Vísperas

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HAUELARANA

VEDECIAS
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Alianza Editorial
VISPERAS
Manuel Andújar

VISPERAS

Alianza Editorial
(E) Manuel Andújar
(O) Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1987
Calle Milán, 38, 28043 Madrid; teléf. 200 00 45
ISBN: 84-206-9545-9
Depósito legal: M. 6.166-1987
Impreso en Lavel. Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid)
Printed in Spain
Emocionadamente dedico esta edición de
VISPERAS (que incluye las dos primeras
novelas de mi trilogía) a la viva memoria del
admirado compañero en letras y noble amigo,
en el acrisolador transcurso de un cuarto de
siglo, DANIEL SUEIRO.
Digitized by the Internet Archive
in 2022 with funding from
Kahle/Austin Foundation

https://archive.org/details/visperasoO0O0andu
Nota del editor

Esta edición reúne en un solo volumen «Llanura» y «El


vencido», las dos primeras novelas de la trilogía «Vísperas».
La serie televisiva «Vísperas» está basada también en ambas
novelas y excluye, por ahora, «El destino de Lázaro»,
tercera y última parte de la trilogía.
Llanura
—Tu padre, que vayas... En el despacho.
Gabriela, algo extrañada, cruzó el pasillo y se detuvo
frente a la habitación, también en el exterior de sombrías
paredes pintadas al aceite. Aquella pieza le había inspi-
rado siempre un raro sentimiento de repugnancia. Sus
dos ventanas daban al jardinillo, pero a la parte más de-
sierta de vegetación, allí donde formaban ángulo los ta-
piales traseros. Ante de llamar a la puerta —no con los
nudillos, sino levemente extendida la palma de la mano,
como era su costumbre— respiró con ansia, por el deseo
maquinal de acopiar reservas de aire. Después, venciendo
el último, pueril titubeo, entró.
Tras la mesa-escritorio, encorvado hacia adelante, don
Damián parecía medir el ritmo de sus pasos sobre la
estera. La mirada la subyugó de tal suerte que sólo para
él tuvo ojos, pendiente de su palabra y de su gesto.
En el ánimo de la moza surgió y se acalló de nuevo un
movimiento de asombro. Su padre era el mismo, y sin
embargo mostrábase muy cambiado. Así, de pronto, en
cuestión de días. La transformación se operó ladinamente,

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hasta modelar, gracias al dolor rutinario, una persona dis-
tinta. Las hojas y ramas del arbolillo cercano proyectaban
manchas esponjosas en el cráneo calvo, con ese matiz
indeciso de las luces de la tarde al decaer. Con aguanoso
plañido se le desmadejaban los hombros bajo el paño y
la piel. El gris, por lo común insípido y atónito, de las
pupilas se abombaba de indefensión, de enorme pereza;
las manos tendinosas semejaban pedir en vano una ayuda.
Gabriela hubiera corrido a su lado para abrazarle, de no
recapacitar en la inconveniencia de tal efusión.
—Siéntate. Pero, mujer, antes saluda a tu primo.
No estaba solo. De pie, apoyados los codos en un sillón
de alto espaldar, Alejandro la examinaba con molesta
fijeza. Se inclinó, un tanto ceremoniosamente.
Gabriela le preguntó —cortesía más bien— por la pa-
rentela del pueblo. Y luego, se lamentó de no conocer la
tierra de sus mayores, observación que complació al visi-
tante, que se retiró a los pocos minutos no sin dedicarle
otra reverencia.
Carraspeó don Damián y comenzó a hablarle, casi a
trompicones.
—-Contigo, ya comprendes que no debo ser egoísta. La
muerte de tu madre me impresiona demasiado todavía y
la carga de los trabajos es más fuerte que yo. Necesito
colocarte... Vas para los veinte años y aquí, sin darte
cuenta, te pudrirías. No puedo velar por ti. Dios es el
único...
Se levantó con un vago chasquido de huesos y se acercó
a Gabriela, que escondía los breves zapatos en el ancho
redondel de la falda de luto. En la casa, la sirvienta no
daba señales de vida. Ningún ruido atravesaba los muros
o se introducía por las cerradas estancias, forradas de sole-
dad. Quizás, por los matorrales de la vereda, persistía,
confuso,el pregón del afilador.
— Alejandro quiere casarse y tú eres su elegida. Es un
hombre de experiencia. Con algunas fincas, hontadote, de
buena pasta. Un viudo que no se consuela... Fue tan rá-
pido el enamoramiento de su difunta que no creo le quede
mucho rastro. Lo demás, es cuestión de tu habilidad. A las
mujeres no os falta esa cazurrería, sin que os la enseñen.

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Lo tratarás y te convencerás de que es posible entenderse.
Os instalaréis en su villorrio. Procura adaptarte. ¡Y dar-
me prole, demonio! La boda será dentro de seis meses,
sin requilorios.
Gabriela, encastillada en su actitud respetuosa, en su
sereno talante, escuchaba sin pizca de estupor. Se le anto-
jaba todo un giro lógico del destino. Ella para nada inter-
venía. Le indicaban aquella inesperada y suma tarea do-
méstica y había que cumplirla. Lejana y tibia, suave, se le
desgranaba la tristeza, distintivo suyo tan perceptible en
el fugitivo fruncimiento de la gruesa boca de colgante labio
superior, que se enseñoreaba de la bóveda orgullosa y
limpia de la frente, que se estremecía en el batir temeroso
de la garganta, junto a la crucecita.
—-¿Qué le sucedió, criatura?
Al salir, la criada —un estallido de solicitudes y de
nervios— se le plantó en jarras.
Mas informada del «acontecimiento», exclamó:
— ¡Ni que fuera una desdicha lo que le dijo el amo!
—No te preocupes, Isabel. ¿Recogiste la ropa tendida?
Su tranquilidad sonaba a falso. Había renunciado a
muchas ilusiones, pero esta prueba de ahora la inquietaba
más. Recordó, con cierta irritación, que le habían negado
su real gana, que la inclinaba al estudio, a cursar una
«carrera», que nunca le gustó presumir, pero sí cuidar de
su indumentaria, que apenas tuvo amigas de fiar.
— ¡Es un disparate, un reverendo disparate! La hija de
un administrador de condes no debe mezclarse con las
desvergonzadas estudiantes de hoy, que se muelen las
pestañas con libros de ideas sociales y no sé cuantas pre-
tensiones más. Bien está esa moda para Francia. ¡Lo que
es en España! ¡Todo el mundo me pondría de vuelta y
media! Aprende a estirar las sábanas, como Dios manda.
Mi abuelo, mi padre, nunca lo hubieran consentido. Se
han agenciado el pan igual que yo: pleiteando con rente-
ros, manejando miles de duros sin que se escurra un cén-
timo... y contentos de la confianza de que gozamos con el
señor conde. Y eso da una categoría.
El señor conde, bara Gabriela, es el heredero, el que se
comerá a dos carrillos la fabulosa riqueza cuando le llegue

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la edad legal. Unicamente se lo representaba por la borrosa
versión de una fotografía de ovalado relieve que dominaba
el espacio entero del gabinete, engolado y raído, desde la
repisa de mármol turbio de la chimenea. El barbián, con
pantalones bombachos que le cubrían las rodillas, corbata
de gran lazo y ajustada chaqueta corta de terciopelo, estaba
tumbado en un cojín para ocultar la cojera. Se le escapaba
una sonrisa cáustica y enfermiza, que provocaba la irri-
tación de Gabriela.
Lo odiaba desde que don Damián les contó su encuen-
tro con el aristócrata niño. El señor conde lo había puesto
por las nubes, se deshizo en elogios de su probidad, de su
adhesión a las gentes de su apellido. El rapaz, con imper-
tinencia visceral, remató el ditirambo.
—Un perro fiel, papá. La cara es el espejo del alma.
Y don Damián babeaba de satisfacción. A Gabriela le
respingó la sangre. Chica venganza era insultarlo, repe-
tíase.
¿De dónde le venían aquellos brotes, ahogados, de vio-
lencia, de protesta? Porque doña Marina no desentonaba
en el ambiente. Era menuda y linda, hormiguica en las
labores y los desvelos. Tan a gusto se hallaba encerrada en
Carabanchel, en su reducto, que los vecinos la conocían
de referencias, como si encarnase una primorosa leyenda
de recato. Y únicamente se preocupaba de la hija tardía
—le nació a los treinta y tantos— que con su simple pre-
sencia le descansaba el espíritu.
Gabriela, para completar su doble naturaleza, desple-
gaba la fantasía y solía ensimismarse en la contemplación
del retrato al óleo de su abuelo materno, que conquistó
el grado de coronel en la guerra contra los carlistas, todo
ello para concluir su jornada agrio e ignorado. No le in-
fundían temor los mostachos del mílite, ni la deslumbraba
el pomposo uniforme. Al pie de la imagen experimentaba
la certidumbre fascinante de su afinidad y reposaban, al
vibrar, sus hondos ensueños atenazados.
En el bastidor, en la pieza de tela que se tornaba mo-
rena con la premiosa destilación del sol, surgían el redon-
deamiento de una corola, pétalos y figuras ornamentales.
Mientras la aguja sigue su recorrido y del despacho no

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parten rumores ni toses, Gabriela, paulatinamente, se so-
bresalta. Todo lo que había olvidado se reprodujo en ella,
de golpe, con esa temperatura indefinible, suprarreal, que
revisten los hechos extraordinarios en las mentes tiernas.
Legan, y ya es bastante, las inflexiones de la voz, el plás-
tico detalle de un vocablo que emerge del conjunto de las
frases airadas. En este momento adquirían corporeidad y
sentido, se ligaban a expresiones sueltas que más adelante
musitara doña Marina. Le era fácil, sacudida por un cú-
mulo de nostalgias y resquemores, reconstruir lo esfuma-
do, dotarlo de íntima seguridad, de fluencia. La hipótesis
se formulaba en su interior con abrumadora veracidad, con
firme contorno. —Naturalmente, no me equivoco, re-
flexionó.
— ¡Calavera!
Dormía en la pieza pequeña, a unos metros del dormi-
torio conyugal. El apóstrofe restalló, en la fría sonoridad
de la madrugada, con indignación mordiente. Gabriela
se lanzó de la cama, entreabrió la puerta y se mantuvo
apegada al cortinaje morado cuyos pliegues rozan el per-
chero. Anhelaba enterarse de más, temblorosa de impa-
ciencia. Un rayo de luna, filtrado por la distancia, hurgó
en sus empeines descalzos. Sufrió una vergijenza indecible,
como si un cadáver flotante la acariciara.
Primero, y le causó un pavor que no pudo refrenar, el
acento que allá se convertía en monótono estribillo, se-
mejaba tímido, de menguado volumen, a la manera como
se desarrolla un relato normal. ¡Su madre con un des-
conocido! Pues hablaba con tartajeo y apuro evidente, de
embriaguez. Doña Marina lo interrumpía, ya calmada,
aconsejándole que se acostase.
—Damián, descansa... ¡Que la muchacha no sepa nada!
Mañana estarás repuesto, no nos acordaremos.
Su padre, borracho. Gabriela desanduvo el corto trecho
y lloró hasta que se le agotaron las energías.
Transcurrieron varios meses y doña Marina, movida a
confidencias por el hueco entrechocar de los bolillos,
desbordó el reconcomio.
—No te imagines que es oro todo lo que reluce. Los de
«arriba» están perdidos y este país nuestro no levanta

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cabeza. Cualquier ricachón de esos de título no hace más
que darse pisto con sus querindangas. ¡Y si sólo fuera
esto! Les divierte humillar a los inferiores, no son cris-
tianos viejos, de pro. De uno sé que visitó a su cuñado
y cayéndole en gracia uno de sus apoderados, para alardear
de sus ínfulas de campechano, lo sacó de sus casillas y a
pesar de sus años lo llevó una noche con pelanduscas, le
hizo beber más de la cuenta y el infeliz volvió a su casa
convertido en un guiñapo, sin adarme de razón. ¡El chis-
toso que lo pervirtió merecía una paliza de órdago! Si
yo lo agarro...
Y aquí doña Marina, paró el desahogo, arrepentida de
su verbosidad. Espiaba a la hija, que simuló no percibir
el sentido de sus palabras y aparentó figurarse que la his-
toria se refería a un extraño.
¿Por qué relacionaba este torpe episodio con la sujeción
inconsciente, de buena fe, a que la sometían? Le desagra-
daba coser y bordar, pero una mujer de sus prendas y
decoro no debía, Señor, permanecer inactiva. Es una señal
de crianza deficiente, una peligrosa oportunidad para en-
tregarse a dulces delirios. Y así, puntada tras puntada,
se acumulaban en los arcones camisas y enaguas, fundas
de almohadas, pañuelos con iniciales cursivas.
Le encantaba pasear a solas. Intentó una inofensiva es-
capatoria por los alrededores —era un sábado, ya de os-
curecido— y se lo reprocharon con coléricas inculpacio-
nes y secos refunfuños.
—Las «decentes», quebradas las piernas y entre sus cua-
tro paredes.
Hasta el día memorable en que le notificaron el matri-
monio, todos habían tratado de Alejandro con misterioso
toniche. Cuando su fuga del Seminario silenciaron por
completo la «locura» y sólo al obtener el perdón de la
familia en pleno — ¡junta de rabadanes!— tornó a men-
cionársele, de higos a peras, con evidentes precauciones.
Don Damián se extraviaba en conjeturas para aclarar
su «arrebato».
—Pues, hablando con franqueza, uno no se lo explica.
¡Sí tuviera un temperamento bizarro o aventurero! Pero
mi dichoso sobrino no se distingue gran cosa de un co-

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merciante tranquilo. Se expresa con aplomo, de chiquillo
le asustaban las pedreas y si oía un grito más alto de lo
usual, se escabullía bonitamente. No tiene, y él mismo lo
confiesa, más aspiraciones que pasar sin pena ni gloria.
No lo fabricaron con madera de evangelista y podía haber
sido un párroco ejemplar, sin frío ni calor, modosito, y
de los que no rompen nunca un plato.
En otra ocasión —ignoraba que Gabriela estaba en la
habitación contigua—, informó a doña Marina.
—Murmuran por ahí que Alejandro no ha sido afortu-
nado en el matrimonio. Lleva escasas semanas de casado
y parece que si él es de natural pacífico la «mírame y no
me toques» le ha salido enrevesadilla, mandona y de un
genio atroz. Por lo visto, la Iglesia lo rechaza y el mundo
no se lo asimila.
De la viudez de Alejandro le acudía, en este momento,
la visión trunca del precipitado viaje de don Damián para
asistir al entierro y de su regreso, ya más benévolo en el
juicio sobre el pariente.
—Es una oveja perdida en el monte. Allá lo dejé, sin
saber cómo apañárselas en el caserón vacío. Es un mu-
chacho de sólidas virtudes, con cierta debilidad de carác-
ter. Menos mal que los pesares pan y tiempo los alivian.
Y no hay soledad que cien años dure. A fin de cuentas,
es un buen partido. Leguas y leguas de olivares y trigales,
varias huertas, rebaños. En quesos y lana, nada más, saca
un dineral. La ventaja, también, de campar por sus res-
petos y hacer de su capa un sayo.
En tropel de sensaciones analizaba Gabriela —la cos-
tura no se interrumpía— estos retazos de conocimiento.
Súbitamente, una persona apenas vista se colocaba en el
centro de su vida. Y a través de una serie de nimiedades re-
clamaba su atención. No consideró con gazmoñería — ¡no
era tan inocente!— que dentro de unas semanas tendría
que pertenecerle, que se internaría a ciegas en una grave
incógnita. Más, mucho más, le intimidaba la perspectiva
del trato constante. Adivinó que su reserva habitual se
enconaría. Le sorprendió no sentir curiosidad. La carne
se endurecía y helaba, se tornaría indiferente, convertida
en corcho y pellejo.

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Días después, en el penoso diálogo de los novios que se
han conocido por intermediarios, comprobó esta sinrazón
suya. Alejandro era hostil a charlar porque sí, y salió del
compromiso con vaguedades toscamente amables, le des-
cribió dónde estaban enclavadas sus fincas y sugirió, alen-
tador, que no padecerían miserias, lo que «favorece a la
descendencia».
—Matilde no me dio hijos.
Era, pensó Gabriela, lo que principalmente se le exigía.
Este egoísmo le inspiró un acceso volandero de rencor.
Al despedirse, Alejandro se permitió apretarle la mano.
Rechoncho, blancuzco, bajo de estatura, con su pesado
andar de ventero, lo comparaba a don Damián. Era su
prolongación.
Los ojos de Gabriela, brillantes, de rígido pestañear,
con quietas y afiladas emanaciones, no miraban entonces
a ninguna parte.

Se sumaron las desgracias. Lo imprevisto se empeñaba


en rodear aquella etapa de su existencia con toda clase
de torvos presagios, empedraba su camino con certezas
y vislumbres de la muerte. Y de esta manera sobrevino
el derrumbamiento de don Damián con el signo más estra-
falario.
Sus dueños, muy vinculados a grupos financieros fran-
ceses, abandonaron la antigua trayectoria de explotar ex-
clusivamente las posesiones agrícolas que ostentaban su
marca y sufrían su yugo. Invirtieron gran porción de su
caudal en el trazado de ferrocarriles y servían de testa-
ferros a los capitostes extranjeros. Era la época en que
despuntaba esta fiebre moderna de las comunicaciones y
los nuevos empleados de «confianza» desplazaron a don
Damián por arte de encantamiento. El viejo perdía es-
tribos y sesos ante el revoltijo de las especulaciones en la
Bolsa, la construcción de líneas férreas y el vigente reinado
de la dinamita que tundía el espinazo de las montañas.
Los amos, no hacía falta ser un lince para percatarse, lo
toleraban con disgusto. Llegó a significar para ellos un
armatoste inútil, que no se tiraba a la calle por simple ca-
ridad o residual educación. Tampoco, y es por un senti-

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mentalismo rumiante, se desembaraza uno de los sofás
deshilachados en que reposaron varias generaciones y que
acaban siendo el más incómodo de los trastos. Un aristó-
crata de las postrimerías del x1x compagina de esta guisa
el tributo a las tradiciones, a que le obliga su clan, con
el entusiasmo por las empresas industriales.
Y don Damián lo olía, literalmente. Su catástrofe pri-
vada empeoraba con esta su «ruina social». Le abandonó
la esposa, su situación de administrador se caía a chorros.
Estas cavilaciones, casi simultáneas, le recrudecieron anti-
guos achaques remendados, con tal intensidad que los mé-
dicos aconsejaron imperativamente su separación del cargo
y que se trasladara a un balneario del Norte. De lo con-
trario, no respondían de él.
Su último acto público y matritense fue asistir a la
boda de Gabriela. Le complació —las emociones desusa-
das y el bullicio le sentaban ya como navajazos— que la
ceremonia, en virtud del luto, se efectuase en un ambiente
recogido. El señor conde le dispensó el extraordinario ho-
nor de concurrir, escoltado por el heredero, que renqueaba
grotescamente. Su doble presencia semejaba esparcir en la
atmósfera matinal de la iglesia un espaldarazo de distin-
ción. ¿O era aquel endiablado perfume de París con que se
rociaba corbata y cabellos? Por lo demás, la sirvienta,
un par de viejos amigos a los que sólo veía en trances
excepcionales y que como él cuidaban de las rentas de
personajes de campanillas.
Completa dicha, a pesar del aislamiento a que se le con-
denaba. Pero el señor conde, al descender la escalinata,
le felicitó con maligno retintín.
—Tu hija, estimado Damián, tiene un aire de dama a la
que encerraron largo tiempo en una prisión, y cuyos
muros, impensadamente, se desmoronan al conjuro de unas
palabras mágicas o frotando con una pañoleta de seda un
talismán. Es un hallazgo. Apruebo que la mantuvieras a
recaudo. Los bobos atribuirán su distracción de ahora a
un temperamento endeble. Se equivocan. La he observado
y no es ni una mujer capaz de apasionamientos desboca-
dos, y menos aún santa en potencia. Un tipo distinto, bien
distinto. Le rebosa el señorío y no sé por qué, pero estará

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en lo justo, en lo que le cuadre, mandando o guerreando.
Un alma ascética para sí, rectora para los otros. :
Suspendió por un instante su discurso. Se acariciaba
una sortija con monstruosa cabeza de ídolo asiático: esta-
ban de moda los estilos japoneses.
El condesito le apremiaba. Sus ojillos de gato flaco y
apaleado parpadeaban con el hachazo de la luz desbordada
del mediodía.
—«¿Me llevarás esta tarde al Congreso? Es muy diver-
tido.
El título de Castilla se pavoneó de la precoz afición del
vástago.
—Descabalaste mis ideas. Todo, y esto también, con
perdón de Damián, es un espectáculo. Pero estamos des-
cuidando nuestros deberes de invitados, rapaz.
Se dirigió a Gabriela, que apoyada en el brazo de su
marido, les aguardaba al término de la plaza, recostada
en una reja.
—Mis plácemes. Si alguna vez puedo serles útil, acu-
dan a mí. No lo prometo de mentirijillas. Acaso por egoís-
mo. Hoy es un día radiante. Me han asegurado una cartera
de ministro para la crisis que se avecina y este suceso se
relaciona... simbólicamente con ustedes.
Sonreía, aquel su guiño agridulce, sin que se le despe-
jara de arrugas la frente agostada.
Gabriela se lo agradeció con un rápido plegar de la-
bios, mientras que Alejandro curvaba exageradamente el
cuerpo fofo, que bailoteaba en la levita desajustada. Don
Damián, turbado, perdió el habla.
La partida del conde y de su mequetrefe se la devolvió.
En el coche de alquiler, lleno de gozo, sentado enfrente
de sus hijos, miraba a hurtadillas el desfile de las calles
madrileñas, el pasar de los transeúntes ajenos a su paz.
Ya podía considerar liquidada su misión, esperar la ago-
nía en un lugar apacible y solitario. Gabriela y Alejandro
saldrían al día siguiente para la Mancha, a Las Encinas,
alejándose de él para siempre.
Aquella noche se iluminaron por última vez las habita-
ciones de la casa. Luego, cuando ellos marcharan, le daría
un par de vueltas a la llave de la cancela del jardincillo

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y se despediría de la única morada en que se hacinaban
sus recuerdos de toda índole. Era un balón vacío de oxí-
geno empujado por las circunstancias. Las circunstancias
adquirían envoltura y articulaciones: el cadáver de doña
Marina, los trenes humeantes que lo empujaban con bár-
baro sofión, el crecimiento inexorable de Gabriela que
ya no jugaba cerca de él, y este sobrino que con un sí le
arrebataba sus derechos paternales.
A solas, acodado en la ventana desde la que se divisaba
el flamear del chisporroteo de gas de la ciudad, se ablan-
daron sus reflexiones. Retornaba a las desvanecidas que-
jumbres del niño y del adolescente, que con lloros o mi-
mos imploran que los adoren. Y en esa crujía de su me-
ditación intuyó con agudo sufrimiento que Gabriela pa-
decería vergijenza y espanto en la alcoba, se reprochó no
haber previsto con más ahínco las contrariedades que,
lógicamente, toparía en el poblacho que, en lo sucesivo,
sería su campo de batalla.
¿Pero cómo se atrevería él a prejuzgar las reacciones
de Gabriela? ¿Le había concedido, siquiera fuese por ca-
sualidad, un valor independiente, no se había opuesto a
sus deseos de ser libre, de trabajar? El señor conde pare-
cía burlarse todavía de Alejandro con un pestañeo de
juerguista contumaz, aureolado por lances de literato y de
tribuno.
Gabriela aventajaba a su marido. Existiría siempre en-
tre ellos una diferencia invencible.
Don Damián blasfemó. ¡El señor conde le endosaba sus
concepciones satánicas, su asqueroso descreimiento! Una
locomotora en llamas parecía horadarle el pecho. Y se
santiguó.

23
II

La llanura, mezcolanza de pardas sábanas y tallos cha-


muscados, con un cielo áspero que raspaba las humildes
testas de las asentadas colinas, se desenvolvía con giro
abrumador. Piaban los colores rotundos de las amapolas
en los sembrados melancólicos y escuetos, el vuelo de los
pájaros se producía como un milagro extemporáneo, con
densos intervalos en que la atmósfera seca se tambaleaba
de apiladas ausencias. Habían dejado atrás los campos de
viñedos en que las cepas escuálidas, siniestras, semejaban
repelentes muñones de la planicie.
Los huesos de la recién casada, a despecho del acondi-
cionamiento de la galera, resentíanse también. Experimen-
tó de tal modo en su ser el acoso terco de la amplia
extensión de mochos terrenos, que creyó en una transfor-
mación completa e instantánea de su naturaleza. Como si
para la eternidad la invadiese aquella dimensión sofo-
cante.
La única variedad la constituía la gris insistencia de la
carretera desnivelada. Para Gabriela algo en sus tejidos,
en sus nervios, en su respirar, reclamaba la visión toni-

24
ficante del agua, aunque fuera en lagunas turbias, habi-
tadas por sapos y sucias ramas en putrefacción. De vez
en cuando, impuesta tonalidad que se ensambla con el
aspecto de los pegujales, una paridera. De todo esto, tan
fuerte, tan sordamente bravío, se desprendía un remolino
de fuego. Gabriela rebelábase contra el paisaje, pero en
el fondo de su ánimo reconoció, desesperada, que no
había salvación, que nadie, y menos ella, podría eludirlo.
Alejandro hacía visibles esfuerzos para no dormirse.
A la postre, el traqueteo y la modorra lo rindieron y
cabeceaba con un curioso tictac de muñeco guillotinado,
El conductor proseguía su monólogo con esa perfecta in-
diferencia del que espera que no lo escuchen. La nuca,
apenas cubierta por la boina despintada, casi verdusca,
erupción de gotas de sudor.
—Doña Gabriela: en dos horas más estaremos en el
pueblo, ya de anochecida. Como es verano no aúllan los
lobos de la sierra al oscurecer. No quieren espantar a los
huéspedes.
Y se rió.
¡Doña Gabriela! El título que le otorgaba le pareció
una losa más. ¡Doña Gabriela! La acababan de bautizar.
Continuaba sus rumias el gañán, a compás del vaivén
del carromato y del terrible cerco de aquel desierto. (En-
cima, el cielo amputado de nubes o de graciosos jirones,
broncamente azul.) Tenía un curioso sistema de ofrendar-
le su charla, bajo la costra del soliloquio la informaba
astutamente. Se doblaba su espinazo con señal de agota-
miento y era aún joven. Escaso de carnes, a través de la
ancha blusa a rayas se mostraba su constitución fibrosa,
presta para el salto y la agresión. Pero sumía los ojos
cuando la miraba, con timidez santurrona. La piel del
rostro, curtida y tirante, tomaba una irisación de madera
tostada. Del resto de su ser, Gabriela aprehendía única-
mente el silbar socarrón que le resbalaba por las hendi-
duras de los dientes, desnivelados y salvajes. En tanto
que platicaba como quien lidia galanamente con la sole-
dad de los campos adustos —cintas de plomo ardiendo,
los confines—, desde la vara de la galera bamboleaba sin
cesar las piernas zancudas, muy divertido con los hilos

25
de sombra que marcaban en el camino vecinal. Hendió el
espacio de las lomas un relampagueante silbido de pastor.
—Revuelan las sayas y refajos en las cocinas. En los
pueblos se espía a las forasteras. Si se aparecen con mu-
chos humos, con manía de grandeza, no tardarán en darle
a la sin hueso. Si llueve, mal; si no llueve, peor. ¿Que
no guarda las distancias? Pues la enredarán con sus chis-
mes. Polonia, mi muleta, sí anda derecha. Cuando convie-
ne, yo uso la estaca. ¡Maldito sea mi sino, que no puedo
recetar a todas esas brujas la misma medicina! De burlas,
soy el «chacal». Marcial, mi nombre de pila.
Y en el giro de una cuesta, concluyó:
—Desde mi bisabuelo, comemos la hogaza y el tocino
sin cambiar de amo. Leales a carta cabal. Pero si nos
pegan, ladramos y mordemos.
Estas razones invirtieron minutos y minutos en expo-
nerse. Las cortaba Marcial a su capricho y las reanudaba
con más baches y hoyos que calleja de arrabal.
Gabriela no se dio por aludida. Mejor, callarse y ob-
servar, estar en guardia. Quizás el gañán la advertía con
sano propósito.
Alejandro se despertó al fin de su siesta. Se le notaba
ligeramente abochornado de su flaqueza, impropia de un
enamorado flamante. Simuló no oír la apostilla del ca-
rretero.
—El sueño alarga los años...
Entabló con la esposa un diálogo en cuchicheo, indife-
rente al paisaje hostil.
—Comprendo que al principio eches de menos tus
Madriles. Aunque allí vivieras alejada de los trajines de
la Corte... En poco tiempo te acostumbrarás al sitio y a
las gentes. Si en algo puedo complacerte, no te dé reparo,
pídemelo.
Y Gabriela le sonrió, con un destello de suave fla-
queza. Al oído, le susurraba su deseo.
—Lo traeré. Aunque me cueste un capital.
Alentada por el conato de intimidad, la recién casada
procuró mañosamente averiguar algunos pormenores de
la «otra», de la que fuera su esposa, desaparecida en
plena juventud.

26
Y entonces Alejandro se transformó. Se valía de evasi-
vas de viudo cauto, que no accede a confesar el fracaso
de la anterior coyunda.
—Honrada, a machamartillo. Tenía sus «prontos», la
verdad sea dicha. Pero tú y yo nos avendremos a las mil
maravillas.
Matizaron el horizonte, cual verdes y finos plañidos, los
cipreses del cementerio. Comenzaba a declinar el sol, se
divisaban los cenicientos macizos de Sierra Morena.
—Allá pararemos todos.
Y Marcial lanzó una corta, antipática carcajada. El eco
la expandió a voleo.
El pueblo mostraba su rugosa cáscara de caracol. De
lejos, sus casas se enrojecían en los reflejos del barro co-
cido y de las piedras acastañadas, con pelusa, exhalando
un vaho de horno. Taparon el firmamento sangrientos
nubarrones que rodeaban la torre desafiante de la iglesia.
Se empalmaban las charcas y las eras. Formaban ríos de
aire espolvoreado los círculos de la trilla, que ya no efec-
tuaban los varones, sino para permitir y reprimir el juego
entusiasta de los arrapiezos que se desplomaban y salta-
ban en los montones de paja, entre gritos y palabrotas.
Por los senderos desembocaban en el camino vecinal
los carros de labranza. Saludaban los varones cuajados a
Alejandro, sin atreverse a fisgonear abiertamente en el
aspecto de Gabriela, a la que escudriñaban de refilón.
Marcial, uno por uno, los interpelaba con cínico dejo.
—+¿Ya te parió la Anastasia? Que no se haga más la
remolona... Ahí va el tío Valentín, ¡qué templao! Los
mozos de hoy, son señoritas. Que aprendan de él. Sólo
un mar de vino lo tumbaría. Buena mano para el arado,
que el Señor se la conserve. ¿Y don Sebastián, celebra la
cuchipanda el domingo en la huerta? Iremos a hincar el
diente en los corderos asados. Es gratis...
En tanto que se tupía la oscuridad del cielo, que se
arropaban de negro los montes de Sierra Morena, Ale-
jandro reseñaba:
—Za calle Real cruza el pueblo de punta a punta. Ahí
está la casa del boticario, aquella de rejas muy señorea-
das. Es la más moderna y anchurosa. ¡Hasta baño tiene!

2
Atilano es primo tercero mío. Ya llegamos a las cuatro
esquinas y en seguida se tuerce a la izquierda. ¿No ves
la iglesia? Es tan vieja como el Palacio de los Marqueses,
del que todos nos enorgullecemos. Los frescos los man-
daron pintar en recuerdo de la batalla de Lepanto. Entra-
mos ahora en el arrabal de los molineros y costeándolo
encontramos nuestra «cueva», un poco alejada del centro,
pero que destaca. Alrededor, sólo viven renteros de me-
diano pasar.
Torcíase la calleja en una curva inopinada y luego er-
guía su mole frontera de dos pisos el «castillo» de tejas,
cal y argamasa que se le destinaba. En torno, construc-
ciones sabedoras de su inferioridad, de una sola planta,
con recias puertas descoloridas por las lluvias, y a través
de ellas rezumaba el baile de San Vito de los candiles.
Gabriela, bajo el espejismo de que una legión de ocul-
tos ojos la espiaba vorazmente, disimuló un ademán de
cansancio y descendió con voluntariosa ligereza del carro-
mato. El óvalo pálido, encajado por la severa mantilla,
quedó exactamente bajo la franja temblorosa que proyec-
taba, hundida en un nicho, la Virgen de los Dolores, de
la que se cuentan tantos prodigios en la comarca.
Alejandro, poseído de su papel solemne, introdujo la
llave en la cerradura del portón.
Se abría la sima, pensó la moza.
Estas imágenes de tiniebla, misterio y rescoldo, de ám-
bito desconocido, se clavaron en la sensibilidad alerta de
Gabriela y para sus adentros le temió al inexorable llegar
de la siguiente mañana.
Se agitaron los cascabeles, de opaco repiqueteo, de las
mulas. Marcial prendía un cigarrillo.
— ¡Adelante!

Veníale el apodo de Veinticuatro de ser para él ésta la


única cantidad en que podía resumirse cualquier adición.
En su mente, reacia a todo trabajo sistemático y penoso,
las operaciones aritméticas, a las que nadie se sustrae,
liquidábanse con la mágica cifra, compendio de combleji-
dades. Lo mismo que con las matemáticas se las bandeaba
con los demás quehaceres de la vida. Era una institución

28
social indiscutible: el tonto del pueblo, esa figura de pesa-
dilla que, teniendo en el confín ibérico características
comunes, revestía en Las Encinas su nota de pobre sin-
gularidad.
Estaba en la edad imprecisa de la juventud en que el
vello viril alcanza su apogeo y las pupilas adquieren su
lumbre definitiva, en que cuajan los huesos, en que el
rostro se apropia los trazos que no se desmentirán hasta
la tumba. Algo zanquilargo, pelo de azafrán, chupadas
mejillas y mandíbula caída, convulsa, Venancio asustaba
al propio miedo. Era la impresión que producían sus pa-
sos desiguales, su manera de engarabitar los dedos sin
motivo, el resoplido pavoroso que, también arbitraria-
mente, hervía en su garganta.
Vestíase con un desorden mayúsculo. En verano y en
invierno iba siempre en camisa, con pantalones agujerea-
dos que sólo tapaban media pantorrilla, adornado el cuello
por un collar fabricado con cáscaras de bellotas, y sendas
cañas, en función de muletas que no necesitaba, en las
manos. Lo más pintoresco en él era el delantal de herrero
con que reforzaba la protección de sus partes, dolido se-
guramente de la trastada que aún se comenta.
(En cierta ocasión, los señoritos lugareños, no teniendo
ocupación más plausible que inventar, se confabularon
para jugarle una treta escandalosa. Transcurrían los últi-
mos días de enero. Enterados de que el tonto solía refu-
giarse por las noches en el abrigado zaguán del boticario,
lo acecharon hasta que se durmió y entonces el más cafre
de la pandilla le vació en la portañica entreabierta una
paletada de ascuas de brasero. Fueron tales los gritos de
dolor de Venancio y tal la diversión gratuita de sus agre-
sores, que dominaron a fuerza de puños sus enloquecidos
intentos de escapar y lo sometieron a esta pena durante
un rato interminable. Refocilábanse, sobre todo, de las
hablillas que su diversión provocaría, por lo escabroso de
la mutilación, que las mujeres propagarían entre sí, hipó-
critamente ruborizadas.)
De comer, la verdad sea dicha, nunca le había faltado
a Venancio. Muy frugal de condición, prefería pedir limos-
na en poblado, con su ronco trémolo, de portal en portal,

27
a internarse en la llanura, por la que sentía un terror
supersticioso. Su jornada dividíase en buscar unos men-
drugos, aguantar los reglamentarios empujones y burlas,
en soslayar, con saltos grotescos, las piedras que le dis-
paraban los chiquillos de buena y mala crianza. En las
horas de menos movimiento, especialmente en las siestas,
vagaba por las calles hasta descubrir un rincón de sombra
donde tendíase y dejaba escurrir el tiempo, dulcemente
mecido por su atonía. Nada le importaba que los perros
le lamieran los pies, que las moscas zumbasen alrededor
de su greñuda cabeza, que para colmo de infortunios tenía
risible forma apepinada.
En uno de tantos vagabundeos se le antojó cobijarse
al filo de una cuarteada pared de corral, que tenía a su
vera, a modo de foso en miniatura, una cuneta poblada
de yerba canija. Recostada la espalda contra los pedruscos,
le pendían las piernas y la leve oscilación contribuía a
adormecerlo. Toda su sensibilidad se concentró en la
cachazuda captación de sonidos. Oía el rumor de su san-
gre y le parecía idéntico al que despiden las charcas en-
lomadas por el viento. Los gorriones, que en círculo revo-
loteaban sobre la torre juanetuda de la iglesia, daban
iguales brincos que él, al esquivar los guijarros y cachos
de cristal de botella que lanzaban sus perseguidores. En
la melada tarde otoñal las hojas de los árboles al des-
prenderse, al chocar con el suelo, emitían un ruido que-
jicoso y resignado, como sus exclamaciones cuando lo
maltrataban los transeúntes.
En aquella fase de sus comparaciones, la calleja se
rascó su sopor. Seguían en sus trajines de barrer y fregar
las amas de casa. Cruzaba alguna vieja por la esquina, gi-
moteaba también un niño, con hipos que acaban achicán-
dose. Y en ese espacio que dominaba su vista, no era de
esperarse ninguna variación. Pero surgió una música ca-
prichosa y enérgica, que sólo apelaba a los tonos graves,
que los enlazaba en frases secas, con modulaciones que
acentuaban más aún su intención desgarrada y profunda,
al estilo —en corte y concisión— de los refranes que se
escuchan, en todos los casos, en la nave inmensa de los
campos. Como por ensalmo se oyeron carreras y bis-

30
biseos, desfilaron siluetas oscuras por las ventanas, y el
pregonero, probablemente desconcertado, dio un rodeo
para no anunciar en aquel ambiente extraño la subasta
de un prado comunal.
Se le figuraba a Venancio que la planicie —dogal que
asfixiaba el pueblecillo— relajaba su abrazo y permitía
que se esparciese un soplo opulento de aire, que el verdor
retornaba galopando a las plantas, que el mundo rebosaba
de margaritas y otras flores silvestres, que él entendía
aquel lenguaje y que por eso le nacían unas ganas tan
vastas de reír calladamente, a ras de labio.
—Paquita, ¿qué se te ha perdido en el zaguán?
El grito de la interpelada, contenido y rabioso, subrayó
el pellizco. Después, un ruido de caja de costura que se
cierra como una almeja, y volvió el pegajoso silencio.
Aunque había cesado el desfile de melodías, Venancio,
embobado, siguió en su puesto. Aguardaba a que conti-
nuasen y así lo sorprendió, con el crepúsculo, el rechinar
de los carros de labranza que se reintegran a los patios
y cuadras. Regresaban mustios, bañados de polvo, terroso
el sudor, los gañanes.

Invariablemente al filo de las tres, Venancio, impulsa-


do por una voluntad inexplicable, se apostaba frente a la
casa de doña Gabriela y se convertía en pura sustancia
auditiva, más que nunca ajeno a lo que ocurriera en las
cercanías, pendiente tan sólo del mensaje que por mila-
grosa casualidad allí brotaba y que le significaba el más
entrañable sentido de su universo, de los seres, como si
un bálsamo circulara por sus venas y le prestase un poder
secreto e infinito.
Al principio este encanto de Veinticuatro dio mucho
que hablar. Pero al no comprenderlo, lo dejaron en paz.
La misma música en que estaba sumido alejaba de él las
intenciones bellacas. Y el asombro se enderezó, en el
run-run matalón de los corrillos, contra doña Gabriela.
—La madrileña pretende deslumbrarnos.
—No he conocido caso igual. Si se dedica a esas baga-
telas, de fijo desatiende sus deberes de casada.

31
— ¡Un piano! ¡El no va más del lujo! Aquí no hay
salones de ringorrango en que gallear y pavonearse.
En cierta ocasión le preguntaron a don Alejandro si su
esposa «tocaba por solfa», y el pacífico varón optó por
una evasiva. ¿Quién era el guapo capaz de explicarles que
Gabriela expresaba, sin ese tranquillo del papel pautado,
arrastrada por un instinto que él no entendía, sentimien-
tos, arrebatos de humor, anhelos indescifrables del ser?
Arrepentíase ahora, con pesadumbre, de haber accedi-
do a su deseo, a la petición que le formulara camino de
Las Encinas.
¡Disparates de niña mimada! La compra y traslado del
instrumento, lo recordaba con precisión, se efectuó a cen-
cerros tapados, para que nadie murmurase. Alardeando de
cuidado puntilloso, Marcial lo trajo de noche en su ca-
rromato, «como si llevara la hostia». ¡Para que nadie lo
comentara! Y no obstante, el escándalo siempre molesto.
Sin embargo, no se atrevía a ordenarle que renunciara
a esa afición, ridícula en su concepto. Tenía miedo de que
ella ni siquiera protestase de su mandato. Lo miratía con
triste fijeza, hermética, sin un gesto de más, y obedecería.
Pero él se resistía a sufrir aquella brizna de desdén.
Con este motivo planteábase, consumido por una lenta
angustia, temeroso de profundizar en el problema, si ella
era feliz a su lado, en semejante «destierro». Conversaban
escasamente y, por lo general, de temas relativos a las
labores del campo, a las vicisitudes de la familia. No era
nada efusiva, en todo momento se refugiaba en su pos-
tura de dignidad impenetrable. De temperamento más
bien frío, tenía su indumentaria cierta rigidez monjil. Su
apacible sonrisa equivalía a un muro que lo rechazaba.
Y Alejandro se enfrascaba en la vigilancia de sus siembras
y cosechas. Admiraba su recato, pero no logró nunca de
ella vislumbres de compenetración verdadera y espon-
tánea.
En ocasiones, su reserva, su constante melancolía le
sublevaban sordamente. Y lo peor de todo es que no
sabía cómo dominarla. Algo de su espíritu se le esca-
bullía y, en el fondo, su afición a los paseos a caballo
representaba una fuga a la incertidumbre. Esquivaba el

32
verla más a menudo con el pretexto de recorrer las pro-
piedades. De esta manera, su distanciamiento aumentaba
sin cesar.

La casa de doña Gabriela no se diferenciaba de las otras


sino por las dimensiones. Del zaguán partía un corredor
pavimentado de pedruscos resbaladizos, amplificadores de
pisadas. La planta baja componíase de dos habitaciones
espaciosas, con rejas a la calle. Utilizábase la una como
comedor y servía de gabinete su compañera. A su térmi-
no, arrancaba una escalera que conducía al primer piso,
donde estaban los dormitorios, de tamaño más reducido.
Piezas destartaladas, sin que la abundancia de cortinas y
cachivaches entibiase palpablemente su aspecto friolento.
Desde la alcoba matrimonial divisábase un trozo de la
calle Real, de hundido lomo cerca del Ayuntamiento. La
estancia del centro, que no tenía aún destino y que se
preparaba para los hijos venideros, albergó en la época
primeriza del casamiento el famoso piano, colocado a la
vera del balcón, para recibir de lleno la luz. El cuarto
restante lo ocupaba la criada, parienta pobre de duros y
rica de privilegios. Desde allí se penetraba en una especie
de galería sin techado, que era a modo de un observato-
rio sobre la maraña de patios v corrales, del cuadrado
recinto donde se aceitaban los quesos, de la cuadra que
disminuía de volumen por la distancia, a sus cien metros
del edificio.
Y en la mitad del paraje pelado, enmarcado por las
bardas, cantaba de cales frescas el pozo, mientras se atería,
en vísperas del cierzo, un árbol frutal.
Amplitud de fortaleza, abandono de sepulcro.
Quiso doña Gabriela cambiar el orden vetusto de los
objetos, ventilar el aire de la casona y se llevó chasco.
Tropezaba con el rezongar de Clotilde, su infatigable se-
guidora. La sirvienta «distinguida» no se oponía, acataba
su autoridad, pero...
—En Las Encinas no es costumbre tanto perifollo de
encajes y floreros.
— «¿Pasear de día por el patio? ¿Qué dirían?

33
—Los muebles son espejo de las familias. Cuanto más
serios, mejor.
—Desde el abuelo, don Atilano, y a memoria no hay
quien me gane, ese retrato no se ha movido de lugar.
— ¡Líbreme Dios! Llenar de macetas el zaguán sólo se
estila en Andalucía, donde la gente es tan voluble...
La reprensión se dispara a cada instante. Calla doña
Gabriela pero la casa le impone su tiranía, su «hechura».
Secretamente le duele ser un objeto más en la disposición
de sus cuartos.
Clotilde, a ratos, es de áspera terneza con ella, le aso-
ma un deliquio infantil que escapa rápidamente. La esposa
observa con tibio contento que a pesar de sus adverten-
cias y prohibiciones, le tiene inclinación.
—No crea que no me dí cuenta. Ese picarón de Marcial
ya de niño era zorro viejo. ¿Por qué le cedió Alejandro,
a precio regalado, el arriendo de la huerta de la Sierra?
Usted terció... Y es que le ganó la voluntad cuando se
presentó con el piano, sin un rasguño en la madera des-
pués de tantas leguas de camino.
—Me maravilla. Cualquier trapo vale más si usted
se lo pone. ¡Y que me perjuren que lo del señorío se
aprende!
No hay otro remedio sino cambiar de tema.
—Estamos rodeados de lobos. ¡Si no fuera porque
Alejandro no les quita la vista de encima, hasta el resue-
llo le robarían sus mayorales!
Clotilde labora y masculla. Toma dos bocados a la ca-
rrera, hace revolar las sayas en el corral, y si suena el
aldabón, se limpia la boca con el revés de la mano y vo-
cifera:
— ¡Vaaa...!
Pero esta actitud agridulce de Clotilde se transformó
como por ensalmo cuando apuntaron en Gabriela los cam-
paneros síntomas de la preñez. La vieja perdió los estri-
bos y se le tornasoló el carácter. Sus cuidados pasaban
de la raya, rozaban en lo ridículo. No toleraba que la
casada anduviese un palmo de terreno sin que ella lo
hubiese explorado antes, exigía un silencio absoluto a su
alrededor, cocinaba con celo desmesurado, mimoso, su

34
comida, y aquí de prodigar alones de pollo, confituras,
recias lonchas de jamón y obligarla a que bebiera tragos
y más tragos de vino de noble cuño, casi sin alcohol.
Recorría incansablemente la casa, del corral al portalón,
al zaguán, aprensiva de que la resonancia de una riña
o cualquier otro suceso desagradable le ocasionara una
emoción amenazadora. Por las mañanas introducíase en la
alcoba, se deslizaba con exageradas circunvoluciones hasta
la cabecera de la cama y se cercioraba de que su respira-
ción era normal, de que el vientre seguía redondeándose
gozosamente, de que le persistía el color, entre amari-
llento y violado, de las ojeras.
Alejandro, inquieto por la tendencia al aislamiento de
Gabriela, le reprochaba su desvío hacia la familia y enca-
recíale las ventajas de que la atendiera alguien de su
parentela. Ella replicaba muy convencida:
—Tengo a Clotilde. Sería ofenderla.
Al cabo habíase establecido entre ellas una intimidad
peculiar. La solterona comprendía, alborozada, su impor-
tancia, creíase investida de una sagrada función y esto la
dotaba de la más graciosa tiranía.
— ¿Quién sino yo, entiende de trapos de cristianar?
—Paso a pasito por la escalera. Ese peldaño, el penúl-
timo, es inseguro. ¡Si lo sabré! ¡Agárrese del barandal!
— ¡Será un mozo, un real mozo!
Suavizada por su cariño, por la esperanza del hijo, Ga-
briela soñaba. Todos los rumores exteriores, toda la vida
del pueblo apenas traspasaban sus paredes, la propia rela-
ción con el marido sólo le parecía un accidente. De su
carne absolutamente lo que trajera al mundo. Debía re-
presentar una síntesis de sus ansias, siempre contenidas,
la verificación de sus deseos más caros y que en ella
traza llevaban de malograrse. Sin embargo, estas ansias,
que constituían el eje de su existencia, no se le transpa-
rentaban. De acuerdo con su costumbre, con la tendencia
esencial de su temperamento reservado, las ocultaba. A so-
las devanaba tales reflexiones, decíase:
—Si lloro o si río, si estoy triste o alegre, para mí es.
¡Que nadie, ni él, se meta! :
Se le antojaba que dar rienda suelta a un sentimiento

35
equivalía a impudor, a dejarse vencer por la debilidad.
Y el orgullo le montaba al rostro, extremaba su palidez
bajo la delgada capa de polvos de arroz.
Hacía lentamente su aprendizaje de «ama». En los há-
bitos a los que se enfrentaba, nada le causaba sorpresa.
Cuando su marido hablaba ante gentes extrañas, asentía
siempre. Aquella serie de usos con fuerza de ley, trans-
mitidos de generación en generación, eran intocables. Ga-
briela los acataba de labios afuera, mudamente, sin que
por ello dejasen de repugnarle ciertas demasías. En au-
sencia de Alejandro, pastores y gañanes acudían a ella en
demanda de órdenes.
—Mejor sería que comenzara el barbecho, si él no dis-
pone lo contrario.
—Maten la mula pinta. Contagiará a las demás. Ale-
jandro así piensa.
— ¿Arreglar el carro? Avise al tío Valentín. El se en-
carga.
—Vaya esta tarde a la Alcaldía. Es la cuestión de la
linde con la finca de Robustiano. Y diga la verdad, como
Dios manda. Podemos sacar nuestros trapos al sol.
—No tomaré esas yerbas, aunque se empeñe. El médi-
co se enfadaría. De agradecer, tanto interés.
De noche, acostados, intentaba que Alejandro la ente-
rase con más detalles de los asuntos de las propiedades,
de la marcha de las cosechas, de los precios a que se
pagaban el trigo, el vino y el aceite en Santa Cruz de
Mudela y en Valdepeñas. El ex seminarista se rebullía,
desconcertado.
—Cada uno a su tarea. Tú ya cumples con la obliga-
ción y son cosas que en las mujeres de tu clase desentonan.
En compensación de esta resistencia a explicarle el
enredijo de las faenas y tratos agrícolas, complacíase Ale-
jandro en informarla de señas y hazañas de su incontable
parentela. Por un presentimiento receloso, Gabriela no
se fiaba de sus juicios y simulando indiferencia recurría
a la sirvienta para que la enterase.
—Son de pasta medianeja. Pero hay que ir con pies
de plomo. ¡Pobre del que les discuta un grano de mies,
la lana de una oveja! Cocean como potros furiosos y

36
hasta a su mismo padre estrangularían. ¡Santa Vene-
randa!
— ¿Parientes cercanos? Por parte de madre, su primo
Pedro, con una gavilla de mocosos. Eleuteria, Fernanda,
Sebastián, Eduviges, Ramón. Un hatajo de bocas, y malos
como diablillos. Hoy tienen muchas tierras, pero al repar-
tirlas se enzarzarán en pleitos. La envidia los pondrá
amarillos. No respetarán la memoria de los que les dieron
pan y educación y un apellido limpio.
—«¿No se acuerda de Santiago? Estuvo a visitarla, a
los pocos días de que usted llegara, por el paripé. Ya
lleva un montón de años a cuestas. Es tío, en segundo
grado, de Alejandro, y de fachenda se parece al abuelo,
pero menos pulcro. Les dio carrera a los suyos. El boti-
cario, el cura de Quintanar. ¡Todo queda en casa! San-
tiago es uña y carne del diputado conservador. Nombra
a su antojo tanto al sereno como al juez municipal, en
las elecciones gana el que le gusta, maneja a su albedrío
a los concejales, esos títeres... En la rebotica se cuecen
los pasteles. Y él se aprovecha, engorda la hacienda. En-
gaña. Con su camisa de tela basta y su faja negra —se
la conozco de zagal— no le cabe el oro en el calcetín.
—Verónica, la bizca, ha salido del mismo palo. Como
es ricachona olvidan su fardo de pecados. Santiago se
casó con ella para agenciarse el favor del Marqués, del
que fue manceba. Es su consejera de maldición, la peste.
Todos, a la chita callando, reniegan de él, pero le doblan
el espinazo. A usted la tiene en cuarentena. Y eso que
la Verónica sólo la vio una vez. Es la que se arrodilla
más cerca del altar mayor y hace aspavientos de beatería.
Santiago se cobra por lo fino. En público es arrope con
ella. Pero mañana, cuando la vejez apunte y ya no rinda
para picos pardos, le calentará las costillas. Así se tomará
venganza de los cuernos de antaño. La Verónica se pinta
sola para malicias y le aconseja a Santiago las perrerías.
¡Ojalá que la hija no la imite! Cuando gatean, son
ángeles. Después...
—Y fíese, fíese del Santiago. Bicho rencoroso. Cuando
asoma por la calle de los guarnicioneros, los hombres
bajan la vista y hasta los rapaces tiemblan. Si alguno le

>
niega el voto, ya puede emigrar. Más que a un pedrisco
le temen a su sonrisa torcida. El socarrón quema la sangre
de los justos. Se vale de mil rodeos, pero consigue lo
que trae entre ceja y ceja.
Era al anochecer. Flameaba la lumbre de retamas en
la cocina. Desprendía el fuego un crudo resplandor, de-
jando en sombras oscilantes, de conseja, el cubo del za-
guán. En la sartén rehogábanse las gachas dulces de
noviembre. Clotilde, sentada en una silla baja, zurcía, ob-
servando a Gabriela, como si quisiera aprehender y medir
el latido de su vientre. Crujió en un bache demasiado
hondo la rueda de un carro, en la tiniebla se prolongaron
los ladridos.
Llamaron a la puerta y entró Santiago. Clotilde, que
le seguía, se persignó a sus espaldas. ¡Mal agúero! Des-
tacaba, por las luces violentas de la hoguera, en el la-
grimear del candil, la ruda silueta del cacique. Iba envuel-
to en una capa desteñida, empuñando un grueso bastón
de trajinante. Las cejas muy espesas y canosas, cuadrada
la mandíbula y la pelambrera que le sobresalía del cuello
de la camisa, daban impresión de ferocidad. Gabriela,
escuchándole, no sintió miedo, sino el deseo vago de
verle derrotado... algún día, no sabía por qué. Su entona-
ción al hablar, mitad sarcástica, mitad mansurrona, le
servían para escaparse como una anguila de cualquier
afirmación rotunda.
—¿Cómo te encuentras en este desierto, hija? Te acos-
tumbrarás. Los que hemos echado aquí los dientes, meti-
dos en este encierro, es natural que no sepamos prescindir.
Madrid se añora, al principio. Después, en Las Encinas
hay más paz, más campechanía. Supongo que me invi-
taréis al bautizo. Sí, esto tiene, digamos, su atractivo, sus
preciosidades. ¿Ya estuviste en el Palacio? ¡Hasta algunos
ingleses hacen el viaje para alabar sus pinturas!
El tuteo la crispaba, pero no había manera de recha-
zarlo.
—Me dijeron que Alejandro se quedó en la majada y
que vuelve al amanecer. Me urge hablar de negocios con
él. Díselo. Bueno... Es hora de retirarse. No olvides el

38
recado. Mi mujer quería venir, pero se le figura que le
guardas prevención.
Gabriela no intentó disculparse.
Resonaron las claveteadas botas de Santiago en el em-
pedrado. La claridad de la luna henchía los visillos de la
ventana. Batía el hijo en las entrañas, rezongaba Clotilde.
— ¡Daría los dedos de una mano para que la semilla
se le pudriese antes de nacer, para que le quemaran los
sembrados! Si pudiera, capaz es de tragarse la riqueza de
Alejandro y de todos. Buitre... Ya lo veo retorciéndose
en las calderas de Pedro Botero.
En Gabriela la reacción de asco —una contracción seca,
en la boca del estómago— desviábase por la súbita cu-
riosidad. Exclamó, intrigada:
— ¡Me gustaría tanto ir ahora al Palacio!
—-En otra ocasión será.
—-HHoy, hoy. No me libraría del antojo.
Intentó Clotilde disuadirla, pero después de varios mi-
nutos en que el ama calló ahincadamente, se doblegó a su
querencia. Consintió. ¿Y si el capricho de embarazada
hacía que el niño naciese con alguna marca? Pero su al-
bedrío se derretía y empezó a compartir la ilusión.
Salieron, cogidas del brazo, recorrieron un par de calles
solitarias y avistaron la plaza. Casi pegado a la iglesia, el
Palacio, con su hinchada panza de piedras ruinosas. El
ancho redondel estaba constituido por dos aglomeraciones
serpenteantes y corvas de casas que se detenían, a derecha
e izquierda, en las proximidades de ambos edificios domi-
nantes, como lanzas rotas y rendidas. De otra calle, aquella
sin salida y a la que se atribuye una leyenda de hermoso
amor suicida —que desvanece hogaño el estrépito del car-
pintero de carros— sólo emergía un muro desnudo, alto,
en el que los mozos jugaban a pelota los domingos por
la tarde. Por las cunetas corrían las aguas pútridas. Si
acaso, junto a un portal de tenebrosa boca, el rebrinco de
un gato errante.
El cielo vertía su cegadora claridad de estrellas sobre
la fachada pardusca. Los retorcidos hierros del balcón
central marcaban una sensación de siniestro abandono.
Arriba, amparándose en el alero del tejado, al socaire de

39
los canalones que se plegaban al compás del viento indino
de la Sierra, como una pupila tuerta y desportillada, el
escudo nobiliario.
Clotilde pretendió retroceder. Tenía la piel de gallina
y el corazón se le desencajaba de espanto. Pero Gabriela
aceleró el paso y no hubo más remedio que golpear en el
picaporte del portón. Tardaron en abrir. Ántes, una voz
quebrada preguntó:
—¿Quién de los míos se ha muerto, Santísima Virgen?
—Soy yo, la Clotilde. Está aquí doña Gabriela. Te ga-
narás unas pesetejas.
Luego agregó con ufanía:
— ¡Caprichos de preñada!
Abrieron trabajosamente el cerrojo, que gruñía como
alma en pena.
—Ave María.
—Sin pecado concebida. Buenas noches, Piadosa.
La anciana, arrebujada en un mantón, semejaba figura
del otro mundo. Ni rastro de dientes en las mondas encías,
cargado de bozo el labio desigual y rajado. Arrastrando
las botas de paño, las precedió, ya sin desconfianza. En
balbuceo recitaba la salmodia mil veces repetida.
Un patio amplio, que fue de armas. Adivinábase a la
izquierda, con tufo de cochambre y guiso de mediodía, la
habitación de la portera. La ancha escalinata se saturaba
de negrura. Separábanse las losetas por resquicios de yer-
bajos intrusos.
Subieron lentamente.
—El señor Marqués, el más célebre de su linaje, mandó
pintar al fresco todo el primer piso. Para que no se pierda
la memoria del triunfo de Lepanto. En la batalla contra
los infieles conquistó gloria a puñados. Una tremenda es-
cabechina de turcos. Iba en el puente de mando, no lejos
de don Juan de Austria.
Enfiló el farol al muro del rellano.
—Una escena de aquel zafarrancho. Una bala de cañón
explotó a poca distancia del Marqués y salió sano y salvo,
por obra y gracia del Espíritu Santo. Sólo le chamuscó
la barba. ¡Y hay quien duda de la Divina Providencia!
Continuó su camino. Clotilde oía pasmada los detalles

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de la narración, a pesar de que la recordaba con puntos
y comas.
—En este salón ( ¡lástima grande que las columnas es-
tén tan arruinadas, que polvo somos y en polvo nos con-
vertíiremos! ) tenemos un portento de arte, no se sabe de
otro igual. En toda la provincia y más allá.
Arrastró un taburete, asentó en él torpemente las plan-
tas y levantando de nuevo el farol mostró una testa de
toro que parecía no disimular cierto aire compungido, por
su fama abrumadora.
—Mírenlo, desde cualquier sitio. De frente, más reti-
rado, de cerca, como sea. Los ojos giran, os siguen siem-
pre. Por los siglos de los siglos.
Gabriela creyó notar en el toro una chocante seme-
janza con Santiago.
—No se sabe quién fue el pintor. Cuentan que el señor
Marqués lo «pescó» con su esposa y en lugar de cortarle
el pescuezo le fijó un plazo angustioso para que terminara
de decorar el Palacio. De lo contrario, sus perros lo des-
pedazarían. El infeliz se afanó noche y día, sin parar, sin
resollar. Al fin, a tiempo, pudo presentar estas maravillas.
Su verdugo, para castigarlo de otra forma, lo condujo a la
era, por donde está ahora la taberna de Manrique. Era
en el mes de diciembre. Lo pusieron en traje de Adán y le
mandaron que ahuecase el bulto, así, so pena de azotarlo
hasta el último suspiro. No se tuvo más noticia de él. En
cuanto a la adúltera aseguran que se consumió de sonrojo
y remordimientos. Le tapiaron las ventanas que dan a la
plaza, no volvió a hablar con ser humano.
Alargó los flacos dedos para recibir la propina y las
acompañó hasta la puerta, quejándose de su suerte.
Ya en la casa, que les pareció excepcionalmente acoge-
dora, Clotilde, en vista de que el ama no hablaba, la
invitó a descansar.
Está deshecho el embozo de la cama. Sin quitarse la
mantilla, doña Gabriela, apoyados los codos en la repisa
de la chimenea, desfogaba su imaginación presa, para que
atravesara paredes y años.
—Me distrajo. Estaba un pos aburrida. Un día es igual
al de ayer, al otro.

41
Arrepentida de su lamentación, la cortó bruscamente.
Pero Clotilde no se había dado cuenta. Se dedicaba a traer
botellas de agua caliente para los pies y un ramo de ro-
mero que colocó debajo de la almohada. Canturreaba, con
inflexiones de refrán:
—Cama sin hombre, corazón hambriento. Será un
mozo, un real mozo...
Se recogió las faldas y con un mohín divertido la pi-
ropeó.
—Engañan las apariencias. Para usted será lo más fácil
traer hijos al mundo y presumir después de talle de avispa.
Y éste no será el único. ¡Estoy segura, o a Alejandro se
le acabó el brío y va mustio de ilusión! ¡Pero no hay
miedo!
Al retirarse, más en vena, añadía:
— ¡Que se llene de trigo el granero y la despensa de
matanza y que los chiquillos se harten de hacer diabluras
en esta casa y que me vuelvan mochales! ¡Que se retuer-
zan de tirria los envidiosos de su riqueza! ¡Que rabien y
pataleen las estropajosas que tienen sed y no beben!
—Vete a dormir. Pareces andaluza.
—¿Yo, andaluza? ¿Yo, andaluza?

42
YTI

Alejandro acabó de apuntar en una libreta y la miró,


el ademán cansado. Al girar hacia ella la cabeza, al filo
del cuello y en pastueño contraste con su general y exa-
gerada blancura, dejábase ver una raya de piel tostada. Se
atusó, preocupado, la barba recortada y azulenca. Se había
acostado ya Clotilde y la tranquilidad que los rodeaba
incitaba a esas charlas matrimoniales de frases perezosas,
sembradas de muchas pausas.
—¿Querías decirme algo?
—Pues sí, la verdad.
Gabriela esperó, súbitamente inquieta. Durante todas
estas semanas, pensaba, Alejandro no cesaba de cavilar.
Mal presentimiento.
Allá en lo hondo de la cuadra relinchó el jaco.
—Me habló el tío Santiago. ¿A qué no te figuras su
ocurrencia? Que se acercan elecciones municipales y que
al Ayuntamiento debemos ir hombres de peso, con familia
de arraigo y posibles, que no estemos gastados por pleitos
de campanario, que seamos una garantía de buena admi-
nistración, de seriedad.

43
Gabriela no logró contenerse.
—Y que bailéis al son que os toque, y que os dejéis
manejar.
De buena gana borraría lo dicho. Apareció en las me-
jillas de Alejandro una palidez iracunda, pero se calmó a
tiempo y permaneció silencioso, hosco. Se levantó al fin,
hizo tintinear la cadena de oro de su reloj de tapas y
masculló, apartando los ojos de ella:
—No puedo desairarlo. Son una serie de lazos, de inte-
reses que tú no comprendes. Uno solo no tiene bastante
empuje para luchar contra la corriente. Que otros desba-
raten, si les place, la tela de araña.
—+Echa un pretexto. Que estás delicado de salud, que
se resentirá la hacienda.
— ¡Cualquiera lo engaña! A porfiado no le ganas. Di el
consentimiento. Ahora que una cosa es pasar sin pena ni
gloria y otra, muy distinta, ayudar a una canallada. Pro-
curaré ser discreto y huir de belenes.
—Si lo has resuelto... Tú eres el hombre.
Y de esta forma concluyó la charla, dejando en Ga-
briela un remolino de presagios.
—La política es la perdición de los honrados.
Listas las ropas del crío, avisada la partera, más vigi-
lante que nunca Clotilde, transcurrieron los últimos días
del embarazo. En un amanecer, sin que la madre se
quejara mayormente, nació Benito, el primogénito.
¡La casa tenía un sucesor! Perpetuábase el apellido.
Tierras y servidores para un nuevo amo. Acudió, en pro-
cesión de zalemas y loas, la parentela, sin excepción no-
table. Y pronto se olvidó el suceso insignificante, la sorda
cuita de Alejandro. Clotilde se enjaretó una mantilla os-
tentosa para el bautizo, lo que originó un diluvio de cu-
chufletas. Y a Gabriela se le fueron los meses amamantan-
do al vástago, orgullosa de su andar torpón. Pero en el
fondo seguía vagamente intranquila, convencida de que
una carroña trabajaba agazapada y de que no tardaría en
sobrevenir, como brinca un saltamontes entre los matojos,
la desgracia.
Benito significaba para ella un renacer ilimitado de es-
peranzas. Era varón y esto da en la vida más firmeza, más

44
libertad. No ignoraba que su destino no tenía vuelta de
hoja, se componía de sujeción, limitaciones y aislamiento.
Cuando observaba a Benito, aprisionado en la silla enana,
apretados los puños al contrariarle, tesonero el gesto, de
armónicas y sólidas facciones, se sazonaba con aquellas
ideas, nebulosas y apasionantes, de lo que ella hubiera
querido ser. El pequeño —anhelaba— se saldría de lo
vulgar. Y aunque a la postre fuera desgraciado, valía la
pena si conocía un mundo de mayores quilates, más no-
blemente atractivo.
Los seis primeros años de matrimonio se le fueron con
invariable parsimonia. Habíase plegado a la modorra de
Alejandro, la parentela casi terminó olvidándola. ¿Consti-
tuía una pesadilla, una evocación irreal, la visión magra y
seca de la llanura, que desde entonces no había vuelto a
recorrer, encerrada como estaba entre sus cuatro paredes?
Dio a luz tres hijos más: Abel, Fadrique, Luisa. Pero
también con estos cachos de su carne, y Clotilde se lo re-
prochaba, mostrábase adusta, enemiga de arrumacos.
Alejandro desempeñaba con desgana su cargo —lo re-
eligieron sin dificultad— de concejal honorario. Por lo
general, no asistía a las sesiones y si lo citaban a los cón-
claves de Santiago, en la rebotica, se acordaba súbitamen-
te de un quehacer urgente y a varias leguas de distancia,
ensillaba el jaco, Chocolate, y salía disparado.
Si el debate no era de compromiso, el cacique solía
comentar:
— Alejandro es un voto neutral. Puente de plata. Olfato
para descubrir artimañas no le falta..., pero estemos tran-
quilos: tiene cutis de monja y asaduras de cordero pascual.
Le reían la salida.
Y Santiago, petulante, le confesaba al juez municipal,
su cuñado y compinche:
—No hay quien me alce el gallo.
El «magistrado» se hurgaba en la nariz de porrón vi-
noso, sorbía un trago de aguardiente y alardeando de in-
genio apostillaba la intención adulatoriamente:
—Sería un Caín. La familia, antes que nada.
No iba a ser indefinida la calma para Santiago. El Ayun-
tamiento, con la excusa de construir una fuente en la

45
plaza, para lo que necesitábanse fondos, sacó a subasta
una parte de los terrenos comunales. La operación se llevó
a cabo con las tradicionales martingalas legalistas, un
hombre de paja del cacique —porque no hubo postor que
pujase, que nadie se mete en la boca del lobo— compró
a vil precio la propiedad, y todo hubiera transcurrido
plácidamente de no interponerse unas fanegas de secano
colocadas en medio y que pertenecían a un labrador fo-
rastero, de Almuradiel. Joaquín, que así se llamaba, no
dijo sílaba ante este tejemaneje, pero en vista de que su
nuevo vecino le invadía, paso a paso, los lindes, presentó
una reclamación al Municipio, empeñado en que se le
hiciese justicia.
Santiago se aguantó la cólera y de la noche a la mañana
el Ayuntamiento, «velando por una riqueza, que es de
todos los habitantes de Las Encinas, después del informe
jurídico del Secretario, según documentos adjuntos entre
los que figura un certificado del Catastro de Rústica, que
demuestra que el antedicho Joaquín González usurpa los
terrenos enclavados en la falda de la ermita de San
Patricio de este término municipal, acuerda, por unanimi-
dad de los asistentes, incorporarlos a su propiedad comu-
nal y emplazar al citado Joaquín González a que los aban-
done en el plazo de treinta días, puesto que los títulos
por él exhibidos carecen de validez y si acaso sólo tienen
el carácter de un contrato verbal privado, disfrutándolos
el otorgante (q. e. p. d.) por una práctica de tolerancia
y no por derecho escrito».
La noticia, como todo cambio de dominios, llegó a los
hogares, surcos donde se descansa de la siega, majadas.
Era, de siempre, la cuestión que más apasionaba. La visita
del alguacil al desahuciado, la violenta manera con que
éste lo recibió, terciada la escopeta, su precipitado viaje
al pueblo cabeza de partido, a consultar con un picapleitos
y su regreso al oscurecer del otro día, desmayado de paso
y muy tirantes las arrugas de la frente, se divulgaron con
amplios pormenores. La gente espiaba sus ademanes, que-
ría adivinarle el humor. Se supo que había estado en casa
de Alejandro y que como no lo encontró expuso el atro-
pello a la madrileña.

46
—Haré una barbaridad. Gasté todo el patrimonio en
comprarle esas tierras al tío Sandalio, que en gloria esté.
Y las tierras eran bien suyas, que de su tatarabuelo le
venían. No entiendo de letra ni de bachillería, pero él no
me engañó. Después de partirme los riñones arando y sem-
brando, aparece un hijo de... con sus manos lavadas a
quitármelas. ¿Y el pan de los míos? Tengo mujer, dos
críos. Háblele a su marido, doña Gabriela. El es del
Ayuntamiento y me puede librar del aprieto. Como el
chanchullo lo amasaron a sus espaldas, con él no se atre-
verán.
Al irse, dándole vueltas a la boina en las garras de
hombre machucho, amenazó:
—Si me desamparan, los culpables, que son los que
zurcen y los que otorgan, pagarán su merecido. Dios no
se Olvida de la justicia.
Maquinalmente se limpió el polvo de la chaqueta de
pana, se alisó un rubio mechón de cabellos que le cosqui-
lleaban en las cejas. Quitado el flequillo resplandecían
pajizamente, con tinte vidrioso, los ojos claros de Joaquín,
sin paliar la rabia de que estaba poseído.
Gabriela esperó con impaciencia y llegado Alejandro le
repitió, serena y rotundamente, sin nada de su cosecha,
la conversación con «el de Almuradiel». Era, en el decir,
como si le transmitiese un encargo rutinario del mayoral,
pero la indignación palpitaba bajo las palabras, revelando
un ardiente afán de lucha. El marido la escuchaba, fin-
giendo sosiego, procurando no interesarse. Le costaba un
esfuerzo doloroso no reparar en la actitud imperativa de
Gabriela: en arco los brazos, erizadas las delgadas cejas.
No, no estaba muy convencido de lo que debía resolver.
Y aventuró con su típica cortedad:
—Es posible que no sea una faena santa. Algo se mur-
mura por ahí. Pero remover el negocio es buscarle las
cosquillas al tío Santiago, sin tapujos.
La excusa, que tenía el tono apagado que solía emplear
en los casos peliagudos, hizo vibrar la voz de Gabriela,
roncamente, como si le escaldaran el paladar y le retor-
cieran las tripas.
—Tú eres el hombre.

47
Y no consiguió que las palabras le salieran sin acritud.
Aquella noche a Alejandro le costó pegar los ojos. Nun-
ca se había entrometido Gabriela en sus asuntos, pero ante
el desafuero, sin que lo manifestara abiertamente, le alar-
maba su enardecida disconformidad. Junto a él, acostada,
desprendía un fino sudor receloso y aunque lo disimulase
rondábale su misma inquietud. A grandes rasgos, presu-
rosamente, como si lo expandiese su discreto calor vecino,
sentía Alejandro, de manera evidente, que le reprochaba
la inconsistencia de su vida. ¿Iba a soslayar siempre el
peligro y las molestias, a no cometer iniquidades pero a
permitir que otros las realizaran, por sabedor del teje-
maneje? Comprendió entonces que lo único para él exis-
tente en última instancia —la mujer y los hijos— fundía
su duda. Si se taponaba los oídos —+esos oídos del alma—
y despreciaba los gritos de un desgraciado, ¿le sería posi-
ble ya levantar la mirada hacia Gabriela? ¿No habría en
su conducta una franja pesada y oscura, que, más adelante,
cuando ellos tuviesen raciocinio, jamás sería capaz de ex-
plicarles?
La frase —quemada de cáscara, amorosa de fondo pese
a la irritación circunstancial, merecida— retumbaba en su
memoria.
—Tú eres el hombre.
Había sonado la hora de que él no marchase más a la
deriva. El caso estaba decidido. Quiso despertarla y co-
municarle su resolución, sin pizca de sonrojo por sus pre-
cedentes vacilaciones, pero después le pareció que no
jactarse de su nacido carácter, callárselo, constituía la
prueba natural de que realmente había cambiado. Lo
aquietaba una impresión tonificante de firmeza y tras par-
padear con alegría repentina se durmió como un patriarca.
Al día siguiente, temprano, Alejandro fue al Ayunta-
miento. En la calle Real, Jas mujeres barren, sacuden el
polvo, riegan los portales. El comerciante de tejidos cuel-
ga en su fachada, como rótulo, un toldo de tela para
sábanas gruesas, de pobre. Desde la botica, su cuartel
general, Santiago lo saluda socarrón.
— ¡Qué madrugador!

48
Y Atilano, su retoño, un mozo ventrudo y peludo, que
frecuentemente padece de hipo, describe:
—Va de punta en blanco. Como un figurín lo aderezó
la madrileña. Ni que se tratara de un entierro. Fíjate,
padre, hasta capa forrada de terciopelo colorado me luce.
Y un bastón elegante, para colmo. Aunque no le sienta:
el primito es de lo más basto. ¿Crees que fisgoneará en
lo de Joaquín?
—La señoritinga lo habrá ablandado. Le agradan los
pordioseros. Veinticuatro, éste...
No tardó en acudir el alguacil, que se llevó aparte a
Santiago.
—Me manda el Secretario. Su sobrino está olisqueando
el papelorio y tiene un no sé qué de vinagre repuntao.
—Márchate tranquilo. ¡Por poco os soliviantáis! Y dile
al tinterillo que su misión es enredarle las entendederas.
Es su deber ahora y lo único para que me sirve. ¡También
para que su doña Eugenia le adorne la cabeza de estornino
que me gasta!
Luego, a solas, con aire de suficiencia, apostrofó al
vacío:
— ¡Maricas! Se ahogan en un buche de agua.
Ordenó a Atilano:
—Al Cortao que vaya por casa y entre por el corral.
Al Jilguero que también lo necesito. Y no os preocupéis.
Con un gesto adormilado y de tramposa franqueza salió
al encuentro de Alejandro. Apontocó la cadera derecha
en el garrote, mientras espiaba con el rabillo del ojo a los
curiosos que desde ambas aceras intentaban recoger sus
palabras.
—Así me gusta, Alejandro, así me gusta, que te despe-
pites por la felicidad del «común». Son trabajos que en el
Cielo te los contarán. Nunca es a destiempo si la dicha
es buena. ¡Cómo di en el clavo al barruntar que tu lugar
estaba ahí, enfrente! ¡Qué guardado te lo traías!
Y se ajustó la faja, con acatamiento burlón, y giró en
redondo.
Sintió Alejandro, como si se las viera ante un espejo,
el sofoco de sus mejillas. Se aguantó las ganas de soltarle
cuatro frescas. Lo de la tierra de Joaquín estaba más que

49
turbio y aquel sermoncito guasón equivalía, en el cacique,
a una declaración de guerra. Pero no debía cejar, sino tirar
de la manta, cayese el que cayese. Y le pareció —lo que
le mortificaba con dulce regusto— que al caminar desde
aquel momento pendía de un hilo imperceptible, anudado
a la voluntad de su mujer. Se notó niño —sensación de
segundos, rara— y estuvo a pique de gimotear.
No le explicó a Gabriela el resultado de sus averigua-
ciones, ni ella le preguntó. Simulaba ocuparse únicamente
de Luisa, aunque el áspero entrecejo delataba su emoción
violenta y domeñada.
El la admiró. Los partos no le habían restado puntos
de esbeltez a la cintura y mostraba aún la prestancia de
color, el fresco movimiento y el rostro terso de las mu-
chachas solteras. Al propio tiempo, un aire grave y ma-
duro, flexible y entero que le infundía una emanación de
cálida sombra y hacía que todos, patanes y letrados, ex-
perimentasen en su presencia una necesidad irresistible
de testimoniarle respeto, callado homenaje.
Por la hora de la siesta partió el marido. Corría un
vientecillo extemporáneamente crudo que agitaba los fal-
dones de su levita y que acariciaba los flancos del jaco.
Jinete y bestia, convertidos en silueta angulosa, se fun-
dieron al alejarse, al ser un manchón más en la llanada
de las lagunas, como un guiño en el horizonte escurridizo.
Alejandro respiraba gozoso, distraído por el trote.
Cuando atravesó el arrabal de los guarnicioneros, las vie-
jas, en salmuera de arrugas, le habían sonreído con un
especie de cándida y muda incitación, que no acertaba a
descifrar. Se le olvidó pronto este detalle y también la
idea, antes obsesionante, de que en la próxima sesión
tendría que impugnar a cartas descubiertas el acuerdo so-
bre Joaquín y exigir su revisión, la apertura de un nuevo
expediente. En el campo, sin mirones, se le aplacaba el
ánimo. Reconoció el cañaveral del que arrancaba el sen-
dero por donde iban al monte sus ganados. Este año ven-
dería la lana a mejor precio. En cuanto al tío Santiago,
acabaría cediendo de su sinrazón. Pensó, orgullosamente,
saboreándolo, que ninguna mujer del contorno aventajaba
a Gabriela en carácter recto y señorío natural. Dejó sueltas

30
las riendas de su cabalgadura y, agotadas las reflexiones,
se puso a canturrear.

Todos —sin poder justificarlo— aguardaban en el pue-


blo sucesos graves. Un instinto profundo avisaba a los más
torpes de meollo que algo desagradable, brutal y simple,
con ropones de siniestra traza, se gestaba. Este poder de
captación de la comunidad, y más aún si está aislada, si
vive dentro de un agujero, traducíase en la multiplicación
de las hablillas nerviosas, en el tono reservón y expectante
con que se expresaban. Incluso en el ritmo de las faenas
diarias percibíase un atrancado compás de espera. Con
paradójica fusión de pánico y de regodeo — ¡que la varie-
dad es siempre un manjar!— estaban pendientes del me-
nor susurro y ni un zumbido de mosquito se les escapaba.
Repetían las palabras, escuchadas en ocasiones memo-
rables, con añejo acento de letanía.
—Esta calma desespera más que una tormenta al raso.
Calma traicionera, de verano retrasao. |
—Mi perro ladra que ladra toda la noche, como si le
apretaran el rabo con unas tenazas.
— ¡Míseros de nosotros! ¿Dónde descargará el rayo?
—Andan sueltos los espíritus del Infierno.
—Eugenia ha dado una limosna. Se prepara a bien
morir. ¡Quién lo dijera!
—A lo mejor se torna desabrida la otoñada.
—El Fabián cogió un susto morrocotudo. Iba por la
era, cerca del cementerio, había oscurecido y lo asaltaron
unos fantasmas tan «disformes» como si Sierra Morena
se hubiera arrancado de cuajo y caminara extraviada por
los campos de Nuestro Señor. ¡Ni con friegas de alcohol,
ventosas y sinapismos le volvía la color! Cara de difunto
le quedará para siempre.
La fantasía se explaya, igual que un riachuelo que se
acerca al mar. Un ambiente suspicaz y venenoso oprime
contra su pecho de cieno y juncales el alma inaprehensible
de los hogares. Gusta de rozarse, en confidencias furtivas,
con los rebordes de las esquinas columpiadas por los vien-
tos. Reseca los labios de las hembras y pone lagrimones
de alcuza en el tañido de las campanas.

