Millas
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El psicoanálisis en el hospital público es una cuestión que nos ubica de lleno en el tema de las próximas
jornadas de la EOL, el psicoanálisis aplicado a la terapéutica. Se trata como es sabido, de su diferencia con
la psicoterapia, es decir de otras formas de tratamiento de los síntomas por la palabra.
Desde que los psicoanalistas se acercaron a los hospitales surgieron problemas que ya podemos llamar
clásicos: tales como si el psicoanálisis es posible en el hospital, el tema del dinero, la duración de los
tratamientos, el abordaje de las psicosis, etc..
Que el psicoanálisis es posible en el hospital es algo que se ha demostrado y se demuestra cotidianamente
por vías siempre contingentes. Lo que no requiere demostración, eso que está desde siempre y constituye
una evidencia, es que no es necesario.
Si como señala Miller el lugar como tal pre-interpreta, es preciso considerar aquello que comporta el lugar
en cuestión, en tanto se prescribe lo que allí se puede hacer y decir.
El hospital constituye un recurso que tiene como objetivo la salud pública. En el caso que nos ocupa de trata
de la salud mental. Como sabemos este término tiene dos referencias: por un lado se designa a la instancia
administrativa que debe implementar las políticas que aseguren los derechos de la comunidad. Por otro
constituye una concepción del hombre en tanto ser social, en las que se despliegan las potencialidades del
individuo y las posibilidades que le brinda la sociedad. En ambos casos se trata del predominio de una lógica
que responde a un “Para Todos” bajo diferentes modalidades; políticas, ideológicas, científicas, etc.
De esta manera, la práctica de un saber determinado se ejerce en función de satisfacer una demanda social y
esta práctica queda enmarcada en una serie de procedimientos que la institución va a normativizar y a reglar
en función de sus objetivos. Aquí toma relevancia el desarrollo de un pragmatismo cada vez más cínico y
ecléctico, guiado por los criterios de eficacia y eficiencia que se miden por las estadísticas. Los protagonistas
ya no son las autoridades médicas, reconocidas por su trayectoria y su formación, sino los códigos y
manuales de procedimientos.
Hay que decir que desde esta perspectiva, las psicoterapias denominadas de “objetivos limitados” orientadas
por un criterio adaptativo y asimiladas perfectamente al semblante profesional del psiquiatra o del psicólogo
clínico, tienen un lugar asegurado.
Para el psicoanálisis no hay nada asegurado y la cuestión es aquí muy diferente. La presencia de los analistas
en los hospitales ha tenido siempre un carácter sintomático. En principio debido a razones discursivas, ya
que el psicoanálisis mismo es una manifestación sintomática del discurso médico. Es preciso recordar
entonces, que no hay un lugar preestablecido para los psicoanalistas en los hospitales. De manera que lo que
va a ponerse en juego es el modo en que cada practicante del psicoanálisis construye, inventa, su lugar en
el hospital. El lugar que allí no hay.
En este sentido, creo que la primera cuestión va a pasar por el modo en que cada practicante logra separarse
del semblante profesional. Separarse podemos decir, para lograr servirse de él, para saber usarlo.
Si tenemos en cuenta que en la actualidad, con los planes de residencia y concurrencia para psicólogos y
psiquiatras, la mayor parte de los practicantes comienzan en el hospital a realizar su experiencia clínica, el
primer punto es el de la autorización y el de la relación con el grupo dentro del hospital. Ante las
dificultades propias de la experiencia analítica la tendencia natural será resguardarse en los semblantes
institucionales ya sea para someterse a sus normas o para denunciarlas como aquello que obstaculiza la
práctica. Ya sea por sometimiento o por rebeldía se trata siempre de la pregnancia de una identificación, que
va a regular la práctica en las variadas modalidades de la impotencia. El grupo de pares, solidario con esta
lógica contribuye a suturar lo que en la práctica escapa a esa regulación simbólico-imaginaria. Se trata en
todo caso de los modos de resguardarse de los riesgos del acto, que pone en juego lo real de la clínica.
Como puede notarse he puesto el acento en la cuestión del practicante del psicoanálisis. Del practicante “en”
el hospital, en la medida que no existe el psicoanalista “del” hospital. Hace falta tiempo para que cada uno
pueda diferenciar los límites y las posibilidades que brindan los otros discursos presentes en el hospital, de
los obstáculos subjetivos que se le presentan en la práctica analítica. Porque efectivamente no se espera de él
que denuncie, explique o pretenda modificar las otras prácticas, sino que desde su lugar y siguiendo la
indicación de Lacan en el Acta de Fundación del 21 de junio de 1964, “contribuya a efectuar la puesta a
prueba de los términos categóricos y de las estructuras psicoanalíticas tanto en el examen clínico, en las
definiciones nosográficas y en la posición misma de los proyectos terapéuticos”. Lo que eventualmente
requiere de la disposición a dialogar con las autoridades y gestores de la salud mental para que el
psicoanálisis pueda hacer su aporte al contarse entre los otros discursos.
