Unidad 1 - 1776-1807 - Testimonios
Unidad 1 - 1776-1807 - Testimonios
Unidad 1 - 1776-1807 - Testimonios
Cornelio Saavedra relata la toma de Buenos Aires por los ingleses en 1806, la organización de las milicias urbanas y la reconquista de
la ciudad en 1807.
“Llegó el año de 1806 en que esta ciudad fue sorprendida por las armas británicas al mando del General Guillermo Carr Beresford.
Pasado el primer espanto que causó tan inopinada irrupción, los habitantes de Buenos Aires acordaron sacudirse del nuevo yugo que sufrían.
Convinóse con la ciudad y gobierno del puerto de Montevideo un pequeño auxilio de tropa que debía venir, y efectivamente vino, en
número de novecientos hombres (…) al mando del capitán de navío don Santiago de Liniers y Bremond, que había ido a solicitarla.
Desembarcado este jefe en los Olivos, fijó su cuartel general en el pueblo de San Isidro, en donde se incorporaron considerables
fuerzas de las que estaban con la mayor reserva preparadas en Buenos Aires por varios que se pusieron a la cabeza de ellas; finalmente a los
cuarenta y cinco días de la ocupación de Beresford, fue invadida esta ciudad por el general Liniers (...) y forzado Beresford después de muy
honrada resistencia a entregarse con todo su ejército y quedar prisionero de nuestras armas el 12 de agosto del mismo año de 1806.
A pocos días de esta gloriosa reconquista, principiaron a llegar nuevas tropas de infantería (nota: inglesas) para sostener la ocupación
de Beresford y adelantar su dominación en estas partes de América. Mas sabiendo la rendición de aquel general y todo su ejército, se apoderaron
del puerto de Maldonado (nota: pueblo de Uruguay cercano a Punta del Este) y fijaron en él su cuartel general, hasta que reunidas en número de
seis mil marcharon a sitiar la plaza de Montevideo bajo las órdenes del general sir Samuel Auchmuty. El jefe de la escuadra, don Pascual Ruiz
Huidobro, era gobernador y comandante de Marina de aquella plaza, quien después de una muy honrosa resistencia tuvo que rendirla la noche
del 3 de febrero de 1807, en que fue asaltada, quedando prisionero de guerra con toda la poca tropa de línea que la defendía y fue transportado
con toda ella a Inglaterra (…).
El general Liniers, desde el día de la Reconquista, mandaba lo militar de esta plaza (nota: Buenos Aires) viéndose sin tropas y sin
esperanza de que la corte de Madrid se las enviase, pues se había contestado que "se defendiese como pudiese", erigió diferentes cuerpos de
milicianos urbanos distinguidos por las respectivas provincias a que correspondía: gallegos, montañeses, vizcaínos, catalanes, andaluces,
arribeños y patricios, formaron otros tantos cuerpos militares y tomaron gustosos las armas para su defensa.
Ellos mismos, según se les había prometido, nombraron y eligieron sus jefes. Entre los patricios reunidos en la Casa del Consulado
el 6 de setiembre de dicho año 1806, me proclamaron por su primer jefe y comandante y por segundo al finado don Esteban Romero.
Este fue el origen de mi carrera militar.
Fuente:
Saavedra, Cornelio, Memoria autógrafa, Buenos Aires, Emecé, 1944 pág. 11.
Testimonio 2
Mariquita Sánchez de Thompson: impresiones sobre la primera invasión inglesa (1806).
Título original: “Memoria Autógrafa.” Autor: Cornelio Saavedra
La ilustre vecina Mariquita Sánchez de Thompson, narra por carta a una amiga sus impresiones sobre la primera invasión inglesa a
Buenos Aires en el año de 1806.
"Primero, por la cabeza de nadie pasó que habría guerra aquí. Los viejos se habían olvidado de lo
que era la guerra, y los jóvenes no se cuidaban de esto, pues he explicado en que se ocupaban.
Jamás se imaginaron, podría venir una escuadra. No habían visto, en lo que se llama ahora balizas exteriores,
un gran buque. Lo más, bergantines.
