Te Gusta El Latex Cielo Nadia Villafuerte
Te Gusta El Latex Cielo Nadia Villafuerte
Te Gusta El Latex Cielo Nadia Villafuerte
Cubierta
Flores rojas
Tinta azul
Frontera de sal
Yésira
La piscina
Roxi
Grillos
Cajita feliz
Sobre la autora
Flores rojas
ES JUNIO, UN DÍA CALUROSO como tantos. Está de paso en ese sitio, lleva dos
noches hospedado en el hotel Beirut, y es en la tercera cuando recibe la
llamada telefónica.
Mientras se dirige al casino, imagina que una casa de apuestas en medio
del desierto es como un alfiler en el ojo. La música del dinero lo recibe:
tragaperras, fichas metálicas en los puestos de canje, melodías que hacen al
cliente sentirse en Tokio, más allá, la voz asordinada de la mujer rezando
los números del bingo. Todo esto para ocultar la inmensa soledad de los
jugadores y los viciosos, desesperados por huir, sin huir. Justo como él, se
dice, harto de su vida de periodista, instalado en una rutina que consiste en
moverse de un sitio a otro con el único ánimo de abandonar lo que quedó
atrás… ¡Mierda, tonterías! Siempre piensa así pero de hecho, Félix es un
hombre práctico. Así que cambia un billete por fichas y se sienta frente a
una máquina con pócker electrónico. Pierde, ahí la gente pierde y quizá lo
sepa y no le importe pues ésa y no otra es la manera de consolar su vida
parásita, mutilando las horas. Félix no reflexiona sobre ello, sería estúpido,
sólo lo sabe, como sabe muchas tantas fruslerías, al tiempo que se
entretiene y espera. Entonces, una mano le da palmaditas en el hombro.
Qué tal, saluda el hombre.
Percibe el mal aliento del desconocido, está sucio, da la impresión de
haber salido de la cárcel. Tiene ganas de escrutarle la cara pero cree que
exhibiría su poco recato.
En cambio, sugiere: Vamos al bar.
¿No va a preguntar cómo me llamo?
¿Importa?
Que el hombre haya dado tan fácilmente con Félix no es algo que a éste
pueda pasar inadvertido: un temblor le atraviesa la espalda. Que haya
llamado a la habitación 312, que supiera su nombre, menos. Siente que
nada, apenas pone un pie en ese sitio, es verdadero, y por lo tanto, cualquier
cosa puede permitirse aún contra su voluntad.
Hace poco mataron a un amigo, muy cerca de aquí. Días después, a
otro. Ayer notificaron un muerto más. Hablamos de muertos como si fueran
mujeres a quienes uno se tira. ¿Se tira usted a muchas…? ¿O es moderado?
La forma en la que pronuncia la palabra moderado provoca en Félix
desconcierto: quizá el hombre sea un loco; y la cita, una de esas formas en
que la realidad se mueve cinco centímetros a la izquierda, como si estuviera
duplicada por un mapa transparente que al ser movido devela misterios
antes ocultos.
¿Y qué tienen qué ver las mujeres con los muertos?
¿Es usted marica?
Me parece horrible.
Qué le parece horrible.
El casino, dice Félix, y le viene una fatiga antigua descargarse justo en
ese instante, delante de un tipo del que le molesta algo, no sabe qué, tal vez
esa mirada que parece regodearse en un secreto torcido, oscuro.
Observe a aquélla.
Félix acata la orden.
No es extraño que por la mañana trabaje en una librería cristiana y por
la noche sea una viciosa.
¿Y eso a mí qué?
¿Le importan un pito este tipo de detalles? ¡Insensible!
Félix está a punto de levantarse de la silla, cuando el tipo dice, por fin,
su nombre.
Me llamo Sada. Mírela, mírela en serio, haga que la vieja voltee a
vernos.
Pero la mujer tiene el rostro hundido en el monitor de luz fosforescente,
y ambos, Sada y Félix, esbozan de repente una sonrisa, como si ella les
hubiera hecho entender algo triste.
Luego, disipando la complicidad de una atmósfera que más bien parece
un sueño, Sada extrae el sobre del maletín que lleva consigo. No es un
maletín sino una especie de mochila, ahora se percata el periodista, a quien,
definitivo y para mal, le importan poco los detalles.
Ya veo por dónde va.
Sí. Y no. Puede significar que estemos acercándonos.
Una historia, imagina Félix. Como si en el mundo no sobraran historias,
todos quieren contar una, todos sacan una de la manga, piensa. El sobre
permanece en medio de ambos, emanando fuerza igual a como los seduciría
un arma.
Ahí tiene. El elemento criminal en estado puro.
¿Cuánto?, pregunta Félix.
Nada, sólo trato de olvidar, responde Sada.
Pasa una mesera. No pueden evitarlo. Es negra y bien saben lo que eso
significa. Miran su trasero hasta que éste se pierde en el laberinto de
neones. Luego se instala un silencio que los hace sentir incómodos.
Antes me gustaban los casinos, aquí es donde uno olvida
completamente cómo es la vida, afuera.
Dice esto —Félix— como si quisiera dar tregua para indagar más sobre
el fulano, qué es lo que quiere de él, si acaso le está poniendo una trampa.
Sada, en cambio, con el índice y el pulgar simula empuñar una pistola,
emitiendo un «pum» con los labios, apuntándole a Félix. Algo muy extraño.
En realidad, da la impresión de que está asustado y en cualquier momento
se confesará, o se pondrá a llorar para después marcharse, dejándolo en una
quietud violenta, exasperante. El rostro de Sada es un tanto siniestro y, sin
embargo, nada insinúa que se trate de un matón.
A estas alturas en lo único que pienso es en las horas, dice Sada y se
echa a hablar sobre su afición por el cine, también menciona a sus vecinos
oaxaqueños, me espían desde las ventanas, con una sonrisa que me hace
sentir mal. Luego se queda callado, sólo unos segundos, pero continúa. Hay
una imagen… Mi hija está vestida de blanco, celebra la comunión, su
madre y yo gritamos en voz baja detrás de ella: Puta, ladrón, ramera,
asesino… Nos decimos la verdad simplemente, en plena iglesia, como debe
ser. Eso mientras la niña recibe la ostia. Después Mila me cuenta cómo
aquella mañana corrió para ocultarse bajo un árbol que arrojaba flores rojas
en su vestido.
Mila. ¿Así se llama la hija? Bonito nombre.
Tal vez, pero no es lo que importa.
¿Católico todavía?
En algo hay que creer, ¿no?
Félix está confundido. Le parece que Sada es cursi, que cualquier atisbo
de humanidad traza un rasgo de carácter en los hombres débiles. Lo asalta
un ligero dolor de cabeza, el malestar del desvelo. No debe perder más el
tiempo y por fin toma el sobre, esculca el contenido. Necesita tomar un
poco de aire, y no, no puede; es como si la densidad de la situación lo
tumbara. Ocurre que son lo esperado, ninguna novedad, intuye… Y se
equivoca. Fotos, cuatro, cinco, diez. ¿Qué tiene que ver la escena de la hija
con las imágenes?, se pregunta, un poco aterrado. Las deja en la mesa, tiene
la impresión de haber tocado algo prohibido, le irrita estar ahí, en un punto
en el que la culpa compartida parece inminente.
Matamos para que otros sean libres, ese tipo de retórica, ya sabe, dice
Sada.
¿De dónde las sacó?, pregunta Félix.
Yo las tomé.
Félix lo observa con desconfianza. No tiene cara de asesino, tampoco de
fotógrafo. Él, gente de oficio al fin y al cabo, lo sabría.
¿Nos conocemos?, dice Félix.
Es evidente que no.
¿Qué quiere?
Ya le dije, olvidar.
Pues mejor quémelas, responde Félix, en realidad grita sin percatarse de
su propia rabia.
Sé lo que hará con esto, advierte Sada.
Félix lo mira, esta vez con asco. En las fotografías no hay nada fuera de
lo común, sólo cuerpos reventados por balas, golpes, quizá hasta se advierta
tortura antes del final. Mujeres, niños, hombres, la elemental carnicería.
Rememora las palabras que Sada dijo al principio. ¿Se tira usted a
muchas…? ¿O es moderado?
¿En dónde fue, cuándo?
Y el momento es tan único, tan tuyo, que dan ganas de salir corriendo
de uno mismo.
No me venga con arrepentimientos porque esto es lo que todo mundo
quiere ver, responde Félix. Un frío incomprensible le roza la nuca.
¿Otra ronda?
¡Si no hemos pedido nada!
Por eso mismo.
Gracias, pero no.
Como quiera. No se altere. Todo irá bien si las lleva al lugar indicado.
Faltan los datos. Las fotos por sí solas no sirven.
Ya se los daré. No podía arriesgar yéndome con el sobre encima, ni
enviándoselo por correo postal, entiende. ¿Sí entiende, verdad?
Bien por ellos. No estarán más, ni sentirán que valen una mierda, agrega
Félix.
Acaba de expresar una estupidez, pero no sabe qué más añadir. Sólo
desea volver a la habitación confortable del hotel y revisar las fotos, una a
una. Están sobre la mesa, las fotos, como boquetes que respiran. La escena
le parece, de pronto, muy familiar, como si ya la hubiese vivido, o estuviera
por comenzar de nuevo, él en la habitación, la llamada telefónica, etcétera.
A esto se reduce la vida finalmente, ¿qué esperaba?, ataca de nuevo
Félix.
Hace años que no veo a mi hija, pensé en ella cuando estuve ahí, dice
Sada.
Carajo, y ahora está arrepentido. No soy sacerdote, dice Félix con
ironía, aunque en el fondo experimenta un retortijón en el estómago.
Agrega: Debería madrearte, cabrón, por dignidad.
Supongo que sí.
La respuesta del hombre lo desarma. Ha dicho «Supongo que sí» con
tanto desamparo que de repente le inspira lástima.
Este país se va al carajo a cada rato con cosas como éstas.
¿Por qué no las envía usted mismo al periódico? ¿Por qué no las vende
a la televisión? Félix entiende que está hablando como si se refiriera a la
lluvia o a un partido de futbol pero lo que teme es que lo pasen por
estúpido.
Quédeselas. Llévelas, haga lo que guste, total, no estoy tranquilizando
mi conciencia, tener una conciencia en paz debe ser repugnante. Quiero
olvidar, eso es todo.
Me insulta si me toma por imbécil.
Créame. Sé por qué se las doy a usted.
¿Y qué va a hacer mañana?
No lo sé, leeré revistas, o una novela en el avión, quemaré mis
documentos de identidad cuando esté lejos.
Félix trata de relajarse, las facciones impersonales de Sada lo
incomodan. Sada podría ser Félix. Eso y el silencio, como si las máquinas y
los jugadores se hubiesen puesto de acuerdo para callarse y observarlos.
Eso y el olor a cigarros y colillas. Eso y la nada, un instante vacío
suspendido en el aire de tonalidades eléctricas. Están en un casino, recuerda
Félix. Tiene miedo.
Diga algo.
Pero Félix parece tener la mente en otro sitio. Tiene miedo. Tiene miedo
y le perturba sentir miedo, un rasgo de la debilidad que tanto desprecia
porque él, en el fondo, es igual.
Qué le voy a decir. A mí esto ni me va ni me viene.
¿No ha soñado alguna vez que pisa el suelo y lo que creía que era sólido
de pronto se hunde?
Sí.
Así me pasó.
No es el único. Le ocurre a todo el mundo.
Tiene razón.
Pasa la mesera. Félix desearía llevársela al cuarto. La llevaría para
acariciarle el cuerpo de escultura exhausta. Bien sabe lo que una negra
significa. Ha de ser una ilegal, displicente y sucia.
¿Casado?
Divorciado, responde el periodista.
A Félix, la pregunta le resulta absurda en medio del puñado de fotos
dispuestas todavía sobre la mesa, una llovizna de sangre negra anegada en
el papel fotográfico.
De un compartimiento de la mochila, Sada extrae un puro y lo enciende.
Un puro, repara Félix y a continuación ataca:
Criados. Son indios y criados. Pudo haber hecho lo debido. Al
momento.
Pero no lo hice. Y la sangre salpica.
No le cree. Félix esculca otra vez en esa cara, siniestra y ordinaria. Tal
vez los ojos pequeños sean algo. Amar es algo, matar es algo, cualquier
cosa es algo, recuerda haber leído por ahí. Su exmujer es poeta y no puede
evitar el recuerdo de lo ocurrido hace dos meses, cuando ella intentó
suicidarse. La violencia cayendo como polvo sobre los objetos de sus
separadas vidas, hasta que alguien sopla el polvo y el hastío estalla. Le
vienen a la cabeza escenas aparentemente inconexas: cuando descubrió que
su mujer caminaba, con prisa, rumbo a otro destino; o la vez en que él cayó
enfermo y sólo veía, entre el delirio de la fiebre, los dientes de su esposa
manchados de tabaco. Quería morirme, había dicho su exmujer; Félix le
respondió que todos los días uno sentía ganas de morirse, pero que nunca
era para tanto, que hoy hasta para el suicidio se era mediocre.
No nos distraigamos, interrumpe Sada.
Por un momento, Félix se extraña de estar en un casino, expuesto a
cierta luz obscena. Sin duda un cuadro melancólico: la bruma del ruido
estéril e impersonal, el bingo anunciando 16, 39, 45, en el marco de una
soledad que puede tocarse.
