Te Gusta El Latex Cielo Nadia Villafuerte

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LAS NARRACIONES QUE INTEGRAN ¿TE GUSTA EL LÁTEX,

CIELO? pueden ubicarnos en Nueva York, en Texas o en La Habana, lo


mismo que en geografías más próximas a la tierra natal de Nadia
Villafuerte, en Chiapas. Este libro echa mano de la intensa migración que
huye del sur y de los fenómenos sociales implicados en este proceso, como
la prostitución, para contarnos historias de venganza, deseo y traición.
Algunos son relatos breves, claramente íntimos y emocionales, donde sus
protagonistas buscan y escapan hacia una situación indeterminada, al
mismo tiempo que nos hablan de una femineidad exhausta, del deseo
contenido, las expectativas fracasadas y el dolor. En estos diez cuentos
suena una voz inteligente y clara que nos habla desde una realidad
compartida.
Nadia Villafuerte

¿Te gusta el látex, cielo?


ePub r1.0
Titivillus 20.10.2021
Título original: ¿Te gusta el látex, cielo?
Nadia Villafuerte, 2008
Fotografía de la autora: Karla Villafuerte
Ilustración de portada: Robin Alejandro Canal Suárez (Campeche, 1985), Pop-up, análoga
en color 61 × 71.12 cm, 2007, México
La última versión de este libro se escribió con el apoyo de la Fundación para las Letras
Mexicanas
Diseño de cubierta: Natalia Rojas Nieto

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
Índice de contenido

Cubierta

¿Te gusta el látex, cielo?

Flores rojas

Tinta azul

Frontera de sal

Yésira

La piscina

Roxi

«What are you looking for»

Grillos

Cajita feliz

¿Te gusta el látex, cielo?

Sobre la autora
Flores rojas

ES JUNIO, UN DÍA CALUROSO como tantos. Está de paso en ese sitio, lleva dos
noches hospedado en el hotel Beirut, y es en la tercera cuando recibe la
llamada telefónica.
Mientras se dirige al casino, imagina que una casa de apuestas en medio
del desierto es como un alfiler en el ojo. La música del dinero lo recibe:
tragaperras, fichas metálicas en los puestos de canje, melodías que hacen al
cliente sentirse en Tokio, más allá, la voz asordinada de la mujer rezando
los números del bingo. Todo esto para ocultar la inmensa soledad de los
jugadores y los viciosos, desesperados por huir, sin huir. Justo como él, se
dice, harto de su vida de periodista, instalado en una rutina que consiste en
moverse de un sitio a otro con el único ánimo de abandonar lo que quedó
atrás… ¡Mierda, tonterías! Siempre piensa así pero de hecho, Félix es un
hombre práctico. Así que cambia un billete por fichas y se sienta frente a
una máquina con pócker electrónico. Pierde, ahí la gente pierde y quizá lo
sepa y no le importe pues ésa y no otra es la manera de consolar su vida
parásita, mutilando las horas. Félix no reflexiona sobre ello, sería estúpido,
sólo lo sabe, como sabe muchas tantas fruslerías, al tiempo que se
entretiene y espera. Entonces, una mano le da palmaditas en el hombro.
Qué tal, saluda el hombre.
Percibe el mal aliento del desconocido, está sucio, da la impresión de
haber salido de la cárcel. Tiene ganas de escrutarle la cara pero cree que
exhibiría su poco recato.
En cambio, sugiere: Vamos al bar.
¿No va a preguntar cómo me llamo?
¿Importa?
Que el hombre haya dado tan fácilmente con Félix no es algo que a éste
pueda pasar inadvertido: un temblor le atraviesa la espalda. Que haya
llamado a la habitación 312, que supiera su nombre, menos. Siente que
nada, apenas pone un pie en ese sitio, es verdadero, y por lo tanto, cualquier
cosa puede permitirse aún contra su voluntad.
Hace poco mataron a un amigo, muy cerca de aquí. Días después, a
otro. Ayer notificaron un muerto más. Hablamos de muertos como si fueran
mujeres a quienes uno se tira. ¿Se tira usted a muchas…? ¿O es moderado?
La forma en la que pronuncia la palabra moderado provoca en Félix
desconcierto: quizá el hombre sea un loco; y la cita, una de esas formas en
que la realidad se mueve cinco centímetros a la izquierda, como si estuviera
duplicada por un mapa transparente que al ser movido devela misterios
antes ocultos.
¿Y qué tienen qué ver las mujeres con los muertos?
¿Es usted marica?
Me parece horrible.
Qué le parece horrible.
El casino, dice Félix, y le viene una fatiga antigua descargarse justo en
ese instante, delante de un tipo del que le molesta algo, no sabe qué, tal vez
esa mirada que parece regodearse en un secreto torcido, oscuro.
Observe a aquélla.
Félix acata la orden.
No es extraño que por la mañana trabaje en una librería cristiana y por
la noche sea una viciosa.
¿Y eso a mí qué?
¿Le importan un pito este tipo de detalles? ¡Insensible!
Félix está a punto de levantarse de la silla, cuando el tipo dice, por fin,
su nombre.
Me llamo Sada. Mírela, mírela en serio, haga que la vieja voltee a
vernos.
Pero la mujer tiene el rostro hundido en el monitor de luz fosforescente,
y ambos, Sada y Félix, esbozan de repente una sonrisa, como si ella les
hubiera hecho entender algo triste.
Luego, disipando la complicidad de una atmósfera que más bien parece
un sueño, Sada extrae el sobre del maletín que lleva consigo. No es un
maletín sino una especie de mochila, ahora se percata el periodista, a quien,
definitivo y para mal, le importan poco los detalles.
Ya veo por dónde va.
Sí. Y no. Puede significar que estemos acercándonos.
Una historia, imagina Félix. Como si en el mundo no sobraran historias,
todos quieren contar una, todos sacan una de la manga, piensa. El sobre
permanece en medio de ambos, emanando fuerza igual a como los seduciría
un arma.
Ahí tiene. El elemento criminal en estado puro.
¿Cuánto?, pregunta Félix.
Nada, sólo trato de olvidar, responde Sada.
Pasa una mesera. No pueden evitarlo. Es negra y bien saben lo que eso
significa. Miran su trasero hasta que éste se pierde en el laberinto de
neones. Luego se instala un silencio que los hace sentir incómodos.
Antes me gustaban los casinos, aquí es donde uno olvida
completamente cómo es la vida, afuera.
Dice esto —Félix— como si quisiera dar tregua para indagar más sobre
el fulano, qué es lo que quiere de él, si acaso le está poniendo una trampa.
Sada, en cambio, con el índice y el pulgar simula empuñar una pistola,
emitiendo un «pum» con los labios, apuntándole a Félix. Algo muy extraño.
En realidad, da la impresión de que está asustado y en cualquier momento
se confesará, o se pondrá a llorar para después marcharse, dejándolo en una
quietud violenta, exasperante. El rostro de Sada es un tanto siniestro y, sin
embargo, nada insinúa que se trate de un matón.
A estas alturas en lo único que pienso es en las horas, dice Sada y se
echa a hablar sobre su afición por el cine, también menciona a sus vecinos
oaxaqueños, me espían desde las ventanas, con una sonrisa que me hace
sentir mal. Luego se queda callado, sólo unos segundos, pero continúa. Hay
una imagen… Mi hija está vestida de blanco, celebra la comunión, su
madre y yo gritamos en voz baja detrás de ella: Puta, ladrón, ramera,
asesino… Nos decimos la verdad simplemente, en plena iglesia, como debe
ser. Eso mientras la niña recibe la ostia. Después Mila me cuenta cómo
aquella mañana corrió para ocultarse bajo un árbol que arrojaba flores rojas
en su vestido.
Mila. ¿Así se llama la hija? Bonito nombre.
Tal vez, pero no es lo que importa.
¿Católico todavía?
En algo hay que creer, ¿no?
Félix está confundido. Le parece que Sada es cursi, que cualquier atisbo
de humanidad traza un rasgo de carácter en los hombres débiles. Lo asalta
un ligero dolor de cabeza, el malestar del desvelo. No debe perder más el
tiempo y por fin toma el sobre, esculca el contenido. Necesita tomar un
poco de aire, y no, no puede; es como si la densidad de la situación lo
tumbara. Ocurre que son lo esperado, ninguna novedad, intuye… Y se
equivoca. Fotos, cuatro, cinco, diez. ¿Qué tiene que ver la escena de la hija
con las imágenes?, se pregunta, un poco aterrado. Las deja en la mesa, tiene
la impresión de haber tocado algo prohibido, le irrita estar ahí, en un punto
en el que la culpa compartida parece inminente.
Matamos para que otros sean libres, ese tipo de retórica, ya sabe, dice
Sada.
¿De dónde las sacó?, pregunta Félix.
Yo las tomé.
Félix lo observa con desconfianza. No tiene cara de asesino, tampoco de
fotógrafo. Él, gente de oficio al fin y al cabo, lo sabría.
¿Nos conocemos?, dice Félix.
Es evidente que no.
¿Qué quiere?
Ya le dije, olvidar.
Pues mejor quémelas, responde Félix, en realidad grita sin percatarse de
su propia rabia.
Sé lo que hará con esto, advierte Sada.
Félix lo mira, esta vez con asco. En las fotografías no hay nada fuera de
lo común, sólo cuerpos reventados por balas, golpes, quizá hasta se advierta
tortura antes del final. Mujeres, niños, hombres, la elemental carnicería.
Rememora las palabras que Sada dijo al principio. ¿Se tira usted a
muchas…? ¿O es moderado?
¿En dónde fue, cuándo?
Y el momento es tan único, tan tuyo, que dan ganas de salir corriendo
de uno mismo.
No me venga con arrepentimientos porque esto es lo que todo mundo
quiere ver, responde Félix. Un frío incomprensible le roza la nuca.
¿Otra ronda?
¡Si no hemos pedido nada!
Por eso mismo.
Gracias, pero no.
Como quiera. No se altere. Todo irá bien si las lleva al lugar indicado.
Faltan los datos. Las fotos por sí solas no sirven.
Ya se los daré. No podía arriesgar yéndome con el sobre encima, ni
enviándoselo por correo postal, entiende. ¿Sí entiende, verdad?
Bien por ellos. No estarán más, ni sentirán que valen una mierda, agrega
Félix.
Acaba de expresar una estupidez, pero no sabe qué más añadir. Sólo
desea volver a la habitación confortable del hotel y revisar las fotos, una a
una. Están sobre la mesa, las fotos, como boquetes que respiran. La escena
le parece, de pronto, muy familiar, como si ya la hubiese vivido, o estuviera
por comenzar de nuevo, él en la habitación, la llamada telefónica, etcétera.
A esto se reduce la vida finalmente, ¿qué esperaba?, ataca de nuevo
Félix.
Hace años que no veo a mi hija, pensé en ella cuando estuve ahí, dice
Sada.
Carajo, y ahora está arrepentido. No soy sacerdote, dice Félix con
ironía, aunque en el fondo experimenta un retortijón en el estómago.
Agrega: Debería madrearte, cabrón, por dignidad.
Supongo que sí.
La respuesta del hombre lo desarma. Ha dicho «Supongo que sí» con
tanto desamparo que de repente le inspira lástima.
Este país se va al carajo a cada rato con cosas como éstas.
¿Por qué no las envía usted mismo al periódico? ¿Por qué no las vende
a la televisión? Félix entiende que está hablando como si se refiriera a la
lluvia o a un partido de futbol pero lo que teme es que lo pasen por
estúpido.
Quédeselas. Llévelas, haga lo que guste, total, no estoy tranquilizando
mi conciencia, tener una conciencia en paz debe ser repugnante. Quiero
olvidar, eso es todo.
Me insulta si me toma por imbécil.
Créame. Sé por qué se las doy a usted.
¿Y qué va a hacer mañana?
No lo sé, leeré revistas, o una novela en el avión, quemaré mis
documentos de identidad cuando esté lejos.
Félix trata de relajarse, las facciones impersonales de Sada lo
incomodan. Sada podría ser Félix. Eso y el silencio, como si las máquinas y
los jugadores se hubiesen puesto de acuerdo para callarse y observarlos.
Eso y el olor a cigarros y colillas. Eso y la nada, un instante vacío
suspendido en el aire de tonalidades eléctricas. Están en un casino, recuerda
Félix. Tiene miedo.
Diga algo.
Pero Félix parece tener la mente en otro sitio. Tiene miedo. Tiene miedo
y le perturba sentir miedo, un rasgo de la debilidad que tanto desprecia
porque él, en el fondo, es igual.
Qué le voy a decir. A mí esto ni me va ni me viene.
¿No ha soñado alguna vez que pisa el suelo y lo que creía que era sólido
de pronto se hunde?
Sí.
Así me pasó.
No es el único. Le ocurre a todo el mundo.
Tiene razón.
Pasa la mesera. Félix desearía llevársela al cuarto. La llevaría para
acariciarle el cuerpo de escultura exhausta. Bien sabe lo que una negra
significa. Ha de ser una ilegal, displicente y sucia.
¿Casado?
Divorciado, responde el periodista.
A Félix, la pregunta le resulta absurda en medio del puñado de fotos
dispuestas todavía sobre la mesa, una llovizna de sangre negra anegada en
el papel fotográfico.
De un compartimiento de la mochila, Sada extrae un puro y lo enciende.
Un puro, repara Félix y a continuación ataca:
Criados. Son indios y criados. Pudo haber hecho lo debido. Al
momento.
Pero no lo hice. Y la sangre salpica.
No le cree. Félix esculca otra vez en esa cara, siniestra y ordinaria. Tal
vez los ojos pequeños sean algo. Amar es algo, matar es algo, cualquier
cosa es algo, recuerda haber leído por ahí. Su exmujer es poeta y no puede
evitar el recuerdo de lo ocurrido hace dos meses, cuando ella intentó
suicidarse. La violencia cayendo como polvo sobre los objetos de sus
separadas vidas, hasta que alguien sopla el polvo y el hastío estalla. Le
vienen a la cabeza escenas aparentemente inconexas: cuando descubrió que
su mujer caminaba, con prisa, rumbo a otro destino; o la vez en que él cayó
enfermo y sólo veía, entre el delirio de la fiebre, los dientes de su esposa
manchados de tabaco. Quería morirme, había dicho su exmujer; Félix le
respondió que todos los días uno sentía ganas de morirse, pero que nunca
era para tanto, que hoy hasta para el suicidio se era mediocre.
No nos distraigamos, interrumpe Sada.
Por un momento, Félix se extraña de estar en un casino, expuesto a
cierta luz obscena. Sin duda un cuadro melancólico: la bruma del ruido
estéril e impersonal, el bingo anunciando 16, 39, 45, en el marco de una
soledad que puede tocarse.
Le digo que no es momento de distraernos.
Debería saber que a mí ya no me interesa ni me perturba nada, responde
Félix.
Y sin embargo. Es posible que se haya roto el cristal del tedio, que se
avecine una caída en horizontal a la menor provocación, piensa, con el
sobresalto de que esa cierta frialdad de la escena le está permitiendo
entender que la vida es simple, que la vida es eso que está justamente
contenido en las imágenes, y en la música ensordecedora de las monedas, y
en la existencia de dos hombres como él y como Sada.
No podrá llegar muy lejos. Lo van a matar, advierte Félix.
Uno es su foto. ¿Me ve cara de que voy a morir mañana?
Félix querría saber las razones por las que el hombre lo eligió, el modo
en como dio con él.
No es sólo un matadero, ¿sabe de lo que le hablo?
Ni hace falta, dice Félix. Como si la muerte pudiera ser más adjetivada
de lo que es, justa o injusta, maquillada o primitiva, la muerte es sólo eso,
una vulgar exactitud, piensa.
Sada mueve la pierna, en un estado de aparente sosiego que amenaza
con venirse abajo.
Voy a irme pronto. Sé que las llevará al lugar propicio.
Perdóneme pero no le creo. Esto debe ser una equivocación.
Haga como yo: entienda lo que tenga que entender.
A Félix le sobreviene de nuevo una punzada en la cabeza. Ahora
observa los ojos diminutos del desconocido y le parece que ya no es tan
desconocido, eso lo aturde. Le enoja la intimidad que ha llegado a
producirse con el hombre y todo por obra de unas cuantas fotos que nada
hacen para reparar el daño y lo único que provocan es exponerlo, como si el
mundo por sí mismo no fuera un catálogo de podredumbre.
¿Desean algo de beber?, pregunta la mesera, con cara de fastidio. No le
responden, ella debe de estar acostumbrada.
Pronto estará amaneciendo, calcula Félix, y daría lo mismo si
anocheciera. Querría tirarse a la mujer, pegarle, no sabe por qué tiene este
tipo de arrebatos, Félix, quien siempre ha sido mesurado y no entiende qué
es exactamente lo que pasa ahí, en un instante al que de repente se le ha
abierto un hoyo, justo donde se encuentra con Sada, el hombre que llamó a
su cuarto de hotel hace apenas unas horas, y lo citó en el casino donde
ahora se miran y se defienden, igual que aves de rapiña.
¿Y cómo se llama su exesposa?, inquiere Sada.
Nelly.
Ya sé. Es usted moderado y por eso lo dejó. A las mujeres les gustan los
abusivos, quién sabe por qué, quién las entiende.
¿Y la suya?
También Mila, igual que la hija. Sí, terrible.
Félix observa cómo Sada se acomoda la mochila al hombro y se va. Ni
siquiera opone resistencia y lo ve marcharse, con la elegancia impune de
quien quebranta la rutina para después esfumarse, igual que el humo del
puro encendido aún, cerca, a punto de incendiar las fotos, si él lo intentara.
Por un momento el periodista cree que está solo pero sabe que no:
supone que la intención de un fotógrafo es traer las imágenes a otro tipo de
soledad, una compartida y distinta a la soledad única que, en el fondo, las
imágenes buscan.
Después sale del lugar, toma un taxi con rumbo al centro (al centro de
todo, quisiera), y camina, avanza, o retrocede, una desesperación sin huida.
Lo hace durante mucho tiempo tratando de alcanzar la exhausta pátina solar
en el horizonte, pero el horizonte se convierte en un equilibrio inestable que
se rompe a lo lejos, por encima de la frontera.
Félix llega al hotel y duerme un poco aunque despierta asustado. En el
sueño, las fotografías crujían y se desmoronaban. Bebe agua, observa la
habitación, tan impersonal, tan limpia, se dice. Nada va a cambiar, expresa,
son palabras que no vienen al caso pero luego sí porque los rostros de los
muertos lo miran a él, con cansada incertidumbre, y desde su muerte
parecen sonreír, derrotados, cínicos; murmurar cosas ininteligibles. Se
dirige a la ventana, ahí están los neones, la avenida, un lisiado que camina
con el culo y es un espectáculo, los coches que circulan porque la
cotidianidad sin azogue es una forma de volver a la locura.
Todo permanece en su sitio, incluido el sobre que atenta contra su
aburrimiento. El sobre marrón. Extrae las fotografías. Siente que sus dedos
se queman al tocarlas. Están esos rostros que lo observan con sus ojos,
petrificados para siempre, ojos que se despliegan como botellas de vidrio a
punto de estallar y astillarlo. La sangre salpica, dijo Sada.
Debió ser que no quiso lastimar a nadie, sino simplemente que se sentía
infeliz, piensa Félix del hombre. Le desconcierta lo otro: el recuerdo de su
exmujer recuperándose del intento de suicidio, la mesera negra, el duelo sin
cadáver que impuso Sada durante las horas que estuvieron charlando, para
después oírlo respirar con dificultad y verlo huir, como huimos todos,
supone. Toda esa maraña de emociones, la melancolía por lo que dejó de
ser, en medio del puñado de fotos que mañana serán noticia, una tapa de
drenaje abriéndose canal.
Tinta azul

LO DEL BESO SUCEDIÓ hace tres días. Nada fuera de lo común, piensa ella.
Delante de los hombres viejos con los que ha construido su historial
amoroso, el poeta es un niño, casi le asusta verse tan envejecida en
comparación con él —le repugna un poco que le haya tomado la mano y la
escena estuviese afectada por una sutil cursilería.
Ahora lee sus poemas, le gustan las imágenes (un vestido vacío en el
ropero, por ejemplo), quisiera seguir pero no se concentra.
Quisiera decir: una mesa de billar, la necesidad de que una bola se
mueva en el tablero para que las demás choquen. Quisiera sumergirse en el
agua estancada y verde de la mesa: imagina un lago. Quisiera decir: la
mirada verde del poeta. El beso anunciándole que algo va a cambiar,
aunque nada ocurra y ambos deban regresar a sus respectivos horizontes.
Quisiera decir: busco algo, así no sepa exactamente qué. Quisiera: encontrar
cualquier cosa aunque de nada sirva.
Pero ella está harta de las relaciones adictivas, peligrosas. Desde hace
tiempo busca algo y no lo encuentra. Quizá no encontrará nada, nunca.
Quisiera decir: tal vez de eso se trata.

Ahora pudo buscar al poeta en su cubículo de trabajo, ofrecer cualquier


oportunidad, salir juntos, perderse en una librería, acariciarse. Y, sin
embargo, llama a su marido… No es su marido, concluye, mientras marca
los dígitos. La llamada no entra, no es su marido propiamente, no hay
papeles de por medio, pero duermen juntos. El número de celular que usted
marcó está fuera de servicio, dice una voz femenina, mecánica; y no
obstante —reflexiona— llevan ya dos años. Vuelve a marcar, se sabe los
números de memoria, igual supo los números telefónicos de otros, números
hoy olvidados. De nuevo la contestadora automática.
Es raro que su marido no conteste. Por las tardes siempre está en casa,
frente al ordenador, abstraído del mundo, haciendo clic al mouse para
modificar la fotografía de un rostro en la pantalla. Su esposo. Está
obsesionado con la imagen de su mujer. Le ha sacado más de mil
fotografías: sonriente, llorosa, desnuda, vestida, de mal humor, drogada,
borracha, deprimida, odiándolo con la habilidad que desarrollan los
hipócritas, amándolo sin saber con precisión por qué, preguntándose ¿cómo
vine a parar aquí? Odia la rutina. Lo mismo cuando, de pronto, algo sale de
control. Por fin su voz —grave, remota.
—¿Qué pasa, mi cielo?
De pasar, casi todo. Un edificio de cristales se derrumba. Alguien ha
decidido lanzarse de un puente. Un poema dice: La mujer está en otro
lugar, a muchas millas de aquí, pero duerme a mi lado.
Le molesta de verdad su tono dulce, ese aire de educación inglesa en el
que los reproches se resuelven con buenos modales.
—Nada. Podrías venir por mí. Es temprano. Hace mucho que no vamos
al cine.
Dice sí. Diría sí a todo, está segura. Le asusta percibir esa poca certeza
que les queda. El amor como un resto de colillas.
Tiene que ver con sembrar raíces y contemplar cómo crecen a pesar de
estar infectadas por una oscura plaga.
Espera. No tardará en llegar. El poeta, en cambio, pasa por ahí y se
despide. A ella le da igual. Sólo es un buen poeta, está harta de los
equívocos. Sobre todo, se ha cansado de los hombres con anillo, del sexo
encubierto, del miedo que le producen los moteles.
Quiere escribir y no puede. Debe de ser el frío, los dedos no responden.
Necesita hacer una reseña, mentir sobre una obra musical que le disgustó.
Revisa algunos archivos en la computadora. Enseguida, abre su bandeja
electrónica. La cierra. Lee noticias. Abre su correo otra vez. Los nombres
de los remitentes le suenan extraños, ajenos. No recuerda cuál fue su primer
e-mail. Ni cómo se comunicaba con sus amigos antes de tener una dirección
en Internet.
La oficina está desierta. Sólo el viento frío deslizándose en las ventanas.
Sólo las ventanas protegiéndola del invierno. Sólo un iceberg en la noche,
como si el témpano de sus sentidos no fuera suficiente. Odia los inviernos
de esta ciudad. Añora los veranos perpetuos de su casa, el lugar donde
nació. Ese calor opresivo, la materialidad pegajosa del escenario, el
asfixiante bullicio del pasado.
Sueña. Está en su cuarto y huele a desodorante y ropa íntima recién
lavada. Se despierta con la blusa empapada de sudor. Tiene demasiado
sueño y permanece insomne, ni suficientemente dormida, tampoco
despierta. Escucha la soledad del televisor con el volumen a medias, el
ventilador de techo, la regadera abierta a lo lejos, la bomba de la cisterna
prendida, el chirriar de una bicicleta fija, de pronto un silencio denso, como
una nube que amenaza con abrirse y se detiene sobre su cabeza, cargada de
terribles presagios y malos deseos. Sueña que quiere levantarse y no puede,
como si su cuerpo fuese una tumba y ella deseara salir, después de todo.
Sueña que su madre entra a la habitación dejando gotitas de agua en el piso.
Que su hermana abre las gavetas para guardar en ellas un futuro inexistente.
Que su padre las contempla desde la puerta y las sabe, a las tres,
extraviadas.
El celular timbra. Guarda libros, hojas sueltas, sus llaves, los poemas
que intentaba leer. Apaga la máquina. Su marido ha llegado, está en la
puerta del edificio. Casi no lo reconoce. Lleva un gorro azul que le da
aspecto de pandillero de cincuenta años. Es un buen hombre. Es el hombre
que habría esperado amar hasta la muerte y no obstante…
Quisiera decir: la grieta, la humedad en las paredes. El maquillaje
deshaciéndose por el hilo del rímel en la cara. Un avión atravesando el cielo
hasta volverse diminuto.
Suben al auto. La avenida está despejada y limpia. A ella le viene la
nostalgia de un lugar desconocido. Las ganas de bajarse ahí mismo, para
luego correr e imaginar que más allá de la esquina encontrará el incendio de
una tarde por encima del océano. Piensa en las orillas sucias de alguna costa
africana.
—Hace mucho que no vamos a Queens.
—Mmm… Tardaremos demasiado. Y además, tengo hambre.
Y además, tiene hambre, repara ella sin expresarlo. Como si la comida
pudiese llenar ese vacío.
Se detienen frente a un restaurante. Aparcan en la acera. Tienen suerte
de que haya lugar para el auto ahí mismo. En las paredes hay espejos. Eso
la hace sentir incómoda. Él come mariscos, bebe a sorbos una Coca-Cola,
fuma un cigarro. Debe ser muy feliz, imagina ella. Su felicidad fugaz le
provoca náuseas. No entiende cómo puede aparentar sosiego. La tarde se
torna impasible, amarilla. Le dan miedo las tardes amarillas, los niños
jugando en la calle, el motor de los autobuses. El motor de los autobuses
yéndose rumbo a otras ciudades.
Después de comer, van hacia una pequeña plaza. No a Queens, a donde
ella deseaba ir, en el otro extremo de la ciudad, sino a un sitio cercano que
es justo como ellos, triste, discreto, derruido. Dejan el coche en el
estacionamiento. Demasiada luz neónica para tan modesto escaparate.
Comida rápida, videojuegos, un par de zapaterías sin clientes. Lo que más
le inquieta son los maniquíes. Maniquíes sin cabezas, ni brazos. Se dirigen a
los carteles de películas.
—Mejor no.
—¿No qué?
—Mejor vamos a casa. Estoy deprimida.
—¿Tomaste tu Prozac?
—No.
Lo peor de los medicamentos es su dosis. Lo mejor es que la
convencen: sería terrible no depender de ellos, no depender de algo.
—Como quieras, mi vida.
No concibe su tolerancia, su espíritu zen, esa bondad que teje en torno a
ella y es una trampa, una red asfixiante, el modo perfecto para sostener
cierta dependencia abyecta. Quisiera verlo explotar, que la manchara de
mierda y sangre. Duda de su carácter sereno. Recuerda un verso del poeta:
tengo fe por la maldad del hombre, fe por las fauces abiertas en su espalda.
Podría decirle:
—Pero no es mala idea ver una película.
Y en dos segundos:
—No. Será otro día. La cartelera es mala.
Lo sabe: el marido entenderá su indecisión, igual su obsesivo deseo por
bajar de peso. Es probable que los dos lo sepan: no hay otra cosa sino
desconfianza. Miedo de hablar de veras. Miedo de sentir lo que sienten.
Miedo de lo que postergan.
—Nos caerá bien un baño.
—Tienes razón.
Pero no. No tienen razón en nada. Más bien se equivocan, como si
equivocarse fuese un mérito.
Se dirigen al estacionamiento. Ya en el auto, ella no deja de verse en el
espejo. No deja pasar la oportunidad de preguntarle por milésima vez a su
marido si siente que ha subido de peso, si no será que la boca seca es
síntoma de diabetes, si escribir tiene sentido. El tráfico le angustia: no por el
tiempo detenido sino por la tranquilidad con que todos aceptan varar a
mitad del destino. Se sienten incómodos. Sería más fácil si el reproductor
de compactos sirviera, si pudiesen escuchar una estación de radio, cualquier
música sería más agradable que el mutismo por donde flotan sus verdaderas
intenciones. ¿Cuáles serán las de él, por cierto? De repente, lo examina sin
pudor. Su perfil —iluminado por otro auto que va adelante— le produce
ansiedad. Él se percata de la mirada aturdida de su mujer. A cambio, toma
su pequeña mano, aterida y pequeña como la de un ave que nunca
emprenderá vuelo alguno.
Por fin llegan a casa. A ella, la penumbra le aturde. Enciende las luces
de inmediato. Es bueno ver objetos, piensa, objetos como raíces sembradas
en las paredes. Es bueno tener un sitio al cual llegar. No han dicho una sola
palabra. Entran a la habitación pero en realidad ella imagina una estación de
trenes, el ruido desquiciante del motor respirando para irse. El marido la ve
desnudarse, y lo que no observa en el cuerpo de su mujer, es el continente
en llamas en el que se convirtió desde hace tiempo, un fuego invisible
prendido a los bordes de cuanto les rodea.
Toma una ducha. Ella. Ni siquiera seca su piel mojada. Se recuesta,
toma un libro, lee. «Se siente peor, más lejos de sí misma». La frase es
apenas una frase y sin embargo… Lo importante radica en lo que oculta,
reflexiona. Va a marcarla. Subraya palabras como si quisiera guarecerse
detrás de cada letra, podría edificar un muro con los libros leídos. Quita el
tapón del lapicero. Una gota azul turquesa salta a su mano. Ni siquiera vio
el chorro de tinta brillante emanando de la punta. Supone que también los
objetos tienen repentinas hemorragias. La gota azul se expande entre sus
dedos pálidos. No entiende cómo una gota de tinta consigue escurrir tan
amenazante, como si quisiera crecer hasta inundar el cuarto y ahogarla. Casi
siente el azul profundo metido en sus narices. Además, en el acto de limpiar
la tinta, nota una llaga. Una de esas llagas que oprime hasta que se revienta.
Quisiera sumergirse en un mar de tinta azul y desaparecer. Jugar con la
llaga hasta lastimarse porque sí. Va a decirle a su marido: algo está mal y
deberíamos discutirlo. Va a decirle al poeta que su libro es bueno, que el
beso fue una simple circunstancia y no quiere citas en cafeterías con mesas
de billar al fondo.
Se levanta y se dirige al estudio. Él está frente a la computadora,
perdido entre archivos de imágenes, cientos de fotografías. Es increíble
pero su marido la traiciona con ella misma, salvo que la mujer atrapada en
las fotos digitales no toma pastillas ni se siente extraviada ni envejece. Su
cuerpo se distiende, deja caer los brazos, la incipiente rabia, el súbito deseo
de romper la transparencia de un espejo que miente, porque lo real ocurre
bajo la superficie.
—Quiero hablar.
—¿Pasa algo? —responde él, inquieto.
Pero ella se arrepiente al instante. ¿Para qué?, se dice. Da la media
vuelta y se dirige al lavabo. Lava sus manos con jabón. Tiene manchas
azules por todas partes. La mancha azul no desaparece.
Frontera de sal