Aquello que se vuelve entonces imprescindible es el buen uso de los semblantes hospitalarios. Se trata de
un saber hacer cuya condición esencial es que el practicante sepa algo acerca de porqué inscribe su práctica
en el hospital, de qué manera se encuentra allí concernido. Pienso que es una condición para lograr que su
acción, más allá de las referencias teóricas, se diferencie de una psicoterapia, es decir de efectos terapéuticos
producidos por el restablecimiento del sentido común y el orden establecido.
Por este sesgo, nos encontramos de lleno en la cuestión de la formación del practicante. Por esta razón, me
parece indispensable la constitución en el hospital de una cierta comunidad de trabajo, de la puesta en juego
dentro mismo del hospital de una transferencia de trabajo en el que tenga su lugar el control, la enseñanza, la
discusión clínica, etc. Se trata de aquello que puede servir para asumir una posición respecto a la
discontinuidad que existe entre la soledad del acto analítico y las normas y reglas establecidas por la
institución.
Lo que nos diferencia de los psicoterapeutas es nuestra referencia al síntoma como modalidad de goce
imposible de reabsorverse en lo simbólico. El síntoma como la forma en que cada sujeto construye su
relación con el Otro. Es por este motivo que debemos saber hacer con este lazo sintomático que nos permite
alojarnos en las instituciones públicas. Eso si queremos tratar lo “que no anda” en quienes nos consultan sin
aplastarlo por el sentido y el poder hipnótico de la palabra.
Daniel Millas
Agosto 2002
25 de junio de 2020
La pandemia llegó a nuestras vidas como una ola gigante que inundó todo sin aviso y sin preparación.
Nuestros espacios íntimos y sociales comenzaron a sacudirse perdiendo su cotidianeidad. En medio de ese
mar revuelto, mientras la cuarentena iba confinando a las personas al ámbito de sus casas, quienes
formábamos parte del sistema de salud tuvimos que disponernos a salir como parte de la “tarea esencial” que
se debía cumplir. Transitar las calles por esos días fue desconcertante, incierto y tensionante. Además de las
veredas desiertas, impactaba particularmente la presencia, en las plazas vacías, de esa imagen congelada de
los juegos a la espera de sus niños.
Dar los primeros pasos en el escenario inédito del hospital estuvo teñido, para muchas y muchos de
nosotros, de un cierto reaprender a cubrir nuestros cuerpos con diversas superficies: camisolines, cofias,
barbijos, máscaras plásticas, guantes, alcoholes y también repelentes. Envolturas que, en esos “actos de
protección”, nos pusieron a distancia del cuerpo de los otros pero también, en algún sentido, del propio.
Mientras los infectólogos advertían que aun así no había garantías absolutas que impidieran el contagio, los
efectos de aquellos encuentros descarnados con ese real ya comenzaban a sentirse. Con todo ello,
emprendimos una aventura que de inicio nos exigía actuar con bastante rapidez, debimos repensar el espacio
de los consultorios de nuestro servicio de salud mental, su sala de espera, las consultas de urgencias, la
atención de niños y niñas, la readecuación de la actividad docente y de investigación, además de la
contención a colegas con situaciones de riesgo personal.
Ese distanciamiento entre los cuerpos, difícil, fallido y angustiante, nos impidió a varios, por un buen
tiempo, tomar otras distancias necesarias para pensar y poner palabras a lo que vertiginosamente empezaba a
acontecer. Difícil hacerlo, quizás, cuando el barco se encuentra en movimiento.
Recuerdo una de las primeras pacientes que llegaron al inicio de la cuarentena para pedir atención urgente,
puesto que, al no tener adónde ir, debió confinarse con su expareja, quien ejercía violencia y le consumía la
medicación psiquiátrica que ella retiraba de la farmacia del hospital. También el caso de una joven,
externada un tiempo atrás de la sala de Psicopatología, que se presentaba llorando desconsoladamente con la
noticia que impedía todo nuevo ingreso a la pensión, luego de haber logrado juntar el dinero para irse a vivir
allí. Sin familia y sin red, estas situaciones descompensaban al extremo el delicado equilibrio emocional;
alojar ese sufrimiento en tales contingencias no fue posible sin el lazo con otros colegas para pensar cada
situación.
Así, detrás de los barbijos y con la voz trastocada por las máscaras plásticas, en esos encuentros de cuerpos
afectados por el tormento del contagio, la vulnerabilidad y el aislamiento, fuimos ofertando una escucha y
una presencia que intentó dar amparo a cada padecimiento en su máxima singularidad.
En este sentido, hoy más que nunca, la ética del psicoanálisis, por la cual muchos nos orientamos en el
campo de la salud mental, cobra su principal fuerza vital. Las palabras de la analista argentina Adriana
Rubistein vuelven a resonar con una tranquilizadora actualidad: “que un psicoanalista en la institución pueda
abrir un espacio a la dimensión subjetiva, abolida por los permanentes intentos de objetivación, dando
cabida a una demanda de saber y con ello al deseo, toma entonces todo su valor y legitima su presencia allí”
(2004: 29).
