayó de espaldas con un húmedo golpe sordo.
Presa de la rabia, me coloqué a horcajadas sobre su
bulboso pecho verde y comencé a golpearle una y otra vez
en la cabeza.
Pasó un rato antes de que me diese cuenta de que se le
habían quedado los brazos laxos a ambos lados del cuerpo.
Estaba espachurrando una masa gelatinosa y negra contra
el suelo de piedra. Era imposible adivinar qué clase de
criatura había sido mientras estaba vivo a partir de los
restos de su rostro. De hecho, ni siquiera parecía una
cabeza.
Inspiré hondo y me aparté del terrible monstruo.
Sin que me temblara el pulso, recogí la cuchara que
yacía entre los dos.
Estaba agotada. Lo único que quería era volver a casa.
Allí podría descansar.
Cogí la mano verde del morador e inspeccioné los dedos.
Me servirían.
Quizá.
El dedo índice era similar al de una mano humana.
Cogí el ladrillo ensangrentado y estrellé el canto contra
el metacarpo hasta que se soltó y sostuve una falange
proximal entre los dedos. Retiré la piel verde para revelar
un hueso de color blanco grisáceo. Sí, serviría.
Me levanté con tranquilidad y me bajé el vestido. No
volvería a llevar algo así en la vida.
Regresé a mi rincón oscuro y metí la mano bajo el lateral
del catre que quedaba pegado a la pared.
—Puaj, ahí estás —canturreé al sacar el vasito de
chucrut que me había guardado para deshacer la argamasa
de los ladrillos.
Lo olisqueé. El intenso olor del vinagre me quemó las
fosas nasales e hizo que me llorasen los ojos al instante. Sí,
serviría.
Metí el huesecillo del morador en la mezcla de col
fermentada asegurándome de que quedase bien cubierto.
Apenas era suficiente, pero me las tendría que arreglar con
los recursos de los que disponía..
Justo había vuelto a dejar el vasito en el escondite bajo el
catre cuando los guardias se acercaron en tropel a mi
celda.
—¿Qué cojones? ¡Joder!
—¡Lo ha matado! ¡Ha matado al morador!
—¡Imposible!
—¡Os dije que era una máquina humana de matar! ¡Os lo
dije!
Varios gritos resonaron por el pasillo cuando unos
cuantos guardias se pusieron a discutir sobre quién
entraría a recoger el cadáver.
Horas después, decidieron que no se molestarían en
entrar. Dejaron a la rana ennegrecida y ensangrentada
tirada en medio de la celda y se esfumaron cuando un par
de superiores vinieron a ver qué estaba causando
semejante revuelo.
Cuando la mazmorra quedó en silencio, contemplé al
morador muerto sin sentir nada. Le estaba bien empleado;
yo solo había hecho lo que tenía que hacer.
Lo único que me permitía llevar cierto control del paso
del tiempo eran los cambios de guardia. Si mis cálculos no
fallaban, dejaban la mazmorra sin vigilancia a partir de las
tres de la mañana siempre y cuando no quedase nadie
despierto y no hubiese problemas. Supuse que se
quedarían a vigilarnos después del revuelo que había
causado, pero no fue así. El ruido de la estruendosa puerta
de la mazmorra al cerrarse me retumbó en los oídos
mientras contemplaba el cadáver desde mi catre. ¿Cuánto
tiempo había pasado sin parpadear?
Me puse manos a la obra tan pronto como los guardias
se hubieron ido.
Saqué el vasito de chucrut de donde lo había vuelto a
esconder junto a un pedacito de pan y me coloqué donde la
luz de las antorchas iluminaba la celda. Al acercarme a los
barrotes, me aseguré una última vez de que no había nadie.
Me coloqué ante la enorme cerradura de hierro que me
separaba de la libertad. Cogí el trozo de pan, arranqué un
pedazo de corteza para darle la consistencia necesaria y lo
metí en el hueco de la cerradura.
Esperé un momento, espachurré el pedazo de pan contra
las paredes del bombín y lo saqué una vez que conseguí
darle la forma de la llave de la celda.
Cuchara en mano, me senté con las piernas cruzadas en
el centro del cubículo, en el único rectángulo de luz que
había en el suelo de piedra.
Saqué el hueso de la col y comprobé su maleabilidad.
Ahora era perfecto, justo como había esperado. El ácido
del vinagre se había infiltrado en el hueso y había disuelto
las partículas de carbonato de calcio hasta hacerlo tan
flexible como la goma. Lo sostuve con cuidado y, tomando
como referencia la forma de la llave de pan, empecé a
tallarlo con el extremo del mango de la cuchara hasta que
se me agarrotaron las manos y el cuello.
Estuvo lista justo a tiempo. La llave de hueso había
comenzado a absorber el dióxido de carbono del aire y se
estaba volviendo a solidificar, de manera que empezaba a
ser difícil de tallar.
Me puse en pie, me crují el cuello y me preparé para
escapar.
Capítulo 13

Callie

R espiré hondo para calmarme.


Tenía que idear un plan. ¿A dónde iría cuando saliese
de la mazmorra? La única otra estancia que había visto
había sido la cámara de sangre y me negaba a entrar ahí
sin Alistair. Podía probar a abrir el panel por el que había
salido él, pero no parecía muy probable que condujese al
exterior y no podía permitirme perderme en el laberinto de
estancias del castillo. Tendría que improvisar.
Me quedé inmóvil al oír algo que se movía detrás de mí.
Apenas tenía conocimientos sobre magia o sobre las
criaturas que la manejaban, así que no estaba segura de
que el morador estuviese muerto.
—¿A dónde vas? —La voz sorprendida y aguda de la rata
reverberó contra la piedra. Se le escapó un diminuto jadeo
cuando pasó junto a la cabeza destrozada del morador y
avanzó hasta el centro de la pequeña celda—. Madre mía…
Me alegro de ser tu amigo y no tu enemigo.
—¿De verdad eres mi amigo…, cambiaformas?
Me giré para mirar al animalillo con los labios resecos
apretados en una tensa línea.
Me costaba recordar que no debía fiarme ni de mi
sombra.
La rata marrón —no tenía un nombre para él por el
momento— se apoyó sobre las patas traseras para salir de
las sombras.
—Sí, y lo más seguro es que sea el único que tienes —me
espetó con esa aguda voz de rata.
Me preguntaba si tendría esa voz también en su forma
normal.
—Entonces, si de verdad quieres ayudarme, ¿por qué no
te transformas y me sacas de aquí? —le dije con tono
enfadado.
No sabía en quién confiar. Tenía la sensación de que el
reino entero me quería muerta. ¿Por qué él iba a ser
distinto? Aquí todos eran peligrosos y estaban llenos de
odio.
Todos.
—¿Quién se ha ido de la lengua? ¿Hay algún otro roedor
en la mazmorra del que me tenga que preocupar? —
preguntó divertido, pese a que sus oscuros ojos marrones
tenían un ligero brillo triste.
—Un gato de nueve colas me lo ha dicho. Me…
—¿Has conocido a lord Alistair? —La rata se irguió
todavía más en actitud alarmada mientras me estudiaba de
pies a cabeza—. Es imposible. Estarías muerta.
Sonaba asombrado.
—Te prometo que digo la verdad. Ahora transfórmate en
algo útil o lárgate de aquí.
Estaba enfadada por haber encontrado un consuelo en él
cuando en realidad me estaba engañando.
—No puedes salir, Callie —me advirtió desde el suelo—.
No sé cómo evitaste que lord Alistair te hiciese pedazos,
pero te aseguro que no fue más que un golpe de suerte. Por
mucho que me duela saber que estás expuesta a los
peligros del reino y de la corte aquí encerrada, sé que sería
mucho peor para ti deambular por el exterior sin una
manera de llegar hasta un portal.
—Creo que el motivo por el que no me mató es el mismo
por el que tú estás aquí ahora. Seguro que tú lo entiendes
mejor que yo, pero los animales siempre han cuidado de mí,
al igual que yo de ellos. A lo mejor es cosa del karma,
¿quién sabe? —divagué mientras empezaba a comprender
lo extraño que había sido el comportamiento de los
animales conmigo a lo largo de los años.
No tenía tiempo para preocuparme de eso ahora. Debía
encontrar una manera de escapar antes de que los guardias
volviesen.
El hueso ya volvía a estar duro, así que lo metí en la
cerradura de hierro e intenté girarlo sin éxito.
No encajaba bien.
La presioné un poco más contra la cerradura, con
cuidado de no romperla y dejar un pedazo dentro del
bombín. El sudor me perló la frente a medida que el pánico
se iba apoderando de mí.
—¡Mierda! —exclamé.
No estaba funcionando.
—¡Callie, por favor! No puedes salir de aquí todavía. ¡No
estarás segura ahí fuera! Estoy haciendo todo lo posible
por convencerlo…
—¿Convencer a quién?
Me detuve y me quedé lívida.
—Ya sabes a quién me refiero —sentenció—. Lo conozco
desde hace mucho más tiempo que la mayoría y sé que se
puede razonar con él. Solo necesito convencerlo de que te
lleve de vuelta con los humanos. Sé que estoy cerca de
hacer que ceda. Acabará escuchándome.
—¿Para qué quieres que me devuelva al mundo humano?
¿Para que esté entre las víctimas del genocidio cuando nos
aniquile y se haga con el control de la Tierra? —dije con
amargura.
Todo empezó a cobrar sentido. Me había metido en un
embrollo mucho más grande de lo que había pensado en un
principio. Aunque consiguiese escapar, ¿cuánto tiempo
permanecería libre? ¿Escaparía de los oscuros al volver a
casa?
Un sudor frío me recorrió la espalda.
Los fae oscuros iban a acabar con el reino humano y
quienes vivíamos en él si no encontraba una manera de
detenerlos.
Me dejé caer contra los barrotes de hierro y me deslicé
sin energía hasta quedar con las rodillas presionadas
contra el pecho, sentada en el suelo de piedra húmedo.
Solo se oía el lejano ritmo de las gotas de agua al caer en
algún punto de la mazmorra.
—No puedo permitir que se haga con el control del
mundo humano —susurré, más para mis adentros que para
la rata.
¿Qué pasaría con Cecelia? ¿Con Earl? ¿Con Cliff?
Morirían los tres. Todos morirían.
—Hay algo que te hace distinta al resto, Callie. Puedo
convencerlo de que te deje vivir. Solo necesito más tiempo.
No es tan horrible como muchos piensan. Por favor, dame
algo de tiempo. No abandones la seguridad de la celda.
Me puse en pie de nuevo con las piernas temblorosas y
dejé escapar un largo y entrecortado suspiro. Saqué la
llave, limpié el hueso con la tela de mi vestido y volví a
meterla en la cerradura. Tenía que encontrar la manera de
escapar de estos barrotes, de este lugar. La situación me
estaba empezando a afectar de una manera que no
alcanzaba a comprender.
Contemplé el cuerpo sin vida del morador.
Presioné el hueso hacia arriba para concentrar toda la
presión en la parte superior del bombín.
Clic. Había accionado el seguro.
El cilindro se movió y abrí la puerta de la celda.
Me quedé boquiabierta.
Me volví para mirar a la rata marrón, que tenía la
diminuta boca igual de abierta que yo, sorprendida de que
mi estratagema hubiese surtido efecto.
Crucé los barrotes tan rápido como mis piernas me lo
permitieron. Era libre. Me encontraba al final del largo
pasillo de la mazmorra. A la izquierda estaban las celdas y
a la derecha, las antorchas.
Silencio.
Los demás presos debían de estar dormidos o muertos.
Tomé la primera bocanada de fría y húmeda libertad.
Estaba muy cerca de escapar. Saldría del castillo y
encontraría el anillo de ángeles de la destrucción… El
portal. Los hongos me enviarían a casa para alertar a los
humanos. Les diría…
Me detuve.
¿Qué les diría? ¿Que existía otro universo totalmente
distinto al nuestro lleno de magia y seres feéricos? ¿Que
allí los malvados fae oscuros luchaban contra los fae
luminosos por hacerse con el control de nuestro mundo?
Nadie me creería.
Giré en la esquina y corrí hacia la escalera que estaba al
final del pasillo. Era la misma escalera por la que el
príncipe me había arrastrado.
Un cuerpo firme impactó contra mi costado y me dejó sin
aliento.
—Te ruego que me dejes convencerlo de que te perdone
la vida, Callie. Si él o cualquier otro te encuentran aquí
fuera, ya puedes darte por muerta.
El hombre alto y de cabello castaño que hablaba me
agarró del brazo y me miró a los ojos. Me estudiaba con la
misma mirada de la rata marrón.
Di un paso atrás para verlo bien. Con esta forma, los
únicos rasgos que compartía con el roedor eran la melena y
los ojos marrones. Mediría cerca de uno noventa y tenía los
hombros tan amplios como el príncipe. Aunque no estaba
tan musculado como él, contaba con una figura atlética y
fibrosa, con unos abdominales definidos que se le
marcaban a través del sayo ajustado. No tenía un cuerpo de
guerrero como el príncipe Mendax. Estudié conmocionada
sus facciones y entonces lo reconocí.
—Eras tú. ¡Eras el guardia que alejaron de la celda! —
Me solté de su agarre con un empujón para retroceder
unos cuantos pasos—. ¡Eras el que se quedó ahí
gimoteando para que te dejaran entrar y así poder
matarme!
El dolor inundó su mirada.
—No intentaba matarte, sino protegerte. Acababa de
volver de una batalla con el ejército de sombras. Había
estado luchando en forma lobuna, que suele ceder más
ante… los instintos primarios, supongo. Cuando regresé, mi
lobo te encontró y me vi embargado por la imperiosa
necesidad de protegerte. —Negó con la cabeza suavemente
y se le metieron los cabellos castaños en los ojos antes de
apartárselos—. Solo tengo un par de formas más aparte de
la de lobo. La de rata es una de ellas. Tenía que hacer lo
que estuviese en mi mano para protegerte hasta que
pudiese sacarte de aquí.
Volvió a negar con la cabeza y bajó la vista. El dolor y la
confusión le contorsionaban los atractivos rasgos.
—No me protegiste ni de Mendax ni del morador —le
respondí mientras intentaba no sentirme dolida—. ¿Dónde
estabas cuando tu querido príncipe me arrastró por todo un
tramo de escaleras después de que Alistair me perdonase
la vida? —le escupí con rabia.
Lo miré con los ojos entornados y el fae se derrumbó.
¿Eran todos así de atractivos? Resultaba desconcertante.
Lo rodeé.
—En fin, da igual. No soy tu responsabilidad. Dile al
resto de los animales oscuros que escapen y se mantengan
tan alejados de este lugar como les sea posible.
Avancé hacia la escalera.
—Te acompañaré a la salida. Nos matarán a los dos si
nos pillan, pero no saldrás de aquí con vida tú sola ni en
sueños —sentenció al tiempo que me envolvía la mano con
la suya, que era el doble de grande, y me obligaba a
acelerar el paso.
—Dime tu nombre. Ya no puedo seguir llamándote rata
marrón —le dije sin pensar en la regla de los nombres, y
aparté la mano de la suya con un tirón.
—No te voy a dar mi nombre ni ahora ni nunca. Quiero
protegerte, pero, si el príncipe no se fía de ti, yo tampoco. Y
menos para compartir mi nombre contigo. Puedes
llamarme Walter —concluyó.
Volvió a cogerme la mano con delicadeza y siguió tirando
de mí pasillo abajo. Iba a ayudarme a escapar.
—¿Y qué pasa si te pillan?
Aunque estaba molesta con él, se me encogía el corazón
solo de pensar en la posibilidad de que lo matasen por mi
culpa.
—Pues supongo que moriré —murmuró sin dejar de
arrastrarme por la mazmorra.
—No lo hagas, por favor, Walter. Me basta con que me
digas a dónde tengo que ir.
Mis súplicas le acribillaron la espalda mientras tiraba de
mí.
Pensaba que las escaleras estaban más lejos porque,
cuando los guardias me habían llevado a la cámara de
sangre, el camino se me había hecho eterno.
Subimos los escalones de piedra a toda velocidad y
llegamos a un pequeño rellano. Era evidente que Walter se
conocía bien el edificio. Que tuviese una imagen tan clara
de la disposición del castillo me hacía preguntarme cuál
sería su papel.
—¿Por qué estás tú aquí? ¿Cuál es tu posición en la Corte
Oscura, Walter?
¿Tendría alguna motivación oculta? A lo mejor ni siquiera
me estaba ayudando de verdad. Hasta donde yo sabía, bien
podía ser el verdugo de la Corte. Ya me había mentido una
vez.
Sus facciones se tensaron por un instante.
—Calla y procura moverte por las sombras —me ordenó.
Agudicé el oído y apoyé la espalda contra la pared de
piedra. Mantenerme oculta me pareció una tarea sencilla,
dado que lo único que veía más allá de su espalda era
oscuridad.
Me pegó a él para esconderme tras su amplio cuerpo de
caderas estrechas antes de atravesar una ancha puerta de
madera y hierro. Cuando el aire dejó de oler a humedad,
me di cuenta de que habíamos salido de la mazmorra.
De pronto había más luz, aunque la oscuridad seguía
envolviéndonos. La estancia tenía un olor suntuoso, casi
especiado. Incluso el ambiente parecía más rico y cálido en
comparación con el aire cargado y húmedo de la mazmorra.
Mis pies también notaron otro contraste. Unas suaves y
gélidas losas de mármol negro con vetas blancas y grises
me helaban las plantas. Walter se detuvo y se volvió para
regañarme con la mirada.
—Pero ¿quién en su sano juicio se creería que eres una
asesina con el ruido que haces al andar? ¡Silencio! Jamás
saldremos de aquí si sigues aporreando el suelo con esas
pezuñas de trol —refunfuñó.
Era tan alto que tenía que agacharse para susurrar. Si no
estuviese prisionera en un reino desconocido, lo habría
mirado con unos ojos muy distintos. Walter era guapísimo.
Parecía ser un rasgo que todos los fae compartían. Incluso
el príncipe era tan atractivo que resultaba incómodo.
Desde la más tierna infancia, se nos enseña a asociar la
fealdad y la mala educación con la maldad y la sinceridad, y
la bondad con la belleza, pero esa es una mentira muy
peligrosa. Si el villano era tan guapo que casi resultaba
doloroso mirarlo, este se convertía en una criatura mucho
más aterradora. Además, hacía que las sensaciones que le
arrancaban al cuerpo y la mente fuesen mucho más
difíciles de descifrar.
Puse los ojos en blanco ante sus palabras. Pezuñas de
trol. Su cercanía me tenía demasiado distraída como para
poder pensar una réplica. Ya no se parecía en nada a una
rata.
Pensar en su forma animal hizo que me acordase del
zorro. Mi mente curiosa me obligó a preguntarle a Walter
por él en caso de que muriese antes de abandonar el
castillo.
—¿Alguna vez has visto un zorro rojo cuyo pelaje brilla
con un resplandor dorado cuando le da el sol? —susurré a
su espalda.
Como todavía me sostenía la mano para guiarme por otro
pasillo oscuro, sentí un repentino apretón antes de que se
detuviese abruptamente. Se giró para mirarme.
—¿Qué sabes tú de esa criatura? —me preguntó y, por
primera vez, vi una rabia gélida en su mirada, muy
parecida a la del horrible príncipe.
Se le tensó la mandíbula mientras me estudiaba. Parecía
pensar que, si me observaba con la suficiente atención, le
confesaría mi secreto.
—Vi uno en mi mundo… y también aquí. Creo que intentó
impedirme que pisase dentro del círculo de hongos, del
portal. Luego, cuando estaba a punto de morir en el
bosque, vi otros dos. Me parece que uno de ellos era el
mismo que el que vi primero. Creo que me salvó la vida
después de que el siervo del príncipe me atravesase con su
espada. Derramó sus lágrimas sobre mi herida y…, al
recobrar la consciencia, fue como si tuviese fuego en las
venas —susurré.
Al decirlo en voz alta, sonó muy distinto de como sonaba
en mi cabeza.
Walter me soltó la mano. Se le quedó la mirada
desorbitada y la boca tan abierta que casi se le veía la
campanilla. Por supuesto que sabía algo del zorro.
—No puede ser —murmuró perplejo y sin quitarme la
vista de encima—. ¿Viste al zorro en el mundo humano y en
el Reino Oscuro? ¿Estás segura?
Se me puso la piel de gallina ante su penetrante mirada.
—¿Es malo? ¿Qué pasa? —pregunté.
El zorro no podía ser tan malo. Me había salvado la vida
y, si no me equivocaba, había intentado evitar que cruzase
el portal hacia el Reino Oscuro.
El suelo al otro lado del pasillo crujió y rompió el silencio
que nos envolvía.
Walter me empujó para que volviese por donde habíamos
venido, me agarró la mano una vez más y me condujo a
otro pasillo que antes se me había pasado por alto. Me
metió en lo que parecía un armario lleno de ropa limpia. El
cubículo era pequeño, del tamaño de un cuarto de baño
humano. La oscuridad nos engulló cuando Walter cerró la
puerta negra del armario tras de sí. Había una lucecita que
iluminaba la pared con su suave luz. ¿Tenían electricidad
en este mundo?
El suelo de mármol negro resplandecía bajo la rutilante
luz ambarina. Las paredes tenían un aspecto moderno, con
una ligera influencia más tradicional. Era casi demasiado
actual para considerarse de estilo gótico, pero había un
aire malévolo en el ambiente, algo que envolvía cada
centímetro del castillo, de manera que le daba un aspecto
mucho más tétrico del que tenía a simple vista.
Walter se adentró en el armario sin soltar la enorme
puerta cerrada. Di un paso atrás para dejar más espacio
entre nosotros, pero se me clavó un estante lleno de telas
en el trasero. Abrí la boca para preguntar cómo se
generaba aquí la electricidad. Sin embargo, al entrecerrar
los ojos, me di cuenta de que la luz provenía de una enorme
luciérnaga. Estaba posada sobre un banquito colocado en
la diminuta plataforma dorada donde normalmente habría
una bombilla. Era diez veces más grande que las
luciérnagas que había en casa. Incluso sus facciones
parecían albergar cierta inteligencia. Pude inspeccionarla
todavía más de cerca cuando giró la cabeza hacia mí y se
llevó un dedo a la boca en un gesto universal para pedir
silencio.
No me podía creer que una luciérnaga que hacía las
veces de aplique me mandase callar.
Levanté la vista justo a tiempo de ver a Walter reírse
entre dientes. Le brillaba la mirada.
—A veces se me olvida lo impactante que debe de ser
para ti todo en este reino —susurró.
—Háblame del zorro —murmuré.
No dejaría pasar el tema; necesitaba saber qué estaba
ocurriendo. ¿Por qué había ido a buscarme el zorro? No
podría idear un plan para regresar a casa si no tenía en
cuenta todas las posibles variables que habían influido en
el desarrollo de los hechos y tenía el extraño
presentimiento de que el zorro estaba implicado en el
suceso.
Volvió a adoptar una expresión enfadada y clavó la vista
en la pared opuesta.
—Te voy a decir esto como amigo. —Se puso tenso y juré
oírlo proferir un quedo gruñido—. Que yo sepa, solo los
miembros de un antiguo linaje fae pueden transformarse en
zorro, y te aseguro que no querrás tener nada que ver con
ellos. No sé por qué se mostrarían interesados en ti, pero
créeme cuando te digo que no puede ser por algo bueno.
Me observó con los dientes tan apretados que tenía que
estar haciéndose daño.
Estaba claro que odiaba a todos aquellos que
perteneciesen al linaje que había mencionado.
—Pero ¿qué hacía un fae en el mundo humano? Este es
su hogar, así que no me sorprende que apareciesen aquí,
pero ¿qué hacían en la Tierra? —pregunté.
Todavía no lograba encajar las piezas del rompecabezas.
Sentía que me faltaba algo.
Walter se apartó de la puerta para acercarse a mí. El
aroma de la ropa limpia y el jabón me inundó las fosas
nasales cuando se movió. Resultó de lo más agradable
después de haber pasado tantos días soportando el olor
rancio de la mazmorra.
—Al contrario. Resulta mucho más inquietante que los
vieses aquí, en la Corte Oscura. No es raro verlos en el
mundo humano, puesto que ellos sí que tienen permitido
cruzar el velo. Que se atreviesen a poner un pie en nuestro
territorio sin haber sido invitados para curarte con sus
poderes es de lo más desconcertante, entre otras cosas.
Parece que han urdido un plan que tiene algo que ver
contigo y eso es mucho más peligroso de lo que tu mente
humana alcanzaría a comprender.
Lo miré con los ojos entornados.
—No creo que haya nada más peligroso que ser la
prisionera del príncipe oscuro —susurré.
Algo cambió en el ambiente. Me puso los pelos de punta
y me formó un nudo en el pecho.
—Estás muy equivocada. Los únicos fae capaces de
transformarse en zorro son los herederos de la Corte
Luminosa y, según las leyes de su reino, has quedado ligada
a uno de ellos de por vida. Estarás a su servicio hasta que
decidan matarte —dijo antes de negar con la cabeza
suavemente—. Esos desgraciados nunca te liberarán. Ya no
importa en qué reino acabes. Ahora eres de su propiedad y
lo único que te protege de ellos es el hecho de que te
curaran en terreno oscuro, ya que viola un buen puñado de
reglas.
Estuve a punto de gritar en mi intento por recuperar la
compostura, pero entonces tiré un tarro de cristal de la
repisa que tenía detrás de mí. Al caer al suelo y romperse,
dio por finalizada nuestra amortiguada conversación.
Levanté la vista para mirar a Walter, consciente de que
acababa de condenarnos.
Capítulo 14

Mendax

–R epetídmelo una vez más, comandante. Pero esta vez


recordad que, como vuestro difunto padre pudo
comprobar, no soy el tipo de fae al que le resulta
graciosa la incompetencia —escupí entre dientes, seguro
de que no había oído bien al guardia sombrío.
—La humana ha apaleado al morador de los pantanos y
ha escapado de la mazmorra. Ningún guardia sombrío la ha
visto salir, así que sospechamos que sigue dentro de los
muros del castillo.
El estoico hombre estaba tratando de mantener una
actitud calmada, pero le temblaba la voz y desprendía el
rancio olor del miedo.
Estaba aterrorizado, como debía ser. Nadie se sentía
cómodo ante el Asesino de Humo y mucho menos quienes
disponían de consciencia o sentimientos. Los dos sabíamos
que, de todas las criaturas malvadas que había en la Corte
—mi Corte—, yo era el último monstruo al que debería
decepcionar. A diferencia de todos esos otros desgraciados,
a mí la maldad no me incomodaba. Me regodeaba en ella.
La manejaba a mi antojo. La vida o los sentimientos de los
demás no me importaban en absoluto. Además, las
amistades y lazos familiares no significaban nada para mí.
Nada me importaba.
No sentía nada.
Preferiría matar a mi madre antes que renunciar al
poder y el terror que ejercía sobre los demás. ¿Por qué?
Porque podía. ¿Qué más daba? Solo conseguía sentir algo
cuando veía a otras criaturas sufrir el dolor que yo mismo
les infligía. Lo disfrutaba. Imaginaba lo que sentiría al
experimentar ese goce en otras circunstancias.
—¿Me estáis diciendo que la asesina, la misma asesina
enclenque que los humanos enviaron para que matase a
vuestro príncipe, está deambulando por mi castillo en estos
precisos instantes? —dije con incredulidad al ver cómo le
temblaba la mano.
El comandante se apresuró a entrelazarlas a la espalda
para ocultar lo que estaba sintiendo, como si temiese que
me alimentase de su pavor. No le tenía ningún miedo a la
humana, ni mucho menos, pero no podía negar que me
tenía intrigado. Cada vez que la había visto, de esa boquita
suya solo habían salido ruegos y súplicas cargados de
indefensión. Era imposible que hubiese acabado con el
morador de los pantanos ella sola y menos cuando la
criatura ya había saboreado su miedo. Alguien debía de
haberla ayudado.
—Así es, mi señor, los guardias sombríos están barriendo
el castillo en estos momentos. El único problema es que…
—¿Qué problema hay, comandante? —lo interrumpí.
Estaba empezando a perder la paciencia y la imperiosa
necesidad de hacer sangrar a alguien crecía con cada
sílaba que brotaba de los labios del rígido comandante de
pelo canoso.
—Vuestra madr… Quiero decir, la reina está celebrando
una cena en el salón de baile, mi señor. A los guardias,
eh…, les está costando registrar esa área del castillo —
farfulló con la vista clavada en la pared que se alzaba
detrás de mí.
—¿Estáis intentando decirme que le tienen miedo a mi
adorada mamaíta, comandante? Ya me encargo yo de
registrar esa zona.
Me reí entre dientes al pensar en ello.
Si alguien estaba a la altura de mi mal carácter y gusto
por la venganza, esa era mi madre, la reina de la Corte
Oscura. Había seguido siendo reina tras la muerte de mi
padre a regañadientes, aunque ya no se preocupaba por
ninguna de las tareas o decisiones de su posición. No, todo
eso me lo había dejado a mí. No obstante, me había
amenazado con vincularme con quien ella quisiera si no me
casaba pronto y me convertía en rey para que pudiera dar
por concluido su reinado. Y sabía que lo decía en serio.
Estaba seguro de que lo único que la había frenado hasta
ese momento era que detestaba a todas las pusilánimes
muchachas de nuestro reino. El vínculo implicaba que la
otra persona se quedase con la mitad de mi poder y, por
mucho que esa fuera la única manera de acceder al trono,
mi madre preferiría lanzarse a un pozo de humanos
zombificados para que la devoraran antes de que yo
compartiese mi magia con alguien más. Odiaba a los
humanos más que a cualquier otra criatura en el mundo.
Sin contarme a mí.
Me puse en pie y el cuero que vestía emitió una serie de
crujidos al estirarme cuan alto era. Lo hice prácticamente
con la única intención de recordarle al hombre que tenía
ante mí lo diminuto y débil que era a mi lado. Aunque
debería haberlo hecho, decidí no matarlo por haberla
dejado escapar. Era lo que él esperaba y ser predecible no
tiene ninguna gracia. Puede que matase a su mujer como
castigo.
—¿Quién dejó su celda abierta? Encargaos de enviar al
culpable al bosque de sangre —le dije, y coloqué mi silla
ante el escritorio.
Me tamborileó el pulso en las venas ante la idea de darle
caza a la chica.
—No ha sido cosa de los guardias, mi señor. La chica le
arrancó un hueso al morador de los pantanos y se las
arregló para tallar una llave con él. Seguía encajado en la
cerradura cuando descubrimos que había escapado.
Me detuve en seco y me giré para mirar al comandante.
La curiosidad me hormigueaba en la nuca.
—¿Y cómo mató al morador exactamente?
Se me había helado la sangre. Como dijera que…
—Con un ladrillo, alteza. Lo sacó de la pared de la
biblioteca. Apaleó a la criatura hasta dejarla irreconocible
—explicó el hombre, que parecía ligeramente
impresionado.
Para que el comandante sonase así, debía de haber
preparado una verdadera carnicería.
—Decidles a los guardias sombríos que se retiren,
comandante. Ya no requiero sus servicios —le ordené
cerniéndome sobre él—. Esa pequeña ramera ha tenido
ayuda y sé exactamente a dónde se dirige.
—Pero, mi señor…
Demasiado tarde. Ya estaba saliendo por la puerta de mi
gabinete de guerra en dirección a la cuarta planta.
Qué criatura más interesante. Ya fuese una asesina o no,
la chica había conseguido despertar mi curiosidad. Era
repugnante y merecía morir, pero también era todo un
misterio.
Capítulo 15

Callie

–T enemos que llegar a la azotea —murmuró Walter


prácticamente para sus adentros mientras tiraba de
mí.
Era rápido y me costaba seguirle el ritmo sin tropezar.
Intenté ponerme a su lado unas cuantas veces, pero no
tardó en empujarme para que caminase tras el muro
protector de su espalda. Tenía que deshacerme de él, pero
el miedo a que nos pillasen crecía con cada pasillo y
estancia vacía que recorríamos. Ya habíamos estado a
punto de ser descubiertos en un par de ocasiones por los
miembros del servicio, que deambulaban por los pasillos
vestidos con sus mejores galas. Los trajes negros que
llevaban eran como una mezcla entre lo que alguien se
pondría en el Renacimiento y un atuendo formal moderno.
No me parecía que subir a la azotea tuviese mucho
sentido, pero confiaba en que Walter supiese cuál era la
mejor vía de escape. Seguía manteniéndome oculta detrás
de su cuerpo, aunque no sabría decir si lo hacía por mi bien
o por el suyo.
Recorrimos otro tramo de escaleras de caracol. Estas
parecían ser infinitas, escondidas tras una de las
recargadas esquinas de una habitación gigantesca. Me
detuve a admirar la impresionante opulencia de la sala.
Unas alfombras de piel blanca cubrían el vasto espacio
que nos separaba de la enorme puerta. Las paredes eran
bellísimas, del color de la pizarra y de seis metros de altura
como mínimo. Por otra parte, unas intrincadas molduras
recorrían el techo, así como los varios recovecos que había
repartidos por toda la sala. También había unas cuantas
lámparas de araña negras en el centro de la estancia y otra
igual de resplandeciente al otro lado de la puerta. Ahogué
una exclamación de sorpresa al darme cuenta de que era
un dormitorio. Contra la pared opuesta había una
descomunal cama con dosel negra, que contaba con una
mullida colcha negra y gris algo remilgada.
Ay, madre mía. Estábamos en el dormitorio de alguien.
El corazón me latía tan deprisa que podría haberme
desmayado.
—¡Walter! ¡Esto es una habitación privada! ¡Tenemos
que salir de aquí! —dije en un grito susurrado.
Por algún motivo, el pánico que sentía creció. La
anticipación parecía mucho más aterradora que el
momento en que nos pillasen de verdad. Era como una
horrible versión del juego del escondite en la que, si nos
encontraban, moríamos.
—Conozco al dueño de esta habitación y no nos está
buscando. De hecho, está ayudando a una humana a
escapar —susurró, y yo me quedé boquiabierta mientras él
miraba en todas direcciones.
Joder, era su dormitorio.
—Si conseguimos cruzar el pasillo, hay una sala al otro
lado del salón de baile por la que podremos acceder a la
azotea.
Volvió a cogerme de la mano, listo para cruzar la puerta
conmigo a rastras.
Pero yo lo detuve y me solté. No podía dejar que siguiese
adelante. Me negaba en redondo. No quería que se jugase
la vida por mí y, después de haber visto su lujosa
habitación, no sabía hasta qué punto podía confiar en él.
¿Por qué me ayudaba si tenía una posición tan buena en el
castillo?
—Dime qué hacer una vez que llegue a la azotea. No
puedes venir conmigo —sentencié sin dar pie a ninguna
discusión.
Nos miramos a los ojos con expresión asustada.
—Yo te llevaré. Aunque no sé dónde está exactamente, sé
que allí hay un portal que nos sacará del castillo. Y no. No
voy a dejarte. Necesito averiguar por qué mi forma de lobo
reacciona de esa manera ante ti. Además, yo soy fiel a la
Corona Oscura y no dejaré que le hagas daño al príncipe si
al final resulta que eres una asesina. Moriré protegiéndolo,
así que no me separaré de ti hasta que te hayas ido.
Crucé la suave alfombra. Estaba segura de que el rastro
que mis pies sucios iban dejando sería suficiente para
revelar hacia dónde nos dirigíamos.
Lo despistaría una vez que supiese dónde estaba el
portal y entonces Walter podría regresar sano y salvo al
castillo.
El fae tiró de mí, pero yo me adelanté y me adentré en el
pasillo. Mis pies entraron en contacto con el suelo de
mármol y el frío que había sentido en la mazmorra regresó.
El pasillo era largo y, aunque estaba decorado con colores
oscuros, estaba mejor iluminado que las anteriores
estancias. No tenía que entornar los ojos para verlo todo
con claridad. En vez de una puerta, lo que encontré a mano
derecha eran unos amplios arcos que conducían a un suelo
ajedrezado. Acabé parándome ante una de las espaciosas
entradas del salón de baile.
Un salón de baile lleno de bailarines.
Todos los presentes profirieron gritos ahogados y
murmuraron al verme.
Estaba demasiado impactada como para moverme.
Cientos de fae vestidos con sus mejores galas me
observaban desde la extensa sala. Me dio un vuelco el
corazón y me quedé lívida. No tenía escapatoria. Todos me
habían visto. Por mi aspecto y mi andrajoso atuendo, no
cabía duda de que era una prisionera, además de una
humana. Incluso las criaturas más parecidas a mí
transmitían un aire diferente. Pertenecían a una especie
más hermosa. Alas, colmillos y garras llamaron mi atención
como si la multitud estuviese salpicada de detalles
mortíferos. El odio y el ansia de destrucción inundaron el
ambiente de inmediato. Todos y cada uno de ellos me
estudiaban con ojos de depredador. Incluso los fae más
pequeños y de aspecto más amigable que posaban la vista
en mí estaban envueltos en un aura de maldad. Si las
miradas matasen, yo me habría desintegrado allí mismo.
—Ay, joder —murmuró Walter, que apareció detrás de mí
y observó la marea de invitados que nos devolvía la mirada.
—Parece que nos han servido el primer plato antes de lo
esperado.
La voz me heló la sangre en las venas. Era como si el
terror tuviese su propia melodía y ella fuese su
compositora.
La muchedumbre de depredadores se apartó para dejar
paso a la creadora de la rapsodia.
Incluso las propias enredaderas negras y
resplandecientes que componían la corona de ónice de la
mujer parecían exigir respeto. Le caían por el hermosísimo
rostro y se enroscaban con elegancia en torno a su cuello
frágil antes de confundirse con el vestido de terciopelo
negro que le abrazaba las caderas. Había curvado los labios
rojos como la sangre en una sonrisa siniestra, como si le
hubiesen entregado un regalo.
La mujer dio un paso hacia nosotros arrastrando la cola
del vestido con elegancia detrás de ella. Los invitados que
fue dejando atrás inclinaron la cabeza y se apartaron de su
camino hasta que llegó a nuestra altura.
—Mi reina, me… —farfulló Walter al tiempo que se
colocaba entre nosotras.
La mujer me estudió con atención mientras las fosas
nasales se le dilataban ligeramente. Una chispa pareció
prenderse fuego en sus ojos sin previo aviso.
Desplegó unas alas negras de mariposa a su espalda y
estas le envolvieron el rostro con amenazadoras sombras
grises. Se movió a toda velocidad y extendió uno de sus
brazos desnudos hacia mí. Tenía la yema de los gráciles
dedos pintada de negro, pero la mancha se extendió por su
mano enseguida, como si hubiese metido los dedos en tinta.
El aire estaba cargado de poder. Unos zarcillos de humo
brotaron de sus manos negras. Retorció los labios rojos en
una sonrisa maliciosa.
—Corre —me susurró Walter con urgencia.
Me dio un empujón tan fuerte en el hombro para que
corriese hacia el pasillo que casi me caí al suelo, pero la
sacudida me sacó del trance en que me había sumido el
pánico. Miré a mi amigo una última vez. La reina le lanzó
una nube de humo y oí un sonoro chasquido que pareció
sacudirme la visión. Walter se transformó en un lobo gris
más grande de lo normal.
—¡Walter! —aullé, prácticamente incapaz de oír mis
gritos por encima del sonido de mis pies al impactar con el
mármol.
Al final del pasillo solo había un arco tan grande como
los anteriores, así que lo crucé y me encontré en otra vasta
y lujosa sala.
¡Mierda!
Di vueltas por la estancia. ¡No había ni rastro del acceso
a la azotea!
¡Ahí! Escondida en el rincón más alejado de la entrada
había una pequeña puerta.
Al abalanzarme sobre ella, estuve a punto de quedarme
sin aliento y me temblaban tanto las manos que tuve que
pelearme con el pomo. Pese a mi desesperación, por fin
conseguí abrir.
Cuando mis ojos se adaptaron a la oscuridad, vi una
amplia azotea rodeada de almenas cuya piedra gris se
había tornado del color del carbón por la fina llovizna que
caía. Cerré la puerta a mi espalda y me apoyé contra ella
mientras me esforzaba por recobrar el aliento. La azotea
estaba desierta. Estaba a salvo por el momento.
El cielo nocturno tenía una deprimente tonalidad gris
azulada. Solo los rayos que teñían las nubes de un cálido
tono amarillo iluminaban ligeramente el paisaje. Me vi
embargada por el suave repiqueteo de la lluvia. Casi
resultaba tranquilizador. La sensación del aire fresco en los
pulmones me dio la vida. Por fin había salido del castillo.
Casi había conseguido escapar.
Se me vino a la cabeza la imagen de Walter. ¿Estaría
muerto? Aunque era cruel, decidí que lo mejor sería no
pensar en él. Tenía que encontrar el portal. Él podría
arreglárselas solito.
Me acerqué tambaleante hasta las almenas que daban a
la entrada del castillo y me asomé para ver qué había más
allá.
Una oleada de pánico se adueñó de mi cuerpo e hizo que
cayera sobre el duro suelo. Deslicé el trasero por la azotea
irregular para alejarme atropelladamente del muro bajo. La
caída era mucho más grande de lo que había imaginado.
El castillo estaba enclavado en lo alto de una montaña.
El edificio ya era enorme de por sí, pero parecía mucho
más alto y aterrador en combinación con la pendiente de la
montaña.
¿Dónde está el puto portal? ¿¡Dónde!?
En la azotea solo había muros bajos y una caída mortal al
otro lado.
Retrocedí todavía más y, en mi huida, me arañé el
trasero con el suelo. Había esperado estar a una altura
considerable, pero no tanta.
Tenía que alejarme de las almenas.
Por favor, que alguien me saque de aquí. Quien sea… Lo
único que quiero es volver a casa.
Me vi sacudida por un torrente de sollozos. Las lágrimas
se deslizaron por mis mejillas y su calidez supuso un
inesperado contraste con el frío de la lluvia que me
empapaba el cuerpo.
El grave estruendo de un trueno retumbó a mi alrededor.
Me di poco a poco la vuelta y una sensación de inquietud
me puso la piel de gallina.
Una sombra descendió sobre mí y me envolvió en un
manto de terror.
Mi mirada viajó hacia arriba desde la punta de sus botas
negras, que goteaban por la lluvia.
Fue como si hubiese caído del cielo sin hacer el más
mínimo ruido.
Un buen número de tiras de cuero negro y hebillas se
entrecruzaban por su amplio pecho. Una capa negra
ondeaba al viento detrás del príncipe, que me observaba y
había conseguido inmovilizarme con la gélida ferocidad de
sus pálidos ojos azules. Tenía las alas completamente
extendidas y casi abarcaban toda la azotea. Las gotas de
lluvia atravesaban el humo negro, como si les diese miedo
tocarlo.
—No —susurré a la vez que me ponía en pie con torpeza
—. ¡No! ¡No, por favor!
Caminó hacia mí y sus largas y musculosas piernas lo
dejaron a mi altura en un par de zancadas. Me estremecí
de miedo al intentar huir de él, pero era demasiado rápido,
demasiado grande.
Me agarró del pelo apelmazado y me echó el cuello hacia
atrás de un tirón.
Proferí un grito cuando me obligó a ponerme en pie sin
soltarme y me atrajo contra su cuerpo con brusquedad.
Alcé la vista y me esforcé por mirarlo a los ojos pese a la
lluvia. Desesperada, intenté patalear y gritar, pero los
pocos golpes que logré asestarle en el vientre y los muslos
parecieron hacerme más daño a mí que a él. Era tan alto
que casi tenía la sensación de seguir sentada en el suelo.
—Para, por favor, me haces daño —sollocé, presa de una
completa indefensión.
—¿Por qué no has muerto todavía?
Habló con una voz queda y profunda. Me recordó al
gruñido de un tigre, poderoso incluso en un susurro.
Hice fuerza con los brazos contra su pecho para intentar
recuperar el equilibrio y aliviar el dolor que sentía en el
cuero cabelludo.
Sus pálidos ojos azules vacilaron cuando lo toqué. Algo
pareció reclamar su atención y resquebrajó su estoica
fachada. Confuso, entornó los párpados al estudiar mis
facciones. Estaba tan cerca que su intensa fragancia me
embargó. Era un hombre insultantemente atractivo, como
un ángel de la muerte.
Un borrón grisáceo apareció de la nada, se abalanzó
sobre él y consiguió que me soltara el pelo. Ambos caímos
al suelo, pero mi cuerpo me alejó del depredador antes de
que a mi mente le diese tiempo a procesar la orden.
Un gran lobo gris mordió al príncipe en el cuello.
¡Walter!
El animal profirió un quejido cuando Mendax lo estrelló
contra el suelo con un gruñido.
—¿Cómo te atreves a traicionarme después de todo por
lo que hemos pasado juntos?
El enorme lobo se levantó y se colocó delante de mí para
defenderme con un gruñido gutural.
No podía dejar que recibiese otro golpe. No permitiría
que muriese por mi culpa.
—¡Walter, no! —grité, e intenté protegerlo con mi
cuerpo.
El príncipe irguió la espalda levemente y esbozó una
sonrisilla ladeada.
—Qué adorable. —Su mirada viajó entre Walter y yo—.
La asesina humana te está protegiendo. ¿Quieres que
comprobemos hasta dónde está dispuesta a llegar con tal
de salvarte, hermano?
¿Hermano? Eso explicaba lo de su dormitorio.
Una serpiente de humo negro brotó de la mano del
príncipe y se enredó alrededor del peludo cuello de Walter.
Fue entonces cuando comprendí que no había estado
luchando contra el lobo, sino que había estado jugando con
él.
—¡No! ¡Suéltalo, por favor! ¡Desquítate conmigo! ¡Ha
sido todo idea mía! ¡Yo lo convencí para que me ayudara,
así que él no tiene la culpa de nada! —exclamé, y corrí
hacia Walter.
La serpiente le arrancó a Walter un sonido estrangulado
al asfixiarlo.
—He de darte la enhorabuena. Vuestra artimaña me ha
impresionado. ¿Ha sido Walter quien ha matado al morador
mientras tú fabricabas una especie de llave? Me muero de
ganas por saber todos los detalles —dijo Mendax con tono
afable mientras estrechaba la serpiente todavía más en
torno a su cuello.
—¡Ya basta! ¡Él no ha tenido nada que ver con eso! Al
morador lo he matado yo. ¡He utilizado un ácido para
reblandecer el hueso, luego he tallado la llave y he
escapado! —grité.
Intenté liberar a Walter de la serpiente que lo asfixiaba,
pero no sirvió de nada. Mis manos atravesaron el humo
como si no estuviese ahí. Eso sí, no aflojó su inquebrantable
agarre ni por un solo segundo. Corrí hacia Mendax y le
aporreé el pecho y los brazos con los puños, cegada por la
adrenalina y el miedo que me daba perder a Walter.
El príncipe se rio entre dientes. Aquello no era más que
un juego para él.
—Cuando me contaste tus teorías sobre la humana, ni se
me pasó por la cabeza pensar que te habrías convertido en
un traidor por ella —dijo sin apartar la mirada del lobo.
Movió el dedo índice como si fuese un gancho hacia su
propio cuerpo y, poco a poco, el humo se alejó de la
criatura que se debatía por respirar para detenerse ante las
botas de su amo. El horrible príncipe se agachó para
agarrar al lobo por el pellejo. Tan pronto como el fae
sumergió el brazo en la nube de humo, esta se disipó,
puesto que él y solo él la controlaba.
El príncipe le arrancó un quejido a Walter al levantarlo
como si fuese una pluma y avanzó con destreza hasta
quedar junto a las almenas bajo la insistente lluvia. Dejó al
lobo suspendido por encima del vacío que se abría junto al
castillo.
Un rayo iluminó el cielo y recortó la silueta de los dos fae
contra el cielo gris.
Iba a tirarlo desde la azotea.
—¡Por favor! ¡No! ¡Para!
Traté de alejar a Mendax de las almenas con
desesperación.
—Como no lo mates tú, lo haré yo —sentenció una voz
fría y familiar.
La reina se encontraba en medio de la azotea; su vestido
negro resplandecía en las sombras de la noche. Varios de
los fae que la habían acompañado en el salón de baile la
flanqueaban y otros tantos cruzaban la puerta abierta.
—Hola, madre —escupió el príncipe con tono molesto—.
¿Por qué no regresas a tu fiestecita y me dejas ocuparme
de esto? —le pidió Mendax con el lobo todavía colgando por
encima del precipicio.
—Bueno, esa criatura que estás a punto de lanzar al
vacío es el hijo de mi hermana —apuntó—. Además, si
hubieses hecho las cosas como es debido, la humana no
habría arruinado mi fiesta.
La reina se cruzó de brazos. Volvían a tener un aspecto
normal, salvo por una pequeña mancha negra que le
acababa de aparecer en el dedo índice.
—De hecho, si de verdad hubieses cumplido con tu
deber, querido, los humanos ya no existirían en absoluto —
canturreó. Su voz destilaba odio.
El fornido príncipe puso los ojos en blanco.
—Vuelve dentro ahora mismo.
El aire vibró ante la energía bruta que acompañó a sus
palabras. Incluso los aterradores fae que acompañaban a la
reina se acobardaron al oírlo.
Ella se estremeció.
Joder, ¿también le tenía miedo?
—No hasta que acabes con ese traidor. Mis amigos se
han quedado sin cenar por su culpa, ¿sabes? —Me lanzó
una rápida mirada y, con un ronroneo, añadió—: Creo que
les debo un buen espectáculo para compensárselo.
—Pues ahora tendréis espectáculos para elegir, madre.
—El príncipe volvió a agarrarme del pelo—. Te presento a
mi nueva mascota. —Miró al lobo con una sonrisa diabólica
y un brillo en la mirada—. No te preocupes, hermano,
tendré el máximo cuidado con ella —susurró con voz
sombría al volver a posar la mirada sobre mí.
Sus ojos me devoraron mientras la lluvia seguía cayendo
sobre nosotros.
Extendió los dedos y soltó a Walter.
—¡Nooo! —grité al ver como caía desde la azotea,
todavía transformado en lobo.
Cayó, cayó, cayó, hasta que la oscuridad se lo tragó y su
figura se hizo tan pequeña que dejó de ser visible.
Alcé la vista horrorizada para encontrar al príncipe
oscuro mirándome. Había perdido la sonrisa y estudiaba
cada centímetro de mi expresión.
—Llevad su jaula a mis aposentos —ordenó en voz alta,
pero sin apartar la mirada de la mía.
Le agarré el brazo, presa del pánico, para intentar
zafarme de su agarre.
—Qué asco. Preferiría que la lanzases al vacío también —
dijo la reina, que parecía una invitada aburrida en una
barbacoa—. Haz lo que quieras con ella, pero asegúrate de
que esté muerta antes de la próxima semana o tomaré
cartas en el asunto —espetó con la voz cargada de veneno.
Se dio la vuelta y cruzó la puerta de acceso a la azotea
antes de que los guardias y los demás fae la siguieran de
cerca.
Aunque no llegó a soltarme, Mendax dejó de tirarme del
pelo. Me miraba a los ojos como si tratase de encontrar un
secreto tras mis pupilas.
—Has puesto a mis mejores hombres en mi contra.
Primero me arrebataste a Alistair y, ahora, a Walter. Has
conseguido burlar la muerte en tres ocasiones, pero yo no
fallaré.
Capítulo 16

