Régine Pernoud - Leonor de Aquitania
Régine Pernoud - Leonor de Aquitania
Régine Pernoud - Leonor de Aquitania
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Regine Pernoud
Leonor de Aquitania
ePub r1.0
Titivillus 08.08.2024
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Título original: Aliénor d’Aquitaine
Regine Pernoud, 1965
Traducción: Isabel de Riquer
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Índice
Prólogo
1. En el palacio de L’Ombrière
2. En el palacio de la cité
3. La loca reina…
4. … Y el santo monje
5. Hacia Jerusalén…
6. … Por Antioquía
7. La agradable estación
8. Enrique Plantagenet
9. La conquista de un reino
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20. La reina madre
Nota bibliográfica
Sobre la autora
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Para André Chamson,
que todavía sabe hablar la lengua de Leonor,
esta evocación de la Reina de los Trovadores.
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PRÓLOGO
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paso una vida novelesca, si es que lo fue, se trata tan sólo de un modesto
trabajo de tipo histórico.
R. P.
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EN EL PALACIO DE L’OMBRIÈRE
CERCAMON,
Can veifenir a tot día
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vez terminada la ceremonia, aparezca en el pórtico para encabezar, junto con
Luis de Francia, el cortejo que ha de conducirles al palacio de l’Ombrière. A
lo largo del recorrido por las calles adornadas con colgaduras y guirnaldas,
alfombradas de ramas que el sofocante calor ha secado, estallan las frenéticas
aclamaciones de sus súbditos, tan dados al entusiasmo, radiantes al ver a una
joven duquesa tan graciosa y con tan buen aspecto; mientras, de su esposo
murmurarán, aunque con simpatía, la frase que se ha de repetir durante toda
su existencia: «Más bien parece un monje».
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duques de Normandía o los condes de Champaña— que se reconocen vasallos
del rey de Francia poseen dominios más extensos y ricos que el suyo. El rey
no reina al modo que entendemos hoy más que en su dominio personal, donde
posee feudos que administra directamente y cuyos recursos percibe. Ahora
bien, dicho dominio, en la época del matrimonio aquitano, se reduce a una
franja de territorio que se extiende desde el curso del Oise —a la altura de
Soissons— hasta Bourges y sus alrededores: la Isla de Francia, el
Orleanesado y una parte del Berry. Cuando el monarca reinante, Luis VI,
pudo asegurar la posesión directa de la fortaleza de Montlhéry, sintió tanta
alegría como si le hubiesen «quitado una paja del ojo o roto las puertas de la
cárcel donde estuviese encerrado», según su historiador y confidente Suger.
Ello nos da idea de la medida de sus pretensiones.
Frente a tan escaso dominio, ¿qué significa el título de duquesa de
Aquitania que lleva Leonor? Los duques de Aquitania son, asimismo, condes
de Poitiers y duques de Gascuña. Su autoridad se extiende a diecinueve de
nuestros actuales departamentos: del Indre a los Bajos Pirineos. Son vasallos
suyos poderosos barones: en Poitou, los vizcondes de Thouars, los señores de
Lusignan y de Châtellerault, que son importantes personajes —veremos a un
Lusignan llevar la corona de rey de Jerusalén—; y barones de menor entidad,
como los de Mauléon y de Parthenay, los de Châteauroux y de Issoudun, en
Berry; de Turena y de Ventadour en el Lemosín; y esos señores gascones de
nombres sonoros, los d’Astarac, d’Armagnac, de Pardiac o de Fézensac, y
muchos otros más, hasta los Pirineos, por no hablar de los condados de la
Marche, de Auvernia, de Limoges, de Angulema, del Perigord o del
vizcondado de Bearn, feudos extensos y ricos, que componen una verdadera
corte para el duque de Aquitania, al que rinden homenaje y le prestan ayuda y
consejo. Todo ello significa que con el matrimonio de Leonor el rey de
Francia tendrá influencia directa sobre regiones donde su autoridad sólo podía
ser teórica.
Aumento de poder político acompañado, como diríamos hoy, de un
apreciable progreso en el plano económico. Con dificultad valoramos
actualmente, en una época de presupuestos, de salarios en moneda acuñada y
de gobiernos fijos, los recursos de un rey feudal. Nos enteramos con sorpresa
de que, si bien el rey posee treinta granjas en Marly, un horno de vidriero en
Compiègne, granjas en Poissy y molinos en Chérisy, cerca de Dreux, si se le
ocurre fijar un impuesto sobre el mercado de Argenteuil o sobre los
pescadores del Loiret, en los alrededores de Orleans, los habitantes de Senlis
considerarán saldadas sus deudas con él puesto que le han proporcionado, con
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sus cocinas, cacerolas y escudillas, el pan y la sal durante sus estancias en la
ciudad. Sus recursos se componen, pues, de una gran cantidad de derechos
aquí y allá que nos parecen ahora insignificantes. Hay que deducir que, en una
época en la que la mayor parte de las rentas se entrega en especie, en que los
frutos de la tierra son la principal fuente de riqueza, los recursos reales habrán
de verse incrementados por dicho matrimonio en proporción al dominio de la
esposa.
Ahora bien, el dominio aquitano, más extenso que la Isla de Francia, es
también más rico. «Opulenta Aquitania —escribe un monje de la época,
Hériger de Lobbes—, dulce como el néctar gracias a sus viñedos, sembrada
de bosques, rebosante de frutos, provista con sobreabundancia de pastos».
Ampliamente abierta al océano, sus puertos son prósperos. Burdeos, desde los
tiempos más remotos, y La Rochela, desde hace poco (pues es una obra
medieval), exportan vino y sal. Bayona se ha especializado en la pesca de la
ballena. Todo un conjunto de riquezas gracias a las cuales, desde hace largo
tiempo, los duques de Aquitania —algunos se han llamado «duques de toda la
monarquía de los aquitanos»— han pasado a tener un nivel de vida más
elevado que el del rey de Francia.
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que todavía existía en el siglo XVIII, así como la sala principal, uno y otra
rodeados por una muralla de unos cien metros de largo y reforzada por dos
torres, una semicircular y otra hexagonal.
Hay que imaginar la sala y el patio llenos de murmullos de gente
apresurada que circula entre las mesas, de pajes y escuderos dedicados a
trinchar la carne y a escanciar en las copas de los invitados. Para asistir a esta
boda se ha reunido la flor de la nobleza de Aquitania, no sólo los grandes
señores como Godofredo de Rancon, señor de Taillebourg, sino también esos
pequeños señores que aparecen al azar en los archivos y cuyos nombres se
encuentran recorriendo las campiñas: Guillermo d’Arsac, Arnaldo de
Blanquefort, o ciertos modestos castellanos de las lejanas fortalezas de
Labourd o de Lomagne. El rey de Francia, por su parte, ha querido para su
hijo una imponente escolta: alrededor de quinientos caballeros, y no de los
menos importantes, ya que entre ellos se encuentran poderosos señores
feudales como Teobaldo, conde de Champaña y de Blois; Guillermo de
Nevers, conde de Auxerre y de Tonnerre; Rotrou, conde de Perche; y el
senescal del reino, Raúl de Vermandois. Con ellos habían llegado los
principales prelados de la Isla de Francia, como Godofredo de Lèves, obispo
de Chartres, quien debía recibir en Burdeos —según palabras de un cronista
— «al clero de toda Aquitania». Y, sobre todo, la embajada que por valles y
caminos había acompañado, bajo el sol de julio, al joven heredero de Francia,
llevaba a la cabeza al confidente del rey, al abate Suger en persona, lo que
pone de relieve la importancia que tenía, a los ojos de Luis VI, el matrimonio
de su hijo con la heredera de Aquitania.
Matrimonio sin duda apresurado, al contrario de las alianzas de la época,
que con frecuencia se traman cuando los interesados aún están en la cuna. En
efecto, tres meses antes, a finales de abril de 1137, se habían presentado unos
mensajeros en el castillo real de Béthisy, entonces residencia del rey de
Francia. Venían a comunicarle la muerte de su señor, Guillermo, duque de
Aquitania. Fue una muerte inesperada: Guillermo tenía treinta y ocho años y
parecía en pleno vigor al dejar, poco antes, sus posesiones para ir en
peregrinación a Santiago de Compostela; pero no había podido llegar al
santuario donde anhelaba pasar la fiesta de Pascua. El Viernes Santo, 9 de
abril, una enfermedad que no especifican los cronistas, que le había postrado,
acabó con aquel gigante de legendaria fuerza física y apetito descomunal, a
quien se consideraba capaz de comerse de una sentada la ración de ocho
personas.
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Antes de morir, su gran preocupación había sido su hija mayor, Leonor.
Siete años antes había perdido a su único hijo, Aigret. Leonor era la única
heredera del vasto y difícil dominio aquitano, con temibles vecinos como los
condes de Anjou, que esperaban la ocasión de ampliar en su propio provecho
la frontera común, y con sus turbulentos vasallos, entre otros los pequeños
señores gascones, insumisos y, por tradición, ávidos de independencia.
Cumpliendo sus últimas voluntades, algunos de sus compañeros de
peregrinación, volviendo atrás, habían llegado a la Isla de Francia. Mientras
tanto, la muerte del duque había permanecido en secreto: había que evitar
todo intento de revuelta o emancipación. Cumplieron con las costumbres
feudales al ir a informar al rey de Francia, a quien correspondía proteger a su
vasalla y casarla si era viuda o soltera. Pero además tenían que transmitirle la
oferta del duque de Aquitania, quien, en el momento de su muerte, deseó que
su hija se casara con el heredero de Francia.
El rey Luis VI, que se había pasado la vida sometiendo a los señores poco
poderosos que eran ladrones o indignos, y que había derrochado tesoros de
energía en asegurarse la pacífica posesión de miserables pedazos de tierra, era
capaz de apreciar mejor que nadie la importancia de una oferta que extendía,
más allá de todas sus esperanzas, la influencia real y hacía entrar en la órbita
de la Casa de Francia uno de los más bellos dominios del reino. Estaba en ese
momento enfermo, gravemente enfermo, de lo que se llamaba entonces «flujo
del vientre», es decir, disentería. Dos años antes la misma dolencia había
postrado en el lecho al infatigable luchador. Se había recuperado entonces,
pero esta vez su estado era visiblemente grave, tan grave que hizo llamar a su
lado al abad de San Denís, Suger, su confidente habitual. Éste, al recibir el
mensaje de los señores aquitanos, convocó en el acto a los consejeros reales,
según era costumbre. Su parecer fue unánime: había que aceptar la oferta y
responder sin tardanza, sin descuidar nada que halagase el orgullo aquitano y
honrara a la joven duquesa.
Al momento Suger organizó los preparativos para la marcha. Aquel
monjecillo enérgico, hijo de siervos, que se había convertido en consejero del
rey de Francia y ante cuya actividad no había nadie que no quedase
estupefacto, era un hombre que pensaba en todo. Unos quinientos caballeros
—la embajada más importante y la primera enviada hacia las regiones de
Aquitania desde la ascensión al trono de la dinastía capeta— implicaba prever
muchos relevos y carruajes y bestias de carga y todos los pertrechos con los
vivaques con las tiendas de campaña y las cocinas portátiles. Nos gustaría
saber los detalles de esta expedición, conocer, por ejemplo, los regalos
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llevados a la joven novia y a sus allegados. Una crónica contemporánea, la
Crónica de Morigny, declara con énfasis que serían precisas «la oratoria de
Cicerón y la memoria de Séneca para describir la riqueza y variedad de los
presentes y el fasto desplegado para estas bodas», lo que nos deja in albis. El
mismo Suger, relatando la vida de Luis VI, se contenta con mencionar
«abundantes riquezas»… Es mucho más prolijo cuando detalla las donaciones
hechas por el rey a la abadía de San Denís en su testamento dictado en la
misma época: una preciosa Biblia con la encuadernación enriquecida con oro
y pedrería; un incensario de oro de cuarenta onzas; candelabros de oro que
pesaban ciento sesenta onzas; un cáliz de oro enriquecido con piedras
preciosas; diez capas pluviales de seda y un magnífico jacinto, heredado de su
abuela, Ana, hija del duque de Kiev, y que deseaba hacer engastar en la
corona de espinas del gran Cristo de San Denís.
En cualquier caso, estos preparativos se iban a llevar a cabo con presteza,
y el 17 de junio, víspera de la partida, Suger hizo llamar a Hervé, su prior,
quien había de encargarse de la basílica, y le mostró, a la derecha del altar, el
lugar donde se excavaría la tumba del rey en el caso de producirse el
acontecimiento en su ausencia. Suger pensaba en todo.
El mismo día Luis VI se despidió de su hijo. Su enfermedad se agravaba,
paralizándole su grueso cuerpo, dejándole agotado, jadeante y con la frente
empapada en sudor. Dio sus últimas recomendaciones a su heredero, sobre
quien descansaba la esperanza del reino y al que tal vez no volvería a ver:
«Protege al clero, a los pobres y a los huérfanos, dando a cada uno su
derecho». El joven Luis, muy conmovido, recibió de rodillas sus palabras de
adiós: «Que Dios Todopoderoso, por quien reinan los reyes, te proteja,
querido hijo, y si la fatalidad quisiera que me fuereis arrebatados tú y los
compañeros que te he dado, nada me ligaría ya al trono ni a la vida».
Podía confiar en que el joven guardara piadosamente en su memoria tales
palabras. Luis el Joven, a los dieciséis años, daba muestras ya de la gravedad
y el carácter serio que podía exigirse a un futuro rey. Incluso, a veces, su
padre hubiera querido que fuese algo menos meditabundo y un poco más
batallador. Durante su infancia, no creyéndose llamado a reinar, había sido, en
la abadía de San Denís, un estudiante ejemplar cuya piedad edificaba a los
mismos monjes. No anhelaba otra cosa que unir un día su voz a la de ellos, no
tenía más preocupación que los ejercicios de gramática y el canto de los
salmos. Una mañana, de improviso, fue arrancado de esta vida de estudio y
oración. Suger le hizo llamar: su padre le reclamaba urgentemente a su lado,
pues Felipe, su hermano mayor, había muerto en un accidente estúpido. El
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muchacho regresaba a caballo al palacio de la Cité con algunos compañeros;
acababa de vadear un brazo del Sena, cuando un cerdo, que se había escapado
de una granja cercana, se extravió y fue a parar delante de los cascos de su
caballo; éste, atemorizado, se encabritó, y el joven, aun siendo excelente
jinete, fue despedido por encima del cuello del animal. Al levantarlo del suelo
le quedaban pocos instantes de vida. La tragedia se desarrolló en pocos
segundos. Tres días después el joven Felipe, que había infundido esperanzas
al reino, era enterrado bajo la bóveda de San Denís, y Luis se veía arrancado
de su perspectiva de estudios tranquilos y de vida consagrada en algún
claustro. Su padre, el 25 de octubre de 1131, lo llevó consigo a Reims y, a los
nueve años, recibió, cetro en mano, el homenaje de los principales vasallos
que le juraron fidelidad.
Después, juiciosamente, volvió a la abadía real y reanudó sus estudios.
Ahora, de nuevo le arrancaban con igual prisa que en la anterior ocasión, para
comunicarle que tenía que casarse con la heredera de Aquitania. Resignado a
hacer lo que no había elegido, el joven se encontró con una fastuosa escolta,
cabalgando día tras día bajo la égida del abad Suger hasta Burdeos y el
palacio de l’Ombrière.
Sentado junto a la deslumbrante joven vestida de escarlata, que ya era su
esposa, Luis, al igual que sus caballeros, se sentía un tanto desconcertado por
el ambiente: las excesivas expansiones de la multitud, más atrevida y con ropa
más corta que la que vivía en los dominios de la Isla de Francia o de
Champaña; la lengua de oc, que entendía mal; los modales más ruidosos y los
elogios más expresivos. Todo ello les dejaba algo sobrecogidos y sólo,
lentamente, en el transcurso del banquete, en la atmósfera de alegría general,
era cuando se acortaba la distancia entre la gente del Norte y la del Mediodía.
Los vinos de Guyena, servidos en abundancia por escuderos y pajes de las
mansiones señoriales, desempeñaban su eficaz papel en la ocasión, y también
los cantos de los trovadores, que resonaban sin pausa, acompañados del
tamboril y de los aplausos de los comensales. La alegría meridional se
expandía libremente ante la mirada de la joven duquesa de Aquitania, muy a
gusto en su papel de ama de casa, que estaba acostumbrada a desempeñar en
la corte de su padre. Era bella, y lo sabía. Se lo habían dicho a menudo en
prosa y en verso. El destino, que en pocas semanas la había hecho duquesa y
le prometía hoy la corona real de Francia, apenas la había sorprendido: bien
sabía que sólo otorgaría su mano a algún gran señor, y los duques de
Aquitania se consideraban por naturaleza iguales a su soberano. Este soberano
se presentaba ante ella con el aspecto de un joven algo endeble y apagado,
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pero simpático. Y Leonor, muy segura de sí misma, se complacía en observar
en los ojos del joven príncipe que éste ya estaba locamente enamorado de
ella.
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La larga hilera de caballeros se encaminó hacia Saintes. Sólo tras haber
cruzado el Charente, en el castillo de Taillebourg, Leonor y Luis se
encontraron a solas en la cámara nupcial que se les había dispuesto.
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EN EL PALACIO DE LA CITÉ
CERCAMON,
Lo plaing comenz iradamen
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tanto de sí mismos como de los demás, y son capaces de arrepentirse. En la
misma catedral de San Pedro, donde Luis y Leonor, uno al lado de otro,
recibían los juramentos de fidelidad de sus vasallos prometiéndoles
protección, más de un asistente había sido testigo de la dramática escena
desarrollada veinte años antes, cuando Guillermo el trovador fue
excomulgado por el obispo Pedro. De repente, lleno de furor, se precipitó
contra el prelado, blandiendo la espada: «¡Si no me absuelves, te mato!». El
obispo, para librarse del compromiso, había fingido obedecer y, después, con
calma, terminó de leer la fórmula de excomunión. Al acabar, tendiendo el
cuello hacia quien le amenazaba, exclamó: «¡Golpea ahora, golpea!».
Guillermo, confuso, tras un instante de vacilación, envainó la espada y salió
del paso con una de sus habituales salidas: «¡No, no cuentes conmigo para
enviarte al paraíso!». En otra ocasión había dado a otro obispo, Girard de
Angulema, que le exhortaba a la sumisión, una respuesta que en lenguaje
actual podríamos traducir así: «Ten confianza y péinate». El buen prelado era
completamente calvo.
A lo largo de toda la existencia de Guillermo IX de Aquitania se habían
producido altercados parecidos con los religiosos de su dominio y casi
siempre por asuntos de faldas. Especialmente hubo un amorío, del que hizo
ostentación sin el menor recato, con cierta vizcondesa de Châtellerault que
tenía el nombre predestinado de Dangereuse («Peligrosa»). En Poitiers se la
llamaba «la Maubergeona», pues Guillermo no había dudado en instalarla en
el puesto de su legítima esposa, Felipa de Tolosa, en la bella torre que
acababa de hacer construir como palacio ducal y que se llamaba la torre
Maubergeon. Su propio hijo se había enemistado con él a causa de la
Dangereuse.
Sin embargo, este gran señor, lascivo y chistoso, era un poeta genial. Por
las fechas es el primero de nuestros trovadores y, por uno de esos contrastes
en que es tan rica su personalidad como sus poemas, fue el primero que
expresó en sus versos el ideal cortés que iba a conocer tan asombrosa fortuna,
alimentando nuestra poesía medieval hasta su más alta expresión. Por lo
demás, Guillermo IX había acabado enmendándose. Su último poema muestra
que en el incorregible pecador hay sincero arrepentimiento, y él, que, al
contrario de la mayoría de los señores de su tiempo, apenas se había
preocupado de fundaciones religiosas, acabó concediendo una de sus
posesiones, l’Orbestier, cercana a los amplios dominios de Talmondois, las
tierras de caza favoritas de los duques de Aquitania, para fundar un priorato
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de la Orden de Fontevraud, donde entraron su mujer, Felipa, y su hija
Audéarde.
Sin duda más de un barón pictavino, al corriente del pasado de la dinastía,
tuvo que dirigir una mirada interrogadora sobre Leonor. ¿Se parecería a su
terrible abuelo? Había heredado de él la belleza, legado familiar de los
aquitanos, así como el gusto por la poesía, la alegría y, quizá, cierta
inspiración expresamente irreverente. En cuanto a su esposo, se podía ver a la
primera ojeada que no sería de los que se hacen excomulgar por asuntos de
mujeres.
Por lo demás, cualquiera que fuese el pasado, éste no parecía pesar sobre
la joven pareja resplandeciente de alegría y de juventud que, al final de la
ceremonia, volvería a encontrarse presidiendo un espléndido banquete en la
gran sala del palacio ducal. Uno tras otro se sucedían los espectáculos: los
juegos de los juglares y las canciones de los trovadores se oían por encima del
murmullo de las conversaciones y el ir y venir de los pajes que abastecían de
viandas los altos aparadores y escanciaban en las copas de los invitados; la
alegría llegaba al colmo cuando un familiar de la casa se acercó al abate
Suger, sentado a una mesa cercana a la que presidían los recién casados, y le
susurró al oído unas palabras que le hicieron palidecer. Miró al príncipe
sentado junto a Leonor, feliz y contento; Luis entraba decididamente en su
papel; el matrimonio, la corona ducal parecían convertir en otro hombre a
quien, sin embargo, llevaba el anillo real desde hacía varios años. Suger dudó
un instante, después se acercó y con gravedad doblegó la rodilla ante el que,
desde ahora, era ya rey de Francia.
En efecto, un mensajero se había presentado una hora antes en el puente
de Montierneuf para anunciar la muerte del rey. El 1 de agosto la enfermedad
que torturaba a Luis VI se había agravado repentinamente; quiso hacerse
llevar a la abadía de San Denís, pero era demasiado tarde. El abate de San
Víctor, Gilduin, y Esteban, obispo de París, que le asistían en su último
trance, se opusieron con afecto a tal deseo, y el rey, comprendiendo con
lucidez que su corpulencia, la gravedad de su estado, el insoportable calor,
todo se oponía a su traslado a la abadía donde hubiera deseado morir, se
resignó. Pidió que se extendiese en el suelo un tapiz sobre el que se esparciría
ceniza en forma de cruz y allí, sobre esta cruz de cenizas, se hizo depositar y
murió de manera edificante. Envuelto en un paño de seda, su cuerpo reposaría
entonces en San Denís junto al altar de la Santísima Trinidad, en el lugar
designado por Suger.
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Una vez más se abreviaron los festejos y el cortejo reemprendió la marcha
atrayendo, día tras día, entre Poitiers y París, a las multitudes que venían a
aclamar al rey y a la reina de Francia.
Podemos imaginar los sentimientos que dominaban a Leonor cuando
cabalgaba hacia París repasando en su mente de quince años los
acontecimientos en virtud de los cuales había llegado a ser, el 8 de agosto de
1137, duquesa de Aquitania y reina de Francia. ¿Qué podía significar París
para una meridional de la época? Desde luego no lo que imaginaríamos en la
nuestra. París era una ciudad real, pero no más que Orleans, donde, por otro
lado, habían residido preferentemente los antecesores de Luis VIL El
prestigio de su antiguo pasado no eclipsaba el de Burdeos y era menor,
pongamos por caso, que el de Marsella o Tolosa. Y desde un punto de vista
religioso (sabemos la importancia que tenía entonces la religión), París era
menos importante que otras muchas ciudades del reino; no era sino un
obispado dependiente de Sens y que no ejercía la influencia de metrópolis
como Reims o Lion. Su territorio era rico en abadías, como Saint Médard,
San Víctor, Saint Vincent y Sainte Croix, la antigua abadía merovingia,
llamada ya Saint-Germain-des-Prés, debido al nombre de un obispo parisino.
Pero su celebridad era superada con mucho por Cluny, cuyo amplio edificio
—el mayor de toda la cristiandad, y lo seguiría siendo hasta la reconstrucción
de San Pedro en Roma en el siglo XVI— estaba ya terminado desde hacía unos
treinta años. Tampoco mostraba París entonces monumentos tan perfectos
como la catedral de Durham, tan espléndidos como el palacio de Aquisgrán;
ni, bien entendido, nada que pudiera compararse al prestigio casi fabuloso de
ciudades como Roma, Venecia o Constantinopla. Y la dinastía que reinaba en
Francia no podía valerse, como gustaba hacer en la época de Leonor, de un
pasado heroico o, cuando menos, de un origen imperial. Hacía ciento
cincuenta años que el último descendiente de Carlomagno fue apartado del
trono de Francia por la autoridad férrea de uno de sus barones, y que, en
Senlis, Hugo Capeto se hizo otorgar por sus pares el título de rey. Durante
siglo y medio ninguno de sus descendientes se distinguió por alguna hazaña
extraordinaria. Cuando el papa Urbano II apeló a la cristiandad de Europa en
auxilio de los Santos Lugares de Palestina, el rey de Francia, Felipe I, un
hombre corpulento, egoísta y sensual, entregado a sus ilícitos amores con la
bella Bertrade de Montfort, no hizo nada; asimismo, los cantares de gesta,
nacidos entonces, no alabaron más que barones, reales o legendarios —
Godofredo de Bouillon o Roldán—, y evocaron con nostalgia, en cuanto a los
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soberanos, la sombra del gran Carlomagno, que supo empuñar la espada y
atravesar las montañas en busca de los sarracenos.
Sin embargo, algo vibra ya en el París de principios del siglo XII, a lo cual
ha de ser sensible el espíritu abierto de Leonor. Originaria de una familia
culta, ha tenido que apreciar en su esposo el gusto por las letras. Aunque sus
respectivas culturas sean muy distintas, la de Luis, casi monástica, ha
implicado, sin duda, lo que se llamaban las siete artes liberales, es decir el
ciclo del saber de la época, con sus cuatro ramas de ciencias físicas —
aritmética, geometría, música y astronomía—, y las tres ciencias del
razonamiento —gramática, retórica y dialéctica—, todo ello fuertemente
impregnado de teología. En cambio Leonor ha tenido una educación
probablemente mucho más profana, que hay que contemplar según las normas
de la época; es decir, que si ha estudiado el latín en Ovidio, lo ha conocido de
antemano a través de la Biblia y de las obras de los Padres de la Iglesia. Su
infancia, sobre todo, ha sido arrullada por los cantos de los trovadores, y se
conoce al menos el nombre de uno de ellos, Bleheri, un celta, irlandés o galés,
probablemente, que residía en la corte de su padre, mientras que el trovador
Cercamon, en el bello planh («planto») que había escrito en ocasión de la
muerte de Guillermo X, exalta la generosidad de éste con los poetas.
París, sin gozar aún del inmenso prestigio internacional que tendrá gracias
a la Sorbona, ve cómo se va formando por sí misma, y aún resuenan las
apasionadas disputas que son el síntoma inequívoco de la actividad
intelectual. A la sombra de las grandes abadías, San Víctor, Saint Médard,
Saint Marcel, Sainte Geneviève, maestros y discípulos discuten las quaestions
e intentan hacer síntesis con un fervor de buen augurio: París está a punto de
eclipsar a las grandes escuelas más célebres hasta el momento, escuelas
monásticas como las de Bec o de Fleury-sur-Loire, escuelas episcopales como
Reims, Laon e, incluso, Chartres. Sin duda, Leonor ha oído hablar de
Abelardo, ese seductor e insoportable personaje que, siendo un joven
estudiante, no temió desafiar a los más célebres maestros y que, en pleno
esplendor de una triunfante carrera de intelectual, no ha sido menos famoso
por sus amores con Eloísa. Cuando se casó Leonor hacía unos veinte años que
se había producido el escándalo y la humillante mutilación que sufrió
Abelardo por parte del tío de Eloísa, furioso al ver deshonrada a su sobrina.
Ciertamente, Leonor se haría contar de nuevo la asombrosa aventura de esta
joven, célebre por su sabiduría desde los diecisiete años y que entonces era la
abadesa del Paracleto, separada para siempre de un amante al que su corazón
permanecería enteramente fiel. El gusto de Leonor por lo novelesco se
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sentiría exaltado ante un relato que ha seguido cautivando ocho siglos después
y que, entonces, era de palpitante actualidad por vivir aún sus héroes.
Y, sin duda, tras haber apreciado en su paseo la frescura de ese cinturón
de bosques que rodea París, disfrutaría de la primera visión que tuvo de la
antigua ciudad bajo el cielo azul celeste de la Isla de Francia; en la ladera de
la montaña de Santa Genoveva, en el recodo del Sena, descubriría en el río,
sembrado de verdes islas, la más grande, la de la Cité, rodeada de sus
murallas —las mismas que se habían levantado unos doscientos años antes
por temor a nuevas invasiones normandas—, con los dos puentes llenos de
casas y delimitados en cada extremo por fortalezas: el Petit Châtelet en la
orilla izquierda, y en la derecha, defendiendo el gran puente, el Grand
Châtelet que ha dado su nombre a una de nuestras plazas. Leonor acababa de
recorrer en sentido inverso el Camino de Santiago; en la otra punta se hallaba
el santuario hacia donde se encaminaba su padre cuando, peregrino para toda
la eternidad, había muerto el anterior Viernes Santo. Sin duda le mostrarían,
en el momento de llegar a tierra parisiense, la tumba del gigante Isoré, un
menhir erigido en la salida de la vía romana cuyo trazado aun podemos seguir
en un plano de París, cruzando en línea recta las colinas de la orilla izquierda
por la calle Saint Jacques y bajando hacia lo que entonces era, en la orilla
derecha, una gran llanura pantanosa que los templarios no tardarían en sanear
transformándola en huertas, dominada por la alta colina de Montmartre y
aquella otra, más lejana, de Chaillot. A Leonor le gustaría este paisaje
sembrado de viñedos al que, en la orilla derecha, daban vida las flotillas de
los «vendedores de agua» y, en la izquierda, la gran cantidad, siempre
creciente, de casas y tabernas frecuentadas por estudiantes. Y, con paso
resuelto, la joven franquearía la escalinata del antiguo palacio de la Cité, tras
poner el pie sobre el tronco de olivo cubierto de musgo que tradicionalmente
servía para apearse del caballo, ayudada con cariño por su atento y joven
esposo, el rey de Francia.
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LA LOCA REINA…
BERNART DE VENTADORN,
Non es meravelha s’eu chan, estrofa VI
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creyendo encontrar en ella asilo y seguridad, de acuerdo con las tradiciones de
la época.
Esto sucedió en 1143. Han pasado seis años desde el matrimonio de Luis
y Leonor. El rey, que desde el comienzo del asalto a la pequeña ciudad ha
seguido el avance de sus hombres desde lo alto de la Fourche, donde ha
establecido su campamento, y que desde su observatorio ve a lo lejos subir las
llamas, no es ya el tímido y vacilante jovencito que las multitudes aclamaban
en la catedral de Burdeos. Es un joven decidido, seguro de sí mismo. De pie
en su puesto de mira, contempla en silencio el incendio que ruge en la noche
al pie de la colina. De súbito las luces se hacen más vivas. Un haz de llamas
se eleva por encima de las demás y desde el monte de la Fourche se oye algo
como un rumor: los gritos de la multitud se confunden con el estruendo de la
hoguera; el fuego ha alcanzado la iglesia. Unos minutos de angustiosa espera
y el estrépito se hace más intenso: el armazón del edificio se derrumba sobre
las llamas sepultando a toda esta gente que creyó encontrar refugio bajo un
techo sagrado.
Cuando los íntimos de Luis, inquietos por su inmovilidad, se le acercaron,
vieron que estaba lívido y despavorido y que sus dientes castañeteaban; se le
sacó de allí y se le acostó en su tienda. Cuando pronunció una palabra fue
para pedir que se le dejara solo. Durante varios días el rey permaneció así,
negándose a probar alimento y a hablar con nadie, postrado, inmóvil en su
lecho. Sin duda, en una sombría conversación consigo mismo, hacía balance
de esos seis años —años felices de joven esposo locamente enamorado de su
mujer—, que terminaban con este horrible epílogo. ¿Cómo había podido
llegar a cometer tal fechoría?
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que habían conducido a tal caos de enfrentamientos privados y violencias
públicas estaba Leonor; en sus bellas manos se hallaban los extremos de la
madeja enredada, como por placer, por sus caprichos de jovencita.
Apenas llegados, Luis y Leonor se habían enfrentado con la reina madre,
Adelaida de Saboya. No era difícil de prever: era natural que hubiera
incompatibilidad de caracteres entre la joven esposa y una suegra que
envejece y que no había tenido nunca influencia sobre su esposo, esperando,
sin duda, resarcirse en un hijo al que sabía tímido y sin experiencia. Si una
muchacha muy joven y bella se ponía de por medio, la ruptura era inevitable.
Así ocurrió, sin tardanza: la reina madre dejó la corte retirándose a sus tierras,
donde, para vengarse, se había casado de nuevo con un tal señor de
Montmorency, de poca importancia pero apuesto. No es difícil imaginar las
quejas de Adelaida contra su nuera, esa meridional que, a ejemplo de su
abuelo, era irrespetuosa por voluntad propia y tenía un comportamiento
atrevido que chocaba con su entorno. Ya en el siglo anterior, el hijo de Hugo
Capeto, Roberto, se había casado con una meridional, Constanza de Provenza,
cuyos modales habían escandalizado profundamente a los graves barones del
Norte. Se juzgaba indecente su modo de vestir y descarada su lengua.
Análogas expresiones debieron de acudir a los labios de Adelaida al calificar
a su nuera.
Pero esas minúsculas rencillas personales no eran nada al lado de las
tempestades con que pronto se encontraría el joven rey. No hacía un año de su
coronación cuando emprendió una expedición contra Poitiers: los burgueses
de la ciudad habían tenido la osadía de constituirse en municipio. A ejemplo
de los de Orleans, cuya rebelión había sido sofocada algo antes, se habían
unido por juramento para rechazar la autoridad del conde. ¡Poitiers! ¡El feudo
de sus padres, la ciudad predilecta de Guillermo el Trovador! La cólera y
humillación sufridas por Leonor ante el golpe a su autoridad ducal se adivinan
por las violentas medidas tomadas después de sometida la ciudad. En efecto,
Luis VII había entrado en campaña con un pequeño ejército en el que se veían
pocos jinetes, pero, en cambio, muchos ingenieros y máquinas de asedio. Se
consiguió tomar la ciudad con bastante facilidad, sin derramar ni una sola
gota de sangre, cubriéndose de gloria el rey ante los suyos y, cosa aún más
valiosa, ante su mujer.
Una vez dueño de la situación, había expresado unas intenciones
realmente bárbaras: no sólo el municipio sería disuelto y los habitantes
quedarían libres del juramento que se habían prestado mutuamente, sino que
además los hijos e hijas de los principales burgueses serían llevados por el
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mismo rey como rehenes. No es difícil imaginar la conmoción de los
habitantes ante la idea de ver marchar a toda su juventud. En el mismo círculo
real tal medida pareció desorbitada. Suger, que siguió los acontecimientos
desde su abadía, acudió en el acto y mantuvo largas conversaciones con el
rey. Finalmente, un día, desde una ventana del palacio que daba al viejo
barrio de Chadeuil, el abad de San Denís proclamó ante los habitantes
reunidos la clemencia real: Luis renunciaba a llevarse a los jóvenes como
rehenes y perdonaba a los burgueses. En la ciudad la alegría fue inmensa y se
exaltaba la generosidad del rey con tanto más ardor cuanto más grande había
sido la emoción. Pero Leonor, de manera visible, sintió cierto despecho por la
intrusión del abate en su dominio personal. En los meses sucesivos Luis dejó
de llamar a Suger a sus consejos. El abate comprendió y no quiso insistir.
Había una laguna, pues, en el gobierno de la nación: ninguna voz prudente
y de experiencia moderaba ya las reacciones, con frecuencia irreflexivas, de la
joven pareja, en las que las fantasías de Leonor eran ley. Todos los actos de
Luis muestran la inspiración de la esposa; todas sus expediciones se dirigen
hacia sus propiedades. Hace entrar en razón a Guillermo de Lezay, que, al
llegar Luis al trono, se había negado a rendirle homenaje y había sustraído los
gerifaltes (halcones blancos) pertenecientes a los duques de Aquitania para
conservarlos en su coto de caza de Talmond, del cual era copropietario.
Dirige inútilmente una loca cabalgada contra Tolosa, pues Leonor quería
reivindicar el dominio tolosano, sobre el que pretendía tener derechos
heredados de su abuela, Felipa, la esposa del Trovador (a quien éste había
abandonado y que ingresó en la abadía de Fontevraud). A su regreso, para
resarcirle de sus preocupaciones, Leonor había regalado a su esposo un
espléndido vaso de cristal tallado, montado sobre pie de oro y provisto de un
gollete cincelado, guarnecido de perlas y piedras preciosas, que aún se
conserva en el Museo del Louvre.
Evidentemente el rey de Francia no disponía de fuerzas suficientes para
obligar a un poderoso vasallo como el conde de Tolosa a desprenderse de su
feudo, sin duda injustamente, y Alfonso Jordán había permanecido
imperturbable. En cambio las dificultades comenzaban para Luis.
Al volver de la expedición, en la que su esposa le había acompañado,
Leonor trajo consigo a su joven hermana, a la que los textos denominan unas
veces Petronila (o su diminutivo en lengua de oc, Peronela) y otras Aelith.
Pues bien: ésta ya estaba en edad de casarse, ¿y en quién había puesto sus
ojos? En uno de los amigos íntimos del rey, Raúl de Vermandois, consejero
suyo y de su padre, y a quien Luis acababa de hacer su senescal. Raúl era bien
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plantado, pese a que podía ser de sobra el padre de una jovencita de diecisiete
años a lo sumo en la época en que transcurren los sucesos, es decir, en 1141.
Halagado, sin duda, por desempeñar el papel de seductor a pesar de sus sienes
grises, olvidó que estaba casado. Y casado nada menos que con la sobrina del
poderoso Teobaldo de Blois, conde de Champaña. Quien estuviera un poco al
tanto de los asuntos del reino podía comprender que éste era un asunto para
provocar un incendio en toda una provincia. Y fue eso, desde luego, lo que
sucedió.
Luis VII, incapaz de resistirse a los ruegos de Leonor, que había asumido
la defensa de su enamorada hermana, logró persuadir a tres obispos de su
dominio (Laon, Senlis y Noyon), quienes, complacientes, descubrieron que la
primera mujer de Raúl, Leonor, era pariente de su esposo en un grado
prohibido por las leyes canónicas, muy severas respecto a ello por entonces.
Se podía, pues, considerar nulo el matrimonio, y Raúl se unió sin más
tardanza a la joven y triunfante Petronila, bajo las complacidas miradas de la
reina.
Ello significaba provocar al conde de Champaña, y no era preciso tanto
para reavivar las seculares querellas que hacía largo tiempo habían dividido a
los condes de Champaña y a los señores de Vermandois, quienes buscaron
alianzas en Flandes contra aquéllos. Deseoso de evitar esas querellas que, de
alianza en alianza, tenían consecuencias en los grandes vasallos del reino,
Luis VI los había reconciliado poco antes de morir. Y hete aquí que un
capricho femenino los enfrentaba de nuevo. Teobaldo de Champaña, lleno de
ira, fue a quejarse al Papa; se celebró un concilio en sus tierras, Lagny,
durante los primeros meses de 1142, y el legado del Papa, Yves de Saint-
Laurent, excomulgó a los recién casados así como a los obispos que, con
excesiva complacencia, los habían unido.
Y no era éste el único punto en que el rey de Francia desafiaba a la
autoridad religiosa. Por entonces o poco antes, Luis VII se encontró metido en
insuperables dificultades respecto al arzobispado de Bourges. Se había
obstinado en designar él mismo un candidato —en este caso su propio
canciller, un tal Cadurc—; cuando el arzobispo, normalmente elegido e
investido por la Santa Sede, Pedro de la Chatre, se presentó a tomar posesión
de la ciudad, no pudo entrar en ella. Luis había ordenado echar el cerrojo a las
puertas de la ciudad y a las de la catedral. Decisión de graves consecuencias
en una época en que el papado, que luchaba desde hacía más de un siglo para
asegurar la libertad en los nombramientos eclesiásticos y la independencia del
poder espiritual frente a los poderes temporales, creía que por fin había
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logrado su objetivo. Si en el territorio del Sacro Imperio la Iglesia había
tenido que entrar en conflicto por ello con el soberano, en Francia los reyes,
en general, secundaron sus esfuerzos. Una decisión semejante, tomada por un
miembro de la dinastía de los Capetos, tenía que sorprender, aunque era
menos sorprendente por parte de la duquesa de Aquitania. En efecto, el
abuelo de Leonor había distribuido en varias ocasiones los obispados de sus
dominios entre prelados adictos a él y sin temer por ello desafiar al papado.
Más aún: en cierta ocasión apoyó a un antipapa, Anacleto, contra aquel
mismo Inocencio II, que ocupaba el trono de San Pedro. Por ello, entre los
allegados de los reyes, no se dudaba en atribuir las locuras de Luis a la
influencia de Leonor, y no sin cierta razón.
De este modo, Luis se encontraba amenazado por los anatemas del
papado, con su reino en entredicho, él mismo en persona dirigiendo una
guerra contra Champaña para apoyar a su cuñada, excomulgada; una guerra
que conduciría al horrible holocausto de Vitry. Tanto para el reino como para
sí mismo era tiempo de corregirse y de salir del atolladero.
Tras unos días de sombría meditación en los que el joven debió de sentirse
en el fondo de un precipicio, le llegó, de otra parte, una enérgica orden.
Procedía de la más alta autoridad espiritual de la época, de aquel a quien toda
la cristiandad miraba como a un santo y a quien pedían consejo papas y reyes:
Bernardo de Claraval.
Unos treinta años antes, éste se había presentado ante las puertas del
monasterio de Citeaux, de donde había partido el movimiento de reforma al
que iba a dar un impulso decisivo. A su muerte, tan sólo la abadía de Claraval
tendrá setecientos monjes y ciento sesenta filiales; la Orden Cisterciense se
habrá extendido por toda la cristiandad, de Inglaterra a Portugal, de Italia a los
países escandinavos, liste místico, que sólo aspiraba al silencio del claustro y
a la austeridad de la celda, donde incluso dormía en el suelo, se vio sin cesar
envuelto en los asuntos de su época, fue llamado para dirimir diferencias,
aclarar turbias situaciones y reavivar, donde fuese preciso, el ardor de la fe.
Ya en varias ocasiones había dirigido a Luis VII amonestaciones a las que el
joven hizo oídos sordos. Esta vez el tono era severo: «Al ver las violencias
que no cesáis de cometer, empiezo a arrepentirme de haber atribuido siempre
vuestras equivocaciones a la inexperiencia de la juventud. En adelante estoy
resuelto, en la medida de mis débiles fuerzas, a proclamar toda la verdad. Diré
muy alto que… multiplicáis los asesinatos, los incendios, la destrucción de
iglesias, que expulsáis a los pobres de sus moradas, que Vos os relacionáis
con ladrones y bandidos. Sabed que no quedaréis largo tiempo impune… Os
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hablo con dureza, pero es porque temo para Vos un castigo más duro
todavía».
En esta ocasión, según todas las apariencias, la exhortación dio su fruto.
Dejando a su hermano Roberto acabar la guerra en Champaña con la
ocupación de Reims y de Chálons, Luis volvió al palacio de la Cité. Su
comportamiento no tardaría en revelar a sus allegados que se había operado
en él un profundo cambio.
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4
… Y EL SANTO MONJE
BERNART DE VENTADORN,
Estat ai com om esperdutz
El camino de París a San Denís estaba más atascado aún que en los días de
feria; los peregrinos se apretujaban a racimos; pesados carros de heno tenían
que apartarse continuamente para dejar paso a algún cortejo de prelados o de
barones, cuyos caballos se impacientaban piafando en el sitio en que se
detenían, mientras dos hermanos conversos, cubiertos de polvo, conducían
como buenamente podían un rebaño de ovejas. A medida que se llegaba a San
Denís la circulación se hacía más intensa, las carretas cargadas de sacos de
harina, toneles de vino, montañas de legumbres —se había reunido cuanto
pudieron suministrar los huertos de la Isla de Francia y, en ese principio de
junio, se había tenido que traer de lejos—, se apretujaban en las entradas de la
villa; los agentes del rey, llegados para prestar ayuda a los de la abadía, tenían
que bregar duramente para canalizar el tropel de gentes y bestias. En el
lindero de los campos, tan lejos como podía llegar la mirada, se veían las
tiendas en las que iban a vivir durante los tres días de la ceremonia los
escuderos, los clérigos y las gentes de escasa importancia que no habían
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podido encontrar albergue en las casas del pueblo ni en el hostal de la abadía,
reservado a los más encumbrados personajes.
Toda esta humanidad se había puesto en movimiento para asistir a la
inauguración del coro, fijada para el domingo 11 de junio de 1144, de la
nueva abadía de San Denís. Atareado, radiante, infatigable, el abad Suger
recibía en persona a los visitantes de alcurnia y les indicaba el lugar de
residencia previsto para cada uno.
Este prelado bajito y enclenque, tan escaso de salud que se le creía
siempre al borde de la tumba, fue, no obstante, una de las personalidades más
extraordinarias de su tiempo. La asombrosa fortuna que del terruño paterno le
había llevado al frente de la abadía real, y que iba a ponerle a la cabeza del
mismo reino, jamás le había inquietado. Como tampoco esos años en que
cayó en desgracia: enseguida aprovechó los ratos de ocio que ésta le había
procurado para hacer avanzar con más premura que nunca los trabajos de
construcción de su abadía y consagrar a ella todo su tiempo. En pie antes del
alba, levantado hasta muy tarde por la noche, podía confesar que nunca,
incluso durante las embajadas y desplazamientos que implicaba el servicio del
rey, había dejado de rezar el oficio diario, según la regla de la Orden. Su
cultura era muy extensa y sus obras abundaban en citas de autores antiguos,
pero —y en esto era muy de su tiempo— nada había en él del intelectual
puro, del ratón de biblioteca. Suger nos recuerda más a algunos de esos
prelados-hombres de negocios (la expresión no tiene nada de peyorativa) que,
en los Estados Unidos o en las nuevas cristiandades de hoy, construyen
iglesias, fundan escuelas, lanzan prensa católica, etcétera. Él mismo cuenta,
con una complacencia que delata casi imperceptiblemente al advenedizo, los
episodios de la construcción de su abadía, y su actividad de infatigable
constructor se transparenta en el relato. Un día vienen a decirle que los
carpinteros han tenido que suspender el trabajo por falta de materiales: es
imposible obtener en los bosques de la abadía, ya ampliamente explotados, las
vigas de una longitud precisa. Suger abandona al momento su celda, recorre
en todas direcciones el bosque de Yvelines y él mismo muestra a los
leñadores los doce robles con la altura deseada que ellos no han sabido
encontrar.
Por lo demás, como sucede a muchas de estas personas emprendedoras y
siempre alerta, parece acompañarle la suerte. ¿Tenía dificultades para hacer
acarrear las piedras que se extraían de las canteras de Pontoise? Venían a
anunciarle que los campesinos de las cercanías se prestaban voluntariamente a
realizar el trabajo. ¿Que los orfebres solicitaban piedras preciosas para
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engastar en la gran cruz que Suger había previsto que presidiera el altar de la
abadía? Venían a ofrecerle, de parte del conde de Champaña, una magnífica
colección de topacios y granates. Tres días antes de la inauguración del
edificio, cuando se hallaba en dificultades para alimentar a la multitud de
invitados —ya que los rebaños de la abadía habían sido víctimas de una
epidemia—, un hermano cisterciense se había dirigido a él en el momento en
que iba a celebrar misa para decirle que estaba en camino un rebaño de
ovejas, regalo de la Orden para participar en la inauguración del coro de San
Denís.
La agitación de la multitud, los gritos, las aclamaciones anunciaban la
llegada de los reyes. Sí, gran fasto el de aquel domingo de junio, porque sería
también un día de reconciliación.
Nada en la actitud ni en el atuendo de Luis VII recordaba la majestad real.
Para sorpresa de todos, no llevaba ni túnica de seda ni capa forrada de armiño.
El rey vestía el sayal gris de los penitentes e iba calzado con unas simples
sandalias; perdido entre la multitud se le hubiera tomado por algún ermitaño
llegado en peregrinación a la tumba de san Dionisio. El contraste con los
señores allí presentes, vasallos suyos, vestidos de rutilantes colores, como
entonces gustaban, era violento; también con los obispos, cuyas mitras
bordadas y galoneadas de oro y plata resplandecían al sol. Leonor no había
desperdiciado la ocasión de mostrarse con toda la pompa de las festividades
solemnes: un vestido de brocado y una diadema de perlas, tanto más cuanto
que semejantes oportunidades eran raras en la corte de Francia. Durante los
primeros años de su matrimonio había podido dar libre curso a su gusto por la
fastuosidad. Espléndidas fiestas habían señalado en Bourges, durante las
Navidades de 1137, la coronación de ambos como reyes de Francia: Luis ya
había sido coronado en Reims, pero, en aquella época, las fiestas de la
coronación se repetían varias veces cuando se presentaba la ocasión,
especialmente en una boda. Además, su joven esposo, que se esforzaba en
complacerla, multiplicaba sus regalos. Ella había intentado animar un poco el
antiguo y severo palacio de la Isla de la Cité. Los talleres de tapicerías —ya
había algunos en Bourges muy reputados— habían trabajado para ella; y los
mercaderes, que empezaban a traer hasta la Isla de Francia los productos del
Próximo Oriente —el almizcle, las maderas olorosas como el sándalo, que
esparcían su perfume por las amplias y austeras habitaciones, los sutiles velos
de seda, las confituras de rosas y el jengibre, que purifica el aliento—,
conocían ya el camino de las diversas residencias reales: París, Étampes,
Orleans. Ante todo, Leonor se había apresurado a hacer venir trovadores, sin
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los cuales la vida le hubiese parecido monótona. Necesitaba sus canciones, los
acordes de las violas y de los tamboriles, el sonido de la flauta y de la cítara y,
sobre todo, la poesía, las palabras que se intercambiaban, las réplicas
ingeniosas, las bromas, unas veces juguetonas y otras algo atrevidas, como
estaban de moda en la corte de su padre y de su abuelo, y que ella había
querido introducir en Francia.
Pero todo esto no había agradado siempre a su esposo, cuyo amor
apasionado era también receloso. El trovador Marcabrú lo había
experimentado.
Marcabrú es un personaje típico de su tiempo. Era un expósito, educado
en algún lugar de la Gascuña. Le llamaban Panperdut («Panperdido»).
Iniciado en la poesía por Cercamon, íntimo de Guillermo X de Aquitania, su
talento se impuso y sus canciones circulaban por todas partes, de la corte de
Castilla a las orillas del Loira. Marcabrú fue invitado por Leonor, pese a
algunas reticencias de su marido. Pero el trovador se enamora inevitablemente
de la alta dama que inspira sus versos. Se lo dice en ardientes estrofas y, un
buen día, Luis lo toma muy a mal. Expulsa sin miramientos al desvergonzado
trovador, que se venga, según sus medios, con pérfidas estrofas: un árbol ha
nacido, dice,
Por otra parte, Luis ha cambiado mucho desde hace algún tiempo. Aquel
desgraciado asunto de Vitry le ha alterado visiblemente. Nada de fiestas, nada
de danzas ni de festines, nada de canciones ni de poemas; se ha vuelto
taciturno, sólo piensa en hacer penitencia, ayuna varios días por semana y
multiplica los padrenuestros vengan o no vengan a cuento. Para la
inauguración del coro de San Denís se empeñó en ofrecer al abad Suger el
bello vaso de cristal y orfebrería que le había regalado Leonor. Piensa en
hacer volver al viejo abad a su consejo y —Leonor no se equivoca— eso
indica que la influencia de la esposa va a disminuir. Suger ha hecho ya firmar
la paz con Teobaldo de Champaña y, al morir Inocencio II, el rey se ha
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apresurado a prestar sumisión al nuevo Papa. «A veces tengo la impresión de
haberme casado con un fraile», confía Leonor a sus más íntimos.
Más profunda aún, una oscura inquietud se ha introducido en la joven
pareja. El rostro de Leonor a veces se muestra ceñudo, y no puede ser una
arruga en esta reina de veintidós años; sin duda la embarga una grave
preocupación: no tiene descendencia. Durante los primeros meses de su
matrimonio se abrió camino una esperanza, aunque muy pronto se
desvaneció. A su alrededor comienzan los rumores (y no hay murmuración
que no perciba el fino oído de Leonor) de que ese matrimonio que tantas
esperanzas suscitó podría no ser buen asunto para la corona: muchos gastos,
guerras de las que se dice que han surgido por puro capricho de la reina, y
ningún hijo que asegure el futuro de la dinastía…
Además, Leonor tiene un proyecto en mente. Todos los abades de las
grandes abadías del reino van a estar presentes en una ceremonia a la que
Suger quiere dar un esplendor sin precedente. Leonor aprovecha la ocasión
para solicitar una entrevista privada con Bernardo de Claraval. Este hombre
santo, canonizado por las multitudes y que habla como dueño y señor a su
esposo, le atrae de un modo en el que, sin duda, influye más la curiosidad que
la veneración. Ya su padre tuvo que enfrentarse con Bernardo de Claraval. La
escena ha quedado grabada en los anales de Aquitania. Un día, en Parthenay,
Guillermo X, a quien el abad había amenazado con sus anatemas, irrumpió
armado en la iglesia donde aquél celebraba misa. Bernardo fue a su encuentro
llevando en sus manos el copón y la hostia y el señor feudal, vencido por el
ardor que emanaba de aquel ser de fuego, cayó súbitamente a sus pies, tocado
por el arrepentimiento. Los poderes mundanos, igual que el poder del cielo,
no se resistían a san Bernardo.
Leonor en aquel momento necesitaba de su poder ante Dios y ante los
hombres. Quería tener un hijo —una criatura a quien sabría inculcar la
ambición y el gusto por el lujo que representan a los grandes reyes—, y
esperaba obtener también la liberación de la excomunión a la que habían sido
condenados su hermana y el esposo que ésta había elegido. ¿Quién mejor que
Bernardo de Claraval podría satisfacer el doble deseo?
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que han sido conscientes los contemporáneos. En efecto, era la primera vez
que se usaba la bóveda sobre cruceros de ojivas en un edificio de amplias
dimensiones. Los clérigos invitados a la ceremonia —algunos venidos de muy
lejos, como el arzobispo de Canterbury, y entre los que Leonor volvió a
encontrar con alegría a Godofredo de Loroux, el arzobispo de Burdeos que
había bendecido su matrimonio— iban a recibir una lección y, de vuelta a sus
diócesis, muchos de ellos decidieron reedificar, según la nueva técnica
arquitectónica, sus catedrales, ya demasiado pequeñas para una población que
aumentaba a un ritmo increíble. El uso de ojivas permitía audazmente evitar
los muros de sostén, y, sobre los veinte altares que iban a consagrarse
solemnemente aquel día, la luz se derramaba a raudales, transfigurada por los
vitrales en otras tantas pinceladas de brillantes colores. En el centro, sobre el
altar mayor brillaba la espléndida cruz de oro de seis metros de altura
colocada sobre un pilar de cobre dorado, que resplandecía de esmaltes, gemas
y perlas, obra maestra de los orfebres de Lorena, los más reputados de la
época, que trabajaron en ella durante más de dos años; esa visión de
espléndida belleza magnificada por el canto de los salmos, las voces de la
multitud alternando con el coro de varios centenares de clérigos, en la
atmósfera de fervor religioso propia del tiempo, contribuía a causar en los
presentes una honda impresión. El edificio, por grande que fuese, no pudo
contener a toda la población, que se apretujaba y acudía a los alrededores, de
modo que, cuando llegó el momento de la procesión, el clero, asperjando agua
bendita sobre los muros exteriores de la iglesia, presenció este asombroso
espectáculo: el rey en persona se unía a sus servidores para intentar abrir paso
al cortejo. Varias veces más aquel día iba a tener el rey ocasión de dar
testimonio de su fervor. En el momento en que los obispos fueron a buscar los
relicarios que contenían los «santos cuerpos» —las reliquias de san Dionisio y
sus compañeros—, el rey dejó su sitio, se adelantó con rapidez y solicitó
llevar él mismo sobre sus hombros el relicario de plata de san Dionisio.
«Jamás —dice Suger—, jamás se vio procesión más solemne y más
conmovedora, nunca un goce más elevado transportó a los presentes».
Es fácil suponer que por lo menos algunos de los presentes dirigirían una
mirada inquieta a Bernardo de Claraval, preguntándose qué pensaría de tal
despliegue de oro, de pedrerías y suntuosos ornamentos litúrgicos, él, que
había estigmatizado con tanto rigor el lujo de los prelados y que llegó incluso
a suprimir el color (¡suprema penitencia para un hombre de la época!) en los
vitrales de las iglesias cistercienses. En realidad, por diferentes que fueran
aquellos dos hombres, su armonía era completa. Unos veinte años antes,
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Suger, por consejo de san Bernardo, había modificado su nivel de vida
personal. Obedeció, en lo que le concernía, al enérgico llamamiento a la
pobreza evangélica que el cisterciense dirigía a la Iglesia de su tiempo: en
adelante sólo el crucifijo presidió la celda del abad de San Denís, y su comida
ordinaria era tan frugal como debía ser la de un monje. Sin embargo,
transfirió a su abadía su ansia de esplendores. Así, ambos hombres
encarnaban los dos polos opuestos, pero no contradictorios, entre los cuales
camina la Iglesia: desprendimiento y magnificencia.
No se podría entender a Leonor si se omitiera este segundo plano, tan
esencial en su personalidad como en su época: el gusto por el esplendor, que
se manifiesta en todas las cosas, en las iglesias enteramente pintadas donde
resplandecen las grandes luminarias en corona y las cruces de orfebrería, así
como en esas novelas de caballería, donde los héroes de brillante armadura
libran asombrosos combates y tienen sueños luminosos. Rasgos de una época
que se expresa bajo todas las formas: desde esa mística de la luz que más
tarde se mostrará tanto en la arquitectura gótica como en los más graves
tratados de filosofía, como los de Roberto Grosseteste o san Buenaventura,
hasta llegar a ese gusto del gold and glitter —del todo cuanto luce y brilla—
que caracteriza la mentalidad de la época y que Leonor, sin duda, comparte,
como prueban su vida y sus gustos. Debía de sentirse completamente a sus
anchas en el ambiente que Suger describe con versos entusiastas, jugando con
las palabras como el sol con las gemas sembradas profusamente en el
edificio…
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gentil cuerpo, ojos cambiantes, bella frente, rostro claro.
Tiene rubios los cabellos, la cara sonriente y límpida.
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tiempos una esperanza, a poco desvanecida, seguía siendo estéril; eran
escasas sus esperanzas de tener jamás la criatura anhelada». ¿La intercesión
de Bernardo de Claraval lograría que el cielo le concediera el favor esperado?
La respuesta llegó, directa, como la mirada de fuego que en otro tiempo
hizo retroceder a su padre: «Buscad la paz del reino, y Dios en su
misericordia os concederá lo que le pedís, yo os lo prometo». No había
pasado un año de este encuentro cuando, con el reino en paz, una criatura
nacía de la real pareja: una hija a quien se dio el nombre de María, en honor
de la Reina del Cielo.
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HACIA JERUSALÉN…
JAUFRÉ RUDEL,
Lanqan lijorn son lonc en mai
Q
¡ ué de carros! ¡Qué de carros! Su hilera se extendía leguas y leguas y los
campesinos, que acudían de todas partes, dejaban la tarea de segar la hierba y
quedaban boquiabiertos al ver un ejército con tan imponentes convoyes.
Pesados carros de cuatro ruedas tirados por fuertes caballos, en los que se
amontonaban los cofres de los herrajes y las tiendas enrolladas que se
instalarían en la próxima etapa, todo cuidadosamente protegido por cortinas
de cuero o de tela fuerte.
Mas si la longitud del convoy y el gran número de carros, evocadores de
riquezas, llenaban de admiración a las multitudes de Renania, muy diferente
era la impresión en el séquito del rey de Francia, donde se preguntaban con
inquietud cómo un ejército tan cargado de impedimenta podría hacer frente
con holgura al enemigo y frustrar sus emboscadas.
Este cortejo sobrecargado de un inverosímil número de carros y que dejó
atrás Metz durante las fiestas de Pentecostés para dirigirse a las llanuras
danubianas no era otro que el de Luis VII y sus compañeros, que habían
emprendido «el viaje a Jerusalén». En efecto, el mismo año del nacimiento de
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María, su primer hijo, Luis y Leonor, en el transcurso de los solemnes festejos
que como todos los años reunían a su alrededor en Navidades a los principales
feudatarios, anunciaron en Bourges su intención de tomar la cruz. Luis creía
que de esta manera cumplía con un voto que años atrás había hecho su
hermano mayor, Felipe, cuya prematura muerte hizo de él el heredero del
reino de Francia; sin duda alguna, el remordimiento que le había causado el
terrible incendio de Vitry no era ajeno a esta resolución. La cristiandad se
conmovió en 1144, poco después de la inauguración de la abadía de San
Denís, al saber que Edesa, la famosa ciudad de Tierra Santa, había caído en
manos de Zenghi, gobernador de Alepo y de Mosul. Edesa había sido tomada
unos cincuenta años antes por Balduino de Boulogne, el hermano del
legendario héroe de la primera cruzada, Godofredo de Bouillon, ayudado por
los numerosos armenios que había en la ciudad, que vivían expuestos a la
persecución de los turcos.
Siria del Norte, el feudo fronterizo de los reinos latinos, estaba en aquel
momento desguarnecida, abierta a los ataques de Zenghi, que tenía en sus
manos las tres plazas fuertes más próximas a Antioquía, cuya conquista había
costado tanto esfuerzo y tanta sangre a los primeros cruzados. Este turco era
un temible guerrero sobre quien corría toda suerte de leyendas: se decía que
fue dado a luz por una amazona, la margravesa Ida de Austria, célebre beldad
e intrépida jinete, que había tomado la cruz al mismo tiempo que Guillermo el
Trovador y que había desaparecido durante la desafortunada expedición. Se
añadía que fue hecha prisionera y llevada a un harén, donde había nacido de
ella el héroe musulmán.
La caída de Edesa significaba una grave amenaza para los reinos latinos,
tanto más cuanto Jerusalén tenía por rey a un adolescente de trece años, el
joven Balduino III, aún bajo la tutela de su madre Melisenda. Pero si era
inquietante la suerte de los Santos Lugares, si se lamentaban las tremendas
matanzas de armenios hechas por los turcos después de su victoria, nadie
parecía muy apremiado por renovarlas expediciones de gran envergadura
llevadas a cabo medio siglo antes. Una vez reconquistada Jerusalén, la ayuda
a Tierra Santa sólo estaba asegurada por los socorros espontáneos que podían
presentarse de vez en cuando: un joven segundón, con menos frecuencia
algún gran señor, hacía el voto de cruzado por piedad personal o por el gusto
por la aventura, y reclutaba hombres, agrupaba otros peregrinos animados por
el mismo deseo y corría a ponerse a disposición del reino latino que ya, pese a
su precaria situación, hacía el papel de institución consolidada.
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Así, la decisión de Luis, rey de Francia, causó gran sorpresa. Era el primer
rey que se ponía en camino para la peregrinación armada. El obispo de
Langres, Godofredo, había pronunciado en Bourges un sermón en el cual
exhortaba a los barones presentes a imitar a su soberano, pero sólo se
decidieron poco a poco. El mismo Papa —entonces el cisterciense Eugenio III
— se mostró dudoso antes de aprobar el proyecto. Después, no pudiendo
consagrarse en persona a predicar la cruzada, confió la tarea al abad de
Claraval, Bernardo. La historia ha conservado la famosa escena que tuvo
lugar durante la Pascua del año siguiente, el 31 de marzo de 1146, en las
colinas de Vézelay: san Bernardo lanzando desde lo alto de la tribuna
levantada para él y para el rey sus ardientes exhortaciones a los señores y al
pueblo que llenaban las laderas cual un anfiteatro, en donde se oía el roce de
los pendones y estandartes y después el estruendo de las aclamaciones de toda
una multitud que reclamaba cruces, en tal número, que las que el santo había
traído no bastaron, y el monje tuvo que confeccionarlas con pedazos de sus
propias vestiduras. Ante sus palabras renació lentamente en la Europa
cristiana el entusiasmo que caracterizó al Concilio de Clermont y la gran
agitación de la primera cruzada.
Leonor tomó la cruz al mismo tiempo que su esposo. En contra de lo que
a veces se opina, no hubo en ello nada de extraordinario. Desde la primera
expedición fueron numerosos los señores que llevaron consigo a sus esposas.
Éste fue el caso de Balduino de Boulogne, el vencedor de Edesa; el de
Raimundo de Saint-Gilles, uno de los principales jefes de la expedición.
