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Uno

Ahora que el obispo de la diócesis de Renada, a la que pertenece esta mi querida


aldea de Valverde de Lucerna, anda, a lo que se dice, promoviendo el proceso para la
beatificación de nuestro don Manuel, o, mejor, san Manuel Bueno, que fue en ésta
párroco, quiero dejar aquí consignado, a modo, de confesión y sólo Dios sabe, que no
yo, con qué destino, todo lo que sé y recuerdo de aquel varón patriarcal que llenó toda la
más entrañada vida de mi alma, que fue mi verdadero padre espiritual, el padre de mi
espíritu, del mío, el de Ángela Carballino.

Al otro, a mi padre carnal y temporal, apenas si le conocí, pues se me murió siendo


yo muy niña. Sé que había llegado de forastero a nuestra Valverde de Lucerna, que aquí
arraigó al casarse con mi madre. Trajo consigo unos cuantos libros, el Quijote, obras de
teatro clásico, algunas novelas, historias, el Bertoldo, todo revuelto, y de esos libros, los
únicos casi que había en toda la aldea, devoré yo ensueños siendo niña. Mi buena
madre apenas si me contaba hechos o dichos de mi padre. Los de don Manuel, a quien,
Como todo el pueblo, adoraba, de quien estaba enamorada -claro que castísimamente-,
le habían borrado el recuerdo de los de su marido. A quien encomendaba a Dios, y
fervorosamente, cada día al rezar el rosario.

De nuestro don Manuel me acuerdo como si fuese de cosa de ayer, siendo yo niña,
a mis diez años, antes que me llevaran al colegio de religiosas de la ciudad catedralicia
de Renada. Tendría él, nuestro santo, entonces unos treinta y siete años. Era alto,
delgado, erguido, llevaba la cabeza como nuestra Peña del Buitre lleva su cresta, y
había en sus ojos toda la hondura azul de nuestro lago. Se llevaba las miradas de todos,
y tras ellas los corazones, y él, al mirarnos, parecía, traspasando la carne como un
cristal, mirarnos al corazón. Todos le queríamos, pero sobre todo los niños. ¡Qué cosas
nos decía! Eran cosas, no palabras. Empezaba el pueblo a olerle la santidad; se sentía
lleno y embriagado de su aroma.
Entonces fue cuando mi hermano Lázaro, que estaba en América, de donde nos
mandaba regularmente dinero, con que vivíamos con decorosa holgura, hizo que mi
madre me mandase al colegio de religiosas a que se completara, fuera de la aldea, mi
educación, y esto aunque a él, a Lázaro, no le hiciesen mucha gracia las monjas. «Pero
como ahí -nos escribía- no hay hasta ahora, que yo sepa, colegios laicos y progresivos,
y menos para señoritas, hay que atenerse a lo que haya. Lo importante es que Angelita
se pula y que no siga entre esas zafias aldeanas». Y entré en el colegio pensando en un
principio hacerme en él maestra; pero luego se me atragantó la pedagogía.

Dos

En el colegio conocí a niñas de la ciudad e intimé con algunas de ellas. Pero seguía
atenta a las cosas y a las gentes de nuestra aldea, de la que recibía frecuentes noticias
y tal vez alguna visita. Y hasta el colegio llegaba la fama de nuestro párroco, de quien
empezaba a hablarse en la ciudad episcopal. Las monjas no hacían sino interrogarme
respecto a él.

Desde muy niña alimenté, no sé bien cómo, curiosidades, preocupaciones e


inquietudes, debidas, en parte al menos, a aquel revoltijo de libros de mi padre, y todo
ello se me medró en el colegio, en el trato, sobre todo, con una compañera que se me
aficionó desmedidamente, y que unas veces me proponía que entrásemos juntas a la
vez en un mismo convento, jurándonos, y hasta firmando el juramento con nuestra
sangre, hermandad perpetua, y otras veces me hablaba, con los ojos semicerrados, de
novios y de aventuras matrimoniales. Por cierto que no he vuelto a saber de ella ni de su
suerte. Y eso que cuando se hablaba de nuestro don Manuel, o cuando mi madre me
decía algo de él en sus cartas -y era en casi todas-, que yo leía a mi amiga, ésta
exclamaba como en arrobo: «¡Qué suerte, chica, la de poder vivir cerca de un santo así,
de un santo vivo, de carne y hueso, y poder besarle la mano! Cuando vuelvas a tu
pueblo escríbeme mucho, mucho, y cuéntame de él».

Tres

Pasé en el colegio unos cinco años, que ahora se me pierden como un sueño de
madrugada en la lejanía del recuerdo, y a los quince volví a mi Valverde de Lucerna. Ya
toda ella era don Manuel; don Manuel con el lago y con la montaña. Llegué ansiosa de
conocerle, de ponerme bajo su protección, de que él me marcara el sendero de mi vida.

Decíase que había entrado en el seminario para hacerse cura, con el fin de atender
a los hijos de una su hermana recién viuda, de servirles de padre; que en el seminario
se había distinguido por su agudeza mental y su talento, y que había rechazado ofertas
de brillante carrera eclesiástica porque él no quería ser sino de su Valverde de Lucerna,
de su aldea perdida como un broche entre el lago y la montaña que se mira en él.

Y ¡cómo quería a los suyos! Su vida era arreglar matrimonios desavenidos, reducir a
sus padres hijos indómitos o reducir los padres a sus hijos, y, sobre todo, consolar a los
amargados y atediados y ayudar a todos a bien morir.

Me acuerdo, entre otras cosas, de que al volver de la ciudad la desgraciada hija de


la tía Rabona, que se había perdido y volvió, soltera y desahuciada, trayendo un hijito
consigo, don Manuel no paró hasta que hizo que se casase con ella su antiguo novio
Perote y reconociese como suya a la criatura, diciéndole:

-Mira, da padre a este pobre crío, que no le tiene más que en el cielo.
-¡Pero, don Manuel, si no es mía la culpa...!

-¡Quién lo sabe, hijo, quién lo sabe!...

Y, sobre todo, no se trata de culpa.

Y hoy el pobre Perote, inválido, paralítico, tiene como báculo y consuelo de su vida
al hijo aquel que, contagiado de la santidad de don Manuel, reconoció por suyo no
siéndolo.

Cuatro

En la Noche de San Juan, la más breve del año, solían y suelen acudir a nuestro
lago todas las pobres mujerucas y no pocos hombrecillos que se creen poseídos,
endemoniados, y que parece no son sino histéricos y a las veces epilépticos, y don
Manuel emprendía la tarea de hacer él de lago, de piscina probática, y tratar de aliviarlos
y, si era posible, de curarlos. Y era tal la acción de su presencia, de sus miradas, y tal,
sobre todo, la dulcísima autoridad de sus palabras y, sobre todo, de su voz -¡qué milagro
de voz!-, que consiguió curaciones sorprendentes. Con lo que creció su fama, que atraía
a nuestro lago y a él a todos los enfermos del contorno. Y alguna vez llegó una madre
pidiéndole que hiciese un milagro en su hijo, a lo que contestó sonriendo tristemente:

-No tengo licencia del señor obispo para hacer milagros.


Le preocupaba, sobre todo, que anduviesen todos limpios. Si alguno llevaba un roto
en su vestidura, le decía: «Anda a ver al sacristán y que te remiende eso». El sacristán
era sastre. Y cuando el día primero de año iban a felicitarle por ser el de su santo -su
santo patrono era el mismo Jesús Nuestro Señor-, quería don Manuel que todos se le
presentasen con camisa nueva, y al que no la tenía se la regalaba él mismo.

Por todos mostraba el mismo afecto, y si a algunos distinguía más con él era a los
más desgraciados y a los que aparecían como más díscolos. Y como hubiera en el
pueblo un pobre idiota de nacimiento, Blasillo el bobo, a éste es a quien más acariciaba,
y hasta llegó a enseñarle cosas que parecía milagro que las hubiese podido aprender. Y
es que el pequeño rescoldo de inteligencia que aún quedaba en el bobo se le encendía
en imitar, como un pobre mono, a su don Manuel.

Su maravilla era la voz, una voz divina, que hacía llorar. Cuando, al oficiar en misa
mayor o solemne, entonaba el prefacio, estremecíase la iglesia, y todos los que le oían
sentíanse conmovidos en sus entrañas. Su canto, saliendo del templo, iba a quedarse
dormido sobre el lago y al pie de la montaña. Y cuando en el sermón de Viernes Santo
clamaba aquello de: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», pasaba por
el pueblo todo un temblor hondo como por sobre las aguas del lago en días de cierzo de
hostigo. Y era como si oyesen a Nuestro Señor Jesucristo mismo, como si la voz brotara
de aquel viejo crucifijo a cuyos pies tantas generaciones de madres habían depositado
sus congojas. Como que una vez, al oírlo su madre, la de don Manuel, no pudo
contenerse, y desde el suelo del templo, en que se sentaba, gritó: «¡Hijo mío!». Y fue un
chaparrón de lágrimas entre todos. Creeríase que el grito maternal había brotado de la
boca entreabierta de aquella Dolorosa -el corazón traspasado por siete espadas- que
había en una de las capillas del templo. Luego, Blasillo el tonto iba repitiendo en tono
patético por las callejas, y como en eco, el «¡Dios mío, Dios mío!», ¿por qué me has
abandonado?», y de tal manera, que al oírselo se les saltaban a todos las lágrimas, con
gran regocijo del bobo por su triunfo imitativo.