31
El pueblo es una joroba de la llanura. Se acurruca par-
damente, con su masa de tejas cascadas, en el verdor
ceniza de sus árboles delgaduchos, en unas ansias agudas
de contemplar el crimen.
De tal manera había calado y persistido esta angustia
que nadie se sorprendió de que en una reyerta Joaquín
apuñalara al Cortao. Fue a la media tarde, en el zaguán
de la posada. Entre los carros desaparejados —coincidían
las versiones— surgió la figura maciza del matón. Casual-
mente pasaba por aquel lugar el de Almuradiel. La ira,
refrenada, insistente, lo arrojaba fuera de su. casa, sentía
el prurito de mostrarse, de desafiar la inquina del vecín-
dario.
El Cortao no se anduvo con chiquitas. Escupió al
suelo, casi en las abarcas de Joaquín. En torno, una vein-
tena de ociosos, repartidos en grupos, aparentaban con-
versar; El ofendido se paró tiesamente y miró con alta-
nería. Luego, con un reír cargado de chispas, preguntó:
—¿Es por mí?
—Pues sí, que presumes de majo...
—-Si me buscas, me encuentras...
— ¡Inclusero! ¡Te echaremos a patadas de aquí!
Y el Cortao, abandonando su postura negligente, se le
abalanzó. Chispeó, como un meteoro, la navaja en su dies-
tra, pero Joaquín, más mozo, esquivó su salto y de un
puñetazo, que sonó con chasquido de huesos, lo tumbó.
Rebotó el arma contra los guijarros. Después, cuestión de
segundos nada más, Joaquín se apoderó de la faquilla y
cuando el otro quiso reanudar la pelea lo mató, de un
golpe bárbaro, que debió rebanarle los pulmones.
Cuchillo en mano, atontado, Joaquín emprendió el re-
greso. Nadie se le acercaba. Anunciaban su paso los por-
tazos con que se cerraban las casas y un silencio denso,
que partía la atmósfera.
En un corralillo al descubierto, por el tejar, picoteaban
las gallinas. Levantó al cielo los ojos enrojecidos y quiso
empaparse, desesperadamente, de su color y de su olor.
Mientras, los testigos en comitiva notificaban el «ase-
sinato» a la pareja de la Guardia Civil.

32
Tampoco causó mayor sorpresa el accidente de Ale-
jandro. Al menos, y era un consuelo, fue muy distinto su
fin. Hallaron el cadáver a tiro de honda del cañaveral,
despeñado. Había allí un montículo de plataforma estrecha
y resbaladiza. Se conoce que el jaco se encabritó y lo
derribó de la montura. Se desnucó en unos peñascos.
Pasmábanse las comadres de que doña Gabriela no se
hubiera desmayado al recibir la mala nueva. Ni un amago
de llanto la sacudió.
—Es dura y soberbia.
— ¡Vaya redaños!
—Mandó acostar a los hijos y con ayuda de Marcial
colocó al difunto en su cama. Apagó todas las luces de la
casa y encendió, sin que le temblara el pulso, unos cirios,
alrededor del marido.
—Estuve para darle el pésame. Como somos parientes
lejanos... Ahí la tienes muy dominanta, sentada en su
sillón.
—No se imagina que esta carga es un castigo de Jesu-
cristo. Mujer sola y que no es labradora de herencia y de
sangre, torrija para los criados. ¡La desplumarán!
—Estuvo a ofrecerse, para lo que hiciera falta, el tío
Santiago.
—Serafina lo amortaja.
—Un rebaño sin pastor, un tallo sin espigas, un barco
sin vela.
—Le robaron el sosiego. Aunque no se altera, le ronda
el pesar.
—Entierro de postín. Van todos los peces gordos.
——También los gañanes.
—A la viuda le sobra el temple, por arrobas. Y es miel
para los de abajo.
—_Lenguas largas, cadáver reciente.
— ¡El Reino de los Cielos, vénganos!
La nada adelgazó la fisonomía de Alejandro. Se coaguló
el remanso de sangre que le fluyera de la cabeza. Con los
párpados inmóviles resalta más la redondez eclesiástica
de sus pómulos. En la gruesa boca parece persistir el úl-
timo suspiro. Las aletas de la nariz se le tiñen de lividez.
Gabriela, que no separa de él su mirada, que brilla enju-

33
tamente, rumia sobre su soledad, pero como quien la
sopesa y mide, sin íntimos aspavientos.
—Descansa, Clotilde.
Piensa, quizá cruelmente, que la experiencia matrimo-
nial le deja una emoción suave e insípida. Así debe ser:
sus nervios no conocieron las gozosas exaltaciones que ca-
carean algunas mujeres fuera de caño. Tampoco las había
deseado. Su mundo era diferente. Todos sus sentimientos
tenían un valor exclusivo: la preparaban para esa prueba.
Si, por lo general, nunca se guiaba por el egoísmo, menos
ahora.
—-Cose una funda de esteras para el piano y que lo
lleven el camaranchón.
Frente a ella, Veinticuatro, el tonto más tonto de que
hay memoria en el pueblo,ha escuchado la orden. Le
tiende los brazos, con un escalofrío en todo el cuerpo, en
esfumada imploración de idiota. Don Atilano lo aparta a
empellones y se muestra consolador.
—Los años harán su faena. Llegará un momento en
que, más tranquila, usté recapacite y elija timonel para
esta nave.
—Cállese.
Para Gabriela ese tiempo no existe y menos aún oídos
para semejante idea, tan absurda.
Se presentó, con gesto pamplinoso, con ese barniz de
las circunstancias solemnes, el Jilguero. No era momento
de lucir sus gracias. ¡Lástima! Tentaciones le acometían
—vanidad de hombre bragado— de reproducir allí mismo
el silbido con que, desde el fondo de la barranca, desató
el pánico ciego del jaco. Aún veía cómo Alejandro, con
voltereta de pelele, salía despedido, provocando un ruido
opaco que se extendía por la soledad olorosa del campo.
Ahorró el atacarle cara a cara, por esa treta. Á rastras
se alejó del sitio. El «amo» podía estar satisfecho. Libre
de un enemigo y sin dejar huella. Tendría que aflojarle
la bolsa, máxime porque el Cortao agonizaba ya, y por lo
pronto no le quedaba más gente de confianza que él.
Le tocó la tarea de más riesgo. Pero a él lo salvaba su
inventiva. Imitaba con perfección asombrosa los ruidos

34
de los animales, domésticos o salvajes. ¡Hasta el caballo
de Alejandro se engañó!
En los dos días siguientes el Jilguero no cesó de vagar
por el pueblo. Tras Joaquín, al que la Guardia Civil con-
dujo con destino a Valdepeñas, vio salir a la esposa y a
los hijos. Ninguno se atrevió a manifestarles simpatía, a
ofrecerles una hogaza de pan o un jarro de vino. Recela-
ban de Santiago.
Y se perdió el chirrido de ejes, acompañado por nu-
becillas de polvo espeso, en el vacío resonante de la lla-
nura. Lágrimas y mocos, mujer, retoños.
Entonces el Jilguero parodió, por entre los dientes ver-
dinosos y desgonzados, el maullido de un gato.
Á su pesar, no desechaba del magín el recuerdo de
doña Gabriela.
—_La soñaré.
El había querido pasar desapercibido, pero juraría que
ni un guiño suyo se le escapó a la viuda. Hasta se le fi-
guraba que lo había mirado con molesta insistencia, que-
riéndole tantear la conciencia. Y experimentaba un afán
irresistible de informarse de ella, de enterarse de todos sus
actos, de saber todas sus palabras en «aquel trance».
—Una moza así, de tener yo onzas... ¡Venganza com-
pleta para el «amo»!
Sería una felicidad poseer tierras en el término, tantas
que no se pudieran contar.
—Haría falta —rumiaba— la mar de astucia y energía
para embridar una hembra de esos riñones.
“ Forjaba disparatados proyectos para el futuro.
—.¿Cómo gemiría en un abrazo la señorona?
Mañosamente, sonsacó a Juanillo, uno de los criados
de doña Gabriela.
—Es natural que la viuda esté atolondrada, como pi-
chón en palomar ajeno. Ni barruntar puede lo que son las
labores, el mando sobre los hombres. ¡Ya os aprovecha-
réis y engordaréis el pellejo, cuadrilla de zánganos!
Su interlocutor levantó los ojos, con franca ironía.
—Si crees que atinas... No es tan fácil de pelar. Por
las muestras... Esta misma mañana nos llamó a todos los
de su casa y nos preguntó con pelos y señales de las

35
siembras y los ganados. Escribe que te escribe en una
libreta, aunque ande sobrada de recordación. A cada uno,
por su nombre. Y venga remachar con que no soportará
artimañas y que al que se tuerza lo enderezará. Miguelillo
intentó embrollar las cosas de su hato y hacerse impres-
cindible, pero doña Gabriela no se amilanó.
—Y os largó un sermoncito. Poco cuesta. Del dicho al
hecho...
—No, dijo sin alzar la voz, pero con arrestos, que allí
mandaba ella. Y que lo aprendiéramos de una vez, que no
era amiga de repeticiones. Se me puso la carne de gallina.
Y no es por alabarme, pero no soy de los que se achican.
—La viuda ya os puso riendas y cascabeles.
—Es que da grima no obedecerla.
— ¡Borregos!

56
IV

Empezó el trajinar de doña Gabriela.


Al principio cuidábase solamente de tomar las cuentas
a los criados, de pagar los jornales y las contribuciones,
de revisar la marcha de la cosecha y las ventas de grano.
Pero todo ello dentro de su casa, al abrigo de la luz del
sol. Lo mismo hacía con la educación de los hijos. Clo-
tilde los llevaba a la escuela y por las noches su madre
los interrogaba habilidosamente sobre las clases, de los
demás niños, acerca del maestrico. La familia de Alejan-
dro, ya de por sí desdeñosa, cuando no hostil, se había
alejado por completo. De la vida normal del pueblo sólo
percibía un sordo rumor trunco, lo que era preferible.
Si el vestido de riguroso luto se desgastaba, lo sustituía
por otra tela, enconadamente de igual color, más severa
aún en el corte.
Sentía a veces una fatiga inexplicable o un pesado an-
helo de respirar sin trabas, de caminar hasta que le fal-
tase el aliento. Reacciones pasajeras en las que luego no
paraba mientes. Los que la trataban sí veían en sus labios
el molde desvanecido de la antigua sonrisa, tan cabal.

57
Ahora refugiábase tras una capa de serenidad postiza, al
amparo de esas enterezas que a duras penas se consiguen.
Ella notaba, por alguna expresión rezagada o presumible,
por el bobo moscardoneo que seguía su paso al ir a la
iglesia, que le tejían una leyenda.
Porque su reclusión, la firmeza despectiva con que se
desenvolvía su existencia, el prurito de valerse por las
propias fuerzas, su misma actitud abstraída, el apasiona-
do tesón con que su conducta, así lo entendía, exaltaba
la memoria de Alejandro, su sencilla honradez, le creaban
un nimbo de estima y de odio, devoto o vagamente ren-
COrOSO.
Se levantaba a las seis de la mañana. De espaldas al
espejo, a oscuras, se arreglaba en un dos por tres el pei-
nado. Pese a su descuido, el negro cabello en rizos cor-
tos, no muy abundante pero de dulces junturas por las
sienes, le daba sugestiva entonación de suavidad al con-
junto del rostro. Conservaba en los oídos, cuyo tamaño
desproporcionado no ocultaba con ningún artificio, los
pendientes de oro macizo, pesados y colgantes, que Ale-
jandro le regalara para las bodas. Apenas se descubría la
garganta, ligera y delicada en paño de mate blancura. Le
salía del alma la naturalidad y esta condición mostrábase
en los detalles más nimios de su atavío y presentación.
Y así, hablaba rotundamente, sin empacho de mostrar la
boca grande; así, no se disfrazaba el busto, más bien
escuálido, con los rellenos de moda.
Inmediatamente, inspeccionaba las cuadras y el corral,
la bodega y el granero. En el semicírculo del pozo, regaba
sus macetas. Ello silenciosamente, para no despertar a
nadie. Allí, daba órdenes a los gañanes y se cercioraba
del buen aparejo de las bestias. Después —su camino era
siempre idéntico, como dibujado por una línea inflexi-
ble— prendía el fuego y preparaba, secundada por Clo-
tilde, cada vez más cegata y reumática, el desayuno de
los niños. Cumplida esta obligación, bebía, de pie, una
taza de leche hervida. Luego, el aseo de los cuartos, la
costura, las entrevistas con labriegos y pastores, sin va-
riación, con regularidad de péndulo.
La comida le resultaba siempre mortificante. Porque

58
nadie ocupaba la silla vacía, arrinconada y presidencial,
de Alejandro. Observaba celosamente el apetito de los
hijos, casi sin probar bocado, atenta a cortar de raíz ti-
quismiquis y querellas. Ya le inquietaba la diversidad y
contraposición de sus temperamentos. Benito, por la agu-
deza con que analizaba lo grande y lo pequeño, por su
desparpajo para arrostrar críticas. Abel, por la salud cuar-
teada: quejábase constantemente de las articulaciones y
lo hacía con una tendencia precoz a la broma bonachona,
pródiga en palabrotas que se necesitaba corregir. Fadrique
se distinguía por el genio bronco y suspicaz, propenso a
la envidia. En cambio, Luisa se entusiasmaba con el baile
en corro y el juego, principalmente.
Más de tres años hacía que se lo trajeron muerto. El
cariño, amasado de recuerdos, de rutinas, de intrascen-
dentes sinsabores y mínimas alegrías, se le había trans-
formado. Era, simplemente, una lealtad, el deseo de man-
tener los cimientos de su fortuna, de encarrilar a los pe-
queños. Y también, allá en lo hondo, un sañudo desprecio
hacia el pueblo y la parentela, que ella ignoraba orgullo-
samente.
Las horas de la siesta y del atardecer, las más largas,
transcurrían interminablemente, encerrada en el despacho
de Alejandro. Releía un título de propiedad, calculaba lo
que rendiría esta temporada la aceituna, el retraso con que
le liquidaban la renta de la huerta de la Sierra, lo que
valdría un par de mulas para la feria. Interrumpía una
multiplicación para meditar en otros problemas, los su-
yos, más tormentosos e inaprehensibles.
Ya ni padre le quedaba. Expiró plácidamente, entre
desconocidos, en el Norte. Seguiría con esta lucha sorda,
alimentada de áspera soledad, sin desmayos. Sus aspira-
ciones reducíanse ya a tan poco... ¿No había ambicio-
nado visitar un sinfín de tierras, dedicarse al estudio, ex-
perimentar un querer verdadero en que fuese dueña de
sí misma, como no le ocurrió con Alejandro?
Estaba apartada del mundo. Sólo le correspondía esta
tarea agotadora y destructiva. Conservar, conservar... De-
bía identificarse con su sino, hasta las cachas. Por eso
rechazó toda clase de pretendientes. Le rondaron la casa

59
un rico tratante de ganado, un abogado de la capital, la-
bradores opulentos. Todos le parecían extraños y repul-
sivos. Además, amenazaban su misión.
La jornada se coronaba con la cena, que tenía lugar en
un ambiente opresor de murria y rutina. Acostaba a los
críos y con andar fatigado les echaba a los perros su
ración de carnaza y huesos, corría el cerrojo del portón
y subía a su dormitorio, con más lentitud aún. Hacíasele
penetrante y obsesivo el respirar enfermo de Clotilde en
la habitación contigua.
Afilaba sus pezuñas la noche inmensa, que muele los
sentidos con su estribillo de negruras y agúeros. Gira la
rueda. La cama es una tabla de guijarros. El sueño des-
ciende con amargo planear enteco y se infiltra en los
miembros, sopla en las células. Suspende su carga de
quimeras en el espacio para devolverla cuando se disipan
las tinieblas.
De esta forma despiadada doña Gabriela se mustiaba
y se endurecía. Pero tuvo que romper su régimen, su con-
finamiento. Al cabo de examinar y repasar cuentas y da-
tos, después de confrontarlos con las referencias sospe-
chosas de un gañán, creyó encontrar un fraude. Taimada-
mente, el capataz de confianza la robaba. Mandó llamar
a Eustasio, un chicarrón destartalado y poco comunica-
tivo.
—Para mañana, a eso de las diez, ten enganchado el
carro. Iremos hasta el retamal y luego al lugar que yo te
diga. Y de esto ni un amén.
Asintió el mozo.
Fue para Las Encinas motivo de máximo estupor la
salida de doña Gabriela, en día de trabajo y no para enca-
minarse a la iglesia. Corrió el asombro pazguato por las
calles.
— ¡Pero si no la «estiró» nadie de su sangre!
—Por la cara no anuncia nada católico...
— ¡Si supiera adónde va el carro!
Aun olfateándola, Gabriela no hacía caso de esta cu-
riosidad. Más que nunca se esforzaba en que su fisonomía
no revelase la indignación que la poseía. Le importaba, y
bastante, el dinero de los suyos, pero lo que más se

60
debatía en ella contra el ladrón, contra el pillo, era la
mujer a la que se cree poder ofender impunemente. Que-
ría desquitarse, demostrarle al granuja que a entereza no
le ganaban, que su temple no desmerecía del de ningún
varón.
Se rehogaba mayo en los campos llanos. Al dejar atrás
el pueblo, al internarse por el caminillo del retamal, re-
creaba los ojos en los manchones Je yerba, en el florecer
acelerado de aquella tierra, pastueña y reacia de consuno.
Hacía mucho tiempo ya que el cielo no le entraba a bor-
botones en la mirada, que el frescor del viento libre no
le acariciaba manos y cuello en el hondón fluyente de las
venas, que no experimentaba ese poderoso impulso de
apoderarse del panorama, de restregarlo por todo su cuer-
po. Reprimió el capricho de parar el carro y de sentarse
en un surco, largo rato.
Eustasio, que conducía el caballo del ronzal, advirtió:
—Y a se otea, nostrama.
El retamal, a modo de bosquecillo combado hacia Sie-
rra Morena, forma con el cementerio dos puntos máximos
de orientación en la llanura. Con él se enlazan unas coli-
nas, tras las cuales reaparece el último tramo de la pla-
nicie, al pie del nudo montañoso, en remedo de valle
chico.
Le había vuelto, ceñuda, ineludible, la noción del de-
ber. Eustasio la precedía en la vereda. Gabriela procuraba
no quedarse rezagada, aunque las botinas no tolerasen el
pisar de pedruscos y desniveles.
Una sola nube, de henchida proa, se engarzó en un
pico, maravillosamente.
—-¿Voy de prisa?
—No, me interesa llegar pronto.
No rechistó el gañán. Al bajar, bordeando la fila de
castañares, por donde se vertían caños de agua, desple-
gose el lienzo crujiente de los trigales. Gabriela lo inte-
rrogó, en sordina la voz, puerilmente temerosa de la reso-
nancía.
— Aquellos que atan la mies ¿son forasteros?
—Enjamás los vi.

61
—Ve y dile a Nicasio que aquí lo espero, sin más ex-
plicaciones.
Se sentó en un peñasco dominante. Le parecía nuevo,
absolutamente nuevo el revolotear de los pájaros, de más
subido carmín las amapolas. Y se entretuvo en descorte-
zar un arbolillo al alcance de la mano. |
El capataz no tardó en presentarse, un tanto mohíno,
ante doña Gabriela. Allá, en el fondo, se habían inte-
rrumpido las faenas y los hombres, bultos inmóviles, con-
templaban la escena.
Nicasio, flaco y mal encarado, con verdor de bilis en
la piel salpicada de viruela, exclamó, entre zalamero y
asustado:
— ¡Tanto que me alegra el que la señora se dé una
vuelta para conocer la bendición de sus campos!
Aparentó Gabriela no prestarle atención. Sentenció,
clavada la mirada en los carros de los forasteros:
—El] trigo entra más que mermado en mis graneros.
Tú te lo embolsas, bajo protestas de fidelidad, y disfrazas
la mala acción con palabras de confite. Ahí está la prueba.
Esos, que ya se apercibieron de que les falló la combina-
ción, arrean a las bestias, se largan con viento fresco.
—¿Y quién le demuestra a usté, por muy ama que
sea, que no le entrego todo el dinero, cabalmente? Se
azacanea uno para ganarle los cuartos y por un arrebato,
por una soplonería, se le ocurre descuartizar la honra de
un servidor como yo, leal de siempre. ¡Me lo merecí, por
la buena fe mal puesta!
—Creo que hablaste demasiado y en tono que no me
cuadra. Y no te disculpes con esas monsergas. Aún me
rondaba la idea de castigarte con misericordia, a ver si
aprendías la lección. ¡Tonta de mí! Estás despedido.
Entérate, y también los demás, que no soy de las que
se duermen en los laureles.
Se levantó violentamente y echó a andar a campo tra-
viesa, en dirección de la cuadrilla. Se le enredaban los
pies en los terrones y yerbajos, pero los ojos no amaina-
ban su línea recta y terca, mientras apretaba fuertemente
los labios. Sobre la gualda manta del trigal brillaba al
sol su vestido negro. No le quedaba humor de embeberse

62
en la contemplación de las nubes gráciles y del verde
bordoneo de los arbolillos y matas, que a uno y otro lado
enmarcaban su propiedad. Un sentimiento dominante, de
rabia y de desafío, le agriaba el genio. Pensó que a rastras
de esta pasión podía ser injusta, y acortó el paso para
reflexionar y calmarse la intención levantisca. La espera-
ban. Con gesto de divertido estupor algunos, de cierta
sorna en los demás.
Gabriela se les enfrentó. Su ceño resuelto y agresivo
le ganó la partida. Porque ellos contaban, con secreto
regocijo, que despotricara y ofendiese o que le diera algún
amago de congoja.
—Ahora, a trabajar. Que uno de vosotros, el más anti-
guo, tome el mando, hasta que yo decida.
Respiraba con más tranquilidad. A distancia, el destro-
nado permanecía expectante, estrujado seguramente de ira
y reniegos.
Uno del grupo se adelantó. Se le notaba lamentable-
mente viejo y gastado, a pesar de la reciedumbre de carnes
y de los bigotes crecidos y crespos.
——Cumpliremos, nostrama.
Le gustó aquel plural y consideró al labriego con sim-
patía, por unos segundos. Se le grabó su desastrada figura
cubierta de pana, con legión de remiendos. El mentón,
barbudo y canoso, la roseta de verruga que le marcaba la
mejilla, la indujeron a imaginarse su oscuro y aperreado
género de vida. Y cómo sería su casa y que, a lo mejor,
los hijos le salieran descastados y respondones.
Mas el intervalo se prolongaba excesivamente y reac-
cionó en un segundo contra su flaqueza.
—Vosotros, y tú también, le habéis ayudado en el en-
sgaño. Os sobornaría con unas migajas, mientras él se
birlaba la parte del león. No es decente. No os pido cuar-
tel, pero soy una mujer sola.
(Las expresiones le acudían fácilmente. Para ella misma
eran reveladoras y súbitas.)
—Me confié. Pero no se repetirá. La hacienda necesita
que yo la cuide y me deje de poltronerías. No me da
reparo arremangarme las faldas y vigilar la labranza para
que no se extravíe una sola espiga. Fío en vosotros. Al

63
que me tenga ley, ley le tendré. Buenos días y cada cual
a su deber. Tú...
—Tomás, el Turrón, de apodo.
—Contigo, Tomás, hablaré por la noche, en casa.
De regreso, el carro parecía bambolearse con un ritmo
más seco. Aún se notaba oreo de brisa en la mañana tersa
de la llanura, a ráfagas. El conductor descansaba en el
varal y rumiaba con quedo silabeo.
—No se hubiera portado mejor la reina de España. La
madrileña se las trae. Hilarán con temor.
En tanto, Gabriela meditaba recelosamente.
-—He parado el primer golpe. ¿Pero cómo es posible
que lo evite todo? Me atacarán por el sitio menos pen-
sado, pronto. Y si me ablando, si me descubren la vacila-
ción, jugarán conmigo a su antojo. ¿Recurrir a los pa-
rientes? ¡Qué más desearían! Mi humillación les daría
alientos para despellejarme y despojar a los hijos con un
picotazo aquí y otro allá.
De nuevo, la grupa del caserío. Maquinalmente se le
endurecieron los rasgos y las vecinas curiosas no le pes-
caron ninguna alteración. Era su aspecto habitual. La pro-
cesión ronroneaba por dentro.
En el zaguán, inquieta, aguardaba Clotilde.
— ¡Ha descalabrado a los «sobrinos» del tío Santiago!
La Verónica está hecha una furia. Reñidor empieza el
zagal y ojalá que no nos traiga infortunio. Ese barbián
no le teme ni al Papa de Roma. Se escondió en el cama-
ranchón y ha atrancado la puerta con el piano.
Todavía fatigada del camino, doña Gabriela subió a
parlamentar. Cruzó el pasillo de la galería y en dos saltos
se plantó en el rellano, desde el que se oía el ruido de
los bártulos que arrastraba Benito, muchacho ya talludo,
ojinegro, que alardeaba de intrepidez y que tenía fama
de revoltoso.
—-¿Quién es?
—-¿Quién va a ser, hombre?
—De aquí no me sacan ni atado.
—Pero, escucha...
—Qué escucha ni qué niño muerto. Encima, unos
azotes.

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—Depende de lo que hayas hecho.
—Pues zurrarle la badana a esos camándulas...
— ¡Benito!
—Se figuran que porque el tío Santiago manda en el
pueblo van a tenernos a todos con la soga al cuello. ¡Y si
al maestro lo asustan, a mí no!
—Bueno, bueno, abre y explícate.
Eran cosas de chiquillos, pero son su «miga». Doña
Gabriela, al enterarse de lo sucedido, aparentaba impasi-
bilidad pero participaba sordamente de su cólera. Los
mocosos, influidos por el ambiente, se plegaban a los fa-
miliares del cacique, que campaban por sus respetos sin
norma y sin freno.
—Son brutos como arados y les dan siempre los pre-
mios. Al que les chiste, cachiporrazo. Hasta que se me
terminó la paciencia y armé la de San Quintín en la clase
y nos aporreamos en el callejón.
Benito, apenas once años, se estremecía aún de indig-
nación.
— ¡Lo volveré a hacer! Por éstas...
Lo reprendió por fórmula, sin mayor convencimiento.
El carácter del niño no se doblegaba y ello, en lo hondo
de su espíritu le satisfacía, como si se viese en un espejo
de clara luna. Eran sus entrañas, libres de tapujos y apa-
rejos.
La retahíla de las comadres se embreaba con estos y
otros episodios menudos.
—La viuda se hincha de soberbia.
— ¡Malhaya quien la disculpe!
Rápidamente se popularizó una frase:
—Con faldas y refajos finos
caminar por el campo labrado...
Y continuaban:
—La madrileña se tuesta
en la soledad
como una castaña al fuego.
Y tras las risas, en la piara de señoritos de la cuerda
de Santiago:
—¿Quién le calentará
las sábanas frías?

65
Hasta con musiquilla aleluyesca lo coreaban.
—Es un cántaro que no va a la fuente.
—Se le mustiará el vientre.
—Acerico para el capataz honrado, bálsamo para el jor-
nalero quejicoso.
—Así le lucirá el pelo.
—Cuando entra en la iglesia, no repara en nadie.
— Apuesto el pescuezo a que le bajarán los humos.
—¿Qué daño te hizo? No se mete en vidas ajenas.
Cuida lo suyo.
—Le devorarán hacienda y sosiego.
—Ella se lo buscó.

«Soy un marino a medias. Aunque ya tengo treinta y


pico de edad y no me quejo de falta de luces, que me
dieron educación de primeras y segundas letras y ando
ahito de experiencias, la navegación de cabotaje entre
Barcelona y el Estrecho de Gibraltar no me da idea ele-
vada de la profesión, tan famosa. Esto repercute en mi
tranquilidad, aparte del astuto roer de la soltería. A la
vuelta de sus buenos quince años me percato de que mi
faena ni es humilde, como el callado esperanzar de los
pescadores, ni grandiosa, como la de aquellos que se pa-
sean por el Océano, talmente como Periquillo en su patio.
Nado entre aguas, con peligro de ahogarme de aburri-
miento: el peor naufragio.
La rutina de bordear la costa y cobrar cargamentos, y
los respiros en puerto que son de imaginar, han acabado
por fastidiarme. Momentáneamente, al menos. Lo peor
del caso es que me dediqué al trajín sin descanso, movido
por el afán de reunir algún dinerillo. Deseé al cabo de
este ajetreo una temporada de calma, alejarme de ese mar
de palangana que vocifera y se caracolea sin morder. So-
bre todo, de su espíritu mercachifle, de su griterío de
zoco que nunca cesa. Se me despertaron unas miajas de
lo castellano, que se remonta a mi ascendencia. Suspiré,
aunque parezca absurdo, por un rincón perdido, de pocas
comunicaciones, de seca vegetación y de costumbres ran-
cias. Unas semanas y acallada la desazón volvería al mando
de mi barco: La Generosa.

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El hombre propone y el recuerdo dispone. ¿No conocí,
en su época de estudiante en Valencia, al que hoy es
médico de Las Encinas? Ni corto ni perezoso, le escribí
al antiguo camarada de juergas insinuándole mi necesidad,
no sin antes, de acuerdo con el protocolo, interesarme
por sus milagros.
Arturo no fue tardo en contestar y sin rodeos me invitó
a su casa. En ella aparecí con un montón de regalos que
no hiciesen tan descarado mi hospedaje y resuelto a
descansar los huesos, minados de aire salino, en este pue-
blecillo que ha superado todas mis ilusiones en cuanto
a quietismo y sopor.
He sabido —noticia fresca— por su consorte que no
soy de mal parecer, que me peino con gracia la raya, que
miro con picardía y que incluso mi modo de hablar, so-
noro y exuberante, tiene virtudes de seducción de las que
jamás me dí cuenta. ¡Dios se lo pague! Me predestina
a causar revuelo en el mujerío local.
Esta cháchara no me deslumbró. Estaba bajo el efecto
del cambio que se había verificado en Arturo, al que re-
conocí con cierta dificultad. El casamiento le ha sentado
como una tuberculosis lenta y ofrece un aspecto avejen-
tado, lacio. Incurre a cada rato en distracciones alarman-
tes y a simple vista nada es capaz de emocionarlo. La
esposa, consumida de carnes, ademán de juez, muestra
una preocupación excesiva por el número de pacientes,
le reprocha no ser bastante práctico en halagarles sus
manías. Completan el cuadro familiar dos niñas casi de
la misma edad, seriecitas, enfurruñadas, que salen siempre
vestidas de igual color, con sombreros por duplicado y
trenzas con lazos blancos, que me atrevería a afirmar están
cortados con un rasero y una medida, al milímetro. ¡Dan
arrechuches de colocarlas en urna doble!
He disimulado esta reacción, escasamente cortés. Y des-
pués de acomodarme en el cuarto que me destinaron, me
consolé con la perspectiva de las charlas que enhebra-
ríamos Arturo y yo. Mi amigo se ha consagrado, por lo
pronto, a conducirme a la tertulia del boticario, a rela-
cionarme con Jilguero —un bastardo que funciona de

67
matón y «correo» del cacique, el tal Santiago—, y me
prometió que saldríamos de cacería los domingos.
Por la noche, a solas en el gabinete, me interroga con
cierta aprensión.
—¿Me encuentras muy cambiado?
—Hombre. Es otro ambiente, pero te conservas.
No acertaba a romper aquella pausa. Al fin se me
ocurrió aventurar.
—.«¿Piensas quedarte siempre aquí?
——¿Adónde puedo ir? Con más o menos esfuerzo gano
para ir tirando.
— «¿Ningún proyecto? Si te especializas, si te preparas
a fondo en alguna rama de tu carrera...
—No le queda a uno humor. ¿Te parece chico trabajo
no disgustarte con Pedro o con Juan o con Remigio...?
Se levantó, fue con paso remolón a la cocina y trajo
un par de vasos y una botella de ponche. Bebiendo, y con
marcada indolencia, se sentía más firme.
Tosió en la alcoba la doña Ramona, como un aviso de
cautela, y él silenció la intromisión con un rebelde por-
tazo. De la calle penetraba el chocar de los cascos de las
mulas en el empedrado, seguido de una blasfemia estre-
pitosa.
—Soy una sombra del de antes. Y sin empuje para
maldita la cosa. Era yo, cuando nos conocimos, una bala
suelta, pero con rastros de ánimo noble. Ahora estoy pe-
trificado, en salmuera. Aquí todo te condena al embota-
miento. Este campo llano, monótono, es una imagen que
se repite, se confunde con el horizonte que nunca alcan-
zas. Al principio me interesaba la clientela. Hoy sólo
procuro matar lo menos posible, ir viviendo, viviendo.
Sin nada por delante. ¡Y háblale a la mujer de esa fatiga
que te anula! Para su fuero interno creerá que es holga-
zanería, fracaso. Don Julián, el otro médico, sí prospera,
por ser de aquí... ¡Y eso que huyo de la política como
si fuera un toro rejoneado!
—Pero siempre, en cualquier parte, no falta el consue-
lo de descubrir una persona entera, interesante.
—Pues, la verdad, exceptuando a doña Gabriela... Por

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cierto que mañana temprano, se me olvidaba, tengo que
visitar a Veinticuatro, aunque es un caso irremediable.
Y me contó, en retazos e hilvanes, quién era la madri-
leña. Había dado la última «campanada» al recoger en su
casa al tonto, atacado de pulmonía.
—De recién casada, cuando tocaba el piano, Veinticua-
tro, desde la acera contraria, la oía embelesado, todas las
tardes. Se enteró ella y le cobró afición y lástima. Ahora
no ha querido que muera abandonado como los perros.
Yo lo atiendo. Doña Gabriela no se aparta de su lado.
Y no pone esa cara compungida de los hipocritones. Lo
hace con naturalidad, con cierto dejo de cariño.
Al anochecer del día siguiente leía el periódico de Ciu-
dad Real en la tertulia del boticario. Un grupo jugaba al
tresillo, los demás hacían de mirones. Unicamente, al fon-
do, no lejos de mí, cuchicheaban el Jilguero y dos pa-
lurdos.
En el barullo de las exclamaciones que provocaba la
partida, sólo percibía palabras sin ilación, frases aisladas.
No sé por qué agucé los sentidos.
—La tal doña Gabriela se burla de nosotros.
—A ti te despidió, y tan fresca...
—Al pastorcillo, con su sueño dulce...
—Por los linderos de la ermita.
—Las envenenaremos.
—Pleito en Valdepeñas.
—Su gente le chaquetea.
—Tendrá que irse...
—Malvenderá...
—Santiago le tiene ojeriza, aunque no lo declare. Pero
quiere que no lo enredemos en esto.
— ¡Hay que escarmentarla!
—Te admitirá de nuevo si las ve moradas.
—Golpe y golpe de badila en los nudillos, así se
aprende.
Sospeché, aproximadamente, lo que tramaban al rela-
cionarlo con lo que me dijo Arturo. No quedaba más
solución que avisarle a mi amigo y sin tardanza. Me sor-
prendió su salida.

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—Ciertos son los novillos. Pero ni a ti ní a mí nos
importa un comino. Querellas de lugarejo, de negras in-
tenciones en las que no entro. ¡Menudo disgusto! Ade-
más, que doña Gabriela es templada y no la amilanan.
Carraspeó, avergonzado, y para cambiar de tema me
notificó que Veinticuatro ya no existía y que le daban
sepultura a las cuatro. Pretexté, pues, un paseo y a esa
hora estaba en los alrededores del camposanto.
Por la era, el sol se cimbraba más fuerte y crudo.
A hombros de unos gañanes, por la terminación de la
calle Real, venía en una caja decente, bien clavada de ta-
chuelas doradas, el difunto Veinticuatro. Detrás, solas
como hongos, doña Gabriela y una criada vieja. Comple-
tando el cortejo, a unos metros de distancia, el señor
cura, un gaznápiro con anteojos violeta y cara de alacrán
cebado.
Mi curiosidad era tan intensa que supongo debía res-
pirar con sofoco. Sentí un temblorcillo inexplicable en la
piel. Por sí mismos se abrieron más mis ojos y le pedía
a todos los santos que al pasar a mi lado hablase con su
acompañante, para poder catar la inflexión de su voz.
De estatura corriente en mujer, muy erguida, sin alifa-
fes, volantes ni adornos, doña Gabriela es lo que suele
calificarse una «criatura extraña». Dentro de su sencillez,
da la impresión irritante de vivir para ella, en lo más
hondo del ser. Como el que está desahuciado y ni en Dios
confía, pero que se ajusta a su suerte. Ni guapa ni fea,
con rara distinción innata, de otra época quizás, ante lo
cual me noto pobre y desvalido. Una mujer, y estoy se-
guro de no equivocarme, que vive junto a uno largos años
sin manifestar ternura, sin que le arranquéis un gesto de
entrega, pero que al concluir la peregrinación, si no la
habéis humillado, os sonreirá tenuemente, cuando ago-
nice. La primera vez será la despedida.
Las paredes del cementerio se tragaron el cortejo. Es-
cuché, o se me figuró, el cavar de los picos, la postrera
música de Veinticuatro. ¡Qué felicidad experimentarían
sus restos!
Al regresar, doña Gabriela desviaba ligeramente la mi-

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rada, y su andar, más rápido, denotaba que no iba a
poder resistir, como antes, el espionaje tenaz, agobiador,
de rejas y portones.

Me pregunto, creo que a todos les sucede, por qué se


enamora uno. Y pierde la noción animal del cálculo y re-
curre —suponiendo que los inventa, cuando son archi-
sabidos— a los procedimientos aclaratorios más extrava-
gantes. Esta interrogación que me formulo, angustiado, al
no encontrar razón ni lógica a mi delirio, ni contingencia
que en parte lo justifique, es la espina de mis vacaciones.
Encadeno mi albedrío a una mujer desconocida, extran-
jera a mi modo de ser y de pensar, de una formación
distinta y ello, insisto, sin motivo.
No está el «quid» en su atractivo físico o en alguna
particularidad magnética de su cuerpo y rostro. No ha-
lláis en doña Gabriela —inconcebible quitarle el título—
el menor detalle subyugador, que suele estremecer al
principio para incitaros luego a querer. Es fácil que se
trate del conjunto, del «aire», de esas ondas secretas y
misteriosas que produce. No es lo que se dice hermosa.
Tampoco, un adefesio. Menos aún, la figura anodina. En-
tonces...
He intentado bucear en mi disparatado sentimiento,
encontrarle una gota de realidad al uso. Y no es que yo
la idealice, que me fabrique una estampa de mártir o
heroína a mi sabor. Estoy seguro de verla, en este aspecto
comparativo, con absoluta objetividad. ¡El diablo que lo
entienda!
Pero hoy, en uno de mis paseos inquietos por el arra-
bal, desde donde se domina el triste panorama de las
charcas y, en dirección contraria, la parda silueta de la
iglesia, y del Palacio, y la bicha gris de la calle Real,
pesqué la respuesta con evidencia estimulante. Fue una
intuición caprichosa, de soplo y sacudida. ¡Ya lo com-
prendía!
En doña Gabriela, la presencia —ruda de corteza, dulce
rumor en su intimidad— se funde a tal grado con sus
desventuras, que parece nacida exclusivamente para su-

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frirlas. Espíritu y fatalidad, niñez y casamiento, deben
ofrecer una sufriente armonía. En otras circunstancias,
de acompañarle la fortuna, se hubiera desmadejado. Ne-
cesitaba estos choques, esta ávida y rencorosa presión de
la sociedad en que se desenvuelve para modelar el ca-
rácter y compenetrarse de una misión, que es plenamente
suya. Hay hembras que no se compaginan con el éxito
y cuyo sentido surge en la defensiva, cuando todo las
acosa, cuando todo lo humano y la complicidad divina
conspiran para derribarlas. Superficialmente inocentes y
sencillas, quebradizas, encierran una pura energía de áni-
mo que sólo la muerte suspende.
Absorbido por la tarea de imaginármela recorrí, si-
guiéndola, un amplio camino. Mis proyectos convertíanse
en hechos. Aceptaba mi proposición, nos íbamos de Las
Encinas, establecíamos el hogar en un puertecillo de Ta-
rragona, me daba hijos, velaba por mí. Y sin embargo,
en esta fase del cándido fantasear, cuando la mente pre-
tendía anticiparse la sana delicia del abrazo de esposos,
un temblor irrefrenable me oprimía el corazón y no podía
nunca concebirla desnuda, dominada de ansia, dispuesta.
Tan sólo era factible contemplarla resguardada por el ves-
tido negro, sin una arruga la mantilla, con los guantes
hasta el codo y su abanico de tela oscura, recamada de
escasas lentejuelas. Con ella era absurda, si no mons-
truosa, la unión carnal. Y a pesar de estos pesares se me
atravesaba —invariablemente silenciosa y grave, a distan-
cia, como un retrato desgastado por el tiempo— en el ca-
ñamazo de los sueños y ensueños, de las vigilias, al pro-
nunciar, distraído, un monosílabo.
Pero mientras yo divago, doña Gabriela afronta la
situación. Supe hoy que todas las ovejas de uno de sus
rebaños amanecieron muertas, que le han declarado un
pleito por cuestión de límites en las fanegas de trigal
que posee al pie de Sierra Morena. El Jilguero y sus com-
pinches no anduvieron mancos en ambos asuntos y de
pronto les cobré un odio personal, desaforado, rabioso,
como si la querella procediese de mis antepasados. Antes
de «lanzarme», adiviné que mi arrebato no sería del agrado

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de doña Gabriela y esto tampoco me contuvo, sino que
me alentó. El pueblo me había contagiado ya su clima
de rencillas cazurras y feroces, que explotan en menos
que canta un gallo o se desviste una puta.
Me topé con el Jilguero cuando regresaba de una ca-
minata. Frente al taller del guarnicionero del arrabal,
buena estampa de manchego: boina calada, blusa hasta
las rodillas y piernas zambas, de astuto mirar y con sus
dosis de tarda ironía.
— ¡Dios le guarde!
—A ti que demasiado lo necesitas —repliqué con hu-
mor esquinado.
—Raro se me hace el toniche, don Alfredo.
—-¿No será tu conciencia?
— ¿Por qué?
—-Hay muchas clases de cobardía. El que a escondidas
le roba la hacienda a una viuda debería llevar refajo y
aretes.
El desafío era inevitable. Se contoneó el Jilguero, res-
tregose la espalda contra la pared, el rostro desencajado.
Los dedos se le iban a la querencia de la faja, tras la fa-
quilla oculta. José, el guarnicionero, nos contemplaba im-
pasible, pero sin clavar la lezna en la collera, por si acaso.
Y no sé la razón, pero supuse que gozaba con mi desplante
y que si el chulo mueve una pestaña allí mismo lo ensarta.
Al cabo, el Jilguero se sonrió felonamente.
—Bueno, los forasteros te salen con cada ocurrencia...
Las bromas, para ellos. Si uno de aquí lo hace, juro que le
rezarían responsos. Lo siento, pero tengo que largarme.
¡Grata es la compañía!
Se alejó con lujo de lentitud. Sin cambiar palabra, José
me guiñó el ojo.
Después de este conato de riña, que todos conocerían
deformado, lo lamenté. Doña Gabriela se mordería los
labios al saberlo y me llamaría entrometido, como lo hizo
Arturo.
En la cama le di mil vueltas al incidente. Aquello no
debía continuar. Y sin encomendarme a nadie, le escribí
a doña Gabriela y le mandé la carta no con un propio,

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sino por correo, como si estuviera en la capital. En ella,
y no rectifico nada, me declaraba con el mayor respeto y
le prometía encargarme de su prole. Previsor, insinuaba la
conveniencia de vender sus tierras, patrimonio del que no
retiraría un céntimo, le exponía que mi fortuna era bas-
tante, como una base, y que, en mi criterio, debía aban-
donar Las Encinas, donde acabaría vencida, aniquilada.
Naturalmente que no exigía precipitaciones, que me so-
metía a los plazos que ella fijara, que rogaba me conociese
con exactitud antes de resolver. Procuré objetivar lo más
posible, darle idea de mi buena fe. Y, eso sí, sin retórica,
sin mimos de admiración, que no juzgaba procedentes.
Me quedé de piedra cuando a las cuarenta y ocho horas
se presentó Arturo y me comunicó, algo amoscado, que
doña Gabriela me esperaba.
La viuda nos recibió en el gabinete, de pie. En un sillón,
el hijo mayor; sentada cerca de ella, en un taburete, la
pequeña. Iba, como siempre, enlutada. Como siempre, un
gesto oscilante entre la tristeza y aquella lejana ternura,
por instinto tan familiar para mí.
—No se vaya, don Arturo. Servirá de testigo.
Y luego, con un nervioso braceo, dirigiéndose a mí,
¡pobre mareado! , agregó:
—Su amigo, que es un hombre de bien, me ofrece ma-
trimonio. Á otro, de esos que rondan la calle y dicen ton-
terías molestas, ni le hubiera contestado. El no, lo me-
rece: Se le aprecia honradez y me figuro que no obró así
por capricho o acaloro. Está claro su enamoramiento, di-
gamos. Gracias. Pero ni esperanza doy. Esta casa no se
deja, ni la tierra se vende, ni a los hijos se les impone un
padre, por decente que sea. Considere que yo no pienso
de esa forma libre, como usted. Nada de afuera me inte-
resa. De nadie. En este sitio, Dios mediante, moriré.
Vuelva a su trabajo. Y no lo recuerde, si puede. Cada
uno a su arado y a sus rosarios. Hablé demasiado. ¿Le
gustaría merendar con nosotros?
Debía estar mudo, extenuado. Meditaba, con un verti-
ginoso frío mental, en su negativa. Por segundos intermi-
nables se prolongó mi silencio. Miré a Arturo y nos mar-

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chamos, con una inclinación de cabeza, que debí hacer
como esos chirimbolos derribados por la pedrada de un
tirador de feria.
Cuando me despidió —subía yo a la tartana— a Arturo
le brotó un acento ronco:
— ¡Suerte, muchacho!
Releo todo esto y me parece muy cercano.»

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Era limpia de colores, alegre de aire la mañana del do-
mingo. El lavado viento de la Sierra bajaba con ritmo go-
zoso y tranquilo a la sequedad del llano. Traía en sus
brazos, señalados de ramaje, sahumados en los matorrales
y castañares, un ancho aliento que emperezaba con medida
dulzura los ánimos.
Todo el pueblo, desde sus ciénagas a la sombría herida
de las callejas, que se empotran las unas en las otras, en
el cinturón de pedruscos que es su frontera, sufrió la in-
fluencia inefable. De los montes venía el deseo de que
aquel día no se terminase con la fatiga opaca de las jor-
nadas de labor, zumbaba una voluntad diluida de tum-
barse a la ventura en los senderos, en los ribazos de yerba
donde se esponjaba la proximidad de la primavera.
¡Gran oportunidad para los vendedores de rosquillas
amarillentas y saladas, de garbanzos tostados y caramelos
de café con leche! Habría consumo extraordinario de pon-
che, las manos de las mujeres sufrirían el anhelo de es-
trujar flores mientras arrastraban los pies por la calle Real.
En las venas se freía, con indolente chisporroteo, la ne-

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cesidad de respirar, la simple delicia de que el pecho se
cubriese con camisa planchada. Se aprestaban impaciente-
mente las ropicas de fiesta y tintineaban en los bolsillos,
con repiqueteo alborozado, monedas de cobre y de plata.
¡Á retozar, como potrillos deslumbrados, los más ver-
des de la gañanía, los que se afeitan a duras penas! Arte-
mio, el hijo de Colás el tabernero, se puso un clavel en la
oreja de miniatura y sonreía sin ton ni son para que los
dientes chicos, insolentemente blancos, le luciesen. Con
un gesto presumido se apretaba el cinturón al paso de una
moza en estado de chicoleo. En corro de talludos, tomando
el sol y divirtiéndose incluso con la polvareda, el Jilguero
les sacaba trizas de pellejo a las solteras que desfilaban
aguijoneadas por el afán de novio. Pero en tanto que ases-
taba su sátira, el pensamiento, el muy cuitado, le volaba
hacia doña Gabriela.
Don Julián, el médico indígena, cruzó a caballo por las
cuatro esquinas, prodigando sombrerazos a sus parroquia-
nos. Simuló el orgulloso que no veía a Jilguero y esto le
acibaró el tenaz complejo de su bastardía. ¿Por qué el
otro, y no él, disfrutaba de posición, y de respeto, y de
fortuna? A los dos los engendró el mismo padre, con la
sola diferencia de que él no llevaba su apellido, concebido
como fue en una mujer que se alquila con unas cuantas
raciones de garbanzos. Y Jilguero se crió hostigado como
ratón, sin cariño por la madre, a la que en el fondo de-
testaba, pudriéndose con el bienestar de Julián. Lo «hi-
cieron» en una noche de babas y regúeldos y lo abando-
naron. Este sino suyo continuó en la escuela, en las amis-
tades de chiquillos. Y ya que lo despreciaban se impuso
con mañas, con crueldades, experto en usar de los bajos
apetitos ajenos.
Sin oficio ni beneficio, el Jilguero vivió de miserable e
irregular manera, porque también le faltaban energías para
partirse los riñones en la labranza.
Dotado de ingenio, agudo y ocurrente en el conversar,
con ramalazos de imaginación, lo invitaban a juergas y
francachelas y, después, recibía la limosna de unos duros
para dosificar el hambre. Así aprendió villanía y media, a
tirar de cuchillo, a inventar aleluyas maliciosas, a contar

17
historias obscenas, a imitar el gruñido del puerco, y a mu-
gir, maullar y ladrar.
Un absurdo, Señor. Su hermano era basto de condi-
ción, tenía afición de destripaterrones. El, gusto y dengues
y malas tendencias de señorito.
Quiso taparse los oídos. En un grupo de zagalejos en-
tonaban coplillas de los barcos que se van al mar y no
vuelven, o los estribillos patrioteros que preludiaron la
guerra de Cuba, lo que iba a ser el reconcomio nacional.
Se miró los zapatones limpiados con manteca —era en-
greidillo de su apariencia— y se le representaron, en
conjunto de quemante viveza, otros momentos, lejanos,
de la infancia amarga. Se tragó las ganas de llorar.
—Jilguero: estás blandeándote. Un cacho de jalea vale
más que tú.
La gente, hasta que fue un hombre hecho y derecho, lo
consideró un zángano. No le daban beligerancia. Sólo en
el mirar receloso de Santiago descubría una turbia lucecita
estimulante y siempre que le hablaba, el raposo fingía
algo semejante al afecto.
Una tarde lo cogió por su cuenta y le sermoneó. Es-
taban detrás de la tapia del huerto del cura y era un
verano que socarraba las ingles.
—¿No hay remedio para ti, Jilguero? ¿Has rumiado
en el porvenir? Así no puedes seguir. Si te marchas de
aquí te seguirán los resabios. Que lo vago es de naci-
miento. Y si no te arrimas a buen árbol, en leña te con-
vertirán. Tu hermano se zampa las tajadas y a ti no te
echan ni los huesos. La injusticia no se compone en este
mundo pecador. Si te las quieres dar de virtuoso ni Dios
que bajara te lo creería. Pero sirves para algo. Sé dócil,
hombre.
El lagartón desenvolvía su plan con acento entre agrio
y meloso. El Jilguero no tendría que variar sus costum-
bres. El no ignoraba que a Santiago se la habían jurado
unos cuantos, que no lo «pasaban». Necesitaba ayuda, al-
guien que «sin levantar la liebre» se mezclase con todos
y le informase. El trabajo, descansado, no sería de balde.
—+¿Yo, un chivato?
—No te subas por las paredes. Raciocina.

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Jilguero se dejó convencer y seducir. El tío Santiago,
muy en secreto, le entregaba de vez en cuando una grati-
ficación y él le enteraba de los que le tenían inquina, de
chismes y enredos que se iban almacenando, con un orden
peculiar, en el caletre del cacique, para ser utilizados en
el momento oportuno. Naturalmente, le firmaba recibos
como deudor de tal o cual cantidad y al cabo del tiempo
estuvo por completo a su merced.
—Tretas de ese condenado que ni de la almohada se
fía —murmuró.
En el fondo, notaba en Santiago un desprecio hacia él,
que le molía el tuétano de los huesos.
—¿Callado estás un largo rato tú, Jilguero? ¿Qué
mosca te ronda? Con una partida de tute te curarías de
esas cavilaciones.
Por hacer algo, rieron, pero él sintió un afán ciego de
estrangular e incendiar. Sin embargo, la tarde, que ya se
mostraba plenamente, mecía con suavidad el azul del
cielo, resbalaba en los tejados de las casas, resplandeció
en un empañado vaso de vino, aquietaba.
Su alianza con el tío Santiago, de la que nadie tenía
clara noción y si acaso barruntos, se había desarrollado
implacablemente, hasta transformarse en un hábito todo-
poderoso. Por instigación suya, provocó la muerte de Ale-
jandro con aquel silbido que se le repetía en la bóveda del
cráneo, temeroso y siniestro, en todos los insomnios. Por
la vanidosa corrupción a que había llegado, era elemento
indispensable en los periódicos escándalos de los señoritos,
ésos que se precian de golpear a las putas y vomitan las
borracheras y se juegan las tierras.
— ¡Cochina suerte!
No lo comprendía. Ultimamente Santiago no se había
inmiscuido en sus taimados manejos contra doña Gabriela.
Casi sin conocerla, al Jilguero le dominaba el designio de
arruinarla, más aún, de humillarla. No sería para él, ni
para nadie. Pobre y con bocas que mantener se mustiaría
sola en la casona. Era singular su enamoramiento: una
furiosa admiración por la viuda y como la nostalgia de su
dignidad arrumbada, que de florecer sin trabas lo hubiese
equiparado a la madrileña.

9
Sobre todo, al enterarse de la solicitud con que atendió
a Veinticuatro no pudo domar el despecho. Le parecía
que su conducta con el tonto lo insultaba, a él, particular-
mente. Era un escarnio de su talento, de la finura que le
sobraba y que la «marquesa» no sabía apreciar.
Menos mal que el marino, el «gallito de pelea», ahuecó
el ala. Ese sí que le preocupaba, con sus alardes de pros-
peridad y sus fantasías de barcos y puertos en la costa y
sus pujos de descreído, cosas fuera de lo común y que
impresionan a las mujeres.
En su laborioso tejer se había limitado a arañar, por
testaferros, en la despreciativa calma de doña Gabriela.
¿Qué importaba incendiarle un paño de mies o envene-
narle ovejas o azuzatle la justicia? Se burlaba de él, lo
ignoraba. Jilguero se notaba preso dentro de una sima
de pasiones burbujeantes y fétidas, mientras ella, con su
impasibilidad, bordeaba, tranquila y segura, el precipicio.
— ¡Un bastardo, un bastardo!
—-¿Qué murmuras?
—Rezo el rosario, pasmarote.
Urgía atacar, sin más dilaciones. Herirla en lo vivo.
Hacer que desfalleciera, que la oprimiese el pánico, que
le pidiese gracia, abatida, sin salvación.
Empezó a urdir la asechanza empeñosamente. Se le cris-
paba el entrecejo de lobezno y su vara rascaba nerviosa
en la pana del pantalón.
—Bueno, hasta más ver. Me daré una vueltecita.
—Hora era. ¡Ya te despejó el nublado, Jilguero!
—Algo urdes, so pieza.
—Nada cristiano será. Me huele a chamusquina.
No contestó a las observaciones, sino con un chasquido
de lengua. ¡Qué sabían ellos de sus planes! Unos tienen
cabeza, otros serrín.
Hablaría con Pedro. La cuña que duela, debe ser de la
misma madera. En los ojillos grises y redondos del ca-
zurro estaba seguro de que se escondían intenciones de
perro de presa. Nicasio, el capataz despedido, no era bas-
tante ayuda, lo ofuscaba el odio.
Bailaban la jota manchega en la cocina de Pedro. En-
carnación, la hermana del oficial de Correos, aireaba las

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robustas pantorrillas en los giros redichos, castañeteaba
como una bendición los dedos gordezuelos.
—¿Qué se te perdió por aquí, Jilguero? ¿Quieres un
trago?
Pedro, pelirrubio y narigudo, cruzaba las manos tem-
blonas sobre el vientre. Su actitud mansa presidía el jol-
gorio.
—Estaba un poco aburrido y me dije: vamos a charlar,
de varias cuestiones, con un viejo conocido que es mucho
más listo de lo que la gente se figura.
—Raro es que, al cabo de más años que picardías de
ama de cura, te acuerdes de mí.
En la crispación de sus mejillas, iluminadas por el on-
dulante reflejo de la fogata temprana, retratábase su azoro.
Seguía la ronda de los danzantes. Zapatones claveteados,
los mozos; medias negras y de trama acanutada, ellas. En
un rincón, sin intervenir, las mujeres de seso cuchicheaban
aguzando muecas y muelas.
El Jilguero se sonreía, con propósito indescifrable. Su-
bió de punto la escama de Pedro, con la sensación de que
el otro le calaba el alma mientras él no sabía de la misa
la mitad.
—-Creyentes viejos y de pro los de tu casta, los de más
antigúedad en el pueblo.
Las pesadas alas del anochecer trajeron un retazo de
tinieblas, con el amago del relente. El Jilguero le dio otra
vuelta a la tuerca.
—Lástima que la suerte te resulte una pelandusca...
No levantas cabeza y son un montón los hijos a tu cargo.
Menguadas para tanta prole tus heredades, que no rinden
lo suficiente.
—No te suponía tierno de corazón, así de preocupado
por el prójimo. Terminarás en santo.
— ¡Buen tocador de bandurria, Miguel! Ayer apenas
era un mocoso con el culo al aire.
Todos aquellos preliminares desasosegaban a Pedro,
que adivinaba en ellos un proyecto que no se le alcanzaba.
Parpadeó recelosamente.
- —Sí, las cosas no pintan de rosa para los de tu ape-
llido. Hasta en eso eres primo hermano del difunto Ale-

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jandro, al que Dios guarde en su seno. Si resucitara se
apenaría por la flaqueza de doña Gabriela, que los cuida-
dos de la labor y el manejo de los gañanes no son tareas
para manos blancas. Va de mal en peor. Sus criados en-
gordan el buche y ella no acierta a parar los reveses.
Á una señorita de ciudad le vienen anchos estos fregados
de administrar fincas, de velar por siembras y cosechas.
Sin varón, acabará en pordiosera.
Comprendió Pedro que el pillastre iba ya al grano y
prefirió cerrar el pico.
—Lo más cuerdo sería que, dado el parentesco, renun-
ciara a su terquedad y te vendiese las propiedades, a un
precio conveniente.
Se adelgazaba la voz del Jilguero, adquiría un solapado
toniche imperativo.
—Podría irse a vivir a Madrid y, con lo que tú le
fueses pagando, educar a sus hijos.
Fingió indignación el mosquita muerta.
—-¿Y quién te da vela en este entierro?
—No me agradeces el consejo.
Ya había desfilado la mayoría de los concurrentes. El
Jilguero cobró cinismo.
—Me temo que la doña Gabriela no se apee de su
burro. Te interesa que pase el aro. Y así se hace también
una Obra de misericordia. Es pura tozudería, puntillo de
amor propio lo que padece.
El Jilguero remachó el clavo. Hablaba por lo bajo, pero
con descarnado apremio.
—No seas lila. Si te juntaras a los que han jurado ahu-
yentarla, recogerías el fruto.
Pedro tardó unos segundos en contestar. Se le transpa-
rentaba la indecisión.
—Conmigo, te equivocas.
— ¿Estás seguro?
En las pupilas del Jilguero avanzaba la certeza.
—Nos convienes, y a ti te caemos del cielo... Nos
haces falta, la verdad, al Nicasio y a mí. A nosotros nos
guía un rencorcillo. A ti, miras distintas. Doña Gabriela
es un hueso duro de pelar. Sólo atemorizándola... ¡Que
hasta el dormir se le encizañe! No resistirá, palabra. Se

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nos ha metido entre ceja y ceja. Eso sí, a compartir el
riesgo. No pescarás con las bragas secas.
Reparó, complacido, en que Pedro meditaba su ofreci-
miento.
—Sea, trataremos de la cuestión. Otro día, con más
detalle. No es moco de pavo.
Jilguero advirtió con inflexión amenazadora:
—De todas maneras, si nos arreglamos, o si seguimos
sueltos, lo dicho es de hombre a hombre. Tú no acos-
tumbras a dejar a los amigos en la estacada. Y a la com-
pañera, mejor ni mentarlo. ¿De acuerdo?

Emérita vivía enfrente de doña Gabriela, en casa de


una sola planta con forma de embudo, lóbrega por su em-
plazamiento, con un largo pasadizo a la entrada, donde
colocaban, atravesado, el carro de labranza. A los lados,
los pesebres de las mulas. Al fondo, las habitaciones, una
que también servía de cocina, y era por lo tanto abrigada,
aunque de vastas dimensiones inquietantes, con un techo
ancho y paredes en las que se traslucían los pedruscos
amasados con barro. En ella dormía la niña. La otra, el
dormitorio de los padres: Cayetano, un rústico de corta
habla, trabajador y reacio a convites; la esposa, semibal-
dada, pasaba el día y buena parte de la noche ahogando
gemidos.
La niña, en la raya de los once años, crecía con esa del.
gadez fibrosa y alarmante que determina el choque de un
temperamento vivaz con un ambiente hosco, todo cernido
de privación, en el que los apocados sucumben y los va-
lientes se acendran. Emérita llamaba la atención por su
piel morena, ligeramente empañada en el arranque de la
frente y en la mandíbula. El rostro tenía un vago trazo
gitanesco, por lo agudo de las facciones y la nariz corvina
y la brillante lisura aceitosa del fino pelo, con tacto de
madeja.
Hasta que trenzó amistad con Luisa —en uno de esos
encuentros pueriles y casuales— había jugado casi exclu-
sivamente con muchachos de su edad y, por su arrojo en
las pedreas, en saltar al borriquillo, en trepar por corrales
ajenos y arrastrar latas en las cencerradas a viudos y or-

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ganizar travesuras de varios géneros, gozaba en el contorno
de una sólida reputación de marimacho. En sus descansos,
detrás del portón, pegando el ojo a un agujero a ras de -
suelo, espiaba a los transeúntes para aplicarles motes y
burlarse, en susurro cómico, de sus fachas.
Cuando vio por primera vez a doña Gabriela —para
ella sólo había sido la madre de Luisa, una de tantas— y
ésta la invitó a merendar —pan con queso, uvas gordas,
rosquillas de sartén— y le puso una servilleta para que no
se manchara, y le abrochó las botitas, sintió una impresión
brusca y deliciosa, el deseo de contarle, así de golpe y
porrazo, todas sus diabluras, convencida de que no se las
reprocharía, de que no pondría el gesto agrio con que
suelen fingir una máscara de compostura las «personas
mayores». Experimentó también la necesidad de pegarse a
sus faldas, de explicarle que le gustaba cantar cuando
nadie la oía. Rápidamente, con esa aplastante sinrazón de
las simpatías, se estableció entre mujer y niña una con-
fianza vehemente y firme.
Aquella noche, Emérita no durmió sino a ratos. Incluso
en la madrugada no se le desprendía la imagen de doña
Gabriela. ¿Por qué no podía tener ella dos madres?
Desde entonces al frecuentar —con graciosos pretex-
tos— la casa de doña Gabriela se esmeraba en no aparecer
desaliñada y tampoco con rotos en la bata y la cabellera
en remolino. Sin que ella se percatase, cambiaron sus há-
bitos y fue su máxima aspiración que la madrileña la mi-
rara con agrado, se complaciese en su lenguaje, crudo y
audaz por lo general, pero que también chispeaba de do-
naire. No tenía el impulso atropellado de antes, la sed de
correr y cabriolear que la distinguiera y, paulatinamente,
eludía la compañía de los más célebres rompecalzones.
Ignoraba doña Gabriela la parte decisiva que le corres-
pondía en esta mudanza, que a todos asombró.
—El cardo cría flores.
—Se dulcificó el puercoespín.
La madre y doña Gabriela, captaba la niña, sufrían.
¡Mas era de modo tan diferente! La criatura ligada a su
carne se disolvía con el dolor; la otra se afirmaba con los
disgustos y contrariedades. Emérita no acertaba a expli-

84
cárselo, pero le hubiera escandalizado una alegría, como
la de todo el mundo, en la viuda. De esta forma intuitiva
la reverenciaba.
Aplastaba la boca en la almohada y suplicaba tremante-
mente, con porfía de rezo.
— ¡Quiero ser así!
Doña Gabriela —su naturaleza se expandía al hallar
una verdadera resonancia— se convirtió en su confidente.
Supo por Emérita muchos detalles de los padres y rasgos
portentosos de aquella vida que se colocaba, voluntaria,
libremente, bajo su tutela. La viuda la escuchaba con
cariño, dichosamente estremecida por su confianza. Ade-
más, y aunque lo expresara con su silencio inteligente, la
niña le adivinaba sus resquemores, a ella no podía ocul-
tarle su zozobra permanente.
En cierta ocasión, se presentó Emérita con un ademán
de fatiga, atirantadas las facciones, cuevas moradas, los
ojillos perspicaces. Doña Gabriela esperó a que hablase.
Envolvía en paños acabados de planchar los cubiertos de
plata, los colocaba en un cajón del aparador, después de
frotarlos distraídamente con una gamuza.
—+¿Por qué no me dejan dormir, con su ruido de col-
chones y de besuqueos? Para «eso» sí tienen tiempo. ¿Por
qué los «mayores» hablan en la oscuridad, como gatos
roncos, cuando es tan noche?
Volvía la cabeza doña Gabriela. Ante ella no se atrevía
a ruborizarse. Una reprimida ola de sofoco se le posesio-
naba de las quijadas, hasta la nuca, le torcía las cuerdas
del cuello.
—Tú tienes la culpa, Emérita. Te sobra fantasía. Si
cayeras en la cama rendida como un tronco, no te inven-
tarías aparecidos ni duendes. A tu madre no le da respiro
la enfermedad. ¿Me ayudas? Dentro de unas dos horas
vendrán los gañanes y necesito estar lista.
La niña se aplicó celosamente a la faena y no le fue di-
fícil olvidar aquel su rescoldo de angustia. Al rato marchó
con Luisa, a brincar y a correr.
Doña Gabriela se colocó la mantilla, cruzó la calle y
llamó al portón de su casa. Tardaron en abrirle. Apoyán-
dose en una silla, a guisa de cayado, la madre de Emérita

85
le mostraba el camino. Se interesó la viuda por su salud
y luego, como quien no le concede excesiva importancia,
le advirtió que la muchacha tenía una mente demasiado
despierta, que algunos hechos, naturales en un matrimo-
nio, la impresionarían brutalmente. Debían recatarlos. Le
rogaba que Emérita no supiese que ella la había visitado.
Les recomendaba cautela. Había que evitarle inquietudes
peligrosas a la pequeña.
—Ya me olía yo que algo serio la traía aquí, doña
Gabriela. La obedeceremos —y la infeliz jadeaba de bo-
chorno.
Por fortuna, aquella experiencia no se marcó perdura-
blemente en la sensibilidad de Emérita. Pero su tempera-
mento acusaba un grado precoz de gravedad, a destellos se
le ahondaba la mirada penetrante. Seguía flaca como es-
bingarda, desgarbada cual espantapájaros. Ni siquiera se
irritaba cuando se burlaban de su aspecto, parecía aplacada
su antigua furia.
El veterinario, un leonés solterón, esquelético, casi
siempre a puñadas con la pitanza, pues se administraba
con un desorden que era la comidilla del vecindario, ha-
blando en una ocasión con doña Gabriela, le refirió que
Emérita se daba maña para «sanar los animales». Esa fa-
cultad le había nacido hacía poco tiempo, «era una virtud
inexplicable para localizar al primer golpe de vista el ori-
gen del mal», un «ángel» que ajustaba los huesos lasti-
mados de los cabritos, que adivinaba sorprendentemente
en qué parte del organismo se ocultaba la dolencia. Estaba
desconcertado.
—Pero usted no puede creer en milagrerías. ¿De qué
le sirven sus estudios?
—Mire, doña Gabriela, las cartas sobre la mesa. Per-
seguiría a palos a los curanderos, pero en esta niña lo que
hay es una capacidad natural para comprender a las po-
bres bestias. Yo diría que puede hablar con ellas. Que
también se necesita aristocracia en eso. En estos campe-
sinos la herencia, el trato de generaciones con los animales,
los dota de una especie de aptitud. No me burlo. ¿Poseen
un sentido del que nosotros carecemos, a pesar de haber
tragado muchos libracos? ¡Si fuera hija mía! Y a propó-

86
sito, aunque me cueste reparo, tenía que decirle algo
grave. Sus rebaños pastan en unos prados que es fama
abundan en yerbas dañinas. De ahí les vienen las epide-
mias. Ningún pastor ignora dónde están los terrenos pe-
ligrosos. Tampoco, los suyos. Con franqueza, hay personas
que la odian. Es demasiada casualidad.
—_Intentaré remediarlo.
Y se sonrió, con gesto dominante y agradecido, a la par.
Se despidió, más que confuso, el veterinario.
El recelo se disipó prontamente en doña Gabriela, sus-
tituido por el pensamiento gozoso de la maravillosa cuali-
dad de Emérita. A ella le cabía la satisfacción de haber
sacado a luz su instinto pudoroso de ternura. Por tanto
—si bien agostada por los sobresaltos— su influencia
podía ser benéfica aún. A unos les inspiraba explosiones
de rencor, a otros la eclosión de ocultas, hermosas vir-
tudes.
La niña, que entre tanto se había acercado con un mohín
de misteriosa indignación, le tiraba de un pico del mandil.
—Doña Gabriela, doña Gabriela: por la noche le ace-
chan los corrales y las cuadras. Son tres, vienen de uno en
uno, descalzos, pegándose a la bardas. Van tapados con
capas para que no los conozcan. Es un pecado lo que in-
tentan.
—Bah, otras figuraciones tuyas. ¿Cómo lo sabes?
—Es que ladró el Huertano y yo lo entiendo a las mil
maravillas... No es de esos perros que alborotan y no
muerden. Cuando le rascan las tripas, gruñe, alto. Sin
hacer ruido desatranqué la puerta y miré por la rendija.
No había estrellas, sólo me fijé en los bultos. A usted la
tienen «atragantada». Mi padre lo dice, es de oídas. ¿No
le gustaría que me quedase a dormir aquí? Yo la guardaré.
Titubeó doña Gabriela entre abrazarla o hacerse cruces
de la ocurrencia. Entonces, entornando los ojos, soñó que
la niña, de mujer, se casaba con Benito y le daba nietos.
Insistió Emérita:
—No la dejo. Me acostaré con Luisa.
Difícil fue persuadirla. Mas cuando se marchó —y eso
que sus hijos retozaban y discutían cerca— su casa le pa-

81
reció abandonada, envuelta como nunca en agrios ru-
mores, en cortantes silencios.

Un día del Señor, Huertano amaneció muerto, a la vera


del pozo. Mostraba aún feroz actitud de salto y por la
postura cayó pesadamente sobre las patas traseras. De la
frente cuadrada le debió manar sin freno la sangre, que
ahora chupaban, en la última fluidez, las moscas del em-
parrado. A doña Gabriela le dio un vuelco el corazón y se
le redobló la palidez.
En torno del perro se formó un corro atónito, que salía
de su mudez con exclamaciones enervadas. Clotilde llegó
arrastrando las piernas reumáticas y se persignó. Ramon-
cillo, un gañán de confianza, maldecía entre dientes.
— ¡Sarnosos! Dos pedradas de honda en la canal de
los ojos. Manos de criminal y tino de Iscariote.
Benito, cruzado de brazos, se mordía furiosamente los
labios. Sobre el cuerpo del can, en su piel cobriza veteada
de blancas manchas, lamía la lengua del sol temprano y
después, como posadas escamas, las sombras de las hojas
de dos árboles frutales. Apenas un ruido en el patio.
Se confirmaban los avisos de Emérita.
Doña Gabriela interrogó, severa, al criado:
—Y tú, ¿dónde demonios estabas que nada viste?
—La parienta tuvo, al oscurecer, los arrechuchos y me
mandó recado. Creí que todavía no iba en serio, que po-
dría volver pronto. Y la cosa se alargó hasta que descuidó.
Buena información la de mis enemigos —dedujo la
madrileña—. Atacan a placer.
—Pues ya no te mueves de la cuadra, así truene.
Y sin embargo, eran medidas inútiles, lo presentía. Ella
manoteaba contra unas voluntades tenaces, que se escu-
rrían como serpientes y tornaban a la carga, a la menor
oportunidad. Lo peor del caso es que no podía identifi-
carlos, surgían de una cierta antipatía general que los am-
paraba.
—Vamos a enterrarlo, cerca del portón.
No lo olvidaba. Pasaron días y semanas y el gruñir
tajado de Huertano le resonaba en el cerebro, con un
tictac sordo y abrumador. Quizá por ello no advirtió la

88
murría de Ramoncillo, que a menudo intentaba encami-
narse hacia ella, como resuelto a confesarle algo, pero lue-
go dudaba y se escurría con un gesto de contrariedad.
Hasta que sin dar excusas le comunicó que se retiraba
de su servicio. Doña Gabriela lo consideró serenamente,
mientras el pobre hombre se sonrojaba como doncella.
—«¿Tienes alguna queja de mí?
—No.
Y Ramoncillo acentuó su reserva testaruda.
—Me parece que se requiere una explicación. Sólo en
ti confiaba, porque eres leal. No te separaste de mi ma-
he.

rido. Aquí entraste de rapaz. Si él estuviera en mi lugar,


¿harías lo mismo? ¿O es que con más jornal...? Dilo,
sin empacho.
Vaciló aún para contestar.
—No te andes con más contemplaciones.
—-Pues, como ya sabe, la mujer está recién parida. Le
da miedo quedarse sin nadie por las noches. De las apren-
siones y sustos se le corta la leche y el que lo paga es
el crío.
— ¿Sustos?
—Es que ve fantasmas y repican en las ventanas y oye
silbidos y no la dejan en paz. Se me consume como una
lámpara sin aceite.
—No te obligo, Ramoncillo. Esos fantasmas usan pan-
talones y faja y no se disfrazan para burlar tu honra, sino
para fastidiarme, por carambola. ¡Qué le vamos a hacer!
—Nostrama, más adelante, cuando siquiera lo destete...
—Vuelve, si es tu gusto. Con nosotros tendrás trabajo.
—«¿Manda usté algo más?
—Encárgale al pastor, a Fermín, que me traigan otro
perro.
En corto período murieron dos mastines, los más bra-
vos de la majada. La misma pedrada se repetía y los
tumbaba, sin rastro.
Cuando la desposeyeron de su guardia, doña Gabriela
resolvió no dormir. Trasladó a los hijos a la parte delan-
tera de la casa y se instaló en la galería que dominaba
el patio. Tapada con un chal largo recorría incesante-
mente el piso de tablas, escudriñando la semioscuridad.

89
Antes, engrasó la escopeta de dos cañones de Alejan-
dro y sacó de su mochila, intacta, como cuando fue a la
última cacería, media docena de cartuchos. Tenía el arma
al alcance de la mano.
Clotilde, al hacer la compra, había propagado su reto.
—Si vienen, me encontrarán. ¿Son muy hombres?
¡Muy hombres!

Mi colega, don Manuel Ramírez, primo en segundo


grado de tu idolatrada doña Gabriela, ha venido a pasar
unas breves vacaciones en este bendito y... civilizado
lugar. Parece que está en vísperas de boda y antes de
cometer el disparate y posesionarse de la plaza de médico
titular en un pueblecito toledano, se permite el lujo de
«ambientarse» con el pretexto de saludar a su parienta, y
resarcirse del bullicio de Madrid. El jovencito tiene aire
de listeza y cuida de su indumentaria con meticulosidad
que ya desearían para los diagnósticos y recetas sus futu-
ros enfermos. Al principio —lo vi salir de la posada en
cuyo mejor cuarto se aloja— me dio mala espina tanto
acicalamiento, pero sospecho que este juicio es infundado
y que se trata de una persona capaz de más elevadas mo-
lestias que la de cepillarse las solapas, enderezar la chalina
y lustrarse las botas.
En efecto, me visitó con la socaliña de que somos com-
pañeros, de que le habían elogiado mi discreción y compe-
tencia, por lo que sentía irresistibles deseos de tratarme.
Al rato se tumbaba en el diván de mi gabinete, me insi-
nuaba que su flaco son las mujeres y me consultaba sobre
mis experiencias profesionales más delicadas en estas tie-
rras paniegas.
Medité, con desesperada melancolía, que no tardarían
en desaparecerle sus exquisiteces de modales, que engor-
daría como yo y que le importarían un pito las novedades
literarias y científicas al ocuparse con igualas de insolven-
tes, jaquecas de solteronas condenadas y partos de labra-
doras con enjambre de sayas y refajos alrededor.
El, ajeno a mi nada tranquilizadora meditación, opinó
ancho y tendido acerca de las tirantes relaciones con los

90
«carníceros» yanquis, denotando una simpatía, que me
parece peligrosa, por los filibusteros.
—No anda tan equivocado Pí y Margall. Yo no co-
mulgo enteramente con sus doctrinas, pero somos una
nación decadente y lo que no otorguemos nos los quitarán.
En el fondo la cuestión me molestaba y como a ti no
te interesa, corto la referencia para ir al grano, es decir
a doña Gabriela, pues mi camarada en realidad venía a
aconsejarme.
—El sabía que yo la visitaba. Pero con un primo hay
a veces más confianza... Y ese corazón se queja. Donde
usted aprecia tanta frialdad, tanto dominio, existe un
ánimo de hierro forjado, que colea a costa de esfuerzos
heroicos. Lleva ya muchas semanas sin dormir por la
amenaza de no sé quiénes, empeñados en hacerle la vida
imposible, en aterrorizarla. El alma replica, pero el cuerpo
se tambalea, gota a gota. He intentado convencerla de
que renuncie a una lucha dispersa, descabellada, que es
superior a sus posibilidades. En vano... ¡Estos patanes
tienen cámara y recámara! ¿Qué naturaleza aguanta el
velar todas las noches, bajo la zozobra, sin saber de dónde
partirá la puñalada? Es el de Gabriela un temperamento
que no cede, pero que se corroe. Descansa un par de
horas diariamente, ya salido el sol, cuando los chicos van
a la escuela. Usted puede ayudarla, véala con más fre-
cuencía.
Imagino tu reacción al leer estas líneas. ¡No tan súbito,
amante de Teruel! No adelantas un palmo en tus pre-
tensiones cogiendo el tren en marcha, acudiendo sin res-
piro a Las Encinas y presentándote a doña Gabriela, para
defenderla. Tiene bastante orgullo para no recurrir a «ex-
traños» y es terca como un alcornoque. Además, falta lo
esencial: que se sienta atraída por ti.
Y esto no es una apreciación caprichosa o un consuelo
barato. Me he podido convencer.
Atendiendo la indicación, algo ordenancista a la postre
de su primo, cada tres o cuatro días visito a doña Ga-
briela. En los comienzos, se resistía a tomar las medicinas,
a observar un régimen sensato de comidas. Pero al cabo,
concluyó por hacerme caso, con ese gesto cómico de al-

od de
gunos pacientes que os obedecen para no humillaros con
la idea de vuestra garrafal inutilidad, más que por fe en
vuestras prescripciones y conocimientos.
—No disimule usted. ¡Tanto desvelarse por mí! Cree
que en el momento menos pensado le voy a dar un susto.
Luego, con su rígida entonación habitual, añadió:
—Yo resistiré hasta que sea necesario. Después, la
calma.
Las cejas, un tanto finas, con varios claros canosos,
se le aguzaban imperativas.
Creo que mi atención médica tiene un valor simbólico.
Lo que sostiene a doña Gabriela, te lo juro, es su ener-
gía moral, la confianza de que sus fuerzas físicas no «pue-
den» agotarse antes de cumplir su cometido.
La otra noche estuve a verla un poco más tarde de lo
acostumbrado. Clotilde no me anunció, sino que me se-
ñaló el despacho. Encontré la puerta entornada, la franja
de luz del comedor se vertía por aquella abertura trian-
gularmente sobre el espejo, que recogía la figura de la
madrileña, sentada en un taburete y con la escopeta en
el regazo. Limpiaba con manipulación escrupulosa los ca-
ñones. (Se me reprodujeron, como en una ráfaga, las his-
torias que aquí circulan sobre la cochina intención de un
grupo de lugareños que se han confabulado para obligarla
a vender a precio ínfimo sus propiedades. Nadie los nom-
bra y, sin embargo, aseguraría que todos los conocen.)
—«¿Da su permiso? —y levanté la voz, retrasé mi en-
trada para no sorprenderla.
Aparentemente, no se había movido. Pero al dejarme
caer en el sofá tanteé con los pies y éstos tropezaron con
el arma allí escondida. Me pregunté, alarmado, si doña
Gabriela, con ese su ademán tristón y su íntimo señorío,
sería capaz de matar. La madrileña, que es aguda como
el frío de la Sierra, me disipó esta interrogante.
—Le agradezco la compañía, don Arturo. Á veces gusta
una de hablar con gentes como usted, con cuya reserva
y afecto sincero se cuenta. Cuando llegó, recordaba lo
rápida que fue mi alegría de casada. Ahí tiene un episodio
que no olvido. En una excursión con Alejandro me enseñó
a disparar, lo que no es cosa del otro jueves. El se des-

22
vivía por la caza. Por las pruebas, así me lo decía, mi
puntería es poco común. En ese instante sólo veo el obje-
tivo y no se me altera el pulso. Ya hace de eso muchos
años y no sé si hoy estaría en condiciones...
Se expresaba con aplomo, normalmente, pero yo adver-
tí en las órbitas hundidas, en el cansino cerco de los ojos,
en las nerviosas arrugas laterales que de ellos arrancaban,
la señal evidente de su agotamiento, de su tensión ex-
cesiva.
—¿Cuántas horas duerme?
Doña Gabriela esquivó la franja de luz para responder.
—Suficientes.
—+Es usted la que se engaña. Y tanto va el cántaro a la
fuente... Al médico, la verdad.
Pretendió echarlo a broma, aunque se le traslucía la
fatiga.
—Hago de centinela. Es una diversión.
No quise insistir, en la seguridad de que no la conven-
cería. Se prolongaba demasiado la entrevista y, sin embar-
go, sin que ella lo manifestara, adiviné que se hallaba en
un momento de extrema soledad, que le servía mi pre-
sencia, que su carácter se replegaba ligeramente para reco-
brar con más ímpetu su acostumbrada reciedumbre.
—Y los hijos, ¿dan guerra?
Casualmente marchaba yo al unísono de su callado
soliloquio. Me contestó con viveza.
—El mayor es el que más me inquieta y del que más
espero. Pasión de madre. Los otros se apegan a una, son
parecidos a los de su edad, con sus cosillas, naturalmente.
Sólo Benito es distinto a todos los muchachos. Pronto lo
enviaré a Madrid, a estudiar. ¡Ojalá no acabe en un se-
ñorito bárbaro y estúpido! Pero no hay miedo. Ese nació
para mandar y sobresalir, no por malas artes, sino por
inteligencia y genio. Cuando él sea mayor, descansaré.
Fíjese que ya hoy capitanea a los chiquillos y me vuelve
tarumba a las mocosas. Es guapo, alto, frente ancha, her-
mosos ojos duros, que sólo se suavizan para los meque-
trefes. Le tira la gente de abajo, sus amistades son galo-
pines del arrabal, hijos de gañanes, y carreteros. A los
de su familia y sangre, por lo general, les paga la envidia

PES
con patas de gallo. No pasa día sin que me vengan a
reclamar por alguna descalabradura. ¿Sabe usted con
quién hace muy buenas migas? Con ese minero, el sol-
terón, el que dicen que no va nunca a la iglesia. Pero es
hombre de bien, honrado, sin vicios. ¿Para qué contra-
riarle? Por sí mismo aprenderá a elegir.
En doña Gabriela se había operado la transformación
más sorprendente. Ni viso de fatiga en el rostro, como si
una lumbre la caldeara. No hace falta ser muy lince para
notar que este cariño, el del heredero, la alimenta y sos-
tiene. No, no se cuarteará la madrileña y tu causa, amigo,
está perdida. Resígnate. Encerrada entre los muros de su
casona, correspondiendo con su aislamiento a la hostilidad
del pueblo, sólo ansía salvaguardar su fortuna para que
Benito pueda, el día de mañana, ser poderoso y desarro-
llarse. Con lo cual, supongo que piensa, favorece al hijo
y se desquita a la larga.
En doña Gabriela, y quizás la culpa sea de todos nos-
otros, queda únicamente esta ambición. El ahínco con que
la persigue, sin temor al tiempo, a su tiempo, sin reparar
en que se destruye, no deja de tener su grandeza.
Mientras, emprende un largo viaje o escápate con una
levantina de ancas espléndidas, no tan metida en sí como
esta doña Gabriela.»