Así, cuando el capitán del puerto, don Martín Thompson, dio aviso al virrey Sobremonte, que se
avistaban velas por los Quilmes, se creyeron contrabandistas, aunque Thompson había dicho, eran de guerra.
Los ingleses, no dejaron ver a un tiempo toda su escuadra. El virrey se fue al teatro y allí volvió
Thompson a asegurarle eran buques de guerra y muchos. El virrey le dijo no dijera nada, para no causar alboroto
en el teatro y lo más pronto se retiró.
¡Qué noche! Cómo pintar la situación de este Virrey, a quien se acrimina toda esta confusión y
demasiado hizo en sacar y salvar los caudales. Mucho se ha escrito sobre esto, yo sólo diré algo: todas las
personas encargadas por el virrey, esa noche, de defender la ciudad, estaban tan sorprendidas de la situación y
de la imposibilidad de salvar el país, que esto no se puede explicar bastante.
Cuando se pensó en hacer una capitulación, estaban tan aturdidos, que uno de los Oidores, Dn. Joaquín Campusano, que vivía en la
calle de La Merced, en la casa que es ahora de Dn. Tomás Anchorena, pidió a Dn. José Mila de la Roca, negociante que estaba en el fuerte,
fuera a su casa a buscar un “Mercurio” (diarios como libritos que venían de España) en que estaba la toma de Pensacola1; y este fue el modelo
para hacer una capitulación.
Salieron con ella a recibir el ejército ingles, que venía con su música, muy tranquilo por San Francisco. Berresford dijo la aceptaba y
guardaría y entró al Fuerte, donde lo recibieron las autoridades que había. Eran las cinco de la tarde. Al mismo tiempo que había marchado el
ejército, la escuadra se había situado enfrente a la Plaza y había tirado unos pocos tiros, sólo para hacer ver que podían alcanzar.
Al volar la bandera inglesa sobre el Fuerte, toda la escuadra hizo una gran salva, cosa no oída en Buenos Aires, que de asombro en
asombro, estaba anonadado.
Permite una disgresión, te voy a pintar estas dos fuerzas militares, una delante de otra. Las milicias de Buenos Aires: es preciso
confesar que nuestra gente del campo no es linda, es fuerte y robusta pero, negra. Las cabezas como un redondel, sucios; unos con
chaqueta otros sin ella; unos sombreritos chiquititos encima de un pañuelo, atado en la cabeza. Cada uno de un color, unos amarillos, otros
punzó; todos rotos, en caballos sucios, mal cuidados; todo lo más miserable y más feo. Las armas sucias, imposible dar ahora una idea de estas
tropas. Al verlas aquel día tremendo, dije a una persona de mi intimidad: “sino se asustan los ingleses de ver esto, no hay esperanza”.
Te voy a contar lo que entraba por la Plaza: el regimiento 71 de Escocés, mandado por el general Pack; las más lindas tropas que se
podían ver, el uniforme más poético, botines de cintas punzó cruzadas, una parte de la pierna desnuda, una pollerita corta, unas gorras de una
tersia de alto, toda formada de plumas negras y una cinta escocesa que formaba el cintillo; un chal escocés como banda, sobre una casaquita
corta punzó.
Este lindo uniforme, sobre la más bella juventud, sobre caras de nieve, la limpieza de estas tropas admirables, ¡qué contraste tan
grande! El regimiento del Fijo2, conservaba aún en Buenos Aires, toda la vieja costumbre de coleta larga, casaca azul; todo esto ya muy usado.
El regimiento de Dragones era más a la moda. Pero todo, un gran contraste, sobre todo en la frescura de los uniformes y en la limpieza de las
armas.
1
En la Batalla de Pensacola (o Pansacola) de 1781, España recupera de manos británicas la península de la Florida en el marco de la Guerra de Independencia de los Estados
Unidos contra Gran Bretaña (1776-1783).
2
El “Regimiento Fijo de Infantería de Buenos Aires” (o el “Fijo”), fue una unidad de infantería de clase veterana del Ejército de España en el Virreinato del Río de la Plata.
Todo el mundo estaba aturdido mirando a los lindos enemigos y llorando por ver que eran judíos y que perdiera el Rey de España, esta
joya de su corona; esta era la frase. Nadie lloraba por sí, sino por el Rey y la Religión.