Le digo que no es momento de distraernos.
Debería saber que a mí ya no me interesa ni me perturba nada, responde
Félix.
Y sin embargo. Es posible que se haya roto el cristal del tedio, que se
avecine una caída en horizontal a la menor provocación, piensa, con el
sobresalto de que esa cierta frialdad de la escena le está permitiendo
entender que la vida es simple, que la vida es eso que está justamente
contenido en las imágenes, y en la música ensordecedora de las monedas, y
en la existencia de dos hombres como él y como Sada.
No podrá llegar muy lejos. Lo van a matar, advierte Félix.
Uno es su foto. ¿Me ve cara de que voy a morir mañana?
Félix querría saber las razones por las que el hombre lo eligió, el modo
en como dio con él.
No es sólo un matadero, ¿sabe de lo que le hablo?
Ni hace falta, dice Félix. Como si la muerte pudiera ser más adjetivada
de lo que es, justa o injusta, maquillada o primitiva, la muerte es sólo eso,
una vulgar exactitud, piensa.
Sada mueve la pierna, en un estado de aparente sosiego que amenaza
con venirse abajo.
Voy a irme pronto. Sé que las llevará al lugar propicio.
Perdóneme pero no le creo. Esto debe ser una equivocación.
Haga como yo: entienda lo que tenga que entender.
A Félix le sobreviene de nuevo una punzada en la cabeza. Ahora
observa los ojos diminutos del desconocido y le parece que ya no es tan
desconocido, eso lo aturde. Le enoja la intimidad que ha llegado a
producirse con el hombre y todo por obra de unas cuantas fotos que nada
hacen para reparar el daño y lo único que provocan es exponerlo, como si el
mundo por sí mismo no fuera un catálogo de podredumbre.
¿Desean algo de beber?, pregunta la mesera, con cara de fastidio. No le
responden, ella debe de estar acostumbrada.
Pronto estará amaneciendo, calcula Félix, y daría lo mismo si
anocheciera. Querría tirarse a la mujer, pegarle, no sabe por qué tiene este
tipo de arrebatos, Félix, quien siempre ha sido mesurado y no entiende qué
es exactamente lo que pasa ahí, en un instante al que de repente se le ha
abierto un hoyo, justo donde se encuentra con Sada, el hombre que llamó a
su cuarto de hotel hace apenas unas horas, y lo citó en el casino donde
ahora se miran y se defienden, igual que aves de rapiña.
¿Y cómo se llama su exesposa?, inquiere Sada.
Nelly.
Ya sé. Es usted moderado y por eso lo dejó. A las mujeres les gustan los
abusivos, quién sabe por qué, quién las entiende.
¿Y la suya?
También Mila, igual que la hija. Sí, terrible.
Félix observa cómo Sada se acomoda la mochila al hombro y se va. Ni
siquiera opone resistencia y lo ve marcharse, con la elegancia impune de
quien quebranta la rutina para después esfumarse, igual que el humo del
puro encendido aún, cerca, a punto de incendiar las fotos, si él lo intentara.
Por un momento el periodista cree que está solo pero sabe que no:
supone que la intención de un fotógrafo es traer las imágenes a otro tipo de
soledad, una compartida y distinta a la soledad única que, en el fondo, las
imágenes buscan.
Después sale del lugar, toma un taxi con rumbo al centro (al centro de
todo, quisiera), y camina, avanza, o retrocede, una desesperación sin huida.
Lo hace durante mucho tiempo tratando de alcanzar la exhausta pátina solar
en el horizonte, pero el horizonte se convierte en un equilibrio inestable que
se rompe a lo lejos, por encima de la frontera.
Félix llega al hotel y duerme un poco aunque despierta asustado. En el
sueño, las fotografías crujían y se desmoronaban. Bebe agua, observa la
habitación, tan impersonal, tan limpia, se dice. Nada va a cambiar, expresa,
son palabras que no vienen al caso pero luego sí porque los rostros de los
muertos lo miran a él, con cansada incertidumbre, y desde su muerte
parecen sonreír, derrotados, cínicos; murmurar cosas ininteligibles. Se
dirige a la ventana, ahí están los neones, la avenida, un lisiado que camina
con el culo y es un espectáculo, los coches que circulan porque la
cotidianidad sin azogue es una forma de volver a la locura.
Todo permanece en su sitio, incluido el sobre que atenta contra su
aburrimiento. El sobre marrón. Extrae las fotografías. Siente que sus dedos
se queman al tocarlas. Están esos rostros que lo observan con sus ojos,
petrificados para siempre, ojos que se despliegan como botellas de vidrio a
punto de estallar y astillarlo. La sangre salpica, dijo Sada.
Debió ser que no quiso lastimar a nadie, sino simplemente que se sentía
infeliz, piensa Félix del hombre. Le desconcierta lo otro: el recuerdo de su
exmujer recuperándose del intento de suicidio, la mesera negra, el duelo sin
cadáver que impuso Sada durante las horas que estuvieron charlando, para
después oírlo respirar con dificultad y verlo huir, como huimos todos,
supone. Toda esa maraña de emociones, la melancolía por lo que dejó de
ser, en medio del puñado de fotos que mañana serán noticia, una tapa de
drenaje abriéndose canal.
Tinta azul
LO DEL BESO SUCEDIÓ hace tres días. Nada fuera de lo común, piensa ella.
Delante de los hombres viejos con los que ha construido su historial
amoroso, el poeta es un niño, casi le asusta verse tan envejecida en
comparación con él —le repugna un poco que le haya tomado la mano y la
escena estuviese afectada por una sutil cursilería.
Ahora lee sus poemas, le gustan las imágenes (un vestido vacío en el
ropero, por ejemplo), quisiera seguir pero no se concentra.
Quisiera decir: una mesa de billar, la necesidad de que una bola se
mueva en el tablero para que las demás choquen. Quisiera sumergirse en el
agua estancada y verde de la mesa: imagina un lago. Quisiera decir: la
mirada verde del poeta. El beso anunciándole que algo va a cambiar,
aunque nada ocurra y ambos deban regresar a sus respectivos horizontes.
Quisiera decir: busco algo, así no sepa exactamente qué. Quisiera: encontrar
cualquier cosa aunque de nada sirva.
Pero ella está harta de las relaciones adictivas, peligrosas. Desde hace
tiempo busca algo y no lo encuentra. Quizá no encontrará nada, nunca.
Quisiera decir: tal vez de eso se trata.
EN EL SUR HABITA EL FUEGO, te dijeron, pero no creíste que el calor fuera así
de intolerante. A la distancia, en algunos sitios despoblados, el sol es una
capa casi invisible, casi porque en realidad puede verse un humus denso,
una brasa caliente que deforma el contorno de las cosas. En el sur están los
pueblos proclives a la pobreza, a la ignorancia.
El jeep se desliza por la única carretera. Suena un blues azul,
melancólico. Estás lejos de tu país. Escogiste errar de tierra en tierra por
voluntad tuya y probablemente de la cámara. La cámara fotográfica como
una extensión de tus ojos, de tus manos, de la imposibilidad de apresar ese
«algo» que aún no encuentras.
Allá está la escollera aparentemente quieta. Has llegado a la hora en que
el crepúsculo es el mejor espectáculo. Un atardecer en cualquier mar es lo
mismo, piensas. Tal vez sea el estado de ánimo, Gary Moore con su agonía
de blues tras las bocinas, o quizá las cuatro cervezas que llevas dentro, pero
puedes jurar que este atardecer no es igual. Al menos conservas la
capacidad de asombro. Ha de ser porque estás en el Pacífico.
Se llama Paredón. Un pueblo de pescadores. Uno de los puntos por
donde pasan los coyotes que han comprado lanchas de motor para cruzar
ilegales, de Guatemala a territorio mexicano.
El jeep, qué firmes sus llantas para estos trotes, dices mientras entras
con cierta dificultad a eso que no es propiamente una calle sino el inicio del
laberinto que se bifurca en irreconocibles surcos de lodo.
Parece que el pueblo se ha trazado solo o que una calle principal —la
única pavimentada— ha ido extendiendo la hacinación hacia todos sus
lados. Proclives a la pobreza, repites acordándote de la frase y, al ver la
desoladora miseria de sus casas, sientes más ganas de regresar que de
convencerte.
Puedes ver con la nariz: la mayoría de los patios asolea camarón seco,
diminutos, miles de camarones rojizos cuya sal quieres paladear. Oler con
los ojos: allá, una zanja se mete en tu cuerpo con el tibio y ácido zumo de
podredumbre. Sí, es detestable la pobreza. Un escritor amigo tuyo la odia,
odia a los pobres, a los países subdesarrollados como éste, a lugares como
Paredón que probablemente jamás se imaginen del otro lado de la tierra.
Como los suburbios o las Ruandas que pululan por todas partes aunque
jamás se comuniquen sino por ciertos mecanismos de compasión a
distancia. No se necesita ir al continente africano para apreciar la cruda
belleza de la miseria.
Por si acaso, te conmueves. Es inevitable. Parece que el sur, esa palabra
minúscula, monosílaba, es la frontera equivocada, el error, el horror
histórico. Es posible, pese a todo, presenciar un ¿cómo decirlo?, un límbico
atardecer. Ya has visto demasiados. No es eso sin embargo lo que te aturde
sino el que se exponga tan soberbio frente a un lugar tan deplorable,
líricamente sórdido, infestado de camarones, pescados, cervecerías de mala
racha, borrachos vomitados a media pieza y niñas desnudas de miradas
desorbitadas tratando de apresar sapos de entre los sucios fangos. Buscas
imágenes y parece que aquí sobran. Así es el arte, ni modo, qué le vamos a
hacer. Sirve para denunciar la tragedia y también para disimularla. Es como
actuar cínicamente, sin ningún pudor. Lo sabes. Conmueve, te conmueve,
podría conmover a los otros, pero no ayuda. Una fotografía no les da dinero
ni drenaje ni pintura para, al menos, cubrir las paredes.
Piensas ya en las veinte películas por revelar, en la impresión de las tiras
de contacto, en el cuarto oscuro.
Piensas en la selección de aquello que no repita los itinerarios anteriores
—Praga, Francia, Irlanda, la costa española—, que no te repita en la
siempre mirada apocalíptica a la que a veces detestas pero que permanece
en tu retina como sombra. Después, las ampliaciones, la impresión en
bromuro y gelatina de imágenes que existen, que recorriste a pie, que te
tragaste porque hay sitios como Paredón cuya honda tristeza dejan una larga
herida. Finalmente, luego de buscar amigos que te ayuden, de visitar a la
directora de algún museo, lejos, lejos ya del lugar, montar la exposición y la
serie de fotografías de diez por diez expuestas en el muro de tus soledades.
«Frontera sur», así se llamará, a secas, quizá la nación sea lo de menos
ahora.
No hay ninguna playa porque éste es un mar muerto, una bocabarra
extendida pero cercada por dos brazos de mar a sus costados.
Viste el cartel en una agencia de viajes: una fotografía típica de oficina
que, sin embargo, no prometía turismo de lujo sino más bien una estampa,
un lugar común. La tapia de concreto detiene al océano. Ése es un ángulo
perfecto: el agua en donde decenas de lanchas enmarcan a contraluz su
cadencioso y aletargado vaivén, agitándose a ras de lamas verdes,
juntándose unas con otras, como si fuesen voces parlando a mitad de la
tarde.
No buscas ese paisaje, de hecho, estás harto de él: tienes la certeza de
que más allá de las cosas hay un alma que, o brota o simplemente no brilla
en el despliegue de luz. Una riada de pájaros negros atraviesa este
fragmento de cielo.
No te detienes. Hay en tu respiración un pulso que se agita. No es que el
pueblo sea grande, por el contrario, es tan pequeño que alguno de tus
amigos ya se habría dado la vuelta diciendo «no hay nada interesante aquí».
Pero siempre has ido contra corriente y estás o decidiste venir a donde
ninguno de ellos jamás imaginó, un pueblucho ignorado que, pese a todos
sus matices, genera vida en donde se pose la mirada. Vas hacia donde no
hay dinero. Al lugar donde bien podría originarse de nuevo el mundo.
Paredón arde en oleadas de calor, sus muros leprosos están llenos de
propaganda política de partidos que seguro jamás se han parado ahí, árboles
desconocidos, flores exóticas en los patios, callejas malolientes que
terminan todas en el rompeolas mojado de agua sucia.
Devoras ese paisaje, lo anidas en la cabeza. Vas caminando ya por la
orilla pero tampoco ellos, sus habitantes, se detienen. La gente viene y va a
recoger mercancía. Imposible encontrar simetría en las casas, en el mercado
único, en este instante de puerto. Es justamente su desorden, su desigualdad
lo que hace al sitio inquietante. Los hombres y las mujeres sólo se parecen a
sí mismos, el destino aquí es un largo juego de azar, de espera. Pareces
abismado en una fotografía que te fascina, una enorme fotografía agitada,
convulsa, poderosa y triste. ¿En qué pensará esa mujer que sin temblor en
las manos abre un enorme pescado? ¿A quién amará ese negro que observa
la quietud del horizonte? Vienen y van las bicicletas. Van y vienen los
niños. En aquella esquina un muchacho pintarrajeado y vestido como
quinceañera pasa a mitad de la calle mientras los del grupo de la esquina se
burlan, rechiflan y ríen con escándalo.