«Cayetano me envió recado de que su hija estaba deli-


caducha, con fiebre alta. Vive frente a doña Gabriela y
por la cercanía de mis dos pacientes acudí pronto. Me has
contagiado la curiosidad con todo aquello que, directa o
indirectamente, se relaciona con la madrileña y también
me impulsaba una especie de presentimiento.
Cubierta con un amasijo de mantas y colchas, Emérita
deliraba. Temblaba desenfrenadamente su cuerpecillo y yo
oía, con claridad impresionante, cómo se entrechocaban
las coyunturas. Preferí no despertarla y me instalé junto
a la cama. Las palabras se le escapaban de los labios
lívidos, con jadeo infinitamente pesado. Aguardaré, me
dije, no tengo prisa y dentro de un rato podré exami-
narla. El padre, en un rincón oscuro del cuarto, con esa
pachorra de los del llano, encendía otro cigarrillo. Las

94
frases inconscientes de la niña, que aparentaba escuchar
con indiferencia, encadenábanse coherentemente.
—Le digo la verdad. Todas las noches pasan, arrastrán-
dose como lobos dañinos. ¡Doña Gabriela! ¿Qué les ha
hecho? Se robaron las estrellas. Está negro el cielo. ¡Ay!
Huertano no ladra más. Apagaron el farol, también a
pedrada limpia. Al otro perro le machacarán los sesos...
¡Quiero que usté sea mi madre! La mía gruñe siempre.
Yo la protegeré, doña Gabriela. Adivino cuando se acer-
can. Y ese Benito durmiendo como un lirón...
La sacudí afectuosamente, por los hombros que aún se
estremecían, agitados por la pesadilla. Receté lo de ritual,
sin gran convencimiento. Emérita refleja, aumentada y
dura, la realidad. En esta sensibilidad porosa lo que los
mayores ni siquiera perciben repercute con patética in-
tensidad. El terror gradual, que se desenvuelve con un
ritmo implacable, es peligrosísimo para ella.
Le he recomendado a Cayetano que se la lleve fuera
del pueblo una temporada, «a cambiar de aires». No lo
ha entendido, se figura que son «excusas» de médico. No
comprende otra cosa que no sea su trabajo.
¿No soy un cobarde? ¿Pero cómo lo remedio? Es pre-
ferible que no recibas esta segunda carta. La romperé.»

Eustaquia no le quitaba ojo de encima. De lejos le


venía el recelo. Después de una época en que el marido
parecía encauzado, ahora resurgían en él las pasiones de
sus primeros años de matrimonio. Al socaire de su actitud
pacífica —y ella lo notaba porque no en vano se acostaba
meses y meses con el mismo hombre y sabía cómo se le
alegraban las pajarillas o cómo se le enconaba el ánimo—
latía el deseo de volver a las andadas. Nunca, es cierto,
le había sido infiel. Pero de antiguo lo había dominado
el vicio de las cartas y eso retoña como la mala yerba.
El Jilguero lo sonsacaba. Venía con más frecuencia y
aunque ella ponía la escoba detrás de la puerta, el «golfo»
remoloneaba para irse. ¡Más le valiera a Pedro cuidar del
pan de sus hijos y no poltronear en el pueblo, desaten-
diendo sus labores! Era su cruz. Y si, además, le daba
por jugarse hasta la camisa... Que lo peor es empezar,

95
que se le vuelva a tomar el gusto. Luego, ni la Corte
celestial lo refrena.
Ultimamente debía estar embarcado en un lío, del que
nada provechoso saldría. ¡Cuando no la solicitaba tanto,
y eso que tenía la sangre ardorosa y no paraba de pre-
ñarla! Todas las noches, tocadas las doce, se inclinaba
en la cama, se rebullía para convencerse de que estaba
dormida como un leño y después, con sigilo de gato mon-
tés, se levantaba y se vestía a tientas. Atravesaba la habi-
tación a oscuras, sin provocar ruido, y desaparecía. No
regresaba sino al filo de la madrugada, con las mismas
precauciones. Y ella se lo callaba, intuyendo su compli-
cidad en un enredo cuyo carácter vergonzoso, eso se huele,
excluía más averiguaciones.
Pero en una ocasión, al volver, prendió la palmatoria
y le iluminó bruscamente el rostro. Eustaquia mantuvo
cerrados los ojos, gracias a una contracción penosa, y al
marido no le despistó su fingimiento. La cara, rosada y
rellena, se le tundió de cólera. Lentamente alargó el brazo
y le atrapó las muñecas, retorciéndoselas.
—Sin gritar, paloma. Para que aprendas a dormirte.
Y si lloriqueas, si te vas de la lengua, por la leche de
mi madre que te ahogo. Y que no se entere nadie, ni las
moscas. |
Aflojó la presión y la soltó, casi desvanecida. La luz
de la vela, desde la cómoda panzuda, se marcaba en su
espalda, doblada para descalzarse.
Ya reposaba su cabeza en la almohada. Eustaquia, ip-
móvil, aguardaba temerosa del estallido de su silencio
enemigo. Lo cortó él para prevenir.
—Y con el cura, chitón. Nada de bromas.
No, no pegaba los ojos. Se reía solapadamente, con
asqueroso murmullo. Eustaquia sintió como le resbalaba
por el cuello un sudorcillo viscoso, helado. Al interrogar
la tiniebla se le nublaba la vista de espanto.
—¿Tiemblas?
Al igual que si le dijera con desparpajo:
—Vamos a barbechar.
La mujer meditaba desesperadamente, con un traque-
teo de cantilena.

96
—Debo obediencia al marido. ¿Qué es una, sino peda-
zo de corcho, montón de carne sin albedrío?
No, no se dormía. Con descaro le rozó un pecho. Al
paladar de Eustaquia se pegaba una espesa saliva. ¡Si
tuviera arrestos para matarlo! Pero era débil. Tras lo
ocurrido, Pedro hincó los dedos en sus caderas, se las
apretó como un torniquete. No tuvo ella energía para
retirarse, para desasirse.
Y Pedro, sarcásticamente, en señal de superioridad, sin
pronunciar palabra, la poseyó. Luego se volvió, para ron-
car al rato.
Eustaquia se oprimió la boca seca, se limpió las meji-
llas con la sábana, para arrancarse su calor. Ardiente-
mente llamaba a la muerte, traspasada de asco.
Con el revés de la mano agrietada se enjugó dos lagri-
mones. Permaneció quieta, hasta la salida del sol, con-
vulsa de odio, atenazada por su impotencia, renegando
de su sino.
El, por el contrario, despertó de muy buen humor.
Y ella no pudo mirarlo de frente.

Dentro de la fiebre que amainaba, en sus horas de


lucidez y calma, Emérita procuraba que no se le borrase
la figura de doña Gabriela y no sabía por qué, pero la
veía siempre, en aquel semisueño, junto a un olivo soli-
tario, extraviado en la llanura, que desentonaba de su
árido trazo, allá donde el pajizo pecho de las eras se
inserta en el implacable horizonte de impura plata. Un
torbellino, que arrastraba el grano de las parvas y hasta
molidas pedrezuelas de las cunetas, ceñía su talle y sacu-
día el tronco, resquebrajando la corteza humana. Pero
nunca podía doblegarla: hasta el disparado: corazón de la -
madera, en su blanca pulpa, que es inanimada sangre, la
hería, como la línea última del arrasado panorama. La
viuda, sin embargo, no retiraba los pies doloridos del
surco en que los plantara. Y de este modo le volvía, con
un silbante compás, calando su respiración casi exhausta,
la calentura.
Ya no se atrevía —aunque era un anhelo fortísimo—
a pedir que «ella» la visitara: Una vez que la nombró,

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debió hacerlo con tal cariño en el tono de las palabras
simples que advirtió los celos frenéticos de su madre, el
siniestro bizqueo de su mirada, como si maldijese haberla
parido.
Simuló la niña olvidar y aguardaba con impaciencia a
que se acostaran, a que apagasen el candil, para que la
presencia de doña Gabriela retornase allí sin que ella tu-
viera que fingir.
Sentimientos encontrados y sugestivos le despertaba,
independientemente del afán irrazonable y continuo de
ser su hija. De doña Gabriela partía —¡tan cerca de ella
estaba!— un rumor de sosiego, que le refrescaba las sie-
nes martilleadas, donde se le apelmazaban los cabellos.
Como si su mano se detuviese en la piel y con el ligero
contacto la aplacase de humores. Y es que recordaba la
manera con que le peinaba las trenzas o enmendaba una
arruga en su bata o se sentaba a su lado en el sofá y la
escuchaba con más atención que al señor cura, o al médico
o al veterinario. Nadie tenía que decírselo. Emérita estaba
segura de que ella no era una extraña, ni mucho menos,
para doña Gabriela. Un momento de su compañía y la
jornada entera revestíase de un maravilloso tinte de ple-
nitud y firmeza. Para Emérita, los otros no lo oyen, de
la viuda brotaba, con perfecto engarce de cántico, una
sensación inexplicable de milagrosas claridades, que por
doquier se difundía, una imagen persistente de fuerza re-
cogida, que uno no acierta a medir pero que lo eleva.
Al mismo tiempo —y entonces se interponían con ras-
go engarabitado sus aprensiones— no conseguía despejar
de la mente el cráneo hendido de Huertano, las sombras
que rondaban de noche la calle. Le entraban ganas de
huir de su casa, de agazaparse en el ancho patio de doña
Gabriela y velar allí para que no le hicieran daño.
Cayetano, cada día más sorprendido de su ensimisma-
miento, solía aventurar:
—Esta niña acabará en el manicomio.
La baldada asentía con un gesto de enfado.
— ¡Mentira que sea carne de mi carne! Para mí es
peor que una inclusera.
— ¡No blasfemes, ten temor de Dios!

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Mientras, el cuerpecillo de Emérita tiritaba sin cesar.
Creía que las sábanas morenas se llenaban de caídos luce-
ros y cuando pretendía en su delirio atraparlos, se le es-
currían con risotadas. Visiones y desvaríos que fueron en
aumento. Aunque había de ocultarlo, experimentaba un
pánico sordo a que pasaran las horas. Intuía que la des-
gracia se iba concretando, como las bolas de nieve que
arrastran los chiquillos, como se forman en los cielos los
cortejos de las nubes tempestuosas.
Era en mayo. El médico, al reconocerla, se ensombre-
ció. Y sin que lo oyeran, diagnosticó con perceptible des-
concierto:
—Es un acertijo. Le haré otra visita mañana temprano.
¿Terminaré en supersticioso también? Este crío le quita
a uno el sueño. Ahora parece curada. ¿Durará?

El moscardoneo de Jilguero la traía sobre ascuas. Des-


de la madrugada en que Pedro se condujo tan vilmente,
tratándola como si fuese «una mujer de la calle», le acha-
có al bastardo sus desventuras.
No se le borraba la repugnancia, se le había grabado
en todo el ser. Aunque aparentemente no hubiese modi-
ficado la sumisión de casada y cumpliese, cansina y pun-
tualmente, sus obligaciones, se sorprendía de la animosidad
con que tras su silencio le servía la comida y colocaba,
los domingos, junto a su cabecera, la muda de ropa plan-
chada.
¡Había vivido con él tantos años y hasta esa noche no
llegó a conocerlo! Siempre sospechó, sin osar admitirlo
completamente, que «su hombre tenía plagada de cerdas
el alma». Pero de pronto debía verlo en su verdadera
condición, sin engañarse. El padre de sus hijos era un
canalla y tendría que ocultarlo, mostrarse contenta, como
antes. El destino de la mujer es callar, «hacer de tripas
corazón».
Como un posma, el Jilguero acudía casi a diario y char-
laba por lo bajo con Pedro. Ella rehuyó siempre espiar,
pero ahora la tentación se imponía, ya no la resguardaba
el respeto. Y así, al verlos en secreto,.se le ocurrió, para

99
velarse el propósito, recoger algún objeto en la habitación
contigua y al par afinaba el oído.
—Si vengo aquí es por una necesidad. No queda otro
remedio que... Debo estar prevenida —disculpábase.
Sonaba el nombre de doña Gabriela. Se referían a ella
con el remoquete, ostentosamente despectivo, de la ma-
drileña. En una de sus vueltas sigilosas, Eustaquia reco-
gió una expresión harto clara:
—+Es fácil saltar la tapia y no habiendo perro... ¡Chico
susto le daríamos!
Lo comprendió. En el pueblo se murmuraba que «unos»
se la tenían jurada y acechaban la casa de la viuda para
atemorizarla. La hablilla corría con miserable cautela,
como respondiendo a una conjura en la que las «autori-
dades» pueden aparentar ignorancia.
¡Las autoridades! El alcalde, hechura de Santiago; el
juez municipal, tres cuartos de lo propio, y la pareja de
la Guardia Civil parecía estar en «ayunas». «El viejo»,
presumió, movía las teclas bajo mano. ¡No había dere-
cho! ¿Pero qué recurso le quedaba a ella? ¿Denunciar,
acaso, al marido? No le asustaba la furia hipocritona de
Pedro, ya puesta... Sin embargo, no era decente que el
escándalo recayera en los hijos. A sellar el pico, Eusta-
quia. ¡Si no eres más que una bestia de carga! Y se
golpeó el pecho con los puños.
«No le daba buena espina el asunto. Traería cola, Vir-
gen del Carmen. Las fechorías se pagan.»
El trajín doméstico absorbe y aun con su inquietud a
cuestas, Eustaquia atenuaba así la obsesión del peligro,
más terrible porque no se podía atajar y el carro rueda
que rueda.
Un viernes, al mediodía, hizo su aparición el Jilguero,
con ojos turbios en los que brillaba más que de ordinario
la sorna. Ofreció de su petaca a Pedro.
—¿Un cigarrillo, si te da venia la Eustaquia? —el ru-
fián se empeñaba en que todos se enterasen de la plática
y alzaba el diapasón.
—Conmigo no es como con otros. La mujer, mutis.
—Así debe ser.

100
—¿Qué se dice por ahí, tú que eres monaguillo de
todas las misas?
—Apenas... Pues que la hija de Cayetano está enfer-
mucha y que el médico anda a ciegas... De triste eso. La
madrileña echa el cenizo en todo el contorno y máxime
a los vecinos...
—Detén la lengua, Jilguero. Al fin y al cabo, doña
Gabriela es algo parienta nuestra.
—-Pues... por muchos años.
Y adoptaba un gesto irónico de contrición.
—¿Te haría una copeja de anís?
—Para la voz... No te arrepientas.
El Jilguero, escrutó con el rabillo del ojo a la mujer y
repicando los dedos se encaró con Pedro.
— ¡Hombre, qué memoria tengo! De tramposo... Jue-
gan como condenados en la rebotica de Atilano. Anoche
empezaron con puestas de a cien duros por barba. Sólo
se paran para empinar el codo y tragar jamón. Te gus-
taría verlo. Contigo no hay miedo. Te curaste de esa
querencia.
Se erizaron las cejas de Pedro, sonó repetidamente los
nudillos. Palidecía Eustaquia.
—Al] caer la tarde se pondrá bueno... Es para hombres
de agallas.
La esposa interrumpió con voz agitada.
—«¿Es que intentas arruinarnos?
—Disculpa... Si lo dice el refrán. La opinión de la
mujer es la que más vale. Y Pedro es prudente. Mejor
es que no aparezca por allí. Se debe huir de la tentación.
¿Aún le tira la afición, a tu corderico? Ya no te cabe
la camisa en el cuerpo.
Se revolvió el dueño como jaque ofendido.
—FEustaquia, ¿te pedí consejo? Guárdatelo y no me
acabes la paciencia. Son cosas nuestras, no tuyas.
Todo el día anduvo inquieto y al oscurecer salió de
casa y se sumó a la partida. En la rebotica lo saludaron
con alborozo. El Jilguero hasta le palmoteó la espalda
y le dispensó el honor de sentarse a su lado.
Amanecía cuando se disolvió el cónclave ejemplar. Pe-

101
dro había perdido ocho mil pesetas, a liquidar en treinta
días. Cuchicheó con su acompañante.
—Habrá que vender el quiñón que me dejó mi abuelo,
por parte de madre.
—Cuida la herencia de los hijos. ¡Qué casualidad! ¿No
te enteraste que doña Gabriela recibirá mañana un buen
puñado de dinero? Le compraron la lana de los rebaños
y le traerán otros picos de rentas. Lo guardará en casa,
hasta el lunes por lo menos. Me huelo que en el despa-
cho. Yo, estas noches, por el qué dirán, para que no me
carguen el muerto, no aparecería en la ronda que le veni-
mos dando. Mejor, dormimos a pierna suelta.
—«¿Para qué complicaciones?
Doña Gabriela acostó a los niños, ordenó a Clotilde
que se retirase y se dirigió al despacho. Abrió el cajón
central de la mesa, en el que estaban los duros, guar-
dados en cartuchos. Los recontó con la vista y se estre-
meció al pensar que nunca había tenido junta tanta mo-
neda de plata. Por ensalmo le desapareció la idea que
acariciaba durante la tarde: interrumpir su guardia, gozar
sin angustias de un sueño. Hacía ya un par de noches
que nada sospechoso ocurría y sentíase indeciblemente
fatigada, desbocado y endeble el latir de los pulsos. Aún
le continuaba el temblor del mareo que la había domina-
do al descender la escalera. Notaba áspero el paladar, con
un sabor de vómito que no mengua. Alguna cana se
mezclaba ya a los ricillos descuidados que le cubrían las
márgenes de la frente. Y los pies se trasladaban con tor-
peza, con indescriptible dejadez, como si perteneciesen a
una persona remota.
Era mucho su batallar, sin decir esta boca es mía. El
tiempo carecía de límites, se emparejaba a una eternidad
desmayada y siniestra.
Desanduvo el camino. Descorrió la cortina del dormi-
torio de Luisa y no percibió, en la casa entera, más ruido
que el de su tranquilo respirar. Lo mismo con los tres
varones. Clotilde, medio en vela, se quejaba de su reúma.
Del exterior, avanzaba un absurdo zumbido de vaporosa
quietud. Arrastró la mecedora de rejilla hasta el barandal
de la galería, se puso un chal y aprestó la escopeta.

102
Después, perezosamente, alzó los ojos. El firmamento
se entenebrecía más y más, sin una estrella, creando som-
bras impenetrables en el patio. Apenas se distinguía el
tapial. Los alrededores, lo poco que su vista alcanzaba, lo
que ya por pura costumbre podía adivinar, arropábase
de fina niebla.
A solas, tan a solas, el transcurrir de las horas se le
hacía más penoso. Por grande que fuera su cansancio,
más intolerable aún le resultaba meditar libremente, sin
miedo a que le espiasen las contracciones de la fisonomía.
Entonces se entregaba sin cortapisas a pensar en el valor
de su vida: un existir separado y amargo, en aquel am-
biente enemigo, cicatero. ¡Si ella, al menos, hubiera sa-
bido cuál era su tendencia, ese querer ayer lozano que
le habían aplastado los días y las preocupaciones! Hizo
un desesperado esfuerzo para evocar cómo se alegraba
o se entristecía antes, de joven, y se le antojó que se le
reproducían muecas extrañas, con las que ya no se iden-
tificaba. ¿Habíase parado, con guiño inmutable de cala-
vera, su anhelar?
Se paseaba de un lado a otro de la galería, inquiriendo
siempre la tiniebla que crecía en su zona de visión. ¿No
jadeaba la noche como un anciano achacoso, no vertía
fugaces sonidos? De la parra, con relampagueante rasgar
de patas en las losetas, saltó el gato. Aunque el rostro
no delatase su alarma, el corazón le galopaba con desa-
tino. Más tarde oyó un saludo labriego que se multipli-
caba en la cadencia del espacio.
Sobre los seres y las casas, gravitando en corralizas y
establos, en las tapadas bocas de los zaguanes, reinaba una
paz embotellada, que se disponía a reventar. De nuevo,
su instinto le avisaba. Nunca falló. ¿No la estaban ace-
chando, Dios sabe con qué mal propósito?
El patio se poblaba de tenues rumores. Por allí repta
una lagartija; en el verdioscuro redondel del pozo se
balancea el cordel del cubo, aún mojado. Respira ufana
la savia de los arbolillos.
Súbitamente experimentó un temor desaforado. ¡Que
amaneciese pronto! La soledad era tan absoluta que le
daba la impresión de que ella misma no alentaba, atro-

103
fiados los cinco sentidos. Se frotaba las manos, le tem-
blaban los labios. ¡Cuán fríos los cañones de la escopeta!
Crujieron delgadamente las ramas de la higuera, que
estaba casi pegada a la tapia. Doña Gabriela aguzó el
oído, ya serenada. Concentraba los ojos con tal empeño
que le dolían los párpados. Abajo, confundido con la os-
curidad, muy despacio, el bulto adelantaba en dirección
a ella, a bastantes metros todavía. Se deslizaba con tal
sigilo que creyó por un segundo haberse equivocado. Pero
no apartaba la mirada y observó cómo se detuvo para
tomar respiro. Reanudó su avance y al llegar a la proxi-
midad del pozo, su contraste con el blanco anillo lo delató.
Doña Gabriela apuntó, sin precipitaciones, para no
errar el tiro. Los fogonazos rompieron las sombras y sólo
pudo otear una cara pintarrajeada, de cartón, que se cubría
con un brazo ensangrentado. El bulto retrocedió con ace-
lero, corriendo, brincó la tapia.
Estaba inmóvil doña Gabriela, apoyada en los cañones
de la escopeta. Ni se dio cuenta de que ya la rodeaban los
hijos y Clotilde. No quiso contestar a sus preguntas.

104
VI

«Me mandó llamar doña Gabriela. Me parecía imposi-


ble: la encontré desencajada, enteramente fuera de sí. En
las habitaciones que hube de recorrer me perseguía una
turbonada de excitación, ese clima especial que sólo se
advierte en las inmediaciones de los enfermos nerviosos,
de los soliviantos colectivos.
—Por los clavos de Cristo, ¿qué tiene Emérita? Me
contaron...
—¿Quiere mucho a la niña?
—Más de lo que se figura. Pero no me acobardo. No
me venga con paliativos. ¿Es verdad?
—Loca tranquila, pero de remate.
—¿Y a qué se debe?
Vacilé un momento. Yo mismo no estaba seguro, tan
sólo deducía la realidad hilvanando en la memoria las
expresiones de la niña. Doña Gabriela me miraba con tal
apremio que sobraban las evasivas.
—Sospecho que es el efecto de una emoción brutal,
mejor dicho de un choque de la sensibilidad en que cul-
minan otras reacciones, sólo anormales por lo intensas y

105
apasionadas y desorbitadas. Jugarretas de la imaginación
en una criatura precoz, delicada como una nube.
—Todos estamos heridos del ánimo, más o menos, ¿no
le parece? ¿Algo de merienda?
—Acepto. Horas hace que no pruebo bocado... Ulti-
mamente no me separé de Emérita. Cada una de sus
palabras tenía sentido y no me aguantaba la curiosidad.
A usted la nombraba constantemente, mezclándola con
hechos para mí misteriosos y sueños desequilibrados. Sin
embargo, son algo más que una pesadilla.
—¿Qué dice?
—+Es difícil repetirlo con exactitud.
—Haga un esfuerzo. ¿Cómo se lo pido?
—Espere. Son cosas tan fuera de lo corriente. Aproxi-
madamente...
Escuchaba la voz alterada de Emérita y reproduje su
exclamación:
— ¡Doña Gabriela, ha resucitado Huertano!
Me permití una pausa, pues yo mismo no contenía la
agitación.
—Es Carnaval, es Carnaval. El hombre de la careta
chorreaba sangre. Quería estrangularme. Oí los disparos
y salí, como una centella. Sabía que era usté, que me lla-
maba. ¡Han matado a doña Gabriela! Me vestiré de per-
calina negra, me pondré sonajas. No lloro. Padre, duerme.
Si grito, despertará. Doña Gabriela está sola, sola como la
una, en medio de la era. No necesito comer. Ven, Huer-
tano, te acariciaré el lomo, te daré besicos en las orejas.
Las sombras se enredan, escapan. Ya no me arreglará las
trenzas, iré siempre despeinada y me tirarán piedras y no
me dejarán entrar en la iglesia.
Doña Gabriela me interrumpió. Su acento era firme,
pero tan agudo y crispante que sentí un escalofrío.
— ¡Si hubiera justicia! La niña no vio espectros. Ahora
que eso se queda para mí. Á pudrirse tocan, a masticar
rencor. Día llegará en que suden su pecado. Usted, don
Arturo, va a enterarse. Fue así:
Y sin pausas, de un tirón, me relató lo sucedido, lo
que yo barruntaba.»

106
Nunca estuvo tan engallado como entonces el Jilguero.
La Eustaquia se sobresaltó al verlo y más que nada, al
escuchar su risita canalla.
—-¿Y tu hombre?
—Fue a dar un vistazo al ganado.
—Casualidades.
—No estoy para sornas. Con que...
—Paciencia. No me resultes como la doña Gabriela,
que porque creyó ver una sombra en el patio soltó una
descarga. ¿A quién le daría? ¡Adivina, adivinanza!
—¿Y a mí qué?
—Te importa, mujer, te importa. A lo mejor... Yo soy
reservado y a ti te conviene la «cortesía». Puesto que
Pedro se largó a cambiar de aires, otra vez lo saludaré.
— Adiós.
El Jilguero marchó calle abajo, aún más ostentoso el
contoneo de matón. Mientras, gemía la Eustaquia.
—Aunque nadie, más que «ése», lo sepa, la deshonra
cayó sobre esta casa.
Y se sentó en el poyo de la ventana y comenzó a rezar,
como si estuviese en agonía. Quebraba el padrenuestro
para musitar.
—Ia vergienza callada termina con los buenos senti-
mientos. ¿Para qué te casarías, desgraciada? Una estrella
de perdición amenaza a los tuyos. Ya con sólo las inten-
ciones se roba. Y yo soy la mujer de un ladrón de mu-
jeres.

Cuando a los quince el zagal era alabado por su preciosa


caligrafía —¡hasta los que no entendían de letra quedá-
banse extasiados ante aquella perfección de puntos y pa-
lotes de líneas curvas y redondas ensartadas con admira-
ble sentido de lo simétrico!—. Pedro decidió, valiéndose
de una recomendación del cacique, enviarlo de escribiente
meritorio al Registro de la Propiedad de Valdepeñas.
Para el padre, el muchacho tenía una oportunidad es-
tupenda de conocer mundo, de asombrar a los extraños
con los caracteres más majos de que hubiera noticia y,
posiblemente, de labrarse una carrera menos árida y boba
que la que el pueblo le deparaba. Como Fernando, el pri-

107
mogénito, no mostraba la menor vocación por las faenas
del campo y, además, lo que no era su caso, le gustaba
leer el periódico y repetir sus conceptos. Con lo que allí
ganara y algunos duros que le enviaría con cuentagotas
—para evitar comprensibles excesos de juventud— saldría
avante.
Eustaquia no dijo pío, ni siquiera exteriorizó su temor
por los peligros que le rondarían, hundida en su callar
reticente y sombrío. Si acaso, y la crónica no lo menciona
porque no para mientes en tales minucias, miró de refilón
el brazo casi inválido del marido, lo que siempre le re-
movía la historia inconfesable.
El gozo de Fernando, seguramente muy posesionado de
su papel de heredero, hubiera sido absoluto de no con-
currir la circunstancia de que Benito, «el hijo de la ma-
drileña», marchaba también de Las Encinas, si bien a
superior destino, a Madrid. Y no para ejercer de chupa-
tintas, sino para estudiar regalonamente, como los seño-
ritos muy ticos. «Se creía destinado a Príncipe de Astu-
rias», refunfuñó envidioso.
De todas maneras se sobrepuso a esta contrariedad, em-
paquetó sus ropas más lucidas y una neblinosa mañana se
despidió de los suyos, ciertamente sin pesar, con una
sensación de alivio, como perro que se quita las pulgas.
A la vuelta de cinco años, regresó a Las Encinas defini-
tivamente, con motivo del fallecimiento del padre y a
tiempo de asistir al sepelio, que debía presidir, con la
tarea inmediata de agradecer condolencias y para encar-
garse, sobre todo, de dirigir los asuntos de la hacienda.
Inesperadamente, se vio investido de gran autoridad y
esto disminuyó su disgusto al tener que encerrarse —¿para
siempre?— en un lugarejo extraviado, insignificante y
pobretón, que por milagro figuraba en los mapas.
Estaba el cadáver expuesto en la sala, gimoteaban en
los ángulos las plañideras, con su hipar isócrono de profe-
sionales, mientras el sol, filtrándose por el zaguán en varas
luminosas cernidas de polvo y moscas borrachas, ponía
verdes irisaciones en las ropas, negras y recias, de los va-
rones, un conjunto de semblantes longitudinales, moldea-
dos por el tueste de la intemperie y las arrugas de la edad.

108
Afuera se percibía un silencio de fiesta trágica por em-
pezar, sólo alterado por la tímida brisa de los trigales
cercanos y el resonar alucinante de alguna que otra pisada.
El médico susurraba al oído de su vecino, Marcial,
que hombre cumplidor, había bajado de la Sierra a dar el
pésame para que no lo criticasen.
—e¿No le parece que nos divertimos mucho, ahora?
Sin melindrerías, es el único acontecimiento de que dis-
frutamos: alguien se va al Paraíso.
—Pues si usté lo dice... La muerte iguala a chicos y
grandes. ¡Cuando yo la estire verá qué cantidad de amigos
me salen, como liebres de los matojos!
Fernando discutía con su madre, sin levantar la voz,
para que nadie le oyese. Se extrañaba de que el difunto
en vez de ir vestido con el traje de bodas estuviera cu-
bierto con una capa que únicamente permitía ver la fiso-
nomía descompuesta, surcada por abundantes manchas
cárdenas. ¡Era ir contra la costumbre!
—Tengo mis razones. Hoy, en esto, te toca obedecer.
En lo otro, mandarás tú, hijo. ¡Que no se fijen hoy en lo
lisiado del brazo!
Lo dijo con tanta angustia que Fernando, sorprendido
de su resolución, prefirió no insistir.
Caminaba hacia el cementerio la comitiva, la flor y nata
de Las Encinas. Formaban, con Fernando en el centro, un
grupo compacto y apretujado, que oscilaba frecuentemen-
te, detenido por los altos de los parientes, que llevaban a
hombros el ataúd.
En su ausencia, la gente había cambiado, observó Fer-
nando. El Jilguero, que iba en la segunda fila, parecía ave-
jentado, ajada la pajolera malicia que lo distinguiera. San-
tiago andaba con dificultad —se decía que una enfermedad
maligna empezaba a minarle el aparato digestivo. El boti-
cario, su hijo, había engordado tanto que se le burlaban
en su barbas los arrapiezos. Especialmente la papada con
tres pliegues, colgante, semejaba una bolsa de sebo.
Al rato, los del acompañamiento olvidaron la gravedad
del acto. Hablaban ya de los negocios habituales, de las
noticias maldicientes. Al escuchar el nombre de Benito,

109
al heredero se le borró de la imaginación que debía con-
centrar su pensamiento en el padre desaparecido.
Taimadamente prestó más atención y a medida que re-
doblaban los comentarios le crecía la palidez, con inter-
mitentes rosetas de rabia en las mejillas escurridas.
Paquito, el de Valentín, el carpintero de carros, hacía
el gasto.
—Es un mozo con riñones. Y eso que no llega a los
dieciocho. En Madrid ha hecho estragos. Doña Gabriela
debe temer su afición a las faldas de la capital. (Rio) Como
agua fresca se traga los libros. Fama tiene de avispado.
Lo que otros asimilan en un día él lo digiere en una hora.
Terminó el bachillerato y estudia para Maestro Superior e
Ingeniero. ¡Será el orgullo del pueblo! A uno, que no ha
salido de este cascarón, le gusta que no zanganee y si cua-
dra que nos desasne algo. Ya que en cuanto a fincas co-
mienzan a ir de tumbo en tumbo, que lo salve el saber.
Fernando apretaba, mecánicamente, los puños. Todo
eran facilidades para el presumidillo. El sí que se libró de
consumirse en una oficina. No le faltaron los dineros ni
las comodidades. Benito era alto, él chiquito de estatura,
afilado de carnes. El «señorito», barbilampiño y guapo;
mal encarado, poblada y áspera la barba, Fernando. El
otro, capaz de correr y saltar sin tasa, mientras que él se
cansaba a las primeras de cambio. No obstante, ¿hablaba
como Fernando, con su desparpajo, por habilidad innata?
Al regreso, en la cocina, junto a su madre, Rosalía lo
saludó, chispeándole los ojuelos pardos y suaves. Observó
que seguía ansiosamente sus gestos, que el pelo de ella
tenía una sedosa tersura, de yerba recién segada. Era pri-
ma en segundo grado, tan menuda que él no desentonaba
a su lado. De laboriosa y apañada, no digamos. La con-
templó con cierta audacia y creyó que temblaba su óvalo
delgado, de una delicadeza singular, injerto de piñón y de
azucena. En aquel momento pasajero se arrepintió de sus
rencores y deseó que la circunstancia no fuese tan fúnebre
para invitarla a pasear y quizás proponerle matrimonio.
Rosalía sudaba, finamente, por todos los poros.

110
Algunas tardes doña Gabriela solía encerrarse, bajo
llave, en el despacho.
Conservaba airosa y leve la cintura, distraído el mirar
sereno. Con fidelidad de péndulo seguía rigiendo gañanes
y tierras. De no ser por la piedad que le inspiraba Clotilde,
cuyo reumatismo se acrecentaba; de no ser por el recuerdo
punzante de Emérita, a la que habían tenido que recluir
en el Manicomio de Ciudad Real; de no ser porque, sus-
pendido el ataque despiadado de sus enemigos, le busca-
ban ahora la flaqueza con un semillero de pleitos, que no
serían factibles sin el consentimiento garduño de ese San-
tiago, malo como la quina...
Había un vacío en la casona, sobre todo para ella. Fal-
taba el hijo mayor y cuando bendecía el pan en la mesa
sus ojos se fijaban en el segundo sitio vacante y ninguno
de los pequeños le mitigaba su ausencia. Ni las bromas de
Abel, ni la pánfila apariencia de Fadrique, ni el bastoneo
de las piernas de Luisa que repiqueteaban sin descanso,
bailarinas, en los travesaños de la silla.
Por eso, a solas, como un rezo, releía las cartas de don
Manuel, mentor del rapaz en Madrid y que imbuido de su
función la tenía al tanto de las andanzas del estudiante.
Se las sabía de memoria, aunque compusiesen ya un pa-
quete de abultado volumen, pues ni una sola vez al repa-
sarlas dejaban de aclararle ciertos aspectos de la naciente
mentalidad de Benito y le esclarecían su evolución.
Seguía, a través de esta correspondencia con sus ribetes
pintorescos, las peculiaridades que apuntaban en el «ma-
yor». Y lo hacía con tan apasionado afán que la vasta
generación de madres que en ella remataba parecía tener
mil sentidos y potencias para que no se le escapase un solo
destello de su carácter, un solo factor típico y expresivo
de su temperamento.
¿Por qué experimentaba ella tan tensa curiosidad por
todo lo que a Benito se refería y, por el contrario, dedi-
caba a los otros, también de su sangre, un cuidado que no
pasaba de lo que se entiende por obligación? En Benito
se veía reflejada, en él cifraba sus esperanzas, extravagan-
temente imbuidas del ansia de desquite y de una ilusión
sin freno de indeterminada gloria.

111
Este párrafo, uno de los primeros, figuraba siempre
en su rememorar:
«Tu chico es de los que no se sorprenden por nada.
Está aquí como Juan en su viña. Si las cosas le producen
impresión, no la trasluce y se la guarda ojos adentro, para
exprimirle el jugo. Quiero decir que nadie le supone un
pueblerino y que en pocas semanas se ha adaptado al
medio y hasta se permite usar vocabulario cortesano, sin
perjuicio de que se le escurra un refrán manchego que
huele a ajos o una interjección que denuncia el origen
labriego. Como mi mujer no me ha dado más que hem-
bras, mi percepción es más lúcida para interpretar al mozo.
Este rasgo no le impidió, al principio, descuidar la ves-
timenta. Salía a la calle encasquetada la boina, una es-
pecie de visera sobre el ojo izquierdo, provisto de bastón,
lo que a su edad es impropio, calzado con holgadas botas
de paño. Pero eso sí, anda echado para atrás, sin el bra-
cear amaneradillo de los petimetres. Para colmo llevaba
colgando del ojal la gorda cadena del reloj. Esta forma
de vestir, que se completa con una chalina ostentosa y
que casi indica la inexistencia de la camisa, provocó una
serie de incidentes. Pero lo que le acarreó el choque fue
esa constelación de lunares con que lo adornara la Provi-
dencia. Uno en la quijada, tamaño de garbanzo, otros en
los pliegues de los labios, un ejemplar en lo alto del pó-
mulo, etc. El caso es que, paseando por Carretas, de un
grupo de ociosos, a los que chocaron éstas y las anteriores
particularidades, partió la exclamación desafiante.
— ¡Los lunares debían ser de mi novia! Ese paleto,
con más humos que don Rodrigo en la horca, es un usut-
pador.
Tu señor hijo, ni corto ni perezoso, se enredó a garro-
tazos, democráticamente, o sea con todos. Y hoy, terrible
desventura para él, desfila por Madrid sin bastón... y
con varios cardenales.»
Crujieron los papeles. Doña Gabriela, regocijada, ho-
jeaba otra información.
«La explicación de los éxitos de Benito es bien clara.
Al principio, no trabajaba más de la cuenta. Como alumno
libre hacía su bachillerato con toda calma. Mas se le rie-

Dl
ron, al verlo algo grandullón, y él, más que picado, em-
prendió un verdadero torneo de velocidad y en la cuarta
parte del tiempo que los otros emplean salió triunfador y
con brillantez.
No se trata —digámoslo en su honor— de un empellón
de laboriosidad, ni de un ser dotado de talento genial ni
de memoria omnipotente. El esfuerzo, de haberlo, lo ha
realizado sin descuidar por ello la tarea de conocer al
dedillo la capital y sus costumbres. Merodea siempre, en
plan de curiosón, receloso, sin confundirse con las peñas
y mentideros que aquí, como en las más sonadas épocas
de vieja monarquía, se estilan. Observa y se distrae a su
sabor por calles y plazas. Lee descomedidamente, santos
y profanos, místicos y heterodoxos, y al final le queda un
resquicio para “enterarse” de sus libros de texto, con igual
pasión por las matemáticas que por las letras.
Sin avisarle, de tapadillo, asistí a su examen de revá-
lida, sentado en el último banco del aula. Cuando lo lla-
maron avanzó boina en mano, escandalosamente alto, con
un aire de natural superioridad que supongo desconcerta-
ría al catedrático.
Sacó su primera bola —era Historia, creo que el reinado
de Carlos V— y refiriéndose muy a la ligera a la cronología
de batallas y tratados, se explayó sobre la legislación de
Indias, durante su buena media hora. El magister, alar-
mado, le interrumpió:
— ¡Pero está usted repitiendo, con atenuantes de com-
promiso, la leyenda negra!
—Ahora se rebroduce la blanca.
—¿Y cuál es la justa, la real?
—La mía. Es el epílogo.
—-No sea presuntuoso.
——Contesto a lo que me pregunta.
—Continmúe.
Francamente, querida prima, es demasiada madurez para
tener apenas qué afeitarse. Lo cierto es que los apabulló.»
Quedóse pensativa doña Gabriela, gozosa de aquel
triunfo.
«Falsa impresión sería deducir de esto que el muchacho
es viejo de espíritu. Lo que me-maravilla, por el contrario,

113
es cómo equilibra estas dotes con el ansia de... compañía
femenina y la afición a los barrios bajos y a los bailes
populacheros. Ello sin hacer mención de la tendencia a
disfrutar de ciertos ejercicios físicos. Cerebro desarrollado
y cuerpo vigoroso, amén de una adhesión inquebrantable
a la sinceridad, lo que le conduce en ocasiones a ser im-
pertinente. Es de esas criaturas, rectas y con su porción de
egoísmo, predestinadas a hacer sufrir. El talento y la
arrogancia física tienen un peligro: no se miden el obs-
táculo ni el enemigo, sino se deja uno arrastrar por ra-
malazos de soberbia.
Tiene escasas amistades y Madrid se le antoja ya es-
trecho. Me preocupa. Espero que tu influencia lo encau-
zatá.»
Más adelante, en el apilamiento de papeles:
«El caballero no se digna ir a misa, no practica la re-
ligión. He pretendido corregirlo y me salió con las gaitas
de que a nadie compete penetrar en su conciencia y que
no en vano vivimos en el joven siglo xx. Tales audacias,
efecto de la moda librepensadora que nos estraga, es de
creer que no se aceptarán así como así en ese pueblo.»
«Habita una especie de leonera repleta de libros, di-
versos ejemplares de pipas, que no se de dónde demonios
ha sacado, y un catre de lo más clásico. En forma de ten-
dedero, las ropas, que colgadas en cordeles, se mecen de un
muro a otro. Está el cuarto aprovechando el poco espacio
de la rampa de una escalera y él asegura donosamente que
las pisadas de los trasnochadores le son muy útiles para
sus reflexiones.
Creo que peca con... moderación... y gratis.
En cuanto a su manera de administrar, un desbarajuste.
Pero no tiene trampas. Se gasta en un jesús la mensua-
lidad que le mandas y luego se las bandea a trompicones
bizarros con los céntimos.
Sin embargo, entre otras cosas por la experiencia que
tu hijo me significa, me alegro mucho de que no me en-
viaran a enfermar sanos al andurrial de Toledo y encontrar
aquí el coscurro. Así te puedo ser relativamente útil y
también Benito me distrae con sus rarezas.»
Tornó a sonreírse, halagada, doña Gabriela. Había

114
puesto en buenas manos la custodia del hijo. Lo escrito
adquiría humana corporeidad, plástico relieve de escena
en desarrollo. ¡Como si lo estuviera presenciando!
Se le recrudecía ahora, al recapacitar en los minuciosos
juicios de su pariente, la sensación de que ya formaban
parte del pasado. La mirada ajena, si bien aguda y cari-
ñosa, le aclaraba ciertos episodios en que ella había inter-
venido. Cuando Benito, terminado el bachillerato, vino al
pueblo de vacaciones, no supuso que hubiese experimen-
tado una transformación tan honda. Manía de querer,
bobamente, que el tiempo se detenga. Le pareció lógico
que el muchacho no se le mostrara efusivo, que eviden-
ciara despego por los asuntos de intereses que le consultó.
A la postre, entre los dos no existió nunca lo que se llama
cariñosería y trato frecuente. Que doña Gabriela cuidaba
empeñosamente de no revelar su predilección y Benito
desdeñaba, por impulso incontenible, todo lo blandengue.
Pero don Manuel advertíale:
«Tu vástago se llevó una desilusión de órdago. El cam-
bio del pueblo a la capital se le antojó menos violento
que regresar a Madrid desde Las Encinas. He notado que
le deprimió la pequeñez del lugar. Realmente, y por eso
lo comparto, se le figura a uno que entra de sopetón en
una arruga gigantesca del llano, pues hasta el color de
vuestras casas tiene ese horrible tono pardusco y estéril
de las tierras de secano.
Para él casi todo ha sido desagradable y extraño. Tú
misma te has presentado sin librarte de unas obsesiones
que Benito está lejos de sentir y compartir. Me contó que
proyectas ponerlo al frente de las propiedades, una vez
hecha cualquier carrera, preferiblemente corta. Lo desti-
nabas a que te sustituyera en el gobierno de gentes y for-
tuna, y él se había fijado otras metas. En ocasiones este
afán tuyo es algo arbitrario. ¿No persigues una finalidad
secreta, es que intentas vengarte a través del hijo?
¡Allá tú!
El mozo no dio el brazo a torcer y te convenció. Dé-
jalo que estudie lo que le venga en gana. Está poseído
de un apetito inagotable de aprender y de experimentar.
No me extrañaría que acabara en catedrático o algo de

145
rango muy parecido. ¡No pretendas que se malogre en ese
aislamiento! Apura el sacrificio, modifica tus planes.
Es ambiente el de ahí que, una de dos, o se lo asimila,
en cuyo caso no te rendirá fruto, o lo empujará a rom-
perse la crisma contra la pared, intentando modificar un
estado de cosas que se basa en las costumbres, en un
costal de intereses, en una vasta sed de pasiones insanas.
Me decía, por ejemplo, que se topó con su primo Fer-
nando y que al saludarlo con alegría el otro se encerró
en una extraña actitud de rencor. Valga como botón de
muestra. En ciertas sociedades enfermas, lo fuerte y sin-
cero es un delito, un insulto.
¿Para qué estas filosofías de mediquillo?» El mozo se
ha ventilado y ya no puede vegetar. En lo único que de-
fiende su ilustre prosapia manchega es en lo gastronó-
mico y no cesa de ponderarme vuestras comidas, desde-
ñoso del paladar finústico en que los cortesanos hemos
degenerado. Se derrite de gusto evocando una sartén de
migas, los chorizos de orza, los pimientos fritos con adobo
de tocino, que se pinchan, según los cánones, con navaja,
y las golosinas en que eres maestra...»

Hacía un par de años que Fernando se había casado.


Ocupó, como primogénito, la parte delantera del caserón,
la más habitable y soleada. A la madre se le asignó una
de las habitaciones al fondo del zaguán. Acordaron que
mientras los demás hermanos no llegaran a la mayoría de
edad, no se trataría del reparto de la herencia.
Fernando desempeñaba sus tareas con empaque alta-
nero, alternaba con los principales del pueblo, resolvía de
lejos los problemas de la administración de tierras y ga-
nados, y sólo con su permiso podía hablarse en la mesa.
A su derecha, en la cabecera, Eustaquia; la esposa, al lado
izquierdo. No le escaseaban preocupaciones y alguna va-
nagloria. Sin embargo, esta época suya, que era la más
feliz, amenazaba concluir. Pronto tendría que dividir las
propiedades y, para inri, volvería a Las Encinas, con sus
ínfulas, para achicarlo, Benito. Esta era la angustia que
en él predominaba.
En el diálogo espinoso con su conciencia se preguntaba:

116
—¿Por qué lo odio con este frenesí? Es ridículo que
no deje de pensar en él, de desearle fracasos. Daría la
vida, hasta la mujer, todo, por ver su hundimiento.
Y es que hurgaba en la memoria y recordaba hechos de
la común infancia que le retornaban con fijeza de realidad
inmediata y le revolvían los hígados. Siempre le pareció
que Benito lo consideraba con menosprecio y más aún le
dolía que no lo manifestara abiertamente, sino con esa in-
dulgencia distraída que conturba los nervios.
Fue en la escuela. El maestro le preguntó sobre un tema
de aritmética —una fórmula, posiblemente— y no supo
responder. Entonces, ante el silencio expectante de todos,
se dirigió a Benito, el más capaz, vara que enmendase la
plana. El «señorito» se encogió de hombros y con una
sonrisa esquiva, alegó que tampoco lo sabía. A la salida,
Fernando lo abordó con delgado espumear de saliva en
los labios, crispada la voz.
—Has mentido. Te las das de perdonavidas, para reba-
jarme. Pero no te lo agradezco.
Tenía clavado, todavía, su gesto de asombro y después
la violencia con que Benito reaccionó. Lo agarró brusca-
mente de las muñecas, lo hincó a sus pies, lo zarandeó.
—-Callé para que no sufrieras. Te ahoga el puntillo,
palomino. ¡Y encima, desplantes! Me sobran arrestos,
dentro y fuera de la clase, para torearte. No lo hago por-
que eres de la parentela y no quiero que los otros se but-
len. ¡Largo!
Benito lo habría olvidado, lo que es él... Siempre se
acordaría. Ya crecidos coincidieron en una fiesta de bodas.
Al «otro» lo rodeaban las mozas, pues se complacían en
sus decires, medio audaces, con untos dulces y picantes.
Viendo a Fernando apartado, lo llamó.
—Hombre, ayúdame. Tú no eres corto de palique.
Sintió que se le dirigían todas las miradas y aumentó la
lividez verdosa de su semblante. Replicó, con tono alto,
con retadora insolencia:
— ¡No soy pavo real!
—-Perdona. No te suponía tan susceptible.
Y la reunión prosiguió, él con su resquemor pero sín
que nadie lo echara en falta.

117
La figura luminosa lo cercaba, de día y de noche. No-
taba el desventurado que la ponzoña se le extendía por
todo el cuerpo, le estrujaba el alma, infectaba incluso el
aire que bebían sus pulmones. Impulsado por su bronca y
solapada ojeriza, se las apañó para frecuentar el trato de
los que estaban relacionados con Benito. Y así, aun cuando
éste se hallaba en Madrid, conocía sus menores actividades
en cualquier momento, con la manía de pescar algo ilícito
en que poder cebarse. Era un afán absurdo, enfermizo
—admitía para sus adentros—, pero reincidía como quien
se rasca un picor oculto, complaciéndose en la purulencia
que segregaba, en la íntima quejumbre que provoca.
No sólo se regodeaba en sacar, con tiento cazurro, la
conversación sobre su «enemigo». Todo lo que de él pro-
venía le suscitaba una antipatía avasalladora. Hasta el re-
tiro de doña Gabriela, el sentimiento de conseja que la
circundaba, le irritaban inexpresablemente. Ningún cas-
tigo juzgaba bastante para lo que él estimaba cruel des-
precio de su persona.
Procuraba evitar la casa de la viuda y la plática con
los primos, por miedo a revelar su inquina. En misa ma-
yor, los domingos, cuando el sacerdote levantaba el cáliz,
pretendía ignorar la presencia, severa y quieta, de doña
Gabriela e imploraba estremecido al Altísimo.
— ¡Señor, si lo mío es culpa contra tu misericordia,
arráncalo del pecho!
Prendidas las pupilas a una nube plomiza y cenagosa,
de tripas pisoteadas, con la última frase del cura salía
apresuradamente, evitando verla de frente, para no es-
cuchar el sofocado runrún que siempre la precedía y es-
coltaba.
—No hay quien la doblegue. ¡Diablos en pepitoria!
—Reza, confiesa y comulga, pero si se le hinchan las
narices capaz es la madrileña de lanzar una rociada de
plomo al más pintado.
El involuntario, casi supersticioso respeto a la viuda,
anidaba en su propia familia. ¡Incluso en la madre que
lo parió! Recientemente, y se hincaba furioso las uñas en
el muslo, le borboteó su aversión.

118
—Somos un hatajo de borregos. Ni para limpiarle el
suelo que pisa nos cree buenos doña Gabriela.
Eustaquia dominó el temblor de su barbilla cavada y
huesosa, de vieja prematura. Limitose a no responder.
Pensaba:
—-Como tu padre, la misma inclinación. Lo purgarás.
Ocúpate de lo tuyo: tu mujer y el crío.
El pequeñín lloraba quedamente y él no lo oía. Sólo el
eco del acento fatigado de doña Gabriela al saludar, sólo el
pronunciar gallardo y preciso de Benito, que le trizaba
los tímpanos.
Por la noche, desvelado, pringosos los ojos como mo-
nedas de cobre, evocaba con mortificante salazón de por-
menores esta dañina quimera que lo corroía.
En una madrugada, por Santiago Apóstol, observó que
Rosalía estaba despierta y lo miraba. Escondió en las
manos la cara convulsa.
— ¡Me espías, sabandija!
— ¿Tienes fiebre? ¿Con qué se apagará?
La esposa, encogida como ovillo, aturdida, tiritaba,
vergonzosa de ignorar qué pesar negro lo agitaba así.

Habitaba el Jilguero una casuca de techo bajo, a la en-


trada del pueblo, por la franja de las lagunas. El único
legado de su madre, con la bastardía. Como allí era donde
menos recalaba y además por su condición de vagabundo
y jaranero, tenía muy descuidada la pieza en que se com-
pendiaban todas sus exigencias. El mismo la barría, mullía
los colchones y, rara vez, se preparaba la comida. A pocos
permitía que traspasasen aquel umbral, pues le humillaba
que comprobaran su pobreza. El ser matón da lugar a
compartir banquetes rústicos y borracheras y derroches,
pero no se ahorra. Un ventanuco alto, pupila tuerta de la
fachada, con más desconchones que blanqueado, alumbraba
una zona del cuarto, dejando la otra sumida en sombras
heladas y ásperas.
Era por el Corpus cuando el Jilguero, al oscurecer,
pegó un papel en la puerta con esta inscripción:
«No llamar. No hay nadie. Me voy a Santa Cruz y vol-
veré dentro de un mes. Y como una cuba, carajo.»

119
Los bichos raros que se atrevieran a ir a buscarlo hasta
su cueva se darían por contentos, los amigotes pregonarían
que estaba divirtiéndose en una juerga y así aseguraba su
tranquilidad. ¿A quién tenía él que rendirle cuentas?
Hecho esto dio la vuelta a su refugio, se descolgó por
un lado del tapial trasero, se introdujo por una tronera
y hallose en su dormitorio, a salvo de entrometimientos.
Y a cuestas de su cansancio, tan vasto que abarcaba el
propio sitio en que se tendió a reposar, le advino una paz
opaca, que se le antojaba como si desmenuzase suavemen-
te toda su vida. Se encontraba en disfrute de una por-
ción de terreno, que se pisa, que no es imaginaria, y sin
embargo creía inexistentes las paredes, se le figuraba estar
al aire libre, a merced de un alud de estrellas, que desapa-
recen con un brillante cabrioleo, y de aguas que circulan
transmitiendo su frescor, cada vez más intenso, cada vez
más ctuel nuncio de la nada y de la muerte.
Aún le quedaban restos de humor. ¡Qué chasco les da-
ría a los que le presagiaban un fin airado! Pronosticaban
que amanecería cosido a puñaladas o que reventaría de
un cólico o que, por desafuero, lo encerrarían en una cár-
cel. ¡Aviados estaban!
No adoptó aquella resolución a humo de pajas. Se ha-
bía cocido lenta y traidoramente en su voluntad y brotó,
repentina e irresistible, precipitándolo. El sufría, mucho
tiempo ha. Había comprendido que sus planes se derrum-
baban. Pedro, en el otro barrio; Nicasio, hasta el copete
de no sacar tajada, se marchó a Cartagena, a trabajar de
capataz en las minas. Lo dejaban solo. Mientras, la viuda
se salía con la suya, capeaba el temporal y pronto el ca-
chorro de Benito la relevaría de la tarea. Perdió la apuesta.
Estas reflexiones sobre su fracaso lo acosaban, máxime
que a Santiago ya no le era de gran utilidad: nadie dis-
cutía con él, lo escuchaba sumiso el diputado del distrito
y tenazmente reforzaba sus apoyos e influencias. En cada
nombramiento o destino —de oficial de Correos, de al-
guacil, de secretario del Ayuntamiento, de sereno— se
advertía su consejo. Su orden, para ser francos. Además
entrenaba a Atilano para que le sucediese, con todas las
prerrogativas. Desde la rebotica, el gaznápiro aprendía las

120
triquiñuelas del cargo, que, faltaría más, se transmite de
padres a hijos.
¿Qué función, sino la de perdiosero distinguido, se le
presentaba? Por no tener, ni apellido decente. Bastardo,
hasta la fosa.
Un ser como él, al que se le cierran todos los caminos,
no debe pasear de anochecido por los campos solitarios,
que al concluirse la primavera trasudan lozanía de raíces.
La luna ensarta su pulimentado cuerno en las nubes que
se estremecen bajo las plantas inaprehensibles de Dios, el
viento tibio arrastra su caudal de aromas, cascabeleros
serones de ruidos, peina los tomillares, danza alrededor
de cipreses y acacias, roza la dormida superficie de las
huertas. Uno se embebe oliéndolo, deja que lo calme, para
que el muy bandido haga bailar, en sus crines retorcidas,
el ladrar furioso de un perro, que la distancia aminora y
convierte en susurro fatídico.
—Huertano...
El llano aguza su callar tenebroso. Aparentemente, está
desierto, pero de los confines, de parideras y veredas,
avanzan pasos multiplicados, infinitos, de can. Es inútil
la huida, Jilguero. Tampoco te puedes desprender de ese
relincho estentóreo, salvaje, de caballo asustado, el de
Alejandro. Son visiones, infeliz.
Se palpa la boca y percibe cómo se hunde a trechos por
la falta de dientes. Igual que relámpagos agónicos deben
relucir sus canas. Y tiene encorvada la espalda y ya tem-
blonas las piernas. Cuando se convence de que no hay
salvación, se tranquiliza y el cerebro trota, perfila todos
los detalles, reproduce la reacción que habrá en el pueblo,
al saberlo.
Desde aquel angustioso careo con su ruina ha pasado
varios días tendido en el camastro, sin oír voz humana.
¿Ahorcarse de una viga para que se burlen de su lengua
amoratada y desfilen los curiosos ante su cadáver, como
un espectáculo?
¿Hundir el cuchillo en el vientre, de un golpe redentor?
Le asqueaba, arrojaría las tripas, parejas a las de los ja-
melgos de los picadores, con su aspecto innoble y viscoso,
que da grima.

121
La solución consistía en el hambre, en privarse de be-
ber. No probó bocado, no se humedeció los labios. Los
dolores, para uno. Á morir sin compañía, apestado.
El desvarío aumentaba incesantemente. Perdió la no-
ción del tiempo. Al reanimarse, apostrofaba con esfuerzo
inaudito:
— ¡Bastardo! ¡Bastardo!
Sin hablar, exclusivamente con aleteos del pensamien-
to, concediéndose largas pausas, conversaba con las per-
sonas a las que achacaba su desventura. Pedro, doña Ga-
briela, Santiago. Más tarde, también Emérita, sujeta por
una camisa de fuerza.
—Señora viuda, ¿estaría yo enamorado? Elegí lo peor.
¡Demasiada mujer! ¿Es una fiera? ¿Es una oveja?
¡Cuánto soñé dormirme entre sus pechos! Pero estoy
pringado de sangre y no puedo acercarme. Ese mastuerzo
de mi hermano, venga engordar, la barriga le choca con las
esquinas de las cuatro calles.
Premiosamente la lúcida pesadilla lo estrujaba en sus
mallas.
— ¡Ay, Santiago! Eres un montón de estiércol. ¡Cómo
te has tiznado el alma de condenación! Mereces una mon-
taña de cuernos y que se te pudra la carne de basilisco
hipocritón. No me asustas. Vete y denúnciame, pero no
te atreves. Tu hijastra se irá de pindonga por los corrales,
y la Verónica vomitará tus babas.
El rayo de sol se proyecta a unos pasos y él lo consi-
dera un resplandor de incendio igual que el respingo de
una moneda de oro al rebotar en los pedruscos.
— ¡Otro que tal baila, el Pedro! Espérame en el in-
fierno. ¿Todavía tienes el brazo encogido? No hay fuego
que te borre la señal. Hubiera palmoteado de gusto cuan-
do doña Gabriela te endilgó la carga de la escopeta.
¡Compañerito!
¡Qué reseca la garganta! La perforaban con alfileres
ardientes, al rojo vivo. Al menor movimiento crujíanle
las coyunturas cascadas. La carne, atravesada por los hue-
sos, se le desprendía. Una cabalgata de tinieblas pesábale
en los ojos. :
Lo descubrieron al cabo de un mes largo. Hedía el J4l-

122
guero y lo enterraron a toda prisa, aunque hubo quien
propuso incinerarlo. El señor cura formuló sus reparos
— ¡darle tierra santa a un suicida, a un granuja así! —,
pero intervino Santiago, enemigo de mayores escándalos,
y el asunto se arregló con respeto del decoro.
Clotilde le llevó la noticia a doña Gabriela.
—«¿Se enteró? Se condenó, él mismo, a morir, de no
comer ni beber. No subirá al cielo ese Jilguero. ¡Ave
María Purísima!
La viuda no demostró ni pizca de asombro, ni vislum-
bre de emoción. ¡Era un nombre que le sonaba! Es posi-
ble que lo conociera, a distancia, pero nada más.
—Hay seres esquinados, que no se cuidan. Seguramen-
te valía menos que Veinticuatro y que Emérita, mi niña.
Menos que Huertano —murmuró.
— ¡No lo compare con el perro! De todos modos,
criaturica de Dios era el Jilguero.
—Debes tener razón, Clotilde.
—Siempre da pena. Avisos del cielo, nostrama.
Doña Gabriela cortó la conversación, que no le intere-
saba. En silencio, recordaba mejor a Benito. El hijo au-
sente no se despegaba de su imaginación y él era más
que todos juntos.
— ¡Exageraciones de madre! —se reprochó.
—La hora del rosario.
—Dicen que Emilia, la del pañero, dio a luz mellizos.

Doña Gabriela se había repuesto ligeramente de tanto


tiempo de zozobras. Creía que estaba superada su peor
época de prueba. Con los crasos errores de la inexperien-
cia, un poco a tientas, supo conservar el cogollo de la
fortuna y encarrilaba regularmente el destino de los hijos.
Luisa mostraba ya un aire de pimpante mocedad. Se cu-
raría el precoz reumatismo de Abel, pues no era cosa tan
irremediable. Clotilde, que le resultaba indispensable,
como el mismo caricioso crepitar de los leños del fuego
en las noches de ventisca, no tenía salvación, consumíase
al igual que candelica. Sólo deseaba que su fin fuera plá-
cido, insensible, a modo de una cabezada de la que no

123
se despierta. Fadrique, un tragaldabas taciturno, no podía
dar más de sí y, a falta de talento, sobrábale corpulencia
y vigor físico y tosca bondad.
Empezó a parecerle que aquellos obsesionantes años
en que pretendieron hundirla, en que no acertaba a pre-
ver los ataques, esfumábanse. Los que se habían propues-
to ahuyentarla del pueblo, llevarla a la ruina, desistieron
de su intriga. Si la robaban criados y gañanes, en corta
cuantía, su ánimo denotaba cierta inclinación a la indul-
gencia, a fingir ignorancia.
Y se le rellenaron, de carne y color, los pómulos a doña
Gabriela, recobró elasticidad su cintura, siempre delicada,
ya no miraba con aquella desconfianza, entre cariñosa y
despectiva, que le provocaron. Lentamente retornaba a
ella un afán gustoso de movimiento y de luz. Hasta se
permitía, en las tardes en que el sol se despereza jubilo-
samente, con hondo trasunto de tierra recién fogueada,
pequeños paseos llevando a Luisa al lado, por lo general
desde la iglesia al molino.
Y al regresar a la casa le bordoneaban en los oídos los
saludos que recibiera.
— ¡Vaya con Dios!
—Están alegres los campos. ¡Buen trigo recogerá!
El gabinete, al vaivén familiar de la mecedora de reji-
lla, la veterana, adquiría un aspecto tonificante. El propio
atardecer bajaba de la Sierra con exacta suavidad, mez-
clado al traqueteo de los carros y al griterío de los que
conducían piaras de cerdos.
La llanura, tostada y flaca, era un horizonte conocido,
más allá del cual nada existía. Ahora, con este intermedio
de paz, su prisión se le antojaba lógica, no tenía ganas
de fugarse. Las verrugas de la planicie, el pueblo, cons-
tituían una sensación plácida, porque no en vano se sabe
una de memoria, con los ojos cerrados, el quicio de cada
puerta, los manchones de los sembrados.
¿Se le había formado, en el temperamento, una nueva
piel? Por el influjo inconsciente de Benito olvidó en gran
parte el pasado. Incluso su añeja voluntad de desquite,
por medio de él, valiéndose de su esplendor, se le figuraba
una chiquillada. Puesta en tal pendiente de benignidad

124
deseaba vagamente arrumbar las ropas de luto y le asal-
taba una dulce ilusión de vestirse con telas claras.
Sí, lo más cuerdo era darle carrera al muchacho, abrirle
vuelos; colocar decentemente a sus hermanos, y si Benito
necesitaba afincarse en la capital, vender parte de la ha-
cienda y reunirse con él, para vivir con modestia, en Ma-
drid, en un piso barato, y levantar para España entera la
fama del mozo.
¡No toleraría ella que se apoltronara en Las Encinas!
Y en el recinto dorado de los sueños vibraba, con grata
lejanía, una multitud de campanas, una riada de bullentes
esperanzas. Lo contemplaba —hombre cuajado, hermo-
so— avanzar por la vida sin reveses de monta, firme-
mente.
En una de estas meditaciones fue cuando se le ocurrió
pensar que debía parecer anticuada y ñoña, si la compara-
ban con su añorada juventud. Se levantó y sin alterar el
paso menudo, que la caracterizaba, subió a su dormitorio
y abrió la cómoda, donde guardaba, intocados, sus trapos
y aderezos de casada.
Percibió el agudo olor a ranciedad. El abanico, de vari-
llaje bordado, con una escena oriental en el centro, en
forma de rosa desplegada, tenía picaduras de polillas, ne-
gros puntos de muerte. Los guantes calados, hasta medio
brazo, le vendrían anchos, que había adelgazado mucho.
Y así, desechó una y otra prenda. El quitasol de chirriante
seda pajiza resultaba demasiado coqueto. Sonrió con vago
desencanto. Entornó los ojos. Al azar, sus dedos tropeza-
ron con la blusa violeta de mangas abombadas, la del
escote de rizos. Esa le convenía, porque le prestaba un
continente más femenino y conservaba su empaque de
dignidad. La sacó —y se desparramaron entonces, con
rumor cascado, las cuentas del collar que le regaló Ale-
jandro— y se la probó, sin recurrir al espejo. Escogió
también una falda oscura, café.
El semirrenquear de Clotilde, el batir de sus nudillos
en la puerta. Doña Gabriela, alarmada, ocultó la blusa,
tapó con su cuerpo el mueble, procuró ordenar en un se-
gundo los cajones revueltos.
—Entra, mujer.

125
Le ardían, de vergiienza pueril, las mejillas.
Clotilde le entregó una carta, acabada de llegar, y se
marchó con su cortejo de quejidos.
—Fuera la broza —se recomendó al leer. Y pasó por
alto las líneas de ritual, los saludos.
«En cuanto a Benito, viento en popa. Para él cualquier
materia es motivo para triunfar. Los profesores de la Es-
cuela de Ingenieros lo ponen por las nubes. Va de oyente
y quieren camelarlo.
Como está en una edad peligrosa no le quito el ojo
de encima. Ahora puede torcerse el árbol y costaría mil
leguas de mal camino enderezarlo.
Pero no te preocupes. Lo que le sobra de genio lo
nivela con el cerebro, bien dotado por fortuna. En apetito,
un ejemplar.
Descuidaba decirte que casualmente ha conocido al hijo
del conde, tu testigo de bodas. Este ha descubierto en él
portentosas facultades y no se cansa de su compañía. Esta
relación le permitirá codearse con lo más granado de
Madrid. Muerto su padre, él, que hoy ostenta el título,
empieza a figurar con éxito en política y en sociedad. El
sabihondo de tu heredero no se anda por las ramas. Ojalá
no se ofusque.»
La discretísima insinuación no era tranquilizadora. Algo
más debía ocurrir, sospechó. Por un impulso inexplicable
dejó en su sitio la blusa, cerró con llave la cómoda y bajó
al comedor. Súbitamente le había vuelto el gesto de con-
centración, de dolorosa seriedad, su atmósfera de aisla-
miento.
Clotilde, escrutadora, le preguntó con rezongo de má-
quina herrumbrosa:
—«¿Alguna desgracia, nostrama? ¡No me lo niegue!
Mira usté igual que aquel día de perdición, igual que
cuando trajeron sin aliento a don Alejandro.

Reincide doña Gabriela en no poder conciliar el sueño.


Tras el laborar doméstico —invariable, puntualmente rea-
lizado— la inquietud vuelve a sacudir sus nervios. Aguar-
da otra carta, más explícita, lo adivina. Está segura de
que llegará.

126
El sol resbala, con postrer viveza, por los tejados. Oye,
absurdamente temblorosa, el pregón de Frasquita, la anda-
luza, una viejecilla que, según dicen, quedó sorda de un
susto, cuando niña. Ahora se gana el pan con su cesta
de chucherías y no desaprovecha ocasión para reprochar
a los nativos:
— ¡Tristes como cirios! ¿De qué sirve el dinero si una
se va en cueros al otro mundo? ¡A gastar! ¡Garbanzos,
a cinco la media! El que tiene dura la bolsa, tiene de
pedernal el corazón. ¿Quién me mandaría a mí irme de
El Carpio? Pero, sin parientes, lo mismo da en Roque
que en Roma. Aquí me enterrarán, quieras que no.
Gabriela procura sustraerse a la salmodia, a su pe-
netrante melopea, a la simpatía alegre que le despierta.
Es preciso que limpie el pensamiento de estas distraccio-
nes y que lo fije en la noticia que pronto recibirá y que
sólo al presentirla le aplasta la caja del pecho. Serán
aprensiones, pero no se puede remediar.
Sin embargo, al sentarse en el sofá del despacho, ya
realidad la carta temida, se le desvanece el miedo y le
nace una resolución, que Dios sabe en qué dirección se
verterá, en breve. Es, otra vez, la calma fría, que la
transporta a circunstancias pretéritas, que nunca se arrin-
conaron del todo, en que se juntaban, bajo su puño dimi-
nuto, de vibrantes tejidos, azar y violencia.
—«¿Es que hay en mí —se interroga— una tendencia
a herir, aunque sea con disculpa de la buena intención?
«Querida prima: considero inaplazable enterarte de lo
que sé, por mí y por referencias. Ya te empecé a prevenir
en mi anterior y lo que sucede no te sorprenderá tan
bruscamente.
Hagamos historia.
Su primera entrevista con el conde la supe por el pro-
pio Benito. Este, que se complace en recorrer Madrid
de cabo a rabo, pasaba una mañana por la Plaza Mayor,
después de una de sus interminables «excursiones». Can-
sadillo se recostó en una de las columnas de los soporta-
les. Por allí vagaba también el aristócrata, que por sus
pujos de liberal le gusta exhibirse a pie, mezclarse con el

127
gentío, para que los necios, que lo son de nacimiento, se
pasmen.
—Un noble al que le «tira» el pueblo. Campechano
como pocos y teniendo más oro que pesa y pergaminos
del año de Maricastaña.
Bueno, corto el divagar. El caso es que al conde, que
se precia de observador, le llamó la atención la filosófica
actitud de tu vástago.
—No se trata de un mirón vulgar, ni de un mercachi-
fle, ni de un paleto —debió colegir.
Y enhebró con él la charla, lo que en nuestro país es
siempre bastante difícil. Conversaron de diversos asuntos
—de los autos de fe que en ese lugar se han celebrado
en épocas de oscurantismo, de la conveniencia de las obras
hidráulicas, que es el tema de moda, etc.
Al conde le sorprendió, indudablemente, el despejo de
Benito. Estaría aburridillo y esos tipos se despepitan por
pescar ideas ajenas y lucirlas luego como suyas. En resu-
men, que sentaron las bases de una amistad que, por los
orígenes y fines, para expresarse en términos pedantes,
me atrevo a calificar de desigual.
Al separarse, y esto reforzó la simpatía del encuentro,
se presentaron. Y el conde recordó, divertido, que tu
padre fue administrador de sus bienes y que él mismo, de
chaval, asistió a tu boda.
A partir de este peregrino diálogo, que se desarrolló
bajo auspicios tan favorables, se alteraron aún más los
papeles. En lugar de buscar tu hijo la compañía del conde,
ocurrió al revés,
Pero, y aquí sobrevino la «complicación», de esta suer-
te Benito conoció a la querida de su Colón. Este, paula-
tinamente, no sólo lo introdujo en los círculos más enco-
petados y extravagantes, sino que sumando confianzas lo
llevó hasta el retiro de su amante, una casita pretenciosa
y, como es de rigor, enclavada en las afueras.
Benito, si bien leal, no resistió al cerco insinuante de
tal... señora (tratémosla con respeto), máxime al notar
que su propietario, varón moderno y de anchas tragade-
ras, es un diplomático consumado en el menester, no muy
digno pero importado, de hacer la vista gorda.

128
Con tu hijo, que es apuesto, lo admito, no es fácil
competir y el conde opta por la solución ambigua.
Antes de continuar, y para que calibres con qué clase
de lagarta ha topado, vaya su descripción y cédula.
Araceli no es un arquetipo de belleza, pero sería ridícu-
lo discutirle mañas y robustez de curvas. Perdona, pero
a veces uno se deja arrastrar por la vista. Pechugona,
con el pelo rojizo y abundante, boca desgarrada y orejitas
de alfeñique, hizo furor en sus años de noviciado. Se
remonta su preclaro nacimiento a los tormentosos meses
de la República, en que la trajeron a este mundo un co-
merciante en estampados y la más pícara vendedora de
mantillas que ha pisado el barrio de Toledo.
Esta hembra ha sufrido vicisitudes sin cuento, para ser
eufemísticos, y lanza hoy las anclas en el patrimonio del
conde, con el sólido instinto previsor de la vejez. Mien-
tras, y como el futuro ministro de la Corona es indul-
gente, se resarce con mi protegido y sobrino.
Si fuera una aventurilla de semanas, un desahogo pa-
sajero, cerraría con candado los labios. Pero el amorío
lleva trazas alarmantes de prolongarse y mucho me temo
que la costumbre arraigue en el mozo, lo desvíe de su
trabajo y de su porvenir, reblandezca las bases de su mo-
ral, que en esto sucede como en los edificios: se tambalea
un puntal y el caserón termina cayéndose con estrépito
de tres mil demonios.
Araceli se aferra, con la desesperación de quien se tiñe
las canas, a tu hijo, al que le va de perlas en el machito.
El conde se hace el longuis. La situación me preocupa. He
intentado, sin desplantes ni sermones, disuadir al chico,
pero éste finge distracción, se defiende con evasivas y mu-
cho me temo que esa jaca lo haya domesticado.
En resumen, que la responsabilidad es penosa para mí,
que carezco de autoridad para meterlo en cintura. Tú, ya
al tanto, determina lo que te plazca. Mi opinión es que el
asunto no admite dilaciones, y que si nos descuidamos
el muchacho no se va a estropear del todo, pero quedará
un tanto averiado e incapaz, en esa fuerza del espíritu
en la que creo a pies juntillas, para empresas que se salgan
de lo ordinario.

129
Envíame tus instrucciones. Piensa que Benito es bas-
tante crecido para que no lo tratemos como a un chiqui-
licuatro.»

Cuando entró doña Gabriela en su tocador, Araceli no


supo catalogarla, lo que subió de punto su desconcierto,
que se esforzaba en no reflejar. Extremó el gesto fanfa-
rrón, esa actitud de quien se siente segura, en su sitio.
La viuda —reflexionó rápidamente— no tiene la apa-
riencia encogida y torpe de la pueblerina, como había ima-
ginado. Sin embargo, la sencillez con que se presentó, el
propio corte liso de su vestido, un algo impalpable, deno-
taba el ambiente aldeano, el hábito de relacionarse con
faenas agrícolas. Pero dentro de esas características, el
óvalo de la cara, el modo de cruzar las manos, la manera
de mover la cabeza, la combinación de colores de su indu-
mentaria, al mismo tiempo severa y flexible, revelaban el
señorío. Tampoco se la confundía con una aristócrata:
esas, en su criterio, andaban siempre con meneo insolente
de faldas, erguían altaneras el mentón.
Araceli permaneció de pie, aunque antes invitó a tomar
asiento a su visitante, que sin titubear comenzó a hablar-
le, baja la mirada, con un acento monótono, en el que se
advertía cortedad. A medida que se expresaba, Araceli
creía que era fácil la lucha.
—Ella, para ir al caso, había venido a Madrid con el
solo objeto de verla. Benito, el hijo mayor, y no le cegaba
la pasión, valía más de lo común. No era conveniente que
se despistase con (aquí sí tartamudeó) entretenimientos
que en nada le beneficiaban. Por tanto, le pedía, de mujer
a mujer, que lo despidiese, que no le «amarrara» más,
¿entiende? Sería para ella una contrariedad, fuerte al
principio, lo comprendía, pero luego se sentiría más
tranquila.
Araceli, con esa celeridad mental frecuente en las de
su profesión, se defendió teatralmente.
—A ella le iba, en este pleito, su único cariño. No
podía renunciar. Estaba dispuesta a romper con el conde
si había que elegir.
Mientras lo declamaba, doña Gabriela la observó con

130
insistencia tan irónica, tan descreída, que le hizo balbu-
cear. De pronto se dio cuenta de que lo que perjuraba
ofrecía un contraste palmario con:la habitación de colga-
duras chillonas, maloliente a perfumes y menjurjes, sobre
todo con aquel retrato al óleo del conde, en que no reca-
taba la abyección evidente de su sonrisa, con parches de
malicia.
Como si hubiera ido a abrir la puerta, doña Gabriela
se levantó. Araceli, sorprendida, interrumpió su alegato,
mientras la distancia entre las dos disminuía, disminuía.
Sólo se apercibió de que la «pueblerina» la abofeteaba,
sin prisa, concienzudamente. Casi se le cortó la respira-
ción, no esperaba «aquello», y después de la agresión, que
soportó sin pestañear, subyugada, quedó deshecha, con-
fusa.
Ahora la viuda le hablaba, con igual ritmo de voz, pero
con ademán imperativo.
—Se acabó la comedia, señora, o lo que sea, según dice
Manuel. Oiga bien, porque le conviene. Mañana mismo
se marcha lejos. ¿Le parece París? Convenza usted, que
poco sudor honrado le cuesta, al que le llena el pico, y
se van, muy felices, de vacaciones. A mi hijo, cuando por
casualidad lo divise usted, pone sin pestañear leguas de
por medio. Y si él, boberías, le ruega, usted sorda como
una tapia. ¿De acuerdo? De lo contrario, y me sobran
redaños, la buscaré y donde la vea, aunque fuese de rodi-
llas ante el altar mayor, al echar la bendición, le desfiguro
el hociquito, con gran cuidado. Y nada de recados ni
pretextos, ¿sabe? No hice un viaje de tantas leguas para
volver con las manos vacías. Le contaré. A uno que in-
tentó asaltarme la casa le planté dos balazos que dieron
en blando. Eso se puede repetir y yo llevo las de ganar,
ante la justicia. A mí me creerán, a usted ni tanto así...
Hablé demasiado, ¿verdad? Usted entiende este lenguaje,
se le nota por lo demacrada. Y adiós, señora. Mañana,
desde el andén de la Estación del Norte, ya sé ir, ya sé ir,
tendré el gusto de despedirla... Usted es algo inteligente
y no podía figurarse que me trastearía...
Sin un saludo siquiera, con su andar elástico y reposa-
do, se retiró. -

131
—¿Y Benito?
—Pues lo he estado entreteniendo. Una visita a Áran-
juez, que urdí con la ayuda de los amigos; luego lo llevé
a una conferencia interesante. Pero hace varias horas que
se me escabulló.
—+¿NOo le dijiste que estoy aquí? Dirá que soy una ma-
dre poco cariñosa.
—Presiento que cuando le informen de que le voló el
pájaro no piense en otra cosa y que se deje dominar por
el despecho. Esto, si no le da la ventolera por seguirla,
aunque no tiene dinero para un viaje tan largo.
—Hay que vigilarlo. Ya amainará la morriña. Creo
que eso suyo no es muy grave. Cuestión de amor propio
ahora, de hábito.
—Su reacción no será pacífica. Esas mujeres se le me-
ten a uno en la carne y es difícil olvidar, por lo pronto...
Estoy seguro.
Lo dijo con tal acento de convicción, como rememo-
rando una experiencia aún no curada, que doña Gabriela
simuló no advertir los sentimientos que se le agolpaban
a flor de labio.
El médico se sentó tras el escritorio, se restregó las
manos, turbado.
Ella conocía, si bien por motivos distintos, esos mo-
mentos agudos en que todas las potencias del ser se arre-
molinan en una sola dirección, más enemiga cuanto más
oculta. Movida por su inquietud, y al propio tiempo por
el deseo de aquietarlo, le suplicó:
—Encárgate de cuidármelo, ahora más que nunca. Es
una nueva molestia, otra carga que te endoso. Pero me
volví tan pueblerina que me pierdo en Madrid, ya no
conozco las calles, todas las personas son como foraste-
ras... Además, tú puedes orientarte mejor y preguntar
en los sitios que frecuenta Benito.
En la media tarde, que iba venciéndose, resaltaba la
fisonomía de don Manuel, de armoniosos rasgos enjutos.
Tenía el mirar apasionado, varonil y elegante la corta
barba morena. Esta imagen —como la del hijo, que for-
maba el fondo entero de su preocupación— uníase al

132
rebrillar siniestro y húmedo de un Cristo que, desde un
paño púrpura, presidía la habitación.
Entró Isabel, la esposa de don Manuel. Vestía con
desgaire una bata gris plomiza, ceñida por un cinturón de
charol. El rostro, de dulce conjunto, se cuarteaba de arru-
gas prematuras y tras la tela adivinábanse los pechos es-
curridos, colgantes. Percibíase en la mujer un absoluto
aire doméstico, tremendamente cansino. La piel mostraba
esa tonalidad amarga e indecisa que proporciona el vivir
sin remisión en pisos mal ventilados, los partos continuos,
la estrechez económica que fuerza a realizar faenas peno-
sas. Cuando volvió la luz del sol espléndido, en frenética
llamarada, advirtió para sí doña Gabriela que las yemas
de sus dedos —largos y suaves, no obstante— estaban
sembradas de picaduras de agujas, de rastros de lejía.
Se le aclararon entonces las palabras que antes pronun-
ciara, con acre dejo, don Manuel; recapacitó también,
curiosa sensación hermanadora, que cada uno sobrelleva
una carga inconmensurable de durezas y enconos, porque
existir en común significa separarse y unirse, separarse y
unirse. Quizá la soledad bien manejada, intuyó, permita
una comunicación más noble con los semejantes. Pero
esos latines, reprendiose internamente, no eran para su
simplicidad, ni de aquel momento.
— ¡Qué ganas tengo de acabar con este enredo de Be-
nito! Supuse lo contrario, que lejos de Las Encinas en-
contraría más libertad, más sosiego. Pero está visto que
no puedo abandonar esas tierras llanas. ¡Ay, me ataron
un cordel al cuello! Y las añoro, hasta con sus ortigas.
Resueltamente, me convertí en manchega. No os burléis.