Beresford, era un hombre de alta capacidad y fina educación; trató al Obispo con el mayor respeto y le aseguró que sería respetado el
culto y sus ministros, cosa que le ganó los corazones y todos empezaron aún a creer que era católico.
El silencio del sepulcro reinaba en la ciudad; poco a poco se iban asomando las gentes a las ventanas y, perdiendo el miedo, y ya
empezó a ir la gente a la Plaza a verlos maniobrar.
Aquí es el caso de decir que el señor Dn. Miguel Azcuénaga, se desesperaba inútilmente por adiestrar sus milicias en el Retiro. Lo que
aprendían un día de revista, lo habían olvidado a la siguiente y al fin, el señor Azcuénaga, se ponía ronco de mandar y hacerles proclamas,
ponderándoles la necesidad de poner atención para maniobrar; todo era tiempo perdido. Estaban deseando disparar cada uno por su lado. ¡Y
estas tropas eran las que tuvieron que pelear para defender la ciudad!
Que se juzgue de la desesperación de los jefes veteranos, que conocían sus deberes y se veían en el peligro sin ningún recurso;
porque bien podían pensar que si les cansaba y aburría el ejercicio (nota: a los soldados); a la primera descarga de los enemigos, lo que harían.
Así, al ver a los ingleses tan bien uniformados y hacer sus maniobras como era regular, los admiraban y había una gran concurrencia todos los
días, al punto que empezaron a conocer muchas fisonomías de los ingleses. Y en esta tierra, que se sabe hasta lo que se sueña, pronto empezó
el ruido, que se embarcaban de noche y que al día siguiente bajaban con otros uniformes los mismos individuos que los sastres hacían a bordo.
Y ya empezaron a trabajar para la reconquista, escribiendo a Montevideo y preparando auxilios, con reserva. Las gentes de esa época
sabían guardar secretos.
Pero mientras llegamos a esta Reconquista, quiero contar algo de curioso. Si, este pueblo quedó sorprendido de la toma por los
ingleses; de ver un ejército que entonces no había visto otro más grande; de ver una escuadra y lleno el río de buques grandes, que nadie creía
podía tener agua o fondo (nota: el río para el calado de esos buques); de ver los géneros, los muebles ingleses y mil objetos de agrado y
comodidad que no conocían. Pues, a la expedición de Beresford, se habían agregado algunos buques mercantes. También considero que los
ingleses estarían más sorprendidos de ver este país, donde ni la menor simpatía debían encontrar.
La oficialidad que vino en esa expedición era muy fina; así empezaron a visitar en las casas y a conocer la fuerza de la costumbre o la
moda y reírse, unos y otros, del contraste.
Que se juzgue lo que pensarían los ingleses en una nación que no se dicen medias y, para colmo, los recibían con colchas bordadas y
sábanas con encajes, riéndose a carcajadas y tomando por sordos y tontos a todos ellos porque no sabían hablar español. ¡Dios mío!, cuando
pienso en esto todavía me da vergüenza.
Esto duró muy poco porque llegó el día de la Reconquista y este pueblo cambió de tal modo su actitud que debieron bien sorprenderse
(…)”.
Fuente: Sánchez de Thompson, María (a) “Mariquita”; Recuerdos de Buenos Aires Virreynal. (1953) Buenos Aires, Editorial Ene.
Testimonio 3
Carta de Mariano Moreno al Virrey Cisneros (1809)
La “Representación de los hacendados del Río de la Plata”
argumenta los beneficios del libre comercio con Inglaterra
Título original: “Representación que el apoderado de los hacendados de las campañas del Río de la Plata dirigió al Excmo. Sr. Virrey Don
Baltazar H. de Cisneros en el expediente promovido sobre proporcionar ingresos al Erario por medio de un franco comercio con la Nación
Inglesa.”
El Virreinato del Río de la Plata, de acuerdo a las Leyes de Indias que implantó el rígido sistema de monopolio comercial, sólo podía
comerciar con su metrópoli, España.
