El Sabor Prohibido Del Jengibre Jamie Ford
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Jamie Ford
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Mi pobre corazón es sentimental, no es de madera
Está mal y eso no es bueno.
DUKE ELLINGTON, 1 9 4 1
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Para Leesha, mi final feliz
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El Hotel Panamá (1986)
El viejo Henry Lee estaba trastornado por la conmoción del Hotel Panamá. Lo
que había comenzado como un grupo de curiosos, que miraba el quehacer de un
equipo de noticias de la televisión, ahora se había convertido en una amable
muchedumbre de compradores, turistas y unos cuantos adolescentes callejeros con
pinta de punks, preguntándose todos de qué iba aquello. En mitad de la muchedumbre
se encontraba Henry, con las bolsas de la compra pegadas a sus muslos y la sensación
de estar despertando de un largo sueño olvidado. Un sueño que había tenido cuando
era niño.
El viejo y mítico edificio de Seattle era un lugar que había visitado dos veces en
toda su vida. La primera cuando sólo tenía doce años, en 1942; «los años de la
guerra» como le gustaba llamarlos. Incluso entonces el viejo hotel para solteros era
como un portal entre el Barrio Chino de Seattle y el Nihonmachi, el Barrio Japonés.
Dos puestos de avanzada de un conflicto viejo como el mundo, donde los inmigrantes
chinos y japoneses casi nunca se hablaban los unos a los otros, mientras que sus hijos
nacidos en Estados Unidos a menudo jugaban juntos en la calle. El hotel siempre
había sido un punto de referencia perfecto. Un punto de encuentro ideal, donde una
vez conoció al amor de su vida.
La segunda vez era hoy. En 1986, ¿cuánto? ¿Cuarenta y tantos años? Había
dejado de contar los años a medida que se perdían en el recuerdo. Después de todo,
había pasado toda una vida entre esas dos visitas. Un matrimonio. El nacimiento de
un hijo desagradecido. El cáncer, y un entierro. Echaba de menos a su esposa Ethel.
Llevaba muerta seis meses. Pero no la echaba tanto de menos como se podría pensar,
por mal que pueda parecer. Era, en realidad, como un discreto alivio. Su salud había
sido mala; no, peor que mala. Su cáncer de huesos había sido totalmente devastador,
para los dos, pensaba Henry.
Durante los últimos siete años él le había dado de comer, la había bañado,
ayudado a ir al baño cuando lo necesitaba, y salir cuando había acabado. La había
cuidado día y noche, veinticuatro horas al día, los siete días de la semana, como
decían ahora. Marty, su hijo, creía que su madre debía estar en una residencia, pero
Henry no quería ni oír hablar del tema. «No mientras yo viva», se había resistido
Henry. Y no sólo porque fuera chino (aunque eso formaba parte de su resistencia). El
ideal confuciano de la piedad filial, el respeto y la reverencia a los padres, era una
reliquia cultural que a la generación de Henry le costaba abandonar. Había sido
criado en la idea de cuidar a los seres queridos en persona y meter a alguien en una
residencia era inaceptable. Lo que su hijo Marty nunca había entendido del todo era
que muy adentro había un hueco con forma de Ethel en la vida de Henry, y, sin ella,
lo único que sentía era una corriente de soledad, fría e intensa. Los años habían
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escapado como la sangre de una herida que nunca cicatriza.
Ahora ella se había ido. Henry creía que debía ser enterrada a la manera china
tradicional, con ofrendas de comida, mantas y rezos que duraban varios días, a pesar
de la insistencia de Marty en la cremación. Marty era tan moderno. Había buscado la
ayuda de un consejero profesional y entrado a formar parte de un grupo de apoyo
online, fuese lo que fuese eso, para elaborar el duelo de la muerte de su madre.
Hacerlo online sonaba como a no hablar con nadie, algo en lo que Henry tenía una
experiencia de primera mano, en la vida real. Era solitario. Casi tan solitario como el
cementerio de Lake View donde había enterrado a Ethel. Ahora ella tenía una
preciosa vista del lago Washington, y estaba sepultada con otros notables chinos de
Seattle, como Bruce Lee y su hijo Brandon. Pero al final, cada uno ocupaba una
tumba solitaria. Solo para siempre. No importaba quiénes fueran tus veri nos. No te
respondían.
Cuando caía la noche, Henry hablaba con su esposa, le preguntaba qué tal había
sido su día. Por supuesto, ella nunca le respondía. «No estoy loco ni nada por el
estilo», decía Henry sin dirigirse a nadie, «sólo tengo una mente abierta. Nunca sabes
quién puede estar escuchando.» Después se ocupaba de quitar las hojas secas de su
palmera china y de las demás plantas, cuyas hojas marrones denunciaban sus meses
de descuido. Pero ahora tenía tiempo de nuevo. Tiempo para cuidar de algo que para
variar crecería fuerte.
Sin embargo, de vez en cuando, se preguntaba por las estadísticas. No por los
índices de mortalidad del cáncer que habían alcanzado a la querida Ethel. Sino que
pensaba en sí mismo, y en su tiempo medido en la tabla de promedio de vida de
alguna compañía de seguros. Sólo tenía cincuenta y seis años, un hombre joven de
acuerdo con sus propias normas. Pero había leído en Newsweek sobre el inevitable
declive en la salud del cónyuge superviviente de su edad. ¿Quizá corría el reloj? No
estaba seguro, porque tan pronto como había muerto Ethel, el tiempo había
comenzado a arrastrarse, con independencia del reloj.
Había aceptado la jubilación anticipada en Boeing Field y ahora tenía todo el
tiempo del mundo, y nadie con quien compartir las horas. Nadie con quien ir hasta la
panadería Moon Hei para comprar ping pei, pasteles de zanahoria en forma de luna,
en las frescas tardes de otoño.
En cambio aquí estaba, solo entre una multitud de extraños. Un hombre entre dos
vidas, una vez más delante del Hotel Panamá. Subió los rajados escalones de mármol
blanco que daban al hotel el aspecto de un centro de rehabilitación art déco. El
establecimiento, como Henry, parecía estar atrapado entre dos mundos. Así y todo,
cada vez que pasaba por delante, Henry se sentía nervioso y excitado, como lo había
estado siendo un niño. Había oído un rumor en el mercado y había venido desde el
videoclub en South Jackson. Al principio creyó que había ocurrido un accidente, a la
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vista de cómo aumentaba el número de curiosos. Pero no oyó nada. No aullaban las
sirenas. No centelleaban las luces de emergencia. Sólo personas que iban hacia el
hotel, como la marea que se retira, que tira de tus pies, y los empuja hacia adelante,
un paso cada vez.
Al acercarse, vio que llegaba el equipo de noticias de la tele y lo siguió al interior.
La multitud se separó, a medida que las personas con vergüenza de las cámaras se
apartaban educadamente para dejarles paso. Henry les seguía de cerca, arrastrando los
pies para no pisar a nadie, y a su vez evitar que le pisasen, consciente de la multitud
que se cerraba a su espalda. En lo alto de las escalinatas, en la entrada del vestíbulo,
la nueva propietaria del hotel anunció: «Hemos encontrado algo en el sótano».
¿Encontrado qué? ¿Quizás un cadáver? ¿Un laboratorio de los narcos? No, habría
agentes de policía acordonando el lugar si el hotel fuese el escenario de un crimen.
Antes de la nueva propietaria, el hotel había estado tapiado desde 1950, y en los
años transcurridos desde entonces, el Barrio Chino se había convertido en un gueto
de los tongs, las bandas de Hong Kong y Macao. Las manzanas al sur de King Street
tenían una encantadora sordidez durante el día; los desperdicios y los rastros de las
babosas en las aceras por lo general pasaban desapercibidos para los turistas, que
miraban la arquitectura decorada con ovas y dardos correspondiente a otra era. Los
niños de excursión, vestidos con abrigos de colores y gorras, cogidos de la mano,
seguían a sus narices hacia la deliciosa visión del pato asado de los escaparates que
les hacía la boca agua, con los colgantes de cera roja derritiéndose al sol. Pero, por la
noche, los traficantes de drogas y las flacas y maduras prostitutas que trabajaban por
unas monedas recorrían las calles y callejones. Pensar en este icono de su niñez
convertido en un improvisado laboratorio de crack le llenaba de una dolorosa
melancolía que no había sentido desde que sujetó la mano de Ethel y la vio exhalar,
larga y lentamente, por última vez.
Las cosas preciosas sólo parecían alejarse, para no ser poseídas nunca más.
Mientras se quitaba el sombrero y comenzaba a abanicarse con el ala raída, la
multitud avanzó, empujada por los de atrás. Disparos de flashes. De puntillas, espió
por encima del hombro del alto periodista que tenía delante.
La nueva propietaria del hotel, una delgada mujer blanca, un poco más joven que
Henry, subió los escalones sujetando… ¿un paraguas? Cuando lo abrió, a Henry el
corazón le latió más rápido al comprender lo que era. Una sombrilla japonesa, hecha
de bambú, de un rojo brillante y blanco, con un koi naranja pintado en la tela, una
carpa que parecía un pececillo dorado gigante. Desprendió una nube de polvo que
flotó, suspendida momentáneamente en el aire, cuando la propietaria hizo girar el
delicado artefacto delante de las cámaras. Dos hombres subieron un baúl con las
pegatinas de puertos extranjeros: Admiral Oriental Lines, con salidas de Seattle y
Yokohama, Tokio. En un costado del baúl estaba el nombre Shimizu, escrito a mano
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en grandes letras blancas. Lo abrieron para mostrarlo a la multitud. En el interior
había prendas, álbumes de fotos y una vieja olla eléctrica para el arroz.
La nueva propietaria explicó que en el sótano había descubierto las pertenencias
de treinta y siete familias japonesas que, presuntamente, habían sido detenidas y
trasladadas. Sus pertenencias habían quedado escondidas y nunca habían sido
recuperadas; una cápsula del tiempo de los años de la guerra.
Henry miró en silencio el desfile de cajones y maletas de cuero que subían a la
superficie, la multitud estaba maravillada ante los una vez preciosos artículos que
contenían: un vestido de comunión, candelabros de plata manchados, una cesta de
excursión; objetos que habían acumulado polvo, que nadie había tocado durante
cuarenta y tantos años. Guardados para unos tiempos más felices que nunca llegaron.
Cuanto más pensaba Henry en los viejos objetos, tesoros olvidados, más se
preguntaba si su propio corazón roto podía estar allí, oculto entre las posesiones no
reclamadas de otro tiempo. Tapiado en el sótano de un hotel condenado. Perdido,
pero nunca olvidado.
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Marty Lee (1986)
Henry dejó atrás a la muchedumbre en el Hotel Panamá y volvió caminando a su
casa en lo alto de Beacon Hill. No estaba tan alto como para tener una vista
panorámica de Rainier Avenue, pero sí en una zona buena, un poco más arriba del
Barrio Chino. Una casa modesta de tres dormitorios con un sótano, todavía sin acabar
después de todos estos años. Había tenido la intención de terminarlo cuando su hijo
Marty se marchó al colegio universitario, pero la salud de Ethel había empeorado y el
dinero que habían ahorrado para una urgencia lo habían gastado en un aluvión de
facturas médicas, un torrente que había durado casi una década. La ayuda de
Medicaid había llegado casi al final, justo a tiempo, e incluso hubiese pagado una
residencia, pero Henry se había mantenido leal a su juramento: cuidar de su esposa en
la salud y la enfermedad. Además, ¿quién quería pasar sus últimos días en una
residencia del gobierno que tenía el aspecto de una cárcel y con todos viviendo en el
corredor de la muerte?
Antes de que pudiese dar respuesta a su propia pregunta, su hijo Marty llamó dos
veces a la puerta y entró sin más. Saludó a su padre con un «¿Qué tal, papá?» y fue
directamente a la cocina. «No te levantes, me voy ahora mismo, sólo quiero tomar
algo fresco. He subido todo el trayecto desde Capitol Hill. Ya sabes, el ejercicio, a ti
tampoco te vendría nada mal, creo que has engordado un poco desde que murió
mamá.»Henry se miró la cintura y apretó el botón del mando a distancia para quitar el
sonido del televisor. Había estado mirando las noticias para saber algo más del
descubrimiento del Hotel Panamá, pero no lo habían mencionado. Hoy debía ser un
día con muchas noticias más importantes. En el regazo tenía una pila de viejos
álbumes de fotos y unos pocos anuarios escolares manchados y con olor a moho a
consecuencia del aire húmedo de Seattle, que enfriaba el suelo de hormigón del
perpetuamente inacabado sótano de Henry.
Marty y él no habían hablado mucho desde el funeral. Marty estaba ocupado con
sus estudios de química en la universidad de Seattle, lo que era bueno, porque parecía
mantenerle apartado de los líos. Pero la universidad también parecía mantenerle
apartado de la vida de Henry, algo aceptable en vida de Ethel, pero que ahora hacía
mucho más grande el hueco en su vida. Era como estar al lado de un cañón, gritando,
y siempre esperando un eco que nunca llegaba. Cuando Marty iba a la casa, parecía
que las visitas sólo eran para hacer la colada, lavar el coche, o pedirle dinero, que
Henry siempre le daba sin mostrar nunca el menor enfado.
Ayudar a Marty a pagar sus estudios siempre había sido un segundo frente para
Henry, si cuidar de Ethel había sido el primero. A pesar de una pequeña beca, Marty
seguía necesitando de los préstamos a estudiantes para pagar su carrera, pero Henry
había optado por una jubilación anticipada en su empleo en Boeing para cuidar de
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Ethel a tiempo completo así que sobre el papel tenía mucho dinero a su nombre.
Parecía un hombre con medios. Para los prestamistas, Marty pertenecía a una familia
con una sólida cuenta bancaria, pero los prestamistas no pagaban las facturas
médicas. Cuando ella falleció, sólo quedaba lo justo para pagar un entierro decente,
un gasto que Marty consideraba innecesario.
Henry tampoco se había molestado en hablarle a Marty de la segunda hipoteca;
aquella que había pedido para pagarle los estudios cuando se habían acabado los
préstamos a estudiantes. ¿Por qué preocuparle? ¿Por qué meterle presión? La
universidad ya era bastante dura. Como cualquier otro buen padre, quería lo mejor
para su hijo, incluso si no hablaban del tema.
Henry continuó mirando los álbumes de lotos, desvaídos recuerdos de sus propios
días de estudiante, a la búsqueda de alguien que nunca había encontrado. «Intento no
vivir en el pasado», pensó, «pero quién sabe, algunas veces el pasado vive en mí.»
Desvió la mirada de las fotos para mirar a Marty, que volvía de la cocina con un vaso
de té verde frío. Se sentó por un momento en el sofá, y después se pasó al viejo sillón
reclinable de su madre delante mismo de Henry, que se sintió mejor al ver que
alguien… cualquiera, ocupaba el espacio de Ethel.
—¿Es lo que quedaba del té frío? —preguntó Henry.
—Sí —respondió Marty—, y he dejado el último vaso para ti, papá.
El chico dejó el té en un posavasos de jade junto a Henry. Él se dio cuenta de lo
viejo y cínico que se había vuelto en los meses que habían transcurrido desde el
funeral. No era Marty. Era él; necesitaba salir más. Hoy había sido un buen
comienzo.
Incluso así, Henry sólo fue capaz de murmurar «Gracias».
—Lamento no haber venido por aquí últimamente; los exámenes finales me están
matando, y no quiero desperdiciar todo el dinero que tanto os costó ganar a mamá y a
ti para que pudiese ir a la universidad.
Henry sintió su rostro enrojecer por la culpa mientras la vieja y ruidosa caldera se
apagaba y dejaba fresca la casa.
—Es más, te he traído un pequeño presente como muestra de mi agradecimiento.
—Marty le dio un pequeño sobre lai see, rojo vivo, con un reluciente sello dorado en
relieve, en el anverso.
Henry cogió el pequeño regalo con las dos manos.
—Un sobre con dinero de la suerte. ¿Me devuelves el dinero?
Su hijo sonrió con las cejas enarcadas.
—En cierto sentido.
No importaba lo que fuese. Henry sintió una profundad humildad ante el gesto de
su hijo. Tocó el sello dorado. Tenía grabado el símbolo cantonés correspondiente a
«prosperidad». Dentro había una hoja de papel plegada. Las notas de Marty. Había
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conseguido un 4.
—Me gradúo summa cum laude, que es el máximo honor.
Siguió un silencio, sólo el zumbido eléctrico del televisor mudo.
—¿Estás bien, papá?
Henry se tocó la comisura de un ojo con el dorso de su mano callosa.
—Quizá la próxima vez, seré yo quien te pida dinero.
—Si alguna vez quieres acabar la universidad, será un placer darte el dinero,
papá. Te daré una beca.
Una beca. La palabra tenía un significado especial para Henry, no sólo porque
nunca había acabado la universidad, aunque quizás eso había sido sólo una parte. En
1949 había abandonado la universidad de Washington para convertirse en aprendiz de
delineante. El programa ofrecido a través de Boeing era una gran oportunidad, pero,
en el fondo, Henry sabía la verdadera razón del abandono; la dolorosa razón. Le
había costado mucho integrarse. Un sentido de aislamiento le había quedado de todos
aquellos años. No tanto por la presión de los compañeros. Sino por su rechazo.
Mientras miraba el anuario escolar de sexto grado, recordó todo aquello que había
odiado y amado de la escuela. Rostros extraños aparecieron en sus pensamientos, una
y otra vez, como en una vieja moviola. Las miradas hostiles de los enemigos en el
patio, el duro contraste con la sonriente inocencia de las fotos del anuario. En la
columna junto a la foto a doble página de la clase había una lista de nombres:
aquellos que «no estaban en la foto». Henry encontró su nombre en la lista; era
verdad que estaba ausente de las filas y filas de niños sonrientes. Pero había estado
allí aquel día. Todo el día.
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Soy chino (1942)
El joven Henry Lee dejó de hablar a sus padres cuando tenía doce años. No por
alguna absurda rabieta infantil, sino porque ellos se lo pidieron. En todo caso, era así
cómo lo había sentido. Le habían pedido, no, le dijeron, que dejase de hablar chino.
Era 1942, y estaban desesperados porque él aprendiese inglés. Algo que sólo había
servido para que Henry se sintiese todavía más desconcertado cuando su padre le
abrochó en la camisa un distintivo que decía «Soy chino». El contraste parecía
absurdo. «No tiene ningún sentido», pensó. «El orgullo de mi padre por fin ha podido
más que él.»«Wo bu dong» dijo Henry en perfecto cantonés. No lo entiendo.
Su padre le dio una bofetada. En realidad fue más un cachete, sólo algo para
llamar su atención.
—Nunca más. Tú sólo hablar americano. —Las palabras las dijo en chinglish.
—No lo entiendo —repitió Henry en inglés.
—¿Hah? —preguntó su padre.
—Si se supone que no debo hablar en chino, ¿por qué debo llevar esta insignia?
—¿Qué dice? —Su padre se volvió hacia su madre, que espiaba desde la cocina.
Ella le miró con una expresión de desconcierto y se encogió de hombros para después
continuar con lo que cocinaba, por el olor, un pastel de castañas de agua. Su padre le
miró de nuevo y, con un gesto, le envió a la escuela.
Dado que Henry no podía preguntar en cantonés y sus padres apenas si entendían
el inglés, dejó correr el tema, cogió la mochila y la fiambrera, bajó las escaleras y
salió al aire salobre con olor a pescado del barrio chino de Seattle.
La ciudad entera era un bullicio por la mañana. Hombres con las camisas
manchadas de pescado cargaban cajones de besugos y cubos de almejas sepultadas en
hielo, Henry pasó junto a ellos y les oyó hablarse los unos a los otros en un dialecto
chino que ni siquiera él comprendía.
Continuó hacia el oeste por Jackson Street y dejó atrás el carro de un florista y un
adivino que vendía billetes de lotería en lugar de ir hacia el este, en dirección a la
escuela china que sólo estaba a tres calles del apartamento del segundo piso que
compartía con sus padres. Esta rutina matinal, caminar en sentido contrario, le llevaba
a encontrarse con docenas de chicos de su misma edad que iban, todos ellos, en
dirección opuesta.
«Baak gwai! Baak gwai!» le gritaban. Algunos sólo le señalaban y se reían.
Significaba «diablo blanco»; un término por lo general reservado a los caucásicos, y
eso sólo si en realidad se merecían el insulto. Un puñado de chicos se compadecía de
él, aquellos que habían sido sus antiguos compañeros de clase y una vez sus amigos.
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Chicos que conocía desde primer grado, como Francis Lung y Harold Chew. Ellos le
llamaban «Casper», como el personaje de El pequeño fantasma. Al menos no era
Látigo, Tofo, o Gordy.
«Quizá sea por esto», pensó Henry, con la mirada puesta en la ridícula insignia
que decía Soy chino. «Gracias, papá, y, ya puestos, podrías ponerme un cartel en la
espalda que diga "Pégame".»
Henry aceleró el paso hasta que por fin llegó a la esquina y dio la vuelta para ir
hacia el norte. A medio camino de la escuela, siempre se detenía en la arcada de
hierro de South King Street, donde le daba su almuerzo a Sheldon, un saxofonista que
le doblaba en edad y que tocaba para los turistas y por la calderilla. A pesar de la
pujante economía de Boeing Field, la prosperidad no parecía llegar a los oriundos
como Sheldon. Era un muy buen intérprete de jazz, pero su pobreza tenía poco que
ver con su capacidad musical y más con su color. A Henry le había caído bien desde
el primer momento, no porque ambos fuesen marginados, aunque si lo pensaba a
fondo, quizás hubiese algo de verdad; no, le gustaba por su música. Henry no sabía
qué era el jazz, sólo sabía que era algo que sus padres no escuchaban, y eso hacía que
le gustase todavía más.
—Bonita insignia, chico —comentó Sheldon, mientras se preparaba para las
interpretaciones de la tarde—. Es una muy buena idea, después de lo sucedido en
Pearl Harbor y todo el rollo.
Henry, que ya se había olvidado de la insignia de la camisa, la miró de nuevo.
—Una idea de mi padre —murmuró. Su padre odiaba a los japoneses. No porque
hubiesen hundido al U.S.S Arizona. Los odiaba porque llevaban bombardeando
Chunking sin interrupción desde hacía cuatro años. El padre de Henry nunca había
estado allí, pero sabía que la capital provisional de Chiang Kai-Shek ya se había
convertido en la ciudad más bombardeada de la historia.
Sheldon asintió en un gesto de aprobación y tocó la fiambrera de hojalata colgada
de la mochila de Henry.
—¿Qué tenemos hoy para comer?
Henry le dio la fiambrera.
—Lo mismo de siempre. —Un sándwich de huevo y aceitunas, zanahoria rallada,
y una manzana. Al menos su madre tenía el gesto de prepararle un almuerzo
norteamericano.
La sonrisa de Sheldon dejó a la vista un diente con una funda de oro.
—Gracias, señor, que pase un buen día.
Henry llevaba dándole su almuerzo a Sheldon desde su segundo día en Rainier
Elementary. Se sentía más seguro de esa manera. El padre de Henry había mostrado
un gran entusiasmo cuando su hijo había sido admitido en el colegio, sólo para
blancos, al final de la avenida Yester. Había sido un momento de orgullo para los
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padres de Henry. No dejaban de comentárselo a sus amigos en la calle, en el mercado
y en la Bing Kung Benevolent Association donde los sábados jugaban al bingo y al
mah jongg. Le habían dado una schola rshipping, una beca, que había sido la única
palabra que había oído decir a sus padres en inglés.
Pero lo que Henry sentía distaba mucho del orgullo. Sus emociones habían ido
mucho más allá del miedo, para llegar al punto en que sólo se trataba de la lucha por
la supervivencia. Esa era la razón por la que, después de haber recibido una paliza a
manos de Chaz Preston cuando le quitó su comida el primer día de escuela, había
aprendido a dársela a Sheldon. Además, obtenía una ganancia por la transacción, pues
cada día al volver a casa sacaba una moneda del fondo de la funda de Sheldon. Con el
dinero conseguido a cambio de la comida, Henry compraba para su madre una
azucena, su flor preferida, una vez a la semana. Se sentía un tanto culpable por no
comerse lo que ella le había preparado con tanto cariño, pero siempre la compensaba
con la flor.
—¿Cómo es que compras flores? —le había preguntado ella en chino.
—Hoytodoestabaalaventarebajadounaofertaespecial. —Se inventaba alguna
excusa en inglés, en un intento por explicar la compra y también el cambio que
siempre traía a casa después de hacer las compras en el mercado. Lo decía de corrido,
casi seguro de que ella no lo entendería. Su mirada de desconcierto daba paso a una
agradecida aceptación, mientras asentía y guardaba el cambio en el monedero. Ella
apenas si entendía el inglés, pero Henry veía que su madre valoraba su aparente
capacidad para el regateo.
Si sus problemas en la escuela pudiesen resolverse con la misma facilidad…
Para Henry, la beca tenía muy poco que ver con los estudios y todo con el trabajo.
Por fortuna, había aprendido a trabajar deprisa. Tenía que hacerlo. Sobre todo sus
funciones previas a la hora de la comida, ya que sólo salía diez minutos antes de
finalizar la clase. Era el tiempo justo para llegar a la cafetería, donde se ponía un
delantal blanco almidonado largo hasta las rodillas y les servía la comida a los otros
chicos.
Durante los últimos meses, había aprendido a cerrar la boca y no hacer caso de las
provocaciones; en particular de los matones como Will Whitworth, Cari Parks y Chaz
Preston.
La señora Beatty, la cocinera, tampoco era de gran ayuda. Flatulenta y con una
redecilla en el pelo, era la definición de una de las palabras favoritas de Henry: tipa.
Cocinaba lo que se dice literalmente a mano porque lo medía todo con sus viejos y
sucios mitones. Los gruesos antebrazos eran una prueba de que nunca había utilizado
una batidora eléctrica. Pero, lo mismo que un perro que se niega a hacer lo suyo en el
mismo lugar donde duerme, ella nunca comía lo que cocinaba. En cambio, siempre
compraba su comida. Tan pronto como Henry se ataba los cordones del delantal, ella
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se quitaba la redecilla y desaparecía con su caja de comida y un paquete de Lucky
Strikes.
Ganarse la beca en la cafetería significaba que Henry nunca disfrutaba del recreo.
Después de que acabase el último chico, él se sentaba a comer melocotones en
almíbar en la despensa, solo, rodeado por imponentes pilas de botes de salsa de
tomate y macedonia de frutas.
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Guardias de la bandera (1942)
Henry no tenía claro qué era más frustrante: si las incesantes provocaciones en la
cafetería de la escuela, o el incómodo silencio en el pequeño apartamento que
compartía con sus padres. Así y todo, cuando llegaba la mañana intentaba sacar el
máximo provecho de la barrera lingüística de su casa mientras seguía su rutina
habitual.
«Zou san», le saludaban sus padres dándole los buenos días.
Henry sonreía y contestaba con su mejor inglés:
—Voy a abrir un paraguas en mi pantalón.
Su padre asentía con expresión grave como si Henry hubiese citado alguna
profunda reflexión de la filosofía occidental. «Perfecto», pensaba Henry, «esto es lo
que consigues cuando envías a tu hijo a estudiar con una beca.» Con una risa mal
contenida, se sentaba a tomar su desayuno, una pequeña pirámide de arroz pegajoso,
sazonado con cerdo y setas. Su madre le miraba, al parecer enterada de sus
trapisondas, aunque no entendiese las palabras.
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Henry estaba convencido de que Chaz acabaría siendo el cobrador de la familia. Le
gustaba amenazar a la gente. Era tan malvado que los otros matones le temían.
—Eh, Tojo, te has olvidado de saludar a la bandera —gritó Chaz.
Henry continuó caminando hacia las escalinatas como si no le hubiese oído.
Nunca entendería por qué a su padre le parecía una idea fantástica que viniese a esta
escuela. Observó por el rabillo del ojo como Chad anudaba la bandera y después se le
acercaba. Apuró el paso para buscar el refugio de la escuela, pero Chaz se lo impidió.
—¿Qué pasa? ¿Es que vosotros los japoneses no saludáis a las banderas
norteamericanas?
Henry no sabía qué era peor: que se metiesen con él por ser chino, o que le
acusasen de ser japonés. Si bien Tojo, el primer ministro japonés, era conocido con el
apodo de «La navaja» debido a su afilada mente legalista, Henry sólo deseaba ser lo
bastante listo para quedarse en casa y no ir a la escuela cuando sus compañeros
hablaban del Peligro Amarillo. Su maestra, la señora Walker, que rara vez le dirigía la
palabra, nunca ponía freno a los comentarios inapropiados y ofensivos. Tampoco le
había llamado nunca para que fuese a la pizarra a resolver un problema matemático,
convencida de que no entendía el inglés, a pesar de que sus notas cada vez mejores
tendrían que haberle dado por lo menos una pista.
—No peleará contigo, es un maldito cobarde. Además, está a punto de sonar el
segundo timbre —dijo Denny en tono despectivo y entró en el edificio.
Chaz no se movió.
Henry miró al matón que le cerraba el paso, pero no dijo ni una palabra. Había
aprendido a mantener la boca cerrada. La mayoría de sus compañeros no le hacían
caso, y aquellos que le acosaban por lo general acababan por aburrirse cuando no
respondía. Entonces recordó la insignia que le hacía usar su padre y se la señaló a
Chaz.
—«Soy chino» —leyó Chaz en voz alta—. Para mí no significa nada, renacuajo.
Tampoco celebras la Navidad, ¿no?
Sonó el segundo timbre.
—Ho, ho, ho —respondió Henry. «Menos mal no iba a abrir la boca», pensó.
«Celebramos la Navidad, junto con el Chun jie, el Año Nuevo lunar. Pero no, el día
de Pearl Harbor no es una fiesta.»
—Suerte tienes de que no pueda llegar tarde porque perdería ser guardián —dijo
Chaz, antes de amagar un golpe. Henry no se movió. Después vio al matón entrar en
la escuela. Henry soltó la respiración y fue por los pasillos desiertos hasta el aula de
la señora Walker, que le reprochó la tardanza y le castigó con salir una hora más
tarde. Henry aceptó el castigo sin decir palabra. Sin siquiera una mirada.
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Keiko (1942)
Cuando aquel mediodía Henry entró en la cocina de la escuela había un rostro
nuevo, aunque estaba vuelto hacia una pila de bandejas con manchas de remolacha,
por lo que no pudo ver gran cosa. Era obvio que se trataba de una chica,
probablemente de su curso, más o menos de su estatura, estaba oculta detrás de los
largos mechones de pelo negro que enmarcaban su rostro. Rociaba las bandejas con
agua hirviendo y las colocaba en el escurridor, una a una. Cuando se volvió poco a
poco hacia Henry, él vio las mejillas delgadas, la piel perfecta, suave y carente de las
pecas que salpicaban los rostros de las otras chicas de la escuela. Pero por encima de
todo, se fijó en los ojos castaños. Por un momento Henry juró que había olido algo,
como jazmín, dulce y misterioso, perdido entre los grasientos olores de la cocina.