Su acción sobre las gentes era tal, que nadie se atrevía a mentir ante él, y todos, sin
tener que ir al confesonario, se le confesaban. A tal punto que, como hubiese una vez
ocurrido un repugnante crimen en una aldea próxima, el juez, un insensato que conocía
mal a don Manuel, le llamó y le dijo:

-A ver si usted, don Manuel, consigue que este bandido declare la verdad.

-¿Para que luego pueda castigársele? -replicó el santo varón-. No, señor juez, no;
yo no saco a nadie una verdad que le lleve acaso a la muerte. Allá entre él y Dios... La
justicia humana no me concierne. «No juzguéis para no ser juzgados», dijo Nuestro
Señor.

-Pero es que yo, señor cura...

-Comprendido; dé usted, señor juez, al César lo que es del César, que yo daré a
Dios lo que es de Dios.

Y al salir, mirando fijamente al presunto reo, le dijo:

-Mira bien si Dios te ha perdonado, que es lo único que importa.

En el pueblo todos acudían a misa, aunque sólo fuese por oírle y verle en el altar,
donde parecía transfigurarse, encendiéndosele el rostro. Había un santo ejercicio que
introdujo en el culto popular, y es que, reuniendo en el templo a todo el pueblo, hombres
y mujeres, viejos y niños, unas mil personas, recitábamos al unísono, en una sola voz, el
credo: «Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Criador del cielo y de la tierra...», y lo que
sigue. Y no era un coro, sino una sola voz, una voz simple y unida, fundidas todas en
una y haciendo como una montaña, cuya cumbre, perdida a las veces en nubes, era don
Manuel. Y al llegar a lo de «creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable», la
voz de don Manuel se zambullía, como en un lago, en la del pueblo todo y era que él se
callaba. Y yo oía las campanas de la villa que se dice aquí que está sumergida en el
lecho del lago -campanadas que se dice también se oyen la Noche de San Juan-, y eran
las de la villa sumergida en el lago espiritual de nuestro pueblo; oía la voz de nuestros
muertos que en nosotros resucitaban en la comunión de los santos. Después, al llegar a
conocer el secreto de nuestro santo, he comprendido que era como si una caravana en
marcha por el desierto, desfallecido el caudillo al acercarse al término de su carrera, le
tomaran en hombros los suyos para meter su cuerpo sin vida en la tierra de promisión.

Los más no querían morirse sino cogidos de su mano como de un ancla.

Jamás en sus sermones se ponía a declamar contra impíos, masones, liberales o


herejes. ¿Para qué, si no los había en la aldea? Ni menos contra la mala prensa. En
cambio, uno de los más frecuentes temas de sus sermones era contra la mala lengua.
Porque él lo disculpaba todo y a todos disculpaba. No quería creer en la mala intención
de nadie.

-La envidia -gustaba repetir- la mantienen los que se empeñan en creerse


envidiados, y las más de las persecuciones son efecto más de la manía persecutoria
que no de la perseguidora.

-Pero fíjese, don Manuel, en lo que me han querido decir...

Y él:

-No debe importarnos tanto lo que uno quiera decir como lo que diga sin querer.

Su vida era activa, y no contemplativa, huyendo cuanto podía de no tener nada que
hacer. Cuando oía eso de que la ociosidad es la madre de todos los vicios, contestaba:
«Y del peor de todos, que es el pensar ocioso». Y como yo le preguntara una vez qué es
lo que con eso quería decir, me contestó: «Pensar ocioso es pensar para no hacer nada
o pensar demasiado en lo que se ha hecho y no en lo que hay que hacer. A lo hecho
pecho, y a otra cosa, que no hay peor que remordimiento sin enmienda». ¡Hacer!,
¡hacer! Bien comprendí yo ya desde entonces que don Manuel huía de pensar ocioso y
a solas, que algún pensamiento le perseguía.
Así es que estaba siempre ocupado, y no pocas veces en inventar ocupaciones.
Escribía muy poco para sí, de tal modo que apenas nos ha dejado escritos o notas; mas,
en cambio, hacía de memorialista para los demás, y a las madres, sobre todo, les
redactaba las cartas para sus hijos ausentes.

Trabajaba también manualmente, ayudando con sus brazos a ciertas labores del
pueblo. En la temporada de trilla íbase a la era a trillar y aventar, y en tanto aleccionaba
o distraía a los labradores, a quienes ayudaba en estas faenas. Sustituía a las veces a
algún enfermo en su tarea. Un día del más crudo invierno se encontró Con un niño,
muertito de frío, a quien su padre le enviaba a recoger una res a larga distancia, en el
monte.

-Mira -le dijo al niño-, vuélvete a casa a calentarte, y dile a tu padre que yo voy a
hacer el encargo.

Y al volver con la res se encontró con el padre, todo confuso, que iba a su
encuentro. En invierno partía leña para los pobres. Cuando se secó aquel magnífico
nogal -«un nogal matriarcal» le llamaba-, a cuya sombra había jugado de niño y con
cuyas nueces se había durante tantos años regalado, pidió el tronco, se lo llevó a su
casa y, después de labrar en él seis tablas, que guardaba al pie de su lecho, hizo del
resto leña para calentar a los pobres. Solía hacer también las pelotas para que jugaran
los mozos y no pocos juguetes para los niños.

Cinco
Solía acompañar al médico en su visita, y recalcaba las prescripciones de éste. Se
interesaba, sobre todo, en los embarazos y en la crianza de los niños, y estimaba como
una de las mayores blasfemias aquello de «¡teta y gloria!» y lo otro de «angelitos al
cielo». Le conmovía profundamente la muerte de los niños.

-Un niño que nace muerto o que se muere recién nacido y un suicidio -me dijo una
vez- son para mí de los más terribles misterios: ¡un niño en cruz!

Y como una vez, por haberse quitado uno la vida, le preguntara el padre del suicida,
un forastero, si le daría tierra sagrada, le contestó:

-Seguramente, pues en el último momento, en el segundo de la agonía, se


arrepintió sin duda alguna.

Iba también a menudo a la escuela a ayudar al maestro, a enseñar con él, y no sólo
el catecismo. Y es que huía de la ociosidad y de la soledad. De tal modo, que por estar
con el pueblo, y sobre todo con el mocerío y la chiquillería, solía ir al baile. Y más de una
vez se puso en él a tocar el tamboril para que los mozos y las mozas bailasen, y esto,
que en otro hubiera parecido grotesca profanación del sacerdocio, en él tomaba un
sagrado carácter y como de rito religioso. Sonaba el ángelus, dejaba el tamboril y el
palillo, se descubría, y todos con él, y rezaba: «El ángel del Señor anunció a María: Ave
María...». Y luego:

-Y ahora a descansar para mañana.

Seis
-Lo primero -decía- es que el pueblo esté contento, que estén todos contentos de
vivir. El contentamiento de vivir es lo primero de todo. Nadie debe querer morirse hasta
que Dios quiera.

-Pues yo sí -le dijo una vez una recién viuda-; yo quiero seguir a mi marido.

-¿Y para qué? -le respondió-. Quédate aquí para encomendar su alma a Dios.

En una boda dijo una vez: «¡Ay, si pudiese cambiar el agua toda de nuestro lago en
vino, en un vinillo que, por mucho que de él se bebiera, alegrara siempre, sin
emborrachar nunca..., o por lo menos con una borrachera alegre!».

Una vez pasó por el pueblo una banda de pobres titiriteros. El jefe de ella, que llegó
con la mujer gravemente enferma y embarazada, y con tres hijos que le ayudaban, hacía
de payaso. Mientras él estaba en la plaza del pueblo, haciendo reír a los niños y aun a
los grandes, ella, sintiéndose de pronto gravemente indispuesta, se tuvo que retirar y se
retiró escoltada por una mirada de congoja del payaso y una risotada de los niños. Y
escoltada por don Manuel, que luego, en un rincón de la cuadra de la posada, le ayudó a
bien morir. Y cuando acabada la fiesta, supo el pueblo y supo el payaso la tragedia,
fuéronse todos a la posada, y el pobre hombre, diciendo con llanto en la voz: «Bien se
dice, señor cura, que es usted todo un santo», se acercó a éste, queriendo tomarle la
mano para besársela; pero don Manuel se adelantó y, tomándosela al payaso, pronunció
ante todos:

-El santo eres tú, honrado payaso; te vi trabajar, y comprendí que no sólo lo haces
para dar pan a tus hijos, sino también para dar alegría a los de los otros, y yo te digo que
tu mujer, la madre de tus hijos, a quien he despedido a Dios mientras trabajabas y
alegrabas, descansa en el Señor, y que tú irás a juntarte con ella y a que te paguen
riendo los ángeles, a los que haces reír en el cielo de contento.
Y todos, niños y grandes, lloraban y lloraban tanto de pena como de un misterioso
contento en que la pena se ahogaba. Y más tarde, recordando aquel solemne rato, he
comprendido que la alegría imperturbable de don Manuel era la forma temporal y terrena
de una infinita y eterna tristeza que con heroica santidad recataba a los ojos y a los
oídos de los demás.