EN EL SUR HABITA EL FUEGO, te dijeron, pero no creíste que el calor fuera así
de intolerante. A la distancia, en algunos sitios despoblados, el sol es una
capa casi invisible, casi porque en realidad puede verse un humus denso,
una brasa caliente que deforma el contorno de las cosas. En el sur están los
pueblos proclives a la pobreza, a la ignorancia.
El jeep se desliza por la única carretera. Suena un blues azul,
melancólico. Estás lejos de tu país. Escogiste errar de tierra en tierra por
voluntad tuya y probablemente de la cámara. La cámara fotográfica como
una extensión de tus ojos, de tus manos, de la imposibilidad de apresar ese
«algo» que aún no encuentras.
Allá está la escollera aparentemente quieta. Has llegado a la hora en que
el crepúsculo es el mejor espectáculo. Un atardecer en cualquier mar es lo
mismo, piensas. Tal vez sea el estado de ánimo, Gary Moore con su agonía
de blues tras las bocinas, o quizá las cuatro cervezas que llevas dentro, pero
puedes jurar que este atardecer no es igual. Al menos conservas la
capacidad de asombro. Ha de ser porque estás en el Pacífico.
Se llama Paredón. Un pueblo de pescadores. Uno de los puntos por
donde pasan los coyotes que han comprado lanchas de motor para cruzar
ilegales, de Guatemala a territorio mexicano.
El jeep, qué firmes sus llantas para estos trotes, dices mientras entras
con cierta dificultad a eso que no es propiamente una calle sino el inicio del
laberinto que se bifurca en irreconocibles surcos de lodo.
Parece que el pueblo se ha trazado solo o que una calle principal —la
única pavimentada— ha ido extendiendo la hacinación hacia todos sus
lados. Proclives a la pobreza, repites acordándote de la frase y, al ver la
desoladora miseria de sus casas, sientes más ganas de regresar que de
convencerte.
Puedes ver con la nariz: la mayoría de los patios asolea camarón seco,
diminutos, miles de camarones rojizos cuya sal quieres paladear. Oler con
los ojos: allá, una zanja se mete en tu cuerpo con el tibio y ácido zumo de
podredumbre. Sí, es detestable la pobreza. Un escritor amigo tuyo la odia,
odia a los pobres, a los países subdesarrollados como éste, a lugares como
Paredón que probablemente jamás se imaginen del otro lado de la tierra.
Como los suburbios o las Ruandas que pululan por todas partes aunque
jamás se comuniquen sino por ciertos mecanismos de compasión a
distancia. No se necesita ir al continente africano para apreciar la cruda
belleza de la miseria.
Por si acaso, te conmueves. Es inevitable. Parece que el sur, esa palabra
minúscula, monosílaba, es la frontera equivocada, el error, el horror
histórico. Es posible, pese a todo, presenciar un ¿cómo decirlo?, un límbico
atardecer. Ya has visto demasiados. No es eso sin embargo lo que te aturde
sino el que se exponga tan soberbio frente a un lugar tan deplorable,
líricamente sórdido, infestado de camarones, pescados, cervecerías de mala
racha, borrachos vomitados a media pieza y niñas desnudas de miradas
desorbitadas tratando de apresar sapos de entre los sucios fangos. Buscas
imágenes y parece que aquí sobran. Así es el arte, ni modo, qué le vamos a
hacer. Sirve para denunciar la tragedia y también para disimularla. Es como
actuar cínicamente, sin ningún pudor. Lo sabes. Conmueve, te conmueve,
podría conmover a los otros, pero no ayuda. Una fotografía no les da dinero
ni drenaje ni pintura para, al menos, cubrir las paredes.
Piensas ya en las veinte películas por revelar, en la impresión de las tiras
de contacto, en el cuarto oscuro.
Piensas en la selección de aquello que no repita los itinerarios anteriores
—Praga, Francia, Irlanda, la costa española—, que no te repita en la
siempre mirada apocalíptica a la que a veces detestas pero que permanece
en tu retina como sombra. Después, las ampliaciones, la impresión en
bromuro y gelatina de imágenes que existen, que recorriste a pie, que te
tragaste porque hay sitios como Paredón cuya honda tristeza dejan una larga
herida. Finalmente, luego de buscar amigos que te ayuden, de visitar a la
directora de algún museo, lejos, lejos ya del lugar, montar la exposición y la
serie de fotografías de diez por diez expuestas en el muro de tus soledades.
«Frontera sur», así se llamará, a secas, quizá la nación sea lo de menos
ahora.
No hay ninguna playa porque éste es un mar muerto, una bocabarra
extendida pero cercada por dos brazos de mar a sus costados.
Viste el cartel en una agencia de viajes: una fotografía típica de oficina
que, sin embargo, no prometía turismo de lujo sino más bien una estampa,
un lugar común. La tapia de concreto detiene al océano. Ése es un ángulo
perfecto: el agua en donde decenas de lanchas enmarcan a contraluz su
cadencioso y aletargado vaivén, agitándose a ras de lamas verdes,
juntándose unas con otras, como si fuesen voces parlando a mitad de la
tarde.
No buscas ese paisaje, de hecho, estás harto de él: tienes la certeza de
que más allá de las cosas hay un alma que, o brota o simplemente no brilla
en el despliegue de luz. Una riada de pájaros negros atraviesa este
fragmento de cielo.
No te detienes. Hay en tu respiración un pulso que se agita. No es que el
pueblo sea grande, por el contrario, es tan pequeño que alguno de tus
amigos ya se habría dado la vuelta diciendo «no hay nada interesante aquí».
Pero siempre has ido contra corriente y estás o decidiste venir a donde
ninguno de ellos jamás imaginó, un pueblucho ignorado que, pese a todos
sus matices, genera vida en donde se pose la mirada. Vas hacia donde no
hay dinero. Al lugar donde bien podría originarse de nuevo el mundo.
Paredón arde en oleadas de calor, sus muros leprosos están llenos de
propaganda política de partidos que seguro jamás se han parado ahí, árboles
desconocidos, flores exóticas en los patios, callejas malolientes que
terminan todas en el rompeolas mojado de agua sucia.
Devoras ese paisaje, lo anidas en la cabeza. Vas caminando ya por la
orilla pero tampoco ellos, sus habitantes, se detienen. La gente viene y va a
recoger mercancía. Imposible encontrar simetría en las casas, en el mercado
único, en este instante de puerto. Es justamente su desorden, su desigualdad
lo que hace al sitio inquietante. Los hombres y las mujeres sólo se parecen a
sí mismos, el destino aquí es un largo juego de azar, de espera. Pareces
abismado en una fotografía que te fascina, una enorme fotografía agitada,
convulsa, poderosa y triste. ¿En qué pensará esa mujer que sin temblor en
las manos abre un enorme pescado? ¿A quién amará ese negro que observa
la quietud del horizonte? Vienen y van las bicicletas. Van y vienen los
niños. En aquella esquina un muchacho pintarrajeado y vestido como
quinceañera pasa a mitad de la calle mientras los del grupo de la esquina se
burlan, rechiflan y ríen con escándalo.
Ya saben tus amigos que vives de lo mínimo: no pides hotel, acaso
comida, una noche bebiendo en cualquier taberna, fumando mientras
escuchas el inagotable y líquido canto de grillos y sapos —esto no se
encuentra en todos los sitios— o perdiéndote en la geografía de un buen
sueño.
Esta vez no será la excepción. Ni idea de dónde puedas instalarte. No
hay una playa con arena maciza que te permita extender tu saco de dormir
para el reposo.
Entonces das con la casa. De entre la oscuridad espesa llegas al final del
camino y ves una luz prendida, como si fueras un pescador que descarga su
cansancio en las redes y va desnudo hacia el titilante faro cada vez más
cercano. Te frotas los ojos. ¿La casa se acerca o se aleja?
Es una mujer quien abre. Explicas —con un torpe y balbuceado español
— algo sobre tu profesión y tu motivo de visita. A ella no le interesa. Ríe
mostrando la dentadura perfecta y blanca, como si los dientes fueran
irreales, como si en vez de hablar, también balbuciera, hiciera remedos de
una probable contestación. Dices que un chico te dio la referencia. «Ella
podría rentarle una hamaca», citó el muchacho aquel con su marcado
acento. No pudiste verle la cara, estaba a contraluz. Pero seguro era esta
casa, la última.
—Soy fotógrafo, una ciudad lejana, país lejano —dices, porque es
probable que ella no sepa dónde queda Moravia y si es posible que existan
otros puertos parecidos al suyo.
Pero en realidad no eres de ningún lado. Decir que eres checo es nada
más una convención. Hasta hace veinte años fue prohibido incluso dar esas
señales. Huiste. En realidad, naciste desde que te tocó fotografiar a los
gitanos y andar como ellos: transitando sin descanso por diferentes rincones
de la tierra, encontrando en cada uno de ellos los motivos de sus fantasías y
lugares de reposo. Un exilio permanente, inacabable, hasta que mueras.
La mujer te observa confiada y cálida con su menuda humanidad. No
encuentras la hostilidad de las ciudades. Dice —en un perfecto pero curioso
español— que bajes tus cosas, que dormirás en el corredor, en una de las
cinco hamacas. No entiendes muy bien sus palabras, ella más bien acomoda
las frases como cojeándolas, arremetiendo con fuerza algunos sonidos. Pero
captas que no se ha negado, que sus ojos brillantes y negros te han
permitido entrar, pasar las noches siguientes en este Paredón de nadie.
Lleva una bata donde guarda el tibio olor de sus pechos. Hasta ahora no
te explicas por qué no has podido vivir con una mujer. Ninguna cosa, por
atractiva que sea, ha tenido la fuerza para distraerte de tu única obsesión: la
cámara, el mundo, o el mundo y la cámara: ¿quién ha inventado a quién?
Esa muchacha te ha inquietado tan de pronto como, supones, sucede con
esa imagen que se busca y se encuentra de entre las muchas posibilidades
que tiene la realidad. Tienes organizada la vida con rigor absoluto, casi
militar y religioso. Te refugias en los mil negativos que colocas sobre una
mesa como si fuese en verdad una geografía aparte sin fronteras ni
nacionalidades ni nombres, un territorio sepia y silencioso que esconde
gritos y palabras. No estás atado a nada, a nadie, no te interesa el dinero, el
confort te da lo mismo, tu contacto con la naturaleza y los seres humanos va
más allá de los instantes dedicados a disparar la cámara. No tembló el pulso
cuando pusiste tu reloj en primer plano para fotografiar la hora en la que
llegó el primer tanque militar a tu país. Tu país. Y entonces ¿por qué
diablos se estremece tu piel al sentir los pasos de la mujer acercándose?
¿Por qué a una edad en la que sólo pides buenas fotografías, buena salud,
profundos sueños, aparece la figura breve de ella, sus ojos que parecen
oleaje, para aturdirte con su bata encima?
La adivinas, la palpas por dentro como si estuvieras en el cuarto oscuro
tanteando los frascos de líquido revelador. Te señala una silla maltrecha,
tonto, siéntate, tal vez quiera platicar aunque no se entiendan mucho.
Cuenta historias que serían inverosímiles de no ser porque ella las reza
como un algo cotidiano. Ayer encontraron el cuerpo de dos hombres que
murieron ahogados. El puyo los dejó a medio camino, se pusieron a nadar,
se cansaron, se entumieron antes de dar la última brazada.
La oyes hablar de la violencia creciente en la costa, de un sonado
asesinato cometido por estudiantes que, para variar, dejaron al muerto en la
playa, como si el mar fuese un depósito cuya sal borra todo rastro de
podredumbre. Como para hacerle entender al mar que no todo lo que
acapara es belleza. Y así otras anécdotas que hacen de la mujer una
interminable memoria gráfica hablante. Pero probablemente no entiendes el
significado de ese conjunto de relatos y sólo sirven de pretexto para
escucharla y verla gesticular.
A la bata le sobra espacio. El cuerpo le danza dentro. Ya debe ser muy
tarde, han bebido varias tazas de café. Te gustaría fotografiarla: no con la
nitidez de sus contornos sino desdibujada y desnuda, dándole la espalda a la
cámara y al mundo, perdiéndose en un follaje difuso, un alambre de púas en
primera posición, cercándola de ti.
Hasta mañana, qué digo, hasta al rato, insinúa y se va. Preguntas la
hora pero ella te advierte que no tiene reloj y usa el radio para saber la hora,
sólo que ahora no va a encenderlo porque su marido duerme. Se ha ido
dejándote un vacío que duele como incisión en el estómago. No está frente
a ti su pelo abundante y largo cayéndole a los hombros desnudos. No la
boca que en vez de labios pareciera tener deseos. No los ojos de tinta
chorreando quién sabe qué ardorosa palabra. No la dentadura exhibiéndose
sugerente en la leve sonrisa.
Te ha advertido que te pongas repelente, por los mosquitos nocturnos.
Imposible usar el saco de dormir. No hay viento fresco ni brisa y el poco
aire que llega huele a sal. La hamaca es un descubrimiento: como una red
de pescadores al aire en la que no puedes conciliar el sueño.
Una hora, dos… ¿Cuánto faltará para el amanecer?
Ha sido el café, fue el café amargo.
Más tarde la escuchas. Los escuchas. Las demás hamacas están vacías.
Vas pegándote a la pared del corredor hasta llegar a la ventana. Una débil
luz —no sabes de dónde viene— alcanza a delinear las siluetas reflejadas
en el espejo de lo que parece un armario.
La mujer ¿cómo dijo llamarse? está tumbada. El hombre la ha abierto
como si se tratara de un pescado que recibe la suave y filosa hoja de un
cuchillo en la mitad de sus vísceras. La escuchas jadear, leve pero precisa.
Desearías ser ese hombre cuyo olor la apresura en su gemido. El amor
también es la representación de un crimen. ¿Por qué tu visión de fotógrafo
ha de ser como si tuvieras un gran angular? ¿Por qué has de captar la
superficie con una intensidad que te hiere más los ojos? ¿Y por qué ha de
dolerte un minuto como éste que no te corresponde? Entonces te das cuenta
de que llevas sesenta años en paisajes desolados y que, imágenes como la
que ahora ves, son ya un paraíso perdido.
Tienes la sangre caliente, el cuerpo caliente, la boca caliente deseando
sosegarla en la dermis de la mujer que está lejos de tu frontera. Uno no ama
las clavículas, los músculos del otro sino la piel, que es el límite que se
desea transgredir. La piel, una frontera. Ni siquiera has sentido los
mosquitos dejando su rastro de sangre. Has venido al pueblo de un país
lejano sólo para reafirmar que estás cerca del deseo ahora que la edad sólo
pide un buen sueño, una buena fotografía, buena salud.
Cuando ves tanta belleza concentrada en un solo lugar, te obligas a salir,
a hacer algo tú también, respondiste alguna vez. Pero ya no puedes. La
escena te ha vaciado. Ha derrumbado tu primera cámara Reflex. Tu
deambular por diversos países disparando sobre gitanos o sobre inmigrantes
de varias partes del mundo. Evitaste poseer algo. Incluso la posibilidad de
un hogar, de regresar a algún lado posible.
Cuando ya no hay nada que fotografiar, es tiempo de abandonar el sitio.
Retornas a la hamaca dejando atrás a los amantes que no cesarán de
hurgar en sus cuerpos hasta sentir cansancio. Por primera vez la oscuridad
te da miedo, te asfixia. Por eso recoges tu poco equipaje y sales dispuesto a
irte de ahí, lo más pronto posible. Un día, una noche, un fragmento de
minuto puede bastar para derribar nuestros mundos interiores. Uno puede
ser ciudad dentro, y por fuera, el militar que con arma en mano inicia la
batalla.
Quieres aprender, no repetirte. ¿Qué son los cientos de imágenes que
llevas en los rollos fotográficos sino lo mismo: gente cotidiana que huye,
que se va, que muere, que devasta sus territorios? ¿Hacía falta darte cuenta
de que en el fondo lo que buscabas fotografiando pueblos, puertos,
ciudades, era una imagen de ti mismo? Y por fin la encuentras, en un lugar
que ni a pueblo aspira, en una casa que ni siquiera tiene drenaje, en una
mujer menuda metida en una bata primero y desnuda después, retorciéndose
como el pez que brinca en la red porque ya no tiene aire.
¡Al diablo con todo aquello, con el exilio, con la guerra, con el cuarto
oscuro! Prendes el motor del jeep, caes cantidad de veces porque no hay
forma de distinguir el camino lodoso de la ¿noche?, ¿inicio de la
madrugada? Antes de despedirte de este Paredón de nadie vas a su muelle.
Sacas de la mochila los cartuchos. Caminas hasta la orilla. Te sientes en el
borde del abismo. Deseas el amanecer. Lenta va apareciendo una mancha
clara que comienza a extenderse. Y entonces, una a una, dejas caer las
películas fotográficas que ibas a revelar con minuciosidad, en invierno, allá,
en la silenciosa habitación de Praga.
Cae el viejo vagón oxidado en cuyas rendijas altas se amontonaron
cuatro centroamericanos.
Caen dos hombres que ven por los agujeros de un murete metálico, el
camino prolongado y el anuncio en mayúsculas AQUÍ TERMINA
GUATEMALA Y COMIENZA MÉXICO.
Cae una balsa de neumáticos por donde una familia entera atraviesa el
río.
Caen dos buses con deportados.
Cae la mujer sentada en las escaleras de un hotel de mala muerte, en el
borde guatemalteco. Cae ella y con ella su mirada rendida desde ya,
extraviada.
Cae el mercado itinerante instalado en más de diez kilómetros de línea
fronteriza.
Cae un oficial de la migra tomando cervezas con una puta.
Cae una cruz solitaria a mitad de la carretera: ahí murieron dos
hermanas antes de reiniciar el largo camino hacia el norte del país.
Caen los alambres de púas.
Los cercos.
Las casetas migratorias.
El abundante trópico pero abandonado sur.
Y cae, invariablemente, tu sueño de fotógrafo, tus ojos de fotógrafo, tu
horror de hombre solitario.
Cae la mujer y sus gemidos y su cuerpo menudo deshaciéndose como si
fuera arena.
Es probable que por hoy no quieras nada, piensas.
Y mientras los tubos fotográficos comienzan a flotar en el agua,
amanece. Cada vez más de prisa.
Yésira

EL AGUA HABÍA COMENZADO a cercarle la cintura. Como una mujer. Como


una mujer rasgándole la ropa, se decía, aunque sólo imaginariamente:
ninguna jamás le habría rogado nada. Algunas ramas se le treparon en las
piernas. El río. Ninguna línea que delineara sus contornos.

Es fuereño. De eso ni duda. Por la ese arrastrada. Guatemalteco. Porque de


acá, no. Nos están invadiendo. Va a las cosechas y ahí están. Va a la fila de
traileres y ahí se esconden. Se asoma por la estación y por la noche rondan.
Ni se diga en la zona, atascada de negras dispuestas a soportar cualquier
cosa con tal de conseguir billetes. Nos parecemos mucho, es cierto.
Tenemos casi las mismas facciones, el mismo brillo grasoso en la cara.
Alguna mueca. Pero si algo los distingue es el pánico con el que ven,
hablan, caminan. Eso ha de ser. Huyen. Un lunar. Le vi un lunar grande en
la barbilla.

Llegó un breve oleaje. Atrás venía una sombra de hombres queriéndolo


alcanzar. Aceleró su paso. Era inútil. El lodo le jalaba los pies. Como si se
los quisiera tragar. El miedo iba ganándole la piel, entumecida de frío, de
cansancio. La oscuridad se hacía casi de concreto. Podía tocarla. Una mano
lo detuvo. «¿Estás bien?». Se trataba de un panameño y, más allá, dos del
Salvador en busca de llegar hasta donde los alcanzara la madrugada.
Mientras más negra está la noche es seña de que pronto habrá de amanecer.
«También soy mosca. Vamos para el mismo lado». Pero él apenas responde.
Cuando llegue se pintará un bigotillo para disimular un poco su rostro
asustado. Asiente con la cabeza, en señal de acuerdo. No desea responder a
más preguntas. «Oye, ¿y por qué por aquí?». «Por lo mismo que tú».
Silencio. Sólo el parloteo de animales nocturnos. Silencio y, acaso, el
sonido fantasmal al ir arrastrando los pies bajo el agua. El silencio, un
amenazante bullicio. Una luz lejana los hace detenerse. Se sumergen hasta
la nuca. El río les duele en la espalda. Tiene ganas de vomitar. «Debe ser
una estrella», dice alguien. Piensa que es él mismo, su sombra, quien
responde. Pareciera un delirio. «¿No estaré ya muerto, no estaré ya muer, no
estaré ya…?» se repite mientras tantea su rostro mojado hasta percatarse de
que no, no está muerto aún. Reanudan la marcha. La orilla está cada vez
más cerca y sin embargo se siente lejana, inalcanzable. Por fin la palpan.
Escalan unas rocas y piensan que ya están «del otro lado». La tierra es la
misma. El viento parece morderle los brazos endurecidos. Los hombres y
las dos mujeres respiran al unísono.

Estuvo aquí una noche. Aunque ella lo niegue. A él no lo había visto. Al


otro sí. Era, es uno de sus queridos. Se llama Óscar. Aunque claro, quién le
dice a una que ése es su verdadero nombre. Es panameño y no es la primera
vez que se pasea por este rumbo. Lo han regresado varias veces. Anda de
puta en puta, robando o trabajando temporalmente mientras saca lo de su
pasaje para irse al norte. Sólo que ella le aguanta todo. Ha de ser porque
está muy sola.