—Henry, ella es Keiko, la acaban de trasladar a Rainier, pero es de tu parte de la
ciudad. —La señora Beatty, la cocinera, que parecía considerar a esta nueva chica
como otro aparato de cocina, le arrojó un delantal y la empujó junto a Henry detrás
del mostrador—. Vaya, diría que ustedes dos son parientes, ¿no?
—¿Cuántas veces había oído lo mismo?
La señora Beatty no perdió el tiempo y sacó un mechero Zipo, encendió un
cigarrillo con una sola mano y se marchó con su comida.
—Avisadme cuando hayáis acabado.
Como la mayoría de los chicos de su edad, a Henry le gustaban las chicas más de
lo que estaba dispuesto a admitir, o en realidad más de lo que se atrevía a decírselo a
nadie; en especial cuando estaba con los otros chicos, que intentaban mostrarse
indiferentes, como si las chicas fuesen alguna nueva especie extraña. Así que, si bien
hacía todo con naturalidad, y procuraba al máximo mostrarse indiferente, se sentía
entusiasmado en secreto al tener un rostro amigo en la cocina.
—Soy Henry Lee. De South King Street.
—Soy Keiko —susurró la niña.
Henry se preguntó por qué no la había visto antes en el barrio; quizá su familia
acababa de llegar.
—¿Qué clase de nombre es Kay-Ko?
Hubo una pausa. Entonces sonó la campana de la comida. Los portazos resonaron
en el pasillo.
Ella se cogió el largo pelo negro en dos puñados iguales y los ató con una cinta.
—Keiko Okabe —dijo. Se ató el delantal y esperó una reacción.
Henry estaba atónito. Era japonesa. Con el pelo recogido ahora lo veía con
claridad. Parecía avergonzada. ¿Qué estaba haciendo aquí?
La suma total de los amigos japoneses de Henry era equivalente a cero. Su padre
no se lo hubiese permitido. Era un nacionalista chino y había sido bastante activista
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en sus tiempos, según la madre de Henry. Cuando aún no había cumplido los veinte
años, su padre fue anfitrión del famoso revolucionario Sun Yat Sen durante su visita a
Seattle, lugar al que acudió para reunir el dinero necesario para ayudar al débil
ejército del Kuomintang contra los manchús. Primero lo había hecho a través de los
bonos de guerra, luego les ayudó a abrir una oficina. Imagínense, una oficina del
ejército chino, en su misma calle. Era allí donde el padre de Henry estaba ocupado
recaudando miles de dólares para luchar contra los japoneses en la patria. Su patria,
no la mía, pensó Henry. El ataque a Pearl Harbor había sido terrible e inesperado,
desde luego, pero no era nada cuando se lo comparaba con los bombardeos de
Shangai o el saqueo de Nanking, al menos según su padre. Henry, por su parte, ni
siquiera era capaz de encontrar Nanking en el mapa.
Pero así y todo, no tenía ni un solo amigo japonés, a pesar de que había el doble
de chicos japoneses de su edad que chinos, y que sólo estaban separados por unas
calles. Henry se sorprendió mirando a Keiko, cuyos ojos inquietos parecían haber
descubierto su reacción.
—Soy americana —afirmó ella en su defensa.
Él no sabía qué decir, así que se concentró en las hordas de chicos hambrientos
que entraban.
—Será mejor que nos pongamos a trabajar.
Quitaron las tapas de las bandejas humeantes y se echaron atrás ante el olor. Se
miraron el uno al otro con asco. Dentro había una masa marrón que semejaban
espaguetis. Keiko parecía estar a punto de vomitar. Henry, que estaba acostumbrado
al pútrido hedor, ni siquiera parpadeó. Se limitó a enseñarle cómo servir con una vieja
cuchara de helado mientras los chicos pecosos con el pelo al rape, incluso los más
pequeños, decían: «Mirad, el chino se ha traído a la novia» y «¡Por favor, más chop-
suey!».
Como mucho se mofaban, como mínimo les miraban con suspicacia y muecas
burlonas. Henry guardaba silencio, furioso y avergonzado como siempre, pero
fingiendo que no entendía. Una mentira que deseaba creer aunque sólo fuese en
defensa propia. Keiko lo imitó. Durante media hora estuvieron uno al lado del otro,
mirándose de vez en cuando, burlándose mientras servían raciones más grandes del
engrudo de mierda de rata de la señora Beatty a los chicos que más se burlaban de
ellos, o a la chica pelirroja que se tiraba de las comisuras de los ojos y mostraba un
rostro siniestro.
—¡Mirad, ni siquiera hablan inglés! — chilló.
Keiko y él se sonrieron el uno al otro hasta que sirvieron al último de los chicos y
todas las bandejas y sartenes estuvieron lavados y guardados. Luego comieron,
juntos, compartiendo un bote de peras en la despensa.
Henry se dijo que aquel día las peras sabían mucho mejor.
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El camino a casa (1942)
Una semana después de la llegada de Keiko, Henry se acomodó a una nueva
rutina. Comían juntos, luego se encontraban frente al armario del conserje una vez
acabadas las clases, para continuar con la segunda parte de su trabajo. Hombro con
hombro limpiaban las pizarras, vaciaban las papeleras y golpeaban los borradores
detrás de la escuela en un viejo tocón. No estaba mal. Tener a Keiko reducía a la
mitad el trabajo que había estado haciendo antes y disfrutaba de su compañía, aunque
ella fuese japonesa. Además, todo el trabajo después de la escuela daba a los otros
chicos tiempo de sobra para montar en sus bicis o autocares y marcharse, mucho
antes de que él saliese al patio.
Así era como debía ser.
Pero cuando sostuvo la puerta abierta para que Keiko saliera del edificio, vio que
Chaz estaba al pie de las escaleras. Quizá había perdido el autobús, pensó Henry. O a
lo mejor había intuido un murmullo de felicidad desde que Keiko había llegado. Sólo
una mirada, o una sonrisa entre ellos. Aunque esté aquí para provocarme, pensó
Henry, está bien, siempre que no le haga daño a ella. Él y Keiko bajaron las escaleras
y pasaron junto a Chaz, Henry por el lado de adentro, colocándose entre ella y el
matón. Mientras pasaban, Henry se dio cuenta de que su Némesis era treinta
centímetros más alto que cualquiera de los dos.
—¿Adonde creéis que vais?
Chaz tenía que haber estado en octavo, pero había repetido dos cursos. Henry
sospechaba desde hacía tiempo que no aprobaba con toda intención, para poder
continuar dominando la clase de sexto. ¿Por qué renunciar a ello y convertirse en un
don nadie en el bachillerato?
—Dije que adonde creéis que vais, amante de los japoneses.
Keiko iba a hablar cuando Henry le dirigió una mirada, la rodeó con el brazo y la
obligó a caminar. Chaz se colocó delante de ellos.
—Sé que entiendes cada una de las palabras que digo. Os he visto a los dos
hablando después de clase.
—¿Y? —preguntó Henry.
—Y… —Chaz lo cogió por el cuello y lo sacudió para levantarlo hasta su pecho,
tan cerca que Henry olió la comida en el aliento: cebollas y leche en polvo— ¿Qué tal
si hago que no puedas hablar nunca más? ¿Eso te gustaría?
—¡Basta! —gritó Keiko— ¡Suéltale!
—Deja al chico en paz, Charlie —interrumpió la señora Beatty, que bajó las
escaleras encendiendo un cigarrillo. A juzgar por su indiferencia, Henry dedujo que
estaba habituada a la mala conducta de Chaz.
—Mi nombre es Chaz.
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—Bien, Chaz, cariño, si le haces daño a ese chico, tendrás que tomar su lugar en
la cocina, ¿lo entiendes? —Lo dijo de una manera que casi sonó como si le
importase. Casi. La dura expresión de su rostro bastó para sembrar la duda en la
mente de Chaz. Soltó a Henry y lo empujó al suelo, pero no sin antes arrancarle el
distintivo que decía Soy chino de la camisa, dejando un pequeño siete. Chaz se lo
abrochó en su propio cuello y le dirigió una sonrisa dentuda antes de marcharse,
seguramente para buscar a otros chicos a quienes molestar.
Keiko ayudó a Henry a levantarse, y le alcanzó los libros. Cuando se volvió para
darle las gracias a la señora Beatty ella ya estaba lejos. Ni siquiera un adiós. «Gracias
de todas maneras.» ¿Le importaba el acoso escolar, o sólo protegía a sus ayudantes de
cocina? Henry no tenía forma de saberlo. Se quitó el polvo de los fondillos de los
pantalones y borró el pensamiento de su mente.
Después de pasar una semana juntos en la cocina, no había pensado que pudiese
sentir más frustración o vergüenza. Qué sorpresa. Pero si ella le valoraba menos
después de su encuentro con Chaz, desde luego no lo demostró. Incluso le tocó la
mano, y le ofreció la suya mientras caminaban, pero él no le hizo caso. En realidad no
era tímido con las chicas. Pero las chicas japonesas eran como una bandera roja. O
una bandera blanca con un gran sol rojo en el medio. A su padre le daría un ataque. Y
alguien les podía ver.
—¿Siempre has ido a Rainier? —preguntó Keiko.
El advirtió lo tranquila que sonaba su voz. Clara y simple. Su inglés era mucho
mejor que el de la mayoría de las niñas chinas que conocía.
Sacudió la cabeza.
—Sólo desde septiembre. Mis padres quieren que tenga una educación occidental,
universitaria, en lugar de volver a Canton para completar mi formación china, como
todos los otros chicos de mi barrio.
—¿Por qué?
Henry no sabía cómo decirlo.
—Por las personas como tú. —Cuando salieron las palabras, se sintió mal por
desfogar las frustraciones del día. Pero era parte de la verdad, ¿no? Por el rabillo del
ojo la observó quitarse el moño del pelo. Los largos mechones cayeron alrededor de
su rostro, y casi le taparon los ojos castaños.
—Lo siento —añadió—. No es culpa tuya. Es porque el ejército japonés ha
invadido las provincias nororientales. Los combates están muy lejos de Canton, pero
así y todo no me dejan ir. La mayoría de los chicos de mi lado de la ciudad van a la
escuela china y después acaban los estudios en la China Continental. Eso era lo que
mi padre tenía planeado para mí. Hasta el otoño pasado. —Henry no supo qué más
decir.
—¿Así que no naciste en China?
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Henry sacudió de nuevo la cabeza, señaló hacia Beacon Hill, donde se alzaba el
hospital Columbus, un poco más allá del Barrio Chino.
—Nací allí mismo.
Ella sonrió.
—Allí nací yo también. Soy japonesa. Pero primero americana.
—¿Tus padres te enseñaron a decir eso? —Se quiso tragar las palabras cuando
salieron, temeroso de herir de nuevo sus sentimientos. Después de todo, sus padres le
habían dicho que dijese lo mismo.
—Sí. Lo hicieron. Mi abuelo vino aquí después del gran incendio de 1889. Soy de
segunda generación.
—¿Es por eso que te enviaron a Rainier?
Habían caminado hasta Nihonmachi, más allá de los arcos de hierro negro del
Barrio Chino. Henry vivía a siete calles, y sólo había estado aquí una vez cuando su
padre había quedado con alguien para comer en el hotel Northern Pacific, a un lado
del mercado japonés. Incluso entonces, su padre había insistido en que se marchasen
en cuanto se enteró de que el lugar había sido construido por Niroku «Frank»
Shitamae, un empresario japonés local. Se habían marchado antes de que les sirviesen
la comida.
—No. —Ella se detuvo y miró el entorno—. Es por esto que me enviaron.
Allí donde miró, Henry vio banderas americanas; en cada escaparate y colgadas
en cada puerta. Sin embargo, eran muchas más las tiendas con los cristales rotos y
algunas estaban tapiadas. Delante de ellos un camión de obras públicas naranja
ocupaba tres plazas de aparcamiento. Un hombre barbudo que estaba en la barquilla
de la escalera mecánica quitó el cartel de Mikado Street y lo cambió por otro que
decía Pearborn Avenue.
Henry recordó la insignia que su padre le había dado y tocó el roto encima de su
corazón donde había estado. Miró a Keiko y por primera vez en todo el día, en toda la
semana, ella parecía asustada.
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Nihonmachi (1942)
Los sábados eran especiales para Henry. Mientras otros chicos encendían la radio
para escuchar Las aventuras de Superman en la nbs, Henry hacía sus tareas escolares
todo lo rápido que podía y corría hasta la esquina de Jackson y King. Por supuesto
que a él le gustaba el Hombre de Acero; ¿a qué chico de doce años no le gustaba?
Pero durante los años de guerra, las aventuras eran, bueno, menos que aventureras.
En lugar de destrozar robots de otro planeta, el hijo de Kripton pasaba sus días
descubriendo quintacolumnistas y redes de espías japoneses, algo que le interesaba
poco a Henry.
Aunque se preguntaba por el propio Superman. El actor que ponía la voz de
Superman era un misterio en 1942. Nadie sabía quién era. Nadie. Y los chicos de
todas partes estaban obsesionados por descubrir su identidad. Así que mientras Henry
corría por la calle, miraba a las personas de modales amables que vestían trajes y
llevaban gafas, como Clark Kent, y se preguntaba si podían ser la voz de Superman.
Incluso miraba a los hombres chinos y japoneses, porque nunca se sabía.
Se preguntó si Keiko escuchaba a Superman las mañanas de los sábados. Pensó
en acercarse hasta el lado Nihonmachi de la ciudad, sólo para curiosear. Quizá se
encontrara con ella. ¿Cómo sería de grande?
Entonces oyó a Sheldon tocar su saxo a lo lejos, y siguió la música.
El sábado era el único día de la semana en que podía oír tocar a Sheldon. La
mayoría de los días, cuando Henry pasaba después de la escuela, en la funda de
Sheldon pocas veces había más de dos o tres dólares en monedas y, para entonces, ya
estaba a punto de acabar. Pero los sábados eran diferentes. Con tantos turistas,
marineros e incluso un buen número de lugareños que venían y paseaban por Jackson
Street, los sábados eran días de paga, como decía Sheldon.
Aquella mañana, cuando llegó Henry, había quizá unas veinte personas que se
movían y sonreían mientras su amigo interpretaba una pieza de jazz. Henry se coló
hasta delante y se sentó en la acera, para disfrutar del tiempo soleado. Sheldon lo vio
y le guiñó un ojo, sin perder ni una nota.
Cuando acabó, los aplausos fueron y vinieron, y la multitud se dispersó, dejando
atrás casi tres dólares en monedas. Sheldon colocó un pequeño cartel manuscrito en
la funda que decía Siguiente actuación dentro de quince minutos, y recuperó el
aliento. Mientras respiraba hondo, su ancho pecho parecía estar poniendo a prueba
los límites de su chaleco de satén. Ya le faltaba el primer botón de abajo.
—Mucho público —comentó Henry.
—No está mal, no está nada mal. Pero chico, mira aquello, ahora hay un montón
de clubes; hay mucha competencia. —Sheldon apuntó con el saxofón hacia la calle
donde hileras de rótulos de neón y carteles marcaban los clubes nocturnos a un lado y
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otro de Jackson.
Henry había recorrido una vez toda la zona y había contado un total de treinta y
cuatro locales: incluidos el Black & Tan, el Rocking Chair, el Ubangi, el Colony Club
y el Jungle Temple. Y esos eran sólo los clubes oficiales, aquellos con los
resplandecientes carteles de neón para que los viese todo el mundo. Había una
infinidad más, ocultos en sótanos y salones traseros. Su padre siempre se quejaba del
ruido que hacían.
Los sábados por la noche, Henry miraba a través de la ventana, entretenido en
contemplar el cambiante paisaje de las personas que pasaban. Durante el día, los
rostros asiáticos estaban por todas partes. Pero por la noche, la multitud se
multiplicaba, y estaba compuesta en su mayoría por gente blanca con sus mejores
ropas, que iban a disfrutar de una noche de jazz y baile. Había sábados en los que
Henry oía la música en la distancia, pero a su madre no le gustaba que durmiese con
la ventana abierta, temerosa de que muriese de un resfriado o de una neumonía.
—¿Qué tal las pruebas? —preguntó Henry, que sabía que Sheldon buscaba un
empleo fijo por la noche.
Sheldon le entregó una tarjeta. Decía Negro Local 493.
—¿Qué es esto?
—¿Te lo puedes creer, yo afiliado al sindicato? Los músicos blancos tienen un
sindicato para buscar y conseguir más trabajo, y los negros también han formado el
suyo y ahora estamos consiguiendo más actuaciones de las que podemos realizar.
Henry no acababa de entender del todo qué significaba una tarjeta de afiliación
sindical, pero Sheldon parecía entusiasmado, así que comprendió que debía de ser
una buena noticia.
—Incluso tengo una substitución esta noche en el Black Elks Club. Al parecer al
saxofonista lo han metido en la cárcel por algo que hizo, así que llamaron al sindicato
y el sindicato me llamó a mí. ¿Te lo puedes creer? Yo, tocando en el Black Elks…
—¡Con Oscar Holden! —acabó Henry. Nunca le había oído tocar, pero había
visto los carteles por toda la ciudad, y Sheldon siempre hablaba de él con un tono
reservado normalmente a los héroes y las leyendas.
—Con Oscar Holden —asintió Sheldon, y luego tocó unas cuantas notas alegres
en el saxo—. Es sólo por esta noche, pero eh, es un buen bolo, con un gran tío.
—¡Me alegra mucho! —Henry sonrió—. De verdad es una muy buena noticia.
—Hablando de buenas noticias, ¿quién es esa chiquilla con la que te he visto ir
caminando a casa, eh? ¿Algo que deba saber?
Henry sintió que el rubor se le subía <i las mejillas.
—No es más que una amiga de la escuela.
—Ah. ¿Eso vendría a ser algo así como una novia?
Henry se apresuró a responder a la defensiva.
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—No, es una amiga japonesa, mis padres me matarían si se enterasen. —Señaló
el distintivo en la camisa, el nuevo que su padre le había obligado a ponerse después
de que Chaz le arrancase el otro.
—Soy chino. Soy libanés. Soy pequinés. Soy estupendo. —Sheldon sacudió la
cabeza—. Bueno, la próxima vez que veas a tu amiga japonesa, dile oai deki te
ureshii desu.
—Oh i dequi tai ooh ri shi dai sue —repitió Henry.
—Bastante parecido; es un cumplido en japonés, significa «¿Cómo estás hoy,
bonita…?».
—No puedo decirle eso —interrumpió Henry.
—Tú hazlo, le gustará. Yo lo uso con todas las chicas geishas que hay por aquí,
siempre lo toman de la manera correcta, y además aprecian que se lo digan en su
lengua nativa. De esa manera es muy sofisticado. Misterioso.
Henry ensayó la frase en voz alta unas cuantas veces más. Y varias veces más
mentalmente. Oai deki te ureshii desu.
—¿Qué tal si vas ahora al Barrio Japonés y lo pruebas? Hoy cierro la parada
temprano. Una actuación más y después me reservaré el aliento para la gran noche
con Oscar.
Henry deseó poder verle y oírle tocar con el famoso pianista de jazz. Deseó ver
cómo era el interior de un auténtico club de jazz. Sheldon le había dicho que en la
mayoría de los clubes se bailaba, pero que cuando Oscar interpretaba, el público se
sentaba para escucharle. Así era de bueno. A Henry le gustaba imaginarse una sala
oscura, todos sentados y vestidos con sus mejores galas, con copas de champán en las
manos, escuchando la música que llegaba desde el punto iluminado del escenario,
una niebla fresca que se extendía sobre la fría agua negra.
—Sé que lo harás muy bien esta noche —dijo Henry, y se volvió para ir hacia el
sur, hacia el Barrio japonés, en lugar de hacia el este, hacia su casa.
Sheldon le dedicó su sonrisa con el diente de la funda de oro.
—Muchas gracias, señor, que tenga un buen día —se despidió para ocuparse de
su siguiente actuación.
Henry practicó las palabras japonesas, y las fue diciendo una y otra vez mientras
caminaba, hasta que los rostros de las calles pasaron de negro a blanco, a japonés.
El Barrio Japonés era más grande de lo que Henry había imaginado; al menos
cuatro veces el tamaño del Barrio Chino, y cuanto más caminaba a través de las
concurridas calles, más comprendía que encontrar a Keiko podía ser imposible. Claro
que él la había acompañado la mitad del camino desde la escuela, pero eso era justo
hasta el principio del barrio. Habían caminado hasta la Hatsunekai Dance School, y
luego él había dicho adiós, y la había visto ir en dirección al hotel Fuji. Desde allí
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había vuelto por Jackson y a continuación por South King en dirección a casa.
Caminar por Maynard Avenue era como haber caído en otro mundo. Había bancos,
peluqueros, sastres, dentistas y periódicos japoneses. Los resplandecientes carteles de
neón continuaban encendidos durante el día, los farolillos de papel colgaban delante
de cada edificio de apartamentos, mientras los niños cambiaban cromos de béisbol de
sus equipos japoneses favoritos.
Henry encontró un asiento en un banco y leyó un ejemplar del día anterior del
Japanese Daily News, cuya mayor parte, para su sorpresa, estaba en inglés. Había una
venta por cierre de la Taishodo Book Store y un nuevo propietario se había hecho
cargo de la joyería Nakamura. Mientras Henry miraba a un lado y a otro, le pareció
que había muchos negocios en venta, y que otros estaban cerrados en pleno día. Todo
esto tenía sentido porque muchas de las noticias tenían que ver con los momentos
difíciles que vivía Nihonmachi. Al parecer los negocios habían ido a la baja, incluso
desde antes de Pearl Harbor; desde que los japoneses invadieron Manchuria en 1931.
Henry recordaba el año porque su padre mencionaba con harta frecuencia la guerra de
China. Según una noticia, la Chong Wa Benevolent Association había pedido el
boicot a toda la comunidad japonesa. Henry no sabía qué era exactamente la Chong
Wa, algo así como un comité del Barrio Chino similar a la Bing Kung Association a
la que pertenecía su familia, pero más grande y más política, que abarcaba no sólo su
barrio, sino que representaba a toda la región y a todos los tongs, redes sociales que
algunas veces parecían bandas. Su padre era miembro.
Mientras Henry miraba a las multitudes que caminaban por las calles, comprando
y jugando, su número desmentía los momentos difíciles, los boicots, los locales
tapiados, las tiendas cubiertas de banderas. En su deambular por las calles, casi nadie
le hacía el menor caso, salvo algunos niños japoneses que le señalaban y comentaban
a su paso, aunque eran silenciados por sus padres. Al mirar vio que aquí y allá había
bastantes caras negras salpicadas entre la multitud, pero no se veía ningún rostro
blanco.
Entonces Henry se detuvo cuando por fin vio la cara de Keiko. O al menos una
foto; en el escaparate del Ochi Photography Studio. Allí estaba ella, era una foto
sepia de una niña vestida de domingo, sentada en una gran silla de cuero, con un
paraguas japonés, un parasol de bambú decorado con un koi.
—Konichi-wa —le saludó desde la puerta un japonés, bastante joven por su
aspecto—. ¿Konichi-wa Ototo-san?
Confundido por el saludo japonés, Henry se abrió la americana y señaló la
insignia que decía Soy chino.
El joven fotógrafo sonrió.
—Bueno, no hablo chino, pero ¿Cómo estás? ¿Quieres hacerte una foto? ¿Un
retrato? ¿O sólo buscas a alguien?
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Ahora le llegó el turno a Henry de mostrarse sorprendido. El inglés del joven
fotógrafo era casi perfecto comparado con el dominio de la lengua que tenía Henry.
—Esta chica, voy a la escuela con ella.
—¿Los Okabe? ¿Envían a su hija a la escuela china?
Henry sacudió la cabeza y movió la mano.
—Keiko Okabe, sí, los dos vamos a Rainier Elementary, la escuela blanca al otro
lado de Yesler Way.
El momento de silencio se desvaneció con el ruido de los motores de los coches
que pasaban. Henry miró mientras el fotógrafo observaba la foto de Keiko.
—Entonces ambos debéis ser estudiantes muy especiales.
¿Desde cuándo ser especial se había convertido en semejante carga? Incluso en
una maldición. No había nada especial en ir a Rainier. Nada en absoluto. Claro que
estaba aquí buscando a alguien. Quizás ella era especial.
—¿Sabes dónde vive?
—No, lo siento. Pero les he visto mucho cerca del Nippon-Kan Hall. Allí hay un
parque, quizá puedas ir a buscarla allí.
—Domo —dijo Henry. Era la única palabra japonesa que sabía, aparte de la frase
que Sheldon le había enseñado antes.
—De nada. Vuelve, y te haré una foto —le gritó el fotógrafo.
Henry ya se alejaba.
Henry y Keiko cruzaban el Kobe Park camino a casa desde la escuela cada día y
él reconocía el parque de la ladera por los numerosos árboles de cerezos que
adornaban las calles. Al otro lado del parque estaba el Nippon-Kan Hall, que en
realidad era más un teatro kabuki, lleno de carteles de obras que nunca había visto u
oído mencionar, como O Some Hisamatsu y Yuko No Ichiya, escritos en inglés y
kanji. Como en el Barrio Chino, toda la zona alrededor del parque al parecer se
despertaba los sábados. Henry siguió a las multitudes, luego a la música. Delante del
Nippon- Kan había unos intérpretes callejeros, vestidos con trajes tradicionales,
luchando con brillantes espadas que se doblaban y flexionaban cuando cortaban el
aire. Detrás de ellos, los músicos tocaban lo que parecían extrañas guitarras de tres
cuerdas. Nada comparable al zhonghu o el gaohu, los violines de dos cuerdas que él
había oído cuando la ópera de Pekín interpretaba una escena de lucha.
Con la música y el baile, Henry se olvidó del todo de buscar a Keiko, aunque de
vez en cuando murmuraba las palabras que Sheldon le había enseñado: Oh i dequi tai
ooh ri shi dai sue, más que nada por un hábito nervioso.
—¡Henry!
Aún a través de la música supo que la voz era la de ella. Miró entre la
muchedumbre, perdido por un momento antes de verla sentada en la ladera, en el
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punto más alto del Kobe Park, saludándolo por encima de los intérpretes callejeros.
Henry subió la colina, con las palmas sudadas. Oh i dequi tai ooh ri shi dai sue. Oh i
dequi tai ooh ri shi dai sue.
Ella dejó una pequeña libreta y le miró sonriente.
—¿Henry? ¿Qué estás haciendo aquí?
—Oh i dequi tai... —Las palabras salieron de su lengua como un camión Mack.
Notó las gotas de sudor en su frente. ¿Las palabras? ¿Cuál era el resto? — ooh ri shi
dai sue.
El rostro de Keiko se congeló en una sonrisa de sorpresa, sólo interrumpida por el
ocasional parpadeo de sus grandes ojos.
—¿Qué has dicho?
«Respira Henry. Respira hondo. Una vez más.»
—Oai deki te ureshii desu. —Las palabras salieron perfectas. «¡Lo conseguí!»
Silencio.
—Henry, yo no hablo japonés.
—¿Qué…?
—Yo no hablo japonés. —Keiko se echó a reír—. Ya ni siquiera lo enseñan en la
escuela japonesa. Dejaron de hacerlo el pasado otoño. Mi madre y mi padre lo
hablan, pero quieren que yo sólo aprenda inglés. La única palabra japonesa que sé es
wakarimasen.
Henry se sentó a su lado y miró hacia donde estaban los artistas callejeros.
—¿Qué significa?
Keiko le palmeó en el brazo.
—Significa «no entiendo», ¿lo entiendes?
Él se tumbó en la ladera, sintió el frescor de la hierba. Olía las diminutas rosas
japonesas, que salpicaban la colina con parches de estrellas amarillas.
—Sea lo que sea, Henry, lo has dicho muy bien. ¿Qué significa?
—Nada. Significa «¿qué hora es?».
Henry miró a Keiko de reojo y vio la mirada de sospecha en sus ojos.
—¿Has venido hasta aquí sólo para preguntarme qué hora es?
Henry se encogió de hombros.
—Un amigo me lo acaba de enseñar. Creí que te mostrarías impresionada. Me
equivoqué. ¿Qué clase de libreta es esa?
—Es un cuaderno de dibujo. Y estoy impresionada, por el solo hecho de que
hayas venido hasta aquí. Tu padre se pondría furioso si lo supiese. ¿O lo sabe?
Henry sacudió la cabeza. Éste era el último lugar en que su padre esperaría
encontrarle. Henry por lo general iba al muelle los sábados, con los otros chicos de la
escuela china, para visitar lugares como la Ye Olde Curiosity Shop en Coleman
Dock; para mirar las momias de verdad y las cabezas reducidas auténticas, para
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retarse los unos a los otros a tocarlas. Pero desde que había comenzado a ir a Rainier,
todos le trataban de otra forma. Él no había cambiado pero, de alguna manera, a sus
ojos, él era diferente. Ya no era uno de ellos. Como Keiko, era especial.
—Tampoco es para tanto. Es que andaba por el barrio.
—¿De verdad? ¿Y qué vecino te enseñó a hablar japonés?
—Sheldon, el que toca el saxo en South King. —Henry se fijó en el cuaderno—.
¿Puedo ver tus dibujos?
Ella le entregó el pequeño cuaderno negro. En el interior había dibujos a lápiz de
flores y plantas, y algún dibujo de un bailarín.
El último era un boceto de la multitud, los bailarines, y un perfil de Henry entre la
gente.
—¡Soy yo! ¿Desde cuándo sabías que estaba allá abajo? Me has estado mirando
todo el tiempo, ¿por qué no dijiste nada?
Keiko fingió que no entendía.
—Wakarimasen. Lo siento mucho. No hablo inglés. —Con un gesto burlón
recuperó el cuaderno—. Te veo el lunes, Henry.
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Bud's Jazz Records (1986)
Henry cerró el anuario escolar en su regazo y lo dejó en la mesa de centro de
madera de cerezo tallada, junto a la fotografía enmarcada de Ethel y él en su
trigésimo aniversario de bodas. Para Henry, el rostro sonriente de Ethel parecía
delgado, escondiendo con gracia una cierta tristeza.