Desde luego, si el hijo de Saint-Gilles, heredero del condado de Tolosa,
llevaba el nombre de Alfonso Jordán, era porque se le bautizó en las aguas del
río que en otro tiempo oyera la voz del Bautista, pues nació durante el
transcurso de la épica expedición hacia Jerusalén. La mujer desdeñada, ajena
a la vida de su esposo y que aguarda su regreso recluida en los muros de un
sombrío castillo, sigue siendo una imagen sólidamente anclada en muchas
mentes, y no ofrece más verosimilitud que la del siervo que agita el agua de
los estanques para hacer callar a las ranas y otras tonterías heredadas de los
tiempos en que la barbarie de la Edad Media era un dogma indiscutible.
Desde luego no fue por haber llevado consigo a su mujer por lo que
algunos de sus contemporáneos censuraron a Luis VII —destaquemos que su
bisnieto, san Luis, hará lo mismo en el siglo siguiente—, sino porque Leonor
y, arrastradas probablemente por su ejemplo, las demás mujeres que formaban
parte de la expedición —la condesa de Blois, Sibila de Anjou, condesa de
Flandes, Faydide de Tolosa, Florinda de Borgoña— no se avenían a
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prescindir de sus doncellas ni a renunciar a un relativo bienestar en el curso
del prolongado viaje. De ahí el exagerado número de carros que atravesaron
las llanuras de Europa central hacia Hungría. Demasiados carros,
murmuraban los guerreros; demasiados carros, asentían los religiosos. Y
mientras los primeros imaginaban los desastres que podría sufrir un ejército
sobrecargado de tantas bocas inútiles y pesados convoyes, los eclesiásticos
censuraban los inevitables desórdenes que iban a resultar de ello. El hecho de
que hubiese muchas doncellas y camareras en el séquito tendría como
consecuencia que, desde el atardecer, en el vivac, hubiera muchas risas
sospechosas y muchas idas y venidas furtivas en torno a las tiendas cuando
fuese ya noche cerrada. La moral no saldría ganando nada con esas gentes
comprometidas en una marcha piadosa. Y, como hace ver un cronista a quien
no arredraban los juegos de palabras atrevidos, estos campamentos no tenían
nada de castos (castra non casta).
Leonor, sin duda alguna, había tomado parte muy activa en los
preparativos. Quedamos sorprendidos cuando, al leer los documentos
archivísticos de la región, constatamos el gran número de gentes del Poitou
que participaron en la expedición. Esto se deriva, probablemente, de que ella
misma había hecho una gira por sus posesiones personales. Su ejemplo debió
de ser convincente. Había recogido subsidios y animado a los hombres.
Numerosos caballeros gascones y del Poitou habían tomado la cruz, entre
ellos Godofredo de Rancon, a quien pertenecía el castillo de Taillebourg
donde los esposos pasaron su noche de bodas. Y también aparecen muchos
caballeros cuyo nombre volverá a sonar más de una vez en la historia de
Leonor: Saldebreuil de Sanzay, a quien ella denominaba su condestable;
Hugo de Lusignan, Gui de Thouars y muchos otros. Todos los barones del
oeste de Francia respondieron a la voz de san Bernardo. Es probable que entre
los señores del séquito del conde de Tolosa figurase el delicado poeta Jaufré
Rudel, príncipe de Blaya, cantor del «amor lejano» cuyo significado han
tratado de desentrañar generaciones de comentaristas. Ya su biógrafo en el
siglo XIII no sabía exactamente qué era lo que Jaufré designaba amor de lonh.
Creía que podía haber estado enamorado de la princesa de Trípoli: por su
amor —decía— es por lo que el príncipe de Blaya había tomado la cruz. Y
jamás se sabrá, sin duda, lo que quería decir el trovador al evocar tan
obstinadamente en todos sus poemas el «amor lejano»; pero la expresión, con
todo lo que supone de nostálgico y de misterioso, traduce admirablemente el
profundo impulso que anima a su época: esa especie de ímpetu hacia la
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aventura lejana, esa búsqueda de un amor que sobrepasa a quien lo prodiga,
ese gusto por ir más allá de lo inmediato. Amor de lonh…
Marcabrú, por su parte, unía su voz a la de los predicadores y componía
bellas canciones de cruzada, con las que hallaba el modo de manifestar su
inspiración a costa del rey de Francia: «Malhaya el rey Luis, por quien el
duelo entró en mi corazón», ponía, en boca de una doncella que lloraba la
partida de su enamorado para la cruzada, en un poema, por lo demás tan
bello: A la fontana del vergier. ¡Rencoroso Marcabrú!
En varias ocasiones vemos a Leonor, durante su gira por Aquitania,
confirmar los privilegios de las abadías a cambio, sin duda, de una ayuda
económica para la cruzada. Igualmente —y es la primera vez que los
documentos lo prueban— hace una donación a la abadía de Fontevraud.
Antes de partir, los cruzados acostumbraban implorar las oraciones de monjes
y monjas dándoles limosna. Ese gesto de Leonor, la víspera de su partida, con
el que asegura al monasterio una renta de quinientos sueldos sobre las ferias
Poitiers, es el primero de una larga serie de donaciones que marcará toda su
existencia: cada acto importante de su vida tendrá de una u otra forma
repercusión en Fontevraud. Quizá no le diese gran importancia esta primera
vez, porque la donación apenas difiere de las que hizo en la misma ocasión a
Montierneuf, a la abadía de Saint-Maixent, a la iglesia de la Gracia de Dios y
a muchas otras. Pero si lo consideramos en el conjunto de su existencia, llama
la atención pues adquiere un valor simbólico: algo importante le va a ocurrir.
Sin duda, también lo esperaba Leonor. Hay más de un indicio que
demuestra la parte que asumió en la preparación de esta cruzada. Debió de
verla llegar con entusiasmo. En verdad que se trataba, por decisión propia, de
enfrentarse a peligros entre los cuales la muerte era uno de los menores; la
ruta a Tierra Santa estaba ya jalonada por los cadáveres de aquellos caballeros
o pobres gentes que se habían reclutado desde las primeras expediciones que
habían permitido la reconquista del feudo común de la cristiandad a los
infieles. Y no se desconocían los sufrimientos que habían soportado quienes
realizaron de punta a punta la primera de estas peregrinaciones armadas: tres
años de camino por desiertos o desfiladeros repletos de emboscadas, teniendo
por compañía el hambre, la sed y las flechas turcas. Pero su sacrificio les
había valido la gloria ante Dios y ante los hombres, y entonces se tornaban
sedientos de esta gloria celestial o terrenal que justifica todos los excesos.
Además, a Leonor le fascinaría Oriente como a casi todos los de su
familia. Su abuelo, el alegre y cínico trovador, había tomado la cruz y había
soportado airosamente los desastres de una expedición desafortunada del
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principio al fin, y, al regresar, aún había tenido el descaro de componer
canciones alegres sobre los sufrimientos que había soportado. Su segundo
hijo, tío de Leonor y antiguo compañero de juegos —pues sólo le llevaba
ocho años—, estaba en Tierra Santa al frente del principado de Antioquía. Sin
duda la perspectiva de volverle a ver no era ajena a la actividad que
demostraba la reina. Ya se notaba desde la primera fase de la expedición, la
de los preparativos de la marcha.
En efecto, a principios del año 1147, el rey Luis había convocado en
Etampes, en una gran asamblea, a sus futuros compañeros de cruzada, los
principales barones. Esta reunión debía durar tres días, del 16 al 18 de
febrero: se trataba de decidir en consejo, tal como se hacía siempre, la ruta
que seguiría la expedición. Se leyeron cartas recibidas de los soberanos cuyas
tierras debían atravesar; se enviaron mensajeros a todas las direcciones de
Europa central y oriental para ponerse en contacto. Especialmente se imponía
una elección capital: ir por tierra o por mar.
Elegir la primera opción era confiarse a los buenos oficios del emperador
de Bizancio, y escoger la segunda implicaba aceptar las ofertas del rey de
Sicilia, Roger II.
Este último ponía mucho empeño en invitar a los cruzados a descansar en
sus dominios. No se contentó con escribir cartas sino que también envió a esta
asamblea a sus embajadores. ¿Eran completamente puras sus intenciones?
Roger era normando y no se pronunciaba la palabra normando sin que le fuera
añadido inmediatamente el epíteto de astuto. El rey de Sicilia estaba por
entonces en guerra con el imperio bizantino; podemos imaginar qué aumento
de prestigio —y de fuerza, en caso de que hiciera falta— podría representarle
tener en sus estados, haciendo escala en sus puertos, la flota de la cristiandad,
la santa peregrinación.
Aún sin haber dado un solo paso fuera de su reino, los barones de Francia
podían prever cuántos cálculos debían afrontar en su empresa y cómo, una
vez más, la cizaña se mezclaría con la buena semilla.
¿Se encontraría la buena semilla en el Bosforo? El emperador de Bizancio
también se les había ofrecido. Pero —y esto era algo digno de atención— las
relaciones entre latinos y bizantinos habían evolucionado favorablemente
durante los años anteriores. Espinosas al inicio y después francamente hostiles
entre Alejo Comneno y los primeros cruzados, entretanto se habían hecho casi
amistosas. Ahora bien, el tío de Leonor, Raimundo de Poitiers, había
desempeñado un papel importantísimo en dicho cambio. Un año después de
haber entrado en posesión del principado de Antioquía, había hecho homenaje
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al emperador Juan Comneno; ello con plena aprobación del rey latino de
Jerusalén, quien le había escrito en aquella ocasión una carta llena de buen
sentido y ecuanimidad. «Sabemos que Antioquía ha formado parte del
imperio bizantino hasta la conquista turca y que las afirmaciones del
emperador sobre los compromisos de nuestros padres respecto de aquella
ciudad son exactas; ¿podemos oponernos acaso a la verdad y al derecho?».
Era reconocer lo bien fundado de las pretensiones bizantinas sobre el
territorio, pretensiones que los antiguos príncipes de Antioquía —Boemundo
el Normando y su descendencia— habían rechazado. El mismo año el
emperador Juan Comneno hizo su entrada triunfal en la capital siria y sellaba
el acuerdo con Raimundo, por lo que éste se vio enfrentado con el rey de
Sicilia. Pero su posición era conforme al derecho y además estaba de acuerdo
con los intereses más sagrados de la cristiandad. El Papa no desesperaba de
ver algún día a los griegos de nuevo en comunión con Roma, y estimulaba
cuanto podía acabar con los desacuerdos anteriores. Por ello, en la asamblea
de Etampes, los prelados, a instancia suya, se mostraron favorables a la
propuesta del emperador.
Fue la que prevaleció. Los enviados del rey de Sicilia se retiraron
despechados, prediciendo a los cruzados los peores desengaños y jurándoles
que pronto sabrían por experiencia lo que valía la palabra de los griegos. Pero
Leonor triunfó. La alianza de su tío Raimundo de Poitiers con Bizancio había
pesado más en la balanza que las ofertas sicilianas.
Tres meses después emprendía Leonor el camino al lado de su esposo,
rodeada de multitud de doncellas y seguida de esa cantidad de carros tan
excesiva que la historia no cesará de reprocharle. Precisaba, sin duda alguna,
tapices para cada etapa, varias tiendas en caso de pérdida o de mal tiempo,
vestidos para cambiarse a menudo, pieles para abrigarse y velos ligeros contra
el bochorno, sillas y arreos de recambio, tinas, jofainas, joyas, toda clase de
avíos para su adorno personal, para sus cocinas, etcétera. Por otra parte, tenía
veinticuatro años, una salud a toda prueba y una extraordinaria resistencia
para las largas cabalgadas.
Era el 12 de mayo de 1147. Los días anteriores habían estado repletos de
emociones: Luis y Leonor los habían pasado en la abadía de San Denís en
medio de una multitud tan enorme que cuando quisieron salir de la basílica
fue imposible abrirles paso, y tuvieron que atravesar por el dormitorio de los
monjes. Luis, siguiendo una venerable tradición, ya establecida entre los reyes
de Francia, había venerado las reliquias de san Dionisio, después tomó en el
altar la famosa oriflama, el estandarte real, rojo y dorado, que era «la enseña
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de Francia», y el Papa en persona, Eugenio III, venido a propósito para el
evento, le entregó la alforja y el bordón de peregrino. Pues ante todo la
cruzada, en la cual vemos hoy una expedición militar, era una peregrinación.
Peregrinación armada, sí; pero si se habían empuñado las armas era, sobre
todo, por la seguridad de los Santos Lugares mismos y de los peregrinos que,
hasta la conquista árabe, y aún más tarde, hasta la llegada de los turcos,
habían podido arribar a ellos en paz.
Como hicieran los primeros cruzados cincuenta años antes, el ejército, a
través de la Europa central y oriental, llegó a Constantinopla. Las dificultades
se presentaron desde el principio: poco tiempo después de haber atravesado el
Rin, a la altura de Worms estallaron aquí y allá altercados y peleas con la
población alemana, y no se dejaría de acusar a los alemanes de todas las
fechorías imaginables: borrachos, pendencieros, sin palabra ni buena fe,
etcétera. Más adelante, en Hungría, en Bulgaria, tuvieron dificultades para
procurarse víveres, y también por culpa de los alemanes que habían pasado
antes por allí y habían agotado los mercados. Todo ello porque el emperador
de Alemania, Conrado de Hohenstaufen, también se había hecho cruzado por
la exhortación de san Bernardo.
En la primera expedición, Godofredo de Bouillon y los demás señores
tomaron la precaución de seguir itinerarios separados para conseguir más
fácilmente el abastecimiento. Esta prudente previsión faltó por completo al
rey de Francia y a sus barones. A su paso, los campesinos, cuya codicia se
había despertado a causa de los abusos precedentes, y que veían desaparecer
sus reservas, se procuraban sin escrúpulos ganancias enormes a costa de los
cruzados, por lo que surgieron discusiones que, a veces, se agriaban. Luis VII
había prohibido rigurosamente el saqueo, pero se asustaba viendo que los
gastos sobrepasaban sus previsiones en todas partes; en cada etapa tenía que
enviar mensajeros a Suger, encargado en su ausencia del cuidado de su reino,
en petición de dinero. Se necesitaron casi cinco meses para llegar, por fin, a
Constantinopla, el 4 de octubre de 1147.
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poderosas murallas dibujaban el triángulo de la ciudad que dominaba el mar
de Mármara por un lado, por el otro, el célebre golfo del Cuerno de Oro,
Constantinopla era el más fabuloso conjunto de palacios que pudiera soñarse
por entonces. A lo largo de elevadas murallas, que medio siglo más tarde
habían de impresionar de tal manera a Villehardouin, se alzaban unas torres,
cada una de las cuales, se decía, era digna de ser admirada. Su puerto era el
más grande del mundo y ninguna ciudad podía jactarse de poseer tal número
de monumentos de mármol, de columnas triunfales, de pórticos y de cúpulas
soberbias. En el extremo de la península, hacia la antigua Acrópolis, el Gran
Palacio era un prodigioso encabriado de edificios que dominaban el puerto de
Bucoleón; los salones de lujo, cada uno con un destino particular, se sucedían:
el palacio de Chalcé y de la Magnaura, donde tenían lugar las asambleas
solemnes; el Tribunal de los Diez y Nueve Lechos, que servía para los
banquetes y, a veces, para las coronaciones; el palacio de Dafne, donde
estaban los aposentos privados del emperador y su familia, que eran asistidos
por un auténtico ejército de sirvientes y eunucos; la Porfyra, donde las
emperatrices daban a luz a sus hijos. Y más edificios aún: el llamado Sala de
Oro, el Crisotriclino, el palacio de Justiniano, servían para las más solemnes
audiencias. Una serie de galerías descubiertas unía este conjunto, sede de la
administración y residencia imperial a la vez, a la costa donde el emperador
disponía de su puerto particular, mientras que hacia el noroeste el palacio de
Dafne se comunicaba con el Hipódromo, centro de las manifestaciones
populares.
Más allá, se extendía la ciudad. Podían contarse más de cuatro mil
residencias a lo largo de las hermosas y rectas calles y sobre las colinas que
las dominaban; en su mayor parte se asentaban sobre sólidos terraplenes
abovedados que abrigaban otras tantas cisternas. Un verdadero dédalo de
callejuelas, plazoletas y pórticos, de iglesias, de fuentes que se hallaban
situadas entre las tres calles principales, que dibujaban una Y en el interior del
triángulo, de un lado hacia la Puerta de Oro, del otro hacia la iglesia de San
Jorge y el muro de Teodosio. Es cierto que entre todo ello había también
barrios horriblemente sucios, hediondos y sombríos, donde bullía toda la
población de los arsenales y del puerto. No obstante, en conjunto era
incomparable.
En la época en que recibió a Luis y a Leonor, Constantinopla, pese a la
amputación de la mayor parte de su territorio por los árabes y los turcos, había
logrado mantener casi intacta su potencia económica. Se decía que los dos
tercios de las riquezas del mundo se encontraban entre sus murallas.
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Sin embargo, hacía medio siglo o algo más que los emperadores habían
reducido sensiblemente su fasto, casi legendario; ya no vivían en el Gran
Palacio, sino en el de las blaquernas, en el ángulo norte, cuyas murallas se
confundían con las de la ciudad. Allí el aire era más puro que en la antigua
residencia; dominando el puerto y rodeado de un auténtico laberinto de
callejuelas, el palacio señoreaba la campiña circundante al mismo tiempo que
el Cuerno de Oro.
Estando a una jornada de marcha de Constantinopla, la pareja real había
sido acogida por los enviados del emperador Manuel Comneno con grandes
saludos, honrosas deferencias y felicitaciones de bienvenida. Un cortejo de
dignatarios les esperaba para escoltarlos hasta el palacio de las Blaquernas. Y
una multitud de personas acudió asimismo a su encuentro, curiosa por ver a
estos francos —esos «celtas», como aún se les llamaba—, a los que el
conjunto de los griegos, habituados a verse a sí mismos como los herederos
exclusivos de la civilización antigua, persistían en considerar medio bárbaros,
y a quienes, según los usos de la diplomacia bizantina, se daban tantas más
muestras de amistad cuanto más se desconfiaba de ellos. Luis y Leonor se
dirigieron al Blaquernas seguidos de una reducida escolta: el hermano del rey,
Roberto de Perche, que participaba en la expedición, algunos de los grandes
feudatarios y las doncellas de la reina.
Cuando modificaron su tren de vida, los Comnenos suprimieron un buen
número de estas ceremonias que, antes de ellos, hacían del emperador objeto
de cierta adoración en circunstancias solemnes. Pero aún quedaba algo, a
despecho de las prescripciones cristianas, del culto antiguamente rendido a su
persona. Quien era admitido en audiencia imperial avanzaba escoltado por
dos dignatarios que le sostenían los brazos hasta el momento en que, en
presencia del basileo, se prosternaba en tierra. Por muy sencilla que fuera, la
ceremonia seguía siendo grandiosa y los francos se habían escandalizado
algunas veces al ver arrodillarse ante el emperador a algunos embajadores. De
todos modos, la recepción en el palacio causó honda impresión en el cortejo
de los reyes, como demuestra el relato que después haría el capellán del rey,
Eudes de Deuil. El palacio mismo les pareció deslumbrante con su inmenso
patio embaldosado de mármol, sus columnas cubiertas de pequeñas láminas
de oro y plata, los mosaicos resplandecientes en los que el emperador había
hecho representar sus guerras y sus victorias, y el trono de oro enriquecido
con piedras preciosas en el que tomó asiento en la gran sala.
Durante las tres semanas de su estancia, el rey y la reina iban a ver cómo
se sucedían las fastuosas recepciones, los banquetes, las cacerías, en un
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escenario de cuento oriental. Para Leonor toda esta serie de imágenes mágicas
fueron una verdadera revelación: Constantinopla eclipsaba cuanto había visto
hasta entonces, sus sueños de esplendor se hicieron realidad. Se alojaba con
su esposo fuera de las murallas, en una residencia que era, para los
emperadores, lugar de solaz y antesala para las cacerías: el Filopation, no
lejos, por lo demás, del palacio de las Blaquernas. Era una amplia mansión
donde se caminaba sobre llamativas alfombras, perfumada con esencias que
ardían en pebeteros de plata, con un enjambre de afanosos servidores.
Alrededor se extendían grandes bosques poblados de bestias salvajes que el
soberano había hecho traer con gran dispendio.
Se ofreció un banquete en su honor tras una ceremonia religiosa en Santa
Sofía, cuyos mosaicos resplandecían a la luz de una enorme cantidad de cirios
y de lámparas de aceite en las grandes arañas en forma de corona. La basílica
de Justiniano, con su inmensa cúpula deslumbrante bajo el sol entre la
Acrópolis y el Gran Palacio, podía pasar por capilla de la vasta residencia,
testimonio de los tiempos en que Bizancio, capital del mundo conocido,
eclipsaba a la misma Roma.
La recepción tuvo lugar en una sala del Palacio Sacro; el emperador,
Manuel Comneno, presidía una de las mesas. Era un hombre muy apuesto, de
prestancia magnífica; más aún que sus predecesores había adoptado las
costumbres occidentales y se enorgullecía de haber introducido en
Constantinopla la moda de los torneos. Jamás hombre alguno pudo ser más
indicado para llevar la púrpura imperial, pues de toda su persona emanaba una
impresión de poder: de elevada estatura y con un bello rostro moreno.
Prodigiosamente dotado, sobresalía no sólo en los más violentos ejercicios,
como la caza del oso en las montañas, sino también en los juegos refinados,
como el polo, su distracción predilecta. Todo ello junto con una sensibilidad
fina y cultivada, capaz de interesarse por las ciencias y por las letras: le
apasionaba la teología, pero también sentía curiosidad por la geografía,
incluso por la astrología. Tampoco desconocía la medicina y cuidó
personalmente a su cuñado, el emperador germánico Conrado de
Hohenstaufen, cuando cayó enfermo a su paso por Constantinopla. En el
campo de batalla era capaz no sólo de dirigir a sus soldados sino de empuñar
como ellos, si era preciso, la lanza y el escudo. Sus propias armas eran, según
se decía, tan pesadas que muy pocos hombres hubieran podido manejarlas. A
esto se unía el que en las fiestas que se sucedían en su corte mostraba un
encanto peligroso; su reputación de seductor era indiscutible.
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Se había desposado en 1146 con la cuñada del emperador Conrado, Berta
de Sulzbach, una alemana, quien repetía con satisfacción que «jamás hombre
alguno se había distinguido en un año por más hazañas para complacer y
honrar a su dama». Añadía que sabía bien lo que decía, «siendo ella misma de
una raza belicosa si las hay». Y Leonor, que recogía sus confidencias y seguía
siendo dueña de sí misma en medio del deslumbrante espectáculo del
banquete imperial, examinando a los convidados con mirada crítica a la que
nada escapaba, se sorprendía de la desigual pareja Formada por el bizantino
de pura cepa y aquella mujer cuyos rasgos ya se adivinaban ajados, pese a su
juventud, cuyo Tocado era poco favorecedor y que no sabía arreglarse. Ya por
entonces las francesas tenían fama de elegantes. Quizá fue la misma Leonor la
que introdujo una moda en aquel tiempo: la de los vestidos de mangas largas,
que a veces llegaban al suelo y se abrían sobre un forro de seda para dejar
libre el antebrazo, ceñido apretadamente de raso claro, que ponía de relieve la
finura de la muñeca. Manuel Comneno se mostraba con ella cortés y solícito;
ella, con la perspicacia que la distinguía, observaba las miradas codiciosas
que el emperador dedicaba a su sobrina, la bella Teodora, con la que poco
después iba a tener unos amoríos escandalosos. Las francesas, por lo demás,
causaron gran impresión en los altos dignatarios de la corte. Una de las
doncellas de Leonor sería objeto durante su estancia de la petición de
matrimonio por parte de un pariente de Manuel, y el hermano del rey,
Roberto, tuvo que prestar ayuda a la joven para abandonar discretamente su
residencia y sustraerse así a las asiduidades.
El banquete se prolongó varias horas. Los platos se sucedían y el séquito
real descubría manjares refinados: alcachofas servidas en platos de plata,
cabrito relleno, ancas de rana fritas y caviar del que se hacía gran consumo en
la mesa imperial. Los vinos de Grecia circulaban en copas increíblemente
finas, adornadas de vetas coloreadas, en tanto que las salsas aromatizadas con
canela y cilantro se presentaban en salseras de orfebrería puestas sobre la
mesa junto a tenedores de plata con dos dientes, cuyo uso era aún
desconocido en Occidente. El suelo estaba alfombrado de pétalos de rosas y
tras las colgaduras una orquesta tocaba suavemente. Dichas colgaduras se
apartaban de vez en cuando, durante el entreacto, dando paso tanto a juglares
de virtuosismo inaudito, como a mimos y bailarines orientales.
En los días siguientes hubo grandes cacerías en los parques lindantes con
el Filopation, con gavilanes, halcones y hasta con leopardos domesticados;
hubo también carreras en el Hipódromo, que para los bizantinos era una
tribuna popular a la vez que el escenario de su espectáculo favorito. En varias
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ocasiones las manifestaciones del Hipódromo erigieron o derribaron
emperadores, y aún suponía expresar una tendencia política el escoger entre
aurigas de túnica verde o de túnica azul, los dos colores tradicionales con que
se disputaban las carreras de carros. En el inmenso recinto del Hipódromo
(500 metros de largo por 118 de ancho) podían apretujarse hasta treinta mil
espectadores, y las obras de arte que lo embellecían eran otros tantos
recuerdos del esplendor bizantino: por encima de las caballerizas se alzaba el
grupo de caballos de bronce que Bizancio arrebató a Alejandría y que,
cincuenta años después, los venecianos iban a arrancar para embellecer el
gran pórtico de San Marcos. El obelisco que se erguía en el centro procedía de
Heliópolis, y databa de mil setecientos años antes de la era cristiana. Una
columna de bronce, hecha con tres serpientes enroscadas, provenía de Delfos.
También se veía allí el famoso grupo de la loba de bronce amamantando a
Rómulo, prodigioso trofeo de victoria que nutría de orgullo a Bizancio. Toda
la ciudad, por otra parte, era un auténtico museo y ya entonces el oficio de
guía proporcionaba una buena renta.
Tres semanas en este marco suntuoso habrían sido como estar en la gloria
si no fuera porque se presentaron algunos motivos de inquietud. La vecindad
de la infantería franca con la población bizantina no carecía de roces. En el
campamento de los cruzados éstos se quejaban de los precios desmedidos que
los comerciantes bizantinos cobraban por los víveres. Bajo la apariencia de
una cortesía afectada, todos, del más humilde al más grande, experimentaban
el profundo desprecio que se les tenía. Aquí y allá surgieron graves
incidentes: un soldado flamenco que paseaba por la Mesé —la calle principal,
centro de los negocios, donde estaban instaladas las tiendas de los orfebres y
las mesas de los cambistas, el más lucrativo oficio en Bizancio—,
encandilado por los montones de oro y de plata, perdió de repente la cabeza y,
al grito de «¡Haro!» (que era la voz con que se abrían las ferias en Occidente),
se lanzó sobre las mesas apoderándose de cuanto pudo, por lo que se
sucedieron los empujones y el pánico entre los cambiadores y luego entre la
muchedumbre que acudió al estruendo. Sin duda cualquier pobre diablo se
resarcía, a su rústica manera, de los precios excesivos que se les pedía a él y a
sus compañeros en los mercados. No por ello fue menos lamentable el
incidente. Luis VII exigió al conde de Flandes que se le entregara al culpable
y le hizo colgar al momento.
Él mismo, consumiéndose de impaciencia, no soportaba esta estancia en
Constantinopla. Los refinamientos de la etiqueta bizantina le irritaban. Todos
los dignatarios se atribuían títulos pomposos: existía el Protosebasto
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ilustrísimo y el Panhipersebasto; el más humilde funcionario era, cuando
menos, nobilísimo o protonobilísimo, y hasta hiperperilampros («del más alto
mérito»). Todo ello era algo irritante para este hombre discreto que
consideraba un deber la sencillez. Aquella multitud obsequiosa sólo se dirigía
a él en términos floridos, con fórmulas inacabables. Mas, bajo la cortesía
obsesiva, se olfateaba la ironía y hasta la traición. Sus consejeros le pusieron
en guardia: circulaban extraños rumores sobre las conversaciones del
emperador con misteriosos emisarios de quienes se decía que eran turcos. Así,
en cuanto pudo, organizó la partida. Al ir a despedirse, Manuel Comneno, con
semblante risueño, le dio cuenta de las noticias que había recibido del
emperador Conrado: acababa de conseguir una gran victoria sobre los turcos
en Anatolia, y el enemigo había perdido más de catorce mil hombres.
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gran longitud. Se dio la orden de avanzar en filas tan apretadas como fuera
posible; se confió la vanguardia al conde de Maurienne, tío del rey, y a
Godofredo de Rancon, caballero de Saintonge, que, como ya vimos, era uno
de los vasallos de la reina.
De esta forma llegaron ordenadamente hasta los desfiladeros de Pisidia,
no lejos del monte Cadmos. El rey, que vigilaba la retaguardia, encareció a
todos los combatientes doblar la prudencia, pues era un paso peligroso el que
tenían que abordar el día de la Epifanía del año 1148. Había que franquear
angostos desfiladeros, donde estarían expuestos a la amenaza de los turcos.
¿Qué ocurrió exactamente? ¿Desatendió la consigna Godofredo de Rancon?
De todos modos fue él quien se aventuró por los desfiladeros que no se habían
de pasar hasta el día siguiente y perdió el contacto con el grueso de la tropa.
Esto era lo que esperaban, desde unos altos cercanos, los escuadrones turcos
que, protegidos por las cimas, espiaban y aguardaban el momento en que les
sería propicio sorprender al enemigo. El grueso de la tropa, que, formando
una estrecha hilera, escoltaba el equipaje, se vio de súbito rodeado por
guerreros con armas ligeras y bajo una lluvia de flechas, no pudo ponerse en
formación de batalla. En un espantoso desorden, en medio de los chillidos de
las mujeres, se produjo verdadero pánico y hubo de pasar algún tiempo antes
que la retaguardia, el rey y sus allegados se percataran de lo que estaba
pasando. Ya en el lugar del combate, al rey le bastó una ojeada para apreciar
la catástrofe a la que se exponía su ejército. Aquel día el rey se comportó
como un caudillo y dio muestra de su valor. Reunió de nuevo a los soldados y
formó con ellos un grupo que liberó los lugares más expuestos. De pronto se
encontró completamente aislado, separado de sus tropas, y pudo salvarse con
una hazaña digna de los cantares de gesta: se agarró de las ramas de un árbol
que pendían a su altura y las usó como un resorte para saltar a lo alto de un
peñasco y, pegado a la montaña, desde allí hizo frente él solo a toda una jauría
que se le abalanzaba aullando. Por suerte para él, los enemigos no le
reconocieron, pues, cuando fue sorprendido, sólo llevaba la cota de mallas, un
escudo ligero y la espada al cinto, sin ninguna insignia que le distinguiera de
sus hombres. Esto le salvó la vida; los asaltantes se cansaron y, como
anochecía, los turcos empezaron a replegarse para ganar otra vez las alturas.
Al día siguiente, Godofredo de Rancon y los suyos, inquietos por verse
separados del resto de la tropa, bajaron al valle y pudieron medir el desastre
que había causado su negligencia: faltó poco para que se les cortara la cabeza.
¿Qué hacía Leonor durante este horrible episodio en que, si no hubiera
sido por el valor de su esposo, la expedición hubiera podido ser aniquilada?
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No se sabe nada. Los cronistas enmudecen. Se ignora incluso si la reina se
hallaba, como algunos han insinuado, en la vanguardia que se había
comportado con tanta insensatez, o si estuvo, con todo su séquito, con la parte
del ejército que sufrió el ataque; pero bastó que uno de sus vasallos favoritos
estuviera al frente de la vanguardia para que la responsabilizaran del
incidente. Se los miró con rencor a ella y a los aquitanos en general. Esos
meridionales, cabezas locas, incapaces de someterse al reglamento, ¿no eran
acaso los responsables de la catástrofe en que el ejército de la cristiandad
estuvo a pique de sucumbir?
Al cabo de algunos días consagrados a enterrar a los muertos, a curar a los
heridos y a reparar bien o mal los estragos, el ejército reanudó su marcha, más
despacio que antes, y finalmente llegó a Adalia. Una vez allí, dándose cuenta
de las insuperables dificultades que para un ejército con tan pesado convoy
significaba la ruta por tierra, el rey decidió ir por mar hasta Antioquía.
Despachó mensajeros a Constantinopla para obtener barcos, que los
bizantinos prometieron, aunque no entregaron ni la mitad de los que se habían
comprometido a suministrar. A pesar de todo, Luis VII, contando con
renovadas promesas y enojado además por tanta dilación (ya era marzo y la
travesía de Asia Menor había durado casi cinco meses), seguro de que el resto
de la flota le seguiría, se embarcó con la mayor parte de sus caballeros rumbo
a Siria.
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6
… POR ANTIOQUÍA
GUIRAUT RIQUIER,
Be·m degra de chantar tener
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elegante túnica de seda, el tío de Leonor: Raimon de Poitiers, príncipe de
Antioquía.
Por fin, tras tantas fatigas, retrasos y peligros, el rey y la reina de Francia
se hallaban en territorio amigo y pisaban Tierra Santa, término de su
peregrinación. Era el 19 de marzo de 1148. Hacía diez meses que se habían
puesto en camino; para ellos y para sus compañeros Antioquía era un
excelente refugio. La magnífica ciudad, sólidamente asentada sobre un
terreno suavemente inclinado hacia el mar, con los altos del Djebel Akra al
fondo, era un oasis de frescura y verdor. El río Orontes traía el aire y el agua
de las montañas a través de un verdadero corredor de gargantas que acababa
al pie de la ciudad. Estaba dominada por azoteas con jardines, que se
escalonaban en los barrios altos. Sus murallas tenían doce kilómetros, en las
que se alineaban regularmente torres de tres pisos (se decía que había
trescientas sesenta, una cada treinta metros). La ciudad sufrió duramente a
causa de un fuerte terremoto que la sacudió en 1170. Pero en la época de la
cruzada del rey Luis, sus monumentos estaban intactos, restaurados o erigidos
por los primeros cruzados, que, al precio de infinitos padecimientos,
consiguieron tomar una ciudad que todos tenían por inexpugnable. En la
catedral de San Pedro se mostraba la tumba del obispo Ademar du Puy, quien
había conducido a los primeros combatientes hacia la reconquista de los
Santos Lugares. Otras iglesias, como Santos Cosme y Damián, Santa María
Latina y San Juan Crisóstomo, alzaban sus campanarios dominando
callejuelas atestadas de bazares donde se amontonaban las mercancías del
Oriente Medio, en tanto que los mercados rebosaban de frutos; la región
circundante era un auténtico jardín copiosamente regado y el viento susurraba
con dulzura entre el follaje verde gris de los olivares que se escalonaban en
las pendientes de las colinas.
Constantinopla había sido una etapa deslumbrante en el escenario de un
cuento de hadas oriental. Antioquía era otra cosa, y, para Leonor, aún mejor:
un paraíso de verdor soleado donde encontraba en todo momento algo de su
tierra del Poitou y de su amada Aquitania. El patriarca que, al frente de la
procesión, bendijo a la pareja real a su llegada a Siria se llamaba Aimery de
Limoges, y el capellán que en Antioquía servía el palacio era del Poitou y se
llamaba Guillermo; los caballeros del séquito del príncipe, Carlos de Mauzé y
Payen de Faye, eran vasallos cercanos de su padre, y en Antioquía se hablaba
la lengua de oc. Y, sobre todo, el mismo Raimundo, ese magnífico barón que
mantenía ante ella el prestigio que puede tener un muchacho ya crecido que se
aviene a ser compañero de juegos de una chiquilla; a ambos los unía una
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multitud de recuerdos que se remontaban a la época en que vivían en el
palacio de rombriére.
Raimon de Poitiers, hijo del Trovador y hermano menor de Guillermo X
de Aquitania, se encontraba al frente del principado de Antioquía gracias a
una serie de singulares aventuras que tienen tanto de comedia como de libro
de caballerías.
En 1136 —un año antes de la boda de Leonor—, Raimon estaba en la
corte de Inglaterra, donde, tras haberle armado caballero, el rey Enrique I,
apodado «Beauclerc», le había retenido a su servicio. Cierto día fue a su
encuentro un caballero de la Orden Hospitalaria llamado Gerardo de Jéberron,
que decía traer cartas del rey Fulco de Jerusalén. En efecto, una vez a solas
con el joven, le reveló la misión que le había sido encomendada: el rey de
Jerusalén estaba inquieto al ver el principado de Antioquía, Siria del Norte, o
sea, la parte más expuesta de los reinos latinos, en manos de una mujer, la
princesa Alix, viuda heredera de su marido, Boemundo II, hijo del primer
señor de la ciudad, un normando cuyas hazañas y legendarias astucias habían
llenado las crónicas cuando la primera cruzada. Alix, por derecho, no tenía
más autoridad para gobernar que como madre de la hija que ambos tuvieron,
la princesa Constanza. Pero era una mujer ambiciosa que no temió establecer
relaciones con el famoso Zenghi, cuando, como gobernador de Alepo y
Mosul, amenazaba el principado de Edesa. Era necesario, sin discusión
alguna, encontrar para Constanza un esposo capaz de empuñar la espada y
hacer frente tanto a los turcos como a una temible suegra. El rey Fulco
consultó a sus barones, pasó revista a los posibles aspirantes y, finalmente, su
elección recayó en el hijo menor del Trovador, Raimon de Poitiers.
La propuesta tenía cuanto podía tentar al hijo de Guillermo IX de
Aquitania: era divertida, estaba llena de riesgos y tenía regusto de comedia
bien tramada. En efecto, se le previno que era preciso que llegara en secreto a
su futuro principado para no despertar las sospechas del rey de Sicilia, quien
trataba de apoderarse de Antioquía. Tendría que trabajar de firme para
convencer a la viuda Alix que le dejase gobernar en su lugar, y, finalmente,
era preciso contar con el patriarca de Antioquía, Raúl de Domfront, un
normando más apto para llevar la cota de mallas que para cantar el oficio con
sus canónigos.
Poco después partieron de la corte de Inglaterra Raimundo y algunos
compañeros y embarcaron clandestinamente, disfrazados todos de mercaderes
ambulantes. Una vez en Antioquía, el joven comenzó a actuar con suma
habilidad, ganándose al patriarca en persona y captando su confianza, lo que
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consiguió con promesas. Ambos personajes trazaron su plan de batalla: Raúl
fue a ver a Alix y le confió que el apuesto caballero llegado a Antioquía
deseaba desposarla. Muy halagada, recibió a Raimon enseguida, le dejó
libertad para tener con los barones todo el trato que quisiera y, mientras
aguardaba el día de la boda, se enteró de que el patriarca estaba celebrando en
la catedral la de su propia hija con el señor aquitano. Tras ello no pudo más
que ir a ocultar su despecho en un lugar de la provincia, dejando a su yerno
dueño del lugar.
Raimon era, según los cronistas, «alto, mejor constituido y más apuesto
que ninguno de sus contemporáneos; a todos sobrepujaba en el oficio de las
armas y en asuntos de caballería». Por su fuerza física y sus hazañas en los
torneos, rivalizaba con Manuel Comneno. Además, le gustaba la poesía, los
trovadores, la vida cortés y, como su padre, tenía el don de transformar los
malos recuerdos en relatos divertidos. Había en su corte una atmósfera alegre
y para él compuso Ricardo el Peregrino, durante la primera cruzada, la
Chanson des Chétifs (la Canción de los desgraciados), que narraba con
numerosos detalles legendarios la gesta de los compañeros de Pedro el
Ermitaño.
Luis y Leonor no iban a pasar más que diez días en la ciudad. Pero esas
diez jornadas tendrían tan gran importancia en el curso de la historia y en su
destino personal, que bien desearíamos un relato detallado día a día y, a ser
posible, hora a hora. Pero el capellán de la cruzada, Eudes de Deuil, que con
tanta fidelidad contó los acontecimientos desde el comienzo de la expedición,
detiene su relato precisamente en la fecha de la llegada a Antioquía. ¿Por qué
este silencio? ¿Debemos pensar que se sintió a disgusto para seguir
escribiendo, él, el confesor del rey, y que, por consiguiente, conocía sus
problemas más íntimos durante estas jornadas cruciales? ¿Podía él contarlos
sin exponerse a violar en cierta manera el secreto de confesión? ¿Se negaba a
poner en evidencia a la reina —de quien no dice una palabra— narrando los
acontecimientos precedentes? Lo cierto es que su enojosa discreción nos deja
insatisfechos. Si conocemos los hechos, sólo por conjeturas podemos intentar
saber el estado de ánimo de quienes fueron sus autores y actores.
La primera sorpresa se produjo cuando, tras unos días de descanso, que
fueron de fiesta, los barones de la cruzada se reunieron para discutir su plan
de combate. Como se podía esperar, lo proyectos de Raimon eran muy claros
y su objetivo era la reconquista de Edesa, cuya pérdida había provocado la
cruzada. El vencedor, Zenghi, había sido asesinado dos años antes por sus
soldados, una costumbre casi inveterada según los anales del ejército turco.
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Pero su hijo Nuredín logró sucederle en el mando y se mostró tan temible
como él en la lucha contra los francos. La seguridad de Antioquía dependía de
esa zona sin cesar amenazada, donde poderosas ciudades como Alepo o
Hama, baluartes de la fuerza turca, se podrían conquistar, sin duda
aprovechando el temor que inspiraba al enemigo la llegada simultánea del
emperador de Alemania y del rey de Francia. En efecto, el emperador
Conrado, tras estar a punto de abandonar la cruzada, reagrupó lo mejor que
pudo sus fuerzas y se encaminaba también hacia Tierra Santa.
Ahora bien, en contra de lo esperado, Luis VII se declara opuesto al plan:
ha hecho voto de ir a Jerusalén y allí es donde primero ha de dirigirse. El
conde de Tolosa y el emperador han anunciado su próxima llegada a Acre, y
la viuda reina de Jerusalén, Melisenda, apremia al rey a que se una a ellos.
Raimon conocía bien a Melisenda, la hermana de la princesa Alix, a quien
él, doce años antes, supo alejar de su principado. Era la reina una «criolla
apasionada», cuyas aventuras sentimentales ya habían sido la comidilla de los
cronistas y que, ya madura y viuda del rey Fulco, encontraba una salida a su
manera de ser en los asuntos políticos. Lejos de dejar el poder a su hijo
Balduino III, que, según usanza de la época, con dieciséis años podía ser
considerado mayor de edad, y que ya había dado pruebas de su valor en
combate, la reina multiplicaba iniciativas arriesgadas que ponían el reino de
Jerusalén en peligro. El año anterior, por orden suya, se dirigió una
expedición hacia el Hauran contra los sultanes de Damasco, que ya hacía años
habían concertado una alianza con los francos y hasta habían venido a
solicitar su apoyo contra sus propios correligionarios, falta que,
evidentemente, no debía repetirse.
Ante las más elocuentes demostraciones el rey de Francia mostraba el
ceño fruncido. Raimon reunió por segunda vez una asamblea en la que
figuraban todos los caballeros llegados a Antioquía. Fue inútil: el rey de
Francia opuso a sus argumentos la ciega obstinación que es la manera que
tienen los débiles de salirse con la suya. Nada ni nadie le impediría efectuar
su peregrinación a Jerusalén. ¿Acaso no se defendía Jerusalén en el Orontes?
El reino era tan inestable que tenía que defender con fuerzas insignificantes su
delgada franja de territorio en una longitud de fronteras completamente
desproporcionada a sus recursos. ¿No deberían consolidarse sus posiciones
eliminando las plazas fuertes enemigas más peligrosas? ¿Qué ocurriría si un
día Nuredín llegase a derribar la débil dinastía damascena y a tener en sus
manos las ciudades de Damasco y Alepo, puertas de Siria? Además, ¿no era
la reconquista de Edesa el objetivo inicial de la cruzada?
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No hay nada que hacer. El rey anuncia solemnemente su intención de
partir lo antes posible de Antioquía.
Y es entonces cuando Leonor entra en escena. Raimundo trata de
conseguir una última entrevista, y esta vez asiste la reina. Apoya
resueltamente a su tío y muy pronto sube el tono entre los esposos. Leonor
sabe, sin duda, apreciar el interés estratégico de los proyectos de Raimon,
quien, por lo demás, es el más indicado para valorar las exigencias de la
situación y las fuerzas presentes. Si se le niega la ayuda de la cruzada, ella,
Leonor, se quedará en Antioquía con sus propios vasallos.
Desafortunada palabra: hasta este momento sus vasallos no han hecho
más que dar que hablar. La discusión se torna cada vez más personal y
apasionada, hasta el momento en que Luis amenaza a Leonor con ejercer sus
derechos de esposo y hacerle abandonar por la fuerza el territorio de
Antioquía. Entonces, estupefacto, recibe esta inesperada respuesta: haría bien
en demostrar sus derechos de esposo, pues a los ojos de la Iglesia su
matrimonio era nulo: eran parientes en grado prohibido por el derecho
canónico…
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débil de tomar decisiones y llevarlas a buen fin. Ahora bien, los últimos años
han sido para ella particularmente enojosos. El rey le demuestra siempre la
misma ternura apasionada, pero no pide sus consejos. Suger ha recobrado
sobre el monarca todo su ascendiente, y cuando Leonor declara que tiene la
impresión de haberse casado con un fraile, bien puede ser que no aluda tan
sólo a los ayunos y padrenuestros que Luis, en su opinión, multiplica en
demasía, sino también al poder efectivo que ejerce el abad de San Denís.
Para colmo, Leonor acaba de tener —excitante etapa en el curso de esta
dura expedición— la súbita revelación de un mundo a la medida de su
corazón y de sus sueños: el mundo oriental del que ha podido, en
Constantinopla, admirar el esplendor, apreciar el refinamiento, y quizá se
haya sentido encantada con los juegos de una diplomacia sutil, y haya
presentido, con delicioso estremecimiento, cuanto ocultan de inquietante, de
amoral a veces, la etiqueta ceremoniosa y las fachadas deslumbrantes de
mármol y oro de los palacios bizantinos. Allí hay todo un mundo de
tentaciones, de goces desconocidos y de sutilezas ingeniosas ante el cual sus
reacciones debieron de ser diametralmente opuestas a las de su piadoso y
sencillo marido. Después se ha enfrentado a las dificultades de una
expedición increíblemente dura, expuesta sin cesar a los vientos, a las
tempestades, a las flechas turcas, a la aridez de las montañas, a los riesgos de
los combates. Tal vez no ha aprobado siempre las órdenes de marcha,
mientras que, al mismo tiempo, Luis y su séquito acumulaban rencor contra
los vasallos del Poitou de Leonor, atolondrados e indisciplinados.
Finalmente, en Antioquía, la acogida calurosa por un miembro de su
familia que le es querido; las largas conversaciones en lengua de oc en las
terrazas de olivares, la vida de nuevo atrayente, embellecida con el eco de las
canciones de los trovadores. De todo esto está compuesto el ambiente que
alegra a Leonor, en tanto que su esposo sólo se resiente de las fatigas del
viaje, se preocupa por el resto del ejército que quedó en el golfo de Adalia,
del que no recibe noticias, y no ve bien que se pueda pensar en escuchar
trovadores cuando se ha ido a cumplir un deber religioso. Sin duda le ha dado
celos la estrecha amistad que inmediatamente ha nacido entre tío y sobrina; se
ha sentido aparte durante sus conversaciones en la lengua de oc, que no
comprende. Quiere recuperar sin lugar a dudas un ascendiente que se le
escapa, pero, como le ha sucedido a menudo durante su vida, se muestra falto
de habilidad. Y hete aquí que de repente se produce una grieta irreparable;
una herida de amor propio y también de amor en el sentido usual en este
hombre que no ha dejado de amar a su mujer. ¿De dónde le podía venir a
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Leonor ese conocimiento del derecho canónico que exhibía de pronto para
pretender que su matrimonio era nulo? Sin duda, después, cuando recordó el
pasado, vino a su memoria el episodio de la hermana de Leonor con Raúl de
Vermandois: para convencer a éste de que la desposara se le hizo saber que
entre él y su primera mujer, Eleonora de Champaña, existía un parentesco en
grado prohibido por las leyes canónicas.
Cortando por lo sano la disputa, Luis se retiró y pidió consejo a uno de sus
íntimos, el templario Thierry Galeran: otro motivo de desacuerdo entre el rey
y la reina, pues ésta detestaba a Thierry, quien le correspondía en igual
medida. Sabía el templario que, a sus espaldas, Leonor se burlaba de él
cruelmente, pues era eunuco. Pero Luis seguía de buen grado sus consejos
como antes hiciera su padre, Luis VI, quien sacó de ello buen provecho.
Thierry y los demás barones no vacilaron en indicar al rey que la única
solución era la de proceder con dureza. Esa misma noche el ejército franco
dejaba Antioquía llevando consigo, de grado o por la fuerza, a la reina
Leonor.
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7
LA AGRADABLE ESTACIÓN
PEIRE VIDAL,
Be m’agrada la covinens sazos
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que cuajasen otros proyectos: en vez de recabar el apoyo de los bizantinos,
que le habían engañado vilmente (en vez de proporcionar las naves
prometidas, entregaron, literalmente, a los turcos el resto del ejército cruzado
que quedó en Asia Menor), intentó lograr la alianza con el enemigo de
Raimon de Poitiers, Roger de Sicilia. Quizá buscaba tan sólo retrasar su
regreso a Europa, donde le esperaba una doble humillación: como rey, su
expedición había sido un fracaso, y como esposo, también lo era su
matrimonio.
Leonor y Luis embarcaron en naves distintas en un convoy siciliano.
Regreso agitado si lo hubo alguna vez. El rey de Sicilia estaba entonces en
guerra declarada con el emperador de Bizancio, y con la llegada de la
primavera se reanudaron los combates navales. Bordeando La Malea, en las
costas del Peloponeso, no lejos de Monemvasia, la flota se topó con los
barcos bizantinos. Durante las peripecias del combate, el navío que llevaba a
Leonor y su séquito cayó en poder de los griegos. Ya los piratas singlaban
hacia Constantinopla con el inesperado rehén, del que podría sacar provecho
el emperador bizantino, cuando un nuevo ataque de los normandos de Sicilia
la liberó. Mientras tanto, la nave de Luis había atracado en un puerto de
Calabria, el 29 de julio. Tres semanas estuvo el rey sin noticias de su esposa,
y por fin supo, al cabo de este tiempo, que estaba en Palermo sana y salva.
Luis y Leonor se encontraron de nuevo en Potenza, donde fueron recibidos
con muchos honores por el rey normando de Sicilia, el mismo cuyas
propuestas habían rechazado hacía poco. Allí fue donde, sin duda, supieron
del fallecimiento de Raimon de Poitiers: el 29 de junio había muerto en
combate contra Nuredín, en Maarata, y su hermosa cabeza rubia había sido
enviada por el vencedor al califa de Bagdad.
Las fatigas, las emociones (acaso también el pesar) minaron la fortaleza
imperturbable que hasta entonces había mostrado Leonor. Cayó enferma, y,
para cuidarla, el regreso se hizo en cortas jornadas con una parada un poco
más larga en la célebre abadía benedictina de Montecasino.
El papa Eugenio III estuvo informado de las desgracias del ejército
cruzado y de la llegada a Italia de la real pareja. También Suger, que recibía
periódicamente mensajeros que le traían misivas del rey. El abad había
prodigado a Luis consejos de prudencia: que no tomara decisión alguna en las
circunstancias en que se hallaba, que volviese lo antes posible al reino, donde
su presencia urgía cada vez más, y que las desavenencias entre él y su esposa
podían no ser más que efecto de la fatiga y de los peligros corridos. El abad
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de San Denís se apresuró a prevenir al Papa y a decirle qué pruebas pasaba
entonces la pareja real.
A pesar de su apariencia severa, Eugenio III era sensible y bueno. Bendijo
en persona a los jóvenes esposos cuando emprendieron la marcha para la
campaña, sembrada de peligros, fatigas y decepciones. Muy conmovido al
pensar en la larga serie de pruebas que estos dos años habían supuesto para
ellos, invitó a Luis y a Leonor a su residencia de Túsculo: no podía morar
entonces en Roma, sublevada por el famoso agitador Arnaldo de Brescia, en
cuyas manos había caído la ciudad.
Los reyes de Francia llegaron a mediados de octubre. Recibieron la más
calurosa acogida. El Papa tuvo una prolongada conversación con cada uno de
ellos, pues deseaba con toda su alma volver a unir a la joven pareja, ayudarla
a reanudar la vida en común a la que se habían comprometido para el bien de
sus pueblos, escuchar sus quejas, apaciguarlos, reconciliarlos. En cuanto al
asunto del parentesco, no había que pensar en ello, pues la Iglesia sabía que
había casos especiales y podía dispensarles.
Luis se sintió visiblemente aliviado: su escrupulosa conciencia estaba
inquieta, sin duda, por la cuestión del parentesco, que era cierta. La bisabuela
de Leonor, Audéarde de Borgoña, era también nieta de Roberto el Piadoso, su
ascendiente. Ello daba lugar a un parentesco en noveno grado civil pero que,
según el uso canónico, equivalía a cuarto o quinto grado, lo que llevaba a la
nulidad del matrimonio. Luis seguía enamorado de Leonor pese al rencor que
podían despertar en él los incidentes de Antioquía.
Terminada la entrevista, los esposos parecían haber vuelto el uno al otro.
El Papa les condujo a la alcoba que había hecho disponer para ellos: era
suntuosa, adornada con cortinajes de seda —conocía los gustos de Leonor—,
y con un solo lecho. Los esposos pasaron algunos días en Túsculo y,
finalmente, marcharon colmados de regalos y de las solícitas palabras del
Pontífice. «Cuando se despidieron —relata el cronista Juan de Salisbury—,
aquel hombre, de suyo tan severo, no pudo contener las lágrimas. Al partir
bendijo a ambos y al reino de Francia».
Por San Martín (11 de noviembre), Luis y Leonor llegaban de nuevo a orillas
del Sena, y, como prueba tangible de su reconciliación, había de nacer un
segundo vástago al año siguiente, en 1150. Pero no era el heredero del trono
que ambos deseaban vivamente; como la primera vez, se trataba de una niña,
Alix.
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A Leonor su vida le parecía gris: el Sena después del Orontes; en vez de
jardines de limoneros, ribazos donde las hojas muertas empezaban a pudrirse
bajo la fina lluvia de noviembre; en lugar de palacios escalonados a orillas del
Cuerno de Oro, la vieja y acogedora residencia de los reyes de Francia en el
centro de la pequeña Isla de la Cité. Y alrededor de la reina esa atmósfera de
reprobación que ya notaba desde el desastre del monte Cadmos y más aún
desde Antioquía; y por todo consuelo un marido cortés y siempre solícito,
pero que no le había devuelto su confianza. Tras el viaje de regreso Luis
demostró claramente su intención de gobernar en adelante por sí solo.
Después de franquear los Alpes, había dejado la escolta para llegar a marchas
forzadas a Auxerre, donde Suger, que salió a su encuentro, le había informado
de la situación del reino. Ambos hicieron juntos su entrada en París y, como
prueba de agradecimiento al fiel consejero, Luis hizo proclamar en todos sus
dominios que Suger merecía el título de «padre de la patria».
Leonor no reinaría ya; Luis sería en adelante un marido respetuoso, lleno
de ternura y atenciones, pero un rey firme. Indudablemente éste era el marido
que había dejado de agradar a Leonor, si es que alguna vez le había amado,
ahora que ella ya se sentía capaz de ejercer el poder sin dejarse llevar, como
antes, por sus caprichos femeninos. Había podido medir el riesgo que implica
ejercer la autoridad y las responsabilidades que ello supone. Se la apartaba del
consejo precisamente cuando hubiera podido desempeñar con plena lucidez
su papel de reina. La estancia en Oriente, con todos sus peligros y fatigas,
indudablemente seguía siendo para Leonor la visión deslumbrante de una vida
que hubiera podido ser la suya. ¡No haber otorgado su mano a Manuel
Comneno! A diferencia de la emperatriz reinante, se creía con suficientes
dotes para cautivar y retener a este personaje que parecía salir de un cantar de
gesta, o, cuanto más, para llevar hacia su lado el juego sutil de una diplomacia
por la que Bizancio seguía siendo Bizancio a pesar de los árabes, los turcos y
los reinos latinos. ¿Por qué no podía siquiera llamar a su lado a los trovadores
que la habían fascinado en su juventud y, a ejemplo de su abuelo, hacer que le
compusiesen el relato de su expedición a Oriente?
Pero la corte de Francia tenía una actitud cada vez más severa. Luis,
cuando regresó, llevó a cabo una peregrinación expiatoria a la ciudad de
Vitry, que ya se denominaba Vitry-le-Brülé («Vitry la Quemada»). En la parte
alta de la pequeña ciudad ya reconstruida había plantado con sus propias
manos unos cedros traídos de Tierra Santa y cuyos retoños aún hoy destacan
en medio del paisaje de Champaña. Sus días transcurrían entre actos de
devoción y las múltiples exigencias de la vida feudal: las cuentas de su
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dominio, la administración de justicia, a veces algunos paseos militares sin
rumbo fijo, a los que Leonor no prestaba más que un interés distante. Estas
discusiones en torno a un miserable terrón, ¡cuán insignificantes parecían
después de la magnífica empresa fallida en Oriente!
Con todo estaba a punto de llegar el momento en que ella iba a poner en
Francia más interés del que hubiera creído. Luis estaba en desacuerdo con uno
de sus vasallos más poderosos, Godofredo el Hermoso, conde de Anjou. En
agosto de 1150, el asunto tomó mal cariz y el rey empezó a concentrar
soldados a orillas del Sena, entre Mantés y Meulan. A quien no estuviese
familiarizado con los asuntos del reino, podía parecer extravagante que una
diferencia con el conde de Anjou se decidiese con un ataque a Normandía. En
realidad, ello significaba que el rey estaba decidido a realizar una operación
de gran amplitud contra su vasallo y a oponérsele en sus designios
predilectos. Godofredo el Hermoso —que era llamado «Plantagenet» a causa
de una ramita de retama con que adornaba su capucha cuando iba de caza—,
estaba casado con Matilde, la hija del rey de Inglaterra Enrique Beauclerc, a
la que se seguía llamando emperatriz por haber estado unida en primeras
nupcias al emperador de Alemania Enrique V. Quince años mayor que
Godofredo, esta mujer, de personalidad fuera de serie y con energía ilimitada,
aportaba como dote sus pretensiones a la herencia de su padre, rey de
Inglaterra y duque de Normandía. Era la única descendiente del rey de
Inglaterra, pero había alguien más que le disputaba la herencia: el conde
Esteban de Blois, que por su madre, Adela, era también nieto de Guillermo el
Conquistador. Esteban se había adelantado a Matilde en esta competencia por
la corona inglesa adueñándose del poder. Residía en Inglaterra, donde algunos
barones se habían puesto de su lado, mientras que otros eran partidarios de
Matilde; su rivalidad mantenía al país prácticamente en estado de guerra civil,
en todo caso en una anarquía cada vez más lamentable, y la lucha pasaba al
continente. En 1150, Godofredo acababa de entregar solemnemente el ducado
de Normandía a su hijo mayor Enrique, de diecisiete años de edad. Dirigiendo
sus ejércitos contra Mantés, el rey de Francia, que hasta entonces había
ejercido de árbitro entre sus dos poderosos vasallos, se inclinaba
resueltamente por Esteban de Blois. La actitud de Luis estaba tanto más
justificada cuanto que Enrique no parecía tener prisa en rendir homenaje al
rey de Francia por el ducado de Normandía ni en reconocer su soberanía.
Las hostilidades, sin embargo, no estallarían tan pronto. Suger, a pesar de
su avanzada edad, hacía lo imposible por mantener la paz y encontrar vías de
conciliación. Pero este incansable luchador de la paz moriría pronto, el 13 de
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enero de 1151, con gran desolación por parte del pueblo francés. Una inmensa
multitud asistió en la abadía, aún sin terminar, a la misa cantada por aquel a
quien un destino tan sorprendente llevó al frente del reino y que había puesto,
para mantener en él la armonía, todo el vigor e ingenio que otros sólo ponen
al servicio de sus ambiciones personales. Por encima de su féretro, las
flamantes bóvedas de San Denís, construidas a una altura y con un
atrevimiento jamás osados hasta entonces, parecían un goce anticipado de las
visiones de gloria que anunciaba el coro de monjes que salmodiaban las
antífonas del oficio de difuntos: «Creo que él vive, Redentor mío; y yo me
levantaré en el último día y con mi carne veré a Dios, mi Salvador…».
El lazo que entre Luis y Leonor mantenía la férrea voluntad de Suger
desapareció con su último suspiro. Para aceptar de lleno la nueva situación a
Leonor le hubiera hecho falta resignación, lo más opuesto a su carácter. Y, sin
duda alguna, Luis, por su parte, se sentía algo cansado de esta mujer que le
aventajaba.
Sin embargo, las hostilidades se reanudaban en Normandía. Se
complicaban con otras quejas personales del rey contra su vasallo angevino.
Era un verdadero embrollo en el que, además, el juego de alianzas personales,
al modo feudal, venía a enredar los hilos. Godofredo el Hermoso, a
consecuencia de disputas poco claras, se había enemistado con el senescal de
Luis en Poitou, un tal Giraud Berlai. Durante tres años, éste le había
desafiado, protegido tras las poderosas fortificaciones de su castillo de
Montreuil-Bellay. Un buen día Godofredo se cansó: con gran cantidad de
aceite hirviendo y dardos al rojo vivo atacó una viga de sostén del torreón, y
fue tan violento el fuego que provocó que poco después se vio que Giraud
escapaba con su familia y su guarnición por todas las salidas posibles, como
serpientes que abandonasen una cueva. Giraud cayó prisionero. El rey de
Francia, en represalia, atacó la fortaleza de Arques, en Normandía, y no tardó
en apoderarse de ella. Inmediatamente el hijo de Esteban de Blois, Eustaquio,
se apresuró a cruzar el Canal para prestar al rey de Francia ayuda interesada
contra su rival, Enrique de Normandía. ¿Hasta dónde llegarían las
hostilidades? Ya no estaba Suger para oír a las partes y reconciliar a los
combatientes.
Fue entonces cuando por encima de la refriega se elevó la solemne voz de
Bernardo de Claraval. Exhortaba al rey y a sus barones a hacer un nuevo
esfuerzo en pro de la paz, y ofrecía su arbitraje.
Los acontecimientos desarrollados en la corte de Francia aquel verano
sembraron gran desconcierto entre los contemporáneos. Comenzaron con una
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escena dramática: en el gran palacio de la Cité, la multitud que seguía todos
los desplazamientos de Bernardo de Claraval iba a ver entrar al santo abad,
recibido por el rey de Francia con muchos honores y respetos; después el
Plantagenet, Godofredo el Hermoso, con su hijo, el joven duque de
Normandía. Godofredo merecía su sobrenombre si creemos en lo manifestado
por una crónica rimada de la época:
Con treinta y nueve años, estaba en la flor de la vida y había dado prueba
de su coraje en Oriente, pues acompañó a su soberano a la cruzada,
comportándose valerosamente. Pero se le tenía por duro, autoritario y
propenso a esos «accesos de bilis negra» que se achacaban comúnmente a los
angevinos. Los barones reunidos en el curso de la solemne asamblea (entre
ellos Raúl de Vermandois) iban a tener una espectacular demostración de
ellos. Godofredo había llevado consigo a Giraud Berlai, cargado de cadenas
como un malhechor: ello significaba desafiar a la vez al rey y a la Iglesia,
pues el angevino estaba excomulgado por haber hecho prisionero a un oficial
del rey mientras su soberano estaba en la cruzada. En efecto, los altercados
con Giraud habían comenzado antes de que el rey volviese a Francia.
Bernardo de Claraval tomó la palabra: ofrecía a Godofredo levantarle la
excomunión si consentía en liberar a Giraud. Godofredo respondió de tal
modo que su impiedad escandalizó a la asamblea:
—¡Me niego a poner en libertad a mi cautivo, y si es pecado retener un
prisionero rehúso ser absuelto!
—Tened cuidado, conde de Anjou —dijo Bernardo—, con la vara que
medís, seréis medido.
Sin esperar a más, el conde abandonó la sala acompañado de su hijo,
dejando sobrecogidos a los presentes. Giraud Berlai se acercó a Bernardo de
Claraval para pedirle su bendición:
—No es que me queje de mi suerte, sino que lloro por los míos, que van a
morir como yo.
—No temas —respondió Bernardo—; ten la seguridad de que Dios va a
socorreros a ti y a los tuyos, y antes de lo que esperas.
Los días siguientes circuló un extraño rumor: Godofredo de Anjou, que no
había temido desafiar al rey y blasfemar en presencia de Bernardo de
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Claraval, puso en libertad a Giraud. Más aún: su hijo Enrique ofreció rendir
homenaje por Normandía. La situación, que parecía inextricable, se resolvió
de pronto sin que nadie hubiera tenido que sacar la espada. Efectivamente, la
ceremonia de homenaje se celebró días más tarde. Unos veían en ello un
milagro debido a la intercesión del abad Bernardo, otros insinuaban que la
reina no era ajena al desenlace de las negociaciones. Lo cierto es que la paz
volvió a Normandía mientras que Godofredo y Enrique Plantagenet
regresaban al condado de Anjou.