Oyó a Óscar decirle a la mujer que estaba «muy cansado». Y la mujer en su


reclamo «ahora me pagas el hospedaje, cabrón». El rechinar de la cama fue
alejándose hasta hundirse en un sueño que dejó caer su montículo de
piedras. Ahí, volvió a recordar la noche. La noche frente al congal aquel y
la rabia infectándole la sangre. Tenía que aparecer en cualquier hora el
«oficial» con su metro ochenta de estatura, pantalón azul, camisa caqui,
placa metálica en el pecho. No estuvo aquella noche para defender a su
hermana. Pero seguro era ese hombrejo hijodeputa. Supo su nombre. Su
cargo. Su rutina de llegar cada viernes y buscar especialmente
centroamericanas. Lo vio entrar, presentar la mica de la «migra». Nadie que
dijera algo. Tres mujeres muertas en sus manos y nadie para denunciar. Ni
los periodistas que andan siempre haciendo escándalo. Siguió con la vista
fija al oficial, sentado ya frente a la pista y señalando de buenas a primeras
a una de las chicas. Rodríguez, ése era su nombre, comenzó a beber. Era él
y por un momento lo imaginó encima de su hermana. Ya no podía
reclamarle a Yésira por trabajar ahí. No iba a regresarla ni podía
convencerla de que eso de irse, cruzar fronteras, arriesgarse era sólo
cuestión de hombres. ¿Cuándo se le habría metido en la cabeza la pinche
idea de largarse? Las maquilas en medio de los desiertos. Los puteros aquí y
allá asediándolas mientras un día de ésos, por fin, el destino. Estaba muerta.
De vuelta a su patria pero muerta. Pendejo, le dijo con furia, a la distancia,
mientras sus ojos seguían la inmediata borrachera en el cuerpo tambaleante
de Rodríguez. Se oyó él mismo y tuvo de pronto la sensación de que quien
hablaba era otro. ¿Quién de esos dos que habitaban en él debía hacerlo?

Ella escuchó a Óscar llamarlo Álvaro. Cachuco. Da lo mismo. ¿Cuántos no


dicen ser cachucos y son catrachos o guanacos? Esa noche apenas se dejó
ver. Pero sé que fue ese día porque la casa permaneció cerrada y ella no
atendió a nadie más. Vino una camioneta, no me pregunte de marcas porque
de eso sí no sé. Se subieron los dos. Óscar y Álvaro. Ya le dije que Óscar es
su querido o algo así. Lo despidió con un beso. Se miraba triste. Alma,
claro. Él siempre la viene a buscar cada que ya ha cruzado a México y
piensa embarcarse hasta la del norte. Es cuestión de seguirle los rastros.
Ella sabe, eso es seguro.

El ruido de un fuerte chorro lo levanta. Intenta reconocer dónde ha pasado


la noche. Una casa alta con penumbra fresca y ligera cortina de luz que
entra por el patio. Avanza dejando atrás calendarios y santos que deambulan
en las paredes como fantasmas. Óscar, desnudo, recibe cubetazos de agua.
La mujer, en camiseta, le refriega el cuerpo. Ambos le han dicho a Álvaro
que se desperece, se quite la ropa y se bañe con ellos. «Eres el más tímido
que he conocido, no matarías ni una mosca», grita ella. «Alma, me llamo
Alma». Alma coloca un plástico a modo de cuarto improvisado,
comprensiva, para que Álvaro pueda bañarse sin pena. «No matarías ni una
mosca» le queda zumbando en sus oídos, hasta que recuerda. Intenta
quitarse las imágenes. Ese patio —sucio, caluroso, ni un retrete digno— es
parecido al suyo. Una orilla es reflejo de la otra, piensa. La frontera de
Guatemala es la prolongación de ésta: igual de triste, de abandonada, como
si no existiera o como si sólo cobrara importancia por sus muertos. Los
agentes tienen olfato de perros, sentencia Óscar. Pareciera que el oficial
aquel con su metro y ochenta centímetros va ensombreciendo el patio. Sabe
que lo buscan. Los agentes tienen olfato de perros. Escucha ladridos.
Probablemente estén ya fuera de la casa y ahora mismo toquen. Quizá sean
ellos, ya vienen por él. «Cállate jodida Lula», grita Alma. Lula deja de
ladrar.

Hizo bien. Es que… Dicen que el oficial era un matón. Que estaba como
desquiciado. Mire que buscarse muchachitas para luego violarlas. Si ellas se
metieron en eso fue por necesidad, por gusto, por lo que usted quiera, pero
no para recibir tales tratos. Así no. No sé hasta dónde sea cierto el rumor de
que se trataba de ese hombre, el tal Rodríguez, pero según las malas
lenguas… Nadie dijo nada, es cierto, el rumor de la gente es sólo eso: como
una onda de agua que se extiende pero no puede tocarse. Yo me enteré de
las muertitas en los periódicos. Los muertos luego ya no tienen
nacionalidad ni nada. Sólo son números, números que, como ellos,
desaparecen.

Debió correr monte abajo para llegar al río. Tirarse a él como si quisiera
ahogarse de una buena vez. Arrojar la navaja fría y verla desaparecer.
Encontrarse con la mueca asustada de su hermana diciéndole «No debiste
matarlo, ¿para qué?». Lavarse las manos como si en la palma todavía
hubiera rastros de sangre. Ayer apenas pudo colarse dentro de una
camioneta de refrescos embotellados con la suerte de no pasar a revisión.
Por la tarde, una vez que él y cuatro paisanos más se desperdigaron por la
zona, decidió buscar el burdel. «Vente con nosotros, ¿qué vas a buscar a
estas horas? Todo está lleno de guachos». La fotografía del periódico creció
rencorosa en la memoria. Fue el oficial ése. «La bestia Rodríguez». Un
apodo común. Por su estatura y peso descomunales. Por su cara cuyas
cicatrices no podían pasarse por alto. Por las tres mujeres que habían
amanecido con señas de tortura en el cuerpo. Nadie que dijera nada. El
crepúsculo se instaló tiñendo el lugar de un rojo oscuro, quizá premonitorio.
Aquello no era sino matas de hierba, algunos caminos y escasas casuchas
bordeando la carretera principal. Ahí estaba el anuncio, retorcido y solitario
en mitad de la calle. Subió en silencio, escuchando el crepitar de la grava
bajo sus zapatos. Sudaba. Cerca, cada vez más cerca, se oía la incipiente
bulla de El Marinero. «Dicen que trabaja en el burdel, ve tú a saber,
mientras espera a que pueda irse a Nogales». Eso oyó. Eso supo cuando lo
confirmó el pie de foto y en la imagen, ella, Yésira-la más pequeña de ocho
cachucos-catorce años. No hubo lágrimas en el entierro. Sólo un mediodía
sucio, lleno de aire terroso. Volvió la mirada hacia el horizonte: era apenas
una línea de concreto, la frontera.

Una camioneta. No sé quién pudo ser. Llevaba sombrero. Fui a buscarla,


pero me contestó con desgano. Que estaba cansada, dijo. Ah… Es un amigo
de Óscar, lo conoció en el río. El muy mierda sólo me busca cuando va de
paso. Traté de consolarla, la vi malhumorada, triste. No la escuché bien. No
sé si dijo que era de Guatemala o del Salvador. Tampoco le hice mucho
caso cuando me comentó del plan que Óscar tenía para irse. Yo qué iba a
saber del muchacho. Si me acerqué a preguntarle no fue por él, por ellos,
sino por Alma. La verdad fue pretexto para ir a cobrarle lo de unas alhajas.

El show comienza a las once, sentenció el guardia. Soy hermano de Yésira,


dijo. ¿Cuál Yésira? Mostró la foto. Los dos hombres de la entrada lo
miraron con piedad. Una piedad de instante. Pásate pues. Se sentó hasta el
fondo, hundido en esa mezcla de confusión que lo invadía desde que bajó
del bus. Era desolador el vacío. Un burdel no es sino espejo. Al mesero
también le enseñó la foto como si ésta fuese la justificación exacta para que
lo dejaran en paz. A lo lejos vio a una mujer escrutarlo con sospecha. Debe
ser la madrota, pensó. Le pareció ver a Yésira deambulando borracha entre
los pasillos. Dejándose tocar por el tumulto de manos anónimas salidas
desde el aire oscuro. Contonearse en el piso maloliente del escenario. Bailar
desnuda aunque por dentro la pobre tuviera pánico. Le tenía miedo a los
incendios. Desde niña le tuvo miedo a los incendios porque una noche, en
casa, alguien tiró una veladora y ella gritó cuando el fuego había alcanzado
las cortinas. Yésira un incendio apagándose en las manos de ese animal. Me
voy, afirmó aquel mes. Debió ser que ya estaba harta. La falta de dinero.
Las ganas. A lo mejor pretextos le faltaban para putear.
El «oficial» Rodríguez, ahí estaba por fin. Sabía que llegaba pasadas las
diez. Lo estaba, nada más, esperando. Viernes. Yo nomás voy a vengarme.
No porque la hayas matado. Un día nos tocará a todos. No porque la hayas
matado, sino por el modo. Restregarla, pegarle. Esperó, paciente. No había
prisa. Te voy a agarrar borracho, pendejo. Sólo para que recuerdes que ella
estaba indefensa. Lo siguió hasta el baño. Nada más público y fácil que el
mingitorio. Veía ya su rostro herido de cicatrices en la página de ocho
columnas. A su hermana le tocó la nota roja. Divisaba el funeral del tipo y,
a decir verdad, su propia lápida de regreso a Guatemala, muerto también.
Sentía que los baños comenzaban a invadirse del penetrante hedor a sangre.
Se vieron, entonces, los dos, a través del espejo. ¿Te acuerdas de ella? Le
enseñó la foto, otra vez la mueca de Yésira sin poder descansar, al tiempo
que eran varios los movimientos de la navaja entrando una, dos, tres veces,
duros navajazos metiéndose sin dificultades a la carne gruesa del hombre.
¿Te acuerdas de ella? repitió Álvaro para sí mismo, mientras huía. Porque
él sí se acordaba de Ye, no la del periódico sino la muchachita que le jalaba
los brazos. Principio del amanecer. Iba a tirarse en las matas frescas de
hierba hasta que diera, tenía que dar, con el río. Escuchó su rumor.
Arremangó pantalón y camisa. Era lodo lo que pisaba. No veía pero podía
imaginarse cómo la claridad del agua se iba llenando de grumos densos. Tal
vez era lodo lo que crecía, o sangre cuya mancha podría delatar la huella.
De vez en vez sentía plantas que parecían enredarle el andar lento. Allá, a lo
lejos, escuchó un sigiloso peregrinaje. Jamás había matado. Tal vez un día
todos tengamos que hacerlo, se dijo entre dientes. De verdad, le parecía que
quien hablaba era otro. Alguna sombra queriéndolo atrapar.

Lo dejé con don Gonzalo, él iba a llevarlo a la ciudad. No me habría


imaginado que traía cargando un muertito. Se veía asustado. A estas alturas
no sé si ya se haya ido. Suerte la suya. Y mala la mía. Esta es la décima vez
que cruzo, me embarco y me detienen. Se llama Álvaro. Va para donde
vamos todos. Al menos eso me cantó. Es guatemalteco y nunca me dijo
nada de ninguna Yésira ni de ningún oficial. Sólo que iba al burdel. Pero
¿cómo iba a saber que a eso? Un lunar en la barbilla. Como de mi estatura.
Hasta podría ser yo. Ya ve que lo único que nos hace diferentes es la
nacionalidad. Quizá todos traemos en el fondo, muy en el fondo de nuestra
paqueta, una navaja con la que podamos quitar a quien no quiere que
lleguemos al otro lado.

Ye, Yésira. El nombre se le fue adormeciendo en la boca. Huía. Ya era hora


de que lo detuvieran. Pero seguía un camino improbable, incierto, tal vez
hasta inexistente. Le quemaba el sol en los hombros. Dejó sus zapatos en el
monte. Caminó descalzo sobre la carretera. Aquel hombre de sombrero le
dejó una credencial mexicana falsa. Por ella y por el pasaje del autobús
pagó con dos fajos de billetes un año completo de trabajo. Quién sabe
cuántos kilómetros faltan para llegar al poblado siguiente, pensó. Ya no se
acordaba del hambre de dos días, de la sed que parecía comenzarle a llagar
la lengua, del sudor salitroso rozándole los muslos. A estas horas ya deben
de estar urgidos como perros para encontrarme. La carretera estaba vacía,
acaso algunos coches perdiéndose en el cada vez más estrecho horizonte.
¿Hacia adelante o hacia atrás? ¿De qué lado estaba su país? Quiso
reconocerlo en la distancia. Le llegó el bullicio de muchachos jugando fut a
mitad de la calle. Allá, la avenida en donde se reunía con los demás para
comprar sodas y galletas, sentarse en la acera y oír una y otra anécdota más
de los que siempre se iban. «La cuadra es como de gitanos. Se han ido
tantos, han regresado tan pocos, que este barrio parece de fantasmas». Eso
decían mientras veían caer la tarde. Hacia adelante. O hacia atrás. Por
donde caminara, aún con pasaje y credencial en mano, sabía que iba a la
muerte, de eso no había duda. La certeza, por cierto, era amarga, como el
trago que dio a su última cerveza Gallo.
La piscina

ESTA HISTORIA SUCEDIÓ en Cuba, hace seis años. Karen era joven y tenía una
vida pacífica, la vida aburrida de la estudiante universitaria que, no
obstante, guarda su armamento bélico en la manga, bajo la superficie de la
aparente normalidad.
No es una universitaria cualquiera, pues no puede serlo una mujer que,
por ejemplo, tenía quince años cuando ayudó a su madre a morir (ésta, en
fase terminal, pidió aquella mañana a su hija que le comprase una botella de
tequila y la inyectara de una buena vez: no puedes permitir que la vida te
traicione de este modo, ayer fui hermosa, no me importa el dolor, qué va,
sino la fealdad de la piel, los labios partidos, la falta de cabello, dijo la
enferma).
No es una chica común sólo por eso; también cuentan sus gustos
excéntricos (compra muebles usados, consigue —quién sabe dónde— ropa
antigua y se pasea por las áreas verdes de la Facultad de Humanidades
como si fuese una duquesa extraída de algún paisaje francés del siglo XV, se
siente atraída por los necrófilos, le gusta desafiar la desnudez de una
ventana cuando escucha Gloomy Sunday, interpretada por Billie Holiday).
Es en esta etapa de duelo (ya no queda en su memoria más que el
recuerdo de la fealdad minando la belleza, y sólo existe una casa árida que
destaca, sobre todo, la vasija donde reposan las cenizas de su madre),
cuando conoce a un hombre. Se trata de su asesor de tesis, de modo que los
días comienzan a recuperar su aire vital, un resplandor en las persianas, el
olor de la ropa recién lavada en el traspatio.
El hombre no es precisamente culto, pero sí hosco y viril, el típico capaz
de cogerse a su hermana si se le apetece, de perderse en la bruma luminosa
de los casinos y apostar a la mujer que lo acompañe: eso basta para que
Karen se rinda a sus pies. En el fondo siempre estamos buscándonos un
amo, piensa Karen, tan egoísta y autodestructiva, con sus botas color rojo
furioso y sus ojos asiáticos.
«Pareces una caricatura», le han dicho varias ocasiones, pues Karen
posee no sólo los ojos rasgados, sino un fleco negro a lo príncipe valiente
que enfatiza el color pálido de su piel y la tranquilidad demoledora de su
rostro.
Lo que a Manu —así se llama el asesor de tesis— le resulta exótico de
ella (sus facciones orientales), a Karen le provoca repulsión. No puedes ir
por la vida sabiendo que tienes orígenes chinos, dice ella, y agrega: los
chinos son una horda de vengadores, desconfío de ellos, sobre todo si los
escucho hablar en su idioma, o los veo comer un arroz mucho más blanco y
limpio que el que venden en sus restaurantes mugrosos. Él ríe (una risa
frágil, nerviosa) y le besa los párpados. Manu no se lo dice, pero es cierto
que a diferencia de Karen (no cínica sino algo peor: indiferente a las
emociones) él sí ha sentido un temblor inminente, algo que se aproxima y
de lo que querría enterarse aunque por el momento no halle nada, acaso el
aire moviendo las hojas de los árboles, o el detenerse de pronto para ver el
cielo negro, a punto de romper la canícula.
Karen escribe una tesis sobre prostitutas, en el fondo es una materialista
ahistórica y romántica a quien le atrae la sordidez con focos rojos y
resacas; lugares, sostiene ella, donde la muerte es una flor abriéndose
permanentemente y a quien los visitantes tienen deseos de abrazar, miedo
de oír sus palabras esenciales sin poder huir de ellas.
Manu, por su parte, oculto en su cuerpo, sin mucho tampoco por revelar
porque es más bien ordinario, un ser humano desprovisto de gloria, se
encarga de corregirle la mala ortografía (no entiende por qué su amante
tiene mala ortografía si es una lectora voraz, no lo entiende y, sin embargo,
el pequeño desliz de la chica le permite sentir que su presencia es útil, que
su mala ortografía redime sus otras inseguridades). También se dedica a
sobarle el culo cuando van por la calle. A Karen eso le divierte: que Manu
la presente como su hija o su sobrina (pues se llevan poco más de veinte
años), y en cualquier momento la toquetee soez para desmentir su propósito
de ocultarla ante los otros. Porque Manu no es libre. Nadie lo es, le dice
ella, pero Manu está casado y tiene esposa e hijo en casa. El común hijo de
puta, advierte Karen, quien siempre termina con sujetos así.
Ambos saben que se trata de una relación desdichada. Y se mienten con
la habilidad de los matones a sueldo. Se aman, y los dos tienen ideas
semejantes: que el amor debe ser como la heroína, que el amor es el camino
común de los desamparados, que el amor implica seguir las instrucciones de
Dios, un asesino sin escrúpulos, cínico y capaz de permitir que dos cuerpos
se quemen la piel de ese modo y sin sentido.
¿Cómo aman los acostumbrados a la pobreza en sus pupilas, aquellos
que no ven esplendor en ningún lado y en cambio advierten siempre el lado
duro y esencial de las cosas que los rodean? Así, responde Karen, montada
sobre Manu, mirando ella el golpe translúcido de la lluvia sobre los techos
de afuera y los cristales. Así, responde él, viendo el cuerpo de Karen como
quien contempla un cementerio, urgido por un ansia oscura de acabar y
largarse para volver después, en un vaivén infinito.
No llevan mucho tiempo juntos, lo suficiente para percatarse de que el
afecto a menudo se construye sobre cimientos aún más frágiles que la
necesidad física. Una noche, Manu la cita en un café y extiende sobre la
mesa un par de boletos. Havana Tour, lee Karen y le agrada que Manu sea
intempestivo, impredecible, que le dé órdenes porque ella quizá es incapaz
de vivir sin depender de alguien. Le agrada que los demás dinamiten el
bosque devastado donde corre.
¿Y qué diré en la escuela?
Manu, a continuación, saca una hoja membretada del H. Instituto
Federal Electoral.
Dirás que eres miembro del IFE y te han comisionado para las
elecciones de Mérida. Yo hice lo mismo. Ningún director se resiste cuando
solicitas permiso para ser vigilante de un proceso de elección, el día en que
se elige a los ladrones de la patria. De Mérida nos iremos rumbo al país de
las putas socialistas. Y cogeremos una semana hasta que te canses.
Bien. Necesito que me prestes dinero, debo comprar al menos un par de
trajes de baño.
No es que necesite dinero; Karen posee una herencia modesta que le
permitirá, calcula, terminar sus estudios para después marcharse a una
ciudad británica. No necesita dinero pero lo hace por el puro placer de
venderse completa, le gusta sentirse adquirida pero no por una nimiedad,
aunque, después de todo, ella misma acepte que dos trajes de baño y el resto
(ropa, zapatos, dos libros de Reinaldo Arenas para no dejarse engañar por el
paisaje) no son tampoco una fortuna. Y además, ¿de dónde saco estos falsos
escrúpulos?, se inquiere después, si ella bien sabe cómo es capaz de
venderse hasta por una goma de mascar sólo por sentirse viva.
A él le gusta que Karen sea una mujer básica: pide lo que desea, acepta
su promiscuidad como algo natural, deja que la vida se le escape sin la
menor pena, está indispuesta al sufrimiento.
Es posible, por otro lado, que Manu no sea el hombre hosco imaginado
por ella y detrás de sus modos imperativos, oculte algo de sensible, algo que
lo revele neurótico, incluso un cómplice cruel, los dos aterradoramente
semejantes pues ¿qué otra cosa podían compartir mejor si no la utilitaria
manera de saquearse el uno al otro, a pesar de las tardes de sexo y
conversaciones fatuas: libros y autores, un poco de psicoanálisis, risas por
donde se les ve a todas luces su melancólica vulgaridad?
La semana anterior al viaje, los dos se comportan relajadamente, tan
convencidos de que serán observadores electorales, que se preguntan si no
debieron dedicarse a la actuación o a la política, en vez de permanecer en el
ambiente académico de la universidad, ahí donde él es asesor de tesis para
alumnos próximos a recibir el título, y ella una aspirante al grado de
licenciada en Psicología.
Karen no tiene muchas complicaciones para resolver sus asuntos antes
del viaje: es huérfana, nadie a quien mentir; además, si la dirección
universitaria no le hubiese dado permiso, se habría tomado no una semana
sino un mes, por pura revancha.
Todos los maestros son estúpidos, menos quienes como tú se dedican a
delinquir con sus alumnas para enseñarles asuntos mejores que la teoría,
dice ella.
Aparte de eso, tengo prestaciones médicas y me pagan, dice él.
Manu se muestra un poco nervioso por los pendientes del trabajo,
aunque expectante y feliz. Si no se hicieran estas pequeñas fracturas a la
rutina, se repite, la vida así, desprovista de placer y delito, no tendría mucho
sentido. Provee una buena dosis de sexo a su esposa, un billete más en la
mesada de su hijo, se detiene un momento para contemplar la arquitectura
de su casa, construida como si fuese una cabaña en medio de la ciudad. Se
siente satisfecho de tener patio y áreas verdes, también una terraza por
donde ha contemplado atardeceres hermosos comparables con el sudor
joven de su amante. Respira orgulloso frente a la cocina limpia, y acelera el
paso. No obstante, un vacío hecho sonido, un lento goteo cayendo en la
tarja, el cuerpo menudo de su mujer que de pronto entró al baño e hizo
sonar la puerta, quizá fuera el eco, el concierto de todos esos sonidos juntos,
logran que Manu sienta miedo, un frío incomprensible: no quiere verse
afectado pero tiene la sensación de que la casa entera, la vida ahí, no es
suya.
Llegada la fecha de partir, viajan cada uno por su cuenta, de México a
Mérida, el mismo día en diferentes horarios. Ella trae consigo un libro del
Marqués de Sade y se oculta bajo unos ridículos lentes de armazones
amarillos y una pañoleta que la hace sentir igual a una diva de cine, una
diva que en ese momento toma una decisión vital. Al igual que la
protagonista de Casablanca, Karen sabe que un destino puede ser más
cinematográfico si una se trepa al maldito avión para huir de la persona
amada, en vez de quedarse esperándolo para cumplir las pobres
expectativas de las pasiones. Pero esto es lo único que tengo, y así es como
debe ser, piensa, mientras admira a toda esa gente que atraviesa los pasillos
del aeropuerto y les sonríe deseándoles un Vayan con Dios (aunque Karen
no sea católica), viéndolos alejarse sin envidia, sin lástima, sintiendo, como
siempre, nada.
Manu, nervioso y famélico, la busca apenas aterrizan, no sin antes
revisar que el pasaporte vaya en el bolso de su camisa, que el reloj esté de
su lado (tendrán sólo un par de horas para abordar otro vuelo), que todo esté
en su sitio.
Es una tarde calurosa, aquella. A Karen le gusta la soledad de los
aeropuertos, una soledad sin retenes. Los inmensos cristales de la sala de
abordaje le indican lo equivocada que está: el amor es una cárcel en la que
se puede estar a gusto, un vasto desierto que entretiene si se piensa que de
algún modo hay que salir de él para no morir. Observa a Manu y advierte:
es demasiado tarde para dar la espalda. Las luces azules en la pista, la punta
redonda y enorme del Boeing 787, cobran un significado oscuro y
realmente importante que Karen y Manu prefieren eludir.
No platican mucho durante el trayecto a Cuba. O sí pero no recuerdan
qué. A lo mejor un:
Todo se debe al déficit de atención que sufrí de niña.
Estoy seguro de que no es eso.
A veces, lo único que me produce placer es mi cepillo de dientes.
Y yo. Admítelo.
Si tú lo dices.
Eres odiosa.
Tú también.
¿Te conté que hace dos días fui a la cantina y escuché a la afanadora
decir «si mi marido me mata, te aviso»?
¿Y a quién se lo decía?
Creo que a mí.
¿Tuviste miedo?
¿Por qué habría de tenerlo?
Lo que realmente pienso es que las cosas se te torcieron en alguna parte.
Llegan por la noche. La Habana es un manto oscuro que extiende su
nostalgia hacia todas las direcciones posibles. Se ven escasas luces, parecen
luciérnagas atrapadas en una red negra:
Indicador de lo mal que está el alumbrado público, dice Karen.
El bloqueo gringo, dirás, aclara él.
Una guagua del servicio turístico los conduce. La claridad, ya esparcida
por calles y construcciones antiguas, le da un aire siniestro a eso que llaman
La Habana y es, según Manu y Karen, todo tipo de descripciones menos la
que siempre se escapa de ella: un buque fantasma varó en la isla y
permaneció para que por encima de la herrumbre creciera la vida, como una
flor carnicera, de trópico.
El hotel es una construcción muy alta, a la pareja se le asigna el piso 17.
El cuarto es una habitación cualquiera hecha para turistas, habitaciones que
borran la ilusión de tener una huella personal que no sea el rastro de los
otros.
¿Me amas?
Sí.
Pero en realidad Karen podría haber contestado cualquier cosa, se dice
mientras saca su ropa de la maleta y la acomoda en el armario, casi el clóset
de un matrimonio aburrido, a pesar de las pocas horas que llevan
hospedados.
Manu se entretiene con la caja fuerte que está bajo la cama.
Pásame tu dinero, le ordena a Karen. Acto seguido, coloca todos los
billetes en la caja de seguridad, como si lo que pusiera ahí fuese el montón
de seguridades que ninguno de los dos tiene.
Cogen, ven televisión, duermen, amanece. Karen sonríe con la
expresión de quien pierde algo apenas despierta. Luego, observa el mar
antillano a través del balcón. Parece que el cielo está a punto de
desplomarse. El mar, ese límite de sal que estalla y mueve, con una ligera
ola, el mundo. Ve a Manu dormir con tan profundo sueño que tiene unos
deseos irreprimibles de matarlo. Disipar el futuro. Pero sólo consigue lamer
su cuerpo.
Ese día comienza la diversión. Deciden no guardar de sus viajes apunte
alguno. Saben que toda ciudad es una ciudad en pleno extravío. Recorren el
malecón en una calesa, se detienen en los bares, toman mojitos, comen
moros con cristianos en La bodeguita, admiran la arquitectura del
derrumbe. Si uté viviera acá no pensaría lo mismo, reclama un cubano que
los escucha hablar de esa belleza que se cae.
Visitan el museo de la música, el fuerte, los barcos anclados. Acuden al
Tropicana, al Floridita, caminan por los salones del Hotel Nacional, viajan a
Pinar del Río y a Varadero (juegan dominó dentro del camarote), hacen fila
en los helados Copelia, comen rositas en el cine, se meten a un edificio para
ver una obra de teatro, conocen una fábrica de puros y una licorería, buscan
antigüedades, iglesias y santeros, compran libros, van de un centro nocturno
a otro, toman fotografías de la estación de trenes con destinos imposibles
(caminos donde la luz va haciéndose más tenue hasta que sólo hay cielo y
mar en estado puro, la inmensa soledad que precede a las noches del
campo), se desnudan en la piscina, platican con las jineteras en el malecón,
recorren mercados y calles donde se confunde la época dura con la crueldad
de lo cotidiano.
En fin, un paseo común y corriente de turistas, a quienes no les importa
más el Granma, ni presenciar discursos políticos, tampoco hablar sobre los
estantes vacíos en los comercios, ni hurgar las pesadillas ocultas detrás del
espíritu bacano estallando en las esquinas. Reconocen, Manu y Karen, lo
que cada uno desea descubrir en el sitio. Y huyen, entretanto, de sus vidas,
evitando hablar de lo que cada uno quiere y también de lo que carecen.
En cinco días han hecho de su cuarto de hotel una casa. De manera que
no falta una que otra pelea, el reclamo de Karen al decirle «eres igual que
todos»; el de Manu al responderle «como si uno pudiera ser distinto sólo
por un pinche viaje». Justo en este punto se animan a mirarse, no con odio o
amor, sino con la zozobra de no entender por qué están ahí y no en otro
lado, y también con el desánimo de no querer saberlo.
Y no es cuando discuten (en realidad fue una simple pelea) sino en el
momento más inesperado (faltan dos días para el vuelo de regreso) cuando
ocurre el accidente.
Están bañándose y Manu se resbala, traicionado por sus propios pies. Se
resbala y su cabeza da directo en el filo de la tina. Se resbala y el sonido
seco que se escucha revela después un hilo de sangre saliendo por el oído.
Se resbala y, sin que Karen pueda creerlo, permanece de ahí en adelante con
los ojos abiertos y el brillo inquieto de quien no alcanzó a captar el móvil de
la tragedia.
Conversaban sobre cualquier asunto doméstico, de la pena que les daba
que se conocieran mejor con apenas cinco días juntos, de los dientes
postizos de un músico, de que a falta de papel higiénico se podía hacer
política limpiándose el trasero con los periódicos, de todos los gringos que
en honor a la nostalgia llegaron a Cuba para dar la espalda a su patria, de las
estupendas memorias de Reinaldo Arenas que habían dejado conmovida a
Karen; de eso hablaban quizá, cuando Manu se cayó.
Al principio, Karen cree que se trata de una broma. Después sacude a
Manu y levanta con sus manos la cabeza de su amante, como si se tratase de
un pájaro, o un balón abollado por un coche, o un pañuelo en donde se
oculta un objeto que al ser descubierto horroriza. Karen permanece muda,
temerosa, el corazón de Manu es una cucaracha aplastada y ella no sabe qué
hacer pues le tiene aversión a las cucarachas. Hay luz y piensa que en estos
momentos la luminosidad se vuelve contra ella, ya no hay velocidad, ya no
hay palabras, sólo la impresión de estar dentro de una fotografía, o peor
aún, en una escena a punto de ser captada por una cámara, el ligero
espasmo del tiempo visto por un párpado que en una fracción de segundo ya
no ve nada, sólo la demolición producida por el temblor, sólo el escombro.
Podría dedicarme a hablar con él toda la noche, imagina. Decirte, por
ejemplo, que nunca me había acercado demasiado a tu rostro y ahora me
percato de los pelillos saliéndote por la nariz, de los poros abiertos en tu
piel, de la catarata que tienes en la pupila izquierda.
La mirada que ambos se cruzan es de una frialdad que a Karen
incomoda, y no porque sepa que Manu está muerto, sino porque le habría
gustado que la viese de ese modo, en vez de expresarle su pasión, esa
vulgaridad de quienes se enamoran, o lo que sea que Manu haya sentido por
ella, por lo demás, un desperdicio, se dice.
Descubre que ha pasado media hora, y siente calor a pesar de seguir
bajo el chorro de agua. Cierra la llave de la regadera, los dos cuerpos
metidos en la tina hacen que el agua se desborde. Karen escucha ese jadeo
líquido que se extingue. Qué silencio. Y qué paz. Claro que se arrepiente de
sentir alivio, las cerdas también necesitan un poco de paz, aunque sea para
contemplarse a sí mismas y asustarse tanto hasta terminar en el lodo otra
vez.
Esto sucede en La Habana, y Karen no sabe exactamente qué ha
sucedido, qué debe hacer: si denunciar el accidente a las autoridades, salir
con sus maletas, adelantar el vuelo… O llorar mientras camina hacia algún
lado, un sitio inhabitable, quizá el propio sueño, ahí donde pueda sentirse
como en realidad se siente, una mujer vacía, una envoltura de algo que ya
fue consumido y sigue deslizándose sin rumbo.
En cambio, se pone un vestido, baja y se dirige a la alberca: ese hoyo
azul perturbador que, iluminado, invita a meterse para romper la tersa
superficie. Viendo cómo Karen contempla el color de los azulejos, pareciera
que tiene mucho en qué pensar. Pero no, su argumento es cristalino y frío:
en los sueños todo puede ocurrir y uno acepta que todo ocurra, piensa,
sentada en el borde, ninfa aburrida observando su tedio en el reflejo del
agua.
Un bartender la observa desde la barra que yace a un costado de la
piscina. Le pregunta si va a refrescarse («a refrescarse», dice el joven), y
Karen responde que no. Le pregunta si se le ofrece una bebida, y ella
ordena «un daiquirí». Cuando el daiquirí llega, el bartender le pregunta si
ocurre algo, y Karen dice «Sí». También le pregunta el joven mesero si él
puede ayudarle, y Karen responde «Tal vez». Y ella misma reconoce que su
voz le suena rara, distante, como si Karen no fuese Karen, como si no
estuviera en una ciudad, a la orilla de una isla.
Es extraño, pero en Karen no hay asomo de tristeza o ansia, aunque lo
probable es que se trate de un miedo paralizante adormeciéndole los
sentidos. Ninguno de los dos son tipos sutiles, así que Karen, en los minutos
siguientes, entre sorbo y sorbo al daiquirí, analiza qué es lo que haría Manu
si la muerta hubiese sido ella. Tampoco han sido personas extraordinarias, y
Karen se pregunta si una anécdota así cambiará la inmovilidad en la que
vive, si será una mujer diferente a partir de eso.
¿Qué es lo peor que le ha pasado?, pregunta de pronto Karen al mozo.
¿Algo como qué?
No sé, un asunto terrible, una emergencia, algo en donde no sepa cómo
actuar en el instante, algo que lo haya puesto en peligro.
Bueno, chica, la vida es dura, y cualquier cosa, con un poco de
imaginación, puede atentar contra uno mismo.
Claro.
Lo que quiero decir es que da igual que le diga: echarme al mar cuando
hay apagón, que tener antojo de carne y no poder comerla.
Karen no espera más y cuenta lo del accidente como si hubiese sucedido
hace cinco años. El bartender la mira, entre divertido y escéptico.
Lamento decirle que nunca me he visto en situaciones alarmantes, añade
el joven, luego del silencio incómodo.
Se fija muy bien Karen en el capri beige del mesero, por encima de unos
muslos que se insinúan vigorosos. Y está excitada: si algo es capaz de
romper su cinismo es aquello que convoque a su pudor. Le vienen unas
enormes ganas de desnudarse. Y lo hace, por segunda vez en la piscina. Lo
que cambia es el rostro del hombre, ya no es Manu sino un desconocido.
Me llamo Pedro, dice el joven. Karen le calcula veinticinco años,
cuando mucho.
Está prohibido entrar sin ropa, advierte con malicia el joven.
Karen le pide que se meta.
Anda, te llevaré a México si así lo quieres, le insinúa, con sus párpados
que, húmedos, parecen fisuras negras abriéndose cada vez más.
Acuclillado en la orilla, en medio del silencio casi monacal en un sitio
profano, un silencio que los deja a la intemperie, Pedro le pregunta a la
chica si cree en el amor. Pero Karen no responde pronto, y se dedica a ver,
desde su lugar, la luz encendida de aquel cuarto, el del piso 17.
Claro que el amor no existe, tampoco Dios, tampoco la libertad,
tampoco la democracia, y no por eso, todas esas mierderas abstracciones
dejan de ponerte en una encrucijada y lastimarte, dice, ahora sí, enfurecida.
Esa frase la escribió en su tesis, y ahora la repite como si al hacerlo pudiera
salvarse. En realidad tirita, ha perdido el control, tiene frío, piensa en el frío
que debió sentir Reinaldo Arenas cuando flotaba sobre el océano e intuía la
inminencia del anochecer, su vastedad helada.
Perdona —recapitula—, sólo me gustaría tener una vida más doméstica,
y no sé qué va a pasar.
Entiendo… Si de algo sirve, debes saber que cada uno tiene que contar
consigo mismo, y a veces, a pesar de todo, las cosas se nos escapan de las
manos, responde él.
Karen no quiere sentir más frío, no, y entonces se hunde, abre los ojos
rasgados, le gustaría caer con todo el peso con que cae una piedra, o
deshacerse a la manera de un grano de sal. Escucha su nombre, o cree
escucharlo, mantiene los ojos muy abiertos y observa cómo el joven
murmura sonidos que pueden ser su nombre, quizá le pregunta ¿eres una
mujer o una cerda?, no te preocupes, a todos nos ha pasado, y ella quisiera
contestar que no supo por qué sucedió lo de la caída en la tina, que quizá
hasta se alegre de que haya ocurrido, aunque siga sintiendo que aquella luz
de arriba la somete, como si la mano muerta de Manu estuviese encima,
oprimiendo con fuerza, queriéndola hundir suave, calladamente, hasta el
fondo.
Roxi