La foto había sido tomada al comienzo de la enfermedad, pero entonces ya le
faltaba la mayor parte del pelo debido a los tratamientos de radiación. No se caía todo
de una vez como se veía en las películas. Caía en mechones irregulares, en algunos
lugares abundantes, en otros muy poco. Le había pedido a Henry que utilizase unas
tijeras para cortárselo todo, cosa que él hizo, a regañadientes. Fue el primero de una
larga lista de momentos personales que compartirían juntos. Un largo periodo
sabático para su cuidado diario, parte de la mecánica de morir. Él había hecho todo lo
posible. Pero escoger cuidarla amorosamente era como guiar con toda calma un avión
contra una montaña. El choque es inminente; lo que cuenta es cómo pasa el tiempo en
la caída.
Pensó que era hora de seguir adelante, pero ni siquiera sabía por dónde comenzar.
Así que fue donde siempre había ido para estimular sus sentidos, incluso cuando era
un niño; un lugar donde siempre encontraba un poco de consuelo. Cogió el sombrero
y la chaqueta y se encontró caminando por los polvorientos pasillos de Bud's Jazz
Records.
Bud's, cerca de la vieja Pioneer Square, era un clásico en South Jackson desde
que Henry podía recordarlo. Por supuesto el primer Bud Long ya no era el
propietario. Pero el nuevo dueño, un tipo barbudo con las mejillas flácidas como un
Dizzy Gillespie un tanto desinflado, cumplía el papel a la perfección. Ocupaba el
mostrador donde respondía muy dispuesto al nombre de Bud.
—Hace tiempo que no te veía, Henry.
—He estado por ahí —contestó Henry, mientras buscaba en una pila de viejos
discos de 78, con la ilusión de encontrar alguno de Oscar Holden; el Santo Grial de
los discos de jazz de Seattle. La historia apócrifa era que Oscar había grabado un
master de 78 en los años 30, en vinilo, no en cera. Pero de los supuestos trescientos
discos impresos, ninguno había sobrevivido. Ninguno del que nadie tuviese alguna
noticia. Pero claro, casi nadie sabía quién era Oscar Holden. Los grandes de Seattle
como Ray Charles y Quincy Jones habían pasado a la fama y fortuna de
Célebrelandia. Así y todo, Henry soñaba despierto que podría encontrar algún día una
copia de vinilo. Y ahora que los CD comenzaban a venderse más que los discos, los
cajones de discos viejos de Bud se llenaban cada día con nuevos discos usados.
Si existía uno, alguien acabaría por tirarlo, o venderlo, sin saber lo que aquel
polvoriento disco podía significar para ávidos coleccionistas como Henry. Después de
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todo, ¿quién era Oscar?
Bud bajó un poco la música.
—No has estado por aquí, porque si hubieses estado por aquí, te habría visto. —
Sonaba algo moderno. Overton Berry, se dijo Henry, debido a la profunda melancolía
del piano.
Henry pensó en su ausencia. Había sido un cliente habitual durante la mayor parte
de su vida adulta, y parte de su juventud.
—Mi tocadiscos se rompió. —Y se había roto, así que no era una mentira.
Además, cómo decirle que mi esposa ha muerto hace seis meses. No tenía ningún
sentido convertir a Bud's Jazz Records en un lugar de duelo.
—¿Te has enterado de lo del Hotel Panamá? —preguntó el viejo vendedor.
Henry asintió, aún buscando en la caja, con la nariz irritada por el polvo que
siempre se posaba en el sótano de la tienda.
—Estaba allí cuando comenzaron a sacar todas aquellas cosas.
—¿No me digas? —Bud se frotó la calva negra—. Sé qué es lo que siempre
vienes a buscar aquí. Yo ya he dejado de buscar a Oscar. Pero desde luego hace que te
lo preguntes. Me refiero a que tapiaron todo el edificio, ¿cuándo?, ¿Alrededor de
1950? Y luego aquella nueva propietaria lo compra, lo inspecciona y encuentra todas
aquellas cosas guardadas durante tantos años. Los periódicos dicen que no hay nada
de mucho valor. Ni lingotes de oro ni nada. Pero así y todo te preguntas…
Henry se lo había preguntado sin cesar desde que les había visto sacar aquel
primer baúl. Desde que la propietaria había girado aquella sombrilla japonesa.
Henry sacó un LP de Webb Coleman, el baterista de Seattle, y lo dejó en el
mostrador.
—Creo que éste me valdrá.
Bud metió el viejo disco en una bolsa de plástico de la tienda Uwajinaya usada y
se lo dio.
—Éste te lo regalo, Henry; lamento lo de tu esposa. —Los ojos de Bud parecían
haber visto mucho sufrimiento en sus tiempos—, Ethel era una gran mujer. Sé lo que
hiciste por ella.
Henry consiguió esbozar una sonrisa y le dio las gracias. Algunas personas leían
las necrológicas todos los días, incluso en un lugar tan grande como Emerald City;
pero el Distrito Internacional era un pueblo pequeño. La gente lo sabía todo de todos.
Y como en cualquier otro pueblo, cuando alguien se marcha, nunca vuelve.
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DimSum (1986)
Cuando llegó el fin de semana, Henry fue más allá del viejo teatro Nippon-Kan, o
lo que quedaba de él. Sus pies pisaban los trozos de vidrios rotos y las bombillas
destrozadas. La marquesina multicolor que una vez había alumbrado las calles
oscuras estaba ahora salpicada de portalámparas vacíos y conexiones cortadas; el una
vez cálido resplandor, un reflejo de las muchas ilusiones que Henry había tenido en
su niñez, estaba cubierto por decenios de óxido y abandono. ¿Restauración o
demolición? Henry no sabía qué tenía más sentido. El Nippon-Kan había sido
abandonado décadas atrás, como el Hotel Panamá. Pero, como el hotel, lo habían
comprado en los últimos años y estaba en proceso de remodelación. Según lo último
que había oído, lo que una vez había sido el corazón cultural del barrio japonés, muy
pronto sería una estación de autobuses.
Durante todos estos años nunca había estado en su interior, y aunque había habido
una pequeña fiesta de reapertura, cuarenta años más tarde, no se había visto con
ánimos de asistir. Se detuvo para embeberse de lo que veía, observó a los obreros
arrojar las viejas butacas, con tapizado lavanda, desde una ventana del segundo piso a
un contenedor. Debían de ser de los palcos, se dijo Henry. No quedaba mucho, si bien
quizás era la última oportunidad de pasar por la taquilla y ver al viejo teatro kabuki
tal como había sido. Resultaba muy tentador. Pero casi se le había hecho tarde para
encontrarse con Marty en el restaurante Sea Fortune, y Henry detestaba llegar tarde.
Henry consideraba al viejo restaurante como el mejor del Barrio Chino. De
hecho, había venido aquí durante años, desde la infancia, aunque al principio había
sido una tienda de pasta japonesa. Desde entonces, había pasado por infinidad de
manos de propietarios chinos. Eran dueños inteligentes, lo eran en el sentido de que
habían conservado al mismo personal de cocina, con lo cual habían conseguido
mantener la consistencia de la comida. Henry consideraba que esa era la verdadera
clave del éxito en la vida: la consistencia.
Marty, en cambio, no sentía el menor interés por las dim sum de aquel lugar.
«Demasiado tradicional», había señalado, «demasiado insípido.» Prefería los nuevos
establecimientos, como la House of Hong o el Top Gun Seafood. Personalmente,
Henry no era partidario de estos restaurantes de moda que rompían con la tradición y
servían las dim sum a una multitud de yuppies hasta mucho después de medianoche.
Tampoco le interesaba la nueva cocina euroasiática; ingredientes como el salmón
ahumado o los plátanos no tenían lugar en un menú dim sum, de acuerdo con las
papilas gustativas de Henry.
Mientras padre e hijo se sentaban en los agrietados cojines rojo brillante del
reservado, Henry destapó la tetera y la olió, como si estuviese catando algún vino
añejo. Era viejo, un agua marrón teñida de té casi sin aroma. Apartó la tetera, con la
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tapa boca arriba, y llamó a la vieja camarera que venía en su dirección empujando un
carrito con albondiguillas cocidas al vapor.
Henry miró las albondiguillas de langostino, las tartaletas de huevos y los bollos
al vapor, los llamados hum bau, y fue señalando y asintiendo, sin siquiera preguntar
qué quería Marty. En cualquier caso, se sabía todos los platos favoritos de su hijo.
—¿Por qué tengo la sensación de que algo nuevo te preocupa? —preguntó Marty.
—¿El té?
—No, eso es sólo porque te crees una especie de sumiller de hojas secas en
bolsita. Últimamente te comportas de una manera extraña. ¿Hay algo que debería
saber, papá?
Henry desenvolvió los baratos palillos de madera y los frotó para quitar cualquier
astilla.
—Mi hijo se licencia, soma coma lode…
—Summa cum laude —le corrigió Marty.
—Es lo que he dicho. Mi hijo se licencia con los mayores honores. —Henry se
metió en la boca una humeante albondiguilla de langostino, y preguntó mientras
masticaba—: ¿Qué puede estar mal?
—Bueno, para empezar, mamá falleció. Y ahora estás retirado. De tu trabajo. De
cuidar de ella. Sólo me preocupo por ti. ¿En qué te ocupas para pasar el tiempo?
Henry le ofreció a su hijo un bau, un bollo relleno con lomo de cerdo. Marty lo
cogió con los palillos y le quitó el molde de papel de hornear de la parte inferior antes
de darle un buen mordisco.
—Acabo de ir a Bud's. Compré un disco. Salgo —respondió Henry. Para recalcar
la respuesta levantó la bolsa de la tienda de discos. «Lo ves. Una prueba concluyente
de que estoy bien.»Henry observó a su hijo desenvolver una hoja de loto y comerse el
arroz glutinoso. Se dio cuenta, por la preocupación en su voz, de que Marty no había
quedado muy convencido.
—Voy a ir al Hotel Panamá. Preguntaré si me dejan echar una ojeada. Han
encontrado un montón de cosas viejas en el sótano. Cosas de los años de la guerra.
Marty acabó de masticar.
—¿Buscas quizás algún disco de jazz perdido hace mucho?
Henry eludió la pregunta, poco dispuesto a mentirle a su hijo, que sabía de su
interés por los viejos discos de jazz desde muy temprana edad. ¿Pero qué era lo que
su hijo sabía de la infancia de su padre, más allá de que lo había pasado bastante mal?
¿Por qué? Nunca había preguntado, era algo aparentemente sagrado, algo que Henry
casi nunca compartía. En consecuencia, su hijo le veía como una persona bastante
aburrida. Un hombre que se preocupaba por cada detalle de los últimos años de su
esposa, pero que no guardaba ninguna sorpresa en su interior. El señor Seguro.
Aburrido. Sin un ápice de rebelión o de espontaneidad.
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—Estoy buscando algo —dijo Henry Marty dejó los palillos a un costado del
plato y miró a su padre.
—¿Algo que debería saber? ¿Quién sabe, papá, quizá te pueda ayudar?
Henry dio un mordisco a la tartaleta de huevo, la dejó y apartó el plato.
—Si encuentro algo que vale la pena compartir, te lo haré saber.
—«Quién sabe, quizás incluso te sorprendas. Espera y verás. Espera y
verás.»Marty pareció poco convencido.
—¿Algo te preocupa a ti? Tú eres quien parece tener algo en la mente, aparte de
estudiar y las notas. —A Henry le pareció que su hijo iba a decir algo, pero Marty se
calló. El momento oportuno siempre lo era todo en la familia de Henry. Siempre
había parecido que había un momento adecuado y otro erróneo para las
conversaciones entre Henry y su propio padre. Quizá su hijo se sentía de la misma
manera.
«El ya lo hará a su modo y en su momento», había dicho Ethel, poco después de
saber que tenía cáncer. «Es tu hijo, pero no es un producto de tu infancia, no tiene por
qué ser igual.»Ethel se había llevado a Henry a Green Lake, a pasear en una barca en
una despejada tarde de agosto, para comunicarle la mala noticia. «Oh, no me voy a
morir ahora mismo», le había dicho. «Pero cuando me marche, mi esperanza es que
mi desaparición os una a los dos.»Ella nunca había dejado de hacer de madre para su
hijo, y también para Henry. Hasta que comenzaron los tratamientos, entonces todo
cambió.
Ahora padre e hijo esperaban en silencio, sin prestar atención a los carros de dim
sum que pasaban. El momento incómodo se rompió por el estrépito de los platos en
algún lugar de la cocina, salpicado con los insultos que unos hombres se dirigían los
unos a los otros en chino e inglés. Había tanto qué decir y preguntar, pero ni Henry ni
Marty se acercaban al tema. Simplemente esperaban a la camarera, que no tardaría en
traerles más té y gajos de naranjas.
Henry tarareó la tonada de una vieja canción; ya no sabía la letra, pero nunca
había olvidado la melodía. Y cuanto más tarareaba más se sentía con deseos de
sonreír de nuevo.
Marty, por otro lado, sólo suspiraba y no dejaba de buscar a la camarera.
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Lake View (1986)
Henry pagó la cuenta y vio a su hijo decirle adiós mientras cargaba una enorme
bolsa con comida para llevar en el asiento delantero de su Honda Accord plateado. Lo
de la comida había sido por insistencia de Henry. Sabía que su hijo no tenía
problemas con la comida en el campus de la universidad, pero allí no tenían nada que
se pudiera comparar con una docena de hum bau frescos, y, además, los bollos de
cerdo al vapor se podían calentar fácilmente en el microondas de la habitación de
Marty.
Satisfecho de que su hijo se hubiera marchado sano y salvo, Henry se detuvo en
una floristería y luego en la parada de autobús más cercana, donde tomó el 37 hasta el
lado más apartado de Capital Hill, desde donde podía llegar a pie al cementerio de
Lake View.
Cuando Ethel murió, Henry prometió visitar su tumba una vez por semana. Pero
habían pasado seis meses, y sólo había ido hasta allí a verla una vez: el día que
hubiese sido el trigésimo octavo aniversario de su boda.
Colocó las azucenas, del tipo que crecían en su propio jardín, sobre la pequeña
lápida de granito que era todo lo que recordaba al mundo que Ethel había vivido una
vez. Presentó sus respetos, barrió las hojas secas y quitó el musgo de la tumba donde
colocó otro pequeño ramo de flores.
Cerró el paraguas, y sin preocuparse de la fina llovizna de Seattle, abrió el
billetero y sacó un pequeño sobre blanco. En el anverso llevaba el carácter chino
correspondiente a Lee, el apellido de Ethel durante los últimos treinta y siete años. En
el interior había habido un caramelo y una moneda de veinticinco centavos. Esos
pequeños sobres se habían repartido al salir de la Bonney Watson Funeral Home
donde se había celebrado el funeral de Ethel. El caramelo era para que todos se
marchasen con un sabor dulce, no amargo. El dinero era para comprar más caramelos
en el camino a casa; un símbolo tradicional de la vida duradera y la felicidad
permanente.
Henry recordaba haber saboreado la golosina, un caramelo de menta. Pero no
sintió el deseo de detenerse en la tienda en el camino de regreso a casa. Marty
irónicamente sostuvo que debían honrar la tradición, pero Henry se negó.
—Llévame a casa —fue todo lo que dijo cuando Marty redujo la velocidad al
acercarse a la South Gate Grocery.
Henry no podía soportar la idea de gastar aquella moneda. Era todo lo que le
quedaba de Ethel. La felicidad permanente tendría que esperar. Se la guardó,
teniéndola siempre con él.
Pensó en aquella felicidad cuando buscó el pequeño sobre que llevaba siempre
encima y sacó la moneda. No tenía nada de particular, una moneda vulgar que
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cualquiera gastaría en una llamada de teléfono, o en una taza de mal café. Para Henry
era la promesa de algo mejor.
Henry recordaba el día del funeral de Ethel. Había llegado temprano para reunirse
con Clarence Ma, el director del funeral asignado a su familia. Un hombre bondadoso
de sesenta y tantos años, dado a hablar de sus propios males; era el santo patrón de
todo lo funerario cuando se trataba del Barrio Chino. Cada barrio tenía a su propio
gestor. Las majestuosas paredes de la casa funeraria estaban cubiertas de sus fotos
enmarcadas; unas Naciones Unidas de directores de funerales de las más diversas
etnias.
—Henry, ha llegado temprano. ¿Hay algo que pueda hacer por usted? —había
preguntado Clarence, que le miró desde la mesa donde estaba guardando monedas y
caramelos en los sobres cuando Henry entró.
—Sólo quería ver las flores —contestó Henry, que fue hacia la capilla donde
había un gran retrato de Ethel rodeado por arreglos florales de diversos tamaños.
Clarence se le acercó y apoyó un brazo en su hombro.
—¿Hermoso, verdad?
Henry asintió.
—Nos aseguramos de colocar sus flores junto al retrato; era una mujer preciosa,
Henry. Estoy seguro de que está en un lugar más feliz, pero difícilmente otro más
hermoso. —Clarence le dio a Henry uno de los pequeños sobres blancos—. Por si lo
olvida después del servicio; lléveselo, sólo por si acaso.
Henry palpó la moneda en el interior. Se acercó el sobre a la nariz y olió la menta
junto con el fragante perfume de la habitación llena de flores.
—Gracias —fue todo lo que Henry pudo decir.
Ahora, de pie bajo la lluvia en el cementerio de Lake View, Henry se llevó el
sobre a la nariz. No olió nada.
—Lamento no haber venido aquí con toda la frecuencia que debía —se disculpó.
Sostuvo la moneda en su mano y guardó el sobre en el bolsillo. Oyó el sonido del
viento que soplaba entre los árboles, sin esperar nunca de verdad una respuesta, pero
siempre abierto a esa posibilidad.
—Hay unas cuantas cosas que necesito hacer. Y, bueno, sólo quería venir aquí y
decírtelo primero. Aunque probablemente ya lo sabes todo. —La atención de Henry
pasó a la lápida de al lado; era la de sus padres. Luego miró de nuevo donde yacía
Ethel—. Siempre me has conocido muy bien.
Se apartó los cabellos grises de las sienes, mojados por la lluvia.
—Ya me voy. Pero me preocupa Marty. Siempre he estado preocupado por él.
Supongo que puedo pedirte que mires por él, yo puedo cuidar de mí mismo. Estaré
bien.
Henry echó un vistazo a su alrededor para saber si alguien podía estar mirándole
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mientras mantenía esa extraña conversación en un único sentido. Estaba
absolutamente solo, ni siquiera sabía si Ethel le oía. Una cosa era hablar con ella en la
casa donde había vivido. Pero aquí, en el frío suelo junto a sus padres, era la
confirmación de que se había ido. De todas maneras, Henry necesitaba estar allí para
despedirse.
Besó la moneda y la colocó en lo alto de la lápida de Ethel. «Ésta era nuestra
promesa de felicidad», pensó Henry «Es todo lo que me queda para dar. Esto es para
que puedas ser feliz sin mí.»Retrocedió, con las manos a los lados, y se inclinó tres
veces en una muestra de respeto.
—Ahora tengo que irme —dijo Henry.
Antes de marcharse, sacó una flor del ramo de Ethel y la colocó en la tumba de su
madre. Incluso quitó unas cuantas hojas de la lápida de su padre antes de abrir el
paraguas y caminar colina abajo en dirección a Volunteer Park.
Fue por el camino largo, por un serpenteante sendero que llevaba hasta el
aparcamiento casi vacío. El cementerio de Lake View era un lugar hermoso, a pesar
de las sombrías tumbas que eran como fríos recordatorios de tantas pérdidas y
añoranzas. El lugar de reposo definitivo de la hija del Jefe Seattle, y otros notables
como Haza Mercer y Henry Yesler, era un paseo por la historia olvidada de Seattle.
No muy diferente al Nisei War Memorial Monument de la esquina noreste. Era un
monumento más pequeño, más pequeño que las lápidas de los miembros de la familia
Nordstrom, dedicado a los veteranos japoneses americanos, gente de aquí que había
muerto combatiendo a los alemanes. En estos días todo aquello pasaba desapercibido,
excepto para Henry, que se llevó la mano al ala del sombrero cuando pasó junto al
lugar a paso lento.
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Habla en americano (1942)
Henry se puso delante del espejo para ver sus prendas de colegio. Le había pedido
a su madre que las planchase, pero aún así parecían arrugadas. Se probó una vieja
gorra de béisbol de los Seattle Indians, luego se lo pensó mejor, y se peinó una vez
más. La ansiedad de los lunes por la mañana no era nueva. De hecho comenzaba las
tardes de domingo. Pese a que estaba acostumbrado a su rutina en Rainier
Elementary, su estómago se le hacía un nudo a medida que pasaban las horas. Cada
minuto le llevaba más cerca de su regreso a la escuela en la que todos eran blancos, a
los matones y las provocaciones, a su trabajo a la hora de la comida en la cafetería
con la señora Beatty. Esta mañana de lunes, en cambio, el trabajo de servir a los
chicos le pareció excitante. Aquellos cuarenta preciosos minutos en la cocina se
habían convertido en un tiempo bien gastado, desde que veía a Keiko. ¿Una
recompensa? Desde luego.
—Hoy se te ve muy sonriente, Henry —comentó su padre en chino, mientras
comía su jook: una espesa sopa de arroz, mezclada con dados de col en vinagre. No
era uno de los platos favoritos de Henry pero se la comió cortésmente.
Henry sacó las rodajas de huevo de pato de su bol y las colocó en el de su madre
antes de que ella volviese de la cocina. A él le gustaban las rodajas saladas, pero sabía
que eran las preferidas de su madre, y que nunca se servía muchas para ella. En la
vieja mesa de cerezo había una bandeja giratoria que utilizaban para servir, y Henry
la devolvió a la posición original en el momento en que su madre regresaba, de modo
que su bol quedó de nuevo delante de ella.
Los ojos de su padre miraron por encima del periódico, el titular de la primera
plana anunciaba: los británicos kinden singapur.
—¿Ahora te gusta la escuela? ¿Hah? —su padre habló mientras pasaba la página.
Henry, que sabía que no debía hablar cantonés en casa, le respondió con un gesto.
—¿Han reparado las escaleras, hah? ¿Aquellas por donde te caíste? —De nuevo,
Henry asintió, aceptando el cantonés de su padre mientras seguía comiendo la espesa
sopa del desayuno. Oía a su padre durante estas conversaciones, pero él nunca
respondía. De hecho, Henry casi nunca hablaba, excepto en inglés, para confirmar sus
progresos. Pero como su padre sólo hablaba el cantonés y un poco de mandarín, las
conversaciones venían por oleadas, adelante y atrás, mareas que llegaban a las costas
de océanos separados.
La verdad era que Henry había recibido una paliza de Chaz Preston aquel primer
día de escuela. Pero sus padres querían tanto que fuese allí, que no mostrarse
agradecido hubiese sido un terrible insulto. Así que Henry se había inventado una
excusa, hablando su americano. Por supuesto sus padres no habían entendido nada y
le habían implorado que tuviese mayor cuidado la próxima vez. Henry hacía lo
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posible para respetar y honrar a sus padres. Iba caminado a la escuela cada día, a
contracorriente de la marea de chicos chinos que le llamaban diablo blanco.
Trabajaba en la cocina de la escuela donde los diablos blancos le llamaban amarillo.
«Pero no pasa nada. Haré lo que debo hacer», pensó Henry. «Aunque creo que estoy
cansado de tener cuidado.»Henry acabó el desayuno, le dio las gracias a su madre y
recogió los libros de la escuela. Cada uno tenía un forro nuevo, hecho con los
volantes de publicidad de un club de jazz.
Aquel miércoles después de clase, Henry y Keiko hicieron sus trabajos de
limpieza. Vaciaron las papeleras de las aulas. Limpiaron los borradores. Luego
esperaron a que desapareciese el peligro. Chaz y Denny Brown eran los responsables
de retirar la bandera cada día, y eso los hacía estar por allí un poco más de lo
habitual. Pero habían pasado treinta minutos desde que sonó la última campana, y no
se les veía por ninguna parte. Henry le hizo a Keiko una señal para indicarle que todo
estaba despejado. Ella se había ocultado en el lavabo de las chicas mientras Henry
exploraba el aparcamiento.
Excepto por los encargados de la conserjería, Keiko y él siempre eran los últimos
en marcharse. Y hoy no era diferente. Caminaron juntos, bajaron las escaleras y
pasaron junto al mástil vacío, con las carteras balanceándose a su lado.
Henry vio que el cuaderno de dibujo de Keiko estaba en su cartera, el mismo que
tenía en el parque.
—¿Quién te enseñó a dibujar? —«A dibujar tan bien», pensó Henry, con algo de
celos, porque admiraba en secreto su talento.
Keiko se encogió de hombros.
—Supongo que la mayor parte lo aprendí de mi madre. Era una artista cuando
tenía mi edad. Soñaba con ir a Nueva York y trabajar en una galería. Pero ahora le
duelen las manos y ya no dibuja ni pinta tanto como antes, así que me dio todos sus
artículos de dibujo a mí. Quiere que vaya a estudiar en el Cornish Institute en Capital
Hill; es una escuela de arte.
Henry había oído hablar de Cornish, una academia para artistas de bellas artes,
músicos y bailarines, donde cursaban cuatro años de estudios. Era un lugar de lujo.
Un lugar prestigioso. Henry estaba impresionado. Nunca había conocido a un artista
de verdad, excepto quizá Sheldon, así y todo…
—No te aceptarán.
Keiko se detuvo y miró a Henry.
—¿Por qué no? ¿Porque soy una niña?
Algunas veces Henry era un bocazas, no sabía encontrar una manera delicada de
evitar el tema, así que dijo sin más lo que pensaba.
—No te aceptarán porque eres japonesa.
—Es por eso que mi madre quiere que vaya allí. Para ser la primera. —Keiko
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continuó caminando y Henry se quedó unos pasos atrás—. Ya que hablamos de mi
madre, le pregunté qué significaba Oai deki te ureshii desu.
Henry caminaba un paso atrás, siempre mirando nervioso a un lado y otro. Henry
se fijó en el vestido estampado de Keiko. Para ser alguien con un aspecto tan dulce,
desde luego sabía cómo pincharle.
—Fue una estúpida idea de Sheldon —dijo Henry.
—Fue algo muy bonito. —Keiko hizo una pausa, como si mirase a una bandada
de gaviotas que volaban por encima de su cabeza, y luego miró a Henry, que vio un
destello de picardía en sus ojos—. Gracias a ti y a Sheldon —dijo sonriendo y
continuó caminando.
Cuando se acercaron a la esquina habitual de Sheldon, no había música, ni gente,
ni ninguna señal del saxofonista por ninguna parte. Por lo general, tocaba al otro lado
del Rainier Heat & Power Building; su entrada todavía estaba protegida por sacos de
arena, tras la alarma por los bombardeos de principios de año. Los turistas pasaban
como si él nunca hubiese existido. Henry y Keiko se miraron el uno al otro,
extrañados.
—Estaba aquí esta mañana —dijo Henry—, Mencionó que su prueba en el Black
Elks Club había ido bien. ¿Quizá lo llamaron?
Quizá había conseguido un trabajo fijo con Oscar Holden, que según Sheldon
ofrecía una sesión de práctica el miércoles por la noche. Era gratis, así que iba mucha
gente a tocar o sólo a disfrutar con la música.
Henry se detuvo en la esquina y miró los rótulos de neón de los clubes de jazz a
ambos lados de Jackson Street.
—¿Hasta qué hora te dejan tus padres jugar en la calle? —preguntó Henry con la
mirada puesta en el horizonte, en un intento por ver al sol oculto en algún lugar detrás
de la densa bruma del frente marítimo de Seattle.
—No lo sé, por lo general me voy con mi cuaderno de dibujo. Supongo que hasta
que oscurece.
Henry miró el Black Elks Club y se preguntó a qué hora tocaría Sheldon.
—Los míos también. Mi madre lava los platos y después descansa, y mi padre se
acomoda con el periódico y escucha las noticias en la radio.
Eso le dejaba a Henry mucho tiempo libre. Así y todo, el anochecer era un
momento peligroso para estar en la calle. Dado que tantos conductores habían pintado
los faros de azul o los habían tapado con celofán para cumplir con las reglas de
oscurecimiento, el número de accidentes iba al alza: choques frontales, o personas
que eran arrolladas sin más al cruzar la calle de noche. La espesa niebla de Seattle,
que demoraba el tráfico en las calles y causaba problemas a los barcos que entraban y
salían de Elliot Bay, se había convertido en una manta protectora; ocultaba las casas y
los edificios de los invisibles bombarderos de los japoneses o de la artillería de sus
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supuestos submarinos. Parecía haber peligro en todas partes, desde los marineros
borrachos al volante, saboteadores japoneses y, lo peor de todo, sus propios padres,
en caso de que lo pillaran.
—Quiero ir —insistió Keiko. Miró a Henry, y luego hacia la calle donde estaban
los clubes. Se apartó el pelo de los ojos, con una expresión como si ya hubiese
tomado una decisión respecto a una pregunta que Henry ni siquiera había hecho.
—Ni siquiera sabes qué estoy pensando.
—Si vas a oírle tocar, voy contigo.
Henry se lo pensó. Ya se había saltado las reglas al pasar horas en Nihonmachi,
así que ¿por qué no ir a Jackson y echar un vistazo, quizás incluso oír las canciones.
No pasaría nada, siempre y cuando no les viesen, siempre y cuando volviesen a casa
antes de que fuese de noche.
—No vamos a ir a ninguna parte juntos. Mi padre me .mataría. Pero, si quieres
encontrarte conmigo delante del Black Elks Club a las seis de la tarde, después de
cenar, estaré allí.
—No llegues tarde —dijo Keiko.
Caminó con ella a través de Nihonmachi, la ruta normal que siempre tomaban.
Henry no tenía idea de cómo conseguirían entrar en el Black Elks Club. En primer
lugar, no eran negros. Incluso si cambiaba la insignia que llevaba por otra que dijese
«Soy negro», no iba a colar. Y segundo, probablemente no tenían la edad necesaria,
aunque creía haber visto entrar a familias enteras, con niños pequeños. Pero era sólo
en determinadas noches. Como la noche del bingo en la Bing Kung Benevolent
Association. Lo único que sabía era que de una manera u otra lo conseguirían.
Escucharían desde la calle si era necesario. Estaba sólo a unas cuantas calles, un poco
más para Keiko, pero no demasiado. Cerca de casa, pero a un mundo de distancia; al
menos del mundo de sus padres.
—¿Por qué te gusta tanto el jazz? —preguntó Keiko.
—No lo sé. —Y de verdad que no lo sabía—. Quizá porque es tan diferente, y sin
embargo aun así también le gusta a personas de todas partes, simplemente aceptan a
los músicos, no importa del color que sean. Además mi padre lo detesta.
—¿Por qué lo detesta?
—Creo que es porque es demasiado diferente.