Ya saben tus amigos que vives de lo mínimo: no pides hotel, acaso
comida, una noche bebiendo en cualquier taberna, fumando mientras
escuchas el inagotable y líquido canto de grillos y sapos —esto no se
encuentra en todos los sitios— o perdiéndote en la geografía de un buen
sueño.
Esta vez no será la excepción. Ni idea de dónde puedas instalarte. No
hay una playa con arena maciza que te permita extender tu saco de dormir
para el reposo.
Entonces das con la casa. De entre la oscuridad espesa llegas al final del
camino y ves una luz prendida, como si fueras un pescador que descarga su
cansancio en las redes y va desnudo hacia el titilante faro cada vez más
cercano. Te frotas los ojos. ¿La casa se acerca o se aleja?
Es una mujer quien abre. Explicas —con un torpe y balbuceado español
— algo sobre tu profesión y tu motivo de visita. A ella no le interesa. Ríe
mostrando la dentadura perfecta y blanca, como si los dientes fueran
irreales, como si en vez de hablar, también balbuciera, hiciera remedos de
una probable contestación. Dices que un chico te dio la referencia. «Ella
podría rentarle una hamaca», citó el muchacho aquel con su marcado
acento. No pudiste verle la cara, estaba a contraluz. Pero seguro era esta
casa, la última.
—Soy fotógrafo, una ciudad lejana, país lejano —dices, porque es
probable que ella no sepa dónde queda Moravia y si es posible que existan
otros puertos parecidos al suyo.
Pero en realidad no eres de ningún lado. Decir que eres checo es nada
más una convención. Hasta hace veinte años fue prohibido incluso dar esas
señales. Huiste. En realidad, naciste desde que te tocó fotografiar a los
gitanos y andar como ellos: transitando sin descanso por diferentes rincones
de la tierra, encontrando en cada uno de ellos los motivos de sus fantasías y
lugares de reposo. Un exilio permanente, inacabable, hasta que mueras.
La mujer te observa confiada y cálida con su menuda humanidad. No
encuentras la hostilidad de las ciudades. Dice —en un perfecto pero curioso
español— que bajes tus cosas, que dormirás en el corredor, en una de las
cinco hamacas. No entiendes muy bien sus palabras, ella más bien acomoda
las frases como cojeándolas, arremetiendo con fuerza algunos sonidos. Pero
captas que no se ha negado, que sus ojos brillantes y negros te han
permitido entrar, pasar las noches siguientes en este Paredón de nadie.
Lleva una bata donde guarda el tibio olor de sus pechos. Hasta ahora no
te explicas por qué no has podido vivir con una mujer. Ninguna cosa, por
atractiva que sea, ha tenido la fuerza para distraerte de tu única obsesión: la
cámara, el mundo, o el mundo y la cámara: ¿quién ha inventado a quién?
Esa muchacha te ha inquietado tan de pronto como, supones, sucede con
esa imagen que se busca y se encuentra de entre las muchas posibilidades
que tiene la realidad. Tienes organizada la vida con rigor absoluto, casi
militar y religioso. Te refugias en los mil negativos que colocas sobre una
mesa como si fuese en verdad una geografía aparte sin fronteras ni
nacionalidades ni nombres, un territorio sepia y silencioso que esconde
gritos y palabras. No estás atado a nada, a nadie, no te interesa el dinero, el
confort te da lo mismo, tu contacto con la naturaleza y los seres humanos va
más allá de los instantes dedicados a disparar la cámara. No tembló el pulso
cuando pusiste tu reloj en primer plano para fotografiar la hora en la que
llegó el primer tanque militar a tu país. Tu país. Y entonces ¿por qué
diablos se estremece tu piel al sentir los pasos de la mujer acercándose?
¿Por qué a una edad en la que sólo pides buenas fotografías, buena salud,
profundos sueños, aparece la figura breve de ella, sus ojos que parecen
oleaje, para aturdirte con su bata encima?
La adivinas, la palpas por dentro como si estuvieras en el cuarto oscuro
tanteando los frascos de líquido revelador. Te señala una silla maltrecha,
tonto, siéntate, tal vez quiera platicar aunque no se entiendan mucho.
Cuenta historias que serían inverosímiles de no ser porque ella las reza
como un algo cotidiano. Ayer encontraron el cuerpo de dos hombres que
murieron ahogados. El puyo los dejó a medio camino, se pusieron a nadar,
se cansaron, se entumieron antes de dar la última brazada.
La oyes hablar de la violencia creciente en la costa, de un sonado
asesinato cometido por estudiantes que, para variar, dejaron al muerto en la
playa, como si el mar fuese un depósito cuya sal borra todo rastro de
podredumbre. Como para hacerle entender al mar que no todo lo que
acapara es belleza. Y así otras anécdotas que hacen de la mujer una
interminable memoria gráfica hablante. Pero probablemente no entiendes el
significado de ese conjunto de relatos y sólo sirven de pretexto para
escucharla y verla gesticular.
A la bata le sobra espacio. El cuerpo le danza dentro. Ya debe ser muy
tarde, han bebido varias tazas de café. Te gustaría fotografiarla: no con la
nitidez de sus contornos sino desdibujada y desnuda, dándole la espalda a la
cámara y al mundo, perdiéndose en un follaje difuso, un alambre de púas en
primera posición, cercándola de ti.
Hasta mañana, qué digo, hasta al rato, insinúa y se va. Preguntas la
hora pero ella te advierte que no tiene reloj y usa el radio para saber la hora,
sólo que ahora no va a encenderlo porque su marido duerme. Se ha ido
dejándote un vacío que duele como incisión en el estómago. No está frente
a ti su pelo abundante y largo cayéndole a los hombros desnudos. No la
boca que en vez de labios pareciera tener deseos. No los ojos de tinta
chorreando quién sabe qué ardorosa palabra. No la dentadura exhibiéndose
sugerente en la leve sonrisa.
Te ha advertido que te pongas repelente, por los mosquitos nocturnos.
Imposible usar el saco de dormir. No hay viento fresco ni brisa y el poco
aire que llega huele a sal. La hamaca es un descubrimiento: como una red
de pescadores al aire en la que no puedes conciliar el sueño.
Una hora, dos… ¿Cuánto faltará para el amanecer?
Ha sido el café, fue el café amargo.
Más tarde la escuchas. Los escuchas. Las demás hamacas están vacías.
Vas pegándote a la pared del corredor hasta llegar a la ventana. Una débil
luz —no sabes de dónde viene— alcanza a delinear las siluetas reflejadas
en el espejo de lo que parece un armario.
La mujer ¿cómo dijo llamarse? está tumbada. El hombre la ha abierto
como si se tratara de un pescado que recibe la suave y filosa hoja de un
cuchillo en la mitad de sus vísceras. La escuchas jadear, leve pero precisa.
Desearías ser ese hombre cuyo olor la apresura en su gemido. El amor
también es la representación de un crimen. ¿Por qué tu visión de fotógrafo
ha de ser como si tuvieras un gran angular? ¿Por qué has de captar la
superficie con una intensidad que te hiere más los ojos? ¿Y por qué ha de
dolerte un minuto como éste que no te corresponde? Entonces te das cuenta
de que llevas sesenta años en paisajes desolados y que, imágenes como la
que ahora ves, son ya un paraíso perdido.
Tienes la sangre caliente, el cuerpo caliente, la boca caliente deseando
sosegarla en la dermis de la mujer que está lejos de tu frontera. Uno no ama
las clavículas, los músculos del otro sino la piel, que es el límite que se
desea transgredir. La piel, una frontera. Ni siquiera has sentido los
mosquitos dejando su rastro de sangre. Has venido al pueblo de un país
lejano sólo para reafirmar que estás cerca del deseo ahora que la edad sólo
pide un buen sueño, una buena fotografía, buena salud.
Cuando ves tanta belleza concentrada en un solo lugar, te obligas a salir,
a hacer algo tú también, respondiste alguna vez. Pero ya no puedes. La
escena te ha vaciado. Ha derrumbado tu primera cámara Reflex. Tu
deambular por diversos países disparando sobre gitanos o sobre inmigrantes
de varias partes del mundo. Evitaste poseer algo. Incluso la posibilidad de
un hogar, de regresar a algún lado posible.
Cuando ya no hay nada que fotografiar, es tiempo de abandonar el sitio.
Retornas a la hamaca dejando atrás a los amantes que no cesarán de
hurgar en sus cuerpos hasta sentir cansancio. Por primera vez la oscuridad
te da miedo, te asfixia. Por eso recoges tu poco equipaje y sales dispuesto a
irte de ahí, lo más pronto posible. Un día, una noche, un fragmento de
minuto puede bastar para derribar nuestros mundos interiores. Uno puede
ser ciudad dentro, y por fuera, el militar que con arma en mano inicia la
batalla.
Quieres aprender, no repetirte. ¿Qué son los cientos de imágenes que
llevas en los rollos fotográficos sino lo mismo: gente cotidiana que huye,
que se va, que muere, que devasta sus territorios? ¿Hacía falta darte cuenta
de que en el fondo lo que buscabas fotografiando pueblos, puertos,
ciudades, era una imagen de ti mismo? Y por fin la encuentras, en un lugar
que ni a pueblo aspira, en una casa que ni siquiera tiene drenaje, en una
mujer menuda metida en una bata primero y desnuda después, retorciéndose
como el pez que brinca en la red porque ya no tiene aire.
¡Al diablo con todo aquello, con el exilio, con la guerra, con el cuarto
oscuro! Prendes el motor del jeep, caes cantidad de veces porque no hay
forma de distinguir el camino lodoso de la ¿noche?, ¿inicio de la
madrugada? Antes de despedirte de este Paredón de nadie vas a su muelle.
Sacas de la mochila los cartuchos. Caminas hasta la orilla. Te sientes en el
borde del abismo. Deseas el amanecer. Lenta va apareciendo una mancha
clara que comienza a extenderse. Y entonces, una a una, dejas caer las
películas fotográficas que ibas a revelar con minuciosidad, en invierno, allá,
en la silenciosa habitación de Praga.
Cae el viejo vagón oxidado en cuyas rendijas altas se amontonaron
cuatro centroamericanos.
Caen dos hombres que ven por los agujeros de un murete metálico, el
camino prolongado y el anuncio en mayúsculas AQUÍ TERMINA
GUATEMALA Y COMIENZA MÉXICO.
Cae una balsa de neumáticos por donde una familia entera atraviesa el
río.
Caen dos buses con deportados.
Cae la mujer sentada en las escaleras de un hotel de mala muerte, en el
borde guatemalteco. Cae ella y con ella su mirada rendida desde ya,
extraviada.
Cae el mercado itinerante instalado en más de diez kilómetros de línea
fronteriza.
Cae un oficial de la migra tomando cervezas con una puta.
Cae una cruz solitaria a mitad de la carretera: ahí murieron dos
hermanas antes de reiniciar el largo camino hacia el norte del país.
Caen los alambres de púas.
Los cercos.
Las casetas migratorias.
El abundante trópico pero abandonado sur.
Y cae, invariablemente, tu sueño de fotógrafo, tus ojos de fotógrafo, tu
horror de hombre solitario.
Cae la mujer y sus gemidos y su cuerpo menudo deshaciéndose como si
fuera arena.
Es probable que por hoy no quieras nada, piensas.
Y mientras los tubos fotográficos comienzan a flotar en el agua,
amanece. Cada vez más de prisa.
Yésira
Hizo bien. Es que… Dicen que el oficial era un matón. Que estaba como
desquiciado. Mire que buscarse muchachitas para luego violarlas. Si ellas se
metieron en eso fue por necesidad, por gusto, por lo que usted quiera, pero
no para recibir tales tratos. Así no. No sé hasta dónde sea cierto el rumor de
que se trataba de ese hombre, el tal Rodríguez, pero según las malas
lenguas… Nadie dijo nada, es cierto, el rumor de la gente es sólo eso: como
una onda de agua que se extiende pero no puede tocarse. Yo me enteré de
las muertitas en los periódicos. Los muertos luego ya no tienen
nacionalidad ni nada. Sólo son números, números que, como ellos,
desaparecen.
Debió correr monte abajo para llegar al río. Tirarse a él como si quisiera
ahogarse de una buena vez. Arrojar la navaja fría y verla desaparecer.
Encontrarse con la mueca asustada de su hermana diciéndole «No debiste
matarlo, ¿para qué?». Lavarse las manos como si en la palma todavía
hubiera rastros de sangre. Ayer apenas pudo colarse dentro de una
camioneta de refrescos embotellados con la suerte de no pasar a revisión.
Por la tarde, una vez que él y cuatro paisanos más se desperdigaron por la
zona, decidió buscar el burdel. «Vente con nosotros, ¿qué vas a buscar a
estas horas? Todo está lleno de guachos». La fotografía del periódico creció
rencorosa en la memoria. Fue el oficial ése. «La bestia Rodríguez». Un
apodo común. Por su estatura y peso descomunales. Por su cara cuyas
cicatrices no podían pasarse por alto. Por las tres mujeres que habían
amanecido con señas de tortura en el cuerpo. Nadie que dijera nada. El
crepúsculo se instaló tiñendo el lugar de un rojo oscuro, quizá premonitorio.