Siete

Con aquella su constante actividad, con aquel mezclarse en las tareas y las
diversiones de todos, parecía querer huir de sí mismo, querer huir de su soledad. «Le
temo a la soledad», repetía. Mas, aun así, de cuando en cuando se iba solo, orilla del
lago, a las ruinas de aquella vieja abadía donde aún parecen reposar las almas de los
piadosos cirtercienses a quienes ha sepultado en el olvido la Historia. Allí está la celda
del llamado Padre Capitán, y en sus paredes se dice que aún quedan señales de las
gotas de sangre con que las salpicó al mortificarse. ¿Qué pensaría allí nuestro don
Manuel? Lo que sí recuerdo es que como una vez, hablando de la abadía, le preguntase
yo cómo era que no se le había ocurrido ir al claustro, me contestó:

-No es, sobre todo, porque tenga, como tengo, mi hermana viuda y mis sobrinos a
quienes sostener, que Dios ayuda a los pobres, sino porque yo no nací para ermitaño,
para anacoreta; la soledad me mataría el alma, y en cuanto a un monasterio, mi
monasterio es Valverde de Lucerna. Yo no debo vivir solo; yo no debo morir solo. Debo
vivir para mi pueblo, morir para mi pueblo. ¿Cómo voy a salvar mi alma si no salvo la de
mi pueblo?

-Pero es que ha habido santos ermitaños solitarios... -le dije.


-Sí, a ellos les dio el Señor la gracia de soledad que a mí me ha negado, y tengo
que resignarme. Yo no puedo perder a mi pueblo para ganarme el alma. Así me ha
hecho Dios. Yo no podría soportar las tentaciones del desierto. Yo no podría llevar solo
la cruz del nacimiento.

Ocho

He querido con estos recuerdos, de los que vive mi fe, retratar a nuestro don
Manuel tal como era cuando yo, mocita de cerca de dieciséis años, volví del colegio de
religiosas de Renada a nuestro monasterio de Valverde de Lucerna. Y volví a ponerme a
los pies de su abad.

-¡Hola, la hija de la Simona -me dijo en cuanto me vio-, y hecha ya toda una moza, y
sabiendo francés, y bordar y tocar el piano, y qué sé yo qué más! Ahora, a prepararte
para darnos otra familia. Y tu hermano Lázaro, ¿cuándo vuelve? Sigue en el Nuevo
Mundo, ¿no es así?

-Sí, señor; sigue en América...

-¡El Nuevo Mundo! Y nosotros en el Viejo. Pues bueno: cuando le escribas, dile de
mi parte, de parte del cura, que estoy deseando saber cuándo vuelve del Nuevo Mundo
a este viejo trayéndome las novedades de por allá. Y dile que encontrará al lago y a la
montaña como los dejó.
Cuando me fui a confesar con él, mi turbación era tanta, que no acertaba a articular
palabra. Recé el «yo pecador», balbuciendo, casi sollozando. Y él, que lo observó, me
dijo:

-Pero, ¿qué te pasa corderilla? ¿De qué o de quién tienes miedo? Porque tú no
tiemblas ahora al peso de tus pecados ni por temor de Dios, no; tú tiemblas de mí, ¿no
es eso?

Me eché a llorar.

-Pero, ¿qué es lo que te han dicho de mí? ¿Qué leyendas son ésas? ¿Acaso tu
madre? Vamos, vamos, cálmate y haz cuenta que estás hablando con tu hermano...

Me animé y empecé a confiarle mis inquietudes, mis dudas, mis tristezas.

-¡Bah, bah, bah! ¿Y dónde has leído eso, marisabidilla? Todo eso es literatura. No te
des demasiado a ella, ni siquiera a santa Teresa. Y si quieres distraerte, lee el Bertoldo,
que leía tu padre.

Salí de aquella mi primera confesión con el santo hombre profundamente


consolada. Y aquel mi temor primero, aquel más que respeto miedo, con que me
acerqué a él, trocose en una lástima profunda. Era yo entonces una mocita, una niña
casi; pero empezaba a ser mujer, sentía en mis entrañas el jugo de la maternidad, y al
encontrarme en el confesonario junto al santo varón, sentí como una callada confesión
suya en el susurro sumiso de su voz, y recordé cómo cuando, al clamar él en la iglesia
las palabras de Jesucristo: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», su
madre, la de don Manuel, respondió desde el suelo: «¡Hijo mío!», y oí este grito, que
desgarraba la quietud del templo. Y volví a confesarme con él para consolarle.

Una vez que en el confesonario le expuse una de aquellas dudas, me contestó:


-A eso, ya sabes, lo del catecismo: «Eso no me lo preguntéis a mí, que soy
ignorante, doctores tiene la santa madre Iglesia que os sabrán responder».

-Pero ¡si el doctor aquí es usted, don Manuel!...

-¿Yo, yo doctor? ¿Doctor yo? ¡Ni por pienso! Yo, doctorcilla, no soy más que un
pobre cura de aldea. Y esas preguntas, ¿sabes quién te las insinúa, quién te las dirige?
Pues... ¡el Demonio!

Y entonces, envalentonándome, le espeté a boca de jarro:

-¿Y si se las dirigiese a usted, don Manuel?

-¿A quién? ¿A mí? ¿Y el Demonio? No nos conocemos, hija, no nos conocemos.

-¿Y si se las dirigiera?

-No le haría caso. Y basta, ¿eh?, despachemos, que me están esperando unos
enfermos de verdad.

Me retiré, pensando, no sé por qué, que nuestro don Manuel, tan afamado
curandero de endemoniados, no creía en el Demonio. Y al irme hacia mi casa topé con
Blasillo el bobo, que acaso rondaba el templo, y que al verme, para agasajarme con sus
habilidades, repitió -¡y de qué modo!- lo de «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
abandonado?». Llegué a casa acongojadísima y me encerré en mi cuarto para llorar,
hasta que llegó mi madre.

-Me parece, Angelita, con tantas confesiones, que tú te me vas a ir monja.


-No lo tema, madre -le contesté-, pues tengo harto que hacer aquí, en el pueblo,
que es mi convento.

-Hasta que te cases.

-No pienso en ello -le repliqué.

Y otra vez que me encontré con don Manuel, le pregunté, mirándole derechamente
a los ojos:

-¿Es que hay Infierno, don Manuel?

Y él, sin inmutarse:

-¿Para ti, hija? No.

-¿Para los otros le hay?

-¿Y a ti qué te importa, si no has de ir a él?

-Me importa por los otros. ¿Le hay?

-Cree en el cielo, en el cielo que vemos. Míralo.

Y me lo mostraba sobre la montaña y abajo, reflejado en el lago.

-Pero hay que creer en el Infierno como en el Cielo -le repliqué.


-Sí, hay que creer todo lo que enseña a creer la santa madre Iglesia católica,
apostólica romana. ¡Y basta!

Leí no sé qué honda tristeza en sus ojos, azules como las aguas del lago.

Nueve

Aquellos años pasaron como un sueño. La imagen de don Manuel iba creciendo en
mí sin que yo de ello me diese cuenta, pues era un varón tan cotidiano, tan de cada día
como el pan que a diario pedimos en el padrenuestro. Yo le ayudaba cuanto podía en
sus menesteres, visitaba a sus enfermos, a nuestros enfermos, a las niñas de la
escuela, arreglaba el ropero de la iglesia y le hacía como me llamaba él, de diaconisa.
Fui unos días, invitada por una compañera de colegio, a la ciudad, y tuve que volverme,
pues en la ciudad me ahogaba, me faltaba algo, sentía sed de la vista de las aguas del
lago, hambre de la vista de las peñas de la montaña; sentía, sobre todo, la falta de mi
don Manuel y como si su ausencia me llamara, como si corriese un peligro lejos de mí,
como si me necesitara. Empezaba yo a sentir una especie de afecto maternal hacia mi
padre espiritual; quería aliviarle del peso de su cruz del nacimiento.

Diez
Así fui llegando a mis veinticuatro años, que es cuando volvió de América, con un
caudalillo ahorrado, mi hermano Lázaro. Llegó acá, a Valverde de Lucerna, con el
propósito de llevarnos a mí y a nuestra madre a vivir a la ciudad, acaso a Madrid.

-En la aldea -decía- se entontece, se embrutece y se empobrece uno.

Y añadía:

-Civilización es lo contrario de ruralización. ¡Aldeanerías, no!, que no hice que


fueras al colegio para que te pudras luego aquí, entre estos zafios patanes.

Yo callaba, aun dispuesta a resistir la emigración; pero nuestra madre, que pasaba
ya de la sesentena, se opuso desde un principio: «¡A mi edad, cambiar de aguas!», dijo
primero; mas luego dio a conocer claramente que ella no podría vivir fuera de la vista de
su lago, de su montaña y, sobre todo, de su don Manuel.

-¡Sois como las gatas, que os apegáis a la casa! -repetía mi hermano.