Cuando llegaron al edificio de apartamentos de Keiko, Henry se despidió y
emprendió el regreso a casa. Al alejarse, miró el reflejo de Keiko en el retrovisor
lateral de un coche aparcado. Ella miró por encima del hombro y sonrió. Pillado in
fraganti, volvió la cabeza y tomó el atajo a través del solar vacío detrás del Nichibei
Publisher y dejó atrás el Naruto-Yu, un sentó japonés: una casa de baños. Henry no
podía imaginarse bañándose con sus padres como hacían algunas familias japonesas.
No podía imaginarse haciendo muchas cosas con sus padres. Se preguntó por la
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familia de Keiko; y por lo que podían pensar de su escapada a un club de jazz, por no
mencionar el encuentro con él. Sintió un leve malestar en el estómago. Su corazón se
aceleró al pensar en Keiko, pero de todas maneras se le retorcieron las tripas.
A lo lejos, oyó el débil sonido de los músicos de jazz que ensayaban.
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Jengibre jamaicano (1942)
Cuando Keiko llegó delante del Black Elks Club, Henry de inmediato se sintió
mal vestido. Aún llevaba las mismas prendas de antes, con la insignia de «Soy chino»
todavía enganchada en la camisa de la escuela. Keiko, en cambio, se había vestido
para la ocasión con un vestido rosa brillante y zapatos marrones bien lustrados. El
pelo, recogido hacia atrás y sujeto con hebillas y rulos calientes, caía en grandes rizos
sobre los hombros. Se abrigaba con un suéter blanco que dijo le había tejido su
madre. Llevaba el cuaderno de dibujo bajo el brazo.
Atónito, Henry dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.
—Estás preciosa. —Lo dijo en inglés, y vio como Keiko sonreía. Estaba
asombrado de lo diferente que se veía, sólo con un vago parecido a la ridícula niña
con delantal en la cocina de la escuela.
—¿Nada de japonés? ¿No toca oai deki te ureshii desu? —se burló Keiko.
—Me has dejado mudo.
Keiko le devolvió la sonrisa.
—¿Entramos?
—No podemos. —Henry sacudió la cabeza y señaló el cartel que decía Prohibida
la entrada a menores después de las 18—. Sirven alcohol. Somos demasiado jóvenes.
Pero tengo una idea, sígueme. —Henry señaló el callejón que los llevó hasta la puerta
trasera. Estaba enmarcada con gruesos ladrillos de cristal, pero la música llegaba a
través de la puerta mosquitera, que estaba entreabierta.
—¿Vamos a colarnos? —preguntó Keiko preocupada.
Henry sacudió la cabeza.
—Acabarían por vernos y nos echarían.
—Henry buscó un par de cajones de madera y ambos se sentaron para escuchar la
música, sin hacer caso de los fuertes olores a cerveza y moho del callejón. «No puedo
creer que esté aquí», pensó Henry. El sol todavía no se había puesto y la música era
vigorosa y animada.
Después de los primeros quince minutos de actuación, se abrió la puerta y un
negro viejo salió para encender un cigarrillo. Sorprendidos, Henry y Keiko se
levantaron dispuestos a correr, convencidos de que les echarían por estar allí.
—¿Qué hacéis rondando por aquí, pretendéis darle un susto de muerte a este
viejo? —Se palmeó el pecho por encima del corazón, y se sentó donde Henry había
estado sentado. El viejo vestía un pantalón sujeto con tirantes grises, sobre una
arrugada camisa de mangas enrolladas; a Henry le pareció que tenía el aspecto de una
cama deshecha.
—Lo siento —se disculpó Keiko. Se alisó las arrugas en el vestido—. Sólo
estábamos oyendo la música; ya nos íbamos…
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—¿Sheldon toca esta noche con el grupo? —interrumpió Henry.
—¿Sheldon qué? Esta noche tenemos a un montón de caras nuevas, hijo.
—Toca el saxo.
El viejo se secó las manos sudorosas en el pantalón y encendió el cigarrillo. Con
grandes toses y jadeando, fumaba como si estuviese en una carrera y él fuese parte
del pelotón que se esforzaba en recuperar terreno. Henry oyó cómo el hombre
intentaba recuperar la respiración entre caladas.
—Está ahí dentro y está haciendo un muy buen trabajo. ¿Eres un admirador de él
o algo así?
—Sólo soy un amigo, y quería venir aquí y escuchar a Oscar Holden. Soy un
admirador de Oscar.
—Yo también —añadió Keiko, que se dejó llevar por el momento y se acercó a
Henry.
El viejo aplastó la colilla con el gastado tacón de su zapato, y luego la arrojó al
cubo de basura más cercano.
—¿Sois admiradores de Oscar? —Señaló la insignia de Henry— ¿Oscar tiene
ahora un club de admiradores chinos?
Henry se tapó la insignia con la chaqueta.
—Esto es sólo… Mi padre que…
—No pasa nada, chico. Hay días en los que yo también deseo ser chino —se rió
con una rasposa risa de fumador que se convirtió en un ataque de toses, pitidos y
escupitajos en el suelo—. Bueno, si vosotros sois amigos de Sheldon el hombre del
saxo y admiradores de Oscar el hombre del piano, supongo que a Oscar no le
importará tener a un par de chicos de su club de admiradores esta noche en su casa.
Claro que no le hablaréis a nadie de esto, ¿no?
Henry miró a Keiko, sin saber muy bien si el viejo bromeaba o no; ella sólo
continuaba sonriendo, su ansiosa sonrisa más grande que la suya, y ambos negaron
con la cabeza.
—No se lo diremos a nadie —prometió Keiko.
—Bien, necesito que vosotros dos, miembros del club de admiradores, me hagáis
un pequeño favor, si queréis entrar esta noche en el club.
Henry se desilusionó un poco mientras miraba al viejo sacar unos trozos de papel
del bolsillo de la camisa y darle uno a cada uno. Leyó su nota y la comparó con la de
Keiko. Eran casi idénticas. Había unas letras ilegibles y una firma, de un doctor.
—Llevad esto a la farmacia en Weller; decidles que lo carguen en nuestra cuenta,
lo traéis, y entráis.
—Creo que no lo entiendo —dijo Henry—, Es un medicamento…
—Es una receta de jengibre jamaicano, algo que por aquí es un ingrediente
secreto. Es así como funciona este mundo, hijo. Con la guerra, todo está racionado: el
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azúcar, la gasolina, los neumáticos… la bebida. Además no nos permiten vender
bebidas alcohólicas en los clubes de color, así que hacemos lo que ellos hicieron hace
unos años durante la prohibición. Lo elaboramos y lo agitamos. —El viejo señaló el
rótulo de neón que reproducía una coctelera encima de la puerta—. Por razones
médicas, claro. Venga, en marcha.
Henry miró a Keiko, sin saber qué hacer o creer. No parecía un encargo muy
complicado. Quizás había ido a la farmacia un centenar de veces a petición de su
madre. Además, a Henry le encantaba el jengibre seco. Quizás era algo parecido.
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piernas pertenecieran a algún otro. Piernas de trapo les llamaba la gente. Los
marineros y los soldados de la base aérea de Paine no podían entrar en algunos clubes
del centro por las peleas que montaban, así que iban a los bares de jazz en South
Jackson, o incluso al Barrio Chino en busca de algún bar donde les sirviesen. Le
costaba creer que la gente aún bebiera esto. Sin embargo, cuando vio la de personas
que había delante del Black Elks Club, supo que estaban allí por la misma razón que
él. Estaban allí para participar de algo embriagante y casi prohibido; estaban allí por
la música. Y esa noche, delante del edificio, donde los que llegaban tarde hacían cola
para entrar, a algunos incluso se les rechazaba cuando llegaban a la puerta. Era una
enorme multitud para ser un día de semana. Oscar desde luego sabía atraerles.
En el callejón, detrás del club, Henry oyó a los músicos ensayando para la
próxima actuación. Creyó oír a Sheldon afinar el saxofón. Un joven con un delantal
blanco y pajarita negra les esperaba en el umbral. Abrió la puerta mosquitera y les
hizo pasar a toda prisa por una cocina improvisada, donde dejaron las botellas de
jengibre jamaicano en una tina con hielo junto a oirás botellas de misteriosas
propiedades.
En el salón principal, junto a una vieja pista de baile, su escolta les señaló unas
sillas cerca de la puerta de la cocina, donde otro camarero plegaba servilletas en
perfectos triángulos blancos.
—Sentaos allí y no os metáis en líos, veré si Oscar está listo.
Henry y Keiko miraron asombrados a través de la oscura sala llena de humo,
salpicada de copas altas en manteles color burdeos y joyas que resplandecían sobre
los clientes sentados a las pequeñas mesas iluminadas con velas. Las conversaciones
se acallaron cuando un viejo fue hasta el bar, donde se sirvió un vaso de agua I ría y
se secó el sudor de la frente. Era el mismo viejo que había estado en la parte de atrás
del club, el mismo que había estado I timando en el callejón. Henry se quedó
boquiabierto cuando el viejo fue hacia el escenario, flexionó las muñecas e hizo sonar
los nudillos antes de sentarse al piano vertical, delante de una gran orquesta de jazz.
Sheldon estaba sentado en un taburete detrás de un atril con el resto de la sección de
vientos.
El viejo se quitó los tirantes de los hombros, para darle al torso espacio para
moverse, y deslizó los dedos por el teclado mientras el resto de la banda comenzaba a
seguir el ritmo. Para Henry, la multitud parecía estar conteniendo la respiración. El
viejo al piano habló al tiempo que tocaba la introducción.
—Esta es para mis dos nuevos amigos; se llama Alley Cat Strut. Es un poco
diferente pero creo que les gustará.
Henry había escuchado a Woody Herman y Count Basie una o dos veces en la
radio, pero oír a una orquesta de doce músicos en vivo no se parecía a nada que
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hubiese experimentado antes. La mayor parte de la música que había oído salir de los
clubes de un extremo a otro de Jackson era de pequeños grupos con ritmos sencillos y
quebrados. Unos pocos tocaban en estilo libre. Esto, en comparación, era como un
tren de carga a toda velocidad. El bajo y la batería marcaban la tonada y desaparecían
mágicamente para permitir que Oscar llevase la voz cantante con sus solos de piano.
Henry se volvió hacia Keiko, que había abierto su cuaderno de dibujo y hacía
todo lo posible para captar la escena.
—Esto es swing —dijo ella—. Es lo que escuchan mis padres. Mamá dice que no
tocan de esta manera en los clubes blancos; es demasiado loco para algunas personas.
Cuando Keiko mencionó a sus padres, Henry comenzó a notar la composición del
público. Casi todos eran negros, algunos se movían sentados, otros caminaban
bailando espontáneamente al ritmo frenético de la banda. Destacadas entre la
multitud había varias parejas japonesas que bebían y se empapaban con la música,
como flores vueltas hacia el sol. Henry buscó caras chinas. No había ninguna. Keiko
señaló una de las pequeñas mesas donde dos parejas japonesas bebían y reían.
—Aquel es el señor Oyama. Fue mi maestro de composición inglesa en la escuela
japonesa durante un trimestre. Ella debe de ser su esposa. Creo que los otros dos
también son maestros.
Henry miró a las parejas japonesas y pensó en sus propios padres. Su madre,
ocupada con las tareas de la casa, o con los servicios comunitarios en la Bing Kung
Benevolent Association, donde cambiaba sus cupones de gasolina por cupones de
comida: cupones rojos para la carne, la manteca y el aceite, y azules para las judías, el
arroz y los productos envasados. Su padre, con el oído atento a la radio, oyendo las
últimas noticias de la guerra en Francia. La guerra en el Pacífico. La guerra en China.
Ocupado todo el día en recaudar fondos para el apoyo al Kuomintang: el ejército
nacionalista que luchaba contra los japoneses en las provincias norteñas de la China
continental. Estaba incluso dispuesto a hacer la guerra aquí, y se había ofrecido
voluntario como guardián de la manzana, en la zona del Barrio Chino. Era uno de los
pocos civiles que disponía de una máscara antigás como una medida precautoria
contra la inminente invasión japonesa.
La guerra les afectaba a todos. Incluso aquí, en el Black Elks Club, estaban
echadas las cortinas de oscurecimiento, lo que hacía que Henry se sintiese en un lugar
secreto. Como en un lugar oculto a los problemas del mundo. Quizás era por eso que
todos venían aquí. Para escapar, para huir con un Martini hecho con jengibre
jamaicano, con la interpretación de Oscar Holden de I flot it Bad, and that ain't Good.
Henry podría haberse quedado toda la noche. Keiko probablemente también. Pero
cuando espió por detrás de la pesada cortina, el sol se estaba poniendo sobre Puget
Sound y las montañas Olympic en la distancia. Miró a través de la ventana mientras
adolescentes, mayores que Keiko y él, corrían por la acera gritando: «¡Apagad las
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luces! ¡Apagad las luces!».
En el interior, Oscar hizo otro descanso.
—Ya es casi de noche, es hora de irnos.
Keiko miró a Henry como si la hubiese despertado de un sueño maravilloso.
Levantaron las manos para llamar la atención de Sheldon, que finalmente les vio
y respondió a los saludos: parecía muy feliz y sorprendido de verlos. Se reunió con
ellos en la puerta de la cocina.
—¡Henry! Y ella es… —Sheldon miró a Henry con los ojos muy abiertos. Henry
vio la expresión: parecía más impresionado que sorprendido.
—Ella es Keiko. Mi amiga de la escuela. También tiene una beca.
Keiko estrechó la mano de Sheldon.
—Es un placer conocerlo. Fue idea de Henry, estábamos en el callejón y
entonces…
—Y entonces Oscar os puso a trabajar, fue eso lo que pasó ¿no? El es así, siempre
preocupado por su club, cuidando de su banda. ¿Qué os pareció?
—El mejor. Tendría que grabar un disco —dijo Keiko.
—Epa, tenemos que caminar antes de correr; hay cuentas que pagar. Bueno,
estamos a punto de comenzar la sección de las ocho, así que será mejor que vosotros
dos os vayáis. Ya es casi de noche y no sé usted señorita, pero sé que Henry no puede
estar afuera tan tarde. Este chiquitín no tiene un hermano, así que soy su hermano
mayor, tengo que cuidar de él. De hecho nos parecemos, ¿verdad? —Sheldon puso su
rostro junto al de Henry—, La única razón de que lleve esa insignia es para que no
nos confundan.
Keiko sonrió y se echó a reír; tocó la mejilla de Sheldon con la palma de su mano,
sus ojos brillaban cuando se encontraron con los de Henry.
—¿Durante cuánto tiempo tocarás aquí? —preguntó Henry.
—Todo el fin de semana, y luego Oscar dijo que hablaremos.
—Acaba con ellos —dijo Henry mientras él y Keiko pasaban por la puerta
batiente de la cocina.
Sheldon sonrió y levantó el saxofón.
—Gracias, señor, que tenga un buen día.
Henry y Keiko cruzaron la cocina, entre un gran bloque de carnicero sobre ruedas
y estanterías de platos, vasos y bandejas. Algunos del personal de cocina les miraron
extrañados mientras los dos sonreían a su paso, camino de la puerta trasera que daba
al callejón.
La velada había sido increíble. Henry deseó poder contárselo a sus padres. Quizá
lo hiciera, en el desayuno, en inglés.
La puerta trasera que daba al callejón estaba cerrada con llave. Era casi la hora en
que cortaban la luz. Cuando Henry abrió la pesada puerta de madera y vio salió al
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callejón vio dos rostros blancos con trajes negros que tapaban la poca luz que
quedaba de la tarde. Henry dejó de respirar, inmóvil, al oír por primera vez el ruido
metálico de cuando se amartilla un revólver. Cada hombre empuñaba uno. Los
cañones cortos apuntaron a su pequeño cuerpo de doce años cuando superó la
parálisis para ponerse delante de Keiko, protegiéndola lo mejor que pudo. Vio las
insignias en las americanas. Eran agentes federales. La música en el interior del Black
Elks Club se detuvo. Los únicos sonidos que Henry oía eran los de su propio corazón
y las voces de los hombres que gritaban por todas partes ¡FBI!
***
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yacían en el suelo.
—¿El señor Toyama? —susurró Henry.
Keiko asintió, despacio.
Oscar continuó gritando hasta que Sheldon se separó de la multitud y le apartó del
agente del FBI que estaba justo abajo. Con el saxofón todavía en la mano, hizo todo
lo posible por calmar al líder de la banda y al agente, que acababa de poner un
cartucho en la recámara de la escopeta.
El club parecía vacío sin la música, reemplazada por las órdenes de los agentes
federales y el ruido de las esposas. Las luces de la pista de baile continuaban
encendidas y en las mesas desiertas las luces de las velas se reflejaban en las copas de
Martini a medio consumir.
Los seis clientes japoneses fueron esposados y llevados a la puerta, las mujeres
sollozaban. Los hombres preguntaban en inglés «¿Por qué?» Henry oyó gritar «Soy
americano», cuando se llevaron al último detenido.
—¿Qué demonios se supone que debemos hacer con estos dos? —le gritó el
agente que estaba junto a ellos a un hombre robusto con traje marrón. Parecía más
viejo que el resto.
—¿Qué tenemos aquí? —El hombre de traje marrón guardó la pistola y se quitó
el sombrero, tras lo cual se rascó la calva sobre la frente—. Yo diría que son un poco
jóvenes para ser espías.
Henry se abrió la americana para mostrar el distintivo. Soy chino.
—Jesús, Ray, has pillado a un par de chinos por error. Lo más probable es que
trabajen en la cocina. Te has lucido. Es una suerte que no les hayas maltratado,
podrías haberte metido en un lío.
—¡Dejen a los chicos en paz, trabajan para mí! —Oscar esquivó a Sheldon y
avanzó entre lo que quedaba de la multitud para acercarse a los agentes que había
junto a Henry—. ¡No he dejado el sur para venir hasta aquí y ver a la gente tratada de
esta manera!
Todos se apartaron de su camino. Todos menos dos agentes jóvenes, que
guardaron las armas para tener las manos libres y detener al hombre mayor; un
tercero se acercó con unas esposas. Oscar soltó los brazos y golpeó con el hombro a
uno de los agentes, tumbándole casi sobre una de las mesas, las copas cayeron al
suelo donde se rompieron con un suave golpe, llenando el suelo de trozos de cristal
que crujía bajo sus pies.
Sheldon hizo lo posible por evitar que las cosas se desmadraran todavía más.
Consiguió meterse entre los agentes y Oscar, y Henry no tuvo claro si fue para salvar
al pianista de los agentes o a los agentes de la furia del viejo. Sheldon empujó hacia
atrás al líder de la banda, mientras dos agentes gritaban advertencias, pero les dejaban
ir. Ya habían pillado a los japoneses que buscaban. Parecían tener muy poco interés
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en acabar con un local donde servían alcohol de matute, o arrestar a su propietario.
—¿Por qué se llevan a estas personas? —oyó Henry que preguntaba Keiko en
medio del alboroto. Se cerró la puerta por la que habían sacado al señor Toyama, y
desapareció el resto de luz del mundo exterior.
El hombre de traje marrón se puso el sombrero, como si su trabajo hubiese
terminado y fuera hora de marcharse.
—Son colaboradores, chica. El secretario de Marina dice que hay espías
japoneses trabajando en Hawai, todos ellos son locales. Eso no pasará aquí. Hay
demasiados barcos en Bremerton, y fondeados justo ahí afuera —señaló hacia Puget
Sound.
Henry miró a Keiko, y deseó que le leyese el pensamiento, que pudiese leer en
sus ojos: Por favor, no se lo digas. No le digas que el señor Toyama era tu maestro.
—¿Qué les va a pasar? —preguntó Keiko, con la preocupación reflejada en su
voz.
—Pueden condenarlos a muerte si les encuentran culpables de traición, pero lo
más probable es que sólo pasen unos pocos años en una cómoda celda.
—Pero si no es un espía, él era…
—Ya es casi de noche, tenemos que irnos —interrumpió Henry, al tiempo que
tiraba del codo de Keiko. No podemos llegar tarde, recuérdalo.
El rostro de Keiko era la viva imagen del desconcierto, y estaba rojo de furia.
—Pero…
—Tenemos que irnos. Ahora. —Henry la empujó hacia la salida más cercana—.
Por favor…
Un fornido agente se hizo a un lado para dejarlos salir por la puerta principal.
Henry miró atrás y vio a Sheldon que vigilaba a Oscar cerca del escenario, para
mantenerlo callado. Sheldon les miró y les hizo un gesto para que se fueran y
volviesen cuanto antes a casa.
Afuera, más allá de las hileras de coches negros de la policía, Henry y Keiko se
detuvieron en la escalinata de un edificio de apartamentos al otro lado de la calle.
Desde allí vieron a los agentes dispersar a la multitud. Un periodista blanco tomaba
notas y hacía fotos. Las lámparas de magnesio de la cámara iluminaban de vez en
cuando la fachada del Black Elks Club. Sacó un pañuelo para cambiar la bombilla
caliente, dejó caer la usada en el suelo, y la aplastó de un pisotón destrozándola en el
pavimento. El reportero le gritaba preguntas al policía más cercano, cuya respuesta
era siempre la misma: «Sin comentarios».
—No puedo seguir mirando —dijo Keiko, y se alejó.
—Lamento haberte traído aquí —se disculpó Henry, mientras caminaban hacia el
final de South Main, donde se separarían para ir cada uno a su casa—. Lamento que
nuestra gran noche se haya estropeado.
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Keiko se detuvo y miró a Henry. Miró la insignia, aquella que su padre le
obligaba a llevar.
—Tú eres chino, ¿no es así, Henry?
El asintió, sin saber qué responder.
—Eso está bien. Ser quien eres —dijo ella mientras se volvía, con una mirada de
desilusión en los ojos—. Pero yo soy americana.
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Soy japonés (1986)
Henry se despertó con el sonido de la sirena de un coche de policía que se perdía
en la distancia. Se había quedado dormido, soñando despierto, en el largo viaje en
autobús desde el cementerio de Lake View hasta el Distrito Internacional, el D.I.
como lo llamaba Marty. Henry se tapó la boca para ocultar un bostezo y miró a través
de la ventanilla. Para él la zona noreste del Kingdome era el Barrio Chino. Así es
como lo había llamado desde pequeño, y era poco probable que fuese a cambiar ahora
a pesar de la invasión de clubes de karaoke vietnamitas, tiendas de alquiler de videos
coreanas y algún que otro bar de sushi, frecuentado sobre todo por clientes caucásicos
al mediodía.
Marty no sabía gran cosa de la infancia de Henry Su padre hablaba de su juventud
de una forma indirecta cuando explicaba historias de sus propios padres, y en especial
de la abuela de Marty. De vez en cuando de su abuelo, al que Marty nunca había
conocido. La falta de una comunicación significativa entre padre e hijo se basaba en
una vida de aislamiento. Henry había sido hijo único, sin hermanos con quienes
hablar, con quienes compartir cosas constantemente. El mismo caso de Marty. Los
pobres métodos de comunicación que Henry había empleado con su propio padre
parecían haber sido transmitidos a Marty. A lo largo de los años ambos habían
utilizado a Ethel para cruzar esa brecha, pero ahora Henry tendría que vadearla solo.
No sabía a ciencia cierta qué decirle a su hijo y cuándo. Educado como chino, el
decoro y la oportunidad lo eran todo. Al final de cuentas, Henry no había hablado con
sus propios padres, por lo menos gran cosa, durante tres años, durante la guerra.
Pero ahora, desde muy adentro, Henry quería contárselo todo a su hijo. Lo
aparentemente injusta que había sido la vida entonces, y lo notable que resultaba que
todos simplemente lo hubiesen aceptado y hubiesen aprovechado al máximo lo que
tenían. Quería hablarle a su hijo de Keiko y del Hotel Panamá. Pero Ethel sólo
llevaba muerta seis meses. Y aunque en realidad había estado yéndose siete años y
seis meses, Marty con toda probabilidad no lo comprendería. Además era demasiado
pronto para decírselo. Por otro lado, ¿qué había que decir ahora? Henry no lo sabía a
ciencia cierta.
Al pensar en aquella sombrilla de bambú pintada, Henry hizo todo lo posible para
reconciliar sus sentimientos: la pérdida de Ethel, y la posibilidad de encontrar algo en
el sótano de aquel hotel ruinoso. Lamentaría ignorar qué más podría haber allí, debajo
mismo de su nariz durante todos estos años, y se preguntó cuánto se permitiría
esperar, o cuánto podía soportar su corazón. Pero no podía esperar más, habían
pasado unos días, las noticias habían desaparecido. Era hora de averiguarlo.
Así que Henry se bajó del autobús tres paradas antes y fue caminando hacia el
Hotel Panamá, un lugar entre mundos cuando había sido un niño, un lugar entre
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tiempos ahora que era un hombre adulto. Un lugar que había evitado durante años,
pero del que ahora no podía mantenerse apartado.
En el interior, había trabajadores con casco allí donde miraba. Estaban
reemplazando las tejas estropeadas por el agua. Habían lijado el suelo hasta
devolverle el acabado original. Las paredes del pasillo de la primera planta las
limpiaban con un chorro de arena. El ruido del compresor hizo que Henry se tapase
las orejas mientras observaba como el polvo y la arena se amontonaban en lo alto de
las escaleras.
Aparte de algún vagabundo que había roto una ventana trasera en busca de
refugio, y de las bandadas de palomas que habían instalado sus nidos en las
habitaciones de la planta superior, nadie había ocupado el hotel desde 1949. Incluso
cuando Henry era chico, había estado lleno sólo a medias. Sobre todo durante y
después de la guerra, desde 1942 hasta el día de la victoria sobre Japón. Desde
entonces había estado abandonado.
—¿Está el señor Pettison? —gritó Henry por encima del estrépito de las sierras
mecánicas y el compresor al obrero más cercano a él. El hombre le miró y se quitó
los cascos que le cubrían las orejas.
—¿Quién?
—Busco a Palmer Pettison.
El trabajador le señaló el viejo cuarto de los abrigos que aparentemente había sido
transformado en un despacho provisional, mientras realizaban la rehabilitación del
edificio. Por los diversos planos y documentos de construcción clavados en un tablero
fuera del despacho, al parecer el hotel iba camino de recuperar su antigua gloria.
Henry se quitó el sombrero y asomó la cabeza.
—Hola, busco al señor Pettison.
—Soy la señora Pettison, Palmyra Pettison, soy la propietaria ¿Con quién tengo el
gusto?
Henry se presentó nervioso, y habló más rápido de lo normal. El corazón le latía
desbocado sólo por estar en el viejo hotel; el lugar le asustaba y excitaba. Era un
lugar prohibido, de acuerdo con las normas de su padre; un lugar tan misterioso como
bello. Incluso con el abandono y el daño causado por el agua, el hotel seguía siendo
una belleza.
—Estoy interesado en las pertenencias personales que encontraron en el sótano;
las pertenencias guardadas.
—¿De verdad? Fue un descubrimiento extraordinario. Compré el edificio hace
cinco años, pero tardé estos cinco años en conseguir la financiación y la aprobación
de la reforma. Antes de que comenzásemos a realizar parte de la demolición interior,
bajé al sótano para ver las calderas y allí estaban. Baúles y maletas, hilera tras hilera,
apiladas hasta el techo en algunos lugares. ¿Quiere comprar algo?
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—No, yo…
—¿Es de algún museo?
—No…
—¿Entonces qué puedo hacer por usted, señor Lee?
Henry se frotó la frente, un poco nervioso. No estaba acostumbrado a tratar con
empresarios persuasivos.
—No sé cómo decir esto; estoy buscando algo, no sé realmente lo que es, pero lo
sabré cuando lo vea.
La señora Pettison cerró el libro que tenía sobre la mesa. Su mirada le dijo a
Henry que, de alguna manera, ella le comprendía.
—¿Entonces se trata de algún pariente?
Henry se sorprendió de que, después de cuarenta y tantos años, las personas aún
creyesen de vez en cuando que era japonés. Pensó en aquella insignia que su padre le
había hecho llevar todos y cada uno de los días; durante todos aquellos meses en la
escuela, incluso durante el verano. En cómo le habían enseñado sus padres a ser muy
chino, que el bienestar de su familia dependía de aquella distinción étnica. En cómo
había odiado que le llamaran japonés en la escuela. Pero la vida es irónica.
—Sí, soy japonés. —Henry movió la cabeza de arriba abajo—. Por supuesto. Y
realmente me gustaría echar una ojeada, si puedo. —«Y si eso me permite llegar al
sótano, seré japonés. Seré un marciano canadiense inmigrante si eso es lo que hace
falta.»
—Escriba el nombre de su familia en la lista. —La mujer le dio a Henry una hoja
—. Puede bajar y echar un vistazo. Sólo le pido que no saque nada, ahora mismo no,
aún tenemos la esperanza de encontrar a más parientes de las familias que dejaron sus
cosas aquí.
Henry se sorprendió. Sólo había otros tres nombres en la hoja. El gran
descubrimiento había llegado a las noticias locales, pero pocos se habían presentado
para reclamar lo que habían dejado atrás.
—¿Nadie ha venido a recuperar sus pertenencias?
—Es que ha pasado mucho tiempo. Pueden pasar muchas cosas en cuarenta y
tantos años. Las personas se mueven. —Henry observó como escogía sus palabras.
Había un tono reverente que desmentía su dura naturaleza empresarial. Algunas
personas también pasan a mejor vida. Lo más probable es que muchos de los
propietarios hayan muerto.
—¿Qué pasa con los parientes? Alguien tendría que haberse enterado, haber
llamado…
—Lo mismo creímos al principio, pero supongo que muchas personas no quieren
volver atrás. Algunas veces es lo mejor, vivir en el presente.
Henry lo comprendía. De todo corazón. Sabía lo que era dejar algo atrás. Seguir
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adelante y vivir el futuro, y no revivir el pasado.
Pero su dulce Ethel se había ido y con ella su responsabilidad.
Henry le dio las gracias a la señora Pettison y escribió un único nombre en la
página: Okabe.
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El sótano (1986)
Henry bajó las escaleras con la pintura desconchada y cruzó una puerta de madera
que se abrió con un crujido de las bisagras. La puerta daba a una gran extensión del
sótano que había debajo del viejo hotel. La única iluminación venía de un puñado de
bombillas, colgadas del techo con grandes ganchos como luces de navidad, y un largo
cable de color naranja marcaba el camino.
Al entrar, Henry, sintió el pecho oprimido por la claustrofobia y respiró hondo
varias veces. El sótano estaba abarrotado. Asombrado, apenas si podía comprender la
cantidad de objetos personales guardados allí. Pequeños senderos, del ancho de los
hombros, se abrían en un bosque de cajones, maletas y baúles apilados hasta el techo,
varias hileras. Algunos amarillos. Otros azules. Grandes y pequeños. Una fina pátina
de polvo lo cubría todo. Las pertenencias habían estado aquí sin tocar durante
décadas.