133
VII

Con él nunca se había franqueado así la madre, «doña


Gabriela». Y con nadie, reflexionó. Repuesto del acci-
dente, pues don Arturo ya le autorizó a salir a la calle,
las cosas cambiaban de aspecto. Advenía una etapa distin-
ta en su existencia, más claramente regida por su volun-
tad, un poder que surge misteriosamente, en la palma de
cada minuto. Como si el golpe en la cabeza la hubiera
limpiado de confusiones.
Benito descansaba en el sillón, se cubría las piernas
con una manta —avanzaba del zaguán una bocanada de
aire tonificante—. Respiró con ansia, gozando de ante-
mano con la escapada del día siguiente. El rumor que de
la casa se expandía y jugueteaba se le ofreció con un ale-
tazo profundo de familiaridad. Lo identificaba con el en-
calado de las paredes que, dedujo satisfecho, no podían
ser de un color diferente. Todo le sonreía con añejo ca-
riño; el viejo barnizado de los muebles, aquellos platos
soperos con escenas chinas en que los lavatorios habían
desteñido la fantástica composición de construcciones de
bambú situadas a orillas de un río mágico y adormilado

134
que serpentea sin levantar espumas ni oleajes. Era la
mancha casta del arcón, con su pañito y su florero. Y más
adelante, el patio y los corrales, el pozo en cuyo brocal
hincaba antes los codos para ver ondear su sombra en el
agua honda y oscura que traía a la imaginación un atisbo
de la muerte. Pero todas estas impresiones, ¿no eran pro-
ducto de su debilidad? ¿No las disiparía pronto la recie-
dumbre de su carácter como flaquezas indignas de varón?
Doña Gabriela, sentada en la cama, lo observaba ahin-
cadamente, antes de proseguir. Su madre había sido para
él, meditó Benito, un silencio tendido en derredor. Ahora
se daba cuenta de la pasión que en ella era guía. Estaba
seguro de ser el preferido, de que, sin decir nada, sin
refrenarle, sin mezclarse en sus determinaciones, ni un
pestañeo suyo le había pasado inadvertido, de que presen-
tía cómo se le amontonaban en el alma borrascas y enfu-
rruñamientos, de que aunque jamás se lamentase de su
inconsciente desvío hacíale sufrir considerarlo tan distan-
te. Experimentó un afán de respeto y, fugazmente, el
concepto de su inferioridad. Pero, por su modo de expre-
sarse, tuvo la certidumbre de que ella recuperaba su posi-
ción dominante, de que él habría de entregarse a una
actividad que no había previsto y en la que se desenvol-
vería conducido discretamente por la fervorosa admiración
con que doña Gabriela se asomaba, como a una ventana
ancha, a su entendimiento, que no es sólo habilidad inte-
lectual, sino algo más orgánico, complejo y amplio.
Reprimió su distracción para escucharla, con interés
creciente.
—Cuando volví contigo de Madrid y me encontré sin
Clotilde fue un hueco como no te puedes dar idea. Vieja
y todo, me ayudaba tanto... A pesar de la enfermedad
no paraba de trajinar. Ahora será ya un puñado de polvo.
Gente así, que no da ruido ni guerra, es la que más se
siente. Me acompañó en lo bueno y en lo malo. Sobre
todo, en los primeros años de viuda, cuando erais chiqui-
llos. El no oírla caminar por la galería o trastear en la
cocina, me pone nerviosa, es algo que no resisto. Gracias
a que ella se ocupaba de las faenas de la casa pude ad-
ministrar, al tuntún, las tierras. ¡Y ni siquiera se me

135
concedió que le cerrara los ojos! Nos tenía aprecio, sin
pamplinas. a
Interrumpió por unos segundos su expansión. Sumida
la cabeza, como si no aguantara el paso del tiempo, pare-
cía más pequeña y endeble. Benito sintió impulsos de
cogerla en brazos, de acostarla, como a una niña, de que
se sumergiera a solas en su tristeza.
No duró mucho la queja de doña Gabriela. Contuvo
aquella inconsolable protesta contra la desgracia. Se le
aminoraba la palidez, desaparecía la resequedad de la
lengua.
—A lo hecho, pecho. Lo que quería decirte es que esto
no puede seguir así. Ahora te conviene una temporada de
reposo y, por unos meses, otros quehaceres que los libros.
Hasta que os reparta los bienes, tú, que eres el mayor,
deberías cuidarte de las fincas. Con un hombre, andarán
con más reparo. Yo haré el trabajo de Clotilde, a la que
no se debe sustituir. Ya no estoy para esos belenes de
perseguir cazurrerías. Es duro para ti lo que pido. Sé que
no te gusta convertirte en un patán, pero es provisional,
Naturalmente que tendrás que restablecerte para madru-
gar y montar a caballo y que no te hagan daño las heladas
ni los relentes. Tus hermanos no sirven. Abel está deli-
caducho, Fadrique no es muy lince.
No replicó Benito. Instantáneamente se le representó el
nuevo tipo de vida que se le encomendaba y dominó su
reacción de menosprecio. Pero no se le ocultaba que ella
tenía razón, que su propósito era de ley.
Andate con pies de plomo. No somos santos por
aquí y nos ciega el hambre de poseer tierras y más tierras.
Pero es mejor que aprendas a conocerlos sin que yo inter-
venga. Pensaba evitarte este trago y que sólo te dedicaras
a estudiar. Pero quizás te convenga. La ciudad también
es traicionera, de otra forma. Y a ti te faltan mañas, un
poco de brega y palo. El pan no cae del cielo y hay que
saberlo amasar.
—Está bien, madre.

En la puerta de la casa sufrió un conato de mareo, se


le nublaron los ojos y tuvo que recostarse en el quicio.

136
Aún le fallaban algo las piernas y a ratos se le entrecor-
taba la respiración. Eran las once de la mañana y lucía
un sol hinchado que semejaba levantar, hacia lo alto, todo
el espacio circundante.
Repuesto del pasajero desmayar saboreó la delicia de
aquella libertad y oyó complacido el suave crujir de sus
huesos, y hasta las gotitas de sudor que el esfuerzo de
caminar ocasionaban le parecían un baño de vida.
Quiso aguzar la percepción y los sentidos, para que
todo lo que viese entrara incólume, sin tijeretazos, en las
pupilas, muy abiertas. Valiéndose del bastón avanzaba
lentamente, salvaba, pegado a los muros, los desniveles
del empedrado. Cada trozo del trayecto tenía un signo
distinto. Aquí, un charco en el que bailaban cáscaras de
naranja; allá, al fondo de un pasillo, la encorvada silueta
de una vieja rezadora, inmóvil; tras los visillos de una
ventana el perfil borroso de una joven. ¿Cuántos lutos la
encadenarían?
Procuró escoger las callejas de menos tránsito, que tan-
tos saludos y paradas encocoran. Y le molestaba que lo
viesen débil y que cuchichearan a sus espaldas. Indefec-
tiblemente, casas achaparradas, parduscas, de una sola
planta, sin trajín ostensible, pues las faenas se hacen en
silencio, en la parte trasera. De pasada vislumbró la mole
friolenta de la iglesia y un costado —lleno de desconcho-
nes, de piedras que parecen cuarteadas— del Palacio de
los Marqueses.
Los gañanes y pastores estaban en su trabajo, los arra-
piezos en la escuela, las hembras en el ir y venir de la
costura al puchero, se acabarían de levantar los señoritos;
terminó el trasiego matinal de las beatas y en el sector
de Las Encinas que rodea las cuatro calles privaba un
ambiente calmoso, de siesta temprana.
El color, pobre y oscurecido, de los edificios, el callar
tedioso formaban un todo de naturalidad sedante. Así
fue, hace dos generaciones, a esta misma hora; así sería
cuando a él se lo merendasen los gusanos.
Iría hasta la raya del pueblo, por la era. Se tumbaría
un ratillo en aquel barranco, tan similar a una concha, y
en cuyo contorno crecen los matojos, y no se cansaría de

137
embobarse con el desfilar de las nubes y los silbidos inter-
mitentes del viento que se descuelga de la Sierra.
Llegó, fatigado, a su objetivo. Abarcó, con un flamear
de ojos, a derecha, a izquierda, en redondo, el paisaje
desnudo, la aglomeración obsesivamente sombría y adus-
ta de Las Encinas. La llanura se estiraba infinita, con
refulgir rojizo en la tierra arada, con verdiamarillo res-
plandor en los sembrados, un trazo violeta el horizonte.
En forma de corpiño, con transparencia de veteados azu-
les, sonreían tibiamente las colinas, irreales por el conjuro
de la distancia.
En su viaje anterior «aquello» le había producido una
impresión hostil, acostumbrado a Madrid, azacaneado por
unas seducciones que hoy se le antojaban triviales. Ahora,
sin prisa de volver allá, sin el acuciamiento de la carrera,
lo contemplaba con un inesperado ramalazo de cariño y
orgullo, se decía:
—No es ésta una campiña para damiselas.
Ya no juzgaba tan abrumador quedarse en este puñado
de espacio. Le supo mal no tener energías para un paseo
más largo y anheló ser el ocupante del carro que consti-
tuía un punto cetrino en la llanura. Allí se le figuraba
a uno que todo era de dimensiones enormes, sin esa limi-
tación en perspectiva de los lugares semimontañosos o
con demasiadas ondulaciones de repechos, que no dejan
lanzar la mirada como un audaz disparo al vacío, sin
término.
A esta incipiente transformación había contribuido
grandemente, lo aceptaba, doña Gabriela. Y con ello re-
memoró su atolondramiento, la rabia que lo había sofo-
cado al saber la repentina huida de Araceli y la consi-
guiente ristra de disparates. Perdió los estribos y no es
extraño que la desaparición de la querindanga lo incitara
a aturdirse, tontamente. Fue fatal que se incorporara a
un grupo de juerguistas, que bebiese sin tino y que luego,
en la escalera, resbalase y rodara, con todo su corpachón,
hasta la portería.
Cuando recobró el sentido —debieron transportarlo
conmocionado, con no chico susto— estaba en su cuarto.
Lo primero que percibió, a través del balcón, fue un cielo

138
lúgubre, encapotado. Le dolía atrozmente, huecamente, la
cabeza y al palparla tropezó con sus vendas. Luego volvió
a dominarle el letargo, del que despertó al hacer un mo-
vimiento brusco que le sacudió el cuerpo quebrantado.
Una mujer, de la que únicamente aprehendía un osci-
lante contorno, le atendía, le daba alimentos y medicinas,
hablaba en susurro cuando llegaba algún extraño y se
encargaba de correr las cortinas para que no le incomo-
dase la luz o le mullía, con un palmoteo furtivo, la
almohada.
Supuso, en el inicial resurgir de su raciocinio, que la
«voluble», compadecida, había vuelto a su lado. Le ha-
lagó la idea y de tanto acariciarla se le convirtió en cer-
teza. Entornados los ojos, como niño que espera un es-
tímulo, dijo:
—Acércate, Araceli. ¡No me abandonaste!
Nadie, nadie le contestó. Lo interpretó como una nue-
va, repelente sorpresa. Tuvo miedo de cerciorarse. Al
cabo lo hizo. Doña Gabriela, demudada, vibrante de có-
lera la barbilla, lo miraba fijamente. Y lo que más lo
abochornó fue el chispazo de desprecio que anidaba en
su callar obstinado.
Pero aquello, tan hiriente, pasó. Lo mismo que la acri-
tud del remordimiento por su torpe conducta. No es que
se las diera de santo, pero su aventura con Araceli y el
conde valía más extirparla del recuerdo, rezumaba debi-
lidad. Creía descubrir siempre, en la inflexión de la voz
maternal, el dolido reguero de la humillación a que la
sometió. Desde entonces, aunque le arañase el orgullo, se
subordinaba, en lo esencial, a su autoridad, porque ya
era de otra índole que antaño, más íntima y cordial, si
así cabe decirlo. ¡Y eso que nada le reprochó! Lo trató
cuidadosamente, como si lo ocurrido fuera por todos con-
ceptos lógico y explicable. Que se justifiquen las travesu-
ras de los chiquillos, pase; mas él, con sus veintitantos
a cuestas...
Emprendió la vuelta al pueblo. Torció por el callejón
de las «damas» —conservaba el nombre sarcástico de
épocas pretéritas, pues ahora estaba casi deshabitado, so-
bre todo a raíz del sonado suicidio de Jilguero, que le

139
conquistó fama de lugar de mal agiiero, y fue bordeando la
calle Real. Frente a la oficina de Correos tropezó con
Paquito, que lo saludó alborozadamente y le brindó com-
pañía hasta su casa. En el trayecto conversaron a su gusto.
—Tú, siempre tan peripuesto. ¿Todavía sigues piro-
peando a todas las muchachas? ¿Te casaste ya con Eula-
lia? Llevabais mucho tiempo de relaciones.
No contestó Paquito. En la pulida cara de doncel que
ha traspasado la veintena, con sus rasgos simpáticos de
niño moreno y los cuadrados dientes de gozador, se ad-
vertía un estremecimiento y en la boca ese temblorcillo
del que se engulle los lagrimones.
—No te lo dije por ofender. Es que no sé cómo van
por aquí las cosas. Además, si te empeñas en la soltería,
allá tú. Quizás estés en lo cierto.
—Es que se me dañó un pulmón. ¡Parece mentira que
no te hayas enterado! Terminaré en tísico perdido. A la
moza es más decente no contagiarla. Se rompe de una vez.
Pero cuando la veo es como si me clavaran una espina en
la nuez. Aparte, para bailador, el más templado. Y el ge-
nio, pues, campante. Lo que sea, sonará. No hago caso,
pero con las sayas, que son mi flaco, bromas y... a distan-
cia. Para la gente, reñimos por otro motivo. La Eulalia se
pudrirá, que es lo que más crispa, pues nadie le dirá pío.
Recelan que se lo haya pegado. Mi enfermedad no puede
taparse. Y te juro que están equivocados, de pe a pa. No
le toqué un pelo de la ropa.
—¿Y los tuyos?
—Tirando.
—- ¿Qué te haces? Te suponía en la labor.
—Tuve que dejarla. Y ahora le echo una mano al padre
en el arreglo de los carros. Es descansado y me evito los
madrugones y las lluvias al descampado, que me deslo-
marían.
—¿Y el médico?
— ¡Que lo zurzan! Le temo más a una receta que a una
vara verde. Si la diño, a mi antojo será.
—Llegamos, ¿entras?
—Otra vez. Cuando cures, ¿te largarás a los madriles?

140
—No, determiné quitar a la madre el peso de velar por
lo nuestro. Hora es.
—Arisca, doña Gabriela. Oro puro, en el fondo.
—Es verdad.

Jamás se sintió tan contenta doña Gabriela. Benito


consolidaba energías, parecía avenirse con su nueva acti-
vidad. Había insinuado ella que deseaba oír cantos de pá-
jaros en la galería y el hijo la estimuló, sin entender la
trascendencia de su petición. Pronto resonaría en la casona
el piar de colorines, jilgueros y canarios, desde las jaulas
doradas que había comprado. ¡Era una revolución! Se le
dulcificaba la memoria de Clotilde, porque a solas le ha-
blaba y con su rasgueo de carraca le daba consejos. Para
ella, como si viviera. Cada rincón, cada menester, repro-
ducía una imagen, un retazo de plática, el eco de las an-
gustias que pasaron juntas.
Por primera vez, la última fue de recién casada, también
ocupó la mecedora de Alejandro y gozosamente le impri-
mió un acelerado vaivén, como si se bamboleara en un
trapecio, al aire libre, teniendo a los pies la lozanía de la
huerta. En adelante, así le transcurriría el tiempo, con
diáfano murmullo. Descansaba en Benito, crecerían holga-
damente los otros hijos, se acabaron las zozobras. Su
misión estaba cumplida. Olvidó por completo sus noches
en vela, el caso de Araceli, las granujerías de los que la
odiaron, la locura de Emérita, el quejido agobiador de su
corazón, tantos y tantos sucesos punzantes.
Desde el zaguán, Luisa la arrancó de su sosiego.
— ¡Madre, madre! Tía Eustaquia está muy mal y quiere
que vayas en seguida.
Doña Gabriela tardó unos momentos en desembarazarse
de su ensueño, dejó la mecedora, requirió la mantilla y se
encaminó a casa de la enferma. Le extrañaba mucho su
llamada. En realidad, sus relaciones habían sido más bien
protocolarias, de simple cortesía entre parientas. ¿Y por
qué ese interés especial, apremiante, en hablarla?
Eustaquia, hundida la cabeza en los almohadones, la
recibió con un ademán contristado. Había ordenado a los
hijos que esperasen en la sala contigua a la alcoba matri-

141
monial y cuando divisó a doña Gabriela le hizo señal de
que se acercara más. Los años, observó Gabriela, no habían
pasado en vano por ella y su boca, desdentada, le cavaba
unos hoyos cavernosos en las mejillas. Tenía su piel curtida
un tinte terroso, de completo agostamiento. De las man-
gas del camisón de dormir, salían lívidas, con torsión de
retamas, sus manos. Predominaba en la habitación ese
singular olor que despiden los cuerpos exhaustos.
Notó Gabriela que la enferma miraba insistentemente a
su alrededor, para convencerse de que se hallaban solas.
Luego, en vista de que su visitante no rompía el mutismo,
comenzó a explicarse con fatiga, con un esfuerzo en ella
inconcebible, evitando captar la impresión que producía.
—No quiero morirme sin decírtelo. Sí, me moriré. Es
cuestión de días, a lo sumo. El médico no pudo engañar-
me más y me lo confesó. Es tumor maligno. Cree que eso
me alegra, porque estoy más que cansada de todo. Siem-
pre pisoteada, siempre en un rincón, como un trasto.
Y tengo mi alma en mi almario. Pero a ti no te importan
estas desdichas mías. ¿Para qué darte la tabarra? No, te
llamé para otra cosa. No me iré al Cielo o al Infierno sin
que te enteres. No tomes a mal que me lo guardara hasta
ahora. Pecamos contra ti. El, por odio y codicia; yo, por
cobardía al no protestar.
Escuchaba afanosamente doña Gabriela. Se sobrepuso
a la emoción que su tono desgarrado le provocaba y
aconsejó:
—Si algo hubo en lo pasado, pelillos a la mar. No te
atormentes, mujer. De barro somos, todos.
Denegó con vehemencia Eustaquia.
—No me vale eso, Gabriela. Sería otra flaqueza. Liqui-
daré con Dios, pero también contigo. Ten paciencia y que
esto no te remueva las entrañas.
Hizo una pausa y exclamó luego, en un arrebato de
violencia, pero a flor de labio.
—Uno de los que rondaban tu casa, pata robarte, para
arruinarte, era mi difunto. Fue a él a quien heriste en el
brazo. Y es que la Providencia lo castigó. No sólo a él.
El Jilguero, otro de la pandilla, pagó su culpa. Tú venciste.
No me culpes, Gabriela. Es que no podía denunciar a mi

142
marido. Te hicimos mucho daño, a ti, que eres limpia
como el agua clara de los regatos y que has llevado tu cruz
en silencio y con dignidad. Pronto descansaré. Ya me
quedé tranquila...
En aquel instante Gabriela sintió que se le desgonzaba
la respiración. Pero se reprimió, levantose y se inclinó
sobre Eustaquia. Su mano, vagamente febril, se detuvo
con tierna presión en la frente de la enferma. Después,
con gesto de tarea cotidiana, arregló el embozo, estiró la
colcha, encendió la lamparilla de la Virgen de la cómoda,
que se había apagado.
Ya en la calle redobló el paso y fue recordando la his-
toria. Era como si un zapatón de hierro le machacase las
tripas, le aplastase la garganta.
Conocer estas miserias es siempre peor, pensó. Debo
sustraerme a un rebrote de rencores. «Ella» ha sufrido de
mala manera, y a su modo más que yo. Y si se le presen-
taban los hijos de aquel hombre, como si tal cosa, ¿podría
librarse de verlos con prevención?
— ¡Si tú, Señor, me ayudas en esto!

143
VIII

Cuando muera, que no será de pacífica do-


lencia premiosa, pues estoy seguro de que ven-
drá por un ataque al corazón que me derribe
como el rayo a un árbol solitario, entréguese este
cuadernillo a mi sobrino Alejandro, mi predilec-
to, quizás no por mérito sino por la afinidad
que a pesar de los años hubo entre nosotros y
porque, dicha sea la verdad, a él ha de aprove-
charle. No quiero que tropiece en la misma pie-
dra en que yo me desnuqué.

«Alardeo de una voluntad a prueba de reveses, inflexi-


ble, al modo de la tierra llana en que me parieron y en
que viví sin cortapisas, en pleno desfogue de mis instintos
e ilusiones, que por sí solos se califican. Sin embargo, mi
carácter no es tan fiero como lo pintan, aunque le tengo
un miedo extraordinario si se desmanda. Por algo será.
De no embridartlo, de no atarlo corto, me llevaría de nuevo
a una catástrofe.
Acabo de regresar de un viaje de pocas semanas por Es-
paña, lo que me encendió las antiguas pasiones, que supo-
nía aletargadas. A la Estación de Almuradiel bajaron a

144
saludarme —yo les puse un telegrama avisando— el guar-
nicionero y Marcial, el arrendatario de mi castañar de Sie-
rra Morena. Sólo el verlos me impresionó más de lo temi-
do. Ya están viejos, pertenecen a mi pasado. Y bastó que
me insinuaran que aún tengo un hueco en el recuerdo de
las gentes, para que experimentase la comezón de volver
a las andadas. Por fortuna, Mónica, que es la encarnación
de la prudencia, me acompañaba. La mirada de advertencia
de mi esposa me serenó y seguí la ruta hasta Córdoba. Leí
en ella que si me ablandaba a la nostalgia de la lucha
añeja, tornaría a fracasar. Y ser derrotado otra vez, cuando
se declina, ofrece, amén de los inconvenientes propios del
caso, el de no poder idealizar el batacazo, para lo cual se
requiere perspectiva, es decir, otro margen de vejez.
Al cabo de tantos años de no pisar esos campos en que
desearía descabezar el sueño definitivo, he sentido todo el
influjo que sobre mí ejercen. Va para veinte que salí des-
terrado del término municipal de Las Encinas y de que
cogí el portante para el extranjero, por libérrima resolu-
ción, en la que no tuvo chica parte el enamorarme de
Mónica, con ese furor del que no tiene clavo a qué asirse.
Es difícil dar idea, a los que no han aguantado la misma
coyuntura, de la sensación que se experimenta, después de
un período tan largo, al volver a escuchar el acento man-
chego, los modismos que allí perduran, que aguijonean un
avispero de emociones, una rara fusión de odios y cariños
pretéritos, de rutinas, de costumbres que se han ido esfu-
mando y que, de pronto, aparecen con tal vigor que te des-
lumbran y maniatan.
¿Cómo desviar esta caliente añoranza? Pues aprove-
charé estas vacaciones en Bayona, y cuando nadie me ob-
serve, escribiré «algo» de lo que entonces «ocurrió» y que -
constituye — ¡inocente de mí que lo reputé desvaneci-
do! — el eje de mi existencia. Mientras trazo estas líneas,
mi hija, que se ha transformado en una personilla que
saca de quicio a los veraneantes por su aleación de genio
español y finura francesa, canta y ríe, dibuja modelos de
vestidos con bastante acierto y es de adivinar que se con-
vertirá en una modista de postín, lo cual es un camino
tan artístico como otro cualquiera.

145
No era yo, por mi temperamento y espíritu, hombre
con vocación mundana. Pero las circunstancias, esas mise-
rables celestinas, me empujaron por tan infructuoso ca-
mino y por su tramo más accidentado, el de los sirvientes
distinguidos, los que yendo de chaqueta han de trasudar
urbanidad palaciega, a los que se consulta sobre puntos
tan dispares como la ornamentación de un jardín, el menú,
el adorno de una mesa de banquete, etc. Sé que por tu
inexperiencia te interesaría mucho más que te contase mis
avatares en el muladar de los aristócratas de todos los
pelajes, categorías y naciones, a los que he tenido que
soportar. ¿Para ratificar tu desprecio legítimo por esa ana-
crónica clase social? Sale sobrando y, además, la narración
sería ingrata y me recrudecería la rabia por haber visto tan
de cerca semejantes... anormalidades, que se disfrazan con
traje de baile, indumento de cazador o pechera de smo-
king. ¿De qué te aprovechará, insisto, la reproducción de
un espectáculo abyecto como el que presencié, tiempo ha,
en un Castillo de Vigo? Un general borracho, una baro-
nesa con el vestido manchado de vinazo, persiguiéndose
a gatas debajo de la mesa.
No, huyamos de esa tendencia, inicialmente justa y edu-
cativa, pero luego degradante, de remover el fango con
un bastón. Descubramos, tú al igual que lo hice yo, a
nuestro pueblo, del que, por desgraciados que seamos,
nos queda siempre un aliento. Pienso que, a la postre,
mis aventuras de mozo, mis ilusos afanes de reivindicador,
con todas las impurezas humanas a ello inherentes, valen
infinitamente más.
¡Dios disponga que tu sino no sea parejo al mío y que
no compruebes ambas cosas, lejos de tu suelo y de tus
raíces y de tus cenizas!
No sé si alcanzaré mi propósito. Procuro redactar estas
líneas sin aliños, como brotan de mi sentir, a manera de
una recapitulación espontánea y ardorosa que, para circun-
loquios, bastantes son los míos, y nada conseguiré si no
recobro, al hacerlo, el lenguaje que en aquella época me
nacía enterizo.
Estas reflexiones, aparentemente desencuadradas, tienen
no obstante su ligazón. Y se me ocurren al evocar las con-

146
trapuestas fisonomías del guarnicionero y de Marcial, que
son dos tipos con toda la barba, más enjundiosos que los
alcurniados a los que, en mi soberano fuero interno, man-
do a todos los diablos. Un día sí y el siguiente también.
El guarnicionero ya no puede con los calzones. Sigue
gordo, pero con las carnes flojas. Pero yo veré siempre al
varón rechoncho, serio y leal, que en tan gran medida
orientó mis actos y que me acompañó, hasta el fin, con
su afecto y su confianza. Es uno de esos seres en los que
casi nadie repara porque se les cree vulgares. ¡Vulgares!
En cuanto a Marcial, es harina de otro costal. Todo lo
que tiene de flaco se le acumuló en malicias. Es agudo de
ingenio, interesado y devoto de los alcoholes.
Esto me trae a la memoria un hecho suyo, pintoresco y
brutal. En cierta ocasión, su mujer, que para escarnio se
llamaba Polonia, se presentó con los ojos hinchados ante
doña Gabriela. ( ¡Qué manía ésta de nombrar a mi madre
con el subrayado respetuoso, y un tanto hostil en algunos,
como lo hacía la gente? ¿No denuncia, y me entristece, que
no hubo entre nosotros verdadera intimidad?)
Venía a rogar su mediación. El truhán del marido, irri-
tado porque le reprochaba su afición a la bebida, planeó
el más terrible escarmiento. Apareció un buen día con
una damajuana al brazo y, vaso a vaso, la obligó a que
consumiera todo el contenido. Protestaba la infeliz de tan
peregrino martirio y Marcial, con calma amenazadora,
«entre dos luces», le replicaba:
— ¡Así verás lo que sufro cuando empino demasiado
el codo y me tendrás lástima, en lugar de regañarme!
Polonia contenía las bascas y el original pedagogo son-
reía.
Cada vez que lo encaro se me reproduce la escena de
marras. Marcial, egoísta y trapacero, en el que nadie fiaba,
era un caramelo cuando mi madre le pedía un servicio.
En su presencia volvíase encogido y dócil. Este admirable
poder que ella poseía, y al que no se le encuentra causa
plausible, material, denota en la que me dio el ser una ex-
traña facultad de sugestión, de imperio moral, que justifica
la fama, un tanto mítica, que la rodeaba.
Hablo de mi madre en presente porque no puedo ad-

147
mitir que no aliente ya. ¡Tan vivamente grabó en mí su
mirada y timbre de voz, su aspecto, su forma de andar, su
ligero jadeo!
Es tal el cúmulo de sugerencias que esta intromisión
del pasado me ocasiona, que tendré que suspender la con-
fesión. Al menos por hoy. No sacarás nada en claro de mi
desorden expositivo.
Necesito sosegarme y continuar mi relato en debidas
condiciones de serenidad. De lo contrario, en vez de aquie-
tarme me excitaría más. Sí, clasificaré mis pipas. Son
boquillas indias, con pivote metálico y mango en forma
de canutillo, el pomposo ejemplar bávaro, con su pocillo
ventrudo y la tapa descomunal, la inglesa y marinera,
de madera requemada y corta empuñadura, y así hasta dos
docenas en que se aprecian los diversos modos como los
hombres fabrican humo y sueños. Las heredarás.
Mónica, que me conoce enteramente, no disimula su in-
quietud. Nota que en mí se opera un proceso insólito y
en el que no puede meter baza. Debió ser su justificado
miedo el que le dictó estas palabras.
—No hiciste bien en volver, aunque fuera de paso, a
tu país. Te veo alterado. Te remueves en la cama hasta
que amanece, te gusta encerrarte en tu cuarto. Créeme:
«aquello» no puede resucitarse.
Y eso que ella ignora al detalle cuál fue la historia que
me arrojó, valga la frase, en su regazo. (De lo que me
alegro, pues mi mujer vale una derrota.) Siempre cuidé
de no sincerarme en este punto, temeroso de que perci-
biese el profundo surco que tantos azares me imprimieron
y que la colocan, pese a sus virtudes, en un lugar que no
es único en el ovillo de mis sentimientos.
Pero incurro nuevamente en el delito de divagar, des-
ahogo que a ti no te importa un comino. Procuraré ce-
ñirme a lo sucedido.
Hacía ya un par de meses que vivía en Las Encinas, a
consecuencia de una descalabradura cosechada en Madrid,
y ya puedes figurarte que no sucedió durante una nove-
na... Me sentía débil aún, sospecho que por efecto de
otros excesos que no es del caso especificar, y el baño de
sosiego pueblerino me vino de perilla. Ni me acordaba

148
de los estudios interrumpidos y lentamente me fui adap-
tando a las prácticas allí dominantes.
Ocupaba principalmente el tiempo en recorrer las fincas,
tomar las cuentas a los capataces, vender el grano y el
aceite en Santa Cruz. En los escasos ratos disponibles,
leía unas páginas o me dedicaba a pasear sin rumbo fijo.
Hablaba frecuentemente con Paquito, el apañador de
carros, con los gañanes, y aquí acaba el cuento. De tanto
cruzarme con él, a la vuelta de cada esquina, me familia-
ricé con la figura escurridiza de Santiago, un pariente ri-
cachón al que todos saludaban con zalamería. También
con el tonel de Atilano, con el médico y algunos más.
Todo marchaba plácidamente. Aprendí a entendérmelas
con los labriegos, se recogió una gran cosecha y mi cuerpo
funcionaba como un roble. Mi madre parecía tranquila,
alegre porque yo sostenía el timón de nuestros bienes.
Suplía en las tareas a Clotilde —de quien te hablé— y
continuó observando la misma vida retirada que era su
sello desde que tengo uso de razón. Sin embargo, toda
placidez se quiebra. Fue ella la que me avisó.
—No vas a misa los domingos, Benito. Hay que cum-
plir con Dios y su Iglesia. La gente murmura.
—No creo en esas pamemas.
—Te lo criticarán. Pero si no lo sientes...
Y así quedó la cosa. Percibí desde entonces, en mis de-
votos coterráneos, un vacío difuso y asfixiante. Me trata-
ban lo indispensable, de prisa y corriendo. Deduje que
en esta aldea, con pretensiones, no era tan factible como
en Madrid la «libertad de conciencia». ¡Pero si yo no tenía
fe religiosa!
El Casino me fastidiaba. A no ser para jugar, carecía de
atractivo. Todavía lo veo, presumido, en el sitio más ele-
vado de la calle Real, con su portalón ventoso, su sala
espurreada de veladores cojos y sus contertulios de gesto
embotado, con su manoseo vocinglero de naipes. Con la
copa de anís servían un cafetucho aguado y a base de estos
ingredientes se pasaban las horas. Estaban suscritos al
periódico de la capital de la provincia y no se encontraba
un libro ni de milagro. La tónica de la conversación era
aún menos hospitalaria.

149
— ¡Qué ancas, la Josefina!
—Morada la pondría, a pellizcos.
—FEra un chico cuando cayó la langosta...
—Pronto estirará la pata el tío Blas. ¡Que le quiten
lo bailado!
—No te sofoques de la «indirecta». Bien diriges la ar-
tillería. A Camila se le ponen los ojos de melaza. Y tú, a
chupar del bote, que la moza bizquea, pero tiene dinero a
puñados. El palmito lo paga el hombre. Y a la inversa.
—-Oye, eso de inversa...
— ¡Bah, nosotros acabaremos en monjas, si no nos avis-
pamos! Nadie les gana a los amiguchos de Atilano a tras-
nochar y banquetearse.
—Mi mujer dice que la despiertan los pasos de Esteban
en la plaza, todas las madrugadas. Así se entera de la hora.
—El vinatero se trajo un terno flamante de Linares.
¡ Y qué pisto se da! Ese color avellana me sentaría más a
mí, por lo joven.
—I legó un forastero a la posada. Debe ser uno de esos
que olisquean minas en las inmediaciones.
— ¡Si yo descubriera una, ya me podía tumbar a la
bartola!
Como comprenderás, era imposible aguantar un parlo-
teo tan imbécil y sin gracia. Añoraba, claro está, las discu-
siones en Madrid; sobre la sesión de Cortes y la última
novela de Galdós y el drama que se ha estrenado y las
teorías de Darwin.
Una sola vez fui al Casino y salí de estampía. Se estaba
mejor en el campo o dando vueltas por las callejas.
Iba yo —en una tarde soleada, de primavera calurosa—
por una plazuela en cuya fuente se recoge el agua más
célebre de estos contornos. En los portales, un remendón,
un hetrrador, la encajera. Tenía sed y entré en el taller de
un guarnicionero a pedir un vaso, que no me desapare-
cían aún esos remilgos.
El artesano me miró, como el que pretende recordar.
—-¿Es usté el hijo mayor de doña Gabriela?
—El mismo.
—Entre y siéntese.

150
Me ofreció una silla baja y se rió al ver lo incómodo
que me hallaba.
¡Tan largas son mis piernas!
—Ahora le atienden. ¡Tía!
Asomó por la cortinilla encarnada al fondo de la habi-
tación una cara en la que destacaba la nariz más curva y
huesuda de que haya noticia.
Bebí golosamente y ya tranquilo observé a mi interlo-
cutor. Era gordo y anchuroso, como un botijo, muy com-
pactas las cejas, anchas y velludas las manos, dientes ca-
ballares, la boca de un tinte cárdeno. Parecía hombre
aplomado, celoso de su tarea, reservón. Me levanté, para
no importunar.
—-¿Qué prisa tiene? Descanse un rato.
Continuó perforando el cuero. Los puntitos que picaba
en el cabezal se convirtieron en un arabesco de pintureros
enlaces. Aquello —el movimiento acompasado de los bra-
zos, el chasquear de la lengua cuando estaba satisfecho de
su Obra— me producía una curiosidad infantil. Cuando
quise despedirme, había oscurecido.
—Si se aburre y le gusta ver trabajar, venga. A mí no
me molesta. Usted es hombre de letras, yo un ignorante.
Aunque todo lo que atrapo lo leo. Algo de qué charlar,
con perdón de la distancia, tendremos.
Desde aquel día me acostumbré a visitarlo. Llegaba, lo
saludaba con un monosílabo y ocupaba mi sitio. Lo admi-
raba en su labor paciente, entusiasta. ¡Y tanto sudor para
no acallar el hambre! Por lo general, permanecíamos en
silencio, atento yo a los giros de la lezna, al ruido de las
mulas en los guijarros, a los martillazos del herrador.
Sin darme cuenta le informaba, cada vez con mayor
franqueza, de mi bregar con las propiedades, de la granu-
jería de éste, lo honrado que era el de más allá, y para
variación, me permití opinar sobre política, repitiendo,
como lechuzo, lo que dijera algún varón de campanillas.
Vanidosamente desembuchaba mis conceptos, que sólo
eran ecos de otros. Creo que desbarré sobre el caciquismo.
Y entonces José suspendió el cosido. Prestaba excepcio-
nal atención a lo que decía. Cuando agoté la «sabiduría»

151
se encogió de hombros, con súbitos pliegues en la frente.
Luego sacó la petaca y liamos sendos pitillos.
—Todo eso son retóricas, que no curan la gangrena. No
se vaya por las ramas ni me traiga a colación lo que pasa
en el quinto infierno. ¿Quiere un cacique más asqueroso
que una chinche gorda? Pues ahí tiene a Santiago. Á na-
die se le oculta esa vergijenza, pero no hay guapo que se
le enfrente. Y él, tan orondo, cabalgando. Bueno, ¿para
qué me tuesto la sangre? Nada adelantaré.
Hizo una pausa. Estaba en vena, pues nunca pronunció
una parrafada tan completa.
—Usté, porque es novato. Terminará, como todos, bai-
lándole la rueda, o callando. ¡Y ese zorro apestoso nos
roba el aire! Con sus arrumacos de mantequilla flande se
ha embolsado las tierras comunales. Es una araña que
tiende la red y ahoga al que le rechista.
Y tras nuevo descanso, agregó:
—Elimina al que le hace sombra. Le rebosa de críme-
nes la conciencia. Y de atropellos en los que él, cocodrilo,
no aparece pero se beneficia.
Reanudó el trabajo. Palpitaba de ira su recia garganta.
—Porque le canté las verdades tuve que emigrar. Pero
uno vuelve al redil, recomiéndose la rabia.
La explicación era sencilla.
— Intenté votar a mi antojo en las elecciones y resultó
que mi nombre no estaba. ¡Qué casualidad! Y les grité:
¿Esa es vuestra democracia, paniaguados? Y los asuntos
se enredaron, desde aquel arrebato mío. Uno, de joven, es
imprudente. Los demás, montón de tunos, tan confor-
mes. Me dejaron solo.
Cortó con el cuchillo un trozo de cuero. Hincaba fu-
riosamente el arma. Confieso que no supe qué argúir.
Resultaba que yo, en el pueblo, lo ignoraba casi todo.
— ¡Hasta mañana, José!
— ¿No se arrepentirá de venir?
—-¿Qué te figurabas?

Frente al Ayuntamiento se regodeaban, tomando el sol,


mi primo Fernando y su hermano Sebastián, Paquito, don

152
Arturo, el médico y el Oficial de Correos. Quise pasar de
largo, pero me llamaron.
— ¡Acércate, hombre! No te rebajarás. Aunque no sea-
mos de la capital...
El tono de Fernando, equívocamente campechano, tras-
lucía su resquemor, ganas de zaherirme. ¿En qué lo habría
ofendido? Don Arturo soslayó la aspereza.
—Bien, muchacho. Déjate ver un poco más. Nos tienes
abandonados.
Tras un carraspeo preventivo, Fernando bromeó:
—En cambio, parece que aprendes ciencias ocultas con
el guarnicionero, ese bicho que está mochales con las
ideas de igualdad. ¡Ja, ja, ja, la igualdad! ¿Tú eres tam-
bién de los que se calientan los cascos con esas pamplinas?
Bonita fama te agenciarás.
Me entraron ganas de sacudirle el polvo, pero recobrada
la ecuanimidad, le contesté recalcando la intención morti-
ficante.
—Muy enterado estás de mis pasos, ocupación que mu-
cho te honra. Cada uno elige a sus amigos sin que se lo
manden o para complacer a terceros. En cuanto a José,
todo y sin pulir, si me apuras, es de mejor condición que
otros.
Paquito intervino componedoramente.
—¿Qué mosca os ha picado? ¡A estirar las piernas,
rediez! ¡A que se nos abra el apetito y nos las entendamos
con un cordero asado!
Don Arturo se rió, también para mitigar la violencia.
— ¡Gran medicamento!
—Más práctico que los suyos.
—+En marcha.
Fernando caminaba ensimismado, apretando las quija-
das. Yo me quedé atrás con don Arturo. No conseguía
explicarme el motivo de aquella tenaz aversión. Sincera-
mente, no le había faltado nunca. Lo más desagradable
era que yo sentía cómo su odio continuaba y acechaba.
Malas consecuencias nos traería.
En la huerta de Quirico, con el olor de la carne jugosa
y los tragos de vino y los cuentecillos verdes del Oficial de
Correos, me olvidé de la impertinencia.

153
La llaga social que me señaló José no se apartó entera-
mente de mi imaginación. A través de ella, como con una
lente privilegiadamente lúcida, juzgaba menudos hechos
diarios, anodinos en la cáscara, de muy diferente modo.
La contrata para la instalación de una fuente, junto al
tejar, por cierto nuestra única y rumbosa industria de ex-
portación. El enjuague —lo percibí en seguida— para
quitarle a don Arturo el sueldo del Ayuntamiento y dár-
selo al hermano de Jilguero (q. e. p. d.), otro de la taifa. El
alquiler y cuentas infladas con que se subvencionaba a la
escuela y que el más lerdo sabía a dónde iba a parar, al
tocador de Verónica, la mujer del cacique, para alfileres.
Que Santiago sufragaba así, galanamente, los gastos me-
nores de su familia.
Me parecían secundarias estas picardías. Y es que,
ahora lo calibro, no me atreví a afrontar la verdad y la
relegaba a una celdilla cómplice del entendimiento. Pre-
sentía yo que al enterarme a fondo de culpas más graves,
se liquidaría mi indiferencia y como mi temperamento,
cuando lo espolean, no se detiene, preferí, ante mí mismo,
no recapacitar demasiado. Pero llevaba el gusanillo den-
tro, hurgándome. ¡Es que se hacían mangas y capirotes
de la justicia!
Pero, y yo lo exacerbé con el cándido propósito de atur-
dirme, me enredé en una serie de episodios amorosos. ¿Se
vengaba así Araceli?
¿Y quién es Araceli, preguntarás?> Bah, no tiene im-
portancia. De ella sólo era posible apreciar lo más delez-
nable. Por fortuna me separaron a tiempo de su tentación,
disolvente, que diría un moralista.
Lo cierto es que me pirraba por las faldas. (He aquí
uno de los motivos para silenciar con Mónica aquella etapa
nada ejemplar de mi existencia.) Gozaba yo de una des-
concertante facundia para hablarle a cada una su idioma
y adivinar por qué flaco —o flanco— atacarlas. No me
consideres un vanidoso estúpido, un pagado de sí mismo,
pero entonces no andaba mal de tipo y además las some-
tía, gracias a una especie de aureola que se inventaron
sobre mi carácter dominador, nada de merengue, recto e

154
independiente. En este error, o exageración, en lo que a
mí se refiere, demuestran ellas que no son tan negadas
como se asegura.
Al elegirlas no era yo un «exquisito». No me inclinaba
solamente por las doncellas de pálido rostro. Me gustaban
éstas y también las de caireles menos melancólicos. Soy.
de los que creen que en cada una se encuentra algo sus-
ceptible de emocionar, y no exclusivamente en lo erótico.
Que en tales empresas, como en tantas otras, lo valedero
es el principio problemático o peculiar de cada una, la
huella que marcan.
Comencé el largo capítulo de mis noviazgos con Beatriz,
rubiales de voluminoso busto y sobrina del sacristán. Lo
que más me seducía de ella era la soltura con que mano-
teaba, talmente una declamadora. Para la cosa más insig-
nificante revoloteaba cadenciosamente los brazos, los ele-
vaba como si fuera una sacerdotisa de tiempos idos.
Fue de lo más chusco. La primera vez que salimos jun-
tos, por las huertas, enarcó los dedos, recorrió con ellos
el aire despejado, disfrutando de su accionar lento y aca-
riciador. ¡Y esto discordaba tanto de sus exclamaciones
bobaliconas!
—Para la Pascua, estrenaré vestido.
—Si vienes con buen fin...
—Nada de propasarte o...
—Mis tíos quieren que me quede con ellos para siem-
pre. Están achacosos y necesitan ayuda. ¿Qué opinas?
Reprimía yo las ganas de bostezar. Con estos dimes y
diretes siguieron nuestras desvaídas relaciones. ¡Si habla-
ba perdía su único atractivo, el de los brazos en mudos
arpegios, lo que además, como el arroz con leche, no es
plato de cada día, porque empalaga!
Tras mucho porfiar, accedió a que nos viéramos una
noche, cuando durmiesen sus parientes y en el discretí-
simo callejón que está a espaldas de la Iglesia y del Pa-
lacio.
La noté muy alterada, efecto del fantasear. Su voz, en
la oscuridad tupida que sólo recogía distantes ladridos,
tenía una irisación húmeda y su respiración, que sentía

155
tan cerca, tan estremecida, debía semejarse al sabor panizo
de su piel.
Intenté aproximarme más, que uno va al bulto.
—NO0, te oigo bien así.
—-¿Es miedo?
—Esta es la última vez que nos hablamos tan a solas.
—A lo trágico te lo tomas —repuse, simulando ironía.
—Es que me conozco. Y si me tocas, no respondo. Por-
que hoy mismo, si te empeñas, como los animales... Pero
¿qué adelantas? Luego te remordería. O cargas conmigo,
que soy una simple. O si te he visto, no me acuerdo. De
todas maneras, mal negocio.
En las sombras que nos envolvían percibí que sus bra-
zos estaban quietos y fijos, por un peso de plomo.
:Con mi silencio di lugar a que se marchara. Lo de
Beatriz me hizo cavilar. No me extrañó enterarme, días
después, que se había ido con sus padres, definitiva-
mente.
Lo sucedido con Alberta —me concedí un reposo de va-
rias semanas para curarme del chasco, de la lección in-
cluso— fue muy diferente.
Estaba comprometida con un bodeguero de Daimiel,
pero el palique duraba ya varios años y el casamiento se
aplazaba constantemente. El forastero, hombre vigoroso y
bien plantado, de mirar gatuno, lo posponía con diversos
pretextos, el más socorrido el de una herencia que no pes-
caba por la testadurez del abuelo en «ahuecar».
A mí todo esto, como la docena de casos similares, me
traía sin cuidado. Se mentaba el asunto, al igual que se
mata el tiempo hablando de las rarezas del señor cura, un
supersticioso redomado que cada vez que oteaba a un
perro con las orejas cortadas se metía en cama y ni un
cataclismo le hacía abandonarla.
De Alberta apenas si recordaba que de niña padeció
escrofulosis y anduvo con la cara envuelta en un pañuelo
de motas verdes.
En una mañana lluviosa iba yo pegado a la pared, pro-
curando que no me calase el goteo de los canalones, cuan-
do de una reja que casi rozaba el suelo, con esa estructura

156
tosca, alargada y sencilla que allí priva, me interpelaron.
—-Por lo menos, podías saludar.
Me detuve en seco y pegada a los barrotes distinguí a
Alberta que hacía como que bordaba —una flor de ancho
cáliz—. La reconocí con dificultad. Me sorprendió su tinte
barroso, las espinillas que le afeaban el rostro. El pelo era
lustrosamente negro, peinado con severidad en la comba
de la frente. Llevaba, sobre el hábito del Carmen, un de-
lantal blanco, con ribete de puntillas. Y se mordisqueaba
un labio tras otro, lo que parecía ser su desahogo ner-
vioso.
—¿Qué, te extraña? No apareces por fiestas y bailes y
desde chiquillo que no te vi.
—El novio me tiene en clausura.
—Se me antoja que contra tu voluntad —chanceé.
—Averígualo.
—Prefiero no quemarme.
—Y a sé de tu fama. De poco fiar eres. Contigo no es-
taría a solas en una habitación.
—No cardo la lana.
— ¡Bonita manera de llamarme vieja! Bueno, por mí
no te retrases.
— ¿Y tu padre?
—-Pues con sus trapicheos del grano. Hoy compra, ma-
ñana vende, sin salir de pobre.
—Menos será.
—+¿Ya sabes el camino de esta casa?
—-¿Es una invitación?
—De ti depende. ¡Pero como presumes tanto de guapo
mozo!
Procuré no volver por aquel sitio para evitarme com-
promisos. A decir verdad me olvidé de Alberta, casi por
completo. El posadero —un mes más tarde— se encargó
de refrescarme la memoria.
—_Luis, el de Daimiel, me dio un recado para ti: que
nadie se atreva con lo suyo y que no le busques los atajos
a la que será su mujer. Que se le hinchan las narices y no
responde.
—Y a me destetaron, así le contestas.

157
—Yo que tú, lo dejaría. Le irán con el soplo, acuér-
date.
Y bastó la bravuconada para que le rondase la calle a
Alberta y nos dedicáramos al parloteo. Este se desarro-
llaba con un tono superficial de amistad, pero entreverado
de alusiones y melosidades y conatos de celos. De parte y
parte. Más hábil ella en realizar el secreto propósito, en
forzar la situación. Como un lila piqué en el anzuelo.

Me aficioné al tiro de barra. Sin quitarme la boina, en


mangas de camisa, lanzaba el proyectil con puntería, se-
guro el pulso. Volaba la negra línea y caía siempre más
allá de la meta, una raya trazada en la arena con la punta
herrada de un bastón. Por lo común utilizábamos para este
deporte la explanada que está frente a la iglesia, en un
trecho más alto de nivel que el «callejón de los amantes»,
rodeado de una barda de pedruscos para que el Ayunta-
miento se hiciera la ilusión de poseer un jardín. Nos en-
tregábamos a ese ejercicio en las fiestas por santificar, des-
pués de la siesta. Los forzudos, con el ingenuo engrei-
miento que dan las faenas del campo, se figuraron en un
principio que sería pan comido. Pronto se convencieron
de que el señorito alternaba con ventaja y sin que se le
arrugara el ombligo. También me ufanaba de no cansarme
en los bailes, en los que no fallaba una sola pieza. Había
adquirido tal destreza que al coger por el talle a mi pareja
y por el aleteo de las pestañas y la ligereza al valsar, me
daba idea de su esquivez o ductilidad. Y desarrollaba el
plan correspondiente. Hasta en la jota manchega, por cier-
tos reflejos de la fisonomía a mi alcance, adivinaba el ca-
rácter de la mujer, me eran campos trillados sus anhelos,
que en tales danzas no pueden disimularse del todo.
Y tras esta acotación, tratemos de la pendencia. Era en
Navidad y acababa de triunfar sobre mis contrincantes. El
calor del esfuerzo nos puso alegres, deseosos de un buen
trago, de una respetable loncha de jamón. En éstas, cuando
nos disponíamos a ir a casa de Paquito a merendar, se
presentó Luis, el de Daimiel, con una escolta de cuatro
paisanos.

158
Me buscaba, evidentemente, y yo me entretuve para
darle tiempo, para que se saliera con la suya, picado en el
amor propio. El y yo —ramalazos de la vanidad nos en-
frentaban— teníamos alrededor un público numeroso, que
venteaba la reyerta.
El tal avanzó hacia mí, la mano colgada de la faja.
La concurrencia calló instantáneamente y se notaron la
expectación y el ansia.
—No te quejes de que no te advertí.
—-¿Con qué permiso me tuteas?
—El cortejarme a la Alberta en mis ausencias es de
marica.
Nos enzarzamos a puñetazos y él terminó más apaleado
que estera vieja. Intervinieron los demás y cada grupo se
fue por su lado.
Al día siguiente, a la hora de más movimiento, retado-
ramente, paseé la calle de Alberta que, ni corta ni pere-
zosa, salió a la puerta. Lucía un ramo de violetas en el
escote pronunciado y medias pintureras, de estreno.
—Me prohibieron que te visitara.
—Me enteré de lo de ayer.
—-¿No habéis roto?
—Es tozudo y traicionero. Cuídate. Más que nunca
sigue emperrado en casarse. Ahora le entró la prisa —y se
reía ásperamente.
—Se llevó su ración. Pero tú eres la causante.
—.¿Te echas atrás? ¿Te duele?
—A mí no me asustan.
— ¡Suerte tuve de que el padre estuviese fuera! Y a
propósito (la voz se henchía, caudalosa, con un rictus de
violencia) tendríamos que hablar sin testigos de vista. Si
no te da miedo, el miércoles, a la once, te espero. Yo
misma te abriré la puerta del corral.
En el pajar, sin decir palabra, se me apretujó. El cuerpo
le calabrineaba, me arañó locamente el cuello.
Descansábamos. Por la tronera penetraban, a raudales,
los coletazos de las estrellas. La miré y tenía los ojos
clavados en mí, secos, brutalmente tranquilos y vacíos.
— ¡Tanto le hablan a una de «esto»! Temí no llegar a

159
saberlo... No me interesaba quién. Tú, alguien. ¡Ter-
minar con este miedo! Tenía que obligarme.
Todo ello, lo confieso con vergijenza, no para compla-
cerme, sino como un alerta. Yo era un alguien, un botón
de su capricho o de su tortuosidad. Me azotó, allá en las
crujías de la sangre, una ira incontenible.
Escupí en las pupilas, abatidas ya, de Alberta. Ella no
lo recriminó.»

160
XI

«José, el guarnicionero, me acogió de mal talante. Ha-


bía descuidado, por estos y otros enredos, su compañía.
Al avistar el portalillo donde trabajaba sentí una especie
de ahogo en la garganta y que de antemano se me trababa
la lengua. Me había ganado, si le placía, cualquier sofión.
El gesto modorro era en él como una supuración. Ni
siquiera contestó a mis buenas tardes ni me ofreció asiento.
Yo, de pie, dudaba si irme o encajar la filípica. ¿Pero con
qué derecho me reprendería? A él, ¿quién le mandaba?
Una cosa es el trato y otra que se te suban a las barbas.
Cada uno hace de su capa un sayo, etc.
José debió intuir el giro de mis pensamientos porque
dijo a quemarropa:
— ¡Qué desengaños se lleva uno! Disimule la franque-
za, pero yo lo creí de otro natural que esa caterva de seño-
ritingos. Se revolcó en la misma basura. Líos de faldas,
riñas. Nada útil. Por lo visto, ya me lo corrompieron.
No me venga con discursos. Si quiere encargarme algo del
oficio, tan contento. ¿De qué más podemos hablar?
No contesté. Me encocoraba admitir mis culpas, con lo

161
que implicaban de atolondramiento. Pero continuó su ser-
món y me rascó más en lo dolido.
—Apostaría doble contra sencillo a que a su madre la
tiene frita con esos disparates. Doña Gabriela, por lo que
de ella oí, es mujer de carácter, de corazón firme, que no
se aviene con esas ni con otras flaquezas.
Prosiguió su tarea, preparando in mente nuevos comen-
tarios. Yo me limitaba a fumar.
—Si no consigue corregirse del achaque, modérelo. De
lo contrario, será uno de tantos.
Yo reí, para despistarlo de mi azoramiento, y le pre-
gunté:
—+¿Y qué supones que pudiera ser yo si me enmiendo?
Es algo que me intriga. ¿Diputado? ¿Ministro? ¿Archi-
pámpano?
—-Es feo bromear con lo serio.
—Contéstame.
—Es pronto todavía. Pero yo me figuré que usted, que
tiene facilidad de palabra, bien puestos los pantalones,
talento, haría un beneficio al pueblo, con la verdad, que es
una espada de Dios.
—.¿Te refieres a Santiago? ¡No nací para Mesías!
—Al buen entendedor. El que se pica...
Y de ahí no hubo quien lo sacara. Entre ceja y ceja
tenía el designio.»

—¿ José? Me suena.
—Es el guarnicionero, un amigo.
—Si quieres, puedes invitarlo a comer o a una excur-
sión, más adelante. Lo conocería.
—Congeniaréis.
—No te salgas por los cerros de Ubeda. Dale vueltas a
lo que te dije.
—José profetiza que seré, si me corrijo, útil a los de-
más, aquí. Sospecha que nací para otros menesteres que
los de labriego rico, y le disgusta que me parezca a los
señoritos.
Doña Gabriela suspendió la costura y le resplandeció
hondamente la marchita mirada. Exhortó:
— ¡Que tampoco te arrastre la carcoma de la ambición

162
de mando y de renombre! Lo que yo aguardo para ti es
distinto. Peligrosillo quizás, pero algo en que saldrás de
tu cáscara y de tu mugre. Es terrible encararse a deshora
con el porvenir.
Y la madre lo sorprendió más aún al concluir así:
—-Desde que me casé que lo deseo y lo temo.
Benito no lo entendió.

Santiago se repantigó en el sillón de brazos, mojó una


corteza de pan, cocido en su mismo horno, en el pisto y
paseó la mirada hurgona por el comedor. Era una de sus
mayores vanidades ocupar tan sólo pequeñísimo espacio
de la vasta sala cuadrada, con techos altos sostenidos por
vigas de las que pendían jamones y chorizos, sartas de pi-
mientos y cuerdas de limones, para el invierno. No era
muy fino, admitía para sí, pero daba la impresión de su
opulencia rústica y lo excusaba de finustiquerías con los
visitantes de polendas, que recibía de higos a peras y con
las gitanerías de reglamento.
Para las comidas ordinarias ponían la mesa redonda, de
brasero, que apenas permitía estirar las piernas. Consti-
tuía el tosco mueble un punto reducido en aquella ampli-
tud. Sólo en los convites salían a relucir largos manteles
y otra mesa, de notable perímetro, capaz de alojar a dos
docenas de gorrones.
El aspecto holgado del cuarto le sugirió una idea. Mo-
vióse con brusquedad y le dolió la parte, poco mentable,
de su dolencia.
— ¡Cuernos!
Verónica, tranquilamente, volvió la cabeza, en espera
de más exabruptos. ¡Este indino recordaba siempre la
cuerda en la casa del ahorcado!
¡Si se mirara al espejo! Estaba hecho una cascarria, sin
arrestos para nada de lo que una mujer, que aún se me-
nea, necesita, sobre todo en el último hervor de la edad.
Picardías no le quedaban sino para sus manejos políticos.
— ¿Cuándo es el cumpleaños de la Jacinta?
—-Dentro de diez días, el quince. Cae en sábado.
—ZLo festejaremos. Me dio la ventolera de preparar un
agasajo del que todos se acuerden.

163
— ¡Qué cariñoso te has vuelto!
—Invitaremos a lo más granado del pueblo, no a los
pobretes.
—+Excepción hecha del Milano.
—FEse es casi de la familia —y se rió de la agudeza.
Jacinta, el pretexto de la reunión, seguía abstraída, me-
diada la sopa. Simulaba no interesarse en la charla, pero
ya hacía planes y se alegraba con los elogios y cumplidos
que le prodigarían, de chiripa quizás. Ahora que, cuando
el padrastro alardeaba de rumboso, era porque pensaba
sacar tajada.
—Para ahorrarme molestias, el pregonero hará de emi-
sario. Al fin y al cabo, me debe la plaza.
— ¿Vendrán los de costumbre?
—Avisaré al marido de la Casilda, a don Zoilo y a
Miguelillo, para que no falte la Madre Iglesia, al Oficial
de Correos, al cuñado de Robustiano, a Valentín, a Eze-
quiel, a Fernando que ya tiene mando y votos. Y también
a Benito, a los concejales, al juez, al apoderado del señor
marqués, a la pareja de la Guardia Civil, al maestro y al
posadero. ¿Quién se me olvida? Bueno, lo completaremos.
Palmoteó Verónica.
— ¡Y yo en el Limbo! Patidifusa me dejaste con ese
arranque. Ya me lo explico: vísperas de elecciones. Quie-
res tantear el terreno y tener estómagos agradecidos.
—Lista eres —y Santiago empezó a hacer nudos en el
pañuelo de yerbas, su manifestación meditativa de mayor
relieve.
Jacinta amasaba bolitas con las migas esparcidas. Feo
papel el suyo, decíase, algo parecido a un taparrabos.
Pero ni con su madre traslució el desencanto. Contribu-
yeron a aturdirla los quehaceres de tan repicado suceso,
del que aún se habla en Las Encinas. Bregó sin descanso,
tanto en el arreglo de su vestido azul como en el aseo de
las piezas y en los primores de la cocina, que produjo
una variedad asombrosa de empanadas, salsas y confites.
El recadero trajo cajas de figuras de mazapán, que eran lo
único en golosinas que les rehogaba la fantasía. Gallos y
pavos, conejos y liebres, sentenciados en buen número,
componían el anuncio estimulante de la comilona.

164
Jacinta empezó a vestirse por la tarde y no fueron
chicas las dudas para elegir medias y zapatos, cinta que
anudarse al pelo, brazaletes y anillos. Nunca se había com-
puesto con tal esmero impaciente. Saliva en las cejas,
polvos de olor, de mucho precio, para la cara y, sobre
todo, rociadas de perfume intenso. Algunas gotas le ca-
yeron en la embocadura de los senos y sintió una ardiente
delicia.
Dieciocho años, redondita de cuerpo, con pelusa como
las castañas, apiñonada la tez, verdiáureos los ojos relam-
pagueantes, con ráfagas de lloro contenido y de quejas
que se desvanecen. No, ella no era de las que recogían
piropos atrevidos, de esos que los hombres parecen mas-
ticar. Pero, lo sabía, no desagradaba.
¿Por qué eligió la ropa interior más delicada, la camisa
de puntillas que en torno del cuello, el suyo era delgado
y suave, semejaba una ondulada columna? Bah, presenti-
mientos...
Tía Encarnación, que la había criado, asomó la nariz y
exclamó:
— ¡Ni que fuera tu noche de bodas, entrañas mías!
Y ella, para encubrir el sonrojo, se rió a carcajadas.
Abajo templaban ya guitarras y bandurrias. Claramente
percibíase la metálica singularidad del triángulo.
Cuando entró en la habitación, los invitados, en corri-
llos, se distraían, lo que le dio margen para observarlos.
Todos, gente conocida, un cúmulo de trajes negros, ex-
traídos con mil dengues de los arcones. Los que se em-
plean, indistintamente, para los casamientos y los entie-
rros. A Fernando se le notaba el sufrir del cuello duro y
a don Zoilo, el señor cura, la cortedad en circunstancia-
tan festival.
Discordaba, en color y estatura, un mozo, un castillo.
Benito, seguramente, pensó. La chaqueta gris a rayas, los
lentes con montura de oro, el cabello peinado hacia atrás,
con grandes entradas en la frente, de trazo voluntarioso y
balconero. Hablaba de manera parca, en tertulia con don
Arturo y Sebastianillo. Era la suya una actitud reservada,
desdeñosamente cortés.
Apenas cruzaron cuatro palabras. Vino el banquete, con

165
su copioso desfile de platos y el bendito vino puro que se
puede consumir sin riesgo de mareo.
Quitaron los manteles, despejóse el ruedo y se inició
el baile.
Jacinta accedió al requerimiento de su hermanastro,
Atilano, tragándose las náuseas porque el «retoño» des-
pedía un tufo insoportable a drogas y a sudor. Muy digna,
pero rabiosa porque su función y estado le prohibiesen
alternar, iba y venía Verónica, ofreciendo de la bandeja
con rosquillas y copitas de aguardiente y coñac.
El marido de la Casilda —que así se titulaba su depen-
dencia de la esposa— animado por los aplausos y como
humilde testimonio de peores épocas, pues trabajó en las
minas cuando no tenía en qué caerse muerto, se entonó
por tarantas, exagerando el jipío.
Mientras, Santiago conversaba con unos y otros. Á éste,
un halago; al de más allá, una insinuación prometedora o
conminatoria. Todo salpimentado de rodeos.
La segunda pieza de Jacinta —una mazurca en boga—
la solicitó, con aire desganado, Benito. Danzaron hábil-
mente. Ella, imitando su indiferencia, pero desfallecida.
Ya al enlazar los dedos cambió de color.
—¿Está a disgusto?
—No. ¿Por qué?... Usted debe hacer comparaciones
con muchachas de la ciudad, aunque no lo manifieste, por
educación.
—Es usted muy parvulilla. ¿Quiere que le diga la
verdad? He venido para que no me tachen de malcriado.
Pero no me arrepiento, ahora.
—Si soy una palurda...
Cesó la musiquilla y sin ponerse de acuerdo se desli-
zaron hasta el comienzo del corredor. Reclinadas las sillas
en la pared se descansa, se charla con más libertad.
—-¿Qué le pasa?
—Es que recordé algo. Así, de pronto.
—No me deje con la curiosidad.
—Usted lo debió olvidar.
Inisistió Benito y ella, desviando la mirada, se lo contó.
—Era yo una chiquilla traviesa, de ocho o nueve años.
Venía de la escuela y me tropecé con un grupo de zagales.

166
Uno de ellos... ¡Qué vergiienza me da, no puedo se-
guir!...
Benito, para infundirle confianza, aparentó no estar ex-
cesivamente interesado.
— Como guste. Yo, de todos modos, oigo y no oigo,
según.
—Pues... corrió hacia mí... y el muy descarado me le-
vantó las faldas. Los demás se burlaron y yo lloré a lá-
grima viva. Creo que sufrí tanto como si me lo hicieran
hoy. Es lo que inculcan... Entonces, usted, que era de la
pandilla, enfadado, los mandó marcharse y al no hacerle
caso, la emprendió a pedradas y mojicones. Luego, muy
compungido, me acompañó hasta la esquina. Llevaba
pantalones cortos, una bufanda de lana oscura y no usaba
gafas.
—También yo empiezo a recordar. ¿No es una niñería
que nos entretengamos con eso? A lo mejor, fui de los
«malos» y después me dio por ahí.
Callaron. Pero alguien le pidió un pasodoble y la joven
se alejó, contenta en el fondo de cortar así un diálogo que
se le hacía penoso, que le descubría un vínculo, ahora
turbador, que ella misma no había calibrado.
Benito entornó los ojos y se reprodujo la escena, la pre-
senció de nuevo. No escuchaba el giro y murmullos de las
parejas, el arbitrario chocar de las voces.
Acercóse Santiago y se instaló en la silla que antes ocu-
para su hijastra. Con la sonrisa más cordial le brindó un
pitillo.
—Algo tontaina la moza, ¿no te parece? Pero no tiene
dobleces.
Benito, molesto, derivó la conversación.
—Es una fiesta de campanillas la que nos da.
—Ocasión no hace ración... También hay refranes de
mi cosecha.
—Pues echó la casa por la ventana.
— ¡Gozo de ver a la juventud a sus anchas cuando uno
no puede con su alma! Está animadilla la sala, ¿verdad?
Para mí son todos como de la familia, al que menos lo vi
bautizar. |
Habló luego con sus características frases cortadas y sa-

167
liveo socarrón, de que en Las Encinas apenas había ren-
cillas, ni «división de opiniones» en los asuntos de impor-
tancia. ¡Así era una bendición!
—Por ejemplo, en los demás sitios, a cuatro pasos de
aquí, llegan las elecciones y se arma la zapatiesta. En el
pueblo, los de «peso» votarán por don Federico, un señor
de aldabas, fino como la seda, que me considera. El can-
didato de los liberales no cuenta con simpatías ni arraigo.
No contestó Benito y su interlocutor no sabía a qué
carta quedarse. ¡El ya se había «insinuado»! Pero este
gigantón necesitaba que le sirvieran sin ambages las pro-
posiciones. ¿O es que se pasaba de malicioso? ¿No habrá
picado en el anzuelo de la Jacinta, sin restarle seso para
Otros negocios?
—Y a propósito, ¿qué piensas tú? ¿Por quién te incli-
narás? Dicho sea en confianza, sin compromiso. Dependen
de ti muchos hombres, que te obedecerán. Por mi parte,
sé agradecer esas atenciones. No saldrás perdiendo. Sin ir
más lejos, a tu padre, q. e. p. d., le metí el hombro para
que entrara al Ayuntamiento.
Estaba cerca el Milano, el sucesor de El Cortao y de
Jilguero, y se le subió el pavo. ¡El Santiago tenía un cutis,
porque hace falta cinismo...!
Benito siguió fumando, como el que sopesa una oferta.
Tras la apariencia tranquila se le destemplaba el genio.
—Yo, en esos menesteres, soy un ignorante. Se me
figura que en granujería los de color negro y los de color
de rosa no tienen nada que envidiarse. Más sensato es,
para mí y para los de mi casa, hacernos los desentendidos.
Seríamos felices si esos «enemigos», que luego se concha-
ban para esquilmar al prójimo, reventaran como un ta-
bardillo.
—Muy súbito condenas... Pero, en fin, ya tienes pelo
de barba.
Habló de temas anodinos y al primer pretexto se es-
cabulló. Le siguió el Milano, que había escuchado la plá-
tica sin desperdiciar sílaba, diciéndose que nunca disimuló
Santiago con tanto empeño un fiasco.
—Ese presumido no tardará en arrepentirse. ¡Vaya
humos de independencia! —murmuraba el matón.

168
Iba la fiesta de capa caída. Benito se despidió con
cierta displicencia de Verónica y de Jacinta. En la calle,
junto a un arbolillo, Fernando y Sebastián, los hermanos
dispares, parecían aguardarle.
—Afinas la puntería, primo. La Jacinta es la llave del
«Gobierno». ¿Te agradaría ser alcalde? Le hacías la rosca
a conciencia y la «niña» se te esponjaba —un garfio, la
voz de Fernando.
—No le hagas caso. Bromas sin hiel —intervino, apaci-
guador, el otro.
—Son cuestiones mías y muy mías. ¿Me ocupo de ti?
¿Quieres dejarme en paz o voy a suponer que te roe la
envidia? —Benito se expresó con la mayor indiferencia.
Bromeó luego.
—El que se imagine que a mí me guía esa ambición
mea fuera del tiesto.
Sebastián agitó la crespa cabellera, encandilados los
ojos por la brillante hogaza celeste.
—Hace luna llena. ¡Es lástima irse a la cama!

«La ruta que siguió la nube de langosta no dañó todos


los sembrados del término, sino solamente las huertas y
tierras labrantías que están al Oriente del pueblo. Era un
inmenso toldo de patas maléficas que se tragaba el hori-
zonte. Duró poco rato, pero los malditos animales arra-
saron grandes extensiones.
Con velocidad increíble corrió la noticia. Minutos antes
lo vaticinaron en la barbería. La Sinforosa, que arreaba a
su borriquillo cargado de cántaros de agua de la Sierra,
se paró en medio de la plaza, venteó el aire y se arrodilló
como impulsada por un resorte misterioso. Se hincaba
desesperadamente las uñas en las cuerdas del cuello.
— ¡Presiento una desgracia gorda! ¡Es por nuestros
pecados!
La gente se impresionó porque la Sinforosa gozaba de
amplia fama de vidente, pronosticaba enfermedades y
riñas, malos partos y muertes airadas. Se concibe... ¡Con
esa carátula de pellejo claveteado la profecía es siempre
siniestra! nd
De allí no había quien la levantara y los paseantes se

169
agolparon a su alrededor. A todos, en un santiamén, se les
antojaba que el día se entoldaba de torvos augurios y lo
que por la mañana reputaban normal se les trastrocaba
ahora en presagio heridor.
—Zla abuela, como cuando la guerra de Cuba, soñó con
un gallo sin cabeza y que cantaba...
—Peor fue lo de la Aurelia, mi cuñada. Se despertó de
madrugada gritando que daba a luz un perro.
—Y el tío Remigio, en el rincón más oscuro de su casa.
Dice sin parar: ¡el fin del mundo, el fin del mundo!
Y está en sus cabales. Ayer mismo me aconsejaba con
tanto seso...
El barbero —atraído por el espectáculo y gracias a la
feliz casualidad de no tener parroquia a la vista— cerró
el establecimiento y se mezcló con los grupos.
Acudían por todas las callejuelas que en la calle Real
desembocan, mujerucas y ancianos, chiquillos curiosos y
asustados.
Mientras, la Sinforosa, inmóvil, continuaba sus letanías.
—¿No oís ese zumbido de almas en pena? ¿No lo oís?
Alguien, previsor y timorato, aventuró:
—Debíamos avisar a don Zoilo. ¡Que la ayuda de Dios
nos asista!
Al poco rato, con escolta empavorecida de hembras y
arrapiezos, con un dislocado crujir de sotana, apareció el
cura, que de tan aturdido no acertaba a comprender aque-
lla agitación. En vano les predicaba:
— ¡Calma, hijos! Siquiera que yo me entere de lo que
pasa. Rezar es lo más indicado.
¡Rezar! ¡Rezar!
La multitud, sacudida de angustiosos temores, lo em-
pujó hasta la iglesia. Chirriaron los cerrojos mostrencos
y se precipitaron al interior sombrío.
Abandonada, la Sinforosa persistía en sus lamentos.
—Somos carroña y pus, Señor. Sólo cuando se acerca
tu castigo, te reconocemos.
Frente al altar mayor, don Zoilo, que se despojó ner-
viosamente de su abrigo y bonete, repartía bendiciones
a los fieles. Con acelero cómico el sacristán encendía velas
y lamparillas.

170
En la nave rebullían los suspiros, cerrados como
puños.
¡Qué lección para los que se privan, insensatos, de
la fe!
En ese momento solemne penetró en el sagrado recinto
la terrible nueva que justificaba aquel paroxismo.
— ¡La langosta, la plaga de langosta!
Refiere el «fígaro» que los asistentes ya no encontraron
motivo para inmutarse y continuaron la plegaria. Sobre-
cogido a su pesar, don Zoilo apeló al padrenuestro, cu-
yas frases se repetían por las bóvedas, estrujadas por mu-
chos labios temblones.
— ¡Hágase tu voluntad!
Presumo que la mayoría sintió deseos de marcharse,
de oponerse ciegamente al azote, pero después tornó a su
fatalismo. El barbero, que es testigo de mayor excepción,
me contó que él también comprendió entonces que un
ser sin religión equivale a un madero arrastrado por la
corriente. Del desastre, afirmaba, sólo una cosa se salva:
la esperanza en el más allá. A renglón seguido, se hizo
lenguas de las corvas de la Casilda. Se las había visto
una vez, al montar en la mula. Pasaba por casualidad...
Estos memorables sucesos me sorprendieron en una
partida de ajedrez, al dar jaque mate a mi adversario más
cachazudo: mi hermano Abel. Salté de la silla al escuchar
el aún distante bordoneo de los insectos y al desbordarse
aquella voz que exclamaba, desde todos los confines de
Las Encinas:
— ¡La langosta! ¡La langosta!
A zancadas, dejando a Abel boquiabierto, me planté
en las eras. No se me ocurría ninguna solución pero la
carrera contribuía a dominarme la angustia. Lo que más
me inquietaba es que el alud se derramase encima del
caserío y arruinara también los campos de poniente, por
las charcas. ¡Y eso que todo lo que poseíamos a orillas
del pueblo ya se había arruinado! Mi cerebro trabaiaba
con un ritmo de locomotora, sentía la trepidación incluso
en las celdillas más apartadas y diminutas. No sé de dón-
de me vino la inspiración desesperada, pero que reflejaba
mi deseo de combatir, de no crúuzarme de brazos.

171
— ¡Alcemos una barrera de fuego! ¡Á quemar las eras!
¡Así escaparán, darán un rodeo! ¡Que las llamas lleguen
muy alto!
Había cerca de mí, en aquel pedregal de la linde del
pueblo, una treintena de labradores. Los más, ensimis-
mados, reposando en cuclillas. Ni me contestaron. Pen-
saban que estaba loco de atar.
Y de esta forma, hirviéndome el ansia de acción y fer-
mentando en ellos la pasividad, transcurrió algún tiempo.
Se clavaban las miradas en el horizonte abrumado de
la llanura, cortada en esta ocasión por el nubarrón de la
langosta.
— ¡Se aleja, se aleja! Algo salvamos... —exclamaban.
Yo regresé, avergonzado.
Don Zoilo, al conjurarse la propagación del peligro,
exultante de orgullo la cara de mochuelo, insistía en su
victoria.
— ¡Es la oración! Dios aprieta, pero no ahoga.
A raíz de este acontecimiento, que afectó gravemente
a varias familias, el Ayuntamiento celebró sesión extra-
ordinaria, acordando enviar a Madrid una Comisión que
recabara del Gobierno una cantidad en concepto de auxi-
lio. Se las prometían muy felices los designados porque,
además de las delicias pagadas del viaje, la limosna era
casi segura, que no en balde movería las teclas el tío
Santiago.
Este barre para dentro y anda diciendo que, si como
espera, sale diputado don Federico, conseguirá unas bi-
cocas para alivio de tanta miseria. Calculo que la prédica
le valdrá un buen racimo de votos.
Mi madre, ante el suceso, afila su gesto fijo y miste-
rioso de resignación. No somos de los más perjudicados,
pero bajo cuerda ha vendido dos mantones de Manila,
que nunca usó, y envía cuartos, por conducto de Luisa,
a los que sabe en más penuria.
Cuando le digo que es la única cristiana aquí, se sofoca.
Le gusta la discreción en estas cuestiones y que no la
ensalcen.
¡Ah, se me olvidaba consignar que los dineros del Go-

1,72
bierno llegaron a punto de caramelo! Cuarenta y ocho
horas antes de las elecciones.
Empiezo a relacionar los «azares». De la distribución
de esa suma, vale más no tratar. El desnudo no cubrió
sus carnes ni el hambriento alivió su gazuza y la tramoya
se redujo a una especulación indecente, como lo será el
arreglo de la carretera y, en general, las cuentas del Ayun-
tamiento, que son primas hermanas de las del Gran Ca-
pitán, con la agravante de que las nuestras no nos han
traído ninguna gloria».

¡Menudo revuelo se armó! Casilda, arquetipo de ma-


rimandona, una «sota» y «rabina», según juicio unánime
de la infalible opinión pública de Las Encinas, estaba
fuera de madre, hinchada de morros, como un río en
invierno. En la carnicería, con el pañero, al salir de misa,
era cuestión de oírla. Parecía tremendamente agraviada,
en las entretelas de su honor.
— ¡Lo que es yo no lo aguanto! ¡Faltaría más! Si
vosotros tenéis asaúras para que ós vengan a insultar, la
hija de mi madre no —resoplido al canto, erizamiento de
los pelos, que canean, del bozo.
—A esa Alberta —continuaba— hay que arrastrarla
por el mismo arroyo. Pase que se abriera de piernas con
quien le hiciese tilín, al comienzo por flaqueza, que una
no es de palo y comprende... Pero de eso, que es cues-
tión del cariño, del arranque, a irse del pueblo y revol-
carse con el primero que se presente v pague, media un
abismo. Además, si se hubiera quedado lejos, con su
vergiienza... Pero aparece aquí, tan fresca, con sus trapos
y relumbrones de cortesana, para burlarse de nosotras,
para escarnio de la honradez.
(La Casilda no era muy comedida en sus expresiones,
como puede apreciarse.)
Menos mal que hace ya tiempo que el pobre badre de
Alberta requemado por la afrenta, se fue, como un cri-
minal, a Ciudad Real, con unos parientes. No soportaba
más las miraditas y cuchicheos, que es varón de mudo
pundonor.
—-Pero eso de que la furcia, la-garpita, se presente con

173
bombos y platillos y se hospede, derramando las pesetas,
en el cuarto principal de la posada, acaba la paciencia.
(La Casilda coronaba su arenga.)
— Allí la tenéis, con batas de rameado, de par en par
el balcón, que es su escaparate, contoneándose, leyendo
libros del Indice, con un tufo de perfume que se huele
a cuatro leguas y es el mismo del infierno. Se burla de
nosotras, que somos decentes; nos soliviantará a los ma-
ridos. Á otro perro con ese hueso: que está de paso, que
se irá pronto. ¡Viene a tender la red la muy descarada...!
Era tan terco el runrún de las ¡mujeres que incluso
Benito, que hacía una vida retirada por entonces, se en-
teró. La presencia de Alberta le produjo una sensación
de disgusto, le removió los antiguos posos de su aventura.
Al día siguiente de llegar Alberta, por la mañana, el
posadero le mandó aviso de que quería hablarle. Dudó si
acudir o no, pues no experimentaba por ella la menor
atracción, pero el prurito caballeresco pudo más y con-
testó que la visitaría.
Subió tranquilamente la escalerilla de piedra, con sus
peldaños altos y agrietados, un tanto movido en el fondo
por la curiosidad. ¡Singular entrevista! ¿Qué tendrían
que decirse?
Alberta lo saludó alegremente. La encontró desconoci-
da, como si necesario fuera rascar en sus capas de pintura
y aliño para llegar al cuerpo que en fecha, para él ya
remota, le vibrara. Reprimió el asco que le inspiraban,
de siempre, los afeites, y con naturalidad se apostó de
espaldas al balcón, para que a través de los cristales se
le viera de pie, y evitar así el riesgo inútil de que se
cebaran en él las lenguas afanosas.
—Te supuse valiente, pero no tanto —Alberta, tum-
bada a medias en la cama, lo contemplaba intrigada.
—Explícate.
—Ántes, ¿me guardas -rencor por lo que hubo?
—Estaba escrito. No congeniamos y aquello fue una
casualidad.
—«¿Ya sabes que me obligan a marchar? ¿Que ni si-
quiera puedo quedarme aquí una semana, de descanso?
El señor cura, espoleado por las beatas, me lo comunicó.