Mendax

M e apoyé contra el muro mientras la lluvia caía sobre


mí, escondido tras las sombras y el humo. Aparecerían
en la azotea de un momento a otro. A no ser que no
consiguieran burlar a mi madre.
La puerta se abrió y la chica prácticamente cayó al suelo.
Se deslizó hasta quedar recostada contra la puerta, como si
de verdad creyese que su menuda figura iba a poder
mantenerla cerrada.
Todos mis sentidos se agudizaron al verla.
La humana se apresuró a recorrer la azotea con la
mirada, como si buscase algo. Las sombras me permitieron
estudiarla sin ser visto. Sus enormes e inocentes ojos
volaban en todas direcciones, respiraba con dificultad,
presa del pánico, y sus voluptuosos senos subían y bajaban
con pesadez.
La estupidez humana nunca dejaba de sorprenderme.
Una oleada de emoción me embargó al contemplarla. No
tenía ni la más remota idea de que su mayor amenaza la
acechaba desde las sombras, estudiando todos y cada uno
de sus movimientos.
La verdad era que entendía que Walter hubiese caído en
sus redes. No se parecía en nada a ninguna de las criaturas
con las que me había cruzado hasta el momento. Su
apariencia física la hacía parecer débil e inocente, pero a
mí no me iba a engañar. Había visto el fuego que ardía en
sus ojos, una locura ardiente que amenazaba con llevarla al
extremo. Quería ser yo quien la empujase a las llamas.
La chica ejercía una atracción para la que no encontraba
explicación alguna. No era normal que una humana tuviese
un efecto así sobre nosotros… Sobre mí. Sabía que, de
alguna manera, estaba afectando a los animales. Por eso
Walter, siempre tan heroico, no había podido evitar
protegerla, al igual que Alistair. Yo no tenía una parte
animal, pero los dioses bien sabían lo mucho que su
presencia me afectaba. La odiaba.
Se asomó al borde de la azotea y enseguida retrocedió y
cayó de culo. Sollozó mientras la lluvia la empapaba y se
llevaba consigo la suciedad de la mazmorra.
Cambié de posición para ver mejor los puntitos que le
salpicaban los hombros. Las diminutas motas de sol. Me
había fijado en ellas la primera vez que la vi. Fue uno de los
pocos detalles que pude ver de la humana aquella primera
noche. En la espesura del bosque, me habían resultado
fascinantes. Tanto que había ido a la biblioteca para
investigar sobre el tema. El sol brillaba en el Reino Oscuro
durante el día, pero su luz llegaba más bien como una
neblina gris. Ni de lejos tendría la intensidad necesaria
para causar lo que los humanos denominaban «pecas».
Walter había intentado convencerme de que la liberase
en repetidas ocasiones y no era nada típico de él
encariñarse de un humano. Si dijera que su actitud me
había sorprendido, me estaría quedando corto. Walter se
había criado aquí y, aunque no compartíamos la misma
sangre, era mi hermano en todos los sentidos de la palabra.
Era una de las pocas personas a las que toleraba. Supongo
que el pobrecillo no estaba pensando con claridad. Sus
impulsos se volvían irracionales cuando adoptaba forma
lobuna, pero eso no quitaba que fuesen exasperantes.
Lo había visto acercarse a la chica transformado en esa
estúpida rata y trepar por su menudo cuerpo. Era evidente
que ella disfrutaba de su compañía.
¿Qué sentiría si me mirara de esa manera?
Walter se llevó una buena sorpresa cuando salió de la
celda de la chica y me encontró en la biblioteca. Me contó
todo tipo de hipótesis descabelladas para explicar por qué
era diferente. Me dijo que no podía evitarlo, que necesitaba
protegerla. Estuve a punto de matarlo allí mismo.
La chica era mía. Mi prisionera.
Mi hermano me prometió que no volvería a acercarse a
ella, pero me suplicó que la pusiese a salvo.
Por lo que parecía, tenía otros planes.
Walter no tenía ni idea de lo que estaba haciendo.
Llevaba comportándose como un niñato desde que mi tía
murió y lo trajeron aquí. Creía que iba a poder esquivar a
los guardias y traerla hasta el portal secreto. Poco
importaba que el idiota no supiese ni dónde estaba ni cómo
usarlo.
Era un necio. Si la humana no lo había asesinado
primero, me aseguraría de hacerlo pagar por sus errores
en cuanto lo viese aparecer. Seguro que seguía con vida.
Por muy buena que fuese, había recibido un entrenamiento
humano, así que Walter podría con ella sin despeinarse.
Me coloqué detrás de ella sin hacer ruido y esperé.
Unos violentos sollozos le sacudían los hombros. La
lluvia estaba llevándose la suciedad grisácea que la cubría
y apreté el puño de forma involuntaria cuando una parte
del cuello le quedó al descubierto entre sus enredados
cabellos rojos.
El recuerdo de su piel suave bajo la yema de mis dedos
me nubló la mente. Ardía en deseos por averiguar si el
resto de su cuerpo tendría el mismo tacto.
Mis alas se abrieron en silencio y se extendieron hasta
alcanzar toda su envergadura.
Mierda.
Apreté los puños a cada lado del cuerpo.
Jamás me rebajaría a tocar a una humana de esa manera.
Esas criaturas eran la peor escoria de todos los reinos. Me
negaba a permitir que la delicadeza de su piel me
corrompiese.
Saboreé el momento en que por fin percibió mi presencia
detrás de ella.
Cuando se dio la vuelta, vi que sus dulces ojos de
cervatillo estaban cargados de puro terror.
Se me entrecortó la respiración al verla. Por suerte, evité
que la humana notara mi reacción porque la controlé
enseguida. La lluvia y las lágrimas le habían limpiado el
rostro por completo.
¿De verdad es la misma chica?
La humana había cruzado el portal durante una luna de
sangre, un fenómeno que afectaba a todos los reinos y
acrecentaba tanto la negrura de la noche que era imposible
ver con claridad. Las criaturas tenebrosas podíamos
movernos sin ser vistas. Por eso habíamos escogido aquel
día para atacar. Sin embargo, bajo ese manto de oscuridad,
ni siquiera yo había sido capaz de ver su rostro tan bien
como ahora. La suciedad y el barro ya no camuflaban sus
facciones.
Era una joven incandescente.
Tenía ese tipo de belleza del que todo el mundo habla,
pero nunca llega a presenciar. El suyo era un atractivo que
se hace un hueco en tu mente y te tortura hasta que te
destruye y consume tu alma.
Al verme, la humana gritó a pleno pulmón, como si
alguien fuese a subir a ayudarla.
Por lo que parecía, todavía no se había dado cuenta de
que nadie vendría a por ella nunca.
Ahora era mía.
Yo seguía petrificado, incapaz de dejar de mirarla. Tenía
que poner fin a esto de inmediato. Ya no habría más
distracciones. Di un paso adelante y la agarré del pelo
enredado con rabia.
—Para, por favor, me haces daño —sollozó.
Incluso la singular suavidad de su voz se había
apoderado de mi mente. Le arrancaría la cabeza de los
hombros por hacerme sentir así. Escoria humana.
—¿Por qué no has muerto todavía? —gruñí, y la
frustración hizo que me palpitasen las alas.
Hizo fuerza contra mi muslo en un intento por liberarse.
Su toque se abrió camino a través de mis ropas de cuero y
me obligó a imaginar la sensación de sus dedos contra la
piel.
¿Qué me está pasando?
Yo era el príncipe de la Corte Oscura y pronto sería el
rey. El único sentimiento que despertaban en mí los
humanos era el odio. ¿Qué…?
Walter me embistió con fuerza y ambos caímos al suelo.
Aquí estás, traidor.
Ralenticé mis movimientos para dejar que creyese que
tenía el control de la situación. Cerró las fauces en torno a
mi cuello con un sonoro gruñido y yo tuve que esforzarme
por reprimir una sonrisa sedienta de sangre.
Con esto sí que estaba familiarizado. Este sentimiento lo
reconocía de sobra.
El ansia asesina.
Walter era como mi hermano, pero aquí estaba:
agazapado sobre mí para clavarme los colmillos de
cambiaformas en el cuello. Habíamos entrenado juntos
tantas veces que ya debería saber que no tenía nada que
hacer contra mí.
Dejó escapar un quejido cuando lo lancé al suelo con un
gruñido. El impacto debería haberlo sacado del delirio que
lo impulsaba a proteger a la humana.
Él sabía mejor que nadie lo mucho que yo disfrutaba de
hacerle daño a los demás.
Su compasión y cercanía eran lo único que me había
impedido acabar con todos los súbditos de mi reino. Al
menos, por el momento.
—¿Cómo te atreves a traicionarme después de todo por
lo que hemos pasado?
El muy imbécil se puso en pie y se colocó ante la chica
para protegerla con su cuerpo mientras me enseñaba los
dientes.
Una sensación extraña me revolvió el estómago.
No me gustaba que estuviese tan cerca de ella, que la
mantuviese alejada de mí. Solo conseguía avivar mis ansias
de matarlos a los dos.
La humana gritó algo y corrió a ponerse delante de
Walter.
¿Qué cojones? ¿Por qué arriesgaría la vida por él?
Aunque mi hermano era débil, seguía siendo mucho más
fuerte que ella.
—Qué adorable. La asesina humana te está protegiendo.
¿Quieres que comprobemos hasta dónde está dispuesta a
llegar con tal de salvarte, hermano?
Nunca se me había dado bien lidiar con los demás y, por
lo que parecía, eso no iba a cambiar en aquel momento. Si
Walter creía que tenía la más mínima posibilidad de
llevarse algo mío, sin importar lo que fuera, entonces
necesitaba un recordatorio urgente de que estaba jugando
con fuego.
Extendí los dedos. Mi magia se moría por derramar algo
de sangre.
—¡No! ¡Suéltalo, por favor! ¡Desquítate conmigo! ¡Ha
sido todo idea mía! ¡Yo lo convencí para que me ayudara,
así que él no tiene la culpa de nada! —exclamó la chica
antes de correr hacia Walter.
¿Qué?
La zorra iba a sacrificarse por salvar a un cambiaformas
al que apenas conocía. Apenas llevaba un par de semanas
en este reino.
Una sensación molesta me recorrió de pies a cabeza.
La mitad de los habitantes del Reino Oscuro estarían
más que dispuestos a morir por mí, pero lo harían movidos
por el miedo. Por el miedo que me tenían a mí o al caos que
se desataría una vez que el Asesino de Humo no estuviese
ahí para protegerlos.
Apreté el puño sin darme cuenta.
Mi serpiente de humo se enroscó en torno al cuello del
lobo y le arrancó un sonido estrangulado al asfixiarlo.
—He de darte la enhorabuena. Vuestra artimaña me ha
impresionado. ¿Ha sido Walter quien ha matado al morador
mientras tú fabricabas una especie de llave? Me muero de
ganas por saber todos los detalles —le dije mientras
estrechaba la serpiente todavía más en torno al cuello del
lobo.
Quería hacerlo sufrir.
Quería que todos sufrieran.
—¡Ya basta! ¡Él no ha tenido nada que ver con eso! Al
morador lo he matado yo. ¡He utilizado un ácido para
reblandecer el hueso, luego he tallado la llave y he
escapado! —gritó la diminuta humana.
Intentó liberar a Walter, pero no le sirvió de nada.
Sus manos atravesaron el humo como si no estuviese ahí.
Qué idiota. Solo los Asesinos de Humo podían dominarlo.
¿Es que no le habían enseñado nada durante su
entrenamiento?
La chica corrió con valentía hacia mí.
Era diminuta en comparación con nosotros, pero me
golpeó el pecho y me dio patadas con todas sus fuerzas.
Era… adorable. No pude evitar reírme.
¿Cuándo fue la última vez que algo había conseguido
hacerme reír?
La situación estaba empezando a volverse complicada y
tenía que ponerle fin cuanto antes.
—Cuando me contaste tus teorías sobre la humana, ni se
me pasó por la cabeza pensar que te habrías convertido en
un traidor por ella —dije sin apartar la mirada del lobo.
Puesto que era lo más cercano que había tenido nunca a
un amigo, no tardaría en averiguar si me mentía.
Recurrí a mi magia para acercarlo a mí.
Su mirada tenía un brillo inocente cuando lo deposité a
mis pies.
Había algo más en todo este asunto que Walter no
llegaba a comprender y, si no me equivocaba, por eso no
era capaz de mentirme.
Mierda.
Los demás estaban de camino a la azotea. Sus latidos me
inundaban los sentidos.
Bueno, decidí que había llegado la hora de orquestar una
farsa. Al menos, hasta que descubriese más detalles sobre
lo que estaba sucediendo. Me gustaba matar. Disfrutaba de
cómo me hacía sentir, pero podía contar el número de
personas en las que confiaba con los dedos de una mano.
Walter estaba entre ellas. Lo más inteligente ahora sería
investigar antes de matarlo.
Pobre madre.
Agarré a Walter sin miramientos por el pescuezo y lo
dejé suspendido por encima del precipicio. Abrió tanto los
ojos que el pánico dejó a la vista su esclerótica.
Tranquilo. Me comuniqué con él en silencio, de esa
forma en que solo las personas más cercanas a ti
comprenden. Lancé una mirada exagerada a donde estaba
la reina y sus secuaces, que habían empezado a entrar en
la azotea. Me devolvió la mirada con un sutil asentimiento.
Era hora del espectáculo.
Un rayo atravesó el cielo gris.
—¡Por favor! ¡No! ¡Para!
La chica trató de tirar de mí para alejarme de las
almenas. Dioses, era preciosa. Y muy tonta.
Una diminuta sonrisa tiró de una de las comisuras de mi
boca antes de que pudiese reprimirla. Walter la vio y
frunció el peludo ceño en un gesto de confusión. Yo nunca
sonreía.
—Como no lo mates tú, lo haré yo —sentenció madre.
Puse los ojos en blanco ante su teatralidad.
La reina se encontraba en medio de la azotea. Era
evidente que se sentía dividida. Aunque era una mujer
despiadada, nunca llegaría a tales extremos. Walter le caía
bien. Seguramente mejor que yo, pero aquí la reputación
de uno lo era todo y, teniendo semejante audiencia delante,
sabía que no demostraría ni un ápice de debilidad. De lo
contrario, lo utilizarían en nuestra contra.
—Hola, madre. ¿Por qué no regresas a tu fiestecita y me
dejas ocuparme de esto? —le pedí con Walter todavía
colgado de la azotea, aunque lo agarré con más fuerza.
—Bueno, esa criatura que estás a punto de lanzar al
vacío es el hijo de mi hermana —apuntó—. Además, si
hubieses hecho las cosas como es debido, la humana no
habría arruinado mi fiesta.
Se cruzó de brazos. Estaba enfadada y su magia, que
luchaba por escapar de su interior, le estaba poniendo los
dedos negros.
—De hecho, si de verdad hubieses cumplido con tu
deber, querido, los humanos ya no existirían en absoluto —
canturreó.
Era probable que detestase a los humanos todavía más
que a los fae de la Corte Luminosa. Pero no pondría la
mano en el fuego.
Haría lo que fuera por arruinar a los luminosos, dado que
la reina Saracen le había arrebatado el trono.
Invadir el mundo de los humanos había sido idea suya.
Le sacaba de quicio saber que ellos tenían permitido cruzar
el velo mientras que a nosotros nos lo prohibían. Odiaba
que ellos tuviesen algo que nosotros no. Mi madre dejaba
que la envidia tomase las riendas de sus decisiones y eso,
entre otras cosas, la convertía en una reina débil. Las
emociones y sentimientos no tenían cabida aquí.
—Vuelve dentro ahora mismo —le ordené, y dejé que una
minúscula fracción de mi poder empapara mis palabras.
Con eso bastaría para que supiese que hablaba en serio.
—No hasta que acabes con ese traidor. Mis amigos se
han quedado sin cenar por su culpa, ¿sabes? —Lanzó una
rápida mirada a la humana y, con un ronroneo, añadió—:
Creo que les debo un buen espectáculo para
compensárselo.
No estaba seguro de estar listo para cederle mi nuevo
juguetito todavía. Primero tenía que doblegarla.
—Pues ahora tendréis espectáculos para elegir, madre.
Extendí la mano y agarré a la humana por el pelo
húmedo y enredado.
Ella intentó soltarse con un manotazo. Qué mona.
—Te presento a mi nueva mascota —dije y miré a Walter,
cuyos pies todavía colgaban por encima del insondable
cielo nocturno.
Con el más leve de los asentimientos, para que solo él y
yo lo viésemos, le di mi mensaje:
—No te preocupes, hermano, tendré el máximo cuidado
con ella —susurré, dándole toda la teatralidad que pude a
mis palabras y dejando que mi mirada recorriese el fibroso
cuerpo de la humana.
Walter dejó escapar un suspiro de alivio tan profundo
que vi como su pecho subía y bajaba por el rabillo del ojo.
Entonces extendí los dedos de sopetón y lo dejé caer.
Esperé sentir un nudo en el pecho, algo parecido al
arrepentimiento, pero, como siempre, no fue así. Me encogí
de hombros. Había esperado disfrutarlo más; por lo
general, me encantaba tirar a mis víctimas al vacío.
Lo que Walter no sabía es que lo había dejado caer en el
portal secreto.
Él bien podría haber pensado que lo estaba matando.
Reprimí otra sonrisa al imaginarlo cayendo en los mares
dorados del Reino Luminoso. La razón por la que nunca
usábamos el pasaje era porque solo conducía a ese lugar.
De hecho, solo un puñado de reyes y reinas habían estado
al tanto de su existencia.
Madre y yo estábamos entre ellos.
Ahora le tocaba morir a la humana y ella no tendría tanta
suerte como Walter.
El agudo alarido de la chica se alzó sobre el repiqueteo
de la lluvia y me sobresaltó.
¿Por qué lloraba por él?
Vi como su mirada se transformaba. La tristeza parecía
estar enfrentándose al fuego de su interior y, por un ínfimo
segundo, aprecié un destello de la oscuridad que ocultaba.
Sí que había sido ella quien había matado al morador de
los pantanos. Ahora ya no me cabía ninguna duda. ¿Por qué
seguía comportándose como una criatura dulce e inocente
cuando estaba claro que era capaz de hacer algo tan
impresionante como cortarle un dedo a un hombre para
fabricar una llave con él?
La curiosidad que despertaba en mí creció hasta volverse
peligrosa. Se me tensaba el cuero que me cubría la
entrepierna solo con pensar en la oscuridad que palpitaba
en esos enormes ojos de cervatillo.
—Llevad su jaula a mis aposentos —les ordené a los
guardias que pululaban a mi alrededor.
Parecía incapaz de apartar la mirada del sucio saco de
carne que tenía ante mí. La agarré del pelo con más fuerza.
¿Qué aspecto tendría mi nueva mascota una vez que
hubiese recibido un baño? La curiosidad se deslizó por mi
mente como una serpiente. No me haría daño divertirme un
rato con ella antes de matarla.
Aunque a ella desde luego que se lo haría.
—Qué asco. Preferiría que la lanzases al vacío también —
dijo la reina, que parecía aburrida. Sabía que acababa de
tirar a Walter al portal, puesto que su ritmo cardiaco se
había ralentizado considerablemente—. Haz lo que quieras
con ella, pero asegúrate de que esté muerta a finales de
semana o tomaré cartas en el asunto.
Se dio la vuelta y cruzó la puerta de acceso a la azotea
antes de que los guardias y los demás fae la siguieran de
cerca.
Pese a los muchos nudos que se le habían formado, su
melena era sedosa. Notaba cómo cada mechón empapado
me rozaba la palma de la mano como una caricia. Me
apresuré a aflojar mi agarre. Bien podría haberme frotado
la mano con veneno.
—Has puesto a mis mejores hombres en mi contra.
Primero me arrebataste a Alistair y, ahora, a Walter. Has
conseguido burlar la muerte en tres ocasiones, pero yo no
fallaré —la amenacé.
Jamás había sentido tantas ansias por matar a alguien.
La necesidad de deshacerme de esa chica se había hecho
un hueco en mi mente como un gusano parásito. Y eso que
no era más que una humana.
Capítulo 17

Callie

–V amos, no me jodas —susurré para mis adentros.


Unos barrotes de humo negro como el carbón
rodeaban un círculo de metro ochenta de diámetro.
Había intentado colarme una y otra vez entre las volutas
de humo que se burlaban de mí con su opacidad. Mi nueva
prisión era un inimaginable insulto a la esperanza. Una
prisión de humo que te engañaba con sus espirales y
remolinos. Te hacía creer que se había abierto un punto
débil en los barrotes hasta que los tocabas y te llevabas
una decepción.
Eran tan resistentes que perfectamente podrían estar
hechos de hierro. La rabia y la tristeza crecieron en mi
interior cuando la imagen de Walter al caer al abismo me
vino a la mente.
Había muerto por mi culpa. Por ayudarme.
Caí en la cuenta de algo terrible con un hormigueo que
comenzó a extenderse por mi cuerpo. Las piezas de un
rompecabezas eran como un mosaico que empezaba poco a
poco a encajar. Algunos detalles habían cobrado sentido en
cuanto vi a la reina oscura. La comprensión se abrió paso
por mi mente como la grieta de un vaso roto.
¿Cómo iba a escapar? ¿Qué pensaba hacer? ¿Y si
fracasaba? Al menos me había librado de la mazmorra.
Me senté contra los humeantes barrotes y me abracé las
rodillas al pecho. Todo saldría bien.
No me quedaba otra.
El techo de la jaula era una carpa de humo que flotaba e
iba cambiando de forma de una manera hipnótica. Estaba a
casi dos metros y medio de altura y no parecía ocupar ni
una fracción del espacio de la habitación de obscenas
proporciones.
Se parecía mucho al dormitorio de Walter, el de la
escalera, aunque había una diferencia bastante notable.
Las paredes de color negro mate estaban repletas de
Actias luna. Cientos de esas hermosísimas mariposas de
color verde sorbete salpicaban los muros de la enorme
habitación y creaban la ilusión de formar parte de un papel
de pared de intensos contrastes. Movían las alas despacio;
no llegaban a batirlas del todo, sino que aleteaban con
suavidad y deliberación. Mendax había mencionado que
eran sus mascotas. Haber quedado enjaulada junto a las
criaturas que llevaba años persiguiendo era de lo más
poético.
Un pequeño espasmo me atenazó el cuello cuando el
pellizco de la manipulación descendió sobre mis hombros
como una losa. Ahora lo entendía todo. Entendía la razón
por la que, años antes de que se marchara, mi mejor amigo
—el hombre en quien una vez había confiado, en quién me
había apoyado— había alimentado mi interés por las
mariposas luna. Estaba al tanto de mi obsesión con las alas.
Qué tonta había sido.
Percibí un movimiento por el rabillo del ojo y enseguida
me puse en guardia.
El príncipe Mendax entró en la habitación y dejó su capa
sobre la enorme cama con dosel negra al pasar. Su mirada
era tan implacable como lo había sido en la azotea, antes
de que los guardias me dejasen aquí.
Para no darle la satisfacción de ver el miedo que brillaba
en mis ojos, aparté la mirada y estudié el dormitorio casi
vacío.
La iluminación era escasa pese a que la estancia contaba
con unas enormes ventanas que iban desde el suelo hasta
el techo, enmarcadas por unas largas cortinas negras. Los
rayos de luna que se colaban por ellas eran difusos y
plateados, pero mucho más luminosos de lo que habría
esperado. Me permitían apreciar las delicadas molduras
que decoraban la cómoda y el reflejo de la araña sobre el
resplandeciente suelo de mármol. Incluso los intrincados
detalles dorados de los muebles del elegante cuarto de
baño brillaban bajo la caricia de la luna.
—Callie, Callie, Callie.
Al acercarse a mi jaula, su voz profunda rasgó el silencio
que reinaba en el dormitorio como un cuchillo.
Se detuvo ante mí y se cruzó de brazos con una sonrisilla
de suficiencia plantada en su bello rostro. Ahora, cada vez
que posaba la mirada en mí, una chispa gélida le iluminada
los ojos.
—Casi me había olvidado de ese nombre tan aburrido
que tienes.
Dio un paso más y se agachó para estudiarme con
histriónica preocupación. Yo le lancé una mirada asesina.
—No —dijo, y dio un paso atrás antes de erguirse cuan
alto e imponente era.
Se le tensó la camisa contra los músculos de los hombros
y los brazos cuando volvió a cruzarlos a la altura del pecho.
Luego apoyó la barbilla sobre la palma de una mano con
expresión pensativa.
—Todavía no eres consciente de lo sorprendente que es
que me hayas dado tu nombre.
Me tiré del vestido hacia abajo para cubrirme los muslos
desnudos tan bien como pude. Tenía cosas más importantes
de las que preocuparme que la modestia, pero no me
gustaba la forma en que las duras líneas de su mandíbula
parecían tensarse cuando seguía todos y cada uno de mis
movimientos.
El fae era peligroso.
Era una sensación que me asfixiaba siempre que se
acercaba a mí. Cada vez me preocupaba más que no me
hubiese lanzado desde la azotea detrás de Walter.
—¿Sabes cuántos fae tienen la capacidad de
manipularte? ¿De colarse en tu mente y desmadejarla a su
antojo? —Se detuvo por un momento, pero siguió hablando
cuando yo no le ofrecí respuesta—. Dos. —Un malicioso
resplandor le iluminó la mirada—. Y he matado a uno.
Se me puso la carne de gallina al pensar en lo poderoso
que debía de ser para haber matado a ese otro fae. No me
parecía que fuese el tipo de magia que se le concedía a una
criatura débil.
Me estaba esforzando al máximo por ignorarlo, por no
ceder ante el miedo, pero mis ojos me traicionaron. Sus
facciones eran como un imán. Las marcadas y crueles
líneas de su rostro hacían que fuese imposible no mirarlo.
Nunca había visto a una criatura con una belleza tan
aterradora como la suya. Al verlo, cualquiera sentiría el
impulso de correr y esconderse de él, pero su presencia te
consumía. Embargaba los sentidos de tal manera que te
veías en la obligación de admirarlo.
—Tengo tu nombre en la punta de la lengua, cachorrito.
Me bastaría con darte una orden para hacer que te
arrancaras tus propias uñas. Podría obligarte a suplicar por
mí hasta que te quedases afónica. Podría manipular tu
mente para que me deseases y te entregases a mí —habló
con la confianza que le proporcionaba el poder que bañaba
cada palabra.
No me estaba amenazando. Era obvio que quería obtener
una reacción por mi parte y que jugaba conmigo como si
fuese un gato con un ratón. Lo fulminé con la mirada.
Esos ojos. Era como si pudiese ver lo que albergaba en lo
más profundo de mi alma.
—Pues hazlo ya. Mátame. ¿Por qué alargar más esta
tortura?
Joder. ¿Acabo de decir eso en voz alta? ¿Por qué lo
provoco?
Arqueó las cejas levemente ante el desafío que le había
lanzado, pero la maliciosa curvatura de sus labios era el
más escalofriante de todos sus movimientos.
—Porque tú, cachorrito, tienes que asistir a una fiesta
antes de que acabe contigo. —Incluso su voz parecía
albergar una sonrisa.
El sabor rancio y polvoriento del miedo se me pegó a la
garganta. Una fiesta llena de fae malvados y de garras
afiladas.
Perfecto.
Con el odio que todos ellos profesaban por los humanos,
no saldría viva de la sala donde se celebrase. No tenía nada
que hacer contra sus alas y colmillos.
«Para luchar no siempre hace falta recurrir a la fuerza
bruta, Callie. Eres una muchacha lista. Sácales partido a
tus habilidades.»
Las palabras de Alistair resonaron en mi cabeza y le
plantaron cara al desaliento que había empezado a
nublarme la mente.
Saldría del castillo de la Corte Oscura, aunque fuese lo
último que hiciese.
El príncipe de humo se dio la vuelta, se quitó el sayo
negro y quedó de espaldas a mí mientras seguía
desvistiéndose.
En la naturaleza, los animales solo le dan la espalda a
otra criatura si la consideran digna de confianza o
demasiado débil para hacerles daño.
Me hice una promesa a mí misma mientras trazaba con
la mirada la pálida silueta del hombre que tenía ante mí:
haría todo cuanto estuviese en mi mano para alcanzar mi
objetivo. No me rendiría por nada. Encontraría la manera
de escapar de aquel horrible y malvado lugar y regresaría a
mi mundo iluminado por los alegres rayos del sol. Lo
conseguiría costase lo que costase.
—¿Qué estás mirando, monstruo? —gruñí.
El príncipe había vuelto a girarse y me estudiaba con la
camisa en la mano y un brillo distinto en la mirada.
Su cuerpo estaba repleto de las líneas y hendiduras de
unos músculos que no había visto jamás en ningún humano.
Como una idiota, posé la mirada en la profunda uve que
conducía hacia su entrepierna. Por favor, era un auténtico
desperdicio que un monstruo como él contase con un
cuerpo tan fantástico. A mis estúpidos instintos primarios
no pareció importarles que fuese malvado. Hacía mucho
mucho mucho tiempo que no mantenía relaciones sexuales.
Había pasado tanto tiempo trabajando sin descanso que
ahora mis partes íntimas —seguramente consumidas
también por la locura— decidieron dejarme bien claro lo
hambrientas que estaban.
Si pudiese haber sofocado ese apetito, lo habría hecho.
—Esta noche te presentaré ante la Corte Oscura como mi
mascota, así que no puedes aparecer ante ellos con ese
aspecto. Por mucho que seas una sucia humana, mientras
seas de mi propiedad, me aseguraré de que estés
presentable.
Se acercó lo suficiente a mi jaula como para que el
material del que estaba hecha se estirase para tocarlo.
Yo retrocedí hasta que un gélido muro de humo me cortó
el paso.
El príncipe se inclinó hacia adelante y agarró un barrote
con cada mano justo por encima de su cabeza. Luego se
metió poco a poco entre las barras de humo, que se
desvanecieron para dejar que tanto su rostro como su
pecho quedasen dentro de la jaula.
Estaba atrapada.
Un brillo cruel se adueñó de su mirada. Era casi tan
incómodo como la fina línea ligeramente curvada en que se
habían convertido sus labios. El azul de sus ojos era
helador, como el agua que rodeaba a un iceberg. Además,
llevaba el cabello recogido en un moño suelto que dejaba a
la vista sus orejas puntiagudas.
Estaba tan cerca que no pude resistirme a mirarle los
labios. Me había alejado tanto de él como la jaula me había
permitido, pero la distancia que nos separaba no era
suficiente ni mucho menos. La sombra de una incipiente
barba le cubría la angulosa mandíbula y me fijé en que
tenía una pequeña cicatriz en la mejilla izquierda, a la
altura a la que podría haber tenido un hoyuelo. Tenía otra
marca a juego en la ceja izquierda. Cada vez que esbozaba
una sonrisa —por muy diminuta que fuera—, la cicatriz
creaba un hoyuelo en su mejilla y le daba un engañoso aire
cautivador.
—¿Te asusta la oscuridad que albergo en mi interior,
Callie? —susurró con un toque burlón en su voz grave y una
chispa traviesa en la mirada.
—No —sentencié, y levanté la barbilla—. Tú todavía no
has visto la mía.
Unos dedos delgados se enterraron en mi cuero cabelludo
para deshacerse de la suciedad acumulada. Trabajaron
como si su vida dependiese de ello, pese a que no eran más
que unas sombras sin vida. Unas manos azules y
esqueléticas que se asomaban de una túnica de sombras de
aspecto fantasmagórico me frotaron hasta sacarme brillo.
Las criaturas atravesaron los barrotes de la jaula sin
inmutarse y me cargaron con unos brazos cerúleos
sorprendentemente fuertes hasta una enorme bañera con
patas. No tenían rostro ni voz e hicieron caso omiso a mis
protestas, aunque eso no fue una novedad en el castillo.
Las tres criadas sombrías me peinaron el pelo enredado
con fuertes tirones y me lavaron con un jabón de intenso
olor a ambrosía. Por mucho que me habría gustado
resistirme, me sentía en la gloria. ¿Cuánto tiempo hacía
que no me bañaba?
El recuerdo de mi hogar se abrió paso por mi mente
antes de que me obligase a pensar en otra cosa. Las
láminas enmarcadas de alas y criaturas que revestían las
paredes y mi taza favorita en forma de seta roja
amenazaron con volver a la superficie, pero me resistí. No
podía permitirme echar de menos esas cosas. La nostalgia
no me serviría de nada en estos momentos y necesitaba
tener la mente bien alerta para la fiesta.
Para cuando pasaron a frotarme la espalda, ya había
empezado a relajarme de verdad y a disfrutar del baño.
Cuando me depilaron las piernas, pensé en llevarme a las
criadas conmigo cuando escapase. Volaban con un susurro
alrededor del espacioso cuarto de baño de mármol. Los
apliques de hierro de la pared titilaban cada vez que
pasaban por delante. Me pintaron las uñas de las manos y
los pies de negro, que parecía ser el color favorito de los
fae oscuros, e incluso me maquillaron tan bien que habrían
dejado en evidencia a la gran mayoría de los maquilladores
del mundo humano. Me pintaron los labios de un intenso
color carmesí y lo combinaron con una sombra de ojos
ahumada que casi le dio a mi mirada un aire felino.
¿Se me había puesto el pelo más rubio o es que
destacaba más entre tanta oscuridad?
Tenía tanta sangre y suciedad acumulada incluso
después de haber estado bajo la lluvia que tuvieron que
vaciar y llenar la bañera con agua limpia tres veces.
Me miré en el espejo con petrificada fascinación. Mi
cuerpo estaba un poco más tonificado que antes. Pasar
tanto tiempo temblando de miedo había resultado ser un
ejercicio mejor de lo que habría imaginado, porque mi
vientre parecía más plano, más fuerte. ¿Era eso lo que se
conseguía cuando una no se atiborraba a Cheetos picantes
y ramen todos los días? Me habían estado alimentando con
comida humana con relativa frecuencia para que no me
muriese de hambre.
Comida humana… Esas palabras despertaron algo en mi
memoria. Un recuerdo de Earl y unos helechos. Ay, echaba
mucho de menos a Earl. Aunque hacía poco que éramos
amigos, le había cogido cariño enseguida y ahora lo
añoraba con locura. Había habido veces en que me había
recordado a mi mejor amigo, Eli. Su madre lo había
obligado a mudarse y, aunque yo había hecho un trato con
ella, nunca regresaron. Me había dejado destrozada. No
había vuelto a tener un amigo tan cercano como él hasta
que Earl apareció en mi vida. El dolor amenazó con
atenazarme el pecho al pensar en los dos hombres.
Comida humana. Comida feérica.
Mi mente voló una vez más hasta los helechos. Habíamos
estado tomando muestras de un hongo en la reserva con la
esperanza de que sirviese para salvar a las mariposas luna.
Esas puñeteras mariposas. Ojalá muriesen todas. Earl
había estado hablándome de algunas de las locuras que
había visto cerca de los ángeles de la destrucción.
Unicornios negros, una especie de serpiente alada… ¡Joder!
¿¡Por qué no le presté más atención!? ¿Estaría aquí si lo
hubiese hecho?
Puesto que las criadas sombrías habían salido de la
estancia cerrando la puerta a su espalda, me quedé sola en
el inmenso cuarto de baño. La larga melena me acarició la
espalda desnuda mientras caminaba de un lado a otro,
presa del pánico y la frustración.
Aquel día, en el bosque, Earl me había advertido sobre la
comida feérica y sus efectos sobre los humanos. No era
venenosa, pero… ¿Qué me había dicho? ¡Mierda! También
mencionó el vino feérico.
Di un puñetazo sobre la encimera de mármol, lo que hizo
que el enorme espejo se sacudiese. Una suave ondulación
recorrió su superficie. No era un espejo de verdad, cómo
no. Levanté la mano enseguida para tocarlo, intrigada por
su consistencia. La tela blanca de mi vestido centelleó al
reflejarse en él.
El vestido era precioso y me sentaba como un guante.
Salvo por el de la reina, era mucho más bonito que los
atuendos que había visto entre los invitados a la fiesta de la
noche anterior. El simbolismo de la prenda era evidente:
incluso la asquerosa mascota del príncipe tenía mejores
cosas que ellos.
Era bastante atrevido, pero, en comparación con el
maldito vestido negro que había llevado puesto antes, me
sentía como si los ángeles me hubiesen envuelto en tela
limpia. Contaba con unas delgadas tiras de satén y tanto la
parte delantera como trasera tenían un pronunciado corte
en uve, de manera que me hacía enseñar el escote todavía
más que el diminuto vestido negro. La espalda terminaba
en una pequeña cola de brillante tela blanca. Cuando me
movía, la falda de luminosa seda se abría por delante, de
manera que me dejaba las piernas al descubierto hasta la
altura de la cadera por ambos lados. Me habían puesto un
par de preciosas sandalias de tiras decoradas con
piedrecitas y agradecí muchísimo volver a llevar zapatos,
aunque tuviesen un tacón alto.
Acerqué un poco más el dedo al extraño espejo ondulado.
—Yo que tú no haría eso —ronroneó una voz cavernosa.
Era tan grave que me sacudió como un trueno.
Aparté la mano del espejo como si me hubiese mordido y
me giré para mirar al príncipe, que estaba apoyado con
actitud despreocupada contra el marco de la puerta,
vestido con un elegante traje negro. Parecía una especie de
jefe de la mafia, salvo porque llevaba una corona negra
sobre la cabeza. La melena negra le llegaba hasta los
hombros y la llevaba recogida detrás de las orejas
puntiagudas.
Lo estudié con la respiración entrecortada.
Con una aguda mirada, el fae me recorrió con la mirada
hasta los tobillos y luego trazó el camino contrario,
pasando por mis muslos desnudos y mi cintura hasta que el
hielo de sus ojos se transformó en fuego al llegar a mi
rostro. Levanté la cabeza en un acto reflejo de silenciosa
rebeldía.
Se apartó del marco de la puerta y avanzó hacia mí. Se
movía exactamente igual que un depredador que se
disponía a saltar sobre su presa. Se me heló la sangre y
tuve que esforzarme por reprimir un escalofrío. Me sentía
indefensa ante la amenaza de su cercanía. Echó un vistazo
al espejo líquido. Había dejado de ondularse y volvía a
parecer un espejo normal y corriente.
—Tampoco le gustan los humanos.
Se acercó tanto a mí que pude sentir el calor que
desprendía su cuerpo. Di un paso atrás de manera
instintiva, igual que una cucaracha, pero me agarró de la
muñeca y se me escapó un jadeo.
Los ojos del príncipe se ensombrecieron cuando bajó la
cabeza para estudiarme. La línea rígida en que se había
transformado su boca tembló ante el sonido ahogado que
había brotado de mis labios, pero permaneció igual de
tensa. Tenía las manos desnudas frías como el hielo, lo cual
resultaba contradictorio frente al calor que desprendía. Me
contempló fijamente. Me abrasó con la mirada. Me
detestaba. Me odiaba a muerte.
—Eres rubia, no pelirroja.
¿Acaba de acariciarme la muñeca?
Me levanto el brazo poco a poco ante el espejo. Me
estaba fulminando con una mirada llena de odio, pero, por
alguna razón, no fui capaz de apartarme de él. Parecía
estar devorándome. Era abrumador.
Veía como su amplio pecho subía y bajaba lentamente en
la periferia de mi campo de visión. Inspiré hondo. Olía a
fuego de campamento mezclado con un seductor popurrí de
especias. Como a pino y cardamomo combinado con algo
más intenso y embriagador.
Una oleada de dolor se abrió camino por mi dedo cuando
me hizo apoyar la yema contra la superficie del espejo. Di
un grito ahogado y luché contra su agarre en un intento
por apartar la mano, pero él se mantuvo firme. Noté una
quemazón en el dedo que se extendió por mi piel como una
descarga eléctrica.
El príncipe, impasible, no apartó la vista de mi rostro ni
por un solo segundo. Permaneció inmóvil como una estatua
mientras yo luchaba contra él. Por algún motivo, me
pareció ver un atisbo de placer en sus facciones, pero su
expresión era una máscara de perfecta severidad.
El miedo no tardó en convertirse en rabia en mi interior.
—Para ser un príncipe tan poderoso, parece estar
costándote un triunfo acabar conmigo. ¿Para qué me vas a
llevar a la fiesta? ¿No será que quieres follarme en vez de
matarme? —gruñí, presa de la rabia inducida por el dolor.
Algo le alteró el gesto, pero no me dio tiempo a
distinguir el qué. Cuando lo estudié de nuevo, volvía a ser
el príncipe tranquilo y seguro de sí mismo de siempre.
Me apartó la muñeca del espejo poco a poco. El dolor
cesó de inmediato, tanto que cerré los ojos aliviada y un
suave suspiro escapó de mis labios. Cuando volví a abrirlos,
Mendax se había acercado todavía más a mí para
observarme de cerca. Nuestros cuerpos se rozaban y aún
no me había soltado la muñeca.
—Podría ponerle fin a tu vida sin ningún esfuerzo, pero
oírte proferir un triste gritito interrumpido antes de morir
no tendría ninguna gracia. —Inclinó la cabeza hacia un
lado, lo cual lo hizo parecer más desequilibrado de lo
normal—. No, lo divertido es saber que te tendré a mi
disposición siempre que quiera para hacerte gritar durante
horas y horas, hasta que me aburra. Pero me temo,
cachorrito, que todo rey que se precie debe compartir lo
que tiene con sus súbditos y eso es precisamente lo que voy
a hacer.
Di un paso atrás ante sus palabras, pero me rodeó la
cintura con la otra mano para detenerme. Un
estremecimiento me recorrió el cuerpo al sentir el
inesperado contacto de sus largos dedos contra la seda del
vestido. Si hubiese sido cualquier otro hombre, no habría
podido evitar presionarme contra su mano. Sin embargo, a
él no le daría ese gusto. Lo fulminé con una mirada cargada
de odio sin apenas darme cuenta.
—No te follaría ni aunque mi vida dependiese de ello,
humana —dijo en un ronco susurro. Su cálido aliento me
acarició el rostro—. Créeme cuando te digo, detestable
mortal, que, cuando acabe esta noche, suplicarás que te
mate.
Me soltó la muñeca, me dedicó una última mirada glacial
y se dirigió a la puerta.
Me temblaban los pies. Estaba clavada al suelo por culpa
de la intoxicante mezcla del miedo y la rabia. ¿Se suponía
que debía seguirlo?
Cuando se detuvo ante la puerta y se giró para mirarme,
silbó dos notas y se dio unas palmaditas en la parte de
atrás del muslo.
—Sígueme —ordenó con voz grave y una sonrisa de
suficiencia.
Tuve que recordarme a mí misma que, si quería salir viva
del castillo, debía pasar desapercibida y no resistirme
demasiado. El príncipe Mendax no dudaría en deleitarse
matando a una humana, así que tenía que actuar con
cabeza. Sacarle partido a mis habilidades.
Parpadeé para deshacerme del poder asesino de mi
mirada y eché los hombros hacia atrás para fingir cierta
confianza en mí misma. Necesitaba conseguir que me
mantuviese con vida el tiempo necesario para escapar y
regresar a casa de una vez por todas. Aunque era el primer
fae oscuro que conocía, no era el primer depredador al que
me enfrentaba. Me ganaba la vida estudiándolos. Para mí
era igualito al resto.
Me detuve ante el espejo con teatralidad para retocarme
el maquillaje y colocarme la melena ondulada detrás de los
hombros. Caminé con ritmo tranquilo hacia el príncipe
intentando evocar la seductora actitud de la mismísima
Reina de los Condenados.
Me acerqué todo lo que pude a él, hasta que
prácticamente pude saborear su poder. Le ofrecí una
mirada provocadora entre las pestañas antes de bajar la
cabeza y apartar la vista en una clara muestra de sumisión.
Todos los caminos llevan a Roma.
Las manadas de lobos que viven en libertad respetan a la
hembra alfa porque es la líder del grupo. Lo único que la
diferencia del macho alfa es que se somete a este, pero eso
no impide que la manada la tenga en mayor estima que al
resto.
Pasaron los segundos y yo hice todo cuanto estuvo en mi
mano para permanecer inmóvil y no sucumbir ante las
súplicas del sentido común, que me pedía que echase a
correr.
Oí el susurro de su camisa negra cuando levantó
lentamente una mano.
Muy despacio, me rodeó el cuello con los dedos y me
levantó la cabeza para que nuestras miradas se
encontraran.
Dos pronunciadas líneas se habían dibujado entre sus
gélidos ojos azules al contemplarme con lo que parecía ser
una expresión de absoluta confusión y nerviosismo.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo de arriba abajo
cuando me acarició el hueso que se encontraba justo
debajo de la mandíbula, el hioides, con el pulgar.
Estaba ejerciendo la presión justa como para no hacerme
daño, pero lo suficientemente firme como para dejarme
claro que era peligroso, que podía partirme el cuello en un
segundo si así lo deseaba.
Por lo que parecía, mi cuerpo no se había enterado de
que las criaturas más peligrosas suelen ser las más
llamativas, puesto que se inclinó contra su mano de forma
casi imperceptible. Me retiré de inmediato, pero esos
escasos segundos de debilidad bastaron para
sorprenderme. Me humedecí los labios con la esperanza de
no haberme estropeado el carmín que los cubría.
Por una fracción de segundo, él cerró la mano un poco
más y se retiró como si mi piel lo hubiese quemado. Yo
aparté la mirada con confianza. Me sentía como si hubiese
ganado una batalla, pero entonces una gélida tenaza se
cerró en torno a mi cuello. Levanté las manos de golpe e
intenté zafarme del férreo agarre que me asfixiaba.
Alrededor de la garganta, tenía unos zarcillos de humo
conectados a una correa de la misma sustancia de color
gris ceniza. Mendax la sostenía con una sonrisilla engreída.
—Necesitas un collar más firme que mi mano, cachorrito
—gruñó antes de darse la vuelta y salir de la habitación
tirando de mí como si fuera un perro.
Capítulo 18