A primera vista, la habitación parecía una vieja tienda de objetos de segunda
mano. Había una vieja bicicleta Luxus, del tipo que Henry había deseado cuando era
niño. Había grandes cubos de metal, llenos con rollos de papel y lo que parecían ser
ilustraciones. Un pedido de Sears Roebuck de 1941 asomaba de una caja, junto a un
viejo número de la revista Physical Culture. Había unas piezas de ajedrez talladas en
mármol amontonadas en un cuenco de arroz de madera. Aparte de la sombrilla que
habían mostrado el primer día, nada más parecía ni siquiera remotamente conocido,
pero tampoco podía estar seguro de si la sombrilla de bambú había sido de Keiko o
no. Sólo la había visto en una vieja fotografía en blanco y negro de su infancia,
cuando, ¿cuarenta años atrás? Sin embargo, por mucho que intentase descartarlo
como pura coincidencia, su corazón le decía otra cosa. Era de ella. Las posesiones de
su familia estaban aquí. Algunas de las cosas más preciadas para ella estaban aquí. Y
las encontraría. Por lo menos lo que quedaba de ellas.
Henry bajó una pequeña maleta, abrió los cierres oxidados y levantó la tapa, con
la sensación de ser un intruso en una casa ajena. En el interior de la maleta había
objetos de afeitar, una vieja colonia de marca y un puñado de viejas corbatas de seda.
El nombre en el interior de la maleta decía F. Arakawa. Vaya a saber quién era.
La siguiente maleta, una grande de cuero con una manija de plástico,
prácticamente se deshizo cuando Henry la abrió. En su interior había una tela mojada
y mohosa tras soportar décadas de humedad. Al mirarla de cerca, Henry vio lo que
era. Las perlas cosidas. Los botones de seda. Al sacarla de la maleta vio que la tela de
gasa había sido el vestido de boda de alguien. Dentro había un par de zapatillas
blancas a juego y una faja. En una pequeña sombrerera, metida debajo del vestido,
había un ramo de novia seco, quebradizo y delicado. No había fotos ni ninguna otra
identificación en la maleta.
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Luego Henry bajó un viejo cajón de manzanas lleno de objetos de bebé. Había
unos zapatos de bronce sobre una placa, con el nombre de Yuki grabado en la base.
Metidas junto al cajón había unas botas rojas. Había también otras cosas de más valor
que el personal: un juego de té de plata, sonajeros de plata, además de cubiertos
infantiles. Debajo de los cuchillos y tenedores había un álbum de fotos. Henry se
sentó en un taburete de cuero y abrió la tapa polvorienta sobre su regazo. Había fotos
de una familia japonesa que no reconocía: padres, niños pequeños, muchas tomadas
en los alrededores de Seattle South, incluso fotos de ellos nadando en la playa Alki.
Todos parecían muy serios. Al hojear el álbum, Henry vio que tenía muchos espacios
en blanco. Algunas páginas enteras estaban vacías. Más de la mitad de las fotos
habían desaparecido. Las habían retirado, dejando detrás los cuadrados blancos donde
las páginas se habían librado de amarillearse en el húmedo aire de Seattle.
Henry titubeó, luego acercó la nariz a la página y respiró. Al principio pensó que
había imaginado el olor, luego respiró de nuevo. Había acertado la primera vez: las
páginas olían a humo.
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Órdenes ejecutivas (1942)
Henry se despertó a la mañana siguiente con el delicioso olor de los siu beng,
bollos de sésamo: el desayuno favorito de sus padres y una verdadera delicia desde
que escaseaban los cupones de azúcar. En la mesa su padre estaba sentado con su
mejor traje, en realidad, su único traje. El traje gris oscuro se lo había hecho a medida
un sastre que acababa de llegar desde Hong Kong.
Henry se sentó y escuchó a su padre leer el periódico, citando cada nuevo arresto
de residentes japoneses. Todos ellos destinados ahora a una prisión federal. Henry no
lo entendía. Se llevaban a maestros y a empresarios. Doctores y pescadores. Los
arrestos parecían hacerse al azar, y las acusaciones eran vagas. Su padre parecía
satisfecho; pequeñas batallas ganadas en un conflicto más grande.
Henry sopló el bollo de sésamo, sacado directamente del horno, enfriándolo lo
mejor que pudo. Miró a su padre, que parecía absorto en un artículo, preguntándose
por Keiko y las detenciones en el Black Elks Club. Su padre se volvió para
mostrárselo a Henry: él lo único que pudo ver es que estaba escrito en chino, un
mensaje de la Asociación Benéfica Bing Kung, con el sello de su nombre al pie.
—Esta es una noticia importante para nosotros, Henry —explicó su padre en
cantonés.
Henry dio un mordisco al bollo y asintió, escuchando y masticando.
—¿Sabes qué es una orden ejecutiva?
Henry tenía una vaga idea, pero tenía prohibido responder en la lengua nativa de
su padre, así que simplemente sacudió la cabeza. «No. Pero vas a decírmelo,
¿verdad?»
—Es una declaración muy importante. Como cuando Sun Yat Sen proclamó el 1
de enero de 1912 como el primer día del primer año de la República China.
Henry había escuchado en muchas ocasiones a su padre hablar de la República
China, incluso a pesar de que su padre nunca había vuelto a pisar suelo chino desde
que era joven. Había sido años atrás cuando él tenía la edad de Henry y había sido
enviado a acabar su educación china en Canton.
Su padre también hablaba en tono reverente y de adoración del difunto doctor Sun
Yat Sen, un revolucionario que había traído el gobierno del pueblo. A Henry le
gustaba el nombre: doctor Sun. Sonaba como alguien a quien Superman podía
considerar un enemigo.
Su padre había dedicado la mayor parte de su vida a las causas nacionalistas,
todas destinadas a promocionar los tres principios del pueblo proclamados por el
difunto presidente chino. Así que, naturalmente, como Henry poco a poco fue
comprendiendo, el entusiasmo de su padre en estos pequeños conflictos locales con
los japoneses americanos no estaba exento de contradicciones y cierta confusión. Su
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padre creía en el gobierno de las personas, pero desconfiaba de quiénes eran estas
personas.
—El presidente Roosevelt acaba de firmar la Orden ejecutiva 9102, que crea la
Autoridad de Rehubicación en Tiempos de Guerra. Es un anexo a la Orden ejecutiva
9066, que le da a Estados Unidos el poder para designar nuevas zonas militares.
Como una nueva base o un fuerte del ejército, pensó Henry, que miró el reloj para
asegurarse de que no llegaría tarde a la escuela.
—Henry, toda la Costa Oeste ha sido designada c.omo zona militar. —Henry
escuchaba, sin comprender eso qué significaba—. La mitad de Washington, la mitad
de Oregón y casi toda California están ahora bajo supervisión militar.
—¿Por qué? —preguntó Henry, en inglés.
Su padre debió haber comprendido la pregunta, o quizá sólo creyó que Henry
debería saberlo.
—Dice: «por la presente autorizo y dirijo al secretario de Guerra, y a los
comandantes militares —el padre de Henry hizo una pausa, leyendo con lentitud,
haciendo lo posible para leerlo con corrección en cantonés— a delimitar las áreas
militares en los lugares y en la extensión que él o los apropiados comandantes
militares puedan determinar, de las cuales cualquiera o todas las personas pueden ser
excluidas, y con respecto a las cuales, el derecho de cualquier persona a entrar,
permanecer, o marcharse estará sujeto a las restricciones que el secretario de Guerra
pueda imponer a su discreción».
Henry tragó el último trozo de su bollo de sésamo; por lo que a él le importaba la
orden ejecutiva podría haber estado escrita en alemán. La guerra estaba en todas
partes. Había crecido con ella. La orden presidencial no parecía nada fuera de lo
habitual.
—Pueden excluir a cualquiera. Pueden excluirnos a nosotros. O a los inmigrantes
alemanes. —Miró a Henry, y dejó el periódico—. O a los japoneses.
Esta última parte preocupó a Henry: por Keiko y su familia. Miró a través de la
ventana, casi sin fijarse en su madre. Ella había entrado con unas tijeras de cocina y
había cortado el tallo de la flor que él le había comprado hacía unos días, la colocaría
de nuevo en su florero de la diminuta mesa de cocina.
—No pueden llevárselos a todos. ¿Qué pasaría con los cultivos de fresa en
Vashon Island y el aserradero de Bainbridge? ¿Y qué me dices de los pescadores? —
dijo ella. Henry escuchó su conversación en cantonés como si estuviera sintonizando
una radio lejana.
—¿Hah? Hay gran cantidad de trabajadores chinos; una gran cantidad de
trabajadores de color. Falta tanta mano de obra que incluso Boeing está contratando
ahora a personal chino. En el astillero Todd están contratando y pagando el mismo
salario que a caucásicos —dijo su padre con una sonrisa.
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Henry cogió su cartera y fue hacia la puerta, preguntándose qué le podría pasar a
Keiko si detenían a su padre. Él ni siquiera sabía en qué trabajaba para ganarse la
vida, pero ahora eso no tenía mayor importancia.
—Henry, te dejas la comida —dijo su madre.
Él le respondió en inglés que no tenía hambre. Su madre miró al padre de Henry,
intrigada. No lo entendía. Ninguno de los dos.
Henry pasó por la esquina de South Jackson; estaba en silencio y vacía, no estaba
Sheldon para despedirle. A Henry le alegraba que su amigo hubiese encontrado un
trabajo un poco más allá, pero ver a Sheldon por allí era como una póliza de seguro.
Cualquier matón que siguiese a Henry hasta casa nunca pasaba más allá de la esquina
de Sheldon y de sus ojos protectores.
Aquel día en clase, la señora Walter les dijo a todos que su compañero, Will
Whitworth, no iría durante el resto de la semana. Su padre había muerto mientras
servía a bordo del uss Marblehead. Los cazabombarderos japoneses habían atacado
su convoy cerca de Borneo en el estrecho de Makassar. Henry no sabía dónde estaba,
pero sonaba como algún lugar muy lejano, caluroso y tropical. Deseó estar allí
cuando sintió que le taladraban las miradas de sus compañeros, pequeños y dolorosos
dardos acusadores.
Henry sólo había tenido un encuentro con Will, y había sido a principios de año.
Parecía considerarse a sí mismo un héroe de guerra, y hacía su papel de combatir a la
amenaza amarilla en el frente, aunque fuese en el patio después de la escuela. A pesar
del ojo negro que le había dejado Will, Henry se sintió dolido de verdad por él
cuando oyó la noticia. ¿Cómo no iba a sentirlo? Los padres no son perfectos, e
incluso uno malo parecía mejor que no tener ninguno, al menos en el caso de Henry..
Cuando por fin se acercó la hora de la comida, Henry pudo salir de clase. Corrió,
luego caminó, después corrió de nuevo, siguió por el pasillo y llegó a la cocina de la
cafetería.
Keiko no estaba allí.
En cambio, Denny Brown, uno de los amigos de Chaz, estaba allí con un delantal
blanco y el cucharon en mía mano. Miró a Henry como una rata pillada en una
trampa.
—¿Se puede saber qué miras?
La señora Beatty entró en la cocina, palmeándose el vestido in tentando encontrar
donde había dejado las cerillas.
—Henry, este es Denny. Sustituye a Keiko. Le pillaron robando en la tienda de la
escuela. Así que el subdirector Silverwood quiere que le ponga a trabajar.
Henry miraba, mortificado. Keiko se había ido. Ahora el paraíso que había sido
su cocina estaba ocupado por uno de sus torturadores. La señora Beatty dejó de
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buscar las cerillas y encendió el cigarrillo con la llama del piloto de la cocina, luego
murmuró algo acerca de no meterse en líos mientras se marchaba a tomar su comida.
Al principio, Henry tuvo que escuchar las protestas de Denny por el hecho de que
lo hubieran pillado, apartado de la guardia de la bandera y enviado a trabajar a la
cocina, forzado a realizar el trabajo de una chica japonesa. Pero cuando sonó la
campana, y entraron los chicos hambrientos, su actitud cambió en cuanto le sonrieron
y hablaron con él. Todos querían que Denny les sirviese, y echaban atrás su bandeja y
miraban con sospecha a Henry cuando pasaban frente a él.
Para ellos, pensó Henry, estamos en guerra y yo soy el ene migo.
Henry no esperó a que la señora Beatty volviese. Dejó su cucharón, se quitó el
delantal y se marchó. Ni siquiera volvió al aula, por los libros y los deberes, siguió
por el pasillo y salió por la puerta principal.
En la distancia, en dirección de Nihonmachi, vio pequeñas columnas de humo
que desaparecían en el cielo gris de la tarde
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Incendios (1942)
En su carrera hacia el humo, Henry evitó del todo el Barrio Chino. No porque
tuviese miedo de ser visto por sus padres durante las horas de clase, aunque sí en
parte, sino por los agentes atentos a la presencia de alumnos que hacían novillos. Era
casi del todo imposible hacer novillos donde vivía Henry. Los agentes recorrían las
calles y los parques, incluso se presentaban en las pequeñas fábricas de fideos y
envasadoras en busca de chicos extranjeros cuyos padres a menudo les enviaban a
trabajar jornadas completas en lugar de enviarlos a la escuela. Lo más probable era
que las familias necesitasen ese aporte económico, pero los oriundos como el padre
de Henry creían que los niños educados representaban una disminución en la
delincuencia. Quizá tenían razón. El Distrito Internacional era bastante tranquilo,
aparte de algún episodio de violencia entre los tongs rivales, o cuando aparecían los
alistados, que deambulaban por allí y luego terminaban tambaleándose, borrachos y
con ganas de pelea. Además, cualquier agente que veía a un niño asiático en la calle
durante el horario escolar, por lo general lo detenía y le llevaban a su casa, donde el
castigo del pobre chico a manos de sus padres probablemente le hacía lamentar que
no le llevaran a la cárcel.
Por lo tanto, Henry trazó su camino con mucha cautela por Yester Avenue, por el
lado de Nihonmachi, todo el trayecto hasta el Kobe Park, que ahora estaba desierto.
Mientras caminaba por las calles del Barrio Japonés, vio muy poca gente. Como en
una mañana de domingo en el centro de Seattle, todas las tiendas y empresas estaban
cerradas, y en aquellas que estaban abiertas solo había un puñado de clientes.
«¿Qué estoy haciendo aquí?» se pregunto. Al apartar la mirada de las calles
desiertas al frío cielo vio las columnas de humo negro que se elevaban serpenteantes
desde lugares invisibles. «Nunca la encontraré.» Sin embargo, continuó yendo de
edificio en edificio. Atento a no mirar las expresiones extrañas en los rostros de los
pocos hombres y mujeres que pasaban a mi lado.
En el corazón del Barrio Japonés, Henry encontró de nuevo el Ochi Photography
Studio. Henry no pudo dejar de ver al joven propietario, subido a un cajón de leche y
mirando por el objetivo de una gran cámara montada en un trípode de madera.
Tomaba fotos en un callejón que seguía la misma dirección de Maynard Avenue,
donde Henry vio la fuente de los incendios. No se trataba de hogares o negocios
japoneses, como había temido. Eran grandes barriles incendiados y cubos de basura a
los que habían pegado fuego en el callejón. Las llamas y el humo se levantaban por
encima de los edificios de apartamentos.
—¿Por qué saca fotos de la quema de basuras? —preguntó Henry, sin tener muy
claro si el fotógrafo sería capaz de reconocerle.
El joven miró a Henry. Luego sus ojos parpadearon, y pareció recordarlo. Tenía
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que ser por su distintivo. El fotógrafo volvió a ocuparse de la cámara con manos
temblorosas.
—No queman basura.
Henry permaneció en la «T» donde el callejón se encontraba con la calle, junto al
fotógrafo encima de su cajón de leche, con su cámara y las bombillas de flash. Al
mirar a lo largo del callejón vio a las personas que entraban y salían de los edificios y
arrojaban cosas al interior de los barriles incendiados. Una mujer desde la ventana de
un tercer piso le gritó algo a un hombre en la acera y arrojó un kimono color ciruela
que flotó y giró para acabar posándose como la nieve en el sucio pavimento del
callejón. El hombre lo recogió, lo contempló por un momento, titubeó, y acabó por
lanzarlo al fuego. La seda se quemó y los trozos ardientes flotaron impulsados por el
calor como mariposas con las alas incendiadas, agitadas en la corriente, hasta acabar
consumidos y caer convertidos en cenizas negras.
Una anciana pasó junto a Henry con una brazada de papeles y los arrojó al fuego,
donde hicieron un ruido como el de una brusca aspiración. Henry sintió el roce del
calor en las mejillas y dio un paso atrás. Incluso en la distancia Henry vio que eran
pergaminos: obras de arte, escritas y dibujadas a mano. Grandes caracteres japoneses
que desaparecían en el corazón del fuego.
—¿Por qué hacen esto? —preguntó Henry, sin comprender del todo lo que veía
con sus propios ojos.
—Anoche detuvieron a más personas. Japoneses, por toda la ciudad. Por todo
Puget Sound. Quizá por todo el estado. La gente se libra de cualquier cosa que les
vincule a la guerra con Japón. Cartas de Japón. Ropa. Todo debe desaparecer. Son
demasiado peligrosas. Incluso las viejas fotos. Queman las fotos de sus padres, de sus
familias.
Henry vio a un anciano colocar cansinamente una bandera japonesa plegada con
esmero en el bidón más cercano, y después saludar mientras ardía.
El fotógrafo pulsó el obturador de la cámara para captar la escena.
—Yo quemé anoche todas mis viejas fotos. —Se volvió hacia Henry, y el trípode
tembló mientras lo sujetaba. Con la otra mano se limpió los labios con un pañuelo—.
Quemé incluso las fotos de mi boda.
A Henry le escocieron los ojos por culpa del humo y el hollín. Oyó a una mujer
gritar algo en japonés, en algún lugar distante. Le sonó más a un llanto.
—Celebramos una boda tradicional aquí mismo en Nihonmachi. Después nos
hicimos las fotos en el jardín botánico de Seattle delante de las magnolias y los
crisantemos. Vestíamos kimonos, las prendas shinto que habían pertenecido a mi
familia durante tres generaciones. —El fotógrafo parecía atormentado por la escena
que tenía delante. Acosado por la destrucción de los recuerdos tangibles, palpables,
de la vida.
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—Lo quemé todo.
Henry había visto todo lo que podía soportar. Dio media vuelta y corrió de
regreso a su casa, con el regusto del humo todavía en la boca.
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Noticias viejas (1986)
Henry buscó en el polvoriento sótano del Hotel Panamá, sin dejar de toser y
estornudar durante tres horas. En ese tiempo había encontrado innumerables álbumes
de fotos de bebés y amarillentas fotos en blanco y negro de familias celebrando la
Navidad y el Año Nuevo. Cajas y cajas de vajillas y cubiertos, y prendas suficientes
para llenar una tienda pequeña. Había artículos de todas clases. Resultaba fácil
olvidar que aquellas personas habían apreciado tanto estas cosas como para
ocultarlas, con la ilusión de recuperarlas algún día; presuntamente en algún momento
después de acabada la guerra.
Pero como sombríos recordatorios estaban sus nombres: Imada, Watanabe,
Suguro y Hogi. Casi todas las cajas y baúles tenían etiquetas con los nombres. Otras
tenían los nombres pintados directamente en los costados o las tapas de las maletas.
Silenciosos testimonios de vidas desplazadas hacía tanto tiempo.
Henry estiró la espalda dolorida y vio una destartalada silla de jardín de aluminio,
que imaginó había visto tiempos mejores en barbacoas y meriendas en patios traseros.
Crujió al abrirla al unísono con sus rodillas cuando se sentó; tenía el cuerpo cansado
de estar agachado junto a las cajas y las maletas.
En un descanso de su labor, cogió un periódico de una pila cercana. Era un viejo
ejemplar del Hokubei Hochi-The North American Post, un periódico local que aún se
publicaba. Llevaba la fecha de 12 de marzo de 1942.
Henry echó una ojeada a las noticias, impresas en ingles en columnas verticales.
Titulares eran sobre el estacionamiento local y la guerra en Europa y el Pacífico. Con
la visión forzada para leer la letra pequeña en la penumbra del sótano, Henry se fijó
en el editorial de portada. El titular decía: «último número. Lamentamos que éste sea
nuestro último número hasta nuevo aviso, pero deseamos manifestar nuestra total
lealtad y apoyo a Estados Unidos de América, a sus aliados y a la causa de la
libertad…» Era el último número impreso en Nihonmachi antes del internamiento,
antes de que se los llevasen a todos, pensó Henry. Había otros artículos, uno sobre
oportunidades para la reubicación tierra adentro, en lugares como Montana y Dakota
del Norte, y un informe de la policía referente a un hombre que se había hecho pasar
por agente federal y que había asaltado a dos mujeres japonesas en su apartamento.
—¿Ha encontrado algo? —preguntó la señora Pettison, que bajó las escaleras con
una linterna en la mano. Henry se sobresaltó, pues se había habituado al silencio y a
la soledad del sótano.
Dejó el periódico a un lado y se levantó. Se quitó el polvo de la ropa y a
continuación se limpió las manos en las perneras, donde dejó sendas marcas del
ancho de la palma de la mano.
—No he encontrado precisamente lo que busco, pero es que hay tanto de todo.
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—No se preocupe, por hoy tenemos que cerrar, pero puede venir cuando quiera la
semana que viene. Se tiene que asentar el polvo para que podamos limpiar, y mañana
aislaremos las paredes. Cuando esté todo hecho, siéntase libre de venir y continuar
buscando.
Henry le dio las gracias, desilusionado por no haber encontrado nada que
perteneciese a Keiko o a su familia. Sin embargo, no renunciaba a la esperanza.
Había pasado por delante del hotel durante años, incluso décadas, sin sospechar en
ningún momento que podía quedar dentro algo de valor. Había creído que todo
aquello de los años de la guerra había sido reclamado hacía mucho, había aceptado el
hecho e intentado seguir adelante. Había intentado vivir su vida. Al mirar las
montañas de cajas que aún le quedaban por revisar, sintió la presencia de Keiko.
Quedaba algo de ella. Adentro. Se esforzó por oír su voz en la memoria. Perdida
entre sus pensamientos. Está allí. Lo sé.
También pensó en Ethel. ¿Qué pensaría ella? ¿Aprobaría que estuviese
curioseando aquí abajo, escarbando en el pasado? Cuanto más lo pensaba, más se
daba cuenta de lo que había sabido desde el principio. Ethel siempre aprobaría
cualquier cosa que pudiese hacer feliz a Henry. Incluso ahora. Sobre todo ahora.
—Volveré a esta hora la semana que viene, si le parece bien —dijo Henry.
La señora Pettison asintió y le guió escaleras arriba.
Henry entrecerró los ojos para dejar que sus sentidos se acomodasen a la luz del
día y al frío cielo gris de Seattle, que llenaba las ventanas de estilo Tudor del
vestíbulo del Hotel Panamá. Todo le pareció —la ciudad, el cielo— más brillante y
más vivido que antes. Muy moderno, comparado con la cápsula del tiempo que había
en el sótano. Al salir del hotel, Henry miró al oeste donde se ponía el sol, un color
siena tostado se extendía por el horizonte. Le recordó que el tiempo era breve, pero
que los finales felices aún se podían encontrar al final de los días fríos y deprimentes.
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La chica de Marty (1986)
Al día siguiente Henry pasó la tarde en el Barrio Chino, en el barbero, la
panadería: cualquier excusa era válida para pasar por delante del Hotel Panamá.
Espió por las ventanas abiertas sin ver nada más que a los trabajadores y las nubes de
polvo por todas partes. Cuando por fin emprendió el camino de regreso a casa, Marty
le esperaba en la entrada. Tenía llave, pero por lo visto había decidido quedarse fuera.
Tumbado en los escalones de cemento, Marty daba golpecitos con el pie, las manos
cruzadas sobre el pecho, con todo el aspecto de estar nervioso e impaciente.
Henry había intuido durante la comida del otro día que algo preocupaba a Marty,
pero se había dejado distraer por la idea de encontrar alguna cosa de Keiko, lo que
fuese, en el sótano del Hotel Panamá. Ahora estaba aquí. «Ahora ha venido para
tenérselas conmigo. Para decirme que me equivoqué a la hora de cuidar a su
madre.»El último año de Ethel había sido muy duro. Cuando había tenido la
suficiente lucidez para conversar con ambos, Marty y él parecían llevarse de
maravilla. Pero en cuanto su salud declinó, y apareció la palabra «hospicio», había
comenzado el verdadero desacuerdo.
—Papá, no puedes tener a mamá aquí; la casa huele a viejos —había afirmado
Marty.
Henry se frotó los ojos, cansado de la discusión.
—Somos viejos.
—¿Algunas vez has estado en el nuevo Peace Hospice? ¡Es como un hotel! ¿No
quieres que mamá pasé sus últimos días en un lugar bonito? —Mientras Marty lo
decía había mirado al techo, que tenía un color amarillento debido al humo de los
miles de cigarrillos que Ethel había fumado a lo largo de los años—, ¡Este lugar es
una pocilga! No quiero que mi madre esté aquí, cuando podría estar en un lugar con
todas las comodidades.
—Éste es su hogar —había respondido Henry al levantarse de su mecedora—.
Quiere estar aquí. No quiere morir en un lugar desconocido por muy bonito que sea.
—Tú quieres que esté aquí. ¡No puedes vivir sin ella, sin controlarlo todo! —
Marty casi lloraba—. Ellos se encargarán de la medicación, papá, tienen
enfermeras…
Henry estaba furioso, pero no había querido empeorar la situación comenzando
con otro inútil duelo a gritos, menos con Ethel durmiendo en la habitación de al lado.
El servicio a domicilio de la institución había traído todo lo necesario para hacer
más soportables sus últimos meses: una cama de hospital, y morfina, atropina y
Ativan para mantenerla relajada y libre de dolor. Llamaban todos los días, y una
asistenta social se presentaba cuando era necesario, pero nunca tan a menudo como
Henry hubiera deseado.
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—Henry… —Ambos se habían quedado de piedra al oír el sonido de la débil voz
de Ethel. Ninguno de los dos la había oído hablar por lo menos desde hacía una
semana.
Henry fue a su dormitorio. Su dormitorio. Aún lo llamaba así a pesar de que
llevaba durmiendo en el sofá de la sala durante los últimos seis meses, si bien de vez
en cuando dormía en una butaca junto a la cama de Ethel. Pero sólo en las noches en
que ella estaba inquieta o asustada.
—Estoy aquí. Shhhh, shhhh… Estoy aquí… —dijo y se sentó en el borde de la
cama, con la débil mano de ella entre las suyas, inclinado sobre su esposa en un
intento de mantener su atención.
—Henry…
Miró a Ethel, que miraba con los ojos desorbitados a través de la ventana del
dormitorio.
—No pasa nada, aquí estoy. —Mientras lo decía, le; arregló el camisón y le tapó
los brazos con la manta.
—Llévame a casa, Henry —suplicó Ethel, y le apretó la mano— Estoy tan harta
de este lugar, llévame a casa…
Henry miró a su hijo, que estaba en el umbral, mudo.
A partir de aquel día, habían dejado de discutir. Pero también habían dejado de
hablar.
—Papá, creo que debemos hablar.
La voz de Marty despertó a Henry de su melancólico ensimismamiento. Subió por
la escalinata, no del todo, hasta que se detuvo donde podía mirar a su hijo a los ojos.
—¿No sería mejor que entráramos y hablásemos sentados de lo que tienes en
mente? —preguntó.
—Prefiero hablar aquí.
Henry advirtió que su hijo le miraba la ropa, cubierta por el polvo de las obras del
hotel.
—¿Estás bien? Tienes aspecto de haberte arrojado al suelo para parar un penalti.
—Tú tienes tu historia, yo tengo la mía. — Henry se sentó junto a su hijo con la
mirada puesta en la larga sombra oscura de Beacon Hill detrás de los árboles, que se
extendía a todo lo ancho de la avenida. Las farolas parpadearon por encima de ellos y
se encendieron.
—Papá, no hablamos mucho de casi nada desde que murió mamá.
Henry asintió estoicamente, y se preparó para el aluvión de críticas.
—Me he pelado el culo para sacar las mejores notas, he intentado ser el hijo que
querías que fuese.
Henry escuchó con un profundo remordimiento. «Quizá pasé demasiado tiempo
cuidando de Ethel, quizá le excluí. Si lo hice, no fue con intención.»
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—No tienes que disculparte de nada. Estoy tremendamente orgulloso de ti.
—Sé que lo estás, papá. Lo sé, sé que lo estás. Es la razón por la que he estado
evitando hablar de esto contigo. Primero, porque tenías que ocuparte mucho de
mamá, y segundo, bueno, porque no sabía cuál sería tu reacción.
Henry frunció el entrecejo, ahora sí que estaba preocupado. Su mente repasó
todas las cosas que su hijo podría decirle en las presentes circunstancias. «Toma
drogas. Le han expulsado de la universidad. Ha estrellado el coche, ha entrado en una
secta, ha cometido un crimen, irá a la cárcel, es gay…»
—Papá, estoy prometido.
—¿Con una chica?
Henry formuló la pregunta con absoluta seriedad. Marty se echó a reír.
—Por supuesto que con una chica.
—¿Tenías miedo de decirme esto? —Henry buscó algún significado en el rostro,
en los ojos, en el lenguaje corporal de su hijo—. Está embarazada —dijo más como
una afirmación que como una pregunta. De la manera que se dice «Nos rendimos», o
«perdimos en la prórroga».
—¡Papá! No, nada de eso.
—¿Entonces por qué estamos hablando aquí…?
—Porque está adentro, papá. Quiero que la conozcas.
Henry se animó. Claro que disimulando una punzada de dolor porque esa
muchacha misteriosa hubiese sido mantenida en secreto, pero su hijo estaba muy
ocupado, estaba seguro de que Marty tenía un motivo.
—Verás, sólo es que sé lo patriotas que eran tus padres. Me refiero a que no eran
sólo chinos, eran super-chinos, si entiendes lo que quiero decir. Eran como cubitos de
hielo en el crisol de América, tenían una única manera de ver las cosas. —Marty se
esforzó en buscar las palabras correctas. Tú te casaste con mamá y lo hicisteis a la
manera tradicional. Me enviaste a una escuela china, como hizo tu viejo contigo, y
siempre hablas de que busque una bonita chica china como mamá para formar un
hogar.
Hubo una pausa, un momento de silencio. Henry observó a su hijo, a la espera de
que continuase. Nada se movió salvo las sombras proyectadas sobre los escalones,
mientras los abetos se movían con la suave brisa.
—No soy como Yay Yay, no soy como tu abuelo —Henry comprendió dónde iba a
parar esto, asombrado por verse incluido en la misma categoría de su padre. Muy en
el fondo amaba a su padre, ¿qué hijo no lo hacía? Sólo había querido lo mejor para él.