174
Y el posadero dice que le evite líos. Me dan plazo hasta
la tarde para largarme.
—«¿Por qué viniste? Elegido un camino, síguelo.
—No soy buena, Benito, pero es que soñaba con vol-
ver, aunque sólo fuese por unas horas. Y ver estas casas
y este campo y oír de nuevo cómo habláis. A nadie per-
judicaba. Alquilo una habitación, la ocupo y luego me
voy, tan campante. Máxime, no estando mi padre en Las
Encinas. Ni eso me dejan.
Los lagrimones le embadurnaron más la cara, que re-
lucía grotescamente resaltada por los rayos del sol aún
mañanero. Benito no la condenaba para sus adentros.
Murmuró por lo bajo, con un ramalazo de pena:
—Todos los pueblos tienen su tonto, su puta y su ca-
cique.
— ¿Qué decías?
—Nada, mujer.
Con andar nervioso, Alberta recorría el cuarto.
—Desde que llegué, el vacío. Salí a pasear y las puer-
tas se cerraban, no me encontré un alma, ni para un
remedio. Y ya me ahogo... —tras un penoso respiro,
continuó:
— ¡Tantas ilusiones que me hice! Si acaso, pensé, un
poco de desprecio, pero no esto. Sí, que me censuren,
nada tiene de particular, pero ¿por qué no puedo borrar
algo de lo anterior? Y lo chocante es que algunas de ellas,
cuando se confiesan con la almohada, me envidian esta
perdición de vida. Se morirán solteras, les caerán encima
los lutos como mortajas. La mayoría de las muchachas
se consumen, sin luz, sin aire, sin que las miren, porque
sin parar se entierra al padre, al abuelo, a la tía, a la
prima. Cuando respiran y se ponen trajes claros, ya están
marchitas, «pasadas». Y a tragarse el ansia de varón y
de hijos, de bailar y de cantar, de parir. Pero yo, por
escapar de ese extremo, me atasqué.
Benito la interrumpió mientras limpiaba los lentes con
el pañuelo, para que no advirtiese su emoción.
—«¿Para qué me querías?
—nNecesitaba hablar con alguien, en plan de amigos.
Es egoísta de mi parte porque te criticarán.

175
—Si de algo te he servido, tanto me da.
Alberta empezó a preparar la maleta. A puñados, arru-
gado, metía en ella su vestuario de colorines. Intentaba
Benito no reparar en aquellos trapos, en aquel olor den-
so, en aquel desorden sedoso de enaguas, visos y pun-
tillas. En su crujir y en su resplandecer, exhalaban una
bocanada de tristeza y de sinrazón. Se arrepintió, dema-
siado tarde, del escupitajo.
La moza galana volvióse bruscamente, con un gesto
de asco.
—+Esta noche no me dejaron pegar un ojo. Todos los
hipocritones babearon a mi puerta —y su risa era cruda,
rememoraba el destello de los huesos en el muladar.
—Atilano y Remigio me ofrecían el oro y el moro por
un «ratito». Á quince tuve que rechazar. Ántes, cuando
era como Dios manda, no sabían que existiera. Ayer ha-
cían cola aquí. ¡Qué asco!
Abrochó las correas, se enjugó el sudor de la frente
y continuó:
—Me da fatiga, pero allá va... En Madrid, en los tra-
gos difíciles, he recordado a tu madre. ¿Cómo está?
¡Qué mujer! ¡Qué ánimo de hierro! La única que mere-
ce respeto en Las Encinas. ¿Está contenta de ti?
Benito, perplejo, se encogió de hombros.
— ¡Si supieras qué miserables son! Hasta el de Daimiel
estuvo a rogarme una noche, hace varios meses. El que
se ha callado eres tú. No me habría negado, aunque es
mejor así.
Se le desfallecía la voz. En medio del cuarto, algo
encorvada, parecía el coletazo de una pesadilla.
— ¡Vete ya! Y se te recordará...
En la calle, Benito miró retadoramente a los pazguatos
que por allí circulaban, husmeando.

176
«Quizá por culpa de este carácter exclusivista los her-
manos desempeñaron en mi vida un papel secundario.
Temo que, sin darme cabal cuenta, los relegué en el afec-
to y en el entendimiento. Salidos del mismo vientre,
somos, sin embargo, tan distintos, que a no ser por el
peso del parentesco y por la relación diaria, los hubiera
considerado como unos extraños. Lo que digo no es del
todo justo, pero responde a mis sentimientos en aquella
época, que el tiempo ha cambiado de cuajo y hoy echo
de menos su presencia. De volver a estar en iguales cir-
cunstancias, rectificaría mi conducta, mi aislamiento. So-
bre todo porque nuestra evidente separación hacía sufrir,
si bien nunca lo exteriorizó, a doña Gabriela. ¡Otra vez
la llamo así!
Fruto del ambiente, trataba a Luisa abusando de mi
autoridad de primogénito. Si íbamos a un baile, no podía
conceder una pieza sin mi caprichosa aquiescencia, muda
y convenida. Consistía en un guiño imperceptible del
ojo derecho. Si el pretendiente ine disgustaba, por cual-

177
quier motivo, pestañeaba con el izquierdo, en cuyo caso
la muchacha replicaba invariablemente:
—Me siento muy cansada. Usted perdone.
¡Y eso que a la infeliz le gustaba danzar más que a un
trompo borracho!
Era yo, en este orden de cosas, castizamente, un te-
rrible tirano. Y uno por bizco, aquél por fatuo, el de
más allá por gaznápiro, le conquisté una fama peligrosa
de inaccesible.
Eso sí, cuando quería lucirme, la elegía de pareja y
daba gozo vernos. Entonces ella se desquitaba y me de-
cía, entre vuelta y vuelta:
— ¡Cascarrabias, cascarrabias! Dragón...
Si yo torcía el gesto, me prevenía burlonamente:
—No te sulfures, que nos están mirando.
Puerilidades de que a estas alturas y desventuras me
arrepiento y también —«¿para qué ocultarlo?— muestran
un retrato mío bastante antipático.
Pero yo estaba orgulloso de Luisa. Tenía un inmenso
afán de vivir, el rostro bonachón y expresivo, abundante
el cabello castaño y manos de abeja. Después de tantas
pruebas de sumisión nunca se me había ocurrido que se
insubordinara, pasivamente. Pero se presentó en el pue-
blo un muchachote serio, tan erguido como yo, con una
fisonomía de rasgos romanos y sólo por barruntos —char-
laron en una fiesta, estando yo ausente— decidió lanzarse
a la rebeldía.
Un buen día, en los viajes que hacía cada tres meses
desde el vecino pueblo, donde estaba empleado con un
magnate minero, aporreó la puerta y solicitó a Fadrique,
el menor de los varones, hablar con mi madre.
Lo recibimos de pie, con marcada actitud de visita, y
por mi parte impaciente. ¿Cómo se desenvolvería?
(Oía los pasos de Luisa en la habitación de encima.
¡Debía temblar! )
El forastero expuso su deseo de entablar relaciones
formales con mi hermana y de «entrar a la casa». Me las
doy de psicólogo y por su manera de hablar, aplomada,
cortés, no me disgustaba. Mi madre no respondió de pron-

178
to, sino que se dirigió a mí, como a hijo mayor, consul-
tándome.
—Que resuelva la interesada. ¡Luisa, baja! Usted no
se vaya.
La protagonista apareció con la cabeza gacha, de grana
mejillas y orejas y ¡recién peinada! Le repetí, punto por
punto, la proposición. Confiaba yo que, como siempre,
volviese a mí los ojos y me preguntase, al igual que en
los bailes, qué debía contestar, de acuerdo con nuestro
lenguaje convenido. Pero me llevé chasco. Luisa, sin le-
vantar la mirada, atenta al gran espectáculo de un bal-
dosín, y con voz que apenas se distinguía, dijo:
—Si es con buen fin, yo estoy conforme.
No me quedó otro remedio que acatar su voluntad,
pero juré que el intruso pagaría el éxito. Determiné días
y horas de reunión, que se celebraría en velada familiar,
todos presentes, los novios separados y sin charlas entre
sí, sino participando en la «amena» conversación gene-
ral. De ocho y media a diez de la noche.
La primera vez —solemnemente sentados: mi madre
cerca de la ventana, Fadrique entre los enamorados, Abel
junto al fuego y yo en un rincón estratégico— sugerí
agridulcemente:
—LIéanos usted un capítulo de este libro de Flamma-
rión. ¡Hay que ilustrarse!
La víctima cumplía con su obligación. Sólo al doblar
las hojas, al hacer una pausa, miraba cautamente a Luisa.
Yo tosía para que continuara. Terminada su peregrina
faena, que tanto nos predisponía al sueño, saludaba a la
rueda y se marchaba.
Y así, una sesión cada mes. Al cabo de un año, y ago-
tada la obra del escritor francés sin que el forastero se
quejase, ni denotara disgusto, determiné finiquitar el ex-
perimento y dí mi aprobación definitiva.
Suspiró doña Gabriela. Después, a solas, me reprendió.
— ¡Tozudo! Apretaste demasiado los tornillos. ¿No
estabas convencido? Cuando entró por esa puerta supe,
inmediatamente, que no era un chisgarabís. Pero a los
hombres os satisface «clavar las espuelas». Y tú eres el
mayor. ¿Escarmentarás?

179
El que había de ser mi cuñado me confesó más tarde
que tenía pesadillas en las cuales le retorcía el pescuezo,
gritando como un piel roja, a ese señor Flammarión.»

«Mi hermano Abel, para cambiar de tema, era un alma


cándida. Aún creo verlo con su sombrero hongo, muy
abrigado de cuello y pechera por miedo a los resfriados.
Orgulloso del elegante dibujo de sus bigotes y siempre
bajo la garra del reumatismo que, según parece, atrapó
al bañarse de niño en las charcas, cuando era de la cís-
cara de Satanás.
No obstante los agudos dolores que casi nunca lo aban-
donaban y que hacían tardo su andar y lo criaron con un
remedo de joroba, nadie le ganaba en buen humor y
ganas de divertirse. ¡No comprendía yo su fuerza de su-
peración!
Se trataba de la cigarra de nuestra casta. Las mozas se
lo disputaban, pues donde él estaba ¡fuera penas! Lo
rodeaban jubilosas y él temblaba el guitarro, improvi-
saba coplillas con graciosas alusiones personales, pero no
mortificantes, y para remate contaba con salero inimitable
historias pícaras. Con tal sentido igualitario, repartía sus
dones entre las mujeres menores de cincuenta años, pero
ninguna lo tomaba en serio, y si por error les pedía no-
viazgo se escabullían con una carcajada, pues no se lo
imaginaban, absolutamente, con el empaque de prometido
O esposo.
Tengo la seguridad de que su conciencia no cargaba
un solo remordimiento. Tan venturoso en sociedad era de
lo más desafortunado en actividades económicas. Le dio
por negociar en cereales y salió desplumado.
Pero la suerte negra no lo abatía. Se burlaba de ella.
Y de su físico, y de su sombra y del lucero del alba,
donairosamente y con el léxico más deslenguado de que
haya noticia y que a pesar de mi crudeza no me atrevo
a reproducir.
No obstante, pienso que estos hombres aficionados a
las palabrotas, en tanto que vehículo de su contento, de
su sana efusión, son, por lo común, los más inocentes, los
más limpios de espíritu. Y si, como en su caso, los ate-

180
naza la enfermedad, el desahogo les sirve para que no
se les emponzoñe el sufrimiento, se distraen y distraen.
Hoy percibo que no aprendí de él todo lo que debie-
ra, de su sencillez. Por ejemplo, cuando de noche se des-
pertaba sacudido por la tos o estrujado por el morder de
las articulaciones, y se le escapaba un gemido, mi madre,
que tenía sueño de liebre, acudía. El, entonces, transfor-
mado el rostro por un guiño zaragatero, tomaba a chaco-
ta, amablemente, su alarma y comenzaba a desbarrar:
—Don Zoilo es un abejorro y la iglesia su panal.
A Fernando se lo zampó una vaca, de verde que lo puso
la envidia. A mí me llamarán a Madrid para que le diga
un chiste subido de color a Su Majestad, y se le quite,
como por ensalmo, la melancolía de las indigestiones...
Hacía buenas migas con Luisa y objetaba mi severidad.
— ¡No ha nacido para monja, gracias a Dios!
—Se vive una sola vez, y de casualidad.
—Eres un sermón disfrazado de ser humano, Benito.
No era posible enfadarse con él.
En cambio, ¡qué temperamento el de Fadrique, tan
opuesto al mío! En aquella durísima mollera no penetra-
ban las razones y cuando se encaprichaba y no lograba
su propósito eran temibles sus arrebatos de violencia.
Le habíamos comprado un molino de aceite y se las
bandeaba con holgura. De higos a peras empinaba el
codo y volvía a casa tambaleante y colérico. Mi madre
no despegaba los labios pero yo adivinaba su mortifi-
cación.
Cierta vez regresó más bebido que de costumbre, cuan-
do yo no estaba. Gruñía furioso.
—Dadme veinte duros. Me esperan unos amigos. Nos
vamos a Valdepeñas.
Abel intentó disuadirlo, le rogó que se acostase. El
seguía en sus trece.
—Todos estáis contra mí. Á madre que se pusiera por
delante... Los gustos para Benito, el señoritingo, el
mimado.
En esto apareció, serena, doña Gabriela. (Reincido...)
En el centro de la habitación había un velador de hierro

181
y el inconsciente lo agarró como una paja, lo blandió
contra la madre.
— ¡Dadme el dinero o...!
Luisa, empavorecida, se interpuso. No pestañeó doña
Gabriela. Entonces Abel, que es tan débil, se abalanzó
sobre él, le torció rabiosamente la muñeca y lo dominó.
Fadrique, ya que le amainó la ofuscación, fue recobrando
el sentido. Acabó en lloros, con torpe desconsuelo.
Su embriaguez era agria y brutal. Pero después se dul-
cificaba.
De aquella escena le quedó a doña Gabriela una mayor
palidez, una amargura constante en el corazón ajetreado.
No alteró su silencio, ni su compostura, ni se lo recri-
minó.
Evoco con bochorno este episodio de que Fadrique era
en cierto modo irresponsable, pues todo se debía a la
estúpida competencia de copas con los conocidos. Des-
pués, en situaciones difíciles, también lejos de su patria,
aunque por otros motivos que los míos, se corrigió.
Esta era, en rasgos apresurados, nuestra familia, dis-
persada luego por múltiples azares, sin propiedad en qué
asentarse, que fue descoyuntada por las luchas políticas y
la ruina, mientras mi madre en la tumba se apegaba
—igual de reconcentrada y abstraída que en vida— a la
tierra rugosa, implacable y parda de esa llanura que, para
mi desgracia, ya no veré más.»

«Fui sentando cabeza. Poco a poco me compenetraba


con los problemas de las labores del campo, tiempo hacía
que suprimí los líos de faldas. Y, en consecuencia, volví
a frecuentar a José. El taller del guarnicionero era el sitio
en que se me encontraba todas las tardes, después de
comer, tanto en verano como en invierno.
De la época de estudiante en Madrid apenas guardaba
unos recuerdos vagamente molestos y me propuse, mien-
tras no encarrilara nuestra hacienda y la distribuyéramos
a la mayoría de edad de todos los hermanos, no abando-
nar el pueblo, renunciar por una larga temporada a mis
añejas ambiciones de ser catedrático o ingeniero, o a
cualquier cosa que no estuviera al alcance de esas bellotas

182
que urden leyes y graznan discursos. Leí mucho a Costa,
que me excitó, aún más que la propia realidad, la curio-
sidad por las cuestiones agrarias.
Se me ocurrió entonces investigar los datos que sobre
terrenos comunales habría en el Ayuntamiento y me pre-
senté allí con este objeto. El secretario, un viejecillo pul-
cro que ya no puede ni con la montura de las gafas, lleno
de caspa y pródigo en sonoros estornudos, me miró ate-
rrorizado, como si yo fuera un espectro. Opuso objecio-
nes y escrúpulos sin cuento.
—El, la verdad, no podía enseñarme lo que deseaba.
Yo era un simple particular. Si me empeñaba... ¿A quién
habrían de interesarle esos papeluchos?
Le expliqué que proyectaba hacer un estudio del pro-
blema, que a lo mejor me lo publicaban en algún perió-
dico de Madrid, a título de rareza, y el empleado se
demudó.
—nNecesitaba, de todas formas, una autorización oficial
del Municipio, mediante solicitud y tramitación adecuada.
La concederían o no. ¡Era una petición tan insólita!
Y agregó intencionadamente y sin darle mayor impor-
tancia en el tono:
—No me extraña su vocación. Si mal no recuerdo, lo
mismo, en un aspecto más reducido, quiso saber su padre,
q. e. p. d., el día antes del accidente en que murió. Pero
él era concejal. Yo le recomendaría que fuese al Registro
de la Propiedad y a la Oficina Provincial del Catastro de
Rústica. Allí encontrará los datos principales.
Mi trabajo me costó revolver legajos y expedientes, de
un centenar de años para atrás, algunos hasta de tres y
cuatro siglos, en esos centros y en bibliotecas. Tuve que
realizar viajes a Valdepeñas, Santa Cruz y Ciudad Real,
valerme de trucos y recomendaciones y reunir así mi do-
cumentación. Las tierras más ricas del pueblo, las de los
llanos, en un 60 por 100 todavía eran comunales a prin-
cipios del x1x. Después se cedieron en arriendo, parcial-
mente, a vecinos del término. Según acuerdo municipal
de 1830 y tantos, el cultivo debía otorgarse a los más
necesitados, en calidad de usufructo temporal, y que se
ajustaba a ciertas condiciones, siendo siempre recupera-

183
bles para el Concejo. Daba la casualidad de que —a mí
no me iban a engañar las declaraciones oficiales— el
goce recaía sin excepción en los paniaguados, labradores
formalmente independientes, que las obtenían por ser
bienquistos —favor con favor se paga— de los mando-
nes de turno. Con nombres, pelos y señales aparecían
familias emparentadas con la ralea de Santiago, y no era
difícil colegir que los tales servíanle, a él y a los de su
camarilla, de testaferros y que todo desembocaba en el
mismo patrimonio y en el mismo poder.
Más tarde dispone el Ayuntamiento, a raíz de la Res-
tauración de 1876, que este derecho se revalide de modo
vitalicio, considerando que el prolongado disfrute de la
tierra las convertía en propiedad de sus beneficiarios. El
Municipio se reservaba la facultad, por causas de utilidad
pública, de rescatarlas, con o sin indemnización, según lo
requiriese el caso, con lo que la pandilla gobernante
poseía una espada de Damocles para aquellos que osaran
rebelarse.
Examiné con lupa la lista de los afectados y pude
comprobar que pertenecían a las familias tradicionalmen-
te más ricas de Las Encinas y, además, que no las explo-
taban por su cuenta y sudor. Al no ser pobres ni culti-
varlas directamente, debían desaparecer, de modo auto-
mático, sus privilegios. De otra parte ninguno había cum-
plido con la cuota que por pedriscos, sequías, etc., se les
asignara.
El asunto estaba claro. Se había procedido contra la
ley y la justicia. En mi criterio, el camino a seguir era
el siguiente: considerar caducadas las concesiones, algu-
nas transferidas ya como privadas; dar las tierras en par-
celas no acumulables, prohibiendo que al cabo del tiempo
se concentrasen subrepticiamente, a los habitantes que
carecían totalmente de propiedad; obtenerles créditos
para iniciar las faenas y con los ingresos de los arrenda-
mientos, digámoslo así, emprender obras de pavimenta-
ción, saneamiento, traída de aguas y mejor dotación es-
colar.
Cuando a mi regreso de tales investigaciones le hablé
a José de mi programa se le iluminó la cara anchurosa.

184
Quedó pensativo y tras un rato de rumia me replicó iró-
nicamente:
—«¿Y tuvo que quemarse las pestañas y recorrer do-
cenas de leguas para esas averiguaciones? Aquí todos lo
sabemos, sin tanto pormenor. Pregunte al tío Quirico, a
Manuel el arriero. Lo que pasa es que nadie se atreve
a rechistar. El mal viene de lejos y sembró raíces. Si
levanta polvareda, le lloverán los zurriagazos. Porque,
¿cómo se le ocurre enderezar el árbol? ¿Pidiéndolo? ¿Se
lo darán de grado?
La observación me desconcertó. Lo cierto es que yo
lo había concebido como una fórmula matemática. Creía
— poco menos— que con sólo publicar unos articulejos
estaba al cabo de la calle y que la gente, al enterarse,
nada más, lo reclamaría por propia iniciativa y que el
Ayuntamiento, por miedo al escándalo, daría, paulatina-
mente, el brazo a torcer.
José parecía adivinar el curso de mis ideas y apuntó
inflexiblemente:
—Sin que haya en el Ayuntamiento una mayoría que
lo enmiende, ni pizca se adelanta. Y si le va con el cuento
a los liberales es fácil que lo empleen como anzuelo
electoral y luego se les olvide.
Se sonó las narices y prosiguió:
—Hombres de aquí es lo que nos hace falta.
Yo me dí cuenta entonces, en su verdadera magnitud,
de la gran tarea que nos aguardaba. El guarnicionero la
precisó:
—Habrá que sentarle las costuras a Santiago y a sus
compinches. Presentarse en las elecciones para concejales.
y ganarlas. Si te decides y encuentras apoyo...
Empequeñecido por su coherencia quise sorprenderle:
—¿Y tú, qué harías?
— ¡Dale! Arrimaría el hombro.
—Bueno, charlaremos de esto otra vez.
—Mientras resuelves, a disimular. No bajarán del ma-
chito con vaselina y tienen más astucia que Barrabás.
Yo lo miraba, en silencio, hincar la lezna, remachar
una dorada tachuela. Le rebosaba la alegría y se puso a

185
tararear una canción, como aquel a quien le cuaja su ilu-
sión favorita.»

«A tiro de piedra de la ermita, situada como la mayo-


ría de esas edificaciones de primario ritual, en aplanada
colina, en el anochecer cerrado y grave la casa parecía
abandonada. No salía humo de su chimenea, no se cola-
ban por las junturas de las ventanas los crepitantes par-
padeos del candil. Y lo más extraño era que la puerta
estaba entreabierta, sin que por ella se escapase una voz,
una palabra, el rumor de las pisadas.
Era la última casa de la calle solitaria y del pueblo, por
la explanada de las lagunas, y aunque con desgarrones
mostraba sólida traza. Separada de las otras por un paño
de tierra lleno de pedruscos y ortigas, me produjo, ins-
tantáneamente, una sensación angustiosa. ¡Tantas veces
que había pasado por allí y nunca reparé!
Dí primero una vuelta, pegado a las bardas del corral.
Ni un solo ruido de animales domésticos o de caballerías.
Tampoco sobresalían del bajo tapial las andas de un carro
de labranza. Sola, negra y extraña, erguía lánguidamente
su copa de ramas una higuera.
Con caminar lento, indeciso, me detuve frente a la
puerta. Tras vencer mi titubeo —¡eso de ser indiscre-
to!— empujé las hojas, tanteé con el pie el escalón de
entrada, avancé en medio de una hosca tiniebla y encendí
una cerilla,
La habitación, con escasos muebles, estaba desierta.
Unicamente una mesa, de esas en que las mujeres mondan
las patatas y pelan las cebollas, con millares de cuarteadu-
ras de cuchillo en su haz. Desde mi sitio, cuando el viento
movía la cortinilla de tela roja, vislumbraba la sombra,
ceñida y muda, del patio. En el fogón, un apelotonado
rastro de cenizas.
El cuarto era cuadrado y en uno de sus rincones ad-
vertí un camastro. Á su lado, la mancha, que al principio
semejaba una derivación del muro, y que se teñía de un
color difuso, revestíase con un relieve de cuerpo.
La «abuela» llevaba pañuelo a la cabeza, amplias faldas
negras, chal que le cubría las rodillas. Caídos los párpa-

186
dos, en actitud de modorra, trenzadas las manos defor-
mes en el regazo, daba impresión de cadáver. Pero el
hilillo de su respiración me tranquilizó.
Me avergonzaba que me sorprendiera como a un la-
drón. Temía también que de marcharme sigilosamente
algo imprevisto me delataría. Golpeé el suelo con el ta-
cón. Con timidez. No despertaba. Con más energía, y
tampoco.
Al fin, la «abuela» sacudió su pesado medio sueño,
abrió los ojos de rojizas vetas y en la curtida fisonomía
le bailoteó el espanto, un terror inmenso de animal can-
sado y acosado. Pero no cambió la estática posición sino
que me interpeló estentóreamente:
— ¡Mátame! Lo que es dinero no encontrarás.
Para aquietarla, procuré sonreírme cachazudamente. Se
sucedió una larga pausa y viendo que no me movía, tornó
a vociferar:
—-¿Quién eres, condenao?
—Pues Benito, el mayor de doña Gabriela.
La anciana me miró con fijeza e interrogó de nuevo:
— ¿Quién eres?
Comprendí que estaba sorda y repetí la frase a grito
limpio.
Entendió después de varios intentos, debió darse cuen-
ta de que sólo me guiaba una absurda curiosidad y llegó
a reírse de mi gesto de asombro.
—Soy tarda de oreja, mozarrón.
Yo mantenía el peregrino diálogo al mismo exagerado
diapasón.
—No quise asustarla. Es que me figuré que no había
nadie.
—Muchos años a cuestas. Ni hombre que muela el
trigo ni aceite para un guisado.
No supe qué responderle. En estas surgió, desde el
umbral, como partiendo de lo alto, un acento perezoso.
Me volví rápidamente y era el tío Quirico.
—¿Qué buscas? ¿No ves que «esto» es un campo-
santo?
—Pícaro gusanillo. Al no oír un alma, entré. No su-
puse que la asustara tanto.

187
—Despídete ahora. Ya te contaré por el camino. Acudí
porque armabais un escándalo...
El tío Quirico me acompañó un trecho.
—+¿No la conocía? ¡Como era de los novatos! La
Paca enviudó pronto y se las apañó para criar, a tuertas
y derechas, al hijo. Hacía de criada. Cuando el Matías
llegó a granar no pudo aguantar la vida de gañán. Le des-
lumbraba varear pesetas y ver otros lugares y otras caras.
Con el espejuelo de las minas lió el hatillo y se fue. Con
muchas promesas a la madre. Que si le mandaría dinero
y estaría mejor que una duquesa, que pasearía en coche
la calle Real, que si patatín, que si patatán. Y la muy
tonta, tan creída... Luego, pues la historia de muchos.
Poco a poco se le olvidó. Una enfermedad en los pulmo-
nes, se enredó con una basilisca, lo encerraron en un
penal. La Paca, a puñetazos con el hambre y la soledad,
aguardando buenamente a que le dé un patatús para des-
cansar. Ni prende la lumbre ni se sienta al sol. ¡Criatura
más desgraciada! Un ejemplo para los que no tenemos
hacienda. Es quebradiza la memoria de los hijos.
Continuaba caminando.
—Tú tienes tierras y eso te clava aquí. A nosotros
nos mantiene la rutina, la cobardía de ir por el mundo.
Así será siempre. Hay a quien le sobra riqueza, a es-
puertas.
—Pero todo se remedia con voluntad. ¡Fíate de la
Virgen y no corras!
—No se puede, Benito. ¿A qué romperse la cabeza
contra la pared? Cada uno tiene su sino.
—+¿Usted sabe algo de las tierras que eran del Ayun-
tamiento?
—No metas las manos en el fuego. De tantas maneras
se roba... y chitón. ¿A qué disgustos y entripaos? Otro
gallo nos cantara si fuesen de sus verdaderos dueños, los
que no tenemos dónde caernos muertos. Si a mí me
dieran un puñao de terrones, hasta flores sacaría, a fuerza
de puños. Si pretendes repararlo te toparás con los que
mangonean el cotarro y será un diluvio de puñaladas
traperas.
Reventaba de luceros la noche quieta. Allá, en las char-

188
cas, reflejaban sus encendidos párpados los astros. El
cercano olor a boñigas se unía a la distante oleada de
yerba fresca, de corto tallo, que luego envejece en los
calvares.
—Ya llegamos a las cuatro esquinas. Aquí se despide
el duelo. ¡Hasta más ver! Y dime, ¿qué tábanos te pin-
chan? No lo entiendo, ¿qué ganarías tú?
—Unas miajas de sosiego, tío Quirico.
—¿Te arde la sangre? Aguántate, que si no lo llo-
rarás.
—Al asunto: ¿si yo me lanzo y me da el arrechuche
por llamar bandoleros a los que lo son? Usted no se
estaría tranquilo y con los labios sellados.
—Mira que esa es otra tonada. Uno se lo piensa y
después... ¡Hombres somos! Es cuestión de tratarlo en
frío.
Pasean las mozas de dos en dos frente al Ayuntamien-
to. Fuma y les da palique a los arrieros el de la posada.
Hay bullicio en la rebotica de Atilano. El peluquero debe
estar charlando de la huelga general en Barcelona. Des-
ciende de la torre de la iglesia, con murmullo de cocida
vasija en la que vegetan matojos y crías de pájaros, varias
campanadas, despaciosas como el pensar de don Zoilo.
—Trota sin compañía el hijo de doña Gabriela.
—Ahora que le amainaron los amoríos, acabará en
fraile cartujo.
— ¡Es muy estirado!
— ¡Y orgullosillo! »

Podía permitirse ese lujo. Sintió doña Gabriela, con


insólito flamear, la querencia del campo. Aunque ence-
rrada en casa, los parloteos, el desperezo y la jarana del
pueblo, la cansaban, a través de su eco sordo. Tenía ganas
de pasar un día, aunque no fuera de fiesta, libre de la
preocupación de las faenas domésticas, gustando, en ru-
morosa quietud, de la presencia de los hijos. Y de sus
gestos y de la escala de sus voces. Hacía tiempo que no
tendía la vista por un trozo de tierra suavemente culti-
vado, limpio de importuna algazara, tranquilo en el flore-
cer de sus capas de yerba, seguro y discreto en sus frutos.

189
Además, en aquel espacio a los pies de la Sierra que inicia
su escorzo abrupto, sabía el aire a ropa estrenada, a ro-
mero recién cogido, a coplilla de nubes, al amanecer de
los regatos.
Y eso que a ella no le quedaba el goce de caminar sin
tasa al borde de veredillas y acequias. Se le cansaba mu-
cho el resquebrajado corazón al menor esfuerzo y tendría
que permanecer sentada, en un paraje en que disfrutase,
sin rigores, de la luz y de la sombra.
En la mesa sugirió, un tanto ruborizada, porque nunca
salió de sus labios, desde la muerte de Alejandro, invita-
ción semejante:
—Conviene que nos ventilemos. ¿Vamos todos el jue-
ves a la huerta? Nos llevaremos comida. De vez en cuan-
do, a nadie le disgusta un respiro.
Los hijos, sorprendidos, asintieron y allí se discutió
sobre las viandas y que improvisarían un trapecio y que
los varones tirarían al blanco. Palideció con esto último
doña Gabriela y recomendó con ademán severo:
—Nada de armas de fuego, nada de armas de fuego.
Manipuló distraída con el tenedor y lo hincó en el
trozo de carne de membrillo.
—Echaré de menos a Clotilde. En la alegría y en las
penas, siempre me acompañó. ¡Alma sin recovecos, palo-
mica de bondad!
Benito aconsejó que se invitara a José y éste fue el
único extraño admitido en la excursión. Doña Gabriela
deseaba conocerlo.
Muy de mañana empezaron los preparativos. Luisa se
empeñó en arreglarla. Apenas clareaba cuando entró en
su cuarto y la abrazó, regocijada. Le puso con mimos el
peinador y le concertó coquetamente las trenzas. Á su
espalda, Gabriela contemplaba en el espejo a la hija, lige-
ra de talle, cabello voluminoso, el hermoso busto redon-
deado, la verruguilla en la aleta de la nariz, los grandes
labios esperanzados. Veía también, mientras las púas
abrían la raya entre sus rizos, cómo se le había encane-
cido la cabeza, sin llegar a esa blancura de río helado,
que no tardaría. Ahora presentaba un aspecto áspero,
color de panoja arrojada a un hoyo. Pero estas sensaciones

190
— ¡tonterías! , ¡chiquilladas!— se atenuarón y disolvie-
ron con el viaje. Eran los brillos primerizos del sol, y la
tartana —que les prestara el posadero— estaba repleta
con la familia y las cestas y la bota de vino y un atadijo
de cordeles.
Evitando la zona de las eras costearon el pueblo en
dirección de la sierra. El camino se empinaba suave pero
incesantemente, como si la montaña fuese un imán. Mar-
chaba el jaco con penoso espumeo —a la vuelta, de baja-
da, sería coser y cantar—, y los hombres decidieron
apearse. Era poco locuaz José —pensaba la viuda—, pero
es que aún no tomó confianza. La honradez se le trans-
parenta.
Desde la altura a que se hallaban, el pueblo parecía la
ennegrecida palma de una mano, crispada de líneas por un
secreto dolor, que palpitaba al cobijo de la piel clave-
teada. Doña Gabriela había vuelto la cabeza y no despe-
gaba la vista de su moreno conjunto de tejados y corra-
lizas, de los bultos chicos, como puños, de alfiler, que
debían ser algunos de sus habitantes. Sobresalían, al igual
que siempre, la Iglesia y el Palacio. Se le figuró que las
cuatro calles eran una cruz amasada con harina impura.
Recordaba —y esto era fatal, pues no tenía más refe-
rencia— su entrada, en lejanos años, junto al marido que
dormitaba. Al comparar, emplazada en ángulos distintos
pero con el mismo objeto, se dijo que las cosas habían
cambiado grandemente y que estaba tan habituada al pa-
norama que ya no concebía otro. La vida, su vida, se
adhería tenazmente al puñado de casas y se le antojaba
imposible que hubiera un sitio diferente al que convinie-
ra ir, en el que agostarse y morir.
Es que la llanura —intuyó—, por ser tan vasta, no
pudiendo absorberse, nos incrusta en un pliegue de su
disimulada, extendidísima corva.
Surgió la hondonada, el seco lugar donde en invierno
circula un arroyuelo. Abundaban las matas, los pañuelos
de yerba. Una cuestecilla más y despuntaron los árboles
de la huerta. Doña Gabriela dejó de otear el pueblo.
Las ruedas de la tartana rasparon un enorme peñasco,

191
adosado al sendero. En su calva cima piaba, jugueteando
con la sombra de su cola, un gorrión.
De la casa, en el centro de las plantas tomateras y de
los habares, Turrón la saludó a gritos.
— ¡Si es nostrama! Y con todos los polluelos.
La jornada transcurrió agradable, simplemente. Hubo
animación en la comida, nadie flaqueó en apetito, con la
salvedad de doña Gabriela, que se alimentaba mejor con
aquel sencillo reposo, oreando la vista y el pecho. Arrum-
bó por unas horas el sinnúmero de tercas inquietudes
con que aún luchaba. Aposentada en la silla de tijera que
le trajo Turrón sólo tenía ojos para los alegres chillidos
de Luisa, mecida en el trapecio por los entusiastas empu-
jones de Benito, que a su vez no cesaba de corretear y
saltar. A su vera dormía confiadamente Fadrique, repo-
sando la cabeza en la chaqueta doblada. El huertano, a
lo lejos, continuaba su trajín de escardar. Cabal sosiego
se extendía, con motas de sueño fresco, por la campiña.
A la viuda se le entornaron, insensiblemente, como si
le alisaran cariñosamente las pestañas, los ojos reservo-
nes. Al rato, cuando despertó, José continuaba en su
anterior postura; cruzado de piernas a la morisca, echada
para atrás la boina, fumaba metódica y distraídamente.
La colilla ardiendo le quemó la tostada yema del pulgar
y ni siquiera se dio cuenta. La lumbrecilla se le apagaba
en la cicatrizada costra de la piel.
Nada pasa. Es más terso el zumbante silencio, más es-
tirada la atmósfera, el prado se tapa con una luz plena,
grave.
De pronto doña Gabriela experimentó un latigazo de
angustia. ¿No había querido este descanso para amorti-
guarse la obsesión que le producía observar el retraimien-
to de Abel? El segundón, desde hacía semanas, no podía
disimular su zozobra, y su carácter, antaño tan amable
y ocurrente, tan alentador y cordial, tan dado a comuni-
carse, mostraba ahora un aspecto desconocido, de insa-
tisfacción y reconcomio. Y Benito no paraba en casa, se
le veía frecuentemente en charla con pastores y gañanes,
muy acaloradas sus discusiones, pero por lo demás seguro
de sí mismo, recorriendo un camino inflexible, de típica

192
línea recta. Llegaba el instante en que ellos se apartaban
de la madre, en que ésta no acertaba a calibrar sus pasio-
nes. Por las trazas, su sino era adivinar, ir a ciegas. Se
encaró con José.
—He oído decir que Benito y usted soliviantan a la
gente, se meten en política.
El guarnicionero no rehuyó su mirada, de agudo calar.
— ¡Si el río suena!
—No le extrañe el interés. ¿Es que apoyarán la candi-
datura de los liberales, contra Santiago? Mucha auda-
cia es.
—Mal la informaron. Benito, yo y algunos amigos no
le sacamos a nadie las castañas del fuego.
—¿Qué es lo que pretenden, entonces?
—Pues la mar de sencillo. Acabar con el mangoneo,
que el Ayuntamiento lleve cuentas honradas, que las que
fueron tierras comunales no beneficien a los «gordos»
sino a los pobres con hambre de trabajar.
—-¿Y ustedes solos, lo conseguirán?
—_Lo intentaremos.
—Son cosas de hombres, ya lo entiendo. A las mujeres
nos toca callar y no estorbar. ¿Pero no tienen los otros
más aldabas, más estómago, más incondicionales, más
picardía?
—ZLos resueltos, allá nos vamos para la docena.
Doña Gabriela leyó en su gesto de terquedad que no
se arredraba por ello.
—Lo que no comprendo es que todos parecían confor-
mes antes. Á nadie se le ocurría protestar. De la noche
a la mañana empieza a removerse la colmena.
—Es que no había un hombre de luces que diera la
cara. Con Benito, la cosa varía.
—«¿Pero y si mi hijo, por maldita casualidad, faltara
algún día? El gozo en un pozo.
Caviló José.
—Sería un golpe duro. Porque a los demás no nos
respetan. Como nos ven sin fortuna ni educación, mur-
muran que vamos a engordar la tripa y se burlan de
nuestro poco saber. Lo necesitamos. Y al mozo le sobran

193
energías y desparpajo. No pueden achacarle envidia, o
codicia, o falta de estudios.
—e¿Y cree usted que Santiago se cruzará de brazos?
—Ni por pienso. ¡Menudo es! No sé con qué arti-
mañas se defenderá, como gato panza arriba. Pero es
cuestión de arriesgar. Se gana o se pierde. ¿Le importa
por su cachorro?
—i ¡Mi cachorro! El conoce sus deberes. Y si no le
guía un mal pensamiento, no diré pío, no moveré un
dedo. A sufrir estoy acostumbrada.
Nuevamente se iluminó con una sonrisa la sillar fiso-
nomía de José.
— ¡Se acabó la tranquilidad! —dijo doña Gabriela.
—El agua parada se pudre —replicó el guarnicionero.
Se destacó, al filo del montículo, la silueta de Luisa.
Agitaba un ramo de margaritas. La seguía, con paso
cansino de tanto triscar, Benito.
Recobró su serenidad la voz de la viuda. Parecía inte-
resarse por algo de menor cuantía.
—Raro es que al cabo de un montón de años en Las
Encinas no nos hubiésemos visto.
—+Estuve fuera. Yo sí tenía referencias de usted, ya
de arrapiezo. De su fama de...
Doña Gabriela lo consideró con mayor atención.
—.. templada.
Había que cambiar de tema y se dirigió a Abel.
—Estás impaciente.
—Quedé citado con Sebastián. Si acaso, volveré antes
que vosotros al pueblo.
—Ni de él ni de Fernando te separas ahora. Casi no
sales de aquella casa. ¡Ni que te pegaran con lirja!
—¿Y qué tiene de particular?
Había en su tono una irritación extemporánea, perci-
bió doña Gabriela. Sospechó que allí se escondía el mo-
tivo de su reciente hosquedad. Prefirió no insistir, pero
en su mente relacionaba con temor difuso este dato y
aquel síntoma, como quien se encuentra ante un pro-
blema de enrevesada solución, de raíces enconadas.
El regreso fue de más corta duración. Hacia el pueblo
se extremaba el crepúsculo, con rojizas llamaradas sobre

194
techos, ventanas y aleros. El rodar de los carros des-
prendía un ritmo somnoliento, como el runrún de las
piaras de cerdos que se recogen y los gritos de sus guar-
dianes y espoliques: la chiquillería.
Había luz en el zaguán de Santiago. El cacique salió
a la puerta, en sarcástico alarde, de cortesía reticente.
(Que ya le calentaban las orejas con rumores y recados
y él sabía dónde estaban sus enemigos.)
— ¡Buenas noches a doña Gabriela y a la compañía!
José se volvió de espaldas, refunfuñando, y la viuda
inclinó la cabeza, pero como quien se ve forzada a co-
rresponder.

193
XI

¡Fíate del agua mansa, fíate de la simpatía, fíate de


la costumbre inocente! Después se alían y revuelven, al
igual que fieras, y descubres que eres su esclavo y que
te arrastran a la perdición, a las tentaciones.
Entre los suyos, afortunadamente, nada sospechaban.
Porque Benito no paraba con sus parloteos y sus visitas
a chicos y grandes, puesto que presentaba candidatura
en las elecciones municipales. Fadrique bastante tenía
con su molino, y Luisa con su noviazgo. Unicamente, la
madre. Sentía su mirada taladrarle la frente, desnudarle
el alma. ¡Hasta en sueños! Entonces se le ensombrecía
aún más el que fuera humor chispeante.
Abel, el más dicharachero, se había convertido en un
acerico de inquietos silencios. Meditaba, obstinadamente,
en su adversidad y no le hallaba desenlace. A no ser...
Y es que él, al principio, no era culpable. Después ya se
sentía roído por el deseo infame y se le antojaba que los
más ajenos a su pensar le rasgaban tiras de su escondido
anhelo y que no podría ocultarlo más.
Por uno de esos burlescos caprichos de la salud le

196
menguaron los achaques físicos, caminaba casi erguido y
todas sus facultades, tensas, enderezábanse traicionera-
mente a lo prohibido.
Inicialmente la amistad con Sebastián le hizo frecuen-
tar con exceso la casa de Fernando. El iba, por rutina,
porque el segundón reclamaba su presencia y se regocijaba
con su plática y lo distinguía y le confiaba sus desespe-
ranzas y desventuras.
Sebastián se hacía querer. Contribuía a ello su aspecto
descuidado y franco, el desaliño de la cabellera enmara-
ñada, el espesor rústico de las cejas, la docilidad de cria-
tura crédula e inocente. Lo escuchaba con interés, le reía
estrepitosamente las gracias. No era el parentesco lo que
los unía, sino el ajuste armonioso de temperamentos.
Como Abel, a falta de propiedades, cuya administración
—y disfrute—, por lo pronto, correspondían al primo-
génito, traficaba en granos y por tanto viajaban juntos
y se tapaban los pecadillos.
Este trato constante con Sebastián, y de rechazo con
Fernando, determinaba que su aparición en aquel hogar
fuese acogida como la cosa más natural del mundo. Si
no estaban los varones, Rosalía le ofrecía una silla y con-
tinuaba, mudamente, su quehacer en el fogón o su cos-
tura. El los esperaba sin prisa, inexplicablemente dulci-
ficado por el ir y venir de la mujer, que de vez en cuando
salía del cuarto para atender los lloros del crío. Al rato,
llegaba uno de los dos hermanos y enredaban el palique.
Gradualmente, la contemplación de Rosalía se le trans-
formó en un hábito hondo y acariciador. A medida que
la imagen —de miniatura, inseparable de su negra falda
de vuelo, pañuelo liso sobre los hombros, ceñido talle,
pelo estirado, arrebatadamente oscuro, de fino relucir,
toda ella ojos chiquitos y morenos, que despedían un
reflejo vivaz y recatado— se le adentraba en la memoria,
iba perdiendo el genio para las bromas, le repugnaba
divertir con sus chanzas a los ociosos de tomo y lomo.
Lo que más lo compenetraba con Rosalía era reflexio-
nar en lo que setía su matrimonio con Fernando, hombre
tan seco como las retamas, incapaz de darle un adarme

197
de cariño, con el que a buen seguro resultaba inconcebi-
ble la intimidad.
—Es una desgraciada, se equivocó —decíase.
(Un aviso inconfundible de su instinto preveníale de
que ella necesitaba palabras de aliento, risas y timideces
a compartir. Desnudarla atrevidamente en ocasiones;
otras veces, tratarla con más reparos que a la Virgen
Santísima, acercar los labios temerosamente a sus sienes
cuando sufriese fatiga o estuviese embarazada, descalzarla
cuando sintiese un vahido. Rechazaba indignado tales
ideas, que no se daban por vencidas, y si el rostro de
Fernando se crispaba, mecánicamente, al ordenarle cual-
quier cosa insignificante, con su delirio de mando, lamen-
taba no haber llegado a tiempo a Rosalía, a extraer la
perla —digna terneza— de aquella concha de adustez y
ensimismamiento.)
No se destacaba Sebastián por lo perspicaz y el cambio
que se operaba en el carácter de su primo lo atribuía a
causas más normales. Delante de Fernando y de su esposa,
sorprendido por su distracción, bromeó:
— ¡Este no es mi Juan! ¡Quién te vio y quién te ve!
A Abel lo volvieron del revés, como a un calcetín. A lo
mejor, se enamoró y le dieron calabazas.
Rosalía que de rodillas emparejaba unos leños en el
fuego, se estremeció imperceptiblemente. Pero Abel sí
que observó el breve, aéreo temblor de sus manos hacen-
dosas.
—Ni lo desmiente. No hay miedo. Los tarambanas mos-
cardonean y nunca se deciden —comentó agriamente Fer-
nando.
Desde entonces, con deslumbradora conciencia del pe-
ligro, Abel se proponía diariamente no comparecer. Mas
a la hora habitual, una especie de magnetismo le hacía
desembocar en la calle, llamar con sus dos redobles fami-
liares de nudillos en la puerta y escuchar, transido el
corazón, el suave andar de Rosalía, tan conocido, que venía
a abrirle. —Ahora levanta la cortina del comedor, pasa
junto a la hilera de macetas, descorre el cerrojo.
Se saludaban con simulada sequedad, sin mirarse de
frente.

198
—Sebastián no tarda. Fernando sí que está. ¿Y tu
madre?
—Pues, terne que terne.
—Bien, hombre. ¿Qué haces ahí parado?
Aparentaba contención, indiferencia. Sin embargo para
él no había recoveco en su espíritu, traslúcido, palpitante,
asustado. Y cada día, cada contacto casual de palabras,
el coincidir en una frase, que les brotaba al unísono, re-
machaba su pasión y su vergijenza.
Nunca se atrevía Abel a hablarle, al charlar con ella
o con los hermanos, directa o indirectamente, sino de
asuntos cotidianos, como si ellos dos no existieran entre
sí y sólo fuesen canalones del pueblo por donde chorrea,
monótona, la lluvia.
Pero no ignoraba que ella escuchaba con ansia su voz
y en realidad conversaban así, puramente, al divagar sobre
el tiempo o las cosechas con Sebastián y Fernando. La
esposa captaba las inflexiones más veladas de su acento
y las interpretaba certeramente.
—-Ponen ventanas nuevas en la fachada de doña Ca-
mila.
Lo traducía la mujer, con un rubor que la devoraba:
—No dormiste esta noche, infeliz. Igual que yo.
Y eso que él, pensaba Rosalía, no sabe con detalle lo
que me sucede. Aunque se franqueara, le obligaría siem-
pre a callar, A una casada se la respeta, uno se guarda
con siete llaves lo que siente y se muerde los labios y le
pone candados a la intención.
Por su parte, una hembra honrada aguanta los desaires
del marido y no da tres cuartos al pregonero. ¡Pero tanto
se la menosprecia y relega! Al cabo, Abel y Benito eran
de la misma sangre y tronco y al acercarse las elecciones,
Fernando, que se pegaba como lapa al partido del cacique,
no cesaba de lanzar pullas contra el «señorito».
— ¡Es un perturbador, buscabullas, y me quedo corto!
Los hombres de orden deben combatir a tu hermano sin
remilgos, sin diplomacias. Hoy arremeten para el reparto
de las tierras comunales; mañana exigirán que la canalla
se apodere de nuestras propiedades. ¡Esos demócratas,
esos del... moco atrás! sl

199
Era corriente que Abel no replicara, sino que procurase
dar un giro más plácido a la conversación. Sin embargo,
ni por tan reiterada prudencia se aplacaba su interlocutor
y por la noche, acostados, su encono se desfogaba con
Rosalía.
—-Por menos motivos están otros en chirona. Se vale
de que es el niño mimado de doña Gabriela, de que es
pariente de lo más granado de Las Encinas, para preparar
impunemente el polvorín y encizañar a hermanos contra
hermanos. ¡Hasta Sebastián dice que en algo tiene razón!
Convulso, se incorporaba en la cama y exclamaba co-
léricamente:
—Es un perdulario, un reverendo golfo. Se lía con
zorras y todos le aplauden, ¡se les cae la baba! Ni si-
quiera, cristiano. Pero como tiene predicamento entre las
faldas y alardea de tipo y no le escasea el dinero, se le
figura que es el amo.
Y así, con creciente saña, monologaba hasta la madru-
gada. Durante semanas enteras escuchó Rosalía los her-
vores de su rencor. Por las vísperas de San Juan, en la
comida a solas con la esposa, le preguntó, aguardando
que le estimulase:
—¿Tú no le odias?
—«¿Por qué?
Se removió en el asiento, disparatado, iracundo, fuera
de quicio.
— ¡Ya sé el motivo! Como es apuesto, se le perdona
todo. Impresiona su fama de mujeriego... Lo que te duele
es que no te haya rondado y si él te lo pidiera, hasta
adúltera serías. ¡Contesta! ¡Contesta! No me mires con
ese aire de carnero. ¡Si la que no pone los cuernos es
por vagancia o porque no tuvo oportunidad!
Bajó la vista, sobre el plato de lentejas, Rosalía. Difí-
cilmente dominaba el impulso de llorar. Pero no era ella
mujer que solloce, doblegada, si la injurian. Más irritado
aún por su mutismo el marido, salió, borboteando su
furia chasqueada.
En la alcoba, más tarde, no pronunciaron palabra. Es-
taban relativamente próximos, calentando una sábana, los
dos cuerpos, y la imaginación de Rosalía sorbía, concen-

200
trada y hostil, el ultraje. Aquel hombre era su enemigo.
El hecho de que pudiera acercársele, de que pudiera be-
suquearla, de que tuviese derecho a su piel y a sus sus-
piros, le producía una sorda, terrible indignación.
Pero ya se consolaba. Ella, sin aspavientos, había to-
mado su resolución y ni Dios que bajase a la tierra la di-
suadiría. ¿Blasfemaba?
Con más raíces, todopoderosas, la actitud y la voz de
Abel revivían en su cerebro y en su respirar. Se movió
el hijo en la cuna. Se levantó, le dio de mamar, pero no
logró descuajarse el terco propósito. ¡Si era preciso hasta
del niño prescindiría!
Al día siguiente, muy de mañana, Fernando le recordó:
—Arréglate. Tenemos que ir a misa mayor.
En el reclinatorio, arrodillada a su lado, lo examinaba
de reojo. El marido mostraba un gesto satisfecho y alta-
nero, cuidaba de la corrección de su ademanes piadosos,
evitaba hacer el ruido más ligero, hasta disminuía el re-
suello. Ello le trajo a la memoria, como una turbonada de
inaudita violencia, la escena reciente, que aún padecía.
¿Se compaginaba su humildad de ahora con el miserable
estallido de cólera, ayer?
— ¡Farsante! ¡Farsante! —bisbisearon sus labios des-
coloridos.
Una no es de palo —se dijo—. No es lícito pedirle
atención y reverencia en la ceremonia cuando se la acaba
de someter a una afrenta así, que todavía la escocía las
mejillas. Porque a ella no se le había ocurrido jamás faltar
a sus deberes y si antes albergó algún sentimiento, lo
sepultaba ardorosamente en los rincones de la conciencia
y no le permitía agitarse. De la conducta de Fernando lo
que más le dolía era la sinrazón,-la torpeza, lo absurdo
de su rencilla. A él le estorbaba, continuó para sí, todo
aquello que discordaba con su manía, con su egoísmo ra-
bioso. Si a su alcance estuviera, en uno de esos ratos
tuertos que atravesaba, habría estrangulado a los pájaros
que cantan en la enramada. O habría impuesto silencio a
las muchachas que ríen o habría detenido de golpe el
verdecer de los campos de su vecino o habría estropeado
la masa de su pan o el cuajo de su queso.

201
Doña Camila, viejuca atildada, más tiesa que pararra-
yos, que tenía fama de lengua dañina, se inclinó y mur-
muró a su oído:
—Benito no se saldrá con la suya. Fíjate en ese lagartón
de Santiago. Como se acercan las elecciones, no pierde
una misa, se coloca en la primera fila y cuando se da gol-
pes de pecho parece tocar un tambor.
¿Por qué le perseguían aquellos nombres y extremaban
su dolor? Y sin embargo, el choque de antipatías no mo-
dificaba su criterio. Ella cortaría por lo sano, a toda costa.
Concluyó la misa. Los saludos en la escalinata, la for-
mación de los corrillos en la explanada, se le antojaron
jirones de una pesadilla. Por fortuna, Fernando se marchó
con Santiago a la sacristía, a charlar con don Zoilo, y ella
pudo acelerar el paso, entró en la casa, vistió al hijo, lo
envolvió en un chal y se dirigió a la calle de doña Ga-
briela. Preguntaría allí por Abel y se lo contaría todo.
La viuda la recibió sin disimular su asombro.
—¿Tú por aquí?
——¿Está Abel?
—Tardará. Fue de caza. Ahora le dio por esos esfuerzos
que lo agotan.
Notó el desconsuelo de Rosalía, cómo se le desmoro-
naban las fuerzas.
—Pero no te marches. Ya que viniste, hazle compañía
a una vieja de la que nadie se acuerda.
La condujo hasta la alcoba, para que dejara al niño en
la cama, y luego al ver la actitud desesperada y gimiente
de la mujer la invitó a sentarse. Esperaba que se le fran-
quease, algo le hacía sospechar que sufría una crisis de-
masiado grave, que no era casual su visita.
Rosalía le habló desolada y penetrantemente.
Doña Gabriela tenía ante sí una persona que le era
familiar, en unos segundos, aunque no la había tratado.
Rosalía comprendió de pronto la tortura de su larga dis-
creción, sintió que estaba formada bor un cúmulo de sofo-
cados pesares. Mientras relataba sus cuitas, recreaba por
una acción paralela de la imaginación, con preguntas que
perduran, palabras sueltas que recordaba, añejos comen-
tarios, por esa capa de juicios que perviven como una cos-

202
tra de dominio común en los pueblos, la vida «cargada de
espinas» de doña Gabriela. Y ello le infundió ánimo para
continuar, para ser sincera.
No le ocultó nada. Que ella estaba enamorada de Abel,
que ambos habían callado lo que los fundía, que nunca
se le hubiera ocurrido deshonrarse. Pero ya no resistía
más. Ahora, aunque le echasen un montón de maldiciones
y la criticaran, se apartaría del marido y buscaría con el
otro, con Abel, unos granos de dicha. Para evitar disgustos
se irían de Las Encinas. No, ella no cejatía, quería vivir.
Siempre la habían contrariado. Siempre, desde chiquilla,
había cedido.
Palidecía más y más doña Gabriela. Pero tras un es-
fuerzo encontró la réplica. Le cogió las manos y se las
acarició. Sentía como si se hallase dentro, muy dentro de
la otra carne, de este cuerpo sacudido. Durante un largo
intervalo no se atrevió aún a responder, a aconsejar, ate-
morizada por sus responsabilidades. De madre, de mujer.
Al fin logró dominarse y lentamente, acopiando serenidad,
dijo, con voz pausada:
—Tienes que volver con Fernando. Llegarás a mi edad
yv quedan muchas leguas de mal camino, con arrepenti-
miento y bochorno si te desenfrenas. El marido te nece-
sita, aquiétate un poco, con paciencia, las pasiones tor-
cidas. Es tu misión. ¿Crees que yo fui feliz, lo que se
entiende por feliz? Nos toca bailar con la peor plantada,
criaturica mía. Fernando, acuérdate, será muy desgraciado
y le vendrás como anillo al dedo para que no se condene.
En cuanto a mi hijo, no te preccupes: de eso me encargo
yo. Y el cariño que le tienes, se te estima de veras.
Se detuvo, necesitaba ordenar los pensamientos:
—A veces una no se explica el por qué de tanta mise-
ria y tanto extravío. Será preferible que vuelvas a «tu»
casa, mujer. Aunque no nos veamos más, porque no te
conviene, es mucho lo que te quiero. Eres agraciada, te
rebosa la honradez. Hazme caso, hazme caso,
(El corazón es un artefacto sin ton ni son, que cotre a
tuertas y derechas, sin juicio, como si lo rebanaran o lo
disparasen. A solas, doña Gabriela reprime la punzada de
dolor que-le causa esta desesperada. Aguarda a Abel, en

203
la raya agorera del anochecer, y cuando éste aparece se
intensifica la tensión y se le mira con amor exacerbado y
una quisiera grabárselo más hondo.)
—Te hiciste desear... Y es un asunto serio.
— ¿Cómo?
—Sin abrir la boca, te irás del pueblo, en veinticuatro
horas. Apaña los bártulos. Y no te presentes en Las En-
cinas si no es con una novia del brazo, para las bendi-
ciones. Creo que en las minas habrá algún empleo de es-
cribiente. El que será tu cuñado, ayudará. Y si te pre-
guntan el motivo, di que es por tu voluntad. Y no hay
que alegar.
—.e¿La ofendí?
—No es eso. Tengo mis razones, que tú, si rascas en la
conciencia...
—'Usted manda.
—A tus hermanos la misma explicación que a la gente
de la calle. Y otra vez, si te da una ventolera parecida, le
retuerces el pescuezo. Jamás hubo «eso» en los de nuestro
nombre. Pero agua pasada no muele molino. No me lo
mientes nunca y piensa que tu padre sigue ahí, en ese
sillón, y que es el que te habla.
—Descuide que me marcharé, y sin remolonear. Usted
manda.

Santiago no las tenía todas consigo. Por primera vez en


su largo período de cacicato, olvidaba en ocasiones con-
tención y cazurrería para gritar destempladamente a sus
acólitos si no le servían como él deseaba. A la preocupa-
ción de perder en las elecciones a concejales uníase el re-
crudecimiento de su enfermedad que le hacía pasar las
noches en un gemido continuo y mal reprimido, boca
abajo en la cama. Hasta en la mirada de Verónica se le
transparentaba el asco que inspiraba. Y entonces no podía
aguantar, arrumbaba la sujeción, a que la mujer lo sometió
siempre y le reprochaba sus antiguas andanzas.
— ¡No te las des de santica! Viejo y podrido me ves,
pero no te creas mejor que yo. Todavía te lucen el palmito
y los colores, por dentro eres un fanegal de pus, que has
pecado hasta cansarte. No te figures que estoy en el

204
Limbo, sé que me la has pegado, que recogí un desecho,
lleno de sobos y babas. Me convenía. Toma y daca, moza
galana. ¡Moza galana! Lo fuiste. Ahora no te revuelcas
con otros porque no resistes esos trotes ni hay quien te
diga un arrumaco.
Volvía la espalda ella, fingiendo indiferencia, y si San-
tiago insistía, objetaba con cachaza:
—+¿No te basta con los alfilericos en... esa parte? Pasa
que te tienen en ascuas los empujes de Benito y quieres
cargarme el mochuelo.
—¿Tú, también? ¿Acaso te pirras por ese zángano, que
alardea de sabihondo, igual que la pavisosa de tu hija?
—Con Jacinta, no te metas. Tengamos la fiesta en paz,
que si me sacas de mis casillas, no respondo...
—Bueno, bueno. Me toca consecuentar. Amable que
es uno.
Y tornaba a sus ayes y cavilaciones, mordiendo exaspe-
radamente la funda de la almohada. Mientras rumiaba,
percibía en la sombra el volumen lleno y maduro de las
carnes de Verónica, lo que le sacaba más aún el ánimo,
puesto que era otro goce cercano vedado a sus energías.
Si probaba esta fruta tarda, acortaría sus días, derrengado.
La lucha contra su gobierno —que así lo llamaba, «pa-
ternalmente»— ofrecía un aspecto nuevo y había que
recurrir a medios más eficaces. Benito soliviantaba a la
gente del pueblo, pregonaba verdades como puños. El
sentía, físicamente incluso, que el ambiente variaba. Antes
notaba una hostilidad zaína, temerosa, hecha de hablillas
cobardonas. Ahora se atrevían a más. Circulaban coplas
hirientes, algunos le esquivaban el saludo. Informado al
dedillo de lo que cada quisque pensaba, hacía su compo-
sición de lugar y se daba cuenta de que aquella pelea no
terminaría como las otras, la pasión de bandos partía a las
familias antes avenidas y situaba a hermanos contra pa-
dres, invalidaba los vínculos de la sangre, rompía los lazos
tradicionales de acatamiento. Sobre todo, los «mugrosos»
parecían espoleados por un tábano. Gañanes y pastores,
artesanos y propietarios de medio pelo, protestaban abier-
tamente.

205
El Milano, con su mal encare, se lo advirtió con palabra
premiosa.
—+Ese Benito del diablo no es pan caliente. Y no lo
digo a humo de pajas. Ataca donde escuece. No sé qué
bebedizo les da que se los embolsa. El guarnicionero, que
es de más trastienda, le aconseja. Paquito se ha hecho su
perro faldero. El barbián tiene predicamento con las hem-
bras, que le beben los vientos. En tu propia casa... ¡Ya
me entiendes! Fernando apenas se habla con Sebastián.
Si no aprietas las clavijas, nos capan.
——Confía, que no soy manco ni negao de caletre, sé el
zapato que no es de mi medida. Reiré a lo último.
Pero lo consolaba de labios afuera, el canguelo le hor-
migueaba cuando se hallaba a solas y se le hundían los
ojos aviesos y resbaladizos, se le redoblaban las arrugas
de la frente carcomida, se le crispaban furiosamente las
quijadas y se le derrumbaba la falsa bonachonería. Lo que
no acertaba a entender era cómo Benito ganaba las vo-
luntades de los «ignorantes». Lo enteraban, a retazos, de
sus correrías.
—Para ir a la majada de Serafín, caminó a caballo doce
horas seguidas.
—Se sienta en los corros de pastores y alterna. Luego
lleva el agua a su huerta.
—Con los gañanes pobretones, mentarles el espejuelo
de la tierra, cuando comen el bocado a mediodía.
— ¡Mal rayo lo parta! Discute de leyes con el abogado
y lo pone a remojo.
—Visitó a don Arturo, el médico, v le mudó el parecer.
Se rascaba Santiago la barbilla, en un esfuerzo de ima-
ginación.
—Todo lo que no sea la calle Real, está con él.
— ¡Jarabe de pico! Si a esos berzotas les enseñas la es-
taca y les quitas el pesebre, más suaves que un guante.
No, durillo le resultaría el intento al presuntuoso. Ha-
bía visto al diputado del distrito, pintándole el cuadro.
Los resortes del Ayuntamiento no le fallarían. El juez
municipal era pariente y de la tertulia de Atilano, com-
padre suyo en cazas y comilonas. Estaba «engrasada» la
pareja de la Guardia Civil, que a él no se le pasaban por

206
alto las matanzas, los cumpleaños y los favores oportunos.
En lo que se refería a don Zoilo, amigo era de escurrir
el bulto, pero él lo «puso a parir».
—Allá usted con sus deberes, señor cura. A la Iglesia
no le va ni le viene en los negocios de este mundo. Eso
sí, uno sabe agradecer que le echen una mano. Máxime
cuando los de la bulla están capitaneados por un sujeto
que no oye misa ni por casualidad y que lo divulga...
Sería desventajoso para usted ayudarle, callando.
Meneó la canosa cabeza el párroco, se enderó el bonete
y lo tranquilizó:
—-Descuida, hombre. Lo que importa es que él altera la
paz en Las Encinas. No es santo de mi devoción.
—-Pues usted con repetir eso a las beatas...
— ¡Beatas, beatas!
—-Perdone, se me escapó.
—La intención es lo que vale y tú no querías ofender.
—A su cuñada le arreglaré lo del retiro.
En lo que Santiago dudaba era en la conducta a seguir
con doña Gabriela. Comprobaba que de ella provenía
gran porción de la influencia del hijo. Y le preguntó a
don Zoilo:
—La madre del lobezno, ¿se embarca en estos fan-
dangos?
—No despega los labios.
—Ni en pro ni en contra, por lo que sé.
—Es harina de otro costal.
—No me chupo el dedo. Pronto se aclarará.

«Todo aquello me parece que transcurrió en un santi-


amén. Mientras estuve tratando y convenciendo a los pu-
silánimes y alentaba a los clásicos de las medias tintas y
afianzaba la fe de los leales, creía tener segura la victoria
y forjaba planes para cuando gobernáramos el Ayunta-
miento.
El domingo de las elecciones, como es de rigor, circuló
la bebida a manos llenas. El posadero acabó rendido. ¡Pa-
gaba Santiago! Eso, y la carne, y embutidos en abundan-
cia. Eso, y la promesa de un empleo, de tener manga
ancha en los impuestos. Eso, y la amenaza de no dar

207
trabajo. Eso, y las relaciones viejas, fuertes como supers-
ticiones.
Pero el alelamiento no les cupo en el cuerpo cuando
gente que nunca había votado salió a la calle; cuando ba-
jaron de los montes, a puñados, los pastores, cuando
la gañanía se descolgó entera.
Dos sensaciones me invadieron entonces. Nadie podría
escamotearnos el triunfo. Estos hombres se jugaban, cada
uno, con sencillez tremenda, con una fe en mí que emo-
cionaba, su «paz». Precaria y lo que se diga, pero «paz».
Paz significa que la esposa no reniegue con sus mil ma-
neras, que no falten el fuego y la hogaza, que no nos in-
cordien los que mandan y están en el candelero.
Aquella demostración los obligó a multiplicar el chan-
chullo,el pucherazo, la coacción. Yo, ingenuo de mí, me
escandalizaba de los abusos. ¡Como si en toda España no
ocurriera lo propio! Me imaginaba que al divulgarse tal
enjuague se desencadenaría un gran escándalo.
Les salió a pedir de boca. De nada sirvieron las actas
de protesta, la marea de indignación. Nos derrotaron en
el recuento oficial. Mi casa no cabía de tanto visitante,
que me excitaban a no descorazonarme. Yo supuse que
Las Encinas eran un punto en el mapa que cobraba insó-
lita transcendencia.
Al enterarme del resultado atravesé, sin exteriorizarla
en demasía, una crisis. Mi esfuerzo era en vano, ¿a qué
continuarlo? Pero los mejores no me abandonaron: José,
Paquito, el tío Quirico, otros hombres de pana y boina.
Fue mi madre —lo recuerdo perfectamente— la que
semanas después, en uno de estos ataques de pesimismo,
se acercó y me dijo:
—¿Vas a renunciar? No son éstas cosas de chiquillos.
Si tenías razón antes, también ahora. A los que te siguen,
no hay que darles chasco. Varón eres y no de los que se
amilanan.
Hablaba con un tono familiar, como quien trata de algo
de regular importancia.
Arrecié la campaña. En Las Encinas, para nosotros, de-
jaron de existir los recreos menudos, se pospusieron los
trabajos y diversiones cotidianos. Sólo pensábamos en hos-

208
tilizar, en poner al cacique y a su grupo —reducido pero
terco y mañoso— en la picota.
Y vino la etapa del odio y de la violencia, del despecho.
Los unos se adelantaban a mi encuentro con semblante
alegre. Los otros cerraban sus puertas al aproximarme,
volvían retadoramente la cabeza, escupían, reían con en-
venenada sorna.
Yo era un perdulario, un alborotador, una maldición,
un «cáncer».
O el “defensor del pueblo”, el “honrado”, el “valeroso”,
el “inteligente”.
Todos se equivocaban.»

A Fernando, que se había convertido en el contertulio


más asiduo de la casa, le agradaba traer noticias morti-
ficantes. Hizo su aparición a la hora de la siesta, ocupó
un banquillo junto a los cántaros empotrados en anillos
de madera al pie de la ventana, lo observó con fijeza...
—Desembucha, campana de Huesca.
—Me calaste, Santiago. Esto colma ya la paciencia.
—Juraría que te divierte —y el viejo se pellizcaba la
rugosa garganta, con un sarpullido de impaciencia.
Fernando sacó un periódico del bolsillo de la chaqueta
y se lo dio, no sin indicarle el lugar. Mientras el cacique
se ajustó las gafas, lo puso en antecedentes.
—Acaban de llegar varios números al Casino y en este
momento pasan de mano en mano, que la gente, desorien-
tada por esos tipos, te tiene prevención.
Leía Santiago sin apresurarse, silabeando entre dientes
y su visitante no dejaba de aguijoneartlo.
—El pollo afila las uñas. ¡Te pone de vuelta y media!
Ese papelucho de Ciudad Real, que según dicen pagan
los masones, no se para en barras y le gusta atizar coces.
No se anda con chiquitas. Firma con nombre y apellidos
completos.
Se regaló una corta pausa para cerciorarse de que San-
tiago, tras su capa de pachorra, se estremecía de rabia.
—Disparan con piedra. Que si eres un pulpo que todo
lo absorbes, que si tu fortuna se ha hecho a base de ciertas
tolerancias... Nadie sensatolo creerá, pero hay mucho

209
bobo y mucho envidioso en Las Encinas. Lo peor es que
promete continuar y tirar de la manta. Ya sé que no te
importa. ¿Qué puedes temer de un loco y deslenguado?
En vista de que no le contestaba, de que parecía abru-
mado, por un instante cambió de tema.
—Santiago, haz los honores a los amigos, a los que
sabes que no te apuñalarán. Tengo el gaznate más áspero
que lija. Y no te rechazaría un trago de agua helada pero
con sus gotas de anís.
Funcionaba con empeño el cerebro —aquel nido de ar-
timañas— del cacique. Replicó maquinalmente:
—Ahora llamo a la Jacinta.
Luego se le enfrentó, olfateando como un mastín, an-
siosa la voz rajada:
—Y dime, tú que eres astilla de esa familia, ¿qué hay
de lo que se murmura? ¿Es cierto que Benito le vendió a
Lucas, el de Santa Cruz, el quiñón más majo de sus pro-
piedades, el del regato?
—Verdad es. Mañana cierran el trato. Lo supe por
Fadrique. Está que trina.
—-¿Y por qué?
—Tocará a menos cuando se reparta la herencia de Ale-
jandro. Hasta de su madre tiene queja, y amarga. Dice
que doña Gabriela no ve sino por los ojos del mayor y
que el pagano de las ambiciones de su hermano, de que
haga política, es él.
—Hermanos y hermanos, perros y gatos. El tuyo tam-
bién se pasó al otro bando. ¡Jacinta, danos de beber!
Santiago recobró pronto su vivacidad. Empezó a pasear
por el cuarto, los dedos en castañeteo. Cuando la joven les
presentó la bandeja le dirigió una broma galopina y se
enjaretó de un trago sonoro el vaso rebosante. Fernando,
que no cabía en sí de asombro por la transformación,
degustaba a buches el refresco.
—Buena moza: encarga que avisen al Milano, que
quiero que nos comamos, esta noche, frente a frente, un
par de perdices tiernas.
Esperó a que se marchase para inquirir a Fernando:
—¿Qué necesidad tiene doña Gabriela de malbaratar
esa tierra?

210
—Pues les darán dinero a los más comprometidos para
que sorteen el temporal y que no sigan desamparados.
Como tú, y estás en lo justo, no olvidas por quién vo-
taron en las elecciones y los acorralas... Tienes al por-
quero brazo sobre brazo, nadie de los tuyos le confía
sus animales y no le faltan bocas que tapar. Y como él,
un montón. Para eso se deshicieron del quiñón.
—-Verán el fondo del pozo.
— Además, me contó Fadrique que su madre ha per-
dido la chaveta y que le entregó a Benito sus ahorrillos
en metálico. El espiaba cuando sacó los cartuchos de duros
que escondía en el colchón de la cama. Por la puerta entre-
abierta, oculto tras una cortina, vio cómo los descosía y
se los daba sin inmutarse, como lo más lógico del mundo.
— ¡La doña Gabriela nos salió levantisca y petrolera!
—La ciega el cariño del hijo, esa soberbia de su casta.
—En parte, en parte. ¿Te sería fácil encontrar a Fa-
drique y decirle, reservadamente, que se pase por aquí?
No estaría de más que habláramos de un asuntillo.
—_Lo procuraré.
Aún charlaron un rato, por cumplir. Al marchar, a Fer-
nando se le figuró que unos pies descalzos se deslizaban
por el fondo del zaguán. ¿Se equivocaría? Detúvose un
momento y comprobó que había ya un silencio absoluto.
Sin embargo, el oído no le engañaba nunca, se le avivó la
sospecha y tuvo una alegría pueril.

211
XII

Benito se encasquetó la boina, anudóse la bufanda y em-


prendió el regreso. Caminaba despacio, perezoso el fu-
mar, oyendo resonar sus botas en el empedrado. Deseaba
alargar el trayecto, le molestaba la idea de acostarse y dio
un rodeo. Cruzó frente al Ayuntamiento y se paró a con-
templar la calle Real que se estiraba oscuramente en los
dos tramos, apenas iluminados por el resplandor de al-
guna casa en que aún no dormían. Silbaba un viento ca-
brío y escuchábase el crujir de los arbolillos ante sus
embates, con modulación quejumbrosa de corteza liviana;
también, el chasquido tierno y amargo de sus hojas reba-
nadas. Arriba, el cielo tendíase empañado en la lejanía,
compacto y cerrado sobre su cabeza, como queriendo rodar
en el vacío.
Tras una última vacilación, decidió recogerse. La conver-
sación con José y Paquito le producía intolerable disgusto,
porque uno no es de alcornoque y siente las desventuras
de los que lo siguieron en una campaña. Y ahora... Hoy,
tú; ayer aquel, todos recibían los latigazos de Santiago.
Y él calibraba su impotencia para remediar, aunque sólo

212
fuera en parte, los daños. Habría que liquidar otra tajada
de terruño y soportar los reproches de los hermanos. Pero
—al pensarlo apuntalábase su moral— la madre no duda
y se impone. En Luisa era miedo simple a la pobreza. En
Fadrique, lo adivinaba, una reacción ciega, inconsciente-
mente turbia.
Penetró en la plazoleta de la fonda, un lugar destartala-
do, que tenía salida por un callejón compuesto por dos
bardas, a diestra y siniestra, rectas v encaladas, pero que
a su término formaban un recodo. Sitio pintiparado para
asechanzas, se dijo, pero desechó rápidamente la apren-
sión.
Andaba Benito por el centro de aquel colador cuando
lo deslumbraron dos fogonazos. Se detuvo bruscamente
y —cuestión de segundos, de átomos de respiración—
notó que le circulaba normalmente la sangre, que no sufría
ningún dolor. Mientras, nada se había movido. Calculó
que, de huir, lo cazarían como a un conejo. Además, es-
taba indefenso, en clara desventaja. Quedarse quieto le
acarrearía el mismo resultado que si un tiro lo derrumbase.
En este parpadeo mental no le asaltó el miedo, todo él
se concentraba, muscularmente.
Y arrancó a correr hacia la esquina de donde partieron
los disparos, al parapeto que estaba a su derecha. A gran-
des zancadas, agitando los puños, se precipitó sobre el des-
conocido. Levantaban sus pies un reguero de piedrecillas
machacadas, de borbotones de polvo.
El Milano, aún en cuclillas, lacio el revólver en la
mano, lo miraba alelado, sin saber qué hacer, bajo la im-
presión desconcertante de su carrera.
¡Suelta ese chisme, mendrugo! Hay que ser lo que tú
no eres: hombre.
Fríamente brillaban los cañones del arma, caída sobre
un pañuelo de yerba estéril y amarilleante. Con la pun-
tera de la bota Benito lo fue cubriendo de tierra, con
golpes medidos. Le divertían el azoro de el Milano y sus
sudores de agonía.
—Y ahora, pimpollo, quítate la pelliza y el chaleco.
Obedeció, completamente dominado, y sin que le hu-
biera puesto un dedo encima.-

213
—No has terminado, sapo. ¡Afuera los pantalones y
los calzoncillos! No te ruborices, doncellica.
En camiseta, casi en cueros, tiritando, el Milano lucía
una grotesca figura.
—Y así, lárgate a tu casa. Á paso lento o al trote,
elige.
El Milano imploró entonces:
—+Es una crueldad. Deja siquiera que me vista.
—O desapareces o no respondo de mí, ¡mamarracho!
El bravucón escapó como alma en pena, tapándose ri-
dículamente con una mano las vergiienzas. Á guisa de
despedida, Benito le lanzó uno que otro guijarro.
Comenzaban a escucharse voces alarmadas en las inme-
diaciones; descorrían cerrojos, prendían luces. Prefirió
retirarse, que no tenía ganas de escándalo y menos aún
de comentarios.
La propia doña Gabriela, en camisa, con una toquilla
sobre los hombros, le abrió la puerta, sin necesidad de
llamar, al acercarse sus pisadas. Mostraba un gesto de
resolución, un fulgir de odio en los ojos cavados.
— ¡Si te llega a ocurrir un percance, no amanece quien
yo me sé!
— ¡Si no ha sido nada! A un borrachín que se le cayó
un juguete y alarmó con el ruido a todo el pueblo. Mucho
alboroto y pocas nueces. De lejos lo oí.
—No me engañas.
Se separaron y Benito subió a su dormitorio. En ese
momento, con mayor serenidad, sin el impulso de luchar,
comprendió mejor el peligro. ¡Y él, que alardeando de
pupila, no le había hecho maldito caso a Jacinta! Caray,
le avisó a tiempo.
Al mediodía, la hijastra del cacique le mandó un re-
cado con Paquito. Lo esperaría, paseando, por las lagunas.
Le pidió que fuese solo y que no lo dijese a nadie, ni a
su familia. Era urgente.
Acudió. Ella estaba ya en la explanada, sentada en una
piedra. Era hora de labores y no se divisaba un alma.
Recordaba, más que sus palabras, la inflexión angustiada
y temblorosa con que las pronunciaba, baja la cabeza,
crispadas las manos. :

214
— ¡Es un favor, Benito! ¡Por lo que más quiera, no
salga esta noche! Ponga un pretexto o fínjase enfermo.
Usted vive muy confiado y hay quien amenaza... Se lo
digo porque lo sé.
No logró que fuese más explícita y Benito olvidó pronto
la advertencia. ¿No se trataría, en el fondo, de una excusa
para hablar con él, para hacerse la interesante? O él era
un fatuo o la muchacha estaba enamoradilla. O quizás oyó
una fanfarronada de Santiago y lo tomó en serio.
Lo que sí le preocupaba ahora, al reflexionar en los su-
cedido, era lo referente a Fadrique. Según la moza, se
había entrevistado con su padrastro y éste, en plan me-
loso, le ensalzó las ventajas de que hubiera paz en el
pueblo, de que se acabasen las querellas políticas. Así,
Fadrique no vería mermado su patrimonio por gastos locos
y podía aspirar a casarse con una mujer «forrada de cuar-
tos», presentable. Después, el ladino lanzó su nombre, el
de Jacinta, como un cebo untado.
Benito no hizo caso entonces, pero se arrepentía. El
enemigo atacaba por todos lados, con la violencia y con la
astucia, con el hambre, provocaba la guerra en el seno de
su familia. Hasta allí disponía ya Santiago de un agente.
Tuvo un sueño disparatado, efecto del ajetreo y de tanta
sensación revuelta. El, Paquito y José, después de fati-
gosa cabalgata por una llanura despoblada, por cierto muy
semejante —en sequedad, dureza y monotonía— a las
tierras de pan llevar de Las Encinas, se paraban, desespe-
rados por el desplegarse sin fin, sin ondulación auténtica,
de la campiña. Acordaban establecerse allí, plantar su
vida en el desierto, confiados en que su esfuerzo haría
nacer de los pegujales infecundos hogueras de trigo, lo-
zanía de prados, huertas garridas, ringleras de árboles
frutales. Todo, en la fantasía, era fácil. Bastaba blandir los
brazos, hincarlos enérgicamente en los terrones. Latía en
sus pechos un poder mágico y la misma esquivez grandiosa
del panorama, la misma línea inaprehensible del hori-
zonte, entrañaba un estímulo, una vaga y ardiente fe. Pero
en el momento en que se aprestaban a la hermosa tarea
quimérica, surgían de los yerbajos incultos, de los ceni-
cientos matorrales, una muchedumbre de alimañas que

215
los cercaba, que los despedazaba a mordiscos furiosos.
Y ellos combatían inútilmente, sólo por pujos de hombría.
Cuando ya se les empañó la mirada divisaron, envuelta
en ropas de negra niebla, a doña Gabriela, que les hacía
una señal de adiós mientras se apretaba la garganta como
a quien privan de aire.
Despertó, sacudido por la angustia, creyendo encontrar-
se todavía en la espantosa realidad que imaginara. Se rió
con un pueril afán de tranquilizarse y le pareció que el
gorgoteo que de él salía era hueco y artificial, una mueca
del sonido, un guiño ciego que rebotaba en las paredes.
Experimentó —una tendencia bronca— ganas de ir a la
habitación de Fadrique, de suscitar una explicación va-
liente, de convencerle de su extravío. Pero luego reca-
pacitó que era inútil intentarlo, que baldío es oponerse
a la fatalidad.