Cuando se percató de todo el imperio que sobre el pueblo todo y en especial sobre
nosotras, sobre mi madre y sobre mí, ejercía el santo varón angélico, se irritó contra
éste. Le pareció un ejemplo de la oscura teocracia en que él suponía hundida a España.
Y empezó a barbotar sin descanso todos los viejos lugares comunes anticlericales y
hasta antirreligiosos y progresistas que había traído renovados del Nuevo Mundo.

-En esta España de calzonazos -decía-, los curas manejan a las mujeres y las
mujeres a los hombres..., ¡y luego el campo, el campo!, este campo feudal...

Para él, «feudal» era un término pavoroso; «feudal» y «medieval» eran los dos
calificativos que prodigaba cuando quería condenar algo.
Le desconcertaba el ningún efecto que sobre nosotras hacían sus diatribas y el casi
ningún efecto que hacían en el pueblo, donde se le oía con respetuosa indiferencia. «A
estos patanes no hay quien los conmueva». Pero como era bueno, por ser inteligente,
pronto se dio cuenta de la clase de imperio que don Manuel ejercía sobre el pueblo,
pronto se enteró de la obra del cura de su aldea.

-¡No, no es como los otros -decía-, es un santo!

-Pero, ¿tú sabes cómo son los otros curas? -le decía yo; y él:

-Me lo figuro.

Mas aun así ni entraba en la iglesia ni dejaba de hacer alarde en todas partes de su
incredulidad, aunque procurando siempre dejar a salvo a don Manuel. Y ya en el pueblo
se fue formando, no sé cómo, una expectativa, la de una especie de duelo entre mi
hermano Lázaro y don Manuel, o más bien se esperaba la conversión de aquél por éste.
Nadie dudaba de que al cabo el párroco le llevaría a su parroquia. Lázaro, por su parte,
ardía en deseos -me lo dijo luego- de ir a oír a don Manuel, de verle y oírle en la iglesia,
de acercarse a él y con él conversar, de conocer el secreto de aquel su imperio espiritual
sobre las almas. Y se hacía de rogar para ello, hasta que, al fin, por curiosidad -decía-,
fue a oírle.

-Sí, esto es otra cosa -me dijo luego de haberle oído-; no es como los otros, pero a
mí no me la da; es demasiado inteligente para creer todo lo que tiene que enseñar.

-Pero, ¿es que le crees un hipócrita? -le dije.

-Hipócrita..., no; pero es el oficio, del que tiene que vivir.

En cuanto a mí, mi hermano se empeñaba en que yo leyese de libros que él trajo y


de otros que me incitaba a comprar.
-¿Conque tu hermano Lázaro -me decía don Manuel- se empeña en que leas? Pues
lee, hija mía, lee y dale así gusto. Sé que no has de leer sino cosa buena; lee aunque
sean novelas. No son mejores las historias que llaman verdaderas. Vale más que leas
que no el que te alimentes de chismes y comadrerías del pueblo. Pero lee, sobre todo,
libros de piedad que te den contento de vivir, un contento apacible y silencioso.

¿Le tenía él?

Once

Por entonces enfermó de muerte y se nos murió nuestra madre, y en sus últimos
días todo su hipo era que don Manuel convirtiese a Lázaro, a quien esperaba volver a
ver un día en el cielo, en un rincón de las estrellas desde donde se viese el lago y la
montaña de Valverde de Lucerna. Ella se iba ya a ver a Dios.

-Usted no se va -le decía don Manuel-, usted se queda. Su cuerpo aquí, en esta
tierra, y su alma también aquí, en esta casa, viendo y oyendo a sus hijos, aunque éstos
ni la vean ni la oigan.

-Pero yo, padre -dijo- voy a ver a Dios.

-Dios, hija mía, está aquí como en todas partes, y le verá usted desde aquí. Y a
todos nosotros en Él, y a Él en nosotros.

-Dios se lo pague -le dije.


-El contento con que tu madre se muere -me dijo- será su eterna vida.

Y volviéndose a mi hermano Lázaro:

-Su cielo es seguir viéndote, y ahora es cuando hay que salvarla. Dile que rezarás
por ella.

-Pero...

-¿Pero...? Dile que rezarás por ella, a quien debes la vida, y sé que una vez que se
lo prometas rezarás, y sé que luego que reces...

Mi hermano, acercándose, arrasados sus ojos en lágrimas, a nuestra madre


agonizante, le prometió solemnemente rezar por ella.

-Y yo en el cielo por ti, por vosotros -respondió mi madre, besando el crucifijo, y


puestos sus ojos en los de don Manuel, entregó su alma a Dios.

-«¡En tus manos encomiendo mi espíritu!» -rezó el santo varón.

Doce

Quedamos mi hermano y yo solos en la casa. Lo que pasó en la muerte de nuestra


madre puso a Lázaro en relación con don Manuel, que pareció descuidar algo a sus
demás pacientes, a sus demás menesterosos, para atender a mi hermano. Íbanse por
las tardes de paseo, orilla del lago, o hacia las ruinas, vestidas de hiedra, de la vieja
abadía de cistercienses.

-Es un hombre maravilloso -me decía Lázaro-. Ya sabes que dicen que en el fondo
de este lago hay una villa sumergida y que en la Noche de San Juan, a las doce, se
oyen las campanadas de su iglesia.

-Sí -le contestaba yo-, una villa feudal y medieval...

-Y creo -añadía- que en el fondo del alma de nuestro don Manuel hay también
sumergida, ahogada, una villa y que alguna vez se oyen sus campanadas.

-Sí -le dije-, esa villa sumergida en el alma de don Manuel, ¿y por qué no también
en la tuya?, es el cementerio de las almas de nuestros abuelos, los de esta nuestra
Valverde de Lucerna..., ¡feudal y medieval!

Trece

Acabó mi hermano por ir a misa siempre, a oír a don Manuel, y cuando se dijo que
cumpliría con la parroquia, que comulgaría cuando los demás comulgasen, recorrió un
íntimo regocijo al pueblo todo, que creyó haberle recobrado. Pero fue un regocijo tal, tan
limpio, que Lázaro no se sintió vencido ni disminuido.

Y llegó el día de su comunión, ante el pueblo todo, con el pueblo todo. Cuando llegó
la vez a mi hermano pude ver que don Manuel, tan blanco como la nieve de enero en la
montaña, y temblando como tiembla el lago cuando le hostiga el cierzo, se le acercó con
la sagrada forma en la mano, y de tal modo le temblaba ésta al arrimarla a la boca de
Lázaro, que se le cayó la forma a tiempo que le daba un vahído. Y fue mi hermano
mismo quien recogió la hostia y se la llevó a la boca. Y el pueblo, al ver llorar a don
Manuel, lloró, diciéndose: «¡Cómo le quiere!». Y entonces, pues era la madrugada,
cantó un gallo.

Al volver a casa y encerrarme en ella con mi hermano, le eché los brazos al cuello y
besándole le dije:

-¡Ay, Lázaro, Lázaro!, ¡qué alegría nos has dado a todos, a todos, a todo el pueblo,
a todos, a los vivos y a los muertos, y sobre todo a mamá, a nuestra madre! ¿Viste? El
pobre don Manuel lloraba de alegría. ¡Qué alegría nos has dado a todos!

-Por eso lo he hecho -me contestó.

-¿Por eso? ¿Por darnos alegría? Lo habrás hecho ante todo por ti mismo, por
conversión.

Y entonces Lázaro, mi hermano, tan pálido y tan tembloroso como don Manuel
cuando le dio la comunión, me hizo sentarme, en el sillón mismo donde solía sentarse
nuestra madre, tomó huelgo, y luego, como en íntima confesión doméstica y familiar, me
dijo:

-Mira, Angelita, ha llegado la hora de decirte la verdad, toda la verdad, y te la voy a


decir, porque debo decírtela, porque a ti no puedo, no debo callártela y porque además
habrías de adivinarla, y a medias, que es lo peor, más tarde o más temprano.

Y entonces, serena y tranquilamente, a media voz, me contó una historia que me


sumergió en un lago de tristeza. Cómo don Manuel le había venido trabajando, sobre
todo en aquellos paseos a las ruinas de la vieja abadía cisterciense, para que no
escandalizase, para que diese buen ejemplo, para que se incorporase a la vida religiosa
del pueblo, para que fingiese creer si no creía, para que ocultase sus ideas al respecto,
mas sin intentar siquiera catequizarle, convertirle de otra manera.

-Pero ¿es eso posible? -exclamé, consternada.

-¡Y tan posible, hermana, y tan posible! Y cuando yo le decía: «Pero, ¿es usted,
usted, el sacerdote, el que me aconseja que finja?», él, balbuciente: «¿Fingir? ¡Fingir,
no!, ¡eso no es fingir! Toma agua bendita, que dijo alguien, y acabarás creyendo».

Y como yo, mirándole a los ojos, le dijese: «¿Y usted celebrando misa ha acabado
por creer?», él bajó la mirada y se le llenaron los ojos de lágrimas. Y así es como le
arranqué su secreto.

-¡Lázaro! -gemí.