¿Pero, después de todo lo que Henry había pasado, después de todo lo que había visto
y hecho, había cambiado tan poco? ¿Tanto se parecía a su padre? Henry oyó un
chasquido cuando la puerta se abrió detrás de ellos. Una joven asomó la cabeza,
luego salió con una gran sonrisa. Tenía una larga melena rubia, y los ojos azules; de
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aquellos que Henry llamaba ojos irlandeses.
—¡Usted tiene que ser el padre de Marty! No puedo creer que hayan estado aquí
afuera todo el tiempo. ¿Marty, por qué no has dicho nada? —Henry sonrió, y la vio
mirar sorprendida a su hijo, que parecía nervioso, como si le hubiesen pillado
haciendo algo malo.
Henry le tendió la mano a su futura nuera.
Ella brillaba como la luz.
—Soy Samantha. Me moría de ganas de conocerle.
No hizo caso de la mano y se adelantó para abrazarlo. Henry le dio unas
palmaditas e intentó respirar, pero después se rindió y le devolvió el abrazo. Miró a
Marty por encima del hombro de la muchacha con una sonrisa y levantó el pulgar.
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Ume (1986)
En el patio trasero, Henry se puso los guantes de jardinería y podó las ramas secas
de un viejo ciruelo cuyos pequeños frutos verdes se empleaban para hacer vino chino.
El árbol tenía la edad de su hijo.
Marty y su prometida estaban sentados en los escalones de la galería y miraban
mientras bebían té verde frío con jengibre. Henry había intentado hacer té frío con
Darjeeling o Pekoe, pero siempre tenían un sabor demasiado amargo por mucho
azúcar o miel que se añadiese.
—Marty me dijo que esto era algo así como una sorpresa. Espero no haberla
estropeado. Pero es que me ha hablado tanto de usted, que me moría de ganas de
conocerle.
—En realidad, no hay mucho que contar —manifestó Henry cortésmente.
—Bueno, para empezar, me dijo que ese es su árbol preferido —añadió
Samantha, con su mejor empeño por llenar el incómodo silencio entre padre e hijo—,
y que lo plantó el día que nació Marty.
Henry continuó con la poda. Cortó una rama con unos delicados pimpollos
blancos.
—Es un árbol ume —explicó. Lo pronunció de una forma pausada y sonó ooh-
may—, Florece incluso durante el tiempo más inclemente, en el más crudo invierno.
—Allá vamos… —le susurró Marty a Samantha, lo bastante fuerte como para que
su padre le oyese— Viva la revolución... añadió en un tono jocoso.
—¿Eh, qué se supone que significa eso: preguntó Henry, que interrumpió su
labor.
—No es ninguna ofensa, papá, sólo que…
—Marty me dijo que el árbol tiene un significado especial para usted —le
interrumpió Samantha—, Que es algo así como un símbolo.
—Lo es —admitió Henry, que tocó un pequeño pimpollo de cinco pétalos—. Las
flores ume se usan como decoración durante el Año Nuevo chino. También es un
símbolo de la antigua ciudad de Nanjing y ahora es la flor nacional de toda China.
Marty se levantó a medias e hizo un saludo burlón.
—¿A qué viene eso? —preguntó Samantha.
—Díselo, papá.
Henry continuó podando en un intento por no hacer caso de la broma de su hijo.
—La flor también era la preferida de mi padre. —Henry forcejeó con las tijeras
de podar, antes de conseguir cortar una gruesa rama seca—. Es un símbolo de la
perseverancia ante la adversidad; un símbolo revolucionario.
—¿Su padre era un revolucionario? —preguntó Samantha.
—¡Ja! —Henry contuvo la risa ante la ocurrencia—. No, no, era un nacionalista.
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Siempre temeroso del comunismo. Pero sí creía en una única China. El árbol ume era
especial para él en ese sentido, ¿lo comprende?
Samantha asintió con una sonrisa y bebió un sorbo de té.
—Marty dijo que el árbol proviene de una rama del árbol de su padre.
Henry miró a su hijo, luego sacudió la cabeza y cortó otra rama.
—Se lo dijo su madre.
Henry se sintió mal por mencionar a Ethel. Por traer tanta tristeza a lo que por lo
demás era un día feliz.
—Lo siento mucho —manifestó Samantha—, Me hubiese gustado conocerla.
Henry se limitó a sonreír con expresión solemne y asintió, al tiempo que Marty
rodeaba a su prometida con un brazo y la besaba en la sien.
Samantha cambió de tema.
—Marty dice que fue un gran ingeniero, que incluso le permitieron el retiro
anticipado.
Henry veía a Samantha por el rabillo del ojo mientras podaba el árbol; era como
si la joven estuviese verificando una lista imaginaria.
—Que es un gran cocinero, que le gusta la jardinería, y que es el mejor pescador
que haya conocido. Me habló de todas las veces que lo llevó a Lake Washington a
pescar salmón rojo.
—Vaya… —dijo Henry, que miró a su hijo y se preguntó por qué nunca le había
dicho estas cosas a él. Entonces pensó en las brechas de la comunicación, en realidad
abismos, entre él y su propio padre y supo la respuesta.
Samantha removió los cubitos en el vaso con el dedo y bebió un sorbo.
—Dice que le encanta el jazz.
Henry la miró, intrigado. «Ahora sí que estamos hablando.»
—No cualquier jazz. Las raíces del jazz y el swing de la Costa Oeste, como Floyd
Standifer y Buddy Catlett, y que es un gran admirador de Dave Holden, y todavía
más de su padre, Oscar Holden.
Henry cortó una ramita y la arrojó en un cubo blanco.
—Me gusta —le dijo a Marty, lo bastante fuerte como para que ella le oyese—.
Has hecho bien.
—Me alegra que lo apruebes, papá. Sabes, me sorprendes.
Henry hizo lo posible para comunicarse sin palabras. Darle a su hijo aquella
sonrisa, aquella cómplice mirada de aprobación. Estaba seguro de que Marty captaba
cada frase de su comunicación sin palabras. Después de toda una vida de
asentimientos, expresiones ceñudas y sonrisas estoicas, ambos eran expertos en la
taquigrafía emocional. Sonrieron a la ve/, mientras Samantha hacía gala de sus
impresionantes conocimientos do la rica historia musical de Seattle en la preguerra.
Cuanto más escuchaba Henry, más pensaba en volver al Hotel Panamá a la semana
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siguiente a buscar en el sótano. En todos aquellos cajones. En todos aquellos baúles,
cajas y maletas. En lo mucho más fácil que sería su tarea si contaba con ayuda.
Pero por encima de todo, Henry detestaba ser comparado con su propio padre. A
los ojos de Marty, la ciruela no había caído lejos del árbol; es más, se aferraba con
firmeza a las ramas. Es lo que le he enseñado con mi ejemplo, pensó Henry, al
comprender que contar con la ayuda de Marty en el sótano podría aliviar algo más
que la carga física.
Henry se quitó los guantes, y los dejó en la galería.
—El árbol ume era el favorito de mi padre, pero el esqueje que planté no era del
suyo. Era de un árbol en Kobe Park…
—¿Pero el parque no estaba en el viejo Barrio Japonés? —preguntó Marty.
Henry asintió.
La noche que nació Marty, Henry hizo una incisión en una rama pequeña de un
ciruelo, uno de los muchos que crecían en el parque, colocó un palillo de dientes en el
corte, y lo envolvió con una tira de tela. Regresó al cabo de varias semanas, y se llevó
el resto de la rama donde ya habían nacido las nuevas raíces. La plantó en el patio
trasero, y la cuidó. Siempre.
Henry había pensado en llevarse un cerezo. Pero las flores eran demasiado
hermosas, los recuerdos demasiado dolorosos. Pero ahora, Ethel se había ido. El
padre de Henry había muerto hacía mucho. Incluso había desaparecido el Barrio
Japonés. Lo único que quedaba eran días de largas horas interminables, y el ciruelo
que cuidaba en el patio trasero. Robado la noche que había nacido su hijo, de un árbol
chino en un jardín japonés, todos aquellos años atrás.
El árbol había crecido silvestre durante los años en que Ethel había estado
enferma. Henry había tenido menos tiempo para ocuparse de las grandes ramas que
habían crecido hasta ocupar los pequeños confines del patio trasero. Tras la muerte de
Ethel había comenzado de nuevo a cuidar del árbol, y éste había comenzado a dar
frutos.
—¿Qué hacéis los dos el próximo jueves? —preguntó Henry.
Vio cómo se miraban el uno al otro y se encogían de hombros. En el rostro de su
hijo aún quedaba un rasgo de desconcierto.
—No tenemos ningún plan —respondió Samantha.
—Pues entonces nos encontraremos en el salón de té del Hotel Panamá.
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Fuegos locales (1942)
Henry entró como una tromba por la puerta principal, quince minutos más tarde
de la hora a la que llegaba normalmente de la escuela. No le importaba, y tampoco
parecía importarles a sus padres. Necesitaba hablar con alguien. Necesitaba decirles a
sus padres lo que estaba ocurriendo. Ellos sabrían qué hacer, ¿no? Debían saberlo,
¿no? Henry necesitaba hacer algo. ¿Pero qué? Sólo tenía doce años.
—¡Mamá, tengo que decirte una cosa! —gritó, con el aliento entrecortado.
—¡Henry, esperábamos que no tardases tanto! Tenemos invitados a tomar el té. —
Oyó decir a su madre en cantones desde la cocina.
Su madre salió y le habló en su pésimo inglés para hacerle callar y meterle prisa
para que fuese a la modesta sala de estar.
—Ven, tú venir.
Henry se vio sumergido en una terrible fantasía. Keiko había escapado; estaba
aquí, sana y salva. Quizá toda su familia había huido, momentos antes de que el FBI
echase su puerta abajo y se encontrase con una casa vacía, las ventanas abiertas, las
cortinas agitadas por el viento. Nunca les había conocido, pero se los podía imaginar
con toda claridad corriendo por el callejón y dejando a los agentes del FBI
desprevenidos y confusos.
Entró en la sala y sintió que se le caía el estómago, como si golpease el suelo para
después rodar debajo del sofá y perderse en alguna parte.
—Tú debes de ser Henry. Te estábamos esperando. —Un hombre blanco y mayor,
que vestía un elegante traje marrón, estaba sentado delante del padre de Henry. A su
lado se encontraba Chaz.
—Sienta. Sienta —dijo el padre de Henry en chinglish.
—Henry, soy Charles Prestan. Soy promotor inmobiliario. Creo que conoces a mi
hijo; nosotros le llamamos Chaz, al menos en casa. Tú puedes llamarle como quieras.
—Henry tenía unos cuantos nombres escogidos. En los dos idiomas. Le hizo un gesto
a Chaz, que le sonrió con tanta dulzura que Henry vio los hoyuelos por primera vez.
Sin embargo, seguía sin entender a qué venía todo esto; nada menos que en su
propia casa. «¿Qué…?» «¿Qué haces tú aquí?» Lo pensó, pero las palabras se le
quedaron atascadas en algún lugar de la garganta, mientras comprendía por qué su
padre se había vestido de traje el otro día; el que siempre vestía en las reuniones
importantes.
—Tu padre y yo intentamos hablar de un asunto de negocios, y él me dijo que tú
serías el intérprete perfecto. Dice que aprendes inglés en Rainier Elementary.
—Hola, Henry. —Chaz le hizo un guiño, y luego se volvió hacia su padre—
Henry es uno de los chicos más inteligentes de la clase. Puede traducirlo todo. Estoy
seguro de que también el japonés. —Estas últimas palabras salieron como cubitos de
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hielo mientras Chaz le sonreía de nuevo a Henry, muy ufano. Henry tenía claro que a
Chaz no le gustaba en absoluto estar aquí, pero se complacía jugando al gato y al
ratón con Henry, sentado con toda inocencia junto al señor Preston.
—Henry, el señor Preston es el propietario de varios edificios de apartamentos de
esta zona. Está interesado en unas propiedades en Maynard Avenue, en el barrio
japonés —le explicó su padre en cantonés—. Como soy miembro de la junta de
Chong Wa, necesita mi apoyo, y el apoyo de la comunidad china en el Distrito
Internacional. Necesita nuestro apoyo para conseguir la aprobación del ayuntamiento.
—Lo dijo de una manera que le hizo entender a Henry que era una operación muy
importante: el tono, los ojos, las maneras. Muy serio, pero también muy entusiasta.
Su padre no se entusiasmaba a la ligera. Las victorias en China sobre el ejército
invasor japonés, que eran escasas, y la beca en Rainier, eran las únicas cosas de las
que hablaba con un entusiasmo fervoroso. En cualquier caso, hasta ahora.
Henry se sentó en un taburete entre ellos. Se sentía pequeño e insignificante.
Pillado entre una roca y otra roca, ambas imponentes moles de granito en forma de
adultos.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Henry en inglés, y luego en cantonés.
—Sólo traducir lo mejor que puedas lo que dice cada uno de nosotros —
respondió el señor Preston. El padre de Henry asintió. Intentaba seguir las palabras
inglesas que el padre de Chaz decía pausadamente.
Henry se quitó el polvo y el hollín de la comisura de los ojos, su mente pensaba
en Keiko y su familia. Pensó en aquellas tres parejas japonesas tumbadas boca abajo
en el suelo sucio del Black Elks Club, vestidas con sus mejores galas. Sacadas a
rastras y llevadas a la cárcel. Miró al señor Preston, un hombre que intentaba
aprovechar la ocasión de comprarles sus casas a unas familias que ahora mismo
estaban quemando sus más preciadas posesiones para impedir que los llamasen
traidores o espías.
Por primera vez Henry se dio cuenta de dónde estaba, a un lado de una línea
invisible entre él y su padre y todo lo demás que había conocido. No conseguía
recordar cuándo la había cruzado ni tampoco veía una manera fácil de volver atrás.
Miró al señor Preston y a Chaz, después a su padre, y asintió. «Adelante,
traduciré. Lo haré lo mejor posible».
—Henry, dile a tu padre que intento comprar el solar vacío detrás de la Nichibei
Publishing Company. Si podemos conseguir que cierre el periódico japonés,
¿aprobará que también compremos su edificio?
Henry escuchó con atención. Después se dirigió a su padre en cantonés.
—Quiere comprar el solar detrás del periódico japonés y también el edificio.
Su padre evidentemente conocía muy bien el lugar porque respondió:
—La propiedad pertenece a la familia Shitame, pero el cabeza de familia fue
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arrestado hace unas semanas. Haga una oferta al banco, y ellos se la venderán sin
consultarles. —Las palabras las dijo poco a poco, sin duda para que Henry no se
perdiese ni una en la traducción.
Henry se quedó atónito ante lo que oía. Miró alrededor en busca de su madre. No
se la veía por ninguna parte; lo más probable era que estuviese abajo ocupada con la
colada, o preparando el té para los invitados. Titubeó por un instante, y a
continuación miró al señor Preston y con una expresión grave dijo:
—Mi padre no aprueba la compra. Una vez fue un cementerio japonés y es de
muy mal agüero construir allí. Es por eso que el solar está vacío. —Henry se imaginó
a un bombardero en picado lanzándose sobre el objetivo con su carga de bombas.
El señor Preston se echó a reír.
—¿Es una broma, no? Pregúntale si es una broma.
Henry apenas podía creer que por primera vez en meses hablara con su padre y le
dijera mentiras. «Pero necesarias», pensó Henry. Miró a Chaz, que se limitaba a mirar
al techo, al parecer aburrido al máximo.
El padre de Henry estaba pendiente de cada una de las palabras cantonesas que
pronunciaba su hijo.
—El señor Preston dice que quiere convertir el edificio en un club de jazz. Es una
música muy popular, y se puede ganar mucho dinero. —Henry se imaginó al piloto
soltando su carga, las bombas que caían… fiiiiiiiiiiiii…
Su padre parecía más ofendido que confuso. Diana. Las bombas estallaron. El
Distrito Internacional necesitaba muchas cosas, afirmó su padre, pero más clubes
nocturnos y más marineros borrachos no ocupaban un lugar destacado en la agenda
de su padre como beneficiosos para el progreso y el desarrollo de la comunidad,
incluso si así se conseguía expulsar a algunos japoneses de Nihonmachi.
A partir de ese momento la conversación fue cuesta abajo.
El señor Preston se enfureció. Acusó al padre de Henry de tolerar las
supersticiones japonesas. Por su parte, el padre de Henry acusó al señor Preston de
abusar de las bebidas que pretendía vender en su club de jazz.
Después de un cruce de traducciones por parte de Henry, acabaron la discusión
bilingüe, aceptando disentir. Cada uno mirando al otro con desconfianza.
Pero continuaron discutiendo, esta vez prescindiendo de Henry, sin siquiera
entender ni una palabra de lo que decía el otro. Chaz miró a Henry, sin pestañear. Se
abrió la americana y le mostró a Henry la insignia que le había robado hacía unas
semanas. Ninguno de los padres se dio cuenta, pero Henry sí. Chaz le dedicó una
sonrisa dentuda, se cerró la americana y sonrió angelicalmente mientras su padre
afirmaba:
—Se acabó tanto hablar. Veo que venir aquí ha sido un error. De todas maneras,
son ustedes unas personas incapaces de hacer negocios de verdad.
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La madre de Henry entró con otra tetera de su mejor té de crisantemo, justo a
tiempo para ver cómo Chaz y el señor Preston se ponían de pie y se marchaban
furiosos como jugadores que acaban de perder su último dinero jugando a las chapas.
Henry cogió una taza de té y le dio las gracias a su madre con mucha amabilidad,
en inglés. Ella, por supuesto, no entendió las palabras, pero al parecer agradeció el
tono.
En cuanto se acabó el té, Henry se excusó y se fue a su habitación. Era temprano,
pero se sentía agotado. Se acostó, cerró los ojos y pensó en el señor Preston, la
versión adulta de Chaz, descuartizando con codicia el Barrio Japonés, y en su propio
padre, tan dispuesto a ayudar en estos importantes asuntos de negocios. Henry casi
había esperado sentirse feliz por haber desbaratado sus planes, pero sólo sentía
agotamiento y culpa. Nunca había desobedecido a su padre de una manera tan
descarada. Pero había tenido que hacerlo. Había visto los fuegos en Nihonmachi y a
la gente quemar sus más queridas posesiones; cenizas que recordaban quiénes habían
sido, quienes eran. Los escaparates tapiados con tablas y las banderas
norteamericanas en las ventanas. No sabía gran cosa de negocios, pero sabía que eran
tiempos difíciles y que irían a peor. Necesitaba encontrar a Keiko, necesitaba verla. A
medida que caía la noche, se la imaginó en alguna foto de familia, un retrato en el
fuego, que se enrollaba, ardía, y se convertía en cenizas.
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Hola, hola (1942)
Cuando por fin Henry abrió los ojos de nuevo no vio nada más que oscuridad.
¿Qué hora era? ¿Qué día? ¿Cuánto tiempo he dormido? Sus pensamientos se
disparaban mientras se frotaba los ojos y parpadeaba, haciendo todo lo posible por
mantenerse despierto. Un rayo de luz de luna se filtraba por una rendija de las
cortinas de oscurecimiento de la ventana de su dormitorio.
Algo le había despertado. ¿Qué era? ¿Un ruido? Entonces lo oyó de nuevo, un
campanilleo en la cocina.
Se desperezó, volvió a reorientarse en el espacio y el tiempo, y apoyó los pies en
el frío suelo de madera. Sus ojos se acomodaron a la oscuridad y alcanzó a ver la
silueta de una bandeja. Su madre había tenido el detalle de traerle la cena. Incluso
había puesto el vaso con su flor favorita como una sencilla decoración.
Ahí sonaba de nuevo: el inconfundible sonido de la campanilla del teléfono.
Henry aún no se había acostumbrado al estridente repique. Menos de la mitad de las
casas de Seattle tenían teléfonos, y menos en el Barrio Chino. Su padre había
insistido en que le instalasen uno cuando Estados Unidos le había declarado la guerra
a las potencias del Eje. Era guardián de manzana y entre sus responsabilidades
figuraba la de mantenerse en contacto, aunque Henry no sabía con quién.
El teléfono continuó sonando con el estrépito de un despertador.
Henry comenzó a bostezar, pero se interrumpió al pensar en Chaz. Ahora sabe
dónde vivo. Ahora mismo podría estar esperándome afuera. Espera a que salga
desprevenido a estas horas para sacar la basura o entrar la colada. Entonces atacará,
se tomará la revancha, sin maestros ni monitores que se interpongan.
Espió entre las pesadas y polvorientas cortinas, pero la calle, dos plantas más
abajo, aparecía fría y desierta, empapada por la lluvia que había cesado hacía poco.
Desde la cocina le llegó la voz de su madre que respondía a la llamada: «Wei,
wei?». Hola, hola.
Henry abrió la puerta, caminó descalzo por el pasillo hacia el baño. Su madre
explicaba en el teléfono que no hablaba inglés. Le hizo un gesto a Henry y señaló el
teléfono. La llamada era para él.
—¿Hola? —preguntó. Henry estaba acostumbrado a atender todas las llamadas
equivocadas. Por lo general eran en inglés, o llamadas de la oficina censal que
recogían datos de la comunidad asiática. Mujeres desconocidas que le preguntaban a
Henry cuántos años tenía y si era el hombre de la casa.
—Henry, necesito tu ayuda. —Era Keiko. Su voz era calma y firme.
Henry titubeó porque no había esperado oír la suave voz de Keiko. Comenzó a
hablar en susurros, y después recordó que sus padres no hablaban inglés.
—¿Estás bien? Hoy no fuiste a la escuela. ¿Tu familia está bien?
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—¿Puedes encontrarte conmigo en el parque, el parque donde nos vimos la última
vez?
Estaba siendo vaga. Con toda intención. Henry podía hablar con entera libertad,
pero era obvio que ella no. Pensó en las operadoras que a menudo espiaban las
conversaciones y lo comprendió.
—¿Cuándo? ¿Ahora? ¿Esta noche?
—¿Podemos encontrarnos dentro de una hora?
«¿Una hora?» La mente de Henry funcionó a tope. Era de noche. «¿Qué les diré a
mis padres?» Acabó por asentir.
—Una hora. Haré todo lo posible. —«Encontraré la manera.»
—Gracias. Adiós. —Keiko hizo una pausa. En el mismo momento en que Henry
creía que diría algo más, colgó.
Una aguda voz femenina apareció en la línea.
—La otra persona ha colgado. ¿Desea que le ayude a hacer otra llamada?
Henry colgó de inmediato, como si le hubiesen pillado robando.
Su madre estaba allí cuando se volvió. Le miraba de una manera que Henry no
acababa de saber si era curiosidad o preocupación.
—¿Qué? ¿Quizá tienes una novia? —le preguntó.
Henry se encogió de hombros y respondió en inglés:
—No lo sé.
Y en honor a la verdad, no lo sabía. Si su madre creía que la niña que llamaba a
su hijo no hablaba chino, no hizo ningún comentario. Quizá creía que todos los
padres estaban obligando a sus hijos a hablar su americano. ¿Quién sabe?, quizá si.
Henry pensó en cómo llegar a Kobe Park, a esas horas, después de que apagaran las
luces. Se alegró de haber dormido antes. Prometía ser una noche muy larga.
Henry esperó en su habitación la mayor parte de la hora. Eran casi las nueve
cuando había llamado Keiko. Sus padres se iban a la cama alrededor de las nueve y
media, no porque tuviesen sueño, sino porque acostarse temprano era un
comportamiento prudente. Ahorrar electricidad como parte del esfuerzo de guerra era
algo parecido a un mandamiento para el padre de Henry.
Después de estar atento durante unos instantes sin escuchar ninguna señal de sus
padres, Henry abrió la ventana y bajó por las escaleras de incendio. Las escaleras sólo
llegaban hasta la mitad de la distancia, pero bastante cerca había un contenedor con
tapa para el reciclado de neumáticos. Henry se quitó los zapatos y saltó al contenedor.
Se oyó un golpe sordo cuando los pies descalzos aterrizaron sobre la pesada tapa
metálica. Volver a la habitación sería un poco más complicado, pero factible, pensó
Henry mientras se calzaba los zapatos.
Caminó por las aceras mojadas de Seattle, y las nubes de su aliento se sumaron a
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la niebla que entraba desde el mar. Procuró mantenerse al amparo de las sombras a
pesar del miedo que dominaba su mente y le oprimía la boca del estómago. Henry
nunca había salido solo tan tarde. Sin embargo, gracias a la multitud que caminaba
por las avenidas, no se sentía solo.
A lo largo de todo el trayecto hasta South King, las calles estaban iluminadas por
los carteles de neón que desafiaban las órdenes de apagar las luces. Los rótulos de los
bares y los clubes nocturnos teñían de verde y rojo cada charco que saltaba. De vez
en cuando pasaba algún coche y la mortecina luz de los faros azules alumbraba a los
hombres y las mujeres, chinos y blancos, que disfrutaban de la vida nocturna, a pesar
del racionamiento.
Cruzar la Séptima Avenida y entrar en Nihonmachi era como pasar al lado oscuro
de la luna. Ni una sola luz. Ni un solo coche. Todo estaba cerrado. Incluso el
restaurante Manila tenía tapiadas las ventanas para protegerlas de los vándalos, a
pesar de que los propietarios eran filipinos, no japoneses. Las calles se veían desiertas
hasta donde se extendía Maynard Avenue. Desde la Janagi Grocery Store hasta el
Nippon-Kan Hall, Henry no vio a nadie, excepto a Keiko.
En Kobe Park, al otro lado del teatro kabuki, alzó la mano en un gesto de saludo
al verla sentada en la colina, como la última vez, en medio del bosquecillo de cerezos
cuyas flores comenzaban a desprenderse. Henry subió la empinada ladera del parque,
recuperó el aliento y se sentó en una piedra junto a Keiko. Se veía pálida a la luz de la
luna y temblaba a consecuencia del aire frío de Seattle.
—Mis padres no quisieron que hoy fuera a la escuela, tenían miedo de que
pudiese pasarme algo, que nuestra familia se viese separada. —Henry la miró
mientras se apartaba del rostro los largos cabellos. Le sorprendió ver lo calmada que
parecía, tan serena—. Vino la policía y el FBI y se llevaron nuestras radios, las
cámaras de fotos, y a algunas personas de nuestro edificio, y después se marcharon.
No les hemos visto desde entonces.
—Lo siento. —Fue lo único que se le ocurrió. ¿Qué más podía decir?
—Vinieron y arrestaron a decenas de personas en diciembre, inmediatamente
después del ataque a Pearl Harbor, pero desde entonces todo ha estado tranquilo.
Supongo que demasiado tranquilo. Papá dijo que la Marina ha descartado la idea de
una invasión y que ahora le preocupa más el sabotaje, ya sabes, personas que vuelan
puentes, centrales eléctricas y cosas por el estilo. Así que se centran en las redadas y
en arrestar a más japoneses.
Henry pensó en la palabra «sabotaje». Había saboteado los planes del señor
Preston de comprar parte del Barrio Japonés. No se sentía mal por haberlo hecho.
¿Pero estas personas que se llevaban no eran americanas? ¿De ascendencia japonesa,
pero nacidos americanos? Después de todo, el padre de Keiko había nacido aquí.
—Ahora incluso hay un toque de queda.
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—¿Un toque de queda?
Keiko asintió con un gesto lento, su mirada puesta en las calles desiertas como
resultado de la medida.
—No se le permite a ningún japonés salir de nuestros barrios desde las ocho hasta
las seis de la mañana. Durante la noche nos convertimos en prisioneros.
Henry sacudió la cabeza. Le costaba creer lo que decía Keiko, pero era consciente
de que debía ser cierto. Por las detenciones en el Black Elks Club y las sonrisas
victoriosas en el rostro de su padre, sabía lo que estaba pasando de verdad. Se sintió
mal por Keiko y su familia, por las maldades hechas a todas las personas de
Nihonmachi. No obstante, se sentía egoístamente agradecido por estar con ella, y
también culpable por su propia felicidad.
—Hoy me escapé de la escuela y fui a buscarte —dijo Henry—, Me
preocupaba…
Ella le miró, su pequeña sonrisa se convirtió en otra torcida. Henry se puso
nervioso, se le trababan las palabras.
—Me preocupaba la escuela —dijo Henry—, Es importante que no perdamos
clases, sobre todo porque los maestros no nos prestan mucha atención…
Por un momento hubo un silencio cuando ambos oyeron la sirena que anunciaba
el cambio de turno; sonaba en las instalaciones de la Boeing. Miles de trabajadores
marcharían a sus casas. Miles más comenzarían su día de trabajo a las 10 de la noche
para construir aviones que combatirían en la guerra.
—Es bonito por tu parte que te preocupes tanto por mi educación, Henry.
Henry vio la desilusión en sus ojos. La misma mirada que había tenido cuando se
separaron la noche pasada, después de los arrestos en el Black Elks Club.
—No sólo estaba preocupado por la escuela —admitió—. Es algo más. Me
preocupaba por….
—Está bien, Henry. No quiero meterte en problemas. En la escuela o en casa con
tu padre.
—No estoy preocupado por mis problemas…
Ella le miró y respiró hondo.
—Bien, porque necesito que me hagas un favor, Henry. Un favor muy grande. —
Keiko se levantó y Henry la siguió colina abajo hasta detrás de un banco donde
estaba oculto un carrito Radio Flyer rojo. En la caja había pilas de álbumes de fotos y
una caja de instantáneas—. Pertenecen a mi familia. Mi madre me dijo que las llevase
al callejón y las quemase todas. Se veía incapaz de hacerlo ella misma. Su abuelo
estaba en la marina japonesa. Quería que quemase todas sus viejas fotos de Japón. —
Keiko miró a Henry con ojos tristes—. No puedo hacerlo, Henry.
Esperaba que tú pudieses ocultarlas. Sólo por un tiempo. ¿Puedes hacer eso por
mí?
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Henry recordó la horrible escena de esta tarde en el Barrio Japonés, el fotógrafo
del Ochi Studio, conmovido, pero resuelto.
—Puedo ocultarlas en mi habitación. ¿Tienes más?
—Esto es lo más importante: los recuerdos de mi madre, los recuerdos de la
familia. Creo que todo lo que tenemos de mis años infantiles nos lo podemos quedar.
Algunas familias de nuestro vecindario están buscando un lugar donde dejar las
cosas. Las cosas grandes. Es probable que nosotros también guardemos algo allí, si es
necesario.
—Lo tendré todo bien guardado, te lo prometo.
Keiko abrazó a Henry por un instante. Él se descubrió devolviéndole el abrazo.
Su mano tocó su pelo. Estaba más caliente de lo que había imaginado.
—Debo volver antes de que adviertan que me he ido —dijo Keiko—. ¿Mañana
nos vemos en la escuela?