ROXI ME CUENTA que las personas sin principios son las que más le agradan.
Le creo.
Lo dice hinchando la boca, pasándose la lengua sobre sus labios color
Jordana Lila.
Que la moderación es fatal, que no hay nada mejor que los excesos,
continúa, y al parecer, decirlo la excita porque en el jersey los pezones se
violentan. Siempre se las arregla para parecer sexy, aún en las noches de
frío.
Encontré a Roxi en una revista. Más bien, una revista me indicó cómo
debía maquillarse, vestirse. Le indiqué que debía comportarse como una
perra. Like too horny, like a bitch. Y sin embargo, como una mujer fina a la
hora de servir en la barra del bar.
La veo todas las noches ahí, actuando con presteza. Me gusta que le dé
ese toque de sordidez al lugar, Roxi es un destello, una lentejuela en medio
de marines borrachos, amargados veteranos de guerra o jóvenes que
aburridos del mundo ficticio construido en su cuarto, vienen a parar aquí,
para ensuciarse un poco.
Roxi tiene rutinas estudiadas. Fuma pitillos largos, sólo le faltan los
ridículos guantes para ser una diva en ruinas. Observa a los hombres sobre
el hombro, como si les tuviera compasión, como si ella fuera la única capaz
de arroparlos. Parece que está a punto de llorar pero luego lanza carcajadas,
grotescas, absurdas, tristes.
—¿En serio crees que haya un asesino serial?, le pregunta al marine y
éste prefiere no responder, se siente intimidado.
Así es Roxi. A veces tengo miedo de que la próxima muerta sea ella.
Pero Roxi arroja su lancinante veneno con inocencia. Es capaz de
edificar una tensa paz en el bar o de solazarse de esa misteriosa felicidad
del desgraciado (de la hija de puta mala porque sí y más mala si la siguen
molestando) y al rato, ponerse a bailar como si el mundo se quemara.
Me divierte calcular con cuántos de los que se acercan y se van se habrá
acostado.
Esta noche Steven, el viejo jazzista de la ciudad, le pide un gin tonic.
También sirve Heinneken a un forastero. Roxi es vulnerable. Una dentadura
perfecta puede ser su perdición. No sabe de límites. Coquetea (con el
lenguaje universal de gestos, silencios y simulaciones), coquetea con un
hombre. El fulano está a punto de soltarse, lo puedo sentir, sí, puedo sentir
cómo segrega saliva, cómo enciende su dulce furia, cómo levanta la
bragueta.
Trato de calmarme. Me saco la camisa, la desabotono un poco. Echo un
vistazo al bar repleto, la veo irse con él por el pasillo. No puedo evitarlo:
me exaspera que sea tan puta, que no se detenga. Pero ella es así. Roxi, mi
Roxi, es la desesperada cerveza desbordada.
Me gusta espiarla. Los sigo con cautela. Es probable que lo hagan en la
cocina, pienso, Y así es. Huele a chicharrones en aceite. Me cuesta respirar.
Me quedo en el quicio de la puerta.
Veo unas rodillas (hoy le puse a Roxi una minifalda, medias a cuadros y
zapatillas de cabaret), sus piernas se abren para sujetar la cabeza del fulano,
bah, él ni siquiera se ha bajado los pantalones, es obvio que ella lo ha
incitado a que sepa la verdad de una buena vez, para no andar con rodeos
innecesarios. El fulano ahora le toca las pantaletas, siente el bulto de Roxi,
no se asombra, al contrario, ha notado en ella, bajo el maquillaje teatral, las
facciones ambiguas.
Quiero verle el rostro. Siempre quiero verle el rostro a Roxi en ese
instante en que se despoja por completo de mí y es ella, no la que se parece
a la modelo de la revista, no la que lleva los restos de mi voz y mi deseo por
ser Roxi, sino la Roxi pura y real.
Ahora él le coloca las manos sobre la mesa.
¡No puedo más! Me contengo frente a la puerta. Quisiera abrirla y mirar
el espectáculo. Verla en cuatro, ver la espalda tatuada del hombre,
detenerlos.
Roxi, Roxi, Roxi. Me desquicia que sea así de fácil. Pretendo reprimirla
pero se me escapa.
Ruido de vasos, cubiertos, botellas.
Camino deprisa hacia el billar. Desde ahí observo su regreso, él rumbo
al baño, ella de nuevo hacia la barra.
Aprovecho la ocasión, me acerco.
—¿Estuvo bien, Roxi?
—Magnífico.
Entorna los ojos, se moja la boca, sonríe con esa falsedad que la
caracteriza. Parece molesta, un poco triste.
En la madrugada, cuando llegamos a casa, me confiesa que está harta de
que la vigile, de que siempre esté ahí (su dedo índice me señala).
—Yo sólo quiero ser Roxi, ¿no lo entiendes? No entiendo para qué me
creaste si iba a vivir así.
Me duele su queja. Le tapo la boca. Le quito el grasoso maquillaje. Me
veo al espejo: lloro un poco. Al oído le confieso que también soy infeliz:
que ambos lo somos.
What are you looking for

LA HISTORIA ERA MUY SIMPLE y la repasaba una y otra vez como si se tratara
de una secuencia cinematográfica:
Grey había ganado una beca para estudiar Artes en la ciudad fronteriza
de El Paso. Pero apenas instalada ahí, se paralizó. No vio gente que
caminara por las calles, ni bomberos ni vida en los edificios; sólo sintió el
polvo y un silencio capaz de dejar sus pensamientos a la intemperie
mientras seguía inmóvil en la avenida Stanton, aturdida por el desolado
paisaje, sin futuro, ni rumbo.
Le produjo incertidumbre el desierto, también los pasillos vacíos de la
universidad donde iba a estudiar, pero sobre todo, la voz de la conserje
negra cuando ésta le dijo: What are you looking for.
La pregunta se convirtió en un gancho sin ropa en el tendedero de su
mente. ¿Qué busco? No lo sé, pensó. De vuelta al departamento donde la
había recibido una argentina estudiante del mismo programa, contó los
meses: ni bien había llegado, sentía el peso de dos años que —concluyó en
ese instante— no iba a soportar. Sola, sentada en la tumbona, se percató de
la presencia de un hombre tras la reja de entrada de la casa.
—Me llamo Zambrano —dijo—. Vivo en el sótano —agregó.
A Grey seguía inquietándole la planicie de la frontera, la manera en que
la había vencido el desánimo tan prontamente, ese picoteo en la cabeza de
quienes se convierten en enemigos de sí mismos y sabotean sus propios
planes. Una locura.
—¿Qué haces aquí?
—Vine a estudiar.
—¿Estudiar en este lugar?
Tuvo la impresión de que el hombre se burlaba.
—Soy comerciante… Paso temporadas acá por asuntos de negocios,
pero viajo con frecuencia y alquilo otro departamento en Austin… A mí no
me agrada El Paso… Es como los moteles… Prefiero el viaje. Por cierto,
hoy en la noche parto a Houston, mucho más grande y ruidosa que esto…
¿No quieres venir? Después de todo, ya está dentro —insinuó el hombre,
mexicano por sus rasgos, experto quizá en recibir paisanos para
introducirlos a la nueva patria.
—¿De verdad?
—¿Pa qué viene a estudiar? Este país es para otra cosa. Piénselo. Estaré
abajo, por si algo se le ofrece.
Grey, contra todo lo esperado, levantó su maleta del cuarto, robó una
foto que la argentina tenía pegada en la pared, se lavó los dientes, bajó al
sótano (donde yacía una enorme bandera norteamericana sobre la entrada).
Dijo:
—Tengo que irme antes de que llegue la argentina. Te espero en el
Downtbwn.
La escena adquiría la pátina solar de las tardes del sur. Se acomodó en el
paradero de autobuses. Supuso que varada ahí, con la maleta echada a sus
pies igual a un gato negro, podría levantar sospechas. Pero nadie la veía.
Nadie esperaba el bas. Ni el exmilitar en silla de ruedas, ni el indigente que
acercó su mano para pedir limosna y quien sólo le sostuvo la mirada apenas
unos segundos.
Si hubo tiempo para pensarlo mejor, a Grey le crecieron las dudas como
astillas apareciendo en la base de su cráneo. Era algo más grande que los
edificios de ladrillos rojos frente a ella en ese instante. Algo más que la
universidad vacía y erigida a la manera de una estatua de arena. Era la
certeza de que no podría quedarse; de que de uno u otro modo se nacía en
un lugar exacto, dentro de una familia capaz de joderlo todo con la herencia
de su mala genética. De que, así se intentara, no hay muchas posibilidades
de escapar cuando sentirse y ser mediocre se convierte en una herencia y un
destino.
Zambrano llegó en una Cherokee azul y Grey subió, dispuesta a conocer
una ciudad más grande y novedosa que El Paso, pero también de la que
provenía, por supuesto. Viajaron seis horas. Entraron a un edificio lleno de
habitaciones donde vivían latinos, la mayoría indocumentados.
Se quedó en Houston. Sí le agradó aquello: una ciudad aséptica que bien
podía ser tranquila pero permanecía más próxima al ruido humano, a la
modernidad de los escaparates llenos de mercancías, a la sensación de que
en verdad residía muy lejos de su casa.
Pronto estuvo ante un hogar típicamente tejano, a cargo de dos niños en
exceso felices y precoces. Después, como encargada de una tienda de ropa
hindú. A eso se había reducido su deseo de huir. Ella misma no creía ser
capaz de merecerse una beca, como la pobreta que era, de estudiar en el
extranjero para «tener mejores oportunidades profesionales», se decía. Pero
estaba ahí. Era una indocumentada, igual que sus vecinos; y una estudiante
de Artes, para una familia que la creía capaz de muchas cosas que ellos no
se atrevían a hacer.
Quién sabe por qué conservaba el mal hábito de no encarar sus
problemas. No se movió mucho —tenía temor a la deportación—, trabajó
principalmente como empleada en diversos servicios, y el pasaporte de
estudiante que llevó consigo en ese tiempo fue su manera de convencerse
de que, de cualquier modo, ya estaba ahí, en otro país, como fuese.
Grey compraba tarjetas de larga distancia para comunicarse con sus
padres. Nunca insistieron ellos en pedirle su número telefónico o la
dirección «donde vivía con la roommate argentina, estudiante de historia».
De esa forma mantuvo el engaño. Hubo noches en que se levantaba por
el pánico de mentir, no a sus padres sino a la universidad que consiguió su
flamante visa; madrugadas en que casi oía el timbre de la puerta y, después,
la voz de los agentes migratorios.

Había llegado a Estados Unidos en enero. Fue a finales de septiembre


cuando consiguió —después de su servicio como niñera y encargada de la
tienda de ropa— el distinguidísimo empleo de recamarera en un hotel. No
experimentaba felicidad pero tampoco podía decirse que era infeliz. Tenía
poco dinero (el suficiente para vivir), había mejorado el idioma (aunque no
tanto), se animó a subirse a los autobuses Greyhound con ganas de conocer
otros paisajes (nunca llegó demasiado lejos, ¿qué era después de todo
visitar Nueva York sin expectativas de por medio?), seguía marcando cada
domingo el número internacional de México para comunicarse con sus
padres. De eso iba su vida cuando conoció a Abraham. A él y sólo a él le
contó su historia.
—Imagínate.
—¿Y qué harás?
—Nada. Quedarme. No salir de aquí hasta que un gringo divorciado y
viejo quiera casarse conmigo… Tener un hijo… Ir a la universidad y ofrecer
disculpas. Marcharme a Los Ángeles, quizá ahí me sienta mejor y me
dedique a perfeccionar mi espíritu de sirvienta.
—Tendrás problemas siempre por haber mentido. El país más hipócrita
del mundo no perdona a quien miente y abusa de su confianza.
Grey supo que estaba esperando algo, quizá unas cuantas palabras, un
viento que la atara a ese país que en el fondo le atraía: la gente y sus
conversaciones que nunca terminaban de decir lo importante; la violencia
en la superficie; los paisajes desolados pero con el brillo de la modernidad y
del futuro; el muro del idioma; la nostalgia envolviéndola en una burbuja
aparentemente frágil y dura de romper.
Permanecieron callados. Sintieron una ráfaga de viento, el oleaje del
aire que sacudió la hojarasca. Mala señal.
Una de esas tardes, mientras esperaba a que Abraham saliera de su
trabajo —era bibliotecario—, Grey tomó el auricular de la caseta, en una
esquina, y marcó.
—Qué bueno que llamas —advirtió la voz trémula de su madre.
—¿Por qué? ¿Pasa algo?
—Cualquier cosa. Tu hermana ha decidido casarse. ¿Cómo estás? ¿Qué
tal van tus clases?
—Demasiadas preguntas al mismo tiempo —le pareció que en la
expresión de su madre había algo de quien todavía permite que los asuntos
domésticos la sorprendan—. ¿Y por qué? —agregó.
—¿Cómo que por qué? ¡Ay, no sé! Por las mismas razones por las
cuales un buen día queremos distraer el tedio… Y porque somos unas
pobres idiotas.
Grey, en cambio, nunca habría imaginado la respuesta. Tuvo la
sensación de que su madre había sido una extraña mucho antes que ahora.
—A algún sitio hay que ir, ¿no?
Hubo una pausa, cierta intermitencia, el ruido viejo de un radio
buscando sintonizar alguna estación del otro lado del teléfono.
—Deberías venir. A veces sucede que no ocurre nada, y otras, las cosas
comienzan a ocurrir de repente, todas de un solo tirón.
—Iré apenas sepa la fecha de vacaciones.
—¿Puedo encargarte una alaciadora de pelo? También un abrigo,
supongo que tu hermana quiere algo pero mejor que te diga ella, por mail,
yo no lo sé usar ni aprenderé nunca.
—Lo que quieras.
—¿Estás triste?
—No.
—Ya lo sé —dijo de repente la madre.
—¿Saber qué?
—Todo lo que necesito saber.
—¿De qué hablas?
—Olvídalo.
Colgaron. El cable telefónico bien podía ser una planta metálica
secándose poco a poco. Grey se dio cuenta de que las manos le temblaban
como si hubiera sufrido un asalto. Contemplar el nerviosismo de sus manos
la desconsoló tanto que estuvo a punto de echarse a llorar en plena calle.
Entonces supo que debía volver, que tal vez ellos querrían saber lo
sucedido con ella, instalada en un edificio que olía a gas y a la tibieza
plástica de los calefactores, sumida en una depresión expansiva que la había
colocado no en las aulas universitarias sino en un hotel llamado Paradise.