Muchas de las intervenciones en las que nos fuimos encontrando durante estos días y a las que recurrimos
dentro de los equipos multidisciplinarios podrían no considerarse específicamente analíticas, como orientar a
los pacientes por teléfono, acercarles información, gestionar una receta u ofrecer una palabra teñida de
sugestión, pero estas quizás han podido constituir el paso para que algo de ese acto analítico que sustenta
nuestra ética pudiera acontecer. En definitiva, se trata de una apuesta que siempre es de orden subjetivo, una
oferta que es lanzada sin saber si esas intervenciones podrán conducir en algún caso a un posterior
tratamiento terapéutico que bordee lo propiamente traumático de esta situación. Tal vez sea solo la
posibilidad de dar lugar al alivio, lo cual sería para este momento bastante augurador.
No renunciamos entonces a la aventura del lazo y a la transferencia terapéutica que por él puede instaurarse
en nuestra posición como analistas. Modos posibles de transitar algunos de los puentes que se tejen y
destejen en medio de esta pandemia. La práctica del psicoanálisis en el hospital, erigido hoy como un lugar
resistido y temido en el que pareciera que habita el virus con su mayor crueldad, sigue constituyendo la
oportunidad de recibir la demanda, de darle cabida e intentar crear un espacio para lo singular, eclipsado por
la totalidad que este mal impone. Sabemos que esto dependerá de las coordenadas subjetivas de cada quien
en esta coyuntura, pero también de la posición del oyente, como afirmaba Rubistein. Un oyente que esté
disponible, en el parque del hospital, detrás de un teléfono, a través de una mampara plástica o en una
guardia de febriles, atento a la oportunidad de escuchar en el enunciado la enunciación, de interrogar el
deseo o de situar un impasse, lo cual será posible en tanto un analista ocupe en ese acto su lugar, entramado
en un Servicio de Salud Mental dispuesto a alojar y por supuesto en un hospital que siga luchando por
mejorar las condiciones de su tarea esencial.
A esta altura, quizás resurja la pregunta sobre qué es lo que sostiene el deseo de permanecer en estas
instituciones y en estos contextos alentando para el psicoanálisis su porvenir. Las palabras de otra
psicoanalista quizás lo puedan responder: “La función del deseo del analista es también introducir algo de lo
vivo en un momento de máxima oscuridad” (Dassen, 2018). Freud lo señaló en una de sus Conferencias de
1932, al decir que se trata de un trabajo de cultura, recurriendo para ello a la particular analogía del
desecamiento del Mar Zuiderzee. Desde estos lares del mapa rioplatense sería algo así como avanzar sobre
el terreno que el agua dejó.
Esta es, en efecto, la apuesta que varios y varias sostenemos en muchos de los espacios en los que
desempañamos nuestra labor analítica como agentes de salud, ojalá ella retorne en nuevas posibilidades y
mejores condiciones para pacientes y profesionales a pesar del tiempo y el contexto que nos toca vivir.
Aún seguimos embarcados en esta aventura, solo el lazo podrá ganarle al río su tierra fértil.
Silvana Vilchez es psicóloga y psicoanalista. Integrante de un Servicio de Salud Mental. Docente de la
Facultad de Psicología de la UBA e Investigadora UBACyT.
LA ESCUCHA EN LA INSTITUCIÓN:
Hemos de preguntarnos si cabe en el marco hospitalario del uso de la escucha como oferta, en relación a las
otras ofertas existentes a saber, como el alivio sintomático, la internación, la referencia a otra institución etc.
Mientras el analista puede ofrecer es su capacidad y disposición para escuchar los circuitos por los que
discurre el deseo, la institución demanda la presentificación de la cura, sea lo que sea. Y todo esto ante un
panorama in crescendo de personas que no demandan nada, ni escucha, ni cura, gente a la que su padecer no
le suscita ningún enigma , ni toleran la persistencia de su malestar como motor para averiguar la naturaleza
de su deseo.
En un escenario relativamente feliz, si la instalación de la escucha analítica logra salvar estos escollos y
ofrecerse válidamente en el marco hospitalario, aparece la pregunta acerca del agente del paciente. Mientras
que en setting privado el analista se constituye en agente de los intereses del paciente únicamente (esto es
que no le interesa convertirlo en mejor vecino o que cumpla con sus impuestos, por ejemplo) en el hospital
esto se complejiza y se impregna de ambigüedad.
LA ESCUCHA DE LA INSTITUCIÓN
Así como en la práctica extramuros, el paciente se presenta atravesado por sus referencias sociales y
culturales, también escuchar a cada miembro de un servicio hospitalario implica escuchar la totalidad en la
que cada cual se inscribe. Y si se está atento, se podrán seguir las trazas de la institución en lo subjetivo, sus
efectos y pesos específicos.
Si hay suerte y tolerancia, los intercambios entre el hospital y el psicoanálisis pueden ser provechosos y
pletóricos de nuevas preguntas.
Si no, la idea de la integración no pasará de ser una declaración de buena voluntad.