Aquello no era sino matas de hierba, algunos caminos y escasas casuchas
bordeando la carretera principal. Ahí estaba el anuncio, retorcido y solitario
en mitad de la calle. Subió en silencio, escuchando el crepitar de la grava
bajo sus zapatos. Sudaba. Cerca, cada vez más cerca, se oía la incipiente
bulla de El Marinero. «Dicen que trabaja en el burdel, ve tú a saber,
mientras espera a que pueda irse a Nogales». Eso oyó. Eso supo cuando lo
confirmó el pie de foto y en la imagen, ella, Yésira-la más pequeña de ocho
cachucos-catorce años. No hubo lágrimas en el entierro. Sólo un mediodía
sucio, lleno de aire terroso. Volvió la mirada hacia el horizonte: era apenas
una línea de concreto, la frontera.
ESTA HISTORIA SUCEDIÓ en Cuba, hace seis años. Karen era joven y tenía una
vida pacífica, la vida aburrida de la estudiante universitaria que, no
obstante, guarda su armamento bélico en la manga, bajo la superficie de la
aparente normalidad.
No es una universitaria cualquiera, pues no puede serlo una mujer que,
por ejemplo, tenía quince años cuando ayudó a su madre a morir (ésta, en
fase terminal, pidió aquella mañana a su hija que le comprase una botella de
tequila y la inyectara de una buena vez: no puedes permitir que la vida te
traicione de este modo, ayer fui hermosa, no me importa el dolor, qué va,
sino la fealdad de la piel, los labios partidos, la falta de cabello, dijo la
enferma).
No es una chica común sólo por eso; también cuentan sus gustos
excéntricos (compra muebles usados, consigue —quién sabe dónde— ropa
antigua y se pasea por las áreas verdes de la Facultad de Humanidades
como si fuese una duquesa extraída de algún paisaje francés del siglo XV, se
siente atraída por los necrófilos, le gusta desafiar la desnudez de una
ventana cuando escucha Gloomy Sunday, interpretada por Billie Holiday).
Es en esta etapa de duelo (ya no queda en su memoria más que el
recuerdo de la fealdad minando la belleza, y sólo existe una casa árida que
destaca, sobre todo, la vasija donde reposan las cenizas de su madre),
cuando conoce a un hombre. Se trata de su asesor de tesis, de modo que los
días comienzan a recuperar su aire vital, un resplandor en las persianas, el
olor de la ropa recién lavada en el traspatio.
El hombre no es precisamente culto, pero sí hosco y viril, el típico capaz
de cogerse a su hermana si se le apetece, de perderse en la bruma luminosa
de los casinos y apostar a la mujer que lo acompañe: eso basta para que
Karen se rinda a sus pies. En el fondo siempre estamos buscándonos un
amo, piensa Karen, tan egoísta y autodestructiva, con sus botas color rojo
furioso y sus ojos asiáticos.
«Pareces una caricatura», le han dicho varias ocasiones, pues Karen
posee no sólo los ojos rasgados, sino un fleco negro a lo príncipe valiente
que enfatiza el color pálido de su piel y la tranquilidad demoledora de su
rostro.
Lo que a Manu —así se llama el asesor de tesis— le resulta exótico de
ella (sus facciones orientales), a Karen le provoca repulsión. No puedes ir
por la vida sabiendo que tienes orígenes chinos, dice ella, y agrega: los
chinos son una horda de vengadores, desconfío de ellos, sobre todo si los
escucho hablar en su idioma, o los veo comer un arroz mucho más blanco y
limpio que el que venden en sus restaurantes mugrosos. Él ríe (una risa
frágil, nerviosa) y le besa los párpados. Manu no se lo dice, pero es cierto
que a diferencia de Karen (no cínica sino algo peor: indiferente a las
emociones) él sí ha sentido un temblor inminente, algo que se aproxima y
de lo que querría enterarse aunque por el momento no halle nada, acaso el
aire moviendo las hojas de los árboles, o el detenerse de pronto para ver el
cielo negro, a punto de romper la canícula.
Karen escribe una tesis sobre prostitutas, en el fondo es una materialista
ahistórica y romántica a quien le atrae la sordidez con focos rojos y
resacas; lugares, sostiene ella, donde la muerte es una flor abriéndose
permanentemente y a quien los visitantes tienen deseos de abrazar, miedo
de oír sus palabras esenciales sin poder huir de ellas.
Manu, por su parte, oculto en su cuerpo, sin mucho tampoco por revelar
porque es más bien ordinario, un ser humano desprovisto de gloria, se
encarga de corregirle la mala ortografía (no entiende por qué su amante
tiene mala ortografía si es una lectora voraz, no lo entiende y, sin embargo,
el pequeño desliz de la chica le permite sentir que su presencia es útil, que
su mala ortografía redime sus otras inseguridades). También se dedica a
sobarle el culo cuando van por la calle. A Karen eso le divierte: que Manu
la presente como su hija o su sobrina (pues se llevan poco más de veinte
años), y en cualquier momento la toquetee soez para desmentir su propósito
de ocultarla ante los otros. Porque Manu no es libre. Nadie lo es, le dice
ella, pero Manu está casado y tiene esposa e hijo en casa. El común hijo de
puta, advierte Karen, quien siempre termina con sujetos así.
Ambos saben que se trata de una relación desdichada. Y se mienten con
la habilidad de los matones a sueldo. Se aman, y los dos tienen ideas
semejantes: que el amor debe ser como la heroína, que el amor es el camino
común de los desamparados, que el amor implica seguir las instrucciones de
Dios, un asesino sin escrúpulos, cínico y capaz de permitir que dos cuerpos
se quemen la piel de ese modo y sin sentido.
¿Cómo aman los acostumbrados a la pobreza en sus pupilas, aquellos
que no ven esplendor en ningún lado y en cambio advierten siempre el lado
duro y esencial de las cosas que los rodean? Así, responde Karen, montada
sobre Manu, mirando ella el golpe translúcido de la lluvia sobre los techos
de afuera y los cristales. Así, responde él, viendo el cuerpo de Karen como
quien contempla un cementerio, urgido por un ansia oscura de acabar y
largarse para volver después, en un vaivén infinito.
No llevan mucho tiempo juntos, lo suficiente para percatarse de que el
afecto a menudo se construye sobre cimientos aún más frágiles que la
necesidad física. Una noche, Manu la cita en un café y extiende sobre la
mesa un par de boletos. Havana Tour, lee Karen y le agrada que Manu sea
intempestivo, impredecible, que le dé órdenes porque ella quizá es incapaz
de vivir sin depender de alguien. Le agrada que los demás dinamiten el
bosque devastado donde corre.
¿Y qué diré en la escuela?
Manu, a continuación, saca una hoja membretada del H. Instituto
Federal Electoral.
Dirás que eres miembro del IFE y te han comisionado para las
elecciones de Mérida. Yo hice lo mismo. Ningún director se resiste cuando
solicitas permiso para ser vigilante de un proceso de elección, el día en que
se elige a los ladrones de la patria. De Mérida nos iremos rumbo al país de
las putas socialistas. Y cogeremos una semana hasta que te canses.
Bien. Necesito que me prestes dinero, debo comprar al menos un par de
trajes de baño.
No es que necesite dinero; Karen posee una herencia modesta que le
permitirá, calcula, terminar sus estudios para después marcharse a una
ciudad británica. No necesita dinero pero lo hace por el puro placer de
venderse completa, le gusta sentirse adquirida pero no por una nimiedad,
aunque, después de todo, ella misma acepte que dos trajes de baño y el resto
(ropa, zapatos, dos libros de Reinaldo Arenas para no dejarse engañar por el
paisaje) no son tampoco una fortuna. Y además, ¿de dónde saco estos falsos
escrúpulos?, se inquiere después, si ella bien sabe cómo es capaz de
venderse hasta por una goma de mascar sólo por sentirse viva.
A él le gusta que Karen sea una mujer básica: pide lo que desea, acepta
su promiscuidad como algo natural, deja que la vida se le escape sin la
menor pena, está indispuesta al sufrimiento.
Es posible, por otro lado, que Manu no sea el hombre hosco imaginado
por ella y detrás de sus modos imperativos, oculte algo de sensible, algo que
lo revele neurótico, incluso un cómplice cruel, los dos aterradoramente
semejantes pues ¿qué otra cosa podían compartir mejor si no la utilitaria
manera de saquearse el uno al otro, a pesar de las tardes de sexo y
conversaciones fatuas: libros y autores, un poco de psicoanálisis, risas por
donde se les ve a todas luces su melancólica vulgaridad?
La semana anterior al viaje, los dos se comportan relajadamente, tan
convencidos de que serán observadores electorales, que se preguntan si no
debieron dedicarse a la actuación o a la política, en vez de permanecer en el
ambiente académico de la universidad, ahí donde él es asesor de tesis para
alumnos próximos a recibir el título, y ella una aspirante al grado de
licenciada en Psicología.
Karen no tiene muchas complicaciones para resolver sus asuntos antes
del viaje: es huérfana, nadie a quien mentir; además, si la dirección
universitaria no le hubiese dado permiso, se habría tomado no una semana
sino un mes, por pura revancha.
Todos los maestros son estúpidos, menos quienes como tú se dedican a
delinquir con sus alumnas para enseñarles asuntos mejores que la teoría,
dice ella.
Aparte de eso, tengo prestaciones médicas y me pagan, dice él.
Manu se muestra un poco nervioso por los pendientes del trabajo,
aunque expectante y feliz. Si no se hicieran estas pequeñas fracturas a la
rutina, se repite, la vida así, desprovista de placer y delito, no tendría mucho
sentido. Provee una buena dosis de sexo a su esposa, un billete más en la
mesada de su hijo, se detiene un momento para contemplar la arquitectura
de su casa, construida como si fuese una cabaña en medio de la ciudad. Se
siente satisfecho de tener patio y áreas verdes, también una terraza por
donde ha contemplado atardeceres hermosos comparables con el sudor
joven de su amante. Respira orgulloso frente a la cocina limpia, y acelera el
paso. No obstante, un vacío hecho sonido, un lento goteo cayendo en la
tarja, el cuerpo menudo de su mujer que de pronto entró al baño e hizo
sonar la puerta, quizá fuera el eco, el concierto de todos esos sonidos juntos,
logran que Manu sienta miedo, un frío incomprensible: no quiere verse
afectado pero tiene la sensación de que la casa entera, la vida ahí, no es
suya.
Llegada la fecha de partir, viajan cada uno por su cuenta, de México a
Mérida, el mismo día en diferentes horarios. Ella trae consigo un libro del
Marqués de Sade y se oculta bajo unos ridículos lentes de armazones
amarillos y una pañoleta que la hace sentir igual a una diva de cine, una
diva que en ese momento toma una decisión vital. Al igual que la
protagonista de Casablanca, Karen sabe que un destino puede ser más
cinematográfico si una se trepa al maldito avión para huir de la persona
amada, en vez de quedarse esperándolo para cumplir las pobres
expectativas de las pasiones. Pero esto es lo único que tengo, y así es como
debe ser, piensa, mientras admira a toda esa gente que atraviesa los pasillos
del aeropuerto y les sonríe deseándoles un Vayan con Dios (aunque Karen
no sea católica), viéndolos alejarse sin envidia, sin lástima, sintiendo, como
siempre, nada.
Manu, nervioso y famélico, la busca apenas aterrizan, no sin antes
revisar que el pasaporte vaya en el bolso de su camisa, que el reloj esté de
su lado (tendrán sólo un par de horas para abordar otro vuelo), que todo esté
en su sitio.
Es una tarde calurosa, aquella. A Karen le gusta la soledad de los
aeropuertos, una soledad sin retenes. Los inmensos cristales de la sala de
abordaje le indican lo equivocada que está: el amor es una cárcel en la que
se puede estar a gusto, un vasto desierto que entretiene si se piensa que de
algún modo hay que salir de él para no morir. Observa a Manu y advierte:
es demasiado tarde para dar la espalda. Las luces azules en la pista, la punta
redonda y enorme del Boeing 787, cobran un significado oscuro y
realmente importante que Karen y Manu prefieren eludir.
No platican mucho durante el trayecto a Cuba. O sí pero no recuerdan
qué. A lo mejor un:
Todo se debe al déficit de atención que sufrí de niña.
Estoy seguro de que no es eso.
A veces, lo único que me produce placer es mi cepillo de dientes.
Y yo. Admítelo.
Si tú lo dices.
Eres odiosa.
Tú también.
¿Te conté que hace dos días fui a la cantina y escuché a la afanadora
decir «si mi marido me mata, te aviso»?
¿Y a quién se lo decía?
Creo que a mí.
¿Tuviste miedo?
¿Por qué habría de tenerlo?
Lo que realmente pienso es que las cosas se te torcieron en alguna parte.
Llegan por la noche. La Habana es un manto oscuro que extiende su
nostalgia hacia todas las direcciones posibles. Se ven escasas luces, parecen
luciérnagas atrapadas en una red negra:
Indicador de lo mal que está el alumbrado público, dice Karen.
El bloqueo gringo, dirás, aclara él.