Le habían calentado los cascos a Santiago.


—No te fíes —insinuaba Fernando, que no lo dejaba a
sol ni a sombra— de ella. Tú no eres su padre, no te tiene
devoción. Con esas maneras suavecicas y el no ser respon-
dona, no se le escapa detalle. Le basta con abrir los oídos
y, sin proponérselo, escucha y no pierde ripio. Las mu-
jeres, cuando les entra el hormiguillo, son capaces de cual-
quier cosa, de lo que menos pienses. Y no se les quiebra
con regaños la voluntad. Menos, con carantoñas.
El Milano concretó la insinuación.
—No me gustan las habladurías, pero... lo sé como si
lo hubiera presenciado. La Jacinta, el mismo día en que
no le acerté a «ése...».
—Es que te asustó.
—No me lo miente que se me enzarza la bilis. Ocasión
habrá de probar que no soy un mandria. Todos tenemos
debilidades. Y vamos al asunto. «Ella» charló con Benito
no y tendido. Apuesto a que lo previno. Espía y da el
soplo.
—-Con alguien te disculpas.
—Ocasión habrá...
Pero Santiago fue redondeando la idea, hizo conjetu-
ras, trabó gestos y exclamaciones. Sobre todo, la actitud

216
de la moza, que no lo miraba a la cara, que con apuros
disimulaba su antipatía. Pero la heriría en lo más vivo.
En uno de estos sordos arrebatos recordó su cariño
por las flores, que en el patio, en el cuadrado de ladrillos
donde pasaban las noches calurosas del verano, agrupaba
ella sus macetas, que cuidaba más que a las niñas de los
ojos, que eran su mayor orgullo. Ya oscurecido, fue San-
tiago, con sigilo de malhechor, y con un cayado, y a pun-
tapiés, frenéticamente, destrozó los tiestos, machacó los
tallos, aplastó raíces. Después, también furtivamente, con
una sonrisa de escorpión, volvió al comedor, como si tal
cosa.
Al día siguiente, en el almuerzo, observó que Jacinta
temblaba de ira, pugnando por desahogarse. Hasta que
no pudo más y le preguntó, deseosa de insultarlo:
—Han pisoteado mis flores. ¿Tanto nos odian en el
pueblo que para «eso» saltan las tapias y se ensañan con
las plantas, para que se les apague la querencia de retor-
cernos el pescuezo?
— ¡Figuraciones! —arguyó el viejo.
—Venga y lo verá.
—No, ¿qué me cuentas? ¿Y si lo hubiera hecho yo,
por capricho? ¿No soy aquí el amo de todo?
Verónica pretendió terciar y él la increpó:
—A callar, tú. Y a la Jacinta que sepa que la sombra
sigue al cuerpo y que me entero hasta de los padrenuestros
que reza. Tu hija tira al monte y hay que embridarla. No
me gusta que la salida de caño se cebe en nosotros, ni que
lo que en mi casa se diga le falte tiempo para chivateárselo
a un cierto sujeto...
Se limpió la boca de un goterón de pringue.
— ¡Qué se creyó esta oveja marcada! De soltera se pu-
driría a no ser por el arrimo de mis dineros y de mi in-
fluencia. ¡Lo que es con la fama de su madré ningún
hombre decente se le acercaría!
— ¡Santiago! —la protesta de la esposa tenía un tono
desmayado, de confesión. Mientras, la hija crujía los dien-
tes, sentía una bascas que le impedían reaccionar.
—SÍí, no te las des de honrada. ¿Que yo tengo mis pe-
cadillos? Allá nos vamos.

217
Se produjo un silencio enfadoso.
—Por lo pronto, «esa» que no ronde por la planta baja,
sino a las horas de comer. Y que no salga sin mi permiso.
¡Se acabaron las contemplaciones!
Como no le respondían, amonestó.
—Conmigo no os conviene la guerra. Medios me sobran
de que hasta el alguacil pregone en la plaza las historias
que sé de ti, Verónica. ¡Bonito nombre! No se me arru-
garía la voluntad. Os toleran por mí. Si no, a Madrid,
como la Alberta, de busconas. Tú eres una gran maestra.
Y la chica aprendería. No te sulfures, mujer, que yo estoy
muy tranquilo.
Desde entonces Jacinta rehuía encontrárselo y no volvió
a cruzar palabra con él. Se alimentaba a horas distintas,
en la cocina, y Verónica, con el pretexto de una parienta
enferma en Almuradiel, se marchó una temporada. Por-
que cuando veía a la hija el sofoco la estremecía y a solas
se reprochaba no tener bastante valor para colgarse de
una viga, y terminar.

A través de Benito y en el tráfago de la lucha política


contra el cacique, Paquito y el guarnicionero cimentaron
una amistad fuera de lo corriente. El uno, con su jovia-
lidad, que encubría la preocupación obsesionante de la
tisis que lo iba consumiendo; José, con un inopinado
sentido paternal, indulgente, que adobaba siempre de lar-
gos silencios cachazudos.
Hasta Benito —pese a su inquietud, ya obsesiva, de
ganar aquel pugilato— diose cuenta de que él estaba al
margen de su mutua y fiel inteligencia. Aparentó no hacer
caso, pero el hecho le causaba a veces una punzada de
descontento, de cruda insatisfacción de sí mismo. Quizá
era, se recriminaba, demasiado adusto, un poco impaciente,
algo engreído, y su mentalidad no alcanzaba, en esa época,
más que a inventar epítetos agresivos y satíricos, a pensar
cómo atacaría con éxito a Santiago, a persuadir a éste,
a denostar al de más allá.
Y es que para José y Paquito la vida no tenía nunca
una sola vertiente. Les agradaba pasear juntos y bromear
de su facha y de la ajena y contarse los problemas de su

218
trabajo y criticar el humor de los parientes y de los ve-
cinos. O —fue el tema favorito durante meses— comentar
las polémicas de don Zoilo y de Miguelillo, el cura joven,
recién salido del Seminario, que originó un alboroto de
diez mil diablos al criticar en público los exagerados lutos
que en Las Encinas condenaban a las muchachas a un en-
cierro casi permanente.
— ¡Si Dios viniera a la tierra y visitase este pueblo, nos
excomulgaría! A usted el primero, don Zoilo —argumen-
taba el novato, procurando que lo oyesen.
Le piacía sentarse al fresco por las tardes, a la puerta
de su casa ricachona, levantarse la sotana hasta las rodillas
y tratar de los asuntos del siglo. Se esforzaba por no in-
clinarse hacia ninguno de los dos bandos y predicaba,
para exasperación del párroco, un régimen de «vista gor-
da» en lo que atañe a los negocios de este mundo. Here-
dero de un fuerte caudal, que le permitía hacer su reve-
renda voluntad, era de esos seres que a nadie estorban,
que a todos divierten y se despepitan por evitar querellas.
El, a su manera vehemente, no dejaba de sermonear.
—ZLos difuntos, al cementerio. En cuanto a los que co-
lean, sobre todo a las mujeres jugosas, que son la obra
más meritoria del Señor, ¿para qué las obligáis a que
también se mueran a chorros? Escondidas detrás de las
ventanas, cuando se pirrarían por bailar o saltar. ¡No
pudiendo lucir cuerpo y gracias! ¡Teniendo que poner un
hocico hipócrita de tristeza cuando les bulle el reír en los
labios frescos!
—"Usted desbarra. ¿Adónde iríamos a parar si se prac-
ticaran esas teorías? —argiía, extremando el visaje frai-
luno, don Zoilo.
—-Vamos, vamos, menos música. Como si estuviera en
el confesonario, que arrieritos somos, ¿a que usted, a
pesar de sus votos, allí en la mocedad, le entraban ganas
de romper platos? ¿No se refocila hoy pensando en migar
hasta los topes una salsa espesa, no canta nunca sin lati-
najos?
Paquito, que frecuentaba el corro jaranero del «curita»,
partidario también del vino de «riñones», el que no co-
noce de trampas químicas,-le relataba al guarnicionero

219
sus «salidas» y ambos se regocijaban de su espíritu alegre
y vividor, que parecía un soplo de brisa en el mazacote
de pardos tejados de la llanura.
Pero, además, y con esa naturalidad con que se anudan
las simpatías, José y el tísico —palabra va, contestación
viene— se sabían de memoria las respectivas flaquezas y
aficiones. Sólo un punto eludía tratar el guarnicionero, ni
por casualidad le nombraba a su antigua novia, con ese
instinto discreto y cariñoso de las almas profundamente
terrenas.
Sin embargo, el cambio no le pasó inadvertido. Un día
se encontró con Paquito, después de la faena, cuando se
suele dar la vuelta remolona por la calle Real, acabada de
regar en sus aceras y zaguanes. El muchacho tenía más
febriles y rosáceas las mejillas, se le notaba muy alterado,
irritable, distraído. Se propuso José no preguntarle, pero
a medida que transcurría el tiempo crecía la reserva de su
acompañante, y no lo aguantó.
—A ti te ocurre algo serio, rapaz. O me tienes o no
me tienes confianza. ¿Para qué sirve uno, rábanos? No
todo es política y política. De carne y hueso nos hicieron.
A ti te picó la tarántula.
—No te enfades, hombre. A mí, pues, nada de par-
ticular. Berrinche porque no entregué un carro, el genio
del padre al que azuza ese Santiago...
—Pamplinas. Entérate de que no me meto donde no
me llaman.
—Muy susceptible estás. Bueno, ¿te cuadra estirar las
piernas por detrás de la iglesia?
Pasearon sin hablarse, como un cuarto de hora. Paquito,
a la disimulada, lo conducía por calles poco concurridas,
de esas con grandes tramos de bardas y corrales. Se le veía
reconcentrado, indeciso. Al fin le dijo:
_—Es muy grave, José. Mucho más de lo que te ima-
ginas.
—Hay cosas que ni a la almohada.
—Fatiga me cuesta.
—Calla o vomita, a tu antojo.
Paquito tenía la voz ronca y rasgada. Lo dicho, para
los dos y que ni la tirilla de la camisa se enterase, que se

220
jugaba la reputación de Eulalia. Se la tropezó por la ma-
fñana, a unos pasos de la herrería. Nada más divisarla se
le paralizaron lengua y albedrío.
—Está más guapa que antes... Y con unos ojos que
me sacan de tino.
Eulalia no lo rehuyó, sino que, por el contrario, pro-
vocó la charla. Y después de un penoso titubeo, de que-
mantes sonrojos, le dijo que «aquello no debía continuar.
Que si ellos se querían les importaba un pitoche la gente.
También en su casa se oponían a que reanudaran las re-
laciones. Pero ella no resistía más y si era preciso se ve-
rían a escondidas, arriesgando lo que fuese».
—Y tú, tan orondo —interrumpió José—, pero algo
más te guardas.
— ¡Júrame por tus muertos que no lo sabrá nadie!
—Palabra.
Pues se citaron para la noche, a la una, en la casa aban-
donada que está entre las eras y el cementerio.
—Yo no viviré muchos años, José, y no conozco el
abrazo de una mujer honrada.
—A lo mejor, haces bien. ¿Y si os resulta un hijo?
—No todos heredan la enfermedad.
—¿Y si la contagias?
—Si es mío, adelante. Aunque no me lo dijo, estoy
seguro.
— ¡Eulalia no es de cera!
Cada uno se marchó por su lado.
José, en la cama, rumiando la conversación, se sentía
intranquilo, se removía como si le pinchasen las sábanas,
fumaba cigarrillo tras cigarrillo. Contaba anhelantemente
las campanadas del reloj de la iglesia.
— ¡Qué feliz y temeroso al propio tiempo estaría Pa-
quito! Es un zagal tan bueno como el agua del monte.
Sólo por un instante le asaltó el resquemor de que él,
pobre diablo, ignoraba esas sensaciones. Siempre le co-
rrespondía la misión de secundar, achicado por su basta
apariencia física, por su falta de ascendiente. No era ca-
sual su soltería.
Pero esta agria consideración no tardó en desvanecerse.
Y se alegró con la dicha de que, en ese mismo momento,

ZE
debía estar saturado Paquito. Aunque luego viniera el re-
mordimiento, ¿quién le quitaba lo gozado? Bien visto, lo
que hacía era una temeridad. En los pueblos es difícil el
secreto y si se sospechara ¡aviados iban! Podían descu-
brirlos, por azar. Un trasnochador chistoso y curiosón po-
día dar al traste con sus entrevistas y ellos, cegados por el
ansia del cuerpo, no serían cautos.
La idea empezó a acosarle, le desvió la voluntad. Había
que proceder con gran sigilo. El vigilaría para que nadie
los estorbase. Apostado en un lugar dominante velaría
para que nadie los interrumpiese, para que no se truncara
su semisueño al relente, acostados en las yerbas. Natural
que lo haría sin avisar a Paquito, a la chita callando. En
el caso de que un impertinente los amenazase con su pre-
sencia, silbaría a todo pulmón, con aquella melopea que
era familiar para el amigo. Si el desconocido le preguntaba
por qué se hallaba a tales horas en paraje tan extraño, se
limitaría a contestar:
—No pego los ojos y vine a «veranear» donde nadie
me moleste.
Desechó el último escrúpulo, el reparo pueril de la
conciencia. Los tontos lo tildarían de «alcahuete». Cada
hombre tiene su balanza para pesar los actos y en su de-
terminación no había ningún interés inconfesable, ningún
móvil que no resplandeciese, humilde y afectuosamente,
ni rastro de regodeo.
Vistióse, terció al brazo la pelliza y salió por la puerta
trasera. Calzaba alpargatas para evitar cualquier ruido y
además andaba paso a paso. Escudriñaba, pegado a las
fachadas, al amparo de las sombras, evitando el carraspeo
que siempre lo delataba. Llegó, por las callejas de mala
muerte, a la linde de Las Encinas.
Estaba a corta distancia del tejar, a tiro de honda de la
casa abandonada. Se ocultó allí, tras las varas de un carro
desenganchado, y tomó por referencias de su emplazamien-
to la pajiza planicie de las eras, la corva blancura del
camino vecinal, notable en la oscura llanada por el brillar
rumboso de la luna.
Esperó, poseído de un temor extraño, como si en caso
de sorpresa él fuera el delincuente.

222
Salvo los ladridos de los perros y el esporádico croar
de las ranas y el disparatado concierto de los grillos, rei-
naba una calma tensa, como un hilo de seda condenado a
romperse.
Con escasos minutos de diferencia llegaron Eulalia y
Paquito y penetraron, deslizándose, por un boquete a ras
de suelo, en aquella destechada alcoba de piedra y tierra.
José aguardó unos momentos y luego cruzó como un gato
la era y se sentó en un montón de grava, casi a la en-
trada del cementerio.
Hallábase a unos cien metros de los mozos. Les volvió
la espalda y no hacía más que otear la salida del pueblo
y la carretera. Giraba la mirada a los cuatro vientos, pro-
curaba distinguir las impenetrables franjas donde la luna
menguaba su alcance.
Su desasosiego fue atenuándose. Ya no estrujaba, con
las manos velludas y sudosas, la boina; ya no le repique-
teaba el corazón con un galopar lejano e inmenso.
Unicamente escuchaba, de vez en cuando, los reprimi-
dos golpes de tos de Paquito, que se magnificaban al di-
fundirse en la atmósfera.
—+Eulalia no es parlanchina. Seguramente después, re-
costada en el muro, llorará con lagrimones que le mojen
los hoyuelos del cuello. Y no será de pesar.
Meditaba que el pueblo nada lograba contra ellos, con-
tra su atracción, simple y todopoderosa. Y allí, casi a la
vera de los sepulcros, bordoneaba, en ceñido triunfo, su
vida repleta de imposibles.
El primero en marchar fue Paquito. Al cuarto de hora,
en dirección opuesta, Eulalia. Iba tapada con un mantón,
mirando a su alrededor como un animal perseguido.
Dieron las dos de la madrugada.
La siguió el guarnicionero, extremando las precaucio-
nes. Era a ella a quien tenía que proteger, ahora. Desde
la esquina comprobó que estaba a salvo. Empujó Eulalia
la puerta entornada del corral y descalzándose avanzó
en la oscuridad y le oyó decir al mastín, con un silabeo
imperativo:
—Soy yo, Mariscal.
José suspiró con alivio.

223
XIII

«Escocían mis artículos. Es cierto que exageraba la nota


burlesca, que ponía a Santiago que no había por donde
cogerlo. Lo comparaba, salvando las categorías, con los
tiranos más bellacos que registra la Historia y de soslayo
me ensañaba en su ruindad. Porque hasta para la opresión
se necesita rango y no es lo mismo perecer zamarreado
por una tormenta que por una corriente enfermedad in-
fecciosa o un atropello vulgar.
A consecuencia de esta campaña, Santiago movió sus
peones del Ayuntamiento y quiso transformar en cañas
las lanzas. Le bastó una indicación, un gruñido, para que
los concejales, por gloriosa unanimidad, meneasen el rabo
y tramaran el homenaje.
La propuesta presentada, que intentaba ser un bofetón
para mí y los que me secundaban, era un documento de
imbecilidad supina. En él, tras el preámbulo de rigor, el
Municipio “denunciaba la obra calumniosa desarrollada,
por algunos descalificados contra nuestro ilustre convecino
don Santiago Morales, a cuyas dotes, consejos y sacri-
ficios tanto debe el pueblo”.

224
“Por ello, y como una desautorización categórica (prosa
del Secretario) de tales villanías disolventes, como una
obligada reparación al ciudadano que es ejemplo de vir-
tudes públicas y privadas, el Ayuntamiento en pleno acuer-
da concederle el título de hijo preclaro de este Concejo y
hacer entrega del mismo en solemne acto...”
La cosa, hoy, no pasa de revestir una dimensión al-
deana y minúscula y acredita tan sólo las retóricas capa-
cidades del ya aludido Secretario. Pero en aquel entonces,
por la falta de picardía, mis amigos cayeron en el cepo y
se sintieron personalmente ofendidos.
¡No iban ellos a mostrarse impasibles ante el escarnio!
Si pretendían provocarlos, replicarían.
En síntesis, la filosofía de «el que me busca, me en-
cuentra».
En el círculo de mis partidarios surgieron las propues-
tas más descabelladas. Según unos, procedía apedrear a
pecho descubierto las ventanas y balcones de Santiago.
Otros, más vengativos, aconsejaban que se incitara a no
pagar las contribuciones. Los moderados, en minoría, se
inclinaron por elevar al Gobernador un documento de
protesta, avalado con la mayor cantidad de firmas, ello sin
interrumpir los ataques periodísticos a mi cargo.
Entre estos polos debatíase el cónclave y yo no sabía a
qué atenerme, desconcertado sobre todo por el silencio de
José. Pero nos desperezó, con un reír escandaloso, el to-
niche exuberante de Paquito, al que últimamente notaba
—cosa muy extraña— como pletórico de vida nueva.
—«¿A qué cavilar? No seáis mangurrinos... ¡Les dare-
mos una hermosa cencerrada!
Tras breve reflexión asintió José y esto decidió el asunto.
—Lo de la pedrea, francamente, me parece una bestia-
lidad. Las piedras rebotan...
Chasqueó la lengua y, con su habitual parsimonia cuando
intervenía en una reunión, agregó:
—En cambio, la «serenata» es cosa que hará gracia.
Y a la que estamos acostumbrados. El más enemigo se
divertirá de labios adentro y hasta los niños de teta ten-
drán noticia de la «expansión».
Así se convino, sin más disquisiciones, y la «asamblea»

225
se disolvió jaraneramente. Al retirarme, pian, pianito,
me escoltó Marcial.
Pero este es capítulo aparte y me recuerda, una vez más,
a mi madre. A raíz de que el Milano fracasó en el aten-
tado, doña Gabriela, que no pudo menos de enterarse,
decidió poner manos a la obra y evitar que me taladraran
el pellejo. Supongo que después de meditarlo con ahínco,
le mandó un propio a Marcial, el arrendatario de nuestra
huerta y castañar, en el cogollo de Sierra Morena.
Luisa, que al revés de Fadrique simpatizaba con mis
locuras, me lo contó con pelos y señales. Marcial se pre-
sentó en menos que canta un gallo, se destocó con mucho
respeto...
—A la orden, nostrama. Años hacía que no la saludaba.
—Te voy a pedir un servicio.
—Si no es ir al cielo y volver...
Y Marcial se rascó la cabeza apepinada. La edad le
había dado ya tiesura de bacalao y le redobló, al decir de
los criticones, las malas pulgas.
—No soy de las que cobran lo de antaño, que lo di sin
cálculo, porque me salió... Yo sé que tú me tienes afecto
v que llevas bien puestos los pantalones. Se te puede con-
fiar lo que una más quiere: el hijo.
—No le dé pena, doña Gabriela. Lo mismo que le traje
el piano sin un arañazo, le cuidaré a Benito, no me despe-
garé de él.
—Veo que hasta allá arriba se cuela lo que aquí pasa.
—No soy sordo.
—Andan a cazarlo, por lo de la política, los podencos
de Santiago. Si Fadrique fuera de otra pasta, al hermano
se lo encargaría, que la sangre por la sangre vela. Pero
está ofuscado de codicia y me lo camela el viejo.
— ¡Cuña de la misma madera!
—Es peligroso. Puedes aceptarlo o no. Nada te fuerza.
Marcial se pasó la mano por el flequillo.
—Por si acaso, que algo barruntaba, me traje manta,
pelliza y alforja. ¿Dormiré en la cuadra o voy con la
cuñada?
—A tu conveniencia.
—Pues mejor cerca del gallo con espolones.

226
No solía ser efusiva mi madre. Seguramente se lo agra-
deció con una de sus inolvidables miradas, que lucían
como perlas.
Desde entonces no se me despegaba. No lo prevenía
nunca de mis pasos y, sin embargo, el taimado aparecía,
a cierta distancia, con aire de perro sumiso. Me molestaba
aquella tutela, hasta que un día reventé.
—«¿Es que soy un crío que necesita niñera?
—Una polvorilla es usted. Paciencia, paciencia.
—¿Y si te lo prohibo?
— ¿Le alzaría la gaita a un hombre que lo vio nacer?
Antes no se estilaba eso, Benito. Ni usted lo ha mamado.
Lo que ya colmó la tolerancia fue su cinismo «protec-
tor». A la semana de estar en el pueblo, convertido en
mi ángel guardián, se hizo el encontradizo con Santiago,
que en la plaza acababa de comprar una pareja de mulas.
Procuró el ladino que hubiese gente alrededor y con su
andar engañosamente renqueante lo abordó, y ni corto ni
perezoso...
— ¡Santiago, Santiaguillo! Lozano te conservas, no
hay rayo que te parta.
El cacique, intimidado, reculó contra la pared.
—No te asustes, cordero. ¿Ya olvidaste que jugamos
a hs trompo en amor y compaña?
—Déjate de cuchufletas. Más te valdrá labrar tu huerta
y no zascandilear por el pueblo.
—+Es que me regalaron un pajarico para que no lo frían
a perdigonazos. ¿Sabes lo que haría si lo hiriesen? Muy
sencillo: una mañana alguien se despertaría con la lengua
fuera y no se averiguaría el culpable. Me conoces, San-
tiago, y no las gasto chiquitas.
Dio media vuelta y se fue.
Cuando le reproché su exceso de celo y le dije que me
exponía al ridículo, que me tacharían de medroso, mur-
muró contrito e irónico:
— ¡Si sólo era una adivinanza! ¿Me cree usted capaz
a mí?
En fin, que me tocó aguantar al pejiguera y resignarme
a ser protegido.» ja

227
«A la caída de la tarde el Ayuntamiento estaba ilumi-
nado más que de usanza. La gente —mozas con los za-
patos recién lustrados, señoritingos emperejilados, gaña-
nes que van de recogida o a raparse las barbas— paseaba
con esa traza cansina e irritante de la normalidad, ajena
a lo que se cocía, pues tanto los de Santiago como los
nuestros fuimos con tiento y nada traslucíamos.
Nos habíamos congregado frente al Ayuntamiento, di-
seminados también por las cuatro esquinas, y a la puerta
de la posada, como unos ochenta, todos provistos de capa
o manta para disimular el contrabando. Este aire de cons-
piración determinó que los «inocentes», alarmados, se
apartasen unos metros pero de modo que no se les malo-
grara la curiosidad.
Empezaron a comparecer los concejales cuneros con
aire finchado y agrio, como de quienes no las tienen todas
consigo. En el término de un cuarto de hora supusimos
que ya deliberaban y a una señal —José sacaba el reloj
y le daba cuerda como a una carraca— se desató una tre-
menda algarabía de cencerros. Era un repicar tan desafo-
rado que debía perforar los tímpanos en dos o tres kiló-
metros a la redonda.
En primera línea, de los más alborotadores, Paquito
saltaba frenéticamente, golpeando con mortero de almi-
rez una olla de metal, abollada.
— ¡Santiago, Santiago, Gran Capitán!
— ¡Tiene la sabiduría en los cuernos!
— ¡Que se asomen los tiralevitas!
— ¡Sanguijuelas! ...
En réplica al escándalo, haciendo de tripas corazón, el
Alcalde se exhibió, con gesto severo y condenatorio, en
el balcón. Pero antes de que pudiera amonestarnos silbó
un cantazo con tal tino que le hizo tambalear, llevarse
las manos temblonas a la cara y retirarlas llenas de sangre.
Me quedé aturdido. Igualmente, mis compañeros. No
nos movíamos. Se produjo un silencio general, de estupe-
facción. Y cuando yo pensaba que nosotros no fuimos
con esa intención, que la piedra la lanzó un canalla inte-
resado en cargarnos la culpa, Marcial me agarró violen-

228
tamente del brazo y me derribó en tierra, con un empu-
jón tan vigoroso, que era inconcebible en él.
Tumbado, revolviéndome impotente bajo su presión,
escuché los disparos. Secos, muy hondos. Aquello me
prestó una energía excepcional, me libré de su garra y al
levantarme sólo vi los fusiles humeantes de la pareja de
la Guardia Civil, apostada en el zaguán del Ayuntamiento.
En el zumbido de sorpresa general, la ronca exclama-
ción de José:
— ¡Lo han matado!
Paquito yacía de bruces, levantada la tapa de los sesos.
Aún oprimía el mortero del almirez, la olla taladrada ro-
daba por los pedruscos.»

Transportaron el cadáver caliente a casa de los padres,


acompañado por una ristra de vecinos y testigos del su-
ceso. Valentín los recibió lívido, que ya alguien le co-
municara su desventura. Se encaró con Benito.
—No entres, que no sé si me contendré... Tú lo em-
pujaste a la perdición, con tu labia. ¡Y estás sano y
salvo!
El hombrachón se tragaba y se mordía los gemidos.
—El único hijo, el único hijo.
Salían de las estancias mujeres alumbrando con palma-
torias. Gimoteaban las plañideras y en la sala se coloca-
ban sillas para los visitantes. Benito ni intentó replicar,
agachó la cabeza y se retiró, siempre seguido de Marcial.
Pero José, sin hacer caso de las invectivas, insensible
a lo que no fuera su pena, se quedó y no se cansaba de
mirar el rostro desfigurado del amigo y de recordar el
manantial maravilloso de su risa y de lamentar cuán
pobres y breves son las alegrías de este pícaro mundo.
El dolor lo absorbió de tal modo que no conseguía
meditar en la razón de lo ocurrido, él, por lo común tan
dado a las reflexiones. Ni siquiera reparó en la ausencia
de Benito, ni se dio cuenta de que por allí merodeaba
Santiago, con sus puercos visajes de pésame.
Miguelillo, el cura irreverente, inició en voz alta el
Credo. z

229
Aquella noche en Las Encinas descansaron, por lógica,
guitarras, bandurrias y triángulos.

Se sentía Benito vagamente, insistentemente responsa-


ble de aquel airado desenlace. La visión odiosa, las emo-
ciones turbulentas se le entremezclaban al frío enjuicia-
miento de lo acaecido. Se notó, en forma súbita, maduro
de temperamento, con un áspero poso de vejez que se
cuela de rondón.
Ni le cabía duda de la provocación, de que la descarga
de la Guardia Civil era el remate de la trampa urdida
por Santiago. ¡Como si hubiera sido testigo de su perra
conciencia! Llamados por el Alcalde, con el señuelo de
que «ellos» intentaban asaltar el Ayuntamiento, los de
«la autoridad» penetraron por la puerta falsa y al origi-
narse la agresión dispararon, que es lo obligado.
Adoptó una resolución. Ya la lucha había adquirido
un cariz irreparable. Callar o escurrir el bulto era indig-
no. Nunca se le había mostrado con tal firmeza el deber.
Y la indignación que le ardía en las entrañas no era de
las que admiten aplazamientos.
Se encerró durante dos horas en el despacho y al salir
se cruzó con doña Gabriela, tocada de velo negro, largo.
—Voy al duelo. A mí no me echarán. ¿Y tú?
—A Valdepeñas, a tirar por la calle de en medio. Es
posible que más adelante necesite dinero, todo el que
haga falta, aunque tengamos que pedir limosna.
—Siendo con la frente limpia...
Benito montó en el jaco y marchó al galope. Con la
misma velocidad, pero a cierta distancia, en otro caballo,
como el cuerpo al espíritu, le seguía la silueta angulosa
de Marcial.

Desde un principio la partida era desfavorable para Be-


nito. Derrotado en las elecciones, teniendo en contra la
influencia del cacique y sus «aldabas» con el diputado, y
a través de él en el Ministerio de la Gobernación, el ene-
migo infló especuladoramente el aspecto sangriento y sub-
versivo de los sucesos.

230
¿Sólo una alteración del orden, que arrojaba el balance
de un muerto?
Sencillo resultaba a Santiago hacerlo figurar como un
perturbador, como un despechado y ambicioso. De otra
parte, para Benito reclamar una investigación, denunciar
el comportamiento de la fuerza pública, significaba indis-
ponerse, sin paliativos, con autoridades y jueces. El hecho
de que él, propietario, familiar de gente poseedora de
tierras, lo exigiera, le aseguraba el odio implacable de
los que tienen y pueden, de la riqueza y del mando, le
concitaba una furibunda hostilidad.
Lo veía serenamente, comprendía ahora la magnitud de
la trampa. Quiso, confiado en sus solas fuerzas, sin más
recursos que los que en el pueblo podían agruparse,
dirigir una lucha aislada para eliminar a un enemigo que
era porción de todo un sistema, vasto, ramificado. Era
tarde ya para rectificar, se dijo. Resta aguantar el tipo
y aquí se le encabritaba el orgullo de su casta, el amor
propio, el puntillo de la hombría, eso de no pedir tre-
guas. Solo concluiría, solo aunque vencido, pero sin re-
bajarse.
Sudaba el jaco, que la llanura parece infinita y lejana
está Valdepeñas. Muy entrada la noche, con el amanecer,
avistaría su caserío.
Se secó los lentes empañados, amortiguando por un
momento la carrera del animal. La soledad del campo era,
por lo pronto, la suya, la de su destino. No ignoraba que
la gente no es de hierro, que la parentela, impresionada
por el cariz de la lucha, lo abandonaría aún más. En
cuanto a los que no tienen qué llevarse a la boca y viven
de jornal, con la ilusión de adueñarse de unas tierras,
resistirían más pero no indefinidamente.
Espejeaban, como fundidas tiras de plata, en la oscu-
ridad repleta de sonoridades, los raíles del ferrocarril.
Pasaron junto a una casa. Se oían, profundos, castañe-
teantes, los ayes de una parturienta. Para siempre se le
grabaron en la memoria.

«Al cabo de varios meses, era el cuento de nunca


acabar —madeja, la vieja. —

231
Al artículo con que abrí el fuego, llamando asesino
y ladrón a Santiago, con todas las letras, le siguió el
proceso por «injurias y calumnias», del que, a costa de
prodigar dinero con abogados y de azacaneos y de no
doblegarme, salí absuelto. Pero después, invariablemente,
nueva publicación y nueva denuncia.
En Las Encinas me miraban de reojo y me rehuían,
salvo unos cuantos. Lo que antes tuviera cierto carácter
de antídoto contra el aburrimiento se trocó en fastidio
y en desvío. Los señoritos, los que nominalmente eran
de mi clase, ya no hallaban solaz en acudir a los juicios,
en caravana de jolgorio, al igual que se asiste a un es-
pectáculo. Y cesaron de comentar mis gestos en el ban-
quillo de los acusados y mis desplantes por escrito.
La vida en el pueblo no variaba, volvió a su cauce
estancado. Regocijaba más una broma gruesa de Atilano
o un arrebato de evidencia de la Sinforosa o un pique
entre los aficionados al teatro por determinar a quién
corresponderían los papeles más destacados en un dramón
de Echegaray, de esos que hacen llorar a moco tendido.
Ya no pensaban los de Santiago en descerrajarme un
tiro. Empleaban una táctica distinta y sagaz, la del can-
sancio, la del cerco de opiniones torvas, el irme robando
con venganzas y amenazas a los pocos adictos. Marcial,
que no tiene un pelo de tonto, retornó, sin más explica-
ciones, salvo las que a mi madre diera, «ya no corre pe-
ligro», a la huerta de la Sierra. Fernando parecía más
aferrado a su rencor. El guarnicionero fue de los que no
desertaron, si bien en su reserva percibíase el desaliento,
más sintomático, porque, en lo personal, nada temía.
La situación me agrió el genio. A la menor chispa,
reñíamos Fadrique y yo, pues, poco a poco, hipotecamos
la mayoría de las propiedades y los compromisos eran
un saco agujereado. Pasaba por la calle con ademán alta-
nero, sin mendigar un saludo. Exceptuados los contados
ratos que me exigía la mermada hacienda, me encerraba
en casa o charlaba —con amargura, sin migaja de ilu-
sión— con algunos amigos, los restantes.
La única que entonces acreditó justa entereza fue mi

232
madre, y viéndola nadie hubiera barruntado el trance que
sufría. Don Arturo sí nos advirtió:
—Esa mujer se estruja el ánimo y lo pagará con creces.
Cuando —creo que el proceso hacía el número cator-
ce— me condenaron a diez años de destierro de Las En-
cinas, y se desestimó el recurso de apelación, dí por con-
cluida la tarea, con cierto respiro. Me iría a Madrid, a la
ventura, derrotado y arruinado. Aún joven, pero ya es-
céptico.
Me acordé, en tal coyuntura, de Jacinta. Sabía por
referencias de aquí y de allá que la tenían bajo llave, por
su inclinación. Y yo sentía, en aquel instante, un pro-
fundo anhelo de ternura, de compañía.
La víspera de marcharme, de madrugada, sin que nadie
me oyese, rondé por los alrededores de su casa, y al am-
paro de las sombras salté la tapia, tamborileé en su ven-
tana, al alcance del árbol donde me había encaramado.
Estaba demacrada, pero denotando —en la fijeza de
los ojos, en un no sé qué de toda la fisonomía— un
raro aplomo, una seriedad que inspiraba respeto. Me es-
cuchó, sin rebatirla, una declaración de tardío cariño y la
propuesta de venirse conmigo, a compartir mi suerte.
—No, soy una mujer que decentemente no puede ufa-
narse de su madre. Te lo achacarán siempre, no me ten-
drías fe después —contestó.
Intenté en vano disuadirla de su absurdo criterio.
—+Es inútil. Vete y no tengas mal recuerdo. Te quiero
tanto que para que no fueses de otra capaz sería... Vete.
Y cerró la ventana con un golpe seco y colérico. Siguió
a oscuras la habitación. Aguardé, sin moverme. Sabía que
ella me espiaba tras los visillos, enloquecida, incapaz de
llorar.»
Doña Gabriela arregló la maleta, le preparó con sus
manos una tortilla de patatas, cortó un pedazo de queso,
rebañó unas onzas de oro. Esta vez evitaba mirarlo cara
a cara.
—¿Qué harás? Poco puedes esperar de nosotros.
—Trabajar.
Como todos los días la campana de la iglesia anunciaba
las horas. Como todos los días.

233
Pero ya se oían los pasos remolones de José.
—Es tiempo de despedirse, madre.
La palabra, tan dicha y redicha, sonaba a cuño de mo-
neda, a cacho de tierra, a lana blanquísima.
—Te acompaño.
Se quitó el delantal y se puso un chal de flecos gordos
y esponjosos y lo precedió. Luisa se quedó gimoteando.
Detrás iba José, llevando a hombros el equipaje. Se
dirigieron a la calle Real. Cuchicheaban las vecinas al
cobijo de los portales, salió a la puerta el barbero, algu-
nos ociosos, parados al sol, saludaron, más que nada por
cortesía.
Rápidamente Benito la besó en ambas mejillas y subió
al carromato, frente a la posada. Estrechó la mano fría
del guarnicionero. Arrancó el vehículo.
Sin curvar el espinazo, sin aguardar a que desaparecie-
ra de su vista, regresó doña Gabriela. Andaba con prisa,
temerosa de traslucir su ira desbordada.
Desde la botica, Santiago y Atilano la contemplaban
con sorna y ella les gritó, para que todos lo supieran:
— ¡Maldita sea vuestra sangre!
Y continuó el camino. Le venía a la imaginación, con
viveza indescriptible, los detalles de su entrada en Las
Encinas, al lado de Alejandro; se representaba la llanura
seca y retorcida de alma, el albo fulgir del camposanto,
las eras, las estribaciones cárdenas y violetas de Sierra
Morena.
Borboteaba su encono.
Que ya no lo vería más, que su vida entera equivalía
a una preparación de este irremediable abandono, que le
tocaba pudrirse en los rincones, hasta que la máquina del
corazón se negase a palpitar. Pensó, no en su riqueza
perdida, sino en el hijo en que ella se había forjado y en
cómo permitía Dios que se lo arrebataran, que lo hun-
dieran y que los malnacidos se burlasen... Le daba miedo
meterse en la casa, en aquel mediodía de luz cegadora, y
hallarse rodeada de recuerdos lacerantes, sin una gota
de esperanza, ya estéril y resignada, como la llanura.

234
El vencido
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Se le conocía, con notoria exageración, como el Palacio.
Era un edificio maltrecho, largo y hondo, de una sola
planta, sepultado en sombras por los árboles de la plaza,
la mole próxima de la iglesia parroquial y su torcida orien-
tación solar. Antiguo convento de dominicos, fue cons-
truido a los pocos años de fundar la villa jaenesa nuestro
señor Don Carlos III, allá en las agonías del siglo xvrI1.
Al sobrevenir la desamortización de Mendizábal lo com-
pró, con el raquítico huerto empotrado a su espalda, un
boticario de ideas liberales y regular fortuna, don Leopol-
do Méndez, que se valió para el apaño de no muy limpias
influencias. El volteriano —<de talla achaparrada, tez ti-
rando a cenicienta, calva circular y chicos ojos, según un
viejo cuadro que sus herederos guardan todavía, reverente-
mente— lo «industrializó», sin arredrarle la fama maligna
que recaería sobre su linaje. Con ligeras obras convirtióse
cada celda en un cuarto corriente, en comedor de posada
el primitivo refectorio y —¡oh, sacrilegio!— la airosa
capilla en almacén de granos. El patio, otrora transitado
por los frailes, no tardó en ser abigarrada callejuela donde

237
se tendían ropas a secar, jugaban y peleábanse a cantazos
y mordiscos los chiquillos, zurcían y despiojábanse las co-
madres, se dedicaban a su ruidoso trabajo los artesanos.
El Palacio le había costado a don Leopoldo cuatro ocha-
vos. Gracias a su expeditiva manera en los negocios, fue
para él mediana fuente de ingresos y el inicio de su enri-
quecimiento. Pues el azar o la realidad, o como se le
quiera llamar, le hizo prosperar a grandes zancadas, con-
tradiciendo así las predicciones rencorosas del bando ene-
migo. Tuvo siempre el boticario especial estima por el
caserón, al que consagraba una atención quisquillosa y,
hasta cierto punto, amante. El Palacio le significó no sólo
el venturoso arranque de una feliz era personal, la palanca
de especulación para comprar a vil precio los mejores oli-
vares del término, sino el símbolo imponente y tangible
de su poder social, el reto a los prejuicios que implacable-
mente odiaba. En él, intereses y convicciones entrelazá-
banse de modo naturalísimo. Y cuando coligió la inmi-
nencia de su muerte, obtuvo solemne promesa del hijo
único de que, por ningún concepto, vendería el destarta-
lado inmueble, compromiso adquirido a su vez, en igual
trance, por nieto y biznieto como un irrenunciable deber
familiar.
En tanto que construcción, el Palacio no era nada del
otro jueves. Uno se hace cruces de las singulares emocio-
nes que debió de representar para don Leopoldo, a quien
de esta peregrina suerte endulzó el seco ánimo. En la parte
exterior, salvo el portón de amplias dimensiones, bueno
para entrada de yuntas, deslucido por las lluvias y algunos
desahogos ciudadanos, lo demás no valía la pena, ofrecía
un siniestro aspecto, utilitario y burdo, de tosco estilo, ni
siquiera paliado por dos rejas tripudas, que se prolongaban
hasta el suelo. Dentro, la uniformidad conventual alterá-
base en la covacha del zapatero, la carpintería de Dimas,
el almacén de granos y el trasiego de la posada que, pasito
a pasito, había ido extendiéndose hasta ocupar en su
mayor parte aquella ristra de habitaciones húmedas, de
estrechez disciplinaria.
Entre inquilinos y dueño existía una relación tradicio-
nal, intransferible a extraños e intermediarios. La carpin-

238
tería pasó a manos de un sobrino de Dimas, cuando éste
ya no pudo con sus huesos. Los Melgar, en las diversas
ramas del macizo tronco, detentaban el almacén de granos.
Los remiendos zapateriles se transmitieron de la misma
forma, y en cuanto a la posada, el ama, fresca la viudedad,
se encaprichó con un taranto pendenciero que se alzó con
el disfrute del comercio, cuando a la pobre Filo la llama-
ron a más plácida vida. Pero ésta es una mínima variante,
que no cambió en lo esencial el curso ordenado, mansa-
mente previsto, de los acontecimientos.
En lo físico y en lo moral los Méndez se parecían asom-
brosamente. Desde el fundador de la dinastía, don Leo-
poldo, al hijo, Damián, enriquecido por su cuenta y riesgo
en la explotación de unos tejares, y al nieto, Emilio, que,
más moderno, instaló una imprenta de cierto viso. En
líneas generales, el aspecto de la familia llevaba trazas
de perpetuarse, el aire de la sangre marcaba sus sienes
abolladas, las manos cortas y gruesas, la piel terrosa. Y en-
tre sus hábitos, privaba uno, el cálido apego al Palacio,
la necesidad de cobrar en persona los alquileres —una
vez al año, en las vísperas de San Juan de la Cruz—.
Procuraban resolver patriarcalmente los pleitos mínimos
de los vecinos, hacían acto de presencia, aparentando dis-
tracción, los sábados por la tarde, para evitar reyertas ma-
yores si por desgracia alguien bebió más de la cuenta. Y al
enumerar sus propiedades hablaban del Palacio en pri-
mer lugar, trémulos de íntimo goce los labios paliduchos.
De los habitantes del Palacio, por chispazos de simpatía
el sobrino de Dimas era el preferido de don Emilio, su
«ojito derecho». Le agradaba charlar con él, observar
cómo salían rejuvenecidas de sus manos las sillas desahu-
ciadas, cómo transformaba los aparadores desvencijados.
¡Daba contento al cepillar la madera, con sus rápidos y
enérgicos movimientos, sólidamente apoyado en las pier-
nas zambas! Era entonces un mozarrón de pelo rojizo,
alegre de genio, pagado de su soltería. Cantarín y lengua-
raz, improvisaba «versos de humor», no rehuía su rato
de conversación, particularmente si ésta giraba en torno
a inocentes malicias. Don Emilio llegaba a perdonarle los

239
atrasos y no le importaba su justa fama de informal y
pródigo.
—.¿Sentarás la cabeza, Juan? Si fueras constante, ten-
drías unos ahorrillos, lo necesario para no preocuparte
del porvenir —reprendíale insistentemente don Emilio.
—Me revientan las obligaciones.
— ¡Pero es que llegarás a viejo!
—Para largo me lo fía.
—A ti debieron darte calabazas, de zagal.
—Frío, frío, don Emilio. Escarmiento en pellejo ajeno.
Casándose, la libertad se pierde. ¡Y hay otros peligros...!
—No seas tunante.
—Ahora, con el trabajo que me cae, da de sobras pa ir
tirando. Y cuando no aguante los riñones, me iré con mi
hermana al pueblo. Allí no me faltarán nunca un rincón,
unas sopas calientes. Y a estirarla en paz, bien arropao,
talmente un canónigo. No necesito quebrarme los cascos.
—No harás nada de provecho.
—Pero no me caliento los sesos, como usted, con dis-
cursos y mítines. Verde y morao lo ponen las beatas.
¿Qué saca en claro? Pero el difunto don Dimas y el finao
don Leopoldo ya se lo inculcaron. ¡Bonita herencia! De
casta le viene.
Don Emilio optaba por tomar a broma su «filosofía» y
se despedía campechanamente. Sin explicárselo, quizás
por atavismo de una rama perdida de parentela, el con-
traste con su escrupuloso orden económico y sus severas
manías de republicano ortodoxo, le era indispensable,
cual un río hinchado de corriente, desatado de cauce, que
reflejase su figura rígida y firme, apostada en la orilla.
En una mañana de noviembre, cruda de aires, diáfana
de cielo, don Emilio sintió la comezón de dar una vuelta
por el Palacio. —Sí, nunca está de más un vistazo, habla-
ría con Juan, una de sus distracciones inofensivas, pretex-
taba. Y de paso, le contaría que ya era padre: aquella
madrugada Inés parió una niña de cuerpo débil y faccio-
nes armoniosas. Es raro, pese al susto, a la inquietud pa-
decida, al sueño trunco, no estaba ni pizca de cansado.
Pero se preguntó: ¿tenía algo de común Juan con su dicha
o su desventura? Sin embargo, le acuciaba comunicárselo,

240
mas de manera que pareciese una noticia ordinaria, como
si él no hubiera ido expresamente...
El carpintero lo recibió con un gesto tímido, insóli-
to en él,
—¿Qué, hombre? ¡Si no vengo a recordarte el piquillo
pendiente! Ya lo liquidarás. Pensé, antes de meterme en
la imprenta pasaré por el Palacio, a ver si hay novedad.
Anoche diluvió hasta la madrugada y habrá que reponer
algunas tejas.
Juan se le queda mirando con manifiesta indecisión.
—El infeliz, sabe usted, no tiene techo donde ampa-
rarse. Ha venido a ver si encuentra trabajo en las minas,
pero está maniatao con el cuidao del niño.
— ¿En qué gaita soplas? Si te entiendo, que me aspen.
—Es un embrollo, y yo un torpe. Se trata de Remigio,
uno de mi pueblo. Lo ha abandonao, como se tira un gui-
ñapo, la mujer. ¿Usted no conoció a la María? Una hem-
bra fina, de rechupete, de esas que se recomen y estallan
cuando menos se barrunta. Guapa de verdad, se lo digo
yo. Cerrao el pico, una lumbre escondía: se nota con la
quemadura. Y lo dejó. Alguien, de esos que van con un
trapo delante y otro detrás, de la Ceca a la Meca, la en-
gatusó, y adiós muy buenas. El Remigio es de pasta flora,
un sonsaina. Pero tiene su orgullo y no quiso ser la co-
midilla de los vagos, ni que se rieran de su vergúenza.
Se ha plantao aquí con el muchacho, en busca de faena.
El renacuajo no levanta de mi rodilla.
—-¿Y qué puedo hacer yo en este lío?
—Mientras encuentra acomodo y donde ganarse el pan,
en algún sitio han de meterse. ¡No voy a consentir yo!
—Y...
—Hay un cuartucho en el rincón del fondo, pegado a la
cuadra de la posada, allí ponen los trastos inútiles. No
será muy caro. Pues se desocupa, se barre, ¡y todo de
perilla! Yo lo pagaré, hasta que el Remigio pueda.
—e¿Tú? ¡Si sudas para salir adelante con lo tuyo!
—Arrimaré el hombro; no tenga quimera. Cuidaré al
crío y partiremos lo que haya. El padre estará así más
desahogao.. z

241
—.¡Si te empeñas! Ya ajustaremos el precio. Y hasta
más ver. Tengo prisa.
—Con voluntad, lo imposible se arregla.
Don Emilio, desde el portón, le grita:
—Y tú renegabas del matrimonio. El diablo te lo trajo.
Y el carpintero, enarbolando jubilosamente el martillo,
le responde:
— ¡Estaría escrito!
Don Emilio atraviesa la plaza, se interna en la Corre-
dera, la calle galana de los señoritos, que desemboca frente
al quiosco de la música, junto al Ayuntamiento.
Y se da cuenta de que no le dijo a Juan ni palabra del
nacimiento de su hija. Tonto, mil veces tonto. El barbián
desvía siempre el agua a su molino.

El niño cumplía por entonces los siete años. Crecía


desmedrado, transparentando una robusta osamenta, que
después, bien cubierta de carne, le prestaría solidez y
apostura. Usaba el pelo cortado en flequillo y debajo de
ese alero se agazapaban unos ojos redondos, de gris brillo
pertinaz, casi inmóviles. Largo de brazos y un poco cat-
gado de espaldas ya, producía una inexplicable sensación
de cosa hecha y pasada. Como lo arrancaron tan mollar
de la casa y madre donde balbuceara, y lo echaron a rodar
por esos caminos, conservó un temblor reprimido, lejano
azogue de susto, dolorosa cortedad de palabra, una es-
pecie de traba Íntima para correr y alborozarse cual a su
edad correspondía.
Nada entendía de aquel cambio, de sus motivos. Ni
cuando, al no hallar traza de la madre, él mismo la buscó
desolado por las habitaciones y el corral, en los alrede-
dores. Después se sentó en la cocina, sobre un haz de leña,
y quiso y no pudo llorar. Recordaba que, al despertar,
la cama de «ella» —dormía en la pieza contigua— no
estaba deshecha. Durante un rato no logró reponerse de
la sorpresa que le produjo tan escandalosa quiebra de la
costumbre. Vistióse con torpe premura y fue de una en
otra habitación, en pesquisa de su rastro, asaltado sin
embargo por la intuición desesperada de su fuga. En unión
de ella huían su voz gruesa y lenta, su calor de ascua, el

242
matorral áspero y dulce de su presencia, la blanda cadena
de sus gestos.
Después, registró nuevamente cuarto por cuarto, sin
atreverse a salir a la calle, temeroso de que tía Camila, la
hermana única del padre, lo encontrara y le preguntase
algo. Había reparado en que «ella» —así la llamó desde
entonces, inconscientemente— dejó abierto, y casi vacío
de su ropa, el baúl grande: faltaban, entre otras prendas,
su pañuelo negro de cabeza y el mantón de flecos, una
blusa de lunares y los zapatos de vestir, con sus tacones
altos y lazos en los empeines.
Avanzaba la mañana, encapotada al principio, rasgada
más tarde por un vacilante sol otoñal. Y Miguel se estre-
mecía, aterido, tembloroso bajo un pasmo que se le co-
laba, cual cuchilla de viento invernal, en el tuétano de los
huesos. Y de pronto, temió que su padre pudiera venir,
su trabajo en el cortijo estaba a punto de acabarse y, ade-
más, era sábado y él solía bajar unas horas. ¿No le había
oído decir...?
—Arriba, se acaba la faena. Unos cuantos días más y
volveré. Para una temporadilla bajaré troncos de la sierra.
Se venderán bien, con los fríos. ¡Ya veremos! ¡Si tuviera
un cacho de tierra mía!
Por primera vez el niño pensaba reflexivamente, a su
modo, en el padre. Apenas se había rozado con él y sólo
recordaba un regalo suyo: por la recogida de la aceituna
se presentó con unos pantaloncillos de pana, domingueros,
flamantes —¡cómo crujían entre los dedos! — y una cha-
queta de lo mismo. Paraba poco allí y, por lo general, era
gruñón, silencioso. Llegaba molido del trajín, sin más
ganas que echar un bocado y acostarse. Alguna vez le
aconsejó:
—Empiezas a «cuajar». No te me vayas a aparecer llo-
riqueando porque los mocosos te suelten un mamporro.
Piedras hay en la calle y no te creo manco pa contestar.
Entérate, por enero te pondré en la escuela.
Se retorcía los bigotes y tornaba a su callar ceñudo. En
ocasiones, de anochecida, se impacientaba, seguía con la
mirada turbia todos los movimientos de «ella» y el niño
percibía la ronca tensión con que solía ordenarle:

243
—Acuéstate, mujer. Y tú, no te hagas más el remolón.
Y a él le parecía que, en esos momentos, la madre lo
desnudaba con calma hosca, como deseosa de ganar tiem-
po. Pero Remigio, en la cocina, tosía y tosía.
Nunca le llamó padre, sino sólo de usted. Existía entre
los dos una separación insuperable, una erizada descon-
fianza. No acertaba a comprenderlo, incluso le hubiera
avergonzado confesar a la madre aquel sentimiento.
En estas meditaciones, que revestían en su conciencia
tintes de pesadilla, olvidó su hambre. Por él, allí habría
continuado largas horas, ajeno a la vida normal, roto el
cordón que al hogar le unía, el cordón de un ombligo tras-
cendente de lo corporal, que se oculta en el tejido de los
nervios, en misteriosos rincones del cerebro. Pero, inte-
rrumpiendo su abstracción, resonaron en la calleja los
cascos de la mula, abrióse la puerta. Debía ser al filo del
mediodía.
Frente a él estaba Remigio, el padre. Era el mismo de
antes, y no obstante ahora se le antojaba un desconocido.
Su actitud revelaba la rabia ciega que le roía. El niño
comprendió que sabía lo ocurrido, y ni siquiera habría de
preguntarle algún detalle. No lo saludó, no cambiaron
una sola palabra. Remigio inspeccionaba las habitaciones,
revolvía los escondrijos. Sacó de la mesita de noche unos
zarcillos de plata y los pisoteó, sin grandes aspavientos,
mientras se mordía los labios agrietados. Descolgó de la
pared una fotografía de «ella» y la quemó en las brasas
de la chimenea. Iba recogiendo y destruyendo, con sordos
desahogos de ira, todos sus vestigios. Sin que se le des-
compusieran sensiblemente las facciones, detenidas en una
contracción brutal.
Al niño le frió unos tasajos y como iniciara un ademán
denegatorio, le ordenó agriamente:
— ¡Obedece o te rompo el pescuezo!
Los ruidos pueblerinos de siempre penetran desvane-
cidos y opacos. Miguel, atragantándose, bajos los ojos,
muerde la pringosa corteza de pan. Tiene un miedo difuso
ante lo que ha de ocurrir dentro de pocos minutos, cual
si descifrase las bocanadas de aire que ya presagian la
lluvia dañina, el pedrisco, bárbaros sucesos.

244
El padre ha desaparecido sigilosamente y Miguel, ad-
vertido por un oscuro instinto, se asoma a la ventana
que domina el corral. Quisiera no ver, mas una fuerza
superior le impulsa. —Remigio le tuerce el cuello, una
tras otra, a las gallinas; clava su navaja en los flancos de
las dos cabras flacas y se detiene, indeciso, junto a la por-
queriza, bañadas de sangre animal las manos rudas.
Con un gesto de cansancio —se adivina el resoplido
lastimero de su respiración— se acerca al brocal del pozo
y se lava en el cubo descolgado. Miguel se desliza a la
silla que ocupaba, temeroso de que sospeche su espionaje.
¡Pero no le tiene miedo, no le tiene miedo! Experimenta
un dolor pausado y envolvente, una atonía tan absoluta
que le haría soportar, sin un quejido, castigos y sufri-
mientos, insultos, vejaciones. Ello, en su mente, le iguala
al padre, nivela su poder terrible.
Hasta que oscurece, Remigio lo acompaña en la cocina,
incapaz de despegar los labios. Fuma con chupadas pere-
zosas, se levanta para reavivar las llamas, sale a preparar
unos envoltorios. Ya bajó a echarle pienso a la caballería.
Y el tiempo gotea sobre la piedra de su aislamiento, los
cercena de la rutina y del orden.
— ¿Adónde vamos?
—Por ahí, a las minas. Tápate bien con la manta.
La mula camina por callejuelas solitarias. Hace unos
minutos, y parece interponerse una eternidad, el padre
dio dos vueltas de llave al portón, lo acomodó a lomos
de la bestia, entre una serie de paquetes fuertemente cin-
chados. Le puso antes una bufanda y lo abrigó con brus-
quedad. Emprendió la marcha detrás, ligero el andar,
bamboleante la cabeza.
Miguel lo observa de soslayo y sólo percibe la candela
roja de su cigarrillo. Lo demás, es un amasijo de sombras,
un desfile de paredes irregulares, desconchadas. Parpadean
las luces del pueblo y silba en las cercanías, rodeándoles,
un silencio vasto e insondable, que se explana en las lin-
des de los campos despejados y oprime, con el efluvio
de su negrura, la garganta. ¡Le agradaría tanto que se
rompiera esta quietud! ¡Ojalá brotase un reguero de

245
gritos violentos, algo brutal e inesperado que sacudiera
su desidia!
Bordean al fin la estación del ferrocarril. Remigio vacila
unos segundos y el niño oye, jadeante, la máquina de su
aliento.
Carretera vecinal adelante. El sueño comienza a rondar
y Miguel se esfuerza para que no lo derrumbe. Á_unos
pasos, el padre prende de nuevo la yesca.
—Tu madre ha muerto. No se te ocurra mentarla.

Le han comprado prendas de luto, y el alma del niño


se debate en una prisión de telas fúnebres. Por intuición
aunque alguna comadre intentó tirarle de la lengua, elude
hablar de «eso». Se considera forastero en el Palacio y
tampoco se atreve a husmear todavía por sus celdas y
naves. ¡Si no fuese por el carpintero!
Tras dos días y dos noches de viaje esquivando los
poblados, avistaron el nuevo lugar, la ciudad. Desde el
montículo de la ermita distinguíanse las rectas líneas de
sus calles trazadas a cordel, semejando un tablero cepi-
llado y gigantesco. Verdeaban con claras notas las huer-
tas, su extensión y riqueza hacíanse patentes a lo lejos.
Casas de reciente construcción, riadas de luz en los teja-
dos, proyectábase el sol gozosamente en las cristaleras
de los corredores.
— ¡Ya llegamos!
Y el padre hincó la vara en la grupa de la mula. Para-
ron en un ventorro y Miguel tuvo que beber un sorbo de
aguardiente.
—-Pa quitarte el destemple. Así te entonarás.
Juan los recibió con cariñoso alborozo. Como pariente
y paisano, él les ayudaría. En charla aparte del carpintero
y Remigio se fijó el plan de vida.
—Hiciste lo más sensato. ¿Pa qué aguantar el bochor-
no, y los dimes y diretes? A mudar de aires, y en paz.
El oficio de minero lo aprenderás pronto. Un par de bra-
zos no te faltan. Y aquí, si se enteran, a nadie le impor-
tará más de lo justo la desgracia. En cuanto al chiquillo,
mientras buscas faena, yo me encargo. Con don Emilio
arreglaré lo del cuarto. Y no te achiques, antes de que se

246
termine el dinero que traigas, tú avisa sin reparo. ¡Esta-
ría bueno!
Y se dirigió a Miguel.
— ¡Qué seriote estás! Lo que a ti te conviene es jugar.
Si sales a la plaza, amigos encontrarás a manojos.
El niño dudó un instante y desviando la mirada osó
replicar.
—No quiero.
—Se entiende. Te sientes extraño. Poco a poco te amol-
darás.
Tácitamente, Miguel prefería acomodarse en un banco
de la carpintería y, avanzada la confianza, decidió insta-
larse sobre un montón de tablones, el escenario de sus
rumias. Temía el contacto con la gente.
—Te espabilarás. Voy por altramuces y garbanzos tos-
taos, pa que te distraigas. Hombre, podías calentarme la
cola. ¿Hace?
Como remigio al par de días ya iba a la mina, Miguel
se convirtió en el compañero inseparable de Juan y era
su ayudante en los quehaceres sencillos. Para enero —así
se lo han prometido— irá a la escuela. Conoce algo a
don Emilio, contempla el frecuente ir y venir de los arrie-
ros, se aventura en pequeñas excursiones cautelosas por
las calles próximas.
Una buena tarde, intenta recordar el rostro de la madre
y siente con angustia que sus rasgos son vagos y borro-
sos, resbalan y se despeñan en la lejanía, por las simas
de la memoria. Está solo, del todo.

247
II

La escuela significó una etapa distinta en el vivir os-


curo y árido de Miguel. Era como si ante sus propios ojos
adquiriese mayor importancia, equivalía a forcejear, en
lucha constante y cruda, con la sociedad, un monstruo
imprecisable para él. Juan —su padre madrugaba más,
con el puntillo de estar a tiempo en la mina— lo desper-
taba, fiscalizaba su aspecto, preparábale el desayuno, un
tazón de café con leche, migado hasta los bordes.
—+¿Te limpiaste las uñas? A ver ese pelo de erizo...
De prisa te peinaste hoy. Y ahora, a volar, pájaro.
Tampoco Juan era muy dado a ternezas, pero no des-
cuidaba detalle y velaba por él a conciencia. Bien es ver-
dad que el niño, de natural receloso, no le estimulaba.
El carpintero, a solas, dolíase con su característica resig-
nación ante la fatalidad.
— ¡Será un torcío, un retorcío!
Miguel metía cuadernos, palillero y plumas en una ta-
lega, la cargaba al hombro y allá se iba, a paso medido,
invariable el frío mirar de sus ojos grises. Por el mismo
camino, a través de la calle larga y estrecha, serpenteante,

248
con casas bajas de una planta donde viven empleadillos
de media hambre, artesanos y vendedores del mercado.
Le place, de refilón, atisbar, por las rejas de maderas en-
treabiertas, las habitaciones donde se hace temprano el
aseo: en una es el ancho dormitorio de cama dorada y
cómoda reluciente; en otra, por el escalonamiento de
puertas entornadas se percibe el fresco regazo de un patio
atestado de macetas o el fondo lateral de una tienda de
ultramarinos, con sus ríspidos paquetes de fideos y sus
bomboneras repletas de pegajosos caramelos de a «perro
chico».
Es el principal deleite de su jornada. El desfile de in-
teriores provoca en él la sensación agridulce de que co-
mete un robo y le habitúa a jugar con lo prohibido. Pero,
además, le trae en volandas una nostalgia cada día más
incolora y suave de la madre, la evoca cual si fuera un
haz escurridizo de tenues neblinas. Es el único momento
en que siente derretirse la dureza de su ánimo y consigue
ablandar ligeramente el pliegue terco de su boca de cán-
taro.
Poco tarda en menguar la dulzura tristona que empe-
zaba a fundir su aspereza, conviértese en salmuera a me-
dida que se acerca a la escuela. En el rostro infantil se
dibuja, con gradual imperio, la máscara, el gesto hostil
que ante él paraliza cualquier efusión y siega los amagos
de confianza. Al subir los empinados peldaños —plomo
en los pies, un nudo en la garganta— todo él asume una
actitud defensiva, un odio contenido que milagrosamente
no explota.
Es el primero en llegar, invariablemente. Y no por pru-
rito de puntualidad, sino para evitar el encuentro con
sus compañeros, a la entrada. Aún le duele la experiencia
inicial, cuando tuvo que desafiar las burlas e imponerse
a base de mordiscos y patadas. A los hijos de capataces,
éstos suelen mandar sus retoños al colegio de don Manuel
—<e pago, seis reales por semana, a entregar los lunes—,
les zahería su aislamiento orgulloso, su facha y humos de
pobretón rebelde. Pero desde entonces lo dejaron tranqui-
lo, aunque lo rodeaban de un ambiente despectivo.

249
Ocupaban bulliciosamente sus asientos, aparentando no.
verle. Hasta el saludo le negaban. Miguel abría su libro
de lectura, después de la rutinaria oración matinal. En el
pupitre incómodo, en que apenas podía rebullir las pier-
nas, realizaba un esfuerzo agotador para no perder la
menor particularidad de las explicaciones y responder con
acierto si le preguntaban. Cuando le correspondía escri-
bir, al oprimir el canto de latón del palillero —un color-
cillo entre rosa y violeta, que jamás se olvida— lo hacía
con tal empeño que acababa lastimándose los dedos. Lo
apretaba ansiosamente para que los palotes, letras y pala-
bras le resultaran irreprochables, y sin un borrón la pá-
gina.
Sobre una tarima de madera elevábase la despintada
mesa profesoral. Tras de ella, atento al más cauto cuchi-
cheo, don Manuel decretaba ejercicios, cánticos y castigos.
Era un hombre de aventajada estatura, abundantes hue-
sos, rostro descarnado y pajizo, en que se conjugaban,
para producir una impresión arbitraria, el pelo cortado
en tupé, canoso y grasiento, con rodales de antiguas des-
calabraduras y los espesos bigotes de recias guías. Vestía
indefectiblemente de paño verdusco, cuello de pajarita y
corbata de lazo corto. El gesto, unas veces pueril, otras
grave y severo.
La clase, con dos balcones achatados a la calle y más
desniveles y hoyos que igualdad de piso, es jorobada de
techumbre y en ella circula escaso aire. Al par de horas,
cuando el sol calienta, desprende un vaho acre de cuerpos
y respiraciones, una destilación insoportable de sudores.
La mirada se empaña, una laxitud creciente apodérase de
manos y brazos. Es el momento en que, como reacción
vital, suceden, encadenadas, las diabluras. Una flecha de
papel se clava en la pizarra, allá volcaron adrede un tin-
tero; varios trompos arrojados con disimulo rompen a
bailar en los espacios libres.
— ¡Orden, recontra, orden!
Y don Manuel descuelga la palmeta, la ondula artísti-
camente en el aire cargado y las venas de sus manos tre-
mendas, de gañán, parecen hincharse con pavoroso tré-
molo. Retorna la tranquilidad, siquiera sea muy precaria.

250
Abajo, en la calle, reina un vacío silencio, excepcional-
mente alterado por girar de ruedas y reniegos de carre-
teros.

A los pocos meses de estudio, a Miguel le concedieron,


por su tenacidad y despejo, las mejores notas de su curso
y don Manuel empezó a distinguirlo. Fue como un estímu-
lo para el incremento de las travesuras. El muchacho se
daba cuenta de la redoblada inquina que provocaba en el
grueso de los alumnos, volvíase más arisco e intratable.
Es la solfa de la tabla de multiplicar, los ejemplos
bobos del «Juanito». —Acaban de soltar una rata, todos
se encaraman simulando temor y el maestro persigue con
grotescos visajes al animal—. En una corta ausencia de
don Manuel han dibujado en el pizarrón una curiosa si-
lueta, escorzo de muñeco y ademanes contorsionados,
amén de unos descomunales mostachos; de los labios, en
cerco similar a una sandía, brota, garrapateada, la expre-
sión ritual: «¡Orden, orden! »
Reprime don Manuel difícilmente la ira y dice:
—Ven aquí, Miguelillo. ¿Quién ha sido?
El niño, testigo como todos del desafuero, calla obsti-
nadamente. Algo, nuevo y poderoso en él, se resiste a
delatar y una voz sorda bordonea en sus oídos: «Acusi-
ca...» —Y las palabras se disuelven en su garganta.
— ¡Tú también! Lo pagarás. Abre la mano.
Restalla la palmeta en su carne, el primer golpe levanta
un ardiente cosquilleo. Cierra convulsivamente los ojos,
para que no le salten las lágrimas, y siente, más fuerte y
doloroso, el segundo embate. Procura no encogerse, no
retroceder, no temblar. Por un instante el brutal escozor
le arranca un ligero ¡ay! Don Manuel, cansado, excitado,
se desploma en el sillón.
—Vuelve a tu sitio, granuja, más que granuja.
La mano pende lacia, embotada, la sangre se concentra
toda en el moretón. Resulta difícil continuar escribiendo,
pero nadie es capaz de arrebatarle a Miguel la sensación
orgullosa de su entereza. ¡Se portó como un hombre!
A la salida, todos le aguardaban, formando un grupo
tímido y admirativo: no se atreven a hablarle. Esta at-

251
mósfera de respeto, de victoria, se le empina, en oleadas
de gozo y soberbia, a la cabeza. Pero no lo demuestra y,
al igual que todos los días, emprende solo el regreso al
Palacio. La tarde comienza a declinar y el pueblo adquie-
re, a su alrededor, un latir, tranquilo y pastoso, de vida.
Por la plaza, las mujeres acuden, con paso menudo y
lento, a la iglesia. En el redondel que forman los bancos
de piedra, bisbisean los viejos su plática desmayada, tor-
pona, mientras la fuente vierte su caño a través del cuerno
empuñado por un niño mitológico, desnudo; en la atmós-
fera se inserta su enarbolado brazo libre. Los pocos
árboles, plantados entre pedruscos, apenas permiten en su
órbita el crecimiento de yerbas y raíces, esparcen el can-
sino ondular de sus ramas y parecen, a ojos vistas, secarse
de corteza y jugos.
Juan, aún agitado de la faena, le espera recostado en
la reja de la portada. Como de costumbre, le observa
avanzar desde lejos, con su mirada aguda, vagamente ca-
riñosa, anhelante de calar en sus sentimientos reacios.
Hoy nota que Miguel camina con más firmeza y desem-
barazo, bracea con cierto donaire, crecido de talla. Y se
atreve a interrogarle:
—-¿Te supiste la lección?
Instantáneamente Miguel se parapeta en su reserva,
torna a la empecinada voluntad de no franquearse que
establece entre ellos una distancia insalvable.
—No me tocó.
El carpintero no pestañea, pero le domina un estupor
frío, una amarga desilusión. Cachazudamente le entrega
una moneda, saca del bolsillo del chaleco una onza de
chocolate.
—Cómprate una torta y merienda.
—Voy a dar una vuelta. Si preguntara padre...
—-Descuida, ya le diré.
Y el muchacho se interna en los callejones que al Norte
circundan el pueblo y deja que el completo oscurecer le
sorprenda en las eras. Hay en él una resistencia miedosa
a encerrarse en el cuartucho de Palacio, adonde suele
acudir, después de beber varias copas, Remigio. Le mo-
lesta hablar con el crío, no le hace maldito caso.

252
El padre suele apagar pronto la luz, a veces sin darle
siquiera las buenas noches y de él queda, como única
realidad, un bulto en la cama, que respira silbantemente
y escarba con las uñas en la pared helada. El niño quisiera
no oírlo.

Como premio a su aplicación, Juan propuso un domin-


go de campo, por las huertas. Accedió a ello, con un
gesto pasivo, indiferente, el padre. Su despego bastó para
que Miguel, engreído del triunfo, sintiera enturbiársele
el primer arranque de caliente alegría. ¡Cuando su reserva
tendía a ceder, surgía de nuevo ese muro indefinible que
detiene y abruma, quizás porque no comprendemos su
razón de estar allí, rebanando nuestro afán de horizonte!
Muy de mañana, estimulados por la contagiosa satis-
facción de Juan, se encaminaron a las huertas, moteadas
en los flancos por ringleras de olivares. Un cielo de gallar-
da luminosidad, surcado a raros trechos por gasas nebli-
nosas, anunciaba el sol picante y pleno de junio. Por ca-
rreteras y veredas, los mineros, solos o en cuadrillas bu-
llangueras, iban a la «liria» —la caza allí más popular—,
a cuestas los arbolillos y las fiambreras de la comida.
También ellos colocaron el suyo en una loma, el recla-
mo en la copa —era un jilguero veterano, que a duras
penas piaba sostenidamente—. Lo emplazaron a conve-
niente distancia de los otros cazadores, en un terreno casi
llano, de habares, y se situaron a escasos metros, bajo
unos melocotoneros. Miguel se divirtió de lo lindo des-
plegando una cometa. El padre, como quien cumple un
deber, sin exclamaciones, recogía de vez en cuando los
pájaros caídos en la trampa, presas las alas, los arrancaba
de la rama engañosa y de un golpe rápido, contra una
piedra, les quitaba la vida.
Intentaba Juan engarzar la conversación, animarlo,
pero Remigio le contestaba breve y distraídamente, con
visible desgana. Mientras el carpintero apilaba la leña,
encendía el fuego, freía el arroz, lo contemplaba de reojo,
intimidado por su quietud malsana y el aire de pena ma-
terial que le había escurrido la carne de la cara y le daba
un aspecto de absoluto desamparo.

253
Almorzaron en silencio, ávidamente, y al rato viendo
que el pequeño daba alguna cabezada, vencido por la
fatiga, el hartazgo y el calor. Juan le aconsejó:
—Echate a dormir a la sombra.
Al principio, tumbado boca arriba, persistente en el
paladar el sabor del vinillo, a Miguel le parecía que las
nubes, delgadas y serenas, desfilaban en lo alto a una
velocidad vertiginosa, y se perdían allá, en la corona de
los montes. Levantaba el aire un denso aroma de tierra
requemada, una lánguida emanación que enmarcaba el
ánimo. La noción del tiempo adquiría suave presteza,
acunada por el reflejo deslumbrante de los cercanos cam-
pos paniegos y el silencio de siesta que había brotado en
el contorno.
Y sin embargo, su oído permanecía alerta, al acecho,
como si aquel sentido sustraído al sopor que dominaba
su cuerpo fuese su posesión exclusiva. La charla de Juan
y del padre la percibía mecida en la distancia, con regusto
de cosa sabida y común, y sólo al escuchar el nombre de
«ella» se sobresaltó. Entonces, cual un relámpago, disi-
pando su modorra, recuperó la percepción de su imagen
verdadera, que tantos sucesos y resquemores habían opa-
cado y el eco de su olvidada voz de yerba tierna le zama-
rreó sin piedad el poso de angustia, tan suya.
—Tú dirás que es entrometerme, pero disimula. Aun-
que sea por el muchacho, debes limpiarte de telarañas.
No es a ti al primero que le pasa. ¡Y hay tantísimas
mujeres! El mundo no se te acabó con la María. ¿Que
le dio un arrebato y no supo respetarte? Pues ya lo llora-
rá. Todavía eres joven y tienes cinco dedos en cada mano
y no ganduleas... Nada ganas estando murri como un
sepulturero. Asustas al chico, lo estropeas con ese genio.
Los recuerdos te envenenan. ¡Alegra las pajarillas,
hombre!
— ¡Si es que uno no se la quita de la memoria! ¡Si
es que me tragué el daño y se me ha enconao! Se me
figura que tós me ven la vergiienza y me miran por encima
del hombro, como a un trapo sucio. No tuve arrestos pa
seguirlos y retorcerles el gaznate. Me faltó valor.
—Eso es agua de pozo, que no muele molino... Aquí

254
nadie lo sabe, a pies juntillas te creen viudo. Lo que no
me explico es cómo no te diste cuenta antes y no le
pusiste remedio. La María, cuando la conocí era de natu-
ral tranquilo y no le daba por volatines ni fiestas.
—-Pero se despepitaba por arrumacos y mimos, y que
le adivinasen la querencia. Yo no soy de esos que le
lamen el vuelo de la falda a la mujer. Se presentó otro,
un forastero había de ser, de los que venden encajes y
peínetas, y tienen mañas y labia y tipo... Me la sonsacó.
—-¿NOo cruzaste palabra con él?
—No, estaba en el monte, tan ajeno... Y ella se olvidó
del hijo y de la Santísima Virgen, y nos empujó a la ruina.
—No es pa tanto, Remigio. Depende de que tú te em-
peñes en salir avante.
El sol es más intenso y pegajoso. Se expande un aire-
cillo áspero, presagio de tormenta. Cuando le avisan para
marchar, el niño simula dormir. Al llegar al Palacio pre-
texta cansancio para acostarse y que no le noten el ceño
sombrío, atormentado.
Noche en vela, temblando de escalofríos. En la oscu-
ridad, en el silencio, se esfuerza por adivinar y recom-
poner la fisonomía del «otro», pero no le es posible, no
dispone de ningún indicio. Es como si girara ebrio en el
vacío, le envuelve una impresión ceñida de mareo, de
torbellino que le desquicia los pulsos y enfebrece las me-
jillas. Intuye, por expresiones recogidas al azar de traji-
nantes y arrieros, y maliciosos decires de los camaradas
de la escuela, de qué clase de relaciones se trata. Com-
prende vagamente la misteriosa violencia que le arrebató
a la madre —y es un dolor que le estruja las sienes.
Descubre un universo, recóndito e ilimitado, que palpita
obsesivo y absorbente a su alrededor.
Suenan unas campanadas en la torre cuarteada de la
iglesia próxima y, al desvanecerse la vibración, percibe,
inquietante, un ruido cercano. Son las uñas del padre que
rascan, frenéticamente, en el muro encalado. También,
como él, está despierto, mudo y rencoroso, en lucha con
los recuerdos, impotente, estremecido «de oscuras ansias.
Por un rápido momento logra Miguel compadecerse en
él de sí, y aquilata la intensidad destructora de un sufri-

255
miento añejo cuando no se comunica. Le entran ganas de
saltar de la cama, de ir a la suya, de apretarse contra su
pecho. Le hablaría de sus proyectos, le pediría que se
unieran y entendiesen... Pero es una reacción pasajera,
que se mustia antes de florecer y el niño se embosca en
su aislamiento.
En el curso de largos días esas palabras —duras y fa-
tales— germinan incesantemente en Miguel. Más que nun-
ca se produce en él una doble existencia. La externa y
superficial la forman Juan y el colegio, el comer y el dor-
mir, erizado de pesadillas. La otra, únicamente suya, la
más importante, se desarrolla al socaire de una lectura,
al hacer las cuentas, parece asumir fisonomía propia allá
en el pizarrón negro, agazapada en el destello de un cris-
tal, en la canal de un tejado. Le persigue en las calles, al
fondo de los portales desiertos y sombríos, por doquier.
Nadie lo ve. Es como si ensancharan su soledad.

A los once años, criado con esta crudeza de alma, se


anhela la ocasión, la oportunidad extraordinaria de gritar,
con algún motivo plausible, la protesta y el asco que en
las entrañas se cuecen. La mejor válvula de escape es la
acción y ésta abre las compuertas a la furia tanto tiempo
retenida.
—Esta tarde, en la «quinta», es la pedrea con los gran-
dullones de la Corredera. ¿Quieres venir? —le invita
Rafael, un muchacho enclenque y avispado, capitán de
todas las barrabasadas, el autor, sin ir más lejos, del di-
bujo irreverente por el cual le castigaron en clase. El
chaval, con esta distinción le muestra su agradecimiento.
Miguel no dudó en aceptar y siguió a la pandilla albo-
rotadora al llano de la «quinta». Aún lucía el sol sobre
la planicie polvorienta y formaba caprichosos racimos de
colores en los tejares, se posaba indolentemente en el
manchado verde de un olivar, en cuya linde, colocados en
son de batalla y para protegerse la retirada, los desafia-
ban los «enemigos». El grupo al que se enfrentaban los
alumnos de don Manuel era menor en número, pero es-
taba compuesto de muchachos talludos, de más edad,
brazo y picardía.