Callie

M e levanté el largo vestido con cuidado de no


tropezarme al acelerar el paso y tratar de seguirles el
ritmo a Mendax y sus largas zancadas. Caminar con
tacones era mucho más difícil de lo que recordaba después
de haber pasado tanto tiempo descalza.
El oscuro castillo parecía resplandecer por la emoción
desenfrenada que se respiraba en el ambiente mientras
recorríamos el laberinto de lujosos pasillos y pasadizos
hasta llegar al mismo corredor oscuro en el que había
acabado la noche anterior. Los mismos arcos de entrada se
alzaban imponentes ante el gigantesco salón de baile que
había quedado grabado en mi memoria al intentar escapar
con Walter.
La diferencia era que ahora los arcos parecían burlarse
de mí. Su hermosa arquitectura quedó en segundo plano y
solo fui capaz de pensar en lo mucho que me recordaban a
unas fauces abiertas a la espera de engullirme en cuanto
me adentrase en su expectante gaznate. No distaría mucho
de lo que estaba a punto de ocurrir.
Mendax aminoró el paso y le dio la correa de humo a uno
de sus hombres. Justo cuando se disponía a entrar en el
oscuro salón de baile y dejarme tirada en el pasillo, se giró
y se colocó ante mí abruptamente en el último segundo.
Tenía la sensación de que su oscura silueta bebía del miedo
que manaba de cada poro de mi piel, incluso pese a estar
fingiendo seguridad en mí misma. No obstante, había algo
increíblemente atractivo en la forma en que me miraba… Al
menos, hasta que abrió la boca.
—Cuando entres en esa estancia, recuerda que eres una
oveja en medio de una manada de lobos y que estos se
mueren de ganas por hincarte el diente, por utilizarte, por
consumirte. Esa es una de las muchas razones por las que
los oscuros ya no son bienvenidos en la Tierra —me
advirtió.
Mis ojos volaron entre los suyos y mi falsa bravuconería
quedó al descubierto.
—Venga ya, cachorrito, existen muchas maneras de
consumir a una criatura. Por mucho que los de mi linaje os
detestemos, los humanos sois únicos y se os considera un
verdadero manjar sexual entre los fae.
Sus palabras estaban impregnadas de desdén, aunque no
logró disimular el repaso que me echó de arriba abajo
mientras hablaba.
—¿Por qué me cuentas todo esto? —dije con los dientes
apretados.
Me sentía como si estuviese a punto de adentrarme
totalmente desprotegida en una guarida abarrotada de
leones hambrientos. El príncipe se inclinó hacia mí y su
mejilla casi rozó la mía cuando su aliento me acarició la
oreja.
—Porque me gusta verte temblar, corderito —dijo—. Y
porque esta será la última vez en que pueda darme el gusto
de ello. —Se alejó lo suficiente para dedicarme una
pequeña sonrisa—. No saldrás viva de ese salón.
Le hizo una señal con la cabeza al alto fae que sostenía
mi correa y, antes de cruzar uno de los enormes arcos de la
entrada, el malvado príncipe se giró con actitud
indiferente, como si se le hubiese pasado una última cosa
por la cabeza.
—Al menos no de una pieza.
A juzgar por la evidente tensión de su mirada y su
cuerpo, mi muerte supondría un tremendo alivio para él.
Se dio la vuelta y entró en la penumbra del salón de
baile.
Consideré echar a correr, pero estaba segura de que a la
cadena de humo que me rodeaba el cuello, una extensión
del propio Mendax, nada le gustaría más que asfixiarme
hasta la muerte si intentaba escapar.
Pasados unos minutos, un atronador clamor estalló en el
salón de baile y entonces el guardia me obligó a avanzar.
Decenas de lámparas de araña negras pendían de un
techo que parecía ser una réplica exacta del cielo nocturno,
con estrellas y todo. Una oportuna brisa, que dejó un suave
aroma a pino y aire fresco a su paso, me apartó el pelo del
cuello y los hombros. Era increíble.
El rumor de voces se desvaneció. En mi camino hasta el
centro de la sala, lo único que escuché fue el ocasional
tintineo de las copas.
Un sudor frío me empapó la piel al ver que cientos de fae
ataviados con sus mejores galas me observaban
boquiabiertos y con un evidente brillo hambriento en la
mirada. El guardia que sostenía la correa tiró de mí con
teatralidad para guiarme por una descomunal escalera en
la que no me había fijado el día anterior. Pareció sacar
pecho con orgullo al pasearme por el salón de baile como si
él mismo fuese mi dueño.
Una segunda ola de exclamaciones asombradas se
extendió entre los invitados cuando bajamos los enormes
escalones. Algunos de los fae que charlaban se
interrumpieron a mitad de frase para girarse y mirarme
embobados. Tuve la sensación de que unas cuantas
invitadas me lanzaban fulminantes miradas llenas de odio y
repulsión, mientras que un buen puñado de hombres me
comían con los ojos. A otros tantos se les dilataron las
aletas de la nariz o se les ensombreció la mirada. Nada me
pareció muy buena señal.
Caí sin ninguna elegancia al suelo al quedarme mirando
a un hombre particularmente grotesco que se había
relamido al verme. Antes de que hubiese tenido
oportunidad de incorporarme del todo, el guardia que me
arrastraba volvió a tirar de la correa. Y esta vez lo hizo sin
miramientos, con saña. La violencia del tirón me enterró el
collar en el cuello e hizo que me derrumbase de nuevo. Caí
sobre el oscuro suelo de mármol y fue como si hubiese
recibido un martillazo en las rodillas. Un estallido de gritos
ahogados y risas se desató entre la multitud y unas cuantas
mujeres me señalaron con el dedo y se burlaron de mí. Pero
eran muy ingenuas si creían que podrían hacerme sentir
peor de lo que ya me sentía.
—Levántate, zorra —siseó el guarda de cabello azul que
llevaba mi correa.
Un grupo de chicas jóvenes con recargados vestidos de
volantes dejaron escapar un coro de risitas y un par de
hombres alados brindaron con sus copas llenas al verme a
cuatro patas en el suelo.
El príncipe no me engañaba al decir que moriría esa
misma noche.
Hasta ese momento había tenido suerte: con el zorro,
Alistair, el morador de los pantanos, Walter… Pero esa
buena racha había llegado a su fin.
Aunque la seda blanca de mi vestido se había enfriado al
entrar en contacto con el gélido suelo sobre el que
descansaba, eso no fue lo que me arrancó un escalofrío. Me
sentí verdaderamente derrotada por primera vez.
El cascarón en el que me había convertido no saldría
vivo de aquel salón de baile. Correr no era una opción,
puesto que los depredadores que abarrotaban la estancia
eran mucho más rápidos que yo y me desgarrarían la
garganta antes de que alcanzase el final del pasillo. No
tenía escapatoria.
Me ardían las manos y las rodillas tanto como los ojos,
que se me llenaron de lágrimas cuando la sensación de
derrota me arrancó la máscara de confianza tras la que me
ocultaba.
Vi a la reina en un rincón, casi al fondo de la sala. Se
cubría la boca con una mano mientras su elegante séquito
se reía entre dientes a mi costa. Clavé la mirada en el suelo
por un instante, pero entonces sentí la atracción magnética
de otro par de ojos tirando de mí.
El príncipe Mendax estaba sentado en un trono de largas
enredaderas llenas de espinas tan negras como la tinta. Se
encontraba al final del magnífico salón de baile, sobre una
plataforma en lo alto de cuatro escalones.
Sus ojos azules e inexpresivos me sostenían la mirada
como si fuésemos las únicas dos criaturas en toda la
estancia. Su sombría expresión casi parecía hacer juego
con la hostilidad del siniestro trono negro. Estaba
recostado con las piernas bien abiertas y parecía aburrido
mientras cuatro hermosas mujeres lo manoseaban.
Al verlo ahí, sentado como un rey, incluso yo fui capaz de
comprender por qué las fae se sentían atraídas por él. Era
el hombre más atractivo que había visto nunca. Los
cincelados músculos y los ángulos de su cuerpo estaban
veteados de peligro y poder.
Mendax ignoraba por completo a las cuatro mujeres,
cuyo lenguaje corporal dejaba claro que se morían por
recibir la atención que el príncipe se negaba a darles. De
pronto, el fae se crujió los nudillos y su expresión se
ensombreció.
—El suelo no es lugar para una mujer hermosa, da igual
que sea una mascota o no. Permíteme ayudarte a levantarte
—me dijo un desconocido que apareció en mi campo de
visión por sorpresa para agarrarme de los brazos y
levantarme con cuidado.
Retrocedí de inmediato ante su contacto. Como el resto
de sus congéneres, hacía gala de una belleza etérea. Era
alto, de cabello castaño, ojos verdes y alas surcadas de un
color rojo carmesí. Tenía la mirada más amable que había
visto nunca, lo cual me hizo confiar en él de inmediato.
—Gracias —susurré.
—No hay de qué. Ha sido un placer. No todos queremos
hacerte daño. —Esbozó una sonrisa increíblemente afable y
se inclinó hacia mí para añadir—: Aunque me temo que no
puedo decir lo mismo de la mayoría.
La caricia de su suave y melodiosa voz en la oreja me
reconfortó por un instante. El desconocido batió las alas
rojas con una breve sacudida y su envergadura se aumentó
unos centímetros. Sonreía de oreja a oreja y yo no pude
evitar devolverle el gesto.
—Búscate tu propia mascota, Andrey.
Esas bruscas palabras reverberaron contra mi piel y me
puso los pelos de punta.
Sentía la presencia sombría del príncipe como un
cuchillo apuntándome al cuello. Todo a mi alrededor se
detuvo cuando una mezcla de excitación y miedo me
recorrió el cuerpo.
La mirada de Mendax me abrasó al posarse allí donde el
otro hombre me tenía cogida del codo.
—Solo trataba de ayudar a esta hermos…
Andrey se desplomó con un golpe sordo que me revolvió
el estómago. La multitud dejó escapar un coro de gritos
ahogados cuando el rostro del fae cayó hacia un lado y
reveló que sus ojos estaban vacíos, sin vida.
Mi mirada voló hasta el hombre que ahora se cernía
sobre mí. Mendax había sacado un pañuelo de seda negra
del bolsillo y limpiaba con él una daga en actitud perezosa.
—¡Lo has matado! —exclamé, incapaz de creer lo que
acababa de ocurrir.
¡Ni siquiera le había visto sacar la daga!
Él me miró con indiferencia.
—Te estaba tocando.
—¡Hijo! —gritó la reina alarmada desde el otro extremo
del oscuro salón.
—Solo… estaba… ¡Me estaba ayudando a levantarme
después de que tu guardia me hubiese tirado al suelo!
Contemplé con ojos desencajados la escena que se
desarrollaba ante mí.
En menos de un segundo, el príncipe se dio la vuelta y le
clavó la daga que acababa de limpiar al guardia distraído
que sostenía mi correa. El fae cayó al suelo como un fardo y
yació muerto junto al otro hombre. Ni siquiera le dio
tiempo a ser consciente de lo que había ocurrido.
—¿Qué narices…? —farfullé.
El príncipe me agarró del brazo con una mano
enguantada y se inclinó hasta rozarme la oreja con los
labios.
—He decidido que no me gusta que otros toquen mis
cosas. No permitiré que nadie ponga un solo dedo sobre lo
que es mío.
Habló en apenas un susurro mientras limpiaba la daga
de nuevo y la guardaba en una funda que llevaba en un
costado. Cogió la correa de humo y me guio hasta el centro
de la sala, de manera que tuve que pasar por encima de los
dos cadáveres tendidos en el suelo. Me fijé en que había
apuñalado al guardia en el pecho, pero la herida del otro
estaba justo debajo del nacimiento de su ala izquierda. De
la incisión brotaba una sangre negra y espesa.
La reina se puso tensa en su rincón mientras intentaba
llamar la atención de su hijo. Sin embargo, después de
haber presenciado su último ataque de ira, ni siquiera ella
se atrevía a entrar en su espacio personal sin que él le
diese permiso.
—Criaturas de la Corte Oscura.
El príncipe Mendax se dirigió a la multitud como haría
un rey ante sus súbditos.
Pero ¿dónde estaba el verdadero rey? ¿Es que acaso no
había nadie por encima de Mendax? ¿Por qué no asumía el
título entonces? Me quedé detrás de él en el centro del
salón de baile, con la vista clavada en el oscuro suelo de
mármol por miedo a enfrentarme a las malvadas criaturas
que me observaban.
—Estoy seguro de que a estas alturas ya habrá llegado a
vuestros oídos que los humanos han enviado a una asesina
y que esta ha fracasado en su empresa, igual que tantos de
vosotros. —Mantuvo la voz firme mientras miraba a su
alrededor.
Su mirada ardiente se posó sobre la mía. Al quitarse los
guantes, mantuvo una expresión seria, pero en su interior
parecía estar librando una batalla silenciosa.
—Sin embargo, yo también he fracasado —continuó.
Extendió una mano y el humo que me rodeaba la
garganta regresó al interior de su dueño en un fluido
movimiento.
Me llevé las manos de inmediato a la piel en carne viva
de mi cuello.
—Tres han sido las veces en que he intentado acabar con
la vida de la humana y siempre se las ha arreglado para
sobrevivir —bramó, y su voz reverberó en las paredes y la
escalera del salón mientras la multitud escuchaba en
silencio.
Cientos de fae de mirada hambrienta permanecieron
inmóviles, hipnotizados bajo el discurso del príncipe.
—Callie Peterson, habitante del reino humano, como
príncipe de la Corte Oscura, te ofrezco un trato.
Mi mirada voló hasta él. ¿Qué estaba haciendo?
—¿Cómo dices? —pregunté con voz temblorosa.
No podía fiarme de él, independientemente de lo que me
ofreciese.
—Soy un hombre de palabra. Prometí entretener a mi
madre y a los miembros de la Corte.
La fría sensación del miedo trepó por mi espalda como
una araña.
—Al ser una humana, no deberías ser tan difícil de matar.
Pese a lo mucho que he luchado contra ello, despiertas en
mí una gran curiosidad.
Me quedé lívida; noté como se me helaban las mejillas.
Estaba a punto de desmayarme.
Me sentía a punto de perder el equilibrio, así que me
agarré inconscientemente al antebrazo de Mendax en un
intento por estabilizarme.
Él interrumpió su discurso para clavar la mirada allí
donde lo había tocado.
Pensé que apartaría el brazo y me tiraría al suelo de un
empujón, pero estudió mi mano durante un par de
segundos más y luego continuó:
—Tu muerte supondrá un verdadero alivio para mí —
susurró, y contempló mis labios antes de bajar todavía más
la voz—: Será como un juego. Intentaré matarte tres veces
más, humana. Si, pese a mis esfuerzos, el destino te sonríe
y te las arreglas para sobrevivir, entonces, permitiré que
regreses con los tuyos sana y salva.
La muchedumbre irrumpió en un alborotado coro de
gritos y aplausos.
—¡No, por favor! No voy a poder… ¡No soy más que una
científica! ¡Te lo ruego! —le supliqué, y le agarré de los dos
brazos, presa de la desesperación.
Ese maldito hoyuelo volvió a aparecer en su rostro
cuando bajó la vista hasta mis manos y sonrió con
suficiencia.
—El primero de los tres retos comienza ahora mismo —
bramó sin apartar la mirada de mí y con una expresión
totalmente seria.
Imitó mi posición y me agarró de los brazos desnudos.
Me acarició justo por debajo de los codos casi de manera
imperceptible al acercarse todavía más a mí.
Su voz grave se convirtió en el fantasma de un susurro
para que solo yo pudiese oírlo.
—Más te vale morir cuanto antes… por el bien de ambos.
Me puso la piel de gallina.
Dio un paso atrás y la estancia comenzó a difuminarse y
a girar hasta que las estrellas del techo acapararon mi
visión y la oscuridad me consumió por completo.

El aire frío se deslizaba por mi piel allí donde el vestido


blanco la dejaba expuesta. Abrí los ojos para ver las mismas
estrellas que decoraban el hermoso techo del salón de
baile. Me moví para incorporarme y esperé a que la
nauseabunda sensación que invadía mi mente
desapareciera.
Estaba sentada fuera, sobre la tierra.
Unos lejanos gritos llegaron hasta mis oídos cuando me
puse en pie apresuradamente.
¿Dónde estoy?
Aquel no era el bosque en el que había estado antes de
que me llevasen al castillo. No, era mucho más intimidante.
El musgo que cubría el terreno seguía siendo verde y la
corteza de la vegetación era marrón oscuro, pero el follaje
de los numerosos árboles y arbustos que me rodeaban
mostraban todo un abanico de tonalidades rojas. Era como
si los mismísimos árboles estuviesen sangrando.
El bosque de sangre.
No podía estar en otro lugar. ¿Cómo si no iban a llamar a
este sitio? Había oído hablar de sus horrores en la
mazmorra.
Una niebla rojiza cubría el terreno como una cruenta
capa de sangre evaporada.
Di un respingo cuando oí el eco de los gritos y carcajadas
lejanos. ¿Eran los invitados de la fiesta?
El primer reto había comenzado. ¿En qué con…?
Sin previo aviso, unas descomunales sombras bloquearon
la luz de la luna y unas diminutas chispas caídas del cielo
me quemaron la piel como la ceniza de un cigarrillo.
Proferí un aullido de dolor y me desplomé agarrándome
el brazo.
Las esferas brillantes que habían caído sobre mi brazo
salpicaban todo el terreno. Grité sorprendida al descubrir
que había aterrizado sobre unos cuantos de ellos y que se
me habían enterrado en la piel con la quemazón
abrasadora del ácido.
Las nubes oscuras de las que provenían los orbes
parecieron verse atraídas por mi agudo alarido, así que
corrí hacia un camino que se abría entre dos árboles
mientras luchaba por quitarme el ácido de los brazos y los
muslos.
Mis piernas cargaron conmigo a toda velocidad. Habían
dejado de obedecerme y ahora solo la adrenalina que corría
por mi cuerpo agotado las impulsaba.
Avancé tan rápido como mis pies y el vestido me lo
permitieron teniendo en cuenta la irregularidad del terreno
del bosque escarlata. Las hojas rojas me azotaban mientras
que el viento y los latidos de mi corazón marcaban una
burlona melodía en mi cabeza y ahogaban el resto de mis
sentidos. Las nubes negras me seguían y derramaban sobre
mí más gotas de ácido. Grité como nunca habría imaginado
cuando la sustancia me cayó en la cabeza y se filtró por mi
cuero cabelludo. Me ardía el cráneo.
Perdí el equilibrio, di una vuelta de campana y aterricé
sobre el estómago. Las intensas olas de dolor que me
recorrían la columna eran penetrantes y cegadoras.
Tan pronto como me derrumbé sobre la tierra, los
nubarrones se abalanzaron sobre mí y engulleron la poca
luz que me permitía ver. Alcé la vista al cielo.
¡No!
Lo que me perseguía no eran nubes. Eran dos enormes
criaturas que volaban sobre las copas de los árboles y me
lanzaban gotas de ácido. Cada uno de los proyectiles se
enterró en la piel de mi espalda con una serie de sonoros
golpes sordos. No, ese sonido era el de mis latidos en los
oídos.
Oía los gruñidos de las criaturas, consciente de que yo
era el objeto de todos sus malévolos siseos. Intenté
ponerme en pie, presa de la desesperación, pero mis brazos
se negaron a cooperar. Se me doblaron los codos de dolor y
acabé con un lateral de la cara enterrado en la tierra. Una
de las criaturas me clavó las garras en la cabeza y la
presión hizo que me crujiera la columna.
Otro alarido brotó de mi interior cuando vi el tamaño de
la criatura que me estaba agarrando. Medía casi lo mismo
que un elefante y batía las grandes alas de murciélago lo
justo para mantener su descomunal cuerpo negro a ras de
suelo. Sacudía la vegetación como un helicóptero a punto
de aterrizar.
Tenía el cuerpo cubierto de plumas negras, desde la
punta de las gigantescas patas de garras afiladas hasta las
delgadas extremidades superiores. Además, decenas de
hileras de esferas de ácido revestían su vientre, listas para
ser lanzadas. Sin embargo, los resplandecientes ojos rojos
de la criatura no estaban clavados en mí, sino en el cielo.
Las dos criaturas tenían un par de cuernos curvos sobre
la alargada cabeza recubierta de plumas. Los de una de
ellas eran completamente negros, mientras que los de la
otra acababan en puntas rojas.
Eran descomunales; sus enormes alas tendrían unos seis
metros de envergadura. Aun así, como pude comprobar
cuando el que me sostenía la cabeza orientó las alas en el
ángulo exacto para caber entre los árboles, se movían con
agilidad pese a su gran tamaño. Tenían pedacitos de hueso
incrustados en los monstruosos músculos y tendones que se
les marcaban por todo el cuerpo y unas afiladas hileras de
colmillos brillaban en el interior de su larga y esquelética
boca. Eran unas criaturas aterradoras.
Cogí un puñado de piedras y se las tiré a la que más
cerca estaba de mí.
¡Mierda!
Aunque tampoco le habrían hecho mucho daño si
hubiese logrado darle, ni siquiera la rozaron.
Los dos monstruos giraron la cabeza hacia el punto
donde las piedras cayeron al suelo, pero volvieron a clavar
sus vagos ojos rojos en el cielo nocturno. Parecían estar
agudizando el oído.
Dio la mera casualidad de que rodé sobre mí misma justo
cuando las piedras desviaron su atención. De esa manera,
no solo pude zafarme del monstruo que me sujetaba, sino
que, cuando las garras de la criatura se deslizaron por mi
cráneo, también conseguí que me arrancara el orbe que
tenía enterrado en la cabeza. El dolor abrasador que me
taladraba desapareció.
Me metí debajo de un arbusto y me desgarré el bajo del
vestido de seda. Me quité los centelleantes tacones de una
patada y me pegué a un árbol con la esperanza de pasar
desapercibida para las dos abominaciones aladas.
Yo era de todo menos tonta. Las criaturas eran mucho
más fuertes que yo y no sabía cómo enfrentarme a ellas.
Tan solo era una científica. Trabajaba con animales, no con
enormes monstruos que te acribillaban con canicas de
ácido. Cerré los ojos con fuerza, presa de la frustración y el
miedo. ¿Cómo iba a salir con vida del bosque?
Enseguida sentí una presencia sobre mí.
La única opción que me quedaba era correr.
Tomé una profunda bocanada de aire y el bosque oscuro
pareció quedarse inmóvil. El aire olía rancio, a hojas
podridas y miedo visceral. El único sonido que oía más allá
del tronar de mis latidos eran los crujidos de la hojarasca y
una serie de chasquidos cercanos.
Percibía las sombras de las dos criaturas incluso en la
negrura, aunque la oscuridad de la noche y el tinte rojo del
horrible bosque las camuflaba bien pese a su descomunal
tamaño. La luna seguía bañándolo todo con su brillo
plateado, pero adquiría una tonalidad rojiza al atravesar la
niebla, de manera que el paisaje recordaba a un
escalofriante bosque encantado con máquinas de humo y
luces rojas.
Eché a correr con la esperanza de pillar a los monstruos
desprevenidos. Uno de ellos se quedó entre las altas copas
de los árboles, pero el otro vino detrás de mí.
Intercambiaron unos rápidos chasquidos cuando giré
sobre los talones y volví por donde había venido, pero me
tropecé con una rama y caí al suelo. ¡Coño!
Un bracito no mucho más grande que el de un niño
pequeño había salido de la tierra y me había agarrado el
tobillo para hacerme tropezar. Tenía la pálida piel grisácea
empapada de sangre.
Retrocedí para alejarme de él, pero otra tanda de manos
ensangrentadas intentó atraparme.
—¿Qué cojones? —exclamé al olvidar por un momento
que no debía hacer ruido.
Aparté todas esas manitas de mí a patadas y me puse en
pie con torpeza antes de sentir como otro orbe de ácido se
estrellaba contra mi pecho.
La sensación de derrota hizo que temblara de rabia y
que apretara los puños hasta clavarme las uñas y dejarme
marcas en forma de medialuna en la piel.
No podía seguir así. Me superaban en número. Ellos
estaban familiarizados con el bosque y yo no tenía ni idea
de qué peligros me esperaban más adelante si seguía
corriendo. A saber en qué trampa acabaría cayendo. Mis
oponentes tenían más fuerza, un tamaño mayor y mejores
habilidades para la lucha. Esos tres detalles me habrían
mantenido con vida si cambiaran las tornas.
Sentía la derrota presionándome el pecho como una losa,
así que me apoyé contra un árbol. Me froté la cara con las
manos sucias cuando acepté la cruda realidad: los humanos
no teníamos nada que hacer al otro lado del velo.
No sobreviviría en el mundo de los fae ni con la
protección de la reina.
Busqué el apoyo del árbol contra el que estaba recostada
al sentir como la mitad de mi corazón se partía.
Una muchedumbre rio en la distancia. Alcanzaba a
distinguir unas carcajadas agudas de diversión y unas
risitas entre dientes más graves.
No sabía cómo, pero los invitados estaban viendo lo que
sucedía y se estaban riendo de mi derrota.
Sentí la pesada presencia del monstruo cuando el
ambiente del bosque cambió.
Me arranqué la ardiente canica del pecho y eché a correr
justo cuando los dos monstruos aterrizaron detrás de mí
con una sacudida.
¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!
Las dolorosas heridas que ahora parecía tener por todo
el cuerpo me sangraban profusamente. Y los frenéticos
latidos de mi corazón no hacían sino acelerar el sangrado.
¡Clic! ¡Clic!
Levanté la mirada; vi que las criaturas habían vuelto a
alzar el vuelo y me seguían la pista sin mucho esfuerzo.
Seguro que lo estaban disfrutando. Su victoria era pan
comido ahora que las heridas llenas de ácido empezaban a
ralentizarme. Sabían que no duraría mucho más.
¡Clic! ¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!
Un momento…
Frené en seco y corrí en otra dirección procurando hacer
el menor ruido posible.
¡Clic! ¡Clic!
Mantuvieron mi anterior trayectoria durante unos
segundos antes de volver a localizarme.
¡Clic! ¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!
Imposible.
¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!
¡Joder!
Estaban utilizando una especie de técnica de
ecolocalización para encontrarme. Por eso miraban al cielo
en vez de a mí. ¡No me veían! Estaban lanzando ondas de
sonido para localizarme.
Me reí.
Me reí con tantas ganas que quien todavía confiase en mi
cordura habría cambiado de opinión de inmediato.
Los chasquidos. No se estaban comunicando, sino que
enviaban una serie de ondas sonoras que, al rebotar, les
permitían saber exactamente dónde me encontraba. Era el
mismo sistema que utilizaban los murciélagos y los
delfines.
Los engranajes recién engrasados de mi mente
empezaron a trabajar. Pensé en el hombre alado al que
Mendax había apuñalado y no pude evitar sonreír.
Era arriesgado, pero no me quedaba otra opción.
Mis pies retumbaron contra la tierra cubierta de musgo
al regresar al punto de partida. Al lugar donde se me había
desgarrado el vestido.
Más valía que mi plan funcionase porque, si no…, si no…,
no volvería a ver a Eli y a mi familia y moriría con solo
medio corazón.
¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!
Ya no me sorprendía que me hubiesen encontrado tan
rápido, pero me estaba costando hallar la tira de seda
blanca que me había dejado entre los matorrales. ¿A dónde
había ido? Seguí dando vueltas, corriendo como una loca
con un claro objetivo.
Localicé la pieza de tela bajo un rayo de luna. Era como
un faro de luz angelical ante mí.
La agarré y salí corriendo. Los monstruos no parecían
tener muchas ganas de esforzarse, aunque podrían
haberme atrapado en cualquier momento con facilidad.
Estaban esperando a que me quedase sin energías.
Como si me hubiesen oído, me lanzaron una nueva
ráfaga de bolas de ácido, aunque no consiguieron darme.
Mis piernas siguieron trabajando mientras dividía la tela
del vestido en tiras. Era una suerte que fuese seda de
verdad, porque, de lo contrario, mi siguiente truco no
habría funcionado. Tenía que desgarrar la tela en la
dirección correcta hasta que se partiese un poco y luego
retorcerla en el sentido contrario. Así, las tiras de seda se
convertirían en espirales.
La seda formó unos suaves tirabuzones en ambos
extremos. ¡Era perfecto!
Di un brusco giro a la izquierda y frené. Tenía que actuar
deprisa si quería que mi plan saliese bien. Seleccioné el
palo más grueso y resistente que pude encontrar y lo clavé
en la parte de atrás del vestido hasta hacer dos agujeros en
la tela.
El suelo se sacudió cuando las dos bestias tocaron tierra.
Creían que me había rendido.
Trabajando tan rápido como me lo permitían mis dedos,
até las espirales de seda en la parte de atrás del vestido
hecho jirones. Luché contra los calambres que me
atenazaban las piernas y volví a echar a correr justo
cuando casi me habían alcanzado.
¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!
Las mariposas luna fueron las que me habían traído a
este reino y serían las que me sacarían de aquí.
Capítulo 19

Callie

U no de los monstruos alzó el vuelo entre los árboles una


vez más, mientras que el otro me seguía a pie. En tierra
no eran ni la mitad de rápidos que por el aire.
De entre todas las criaturas que había descubierto
gracias a mis estudios y a mi obsesión por las alas, las
mariposas luna siempre habían sido mis favoritas. Después
de que Eli me hubiese hablado de la belleza de esos
maravillosos insectos verdes, no había tardado en
enamorarme de ellas.
Me toqué la cicatriz en forma de uve con el pulgar. Era
un doloroso recordatorio.
Después de haber regresado a casa del hospital, nadie
me había tomado en serio, así que yo había empezado a
pensar que había perdido la cabeza. Nadie había creído la
historia de hadas diminutas que yo les había contado y
habían insistido en que debía de haber sido cosa de una
alucinación causada por las setas. Eli sabía que no estaba
loca.
¡Clic, clic, clic, clic!
¡Joder, cada vez estaban más cerca!
Giré con brusquedad a la derecha y apreté el pasó para
correr tan rápido como pude haciendo que las elegantes
tiras de tela volasen detrás de mí.
Lo que hace especiales a las mariposas luna es que
conviven con sus mayores depredadores: los murciélagos.
Su esperanza de vida adulta es de una semana y su único
cometido es reproducirse. Por razones evolutivas, necesitan
ser más listas que estos y sobrevivir el tiempo suficiente
para dejar descendencia. Así, han desarrollado unas largas
colas en espiral que actúan como camuflaje acústico, ya
que hacen que las ondas sonoras que lanzan los
murciélagos reboten en distintas direcciones. Así, son
prácticamente imposibles de rastrear.
¡Clic! ¡Clic, clic, clic!
Estaba funcionando. El monstruo empezó a perderme la
pista a medida que mis nuevas colas surtían efecto y
redirigían las ondas sonoras del monstruo igual que las de
las mariposas.
El fantasma de unos lejanos murmullos frenéticos creció
a mi alrededor.
La bestia que me seguía a pie resultó ser más rápida de
lo que me había parecido en un principio y me hizo caer al
suelo embarrado al asestarme un golpe en el costado con
una de sus largas alas. Estuve a punto de empalarme a mí
misma con la rama que no había llegado a soltar.
Vi un destello de dientes blancos rodeados de plumas
negras.
Recuperé la compostura tan rápido como pude y me
aparté de la descomunal ala de la bestia. Me temblaban las
manos solo de pensar en lo que estaba a punto de hacer.
La agarré por la parte inferior de una de las alas y
enterré el palo afilado justo debajo del nacimiento de la
extremidad con todas mis fuerzas. Oí el eco de los gritos
ahogados del público. El monstruo profirió un alarido
agónico y no pude evitar sentirme fatal por haberle hecho
daño. A diferencia del morador, no tenía la sensación de
que esta criatura fuese cruel; solo hacía lo que se esperaba
de ella.
Los aullidos no tardaron en atraer la atención de su
compañero. Saqué el palo del cadáver con un sonido
húmedo. No podía permitirme tener que buscar otro palo
igual de resistente.
Corrí hasta un árbol, pero había perdido tanta sangre
que cada vez me movía más despacio. Trepé por el grueso
tronco con el palo ensangrentado entre los dientes. Por
suerte, subir a los árboles de la reserva me había servido
de práctica y el que había escogido tenía una buena
cantidad de ramas en las que apoyarme. De lo contrario, no
habría tenido fuerzas suficientes para trepar.
La segunda bestia aterrizó en el suelo con un estrépito.
¡Mierda!
Esta era mucho más grande que la otra.
La criatura se agazapó para olfatear a su compañero y
profirió un rugido lleno de dolor que me sacudió hasta la
médula.
¿Qué narices voy a hacer? ¡Es un bicho enorme!
Ya había alcanzado la copa del árbol, así que no podría
seguir trepando para saltar sobre su espalda como había
planeado.
Si iba a intentar matarlo, tendría que hacerlo mientras
estuviese agazapado y yo todavía pudiese moverme.
Salté del árbol, pero no conseguí aterrizar sobre la
criatura y caí al suelo con un quejido.
Intenté levantarme lo más rápido posible, pero me
estaba quedando sin la energía que me había estado
proporcionando la adrenalina. Había perdido demasiada
sangre. Me estaba moviendo demasiado despacio.
El monstruo se alzó ante mí. Un atronador rugido brotó
de su boca llena de colmillos acompañado de unas cuantas
babas.
Estaba enfadado.
Me asestó un golpe en la cabeza con una de las alas y me
derribó.
Había tirado por tierra mi última oportunidad. Ya no
tenía nada que hacer.
Rodé bajo las alas extendidas y trepé por el cuerpo
recubierto de plumas. Al levantar ligeramente un ala,
encontré el mismo punto débil de piel suave que el de su
compañero, así que le clavé el palo en el cuerpo con un
último arrebato de fuerza.
La bestia rugió, se retorció y, al caer, hizo que yo me
desplomase en el suelo a su lado.
Entonces me agarró.
Me clavó las enormes garras en el costado, pero, un
instante después, se encorvó y se le relajaron los músculos,
así que conseguí zafarme.
Tras un último estertor y un alarido, sucumbió a la
estocada aparentemente mortal que le había asestado y se
convirtió en un amasijo de plumas y cuernos.
Me alejé tan rápido como pude del cadáver. Se me
acumuló la tierra fría bajo las uñas al arrastrarme para
poner la máxima distancia posible con él.
El suelo tembló y se abrió bajo mi cuerpo despatarrado.
Caí de espaldas; me costaba mantener la consciencia y se
me nubló la vista por el cambio de temperatura. Ahora un
calor seco me cubría la piel de sudor.
En un abrir y cerrar de ojos, había acabado de nuevo en
el castillo. El mismo cielo de rutilantes estrellas inundaba
mis ojos cansados, pero ahora estaba rodeado de lujosas
paredes y tapices.
—He de decir que has estado impresionante —canturreó
la reina cuando su bonita cabeza entró en mi campo de
visión.
Me incorporé a duras penas en cuanto comprendí que
volvía a estar en el salón de baile. La multitud se había
reunido a mi alrededor mientras yo me esforzaba por
ponerme en pie. Seguía estando en presencia de todo un
despliegue de depredadores, así que habría sido una
imprudencia por mi parte permanecer tirada en el suelo,
vulnerable.
Recorrí la estancia con la mirada en busca de Mendax.
No sabría decir qué me llevó a hacerlo, pero supongo que
sentía curiosidad por ver si cumpliría su parte del trato.
Seguro que se había retirado a cualquier otra parte del
castillo para maldecir en privado.
—A no ser que todos queráis morir esta noche, más os
vale alejaros de mi mascota.
Oí el lánguido sonido de su voz a mi espalda y la
muchedumbre no perdió ni un solo segundo en apartarse
de mí.
—Lleváosla, pero aseguraos de lavarla antes de que
vuelva a su jaula. No quiero que mancille mis alfombras
con esa sangre roja de humana.
Se había dirigido a alguien más, pero, cuando se plantó
delante de mí, sostuvo mi mirada con una emoción que no
supe interpretar. Nunca me había observado así. Parecía
desaliñado; tenía el cabello oscuro alborotado, como si se
hubiese estado tirando de él. Imaginé que le habría sacado
de quicio ver que no había muerto. ¿Por qué me odiaba
tanto?
Esta vez, no fueron los guardias o las criadas sombrías
que me habían bañado quienes vinieron a buscarme, sino
unas doncellas con rasgos de duendecillo.
Estaba a punto de desplomarme, y las heridas cubiertas
de ácido seguían ardiendo como si estuviesen en llamas. No
podría completar los otros dos retos si moría por culpa de
las heridas que había recibido en el primero.
—Dilo —exigí con más entusiasmo del que habría
esperado.
Mendax no se movió ni apartó los ojos de los míos, pero
vaciló por un segundo.
—Callie Peterson del reino humano ha superado el
primer reto —anunció.
Lo hizo solo para complacerme, pero un inesperado
destello de respeto le cruzó la mirada. Y, tan rápido como
había llegado, desapareció.
Capítulo 20