Para poder obtener los bienes necesarios para su subsistencia, era usual el ingreso de productos ingleses de contrabando.
Esto llevó a la formación de dos grupos de poder enfrentados: los hacendados criollos, principalmente conformado por rioplatenses estancieros
(ganaderos) y agricultores que reclamaban la apertura comercial a través de un sistema de librecambio que permitiera exportar fácilmente sus
producciones de cuero y derivados vacunos.
Y, por el otro, los poderosos comerciantes “registreros” (españoles en su mayoría) que -amén del comercio legal con la metrópoli- obtenían
pingües ganancias con la introducción de mercancías de contrabando. Estos últimos presionaban a los funcionarios reales para que se
mantuvieran las restricciones al ingreso de manufacturas extranjeras (en particular las inglesas) ya que así podían cobrar por esos productos
precios muy superiores a los que habría si el mercado fuera legal.
Dado que España continuaba en poder de los franceses desde 1808, y puesto que los dominios españoles en América se negaban a reconocer al
monarca “intruso” José I (hermano de Napoleón Bonaparte), cada virreinato se encontraba librado a su propia suerte en medio de una crisis
económica y política total. Por otra parte, España ya no contaba con armada propia desde la contundente derrota en la Batalla de Trafalgar de
1805.
El arribo del nuevo virrey, Baltasar Hidalgo de Cisneros, al Río de la Plata en febrero de 1809, intentó sacar a estas provincias de la crisis
generando ingresos adicionales a través del cobro de aranceles al comercio exterior. Para ello -a mediados de 1809- autorizó el libre comercio
con Gran Bretaña por plazo limitado. Esta apertura generó una cruda censura de parte de los comerciantes españoles que presionaron al
Cabildo y al Consulado de Buenos Aires para que se diera marcha atrás con la medida. La presión fue tal que –finalmente- lograron la anulación
del decreto de libre comercio que el mismo virrey había promulgado. Esto causó, a su vez, quejas de los hacendados criollos y de los
comerciantes ingleses. Estos últimos reclamaban que —en tanto Inglaterra era ahora aliada de España en su lucha contra el tirano Napoleón—
no deberían ser perjudicados sus intereses. Para quedar en buenos términos con ambos grupos de poder, Cisneros otorgó una prórroga
extraordinaria de cuatro meses al libre comercio en la que se imponían algunas condiciones:
1) Fijó aranceles de ingresos más altos a las mercaderías inglesas que a las metropolitanas (españolas).
2) Determinó que en el retorno los buques debían contener 2/3 de frutos del país (cueros, sebos, etc.) y sólo el resto metálico (plata, oro).
3) Para evitar la posibilidad de contrabando, los barcos tendrían un plazo corto para descargar, cargar e irse del puerto previa autorización.
4) Las mercaderías extranjeras debían venir consignadas a nombre de comerciantes españoles, lo que implicaba su participación en la operación.
Esta prórroga finalizaba exactamente el 19 de mayo de 1810, fecha a partir de la cual, debería reestablecerse el monopolio comercial estricto
con la metrópoli española.
Contratado por los hacendados criollos en 1809 para elevar una petición al virrey, el Dr. Mariano Moreno, argumenta en
su “Representación de los hacendados” en favor del comercio libre con Gran Bretaña como forma de sufragar las
urgencias del tesoro público y como forma de reactivar la economía de estas provincias a través de la exportación de
cueros, sebo y “frutos del país”. Asimismo, solicita la prórroga del libre comercio con la nación británica por otros dos
años, hasta 1811.
Cuadro de Mariano Moreno realizado en vida por Juan de Dios Rivera, fiel representación del verdadero aspecto del prócer.
“(. . .) Hallándose agotados los fondos y recursos de la Real Hacienda por los enormes gastos que ha sufrido, se encontró V.E.
al ingreso de su gobierno sin medios efectivos para sostener nuestra seguridad. En tan triste situación no se presentó otro arbitrio que
el otorgamiento de un permiso a los mercaderes ingleses, para que introduciendo en esta ciudad sus negociaciones (nota: mercancías),
puedan exportar los frutos del país, dando alguna actividad a nuestro decadente comercio, con los crecidos ingresos que deben
producir al erario los derechos de este doble giro: y aunque en la superior autoridad de V.E. residen sobradas facultades para la ejecución de
aquellas medidas, que necesidades públicas hacen indispensables, deseoso de asegurar el acierto por conocimientos de la provincia, que a los
principios de un gobierno no pueden adquirirse con bastante exactitud, se dignó V.E a consultar sobre el asunto al Excmo. Cabildo de esta
Ciudad, y al Tribunal del Real Consulado.