Y en aquel momento pasó por la calle Blasillo el bobo, clamando su «¡Dios mío,
Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?».

Y Lázaro se estremeció creyendo oír la voz de don Manuel, acaso la de Nuestro


Señor Jesucristo.

-Entonces -prosiguió mi hermano- comprendí sus móviles y con esto comprendí su


santidad; porque es un santo, hermana, todo un santo. No trataba, al emprender
ganarme para su santa causa -porque es una causa santa, santísima-, arrogarse un
triunfo, sino que lo hacía por la paz, por la felicidad, por la ilusión si quieres, de los que
le están encomendados; comprendí que si los engaña así -si es que esto es engaño- no
es por medrar. Me rendí a sus razones, y he aquí mi conversión. Y no me olvidaré jamás
del día en que diciéndole yo: «Pero, don Manuel, la verdad, la verdad ante todo», él
temblando, me susurró al oído -y eso que estábamos solos en medio del campo-: «¿La
verdad? La verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente
sencilla no podría vivir con ella». «Y ¿por qué me la deja entrever ahora aquí, como
confesión?», le dije. Y él: «Porque si no me atormentaría tanto, tanto, que acabaría
gritándola en medio de la plaza, y eso jamás, jamás, jamás. Yo estoy para hacer vivir a
las almas de mis feligreses, para hacerlos felices, para hacerles que se sueñen
inmortales y no para matarlos. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que
vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían. Que vivan.
Y esto hade la Iglesia, hacerlos vivir. ¿Religión verdadera? Todas las religiones son
verdaderas en cuanto hacen vivir espiritualmente a los pueblos que las profesan, en
cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir, y para cada pueblo la
religión más verdadera es la suya, la que ha hecho. ¿Y la mía? La mía es consolarme
en consolar a los demás, aunque el consuelo que les doy no sea el mío». Jamás
olvidaré estas sus palabras.

-¡Pero esa comunión tuya ha sido un sacrilegio! -me atreví a insinuar,


arrepintiéndome al punto de haberlo insinuado.

-¿Sacrilegio? ¿Y él, que me la dio? ¿Y sus misas?

-¡Qué martirio! -exclamé.

-Y ahora -añadió mi hermano- hay otro más para consolar al pueblo.

-¿Para engañarle? -dije.

-Para engañarle, no -me replicó-, sino para corroborarle en su fe.

-Y el pueblo -dije-, ¿cree de veras?

-¡Qué sé yo...! Cree sin querer, por hábito, por tradición. Y lo que hace falta es no
despertarle. Y que viva en su pobreza de sentimientos para que no adquiera torturas de
lujo. ¡Bienaventurados los pobres de espíritu!
-Eso, hermano, lo has aprendido de don Manuel. Y ahora, dime, ¿has cumplido
aquello que le prometiste a nuestra madre cuando ella se nos iba a morir, aquello de que
rezarías por ella?

-¡Pues no se lo había de cumplir! Pero, ¿por quién me has tomado, hermana? ¿Me
crees capaz de faltar a mi palabra, a una promesa solemne, y a una promesa hecha, y
en el lecho de muerte, a una madre?

-¡Qué sé yo...! Pudiste querer engañarla para que muriese consolada.

-Es que si yo no hubiese cumplido la promesa viviría sin consuelo.

-¿Entonces?

-Cumplí la promesa y no he dejado de rezar ni un solo día por ella.

-¿Sólo por ella?

-Pues, ¿por quién más?

-¡Por ti mismo! Y de ahora en adelante, por don Manuel.

Nos separamos para irnos cada uno a su cuarto, yo a llorar toda la noche, a pedir
por la conversión de mi hermano y de don Manuel, y él, Lázaro, no sé bien a qué.
Catorce

Después de aquel día temblaba yo de encontrarme a solas con don Manuel, a quien
seguía asistiendo en sus piadosos menesteres. Y él pareció percatarse de mi estado
íntimo y adivinar su causa. Y cuando al fin me acerqué a él en el tribunal de la penitencia
-¿quién era el juez y quién el reo?-, los dos, él y yo, doblamos en silencio la cabeza y
nos pusimos a llorar. Y fue él, don Manuel, quien rompió el tremendo silencio para
decirme con voz que parecía salir de una huesa:

-Pero tú, Angelina, tú crees como a los diez años, ¿no es así? ¿Tú crees?

-Sí creo, padre.

-Pues sigue creyendo. Y si se te ocurren dudas, cállatelas a ti misma. Hay que


vivir...

Me atreví, y toda temblorosa le dije:

-Pero usted, padre, ¿cree usted?

Vaciló un momento y, reponiéndose, me dijo:

-¡Creo!

-Pero, ¿en qué, padre, en qué? ¿Cree usted en la otra vida?, ¿cree que al morir no
nos morimos del todo?, ¿cree que volveremos a vernos, a querernos en otro mundo
venidero?, ¿cree en la otra vida?

El pobre santo sollozaba.


-¡Mira, hija, dejemos eso!

Y ahora, al escribir esta memoria, me digo: ¿Por qué no me engañó? ¿Por qué no
me engañó entonces como engañaba a los demás? ¿Por qué se acongojó? ¿Porque no
podía engañarse a sí mismo o porque no podía engañarme? Y quiero creer que se
acongojaba porque no podía engañarse para engañarme.

-Y ahora -añadió-, reza por mí, por tu hermano, por ti misma, por todos. Hay que
vivir. Y hay que dar vida.

Y después de una pausa:

-Y ¿por qué no te casas, Angelina?

-Ya sabe usted, padre mío, por qué.

-Pero no, no; tienes que casarte. Entre Lázaro y yo te buscaremos un novio. Porque
a ti te conviene casarte para que se te curen esas preocupaciones.

-¿Preocupaciones, don Manuel?

-Yo sé bien lo que me digo. Y no te acongojes demasiado por los demás, que harto
tiene cada cual con tener que responder de sí mismo.

-¡Y que sea usted, don Manuel, el que me diga eso! ¡Que sea usted el que aconseje
que me case para responder de mí y no acuitarme por los demás! ¡Que sea usted!

-Tienes razón, Angelina, no sé ya lo que me digo; no sé ya lo que me digo desde


que estoy confesándome contigo. Y sí, sí, hay que vivir, hay que vivir.
Y cuando yo iba a levantarme para salir del templo, me dijo:

-Y ahora, Angelina, en nombre del pueblo, ¿me absuelves?

Me sentí como penetrada de un misterioso sacerdocio y le dije:

-En nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, le absuelvo, padre.

Y salimos de la iglesia, y al salir se me estremecían las entrañas maternales.

Quince

Mi hermano, puesto ya del todo al servicio de la obra de don Manuel, era su más
asiduo colaborador y compañero. Los anudaba, además, el común secreto. Le
acompañaba en sus visitas a los enfermos, a las escuelas, y ponía su dinero a
disposición del santo varón. Y poco faltó para que no aprendiera a ayudarle a misa. E
iba entrando cada vez más en el alma insondable de don Manuel.

-¡Qué hombre! -me decía-. Mira, ayer, paseando a orillas del lago, me dijo: «He aquí
mi tentación mayor». Y como yo le interrogase con la mirada, añadió: «Mi pobre padre,
que murió de cerca de noventa años, se pasó la vida, según me lo confesó él mismo,
torturado por la tentación del suicidio, que le venía no recordaba desde cuándo, de
nación, decía, y defendiéndose de ella. Y esa defensa fue su vida. Para no sucumbir a
tal tentación extremaba los cuidados por conservar la vida. Me contó escenas terribles.
Me parecía como una locura. Y yo la he heredado. ¡Y cómo me llama esa agua con su
aparente quietud -la corriente va por dentro- espeja al cielo! ¡Mi vida, Lázaro, es una
especie de suicidio continuo, un combate contra el suicidio, que es igual; pero que vivan
ellos, que vivan los nuestros!». Y luego añadió: «Aquí se remansa el río en lago, para
luego, bajando a la meseta, precipitarse en cascadas, saltos y torrenteras, por las hoces
y encañadas, junto a la ciudad, y así remansa la vida, aquí en la aldea. Pero la tentación
del suicidio es mayor aquí, junto al remanso que espeja la noche de estrellas, que no
junto a las cascadas que dan miedo. Mira, Lázaro, he asistido a bien morir a pobres
aldeanos, ignorantes, analfabetos que apenas si habían salido de la aldea, y he podido
saber de sus labios, y cuando no adivinarlo, la verdadera causa de su enfermedad de
muerte, y he podido mirar, allí, a la cabecera de su lecho de muerte, toda la negrura de
la sima del tedio de vivir. ¡Mil veces peor que el hambre! Sigamos, pues, Lázaro,
suicidándonos en nuestra obra y en nuestro pueblo, y que sueñe éste vida como el lago
sueña el cielo».