Una guagua del servicio turístico los conduce. La claridad, ya esparcida
por calles y construcciones antiguas, le da un aire siniestro a eso que llaman
La Habana y es, según Manu y Karen, todo tipo de descripciones menos la
que siempre se escapa de ella: un buque fantasma varó en la isla y
permaneció para que por encima de la herrumbre creciera la vida, como una
flor carnicera, de trópico.
El hotel es una construcción muy alta, a la pareja se le asigna el piso 17.
El cuarto es una habitación cualquiera hecha para turistas, habitaciones que
borran la ilusión de tener una huella personal que no sea el rastro de los
otros.
¿Me amas?
Sí.
Pero en realidad Karen podría haber contestado cualquier cosa, se dice
mientras saca su ropa de la maleta y la acomoda en el armario, casi el clóset
de un matrimonio aburrido, a pesar de las pocas horas que llevan
hospedados.
Manu se entretiene con la caja fuerte que está bajo la cama.
Pásame tu dinero, le ordena a Karen. Acto seguido, coloca todos los
billetes en la caja de seguridad, como si lo que pusiera ahí fuese el montón
de seguridades que ninguno de los dos tiene.
Cogen, ven televisión, duermen, amanece. Karen sonríe con la
expresión de quien pierde algo apenas despierta. Luego, observa el mar
antillano a través del balcón. Parece que el cielo está a punto de
desplomarse. El mar, ese límite de sal que estalla y mueve, con una ligera
ola, el mundo. Ve a Manu dormir con tan profundo sueño que tiene unos
deseos irreprimibles de matarlo. Disipar el futuro. Pero sólo consigue lamer
su cuerpo.
Ese día comienza la diversión. Deciden no guardar de sus viajes apunte
alguno. Saben que toda ciudad es una ciudad en pleno extravío. Recorren el
malecón en una calesa, se detienen en los bares, toman mojitos, comen
moros con cristianos en La bodeguita, admiran la arquitectura del
derrumbe. Si uté viviera acá no pensaría lo mismo, reclama un cubano que
los escucha hablar de esa belleza que se cae.
Visitan el museo de la música, el fuerte, los barcos anclados. Acuden al
Tropicana, al Floridita, caminan por los salones del Hotel Nacional, viajan a
Pinar del Río y a Varadero (juegan dominó dentro del camarote), hacen fila
en los helados Copelia, comen rositas en el cine, se meten a un edificio para
ver una obra de teatro, conocen una fábrica de puros y una licorería, buscan
antigüedades, iglesias y santeros, compran libros, van de un centro nocturno
a otro, toman fotografías de la estación de trenes con destinos imposibles
(caminos donde la luz va haciéndose más tenue hasta que sólo hay cielo y
mar en estado puro, la inmensa soledad que precede a las noches del
campo), se desnudan en la piscina, platican con las jineteras en el malecón,
recorren mercados y calles donde se confunde la época dura con la crueldad
de lo cotidiano.
En fin, un paseo común y corriente de turistas, a quienes no les importa
más el Granma, ni presenciar discursos políticos, tampoco hablar sobre los
estantes vacíos en los comercios, ni hurgar las pesadillas ocultas detrás del
espíritu bacano estallando en las esquinas. Reconocen, Manu y Karen, lo
que cada uno desea descubrir en el sitio. Y huyen, entretanto, de sus vidas,
evitando hablar de lo que cada uno quiere y también de lo que carecen.
En cinco días han hecho de su cuarto de hotel una casa. De manera que
no falta una que otra pelea, el reclamo de Karen al decirle «eres igual que
todos»; el de Manu al responderle «como si uno pudiera ser distinto sólo
por un pinche viaje». Justo en este punto se animan a mirarse, no con odio o
amor, sino con la zozobra de no entender por qué están ahí y no en otro
lado, y también con el desánimo de no querer saberlo.
Y no es cuando discuten (en realidad fue una simple pelea) sino en el
momento más inesperado (faltan dos días para el vuelo de regreso) cuando
ocurre el accidente.
Están bañándose y Manu se resbala, traicionado por sus propios pies. Se
resbala y su cabeza da directo en el filo de la tina. Se resbala y el sonido
seco que se escucha revela después un hilo de sangre saliendo por el oído.
Se resbala y, sin que Karen pueda creerlo, permanece de ahí en adelante con
los ojos abiertos y el brillo inquieto de quien no alcanzó a captar el móvil de
la tragedia.
Conversaban sobre cualquier asunto doméstico, de la pena que les daba
que se conocieran mejor con apenas cinco días juntos, de los dientes
postizos de un músico, de que a falta de papel higiénico se podía hacer
política limpiándose el trasero con los periódicos, de todos los gringos que
en honor a la nostalgia llegaron a Cuba para dar la espalda a su patria, de las
estupendas memorias de Reinaldo Arenas que habían dejado conmovida a
Karen; de eso hablaban quizá, cuando Manu se cayó.
Al principio, Karen cree que se trata de una broma. Después sacude a
Manu y levanta con sus manos la cabeza de su amante, como si se tratase de
un pájaro, o un balón abollado por un coche, o un pañuelo en donde se
oculta un objeto que al ser descubierto horroriza. Karen permanece muda,
temerosa, el corazón de Manu es una cucaracha aplastada y ella no sabe qué
hacer pues le tiene aversión a las cucarachas. Hay luz y piensa que en estos
momentos la luminosidad se vuelve contra ella, ya no hay velocidad, ya no
hay palabras, sólo la impresión de estar dentro de una fotografía, o peor
aún, en una escena a punto de ser captada por una cámara, el ligero
espasmo del tiempo visto por un párpado que en una fracción de segundo ya
no ve nada, sólo la demolición producida por el temblor, sólo el escombro.
Podría dedicarme a hablar con él toda la noche, imagina. Decirte, por
ejemplo, que nunca me había acercado demasiado a tu rostro y ahora me
percato de los pelillos saliéndote por la nariz, de los poros abiertos en tu
piel, de la catarata que tienes en la pupila izquierda.
La mirada que ambos se cruzan es de una frialdad que a Karen
incomoda, y no porque sepa que Manu está muerto, sino porque le habría
gustado que la viese de ese modo, en vez de expresarle su pasión, esa
vulgaridad de quienes se enamoran, o lo que sea que Manu haya sentido por
ella, por lo demás, un desperdicio, se dice.
Descubre que ha pasado media hora, y siente calor a pesar de seguir
bajo el chorro de agua. Cierra la llave de la regadera, los dos cuerpos
metidos en la tina hacen que el agua se desborde. Karen escucha ese jadeo
líquido que se extingue. Qué silencio. Y qué paz. Claro que se arrepiente de
sentir alivio, las cerdas también necesitan un poco de paz, aunque sea para
contemplarse a sí mismas y asustarse tanto hasta terminar en el lodo otra
vez.
Esto sucede en La Habana, y Karen no sabe exactamente qué ha
sucedido, qué debe hacer: si denunciar el accidente a las autoridades, salir
con sus maletas, adelantar el vuelo… O llorar mientras camina hacia algún
lado, un sitio inhabitable, quizá el propio sueño, ahí donde pueda sentirse
como en realidad se siente, una mujer vacía, una envoltura de algo que ya
fue consumido y sigue deslizándose sin rumbo.
En cambio, se pone un vestido, baja y se dirige a la alberca: ese hoyo
azul perturbador que, iluminado, invita a meterse para romper la tersa
superficie. Viendo cómo Karen contempla el color de los azulejos, pareciera
que tiene mucho en qué pensar. Pero no, su argumento es cristalino y frío:
en los sueños todo puede ocurrir y uno acepta que todo ocurra, piensa,
sentada en el borde, ninfa aburrida observando su tedio en el reflejo del
agua.
Un bartender la observa desde la barra que yace a un costado de la
piscina. Le pregunta si va a refrescarse («a refrescarse», dice el joven), y
Karen responde que no. Le pregunta si se le ofrece una bebida, y ella
ordena «un daiquirí». Cuando el daiquirí llega, el bartender le pregunta si
ocurre algo, y Karen dice «Sí». También le pregunta el joven mesero si él
puede ayudarle, y Karen responde «Tal vez». Y ella misma reconoce que su
voz le suena rara, distante, como si Karen no fuese Karen, como si no
estuviera en una ciudad, a la orilla de una isla.
Es extraño, pero en Karen no hay asomo de tristeza o ansia, aunque lo
probable es que se trate de un miedo paralizante adormeciéndole los
sentidos. Ninguno de los dos son tipos sutiles, así que Karen, en los minutos
siguientes, entre sorbo y sorbo al daiquirí, analiza qué es lo que haría Manu
si la muerta hubiese sido ella. Tampoco han sido personas extraordinarias, y
Karen se pregunta si una anécdota así cambiará la inmovilidad en la que
vive, si será una mujer diferente a partir de eso.
¿Qué es lo peor que le ha pasado?, pregunta de pronto Karen al mozo.
¿Algo como qué?
No sé, un asunto terrible, una emergencia, algo en donde no sepa cómo
actuar en el instante, algo que lo haya puesto en peligro.
Bueno, chica, la vida es dura, y cualquier cosa, con un poco de
imaginación, puede atentar contra uno mismo.
Claro.
Lo que quiero decir es que da igual que le diga: echarme al mar cuando
hay apagón, que tener antojo de carne y no poder comerla.
Karen no espera más y cuenta lo del accidente como si hubiese sucedido
hace cinco años. El bartender la mira, entre divertido y escéptico.
Lamento decirle que nunca me he visto en situaciones alarmantes, añade
el joven, luego del silencio incómodo.
Se fija muy bien Karen en el capri beige del mesero, por encima de unos
muslos que se insinúan vigorosos. Y está excitada: si algo es capaz de
romper su cinismo es aquello que convoque a su pudor. Le vienen unas
enormes ganas de desnudarse. Y lo hace, por segunda vez en la piscina. Lo
que cambia es el rostro del hombre, ya no es Manu sino un desconocido.
Me llamo Pedro, dice el joven. Karen le calcula veinticinco años,
cuando mucho.
Está prohibido entrar sin ropa, advierte con malicia el joven.
Karen le pide que se meta.
Anda, te llevaré a México si así lo quieres, le insinúa, con sus párpados
que, húmedos, parecen fisuras negras abriéndose cada vez más.
Acuclillado en la orilla, en medio del silencio casi monacal en un sitio
profano, un silencio que los deja a la intemperie, Pedro le pregunta a la
chica si cree en el amor. Pero Karen no responde pronto, y se dedica a ver,
desde su lugar, la luz encendida de aquel cuarto, el del piso 17.
Claro que el amor no existe, tampoco Dios, tampoco la libertad,
tampoco la democracia, y no por eso, todas esas mierderas abstracciones
dejan de ponerte en una encrucijada y lastimarte, dice, ahora sí, enfurecida.
Esa frase la escribió en su tesis, y ahora la repite como si al hacerlo pudiera
salvarse. En realidad tirita, ha perdido el control, tiene frío, piensa en el frío
que debió sentir Reinaldo Arenas cuando flotaba sobre el océano e intuía la
inminencia del anochecer, su vastedad helada.
Perdona —recapitula—, sólo me gustaría tener una vida más doméstica,
y no sé qué va a pasar.
Entiendo… Si de algo sirve, debes saber que cada uno tiene que contar
consigo mismo, y a veces, a pesar de todo, las cosas se nos escapan de las
manos, responde él.
Karen no quiere sentir más frío, no, y entonces se hunde, abre los ojos
rasgados, le gustaría caer con todo el peso con que cae una piedra, o
deshacerse a la manera de un grano de sal. Escucha su nombre, o cree
escucharlo, mantiene los ojos muy abiertos y observa cómo el joven
murmura sonidos que pueden ser su nombre, quizá le pregunta ¿eres una
mujer o una cerda?, no te preocupes, a todos nos ha pasado, y ella quisiera
contestar que no supo por qué sucedió lo de la caída en la tina, que quizá
hasta se alegre de que haya ocurrido, aunque siga sintiendo que aquella luz
de arriba la somete, como si la mano muerta de Manu estuviese encima,
oprimiendo con fuerza, queriéndola hundir suave, calladamente, hasta el
fondo.
Roxi
ROXI ME CUENTA que las personas sin principios son las que más le agradan.
Le creo.
Lo dice hinchando la boca, pasándose la lengua sobre sus labios color
Jordana Lila.
Que la moderación es fatal, que no hay nada mejor que los excesos,
continúa, y al parecer, decirlo la excita porque en el jersey los pezones se
violentan. Siempre se las arregla para parecer sexy, aún en las noches de
frío.
Encontré a Roxi en una revista. Más bien, una revista me indicó cómo
debía maquillarse, vestirse. Le indiqué que debía comportarse como una
perra. Like too horny, like a bitch. Y sin embargo, como una mujer fina a la
hora de servir en la barra del bar.
La veo todas las noches ahí, actuando con presteza. Me gusta que le dé
ese toque de sordidez al lugar, Roxi es un destello, una lentejuela en medio
de marines borrachos, amargados veteranos de guerra o jóvenes que
aburridos del mundo ficticio construido en su cuarto, vienen a parar aquí,
para ensuciarse un poco.
Roxi tiene rutinas estudiadas. Fuma pitillos largos, sólo le faltan los
ridículos guantes para ser una diva en ruinas. Observa a los hombres sobre
el hombro, como si les tuviera compasión, como si ella fuera la única capaz
de arroparlos. Parece que está a punto de llorar pero luego lanza carcajadas,
grotescas, absurdas, tristes.