Hizo maletas, con la indecisión picoteándole de nuevo la cabeza. Me iré, no


me iré. ¿Podré regresar? ¿Y si no puedo? ¡Pero si nunca he podido! ¡Ni sé
exactamente lo que quiero! Estúpida, se repitió, hasta que se vio en el
aparador del aeropuerto. Regresar siempre parecía un trayecto corto y fácil.
Y mucho más en ese país, que tenía la virtud de hacer sentir desplazados a
todos sus habitantes. Se despidió de Abraham. Ya en la sala de abordar, se
sentó frente a un trío de negras con tupidos dreadlocks.
—Es todo lo que voy a decirte —pronunció una; la de en medio movió
ligeramente la cabeza; la otra llevó la vista hacia el cristal.
¿Qué era ese «todo» dicho? «Es todo lo que voy a decirte», pronunció
muy quedo, e imaginó que hablaba frente a su familia, pequeña y
circunstancial, para revelarles su fracaso, algo tan sencillo como que no
había podido siquiera quedarse tres días en el lugar indicado, y cumplir con
un propósito importante: estudiar, asomar las narices a una pradera distinta
a la suya.
Subió al avión, tuvo ganas de retroceder. Supo que en cuanto se cerrara
la puerta estaría clausurando la oportunidad de refugiarse ahí. Grey, en once
meses de estancia, había aprendido cosas más reales. Limpiar culos sanos
de niños americanos, despachar telas hindúes a gringas fascinadas por lo
exótico, o sacudir la mugre nocturna en el Paradise, eran actos ordinarios en
donde abundaba la vida. Nada de discusiones académicas, nada de ensayos
ni citas al pie de página, nada de soledad en cubículos de estudio mientras
afuera los atardeceres escurrían igual que un helado.
—¿Estás segura?, fue lo último que preguntó Abraham, con su nombre
bíblico, las cejas pobladas, el antecedente judío apareciendo en el acento de
su voz, su tímida carrera de bibliotecario en una escuela pública de inglés
para inmigrantes, donde se conocieron.
Le disgustó el avión planeando por encima de los edificios altos, por
encima del anuncio luminoso que escribía sobre un recuadro de noche, con
letras púrpuras, la palabra «Paradise», el paraíso que amenazaba,
parpadeante, con fundirse en cualquier rato.
Vomitó. Lo hizo cuando descendieron, después de cuatro horas de vuelo
y una escala en la Ciudad de México. Tan pronto se acostumbra uno al frío,
pensó Grey con la primera oleada de viento caliente que sintió al descender.
Estaba por fin en su ciudad natal, algo más que el sur de México, algo más
que el sur del sur, incluso. Extrañó, como si ella hubiese nacido en Alaska,
la frágil pureza con que el hielo cubría las calles de Houston, el silencio de
la nieve cayendo hasta formar un lecho. En cambio allí, en su ciudad, se
estaba en un calor de ciudad de playa pero sin playa, casi todos los días del
año. Ahora se lo recordaba el sudor, la hinchazón en la cara, la sed.
Con gafas oscuras, ropa luminosa y nueva, Grey caminó hasta la banda
de equipaje. Había en su actitud cierto desparpajo: el de quien ha alcanzado
más horizontes. Entonces los vio. Vio sus rostros pegados a los enormes
vidrios de la sala de espera: tres pares de miradas distintas, distantes, la
buscaban. Igual que peces, dorados aunque primitivos. ¿A dónde más puede
llegar un pez dorado y primitivo? Abrazó a sus padres, ninguna diferencia
sustancial en ellos, o quizá todas las diferencias que el tiempo impone pero
que viéndose tan cerca desaparecen. Su hermana, en cambio, lucía más
embarnecida, la sonrisa franca, los ojos brillantes enmarcados por las
ojeras.
—A tu abuela le creció el corazón.
—¿Es posible eso?
—Y tu abuelo, de una noche a otra ha comenzado a olvidar.
—¿Todo?
—Tal vez lo más importante —dijo la madre.
—Demencia senil —agregó su hermana.
—¿Y?
—Por el momento, eso. Viniste antes de tiempo. ¿Ya se terminaron las
clases?
—Ya.
Todos sonrieron y parecían cómodos comportándose de ese modo, como
si nada ocurriera, conjeturó Grey, porque quizá nada esté sucediendo,
concluyó mientras dejaba que su padre y su madre le llevaran las maletas.
Es lo que se merecen, dijo, y luego sintió vergüenza de haberlo pensado.
Volver era pararse frente a una pared llena de grietas resquebrajando la
pintura nueva. La ciudad había crecido demasiado en poco tiempo; los
nuevos centros comerciales iluminaban las avenidas, y no obstante, la luz
no era ni por asomo semejante a la luz de Houston, una luz cruda y
desmesurada que la hacía sentirse siempre descubierta.
Recorrió todos los sitios de la casa. Se veía blanca y espaciosa. Un útero
reconfortante que la engullía, a su pesar.
Pero Grey contó otras historias, menos aquella que la tenía ahí. En sus
relatos figuraba un chico proveniente de Wisconsin enamorado de ella, un
judío bibliotecario; dos o tres chicas sudamericanas algo prepotentes y
simpáticas.
—Por prepotentes, simpáticas; o al revés, no lo sé. Mis amigas de fiesta
—expresó con orgullo.
—Sí. Luces agotada…
Conversaron mucho, les llegó el cansancio. Su familia se veía feliz y
eso a Grey le irritaba. Por eso había huido de casa: porque esa felicidad
pequeña y asfixiante la deprimía, toda una contradicción. En el fondo tal
vez le diera envidia no ser como ellos: peces capaces de bastarse a sí
mismos. Ella no podía. No podía ni eso ni lo otro: no había podido estudiar
en la universidad asignada, aspirar a más, etcétera.
Los padres se dirigieron a su habitación. Grey y su hermana se quedaron
despiertas otro rato. Estaban en eso, cuando el padre asomó su cabeza gris,
a rape.
—¿Bosque o mar?
Y aunque la pregunta era la misma que él les hacía desde que tenían
memoria, sintieron su mirada atravesar la oscuridad del cuarto. Era algo que
tenía que ver con un deseo de desprenderse y volar, y el desconcierto de que
no podrían. No puedo hacerlo, era el lema, el castigo mejor aprendido de
Grey y su hermana.
«Bosque», respondieron y el padre se marchó.
—Entonces…
—¡Claro que no voy a casarme…! Aparte de eso, estoy bien. Mejor que
nunca. He conocido a otro hombre.
—¿Quién?
—Lo único que puedo decirte es que tiene dinero. Mucho.
—¿Lo amas?
—¿Qué tipo de pregunta es ésa?
Su hermana era otra. Todo era otra cosa menos lo que parecía.
—Claro que ellos no estarán de acuerdo. No tienes hijas que nazcan en
un barrio jodido para que se acuesten con funcionarios de gobierno de la
clase política a la que detestas. O quién sabe… A lo mejor también se tiene
hijas para eso…
—Suena divertido.
—Además, no sabes lo terrible que es verlos envejecer… Papá viene a
dejarme el jugo en la mañana ¡en calzoncillos! ¿Me explico? Luego, a
mamá le ha dado por regalarme muñecas, como si fuera una mocosa… No
soporto la televisión a todo volumen… ¡Y a esta colonia mierdera de gente
chismosa, ya no la aguanto…!
Grey tuvo ganas de no enterarse de la intimidad de tres extraños
obligados a vivir bajo el mismo techo. Le sobrevino el sentimiento de
culpa. ¿Por qué tenía que ser así? A las dos las venció la madrugada y ya
dormidas, lejanamente, muy pronto, les llegó de nuevo la voz, señal de que
había amanecido.
—¿Mar o montañas? —repitió el padre, en calzoncillos, sin ningún
pudor frente a las dos hijas.
Luego apareció la madre, en pantaletas y brasiere, con un vaso de
líquido espeso en cada mano.
—Jugo de kiwi, piña y apio —secundó, obligando a las chicas a beber
de los vasos.

Se decidieron por el mar.


Los alrededores eran de un verde opresor. Vacas por allá. Un volcán, a
lo lejos. De repente un auto que barría el paisaje con su velocidad. O
camiones de redilas en cuya parte trasera podía estarse cometiendo un
crimen. El resto del universo siempre le pareció lejano desde el sur, su lugar
de origen. Grey se imaginaba así: como el punto gris, finito, donde se unían
las líneas del asfalto.
—¿Fuiste a Nueva York? ¿Cuándo? ¡No nos dijiste nada!
—Bueno, fue cualquier cosa… Apenas cuatro días…
—¿Con quién?
—Con Abraham…
—¿Es cristiano?
—No seas bruta… No tendría por qué ser cristiano… —dijo Grey,
molesta por la pregunta—. Ya te dije que es judío, pero eso no quiere decir
nada… Es ateo.
Pero Grey recordó que, de hecho, casi no sabía nada de Abraham, salvo
que era lo único a lo había decidido aspirar, justo como cuando eligió
abandonar la universidad para irse «a una ciudad más grande».
«¿Qué haces?», dijo él.
«Acomodo sábanas», dijo ella.
Esa tarde se revolcaron, le pareció el colmo: la flor de neón del Paradise
entraba por la ventana.
—¿Tú crees que sea difícil sacar nuestras visas?
La frase interrumpió su recuerdo.
—Si tienes cien mil pesos en el banco, no.
—Ah —respondió con un tono seco—. Pero has ido tú… ¡Qué valiente
eres! Yo nunca me hubiera ido sola a otro país… Sin saber el idioma…
Háblanos, dinos algo en inglés…
A esa clase de familia pertenecía. Peces pequeños, comestibles, carnada
para servir de alimento. ¿Y qué podía hacerse contra la naturaleza?, se
inquirió Grey, por debajo.
Frente al espejo del auto (se deslizaban sin prisa por la carretera), Grey
no era más que una boca vociferante. Pero eran ellos quienes querían todas
sus mentiras, se dijo. Y habló. Un inglés torpe y eufórico, muy distinto al
que empleaba como ilustre camarera en Houston, contagiado por la timidez
de la servidumbre. Experimentó superioridad y al mismo tiempo se sintió
ridícula. Se dirigían a la costa, algo más allá del sur, y así fue como
apareció, tras dos horas de viaje, el mar con su color zinc y un presagio de
tormentas levantando sus ánimos.
—Cuando regreses de Texas podremos venir más seguido. Hasta hemos
pensado en comprar un terreno aquí… Construir, no sé, divertirnos con los
niños… —exclamó su padre.
—¿Qué niños?
—No lo sé… —se disculpo él.
Compraron sandalias en los corredores del malecón. Terminaron en el
mismo restaurante a donde acudían los veranos. Los mismos techos altos
construidos con palmeras. La misma arena oscura y fina por donde
enterraban sus pies mientras divisaban el brillo maligno del agua en el
horizonte.
—Mis hijas —susurró el padre, sonriendo apenas, en una mueca de
incertidumbre detenida.
—Nuestras hijas —repitió la madre.
Grey respiró hondo, sintiendo que la sal oxidaba sus pulmones.
La hermana de Grey desvió la vista. Estaba más allá del mar, seguro,
con la cabeza un poco confundida y el corazón inestable, fingiendo
seguridad y en realidad deseosa de rebelarse antes de que se les ocurriera
realizar otro viaje como ése en el que se hallaban atrapados.
—No sé si deberíamos estar aquí.
—¿Otra cerveza? —preguntó el padre, quien anunciaba la rutinaria
borrachera.
Ahora todo era distinto. Las bocinas se encendieron y se escuchó
música norteña que a Grey le hizo sentir lo lejos que estaba de Houston, de
El Paso, ahí donde la universidad seguía inamovible con sus paredes de
arena dura, los pasillos vacíos, una conserje negra preguntando «What are
you looking for».
—¿Por qué todo ahora es tan extraño? —dijo la madre—. ¿No
podríamos comportarnos como si todo fuese igual?
Grey sintió que las olas amenazaban con levantarse. Parecía tan sencillo
comenzar la historia tal como la repasaba cinematográficamente. Al final,
también era un poco culpa de ellos, de esa mala genética que estaba frente a
sus ojos, una mezcla depresiva, disfuncional, mediocre, reunida en la
ilusoria seguridad de los vínculos que en realidad practicaba el hermetismo
de los cementerios; una familia de clase media semejante a una tímida
bandada de peces sin mayor destino que el de sentirse orgullosa por haber
brincado un poco, sólo un poco. La mentira de Grey era una mentira
colectiva.
—Va a llover.
—¿Qué es lo que sabes? —inquirió Grey. Pero su madre cambió la
pregunta.
—¿Por qué no vas al hotel para preguntar si hay habitaciones?
Quizá ahí estaba el origen de las imprevisiones en sus vidas. Que Grey
recordara, nunca en sus viajes hacían reservaciones. Siempre era ¿bosque o
mar? como dos únicos itinerarios, sin perspectivas.
Ya solas, mientras se dirigían al oleaje, la hermana dijo:
—Actúan como si no hubiéramos crecido… Me irritan, eso es todo.
Grey quiso abrazarla y contarle que a estas alturas debía estar
escribiendo apuntes para su tesis, aunque en realidad se dedicó a corretear
niños podridos de tan saludables, a tender fundas con olor a lavanda en un
hotel. Pero nadie le creería, y en el peor de los casos, la verían como lo que
era: una provinciana que había desperdiciado una gran oportunidad.
—No importa que no lo ames… Cásate con este tipo, el rico.
—¿Eh?
Grey supuso que eso también era provinciano.
Vieron una línea brumosa en el horizonte que se convirtió en aguacero.
Grey quiso huir antes de que sus raíces se hundieran más en esa arena
movediza y dura, pero la sensación se desvaneció con la lluvia. Desde ahí,
ellas divisaron a sus padres, pequeños en la distancia. Les hicieron señas,
llamándolos. Padre y madre las alcanzaron.
—¿Tienen frío? —preguntó el padre un poco ebrio.
Después, se echó a nadar cuesta adentro.
—¿Qué haces?
—¡Ey! ¿Qué estás haciendo? —gritó la madre.
Grey pensó en Abraham, en que ella ya no podría regresar a Estados
Unidos. What are you looking for. Debía decírselos. Después de todo había
mejorado su inglés y estaba en condiciones de jactarse: estuve ahí, he
llegado un poco más lejos de lo que imaginé. Además, ¿para qué intentar
saber más cuando la vida hacía preguntas para las cuales no había
respuestas?
Su padre no salía de aquel oleaje. De pronto cayó en la cuenta: madre y
hermana manoteaban al aire con movimientos que bien podían significar
que se estaban divirtiendo, aunque también podían ser gestos de alarma y
desesperación.
Grillos

—ES EN EL MARYEN ISLAND. Tenemos reservación en el Maryen Island.


El taxista avanza por la carretera extendida y suave. Silencio.
Hay ciudades que son como centros comerciales: hermosamente
predecibles, luminosas, asépticas, de avenidas perfectas, de ¿cómo prefiere
su orden, con papas y bebida extra grandes?
El hotel está en medio de un prado. A Shian le gustan los hoteles
campestres. Escucha el rumor de pájaros, pájaros rayando cristales con la
aguja de sus pequeños picos. SONRÍE, le dicta una voz interior y lo hace,
pero la mueca va agriándose mientras el taxista se acerca al cerco, al hotel.
SONRÍE CARIÑO, escucha otra vez en su cabeza y quisiera saber qué cara
tiene esa voz de CURSO PARA SER FELIZ EN DIEZ LECCIONES.
—El folleto indica que es de cuatro estrellas.
Dany no replica. Se mira la punta de los tenis. Son blancos y nuevos. En
realidad él no tenía deseos de salir el fin de semana.
Entran, se registran, les colocan sendas pulserillas fluorescentes en las
muñecas como si fueran escolares. Las escaleras rechinan, cada paso dado
suena ridículo. El tapiz de las paredes está mohoso y agrietado. Son las
once de la noche y Shian siente que una furia ácida se instala en el
estómago.
—¡Me robaron! Este no es sino un motel de paso. Creo…
Dice «creo» con la seguridad de que la vocecilla interior trata de
apaciguarla. Cuenta UNO, DOS, TRES, CUATRO, eso es, así está mejor.
—Sólo pasaremos dos noches, Shian.
—Son dos ¡dos noches! ¡Una eternidad! Y ya que es eternidad, debería
ser algo cómoda.
Colocan la ropa en el armario. Shian ni siquiera prende la luz, hasta que
Dany lo hace.
—¡Apágala!
—¿Eh?
Es absurdo, piensa, y el cuarto se ilumina de nuevo, aunque ella no
quiera.
Se ve al espejo. Shian. Sus ojos rasgados confundidos en la bruma de un
rostro que ya no es de ningún lado. Detesta su tez un poco amarillenta.
También los barrios chinos y las películas de artes marciales. No tiene
ganas de desvestirse, ducharse. Tiene miedo de ver el piso del baño, el
water, las cortinas. Y lo que espera, es. Apaga la luz de inmediato. Dany
enciende la TV. ¡Como si los canales no fueran los mismos que te tragas en
casa!, critica Shian, a lo lejos.
—¿Qué ves?
—Nada especial.
Shian escucha un diálogo absurdo tipo «Quise detenerme, pero no
pude». Se trata de una voz femenina afectada, al estilo Rescue 911 y Dany
ríe a carcajada abierta.
Ahora teme salir y descubrir de qué se trata. Dany desnudo en la cama.
El azul de la pequeña pantalla dibujando la cara estúpida de una mujer
frente a los ojos de Dany. Prefiere salir al balcón.
—Balcón. ¡Cretinos!
Fuma y deja inundar su cuerpo del calor oscuro que viene de la noche,
de la marisma cercana. Le perturba la música de grillos y animales
nocturnos susurrando a lo lejos, pero casi en sus oídos. Imagina una plaga
de grillos levantándose del horizonte, manchando de verde-hoja el aire de
por sí negro.
—¿Tienes hambre?
—No.
—Hay sándwiches en la nevera.
Sí, se ha percatado del detalle, hay servicio extra en el cuarto de hotel
que pagó a precio de cuatro estrellas.
—Vaya cinismo. Mañana me quejaré.
Dany sigue riendo. No sabe por qué ríe tanto si la rubia imbécil habla de
una felación hecha a su propio padre, pero con tono de telenovela.
Shian abre la nevera y se asusta. El sándwich no viene empaquetado,
está ahí como si alguien lo acabara de preparar y lo hubiese dejado en la
intemperie de un recipiente frío anunciando su inminente oxidación.
—¿Cogiste los sándwiches así como estaban?
—¿Qué tiene de malo?
—¡Me das asco!
Ha sido un error. Todo ha sido un maldito error. Salir el fin de semana.
Como si un fin de semana pudiese solucionar las cosas. Shian sabe que su
marido tiene manías y comportamientos raros. Lo ha descubierto varias
veces. La última vez lo halló limpiando las muñecas del armario. Hablaba
con ellas. Pasaba el trapo húmedo en las piernas de las muñecas que él
mismo se encargó de obsequiarle durante tres años, los mismos que llevan
juntos. No van a arruinarle su fin de semana, piensa Shian. UNO, DOS,
TRES, QUERIDA, LA FELICIDAD ES COSA DE PERSPECTIVA.
Se mete a la sábana, junto a Dany. Pero el olor a mayonesa le provoca
ganas de devolver el estómago. Agradece que el hotel de cuatro estrellas
¡que no vale ni dos! tenga camas individuales; cambia de lugar. Extraña su
cama de adolescente. Qué excitante se veía la vida desde aquellas paredes
llenas de afiches. Apaga la luz.
—¿Podrías? Necesito descansar.
Ella se refiere al televisor, no quiere más ruido de series repugnantes,
sino algo de paz por un momento. Después de todo, soy yo quien está
pagando los dos días de descanso, reclama Shian, a oscuras de sí misma.
Pero no. Lo que le perturba del televisor encendido es que cambie de
canales gracias al control en la mano de Dany. Lo que le disgusta es el
aparente control de sus vidas cuando no hay nada más por hacer y ninguno
de los dos se atreve a dar el primer paso.
No cierra el ventanal. Una luz anémica ilumina los bordes de la cortina.
Piensa en lo mal que se verá el hotel mañana, cuando el sol caiga sobre la
fealdad del sitio. No puede dormir. No puede quitarse de la cabeza la
imagen del sándwich en la nevera, el pan blanco expuesto en ese cubo
helado y opresor, el trozo de jamón de pavo solitario en medio de un ruidito
eléctrico permanente.
—¡Qué calor!
CUENTA BORREGOS, QUERIDA, O MEJOR BILLETES Y
DORMIRÁS, le ordena la voz interior dulce y metálica parloteando en la
bruma de su cabeza. Pero Shian piensa en muchas cosas: en sus orígenes
lejanos, en la casa que no tiene todavía, en el desempleo de su marido, en
los sándwiches llenos de mostaza y mayonesa, en el rumor de grillos
entrando por el ventanal, hasta sepultarla entera.
Cajita feliz

OTOÑO. Eso y las hojas secas arrastrarse sin rumbo por las calles. En la
esquina hay un McDonald’s como isla, su amarillenta luz brilla a distancia,
en medio de la lluviosa noche.
Key observa el débil golpeteo de una bandera norteamericana colgada
en el poste de alumbrado. Ahora la lluvia no le gusta. Le parece insidiosa,
brutal, lo pudre todo.
Viernes. Ellos salen. A pesar de la lluvia. Los ve pasar. Son los de
siempre. Siempre por la noche. Corren veloces. El estruendo del hip-hop
vibrando en los cristales. Ellos, ella, los que salieron a explorar el mundo.
Prende la televisión.
Después de tanta diarrea, vómito y llanto, Suny por fin duerme, con un
Simbad de plástico entre sus manos.
Quiso conocer más allá de sus narices y ese horizonte llegó. Fue una
noche. Poco después de que Valente se bajó del furgón en la estación de
trenes de Davenport, para incorporarse primero al bar donde ambos se
conocieron; tiempo más tarde, a la empresa empacadora de carnes.
¿De dónde eres?, le preguntó él.
Valente se burlaba: es fácil imaginarse México, todo el mundo ha
tomado un trago de tequila y visto mariachis, pero ¿Honduras?
Honduras es un país distante, exótico. Nada más. Key lo sabe.
Tuvieron suerte. Valente aceptó de inmediato la oferta de trabajo en la
empacadora. Con los dos sueldos, a mitad del año compraron sala de estar,
horno, luego, la Silverado usada. Él es dichoso cuando corre por la única
avenida a ritmo de esa banda mexicana que le recuerda a su tierra.
Key en cambio, para llegar, atravesó el país de Valente.
Y se había jodido, lo sabía. Antes de la maldita borrachera, Key deseaba
irse a otra ciudad: ese país era un paraíso demasiado grande.
Recuerda.
La huida. La ciudad mugrosa. Un río. Había un río sucio por donde
flotaban neumáticos. Todavía se ve cruzando el puente en un triciclo. El
congal a donde estuvo a punto de entrar, desesperada. El miedo de ser
agredida por una pandilla. Y la fila de camiones. El sudor agrio de los
traileros. El raspón que se hizo cuando alguien la subió al trailer y la
revolcó quién sabe en qué lugar. Por eso no se lo perdona. Eso. Haberse
revolcado con un mexicano. Nunca entendió cómo un paisano de su marido
le había podido hacer eso.
La fila de camiones. El raspón que se hizo. El trailer repleto de costales
de azúcar. Sólo oscuridad y azúcar cuando las puertas se cerraron. Estuvo a
punto de asfixiarse. Iba a morir y a ser un número más de los que aparecen
en los periódicos. Mueren tres ilegales. La suya iba a ser una muerte cálida
y dulce. El mundo dulce penetrando sus poros, inundándola. Hasta que las
puertas se abrieron y vio de nuevo sombras. Entonces, después de cobrarle,
antes de dejarla partir, el chofer. Ninguna media luna. Ni ladrido de perros.
Tampoco grillos. Un silencio largo, de desierto, de carretera solitaria. El
chofer apestaba a licor. Ella quiso zafarse. La tumbó de un manotazo.
Después abrió los ojos. Vio el azul limpio de la noche. Quien dijera que en
casos como ése lo mejor era ponerse floja y ayudar, que se fuera a la
mierda. Sobre su pierna, el vapor caliente del motor y un hilillo húmedo,
espeso. El hombre le dijo que agradeciera, que le había cobrado barato por
cruzar más de la mitad del país. Si llegaba, se bañaría un día entero. Si
llegaba, jamás se iba a meter con un mexicano.
Recuerda.
Había sido una semana agotadora. Haría siete meses en Lerhner’s, el
súper donde trabajaba. No es que hubiese sido fácil llegar, pero al menos
estaba ahí, apenas el principio del horizonte. Apenas recorría la orilla. Por
eso entró al bar, después de las diez horas de trabajo que hacía a diario.
Quería divertirse, tomar una cerveza. Cuando Valente la sacó a bailar, Key
estaba borracha.
Luego llegó el bulto inesperado. Suny. Ese extra innecesario de la cajita
feliz.
Se maldijo. ¿Hubiera podido arreglárselas? ¿Tan lejos de su casa? No
iba a arruinarse sola. Que el mexicano se jodiera también.
No es que no fuera bueno. Valente. Eso que ahora era Su Marido. De
hecho, alguna vez sintió que todo iba bien. Una vez escuchó a alguien decir
que los mexicanos eran magníficos en el trabajo y la cama, que sólo a ellos
les encantaba currar horas extras en los mataderos. Prefería reservarse la
opinión. Valente era generoso, honrado, pero tenía la misma cara de aquel
trailero. Y además, la última gota derramando el vaso: olía a vaca y sangre.
Es más dinero, m’ija, ¿a poco cree que con mi sueldito aquel íbamos a
pintar la casa y comprar muebles?
Hubiera preferido que olieras a trago y no a vacas.
Estuvo bien: la casa pintada de color coral, la llanta colgada del tronco
de un árbol por donde Suny se columpia, una TV nueva de la que conserva
su plástico protector con burbujitas (a Key le gusta romper burbujitas
cuando se siente intranquila). Pero no los tacos de carnitas ni la imagen de
la virgen sobre la pared ni ese maldito baile de «viejitos» que Valente hace
ensayar a los niños de la cuadra, una danza que le parece grotesca porque
los niños, de por sí ingenuos y malignos, se colocan un antifaz de ancianos
y se mueven, al compás de guitarras y violines, con máscaras arrugadas,
narices ganchudas y escasos dientes en una boca de falsa felicidad.
Es una buena vida, es la vida que quiero, le dice Valente.
Key suspira.
Las ollas de hirviente líquido antibacteriano. Las inmensas bombas
refrigerantes. Los gritos de los supervisores. Los altoparlantes por encima
del ruido feroz de la trituradora de huesos. Y en alguna esquina, Valente, su
príncipe purépecha con casco, botas de hule, la bata blanca salpicada de
sangre.
Ella siente asco. Cualquier ligero tufo le trae a la mente bazos,
corazones, hígados, lenguas y ubres de vacas, mientras cogen. Eso es lo que
ha arruinado todo. Lo de afuera sigue, permanece. Es terrible tirarse al suelo
y ver que el mundo pasa, con su basura y su belleza. Y es malo que la
salpique. A ella. A la Suny que no quiere, que odia un poco, no tan en el
fondo.
Sus amigas siguen bailando, bebiendo Budweiser quizá. En su pueblo
hubiera buscado de inmediato a la anciana de las yerbas para abortar. Pero
estuvo sola. Y casi todos los sitios están invadidos por ellos, los mexicanos
que ya casi son dueños de la otra orilla.

Ahora Valente no está. Ha muerto su madre. Se llevó la Silverado para


presumirla en pleno velorio. Los mexicanos regresan nada más a enterrar a
sus muertos. A enterrarse. Key no regresaría, su pueblo está muy lejos. Ella
deseaba conocer el mundo. Y el mundo llegó a Key con aquella borrachera.
El mundo pequeño reducido a un hombre. A una niña.
Esta es la calle principal de Norwalk. El terreno de Dios. No quiere que
Suny vaya a la iglesia. No quiere que se parezca a las jovencitas de faldas
largas y sonrisas limpias que vienen a Lerhner’s para comprar golosinas y
luego regresan a orar. Key les ha dicho que los dulces pican los dientes y le
traen un mal recuerdo.
Suny.
Suny tiene nombre de verano. Y tiene el color de su padre y su madre
juntos. Un resultado detestable, fatal.
Ahora duerme.
Al mediodía tuvo que llevarla a La Crosse, la única clínica gratuita.
Somos gente limpia, dijo Key en mal inglés a la enfermera. Ésta despachó
pastillas, sobres de suero oral.
No lo hizo a propósito. Quizá sí. Key alza los hombros. Podría reír pero
la situación le parece grotesca. Ya la está contagiando el carácter culposo y
sentimental de su marido. No soporta sus mimos, su elemental
temperamento dramático, la forma de husmearla como buey tímido que
huele la paja y la mastica.
Valente no le gusta y, quién lo diría, Norwalk, en esas condiciones,
tampoco. La avenida, la gasolinera por donde pasan tantos que continúan el
viaje y Lerhner’s con su aire acondicionado, parecen asfixiarla.
Siempre que piensa en aquella noche —ya deberías haberlo superado,
habría dicho cualquiera— Key comete alguna estupidez. A mediodía fue
con Suny. Puso a hervir leche. Imaginó el entierro de la madre de Valente,
deseó no verlo más. Colocó leche en el vaso. Tomó por equivocación el
frasco de sal y una cuchara grande. Pensaba en que Suny crecería junto a
Norwalk, su iglesia, con las niñas de dientes picados; en la facilidad de los
niños para aprender idiomas, en que crecen sin prejuicios, en que la niña
sabría inglés y español y no tendría jamás deseos de irse a ningún lugar.
Pero reparó también en su color. Y en que Norwalk era una ciudad pequeña,
apenas un punto, el primero al que llegaría, pero no el único, imaginó al
principio.
Horas después la niña tuvo una diarrea intensa, vómitos. Había
excedido las cucharadas. Había puesto sal y no azúcar en la leche. No lo
hizo a propósito. O quizá sí. Key alza los hombros.
La casa, pintada de coral aún, se rompe en las esquinas. Cuando va al
baño y ve el sarro de la taza, siente que la taza es ella. No sabe quiénes son
más sucios. Si los hondureños o los mexicanos. Pone cloro, baja la palanca
y vuelve a su cuarto, a maquillarse un poco. Ve a Suny dormir, con el
Simbad entre sus manos. Somos gente limpia, le dijo con mal inglés a la
enfermera.
Otoño. Su marido no está. Eso y las hojas secas arrastrarse sin rumbo
por las calles. Ellos salen, a pesar de la lluvia. Ahora no le gusta. La lluvia.
Le parece que lo pudre todo.
Key se acerca a la ventana. Los ve pasar. Es típico de los mexicanos.
Corren con sus coches veloces de segunda mano; la música a todo volumen
vibrando en los cristales. Ellos, ella, los que salieron a explorar el mundo.
Fuera de eso, Norwalk pudo haber sido apenas el principio. Se lo dicen
las amigas de Key que beben Budweiser en los bares, buscan otras ciudades
y se van. Se lo dice la carcajada estruendosa que le sale de pronto y le deja
después un vacío inexplicable. Se lo dice el débil golpeteo de la bandera
colgada en el poste de alumbrado, el logo del reloj que sobre la pared
indica: la vida es fácil. Y el McDonald’s como isla cuya luz amarillenta
brilla a distancia, en medio de la lluviosa noche.
¿Te gusta el látex, cielo?