Callie

–¡A parta tus sucias manos de fae de mí! —le grité a la


mujer que tenía ante mí.
Habían pasado más de una hora bañándome y todavía
no me dejaban descansar. No paraban de toquetearme con
esas manos frías y esqueléticas.
Estaban intentando curarme las heridas con ungüentos y
vendármelas, pero yo ya no aguantaba más. Mi cuerpo era
incapaz de relajarse, seguía con ganas de pelear. Todas las
criaturas oscuras querían darme caza, sin importar lo
pequeñas o inocentes que pareciesen.
—Necesito aplicarle esta pomada, señorita. Le curará las
heridas que le provocó el nocturnojo y mitigará la
quemazón que, sin duda, todavía debe de estar sintiendo.
Por favor —pidió una de las doncellas con voz dulce.
Así que ese era el nombre de esas horribles criaturas:
nocturnojos.
El diminuto camisón de seda que me habían puesto se
me recogía en los muslos y dejó al descubierto una nueva
tanda de quemaduras cuando me puse a patalear.
—¡He dicho que no me toquéis! —grité desesperada
desde el suelo mientras las doncellas intentaban
inmovilizarme los brazos.
—¡Pero, señorita! Por favor, pare o tendremos que
bañarla de nuevo. ¡Está poniéndolo todo perdido de sangre
otra vez! —gimoteó la pequeña y grácil mujer a la vez que
miraba a las otras en busca de ayuda.
—Fuera.
La voz del príncipe se abrió camino por la estancia como
el rugir de un trueno.
—Está volviendo a sangrar, alteza. Saldrá corriendo si la
soltamos… Sigue teniendo mucha energía gracias a la
adrenalina —se lamentó la doncella pelirroja.
—He dicho que os marchéis —repitió él sin apartar la
mirada de mí.
Las doncellas no se lo pensaron dos veces antes de
acatar las órdenes de su príncipe. Se levantaron y se
alejaron de mi jaula apresuradamente.
Yo me puse en pie de un salto y descubrí que ahora me
daba pánico quedarme sola con él.
La puerta se cerró sola como si acatase las mismas
órdenes de Mendax y el chasquido del pestillo reverberó
contra las paredes del espacioso dormitorio.
—Fuera. Ahora mismo —exigí mientras miraba en todas
direcciones en busca de alguna arma con la que
defenderme.
Sin embargo, la habitación estaba vacía salvo por un par
de objetos básicos, así que me decanté con manos
temblorosas por el pesado candelabro de bronce que
descansaba sobre una de las mesitas de noche.
—Este es mi dormitorio —apuntó, y se cruzó de brazos
en actitud casual.
—¡Pídeles a las doncellas que vuelvan a entrar o te
atizaré con tu propio candelabro! —aullé con desenfreno.
Me sentía como un animal salvaje después de haber
luchado contra los nocturnojos y las doncellas sin haber
tenido un respiro.
Sus hermosos ojos azules de pronto se encendieron,
como si lo hubiese retado. Su silueta se desdibujó a medida
que un tenue humo negro como el carbón se arremolinaba
a su alrededor.
Choqué de espaldas contra la pared, con los brazos
inmovilizados sobre la cabeza. Mendax había reaparecido
directamente ante mí.
—Eres un… —gruñí entre dientes.
Oía el tronar de mi propio pulso en los oídos.
Pegó su cuerpo contra el mío y me hice daño en las
heridas de la espalda al presionarme contra la pared para
alejarme de él.
—¿Cómo has sabido que tenías que apuñalar al
nocturnojo bajo el ala? —me espetó.
Me sentía minúscula en comparación con él. Aunque
permaneció impasible mientras su mirada trazaba mis
labios, cuando se encorvó para acorralarme más con su alta
y musculosa figura, en sus ojos brillaba una chispa
peligrosa. Si la firme presión que ejercía sobre mí hubiese
provenido de cualquier otro hombre, habría supuesto un
alivio tranquilizador. Sin embargo, provenía de Mendax. Y
el calor que irradiaba del príncipe oscuro se las estaba
arreglando para ponerme todavía más nerviosa. El contacto
de su vigoroso cuerpo contra el mío me estaba abrasando.
—Te vi apuñalar a ese hombre alado en el salón de baile.
Tanto él como las criaturas del reto tenían alas. Até cabos y
probé suerte —repliqué mientras me debatía contra la
mano con la que sostenía sin esfuerzo mis dos muñecas.
Esbozó una amplia sonrisa y esta le cambió el gesto por
completo. Gracias al hoyuelo en el que se transformaba la
cicatriz de su mejilla, el fae se convertía en un hombre tan
atractivo que quitaba el hipo. Aquella fue la expresión más
intensa que le había visto esbozar desde lo de la azotea.
—Eso es justo lo que diría una asesina.
—No soy una asesina. Si lo fuera, ¡créeme que te habría
matado hace mucho! —exclamé, y empujé su cuerpo con el
mío con todas mis fuerzas.
La cercanía y la sensación de apretarnos el uno contra el
otro detonó una descarga eléctrica que me recorrió todo el
cuerpo. Lo sentí todo.
—Creo que he subestimado a la persona que te envió
para distraerme —dijo con voz ronca sin dejar de hacer
presión contra mí.
Se me cerraron los ojos al sentir la imposible firmeza de
su cuerpo y percibir un limpio aroma a vainilla y ámbar que
me embargó los sentidos.
—Deberías haber permitido que las doncellas te
ayudaran. Me estás manchando de sangre toda la pared.
El cálido aliento de Mendax me rozó el rostro y el cuello
como si fuese una mano acariciándome la piel electrizada
por la adrenalina.
—Bien. Espero que no se pueda limpiar —repliqué en un
murmullo.
—Ve a la cama y te vendaré las heridas antes de que me
lo pongas todo perdido.
Su voz ronca me rozó la clavícula con la suavidad del
terciopelo. Se aclaró la garganta.
—Preferiría morir antes que dejar que me tocases —
escupí sin dejar de luchar contra lo que mi cuerpo parecía
ansiar.
—Como desees, cachorrito —susurró, y me inmovilizó
firmemente contra la pared.
Deslizó la mano libre por mi cuello hasta que me lo rodeó
por completo.
Cerré los ojos a regañadientes ante su contacto. La
caricia había comenzado a la altura de mi clavícula y luego
había ido subiendo la mano abierta por mi cuello hasta
cerrarla justo bajo mi mandíbula.
Yo me retorcí contra él en un intento por zafarme de su
agarre, pero cada movimiento pareció animarlo aún más.
Abrí los ojos de golpe. ¿Cuándo los había cerrado?
Sentí su dura erección contra mi estómago y caí en la
cuenta con un sobresalto de lo que estaba ocurriendo.
—Como no pares, haré que te arrepientas —lo amenacé
cuando apoyó la frente contra la mía.
¿Por qué me resultaba tan agradable sentir su cuerpo
tan cerca de mí?
—Cada fibra de mi ser sabe que hablas en serio —
susurró con expresión dividida.
La habitación se convirtió en un borrón cuando todo
comenzó a girar a mi alrededor.
Estaba a punto de desmayarme.
—¡Ya basta! ¿Estás tratando de manipularme con tu
poder? ¡Para! —rogué.
—No te estoy haciendo nada, Callie. Has perdido mucha
sangre y tu cuerpo ya no puede más. —Se alejó de mí de
repente y me miró con gesto preocupado—. Ve a tumbarte
en la cama para que pueda vendarte las heridas. Y como no
vayas tú por tu propio pie, cargaré yo contigo hasta allí —
sentenció sin darme la posibilidad de protestar.
Tampoco tenía otra opción. Iba a perder el conocimiento
de un momento a otro.
No me dejó moverme hasta que no me relajé y le
demostré que iba a cooperar.
Se me nubló la vista y perdí la batalla. Se me escapó el
candelabro de entre los dedos y caí como un fardo al suelo.
No obstante, unos fuertes brazos me atraparon a tiempo.
Se me cayó la cabeza hacia atrás hasta que algo la movió
con suavidad y mi mejilla quedó apoyada contra una cálida
tela.
De cerca, su ropa olía a ámbar negro y cedro.
Me sentía como si estuviese flotando en una nube. A lo
mejor había muerto por fin. Mi cuerpo había cedido y ahora
estaba descansando en el cielo.
—No te duermas, cachorrito. Estás en estado de shock,
nada más.
Abrí los ojos para ver que me había llevado hasta la
cama. Las pocas velas que quedaban encendidas en la
oscura habitación iluminaban el brillo descontento de sus
hermosos ojos entornados.
—¿Por qué me pones en tu cama si tanto te disgusta la
idea? —exhalé.
Todavía notaba sus brazos bajo el cuerpo.
—Nunca me había parado a pensar en las consecuencias
que acarrean la fragilidad y fugacidad de la vida humana
hasta ahora —susurró como si hablara para sus adentros—.
Túmbate y deja que te cure o me meteré en tu mente y te
obligaré a quedarte quieta —me amenazó.
No tenía elección. No habría podido plantarle cara a un
fae tan descomunal como él ni en plenas facultades físicas.
Ahora que la adrenalina ya no me sustentaba, ni siquiera
sabía si era capaz de incorporarme.
—No cierres los ojos hasta que yo te diga que puedes
dormirte —gruñó.
Di un respingo al oírlo, puesto que, efectivamente, había
cerrado los ojos sin darme cuenta.
Noté el casi imperceptible roce de su mano cálida en el
tobillo desnudo.
—Para. ¿Qué haces? —Me temblaba la voz.
—Examinarte para encontrar todas las heridas. Estate
quieta. No tienes nada que temer ahora mismo.
¿Por qué sonaba tan ronco de repente?
—Ya, claro. ¿Cómo quieres que me crea eso cuando estoy
en manos del príncipe oscuro que me quiere muerta y ha
intentado acabar conmigo hace apenas unas horas? —
resoplé mientras intentaba alejar la pierna de él y me
esforzaba por mantener los ojos abiertos.
—Deja de resistirte. Te prometo que tu vida no corre
peligro mientras no estés participando en uno de los retos.
La Corte me destronaría si les arrebatase el placer de verte
morir.
Oí una sonrisa en su voz. Sonaba extraña, como si no
fuese algo típico de él.
—Además, eres tú la que intenta matarme. Al menos te
llevarás una recompensa si consigues sobrevivir a las otras
dos pruebas.
—Por última vez, Mendax, yo no quiero matarte, solo…
Un dolor abrasador me recorrió el cuerpo y me hizo abrir
los ojos de golpe. Me había presionado algo frío contra la
herida del muslo.
—Lo siento si quema, pero hay que neutralizar el ácido.
De lo contrario, seguirá corroyéndote la piel —dijo con
delicadeza al apoyar la venda de algodón sobre la otra
herida que tenía en la parte superior del muslo.
Cerré los puños alrededor del edredón negro y me mordí
el labio inferior, muerta de dolor.
—¿Por qué me ayudas si eres tú precisamente el culpable
de que tenga estas heridas? —le pregunté.
Me apoyé sobre los codos para verlo mejor. Se
encontraba al borde de la cama y me sostenía el muslo
desnudo. Estaba colocado justo entre mis piernas.
—No lo sé. Me temo que no puedo evitarlo.
Le brillaba la mirada a la luz de las velas. Me dejó la
pierna con cuidado sobre la cama y pasó a curarme el
brazo.
Lo estudié con atención. Esa delicadeza era un arma que
no le había visto blandir ni con su madre.
—¿Dónde está el rey? —pregunté.
Tragó saliva casi imperceptiblemente, ruborizado.
—El rey Marco está muerto.
Esa no era la respuesta que había esperado. Me moví
para incorporarme mientras él me sujetaba el brazo
izquierdo con suavidad.
Se agachó para arrodillarse en el suelo junto a la cama.
Era tan alto que todavía me alcanzaba sin problema.
Yo tenía el pie apoyado contra su pecho, así que lo aparté
de forma instintiva.
Me mordí el labio al darme cuenta de que había colocado
las piernas a cada lado de su cuerpo, así que prácticamente
le estaba rodeando la cintura mientras él seguía de rodillas.
Mendax apretó los dientes y se le contrajo un músculo de
la afilada mandíbula. Bajó la vista a la sombra que mi
camisón había formado entre mis piernas.
Unas volutas de humo brotaron de su espalda y sus
amplias alas se desplegaron.
Fue algo de lo más intimidante, pero la parte de mí que
ansiaba tocárselas se fijó en la increíble belleza que
poseían una vez que lograba ver más allá de su aspecto
amenazante. Lo mismo pasaba con su dueño.
¿Qué sentiría al tener a un hombre sin corazón como él
bebiendo los vientos por mí? Al saber que se rendía solo
ante mí y solo ante mí. Desterré esos pensamientos de mi
perturbada cabeza.
Desesperada por extinguir las chispas que volaban entre
nosotros, le pregunté por su difunto padre.
—Lo siento. ¿Cómo murió?
—Lo maté yo —dijo con tranquilidad.
—¿De verdad es esa tu respuesta para todo? ¿Arrebatar
vidas? —pregunté incrédula.
Él levantó la vista del espacio entre mis piernas y me
miró a los ojos con gélida determinación. Colocó mi brazo
sobre su hombro y se inclinó hacia adelante para presionar
con firmeza la compresa contra la herida que tenía en el
pecho.
Siseé de dolor y me agarré a su hombro mientras lo
fulminaba con la mirada.
—Cuando constantemente tienes que estar lamiéndote
tus propias heridas, acabas adquiriendo un gusto por la
sangre —sentenció con tono frío y sin dejar de observarme.
Un pulso le recorrió las alas y el humo oscuro se
contrajo, pero permaneció extendido del todo a su espalda.
Mendax se echó hacia atrás, todavía de rodillas, y me
agarró por la cintura. Con un rápido movimiento, tiró de mí
hasta que mi trasero quedó al borde de la cama. Se hizo un
hueco entre mis piernas.
Resultaba todavía más aterrador verlo desde este ángulo
de sumisión, aunque lo más seguro era que tampoco
hubiese dudado en matarme cuando había estado de
rodillas entre mis muslos.
Todavía no me había soltado la cintura y tenía el pecho
pegado a mi centro. Mientras tanto, yo luchaba por
mantener el equilibrio agarrada a sus amplios hombros.
—¿Por qué te escogieron los humanos para destruirme?
—preguntó sin rastro de maldad.
Apartó sus fuertes manos de mi cintura para empapar de
nuevo el paño ensangrentado con el que me estaba
curando.
Muy a mi pesar, yo me reí.
—Nadie me ha escogido. —Puse los ojos en blanco y me
senté para mirarlo desde arriba—. Soy la última persona a
la que los humanos habrían enviado para desarmarte,
créeme.
Acomodó una cálida mano a la altura de mi cintura y con
la otra rozó la herida que tenía en el pecho.
Me agarré a su brazo y me mordí el labio para
contrarrestar el intenso dolor.
Dejó la boca entreabierta y se detuvo para mirarme la
boca.
—Entonces, al igual que yo, te han subestimado.
Por un instante, se impuso el silencio. Lo contemplé
mientras me curaba sin saber muy bien qué había querido
decir.
—¿Aquí es siempre de noche? ¿No echáis de menos el
sol? Es deprimente —dije en un intento por sacar tema de
conversación y no acurrucarme contra su amplio pecho.
Por mucho que estuviese siendo amable conmigo en ese
momento, el príncipe oscuro seguía siendo un horrible
monstruo.
Apoyó ambas manos en mi cintura con los dedos
extendidos y tiró de mí para que me apretase más contra
él. Ahora estábamos tan cerca que veía cada una de las
motitas grises que le salpicaban los ojos azules como el
cielo. Sentía cada pliegue y arruga de su camisa.
La tensión chisporroteaba en el aire. Los dos luchábamos
contra algo prohibido, algo que estaba mal.
Mendax se aclaró la garganta bruscamente.
—Nunca hace sol del todo, pero no siempre es de noche.
En el caso del Reino Luminoso, el día va cambiando, pero
nunca hay una oscuridad total.
Se tensó al mencionar el otro reino. Levantó las manos y,
al tocarme la nuca y enterrar los dedos en mi pelo, se le
cerraron los ojos.
—Jamás habría imaginado que uno podría ansiar algo
que en realidad no quiere —dijo con voz espesa como la
miel.
Estudié su carnoso labio inferior y las arruguitas que lo
adornaban mientras hablaba. Como hipnotizada, deslicé el
pulgar por su boca y tracé cada diminuto surco con
suavidad. Él se puso en pie de golpe y verlo alcanzar su
altura completa me sobresaltó, así que me dispuse a bajar
de la cama sin saber muy bien qué acababa de ocurrir. Sin
embargo, Mendax me agarró un poco más fuerte del pelo,
pues no había llegado a soltarme. Deslizó las manos por
mis cabellos y me inclinó la cabeza hacia atrás para que lo
mirara. Me tensé de inmediato, lista para enfrentarme a él.
—Tienes una herida en la parte de atrás de la cabeza. Si
te quedas quieta, no tardaré nada en curártela.
Cuando me relajé, aflojó su agarre.
—Así, buena chica —dijo con voz ronca.
—Todavía te odio —repliqué con calma sin apartar la
vista de la tela negra que le cubría el pecho.
—Todavía te quiero muerta —dijo, pero sus palabras ya
no destilaban veneno.
Después de darme un par de toquecitos con la tela
empapada de ungüento en la cabeza, por fin me dejó
levantarme y me condujo hasta mi jaula.
—Toma —dijo y me ofreció el mullido edredón negro de
su cama.
Me detuve a observarlo por un momento antes de
aceptarlo y llevármelo conmigo. ¿De verdad me estaba
dando su ropa de cama para que no tuviese que dormir
directamente en el suelo?
—Me la has dejado perdida de asquerosa sangre humana
—añadió.
—¿Qué estás…?
—Descansa, Callie. El segundo reto es mañana.
Se dio la vuelta con un abrupto movimiento y salió del
dormitorio. Ya no regresó en lo que quedaba de noche.
Capítulo 21

Mendax

–A segúrate de conseguirle todo lo que quiera comer.


No sé cuánto tiempo llevará sin probar bocado —le
dije a la doncella de camino a la gran cocina del
castillo.
—Claro, por supuesto, alteza —dijo la pequeña fae con
un asentimiento de cabeza.
¿En qué estaba pensando?
Me apresuré a levantar la mano para retractarme de
aquella generosa orden, pero vacilé y la doncella se alejó.
¿Qué estaba haciendo? ¿De verdad pensaba alimentarla?
Debería estar matándola de hambre. Así me libraría de ella
más rápido. Sin embargo, era cierto que llevaba un tiempo
sin comer en condiciones. Un buen sustento le daría más
energía y así el segundo reto sería un espectáculo aún
mayor.
Cuando el primer reto había dado comienzo, yo lo único
que había sentido fue un inmenso alivio al creer que esa
cucaracha moriría pronto.
Lo veía claro: ni siquiera los fae más rápidos eran
capaces de escapar de una criatura tan diestra en el
rastreo como un nocturnojo. Una humana sin
entrenamiento, fuerza, magia o ayuda no debería haber
tenido nada que hacer contra ellos.
—¿Os preparo algo de comer, señor?
El cocinero de espeso bigote que se había dirigido a mí
desde detrás de los fogones me sacó con un sobresalto de
mis cavilaciones.
—No —repliqué con hosquedad y me serví un buen vaso
de vino feérico.
Me había prometido a mí mismo que no le daría más
importancia a la atracción que sentía por ella. ¿Qué ganaba
preocupándome? Pronto estaría muerta y mi pueblo me
adoraría por haberles dado un salvaje espectáculo. Al final,
solo la segunda parte resultó cumplirse como había
predicho.
La tenía calada.
Sabía que debía de haber recibido un buen
entrenamiento para tener esos muslos tan tonificados. Su
figura era de infarto incluso cubierta de suciedad. Solo una
experimentada asesina tendría un cuerpo como ese.
También era evidente que la habían entrenado para matar
precisamente porque era la humana más hermosa jamás
concebida. Era perfecta para distraer y desarmar a sus
víctimas.
Imaginaba lo mucho que destacaría entre sus
compañeros mercenarios.
Jamás me había encontrado con una mente tan rápida y
astuta como la suya. No me cabía duda de que también
debían de haberla entrenado en el arte de la persuasión y
la seducción. En todos mis siglos de vida, nunca nadie me
había cautivado como ella. Nadie me había hechizado como
ella. Al verla modificar el vestido para evitar que el
nocturnojo le siguiese el rastro, todas mis sospechas se
habían visto confirmadas. Me había quedado sin palabras al
verla identificar el punto débil de la criatura, justo debajo
del ala.
Ella quería que la creyese cuando decía que no era más
que una insignificante humana, pero cualquiera que la
viese sabría que era mucho más que eso.
Cuando había visto a mi corderito darle el golpe de
gracia no solo a uno, sino a dos nocturnojos adultos, la
curiosidad que había despertado en mí se había convertido
en algo mucho más peligroso. Y por esa razón, ahora la
necesitaba muerta mucho antes.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando toqué el
pequeño diente que pendía de mi cuello. La muela era de la
humana. Me la había escupido en un arrebato de rabiosa
magnificencia cuando estábamos en la cámara de sangre.
Yo me lo había guardado sin pensármelo dos veces.
Más tarde, todavía sin pensar con claridad, lo había
convertido en un souvenir para llevarlo siempre conmigo.
Un recuerdo para tener presente a esa sirena mucho
tiempo después de que hubiese acabado con ella.
La chica debía morir, pero empezaba a sospechar que no
sería capaz de seguir viviendo sin tener una parte de ella
cerca.
Otro escalofrío me sacudió la columna y amenazó con
hacer que se me desplegaran las alas.
Había pasado horas deambulando por los pasillos del
castillo intentando comprender cómo esa sanguijuela se
había adueñado de mi mente con una virulencia
comparable a la de mi control mental. Los extraños
sentimientos que me provocaba eran intensos e
intolerables.
Antes de que hubiese entrado en mis aposentos tras el
primer reto, había tomado la decisión de llevarla de vuelta
a la mazmorra. De encerrarla en aquellos muros de piedra
donde su aroma a lavanda y miel no me perseguiría ni me
embotaría los sentidos. Enviarla lejos me haría parecer
débil, pero no me quedaba otra opción. Su mera existencia
se había hecho un hueco en mi mente y no pensaba
tolerarlo más.
Sin embargo, cuando había abierto la puerta y la había
visto tirada en el suelo, rodeada por las otras mujeres, lo
único en lo que había podido pensar había sido en cortarles
el cuello a todas por atenderla sin ninguna consideración.
Yo sería el único con la potestad de tocarla.
Incluso entonces había seguido planeando enviarla a la
mazmorra, donde sus sedosos cabellos y suave piel ya no
me atormentarían más. La habría llevado yo mismo hasta
allí si hubiese sido necesario y habría disfrutado de ese
último contacto antes de que desapareciese de mi vista
para siempre.
Pero entonces… entonces había agarrado ese candelabro
con toda la intención de derribarme de un solo golpe. Ese
fuego sediento de sangre había iluminado su mirada como
una obstinada llama que ardía solo por mí. Había dejado
caer la fachada de corderito para dejar al descubierto a una
víbora asesina tan malvada como yo mismo.
Saberme el único capaz de despertar y avivar ese fuego
en ella desató un auténtico infierno en mí y este arrasó mi
cordura.
Entonces, cuando su cuerpo había cedido ante mí —
cuando sus músculos se habían relajado y la llama de su
mirada se había mitigado ante mi contacto—, caí rendido a
sus pies. Había sido como si una parte de mí que había
permanecido latente de pronto hubiese empezado a
funcionar. La imagen de su cuerpo suave pero peligroso
tendido en el duro suelo de mi dormitorio se me enterró en
el alma como un puñal. Así, antes de que me hubiese dado
cuenta siquiera, ¡le había ofrecido un edredón —mi
edredón— para que durmiese sobre él!
Mi comportamiento me había perturbado tanto que había
pasado el resto de la noche dando vueltas por la biblioteca,
desesperado por no pensar en la forma en que la huella de
su diminuta mano había quedado grabada en mi brazo en
cuanto me tocó. Por no evocar el satinado tacto de sus
dedos. Si no me andaba con cuidado, acabaría cometiendo
una imprudencia muy muy grave.
Como la de perdonarle la vida, por ejemplo.
La idea de no volver a verla ya me había estado
atormentando más de lo que estaría dispuesto a admitir.
Pero no dejaría que me arrastrase a la locura.
—Estás hecho un asco.
—Tú también, madre —repliqué antes de darme la vuelta
y guardarme apresuradamente el diente de la humana bajo
el sayo.
La reina me agarró del brazo y me condujo hasta la mesa
de desayuno que había junto al amplio ventanal con vistas a
los jardines y a las afueras de la ciudad.
No tardé en zafarme de su mano aséptica, pero la seguí
de igual manera.
—El reto del otro día tiene a toda la Corte, a todo el
reino si me apuras, subiéndose por las paredes. ¿Cómo es
posible que esa estúpida humana haya conseguido
semejante proeza?
Se recogió las faldas de su abultado vestido rojo para
sentarse y de inmediato comenzó a pinchar la fruta de su
plato con vigor. Le encantaba apuñalar cosas.
—No es ninguna estúpida… —rugí antes de poder
morderme la lengua.
Mi madre se quedó de piedra, como si se hubiese
transformado en una estatua de hielo. La fresa que se había
metido a la boca cayó de entre sus labios al contemplarme
boquiabierta.
—Es evidente que la humana es una diestra asesina. La
única razón por la que ha escapado tantas veces de las
garras de la muerte es porque no dejamos de subestimarla
—dije para intentar disimular mi desliz.
Una sonrisa se abrió camino por los delgados labios de
mi madre.
—Entonces, es cierto. ¿Echaste a las doncellas de tus
aposentos para encargarte tú mismo de las heridas de la
humana? Me negué a creer las habladurías, puesto que
estaba convencida de que eran mentira. Por mucho que he
anhelado que te desposaras con alguna muchacha, tú
nunca te has interesado por nadie. Tu padre y yo dejamos
de presionarte después de que mataras a todas esas
princesas. Es una pena que perdiésemos la oportunidad de
sellar alguna alianza. Nos diste una buena cantidad de
quebraderos de cabeza por aquel entonces. —En su mirada
bailaba una nítida certeza—. Dime que no has tocado a la
humana, Mendax. No creo que mi mortalidad pudiese
soportarlo. Primero te niegas a ascender al trono que te
pertenece por derecho solo porque no me dejas vincularte
con otra…
—Eso no es… —intenté interrumpir sus desvaríos, pero
ella estaba mucho más versada en ese campo que yo.
—¡Y lo entendí! Todas esas mujeres no estaban a tu
altura. Pero ahora ¿tienes la desfachatez de entregarte a
una humana sin pensártelo dos veces? ¡Eso ya es pasarse
de la raya!
Se rio, pero su gélida mirada albergaba una profunda
seriedad.
—Como bien sabes, no estoy dispuesto a ascender al
trono y convertirme en rey porque me vería obligado a
vincularme con una joven y compartir mis poderes con la
afortunada. Y eso último es algo que no voy a tolerar,
querida madre. Lo que sí he de admitir es que, por primera
vez en mi vida, siento una extraña fascinación. —Me froté
el brazo. Todavía notaba su tacto en mi piel—. En cualquier
caso, me aseguraré de que muera y desaparezca de mi
mente lo antes posible.
Mi madre me estudió con una expresión retorcida en el
rostro. Ya no se encargaba de las tareas reales, pero seguía
disfrutando de jugar con sus presas.
—Siempre podría vincularte con la humana. —Se inclinó
hacia adelante y me observó en busca de algún signo de
debilidad—. Es casi demasiado perfecto… No sé cómo no se
nos había ocurrido antes.
Se puso en pie de golpe, como si estuviese presa de una
desbordante emoción que la haría explotar si no se
acercaba al ventanal cuanto antes.
—No tendríamos que dividir tus poderes hasta la
ceremonia de matrimonio. En realidad, lo que de verdad te
ha impedido convertirte en rey ha sido el vínculo —
continuó.
Tenía los ojos azules tan abiertos que casi parecían estar
a punto de salírsele de las órbitas. El blanco de su
esclerótica destacaba en contraste con las paredes oscuras
de la estancia.
—Vincúlate con la humana y mátala antes de la
ceremonia. Es perfecto. Nunca se me había ocurrido hacer
algo así porque siempre hemos pensado en desposarte con
otras fae. La humana es débil y mortal.
Me miró con una esperanza maniaca en la mirada.
—Estas desperdiciando tu tiempo, madre. No me
vincularé con nadie y menos con esa humana. Te recuerdo
que la enviaron aquí para matarme.
Puse los ojos en blanco y me giré con teatralidad. ¿Cómo
se le había ocurrido sugerir algo así?
—Los fae caídos acabarán viniendo a reclamar el trono.
Sabes tan bien como yo que esos despojos de luz son los
únicos con el poder necesario para arrebatártelo. —Su voz
se ensombreció—. Si piensas que me voy a quedar de
brazos cruzados para dejar que un luminoso desterrado se
quede con mi reino cuando podría ponerle remedio a la
situación vinculándote con alguien, aunque sea con una
humana…, entonces, eres más necio de lo que creía.
—No se atreverían a enfrentarse a un Asesino de Humo.
Ni siquiera los desterrados serían tan estúpidos —
refunfuñé, frustrado por tener que volver a esa
conversación.
—Yo no estaría tan segura.
El ansia de sangre me embargó ante la mera mención de
los desterrados. Nadie los quería. Los luminosos caídos
habían sido expulsados de su propio reino y, por alguna
razón, habían desatado una rebelión en el nuestro. Se
rumoreaba que eran increíblemente poderosos y que
buscaban hacerse con el control de mi Corte.
Me puse en pie y arrastré mi silla hacia atrás con un
sonoro chirrido.
—Bueno, madre, ha sido un placer, como siempre, pero
tengo a alguien a quien ejecutar —dije con un intenso
sarcasmo antes de empezar a alejarme.
—Al menos hazme el favor de dejarla vivir el tiempo
suficiente como para llevar a cabo el segundo reto. Se
rumorea que los príncipes luminosos vendrán a ver el
espectáculo y creo que sería una buena idea matarla
entonces. Así serán conscientes de lo que haces con las
personas enviadas a acabar con tu vida —dijo con una ceja
enarcada y sin apartar la mirada de la ventana.
No ocultó el tono autoritario de su voz.
—Está bien —escupí antes de marcharme.
Que alguien me diese órdenes me dejaba un regusto
amargo y desagradable en la boca.
Extendí las manos e hice que las sombras me
transportaran de vuelta a mis aposentos, impaciente por
ver a mi lobo con piel de cordero una última vez.
Capítulo 22

Callie

M e giré para quedar tumbada sobre el estómago y la


nueva posición me sumergió todavía más en el abismo
del sueño. Cerré los puños en torno al mullido edredón
que tenía debajo del cuerpo e inhalé la sensual fragancia de
su dueño. Me llevaría el secreto a la tumba, pero me
excitaba oler esa especiada fragancia de ámbar y cedro. A
lo mejor estaba sufriendo algo parecido al síndrome de
Estocolmo. Apreté los muslos. El recuerdo del musculoso
cuerpo de Mendax presionado contra el mío revoloteó por
mi mente como si me estuviese tocando en ese preciso
instante. Ya solo con eso sentía que ejercía un poder sobre
mí.
Si no fuese un ser tan despreciable…
Mi estúpido y delirante cuerpo anhelaba su contacto.
¿Qué sentiría al desarmar a ese hombre tan desagradable e
insensible con tan solo dejar que me tocase? Tonta de mí.
Incluso el dolor que me había causado al curarme las
heridas me había resultado de lo más erótico. Fue como si
hubiese descubierto una forma nueva y prohibida de
experimentar el deseo en la que el placer se entrelaza con
el dolor.
El formidable príncipe de la muerte se había arrodillado
ante mí. Habría dado lo que fuese por saber cuándo había
sido la última vez que se había rendido así ante alguien…,
si le había cedido su edredón a alguien alguna vez. Había
actuado como si hubiese empezado a importarle.
Teniendo en cuenta que estaba decidido a matarme, esa
idea no tenía ningún sentido.
Era una estupidez. Tenía que salir del castillo antes de
que fuese demasiado tarde. Si no conseguía reunirme con
mi familia a tiempo…
Se me pusieron los vellos de la nuca de punta al sentir
como una presencia se cernía sobre mí.
Una brisa fría me acarició la parte de atrás de los muslos
desnudos y me acordé del diminuto camisón azul que me
habían dado para dormir. Hice intención de girarme al
darme cuenta de que estaba prácticamente desnuda de
cintura para abajo, pero unas fuertes manos me
presionaron la cabeza contra el suelo y me impidieron
darme la vuelta. Al verme inmovilizada, clavé los brazos en
el edredón al que me había estado abrazando como si fuese
una almohada.
—¡Suéltame la puta cabeza, Mendax! —farfullé contra la
tela.
Con solo sentir el hormigueo que me recorría la piel,
supe que era él. Sentía su otra mano como un imán a
escasos centímetros de mi trasero, aunque no había llegado
a tocarme.
—Repítelo —dijo con voz ronca.
—¿¡El qué!? —repliqué mientras se me aceleraba el
pulso.
Luché contra la mano que me sujetaba la cabeza con
cuidado.
Me apoyé sobre las rodillas para hacer más fuerza y,
antes de que me diese cuenta de lo que había hecho, quedé
con el trasero levantado.
Era un auténtico demente. Un perturbado sin corazón al
que le encantaba arrebatarle la vida a otros y… y tocarme.
La dura erección de la noche anterior me había confirmado
que me deseaba.
Unos escalofríos me recorrieron la columna ante esa
imagen tan horrible a la par que seductora.
—Di mi nombre otra vez —me ordenó con esa atronadora
voz grave mientras me rozaba de forma casi imperceptible
el trasero.
Su contacto fue trazando un sendero de piel erizada por
mi cuerpo.
—¡Que te jodan! —grité en un intento por disimular un
jadeo entrecortado.
Me sujetaba la cabeza con la fuerza justa para
mantenerme inmovilizada, pero no como para impedirme
respirar contra el mullido edredón.
—Repítelo, Callie. Quiero oírlo salir de esa boca tan sucia
que tienes.
Noté su cálido aliento en la parte inferior de una de las
nalgas. Sentía su presencia cerniéndose sobre mí.
Me sonrojé de golpe al imaginar lo que él estaría viendo.
Tenía el trasero al aire y prácticamente en pompa, con solo
un diminuto triángulo de tela negra cubriéndome el sexo.
Sabía que estaba jugando con fuego, pero estaba
dividida: no sabía si quería darle una patada en la cara o
descubrir el poder que mis palabras podrían llegar a
ejercer sobre él.
—¡Que te jodan, Mendax!
¿Por qué había sonado como si me faltara el aliento?
—Excelente, buena chica —gruñó mientras deslizaba una
mano áspera por el interior de mi muslo para rozarme el
extremo de las braguitas.
Jadeé, cerré los ojos y me mordí el labio con tanta fuerza
que un sabor metálico me inundó la lengua. Enterré la
cabeza en el edredón para asegurarme de que Mendax no
oyese nada.
—Nunca había tocado nada tan suave como tu piel —
murmuró sin aliento, casi para sus adentros—. Dime,
corderito, ¿por qué quieres verme muerto? No seas tímida.
Me gusta ese fuego que tanto te esfuerzas por ocultar.
—¡Por última vez! ¡No estoy intentando matarte! ¡Estoy
bastante segura de que me estaría defendiendo con mucho
más éxito si fuera así, coño! —bramé.
Deslizó la mano por mis partes más sensibles y palpó con
suavidad el triángulo de seda.
Supe que el príncipe percibiría el deseo que empapaba la
tela incluso cuando me mordí el otro lado del labio para
reprimir un gemido indeseado.
Con la cabeza y las manos inmovilizadas, no veía nada,
no sabía lo que el fae estaba haciendo. Mis sentidos se
habían agudizado y me hormigueaba la piel a la espera de
sentir dónde notaría el contacto de su mano o de su cuerpo
después.
—Te lo preguntaré solo una vez más, Callie. —Apartó el
triángulo de tela y noté el aire frío de la habitación en mi
desnuda humedad—. ¿Por qué quieres matarme?
Su voz sonaba grave y sensual, como si apenas fuese
capaz de contenerse al tenerme expuesta ante él.
—No soy una as…
Su lengua se deslizó por mi sexo con un largo lametazo.
Mordí el edredón e intenté incorporarme, pero la firme
presión de su mano impidió que alejara el rostro de la tela.
Necesitaba quitármelo de encima. Estaba empezando a
rendirme ante sus caricias…, ante su lengua.
Por los dioses.
Me temblaban los muslos al anticipar lo que estaba por
venir. Era una suerte que no pudiese verme la cara.
Mendax profirió un profundo gruñido y este también
tuvo un efecto en mí.
—Tu presencia me atormenta. —Me dio otro suave
lametón—. Estoy harto de pensar en ti constantemente. —
Habló con los labios pegados a mi cuerpo y sentí cada
respiración, cada murmullo—. Le rogué a los antiguos
dioses que me escucharan. —Otra húmeda caricia, más
profunda esta vez. Luego me rozó el clítoris suavemente
con los dientes antes de volver a rozarlo con la lengua—.
Les pedí que te borrasen de mi mente después de lo de hoy.
No fui capaz de seguir resistiéndome, así que presioné
mi cuerpo contra su cálida boca y le rogué que continuase
con un bochornoso y profundo gemido. No conseguía
pensar con claridad. El mundo pareció retorcerse y
desdibujarse hasta que solo quedamos nosotros dos. Lo
único que me importaba era el momento en que volviese a
tocarme otra vez.
Continuó con gusto y me agarró por los muslos antes de
separarme las piernas con delicadeza y deslizar una de sus
enormes manos bajo mi cuerpo.
Estaba completamente a su merced. Arqueaba la espalda
y gemía. Me sentía vacía, lo necesitaba dentro de mí,
necesitaba deleitarme ante la maravillosa fricción que me
embargaría entonces.
—Eso es, diablillo mío, frótate contra mi cara hasta que
los dos olvidemos lo mucho que nos odiamos.
Un gruñido emergió de las profundidades de su pecho e
hice justo lo que me pidió.
Estaba tan cerca…, tan cerca de correrme.
Noté un repentino y agradable escozor cuando me dio
una cachetada en la nalga. Continuó nublándome la mente
con su asalto desenfrenado al lamerme, succionar y
acariciarme el sexo con los labios y la lengua. Era como un
hombre hambriento al que le habían dado comida.
—¡Mendax! —aullé con voz ronca cuando volví a sentir el
intenso hormigueo de otro azote.
La sensación se extendió por el resto de mi cuerpo y yo
me retorcí contra su cara. Sentía cada vibración de sus
gemidos al reverberar contra mí.
—¡Mendax! ¡Joder! ¡Me…!
—Repítelo, cachorrito. Recuérdale a los dioses a quién
tienes presa de tu hechizo.
Alcancé el clímax con tanta violencia que se me nubló la
visión antes de derrumbarme con los brazos extendidos.
Solo entonces caí en la cuenta de que había tenido las
manos libres la mayor parte del tiempo.
—Todavía te odio —sentencié.
Giré la cabeza y clavé la mirada en los hambrientos ojos
azules que me estudiaban desde arriba.
En otra vida, lo único que habría querido en ese
momento hubiera sido acurrucarme contra su pecho y
dormir. Su expresión había cambiado por completo, presa
de un abanico de emociones.
—Todavía quiero matarte…, puede que ahora incluso
más que antes —dijo sin apartar la mirada de mí antes de
darse la vuelta y dirigirse hacia la puerta—. Las doncellas
vendrán a ayudarte a vestirte. Tu segundo reto dará
comienzo en una hora. La familia real de la Corte Luminosa
ha querido unirse a nosotros para disfrutar del espectáculo.

—Tenemos que irnos, señorita —murmuró la doncella


mientras me rociaba con los contenidos de una botellita de
rubí.
Dejé escapar un profundo suspiro. Seguía estando
agotada. Las heridas me molestaban incluso envueltas en
las vendas que las curaban a un ritmo vertiginoso.
Cada vez que despertaba, todavía me descubría
buscando la luz como una tonta, buscando el lugar que
siempre albergaría un pedazo de mi corazón, incluso si no
salía con vida del Reino Oscuro.
—Sabemos que podéis hacerlo, señorita. Todos los
miembros del servicio estamos con vos. Ay…, por favor, no
le cuente a la reina que le he dicho eso —susurró la
diminuta chica con cara de duendecillo.
Ella también era de una belleza etérea, como todas las
criaturas que había visto a este lado del velo, salvo por un
par de monstruos. No pude evitar preguntarme el motivo
por el que todas las mujeres que se cruzan en su camino
parecen desagradar al príncipe Mendax. Todos los fae eran
hermosos.
Estudié sorprendida el rostro en forma de corazón de la
chica.
—¿Que vosotros… qué? Yo pensaba que a todos os
agradaba el príncipe Mendax.
Me levanté de la silla, ataviada con un hermoso vestido
rojo carmesí con una amplia falda que caía hasta el suelo.
Me recordaba a un charco de sangre.
—¡Claro! ¡Por supuesto que nos agrada, señorita!
¡Adoramos al príncipe! —se apresuró a corregirse, y miró
con las mejillas sonrojadas al resto de las criadas, que
intercambiaban miradas preocupadas—. Queremos mucho
al príncipe y por ese mismo motivo esperamos que vos
sobreviváis. Si el príncipe Mendax no hubiese matado a su
padre…, en fin, a saber qué habría sido de todos nosotros.
El reducido grupo de criadas me condujo hasta la puerta
y se detuvieron para que la que estaba hablando me
colocase un mechón de pelo que no paraba de escapárseme
del recogido. La chica encajaba con la descripción que los
cuentos humanos daban de las hadas: pequeñas, con
facciones angulosas y unas increíbles orejas puntiagudas.
Al final, se dio por vencida y chasqueó los dedos. Una
mariposa luna de gran tamaño que había estado
revoloteando por la habitación —como siempre, por lo que
parecía— voló con total tranquilidad hasta mi coronilla,
donde se posó para sujetar el mechón rebelde. Otra más
aterrizó en la parte superior de mi cabeza batiendo las alas
como si le entusiasmase la nueva tarea.
—Si estáis del lado de Mendax, entonces, ¿por qué me
apoyáis? —pregunté, y todas las doncellas se ruborizaron al
unísono.
—Llevamos cientos de años trabajando en el castillo de
la Corte Oscura. Desde que Su Alteza era solo un bebé.
¿Cientos de años?
Bajó la vista para tratar de ocultar una sonrisa entre sus
cabellos castaños y continuó hablando:
—El príncipe no ríe y siempre tiene el rostro serio,
siempre ha sido así. El odio es el único sentimiento que
alberga en su interior. —Extendió una mano diminuta y me
tocó el brazo—. Sabed que no todos somos como él en el
Reino Oscuro. Vivimos felices, repartidos en pueblecitos
normales y corrientes. Por lo que he oído, no dista mucho
de la vida de los humanos…
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —pregunté, y sentí
una punzada de dolor ante la mención de mi mundo.
Se acercó más a mi cara y vi que le brillaban los ojos. Me
recordaba a una muñeca gigante con olor a pastelillos;
nunca habría adivinado que trabajaba en el escalofriante
castillo oscuro.
—Es evidente que le gustáis. El príncipe… es como si no
sintiera nada la mayor parte del tiempo. Su rostro
permanece siempre impasible y lo único que parece
despertar algo en él es la muerte. —Le centellearon los
ojos, redondos y del color de la corteza—. Pero siente algo
cuando está en vuestra presencia. Su mirada baila cuando
se posa en vos y siempre siempre la está observando. Si…
si establece un vínculo con vos, ¡podrá ascender al trono y
convertirse en rey! —concluyó emocionada.
Las otras tres fae se habían unido a ella en silenciosa
armonía. Sonreían y cuchicheaban con esa misma actitud
alegre mientras me rodeaban.
Así que ese era el motivo por el que no era rey. Ninguna
mujer quería pasar el resto de la eternidad atada a él, y no
las culpaba en absoluto.
—No digáis tonterías. Yo no le gusto. De hecho, estoy
bastante segura de que me odia. ¿Tengo que recordaros
que está intentando matarme con estos retos? Estoy segura
de que habrá un buen puñado de criadas sombrías a las
que les encantaría vincularse con él… o como se diga.
Los disparates de las doncellas no me estaban haciendo
ninguna gracia, así que me puse recta y me preparé para lo
que estaba por venir.
No quería establecer un vínculo con nada ni nadie.
Quería irme a casa.
—Uy, ni os imagináis la cantidad de mujeres
desesperadas por echarle el lazo que han pasado por aquí,.
Sin embargo, hasta donde nosotras sabemos, él nunca las
ha correspondido. El príncipe dice que nunca se vinculará
ni compartirá sus poderes con nadie, por lo que nunca será
rey. —Su expresión cayó y la carita de muñeca de porcelana
se le arrugó al esbozar un exagerado ceño—. Aunque él
cree que vivirá para siempre, está muy equivocado. ¡No
quiero ni pensar en las criaturas que se pegarían por
hacerse con el trono si algo le ocurriese! Sus súbditos
necesitamos que siga protegiéndonos. Mientras la rebelión
de los fae desterrados continúe siendo una amenaza, un
trono vacío solo nos pone más en peligro.
Sacudí la cabeza para desembarazarme de sus confusas
palabras. El Reino Oscuro no tenía nada que ver conmigo,
así que no me dejaría arrastrar por sus intrigas. Lo único
que yo quería era regresar a mi hogar.
—Debería irme. Siento mucho que tengáis que
enfrentaros a tantas dificultades y espero de corazón que
deis con una solución efectiva. ¿Sabéis si los guardias
vendrán a por mí? —pregunté al cruzar la puerta para salir
al pasillo desierto.
—No. —Esbozó una sonrisa tímida—. El príncipe dijo que
los guardias no servirían de nada. Dijo que prefería venir a
por vos él mismo, que no le costaría nada encontraros y
disfrutaría de la cacería si intentáis escapar. —Se cubrió la
boca y habría jurado percibir un aroma a pastelillo de
vainilla en el aire—. La reina y él vendrán a acompañaros
hasta el carruaje que os conducirá a la Corte de los fae.
Buena suerte.
Cuando sonrió, me aparté de ella de forma inconsciente
con un estremecimiento.
Me adentré en las sombras del pasillo y me dirigí hacia
la escalera principal.
Aunque pensaba que detestaría vivir en constante
oscuridad, el castillo casi resultaba acogedor gracias a las
llamas ambarinas que iluminaban con un cálido resplandor
los suelos y los muros de la tenebrosa fortaleza. Quizá
debería pintar las paredes de mi casa de negro cuando
regresase.
Tuve que aferrarme al pasamanos en lo alto de la
escalera y cerrar los ojos.
Mi casa.
¿Y si no sobrevivía al segundo reto? ¿Y si no lograba
regresar a Willow Springs? ¿Y si no volvía a ver a Earl, a la
pava Dorothy o la cabaña que hacía tan poco tiempo había
empezado a considerar mi hogar?
Bajé el primer escalón de madera oscura con paso
tembloroso.
Esto estaba ocurriendo de verdad.
Era muy probable que muriese.
Noté una presión en el pecho. La tela carmesí centelleó
cuando se me aceleró la respiración y me aferré al
pasamanos en un intento por mantenerme erguida. Fallé
miserablemente y tuve que sentarme en uno de los
escalones.
No me veía capaz de hacerlo. No podía.
Alguien me apoyó una mano con firmeza en la parte baja
de la espalda.
—Tienes suerte de que Alistair no esté por aquí para oír
lo rápido que te late el corazón, porque se volvería loco —
susurró Mendax con suavidad al sentarse a mi lado.
La suave tela negra como el ónice de su chaqueta y sus
pantalones me acarició el lateral del muslo cuando se dejó
caer.
No había tenido que girarme para identificarlo cuando
llegó a mi lado. No me había hecho falta. Había sabido que
era él incluso antes de que hablase. Cada una de mis
terminaciones nerviosas parecía hormiguear cuando él se
encontraba cerca y eso era lo que más me perturbaba.
¿Cómo podía sentir algo así por un hombre que intentaba
matarme? Era un villano. Un sentimiento como ese debería
estar reservado para los héroes.
—¿De verdad me dejarás volver a casa si sobrevivo a los
dos retos que faltan? —le pregunté con voz queda,
sintiéndome vulnerable.
Se le contrajo un músculo de la mandíbula justo cuando
me giré para mirarlo.
—Cuando te digo que te quiero lejos de mí, hablo
totalmente en serio, cachorrito. Necesito que te esfumes.
El susurro casi inaudible se deslizó por mi clavícula y
bajó hasta alcanzar una parte mucho más escondida de mi
cuerpo.
—Pues deja que me marche ya. ¿Qué necesidad tienes de
matarme?
Nos habíamos acercado más sin darnos cuenta. Ahora
discernía los tonos rosados de sus suaves labios y la piel
lisa que tanto contrastaba con los mechones de cabello
negro que le caían sobre las sienes.
—Si no te mato, corro el riesgo de dejar todo atrás para
irme contigo.
Apenas alcancé a oír su voz ronca al acariciarme los
labios.
Bastaría con que cualquiera de los dos hiciésemos el más
mínimo movimiento para que nuestros labios se
encontraran. ¿Qué sentiría al besar una boca tan perversa
como la suya? Algo en mi interior me dijo que sería como
probar una droga, que me hechizaría hasta que me
desmoronase y entonces ya nunca podría recomponerme.
—¿Cómo estás tan seguro de que me encontrarías si…?
—Sé que lo haría —sentenció.
Su mirada desató un remolino de mariposas en mi
estómago tan violento que incluso las que llevaba en el pelo
se agitaron.
Se puso en pie y tiró de mi brazo para ayudarme a
levantarme. Luego me lo colocó alrededor del hueco de su
propio brazo y me guio escalera abajo.
—Por si mueres esta noche y no tengo oportunidad de
decírtelo, quiero que sepas que eres la criatura más
hermosa que he visto nunca.
Sus amables palabras me sorprendieron tanto que me
tropecé con el siguiente escalón, pero me agarró por la
cintura con firmeza para estabilizarme. Levanté la vista
para darle las gracias y vacilé al ver la expresión
atormentada que le contorsionaba las facciones.
Me di cuenta de que le había clavado las uñas en el
punto donde nacerían sus alas si las tuviese desplegadas.
Ahora sabía que ese era el punto débil de las criaturas
aladas del Reino Oscuro.
Ambos nos detuvimos y Mendax me miró sin soltarme la
cintura.
—Lo siento —susurré al apartar la mano y deslizarla
hacia abajo por su amplia espalda. Sentí como cada
músculo se tensaba ante mi contacto—. A ti también te
afecta, ¿no? Lo del punto débil bajo el ala. ¿Por qué nunca
llevas armadura entonces?
No sabía muy bien por qué, pero la conversación me
estaba resultando tremendamente íntima.
Bajé el último escalón e hice intención de poner algo de
espacio entre nosotros. No esperaba que fuera a
responderme.
Mendax me cogió la mano cuando fui a apartarme y me
atrajo contra su pecho. En sus ojos había un brillo
peligroso, demencial. Se le desplegaron las alas. Estando
tan cerca, era más fácil apreciar que estaban hechas de
una sustancia más tangible que las volutas de humo que se
distinguían a simple vista. Intenté alejarme. La mera
imagen de sus alas extendidas fue suficiente para que mi
cuerpo se pusiese en guardia y pidiese huir del peligro. Su
esencia de depredador había quedado a plena vista. Ya no
se escondía tras la máscara de un hombre amable.
Me movió la mano hasta el punto del que habíamos
hablado, justo debajo del ala. Jadeé cuando presionó mi
palma con firmeza contra su espalda y noté el borde de su
piel, así como el de la tela que había dado paso a sus alas.
—Así es, corderito. Para mí, una herida ahí sería mortal
—gruñó al sostenerme contra su pecho. Veía todas y cada
una de las motas azules que salpicaban sus preciosos ojos.
Su cuerpo clamaba peligro, pero había algo amable e
incluso triste en su mirada—. No llevo armadura porque no
la necesito. Animo a cualquier necio que se crea capaz de
matarme a que lo intente. La mayoría de los fae son
demasiado bobos como para imaginar que tengo un punto
débil.
Presionó mi mano con más fuerza contra el nacimiento
de su ala y sentí la espesa sensación líquida del humo en la
piel, como si quisiese contraatacar ante mi cercanía. Solo
nos hizo falta mirarnos a los ojos para comunicarnos
mientras nuestros cuerpos se apretaban el uno contra el
otro en una postura íntima.
Estaba mostrándose vulnerable ante mí.
Por fin debía de haberse dado cuenta de que no buscaba
hacerle daño.
Pareció despertar del ensimismamiento y echó a andar
sin soltarme la cintura, pero plegando las alas. Salimos al
exterior para detenernos ante un enorme y aterrador
carruaje.
Era descomunal y de estilo gótico, y su intimidante
armazón cuadrado estaba revestido de negro. Cuando la
puerta se abrió, el tapizado rojo del interior por poco me
deja ciega, pero eso no fue lo peor.
Seis unicornios esqueléticos de resplandecientes ojos
rojos resoplaban y piafaban con actitud rabiosa mientras
esperaban ante el lúgubre vehículo. Aun así, ellos tampoco
eran lo más terrorífico.
—Subid de una vez —exclamó la reina desde el interior.
Capítulo 23

Mendax

O bservé a Callie con atención.