—¿En serio crees que haya un asesino serial?, le pregunta al marine y
éste prefiere no responder, se siente intimidado.
Así es Roxi. A veces tengo miedo de que la próxima muerta sea ella.
Pero Roxi arroja su lancinante veneno con inocencia. Es capaz de
edificar una tensa paz en el bar o de solazarse de esa misteriosa felicidad
del desgraciado (de la hija de puta mala porque sí y más mala si la siguen
molestando) y al rato, ponerse a bailar como si el mundo se quemara.
Me divierte calcular con cuántos de los que se acercan y se van se habrá
acostado.
Esta noche Steven, el viejo jazzista de la ciudad, le pide un gin tonic.
También sirve Heinneken a un forastero. Roxi es vulnerable. Una dentadura
perfecta puede ser su perdición. No sabe de límites. Coquetea (con el
lenguaje universal de gestos, silencios y simulaciones), coquetea con un
hombre. El fulano está a punto de soltarse, lo puedo sentir, sí, puedo sentir
cómo segrega saliva, cómo enciende su dulce furia, cómo levanta la
bragueta.
Trato de calmarme. Me saco la camisa, la desabotono un poco. Echo un
vistazo al bar repleto, la veo irse con él por el pasillo. No puedo evitarlo:
me exaspera que sea tan puta, que no se detenga. Pero ella es así. Roxi, mi
Roxi, es la desesperada cerveza desbordada.
Me gusta espiarla. Los sigo con cautela. Es probable que lo hagan en la
cocina, pienso, Y así es. Huele a chicharrones en aceite. Me cuesta respirar.
Me quedo en el quicio de la puerta.
Veo unas rodillas (hoy le puse a Roxi una minifalda, medias a cuadros y
zapatillas de cabaret), sus piernas se abren para sujetar la cabeza del fulano,
bah, él ni siquiera se ha bajado los pantalones, es obvio que ella lo ha
incitado a que sepa la verdad de una buena vez, para no andar con rodeos
innecesarios. El fulano ahora le toca las pantaletas, siente el bulto de Roxi,
no se asombra, al contrario, ha notado en ella, bajo el maquillaje teatral, las
facciones ambiguas.
Quiero verle el rostro. Siempre quiero verle el rostro a Roxi en ese
instante en que se despoja por completo de mí y es ella, no la que se parece
a la modelo de la revista, no la que lleva los restos de mi voz y mi deseo por
ser Roxi, sino la Roxi pura y real.
Ahora él le coloca las manos sobre la mesa.
¡No puedo más! Me contengo frente a la puerta. Quisiera abrirla y mirar
el espectáculo. Verla en cuatro, ver la espalda tatuada del hombre,
detenerlos.
Roxi, Roxi, Roxi. Me desquicia que sea así de fácil. Pretendo reprimirla
pero se me escapa.
Ruido de vasos, cubiertos, botellas.
Camino deprisa hacia el billar. Desde ahí observo su regreso, él rumbo
al baño, ella de nuevo hacia la barra.
Aprovecho la ocasión, me acerco.
—¿Estuvo bien, Roxi?
—Magnífico.
Entorna los ojos, se moja la boca, sonríe con esa falsedad que la
caracteriza. Parece molesta, un poco triste.
En la madrugada, cuando llegamos a casa, me confiesa que está harta de
que la vigile, de que siempre esté ahí (su dedo índice me señala).
—Yo sólo quiero ser Roxi, ¿no lo entiendes? No entiendo para qué me
creaste si iba a vivir así.
Me duele su queja. Le tapo la boca. Le quito el grasoso maquillaje. Me
veo al espejo: lloro un poco. Al oído le confieso que también soy infeliz:
que ambos lo somos.
What are you looking for
LA HISTORIA ERA MUY SIMPLE y la repasaba una y otra vez como si se tratara
de una secuencia cinematográfica:
Grey había ganado una beca para estudiar Artes en la ciudad fronteriza
de El Paso. Pero apenas instalada ahí, se paralizó. No vio gente que
caminara por las calles, ni bomberos ni vida en los edificios; sólo sintió el
polvo y un silencio capaz de dejar sus pensamientos a la intemperie
mientras seguía inmóvil en la avenida Stanton, aturdida por el desolado
paisaje, sin futuro, ni rumbo.
Le produjo incertidumbre el desierto, también los pasillos vacíos de la
universidad donde iba a estudiar, pero sobre todo, la voz de la conserje
negra cuando ésta le dijo: What are you looking for.
La pregunta se convirtió en un gancho sin ropa en el tendedero de su
mente. ¿Qué busco? No lo sé, pensó. De vuelta al departamento donde la
había recibido una argentina estudiante del mismo programa, contó los
meses: ni bien había llegado, sentía el peso de dos años que —concluyó en
ese instante— no iba a soportar. Sola, sentada en la tumbona, se percató de
la presencia de un hombre tras la reja de entrada de la casa.
—Me llamo Zambrano —dijo—. Vivo en el sótano —agregó.
A Grey seguía inquietándole la planicie de la frontera, la manera en que
la había vencido el desánimo tan prontamente, ese picoteo en la cabeza de
quienes se convierten en enemigos de sí mismos y sabotean sus propios
planes. Una locura.
—¿Qué haces aquí?
—Vine a estudiar.
—¿Estudiar en este lugar?
Tuvo la impresión de que el hombre se burlaba.
—Soy comerciante… Paso temporadas acá por asuntos de negocios,
pero viajo con frecuencia y alquilo otro departamento en Austin… A mí no
me agrada El Paso… Es como los moteles… Prefiero el viaje. Por cierto,
hoy en la noche parto a Houston, mucho más grande y ruidosa que esto…
¿No quieres venir? Después de todo, ya está dentro —insinuó el hombre,
mexicano por sus rasgos, experto quizá en recibir paisanos para
introducirlos a la nueva patria.
—¿De verdad?
—¿Pa qué viene a estudiar? Este país es para otra cosa. Piénselo. Estaré
abajo, por si algo se le ofrece.
Grey, contra todo lo esperado, levantó su maleta del cuarto, robó una
foto que la argentina tenía pegada en la pared, se lavó los dientes, bajó al
sótano (donde yacía una enorme bandera norteamericana sobre la entrada).
Dijo:
—Tengo que irme antes de que llegue la argentina. Te espero en el
Downtbwn.
La escena adquiría la pátina solar de las tardes del sur. Se acomodó en el
paradero de autobuses. Supuso que varada ahí, con la maleta echada a sus
pies igual a un gato negro, podría levantar sospechas. Pero nadie la veía.
Nadie esperaba el bas. Ni el exmilitar en silla de ruedas, ni el indigente que
acercó su mano para pedir limosna y quien sólo le sostuvo la mirada apenas
unos segundos.
Si hubo tiempo para pensarlo mejor, a Grey le crecieron las dudas como
astillas apareciendo en la base de su cráneo. Era algo más grande que los
edificios de ladrillos rojos frente a ella en ese instante. Algo más que la
universidad vacía y erigida a la manera de una estatua de arena. Era la
certeza de que no podría quedarse; de que de uno u otro modo se nacía en
un lugar exacto, dentro de una familia capaz de joderlo todo con la herencia
de su mala genética. De que, así se intentara, no hay muchas posibilidades
de escapar cuando sentirse y ser mediocre se convierte en una herencia y un
destino.
Zambrano llegó en una Cherokee azul y Grey subió, dispuesta a conocer
una ciudad más grande y novedosa que El Paso, pero también de la que
provenía, por supuesto. Viajaron seis horas. Entraron a un edificio lleno de
habitaciones donde vivían latinos, la mayoría indocumentados.
Se quedó en Houston. Sí le agradó aquello: una ciudad aséptica que bien
podía ser tranquila pero permanecía más próxima al ruido humano, a la
modernidad de los escaparates llenos de mercancías, a la sensación de que
en verdad residía muy lejos de su casa.
Pronto estuvo ante un hogar típicamente tejano, a cargo de dos niños en
exceso felices y precoces. Después, como encargada de una tienda de ropa
hindú. A eso se había reducido su deseo de huir. Ella misma no creía ser
capaz de merecerse una beca, como la pobreta que era, de estudiar en el
extranjero para «tener mejores oportunidades profesionales», se decía. Pero
estaba ahí. Era una indocumentada, igual que sus vecinos; y una estudiante
de Artes, para una familia que la creía capaz de muchas cosas que ellos no
se atrevían a hacer.
Quién sabe por qué conservaba el mal hábito de no encarar sus
problemas. No se movió mucho —tenía temor a la deportación—, trabajó
principalmente como empleada en diversos servicios, y el pasaporte de
estudiante que llevó consigo en ese tiempo fue su manera de convencerse
de que, de cualquier modo, ya estaba ahí, en otro país, como fuese.
Grey compraba tarjetas de larga distancia para comunicarse con sus
padres. Nunca insistieron ellos en pedirle su número telefónico o la
dirección «donde vivía con la roommate argentina, estudiante de historia».
De esa forma mantuvo el engaño. Hubo noches en que se levantaba por
el pánico de mentir, no a sus padres sino a la universidad que consiguió su
flamante visa; madrugadas en que casi oía el timbre de la puerta y, después,
la voz de los agentes migratorios.
OTOÑO. Eso y las hojas secas arrastrarse sin rumbo por las calles. En la
esquina hay un McDonald’s como isla, su amarillenta luz brilla a distancia,
en medio de la lluviosa noche.
Key observa el débil golpeteo de una bandera norteamericana colgada
en el poste de alumbrado. Ahora la lluvia no le gusta. Le parece insidiosa,
brutal, lo pudre todo.
Viernes. Ellos salen. A pesar de la lluvia. Los ve pasar. Son los de
siempre. Siempre por la noche. Corren veloces. El estruendo del hip-hop
vibrando en los cristales. Ellos, ella, los que salieron a explorar el mundo.
Prende la televisión.
Después de tanta diarrea, vómito y llanto, Suny por fin duerme, con un
Simbad de plástico entre sus manos.
Quiso conocer más allá de sus narices y ese horizonte llegó. Fue una
noche. Poco después de que Valente se bajó del furgón en la estación de
trenes de Davenport, para incorporarse primero al bar donde ambos se
conocieron; tiempo más tarde, a la empresa empacadora de carnes.
¿De dónde eres?, le preguntó él.
Valente se burlaba: es fácil imaginarse México, todo el mundo ha
tomado un trago de tequila y visto mariachis, pero ¿Honduras?
Honduras es un país distante, exótico. Nada más. Key lo sabe.
Tuvieron suerte. Valente aceptó de inmediato la oferta de trabajo en la
empacadora. Con los dos sueldos, a mitad del año compraron sala de estar,
horno, luego, la Silverado usada. Él es dichoso cuando corre por la única
avenida a ritmo de esa banda mexicana que le recuerda a su tierra.
Key en cambio, para llegar, atravesó el país de Valente.
Y se había jodido, lo sabía. Antes de la maldita borrachera, Key deseaba
irse a otra ciudad: ese país era un paraíso demasiado grande.
Recuerda.
La huida. La ciudad mugrosa. Un río. Había un río sucio por donde
flotaban neumáticos. Todavía se ve cruzando el puente en un triciclo. El
congal a donde estuvo a punto de entrar, desesperada. El miedo de ser
agredida por una pandilla. Y la fila de camiones. El sudor agrio de los
traileros. El raspón que se hizo cuando alguien la subió al trailer y la
revolcó quién sabe en qué lugar. Por eso no se lo perdona. Eso. Haberse
revolcado con un mexicano. Nunca entendió cómo un paisano de su marido
le había podido hacer eso.
La fila de camiones. El raspón que se hizo. El trailer repleto de costales
de azúcar. Sólo oscuridad y azúcar cuando las puertas se cerraron. Estuvo a
punto de asfixiarse. Iba a morir y a ser un número más de los que aparecen
en los periódicos. Mueren tres ilegales. La suya iba a ser una muerte cálida
y dulce. El mundo dulce penetrando sus poros, inundándola. Hasta que las
puertas se abrieron y vio de nuevo sombras. Entonces, después de cobrarle,
antes de dejarla partir, el chofer. Ninguna media luna. Ni ladrido de perros.
Tampoco grillos. Un silencio largo, de desierto, de carretera solitaria. El
chofer apestaba a licor. Ella quiso zafarse. La tumbó de un manotazo.
Después abrió los ojos. Vio el azul limpio de la noche. Quien dijera que en
casos como ése lo mejor era ponerse floja y ayudar, que se fuera a la
mierda. Sobre su pierna, el vapor caliente del motor y un hilillo húmedo,
espeso. El hombre le dijo que agradeciera, que le había cobrado barato por
cruzar más de la mitad del país. Si llegaba, se bañaría un día entero. Si
llegaba, jamás se iba a meter con un mexicano.
Recuerda.
Había sido una semana agotadora. Haría siete meses en Lerhner’s, el
súper donde trabajaba. No es que hubiese sido fácil llegar, pero al menos
estaba ahí, apenas el principio del horizonte. Apenas recorría la orilla. Por
eso entró al bar, después de las diez horas de trabajo que hacía a diario.
Quería divertirse, tomar una cerveza. Cuando Valente la sacó a bailar, Key
estaba borracha.
