Así en La Tierra Como en El Cielo de Sandra Comino

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Así en la tierra

como en el cielo
de Sandra Comino
Cuando la primavera irrumpía en el campo para vestir las plantas que el otoño maltrataba, los
paseos se hacían más frecuentes.

Todos los sábados la nona se dirigía al pueblo para limpiar la iglesia; la llevaba Bruno, el capataz
más eficaz que trabajó en la finca según ella. Las tías aprovechaban el viaje para ir a la peluquería,
a los más chicos los dejaban durmiendo; Juan y yo preferíamos quedarnos con Lala, más aún
cuando nos enteramos de que la nona tenía en su cuarto un cuadro de una Santa que se llevaba
a los niños. Decidimos aprovechar para investigar cuando nadie estuviera en la casa. De pronto,
entendimos por qué nunca nos habían dejado visitar la habitación. La Santa se llamaba Teresita y
decían que el bisabuelo Basilio había comprado su imagen después de que murió su esposa
Teresa. Ese rostro recién canonizado lo impactó por tener un gran parecido a su mujer y además
se llamaban igual. Luego de que el bisabuelo murió, el cuadro fue a parar al cuarto de la nona
Gregoria, quien hizo oídos sordos a eso de que se llevaba a los niños. Al tiempo quedó
embarazada, nació un nene que años después falleció. Fue inevitable que culparan a la Santa y,
como no se podía tirar a los canonizados, la tuvieron que poner atrás de una cortina en el hueco
que quedaba entre el ropero y la pared. “Dios no habrá querido que tuviera varones”, intentaba
consolarse la nona, que siempre le buscaba a todo una explicación; sin embargo, el dolor no la
abandonó. Nosotros tuvimos la entrada prohibida a ese cuarto y siempre nos intrigó la cara que
podía tener una Santa que se llevaba niños, quién sabe a dónde y para qué. –Con cuidadito –nos
dijo Lala una vez que estuvimos por entrar–, que ni se les ocurra pasar al cuarto de doña Gregoria,
que allí está Santa Teresita y se los va a llevar. Siempre lo mismo, a lo largo de los años nadie
quería que la viéramos. Ni que ella nos viera a nosotros. La única vez que observamos su rostro
fue cuando Lala limpiaba la habitación y desde la reja de la ventana descubrimos cómo la estampa
al mismo tiempo nos miraba. Parecía una monja y tenía cara de joven, más que las tías. Muchas
veces, nos contaba tía María que Teresita, antes de ser santificada, tuvo una vida llena de
sacrificios. Uno de ellos, el que más me impresionaba, era que estando muy enferma vomitaba
sangre e igual en ese estado se obligaba a limpiar las ventanas del colegio y su maestra le decía
que soportara la fatiga, ya que Jesús había sufrido más. Ante semejante relato Juan pensaba que
la pobre más que santa había sido una víctima, pero eso no se podía decir en voz alta jamás.
Cada vez que nos relataban su historia nos enterábamos de algo más. El día de su muerte, decían
por ahí, algunas religiosas sintieron ráfagas de perfume a violetas sin que hubiera en ese lugar
ninguna flor. Una monja vio como se elevaba una corona luminosa desde el suelo hacia el cielo y
una novicia sintió cómo un ser invisible la besó. –La verdad –dijo Juan el día que todos estaban
en el pueblo–, podríamos aprovechar y sacar de allí ese cuadro. Lala se había ido a acostar.
Esperamos un rato para que se durmiera, después Juan dejó caer una moneda frente a la pieza
para ver si ya se había dormido y, como no salió ni se movió, emprendimos nuestra aventura.
Entramos en el dormitorio con un par de linternas de mano. El olor a violetas vino en oleadas a
nuestro encuentro. Nos convencimos de que provenía de los ramitos que la nona le dejaba a la
Santa. Luego una brisa a menta nos tranquilizó. Era el mismo aroma que tenía la nona, que
siempre guardaba las pastillas en los bolsillos. También olía a jabón. El cuarto tenía más santos
que la parroquia: “San Antonio para que las tías encuentren novio, San Pantaleón para que
estemos sanitos, San Luis para protegernos”. Además: la Virgen de Luján, la Virgen de Pompeya,
la Virgen de Itatí y otras más que no conocíamos. Sin duda la nona estaba bien acompañada:
sobre la cómoda el cuerpo estable del ejército de parientes muertos encabezados por el nono
sumaba un buen número de portarretratos que se perdían entre los floreritos. El nono también
estaba en la pared, en la mesa de luz, sobre el baúl y arriba de la máquina de coser. Juan me
decía que después de lo que estábamos por hacer tendríamos a todos los muertos en contra y
eso era como para no estar tranquilos. Era una verdadera falta de respeto. Para todos en la casa
falta de respeto era reírse fuerte, jugar a toda hora, moverse en misa, no querer ir al cementerio.
Pero esto todavía era más grave. Estábamos por la mitad del cuarto cuando el viento cerró la
puerta y quedamos a oscuras. Sentimos las miradas de una veintena de muertos y el miedo no
tardó en aparecer para no abandonarnos. A Juan se le cayó la linterna y no dijo nada, yo tuve que
ahogar mi grito porque seguramente Lala se hubiera dado cuenta. De acuerdo a lo planeado, él
tenía que sacar la banqueta que estaba al lado del ropero, subirse a ella, descolgar el cuadro de
Santa Teresita y dármelo rápido para que yo lo pudiera meter en una bolsa: luego lo enterraríamos
en el monte. A la banqueta le faltaba una pata y Juan empezó a tambalearse. Yo grité y mi grito
asustó a Juan, que también gritó y fue a parar al suelo. Salí corriendo y no vi el perchero de pie
que me llevé por delante. Terminamos en la salita de auxilio. Nos llevó un vecino que no paraba
de retarnos. Nos cosieron; a Juan la frente y a mí la rodilla. Lala siguió rezongando durante el viaje
de vuelta, enojadísima por su siesta interrumpida. Nos esperaba un gran castigo por meternos con
quien no debimos. Las tías nos relataron cómo la palma de flores que la Santa tenía en sus manos
fue hallada intacta trece años después de muerta, y nos morimos de miedo. Nos convencieron de
que había sido ella quien no quiso que la sacáramos de allí. Lala dijo:
–Creer o reventar.

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