256
Los recibieron con risotadas y gritos provocativos.
— ¡Párvulos!
— ¡Hospicianos!
—-¿A qué tenéis miedo?
— ¡Mangurrinos!
— ¡Los niños, a llorar, a la cuna!
Los compañeros de Miguel replicaron con una grani-
zada de piedras y su buena dosis de insultos. Retroce-
dieron los zagalones unos palmos de terreno, con alardes
de pánico, hasta la raya de los árboles, los dejaron tomar
ínfulas y acercarse peligrosamente, y entonces sacaron las
hondas escondidas y diluviaron certeros proyectiles sobre
los rapaces.
Sufrieron los «hospicianos» un instante de duda. Mi-
guel, sin inmutarse, le abrió los cascos a un «señorito»
—no sabía la razón, pero le trajo el amargo reconcomio
del «desconocido», como vislumbre de su faz sospecha-
da—. Gozó lo indecible con aquel triunfo sobre el ima-
ginario ladrón de su madre. Y alentaba a los suyos, enar-
decido, jefe por derecho nato de la tropa, rojo de cólera.
— ¡A ellos, a ellos! ¡A bofetás y arañazos!
Pero sus camaradas volvían ya la espalda, lo abando-
naban, corrían a refugiarse en las callejas del arrabal.
Miguel sintió por todos ellos un desprecio rabioso, y los
increpó:
— ¡Cobardes, chaqueteros!
El se negaba a huir. Quedó parado, apretados los la-
bios, a cuerpo descubierto, solo en medio del campo
pedregoso. Zumbó en su proximidad el aire calmo, notó
la escocedura y un golpe de sangre tibia que le inundaba
las cejas. Derrumbado en tierra, con un delicioso vaivén
de descanso e inconsciencia, seguía captando confusa-
mente, como si nacieran de los troncos, voces asustadas.
— ¡Lo hemos matao!
...Recobró el conocimiento al cerrarse el atardecer.
Estaba acostado al borde de una cuneta, rodeado de os-
curidad y quietud. Removió temerosamente las piernas y
percibió con júbilo que le obedecían. Palpóse la herida,
de la que ya manaba poca sangre y, por último, mojó con

251
saliva un pico del pañuelo y se quitó los cuajarones de
la frente, tapando la brecha con los dedos, regresó al Pa-
lacio por los lugares menos concurridos.
Juan y el padre se limitaron a curarlo con agua de vina-
gre y sin mayores explicaciones. Lo condujeron cuidado-
samente al cuarto, y de vez en cuando acercábanse de
puntillas para comprobar que dormía en paz.

En el centro de la habitación, entre cuatro cirios, en


un féretro improvisado por Juan, yace el padre. Lo han
tapado hasta el cuello con una manta para que no se
aprecie el destrozo del pecho, machacado por el hundi-
miento de una viga de la galería. En el rostro se grabó
un gesto de reposo y alivio, y del oficio acusábase el tinte
lívido de los emplomados. Los ojos —cavernas hueso-
sas— parecen de cera impura en los párpados.
Ni una mujer lo vela. Allí están tres o cuatro mineros,
camaradas de tajo, y Juan, que difícilmente contiene el
soponcio. El niño, a su lado, no se atreve a mirar al padre
y apenas se mueve en la silla, exhausto por tantas im-
presiones.
Se hallaba en la clase, escribiendo, cuando desde la
puerta llamaron con mucho misterio a don Manuel. Se
levantó éste —semejaba una cigiieña envejecida—, cu-
chicheó con el visitante. Luego lo tomó de la mano, lo
llevó al corredor y le comunicó que había sucedido un
«grave accidente». El padre sufrió un golpe serio, y aquel
señor —después resultó ser el «Mellao»— lo acompaña-
ría al Palacio. No, no era necesario que recogiese sus
cuadernos y libros. El se los guardaría.
A paso largo caminaba el «Mellao», un mozo enjuto,
reservón, de buen talante en ocasiones más plácidas, ore-
jas de soplillo y boca de alcuza. El hombre, por lo visto,
esperaba otra reacción de Miguel — ¡que gimotease, por
lo menos!— y al notarlo callado, pensativo y nada más,
se desconcertaba. Lo peor del caso era que ya avistaban
el Palacio y aún no le había dicho la simple verdad. Se
detuvo bruscamente.
—Bueno, muchacho. Los malos ratos, pronto. Lo que
tiene tu padre es de cuidao y me temo...

258
Miguel no le preguntó siquiera por detalles, sino que
arrancó a correr, dejándolo plantado. Sólo cuando vio el
remolino de gente que inundaba su cuarto paró la carrera
y anduvo con más calma. Entró, acercóse al ataúd, con-
templó al padre unos segundos, con inexpresiva fijeza,
tremendamente serio, y ocupó un sitio sin pretender in-
formarse de lo sucedido.
El «Mellao» se quejaba en voz baja, con toniche sen-
tencioso:
— ¡Es la perra suerte del minero! En unos años se le
agujerean los pulmones o, cuando menos se lo piensa, un
madero que se dobla, y al otro barrio. Le dan una miseria
a la viuda y a los huérfanos, que apenas les sirve para
el luto, y este cuento se acabó. ¡Y vinieron, a lo mejor,
deslumbraos del campo a las minas de plomo, a buscar
un jornal más decente! Mientras, los peces gordos a hin-
charse, a gastar coche y queridas, a comprar casas por
todo lo alto, con jardines y pisos que parecen espejos, y
donde a uno hasta le da fatiga pisar.
El «Mellao» corta la efusión, por respeto a Juan, que
no disimula el fastidio. Luego da vueltas a la gorra entre
las manos venosas o se rasca el cogote peludo.
Juan propone, tímidamente, que es necesario avisar al
cura párroco, y entonces todos los ojos convergen en el
«Mellao». Este, perplejo, salivea, parece meditar.
—Si el difunto era de ese pensar... Lo que es por mí...
Pero, de soslayo, muy discretamente, se franquea con
el vecino.
—-Paquillo, me rondan los cuervos.
Cumplido el trámite del entierro, de cuyos detalles se
encargó Juan, el «Mellao» charla con él sobre el futuro
del chiquillo, que sólo capta palabras sueltas de sus ra-
zones y propósitos.
—Mire usted, es el hijo de uno de los nuestros y te-
nemos que arrimar el hombro. Que somos personas y
sentimientos no faltan. Yo, pues tocante a usted nadie
le quita la delantera. Era paisano y algo pariente del
Remigio, casi ha criao al niño. Lo de la indemnización,
se le pone en una cuenta de ahorros y se le guarda con
siete candaos. Pero usted no puede echarse la obligación.

20
Bien está que le dé techo y algún bocao, por lo pronto.
A mí se me figura que lo mejor sería, pasao algún tiempo,
que Miguelillo viniera a la mina con los de nuestro tur-
no, pa los recaos, aviarnos la comida y llevarla al pozo.
Así podría ganarse unos reales. Y cuando grane, cogerá
el pico y el carburo y será un hombre hecho y derecho.

260
III

La casa que el «Mellao» compartía con otros dos mi-


neros era de suelo pizarroso y con un solo ventanuco a
la calle. Les servía propiamente de dormitorio y en la
única pieza —cocina, vestíbulo y alcoba, según se ter-
ciase— pasaban las horas del sueño los días laborables.
Los domingos, al oscurecer, acudían unos amigos, se asa-
ban unas magras o cocían castañas, y hablaban entre trago
y trago. La soltería los hermanaba ruda y singularmente.
Paquillo —como el «Mellao», como Joselito— había tra-
bajado en los pozos de Cartagena y los tres dieron ya
muchos tumbos, lo bastante para cuajar el colmillo. Qui-
zás su sentimiento más fuerte se cifraba en la solidaridad,
muy honda y sencilla, el vínculo de aquellos cuya única
riqueza son sus brazos.
Techos bajos, desnudos y sucias paredes, sin más ador-
no que una estampa enmarcada de propaganda electoral.
Representa a un obrero de edad madura, larguirucho y
flaco, con los pantalones arremangados por encima de la
rodilla; sobre las espaldas encorvadas carga una especie
de tablero donde se hallan sentados, orondamente, un

261
burgués de chistera, ventrudo, un militar cargado de bigo-
tes y condecoraciones y un cura de facha no menos gruesa
y basta. Acarician sendas bolsas repletas de duros. Al pie,
con gestos de circunstancias, retratos en medallón de los
candidatos socialistas.
Aunque a la tertulia se incorporan algunos conocidos,
su base la forman el «Mellao», Paquillo y Joselito. (En
cierto modo, también Miguel). El tiempo y la divina Pro-
videncia los han amasado con distinto antojo. Se rego-
dearon en el gesto ratonil de Paquillo; le echaron carnes
encima, para escarnio del diminutivo, a Joselito, un tipo
fofo, blanduzco. Al «Mellao» le amojamaron las chichas,
pusieron en sus pómulos agudos untos de palidez y en-
fermedad, le estrujaron la caja cuarteada del tórax e im-
primieron, por fin, en sus andares, pesadez y desgarbo.
Acudía allí Miguel por la inercia de pertenecer al mis-
mo turno de trabajo. Pero, generalmente, se abstraía en
sus reflexiones mientras ellos charlaban del tema invaria-
ble: «El Mirador», la mina vieja, de cuyas tripas los
amos, unos belgas, extraían codiciosamente los últimos
quintales de plomo. Y todo era lamentarse del salario
mísero, de las peligrosas condiciones de las galerías.
Y siempre acababan invocando la necesidad de poner coto
a tanto abuso. En estas discusiones premiosas, con pocas
pero muy rotundas palabras llevaba la voz cantante el
«Mellao», tesorero de la Sociedad de resistencia, sobrado
motivo para que los patronos le tejieran una fama esqui-
nada de buscabullas. Pero él, como quien oye llover, terne
que terne.
Miguel, a los diecisiete años —los de aprendizaje del
oficio transcurrieron en un soplo— sentía burbujearle
una aversión insoportable por aquella vida. Los oía des-
potricar y experimentaba un violento desvío por sus pre-
ocupaciones. El hombre —decíase— ha de valerse por sus
medios y abrirse camino como sea. ¿Qué se adelantaba
luchando contra los fuertes, si únicamente se iba a ganar,
en el mejor de los casos, un par de reales de aumento?
Eso no sacaba de la pobreza. Lentamente, por sus hábi-
tos de recelo, deformado por la desconfianza, la idea de
que la desigualdad era natural se había apoderado de él

262
y deseaba encontrar una ocasión propicia para evadirse
del círculo asfixiante que le envolvía. Entonces, empren-
dería vuelo propio.
No, él no se resignaba a destrozar los riñones y el pe-
cho en una mina, a cargarse de hijos, a «estar más solo
que la una», a que le fueran llenando los pulmones de
plomo. Anhelaba, con toda su alma, en estallidos de los
nervios, conquistar un sitio entre las dos docenas de fa-
milias que en el pueblo gozaban de la riqueza, del respeto,
de la envidia. Por eso las maldiciones de sus compañeros
le parecían un vano pataleo, el desasosiego inútil de las
hormigas cuando descansan y sueñan. Miguel deseaba bo-
rrar, sólo para él, la indiferencia implacable que rodea al
jornalero malvestido. Y rabiosamente se preguntaba:
¿acaso mi cabeza vale menos que la de cualquiera de ellos,
no siento yo, poderosas, mi energía, mi voluntad?
En ocasiones, a punto estuvo de rebelarse y decirle al
«Mellao», sin tapujos, lo que él pensaba de sus locas
ilusiones, cuáles eran sus anhelos. Pero la calma un tanto
sombría del minero, su inveterada seriedad, la firmeza
simple que alentaba en sus ojos claros, le contenía, pro-
ducíale una sofocante sensación de inferioridad, la cer-
tidumbre de que saldría derrotado en la prueba.
El «Mellao», cuyo espíritu constituía una mezcla inde-
finible de ingenuidad y de astucia, lo observaba penetran-
temente, y a veces creía adivinar la rabia que se agitaba
en el ánimo de Miguel. Su silencio en las reuniones de
los domingos, su actitud contrariada, le revelaban brotes
de inquina, un terco alejamiento. Y él se consolaba de
esta inquietud con Paquillo, su confidente.
—<Ese» es un bicho raro, y no se aviene a ser minero.
A mí no me la pega... O mucho me equivoco o le entró
el gusanillo del «señorío»... Es áspero de veras, pincha
como una zarza. No le «sabe» nuestra compañía. Y los
ojos se le van detrás de los buenos trajes, de todas las
cosas de postín de la Corredera. Allí lo he visto embo-
bao... Más tranquilo estaría yo si perdiera el seso por
unas enaguas y chicoleara a su gusto.
Paquillo se sonríe ladinamente.
—Probaremos el remedio. La Angustias me ayudará.

263
A ese le picaré el amor propio. No le ha hincado el diente
todavía. Es un suponer.
Paquillo, ya maduro pero de gallarda planta, lo mismo
mete la cuchara para reformar esta pícara sociedad que
revienta el jornal de la semana con pelanduscas de su
agrado. A él que no le salgan con «dramones». ¡Unas
horas de juerga, para bromear, acostarse con una mujer
ducha en sus menesteres y terminar sin que le agrien a
uno el humor con historias y penas!
... Y en la primera oportunidad.
—Miguelillo, me dio la ventolera. El sábado, a correr-
la. ¿Vienes? No vaya a decirse que te da vergienza...
No disimules, te conoces el rumbo. Ahora tiene la Angus-
tias unas pupilas de padre y muy señor mío. Tú y yo nos
escabullimos sin levantar la liebre. Fíjate en el «Mellao»,
es un esaborío: está como lo parió su madre, apostaría
doble contra sencillo. Y si se contenta, lo hace a la chita
callando, ocultándose más que una monja.
Miguel se dejó arrastrar. Andaba al lado de Paquillo
y procuraba que no se le trasluciese el azoramiento ni
tampoco la intensa curiosidad que le dominaba. Por co-
bardía no había desmentido las apreciaciones de su com-
pañero y ahora sentía la apremiante sed de la carne joven,
el impulso turbador de lo ignorado. Ante la inminencia
de aquella revelación sufría, como si experimentase ya,
a raíz del hecho temido, una bocanada de bochorno. Mas
al propio tiempo recorría su cuerpo una brisa de espe-
ranza, aguardando se le descorriera una palpitante y arro-
lladora dirección de la vida. ¿De qué forma se las iba a
componer para simular veteranía, para atenuarse lo paga-
do y vil del acto, las circunstancias que habrían de ve-
jarle?
Desempeñó muy galanamente su papel Paquillo, que lo
presentó a las mujeres como un habituado a tales lances.
En la sala bebieron todos unas copas en «amor y com-
paña». Miguel se esforzaba en adaptarse al ambiente. La
habitación iluminada «modernamente» con luz eléctrica,
echadas las cortinillas rosa de las ventanas, aunque res-
plandecía el último sol, estaba recién fregada, dispuesta
a recibir la parroquia. Era muy simple el mobiliario: unas

264
cuantas sillas arrimadas a la pared, dos mecedoras en el
centro y mesitas con floreros baratos en los rincones.
Ellas, tres por lo pronto, en batas de casa, parloteaban
con desmaña y aburrimiento. A Miguel le parecían igua-
les, en movimientos y ademanes, como si la profesión
las uniformase. Después, más sereno, pudo apreciar sus
diferencias de aspecto, edad y carácter. A una le dio por
entonar un cuplé de moda, mientras se alisaba el peinado
de pajizos destellos y adelantaba, similar a una gallina
vanidosa, el busto procaz y cimbreño. La que permanecía
de pie, con aire absorto, sin hacerle caso alguno a Pa-
quillo, también estaba pintarrajeada —el pelo castaño ten-
día a rubio— y como su colega debía rondar los treinta.
La de traza más granada habló en murmullo con Paco y
se apegó a Miguel. Resultaba un poco difícil determinar
sus años —al filo de los cuarenta, posiblemente, mas bien
conservada—, pero llamaba la atención el que no se ador-
nase con ningún afeite. Al tenerla tan cerca, Miguel ad-
virtió la limpieza sedosa de su piel, el azulado negror de
los cabellos, la boca grande y caediza, la suma palidez de
la frente. Sintió ante ella, y se lo reprochó, una reacción
inefable de cortedad y deleite.
— ¡Bah! —se dijo—. Paquillo me la endosó. Es algo
vieja y debe preferir los primerizos. Así cuentan.
¿Qué objeto tenía el rehuirla? ¿No hay un fatalismo
en estas cosas, y en todas?
Ella le precedió por una corta escalera de altos pelda-
ños. Abajo quedaban los otros, charlando y riendo. Cuan-
do subía, Miguel adivinó que le clavaban la mirada
— ¡como si le quemase la espalda!— y hubo de vencer
un irreflexivo afán de escapar. Pero la prostituta le abría
ya la puerta del dormitorio y penetró en él. La mujer no
encendió la luz, sino que se dirigió al balconcillo y lo
entornó, de manera que entrase, proyectándose lejos de
la cama de hierro, una franja de suave claridad, suficiente
para no estar del todo a oscuras.
Notó su indecisión, su doloroso desaliento de niño re-
surgido, y lo atrajo lentamente a sí. Sobre los hombros
fríos y apiñonados resbalaba el pelo moreno, y desprendía
un olor húmedo y remoto, al igual que la tierra hortelana

265
cuando la riegan y recibe el frescor de la noche. Los brazos
tibios, ligeramente lacios bajo su presión, espejeaban y
temblaban con las sombras. Después, al estrecharla con
inhábil rudeza, toda ella fue albergue, pasivo y tierno.
Miguel se vistió, transformado por una rara impresión
de sosiego y nostalgia. Ella apenas había hablado y no
disimuló ser ajena a su ansia, como si le indicase que era
distinta la verdad. Al despedirse, le escrutó plácidamente
los ojos, desde los suyos, chiquitos y hastiados, y le sonrió
con un asomo de cortedad. No quiso aceptar el dinero.
—-Esta vez, no. Esta vez, no. Pero no lo digas ahí...
En el umbral, y a pesar de que él no le había pregun-
tado, murmuró:
—Me llamo María del Rosario.
Titubeó luego, y volviendo la cabeza, le suplicó:
—Mejor es que no vuelvas nunca conmigo.

Esta aventura de María del Rosario —pueril para cual-


quiera, rebosante de misteriosa hondura, de tonificante
sentido en Miguel— grabó un surco en su ánimo rígido
y tuvo evidente influjo en aquella etapa de su existencia.
Ni Paquillo, ni el «Mellao» ni Joselito, sospecharon su
alteración, que bien se cuidaba el mozo de guardarla, tras
su adustez y retraimiento.
—Pica alto. Las hembras no le importan gran cosa.
Unicamente Juan, con quien ocupaba, desde la muerte
del padre, el cuartucho trasero del Palacio, para estar me-
nos solos, intuyó su cambio.
—A ti te ronda algo, Miguelillo. Te bulle la primavera,
como a los gorriones que aprenden a volar.
Miguel eludió la respuesta, aunque nuevamente se re-
criminara no ser más sincero y cordial con aquel hombre.
En efecto, su relación con Juan tampoco excedía los lími-
tes de una reserva más o menos cortés, a pesar de deberle
tanto. Le dolía su misma actitud, pues el carpintero,
quizás por su falta de trato y afectos, por sus murrias,
denotaba últimamente cierta flojedad de cerebro, y una
marcada apatía por el trabajo, que atendía por rachas,
cuando le venía en gana. De no ser por la benevolencia de
don Emilio —ya acostumbrado a hacer la vista gorda en el

266
pago de sus alquileres— un buen día se hubiera encon-
trado sin taller.
Pero abundaban sus momentos de completa lucidez y
ello le permitía continuar medianamente considerado en
el pueblo, si bien empezaba a difundirse el rumor de sus
accesos de pacífica chifladura. Los chavales —su debili-
dad— le escoltaban y acosaban por la calle, pedíanle a
grito pelado caramelos y chucherías, y si se negaba lo
sometían a mil tormentos, desde la ronda cruel y choca-
rrera a tirarle pelladas de barro. En ocasiones —y en las
horas de más tráfico— Juan recorría a zancadas la Co-
rredera y sus inmediaciones, como si persiguiese a alguien.
Le preguntaban extrañados, y él deteníase en redondo,
recapacitaba y decía:
—No me acuerdo. ¡Y yo lo sabía «antes», yo lo sabía!
Le empezaron a agrisar las sienes, parpadeaba nervio-
samente y sólo muy rara vez recobraba su antigua, conta-
giosa alegría. A Miguel, con el tiempo, llegó a tratarlo
casi como a un desconocido, como si para él encarnara un
recuerdo que se distancia inexorablemente.
Don Emilio daba su versión del caso.
—No está, ni mucho menos, para que lo encierren. Yo
no me lo explico y creo que los médicos, menos aún. Ade-
más, a nadie hace mal. Y avisarle a la familia, sería peor.
Si le quitan su independencia, no tardará en morirse. Son
cosas gue tienen su intríngulis. La falta de hijos, de com-
pañía, quizás desengaños viejos, de esos que colean, el
vernos a todos sin taparrabos —agudo lo es un rato lar-
go—... ¡qué sé yo! Un hombre sin mujer, sea la que sea,
es una planta sin agua. Luego, por lo común, es muy ra-
zonabla.
El carpintero, un hombre sencillo y generoso al que
se substraía y mortificaba. Miguel lo comprendía, se acu-
saba, pero ya era tarde. Una tendencia angustiosa solía
manejarlo. Aspiraciones vehementes y difusas, en voraz
sucesión, le obligaban a vagar por el pueblo, en busca de
lo imprevisto. Y al cabo de muchos meses, aún se exaltaba
evocando el olor de María del Rosario, y sentíase más
insatisfecho con su destinode minero, que le cerraba el
porvenir. Ella representaba una dulzura inquietante, le

267
sugería en todo a la mujer todavía en brumas, que habría
de ser suya. Padecía un ansia cegadora de poder y de
fortuna, más débil entonces que el otro disperso y ondu-
lante impulso de cariño.
Al regreso de una de estas correrías, encontró a don
Manuel, el maestro de su niñez. Avejentado, torpón de
andares, sin el empaque de antaño la quijotesca figura,
con su eterno traje verdusco —vuelto y revuelto a punta
de aguja y de ingenio doméstico—, ajustado y pernicorto
de pantalones, el bastón de puño de plata al brazo, don
Manuel parecía desprenderse del roído tinte de la facha-
da del Palacio.
Manifestó extraordinaria alegría al verle, y no obstante
su escasa efusividad, le puso las manos en los hombros, lo
consideró largamente.
— ¡Qué estirón diste, muchacho! No pongas esa cara
de alguacil, contigo pasó a la Historia lo de la palmeta.
¿Es que guardas mala memoria de mí?
—Al contrario, don Manuel.
—Ni siquiera has portado por casa desde la muerte de
tu padre. ¿Y qué te haces, buen mozo?
—En la mina, en «El Mirador».
—Lástima grande que no siguieras estudiando. Yo con-
fiaba en ti. Sí, ya lo sé, se necesita dinero. Pero vamos
a ver, puesto que te tropecé, ¿es que no aspiras a algo
más? ¿Seguirás así toda la vida? En las propias minas,
con ciertos conocimientos, con despejo, se puede prospe-
rar. Son unos años de sacrificio, pero luego no es difícil
entrar en las oficinas o llegar a ayudante o listero.
— ¿Para qué vale ilusionarse? Apenas me sé las cuatro
reglas, y medio escribir. Del pico y el barreno se ponen
los dedos hechos una calamidad. Mire usted.
Y le enseñó las manos, callosas y deformes, reventadas
las yemas de los dedos por las heladas y la dura tarea.
Luego, hizo un gesto de impotencia. Pero don Manuel
insistió:
—No hay que desesperar, hombre. Si a ti te tira subir
y mejorar, teniendo constancia no es imposible. Yo te
daría clase por las noches.
—. ¿Pero cómo le pago?

268
—Hagamos un trato. Te cobraré muy poco. Tres duros
al mes. Y si se te figura gravoso, cuando te coloques bien
me liquidas el atraso. Si no, lo mismo da. Más se perdió
en Cuba.
—Se agradece, don Manuel.
—Se acabaron las pamplinas. Mañana, después de to-
mar un bocado, a las ocho. Te espero. ¿Conoces la casa?
El «Mellao» enarcó las cejas al enterarse de la «no-
vedad».
——Paquillo, ciertos son los toros. «Ese» no se confor-
ma. Pronto, andando el tiempo, que es un galgo, le dará
grima saludarnos en público. Quemará la camisa azul de
minero.
—Exagerao, siempre exagerao. Es natural que Migue-
lillo, con más caletre, tenga aspiraciones.
—No, es la ambición, la sangre revuelta. Me lo huelo.
En fin, si le dio el arrebato, nada servirá. Pero por ahí
se empieza.
Y desde entonces el humor del «Mellao» se agrió más,
como si juzgase el afán de Miguel un oprobio que le
salpicaba. ¡Y no es que él fuera «oscurantista»! Si al
muchacho le hubiera dado por instruirse, pero sin ese
despego hacia los suyos que se le transparentaba, que
visiblemente le hacía sufrir, miel sobre hojuelas. Sin em-
bargo, de esa forma, con sus «inclinaciones», era criar
enemigos.
¡Maldito lo que le importaban a Miguel sus recelos, su
callada hostilidad o las burlas de los compañeros de fae-
na! La idea de aprender, de elevarse socialmente, había
penetrado con tal fuerza en su espíritu que concentraba
todas las energías en sus tareas de escolar. No fue un
entusiasmo pasajero, sino el borboteo tenaz de un anhelo,
la manifestación paciente y oscura de su querer.
Después del trabajo en la mina se aseaba, comía a la
carrera, vestíase ropas más decentes y encaminábase a la
casa de don Manuel, situada a espaldas del «trinquete»,
el frontón popular al aire libre. La pared de los juegos
y las callejas de los alrededores deteníanse al pie de un
montículo, en el que sólo extrañaba la ausencia de un
torreón. Desde allí se divisaban el pueblo y sus campos,

269
en un haz vibrante, simétrico, de colores y de líneas, in-
dicio de su fundación moderna. A veces, Miguel trepaba
por la vereda hasta la cima monda, lanzaba un rápido
vistazo al follaje, a los tejados, semejantes en la tarde a
plantíos, y henchía el pecho con el fino aire calmoso que
en la meseta se respiraba. Así permanecía unos minutos,
contemplando cómo surgían en aquel ámbito las primeras
luces de la noche, vagamente acariciado por la sensación
de que él no podía ser, en ese recinto similar a un gra-
derío, a un espectáculo, uno más, uno de tantos.
Don Manuel lo recibía en la sala, a mano izquierda del
comedor. El maestro, quizás por efecto de los años, per-
día allí, a sus ojos, en la personal cercanía, los atributos
de terrible autoridad con que de niño se le apareció. Era
un hombre sencillo y maniático, ablandado por la atmós-
fera hogareña. ¿No intentaría desquitarse con exclama-
ciones cordiales de la tiesura antigua hacia los discípulos,
de todo lo que significó en su época joven el signo moral
de la profesión? Influía, posiblemente, en estas impresio-
nes, la huella femenina, omnipresente en la habitación
—desde los limpios, ribeteados visillos de la ventana, la
mesa de camilla con el brasero encendido, las esteras en
el suelo lustrado y las macetas de geranios en las esqui-
nas— y la hora recogida de la noche. En ocasiones entra-
ba la madre, doña Jacinta, o la hija única, Encarnación;
una sombra que se dibuja en la desnuda blancura del
muro, un rápido saludo, el rondar de sus respiraciones,
de tan distinto ritmo. Mas esta proximidad infundía en
Miguel una noción tonificante y amada de compañía.
Durante las clases, su atención tensa, glotona, recogía,
como si fueran una presa, las explicaciones de don Ma-
nuel. —Si la lluvia borboneaba en los guijarros de la
acera la escuchaba en lejanía, cual distante murmullo le
llegaba también el recio silbar del viento y su batir contra
los árboles, al azotar los lomos de las bocacalles o agitar
los alambres del telégrafo—. Mostraba un instinto agu-
do, casi animal, en su preferencia por las disciplinas y
conocimientos prácticos, armas de su futuro triunfo, y
estudiaba con indiferencia, impaciente, lo que da pábulo
a la fantasía u ofrece visos de un simple deleite. A él,

270
matemáticas, elementos de contabilidad, de legislación
minera, nociones económicas. Lo demás, embelecos y
pamplinas.
Maravillábase don Manuel de esta voraz intuición y de
su perseverancia.
—No me equivoqué, muchacho. En unos meses has
aprendido más y mejor que otros en muchos años. Tú
donde te pongas, siempre que no sea disparar barrenos,
harás estragos. Pronto tendrás que buscarte un maestro
de más ciencia y fuste que yo. Sin embargo, aquí, y no
es por «darme pisto», a nadie envidio.
...Enfermó doña Jacinta y quedó baldada. Por lo ge
neral, recluíase en el dormitorio, sin disposición ya para
el trajín doméstico. Solía abrir la puerta Encarnación, más
espigada de día en día. Y por este motivo, Miguel empezó
a reparar en ella con cálido interés. Se acostumbró a oír
su voz, necesitaba ese signo suyo, aunque fuera única-
mente en las palabras de compromiso del tímido saludo.
—Buenas noches.
—Buenas...
—-¿Está don Manuel?
—Sí, en la sala. Entre.
La toquilla negra sobre los hombros hundidos, un gesto
cortés, algo temeroso y ausente. Los ojos pardos, redon-
duelos, con verdes destellos, manteníanse quietos y tran-
quilos. Alta, delgada, estrecho y un tanto plano el busto,
de gracioso descuido en el vestir, Encarnación parecía una
corriente de agua nueva recién estancada en la acequia.
La tez, a trechos manchada, el pelo fino y ligero, la
discreción de sus movimientos, los mismos labios, de sua-
ve y descolorido dibujo, excluían de ella una atracción
inmediata, pero sugería un apasionado deseo de reposo,
una indefinible nostalgia de transparentes y nobles tris-
tezas. Á pasos contados, firmemente, su imagen se aden-
traba en él, nuncio de un feliz rendimiento, se le moldea-
ba el regusto de soñarla y recordarla.
En el verano, la madre y ella marcharon de temporada
a Málaga, con unos parientes. Al principio, Miguel sintió
un brote de contrariedad, un estado de descontento, súbi-
ta desgana por los estudios, disimulada de la mejor ma-

271
nera posible. Dábase cuenta de que Encarnación ocupaba
ya un sólido lugar en su vida, le hacía fijarse en cosas
que antes hubiera juzgado ridículas. Y amarlas. Experi-
mentaba una ardiente curiosidad por todo lo que con ella
se relacionaba. Y sufrió de celos, pensando en el mar y
en el penetrante misterio que debía transmitir. Allí, a sus
orillas, rumiaba, podía conocer a otros hombres. La idea
era de tal modo punzante y obsesiva que le rebanaba el
sueño y lo anegaba en angustioso sudor. —Escuchaba a
su alrededor, en las rejas, en el paseo, el cuchicheo denso
y la absorta mirada de los novios, despertábasele una sed
nueva. Y en el centro de ese universo, acabado de nacer
para él —de contactos, flores y ansias de fundirse con un
ser distinto— hallábase, inmóvil y alerta, Encarnación, la
«insignificante», como él la motejaba en sus monólogos,
con rabia incontenible y una veta ancha de amor.
Volvió Encarnación y fue ella —en forma imprevista,
en una noche difícil de distinguir en la sucesión de las
noches— quien le abrió la puerta, reanudando el dulce
hábito que tanto había añorado. Los aires salinos y la
irradiación del mar pasaron por su rostro sin grabar
marca. Era la misma criatura de ojos distraídos y de piel
paliducha. Sólo el verla removió sus entrañas. Vestía una
bata ceñida de cintura, con largos puños de encaje que
relumbraron en el vestíbulo. Esta vez la conversación fue
algo más larga y adquirió en los dos un tono de súplica
yPaencaios ajeno al sentido normal y riguroso de las pa-
abras.
—.¿Se divirtió mucho?
—Málaga es muy hermosa.
—Sí, en comparación con «esto».
—Pero «esto» es donde una se ha criado y, además,
padre se sentía solitario.
—No finja. Que ya le habrán rondado pretendientes, y
con sus halagos todo se olvida.
Se produjo una corta, vibrante pausa, y Miguel, grave
el acento, prosiguió:
— ¡La eché tanto de menos, Encarnación!
Y ella no se retiró un milímetro. Casi se palpaban y
sorbían los alientos. Despegó Encarnación los labios es-

272
tremecidos y humillando la cabeza le confesó, temblorosa,
como si se doblegara a él para siempre y por entero.
—Le creo, me gusta creerlo.
Miguel, sin despedirse ni recoger su confesión, entró
precipitadamente en el gabinete y empezó la clase. Se es-
forzaba para no descubrir su emoción y pudo lograr que
el maestro no sospechara lo ocurrido. Le dominaba una
tranquilidad gozosa, pues el ensueño secreto había «su-
cedido» ya —*él estaba seguro de ello— y se percibía
unido a Encarnación, embargado por su exclamación feliz,
orgulloso del lazo que acababan de forjar.
En los días siguientes no hubo lo que se entiende por
una declaración en regla. Era, simplemente, el encuentro
brevísimo, el temeroso roce de las manos, el mirarse con
frenesí, una luz que brotaba de sus gestos y todo lo alte-
raba. Por acuerdo mutuo, tácito, no variaron los hábitos
anteriores y se complacían en que su cariño careciese de
testigos y de difusión, como si el silencio y el secreto
fueran un bien precioso y esencial.
Otra vez Juan, pese a su desequilibrio, advirtió el
cambio y un día lo consideró ahincadamente y le previno:
— ¡Ya caíste, Miguelillo! ¿Cómo debe ser el estar
enamorado?
Y continuó limando cuidadosamente el orificio de una
flauta de juguete, de esas que se venden a puñados en
las ferias para regocijo de chiquitines.
Estalló al fin la huelga en la cuenca minera. La inicia-
ron los trabajadores de «El Mirador», de manera espon-
tánea e imprevista. Bajó al pozo el primer turno y Jose-
lito no tardó en descubrir que la galería principal
presentaba en el maderamen peligrosos indicios de res-
quebrajamiento. En la bóveda, las oscuras vigas rechina-
ban con alarmante quejido de los tablones carcomidos, y
él, perro viejo en el oficio, dio la señal de alerta a su
grupo.
—Muchachos, arriba y sin perder un segundo. Este
armatoste lo mismo se derrumba en seguida que dentro
de un par de horas. Y no tiene gracia que nos espachurre.
¡Maldita sea su estampa! -
A su llamada, la jaula los recogió y salieron a la super-

213
ficie cuando apenas despuntaba la tibia mañana de sep-
tiembre. En los pómulos flacuchos y emplomados roseaba
la ira. Los compañeros los rodearon, desbordada la curio-
sidad, y entre los cincuenta hombres allí reunidos —uni-
forme blanco, carburo al brazo, alpargatas— la noticia
levantó una sorda cólera, una voluntad ardorosa de pro-
testa y lucha. El «Mellao», inalterable, se acercó a Jo-
selito:
—Oye, tú, ¿no serán figuraciones?
—Por mi madre te lo juro. Es un crimen mandar a la
gente a esa trampa.
Caviló el «Mellao», se atusó el bigote, rascóse la bron-
ca pelambrera del cuello. Todos esperaban su decisión.
—Que Joselito vaya al pueblo y se traiga de una oreja
al ingeniero. Nosotros montaremos la guardia junto a la
jaula. Por lo pronto, nadie entra en la mina. Que estén
preparaos unos cuantos —tú, Frasquito, tú, «Mondadien-
tes», tú, Arnáez, tú, Senarro— y si pasa algo, a escampar
la nueva por las minas y los sacagéneros.
En cuclillas, sentados en las rocas o a caballo en el filo
de las vagonetas, acordonaron el lugar. Hablaban entre
sí, agitadamente, de los capataces de malas tripas y de
los amos «roñosos», evocaban historias de barrenos que
explotan antes de tiempo, renegaban de la perra suerte
que se encuentra bajo un diluvio de piedras y de tierra
sucia y húmeda.
Miguel interrogó al «Mellao», con cierta displicencia.
—¿Va para largo esta fiesta?
— ¡Qué se yo!
El huérfano se distanció unos metros, embebido por
el despertar luminoso del día, el trinar fresco de los pa-
jarillos y el aroma de los campos empapados de rocío.
Y hasta en aquella situación no compartía el nerviosismo
de que todos daban muestras y el pensamiento se le esca-
paba hacia Encarnación.
Por el caminillo divisó al ingeniero y a Joselito, que.
parecían discutir con acaloro. Ya llegaban a los almacenes
cuando —lejano y sordo, hondo— escuchóse el fragor del
hundimiento. La galería se cuarteó ruidosamente y en

274
el seno de la colina se extendía el eco patético de su
agonía, esta vez sin gritos humanos, a solas.
Lívido, el ingeniero montó en la jaula y descendió.
Joselito se pavoneaba.
—¿No os lo decía yo? ¡Si tengo una pupila!
Brotaban los juramentos y los insultos, chisporroteaba
la indignación.
—-¿Y lo vamos a consentir?
—En esa ratonera estamos vendidos. ¡Ahí metería yo
a los señoritos!
—-Peores son de entrañas que las hienas.
— ¡Apuesto a que no les tocan a un pelo de la ropa!
Untan el carro y se terminó.
— ¡Comidos de piojos y de sarna se vean!
—Y tó porque somos unos mandrias.
—Lo serás tú, que yo alterno con cualquiera.
El «Mellao», Senarro, Paquillo y Joselito cambiaban
impresiones, hasta que el cartagenero se decidió y los
convocó con ademán violento.
—Huelga de protesta. Los «nombraos» que avisen por
ahí y les digan a los compañeros de la Directiva que se
vengan volando a la Sociedad, pa tomar acuerdos. Tós
nosotros, los de «El Mirador», menos la guardia, al local.
Miguel siguió a la caravana que calladamente, en apiña-
das filas, cruzó el pueblo de extremo a extremo. Salían
a los zaguanes las vecinas, aún puesto el mandil, y corrían
luego a comentar en corrillos de patio, en las panaderías,
en el mercado. Las puertas de la Corredera se cerraron
de golpe y las casas ricas se replegaron en un silencio
de pánico, sin rebullir alguno tras sus cristaleras y bal-
cones.
El local de la Sociedad estaba en un callejón de la plaza
de la iglesia. Lo llenaron los mineros hasta la corraliza
y el tejado, pues en el trayecto se agregaron a los huel-
guistas de «El Mirador» los obreros de otros pozos. Por
la esquina del Palacio aparecían ya unas parejas de la
Guardia Civil. Juan dejó el barnizado de una cómoda y
preocupado por Miguel procuró informarse de aquel re-
vuelo. Cuando encontró al «ahijado» lo llamó aparte.

275
—Me temo que sea el comienzo de un pleito difícil
—refunfuñaba Miguel.
—¿Qué piensas hacer? Tú no te enredes...
—Ya me cuidaré. Pero sólo soy uno entre muchos, y
«acaloraos». Tendré que ir adonde arrastre la marea.
Como era de suponer, la Junta Directiva determinó
que todos los mineros se solidarizasen con los trabajado-
res de «El Mirador». Subido en una silla, el «Mellao»
leyó el pliego de peticiones: garantías de seguridad en
los pozos, reconocimiento de la Sociedad para cualquier
clase de tratos y arreglos, aumento general de jornales,
servicio médico gratuito. Además, agregó, para que el mo-
vimiento tuviese la debida cohesión, y previendo la nece-
sidad de subsidios, todos debían pasar lista diariamente
y recibir una cantidad del fondo común. Naturalmente,
recomendó el «Mellao», si alguien podía valerse por sus
propios recursos ayudaría grandemente a los demás.
No hubo en los reunidos alardes de entusiasmo —de
ese fácil y engañoso entusiasmo— sino el gesto severo
y entonado de quien aguarda una prueba difícil y hace
acopio de bríos. Senarro, vocinglero de condición, intentó
lanzar unos vivas y unos mueras, pero nadie le secundó.
Por el gentío, el pueblo parecía estar de fiesta. Pasea-
ban los mineros por las calles céntricas, se detenían y
charlaban en las esquinas no sabiendo en qué forma ocu-
par el tiempo: de repente se habían desinflado de rutina.
Cuando se agotó el rato prudencial de ir y venir, de
conversar, empezaron a dispersarse. Marcharon los unos
al hogar, los otros a las huertas o a caza de gorriones.
Miguel volvió al Palacio, se sentó, irritado, en un rin-
cón del taller de Juan, en sorda pugna sus atravesados
pensamientos. Tendría ahora más ocasión de estudiar, se
las ingeniaría para menudear las entrevistas con Encar-
nación. Meditó, con perezoso alivio, que había salvado el
pellejo, en un tris estuvo que no se fueran a pique, de
miserable modo, sus sueños de grandeza. ¿No era absurdo
someterse al bárbaro destino de aquel oficio? ¿De qué
le servían entonces su saber y afanes? Urgía huir de la
asechanza constante, libertarse del ambiente en que vivía.
En él comenzó a redondearse la idea de escapar lo antes

276
posible del pueblo y buscar fortuna lejos, donde nadie
le conociera. Pero marcharse ahora —y esto lo sentía en
la piel, como una especie de quemadura— equivalía a
desertar, atribuirían su decisión a simple cobardía. No,
era preciso arrostrar el obstáculo, ir hasta lo último con
sus compañeros. Después, al quedar normalizadas las co-
sas, recobraría su independencia.
En el fondo de su ánimo debatíanse las figuras del
«Mellao» y Encarnación, con análogo apremio. El «Me-
llao» se ceñía bien la faja y le miraba con rigor de juez.
Ella, desde el centro de las nieblas, hincábase las uñas
en la carne lechosa de los senos al ver que Miguel la
abandonaba.
La huelga y la mujer, con motivos distintos, lo enca-
denaban al pueblo.
—Ya puede irles mal. No te apures, hombre. Lo que
yo tenga, tuyo es —le dijo, balbuciente y alegre, el car-
pintero. |

De la glorieta del jardín público arranca en cuesta,


ocupando un terreno irregular y arenoso, la calle de los
tarantos. Concluye, ya a la orilla del pueblo, en el edificio
ventrudo de la fábrica de harinas. Allí, la campiña rala se
convierte en inacabable bosque de olivar, sólo alterado
por el camino estrecho que conduce a la estación de fe-
rrocarril del pueblo inmediato, donde se toma el tren de
Madrid.
En esta calle de los tarantos —y el mote ahogó el
nombre que municipalmente la rotulaba— viven los mi-
neros sin familia, forasteros en su mayoría. Las casas son,
por lo general, de entrada baja, con tres o cuatro esca-
lones para penetrar en el interior, de mucho fondo, am-
plios patios con habitaciones individuales a los lados y
una cocina común adosada a la tapia. (Apenas rompen
esta monotonía de la construcción algunos establecimien-
tos —la churrería, que vende copitas de aguardiente y los
«tallos» recién sacados de la sartén, la tienda de ultrama-
rinos, la herrería.) Sus propietarios, monederos falsos
según pública fama, las edificaron en serie, aprovechando
avarientamente el espacio para extraer el mayor jugo

217
posible a los alquileres. Es raro ver mujeres en los qui-
cios, a distancia se huele a macho.
En esta calle, escandalosa y bravucona, que sortean en
sus paseos las damitas timoratas, hállase el centro ner-
vioso de la huelga. De punta a punta, de acera a acera,
no se habla de otro tema, y en estos días parece seño-
rearla una singular animación. El «Mellao» .tiene por
costumbre recorrerla a primera hora de la mañana, al
dirigirse al local, como un mariscal que revista sus ejér-
citos y su campamento. Antes de encerrarse en la Secre-
taría, no está de más pulsar el temple de la gente, re-
coger impresiones, levantar algún ánimo abatido, disipar
los disparates que hierven en ciertas cabezas, convencer
a éste y al de más allá de cuán equivocado es solucionarlo
todo por la «tremenda».
El «Mellao», quizás sin que él lo perciba claramente,
se ha convertido en la principal figura del pueblo, en un
imán de odios y esperanzas. Los patronos y sus capataces
esparcen sobre sus móviles y conducta versiones despec-
tivas o calumniosas.
Se han cumplido tres semanas de huelga, los pozos de
los amos se inundan, amenazan ruina; los estómagos de
los trabajadores crían nidos de telarañas. Menos mal que
el cartagenero reparte lentamente, sin señales de blanda
misericordia, el subsidio de la Sociedad y sabe que si sus
hombres aguantan un poco más, el «enemigo» concluirá
cediendo. El precio del plomo sube que es un primor en
el mercado de valores, y cuando hay ganancia sobra el
amor propio, el débil incentivo de la «honrilla».
Tras su esfuerzo de impasibilidad y su aspecto sosegado
y reservón, el cerebro del «Mellao» funciona intensamen-
te. Mientras contesta al saludo de un grupo de compa-
fieros, examina y sopesa la nueva realidad: han traído una
partida numerosa de esquiroles y ello ofrece un doble pe-
ligro, la irritación de los huelguistas, difícil de contener
a estas alturas, y el intento de los «burgueses» de partirle
el espinazo al movimiento. Si acaso, una buena pedrea al
anochecer, pero sin pasar de ahí... Ya veremos, ya vere-
mos..., lo tratarían en Directiva para que no hiciese cada
ciudadano de su capa un sayo. De otra parte, rumiaba,

278
ese Miguel me tiene sobre ascuas. Escurre más de lo justo
el bulto. Es que no siente como nosotros y cuando com-
parece no puede disimular sus resabios, la mala gana, lo
hace por puro compromiso. Además, debe andar metido
en un lío... Anoche lo vi saltar por el terraplén, junto
a la casa de su maestro, cuando iba yo de retirada. Me
pegué al muro, en la sombra, y él no reparó. Esas visitas
de tapadillo serán, de fijo, para la Encarnación. Y ni que
decir tiene, si dos mozos de edad caliente se ven a solas,
ya pueden ser unos santos que las cosas se enredan.
Habrá que leerle la cartilla.
Plantado en el centro de la calle, Senarro manoteaba
ante sus amigos. Pestañeó al verle y tras un segundo de
indecisión le salió al paso con gesto provocativo.
—Oye, «Mellao», me alegra encontrarte.
—-Pues aquí me tienes.
—+Es que los «amarillos» están trabajando en «La Um
bría». Supongo yo que vosotros no os quedaréis cruzados
de brazos. Hay que tomar la delantera y aporrearles las
costillas. Si no los escarmentamos, se les subirán los hu-
mos y la semana que viene, tendremos la desbandada.
—Senarro, yo soy muy clarito. Déjate de barrabasadas,
con sulfurarse ná se adelanta. La Directiva acordará lo
que sea.
—Es que vosotros lo arregláis tó con «mantequilla
flande».
—Si no hay disciplina, perderemos.
—Te repito que si seguís con tanta consideración, re-
ventará la caldera.
— Aunque pacífico, me gasto mi sangre, como tú, como
cualquiera. Pero la sé manejar. Y basta de razones, que
éste no es el sitio. ¡Si lo único que desean es que nosotros
les demos el pretexto para arrear estacazos a diestro y
siniestro! ¡Estás ofuscao, Senarro!
Los levantiscos quedáronse gruñendo.
En los días siguientes, salvo ataques aislados a los
esquiroles, que reportaron una cosecha de cardenales sin
más consecuencias, la situación siguió estacionaria. En-
viaron de la capital más fuerza de la Guardia Civil, ani-
máronse con un ritmo desafiante las casas ricas de la

219
Corredera. El «Mellao» no daba la menor muestra de im-
paciencia, pero Senarro iba pregonando que él se encar-
garía de realizar una «muy gorda».
Barruntaba Miguel sucesos extraordinarios y desagra-
dables, como si le oprimiera la atmósfera densa, cargada.
Cada vez sentía mayor aversión por la huelga, por la
anormalidad que sembraba a su alrededor, en él mismo.
El nerviosismo colectivo coartaba sus emociones, la jubi-
losa plenitud que le infundía Encarnación. No cesaba de
escuchar el suspiro granado de su languidez, evocaba cons-
tantemente la tibieza de su cuerpo, el deleite turbador
de su entrega. Hacía unas noches, y el hecho alentaba
en su existencia maravilloso, reciente y próximo. Incluso
el secreto que lo envolvía, prestábale una atracción irresis-
tible. Y se codeaba con la gente, endulzado por la cer-
tidumbre desdeñosa de su inferioridad al ignorar el
recio caudal de sus sentimientos, los sentimientos de que
él era único poseedor. Fue todo tan natural y ligado que
no le producía después, al rememorarlo, la menor extra-
ñieza. Y, contra lo que se afirma en estos casos, cuando
ella se convirtió, prácticamente, en su mujer, la respetó
y quiso más, la deseó con ansia renovada. Le constaba
que Encarnación accedió a la entrevista en el patio ate-
morizada por su suerte futura, quizás el hundimiento de
la galería revolucionó su ser y su moral. Se lo confesó
sin titubeos, valientemente.
—Supe la noticia de «El Mirador» y me desesperé
tanto... Cuando menos lo piense una, te puedes matar, y
entonces no sirve de nada el que me haya negado a verte
a solas, a hablarte sin testigos, a tenerte aquí y oír cómo
respiras.
—e¿Y por qué no le hablo de una vez a don Manuel
y lo formalizamos?
—Es pronto todavía. Ellos, por ahora, no querrán que
me case con un minero. Pero tú, si te lo propones, de-
jarás de serlo y entonces no se opondrán.
Luego, ruedan las palabras, asumen inesperada tiesura
las voces, aproxímanse los cuerpos y se transmiten una
encendida vibración. Y en el vientre de la noche otoñal,
dulce como una pera aguanosa y madura, chispea el de-

280
lirio que acelera los pulsos y nos lanza a un mágico abis-
mo, donde se evapora la soledad. Tras lo cual, los ojos
adormecidos se levantan al cielo estrellado y terso, y los
pulmones se bañan del aire vigoroso que baja de la sierra,
marcados de rumores de hojas y regatos sus suaves brazos
gigantescos.
Esto es pasado y presente, dice Miguel. Es el aceite
limpio y claro de la alcuza en la cocina. La luz flamante
que me agita y absorbe, un impulso insospechado y glo-
rioso del que sólo yo participo y logra diferenciarme de
todos los demás. En este momento, cuando se comba la
tarde y paseo por la plaza, rozándome con las personas
que salen de los comercios, con los señoritos que charlan
a la puerta del Casino, ellos, todos ellos, nada me impor-
tan, ni estorban. Aunque Encarnación y yo, ahora aleja-
dos, tan acordes sin embargo a pesar de la distancia,
fuéramos los únicos habitantes del pueblo, experimenta-
ría igual contento, igual seguridad de vida.
Enderezó Miguel el rumbo hacia la calle de los taran-
tos. Súbitamente se produjo en la cercanía una agitación
inusitada y el revuelo de los transeúntes lo detuvo. Entre
dos guardias, esposado, marchaba Senarro, blanco como
el papel. Curiosos, mineros y comadres lo seguían con un
murmullo sobrecogido y díscolo.
Paquillo se le acercó:
—Creo que ya se armó, muchacho. No sé por qué me
huelo que echarán el guante a más de cuatro. Senarro, que
es un repuntao, se tropezó con un esquirol en el callejón
del Agua, y ni corto ni perezoso se le encaró llamándole
mil perrerías. El infeliz, al ver que Senarro desenvainaba
la faquilla se acobardó y tardó unos momentos en huir.
Lo bastante para que Senarro le atizara un par de pincha-
zos. Se quedó frito como un pájaro. ¡Tenía unos ojos de
espanto! El desgraciao llevaba una camiseta fina que en
seguida se empapó en un río de sangre. Aprieta el paso,
quiero llegar a tiempo y avisar al «Mellao». ¿Vamos?
Miguel, contrariado, lo acompañó al local, por el qué
dirán, pero receloso de mezclarse en el asunto. El «Me-
llao» despreció los consejos de sus compañeros.
—+¿Escapar? ¡Vaya ocurrencia! No he tenío arte ni

281
parte. Lo que ellos desean es infundios pa deshacer la
huelga. Yo, tan tranquilo.
El cartagenero advirtió la actitud cohibida de Miguel
y, entre despreciativo y cordial, le recomendó:
—Vete, hombre. Aquí no se te perdió ná. Ya cum-
pliste.
Como abdicación de su hombría le dolió a Miguel su
flaqueza, su apresurado y vergonzoso alivio aceptando la
fuga. Y durante aquellas turbias horas la imagen del «Me-
llao» creció en su conciencia, lo humilló. Pero otra incli-
nación —la de no aparecer complicado, la de eludir una
parte siquiera de responsabilidad— predominó en él.
Simulaba, para sí mismo, un aire indiferente. Se dirigió
a la plaza del Ayuntamiento y dio varias vueltas por la
acera principal, a caza de los comentarios que se prodiga-
ban en los corrillos.
Allí se encontró nuevamente con Paquillo, que le re-
lató la detención del «Mellao» y su entereza ante los
«civiles».
—.+¿Sos habíais creído que iba a gimotearles a los «ene-
migos»? No es el hijo de mi madre de los que dicen,
cuando las «morás»: Senarro era de los malos, yo de los
buenos, de los «angelitos». Eso se lava entre nosotros.
Delante de esos uniformes, Senarro y yo somos lo mis-
mo: unos asalariaos. Lo único que me sacarán del gaznate
es esto: que yo no maté, que yo no dije ni pío pa que
se matase. Y basta de palique. Irse ya, irse ya.
Paquillo no contenía su admiración, su fervor por el
amigo.
—Lo acusan de haberle calentao los cascos a Senarro,
pa que despachara a «ése». Se valieron de algunos chi-
vatos y lo han preparao a su gusto pa emplumarlo bien.
¡Pero el «Mellao» es muy hombre! No lo ablandarán la
cárcel ni los jueces. Figúrate el papeleo en que querrán
atraparlo. Esta madrugada lo mandan a Jaén, codo con
codo, como si fuera un criminal. Y nosotros estaremos
sin pastor que nos guíe. Bueno, me largo, necesitará algo
de comida y unas mantas pal viaje.
... Al mes del asesinato se trabajaba normalmente en la
cuenca minera. Al «Mellao», por falta de pruebas, lo pu-

282
sieron en libertad, y se trasladó a Peñarroya, mientras se
apaciguaba la tormenta, al arrimo de unos conocidos. De-
masiado sabía que en el pueblo, desorganizada la Socie-
dad, sin posibilidad alguna de encontrar trabajo, no había
lugar para él.
Despidieron de «El Mirador» a Paquillo, Joselito y a
Miguel, simplemente por su relación con el «Mellao».
Y, según proclamaron, tornó la paz.
Miguel resolvió cambiar de ambiente. Se iría a Córdo-
ba, donde por mediación de Juan y de don Emilio, le
ofrecían ayuda y jornal. Por la noche, en las sombras del
patio, abrazó a Encarnación, prometiéndole volver al cabo
de unos meses. Ella, para no retenerlo, deseosa de evitarle
zozobras, le ocultó que estaba embarazada.

283
IV

Don Nicolás Valdivia llamaba la atención por lo buen


mozo. Alto, erguido, con sus vetas de rubiales, gruesos
labios expresivos, piel de doncella, cuidadoso en la indu-
mentaria y con irresistible propensión al tuteo, no es sor-
prendente que las mujeres le siguieran los pasos y moles-
tase infinitamente la vanidad de los varones. De una u
otra forma, no podía evitar que lo llevaran siempre en
lenguas y se desmenuzaran sus peregrinas costumbres,
audaces opiniones y voluntariosos desplantes.
Unico heredero de una próspera familia de propietarios
campesinos, su posición holgada permitíale impunemente,
de acuerdo con una vehemente vocación, acaudillar el
exiguo partido republicano del pueblo que, para no in-
fringir la tónica tradicional, componíase de un impresor
—don Emilio—, un comerciante en vinos, don Segundo,
y media docena de artesanos, enemigos de ceremonias re-
ligiosas, prácticas beateriles y ensotanados.
Tan acentuada pasión política le nació a don Nicolás
en su época de estudiante y constituía el nervio de su
vida, obligadamente ociosa, pues el bufete de abogado

284
sólo le servía para defender pleitos de pobres y correli-
gionarios, y justificar una actividad social. A los treinta
años tenía una abundante cosecha de riñas y se regocijaba
esparciendo a los cuatro vientos los más agresivos dic-
terios contra el Trono y el Clero, instituciones que pro-
vocaban su personalísima inquina y le sacaban de quicio.
Traza inconfundible de hidalgo bravucón, generosa la
mano para dádivas y repique de bofetadas, completaba
estas características con una inconsciencia económica de
tal calibre que empezaba ya a cuartear su fortuna. Era,
sobra decirlo, quien pagaba a tocateja gastos de mítines
y oradores, mantenimientos de Centros en diez leguas a
la redonda, costas de elecciones y hospedaje de persegui-
dos. Para colmo de notoriedad, andaba enamoriscado de
una aristócrata madrileña y los padres de la joven conde-
naban estas relaciones, de una «novelera y un hereje»,
oposición ante la cual don Nicolás, cuya paciencia no
aguantaba ancas, había prometido que, si preciso fuese y
le provocaban, recurriría al rapto.
Don Nicolás levantábase temprano y le placía recorrer
los alrededores del pueblo, a lomos de un caballo fogoso
y tan altanero como su dueño. Visitaba las huertas y
trigales de su pertenencia, charlaba a la llana con arren-
datarios y jornaleros, correría suficiente para aguzar el
apetito. Comía solo, servido por el ama de llaves, la «di-
vina Rosalía», sesentona con más achaques que luces, y
recalaba invariablemente en el Casino, a leer los periódi-
cos «alfonsinos» en la biblioteca y a fumarse, gravemente,
un puro en boquilla. En el salón de billares y en las mesas
de juego, los elementos «conservadores», como él los cla-
sificaba con sonora entonación y silabeo retador, esquiva-
ban su trato.
Entre copitas de licor y vagas reflexiones se le iban
un par de horas. Después, se encaminaba a paso lento a
su despacho y atendía pacientemente a los querellantes
menesterosos —una bizarra procesión— que, sabedores
de su debilidad, le pedían dictamen y dinero. Por las
noches, presidía la tertulia de sus amigos de partido, y
estas labores y ocios sucedíanse plácidamente, alteradas

285
por las escapatorias a Madrid con el galán designio antes
indicado.
Don Nicolás conoció a Miguel cuando éste entró a
desempeñar una plaza de camarero en el Casino y le co-
rrespondió servirle. Lo examinó curiosamente, con la
cariñosa impertinencia que le singularizaba. Le atrajo el
aire ensimismado y suficiente de aquel muchacho y ob-
servó, cual datos primeros de una personalidad, el color
tostado de su cara sombría y sus dedos anchos, deformes,
el temblor reprimido con que sostenía la bandeja. El
novato no pasaba, así como así, inadvertido. A simple
vista le fue simpático. Le ordenó otro café con rociada
de anís y solicitó su compañía.
—=Es que el reglamento...
—No se hizo para mí. Siéntate.
Obedeció Miguel con actitud encogida, asombrado de
aquella «extravagancia».
—No te recuerdo... Calla, cuando termine me dices
nombre y apellidos y el número de la cédula. Y los pelos
y señales que te plazcan. ¿Eres nuevo en este antro? Ah,
ya caigo, creo que me hablaron de ti. Sí, hombre, un
amigo y medio pariente del famoso «Mellao». Tú eres el
que después de deslomarte en la mina dabas clase con
don Manuel, el mismo. Los mastuerzos de ahí —y señaló
a) salón— se burlaban de tus pretensiones, pero a mí me
gustó.
—Vamos a ver, con franqueza. ¿Es que ya te cortaron
las aspiraciones? ¿Vas a contentarte recogiendo propinas
de esta cábila de señoritos estropajosos, hasta que la esti-
res? Tú has sido capaz de estudiar. A lo mejor podrías
hacer una carrera.
—Ya tengo los huesos duros, don Nicolás.
— Anda, bébete eso, que yo invito. Si alguna vez quie-
res algo, ya sabes dónde me encuentras.
Sonaron unas palmas impacientes y Miguel, aún atur-
dido, dio las buenas tardes y se apresuró a cumplir su
tarea. José, el camarero veterano, le previno:
—Andate con pies de plomo. Don Nicolás es campe-
chanote, pero procura que no te vean a menudo de chá-

286
chara con él, te levantarán fama de «político». Servirlo
y nada más. Hay que ser un poco zorro.
Miguel se apostó en la puerta del salón, en espera de
otras llamadas. Roscosas columnas de humo se elevaban
aquí y allá, en torno a las lámparas de brazos dorados,
flotando sobre las cabezas de los jugadores de billar, do-
minó y tresillo. Era su primer día de trabajo en el Casino
y le rondaba la memoria de Encarnación, mientras expe-
rimentaba una especie de mareo ante el cansino trajín,
que le perturbaba su evocación amarga. ¡Con qué rabia
de animal cercado, con qué seca desesperación supo su
muerte y hubo de silenciar lo que para él representaba!
Nadie notó que su ilusión quedaba deshecha, aplastada,
reducida a sudores de angustia. Encarnación no significaba
ya más que un color desvanecido y ahora hasta sus pala-
bras y gestos perdíanse en la nube acre de los cigarrillos.
Su rostro, tan afilado a últimas fechas, imposible de re-
componer, se le amalgamaba en la imaginación con la
otra fisonomía que no le fue dable retener, la de su madre.
Había regresado de Córdoba con algunos ahorros, alen-
tado por la esperanza de conseguir a Encarnación, sin te-
merle a la entrevista con don Manuel. Cuando llegó al
pueblo y vio de nuevo sus limpias y rectas calles, sintióse
parte de aquel mezclado ambiente minero y campesino,
apenas pudo refrenar su desbordante alegría. Rondó los
muros del patio donde había sido suya y tras unos instan-
tes de vacilación se dirigió a la casa de don Manuel y
llamó a la puerta con fuertes golpes jubilosos, decidido
a aclararlo todo en dos frases.
Don Manuel, vestido de negro, lo recibió con abrazo
afectuoso, lo precedió al gabinete, tan familiar, y allí, sin
concederle respiro, comenzó, como quien ansía desaho-
garse:
—Y a sabrás la desgracia...
— ¡Si acabo de llegar!
—La pobre Encarnación... —y la voz le temblaba, se
hundía en un doliente rasguear.
—Hace unos ocho meses —prosiguió estimulado por
su silencio— venía de la compra y frente al teatro se
espantó un caballo y la atropelló. Nada pudo hacer el

287
jinete, era el médico, precisamente, don Guillermo, que
volvía de visitar a un enfermo en la sierra. Cuando la
trajo, estaba en la agonía. No acertaba ni a quejarse, no
pudo hablar. Y aquí nos tienes, a los dos viejos, aguan-
tándonos la pena el uno al otro.
No supo Miguel qué responder, cómo consolarle. Dióse
cuenta de que debía pronunciar unas palabras de pésame,
simples, sencillas, superar su anonadamiento. De lo con-
trario, don Manuel podía recelar y pensaba que ya era
inútil franquearse. Sin embargo, no conseguía dominar su
pena y temía expresarla violentamente. Todo lo que le
había sostenido se hacía añicos con aquella revelación.
Y notó que se le enturbiaba el color, le irritó recibir la
luz plena del mediodía, mientras oleadas de brasa y de
hielo le rajaban las entrañas. Balbuceó torpemente:
—Lo siento, lo siento de verdad.
Le urgía salir a la calle, caminar por las afueras del
pueblo, fatigarse, no encontrar a nadie. Le oprimía un
miedo pueril al momento de llegar al Palacio y recluirse
en la habitación que, seguramente, Juan le reservaba. Su
único y apremiante anhelo consistía ya en no acordarse
de ella. El vivir, de pronto, convertíase en una absurda
y estéril tarea.
—¿Y tú qué piensas hacer?
—Necesito trabajar, don Manuel. En lo que se tercie.

Rápidamente cursó Miguel su carrera de camarero «lis-


to». Á pesar de su pensamiento obsesivo, atraído siempre
por Encarnación, acostumbróse con cierta indiferencia a
la vida —monótona, de doble fondo sin embargo— del
Casino. Los contertulios los preferían por su ágil memoria
y su presteza para recordar hábitos y gustos personales.
No era preciso hablarle en la mayoría de los casos: bas-
taba, de lejos, una señal, un parpadeo, y el mozo traía
ya la copa, los vasos de refresco, el café o los naipes.
Sabía los nombres de todos y el modo que les agradaba.
Es la muestra de respeto con los de carácter engreído
y ceremonioso, las zalemas con los soberbios, la sonrisa
indulgente con los perdularios. Aprendió también, al
precio de sofiones y descaros, recibidos directamente o

288
sufridos en pellejo ajeno, que con ellos la confianza tenía
un límite peligroso de rebasar en cualquier momento, ni
siquiera cuando lindaban con la embriaguez. Entonces,
surgía su desprecio, la invencible diferencia social. A José,
su compañero de tareas, un hombretón servicial, honrado
hasta las cachas, se lo hicieron ver claramente. Don Ra-
món, un sacagéneros enriquecido, de genio bronco, a tono
con su barba canosa y su voz áspera, extravió en cierta
ocasión, tras una velada más llena de vino que de verbo,
la cartera atiborrada de billetes. No se dio cuenta de ello.
Veinticuatro horas después José se la devolvió con natu-
ral humildad. Lanzó el tal una risotada tan insolente que
le valió la curiosidad de toda la sala. Y mientras alargaba
una moneda de plata, exclamó a gritos:
— ¡Idiota, eres peor que un perro! Ahí tienes cinco
pesetas, compra cordel y ahórcate. Es lo que mereces.
José permaneció inmóvil, tensas las cuerdas del cuello
vigoroso, entre abochornado e iracundo. Los asistentes
a la ejemplar escena esperaban verle abalanzarse sobre
don Ramón o que, domada la rabia y echando a broma
el insulto, recogiese la «propina». El camarero, al cabo
de unos instantes interminables, cerró las manos con un
ruidoso crujir de huesos y volvió la espalda en silencio,
con lentitud que traslucía su desesperada impotencia.
Para Miguel ésta y algunas experiencias similares fue-
ron suficientes. Si abusaban de él como recadero o le
llamaban displicentes para cambiar unas frases de artifi-
cial confianza, procuraba evitar que lo «trasteasen», pero
siempre le quedaba un sabor de hiel pegado al cielo de
la boca y se le recrudecía la idea —su sueño constante—
de que ojalá la fortuna le ofreciera oportunidad de co-
dearse, de tú a tú por lo menos, con todos ellos. Y así
se le formaba un implacable espíritu rencoroso.
No perderé yo el tiempo, decíase. Ahora, a observar
tejes y manejes. Abriré las entendederas para familiari-
zarme con sus pequeñas miserias e ir a la busca de secre-
tillos. Es útil registrar sus cualidades y defectos, grabarlos
bien en la memoria. El Casino se' presta para recoger
datos, averiguar martingalas, deslices y vergiienzas. En él
se ventilan transacciones comerciales, salen a relucir he-

289
rencias y dotes, se descubre el mismo tráfico de las hon-
ras. Tratan de la cotización del mineral, de las cosechas,
disecan las juergas, no pueden ocultarse las deudas que
cada uno soporta.
Los altercados más o menos graves, las sordas enemis-
tades de parentela y casta se incuban aquí; por su sala
corre la tempranera noticia de una mina denunciada, se
pregonan las excelencias de las queridas y las habilidades
de las prostitutas, compáranse los calibres de las borra-
cheras, se expone la historia íntima de este pueblo grande
y de corta cronología.
Sólo se necesita escuchar, advertir un fugaz ademán de
odio solapado, aprehender en la mente una mueca de
amistad forzada y mentirosa, rastrear los motivos de cier-
tas agrias melancolías.
Don Roberto, propietario de un buen lote de casas y
dueño de la fábrica de harinas, es uno de los más tras-
nochadores. Aparece, por lo general, a las once, cuando
el Casino empieza a despoblarse y únicamente restan las
peñas de los jóvenes rabiverdes y un par de jugadores
recalcitrantes. Alfonso, su hijo, dialoga con él en voz de
medio tono, al amparo de una columna.
—Me metí en un compromiso. He invitado a unos
amigos de Jaén a cenar y quiero apabullarlos.
—«¿Faldas, de postre? —el viejo sonríe jactanciosa-
mente.
—No estaremos solos —le responde.
Don Roberto le palmotea en el hombro y desliza unos
billetes en su chaleco.
— ¡Qué suerte no tener un padre mojigato ni regañón!
Don Roberto lo despide y se instala en un sillón de la
esquina, cerca del balconcillo que da a la plaza. —Alfonso,
desde el umbral, se contempla en el espejo de dos paños
y arregla la corbata ampulosa. Es un joven de veintitantos
años, que ya ni siquiera representa la comedia de la Uni-
versidad, a fuerza de suspensos, el típico merodeador de
los camerinos de segundo orden. Barbilampiño, muscu-
loso de constitución, ojos errabundos y mirada rapaz, dis-
puesto a desvariar graciosamente a las primeras de cam-
bio, disfruta escandalosa reputación de cabeza perdida.

290
Escoltado por otros noctámbulos abandona con medido
estruendo la sala, no sin antes presumir:
—Miguelillo. No te olvides del ramo de flores. Así,
trabajas y alternas con artistas, que buena falta te hace.
No tarda en iniciarse la partida de más rango en el
Casino. Alrededor de don Roberto y de don Patricio mos-
conean los curiosos. Los contrincantes van para la cin-
cuentena y alardean de calma, exponiendo en los envites
cantidades impresionantes.
—De aperitivo, quinientas pesetas. Poco es para usted,
don Patricio.
A don Niceto —prestamista desalmado, de acuerdo con
el juicio unánime— se le hace un nudo en la garganta
y sigue anhelante el ligero rebotar de las cartas sobre la
mesa de bayeta verde.
Chasquea la lengua don Patricio, chupa una «señorita»
y retrepándose en la silla encaja orgullosamente la primera
derrota. —Pero él no tiene hijos pródigos, ni de otra
clase, le triplica las rentas a su adversario y por ello se
desenvuelve con más firmeza y soltura en este duelo de
que mañana hablará todo el pueblo.
—_Querido amigo, no hay quien le resista. ¡Qué bríos!
Lástima que se acueste usted pronto. Yo no me negaría
a doblar sus apuestas, hasta el amanecer.
—Hecho.
Lo corriente es que en los juegos de más alto riesgo
lleve las de perder don Roberto. Parecen aguzársele las
mejillas, respira con penosa fatiga. Don Patricio, benévo-
lo, acude al quite.
—Ayer saludé a su hija, Asunción. ¡Si no es de cerca,
y fijándome mucho, no la reconozco! Le envidio. Her-
mosa, avispada. Yo, en cambio, más solo que un sereno.
¿Me firma una letra?
Y don Patricio se despereza, previene bufanda y bas-
tón, saluda a la concurrencia. Los mirones, a su vez, se
dispersan.
Miguel apaga las luces del vestíbulo y le sirve a don
Roberto, que se recuesta fatigadoen el diván, una copa
de coñac.

291
—Gracias, muchacho. Dentro de un cuarto de hora me
largo.
Minas limpia los veladores, alinea las sillas contra la
pared y corre las persianas, ha entrado de nuevo don
Niceto que se entrega a una charla susurrante con el
jugador vencido. Miguel recoge frases sueltas, lo bastante
para reconstruir el tema de su plática espinosa.
—La fábrica no la hipoteco, ¡recontra!
—Paciencia, paciencia. Ya le he prorrogado el otro
documento.
—Sí, ¡pero en qué condiciones!
En los ojos legañosos, miopes, del usurero, corcovea
el regocijo. Inclinado sobre la mesa mastica persuasiones
y remacha el clavo.
—La rúbrica, es lo que falta. Se lo voy a leer. Más
no se me puede pedir. Le doy un respiro de tres meses
para arreglarlo todo.
—Y si no lo compongo, me caigo con todo el equipo.
Se cala el sombrero al marchar, con pasos escurridizos,
don Niceto. Su interlocutor se desabrocha, trabados los
dedos, el cuello de la camisa.
—Usted no se siente bien hoy. Cierro y le acompaño
a casa.
—No, Miguelillo. ¡Es que hace tanto bochorno aquí!
Se te estima.
Es de los contados socios que alterna cordialmente con
el camarero. Es indefectible que se ruborice cuando da
una propina y Miguel siente una especie de distante y
fría piedad por su infortunio.
Acaban de sonar las dos de la madrugada. En todo el
pueblo se extinguieron ya los fuegos y bullicios de la
Candelaria. Nadie transita por la plaza, sólo la atraviesa
don Roberto, con andar inseguro. Su figura rechoncha
desaparece en la Corredera.
José cierra con doble vuelta de llave el portón. El y
Miguel se encaminan juntos al Ejido, resintiéndose del
cansancio de la jornada.
— ¡Trabajo aburrido! Y de lo más ingrato.
—Menos da una piedra. Y de la vejez no hay que
preocuparse, si uno es fiel y cumplidor.

292
—Consuelo de tontos, para muy largo lo fían...
—Puede.
—Hasta mañana.
Y ese «mañana» es un día fuera de lo normal en el
Casino. Enfermó, no se sabe exactamente de qué dolencia,
el infeliz de don Roberto. Rueda la noticia de que los
médicos no tienen esperanza de salvarlo.
Por la noche, a las once en punto, se presentó don
Patricio, el solterón, tieso como un rábano, y ocupó su
lugar habitual con un gesto vagamente desconcertado.
Empezó a barajar las cartas, extremando su mecánica par-
simonia, y a su alrededor se congregó el acostumbrado
corrillo murmurador y aspaventero. Don Rufino, el no-
tario, intuye su patético desconsuelo y se brinda:
—-¿ Jugamos?
—¿Qué se ha creído usted? —y el tono era insultan-
te—. No estando «él», no hay partida que valga.
Minutos después, e irritado por el silencio embarazo-
so, don Patricio abandonó el Casino. Y es fama que no
volvió a cruzar sus puertas.

Quisieron los hijos de don Roberto rodear de gran


pompa los funerales. Se celebraron un sábado, a media
mañana, en la iglesia parroquial, y concurrió lo más re-
presentativo y engolado del pueblo y de la comarca, hasta
parientes de Madrid y Toledo venidos exprofeso. Ocupa-
ban los coches y tartanas todo el anillo de la plaza y no
tardaron en acudir los grupos de ociosos, la mar de di-
vertidos con aquel boato. Comentábase la ausencia escan-
dalosa — ¡por no asistir a la ceremonia católica! — de los
dos republicanos ricos, don Nicolás y don Emilio, en vida
amigos del difunto. En cambio, no faltaron don Patricio,
fiel en este último trance a su leal compañero de azares,
y don Niceto, muy cuco en cubrir las formas, compungido
de rostro aunque el gozo le bailotease por dentro.
Con objeto de pasar inadvertido, Miguel penetró en la
iglesia una hora antes de comenzar la ceremonia. Se arro-
dilló en un reclinatorio, cerca de la capilla del venerado
San Juan de la Cruz, que parecía mirarle con su aire

293
bobalicón y rústico. El tiempo transcurrió para él casi
insensiblemente. Allí la súbita muerte de don Roberto le
hizo rememorar los cortos diálogos mantenidos con él,
su dulce y temeroso modo de tratar a los «inferiores», su
inclinación a expresarse con un dejo paternal. Pero al
cabo la imaginación tornó a sus cuitas, a la herida que
le devoraba: la desdichada suerte de Encarnación, y so-
brenadó en su ánimo, cual una veta de mineral impuro,
el ansia, que no lograba reprimir y le inquietaba cons-
tantemente, de salir pronto de su limitación económica,
de la inferioridad social que le humillaba.
Empezaron a instalarse los amigos, familiares y cono-
cidos de don Roberto. En segunda fila se acomodó, lucien-
do un estrenado uniforme verdusco, el teniente de la
Guardia Civil. A su lado, con aire absorto y hueco, sen-
tóse don Patricio, visiblemente apesadumbrado. Muy al
fondo, intentaba disimularse el prestamista e hincaba la
cabeza en su pecho de codorniz. Al arrimo de una columna
cuchicheaba el alcalde con dos ingenieros de minas. Ne-
gros trajes recién planchados, guantes crema con los que
no se tiene soltura, ceñidos pantalones a rayas y en las
camisas el parpadeo grueso de los alfileres de corbata.
Las mujeres, crujientes de mantillas y velos, no quitaron
ojo de la puerta hasta que aparecieron los hijos de don
Roberto. En primer término, bizarra y grave, con apos-
tura de mayorazga, Asunción. Después, formando pareja,
María del Carmen y Alfonso. El sacristán los condujo
a la presidencia, a la derecha del altar mayor.
Para Miguel todo aquello constituía un espectáculo
insólito, deslumbrante. Su fantasía lo asimilaba ávidamen-
te. Estaba a escasos metros del mundo al que tanto anhe-
laba pertenecer. Contemplaba la traza de sus ropajes,
observaba su estudiada manera de comportarse en pú-
blico, y la ficticia armonía de su colocación, como si
fuesen figuras de ajedrez condenadas a la inmovilidad. Se
divirtió algo siguiendo las evoluciones de los sacerdotes,
sus inacabables giros y reverencias, el añejo sabor de su
cascado canto. El sol se deslizaba, filtrado por las estre-
chas vidrieras opacas, y relucía en los oros sobados de las

294
casullas. Por las naves laterales, procurando no hacer
demasiado ruido, avanzaban cual una marea los curiosos.
Luego, dedicó su atención a los hermanos, enervado
y aburrido ya del rito religioso. Asunción extremaba su
empaque señoril, su rigidez, como si su cuerpo estuviese
construido de alfileres y ballenas de corsé. Tenía la nariz
ancha y aporreadilla, moreno el color, carnosos los la-
bios. La pronunciada comba de la frente y la estructura
lisa del peinado le daban un aspecto prematuramente res-
petable. María del Carmen, grácil y paliducha, de cabe-
llera voluminosa y abundante seno, no conservaba la
misma calma orgullosa, y frecuentemente se enjugaba los
ojos, pardos y melados, chiquitos. En el centro, Alfonso
reprimía el fastidio que todo el protocolo le causaba y no
cesaba de estirarse los puños y de removerse en el recli-
natorio.
Distraído, Miguel no reparó en que la misa había ter-
minado y cuando intentó escabullirse vio que los tres
hermanos ya estaban cerca de él. Caminaba erguida y des-
pectiva Asunción, le seguía Alfonso que al divisarlo pro-
nunció, en voz bastante alta, unas palabras al oído de
María del Carmen. Miguel adivinó su sentido y hundió
la cabeza en los hombros para ocultar el violento sofoco
que le asaltaba.
—Fíjate, un camarero del Casino. Padre inspiró pocas
gratitudes, ésta una de ellas. El pobre se acuerda de sus
generosidades.
Ella le ordenó silencio y observó a Miguel con interés
lejano, con fugitiva atención.
Miguel esperó unos minutos para salir y no mezclarse
con los que lo ignoraban. Experimentaba un rencor in-
contenible, una oscura voluntad de venganza. Ya en la
plaza, al sortear un grupo de rezagados, captó las frases
maldicientes que son de rigor en esta clase de actos.
—Echaron la casa por la ventana.
—Pero esa «fortaleza» se desmorona —la frase prove-
nía del teniente de la Guardia Civil.
—Se los llevará la trampa. .
— ¡Lástima grande que un hombre de bien como él
fuese tan imprevisor! —dictaminó el alcalde.

27)
— ¡Linda herencia de deudas y cuentas enredadas!
—agregó, pesaroso, el pollo Castuera, un íntimo de Al-
fonso—. Pero cerremos el pico, que no es cristiano mur-
murar. Y menos, tan reciente...
—Cuando don Niceto ronda, cadáver y botín seguros
—finalizó, pomposo, el notario.

296
La casa estaba sumida en un pesado sueño. Enfundada
la sillería del gabinete, corridas las persianas de los bal-
cones, que otean la Corredera, y del pasillo, mirador del
patio recoleto, plantado de altos árboles. Desde la muer-
te de don Roberto clausuraron el despacho y ni siquiera
quitaron el polvo o dejaron entrar una bocanada de aire
libre. En el redondo y gracioso comedor, que domina la
encristalada galería de los pájaros, privaba esa atmósfera,
densa y lenta, reveladora de la ausencia humana. En aque-
llas habitaciones sólo tenía acceso, para revisarlas apre-
suradamente, con secreto temor al fantasma del difunto,
«Varita de Nardo», la criada que era toda una institución
en la familia.
«Varita de Nardo» entró a servir con don Roberto al
casarse éste y desde entonces ni un instante se había
separado de él y de los suyos. Sentía por el amo una
afección regañona, y a su pesar, reprochándoselo, fue
cómplice de sus escapatorias noctufnas para «jugarse las
pestañas». A ella ese vicio le parecía funesto e incompren-
sible, pero al mismo tiempo le daba idea de un derecho

¿dl
misterioso e intangible, reservado a los «superiores». Era
como si se aproximase a un abismo —Je dinero, de ries-
go— y esto, en cierto modo, la embriagaba. Había visto
nacer a los «niños», que desde la cuna habituáronse a su
estampa y acento, a su andar, al cosquilloso tacto de sus
toquillas de madroños. En las épocas de prosperidad man-
dó, siempre con medias palabras, empujones y refunfu-
ños, a las doncellas de turno; cuando se impusieron las
economías se hizo cargo, sin una protesta, de todo el
manejo doméstico.
«Varita de Nardo» tenía ojos gatunos y bizcos, manos
de manopla, hinchados los pies, y un lenguaje gangoso,
que se antojaba cómico en relación con su obesidad. El
mote cariñoso lo debía a un arrebato de ternura de María
del Carmen, que de pequeña la bautizó así para significar-
le su cariño.
Para esta mañana habían anunciado su retorno los hijos
de don Roberto, transcurrido el luto riguroso —un año
largo, ya se sabe—, que pasaron con sus tíos de Toledo.
La vieja caminaba indecisa y pensativa de un lado a otro,
anhelando y temiendo oír las campanillas del coche, de
alquiler, por supuesto. Un cúmulo de problemas bullían
en su cerebro candoroso y no osaba resolverlos por sí
misma, advertíale el instinto que con la desaparición del
padre el afecto de antaño iba a relajarse entre los hijos
y ella, puesta a prueba, no acertaría a qué santo enco-
mendarse...
—«¿ Harán juntos la comida? ¿Querrán que quite la
alfombra del zaguán, por las figuras de bailarinas moris-
cas, tan indecentes? ¿Recibirán pronto visitas? El gabi-
nete hay que arreglarlo en seguida. ¿Y no tomarán a mal
que yo me meta, como antes, en camisa de once varas?
¡Adivíneles usted ahora el humor! Bueno, con Alfonsi-
llo, yo me las sé bandear: dándole rienda suelta, todo
el monte es orégano... Y a mi María del Carmen tampoco
se le subirán los humos y me ayudará en la cocina y en
el trajín... ¡Si no, cuántas sopas salaré! Pero Asunción...
A ésa sí le tengo miedo... Es igualita a su madre, que
gloria haya... tiesa, mandona y con unos desplantes... Es
que ya necesita marido, Señor, y eso es muy natural...