Cada vez que el carruaje pasaba un bache, su escote
se movía y se me hacía imposible pensar con claridad.
Si mi madre no hubiese estado sentada ante mí, no habría
sido capaz de resistirme a los encantos de la humana con
ese vestido rojo tan ceñido que llevaba. Le sentaba como
un guante y abrazaba todas y cada una de sus suaves
curvas. Por si fuera poco, las partes que quedaban ocultas,
me las imaginaba yo, así que era una verdadera tortura.
Aunque siempre olía a lavanda, hoy desprendía un aroma a
ámbar y especias.
La habían bañado con mi jabón sin darse cuenta.
Dioses, saber que mi olor impregnaba cada centímetro
de su cuerpo me volvía loco. Pero me alegraba saber que el
resto de los fae me olerían solo a mí cuando se acercasen a
ella. Así sabrían que era toda mía.
Estaba librando una batalla contra la humana y ella
empezaba a ganarle terreno a mi alma. Cada latido de su
corazón abría un nuevo frente. Sus palabras, su mente, su
piel suave… Estaba conquistando cada parte de mí.
Había tenido la esperanza de que, después de catarla, mi
mente por fin quedase libre de su embrujo, pero nada más
lejos de la realidad. Tan pronto como había probado su
dulzura, había querido, había necesitado más. La fortaleza
de mi mente se había ido derrumbando muro a muro ante
su presencia, sin importar lo mucho que luchara contra su
influencia. ¡Era exasperante! Si no moría pronto, temía que
se convirtiese en mi mayor debilidad, y eso era algo que no
podía permitirme. Y menos con el trono vacío.
El reto de aquella noche le daría una muerte rápida.
Incluso en esos momentos, mi sangre se debatió contra la
idea de verla morir. Siempre había querido sentir algo, lo
que fuera. Y entonces la humana apareció de la nada para
prender un anhelante fuego en mi interior, allí donde
siempre había habido un gélido vacío.
—¿Te importaría explicarme de nuevo por que no hemos
invocado a las sombras para que nos transportasen hasta la
Corte de los fae? La chica podría haber ido sola en el
carruaje perfectamente —refunfuñó la reina mientras
fulminaba a Callie con la mirada desde el mullido asiento
opuesto.
—Porque, como bien sabes, en la Corte de los fae
cuentan con hechizos de protección para evitar que las
sombras transporten a nadie que no haya anunciado antes
su llegada. Estoy bastante seguro de que los Asesinos de
Humo podríamos atravesarlos con facilidad, pero bastante
tenemos ya con estar enemistados con los elfos y la familia
real de la Corte Luminosa —sentencié con frialdad, aunque
se me cerraron los puños al imaginar a los fae luminosos
mirando a Callie.
—Podría hacerlo ahora mismo —dijo la reina con un
brillo travieso en la mirada.
Sabía exactamente a qué se refería.
—No lo permitiré. Me niego a vincularme. Punto —gruñí.
Callie se quedó helada al oírme.
Interesante.
La reina frunció los labios.
—No necesito que me des permiso, querido. Como tu
reina, puedo hacer lo que considere oportuno, lo quieras o
no.
Seguía comportándose como un gato que juega con un
ratón, incluso si este resultaba ser su propio hijo.
—Estoy aquí mismo. No habléis de mí como si yo no
estuviese delante —le espetó Callie a mi madre.
Por todos los dioses, cuando su fuego interior salía a la
luz, la humana era una auténtica belleza. Sentía la
oscuridad que alimentaba esa chispa en lo más profundo de
mi alma.
—Como vuelvas a dirigirte a mí con ese tono, no seguirás
aquí por mucho tiempo —rugió la reina.
De no haber sido su hijo, no me habría fijado en que
había enarcado una ceja en señal de sorprendido respeto.
—No me vincularé con el príncipe. Preferiría morir antes
que quedarme atrapada aquí con él para siempre —escupió
Callie.
—Ese es el plan a grandes rasgos.
La reina dejó escapar una risita enigmática antes de que
el carruaje se detuviese. Noté una sensación desagradable
en el pecho ante la reacción desaprobadora de la humana
ante la perspectiva de vincularse conmigo. No me gustaba
en absoluto. ¿Por qué estaba tan en contra de ello? ¿Cómo
iba una humana a rechazar los poderes que podría
conseguir con el vínculo? Muchas se arrastrarían por una
oportunidad así.
Escapé apresuradamente de los confines de la
conversación para ayudar a las dos mujeres a bajar del
carruaje y conducirlas hasta el grandioso castillo de piedra
de la Corte de los fae.
En cuanto entramos, la separación entre reinos fue más
que evidente. Los elfos rodeaban a sus monarcas de
cabellos claros; todos ellos estaban ataviados con túnicas
tradicionales de vaporosa tela blanca y dorada. Tras ellos,
había otros miembros de la familia real menos importantes.
Me encontré con la mirada de un intenso color dorado de
los príncipes luminosos, que estaban al fondo del amplio
salón. De pronto recordé que Callie había mencionado que
le habían salvado la vida transformados en zorros dorados.
Fuera lo que fuese lo que querían de ella, no pensaba dejar
que lo consiguiesen. Ahora era mía. Al pasar tanto tiempo
en contacto con la luz del sol, casi emitían un resplandor
ambarino. Después de todo, iba a resultar que los odiaba
casi tanto como mi madre.
Recorrí la estancia con la mirada rápidamente en busca
de la reina luminosa, Saracen, o de la joven princesa, pero
descubrí que los únicos que habían venido en
representación de la monarquía luminosa habían sido los
dos príncipes. Mejor. Solo me habría faltado tener que
poner orden en una de las peleas entre mi madre y la otra
reina.
Estudié a los hermanos. Aurelius era el más alto de los
dos, aunque no llegaba a alcanzarme. Langmure era mucho
más fuerte, pero tenía la complexión esbelta de quien tiene
por costumbre salir huyendo. Los dos iban vestidos con los
atuendos característicos de los luminosos: ropas blancas y
una corona dorada apoyada sobre la desagradable
cabellera rubia. Yo me había negado a llevar la mía aquella
noche. Todos sabían quién era. No necesitaba ponerme una
corona para evocar las pesadillas con las que tenían la
costumbre de asociarme.
Aurelius prácticamente se comió a Callie con los ojos
cuando la vio entrar detrás de mí. Vi como el deseo le
inundaba la mirada. Sorprendió a su hermano y a todos los
presentes cuando se le desplegaron de repente las alas de
plumas doradas mientras observaba a mi mascota. Y es que
las alas de un hombre fae solo se hacen visibles cuando el
dueño quiere follar o enfrentarse a alguien.
La oscuridad engulló la luz cuando se me abrieron las
alas en la espalda. Me coloqué ante Callie y eso hizo que
Aurelius me mirase con una sonrisilla de suficiencia antes
de caminar con su hermano hasta el centro de la estancia
para encontrarse con nosotros, todavía con las alas
desplegadas.
—Conque es cierto —sentenció Langmure con una
mirada asesina. A su favor, diré que no parecía intimidado
como la mayoría de los presentes. Imbécil—. Habíamos
oído que teníais a una humana presa en el castillo, pero me
pareció que sería caer demasiado bajo incluso para vos.
Aunque supiesen más de lo que daban a entender, nunca
lo admitirían mientras estuviésemos en la Corte de los fae.
—Esperamos que os hayan tratado bien —dijo Aurelius,
que se adelantó para tomar la mano de Callie.
Por poco derribó a su hermano con las enormes alas
doradas.
—Eh… —Callie lo miró con los ojos abiertos como platos
antes de que la obligase a ponerse detrás de mí con un
empujón.
—Os sugiero que regreséis junto a vuestro hermano al
rincón donde os habíais recluido. Dejad de tocar lo que es
mío si no queréis que os corte la garganta, Aurelius. Me da
igual el interés que despierte en vos la humana, pero esto
se acaba aquí —gruñí.
Langmure desplegó las alas con una sonrisa.
—Qué mono, el monstruo se ha enamorado de la humana
—se burló, y se acercó a mí para encararme.
Me hervía la sangre, me pedía a gritos que le rompiese el
cuello, aunque eso supusiese desatar una guerra que no
podríamos afrontar en esos momentos. Se suponía que la
Corte de los fae era terreno neutral.
Había estado tan concentrado en hacerle frente a
Langmure que no me había dado cuenta de que Aurelius
me había rodeado y había estrechado a Callie contra su
costado.
La mirada de la humana encontró la mía, llena de miedo
y algo más que no supe identificar.
—Como no le quitéis la mano de encima, Aurelius, podéis
daros por muerto —le advertí.
El humo y la oscuridad que manó de cada poro de mi piel
inundó el salón.
—Dado que habéis traído a una humana cautiva a la
Corte de los fae, es nuestro deber asegurarnos de
devolverla a su reino sana y salva. Tenemos todo el derecho
de protegerla, Mendax, y vos lo sabéis bien —me recordó
Langmure con suficiencia. Era evidente que lo estaba
disfrutando.
Todos los presentes se habían quedado en silencio y nos
observaban conteniendo el aliento. Nos habíamos metido
directamente en la boca del lobo.
—La chica se viene con nosotros. Venga —dijo Aurelius
llevándose a Callie hacia la puerta.
Ella me miró pasmada. Era demasiado débil para
defenderse del poderoso fae. Incluso aunque Aurelius no
contase con la fuerza característica de la realeza, la
humana no tenía nada que hacer contra él.
El príncipe deslizó una mano por la cintura de Callie
para atraerla más hacia sí y sus alas continuaron
desplegándose a medida que la tocaba. Se inclinó para
susurrarle algo contra la curva del cuello y un
estremecimiento le recorrió las plumas doradas.
Ver a otro hombre tocar a la chica hizo que un rayo de
ira más intenso de lo que jamás había sentido se
descargara sobre mi cuerpo. Todos y cada uno de mis vasos
sanguíneos vibraban ante la imperiosa necesidad de alejar
al príncipe de ella. ¿Y si la apartaban de mi lado?
Con un rugido, agarré a Langmure de la cabeza y se la
arranqué de cuajo.
Un sonoro chasquido rompió el silencio cuando su
médula espinal se partió en dos. El humo manó de mis
manos como un tornado y despedazó su cuerpo, que voló
en todas direcciones. Su sangre dorada manchó la estancia
y salpicó a todos los presentes.
Para llevársela tendrían que pasar por encima de mi
cadáver. Me daba igual que estallase una guerra.
Hice que las sombras me llevasen hasta Aurelius, el
único príncipe luminoso que quedaba con vida. Se oyeron
jadeos y gritos a nuestro alrededor, puesto que todos eran
conscientes de lo fuerte que uno había de ser para poder
recurrir a las sombras y moverse por la mismísima Corte de
los fae.
Extendí la mano para agarrar a Aurelius de la garganta y
él se debatió para envolver a Callie con sus alas en gesto
protector. No entendía cómo no lo habían santificado ya.
Que intentase protegerla de mí me sacó de mis casillas.
La chica era mía.
Mi única intención era hacerle daño a él.
—¡Ya basta! —gritó mi madre al acercarse a nosotros.
Cogió a Callie y la apartó del fae de la Corte Luminosa,
pero incluso ver a mi propia madre agarrándola despertó
en mí el repentino instinto de protegerla.
—Tenemos todo el derecho de llevarla a casa, reina
Tenebris —sentenció Aurelius sin apartar la mirada de la
humana. Entonces me miró a mí. Tenía las alas tan
desplegadas que estaban sometidas a una considerable
tensión—. Habéis matado al príncipe heredero del Reino
Luminoso. Y todo por una humana. Acabáis de desatar una
guerra que no podréis ganar. Ni siquiera tenéis un rey que
os gobierne —amenazó respirando con dificultad.
Yo era muy consciente de que tenía razón.
Había ido en contra de las leyes fae al tenerla cautiva.
Aurelius estaba en su derecho de llevársela y devolverla al
mundo humano.
Pero había visto la lujuria en su mirada. Los humanos
eran como un premio de lo más exótico para la gran
mayoría de los hombres fae y Callie no sería una excepción.
Aurelius se la quería llevar para aprovecharse de ella.
—Hemos establecido un vínculo —farfullé
apresuradamente.
—¿Cómo? —jadearon la sorprendida reina y Callie al
unísono.
—Estamos vinculados. ¡AHORA, madre! ¡Hazlo ya! —
exigí con urgencia al lanzarle una rápida mirada.
Enseguida se recuperó de la conmoción y no dudó ni un
segundo en agarrarnos a los dos de las manos. Cerró los
ojos y la sala entera se ensombreció.
—¡No! ¡Te lo ruego! ¡Para! —exclamó Callie, que luchó
desesperada por desasirse del agarre de la reina mientras
su mirada volaba entre Aurelius y yo.
Me daba igual lo que dijera.
Aunque solo fuese por unas horas, Callie sería mía en
todos los sentidos.
Mi corazón quedó presa de una extraña sensación al
pensar en que la humana estaría ligada a mí para el resto
de su corta vida.
La estancia se desdibujó y se ensombreció cuando un
rayo restalló en el interior del castillo, seguido del
retumbar de un trueno. Los presentes gritaron cuando una
espesa nube de humo se arremolinó en torno a ellos como
una borrasca.
Se produjo un crepitar de energía. Sentí como algo
crecía en mi pecho con una descarga. Fue como si un rayo
me atravesase el cuerpo antes de pasar al de Callie. Nos
dejó a ambos sin aliento.
El humo se disipó y la oscuridad se retiró.
—Estamos vinculados —jadeé, y me solté de mi madre—.
Ahora Callie es mi futura esposa, Aurelius, así que puedo
hacer lo que me plazca con ella. Desde luego, eso es justo
lo que pienso hacer.
Me encaré con el príncipe empujando mi pecho contra el
suyo con una profunda sonrisa de satisfacción.
Algo en mi interior había dejado de estar vacío. Me
sentía como si una luna ambarina brillase a través de mi
piel.
—¡No! Por favor —rogó Callie. Corrió hasta donde
estaba, me agarró del brazo y me lo sacudió frenéticamente
—. ¡Por favor! ¡No puedes hacerme esto! ¡Deshazlo! ¡No
quiero quedarme contigo! —gritó con brusquedad.
Lo que acababa de nacer en mi interior se desmoronó
ante sus palabras.
¿Cómo iba a corresponder lo que yo había empezado a
sentir por ella como un necio? La habían entrenado para
matarme. Los luminosos tenían razón. Acababa de desatar
una guerra por una simple humana. Aquello fue lo que
terminó por destrozarme. Su veneno me había invadido por
completo. Sentí un arrebato de furia al darme cuenta de
que me estaba enamorando de ella.
Miré a mi madre presa del pánico. La necesidad de
eliminar a la humana era cada vez más apremiante.
—Haz que empiece el reto ya. Si logra salir con vida de
los dos que quedan, regresará a casa sana y salva,
independientemente del vínculo.
—Pero entonces ¿có…? —empezó a decir la reina.
—¡Ya!
Los muros del castillo retumbaron por la intensidad de
mi voz.
Todos los presentes se estremecieron y se escondieron,
salvo la reina y Callie. Aurelius había desaparecido con la
cara roja de rabia.
La humana me miraba sin poder creer lo que acababa de
pasar, pero vi lo que ocultaba su mirada. Tras las lágrimas
y las súplicas, ese fuego rabioso de su interior luchaba por
salir a la superficie. Luchaba por desatarse sobre mí.
Fue entonces cuando comprendí que estaba
profundamente enamorado de ella, que sería la única
criatura capaz de llevarme a la ruina. Sería el único punto
débil en mi impenetrable armadura. La miré y me sentí
muerto de miedo. Me aterraba pensar en que haría lo que
fuera por ella.
Apreté los puños con tanta fuerza que noté como mis
nudillos intentaban liberarse de su prisión de piel.
—Que dé comienzo el segundo reto. La suerte está
echada —anuncié con un gruñido mientras los dos nos
fulminábamos con la mirada.
La humana iba a ser mi ruina, así que me aseguraría de
devolverle el favor.
Capítulo 24

Callie

–¡N o,demasiado
Mendax, por
tarde.
favor! —supliqué, pero ya era

Una sensación que ahora ya me resultaba familiar me


nubló la visión.
Me preparé para sentir algo duro y frío al recordar cómo
me había despertado en medio del bosque de sangre.
Me abracé las rodillas contra el pecho y me envolví la
cabeza con la larga cola de mi vestido como medida de
protección. La suave tela carmesí sería la única armadura
con la que contaría.
Tenía la sensación de seguir cayendo. El agotamiento
que suponía mantenerme preparada para tocar tierra
durante tanto tiempo hizo que me temblaran los músculos.
Pero todo permaneció igual. Lo único que sentía era la
ingravidez de la caída.
—Oye, guapita, nos vamos a pasar aquí toda la noche si
no te quitas ese vestido de la cabeza —dijo una voz suave
pero quebrada por la edad.
Me puse rígida, a la espera de un ataque que nunca
llegó.
Me quité el vestido de la cabeza y me incorporé en
actitud recelosa.
La rabia todavía vibraba bajo mi piel, pero intenté
canalizarla para transformarla en algo más productivo, algo
que me salvase la vida.
Mendax era un monstruo; no me podía creer que hubiese
dudado de ello.
¿Cómo fue capaz de vincularse conmigo solo para
ascender al trono? Al hacerlo con una humana que acabaría
muerta más pronto que tarde, ya no tendría que casarse
nunca.
¿Cómo he podido ser tan idiota?
Jamás se preocupó por mí. Lo único que había querido
era verme muerta.
Haría que se arrepintiese de su decisión, aunque tuviese
que salir arrastrándome de las profundidades del infierno
para prenderle fuego con mis propias manos.
—Tienes suerte de que mi intención no sea matarte o
algo por el estilo, porque, a estas alturas, incluso una
anciana como yo podría haber acabado contigo. ¿Cómo se
te ocurre quedarte ahí como un pasmarote? —dijo la voz.
Abrí los ojos y me preparé para enfrentarme a esta
nueva contrincante.
No era lo que había imaginado, aunque tampoco sabría
decir qué había esperado encontrar exactamente.
Me encontraba en una cueva descomunal que trazaba un
arco sobre mi cabeza de casi dos metros y medio de altura
como mínimo. No había ninguna entrada, ventana o puerta
a la vista, solo las paredes de un marrón polvoriento de una
profunda y amplia caverna. Olía a tierra húmeda, pero no
veía ni tierra ni agua por ningún lado. Solo muros de arcilla
polvorienta. Los recovecos de la cueva estaban envueltos
en sombras, pero no eran tan espesas como para
impedirme ver. Había unas grandes antorchas de madera
sujetas a la pared de piedra cada pocos metros. Sus altas
llamas anaranjadas titilaban con un siseo que…
No eran las antorchas las que siseaban.
Una serpiente gigante apareció de la nada en el medio
de la cueva y, con un siseo enfadado, deslizó su cuerpo
negro y verde hasta una de las paredes en un intento por
encontrar una salida.
Grité y me subí con torpeza a una mesa que había en el
centro de la estancia. Ni siquiera había reparado en ella
hasta que estuve tambaleándome encima de su largo
tablero.
Me daban pánico las serpientes.
Nada en el mundo, absolutamente nada, me daba tanto
miedo como esas criaturas.
Fue como si Mendax lo hubiese adivinado de alguna
manera. Como si hubiese sabido que esas criaturas serían
mi perdición.
Sentí el aleteo de un extraño orgullo masculino en las
profundidades de mi mente.
¿Cómo? ¿Era él?
Hostia puta. Podía sentirlo. Era como si un goteo
constante de sus sentimientos se entrelazara con los míos.
Percibía su rabia, ardiente como la lava, pero había algo
más. Sentía una especie de…, no sé…, ¿de tristeza? Hacía
que no sentía algo así desde que…
Desde que ella se había llevado la otra mitad de mi
corazón.
Volvería a casa junto a mis amigos. No pensaba pasar
por todo aquello para nada.
Desgraciado.
Intenté enviarle toda mi ira al lugar que ocupaba en mi
mente.
—¡Baja de mi mesa ahora mismo, puñetas! ¿Es que no
tienes dos dedos de frente, humana? No me extraña que
hayas acabado en semejante lío.
Me quedé helada, agazapada sobre la superficie de
madera negra mientras estudiaba a la anciana.
Se encontraba al otro extremo de la larga mesa a la que
estaba encaramada y me miraba con expresión molesta. De
su rechoncho cuerpo colgaba una túnica de un profundo
tono violeta y su piel dorada estaba surcada por múltiples
arrugas. Tenía los cabellos plateados recogidos en varios
moños en lo alto de la cabeza. Eran del mismo tono de sus
cejas, ahora fruncidas, sobre unos preciosos ojos marrones.
Parecía mayor, pero los años no pesaban sobre ella, sino
que le daban el aspecto de una diosa.
—Bájate de mi mesa antes de que me tires al suelo todas
las pociones —me regañó.
Su acento iba a juego con su atuendo, puesto que
parecía sacado de otra época.
—¿Qui... quién es usted? —pregunté sin dejar de vigilar a
la serpiente del rincón.
Se movía pegada a la pared, pero parecía conformarse
con evitarnos.
Tres serpientes más aparecieron de la nada y cayeron al
suelo con un suave golpe sordo, justo al lado de la mesa.
Grité y noté que el color abandonaba mi rostro. ¿Acaso
iba a desmayarme? ¿Después de todo por lo que había
pasado? No me podía creer que hubiese sobrevivido a
tantas cosas solo para acabar fracasando en el último
momento por mi estúpido miedo a las serpientes. Me
encantaban todos los animales y nunca se me pasaría por la
cabeza hacerle daño a una de ellas, pero, por alguna razón,
me aterrorizaban.
Percibí una oleada de alivio y el sonido ahogado de un
coro de carcajadas provenientes de la multitud que seguía
oyendo en mi mente.
El príncipe sabía lo mucho que me estaba afectando la
situación. Él mismo sentía mi miedo.
—No deberías preocuparte solo por las serpientes,
chiquilla. Te aconsejo que te bajes de la mesa para dar
comienzo al reto antes de que la cueva se llene de reptiles.
Yo al menos puedo invocar a las sombras para que me
saquen de aquí, pero imagino que tú no tienes esa suerte —
dijo la hermosa anciana.
—No... no lo entiende. Son serpientes venenosas. Lo sé
por la forma de su cabeza. La mayoría de las serpientes
inofensivas tienen la cabeza triangular, pero estas tienen la
mandíbula más amplia. Es… es por las glándulas que
producen el veneno —tartamudeé, incapaz de
concentrarme. El miedo me había dejado paralizada,
incapaz de tomar ninguna decisión. Aun así, volví a
preguntar—: Pero ¿usted quién es?
—Soy Lania, el oráculo. Estoy aquí para revelarte tu
destino y asignarte la tarea que deberás completar en este
segundo reto —dijo con voz tranquila, como si no
estuviésemos en una cueva donde llovían serpientes
venenosas.
—¿Un oráculo? ¿Es que acaso el reto consiste en que me
lea el futuro? —pregunté incrédula antes de echarle un
vistazo a los reptiles que se arrastraban por el suelo.
Me puse a temblar de inmediato. No sabía si me harían
daño o me ayudarían como el resto de los animales que
había conocido hasta ese momento.
—¿Y qué hay de las serpientes? —añadí mirándola con
los ojos entornados.
—Además del oráculo, niña tonta, soy la Reina de los
Venenos.
Se apoyó una mano en la cadera envuelta en tela morada
y me hizo un gesto para que me bajase de la mesa.
Intenté tragar saliva, pero esta se me quedó atrapada en
la garganta. Las serpientes se habían retirado al otro
extremo de la cueva y parecían estar amontonándose las
unas sobre las otras. Con el frío que hacía, supuse que
buscaban darse calor.
—Entonces, me va a envenenar —sentencié mientras
estudiaba las siete copas de distintos colores que había
sobre la mesa. Cada una contenía un líquido que también
tenía una tonalidad única.
—Esa es la idea, sí. —Bajó la mirada como si eso la
entristeciera—. Hoy mi trabajo no consistirá en predecir tu
futuro, pero tengo la suerte y la desgracia de contar con
ambos títulos, así que seré rápida. La oscuridad y la muerte
te seguirán hasta la fortaleza dorada que te han hecho
creer un hogar. —Dio un paso adelante y, cuando levantó la
vista para estudiar mis facciones, la luz de las antorchas le
iluminó la mirada—. Buscas la plenitud en tu corazón, pero
recuerda que la víbora se refugia en la oscuridad, pese a
que busque el calor del sol. Ante todo, no te olvides de
liberar a la sierpe interior cuando más la necesites.
Dicho esto, agachó la cabeza y dio unos cuantos pasos
lentos para separarse de la mesa.
—No he entendido nada de lo que me ha dicho —le dije,
preocupada por si acababa de perderme alguna pista.
Ella se limitó a sonreír.
—Pronto lo entenderás.
Empezó a desdibujarse. La opacidad de su túnica cambió
ante mis ojos.
—¡Espere! ¡No puede dejarme aquí! —grité.
—Ante ti hay siete copas sin identificar. Cuatro de ellas
contienen un veneno que yo misma he preparado con la
intención de matarte. Las tres copas restantes contienen su
antídoto. —Ya apenas era visible—. Bébelo todo en el orden
correcto y vivirás para tener la oportunidad de regresar a
casa. Sin embargo, bastará con que te equivoques una sola
vez para que sufras una muerte lenta y dolorosa. Yo que tú
no me entretendría, puesto que la cueva se irá llenando
poco a poco de serpientes venenosas, como bien has podido
comprobar —canturreó.
—¡Espere! —grité, pero ya era demasiado tarde.
Se había desvanecido por completo y me había dejado
sola. Sola en una cueva llena de serpientes y una cantidad
imposible de veneno.
Mi menté se puso a trabajar a toda velocidad mientras
me sudaban las manos. Aunque me las arreglase para
envenenar a las serpientes, seguirían llegando más. Y, si me
negaba a beber los venenos, estas me matarían.
Otras dos serpientes aparecieron de la nada. Eran
negras y la escalofriante melodía fatal del cascabel que
sacudían violentamente se oyó por toda la cueva.
—¡Madre mía, no puedo hacer esto, coño! ¡No puedo! —
grité mientras temblaba como una hoja.
Me había subido de nuevo a la mesa, con cuidado de no
volcar ninguna de las copas de tallo de plata. Me senté con
las piernas cruzadas y las estudié.
—Vale, vale…, veamos —murmuré para mis adentros en
un intento desesperado por tranquilizarme.
Un paso en falso y me retorcería de dolor hasta la
muerte.
Muy bien. La primera copa parecía contener un líquido
transparente. La levanté y tuve cuidado de no derramar ni
una sola gota cuando me la acerqué a la nariz con manos
temblorosas para olisquearla. Tenía la esperanza de que su
olor me diese alguna pista, aunque no sé por qué lo hice.
No sabía qué distinguía al veneno del antídoto. La dejé
sobre la mesa y cogí la segunda, que contenía un hermoso
líquido morado, pero no olía a nada.
La tercera contenía una sustancia de un precioso tono
rosado y tenía un olor cálido y dulce, similar al de…
Mi memoria voló hasta el parterre de bonitas flores rosas
que había olido en el hotel en el que me había alojado hacía
años para acudir a una conferencia. ¡Adelfa! ¡Olía a adelfa!
Se me aceleró el pulso. Estaba al tanto de las
propiedades de las plantas y sus venenos, pero yo había
dado por hecho que recurrirían a toxinas mágicas. ¿Por qué
se molestarían en utilizar venenos obtenidos de la
naturaleza? ¿Acaso Lania, la Reina de los Venenos, lo había
hecho a propósito para ayudarme?
Me acerqué más a las copas antes de retirarme de
nuevo, presa de los nervios. Era una locura. Si no me
fallaba la memoria, las flores de la adelfa producían
oleandrina y conesina, dos glucósidos cardiacos muy
potentes. Una sola hoja bastaría para matar a una persona,
así que no me quería ni imaginar lo rápido que actuaría su
cocción.
Coloqué la copa sobre la mesa y pasé rápidamente a
comprobar la siguiente justo antes de que otras tres
serpientes cayesen sobre la mesa.
Dejé escapar un grito y noté en mi interior el intenso
pellizco de la preocupación. Un segundo… No había sido yo
quien lo había sentido, sino Mendax… ¿Por qué habría de
preocuparse?
Lo más seguro era que temiese que resolviese el acertijo
y saliese con vida de la cueva.
La rabia y el orgullo hicieron que me hirviera la sangre
como la lava. ¿Cómo había podido ser tan rematadamente
tonta como para creer que había empezado a importarle?
Me parecía increíble que le hubiese dejado que me tocase.
Que me saborease.
Mi mente se vio invadida por el recuerdo de su diabólica
lengua contra mi…
Deseo.
Sentí el cegador deseo del propio monstruo pulsando en
mi cabeza. Había sentido mi excitación a través del vínculo
que ahora compartíamos.
Sacudí la cabeza para intentar despejarme.
Iba a salir de esa cueva. Iba a regresar con vida a casa,
aunque eso fuera lo último que hiciese.
Cogí la tela sobrante de la cola de mi vestido y me sequé
el sudor que me perlaba la cara antes de respirar hondo e
inspeccionar la cuarta copa.
Tan pronto como tomé aire, me embistió un intenso olor
a hierbas aromáticas. ¿De qué estaba hecho ese líquido de
color verde pálido? ¿Hinojo? ¿Manzana silvestre, quizá?
¿Manzanilla? Tenía un aroma muy fuerte, como el de una
infusión demasiado cargada. Volví a dejarla sobre la mesa.
Bien. De las cuatro copas, solo había conseguido identificar
una.
La quinta también contenía un líquido verdoso, aunque
este tenía una tonalidad más oscura. Me lo acerqué a la
nariz y me preparé para llevarme una decepción.
Zanahoria.
¿Por qué olía a zanahoria? ¿Qué narices…? ¿Qué veneno
olía a zanaho…?
¡La cicuta pertenecía a la misma familia que las
zanahorias y era increíblemente tóxica!
Me apresuré a mojarme la punta del meñique con el
líquido verdoso y me lo extendí por el antebrazo. En unos
pocos segundos, me empezaron a salir ronchas en la zona.
Era cicuta, sin duda. Estaba segura de ello. Solía crecer en
las húmedas praderas de la reserva y causaba graves
sarpullidos al entrar en contacto con la piel.
Dejé la copa y sonreí ante el veneno; ya no lo veía todo
tan negro.
Otra serpiente, roja y con unas rayas de un intenso color
verde, cayó sobre la mesa y por poco derribó una de las
copas. Al ver eso, grité y la tiré al suelo con el pie.
Tenía que darme prisa. Cada vez aparecían con más
frecuencia.
La sexta copa estaba llena de lo que parecía ser otro
líquido transparente. Sin embargo, al olerlo, enseguida
identifiqué un aroma a limón. A no ser que fuese una
táctica para enmascarar el veneno, diría que aquel era uno
de los antídotos. El zumo de limón era una sustancia muy
ácida. Anoté ese detalle en mi cabeza y pasé a la última
copa.
El líquido translúcido se parecía a los otros brebajes
verdes, pero el color de este parecía ser un poco más
pálido y unas partículas se habían sedimentado en el fondo
del recipiente. Escudriñé la sustancia con los ojos
entornados para intentar encontrar alguna pista. No hubo
suerte. Las bolitas blancas que flotaban en el líquido
podrían ser cualquier cosa. Lo olisqueé.
Me dio una arcada tan violenta que la copa estuvo a
punto de caérseme de entre los dedos.
Olía a carne cruda.
Qué asc…
Era algo parecido a serpiente… ¡Serpentaria blanca!
Temblaba tanto que apenas conseguía enfocar la vista.
¡La serpentaria blanca era una planta venenosa muy
común con unas diminutas florecillas blancas y esponjosas!
A lo mejor por eso había motitas blancas en el fondo de la
copa. Además, sabía que olían a carne cruda. Era un hedor
inconfundible. La planta era tan tóxica que incluso tomar la
leche de una vaca que la hubiese ingerido recientemente
podía llegar a ser mortal. ¡Tenía que ser eso!
Como si hubiesen oído mi razonamiento, cinco serpientes
más cayeron con un desagradable ruido sordo. Ahora el
suelo estaba cubierto de reptiles que reptaban y siseaban.
Cerré los ojos con fuerza. Me aterrorizaba verlas
deslizarse las unas sobre las otras por toda la cueva.
Algunas eran del tamaño de una culebra, pero otras eran
gigantescas.
Dios, habría dado lo que fuera por salir de allí y dejarlas
atrás a todas. Adoraba a los animales y podía llegar a
apreciar a las serpientes, pero una parte irracional de mi
mente les tenía pánico.
Bueno, no era momento de perder el tiempo.
No pude evitar sentir que el oráculo había intentado
ayudarme al preparar sus brebajes con hierbas del mundo
humano…
Los humanos.
¿Todavía querría Mendax conquistar mi mundo y
destruirnos a todos?
El caos que reinaba en mi mente me hizo rugir de
frustración mientras intentaba concentrarme en las copas
que tenía ante mis rodillas. Si me quedaba de brazos
cruzados pudiendo hacer algo por evitar que el fae
aniquilara a los humanos, no me lo perdonaría nunca.
Bien. Cada cosa a su tiempo.
Lo primero que tenía que hacer era salir de la cueva con
vida. Luego me encargaría de Mendax o de lo que hiciera
falta. Tenía que haber alguna manera de negociar con él o,
al menos, de retrasar la aniquilación de los humanos. Al
estar vinculados, a lo mejor ya no podía hacerles daño…
Madre mía, ¿sería eso posible? ¿Cómo podría
averiguarlo? La reina había establecido el vínculo deprisa y
corriendo, así que cabía la posibilidad de que no se hubiese
parado a pensar en las consecuencias.
Me aparté el pelo empapado de sudor de la cara e
intenté poner en orden mis caóticos pensamientos.
Inspiré hondo y dejé la tercera copa, la que contenía la
infusión rosa de adelfa, a mi izquierda. También aparté la
de serpentaria blanca, con su desagradable olor a carne
cruda, y la de cicuta, con aroma a zanahoria. Me la estaba
jugando al dar por hecho que cada copa contenía lo que yo
había imaginado, pero decidí que esos tres líquidos eran
venenosos. Luego moví el recipiente que, si no me
equivocaba, contenía zumo de limón a la derecha, para
formar un grupo de «antídotos». Estudié con atención las
tres copas que quedaban.
Una serpiente apareció de la nada y aterrizó sobre mi
regazo.
Intenté quitármela de encima entre alaridos, pero me caí
de la mesa y acabé en el suelo plagado de serpientes.
Mis roncos aullidos resonaron por toda la caverna y eso
solo pareció azuzar a los reptiles que se deslizaban sobre
mí cuando me revolví e intenté ponerme de pie. Por
primera vez en mi vida, el miedo me paralizó. Mi cuerpo
estaba cortocircuitando de puro terror.
Cerré los ojos y dejé que las gruesas criaturas reptasen
por encima de mí. No entendía cómo no me había mordido
ninguna todavía, pero sería inevitable. Quien se queda en
una estancia llena de serpientes durante más tiempo del
necesario acaba recibiendo una mordedura y perdiendo la
vida.
Levántate.
Eres una asesina de pacotilla.
¿No se supone que todos los animales te adoran?
¡Puto Mendax! Fue casi como si hubiese sentido su voz
en vez de escucharla. Era queda y apenas audible en las
profundidades de mi mente.
Me incorporé hecha una furia. ¡Aquella fue ya la gota
que colmó el vaso!
¡Sal de mi puta cabeza! ¡Además, no soy una asesina,
joder! ¿De verdad crees que una asesina bien entrenada se
haría un ovillo con la esperanza de morir rápido al verse
rodeada de serpientes, pedazo de zoquete?
Menudo valor tenía el payaso. Estaba tan cabreada que
me levanté y avancé lentamente hacia la mesa libre de
serpientes a la que había estado subida solo por fastidiarlo.
Yo nunca he dicho que estuvieses bien entrenada.
Dejé escapar un gruñido.
¡Sal de mi cabeza, Mendax! Espero que sientas todo mi
tormento a través del vínculo si muero. Espero que sientas
hasta la última gota de dolor mientras agonizo y
desaparezco para siempre.
Silencio. Bien. Levanté la copa de líquido morado.
No te haces una idea de lo mucho que voy a sufrir
cuando tú ya no estés.
Una ola de tristeza y una rabia mucho más potente que
los venenos que tenía ante mí se filtró por el vínculo y me
dejó sin aliento.
Otra tanda de serpientes se materializó en la cueva.
Sacudí la cabeza e intenté recuperar la concentración. El
líquido violeta era precioso, pero no olía a nada. Si me
basaba en la opacidad del color y el origen de los otros
venenos, este también debería provenir de una planta.
¿Sería un antídoto? El líquido transparente tampoco olía a
nada.
Hice una lista de las flores tóxicas que conocía con ese
color. El acónito también era morado y a su veneno letal se
le conocía como la Reina de los Venenos. Su único antídoto
consistía en una mezcla de bórax y alguna otra sustancia
que no conseguía recordar.
Dejé el líquido violeta y cogí la otra copa. ¿Sería eso?
¿Una mezcla de bórax? No debería oler a nada y lo lógico
es que fuese transparente. Decidí arriesgarme y dejar lo
que imaginaba que era la mezcla de bórax junto al zumo de
limón a mi derecha y el acónito a la izquierda. Si, pese a los
débiles cimientos de mis suposiciones, resultaba que había
acertado, entonces, había cuatro venenos a mi izquierda y
dos antídotos a mi derecha. Solo me faltaba por clasificar el
brebaje de fuerte olor a hierbas. Tenía que ser un antídoto.
A juzgar por el aroma que desprendía, debía de estar
compuesto por una mezcla de hierbas. ¿No había en la
Edad Media un antiguo ritual anglosajón llamado el
Conjuro de las Nueve Venenos? Lo coloqué con dedos
temblorosos a la derecha.
Bueno, pues con cuatro venenos, estaba claro que
tendría que empezar por uno de ellos.
Dejé el brebaje de acónito ante mí, seguido de lo que
debía de ser la mezcla de bórax ante él.
El estudio que había leído decía que, cuando el ganado
consumía serpentaria blanca, se le suministraba una dieta
ácida para combatir las toxinas, así que después de la
mezcla de bórax, irían la copa con el líquido verde pálido
de la serpentaria y el supuesto zumo de limón.
Ya solo quedaba el compuesto de adelfa, la infusión de
nueve hierbas y la cicuta. Si estaba en lo cierto, claro.
Dos venenos y un antídoto. ¿Cómo iba a hacerlo? Si
tomaba los dos venenos a la vez, solo conseguiría
incrementar las toxinas en mi interior. ¿Habría oído mal a
la anciana? ¿No habría dicho tres venenos y cuatro
antídotos?
Tragué saliva a duras penas; tenía la garganta seca y
áspera. Debía de haberme equivocado en algo. ¿Seguro que
la flor rosa en la que estaba pensando era la de la adelfa? A
lo mejor también era un antídoto.
Una corriente de aire se había abierto paso por la cueva
y, dado que no había entradas ni salidas, debía de ser
producto de la magia. La llama de las antorchas titiló
salvajemente antes de que todas salvo una se apagasen.
El efecto fue inmediato: con solo una suave luz
iluminando los numerosos cuerpos que reptaban por el
suelo, la estancia se volvió más espeluznante y adoptó un
aire más amenazador. Los siseos de las serpientes parecían
oírse más ahora que mis sentidos estaban en guerra contra
mi mente.
Dejé el dudoso líquido rosa en el último lugar y recé para
que fuese un antídoto. Tenía que serlo. De lo contrario no
sobreviviría, aunque hubiese adivinado contra todo
pronóstico lo que contenían el resto de las copas.
Cogí las dos primeras de la fila: lo que suponía que eran
el acónito y su antídoto a base de bórax. Levanté el veneno
y se me escapó una lágrima antes de arrepentirme y
apartar el brebaje morado de mis labios.
¿Y si me equivocaba?
Los efectos del veneno eran aterradores. En el centro de
recuperación recibíamos animales envenenados
constantemente. Animales que habían consumido
herbicidas o anticongelante. Ver cómo esas pobres
criaturas sufrían era algo horrendo. Y vaya si sufrían. Casi
todos acababan teniendo una muerte agónica.
Habría dado lo que fuese por regresar a casa y ver a mis
seres queridos. Me prometí a mí misma que, una vez que
consiguiese escapar, encontraría la manera de dar con Eli.
Lo echaba tanto de menos que a veces sentía su ausencia
como un dolor físico.
Volví a acercarme el frío metal a los labios, me bebí el
líquido morado de un solo trago, tiré el recipiente a un lado
de la mesa e hice lo mismo con lo que esperaba que fuese
el antídoto. Lancé la copa, que aterrizó con un sonoro
repiqueteo entre las serpientes, y esperé.
Enseguida rompí a sudar y mi estómago empezó a
gorgotear a modo de protesta, pero no sentí ningún dolor.
Este no era lugar para una humana y haría todo cuanto
estuviese en mi mano para que los fae oscuros no
accediesen al reino humano. Suerte que las criaturas de la
Corte Luminosa tenían buen corazón y habían querido
ayudar.
Pasé al siguiente par de copas: serpentaria blanca y
zumo de limón.
Al menos, esperaba que fuese eso lo que contenían. La
falta de luz había hecho que resultase casi imposible
diferenciar los líquidos por sus respectivos colores y ahora
todos eran de un negro brillante en contraste con el borde
metálico de las copas.
Me las tomé de un trago, una detrás de otra. Tal vez
debería habérmelo pensado mejor, pero había oído como
alrededor de unas cien serpientes caían al suelo y ya no
tenía tiempo que perder. ¿Era cosa mía o estaban
empezando a aparecer a un ritmo más regular? Ahora la
cueva estaba tan oscura que apenas veía más allá de mis
narices.
Sentí náuseas y se me escapó un eructo. Estaba a punto
de vomitar, pero era una buena señal, puesto que no estaba
convulsionando.
Solo me quedaban tres.
Los tres brebajes que más dudas despertaban en mi
mente.
Ni siquiera sabía si uno de ellos era un veneno o un
antídoto.
Algo se deslizó por la mesa y tuve que tirar su pesado
cuerpo al suelo con un golpe sordo. Cada vez había más
serpientes y, a juzgar por sus desenfrenados siseos, estaban
furiosas.
Cogí la copa de la cicuta y la de la mezcla de nueve
hierbas. Solo quedaba el misterioso líquido rosa, el que
sospechaba que era veneno de adelfa. Debía de ser un
antídoto. Si la última copa contenía veneno, moriría hiciera
lo que hiciese.
A lo mejor la anciana se había confundido o yo la había
entendido mal. No podía ser más que un antídoto. De lo
contrario, el reto no tendría sentido. Estaba bastante
segura de haber acertado con las otras dos copas y más
cuando había probado las demás y había confirmado el
contenido de un par de ellas, como el zumo de limón.
Además, los venenos hechos a base de plantas solían
recordarme al olor de sus respectivas flores, así que
confiaba en haberlos identificado bien a todos.
El único que me causaba dudas era el brebaje rosa.
Me llevé el veneno de cicuta a la boca y me lo bebí de un
trago. Sabía a rayos y tuve que obligarme a no escupir.
Intenté pasarlo con la fuerte infusión de hierbas, pero esa
también me provocó arcadas. Tuve que parar y agazaparme
como un gato que intenta expulsar una bola de pelo antes
de poder terminarme el oloroso brebaje.
Me tomé un minuto. Los venenos ya deberían haber
empezado a hacer efecto. Sin un espejo, no podía
comprobar de qué color tenía la lengua o cómo tenía los
ojos, pero me medí las pulsaciones y me conformé con que
mi corazón no estuviese a punto de explotar.
¿Lo había conseguido? ¿Había resuelto el reto?
La última copa se alzaba ante mí como si me retase a
beberme su contenido.
Si había cometido un error y el líquido rosa resultaba ser
veneno, moriría en minutos.
Levanté el recipiente mientras luchaba por contener las
lágrimas. Lo peor era la incertidumbre. No tenía razones
de peso para asegurar que la última copa contenía un
veneno o su antídoto. Solo rezaba porque no me hubiese
llegado la hora, que resultase ser lo segundo.
Me llevé el frío metal a los labios y me tragué la última
sustancia en tres grandes tragos. Era amarga, aunque tenía
un suave regusto dulzón. Con la nariz rozando el líquido, lo
volví a olisquear una última vez antes de terminarme lo que
quedaba en la copa y tirarla al suelo, a la espera de que la
tensión abandonase mi cuerpo y confirmase que estaba en
lo cierto, que era el antídoto.
Cerré las manos en sendos puños con fuerza en torno a
la tela de mi vestido.
Era adelfa.
Acababa de ingerir veneno y no me quedaba ningún
antídoto.
Capítulo 25

Callie

L a última copa contenía veneno. No era un antídoto.