Luego llegó el bulto inesperado. Suny. Ese extra innecesario de la cajita
feliz.
Se maldijo. ¿Hubiera podido arreglárselas? ¿Tan lejos de su casa? No
iba a arruinarse sola. Que el mexicano se jodiera también.
No es que no fuera bueno. Valente. Eso que ahora era Su Marido. De
hecho, alguna vez sintió que todo iba bien. Una vez escuchó a alguien decir
que los mexicanos eran magníficos en el trabajo y la cama, que sólo a ellos
les encantaba currar horas extras en los mataderos. Prefería reservarse la
opinión. Valente era generoso, honrado, pero tenía la misma cara de aquel
trailero. Y además, la última gota derramando el vaso: olía a vaca y sangre.
Es más dinero, m’ija, ¿a poco cree que con mi sueldito aquel íbamos a
pintar la casa y comprar muebles?
Hubiera preferido que olieras a trago y no a vacas.
Estuvo bien: la casa pintada de color coral, la llanta colgada del tronco
de un árbol por donde Suny se columpia, una TV nueva de la que conserva
su plástico protector con burbujitas (a Key le gusta romper burbujitas
cuando se siente intranquila). Pero no los tacos de carnitas ni la imagen de
la virgen sobre la pared ni ese maldito baile de «viejitos» que Valente hace
ensayar a los niños de la cuadra, una danza que le parece grotesca porque
los niños, de por sí ingenuos y malignos, se colocan un antifaz de ancianos
y se mueven, al compás de guitarras y violines, con máscaras arrugadas,
narices ganchudas y escasos dientes en una boca de falsa felicidad.
Es una buena vida, es la vida que quiero, le dice Valente.
Key suspira.
Las ollas de hirviente líquido antibacteriano. Las inmensas bombas
refrigerantes. Los gritos de los supervisores. Los altoparlantes por encima
del ruido feroz de la trituradora de huesos. Y en alguna esquina, Valente, su
príncipe purépecha con casco, botas de hule, la bata blanca salpicada de
sangre.
Ella siente asco. Cualquier ligero tufo le trae a la mente bazos,
corazones, hígados, lenguas y ubres de vacas, mientras cogen. Eso es lo que
ha arruinado todo. Lo de afuera sigue, permanece. Es terrible tirarse al suelo
y ver que el mundo pasa, con su basura y su belleza. Y es malo que la
salpique. A ella. A la Suny que no quiere, que odia un poco, no tan en el
fondo.
Sus amigas siguen bailando, bebiendo Budweiser quizá. En su pueblo
hubiera buscado de inmediato a la anciana de las yerbas para abortar. Pero
estuvo sola. Y casi todos los sitios están invadidos por ellos, los mexicanos
que ya casi son dueños de la otra orilla.
Cuando fue por ella, la chica parecía estar lista desde hace tiempo para huir
de ahí; de modo que se dedicó a mirarla y a seguir sus instrucciones. Quizá
fuera en la primera noche que Elena se percató de la doble personalidad de
su compradora, pero tal vez no le interesó preguntar: salía por fin, lo demás
era lo de menos.
Aquella vez se hospedaron en un hotel antiguo, cenaron comida china y
caminaron hasta llegar a un centro nocturno. Un espejo contenido por un
grueso marco de madera tallada, escorado sobre la barra del bar, reflejaba la
atmósfera de otro tiempo. En la mayoría de las mesas había putas: algunas
sentadas en las piernas de un hombre, otras bailando en la pista o en la
barra, con el culo dispuesto y aburridas como ostras.
Elena parecía no arrepentirse ni extrañar nada: sus recuerdos
descansaban ya en un bote de basura.
En el tablado apareció una cantante. Presenciaron una pelea, ese
pretexto nocturno para manchar de alcohol y sangre cualquier momento de
los cabarets. Después, el baile se reanudó.
—Pero tú no te asustes, que mañana continuamos.
Se dirigió a la barra, hasta perderse en los pasillos.
Elena, sola, bebió un trago. Minutos más tarde un soldado se acercó.
—¿Puedo? —preguntó innecesariamente, sentándose a su lado. Ella
sintió su olor rancio, el sudor de sus manos cuando las puso en su muslo
descubierto. Quiso levantarse, gritar, no pudo.
—No digas no, tan chiquita y tan putita, bien que eres una putita, no me
digas que no sabes —dijo el hombre mientras los dedos levantaban el borde
de la falda y se metían.
Entonces lo dejó hacer, sentía sus dedos mojados y la boca acercársele
para decirle al oído «putita infeliz, qué niña estás, muévete».
Cuando Glenda regresó; vio a la chica y al soldado salir del baño.
—¿Estuvo bueno? ¿Cuánto le cobraste?
Elena se quedó muda.
—Nada en este mundo es gratis, ni la muerte —dijo enfática y advirtió
—: te vuelves con el guacho ése y le dices que te pague.
Por primera vez desde que salieron de La Ceiba, Elena clavó como
estilete la mirada y respondió:
—Cóbrale tú, para eso me trajiste.
Salió engañosamente enfurecida hacia la calle.
Ya en la habitación, Glenda espetó:
—Te voy a decir algo: si quieres algo, tendrás que buscar el modo más
fácil de conseguirlo, ¿entiendes?
Glenda sueña: pero sus sueños son un recordatorio. Están ella y Helena en
la playa, cuando un zumbido de moscas las conduce a un montículo.
Entonces Helena comienza a excavar la arena hasta dar con el cuerpo de
Julio Nazar. Te lo dije, reclama una a la otra, te dije que un cadáver jamás
se entierra boca arriba.
2
Antero Rojas leyó los artículos de los periódicos; tenía la impresión de
recibir el mismo diario todas las mañanas: el mundo cedía lentamente, ahí
estaban otra vez las sonrisas impecables de sus colegas, de Julio Nazar, su
compadre. Se concentró en la página de clasificados: «Salvadoreña
cariñosa. Búscame». Sonó el teléfono. En la línea, el gobernador emitía
categóricas opiniones.
—Tienes que ser discreto. Búscate una cortina, una tapadera, tenemos
seis meses. Acuérdate: le gusta andar de putas, son su perdición.
Después de colgar, Rojas se quedó sumido en su silencio, excitado,
sintiendo una punzada de ansiedad en el estómago.
Por supuesto que sabía que a Nazar le gustaba ir de putas. Lo que lo
sorprendió fue lo otro: el cambio de táctica. Ese golpe de suerte inminente,
al alcance de la mano. Él, Rojas, había perdido tres ocasiones las elecciones
a la diputación. Julio Nazar lo trajo consigo, se convirtió en su brazo
derecho. Además, eran compadres. Pero Nazar no encajaba en algunos
círculos. No a la corrupción, no al robo, no al influyentismo, eran sus lemas
de batalla, ideas con las que muchos del partido no coincidían. De pronto, el
cambio de táctica. No imaginaba que la encomienda se la dieran a él.
Un asesinato en plena campaña sonaba escandaloso, pólvora en plena
iglesia. Sin Nazar como candidato, sería Antero Rojas quien lo supliera para
el día de la elección.
Iba a hacerlo, por supuesto que iba a hacerlo. Nazar para abajo. Habrían
de inventarle un lío de faldas. Rojas quedaría como candidato. Lo demás ya
estaba puesto a la carta. Llegaría por fin a la presidencia. Y sin embargo, no
era fácil. Un asesinato en plena campaña. Pólvora dispuesta en la sede del
partido y, después, humo que evidenciaría la estrategia. Pensó en el juego:
demasiado complicado, con aristas de más, una inmensa conjetura cuyo
precio, definitivo, valía la pena.
Habló con Cicerón. Éste le recomendó que visitara el bar Bombay. Esa
misma noche Rojas entró al putero cuya fama la daban las ilegales. Puso un
billete en el triángulo blanco de la hondureña. Le habló al oído. Bebieron,
pasaron al privado.
—Mi reina, ¿cómo te llamas? Helena, ¿sabes cuánto es mucho dinero?
—Carcajadas—. Yo tampoco.
Helena le vio los ojos sanguíneos, el hombre enrarecía el aire con su
aliento a alcohol.
—Si esto sale bien nos vamos para arriba y a donde tú quieras.
—¿Qué le picará a éste? —se preguntó ella, cuyo único deseo esa noche
era llamar al díler, terminar pronto, dormir.
Antero Rojas tocó la espalda oscura de la mujer.
—Después de todo, mi reina, en cualquier parte buscamos la
oportunidad de tirar al de arriba para poder comprar unos zapatos un
poquito más caros. Tú lo debes saber igual que yo.
A Rojas se le hacía un plan costoso: invertir tiempo y ciertas confianzas.
¿Quién le decía que iba a resultar? ¿Por qué no hacerlo más sencillo: un par
de sicarios a sueldo disparando a quemarropa, un aparente asalto, una
muerte accidental?
Lo cierto es que si caía una pieza, era fácil hallar evidencias cercanas.
No podría arriesgarse a hacerlo con cualquier asesino. Le pareció ver en la
chica un brillo maligno, como sucede con quienes están rodeados de un
mundo de engaños persistentes. La mujer: el viento para aumentar el fuego,
bocanadas de brisa para no dejar rastro. El dinero era capaz de tapar lo que
fuera. Lo intuía: la vida estaba dispuesta a cambiar de sitio, siempre al filo
de la navaja, la vida podía cambiar en un jalón de tequila.
Helena tenía una herida en la cara y el pelo revuelto. Se sentó y apretó los
puños. Glenda lavó una toalla y se acercó a la chica, quien parecía a punto
de desmayarse.
—¡Te advertí que no siguieras atendiendo a ese güey!
Pasó la toalla húmeda sobre el rostro, Helena apretaba los labios.
—¡Licenciado de mierda! Lo peor, lo peor, ¿sabes? Ni siquiera es
esto… Me humilló el hijo de puta. Me trató peor que perra, hizo que
lamiera el piso del pinche cuarto mientras me seguía pegando. ¡Nooo,
Glenda! Te juro que me las paga el cabrón.
Se hizo un silencio entre ambas.
—Si no te portas bien te voy a denunciar con servicios migratorios,
amenazó. ¡Mierda! Te juro que me las voy a cobrar, se va a acordar el
imbécil.
—Escúchame y cállate ya. Lo vamos a madrear, ni te apures.
Helena se bajó el pantalón de mezclilla: la mitad de la braga blanca
estaba manchada de sangre.
—No nos vamos a ensuciar nosotras. Lo va a hacer alguien de mi
confianza.
—¡Claro que no! ¡No me vengas con eso, Glenda marica! ¡Lo voy a
hacer yo! ¡Lo voy a joder yo! Quiero verle la cara al puto, yo. Quiero que
chille el cabrón, delante de mí. Lo voy a matar —repitió, apretando la
mandíbula.
Tres semanas más tarde Helena llamaba a Nazar advirtiéndole que tenía
algo muy importante y delicado que decirle:
—… Un asunto del que me enteré por Rojas… Es urgente, veámonos
rumbo a la playa, no puedo decírtelo ahora, serás tonto… Así
aprovechamos para quedarnos por ahí… ¿Que cómo supe? ¿Olvidas que
soy puta? Bueno, pues las putas a veces tenemos una vida emocionante…
Anoche me contrataron para una reunión en la que no estabas… Cómo
serán pendejos, me dije. Así que puse mi oído y… Tengo que contártelo —
advirtió Helena y colgó.
Se puso el pantalón de mezclilla, sudadera, tenis. Glenda en cambio
eligió vaqueros, una camisa que le quedaba grande y botas de punta. Sin el
grueso de maquillaje de siempre, y la peluca de mata castaña y larga, era un
hombre que no delataba sus cuarenta y tantos años, y mostraba más bien un
carácter impreciso; como los hombres atractivos que, preocupados por su
apariencia, a la primera de cambio necesitan demostrar su hombría.
Todos sabían que Glenda era en realidad Glen, o más concretamente
Genaro Arriaga, tal cual dictaba acta de nacimiento y demás papeles, pero
hacía tanto de ello que parecía que las medias, el bilé y un culo redondo
bajo las faldas ajustadas borraban aquella lejana identidad. A él se le
ocurrió llamarse Glenda. Su vida era un misterio que ella se encargaba de
adornar como lo hacía con el Bombay: algunas esquinas eran austeras, otras
estaban llenas de focos parpadeantes y ridículos, en la pared había una
mujer con el torso desnudo y la cola de pez, en otra estaban pintadas con
vinil barato máscaras de sonrisas grotescas y burlonas. Muchas veces
hicieron borracheras en la casa que tenía frente al mar. También se hablaba
de sus amores esporádicos, pero nada irracional, hasta que llegó Helena.
Pareció recobrar el interés con la hondureña, quien, por lo demás, en poco
tiempo se pudrió como manzana. Le gustaba emborracharla porque Helena
se subía a cantar. Le gustaba verla vomitar en el patio. Observar cómo se
movía en las piernas de algún milico para después perderse en la oscuridad
de los pasillos.
Antes de dirigirse a la playa, pasaron al lobby del hotel Camino Real.
Pidieron tequilas.
—Otra cicatriz. Vas a terminar con la boca cosida, como las muertitas
de Juárez.
—Muy bonito este sitio. Lo que se hace con, por dinero.
Vieron el reloj.
—Pues vámonos.