La notoria justificación de V.E. no es compatible con un total olvido de los hacendados y labradores, en quienes debía refluir
principalmente el resultado de cualesquiera resolución: se olvidaron sus personas, porque se creyeron representadas en las dos corporaciones, a
que se consultaba; no se les emplazó a que defendieran sus derechos, porque se consideraron sostenidos por los cuerpos a quienes tocaba su
defensa (. . .)
(. . .) Apenas se publicó el oficio de V.E cuando se manifestó igualmente el descontento y enojo de algunos comerciantes de
esta ciudad. Grupos de tenderos formaban por todas partes murmuraciones y quejas; el triste interés de sus clandestinas negociaciones les
hacía revestir formas diferentes, que desmentidas por su anterior conducta desvanecían el ardiente empeño con que se sostenían. Unas veces
deploraban en corrillos el golpe mortal que semejante resolución inferiría a los intereses y derechos de la metrópoli, otras anunciaban la ruina
de este país con la entera destrucción de su comercio: los unos presagiaban las miserias en que debía envolvernos la total exportación
de nuestro numerario, y otros revestidos de celo por el bien de unos gremios que miran siempre con desprecio, lamentaban la suerte de
nuestros artesanos, afectando interesar en su causa la santidad de la religión y pureza de nuestras costumbres. El acaloramiento con que se
propagaban tan desconcertadas ideas alarmó a aquellos hacendados, que el abatimiento de sus frutos obliga a frecuentar los zaguanes de los
comerciantes poderosos. La costumbre de vivir miserables y desatendidos no había enervado la nobleza de sus sentimientos: ellos, resolvieron
sostener con energía una causa que interesaba igualmente sus derechos que los de la corona, y despreciando el arbitrio rastrero de
murmuraciones y hablillas con que únicamente se sostienen las pretensiones indecentes, me confirieron sus poderes, para que presentándome
ante V.E. reclamase el bien de la patria con demostraciones propias de la magestad del foro y dignidad de la materia.
(. . .) Los que creen la abundancia de efectos extranjeros como un mal para el país, ignoran seguramente los primeros principios de la
economía de los estados. Nada es más ventajoso para una provincia que la suma abundancia de los efectos que ella no produce, pues
envilecidos entonces bajan de precio, resultando una baratura útil al consumidor y que solamente puede perjudicar a los introductores. Que
una excesiva introducción de paños ingleses hiciese abundar este renglón, a términos de no poderse consumir en mucho tiempo; ¿qué resultaría
de aquí? El comercio buscaría el equilibrio de la circulación por otros ramos, envilecido el género no podría venderse sino a precios muy bajos,
detenido el introductor lo sacrificaría para reparar con nuevas especulaciones el error de la primera, y el consumidor compraría entonces por tres
pesos lo que ahora compra por ocho. Fijando los términos de la cuestión por el resultado que necesariamente debe tener, ¿podría nadie dudar
de que sea conveniente al país que sus habitantes compren por tres pesos un paño que antes valía ocho, o que se hagan (de) dos pares
de calzones con el dinero que antes costeaba un solo par?
A la conveniencia de introducir efectos extranjeros acompaña en igual grado la que recibirá el país por la exportación de sus
frutos. Por fortuna, los que produce esta provincia son todos estimables, de segura extracción, y los más de ellos en el día de absoluta
necesidad. ¡Con qué rapidez no se fomentaría nuestra agricultura, si abiertas las puertas a todos los frutos exportables, contase el
labrador con la seguridad de una venta lucrativa! Los que ahora emprenden tímidamente una labranza por la incertidumbre de las ventas
trabajarán entonces con el tesón que inspira la certeza de la ganancia, y conservada siempre la estimación del fruto por el vacío que deja su
exportación, se afirmarían sobre cálculos fundados labranzas costosas, que a un mismo tiempo produjesen la riqueza de los cultivadores, y
cuantiosos ingresos al real erario.