La frustración que me embargó al darme cuenta de lo
que había hecho hizo que me tirase del pelo.
Había metido la pata.
La anciana sí que había dicho cuatro venenos y tres
antídotos.
Un horrible retortijón me atenazó el estómago y caí de
costado sobre la mesa al tiempo que me abrazaba a las
rodillas.
Ya no había más copas. Lo único que quedaba en la
cueva eran las serpientes.
Sentí frío y calor al mismo tiempo.
—¡Sois todos unos monstruos! ¡Esto ni siquiera era un
reto justo! ¡Lo único que queríais era entretener a los
psicópatas de vuestros súbditos! —exclamé mientras me
agarraba el estómago.
Un dolor agudo se extendió por todo mi cuerpo. Esperé a
ver si percibía u obtenía alguna respuesta por parte de la
multitud o de Mendax.
—Bueno, pues ¡enhorabuena, capullos! ¡Ya tenéis lo que
buscabais!
Las lágrimas me dejaron un surco cálido por las mejillas
y formaron un charquito sobre la mesa. Tenía la voz ronca
por culpa de los derrotados gimoteos que escapaban de mi
interior. El miedo embargaba todos y cada uno de mis
pensamientos.
—¡Corre a sentarte en tu trono, pedazo de desgraciado!
¡No eres más que un monstruo y eso no cambiará nunca!
¡Algún día recibirás tu merecido!
Ahogué un sollozo asustado.
Mis pensamientos se desdibujaban como si estuviese
bajo el agua. Me sentía envuelta en una neblina de dolor y
notaba temblores y estremecimientos a medida que mis
músculos empezaban a sufrir espasmos.
Estaba llorando tan desconsoladamente que tenía la cara
llena de mocos. Caían sobre la mesa y se mezclaban con el
charquito de lágrimas. ¿Por qué me había tocado vivir una
vida tan llena de penurias? Era agotador, un verdadero
infierno.
Al menos me reuniría con mi madre y mi hermana. Una
vez muerta, por fin podría abrazarlas de nuevo.
—Soy una idiota. Ojalá nunca hubiese visto a esas hadas.
Ojalá nunca hubiese conocido a Eli. Desearía no haberme
topado jamás con esas estúpidas mariposas y esos
estúpidos hongos. Desearía no haberme convertido nunca
en científica ni haber hecho ese pacto jamás. ¡Desearía no
haber conocido nunca a un fae! —lloriqueé antes de que
otro pinchazo me hiciese gritar de dolor al atravesarme el
estómago.
Tenía la boca sequísima y el corazón me latía tan deprisa
que era como tener una locomotora en el pecho. Las
lágrimas calientes siguieron emborronándome la visión.
—Ojalá pudiese regresar a Willow Springs y volver a
ponerme aquella máscara. Una máscara de normalidad con
la que fingir que todo iba bien que… que esa era mi vida de
verdad. Podría empezar a salir con Cliff y sentar la cabeza.
Me habría gustado abrazar a Cecelia de nuevo. Habría
estrechado a Earl entre mis brazos con todas mis fuerzas y
le habría dicho que no volviese a acercarse a aquellos
estúpidos hongos.
Mis parloteos ya no tenían ningún sentido, pero me daba
igual, puesto que no había nadie más en la cueva conmigo.
Moriría completamente sola.
Lucha, corderito. Muéstrame la víbora que sé que llevas
dentro, Callie. Descarga sobre mí todo tu veneno.
¿Estaba intentando darme ánimos? Qué irónico.
Encima me llamaba víbora. ¿Era un corderito o una
serpiente? A ver si se decidía de una vez. No podía ser
ambas.
Si fuera una víbora, ya lo habría mordido.
Lo habría mordido un millón de veces antes de que me
metiese en la mazmorra.
Le habría inoculado tantísimo veneno que sus putos ojos
habrían acabado encharcados y su corazón habría
explotado…
Esa boquita tuya está consiguiendo que se me ponga
dura con el veneno de tus amenazas.
El veneno.
Madremía. El veneno.
Me incorporé con un esfuerzo. Tenía el estómago
agarrotado y apenas era capaz de moverme.
Las serpientes eran la clave para el antídoto que
necesitaba.
El último veneno había sido el de la adelfa. Estaba
compuesto por oleandrina y conexina, dos glucósidos
cardiacos letales capaces de hacer que el corazón bombee
la sangre a toda velocidad y de forma errática.
Rodé para bajarme de la mesa con un chasquido cuando
mi espalda aterrizó sobre una pila de serpientes. Cogí la
primera que encontré y dejé que mi menguante instinto de
supervivencia tomase las riendas para combatir mi miedo.
Ya no había cabida para el pánico en mi mente; la
desesperación la había inundado por completo.
Había cogido una enorme serpiente negra y gruesa. Ni
siquiera podía abarcar todo su contorno, pero deslicé la
mano por su cuerpo para levantarla con la esperanza de
haber elegido el extremo donde estaba su cabeza.
Y así fue. La gigantesca serpiente abrió sus fauces
rosadas antes de morderme el pecho, justo por encima del
pezón derecho. Grité y la iracunda serpiente se alejó
reptando de mí. El brutal escozor del mordisco me llevó a
arañarme la piel allí donde la víbora me había clavado los
colmillos. Sentí el torrente de veneno correr por mi cuerpo
como una descarga de electricidad antes de que la parálisis
se extendiese por mis músculos.
Las serpientes recurrían al veneno para sedar a su presa
y poder engullirla con más facilidad. Al ralentizar mi ritmo
cardiaco, contrarrestaría los efectos del veneno de la
adelfa.
Debía de tener un buen cóctel en el estómago, así que
esperaba que eso consumiese una buena parte del veneno
letal de la serpiente. Me pondría malísima, pero no me
moriría. Solo esperaba que me sacasen de la cueva a
tiempo para que no me hincase el diente ninguna serpiente
más.
Entonces la estancia empezó a dar vueltas a mi
alrededor y, antes de que tuviese la oportunidad de
extender los brazos y frenar mi caída, aparecí de nuevo en
el centro del salón de baile de la Corte de los fae.
A diferencia de lo que ocurrió en el anterior reto, esta
vez no sentí el frío suelo de mármol bajo mi cuerpo. Unas
manos cálidas se movieron bajo mi espalda. Mis ojos
lucharon por permanecer cerrados. Quería escapar a un
lugar que estuviese muy muy lejos, un lugar donde no
tuviese que sufrir las torturas a las que estaba siendo
sometida.
Estaba en brazos del príncipe Mendax.
Abrí los ojos, preparada para enfrentarme a él, pero mi
cuerpo me traicionó. Pese a la tensión, mis ateridos
músculos se relajaron y me descubrí acurrucándome contra
su amplio pecho en busca de consuelo.
No tenía ningún sentido. Él era el culpable de que
hubiese tenido que pasar por ese segundo reto.
Sabía que me quería muerta.
Sin embargo, algo había cambiado en él. Lo veía en la
forma en que me miraba. Era como si yo fuese su única
fuente de oxígeno.
Me estudió con atención mientras una cruda aura de
poder lo rodeaba de pies a cabeza. Sus alas de humo negro
se desplegaron prácticamente por completo, de manera
que incluso el salón de baile pareció quedarse pequeño
para ellas. Una emoción le inundaba la mirada azul cielo
mientras me contemplaba. Tenía las cejas oscuras fruncidas
y los labios apretados en una tensa línea; su rostro dibujaba
una expresión de conmocionada fascinación. Lo sentí
agarrarme con más fuerza cuando echó a andar para
sacarme de la estancia.
La oscuridad se esforzó por obligarme a cerrar los ojos
de nuevo. Recé porque solo fuera cosa de los efectos
sedantes del veneno y que no me estuviese muriendo.
—Ya estás a salvo, corderito. Te tengo —susurró con voz
temblorosa.
—Morirá en el último reto, Mendax, no importa lo que
tengas que decir al respecto. No permitiré bajo ningún
concepto que una humana mancille nuestro linaje. Yo
misma me encargaré de supervisar la prueba para
asegurarme de que no salga con vida. —Los gélidos gritos
de la reina resonaron a nuestro alrededor.
Oí como se abrían unas enormes puertas e,
inmediatamente después, sentí una brisa fresca, pero ya no
era capaz de abrir los ojos. Lo único que me mantenía
anclada a la realidad era la calidez del cuerpo de Mendax
cuando me atrajo hacia sí, además del ritmo regular de su
pesada respiración.
—Renunciaría a todo cuanto tengo sin pensármelo dos
veces, pero a ti no puedo perderte —susurró en voz tan
baja que enseguida supe que no debería haberlo oído.
Una ola de calidez y protección se extendió por mi mente
como un capullo de emociones acogedoras y tiernas. La
sensación irradiaba de Mendax. Fue como descubrir un
vulnerable y sucio secreto.

—Aléjate de mí —gruñí cuando la descomunal sombra me


estudió como un depredador.
Había perdido el conocimiento al poco de haber montado
en el carruaje y había pasado dormida todo el trayecto.
No sabía si la reina habría vuelto con nosotros, pero,
cuando llegamos a la Corte Oscura un par de horas
después, el castillo estaba desierto. La noche siempre
parecía estar envuelta en sombras y en humo, así que no
tenía ni la menor idea de qué hora sería en realidad.
—Lo siento, Callie, pero no hay otra opción. No pienso
correr el riesgo de que te haya quedado algo de veneno en
la herida —dijo Mendax con los dientes apretados, incapaz
de ocultar su frustración.
—Es gracioso que me lo digas tú, que eres el culpable de
que esté así —le espeté con toda la rabia que pude
transmitir, como si mis propias palabras fuesen una
serpiente lanzando un mordisco.
Me dirigí hacia la puerta de la estancia en la que me
había dejado. Lo único que quería era alejarme de él y del
atractivo aroma a ámbar que desprendía su cuerpo. Estaba
agotada, pero no iba a dejar que me succionase el veneno
de la herida. De la herida que tenía justo sobre un pecho.
Mendax era el villano de mi historia.
Era la sombra despiadada y sin sentimientos a quien no
le importaba nadie.
Había intentado matarme en numerosas ocasiones. Me
había causado más dolor y sufrimiento de los que había
sentido en toda mi vida, y yo no lo olvidaría así como así.
Pero, entonces, ¿por qué me descubría queriendo saber
más de él? ¿Por qué lo necesitaba?
Yo sabía que no era exactamente como aparentaba ser.
Había visto a ese aterrador monstruo hecho de sombras
mostrarse amable y delicado. Después de haber hablado
con las doncellas, sabía que no era tan malvado como él
quería dar a entender. Puede que lo fuera con otros, pero
no conmigo.
Su presencia debería aterrorizarme, pero no podía evitar
preguntarme qué sentiría al tocarlo. Él ya había
descubierto el tacto de mi piel…, había degustado su sabor.
Ansiaba averiguar qué sentiría al tener al fae bajo mi
cuerpo…, y en mi interior.
Sacudí la cabeza con tanta violencia que mi melena azotó
la pared. Le pedí al idiota de mi cerebro en silencio que se
dejase de tonterías y abandonase esos pensamientos tan
horribles y delirantes.
Mendax era el malo.
A nadie le importaba el malo. Nadie quería estar cerca
del malo. Nadie quería sentir un dolor en el pecho al hacer
que el malo sonriese de oreja a oreja. Nadie caía en las
trampas del malo y, desde luego, ni que decir tiene que
nadie se enamoraba de él.
Mendax se pasó las enormes manos por la cara y el
sedoso cabello negro en un intento por refrenar su ira.
—Siempre puedo recurrir a mis poderes de
manipulación, Callie Peterson, que no se te olvide nunca —
me amenazó a la vez que se acercaba a donde yo me
encontraba junto al marco de la puerta.
—Ni se te ocurra —le dije con los dientes apretados.
De pronto me sentía tremendamente débil e indefensa.
—El veneno saldrá de una forma u otra, Callie. Si quieres
llamo a un guardia para que te lo saque él —dijo con tono
amenazante mientras seguía acercándose a mí—, pero ten
en cuenta que lo mataré por tocarte antes de que tenga
oportunidad de volver a abrir la boca —rugió como si solo
le bastase imaginar ese escenario para convertirse en un
monstruo.
Ahora ya solo nos separaban un par de centímetros.
—Prométeme una cosa —le pedí en un susurro porque
me había quedado sin fuerzas para seguir luchando.
Me di cuenta de que su cuerpo se relajó levemente ante
su victoria.
—Lo que sea —aseguró como si le causase un dolor físico
no acercarse más y estrecharme entre sus brazos.
—Prométeme que nunca intentarás manipularme, que
nunca me arrebatarás la voluntad —rogué en voz baja.
—Te lo prometo.
Acortó la distancia que nos separaba con un movimiento
fluido y elegante.
—Y una cosa más, Mendax…
—Malum —susurró al detenerse ante mí.
Ahora estábamos pegados el uno al otro, y sus ojos
resplandecían como si un incendio luchase por abrirse
camino entre sus delicados movimientos.
Me puse rígida y me esforcé por reprimir las ansias de
derretirme ante él. No lo permitiría. Afiancé mi posición y
me mantuve firme.
—¿Perdón? —pregunté sorprendida.
Al darme cuenta de lo que acababa de hacer, del poder
que contenía la palabra que acababa de pronunciar, una
nueva ola de afecto me embistió y me hizo retroceder.
—Mi verdadero nombre es Malum Mendax, príncipe
heredero de la Corte Oscura —susurró con cierta timidez,
como si estuviese ofreciéndome un arma cargada.
Y es que, de acuerdo con las creencias fae, eso era justo
lo que estaba haciendo.
—Haz que tus suaves labios dibujen mi nombre y te daré
lo que me pidas, todo lo que quieras —susurró con voz
ronca contra mi cuello.
Supe que lo decía en serio cuando noté que le costaba
tragar saliva.
Levantó la cabeza y descubrí que sus ojos estaban
anegados de ternura. Sin embargo, mi mirada era toda
rabia. Yo no quería esto. No podía seguir así.
—Déjame marchar, Malum Mendax. Olvida el último reto
y deja que regrese a casa. Ahora mismo —mascullé
apretando los dientes.
Su cercanía me estaba haciendo sentir cosas indeseadas,
cosas que solo conseguían que la situación fuese mucho
más difícil. Inspiré hondo accidentalmente. El aroma
especiado del ámbar invadió mis sentidos como un fuerte
licor y me hizo tensarme de rabia.
¡Que era el villano de la historia, por Dios!
Su mirada se agudizó como si hubiese estado dormido y
acabase de despertar. Dio un paso atrás con gesto enojado.
—Permanecerás a mi lado para siempre, Callie. Este es
tu hogar ahora.
Se alejó un poco más y su atuendo negro irradió sombras
al tiempo que su expresión se endurecía. Ladeó la cabeza,
de manera que pareció todavía más loco que cuando había
pronunciado esas palabras tan demenciales.
—Según las leyes de los fae, un reto es una promesa y la
reina ha tomado las riendas de la situación. No puedo
impedir que se celebre el último, pero me aseguraré de que
mi… de que no sufras ningún daño.
—Mi premio por sobrevivir es regresar al mundo
humano. Si nos ceñimos a lo que dices, la ley también
debería obligarte a cumplir con tu parte. Me lo prometiste
—repliqué.
El cansancio y la frustración estaban haciendo que se me
llenasen los ojos de lágrimas. Llevaba el mismo vestido que
me habían puesto para el segundo reto y era tan grande,
pesado e incómodo que me asfixiaba.
—Eso fue antes de que nos vinculásemos. Antes de que
comprendiese que no puedo vivir sin ti —insistió
cruzándose de brazos y retándome con un brillo en la
mirada.
—¡Intentaste matarme justo después de lo del vínculo!
¡Ni siquiera me preguntaste qué tenía que decir al
respecto! ¡Has estado intentando destruirme desde que
llegué a este reino! —le grité, incapaz de seguir
conteniéndome.
El cansancio acumulado por los dos retos desapareció y
quedó reemplazado por la ira. Además de estar enfadada
con el monstruo, también lo estaba conmigo misma por
sentir una especie de morbosa conexión con él.
Me dio la espalda y se pasó los dedos por el pelo en un
intento por calmarse. Se comportaba como un bárbaro. Ya
no quedaba ni rastro de su actitud amable y dulce. Era
como si la máscara por fin hubiese caído y hubiese dejado a
la criatura que se escondía tras ella al descubierto:
trastornada e inestable.
Retrocedí ligeramente y el ambiente cambió. Como
humana, mi instinto era el de una presa, y un nuevo temor
me hizo estremecerme.
Mendax estaba perdiendo el control, lo sentía. Debería
estar asustada, pero una retorcida y estúpida parte de mí
se moría por ver qué pasaría a continuación si eso ocurría.
¿Me mataría por fin? ¿O me haría algo peor?
El fae se acercó a una cómoda que había junto a la
pared, como si necesitase poner espacio entre nosotros
para no estallar de verdad. Cogió un decantador de cristal
de una bandeja y se sirvió un líquido de color ámbar oscuro
en un vasito. Lo sostuvo con una mano temblorosa mientras
tapaba el decantador.
—Completarás el último reto. Averiguaré en qué va a
consistir y me aseguraré de mantenerte a salvo. —Se bebió
el líquido ambarino de un trago—. Luego nos casaremos y
mi molesto tormento por fin acabará. —Esa última parte la
pronunció en apenas un susurro.
Di un lento paso hacia la puerta, en un intento por que
mis movimientos pasasen desapercibidos.
Estaba completamente loco.
Era atractivo y fascinante, pero eso no quitaba que
estuviese fatal de la azotea. Ignoré esa parte de mí que en
secreto parecía disfrutar del poder que me embargaba al
saber lo mucho que yo le afectaba, así como las mariposas
que revoloteaban en mi estómago al pensarlo. Mendax era
el príncipe oscuro. Era el fae más temido de todo el reino y
yo, una humana enclenque, me las había arreglado para
sacudirlo hasta la médula. ¿En serio?
—Regresaré a casa tras el tercer y último reto. Tu madre
se asegurará de ello porque sé que nunca permitiría que
una humana ocupase su trono —dije con petulancia
mientras lo veía apretar los dientes. En el fondo, él sabía
que tenía razón—. Prefiero morir antes que casarme
contigo. Todavía te odio —gruñí, aunque no sabía si era un
recordatorio para mí misma o para él.
Una intensa punzada me atravesó el pecho izquierdo.
Sentía la mordedura como ascuas encendidas sobre la piel.
Di un respingo y me agarré el pecho con un siseo.
Mendax gruñó y lanzó el vaso contra la pared. Se rompió
en mil pedazos al mismo tiempo que él dejaba escapar un
iracundo rugido.
—¡Y yo también quiero verte muerta todavía si con eso
consigo librarme de estos molestos sentimientos! Eres mía
y arrasaré el mundo entero con tal de tenerte a mi lado. ¡Y
para eso tengo que sacarte el veneno de la herida! —aulló
mientras se acercaba a mí.
Extendió las alas y estas trazaron un par de grandes
medias lunas que ondulaban a su espalda y dejaban un
rastro de humo negro como el ónice por el suelo.
Jadeé al verlas desplegadas en toda su envergadura. Y
luego crucé corriendo la puerta abierta.
El pasillo estaba oscuro, lo cual suponía una ventaja para
él. Parecía estar hecho de sombras. Mis pies descalzos
resonaron contra el frío suelo de mármol. Ya casi había
llegado al final del pasillo y, sabiendo a dónde tenía que ir,
haría lo que estuviese en mi mano para llegar hasta allí.
No permitiría que me atrapase.
Agudicé el oído a la espera de oír sus pisadas tras de mí,
pero todo estaba en silencio. En cualquier caso, eso no
significaba nada. Era un experto asesino. Disfrutaba
arrebatándoles la vida a los demás. Lo más probable era
que estuviese escondido en las sombras en ese preciso
momento. Observándome en silencio.
La puerta que había a mano izquierda al final del pasillo
estaba abierta. Si no me equivocaba, al otro lado debería
de haber una escalera que me conduciría a la azotea. Al
portal del que Walter me había hablado con tanta
seguridad. Lo encontraría. No tenía otra opción.
Otra punzada me atravesó el pecho. No estaba segura de
si había sido por recordar el momento en que Mendax
empujó a Walter al vacío o por el veneno de la herida, pero
fue un dolor de mil demonios de igual manera.
Nada más retomar la marcha, caí hacia atrás al chocar
con un muro de puro músculo. Mendax había invocado a las
sombras para que lo transportasen hasta la puerta que me
disponía a cruzar. Unos brazos firmes me rodearon la
cintura para evitar que cayese al suelo.
Nos presionamos el uno contra el otro y la delgada tela
de mi vestido no hizo nada por amortiguar la sensación de
sus duros músculos contra mi pecho y hombros. Era un
hombre imponente y cada centímetro de su cuerpo estaba
esculpido por los dioses. Sus firmes abdominales se
tensaron contra mi vientre y sus bíceps presionaron contra
mis brazos, de manera que sentí las colinas y valles de su
fuerza a través de su fina túnica.
Su aroma a hoguera y a ámbar inundó mis sentidos
mientras contemplaba hipnotizada sus angulosos rasgos.
Tenía unos pómulos prominentes y una mandíbula marcada
que le daba un aspecto de lo más masculino cuando
apretaba los dientes como estaba haciendo en ese
momento. Estudiaba mi boca con esos ojos tan azules como
el cielo como si mis labios albergaran la clave del universo.
Parpadeé cuando sentí su cálida piel de porcelana bajo
los dedos. No me había dado cuenta de que había
extendido la mano para tocarle la cara. Le tracé la
mandíbula con el índice, el corazón y el pulgar.
Abrí los ojos de par en par al caer en la cuenta de lo
mucho que había necesitado tocarlo. Un dolor agudo estalló
como una nube de confeti en mi pecho derecho y me sacó
del trance de lujuria en el que había caído. ¿Qué estaba
haciendo?
Lo pillé desprevenido y conseguí apartarlo de mí con un
empujón para salir corriendo pasillo abajo, en dirección a la
escalera principal.
El dolor y el pánico no empezaron a hacer efecto hasta
que estuve a mitad de camino, aunque no estaba segura de
si la causa era el veneno, el irrefrenable deseo de rendirme
ante Mendax o la necesidad de saber qué pasaría si dejaba
que el villano me tocase.
Me solté del pasamanos negro y corrí como si mi vida
dependiese de ello. En todos los sentidos. Hui de mí misma
y de mis retorcidos sentimientos armando un estruendo
escalones abajo. Me atemorizaba saber que, si no
conseguía escapar, mi muerte sería inevitable.

Mientras corría agotada, me pisé la cola del vestido y


tropecé cuando estaba llegando abajo. Cada escalón se me
clavó en las heridas que ya tenía y que casi estaban
curadas.
Conseguí ponerme en pie a duras penas justo cuando
sentí su presencia inmóvil ante mí, lo suficientemente cerca
como para percibir el poder que manaba de su cuerpo y el
humo que se le arremolinaba a la espalda. Estaba tan cerca
que advertí la desamparada frustración que brillaba en las
profundidades de su mirada gélida.
—Te lo ruego, Callie —suplicó sin acercarse más.
—¡Aléjate de mí, maldito psicópata! —grité.
Me di la vuelta tan rápido como pude y me dispuse a
volver a subir por donde había venido, pero ahora iba
mucho más lenta. Sabía que me habría atrapado sin
problema si él lo hubiese querido.
Me llevé una mano al pecho al tropezarme con el último
escalón y me planteé la posibilidad de dejar que succionara
el veneno solo por librarme del molesto dolor que me
atenazaba.
Alcancé el rellano a cuatro patas y me arrastré, pero no
tardé en chocar con un par de fuertes piernas. Me puse en
pie de un salto con un último impulso justo cuando se
abalanzó sobre mí.
El brillo tierno y suplicante de su mirada atrapó lo poco
que quedaba de mi ser.
Entonces me dio un suave empujón en la pierna para
levantármela y hacerme perder el equilibrio. Intenté
esquivarlo cuando ya era demasiado tarde; para mi
vergüenza, no había visto venir su ataque a cámara lenta.
Sin embargo, me estrechó entre sus firmes brazos, me
inclinó hacia atrás y se presionó contra mí. Luego me
sostuvo la parte de atrás de la cabeza y deslizó su otro
brazo por mi cintura para atraerme todavía más contra él.
Su aliento bailó suavemente por mi rostro y los dos nos
quedamos inmóviles, contemplándonos fijamente el uno al
otro.
—He intentado con todas mis fuerzas erradicar tu
presencia del lugar que ahora ocupas en mi interior.
Lo dijo en voz tan baja que tuve que acercarme más a él
para oírlo bien y, al incorporarme, sus susurros me
acariciaron la mejilla.
Habló de forma entrecortada, no con la cadencia regular
y segura a la que estaba acostumbrada.
—Destruiría a quien hiciese falta por ti…, y eso me
incluye a mí mismo —susurró despacio mientras me
acunaba el lateral del cuello con la mano—. He quedado
profanado por cada fibra de tu ser. —Se le rompió la voz—.
La sedosidad de tu piel me abrasa cada vez que te toco.
Solo pienso en ti y tu imagen me consume día y noche.
La tierna confesión brotó de sus labios como una súplica.
Levanté la cabeza para encontrar su mirada y descubrí
que su rostro estaba a escasos centímetros del mío, puesto
que se cernía sobre mí. Antes de que me diese cuenta de lo
que estaba haciendo, mi boca encontró la suya. Mi cuerpo
se negaba a seguir las órdenes de mi cerebro.
Presionó sus suaves labios contra los míos con
delicadeza y ternura, en un gesto cargado de todo lo que
ambos temíamos. Le apoyé la mano en la nuca y enterré los
dedos en los satinados mechones de pelo negro en mi ansia
por sentir su suavidad. Eso hizo que Mendax profiriese un
ronco gemido contra mis labios. El sonido pareció
prenderles fuego a mis huesos y quedé presa de la
necesidad de acercarme todavía más a él.
En apenas unos segundos, al incorporarme, pasamos de
besarnos con ternura a devorarnos en un cegador frenesí.
Cada caricia se quedaba corta, así que me apreté contra su
cuerpo con tanta avidez que se me escapó un quejido
cuando mi pecho herido tocó el suyo. Sin interrumpir el
salvaje beso, bajó ambas manos y me estrechó el trasero
para levantarme. Se me recogió el vestido alrededor de la
cintura, pero lo rodeé con las piernas y nuestros cuerpos
crearon una enloquecedora fricción.
Nos convertimos en un amasijo de manos y labios
desenfrenados y anhelantes mientras me sostenía en medio
del pasillo.
Al notar algo duro presionado contra mí, jadeé e
interrumpí el beso. Me agarré a sus amplios hombros y lo
estudié a través de la embriagadora nube de deseo
esperando, en parte, verlo amenazándome con un cuchillo.
La realidad era que estaba totalmente empalmado.
Al sentir su polla contra el delgado triangulo de tela que
cubría mi sexo, una ola de calor y deseo me inundó el bajo
vientre. Cuando Mendax se dio cuenta de que me había
sorprendido, se humedeció los labios con una sonrisa
lasciva.
Me estrelló de espaldas contra la pared del pasillo y
sentí que presionaba con más ímpetu el miembro contra mi
hendidura apenas cubierta mientras rompía el beso para
estudiarme el rostro. Cerré los ojos, presa de la sensación.
Ya no me importaba que hacer algo así estuviese mal.
Necesitaba sentirlo en mi interior tanto como necesitaba el
oxígeno que respiraba.
Se apretó contra mí todavía más y me levantó el trasero
levemente con otro ronco gemido, de manera que generó
una nueva fricción entre nuestros cuerpos. Me mordí el
labio y moví las caderas como si esperase que la tela fuera
a volatilizarse y así pudiese enterrarlo en mi interior. La
boca de Mendax encontró mi cuello y me acarició la
delicada piel debajo de la oreja con la lengua y los labios.
Luego me deslizó una mano por el muslo desnudo y, como
si mi cuerpo siguiese órdenes, se me fue poniendo la piel
de gallina a su paso. Un profundo gemido escapó de mi
interior al sentir como sus labios asaltaban mi clavícula sin
previo aviso. Trazó un camino de juguetones mordiscos y
caricias hasta alcanzarme el pecho.
Entonces Mendax levantó la cabeza y me miró fijamente
a los ojos.
—¿Qué se siente? —preguntó con la respiración
entrecortada—. ¿Qué se siente al saber que te quiero y que
eso será mi perdición? Solo tú tienes el poder de
desarmarme y debilitarme. Tú, humana, has desmantelado
mi ser y has construido con él un altar en tu honor. —Tenía
las pupilas tan dilatadas que sus ojos parecían
completamente negros. Me deslizó el pulgar por el labio
inferior mientras se mordía el suyo—. La forma en que tus
labios se estremecen de forma casi imperceptible cuando
tratas de contener tu fuego… —dijo con una seductora voz
ronca al presionar el pulgar contra mi boca—, la chispa que
ocultas en tu interior me ha devorado por completo.
Me deslizó las fuertes manos por los hombros y me bajó
los tirantes del vestido para dejarme los pechos al
descubierto, a merced del gélido aire del pasillo.
El dolor se entremezcló con el deseo y apreté más las
piernas alrededor de su cintura. Deslizó una mano hasta
colocarla encima de la tela de mis bragas mientras que, con
la otra, me tocaba con delicadeza la herida que los
colmillos de la serpiente me habían dejado encima del
pezón. Se me entrecerraron los ojos y no pude evitar dejar
escapar un suspiro cuando, al tocarme en ambas zonas a la
vez, hizo que una deliciosa mezcla de dolor y placer me
embargara.
—¡Joder, Mendax! —exclamé sin aliento cuando me
apartó la tela de la ropa interior a un lado y me cubrió la
mordedura con la boca.
Deslizó la lengua por mi pezón endurecido mientras me
acariciaba el clítoris con dos dedos, lo cual me hizo dar un
respingo y maldecir ante la intensa combinación de
sensaciones.
Me presioné contra él y sentí la silueta de su durísima
polla a través del pantalón de cuero que llevaba.
Mendax dejó escapar un gemido y sus profundas
vibraciones retumbaron contra mi pecho. De pronto, una
intensa punzada de dolor se abrió camino por la piel que
abarcaba con sus labios al succionar la mordedura. Me
moví para alejarme de él, pero entonces introdujo sus
dedos en mi interior.
Así que me aferré a él con más fuerza, incapaz de pensar
en nada que no fuesen las intensas sensaciones que
inundaban mi cuerpo. Le clavé las uñas en la espalda y
apoyé la cabeza contra la pared que tenía a mi espalda. El
dolor y el placer me estaban haciendo enloquecer. Me
retorcí y arqueé la espalda con la esperanza de que me
diese más.
Me quedé helada al darme cuenta de que estaba
succionando el veneno residual de la herida.
—¡Espera! ¿No te hará daño el veneno? —susurré al
mismo tiempo que le empujaba los hombros para mirarlo a
la cara.
Debería querer verlo muerto, no preocuparme por su
bienestar.
Apartó la cara de mí y mi pecho escapó de entre sus
labios. Levantó la vista con una expresión de asombro.
—Tranquila, corderito. Tú eres la única que puede
hacerme daño ahora mismo —susurró, y dio un paso atrás
para dejarme bajar las piernas al suelo.
Me coloqué el vestido e intenté recomponerme. Procuré
mantener las manos bien quietecitas, puesto que temía
volver a perder el control con tan solo rozarle el dobladillo
de la camisa.
Su enorme figura me impedía apartarme de la pared.
Mendax había posado sus ojos azules en mí y me estudiaba
con infinita dulzura. Hubiese matado por que cualquier
otro hombre que no fuera él me hubiese mirado así.
—No deberías importarme tanto como me importas
ahora —dijo con voz ronca mientras negaba con la cabeza.
—Eres el malo de esta historia —susurré, y mi aliento le
revolvió los mechones negros que le habían caído sobre la
frente—. Eres todo odio y maldad. Disfrutas de arrebatarle
la vida a la gente.
Mi pecho desnudo se rozó contra el suyo mientras una
batalla se libraba en mi interior. Nada parecía real. Cuando
sus manos encontraron mi cintura, no pude evitar sentir
cierto alivio.
—Adoro la luz del sol y los animales. Soy… soy humana…
Yo no pertenezco a este lugar. Tengo que volver a mi mundo
—le rogué entre suaves susurros antes de que se inclinara
para que nuestros labios se unieran en un beso lento y
sensual.
Mi mente quedó desprovista de todo pensamiento, tanto
racional como irracional. Me derretí ante su contacto. No
importaba lo mucho que me esforzara por defender lo que
creía que era correcto.
—Tienes razón, Callie, soy un villano. —Rompió el beso lo
justo para depositar sus palabras en mi boca sin abrir los
ojos—. Y es justo por eso por lo que no te librarás de mí
jamás.
Aunque volvió a besarme, yo ahora tenía la boca rígida,
así que me mordió el labio inferior y se alejó para volver a
hablar:
—Soy egoísta y me gusta hacer daño a los demás. —
Respiró de forma entrecortada—. No me importa que no
pertenezcas a este mundo. No dudaré en acabar con todo
aquel que se interponga en mi camino. Moveré cielo y
tierra por ti. Los fae suplicarán para que te quedes a mi
lado una vez que sepan que eres lo que permite que sus
seres queridos sigan con vida otro día más. —Acunó mi
rostro con delicadeza y abrió los ojos con pesadez—.
Además, no eres tan buena y amable como quieres hacerle
pensar a todo el mundo, mi pequeña asesina. A mí no me
engañas. Se me pone dura solo de pensar en el momento
en que por fin descubra qué clase de diablillo eres de
verdad.
Se me desbocó el pulso ante sus palabras. Todavía creía
que me habían enviado a matarlo.
Mendax era un peligro en todos los sentidos de la
palabra, así que tenía que alejarme de él antes de que
perdiera el control… más de lo que lo había perdido ya.
Hice intención de alejarlo de mí con un empujón esperando
que se enfadase. Sin embargo, me miró con un fugaz brillo
dolido en la mirada antes de apartarse.
—Por enésima vez, Mendax, soy científica —gruñí.
Estaba harta. Lo único que quería era irme a casa.
Una diminuta sonrisa tiró de las comisuras de sus labios.
Dios, era guapísimo cuando sonreía.
—Nunca he dicho que no fueras científica, mi amor. Una
cosa no quita la otra —ronroneó. Un pulso de calor le
recorrió las alas, que me envolvieron el cuerpo con sus
zarcillos de humo—. Te enviaron aquí para destruirme y eso
es precisamente lo que has conseguido, aunque no haya
sido de la forma que tenías en mente.
No sé qué mosca me picó en aquel momento, pero a una
parte de mí le agradó que me considerase peligrosa, que, a
diferencia del resto, no me viese como una Barbie sin
cerebro o una científica estirada y aburrida. El hombre que
odiaba a todo el mundo estaba enamorado de mí, me
deseaba. El hombre a quien todo el mundo temía me temía
a mí.
Estampé mis labios contra los suyos y deslicé las manos
por su musculoso pecho.
¿Qué más daba?
El calor se enroscó en mi vientre y lo empujé contra la
pared para retomar nuestro previo frenesí de manos y
lenguas.
Capítulo 26

Mendax

L a diminuta mujer no dejaba de apretarse contra mí,


ciega de deseo. Pero no seguiría así por mucho más
tiempo.
Yo nunca he sido un hombre paciente; había ansiado ese
momento desde el instante en que había rozado su suave
piel humana. Perfecta.
No había importado lo mucho que me hubiese esforzado
por odiarla. La había estado alejando de mí porque lo único
que quería era tenerla cerca.
Dejé que tomara las riendas del beso, intrigado por
descubrir qué dirección tomaría mi corderito. No
acostumbraba a ser paciente, pero, por ella, esperaría
hasta que el mundo llegase a su fin. Haría lo que me
pidiese. Cualquier cosa.
Callie me besó apasionadamente y, aunque presionó cada
centímetro de su suave figura contra mí, eso no pareció
bastarnos a ninguno de los dos.
No tardé en ponerle remedio: enredé los dedos en sus
cabellos, que eran increíblemente suaves, y la atraje hacia
mí. El quedo gemido que escapó de sus labios cuando se
pegó a mi cuerpo por poco me hizo correrme en ese mismo
instante.
El corazón me golpeteaba en el pecho deleitado. Por fin
lo sentía pleno. Lo único que había necesitado había sido a
esta pequeña pero poderosa mujer y su contacto. Ahora me
sentía… me sentía invencible.
Por supuesto, yo ya había tocado a otras mujeres. Estaba
más que acostumbrado a yacer con ellas. Las muy
desvergonzadas no perdían la más mínima oportunidad de
lanzarse a mis brazos y, en algunas ocasiones, yo les había
seguido el juego solo por intentar sentir algo…, cualquier
cosa que no fuese una constante sed de sangre. Sin
embargo, nunca había funcionado. Solo matar, saberme la
última persona que mi víctima viese antes de abandonar
este plano, me había hecho sentir vivo hasta ese momento.
Solo el sonido de sus súplicas me había hecho sentir algo.
Hasta ahora.
Su diminuta mano se coló bajo mi sayo y no pude evitar
derretirme al sentir la forma en que sus caricias parecieron
volverse más hambrientas y erráticas a medida que iba
explorando mi cuerpo. Era delicioso ver lo mucho que me
deseaba.
Puse todo mi empeño en mantenerme bajo control, pero
estaba demostrando ser todo un reto.
Solo bastó que un quedo y anhelante gemido escapase de
sus labios para que no pudiese contenerme más. Le daría
todo cuanto quisiese siempre que permaneciese a mi lado…
y, lo quisiera o no, sería mía para el resto de sus días.
Tendría que encargarme sin demora de su frágil mortalidad
humana. Ni siquiera era capaz de digerir la idea de que me
abandonara cuando le llegara su hora.
Le inmovilicé las muñecas por encima de la cabeza al
acercarme a ella y le separé con el muslo las piernas hasta
donde su vestido me lo permitió.
Me quedé a escasos centímetros de sus labios sin
moverme. Se le cerraron los ojos con pesadez mientras
jadeaba. Sus pechos subían y bajaban con cada respiración.
Esperó impaciente a que cerrase la distancia que nos
separaba, pero permanecí quieto. Me regodeé en la
sensación de control y en el torrente de deseo que viajaba
hasta mí por el vínculo que compartíamos. Ella dio el
primer paso e intentó posar sus labios sobre los míos, pero
me alejé para atormentarla.
Resopló e intentó atrapar mis labios de nuevo, pero me
mantuve firme. Entonces, cuando se dio por vencida y echó
la cabeza hacia atrás, acerqué mi boca a la suya para
dejarle claro que era yo quien estaba al mando de la
situación. No logré reprimir un gemido de aprobación al
profundizar el beso y trazar una caricia por los brazos que
le había estado sujetando por encima de la cabeza y la
aterciopelada piel de sus costados hasta llegar a su cintura.
Cuando se estremeció en respuesta, tuve que ahuecarme el
pantalón. En aquel momento, mi polla estaba más dura que
un bloque de hierro. Nunca me había sentido tan
constreñido por mis ropas como al oír las súplicas de mi
corderito.
Quería someterla a la misma tortura a la que yo había
estado sometido. Quería que, como a mí, el deseo le
impidiese pensar en cualquier otra cosa.
Después del reto, su vestido había quedado lleno de
suciedad y sangre…
Desperté del trance de la lujuria y me di cuenta de que
no había tenido la oportunidad de dormir o recuperarse de
la segunda prueba. No había podido bañarse antes de que
yo me hubiese abalanzado sobre ella, incapaz de seguir
manteniendo las distancias. Ahora que ya me había
asegurado de que no quedaba rastro de veneno o de
cualquier otra sustancia peligrosa en su organismo, tenía
que llevarla a que se diese un baño y se acostase. Mandaría
llamar a una bruja para que terminase de curarle las
heridas del primer reto.
Madre se había puesto furiosa cuando le había dicho que
no permitiría que Callie participase en la tercera prueba,
pero es que las piezas del rompecabezas habían ido
encajando por casualidad. Después de haber obligado a la
humana a vincularse conmigo y haber matado a un
miembro de la familia real luminosa en territorio neutral,
todo por un ataque de celos. La reina tenía todo el derecho
a enfadarse conmigo. Al fin y al cabo, había desatado una
guerra.
Y lo volvería a hacer sin pensármelo dos veces.
Cuando el príncipe Aurelius había intentado llevársela al
Reino Luminoso, habría estado dispuesto a reducir el
mundo entero a cenizas. Si no se hubiese detenido, eso
habría sido exactamente lo que hubiese hecho.
Nadie la alejaría de mí. Jamás.
Aplastaría a ese hatajo de malnacidos luminosos uno a
uno si era necesario y luego les robaría el sol solo porque
mi Callie lo adoraba.
Madre se vengaría obligándola a participar en el reto
antes de que tuviese oportunidad de descansar y
recuperarse de los estragos del día. Ahora no importaba lo
mucho que quisiese enterrarme en ese prieto cuerpecillo
de humana. Tendría que esperar hasta que estuviese
definitivamente a salvo. Como yo, la reina no era una
persona del todo civilizada y sabía que la enviaría al campo
de los hados. Mi madre sabía que ese era el único lugar en
donde no podría ayudarla.
Pero eso estaba por ver.
Después del último reto, convertiría a Callie en mi reina
y destronaría a mi madre. Estaba en todo su derecho de no
cederle el trono por las buenas, pero tendría que acabar
quitándose de en medio. Haría lo que hiciese falta.
Levanté a Callie en volandas para llevarla a nuestra
habitación y, cuando ella me rodeó el cuello con los brazos
y enterró la cara en mi pecho, esbocé una sonrisa tan
amplia que la sentí en mi mismísimo torrente sanguíneo.
—¿A dónde vamos? —preguntó sin aliento.
Su cuerpo todavía irradiaba calor, sentía su deseo.
—A mis aposentos.
La apreté contra mi cuerpo como si fuese un ratoncillo
que podría dar un salto y salir huyendo.
—¿Me vas a follar, Mendax?
Estuve a punto de soltarla y correrme en los pantalones
al oír la aspereza de su voz presa del deseo. Por suerte, no
llegó a ocurrir ni lo uno ni lo otro. Me quería a mí y solo a
mí. ¿Cómo iba a dejarla descansar si lo único que quería
era tirarla al suelo de mármol y enterrar mi polla tan
dentro de ella que ninguno de los dos volviésemos a pensar
con claridad en la vida?
Se me puso la piel de gallina solo de pensar en lo que
sentiría al entrar en su húmedo sexo y deslizarme
centímetro a centímetro con languidez hasta…
—Puedes ir dándola por muerta, Mendax.
Me giré hacia la reina con un rugido. Por iniciativa
propia, mis alas de humo rodearon en actitud defensiva a la
hermosa humana que llevaba en brazos para protegerla de
la mirada de la reina.
—Entonces lo mismo se podría decir de ti —sentencié sin
que me importase lo que le ocurriese a mi madre.
La única criatura en el mundo que despertaba algo en mí
era la diminuta humana escondida bajo el humo de mis
alas.
—¡Es una humana! Ni siquiera la conoces. Has metido a
tu reino en una guerra por matar al príncipe Langmure —
aulló la reina—. Te cansarás de ella en cuanto te la folles si
es que no la matas antes de llegar a correrte. Tendrás que
pasar por encima de mi cadáver para casarte con ella.
Cuando Callie se tensó al oír las palabras de la reina, me
llené de una rabia que no pude explicar. Moví las alas
asegurándome de que el humo crease una densa barrera
alrededor de mi amada y la dejé a mi espalda en actitud
protectora. Cerró sus pequeñas manos en torno a la tela de
mi camisa y el humo la pegó más contra mi cuerpo.
—Controla esa lengua antes de que lo haga yo —bramé,
a punto de perder el control.
La mirada de mi madre cambió al ver que hablaba en
serio, así que dio un paso atrás. Sabía que mis amenazas
nunca eran vacías.
—Como vuelvas a hablar de mi futura esposa con ese
tono, serán tus últimas palabras. Me da igual que seas mi
madre o no.
Su expresión se ensombreció.
—La chica morirá en la prueba de mañana —dijo—. No
me quedaré de brazos cruzados mientras mancillas nuestro
linaje con la sangre de una humana. ¡Te recuerdo que
fueron ellos quienes condujeron a tu padre a la ruina! La
idea era vincularte con ella para que pudieses ascender al
trono y matarla. Deja de pensar con la polla y acaba con
ella de una vez. ¿De verdad piensas que se quedará
contigo? Te traicionará en cuanto tenga la más mínima
oportunidad. ¡Eso es lo que hacen los humanos! —escupió
—. Callie, mi trato sigue en pie. Si sobrevives al reto,
regresarás a tu hogar sana y salva. Ya morirás junto al
resto de tus amiguitos una vez que nos hagamos con el
control de vuestro mundo.
Mi madre sonrió al ver la expresión conmocionada de
Callie.
Invoqué a las sombras para que me dejasen justo ante
ella en un abrir y cerrar de ojos, dejando atrás al corderito.
Mi poder manaba de mi interior como una puta tormenta.
Siendo mi madre, debería ser más consciente que nadie
del error que estaba cometiendo al intentar sacarme de mis
casillas. Sabía que acabaría con ella si se interponía en mi
camino, igual que hice con mi padre.
Era lo suficientemente lista como para temerme, pero
seguía siendo la reina oscura y yo sabía que, si de alguien
había heredado mi maldad, había sido de ella.
Una sonrisa maliciosa tiró de las comisuras de sus labios
crueles.
—Mañana la humana morirá en el campo de los hados o
te traicionará y huirá a su mundo ante la atenta mirada de
todo el reino. —Su sonrisa se hizo más amplia—. Entonces
completarás tu tarea y encabezarás la conquista del reino
humano. Matarás a todos sus asquerosos congéneres y los
fae oscuros recuperaremos lo que nos pertenece. Seremos
los dueños de los dos territorios a ambos lados del velo. Los
luminosos no tendrán nada que hacer contra nosotros.
La pálida mujer estaba exultante. Su cabello oscuro
brillaba bajo las luces del pasillo como un pozo de veneno
negro.
Extendí la mano para agarrarla por el cuello y asfixiarla,
pero invocó a las sombras antes de que tuviese oportunidad
de destrozarle la tráquea. Podría haberla seguido sin
mucho esfuerzo, aunque la idea de matar a mi madre y
dejar a mi diablillo sola no me atraía en absoluto.
Hice que las sombras me dejaran detrás de Callie y le
cogí la mano para llevarla hacia nuestro dormitorio.
—Ven, tendrás que descansar para lo de mañana. Date
un baño y escoge el lado de la cama que prefieras. Ya te
explicaré qué es el campo de los hados exactamente.
Después de prepararle un baño caliente y asegurarme de
que se estaba recuperando bien, le envié un poco de magia
a través del vínculo que compartíamos para acelerar el
proceso de curación de sus heridas lo máximo posible. Dejé
el sayo más suave que tenía sobre la cama para que
durmiese con él y reuní a mis mejores hombres para que
montasen guardia ante la puerta mientras yo salía a
recabar la información que necesitaba.
Ni siquiera había salido de mis aposentos y ya anhelaba
volver con ella.
Capítulo 27