Otro acontecimiento, también imprevisible por completo, había de ocurrir
al regreso: al llegar a la altura de Château-du-Loir, un día de calor sofocante,
Godofredo quiso bañarse en el río. Por la tarde tenía fiebre, y días después, el
7 de septiembre, moría, habiendo sido todos los remedios inútiles para
salvarle.
No obstante, Luis y Leonor, a finales de otoño, emprendían juntos una
expedición a Aquitania, con un séquito imponente de prelados y barones,
tanto aquitanos como franceses, ya que entre ellos se veía tanto a Godofredo
de Rancon y a Hugo de Lusignan como a Thierry Galeran o a Guy de
Garlande. Unos vieron en ello el indicio de un acercamiento entre el rey y la
reina; otros, más enterados, meneaban la cabeza afirmando que esta cabalgada
sería la última que les vería juntos. Desde la muerte de Suger el foso era cada
vez más profundo entre Luis y Leonor. Juntos, por Navidad, reunieron la
corte en Limoges; otra vez, en la Candelaria, en Saint-Jean d’Angély; poco a
poco los franceses eran sustituidos por los aquitanos en los dominios y
castillos que dependían directamente de la autoridad de Leonor. Después los
esposos llegaron a Beaugency, donde iban a pasar los últimos momentos de
su vida conyugal. En efecto, un concilio reunido bajo la autoridad del
arzobispo de Sens declaró la nulidad de la boda contraída quince años antes
en Burdeos.
Leonor se despidió y dijo que quería volver enseguida a sus propios
estados, que se le devolvían según el uso. Sin más tardar, tomó con algunos
allegados el camino de Poitiers.
Era el primer día de primavera, 21 de marzo de 1152. No había terminado
la estación cuando una noticia que produjo verdadero estupor llegó a la corte
de Francia: Leonor se había vuelto a casar; se había desposado con Enrique
Plantagenet, conde de Anjou y duque de Normandía.
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ENRIQUE PLANTAGENET
BERTRAND DE BORN,
Bel m’es quan vei chamjar lo senhoratge
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la molestia de indignarse por la audacia del segundón (Teobaldo era el
segundo hijo de aquel Teobaldo de Champaña con quien tuvo que enfrentarse
cuando el matrimonio de su hermana), Leonor, en plena noche, dio la señal de
partida a su escolta y dejó Blois a la luz de la luna, diciendo, sin duda, para
sus adentros que aquel Teobaldo sería Teobaldo el Burlado.
Pero no terminaron allí sus penalidades. Se había vuelto muy prudente, y
con toda probabilidad envió algunos escuderos para explorar el camino, ya
que había sido advertida de que se le preparaba una emboscada en Port-de-
Piles, por donde esperaba pasar el Creuse. Había que cambiar otra vez de
itinerario. Decidió vadear el Vienne, río abajo de la confluencia, y forzó la
marcha para llegar cuanto antes a Poitiers, cuyas murallas, por fin,
aparecieron tranquilizadoras, mientras se esperaban las fiestas de Pascua, que
la joven duquesa podría celebrar con entera seguridad.
Una vez en Poitiers podía reír de la doble aventura. ¿Quién había osado
tramar una conjura contra su persona e intentado apoderarse de ella en Port-
de-Piles? El joven Godofredo de Anjou, ¡un segundón otra vez! Godofredo
era el segundo hijo del infortunado Godofredo el Hermoso, tan
tempranamente desaparecido: un muchacho de dieciséis años al que habría
gustado recoger la herencia paterna, pero a quien, evidentemente, su hermano
mayor no estaba dispuesto a dejar más que una magra porción de ella.
Así pues, en el trayecto de Beaugency a Poitiers la ex reina de Francia
había estado a punto de caer en dos emboscadas sucesivas. ¿Qué ocurriría
cuando, para administrar sus dominios, fuese menester hacer frente a vasallos
tradicionalmente agitados y, en caso necesario, debiese marchar contra otros
menos dóciles?
Hubo en el transcurso de aquel festivo abril —pues Poitiers gastaba con
esplendidez en honor de su duquesa recobrada— misteriosas idas y venidas
de mensajeros. La primavera lucía en todo su esplendor cuando, la mañana
del 18 de mayo, las campanas de la catedral de San Pedro voltearon
proclamando a todos que Leonor, duquesa de Guyena y condesa de Poitou,
era ya condesa de Anjou y duquesa de Normandía.
Los preparativos de la ceremonia se habían hecho en secreto y la misma
boda no tuvo el esplendor que hubiera convenido a la dignidad de los nuevos
esposos. Habían evitado convocar, como hubieran hecho en otras
circunstancias, a sus vasallos y a los vasallos de éstos. Sólo los más íntimos
asistieron al banquete, servido en la gran sala del palacio de los condes de
Poitiers. Los recién casados se hallaban, en efecto, en posición delicada y
nadie lo ignoraba, comenzando por ellos mismos: en menos de dos meses,
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después de reconocida la nulidad de su primer matrimonio, Leonor volvía a
casarse con un vasallo de aquel mismo rey de Francia del que acababa de
separarse. Por lo demás, ella hubiera debido, como toda vasalla, pedir el
parecer de su soberano antes de la boda, y tenía buenas razones para omitir el
cumplimiento de esta formalidad. Al menos tanto ella como su nuevo esposo
eran lo bastante sagaces como para no dar a la ceremonia de sus esponsales
un aire desafiante.
¿Quién era ese esposo elegido por Leonor? Pues esta vez es ella quien ha
escogido. Todo permite suponer que quiso ese matrimonio y que los primeros
proyectos se iniciaron durante la estancia de los Plantagenet en París, en
agosto de 1151. A partir de entonces fue cuando comenzó a discutirse la
anulación de su primer matrimonio y se entablaron conversaciones con el
arzobispo de Sens, muy reacio al principio. Uno de los cronistas mejor
informados de entonces, Guillermo de Newburgh, dice expresamente que
Leonor ha «querido» separarse de Luis y que éste ha «consentido» en ello.
Seguramente no habría consentido si hubiese sabido el epílogo que
Leonor iba a dar al asunto. Ella debió de actuar con suma prudencia, como
prueba la sorpresa que atestiguan los contemporáneos. Hay quien llega
incluso a afirmar que la confabulación entre Leonor y los angevinos se
remontaba a antes de las entrevistas de aquel tempestuoso verano en que san
Bernardo tuvo que ser heraldo de paz. Insinúan que Leonor habría conocido
ya antes a Godofredo el Hermoso. Efectivamente, pudo haberlo encontrado en
Oriente, ya que acompañó a su soberano en la cruzada; pero esto no basta, es
inútil decirlo, para inferir de ello relaciones más íntimas; la acusación, sin
apoyo de prueba alguna, semeja pura calumnia.
Lo que en cambio resulta indudable es que, con pleno conocimiento de
causa, eligió al hijo de Godofredo.
Él era diez años menor que ella: Leonor se acercaba a los treinta y
Enrique, nacido el 5 de marzo de 1133, no tenía veinte. Pero sabemos que la
reina gozaba entonces de todo el esplendor de una belleza en plenitud y, por
otra parte, es probable que Enrique pareciera mayor de lo que era; se le ve,
desde entonces, actuar como un hombre maduro, mandar las tropas en varias
guerras, dar pruebas de su condición de soberano y, en cuanto a su vida
privada, tiene ya dos bastardos educados con esmero en la mansión real,
según las costumbres del tiempo. Enrique es un hombre apuesto, de estatura
mediana y fuertes músculos, cabello rubio rojizo, como todos los angevinos, y
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ojos grises un tanto saltones, que se inyectan de sangre cuando se encoleriza;
porque él, como todos los suyos, sufre unos accesos de «bilis negra» que no
era aconsejable provocar. Diestro en ejercicios físicos, no por ello dejaba de
ser un príncipe letrado. Desde luego era una tradición familiar. Uno de sus
antepasados, Fulco el Bueno, era conocido por haber dirigido al rey de
Francia una misiva redactada en estos términos:
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señalarse): brutal y feroz, conocido por aniquilar cuanto se le resistía, por
saquear ciudades y abadías, por tres veces se le impuso como penitencia la
peregrinación a Tierra Santa. Como su arrepentimiento era tan desmesurado
como los horrores cometidos, se le vio, la última vez en Jerusalén, ir al Santo
Sepulcro con el torso desnudo, flagelado por dos servidores que, siguiendo
sus órdenes, gritaban ante la estupefacta muchedumbre musulmana: «Señor,
recibe al malvado Fulco, conde de Anjou, que te ha traicionado y ha renegado
de ti. Contempla, oh Cristo, su alma arrepentida».
Tales son la persona y el linaje de Enrique Plantagenet. Eligiéndole por
esposo, ¿se dejó llevar Leonor tan sólo por consideraciones de orden político?
Que no podía permanecer mucho tiempo sola lo demuestra la doble
emboscada del camino de Beaugency a Poitiers. La defensa de un feudo, en
aquellos tiempos en que el señor dirigía personalmente las operaciones de
policía indispensables, exigía la presencia de un hombre capaz de vestir la
cota de mallas y de manejar la espada. Los dominios de los condes de Anjou
lindaban con los de los duques de Aquitania y, probablemente, ello debió de
contar en su decisión: la idea de dominar entre ambos un vasto dominio (casi
todo el oeste de Francia, de la Mancha a los Pirineos, pues Enrique es también
duque de Normandía) era suficiente para seducir una imaginación ambiciosa.
Leonor se sintió ciertamente atraída también por el hombre, por la persona
misma de Enrique; era muy mujer para no sentirse turbada por la fuerza viril
que se apreciaba en él. Estuvo enamorada de Enrique: lo demuestran toda
clase de detalles y, más aún, su vida, vista en conjunto.
En cuanto a Enrique, el poder territorial que aportaba Leonor sin duda
contó mucho en su decisión, pero, con seguridad, nos equivocaríamos si no
viésemos por su lado, en tal matrimonio, más que un cálculo ambicioso. Esta
reina de Francia tan bella, a la que un halo aventurero hace más atractiva,
tenía con qué seducir a un hombre tan ardiente, y la diferencia de edad apenas
si contaría en el momento de la boda; al contrario, por su precocidad, Enrique
tuvo que sentirse más atraído por una mujer experimentada que por una
ingenua jovencita. Por lo demás, su ambición se unía a la de Leonor, y en esto
también su armonía se completaba: Enrique se desvela por sus estados como
Leonor por los suyos; en sus deseos de expansión se apoyan mutuamente;
durante el tiempo que van a estar unidos por corazón y voluntad se verá cómo
se completan el uno al otro formando una pareja perfecta, mirando ambos en
la misma dirección, llevando juntos una actividad fecunda en el amplio
sentido de la palabra; y esto es ciertamente lo que Leonor había querido.
Cerca de la treintena ya no es una joven frívola sino una mujer que quiere
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vivir plenamente su vida. Cuando Guillermo de Newburgh nos dice que
Leonor quiso este matrimonio porque convenía más a su persona que la
primera experiencia, hay que entenderlo con toda la fuerza que el cronista
sabe dar a los términos escogidos: magis congruus. Al encontrar a Enrique
había hallado al hombre que necesitaba.
Los escritos que conservamos de Leonor en la época de su segundo
matrimonio son muy reveladores: nos la muestran con afán de olvidar el
pasado para entrar con gozoso entusiasmo en las perspectivas que se le abren.
Vuelve a ser duquesa de Aquitania y se convierte en angevina. Se la ve
repartir favores a varios de sus caballeros allegados: sin duda alguna, los que
la ayudaron a liberarse y la escoltaron en el camino lleno de emboscadas que
la condujo a Poitiers; entre otros a Saldebreuil de Sanzay, el condestable de
Aquitania, a quien llama su senescal, cargo un tanto impreciso, como pasaba
siempre en aquel tiempo, y que consistía en ocupar el puesto del señor en
cualquier ocasión en la que éste no pudiese estar presente. El senescal era
entre los familiares, es decir, los que tenían trato frecuente con el rey o el
noble, el «anciano», senescallus (pues el «de más edad», sénior, era el propio
señor). Entre los que reciben presentes con motivo de la boda, no nos ha de
extrañar encontrar a su tío, el leal Raúl de Faye, hermano del vizconde de
Châtellerault.
La vemos también colmar de bienes a las abadías de su dominio y
complacerse en confirmarse, en los documentos que dicta en esa ocasión,
como la descendiente de los duques de Aquitania, de los que tan orgullosa se
siente: ocho días después de su boda, el 26 de mayo de 1152, al pasar por
Montierneuf, dice claramente a los monjes que les confirma todos los
privilegios otorgados «por mi bisabuelo, mi abuelo y mi padre». Su anterior
esposo, el rey de Francia, también les había hecho donaciones, pero de esto
no se habla. Al día siguiente se encuentra en Saint-Maixent, donde, de nuevo,
al mencionar diversos favores que concedió a la abadía, dice: «Yo, Leonor,
por la gracia de Dios duquesa de Aquitania y de Normandía, unida al duque
de Normandía, Enrique, conde de Anjou». E insiste: «Cuando era reina con el
rey de Francia, el rey hizo don de la leña del Sèvre a la abadía, y yo también
di y concedí esta leña; después, separada del rey por fallo de la Iglesia, he
recobrado para mí la donación que había hecho; pero siguiendo el consejo de
hombres prudentes y a ruegos del abad Pedro, la donación que antes había
hecho casi a mi pesar la he renovado de todo corazón… una vez unida a
Enrique, duque de Normandía y conde de Anjou».
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Pero nada nos da mejor idea de ella y de los sentimientos que la animaban
en el momento de su segundo matrimonio como la carta dictada unos días
después para la abadía de Fontevraud. Como otros muchos escritos de
Leonor, esta carta está impregnada de su acento personal: el estilo oficial y
escueto en uso en las antiguas cancillerías no le placía. Éste es un documento
impresionante porque en él se nos muestra conmovida y es la primera vez, sin
duda (salvo quizá en la entrevista con san Bernardo en la abadía de San
Denís), que apreciamos emoción en ella. Quizá su capacidad de amor no
despertó hasta entonces. Pero a pesar de la discreción de los términos que
emplea, parece proclamar su dicha y la alegría de adentrarse en las
perspectivas que le ofrece su nueva existencia: «Después de haberme
separado, por razón de parentesco, de mi señor Luis, el muy ilustre rey de
Francia, y de haber sido desposada con mi noble señor Enrique, conde de
Anjou, tocada por una inspiración divina, he querido visitar la santa
congregación de las vírgenes de Fontevraud y, por la gracia de Dios, he
podido cumplir este deseo que llevaba en el alma. He venido, pues, guiada
por Dios a Fontevraud, he franqueado el umbral donde se congregan las
monjas y allí, con el corazón repleto de emoción, he aprobado, concedido y
confirmado todo lo que mi padre y mis ascendientes habían entregado a Dios
y a la iglesia de Fontevraud, y en especial esta limosna de quinientos sueldos
de moneda del Poitou que el señor Luis, rey de Francia, y yo misma habíamos
dado cuando éramos esposos».
La abadía de Fontevraud y la misma abadesa Matilde, nombrada en la
carta de Leonor, ocuparon un lugar destacado en la vida de la reina. No
podemos menos de detenernos unos instantes, como hizo ella los primeros
días de su matrimonio, para hablar de una abadía cuya historia va mezclada
íntimamente a su historia personal, y de la abadesa que presidía entonces sus
destinos.
Cuando Leonor visitó la abadía, la Orden de Fontevraud era muy reciente;
hacía sólo treinta años que su fundador, Robert d’Arbrissel, había muerto. Fue
éste uno de los personajes más atrayentes en aquel período de finales del siglo
XI en el que hubo un extraordinario despertar religioso. Primero fue ermitaño
en el bosque de Craon, como otros muchos de su tiempo, y vio cómo se le
acercaban discípulos y pronto multitudes a las que convirtió con su palabra.
La Orden de Fontevraud es una muestra del mismo fervor que la reforma de
Roberto de Molesmes y otras muchas iniciativas, pero se diferencia de todas
ellas por la profunda originalidad de la fundación a la que dio lugar. En
efecto, Roberto fundó, simultáneamente, conventos de hombres y conventos
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de mujeres, por lo general en el mismo lugar y separados por una severa
clausura. Tan sólo en la iglesia se reunía a religiosos y religiosas; cuando una
monja necesitaba la extremaunción se la llevaba en camilla a la iglesia y allí
recibía los santos óleos. Ahora bien, el conjunto del doble monasterio estaba
bajo la autoridad de una abadesa. Los monjes, respecto a ella, debían tomar
como modelo a san Juan Evangelista, a quien Cristo en la cruz confió a la
Virgen para que fuese para él como su madre. No parece que la exigencia de
esta sumisión a una mujer por parte de un monasterio de hombres —algo que
hoy se juzgaría inadmisible— suscitara dificultades entonces. Robert
d’Arbrissel quiso que la abadesa llamada a ejercer la autoridad fuese, con
preferencia, una viuda inclinada a ejercer una función de madre: la abadesa
era la domina, la Señora, y, en resumidas cuentas, el equivalente, en el orden
religioso, a ese personaje de «la Señora» al que generaciones de trovadores
iban, por aquella época, a ofrecer sus homenajes. La primera que escogió fue
Petronila de Chemillé, viuda a los veinte años y célebre tanto por su belleza
como por su talento. Una multitud de nobles damas se unieron a ella, entre
éstas (esto pasaba en 1114, cuarenta años antes, y por lo menos algunas de las
religiosas que recibieron a Leonor pudieron conocerla) se presentó una ilustre
penitente: la condesa de Anjou, Bertrade de Montfort, cuyos escandalosos
amoríos con el rey de Francia, Felipe I, habían puesto el reino en entredicho.
A Petronila sucedió en 1149 Matilde de Anjou, la abadesa que acogió a
Leonor en 1152, y cuya historia era tan conmovedora: era tía de Enrique
Plantagenet, hija de aquel Fulco que llegó a ser rey de Jerusalén. Ya de muy
joven se había sentido atraída por el claustro, profesando en Fontevraud a los
once años. A instancias de Fulco salió del convento para casarse con
Guillermo Adelin, hijo y heredero del rey de Inglaterra, Enrique Beauclerc.
Poco tiempo después, en 1120, su esposo moría en el trágico naufragio del
Blanche-Nef, a la altura de Barfleur: Guillermo, su hermano, su hermana y
toda la espléndida juventud de su séquito embarcaron en el navío que un
antiguo piloto de Guillermo el Conquistador reclamó el honor de gobernar.
Matilde quedó con sus padres políticos en otra nave. ¿Qué sucedió? Ambos
navíos singlaban hacia Inglaterra cuando, en medio de la noche, se oyeron
grandes gritos. Nadie se inquietó demasiado, pues se sabía que los jóvenes
habían decidido repartir vino a la tripulación y pasar alegremente la travesía.
Mas el Blanche-Nef se había ido a pique al chocar con un escollo. Cuando el
piloto volvió a la superficie y vio que todos los jóvenes de sangre real habían
perecido, se echó al agua nuevamente. El único superviviente relató después
el desastre. Enrique Beauclerc jamás pudo consolarse de su pena; nunca más
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se le vio sonreír. Matilde volvió a Fontevraud, donde, años más tarde, las
monjas la eligieron abadesa.
Leonor, que en esta carta muestra ya la predilección que tendrá toda su
vida por Fontevraud, había de llamar en otras actas a Matilde, con todo
afecto, «tía mía», amita mea. Adoptaba, pues, el parentesco de su esposo. Su
carta muestra, además, la profunda impresión que en ella debió de producir la
visita a Fontevraud. Matilde, a quien dramáticos acontecimientos condujeron
al servicio del Señor —«pasó del rey de los Anglos al rey de los ángeles»,
dijo de ella un contemporáneo—, parece haber estado plenamente a la altura
de la tarea que le incumbía; bajo su mandato como abadesa, que duró unos
veinte años, Leonor pudo ver la iglesia de Fontevraud igual o casi igual a
como hoy la vemos, al menos en su arquitectura: una nave majestuosa con
espléndidos capiteles, bien iluminada bajo las cuatro cúpulas que la cubren.
Pudo admirar también la famosa cocina, obra maestra de construcción
«funcional»: una gran chimenea central y veinte chimeneas secundarias que
aseguraban una perfecta ventilación; el conjunto permitía, sin que el calor ni
el humo molestaran, tener brasas en un hogar central para alimentar las
necesidades de las distintas cocinas —la de los monjes, la de las monjas, la de
los enfermos y la de los huéspedes de paso—; la hospedería sola podía dar
cobijo hasta quinientas personas, y en ciertos días resultaba demasiado
pequeña para la multitud de visitantes y de peregrinos que se acogían.
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Al llegar el tiempo claro, ¡eya!,
para que vuelva la alegría, ¡eya!,
y al celoso irritar, ¡eya!,
la reina quiere mostrar
que tan enamorada está.
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LA CONQUISTA DE UN REINO
AIMERIC DE PEGULHAN,
Cel qui s’irais ni guerreia ab Amor
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le había hecho el vacío; sus mejores consejeros ya habían muerto; perdió, uno
tras otro, a Teobaldo de Champaña, a Raúl de Vermandois y, sobre todo, al
abad Suger, guía irreemplazable, padre del reino. ¿Por qué no habría seguido,
después de su muerte, los consejos que le había dado tan a menudo durante
sus últimos años: olvidar todo rencor, anteponer el interés del reino al suyo
propio? De los quince años que comenzaron con tan felices auspicios sólo
quedaban dos hijas: María y Alix. Dos hijas. Si Leonor le hubiese dado un
hijo, habría hecho lo imposible para mantenerla en el trono de Francia. Pero si
al final Luis obró como ella quiso, si aceptó que se diera curso al
impedimento de consanguinidad, ¿no influyó acaso el temor de no poder
esperar un heredero del reino?
Luis reunió a toda prisa un consejo que comprobó la Falta cometida
contra las costumbres feudales: Leonor no podía contraer matrimonio sin
autorización de su soberano. Enrique y Leonor fueron citados a comparecer
ante la corte del rey de Francia. No cabe duda de que la citación no les
preocupaba lo más mínimo. Enrique contaba con reunirse muy pronto en
Inglaterra con su madre Matilde y, desde el día de San Juan, estaba dispuesto
a embarcar en Barfleur, cuando se produjo lo inesperado: Luis VII, irritado al
ver que su vasallo normando no había respondido a sus requerimientos,
invadió Normandía. Antes logró poner de su lado al hermano menor de
Enrique, Godofredo, sin gran esfuerzo desde luego, pues éste pretendía
heredar Anjou y, furioso al ver que su hermano parecía querer guardar para sí
toda la herencia paterna, atizaba revueltas en el país angevino.
Se vio entonces que, en el campo de batalla, Enrique Plantagenet se
mostraba digno de sus antepasados. Dejando a toda prisa Barfleur, llevó tras
sí a los barones normandos que le eran fieles y, en menos de seis semanas,
entre mediados de julio y finales de agosto, logró recuperar Neufmarché, que
había capitulado ante las armas del rey, tomar Pacy, donde los dos adversarios
entablaron breves escaramuzas, y abrirse paso avanzando hasta las pequeñas
ciudades de Brezolles, Marcouville y Bonmoulins para situar guarniciones
entre su propia frontera y la del rey de Francia. Volviéndose entonces contra
su hermano, sometió rápidamente Anjou y obligó a Godofredo, atrincherado
en la fortaleza de Montsoreau, a pedir clemencia. Sin gran convicción,
Luis VII, ayudado por su hermano el conde de Dreux, intentó efectuar alguna
diversión hacia Verneuil. Las operaciones se prolongaron un tanto, y después,
cansado y enfermo, el rey de Francia dio los primeros pasos para conseguir
una paz que todos pedían, comenzando por los obispos de las regiones
limítrofes, inquietos al ver sus poblaciones saqueadas y sometidas a tributo.
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Enrique tenía ya las manos libres. Se reunió con su esposa y después, en
el siguiente enero, se embarcó de nuevo hacia Inglaterra, resuelto más que
nunca a hacer valer allí los derechos que su madre, Matilde, había sostenido
con tenacidad ejemplar. Aún estaba en la isla cuando le llegó una feliz nueva:
el 17 de agosto de 1153 Leonor había dado a luz un hijo, un varón, al que,
según las tradiciones del Poitou, la madre dio el nombre de Guillermo, que
había sido el de su padre y el de sus abuelos.
Y Enrique hubo de aprobar la elección del nombre, que era también el del
Conquistador.
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Enrique logró apoderarse de la ciudad de Malmesbury, mientras el rey
Esteban de Blois reunía a toda prisa las tropas. Esteban, impopular en el país
por haber pretendido tener derecho a la corona —era nieto del Conquistador
por su madre Adela de Blois—, se vio obligado a recurrir sobre todo a
mercenarios reclutados en Flandes, a los que los campesinos, sometidos a
tributo para pagarles, detestaban. Durante varios días los dos hombres y sus
ejércitos estuvieron uno frente a otro separados por el Támesis, bajo una
lluvia torrencial. Finalmente, ni uno ni otro se atrevieron a cruzar el río
desmesuradamente crecido, y Esteban, de modo lastimoso, volvió a Londres,
mientras Enrique se dedicaba a liberar el castillo de Wallingford, donde
algunas bandas de flamencos sitiaban a uno de sus partidarios. Esteban de
Blois, desbordado por los acontecimientos, le hizo entonces propuestas de
paz; estaba enfermo y su hijo Eustaquio, a quien le correspondía la corona, no
era más que un mezquino personaje universalmente odiado en el reino; su
otro hijo, Guillermo, era un bastardo apartado del trono y que carecía tanto de
ambición como de capacidad. El obispo de Winchester —el propio hermano
de Esteban de Blois— y el arzobispo de Canterbury mediaron para negociar,
por lo que Eustaquio, furioso al ver entablarse negociaciones que sólo podían
perjudicarle, la tomó con el arzobispo de Canterbury y comenzó a devastar
sus tierras con furia insensata, quemando cuanto hallaba a su paso: chozas de
campesinos, iglesias y prioratos, hasta el momento en que, de pronto, en
Saint-Edmunds, cayó enfermo y murió unos días más tarde, con gran alivio
para todos.
El rey Esteban, cada vez más desamparado, decidió entonces hacer
voluntariamente lo que se le imponía: el 6 de noviembre de 1153 reconoció
solemnemente a Enrique Plantagenet como su heredero. Una asamblea de
señores ingleses y normandos celebrada en Winchester había ratificado el
acto que iba a poner fin al estado de guerra en que Inglaterra, desgarrada entre
dos bandos, había pasado tanto tiempo. Cuando Esteban y Enrique, al mes
siguiente, entraron juntos en la ciudad de Londres, el entusiasmo popular era
suficiente para ver con qué satisfacción tanto el pueblo como sus señores
acogía su alianza. Desde entonces Enrique sólo tenía que esperar la muerte de
Esteban para sucederle. En la primavera volvió al continente, se reunió con
Leonor y conoció al heredero que le había dado. Juntos pasaron las Pascuas
en Normandía, donde Leonor, en Ruán, vio por primera vez a su suegra, la
reina Matilde. Era un personaje de los que fuerzan, si no a la simpatía, por lo
menos a la admiración, y su prestigio era grande: reinó en el Sacro Imperio y
no vivió después sino para recibir la herencia de su abuelo el Conquistador.
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Toda su vida había transcurrido luchando a uno u otro lado de la Mancha para
que un día Enrique fuese rey de Inglaterra. Ese día estaba ya cerca. Si Enrique
lograba su objetivo, era porque su madre, antes que él, había consagrado su
vida a reivindicar la corona que le había sido prometida.
No iba a prolongarse la espera. Desde primeros de noviembre se
presentaron en Ruán mensajeros que anunciaban la muerte del rey Esteban,
acaecida el 25 de octubre de 1154. Leonor iba a encontrar una corona tan
digna de envidia, después de todo, como la que había abandonado dos años
antes. Enrique ordenó enseguida que se llevaran a cabo los preparativos para
la partida y, dejando a su madre en Normandía, se dirigió a Barfleur con
Leonor y el pequeño Guillermo, seguidos de una escolta convocada
apresuradamente. Formaban parte de ella, con sus dos hermanos, Godofredo y
Guillermo, los principales barones y los obispos de Normandía.
Y he aquí que una tempestad interminable retrasaba la salida. Los
elementos se interponían entre el futuro monarca y su reino.
Enrique hacía frente a todos los desafíos. La tarde de la fiesta de San
Nicolás, patrón de marinos y viajeros, dio bruscamente la orden de aparejar
para el día siguiente. Tras un día y una noche horrorosos, balanceados por
enormes olas o perdidos entre la niebla, los navíos se reencontraron la mañana
del 8 de diciembre, dispersos entre los distintos puertos de la costa sur de
Inglaterra, pero sanos y salvos. Enrique y Leonor desembarcaron no lejos de
Southampton, y se dirigieron hacia la ciudad de Winchester, donde estaba el
Tesoro Real; poco a poco se les unieron sus compañeros de travesía. La
noticia de la llegada del rey traído por la tempestad no tardó en propagarse
por el país. Por todas partes produjo estupefacción, mezclada con temor, sin
duda, entre los que habían apoyado hasta el fin la causa del rey difunto, pero
más aún encendió el entusiasmo entre los otros. Para el pueblo, el nombre de
Enrique significaba el advenimiento de la paz, y aquel modo audaz de poner
el pie en el suelo de Gran Bretaña, desafiando los elementos, no desagradaba
precisamente a una raza de marinos. En el camino a Londres los nuevos
soberanos vieron día tras día cómo una multitud cada vez más densa se reunía
para recibirles, y en una atmósfera de júbilo Enrique y Leonor hicieron su
entrada en aquella ciudad. Los preparativos de la coronación se llevaron
rápidamente a cabo, y el domingo 19 de diciembre de 1154 ciñeron la corona
real, conquistada contra viento y marea, en la abadía de Westminster, que
construyó un siglo antes el santo rey Eduardo el Confesor.
Y como para confirmar con la esperanza de una sólida dinastía la
entronización de los reyes de Inglaterra, un segundo hijo nació el 28 de
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febrero siguiente. Fue bautizado en la abadía de Westminster, en medio de
gran número de prelados, por el arzobispo Teobaldo de Canterbury, quien
semanas antes había otorgado a los soberanos la unción real. El niño fue
llamado Enrique, nombre ya glorioso.
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REINA DE INGLATERRA
BERNART DE VENTADORN,
Pel doutz chan que·l rossinhols fai
Los diez siguientes son los años de esplendor para Leonor. Como mujer,
como reina, se la nota plenamente desarrollada, viviendo de modo intenso una
vida a su hechura. Ella, que en su juventud se creyó estéril, va a dar aún seis
hijos más a su esposo, soportando alegremente el peso de las sucesivas
maternidades. Su hijo mayor, el pequeño Guillermo, murió sin cumplir los
tres años, en junio de 1156. Fue enterrado en Reading, y poco tiempo después
nació en Londres una hija a quien se dio el nombre de Matilde, en honor de la
reina madre. Al año siguiente, el 8 de septiembre de 1157, nació en Oxford un
tercer vástago, Ricardo, y un año después, el 23 de septiembre de 1158, otro,
Godofredo. Luego vinieron dos hijas: una, nacida en 1161, a quien Leonor dio
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su propio nombre, vio la luz en Domfront y tuvo como padrino al abad del
Mont-Saint-Michel, Roberto de Thorigny, que la menciona con afecto en sus
anales; la segunda, Juana, nació en 1165 en Angers. Finalmente, su último
hijo, Juan, nació en Oxford el 27 de diciembre de 1166.
Estos embarazos tan seguidos no disminuyeron su actividad. Por el
contrario, si se rehacen sus itinerarios quedamos estupefactos ante los
incesantes viajes que marcan su existencia: cruza y vuelve a cruzar el Canal,
recorre Normandía, el Poitou, Aquitania; vuelve a Inglaterra, donde va unas
veces a Oxford, otras a Winchester o a Salisbury; vuelve al continente, se
marcha otra vez, etcétera. Es cierto que estos desplazamientos incesantes son
entonces la vida diaria de todos los señores, y más aún de los reyes, que van
de una a otra residencia, ya para mantener el orden y administrar justicia, ya
para gastar las rentas en el mismo lugar en que las reciben. Aquella época,
que tendemos siempre a imaginar estática, es, por el contrario, un tiempo en
que los viajes son fáciles: basta que constatemos el inmenso número de
peregrinos por todas las rutas y las relaciones que se entablan de un extremo a
otro de Europa. Recordemos que ya en el siglo XI el nieto de Hugo Capeto se
casó con una princesa rusa. Y, digámoslo finalmente, los viajes por mar o por
río se consideraban más fáciles que los transportes por tierra, y así no
resultaba nada extraordinario embarcar para cruzar la Mancha, que, para
todos, sólo es un canal: una vía de comunicación y no una barrera. Puede
decirse que Inglaterra no comenzó a ser isla hasta mucho más tarde, pasada ya
la época feudal e, incluso, el período medieval.
Falta por añadir que este ritmo de vida lo aceleraba, en cierta medida, la
presencia de un hombre como Enrique Plantagenet. Tanto por temperamento
como por asegurar su poder, su vida fue mucho más agitada que la de la
mayoría de las gentes de su época. Comúnmente se consideraba a los
angevinos como «inestables»; en él esa inestabilidad será casi un sistema de
gobierno. Desde los primeros meses de su reinado, aquel joven de veintidós
años da muestras de un agudo sentido del poder y lo manifiesta recorriendo en
todas direcciones esa Inglaterra que el reinado anterior había entregado a la
anarquía. Ya en vida de Esteban tuvo un gesto espectacular para ganarse al
pueblo: ordenó a sus propias tropas que devolvieran a los campesinos el botín
tomado en una operación llevada a cabo contra los barones en los alrededores
de Oxford. «No he venido para entregarme al pillaje, sino para asegurar los
bienes de los pobres de la rapacidad de los poderosos». Era un lenguaje que
hacía mucho tiempo que no se oía. Los barones adquirieron bajo el reinado
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anterior hábitos de independencia, y las tropas de mercenarios flamencos
reclutadas por el rey vivían de saquear a los habitantes del país.
Enrique iba a recuperar este país con energía. Desde marzo, o sea, menos
de tres meses después de recibir la corona, fue personalmente a informarse de
cómo administraban justicia sus propios jefes de condado. Siempre vestido
para viajar —no tardaron en apodarlo «Court Mantel», porque la capa corta
que llevaba era la más adecuada para montar a caballo—, rara vez con
guantes, salvo cuando cazaba con halcones, estaba siempre de camino. Uno
de sus íntimos, Pedro de Blois, escribiría más tarde cartas muy divertidas
recordando la agitación que reinaba en torno a Enrique y el permanente
estado de alerta en que mantenía a sus allegados, nunca seguros del lugar
donde estarían al día siguiente: «Si el príncipe ha dicho que se partiría
temprano para tal ciudad, se puede tener la seguridad de que ese día dormirá
toda la mañana. Si pregona por todas partes que tiene intención de
permanecer varios días en Oxford o en otro lugar, estad ciertos de que se
pondrá en camino al día siguiente, al alba». También describe a los hombres
dormitando en el patio del castillo mañanas enteras, con sus cabalgaduras
enjaezadas y los carros enganchados, esperando el momento en que aparezca
la silueta harto conocida por la capa corta, las botas largas y el capuchón
calado. La aparición desencadenaba una febril actividad, afanándose los
escuderos por llevar el caballo del rey, los carreteros sujetando las riendas y
los mozos de las caballerizas corriendo de unos a otros en un repentino
griterío. O bien, por el contrario, Enrique se levantaba al canto del gallo y se
producía en el acto un zafarrancho por toda la casa: corrían a despertar a los
caballeros del séquito y en medio de la noche se encendían aquí y allá
antorchas en tanto que subía un rumor del patio, donde los palafreneros se
afanaban en llevar los caballos almohazados a toda prisa.
Enrique, al que el poder apasionaba, se ocupaba todo el día de los asuntos
del reino. «Salvo cuando está a caballo —escribe Pedro de Blois— o cuando
come, jamás se sienta. Suele hacer en un día una cabalgada cuatro o cinco
veces más larga que las habituales». Con el transcurso de los años será cada
vez menos capaz de quedarse quieto. Hasta en el templo, cuando asistía a los
oficios, no podía dejar de levantarse de vez en cuando y de ir de un lado para
otro. No permanecía inmóvil más que cuando dormía, y su sueño era corto.
Sigue diciendo Pedro de Blois: «Mientras que los demás reyes descansan en
sus palacios, él puede sorprender y desconcertar a sus enemigos y vigilarlo
todo». En cuantas campañas hiciera en los tres últimos años, Enrique, en
efecto, supo desmoralizar al adversario presentándose de improviso ante un
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castillo que sabía mal fortificado, cortando el paso al enemigo cuando aún se
le creía lejos, desplazándose tanto de noche como de día. Y en la paz, el
sistema siguió dándole buen resultado. Llegaba de pronto a una ciudad real,
hacía que le presentaran las cuentas de impuestos, que hasta entonces se
recaudaban muy mal, llamaba al encargado del servicio a horas inusitadas y
hacía en persona rigurosas inspecciones. En cambio, cuidaba de su
popularidad escuchando con suma paciencia a cuantos tenían que presentarle
alguna queja. Se le veía a veces detener su caballo en medio de la
muchedumbre para dejar que se le acercasen las gentes, sabiendo entonces
mostrarse afable y acogedor.
Todo este entusiasmo no desagradaba, por cierto, a la reina, que
probablemente se aburría con su primer marido, también laborioso pero
mucho más lento, a quien sus gustos llevaban más a la meditación que a la
acción. La existencia casi patriarcal en el palacio de la Cité y aquella corte
campechana estaban bien lejos de la organización metódica que Enrique
imponía en Inglaterra, volviendo a poner en vigor las instituciones
establecidas por su abuelo Enrique Beauclerc y sus antepasados normandos.
Mucho más centralizado por entonces que el reino de Francia, el dominio
inglés recibía de los normandos, administradores natos, las estructuras y las
costumbres que antes aplicaran en su feudo continental. Dos veces al año —
por Pascua y por San Miguel—, símbolo de esta organización merced a la
cual los reyes de Inglaterra resultaban ser unos soberanos más modernos que
el rey de Francia, su soberano del continente, se celebraban las sesiones del
Echiquier (literalmente «tablero de ajedrez»; el Exchequer o Ministerio de
Hacienda actuales). Así se denominaba la rendición de cuentas que llevaba,
ya a Londres, ya a Winchester, donde estaba depositado el Tesoro Real, a
toda una multitud de pequeños funcionarios llamados a comparecer ante una
suerte de tribunal financiero compuesto por los altos barones y los principales
prelados, vasallos del rey por sus dominios territoriales. La escena tenía lugar
en una gran sala donde se alzaba una larga mesa cubierta con un paño negro a
cuadros, que la hacía parecer un gran tablero de ajedrez, de donde le viene su
nombre. Los miembros más distinguidos se sentaban en sillones en el extremo
de honor de la mesa, y se murmuraba con disimulo que la mayoría de ellos
era totalmente incapaz de seguir los actos que se desarrollaban ante sus
propios ojos: «muchos, entre los que están sentados, cuando miran no ven y
cuando oyen no entienden», se decía, parodiando las Sagradas Escrituras. No
obstante, bajo su mirada, el tesorero y su escribano, con ayuda de dos
chambelanes y dos caballeros, marcaban en trozos de madera las sumas
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recibidas y los disponían sobre la mesa que hacía de tabla de cálculo. Según el
lugar que ocupase, una misma ficha representaba un dinero o, si estaba al otro
extremo de las siete columnas en que se dividía la mesa, diez mil libras. Se
comprobaban así las cuentas que rendían los sheriffs y, una vez acabada la
verificación por los altos oficiales del reino —canciller, justicia, condestable
y mariscal—, el dinero se depositaba en cofres, mientras un ejército de
escribanos se ocupaba de transcribir en rollos de pergamino los extractos de
las cuentas así efectuadas. El poderío inglés se fundaba en estas prácticas de
contabilidad rigurosa tanto como en la vigilancia de los grandes barones tan
propensos a la insumisión, pero la mayoría de ellos estaban más sujetos en
cuanto que poseían al otro lado del Canal, en Normandía, castillos y
propiedades que habían quedado bajo el infatigable control de la vieja reina
Matilde.
Todo ello suponía para Leonor un poder real sólido, cuyo orden y ritmo
debía de apreciar. Se la ve tomar parte personalmente en la administración del
reino. Redacta actas en su propio nombre o en lugar del rey. Varias veces,
Enrique y Leonor se reparten el gobierno de las provincias, quedándose la
reina en Inglaterra cuando Enrique ha de ir a Normandía, o, al contrario,
residiendo en Anjou, Poitiers o Burdeos mientras Enrique inspecciona sus
posesiones insulares. Da órdenes de pago que se expiden, en ocasiones, a
nombre de la reina y del justicia, uno de los cargos más importantes del reino,
con el de canciller, que entonces desempeñaba Ricardo de Lucé; también a
veces estas órdenes se dan sólo en nombre de la reina. Ella administra justicia
y sus cartas, a las que da forma con todos los requisitos un canciller llamado
maestro Mateo, probablemente el antiguo preceptor de Enrique, tienen un
tono que no da lugar a réplica. Así dicta la siguiente carta dirigida al vizconde
de Londres, un tal Jean Fitz Ralph, en favor de los monjes de Reading,
quejosos por haber sido injustamente despojados de unas tierras: «Los monjes
de Reading se han quejado a mí de haber sido despojados injustamente de
ciertas tierras en Londres que les había dado Richard Fitz B. al hacerse
monje… Yo os ordeno averiguar sin demora si es así, y si esto resulta cierto,
es mi mandato que se devuelvan sin tardanza estas tierras a los monjes, de tal
suerte que en lo futuro no oiga yo más quejas por omisión de derecho y de
justicia; no voy a tolerar que pierdan injustamente nada que les pertenezca.
Salud». En otra ocasión, como el abad de Abingdon se quejara de que ciertos
servicios que le debían (sin duda rentas o prestaciones personales) no le
habían sido pagados, escribe Leonor: «A los caballeros y a los plebeyos que
posean tierras y tenencias de la abadía de Abingdon, salud. Ordeno que con
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toda justicia y sin demora prestéis a Vauquelin, abad de Abingdon, los
servicios que vuestros antepasados le han prestado en tiempo de nuestros
antepasados, del rey Enrique, abuelo del rey nuestro señor; y si no lo hiciereis
así, la justicia del rey y la mía os lo harán hacer».
Además, como siempre por entonces, sus funciones de soberana son
múltiples: ordena hacer justicia a unos y otros y, a este fin, se sienta al lado
del rey durante los juicios solemnes que se celebran anualmente en una
ciudad del reino, generalmente el día de Navidad, a menudo en Westminster,
pero también en Burdeos, Cherburgo, Falaise o Bayeux. Además, se la ve
haciéndose rendir cuentas como las de la feria de Oxford, o las de las minas
de estaño —sobre las cuales el rey percibía un derecho—, las de un molino
que ella posee en Woodstock, etcétera.
Esas cuentas, aún conservadas en los archivos ingleses en forma de
inestimables documentos, los rolls, cuidadosamente enrollados y ordenados
en pequeños compartimientos del Public Records Office de Londres,
contienen, por otra parte, toda suerte de preciosas indicaciones sobre los
gastos de la reina, por los que se percibe cómo fue ella y cuáles fueron sus
gustos. A menudo se contentan con anotar que se han pagado cuarenta y un
libras, ocho sueldos, siete dineros, por lo que llaman con la más fastidiosa
imprecisión el conroi de la reina, término vago que se podría traducir por «su
equipaje», aunque también podría designar lo que se gastó tanto en su
alimentación y la de su escolta como en las bestias de carga de las que tuvo
que proveerse, los jaeces, etc. A veces se mencionan aparte en este conroi
compras de vino o de harina, pero también figuran a menudo anotaciones más
precisas. Así, una de las primeras que nombran a la reina expresamente hace
referencia a la compra del «aceite para sus lámparas»; y parecida anotación
vuelve varias veces en los documentos que conciernen a su reinado. Podemos
imaginar a Leonor, hija del Mediodía, horrorizada por la iluminación de las
residencias inglesas —lograda principalmente con bujías de sebo o, en las
mansiones más ricas, con cirios de cera—, apresurándose a hacer traer aceite
de sus tierras aquitanas, que tiene una claridad suave y cambiante, sin malos
olores. Igualmente aparece con frecuencia la compra de vino para la reina,
porque podemos imaginar que una hija de Aquitania jamás habrá podido
habituarse a la cerveza; «cervoise ne passera vin» («la cerveza no vencerá al
vino») es un refrán de aquel tiempo. Y estimulados, sin duda, por su ejemplo,
los mercaderes de vinos de Guyena van a conocer, desde entonces, el camino
de los puertos de Inglaterra para mayor ganancia de los viñedos bordeleses y
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mayor placer de los insulares; se ha podido calcular que en la Inglaterra del
siglo XIII se bebía más vino por habitante que actualmente.
Una de sus primeras compras consiste en tela de lino para manteles,
fuentes de cobre, cojines, tapicerías. Sin duda transformó las viejas moradas
para hacerlas más agradables y también más lujosas. Al llegar, la pareja real
encontró el palacio de Westminster tan deteriorado que no pudo establecerse
en él. Así que su primera corte de Navidad, algunos días después de la
coronación, se celebró en otra residencia, en Bermondsey. Hoy en día este
nombre se aplica a un barrio londinense situado frente a la Torre, al otro lado
del Támesis, según se sale del puente de Londres, que durante largo tiempo ha
sido la única vía para franquear el río. Leonor no debió de tardar en poner la
mesa con el lujo con que, sin duda, soñara desde su estancia en
Constantinopla, y se la ve comprar oro para dorar su vajilla. También hace
traer con frecuencia las especias con que le gusta sazonar las comidas:
pimienta, comino, canela, almendras, con las que se hacen delicados pasteles
y que también sirven para el tocador, pues la leche de almendras se usa
abundantemente en las recetas de belleza de entonces; asimismo encarga
incienso, destinado, con seguridad, a su capilla y también a combatir los
olores con que la niebla impregna el suelo.
¿Qué impresión habrá podido causar a esta meridional su primera estancia
en Inglaterra y esa corona conquistada a través de caminos cenagosos,
socavados por las lluvias, luchando contra un viento tempestuoso para llegar a
toda costa a la ciudad de Londres? ¿Habrá tenido un pensamiento melancólico
rememorando los risueños paisajes a orillas del Garona, o acaso las riberas del
Sena? No es rasgo suyo la melancolía, pero sí fue vivo siempre en Leonor el
ansia de reinar a la que quizá se uniera un oscuro deseo de desquite, ya que,
después de todo, ella abandonó una corona sin estar muy segura de encontrar
otra. En toda su existencia lo demostrará: jamás retrocedió ante las
dificultades que hubo de afrontar. Por el contrario, tal vez experimentó, como
su esposo Enrique, el orgullo de haber vencido tempestades, y en su retiro de
Bermondsey, donde pasó el invierno esperando el nacimiento de Enrique,
debió de valorar el tráfico prometedor de riquezas y de poder que circulaba
por el Támesis en torno al puente de Londres, donde, en las pesadas naves
flamencas, se amontonaban los sacos de lana y los fardos de vellón, donde las
barcas iban a cargar el mineral de estaño para emprender enseguida un
trayecto milenario hacia las regiones mediterráneas. Las riberas del Támesis,
con sus astilleros y almacenes, olían a betún y a pescado seco; el espectáculo
era completamente diferente al del puerto de Burdeos, que recibía de Oriente
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mercancías ligeras y preciosas: especias, perfumes y tejidos valiosos. Pero los
comerciantes ingleses tenían espíritu aventurero y algunos no temían ir a
comerciar hasta Asia Menor. Inglaterra poseía pocos bosques, abundaba en
ovejas y minas, mas era pobre en viñas y frutales, al contrario que Guyena.
Las posesiones de la pareja real se completaban, y cuando, después del
nacimiento de Enrique, Leonor pudo gustar los encantos de la primavera
inglesa en las colinas de Surrey, cubiertas de espesa hierba, con los
encajonados caminos llenos de pájaros, tuvo que pensar con optimismo en el
futuro de aquella monarquía que juntaba tan diversas riquezas, de norte a sur,
de Escocia a los Pirineos.
Y también el pueblo debió de caerle simpático. Los ingleses de entonces
eran conocidos como camaradas alegres, soñadores y grandes bebedores. A
pesar de ello, algo les faltaba. Sus mujeres eran muy bellas, pero los hombres
aún no conocían los modales corteses que hacía largo tiempo transformaran la
vida de las regiones pictovinas. Entre ellos había admirables narradores, pero
desconocían aún a los trovadores y la lírica amorosa, el homenaje poético a la
Dama, la fin’amor y sus leyes sutiles. Sus barones estaban llenos de valor,
eran capaces de afrontar sin desfallecer las hazañas más peligrosas, mas para
asemejarse al Alejandro que imaginaban los poetas allegados a la reina les
faltaba aprender a «hablar a las damas cortésmente de amor».
Esta ciencia delicada, que hace caballero al guerrero, Leonor se creía
capaz de instaurarla por doquier, aunque fuese bajo las brumas del Támesis.
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«FIN’AMOR» EN EL CASTILLO DE TINTAGEL
PEIRE VIDAL,
Ab l’alen tir vas me l’aire
Si hubo alguna vez quien supiese «hablar a las damas cortésmente de amor»,
ése fue sin duda Bernart de Ventadorn. No vayamos a imaginar, juzgando por
el bello apellido con preposición, que fuera un gran señor, ni siquiera un
caballero de menor linaje, como tantos de las regiones del Poitou y de
Gascuña, donde los castillos distaban entre sí de doce a quince kilómetros, y
donde, por consiguiente, podían alardear de nobleza sin gozar por ello de
rentas muy superiores a las de un labrador medio de nuestros días. La
partícula, por lo demás, nunca ha significado nobleza, sobre todo en la Edad
Media, cuando tan sólo indica la ciudad o región de donde se es oriundo.
Bernart de Ventadorn nació en el castillo de este nombre, pero su padre, con
toda verosimilitud, no era más que un simple siervo, y su madre era
«hornera», es decir, empleada en la panadería de los señores de Ventadorn.
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Éste era un ambiente muy dado a la poesía. Uno de los condes de Ventadorn
—se llamaban Ebles de padres a hijos— fue apodado «el Cantor»; era
contemporáneo de Guillermo de Aquitania, aunque menos afortunado, pues
no pasó a la posteridad ya que se han perdido todos sus poemas. Sus hijos, en
cualquier caso, heredaron de él, si no el talento, al menos su gusto por la
poesía cortés, pues se les ve acogiendo, sucesivamente, a los trovadores en
boga: Bertrand de Born o Bernart Martí; y, comparadas con sus esposos, las
condesas de Ventadorn no eran menos solícitas en recibir a los poetas. Una de
ellas será trovadora e intercambiará coblas con el trovador Gui d’Ussel: es la
famosa María de Turena, mujer de Ebles V, una de «las tres de Turena», unas
hermanas que, según Bertrand de Born, habían tomado entre las tres «toda la
belleza de la Tierra».
En este ambiente cortés y cultivado, el joven Bernart debió de manifestar
desde muy temprano sus dotes poéticas, y su condición humilde no impediría
que se le admitiese en el círculo íntimo del conde y de la condesa, Ebles III y
su mujer Alais de Montpellier. Como todo trovador, era a la señora del
castillo a quien dirigía sus versos de ardiente amor, que eran admirables,
porque Bernart de Ventadorn es, sin duda, el mejor lírico del siglo XII francés,
al menos en lengua occitana. ¿Este amor fue tan sólo literario? Lo cierto es
que el conde sintió celos y un buen día Bernart tuvo que abandonar su
Lemosín natal. Ello ocurría, más o menos, en tiempos del segundo
matrimonio de Leonor. Bernart era por entonces un trovador de renombre, sin
duda el que más conmovía entre aquellos a quienes inspiraba el ideal cortés.
Sólo cantó al amor y, como Marcabrú, no quiso decir en sus versos mas que la
fin’amor, no la pasión sensual, sino el amor cortés que hace que el enamorado
se supere a sí mismo para alcanzar este joy («gozo») exultante que le inspira
el ver o el acordarse de la Señora.
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Tengo mi corazón tan lleno de alegría
que todo se transfigura:
flores blancas, rojas y amarillas
me parecen el frío,
y con el viento y la lluvia
me aumenta la ventura;
por lo que mi mérito sube y crece,
y mi canto mejora.
En mi pecho hay tanto amor
y tanta dicha y dulzura,
que el hielo se me hace flor
y la nieve verdor.
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entender que el poeta se encuentra entonces en Inglaterra, sujeto al servicio
del rey y separado de su dama, que reside
Iseo, Tristán: dos nombres que han sobrevivido desde los tiempos
feudales para traer hasta el nuestro el eco de la más conmovedora historia de
amor. Son raros los nombres medievales que han atravesado los siglos del
desdén, en los que el culto exclusivo de la Antigüedad clásica cerraba
obstinadamente los espíritus a cuanto no hablara latín o griego, cuando el
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Amor no podía ser sino Eros o Cupido y no entraba en las letras más que
como calco de una mitología seria y olímpica.
Tristán e Iseo, Roldán y Oliveros, el rey Arturo y Carlomagno son, con
Renart y su comparsa, los únicos nombres o poco más que han podido, al
menos en Francia, subsistir en nuestro patrimonio folclórico y vencer de una
ignorancia cuidadosamente mantenida por los profesores universitarios (si
exceptuamos a Gustave Cohen y a Joseph Bédier).
Mas en la época de Leonor, encontrar tales nombres en los poemas de
Bernart de Ventadorn es evocar un universo literario en plena transformación.
Siendo reina de Inglaterra, Leonor entraba plenamente en aquel mundo bretón
cuyos ecos conoció de joven en la corte de su padre por boca del narrador
Bleheri. Su nuevo reino, ¿acaso no comprendía la lejana Cornualles, batida
por los vientos del océano y teatro de las hazañas del rey Arturo?
Precisamente fue Renaud de Cornualles, partidario de su esposo, bastardo de
Enrique Beauclerc, enemigo de Esteban de Blois, quien mandó construir
hacia mediados del siglo XII el castillo de Tintagel. Las ruinas que aún
subsisten —murallas de acero bruñido, arcos abiertos sobre el vacío—
permanecen imponentes en la costa de Cornualles, abrupta y salvaje si las
hay. Todavía se distinguen allí dos construcciones, la principal de las cuales
debió de ser un elevado torreón que un puente levadizo unía a los recintos
interiores, al que sólo se llega hoy por una escalera tallada a pico en el
acantilado. En la niebla, esas ruinas que parecen estar incorporadas a las rocas
en estratos, modeladas por la tempestad desde hace milenios, dibujan
inquietantes arquitecturas. Pero basta un rayo de sol en esas regiones, donde
las nubes se acumulan y se disipan con la misma rapidez, para que, incluso
conservando su aspecto fantástico, el castillo, sobre un promontorio cubierto
de laderas de césped, pueda ser de nuevo el marco de las antiguas leyendas
familiares y sea posible complacerse en imaginar las siluetas, recortándose
sobre el azul del mar bajo el arco de medio punto, de Arturo y su sobrino
Galván, el senescal Keu, Perceval, Lanzarote y Ginebra sobre su bella yegua
blanca, mientras en la cueva a la que se ha dado su nombre, Merlín, el
encantador, acecharía su paso.
Pero ya antes de que se alzaran las murallas de Renaud, Tintagel se tenía
por el lugar de nacimiento del rey Arturo; en el castillo de Tintagel se hallaba
su corte, allí era donde reunía a sus caballeros alrededor de la famosa Tabla
Redonda, en la que no había sitio de honor ni preeminencia.
Sobre el promontorio se ha encontrado no un castillo sino lo que parecen
ser los restos de un antiguo monasterio que se remonta a la época celta, a los
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siglos que van del V al IX; este hallazgo prueba que existió en Tintagel uno de
aquellos santuarios, semejante a muchos otros que hay en Irlanda y en el País
de Gales, a los que un pueblo con imaginación vinculaba las leyendas
divulgadas por los narradores y los poetas.
Pues bien, por el tiempo en que Matilde, la emperatriz, disputaba su reino
a Esteban de Blois, estas leyendas comenzaron a tener en las letras un lugar
inesperado y, en un proceso que parecería contrario a nuestra lógica, pasarían
de ser patrimonio del folclore a la historia. Fue entonces cuando se elaboró en
la imaginación y en las obras de un galés, Godofredo de Monmouth, que
sigue siendo «la figura más extraña, la más caprichosa de la historiografía
mundial», según Reto Bezzola, una Historia regum Britanniae (Historia de
los reyes de Bretaña), que era un relato en que se engavillaban todas las
fantasmagóricas aventuras atribuidas al rey Arturo.
Este rey Arturo apenas tiene más consistencia ante los ojos del historiador
que Roldán o Guillermo de Orange, pero se ha beneficiado de una gloria de la
que no ha gozado ni el mismo Carlomagno. Esta gloria toma consistencia, a
través de una multitud de obras poéticas, en la época y en el ambiente de
Leonor. El rey y sus caballeros, beneficiándose de la extraordinaria ósmosis
que se va a producir entre la «materia de Bretaña», los grandes temas de la
caballería y el amor cortés, se convertirán en figuras inmortales, y en esta
transformación se realiza el milagro literario de nuestro siglo XII. La
proliferación de unas obras, comenzando por el nuevo género de la novela
(roman), de raíz artúrica, prometedoras del inmenso porvenir que todos
conocemos. La época se expresó a través de los libros de caballerías como lo
hizo también en los prestigiosos tímpanos, sobre los frescos y los capiteles de
las catedrales románicas. Ahora bien, siempre que se intenta explicar de
dónde ha venido, cómo se ha verificado esta fusión entre cortesía, temas
caballerescos y mitos célticos, se ve uno conducido infaliblemente a la corte
de Leonor. En su estela aparecen los poetas que darán fama a Tristán y a Iseo,
a Perceval y a Lanzarote, al rey Arturo y al hada Morgana, a la reina Ginebra
y al mago Merlín.
Entre ellos está María de Francia, que tal vez fue hija natural de
Godofredo Plantagenet, convertida en abadesa de Shaftesbury, y, sobre todo,
de Chrétien de Troyes, el genial novelista a quien imitarán todas las literaturas
occidentales. También están los escritores desconocidos, por lo menos para el
gran público de nuestro tiempo, al que le falta cierta curiosidad imaginativa
respecto a lo que precedió al demasiado famoso Renacimiento. En primer
lugar, Wace, normando de Jersey, que fue lector (clerc lisant) en la corte de
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Inglaterra en tiempos de Leonor y que en su Roman de Brut tradujo la obra
arturiana de Godofredo de Monmouth, insuflando los matices delicados del
amor aprendidos de Bernart de Ventadorn y de sus émulos: en su obra, las
pasiones violentas de la mitología céltica se tiñen de cortesía. E,
indudablemente, hay que añadir a Béroul, a Tomás y a tantos anónimos
cantores de Tristán, todos más o menos marcados por la influencia
anglonormanda.
El ascendiente de Leonor no se limita a las letras; Benoit de Sainte-Maure
dedica a la que denomina «Rica Dama de un Rico Rey» su Roman de Troie,
donde la «materia antigua», totalmente transformada, no es sino un pretexto
para poner en escena damas y caballeros. Felipe de Thaon procede de igual
forma con su Bestiario, una obra típicamente románica en la que el mundo
animal se convierte en «selva de símbolos», el universo entero descifrado
como un vasto enigma donde se lee en filigrana la historia del hombre y la de
su redención. Se han encontrado, asimismo, y no sin malicia, alusiones a la
historia de Leonor en una epopeya del tiempo de su segundo matrimonio,
Girart de Roussillon, en la que un rey, en el cual se podría reconocer a su
primer esposo, exclama suspirando: «¡Oh reina, cuántas veces me habéis
engañado!».
Pero sobre todo fue por la difusión de las leyendas artúricas y su
transformación en narraciones corteses (romans courtois) que Leonor, su
corte y sus allegados merecerán la gratitud de todos aquellos que en cualquier
tiempo y en todas las lenguas occidentales han sentido la intensa fuerza
poética que emana de temas como el de Tristán o la búsqueda del Grial.
Y si es cierto que Enrique II se mostró celoso de las maneras demasiado
corteses de Bernart de Ventadorn, por lo menos contribuyó a la moda de los
caballeros de la Tabla Redonda, prestándose, no sin complacencia, al
padrinazgo épico que le valía la evocación del rey Arturo. En efecto, gracias a
la pluma de Godofredo de Monmouth, se convirtió en un personaje casi
mesiánico. Desaparecido en el combate contra su sobrino Mordred, tras haber
vencido a los sajones de Inglaterra, y sometido uno tras otro el país de los
galos y el de los vikingos, tras haber inspirado terror a los mismos romanos,
debía reaparecer algún día tras una señal del mago Merlín —director escénico
de la historia del mundo— para reconquistar su patria con la ayuda de los
últimos bretones refugiados en la Armórica. A través de estas aventuras
saturadas de sabios astrólogos, reyes de pasiones violentas, mujeres de belleza
sin par, en castillos encantados donde se alternan los torneos y los banquetes
servidos por mil pajes vestidos de armiño y otros mil de marta cebellina, se
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vislumbraba la espera de algún gran rey capaz de devolver a Bretaña el
esplendor de antaño puesto en peligro por el mundo romano, de instaurar la
paz y de exaltar las virtudes caballerescas. Un gran rey… Enrique
Plantagenet, por muy práctico y positivo que fuera, no podía dejar de prestar
oídos a la leyenda. Una carta del rey Arturo le habría sido enviada, y él la
habría respondido. Apasionado por la historia, hizo excavaciones en la región
de Glastonbury, en donde estaba construida una abadía real que el decir
popular identificaba con Avalón, lugar de descanso del rey Arturo.
Efectivamente, se trataba de un antiguo paraje céltico donde se habían
descubierto sepulturas prehistóricas. Corrió el rumor de que se había
encontrado allí la espada Escalibor, en la tumba misma del rey Arturo,
enterrado junto a la reina Ginebra. Las leyendas que embellecían el reinado de
Arturo y que engendraban la figura mítica del mago Merlín iban a
introducirse poco a poco en este lugar venerable donde hoy en día la afluencia
de turistas, interesados en visitar el conjunto de capillas y murales grandiosos
(la abadía fue destruida durante la Reforma), parece una peregrinación. Allí
sería donde José de Arimatea habría iniciado a los celtas en la fe cristiana; en
aquel suelo sagrado había plantado una zarza de espinas destinada a florecer
dos veces al año, en Pascua y en Navidad; y allí, oculto a todas las miradas,
habría sido escondido el vaso famoso, la copa de que Cristo se sirvió en la
Cena, y en la cual, ya en la cruz, habían sido recogidas algunas gotas de su
sangre.
En el suelo de la vieja abadía echaba raíces para todos los pueblos de
Occidente la espera de los caballeros que, movidos por el amor de su Dama,
transformado en un sentimiento casi místico, se iban por el mundo en busca
de aventuras, deseosos de afrontar las pruebas que llevarían a la recuperación
del Santo Grial.
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DUELO DE REYES
CHRÉTIEN DE TROYES,
El Caballero del león, vv. 4437-4442
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una de esas bestias capaces de derribar a un oso. En el carro delantero,
magníficamente decorado, con ejes dorados y colgaduras escarlata, se
adivinaba la capilla portátil, mientras que los dos últimos, descubiertos,
transportaban barriles de cerveza.
Tras los carros venían doce mulos enjaezados, cada uno cargando dos
cofres entre los que retozaba un mono de cola larga. Dichos cofres guardaban
la vajilla de plata que se sacaba en las etapas: cucharas, aguamaniles y
grandes vasos. Los mozos de cuadra, que llevaban cada mulo por el cabestro,
iban todos igual vestidos, con la librea del rey de Inglaterra. Seguidamente
venían los hombres de armas portando los escudos y llevando de la brida los
caballos de los dignatarios: clérigos y caballeros, oficiales de la Casa Real y,
finalmente, rodeado de algunos íntimos, el canciller del rey de Inglaterra,
Tomás Becket.
No se recordaba haber visto jamás embajada semejante y se hablaría de
ella mucho tiempo, aún después de haber enmudecido las trompetas de los
heraldos que abrían y cerraban la marcha triunfal.