-Otra vez -me decía también mi hermano-, cuando volvíamos acá, vimos a una
zagala, una cabrera, que enhiesta sobre un picacho de la falda de la montaña, a la vista
del lago, estaba cantando con una voz más fresca que las aguas de éste. Don Manuel
me detuvo, y señalándomela, dijo: «Mira, parece como si se hubiera acabado el tiempo,
como si esa zagala hubiese estado ahí siempre, y como está, y cantando como está, y
como si hubiera de seguir estando así siempre, como estuvo cuando empezó mi
conciencia, como estará cuando se me acabe. Esa zagala forma parte, con las rocas,
las nubes, los árboles, las aguas, de la Naturaleza y no de la Historia». ¡Cómo siente,
cómo anima don Manuel a la Naturaleza! Nunca olvidaré el día de la nevada, en que me
dijo: «¿Has visto, Lázaro, misterio mayor que el de la nieve cayendo en el lago y
muriendo en él mientras cubre con su toca a la montaña?».

Dieciséis
Don Manuel tenía que contener a mi hermano en su celo y en su inexperiencia de
neófito. Y como supiese que éste andaba predicando contra ciertas supersticiones
populares, hubo de decirle:

-¡Déjalos! ¡Es tan difícil hacerles comprender dónde acaba la creencia ortodoxa y
dónde empieza la superstición! Y más para nosotros. Déjalos, pues, mientras se
consuelen. Vale más que lo crean todo, aun cosas contradictorias entre sí, a no que no
crean nada. Eso de que el que cree demasiado acaba por no creer nada, es cosa de
protestantes. No protestemos. La protesta mata el contento.

Una noche de plenilunio -me contaba también mi hermano- volvían a la aldea por la
orilla del lago, a cuya sobrehaz rizaba entonces la brisa montañesa y en el rizo
cabrilleaban las razas de la luna llena, y don Manuel le dijo a Lázaro:

-¡Mira, el agua está rezando la letanía y ahora dice: «Ianua caeli, ora pro nobis»,
puerta del cielo, ruega por nosotros!

Y cayeron temblando de sus pestañas a la yerba del suelo dos huideras lágrimas en
que también, como en rocío, se bañó temblorosa la lumbre de la luna llena.

Diecisiete

E iba corriendo el tiempo y observábamos mi hermano y yo que las fuerzas de don


Manuel empezaban a decaer, que ya no lograba contener del todo la insondable tristeza
que le consumía, que acaso una enfermedad traidora le iba minando el cuerpo y el alma.
Y Lázaro, acaso para distraerle más, le propuso si no estaría bien que fundasen en la
iglesia algo así como un Sindicato católico agrario.

-¿Sindicato? -respondió tristemente don Manuel-. ¿Sindicato? Y ¿qué es eso? Yo


no conozco más sindicato que la Iglesia, y ya sabes aquello de «mi reino no es de este
mundo». Nuestro reino, Lázaro, no es de este mundo...

-¿Y del otro?

Don Manuel bajó la cabeza:

-El otro, Lázaro, está aquí también, porque hay dos reinos en este mundo. O mejor,
el otro mundo..., vamos, que no sé lo que me digo. Y en cuanto a eso del Sindicato, es
en ti un resabio de tu época de progresismo. No, Lázaro, no; la religión no es para
resolver los conflictos económicos o políticos de este mundo que Dios entregó a las
disputas de los hombres. Piensen los hombres y obren los hombres como pensaren y
como obraren, que se consuelen de haber nacido, que vivan lo más contentos que
puedan en la ilusión de que todo esto tiene una finalidad. Yo no he venido a someter los
pobres a los ricos, ni a predicar a éstos que se sometan a aquéllos. Resignación y
caridad en todos y para todos. Porque también el rico tiene que resignarse a su riqueza,
y a la vida, y también el pobre tiene que tener caridad para con el rico. ¿Cuestión social?
Deja eso, eso no nos concierne. Que traen una nueva sociedad, en que no haya ya ni
ricos ni pobres, en que esté justamente repartida la riqueza, en que todo sea de todos,
¿y qué? ¿Y no crees que del bienestar general surgirá más fuerte el tedio de la vida? Sí,
ya sé que uno de esos caudillos de la que llaman la revolución social ha dicho que la
religión es el opio del pueblo. Opio..., opio... Opio, sí. Démosle opio, y que duerma y que
sueñe.

Yo mismo, con esta mi loca actividad, me estoy administrando opio. Y no logro


dormir bien, y menos soñar bien... ¡Esta terrible pesadilla! Y yo también puedo decir con
el Divino Maestro: «Mi alma está triste hasta la muerte». No, Lázaro, no; nada de
sindicatos por nuestra parte. Si lo forman ellos, me parecerá bien, pues que así se
distraen. Que jueguen al sindicato, si eso les contenta.

Dieciocho

El pueblo todo observó que a don Manuel le menguaban las fuerzas, que se
fatigaba. Su voz misma, aquella voz que era fe un milagro, adquirió un cierto temblor
íntimo. Se le asomaban las lágrimas con cualquier motivo. Y sobre todo cuando hablaba
al pueblo del otro mundo, de la otra vida, tenía que detenerse a ratos cerrando los ojos.
«Es que lo está viendo», decían. Y en aquellos momentos era Blasillo el bobo el que con
más cuajo lloraba. Porque ya Blasillo lloraba más que reía, y hasta sus risas sonaban a
lloros.

Al llegar la última semana de Pasión que nosotros, en nuestro mundo, en nuestra


aldea celebró don Manuel, el pueblo todo presintió el fin de la tragedia. ¡Y cómo sonó
entonces aquel «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», el último que en
público sollozó don Manuel! Y cuando dijo lo del Divino Maestro al buen bandolero
-«todos los bandoleros son buenos», solía decir nuestro don Manuel-, aquello de:
«Mañana estarás conmigo en el paraíso». ¡Y la última comunión general que repartió
nuestro santo! Cuando llegó a dársela a mi hermano, esta vez con mano segura,
después del litúrgico «... in vitam aeternam», se le inclinó al oído y le dijo: «No hay más
vida eterna que ésta..., que la sueñen eterna..., eterna de unos pocos años...». Y cuando
me la dio a mí me dijo: «Reza, hija mía, reza por nosotros». Y luego, algo tan
extraordinario que lo llevo en el corazón como el más grande misterio, y fue que me dijo
con voz que parecía de otro mundo: «... y reza también por Nuestro Señor Jesucristo...».
Me levanté sin fuerza y como somnámbula. Y todo en torno me pareció un sueño. Y
pensé: «Habré de rezar también por el lago y por la montaña». Y luego: «¿Es que estaré
endemoniada?». Y en casa ya, cogí el crucifijo con el cual en las manos había
entregado a Dios su alma mi madre, y mirándolo a través de mis lágrimas y recordando
el «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» de nuestros dos Cristos, el de
esta Tierra y el de esta aldea, recé: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el
cielo», primero, y después: «Y no nos dejes caer en la tentación, amén». Luego me volví
a aquella imagen de la Dolorosa, con su corazón traspasado por siete espadas, que
había sido el más doloroso consuelo de mi pobre madre, y recé: «Santa María, madre
de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén». Y
apenas lo había rezado cuando me dije: «¿Pecadores?, ¿nosotros pecadores?, ¿y cuál
es nuestro pecado, cuál?». Y anduve todo el día acongojada por esta pregunta.

Al día siguiente acudí a don Manuel, que iba adquiriendo una solemnidad de
religioso ocaso, y le dije:

-¿Recuerda, padre mío, cuando hace ya años, al dirigirle yo una pregunta me


contestó: «Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la santa
madre Iglesia que os sabrán responder?».

-¡Que si me acuerdo!... Y me acuerdo que te dije que ésas eran preguntas que te
dictaba el Demonio.

-Pues bien, padre: hoy vuelvo yo, la endemoniada, a dirigirle otra pregunta que me
dicta mi demonio de la guarda.

-Pregunta.

-Ayer, al darme de comulgar, me pidió que rezara por todos nosotros y hasta por...

-Bien, cállalo y sigue.


-Llegué a casa y me puse a rezar, y al llegar a aquello de «ruega por nosotros,
pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte», una voz íntima me dijo:
«¿Pecadores?, ¿pecadores nosotros?, ¿y cuál es nuestro pecado?». ¿Cuál es nuestro
pecado, padre?

-¿Cuál? -me respondió-. Ya lo dijo un gran doctor de la Iglesia católica, apostólica


española, ya lo dijo el gran doctor de La vida es sueño, ya dijo que «el delito mayor del
hombre es haber nacido». Ese es, hija, nuestro pecado: el de haber nacido.

-¿Y se cura, padre?

-¡Vete y vuelve a rezar! Vuelve a rezar por nosotros, pecadores, ahora y en la hora
de nuestra muerte... Sí, al fin se cura el sueño..., y al fin se cura la vida..., al fin se acaba
la cruz del nacimiento... Y, como dijo Calderón, el hacer bien, y el engañar bien, ni aun
en sueños se pierde...

Diecinueve

Y la hora de su muerte llegó, por fin. Todo el pueblo la veía llegar. Y fue su más
grande lección. No quiso morirse ni solo ni ocioso. Se murió predicando al pueblo, en el
templo. Primero, antes de mandar que le llevasen a él, pues no podía ya moverse por la
perlesía, nos llamó a su casa a Lázaro y a mí. Y allí los tres a solas, nos dijo:

-Oíd: cuidad de estas pobres ovejas, que se consuelen de vivir, que crean lo que yo
no he podido creer. Y tú, Lázaro, cuando hayas de morir, muere como yo, como morirá
nuestra Ángela, en el seno de la santa Madre católica, apostólica romana, de la santa
madre Iglesia de Valverde de Lucerna, bien entendido. Y hasta nunca más ver, pues se
acaba este sueño de la vida...