Henry asintió. Sujetó el mango del carrito rojo y emprendió el regreso a su casa
por las oscuras y desiertas calles del Barrio Japonés. Arrastraba detrás toda una vida
de recuerdos. Recuerdos que él ocultaría, y un secreto que guardaría, en algún lugar
de su casa.
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Cuesta abajo (1942)
Henry sabía el lugar exacto donde ocultaría los álbumes de fotos cuando llegase a
su apartamento en Canton Alley; en aquel hueco poco profundo que había entre el
último cajón de la cómoda y el suelo. El espacio suficiente para guardar todas las
preciosas fotos de familia de Keiko, si las colocaba de la manera correcta.
Subiría por las escaleras de incendio y volvería a bajar con una funda de
almohada. Lo más probable es que tuviese que hacer dos viajes para subirlo todo,
pero no tendría por qué ser un problema. «Mi padre ronca», pensó Henry, «y mi
madre lo compensa con un sueño muy profundo. Si no monto un escándalo, todo
tendría que ir como la seda.»Henry continuó su marcha hacia el Barrio Chino al
amparo de las sombras hasta donde le era posible, y zigzagueando por los callejones
oscuros. Un chico que anduviese solo de noche quizá no llamara mucho la atención,
pero con la disposición de apagones y el toque de queda impuesto a los japoneses,
bien podría ser detenido por cualquier agente de policía que estuviese haciendo la
ronda.
Henry arrastró el carrito rojo con su carga por Maynard Avenue, por el mismo
camino por donde había venido. Las calles del Barrio Japonés se veían desiertas, y, de
todas maneras, la policía no solía pasar por aquí, a menos que la hubiesen llamado.
Pese a la soledad del entorno se sentía seguro. Las ruedas traseras del carrito
chirriaban de vez en cuando y el sonido discordante rompía el plácido silencio de la
noche. Sólo unas ¡jocas calles más y entonces podría ir hacia el norte y ha jai la
colina para llegar al corazón del Barrio Chino y a su casa.
Con el pensamiento puesto en Keiko, Henry pasó por delante del local de Rodo-
Sha y el Yada Ladies Taylor, con sus maniquís de tamaño occidental y aspecto
norteamericano en el escaparate. Luego dejó atrás Eureka Dentistry, con el enorme
diente colgado en la fachada que se veía pálido, casi transparente, a la luz de la luna.
Si de alguna manera hubiese podido quitar todas las banderas norteamericanas y los
eslóganes que habían colgados en cada una de las ventanas, o pegados en las tablas
que tapaban los escaparates de los locales, casi hubiese podido confundir esta parte
de la ciudad con el Barrio Chino, sólo que más grande. Más próspero.
Justo cuando salía del tranquilo santuario del Barrio Japonés, y encaraba con
prevención el camino hacia el norte por South King en dirección a su casa, vio a
alguien: un chico. Apenas si alcanzaba a ver su sombra a la luz de la luna, alumbrado
por detrás por las farolas que zumbaban, rodeadas por las polillas que golpeaban
contra los cristales. A medida que se acercaba, vio que el chico arrancaba el cartel de
la bandera americana pegado en el escaparate de la Janagi Grocery. La puerta tenía un
trozo de contrachapado que cubría el cristal junto al pomo, pero las ventanas grandes
estaban intactas. Lo más probable era que las acabasen de instalar, pensó Henry.
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Tapadas con banderas que servían de barreras protectoras.
A Henry le pareció que el chico estaba pintando, que movía un pincel sobre la
superficie de un papel. «Ha salido en mitad de la noche», se dijo Henry, «dispuesto a
hacer lo posible por reafirmar su ciudadanía. Intenta proteger la propiedad de su
familia.» Se relajó por un momento, consolado al saber que otros chicos de su edad
estaban en la calle.
El chico oyó el traqueteo del cochecito y se quedó inmóvil. Se apartó de su
trabajo y salió de la sombra adonde Henry podía verle, y él, a su vez, ver a Henry.
Era Denny Brown.
Sujetaba un pincel que goteaba pintura roja por toda la acera, manchas con forma
de lágrimas que seguían sus pasos.
—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó a Henry.
Henry advirtió una chispa de miedo en los ojos de Denny. Tenía miedo, le habían
pillado. Después vio que la sorpresa y el susto daban paso a la furia, y Denny entornó
los párpados cómo si se preparase para lo que seguiría. Henry estaba solo; no había
nadie más. Denny parecía saberlo, porque se acercaba mientras Henry le miraba
atónito con la mano prieta en el mango del carrito rojo de Keiko.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Henry a su vez. Sabía la respuesta, pero
necesitaba oírla del propio Denny. Era un vano intento por comprender. Entendía el
qué, quién y dónde. Sin embargo, aunque le fuese su joven vida en ello, no conseguía
entender el porqué. ¿Era miedo? ¿Odio? O acaso era sólo el aburrimiento juvenil lo
que traía a Denny aquí, al Barrio Japonés. Mientras las familias se escondían,
cerraban las puertas, ocultaban sus preciadas posesiones, temerosas de los arrestos,
Denny estaba en una esquina, entretenido en pintar Go Home Japs sobre las banderas
americanas desplegadas en los escaparates.
—¡Te dije que por dentro era japonés!
Henry conocía la voz. Al volverse vio a Chaz. Con una palanqueta en una mano y
un cartel de la bandera americana hecho una bola en la otra. «Otra forma de ser
guardián de la bandera», pensó Henry. La puerta de madera detrás de Chaz mostraba
las profundas huellas donde había hundido el filo de la herramienta para quitar el
cartel. A un paso de Chaz estaba Cari Parks, otro de los matones de la escuela. Los
tres convergieron hacia Henry.
Henry miró a un lado y otro sin ver a nadie más. Ni un alma. Ni siquiera se veía
luz en los apartamentos cercanos.
—¿Sacas a dar un paseo a tu carrito, Henry? —preguntó Chaz con una sonrisa—.
¿Qué llevas ahí? ¿Repartes periódicos japoneses? ¿No serán cosas que debería llevar
un espía japonés?
Henry miró las cosas de Keiko. Los álbumes de fotos. El álbum de la boda. Cosas
que había prometido proteger. Si a duras penas podía hacerle frente a uno, ¿cómo
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enfrentarse a tres? Sin pensarlo, Henry echó el mango del Radio Flyer en la caja, y
echó a correr empujando el carrito por atrás. Inclinó el cuerpo sobre la caja mientras
corría, las piernas llevaban el carrito hasta lo alto de la colina, y luego abajo por la
fuerte pendiente hacia South King.
—¡Pilladle! ¡No dejéis que se escape ese amante de los japoneses! —gritó Chad.
—¡Vamos a por ti, Henry! —oyó que gritaba Denny, que le perseguía. Henry no
miró atrás.
A medida que el carrito aumentaba la velocidad en la empinada ladera, Henry
pensó que acabaría cayendo de bruces en la acera. Así que saltó, como si estuviese
jugando a la pídola en un patio en movimiento. Separó mucho los pies y giró las
rodillas hacia afuera, de modo que al saltar su trasero aterrizó sobre la caja, encima de
los álbumes de fotos de Keiko, con las piernas abiertas, una a cada lado, y las suelas
de goma de los zapatos casi rozando el suelo mientras continuaba la desesperada
huida.
Henry sujetó la vara para guiar al Radio Flyer lo mejor que podía. El carrito con
su carga llegó como una tromba a South King, las ruedas traqueteaban en el
pavimento agrietado. Henry oía los gritos de los chicos que le perseguían cada vez
más cerca. Por un instante notó una mano que intentaba sujetarle por el cuello de la
camisa. Se inclinó hacia adelante sobre el mango para cambiar el peso. Al mirar atrás
por un momento, los vio retrasarse mientras él continuaba bajando por la ladera más
rápido que un trineo en pleno invierno. Las chirriantes ruedas, convertidas en discos
refulgentes a medida que aumentaba la velocidad, producían un zumbido que
recordaba el de una peonza.
—¡Dejen paso! ¡Cuidado! —gritó Henry mientras las personas que iban a los
bares se apartaban de su camino. A punto estuvo de arrollar a un hombre vestido con
un mono, pero el estrépito era tal, y la escena que tenía delante era tan desquiciada,
que la mayoría se apartó del camino con tiempo más que sobrado. Una mujer se
zambulló a través de la ventanilla abierta de un coche, y Henry se echó hacia atrás
para pasar justo por debajo de las piernas que pataleaban.
Oyó un estrépito y un grito y al mirar atrás vio a Chaz y Cari que se detenían y a
Denny que se daba de morros contra la acera. Estaban demasiado lejos y habían
renunciado a la persecución.
Henry miró de nuevo adelante cuando ya estaba a punto de estrellarse contra un
parquímetro. Al tirar del mango hacia atrás, perdió el poco control que tenía y fue a
dar contra la rueda trasera de un coche que cruzaba a paso de tortuga la esquina de
South King y la Séptima Avenida. Un coche de la policía. Chocó contra la rueda y el
parachoques trasero, una ladera de metal negro contra la carrocería blanca.
Sus zapatos dejaron huellas negras en la acera cuando clavó los tacones en un
intento por frenar, con las piernas botando y torciéndose como dos muelles rotos.
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Salió despedido por encima del mango y acabó estrellándose de costado y rebotando
contra la banda blanca del neumático. El carrito se tumbó y la carga se desparramó a
lo largo y por debajo del vehículo como un abanico de fotos sueltas y páginas rotas.
Tumbado y dolorido, Henry oyó el chirrido de los frenos del coche y el ralentí del
motor. El pavimento estaba helado. Le dolía todo el cuerpo magullado. Notaba un
fuerte latido en las piernas y los pies ardientes e hinchados.
Las personas de la calle salieron de su asombro, algunas gritaban, otras aplaudían
en lo que Henry supuso que era una celebración de borrachos. Los matones de la
escuela habían desaparecido. Henry se incorporó y a gatas comenzó a recoger
brazadas de fotos para echarlas de nuevo en la caja del carrito.
Alzó la cabeza y vio la estrella en la puerta que se abría. Se apeó un agente.
—¡Dios bendito! Podrías haberte matado haciendo esa locura, y nada menos que
por la noche. Si hubieses tenido un poco más de potencia en esa caja quizá te hubiese
atropellado. —A Henry le pareció que estaba más preocupado que furioso por el
proyectil que acababa de torpedear su coche.
«Pero si me quedaba atrás estaba muerto», pensó Henry, mientras que con la
mayor discreción cargaba las últimas fotos y los álbumes en la caja. Miró el coche.
Hasta donde podía apreciar en la penumbra, no había ningún daño visible. Había
amortiguado la mayor parte del impacto con su propio cuerpo cuando había volado
por encima del Radio Flyer. Tenía una segunda piel de morados y un chichón en la
cabeza, pero nada grave.
—Lo siento, sólo intentaba volver a casa…
El agente recogió una foto que se había deslizado debajo de su coche. La miró a
la luz de la linterna y después se la enseñó a Henry: una foto con desgastada de un
oficial japonés debajo de una bandera blanca con un sol rojo, y una espada en el
cinto.
—¿Se puede saber dónde está tu casa? ¿Sabes que podría arrestarte por estar en la
calle después del toque de queda?
Henry se palmeó la camisa, encontró la insignia, y se la mostró al policía.
Soy chino, un compañero de la escuela me pidió… —No se le ocurrió qué más
podía decir, tendría que bastar la verdad—. Un compañero me pidió que se las
guardase. Una familia japonesa-americana.
«Hay espías y traidores de todas las formas y tamaños», rezó Henry, «pero no
chicos de sexto grado que salen de noche con una carretada de fotos.»El agente
rebuscó entre el montón de fotos y pasó las páginas de los álbumes. No había ninguna
foto de hangares. Ninguna toma en primera plano de los astilleros. Sólo fotos de
boda. Fotos de vacaciones, aunque muchas de las personas retratadas vestían las
prendas tradicionales japonesas.
Henry entrecerró los ojos, cegado por la luz que el policía dirigió a la insignia y
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después a su rostro. Él no podía verle, sólo era una silueta negra con una estrella de
plata.
—¿Dónde vives?
Henry señaló en dirección al Barrio Chino.
—En South King. —Le preocupaba más la reacción de su padre si le veía llegar
acompañado por un agente y un cargamento de fotos japonesas que ir a la cárcel.
Estar entre rejas sería, en comparación, toda una fiesta.
El agente parecía más enfadado que ofendido. Era una noche de mucho trabajo, y
sin duda tenía cosas mejores que hacer que llevarse detenido a un chino de doce años
por conducción temeraria de un Radio Flyer.
—Chico, vete a casa, y llévate todo esto. ¡Que no te vuelva a pillar por aquí de
noche! ¿Me oyes?
Henry asintió vigorosamente y se alejó con el carrito a la rastra. Sólo estaba a una
calle de su casa. Se marchó con el corazón en la boca, sin mirar atrás.
Al cabo de quince minutos, Henry se encontraba en su habitación, ocupado en
colocar en su lugar el cajón inferior de la cómoda. Los álbumes de fotos de los Okabe
estaban bien guardados. Había colocado las fotos en las páginas lo mejor que había
podido. Ya se ocuparía de hacerlo bien más tarde. El carrito de Keiko encontró un
refugio debajo de las escaleras cubiertas detrás del edificio de apartamentos de Henry.
Se acostó en la cama y apartó las mantas. Se palpó el gran chichón que tenía en la
cabeza. Agitado y todavía sudoroso por la carrera y el ascenso por las escaleras de
incendio, dejó la ventana abierta para que entrase el viento fresco que soplaba del
mar. No tardaría en llegar el olor de la lluvia, y oyó a lo lejos las sirenas y las
campanas de los transbordadores en el puerto que avisaban del último viaje de la
noche. En la distancia oyó la música de jazz que tocaban en alguna parte, quizás
incluso en el Black Elks Club.
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Té (1986)
Henry apartó la mirada del periódico y sonrió al ver a Marty y a su prometida,
Samantha, que le saludaban desde el otro lado de la ventana. Entraron en el pequeño
café, debajo del Hotel Panamá, y el tañido de las campanitas budistas colocadas en la
puerta principal acompañó la entrada de la pareja.
—¿Desde cuándo te ha dado por frecuentar las casas de té japonesas? —preguntó
Marty, al tiempo que apartaba una silla de mimbre negra para Samantha.
Henry dobló el periódico con actitud displicente.
—Soy un cliente habitual.
—¿Desde cuándo? —quiso saber Marty, más que sorprendido.
—Desde la semana pasada.
—Entonces es que debes estar probando una hoja de té nueva. Todo esto es una
novedad para mí —Marty miró a Samantha—. Papá nunca quería venir aquí. Es más,
detestaba venir a este lado de la ciudad, digamos que desde aquí hasta Kobe Park,
delante de aquel teatro nuevo, el Nippo-Con…
—El teatro Nippon-Kan —le corrigió Henry.
—Tienes razón, aquel lugar. Verás Samantha, yo solía acusar a papá de
japofóbico, alguien que tiene miedo de todo lo japonés —mientras lo decía, Marty
agitó las manos en una muestra de terror fingido.
—¿Por qué? —preguntó Samantha de una manera que parecía indicar que se
tomaba las palabras de Marty en broma.
La camarera trajo una tetera y Marty llenó la taza de su padre y sirvió otra para
Samantha. Henry a su vez llenó la de Marty. Era una tradición que complacía a
Henry: nunca te servías tu propia taza, siempre servías la de otro, que a su vez
devolvía la atención.
—El padre de papá, mi abuelo, era un tradicionalista fanático. Era como un
Farrakhan chino. Por aquí era muy famoso. Recolectó dinero para luchar contra los
japoneses en su patria durante toda la guerra del Pacífico. Ayudó al esfuerzo de
guerra en el norte de China. Por aquel entonces era algo muy importante, ¿no es así,
papá?
—Diría que eso es quedarse corto —contestó Henry, que bebió un sorbo de té con
la taza sujeta con las dos manos.
—Cuando era niño, a papá nunca le permitían ir al Barrio Japonés. Era verboten.
Si alguna vez hubiese vuelto a casa oliendo a wasabi, le hubiesen echado, o alguna
locura por el estilo.
Samantha parecía intrigada.
—¿Es por eso que nunca vino aquí, o al Barrio Japonés, por su padre?
Henry asintió.
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—Entonces eran otros tiempos. Alrededor de 1890, el congreso aprobó la ley de
exclusión china que no permitía que inmigrasen más chinos. Sucedió cuando había
una feroz competencia por los puestos de trabajo. Los trabajadores chinos como mi
padre solían trabajar más por menos, tanto que cuando las empresas que envasaban
pescado incorporaron las máquinas envasadoras, las llamaron «chinos de hierro.» Así
y todo, las empresas locales necesitaban mano de obra barata, y buscaron la manera
de saltarse la ley: permitieron la llegada de trabajadores japoneses. No sólo
trabajadores, sino esposas por poderes. El Barrio Japonés floreció, mientras que el
Barrio Chino permaneció estancado. Mi padre no lo soportaba, y cuando Japón
invadió China….
—¿Pero qué pasó después? —preguntó la joven—. ¿Cuando usted se hizo mayor,
después de morir su padre? ¿Sintió que se habían retirado todas las trabas y que podía
moverse con entera libertad si quería? Hombre, yo lo hubiese hecho. Que me dijeran
que no puedo tener algo me volvería loca, aunque no supiese qué hacer con ello.
Henry miró a su hijo, que esperaba la respuesta a una pregunta que él nunca había
formulado.
—Cuando era pequeño, la mayor parte del Distrito Internacional la ocupaba el
Barrio Japonés o Nihonmachi como lo llamaban entonces. Así que era un lugar muy
grande al que mi padre me prohibía entrar. Tenía una… —Henry buscó la palabra—,
mística. Y con el paso de los años, pasó por muchos cambios. En aquel tiempo era
ilegal vender propiedades a personas no blancas, excepto en determinadas zonas.
Incluso había barrios para los inmigrantes italianos, los judíos, los negros; así eran las
cosas. Más tarde, después de que se llevaron a los japoneses, vinieron todas estas
personas. Es como querer ir a un bar a tomar una copa, pero, cuando cumples los
veintiuno, el bar se ha convertido en una floristería. No era lo mismo.
—Así que no querías ir —dijo Marty—, Después de todos aquellos años de
prohibirte que lo hicieras, cuando finalmente tuviste la oportunidad, ¿seguiste sin
querer ir, aunque sólo fuese para verlo?
Henry le sirvió más té a Samantha. Frunció el entrecejo.
—Oh, no he dicho eso.
—Dijiste que había cambiado.
—Cambió. Pero continuaba deseando ir.
—¿Entonces por qué no lo hizo? ¿Por qué ahora? —preguntó Samantha.
Henry acabó por apartar la taza. Tabaleó en la mesa de cristal y exhaló un sonoro
suspiro que pareció descubrir una parte de Henry, como un telón que se abre en un
escenario a oscuras que poco a poco va cobrando vida.
—La razón por la que nunca fui a Nihonmachi… es que me resultaba demasiado
doloroso. —Henry notó que se le humedecían los ojos, aunque sin llegar a las
lágrimas.
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Siguió un momento de silencio. Otro cliente salió de la casa de té, y el repique de
las campanitas rompió la embarazosa pausa que se produjo entre ellos.
—No lo entiendo, ¿Por qué iba a ser doloroso, si para empezar nunca había ido
allí, si su padre se lo prohibía? —preguntó Samantha, que se adelantó a Marty.
Henry les miró a los dos. Tan jóvenes. Tan apuestos. Pero había tantas cosas que
no sabían.
—Sí, mi padre me lo prohibió —Henry miró con nostalgia las fotos de
Nihonmachi enmarcadas— suspiró. Se oponía furibundo a todo lo japonés. Incluso
antes de Pearl Harbor, hacía diez años que se libraba la guerra en China. Que su hijo
frecuentase aquella otra parte de la ciudad, el Barrio Japonés, hubiese sido una
deshonra. Una vergüenza para él… pero, claro que fui. Fui de todas maneras. A pesar
de él. Fui al corazón de Nihonmachi. Aquí mismo, donde estamos sentados ahora,
todo esto era el Barrio Japonés. Fui y vi muchas cosas. En muchos sentidos, los
mejores y los peores momentos de mi vida los pasé en esta misma calle.
Henry vio la confusión en los ojos de su hijo, en realidad, conmoción. Marty
había crecido, todos estos años, con la creencia de que Henry era como su abuelo. Un
fanático, un apasionado de las costumbres tradicionales y del Viejo País. Alguien que
había profesado enemistad hacia sus vecinos, sobre todo a los japoneses, aferrado a
los sentimientos residuales de los años de la guerra. Nunca se le había ocurrido que
su acendrado aprecio por la tradición, el aferrarse a los hábitos del viejo mundo,
podía ser por cualquier otra razón.
—¿Es por esto que nos has invitado a tomar el té aquí? —preguntó Marty. La
impaciencia en su voz se había suavizado—, ¿Para hablarnos del Barrio Japonés?
Henry asintió, y luego se corrigió a sí mismo y dijo «no».
—En realidad, me alegra que Samantha lo haya preguntado, porque hace más
fácil explicar todo el resto.
—¿El resto de qué? preguntó Marty. Henry reconoció la mirada en los ojos de su
hijo. Le recordaba las titubeantes conversaciones entrecortadas que había mantenido
con su propio padre hacía muchos años.
—Me vendría bien que me ayudarais… en el sótano. —Henry se levantó de la
mesa y sacó el billetero. Dejó diez dólares para pagar la consumición, y después
subió los escalones que unían la casa de té con el vestíbulo del hotel, donde
continuaban los trabajos de rehabilitación—. ¿Vamos?
—¿Adónde? —preguntó Marty. Samantha le cogió del brazo y le arrastró; la
confusión de Marty contrastaba con el entusiasmo y la anticipación de ella.
—Te lo explicaré cuando lleguemos allí —contestó Henry con una sonrisa
contenida.
Juntos, cruzaron las puertas de cristal esmerilado art déco y entraron en el
resplandeciente vestíbulo del Panamá. El lugar olía a polvo y a moho, pero Henry
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tuvo la sensación de que todo era nuevo cuando tocó el ladrillo donde acababan de
arenar y sellar, eliminando décadas de pintura desconchada y suciedad. Habían
barrido y fregado, y barrido una vez más. Estaba tal cual lo recordaba Henry de su
infancia, cuando miraba a través de las ventanas ornamentadas. El hotel volvía a ser
el mismo de antes, como si nada hubiese cambiado. Quizás él tampoco había
cambiado tanto.
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lugares como este hotel, los sótanos de las iglesias, o en casa de los amigos. Lo que
quedó en sus casas había desaparecido hacía mucho tiempo cuando regresaron; los
ladrones se lo habían llevado todo. Claro que la mayoría no volvió.
—¿Tú viste todo eso cuando eras pequeño? preguntó Marty.
—Lo viví —respondió Henry—, Mi padre estaba a favor de la evacuación. Se
mostraba entusiasmado con el Día E, como muchos lo llamaron. Yo no lo acababa de
entender, pero me vi atrapado en todo aquello. Vi cómo sucedió todo.
—¿Así que esa es la razón por la que nunca volviste al Barrio Japonés,
demasiados malos recuerdos? —dijo Marty.
—Algo así —asintió Henry—. En cierto sentido, no había nada que me hiciese
volver. Todo había desaparecido.
—No lo entiendo, ¿por qué todas estas cosas continúan aquí? —preguntó
Samantha.
—Tapiaron este hotel como hicieron con el resto del Barrio Japonés. También se
llevaron al propietario. La gente lo perdió todo. Los bancos japoneses cerraron. La
mayor parte de las personas no volvieron. Creo que el hotel cambió de dueño varias
veces, pero continuó cerrado todos estos años, mejor dicho décadas. La señora
Pettison lo compró y encontró todo esto. Sin que nadie lo hubiera reclamado. Ahora
intenta encontrar a los propietarios. Creo que aquí hay cosas que pertenecen a treinta
o cuarenta familias. Ella espera que llamen, alguno ha venido para recuperar lo suyo,
pero muy pocos lo han hecho.
—¿No queda nadie vivo?
—Cuarenta años es mucho tiempo —explicó Henry—, La gente se traslada, o
muere.
Miraron las pilas de equipaje en silencio. Samantha tocó la gruesa capa de polvo
sobre un baúl de cuero agrietado.
—Papá, esto es fascinante, pero ¿por qué nos lo muestras? —Marty aún parecía
un poco confuso, mientras miraba las hileras de cajas y maletas que llegaban hasta el
techo—. ¿Es por esto que nos has traído hasta aquí?
Para Henry era como si hubiese entrado por casualidad en una habitación
desconocida de la casa donde se había criado, y revelara una parte de su pasado que
Marty nunca había sabido que existiese.
—Os pedí que vinieseis porque podríais ayudarme a buscar algo.
Henry miró a Marty, vio el reflejo de las luces en sus ojos.
—A ver si lo adivino, ¿un viejo disco de Oscar Holden? ¿Aquél que
supuestamente nunca existió? ¿Crees que lo encontrarás aquí, entre todas estas cosas,
después de cuánto, cuarenta y cinco años?
—Quizá.
—No sabía que Oscar Holden hubiese grabado un álbum —comentó Samantha.
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—Es el Santo Grial de papá; el rumor dice que se editaron un puñado en los 40,
pero no ha sobrevivido ninguno. Algunas personas ni siquiera creen que exista, pues
cuando Oscar murió era tan viejo que no recordaba haberlo grabado. Sólo algunos
miembros de su grupo y, por supuesto, papá, aquí presente…
—Yo lo compré. Sé que existió —le interrumpió Henry—. Pero no lo podía poner
en el viejo tocadiscos de mis padres.
—¿Dónde está ahora el que compró? —preguntó Samantha. Levantó la tapa de
una caja de sombreros, y el olor a moho le hizo arrugar la nariz.
—Lo regalé. Hace mucho tiempo. Ni siquiera llegué a oírlo.
—Es una pena —dijo la joven.
Henry se encogió de hombros.
—¿Entonces cree que podría estar aquí? ¿Entre todas estas cajas? ¿Que es el
único que quizás ha sobrevivido todos estos años?
—Estoy aquí para averiguarlo.
—¿Si está aquí, a quién pertenece? —preguntó Marty—, ¿A alguien que tú
conociste, papá? ¿Alguien a quien tu viejo no quería que vieses en el lado malo de la
ciudad?
—Quizá —dijo Henry—, Encuéntralo y te lo diré.
Marty miró a su padre, y a la montaña de baúles, maletas, cajas y cajones.
Samantha le apretó la mano por un momento y sonrió.
—Pues creo que lo mejor será empezar cuanto antes —afirmó.
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Discos (1942)
Keiko se echó a reír a carcajadas cuando Henry le relató el enloquecido descenso
por South King de la noche anterior. Ella buscó con la mirada en la cola de la comida,
y se rió casi con el mismo entusiasmo al ver aparecer a Denny Brown. Mostraba una
ceñuda expresión de derrota, como un furioso cachorro castigado. Tenía las mejillas y
la nariz despellejadas en los lugares donde su rostro había rozado el pavimento
después de la caída.
Denny desapareció entre la multitud de chicos hambrientos. Desfilaron a la
carrera, mostrando sus habituales expresiones de desagrado, mientras Henry y Keiko
les servían una masa gris que la señora Beatty llamaba con desparpajo «picadillo a la
King». La salsa burbujeante tenía un sutil tinte verdoso, de un brillo casi metálico,
lustroso como los ojos de pescado.
Acabada la comida, limpiaron las bandejas y arrojaron las sobras en los cubos de
basura. La señora Beatty no era partidaria de guardarlas. Por lo general, mandaba que
Henry y Keiko guardasen los restos en cubos separados, que después los criadores de
cerdos se llevaban cada noche para dárselos a los animales. Esta vez, en cambio, las
sobras fueron a parar a la basura normal. Incluso para los cerdos había un límite.
En la despensa, Henry y Keiko se sentaron en un par de cajones de leche para
compartir un bote de melocotones en almíbar y hablaron de lo sucedido en el Black
Elks Club la noche que habían arrestado a los profesores de inglés de Keiko así como
de las consecuencias que el toque de queda tenía para todos. Los periódicos no
dijeron gran cosa. La mención de las detenciones se perdió en el gran titular de la
semana: que el presidente Roosevelt había ordenado al general MacArthur que
abandonase Filipinas. Sepultada debajo de aquella noticia había una pequeña
columna sobre el arresto de presuntos agentes enemigos. Quizá fuese eso de lo que
hablaba el padre de Henry. El conflicto que había parecido tan lejano, de pronto se
notaba más cerca que nunca.
Sobre todo con matones como Chaz, Cari Parks y Denny Brown, que continuaban
jugando a la guerra en el patio. Aunque nadie quería ser japonés o alemán, por lo
general conseguían que alguno de los chicos más pequeños hiciese de enemigo, y le
perseguían implacables. Si alguna vez se cansaban, Henry no lo había visto nunca.
Pero aquí, en la polvorienta despensa, había refugio, y compañía.
Keiko sonrió a Henry.
—Tengo una sorpresa para ti.
Henry la miró expectante. Le ofreció el último medio melocotón, que ella pinchó
con el tenedor y se comió en dos grandes bocados. Compartieron el almíbar que
quedaba.
—Es una sorpresa, pero no te la enseñaré hasta que salgamos de la escuela.
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No era su cumpleaños, y faltaban meses para Navidad. Así y todo, una sorpresa
era una sorpresa.
—¿Es porque guardo todas tus fotografías? Si es así, no es necesario, estoy
encantado de…
Keiko le interrumpió.
—No, es por haberme llevado contigo al Black Elks Club.
—Y casi conseguir que nos llevasen a la cárcel —murmuró Henry, avergonzado.
La vio fruncir los labios mientras consideraba el comentario, después descartar su
temor con una gran sonrisa.
—Valió la pena.
Disfrutaron juntos de un momento de silencio que fue interrumpido por una
llamada a la puerta entreabierta. Una prueba científica de que a veces el tiempo pasa
con excesiva rapidez.
—So, so. —Era la manera de la señora Beatty de decirles que se fueran. Era la
hora de volver a clase. Después de comer, por lo general volvía a la cocina, ocupada
en mordisquear un palillo nuevo, algunas veces con un ejemplar de la revista Life
enrollado como una porra. Lo empleaba para matar moscas, que dejaba agonizar, con
las tripas aplastadas en los mostradores metálicos de la cocina.
Henry mantuvo la puerta abierta para Keiko, que se soltó el pelo y se marchó
hacia su clase. Henry la siguió. Al mirar atrás vio a la señora Beatty sentarse con su
revista. Era el número del mes pasado. En la portada anunciaban Los bañadores de
moda.
Acabadas las clases, golpearon los borradores, limpiaron los pupitres y fregaron
los baños. Henry no dejó de preguntar por la sorpresa. Keiko le dio largas con mucha
timidez: «más tarde, te la enseñaré camino de regreso a casa». Y lo hizo.