Callie

M e recosté para sumergirme un poco más en la bañera,


cuya agua ya se había quedado tibia, y me debatí entre
relajarme o meter la cabeza bajo la superficie y
ahogarme. Por unos instantes, la segunda me pareció una
mejor opción, puesto que era lo único que me sacaría del
abismo infernal en el que parecía estar destinada a caer
una y otra vez.
Me enjaboné por tercera vez y, al frotarme la piel
sonrosada con brío, el agua de la bañera de porcelana
salpicó el oscuro suelo de mármol con un chapoteo.
Debería sentirme horrorizada por lo que había pasado en
el pasillo, por la forma en que Mendax había deslizado sus
dedos por mi cuerpo. Había hecho que el deseo que me
embargaba emergiera hasta la superficie para ponerme la
piel de gallina y que la sensación se transformase en una
ola de estremecimientos. El recuerdo de sus manos al
trazar las curvas de mi cuerpo como si fuese el mapa de un
tesoro escondido me obligó a apretar los muslos.
Tras un escalofrío, me empecé a frotar la piel ya sensible
con más fuerza todavía. El aromático y sensual olor del
jabón no hacía más que recordarme a él.
Me froté y me froté la piel al borde del pánico; no porque
me incomodase haber dejado que Mendax me tocase o por
haberme aferrado a él como un animal salvaje, sino porque,
cuando había parado, mi mente no me había dejado pensar
en otra cosa que no fuera la dureza de su miembro
apretado contra mí. Había estado a punto de saciar mi sed.
Yo había sido la única causante de su excitación. Y solo una
delgada tira de tela se había interpuesto entre nosotros.
Siseé. Notaba la piel como si me la hubiese frotado hasta
el hueso.
No dejaba de pensar en el brillo de sus pálidos ojos
azules cuando yo había sido incapaz de ahogar un gemido.
Mendax estaba mal de la cabeza. Era un villano malvado
y demente.
Sin embargo, cuando me besaba, era como si el mundo
desapareciese a nuestro alrededor, como si todo estuviese
bien por una vez. Fue como volver a casa después de haber
estado un tiempo fuera. El momento en que percibes el olor
de tu hogar y te ves reconfortada de inmediato, la tensión
abandona tus hombros. La sensación de pertenencia y
comodidad te envuelve como un manto cálido.
Eso era lo que sentía cuando Mendax me tocaba, cuando
me miraba con tres tonos diferentes de azul claro en los
ojos. Veía —no, sentía— lo que yo significaba para él.
Es el villano de esta historia, me recordé por enésima
vez, aunque no sirvió de nada.
Lo deseaba tanto como él parecía desearme a mí.
En cualquier caso, pronto no importaría.
Unas lágrimas cálidas me surcaron las mejillas y, al caer,
se perdieron en el mar que conformaba el agua de la
bañera.
Necesitaba escapar del reino y ver a mi familia. No a la
de Willow Springs, sino a mi verdadera familia. Una vez
que escapase, nunca volvería a ver a Mendax.
Salí del agua, que se había quedado fría. Al coger la
mullida toalla negra del lavabo, me vi en el espejo.
Unos ojos gélidos y enrojecidos me devolvieron la
mirada, tan cortante como una daga.
El pelo mojado me caía en gruesos mechones rubios por
los hombros y la espalda, y las gotitas de agua que se
escurrían por las puntas caían al suelo oscuro con unos
suaves golpeteos.
Me sequé las últimas lágrimas de las mejillas con el
dorso de la mano y contemplé mi cuerpo desnudo en el
espejo. Mendax despertaba en mí una envidia tan rabiosa
que me sorprendía no haberme vuelto verde. Él no tenía
que esconder ningún aspecto de sí mismo del resto del
mundo, sino que hacía gala de su crueldad con orgullo.
Mi mirada se ensombreció al verme invadida por el odio
y el resentimiento.
Su pueblo lo amaba tal y como era. Todo un mundo
oculto en las sombras lo adoraba por su maldad. Él nunca
había tenido que luchar contra su propia esencia. Jamás.
La superficie líquida del espejo se onduló y recordé
enseguida el momento en que Mendax se había presionado
contra mi espalda cuando sostuvo mi mano para que tocase
la superficie reflectante. El dolor que sentí cuando el
espejo que odiaba a los humanos me había quemado la piel
fue cegador.
Ladeé la cabeza al ver mi reflejo. Las tensas comisuras
de mi boca se curvaron en una sonrisa traviesa.
Descolgué el espejo de la pared y su líquida superficie se
agitó airada cuando lo llevé hasta la bañera que acababa de
vaciarse. Lo lancé dentro con todas mis fuerzas y una
sonrisa cruel en los labios.
El marco dorado tembló, pero permaneció intacto. Sin
embargo, el espejo en sí quedó hecho pedazos, convertido
en un amasijo de triángulos afilados y charquitos plateados.
Cogí una de las bonitas velas negras que iluminaban la
estancia de uno de los apliques de la pared y, sin
molestarme en vestirme, caminé hasta la cómoda para
desenroscar uno de los dos pomos de metal plateado en los
que me había fijado la primera vez que entré al cuarto de
baño.
Sonreí.
Volví a acercarme a la pared, coloqué el pomo hueco
debajo del aplique de hierro y lo rasqué con la uña para
que cayese un poco de óxido en el interior de la pieza
metálica.
Una vez hecho eso, volví junto al lavabo, donde arañé la
apertura del pomo plateado —ahora lleno de magnesio—
con el grifo de oro.
El proceso requeriría una buena dosis de paciencia, pero
solo me bastó con mirar los fragmentos y charcos del
espejo que tanto daño me había infligido para motivarme.
El metal pulverizado del pomo que obtuve al frotarlo
contra el grifo cayó dentro de la propia pieza, que me sirvió
de recipiente. Cubrí la apertura con el pulgar, sacudí el
pomo para mezclar el magnesio con el óxido de hierro y lo
dejé sobre el espejo con una sonrisa cruel que no fui capaz
de reprimir.
Cogí la toalla negra. Ya casi estaba seca, así que me puse
rápidamente el enorme sayo negro que Mendax me había
dejado sobre la cama. Su aroma se deslizó por mi cuerpo
junto a la tela de algodón y se me endurecieron los
pezones. Fue casi como si el propio fae me hubiese lamido
de arriba abajo.
Me hice con una vela negra, prendí la toalla y le eché un
último vistazo a los fragmentos del espejo antes de
reemplazar la maldad que retorcía mis facciones con una
de mis típicas sonrisas dulces.
Tiré la toalla en llamas sobre el pomo de la cómoda y el
espejo que había dejado dentro de la bañera y salí del
cuarto de baño embargada por una sensación de paz.
La estancia explotó y unas descomunales llamaradas
blancas lamieron las paredes del dormitorio.
Dejé de sonreír y le ofrecí una mirada firme a los cuatro
guardias conmocionados que cruzaron la puerta en tropel.
Me estudiaron con expresión sorprendida antes de que las
llamas blancas que salían por el agujero de la puerta
arrancada del cuarto de baño los dejaran boquiabiertos.
Cuando volvieron a mirarme sin poder dar crédito, fueron
incapaces de pronunciar una sola palabra.
Las bombas de termita solían tener ese efecto en la
gente.
—Me parece que vais a necesitar un espejo nuevo.

—Menos mal que cuento con un brujo de fuego y un equipo


de duendes de limpieza, porque, de lo contrario,
encontrarme el cuarto de baño reducido a cenizas me
habría enfadado mucho.
Mendax me miraba con un brillo divertido en la mirada.
—Lo siento, de verdad. Me siento fatal. Pensaba que no
me daría tanto miedo si lo dejaba en la bañera. No me
hacía mucha gracia estar tan cerca de él después del daño
que me hizo —dije con un encogimiento de hombros.
No todo era mentira.
Me recorrió de arriba abajo con la mirada; sus preciosos
ojos estaban llenos de una nueva y cálida adoración que me
hizo sentir una punzada en el pecho.
¿Qué cojones?
Acababa de volar su cuarto de baño por los aires y le
había destrozado un espejo que seguramente tuviese un
valor incalculable, pero, de alguna manera, solo me las
había arreglado para que me tuviese en mayor estima que
antes.
—Explícame otra vez cómo se desató el fuego, diablillo —
pidió con esa voz grave que me retumbaba en el pecho
mientras se quitaba la camisa negra y la tiraba al otro lado
de la cama.
Tenía un cuerpo escultural. Cada músculo y cada cicatriz
demostraban que era un asesino. En la amplitud de su torso
se apreciaban algunos músculos que no había visto jamás
en el cuerpo de los humanos, así que no pude evitar
quedarme mirando. Se le contrajeron los abdominales al
darse cuenta con una carcajada de que me había quedado
embobada.
Se sentó al borde de la amplia cama y me colocó sobre
su regazo, con la espalda pegada a su pecho desnudo. En
cuanto me rodeó la cintura para que no me moviese, tuve
que apretar de nuevo los muslos. Sin embargo, se me
escapó un gritito de sorpresa cuando la fricción me hizo
recordar que no llevaba ropa interior debajo del enorme
sayo con el que me había cubierto. Me debatí contra él
para apartarme de su regazo, pero, como pude comprobar
por la rigidez de su miembro, solo conseguí excitarlo más.
—Suéltame —refunfuñé, aunque, antes de que me diese
cuenta, me descubrí poniendo más peso sobre la pulsante
erección que sentía debajo de mí.
¿Por qué me costaba tanto alejarme de él? ¿Por qué tenía
que mirarme de esa manera? Me ponía de los nervios.
—Jamás —me susurró con voz ronca al oído.
El calor de su aliento me hizo cosquillas en el cuello y
mis partes íntimas respondieron al notar el movimiento de
sus labios en la piel.
Mendax me envolvió el pecho izquierdo con la mano libre
y, al darle un firme apretón, me arrancó un tembloroso
gritito agudo que nunca habría imaginado escapando de
mis labios. De manera involuntaria, empecé a recostar la
cabeza contra su hombro para darle acceso a mi cuello.
—Estás preciosa cuando te rindes ante mis caricias, mi
amor —exhaló sobre la piel sensible de mi cuello.
Tuve que cerrar los ojos con fuerza para concentrarme y
ser capaz de hablar. Quería odiarlo con todas mis fuerzas,
pero mi cuerpo tenía unas intenciones muy distintas.
—Yo no soy tu amor, pedazo de psicópata —ronroneé con
suavidad y una seductora dosis de veneno.
Me posó los labios en el hombro y lo sentí arañarme con
los dientes al hablar:
—Adelante, entonces. Vete.
Dejó las manos quietas, apoyadas sobre mi cintura.
Sin perder ni un segundo en cuestionarme el
ofrecimiento, intenté apoyar los pies en el suelo y alejarme
de él, pero me sostuvo con firmeza contra su regazo y su
pecho para no dejarme ir.
—¿Cómo quieres que me vaya si no me sueltas? —gruñí
entre dientes al notar como me estrechaba con más fuerza
todavía.
Encontró el lóbulo de mi oreja con los labios.
—Quería que comprobases por ti misma que no te voy a
soltar.
Me dejó sobre la cama y se puso en pie.
Por todos los dioses, era un portento. Tal vez, solo por
una noche…
No. ¡No!
¡Era el villano de la historia!
Retrocedí hasta que toqué el sedoso cabecero de la cama
con la espalda. Su mirada se volvió gélida.
—Vas a acabar correspondiéndome, Callie. Además, por
mucho que intentes ocultarlo, sospecho que ya sientes algo
por mí.
Intentó agarrarme, pero yo me hice a un lado para evitar
su contacto. Esbozó una sonrisa torcida que le arrugó las
comisuras de los ojos, agarró la pesada colcha que cubría
la cama y tiró de una de las esquinas como para darme a
entender que iba a arroparme con ella.
—No pienso dormir aquí —sentencié con voz temblorosa.
Se sentó a los pies de la cama y me ordenó que me
metiese bajo las sábanas con un firme asentimiento de
cabeza.
—Podría llegar a correrme con tan solo imaginar lo que
sentiré al enterrarme bien dentro de ti e invadirte en
cuerpo y alma con mi polla —ronroneó—. Sin embargo, el
instinto protector que despiertas en mí me impide pensar
en otra cosa que no sea tu seguridad hasta que hayas
completado el último reto sana y salva.
Metí las piernas desnudas bajo las sábanas con olor a
ámbar y cedro intentando disimular sin mucho éxito lo
decepcionada que me sentía. No se equivocaba al pensar
que necesitaría toda la ayuda que pudiese conseguir antes
de la prueba.
Antes de que lo dejase atrás y regresase a casa.
El ambiente se ensombreció mientras nuestras miradas
comunicaban en silencio lo que ninguno de los dos se
atrevía a decir.
Tragué saliva mientras continuamos estudiándonos el
uno al otro. De alguna manera, nuestros sentimientos se
vieron envueltos en lo que nuestros ojos trataban de
decirse.
Me daba miedo morir y, una parte de mí —una parte que
me avergonzaba— no quería alejarse de su lado. Él era la
única persona que me había demostrado que, si llegaba a
ver mi peor cara, solo me querría más.
Era una locura, pero el dolor que me atenazaba el pecho
al pensar en lo que tendría que hacer al día siguiente me
hacía sentir un poco desencajada.
No volvería a verlo después del reto. Desaparecería de
mi vida para siempre.
Una idea impulsiva trepó por mi columna y la forma en
que Mendax me miraba no me ponía las cosas más fáciles.
Cada vez que se movía, desprendía un pulso de poder.
Incluso los monstruos más terroríficos huían de él
cuando andaba cerca.
Yo misma lo había visto matar por puro aburrimiento.
Estaba al mando de todo un reino plagado de fae retorcidos
y despiadados y, sin embargo…, sin embargo, sabía que
haría todo cuanto yo le pidiese con tal de complacerme. Ni
en sueños habría esperado que alguien llegase a mirarme
como él lo hacía. Daba igual que fuese un villano o no.
Me mordí el labio e intenté librarme de los desatados
pensamientos que me rondaban la cabeza.
Me incorporé un poco.
—Acércate —le ordené con voz seductora.
Quería comprobar si estaba en lo cierto al pensar esas
cosas.
Su mirada se ensombreció al instante y una de las
comisuras de sus labios se curvó.
—Esta será la última noche que pase contigo antes de
que regrese a casa o muera, así que…
Mendax se tensó y su rostro volvió a convertirse en la
máscara de seriedad del fiero príncipe oscuro. Pero antes
de que me diese cuenta, me agarró de los tobillos y tiró de
mí para tumbarme sobre el colchón, de manera que quedé
con el sayo recogido a la altura de los pechos. La sangre
me tronaba en los oídos. ¿Me habría pasado de la raya?
Sabía que el príncipe era impredecible, pero ¿qué había
despertado en él exactamente?
Se cernió sobre mí y me separó las piernas con las
rodillas. Sin saber muy bien cómo ni cuándo, también me
había agarrado de las muñecas y me había inmovilizado los
brazos por encima de la cabeza.
—No, acércate tú —dijo, y su mirada se ensombreció.
Se apartó un poco de mí para estudiar mi cuerpo ahora
desnudo con absoluto descaro. Se le entrecortó la
respiración y se mordió un lateral del labio.
—Puedes hacer conmigo lo que te venga en gana, mi
amor. —Me dio un beso en la mejilla—. Pero no creo que
seas consciente del poder que tiene el arma que te
propones blandir —dijo con otro beso en la mandíbula—.
Puede que ahora seas tú quien tiene el control, pero mi
presencia te perseguirá hasta que tu sangre mortal
ascienda desde lo más profundo de tu ser para sentir mi
contacto.
Fue bajando por la cama y de pronto comenzó a dejar un
rastro de besos aterciopelados por la cara interior de mis
muslos.
Tenía las piernas separadas, así que todo mi cuerpo
había quedado dispuesto ante él. En silencio, recé para que
no viese lo mucho que me temblaban las piernas al
anticipar sus próximos movimientos.
Mendax apartó la mirada del espacio entre mis muslos
con una sonrisilla seductora y un profundo deseo grabado
en las facciones.
Su aliento cálido me hizo cosquillas entre los muslos,
justo en mi centro. Estaba casi a punto de tocarme.
Pero no lo hizo.
—Reaccionas ante mis caricias como si un fuego
descontrolado se extendiese por tu cuerpo.
Sentí el baile de aquel susurro sobre la piel antes de que
llevase los labios al punto donde mis muslos se
encontraban con las partes más íntimas de mi ser.
Empecé a retorcerme sin ninguna vergüenza, ansiosa
por sentir el roce de su boca. Me dedicó una mirada
maliciosa con las pupilas dilatadas por completo.
—Deberías estar descansando. Eres una humana muy
traviesa.
La calidez de su aliento llegó acompañada del suave roce
de la punta de su lengua contra mi hinchado clítoris.
Se me escapó un suspiro y, sin darme cuenta, lo agarré
del pelo. Un rugido hambriento brotó de su pecho mientras
me contemplaba sin apenas poder contenerse.
Nunca había respondido a las caricias de alguien como a
las suyas. Era como si cada toque se grabara a fuego en mi
memoria para luego reproducirse hasta el fin de mis días
en mi mente.
—El tercer y último reto se celebrará mañana en el
campo de los hados. —Me acarició los muslos—. Es el
castigo más antiguo y controvertido entre los fae. —Deslizó
el pulgar por mi sexo y yo alcé las caderas justo cuando lo
apartó—. Allí es el destino quien gobierna y quien decide tu
condena.
Depositó un beso sobre mi clítoris y fue subiendo una
mano por mi estómago hasta rodearme un pecho. Arqueé la
espalda en respuesta para presionarme de inmediato
contra él.
¡Joder, era una tortura! Necesitaba sentirlo.
Le solté el pelo y apoyé las manos sobre sus hombros
musculosos. Una descarga de electricidad restalló entre
mis piernas al palparle la piel desnuda, pero entonces
volvió a agacharse para darme un profundo lametón y
meterse mi clítoris en la boca.
El grito de placer que me arrancó de los labios casi sonó
como un insulto. Ahora ambos jadeábamos con más fuerza.
—El campo de los hados es un coliseo. —Trazó un camino
de lametones y besos por mis caderas—. La reina y yo nos
sentaremos en nuestros respectivos tronos y presidiremos
la prueba desde las gradas.
Alcanzó el borde inferior de uno de mis pechos con la
boca.Entonces me encerró en la jaula de sus grandes
brazos permitiéndome sentir el roce de su torso contra mi
sexo. Cuando hizo intención de apartarse, me apresuré a
rodearle la cintura con las piernas para impedírselo. Tenía
la sensación de que una parte de mí moriría si no sentía su
cuerpo contra el mío.
El grueso cuello de Mendax se estremeció cuando tragó
saliva con dificultad. Su ardiente mirada me estaba
abrasando.
Seguí retorciéndome contra él, desesperada por alcanzar
el clímax.
Mendax se agachó para depositar un beso entre mis
pechos.
—Te veo algo alterada, corderito —murmuró contra mi
clavícula.
Tuve que girar la cabeza hacia el lado contrario para no
abalanzarme sobre sus labios. Me moría por saborearlos.
—Habrá dos puertas de acceso a la arena. Más te vale
prestar atención porque necesitarás tener esto en cuenta —
dijo respirando con pesadez.
Me dio una suave embestida.
—Por favor, Malum —gimoteé sin querer en su oído
cuando lo atraje hacia mí.
Él había esbozado la sonrisa malévola de un gato que
acaba de atrapar a un ratón. Presionó un dedo contra mis
labios para mandarme callar, así que, para borrarle esa
expresión de suficiencia de la cara, me lo metí en la boca y
tracé un círculo con la lengua a su alrededor antes de que
lo apartara. Se quedó boquiabierto y cerró los ojos por un
segundo sin molestarse en cerrar la boca.
Si estábamos jugando a ver quién aguantaba más, yo le
ganaría sin despeinarme. Su reacción me lo dejó muy claro.
Siguió hablando mientras bajaba la mano hasta el
espacio entre nuestros cuerpos para deleitarse en mi
humedad y deslizar un par de dedos en mi interior en un
ardiente contraataque.
Solo con eso, ya casi estuve a punto de correrme.
—¿Por dónde iba? —Me besó la piel sensible del cuello,
la parte que los lobos le muestran a su alfa en señal de
sumisión—. En la arena, tendrás que escoger una de esas
dos puertas, puesto que tras ellas se oculta tu destino.
Estaba moviendo los dedos demasiado despacio. Le
enterré las uñas en la espalda desnuda para intentar que lo
hiciese más deprisa. Dios, iba a correrme de un momento a
otro.
—Tras una de las puertas está tu libertad. Al menos, eso
es lo que la reina ha prometido. —Entonces por fin adoptó
un ritmo deliciosamente rápido y jadeé en su oído como un
animal—. Pero yo me aseguraré de que ese no sea tu
destino.
Volvió a aminorar la velocidad e intenté ponerle remedio
moviendo las caderas contra su mano. De vez en cuando,
notaba su pene erecto contra el muslo. Sus pantalones
apenas podían contenerlo.
—Lo más importante es que, detrás de la segunda
puerta, se esconderá la criatura más mortífera y sedienta
de sangre que consigan encontrar. Solo la reina sabrá
detrás de cuál de las dos está. Si te equivocas al escoger, la
bestia se abalanzará sobre ti tan rápido que nadie podrá
hacer nada para impedirlo.
¿Todavía seguía hablando? No oía nada más que un
runrún en mi cabeza. Lo único en lo que podía pensar era
en lo que sentiría cuando se introdujese en mi interior. La
punta de su miembro se deslizaría primero por mi
hendidura y luego lo seguiría el resto de su longitud. La
tenía grande, tanto que mi cuerpo tendría que adaptarse a
su tamaño…, pero, joder, me llevaría a la gloria.
—¿Me estás escuchando, amor? —preguntó con una
sonrisa.
Su rostro estaba a escasos centímetros del mío y
observaba con atención cómo me rendía ante sus caricias.
Asentí con la cabeza, incapaz de pensar con claridad.
—Te necesito dentro de mí, por favor —supliqué.
Se le desplegaron las alas con suavidad y su humo negro
se arremolinó en torno a él de tal manera que recordaba
más a una manta que a un par de alas. Las volutas flotaron
por encima de mis manos, allí donde sin duda debía de
haberle hecho heridas en la espalda con las uñas. Toqué los
remolinos de humo, justo como había anhelado desde el día
en que había visto las alas de Mendax por primera vez. Se
deslizaron por mi cuerpo y descubrí que tenían un tacto
único. Era una sensación inexplicable. Algunas zonas eran
tan duras como el hierro, mientras que otras eran tan poco
consistentes como una nube normal y corriente. El príncipe
podía darles solidez a su antojo.
Mendax gimió cuando le toqué las bases rectangulares
de las alas allí donde el humo brotaba de sus omóplatos y
se estremeció antes de apartarse con una mirada
ligeramente aniñada.
—Son muy sensibles al tacto —explicó al volver a
cernirse sobre mí.
Esta vez, me sujetó las muñecas por encima de la cabeza
y me las inmovilizó contra el colchón. Las profundas
estocadas de sus dedos no cesaron cuando empezó a trazar
círculos sobre mi sexo con el pulgar.
Estaba a punto de alcanzar el clímax.
—Por favor, te necesito —ronroneé contra su cuello antes
de levantar la cabeza y besarlo por fin.
Sus dedos se ralentizaron a medida que el beso se volvía
más y más tierno. Se apartó de mí para observarme antes
de volver a coger velocidad. Se colocó a un lado de la cama
y esperé a que se quitará los pantalones como un animal
hambriento a punto de recibir su próximo almuerzo.
Extendió una mano para acunarme la mejilla mientras se
soltaba la hebilla del pantalón con la otra. Se inclinó por
encima de mí para morderme el lóbulo de la oreja con
suavidad. Después se recostó sobre mi pecho para poder
tocarme entre las piernas, como si no pudiese mantenerse
alejado, y yo cerré los ojos de golpe, presa del frenesí.
—No sabes lo mucho que te necesito —murmuré sin
abrir los ojos.
Mendax me besó la sensible piel bajo la oreja y volvió a
embestirme con los dedos. Con el pulgar, obró su magia
sobre mi clítoris y me hizo ver las estrellas. No aguantaría
mucho más.
Empecé a notar cómo la tensión se iba acumulando en mi
interior, lista para estallar. Estaba a punto de… Me iba a…
Retiró los dedos.
—Recuerda lo que te he dicho —dijo.
Se apartó de mí y se levantó con un brillo travieso en la
mirada.
Se dio la vuelta y se dispuso a salir de la habitación,
dejándome muda e insatisfecha mientras le fulminaba la
espalda con la mirada, rabiosa y frustrada.
Justo antes de cerrar la puerta, se asomó al interior del
dormitorio y dijo:
—Duerme un poco. Quiero hacerme un hueco en tu
mente antes que en tu cuerpo, mi querido corderito. He de
ir a la caza de unas cuantas familias. Los guardianes de la
bestia se niegan a revelar dónde colocarán a la criatura.
Solo se lo han dicho a la reina. —Se pasó una mano por los
cabellos alborotados—. Voy a matar uno a uno a todos los
miembros de su familia delante de ellos hasta que me digan
tras qué puerta estará. —Entonces se puso serio—.
Mañana, cuando estés en la arena, mírame a mí, Callie. Yo
te diré qué puerta elegir.
Me sostuvo la mirada durante unos instantes antes de
cerrar de un portazo y dejarme en un insatisfecho estupor.
¿Podría confiar en que me diría qué puerta me
conduciría hasta mi libertad? Él era quien había querido
matarme al obligarme a participar en los retos. ¿Y si
todavía me quería muerta y todo había sido una mentira?
Estaba claro que era un psicópata. ¿Me diría dónde estaba
la bestia solo para que no me alejase de él? Mi mente
quedó presa de un torbellino de tortuosos pensamientos.
¿Confiaría en él?
Capítulo 28

Callie

M e encontraba en una estancia pequeña y mal iluminada


fuera del descomunal coliseo. Como siempre que había
salido del castillo, el cielo del Reino Oscuro tenía el
color de un eterno crepúsculo. Si se podía ver algo, era
gracias a la ayuda de los últimos rayos de sol y el
resplandor de la luna, que lo iluminaba todo como el foco
azul de un estadio.
Cuando me había despertado aquella mañana, me había
llevado una fugaz desilusión al descubrirme sola en el
dormitorio de Mendax. Al mirar el lado vacío de la cama,
con las sábanas oscuras dobladas sin una sola arruga,
enseguida había sentido que me faltaba algo. Era lo mejor
para mí, pero no había podido evitar que su ausencia me
desagradara.
Jamás me había sentido tan confundida sobre mis deseos
como cuando había visto a Mendax salir de la habitación.
Una parte de mí —la que había quedado presa del anhelo
— se sintió enfadada y frustrada por haberme permitido
caer en sus redes. Sin embargo, una punzada de dolor
había atravesado otra parte mucho menos inteligente de mi
ser al ver que Mendax no había dormido conmigo en
nuestra última noche juntos. Aquella sería la última vez que
lo vería.
Aquella sería la última vez en que alguien me miraría
como él lo había hecho. Como si significase el mundo para
él. Como si… me amara.
Pero no podía quedarme con él. Sería una locura. Estaría
mal.
Me había costado un triunfo conciliar el sueño. El
intenso y decadente olor a ámbar de las sábanas me
envolvió por completo. Había dado vueltas y vueltas
durante toda la noche, presa de los nervios y la confusión.
Físicamente, eso sí, me encontraba de maravilla. Todas las
heridas y quemaduras del primer reto habían quedado
completamente curadas. Era increíble.
No sabía muy bien cómo conseguiría escoger la puerta
correcta, aquella que no escondiese una bestia con un
gusto por la carne humana.
La reina era la única que sabía qué habría detrás de cada
una de ellas, y yo sabía que me sería imposible descifrar su
expresión llegado el momento. Además, no sabría decir si la
mujer prefería apiadarse de mí y devolverme con los míos o
verme muerta. Tenía el presentimiento de que la respuesta
correcta era la segunda, así que yo actuaría en
consecuencia si no me quedaba otra opción.
Caminé por la diminuta estancia cuadrada mientras
cuatro guardias me observaban. Estaba segura de que
podría encontrar la manera de dejarlos inconscientes y
salir corriendo, pero no estaba allí por eso y, en caso de
conseguir escapar, no sabría dónde encontrar un portal.
No había visto a Mendax en todo el día y el nudo que me
atenazaba el pecho me decía que estaba cometiendo un
gran error. Me llevé las manos a la cabeza y me tiré del
pelo, desesperada por sentir algo que me devolviese a la
realidad, algo que me ayudase a centrarme en lo que había
venido a hacer.
Había llegado el momento.
De una forma u otra, me marcharía de aquí y nunca
volvería a ver al fae. Desaparecería de mi vida para
siempre.
Dejé escapar un gritito que sobresaltó a los guardias
armados y me volví a tirar del pelo.
Me negaba a dejar que me manipulara a su antojo.
Mendax no me quería, solo era un loco encaprichado.
Lo odio.
¿Seguro?
No puedo seguir adelante.
Sí, sí que puedo. Echo mucho de menos a mi familia y
amigos. Daría lo que fuera por volver con ellos.
Me senté en una destartalada silla de madera y enterré
la cabeza entre las manos.
La Corte Oscura no era como yo había pensado en un
principio. Incluso el tiempo era distinto. Como no había
sido capaz de conciliar el sueño, aquella mañana me había
levantado más pronto de lo normal. Me habían encerrado
en el dormitorio, así que había probado a salir al balcón.
Había descubierto que también estaba cerrado con llave,
pero, al descorrer las pesadas cortinas de terciopelo, había
visto un poco de sol por primera vez desde que había
llegado. La luz parecía llegar como si pasase por un filtro y
era más grisácea de lo que yo acostumbraba a ver, pero mi
piel había reaccionado con alegría tras llevar un buen
tiempo en la oscuridad. El pueblecito que había visto a lo
lejos era… un pueblo casi normal. Vi comercios y tenderos,
y todos me parecieron sorprendentemente corrientes.
Todos los miembros del servicio y las personas que no
habían intentado matarme se habían mostrado de lo más
amables conmigo. Sí, muchos habían demostrado tener
cierto gusto por la oscuridad, pero eso también se daba
entre los humanos. Las únicas criaturas que parecían odiar
de verdad a los de mi especie eran la reina y su ejército. Ni
siquiera Mendax era tan salvaje y malvado como me habían
hecho creer. A lo mejor…
Me levanté y salí de mi ensimismamiento justo para oír
el rugido de algo que sonaba descomunal y terrible muy
cerca de donde me encontraba. Me estremecí al oírlo.
Era la bestia.
Si elegía la puerta tras la que se ocultaba, podía darme
por muerta. No tendría ni armas con las que defenderme ni
tiempo para reaccionar. Estaba todo en contra.
¿Mendax me dejaría morir? Diría que no.
Lo había visto en su mirada. De verdad pensaba que me
quería. Y no solo una pizquita. El amor que creía
profesarme lo consumía, le ahogaba el alma. Resoplé al
sentirme de pronto atrapada y frustrada.
Ni siquiera me conocía.
Aunque yo misma tenía la sensación de que sí. Quería
refugiarme en sus grandes y amenazadores brazos hasta
que todo desapareciera. Claro que no podía hacer eso.
Tampoco podía entrar a la arena a ciegas. Necesitaba un
plan.
No me quedaba otra opción. Tenía que confiar en que
Mendax no me haría escoger la puerta de la bestia para
acabar por fin conmigo. Todavía tenía mis dudas. Había
intentado matarme en múltiples ocasiones, y que hubiese
sido porque trataba de resistir la atracción que sentía por
mí no era una excusa. Había querido verme muerta y no lo
había conseguido. ¿Qué mejor forma de hacerme sentir una
falsa seguridad? ¿Tenía acaso una manera de estar segura
de que no escogería librarse de mí antes que perderme?
Desde luego, no tenía pinta de ser un hombre que dejara
libre a su amada después de vincularse con ella. Preferiría
verla muerta.
No, nunca me permitiría marcharme de su lado. Lo veía
en la forma en que posaba sus hermosos ojos en mí. Él
mismo preferiría morir antes que dejarme volver a casa.
Se me escapó toda una retahíla de palabrotas al oír el
estruendo y los aplausos de una muchedumbre en la
lejanía, más allá de la habitación donde estaba confinada.
Ya casi había llegado la hora.
Mendax era un arrogante. Confiaba tanto en su poder
que se creía capaz de detenerme antes siquiera de alcanzar
la libertad.
Me diría cuál era la puerta correcta y luego se
interpondría en mi camino antes de que pudiese escapar.
Esa era su intención, ¿no?
Alguien llamó a la puerta y me dio un vuelco el corazón
ante la esperanza de que fuese Mendax. Me dije que la
reacción se debía a que estaba impaciente por descubrir
qué opción tenía que elegir, pero sabía que no era la
verdad.
Un hombre bajito y con el pelo castaño cortado a lo tazón
hizo una señal para que los guardias me prepararan.
Había llegado la hora.
Me sequé una lágrima que se me había escapado.
Temblaba como una ramita presa de una tormenta cuando
los guardias me sacaron de la habitación para llevarme
hasta una enorme puerta de hierro con grandes pestillos y
un pomo redondo descomunal. Hicieron falta dos hombres
para abrirla y uno para empujarme dentro.
Avancé un par de pasos y jadeé al ver las dimensiones
del coliseo. Era gigantesco. Las hileras e hileras de gradas
estaban abarrotadas de fae que gritaban de emoción.
Flaqueé al cruzar la tierra rojiza para situarme en el
centro de la arena. Me sentí como una hormiguita en medio
del vasto anfiteatro. La multitud gritó y vitoreó al verme
aparecer, y yo giré sobre mí misma para asimilar la borrosa
escena que me rodeaba.
Como si hubiese recibido una descarga eléctrica en la
nuca, sentí su mirada clavada en mí. Me giré hacia la
derecha para ver a la reina y al príncipe sentados en un par
de recargados tronos negros colocados en la parte más
baja de las gradas. Nuestras miradas se engancharon como
dos anzuelos mientras nos comunicábamos sin hablar como
solo las personas con esa conexión tácita pueden hacer.
Estoy muerta de miedo.
No dejaré que te pase nada. Estás a salvo.
La reina parecía sentirse un poco perpleja, pero yo no
lograba entender por qué. ¿Se apiadaría de mí porque su
hijo me amaba? No…, no, sabía que ella me quería muerta.
No se arriesgaría a que una humana formase parte de su
linaje.
La mujer se puso en pie y la multitud se calló con
espeluznante rapidez.
—Tu destino mortal ya no está en manos de la Corte
Oscura, Callie Petersen. —El eco de su voz voló por las
gradas llenas de gente, que bebía de todas y cada una de
sus palabras—. Los hados decidirán si de verdad hay
bondad en tu corazón y mereces vivir —entre dientes,
añadió—: o si tu alma humana sufrirá la más dolorosa de
las muertes.
El público se volvió loco. Aunque prorrumpieron en
vítores, también me di cuenta de que había espectadores
repartidos por las gradas que parecieron mostrarse
molestos al oír la segunda parte.
—Detrás de una de esas puertas, se esconde un
monstruo hambriento y sediento de sangre, creado
específicamente para darle caza a los humanos. Tras la
otra, aguarda un portal deseoso por llevarte de vuelta a tu
mundo.
Los asistentes estallaron en aplausos.
Mientras miraba a la reina oscura, me empezaron a
temblar las manos. Me toqué con nerviosismo la cicatriz en
forma de uve. Enterré los pies en la tierra arenosa sin
saber cómo prepararme para lo que estaba a punto de
ocurrir.
La reina movió un brazo con gracilidad hacia la derecha.
La corona que parecía estar hecha de ramitas y el vestido
que llevaba emitían un resplandor negro; cuando la luz de
la luna incidía sobre ellos en un ángulo concreto, casi
parecían tener vida propia. Dirigí la mirada hacia la
dirección en que había señalado y vi dos puertas de hierro
con forma de arco en el otro extremo de la arena. Eran
descomunales, de más de seis metros de alto
tranquilamente. Me quedé sin aliento al pensar en el
tamaño que tendría el monstruo que me esperaba al otro
lado. Miré a Mendax, presa del pánico.
Su expresión tranquila y segura me lo dijo todo.
Sabía exactamente qué ocultaba cada puerta.
Me sequé el sudor de las manos en los pantalones
marrones que llevaba puestos y palpé con nerviosismo los
pliegues de la tela hasta que encontré la daga que le había
robado a uno de los guardias mientras me escoltaban hasta
la arena.
Me crují el cuello moviéndolo de lado a lado e inspiré
hondo. El final estaba cerca. Pronto acabaría todo.
—Escoge tu destino, humana —bramó la reina con una
sonrisa antes de sentarse de nuevo en su trono mientras el
estruendoso público coreaba desenfrenado.
Le lancé una silenciosa mirada suplicante a Mendax.
¿Qué puerta elijo?
Su rostro se mantuvo impasible y su respiración, regular.
Vi como el cuero negro como el ónice que lo envolvía subía
y bajaba cada vez que tomaba aire y lo soltaba con relativa
tranquilidad. Me estudió con ojos firmes mientras apretaba
la mandíbula y se aferraba a los brazos del trono negro con
fuerza.
Asintió con la cabeza en un movimiento tan
imperceptible que se me habría pasado por alto de no
haber sido porque su corona negra emitió un destello bajo
la luz de la luna. Había señalado la puerta de la derecha sin
apartar la mirada ni por un segundo de la mía.
¿Me estaría dirigiendo hacia la bestia o hacia el portal?
Esa era la cuestión. Estudié ambas puertas durante un
buen rato e intenté agudizar el oído para ver si captaba los
ruidos de la bestia. Me bastaba con percibir cualquier
sonido que me ayudase a averiguar cuál era la puerta hacia
la libertad. El público me abucheó con impaciencia;
estaban ansiosos por presenciar una masacre.
Me quedé parada ante las dos puertas con la mirada
clavada en la de la derecha.
¿Y si detrás de ella estaba el portal que me llevaría a
casa?
¿Y si no era así?
Se me llenaron los ojos de cálidas lágrimas. No fui capaz
de contenerme, pese a lo fuerte que me mordí el interior de
las mejillas para no llorar.
No había nada más que hacer. No había vuelta atrás.
Lancé una última mirada en dirección a Mendax.
Seguía sentado en su trono, pero ahora tenía el cuerpo
en tensión. ¿Me daría ese detalle alguna pista? Frunció
ligeramente el ceño al pasarse una mano pálida por el
rostro. Estaba nervioso.
Su mirada estaba cargada de inquietud y devoción.
Percibía su agitación a través del vínculo.
Tal vez sería mejor dejar que la bestia me devorase.
Caminé hasta colocarme delante de la puerta derecha
antes de pensármelo mejor y retroceder un par de pasos.
Tan pronto como esa puerta se abriese, me lanzaría de
cabeza al portal para escapar antes de que Mendax tuviese
oportunidad de alcanzarme. No iba a dejar que me
marchara así como así. Sabía que aparecería para intentar
detenerme, pero no podía quedarme. Cruzar el portal era
mi única opción.
Tendría que actuar deprisa. Decir un último adiós.
—Elijo esta —anuncié con voz temblorosa.
La reina asintió y una desagradable sonrisa se extendió
por sus labios pintados.
Su expresión hizo que me diera un vuelco el corazón.
Se oyeron unos golpes secos y unos crujidos cuando la
puerta empezó a levantarse poco a poco.
No tuve que pensármelo dos veces. En cuanto vi la cara
de la monarca, eché a correr en dirección contraria y
aminoré el paso lo justo para sacarme la daga de los
pantalones.
Me di la vuelta y me quedé lívida.
El lomo rojo de la descomunal criatura rozó la parte
superior de la puerta al entrar en la arena.
Había elegido mal. Mendax me había conducido hasta la
bestia.
Al final resultaba que sí me quería muerta.
Separé las piernas para afianzar mi posición mientras los
pasos de la enorme criatura hacían que el suelo del coliseo
se estremeciese como si hubiese quedado a merced de un
terremoto.
El monstruo era una especie de cruce entre un
tiranosaurio y una serpiente. ¿Era un dragón? No se
parecía a nada que hubiese visto antes.
Un coro de gritos ahogados recorrió las gradas cuando la
bestia se movió en actitud rabiosa.
Parecía tener el cuerpo cubierto de sangre seca y sus
patas delanteras eran más grandes que las traseras, de
manera que se le arqueaban en un ángulo muy extraño. Su
torso en forma de barril sobresalía un poco por delante y
las puntiagudas escamas que lo recubrían parecían
sobresalir casi ocho centímetros de su cuerpo. Varias de
esas púas también le recorrían la afilada cresta del lomo y
la parte trasera de cada pata.
Me quedé pálida al ver que clavaba la mirada en mí y
cogía carrerilla para embestirme. El bramido que salió de
su desagradable bocaza sonó como la mezcla de un gruñido
estruendoso y un alarido agudo e hizo que se me pusieran
los pelos de punta. Además, me permitió ver que la criatura
contaba con dos filas de afilados colmillos. La bestia me
recordaba cada vez más a una especie de dinosaurio
recubierto de púas letales. Estas le enmarcaban los
laterales de la cabeza y crecían desde su largo hocico
curvadas hacia atrás hasta transformarse en gruesas
escamas a la altura del cuello. El hambre resplandecía en
los ojillos negros de serpiente que tenía clavados en mí
como retándome a moverme.
Me había acorralado contra las puertas por las que yo
había entrado a la arena desde el otro extremo del coliseo
cuando profirió un bramido tan profundo como el de un
cocodrilo y erizó las escamas del lomo, listo para atacar.
Yo levanté la daga, molesta porque mi don para
relacionarme con los animales no hubiese funcionado con
esta bestia. Por alguna razón, no parecía ser tan efectivo en
el Reino Oscuro como lo era en el mundo humano. Aquí no
parecía agradarle a ninguna criatura.
Ni siquiera a Mendax, visto lo visto.
El cuerpo del monstruo se tensó y yo me encogí a la
espera de recibir su envite mientras me preguntaba cuánto
tardaría en devorarme. Me armé de valor y apreté con
fuerza la empuñadura dorada y pulida de la daga. La
sensación familiar de tener un arma en la mano me
embargó como una sombra olvidada.
La bestia se lanzó a por mí.
Cerré los ojos con fuerza y me tensé tanto que me crujió
la mandíbula. Esperé a sentir las primeras punzadas de
dolor que me causaría con las garras curvas o los afilados
dientes.
Cuando los abrí, descubrí horrorizada que Mendax había
aparecido de pronto ante mí con las alas más extendidas
que nunca y un gruñido que no distaba mucho de los
horripilantes sonidos que emitía el monstruo.
Estuve a punto de quedarme sin aliento al verlo.
¡No! ¡Por favor, no!
Morí por dentro y mi alma se reencarnó al sentir como
me empujaba con delicadeza hacia atrás con el humo de
sus alas para alejarme de la bestia.
Había invocado a las sombras para que lo transportasen
hasta mí y así recibir el golpe en mi lugar. Para salvarme la
maldita vida.
Lancé una rápida mirada en dirección a la reina, que
gritaba y aporreaba una barrera invisible con las manos y
los brazos, ahora impregnados de negro. Su cuerpo
desprendía unas iracundas volutas de humo que
amenazaban con asfixiar a los guardias sombríos que se
desplegaron por todo el primer nivel de gradas mientras
llamaba a su hijo a gritos. Si las miradas matasen, la mujer
me habría fulminado.
Mendax había levantado una especie de escudo
alrededor de la arena para mantener fuera a la reina y al
resto de los fae.
Ella sabía que su hijo averiguaría dónde estaba la bestia
y me diría qué puerta escoger para mantenerme con vida.
La reina Tenebris les había dado el cambiazo a las
puertas. Había subestimado lo diabólica que era.
Nunca debería haber dudado de lo que mi familia me
había contado sobre ellos. Jamás.
Los alaridos de la multitud se mezclaron con los gruñidos
de la bestia cuando esta le lanzó un zarpazo a Mendax con
una inaudita destreza. El príncipe bloqueó cada golpe sin
problema con sus alas de humo, que ahora eran totalmente
sólidas, y lanzó lo que parecía ser un rayo negro hacia el
pecho del monstruo con un sencillo movimiento de la mano.
Su cuerpo, enfundado en una armadura negra, irradiaba
tensión y rabia mientras que su expresión era
prácticamente una máscara de ira candente. La bestia de
escamas rojas empezó a retroceder con cada ataque de
Mendax, pero eso solo consiguió que el príncipe oscuro la
atacase con más violencia. El príncipe bajó un poco la
cabeza y estudió a la criatura que se alzaba ante él como si
pudiese hacer explotar a su malvado oponente con solo
mirarlo. Era la expresión más aterradora que había visto
nunca; tenía la boca retorcida en una sonrisilla
espeluznante. Entonces me di cuenta de que Mendax ni
siquiera había estado intentando hacerle daño todavía.
Había estado jugando con la bestia para desfogarse un
poco. Se me erizó el vello de la nuca al asimilar la escena
que se desarrollaba ante mí.
Una magia oscura y malévola crepitaba en el aire como
la energía de un rayo.
Me fijé en que la puerta de la que había salido la criatura
seguía abierta y corrí hacia allí como la cobarde que era.
No podía hacerlo. No podía. Aunque me impidiese
regresar a casa, aunque tuviese que vivir para siempre con
medio corazón…, no podía hacerlo.
¡Por los dioses! ¿Por qué no había podido dejarme morir?
No habría sido tanta tortura.
Eché un último vistazo a Mendax y a la bestia. Unas
lágrimas cálidas y cargadas de terror y tristeza me
corrieron por las mejillas. La arena del coliseo comenzó a
arremolinarse a nuestro alrededor como un tornado, pero
Mendax me encontró en el último segundo. Su mirada
perspicaz se endureció con una punzada de dolor al fijarse
en mis lágrimas, en la postura de mi cuerpo.
Ni se te ocurra seguirme, le supliqué en silencio
mientras aprovechaba para grabarme a fuego en la
memoria su hermoso rostro y rezaba con cada fibra de mi
ser para que se quedase donde estaba.
Salí como una bala. Era la única forma de salvarnos a los
dos.
El aire frío me acuchilló los pulmones bocanada tras
bocanada y fui ganando tracción a medida que mis pies
impactaban contra la polvorienta tierra marrón. Cada
zancada me acercaba más y más a la puerta abierta. El
cielo nocturno había adoptado un color azul oscuro al otro
lado de las luces del coliseo. La siniestra luz de la luna que
iluminaba el amplio hueco de la puerta me mostraba el
camino hasta la libertad. Cruzaría el portal que se escondía
tras su gemela para no volver jamás. Todos los guardias se
encontraban detrás de la barrera que Mendax había
levantado, así que no se interpondrían en mi camino.
Caí al suelo de lado como si me hubiese atropellado un
autobús, cegada por mi propia melena enredada. Alguien
me agarró por la cintura y me levantó con tanta violencia
que perdí el control de mi vejiga por unos instantes. Sentí
como unas despiadadas garras se me enterraban en la piel.
Por lo que parecía, el monstruo se había dado cuenta de
que yo era la única presa en la arena. Había dado a
Mendax por perdido.
Tenía las púas y las escamas rojas como la sangre de su
hocico tan cerca de la cara que percibía el acre hedor
reptiliano que emanaba de su boca al espachurrarme. Los
ojos negros de la criatura, tan vacíos como dos pozos sin
fondo, brillaron hambrientos. Noté el calor de su aliento en
las piernas mientras dejaba escapar un gimoteo que habría
sido un alarido de terror si la bestia no me hubiese estado
aplastando los pulmones con la zarpa.
Se metió mis piernas apresuradamente en la boca y tanto
la tela de los pantalones como mi propia piel se
desgarraron al pasar entre sus afilados dientes.
La diabólica criatura roja se detuvo cuando ya tenía la
mitad de mi cuerpo entre las fauces. Entonces me volvió a
agarrar y me sacó del interior húmedo de su boca, de
manera que volvió a rajarme la piel de la pierna derecha y
la tela que la cubría al liberarme.
Me revolví contra ella con todas mis fuerzas y, cuando
me dejó en el suelo con suma delicadeza, me pregunté si ya
estaría muerta o si lo estaría soñando todo.
Al contemplar sus ojos negros, me di cuenta de que
estaban cubiertos por una especie de película de humo. En
cuanto me soltó, el monstruo se alejó de mí como si
estuviese hipnotizado.
Eché un rápido vistazo a mi derecha y vi a Mendax, que
se encontraba inmóvil como una estatua a unos pocos
pasos, estudiando a la bestia con malicia. Por un instante,
posó sus ojos azules en mí y, por primera vez desde que lo
había conocido, tenía una expresión de auténtico pavor en
el rostro. Aquella mirada temblorosa y cargada de emoción
se tornó sombría de nuevo al mirar a la bestia. Profirió un
grito de guerra tan potente que se le marcó una vena en el
cuello y la frente. Ahora tenía el rostro retorcido en una
mueca de rabia desmedida.
La criatura no se inmutó ni demostró ninguna emoción
ante el príncipe, como si fuese una especie de zombi.
Levantó una zarpa con destreza, pero con los movimientos
de una marioneta que…
Era justo eso: una marioneta.
Mendax le estaba controlando la mente.
Que alguien ejerciera semejante control sobre otra
criatura era difícil de imaginar, pero verlo adentrarse con
tanta facilidad en la mente de una bestia del tamaño de una
casa era prácticamente inconcebible. El príncipe estaba
agarrotado de furia. Aterrorizada, vi como dejaba caer los
hombros de forma casi imperceptible. Entonces el
monstruo se enterró las descomunales zarpas en el pecho
con un desagradable crujido y se desgarró la caja torácica
para ofrecerle un regalo a su titiritero.
Sin proferir el más mínimo quejido, la bestia zombificada
se desplomó mientras que del cavernoso orificio que se
había abierto en el abultado pecho manaba una sangre
negra como la tinta. Abrió la zarpa con la que se había
atacado a sí misma y dejó su corazón todavía latiente en el
suelo antes de yacer inmóvil en un amasijo de escamas
rojas y garras manchadas de sangre negra.
Un último estertor recorrió el corazón todavía húmedo
de la criatura antes de quedarse tan quieto como el
cadáver tendido a su lado.
No me lo podía creer. Mi cerebro humano se esforzó por
borrar todo lo que acababa de ver.
—Cambió las puertas en el último momento, Callie.
¡Casi… casi te pierdo! —gritó Mendax—. Te prometo que
todos lo pagarán muy caro. No dejaré que te aparten de mi
lado jamás, Callie. Jamás.
El miedo hizo que se le entrecortara la voz.
Las luces ambarinas del coliseo titilaron al otro lado de
donde nos encontrábamos. El aire nocturno nos revolvió el
cabello en diferentes direcciones mientras los sonidos
ahogados de la reina y el público intentando sortear la
barrera de Mendax resonaron en la quietud de la noche.
Me estremecí ante el sabor rancio de la traición en la
lengua. Las lágrimas corrieron por mis mejillas como unos
salados recordatorios de la falta de honestidad que se me
metieron en las comisuras de la boca antes de seguir su
camino por mi barbilla como una cascada de mentiras.
¿Por qué había tenido que seguirme?
Estudié la puerta antes de prepararme. Sabía que no
podría correr más rápido que él.
—Lo siento muchísimo, Malum —gimoteé con voz queda
mientras las lágrimas me nublaban la visión.
Nuestras miradas se encontraron y el fae corrió hacia mí
con el rostro contraído por los nervios antes de atraerme
contra su pecho. Lloré con más fuerza ante la profunda y
reconfortante sensación que me inundó al sentirlo.
Cerré los ojos y me obligué a cumplir con la tarea que se
me había encomendado desde un principio.
Capítulo 29