Enrique y Leonor habían decidido entrar en negociaciones con el rey de
Francia, y el canciller, con quien habían contado para llevar a cabo los tratos,
puso todo de su parte para lograr un éxito completo. Tomás Becket era el
hombre que había logrado el éxito, el hombre de la tarea bien hecha, y cuando
ésta se ajustaba a sus gustos, que eran de magnificencia y generosidad, él se
mostraba insuperable. Enrique lo sabía y se felicitaba a diario por haber
escogido como canciller, casi inmediatamente después de la coronación, al
hijo de un simple burgués de Londres, un normando que el arzobispo de
Canterbury, Teobaldo, había designado para el rey. Sin embargo, el influjo
ejercido por ese hombre, quince años mayor que su esposo, no dejaba de
disgustar a Leonor; sentía hacia él una suerte de rivalidad celosa: rara vez
acepta una mujer al mejor amigo de su esposo, y el canciller no tardó en serlo
del rey. Leonor tuvo que resignarse a compartir un dominio que hubiera
deseado ejercer sola. Sin embargo, por fuerza tenía que admirar en él el
sentido de la eficiencia y el celo en el servicio, que sabía cumplir de modo
elegante, incluso fastuoso. Cuando se confió a Tomás la misión de arreglar el
palacio de Westminster, la restauración, que a cualquier otro hubiera exigido
varios años, se llevó a cabo en cincuenta días, de Pascua a Pentecostés. El
griterío era tal en los andamios donde se apretujaban a la vez todos los
gremios de artesanos —desde albañiles a plomeros—, que, se decía, no se
entendían mejor en la torre de Babel.
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Ahora se trataba de deslumbrar al rey de Francia, de hacerle apreciar la
gestión que su vasallo por Normandía, Anjou, Poitou y Guyena consentía en
llevar a cabo para asegurar la paz entre ambas Casas. Y Tomás no había
descuidado nada para llenar de asombro a ciudades y pueblos en el paso por
Normandía y la llegada a París. Durante todo el tiempo de su estancia se
mostró espléndido, llenando de regalos al rey y a sus allegados, saciando de
cerveza inglesa a la plebe que venía a visitar, llena de curiosidad, los edificios
del Temple que se le habían asignado como residencia al rey y a su escolta,
dejando vacíos los mercados de los alrededores, Lagny, Corbeil, Pontoise —
el rey se había cuidado de avisarle que no se podría abastecer en París—, de
carne, de pan y de pescado cuyo precio sus agentes tenían orden de pagar sin
regatear.
Esta fastuosa cabalgata produjo su efecto: cuando llegó a Normandía,
Tomás Becket había obtenido del rey Luis VII que su hija Margarita, una
criatura de seis meses, fuese prometida a Enrique, el hijo del rey de Inglaterra.
El rey de Francia, en efecto, se había vuelto a casar cuatro años antes; en
1154 decidió hacer la peregrinación a Santiago de Compostela, para lo cual
era necesario atravesar el dominio de Leonor, lo que hizo sin pedir
autorización a su vasalla, que como hubiera sido de mal gusto por su parte
protestar, se abstuvo de ello. A su regreso, Luis VII hizo saber su deseo de
desposar con Constanza, hija del rey de Castilla.
Se anunciaba un heredero tras dos años de matrimonio; espera llena de
esperanza para la Casa de Francia, puesto que Luis no tenía para sucederle
más que las dos hijas de Leonor, María y Alix. Pero el cielo le envió otra hija,
la pequeña Margarita. Ahora cuesta comprender el valor que se daba entonces
a un heredero, cuando hoy una reina gobierna un estado sin salir, o poco
menos, de su despacho. En aquella época, administrar un feudo o un reino
significaba que se hacían personalmente las operaciones de justicia y de
policía que implica todo gobierno. El rey, el señor, deben ser capaces de
empuñar la espada, de llevar la cota de mallas y de ir al frente de sus hombres
para castigar al vasallo ladrón y tomar por asalto el castillo de quien se negara
al homenaje. De ahí la situación de inferioridad en que se encontraba el feudo
que heredaba una mujer soltera: si escogía un esposo incapaz era de temer lo
peor. Esto se pudo comprobar, en la misma época de Leonor, en el reino de
Jerusalén. El capricho de su heredera, Sibila de Jerusalén, que, contra el
parecer de sus barones, casó con un apuesto joven poco valeroso (un vasallo
de Leonor, Guy de Lusignan), implicó la pérdida de la Ciudad Santa, de esta
Jerusalén cuya reconquista había costado tanta sangre y tantas lágrimas.
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Con aflicción, Luis VII se encontró con una hija más. Con cuánta
amargura aquel pobre hombre debió de enterarse de que Leonor, casada de
nuevo, había dado a luz un niño, luego otro y, últimamente, un tercero: el
nacimiento de Ricardo en 1157 compensó la pérdida del hijo mayor, el
pequeño Guillermo, muerto a los tres años; y en los días de la embajada de
Tomás Becket, Leonor estaba de nuevo encinta. Cuando en septiembre supo
Luis que otra vez había dado a luz un varón, Godofredo, el desdichado rey de
Francia, pese a su gran devoción, debió de pensar que decididamente Dios
prefería a los angevinos.
En verdad que todo le salía bien a la pareja real de Inglaterra. Dos años
antes, Enrique y Leonor habían reunido en Burdeos su corte plenaria, y su
autoridad fue reconocida sin dificultad por los vasallos del ducado de
Aquitania, tradicionalmente insumisos; y la última primavera, en Pascua de
1158, tuvo lugar una segunda coronación en Worcester ante todos los grandes
señores ingleses y galeses, más solemne aún que la de Westminster, años
antes. Enrique era ya el monarca más poderoso de Occidente. Uno tras otro,
los últimos partidarios de la Casa de Blois entregaban sus castillos y pagaban
tributo; el rey Malcolm de Escocia, al principio reacio, había acabado por ir a
rendirle homenaje por sus tierras inglesas. Los barones galeses, entre los
cuales siempre estaba presto a soplar un viento de rebeldía, fueron puestos
rápidamente en razón. Enrique, cuyas cualidades de administrador igualaban
su talento militar, acababa de emprender una nueva acuñación de moneda,
más fuerte y sana que las conocidas hasta entonces, y que inspiraba confianza
a los mercaderes de la ciudad de Londres, seguros de poder contar con pagos
en metálico contante y sonante. Su celebridad se extendía más allá de las
propias fronteras: el conde de Flandes, Thierry de Alsacia, en el momento de
partir hacia Tierra Santa, le confió la custodia de su tierra y de su joven hijo.
Leonor desempeñaba eficazmente su papel al lado de Enrique: reina de
Inglaterra cuando a su esposo le retenían en sus dominios continentales, pues
tenía asuntos en el condado de Anjou o en el ducado de Normandía, ella
volvía a ser duquesa de Aquitania y condesa de Poitou cuando él era llamado
a Inglaterra. Esta vida era precisamente la que había deseado: activa, fecunda,
triunfante. Y aquel verano de 1158, que comenzó con un triunfo diplomático,
iba a señalar otro éxito. El hermano de Enrique, Godofredo, el eterno
insumiso, acabó encontrando un sustitutivo a su ambición, cuando recurrieron
a él los bretones de la Bretaña continental, que habían arrojado a su señor.
Godofredo tomó, pues, posesión del ducado de Bretaña. Acababa de llegar a
Nantes y apenas había comenzado a desempeñar por fin un poder que
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colmaba sus sueños, cuando el desdichado joven murió. Este fallecimiento,
acaecido el 26 de julio de 1158, dio a Enrique la ocasión de reclamar al rey de
Francia el título de senescal de Bretaña, afirmando que sus antepasados lo
habían llevado siempre. Luis VII, resignado, se lo otorgó. ¿Qué otra cosa
podía hacer? Los dominios de su poderoso vasallo se interponían entre él y
aquella lejana región, mal conocida y de la que todo —costumbres, lengua—
era extraño a la corte de Francia. Así, Enrique y Leonor pudieron considerarse
en adelante dueños de todo el oeste de su reino.
El conjunto de los acontecimientos corroboraba las perspectivas abiertas
por la embajada de Tomás Becket a París. Nos podemos imaginar a Leonor y
a Enrique hablando entre ellos del reino de Francia con una sonrisa de
complicidad. A partir de ahora tratarían de igual a igual a aquel que seguía
siendo su soberano por sus dominios continentales. ¿Y quién sabe si algún día
no se reunirían las dos coronas de Francia y de Inglaterra sobre la cabeza de
su hijo, el joven Enrique, prometido a la princesa Margarita? Tal parece que
fuera la mayor ambición de Leonor. No se resignaba a dar por perdida la
corona que había abandonado. En 1158, seis años después de la separación de
Beaugency, está preparada, con su nuevo esposo, para trazar una política con
futuro. Y el objetivo de dicha política será, ni más ni menos, el reino de
Francia.
De antemano, parece que la unión matrimonial de Enrique y de Margarita
realiza la unión de ambas coronas. De este modo, desposándola con el
Plantagenet, Leonor habrá hecho nacer un nuevo imperio: todo el Occidente
de Europa en manos de una dinastía con gran porvenir, la cual, originaria de
Aquitania, relevaría a los Capetos.
¿Qué obstáculos se presentan a estos sueños de grandeza? Tan sólo la
presencia de las propias hijas de Leonor, María y Alix, que por edad
prevalecen sobre la pequeña Margarita. María, ya de muy niña —cuando la
partida a Tierra Santa, en 1147, y por entonces tenía dos años—, fue
prometida al conde Enrique de Champaña, hijo de aquel Teobaldo al que
Leonor desafió cuando ocupaba el trono de Francia. Después Alix también
fue prometida a un príncipe de la Casa de Champaña, el hermano de Enrique,
Teobaldo de Blois, el mismo que forjó el audaz proyecto de raptar a Leonor a
su paso por sus estados. El rey de Francia, al reforzar las alianzas con la Casa
de Blois-Champaña, esperaba, sin duda, hacer fracasar las ambiciones
angevinas. No es la primera vez que la prudencia de los Capetos ha
mantenido así la paz entre los dos poderes rivales. Sin embargo, esta vez la
suerte del reino depende de ello: ¿caerá en manos de uno de la Champaña o
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del angevino señor de Inglaterra y de una gran parte de Francia? ¿Encontrará
París su dueño al este o al oeste del reino?
Para Enrique y Leonor la respuesta apenas ofrece duda. En la gran partida
de ajedrez entablada, ellos solos son capaces de dar mate al adversario de
Champaña; todo estriba en colocar cuidadosamente los peones en el avance.
Y la pieza clave en el juego es, evidentemente, la pequeña Margarita, ya
prometida de Enrique el Joven. La costumbre de la época exigía que aquélla
fuese educada en el seno de su familia política. Por ello, algún tiempo después
de la visita de Tomás Becket, el rey de Francia recibió la del rey de Inglaterra,
que había ido en persona a buscar a la pequeña prometida, aún de pañales.
Luis puso como condición que no fuera educada por Leonor. Ésta lo había
previsto, y de antemano estaba resuelta a hacer todas las concesiones
necesarias. Se escogió un caballero que ofrecía todas las garantías para ambas
partes, el señor Roberto de Neubourg, hombre cuya vida era tan ejemplar
como su piedad y que hablaba de retirarse a una abadía. Aceptó asumir el
cuidado de la niña, aplazando para más adelante un proyecto que, en efecto,
llevó a cabo al año siguiente, haciéndose monje en la abadía de Bec.
Al cabo de unas semanas Luis declaró su intención de efectuar una
peregrinación al Mont-Saint-Michel. Enrique hizo algo más que concederle el
paso solicitado a través de sus estados de Normandía: recibió con solicitud a
su soberano, que tuvo ocasión de comprobar cómo era cuidada su hija. Y aún
más: como la atmósfera era propicia a la concordia, Enrique, a instancias de
Luis, aceptó reconciliarse con sus enemigos de siempre, los condes de Blois-
Champaña. Mediante el intercambio de algunos castillos en sus límites
respectivos (Teobaldo de Blois entregaba Amboise, Enrique devolvía
Belléme), se hizo la paz.
Así, este año 1158 veía liquidar las antiguas disputas y cómo se iniciaba
una política positiva. Cuando Enrique y Leonor, por Navidades, reunieron
juntos su corte en Cherburgo, pudieron comprobar con satisfacción el camino
recorrido en cuatro años desde el día en que afrontaran juntos en Barfleur el
agitado mar, para ir a tomar posesión de su nuevo reino. Fuertes ahora con sus
posesiones en las dos orillas del Canal, se encontraban entre sus vasallos,
tanto de Inglaterra como del Poitou, y con sus cuatro hijos que representaban
otras tantas esperanzas para el porvenir. El mayor, Enrique, llegaría a rey de
Inglaterra, y acaso también de Francia; en Ricardo se cifraban las esperanzas
que antaño alimentó Leonor para su primogénito Guillermo, y veía ya en él
un conde de Poitiers; en cuanto a Godofredo, ¿por qué no habría de recibir el
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feudo de Bretaña, herencia de aquel tío cuyo nombre llevaba? Y por último,
sólo un gran señor podría aspirar a la mano de la pequeña Matilde.
Tanto en los actos como en los planes de la pareja real en estos años de
esplendor, parece ser la voluntad de Leonor la que triunfa; simples tentativas
o logros plenos, todo cuanto hacen los reyes se ajusta a sus miras personales.
Una vez tranquilos respecto a Inglaterra, forjan sus proyectos en lo tocante a
su dominio. Sin hablar de sus intenciones sobre la corona de Francia, se ve,
este año de 1158, cómo Enrique Plantagenet hace una incursión en el
Lemosín para poner en razón al vizconde Gui de Thouars, que desde hace
tiempo alardea insolentemente de su independencia respecto a sus soberanos
los condes de Poitiers. Aunque lleva un tren de vida fastuoso, rodeándose de
una corte de vasallos como la de un rey y exhibiendo con orgullo sus
pertrechos de caza, no tiene más remedio que someterse y su castillo,
considerado inexpugnable, es tomado tras asedio de tres días.
Y he aquí que otra vez Leonor, como en sus primeros años de matrimonio
con el rey de Francia, mira hacia Tolosa. No ha renunciado nunca a sus
derechos sobre Tolosa, herencia de su abuela Felipa. En el momento en que
su reconciliación con la Casa de Blois-Champaña deja a Enrique las manos
libres sobre la frontera de Anjou y Normandía, ¿no es hora ya de hacer valer
sus reivindicaciones tolosanas? El conde de Tolosa, Raimon V, no es más que
un personaje ruin que intenta sin escrúpulos aumentar sus dominios por el
lado de Provenza. Obligarle a reconocer la soberanía de los duques de
Aquitania significa abrirse camino hacia las ciudades occitanas, hacia el
Mediterráneo, puerta de ese Oriente cuyo prestigio impresionara tanto a
Leonor. Un punto delicado: Raimon ha desposado con la hermana del rey de
Francia y no se debe comprometer desde el principio una alianza que ofrece
deslumbrantes perspectivas al joven heredero de Inglaterra. Pero todos saben
que Raimon hace mil afrentas a su mujer, la desgraciada Constanza de
Francia, y es lógico dudar de que Luis VII se preocupe mucho de defender a
su poco simpático cuñado y vasallo. Éste ve formarse en su contra una
verdadera liga: el conde de Barcelona, el conde de Montpellier y la
vizcondesa de Narbona, la famosa Ermengarda, de célebre belleza, que los
trovadores cantan a cual más, todos ellos tratan de sacudirse una soberanía
que les pesa. El momento es, pues, favorable.
Desde enero de 1159 Enrique y Leonor, juntos, dejan Normandía para
hacer una gira por Aquitania.
Inglaterra estaba suficientemente pacificada para que el justicia del reino,
Roberto, conde de Leicester, asegurase por sí solo la custodia. En Blaya, los
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soberanos encontraron al conde de Barcelona, Ramón Berenguer V. Se habló
de casar a su hija Berenguela con el joven Ricardo; de todos modos la Casa de
Barcelona prestaría ayuda contra la de Tolosa, de la cual estaba quejosa. Se
podía contar con el apoyo del vizconde de Carcasona, Raimon Trencavel,
también en contra del tolosano.
Todas las circunstancias favorecían los proyectos de Leonor. Enrique
comenzó por establecer en Inglaterra y Normandía un impuesto de guerra: en
Normandía solicitaba sesenta sueldos a cada caballero y en Inglaterra la suma
ascendía a dos marcos. La facilidad con que fueron cobradas las sumas
debieron de llenarle de satisfacción, de orgullo; su sistema administrativo,
bien organizado, se mostraba eficaz sin lugar a dudas. La cantidad así reunida
permitía reclutar un fuerte ejército de mercenarios. Enrique empezaba a tener
suficiente experiencia militar para desconfiar de los contingentes de sus
vasallos, que, no estando obligados más que a un servicio de cuarenta días al
año, podían desertar en pleno desarrollo de las operaciones. Tolosa estaba
lejos y su asedio podía requerir tiempo.
Vuelto Enrique a Poitiers, dio orden a sus grandes vasallos para que se
reunieran con él, armados, por San Juan, el 24 de junio. Sin embargo, antes de
entrar en acción consideró oportuno solicitar una entrevista al rey de Francia.
Tuvieron sucesivamente dos: la primera en Tours, la segunda en Normandía,
en Heudicourt. Y en ambas ocasiones Enrique pudo comprobar, no sin
sorpresa, qué obstinado era aquel al que se consideraba débil y tímido. No
sólo por ser su cuñado defendería Luis VII al conde de Tolosa contra toda
acción abusiva: era su vasallo y como tal tenía derecho a su protección;
ninguna fuerza en el mundo impediría al rey hacer lo posible para proteger la
justicia en su reino.
Enrique descubría en Luis un aspecto hasta entonces ignorado. No lo
conocía más que como marido de Leonor, un hombre fácil de engañar,
carente de confianza en sí mismo, propenso al desaliento, frente al cual se
sentía como el joven vencedor en un torneo. Pero Luis acababa de hablarle
como rey, como soberano, resuelto a hacer respetar la costumbre feudal y
acudir en defensa de su vasallo. También Enrique era rey y no le convenía en
modo alguno dar ejemplo de violación de los usos feudales. Quizá, al regresar
a Poitiers, hubiera desistido de buen grado de los preparativos de combate,
pero le llegó la nueva de que el rey de Escocia, Malcolm, su vasallo antaño
insumiso, se había hecho a la mar con una flota de cuarenta navíos para
participar en la expedición. Por otra parte, su canciller Tomás Becket
terminaba de equipar setecientos caballeros que también se disponían a
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atravesar la Mancha. Incluso el hijo de Esteban de Blois, Guillermo el
Bastardo, se disponía a unírsele. Decididamente era demasiado tarde para
desistir.
Causó gran asombro cuando se supo cómo acabó la lucha: después de
sitiar Tolosa Enrique se retiró sin combatir, diciendo que no podía poner sitio
a una plaza fuerte en la que estuviera su soberano. En realidad, Luis VII,
desde el comienzo de las hostilidades, el 24 de junio, se había dirigido a
Tolosa con un puñado de hombres. La marcha de Enrique, tan rápida por lo
general, había sido excepcionalmente lenta. Había concentrado sus fuerzas en
Périgueux, donde —¿acaso esperaba desplegar sus fuerzas para intimidar al
rey de Francia?— había tenido lugar una brillante parada militar ante el doble
ejército que mandaba: el ejército feudal, lleno de estandartes, erizado de
lanzas con pendones y piafando con impaciencia por combatir, y en filas
cerradas, el ejército de mercenarios brabanzones, sólida infantería, alineada
en pequeños contingentes bien disciplinados. Había dado el mando de la
caballería al rey Malcolm de Escocia, quien a su vez armó caballeros en el
acto a treinta jóvenes nobles de entre sus vasallos. Mientras tanto se supo que
Cahors se había alzado en favor del rey de Inglaterra y que el conde de
Barcelona se había puesto en marcha uniendo sus fuerzas a las de Raimon
Trencavel. La partida parecía ganada de antemano.
Y, no obstante, el sitio no tuvo lugar. El conde de Barcelona perdió el
tiempo y el conde de Tolosa se atemorizó en balde. Enrique, al llegar cerca de
Tolosa, bruscamente dio a su ejército la orden de retroceder: declaró que la
fidelidad al juramento feudal le impedía sitiar una plaza en la que estuviera su
soberano.
¿Qué pasó exactamente? Los historiadores no se lo explican. Unos tratan
de dar una razón estratégica: Enrique juzgaría que se aventuraba demasiado
lejos de sus bases; pero si se compara la expedición de Tolosa con la
conquista de Irlanda, que tendrá lugar unos años más tarde, nos sentimos
inclinados a encontrar insuficiente dicha explicación. Otros han supuesto
posibles traiciones y amontonado toda suerte de hipótesis. Los
contemporáneos, por su parte, al relatar los acontecimientos se ajustan a la
explicación dada por Enrique: no quiso sitiar una ciudad en la que estaba su
soberano, lo que, en efecto, era contrario a las costumbres feudales.
Naturalmente, el historiador de hoy, habituado a juzgar según su mentalidad,
rechaza cualquier causa no basada en motivos de orden militar o económico.
Y calificaría de muy ingenuo a quien aceptase razones acomodadas a la
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mentalidad del siglo XII. Por otra parte, ¿acaso Enrique no había hecho poco
caso en varias ocasiones del juramento feudal?
Pero somos nosotros quienes nos permitimos considerar ingenuo al
historiador incapaz de admitir que un hombre pueda obrar de modo distinto
en diferentes períodos de su vida. La obsesión por el «bueno» y el «malo», el
«lobo» y el «cordero», el «indio» y el «cowboy» sigue arraigada,
curiosamente, en la mayoría de las personas, y es responsable de gran número
de errores que se evitarían, probablemente, ateniéndonos más a menudo a la
vida cotidiana, al examen de nuestros semejantes y al de nosotros mismos.
¿Acaso no es frecuente ver a una persona actuar «bien» en una ocasión y
«mal» en otra?
Lo que no ofrece duda es que Enrique, en aquella ocasión, hizo retroceder
el magnífico ejército tan bien dispuesto alegando el juramento feudal. Y si es
necesario, a la fuerza, poner como causa los intereses, ¿tenía interés él, siendo
rey soberano, en dar ejemplo de prevaricación? El aviso que Luis de Francia
le había dado en sus dos entrevistas ¿por qué no había de inducirle? A
Enrique le importaba sobremanera dar ejemplo de fidelidad a las costumbres
feudales a sus numerosos vasallos en un reino aún no bien consolidado.
Además, habría que ser ciego para considerar al Plantagenet como una
persona «de una pieza», a él, en quien abundan las contradicciones. En el
asunto de Tolosa, esta súbita vuelta atrás salvó la corona. ¿Acaso no sabía
Enrique mejor que nadie a qué disgustos se hubiera expuesto apoderándose
del rey de Francia?
Confió a su canciller la misión de llevar el ejército a Cahors, y él marchó
a Limoges y después a Normandía, donde, mientras tanto, el hermano del rey
de Francia, Roberto de Dreux, había efectuado rápidamente una diversión.
Esta vez el rey de Inglaterra dirigió con energía las operaciones: quería al
mismo tiempo conservar Normandía en su integridad y demostrar que desde
el punto de vista militar no había perdido cualidades para hacer uso de ellas.
Si su prestigio disminuyó por el desgraciado asunto de Tolosa, la impresión se
borró por completo cuando, tras haber efectuado una incursión en la región de
Beauvais, destruyendo la fortaleza de Gerberoy y obligando al conde de
Evreux a rendirle homenaje, fue manifiesto a todos que ni siquiera el rey de
Francia podría ir con seguridad de París al viejo feudo de Etampes, que fue
siempre de sus antepasados. Por ello, Luis VII pidió una tregua que le fue
concedida en el acto.
Quizá Leonor sintió cierto despecho por esta expedición fallida, pero
Raimon de Tolosa, desde luego, sí que guardó un hondo rencor contra ella,
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como iban a probar acontecimientos posteriores.
De momento el episodio no figuró de otro modo en los anales de los
Plantagenet. Ya en los primeros días de 1160 Leonor volvió a Inglaterra;
debía sustituir a su esposo, quien deseaba efectuar en Normandía la tarea de
reforma y administración ya llevada a cabo en sus estados insulares. Y de
nuevo una vida errante. Las cuentas, así como las cartas de ella, nos la
presentan recorriendo el país, yendo de una a otra residencia, preocupándose
de que le llegue vino para su mesa y aceite para sus lámparas. Los caminos ya
son seguros en Inglaterra; los sheriffs se ocupan a conciencia de recaudar
impuestos y de administrar justicia. Sobre las verdes colinas pacen rebaños de
ovejas cuyo número crece de año en año gracias a métodos de cría racionales
que practican los monasterios cistercienses; su lana se amontona en fardos
cada vez mayores en el puerto de Londres, adonde vienen a recibirlos los
mercaderes de Flandes. Desde entonces los barriles de vino de Guyena se
alinean también en pirámides regulares en los puertos de la Mancha, en tanto
que, del otro lado del mar, los viñadores aquitanos reducen cada año el
barbecho para aumentar la superficie de sus viñedos. El vino de Burdeos entra
en las tabernas y desde entonces hace una seria competencia a la cerveza
inglesa.
Y yendo por esos caminos, cuyo trazado apenas ha variado desde
entonces, se ven en la Inglaterra de hoy los paisajes, los castillos y las
ciudades que Leonor pudo atravesar en el transcurso de aquellas cabalgadas,
aspirando el olor de la hierba fresca, durante la primavera inglesa, llena de
pájaros. La imaginamos dejando Bermondsey, ya al otro lado del Támesis,
llegando al burgo de Westminster, donde las murallas del palacio recién
construido ponen su nota brillante, en tanto que, a la derecha, más allá de esa
parte —el Strand— que aún puede reconocerse en la topografía londinense, se
alzan los muros de la City. Más hacia el oeste, pasada Oxford, donde ya
enseñan reputados maestros, Leonor va con frecuencia a residir en
Woodstock, en medio de un paisaje amplio y ondulado que rodean grandes
bosques y donde pacen caballos y puercos. Se la encuentra en Sherborne,
donde la piedra color ocre de los tejados y muros de las casas resalta sobre los
tonos severos de Cornualles o las rojas murallas de los castillos de Devon. Y
por doquiera, salpicadas aquí y allá, al borde de las praderas, ríos o arroyos,
se alzan las pequeñas chozas encaladas, como se ven a veces hoy en día en los
recodos de los caminos en Inglaterra, y aún más en Irlanda. Las abadías son
numerosas y algunas, como Saint-Albans o Tewkesbury, han conservado
huellas de la época de Leonor, con sus altos arcos de medio punto y sus
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poderosos pilares. El rey y la reina se preocupan mucho de ellas: crean o
confirman las nuevas fundaciones, ayudan a las reformas, y la Orden de
Fontevraud, predilecta de Leonor, se extiende por Inglaterra bajo su impulso:
en Eaton, en Westwood se encuentran, asimismo, las hijas espirituales de
Robert d’Arbrissel, y a ellas recurren los soberanos cuando en la abadía de
Amesbury, donde se han producido escándalos, hay que sustituir a las
religiosas castigadas por las sanciones eclesiásticas. También son numerosos
los torreones que datan de aquel tiempo, desde la misma torre de Londres o el
castillo de Dover hasta Portchester, Farnham o Carlsbrooke, en la isla de
Wight, adonde Leonor fue varias veces con sus hijos, tal vez como hoy se va
de vacaciones a la costa.
Y esta época no fue menos próspera en el continente.
Enrique es un príncipe constructor, y esta actividad correspondía, sin duda
alguna, a los gustos de Leonor. Por ello emprenden la edificación de una
nueva residencia en Poitiers, donde será construida la gran sala del palacio;
amplían el castillo de Angers y el de Ruán, mientras en los alrededores de esta
ciudad, en Quevilly, levantarán una suerte de casa de campo rodeada de un
amplio parque poblado de aves; sin hablar de esas fortificaciones en la
frontera de Norman día y del Maine, en Amboise o en Fréteval, que tienen
sobre todo una finalidad estratégica. En Bures hacen construir un verdadero
palacio, para el que fue preciso talar casi mil robles; y finalmente, como era
normal entonces, las fundaciones hospitalarias —como la leprosería de Caen
— son numerosas tanto en Francia como en Inglaterra. En suma: todo
manifiesta la prosperidad de aquel reino del oeste que crece y se desarrolla al
compás de las ambiciones comunes de la pareja real.
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13
TOMÁS, EL MÁRTIR
GUERNES DU PONT-SAINTE-MAXENCE,
Vida de santo Tomás Becket
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—¡Es que nos ha nacido un rey! ¡Dios ha dado un heredero al reino y
vuestro rey sufrirá por ello humillación y daño!
El resto de las palabras se pierde en medio de los gritos de alegría y las
carreras de la multitud.
En efecto, unas horas antes Luis VII había sido despertado por uno de sus
escuderos que venía a comunicarle la feliz nueva: la reina, que estaba en
Gonesse, acababa de dar a luz a un niño. Loco de alegría, el rey de Francia
ordenó en el acto que la noticia se divulgase por las calles de París; había
dictado una cédula por la que el portador de la feliz nueva debía percibir cada
año tres modios de trigo de los graneros reales. Después se apresuró a ir a
Gonesse a ver al heredero que ya no esperaba, a Felipe el Dieudonné
(«Diosdado»).
Sin esperar a que se realizara la promesa de mal augurio que la
desconocida anciana había hecho a Giraldo de Barrí, el acontecimiento venía
a destruirlas esperanzas que hubieran podido abrigar Enrique y Leonor de ver
un día las coronas de Francia e Inglaterra reunidas sobre la cabeza de su hijo
mayor. Dicho acontecimiento podían haberlo previsto hacía tiempo: desde
que Luis VII se casó con Adela de Champaña. En efecto, en 1160 el
desdichado rey de Francia había visto morir a su segunda mujer, Constanza,
al dar a luz a una hija. Pero dos semanas después se supo con asombro que el
soberano había decidido contraer matrimonio por tercera vez y en esta
ocasión había escogido a Adela de Champaña. La elección había de producir
en la Casa Real de Francia curiosos embrollos de parentesco, ya que Adela
era hermana de dos condes, Enrique de Champaña y Teobaldo de Blois, a
quienes Luis quería convertir en yernos suyos. Pero había una cosa más grave
que este detalle destinado a complicar un tanto la tarea de los genealogistas.
Se trataba de un golpe directo a la Casa de Anjou: el reino de Francia se
entregaba literalmente a los de Champaña.
Enrique y Leonor respondieron presto, celebrando en Ruán el matrimonio
del pequeño príncipe Enrique (cinco años) con la pequeña princesa Margarita
(dos años). Con esto entraban en posesión de la dote prometida a los niños
reales: el Vexin normando, defendido por la fortaleza de Gisors, que seguía
siendo la manzana de la discordia entre Francia y Normandía, y que, diez
años antes, Godofredo Plantagenet había entregado voluntariamente al rey de
Francia para probarle su voluntad de paz. La fortaleza de Gisors se había dado
en custodia a los templarios cuando los esponsales de Enrique y Margarita;
celebrado el matrimonio de los niños, la Orden no tenía ya ninguna razón para
conservarla, y entregaron las llaves al rey de Inglaterra. Luis VII, sintiéndose
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burlado, empezó por expulsar a los templarios de su casa de París; hubo
algunas escaramuzas en las fronteras del Vexin, pero, como siempre, tuvo que
resignarse ante el hecho consumado.
Y ahora su tercera esposa le daba por fin el ansiado heredero. Y ello en el
momento en que Enrique Plantagenet extendía sus ambiciones más allá del
reino de Francia y se interesaba por el Imperio: en efecto, en la primavera de
1165, su hija mayor, Matilde, fue prometida al duque de Sajonia, Enrique el
León, matrimonio que tuvo que agradar a su madre, la ex emperatriz Matilde,
quien vivía siempre en Ruán y continuaba concediendo títulos en los que, a
decir verdad, el testigo más frecuente era su médico Hugo.
Cuando nació el pequeño Felipe de Francia, para la historia Felipe
Augusto, Leonor estaba encinta. En septiembre daría a luz a una hija, Juana,
la tercera que tuvo de Enrique, ya que antes, en 1161, había nacido otra
pequeña, a quien dio su propio nombre. Un último nacimiento tuvo lugar al
año siguiente; fue un hijo, llamado Juan, y, para la historia, «Juan Sin Tierra».
Pero ya por estas fechas se había producido una grieta irreparable: entre
Leonor y su esposo se había interpuesto una figura, la de la «bella
Rosamunda», a la que Enrique había hecho su amante, y se acabó aquella
comunión de esperanzas y ambiciones que hasta entonces les había llevado a
obrar conjuntamente. Traicionando a Leonor, Enrique hacía, de la que fue su
aliada para lo mejor y para lo peor, una enemiga tan encarnizada en
perjudicarle como incondicional había sido en apoyarle.
Un infinito número de baladas y dramas en verso se han cantado en
Inglaterra a la bella Rosamunda. Y su nombre evoca una serie de leyendas en
las que Leonor desempeña inevitablemente el papel de la malvada, no sólo el
de la mujer burlada, sino, más aún, el de la reina vengativa que, llena de odio,
acaba matando a su rival. Muy pronto poetas y dramaturgos situaron en
Woodstock el escenario de los amores de Enrique II con la bella Rosamunda,
Fair Rosamond; tanto se encuentran bajo un emparrillado como en una alcoba
engalanada por cortinas, y, para librar a su amada de la venganza de la reina,
Enrique hace construir un laberinto cuyo secreto tan sólo conoce él y un fiel
servidor. Pero mientras el rey permanece por fuerza en el continente por la
rebelión de sus hijos, Leonor, obcecadamente celosa, descubre el secreto del
laberinto, llega hasta el retiro de Rosamunda y la obliga a matarse en su
presencia, dándole a escoger entre el puñal y el veneno. La bella Rosamunda
toma el veneno y su cuerpo es enterrado en el convento de Godstow por las
conmovidas y piadosas monjas.
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La trama histórica que encubren estas leyendas ha sido aclarada sin
mucho esfuerzo por los eruditos y, como siempre, la realidad se muestra
mucho más dramática que la ficción. Rosamunda, hija del caballero
normando Gautier de Clifford, aparece en la historia y en la vida de Enrique
Plantagenet hacia el año 1166, el del nacimiento de Juan, el futuro Juan Sin
Tierra. Quizá Leonor supo de la infidelidad del esposo cuando fue a Inglaterra
a pasar las fiestas de Navidad y a dar a luz. Hasta entonces, dígase lo que se
quiera, Enrique había sido un esposo relativamente fiel. Parece seguro que se
ha exagerado su libertinaje y que, al menos en este período de su vida, si bien
se permitió algunos desvíos pasajeros, tuvo, en conjunto, una conducta
aceptable. La única anécdota en la que se han podido fundar para insinuar lo
contrario es la que alude a una amante que tuvo en Stafford, una mujer
llamada Avise (¿podría suponerse que fue la madre de los dos bastardos,
Godofredo y Guillermo, que había tenido antes de casarse?), de la que se
había cansado y que hizo que le llevaran diversos presentes al canciller
Tomás Becket, un día en que éste se encontraba de paso en Stafford. Esto
hizo concebir sospechas al anfitrión del canciller, por lo que aquél fue
sigilosamente por la noche a espiar a la puerta del aposento, creyendo que
encontraría a Tomás con la que había sido amante del rey. Al no oír ruido
alguno abrió la puerta y halló a Tomás, tendido en el suelo, donde se había
dormido rezando sus oraciones.
Sea lo que fuere, no parece que Leonor tuviera muchas razones para
quejarse de su esposo en el transcurso de esos catorce años de matrimonio.
Por el contrario, todo cambia cuando aparece en su vida la famosa
Rosamunda, a quien Giraldo de Barri, el satírico poco clemente, apoda «Rosa
inmunda». Desde aquel instante el distanciamiento entre los esposos es muy
claro. Leonor, desde luego, no hará más que una breve estancia en Inglaterra
en una ocasión, en 1167, al menos hasta el momento en que ha de volver allí
contra su voluntad.
El recuerdo de Rosamunda ha sido asociado a la residencia de
Woodstock; se ha hablado de un laberinto, de un aposento o de un pabellón
magníficamente decorado. En realidad, pudiera ser que la residencia real de
Woodstock, que Enrique y Leonor se habían complacido en embellecer y a la
que rodeaba un parque muy hermoso, al decir de los contemporáneos,
encerrase un jardín con laberinto; la época gustaba de tales fantasías: basta
pensar en los laberintos que adornaban el enlosado de las catedrales, o en esas
páginas decoradas de almocárabes vertiginosos como los que ilustran el Libro
de Kells y otros muchos manuscritos de aquellos tiempos, sobre todo en las
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regiones célticas. La leyenda sentimental hizo del citado laberinto un medio
de ocultar a la bella Rosamunda de su rival. Todo lo dicho da a entender que
Enrique no temió introducir a su amante en Woodstock, y se comprende que
Leonor, desde esos momentos, se alejase de Inglaterra para desempeñar de
nuevo su misión de duquesa de Aquitania. Se la ve residir casi
constantemente en Poitiers, haciendo de cuando en cuando viajes por sus
propios estados, encargándose ella misma de sus vasallos e hijos. Poco a poco
estará en situación de hacer que unos y otros hagan su voluntad; entonces
Enrique verá lo que le cuesta haber sido infiel a su esposa, haber roto el pacto
conyugal que les hacía obrar de común acuerdo. Como ha escrito en un
excelente estudio el historiador E. R. Labande: «Leonor no se vengó
asesinando a Rosamunda. Hizo algo mejor: sublevó el Poitou».
Todos estos acontecimientos han quedado un tanto eclipsados, tanto para
la historia como para los contemporáneos, por la gran disputa que el rey de
Inglaterra sostuvo por aquellos años con quien había sido, según la propia
expresión real, «su único consejero», su fiel canciller, su amigo inseparable:
Tomás Becket.
Enrique creyó dar un golpe maestro al intrigar para que se colocase a la
cabeza de la sede episcopal de Canterbury a quien le había secundado tan bien
en la política y en la administración del reino: así se reunirían en las mismas
manos el poder eclesiástico y el poder temporal, y este último no tendría que
sufrir las limitaciones impuestas por la Iglesia. ¿Acaso no fue Tomás su mejor
agente cuando tuvo que exigir al clero un impuesto destinado a pagar la
manutención de los mercenarios para el asedio de Tolosa? En su política cada
vez más autoritaria, Enrique se encontraba a cada momento con el obstáculo
de los privilegios eclesiásticos. Contaba con hallar en Tomás un aliado para
disminuirlos poco a poco y reforzar con ello el poder real. Un año después de
la muerte del arzobispo Teobaldo, Tomás fue ordenado sacerdote —hasta
entonces sólo era diácono—, y el día de Pentecostés de 1162 recibió la
consagración episcopal en presencia de Enrique el Joven, quien le había sido
confiado desde los siete años y de cuya educación se había hecho cargo.
Hubiera podido esperarse que poco después de su entronización el nuevo
arzobispo hiciese alguna demostración solemne de fidelidad hacia su rey.
Pero toda la solemnidad de que era capaz Tomás había sido puesta de
manifiesto en la institución, en su diócesis, de la fiesta de la Santísima
Trinidad. De la noche a la mañana cambió por completo su manera de vivir.
El canciller fastuoso distribuyó entre los pobres sus bienes personales; él, que
hasta entonces tenía mesa franca en la que los señores de elevada alcurnia
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encontraban siempre refinados manjares y vinos generosos, multiplicaba
ahora los ayunos, y su residencia estaba invadida por los piojosos y
harapientos de la ciudad, de quienes hizo sus invitados permanentes. Cambió
hasta su manera de vestir, adoptando, poco después de llegar al arzobispado,
la de los monjes agustinos de Merton, entre quienes siempre había elegido a
su confesor: un hábito negro que llegaba hasta el suelo, hecho de un tosco
tejido y cubierto de lana de oveja, y sobre esta prenda una sobrepelliz blanca
y corta cruzada como una estola; sólo después de su muerte se vio que el
hábito llevaba cilicio. Tomás era el servidor perfecto: al pasar de servir al rey
a servir a Dios, se consagró como siempre por entero a su función, y Enrique
debió de presenciar con estupor esta metamorfosis que él mismo había
provocado.
Sus planes se habían frustrado, y no tardó en darse cuenta de ello. Apenas
un año después de la promoción de canciller a arzobispo, se presentaron los
primeros desacuerdos con ocasión del proceso de un clérigo llevado ante los
tribunales del rey: Tomás exigía, según uso del tiempo, que fuese juzgado por
el tribunal eclesiástico. Semejantes roces se renovaron, y, en 1164, entre el
rey y su ex canciller había una hostilidad declarada. En octubre, tras haber
intentado el rey imponer sus caprichos haciendo promulgar las famosas
Constituciones de Clarendon (que sólo tenían por objeto crear una especie de
Iglesia nacional, reduciendo a la nada el poder de jurisdicción de los obispos
y las apelaciones al Papa), tras las escenas violentas que caracterizaron sus
entrevistas con el rey en Northampton, Tomás llegó en secreto al priorato de
Eastry, en la costa, y al día siguiente a la fiesta de Todos los Santos, antes del
amanecer, se embarcó en Sándwich para ir a Francia. Sólo volvería a
Inglaterra para morir.
Los episodios de aquella dramática discordia no nos interesan aquí más
que en lo que afectan a la historia de Leonor. Decididamente se mantuvo
aparte del asunto, y ya hemos visto que sentía una suerte de celos de Tomás.
No obstante, se sabe por una carta de Juan de Salisbury que Leonor intervino
en favor de Tomás, igual que Matilde, la emperatriz. Es verdad que otra carta,
escrita hacia fines de mayo de 1165 por el obispo de Poitiers, Juan de
Bellesmains, informa al arzobispo de Canterbury que no puede esperar ni
socorro ni consejo de parte de Leonor, «tanto más —añade— cuanto que ella
pone toda su confianza en Raúl de Faye, que os es tan hostil como de
costumbre». Raúl de Faye, en efecto, había tenido personalmente pendencias
con el prelado, y desempeñará, por venganza, un gran papel en la actividad
que ella llevará en adelante contra su esposo.
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A pesar de todo, los actos y la conducta de Tomás Becket van a ejercer
una influencia decisiva en la actitud de la reina y de sus hijos. En la corte de
Francia es donde Tomás encuentra asilo, y como antes, con ocasión del
asunto de Tolosa, Enrique Plantagenet recibirá ahora una lección del mismo
Luis VII, a quien desprecia y a quien con tanta frecuencia ha provocado y
burlado. En efecto, poco después de la entrevista de Northampton, al saber
que Tomás se había marchado en secreto, el rey de Inglaterra se apresuró a
cerrar sus puertos, a pedir al conde de Flandes que no recibiera al arzobispo
en caso de abandonar éste la isla, y sospechando que iría a ver al rey de
Francia, a enviarle rápidamente mensajeros. Éstos, por una extraordinaria
coincidencia, atravesaron la Mancha precisamente la misma noche en que
Tomás lo hacía de modo clandestino: la del 1 al 2 de noviembre de 1164. Se
reunieron con el rey en su castillo de Compiègne y le presentaron la petición
de Enrique, que le rogaba no recibir al arzobispo de Canterbury, el cual,
ausentado de su diócesis sin permiso del rey, había sido destituido.
«¡Cómo! —dijo Luis fingiendo asombro—, ¿un prelado juzgado y
destituido por el rey? ¿Cómo puede ser eso? Yo también soy rey, y sin duda
soy rey en mis dominios tanto como el rey de Inglaterra lo es en los suyos, sin
embargo, no está en mi poder destituir al más humilde clérigo de mi reino».
No sin bajeza los enviados recordaron entonces al rey que Tomás, cuando
era canciller, había actuado contra él en repetidas ocasiones, y en especial
cuando el sitio de Tolosa, a lo que Luis respondió que no podía guardar
rencor al canciller del rey de Inglaterra por haber servido los intereses de su
señor lo mejor posible. Los enviados tuvieron que apresurarse entonces por la
ruta de Sens, donde se encontraba a la sazón el Papa, Alejandro III, que, en
lucha abierta con el emperador germánico, había encontrado asilo en Francia.
Poco tiempo después, el fiel amigo de Tomás Becket, Herbert de Bosham, fue
recibido por el rey Luis, quien le aseguró que mantendría en aquella ocasión
la antigua costumbre de la corona, por la que todos los exiliados, y en especial
los hombres de Iglesia, recibían en Francia asilo y protección. No faltaría a su
palabra. A partir de entonces tuvieron lugar en Francia los diversos episodios
de la lucha entre el rey y el arzobispo. Tomás pasará la mayor parte de su
tiempo en la abadía de Pontigny, fundada por san Bernardo y que parece
haber tenido el destino de ser un lugar de asilo privilegiado, ya que, una vez
más, en el siglo siguiente, otro exiliado, también inglés, san Edme, iría a
refugiarse allí.
Así fue como el rey de Francia tuvo que desempeñar el papel de árbitro
entre el arzobispo, cuyo celo por los derechos de la Iglesia le llevaría al
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martirio, y el rey más poderoso de Occidente, el mismo que, en un tiempo,
codició su corona. Y la historia nos va a enseñar que, después de Tomás,
muchos otros se encaminarán a su corte para solicitar protección, siguiendo el
ejemplo del arzobispo.
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demasiado tarde para serle útil. Salisbury, en medio de sus compañeros, que
se armaban a toda prisa, endosándose la cota de mallas y poniéndose el
yelmo, acababa de montar su caballo cuando, por la espalda, uno de los
hombres de Lusignan le lanzó un venablo que lo mató en el acto.
En el combate que vino a continuación iba a hacer sus primeras armas un
joven que más tarde estaría muy relacionado con la historia de Leonor y de
sus hijos: el sobrino del conde de Salisbury, Guillermo el Mariscal. Educado
por el señor de Tancarville —llamado también Guillermo y que iba a suceder
a Patricio de Salisbury como gobernador del Poitou—, tenía entonces unos
veinticuatro años y había sido armado caballero dos años antes. Mucho
después, uno de sus descendientes compuso el relato en verso de sus proezas,
pues toda su vida iba a ser la de un perfecto caballero de su tiempo, sembrada
de hazañas de sabor novelesco y llena de rasgos que prueban su rectitud y su
lealtad. El día del encuentro con los Lusignan combatió, dice la citada
crónica, «como un león hambriento». Su caballo fue muerto, él puso pie en
tierra y, llegando por detrás de un seto, de modo que sólo estaba protegido por
delante, gritó: «¡Que venga quien quiera probar su valor!». Según la crónica,
sus adversarios eran más de sesenta, y les hizo frente «como el jabalí a los
perros». Al final, para poderlo dominar, un caballero atravesó el seto y le
hirió en el muslo por detrás con un venablo. Fue hecho prisionero y
conducido por los raptores, tan pronto en pie sobre una carreta (el colmo de la
deshonra para un caballero) como sobre un asno o un viejo caballo, sin que
nadie cuidase de su herida, que él mismo vendaba con jirones de sus
vestiduras. Una noche, en un castillo en que la tropa acampaba, una dama vio
a un joven alto que arrastraba la pierna; comprendió lo que sucedía e hizo que
le pasaran, en un pan cuya miga había quitado, estopa para que pudiera curar
su herida. Entretanto, Leonor, inquieta por la suerte de sus defensores, pagó
su rescate y, cuando el joven llegó a Poitiers, le dio armas, un caballo y
nuevos vestidos, pues era un segundón sin fortuna. También pagó Leonor en
San Hilario de Poitiers una misa anual por el descanso del alma del conde de
Salisbury, dotando con largueza a los monjes en tal ocasión.
Guillermo el Mariscal iba a encargarse de los príncipes y se convertiría
pronto en el inseparable compañero de torneos de Enrique el Joven. El
episodio no tuvo, por otra parte, más consecuencia que haber dado a la reina
ocasión de reconocer en el joven el rasgo que marcaría toda su vida: su
perfecta fidelidad.
Leonor tenía ya las manos libres para volver a encargarse de su dominio
propio y captar uno tras otro a sus vasallos insumisos. Enrique, cada vez más
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obsesionado con su querella con el arzobispo de Canterbury, se hallaba
envuelto en las intrincadas complicaciones que el asunto arrastraba. A su
alrededor se le hacía el vacío: su madre, Matilde, había muerto el año
anterior, en 1167, y con ella desaparecieron los consejos de prudencia. Con
respecto al Papa, en principio bien dispuesto en su favor, no tardó en debilitar
su causa al entrar en tratos, con ocasión del matrimonio de su hija, con el
obispo cismático de Colonia, Reinaldo de Dassel, partidario de un antipapa
instigado por Federico Barbarroja. En 1167 su hija Matilde casó con el duque
de Sajonia, y fue en tal ocasión cuando Leonor hizo un breve viaje a
Inglaterra. Había insistido en acompañar a su hija mayor, y con ella embarcó
en Dover tras haber hecho preparar su ajuar de princesa: tres barcos
escoltaban la nave en la que iba Matilde, llevando los cuarenta cofres y otros
tantos sacos de cuero que contenían sus vestidos, sus joyas y los presentes
destinados a su esposo y a su familia, así como el regalo regio de veintiocho
libras de oro para hacer dorar su vajilla. Leonor la había acompañado así
hasta Normandía y después la dejó proseguir su viaje hacia la lejana Sajonia
con la escolta enviada por su prometido. Ella volvió al Poitou.
Allí estaba de ahora en adelante su esperanza y su ambición, ambas unidas
en la persona de su segundo hijo, Ricardo. Leonor era otra vez duquesa de
Aquitania, teniendo a su lado al hijo y no ya al esposo indigno. Contra éste
sostendría desde entonces los derechos de sus hijos. Y estos derechos la
harían entrar de nuevo en la órbita de Francia, ya que, como duquesa de
Aquitania, era vasalla de Luis VII.
Enrique tropezaba siempre con el monje frustrado, el reyezuelo que en
otro tiempo despreciara; y más aún de lo que podía suponer, pues ignoraba
por completo las ocultas ambiciones de su esposa, su conducta hacía del rey
de Francia el árbitro de su propia situación. Cuanto más ponía de manifiesto
su fuerza, cuanto más despótica se hacía su autoridad y más traspasaba los
límites de rey y de esposo, más aumentaba el prestigio del Capeto, respetuoso
con el derecho y la justicia. Enrique podía dar muestras de su fasto, como
cuando en la boda de su hija con uno de los más poderosos barones del
Imperio dio a conocer sus ambiciones imperiales; pero, ante los ojos de
quienes gobernaba, no dejaba de estar sometido al juicio de ese insignificante
rey al que tan a menudo había vencido y humillado y que sólo oponía a su
orgulloso vasallo una risueña sencillez. Sin duda fue por entonces cuando
Luis VII, al conversar con el archidiácono de Oxford, Gautier Map, dio la
célebre respuesta que nos transmite este último personaje: «Diversas son las
riquezas de los reyes… Las del rey de las Indias son las piedras preciosas,
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leones, leopardos y elefantes; el emperador de Bizancio y el rey de Sicilia se
precian de su oro y de sus tejidos de seda, mas no tienen hombres que sepan
hacer otra cosa que hablar y son incapaces de luchar. El emperador romano,
llamado “el Germánico”, cuenta con hombres que saben pelear y con caballos
de batalla, pero no tiene oro ni seda ni otras riquezas… Tu señor, el rey de
Inglaterra, no carece de nada: tiene los hombres, los caballos, el oro y la seda
y las piedras preciosas, los frutos, las bestias, todo en suma. Nosotros, en
Francia, no tenemos nada, sino el pan, el vino y la alegría».
¿Fue acaso para afrontar resueltamente, de una vez por todas, otro orden
de poder por lo que Enrique Plantagenet tomó una iniciativa con un gesto
espectacular al principio de 1169? Se concertó una solemne entrevista el día
de la Epifanía, en el castillo de Montmirail, situado entre la frontera del
Maine y de la región de Chartres, entre el rey de Francia y el rey de
Inglaterra. A este último le acompañaban sus tres hijos, quienes iban a rendir
homenaje a Luis VII a causa de las provincias continentales que se les
destinaba: Enrique el Joven por Normandía, el Maine y Anjou, Ricardo por el
Poitou y Aquitania y Godofredo por Bretaña.
—Señor —dijo el Plantagenet—, en este día de la Epifanía en que los tres
reyes llevaron sus presentes al Rey de reyes, encomiendo vuestra protección
para mis tres hijos y mis tierras.
—Ya que el Rey que recibió los dones de los magos parece haber
inspirado vuestras palabras —respondió Luis—, que vuestros hijos puedan
tomar posesión de sus tierras, bajo la mirada de Dios.
Una vez más el rey de Inglaterra recibía una lección del rey de Francia: no
pudo éste recordarle con mayor claridad los deberes inherentes a los derechos
del soberano.
En el transcurso de la entrevista, en la que hubo un intento de
reconciliación con Tomás Becket, éste, aún prestando sumisión al rey de
Inglaterra, expuso la famosa reserva que mantenía el derecho de Dios frente al
del rey.
—Ante el rey de Francia, los legados del Papa y los príncipes, vuestros
hijos, confío todo el pleito y todas las dificultades que han surgido entre
nosotros a vuestro regio juicio… salvo el honor de Dios.
Leonor no asistió a las conversaciones de Montmirail, pero debieron de
alegrarla, pues era un primer paso hacia el objetivo que perseguía con
obstinación: hacer que las posesiones de su esposo pasaran a manos de sus
hijos. Por esto estuvo junto a ellos en la fastuosa corte que, aquel mismo año,
se celebró en Nantes por Navidad. Ante los barones y los prelados de Bretaña
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reunidos en asamblea, fue anunciado el matrimonio de Godofredo —un niño
de nueve años— con la heredera de Bretaña, Constanza, hija del duque
Conan, recién fallecido. Todos juraron fidelidad al niño, y Enrique pudo
comprobar que, en aquella lejana provincia del oeste, su soberanía no era sólo
una palabra. Pero no iba a tardar Leonor en dar pruebas de su propio poder.
Enrique había regresado a Inglaterra, amenazado más que nunca con ser
fulminado por la Iglesia. Leonor alimentaba su proyecto de instaurar
solemnemente a Ricardo en sus posesiones en la Pascua de 117 o.
El nuevo duque de Aquitania y conde de Poitou fue presentado a sus
vasallos y recibió su juramento de fidelidad en el transcurso de una asamblea
que tuvo lugar en Niort. Leonor emprendió con él un viaje a caballo para
otorgarle la posesión de sus estados, desde el Loira hasta los Pirineos. De
vuelta en Poitiers, Ricardo, según una vieja costumbre, recibió el título
puramente honorífico de abad de Saint-Hilaire, y allí, sentado en la venerable
abadía que era para los condes de Poitiers algo así como San Denís para los
reyes de Francia o Westminster para los de Inglaterra, Juan, obispo de
Poitiers, y Beltrán, arzobispo de Burdeos, le ofrecieron la lanza y el estandarte
que eran las insignias de su dignidad.
Pero fue en Limoges donde debía tener lugar la más típica de las
ceremonias que instauraban el poder de un nuevo señor al sur del Loira. En
esta ocasión Leonor aprovechó hábilmente un descubrimiento que acababan
de hacer los monjes de San Marcial: en los archivos de sus abadías habían
exhumado poco antes una antiquísima Vida de la patrona de la ciudad, santa
Valeria, cuyo anillo era la reliquia que se veneraba. Fue la ocasión para dar un
nuevo vigor a un ceremonial ya caído en desuso y que hacía largo tiempo
había presidido, según se decía, la entronización de los duques de Aquitania.
La leyenda de santa Valeria, mártir de los primeros siglos, estaba desde luego
vinculada ala supremacía de la sede episcopal de Limoges. Así pues, una
larga procesión de clérigos con sobrepellices y capas pluviales de seda acudió
a recibir a Ricardo en la puerta de la catedral de San Esteban; el obispo,
después de haberle bendecido y revestido con una túnica de seda, le puso en
el dedo el anillo de santa Valeria: Ricardo contraía así un matrimonio místico
con la ciudad de Limoges, con Aquitania entera, bajo la expresión triunfante
de Leonor. Coronado de oro, empuñando el estandarte, el joven duque se
acercó al altar encabezando el cortejo de los clérigos y recibió la espada y las
espuelas según los ritos en boga en esta época de caballería; prestó juramento
sobre los Evangelios y oyó misa; después se celebraron banquetes y torneos
fastuosos propios de una coronación real.
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Inmediatamente después, Ricardo y Leonor pusieron conjuntamente la
primera piedra de un monasterio que iba a dedicarse a san Agustín. Ante el
clero y la muchedumbre popular, así como ante los barones lemosines,
Ricardo había sido ya reconocido como heredero legítimo del Trovador y de
sus antepasados. Y no fue casualidad el cuidado que tuvo Leonor en poner de
relieve su presencia en la ciudad de Limoges: allí se había mostrado Enrique
bajo el aspecto más tiránico. Dos veces había ordenado demoler los muros de
la Cité, a causa de oscuros altercados con el abad de San Marcial, imponiendo
multas a los habitantes. El entendimiento quedaba ya bien establecido entre
los lemosines y el príncipe a quien Leonor había hecho el heredero de su
corazón y de sus estados.
Vemos asimismo cómo hace copartícipe a Ricardo en una de esas
generosidades para con Fontevraud que señalan cada etapa decisiva de su
existencia: Leonor, en el año 1170, da al monasterio, en nombre del rey y de
sus hijos, pero también en el de su padre y de sus antepasados, y para la
salvación de su alma, tierras y el derecho de cortar madera, para calentarse y
para construir, de uno de sus bosques. En el acta son testigos sus principales
fieles: el condestable Saldebreuil, Raúl de Faye, su capellán Pedro —que
acaso fue el escritor Pedro de Blois, de quien trataremos con frecuencia más
adelante—, y, finalmente, su amanuense Jordán, que asimismo seguirá siendo
uno de los devotos de la reina.
También supo con gozo, dicen los textos, que por propia decisión Enrique
Plantagenet decidió hacer coronar en Londres a su hijo mayor, Enrique el
Joven, en aquel mes de junio de 1170. Ciertamente en el ánimo de Enrique tal
coronación era ante todo una afrenta al arzobispo de Canterbury, a quien
correspondía el derecho de coronar a los reyes de Inglaterra, como al
arzobispo de Reims a los de Francia. Pero en la mente de Leonor tal medida
constituía un paso más hacia la realización de sus designios personales:
Enrique, por propia voluntad, se desprendía del poder en favor de sus hijos.
Estos tendrían en adelante el derecho de tomarlo al pie de la letra y
reivindicar plenamente el poder de que les hacía donación.
Enrique el Joven estaba hecho a la medida para desempeñar este papel. Su
padre se había preocupado, siempre para desafiar a Tomás Becket, de que
todo se hiciera con fasto; para el oro de la corona entregó treinta y ocho libras
y seis sueldos, una importante suma, a su orfebre Guillermo Cade. Durante el
banquete que siguió a la coronación, el joven rey se sentó a la mesa en el sitio
de honor y su padre se empeñó en servirle para acentuar debidamente la
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dignidad a que le había encumbrado. Mas también cuidó de hacer que se
notara el hecho:
—No suele ocurrir —dijo a su hijo en tono de broma— el ver a un rey
servir a la mesa.
—Pero suele ocurrir —replicó Enrique el Joven— el ver al hijo de un
conde servir al hijo de un rey.
Esta respuesta dejó sin habla a los señores que lo oyeron.
Mucho tiempo habría de pasar aún antes de que Enrique II pudiera darse
cuenta del verdadero alcance de lo que había hecho y del partido que Leonor
podría sacar de ello. En cambio, iba a saber sin tardanza que el alarde de
fuerza con el que esperaba demostrar al arzobispo de Canterbury el poco caso
que hacía de su persona y de sus amenazas haría más difícil que nunca su
propia posición en el seno de la cristiandad. En efecto, el arzobispo de York,
enemigo de siempre de Becket, había procedido a la coronación en contra de
la rotunda prohibición del Papa: había obrado «contra el deseo y la opinión de
casi toda la población del reino», escribe un contemporáneo. Después de la
ceremonia, al volver a Normandía, Enrique II se encontró con uno de los
obispos cuyo apoyo esperaba, su primo, el obispo de Worcester. La escena se
desarrolló en Falaise, en Normandía, donde el prelado había permanecido,
pese a que Enrique habría dado la orden de que todos los obispos asistieran a
la coronación; el rey le reprochó violentamente haberle faltado en semejante
ocasión, como prelado y como pariente. El obispo respondió que cuando
intentó ir a Inglaterra se le prohibió partir por mandato real.
—¡Cómo! —exclamó el Plantagenet—. La reina está ahora en Falaise y
con ella mi condestable Ricardo de Hommet. ¿Vais a decirme que uno y otra
os han prohibido viajar, despreciando mis órdenes?
—No vayáis a acusar a la reina —respondió el obispo—, si por respeto o
por temor de vos oculta la verdad, a no ser que haya aumentado vuestra cólera
contra mí. Si ella confiesa lo que es cierto, con ella os debéis indignar.
Preferiría romperme una pierna a saber que, por mi causa, esa noble dama ha
oído una sola palabra dura de vuestra parte. —Y añadió—: Prefiero que haya
sido así que haber asistido a una coronación injustamente efectuada y contra
las normas de Dios, no por causa de quien se coronaba, sino por la audacia de
quien le ha coronado.
Toda esta conversación bien revela la turbación de las almas y las
indecisiones en que tenían que debatirse los testigos de aquel trágico duelo
entre el rey y su ex canciller. Manifiesta asimismo que, por dichosa que fuera
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viendo coronado a su hijo, en esta ocasión Leonor no tenía el menor empeño
en secundar las miras de su esposo.
Este le había confiado la custodia de Margarita de Francia. Ahora bien, el
padre de Margarita, Luis VII, había participado en la afrenta infligida al
arzobispo de Canterbury: en efecto, su hija hubiese debido ser coronada al
mismo tiempo que Enrique el Joven, pues era su esposa. Por esta razón
Enrique se vio obligado por el rey de Francia a dar pruebas de
arrepentimiento: en especial tuvo que prometer que Margarita recibiría la
corona en cuanto el arzobispo de Canterbury regresara a su sede. Con este
objeto tuvo lugar la última entrevista, preparada otra vez por Luis VII, entre el
rey y su prelado, en Fréteval, durante la festividad de Santa María Magdalena,
el 22 de julio de 1170. En tal ocasión Enrique dio muestra de todos los signos
posibles de arrepentimiento y amistad; sostuvo incluso el estribo de Tomás
para que montara a caballo, prometió que tendría lugar una segunda
coronación con sus propias manos, y pareció dispuesto a reconciliarse con su
ex canciller en los mismos términos de amistad que habían mantenido con
anterioridad.
Pero a estas palabras reconfortantes había que añadir un acto para sellar el
acuerdo, según costumbre: concederal arzobispo el beso de paz. A esto se
negó Enrique, y ni Luis ni Tomás pudieron engañarse sobre el significado de
la negativa.
«Monseñor, me parece que no nos volveremos a ver nunca más aquí
abajo», fueron las palabras con que Tomás se despidió de Enrique. En cuanto
a Luis, suplicó al arzobispo que no confiase en las palabras del rey y que
permaneciera seguro en el reino de Francia, donde se le ofrecía asilo.
Nos cuesta algo comprender aquellas reacciones en un momento en que el
rey de Inglaterra prodigaba las muestras de arrepentimiento y las promesas de
paz. Pero, según la mentalidad de la época, el beso en sí era más importante
que todas las palabras e incluso que todo lo escrito que lo acompañara. En
aquellos tiempos, modelados por la liturgia, el gesto era lo que contaba. El
vasallo manifestaba su fidelidad al señor colocando sus manos en las de su
soberano en el momento en que le rendía homenaje, y era el gesto lo que le
obligaba, así como el beso que daba en reciprocidad obligaba a su soberano a
darle protección. Enrique podía multiplicar juramentos de amistad, pero si se
negaba a dar el ósculo, signo de paz, todos podían comprender que sus
palabras no eran más que humo y paja.
El primero de diciembre de 1170, seis años después de su huida
clandestina, Tomás desembarcaba en Sandwich. Una enorme multitud —el
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pueblo sencillo, la gente humilde— le escoltó hasta Canterbury; toda la
población de su ciudad le esperaba en la engalanada catedral.
Leonor, por orden de Enrique, fue a pasar las fiestas de Navidad en Bures,
en Normandía. Fue allí donde supo que el 29 de diciembre el arzobispo había
sido asesinado en su catedral.
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LA REINA DE LOS TROVADORES
BERNART DE VENTADORN,
Pel doutz cban que·l rossinhols fai
De todas las ciudades que recorrió Leonor en su vida tan agitada, no hay
ninguna donde se la recuerde tan bien como en Poitiers. La ciudad favorita de
los duques de Aquitania, la tierra privilegiada en la que por primera vez había
brotado la poesía de los trovadores, ha conservado a lo largo de los siglos la
impronta de su pasado romano. Una parte de sus murallas ha permanecido
igual que cuando defendían a la reina de Inglaterra contra los posibles ataques
de sus vasallos en rebeldía. Podemos ver hoy el baptisterio de San Juan, la
iglesia de Saint-Hilaire y, al menos en parte, Sainte-Radegonde casi como los
vio Leonor. La bella fachada de Nuestra Señora la Grande es la que pudo
contemplar, y también vio construirse, piedra a piedra, la gran sala del palacio
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ducal y la catedral de San Pedro, donde, se dice, uno de los vitrales reproduce
su rostro. Habría que añadir a todo ello las sorpresas fugaces que se descubren
en el recodo de una calle, como el campanario de Saint-Porchaire, o al azar de
una ojeada en los patios, como las arquerías del claustro de la facultad, que
fue en otro tiempo patio del hospital. Todo eso formó parte del mundo de
Leonor, el entorno mismo de nuestro arte románico en su más bello
florecimiento.