¡ME HUMILLÓ! Ese cabrón al menos se va a acordar de mí antes de que me


chingue, si de todos modos me deporta, al menos va a quedarse con una
cicatrizota como la que me hizo… ¡Lo voy a madrear, lo voy a hacer yo, me
vas a ayudar, cómo diablos no, una navaja y voy a ensartársela en la cara…!

Aquella declaración en el teléfono lo empezó todo. Quizá Glenda misma lo


habría comenzado, cuando vio a Elena por primera vez en La Ceiba. La
siguió hasta verla entrar a una casa miserable. Fijó la vista en el anuncio de
Coca-Cola pegado en la pared mientras escuchaba un trajinar propio de esas
casuchas que ella conocía bien: finalmente, nada de lo que ahí veía podía
sorprenderla porque acaso ese puerto, como los demás poblados
centroamericanos, estaban tasados por la misma mierda: moho brotando en
un largo canal de drenaje; chillidos de cerdos y alharaca de pollos, perros,
lloriqueos de niños; alguna estación local de radio y quizá por ahí, hasta un
par de maricas cogiendo en pleno mediodía. Tocó. Apareció una mujer de
rostro caballuno, duro, exiliado de todo espíritu.
—¿Qué?
—Le ofrezco un trato.
—¿Qué quiere?
—Le compro toda la merca.
—¿Y con qué me quedo?
—Quiero ver a la chica, espetó Glenda, a quien le fue suficiente alzar la
vista para medir el interior de la casa. Pudo percibir un vaho de albahaca,
sal y el olor a tierra proveniente del patio trasero.
—A ver, ¿qué chica? ¿De qué habla?
—La que entró.
—¿Para qué la quiere?
—Me la voy a llevar. A la frontera.
—¿Quién es usted?
—Déjame pasar y hagamos trato.
La mujer abrió excitada por el morbo. Tenía la manta salpicada de
sangre.
—¿De qué se trata?
—Tengo un buen restaurante en la ciudad, a unos kilómetros de la
frontera, y necesito mujeres, muchachas como la chica, ¿es tu hija? Bueno,
nada de líos, papeles en orden, trabajo seguro, sueldo, se queda conmigo, la
preparo y cuando tú puedas ir a verla, la ves, cuando no, ella viene para acá
a visitarte y te manda mensualmente dinero.
—Uy, sí, no me diga —silencio—. De veras, ¿qué diablos quiere?
Glenda sacó de la bolsa una cartera y de la cartera una foto en la que se
veía un techo altísimo de palmas secas, el anuncio con letras itálicas y
azules: Restaurante.
—Es mío. El más grande, y tengo otro más, pero necesito muchachas.
—¿Y allá no hay?
—Hoy me perdí, di con el malecón… Vi a tu chica. ¿Es tu hija? Me
gusta. Piénsale, voy a pasar mañana, pero así como ves, aquí traigo el
dinero. Un adelanto. Dos mil pesos.
—¿Cuánto?
—Dos, pero si me la das, mañana te doy otros cinco mil y te dejo la
dirección para que la vayas a visitar. Porque dime, ¿qué va a hacer aquí?
—Lo mismo.
—Mañana tu niña será una putita barata que a lo mucho va a llegar a los
veinticinco años…
—Y allá, no… ¡Seguro! —dijo la mujer con tono irónico.
—No. Conmigo va a aprender y a lo mejor se larga después a otra parte,
más lejos aún… Ya te digo, déjamela y verás. Seis mil mañana, ¿qué dices?
Elena, la chica, apareció. Tenía el rostro manchado de hollín, desprendía
un sopor de sol. Le vio los pies llenos de lodo y en la rodilla una cicatriz.
En sus ojos, negros y febriles, halló ese centelleo fugaz que sólo pudo
comparar con el del cerillo que se prende, se lanza al aire y se apaga
mientras cae al abismo.
—Pasa por mí mañana —dijo la chica.
La madre, confundida, miró a su hija.
—Vengo a las diez.
Glenda salió sintiendo un ligero escozor en la verga calzada dentro de
sus bragas.

A veces se duerme recordando el trayecto: los hombres colgados a una


pesada reja, la guagua trazando una herida entre la muchedumbre, niños
negros y desnudos observando con ojos desorbitados el lío permanente de la
línea, una enramada bajo la cual decenas de mujeres huesudas dan vida a
una feria fronteriza con puestos que no tienen casi nada que ofrecer. Y
Elena ahí, dormida por el cansancio, con las rodillas costrosas y su perfil
iluminado por la luz de las orillas. Sueña más con aquella Elena que con la
otra, Helena con hache, como le puso cuando le tocó debutar en el bar
Bombay. Es extraño porque en sus sueños no aparece el rostro de la chica,
sino su cuerpo con aquella camiseta sin mangas cubriendo las tetitas apenas
duras; Glenda ahí con una toalla húmeda limpiándole los pies sucios y
llenos de hongos, besándoselos uno a uno después, hasta que levanta la
vista y ve cómo sus labios se mueven y pronuncian algo así como «la vida
es un tejido de ilusiones» o alguna frase de ésas que se decían cuando
estaban en la cama. Otras veces, la imagen se reduce a aquella noche en el
mar. Le perturba y le fascina aquel rumor de olas, los tumbos violentos.

Cuando fue por ella, la chica parecía estar lista desde hace tiempo para huir
de ahí; de modo que se dedicó a mirarla y a seguir sus instrucciones. Quizá
fuera en la primera noche que Elena se percató de la doble personalidad de
su compradora, pero tal vez no le interesó preguntar: salía por fin, lo demás
era lo de menos.
Aquella vez se hospedaron en un hotel antiguo, cenaron comida china y
caminaron hasta llegar a un centro nocturno. Un espejo contenido por un
grueso marco de madera tallada, escorado sobre la barra del bar, reflejaba la
atmósfera de otro tiempo. En la mayoría de las mesas había putas: algunas
sentadas en las piernas de un hombre, otras bailando en la pista o en la
barra, con el culo dispuesto y aburridas como ostras.
Elena parecía no arrepentirse ni extrañar nada: sus recuerdos
descansaban ya en un bote de basura.
En el tablado apareció una cantante. Presenciaron una pelea, ese
pretexto nocturno para manchar de alcohol y sangre cualquier momento de
los cabarets. Después, el baile se reanudó.
—Pero tú no te asustes, que mañana continuamos.
Se dirigió a la barra, hasta perderse en los pasillos.
Elena, sola, bebió un trago. Minutos más tarde un soldado se acercó.
—¿Puedo? —preguntó innecesariamente, sentándose a su lado. Ella
sintió su olor rancio, el sudor de sus manos cuando las puso en su muslo
descubierto. Quiso levantarse, gritar, no pudo.
—No digas no, tan chiquita y tan putita, bien que eres una putita, no me
digas que no sabes —dijo el hombre mientras los dedos levantaban el borde
de la falda y se metían.
Entonces lo dejó hacer, sentía sus dedos mojados y la boca acercársele
para decirle al oído «putita infeliz, qué niña estás, muévete».
Cuando Glenda regresó; vio a la chica y al soldado salir del baño.
—¿Estuvo bueno? ¿Cuánto le cobraste?
Elena se quedó muda.
—Nada en este mundo es gratis, ni la muerte —dijo enfática y advirtió
—: te vuelves con el guacho ése y le dices que te pague.
Por primera vez desde que salieron de La Ceiba, Elena clavó como
estilete la mirada y respondió:
—Cóbrale tú, para eso me trajiste.
Salió engañosamente enfurecida hacia la calle.
Ya en la habitación, Glenda espetó:
—Te voy a decir algo: si quieres algo, tendrás que buscar el modo más
fácil de conseguirlo, ¿entiendes?

Después de todo, la chica había comprendido y llevado a cabo la sentencia.


La sueña: ¿dónde está ahora? Tendría quince cuando la trajo a México, y
diecisiete cuando sucedió lo de Julio Nazar.

La hizo empezar en un restaurante suyo, primero de mesera. Después pasó


al bar Bombay. La ponía a prueba. Una vez le tocó cubrir una fiesta:
Cicerón, el cliente, se paseaba de una a otra mesa brindando por su boda
civil con la hija de un militar. Horas después, en el cuarto de aquella casa,
Helena sintió la fina seda del vestido de novia sobre sus muslos, el festín
que el matrimonio se dio para sí mismo, con Helena como bocado. De aquel
trabajo, obtuvo de manos de Cicerón una caja sellada para Glenda; también
la repulsión de aquel triste manoseo.
—Espero que me toque buena parte —dijo, con mirada iracunda. En
seguida se desvistió y se metió a la tina.
—¡No es para tanto!, respondió la drag, quien abrió la caja y hundió sus
dedos en el blando espesor de la cocaína, picada y lista.

Te vamos a agregar la hache, expresó, emocionada. Apareció entonces


Helena por el Bombay cuando cumplía diecisiete años, con su cuerpo
convertido en una arrogante traza extranjera que, en el tablado, esbozaba
capricho, altanería, una fuerte carga sexual. No era una belleza
propiamente: su mala dentadura expuesta en la risa podía destruirlo todo,
pero eso —lo sabía Glenda o sus clientes— se iba al caño cuando la chica
se concentraba en lo que su boca sabía hacer mejor.
Ser puta es como bailar, le advirtieron: cuestión de agarrar ritmo. De
inmediato la vistieron: túnica transparente, plataformas altísimas de charol
que caminaban sobre el tablado.
¿Te acuerdas, H? Ahí estabas por fin, bailando, hasta que llegó ese
imbécil que lo jodió todo… Ya, ya, estoy harta de que me lo reproches,
respondía Helena.
Fue así como inició el trayecto: ser puta había consistido más en hacerse
tramposa que en desnudarse. Se paseaba por los pasillos del Bombay como
un ángel infeliz capaz de pegarse a cada rato, con resistol, las alas.
—Helena, Helena, ¡bah! Pinche mocosa sudaca —decían las otras
putas, con hastío y envidia.
—¿Qué sabes tú de ella? Es marica, por eso no se coge a ninguna.
Contigo está entusiasmada, eso ahora. Al rato te va a echar.
Pero no fue así.
—¿Por qué no me coges? ¿No te gustan las mujeres?
—No todas.
—¿Cómo le haces para que no se note la verga? ¿Te gustan más los
hombres o las mujeres?
Sólo que ni Glen lo sabía. Sus enormes pestañas postizas, su sonrisa
grotesca, flotaban en el marco del espejo. El deseo para él/ella, a veces,
carecía de nombre. El deseo para Glenda era una piel joven, la de su díler,
la de Helena rotunda a sus diecisiete años. El deseo era el deseo por ocupar,
sitiar cualquier cuerpo. Sin pensarlo, sin confirmar nada, desear a un
hombre o a una mujer empezaba a darle lo mismo.
Fue Helena quien se acercó, fue Glenda quien dijo sí en medio de
vestidos, lentejuelas y zapatos.

Glenda sueña: pero sus sueños son un recordatorio. Están ella y Helena en
la playa, cuando un zumbido de moscas las conduce a un montículo.
Entonces Helena comienza a excavar la arena hasta dar con el cuerpo de
Julio Nazar. Te lo dije, reclama una a la otra, te dije que un cadáver jamás
se entierra boca arriba.

2
Antero Rojas leyó los artículos de los periódicos; tenía la impresión de
recibir el mismo diario todas las mañanas: el mundo cedía lentamente, ahí
estaban otra vez las sonrisas impecables de sus colegas, de Julio Nazar, su
compadre. Se concentró en la página de clasificados: «Salvadoreña
cariñosa. Búscame». Sonó el teléfono. En la línea, el gobernador emitía
categóricas opiniones.
—Tienes que ser discreto. Búscate una cortina, una tapadera, tenemos
seis meses. Acuérdate: le gusta andar de putas, son su perdición.
Después de colgar, Rojas se quedó sumido en su silencio, excitado,
sintiendo una punzada de ansiedad en el estómago.
Por supuesto que sabía que a Nazar le gustaba ir de putas. Lo que lo
sorprendió fue lo otro: el cambio de táctica. Ese golpe de suerte inminente,
al alcance de la mano. Él, Rojas, había perdido tres ocasiones las elecciones
a la diputación. Julio Nazar lo trajo consigo, se convirtió en su brazo
derecho. Además, eran compadres. Pero Nazar no encajaba en algunos
círculos. No a la corrupción, no al robo, no al influyentismo, eran sus lemas
de batalla, ideas con las que muchos del partido no coincidían. De pronto, el
cambio de táctica. No imaginaba que la encomienda se la dieran a él.
Un asesinato en plena campaña sonaba escandaloso, pólvora en plena
iglesia. Sin Nazar como candidato, sería Antero Rojas quien lo supliera para
el día de la elección.
Iba a hacerlo, por supuesto que iba a hacerlo. Nazar para abajo. Habrían
de inventarle un lío de faldas. Rojas quedaría como candidato. Lo demás ya
estaba puesto a la carta. Llegaría por fin a la presidencia. Y sin embargo, no
era fácil. Un asesinato en plena campaña. Pólvora dispuesta en la sede del
partido y, después, humo que evidenciaría la estrategia. Pensó en el juego:
demasiado complicado, con aristas de más, una inmensa conjetura cuyo
precio, definitivo, valía la pena.
Habló con Cicerón. Éste le recomendó que visitara el bar Bombay. Esa
misma noche Rojas entró al putero cuya fama la daban las ilegales. Puso un
billete en el triángulo blanco de la hondureña. Le habló al oído. Bebieron,
pasaron al privado.
—Mi reina, ¿cómo te llamas? Helena, ¿sabes cuánto es mucho dinero?
—Carcajadas—. Yo tampoco.
Helena le vio los ojos sanguíneos, el hombre enrarecía el aire con su
aliento a alcohol.
—Si esto sale bien nos vamos para arriba y a donde tú quieras.
—¿Qué le picará a éste? —se preguntó ella, cuyo único deseo esa noche
era llamar al díler, terminar pronto, dormir.
Antero Rojas tocó la espalda oscura de la mujer.
—Después de todo, mi reina, en cualquier parte buscamos la
oportunidad de tirar al de arriba para poder comprar unos zapatos un
poquito más caros. Tú lo debes saber igual que yo.
A Rojas se le hacía un plan costoso: invertir tiempo y ciertas confianzas.
¿Quién le decía que iba a resultar? ¿Por qué no hacerlo más sencillo: un par
de sicarios a sueldo disparando a quemarropa, un aparente asalto, una
muerte accidental?
Lo cierto es que si caía una pieza, era fácil hallar evidencias cercanas.
No podría arriesgarse a hacerlo con cualquier asesino. Le pareció ver en la
chica un brillo maligno, como sucede con quienes están rodeados de un
mundo de engaños persistentes. La mujer: el viento para aumentar el fuego,
bocanadas de brisa para no dejar rastro. El dinero era capaz de tapar lo que
fuera. Lo intuía: la vida estaba dispuesta a cambiar de sitio, siempre al filo
de la navaja, la vida podía cambiar en un jalón de tequila.

—No me arrepiento de haberlo matado. Se lo merecía. No supo con quién


se metió. Porque mira, una viene con mala sangre y los demás se encargan
de agriarte más y más y más. No tenía por qué, y conmigo se jodió…
Pero Glenda calló a Helena, e hizo una mueca de fastidio mientras la
chica insistía en hablar del muerto.
—Nadie me había humillado tanto y si tú te arrepientes, yo no. Fíjate,
enterradito y lleno de cangrejos está mejor que aquí. De todas maneras me
iba a chingar.
—En qué lío me metiste…
Guardó silencio.
—¿Y si le hablo a Cicerón para que nos eche la mano?
—No, Glen, ya salimos, hay que esperar…
—Pero no hay forma de que liguen el asesinato con nosotras…
—¿Cómo diablos no? No está tu cartera… ¿Querías más? Metimos la
pata en lo más fácil, un error… ¡Ya la encontraron, fueron al Bombay, a
estas alturas ya nos están buscando!
—Como si muy eficientes en el Ministerio.
—No los menosprecies.
—Van a cerrar el Bombay.
—¿Y qué?
—¡Como a ti no te costó!
—¿Costarte? ¡Le ha costado a las nalgas de las putas, a los alcohólicos!
—En qué lío me metiste, en qué mierdero lío me metí contigo —dijo
Glen con su voz masculina, como un desvalido frente a Helena, cuyo
temple, de algún modo, lo reconfortaba. Necesitaba de ella, se había
abandonado a su influjo, igual al perro corriendo tras los talones de su amo.
Sin embargo, su cabeza era un enredo: no quería admitir que la chica
después de todo había venido a confirmar una especie de ausencia. Era
ridículo. Cuando Glenda abandonó su casa tenía dieciocho. No era Glenda
sino Genaro. Heredó el restaurante con la muerte de sus padres; después lo
convirtió en bar. Una noche, seducido por el primo con quien tuvo su
primera experiencia, Genaro se vistió de mujer. Le gustó. Alguna vez se
enamoró de un delincuente. En eso se parecía aquel momento a éste: vivir
en peligro siempre le pareció fascinante. Si alguien lo viera ahora,
despojado de sus prendas femeninas, sentiría pena. Aunque no,
seguramente sus padres, si vivieran, serían los primeros reconfortados.
Quizá le confundía no saber, no saber nada, dejarse llevar, como si fuese
indistinto ser hombre o mujer, como si fuese sencillo llevar las dos partes
atadas. Tal vez femenina fuera la actitud, la manera de ver las cosas;
masculino el deseo como cuerda a punto de romperse ante cualquier cuerpo;
y su espíritu dependiente se delatara con lo que había en el fondo, cuando
bajo la máscara de la madrota dispuesta a oler muchachas malas como si
fueran carroña, estaba un ser vulnerable que se hacía pasar por duro, para
no meter la pata y caer. Y justo en eso pensaba ahora, viendo que Helena se
imponía con esa actitud agresiva que distingue a los implacables de los
obedientes. Justo en eso pensaba cuando se veía ahí, huyendo de un crimen,
arrepentida y temerosa, en silencio. De pronto, al ver a la chica, sentía
vergüenza: esa mierda, se dijo, mientras la miraba.
Tiró su botella de agua. Definitivamente, un sentimiento profundo le
inspiraba esa mujer extranjera.

—¿Y no sospecha nada? ¿De nadie? No sería raro el secuestro, ni un


crimen. Después de todo, su marido era, es, perdón, candidato a la
presidencia…
Estrella, la mujer de Julio Nazar, negó con la cabeza.
—Ya mandamos a pedir a Teléfonos el registro, ahí tendrá que salir
algún número que nos diga algo, las últimas llamadas —dijo el oficial y
después se retiró.
Lo peor es que la desaparición de su marido no sólo había venido a
acabar con él, sino con cualquier débil certeza: no estaba segura ya de nada,
no podía meter las manos por Nazar. El oficial, por ejemplo, le había
preguntado si su esposo no tenía una relación extramarital. ¡Caray, pero qué
estúpido!, pensó; si la tuviera, ella sería la menos indicada para saberlo.
¿Tendría otra mujer?, se preguntó y quiso hacer escala en cualquier escena,
en alguna conversación, una reacción específica… En el terreno de Nazar,
todo aquello era parte del trabajo: secretarias o asistentes imbéciles que
estaban ahí para cualquier cosa, putas con qué entretenerse. Y sí, por
supuesto, en el caso de su esposo, enemigos, sí los había: pero era un caso
como el del cuarto cerrado en el que todos pueden ser culpables, siempre y
cuando no se demuestre lo contrario.
Tocaron la puerta. Era Silvia, su hermana.
—Te ves cansadísima… Yo insisto: ten fe en Nuestro Señor Jehová.
Porque no eres creyente, a veces pasan estas cosas para que una se acerque
a Él.
Estrella se desplomó en el sofá y se frotó la cara.
—No me vengas con idioteces.
Odiaba también eso: parecía que la violencia en la ciudad aumentaba,
junto con las iglesias bautistas y nazarenas.
—¿Estás segura de que no se enojaron por algo que tú ni siquiera
advertiste? No sé, algún malentendido… Se fue de borracho. Se fue de
comisión y tú ni lo recuerdas. ¿Ya hablaste con el secretario del partido?
¿Sus compañeros? ¿El tal Rojas?
—No, no, no. Estuvo ayer hasta las siete en la casa de campaña.
—¿Sabía algo? ¿Estaba metido en algún asunto delicado que lo pudiera
implicar? Caray, si mi cuñado es intachable. ¿Otra mujer?
—Bueno, con todo el carajo, todo mundo me dice eso, y me hacen
sentir como una verdadera estúpida. No. No lo sé.
—¡Rojas!
—¿Qué?
—¿No lo querrán tirar?
—Claro que no. No lo sé…
—No, no nos adelantemos, a lo mejor se fue de borracho y mañana está
acá.
Para Estrella, pensar en eso la ponía de mal genio. Muchas veces se iba
de putas, ella lo sabía, pero siempre llegaba a las tres, cuatro, caray, siempre
llegaba. Si hubiese querido quedarse era muy fácil pretextar cualquier viaje
o reunión extraoficial para hacerlo, pero esa ocasión no había sucedido.
Punto. Sabía que era infiel pero sabía también que le tenía, a ella, algo de
temor, quizá porque no había podido darle hijos desde hacía cinco años. ¿Y
si lo habían matado?
El timbre telefónico las sobresaltó.
Estrella hizo una mueca ambigua.
—¿Lo encontraron?
—Hallaron el coche, en quién sabe qué kilómetro de la carretera que va
a la costa. Hay condones, botellas de cerveza.
A mediodía, Estrella estuvo en el Ministerio reconociendo los datos
sobre el coche y la lista telefónica de los tres meses recientes, revisando uno
por uno el directorio.
Lo mismo sucedía con el registro que entregaba el servicio de telefonía
celular, el cual ponía en evidencia la facilidad con la que se evadían los
datos.
—Este número. Su marido marcó varias veces a este número. Pertenece
a una tal Ruth Anzures. Pero quizá sea un nombre falso.

Glenda la sueña. Entre el montón de vomitonas esparcidas por el azulejo.


Dormida sobre la barra del bar.
Refregándose sobre las piernas de los guachos. Bebiendo un brandy
Presidente, derecho, puro.
Limpiándose el trasero con un periódico y diciendo después: no sé leer,
no sé qué dicen los pinches periódicos, pero si estoy jodida yo, está jodido
el mundo.
Advirtiendo a las demás putas: no sean hipócritas, brincos dieran por
tener un cúter y ensartárselo a sus madrecitas, no vengan con que las
extrañan…
Obsesionada con su muerte: a lo mucho voy a llegar a los veintiséis,
pero no me importa.
Dispuesta a aceptar todo lo que cayera en el Bombay: es que sale cada
tipo que cree que una puede aceptar lo que sea por dinero… Lo peor es que
es cierto.
Desparpajada: ¿qué me ven, pinches yonquis? ¡Váyanse todos al
infierno! Acto seguido, Helena se iba tambaleando, echada a perder como el
trago en su estómago.
Alcohólica: ella era como el brandy que le caía en la comisura de los
labios.
Atea: María, estás llena de gracia pero el señor no está contigo.
Dependiente: parecía gato lamiendo la cocaína en el papel estraza, con
las pupilas dilatadas, pidiendo más: dame más, sé que tienes más, anda,
saca más, repetía desquiciada mientras le temblaba la mano. Era lo único
que la detenía: la cocaína.
Indiferente: te voy a contar una cosa, cogí con ese fulano sin condones,
lo peor es que no me interesa, las peores cosas son las que están por
sucederte pues no podrás impedirlas.
Rencorosa: el licenciado ése, el maldito lic, ¿ves lo que me hizo?, ¿ves
lo que ocasionó en mi preciosa cara? Y Helena enseñó el rostro amoratado,
la herida en la mejilla. Lo peor no fue eso, me humilló y eso no se lo
perdono a nadie, Glenda… Si no me ayudas, solita lo voy a matar.
La ve atendiendo a los clientes en el privado.
Jadeando frente al espejo.
Dejándose manchar el cuello por el rojo de su labial.
Haciendo rayas.
Bailando su número en el templete.
Rasurándose el vello púbico con la crema de afeite de Glen.
Glen la recuerda sucia e infeliz, viendo cómo fornican dos perros,
diciendo: ¿Ves? Nosotros también somos perra y perro… Cojamos.
Pero sobre todo, diría que Glenda sueña su silueta negra confundida con
aquella noche. Y los tumbos destruyéndose antes de llegar a la orilla de la
playa: el mar es un asqueroso drenaje, no tiene nada de bueno, el mar es una
alcantarilla, dijo Helena bajándose las pantaletas para orinar.

—¿Me vas a decir que tienes celos?


—Ay, Helena, yo no siento nada por ti, los sentimientos son un estorbo,
bien lo sabes.
—¿Y por qué tardaste tanto con Belem?
—Porque yo también trabajo, mi reina, y Belem me debía algunos
favores.
—¿Y te la cogiste?
—Justo.
—Eres una zorra.
—Ahora tú estás celosa.
—¿Celosa? No, caray, qué va.
—En cambio a mí, ese lic ya me tiene hasta la madre. Si se me pega la
gana, no lo dejo entrar.
—No puedes. Es el mejor cliente que has tenido. Bien que cobras por
mantener su reputación en el anonimato… Y claro, aparte, tiene buenos
gustos, me escoge a mí, nada más y nada menos…
—Le vas a decir que ya no puedes. Que se busque otra…
—Sólo te digo una cosa: valora tu mercancía.
Glen se acercó para darle una bofetada. Helena reaccionó.
—Ya, ya pues. Le voy a decir que no puedo, se lo voy a decir… —
suplicó Helena con la boca torcida por la mano de Glen.
—Voltéate.
—¿Para qué?
—¿Para qué se ponen de frente las perras?
—Háblame con voz de Glenda.
Glen soltó la voz madura, ambigua, femenina, como la sabía imitar
desde hacía tiempo. Vio a Helena entrecerrar los ojos y se olvidó por un
momento de lo anterior: Julio Nazar regalándole flores a Helena,
esperándola en la puerta trasera, Glen tras la cortina preguntándose al
menos dos cosas y afirmando que en cuanto pudiera iba a echar a la chica,
antes de que le ganara la estúpida emoción por una morena vulgar a la que
odiaba y quería un poco.
La sueña: tendida en el piso, el cuerpo espolvoreado de cocaína,
rodeada por hombres que, hincados, la olfatean. Sueña que Julio Nazar
intenta levantarla. Que Glen entonces se acerca y le dice que Helena está
perdida y ese tipo de caídas no se reparan.