Mendax

C omo siempre me pasaba con Callie, no vi venir su


próximo movimiento.
Mi amada me enterró un arma de hierro justo debajo
del ala. Yo mismo le había mostrado el punto exacto donde
herirme y acabar conmigo para siempre.
Aunque debería haberme imaginado que ocurriría algo
así, me pilló por sorpresa.
Presionó su suave cuerpo contra el mío como en un
abrazo.
Permaneció impasible, con el rostro firme incluso cuando
contemplé la humedad de sus ojos inyectados en sangre. Se
me entrecortó la respiración cuando me enterró el arma
más profundamente.
Callie se había encargado de darme el golpe de gracia.
Después no se movió, sino que se aferró al arma con el
cuerpo tenso. Caí de rodillas, incapaz de seguir en pie por
más tiempo. Ella cayó conmigo, como si una fuerza invisible
le impidiese apartarse de mi lado.
—Tenías razón en todo, Malum —gimoteó mientras se
aferraba a mí con más fuerza.
Oírle pronunciar mi verdadero nombre después de
haberme apuñalado era un método de tortura único en sí
mismo.
Abrí la boca para hablar, pero no conseguí que me
saliesen las palabras. Me sostuvo la mirada mientras las
lágrimas corrían por su rostro y caían en la tierra del
coliseo.
—Sí que me enviaron para matarte, pero no fue cosa de
los humanos —confesó retorciendo la daga para ahondar la
herida, tanto literal como figuradamente.
Callie se echó hacia atrás y se puso en pie sin quitarme
el arma de la espalda. El viento le agitó la melena rubia
como el trigo mientras me miraba desde arriba sin dejar de
llorar. Parecía estar dividida, como si quisiera ayudarme y
salir corriendo tan rápido como pudiese al mismo tiempo.
—Sabía que escondías un fuego en tu interior, Callie. Lo
que no esperaba era que resultase ser todo un puto
incendio —dije.
Notaba cómo me iba debilitando con cada segundo que
pasaba y cada vez me resultaba más difícil hablar por un
buen puñado de razones. Cada fibra de mi ser quería
atraerla hacia mí, todavía la necesitaba a mi lado. Mi alma
ardía en deseos de que me abrazase con fuerza para
depositar mi último aliento en su mejilla.
Dos lágrimas cayeron sobre mi pecho mientras yo me
esforzaba por mantenerme de rodillas ante ella. Su coraza
se fue resquebrajando más y más a medida que la vida iba
abandonándome.
—Nadie me ha entendido nunca tan bien como tú —dijo.
Las lágrimas siguieron corriendo por su rostro
enrojecido cuando se alejó un par de pasos de mí. Su
mirada estaba cargada de puro arrepentimiento cuando se
secó los ojos con el dorso de la mano.
—Parece ser que, haga lo que haga, estoy destinada a
vivir con un corazón incompleto —añadió.
Avanzó un poco más hacia la puerta abierta.
La sangre me tronaba en los oídos. Tenía que detenerla.
Iba a marcharse. No volvería a verla nunca.
—Te necesito, Callie, por favor, no te vayas. ¡Espera!
Espera a que haya muerto y ahórrame el dolor de verte
marchar.
—Sigues siendo el villano de esta historia, Malum.
Siempre lo serás. La reina Saracen tenía razón —dijo con
voz temblorosa.
Dio otro paso más hacia la puerta, lejos de mí.
Se me heló la sangre en las venas, más por verla alejarse
que por tener una daga enterrada en la espalda.
—Tú no estás siendo ninguna santa, querida —dije con
voz ronca.
Me limpié la sangre negra de los labios. Al derrumbarme
sobre el costado, mi mejilla chocó contra el suelo con un
crujido, pero no quité la mirada de Callie ni por un
segundo. Me negaba a desperdiciar la última oportunidad
que tendría de contemplarla.
—Nadie espera que sea un ángel quien reduzca el mundo
a cenizas —dijo, aunque la desesperación inundó su mirada
por una fracción de segundo—. Lo siento. No tenía otra
opción… Era la única manera de…
Negó con la cabeza, se volvió a enjugar las lágrimas con
el dorso de la mano y enderezó la espalda. Me dedicó una
última mirada larga y cargada de anhelo antes de darse la
vuelta con los puños apretados y cruzar la puerta de la
arena.
—¡Nooo!
El grito me partió el pecho en dos. Al verla alejarse de
mí, me sentí embargado por el dolor, así como por toda la
rabia que albergaba en mi interior.
No podía dejarla escapar. Nunca permitiría que se
alejase de mi lado. No me veía capaz de seguir adelante sin
ella. ¡Me negaba a no volver a verla nunca!
Me concentré en un intento por invocar mis poderes y
manipular la mente de Callie. Me aseguraría de que no se
marchase y, cuando volviese a mi lado, le demostraría a mi
diosa lo que sentiría al convertirse en mi reina. Le dejaría
hacer conmigo todo lo que había querido y más.
Un calor eléctrico me recorrió el cuerpo ante el peso de
mi poder. Solo me haría falta llamarla para que regresase
conmigo al lugar donde pertenecía. Para siempre. Le
rodearía ese bonito cuello suyo con mis cadenas de humo y
tendría suerte si alguna vez se las quitaba. Me ataría el
otro extremo de la cadena a mi propio cuello si hacía falta.
—Vuelve conmigo, Callie Peterson —le ordené vertiendo
todo mi poder en esas palabras.
Ella se detuvo y se volvió para mirarme a los ojos. Sí.
—Por favor, vuelve conmigo ahora mismo, Callie. —La
descarga de poder que empleé para pronunciar su nombre
me entrecortó la voz.
La víbora que sostenía los hilos que me mantenían de
una pieza esbozó una sonrisa triste. Se dio la vuelta y
retomó la marcha. Sin tan siquiera inmutarse.
¡No! No… ¡No!
Callie no era su verdadero nombre. Mi diosa me había
estado engañando desde el principio.
Dejé caer la cabeza contra el suelo, presa de la
conmoción.
Era buena. Joder, era muy buena. La había subestimado.
Me aferré al diente que llevaba colgando del cuello. Me
dejé arrastrar por el silencio y cerré la mano con fuerza a
su alrededor para tener la sensación de que Callie no se
había ido del todo.
Nunca se libraría de mí. Jamás.
Los soldados del ejército oscuro, que habían conseguido
franquear la barrera invisible en cuanto mis poderes y yo
empezamos a flaquear, bajaron de las gradas como una
marabunta de hormigas.
—¡Mi señor! ¡Acabad con ella enseguida! —gritó el
capitán de la guardia sombría antes de que le rodease el
tobillo con mi humo y le hiciera perder el equilibrio con un
fuerte tirón.
Un estremecimiento de dolor acompañó a ese esfuerzo.
—Le cortaré la cabeza a quien ose ponerle una mano
encima a mi futura reina —le susurré al capitán.
Una expresión desconcertada se apoderó de sus
sorprendidas facciones.
—Pero, mi señor…, acaba de… Tenemos que llevarle ante
un sanador de inmediato. Ha recibido una herida mortal —
dijo con el ceño fruncido en una mueca afligida mientras
otros dos guardias lo ayudaban a ponerse en pie y
empezaban a pulular a mi alrededor.
—Lo sería si yo fuese un fae normal, pero soy un Asesino
de Humo.
Me recosté en el suelo y cerré los ojos con una sonrisa.
No era ningún tonto. Su fachada de inocencia no me
había engañado ni por un momento. Callie era una diosa de
poderes mortíferos y albergaba un pozo de oscuridad en su
interior que no tenía nada que envidiar al mío. Era
absolutamente perfecta en todos los sentidos.
Por supuesto, nunca se me habría pasado por la cabeza
mostrarle mis verdaderos puntos débiles.
No, no iba a morir y, cuando estuviese recuperado,
saldría en su busca. Ella me conduciría hasta quienes la
hubiesen encomendado la tarea de matarme y los
aniquilaría a todos. Los torturaría largo y tendido por
haberla hecho sufrir. Luego no me detendría ante nada —
ante absolutamente nada— hasta que Callie, mi reina, fuese
mía para siempre. Mataría a todo aquel que se interpusiese
en mi camino. Reduciría cualquier mundo a cenizas con tal
de llegar hasta ella. De hecho, todo aquello solo me hacía
desearla más. Quería darle un hogar a su maldad, un lugar
donde ella pudiese refugiarse y corromperse. Callie estaba
destinada a estar conmigo.
Una áspera sonrisa me curvó los labios y me dibujó unas
arruguitas alrededor de los ojos antes de perder el
conocimiento.
Capítulo 30

Caly

E l olor intenso y acre del antiséptico mezclado con los


suaves matices del jabón y los productos de limpieza
agresivos me inundaron las fosas nasales cuando tomé
una fuerte bocanada de aire. La cegadora luz de los
fluorescentes me quemó los párpados al intentar abrir los
ojos. Todo era estéril, limpio y blanco. Un sonoro coro de
pitidos y voces me asaltó los oídos y me nubló los sentidos
en apenas un segundo.
Un techo de rejilla con motitas marrones y unos paneles
de luces grandes y rectangulares monopolizaban mi campo
de visión.
Me senté de forma brusca y alguien me agarró del brazo.
Me intenté arrancar el plástico que me cubría la cara de un
tirón, pero la tira elástica se me enganchó en una oreja. El
corazón me latía desbocado.
—No pasa nada, tranquila, cielo. Has tenido un accidente
muy feo y te encuentras en el hospital de Michigan Springs.
¿Me puedes decir cómo te llamas? ¿Te acuerdas de tu
nombre? —me preguntó una voz agradable pero robótica.
—Me llamo Callie Peterson y soy una orgullosa bióloga
ambiental y técnica de laboratorio. Estaba cruzando el
bosque para ir a recuperar mi microscopio cuando me topé
con un grupo anómalo de mariposas luna y un círculo
perfecto de ángeles de la destrucción. Vivo en el 4313 de
Sassafras Road, en Willow Springs, Michigan…
—¡Se ha despertado! ¡Ay, madre, por fin se ha
despertado! ¡Venid todos! —gritó una voz familiar desde
una esquina de la habitación.
Me giré hacia las voces. Me iba a explotar la cabeza.
Estaba sentada en una cama de hospital con las muñecas
llenas de pulseras identificativas y vías intravenosas.
Un hombre mayor ataviado con una bata de laboratorio
me estaba empujando con suavidad para que volviese a
tumbarme en la cama.
—Poco a poco, campeona. Llevas un buen tiempo
inconsciente. Hazme el favor de respirar hondo. Tu familia
y amigos vendrán a verte enseguida. Tu abuelo Earl acaba
de salir a avisarlos.
Me apoyó un estetoscopio frío contra la piel cálida del
pecho. Bajé la vista y me di cuenta de que, en vez de llevar
puesto un bonito vestido de gala negro, iba vestida con un
camisón de hospital de tela tiesa y azul.
Intranquila, tiré de la rígida manta de algodón que me
cubría para subírmela hasta el pecho. Algo iba mal.
—¿Dónde estoy?
Antes de que el hombre canoso tuviese oportunidad de
responder a mi pregunta, una multitud de caras conocidas
irrumpió en la habitación.
—Lo siento muchísimo, pero no pueden entrar todos a la
vez. La van a abrumar. Ahora mismo se encuentra estable y
tiene buen aspecto —les aseguró el médico antes de
esbozar una sonrisa tensa, rodear a la multitud y salir de la
estancia cerrando la puerta a su espalda con un chasquido
del pestillo.
Cliff y Cecelia me miraban desde los pies de la cama.
Cada uno me agarró de un pie y la calidez de sus manos se
abrió camino hasta mi piel a través de los calcetines
antideslizantes que llevaba puestos. Otros trabajadores de
la reserva y vecinos de Willow Springs se reunieron
alrededor de la cama. Unas cuantas chicas del pueblo me
miraron con ojos vidriosos. La luz de los fluorescentes casi
las hacía mimetizarse con la habitación cuando incidía
sobre sus cabellos dorados. Varias de ellas tenían la cara
roja e hinchada, como si llevasen llorando un buen rato.
En cuanto los vi a todos, me desmoroné. Eran insulsos,
ordinarios…, del montón.
Eran demasiado humanos.
No se parecían en nada a los hermosísimos fae…
Earl se encontraba al otro lado de la cama y su frágil
figura temblaba un poco mientras se enjugaba los ojos con
un pañuelo de un blanco grisáceo.
—Ha sido todo por mi culpa. ¡Todo! Lo siento muchísimo,
Callie —balbuceó contra el pañuelo antes de quitarse la
desgastada gorra que le cubría la cabeza y retorcerla entre
las manos.
—No hemos conseguido contactar con tu madre o tus
hermanas. Usamos los datos de contacto que aparecían en
tu ficha, pero parece que ese teléfono ya no existe. Tu
familia debe de estar muy preocupada —farfulló Cecelia,
que me dio un apretón en el pie en un gesto maternal.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué está ocurriendo? —pregunté.
El miedo y la locura crecieron en mi interior porque, en
el fondo, ya sabía la respuesta.
—Te encontramos en el bosque, detrás de tu casa.
Estabas rodeada de ángeles de la destrucción, Callie.
Resulta que tenían unos niveles de toxicidad jamás vistos
en un hongo. Los científicos que han venido a tomar
muestras y a retirar las esporas tienen a todo el pueblo
alborotado —explicó Earl, que se cruzó de brazos y se puso
a caminar de un lado para otro—. Lo siento mucho, Callie.
Ha sido todo culpa mía.
—Pues sí. ¿No te parece que ya has hecho suficiente?
Cuando salgas de aquí, deberías irte derechito al ala de
psiquiatría para que te encierren —ladró Cliff con
agresividad.
Todo me resultaba tremendamente extraño. No
recordaba nada. Era como si hubiese aparecido en la vida
de otra persona y nada encajase.
Una enfermera en la que no me había fijado hasta
entonces se aclaró la garganta a mi lado.
—Las toxinas de esas setas actuaron de una forma tan
agresiva sobre tu cuerpo que casi te matan. De no haber
sido porque este caballero te encontró a tiempo, me temo
que no habrías sobrevivido —dijo la enfermera bajita y de
cabello oscuro señalando a Earl.
A los pies de la cama, Cliff prácticamente profirió un
rugido.
—Ya es suficiente, lo siento, pero están ustedes
saturando a la paciente. Salgan y vayan entrando de uno en
uno —los regañó la enfermera de uniforme azul mientras
echaba a todo el mundo de la habitación—. Callie, cariño,
¿quién quieres que pase primero? Solo una persona, por
favor.
—Eh…, pues supongo que Earl —farfullé, aunque seguía
intentando atar cabos.
El hermoso rostro del príncipe fae se abrió camino por
mi mente cansada. Me toqué la cicatriz en forma de uve
con el pulgar mientras me esforzaba por recordar qué
había pasado.
Todo el mundo salió de la habitación a regañadientes y la
enfermera los siguió para dejarme a solas con Earl después
de mostrarme cuál era el botón con el que podía llamarla si
necesitaba algo.
Estaba agotada y sentía unas molestias en la pierna que
me hacían moverme con incomodidad sobre el duro
colchón.
Un segundo…
Un dolor agudo me atravesó al volver a mover la pierna.
Lo sentí justo donde los dientes de la bestia me habían
desgarrado la piel.
De pronto, todo cobró sentido y recordé lo que había
ocurrido.
Cogí el vaso lleno de hielo triturado que me había dejado
la enfermera junto a la cama para hidratarme, me metí una
buena cantidad en la boca y traté de calmarme.
—Calypso.
Me atraganté y se me cayó el vaso sobre el regazo al oír
mi verdadero nombre. Los trocitos de hielo volaron por
todas partes.
Me quedé boquiabierta al mirar a Earl, que estaba
apoyado contra la pared blanca más próxima a los pies de
la cama. Su actitud había cambiado por completo. Una
cortés confianza había reemplazado su naturaleza
temblorosa y frágil y su voz había adoptado una cadencia
fluida que me resultaba familiar.
—¿Qué has dicho? —le pregunté conmocionada.
—No creerías que iba a dejarte sola en esto, ¿verdad? —
preguntó Earl al apartarse de la pared con elegancia y dar
un lánguido paso hacia mí.
Era como si estuviese poseído. No era Earl en absoluto.
—¿Quién eres? —le pregunté lanzando una rápida
mirada hacia la puerta cerrada.
Cada vez tenía más y más dudas.
—Me sorprendió que no te dieses cuenta de que era yo
—dijo con una carcajada, y el sonido de su risa hizo que un
recuerdo bailase en mi mente.
Era imposible.
Se acercó más a la cama y, aunque su rostro seguía
siendo el de un hombre decrépito, la sonrisa que se adueñó
de sus facciones fue encantadora y juvenil.
—No podía dejarte. Me preocupaba que no fueras capaz
de encontrar el portal sin mi ayuda, pero cuando te
acercaste, entré en pánico e intenté detenerte. Jamás
tendría que haber sido tarea tuya. Joder, Cal. Como se
entere de que me he entrometido en vuestro trato, estoy
seguro de que no cumplirá con su parte.
Ahora Earl sonaba muy joven. Se encogió de hombros en
actitud juvenil y se metió las manos en los bolsillos de los
vaqueros con timidez.
—¿Qué…?
No. No podía ser. Era imposible.
—La reina está hecha una furia porque Mendax mató a
Langmure, así que estoy seguro de que te devolverá la otra
mitad de tu corazón solo por haber conseguido acabar con
él. En mi opinión, creo que has demostrado tu lealtad con
creces —susurró Earl, y el contorno de su rostro se
difuminó.
Retrocedí hasta pegarme contra el borde metálico de la
cama. Tenía la cabeza a punto de estallar mientras me
pasaba la lengua por el hueco que me había dejado la
muela del juicio.
Solo había una persona que…
Ahogué un grito al ver como el cuerpo de Earl se
desdibujaba y se transformaba en un hombre mucho más
alto y atractivo. El contraste de la piel morena y los
músculos tersos con la figura frágil que había tenido hasta
ese momento era impresionante.
El príncipe Aurelius de la Corte Luminosa me devolvía la
mirada con los ojos cargados de emoción.
—Me has engañado, Aurelius —dije con los dientes
apretados, aunque no sentí el desagrado con el que me
forcé a hablar.
Él perdió la bonita sonrisa al instante.
—Venga ya, ¿cómo que Aurelius? Llámame Eli, como
siempre —pidió—. Ya sabes que mamá no podía enterarse
de que te he estado ayudando. De lo contrario, nunca
habríamos sido capaces de demostrar tu lealtad y
conseguir que te devuelva la otra mitad de tu corazón. Te
recuerdo que eres humana y que es la única manera que
tenías de que la reina te dejase venir a vivir con nosotros al
Reino Luminoso. —Volvió a esbozar una encantadora
sonrisa antes de ponerse serio—. Además, tuviste suerte de
que estuviese ahí para echarte una mano. Haz memoria.
Me crucé de brazos enfadada. Por unos instantes, había
tenido la esperanza de que lo ocurrido hubiese sido todo un
producto de mi imaginación. De que tal vez podría
despertarme y ser una científica de verdad que trabajaba
para una reserva en Willow Springs.
—Lo que recuerdo es que un zorro intentó evitar que
cruzase el portal del bosque —dije.
De pronto, me vi embargada por un torrente de
emociones que no supe identificar.
Aurelius se pasó las manos por la cara y la boca.
—¿Qué quieres que te diga, Cal? No me hacía ni pizca de
gracia imaginar a mi mejor amiga adentrándose con su
frágil mortalidad en el reino más oscuro y malvado al otro
lado del velo. Cuando adopto mi forma animal estando
cerca de ti, hay veces en que no soy capaz de controlarme
como es debido.
Un silencio cargado inundó la habitación estéril.
—Mira el lado positivo: por fin has descubierto en qué
animal me transformo —bromeó con una fuerte carcajada
que casi consiguió relajarme.
Casi.
—Tampoco fue nada del otro mundo —repliqué
intentando reprimir una sonrisa.
Cuando tenía diez años, Aurelius había cometido el error
de confesar que tenía el poder de cambiar de forma gracias
a que era un miembro de la familia real luminosa. Le
supliqué durante años que me lo mostrase y me frustró
mucho que no se me permitiese saber en qué animal podía
transformarse. Que los miembros de la familia real
cambiasen ante la mirada de los humanos estaba muy mal
visto y solía castigarse con dureza.
—Entonces supongo que tampoco te pareció nada del
otro mundo que impidiese que tu corazón mortal dejase de
latir para siempre después de que ese desgraciado te
matara. Mi madre te entrenó como el culo. No llevabas ni
cinco minutos al otro lado del velo y ya te habían
apuñalado.
De pronto se puso totalmente serio. Tanto que me puso
los pelos de punta. Parecía mucho más… mayor de lo que
recordaba. Luego, continuó:
—De no haber…
Los dos nos congelamos al oír que alguien llamaba a la
puerta.
—¿Todo bien, Callie? ¿Necesitas algo? —preguntó la
enfermera bajita asomando la cabeza por la puerta
entreabierta.
Su mirada enseguida voló hasta Eli, de piel dorada y
mucho más grande y musculoso que un humano normal.
Contuve la respiración a la espera de que hiciese sonar
una alarma invisible para que todo el equipo del hospital
viniese a llevárselo de mi lado.
—Estoy bien, gracias —dije con una de esas sonrisas
forzadas que ahora se me daban de maravilla.
Ella me guiñó un ojo y le echó un último repaso al fae
que apenas conseguía disimular que no era humano antes
de volver a cerrar la puerta. Una vez que volvimos a
quedarnos solos, me puse seria y clavé la mirada en la de
Eli.
—¿Cómo que me mató? Yo pensaba que solo me había
herido. ¿Llegué a morir? ¿Cómo me salvaste? —Aunque mis
recuerdos estaban borrosos, todavía me acordaba de lo
sucedido—. ¡Me lamiste y derramaste tus lágrimas sobre
mí!
Mi primera intención había sido descubrir qué había
hecho en realidad, pero también aproveché para pincharlo
un poco.
Me detuve en seco al ver que se había quedado de
piedra.
—¿Lo recuerdas? —susurró con cierto nerviosismo.
Asentí con cautela y sus ojos ambarinos parecieron
vibrar cargados de magia cuando se inclinó sobre la cama y
me cogió las manos.
—Tarani estaba conmigo. La llevaba de vuelta a casa
desde el otro lado del velo y aproveché para asegurarme de
que estabas bien.
El pánico que destilaba su voz hizo que se me acelerase
el pulso. Juraría haber captado el sutil olor a humo que
había en el bosque aquella noche. Empezaba a sentirme de
los nervios.
—¿Qué hiciste? —pregunté.
Por alguna razón, el contacto de sus manos me resultaba
inquietante. No estaba bien. El olor a humo me embotó la
cabeza y tuve que resoplar para despejarme las fosas
nasales.
—No pondré en peligro a mi hermana pequeña, Cal. No
debería haberla llevado conmigo al Reino Oscuro y, desde
luego, no debería haberla dejado presenciar… —se le
entrecortó la voz. Sonaba tan dolido como arrepentido.
—¿Qué hiciste, Aurelius? ¿Por qué iba a estar la princesa
Tarani en peligro? Si los dos salisteis del Reino Oscuro
sanos y salvos…, no lo entiendo —susurré.
Intenté apartar las manos de las suyas sin éxito, puesto
que me agarraba con firmeza. Sin saber muy bien por qué,
aquel gesto hizo que me pusiese en guardia y que un
diminuto torbellino de rabia se desatara en mi mente.
Hasta aquel momento, su contacto siempre me había
reconfortado.
—Es… es que no podía perderte. No podía —dijo, y me
dio un fuerte apretón en las manos antes de acercárselas a
la mejilla.
La extraña intimidad en ese gesto hizo que me moviese
incómoda, deseando apartarme de él.
Era mi mejor amigo, casi como un hermano para mí, y
por eso su comportamiento me resultaba raro,
desagradable. Olía a madera prendida, como a incendio
forestal. Volví a resoplar.
—¿Qué hiciste? —pregunté de nuevo y, habiendo perdido
la paciencia, aparté las manos.
—No le puedes contar lo que me viste hacer a nadie, ¿me
entiendes? A nadie. Si alguien se entera, Tarani y yo
estaremos muertos… y puede que tú también.
Se me entrecortó la respiración y se me llenaron los ojos
de lágrimas sin que pudiese hacer nada para evitarlo.
Nunca había llegado a tener una relación tan cercana con
Tarani o Lagmure como la que tenía con la reina y Eli, pero
ambos me importaban.
Me apretó los antebrazos con tanta fuerza que pensé que
me dejaría moratones. Aparté la mirada de la suya en un
intento por mantener una expresión neutra.
Ya se lo había contado al príncipe oscuro.
Por primera vez, una diminuta parte de mí se alegró de
que estuviese muerto y no pudiese hacerle daño a mi
familia.
Abrí la boca para confesárselo a Eli y decirle que me
estaba haciendo daño en los brazos, pero, cuando levanté
la vista, me di cuenta de que me observaba con una mirada
horrorizada.
Unas minúsculas volutas de humo negro brotaron de mi
piel antes de disiparse.
—Sol del cielo… —Se quedó boquiabierto—. Sus
poderes…
Me soltó en un arrebato de pánico al ver los sedosos
zarcillos que brotaban de mis brazos y mis manos.
Tan pronto como dejó de tocarme, el humo desapareció.
Nos miramos alarmados.
—A lo mejor eso es lo que pasa cuando la persona con la
que te has vinculado muere —dije, aunque en el fondo
sabía que no tenía nada que ver con eso.
Habría estado dispuesta a jurar que percibí un lejano
regocijo que yo no creía estar sintiendo.
—Sí…, es posible —dijo mientras me miraba como si me
viese por primera vez.
Intenté cambiar de tema apresuradamente.
—¿Crees que tu madre…? Es decir, ¿de verdad crees que
la reina Saracen me dejará irme a vivir con vosotros a la
Corte Luminosa? ¿Crees que me devolverá la mitad de mi
corazón con la que se quedó? —le pregunté a mi mejor
amigo sin poder reprimir cierta tristeza.
No importaba. Ya no. La mitad que todavía latía en mi
pecho había muerto con Mendax.
Me estremecí al recordarlo agazapado en el suelo con la
daga todavía enterrada en su espalda.
A lo mejor me sentía así porque la reina Saracen se
había cobrado un pedazo más grande de lo que
correspondía como garantía hasta que le demostrase mi
lealtad. A lo mejor me había dejado con tan poco corazón
que me había convertido en un ser despiadado.
Así era como me sentía. Malvada.
Me pregunto cuánto lo habría amado con el corazón
intacto.
—Mi madre no es mala, Calypso. No es una oscura —
gruñó con un brillo sombrío en los ojos ambarinos—. Ya te
bendijo una vez, Cal. ¿Qué es lo que quieres? —preguntó
indignado.
Su piel brillaba bajo los fluorescentes. El encanto con el
que todos los luminosos se envolvían para mezclarse con
los humanos lo disimulaba un poco, pero, incluso así, Eli
destacaba como un dios entre los humanos.
—Quedarse con la mitad de mi corazón es de todo menos
una bendición, Aurelius —espeté y utilicé su nombre
completo en vez del apodo con el que me había referido a
él desde que éramos niños.
—No me refería a eso, y lo sabes. Además, tú misma te
ofreciste a ello para demostrar que ibas en serio cuando
pediste venir a vivir con nosotros…, conmigo. —Su mirada
color miel se suavizó por un instante—. Me refiero a la
bendición de los animales. Te concedió un rasgo
característico de la familia real luminosa después de que la
salvaras en aquel prado. Si te soy sincero, pensé que te
sería de mucha más ayuda. —De pronto, encontró algo en
el suelo que le resultó más interesante que yo—. De no
haber estado ahí para salvarla de la reina Tenebris, mi
madre no habría sobrevivido. Ya viste lo diminuta que se
había quedado después de todo el poder que gastó al
enfrentarse con la reina oscura.
Se mordió el labio.
Eli adoraba a su madre. Y yo igual. Después de que mi
propia madre y mi hermana murieran cuando yo tenía diez
años, me había quedado sola.
La reina Saracen solía venir a visitarme a menudo y el
príncipe Aurelius siempre la había acompañado. Nunca
dejó de darme las gracias por haberla salvado aquel día.
Conté con su incomparable amabilidad cada vez que la
necesité. La reina incluso se había tomado la molestia de
enviarme a una de sus nodrizas para que me cuidase tras la
muerte de mi madre.
Ellos se habían convertido en mi única familia.
Sin embargo, los fae y los humanos éramos muy
distintos.
Eli y yo no habíamos tardado en convertirnos en mejores
amigos. Lo habíamos hecho todo juntos hasta bien entrada
la adolescencia. La reina Saracen solía decir que éramos
adorables. Al menos, así había sido hasta que el príncipe
Aurelius había empezado a desatender sus obligaciones
reales para pasar tiempo conmigo. Con la humana.
Las costumbres de los fae son muy distintas a las
nuestras. No creen que un humano merezca entrar en su
reino sin un título de propiedad o una prueba irrefutable de
su lealtad. Por eso, unos años más tarde, después de que
prácticamente me hubiese vuelto loca tratando de
descubrir cómo encontrar un portal que me llevase hasta
ellos, la madre de Eli, la reina Saracen, había decidido
darme una oportunidad.
No era una humana cualquiera que soñase con asentarse
a las afueras de la Corte Luminosa. Mi deseo era vivir tan
cerca de mi fam… de la reina y Eli como me fuese posible.
Y eso había significado que tendría que demostrarle mi
lealtad a la familia real, lo cual era un proceso mucho más
delicado que el de demostrársela a cualquier miembro de la
plebe.
En cualquier caso, no me había importado. Les habría
dado todo cuanto hubiesen pedido, puesto que eran los
últimos seres queridos que me quedaban.
Supliqué y supliqué hasta que la reina por fin aceptó.
Como cualquier fae, la reina tenía sus enemigos, así que,
sin comerlo ni beberlo, había terminado entrenándome
para que me encargara de matar a quien ella pidiese en el
reino humano. Como yo misma era humana, los asesinatos
que cometía en su nombre no quebrantaban las leyes de los
fae.
La mayor parte de los fae que vivían en el reino humano
eran fáciles de matar. Nunca sospecharon de mí y, con el
paso de los años, dejé a un lado la fuerza bruta para
ayudarme de mis conocimientos científicos y así facilitarme
el trabajo. Por eso había cursado tantas clases sobre
plantas venenosas.
No me importó. Habría hecho lo que fuera por ellos.
De hecho, lo hice. Di todo cuanto había estado en mi
mano por ellos.
Al final, todo acabó conduciéndome hasta Mendax.
Matar al pez gordo sería la prueba definitiva para
demostrar mi lealtad, para ganarme mi libertad.
La reina no me había dado detalles acerca de cuándo o
cómo ocurriría, solo que necesitaría distraer y matar al
príncipe oscuro para así vengarse de su madre, la reina
Tenebris, por haber estado a punto de matarla en aquel
prado cuando yo solo era una niña. Era de lo más poético.
Su muerte sería mi último encargo y mi billete de ida hacia
la Corte Luminosa, donde mi corazón y mi alma
recuperarían la plenitud. Literalmente.
—Y, durante todo el tiempo que pasaste siendo Earl, ¿no
conseguiste encontrar ni un solo momento para confesar
que eras tú? ¿Cómo lo hiciste? ¿Lo sabía todo el mundo?
Señalé la puerta mientras pensaba en todas las pistas en
las que debería haberme fijado, pero que pasé por alto.
—Es un encantamiento, Calypso, una pequeña ilusión
mágica —explicó como si creyese que debería haber estado
familiarizada con ello.
—No sabes lo mucho que te he echado de menos desde
que la reina te prohibió venir al reino humano —resople
enfadada. De pronto, la frustración no me dejó pensar en
otra cosa—. ¿Cómo crees que me sentí al verte en la Corte
de los fae? ¿Cómo se te ocurrió abalanzarte sobre mí de esa
manera después de haber pasado tantos años sin vernos?
¡Y delante de toda esa gente, por si fuera poco! —exclamé.
Estaba enfadada con él por haberme tenido a ciegas. La
situación en sí misma tenía un regusto a traición.
—Ni se te ocurra decir eso, Calypso; aquella noche
también fue una tortura para mí —gruñó, y me di cuenta de
que aquel hombre era un desconocido. Un titán iracundo
había sustituido a mi amigo de la infancia—. Tuve que
contenerme en cuanto te vi en aquel salón de baile. Tuve
que poner todo mi empeño en controlarme para no correr
hasta ti y abrazarte, para no alejarte de… ¡de ese demonio!
Ni te imaginas lo mucho que me afectó ver cómo ese
monstruo se vinculaba contigo. ¡Lo vi matar a mi hermano
y luego intentar hacer lo mismo contigo! —gritó—. ¡Tuve
que verte sufrir en aquella prueba y fingir que me estaba
divirtiendo!
No tardé en arrepentirme de haberlo molestado.
—Ya no importa —lo tranquilicé—. El vínculo ya no está y
Mendax ha… muerto.
No pude evitar que se me descompusiese el rostro al
pronunciar aquellas palabras en voz alta.
Intenté reprimir la desagradable sensación que me
nublaba la mente, pero me constriñó el pecho como una
pesa de hierro.
Ya había acabado con varios fae antes, así que sabía que,
para matar a una criatura tan poderosa como el príncipe
oscuro, tendría que acercarme lo máximo posible a él.
Tanto como para que me dejase ver todas sus debilidades.
Lo que nunca imaginé fue que yo me convertiría en una
de ellas.
Los ojos ambarinos de Eli bailaron entre los míos
mientras me estudiaba el rostro.
—Está muerto, ¿verdad? —preguntó. No parecía estar
muy seguro de ello.
—Sí, Mendax está muerto.
Se me entrecortó la voz, como si mi propio cuerpo se
negase a creerlas.
—¿Estás segura? Porque, si resulta estar vivo y la reina
te lleva a la Corte Luminosa, tú misma perderás la vida y
nadie podrá hacer nada para impedirlo.
Asentí con la cabeza.
Eli continuó estudiándome.
—Bien. Entonces, acompáñame al castillo luminoso para
que la reina te devuelva la otra mitad de tu corazón.
Agradecimientos

Quiero darle las gracias a mi familia por su paciencia y


apoyo mientras escribía este libro. Si no fuera por mi
maravilloso marido, este libro no sería una realidad.
Gracias por animarme a perseguir mis sueños sin importar
lo disparatados que sean. Esto va también por mis hijos.
Soy muy afortunada de ser vuestra madre. Y, sobre todo,
gracias a todas y cada una de las personas que hayáis leído
este libro. Al darle una oportunidad, estáis haciendo mis
sueños realidad. De no ser por vuestro apoyo, tendría que…
quitarme el pijama y ponerme ropa de verdad para trabajar
y, solo por eso, os estoy eternamente agradecida.
Título original: How Does It Feel? Book 1 in the The Infatuated Fae series

Esta edición se ha publicado por acuerdo con Sourcebooks LLC a través de


International Editors & Yáñez Co’ S.L

Diseño de cubierta © 2024 by Sourcebooks

Edición en formato digital: 2024

© Del texto: Jeneane O’Riley, 2023, 2024


© De la traducción: Ankara Cabeza Lázaro, 2024
© De esta edición: Faeris Editorial (Grupo Anaya, S. A.), 2024
Calle Valentín Beato, 21
28037 Madrid

ISBN ebook: 978-84-19988-27-0

Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, su


transmisión, su descarga, su descompilación, su tratamiento informático, su
almacenamiento o introducción en cualquier sistema de repositorio y
recuperación, en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico,
mecánico, conocido o por inventar, sin el permiso expreso escrito de los
titulares del Copyright.

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Índice

Nota de la autora
Lista de reproducción
prólogo
capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Agradecimientos
Créditos

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