-¡Padre, padre! -gemí yo.

-No te aflijas, Ángela, y sigue rezando por todos los pecadores, por todos los
nacidos. Y que sueñen, que sueñen. ¡Qué ganas tengo de dormir, dormir, dormir sin fin,
dormir por toda una eternidad y sin soñar!, ¡olvidando el sueño! Cuando me entierren,
que sea en una caja hecha con aquellas seis tablas que tallé del viejo nogal, ¡pobrecillo!,
a cuya sombra jugué de niño, cuando empezaba a soñar... ¡Y entonces sí que creía en
la vida perdurable! Es decir, me figuro ahora que creía entonces. Para un niño, creer no
es más que soñar. Y para un pueblo. Esas seis tablas que tallé con mis propias manos,
las encontraréis al pie de mi cama.

Le dio un ahogo y, repuesto de él, prosiguió:

-Recordaréis que cuando rezábamos todos en uno, en unanimidad de sentido,


hechos pueblo, el credo, al llegar al final yo me callaba. Cuando los israelitas iban
llegando al fin de su peregrinación por el desierto, el Señor les dijo a Aarón y a Moisés
que por no haberle creído no meterían a su pueblo en la tierra prometida, y les hizo subir
al monte de Hor, donde Moisés hizo desnudar a Aarón, que allí murió, y luego subió
Moisés desde las llanuras de Moab al monte Nebo, a la cumbre del Frasga, enfrente de
Jericó, y el Señor le mostró toda la tierra prometida a su pueblo, pero diciéndole a él:
«¡No pasarás allá!». Y allí murió Moisés y nadie supo su sepultura. Y dejó por caudillo a
Josué. Sé tú, Lázaro, mi Josué, y si puedes detener al sol detenle y no te importe del
progreso. Como Moisés, he conocido al Señor, nuestro supremo ensueño, cara a cara, y
ya sabes que dice la Escritura que el que le ve la cara a Dios, que el que le ve al sueño
los ojos de la cara con que nos mira, se muere sin remedio y para siempre. Que no le
vea, pues, la cara a Dios este nuestro pueblo mientras viva, que después de muerto ya
no hay cuidado, pues no verá nada...

-¡Padre, padre, padre! -volví a gemir.


Y él:

-Tú, Ángela, reza siempre, sigue rezando para que los pecadores todos sueñen
hasta morir la resurrección de la carne y la vida perdurable...

Yo esperaba un «¿y quién sabe...?», cuando le dio otro ahogo a don Manuel.

-Y ahora -añadió-, ahora, en la hora de mi muerte, es hora de que hagáis que se me


lleve, en este mismo sillón, a la iglesia, para despedirme allí de mi pueblo que me
espera.

Se le llevó a la iglesia y se le puso, en el sillón, en el presbiterio, al pie del altar.


Tenía entre sus manos un crucifijo. Mi hermano y yo nos pusimos junto a él, pero fue
Blasillo el bobo quien más se arrimó. Quería coger de la mano a don Manuel, besársela.
Y como algunos trataran de impedírselo, don Manuel les reprendió, diciéndoles:

-Dejadle que se me acerque. Ven, Blasillo, dame la mano.

El bobo lloraba de alegría. Y luego don Manuel dijo:

-Muy pocas palabras, hijos míos, pues apenas me siento con fuerzas sino para
morir. Y nada nuevo tengo que deciros. Ya os lo dije todo. Vivid en paz y contentos y
esperando que todos nos veamos un día en la Valverde de Lucerna que hay allí, entre
las estrellas de la noche que se reflejan en el lago, sobre la montaña. Y rezad, rezad a
María Santísima, rezad a Nuestro Señor. Sed buenos, que esto basta. Perdonadme el
mal que haya podido haceros sin quererlo y sin saberlo. Y ahora, después que os dé mi
bendición, rezad todos a una el padrenuestro, el avemaría, la salve y, por último, el
credo.

Luego, con el crucifijo que tenía en la mano, dio la bendición al pueblo, florando las
mujeres y los niños y no pocos hombres, y en seguida empezaron las oraciones, que
don Manuel oía en silencio y cogido de la mano por Blasillo, que al son del ruego se iba
durmiendo. Primero, el padrenuestro, con su «hágase tu voluntad así en la tierra como
en el cielo»; luego, el Santa María, con su «ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la
hora de nuestra muerte»; a seguida, la salve, con su «gimiendo y llorando en este valle
de lágrimas», y, por último, el credo. Y al llegar a la «resurrección de la carne y la vida
perdurable», todo el pueblo sintió que su santo había entregado su alma a Dios. Y no
hubo que cerrarle los ojos, porque se murió con ellos cerrados. Y al ir a despertar a
Blasillo nos encontramos con que se había dormido en el Señor para siempre. Así que
hubo que enterrar dos cuerpos.

El pueblo todo se fue en seguida a la casa del santo a recoger reliquias, a repartirse
retazos de sus vestiduras, a llevarse lo que pudieran como reliquia y recuerdo del
bendito mártir. Mi hermano guardó su breviario, entre cuyas hojas encontró, desecada y
como en un herbario, una clavellina pegada a un papel, y en éste, una cruz con una
fecha.

Veinte

Nadie en el pueblo quiso creer en la muerte de don Manuel; todos esperaban verle
a diario, y acaso le veían, pasar a lo largo del lago y espejado en él o teniendo por fondo
la montaña; todos seguían oyendo su voz, y todos acudían a su sepultura, en torno a la
cual surgió todo un culto. Las endemoniadas venían ahora a tocar la cruz de nogal,
hecha también por sus manos y sacada del mismo árbol de donde sacó las seis tablas
en que fue enterrado. Y los que menos queríamos creer que se hubiese muerto éramos
mi hermano y yo.
Él, Lázaro, continuaba la tradición del santo y empezó a redactar lo que le había
oído, notas de que me he servido para esta mi memoria.

-Él me hizo un hombre nuevo, un verdadero Lázaro, un resucitado -me decía-. Él


me dio fe.

-¿Fe? -le interrumpía yo.

-Sí, fe, fe en el consuelo de la vida, fe en el contento de la vida. Él me curó de mi


progresismo. Porque hay, Ángela, dos clases de hombres peligrosos y nocivos: los que
convencidos de la vida de ultratumba, de la resurrección de la carne, atormentan, como
inquisidores que son, a los demás para que, despreciando esta vida como transitoria, se
ganen la otra; y los que no creyendo más que en éste...

-Como acaso tú... -le decía yo.

-Y sí, y como don Manuel. Pero no creyendo más que en este mundo esperan no sé
qué sociedad futura y se esfuerzan en negarle al pueblo el consuelo de creer en otro...

-De modo que...

-De modo que hay que hacer que vivan de la ilusión.

Veintiuno
El pobre cura que llegó a sustituir a don Manuel en el curato entró en Valverde de
Lucerna abrumado por el recuerdo del santo y se entregó a mi hermano y a mí para que
le guiásemos. No quería sino seguir las huellas del santo. Y mi hermano le decía: «Poca
teología, ¿eh?, poca teología; religión, religión». Y yo al oírselo me sonreía, pensando si
es que no era también teología lo nuestro.

Yo empecé entonces a temer por mi pobre hermano. Desde que se nos murió don
Manuel no cabía decir que viviese. Visitaba a diario su tumba y se pasaba horas
muertas contemplando el lago. Sentía morriña de la paz verdadera.

-No, hermana, no temas. Es otro el lago que me llama; es otra la montaña. No


puedo vivir sin él.

-No mires tanto al lago -le decía yo.

-¿Y el contento de vivir, Lázaro, el contento de vivir?

-Eso para otros pecadores, no para nosotros, que le hemos visto la cara a Dios, a
quienes nos ha mirado con sus ojos el sueño de la vida.

-Qué, ¿te preparas a ir a ver a don Manuel?

-No, hermana, no; ahora y aquí en casa, entre nosotros solos, toda la verdad, por
amarga que sea, amarga como el mar a que van a parar las aguas de este dulce lago,
toda la verdad para ti, que estás abroquelada contra ella...

-¡No, no, Lázaro; ésa no es la verdad!

-La mía, sí.


-La tuya, pero ¿y la de...?

-También la de él.

-¡Ahora no, Lázaro; ahora no! Ahora cree otra cosa, ahora cree...

-Mira, Ángela, una de las veces en que al decirme don Manuel que hay cosas que
aunque se las diga uno a sí mismo debe callárselas a los demás, le repliqué que me
decía eso por decírselas a él, esas mismas, a sí mismo, acabó confesándome que creía
que más que uno de los grandes santos, acaso el mayor, había muerto sin creer en la
otra vida.

-¿Es posible?

-¡Y tan posible! Y ahora, hermana, cuida que no sospechen siquiera aquí, en el
pueblo, nuestro secreto...