En lugar de ir en dirección sur hacia Nihonmachi, Keiko le llevó al norte, al
corazón del centro de Seattle. Cada vez que Henry preguntaba adónde iban, ella sólo
le señalaba el enorme edificio de Rhodes Department Store en la Segunda Avenida.
Henry había estado allí unas pocas veces con sus padres; sólo en aquellas ocasiones
especiales en que necesitaban algo importante, o algo que no se podía encontrar en el
Barrio Chino.
Rhodes era uno de los lugares preferidos por el público. Recorrer el edificio de
seis plantas era como hacer un paseo por un catálogo Sears a tamaño real, pero con
un cierto encanto y la grandiosidad del mundo tangible. Sobre todo por el enorme
órgano, que tocaba, a la hora de la comida y la cena, conciertos especiales para los
compradores hambrientos; al menos lo había hecho hasta hacía unos pocos meses,
cuando habían desmantelado el órgano para llevarlo al nuevo Civic: lee, la pista de
patinaje sobre hielo en Mercer.
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Henry siguió a Keiko hasta la sección de música y aparatos eléctricos, un rincón
en el segundo piso, donde vendían radios y tocadiscos. Había un pasillo con largas
estanterías de cedro donde estaban los discos de vinilo, que a Henry le parecían más
livianos y frágiles que los discos de goma laca. La provisión de goma laca al parecer
se había limitado, otra consecuencia del esfuerzo de guerra, así que ahora utilizaban
el vinilo para los últimos éxitos musicales, como String of Pearls de Glenn Miller, o
Stardust de Artie Shaw. A Henry le encantaba la música, pero sus padres sólo tenían
un viejo gramófono. «No creo que sirva para reproducir ninguno de estos nuevos
discos», pensó Henry.
Keiko se detuvo delante de una de las estanterías de discos.
—Cierra los ojos —le dijo. Le sujetó las manos y se las puso sobre la cara.
Henry primero miró alrededor, y después obedeció. Se sentía un tanto incómodo,
pero de todas maneras se tapó los ojos en mitad del pasillo. Oyó a Keiko que buscaba
entre las hileras y no pudo resistir espiar entre los dedos, la observó por detrás
durante un momento mientras ella continuaba buscando. Los cerró con fuerza en
cuanto ella se volvió con algo en las manos.
—¡Ábrelos!
Delante de sus ojos había un reluciente disco de vinilo, en una funda de papel
blanco. La sencilla etiqueta decía: Oscar Holden Alley Cat Strut.
Henry se quedó mudo. Abrió la boca, pero no salió de ella ningún sonido.
—¿Te lo puedes creer? —Keiko reventaba de orgullo—. ¡Esta es nuestra canción,
la que tocó para nosotros!
Henry lo sujetó en las manos sin acabar de creérselo. Nunca había conocido a un
artista que hubiese grabado un disco; y menos aún en persona. La única persona
famosa que había visto era Leonard Coatsworth, el último hombre que había
caminado por el Tacoma Narrows Bridge antes de que se retorciera, ondulara, y se
desplomara en el agua. Coatsworlh había aparecido en los noticiarios
cinematográficos que le mostraban caminando por el puente colgante. Henry le había
visto pasar en el Seafair Parade y le había parecido solamente un tonto de aspecto
vulgar. No un intérprete como Oscar Holden.
Desde luego, Oscar era famoso en South Jackson, pero ésta era la fama real. La
fama que podías comprar y tener en las manos. Mientras inclinaba el disco impoluto,
miró los surcos e intentó oír de nuevo la música, el swing de la sección de vientos,
Sheldon al saxofón.
—No me lo puede creer —dijo Henry, impresionado.
—Acaba de salir. Ahorré para comprarlo. Para ti.
—Para nosotros —le corrigió Henry—. Además no podré escucharlo, ni siquiera
tenemos un tocadiscos.
—Entonces ven a mi casa. Mis padres quieren conocerte.
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El pensar en los padres que querían conocerle le dejó halagado y sorprendido.
Como un boxeador aficionado a quien le dan la oportunidad de pelear por una bolsa.
Excitación, acompañada por la duda y la ansiedad. Miedo también. A sus padres no
les interesaría Keiko lo más mínimo. Los padres de ella ¿eran tan diferentes? ¿Qué
pensarían de él?
Henry y Keiko fueron a la caja. Una mujer de mediana edad, con el largo cabello
rubio recogido debajo del sombrero de las dependientas, se ocupaba de contar el
cambio en la caja, repartiendo el dinero en una bandeja más grande.
Keiko dejó el disco en el mostrador, abrió el monedero y sacó dos dólares: el
precio de un disco nuevo.
La dependienta rubia continuó contando.
Henry y Keiko esperaron pacientemente a que la empleada acabase de contar lo
que tenía en la caja. Apuntaba las cantidades en una hoja de papel.
Mientras él y Keiko esperaban, apareció otra mujer por detrás de ellos, con un
pequeño reloj de pared. Henry miró con desconcierto cómo la dependienta cogía el
reloj por encima de sus cabezas y marcaba la compra en la caja registradora. La
dependienta cogió el dinero, devolvió el cambio y entregó el reloj en una gran bolsa
verde de Rhodes.
—¿La caja está abierta? —preguntó Henry.
La dependienta se limitó a mirar si había otro cliente.
—Perdón, señora, por favor, quiero comprar este disco.
Henry comenzaba a enfadarse más de lo que parecía estarlo la dependienta, con
una cadera adelantada y las mandíbulas apretadas. La mujer se inclinó por encima del
mostrador y les susurró:
—¿Entonces por qué no volvéis a vuestro barrio y lo compráis allí?
A Henry ya le habían mirado mal antes, pero nunca se había encontrado nada
parecido. Había oído que sucedían estas cosas en el sur. En lugares como Arkansas, o
Alabama, pero no en Seattle. No en el noroeste, en la costa del Pacífico.
La dependienta no se movió, con un puño apretado en la cadera.
—No servimos a personas como ustedes. Además mi marido está en el frente…
—Yo lo compraré —dijo Henry y puso su insignia de Soy chino en el mostrador
junto a los dos dólares de Keiko—, Por favor, le he dicho que yo lo compraré.
Keiko parecía dispuesta a gritar o a largarse, con los puños apoyados en el
mostrador, dos bolas de nudillos blancos que marcaban su frustración.
Henry miró a la dependienta, que primero le pareció confusa y después enojada.
Acabó por ceder. Cogió los dos dólares y apartó la insignia. Le dio el disco a Henry,
sin la bolsa o el ticket de compra. Henry insistió en ambas, temeroso de que la mujer
llamase a los agentes de seguridad de la tienda y les acusase de robar el disco. La
dependienta escribió el precio en un papel amarillo y le puso el sello de pagado, y se
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lo dio a Henry. Él lo cogió, y le dio las gracias pese a todo.
Se guardó la insignia en el bolsillo junio ron el papel.
—Venga, vámonos.
En el largo camino de regreso a casa, Keiko mantuvo la mirada al frente. La
alegría de la sorpresa había estallado como un globo, un estallido fuerte y agudo, sin
dejar atrás nada más que un trozo de cordel. Así y todo, Henry, con el disco en la
mano, hizo lo posible por calmarla.
—Gracias, es una preciosa sorpresa. Es el mejor regalo que me han hecho.
—No me siento muy dispuesta a regalar nada, ni agradecida. Sólo furiosa —
afirmó Keiko—. Nací aquí. Ni siquiera hablo japonés, y sin embargo todas estas
personas, allí donde voy… me odian.
Henry consiguió sonreír, y agitó el disco delante de ella, antes de dárselo.
Pretendía hacer que ella olvidase el incidente.
—Gracias —dijo Keiko.
Ella miró el disco mientras caminaban.
—Supongo que estoy acostumbrada a las burlas en la escuela. Después de todo,
mi padre dice que sólo son unos estúpidos que abusan de los chicos y chicas más
débiles, no importa de qué barrio de la ciudad sean. El ser japonés o chino sólo hace
que las burlas sean más fáciles; somos blancos fáciles. Pero esto está muy lejos de
casa, en una parte de la ciudad de personas adultas, y uno cree que…
—… que los adultos se comportarán de otra manera —dijo Henry, que acabó la
frase por ella, consciente por su propia experiencia de que algunas veces los adultos
pueden ser peores. Mucho peores.
«Al menos tenemos el disco», pensó Henry. El testimonio de un lugar donde a las
personas no parecía importarles el aspecto que tenías, dónde habías nacido, o de
dónde era tu familia. Cuando sonaba la música a nadie parecía importarle si tu
apellido era Abernathy, Anjou, Kung o Kobayashi. Después de todo, tenían la música
para probarlo.
***
Durante el resto del fin de semana el padre de Henry no quiso hablar de lo que
estaba pasando en el Barrio Japonés. Henry intentó sacar el tema, pero su padre le
cortó en seco cada vez que le hablaba en chino. Su madre se había suavizado un
poco, aunque sólo fuese para aliviar su desconsuelo. Había discutido con su marido,
algo poco frecuente, por Keiko, por la amiga de Henry, pero ahora era el momento de
seguir adelante, y ella tampoco veía ningún sentido en la insistencia de Henry. Que le
dijesen en cantonés que lo comprendería todo cuando fuese mayor, sólo le enfurecía.
Lo único que le quedaba por hacer era protestar en inglés, que era como protestar al
vacío.
Henry incluso intentó llamar a Keiko el domingo por la mañana antes de que se
despertasen sus padres, sin obtener respuesta. La operadora creía que habían
desconectado el teléfono.
Por lo tanto, el lunes por la mañana, en lugar de ir a la escuela, Henry fue a la
carrera hacia la Union Station de Seattle, que se había convertido en el punto de
concentración de los residentes de Nihonmachi. Mientras corría por South Jackson,
Aquel día en la escuela, la señora Walker estaba ausente, así que tenían a un
substituto, el señor Deacons. Los demás chicos parecían muy preocupados en
descubrir hasta dónde podían aprovecharse mientras el nuevo maestro se las apañaba
lo mejor que podía con las materias, y dejó solo a Henry en el fondo del aula.
Tenía la sensación de que podía desaparecer. Quizá lo había hecho. Nadie le
llamaba. Nadie le dirigía la palabra, y él lo agradecía.
El comedor, en cambio, era algo diferente. La señora Beatty parecía disgustada de
verdad por la ausencia de Keiko. Henry no terminaba de saber si la desilusión era por
las injustas circunstancias de su súbita partida, o sólo porque tenía que ayudar más en
la limpieza de la cocina después de servir las comidas. Maldecía por lo bajo cuando
trajo la última bandeja con el segundo plato, que llamó pollo katsu-retsu. Henry no
sabía qué significaba, pero por el aspecto parecía comida japonesa. En cualquier caso,
comida americana-japonesa. Pechugas de pollo empanadas con puré. La comida tenía
buen aspecto. Olía bien.
—Dejemos que la prueben, a ver qué les parece… —fue todo lo que añadió antes
de marcharse con sus cigarrillos.
Si los compañeros de Henry sabían que el plato principal de hoy era comida
japonesa, no se dieron cuenta y no pareció importarles. Pero la ironía golpeó a Henry
como un martillazo. Sonrió al comprender que en la señora Beatty había más de lo
que parecía a primera vista.
Los otros chicos, en cambio, no le depararon ninguna sorpresa.
—¡Mirad, se dejaron uno! —se burló un grupo de alumnos de cuarto mientras él
les servía—, ¡Que alguien llame al ejército; hay uno que se escapó!
Henry no llevaba el distintivo. No llevaba el viejo. Tampoco el nuevo. Ninguno
de los dos hubiese servido. «¿Cuántos días más?» pensó Henry. Sheldon había dicho
que la guerra no duraría para siempre. «¿Cuántos días más tendré que seguir
soportando todo esto?»Como si su plegaria hubiese sido respondida por un dios cruel
y vengativo, apareció Chaz, que deslizó su bandeja delante de Henry.
—¿Se han llevado a tu chica, Henry? Quizás así aprenderás a no frater… frater…
a no salir con el enemigo. Malditos japoneses traicioneros. Lo más probable es que
estuviese envenenando nuestra comida.
Henry llenó un cucharón con pollo y puré y levantó el brazo con la mirada puesta
Henry tenía una única meta cuando llegó el sábado. Una misión. Encontrar a
Keiko. Después, ¿quién podía saberlo? Ya lo pensaría más tarde.
No acababa de entender del todo la oferta de la señora Beatty, pero no se atrevía a
preguntar. Era una mujerona que impresionaba, y una persona de pocas palabras. Así
y todo, estaba agradecido. Comunicó a sus padres que ella le pagaría por ayudarla en
la cocina los sábados. Su explicación no era del todo verdad, pero tampoco era
mentira. El la estaría ayudando en la cocina de Camp Harmony, a casi setenta
kilómetros al sur.
Esperó a la señora Beatty en las escaleras de atrás de Rainier Elementary. Estaba
sentado en el umbral de la cocina cuando llegó ella al volante de una camioneta
Plymouth roja. Parecía que la habían lavado hacía poco, pero los enormes neumáticos
con banda blanca estaban salpicados con el barro de las calles mojadas de Seattle.
La señora Beatty arrojó la colilla al charco más próximo, y observó cómo
chisporroteaba.
—Sube —le ordenó, y la camioneta se sacudió entera cuando subió la ventanilla
con su grueso brazo.
«Buenos días a usted también», pensó Henry mientras daba la vuelta a la
camioneta, con el deseo de que ella quisiera decir al asiento delantero y no a la parte
de atrás. Al mirar en la caja, sólo vio unos bultos en forma de cajones, tapados con
una lona y sujetos con una gruesa cuerda, Henry se acomodó en el asiento. Sus padres
no tenían coche, aunque por fin habían ahorrado para comprarse uno. Pero su padre
opinaba que con el racionamiento de la gasolina, no tenía ningún sentido comprarlo
ahora. Así que viajaban en el autobús. En contadas ocasiones iban en el coche de la
tía King, por lo general si tenían que asistir a algún acto de la familia: una boda, un
funeral, el cumpleaños o el aniversario de oro de algún pariente anciano. Estar en un
coche siempre era algo excitante y muy moderno. No tenía ninguna importancia saber
adónde iban, o cuánto tardarían en llegar allí: siempre le latía el corazón deprisa,
como hoy. ¿O era así por pensar que vería a Keiko?
—No te pagaré el tiempo del viaje.
Henry no tuvo claro si era una afirmación o una pregunta.
***
Al día siguiente, Henry pasó por Woolworth's cuando volvía a casa desde la
escuela. En la vieja tienda se encontró con una multitud poco habitual; estaba
abarrotada. Contó doce casetas que vendían bonos de guerra. El Elks Lodge tenía
una. También el Venture Club. Todas mostraban un gigantesco termómetro de papel
donde marcaban cuánto habían vendido, cada una compitiendo para superar a las
demás. Una tenía incluso una imagen de cartón a tamaño real de Bing Crosby vestido
con un uniforme del ejército. «¡Que cada día de paga sea un día para comprar
bonos!», gritaba un hombre mientras repartía trozos de pastel y tazas de café.
Henry se abrió paso entre la muchedumbre, dejó atrás las casetas de brillante
vinilo rojo y los taburetes del mostrador de los refrescos, y fue hacia la parte de atrás
donde encontraría lo que necesitaba para Keiko. Compró papel de carta, artículos de
pintura, tela y un cuaderno de dibujo con sus prometedoras hojas en blanco, un futuro
todavía no escrito. Se apresuró a pagarle a la joven vendedora que sólo sonrió al ver
su distintivo, y después corrió todo el camino hasta su casa, donde llegó quizá diez
minutos tarde. Nada grave. Ni siquiera el tiempo para que su madre pudiese
preocuparse. Guardó las cosas de Keiko junto con el disco en una vieja tina debajo de
las escaleras en el callejón de atrás, y subió los escalones de dos en dos, ligero como
una pluma.
Las cosas comenzaban a mejorar porque se había corrido la voz de que Chaz y
sus amigos habían sido detenidos por la policía de Seattle, por los daños que habían
causado en Nihonmachi. Si al final recibirían un castigo, nadie lo sabía. A los
ciudadanos japoneses, aunque fuesen americanos, se les consideraba enemigos. ¿A
quién le importaba lo que pasase con sus casas? De todas maneras, el padre de Chaz
no tardaría mucho en saber que su niño de oro tenía un corazón negro, y ese ya sería
castigo suficiente, razonó Henry, que sintió más alivio que alegría.
Después estaba Sheldon, que por fin comen/aba a gozar de los frutos monetarios
de su labor musical. Siempre había atraído multitudes, pero ahora era una multitud
que pagaba, y no simples curiosos que arrojaban centavos.
Junto con el regalo de cumpleaños, el último disco de Oscar Holden muy pronto
iría de camino a Keiko. La canción era algo que podrían compartir, incluso si una
valla de alambre de espino los mantenía separados y una torre con ametralladoras los
vigilaba desde lo alto.
A pesar de la amargura de todo lo que había visto y la tristeza del éxodo forzoso a
Camp Harmony, la situación era manejable, y la guerra no podía durar eternamente.
Llegaría el día en que Keiko volvería a su casa, ¿no?
Henry silbaba cuando abrió la puerta del pequeño apartamento y vio a sus padres.
***
—Tenía claro que harías lo correcto —comentó Sheldon, con una gran sonrisa,
desde el asiento junto al pasillo del Greyhound Bus con destino a Walla Walla—,
Sabía que lo harías; lo vi en tus ojos.
Henry se limitó a mirar a través de la ventanilla mientras las calles de Seattle
quedaban atrás y aparecían las verdes colinas donde estaba el paso entre Washington
Occidental y Oriental. Había descubierto que Sheldon y la maleta en su mano eran
todo el estímulo que necesitaba. «Deja que coja mi sombrero», había sido la única
respuesta de Sheldon, y los dos recogieron sus cosas y fueron a la estación de
autobuses donde compraron dos billetes de ida y vuelta a Jerome, Idaho, la ciudad
más cercana a Camp Minidoka, donde estaban Keiko y su familia. Los billetes
costaban doce dólares cada uno. Henry se ofreció a pagar el de su amigo con el
dinero que había ahorrado de su trabajo durante el verano, pero Sheldon se negó.
—Gracias por acompañarme. No tenías que pagar. Tengo suficiente.
—No pasa nada, Henry. Es una oportunidad de salir de la ciudad.
Henry le estaba agradecido. En lo más profundo había querido ahorrar el máximo
de dinero. Al menos el necesario para comprar tres billetes de vuelta. Le pediría a
Keiko que se marchase con él. Le daría su distintivo, e intentaría sacarla de tapadillo
durante la visita. En este momento valía la pena intentar cualquier cosa. Keiko podía
alojarse en la casa de su tía King en Beacon Hill, o eso esperaba. A diferencia de su
padre, ella no tenía ningún reparo con sus vecinos japoneses. Ella misma lo había
manifestado en una ocasión, para gran sorpresa de Henry; de alguna manera, era más
tolerante, más dispuesta a la comprensión. Era un disparo a ciegas, pero le parecía su
única esperanza en la actual situación.
—¿Sabes dónde está el lugar? —preguntó Sheldon.
—Sé cómo era en Puyallup, en Camp Harmony. Si nos acercamos bastante, no
nos costará mucho encontrarlo.
—¿Cómo puedes estar tan seguro…?
—Allí tienen encerradas a nueve mil personas. Es como una ciudad pequeña. No
será ningún problema encontrar el campo. El problema será encontrar a Keiko entre
tanta gente.
Seis horas más tarde llegaron a Walla Walla, un pueblo agrícola conocido por sus
huertos de manzanos. Sheldon y Henry disponían de cuarenta y cinco minutos para
comer. Luego volverían al autocar para seguir el viaje a Twin Falls, y de allí a
Jerome, Idaho, desde donde, supusieron, podrían llegar a Camp Minidoka.
En el momento que pisó la acera, Henry fue muy consciente de sí mismo. Como
si los ojos de todo el mundo estuviesen puestos en él, y también en Sheldon. No se
veía a una persona de color por ninguna parte. Tampoco un indio, que Henry había
esperado encontrar en una ciudad que llevaba el nombre de una tribu. En cambio, se
encontraron personas blancas que sí les miraban sin hacer comentarios. A pesar de
eso, nadie parecía poco amistoso. Les miraban y continuaban con lo suyo. No
Encontrar el campo fue fácil. De una manera que a Henry le provocó mucha
tristeza. Cuando Sheldon y él se apearon del autocar en Jerome, Idaho, lo primero que
vio Henry fue un gran cartel que decía: «Minidoka Warti, Relocation Center — 30
kilómetros». Había docenas de personas que subían a camionetas y coches que iban a
lo que se había convertido la séptima ciudad más grande de Idaho.
Sheldon se encasquetó el sombrero.
—Centro de traslado. Hacen que parezca como si la Cámara de Comercio
estuviese ayudando a las personas a encontrar una nueva casa o algo por el estilo.
—Ahora es su nueva casa —fue todo lo que Henry pudo decir.
Una mujer con el gorro de enfermera bajó la ventanilla de un coche azul.
—¿Ustedes dos van al campo? ¿Necesitan transporte?
Henry y Sheldon se miraron el uno al otro. ¿Era tan obvio? Cuando miraron hacia
la estación de autobuses, les pareció que todos tenían algo que hacer en el norte.
Asintieron con entusiasmo.
—El camión que está detrás lleva a los visitantes, si es lo que desean hacer.
Henry señaló el camión con bancos en la caja y laterales de tablas.
—¿Ese camión?
—Sí. Será mejor que se den prisa si quieren ir porque no esperarán mucho más.
Sheldon se llevó una mano al ala del sombrero y recogió su maleta. Tocó a Henry
con el codo.
—Gracias, señora, le estamos muy agradecidos.
Fueron hasta la parte de atrás del camión y subieron. Se sentaron en uno de los
bancos junto a una pareja de monjas y un sacerdote que hablaban entre ellos en lo que
parecía ser latín, y de vez en cuando, algunas frases en japonés.
—Al parecer esto será más fácil de lo que esperabas —comentó Sheldon. Se
acomodó la maleta entre los pies—. También más grande de lo que creías.
Henry asintió, atento al entorno. Era la única persona asiática a la vista, y la única
en el camión. Pero era chino. Un aliado de Estados Unidos, y para completarlo,
ciudadano estadounidense. Tenía que servir para algo, ¿no?
Al mirar al horizonte, Henry vio el campo desde una distancia de ocho
El desayuno con la familia de Keiko fue sencillo. Arroz y tamago, huevos duros.
No era nada lujoso, pero llenaba, y Henry lo disfrutó muchísimo. Los Okabe parecían
estar felices de tener asignado un lugar permanente, en lugar de los establos en el
recinto ferial de Puyallup. La madre de Keiko preparó una tetera mientras el padre
leía el periódico que se publicaba en el propio Camp Minidoka. Aparte de la sencillez
de la casa, y sus ropas modestas, tenían el aspecto de cualquier otra familia
americana.
—Es muy cómodo no tener que ir al comedor tres veces cada día —comentó
Henry, con su mejor voluntad de mantener una conversación de mesa en inglés.
—Siempre lo es cuando llueve —dijo la madre de Keiko, que sonrió entre
bocados.
—Aún me cuesta creer que estoy aquí. Muchas gracias.
—Ahora mismo somos unos cuatro mil, Henry, y tú eres nuestro primer invitado.
No podemos sentirnos más contentos —manifestó el señor Okabe—, Se supone que
durante el próximo mes llegarán otros seis mil. ¿Te lo puedes creer?
¿Diez mil? Era un número que a Henry se le hacía inimaginable.
—Con tanta gente, ¿qué les puede impedir hacerse con el control del campo?
El señor Okabe le sirvió a su esposa otra taza de té.
—Ah, esa es una pregunta muy profunda, Henry, y en la que he pensado mucho.
Hay alrededor de unos doscientos guardias y personal del ejército, y nosotros somos
veinte veces más. Incluso si sólo cuentas a los hombres, aquí tenemos a todo un
regimiento. ¿Sabes qué nos impide hacerlo?
Henry sacudió la cabeza. No tenía la más mínima idea.
—La lealtad. Seguimos siendo leales a Estados Unidos de América. ¿Por qué?
Porque nosotros también somos americanos. No estamos de acuerdo, pero
demostraremos nuestra lealtad a través de nuestra obediencia. ¿Lo comprendes,
Henry?
Henry sólo pudo exhalar un suspiro y asentir. Conocía el concepto demasiado a
fondo. La obediencia como un signo de lealtad, como una expresión de honor, incluso
como una manifestación de amor, era un tema casi trillado en su casa. En particular
entre él y su padre. Pero ahora no era ese el caso, ¿no? «¿Causé el ataque de mi
En el trayecto de regreso a casa, Henry se encontró con Sheldon, que acababa una
de sus actuaciones en la esquina de South Jackson.
—Creía que en estos días estabas tocando en el Black Elk's Club —comentó
Henry, que se detuvo en la calle donde solía darle su comida a Sheldon todos los días.
—Lo hago. Lo hago, claro que sí. Todas las sesiones vendidas. Oscar llena la sala
todas las noches, ahora todavía más con tantas personas blancas que están trasladando
sus negocios a este barrio.
Henry asintió con un gesto solemne mientras miraba hacia lo que quedaba del
Barrio Japonés. La mayoría de los locales y negocios se habían vendido a precio de
saldo, o los bancos locales se habían quedado con las empresas cerradas para después
revender los edificios y solares. Aquellos que habían sido financiados por los bancos
de propiedad japonesa fueron los últimos en cerrar, pero acabaron por hacerlo cuando
los propios bancos se declararon insolventes porque sus propietarios y accionistas
habían sido enviados a lugares como Minidoka, Manzinar y Tule Lake.
—Creo que me gusta venir aquí de vez en cuando y recordar con mi saxo. Pensar
en los viejos tiempos. —Sheldon le hizo un guiño a Henry, que no se sintió con
Al día siguiente, Henry le envió a Keiko su última carta. Ella no le había escrito
en seis meses, y en la última carta sólo le hablaba de lo mucho que le gustaba la
escuela, las salidas y los bailes. Disfrutaba de una vida plena. No parecía necesitarle.
Sin embargo, él quería verla. Es más, tenía grandes esperanzas de poder hacerlo.
Quizá, quién sabe, podría estar con ella de nuevo. Corría el rumor de que muchas
familias habían sido puestas en libertad desde enero. Dado que Minidoka era
conocido como un campo de «internos leales», bien podía ser que Keiko ya hubiese
salido. Si no era así, no podía faltar mucho para que regresase a casa. Alemania iba
perdiendo. La guerra en ambos frentes no tardaría en acabar.
Henry no había escrito en varias semanas, pero esta carta era diferente.
Esta carta no era un adiós, era una despedida. Le deseaba una vida feliz, le hacía
saber que marcharía a China dentro de unos pocos meses, y que si ella no tardaba
mucho en volver, se encontraría con ella, una última vez, delante del Hotel Panamá.
Henry mencionaba una fecha en marzo, dentro de un mes. Si ella iba a regresar
pronto, recibiría la invitación a tiempo, y si ella aún estaba allí y necesitaba
responderle, también habría tiempo para hacerlo. Era lo menos que él podía hacer.
Después de todo, la seguía amando. La había esperado durante dos años; bien podía
Un mes más tarde, tal como había dicho que haría, esperó en las escalinatas del
Hotel Panamá. Desde esa posición estratégica podía ver cómo el panorama había
cambiado del todo. Habían desaparecido los farolillos de papel y los carteles de neón
del Uji-Toko Barber y el Ochi Photography Study. En su lugar estaban Plymouth
Tailors y el Cascade Diner. Pero el Panamá continuaba como un bastión frente a la
creciente marea de la especulación inmobiliaria.
Henry se limpió el polvo de los pantalones y se acomodó la corbata. Hacía
demasiado calor como para llevar chaqueta, así que la tenía plegada en el regazo. De
De regreso a casa, por las aceras cubiertas con confeti, Henry se preguntó cómo
estaría recibiendo la noticia su padre. Sabía que su madre prepararía una Tiesta, tener
algo para celebrar era una cosa muy poco corriente en tiempos de racionamiento.
Pero su padre, ¿quién podía saberlo?
Henry volvió a casa a pie. Eran probablemente más de tres kilómetros; arriba por
South King y luego hacia Beacon Hill, bordeando el Distrito Internacional. Hubiese
sido mucho más fácil ir en coche, a pesar del tráfico, pero le apetecía caminar. Había
pasado la infancia recorriendo este barrio, y con cada paso intentaba recordar cómo
había sido. En su camino, cruzó a South Jackson, con la mirada puesta en los
edificios donde habían estado The Ubangi Club, The Rocking Chair, incluido el
Black Elks Club. Con el disco roto debajo del brazo, ahora miraba las fachadas
genéricas del SeaFirst Bank y All West Travel, e intentó recordar la canción que
Querido Henry
Ruego para que esta nota te encuentre sano, animado y entre buenos amigos.
Sobre todo Sheldon, que espero se sentirá reconfortado con este disco. En realidad
nuestro disco; nos pertenecía a los tres, ¿no es así? Pero lo más importante es que nos
pertenecía a nosotros dos. Nunca olvidaré haber visto tu rostro en la estación de
ferrocarril o cómo me sentí bajo la lluvia separados por aquella cerca de alambre de
espino. ¡Vaya pareja que hacíamos!
Mientras escuchas este disco, confío en que pienses en lo bueno, no en lo malo.
En lo que fue, no en lo que no estaba destinado a ser. En el tiempo que pasamos
juntos, no en el tiempo que pasamos separados. Por encima de todo lo demás, espero
que pienses en mí…
Henry dobló la carta con manos temblorosas, incapaz de continuar con la lectura.
Lo había pasado muy mal cuando tuvo que explicar la verdadera naturaleza de lo que
habían encontrado aquel día en el polvoriento sótano del hotel Panamá. Le había
parecido que empañaría la manera como su hijo le veía, o el modo en que veía a su
Tres horas más tarde, con Minnie a su lado, rodeado por hijos y nietos, Sheldon
abrió los ojos una vez más. Henry estaba allí, también Marty y Samantha. Los
acordes de Oscar Holden y el Midninght Blue sonaban en los oscuros rincones de la
habitación. Los pulmones que una vez habían soplado los sonidos de South Jackson
para deleite de toda una generación, respiraron lentamente una última vez y
susurraron las notas finales de su canción. Henry miró como se cerraban los ojos de
Sheldon, y su cuerpo se relajaba, como si toda su osamenta estuviese diciendo su
último adiós.
Por debajo de los acordes finales, Henry susurró para nadie más que el espíritu de
su amigo:
—Gracias, señor, y que pase un buen día.