Helena sonrió nerviosa. No tendría por qué salir mal el plan, conjeturó.
Una nube de polvo se levantó cuando arrancaron y se perdieron entre la
bruma oscura de la carretera. Subieron el volumen del reproductor de cds.
Un solo de acordeón se oía bajo la voz del cantante:
No te conozco, no me conoces a mí
sorpresas hay por vivir…
Trataron de apresurar los pasos. Entre las dos, quitaron camisa, reloj,
celular, llaves al muerto. Revolvieron la arena con la pala que llevaban en el
auto. Cargaron el bulto como pudieron, hasta llevarlo al coche de Glen.
—Yo voy a manejar el suyo —advirtió Helena y se dirigió a la
Cherokee de Julio Nazar. Se colocó bolsas en las manos, encendió el motor
y siguió el Valiant de Glen.
Ambas manejaron hasta dar con el entronque carretero. Primero fueron
hacia el lado sur. Se metieron a fuerza por el pastizal. Del Valiant sacaron
los botes de cerveza. Regaron el líquido por los asientos, pusieron la caja
vacía de condones, echaron un poco de cocaína. Si todo salía bien, nadie
sospecharía de ellas. Era común el asalto en las carreteras. El lic estaba
cogiendo en el coche cuando fue sorprendido por una presunta banda de
asaltantes. Lo que se les escapaba, si veían en perspectiva sus actos, es que
todo era demasiado burdo y elemental.
—Iba a ser candidato —mencionó Helena.
Glen la miró: la chica estaba pálida, sus ojos brillaban con fugaz
intensidad. Parecía enloquecida. Ella, en cambio, tuvo la sensación de
habitar dentro de un cuerpo hueco.
Subieron al Valiant. Para desviar la ruta, se dirigieron al otro lado,
rumbo al norte. Tijera abierta: una hora de distancia entre el coche y su
cuerpo.
Más que la agilidad, el temor de la madrugada los hizo actuar con
rapidez. Ya sobre el norte, buscaron un lote baldío: con la pala cavaron
hondo y arrojaron a Nazar; su rostro inmolado parecía aún vivo. Echaron
tierra sobre el hoyo. Sintieron miedo.
—Vamos a tomarnos un trago, estamos temblando —sugirió Helena al
ver el rostro lívido de Glen.
Volvieron a casa de Glen para quitarse las ropas manchadas y bañarse.
—Ahora sí nos cargó la chingada… No lo íbamos a matar, ¡guarra de
mierda!
—Se lo merecía, si tú te arrepientes, yo no. Uno ya tiene decidida la
vida. Nada más echamos un empujón. Eso fue todo.
—No es que me arrepienta, carajo.
—¿Entonces, pendejo? ¿Qué quieres que te diga, pendeja o pendejo? —
retó Helena revisando las pertenencias de Julio Nazar—. Mañana vamos a
marcarle desde un teléfono público, diremos que está secuestrado,
pediremos dinero, los citamos… En dónde… En dónde… Los vamos a
distraer con eso, en lo que lo encuentran —continuó nerviosa y excitada,
como la cocainómana que en el fondo era.
En la regadera Helena comenzó a tocar a Glen.
—¿Cómo le dicen a esos animales que son hombre y mujer?
Pero Glen no respondió. Sus preguntas estúpidas, su cuerpo rotundo,
fueron suficientes para abandonar la exaltación. Con Helena permanecía en
un estado de ansiedad constante, parecía su amante, su hermana, su madre,
su padre, y quizá fuera sólo eso: una manera de llenar alguna ausencia.
Pensando en el asesinato, habría querido quedarse bajo la regadera, dejando
que el agua les erosionara la piel.
Amaneció de prisa. Helena veló el breve sueño y cansancio de Glen
para arrebatarle la cartera y metérsela entre las bragas. Fue ese día cuando
hicieron la llamada desde un teléfono público.
—Por lo menos esta noche pensarán que está secuestrado, mientras
vemos qué pasa mañana.
Después fueron al Bombay, maltrechas, ojerosas. Helena no iba a
presentarse a bailar. Desde su lugar, las demás putas las veían, sorprendidas
por su aspecto.
—¿Qué? ¡Es mi día de descanso…! ¿O no puedo? Una cruda es
sagrada.
Pasaron pocas horas para que Glenda, temblorosa, se diese cuenta de la
ausencia de la cartera.
—No la encuentro. ¡Puta, no la encuentro!
—No chingues, Glen, no juegues…
—No está. ¡No está la pinche cartera!
—¡No jodas, Glenda! —dijo Helena, histriónica, dueña de sí.
Esperaron al corte de caja y Glenda se desplomó. No tenía idea de qué
iban a hacer. Recogió dinero en efectivo, papeles, permisos, estados de
cuenta. Salieron de prisa. Ahora quien manejaba era Helena. Por Helena
siempre sentía un deseo repentino, no el deseo de su cuerpo sino de su
presencia. Con relación a sus anteriores amantes ocasionales,
experimentaba a su lado una constante intranquilidad, esa paranoia que lo
hacía ir de un lado a otro. ¿A dónde iría a parar todo esto?, se preguntó
mientras Glenda miraba el perfil de la chica. Desde el principio hasta el
final no hay línea recta, le advirtió una noche. Le molestó pensar en la edad:
se tocó la cara, sintió la aspereza de la barba incipiente que debía rasurar a
diario, y sobre todo, vio sus arrugas haciéndose evidentes con los polvos,
una madurez de la que habría deseado huir, justo como lo hacían en ese
instante.
De su casa tomó algo de ropa y el set de maquillaje con el que se hacía
pasar por Glenda. Después fueron al lugar donde vivía Helena, quien
conocía de memoria esa zona que, en el fondo, le recordaba quién era y
reflejaba quizá su circunstancia: un infierno circular, un laberinto sin
escapatoria. Sabía, por ejemplo, que después de las diez de la noche no era
conveniente pasar por el callejón. Sabía quiénes eran peligrosos y quiénes
solamente bocones. Temía pasar cerca de la ventanita de la vinatería porque
una vez había visto morir allí un hombre que no quiso contribuir para la
botella de dos judiciales borrachos. La sirena de las patrullas se había vuelto
un sonido familiar, pero nunca le tocó escucharla tan cerca. Para eso estuvo
Glenda desde que llegó.
—No me va a llevar la poli, te juro que no —dijo decidida la chica,
cuando abría.
El cuarto de Helena daba la impresión de ser una jaula; el olor a
borrachera, a miasmas, se le pegó a Glen en las narices: su niña era una
triste drogadicta, lo sabía. Al ver las paredes llenas de posters, se preguntó
por qué hasta antes de lo sucedido con el tal Julio Nazar, Glen no le había
pedido a Helena que vivieran juntas. Era porque estaba vieja, viejo, y sabía
que si un día la llevaba consigo, no tardaría en darle una patada.
—Vamos a largarnos en tu carro. No podemos seguir aquí. Nos van a
agarrar. ¡Creo que dejamos el cuerpo boca arriba!
—¿Y eso qué?
—¡Mal agüero, tu cartera no está! Si lo averiguamos… Nazar era un tío
gordo.
—No puedo, así no —insistió Glen, con la voz ambigua a punto de
quebrarse.
—Te pelas conmigo o te chingas. ¡No está la cartera! Yo no voy a
quedarme.
—Estamos muy nerviosas, pendeja, ¿qué tal y la cartera no les dice
nada?
—Muy bi, muy duro ¿no?, pero parece que piensas con el pito.
Sonó el celular de Helena. Se puso lívida. Escuchó, su mirada parecía
brasa. Colgó.
—Una patrulla llegó al Bombay después de que salimos. ¡Te quedas o te
vas Glenda! ¡Yo no me voy al bote, no vine a este pinche país de gratis, tú
me trajiste!
—Voy a hablar con Cicerón —advirtió Glenda, pero Helena le arrebató
el teléfono.
—¡Me voy y tú vienes conmigo! Si le cuentas a Cicerón será el primero
en abrir la boca.
Las batallas de Helena eran elementales: recordó con asco la tarde aquella
de la boda en que se la cogieron más de dos. Nunca había matado. Pero a
esas alturas ya no tenía miedo de nada. Además, veía que Glenda la trataba
bien pero hasta ahí; quién sabe si llegaría a salir del Bombay, no había
podido hacerlo desde que llegó. Que si la droga, que si el alcohol, el billete
que así como llegaba se iba, el cansancio… Todo eso le impedía irse, y tal
vez ya era tiempo de hacerlo. Ser puta: un infeliz trabajo desempeñado con
cierto esmero, aunque los motivos originales se le volvieron de pronto
ridículos: lo único que en aquel momento quiso fue salir del muladar donde
nació. Cualquier tipo de estabilidad, y ya parecía que la vida comenzaba a
echar raíces. Las putas también acertaban al advertirle que Glenda, por
mucho que decía quererla, ni siquiera le había propuesto llevarla a su casa.
—Será la primera vez que tenga una labor de a de veras. ¿Cómo sé que
me vas a cumplir?
—¿Y cómo sé que no te vas a rajar? Porque si te rajas, óyeme bien, esa
boca preciosa que tienes, ya no me la va a chupar.
Dos noches bastaron para urdir la estrategia. Rojas le indicó a Helena
que tendría dos meses para engatusarlo y entretenerlo sin cobrarle, hacerle
creer ese montón de discursos estúpidos, cursis e infumables sobre el
afecto, la necesidad de compañía, etcétera, mientras Rojas entraba en
acción: verse más interesado en la campaña, contactar a los directores de los
periódicos, desayunos, contratar a otro estratega para mejorar la imagen.
Así, hasta que llegara el momento en que Helena cumpliera la otra
parte.
—Una cosa importante: ¿cómo diablos le voy a hacer para irme?
Lo que proponía Rojas parecía de esas historias que ella leía en El
Policíaco, en versiones de quinta. Pero de ella dependía convencer a Glen.
—Te voy a preguntar como si estuviéramos en película gringa: ¿crees
que puedas?
—Me canso si no. Ser puta es calentarse pensando en qué pasa —
concluyó Helena, metiéndose más cacahuates a la boca.
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Primero, los diarios dedicaron la noticia de ocho columnas a la desaparición
de Julio Nazar. Un día después, al cadáver hallado en la playa. Lo que pasó
a continuación fue simple: no era la primera vez que pasaba un asunto de
tan corrupta y evidente naturaleza. La ciudad fingió paralizarse; en un falso
ejercicio de consternación, los titulares de las dependencias municipales
giraron instrucciones para que se hiciera el sentido homenaje a «un
ciudadano ejemplar cuya juventud, rectitud y compromiso eran sus más
altas virtudes». Lo mismo hizo el gobernador, aunque discreto hablara con
Antero Rojas para preguntarle qué tan pronto pasaría todo, porque más de
un columnista había lanzado indirectas y se hablaba de que Nazar era el
elemento incómodo. Por supuesto, los gastos del funeral corrieron a cargo
del erario.
Rojas permanecía nervioso. La segunda carta estaba también bajo la
manga: ya Helena, antes de que ella y Glen huyeran, había dejado en el
lugar indicado de su cuarto la cartera de Glen. Lo demás correspondió a
Rojas: ir por la cartera, trasladarla él mismo al siguiente día del asesinato —
bolsa de plástico en mano para no dejar huellas— al sitio que Helena
indicó, a una distancia considerable del montículo que ocultaba el cadáver.
—Todo está muy raro, pero las coincidencias existen —dijo un agente al
abogado.
—La MP debe sentirse dichosa, pobre gente culera —sentenció Rojas,
cuando los diarios exponían el seguimiento del caso: que, efectivamente, las
identificaciones de la cartera correspondían al dueño del bar Bombay, y
que, desde la noche anterior, la drag cuya nombre verdadero era Genaro
Arriaga, junto con una de las chicas, había desaparecido.
Era domingo. Con excepción de ese provocador dato, nada más había
que esperar.
Rojas telefoneó a Estrella. La mujer estaba histérica, imposible. Aún
estaban a la mitad. Se sentía nervioso, pero pensar en la candidatura lo hizo
recobrar la calma. Leyó los diarios. Las opiniones estaban divididas. Se
puso una camisa negra, había que tener respeto hacia los muertos, fue al
entierro. La segunda parte del plan sería ésa: si todo salía bien, en cuanto
Helena pudiera zafarse de Glen y diera aviso a la policía, las autoridades del
lugar habrían de arrestar a Glen mientras Helena llegaba a Tijuana. La
extinta promesa de la política local aparecería como víctima de un ajuste de
cuentas, un lío de falda y bajos fondos; el móvil, quién lo diría, un crimen
pasional. Rojas había calculado ya pruebas salidas de la nada. Declararía
ante los reporteros su profundo desconcierto, lo lamentable del caso y la
garantía de que él continuaría con la campaña.
En el panteón vio nubes grises agotando su carga líquida. Esperaba que
de ahí en adelante el cielo estuviera despejado.
La semana transcurrió entre columnas y nota roja. Recibió la llamada
del gobernador.
—¿Cómo vamos? Vete apurando.
Fue entonces cuando por fin recibió la llamada de Estrella informándole
que, según las autoridades, «alguien» había denunciado: los asesinos
estaban en Mazatlán y probablemente ya estaban detenidos.
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La reina de la noche
la diosa del vudú
yo no podré salvarme
¿podrás salvarte tú?