Florecía, sin duda, la ciudad más que en cualquier otra época en los años
que vieron a Leonor afirmarse como duquesa de Aquitania. Podemos
imaginarla en este marco tal como la representa su sello, llevando en una
mano una flor y sobre el puño izquierdo un ave de presa. Durante esos años es
cuando la corte de Poitiers se convierte en un extraordinario centro de poesía,
el centro de la vida cortés y caballeresca de la época. En mayor grado que en
Francia o que en Inglaterra, Leonor es allí la reina; ella reina por sus hijos,
que encarnan las promesas de su linaje; reina en una corte de vasallos y
poetas solícitos; y, sobre todo, domina a quienes la rodean por su
extraordinaria inteligencia, su amor a las letras y el bello decir, que son su
distintivo personal. Fue, sin duda, durante estos años cuando Chrétien de
Troyes debió de frecuentar la corte de Poitiers, impregnándose del doble
influjo que anima su obra: el de los cuentos célticos y el de la poesía cortés.
No sería imposible que el asunto de su primera narración, Erec y Enide, se lo
inspirase la persona misma de Leonor. En su obra exalta la grandeza de la
pareja, no cuando los amantes gozan uno de otro, absortos en una felicidad
que los encierra en ellos mismos, sino cuando al buscar juntos un fin común
son plenamente el Caballero y la Dama, y provocan, por el don de sí mismos
y por haber afrontado juntos la aventura de la «Alegría de la Corte». Tal había
sido, durante casi quince años, la vida de Enrique y Leonor, entregados
conjuntamente a la misión de llevar, en pleno acuerdo, su vasto reino hacia
gloriosos destinos; pero Enrique había roto el pacto; él prefirió el libertinaje a
un amor de creación, y se acabó la alegría de la corte.
Leonor desde entonces proseguirá sola la aventura de la «caza del ciervo
blanco» de los cuentos artúricos. La proseguirá por sus hijos, como madre
apasionada, ya que se habían frustrado sus derechos de esposa.
Tal fue la labor que desarrolló a maravilla en el Poitou durante aquellos
años: confirmar los derechos de sus hijos contra el poder cada vez más
tiránico y solitario de Enrique II, llegando hasta la rebelión declarada. Y esto
sobre un telón de fondo como sólo ella sabe promover: música de trovadores
y poesía cortés, fiestas dignas del palacio del rey Arturo y los debates
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apasionados y sutiles de las cortes de amor. Ciertamente, nadie cree ya en la
interpretación que, con la torpeza propia de su tiempo, los historiadores de la
literatura, en la época clásica, habían dado a esta particular expresión de
«cortes de amor», en las cuales veían verdaderos tribunales que dictaban
sentencias a las que tenían que someterse los amantes. No eran otra cosa más
que juegos de ingenio, distracción de una sociedad letrada a la que nada
apasionaba tanto como el análisis de los matices del amor; por medio del
juego, se proponían casos y se daban sentencias semejantes en su forma a las
que se dictaban con ocasión de las audiencias feudales de las cortes señoriales
ante las cuales se fallaban los pleitos. La extraordinaria obra de Andrés el
Capellán, titulada Tratado sobre el Amor, ha mantenido el recuerdo de
aquellas asambleas que discutían de temas corteses bajo la égida de una noble
dama, la vizcondesa Ermengarda de Narbona, Isabel de Flandes y, a veces, la
misma Leonor o su hija María de Champaña.
Leonor se ha vuelto a encontrar con sus hijas mayores, que por entonces
residían en Poitiers: Alix de Blois (quemás tarde profesará en Fontevraud y
que, a juzgar por los regalos de Leonor, habría de ocupar un lugar
privilegiado en su corazón), y María de Champaña, que, sin lugar a dudas, es
de sus diez hijos aquella en quien Leonor se ve mejor retratada: la «condesa
gozosa y alegre… con que la Champaña se ilumina», como dijo de ella el
trovador Rigaud de Berbezilh, que frecuentó su corte. María ha heredado de
su madre el gusto por las letras, la curiosidad inteligente y el don de inspirar
la poesía en torno suyo; Chrétien de Troyes se mueve en su estela, y, a sus
instancias, escribirá el cuento de Lanzarote o El Caballero de la Carreta, que
de todas las novelas de caballería es la que expresa mejor el culto a la dama,
pues, por amor a Ginebra, Lanzarote acepta hasta el deshonor y consiente en
ser vencido y pasar por cobarde.
Quizá fue en este ambiente fecundo donde María de Francia (¿se trata,
como se ha supuesto, de una hermana bastarda de Enrique Plantagenet?)
compuso sus lais, unos deliciosos cuentos en verso, inspirados por completo
en el sentimiento cortés y caballeresco, sobre temas célticos inseparables de la
atmósfera de Leonor tanto como la misma poesía de los trovadores. En todo
caso, la corte de Poitiers contó aquellos años de nuevo con Bernart de
Ventadorn V con otros poetas, como Rigaud de Berbezilh, que saluda a
Leonor con la denominación Plus-que-Dame («Más que Señora»), o Gaucelm
Faidit, que intercambia divertidas réplicas con el joven Godofredo de Bretaña
en uno de esos jeux-partis («juegos de controversia»), poemas en que dos
interlocutores se responden, tan del gusto de la época.
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Y es que también los príncipes mismos toman parte en la actividad
poética. Ricardo es reconocido como trovador y más tarde dedicará obras a
María de Champaña, la «condesa-hermana» a la que parece haber estimado
mucho. Y no fue algo casual que al primogénito de Godofredo se le diera el
nombre de Arturo.
Viéndose rodeada de sus hijos en la corte de Poitiers, Leonor tuvo que
sentirse colmada de dicha. Todos respondían admirablemente a cuanto podía
esperar.
Los contemporáneos han presentado unánimemente al mayor, Enrique, al
que la historia sigue llamando «el Joven Rey», el Jove Rei, como el caballero
cortés por excelencia. Ha recibido una esmerada educación, en gran parte
gracias a Tomás Becket, a quien fue confiado a la edad de siete años. Alto,
rubio, bello como un joven dios, tenía la réplica amable y adecuada, era
bueno, afable, siempre dispuesto a perdonar y de una incomparable
generosidad. Los rasgos que refieren los testigos de su tiempo componen un
retrato tan atrayente, que los mismos defectos del joven príncipe se hacen
simpáticos, entre otros esa prodigalidad que con tanta vehemencia le había de
reprochar su padre. Incluso Giraldo de Barrí, tan malévolo con todo el mundo
en general, y con los Plantagenet en particular, queda desarmado ante el
encanto que emana del Joven Rey: «Era su alma de tal guisa que jamás negó
nada a quienquiera que fuese digno de recibirlo, jamás dejó a nadie que fuese
digno irse de su lado triste o descontento. Cual otro Tito, habría considerado
perdido un día si a muchos no hubiese colmado de múltiples liberalidades y si
no los hubiese hecho beneficiarse, en sus corazones y cuerpos, de gran
abundancia de mercedes».
A su lado se encuentra, desde 1170, Guillermo el Mariscal, al que Leonor
había rescatado de manos de los Lusignan. Él fue quien en 1173 armaría
caballero al Joven Rey. La biografía del Mariscal abunda en relatos de torneos
y de anécdotas variadas que nos remiten a la atmósfera de las fiestas de la
época. «Se hacían torneos casi cada quince días —dice, y añade—, eran
doscientos caballeros y hasta más los que vivían del Joven Rey». Todos
alardeaban de hazañas en aquellos combates ficticios que tenían lugar ante las
miradas de las damas y de las doncellas instaladas en las tribunas o tras las
lizas del campo. Un día, cuenta el Mariscal, hubo un torneo en Joigny. Una
vez llegados, los caballeros se armaron, trasladándose al lugar del torneo,
cerca de la ciudad; ya allí, echaron pie a tierra y aguardaron a sus adversarios.
La condesa Aelis, esposa de Reinaldo de Joigny, acompañada de damas y
doncellas, vino a reunírseles. Como sus contrincantes se hacían esperar,
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alguien propuso bailar y, según la usanza del tiempo, había que improvisar
una canción para acompasar la danza. El Mariscal, como cumplido caballero
que era, se puso entonces a improvisar; después de él, fue un joven heraldo
quien a su vez improvisó una segunda canción con el estribillo: «Maréchal,
j’ai hesoin d’un bon cheval!». («¡Mariscal, necesito un buen caballo!»). El
Mariscal se aleja sin decir palabra, va al palenque donde las justas, en que los
luchadores combatían dos a dos, ya habían comenzado. Reta a uno de los
caballeros, le desarzona en un santiamén, se apodera de su caballo como la
costumbre le daba derecho, y lo lleva al humilde heraldo, que aún no había
acabado su canción, y que exclama: «J’ai un cheval, me le donna Le
Maréchal!» («¡Tengo un caballo, me lo dio el Mariscal!»). En otra ocasión, el
Mariscal se apodera del caballo de un flamenco llamado Mateo de
Walincourt, quien, despechado, ruega al Joven Rey que haga que se le
devuelva el animal. El Mariscal obedece, pero ese mismo día, habiendo
combatido por segunda vez con Mateo, se lleva de nuevo a su tienda el
caballo. Por la noche, cuando todos los caballeros se reúnen para un banquete,
Mateo de Walincourt pide otra vez al Joven Rey que se le restituya la
cabalgadura. Enrique, extrañado, llama al Mariscal, le pregunta por qué no ha
obedecido su orden, y se entera entonces de que aquél ha ganado dos veces en
la misma jornada el mismo caballo.
Otras anécdotas reflejan el carácter jovial y hasta humorístico de Enrique
el Joven, como la del día en que, en Bures (Normandía), decide invitar a su
mesa a cuantos se llamen Guillermo. Es la época en que éste es el nombre
más frecuente después del de Juan, y fueron ciento diecisiete los que cenaron
con él aquel día.
Mas, ostensiblemente, las preferencias de Leonor son para su segundo
hijo, Ricardo, a quien hizo duque de Aquitania. Aunque sin tanto encanto
como su hermano mayor, no es menos atractivo. También es alto y guapo,
ambos tienen una estatura superior a la media, a diferencia de sus dos
hermanos, Godofredo y Juan. Ricardo es un ser extraordinariamente bien
dotado, un gran poeta cuyas obras —sólo se conservan dos de ellas—
continúan conmoviéndonos, especialmente la que escribió estando prisionero.
Heredó los ojos grises, el cabello flameante y hasta las proverbiales cóleras de
los angevinos, pero sus dotes poéticas, su jovialidad, su carácter versátil (su
amigo, el trovador Bertrand de Born, le llama Oc-e-No, «Sí y no»), evocan su
ascendencia aquitana. Giraldo de Barrí, al comparar a ambos príncipes,
declara que se alababa a Enrique por su clemencia, a Ricardo por su justicia; y
si uno era el escudo de los malvados, el otro era el martillo.
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Y así la vida transcurría gozosa en la corte de Poitiers, a ritmo de fiestas y
torneos, al son de la viola, del laúd y de la cítara. Toda una juventud se deleita
con danza y poesía bajo los ojos de Leonor: los príncipes, la esposa de uno,
Margarita de Francia, o la prometida de otro, Adelaida, hija de Luis VII y
destinada a Ricardo; las princesas, con excepción de las dos mayores,
Matilde, que se marchó a Sajonia, y Leonor, casada con Alfonso de Castilla; y
los caballeros, las damas y las doncellas que componían su séquito —toda la
juventud dorada del Poitou y de Aquitania— en una atmósfera de novela
caballeresca. De vez en cuando las asambleas eran aún más fastuosas: en
tiempo de fiestas como la Pascua o la Navidad, o en ocasión de la visita de
algún señor, cuanto más de un soberano. Una recepción muy brillante fue la
de Limoges, en junio de 1172, con ocasión de la visita de las reyes de Navarra
y de Aragón, Sancho y Alfonso II. liste último era, como los príncipes de
Aquitania, trovador y amigo de trovadores; tenía siempre la mesa a punto para
poetas tales como Peire Rogier, Peire Raimon de Tolosa o Elías de Barjols,
que frecuentaban su corte.
De este panorama de festejos está excluido Enrique II. Durante dos años
apenas se le ve en el continente. La reprobación que pesa sobre él contrasta
violentamente con la impresión de gozo que se desprende de algunos
testimonios que poseemos sobre la vida de Leonor y de sus hijos. Por
ejemplo, el relato de Guillermo el Mariscal.
Cuando el último día del año 1170 le llegó a Enrique la nueva del
asesinato de Tomás Becket, aquél permaneció unos días postrado, encerrado
en su aposento, negándose a ver a nadie y sin probar bocado. Sus íntimos
temieron por su vida; el obispo de Lisieux, Arnoul, y el arzobispo de Ruán
trataban en vano de llevarle algún consuelo. Sin embargo, cuando Enrique se
exhibe de nuevo, trata, ante todo y visiblemente, de negar o atenuar su
culpabilidad; escribe una carta al cabildo de la catedral de Canterbury,
declarando que él no ha querido ese asesinato y que no se siente responsable
de ese hecho. Por otra lado, envía dos embajadas al Papa: una para descargar
su conciencia por el asesinato que le imputa el universo entero, la otra para
solicitar la absolución de los obispos que le han ayudado a hacer frente a
Tomás, entre otros, Roger de Pont-l’Éveque, arzobispo de York, y Gilbert
Foliot, obispo de Londres. Después partió para Irlanda. Sentía la necesidad de
poner alguna distancia entre su persona y los acontecimientos.
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Estos seguían su marcha implacable. Sobre la tumba de Canterbury, días
después de la muerte de Tomás, tuvieron lugar los primeros milagros
atribuidos al mártir. Curaciones diversas: un ciego que recobraba la vista, una
coja que caminaba de nuevo… Los peregrinos afluían hacia la catedral
profanada, donde, durante casi un año, no se celebró ningún oficio. Hacia la
Pascua, el papa Alejandro III excomulgó solemnemente a los asesinos y a sus
cómplices. La prohibición fue lanzada sobre los territorios ingleses. A
Enrique II se le prohibió la entrada en las iglesias. El Papa decía que tuvo una
visión en el momento en que el arzobispo era herido de muerte: le veía
celebrar su misa cuando, de súbito, su casulla se teñía de sangre.
Enrique no sería reconciliado sino después de la solemne penitencia que
cumplió en Avranches en presencia de su hijo, el Joven Rey, del clero
normando y de una numerosa asamblea de barones, así como del pueblo.
El 21 de mayo de 1172, tras haber jurado sobre los Evangelios que no había
ordenado ni deseado la muerte del arzobispo, se arrodilló sobre los peldaños
de la iglesia y ofreció su espalda desnuda a la flagelación de los monjes. Juró
solemnemente restituir toda su dignidad a la iglesia de Canterbury, renunciar
a las Constituciones de Clarendon, a causa de las cuales se endureciera la
lucha con su ex canciller, ayunar, dar limosnas y mantener, como signo de
penitencia, doscientos caballeros para contribuir a la defensa de Jerusalén.
Para la Navidad de 1172, Enrique decidió celebrar su corte en Chinon;
Leonor apareció a su lado como dos años antes en Bures (Normandía), hasta
el trágico epílogo que señaló el fin de los festejos. Sin duda alguna, su esposo,
que desde hacía tres años no aparecía por Aquitania, a la que ella gobernaba
sola, se dio cuenta hasta qué punto la autoridad de Leonor era allí firme; y
podemos creer que la reina hizo todo cuanto pudo para que él tuviese la mejor
impresión. Tras los años pasados en los perpetuos conflictos que le había
traído la resistencia de Tomás Becket, Enrique podía jactarse de tener otra vez
en las manos su reino, desde Irlanda, ya pacificada, hasta los Pirineos. La
penitencia de Avranches le había hecho congraciarse de nuevo con la Iglesia,
y para poner punto final a su desacuerdo con el rey de Francia, Enrique y
Margarita habían sido coronados solemnemente en la catedral de Winchester
el 27 de septiembre anterior. Finalmente, siempre como testimonio de paz y
de arrepentimiento, el rey emprendió dos fundaciones religiosas: la cartuja de
Liget, en Turena, y en Inglaterra la de Witham. Todo estaba tranquilo: su
reino, su familia, sus prelados. Tenía su mundo firmemente asido.
Dos meses después, en febrero de 1173, Enrique convocaba en
Montferrand, en Auvernia, una gran asamblea de barones; recibió allí al
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conde Humberto de Maurienne y entabló con él negociaciones; se trataba de
casar al último de sus hijos, Juan, al que llamaba Juan Sin Tierra, pues a éste,
a quien prefería particularmente, no le había tocado nada en el reparto de
Montmirail, cuando él dividió el reino entre sus hijos. Reparto, por lo demás,
enteramente ficticio, puesto que Enrique el Joven no había obtenido, pese a
ser rey coronado, la menor brizna de poder.
Enrique decidió, pues, casar a su hijo Juan —tenía entonces siete años—
con la heredera de Maurienne, Alix; esto representaba asegurarle en herencia
una vasta provincia: los alrededores del lago de Ginebra, la Saboya, con sus
salidas hacia Italia y Provenza. Como prenda de su voluntad, Enrique no dudó
en entregar a Humberto de Maurienne la suma de cinco mil marcos de plata.
Prometía, además, que Juan, al que ya había hablado de darle la Irlanda
conquistada, recibiría varios castillos bien situados en el centro de Inglaterra
y, en sus dominios continentales, tres plazas de importancia estratégica:
Chinon, Loudun y Mirebeau, en el límite de sus posesiones de Poitou y de
Bretaña. Juan se encontraba así espléndidamente dotado: esos castillos
servían de albergues en un estado que, de este a oeste, partía en dos la
herencia de los Plantagenet. ¿Y qué significaba esta voluntad manifestada por
Enrique II de abrirse salidas hacia Italia sino ambiciones imperiales?
Una segunda asamblea, más solemne que la primera, fue convocada en
Limoges. Enrique Plantagenet quería comunicar sus decisiones a sus
principales barones. Iba a presentarse ante ellos en el esplendor de su poder,
para participarles el proyecto del matrimonio de Juan y, también, de otra
unión, la de la última hija que quedaba por casar, Juana, de quien el rey de
Sicilia, Guillermo, había pedido la mano. Por sus hijos, Enrique Plantagenet
reinaba ya en Europa y su poder se consolidaba aún más hacia el sur, pues —
y ésta era una de las razones por las que había convocado la reunión de
Limoges—, el conde Raimon V de Tolosa había aceptado rendirle homenaje
por sus tierras. Así, Enrique obtenía soberanía sobre el dominio de Tolosa,
que Leonor había deseado y que no pudo conseguir con el golpe de mano del
año 1159. Raimon V, en efecto, muy poco tiempo después de haber sido
salvado gracias a la intervención del rey de Francia, se había apresurado a
traicionarle; repudió a su mujer Constanza de Francia para desposar con la
viuda del conde de Provenza, Riquilda, y fue a Enrique a quien confió el
arbitraje de sus desacuerdos con el rey de Aragón.
Ante la sorpresa general, la asamblea que debía marcar el triunfo de la
voluntad personal del Plantagenet, la puesta en marcha de los proyectos que
había forjado para su persona y su imperio, acabaría para él con cierta
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impresión de malestar. La ceremonia del homenaje se había desarrollado con
toda la solemnidad deseable; Enrique había dado a conocer a los barones sus
proyectos cuando vio alzarse ante él a Enrique el Joven, quien protestaba
altivamente contra las disposiciones tomadas en favor de su hermano, las
cuales arrebataban a sus hermanos mayores castillos que eran otras tantas
plazas claves; además, haciendo valer los derechos que le otorgaba su título
de rey, reclamaba la soberanía de hecho pues ya era tiempo de recibirla, sin la
cual la doble coronación que había recibido no era sino comedia.
El golpe debió de ser duro para Enrique Plantagenet. Desde la muerte de
Tomás Becket ninguna voluntad había osado oponerse a la suya; tan sólo los
entredichos pontificales le habían cerrado el paso, pues provenían de una
autoridad ante la que, ciertamente, debía inclinarse.
Fue al terminar esta asamblea cuando el conde de Tolosa, Raimon V, le
pidió una entrevista privada. ¿Estaba el rey de Inglaterra ciego y sordo a
cuanto pasaba a su alrededor? ¿Acaso no veía la nefasta influencia que, en los
últimos años, Leonor había ejercido sobre sus hijos? ¿No comprendía que
toda una red de conspiraciones había sido tramada hilo a hilo y que entre los
señores pictavinos y aquitanos no había ni siquiera uno que no estuviese
dispuesto a la traición?
Aparentemente, Enrique sólo quedó convencido a medias. Conocía mejor
que nadie al conde de Tolosa y estaba en situación de apreciar el valor de sus
acusaciones. En materia de traiciones Raimon era considerado un maestro, y
Enrique sabía cuánto rencor alimentaba este personaje contra Leonor. Sin
duda le sucedía también lo que les ocurre a las personas autoritarias, están
preocupadas por sus propios deseos hasta el punto de hacerse impermeables a
lo que pasa a su lado. Enrique, como declaran sus contemporáneos, se
comportaba como un déspota, «déspota en su familia y en sus estados». Y un
déspota rara vez es perspicaz.
No obstante, la osadía de su hijo mayor era demasiado grave como para
no abrirle los ojos, al menos sobre un punto: Enrique el Joven se le escapaba.
Quizá por la influencia materna; tal vez el joven había quedado impresionado
por la penitencia pública de Avranches a que se había sometido su padre. Era,
a todas luces, un golpe inferido a su prestigio personal, y no hay que olvidar
que el joven príncipe había sentido siempre un afecto muy grande por Tomás
Becket, que dirigió sus primeros estudios.
Enrique decidió, pues, al abandonar esta asamblea de Limoges, llevar
consigo a su hijo. Había que saber qué pensamientos y, en caso necesario, qué
segundas intenciones impulsaban a obrar al joven, qué influencias concretas
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le habían empujado a rebelarse contra su padre; había también que observar
su ambiente, a sus compañeros, y poner freno al despilfarro del que se
quejaban sus tesoreros.
Ambos reyes pasaron juntos varios días cabalgando y cazando por el valle
del Aveyron; después, deseoso Enrique Plantagenet de volver a Normandía,
se encaminaron hacia el norte y se detuvieron, el 7 de marzo por la noche, en
el castillo de Chinon. Como habían hecho desde su partida de Limoges, el rey
y su hijo durmieron en la misma habitación. Por la mañana, cuando Enrique
despertó, su hijo ya no estaba en ella.
Tampoco estaba en el castillo. Una rápida pesquisa reveló que el puente
levadizo se había bajado antes del alba. ¿Gracias a qué complicidades?
Dejando para más tarde el averiguarlo, Enrique envió mensajeros en todas
direcciones. Supo así que su hijo se había encaminado hacia el norte
vadeando el Loira. Dio orden a todos sus señores feudales de detenerlo por
donde pasase y él mismo cabalgó rápido siguiendo sus huellas. Pero, con toda
evidencia, la evasión había sido preparada cuidadosamente y se habían
procurado al Joven Rey relevos que le proporcionaban veloces caballos. Se
sabía de su presencia en Alençon cuando Enrique Plantagenet no había
podido llegar ni a Le Mans. Fue una persecución desenfrenada a través del
Maine y de los confines de Normandía, al cabo de la cual Enrique Plantagenet
supo que su hijo ya había llegado a Mortagne, en los dominios del conde de
Dreux, hermano del rey de Francia. Fuera de su alcance, el Joven Rey podía
llegar a París con marcha más sosegada.
Así, en el momento en que se creía en el apogeo de su poder, su hijo
mayor estaba ya en plena rebelión: le había sido preciso solicitar de antemano
la protección del rey de Francia. Como otrora Tomás Becket, Enrique el
Joven buscaba en Luis un protector y un refugio. ¿Iba a repetirse la historia?
La historia volvía a empezar. Enrique despachó mensajeros a París
instando al rey de Francia a que enviase de nuevo a Normandía a su hijo y
heredero; si guardaba motivos de queja, se le daría satisfacción por ello.
Luis VII iba a tener nueva una ocasión de manifestar esa suerte de humor
plácido que le era habitual:
—¿Quién me hace esa petición? —dijo cortésmente a los enviados.
—El rey de Inglaterra.
—¿El rey de Inglaterra? —Y Luis mostró el más vivo asombro—: Está
aquí conmigo y no me ha pedido nada por vuestro conducto.
Luego prosiguió ante los enviados, un tanto perplejos:
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—Quizá continuáis llamando rey a su padre, que en otro tiempo fue rey de
Inglaterra. Sabed que aquel rey ha muerto. Sería mejor para él dejar de tenerse
por rey, puesto que, ante la faz del mundo, ha dejado el reino a su hijo.
En el momento en que se le llevó el sarcástico mensaje, Enrique
Plantagenet ya había podido rendirse a la evidencia. No era tan sólo su hijo
mayor quien se le escapaba. Ricardo y Godofredo habían tomado el camino
de París y, de un confín al otro de Aquitania, la rebelión se extendía como el
fuego en un bosque. Los castellanos, los tesoreros, todos los hombres a
quienes dio posición en las provincias se veían expulsados; los Lusignan, los
Rancon, los Larchevéque rechazaban su autoridad. Y más aún: haciendo eco a
los barones del Poitou y de Aquitania, los condes de Saint-Maure, Hugo,
Guillermo y Jocelyn, los tres hombres de confianza en la corte de Poitiers, se
declararon en favor del Joven Rey. Otras nuevas más catastróficas aún iban a
sobrevenir: en los dominios insulares ganaba terreno el movimiento. Los
señores ingleses aprovechaban la ocasión para protestar contra las exigencias
fiscales de su soberano. El conde de Leicester, el de Norfolk y el obispo de
Durham tomaban parte en la rebelión, y, al norte del reino, el rey Guillermo
de Escocia se declaraba también abiertamente por Enrique el Joven. Hasta en
Canterbury tuvo lugar una curiosa escena. Tras haber estado un año en
entredicho, la catedral, reconciliada y devuelta al culto, esperaba a su nuevo
arzobispo. El 3 de junio de 1173 fue elegido regularmente. Era Ricardo de
Dover. Mas el día de su solemne consagración se presentaron mensajeros del
Joven Rey para protestar contra una elección hecha sin su consentimiento. La
ceremonia tuvo que suspenderse; se apeló al Papa, quien, claro está, confirmó
la elección, tanto más cuando se supo entretanto que, por medio de esta
fingida oposición, el Joven Rey, impulsado por su madre, había querido tan
sólo poner de relieve su voluntad de imponerse como rey en lugar de su
padre.
Durante algún tiempo Enrique debió de tener la impresión de total
aislamiento. Únicamente Normandía seguía siéndole fiel. En su ambiente más
íntimo se temía por su vida. La carta que escribió al Papa en esta ocasión
tiene acentos realmente patéticos. Se lamenta de «la maldad de sus hijos, a
quienes el espíritu de iniquidad ha armado contra su padre hasta el punto de
que consideran gloria y triunfo el perseguirle». Y añade: «Mis amigos se han
alejado de mí, mis allegados me guardan rencor…».
Como bien se puede pensar, Luis VII no había dejado de explotar las
circunstancias. Se le ve poner todo de su parte para ayudar a los jóvenes
príncipes sublevados y seguir su juego; así fue, por ejemplo, en el asunto del
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sello de Enrique el Joven. Este sello, un distintivo personal, tiene suma
importancia en una época en que no es costumbre la firma. Cuando muere un
importante personaje, se rompe su sello, o incluso se le entierra con él. Nadie
fuera de él puede servirse del sello con el cual refrenda sus documentos. Así
pues, Luis VII se apresura a hacer que forjen otro y, para presentar el nuevo
sello a los barones de Francia y del reino de Plantagenet, reúne en París una
brillante asamblea. Todos los vasallos rebeldes que han podido arribar a la
corte de Francia juran fidelidad al Joven Rey, otros declaran aliarse con él
para ayudarle a asegurar su reino, entre ellos el poderoso Felipe de Flandes y
su hermano el conde de Boulogne. Y el Joven Rey distribuye con profusión
las actas de donación que vienen a recompensar esas alianzas sellándolas con
su nuevo sello. Felipe recibe el condado de Kent y el castillo de Dover; el rey
Guillermo de Escocia ve redondearse su frontera al norte de Inglaterra; su
hermano David consigue el condado de Huntingdon; al conde de Blois se le
entregan feudos en Turena; el conde de Champaña promete ayuda militar; y
todos, de común acuerdo, declaran que «quien anteriormente había sido rey
de Inglaterra ya no lo es».
Fue en Normandía donde se iniciaron las hostilidades. El 29 de junio de
1173, Felipe de Flandes puso cerco a Aumale, mientras que Luis, junto con el
Joven Rey, atacaba Verneuil. Al norte de Inglaterra los castillos caían uno tras
otro y en Bretaña misma, en la frontera de Normandía, algunos barones
sublevados se apoderaron de la fortaleza de Dol.
Desconcertado al principio por la amplitud de los acontecimientos,
Enrique comprendió enseguida que, al poder contar tan sólo con la fidelidad
de un reducido número de sus vasallos, tenía que reclutar mercenarios lo antes
posible. La mentalidad de la época condenaba tal costumbre, y esta
reprobación habrá de ser cada vez más eficaz ya que, en el siglo XIII, se
emplearán únicamente tropas feudales sin mercenarios. El primer Felipe el
Hermoso volverá a utilizarlos, y esta iniciativa será muy gravosa para el
destino de Francia, puesto que, sobre todo, será el servirse de mercenarios, de
«forajidos», lo que llevará al desastre en las guerras franco-inglesas de los
siglos XIV y XV. Pero no es éste el único rasgo por el cual revela Enrique una
mentalidad de monarca distinta a la del rey feudal. En este caso es eso lo que
había de salvarle. Reclutó veinte mil brabanzones sin escatimar su soldada, y
como el tiempo urgía y, además, las circunstancias no eran propicias para
recaudar un nuevo impuesto en Inglaterra, tuvo que empeñar hasta su espada
de ceremonia enriquecida de diamantes —aquella de la que se había servido
el día de su coronación— para procurarse los recursos necesarios, tras lo cual
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actuó con la presteza y habilidad estratégica que le eran propias. Se le ve
llevar su ejército de brabanzones en siete días, del 12 al 19 de agosto, de Ruán
a Saint-James de Beuvron, haciéndoles cubrir etapas de treinta kilómetros
diarios. En Drincourt, en Verneuil, en Dol, da una vez más pruebas de su
valor militar.
A medida que se desarrollaban los acontecimientos, podía verificar las
afirmaciones de Raimon V de Tolosa: solamente Leonor había podido tramar
una conspiración de tal amplitud. Sí, era ella quien, poco a poco, en el
suntuoso marco de la corte de Poitiers, había levantado a los hijos contra su
padre y a los vasallos contra su señor. Todo la acusaba: desde las
manifestaciones de los prisioneros que caían en manos de Enrique hasta la
exultación de que daban pruebas sus vasallos del Poitou: «Regocíjate, ¡oh
Aquitania!; alégrate, ¡oh Poitou!, pues el cetro del rey del Aquilón se aleja de
ti», escribía por entonces un cronista, Ricardo el Pictavino.
Enrique consiguió de uno de los prelados que seguían siéndole fieles —
Rotrou de Warwick, arzobispo de Ruán— que enviase a la reina una solemne
amonestación: «Todos deploramos con queja unánime que tú, mujer prudente
entre todas, te hayas apartado de tu esposo… Separado de la cabeza, el
miembro ya no puede servirla. Todavía más, cosa aún más grave es que al
propio fruto de las entrañas del señor rey y tuyas has hecho sublevarse contra
su padre… Sallemos que, a menos que vuelvas junto a tu esposo, serás causa
de una ruina general… Vuelve, pues, oh reina ilustre, a tu esposo y señor
nuestro… Antes de que los acontecimientos nos precipiten a un final funesto,
retorna con tus hijos al marido al que debes obedecer y a cuyo lado tienes que
vivir… O vuelves a tu esposo, o bien, por el derecho canónico, nos veremos
obligados y forzados a ejercer contra ti la censura de la Iglesia, lo que
decimos bien a nuestro pesar y haremos, a menos que te arrepientas, no sin
lágrimas de dolor…».
Pero en el momento en que se redactaba la misiva (que se atribuye al
secretario del rey, Pedro de Blois, a quien pocos años después encontraremos
al lado de la reina), Leonor, fuerte en su Poitou, pensaba en todo menos en
volver junto a un esposo que la había burlado y abandonado. Desde el punto
de vista militar los sucesos tomaban un giro desfavorable para ella y se
hablaba ya de tregua. Enrique, ya con las manos libres en Normandía, se
encaminó con sus tropas hacia el Poitou y se puso a devastar el país entre
Tours y Poitiers. Entendiendo que el confidente y hombre de confianza de la
reina no podía ser otro, en esta ocasión, que el leal Raúl de Faye, Enrique sitió
Faye-la-Vineuse, que pronto cayó en sus manos. Quizá pudo haber residido
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allí Leonor, pero no se encontraba en el lugar, como tampoco Raúl, que en ese
momento había tomado el camino de París. Sin duda iba a solicitar asilo para
la propia reina. ¡Qué patético retorno se producía hacia el primer esposo, tan
menospreciado, aquel «monje coronado»!
Una noche, al norte de Poitiers, camino de Chartres, muy cerca de los
estados del rey de Francia, hombres a sueldo del Plantagenet toparon
súbitamente con un pequeño grupo de caballeros, a quienes hicieron
prisioneros sin vacilación, pues eran pictavinos. Con verdadero estupor,
reconocieron entre ellos, disfrazada de hombre, a la reina Leonor.
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LA REINA PRISIONERA
AIMERIC DE PEGULHAN,
De fin’amor comenson mas chansos
«
Dime, águila bicéfala, dime, ¿dónde estabas cuando tus aguiluchos,
volando de su nido, osaron alzar sus garras contra el rey del Aquilón? Eres tú,
lo hemos sabido, quien los ha impulsado a rebelarse contra su padre. Por ello
has sido arrojada de tu tierra y llevada a tierra extraña. Tus barones, con
palabras de paz, te han engañado con astucia. Tu cítara tiene acentos de duelo
y tu flauta el tono de la aflicción. No hace mucho, voluptuosa y delicada,
gozabas de una libertad regia, rebosabas de riquezas, tu juvenil compañía
cantaba sus dulces cantilenas al son del tamboril y de la cítara. Te encantabas
con el canto de la flauta, exultabas a los acordes de tus músicos. Te suplico,
reina de dos coronas: cesa de afligirte continuamente; por qué consumirte de
pena, por qué afligir cada día tu corazón con lágrimas; regresa, ¡oh cautiva!,
vuelve a tus estados si puedes. Si no puedes, que tu queja sea como la del rey
de Jerusalén: “¡Ay!, mi exilio se ha prolongado, he vivido con una gente
ignorante e inculta”. Vuelve, vuelve a tu llanto y di: “Las lágrimas han sido
noche y mi pan día, mientras que cada día me decían: ‘¿Dónde está tu familia,
dónde tus doncellas, dónde tus consejeros?’”. Unos han sido arrancados
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repentinamente de sus tierras y condenados a una muerte afrentosa, otros han
sido privados de la vista, tales vagan errantes por diversos lugares y son
tenidos por fugitivos. Tú, el águila de la alianza rota, ¿hasta cuándo clamarás
sin obtener satisfacción? El rey del Aquilón te ha sitiado. Clama con el
profeta, no te desalientes; cual la trompeta, alza tu voz para que sea oída por
tus hijos; que ya llega el día en que por tus hijos serás liberada y volverás a tu
tierra».
Esta patética exhortación proviene de Ricardo el pictavino, el mismo
monje cluniacense que dirigía sus amenazas al «rey del Aquilón». En su estilo
vehemente, tan acorde con el carácter de Leonor, expresa el sentimiento que
tuvieron, sin duda, las poblaciones del Poitou, apegadas a su dinastía, y, más
que todos, los parásitos de la corte de Poitiers: «La reina es a los poetas lo que
la aurora a los pájaros», había exclamado uno de ellos. Pero este brillante
centro de vida se había extinguido, esta corte hospitalaria se había cerrado: la
reina estaba prisionera.
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Bigot, se había mostrado hasta entonces fiel servidor de la corona, pero
después había tomado partido por el Joven Rey. El gran chambelán de
Normandía, Guillermo de Tancarville, antes en Inglaterra, había solicitado
autorización para pasar la Mancha, y, habiéndola obtenido, acudió, no a Ruán,
sino junto al Joven Rey. Este se encontraba en Flandes ocupado en reunir
tropas que, poco a poco, irían a reforzar en Inglaterra el ejército de los
rebeldes. Así pues, la revuelta continuaba. Enrique sólo era vencedor en parte,
pero al capturar a Leonor había cortado el nudo mismo de la conspiración; y
la reina, que le conocía mejor que nadie, debía de saber que una vez más él
haría frente al huracán.
Efectivamente, como veinte años antes, Enrique dio la orden de aparejar y
después, en pie sobre el puente de la nave capitana, con la cabeza descubierta,
oró públicamente: «Señor, si tengo en el corazón planes de paz para el clero y
para el pueblo, si el Rey de los cielos ha dispuesto el retorno de la paz al
llegar yo por obra de su misericordia, que Él me conceda arribar a buen
puerto. Si Él se opone y ha decidido castigar a mi reino, que jamás me sea
dado alcanzar las costas».
En boca de Enrique Plantagenet, la plegaria apenas se distinguía de la
imprecación.
Esa misma tarde, después de una travesía llena de dificultades, la flota
llegaba a Southampton.
Todos pensaban que el primer movimiento del rey sería dirigirse hacia el
centro de Inglaterra para atacar a Hugo Bigot, o bien al norte para luchar
contra el rey de Escocia. Pero su comportamiento fue otro. A la llegada se
negó a comer lo que le ofrecían, sólo quiso un trozo de pan y un vaso de agua,
y después declaró que se encaminaría a Canterbury el día siguiente por la
mañana.
En realidad, este hombre que hacía frente, solo, a toda una familia
sublevada, que veía cómo su reino se le iba de las manos y que pese a su
carácter despótico no carecía de sensibilidad, había tenido un desaliento
momentáneo y parece seguro que fue entonces, por esta brecha, cuando se
abrió paso en él un sincero arrepentimiento. La penitencia de Avranches había
sido, ante todo, el reconocimiento de una culpa a los ojos de su pueblo y de la
Iglesia: un gesto oficial sin el cual ninguna reconciliación era posible. Pero
cuando, el 12 de julio de 1174, Enrique entró en la ciudad donde diez años
antes habían empezado sus roces con el arzobispo, se pudo notar que ya no se
trataba tan sólo de satisfacer exigencias externas: esta vez parecía obedecer a
una llamada de la conciencia. Pocos días antes de su partida Enrique se había
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confiado al arzobispo de Ruán, el cual, conmovido por la soledad de aquel
hombre, le había sugerido ir a la tumba de Tomás Becket como «humilde
peregrino».
«Si estás dispuesto a venir conmigo —respondió el rey— iré».
He ahí por qué se encontraba aquel día camino de Canterbury, descalzo,
vestido con el hábito de los peregrinos: un sencillo sayal ceñido a la cintura
por una cuerda. Nada más llegar, sin probar alimento alguno, se dirigió a la
tumba del arzobispo y pasó la noche rezando. Desde hacía un año, Tomás, el
mártir, estaba canonizado; las peregrinaciones, que habían comenzado
espontáneamente en Canterbury casi al día siguiente del asesinato, se
multiplicaban ahora; se imprimían hasta en la topografía de Londres y sus
alrededores, con los Pilgrim’s road y las Thomas Street que inspirarían los
poemas de Chaucer.
Imaginemos lo que debió de ser para el rey velar ante el sepulcro de quien
había sido su amigo más querido en el mismo lugar del drama, donde no
había osado volver hasta entonces. El claustro en el que un día, al anochecer,
se había perfilado la sombra de los cuatro caballeros, la puerta que había
resonado a sus golpes —«¿Dónde está Tomás Becket, el traidor?»— y que el
arzobispo había ordenado abrir; la capilla del ábside donde, mientras los
monjes huían asustados, excepto uno, el joven Eduardo Grim, Tomás había
ofrecido a las espadas su delgada figura, para, ante el altar de san Juan
Bautista, caer al fin con la cabeza vuelta hacia el norte, derribado pero no
vencido. Pronto haría cuatro años de esto.
Enrique oyó la misa de la mañana, y después, como en Avranches, se
despojó de su ropa para ofrecer su espalda desnuda a los azotes de los monjes.
Enseguida fue al hospicio de leprosos en Harbledown:
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real. La lucha había de proseguir algún tiempo todavía, pero a fines de
septiembre sus hijos se habían sometido.
Leonor veía derrumbarse su obra. Todo se le escapaba a la vez: el poder,
los honores y hasta sus hijos, de quienes se encontraba ya separada. Tenía
cincuenta y tres años, más o menos; al mismo tiempo que su vida de reina, su
vida de mujer tocaba a su fin; se hallaba sola, con sus esperanzas frustradas,
humillada tanto en sus ambiciones como en sus afectos.
Cuando llegó a Inglaterra, Enrique había dado orden de llevarla primero a
Winchester y después a la torre de Salisbury, que fue su residencia habitual.
No se trata de la ciudad de hoy en día, con su catedral, cuyo alto campanario
fue construido en el siglo siguiente, sino del castillo de Old Sarum. Se puede
ver hoy el emplazamiento de la torre en que ella vivió en el vasto cráter con
césped que rodea actualmente el recinto circular del castillo. Allí fue donde
pasó las horas sombrías de su existencia. No se le ahorraba ninguna herida a
su amor propio; Enrique, que ya se exhibía con la bella Rosamunda, intentó
conseguir el divorcio en 1175; la llegada a Inglaterra del cardenal de Saint
Ange, Uguccione, le dio alguna esperanza al respecto. Le recibió
solícitamente, le regaló soberbios caballos, hizo disponer para él y su séquito
suntuosos aposentos en el palacio de Westminster. Todo fue en balde: el
legado marchó de nuevo sin escuchar las instancias que se le hacían para que
fuese anulado su matrimonio con Leonor.
¿Cuál pudo ser la actitud de la reina durante esos años, para ella vacíos?
Se vio desterrada de la vida, separada de los acontecimientos que se
desarrollaban en el continente. No era cautiva en el sentido actual: en varias
ocasiones se la ve cambiar de residencia, trasladarse a un castillo del
Berkshire o del Nottinghamshire, pero siempre vigilada por uno de los más
devotos servidores del rey, Renouf de Glanville o Ralph Fitz-Stephen; sin
duda alguna, se tomaban precauciones para prevenir cualquier intento de
evasión en su residencia, al que la instaba encarecidamente Ricardo el
Pictavino. Reteniéndola en Inglaterra, Enrique la privaba de todo contacto con
sus hijos y con su política; en lo sucesivo, los mantendrá desunidos; hasta
conseguirá crear durante un tiempo una desavenencia, por otra parte pasajera,
entre Leonor y Ricardo sobre Aquitania, cuyo señorío seguían compartiendo
madre e hijo.
No sabemos nada —o casi nada— de la vida de Leonor durante esta larga
detención. Ciertamente podemos suponer que tuvo momentos de
desesperación, que a veces quedaría abatida durante los lóbregos días de
invierno envueltos en bruma, cuando los gritos de las cornejas que
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revoloteaban en torno a los árboles esqueléticos reemplazaban el fondo
musical de flauta y de cítara que evoca la elegía de Ricardo el pictavino. Pero
no es ésta la impresión dominante, a juzgar por la historia que había
precedido a este período sin historia y, sobre todo, por lo que sucedió a
continuación. No era propio del carácter de Leonor permanecer mucho tiempo
abatida. Menos aún encerrarse en la añoranza del pasado. El porvenir era del
todo incierto, pero está fuera de duda que ella no dejará de aprovechar el
presente. Lo comprobaremos cuando, libre otra vez, surja bajo un aspecto que
nos asombra: jamás aparecerá más admirable en su energía, más eficaz en su
acción, más mujer y más reina. Lo que obliga a pensar que los años de retiro y
de silencio no habrán sido para Leonor años perdidos. Todos sus actos lo
atestiguan. El amor apasionado por las letras, su inteligente curiosidad, su
sentido de la observación, siguen en ella tan vivos como nunca y lo probarán
los últimos años de su existencia. Dejado atrás el largo tiempo de inactividad,
se va a encontrar de nuevo presta para actuar y decidida a sacar en todos los
aspectos la lección de las largas horas solitarias pasadas mientras transcurrían
las estaciones bajo el cielo inglés, ya cargado de nieblas que se arrastraban al
anochecer por el valle al pie de Old Sarum, ya saturado del aire marino,
cuando el viento de la costa soplaba hasta las torres de Winchester.
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Ricardo, heredero de Poitou y de Aquitania. El asunto quedó pendiente,
siendo fuente de conflictos, renovados sin cesar, entre las cortes de Francia e
Inglaterra. Lo sería durante casi veinte años. En realidad, la desdichada
Adelaida, seducida por Enrique, no podía desposar con Ricardo. Llevará
durante ese tiempo la vida de una semiprisionera, una suerte de rehén en
manos de los reyes de Inglaterra, y una vez liberada, se casará por fin, ya
entrada en años, con un caballero de poca alcurnia, Guillermo de Ponthieu.
Por la misma época, el año de la muerte de Rosamunda, Juana, la
penúltima de los hijos de Leonor, partía para Sicilia, donde la aguardaba su
prometido, Guillermo II, a quien la historia llamaría «el Bueno». Una
suntuosa escolta iba a acompañar a la joven reina: importantes prelados, como
el obispo de Winchester y el de Norwich, y los dos hermanos de la joven
princesa, Enrique el Joven, quien la escoltó por su dominio de Ruán a
Poitiers, y después Ricardo, que, relevando a su hermano, la acompañó de
Poitiers a Saint-Gilles. Juana tenía once años cuando se celebró su
matrimonio en Palermo. Por lo demás, iba a ser acogida en una corte cuya
atmósfera semejaba más que ninguna la de Poitiers, porque su esposo, muy
letrado, y que tuvo algún tiempo por preceptor a Pedro de Blois (años después
canciller de Enrique II), era un perfecto caballero; lo probaría más adelante al
acoger cortésmente a la hija del rey de Marruecos, cuyo navío había
naufragado en las costas de Sicilia. Lejos de retener a esta princesa sarracena
como rehén, como se le aconsejaba, Guillermo le hizo prodigar cuidados en
su propio palacio, devolviéndola a su padre escoltada por una escuadra fletada
a sus expensas, por lo que el rey se había apresurado a devolver a Guillermo
de Sicilia dos ciudades tomadas por los sarracenos en sus dominios.
También fue durante su cautiverio cuando Leonor supo de la muerte de su
primer esposo, el rey de Francia, Luis VII. Un acontecimiento que pudo llegar
a ser trágico había ensombrecido los últimos años de Luis: el percance que
sobrevino a su único hijo, aquel Felipe a quien llamaba Dieudonné y que para
la historia es Felipe Augusto. Sintiéndose enfermo, Luis había decidido hacer
coronar a este heredero, que por lo demás había alcanzado la mayoría de
edad, puesto que tenía ya catorce años. Todo estaba dispuesto en Reims para
la ceremonia, fijada para el 15 de agosto de 1179, cuando la antevíspera
Felipe, de camino, decidió cazar en el bosque de Cuia-Motte, cerca de
Compiègne. Poco a poco, en el ardor de la persecución, se separó de sus
compañeros y, de súbito, le sorprendió la noche en pleno bosque. Solo, lleno
de terror, incapaz de orientarse, había ido de aquí para allá toda la noche; al
amanecer, unos carboneros lo habían encontrado, despavorido, temblando de
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pies a cabeza, y lo habían conducido a Compiègne, donde su padre acudió a
su cabecera. Durante varias semanas el adolescente pareció desahuciado. El
choque nervioso recibido fue tan violento que daba la sensación de que no se
recuperaría. Luis VII solicitó y obtuvo entonces permiso para hacer la
peregrinación a santo Tomás de Canterbury. El rey de Inglaterra quiso
escoltarle en persona desde Dover, donde fue a recibirle, hasta la ciudad-
catedral, en la que pasaron juntos dos días, recogidos durante mucho tiempo
ante la tumba del arzobispo. Extraño encuentro el de dos reyes enemigos ante
la tumba del hombre que, a los ojos del mundo, había encarnado los límites
que la Iglesia oponía al poder de los reyes.
Luis, antes de regresar, hizo don al monasterio de su copa de oro, de uso
personal, y asignó para los monjes una renta de cien arrobas anuales de vino
de Francia.
Podemos preguntarnos qué impresión le causaría a la reina esta
peregrinación que realizaron, uno al lado del otro, los dos reyes que habían
sido sus esposos y junto a los cuales llevó sucesivamente la corona. Había
inspirado amor a uno de ellos, y lo había sentido por el otro. Ahora, los dos
hombres que ella había separado se reconciliaban ante el Señor. En ella
misma se había operado una lenta evolución que, poco a poco, la fue
apartando de todo cuanto significaba pasión y ambición para impulsarla a
implorar amparo y seguridad al que antes había despreciado. Todo aquello
también había acabado, era cosa pasada. Sin duda, Leonor recobró a partir de
esta fecha suficiente dominio sobre sí misma para poder ajustar su espíritu a
esta suerte de desenlace místico.
Luis no sobrevivió mucho tiempo a la peregrinación. Su hijo finalmente
se restableció, pudo ser coronado el 1 de noviembre siguiente. La
reconciliación comenzada se confirmó, pues Enrique el Joven, heredero de
Inglaterra, había participado, esta vez con licencia de su padre, en la
ceremonia de la coronación de Felipe, a la vez su soberano y su cuñado.
Generoso como siempre, distribuyó con largueza oro, plata, caza mayor,
regalos principescos. Los trovadores habían celebrado unánimemente su
munificencia. Durante la ceremonia, fue a él a quien correspondió el honor de
llevar en el largo cortejo la corona del rey de Francia sobre un cojín de
terciopelo y, en recompensa, había recibido el cargo puramente honorífico de
senescal del reino de Francia.
Unos meses después, el 18 de septiembre de 1180, moría tranquilamente
el rey Luis en la abadía cisterciense de Saint-Port. Uno de los cronistas que
nos relatan sus últimos momentos, Godofredo de Vigeois, declara que no se
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podría hacer ningún reproche a su memoria, si no es el de haber favorecido
excesivamente a los judíos y el haber distribuido demasiadas franquicias a las
ciudades de su reino. Toda época ha conocido historiadores reaccionarios y
éste, desde luego, no podía prever el elogio que implicaban sus palabras a
ojos de la posteridad.
¿Fue, quizá, por los versos de Bertrand de Born, que circulaban de boca
en boca, por los que Leonor supo de los combates a que se entregaban sus
hijos y su esposo? La vida cortés, desde que estaba prisionera, había huido de
Poitiers. Bernart de Ventadorn se había retirado a la abadía cisterciense de
Dalon, y eran las cortes de Champaña y de Flandes las que habían recogido la
herencia de Aquitania: trovadores, poetas, lírica cortés y novelas
caballerescas. Pero la vena meridional no se había extinguido por ello y el
castellano de Hautefort, Bertrand de Born, se distinguía entre los allegados al
Joven Rey por sus sirventeses, en los que la guerra ocupaba el lugar que
Bernart de Ventadorn había dado al amor cortés, porque los combates habían
comenzado otra vez, alzándose de nuevo los hijos contra su padre y los
hermanos entre sí.
Leonor estaba prisionera desde hacía nueve años cuando, en junio de
1183, tuvo un sueño impresionante: su hijo Enrique, el Joven Rey, estaba
extendido sobre su lecho, las manos juntas, en actitud yaciente; tenía en el
dedo una sortija adornada con un zafiro precioso; por encima de su bello
rostro, sonriente pero muy pálido, destacaban dos coronas: una era la que
había llevado el día de su coronación como rey de Inglaterra, la otra parecía
hecha de una materia desconocida para los mortales, de luz tan pura como el
Santo Grial.
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Cuando algún tiempo después vinieron a decir a la reina que el
archidiácono de Wells solicitaba hablar con ella de parte de su esposo,
Leonor, en el acto, comprendió de qué se trataba; le contó el sueño que la
obsesionaba desde hacía varios días y el sacerdote, llamado Tomás Agnell,
nos ha transmitido el relato. Proyecta sobre la mentalidad de la época y sobre
la vida interior de Leonor una luz tan sorprendente para nosotros que no
podemos dejar de transcribirlo. Evidentemente, el archidiácono quedó
sorprendido al oír a la reina interpretar el sueño en un sentido que el clérigo
más devoto no hubiera podido desaprobar: «¿Cómo puede comprenderse una
corona sin principio ni fin sino como eterna beatitud? ¿Y qué puede significar
esa claridad tan pura y resplandeciente sino la gloria de la felicidad eterna?
Esta segunda corona era más bella que todo cuanto en la Tierra pueda
ofrecerse a nuestros sentidos. ¿Acaso “el ojo no ha visto, el oído no ha
escuchado, el corazón del hombre no ha percibido lo que Dios ha preparado
para los que le aman”?».
Tomás Agnell, de regreso a Wells, donde ya se había edificado en parte la
admirable catedral, una de las más bellas de Inglaterra, debió de recordar más
de una vez el sueño visionario de la reina, mientras subía la famosa escalera
del crucero norte, que parece siempre inundada de una luz celestial. Nos
confía que aquella noble dama «como mujer de gran discernimiento,
comprendió el misterio de aquella visión y soportó con un alma imperturbable
y fuerte la muerte de su hijo».
El Joven Rey murió en pocos días de una dolencia que los médicos no
supieron curar. Sus últimos momentos en el castillo de Martel, a orillas del
Dordoña, transcurrieron con una serenidad edificante. Desde el principio de
su enfermedad, Enrique, presintiendo su muerte, envió al obispo de Agen a
ver a su padre para implorar su perdón, pues la enfermedad le había
sorprendido en pleno combate, en abierta rebelión contra su autoridad. Lleno
de esa desconfianza que crecía en él al correr de los años, Enrique Plantagenet
vacilaba en dar crédito a las palabras del mensajero. No obstante, como éste
insistía en recibir una garantía de perdón para transmitir al joven, el rey fue a
coger en su tesoro una preciosa sortija adornada con un zafiro; se la envió al
obispo notificándole que sería para el príncipe el testimonio de los votos que
hacía por el restablecimiento de su salud y del perdón que le otorgaba.
Al regreso del obispo, Enrique tomó la sortija, la puso en su dedo
besándola y, después, rogó a los que le rodeaban que recibiesen sus últimas
voluntades. Ante todo, volviéndose hacia Guillermo el Mariscal, le pidió,
como a su compañero más fiel, que vistiese, después de su muerte, la túnica
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de cruzado que él mismo había llevado y cumpliese por él la peregrinación a
Jerusalén. Suplicó a todos los presentes que fueran sus intercesores ante su
padre para que liberase a la reina Leonor de su cautiverio. Enseguida se
confesó y recibió con gran devoción el cuerpo y la sangre de Cristo, así como
la unción de los enfermos; luego ordenó que se esparciesen cenizas por el
suelo, se hizo depositar sobre la tierra vestido con una sencilla túnica y rogó
que se le atase una cuerda al cuello: quería morir como un ladrón, en
penitencia por las faltas cometidas durante su vida. Y así fue como, yaciendo
sobre la piedra cubierta de cenizas, distribuyó todo cuanto había sido su
fortuna en este mundo, hasta sus vestiduras reales. Ya no respiraba sino con
fatiga cuando un monje le indicó en voz baja que había guardado en el dedo la
piedra preciosa enviada por su padre.
—¿No queréis despojaros de ella para llegar a la pobreza total?
—Esta sortija —respondió el príncipe— no la guardo por deseo de
posesión, sino para testimoniar ante mi Juez que mi padre me la ha enviado en
prenda del perdón que me otorga.
Sin embargo, consintió en que se la quitasen después de muerto. Pero
cuando hacia el atardecer el Joven Rey hubo cerrado los ojos, se vio que no se
le podía arrancar la sortija, y ello se tuvo por signo de que Dios ratificaba el
perdón del padre a su hijo. Así murió Enrique el Joven, el 11 de junio de
1183, a los veintiocho años.
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16
EL CORTEJO DEL REY HERLA
BERTRAND DE BORN,
Ar ve la coindeta sazos
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[Me place la multitud de blasones
cubiertos de tintes azules y bermejos,
y las enseñas y gonfalones
pintados de todos los colores,
y plantar tiendas, vivaques y ricos pabellones,
quebrar lanzas, partir escudos y hendir
yelmos bruñidos, y dar y recibir después los golpes.
…
Mas no me place la compañía de los vascos
ni de las putas venales.
Alforjas de esterlinas y de moltones
me desagradan, si proceden de fraude.
Al mesnadero tacaño se le habría de colgar,
y al ricohombre que sus dones quiere vender.
En mujer avara no debería confiarse,
que por dinero se doblega y acuesta].
¿
Se cumplía la última voluntad del Joven Rey? Después de su muerte
pareció disminuir un tanto la estricta vigilancia a que estaba sometida Leonor.
La emoción había sido intensa, no sólo entre los caballeros íntimos del joven,
que disfrutaban de su largueza, sino incluso entre las gentes del pueblo, que se
transmitían de boca en boca el relato de su edificante muerte.
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—¿Y por qué? —preguntó el rey.
—¡Ah! Señor: el día que murió vuestro valiente hijo, el Joven Rey, perdí
juicio, saber y entendimiento.
Cuando el rey, sigue el relato, oyó lo que Bertrand le decía de su hijo, se
conmovió, se le saltaron las lágrimas y se desmayó de dolor. Cuando volvió
en sí, dijo, llorando, a Bertrand:
—No sin motivo ni razón habéis perdido el juicio por causa de mi hijo,
pues él os quería más que a nadie en el mundo. Y yo, por su amor, os
devuelvo libertad, bienes y vuestro castillo, y os devuelvo mi estima y mi
favor.
Probablemente la anécdota no es más cierta que las que componen de
ordinario esas biografías de trovadores, escritas en el siglo XIII según noticias
bastante fantasiosas. Mas resulta auténtica en cuanto expresa el sincero dolor
que todos sintieron ante la muerte del Joven Rey, incluyendo a su padre,
quien, no obstante, había dispuesto sin escrúpulos de su hijo mayor en
beneficio de sus propios manejos políticos y había sido, él mismo, causa de
las constantes rebeliones. Pedro de Blois, su canciller, poco después de dicha
muerte le escribía una carta que dejaba entrever que Enrique II lloraba a su
hijo sin «miramientos a la majestad real», y le prodigaba sus consuelos: «Si es
piadoso llorar por vuestro hijo, también lo es alegrarse, pues con toda
humildad hizo penitencia… Que ello os colme de gozo, pues tal hijo nacido
de vuestras entrañas reunía en sí todos los dones de la naturaleza…».
Meses después de morir este hijo, Leonor recibía en Salisbury a su hija
Matilde, a quien se le había permitido visitarla con su esposo Enrique el León,
duque de Sajonia, que había sido desterrado por el emperador a causa de sus
continuas rebeliones. Su matrimonio con la hija mayor de los Plantagenet,
veintisiete años más joven, había orientado la política angevina hacia la
alianza con los güelfos. Enrique y Matilde habían residido algún tiempo en
Normandía, en Argentan, donde Bertrand de Born fue su huésped, el cual, al
modo cortés, había dedicado a Matilde versos un tanto inflamados para el
gusto del esposo. Expulsado por éste, el trovador se vengó burlándose del
mortal aburrimiento que, en su opinión, reinaba en la corte de Argentan.
Al año siguiente, en 1184, es Leonor quien visita a su hija, que, en
Winchester, da a luz a su hijo Guillermo. La reina reside por Pascua en
Berkhampstead, al norte de Londres, una de las más bellas residencias reales,
cuyo río sombreado por los sauces serpenteaba a su alrededor y llenaba los
fosos del castillo. El nombre de Leonor reaparece con más frecuencia en las
cuentas reales y, en un gesto inusitado desde hacía muchos años, Enrique le
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ofrece un lujoso vestido escarlata guarnecido con petigrís y después una silla
de montar dorada con ornamentos de piel. Finalmente, anuncia su intención
de reunir a la familia real para San Andrés, el 30 de noviembre de 1184, en el
palacio de Westminster. El mes siguiente, las fiestas de Navidad reunieron de
nuevo a toda la familia en Windsor. Leonor iba a hacer, en esta ocasión que
marcaba «una suerte de pública reconciliación» con los suyos, una donación a
la abadía de Fontevraud: cien libras de renta, como limosna perpetua sobre el
prebostazgo de Poitiers, y el viñedo de Benon, en Charente-Marítima; las
monjas debían percibir la mitad de esta renta, o sea mil sueldos anuales, por
San Martín, en invierno, en Poitiers, y la otra mitad en Marcilly, cerca de
Benon. Al año siguiente, Enrique Plantagenet debía confirmar solemnemente
la donación hecha por su esposa.
Tales donaciones y recepciones, estos actos de clemencia, ¿significaban
un cambio de actitud del rey de Inglaterra hacia su esposa? En realidad, unos
y otros parecen dictados por las miras políticas de Enrique, pues no tienen, o
casi nunca, continuación. La muerte de Enrique el Joven puso fin a los
proyectos que su padre había forjado para situar a sus hijos. Parecía lógico
que, con arreglo al orden de sucesión, fuera a parar a Ricardo la parte
reservada antaño a su hermano mayor. Mas Ricardo no se beneficiaba del
amor paternal de igual manera que Enrique el Joven. Y la preferencia que
Leonor mostró siempre por Ricardo contribuyó al escaso cariño de Enrique
por este hijo. Pronto será evidente para todos que la predilección paterna se
dirigirá en adelante a su último vástago, Juan, al que había llamado al nacer
Juan Sin Tierra, criado lejos de su madre.
En efecto, la primera disposición que toma Enrique a la muerte de su hijo
mayor es invitar a Ricardo a ceder a Juan el Poitou y Aquitania; no a
Godofredo, menor que él, sino a Juan, el benjamín.
Ahora bien, nadie podía estar menos dispuesto a acceder a esta invitación
que Ricardo. Más aún que su hermano mayor, él era un verdadero pictavino
que, por lo demás, había recibido solemnemente la herencia de Guillermo el
Trovador. Ricardo había pasado allí toda su adolescencia cazando, como los
antepasados de Leonor, en los bosques de Talmond y residiendo
preferentemente en Limoges o en Poitiers.
Lo cierto es que la sucesión de Enrique el Joven no podía solucionarse sin
la presencia y ayuda de Leonor. Enrique, habituado a obrar como monarca
autoritario, se ve en esta ocasión llamado al orden por las costumbres de la
época y obligado a volver a ser un rey feudal. Unos años antes, en 1179, había
constreñido a Leonor a ceder sus derechos personales a su hijo Ricardo y,
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según algunos historiadores, esto había provocado una pasajera desavenencia
entre madre e hijo. No dejarían por ello de aliarse de nuevo para resistir a los
deseos del Plantagenet; en vano Enrique, al año siguiente, hizo ir a Leonor a
Normandía y esgrimió ante Ricardo la amenaza de enviar sobre Poitou a su
legítima duquesa al frente de un ejército destinado a reducirle a la obediencia.
Ni Ricardo ni Leonor se dejarán engañar por tal chantaje. Circulaba por
entonces una profecía atribuida al mago Merlín: «El Águila de la alianza rota
se alegrará en su tercera nidada». El Águila es Leonor, así se la llama ya en su
tiempo. Guernes du Pont-Sainte-Maxence, contando la historia de Tomás
Becket, llama a Leonor la aiglesse («el águila») y alude a la profecía,
mientras que el relato de la vida de Guillermo el Mariscal da, a su manera, la
etimología del nombre de la reina, al declarar que ella tuvo «el mimbre de alie
(“águila”) y de oro» (Alie-et-or).
Nos gustaría tener detalles de estas asambleas donde de nuevo apareció
Leonor al lado de su esposo, restituida por algún tiempo al esplendor regio
con su vestido de escarlata y de petigrís. En 1184 tenía cerca de sesenta y dos
años; hacía justamente treinta que era reina de Inglaterra. Pero una tercera
parte de esos treinta años la pasó recluida en un retiro, durante el cual, todo lo
indica así, había conquistado una suerte de serenidad que, con ayuda de la
edad y de la experiencia, le permitía calar hondo en las personas y en las
cosas; grandes serían las satisfacciones de su orgullo maternal al estimar a sus
hijos reunidos por entonces en torno a ella: sobre todo a Ricardo, alto y
guapo, de estatura normanda, ojos grises de angevino y cabellera de un rubio
vivo, y con un humor jovial y unas dotes poéticas que compartía con su
hermano Godofredo. Existían profundas diferencias de aspecto y de carácter
entre ambos y Juan, que, más bajo que lo normal, moreno y nervioso,
manifestaba ya a los diecisiete años esa inestabilidad propia de la casta de los
Plantagenet, que en él se convertiría en neurosis.