Esa misma tarde Estrella recibió la llamada. Marcó al Ministerio Público.


—Está secuestrado, quieren cien mil. Es ridículo. Son estúpidos. Era la
voz de una mujer.
En ese instante, ella recordó el momento en el que había advertido a su
esposo que no se metiera en la candidatura. No sabía de dónde podía venir
el golpe. Por la noche, según lo indicado, un Cavalier junto con el auto de
Estrella, se dirigieron hacia el puente.
—Digamos que es un asunto sencillo, elemental: se ha encontrado el
auto en la carretera, rumbo a la costa. En el auto hay cervezas, vidrios de
alguna botella rota, cocaína, condones sin usar. Pero no hay huellas. Por lo
tanto botellas, polvo y demás fueron objetos puestos a propósito, para
distraer —dijo el oficial—. Efectivamente está secuestrado. Pero es muy
estúpido que nos hayan citado en el puente y hayan pedido esa cantidad. De
todas maneras, usted va a caminar hasta ahí, bajará como indicaron, dejará
la mochila, y si es verdad que ellos están observándola, irán por la mochila
y soltarán a su marido. Un rescate nunca es fácil. Pueden ir por el dinero sin
que él aparezca porque ya lo han matado antes. El secuestrador no es tonto.
Sabe que nosotros estamos detrás.
Estrella caminó desde las instalaciones de servicios migratorios hasta el
puente: a esas horas permanecía iluminado por focos amarillos pálidos que
daban al sitio un aspecto triste. Un borracho se tambaleaba en medio de la
calle; la basura era un montón de papeles cruzando sin rumbo, como la
misma Estrella. Empuñadas sus manos en la baranda, fijó su vista hacia
delante: los bordes del río se entreveían gracias a las luces de las casuchas
asentadas en la orilla. Sintió el temblor del concreto originado por un trailer
de carga. Pasaron dos camiones más, y cuatro horas en las que escuchó el
silabeo de chicharras, su propio murmullo. Porque no llegó la señal de un
foco parpadeante bajo el puente que le indicara que los secuestradores
estaban ahí. Lo único que llegó fue la vibración del móvil y, en la
minúscula pantalla, un mensaje del oficial que le pedía a Estrella que
regresara.
Nos han tomado el pelo —volvió a leerse en otro mensaje—, pero
Estrella no quiso moverse. Se sentó en el borde del puente, ni siquiera tenía
ganas de llorar. Tenía los nervios de punta, estaba ansiosa, excitada, creía
con vehemencia que en cualquier rato el parpadeo del foco llegaría.
Apenas ayer había visto a su marido en el desayuno, o mejor dicho,
desayunó con él sin verlo, con prisa, como todos los días. Y era increíble la
manera en que el tiempo se encargaba de borrar las cosas. Ninguna señal.
Sólo parpadeaba el alumbrado público: eso le daba a la noche una extraña
sensación de falsedad, como si estuviera en una mala película. Lejana pero
clara, como murmullo, llegaba alguna cumbia triste. Sí, Estrella sabía que
su marido visitaba burdeles, como todos los hombres que en determinado
momento necesitan demostrar precisamente ahí el hecho de que el
matrimonio y la vida cotidiana son indisolubles. Pensó en los cinco años de
matrimonio, en los «Señor, Jefe, Licenciado» que repetía su esposo con
frecuencia, como si se tratara de una jerarquía militar, títulos que en
realidad eran lamidas de botas. Pensó en las gatas secretarias que
seguramente él se cogía de vez en cuando; y pensó también en la muerte, en
identificar el cadáver, en verle la cara por última vez y preguntarse si en
realidad lo quería. En su muerte, definitivo: también en la cuenta bancaria,
la casa, las propiedades, la ciudad violenta de la que saldría con motivos
suficientes hacia cualquier lado.
Todo era extraño: apenas ayer lo había visto hincar el tenedor, lavarse
los dientes aunque ni siquiera se fijara ya en el cuerpo gordo que empezaba
a tener a partir de su incursión como diputado, ni en su cara hinchada a
causa del exceso de alcohol: el rostro de un sapo satisfecho. Definitivo:
ambos se habían cansado, a pesar de no saber determinar en qué consistía
exactamente ese cansancio. El tiempo había realizado bien su ineludible
tarea.
El vigilante del sitio sacó de su reflexión a Estrella, advirtiéndole que
era tarde para permanecer en el puente. La mirada de ellos siempre era así:
amenazadora aunque fuera por simple rutina.
Llegó Estrella hasta el Cavalier y su propio auto. Metió la mochila
semivacía al coche y aceptó la cerveza que le ofrecían.
—No se ha recibido ninguna otra llamada. Nada más tenemos que
esperar.
—¿Y si ya lo mataron?
—Tendrá que aparecer el cadáver. Si está muerto lo encontraremos en
unas horas. Ya están rastreando en las estaciones de ferrocarril, en la zona
roja, en la carretera. Tiene que aparecer en cualquier momento.
—¿Han seguido hablando al celular?
—Fuera de servicio.
No hay de otra —pensaron los agentes—, el caso del licenciado Julio
Nazar tenía que ver con los intríngulis del partido político. La votación se
anunciaba cerrada, los candidatos debían de estar nerviosos. No era
tampoco nuevo un caso como éste: seis años atrás se encargaron de liquidar
al director de Derechos Humanos, y aunque todos eran sospechosos —
incluida la esposa— el caso quedó cerrado.
Harían el papeleo cotidiano, se abrirían las investigaciones, los posibles
móviles, pero después de cierto tiempo el archivo se cerraría por falta de
pruebas, y los familiares aceptarían cualquier resolución.
Estrella tiró la cerveza, se subió al coche, arrancó escoltada por el
Cavalier. Era una noche absoluta. Con los cristales abajo sentía el aire
dulzón de los árboles alrededor de la carretera.

Helena tenía una herida en la cara y el pelo revuelto. Se sentó y apretó los
puños. Glenda lavó una toalla y se acercó a la chica, quien parecía a punto
de desmayarse.
—¡Te advertí que no siguieras atendiendo a ese güey!
Pasó la toalla húmeda sobre el rostro, Helena apretaba los labios.
—¡Licenciado de mierda! Lo peor, lo peor, ¿sabes? Ni siquiera es
esto… Me humilló el hijo de puta. Me trató peor que perra, hizo que
lamiera el piso del pinche cuarto mientras me seguía pegando. ¡Nooo,
Glenda! Te juro que me las paga el cabrón.
Se hizo un silencio entre ambas.
—Si no te portas bien te voy a denunciar con servicios migratorios,
amenazó. ¡Mierda! Te juro que me las voy a cobrar, se va a acordar el
imbécil.
—Escúchame y cállate ya. Lo vamos a madrear, ni te apures.
Helena se bajó el pantalón de mezclilla: la mitad de la braga blanca
estaba manchada de sangre.
—No nos vamos a ensuciar nosotras. Lo va a hacer alguien de mi
confianza.
—¡Claro que no! ¡No me vengas con eso, Glenda marica! ¡Lo voy a
hacer yo! ¡Lo voy a joder yo! Quiero verle la cara al puto, yo. Quiero que
chille el cabrón, delante de mí. Lo voy a matar —repitió, apretando la
mandíbula.

Tres semanas más tarde Helena llamaba a Nazar advirtiéndole que tenía
algo muy importante y delicado que decirle:
—… Un asunto del que me enteré por Rojas… Es urgente, veámonos
rumbo a la playa, no puedo decírtelo ahora, serás tonto… Así
aprovechamos para quedarnos por ahí… ¿Que cómo supe? ¿Olvidas que
soy puta? Bueno, pues las putas a veces tenemos una vida emocionante…
Anoche me contrataron para una reunión en la que no estabas… Cómo
serán pendejos, me dije. Así que puse mi oído y… Tengo que contártelo —
advirtió Helena y colgó.
Se puso el pantalón de mezclilla, sudadera, tenis. Glenda en cambio
eligió vaqueros, una camisa que le quedaba grande y botas de punta. Sin el
grueso de maquillaje de siempre, y la peluca de mata castaña y larga, era un
hombre que no delataba sus cuarenta y tantos años, y mostraba más bien un
carácter impreciso; como los hombres atractivos que, preocupados por su
apariencia, a la primera de cambio necesitan demostrar su hombría.
Todos sabían que Glenda era en realidad Glen, o más concretamente
Genaro Arriaga, tal cual dictaba acta de nacimiento y demás papeles, pero
hacía tanto de ello que parecía que las medias, el bilé y un culo redondo
bajo las faldas ajustadas borraban aquella lejana identidad. A él se le
ocurrió llamarse Glenda. Su vida era un misterio que ella se encargaba de
adornar como lo hacía con el Bombay: algunas esquinas eran austeras, otras
estaban llenas de focos parpadeantes y ridículos, en la pared había una
mujer con el torso desnudo y la cola de pez, en otra estaban pintadas con
vinil barato máscaras de sonrisas grotescas y burlonas. Muchas veces
hicieron borracheras en la casa que tenía frente al mar. También se hablaba
de sus amores esporádicos, pero nada irracional, hasta que llegó Helena.
Pareció recobrar el interés con la hondureña, quien, por lo demás, en poco
tiempo se pudrió como manzana. Le gustaba emborracharla porque Helena
se subía a cantar. Le gustaba verla vomitar en el patio. Observar cómo se
movía en las piernas de algún milico para después perderse en la oscuridad
de los pasillos.
Antes de dirigirse a la playa, pasaron al lobby del hotel Camino Real.
Pidieron tequilas.
—Otra cicatriz. Vas a terminar con la boca cosida, como las muertitas
de Juárez.
—Muy bonito este sitio. Lo que se hace con, por dinero.
Vieron el reloj.
—Pues vámonos.
Helena sonrió nerviosa. No tendría por qué salir mal el plan, conjeturó.
Una nube de polvo se levantó cuando arrancaron y se perdieron entre la
bruma oscura de la carretera. Subieron el volumen del reproductor de cds.
Un solo de acordeón se oía bajo la voz del cantante:

No te conozco, no me conoces a mí
sorpresas hay por vivir…

Rato después, Glenda apagó el motor y se dirigió hacia la puerta de Helena.


De los pocos placeres que tenía la vida, le gustaba ese segundo en donde el
licor incendiaba la sangre; ese momento previo a la borrachera en el que,
antes de perderse, podía sentir el mareo, la euforia, cierto poder. Luego,
como decía Helena, todo se iba al carajo. Bajó sus pantalones, la acarició
mientras el acordeón seguía. Un trailer les echó los faros encima. Subieron
otra vez y repitieron la canción hasta que llegaron al entronque carretero,
ahí donde había una avenida para entrar al malecón. Estacionaron el Valiant
de Glen a una distancia considerable. Un anuncio metálico daba la
bienvenida a la playa. Pero a esas horas, la playa estaba sitiada por farolas
parpadeantes que iluminaban el contorno de la escollera. Era frecuente que
las bandas y las putas llegaran ahí para beber o cobrar cuotas por la libre,
pero esa noche era jueves y, con la excepción de un perro dejando su mierda
sobre la arena, la entrada estaba solitaria.
La chica se veía excitada, neurótica. ¿Llegaría Nazar? No estaba tan segura
de haber convencido al hombre. Después de todo él era un tipo absorto en
su oficio y le podía tener sin cuidado lo que ella pudiera contarle. Era
probable que pensara eso: que ella era una puta más a la que había
conocido, y no había por qué darle ninguna importancia. Pero a lo mejor le
intrigaba saber si era verdad que la noche anterior Antero Rojas la había
contratado para una reunión a la que él no estaba invitado. Ojalá Rojas
hubiera hecho su parte. Se percató de la hora, metió las manos a los
bolsillos; con la punta del zapato tenis levantó arena. El hombre, Julio
Nazar, le gustaba, para variar, pero eso no iba a interrumpir sus planes.
Vio un auto detener el motor, el clic de la puerta, una sombra
acercándose. El perro ladró y se fue.
—Vienes borracha… ¿Qué te pasó en la cara?
—Un maldito infeliz hijo de puta asqueroso que se va a acordar de mí,
se puso muy mal ayer en la peda; sacó su navaja porque no se la quise
chupar. Eso. Gajes del oficio.
—Vámonos a un hotel, no jodas, quién me viera aquí, contigo. Mañana
tengo una salida, y de ahí yo creo que no te veré más…
—No, porque te voy a decir algo grande.
—¿En qué viniste? ¿Qué chingados hacías con Rojas ayer…?
Pero Julio ya no pudo continuar.
De la sombra emergió, repentina, otra sombra. En el bolso del pantalón,
Helena tocó el metal frío. Otra vez la luna altísima. Y el mar, el mar que lo
pudría todo.
A partir de entonces, todo fue muy fácil, o muy difícil, o muy
inesperado e impreciso. Los tumbos de las olas se rompían cada vez más
cerca. No se veía el mar, se escuchaba.
—Algo grande —alcanzó a escuchar Julio Nazar mientras sentía la
primera punzada caliente en su cintura. La mano que empuñaba el metal era
de la mismísima Helena, la putita que le había presentado Rojas, meses
atrás. Sintió más golpes. Glenda asaeteó con fuerza y lo hizo caer, como el
árbol que se derriba de un hachazo.
—¿Así que tú le pusiste esa raja en la cara a mi muñeca, eh? —repetía
Glen, azotando la cabeza del hombre.
Pero Julio no pudo pararse ni podía entender lo que sucedía. Oía la voz
de Helena y la de un desconocido hablar sobre aquella noche en que él la
golpeó brutalmente. Sintió ramalazos en espalda, abdomen, piernas. Veía un
revoloteo negro de golpes sitiándolo sobre la arena, como si lo quisieran
enterrar de una buena vez. No alcanzaba a ver la cara de esa mujer con la
que se metió varias noches a partir de una visita al Bombay. Esa adolescente
que tan bien le caía por mentirosa y cínica. ¿En qué estaría pensando
cuando se metió con ella? Pero a él le gustaban las putas. Y era débil. Un
candidato demasiado básico.
Glen y Helena seguían pegándole, había en ellas una rabia hermosa, una
violencia a punto de regarse como la espuma sobre la playa. Glen no se lo
pensó dos veces si veía a Helena actuar así: estaban embriagadas de rabia
golpeando una, diez, muchísimas veces, llenas de placer por ver al hombre
desvanecerse. Estaban delirantes, practicando el mejor de los medios para
sacar cualquier resentimiento. Los golpes con la pala por esa niñez dañina,
los navajazos porque el lic había humillado a Helena, las patadas porque
nadie puede negar el instinto, las últimas heridas porque sí. Atrás chocaban
las olas. Julio Nazar se movía como el pez asfixiado brincando sobre la red.
Glen y Helena se vieron: sus ojos brillaban, cada vez más excitados. Los
quejidos se perdieron, Julio Nazar permanecía quieto, quietísimo,
manchado de sangre, la cabeza despoblada de conjeturas hechas también
añicos, su sexo inerte, los pies incapaces de retroceder. Fueron minutos,
minutos bastaron para acabar con sus cuarenta años de vida y la
candidatura. Jamás Glen había sentido esa ira brutal irradiarle los sentidos;
el odio, el rencor carcomiendo todo resto de cordura. Glen era un tipo duro,
mitigado en realidad por Glenda; no creía que comprar niñas
centroamericanas fuera un acto tan malo, y sin embargo, nunca había
golpeado con tanta fuerza. Helena empuñó arena y la dejó escurrir entre los
dedos cuando se agachó para dar un último navajazo en el cuello.
—¿Ves? Pues esto es la vida, chingar. Morder polvo. Y ahogarse. Caer
hasta el fondo.
Glen, en cambio, palpó al hombre.
—Está muerto.
—¿Y qué?
—Se nos pasó la mano… ¡No lo íbamos a matar!
—Estas cosas, si las pones en plan no las haces, y si ya las hicimos
¿para qué pensarlas?

Trataron de apresurar los pasos. Entre las dos, quitaron camisa, reloj,
celular, llaves al muerto. Revolvieron la arena con la pala que llevaban en el
auto. Cargaron el bulto como pudieron, hasta llevarlo al coche de Glen.
—Yo voy a manejar el suyo —advirtió Helena y se dirigió a la
Cherokee de Julio Nazar. Se colocó bolsas en las manos, encendió el motor
y siguió el Valiant de Glen.
Ambas manejaron hasta dar con el entronque carretero. Primero fueron
hacia el lado sur. Se metieron a fuerza por el pastizal. Del Valiant sacaron
los botes de cerveza. Regaron el líquido por los asientos, pusieron la caja
vacía de condones, echaron un poco de cocaína. Si todo salía bien, nadie
sospecharía de ellas. Era común el asalto en las carreteras. El lic estaba
cogiendo en el coche cuando fue sorprendido por una presunta banda de
asaltantes. Lo que se les escapaba, si veían en perspectiva sus actos, es que
todo era demasiado burdo y elemental.
—Iba a ser candidato —mencionó Helena.
Glen la miró: la chica estaba pálida, sus ojos brillaban con fugaz
intensidad. Parecía enloquecida. Ella, en cambio, tuvo la sensación de
habitar dentro de un cuerpo hueco.
Subieron al Valiant. Para desviar la ruta, se dirigieron al otro lado,
rumbo al norte. Tijera abierta: una hora de distancia entre el coche y su
cuerpo.
Más que la agilidad, el temor de la madrugada los hizo actuar con
rapidez. Ya sobre el norte, buscaron un lote baldío: con la pala cavaron
hondo y arrojaron a Nazar; su rostro inmolado parecía aún vivo. Echaron
tierra sobre el hoyo. Sintieron miedo.
—Vamos a tomarnos un trago, estamos temblando —sugirió Helena al
ver el rostro lívido de Glen.
Volvieron a casa de Glen para quitarse las ropas manchadas y bañarse.
—Ahora sí nos cargó la chingada… No lo íbamos a matar, ¡guarra de
mierda!
—Se lo merecía, si tú te arrepientes, yo no. Uno ya tiene decidida la
vida. Nada más echamos un empujón. Eso fue todo.
—No es que me arrepienta, carajo.
—¿Entonces, pendejo? ¿Qué quieres que te diga, pendeja o pendejo? —
retó Helena revisando las pertenencias de Julio Nazar—. Mañana vamos a
marcarle desde un teléfono público, diremos que está secuestrado,
pediremos dinero, los citamos… En dónde… En dónde… Los vamos a
distraer con eso, en lo que lo encuentran —continuó nerviosa y excitada,
como la cocainómana que en el fondo era.
En la regadera Helena comenzó a tocar a Glen.
—¿Cómo le dicen a esos animales que son hombre y mujer?
Pero Glen no respondió. Sus preguntas estúpidas, su cuerpo rotundo,
fueron suficientes para abandonar la exaltación. Con Helena permanecía en
un estado de ansiedad constante, parecía su amante, su hermana, su madre,
su padre, y quizá fuera sólo eso: una manera de llenar alguna ausencia.
Pensando en el asesinato, habría querido quedarse bajo la regadera, dejando
que el agua les erosionara la piel.
Amaneció de prisa. Helena veló el breve sueño y cansancio de Glen
para arrebatarle la cartera y metérsela entre las bragas. Fue ese día cuando
hicieron la llamada desde un teléfono público.
—Por lo menos esta noche pensarán que está secuestrado, mientras
vemos qué pasa mañana.
Después fueron al Bombay, maltrechas, ojerosas. Helena no iba a
presentarse a bailar. Desde su lugar, las demás putas las veían, sorprendidas
por su aspecto.
—¿Qué? ¡Es mi día de descanso…! ¿O no puedo? Una cruda es
sagrada.
Pasaron pocas horas para que Glenda, temblorosa, se diese cuenta de la
ausencia de la cartera.
—No la encuentro. ¡Puta, no la encuentro!
—No chingues, Glen, no juegues…
—No está. ¡No está la pinche cartera!
—¡No jodas, Glenda! —dijo Helena, histriónica, dueña de sí.
Esperaron al corte de caja y Glenda se desplomó. No tenía idea de qué
iban a hacer. Recogió dinero en efectivo, papeles, permisos, estados de
cuenta. Salieron de prisa. Ahora quien manejaba era Helena. Por Helena
siempre sentía un deseo repentino, no el deseo de su cuerpo sino de su
presencia. Con relación a sus anteriores amantes ocasionales,
experimentaba a su lado una constante intranquilidad, esa paranoia que lo
hacía ir de un lado a otro. ¿A dónde iría a parar todo esto?, se preguntó
mientras Glenda miraba el perfil de la chica. Desde el principio hasta el
final no hay línea recta, le advirtió una noche. Le molestó pensar en la edad:
se tocó la cara, sintió la aspereza de la barba incipiente que debía rasurar a
diario, y sobre todo, vio sus arrugas haciéndose evidentes con los polvos,
una madurez de la que habría deseado huir, justo como lo hacían en ese
instante.
De su casa tomó algo de ropa y el set de maquillaje con el que se hacía
pasar por Glenda. Después fueron al lugar donde vivía Helena, quien
conocía de memoria esa zona que, en el fondo, le recordaba quién era y
reflejaba quizá su circunstancia: un infierno circular, un laberinto sin
escapatoria. Sabía, por ejemplo, que después de las diez de la noche no era
conveniente pasar por el callejón. Sabía quiénes eran peligrosos y quiénes
solamente bocones. Temía pasar cerca de la ventanita de la vinatería porque
una vez había visto morir allí un hombre que no quiso contribuir para la
botella de dos judiciales borrachos. La sirena de las patrullas se había vuelto
un sonido familiar, pero nunca le tocó escucharla tan cerca. Para eso estuvo
Glenda desde que llegó.
—No me va a llevar la poli, te juro que no —dijo decidida la chica,
cuando abría.
El cuarto de Helena daba la impresión de ser una jaula; el olor a
borrachera, a miasmas, se le pegó a Glen en las narices: su niña era una
triste drogadicta, lo sabía. Al ver las paredes llenas de posters, se preguntó
por qué hasta antes de lo sucedido con el tal Julio Nazar, Glen no le había
pedido a Helena que vivieran juntas. Era porque estaba vieja, viejo, y sabía
que si un día la llevaba consigo, no tardaría en darle una patada.
—Vamos a largarnos en tu carro. No podemos seguir aquí. Nos van a
agarrar. ¡Creo que dejamos el cuerpo boca arriba!
—¿Y eso qué?
—¡Mal agüero, tu cartera no está! Si lo averiguamos… Nazar era un tío
gordo.
—No puedo, así no —insistió Glen, con la voz ambigua a punto de
quebrarse.
—Te pelas conmigo o te chingas. ¡No está la cartera! Yo no voy a
quedarme.
—Estamos muy nerviosas, pendeja, ¿qué tal y la cartera no les dice
nada?
—Muy bi, muy duro ¿no?, pero parece que piensas con el pito.
Sonó el celular de Helena. Se puso lívida. Escuchó, su mirada parecía
brasa. Colgó.
—Una patrulla llegó al Bombay después de que salimos. ¡Te quedas o te
vas Glenda! ¡Yo no me voy al bote, no vine a este pinche país de gratis, tú
me trajiste!
—Voy a hablar con Cicerón —advirtió Glenda, pero Helena le arrebató
el teléfono.
—¡Me voy y tú vienes conmigo! Si le cuentas a Cicerón será el primero
en abrir la boca.

Finalizaba viernes. Mientras Estrella llevaba el dinero para el supuesto


rescate, Glen manejó la madrugada y el resto del día siguiente hasta llegar a
otro poblado del sur; qué más daba el nombre, se decían las dos, todos los
pueblos del sur eran igual de miserables. El neón amarillo de un motel en
carretera iluminó ligeramente el cristal del Valiant. Las vencía el cansancio.

La muerte era, para Antero Rojas, un espectáculo que ya no sorprendía.


Cuando vio el cuerpo de Julio Nazar no pudo evitar pensar en la mujer, en
la hondureña. Se sintió efímeramente reconfortado. Era pero no era él quien
había matado al candidato, a su compadre. Razones de limpieza y
tranquilidad mental. A final de cuentas, las amistades en el medio no se
caracterizaban por la sinceridad o el interés. Faltaba el resto.
No había sido difícil convencer a Helena: sintió su aliento caliente y esa
mirada, su terrible necesidad por salir de ahí. Por eso supo que estaría
dispuesta a hacerlo.
Por boca de Cicerón se enteró de que la dueña del Bombay en realidad
era hombre.
—¿Es de esos que, si se encela, es capaz de ensartar un cuchillo en las
nalgas?
—Puede ser —dijo Helena, llevándose un montón de cacahuates a la
boca.
Rojas tuvo que escuchar la historia de Helena, mostrarse interesado. Le
gustaba que fuera sincera y cínica.
—No te voy a decir que estoy en esto por necesidad. Un día Glen me
dijo que si quería algo, buscara lo más fácil para conseguirlo, y así lo he
hecho, sólo que me he tardado, no sé, a lo mejor ya me aburrí.
—Eres cabrona, me gustan las de tu tipo.
—Y a mí las declaraciones de amor.
Ambos rieron.
—¿Qué me vas a pedir? Dilo ya.
Rojas sirvió más tequilas.
—¿No tienes Presidente?
—Una que las quiere educar y no se les quita lo nacas.
—Pues yo no tomo más que Presidente con Coca-Cola. Con el tequila
me empedo luego.
Se sirvió. Bebía como si quisiera hacer de su garganta una fosa séptica.
—Si no viera que tienes ganas de largarte, no te lo propondría.
Rojas la miró. No era sencillo ni conveniente decirle más o menos que
la idea era prescindir de Nazar para quedarse en la diputación y ganar la
Presidencia del municipio. Pero tenía que hacerlo.
—Ese tipo no nos gusta. Sabe algunas cosas de más. Si llega, va a poner
cortitas a las turistas como tú. ¿Me entiendes?
No era tan sencillo, en una ciudad violenta pero pequeña, hacer una
limpia como ésa. En una urbe cualquier cosa podía ser usada a favor o en
contra; en una urbe, los aspirantes a candidatos contrataban con tiempo
guardaespaldas y se movían sigilosos y cautos, sabiendo que a veces ni eso
los podía salvar. Pero en esa ciudad estrecha no se podía. Rojas tendría que
levantar una efectiva cortina de humo para impedir que el escándalo
medrara ánimos y los presentara a ellos como principales sospechosos. Más
cuando, de todas formas, el gobernador parecía nervioso e intimidado por la
prensa.
Rojas tenía insomnio desde el momento en que le propusieron armar la
estrategia. Caray, es padrino de mi hijo, se dijo, pero de inmediato se le
pasó la emoción. Pensó en Estrella: si algo le envidiaba a Julio, además del
currículo, era la mujer. Y el poder. Qué decir del poder. El poder que era
capaz de construir y derrumbar leyes en un solo día. Quien carece de poder,
carece de todo, se dijo, quien había perdido tres veces las diputaciones y no
estaba dispuesto a seguir de lamegüevos frente al compadre.
—Te pregunto —insistió la morena, sacando a Rojas de sus
cavilaciones.
—Te propongo papeles legales de por vida, que involucremos al travesti
de tu jefe, y que te largues a Tijuana, muy lejos de aquí. Allá tengo un
amigo de bienes raíces que nos facilitará todo. Lo demás, si quieres cruzar,
lo decides tú. Pero al menos, por si no lo sabes, Tijuana sí es una ciudad
enorme.