Estas campañas (nota: campos) producen anualmente un millón de cueros sin las demás pieles, granos, y sebo, que son tan
apreciables al comerciante extranjero: llenas todas nuestras barracas sin oportunidad para una activa exportación, ha resultado un residuo
ingente, que ocupando las capitales de nuestros comerciantes los imposibilita o retrae de nuevas compras; y no pudiendo estas fijarse en un buen
precio para el hacendado que vende, si no es a medida que la continuada exportación hace escasear el fruto, o aumenta el número de los
concurrentes que lo compran, decae precisamente al lastimoso estado en que hoy se halla, desfalleciendo el agricultor hasta abandonar un
trabajo, que no le indemniza los afanes y gastos que le cuesta.
A la libertad de exportar sucederá un giro (nota: crecimiento comercial) rápido, que poniendo en movimiento los frutos estancados
hará entrar en valor los nuevos productos, y aumentándose las labores por las ventajosas ganancias que la concurrencia de extractores debe
proporcionar, florecerá la agricultura y resaltará la circulación consiguiente a la riqueza del gremio, que sostiene el giro principal y privativo de la
provincia. ¿quién no ha visto el nuevo vigor que toma la labranza, cuando después de larga guerra sucede una paz que facilita la exportación
impedida antes por el temor del enemigo? Solamente el nuevo plan nos hará gustar estos felices momentos, que la paz con la Gran Bretaña no
nos proporcionó por las tristes ocurrencias que desde entonces han afligido y arruinado el comercio de nuestra metrópoli. (...)
(…) Mis instituyentes (mandantes) se guardarían de anticipar el juicio de V.E., prefijando arreglos que son propios de esta superioridad:
pero reduciendo la materia a las relaciones que tiene con el fomento de la agricultura, hacen a V.E. la siguiente súplica:
Primera: Que la admisión del franco comercio se extienda al determinado término de dos años, reservando su continuación al juicio
soberano de la Primera Junta (nota: el tribunal del Real Consulado) con arreglo al resultado del nuevo plan.
Segunda: Que las negociaciones inglesas (nota: mercancías) se expendan precisamente por medio de españoles, bajo los derechos de
comisión, o recíprocos pactos que libremente estipulasen.
Tercera: Que cualquiera persona por el solo hecho de ser natural del reino está facultada para estas consignaciones, siéndole libre la elección de
cualquier medio para ejecutar las ventas, como así mismo remitir a las provincias las negociaciones que le acomodasen.
Cuarta: Que en la introducción de los efectos paguen los derechos en la misma forma y cantidad que para los permisos particulares que se han
introducido.
Quinta: Que todo introductor (nota: importador) esté obligado a exportar la mitad de los valores importados en frutos del país: siendo
responsables al cumplimiento de esta obligación los consignatarios españoles a cuyo cargo giran las expediciones.
Sexta: Que los frutos del país, plata, y demás que se exportasen paguen los mismos derechos establecidos para las extracciones que se
practican en buques extranjeros por producto de negros; sin que se extienda en modo alguno esta asignación por el notable embarazo que
resultaría a las exportaciones con perjuicio de la agricultura, a cuyo fomento debe convertirse la principal atención.
Séptima: Que los lienzos ordinarios de algodón que en adelante puedan entorpecer o debilitar el expendio de los tucuyos de Cochabamba y
demás, fábricas de las provincias interiores, que son desconocidos hasta ahora entre las manufacturas inglesas, paguen un veinte por ciento
además de los derechos del círculo, para equilibrar de este modo su concurrencia (…).
Fuente: Moreno, Mariano; Representación que el apoderado de los hacendados del Río de la Plata dirigió al Excmo. Sr. Virrey Don Baltazar H. de Cisneros
en el experimento promovido sobre proporcionar ingresos al Erario por medio de un franco comercio con la nación inglesa. Buenos Aires, Real Imprenta de
Niños Expósitos, 1810.