Y también nos gustaría saber cuál de los dos esposos mostraba mejor
aspecto en tal ocasión: Leonor o Enrique, quien apenas acababa de cumplir
los cincuenta años, pero que, según los contemporáneos, había envejecido
precozmente a causa de los excesos de todo tipo. Es sorprendente ver que los
historiadores que conocieron a Leonor en su vejez la elogian sin reservas,
entre otros Ricardo de Devizes, monje de Winchester, que exclama, al hablar
de ella: «Esta mujer bella y casta, a la vez imponente y modesta, humilde y
elocuente». Todos, por el contrario, nos presentan a Enrique en sus últimos
años bajo un lastimoso aspecto: quien antaño había sido caballero de gran
prestancia, pasados los cincuenta no es más que un anciano casi obeso que
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arrastra una pierna herida por la coz de un caballo y que, según dicen los que
le rodean, se encuentra aquejado de la peor de las enfermedades, la que
consiste en no poder hallar reposo. Enrique es incapaz de estarse quieto, agita
febrilmente las manos; siempre había sido descuidado en su atuendo y esa
negligencia, al envejecer, se ha convertido en desorden, un desorden que
refleja el desorden interior de un hombre que no ha sabido dominarse. Por
muy gran administrador que fuese de su reino, Enrique, si supo hacer
prevalecer en él su autoridad, no siempre pudo imponer el orden. En sus
últimos años la autoridad se convirtió en despótica; simples delitos de caza
acarreaban castigos feroces: mutilaciones o encarcelamientos interminables.
Había sentido siempre por la caza una pasión desenfrenada, lo cual, en
Inglaterra, donde los cotos de caza eran escasos y los bosques ralos, le llevaba
a una severidad a veces bárbara con los que cometían delitos de ese género: la
muerte de un ciervo, decíase, implicaba la de un hombre. Pero el despotismo
de Enrique no había instaurado la paz. Su desprecio por el derecho ajeno
provocó en su contra la más cruel de las guerras: la que le entablaron sus
propios hijos. Hacia el final de su vida su imagen es la opuesta al ideal del
siglo: el del príncipe cortés, letrado, que huye de toda desmesura y practica la
justicia y la largueza. Su tren de vida, su corte, tal como los describe Pedro de
Blois, llegan a la caricatura: «En las comidas, en las cabalgadas, en las
veladas, no hay ni orden, ni regla, ni medida. Clérigos y caballeros de la corte
se alimentan de un pan mal amasado, mal fermentado, hecho de harina de
cebada, pesado como el plomo y mal cocido; para beber, un vino corrompido,
turbio, espeso, rancio, sin sabor. He visto ofrecer a grandes personajes un
vino tan espeso que no se lo podían tragar sino cerrando los ojos y con los
dientes apretados, cerniéndolo como en una criba más que bebiéndolo, con
una mueca de horror; la cerveza que allí se bebe tiene un gusto espantoso, un
aspecto abominable… Se venden también en la corte bestias sanas o
enfermas, pescado de cuatro días que no por caro es menos apestoso,
podrido…». Describe también el tren de vida infernal que el rey, cada vez
más desasosegado, hace llevar a sus allegados, que a veces, en el curso de sus
cabalgadas, se disputan, para pasar la noche, rincones que ni los puercos
querrían; en el séquito del rey se encuentran gentes de toda laya: histriones,
rameras, tahúres, bufones, mimos, acróbatas, taberneros, bribones y truhanes.
Otro contemporáneo, Gualterio Map, comparala corte real a la del rey
Hería que describen las viejas leyendas célticas. Según aquellos relatos, el rey
Hería visita al rey de los Pigmeos en su palacio subterráneo para asistir a su
boda. Después, el rey de los Pigmeos despide a Hería y a su séquito
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colmándoles de regalos; da al rey un perrito braco, al que debe llevar en
brazos: «Guárdate bien de que ni tú ni nadie de tu cortejo se apee del caballo
antes de que este perrito haya saltado a tierra». Hería y su séquito cabalgan; al
cabo de cierto tiempo, el rey encuentra a un pastor, al que pide noticias de la
reina, su mujer, a quien ha dejado pocos días antes; el pastor no le entiende y
responde que no conoce a ninguna reina con este nombre, y añade que, sin
embargo, cree que hubo una unos doscientos años antes, cuando los sajones
no habían vencido aún a los bretones. Inmediatamente unos cortesanos echan
pie a tierra, deseosos de castigar su insolencia, mas apenas tocan el suelo se
convierten en polvo. El rey, asustado, recuerda a los suyos la prohibición de
saltar a tierra antes de que lo haga el perrillo, y como éste no salta, desde
entonces el rey y su corte vagan sin tregua por los bosques. Y se dice que los
galeses veían a menudo pasar el cortejo del rey Hería por el valle del Wye,
pero que no lo ven desde que se encarnó en la corte de Enrique Plantagenet.
En este relato se reconoce el famoso tema del cortejo errante, que otros
narradores llaman «la mesnada Hellequin», y que ha pasado del dominio
céltico al folclore internacional.
Esta leyenda y otras de tan mal agüero se encuentran con frecuencia en los
escritos de los contemporáneos a propósito de Enrique II. Una de las más
sobrecogedoras es la que relata Giraldo de Barri: en un aposento del palacio
de Winchester había una pintura que representaba un águila y cuatro
aguiluchos; con el pico y las garras, tres de estos aguiluchos atacaban al
águila en las alas y en el dorso; el cuarto, el más pequeño, agarrado a su
cuello, trataba de arrancarle los ojos. El mismo Enrique había comentado esta
pintura ante sus allegados: «Esos cuatro aguiluchos son mis cuatro hijos, que
no cesarán de perseguirme hasta la muerte; de todos, el más joven, el que
tiene mis preferencias, será el más cruel conmigo y me herirá con más dureza
que los otros tres».
Los últimos años de Enrique iban a ver cómo se cumplía aquel siniestro
presagio. Ricardo y Godofredo estarían en perpetua lucha contra su padre,
hábilmente estimulados por el rey de Francia, Felipe Augusto, de quien todo
indicaba que, a falta de otras cualidades, sería un diplomático más competente
que su padre. En su corte murió Godofredo el Joven; se le hicieron solemnes
funerales en el coro nuevo de la catedral de Notre-Dame de París, consagrado
tres años antes. La condesa María de Champaña asistió a ellos, muy
conmovida por la pérdida de este hermanastro a quien quería mucho y que
había muerto en plena juventud, de un simple accidente en un torneo.
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En cuanto a Ricardo, las peripecias de la lucha contra su padre no atañen
sino indirectamente a la historia de Leonor. En todo caso, le conducen a
aliarse con el rey de Francia, a ejemplo de sus hermanos. Su primo, el conde
Felipe de Flandes, fue el intermediario que hizo amigos al rey y a Ricardo. El
monje Gervasio de Canterbury, el cronista atento de aquellos años oscuros,
relata que en 1187 Ricardo declaró al conde de Flandes, hablando de Felipe
Augusto: «Iré descalzo a Jerusalén para conseguir su amistad». A lo que
respondió el conde de Flandes: «Inútil ir a pie, desnudo o calzado; tal como
eres, y a caballo, con tu espléndida armadura, puedes ir a su encuentro». Así
tuvo lugar la entrevista con Felipe Augusto, y de ello resultó una alianza que
no podía menos de ir contra Enrique Plantagenet. Entre éste y el rey de
Francia quedaban muchos agravios pendientes; entre otros, la fortaleza de
Gisors y el Vexin normando, que habían sido la dote de Margarita de Francia
y que deberían haber vuelto al reino a la muerte de Enrique el Joven. En 1186,
el año de la muerte de Godofredo, Margarita se casó en segundas nupcias con
el rey de Hungría, Bela; nada quedaba ya de una unión en la que Enrique y
Leonor pusieron tantas esperanzas treinta años antes. Cierto es que Gisors
constituía ahora la dote de Adelaida, pero como no se trataba de celebrar su
matrimonio con Ricardo, el rey de Francia tenía derecho a escoger en lo
tocante a las reivindicaciones: que reclamase a la princesa misma o que le
entregase la fortaleza. Los preparativos militares se multiplicaron en esta
ocasión, seguidos de negociaciones que se desarrollaban generalmente bajo el
famoso olmo de Gisors, un árbol varias veces centenario, de tronco
gigantesco, que apenas nueve hombres podían abarcar con los brazos
extendidos.
Cierto día del mes de agosto de 1188, Enrique Plantagenet y sus
allegados, que habían sido los primeros en presentarse a la cita de paz, se
habían instalado a la sombra del olmo de Gisors. Una vez allí, ocuparon todo
el sitio de manera descortés, mofándose del rey Felipe y de su escolta. Las
negociaciones se prolongaron durante todo el día; el rey de Inglaterra seguía a
la sombra del olmo, el de Francia y su corte, a pleno sol de verano. Hacia el
atardecer, tras múltiples idas y venidas de los mensajeros de un grupo al otro,
una flecha partió de las filas de los mercenarios galeses, que eran la escolta de
Enrique Plantagenet. Furiosos por esta violación de las costumbres, los
franceses, a quienes una espera nada confortable había irritado, se lanzaron
sobre los ingleses; éstos, sorprendidos por el ataque, se retiraron en desorden
y encontraron abrigo tras las poderosas murallas de Gisors. No pudiendo
alcanzarlos, las gentes de Felipe Augusto se vengaron en el olmo, cortaron
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sus ramas y empezaron a partirlo en trozos; y el rey de Francia se disgustó por
ello: «¿Acaso he venido aquí para hacer de leñador?».
El árbol de la paz desapareció de todas maneras, y aquella fortaleza de
Gisors, más que nunca la manzana de la discordia entre los duques de
Normandía y los reyes de Francia, iba a quedar en juego en las guerras que
renacían sin cesar entre Felipe Augusto y su poderoso vasallo.
Paradójicamente, Felipe iba a tener como aliado, al menos por cierto tiempo,
al propio hijo de su enemigo, a Ricardo, heredero de Inglaterra y conde de
Poitou. Una sorprendente escena iba a desarrollarse en Bonmoulins unos
meses después del episodio de Gisors. Enrique y Felipe habían convenido en
encontrarse para intentar una vez más poner fin a sus diferencias. Penosa
sorpresa la que tuvo el rey de Inglaterra: Ricardo llegó a la entrevista al lado
del rey de Francia. Éste expuso su demanda: que se efectuase el matrimonio
proyectado entre su hermana Adelaida y el heredero de Inglaterra. Y añadió la
exigencia de que Ricardo poseyera en adelante, no sólo el condado de Poitou,
sino el conjunto de las provincias que le pertenecían: Turena, Anjou, Maine,
Normandía; asimismo solicitó que los vasallos le rindiesen homenaje como al
heredero de Inglaterra.
Enrique veía cómo se renovaban las dificultades que para él supusieron la
coronación del Joven Rey; ahora bien, no estaba dispuesto en modo alguno a
reanudar la experiencia de una coronación prematura; o mejor: estaba
firmemente decidido a no ceder a su hijo Ricardo la menor parcela de poder.
«Vos me pedís lo que no estoy dispuesto a aceptar», respondió.
Entonces, ante la estupefacción de ambas escoltas, Ricardo dio un paso
adelante: «Veo claro como el día lo que hasta ahora me parecía increíble»,
declaró, y pausadamente desató su cinturón, se arrodilló ante el rey de Francia
y, poniendo su mano sobre la de Felipe, al momento le rindió homenaje por
todos sus dominios franceses, pidiéndole, como su soberano, ayuda y
protección para ser investido.
Sin duda la escena había sido preparada de antemano entre Felipe y
Ricardo. Para éste significaba una declaración de guerra a su padre y, para
Enrique, una afrenta pública, un desafío lanzado por su propio hijo, el
heredero del trono. Ricardo iba a hacer algo más: renovando la actitud de su
hermano mayor, apenas terminada la entrevista, tomó el camino de París y
pasó las fiestas de Navidad con Felipe Augusto, uno y otro unidos según
todas las apariencias por la más estrecha amistad, comiendo del mismo plato,
durmiendo en el mismo lecho, y apareciendo juntos en las asambleas y
festines tradicionales en aquella época del año.
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En cambio, en torno al viejo rey, minado por la enfermedad y la aflicción,
los vasallos desertaban uno tras otro. Su corte de Navidad, en Saumur, resultó
solitaria y sombría, animada solamente por la presencia de Juan Sin Tierra, a
quien, decíase, pensaba dar la herencia de Ricardo.
La guerra iba a reanudarse con la primavera. Felipe y Ricardo peleaban
uno al lado del otro. Con Enrique sólo quedaban los caballeros más fieles: se
necesitaba un Guillermo el Mariscal para permanecer firme al lado de su
soberano en circunstancias como éstas, luchando por una causa perdida. Una
última entrevista tuvo lugar en Colombiers, cerca de Azay-le-Rideau. Enrique
estaba tan visiblemente extenuado que Felipe Augusto, lleno de lástima, plegó
en cuatro su capa y se la ofreció para que se sentara. Enrique la rechazó. Se
acordó una tregua. La guerra favorecía a los dos aliados: Tours acababa de
caer en sus manos, así como la plaza fuerte de Le Mans, la más querida para
Enrique, pues allí había nacido y allí estaba sepultado su padre Godofredo. De
vuelta a Chinon, el rey se acostó para no volver a levantarse. Había enviado a
su canciller, el maestro Roger, a reclamar a Felipe la lista de los señores que
le habían traicionado. En efecto, se había estipulado que se comunicarían
mutuamente los nombres de los traidores. Enrique rogó a Guillermo el
Mariscal dar lectura a la citada lista. Guillermo no pudo reprimir una
exclamación de asombro: a la cabeza de la lista estaba el nombre de Juan Sin
Tierra, el hijo predilecto, aquel por el cual Enrique no había temido sembrar
la discordia entre sus hijos mayores. Como el Mariscal quería continuar la
lectura, el viejo rey le interrumpió: «Ya habéis dicho bastante». Y volviendo
su rostro hacia la pared, se quedó inmóvil. Al tercer día, un poco de sangre le
salió por la boca y la nariz: estaba muerto.
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EL ÁGUILA SE ALEGRARÁ…
GUILLEM DE CABESTANY,
Ar vei qu’ em vengut ais jorns loncs
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restaurar a su madre en los estados del Poitou, tras lo cual había vuelto a la
cautividad, más dura de soportar tras la libertad de la que disfrutó durante un
breve tiempo.
La muerte de Enrique, el 6 de junio de 1189, significó para ella la hora de
la liberación. Sin esperar más, libertóse a sí misma, y los concienzudos
guardias personales, que tenían la misión de vigilarla, probablemente estaban
demasiado inquietos por su propia suerte como para encontrar nada
censurable en lo que hizo Leonor. Enseguida se presencia una extraordinaria
cabalgada: la reina, ayer cautiva, va de ciudad en ciudad, de castillo en
castillo, liberando por doquier a los prisioneros: obligando a hacer justicia a
cuantos presentan alguna queja contra los sheriffs reales, reparando en su
camino los abusos de poder cometidos por su esposo. Por todas partes por
donde pasa sopla un viento de libertad, se anuncia un nuevo reinado en el que
ya no habrá riesgos de ser encarcelado y hasta ahorcado por un simple delito
de caza. Y algunas decisiones tomadas por la reina y promulgadas en el reino
muestran cómo durante la prolongada reclusión se había preocupado por los
problemas de su tiempo, en vez de encerrarse en un dolor egoísta. Así,
establece una medida de capacidad uniforme para granos y líquidos, una
medida de longitud para las telas y una moneda, valederas en toda Inglaterra.
Esta atención a las necesidades económicas causa asombro: Leonor había sido
en Poitiers el alma de las cortes de amor, donde se disertaba inagotablemente
sobre las sutilezas de la cortesía; pudo inspirar a Bernart de Ventadorn y,
quizá, dar temas narrativos a Chrétien de Troyes; pudo también encarnar el
ideal de la Dama a la que caballeros y poetas rinden homenaje. Y hete aquí
que ahora muestra un sentido práctico, una conciencia de las necesidades de
su tiempo de la que su esposo, pese a ser un técnico en materia de edificación
o de arte militar, no fue capaz. Que una misma pieza de tela se midiese de
modo diferente en York o en Londres, que igual cantidad de trigo se midiera
de dos maneras según se estuviera en Cornualles o en Surrey era,
evidentemente, una gran complicación, tanto para los campesinos como para
los mercaderes; en cuanto a la moneda, sus variaciones eran aprovechadas
sobre todo por los cambistas. Ahora bien: en un país ya en plena prosperidad
económica, semejante unificación se imponía. No obstante pasará mucho
tiempo, mucho, mucho tiempo, antes de que esta disposición se introduzca en
Francia.
Leonor funda también un hospital, gesto muy corriente en la época. Su
esposo había fundado varios, entre ellos merecen especial mención la
leprosería de Caen, la de Quevilly, cerca de Ruán, y el hospital de San Juan
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de Angers; y no fue aquélla la única fundación de Leonor, pero quizá pudo ser
más conmovedora que las otras porque se trataba de un hospital fundado en
Inglaterra, en Surrey, en la región donde ella estuvo tan largo tiempo
prisionera; y también porque, al contrario de las demás fundaciones reales
hechas de una vez, se la menciona muy frecuentemente en las listas de
cuentas. Desde ahora se habla sin cesar en ellas del hospital de la reina, de los
pobres de la reina, de los enfermos y lisiados del hospital de la reina, etcétera,
lo que da la impresión de una solicitud constante y frecuentemente renovada,
un poco como las donaciones en favor de Fontevraud.
Hay que señalar igualmente su gesto de solicitud respecto a las abadías
del reino: su esposo había encontrado cómodo el repartir entre ellas sus
reservas de caballos de guerra, imponiendo a los monjes la obligación de
alimentarlos, pesada carga de la que la reina les dispensa.
Finalmente, Leonor prepara la coronación de su hijo, el hijo muy amado
que debe reunir el imperio Plantagenet. Hasta la muerte de Enrique tuvo, con
toda verosimilitud, el temor de que su esposo desheredase a Ricardo en
beneficio de Juan, su preferido. Las reticencias de Enrique cuando las
negociaciones con Felipe, rey de Francia, ¿acaso no estaban dictadas por esta
segunda intención? ¿Y por qué en Gisors, con ocasión del famoso episodio
señalado por el destrozo del árbol, había propuesto al rey de Francia que su
hermana, prometida del heredero del reino de Inglaterra, se casase con «uno u
otro de sus hijos»? Leonor sabe ahora que Ricardo tiene que superar dos
obstáculos, o en todo caso dos dificultades principales. Va a ser el blanco de
los celos de su hermano, porque Juan siempre ha sentido celos; su
mezquindad, su carácter hipócrita e inquietante, contrasta del todo con ese
hermano de elevada estatura y de gran corazón, cuya fuerza es generosa y
terrible la cólera, que perdona tan fácilmente como se deja llevar por la ira,
pero que no recela de las astucias. Y, otra desventaja, Ricardo, para Inglaterra,
es casi un desconocido. Nació en Oxford, pero ha hecho pocas apariciones en
la isla; no entiende la lengua de los ingleses, ni sus gustos ni sus costumbres.
El marco de su infancia y de su adolescencia, todo justifica el apodo de
«Ricardo el Pictavino», que se le da comúnmente. ¿Cómo será aceptado por
los burgueses de Londres y por los grandes señores que tanto trabajo dieron a
su padre para que le prestaran obediencia?
En 1189, año de la muerte de Enrique, Leonor cuenta sesenta y siete años.
Siempre ha tenido un gran porte; la impresión que produjo a Guillermo el
Mariscal nos muestra claramente lo que se sentía ante su presencia: una gran
dama, ni vieja ni achacosa, y, sobre todo, animada por una llama interior que
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parece haberse fortalecido en la soledad. Por lo demás, los vestidos de la
época, si bien ponen de relieve graciosamente las líneas femeninas, no dejan
de favorecer a las personas de edad. Es en tiempos de Leonor cuando aparece
el capirote de barboquejo, no el ridículo tocado puntiagudo que evoca, en
general, el término capirote, que se llevará en el siglo XV, es decir, trescientos
años más tarde. El capirote es una especie de toca de fondo plano que se
completa con una toquilla: un velo ligero que enmarca el rostro, como algunas
religiosas llevan todavía, y que tiene la virtud de disimular amablemente los
cabellos canos y los cuellos arrugados. En fin, Leonor parece haber
acumulado auténticos tesoros de energía durante su retiro forzoso, y quizá se
dijo a sí misma que ya era hora de gastarlos sin tasa durante los pocos años
que le quedaban por vivir: no sabe que esos años, que van a prolongarse más
allá de lo que puede prever, serán para ella los más intensos, los más
ardientes, los más movidos de toda su existencia.
Se la ve poner al servicio de Ricardo, y para asegurarle la corona, su amor
de madre, su experiencia de reina. ¿Y qué reina de su tiempo podía
comparársele? Ha reinado, sucesivamente, en los dos reinos occidentales de
Francia e Inglaterra, que entonces, en el mundo europeo, son la tercera fuerza,
la más joven frente a un imperio de Oriente alcanzado por completo, que
apenas se mantiene ante los asaltos de los turcos, gracias a la presencia
occidental a la que teme en la misma medida que le es indispensable; la
tercera fuerza, repetimos, más eficaz si se la compara al imperio de
Occidente, que sus soberanos llevan a la ruina por exceso de ambición. En
estos dos reinos de Francia y de Inglaterra, que ha esperado durante algún
tiempo reunir bajo el cetro de su hijo mayor, existen por entonces los feudos
más poderosos y mejor organizados, las ciudades más prósperas, las ferias
con mayores abastecimientos. Allí se multiplican las abadías y enseñan los
sabios más instruidos. Allí también se elevan con más audacia los edificios.
¿Qué ciudad, desde entonces, iguala en brillo a París, Londres u Oxford?
¿Qué catedral a la de Chartres, cuyo obispo es precisamente el inglés Juan de
Salisbury? ¿Qué ferias son comparables a las de Champaña, cuyo comercio se
preocupó constantemente de mejorar el yerno de Leonor, Enrique el Liberal?
¿Qué obras poéticas reflejan mejor que las de Chrétien de Troyes el ideal
cortés y caballeresco, la flor del siglo, al que se imita ya por entonces hasta en
los confines del imperio germánico? Y, en fin, ¿qué centros de vida interior
hay más fervorosos y más fecundos que, en Francia, Fontevraud o San Víctor
de París y, en Inglaterra, Rievaulx o Canterbury; y erguidos, en medio de los
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mares, los dos «montes Saint-Michel», el de Francia y, en la punta extrema de
Occidente, el de Cornualles?
En ese doble dominio de Francia e Inglaterra, que Leonor, águila de dos
cabezas, aquila bispartita, parece, por su persona, reunir en uno solo, van a
reinar en adelante dos reyes. Está el rey Felipe de Francia, cuyo nacimiento
puso fin a sus esperanzas sobre la doble corona de Enrique el Joven, y
coincidió también con el alejamiento de su esposo: como si la estrella de los
descendientes de Hugo Capeto, alzándose por fin, anunciase el ocaso de la de
los Plantagenet. Ella jamás la volvió a encontrar. Parece ser que con su hijo
Ricardo mantiene las mejores relaciones, pero su instinto de madre le
aconseja desconfiar. Nada en la reputación de Felipe puede atraer su simpatía.
Es el «despeinado», el muchacho tosco y descortés, criado en los bosques. Su
tutor, Felipe de Flandes, se esforzó durante algún tiempo en enseñarle
maneras un tanto menos rudas. ¿Qué puede pensar de tal esposo su mujer, la
dulce, rubia y tierna Isabel de Hainaut? Con su madre actúa siempre como un
hijo egoísta, sin la menor atención. Adela de Champaña ha dejado la corte y
vive en sus propias tierras. Finalmente, un último rasgo que no puede dejar de
ser definitivo para Leonor: no le gustan los trovadores. Cuatro años antes hizo
saber su determinación de no mantener más en su corte poetas y músicos,
como hace todo príncipe bien nacido; las generosidades que tradicionalmente
se les destinan, ha dicho que las convertirá en limosnas para los pobres.
La alianza de Felipe y de Ricardo —no cabe error— se había hecho contra
la persona de Enrique ¿Qué va a pasar entre los dos jóvenes reyes, ahora
frente a frente? Se atribuye a Felipe, aún niño, una frase significativa.
Contemplando de lejos la fortaleza de Gisors, blanca bajo el sol, había
exclamado: «Querría que esas murallas fuesen de piedras preciosas, que todas
las piedras fueran de oro y de plata, a condición de que nadie lo sepa o no lo
pueda saber sino yo». Y al observar la extrañeza por esta exclamación, habría
añadido: «No os extrañéis: cuanto más valga esa plaza fuerte, más la querré
cuando caiga en mis manos».
En la lucha que se entablará tarde o temprano, ¿cuáles serán las alianzas
de Ricardo? Por parte de su hermano Juan sólo encontrará traición. Su
hermano Godofredo, el heredero de Bretaña, había muerto tres años antes;
dejó una hija, pero su esposa Constanza, encinta por entonces, dio a luz muy
pronto a un hijo llamado Arturo, como el héroe de la Tabla Redonda. Ahora
bien, Constanza de Bretaña, no se sabe por qué, detesta a los Plantagenet. Tal
vez los considere responsables de la muerte de su esposo; en todo caso, con su
aquiescencia, su hijo, desde la más tierna edad, ha sido reclamado por el rey
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Felipe, quien, arguyendo sus derechos de soberano, le hace educar en la corle
de Francia.
Quedan las hijas de Leonor, cuyos matrimonios han creado lazos entre los
Plantagenet y las cortes de Europa.
Desafortunadamente, la mayor, Matilde, acaba de morir en ese mismo
mes de julio que ha visto la muerte de Enrique; pero su esposo, el duque de
Sajonia, parece un fiel aliado. La segunda, Leonor, ha desposado con el rey de
Castilla y por ella se puede buscar más allá de los Pirineos alianzas
provechosas para un reino que se extiende hasta Bayona. Por último, Juana,
casada con Guillermo de Sicilia, puede dar un apoyo inapreciable al gran
proyecto que alimenta Ricardo.
Porque hay un gran proyecto que en este verano de 1189 orienta las
fuerzas vivas de la cristiandad. Y este proyecto despierta resonancias
múltiples en el corazón de Leonor: como en los años en que fue joven reina
de Francia, se habla otra vez de una cruzada, de una cruzada de reyes. Hace
justamente cuarenta años que su tío Raimundo de Poitiers encontró la muerte
luchando contra Nuredín; cuarenta años en que se han dicho las misas anuales
que Leonor estableciera por el descanso de su alma. Y después ha ocurrido la
gran catástrofe: Jerusalén, la Ciudad Santa, ha vuelto a caer en manos de los
sarracenos. Esto había ocurrido dos años antes, en 1187, cuando el ejército de
los barones francos, ciegamente expuesto por malos consejeros en los
desiertos de Hattin, ha sido diezmado por los mamelucos del sultán Saladino.
Se podía pensar que había llegado el fin del frágil reino latino, que se queda
casi sin defensores. Mas al abrigo de sus fortalezas, las órdenes militares —
templarios y hospitalarios—, los que sobrevivieron a la matanza de Hattin, se
aferran a una resistencia desesperada. Y entonces, apoyado por algunos
cruzados que acaban de desembarcar, el ex rey de Jerusalén, el pictavino Guy
de Lusignan, emprende la reconquista de la ciudadela de Acre. En realidad,
desde hacía ya muchos años, los barones de Tierra Santa habían lanzado
llamamientos cada vez más apremiantes a la cristiandad occidental. Los
prelados, para secundarlos, exhortaban a los príncipes cristianos a acabar con
sus rivalidades y ambiciones personales para tomar juntos la cruz; fue ante
sus ruegos por lo que Enrique Plantagenet se encontró más de una vez con el
rey Felipe bajo el olmo de Gisors. En vano. El diezmo especial impuesto en
tal ocasión lo había utilizado Enrique —y se trataba de una malversación
sacrílega— para la leva de mercenarios que combatieron a sus propios hijos.
Parece, no obstante, que ahora Ricardo está decidido a cumplir, cueste lo
que cueste, el voto que su padre no cumplió. Y Leonor, por muy
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ardientemente que deseara que conservase el reino, no lo disuadirá de un
propósito en el que ella misma volverá a encontrar algo de su propia juventud.
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… EN SU TERCER AGUILUCHO
PEIRE VIDAL,
Drogoman senher, s’ ien agnes agües bon destrier
Las campanas tocando a rebato; las trompetas de los heraldos resonando por
las calles de Londres; la muchedumbre que se apretuja y a duras penas se
aparta ante los caballos que piafan impacientes, los vítores, las aclamaciones,
los tapices cubriendo las fachadas de las casas salpicadas de ramilletes y de
guirnaldas de hojas y el suelo alfombrado de verdor. ¡Cuántas veces no ha
tenido Leonor ante sus ojos, en el curso de su existencia, una fiesta con tanto
boato! ¡Cuántas veces, desde los tiempos lejanos en que, doncella de quince
años, traspasara el umbral de la catedral de San Andrés de Burdeos, con su
traje nupcial, había respondido a las aclamaciones de un pueblo en fiesta, en
medio del cual era llevada por un rico cortejo, entre el susurro de estandartes
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de seda y el relumbrar de herrajes y arneses de colores! Pero sin duda jamás
sintió alegría más profunda que aquel 3 de septiembre de 1189. En
coronaciones anteriores no había hecho más que plegarse a un rito que le
deparaba la suerte. En cambio, esta coronación era obra suya y, en el
cumplimiento de la ceremonia, su papel de reina y de madre iba a recibir una
especie de consagración. Desde hacía dos meses sus pensamientos, sus
diligencias no habían tenido sino un solo fin: hacer reconocer como rey de
Inglaterra y heredero del reino Plantagenet a Ricardo, su hijo predilecto, su
alegría y su orgullo. Ahora parecía que toda su experiencia anterior, hasta las
humillaciones y el alejamiento que se le impuso durante largos años, debiera
concurrir a este triunfo. La profecía de Merlín —o, más bien, de Godofredo
de Monmouth— se cumplía ese día: el Águila se regocijaba en su tercera
nidada.
Ricardo había embarcado en Barfleur el 13 de agosto último. Tras
desembarcar en Portsmouth, había encontrado a Leonor en Winchester al día
siguiente. Luego fue con su madre a Windsor, de donde partieron juntos para,
el 1 de septiembre, ir en procesión a Londres, a la catedral de San Pablo, y
finalmente, siempre escoltados por clérigos y barones del reino, a
Westminster, donde todo estaba preparado para la coronación.
Nada había parecido lo suficientemente espléndido para realzar el brillo
del cortejo que iba a señalar la llegada al trono de Ricardo I de Inglaterra. Los
libros de cuentas muestran que en aquellos días se dio rienda suelta al
tradicional gusto de los pictavinos por el fasto. Se renovaron todos los arreos
de los caballos reales y se consagró la enorme suma de treinta y cinco libras a
la compra de gran cantidad de telas variadas, tanto oscuras como escarlata, sin
hablar de las pieles de petigrís y de marta cebellina; los vestidos de la reina y
sus damas costaron siete libras y seis sueldos, y su capa, hecha con cinco anas
y media de seda ribeteada de cebellinas, importó cuatro libras y diecinueve
sueldos. En previsión de los banquetes y festejos diversos que seguirían a la
coronación propiamente dicha, había otros vestidos destinados también a la
reina, en los que se emplearon diez anas de escarlata roja, con dos cebellinas
y una piel de petigrís; sin hablar, claro está, de los tejidos de lino para los
capirotes y las prendas interiores. Y como la generosidad de Ricardo se
extendía a cuantos le rodeaban (lo que, por otra parte, se acostumbraba a
hacer en tales casos), ordenó que se confeccionase una pelliza de petigrís para
la «hermana del rey de Francia», Adelaida, y dos más, una para la hija del
conde de Chester y otra para la del conde de Gloucester, llamada Havise,
heredera de uno de los más ricos condados de Inglaterra y otorgada en
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matrimonio a Juan Sin Tierra, hermano del rey. Y, finalmente, otras para sus
sobrinos; también para Guillermo, hijo del duque de Sajorna, último hijo de
Enrique y de Matilde, entonces niño de cuatro años, y otra para la hija del
conde de Striguil, que se casaría con Guillermo el Mariscal.
¡Cuántos, entre los que componen el cortejo y desfilan solemnemente bajo
las bóvedas de la catedral de Westminster, pueden declararse satisfechos en
sus deseos por el nuevo soberano! El primero que viene tras la procesión de
los clérigos revestidos con sobrepelliz blanca es Godofredo de Lucé, con la
muceta real; después Juan el Mariscal, con las espuelas de oro, seguido de su
hijo Guillermo, que lleva el cetro con la cruz; y Guillermo Patrick, conde de
Salisbury, con el cetro de la paloma. Todos han sido fieles servidores de
Enrique Plantagenet, incluso cuando éste luchaba contra Ricardo. Su
presencia en Westminster en un día tal testimonia el perdón real, y no se
puede dejar de evocar aquí la escena, tan típica de aquel tiempo, que se
desarrolló entre Ricardo y Guillermo el Mariscal cuando se encontraron en
Fontevraud, a unos pasos de la iglesia donde reposaba el cuerpo de Enrique II.
Los dos hombres se hallaban frente a trente; su último encuentro se había
efectuado unos días antes, en circunstancias dramáticas: Guillermo protegía la
retirada del padre ante el hijo, de Enrique ante Ricardo. Estaban cerca de la
ciudad de Le Mans, que se encontraba en llamas, en el arrabal de Fresnay;
Guillermo apuntaba con su lanza, y Ricardo gritó: «¡Mariscal, no me matéis;
esta ría mal: voy desarmado!». En efecto, no llevaba armadura, solamente un
perpunte y un ligero casco de hierro. «¡Que el diablo os mate —gritó
Guillermo— pues yo no os mataré!». Y el Mariscal, de un certero golpe,
derribó el caballo de Ricardo, lo que permitió la retirada del rey, que,
aprovechando la impresión producida, pudo ganar a fuerza de espuelas el
arrabal de Fresnay, donde se encerró. Con el recuerdo de esta escena, tan
próxima, se volvían a ver los dos hombres. ¿Cuál iba a ser la actitud de
Ricardo? ¿Tendría uno de aquellos legendarios furores angevinos que le
asaltaban a veces?
Pero la escena que tuvo lugar es digna de su época, de la de la caballería:
—Mariscal —dijo Ricardo, fijando su mirada en los ojos del defensor de
su padre—, el otro día quisisteis matarme, y lo habríais hecho si con mi brazo
no hubiera desviado vuestra lanza.
—Señor —respondió Guillermo—, yo no quise mataros. Soy lo bastante
hábil para dirigir mi lanza al sitio exacto que deseo, y me habría sido tan fácil
herir vuestro cuerpo como el de vuestro caballo. Maté vuestro caballo, y no
creo haber hecho mal ni siento pena alguna.
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—Os perdono y no os guardo rencor —concluyó Ricardo.
Después de este diálogo, Guillermo el Mariscal se encontraba otra vez
bajo la bóveda de Westminster, escoltando con paso solemne a su soberano,
cuyo cetro llevaba, con la perspectiva de desposar pronto a una de las más
ricas herederas de Inglaterra, la joven condesa de Striguil.
Ricardo obró de igual modo con la mayoría de los barones que habían
tomado partido por su padre. Tan sólo Ranulfo de Glanville no encontró
gracia ante sus ojos. Aquél a quien llamaban «los ojos del rey» debió pagar
una suma exorbitante para no ir a prisión: mil quinientas libras de plata. Otro,
Esteban de Marzai, el senescal de Anjou para Enrique II, de renombrada
avaricia (después de la muerte del rey había dejado de conceder las
tradicionales limosnas a los pobres), estaba entonces prisionero en Winchester
hasta pagar un rescate más considerable todavía: tres mil libras.
En cambio, los tres señores que en el cortejo de la coronación llevaban las
tres espadas tradicionales en sus vainas de oro tenían todos ellos motivos muy
especiales para alegrarse del acontecimiento. Uno era David de Huntingdon,
desde siempre partidario del conde de Poitou. El segundo, Roberto de
Leicester: unos meses antes no era más que un miserable proscrito reducido, o
casi, a la miseria, pero Leonor, a partir de su propia liberación, hizo que le
devolviesen las tierras de las que había sido desposeído por haber tomado
parte en la revuelta de Ricardo. En cuanto al tercero, no era otro que Juan Sin
Tierra, cuyo sobrenombre ya no era apropiado, puesto que su hermano le
había colmado, literalmente, de bienes: en Normandía, el condado de
Mortain; en Inglaterra, los castillos de Marlborough, Nottingham, Lancaster,
Wallingford; y otros, mientras que su matrimonio con Havise de Gloucester le
otorgaba la posesión de uno de los más hermosos ducados de la isla. Además,
Ricardo colmó de bienes a los dos bastardos de su padre: a Godofredo, el
mayor, que había abrazado el estado eclesiástico, le prometió el arzobispado
de York; el segundo, Guillermo, apodado «Larga Espada», quien después, por
su matrimonio, sería conde de Salisbury, recibía asimismo abundantes
mercedes. Ciertamente, en estas liberalidades era importante el cálculo: se
trataba de atraerse con beneficios a los que hubieran podido ser sus rivales,
por tanto, enemigos. Mas en Ricardo la generosidad era también un don
natural.
La procesión continuaba: doce dignatarios —seis condes y seis barones de
Inglaterra y de Normandía— llevaban una especie de mesa larga recubierta de
terciopelo, sobre la que iban colocadas las insignias y las vestiduras de la
coronación: las calzas tejidas de oro, la túnica de púrpura, el velo de lino, una
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especie de dalmática y el manto real forrado de armiño. Venía luego
Guillermo de Mandeville, conde de Aumale, que, sobre un cojín, llevaba la
corona de oro guarnecida de piedras preciosas; y finalmente, bajo un dosel de
seda que portaban cuatro barones suspendido con las puntas de sus lanzas,
avanzaba Ricardo, el heredero del trono, con dos obispos a su lado: Reinaldo
de Bath y Hugo de Durham.
Podemos imaginar a Leonor siguiendo cada uno de estos ritos seculares de
la coronación real con la mirada atenta de un maestro de ceremonias. Primero
es la prestación del juramento. Ante el altar, en medio del coro, están reunidos
los prelados de Inglaterra: Balduino, arzobispo de Canterbury; Gilberto de
Rochester; Hugo de Lincoln, quien un día será invocado como santo; Hugo de
Chester y muchos otros. Al su lado los prelados normandos: Gautier de
Coutances, arzobispo de Ruán; Enrique de Bayeux y Juan de Evreux, sin
hablar de los abades, de los canónigos de la catedral ni de los clérigos de las
distintas órdenes, todos en pie a fin de escuchar el juramento real. Ricardo
dobla las rodillas, pone las manos sobre el Evangelio, abierto ante él, y
enumera las obligaciones a que se compromete: todos los días de su vida dará
paz, honor y respeto a Dios, a la Santa Iglesia y a sus ministros; ejercerá el
derecho de justicia y estricta equidad con los pueblos que se le confían. Si en
su reino existen leyes malas y costumbres perversas, las suprimirá, y
confirmará y aumentará las buenas, sin fraude ni malicia.
Viene enseguida el rito de la unción, el más solemne, considerado en la
época como una especie de sacramento; algunos, incluso, no temen
compararlo a la consagración de un obispo. Ricardo es despojado de sus
vestiduras, a excepción de la camisa, ampliamente abierta sobre el pecho, y
los calzones, y se le calzan sandalias tejidas de oro, luego el arzobispo,
Balduino de Canterbury, fiel amigo de los Plantagenet, cuyo primer gesto
después de su entronización había sido pedir a Enrique II que mitigase el
cautiverio de Leonor, le hace sobre la cabeza, pecho y brazos las tres unciones
que simbolizan la gloria, la ciencia y la fuerza que necesitan los reyes. Se le
cubre enseguida la cabeza con un velo de lino que significa la pureza que
debe animar sus intenciones, y después se le pone una especie de solideo o
bonete de seda, que será su tocado ordinario; Ricardo reviste la túnica real,
hecha de brocado de oro, y, por encima, una dalmática como la de un
diácono, lo que significa que su función es semejante a la de un sacerdote. El
arzobispo le tiende la espada con la que ha de apartar a los enemigos de la
Iglesia; encima de las sandalias se le fijan las espuelas de oro, que son las
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insignias de caballero. Por último, se le echa sobre sus hombros el pesado
manto escarlata bordado en oro.
Con todo este atavío, bien erguida la rubia cabeza, que destaca sobre los
hombros de quienes se agrupan a su alrededor, Ricardo, magnífico, avanza
con paso firme hacia el altar, y allí, en pie sobre las gradas, se detiene para oír
la última y solemne exhortación que le dirige el arzobispo Balduino:
—Te conjuro en nombre del Dios vivo para que no aceptes este honor si
no prometes guardar inviolablemente tu juramento.
—Con la ayuda de Dios, lo guardaré sin engaño —responde Ricardo con
voz tonante, pues con él ninguna ceremonia, por formal que fuese, resulta
convencional.
Y con gesto seguro toma del altar la pesada corona, la tiende al arzobispo
y se arrodilla mientras se la ciñen a la cabeza; dos barones la sostienen, tanto
por su peso como para indicar que el rey feudal no gobierna sin su consejo.
Entonces el arzobispo pone en la mano derecha de Ricardo el cetro real,
rematado por una cruz, y en la izquierda otro cetro más leve, rematado por
una paloma, que indica que en su función de juez el rey debe implorar la
ayuda del Espíritu Santo. Y así, revestido de toda la pompa de la majestad
real, llega Ricardo a su trono precedido por un clérigo que lleva un cirio y por
tres barones portadores de tres espadas. Se sienta y comienza la misa.
¿Por qué este día de la coronación hubo de estar marcado por una nota
trágica? La ceremonia se había desarrollado entre la calma y la grandeza.
Ricardo, aclamado por los barones y por el pueblo, había ido a depositar sobre
el altar la corona y las vestiduras reales para revestirse con una sencilla
diadema de oro y una túnica de seda más ligera, antes de trasladarse a la sala
del festín. En el gran vestíbulo de Westminster, que aún existe en nuestros
días, el banquete reunía a prelados y barones bajo la mirada de Leonor,
mientras que, solícitos, los ciudadanos de Londres se habían ofrecido para
servir las bebidas, y los de Winchester, la ciudad real, para servir las viandas.
Fuera, las vituallas para el pueblo habían sido previstas con esplendidez, y los
toneles de cerveza se vaciaban uno tras otro, cuando de repente, entre el
alegre tumulto, se oyeron gritos de horror. Los judíos de la ciudadela habían
creído obrar bien escogiendo la ocasión de estos festejos para ir a ofrecer sus
presentes al rey. En mala hora lo hicieron, pues hallaron una multitud un tanto
excitada, entre la cual había más de uno de sus deudores. Los judíos, en
Londres, como en muchas ciudades comerciales, eran, en su mayoría,
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usureros o prestamistas; el cronista Ricardo de Devizes, evocando la triste
escena, los califica de sanguisugas («sanguijuelas»). Empezaron las peleas,
seguidas de una verdadera caza del hombre. Sólo se salvaron entre aquellos
desgraciados los que pudieron encontrar refugio en el palacio del arzobispo,
su asilo tradicional en los momentos de peligro.
El rey, desde el día siguiente al de su coronación, hizo buscar y castigar a
quienes habían tomado parte en la matanza. Ricardo de Devizes termina su
relato precisando que en otras ciudades también fueron perseguidos los
judíos, pero no así en Winchester —su ciudad—, cuyo comportamiento, dice,
es siempre civilizado (civiliter).
Los londinenses, que habían dispensado una acogida entusiasta al rey
Ricardo el pictavino, no tardarían en darse cuenta de que el soberano, de
quien estaban orgullosos, sólo pensaba en dejar lo más pronto posible su reino
insular. Era, es verdad, por una razón honrosa: no tenía otra idea en la cabeza
que su proyecto de cruzada. Y pronto, siguiendo su ejemplo, toda Inglaterra
se encontró haciendo preparativos. Ello implicaba, ante todo, cobrar un
impuesto para procurar subsidios a los combatientes. Pese al enojoso
precedente que había sido el diezmo de «saladino», que en lugar de servir
contra Saladino Enrique II lo utilizó para su beneficio personal, esta nueva
contribución iba a ser impuesta y cobrada sin excesivas dificultades. Ricardo,
cuya imaginación era fértil cuando se trataba de procurarse recursos, hizo sin
escrúpulos tratos con las dignidades señoriales. Puso en venta, declara Roger
de Hoveden, uno de los cronistas de su reinado, castillos, ciudades y
dominios. «Vendería la propia ciudad de Londres —decía el rey sin sentir por
ello vergüenza—, si encontrase comprador».
Mas preparar la cruzada significaba principalmente que en todos los
puertos de Inglaterra se apresuraran a construir las naves y los buzos, los
grandes navíos de transporte que pudieran llevar ochenta caballos y más de
trescientos pasajeros, sin contar a los sirvientes y a los marineros. Significaba
también que en las grandes ciudades se tejieran velas y se trenzaran jarcias;
que ejércitos de leñadores cortaran árboles para los mástiles y los cascos, y
que en los claros de los bosques los pequeños talleres de forja trabajaran sin
pausa. Sólo en el bosque de Dean serán forjadas en esta ocasión cincuenta mil
herraduras (que sirven para herrar a doce mil quinientos caballos), sin hablar
de las armas y las armaduras de flexibles cotas de mallas, que son obra
delicada, ni de los cascos y los escudos martillados con fuertes golpes sobre el
yunque; ni de las flechas finas y los gruesos cuadrillos para las ballestas, ni de
las maderas duras que se remojan para las máquinas de guerra, ni de los
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cueros suaves con que se trabajan las sillas y los arneses. No hay oficio que
no haya sido puesto, y con toda premura, al servicio del rey. En sus dominios,
los grandes barones, ganados por el entusiasmo, se preparan asimismo para el
viaje a ultramar, y el movimiento se propaga hasta las ciudades, donde
muchas gentes sencillas se presentan voluntarias a la cruzada. Un erudito de
nuestro tiempo, William Urry, historiador de Canterbury, su ciudad, y que
conoce, casa por casa, a los que la habitaron en la época de Leonor, ha podido
encontrar en la pequeña encrucijada de la calle de los Merceros y de la calle
Alta, junto a la puerta principal de la catedral, entre el mercado de la
Mantequilla y la iglesia de Nuestra Señora, cinco menciones de personas
humildes que tomaron la cruz: están Hugo el Orfebre y Felipe de Mardres, y,
no lejos, Vivien de Wiht; también están Adam de Tolwarth, que será un
compañero cercano al rey Ricardo en el sitio de Acre, y la casa de Margaret
Cauvel, cuyo esposo, un londinense, se unirá igualmente a la expedición.
Todas estas gentes trabajan, se mueven, se endeudan, venden tierras para
comprar armas. La cruzada hace surgir un nuevo espíritu y el impulso hacia
Jerusalén se siente hasta en los hogares más humildes, incluso en las chozas
de los campesinos, donde se mata el cerdo y se ahúman los tocinos, que se
venden a buen precio a los navegantes.
En ambas orillas de la Mancha, tanto en los estados del rey de Inglaterra
como en los del rey de Francia, hay la misma efervescencia que antaño,
cuando Luis VII y Leonor tomaron la cruz. Ahora se trata de algo muchísimo
más importante, las circunstancias son infinitamente más graves que cuarenta
años atrás. Cuando cayó Edesa, cuarenta y cinco mil cristianos fueron
exterminados o llevados como esclavos, y la parte septentrional de Siria del
Norte quedó abierta a los ataques de los turcos. Pero ahora era algo muy
distinto: la Ciudad Santa había caído de nuevo en poder de los musulmanes.
Tras un siglo de existencia, el precario reino cristiano, mantenido día tras día
al precio de sacrificios con frecuencia heroicos, como el del pequeño rey
leproso muerto cuatro años antes, que al final de su corta vida se hacía llevar
en litera a los lugares de combate, ¿iba a desaparecer? Todo lo hacía prever.
La pérdida de Jerusalén significaba largas filas de esclavos cristianos
conducidos hacia los mercados de Egipto y de Siria bajo escolta musulmana.
Durante más de un mes, entre el 2 de octubre y el 10 de noviembre de 1187,
diariamente se había producido la espantosa selección que vaciaba la Ciudad
Santa de su población franca y que desmembraba las familias: los oficiales de
Saladino dejaban pasar viejos y niños y apretujaban entre la primera y la
segunda muralla de la ciudad a los jóvenes de ambos sexos.
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Hubo, según estimaciones moderadas, de once a dieciséis mil jóvenes
reducidos a la esclavitud, de los que cinco mil fueron llevados a Egipto como
mano de obra para las fortificaciones. No obstante, Saladino, el vencedor, dio
muestras de una excepcional generosidad. Bien es cierto que había concedido
a la ciudad una capitulación relativamente honrosa sólo a causa de la amenaza
de verla enteramente destruida, incluida la mezquita de Omar, lugar santo
para los musulmanes, por una población ferozmente decidida a defenderse. El
desastre de Hattin había dejado a Jerusalén casi privada de defensores, pero
uno de los señores que escaparon a la matanza, Balian de Ibelin, organizó
apresuradamente la resistencia haciendo caballeros a unos sesenta burgueses,
transformados así en combatientes, y aunque estaban poco preparados, no
dejaron de infligir una derrota a la vanguardia de Saladino, que no esperaba
tal sorpresa, convencido de entrar en una ciudad abierta. Comprendiendo que
los francos de Jerusalén estaban dispuestos a soluciones desesperadas, había
ofrecido, finalmente, la libertad, mediante el pago de un rescate, a los
vencidos: diez besantes por hombre, cinco por mujer, uno por niño. Pero sólo
el dos por ciento de los francos que vivían en Jerusalén disponía de suma
semejante (un besante equivalía a unos doce francos de oro). Balian consiguió
la libertad de los más pobres por un precio global: siete mil hombres por
treinta mil besantes, que pagaron, desde luego bajo amenaza, los templarios y
los hospitalarios. Y Saladino, con un gesto meritorio, añadió a este número de
liberados mil esclavos rescatados por él y otros mil por su hermano, Malik
al-Adil. Impresionado por su avanzada edad, autorizó a dos ancianos a
permanecer en Jerusalén: uno de ellos, más que centenario, era un
superviviente de la primera cruzada, la que había partido de Occidente en
1096 para llegar tres años más tarde a reconquistar los Santos Lugares.
Toda Siria y Palestina veían multiplicarse parecidas escenas de éxodo, y
los refugiados afluían a la costa, en tanto que caían una tras otra las fortalezas
francas que durante un siglo realizaron el milagro de defender, contra los
ataques venidos del otro lado del Jordán, la delgada franja de territorio que
constituía el reino de Jerusalén (unos trescientos sesenta kilómetros de
fronteras, de sesenta a noventa kilómetros en su parte más ancha):
Cháteauneuf, Saphet, Beauvoir, Beaufort. Sin embargo, el nuevo emperador
bizantino, Isaac el Angel, enviaba sus felicitaciones a Saladino.
Podía creerse que había terminado la presencia cristiana en los Santos
Lugares, salvo la de los griegos, y que se volvería al tiempo en que la
peregrinación a Jerusalén representaba una hazaña peligrosa, entre los
saqueos de las bandas de beduinos, las amenazas periódicamente renovadas
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de los turcos y las exacciones de los guardias bizantinos encargados del Santo
Sepulcro. Semejante resultado era, por lo demás, previsible desde el momento
en que en la persona de Nuredín y luego de Saladino se había realizado la
unidad del mundo musulmán, desde las cataratas del Nilo hasta el Éufrates, de
Alejandría a Alepo, Egipto y Siria bajo el mando de un solo hombre.
Y, no obstante, los reinos francos aún iban a sobrevivir durante más de un
siglo, aunque, ciertamente, de manera muy distinta a la que había provocado
la primera cruzada. Algunos barones se aferraban a las ruinas de su
principado como a los despojos de un naufragio: las murallas de Antioquía,
las de la cercana fortaleza de Marqab, confiada a los hospitalarios, podían
soportar cualquier asalto, igual que las de Krak de los caballeros, o las de
Tortose, fortificada por los templarios. La llegada inesperada de una escuadra
de normandos procedente de Sicilia y dirigida por el conde de Malta, Margarit
de Brindisi, permitió salvar Trípoli, en la costa; la de un barón, medio alemán
medio italiano, Conrado de Monferrato, tuvo el mismo efecto para la ciudad y
el puerto de Tiro, los cuales, por orden del barón, fueron prestamente
reforzados en previsión de un próximo ataque de Saladino.
Conrado era de esos hombres de espíritu positivo para quienes el fin
cuenta más que los medios. Había llegado a la vista de Tiro el 14 de julio de
1187, tan sólo diez días después de Hattin, a bordo de una escuadra italiana
que llevaba buen número de comerciantes. Confió a un genovés, Ansaldo
Bonvicini, el cargo de castellano de la ciudad, que se comprometió a defender
a instancias de sus habitantes, y se dispuso a distribuirla, barrio por barrio, a
las colonias de mercaderes deseosos de tener una agencia fija en este puerto,
tan bien situado, para ampliar su tráfico con los orientales. A los pisanos, que
ya estaban allí instalados, se les otorgó una parte del antiguo dominio que se
había reservado el rey de Jerusalén, con toda clase de exenciones; una de las
sociedades comerciales de Pisa, los Vermiglioni, solicitó y obtuvo enormes
privilegios, no solamente en Tiro mismo sino también en ciudades como Jaffa
o Acre, aún sin reconquistar; la gente de Barcelona recibió una sólida casa
llamada el Palacio Verde, con un horno y facilidades para comerciar; y
Conrado distribuyó otras a los de Saint-Gilles, a los de Montpellier y a los de
Marsella.
Esta política, que daba al dominio franco sobre los puertos de Palestina un
destino de tipo decididamente económico, iba a ser imitada en diversos
puntos de la costa. René Grousset ha observado en nuestros días: «Desde el
punto de vista moral, fue la fe la que creó el Oriente latino en los últimos años
del siglo XI, pero fue la búsqueda de las especias la que lo mantuvo en pie en
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el siglo XIII». A la solución caballeresca sucedía la solución mercantil, y ésta
hará fracasar durante varios siglos la solución religiosa, la que iba a indicar,
presentándose ante el sultán de Egipto con un solo compañero, vestido de
estameña y sin otra arma que la oración, el Pobrecito de Asís.
Mas tales consecuencias lejanas no se podían prever en el momento en
que el rey Ricardo de Inglaterra activa los preparativos de marcha, mientras el
emperador Federico Barbarroja y el rey de Francia, Felipe Augusto, hacen por
su parte lo mismo. Se sabe tan sólo que el caballero pictavino que conserva el
título ahora ridículo de rey de Jerusalén, Guy de Lusignan, había llegado con
un puñado de compañeros a poner sitio ante San Juan de Acre y que es la
ocasión oportuna para socorrerle, porque ese sitio, comenzado el 28 de agosto
de 1189, amenaza con volverse trágico. En efecto, Saladino ha acudido en
socorro de la plaza y los desdichados sitiadores van a caer entre dos fuegos: la
guarnición musulmana de Acre y los ejércitos de socorro. Los pequeños
grupos de peregrinos que desembarcan de vez en cuando —italianos,
borgoñones, flamencos, a veces hasta daneses— pueden, en ocasiones,
prestarle ayuda, mas, para intentar una acción de importancia, es evidente que
serán precisas cruzadas regias, o bien la del emperador, que partió el mes de
mayo de 1189.
Ricardo iba a dejar Inglaterra el 11 de diciembre siguiente. Leonor no
debía unírsele en el continente sino el 2 de febrero de 1190. Juntos habían
creído oportuno, para «neutralizar» a Juan, añadir otros beneficios a los que
Ricardo le había otorgado cuando su coronación: recibía los condados de
Cornualles, Devon, Dorset y Somerset. Godofredo el Bastardo había sido
elegido arzobispo de York; su consagración tendría lugar en cuanto el Papa le
confirmase en el cargo. Desde luego, Ricardo había exigido, tanto del uno
como del otro, juramento de no volver a Inglaterra antes de tres años, pues se
acordaba, sin duda, de la suerte que corrió el hijo de Guillermo el
Conquistador, Roberto Courteheuse, quien mientras guerreaba en Tierra Santa
fue suplantado en Inglaterra por su hermano menor, Enrique Beauclerc. No
obstante, a ruegos de su misma madre, Juan fue dispensado de su juramento,
pero no recibió parte alguna en el gobierno de la isla; los estados de Ricardo
se confiaban a Leonor así como a quien había sido canciller del rey cuando no
era más que conde de Poitiers, Guillermo Longchamp, el cual se convertía en
canciller y justicia mayor de Inglaterra. Era un tipo curioso este Guillermo
Longchamp: contrahecho, cojo, tartamudo, pero su mirada penetrante bajo sus
espesas cejas delataba al hombre sagaz y tan hábil, que se decía de él que
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tenía dos manos derechas; era clérigo y poco después de la coronación se le
otorgó el obispado de Ely.
Los preparativos de la cruzada implicaban la alianza con el rey de Francia,
quien seguía reclamando el matrimonio de su hermana Adelaida. Ricardo se
reunió con él en Gisors, donde la sombra del grueso olmo no abrigaba ya
negociaciones de paz, y fue lo bastante hábil para persuadirle de dejar para
más tarde sus diferencias.
Es probable que desde aquel momento Leonor alimentase su proyecto
personal para el matrimonio de Ricardo, pero nada se traslucía y se
continuaban más activamente que nunca los preparativos de la cruzada. Los
documentos permiten apreciar esto a través de la gran cantidad de donaciones,
de larga tradición en ocasiones semejante, a los monasterios y fundaciones
religiosas: Ricardo funda, no lejos de Talmond, el monasterio de Lieu-Dieu,
que da a los religiosos agustinos; otorga donaciones a la abadía de la Gràce-
Dieu en las marismas del Sèvre, mientras que Leonor brinda a los
hospitalarios el pequeño puerto de Perrot, junto al océano, cerca de La
Rochela, para prestar servicio a sus hospitales del Poitou; otra fundación más
se hizo en Gourfaille, cerca de Fontenay. Y no nos puede sorprender que
Leonor haga también donaciones a la abadía de Fontevraud, en tanto que
Ricardo confirma todos los bienes que esta abadía recibiera de sus
antepasados y añade más donativos, entre ellos uno de treinta y cinco libras a
cargo del Exchequer de Londres.
La última donación data del 24 de junio de 1190, es decir, del mismo
momento en que, en Chinon, Ricardo se despedía de Leonor; su flota le debía
llevar a un puerto mediterráneo, a Marsella o bien a Italia; él mismo, sin
esperar más, había resuelto llegar a Vézelay, lugar de concentración de los
ejércitos de los cruzados.
¿Por qué en el momento de la partida, cuando, según la costumbre, se le
entregaban las insignias tradicionales del peregrino, la cantimplora y el
bordón, éste se partió entre sus manos?
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«CORAZÓN DE LEÓN»
RAIMBAUT DE VAQUEYRAS,
Altas undas
Hubiera podido suponerse que Leonor volvería a Inglaterra tan pronto como
partió Ricardo. El primer deber que le incumbía ¿acaso no era el de
conservarle su reino? Por el contrario, se la ve tomar la dirección opuesta: la
de los Pirineos.
La «travesía a ultramar» de los dos reyes había sido aplazada varias veces.
Felipe Augusto había perdido a su mujer, Isabel de Hainaut, el 15 de marzo
de 119 o al dar a luz a los gemelos, que no le sobrevivieron; no tenía aún
veinte años y ya había dado un heredero al trono de Francia: el futuro
Luis VIII, nacido tres años antes. El rey Felipe organizó unos solemnes
funerales en el coro recién construido de Notre-Dame de París, donde mucho
más tarde, en el siglo XIX, durante unas excavaciones, se encontraría su tumba
y, a su lado, los dos minúsculos ataúdes de sus hijos. Felipe no se había
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portado con ella como príncipe cortés: cuando su lucha contra Enrique II
Plantagenet, amenazó con repudiarla para intimidar a su suegro, Balduino de
Hainaut, quien, con el conde de Flandes, abrazó el partido del rey de
Inglaterra.
Ricardo y Felipe se encontraron, finalmente, en Sicilia, en el puerto de
Mesina. Allí debían pasar el invierno del año 1190, prolongando su estancia
en la isla durante seis meses. Los historiadores no se explican este retraso, que
muy probablemente se debió a vientos contrarios y a los peligros que habrían
corrido sus flotas expuestas a las tempestades de invierno. Tradicionalmente
las últimas partidas hacia Oriente tenían lugar en el mes de noviembre, y no
se hacían de nuevo a la mar antes de fines de marzo. El mar debía de ser
particularmente desfavorable aquel año, pues Ricardo, en el momento en que
se encontraba en Marsella, donde esperaba embarcar, supo que las naves
salidas de Dover no podían franquear el estrecho de Gibraltar a causa de
vientos contrarios. Por ello, cansado de esperar, efectuó finalmente la travesía
con su séquito en barcos pisanos.
Desde luego, tales atrasos no eran nada favorables a la recuperación de
Tierra Santa. Los cruzados desperdigaban sus fuerzas, que hubiera sido
preciso reagrupar para una acción enérgica. Ya había llegado a Occidente la
nueva de la muerte del emperador Federico Barbarroja, ahogado en las aguas
del río Sélef el 10 de junio de 1190, lo que, según la expresión del cronista
contemporáneo, el austríaco Ansbert, «decapitaba» su cruzada; sólo un
puñado de alemanes se habían puesto a las órdenes de Guy de Lusignan bajo
las murallas de Acre. El yerno de Leonor, Enrique de Champaña, hizo otro
tanto por su parte. Pero estos socorros dispersos no eran suficientes para
alcanzar una solución decisiva.
Había alguien, no obstante, que aprovechaba el tiempo perdido: la reina
Leonor, cuya cabalgada hasta los Pirineos tenía un fin muy preciso.
«Olvidando su edad», había hecho frente al invierno, trasladándose, según
algunos, hasta Burdeos, según otros hasta Navarra, y se disponía a efectuar un
largo viaje cruzando los Alpes por el desfiladero de Montgenèvre,
atravesando Lombardía, y tras haber intentado sucesivamente embarcarse en
Pisa y en Nápoles, encontró por fin barcos en Brindisi para ir a Sicilia a
reunirse con su hijo.
No iba sola, la acompañaba una joven: Berenguela, hija del rey Sancho de
Navarra. Leonor se había acordado oportunamente de que en la corte de
Pamplona, adonde fue Ricardo a un torneo organizado por el hermano de
Berenguela, aquél le había dedicado a ésta unos encendidos versos. El
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cronista Ambrosio, que acompañaba en la cruzada al rey de Inglaterra,
describe a la joven como «prudente doncella, gentil mujer, valerosa y bella».
Adelaida, hermana del rey de Francia, quedó en Ruán a buen recaudo.
Leonor no quería el matrimonio francés a ningún precio. Desde luego, era
algo imposible, y Felipe mismo acabó por convenir en ello en el curso de unas
conversaciones un tanto borrascosas que tuvo con Ricardo durante su estancia
en Mesina. Pero la llegada de Berenguela cortaba por lo sano toda
negociación y Felipe lo vio tan claramente que se eclipsó con su flota, el 30
de marzo de 1191, la misma fecha en que la nave enviada por Ricardo a
Reggio volvía a Mesina con su madre y su prometida.
Se ha observado que Leonor, al efectuar este largo y peligroso viaje —era
casi septuagenaria— obraba «a la vez como madre y como reina» (Labande).
Era indispensable que el rey de Inglaterra tuviese un heredero legítimo.