-¿Sospecharlo? -le dije-. Si intentase, por locura, explicárselo, no lo entenderían. El


pueblo no entiende de palabras; el pueblo no ha entendido más que vuestras obras.
Querer exponerles eso sería como leer a unos niños de ocho años unas páginas de
santo Tomás de Aquino... en latín.

-Bueno, pues cuando yo me vaya, reza por mí y por él y por todos.

Y por fin le llegó también su hora. Una enfermedad que iba minando su robusta
naturaleza pareció exacerbársele con la muerte de don Manuel.

-No siento tanto tener que morir -me decía en sus últimos días-, como que conmigo
se muere otro pedazo del alma de don Manuel. Pero lo demás de él vivirá contigo. Hasta
que un día hasta los muertos nos moriremos del todo.
Cuando se hallaba agonizando entraron, como se acostumbra en nuestras aldeas,
los del pueblo a verle agonizar; y encomendaban su alma a don Manuel, a san Manuel
Bueno, el mártir. Mi hermano no les dijo nada, no tenía ya nada que decirles; les dejaba
dicho todo, todo lo que queda dicho. Era otra laña más entre las dos Valverdes de
Lucerna, la del fondo del lago y la que en su sobrehaz se mira; era ya uno de nuestros
muertos de vida, uno también, a su modo, de nuestros santos.

Veintidós

Quedé más que desolada, pero en mi pueblo y con mi pueblo. Y ahora, al haber
perdido a mi san Manuel, al padre de mi alma, y a mi Lázaro, mi hermano aún más que
carnal, espiritual, ahora es cuando me doy cuenta de que he envejecido y de cómo he
envejecido. Pero ¿es que los he perdido?, ¿es que he envejecido?, ¿es qué me acerco
a mi muerte?

¡Hay que vivir! Y él me enseñó a vivir, él nos enseñó a vivir, a sentir la vida, a sentir
el sentido de la vida, a sumergirnos en el alma de la montaña, en el alma del lago, en el
alma del pueblo de la aldea, a perdernos en ellas para quedar en ellas. Él me enseñó
con su vida a perderme en la vida del pueblo de mi aldea, y no sentía yo más pasar las
horas y los días y los años, que no sentía pasar el agua del lago. Me parecía como si mi
vida hubiese de ser siempre igual. No me sentía envejecer. No vivía yo a en mí, sino que
vivía en mi pueblo y mi pueblo vivía en mí. Yo quería decir lo que ellos, los míos, decían
sin querer. Salía a la calle, que era la carretera, y como conocía a todos, vivía en ellos y
me olvidaba de mí, mientras que en Madrid, donde estuve alguna vez con mi hermano,
como a nadie conocía, sentíame en terrible soledad y torturada por tantos desconocidos.
Y ahora, al escribir esta memoria, esta confesión íntima de mi experiencia de la
santidad ajena, creo que don Manuel Bueno, que mi san Manuel y que mi hermano
Lázaro se murieron creyendo no creer lo que más nos interesa, pero sin creer creerlo,
creyéndolo en una desolación activa y resignada.

Pero ¿por qué -me he preguntado muchas veces- no trató don Manuel de convertir
a mi hermano también con un engaño, con una mentira, fingiéndose creyente sin serlo?
Y he comprendido que fue porque comprendió que no le engañaría, que para con él no
le serviría el engaño, que sólo con la verdad, con su verdad, le convertiría; que no habría
conseguido nada si hubiese pretendido representar para con él una comedia -tragedia
más bien-, la que representaba para salvar al pueblo. Y así le ganó, en efecto, para su
piadoso fraude; así le ganó con la verdad de muerte a la razón de vida. Y así me ganó a
mí, que nunca dejé transparentar a los otros su divino, su santísimo juego. Y es que
creía y creo que Dios Nuestro Señor, por no sé qué sagrados y no escudriñados
designios, les hizo creerse incrédulos. Y que acaso en el acabamiento de su tránsito se
les cayó la venda. Y yo, ¿creo?

Veintitrés

Y al escribir esto ahora, aquí, en mi vieja casa materna, a mis más que cincuenta
años, cuando empiezan a blanquear con mi cabeza mis recuerdos, está nevando,
nevando sobre el lago, nevando sobre la montaña, nevando sobre las memorias de mi
padre, el forastero; de mi madre, de mi hermano Lázaro, de mi pueblo, de mi san
Manuel, y también sobre la memoria del pobre Blasillo, de mi Blasillo, y que él me
ampare desde el cielo. Y esta nieve borra esquinas y borra sombras, pues hasta de
noche la nieve alumbra. Y yo no sé lo que es verdad y lo que es mentira, ni lo que vi y lo
que sólo soñé -o mejor lo que soñé y lo que sólo vi-, ni lo que supe ni lo que creí. Ni sé si
estoy traspasando a este papel, tan blanco como la nieve, mi conciencia, que en él se
ha de quedar, quedándome yo sin ella. ¿Para qué tenerla ya...?

¿Es que sé algo?, ¿es que creo algo? ¿Es que esto que estoy aquí contando ha
pasado y ha pasado tal y como lo cuento? ¿Es que pueden pasar estas cosas? ¿Es que
todo esto es más que un sueño soñado dentro de otro sueño? ¿Seré yo, Ángela
Carballino, hoy cincuentona, la única persona que en esta aldea se ve acometida de
estos pensamientos extraños para los demás? ¿Y éstos, los otros, los que me rodean,
creen? ¿Qué es eso de creer? Por lo menos, viven. Y ahora creen en san Manuel
Bueno, mártir, que sin esperar la inmortalidad los mantuvo en la esperanza de ella.

Parece que el ilustrísimo señor obispo, el que ha promovido el proceso de


beatificación de nuestro santo de Valverde de Lucerna, se propone escribir su vida, una
especie de manual del perfecto párroco, y recoge para ello toda clase de noticias. A mí
me las ha pedido con insistencia, ha tenido entrevistas conmigo, le he dado toda clase
de datos, pero me he callado -siempre el secreto- trágico de don Manuel y de mi
hermano. Y es curioso que él no lo haya sospechado. Y confío en que no llegue a su
conocimiento todo lo que en esta memoria dejo consignado. Les temo a las autoridades
de la tierra, a las autoridades temporales, aunque sean las de la Iglesia.

Pero aquí queda esto, y sea de su suerte lo que fuere.

Veinticuatro

¿Cómo vino a parar a mis manos este documento, esta memoria de Ángela
Carballino? He aquí algo, lector, algo que debo guardar en secreto. Te la doy tal y como
a mí ha llegado, sin más que corregir pocas, muy pocas particularidades de redacción.
¿Que se parece mucho a otras cosas que yo he escrito? Esto nada prueba contra su
objetividad, su originalidad. ¿Y sé yo, además, si no he creado fuera de mí seres reales
y efectivos, de alma inmortal? ¿Sé yo si aquel Augusto Pérez, el de mi nivola Niebla, no
tenía razón al pretender ser más real, más objetivo que yo mismo, que pretendía haberlo
inventado? De la realidad de este san Manuel Bueno, mártir, tal como me lo ha revelado
su discípula e hija espiritual Ángela Carballino, de esta realidad no se me ocurre dudar.
Creo en ella más que creía el mismo santo; creo en ella más que creo en mi propia
realidad.

Y ahora, antes de cerrar este epílogo, quiero recordarte, lector paciente, el versillo
noveno de la Epístola del olvidado apóstol san Judas -¡lo que hace un hombre!-, donde
se nos dice cómo mi celestial patrono, san Miguel Arcángel -Miguel quiere decir:
«¿Quién como Dios?», y Arcángel, archimensajero-, disputó con el Diablo -Diablo quiere
decir acusador fiscal- por el cuerpo de Moisés y no toleró que se lo llevase el juicio de
maldición, sino que le dijo al Diablo: «El Señor te reprenda». Y el que quiera entender,
que entienda.

Quiero también, ya que Ángela Carballino mezcló a su relato sus propios


sentimientos, ni sé qué otra cosa quepa, comentar yo aquí lo que ella dejó dicho de que,
si don Manuel y su discípulo Lázaro hubiesen confesado al pueblo su estado de
creencia, éste, el pueblo, no los habría entendido. Ni los habría creído, añado yo.
Habrían creído a sus obras y no a sus palabras, porque las palabras no sirven para
apoyar las obras, sino que las obras se bastan. Y para un pueblo como el de Valverde
de Lucerna no hay más confesión que la conducta. Ni sabe el pueblo qué cosa es fe, ni
acaso le importa mucho.

Bien sé que en lo que se cuenta en este relato, si se quiere novelesco -y la novela


es la más íntima historia, la más verdadera, por lo que no me explico que haya quien se
indigne de que se llame novela al Evangelio, lo que es elevarlo, en realidad, sobre un
cronicón cualquiera-, bien sé que en lo que se cuenta en este relato no pasa nada; mas
espero que sea porque en ello todo se queda, como se quedan los lagos y las montañas
y las santas almas sencillas, asentadas más allá de la fe y de la desesperación, que en
ellos, en los lagos y las montañas, fuera de la historia, en divina novela, se cobijaron.

Salamanca, noviembre de 1930.

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