Las batallas de Helena eran elementales: recordó con asco la tarde aquella
de la boda en que se la cogieron más de dos. Nunca había matado. Pero a
esas alturas ya no tenía miedo de nada. Además, veía que Glenda la trataba
bien pero hasta ahí; quién sabe si llegaría a salir del Bombay, no había
podido hacerlo desde que llegó. Que si la droga, que si el alcohol, el billete
que así como llegaba se iba, el cansancio… Todo eso le impedía irse, y tal
vez ya era tiempo de hacerlo. Ser puta: un infeliz trabajo desempeñado con
cierto esmero, aunque los motivos originales se le volvieron de pronto
ridículos: lo único que en aquel momento quiso fue salir del muladar donde
nació. Cualquier tipo de estabilidad, y ya parecía que la vida comenzaba a
echar raíces. Las putas también acertaban al advertirle que Glenda, por
mucho que decía quererla, ni siquiera le había propuesto llevarla a su casa.
—Será la primera vez que tenga una labor de a de veras. ¿Cómo sé que
me vas a cumplir?
—¿Y cómo sé que no te vas a rajar? Porque si te rajas, óyeme bien, esa
boca preciosa que tienes, ya no me la va a chupar.
Dos noches bastaron para urdir la estrategia. Rojas le indicó a Helena
que tendría dos meses para engatusarlo y entretenerlo sin cobrarle, hacerle
creer ese montón de discursos estúpidos, cursis e infumables sobre el
afecto, la necesidad de compañía, etcétera, mientras Rojas entraba en
acción: verse más interesado en la campaña, contactar a los directores de los
periódicos, desayunos, contratar a otro estratega para mejorar la imagen.
Así, hasta que llegara el momento en que Helena cumpliera la otra
parte.
—Una cosa importante: ¿cómo diablos le voy a hacer para irme?
Lo que proponía Rojas parecía de esas historias que ella leía en El
Policíaco, en versiones de quinta. Pero de ella dependía convencer a Glen.
—Te voy a preguntar como si estuviéramos en película gringa: ¿crees
que puedas?
—Me canso si no. Ser puta es calentarse pensando en qué pasa —
concluyó Helena, metiéndose más cacahuates a la boca.

—Glenda, pareces retrasada: encontraron tu cartera, dieron con las


licencias, fueron de inmediato al Bombay, interrogan…
—Y tú, tan fresca. Chingón ¿no?
—No vamos a arrepentirnos a estas horas. ¡Ni me vengas con mamadas!
Ahora resulta que sólo yo di de madrazos…
Decidieron abandonar el coche en el pueblo. A esas horas, ya habrían
dado señales del número de placas.
Un par de niños se acercaron al Valiant, se subieron a la carrocería en lo
que Glenda y Helena se dirigían a la parada de autobuses.
—Mi identificación iba en la cartera.
—Voy a intentarlo con la mía. Claro que si se dan cuenta, ya nos
chingamos.
Helena mostró su credencial falsa, ni siquiera la revisaron, la estación
de autobuses era semejante a una casa vacía en mitad de un horizonte de
polvo. Pasó una hora larga, larguísima, para que pudieran salir. Por fin llegó
un camión viejo que hizo a Helena acordarse de aquella noche en que las
dos atravesaron la frontera de su país para llegar al sur de México. Le vino
de pronto una nostalgia efímera, de esas nostalgias estúpidas instaladas más
para hacer evidente el paso del tiempo que para evocar algún rostro lejano,
una melodía, una calle.
Era verdad: hasta antes de la llegada de Glenda ya tenía el alma podrida.
Quizá fuera el mismo barrio —geografía es destino— lo que había decidido
su trayecto, como si haber nacido en una barriada cercana a un mar sucio y
ajeno a las arquitecturas imposibles de las que retrataban los servicios
turísticos del país, la marcaran para siempre. Muchas veces pensó que toda
esa mierda era un castigo, viendo cómo, a lo lejos, los autos pasaban por la
autopista nueva que iba hacia todas las partes posibles.
Que su madre nunca supo más del padre cuando éste se enteró del
embarazo, que era un canco que así como llegó se fue, que una tiene sus
necesidades m’ija, y fue así como dejó pasar al otro, el del puesto de
camarones en el mercado que olía siempre a sal. Un vecino de la colonia le
decía: nada más termina el cuarto de primaria y mejor te pones a vender
merca, o va a llegar quien te hable bonito para hacerte una panza igual a la
de tu madre.
El destino, escrito o no, era irreversible: se lo decía la punzada en sus
tetas cuando le crecieron, el calor sensual de la costa, ese cosquilleo que
sintió al escuchar gritar por primera vez a su madre: terminaría igual, de
putilla infeliz como le dijo el borracho aquel, o de puta con categoría en
alguna cantina de ciudad grande. Supo que había sacado lo piruja y lista
porque no se quedaría ahí, y fue entonces cuando de pronto, caída del cielo,
bajó esa mujer que tenía una actitud rara, aún indefinible, incluso cuando
algo intuyó entre las cortinas del primer hotel donde se quedaron,
escuchando a Glenda bañarse.
Ya tenía mala sangre, como la leche agria de los hombres que la
montaban. Nunca había creído en el amor. El amor debía ser como esas
historias que leía en Julia o en La semanal; las historias de Julia eran
mejores pues no tenían dibujos, sólo letras y letras, páginas que la hacían
soñar y humedecerse por un rato hasta que su madre la echaba de la
hamaca. Le gustaba imaginar que su amor sería como el que vivían las
protagonistas desvirgadas en sábanas blancas. Definitivo, no creía en las
mujeres que, dormidas sobre el pecho de sus machos, obtenían la promesa
de matrimonio, ese requisito en el que de todas maneras se entregaba el
coño envuelto en una tela de fino encaje. Sí, imaginaba que su historia de
amor sería mejor que cualquiera de La Semanal, con más intrigas que El
Policíaco, más erótica que las del Libro Vaquero…
Eso de soñar era más bien suponer también escenas: el príncipe de
Helena no llegaría en auto sino tal vez en una camioneta americana, estaría
por ahí en lo que ella bebía con otras princesas desempleadas; el príncipe
sería algún narco llevándole cocaína, seguro, se decía. Y seguro que un día
se vería en esas calles del Norte, manejando una camioneta del año,
paseándose por las avenidas llenas de bares, hoteles y farmacias, entrando a
los malls a comprarse ropa. Anhelaba estas imágenes para sí: en el fondo,
era igual que los demás, una estúpida arribista.

Glenda la sacó de sus cavilaciones. Viajaron de un poblado a otro, en un


autobús rumbo a la capital del país. Llegaron al Distrito Federal en
domingo, se hospedaron cerca de Garibaldi. Helena parecía cada vez más
cercana a lo que ella llamaba «felicidad». Había demasiada bulla pero le
gustó ese rumor triste de una ciudad que amenazaba con su violencia
infinita.
—Parece que no matas ni una mosca, de tan feliz la niña que ya ni se
acuerda por qué diablos andamos aquí.
—Ya bájale, Genaro.
A Glen le molestaba que le dijera así. Pero fue a Genaro a quien le dio
de pronto terror al ver en qué se había convertido delante de la hondureña:
un payaso, un títere que ella podía manejar a su antojo. Aunque quisiera
dejarla tirada ahí, Glen ya tampoco podía regresar. ¿Cómo, siendo tan
precavido, habían comenzado a joderse las cosas? Habían actuado por
simple arrebato, una locura sin azogue capaz de disfrazarse de normalidad
se instaló en sus miradas, cegándolos.
—Ya sé que me la quieres mentar, que me quieres madrear, que yo te
tengo metido en esto, ya sé, ya sé —decía borracha Helena, sentada en la
banqueta, con un rostro de desamparo y chantaje.
Pasaron enojados las horas siguientes. Glen ensayaba su voz de Glen.
Por momentos, cuando le tocó hablar para pedir las cervezas de la noche o
el desayuno al otro día, le salía el efecto femenino, indefinido. Helena
parecía una de esas niñas de pueblo que jamás había visto un trazo del
mundo, aunque el mundo en cualquier parte fuera la misma porquería.
—Nos quedemos aquí —pidió a Glen cuando pasaron por un centro
comercial y el taxi los llevaba a la central de autobuses del Norte.
—Vamos a ver si podemos sacar más dinero.
—Ni lo intentes, ahí van a rastrearnos, me impacta que estés tan
brillante.
—Necesito saber si ya cancelaron la cuenta. ¿Cómo nos vamos a
mover?
—El banco registra todo, como si no lo supieras.
—Entonces vamos a quedarnos una semana más en Garibaldi y que
trabaje tu culo de mierda.
—Llegaremos a Mazatlán y encontraremos a esa amiga tuya. Nos
quedamos ahí, sacamos otro tanto y ahora sí nos vamos a Tijuana.
Con su experiencia y sus años, parecía un estúpido delante de Helena,
pero no era otra cosa que su nerviosismo. Duro y cínico, sí, pero nunca
asesino ni prófugo ni nada. Ahora estaba con el dinero en efectivo que pudo
sacar, sin saber si el rumbo que seguían tendría o no fin. Como las noches:
Helena siempre decía que sus noches no acababan.
La identificación de Helena volvió a pasar la difícil prueba en la
estación de autobuses. Todo parecía demasiado fácil. Y lo estaba siendo.
10

—Llegan en pleno carnaval —les informó el taxista.


—¿Conocías, Glen? Mira, si hubiera seguido de tu gata nunca me
habrías traído por estos rumbos.
—No digas pendejadas.
Glen se veía cansado.
—¿De paseo? —Esculcó amable el conductor.
—No, qué va, venimos huyendo… Es que matamos a un cabrón y no
tuvimos de otra que pelarnos —retó con desparpajo Helena, quien dio un
pellizco a Glen y lanzó después una carcajada—. Cómo cree, don, no se
asuste. ¿Qué habrá esta noche?
Caminaron por el puerto. Glen hizo la llamada desde un público. Sintió
alivio cuando escuchó la voz de su amiga dictarle la dirección del Club 13.
Ahí estaba Shirley, la drag que Glen había conocido en alguna época, y
se había trasladado a Mazatlán, persiguiendo a un hombre.
—Y el hombre ni tardó ni nada y me mandó a la chingada, pero yo me
quedé —dijo, sirviendo tragos—. Quédense en mi casa. ¡Dios! ¡Qué buen
cuerpo tiene esta hondureña! ¡Y sin silicón! —concluyó la mujer.
Estaban exhaustos.
Helena desapareció, de repente.
—¿Dónde andabas? —La cuestionó después Glen, histérico.
—Me gusta un chingo esta ciudad. Con ganas me quedaría aquí.
«Ya compré tu boleto, escucha bien la clave y anota, lo pides en la
ventanilla y eso es todo… Tienes que salir hoy mismo de ahí», fueron las
indicaciones de Rojas en el teléfono. Luego llegó el pretexto justo (Shirley
insistió en que se quedaran al último día de fiesta, para el concurso de
Belleza Gay) y Helena tuvo una punzada en el estómago: todo parecía ir
demasiado bien como para ser cierto, tuvo miedo. Era ella quien debía
arreglar su propia huida de Glen, y no podía demorarse.
—Te pondré como jurado, Glenda. ¿Te sigue gustando el látex? Vas a
probarlo ahora. ¡Mmm, ese olor! ¡La sensación de estar aprisionada!
Glenda sacó su stik de maquillaje. Mientras pasaba el escándalo no
podían seguir con caras largas. Aquella noche Glen volvió a transformarse
en Glenda.
A Helena le gustaba Glen, facciones finas pero viriles: lo sabía cuando
se acostaban juntos. Pero Glenda era la atractiva mujer de cuarenta, ahora
con peluca rojiza, brillo en el cuello, tacones encaramados y ajustadores con
goma que levantaban tetas y un culo que podía hacer dudar a cualquiera. Lo
demás lo hacía su voz, provocadora y ambigua.
Salieron a las calles. Eso era el carnaval: euforia, exceso en lentejuela y
diamantina esparcida por las calles.

11

Allá en el sur, las aves de carroña se arremolinaron sobre un montículo de


tierra. Un adolescente fue quien dio aviso de aquel olor a muerto, el sábado
por la mañana. En realidad, el caso de Julio Nazar era bastante anodino:
estaba el auto, el cuerpo, pero si no había un indicio más, el caso se cerraría
argumentando falta de pruebas, o se dictaría un presunto asesinato en manos
de presuntos delincuentes. Eso y el lenguaje burocrático del servicio
judicial.
Estrella reconoció el cuerpo. La autopsia indicaba contusiones severas.
A saber por la ausencia de sus objetos personales, podía deducirse un
asalto. Pero lo demás, no coincidía. ¿Por qué el coche había aparecido en un
sitio contrario a donde se halló el cadáver? En la playa no hubo testigos.
—Mi marido era candidato. Esto no fue un asalto, comandante. ¡Aquí
ya es obvio!
Su marido ahora era eso: un bulto en proceso de putrefacción, un bulto
verde que hedía y estaba húmedo.
—La política es así, señora: una cabeza rapada llena de cicatrices.
Luego, Estrella recibió la llamada de Rojas. Quiso acusarlo, pero sólo
avisó que lo velarían esa misma noche.
Pensó Estrella en Rojas. Quería atar cabos. Compadre de mierda,
asesinos del partido… La sangre se le subió a la cara. Exigiría seguimiento
al caso, armaría un escándalo… Pero vio la camisa jodida del agente
judicial, su dentadura sucia, y después imaginó lo que venía: el funeral, el
agobio de la prensa, finalmente, una casa sola, sin hijos.

12

Llegaron al Club 13 otra vez, ahí sería el concurso. El dj hacía mezclas


previas, los técnicos revisaban sonido y rayos láser. En los tocadores, veinte
drags se movían de aquí para allá: con tubos, alaciándose el cabello,
maquillándose.
Helena debía huir esa misma noche. Aprovechó que Glenda ayudaba a
las chicas. Se deslizó entre la multitud para salir.
Corría una brisa calurosa y salobre. A esas horas, la ciudad empezaba a
llenarse de taxis que iban y venían por las calles; los coches subían el
volumen, algunos se detenían en las esquinas porque habían empezado la
fiesta antes y ya vomitaban, la gente se prendía a la avenida principal. Se
escuchaba samba y de pronto aparecía una rumba o un grupo de reggae. Un
sonido como de metralla asustó a todos, a Helena misma que ya estaba
fuera, subía al taxi y se dirigía al aeropuerto. Pero el ruido no era más que
un cañonazo con trozos diminutos plateados, la explosión multicolor
emulaba una llama rota sobre la noche.
—¿Y por qué se va? Si esta noche es la mejor —insinuó el taxista, otro
taxista, tantos taxistas en tan pocas horas.
—La verdad es que le tengo mucha envidia a la reina del carnaval.
Las luces de la ciudad fueron cediendo paso a una carretera inmensa
con palmeras y pastos verdes a los costados, hasta llegar a la zona donde se
oía el rumor de los aviones.
No todos los ilegales de la frontera sabían dónde comprar buenas
réplicas de identificaciones oficiales. La suya era una buena. En la
ventanilla le entregaron su boleto.

13
Primero, los diarios dedicaron la noticia de ocho columnas a la desaparición
de Julio Nazar. Un día después, al cadáver hallado en la playa. Lo que pasó
a continuación fue simple: no era la primera vez que pasaba un asunto de
tan corrupta y evidente naturaleza. La ciudad fingió paralizarse; en un falso
ejercicio de consternación, los titulares de las dependencias municipales
giraron instrucciones para que se hiciera el sentido homenaje a «un
ciudadano ejemplar cuya juventud, rectitud y compromiso eran sus más
altas virtudes». Lo mismo hizo el gobernador, aunque discreto hablara con
Antero Rojas para preguntarle qué tan pronto pasaría todo, porque más de
un columnista había lanzado indirectas y se hablaba de que Nazar era el
elemento incómodo. Por supuesto, los gastos del funeral corrieron a cargo
del erario.
Rojas permanecía nervioso. La segunda carta estaba también bajo la
manga: ya Helena, antes de que ella y Glen huyeran, había dejado en el
lugar indicado de su cuarto la cartera de Glen. Lo demás correspondió a
Rojas: ir por la cartera, trasladarla él mismo al siguiente día del asesinato —
bolsa de plástico en mano para no dejar huellas— al sitio que Helena
indicó, a una distancia considerable del montículo que ocultaba el cadáver.
—Todo está muy raro, pero las coincidencias existen —dijo un agente al
abogado.
—La MP debe sentirse dichosa, pobre gente culera —sentenció Rojas,
cuando los diarios exponían el seguimiento del caso: que, efectivamente, las
identificaciones de la cartera correspondían al dueño del bar Bombay, y
que, desde la noche anterior, la drag cuya nombre verdadero era Genaro
Arriaga, junto con una de las chicas, había desaparecido.
Era domingo. Con excepción de ese provocador dato, nada más había
que esperar.
Rojas telefoneó a Estrella. La mujer estaba histérica, imposible. Aún
estaban a la mitad. Se sentía nervioso, pero pensar en la candidatura lo hizo
recobrar la calma. Leyó los diarios. Las opiniones estaban divididas. Se
puso una camisa negra, había que tener respeto hacia los muertos, fue al
entierro. La segunda parte del plan sería ésa: si todo salía bien, en cuanto
Helena pudiera zafarse de Glen y diera aviso a la policía, las autoridades del
lugar habrían de arrestar a Glen mientras Helena llegaba a Tijuana. La
extinta promesa de la política local aparecería como víctima de un ajuste de
cuentas, un lío de falda y bajos fondos; el móvil, quién lo diría, un crimen
pasional. Rojas había calculado ya pruebas salidas de la nada. Declararía
ante los reporteros su profundo desconcierto, lo lamentable del caso y la
garantía de que él continuaría con la campaña.
En el panteón vio nubes grises agotando su carga líquida. Esperaba que
de ahí en adelante el cielo estuviera despejado.
La semana transcurrió entre columnas y nota roja. Recibió la llamada
del gobernador.
—¿Cómo vamos? Vete apurando.
Fue entonces cuando por fin recibió la llamada de Estrella informándole
que, según las autoridades, «alguien» había denunciado: los asesinos
estaban en Mazatlán y probablemente ya estaban detenidos.

14

¿Dónde está la pinche Helena?, preguntó Glenda, quien, vencida y


ofuscada, de pronto cayó en la cuenta de que el ambiente confundía las
siluetas, los nombres, los pasos. Shirley lo confirmó: el alboroto, el humo,
la noche llena de luces.
La multitud de drags se arremolinó en los camerinos. A las diez en
punto comenzó el show. Una entrada musical abrió la pista, las drags
comenzaron el desfile. Se trataba de una mezcla de moda y lucha libre en la
que iban a combatir, bellas y feroces, por el título de Nuestra Belleza Gay.
Glenda permanecía en la mesa de jurado, nerviosa, con ganas de llorar y
correr. Lucía como una madrota de pasado glorioso, pero con el rostro
desencajado por la angustia. Algo pintaba mal y era que no veía a Helena
por ninguna parte, ni en los camerinos, ni en los baños, ni en la barra ni en
las mesas cercanas a la pista. Y todo en cuestión de segundos. Estaba
mareada por el Eternity y Chanel de imitación desprendidos de aquellos
falsos cuerpos, también por los decibeles retumbando en las bocinas y los
rayos láser disparándose sobre la oscuridad.
Se coronaba a la participante 9, su título de belleza le era entregado,
cuando en un arranque de desesperación Glenda salió para buscar a Helena.
Por las calles sólo vio un tumulto de gente, basura y papeletas plateadas
levantándose al paso de los autos.
Así fue. Alguien llamó otorgando los datos del Club 13, de la casa de
Shirley. Exactamente ahí se dio cuenta de que la chica la había pillado.
—Tengo que huir —sentenció, pero ya era tarde.
La arrestaron ante el desconcierto de Shirley y las chicas que esa noche
se quedaron con ellas.
Águila o sol. El recuerdo o el olvido. Veía la carretera de regreso. Hasta
le estaba gustando la idea de quedarse en Mazatlán. Glen, despojado de
Glenda, no entendía nada, quizá no quería entender. Hay cosas que uno
pierde, y otras que se encuentran en el camino, dijo al oficial de Sinaloa.
El parte policial y la carpeta de investigaciones se cerraron del modo
menos sospechado por la gente del partido: lío de faldas.
La lengua de Glen era un lodazal. Declaró las razones del asesinato.
Tenía derecho a un abogado; después de todo, lo habían hecho por defensa,
venganza o lo que sea, el tal Nazar había golpeado a Helena. Pero Glen ya
no estaba tan seguro. ¿La golpeó en verdad o me tendió una trampa?
Todo era ridículo, tan obvio: la chica la había traicionado. Y a la chica
también la traicionarían, de eso estaba seguro. Duda de todo cuando ese
todo esté saliendo demasiado bien.
¿Va a llamar a algún abogado?
Glen rió.
Lío de faldas, decían los diarios que siguieron el caso del candidato
Nazar con morbo, consternados porque se habría jurado que se trataba de
una treta para desaparecerlo de la escena.
Confesó Glen lo que sabía, lo que tenía que decir:
Un día me llamó para decirme que el tipo la había golpeado. Sí, llegaba
desde antes, llegó varias veces pero empezó a ir con más frecuencia porque
le gustaba Helena. De Honduras. De La Ceiba. No sé. Lo citó ella para
golpearlo. No sé cómo lo convenció. Yo le pedí que lo denunciáramos pero
él amenazó con deportarla y joderme a mí también. Lo matamos. Pero no
era el plan. Nunca es el plan. Las cosas no son nunca lo que parecen. No se
cuenta la historia desde el principio sino desde el final, ¿no?
Estaba iracundo. Su voz seguía siendo mitad hombruna y mitad Glenda.
Temblaba. Calló dejando en la sala un silencio incómodo, mientras el
agente engullía su declaración como cerdo hambriento.
Después, en la celda, Glen recobró compostura. Deseó con fuerza saber
algo de Helena. Si ella lo había acusado, estaba bien, pensó. El único
imbécil aquí he sido yo.

15

Antero Rojas recuerda:


Helena era un par de labios hinchados parloteando a centímetros de la
oreja de Nazar.
—No es un tipo duro, es honesto, del tipo de honestos que nos hacen
peligrar. Eso aquí no sirve y se jodió —advirtió Rojas a Helena.
—Se nota, se nota que no es listo, de hecho, creo que en el fondo es un
pendejo. Pero ¿y para qué lo candidatearon entonces si los iba a joder?
—Hay cosas que uno no controla.
Helena lo buscó varias veces: en las oficinas, en el celular, y Nazar fue
cediendo.
—Ocúpate de lo que puedes ahorita y lo demás ya saldrá —advertía
Rojas, ávido porque Helena estuviera cercana al siguiente paso.
—Ey, ¿y cómo voy a estar segura de que si me largo a Tijuana no me
vas a meter un plomazo en la boca…? ¿Cómo estás seguro de que no te la
puedo voltear? ¿Cómo nos aseguramos de que él no es tan pendejo y se da
cuenta pronto?
—¿Cómo sabes que tu madrota Glenda te va a ayudar?
—¿Cómo sé que la poli no nos va a agarrar a mitad de camino?
—La poli es una mierda. Tampoco son muy listos que digamos.
—Otro favor: voy a necesitar que me des una buena madriza, que me
des un navajazo en la cara. También necesito cocaína, un buen gramo de
charly, para que aguante.
16

Llegó a Tijuana. En la sala esperaba un hombre gordo, de rostro escamoso.


La condujo en silencio hasta la zona de Otay. Entró a la casa. Apenas la
notó distraída, disparó. Afuera, las camionetas pasaban por la avenida.
Helena ya no se subiría a ninguna.

17

Rojas pasó de la local a los clasificados. Le vino a la mente el cuerpo de la


hondureña al leer las «Soy cariñosa, llama, te estoy esperando», anunciadas
en blanco y negro. Se apretó el miembro con fuerza y experimentó un
agudo pero placentero dolor. Al otro día visitó a Estrella, el cinismo, el
mejor aliado, ni hablar. Se observaron como dos gatos montaraces que
repentinamente se encuentran frente a frente en una azotea, con los pelos
erizados, esperando cada uno el ataque del otro. La mente de Estrella estaba
como cualquier calle de la ciudad: rota, levantada hacia todas las
direcciones posibles. No podía creer lo que oyó en el penal. Su marido,
definitivo y pese a todo, le daba asco. También Rojas.
—Afortunadamente cayó el culpable —espetó él. Ella esbozó una
sonrisa a medias:
—Toda aquí se está cayendo.

18

No me pregunten por qué, se titulaba la crónica de un periodista de sociales,


haciendo alusión al caso de amor y odio en el que se vio involucrado Julio
Nazar, lo mal que terminó su nombre una vez que, después de hacer
homenaje a su impecable trayectoria, ésta era enterrada por las
declaraciones de un drag llamado Glenda, y una extranjera que permanecía
aún prófuga.
Glen, en cambio, escuchaba la televisión a lo lejos, mientras trataba de
dormir, sin conseguirlo.

La reina de la noche
la diosa del vudú
yo no podré salvarme
¿podrás salvarte tú?

Oía la letra de la canción, lejanamente. Era la televisión encendida, parecía


sedante. Y Genaro, o Glen, o Glenda, apretó los labios, vio cómo la luz del
televisor iluminó la oscuridad de los pasillos, e intentó cerrar los ojos pero
no pudo. Apareció develándose la imagen de Helena, igual a una fotografía
sucia: imaginó aquella noche, y la chica ahí, con la mirada perdida y las
bragas bajo la cama.
La autora reconoce su deuda de gratitud con escritores como Juan Rulfo, Ed
Wood Jr., R. Carver, A. M. Homes, Roberto Bolaño, Guillermo Fadanelli,
Estrella del Valle y Juan Gerardo Aguilar, que han enriquecido su expresión
durante la escritura de los textos de este libro.
NADIA VILLAFUERTE nació en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas en 1978.
Estudió periodismo en la Universidad Autónoma de Chiapas y educación
musical en la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas. Publicó los
libros de cuentos Barcos en Houston (Consejo Estatal para la Cultura y las
Artes de Chiapas, 2005) y Presidente, por favor, en la colección de
narrativa negra La casa ciega (Edaf, España, 2006). Fue becaria del
Programa de Apoyo a Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la
Cultura y las Artes en su emisión 2003-2004, así como de la Fundación
para las Letras Mexicanas en los periodos 2006-2007 y 2007-2008.

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