Ricardo tenía un bastardo, llamado Felipe, que se casaría después con la hija
de Hélie de Cognac, Amelia, dotada de un bello dominio en la región
gascona, pero necesitaba un hijo que pudiese recibir sin disputa la herencia
Plantagenet, expuesta a las pretensiones de su hermano Juan y de su sobrino
Arturo, ninguno de los cuales era sucesor grato a los ojos de Leonor. Y
necesitaba asimismo una esposa capaz de mantener en el camino recto a este
personaje incorregible, agitado por todas las pasiones que pueden atormentar
a un hombre, cuyas magníficas cualidades corren el peligro de ser ahogadas
por la violencia de un temperamento dado a todos los excesos. Ricardo, que
para la historia será «Corazón de León», merecía el sobrenombre tanto por su
cabellera leonada como por su valentía y generosidad legendarias. Exquisito
poeta y músico refinado, se le había visto a veces en la iglesia dejar su puesto
para dirigir él mismo el coro de los monjes y dar ritmo a su canto. Por
doquier, en cualquier circunstancia en que se hallase, manifestaba una
curiosidad y una sed de saber universales. Al tener contacto con el mar por
primera vez en su vida, pues sus experiencias hasta entonces se habían
limitado a la travesía del Canal, le acometió de súbito una pasión por
maniobrar la vela y manejar el timón; iniciado por los marineros italianos, en
el acto se mostró marino como por instinto. Sin duda la sangre normanda se
despertaba en él. Al poner pie en Italia comenzó enseguida a visitar las ruinas
romanas en los alrededores de Nápoles, como impulsado por una curiosidad
de arqueólogo. Quiso subir al Vesubio y se le vio aproximarse al cráter y
recoger escorias con tal audacia que su séquito sintió escalofríos. En Calabria
oyó hablar de un viejo ermitaño, Joaquín de Fiore, el cual, se decía, extraía
del Apocalipsis interpretaciones inéditas, y, sin pensarlo mucho, lo visitó. Se
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pudo ver el sorprendente espectáculo del monje calabrés exponiendo sus
teorías un tanto proféticas al rey de Inglaterra, quien, según sus compañeros,
«deleitábase en escucharle». Joaquín soñaba con una Iglesia nueva, la Iglesia
de la caridad, de los contemplativos, que perpetuase el espíritu de san Juan.
Una Iglesia que, según cálculos bastante desconcertantes, debía hacer su
aparición en el mundo en el año 1260.
Así era Ricardo, quien, por otra parte, se reveló como un soldado fuera de
serie, infatigable a caballo si era preciso y capaz asimismo de caminar
jornadas enteras; se le vería durante el sitio de Acre llevar él solo a la espalda
los troncos destinados a las máquinas de asedio, que antes ya había escogido
y señalado a sus leñadores como útiles para el uso requerido. Su cronista,
Ambrosio, al relatar la expedición de que fue testigo ocular, nos ha dejado la
narración de una curiosa conversación entre el sultán Saladino y el obispo de
Salisbury, Huberto Gautier, en la que ambos estaban de acuerdo en reconocer
que si se hubieran podido reunir las cualidades complementarias de ambos
príncipes, el cristiano y el musulmán, el uno con sus proezas y el otro con su
sentido de la mesura:
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abstente de lo que está prohibido, si no el Señor hará por ello una justa
venganza». Poco tiempo después Ricardo cayó enfermo, durante la Semana
Santa. Presa de los remordimientos, se enmendó, llamó a su lado a su mujer, y
el martes de Pascua hizo otra penitencia pública, que había de prolongar
después acudiendo todos los días a la iglesia y entregando abundantes
limosnas.
Es de imaginar lo que podían ser los sentimientos de Leonor durante su
estancia en Sicilia junto a este hijo tan amado, a punto de afrontar la aventura
que ella misma arrostrara en su juventud. Al mismo tiempo que a Ricardo,
encontró de nuevo a su hija Juana, a quien no veía hacía catorce años. Era una
mujer joven y muy bella, de veinticinco años, y entre sus hijas la que más se
le parecía. Era viuda hacía un año y la llegada de su hermano representó para
ella un socorro inesperado en las dificultades en que la dejara la muerte de su
esposo, Guillermo el Bueno. Un bastardo del duque Roger (tío de su esposo),
Tancredo de Lecce, se había adueñado del poder con el apoyo del ex canciller
de Guillermo, Mathieu de la Jaille, y la ayuda de un fuerte partido siciliano; el
movimiento, desde luego, no iba dirigido contra la persona de Juana, pero sí
contra la que reivindicaba la herencia de Sicilia, Constanza, esposa del
emperador de Alemania, cuyos proyectos temían los sicilianos, por otra parte
no sin razón. Tancredo, temeroso de que Ricardo actuase contra él, había
creído hábil retener a Juana y tratarla como rehén confinándola en la fortaleza
de Palermo en el momento en que la flota del rey de Inglaterra hacía su
entrada en el puerto de Mesina bajo las aclamaciones frenéticas de una
población deslumbrada por el porte majestuoso de los navíos ingleses. Al
saber Ricardo que su hermana estaba prisionera tuvo uno de sus legendarios
ataques de cólera y Tancredo se apresuró a poner en libertad a la princesa, la
cual fue a encontrarse con su hermano al campamento instalado fuera de las
murallas de la ciudad de Mesina. Luego, mientras él se dedicaba, con la ayuda
de algunos golpes de mano, a hacer que se le devolviera la dote, estuvieron a
punto de surgir nuevas complicaciones. En efecto, Ricardo mantenía entonces
numerosas conversaciones con el rey de Francia, Felipe Augusto; Juana había
sido invitada a tomar parte en una de ellas y había causado una fuerte
impresión en Felipe. Cuenta un contemporáneo que apenas estuvo en su
presencia se sobresaltó, y que un relámpago de gozo había iluminado el rostro
generalmente impasible del rey de Francia. El primero en darse cuenta fue
Ricardo. A partir del día siguiente, él se ocupó de que Juana llegase al castillo
de La Bagnara, en Calabria, donde estaría al abrigo de las eventuales
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tentativas de Felipe Augusto y desde donde iría a Reggio para reunirse con su
madre, Leonor.
Ésta no iba a pasar más que cuatro días en Sicilia. El 2 de abril se despidió
de sus hijos y embarcó de nuevo acompañada por el arzobispo de Ruán,
Gautier de Coutances, y por un caballero asignado a su escolta, Gilberto
Vascoeuil. Se había decidido aprovechar el buen tiempo y los vientos
favorables para singlar hacia Tierra Santa, donde se celebraría el matrimonio
de Ricardo y Berenguela. Leonor, a pesar, sin duda, de lo que hubiese
deseado, quería volver a Inglaterra lo más pronto posible, incluso a trueque de
privarse del espectáculo de ver a su hijo revestido de los espléndidos ropajes
que había ordenado hacer para su boda: una túnica de brocado de seda rosa
bordada de medias lunas de plata, un sombrero escarlata con plumas de aves
sujetas por un broche de oro, un tahalí de seda del que pendía la vaina de oro
y plata de su espada, una silla de montar dorada cuyo arzón iba adornado de
dos leones enfrentados.
Berenguela fue confiada a la custodia de Juana, y las dos jóvenes se
embarcarían a su vez, pocos días después de la partida de Leonor, en un
pesado barco de transporte comandado por un caballero del séquito de
Ricardo: Roberto de Thornham. Nadie dudaba entonces del matrimonio, que
se proyectaba celebrar en Tierra Santa pero que tendría lugar en Limasol, en
la isla de Chipre, de la que Ricardo había de apoderarse en un santiamén en
un ataque de mal humor. El emperador de Bizancio, que residía allí, creyó
sacar un buen provecho apoderándose del dromón, el barco de transporte que
llevaba a las dos jóvenes y que la tempestad empujara a la costa de Chipre
antes de la llegada del rey de Inglaterra. Es de imaginar el furor del rey
cuando, al desembarcar en la isla, tras una espantosa travesía, supo que su
hermana y su prometida estaban prisioneras y que sus bienes habían sido
retenidos por el emperador Isaac el Ángel. En tres semanas la situación
cambió por completo: el emperador fue hecho prisionero en una de sus
propias fortalezas y Chipre quedó en manos de los francos. Tras lo cual,
dejando la custodia de la isla a algunos hombres de confianza, Ricardo se
embarcaba otra vez, ahora con Berenguela, que entretanto se había convertido
en su mujer en la catedral de Limasol, para llegar el 8 de junio de 1191 ante
San Juan de Acre. Esta vez la ciudad sitiada no iba a resistir ya largo tiempo:
el 17 de julio, después de haber dado muestras prodigiosas de valor, Ricardo
entraba allí como vencedor, eclipsando un tanto al rey de Francia, el cual, hay
que decirlo, no tenía a su favor ninguna de las hazañas militares que acababan
de consagrar en Tierra Santa el prestigio de Ricardo Corazón de León.
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Si Leonor se apresuró tanto por dejar Mesina, no era sólo a causa de sus
inquietudes respecto a su hijo Juan y a las intrigas a que podría entregarse en
Inglaterra durante la ausencia de su hermano. Apenas había llegado a Sicilia,
en efecto, supo de la muerte del papa Clemente III. Pues bien, de camino, en
Lodi, Leonor se cruzó con el emperador de Alemania Enrique VI y su mujer,
Constanza de Sicilia (era hija de Roger II, el abuelo de Guillermo el Bueno y
su última heredera); no carecía de interés seguir de cerca los acontecimientos.
Leonor entró en Roma el día de Pascua, el 14 de abril de 1191; el mismo
día, el nuevo Papa —Jacinto Bobo— era consagrado en San Pedro con el
nombre de Celestino III. Enrique y Constanza iban a recibir de sus manos la
corona imperial. A Leonor le importó poco asistir a la ceremonia y se
contentó, después de una conversación con el nuevo Papa, que se mostraba
bien dispuesto hacia los Plantagenet, con permanecer en Roma justamente el
tiempo necesario para procurarse de los cambistas de la ciudad el dinero para
su regreso: ochocientos marcos. Por San Juan (24 de junio) estaba de vuelta
en Ruán y volvía a encargarse del reino de su hijo.
Muy pronto, como era de prever, surgieron las dificultades. Juan Sin
Tierra, de apodo ya injustificado, sacaba provecho de su situación y recorría
complacido Inglaterra haciéndose reconocer por todos —barones, prelados y
burgueses— y dando a entender que Ricardo no volvería jamás de Tierra
Santa. En sus idas y venidas, igual que en sus pretensiones, apenas encontraba
más obstáculo que la desconfianza de los partidarios de su hermano y la
vigilancia de Guillermo Longchamp, que acumulaba en su persona los cargos
de canciller y de justicia mayor. Entre ambos hombres eran inevitables las
discrepancias; el exceso de celo por parte de Guillermo iba a convertirlas en
guerra abierta. Godofredo, el bastardo de Enrique II, había sido consagrado en
su dignidad de arzobispo de York por el arzobispo de Tours el 18 de agosto
anterior. Leonor, en efecto, traía de Roma la aprobación pontificia para su
elección. Godofredo quiso llegar a su sede enseguida, pero, en razón del
juramento de no volver a Inglaterra durante tres años, prestado a Ricardo
antes de su partida, fue arrestado por orden del canciller en el momento de
desembarcar en Dover.
La emoción fue grande entre los clérigos y el pueblo: Guillermo
Longchamp contaba con muchos enemigos. El arzobispo Balduino de
Canterbury acababa de morir en Tierra Santa y algunos de los prelados
acusaban a Guillermo de querer hacerse nombrar para la sede primada de
Inglaterra. Por otra parte, el canciller era de mano dura y de administración
exigente, y en Londres se le detestaba. La ocasión era propicia para Juan, que
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se puso a la cabeza de un movimiento que le librara del arrogante canciller.
Supo maniobrar de tal forma que Guillermo Longchamp, que se había
parapetado en la torre de Londres para mayor seguridad, se vio citado y
requerido para rendir cuentas ante algunos miles de londinenses hábilmente
instigados por Juan. Guillermo hizo frente a la tempestad y hasta tuvo el valor
de denunciar públicamente las maniobras de Juan, acusándole de querer
suplantar a su hermano en el momento en que éste se prodigaba por la defensa
de Tierra Santa; a pesar de ello fue destituido por una asamblea reunida en la
catedral de San Pablo, lo que constituye, como ha escrito un historiador de
nuestro tiempo, «un curioso ejemplo de caída ministerial en la Edad Media».
Guillermo Longchamp, temiendo por su vida, dejó Inglaterra disfrazado de
vieja y, una vez llegado al continente, tomó el camino de París, como habían
hecho antes que él cuantos tenían quejas de los Plantagenet. Allí encontró a
dos cardenales —Jordán y Octaviano— enviados de Roma por el papa
Celestino III, a quienes supo interesar por su suerte. Éstos se dirigieron hacia
Normandía sin tomar la precaución de pedir a la reina derecho de paso o
salvoconducto para sus estados. Vieron alzarse ante ellos el puente levadizo
de la fortaleza de Gisors, que el senescal de Normandía se negó a bajar. A
continuación se produjo una situación extremadamente confusa, señalada por
una tempestad de excomuniones lanzadas tanto por los cardenales como por
el obispo de Ely y por los prelados de Inglaterra, Godofredo a la cabeza.
Así estaban las cosas, las fiestas de Navidad de 1191 se acercaban,
ignorándose cuál sería el resultado de tal lucha, cuando Leonor, que tenía su
corte en Bonneville-sur-Touques, recibió una sorprendente noticia: el rey de
Francia había dejado Tierra Santa, haciéndose dispensar de su voto de
cruzada, y acababa de llegar a Fontainebleau.
Sin perder tiempo, la reina se dispuso a fortificar los castillos en toda la
frontera del reino Plantagenet y dirigió a sus senescales mensajes con
instrucciones al respecto. La precaución no era en vano, porque el 20 de enero
Felipe Augusto se presentó en Gisors e intimó al senescal de Normandía a
entregarle la plaza; argüía para ello acuerdos concertados con el rey Ricardo
durante su estancia en Sicilia; pero el senescal había recibido órdenes precisas
de la reina y era del todo contrario a la costumbre de echar mano de los bienes
de un cruzado mientras éste se hallase en Tierra Santa. Así pues, rehusó hacer
eso, y Felipe Augusto hubo de alejarse. Entretanto, la reina supo que su hijo
Juan concentraba una flota en Southampton y reclutaba mercenarios; se le
atribuía la intención de ir a rendir homenaje a Felipe Augusto para recibir la
investidura del ducado de Normandía a cambio de la famosa fortaleza de
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Gisors; al igual que el rey de Francia, contaba con aprovecharse de la
situación.
El 11 de febrero Leonor se embarcaba para Inglaterra. Se la vio reunir
inmediatamente asambleas de barones en Windsor, en Oxford, en Londres y
en Winchester: se trataba de hacer jurar fidelidad a Ricardo en todas partes y
de disipar las falsas noticias que se hubieran hecho circular, en particular su
intención de permanecer en Tierra Santa y hacerse nombrar rey de Jerusalén.
Finalmente, y sobre todo, se trataba de privar de víveres a su hijo menor, para
impedirle pasar la mar.
Leonor lo consiguió y, al menos por el momento, Juan hubo de aplazar la
proyectada expedición. Enviaba mensaje tras mensaje a Ricardo para rogarle
que volviese a sus estados, y recibía como respuesta detalles de sus proezas.
La gloria de Ricardo no hacía sino crecer, no solamente entre su propio
ejército, sino entre los franceses de Francia, que reprochaban a su rey haber
abandonado la cruzada. Se habían entablado negociaciones con Saladino, a
quien la pérdida de la ciudad de Acre volvía prudente. En algún momento
hasta se creyó poder dar solución novelesca a los seculares conflictos que
enfrentaban a cristianos y a turcos: Ricardo proponía dar en matrimonio a su
hermana Juana al hermano de Saladino, Malik-al-Adil; ambos reinarían juntos
en Jerusalén y las ciudades del litoral les serían cedidas, mientras que por una
y otra parte se canjearían los prisioneros de guerra, concediendo a las órdenes
militares de templarios y los hospitalarios fortalezas y ciudades como garantía
del cumplimiento del tratado. Grandiosa perspectiva: una Plantagenet a la
cabeza de un imperio oriental como nunca se viera, donde musulmanes y
cristianos vivirían juntos en armonía y los peregrinos podrían circular como lo
hicieran desde tiempos muy antiguos hasta el momento en que Tierra Santa
fue conquistada por los «sarracenos»… Si no se le informó a deshora, Leonor
debió de quedar seducida algún tiempo por ese gran sueño de dominio
oriental y de paz entre dos mundos, cuyo instrumento sería su hija. Pero, en
cualquier caso, los mensajes siguientes no pudieron más que hacerla volver
del sueño a la realidad: Juana, al saber los tratos de que era objeto, entró en
una cólera digna de los Plantagenet. Se la había comprometido sin
consultarla; ahora bien, jamás, jamás consentiría en casarse con un musulmán.
A no ser que el hermano de Saladino se hiciera cristiano…
La guerra continuó, pues, con la sucesión de combates y negociaciones
que la caracterizaban. Ricardo estuvo a punto de ser hecho prisionero
defendiendo el castillo de Blanche-Garde, y algún tiempo después infligió a
las tropas de Saladino una severa derrota en Ascalón; sus hazañas corrían de
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boca en boca por el país y su renombre de bravura se extendía tanto entre los
musulmanes como entre los cristianos; se contaba que las madres sarracenas,
para hacer callar a sus hijos, los amenazaban mentándoles al rey Ricardo. En
Jaffa, a la que había reconquistado junto a varias ciudades costeras y donde
los enemigos contaban con sorprenderle, combatió con las piernas sin
protección, apenas armado, y haciendo alternar piqueros y ballesteros, rodilla
en tierra, logró derrotar a las tropas de Saladino, diez veces más numerosas.
No sin emoción se debió de enterar Leonor de que su nieto Enrique de
Champaña, el hijo de María, que combatía desde hacía dos años en Tierra
Santa, había sido designado por los barones para llevar la corona de rey de
Jerusalén, corona completamente simbólica, a decir verdad, puesto que
Jerusalén no había sido reconquistada. Ricardo se había aproximado lo
bastante para poder ver al menos los confines de la Ciudad Santa, pero tuvo
que retroceder. En suma, salvo el puñado de barones que combatían a su lado,
sus recursos se los proporcionaban comerciantes italianos o mediterráneos,
gentes de Venecia, Génova o de Pisa, que frecuentaban los puertos de la
costa. Y éstos no se preocupaban sino de sus establecimientos comerciales;
Jerusalén no sería reconquistada nunca. El reino subsistía, mas no su razón de
ser. Y ya se podía entrever que la supervivencia asegurada por las colonias de
mercaderes instalados en los puertos era una ficción: incluso sin que los
cruzados se percatasen, sus expediciones se habían vuelto una guerra
comercial. La reconquista de los Santos Lugares daba paso a la lucha contra
el islam, y lo que se disputaba eran los mercados. Un día, estos cruzados,
cuya buena fe es difícil poner en duda, serán impulsados por la astucia de los
venecianos a conquistar Constantinopla, sin comprender la mayor parte de
ellos cómo han podido llegar allí. Pero, en las grandes familias que
comenzaban a hacer construir los suntuosos palacios de la ciudad de los dux,
todo el mundo lo comprendía.
Ricardo, al comprobar que su inferioridad numérica le reducía a la
impotencia, o poco menos, ante las fuerzas de Saladino, se contentaba con
maldecir la deserción del rey de Francia. Es evidente que el mal
entendimiento entre los principales jefes de la expedición tuvo gran influencia
en su casi fracaso. Tras una nueva victoria conseguida ante Jaffa, acabó por
decidirse a transigir con Saladino: éste reconocía a los occidentales la
posesión del litoral, de Tiro a Jaffa, y garantizaba a los cristianos la libertad
de peregrinar a los Santos Lugares. El cronista Ambrosio ha expresado de
manera conmovedora la decepción de las gentes humildes: «Habríais visto a
las gentes muy afligidas maldecir la larga espera que habían sufrido…, ¡pues
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no habrían pedido vivir ni un día más después de haber liberado Jerusalén!».
El mismo Ricardo, cuando se le informó que el sultán le proponía un
salvoconducto para efectuar una peregrinación a la Ciudad Santa, lo rechazó.
Joinville, un siglo más tarde, se hará eco de la anécdota que se contaba al
respecto: Ricardo se arrancó la cota de malla ante Saladino y, llorando, dijo a
Nuestro Señor: «¡Señor Dios, te suplico que no vea tu ciudad santa, ya que no
la puedo librar de manos de tus enemigos!».
Leonor supo por fin que el día de San Miguel (29 de septiembre) el rey
embarcó a su hermana Juana y a su mujer Berenguela para regresar a
Occidente, y que él mismo contaba con hacerse a la mar unos días después:
tenía la intención de pasar la Navidad en Inglaterra. La noticia debió de
causar un intenso alivio a Leonor: su larga espera tocaba a su fin, su hijo iba a
recobrar el reino amenazado.
Ignoraba que tanto para él como para ella las dificultades no habían hecho
más que comenzar.
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LA REINA MADRE
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más cada mañana, y quienes, de guardia en Winchester, en Windsor o en
Oxford, esperaban la llegada de los correos, no veían venir por los senderos
empapados por la lluvia más que las carretas de los campesinos, no oían otra
cosa que los gritos de las cornejas que revoloteaban alrededor de los árboles,
cuyas últimas hojas caían una tras otra. En las iglesias, en los monasterios, los
clérigos y el pueblo se reunían para implorar al Cielo en favor del rey
Ricardo. Los cirios ardían ante los relicarios expuestos en los altares noche y
día. Y el temor se apoderaba de todos ante la idea de que el héroe de la
cristiandad hubiese podido perecer miserablemente en medio de alguna
tempestad en las costas del Adriático.
La espera fue una auténtica cruz para Leonor, aunque durante aquel largo
año consiguió mantener el orden en el reino. Hizo levantar los entredichos
eclesiásticos, apaciguó las contiendas y logró, al menos de momento, apartar
a Juan de toda empresa contra su hermano. Había podido impedirle que fuese
a Francia, «temiendo que —como dice Ricardo de Devizes—, con su carácter
ligero, el adolescente llegase a prestar oídos a los consejos de los franceses y
tramase la ruina de su hermano; pues ella estaba conmovida y desgarrada en
sus entrañas maternales por la suerte de sus hijos mayores… y quería que
ahora la fidelidad entre sus hijos quedase a salvo, y así ella ser más feliz de lo
que ellos habían hecho a su padre». No obstante, Leonor sabía mejor que
nadie cuán frágil era el equilibrio que se había logrado mantener, y no
ignoraba que con Juan no contaban palabras ni promesas. El que el cronista
califica de adolescente, aunque entonces tuviera veinticinco años, daba, en
efecto, la impresión de no obrar jamás sino por caprichos, de no poder llegar a
ese pleno dominio de sí mismo que hace adulta a una persona. Y su historia
posterior confirmaría tal impresión: un adolescente inquietante, inestable, al
que sus contemporáneos considerarán cada vez más, a medida que sus
acciones hagan que se le conozca mejor, como «hechizado». No es que
careciese de inteligencia, al contrario, cuando quería sabía mostrarse sagaz,
incluso astuto; podía ser tenaz pero, con la fría voluntad que lograba poner en
la ejecución de algunos de sus designios, más bien parecía el hombre que
actúa bajo el dominio de una idea fija que aquel que decide tras una madura
reflexión. Se le verá, en el momento en que su reinado se va a pique, negarse
a escuchar, por no interrumpir su partida de ajedrez, a los enviados de la plaza
fuerte de Ruán, reducida a la desesperación, que imploraban su ayuda. Sus
crueldades hacen temblar, y hoy se le consideraría un irresponsable. Se
murmuraba a medía voz, en su tiempo, que tenía perversidad diabólica.
¿Acaso no se había negado a comulgar desde los siete años? No habrá otro
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rey de Inglaterra que no reciba la comunión al ser coronado. Si alguna vez
hubo un ser en el que se cumplieran las leyendas de mal agüero que
circulaban acerca de los Plantagenet, éste fue, sin duda, Juan Sin Tierra.
En los momentos en que la angustia de la espera abrumaba a los
partidarios de Ricardo, se le atribuía a Juan la intención de divorciarse de su
mujer, Havise de Gloucester, para desposar con Adelaida de Francia. Y, como
preludio manifiesto de una acción de mayor amplitud contra el poder de su
hermano, se apoderó de los dos castillos reales de Windsor y de Wallingford,
sobornando a sus castellanos. Fue entonces cuando se supo que el rey Ricardo
estaba prisionero.
Leonor había pasado las fiestas navideñas con la tristeza que es de imaginar,
cuando, algunos días más tarde, a ruegos del arzobispo de Ruán, le fue
dirigido un pliego sellado que contenía la copia de una carta que el rey de
Francia recibiera el 28 de diciembre, enviada por el emperador de Alemania:
«Hemos considerado que debemos informar a Vuestra Nobleza por estas
letras de que, en el momento en que el enemigo de nuestro imperio y
perturbador de vuestro reino, Ricardo, rey de Inglaterra, atravesaba la mar
para volver a sus dominios, sucedió que los vientos le llevaron a la región de
Istria, tras haber naufragado su navío… Estando los caminos debidamente
vigilados y habiendo guardias en todas partes, nuestro caro y bien amado
primo Leopoldo, duque de Austria, se ha apoderado de la persona del citado
rey en una humilde casa de un pueblo en los alrededores de Viena…».
Mas la nueva ya se propagaba de boca en boca sembrando la
consternación en Londres y en toda Inglaterra, así como en los dominios
continentales de los Plantagenet. El relato detallado del regreso del rey y de
las circunstancias en que había sido hecho prisionero fue referido por un
testigo ocular: Anselmo, el capellán de Ricardo, quien tomó parte en la
extraordinaria odisea, pero que, puesto en libertad casi enseguida, había
vuelto a Inglaterra. Es una verdadera novela de aventuras, a la que no falta ni
la nota cómica, casi siempre mezclada con las tribulaciones de este género.
El rey había embarcado en su galera, la Franche-Nef, con su capellán
Anselmo, su secretario Felipe, dos señores, Balduino de Béthune y Guillermo
de l’Etang, y algunos caballeros del Temple. La tempestad les había hecho
dar tumbos por el Mediterráneo durante seis semanas, al cabo de las cuales la
nave se encontró a la vista de Marsella. Se habló de atracar allí, pero el rey
prefirió no atravesar los territorios del conde de Tolosa, Raimon de Saint-
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Gilles, tradicional traidor, y dio la orden de regresar a Corfú. Desde allí
bordearon las costas del Adriático y, dado que la nave se deterioró en exceso
para poder afrontar nuevas tempestades, en Ragusa se entendieron con unos
piratas, que debían llevarlos a Italia. De nuevo se desencadenó la tempestad;
pasaron frente a Zara y Pola para encallar por fin entre Aquilea y Venecia.
Habiéndose informado, Ricardo supo que la región estaba sometida a un
castellano, el conde Mainard de Górtz, vasallo del duque Leopoldo de
Austria. Coincidencia enojosa a más no poder. Ricardo se llevaba
pésimamente con Leopoldo, y cierto día, ante Acre, impacientado por los
aires fanfarrones del duque de Austria, había lanzado su pendón al foso; el
duque juró vengarse y todos lo sabían. Ricardo resolvió obrar con audacia.
Envió a Balduino de Béthune con dos compañeros a pedir al conde Mainard
un salvoconducto para ellos y para un cierto mercader de nombre Hugo que
les acompañaba. Le pareció hábil ganarse su voluntad ofreciéndole un anillo
de oro en el que se había engastado un espléndido rubí comprado a un joyero
pisano. ¿Qué demonio inspiró entonces al conde Mainard? Dando vueltas y
más vueltas al anillo entre sus dedos, declaró a los tres mensajeros,
estupefactos: «No es el mercader Hugo quien me envía este regalo, es el rey
Ricardo. Yo había jurado hacer arrestar a todos los peregrinos que llegasen a
mis costas y no aceptar de ellos ningún presente. No obstante, por la riqueza
de este anillo y la elevada condición de quien me honra, se lo devuelvo y le
doy libertad de seguir su viaje».
Al regreso de los mensajeros —muy perplejos como es natural—, se
celebró consejo rápidamente. La insólita clemencia bien podía encubrir
alguna trampa; apresuradamente, el rey y su comitiva compraron caballos, los
más veloces que encontraron, y esa misma noche dejaron la comarca para
dirigirse hacia Carintia. De hecho, el conde Mainard sólo había dudado ante
una situación que le cogía desprevenido, por lo que se apresuró a advertir a su
hermano Federico de Betesov —por cuyos territorios debían pasar los
fugitivos—, a fin de que enviase guardias armados listos para aprisionar al rey
de Inglaterra.
Al tercer día de cabalgar, Ricardo y su séquito se encontraban en una
pequeña ciudad llamada Freisach; se habían albergado en una sencilla casa de
campesinos. Ricardo, para tratar de pasar desapercibido, vestía un traje de
escudero y aparentaba ocuparse en la cocina, cuando, para consternación de
todos, llamaron a la puerta. Hubo que abrir, pues un enviado del conde de
Betesov les obligaba a ello. Desde por la mañana registraba una tras otra las
casas del pueblo. El hombre entró, dejando fuera su escolta. Bien podía
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Ricardo aparentar que avivaba el fuego del hogar bajo su traje de escudero:
¡se le hubiese reconocido incluso vestido de mendigo! Su elevada estatura, su
cabello flameante, su aire regio eran imposibles de disimular. Sus
acompañantes esperaban temblando cuando, de repente, vieron con gran
estupor al enviado del conde postrarse de hinojos ante el rey y deshacerse en
lágrimas suplicándole en el más puro lenguaje normando que huyese lo más
presto posible. Se llamaba Roger d’Argenton y, habiéndose establecido en
este país desde hacía más de veinte años y habiéndose casado con la sobrina
del conde de Betesov, era el hombre de confianza de éste; su misión era
arrestar al rey de Inglaterra, pero por nada del mundo quería romper la tregua
de Dios y aprisionar al héroe de la cristiandad; le conjuraba a huir lo antes
posible, para lo que le proporcionaría un excelente caballo.
A continuación Roger d’Argenton se retiró con su escolta, dejando al rey
y a sus compañeros confusos por el episodio. Poco después trajeron los
caballos prometidos y Ricardo emprendió el camino acompañado tan sólo por
dos hombres: Guillermo de l’Etang y un joven secretario que hablaba alemán.
Así pensaba el rey pasar más fácilmente desapercibido. En cuanto a los otros,
dejaron de modo bien notorio Freisach al día siguiente y muy poco después
eran alcanzados por los enviados de Federico de Betesov. Roger d’Argenton
había declarado a éste que Ricardo no se encontraba entre los peregrinos
extranjeros, que sólo había reconocido al conde Balduino de Béthune y a su
escolta. Hubo que rendirse a la evidencia: Balduino y sus compañeros,
detenidos durante dos días, fueron libertados y pudieron continuar su camino.
Ricardo, entretanto, había cabalgado casi sin tregua durante tres días y tres
noches. Así pues, cuando él y sus acompañantes llegaron a las orillas del
Danubio, en la pequeña ciudad de Ginana, por fuerza tuvieron que hacer alto.
El rey estaba agotado de fatiga y la fiebre que había contraído en Tierra Santa
le hacía temblar; también era preciso que se recuperaran los caballos. Ahora
bien, por fatal coincidencia, el duque Leopoldo de Austria residía por
entonces precisamente en el mismo lugar. Ricardo y Guillermo de l’Etang
permanecían ocultos en una habitación y enviaban por provisiones al joven
que conocía el alemán. En el mercado, a falta de otra moneda, éste mostró un
besante de oro, ante el cual las buenas gentes del pueblo, que en su vida
habían visto tal moneda, comenzaron a asediarle a preguntas; él se libró
diciendo que acompañaba a un rico mercader griego y, esquivándolos, volvió
ante el rey instándole a irse de allí. Pero Ricardo era presa de uno de esos
accesos de fiebre cuartana que en adelante iban a atormentarle de vez en
cuando y, evidentemente, no podía moverse. De regreso al pueblo, el
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imprudente joven consideró oportuno protegerse del frío poniéndose los
guantes forrados de su señor, los cuales iban bordados con dos bellos
leopardos de oro que, otra vez, llamaron la atención. La gente se agolpó a su
alrededor y los guardias del duque Leopoldo que pasaban por allí le echaron
mano cuando trataba de huir. El desdichado servidor, golpeado, amenazado,
más muerto que vivo, debió, de grado o por fuerza, indicar el sitio donde
residía su amo y fue una verdadera jauría aullando la que invadió la
habitación donde estaban Ricardo y su compañero, mientras se enviaba a
buscar a toda prisa al duque Leopoldo. Ni huida ni astucia eran posibles;
Ricardo, alzándose en toda su talla, hizo frente como sabía hacerlo. «Yo soy
el rey de Inglaterra; llamad a vuestro señor; sólo a él entregaré mi espada». Su
valentía, su prestancia hicieron retroceder a la multitud, y, muy dueño de sí
mismo y sin perder un ápice de dignidad, se entregó efectivamente al duque,
que ya había llegado a la casa.
Esto ocurrió el 20 de diciembre de 1192. Probablemente Leonor oiría el
relato por boca misma de Anselmo, cuando éste volvió a Inglaterra en el mes
de marzo de 1193. Mientras tanto, por dolorida que estuviese al enterarse de
la prisión de su hijo —Guillermo el Mariscal nos dice que «grande fue su
dolor»—, no tardó en reaccionar con su habitual energía. Pasaron unos meses
antes de poder saber dónde tenía encarcelado el duque de Austria a su
cautivo. Inmediatamente, Leonor despachó a Alemania a dos religiosos, los
abades de Boxley y de Pontrobert, con la misión de visitar Suabia y Baviera y
de informarse de la suerte reservada a su hijo. El obispo de Bath, Savary, se
encaminó también en el acto hacia la corte del emperador Enrique de
Hohenstaufen. El obispo de Salisbury, Huberto Gautier, a quien la nueva le
había llegado en Italia en el momento en que se dirigía a Inglaterra, cambió
súbitamente de destino y se trasladó a Alemania para intentar dar con su rey;
Guillermo Longchamp, que seguía exiliado, se encaminó hacia el Sacro
Imperio. Nada importaba ya sino la liberación del rey de Inglaterra. La
emoción suscitada en toda la cristiandad fue, desde luego, enorme. Produjo
indignación la impiedad cometida por el duque de Austria: los bienes y la
persona de todo cruzado eran inviolables, garantizados como estaban por la
tregua de Dios; y el rey Ricardo se había hecho más popular que nadie por sus
hazañas en Tierra Santa.
Fue entonces cuando nació la leyenda del trovador Blondel de Nesle, que
también se puso en camino para buscar a su señor y que recorrió Alemania sin
otro bagaje que su viola, cantando las canciones que había compuesto con
Ricardo, hasta el día en que, al pie de una fortaleza, oyó una voz bien
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conocida cantar con él el estribillo. Según algunos, Blondel era el apodo de un
caballero arlesiano, célebre por su belleza y su cabellera rubia, Juan II de
Nesle, que era, efectivamente, poeta estimado en su tiempo, por lo cual la
leyenda no carece de algún fundamento.
Se supo por fin que Ricardo había sido encerrado en la fortaleza de
Dürrenstein; y durante su cautividad fue trasladado de castillo en castillo
antes de ser entregado por Leopoldo al emperador, quien le hizo retener en
Spira desde el 23 de mayo. El emperador odiaba al rey de Inglaterra tanto
como su vasallo; con harta bajeza se vengaba en él de las perpetuas rebeliones
de su cuñado Enrique el León, duque de Sajonia, contra el Sacro Imperio; y
acusaba a Ricardo de haber apoyado en Sicilia los derechos de Tancredo
contra los de su mujer Constanza. Por otra parte, Felipe Augusto, a su regreso
de Tierra Santa, había tenido con él largas conversaciones, en el curso de las
cuales no había podido dejar de excitar al emperador contra el Plantagenet;
quizá hasta se pactó una alianza entre ambos.
En todo caso, el rey Felipe parecía considerar que ya tenía las manos
libres. Poco tiempo después de Pascua, el 12 de abril, se presentaba ante la
fortaleza de Gisors, y esta vez el senescal Gilberto Vascoeuil se la entregó sin
protestar. Tal acto de traición, que abría al rey de Francia el Vexin normando,
daba la medida de lo que se podía esperar en adelante. Estaba claro que sus
enemigos consideraban a Ricardo ya fuera de combate y a su reino un botín
que era posible conquistar.
En todo caso, así lo entendía Juan Sin Tierra. Llegado a Normandía, lanzó
inmediatamente llamamientos a los barones, invitándoles a reconocerle como
heredero del reino, mas la asamblea que intentó reunir en Alençon resultó un
fracaso. Los señores normandos se hacían los sordos. Y en Ruán el senescal
Roberto de Leicester, a quien Leonor hizo devolver poco antes sus tierras, era,
bien lo sabía Juan, inquebrantable. Juan no insistió y fue a París, donde se
apresuró a rendir homenaje por sus tierras a Felipe Augusto, confirmándole la
posesión del Vexin normando. Unas semanas después Felipe, a su vez, se
presentaba ante la fortaleza de Ruán, exigiendo entrar inmediatamente en
posesión de la ciudad y reclamando la liberación de su hermana Adelaida.
Roberto le hizo saber que para ello no tenía ninguna orden del rey, y agregó
que aceptaba de buen grado recibir al rey de Francia solo y sin escolta para
llevarle a presencia de la princesa.
Ante esta respuesta, Felipe, cuya imaginación era despierta, se dio cuenta
enseguida del giro que podrían tomar los acontecimientos: una vez
franqueado ese puente levadizo, cortésmente conducido al torreón para ver a
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su hermana, ¡qué excelente rehén tendría la vieja reina para cambiar por su
amado Ricardo! Se retiró lleno de despecho.
En medio de tan dramáticas circunstancias, Leonor demostró su altura.
Siguió en la brecha, enviando carta tras carta, mensajero tras mensajero,
manteniéndose en contacto con los senescales del continente así como con los
principales barones de Inglaterra, consiguió, a la vez, frustrar las amenazas
que Felipe y Juan hacían pesar sobre el reino y movilizar todo para la
liberación de su hijo. Por orden suya las costas de Inglaterra iban a ser puestas
en estado de defensa para impedir cualquier tentativa armada. Juan había
tratado de reclutar mercenarios galeses y escoceses, pero el rey de Escocia, a
quien se había dirigido, le negó su ayuda. Como Roberto de Leicester,
Guillermo era uno de los más agradecidos a la reina. Poseemos tres cartas
firmadas por Leonor y dirigidas al papa Celestino III. Fueron, probablemente,
redactadas por el canciller Pedro de Blois, mas a través de esta redacción
oficial se transparenta un acento de indignación que no engaña. En efecto, era
inadmisible que el Papa no hubiese intentado nada para hacer libertar a
Ricardo, él, que disponía de sanciones eclesiásticas siempre eficaces por
entonces para proteger al real cruzado. El encabezamiento de estas cartas es,
por sí solo, un grito de dolor: «Leonor, por la cólera de Dios reina de
Inglaterra». Y su contenido, una protesta vehemente que llega incluso a
amenazar a la curia romana:
«Lo que aflige a la Iglesia, hace murmurar al pueblo y disminuye la
estima que éste os tiene, es que, a despecho de los llantos y lamentaciones de
provincias enteras, no habéis enviado un solo mensajero. Con frecuencia, para
asuntos de poca monta, vuestros cardenales han sido enviados a los confines
de la Tierra con poderes soberanos, pero en un asunto tan desesperante y
deplorable no sólo no habéis enviado al menor subdiácono, sino ni siquiera a
un acólito. Los reyes y príncipes de la Tierra han conspirado contra mi hijo;
lejos del Señor se le tiene en cadenas, mientras otros saquean sus tierras; se le
sujeta mientras otros le flagelan. Y durante todo este tiempo la espada de San
Pedro permanece en su vaina. Tres veces habéis prometido enviar legados y
no lo habéis hecho… Si mi hijo conociese la prosperidad, les habríamos visto
correr a su llamada, pues bien saben con cuánta generosidad les habría
recompensado. ¿Es esto lo que me prometisteis en Châteauroux con grandes
protestas de amistad y buena fe? ¡Ay!, ahora ya sé que las promesas de los
cardenales no son más que palabras».
Y en su arrebato, Leonor, recordando cómo Enrique, su esposo, el padre
del presente rey, había puesto fin al cisma aliándose con el papa Alejandro en
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el momento en que el emperador de Alemania sostenía un antipapa, llegó
incluso a amenazar a Celestino III con una nueva separación:
«Os lo declaro, no está lejos el día predicho por el Apóstol; el momento
fatal está próximo, aquel en que la túnica de Cristo será echada de nuevo a
suertes, en que las cadenas de San Pedro serán rotas y disuelta la unidad
católica».
En realidad, el Papa había excomulgado a Leopoldo desde que supo que
Ricardo estaba prisionero; amenazó al rey de Francia con el entredicho si
osaba apoderarse de las tierras de su rival, y fue por la misma amenaza de
entredicho por lo que en Inglaterra las iglesias y los mismos súbditos del rey
estaban obligados a recaudar la ayuda exigida para el rescate. Pero el Papa
vacilaba en excomulgar al emperador. No le interesaba reanudar la
interminable serie de querellas y desacuerdos que marcaban desde hacía más
de un siglo las relaciones entre la Santa Sede y el Sacro Imperio.
Entretanto Leonor había recibido noticias directas de su hijo: una carta
fechada el 19 de abril de 1193 le fue transmitida por intermedio de Guillermo
Longchamp: «Sabed —decía el rey— que tras la partida de Huberto, obispo
de Salisbury, y de Guillermo de Sainte-Mère-Église, nuestro secretario,
hemos recibido la visita de nuestro muy querido canciller Guillermo, obispo
de Ely; tras una entrevista con el emperador, tanto ha hecho por nos, que del
castillo de Trifels donde estábamos cautivos hemos ido a ver al emperador a
Hagenau y hemos sido recibidos con honor por él en persona y por su
corte…». Y continuaba, precisando que desde aquel momento se le abría la
esperanza de ser liberado contra rescate. Pedía que se reuniese dinero y
rehenes, detallando «que el dinero reunido sea remitido a mi madre y a través
de ella a quien por sí misma designe».
Leonor se apresuró a reunir fondos, ya que la costumbre la autorizaba:
todo señor prisionero podía esperar de sus vasallos que contribuyesen a pagar
su rescate. El impuesto era oneroso: de todo hombre libre se exigía una cuarta
parte de sus ganancias anuales. Las iglesias se despojaban de sus tesoros; los
monasterios cistercienses, desprovistos de oro y plata, ofrecían toda la lana de
sus corderos durante un año. El rescate, en efecto, era enorme. Tras muchas
discusiones se fijó en ciento cincuenta mil marcos de plata; cien mil se
exigían por libertar al regio prisionero; otros cincuenta mil habrían de
satisfacerse más adelante, pero a cambio tenían que ser entregados doscientos
rehenes, que serán guardados cerca del emperador. En total, ciento cincuenta
mil marcos de plata de Colonia, lo que representaba por entonces más o
menos unos treinta y cuatro mil kilogramos de plata fina.
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Tales eran las condiciones consignadas en la bula de oro que Guillermo
Longchamp había recibido de manos del emperador, presentada del 1 al 5 de
junio en el consejo convocado por Leonor en Saint-Albans. Para reunir la
suma exigida, Leonor nombró apoderados a Huberto Gautier, que acababa de
ser designado para la sede arzobispal de Canterbury y a quien ella, antes de
que finalizase el año, haría justicia mayor de Inglaterra; a Ricardo, obispo de
Londres; y a dos señores: Guillermo, conde de Arundel, y Amelin, conde de
Warenne. Por último, a un simple burgués: Enrique Fitz Aylwin, quien había
llegado a ser alcalde de Londres cuando la ciudad se erigió en municipio dos
años antes, aprovechando las perturbaciones que produjeron la deposición de
Guillermo Longchamp. Elección significativa: Leonor estaba atenta a la
subida de la burguesía y se preocupaba por asociar todas las fuerzas vivas del
reino para la liberación de su hijo.
Desde entonces los sacos de oro y de plata, los vasos preciosos, fueron
amontonándose en la cripta de la catedral de San Pablo, bajo la mirada
vigilante de Leonor y de sus agentes. Ricardo, no obstante, no iba a ser
libertado tan pronto. En el mes de octubre los enviados del emperador se
presentaron en Londres: era para verificar el peso y la calidad de la plata
reunida para el rescate. Fueron colmados de atenciones y regalos: objetos de
plata, vestidos preciosos y pieles, como era costumbre ofrecer. Ricardo, que
ahora residía a orillas del Rin, en Spira o en Worms, insistía en que Leonor
viniese en persona a escoltar el precioso envío; y bajo la dirección del que
algunos años antes llevó a Tierra Santa la flota real, Alain Tranchemer, en
Ipswich, Dunwich y Oxford se reunieron barcos, a los que se equipó
sólidamente para poder afrontar tanto las tempestades invernales como las
sorpresas, siempre posibles: un convoy semejante podía excitar la avidez de
los piratas, sin hablar de la del rey de Francia, cuyas tierras había que costear.
Leonor se hizo a la mar en el mes de diciembre con una escolta
imponente; había confiado el reino al cuidado de Huberto Gautier, que
entretanto había llegado a arzobispo de Canterbury; Gautier de Coutances,
arzobispo de Ruán, la acompañaba, así como algunos fieles, entre otros
Saldebreuil, a quien Ricardo habría de apresurarse a enviar a Tierra Santa
para alentar con su presencia a su sobrino Enrique de Champaña; algunos
caballeros del Poitou formaban parte asimismo de su séquito: Berlay de
Montreuil, el vizconde Thouars, Aimery, Hugo le Brun de Lusignan, así como
el fiel Balduino de Béthune, quien compartió con el rey las ansiedades del
regreso y que, se decía, fue de todos sus barones el más diligente en privarse
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de sus bienes para contribuir al rescate, tras haber expuesto su persona por
Ricardo. Por último, figuraba el mismo Guillermo Longchamp, obispo de Ely.
Leonor y su séquito pasaron en Colonia las fiestas de Epifanía de 1194,
siendo recibidos por el arzobispo Adolfo de Altena. Contrariamente a lo que
ella esperaba, la reina no fue autorizada para ver a su hijo. Su libertad, fijada
primero para el 17 de enero, fue postergada. El emperador parecía poco
interesado en encontrarse con Leonor, y circulaban extraños rumores: Felipe y
Juan Sin Tierra habrían intentado captárselo ofreciéndole una suma aún
mayor que la llevada por ella desde Inglaterra. Es de imaginar lo que fueron
esos días de espera, bajo la amenaza que hacían pesar estos vergonzosos
regateos, para aquella mujer septuagenaria, tras los años agotadores que
acababa de vivir y la travesía invernal que había llevado a cabo.
Por fin, el 2 de febrero de 1194, día de la Candelaria, cuando millares de
cirios se encendían en las iglesias para, evocando el cántico de Simeón,
saludar la luz venida entre los hombres, se reunió una vasta asamblea en
Maguncia, en el curso de la cual, según la expresión de un cronista, Gervasio
de Canterbury, Ricardo fue «devuelto a su madre y a su libertad». Tal
asamblea se celebró bajo los auspicios del arzobispo de la ciudad, Conrado de
Wittelsbach, a quien Pedro de Blois, que lo conocía personalmente, dirigiera
dos apremiantes misivas. El emperador, Enrique VI, tenía a su lado al duque
Leopoldo de Austria, y la liberación del prisionero de ambos ofrecía el
aspecto de un pacto de alianza confirmado, como siempre por entonces, por
matrimonios entre los miembros de familias otrora enemigas. El emperador
Enrique VI, que se complacía en alentar sueños quiméricos y se jactaba, cual
nuevo Carlomagno, de regir una Europa cuya evolución política se le
escapaba, exigió de Ricardo que le rindiese homenaje por su reino. Los
cronistas dicen expresamente que fue por consejo de su madre por lo que
consintió en ello. Leonor, con el sentido práctico que nunca le faltaba,
comprendía que ante todo importaba obtener la liberación de su hijo y que,
una vez vuelto a Inglaterra, la enfeudación a un imperio cuyo poder era más
teórico que real no significaría gran cosa. Así pues, Ricardo puso su bonete de
cuero en las manos del emperador como signo de vasallaje, quien se lo
devolvió en el acto contra promesa de un tributo anual de cinco mil libras
esterlinas. El rey de Inglaterra por fin era libre, y el 4 de febrero abandonó
Maguncia, festejado y congratulado por todos los príncipes y prelados
implicados en los acontecimientos.
Ricardo, el prisionero llevado y traído durante más de un año de una
fortaleza a otra —de Dürrenstein a Ochsenfurt, de Spira a Hagenau—, había
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alcanzado una inmensa popularidad entre los príncipes alemanes. Su bella
prestancia, su buen humor, que ninguna fortaleza por triste que fuese había
conseguido abatir, suscitaban admiración. Como verdadero heredero de
Guillermo el Trovador, no cesó, durante la interminable cautividad, de
componer poemas y canciones, y seguía dando muestras de su arraigada
generosidad, aunque sólo fuese al compartir con sus carceleros el vino de su
mesa. Asimismo, su elocuencia natural no le había sido inútil: consiguió
reconciliar al emperador y a su cuñado Enrique el León, y al mismo tiempo
disolver una coalición que algunos de los más poderosos feudatarios del
emperador, entre ellos los prelados de Maguncia y de Colonia, así como el
duque de Lovaina, oponían a Enrique VI. Por último, defendiendo él mismo
su causa con una elocuencia que, según se decía, arrancaba lágrimas a los
asistentes, por aquellos días de la Candelaria había conseguido por fin el fallo
del emperador, que aún dudaba en desprenderse del precioso rehén, gracias al
cual tenía en suspenso tanto al rey de Francia como el propio destino del reino
de los Plantagenet.
Leonor y Ricardo, al salir de las angustiosas entrevistas, se embarcaron
por el Rin para ganar la mar; lo hicieron en medio de las demostraciones de
amistad prodigadas por los príncipes alemanes. En Colonia fueron
espléndidamente recibidos por el arzobispo, y en la catedral, con delicada
intención, la misa que se celebró fue la de San Pedro ad vincula
(«encadenado»): «Yo sé ahora que el Señor me ha enviado a su ángel y me ha
librado de la mano de Herodes…»; y en Amberes el duque de Lovaina les
había preparado también una solemne recepción. Lejos de mermar el prestigio
del rey de Inglaterra, su larga detención le valió casi la aureola de mártir, y a
la par, en el terreno práctico, alianzas que podrían serle provechosas algún
día. Uno de sus sobrinos, hijo de Enrique el León, se casó con una prima del
emperador (la hija del conde palatino del Rin, Conrado de Hohenstaufen). Y
se proyectaba casar al hijo del mismo duque de Austria con una sobrina de
Ricardo, la hija mayor de Godofredo y de Constanza de Bretaña, que también
llevaba el nombre de Leonor.
Se cuenta que el día en que el navío de Ricardo tocó las costas de
Inglaterra, en Sándwich, el 12 de marzo de 1194, el sol lucía más claro que
antes, mientras que una luminosidad inusitada, roja y brillante como un arco
iris, resplandecía en el horizonte. Tan pronto desembarcó, Ricardo fue a
Canterbury a recogerse ante la tumba de Tomás Becket, como ya era
tradicional entre los reyes de Inglaterra. Al día siguiente, en el camino de
Rochester, encontró al arzobispo Huberto Gautier, y ambos se abrazaron
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llorando. En Londres, el 23 de marzo, fue todo un triunfo. Toda la ciudad fue
a su encuentro, con el alcalde a la cabeza; Ricardo, con Leonor a su lado, fue
desde el Strand a San Pablo bajo las aclamaciones de una multitud delirante:
para todos era el campeón de la guerra santa, el ungido del Señor, el héroe, el
ídolo. Y esta popularidad iba a perdurar en la historia, pues el rey Ricardo,
que de todos los reyes de Inglaterra es el que quizá menos tiempo residió en
su reino, seguirá siendo por excelencia una figura admirada. Basta recordar
aquí las famosas baladas en las que aparece junto a Robín de los Bosques y
sus alegres camaradas del bosque de Sherwood. Una de ellas, que todo inglés
sabe de memoria, cuenta que el rey Ricardo, a su regreso, se disfrazó de abad
de monasterio y fue arrestado en el bosque de Sherwood por los proscritos;
éstos, guiados por Robín de los Bosques, exigían rescate a las abadías para
poder ir en socorro de los pobres y seguir fieles al rey. Sin embargo, Robín se
hace amigo del «abad», le invita a compartir un festín con sus compañeros, a
quienes ha convocado a toque de silbato y que han surgido de todas partes
con sus largas cabelleras y vestidos con andrajos. Se sientan a la orilla del río
y el «abad» y Robín brindan por el regreso del rey, después de lo cual éste se
da a conocer y lleva al hombre de los bosques a Londres, donde le hace par de
Inglaterra.
En realidad, a principios de abril Ricardo pasó algunos días en el bosque
de Sherwood: no hacía mucho tiempo que Leonor había liberado a los
usuarios de los derechos forestales que tan gravosos les eran; así pudo surgir
la leyenda. Pero entretanto, tras haber ido a Westminster, después de haber
efectuado una peregrinación a la tumba de san Edmundo, Ricardo recuperó en
un santiamén el control de los castillos ingleses. En vano su hermano Juan
intentó, al saber de su liberación, dar orden a todos sus castellanos de ponerse
en estado de defensa; el encargado del mensaje, Adam de Saint-Edmond, uno
de sus hombres, había sido arrestado por el alcalde de la ciudad nada más
llegar a Londres, y, reunidos en concilio en Westminster, los prelados de
Inglaterra habían lanzado de antemano la excomunión contra quienquiera que
cometiese actos hostiles contra Ricardo, su legítimo soberano. En ningún
lugar hubo verdadera resistencia: el castillo de Marlborough se rindió a las
órdenes terminantes del arzobispo de Canterbury, el de Lancaster hizo
asimismo acto de rendición ante Teobaldo Gautier, hermano del arzobispo;
desde Huntingdon, donde había llegado para saludarle Guillermo el Mariscal,
Ricardo se trasladó ante Nottingham, que le abrió sus puertas el 28 de marzo,
en el momento en que supo por el obispo de Durham que los castellanos de
Tickill se habían sometido. Y se contaba que en el lejano Mont Saint-Michel
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de Cornualles, el castellano, Hugo de la Pommeraye, había muerto de
sobrecogimiento al tener noticia del regreso del rey. De este modo bastaron
unos quince días para destruir todas las conspiraciones, todas las tentativas de
rebelión que hubieran podido nacer durante su larga ausencia; sin emplear la
espada, Ricardo era de nuevo dueño de su reino, incluso de los castillos que
pertenecían a su hermano. Quedaban por castigar sus traiciones: Juan fue
citado a comparecer ante la corte real antes del 10 de mayo y, de no obedecer,
sería considerado traidor y proscrito del reino.
Sin embargo, Leonor, más activa que nunca, se dedicaba a preparar una
ceremonia destinada a borrar, si era preciso, la enojosa impresión que hubiera
podido causar el acto de sumisión del rey de Inglaterra hacia el emperador de
Alemania. Una segunda coronación, más solemne aún que la primera, tuvo
lugar en Winchester en la iglesia de Saint-Swithun, el 17 de abril de 1194.
Como la primera vez, Ricardo, rodeado de los principales prelados —el
obispo Juan de Dublín, Ricardo de Londres, Gilberto de Rochester y, junto a
ellos, Guillermo Longchamp, instalado ya en su papel de obispo de Ely—,
recibió la corona de manos de Huberto Gautier en presencia de los barones
del reino. Los cronistas observan que, durante la ceremonia, Leonor, rodeada
de su séquito, estaba colocada frente a Ricardo, en la parte norte del coro.
Leonor era reina de Inglaterra. ¿Mas acaso no había otra reina, Berenguela de
Navarra, a quien fue a buscar más allá de los Pirineos y a la que condujo a
Sicilia junto a su hijo? Pero Berenguela estaba ausente, residía aún en Roma
con Juana, la hermana del rey. Y quizá Leonor no tenía gran prisa en cederle
la corona y su puesto junto a Ricardo.
No obstante, llegaba el momento para Leonor de pensar en descansar y en
retirarse. Mas parece que antes se dedicó a reconciliar entre sí a los dos hijos
que le quedaban. No se sabía muy bien dónde se ocultaba Juan, sin duda en la
corte de Felipe Augusto. Los dos compinches por entonces temblaban de
miedo: «Tened cuidado, el diablo anda suelto», había escrito Felipe. Y se
cuenta que, temiendo que Ricardo le hiciera envenenar, no tomaba ningún
alimento sin antes hacerlo probar por sus perros.
Ricardo, en verdad, no pensaba más que en vengarse de Felipe. Desde
finales de abril estaba en Portsmouth, impaciente por embarcarse para
Francia. Los vientos contrarios iban a retardarle hasta el 12 de mayo. Antes
había recibido la sumisión de su hermanastro Godofredo, bastardo de su
padre, e incluso le otorgó dos castillos en Anjou, Langeais y Beaugé, pero
todos se preguntaban qué suerte le estaría reservada a Juan Sin Tierra, quien
no podría escapar largo tiempo de su hermano.
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El 12 de mayo Ricardo desembarcaba en Barfleur (Normandía). Leonor
estaba a su lado, así como Guillermo el Mariscal. La multitud normanda le
acogía con tanto entusiasmo como la de Inglaterra: los campesinos dejaban
sus campos para acudir allí y las gentes se apretujaban de tal modo a su paso
que, según testigos, no se habría podido lanzar sobre las filas una manzana
que no tocase a alguien antes de caer sobre la tierra. Ricardo se dirigió hacia
Lisieux, donde fue recibido junto con la reina por uno de sus leales súbditos,
el archidiácono Juan. La escena que tuvo lugar durante la velada ha sido
contada por el biógrafo de Guillermo el Mariscal: el rey se había acomodado
en casa del archidiácono y reposaba antes del almuerzo cuando se hizo llamar
a Juan d’Alençon, que estuvo un momento fuera y reapareció con el rostro
sombrío.
«¿Por qué pones esa cara?», preguntó Ricardo. Y como Juan eludía la
respuesta, le dijo: «No mientas, sé lo que ocurre; has visto a mi hermano. Se
equivoca al tener miedo: que venga sin temor. Es mi hermano. Si bien ha
procedido locamente, no se lo reprocharé. En cuanto a los que le han
impulsado a ello, ya han tenido su recompensa o la tendrán más tarde». Tras
lo cual Juan entró y se arrojó a los pies de Ricardo; éste lo levantó
bondadosamente: «No temáis nada, Juan; sois un niño; no habéis estado en
buenas manos. Los que os han aconsejado lo pagarán. Alzaos. Id a comer».
En ese instante se presentaron en casa del archidiácono unos burgueses de la
ciudad que traían como presente un magnífico salmón; el rey, recobrando en
el acto su alegría, ordenó que lo hiciesen guisar para su hermano.
Y el Mariscal añade que por toda la ciudad se hacían corros y danzas, y
sonaban las campanas de las iglesias. Jóvenes y viejos iban en largas
procesiones diciendo: «¡Dios ha venido con todo su Poder; pronto se irá el rey
de Francia!».
Uno de los cronistas mejor informados sobre los acontecimientos, Roger
de Hoveden, nos dice expresamente que la clemencia del rey era obra de
Leonor. Se la ve, en sus últimos días, convertirse siempre y en todas partes en
un instrumento de paz. Llegará hasta intentar que se evada, haciendo uso del
derecho de asilo, uno de los prisioneros que más importaban a Ricardo: el
obispo de Beauvais, Felipe de Dreux, primo del rey de Francia, cogido con las
armas en la mano durante los combates que hubo en Normandía.
Era en Normandía y en Berry donde se desataba entonces la rivalidad
entre Ricardo y Felipe Augusto. Este dio el primero la señal de guerra
atacando la ciudad de Verneuil; la respuesta del rey de Inglaterra fue
fulminante, ya que en el mes de julio, habiendo sometido Ricardo una tras
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otra Evreux, Beaumont-le-Roger, Pont de l’Arche y Elbeuf, infligió en
Fréteval, cerca de Vendóme, una aplastante derrota a los ejércitos de Francia
—Felipe tuvo que huir abandonando sobre el terreno su tesoro, su vajilla de
plata, sus tiendas, sus banderas, sus archivos y hasta su sello personal—, tras
lo cual reducía a su enemigo y lo obligaba a implorar una tregua.
Mas por esta misma época las noticias de los acontecimientos no llegaban
sino con cierto retardo a la reina de Inglaterra. Entre ella y los ruidos
mundanos se alzaban ahora los muros de Fontevraud, adonde se había
retirado, sin duda, desde su llegada al continente, poniendo en práctica un
proyecto que debió de forjar durante aquellos años de angustias y de intensa
actividad. En repetidas ocasiones se la vio volverse, al menos con el
pensamiento, hacia su abadía predilecta. Leonor había regulado los derechos
que las monjas poseían en Saumur sobre las heminas de trigo —la hemina era
una medida para los cereales— que se medían en la plaza de la Bilange;
luego, en dos ocasiones durante aquel año tan lleno de ansiedades, solicitó sus
preces y renovó sus donativos, una vez en Winchester y otra en Westminster.
Ahora que el reino de Inglaterra estaba en paz bajo la mano férrea de Huberto
Gautier y que Ricardo proseguía en el continente su acción victoriosa contra
quien había intentado cobardemente arrancarle su reino durante su cautiverio,
no le restaba otra cosa que hacer sino consagrarse apaciblemente a la oración,
a la lectura, a la meditación durante los años que le quedaban de vida. Se
decía comúnmente en su círculo íntimo, cuando sus anteriores marchas por
Sicilia o Alemania, que la reina «olvidaba su edad»; ya era hora de acordarse
de ella. En adelante su nombre no aparece más que raramente en las cuentas y
en las actas; se trata de pagos que se le deben en virtud de su herencia de
viudedad o de sus derechos. Así, se le entrega «el oro de la reina»; en efecto,
tenía derecho a un marco de oro cuantas veces se pagase al rey una multa de
cien marcos de plata, y esta renta que, desde el momento que fue hecha
prisionera, había dejado ya de satisfacérsele, le fue nuevamente abonada
cuando Ricardo subió al trono.
El hijo había fijado con largueza la suma de los recursos personales que su
madre debía disfrutar. Se ve aún a Leonor intervenir con el obispo de Ruán,
Gautier de Coutances, en favor de los monjes de Reading; o bien favorecer al
abad de Bourgueil, que tiene algunas dificultades en hacerse pagar el diezmo
del vino en su territorio. Mas en general, la reina ya no es más que una
presencia silenciosa bajo las altas bóvedas de la abadía que fundara antaño
Robert d’Arbrissel.
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Las noticias que le llegarán durante este retiro la resarcirán de las
angustias pasadas. Porque Ricardo sale decididamente vencedor de este
enfrentamiento con el rey de Francia: antes de acabar el año 1194, el de su
liberación, supo de la muerte de su enemigo, el duque Leopoldo de Austria,
sobrevenida a consecuencia de un accidente trivial: una caída de caballo
cuando asaltaba, haciendo broma, un castillo de nieve construido por los pajes
de su corte; hubo que amputarle la pierna rota, pero la gangrena atacó la
herida y el duque no tardó en morir; y, como seguía excomulgado a causa de
haber capturado a Ricardo, no pudo tener sepultura religiosa. Su hijo, para
evitar que se prolongasen las sanciones eclesiásticas, debió devolver los
rehenes ingleses que conservaba aún hasta el pago total del rescate regio.
La situación se volvía decididamente favorable para Ricardo, y los años
siguientes iban a abrirle perspectivas inesperadas. En efecto, el emperador
Enrique VI, preocupado siempre por sus reivindicaciones sobre Sicilia, murió
en Mesina durante el mes de septiembre de 1197. Su hermano, Felipe de
Suabia, se apresuró a presentar su candidatura al Imperio, mas los príncipes
alemanes estaban algo fatigados de las ambiciones de los Hohenstaufen y
guardaban un recuerdo lleno de admiración de la bella prestancia y de las
maneras magníficas de Ricardo. Una diputación vino a proponerle la corona
imperial. Las ambiciones supremas de su padre, Enrique Plantagenet, se veían
cumplidas.
No obstante, Ricardo no tenía intención de cambiar su Anjou y su Poitou
por residencias que le recordaban el tiempo siniestro de su cautividad. Y, por
otra parte, no quería dejar su reino a la doble codicia del rey de Francia y de
su hermano Juan, a quienes su sola presencia mantenía en actitud respetuosa.
Rehusó la oferta, pero sugirió a los enviados alemanes el nombre de su
sobrino Otto de Brunswick, hijo de Matilde y de Enrique el León (éste había
fallecido hacía dos años). Ricardo, como su madre, amaba a ese sobrino
educado en la corte de los Plantagenet y hasta pensaba en él como posible
sucesor: le había investido del condado de Poitou y del ducado de Aquitania.
El joven se dejó convencer, abandonó ambos títulos y el 10 de julio de 1198
hizo su entrada en Aquisgrán para desposar al día siguiente con María, hija
del conde de Lorena, y para recibir dos días después la corona imperial. El
reino de Francia se encontraba desde ahora rodeado por el de los Plantagenet
y las tierras del Imperio, que también dependían de un Plantagenet.
Con esto Ricardo se había asegurado la alianza de Balduino IX, conde de
Flandes y de Hainaut; la de Renaud de Danmartin, conde de Boulogne; y
había hecho desposar a su hermana Juana con el heredero del conde de
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Tolosa, Raimon VI, cuyo padre había muerto en 1194. De esta manera, Felipe
Augusto se encontraba amenazado por todas sus fronteras, rodeado de
enemigos; y ello en el momento preciso en que el rey de Francia estaba bajo
sanciones eclesiásticas y con su reino puesto en entredicho por razón de su
conducta con su mujer, la hija del rey de Dinamarca, llamada Ysambour o
Ingeborg, a quien había repudiado al día siguiente de su boda.
Ricardo de Inglaterra ganaba decididamente la partida. Felipe, que en
varias ocasiones estuviera a punto de caer en sus manos, parecía acorralado, y
como las ciudades de Normandía aspiraban a la paz, el clero medió para que
se firmase por fin una tregua. Tuvo lugar una entrevista entre ambos reyes:
Ricardo subido a una barca que mantuvieron inmóvil en el centro del Sena,
mientras Felipe estaba en la orilla entre Vernon y Andelys; no lejos de allí se
alzaba la soberbia fortaleza llamada Château-Gaillard, que, a modo de
desafío, había hecho edificar el rey de Inglaterra sobre aquel recodo del Sena.
Esa construcción contaba con todo lo que el arte militar de la época podía
exigir, y se la consideraba inexpugnable. Ambos reyes se prometieron
mutuamente cinco años de paz.
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EL FIN DE UN REINO
BERTRAND DE BORN,
Volontiers fera sirventes
Es un día de abril, mes predilecto de los trovadores porque las noches son
cortas y el aire suave, porque la savia empieza a henchir las ramas y porque
en las yemas estallan las promesas de la primavera.
Ante las puertas de la abadía de Fontevraud se ha presentado un
mensajero. A sus instancias se han oído unos pasos precipitados a lo largo de
los muros, bajo el claustro, y en la iglesia, donde se están cantando las laudes,
ha penetrado un rumor que pone un matiz de tristeza en la voz de las monjas:
el rey Ricardo está muriéndose y ha hecho llamar a su madre, la reina Leonor.
Ésta ya estaba dispuesta, con la prontitud de la que se le ha visto capaz
cuantas veces ha tenido que actuar. Franqueará, «más rápida que el viento»,
dicen los cronistas contemporáneos, la distancia que separa Fontevraud de la
pequeña fortaleza de Châlus, donde su hijo la espera para morir. Sin duda
remontó el curso del Vienne, ya que los transportes fluviales eran entonces
más rápidos que los terrestres. En la mañana del 6 de abril estará al lado de
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Ricardo, justo a tiempo para escuchar sus últimas voluntades y recoger su
postrer suspiro.
Este drama estuvo originado por un incidente fortuito; algunas semanas
antes, en los alrededores de Châlus, un campesino que trabajaba sus tierras
hizo un sorprendente descubrimiento: una suerte de gran retablo de oro
macizo sobre el que se veía, al decir de las buenas gentes, a un emperador
sentado con su mujer, hijos e hijas, todos admirablemente esculpidos y
trabajados. El buen hombre había ido a llevar su hallazgo a su señor, el conde
Aimar de Limoges. El rey, puesto al corriente, reclamó en el acto su parte
como soberano. Pero como el conde de Limoges se hacía el sordo, y como
Ricardo sospechaba que también se había dejado ganar por el rey de Francia,
pretendiendo una independencia sin ningún derecho, en un acceso de furor
puso sitio al castillo de Châlus. La paz prohibía actuar a los mercenarios que
anteriormente reclutara contra Felipe: los gascones, al mando de un famoso
capitán llamado Mercadier.
La tarde misma del día en que se emprendió el sitio, el 25 de marzo de
1199, Ricardo, después de cenar, fue a inspeccionar el trabajo de sus
zapadores, que habían comenzado a atacar la base de las fortificaciones. De
repente, zumbó una flecha lanzada desde lo alto de las almenas por alguien
que, al parecer, sabía apuntar diestramente, y la saeta alcanzó al rey en el
hombro. Pero ¿qué era una flecha para el rey Ricardo, de quien se decía que
cuando estaba en Tierra Santa regresaba del combate como un acerico lleno
de alfileres? No obstante, cuando de vuelta a su tienda quiso que se la
extrajeran, se comprobó que la flecha se había hundido profundamente en la
espalda hasta la espina dorsal. A la luz de una linterna, un cirujano de las
gentes de Mercadier había hurgado en vano en las carnes mientras el rey
gemía de dolor, extendido sobre su lecho; a pesar de sus esfuerzos, una parte
del hierro quedó en la herida. Ricardo, sin embargo, no quiso hacer caso.
Incapaz de aguantarse, así como de quedarse quieto, siguió con su vida
habitual: la de un vividor cuyas comidas estaban sazonadas de especias y
buenos vinos y cuyas noches alegraban las bellas jóvenes del Poitou. La
herida se había enconado, sobrevino la fiebre y en pocos días se perdió toda
esperanza de salvarlo.
Fue entonces cuando Ricardo hizo llamar a su madre, Leonor. El abad de
Turpenay se ofreció a escoltarla; antes de su partida ella confió a Matilde,
abadesa de Fontevraud, que avisara a la reina Berenguela y a Juan Sin Tierra.
Ricardo estaba asistido por su capellán, Milon, abad de Pin, cuya abadía
restaurase; era su costumbre donar con largueza a todas las instituciones
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religiosas, y pese a sus desvaríos y pasiones desmesuradas, no cesó nunca de
ir a la iglesia. Ahora, ante la muerte, aquel ser impetuoso que durante su vida
había conocido todos los desórdenes, y hasta todos los vicios, mostraba una
asombrosa serenidad. Había confesado todas sus faltas y pedido que le diesen
el cuerpo y la sangre del Señor, que no había osado recibir desde su regreso
de Tierra Santa por el odio intenso que abrigaba contra el rey Felipe. Pero
ahora cualquier odio se había extinguido. Ricardo perdonó al rey de Francia,
perdonó a quien le hirió y le hizo venir ante él a su tienda, perdonándole la
vida. Se arrepintió de haber violado la tregua de Cuaresma asaltando el
castillo y declaró que aceptaba, como penitencia por sus enormes pecados,
permanecer en el purgatorio hasta el Juicio Final. Falleció por la tarde, en
brazos de su madre, tras haber pedido que se depositara su corazón en la
catedral de Ruán y su cuerpo en la abadía de Fontevraud.
Enseguida y en todas direcciones galopaban los mensajeros por los
caminos para avisar a los familiares e íntimos del rey. Uno de ellos, enviado a
Normandía, acudiría a Vaudreuil, donde estaba Guillermo el Mariscal. Era la
víspera del Domingo de Ramos y Guillermo se iba a acostar; ya se había
quitado las calzas cuando se le avisó de la llegada de un mensajero, portador
de la fatal nueva. Se vistió de nuevo y fue en el acto a Notre-Dame-du-Pré,
donde residía entonces el arzobispo de Canterbury, Huberto Gautier, que, por
su parte, acababa de enterarse de la enfermedad del rey.
—¡Ah! —exclamó, al ver llegar a su huésped a esa hora tardía—, sé lo
que os trae: el rey ha muerto. ¿Qué esperanza nos queda? Ninguna, pues fuera
de él no veo a nadie que pueda defender el reino. No me sorprendería ver a
los franceses asaltarnos sin que nadie pueda ofrecerles resistencia.
—Es preciso —dijo el Mariscal— apresurarnos a elegir un sucesor.
—En mi opinión —respondió el arzobispo—, deberíamos elegir a Arturo
de Bretaña.
—¡Ah, señor! —repuso el Mariscal—, eso sería malo. Arturo no ha tenido
más que malos consejeros, es desconfiado y orgulloso. Si le nombramos
nuestro rey nos causará disgustos, pues no quiere a los ingleses. Tengamos en
cuenta al conde Juan. En conciencia, en cuanto a las tierras de su padre y de
su hermano, él es el heredero más directo.
—Mariscal —dijo el arzobispo—: ¿lo deseáis así?
—Sí, está en su derecho. El hijo tiene más derecho a la tierra de su padre
que el sobrino.
—Mariscal, así será según vuestro deseo; pero os digo que jamás de
ninguna cosa que hayáis hecho tendréis que arrepentiros como de ésta.
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—Sea; no obstante, ésta es mi opinión.
Sin embargo, al día siguiente del Domingo de Ramos, el 11 de abril de
1199, Leonor se encontraba de nuevo en Fontevraud para cumplir los últimos
deberes con el alma de su hijo. Hugo, el santo obispo de Lincoln, cantaba por
él la misa de difuntos, asistido por los obispos de Poitiers y de Angers; junto a
la reina se encontraban Lucas, el abad de Turpenay, que la había asistido
durante su viaje, y Pedro Milon, abad de Pin, que había administrado los
últimos sacramentos a su hijo.
La muerte de Ricardo era para ella el derrumbamiento de todas sus
esperanzas. Su hijo bien amado desaparecía en pleno vigor, a los cuarenta y
un años, sin dejar heredero. La reina Berenguela nunca significó mucho para
él, pero mientras vivía se podía esperar que algún día viniese un hijo,
asegurando el porvenir de los Plantagenet. Pero no; una suerte cruel se
encarnizaba con el reino. ¿Habría que creer en las maléficas predicciones que
pesaban sobre la casta angevina? Cinco hijos y de los cinco no quedaba sino
el último, un ser voluble, sin palabra ni fuerza, capaz de todo excepto de
llevar dignamente la corona. ¿Acaso le vino a Leonor el pensamiento de
dejarle cara a cara consigo mismo y con sus súbditos mientras ella se
sumergía aún más en su retiro de Fontevraud? ¿Podía ella, a los setenta y siete
años, llevar a cabo una acción eficaz? ¿No era preferible apartarse de un
mundo del que había desaparecido su razón de vivir? Si semejante idea la
asaltó, la tuvo que rechazar como la peor de las tentaciones. La muerte de
Ricardo la afectaba en lo más íntimo de su ser, pero el golpe sufrido
despertaba también en ella el instinto de reina, que era su segunda naturaleza,
y tanto más profundo, parece, cuanto que ahora ya no la guiaba la ambición.
Era preciso conservar, era preciso transmitir lo que había sido; ése es el papel
de una mujer, y, para desempeñarlo, ella precisaba actuar, encontrar la
solución para el momento y prever, si era necesario, la del mañana. Ni la
edad, ni la fatiga, ni la inmensa pena que venía a trastornar su vejez la
desviarían de ello.
El mismo día en que acababa de asistir a los funerales solemnes por su
hijo, Leonor otorgaba a Fontevraud una nueva donación «por el alma de su
muy querido señor, el rey Ricardo». Ricardo, en sus cédulas, es siempre el
carissimum (el «muy querido», «queridísimo»); Juan es solamente dilectum
(«querido»), el vocablo usual, simple fórmula de cortesía. Para que Ricardo
pudiese obtener más pronto, decía la cédula, el perdón de Dios gracias a las
oraciones de las monjas, otorgaba a éstas cien libras angevinas por año, que se
destinarían a los hábitos de las religiosas.
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Los días siguientes verían un gran número de donaciones del mismo
género: a la abadía Notre-Dame de Turpenay otorgaba el estanque de
Langeais, precisando en la escritura «que ella ha presenciado la muerte de su
muy querido hijo, el rey, el cual ha puesto toda su confianza, después de en
Dios, en ella, y que ella quiere que se cumplan sus últimos deseos. Ella velará
por ello con un cuidado maternal y cuenta sobre todo con la ayuda del abad
[Lucas], que ha estado presente en la enfermedad y en los funerales de su
querido hijo, el rey, y que ha tomado parte más que ningún otro en estos
acontecimientos». Los íntimos de su hijo se ven colmados de beneficios.
Adam, su cocinero, y su mujer, Juana, reciben diversos bienes en Inglaterra y
se les confirman los que les había dado «su muy querido hijo, Ricardo, que
descanse en paz su alma para siempre»; el sumiller, Ingeran (Enguerrand),
recibe del mismo modo un pueblo inglés; y varias veces se verán en las actas
remitidas por Leonor los nombres de los servidores de Ricardo, como un tal
Renaud de Marín, a quien le concede un horno en Poitiers, «teniendo en
consideración los servicios fielmente prestados a nos y a nuestro hijo, de feliz
memoria, el rey Ricardo». Lo mismo ocurrió con Roger, otro cocinero, con
Enrique de Berneval, y con la vieja Agata, aya de los niños reales, a la que se
recompensó con una mansión en el Devonshire.
Pero estos testimonios dados al agradecimiento, al cariño filial, no le
impiden consagrar toda su actividad al presente y al porvenir del reino. Los
días siguientes iban a llevar a Fontevraud multitud de grandes personajes,
entre ellos el legado del Papa, Pedro de Capua, venido para expresar sus
condolencias a la reina; igualmente sus parientes cercanos, entre otros la reina
Berenguela y la nieta de Leonor, Matilde de Sajonia, convertida por su
matrimonio en condesa de Perche. Y, finalmente, el propio Juan Sin Tierra.
Éste se hallaba en Bretaña en el momento de fallecer Ricardo y se le acusaba
de conspirar contra su hermano. Mas al saber de su muerte, dejó sus
tenebrosos planes apresurándose a ir a Chinon, donde se encontraba el tesoro
de los reyes de Inglaterra en el continente. El senescal de Anjou, Roberto de
Thornham, se lo había entregado sin vacilar, pero los demás servidores de
Ricardo y, sobre todo, los grandes señores feudales no iban a mostrar la
misma diligencia. Se dirigía Juan hacia Angers cuando supo, al pasar por
Beaufort-la-Vallée, que el señor angevino Guillermo des Roches había
entregado la ciudad y su castillo a Constanza de Bretaña y a su hijo Arturo,
quien aspiraba a la sucesión de Ricardo. Era una fisura inicial en la unidad del
reino, un primer desafío lanzado a Juan Sin Tierra. Había que actuar sin
tardanza. Mercadier, el jefe de mercenarios que estaba allí con sus gascones,
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fue enviado a Anjou con la misión de liberar la ciudad, mientras Juan,
asegurándose al pasar la posesión de Le Mans, se apresuraba a ir a
Normandía, donde el 25 de abril ciñó la espada y la corona de rosas de oro de
los duques normandos. Durante este tiempo, Huberto Gautier y Guillermo el
Mariscal se trasladaron a Inglaterra para hacer los preparativos de una
coronación que sería celebrada el día de la Ascensión, el 27 de mayo.
Mientras tanto, Leonor en persona había emprendido en sus estados del
Poitou y de Aquitania la más sorprendente cabalgada. Se la ve visitar
sucesivamente Loudun, donde se encuentra el 29 de abril; Poitiers, el 4 de
mayo; Montreuil-Bonnin al día siguiente, el 5 de mayo; después Niort,
Andilly, La Rochela, Saint-Jean-d’Angély, Saintes, para encontrarse, por fin,
en Burdeos el 1 de julio y el 4 en Soulac. Como ha hecho
observar E. R. Labande, tal rapidez en desplazarse muestra no sólo la
increíble fuerza de voluntad de Leonor, capaz de vencer el cansancio y
preocupada sólo por su celo en preservar del reino Plantagenet lo que puede
ser salvado, sino también «la excelencia de los caminos y de los relevos que
había en sus dominios». Es de imaginar el gran número de recuerdos que
podían acudir a la mente de la reina mientras recorría así, cincuenta años
después, el bello dominio por el que tanto anduvo en su juventud. Sin duda su
mirada sagaz se daba cuenta de los cambios operados en ese medio siglo,
pues el territorio estaba por entonces en plena transformación. Si en varias
ocasiones la guerra devastó los confines de la región de Le Mans y algunos
territorios angevinos y normandos, el oeste de Francia, del Poitou a los
Pirineos, había gozado de una paz total y se hallaba en plena prosperidad. Los
molinos, que a principios de siglo apenas se contaban por unidades, ahora se
encontraban a centenares junto a los ríos. Y la fuerza hidráulica no servía sólo
para hacer mover las muelas para molturar trigo o mostaza, también ponía en
movimiento los fuelles y martinetes de las fraguas, trituraba la corteza de las
encinas y los productos de tintorería como el glasto; revolvía la cerveza, batía
el cáñamo, enfurtía el paño, movía asimismo los tornos para madera y las
sierras de los carpinteros. De este modo, multitud de trabajos que antes se
hacían a mano se realizaban gracias a la fuerza motriz de la corriente, para
mayor provecho de las poblaciones. Como siempre, la prosperidad se traducía
en una intensa actividad en la construcción. Se veían elevarse por doquiera las
bóvedas de arco apuntado, la gran invención de la época. La audacia del abad
Suger en los años en que reconstruía su abadía de San-Denís lo impulsó, y las
nuevas iglesias eran cada vez más altas, cada vez más claras; se vaciaban
atrevidamente los muros y nunca la piedra había parecido tan ligera y tan
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manejable. En los dominios Plantagenet los príncipes habían sabido dar
ejemplo. Colmaron de bienes a las abadías. Si hizo reconstruir la catedral de
Poitiers y el Palacio de los Duques, así como levantar numerosas
construcciones militares, como en Angers y en Château-Gaillard; también
tenían en su haber los mercados de Saumur y, en Chinon, el puente sobre el
Vienne; trabajos artísticos como el dique en Ponts-de-Cé, destinado a regular
el curso del Mayenne; muchos hospitales y, a menudo, ciudades enteras,
como la que Ricardo construyó en Saint-Rémy-de-la-Haye, sobre el Creuse, o
la nueva ciudad que se elevaba cerca de Château-Gaillard. Los constructores
en la región del oeste daban pruebas de gran habilidad técnica, y fue un
maestrescuela de Saintes, un tal maestro Isambert, quien, dos años más tarde,
emprendería la reconstrucción del gran puente de Londres.
Sin duda el rasgo más llamativo de la época era la expansión económica,
el crecimiento de las ciudades, y, paralelamente, el beneficio de los campos.
La población se multiplicaba sin cesar, a un ritmo creciente, pero también sin
cesar se preocupaba de aprovechar mejor los recursos naturales: se
disminuían las tierras en barbecho, se incrementaba la cría de ovejas y se
explotaban los recursos de los bosques. Y, sin duda, con el paso del tiempo, lo
que puede parecernos más llamativo es ver cómo se multiplican las nuevas
ciudades. En vez de dejar que las ciudades ya existentes se agranden
desmesuradamente, se crean otras. Y se crean por todas partes con una
armoniosa relación ciudad-campo, en lugar de ver crecer la desproporción que
hace superpobladas las ciudades y deja los campos abandonados.
Esta presencia de la ciudad, cuyas murallas rivalizan con las del castillo,
es el hecho principal de la época. Y ello no escapó al juicio de Leonor. En
general, se necesita cierta perspectiva para juzgar con claridad una época.
Ahora bien, es extraordinario comprobar aquí cuán presente tuvo esta mujer
su propio tiempo y con qué mirada crítica supo discernir las fuerzas de
entonces. En el curso del viaje que realizó por sus dominios, ¿qué hace? La
reina no descuida, ciertamente, sus deberes feudales; por el camino administra
justicia a los que han sido perjudicados en sus derechos, devuelve a las
religiosas de Sainte-Croix de Montreuil los bosques que les han usurpado para
la caza; apacigua los litigios; hasta tiene ocasión de efectuar traspasos de
soberanía, ya que hace entrega al señor Raúl de Mauleón del dominio de
Talmond, a cambio de que desista de todos sus derechos sobre La Rochela;
confirma, como es usanza, las donaciones hechas a los establecimientos
religiosos: a Montierneuf, a Saint-Eutrope de Saintes, a La Sauve y a Sainte-
Croix de Burdeos. Pero sobre todo, y éste es el rasgo más llamativo,
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distribuye por doquiera cédulas de municipio y exime a los burgueses de sus
obligaciones respecto a su señor. Las principales ciudades, una tras otra,
reciben las libertades municipales a las que la burguesía concede un valor
considerable, y Leonor misma asiste a la elección del primer alcalde de La
Rochela, Guillermo de Montmirall. ¡Qué reflexiones pudo hacerse en el
momento en que concedía el municipio a Poitiers, ella que sesenta años antes,
más o menos, se había mostrado indignada a causa de la arrogancia de sus
burgueses y había decretado tan duras sanciones contra las principales
familias —hasta querer llevarse como rehenes a doscientos jóvenes y
doncellas—, ella que había abrigado tanto rencor contra el abad Suger y su
primer esposo, el rey de Francia, cuando por orden suya dichas medidas
habían sido derogadas! Ahora era ella, Leonor, la que tomaba la iniciativa de
otorgar semejantes libertades. Pero nada señala mejor la evolución que la vida
le ha hecho experimentar. Entre la joven frívola y caprichosa y la vieja reina
hay una larga serie de experiencias, felices unas, la mayoría dolorosas,
ninguna inútil. Llegada a una edad que podría ser la del abandono y el
desaliento, si se hubiese encerrado en estériles lamentaciones, se la ve, por el
contrario, dotada de una sensatez que estaba lejos de poseer en sus años
mozos, capaz, plegándose a las lecciones que su vida le ha prodigado, de
llevar a efecto una acción eficaz en el momento mismo en que en torno suyo
parecía desmoronarse toda su obra:
«Nos concedemos a todos los hombres de La Rochela y a sus herederos
un municipio jurado en La Rochela a fin de que puedan defender mejor y
salvaguardar en mayor grado sus propios derechos, guardándonos siempre
fidelidad, y queremos que sus libres costumbres… sean inviolablemente
observadas, y que para mantenerlas y para defender sus derechos y los
nuestros y los de nuestros herederos, ejerzan y empleen la fuerza y el poder de
su municipio cuando sea preciso contra todo hombre, guardándonos siempre
fidelidad…».
Es de imaginar a la reina dictando, palabra por palabra, el texto a su
capellán Roger (un fiel servidor para quien fundará en Fontevraud la
capellanía de San Lorenzo), o bien a los otros amanuenses que la acompañan,
Josselin y Renoul. Todas las ciudades visitadas, así como la isla de Oléron,
reciben una cédula semejante inspirada en los famosos Établissements de
Rouen que habían dado a la ciudad normanda, unos treinta años antes, las
libertades de que se enorgullecía. Actas que colmaban los deseos de los
burgueses, pero que representaban al mismo tiempo —hay que hacerlo
observar— una maniobra de las más inteligentes. Pues atrayéndose las
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ciudades Leonor obtenía de ellas ayuda militar muy amplia; las liberaba de
los tributos exigidos antes, pero les imponía la obligación de contribuir por sí
mismas a su defensa. Así, junto a la fuerza feudal que proporcionaba
normalmente los recursos militares, Leonor constituía para el reino una
milicia burguesa; ejemplo tan ingenioso que el rey de Francia, Felipe
Augusto, no iba a tardar en aprovechar obrando, además, de igual modo en
sus dominios: cuando conceda la libertad a los habitantes de Tournai, les
precisará que deben tener «trescientos hombres de a pie bien armados», cuyos
servicios podrá requerir.
Leonor no se hacía ilusiones sobre las cualidades de su hijo, así como
tampoco se las hacía en lo que atañe a los sentimientos de los señores
respecto de él. El vínculo feudal es personal, y la persona de Juan no tenía
nada que pudiese valerle la fidelidad que el señor espera del vasallo. El único
recurso era constituir esta reserva militar que le valdrá su alianza con la
burguesía de las ciudades.
Leonor iba a hacer aún más. Después del extraordinario recorrido político
que le permite recobrar debidamente su dominio mostrándose como una reina
liberal que distribuye franquicias, iba a presentarse en persona, entre el 15 y el
20 de julio, ante Felipe Augusto para rendirle homenaje por sus tierras. Este
homenaje feudal debía hacerlo ella, sin ningún género de duda, a su soberano
el rey de Francia. Pero renovarlo en tales circunstancias era sumamente hábil.
Daba a entender que entre los dos rivales, en esa obsesión de precedencia
existente hace largo tiempo entre los reyes de Francia y los reyes de
Inglaterra, estaba la propia persona de Leonor, dueña de todo el oeste de
Francia o de casi todo, desde el Loira hasta los Pirineos; cumpliendo de
antemano el gesto obligado quitaba al rey Felipe Augusto cualquier pretexto
de ofensiva contra esta parte importante de los dominios Plantagenet.
Las crónicas de la época nos han narrado la escena con la mayor
sequedad, sin darnos ningún detalle. Nos gustaría, no obstante, saber cómo se
desarrolló el ceremonial, en qué ambiente. Rodeada de algunos barones, hizo
Leonor el gesto que se le exigía y puso su frágil mano de anciana dama entre
las rudas manos del rey, que habría podido ser su hijo. Podemos imaginar sin
esfuerzo la mirada que debieron intercambiar cuando ella se levantó después
de que él, según la usanza, hubo besado su mano.
Ni uno ni otro se engañaban. Había entre ellos un mundo de cálculos y de
ambiciones. El gesto de la reina era un desafío; en cuanto al rey de Francia,
sus planes no esperaban más que una ocasión para manifestarse.
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No obstante, cuando ella vio de nuevo a su hijo Juan Sin Tierra en Ruán,
el 30 de julio, pudo pensar con justicia que había hecho todo lo humanamente
posible para conservar su reino: todo, hasta despojarse del amor propio, como
fue preciso en la entrevista de Tours con Felipe Augusto.
Por otra parte, Juan parece haber medido la grandeza de la abnegación
materna. El convenio que hace entonces con su madre tiene un acento filial
extraño en él: «Nos queremos —decía— que ella tenga todos los días de su
vida el Poitou… y no solamente queremos que sea la Señora de todas estas
tierras que son nuestras, sino también de nos y de todas nuestras tierras y
nuestras posesiones».
Mas, por el momento, otra inquietud ajena a los sucesos políticos
angustiaba a la reina Leonor: había recibido en Niort a su hija Juana, casada
tres años antes con el conde de Tolosa, Raimon VI, en octubre de 1196. Quizá
vio Leonor en ese matrimonio la realización de una de sus más antiguas
ambiciones: la soberanía sobre el dominio de Tolosa. De todos modos, el
resultado no podía ser feliz. Raimon VI, igual que su padre, no era más que
un triste personaje cuya vida pública, tanto como sus actos privados, no se
asemejaba en nada al ideal del caballero cortés. Juana era su cuarta esposa.
Había enterrado a la primera, encerrado a la segunda en un convento cátaro y
repudiado a la tercera, al cabo de pocos meses de matrimonio, solamente para
apoderarse con más facilidad de la importante dote —la ciudad de Agen y su
territorio— que el rey Ricardo había asignado a su hermana. Tras ello volvió
a sus desórdenes habituales. Llevaba una vida de libertinaje y andaba sin
cesar en litigios con uno u otro de sus vasallos, pues faltar a la palabra era en
él tradición familiar. Juana le había dado un hijo, el futuro Raimon VIL
Estaba encinta por segunda vez cuando, casi sola, tuvo que hacer entrar en
razón a los señores de Saint-Félix en el Lauraguais, mientras su esposo se
ocupaba de oscuras tareas en el alto Languedoc. El asunto había tomado mal
cariz: al poner sitio al castillo de Casses, se vio traicionada por sus propias
gentes, que incendiaron su campamento. Logró huir casi sola y, sabiendo
cuán poco se podía fiar de la ayuda de su esposo, tuvo la idea de ir a implorar
la de su hermano el rey Ricardo. Por el camino se enteró de su muerte, y,
extenuada de fatiga y de pena, habíase por fin reunido con Leonor en su gira
por el Poitou. Leonor la envió a Fontevraud a fin de que se repusiese un tanto,
después Juana se dirigió a Ruán. Casi inmediatamente debió guardar cama,
hizo su testamento y luego, ante el asombro de su séquito, anunció su
intención de tomar el velo como religiosa de Fontevraud. El arzobispo de
Canterbury, Huberto Gautier, que había vuelto a Ruán con Juan Sin Tierra,
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intentó en vano disuadirla de tal proyecto; Juana se obstinó tanto que él hubo
de avisar a la abadesa de Fontevraud y, finalmente, hacer caso omiso de las
reglas canónicas. Su salud empeoraba al aproximarse el término de su
embarazo. En su lecho de enferma recibió el velo y pronunció los votos.
Pocos días después Leonor le cerraba los ojos. Apenas muerta, se logró salvar
al niño que llevaba en su seno y que vivió lo suficiente para ser bautizado.
Juana tenía treinta y cuatro años y moría cinco meses después que Ricardo.
Un año antes, el 11 de marzo de 1198, había muerto María de Champaña.
Así, en dos años, Leonor perdió a los tres hijos más queridos. Alix de Blois
había muerto un poco antes y Leonor acababa de hacer a su nieta, monja en
Fontevraud y que también se llamaba Alix, una donación en recuerdo de su
madre. De los diez hijos que tuviera Leonor sólo le quedaban ese personaje
inquietante que se continuaba llamando Juan Sin Tierra y, allá, casada en la
lejana Castilla, la hija que llevaba su nombre.
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LA REINA BLANCA
FOLQUET DE MARSELHA,
Vers Dieus, e·l vostre nom e de Sancta María
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sufrimientos personales ni las inquietudes de un horizonte político
súbitamente oscurecido más allá de cuanto se hubiera podido temer.
Y sin embargo, si se siguen en los documentos las huellas de la reina, el
año siguiente se la vuelve a encontrar de viaje en pleno invierno, cruzando los
Pirineos a los ochenta años o casi, para ir junto a su última hija, la otra
Leonor, casada con el rey de Castilla. En efecto, algunos meses después de la
muerte de Juana, que también reposaba ahora bajo las bóvedas de Fontevraud,
había tomado consistencia un proyecto y Leonor quería a todas luces verlo
hecho realidad. Juan Sin Tierra se había entrevistado con Felipe Augusto,
quien renunció a proseguir las hostilidades emprendidas por él en Normandía
y propuso la paz. Uno de los vasallos angevinos con que contaba, Guillermo
des Roches, había desertado, adhiriéndose al partido de los Plantagenet,
mientras que el conde de Flandes amenazaba sus feudos en el Artois. Y, sobre
todo, el rey de Francia tenía disputas con el Papa. Intimado a reunirse con su
esposa, Isambour de Dinamarca, se había negado hasta entonces e, incluso,
había contraído matrimonio con la hija de un príncipe del Imperio: Inés de
Méranie. El 13 de enero de 1200 fue lanzado el entredicho sobre el reino de
Francia. Sintiendo que no estaba en situación de proseguir la lucha, Felipe
Augusto se reconcilió a toda prisa con su adversario.
Y se vio a Leonor ponerse inmediatamente en camino con una escolta
importante: la acompañaban el arzobispo de Burdeos, Elias de Malemort, así
como Mercadier, el veterano que había sido el último compañero de combate
de su hijo Ricardo. Y era que, en efecto, las cláusulas del tratado de paz entre
Francia e Inglaterra preveían el matrimonio de Luis, heredero del trono de
Francia, con una de las hijas de Leonor de Castilla; semejante proyecto se
había tenido ya una vez, cuando las últimas negociaciones entre Ricardo y
Felipe. Nadie pareció interesado en mantenerlo. Pero esta vez, por el
contrario, Leonor se pone en camino en el mismo momento de la entrevista y
su viaje se hace con una sorprendente rapidez, ya que antes de finalizar enero
se encontraba en Castilla. Sin embargo, había sido detenida en el curso del
viaje por uno de los Lusignan, Hugo le Brun, quien, aprovechando las
circunstancias, no la dejó proseguir su viaje por sus estados sino hasta
después de haberse hecho conceder por ella el condado de la Marche.
¿Por qué esta prisa? Ciertamente es lógico pensar que cuando se tiene un
proyecto en la cabeza a los ochenta años es prudente querer realizarlo cuanto
antes. Pero es cuando menos chocante, a pesar de ello, el celo personal que
Leonor pone en la realización de un proyecto que casi no parecía haber
llamado su atención antes. Cuando Ricardo propuso casar a una de sus
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sobrinas con el heredero de Francia, la reina no se preocupó de ello.
Sorprende que, cuando Juan insinúa ese mismo proyecto, sea ella misma
quien tome inmediatamente el camino, decidida a traer a una de sus nietas;
sobre todo teniendo en cuenta que los proyectos matrimoniales se realizaban
casi siempre bajo la égida de algún prelado, y precisamente Elias de
Malemort, devoto partidario de los Plantagenet, hubiera sido el indicado para
cumplir tal misión.
Acaso Leonor, tras los sucesivos duelos que acababan de abrumarla, fuese
feliz volviendo a ver a la única hija que le quedaba. Pero se puede ver
también en esta gestión, emprendida en condiciones tan difíciles, algo distinto
del simple deseo de estar de nuevo en una atmósfera familiar. Como en otro
tiempo, cuando había ido a buscar a Berenguela a Navarra y se la llevó a
Sicilia, Leonor actúa a la vez como madre y como reina. Y en su acción
aparece claramente su desvelo por contribuir con todas sus fuerzas a la paz
del reino. Mientras vivió Ricardo, Felipe encontró ante sí un adversario de
talla y el reino Plantagenet estuvo seguro. Muerto Ricardo, la situación
cambiaba y era de temer todo, de todo había que recelar: en pocos años podía
ser reducido a la nada el magnífico dominio edificado por la unión de Leonor
y Enrique. Su viaje más allá de los Pirineos se mantiene, pues, en la línea de
cuanto ha realizado desde que abandonó su retiro de Fontevraud, hace casi un
año. Para mantener el reino, salvar lo salvable, Leonor ha hecho surgir aliados
para su hijo Juan entre los burgueses de las ciudades a las que ella había
conseguido franquicia; le ha reconciliado con Guillermo des Roches; ella
misma ha hecho el gesto que, al reconocer la soberanía del rey de Francia,
obliga a éste de alguna manera a hacerse protector de los dominios de Poitou
y de Aquitania. Y ahora se afana en contribuir una vez más a la paz trayendo
la prenda de alianza más preciosa que podía haber: la prometida de Luis de
Francia.
El historiador inglés Powicke, que ha tratado en páginas magistrales los
diversos episodios de la epopeya de los Plantagenet, ha puesto de relieve, con
mucho discernimiento, el papel de las mujeres en este giro decisivo. Tras la
lucha que se desarrolla entre Felipe y Juan, está la que llevan a cabo, cada una
por su lado, Leonor y su nuera Constanza de Bretaña. Como pretexto a su
codicia por Normandía, Felipe se ha erigido en campeón del hijo de
Constanza, el joven Arturo de Bretaña. Se ha visto cómo, al morir Ricardo, se
planteaba para los feudatarios el escoger entre el último hijo de Enrique o su
nieto. Guillermo el Mariscal lo había resuelto por su parte según la usanza del
tiempo. Pero Constanza podía argüir que Juan no era más que el hermano
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menor de su difunto esposo, Godofredo, y reivindicaba para su hijo póstumo,
Arturo, toda la herencia. Figura bien singular esta Constanza de Bretaña: poco
tiempo después de la muerte de Godofredo se casó con un señor inglés,
Ranulf de Chester, quien pronto la repudió, en circunstancias oscuras, tras
haberla tenido prisionera algún tiempo en el castillo de Saint-James de
Beuvron, en Normandía. Constanza se desposó enseguida, en 1199, poco
después de la muerte de Ricardo, con un señor del Poitou, Gui de Thouars; su
hijo Arturo se educó en la corte de Francia y la antipatía que ella manifestó
siempre hacia la familia de su primer esposo secundará demasiado bien los
intereses de Felipe Augusto para que éste se olvide de utilizarla.
En último plano otras figuras femeninas influyen en los acontecimientos:
ante todo la figura de Isambour, la infeliz abandonada, que protesta contra la
injusticia de su suerte y cuya causa sostiene en persona el Papa, ahora el
enérgico Inocencio III. También se encuentra su rival, Inés de Méranie, de
quien Felipe tendrá dos hijos: aquel otro Felipe, a quien se llama Hurepel
porque, sin duda, ha heredado los cabellos hirsutos de su padre, y María, a
quien Felipe Augusto destina al heredero de Bretaña. Por último, Berenguela
de Navarra, la esposa de Ricardo, figura un tanto apagada, que no supo
retener a su incorregible marido y que ahora reclama incansablemente su dote
de viudedad, que Juan acabará por asegurarle: en dinero, mil marcos de plata
de renta anual, y, además, dos castillos en Anjou y uno en Bayeux.
Otros dos personajes femeninos van a entrar en escena: la prometida
castellana que Leonor ha ido a buscar más allá de los Pirineos, e Isabel de
Angulema, cuya presencia va a determinar una sucesión de acontecimientos,
después de los cuales dejará de existir el dominio Plantagenet.
En efecto, Isabel estaba prometida al señor de Lusignan, Hugo le Brun,
aquel que, aprovechando las circunstancias, hizo que Leonor, en el transcurso
de su larga marcha, le concediese el condado de la Marche. Este hombre de
unos cuarenta años ha de recibir, al tiempo que a su joven prometida de
catorce años, la promesa de heredar el condado de Angulema. Es decir, la
fortuna parece sonreírle. Pues bien, tendrá la desdichada idea de invitar a los
esponsales a su soberano, el rey de Inglaterra. Juan Sin Tierra acudirá en un
momento en que él mismo está en plenas diligencias matrimoniales. En
efecto, ha decidido romper su matrimonio con Havise de Gloucester, que no
le ha dado hijos, y acaba de enviar una embajada al rey de Portugal, Sancho,
para pedirle la mano de una de sus hijas. Durante las fiestas dadas en
Lusignan, le es presentada Isabel de Angulema. Dos meses después, el 24 de
agosto de 1200, se sabrá con asombro que Juan, tras haber alejado a Hugo le
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Brun confiándole una misión diplomática en Inglaterra, ha desposado con la
joven Isabel, con el asentimiento del conde Aimar de Angulema, su padre.
Se puede juzgar el efecto que producirá la trastada entre los barones
pictavinos, tan celosos de su independencia, a quienes nunca faltan pretextos
para manifestarla. El asunto tendrá numerosas repercusiones en la historia,
pues Isabel es una de estas fuertes personalidades femeninas que tanto
abundan e influyen en los acontecimientos de la época feudal.
De momento, la boda, que parecía un rapto —si bien efectuado con la
complicidad paterna—, será el principio de la desmembración del reino; va a
deshacer el vínculo personal sobre el que se basa la fidelidad de los vasallos;
y los barones, hasta entonces indecisos, se harán resueltamente hostiles al rey
de Inglaterra.
Pero mientras tanto habrá ocurrido otro acontecimiento también cargado
de consecuencias, que llevará al trono de Francia a otra fuerte personalidad
femenina. Habíamos dejado a Leonor por los caminos de Castilla la Vieja.
Probablemente fue en Burgos o en algún castillo de los alrededores donde
encontró a su hija y a sus nietos. Leonor de Castilla había tenido once hijos de
su esposo, Alfonso VIII; su corte era alegre y brillante; se encontraba en ella
la atmósfera de la de Poitiers. Castilla era entonces, como Cataluña,
acogedora con los trovadores. Uno de ellos, Ramón Vidal de Besalú, ha
dejado en sus versos la descripción de una reunión literaria en la corte de
Alfonso VIII: la joven Leonor la preside. Es bella, modesta; con un vestido de
seda bermeja ribeteada de hilo de plata, aparece ante la corte que reúne
«muchos caballeros y muchos juglares», se inclina ante el rey y ocupa un
lugar no lejos de él. Juntos escuchan al trovador, que cuenta sus «nuevas»;
son tan bellas que pronto no hay nadie en la corte —«ni barones ni caballeros,
ni doncellas ni donceles»— que no la quiera saber de memoria.
Alfonso y Leonor contaban entre sus comensales con Guillem de
Berguedá, una especie de Don Juan anticipado, un poeta lleno de talento y un
seductor incorregible que había, inútilmente, suspirado por la reina. También
se hallaba entre ellos Folquet de Marsella, quien tomará los hábitos, llegando
a ser obispo de Tolosa. Y otros, como Perdigón, Peire Roger, Guiraut de
Calanson y, sobre todo, Peire Vidal, que no cesa de hacer elogios a esta corte
abierta y a la liberalidad del rey y de la reina.
Complace pensar en esa estancia, que para Leonor de Inglaterra habrá
sido un oasis, un puerto de refugio y consuelo en sus años de vejez sacudidos
por tempestades. En la corte de Castilla volvía a encontrar una atmósfera de
lozanía, de juventud y de poesía. Así, se la ve detenerse más de dos meses en
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la corte de su hija; de todos modos no se celebraban bodas en Cuaresma, y
por mucha prisa que tuviese en ver celebrada aquélla, no tenía ningún motivo
para regresar a sus dominios antes de Pascua, que ese año caía el 9 de abril.
Lo sorprendente es que cuando se marcha y deja la feliz corte de Castilla lleva
consigo otra doncella distinta de la que había ido a buscar. En efecto, la joven
Leonor tenía tres hijas en edad de casarse, es decir, de once a quince años de
edad: Berenguela, Urraca y Blanca; la mayor, Berenguela, ya estaba
prometida al heredero del reino de León. La segunda, Urraca, es la prometida
al heredero del rey de Francia. Pues bien, es con Blanca, la menor, con quien
Leonor volverá a pasar los Pirineos. Y los contemporáneos nos dan a entender
claramente que la elección que sustituía una prometida por otra fue hecha por
ella, por Leonor de Inglaterra. El pretexto dado no es claramente más que eso,
un pretexto: los allegados a la reina habrían sostenido que los franceses nunca
podrían habituarse a una princesa que llevara un nombre tan español como
Urraca, mientras que Blanca se convertiría fácilmente en la reina Blanche;
razón verdaderamente engañosa en un tiempo en que la reina de Francia se
llama Ingeborg o Isambour, y la reina de Inglaterra lleva un nombre tan poco
inglés como Leonor. En todo caso, la elección estaba hecha y había que
aceptarla. Urraca fue prometida rápidamente al heredero de Portugal, y
Blanca, contra lo que cabía esperar, emprendió el camino de Francia. Parece
evidente que en esta ocasión, Leonor, que en el transcurso de su estancia
habrá tenido tiempo de apreciar en su valor a cada una de sus nietas, dio una
vez más pruebas de su admirable perspicacia, aguzada por la edad y por la
experiencia. Sea simpatía nacida de una afinidad natural —pues en Blanca de
Castilla se volverá a encontrar más de un rasgo heredado de su abuela—, sea
un juicio hecho tras madura reflexión, fue ella quien colocó en el trono de
Francia a quien se revelaría en él reina enérgica y madre admirable.
La primavera se anunciaba en las regiones meridionales cuando Blanca
emprendió con Leonor el regreso a su país de adopción. Nada sabemos de
cuáles fueron las conversaciones entre la vieja reina y la joven que se
encaminaba hacia tan gloriosos destinos en el alborear del siglo XIII, si bien se
puede pensar que fue profunda la impresión que causó a Blanca la reina
Leonor, aureolada del doble prestigio de la corona de Francia y la de
Inglaterra, madre de dos reyes, cuyos hijos y nietos poblaban las cortes
imperiales tanto como la de España [Castilla], Regreso apacible pese al
trágico episodio que se desarrolló en Burdeos, donde el veterano Mercadier
fue muerto con ocasión de una riña en las calles de la ciudad, mientras Leonor
y su nieta descansaban en el palacio de l’Ombrière. Mercadier no valía
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ciertamente más que los otros mercenarios de su especie, todos criminales o
bandidos que se hacían odiosos por sus pillajes y brutalidades; el empleo de
mercenarios será una de las taras del reino Plantagenet; contribuyó
notablemente a aumentar la brutalidad de la guerra entre Ricardo y Felipe
Augusto; y será un sensible progreso ver desaparecer esta plaga en el siglo
XIII. Volviendo a Mercadier, éste mostró su ferocidad haciendo colgar, tras
haberle hecho desollar vivo, al asesino del rey Ricardo, aquel Pedro Basile
cuya vida ordenó respetar el rey en su lecho de muerte.
La boda de Blanca de Castilla y Luis de Francia debía celebrarse el 23 de
mayo siguiente en la localidad de Port-Mort, en Normandía: el lugar más
cercano a la frontera francesa, pues en el reino no podía celebrarse ninguna
ceremonia religiosa, ya que seguía bajo el entredicho lanzado por el Papa.
Leonor no asistió a la boda. En el camino de regreso se había detenido en
Fontevraud y allí confió al arzobispo Elias de Burdeos el cuidado de escoltar
a su nieta. Su misión estaba cumplida.
Sería bueno detener aquí la historia de Leonor: acabar una vida tan
agitada con la marcha triunfal hacia el matrimonio de su nieta con el heredero
de Francia, en tanto que la silueta de la reina se esfuma con calma en la
sombra de Fontevraud.
Pero no, no fue éste el último episodio. Fue preciso que Leonor
renunciase una vez más a la paz del retiro que había escogido, que de nuevo
viniese a ocupar el primer plano de la escena, y una vez más en circunstancias
trágicas.
Y sin embargo todo parecía en calma. Juan Sin Tierra coronaba a su joven
esposa en Westminster, el 8 de octubre de 1200, y su trastada hasta parecía
ser ratificada por el rey de Francia, ya que durante el verano de 1201 el rey y
la reina de Inglaterra fueron recibidos por él en la isla de la Cité, mucho más
cordialmente (son los testigos de entonces quienes lo hacen notar) de lo que
hubiera podido esperarse. Leonor, desde luego, no había permanecido
inactiva. Incansable, empleándose hasta el último aliento en asegurar esa paz
sin la cual, bien lo sabía, el reino no podía subsistir en las manos de Juan,
consiguió reconciliarle con los vizcondes de Thouars, al menos con Amaury,
hermano de Gui, el cual, por consiguiente, se convirtió en tío político de
Arturo de Bretaña. En la primavera de 1201, Leonor escribía a Juan para
hacerle saber cómo Amaury fue a verla a Fontevraud a instancias de ella.
Estaba entonces enferma, mas no dejó de conversar con Amaury de Thouars,
y decía: «el placer que he tenido con su visita me hace bien». Él la dejó
prometiéndole dedicarse a mantener la concordia y la obediencia entre los
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barones pictavinos. Esta reconciliación se verificó en el mismo momento en
que la desdichada Constanza de Bretaña contraía la lepra; murió al cabo de
unos meses, el 4 de septiembre de 1201. Poco antes había fallecido Inés de
Méranie, y su defunción podía ser la causa de librar al reino de Francia del
entredicho que hacía pesar sobre él la conducta de su rey. ¿Iba a llegar una era
de paz y de tranquilidad para todos?
En realidad sólo las complicaciones en que se veía envuelto Felipe
Augusto con motivo de las sanciones eclesiásticas le habían impedido hasta
entonces dar libre curso a su codicia sobre Normandía y el conjunto del reino
Plantagenet. Conocía lo suficiente a su adversario para saber que no
arriesgaba nada esperando y prefería escoger el momento propicio para hacer
valer sus triunfos, el principal de los cuales era el joven Arturo de Bretaña,
educado en su corte y celosamente mantenido con la perspectiva de que
llegase a ser algún día rey de Inglaterra. La muerte de Constanza privaba al
joven de consejos sin duda más sagaces y menos interesados que los que
recibía a diario en París.
El conflicto iba a estallar en 1202. Felipe Augusto alegó como pretexto
los llamamientos de los barones pictavinos, con los Lusignan a la cabeza,
pero también estaban otros muchos, cuya susceptibilidad y derechos legítimos
no supo respetar Juan, que actuaba sin miramientos a las costumbres locales y
se mostraba inútilmente arrogante con sus vasallos y desplazaba a los
castellanos a su antojo. El rey de Francia, obrando como soberano, invitaba,
pues, al rey de Inglaterra a ir a la corte francesa a poner remedio a los
desacuerdos que motivaban las quejas de los barones. Al negarse, el 28 de
abril, Juan fue condenado por no comparecer; se le envió un desafío y se
declaró la guerra. Algún tiempo después, Arturo de Bretaña, armado caballero
por Felipe Augusto, rendía solemne homenaje al rey de Francia, no sólo por
Bretaña, sino por Anjou, Maine, Turena y Poitou; de este modo no se tenía en
cuenta el homenaje que Leonor rindiera por esta última provincia, que
formaba parte de su dominio personal. Y el joven bretón, insolentemente, se
anexionaba el feudo que ella gobernaba de hecho y de derecho; se
desmantelaba el reino Plantagenet y se observó que, en su homenaje, Arturo
de Bretaña no había mencionado Normandía: el rey de Francia se la había
reservado de antemano.
Mientras, Felipe, entrando en acción inmediatamente, se apoderaba de
varias plazas en la región codiciada: Eu, Aumale, Gournay; y enviaba a
Arturo, lleno de jactancia ante la idea de hacer sus primeras armas con
doscientos caballeros escogidos que le proporcionó el rey de Francia, a tomar
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posesión del Poitou y a unir sus fuerzas a las de los Lusignan. En su retiro,
Leonor fue avisada a tiempo y, juzgando que no estaba segura en Fontevraud,
se apresuró, con una pequeña escolta, a ir a Poitiers, que en tantas ocasiones
en el curso de su existencia había sido para ella seguro asilo al abrigo de sus
fortificadas murallas.
Mas por rápida que fuese su decisión, se adelantaron los enemigos de la
reina: Arturo, con la ayuda de Hugo, vizconde de Châtellerault, ya había
dejado Tours y llegado a Loudun. La reina no tuvo sino el tiempo de
refugiarse precipitadamente en el castillo de Mirebeau. La pequeña ciudad fue
tomada al asalto en el acto, pero el torreón se sostuvo y Leonor se encontró
bloqueada en él con un puñado de hombres. ¿Acaso iba a caer prisionera en
manos de su nieto?
A Leonor, en aquella ocasión, no le bastó con colocar entre las almenas y
en las aspilleras a los arqueros de que podía disponer, con reforzar las puertas
y puentes y con apostar vigías en las altas torres de la fortaleza; supo engañar
a los sitiadores con una aparente negociación mientras a toda prisa conseguía
enviar dos mensajeros, uno a Guillermo des Roches, que estaba en Chinon, y
otro a Juan Sin Tierra, entonces por los alrededores de Le Mans. Juan iba a
acudir con rapidez sorprendente: el mensajero llegó en la noche del 30 de
julio y el 1 de agosto, al amanecer, llegaba él a la vista de Mirebeau. Arturo y
sus compañeros, con la imprevisión que muestra cuán seguros estaban de su
presa, habían creído obrar con tino tapiando las puertas de la pequeña ciudad
que ocupaban, a fin de estar seguros de que ninguno de los sitiados se les
escaparía. Sólo una quedaba abierta, para su propio abastecimiento. Se cuenta
que, entre ellos, uno de los caballeros, Godofredo de Lusignan, acababa de
sentarse a la mesa y comenzaba a comerse un par de pichones asados cuando
se les dijo que llegaba la tropa del rey de Inglaterra con los estandartes
desplegados. Juró en broma que no se iba a impresionar por tan poca cosa y
que pensaba acabar primero su comida, aunque no tuvo tiempo de decir nada
más: él mismo, Arturo y el millar de hombres que sitiaban la fortaleza fueron
literalmente cogidos como en una ratonera, sin tener siquiera tiempo de
defenderse.
Leonor estaba libre, sana y salva. Pero nadie, sin duda, podía prever el
trato atroz que esperaba a la multitud de prisioneros. Juan Sin Tierra reveló en
esta ocasión que podía, llegado el caso, actuar con la presteza y habilidad de
un auténtico soldado. Los hechos subsiguientes nos descubren la satánica
ferocidad de que era capaz también; ninguna humillación iba a ahorrarse a los
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infelices barones cautivos, a quienes Juan hizo atar a carretas y pasear así por
sus propios dominios hasta llegar a las fortalezas en que les encerró.
En cuanto al joven Arturo de Bretaña, Juan lo había enviado
primeramente a uno de sus allegados, Huberto de Bourgh, ordenándole que le
cegase y castrase. Huberto de Bourgh se negó a tan criminal tarea. Arturo iba
a continuar prisionero en la torre de Ruán hasta el 3 de abril de 1203, el
Jueves Santo en que Juan, con un solo compañero, el sicario Guillermo de
Briouse, penetró en la celda donde estaba encerrado el joven, le hizo bajar con
él a una barca, lo degolló y arrojó su cuerpo al Sena. Nadie supo la tragedia;
sólo siete años después, hacia 1210, el único testigo, Guillermo de Briouse,
convertido en enemigo mortal de Juan, se refugió en la corte de Francia y
explicó lo ocurrido.
Algún tiempo después del crimen, un mensajero, el hermano Jean
Valerant, se presentaba ante Leonor llevando un mensaje que Juan Sin Tierra
enviaba desde Falaise el 16 de abril de 1203: «Gracias a Dios —escribía—,
las cosas van mejor para nosotros de lo que este hombre pueda deciros…».
Asombrosa misiva que da la medida de la perversidad de este hombre, y
también de su inconsciencia, y se puede pensar, puesto que el mensajero
mismo no estaba al corriente del crimen, que la reina no volvió a ver nunca
más a su hijo, que murió sin haber conocido exactamente el horror que
ocultaban esas líneas.
Leonor vivió un año más: el tiempo suficiente para ver el hundimiento del
reino y la pérdida de esa Normandía que había sido el primero y más bello
feudo de los reyes de Inglaterra. Ya por entonces Juan, por su barbarie, hizo
alzarse contra él a la mayor parte de sus vasallos: Felipe Augusto tenía ganada
la partida. Es el mismo Guillermo des Roches quien le entregará Turena y
Anjou; es Amaury de Thouars el que, tras la muerte de Leonor, les entregará
una parte del Poitou. Juan, luego de un período de actividad, volvió a caer en
esa suerte de invencible apatía cuyo periódico retorno caracteriza a los
ciclotímicos. Una tras otra, había visto caer en manos de Felipe Augusto las
principales ciudades de Normandía: Sées, Conches, Falaise, Domfront,
Bayeux, Caen, Avranches, etc. Y cuando Ruán, la última resistente, pidió
socorro, Juan, como hemos visto, no quiso interrumpir su partida de ajedrez
para recibir a los enviados.
El 6 de marzo de 1204 el rey de Francia se apoderó de Château-Gaillard,
la bella fortaleza que algunos años antes había sido el orgullo del rey Ricardo.
Se ha dicho que este golpe fue la causa de la muerte de Leonor, pues ésta
falleció en Fontevraud semanas después, el 31 de marzo o el 1 de abril de
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1204. ¿Puede pensarse que murió desesperada? En tal caso su muerte habría
estado en completo desacuerdo con su vida: no hubo nunca mala noticia,
revés o pena que no la encontrase a pie firme, presta a reaccionar, a reparar la
brecha, a anudar de nuevo los hilos rotos. Y se puede pensar, en verdad, que
cuando murió su edad era demasiado avanzada, su estado de salud
excesivamente débil para permitirle un último sobresalto.
También se puede asegurar que cualquier acontecimiento, por cruel que
fuese, no la sorprendía: era inevitable. La muerte de Ricardo sin heredero
significaba el fin del bello reino Plantagenet. Leonor podía preverlo mejor
que nadie. Si ella cumplió con su deber de reina y de madre procurando a su
hijo las alianzas posibles —inventando para él otras nuevas si era preciso,
como en el caso de la burguesía de las ciudades—, ello sería sin hacerse
ilusiones: Juan no tenía madera de rey. En sus manos, el reino estaba
condenado a disolverse. En cambio, si en los últimos años de Leonor hay un
acto sorprendente y fecundo por su parte, fue esa gestión final que llevó a
cabo, el viaje a Castilla, y que, claramente, insistió en hacer ella misma sin
demora, gestión en la que dio muestra de su juicio tan fino, tan rico de
experiencias. Realizando esta empresa, tal vez Leonor no hacía sino obedecer
a su voluntad de paz en un tiempo en que ésta era esencial para el
mantenimiento del reino. Lo cierto es que fue ella quien, literalmente, instaló
a Blanca de Castilla en el trono de Francia y quien la señaló, a ella y no a otra,
para ocupar el lugar que la propia Leonor había ocupado.
Había abrigado en otro tiempo la ambición de ver a su hijo Enrique reinar
en Francia gracias a su matrimonio con la joven Margarita. Y hete aquí que
ahora, por efecto de los acontecimientos, se realizaba dicho propósito, pero en
sentido contrario: era el futuro rey de Francia quien se casaba con una
princesa de la sangre de Leonor. Durante algún tiempo se pudo creer que la
fusión entre Francia e Inglaterra se llevaría a cabo bajo la égida franca: se
verá un día a Luis de Francia, esposo de Blanca de Castilla, desembarcar en
Inglaterra con el apoyo de un cierto número de barones que no podían
soportar la dominación de ese siniestro maníaco que era Juan Sin Tierra. Pero
más allá de este juego de ambiciones, será su hijo, Luis IX, a quien la historia
llamará «san Luis», el que encontrará una solución justa, y ello por una
anticipación de la que históricamente hay pocos ejemplos: el tratado que en
1259 pondrá fin a las reivindicaciones inglesas sobre Normandía y confirmará
el hecho consumado, devolviendo, en efecto, al rey de Inglaterra algunas
provincias conquistadas de la herencia de Leonor, para «poner amor» entre
sus herederos. Estos, en aquella ocasión, reconocieron su origen común, y de
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este modo el recuerdo de Leonor presidía la reconciliación entre ambos
reinos.
La fortaleza de Château-Gaillard podía derrumbarse, las plazas fuertes
caer una tras otra; todo ello, para la reina vuelta a su soledad de Fontevraud,
hacía palpable el renunciamiento de la muerte, el inevitable abandono de las
posesiones terrenales, en esos momentos en que ya nada contaba para ella
fuera del desprendimiento de uno mismo que permite, en la desnudez de un
segundo nacimiento, prepararse para el encuentro supremo.
Mas el adiós a la Tierra, lejos de cumplirse en la desesperanza, se hacía
con la visión apacible de una jovencita, su vástago, Blanca, capaz de asumir,
como ella misma supo hacerlo, la tarea de una mujer, de una reina, y, quizá,
de llevarla a su cumplimiento mejor de lo que pudo hacerlo Leonor.
Se anunciaba abril. Tras los rigores del invierno, los árboles sin hojas en
torno a Fontevraud sentían subir la savia, y la brisa de Anjou llevaba al jardín
de las monjas una promesa renovadora.
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papel de mujer, consistente en mantener, transmitir, dar más allá de sí misma,
hasta legar, en definitiva, más de lo que podía prever: la flor de cortesía que
será el remate del edificio feudal, san Luis de Francia. Es la Dama que supo
triunfar sobre sí misma, vencer en ella el capricho, la futilidad, el gusto del
placer egoísta, y superar hasta sus designios personales para prestar atención a
los otros y, según la expresión de la época, «ir de bien a mejor».
Lejos de aparecérsenos con los rasgos de la muerte, nos parece viva bajo
el colorido de la piedra; cierto es que en su tiempo no se cae en el realismo
grosero del Renacimiento que de la muerte no capta más que el cadáver. La
escultura lleva entonces color, que es vida. Pero ese rasgo de su tiempo
adquiere aquí una significación peculiar: es allí, en Fontevraud, donde
Leonor, que conoció todos los matices del amor humano para llegar al fin al
Amor que transfigura, habrá encontrado su rostro de resucitada, puesto que ¿a
quién mejor que a ella se aplicaría el perdón prometido a los que han amado
mucho?
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NOTA BIBLIOGRÁFICA
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exactos y concienzudos permanecen casi ignorados por la mayoría del
público, ocultos como están en revistas que no llegan sino a un número
ínfimo de lectores, en general ya iniciados. Ello se debe a su excesiva
modestia. Y no podemos menos que lamentar su horror a toda vulgarización,
que priva a la gran masa de lectores, cada vez más interesados por su
patrimonio medieval, de la información de la que tienen necesidad. Su
alejamiento contrasta con la prolijidad de tantos otros escritores, seguros de
poder suplir el examen de los documentos con deducciones y juicios que
sacan de su «cabeza bien amueblada», a la manera universitaria.
Fuera de Francia Leonor ha tenido excelentes historiadores, entre otros la
norteamericana Amy Kelly, cuya obra Eleanor of Aquitaine and the Four
Kings (Harvard University Press, 1950, reedición 1959) es absolutamente
notable por su solidez y brío.
No hemos tenido más que seguir paso a paso estas dos obras, la primera
de las cuales trata exclusivamente de la vida de Leonor, en tanto que la
segunda se refiere a su entorno: Luis VII, Enrique II, Ricardo, etc., por lo que,
a pesar de la maestría de la autora, a veces se pierde de vista al personaje
principal.
No obstante, ni una ni otra utilizan a fondo las cartas y los documentos de
Leonor, como observa H. G. Richardson en su artículo, tan útil como
pertinente, «The Letters and Charters of Eleanor of Aquitaine» aparecido en
la English Historical Review, n.º CCXCI, vol. LXXIV (1959), pp. 193-213.
Cartas, documentos y libros de cuentas proporcionan multitud de detalles
sacados de la vida misma y revelan, con frecuencia, toda una manera de ser.
La presente obra debe también mucho a los artículos, siempre atractivos y
llenos de penetrantes observaciones, de Rita Lejeune; especialmente a las
páginas dedicadas al «Role littéraire d’Aliénor d’Aquitaine», en Cultura
Neolatina, XIV (1954), pp. 5-57. Y también, claro está, a la summa que
constituyen los cinco volúmenes de Reto Bezzola, Les origines et la
formation de la littérature courtoise en Occident (500-1200), París,
1958-1963.
También deberíamos citar otras muchas obras: las de J. Boussard, de
R. Foreville, de F. M. Powicke, etc., hoy clásicas, sobre la historia de los
angevinos y de Normandía.
No quisiéramos dejar de citar, asimismo, los nombres de los cronistas y
analistas a quienes nos hemos referido con más frecuencia y agrado:
Guillermo de Newburgh, Gervasio de Canterbury, Roger de Floveden,
Ricardo de Devizes, Raúl de Coggeshall y, sobre todo, Roberto de Thorigny,
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cuya crónica es un monumento tan digno como el que hizo edificar en Mont-
Saint-Michel, donde era abad. Todos han sido admirablemente editados en las
Chronicles and Memorials of Great Britain and Ireland during the Middle
Ages (Rolls Series, Londres, 1858-1899). Los lectores que lo deseen
encontrarán el conjunto más completo de referencias sobre el tema en las
obras citadas de E. R. Labande y de Amy Kelly, lo que nos dispensa de
recopilar aquí.
Creo que este trabajo presenta una laguna: no contiene ninguno de esos
juicios terminantes que se acostumbra a emitir cuando se trata de la Edad
Media. Es, sin embargo, una costumbre consagrada por el uso. Por ejemplo,
cuando se escribe sobre la Antigüedad o el Gran Siglo, se relatan sin vacilar
las orgías imperiales o los escándalos de la corte; al contrario, cuando se trata
de la Edad Media es preciso señalar, con algunas frases bien elocuentes, que,
a despecho de la caballería, la cortesía y las catedrales, las gentes de la época
eran hombres viles, brutales e ignorantes; los señores eran crueles, el clero
disoluto, el pueblo miserable y hambriento (ni siquiera se puede hablar de
subalimentación, ya que, de creer a ciertos autores modernos, es la noción
misma de alimentación la que debía faltarles…). Si no se hace así, se pasa por
ingenuo. Probablemente es una gran ingenuidad preferir Mont-Saint-Michel a
la iglesia Saint-Sulpice, o la Magdalena de Vézelay a la Magdalena de París;
quien cae en este error, oirá recordar, con indulgente sonrisa, que la Edad
Media estaba lejos de ser una época «idílica». Con lo que no se sabe muy bien
dónde está la ingenuidad, pues, ¿hubo alguna vez una época que pueda
calificarse de idílica? Mostrar tal o cual de los diez siglos de la Edad Media
con tintes distintos de las demasiado famosas «tinieblas», ¿significa acaso
sobrentender que esos siglos no han conocido toda una serie de sufrimientos y
miserias, de injusticias y bajezas, que es el legado más corriente de la
humanidad desde que el mundo es mundo?
Se podría, a lo sumo, observar que lo que distingue una época de otra es la
escala de valores. Así, en el siglo XIX, el mismo término «valores» designa las
acciones que pueden cotizarse en Bolsa; en la Edad Media se designa con
dicha palabra la estima que sus hazañas valen al caballero, su porte, su coraje,
etc. En cuanto a decir que no todos los caballeros han tenido el «valor» que
supone y exige la noción de caballería, ¿no es acaso una simple perogrullada?
¿La experiencia de la vida cotidiana no basta para enseñarnos que rara vez
hay un hombre perfecto?
En todo caso, nos hemos abstenido de adoptar el tono de censor morum y
nos disculpamos por faltar así a la costumbre. El lector podrá desempeñar este
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papel si así lo desea.
A no ser que al ver lo que nos enseñan los documentos se sienta, como
nos ha ocurrido a nosotros, menos inclinado a juzgar que a tratar de
comprender.
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RÉGINE PERNOUD (Châteaux Chinon, 1909-París, 1998) fue una
investigadora minuciosa y una brillante escritora; se doctoró en Letras en la
universidad de Aix-en-Provence y fue conservadora en el Museo de Historia
de Francia, en los Archivos Nacionales y en el Centro Juana de Arco de
Orleans. Contribuyó con sus libros a restablecer la imagen de la Edad Media,
especialmente la de sus protagonistas femeninas, en las que centró muchas de
sus obras. En esta editorial han aparecido Leonor de Aquitania (2009) y
Eloísa y Abelardo (2011).
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