298
Para no estar cruzada de brazos, les prepararé una ensa-
lada de rechupete y un par de platos más... Traerán ham-
bre atrasada del viaje. ¡Ah, se me olvidaba el postre!
Al llegar los hermanos, truncando estas reflexiones,
cada uno la saludó a su manera. Abrazo zalamero y pe-
llizco cariñoso en las mejillas, por parte de Alfonso;
besos reventones y algunas lágrimas de María del Carmen
y la exclamación fría de Asunción:
—<Varita de Nardo», tú no cambias...
Ella, aturdida, como si la fueran a juzgar por un grave
delito, les llevó toallas para el aseo y puso la mesa de
patas torneadas, la usada para las solemnidades. ¡Qué
distintos se le antojaban en este momento del regreso!
Andaban perdidos por la casona, bajo la presión de los
recuerdos inevitables y próximos, y apenas hablaban entre
sí. «Varita de Nardo», cumplidos sus deberes, se retiró
a su cuarto, postróse ante un cuadro de San Juan de la
Cruz y le rezó para que todos ellos encontrasen paz y
ventura.
Después de la siesta los tres se encerraron, muy cere-
moniosos, en el despacho y «Varita de Nardo», apostada
en un rincón del pasillo, intentaba adivinar por las in-
flexiones de sus voces —ella las hubiera distinguido a
mil leguas— si trataban de asuntos serios, esas cuestiones
que no están al abasto de una simple criada tontona, y
deseaba puntualizar si ya de principio se entendían sus
«pajarillos».
Alfonso ocupó el sillón paterno y las dos hermanas se
acomodaron en el sofá de cuero. Estaba nublada la tarde,
con amagos de tormenta; penetraba de la calle una si-
lenciosa y enervante calma. El mozo esperaba inquieto el
resultado de esta entrevista. Tendría que encargarse de la
administración de los bienes. Lo había ido aplazando du-
rante estos meses de recogimiento y duelo, pretextando
la más urgente conveniencia de olvidar y de que aún no
era oportuno afrontar esas «menudencias». Abrigaba la
seguridad de que Asunción provocaría el debate. No sería
él quien iniciase la conversación. —¡Esta Asunción es
mucha mujer, caramba! No lo deja a uno en paz con su

299
SL
ceño de solterona, como si yo tuviera la culpa—. Anhe-
laba que hablase, convencido de lo inevitable del choque.
—Creo que ya es hora de que veamos la situación de
los asuntos de papá. Dale un vistazo al cajón del escri-
torio y saca lo que encuentres. —La actitud de Asunción
era tranquila y firme.
Alfonso, obediente, abrió una carpeta y empezó a exa-
minar pliegos y papeles. Asunción se le había acercado
y curioseaba por encima de su hombro. María del Carmen,
distraída, hacía tintinear la medallita de oro suspendida
al cuello.
—Sí, lo que imaginaba. Razón de sobra tenían los del
runrún. Un montón de deudas. ¿De qué disponemos para
responder? —inquirió la mayor, extraordinariamente
serena.
—Relativamente limpio de gravamen el olivar del Cam-
pillo. Un poco enredado lo de la fábrica de harinas. La
casa está hipotecada —replicó, al cabo de unos minutos,
Alfonso.
—Es decir que, por lo pronto, ésta y yo no podemos
soñar con una dote. Lo primero es lo primero, y hay que
pagar. A don Niceto, sobre todo, que es un bribón sin
conciencia. Pero la casa no se puede perder. Eso, nunca.
¿Bastará con el olivar?
—Se me figura que no alcanza.
—Pide una prórroga. Un año más, con créditos. Cui-
dando escrupulosamente de la fábrica, sería fácil tirar y
liquidar esa trampa. Tendrás que atenderla tú, no aban-
donarla en manos extrañas.
—Yo no valgo, está más que demostrado. Para mí no
se inventaron esos belenes.
—Vende entonces, a cualquier precio razonable. Y con
lo que sobre, si no eres capaz de nada...
— ¡Asunción!
— ¡Asunción! ¡Asunción! ¡Calla! Haremos tres par-
tes, a machamartillo. Con la tuya, emprende algo que te
guste.
ñ En la Corredera se descolgó, fina y persistente, la
uvia.

300.
ex
—No te dé fatiga, dime.
—De la carrera estoy en ayunas. Os cedo lo mío, si os
puede ser útil. Ya me las apañaré. La necesidad obliga.
—Eso es una chiquillada, una ocurrencia de niño mi-
mado que yono acepto. No quiero ser carga para nadie.
Tú, igual que María del Carmen. Conserva lo tuyo, haz
tu antojo y luego no te quejes. En esta semana, a poner
en claro lo de don Niceto. Nosotras aguantaremos una
temporada, sin que se enteren más de la cuenta de nues-
tra ruina. ¡Y ojalá en estos días descubramos un re-
medio!
—El casamiento.
—Sí, aunque te burles.
Esta vez la mirada de Asunción es cortante y dura.
Alfonso pasea, humillado, de balcón a balcón, mientras
su hermana ordena los papeles del escritorio.
— ¡Pero no se irá «Varita de Nardo»! —suplica María
del Carmen.
— ¡Qué disparate! Es parte de la casa, como la gale-
ría, los pájaros y los árboles —y Asunción ríe secamente.
De nuevo, María del Carmen dice, casi en susurro:
—Hoy, el pueblo me da miedo. La gente huirá de
nosotros.
—También esa dificultad se arreglará — ¡cuán crispa-
dos están los labios de Asunción! —. Y tú, Alfonso, si te
divierte estirar las piernas... No hagas remilgos. ¡Te co-
nozco de memoria!
«Varita de Nardo» acude a encender las luces. Al rato,
trae un manojo de leña y en el despacho nace la grata
maravilla del fuego. A la llovizna ha sucedido un viento
helado y el pueblo despide un oleaje de rumores y que-
jidos, que se deslizan allí con nítido sabor de irrealidad
y lejanía. Suena el portazo de Alfonso.
El pensamiento de María del Carmen se arropa en tris-
tezas y vagas aprensiones. Contempla a su hermana, que
lee impasible, como si todo lo ocurrido fuera previsible
v lógico. Y ella, inmóvil, escucha el péndulo del reloj de
la repisa, mientras «Varita de Nardo» se arrastra, torpo-
na, por el corredor. Percibe, con singular claridad, el

301
e:
E
latir de la propia sangre, que habrá de consumirse en
el bordado minúsculo de las horas lentas y asfixiantes.
¡Nota tanto en este día la huella ausente del padre!
Desearía que algo grave sucediese. ¿No podría una mano
desconocida o amiga repicar el aldabón? ¿Por qué no se
escuchan unos pasos en la alfombra, y una voz caliente
y protectora no ahoga la palpitación implacable del pén-
dulo y desvanece el sordo rumor de la atmósfera? Pero
a los parientes no les agrada rozarse con el sufrimiento,
las «relaciones» son una turbia mentira, comparecen cuan-
do se brilla, escapan cuando uno se apaga. En cuanto a
lo anhelado, imprevisto y misterioso, ¿existe acaso? ¡Co-
sas del mundo! Son, fueron.
Salta, hiriente, el tono destemplado de Asunción:
— ¡Tu hermano! Igual que si tuviéramos otro muerto.
Y nada más, a no ser la tos quebrada de «Varita de
Nardo», que se envuelve friolenta en la toquilla.

Desde que Alfonso volvió a frecuentar el Casino no se


le despegaba el pollo Castuera. Este, hombre de regular
fortuna, solterón lleno de afeites y por las trazas paga-
dillo de sí, sentía especial afecto por el joven, el único
que no le trataba bruscamente y era capaz de disculpar
con generosa indulgencia sus ridiculeces.
—Castuera es el tipo más grotesco —decía—, pero
amigo de ley.
Y el pollo Castuera, bombín en ristre, movíase alrede-
dor de él como un girasol, seguíale los pasos, ponía por
las nubes su ingenio y gracias, le servía de confidente.
Frecuentemente dejaba la botica al arbitrio del «mance-
bo» y malgastaban las tardes en paseos interminables, en
los que Alfonso charlaba sin freno.
—Atención, Castuera, hoy me rebosa la alegría y te
explicaré el motivo. Antes vamos a recorrer el pueblo de
punta a rabo, y haremos una estadística de las muchachas
en estado de merecer, que se derriten por un mozo bien
plantado, como tú, por ejemplo. Desenvaina la libreta y
apunta: allí, en aquel balcón que parece una selva virgen
de macetas nos acecha, pegada a la persiana, Ramona, la
opulenta sobrina del notario. Un acto de caridad, ilustre

302
Castuera. Plantémonos en la esquina del pañero, y a dis-
traerse inocentemente. Debes estar una media hora mi-
rando con ojos de buey a ese ejemplar que huele a expe-
diente y a papel apolillado. La esperanza, dulce como las
torrijas, se colará en el témpano de su pecho, y esta noche
te soñará... No te muevas, desertor, cruel, que aquí te
vigilo yo, reloj en mano, para que cumplas a conciencia
con tu deber. En la próxima «estación», con ese bizcocho
mojado en vino de Jerez, Angeles, naturalmente, me to-
cará a mí rondar y hacer que suspiro, a ti evitar que
escape. ¿Y por qué la elijo a ella? ¡Ah, tunante, si logro
inspirarle alguna simpatía, su padre, el berzotas del Alcal-
de, arrinconará reglamentos y estará más blando cuando
hablemos de cierto asuntillo! ¡Pero, desgraciado, llevas
torcida la corbata! ¿Qué dirá de semejante descuido la
redonda y añeja Ramona?
Vanamente intentaba en tales casos protestar y escabu-
llirse el pollo Castuera. Alfonso lo atenazaba del brazo y
de vez en cuando le cosquilleaba juguetonamente, con lo
que el boticario hacía más mohines que alcahueta en
ejercicio.
— ¡Reconócelo, Castuera, somos imprevisores! Te falta
haber traído un ramito de violetas y simular que aspiras
el perfume. Ellas comprenden siempre ese lenguaje sim-
bólico. Mañana, o compras flores para la excursión o pro-
clamo en el Casino que eres un corto de genio...
En una sola jornada dedicaron, por riguroso turno, sus
enamorados plantones a Ramona, a la municipal Angeles,
a la maestra —con la algazara chiquilleril que es de ri-
gor—, a la bella Herminia, una forastera que se hospe-
daba en casa del organista, a las «Melindres», dos herma-
nas gemelas, de trenzas similares, de rubores sincroniza-
dos, y a Rosario, la viuda del extinto Secretario del
Ayuntamiento.
El pollo Castuera, traído y removido en tales julepes,
le preguntaba con escama:
—¿Y se puede saber qué es lo que pretendes? ¿Reírte?
¿Que andemos a trompicones con un batallón de parien-
tes? Ya es mucha guasa.
— ¡Oh, Castuera de cortos alcances, Castuera descreí-

303
do! ¿Te falla el valor? ¿Apenas abrimos el combate y ya A
d

flaqueas? ¿Quieres participar en mis empresas, enterarte


de mis secretos y tú no sacrificas nada?
Durante quince días repitieron el trayecto, con su gama
de suspirillos, flores en el ojal y miradas gelatinosas, amén
de los correspondientes y ostensibles altos en las inmedia-
ciones estratégicas de las casaderas. Al pollo Castuera no
le llegaba la camisa al cuerpo, pese a los razonamientos
tranquilizadores de su amigo.
—«Ellas» deben estarnos agradecidas. Vamos a ver,
¿qué pierden? Intacto su honor, incólume su doncellez...
Si alguien se interesa por su palmito, nuestra admiración
pregonada será un espolique. Si no hay un «patriota»
que les diga «por ahí te pudras», al menos podrán enor-
gullecerse de una conquista. Aunque sea, justo es confe-
sarlo, sin consecuencias. Sonarán sus nombres y así ten-
drán más valor de cambio.
No pensaban tan... filosóficamente los familiares afec-
tados por estas maniobras y una noche, en el Casino, el
notario llamó aparte al asustado pollo Castuera y al im-
perturbable Alfonso.
—Tengo que ventilar algo contigo, Alfonso, y con esa
«cacatúa»...
Involuntariamente, el pollo Castuera se contempló de
refilón en el espejo, advirtiendo solamente una cara ru-
borosa y de agudos rasgos, unos ojos con bolsas moradas
y una sonrisa tímida.
Pero su amigo se escandalizaba.
—Don Rufino, una cuestión previa, con todos los res-
petos: ¡no ofender! Castuera es como yo, yo soy como
Castuera, y para que nos avengamos, es mejor que pres-
cinda usted de calificativos inadecuados y detonantes.
Y ahora, escucho.
El notario se tragó la bilis y continuó:
—Pues, por encargo y representación de los parientes
de las jóvenes a las que molestáis a sol y a sombra, pe-
diros, exigiros, ¡caray! , que termine inmediatamente la...
bromita. ¡Las habéis comprometido, demonio! No me
vais a hacer comulgar con ruedas de molino. ¡Con todas
ellas, según nuestra ley y religión, no os podéis casar!

304
Y con semejante adefesio no carga ninguna mujer que esté
en sus cabales.
— ¡Don Rufino, ecuanimidad! Castuera tiene pantalo-
nes y lo que hay que tener. Es un partido: gallardía, po-
sición y seriedad. Quien lo ofenda, me ofende.
— Alfonso, no me acabes la paciencia. No me gustan
las cuchufletas. Y si no lo tomas en serio, conste que te
advertí. No dudaremos en recurrir a otros procedi-
mientos.
El pollo Castuera sudaba a caño abierto, palidecía, se
arrebolaba.
— ¡En qué lío me metiste, condenado!
—No te preocupes, yo lo arreglaré. ¡Se me ocurrió
una gran idea!
— ¡Maldita sea mi suerte! ¿En qué nueva trapisonda
querrás complicarme?
Planeaba Alfonso comparecer a la mañana siguiente en
la tienda de Jesús, el pañero. Se haría mostrar las más se-
ductoras telas de moda. Se veía eligiendo siete cortes, de
modo que formaran los colores del arco-iris. Pagaría el
importe sin rechistar, cuchichearía con el dependiente. Se-
guidamente, a escribir varias tarjetas, con expresiva dedi-
catoria y, como es lógico, a distintas direcciones. Diría la
primera, correspondiente a un blanco seráfico:
«A Ramona, luz del cielo, para que me perdone y se
engalane a mi memoria. No reincidiré.»
Angeles se encargaba un veraniego vestido de tonali-
dad naranja; la bella Herminia, uno azul; el rojo y el
verde lo compartían ya, en su disparada imaginación, las
«Melindres»; el amarillo marcaba provocativamente las
plenitudes del cuerpo de la maestra; el negro, de lunares
pizpiretos, para la viuda.
Fantaseaba, además, que las bautizaría con el apodo co-
lectivo de «Arco-iris». Si eran capaces de humor, acepta-
rían el obsequio... ¡Y entonces, cómo iba a crecer su pe-
regrina reputación, su celebridad de botarate simpático!
Pero el lance ofrecía sus peligros y se mostraba tan las-
timero el rostro de su camarada de aventuras, que el sen-
tido de la realidad pudo más en él y desistió, del proyecto,
sólo por unos instantes acariciado.

305
¿e
d

A raíz de esta ronda, las pullas pueblerinas diluviaron


sobre el pollo Castuera, y al amparo del amigo nació, in-
discutible, su aureola estupenda de pazguato.
Días más tarde, borrada la irritación del boticario, Al-
fonso le habló de esta suerte:
—Me echas de menos, ilustre Castuera, no lo niegues.
Es cierto que salió mal nuestra romería, pero la gente se
olvidará en poco tiempo. Lo que te vengo a consultar es
muy diferente.
—-¿Otra jugarreta, a mis costillas?
—No, Castuera sufrido y abnegado. Escúchame sin in-
terrumpir. Debo hacer algo y no valgo para cosa aprove-
chable, bien lo sé. Ni oficio ni beneficio. De la herencia
de mi padre me quedan unos centenares de duros, y si me
descuido los gastaré en menos que se piensa. ¡Tengo unas
aptitudes de manirroto! Lo he rumiado mucho y he re-
suelto arrendar el teatro, contratar Compañías de Madrid
de regulares pretensiones y quizás se gane algún dinerillo.
— ¿Pero tú entiendes de eso?
—La fama de cabeza loca nadie me la quita ya, ínclito
Castuera. Un hombre como yo no se concibe en un ne-
gocio de peso, no se confía en él. En cambio, dirán: ahí
está como el pez en el agua, en su elemento.
—+¿Hablaste con el Alcalde?
—Sí, el Ayuntamiento me arrienda el teatro por diez
años, siempre y cuando haya una garantía en metálico o
en fincas. He dado la de la fábrica, que ampara de sobras
los alquileres. ¡Trabajillo me costó que Asunción consin-
tiese: gracias a la intervención y ruegos de María del
Carmen, que es una cordera!
—+¿Y si no te salen los cálculos y fracasas?
—Pues se acabó el carbón, y a volar de aquí.
El pollo Castuera rascóse la barbilla, inspeccionó el te-
cho y preguntó:
—¿Y dices que María del Carmen se puso de tu lado?
¡Si no se atreve a despegar los labios delante de la «otra»!
—Para que veas... ¡Es que a ella, como a mí, desde
niños nos ha gustado a perder el teatro! Hacíamos co-
medias en el gabinete, con los mocosos de nuestra edad, y
nos aplaudía mucho el respetable público, en el que no

306
fallaba «Varita de Nardo». Nos aprendimos casi de me-
moria cinco o seis sainetes. Yo me daba mucha maña
para apuntador, pintaba en papelones las decoraciones,
cobraba las entradas. ¡A cinco céntimos! Los beneficios
se destinaban a caramelos. ¿Te parece chica preparación?
Dirigía los ensayos... En fin que María del Carmen tiene
fe en mí, cree que en eso daré «chispa».
Meditó nuevamente el pollo Castuera y apuntó al rato
—sonrojadas las mejillas, tembloroso el acento:
- —Pero el teatro está muy abandonado. Será indispen
sable que lo renueves.
—Las reformas, dentro de una temporada... Si me
va bien.
Y esta vez el pollo Castuera se envalentonó, fue subien-
do de tono.
—¿Y tú presumes de ser mi amigo? ¿Y te has figu-
rado que voy a dejarte solo, para que te estrelles? ¡Te
desplumarían! Tengo unos cuartos ahorrados. Podría ser
tu socio...
—Es que... ¿y si acabo arruinado?
—-Pues a medias también. ¡Ni una palabra más!
De este modo, aparentemente caprichoso, justificadísi-
mo por parte del pollo Castuera, como el giro de los su-
cesos irá demostrando, el honorable cuerpo de empresarios
teatrales ganó dos fervorosos miembros, y al cabo de unas
semanas llamativos cartelones anunciaban por todas las
esquinas el comienzo de la temporada con la representa-
ción, casi sacramental, de «El gran galeoto».
En aquellos días se desbordó la actividad de Alfonso.
Acuciaba a los equipos de albañiles y pintores, reñía a los
carpinteros que reparaban las butacas, daba los últimos
toques decorativos a los camerinos, revisaba en la im-
prenta de don Emilio los programas de mano, preparaba
el hospedaje de los cómicos. A todas partes le escoltaba,
alegre y sumiso, aturdido y radiante, el pollo Castuera.
En el pueblo entero sólo se hablaba de la sensacional
novedad. Era la comidilla favorita en el Casino, en el
mercado, en las barberías, tabernas y posadas. Incluso el
barrio de los mineros, y sobre todo la calle de los tarantos,
experimentaba la misma ansiedad gozosa.

307
La noche de la función, el Casino se despobló, después
de la fiesta en honor de los comediantes, ofrecida rumbo-
samente por Alfonso. Miguel, también conmovido por el
acontecimiento, pues no en vano alterna uno con los «ar-
tistas» y escucha constantemente los comentarios entusias-
tas de las tertulias, rogaba a todos los santos que no
apareciese ningún parroquiano, en cuyo caso convencería
a José de que montase la guardia y él podría ir al teatro,
un mundo singular que excitaba su fantasía.
Pero sintió sorpresa y rabia cuando se presentó el des-
conocido. El plan se le desbarataba, pensó. Le había
aguado la fiesta y de mal talante se acercó a él.
—¿Desea algo?
—Un bocadillo de jamón y un vaso de vino. Pronto,
que estoy desmayado.
Tendría unos veintiocho años. Por el traje y los mo-
dales denotaba elevada clase social y educación fuera de
lo común. La discreta sortija de oro, la barba de corte
señorial, las mismas manos, delicadas y vigorosas al tiem-
po, lo confirmaban.
Comió con apetito —solo en la sala vacía, extraña-
mente silenciosa— mientras Miguel, a unos pasos, servi-
lleta al brazo, esperaba sus órdenes, anhelando que se
marchara lo antes posible. Pero el forastero se arrellanó
en el sofá, estiró las piernas y encendió un cigarro puro.
Miguel se consumía de impaciencia.
El desconocido lo miró curiosamente, con sus ojos par-
dos y plácidos, satisfechos, de suave pestañeo, y descansó
los pies en el polvoriento maletín que había dejado junto
al velador. —El rostro, tostado por el sol, traslucía al
filo del cuello de la camisa unos ribetes de piel lechosa—.
El hombre no tenía prisa, rumió Miguel, reprimiendo la
desazón. Y luego, insensiblemente empezó a interesarse
por el forastero, experimentó una necesidad apremiante
de averiguar quién era y qué pretendía, incluso la come-
zón de penetrar en la trama de sus pensamientos. Si no se
iba —ya debe de estar mediado el primer acto— pegaría
la hebra. Una calma, para él aguda e impresionante, seño-
reaba los desiertos salones del Casino.
El desconocido, como si él no estuviera, garrapateó

308
unas líneas en su carnet de bolsillo, con cierto descuido
jovial. Recostado en la columna de la entrada de la biblio-
teca, escasamente a dos metros de él, fingiendo distrac-
ción y modorra pero alerta los cincos sentidos, Miguel
seguía el trazo del lápiz, identificaba los lugares marca-
dos en el croquis. Diseñaba la vía del ferrocarril chico, a
la vera del tejar, en dirección de los molinos de aceite; el
llano pedregoso, de yerbas quemadas, con muchos cal-
veros, en uno de cuyos extremos, al pie de las colinas, el
hombre marcaba, con signo presuroso, una cruz fanfa-
rrona.
Desde la penumbra del zaguán José le llamó, avisándole
que se retiraba y le dejó las llaves para cerrar.
—De aquí a una hora, todo lo más, lárgate si quieres.
Me figuro que los del teatro no volverán.
—Sí, es lo que haré —y no dijo una palabra sobre el
forastero.
De nuevo hallábase al lado del desconocido, que había
guardado el carnet y liaba un cigarrillo.
—- ¿Usted no es de por aquí? —aventuró Miguel.
—Se conoce a la legua, ¿verdad? Es la primera vez
que vengo a este pueblo y creo que no he hablado más
que contigo.
—El mundo es un pañuelo y a lo mejor también en-
cuentra usted relaciones en esta aldea.
— ¡Qué va! Soy del Norte, bilbaíno. Nunca estuve por
Jaén. Suelo vivir en Madrid.
—-¿Viaje de recreo?
—No, terminé hace poco la carrera y por una corazo-
nada me planté en la Sierra y allí me he pasado una se-
mana.
—-Cazando, seguramente.
—_Quiá. He trabajado de lo lindo, en lo mío. Recorrí
desde las montañas hasta el llano, rastreando. Soy ingenie-
ro de Minas.
Miguel simuló una sonrisa cordial. En ese momento
todo él estaba en tensión. El cerebro y los nervios le pal-
pitaban de turbio anhelo. Y entonces decidió mostrarse
cortés.
—.¿Le apetecería algo más?

309
—Otro vaso de vino sí me caería bien. Y tráete uno
para ti.
—-Mouy contento parece.
—Es que me cayó la lotería, el premio gordo, mu-
chacho. Y no te extrañe que en unos días ponga casa y
me instale para siempre en este pueblo. Me tendrás de
cliente fijo.
Bebió dos o tres copas más.
—La suerte se presenta cuando menos la esperas. Y no
es que yo me haga ilusiones, como tantos bobos igno-
rantes. ¡Estoy convencido! Hasta la sortija empeñaría,
tranquilo de que la sacaré con creces. En esta tierra hay
plomo en vuestras propias narices, a espuertas, y os ale-
jáis para buscarlo.
Se desperezó. Miguel espiaba sus gestos, su respira-
ción.
—Y capital no me faltará. No pongas ese gesto de in-
credulidad.
— ¡Tantos hablan de que descubrieron minas riquísimas
y luego se llevan chasco! Es un cuento que oigo a diario.
—De mí no se reirán. Te apuesto lo que quieras a que
vuelvo de Madrid con mucho dinero y que de «ahí» sale
más plata que del Perú.
—Sus motivos tendrá usted para saberlo. Muy a la
callada lo hizo.
—Este mes denunciaré la mina. Ahora me dediqué a
cerciorarme, a no levantar la liebre. —.El segundo acto
debe de estar empezando, piensa Miguel. Y el Casino
continúa desierto.
El forastero se yergue, resuelto, animoso. Da unas pe-
setas de propina y se informa del camino más corto para
ir a tomar, en la estación del pueblo próximo, el tren de
Madrid.
—A buen paso es un cuarto de hora.
Y le explica por qué calles ha de salir a la carretera.
Tumbado en la cama, sin desnudarse, Miguel rememora
todo lo ocurrido en la noche. Es de madrugada y el Pa-
lacio semeja una hondonada de silencio y de quietud. Por
el ventanuco entra el resplandor de la luna llena, se filtra
por los barrotes un airecillo suave, tierno.

310
Al reproducir en su imaginación, con angustiosa exac-
titud de pormenores, el suceso, se asombra de la frialdad
con que lo ejecutó, de cuán pronta e irresistiblemente la
idea miserable apoderóse de su ánimo. En un instante casi,
lo que tardó el forastero en trasponer la puerta, meditó
lo que su muerte le significaría, proyectó todo lo necesario
para realizarla sin que una sola gota de su sangre le sal-
picase en el futuro.
Dejó encendidas las luces del salón principal del Ca-
sino, abiertos los balcones arqueados que dominan la pla-
za, y salió por la cocina, en la parte opuesta del caserón,
hundida en las sombras del callejón del Agua. Tenía,
aproximadamente, una hora disponible. Abriendo el com-
pás, por los lugares donde confiaba no tropezar con un
alma, se internó en el olivar que separa, como una isla
de yerbas y troncos, la explanada de los tejares y los sem-
bradíos. Siguió su camino a campo traviesa hasta alcanzar,
al cabo de unos doce minutos, la carretera real. Se apostó
en un recodo que le era familiar y agazapóse tras los es-
combros de un muro en ruinas. Á partir de aquel sitio, de
siniestro aspecto, iníciase una corta cuesta desde la cual
se divisa la estación del ferrocarril.
El forastero podía haber aplazado el viaje o buscar la
compañía de alguien, quizás alquilar un vehículo. En estos
casos, su proyecto se derrumbaba. El no basaba la posi-
bilidad del crimen sino en el hecho de que hubiera se-
guido fielmente su indicación. Realizaría su propósito si el
«tipo», como había supuesto, era un «bicho raro», ene-
migo de compañías, andarín, sin un pelo de medroso,
incapaz de arredrarse ante lo desconocido, y que tuviera
el primordial estímulo de llegar sin tardanza a Madrid.
Y, finalmente, creía él que el ingeniero se sentiría incitado
por el amparo de la maravillosa noche serena y la tradi-
cional seguridad de la comarca.
Luchaba con estas dudas y al par tranquilizábale una
intuición nueva. ¿No le protegía la fortuna desde enton-
ces, no aprovechaba una cadena de favorables casualida-
des? Su segunda naturaleza —rapaz y voluntariosa— salía
a la superficie, había eliminado toda una porción de su
ser, propicia por la edad y el recuerdo de Encarnación a

311
la dulzura y al ensueño, a las aspiraciones simples de los
que trabajan y se reproducen sin más horizontes. Estaba
atento a la presa, en vigilia ardiente el oído para captar
los menores ruidos, intensa y penetrante la mirada.
El cielo, regado de estrellas, únicamente le interesaba
por el manto de claridad que esparcía. El olor de la yerba
mojada, el paisaje alternado de trigales, lomas y olivos,
la tersa caricia del leve viento, no le importaban ni dis-
traían de su objetivo.
Cuando distinguió sus pasos, cuando oteó su figura, le
palpitó opacamente el corazón. Venía solo, confiado, sil-
bando una melodía que él no había escuchado nunca, pero
cuya música, de sencillo tono popular, recogió para siem-
pre —no sabría decir la razón— su memoria. Miguel se
arrastró encorvado hasta la cuneta, se incrustó en la franja
negra que vertían unas ramas de higuera. Se apoyó en un
brazo, para verle mejor y elegir el momento oportuno del
salto y del ataque, aprestó la navaja.
Se acercaba, cada vez más, el forastero. Ahora cantu-
rreaba con redoblada alegría, como el navegante que avista
el puerto. Lo hacía con un dejo infantil, con cierta sua-
vidad que contrastaba con su espesa barba morena. De un
brinco Miguel se situó a su espalda, de modo que casi
pudo escuchar su sosegado aliento, y cómo al aplastar las
pedrezuelas sus zapatos la respiración se le tornó apresu-
rada y ronca. Volvióse bruscamente mas para recibir la
puñalada en el pecho. Se tambaleó unos segundos y cayó en
la cuneta. El arma quedó clavada y su agonía —en las
pupilas un estupor inmenso, una blancor pavorosa— fue
breve. Luego, la contracción postrera, una calma estancada
en el semblante.
Miguel escudriñó los alrededores —el trozo de carre-
tera, los sembrados inmediatos— para comprobar que no
dejaba ninguna huella. Registró las ropas del forastero
hasta hallar el carnet. La postura de su víctima le sugirió
un ardid y puso su diestra —lívida, sin palpitación— so-
bre la empuñadura de la navaja, bien apretada. Así, la
justicia podía sospechar lo más cómodo, lo menos mo-
lesto, un suicidio extraño.
Al resplandor poderoso de la luna examinó cuidadosa-

312
mente las manos y el traje del forastero, por si se le es-
capaba alguna señal delatora. Rehuyó mirarlo a la cara en
esa última vez, y emprendió el regreso. Se lavó en un
arroyo y recompuso el cabello, observó de nuevo su cha-
quetilla blanca de camarero. Ni un rastro.
El Casino continuaba quieto y mudo. —Hasta avanzada
la mañana no descubrirían el cadáver—. Se limpió el polvo
del calzado, estudió con ahinco su aspecto en el espejo.
— ¡Qué tranquilidad le había confortado, hace poco, al
brillar próximas las luces del pueblo!
La pandilla del teatro podía volver. Ojalá que así fuese.
Serían unos testigos inapreciables en el caso de surgir
alguna complicación. José no se había dado cuenta de
nada. No se acercó al forastero, y si lo vio de lejos pudo
creerlo un contertulio habitual. ¡Ojalá Alfonso y sus có-
micos vinieran a festejar el éxito, podrían confirmar que
él no se había movido de allí!
Se sentó en una butaca y fingió dormir.
Tras esta máscara medía ansiosamente el curso del
tiempo. Su mente funcionaba con entera precisión, sin
que todavía la asaltasen sobresaltos nerviosos. Miguel se
encontraba de lleno en el futuro, señalábase unas finali-
dades, y sentía que su añeja, enconada ambición estaba a
punto de transformarse en realidad.
El grupo — Alfonso, el pollo Castuera, los artistas—
irrumpió en el Casino y se detuvo ante el camarero ador-
milado. Lo despertaron a gritos. Simuló Miguel despere-
zarse, miró con entontecido asombro el reloj de pared y
exclamó, pesaroso:
— ¡Dos horas y media frito como un gorrión!
Le ordenaron que juntase las mesas y en torno de ellas
se instalaron los extravagantes parroquianos, en revuelta
animación hombres y mujeres. Todos felicitaban a Alfonso
por el triunfo y fue un pintoresco desfile de brindis y co-
mentarios.
—Si te quejas, es de vicio. El pueblo se dio cita en el
teatro.
—Todas las clases sociales, sin excepción —afirmaba,
complacido, el pollo Castuera—, desde la Corredera a la
calle de los tarantos.

313
— ¡Y cómo lloraban, también sin excepción! —dijo
con énfasis despreciativo la primera actriz.
El galán, más diplomático, intervino:
—Es un público muy generoso e inocente. Tempera-
mental. Ya por las capitales, pervertidos por la moda, re-
chazan las emociones fuertes, las situaciones pasionales al
desnudo.
El pollo Castuera agregó, un tanto molesto:
— ¡Ha sido una gran jornada dramática!
Ahora, en su cuarto, recordaba Miguel los rostros ex-
citados, las bromas picantes, el aspecto. hastiado —cuando
no le observaban— del pollo Castuera, su artificiosa ale-
gría al participar en la conversación general timoneada por
Alfonso. Miguel deseaba que se fuesen pronto, necesitaba
estar a solas, sentía una irresistible tendencia a revivir en
su imaginación lo acaecido. ¿Y si notaban la preocupación
que se iba apoderando de él? —Por un instante, creyó ver
ocupado el sofá donde descansó el forastero, y hasta su
voz resurgía —sólo para él—, gangosa y aniñada, cordial
y ruda. Escuchaba, obsesionante, la tonada que cantó en
la carretera segundos antes de su rápida agonía.
Desvaríos, decíase. La realidad, la realidad única es la
habitación del Palacio en que intento olvidar y la mina
que en breve será mía y vomitará mineral hasta hartarme.
Tendré paciencia, esperaré unos meses para denunciarla.
Se necesitará algún dinero, ponerla en marcha es costoso.
¿Y si le pido un préstamo a don Nicolás o a don Emilio?
Aunque sean republicanos y no convenga tratarlos, se
devuelve rápidamente, y en paz.
—¿Qué nombre le pondré? No estaría mal llamarla
como a la casa del tejar, «La Clavellina».
«La Clavellina», el sonido es agradable. Flor de amores
y de juventud. Y su rojez es igual a la de la sangre rica
—entonces se estremeció—, igual a la sangre del foraste-
ro. Sintió escrúpulos, ramalazos de remordimiento, ago-
bios de temor. No, lo cambiaría. Era cosa de mal agiiero.
¿Y acaso es digno de hombres retroceder ante supersticio-
nes de beatas?
—Le pondré «La Clavellina» —determinó.
A su pesar, evocó el crimen de Senarro y sufrió una

314
vaharada de honda vergiienza al compararlo con el suyo,
el «suyo». Porque el otro mató impulsado por un odio
antiguo, que no era sólo de él, sino de todos los mineros.
Y asesinó con riesgo, a pecho descubierto.
¡Qué duro, tembloroso y bañado de angustias fue su
sueño!

315
VI

Mientras don Francisco Salgado, contable de «La Cla-


vellina», inscribía asiento tras asiento en los libros, con
aquellos rasgos claros y firmes de su mano zurda, habili-
dad obligada por el brazo manco, su pensamiento se bi-
furcaba y podía, sin mengua del trabajo, vagar a sus an-
chas por temas que nadie hubiera sospechado en varón de
apariencia tan serena y abstraída. Balanceábase ligeramen-
te la manga vacía, nido del muñón, en tanto que don
Francisco rellenaba de líneas parejas el folio. Bajo su vi-
gilancia laboraban en la oficina dos empleados —de la
especie inefable de los «meritorios»— dando muestras de
un celo servil. El pabellón cuadrado, curvo de techo, con
ventanas de cristal en los cuatro costados, recibía la luz
húmeda y pegajosa de una gris mañana de noviembre, al
día siguiente de Difuntos.
Veíanse desde allí la torre de «La Clavellina», plantada
sobre la corcova de un montículo, el edificio de planchas,
despintado y de gran fondo de los almacenes, los railes y
vagonetas de vía estrecha por donde se transportaba el
mineral, y más lejos, cual mantas de color cuyos flecos

316
intentaran baldíamente enlazarse, el arranque de la cadena
montañosa y el cromático relucir del caserío del pueblo.
Aún no había llegado Miguel —o «don Miguel», título
honorífico adquirido al cabo de tres años de triunfo— y
notaban su falta. El patrono no era lerdo en la habilidad
de hacerse imprescindible, de proyectar su presencia o au-
sencia. Y don Francisco, ágil en percibir con mayor nitidez
estos detalles, como hombre enfermizamente susceptible,
preguntóse, con cierta irritación, adónde desembocaría la
extraña fuerza que de él irradiaba. ¿No estaba contento,
ahito, con las ganancias «fabulosas» de «La Clavellina»?
¿Aspiraba a más, siempre a más, ese mocetón afortunado,
que no era sino un vulgar minero de origen, con algunas
letras postizas a guisa de lustre? En sus raros momentos
de intimidad con él, hablaba ahora de perforar nuevos
pozos en las inmediaciones, hasta constituir un cinturón
en torno a la mina madre. ¡Y pensar que su poder, y lo
mismo su fortuna, quizá hiperbolizada por la estimación
pública, había partido de unos miles de pesetas que, según
se murmuraba, le prestó don Nicolás Valdivia para dedi-
carse a «sacagéneros»! Luego fue el estupendo golpe de
suerte que le hizo descubrir el filón más rico y abundante
de la comarca. Para redondear su ventura, el plomo em-
pezó a cotizarse alto en aquella época, por la amenaza de
una guerra europea.
Nació de pie y calzado —seguía meditando don Fran-
cisco—. Bien es verdad, añadía con rezongante espíritu de
justicia, que tiene una voluntad indomable. Sólo vive para
«La Clavellina»; incluso los domingos y fiestas de guar-
dar se pasa en ella el día entero. Conoce el paño —le salió
pelo de barba en las galerías, junto a los barrenos—, es
mañoso al tratar a los obreros, apenas gasta en sí y hace
rendir grandemente a sus subordinados, con halagos de
amor propio y pequeñas recompensas.
—Yo no encontraría de qué quejarme —continuaba
don Francisco—. Me considera, compartimos la comida
que encarga a la fonda del Curro, me consulta todo lo re-
ferente a la administración, no es demasiado tacaño con
mi sueldo y, de vez en cuando, se descuelga con algún

217
regalito. Sin embargo, si me preguntaran qué sé de él, del
hombre de carne y hueso, no del «amo», dificilillo me
sería contestar algo interesante. Y eso que va para dos
años que alterno con él y lo veo constantemente.
Finísima de nariz es Leocadia y perjura, con razón, que
a mí debe importarme un comino lo que trame y cavile.
Es un árbol recio al que conviene arrimarse, y así, ase-
gurado está el pan. ¿Que peca de ingratitud con ese Juan,
el carpintero, al que rehuye hoy, a pesar de que lo crió
y le ayudó? De acuerdo, pero eso no cambia mi situación.
¿Que el viejo don Manuel, su maestro, está a la quinta
pregunta, y él ni se inmuta? ¡Bah, los ricos recién ama-
sados y salidos del horno serán como él, mientras el mun-
do sea mundo!
Si él —su mujer era más astuta y se lo aconsejaba— se
dejara de escrúpulos, de cumplir simplemente con la obli-
gación, y le bailara más el agua, otro gallo le cantaría.
¿Qué le costaba convertirse, de modo gradual, en su hom-
bre de confianza? Ser una especie de amigo suyo, guar-
dando, eso sí, las distancias, le beneficiaría... Era necesario
preparar el futuro, había la posibilidad de que los sín-
tomas de Leocadia se confirmasen y ella quedara encinta,
después de largo período matrimonial sin frutos. Se atusó
las guías lacias del bigote y sonrió orgullosamente.
A estas alturas de sus reflexiones entró Miguel y le sa-
ludó con su invariable sequedad. Revisó unos papeles en
el escritorio y se apostó junto a la ventana, mirando con
gesto de ufano cansancio la torre de «La Clavellina». Iba
vestido de negro, denotando un sólido y severo bienestar,
no muy a tono con su juventud, visible a pesar de algunas
arrugas en la fisonomía y la permanente contracción de las
mandíbulas. Se quitó los guantes y encendió un puro.
—Don Francisco, «ésos» pueden retirarse. Ya es hora,
hasta la tarde. ¿Hay algo de particular?
Carraspeó el contable cuando estuvieron a solas, no
sabía cómo empezar su ataque.
—Usted dirá que soy un atrevido, don Miguel, que
opino de lo que no me importa, pero creo mi deber ha-
blarle.

318
—«¿De qué se trata? ¿Siguen las filtraciones en el al-
macén? ¿O es la cotización del plomo? ¿Quiere usted
una semana de permiso? Merecida se la tiene y no se la
regateo.
—Nada de eso. Es que a mí se me figura que quien
necesita descanso es usted. Descanso y diversión. ¿No
está demasiado absorbido por la dichosa mina? ¡Hace
una vida de monje! Y a sus años...
—No se puede estar en misa y repicando. Ya me dis-
traeré,
—Pero, de higos a peras, refrescar la cabeza le sienta
a uno.
Miguel ablandaba el ceño.
—"Usted quiere pervertirme, don Francisco.
— ¡Líbreme Dios!
—Y a propósito, tengo apetito. ¿Está lista la comida?
—Hace un buen rato. Cuando usted guste.
Despejaron una mesa, colocaron en ella los platos de
las fiambreras y, frente a frente, dieron cuenta del entre-
més, del bacalao empanado, de la tortilla de patatas y del
flan. —El jefe no era delicado, sino de gusto muy llano
en estas cuestiones.
—-Por la noche debuta una Compañía en el Teatro Prin-
cipal. Con una obra de fantasía, de Julio Verne: «Los
hijos del Capitán Grant». Dicen que es cosa de maravilla,
de ensueño, en decorados, en trucos, por la cantidad de
comparsas. Leocadia y yo pensamos ir. ,
—Es usted perseverante, don Francisco. Se le metió
entre ceja y ceja encampanarme. Quizás tenga razón...
Pero invito yo. Mande usted ahora mismo a Sebastián a
comprar las entradas. Mejor, un palco, el más caro.
— ¡Don Miguel! Temo que lo haga por compromiso...
No fue ésa mi intención.
—No le dé más vueltas.
— ¡Será un acontecimiento en el pueblo que se pre-
sente en el teatro! Tela a cortar para muchos días. ¡Como
es usted tan retraído! E
Pero Miguel no le escuchaba. Volvió a la ventana, a
recrearse en su mina.

319
Ya en el primer entreacto, del patio de butacas, anfi-
teatro y «gallinero» todas las miradas convergieron en el
palco de Miguel. No se le veía en público, en un acto de
esparcimiento, desde que se convirtió en uno de los mi-
neros más poderosos del pueblo. Lo espiaban con curiosi-
dad y envidia mal reprimidas. El, fingiendo indiferencia,
recogía emocionado el involuntario homenaje que se le
rendía. Y no era un don nadie, sino hombre de «aldabas»
y «oro», un ejemplo excepcional de suerte y tesón que co-
mentaban con la saliva pegada al paladar. El antiguo ca-
marero del Casino podía codearse, y en plan de superio-
ridad, con los más acaudalados e influyentes. Y entonces
pensó, transido de hondo cariño, en un brote de gratitud,
en «La Clavellina», fuente de su éxito, palanca de su
fuerza.
Leocadia no cabía en sí de orgullo. Sarmentosa y desco-
lorida, agitábase en la silla, tieso el espinazo, saboreando
la expectación general que sobre ella derramaba algunas
migajas. Francisco, a su izquierda, con el traje de cristia-
nar, procuraba colocarse de lado, para ocultar la manga
hueca y flotante, sin mano que la terminase. Simulaba
admirar el decorado del techo, repleto de nubes, deidades
y trompetas de la fama, y contestaba a los saludos de los
conocidos con un pestañeo ejemplo de condescendencia y
ritual dignidad.
Sólo cuando se alzó el telón por segunda vez volvió a
fijarse la atención de los espectadores en el escenario. Mi-
guel se desinteresaba de lo que allí ocurría. Aprovechó la
oportunidad, como distracción, para observar a la gente y
recordar fisonomías. En el patio de butacas distinguió a
don Emilio, el dueño del Palacio, acompañado de su hija,
joven casadera de rostro impreciso, hundidos ojos y gar-
ganta de porcelana: la niña que él vio jugar cuando era
escolar, De pie, junto a la puerta de salida, en actitud
displicente, manoseando la cadena del reloj, estaba don
Nicolás Valdivia, perfectamente solo y ajeno a lo que a
su alrededor sucedía. Leocadia hablaba en voz baja con su
esposo.
— ¡El republicanote! Sigue soltero y ella, esa mar-

320
quesa de tanto humo y misterio, que se imaginaría per-
donarnos la vida con el saludo, no se decide a dejar sus
Madriles. Le tira más lo suyo. Ese noviazgo acabará como
el rosario de la aurora o en agua de borrajas.
En el palco tradicionalmente reservado a la Empresa,
a la derecha del proscenio, dos mujeres, escoltadas por el
pollo Castuera, siguen con desigual interés las incidencias
de la representación. Las hermanas de Alfonso —dícese
Miguel. La mayor, inmóvil, los párpados entreabiertos, re-
piquetea los dedos sobre la barandilla de raído terciopelo,
con marcado gesto de impaciencia y fastidio.
Leocadia comenta nuevamente:
— ¡Están más tronados! Parece que Alfonso no sale de
trampas. Es natural, ¿a quién se le ocurre prosperar con
el teatro? Lo que gana se lo embolsan las cómicas, que
tienen las uñas muy largas. Es un escándalo por partida
doble. Y Asunción, que delira por grandezas, se consume
de rabia. Porque, además, se le pasa el tiempo ¿y quién
cargará con ella? María del Carmen es otro cantar, ni
pincha ni corta. Han vuelto a hipotecar su casa, y un
buen día los pondrán de patitas en la calle. ¡Cuando un
padre fue jugador, vaya herencias!
¡La casa de la Corredera! La más hermosa del pueblo.
Con su frente de balcón corrido, su jardincillo acotado por
la verja de artísticos hierros, y en la parte trasera, el patio
poblado de recios árboles, cuyas copas señorean toda la
perspectiva y albergan las bandadas de pájaros del con-
torno... ¡La casa de la Corredera! ... Con el ancho por-
talón por donde pueden circular carruajes y su luminosa
galería encristalada.
Y Miguel recuerda cuántas veces se detuvo en los alre-
dedores, de niño y de adolescente, cifrando en aquel edi-.
ficio el inasequible ideal de una vida suntuosa, espléndida,
la clave de la riqueza, el modelo concreto de la elevada
posición social consolidada a través de las generaciones.
— ¡Tendría gracia! —murmuró, sin atreverse a com-
pletar su pensamiento. Pero una vocecilla distante y tenaz
martilleaba en su ánimo. E
—c¿Por qué no puede ser tuya? Has conseguido lo más

321
difícil: el dinero, la admiración, el temor... Lo demás,
vendrá rodando.
Caen las cortinas y luego el telón remendado. Cada mo-
chuelo a su olivo. Las últimas cortesías de los rezagados
se intercambian cuando apenas unas pocas bombillas si-
guen prendidas en la sala. En el vestíbulo, dialogando con
Alfonso y el pollo Castuera, don Patricio, el ex jugador
redomado, que no ha vuelto a las andadas desde la muerte
de su inseparable don Roberto, en un ejemplo de fidelidad
digno de admiración, se rasca la perilla cenicienta y apa-
renta ignorar el grupo de Miguel, don Francisco y Leo-
cadia.
— ¡Los tumbos que da la suerte! Ese, capaz antes de
volar para recoger una propinilla, convertido en un mag-
nate que varea los duros... Y todos le doblan la raspa.
Miguel no ha podido escuchar sus palabras, pero adi-
vina, sin embargo, el sentido hiriente de su expresión.
Y capta, también, el desdeñoso encogimiento de hombros
del «perdis» de Alfonso que, ostensiblemente, le vuelve
la espalda. El sofoco le azota las mejillas y el cuello, em-
purpurece sus orejas y le quema la frente curtida. Camina,
entre su empleado y Leocadia, más erguido y desafiante
que nunca, braceando con brusquedad, sin mirar siquiera
los rostros que le rodean. Sí, como ellos opinan muchos,
les devora el rencor, no conciben ni admiten que uno se
levante por sus propios puños. Pero él les hará sufrir de
envidia, no parará hasta colocarse a una altura que les
infunda respeto.
Aún charlan algunos en corrillos a la puerta: depen-
dientes que se resisten al sueño, mineros solterones a
quienes asimismo trae sin cuidado dormir poco. Ahí están,
riendo gracias de sal basta y seguramente ocurrencias pro-
caces, Paquillo y Joselito, los viejos compañeros, como
vestigio acusador, imborrable, de otra época suya.
En la fisonomía de Paquillo espejea la indecisión al di-
visarlo y no sabe qué hacer. Pero vence la amistad
antigua y se adelanta a su encuentro, esperando que Mi-
guel le reconozca y le llame. El nuevo rico continúa su
marcha y lo detiene con una sola palabra, áspera, dicha
de refilón para afirmar la diferencia.

322
—Hola.
Paquillo, cortado, se muerde los labios.
—+El pez gordo ya no quiere rozarse con los zanca-
jos. Sudores de agonía le va a costar cada peseta. No te
extrañe que el día de mañana le niegue las buenas noches
al mismo «Mellao» que fue talmente su padre. Si alguna
vez se le antoja volver... ¿Qué haces parao, como un
bobo? Este no es nuestro sitio. ¡Arreando! ¡Salud, don
Nicolás!
En la calleja, un vientecillo crudo, cerrar de portones,
sombras y taconeos. Miguel se libera de sus devotos —y
empalagosos— acompañantes y se dirige, como si le guiara
un impulso irresistible, a la Corredera.
—Estoy sobrecargado de impresiones, agradables y mo-
lestas. Ahora no podría pegar los ojos. Conviene, por lo
pronto, estirar las piernas —se justifica.
Apostado en la esquina, contempla codiciosamente la
casa, la de más lucida y gallarda planta del pueblo. Suelen
mostrarla siempre, desde ambas aceras, a los palurdos,
para que se asombren. En el balcón se perfila fugazmente
la figura de Asunción, caen las cortinas bordadas y el
edificio entero se recuesta en el sueño.

Rosario —viuda picada de viruelas, marchosa y peri-


puesta— padece la enfermedad del visiteo y suele redo-
blar atenciones y palique cuando alguna de su amigas ne-
cesita de ella, bien sea por víspera de baile sonado, por
preñez o luto, o debido a melancolías amorosas. Redon-
dita, giratoria, pechillena, se constituye en catarata de
movimientos y exclamaciones, en resonancia de novedades,
en conducto de gratuitos oficios terceriles, como si de esta
suerte desfogara sus cuantiosos ardores.
Es, en los hogares donde se la recibe, marea de la calle,
busto confidente, alegre adversario de las tristezas de poca
monta. Toda una institución, que ahora se ha erigido en
ángel custodio de Leocadia; palmotea sus carrillos y ca-
deras, mide con la vista el vientre que ya comienza a hen-
chirse. Por las tardes irrumpe allí con la mayor natura-
lidad, ocupa una silla de tijera cerca de la ventana, re-
quiere hilo, tela y dedal y ambas se dedican a los trapos

323
del crío, al que Rosario vaticina, con su pródiga labia pon-
derativa, un sinfín de encantos y monerías. Agotado este
capítulo preliminar conviértese en gaceta. Y Leocadia se
balancea en la mecedora, acorazada de almohadones, y
apremia con dejo mimoso.
——Cuéntame, cuéntame. ¡Si no hay cosa que tú no
sepas!
—Pues, agárrate... ¡Pero si ya lo habrás oído! ¡Si le
sacan punta en todas partes!
—Vivo tan retirada, para nada salgo de casa. No te
hagas de rogar.
— ¡Chico revuelo hubo en el baile del Casino el sábado!
Yo, aunque sólo van las de «campanillas», también es-
tuve. Tanto me porfiaron... ¡Hija, qué derroche! Quien
yo me sé hasta se privó de postres y chucherías meses y
meses, para comprarse un vestido lujoso. Música fina,
vinos de lo mejor, trajes de etiqueta. Por cierto que tam-
bién se presentó el jefe de tu marido.
—«¿Don Miguel? — y la embarazada, intrigadísima,
suspende el vaivén de la mecedora y procura no perder
ripio ni acento.
—El mismo que viste y calza, de tiros largos. A dos le-
guas olía a perfume ¡y lo que presumía de su sortija, con
un brillante como un garbanzo! No creas que exagero.
¡Ese hombre ha cambiado a una velocidad! Desde que
lo sonsacásteis para ir al teatro, parece que le tomó la
afición a las diversiones.
—Es joven. ¿Qué tiene de raro?
—Nada, nada. Pero aún le falta desenvoltura. Ya puede
forrarse de paño inglés, que ni así se le quitan los mo-
dales bastos de minero.
—¿Bailó? ¿Sí? ¡Pero antes no acertaba ni con un paso-
doble!
—No desperdició el tiempo, Toda la noche se la pasó
de parloteo, y muy dulce, con Asunción, la hija de don
Roberto, q. e. p. d. A ella no le disgustaba...
-— ¡Mal pensada!
—Me nacieron los colmillos en esos trotes. Al que no
le hacía ni pizca de gracia el amartelamiento era a Al-
fonso. ¡Ponía una cara de disgusto!

324
—-¿Y María del Carmen?
—En la inopia, como siempre.
Leocadia, reservona, hace su composición de lugar.
¡Este hijo se anuncia con feliz estrella, traerá suerte! Hoy
mismo hablará con Francisco, para que intime más con el
«amo» y lo estimule hábilmente a crear una familia. Así,
ganará su simpatía y por consiguiente mejorará en la co-
locación. Y con mano izquierda... Será preciso utilizar a
Rosario, tirarle de la lengua para adaptarse a las circuns-
tancias y pescar en el río revuelto que es un hombre en-
caprichado.
Día tras día, provoca el tema, aparentando indiferencia.
—La cosa está que arde. Lo que yo me sospechaba:
Alfonso no lo puede tragar. ¡Hasta el pollo Castuera no
se cansa de decirlo! Que le es antipático, que la conducta
de Miguel no es limpia, que él no está dispuesto a que le
«merquen» la hermana, como si fuera, vamos...
En la pausa, la preñada trastea con desgana el encaje
de bolillos y se las promete muy venturosas si esa calami-
dad de Paco sigue sus consejos.
—Don Miguel necesita ahora alguien con quien des-
ahogarse. Sin que lo pueda considerar una falta de respeto,
insinúate, demuéstrale tu deseo de que todo le salga a
pedir de boca. Con esos quebraderos de cabeza le agradará
no ocuparse demasiado de «La Clavellina» y que otro, de
confianza, le reemplace en las tareas menudas. Y tú pue-
des encargarte de aliviarlo de ese peso. Más adelante, te
lo agradecerá. Y no estaría de más que te enterases cómo
va el amorío. Tú no seas tonto y échale leña al fuego.
Nada de extraño tiene que, como quien no se da cuenta,
le hables de nuestras relaciones, de lo que a ti te pasó.
Eso te conquista su simpatía y le despierta el hambre.
¡Si te dejases guiar por mí! Sólo sabes trabajar y trabajar,
sin aprovecharte, sin cuidar del porvenir.
Leocadia extrema finezas y astutos halagos con la viuda.
Después de harto el pico, ya cantará el pájaro, se dice con
sonrisa de coneja. Hasta las prudencias y preocupaciones
de su estado las relega a un segundo lugar, ante este acon-
tecimiento que se puede rebañar como un plato de salsa
espesa.

325
—Ahí, en la alacena de la despensa, tengo una fuente
llena de rosquillas de manteca. ¿No quieres probarlas?
Me siento perezosa. Tú misma coge algunas.
—Me conoces el flaco. Lo malo es que no acierto a
terminar.
—-Desde aquí no veo...
Viene Rosario, espolvoreados los labios gruesos y pro-
vocativos de granos de azúcar, un tinte de tostada grasa
en el bozo rubiales. Se desborda de elogios.
— ¡Manos de ángel! Y qué punto... Hasta hoy nunca
comí algo mejor. Lo recordaré y se me hará agua la
lengua...
—Llévate unos cuantos, en esa servilleta. Si me ayu-
daras a ribetear los pañales...
— ¡Faltaría más!
Dura poco el silencio. Rosario es siempre mensajera de
alguna noticia, y como a su amiga le afecta todo lo que
con Miguel se relaciona:
— ¡Algo fantástico! Es una pelea de perros y gatos.
Y me da en la nariz que Alfonso escarmentará de ésta...
Asunción se le ha sublevado —me lo contó una parienta
de «Varita de Nardo», la vieja está que se deshace, no le
llega la camisa al cuerpo— y ha reñido, pero en serio,
con el hermano. Que si no le gusta, pues que por la puerta
se va a la calle, que ella también tiene su genio, es mayor
de edad y no se resignará a vestir santos. Total, se soltó
el pelo. El botarate ese pescó una irritación fenomenal y
el pollo Castuera pagó el pato. En fin, Asunción parece
dispuesta a todo. Le gritó que ella no consentiría que por
un capricho de niño terco se ofendiese a una persona de-
cente, a un «caballero». No le permitiría que destrozara
sus planes.
—¿Y qué puede reprocharle ese don Rodrigo en la
horca a don Miguel?
—Pues, figúrate. Que no tiene educación, ni principios,
que sólo aspira a emparentar, a fuerza de dinero, con una
familia de abolengo. ¡Bah, ladridos a la luna! Don Mi-
guel, sin levantar polvareda, es más zorro. El no comenta
nada, como si todo el jaleo fuera con un desconocido.
Pero si le amoscan, si le provocan, la hipoteca de la casa

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de la Corredera ya no es de don Niceto, sino suya. Y la
hará jugar para conquistar, por las buenas, a Asunción.
Y además se las dará de espléndido. ¡Y son bastantes
miles de duros!
— ¡La casa de la Corredera! —suspira, en arrobo, Leo-
cadia.
—Aunque rabie Alfonso, la boda será de tronío. Tam-
bién pataleará, por espíritu de imitación, el pollo Castuera
— agrega, con guiño rencoroso y cínico, la viuda.
Cuando marcha el torbellino, Leocadia se queda mi-
rando, abstraída, a la calleja. Sobre los tejados, en la luz
suave y lenta del atardecer, la torre de la iglesia mayor se
baña en fugitivas claridades. Allí, piensa, repicarán pronto
las campanas pregonando la ceremonia. —Me pondré, si
ya salí del cuidado, la mantilla negra calada y los zapatos
altos de charol. Paco irá como un figurín, que de eso yo
me cuido. Y las gentes nos observarán con los dientes
largos y don Miguel querrá que estemos cerca, porque
no nos considerará ya unos simples empleados. ¡Y más
de cuatro van a rabiar de celos y de envidia!
El vientre se mueve, con brusca palpitación, bajo la
bata holgada. Ella lo contempla ufana, orgullosa. El retor-
tijón duele y consuela. Sentirlo así, acariciado su regazo
por los últimos resplandores del sol tibio, cuando nadie
mosconea y el futuro es tan halagijeño..., no hay dicha
que se le compare. Se inclina sobre la propia preñez y le
habla, con ansioso estremecimiento, como si el hijo es-
condido pudiera entenderla.
—No, cachorro mío, no vendrás desnudo a esta tierra.
Haré que tu padre se arrime a la sombra segura. El refun-
fuña, pero acaba obedeciendo. ¿Qué le cuesta? Aguantar
la tabarra del jefe, simular interés, metérsele en el hu-
mor... Cuando tú nazcas, don Miguel no será tan de piedra
que no te haga un regalo de duque. ¿Y si te apadrina?
¡Eso es! Luego te verá siempre con cariño. Te educare-
mos a conciencia, sabrás tirar de pluma y, llegado el mo-
mento, ocuparás el puesto de Paco. Y si la suerte no nos
traiciona te casaremos como Dios manda, con una here-
dera de muchos doblones y señorío. ¡Y-tú no irás con las

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manos vacías! Pelearemos y arañaremos para ti. Paco es
dócil, se hace estimar, rinde en su trabajo.
Cualquiera, ajeno a sus reflexiones, de haberla obser-
vado en aquel trance, pensaría que Leocadia estaba entre-
gada a un cándido, purísimo ensueño místico.

En los pueblos una casa representa, de manera casi ab-


soluta, el poder social. Así se manifiesta el prestigio y la
estabilidad de las familias, su tradición y su espíritu, su
vigor, en forma que los habitantes de las ciudades moder-
nas ni siquiera imaginamos hoy. Constituye la porción más
codiciada de las herencias e incluso un dato importante
de orientación topográfica, una fácil referencia en las con-
versaciones. El progreso de una casta se revela en la cons-
trucción que la alberga, en cómo mejora y adecenta su re-
sidencia o la cambia por otra de mayor boato. Y la ruina,
gradual o súbita, también halla aquí su símbolo público
de alma y piedra. La venta o hipoteca de estos edificios
patrimoniales es signo inequívoco de muerte o decadencia.
Aunque nos parezca raro, podemos considerar este sen-
timiento, con igual motivo, valor real y convencionalismo,
verdad y prejuicio. Y no es en los lugares de rancio abo-
lengo histórico donde más hondamente priva, sino en
aquellos que, por su reciente origen y rápido crecimiento,
padecen el prurito de cifrar más en los bienes materiales
su flamante, cruda y rabiosa jerarquía.
Aquí, en esta ciudad nueva, que tanto se precia del
recto trazado de sus calles, de su pavimentación moderna,
de la procedencia variadísima de sus pobladores, tal con-
cepto —de inmediata y plástica evidencia— adquiere un
carácter exclusivo, palpable en el ambiente. Por lo gene-
ral, la riqueza minera de la comarca, explotada apenas
hacía unos cuantos años, no podía competir aún en este
aspecto con la sedicente aristocracia territorial y burocrá-
tica —pequeños latifundistas olivareros, funcionarios de
cierto rango, usureros, traficantes en productos agrícolas,
monederos falsos—. Las casas de la Corredera, supre-
mo orgullo de ese sector, le pertenecían íntegramente.
Y los ajenos a esos linajes, adinerados y pobres, cada cual
desde su posición, miraban aquel corto trecho del pueblo

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con ojos de admiración y resentimientos, como el Paraíso
que sólo se alcanza en los bellos desvaríos. Por el contra-
rio, sus propietarios aferrábanse a ellas, medrosos de los
apetitos que les rodeaban.
Es natural que el matrimonio de Miguel y Asunción no
fuera, en el juicio de estas gentes, una boda más. A ella
iba aparejada una alteración revolucionaria, percibida por
todos, confusa o claramente. En la casa más «galana» de la
Corredera se instalaba, con gesto de mando, un minero.
Y para colmo, un hombre de fortuna recién creada, salido
de la miseria, cuya prosperidad insolente les zahería en lo
más íntimo, aunque de labios afuera se vanagloriasen de
su éxito como de una gloria local. ¿No sería —pensaban
para su coleto los altaneros vecinos, salvo el caso de don
Nicolás Valdivia, a quien placían estos trastornos— el
principio del fin? ¿Serviría de estímulo ese ejemplo? En
algunas fisonomías apareció, persistiendo largo tiempo, un
mohín de congoja y duelo, manifiesto desprecio hacia la
pareja, que Asunción notaba y le cocía de rencores las
entrañas.
Pero todo se calma —Miguel está seguro— y los hom-
bres y las sociedades se pliegan a las innovaciones. Era
cuestión de paciencia para él, debía no reparar en minu-
cias, apoyarse espiritualmente en el hogar, en «La Cla-
vellina», en Francisco Salgado, su empleado de confianza.
Ahora su tarea consistía —mientras adviniese el hábito,
y a su grupa la ley— en adaptarse a la casona, a su atmós-
fera, a sus costumbres y modos, ante los cuales reconocía,
dolorosamente, su novatería.
A decir verdad, en los primeros meses la casa le intimi-
daba. Dominábale siempre —aguda, vejatoria— la sensa-
ción de estar allí de visita, de ser, incluso en la perspec-
tiva de su existencia, un huésped transitorio, impuesto,
que no dejaría huella perdurable. Nunca, se le figuraba,
estaba solo. De las paredes y de los muebles convergían
sobre él secretas miradas y temió que no le sería posible
hallar, bajo sus techos, un rincón donde refugiarse. Pero
su espíritu arriscado, enterizo, se rebelaba contra esta fla-
gueza y se propuso combatir tales «visiones».
Para él —y lo mismo ocurría con las orgullosas familias

329
- de la Corredera— fue un cambio demasiado brusco. Des-
de que «La Clavellina» empezó a funcionar, su vida, la
social y la personal, se concentró en la mina. No había
labor importante que él no controlase y hasta los trabajos
más específicamente técnicos se efectuaban en su presen-
cia, y en numerosas ocasiones el ingeniero manifestábase
cohibido por su empeño fiscalizador, no obstante elogiar
la intuición de «ese bárbaro», que, según su frase, «olfa-
teaba el plomo como un perro de caza». Recordaba, uno
por uno, con pelos y señales, a todos sus obreros; retenía
en la memoria —¡una máquina prodigiosa su cerebro! —
el material gastado en lejanas fechas y el mineral que
mensualmente se extraía. El propio don Francisco Salgado,
habituado a no dejarlo a sol ni a sombra, maravillábase
de sus portentosas facultades mentales, que a veces ponían
en aprietos su impecable contabilidad.
Una especie de pasión física lo unía a «La Clavellina».
Necesitaba verla, rozarse con ella, incansablemente. No pa-
saba día sin que bajara a los pozos y permaneciese horas
y horas en las galerías, sin que dirigiera los embarques y
metiese la nariz en la correspondencia o en el almacén.
Comía en la oficina y regresaba a pie al pueblo, molido,
ya avanzada la noche. Y los domingos los dedicaba a re-
visar los libros, con el asesoramiento de Salgado.
Las dos habitaciones que durante su soltería ocupó en
la fonda de doña Virginia —recibidor y alcoba— sólo le
sirvieron para dormir y pasear, y eran escasos los autori-
zados a penetrar en ellas, excepto don Francisco y los ca-
pataces. La mayoría de los pensionistas no cruzaron nunca
el saludo con él y casi no se trataba con la patrona y la
servidumbre. Aquel lugar fue un «espacio neutro», donde
guardaba la ropa y descansaba, sin que nada atrajese su
afección o su interés. Todo le repelía allí, era sitio de trán-
sito donde no se crían raíces y resulta liviano de olvidar.
Tal actitud hubo de modificarse radicalmente en la ca-
sona, que tenía su tradición, su carácter, su rotunda ma-
nera de ser, ese clima abrumador que engendran las gene-
raciones cuando se entroncan en el marco de unos muros,
sin cielo despejado que las ilumine, y en ellos imprimen
su forma, su respiración, su misterio. Y parecen, frente al

330
intruso, aguzar sus ángulos diferentes, temblar en el plie-
gue de una cortina, resplandecer con hermetismo acusador
en la moldura de un cuadro, debatirse en la siniestra boca
de la chimenea, en el leve quejido de los sillones enfun-
dados, exhalar un reto en el rápido gruñir con que se abre
una cajita de tapas de marfil, solitaria sobre el velador del
gabinete, todo él un cuenco de reposo indescifrable.
Por ejemplo, ¿a santo de qué entraría él en la sala del
piano, emplazada en una curva del corredor, en el cruce
de la galería de cristales, con su sedante vista a los árboles
del patio? Se encontraba molesto y perplejo junto al buró
atestado de papeles de música, y ante el conjunto de tabu-
retes coquetones y macetas de lujosa florescencia. En el
comedor —con su maciza mesa alargada— y la serie de
bufetes, guardianes de vajilla fina y delicadas copas, en-
vueltos en la penumbra, se le hacía un nudo en la gar-
ganta y menguaba su robusto y simple apetito. Temía que
el ruido de sus quijadas suscitase un eco burlón en los
vasos quebradizos, en las jarras primorosas y en las tazas
frágiles. Una vez que fue a la biblioteca, quedóse sentado
en el sofá de terciopelo, mirando respetuosamente la irre-
prochable alineación de los libros, sacudido de angustia e
irritación. Y por las noches aguardaba a que Asunción se
desnudara y apagase la luz para deslizarse como un ladrón
en el dormitorio y encender una lamparita colocada al
fondo del cuarto, y sólo al amparo de la semioscuridad
podía quitarse tranquilamente la ropa.
Incluso en el despacho que le destinaron — muebles
nuevos, adecuados, «menos de etiqueta», como él los cali-
ficaba—, con el gran balcón imperando en el panorama
de la Corredera, no acababa de hallarse a gusto, aunque
fuese su rincón favorito. Prefería el tosco pabellón de la
oficina, plantado en mitad del campo, con «La Clavellina»
a tiro de honda, y donde él se desenvolvía a sus anchas,
y arrojaba en cualquier parte la ceniza del puro, se des-
abrochaba el cuello y lanzaba los puños de la camisa al
primer rincón. Pero Asunción, con su terrible empaque
comedido, se había propuesto influir en sus modales y no
cesaba de aconsejarle, mortificadamente:
—A la gente de fuste no debes recibirla en la mina.

331
¿Qué se figurarán? Las apariencias juegan un papel tan
grande... Si permitieses que yo te ayudara un poquito en
estas cuestiones...
Además de la casa, esencialmente opuesta a su condi-
ción, los habitantes. No hablemos ya de la esposa, que
merece párrafo especial, sino de María del Carmen y
«Varita de Nardo». Y no es que él tuviera motivo de
queja. Dentro de su timidez, la cuñada se esforzaba en
ser amable, y la sirvienta distinguida se desvivía en com-
placerle, por su buen natural y sentido práctico de las
cosas más que por simpatía. Decía para justificarse:
—Está aquí para siempre. Me enterrará. ¿A qué buscar
pleitos y poner morros?
Pero entre las dos se tejía un vínculo indefinible, una
aspiración común nunca manifestada. Tras su cortesía,
Miguel adivinaba sus reproches, un constante resquemor.
Aunque no lo pronunciasen, en sus labios y en su ánimo
alentaba el nombre de Alfonso. El hermano menor se
opuso violentamente, groseramente, al matrimonio, no
asistió a la boda — ¡qué campanada, Señor!— y la vís-
pera de los esponsales abandonó, maleta en mano, procu-
rando el escándalo, la casa de sus mayores. Toda la Corre-
dera siguió, con pícaro alborozo, sus andanzas y dichos
de aquella mañana.
Sólo a don Nicolás Valdivia —la sempiterna nota dis-
cordante— le agradó su determinación y sentenció en una
tertulia del Casino:
—Puede que no esté en lo justo. Pero ese mozo tiene
temperamento, no es interesado.
Asunción no se dignó despedirlo. Limitóse a repetir lo
jurado y perjurado, temblequeante de ira la barbilla af-
ada.
—Y o jamás me rebajaré después de este bochorno. Para
mí, como si estuviese muerto y sepultado.
De nada valieron los oficios componedores, entre uno
y otra, de María del Carmen, la «malva» de la familia, y
de la discretísima «Varita de Nardo». Pero Miguel intuía
cuán apasionadamente lo añoraban y que hacían recaer
sobre él la culpa de su ausencia. Y cuando las sorprendía
cuchicheando y callaban como por ensalmo, experimen-

332
taba una sensación molesta, punzante. En esos momentos,
por asociación de emociones, la casona semejaba serle aún
más hostil, infranqueablemente ajena. Y él aquilataba que
sin Alfonso el edificio perdía su jocunda fuga al exterior,
la animada resonancia de la calle. Era como si se acarto-
nase. No es sorprendente que llegara a odiar al «hijo
pródigo».
¡Si al menos hubiese encontrado consuelo en Asunción!
La esposa le parecía, en cierto modo, una prolongación
de la casona, de su pétreo corazón, rígido e inaprehensi-
ble. Esfumados los breves días de intensa entrega carnal,
de voluptuosa exaltación, la mujer hacíale notar, muy
respetuosamente, su inferioridad en mil detalles que le
amargaban. Un gesto imperioso, corrigiendo la manera de
colocarse la servilleta; instantáneo crispar de cejas si ha-
blaba demasiado alto; un mohín expresivo le prevenía
severamente que su indumentaria no casaba con su nueva
posición.
—Ya me amoldaré, a base de paciencia —recomendá-
base Miguel.
¡Era tan difícil para él! Le suponía una tremenda ten-
sión íntima domar sus inclinaciones, avezadas a la liber-
tad y a la fuerza. La misma amplitud monumental de
la cama, el enfadoso esmero con que ella se arreglaba en
el tocador, su ademán vagamente despectivo al dirigirse
a su encuentro, al acercársele en la noche, le cohibían y
humillaban.
—Te doy una limosna, una limosna —se le antojaba
escuchar de sus labios inmisericordes, de sus ojos abs-
traídos, de su mano fría, de los movimientos firmes, im-
periosos y de la respiración pausada.
Cuando se le entregaba, no podía deshacer completa-
mente la verdadera e inmutable distancia que casi desde
el principio los separó. No le oyó nunca una palabra de
rendida efusión —la preciosa ofrenda capaz de sublimar
y fundir—, o de incontenible y resplandeciente alegría, ni
siguiera un signo de profunda gratitud.
Después de la corta y estéril experiencia, Miguel volvió
a su anterior usanza de vivir, a consagrarse sin regateos
a «La Clavellina». Accedió a comer y dormir regular-

333
mente en la casona, charlaba con las hermanas de temas
fútiles, autorizaba modificaciones secundarias en la insta-
lación —sobre minucias nunca dejaron de pedirle su re-
frendo—, las acompañaba a misa mayor y a determinadas
visitas de categoría —el notario, el alcalde—. Cierto es
que Asunción lo presentaba sin titubeos, altaneramente,
en su círculo social, pero él deseaba escaparse de tal am-
biente, trabajar con ahínco en la dirección de la mina,
alternar con los capataces, don Francisco y el ingeniero,
donde él dominaba, donde era, sin atenuantes, el amo.
En ocasiones Asunción condescendía a preguntarle por
sus asuntos e invariablemente reflejaba la extraordinaria
violencia que se imponía.
—«¿Marcha bien la mina? Te roba el sueño.
—De ahí viene, y de ahí vendrá, nuestra fortuna. Ten-
go que atenderla. Y de eso sí entiendo de veras.
Cuando apadrinó al hijo del contable y depositó en su
cartilla de ahorros cinco mil pesetas —¡Leocadia no ca-
bía en sí de gozo, lloró sinceramente! —, a Miguel la pare-
cía realizar una venganza contra «ellas», contra la casona.
¡Aquel llorón sería de los suyos!

Alfonso rompió la última amarra que lo ligaba a su


mundo familiar y a su clase social al instalarse en casa
del pollo Castuera. Quizás al principio no se dio cuenta
cabal de este hecho y sólo percibió, andando el tiempo,
sus consecuencias. Era, por entonces, un garrido mozo,
de irresistible simpatía, y en quien parecían consubstan-
ciales las más graciosas extravagancias. En el concepto
pueblerino —un Código, como cualquier otro— su pro
fesión de empresario teatral equivalía a una patente de
corso, y los tediosos señoritos del Casino regocijábanse
con sus ocurrencias y frases.
Pero Alfonso no supo —contradecía su naturaleza el
ser calculador— acallar la inquina que le inspiraba Mi-
guel. Aprovechaba todas las oportunidades para agraviar
lo, y esta actitud encontró, para su estupefacción, una
oposición generalizada. El nuevo rico se afirmaba, la gente
— incluso la de su casta, los soberbios propietarios de
la Corredera— reverenciaba el poder del dinero y de la

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audacia, distanciábase del «cabeza loca», que únicamente
podía ocasionar disgustos y contrariedades.
El pollo Castuera, a quien no se ocultaba esta reacción,
intentaba amansar el encono de Alfonso.
—Bueno, ponte en razón. Asunción ya está casada con
él. ¿Por qué te empeñas en ir contra lo irremediable?
No es el único caso, ni mucho menos. ¿Qué reparos pue-
des tener? ¿Que de pobre ha subido a rico? En la actua-
lidad, eso es tan corriente... ¡Ni que tú fueras un aris-
tócrata de escudo, blasón y pergamino!
—Pero, infeliz, ¡que ni tú me entiendes! Si me apu-
ras, no me importa demasiado que fuera antes un cama-
rero, al que yo he dado propinas y me doblaba la raspa.
Es otra cosa muy distinta. Tengo la seguridad de que es
un hombre turbio, sin escrúpulos, metido como una gan-
grena en mi casa. Su fuerza de voluntad, ese cacareado
tesón que le admiran, es algo insano, sobre todo cuando
no responde a una fe noble y generosa. ¡Que no lo
«paso», vaya! Hay un sexto sentido que me previene
contra él. Y ése no se equivoca nunca.
Y en torno a éstos, o similares argumentos, versaban
sus discusiones, no muy prolongadas, gracias a la toleran-
cia del pollo Castuera, que daba siempre el brazo a tor-
cer. De otra parte, el boticario se alegraba en su fuero
interno de aquella ruptura, pues no transcurría semana sin
que María del Carmen y «Varita de Nardo» apareciesen
por su casa en busca de Alfonso o para saber de sus
labios cómo estaba de salud y humor. Hacían estas visitas
clandestinamente, sin que se enterase Asunción, y perma-
necían allí breves momentos, embargadas de sofoco y te-
mor, poco duchas en lo prohibido.
El pollo Castuera solía hacerse el encontradizo y dis-
frutaba de cortos, deliciosos instantes contemplando a
hurtadillas a María del Carmen, embebida en cariñosa plá-
tica con el hermano. La saludaba y se iba al corredor para
escuchar el murmullo de su voz, estremecido de ensueños
y anhelos. Revisaba, en su nervioso paseo, si todo estaba
limpio y ordenado en su «madriguera», si el conjunto
ofrecía un aspecto decoroso y grato, que la impresionase
favorablemente y le transmitiera una emanación cálida y

335
veraz de su ser. En estas idas y vueltas, si por azar un
espejo recogía su imagen esquivaba mirarlo, para que su
risible estampa no le produjese amargura y desencanto.
Sabía que se engañaba en todo, principalmente en su ilu-
sión, y a pesar de ello necesitaba aferrarse a la esperanza
disparatada para subsistir.
Percibía —rotundo, agobiador— el menosprecio que le
rodeaba. Hasta en Alfonso, aunque en él afectuosamente,
sin acritud. Inspiraba fáciles burlas su traza atildada, su
exagerado esmero de indumentaria y sus ademanes puli-
dos, rayanos en lo cursi. Lo creían un hombre sin perso-
nalidad, débil y presumido, que sólo le servía de escudo
a Alfonso. Y lo juzgaban incapaz de actuar por propia
iniciativa, un temperamento incoloro, de esos que se es-
fuman prácticamente si sus mentores los desamparan.
A solas, en sus interminables noches de insomnio sobre
todo, el pollo Castuera devanaba el sentido trunco de su
vida. ¿No le había sido funesta la excesiva facilidad eco-
nómica con que se desenvolvió? ¿No era también desmo-
ralizador su desmañado apocamiento en ciertas lides?
Veíase con exagerado afán autocrítico, y él mismo admitió
ciegamente, desde muy joven, la personalidad ridícula que
le atribuyeron, su carácter absurdo, que nadie tomaba
en serio. Ello le hizo torpe en las charlas y extremoso
de aliño. Nadie como él advertía la irregularidad de su
figura desmedrada, la chocante imperfección de sus rasgos
fisonómicos, lo inhábil y malsonante de su palabra. Cuan-
do un chusco le colgó el remoquete de «pollo Castuera»,
el desventurado comprendió que le habían marcado un
sino que habría de acompañarle hasta el cementerio.
Y acertó.
La indignación del padre, farmacéutico asimismo, ante
su cortedad, los consiguientes reproches y sofiones con-
tribuyeron a deprimir su espíritu alicaído. Estudió sin
pena ni gloria la carrera y a los treinta años hallóse sin
parentela directa e importuna, dueño de la botica, de un
par de casas y del tejar del ejido. Y no tardó en comenzar
su angustiada soltería, el trasiego a la zaga de Alfonso,
sus peripecias de inexperto empresario teatral en co-
mandita.

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Debido a su desprendimiento la botica rendía, aunque
parezca mentira. Como era de blando corazón y extraor-
dinariamente sensible a las desdichas ajenas, acudían a él
las mujeres de los mineros y de los artesanos, en demanda
de medicamentos caros, y el pollo Castuera les fiaba sin
tasa ni garantías. Tropezaba con pillos y desaprensivos,
pero la mayoría, emocionados por su desprendimiento,
por la prueba de confianza, liquidaban, más tarde o más
temprano, la deuda. Y si entre los señoritos prevalecía
su fama de incauto, los pobres le crearon su justa leyenda
de bondad. Para los cínicos criticones de su método «mer-
cantil» tenía el pollo Castuera satisfactoria respuesta:
— ¡Si es el negocio más saneado! Contados son los que
me fallan. Vean este libro, todo está apuntado. Si no
pagan, lo paso a «pérdidas». Si cumplen, es ganancia por
partida doble: dinero recuperado y cliente seguro, para
siempre. Los médicos, cuando tratan a un enfermo que
no sabe dónde caerse muerto, le recetan con esta coleti-
lla: «vaya usted a la botica del pollo Castuera, en la
plaza». A veces me olvido de tomar nota, se me escapa
algún asuntillo y al cabo de varias semanas, o meses, se
presenta el interesado, la viuda o algún familiar y me
dice: «Aquí le traigo unas pesetas, para ese piquillo que
dejé». ¡Y tan campantes! ¿Cómo voy a negarle yo, que
cobro rentas, remedio a un desgraciado?
Y después de este discurso, para él portentoso y cas-
telarino, el pollo Castuera callaba en seco, temeroso de
que su explicación pareciese una jactancia, un regodeo
de la vanidad. Y tornaba a su silencio, a componer arru-
gas de traje y pliegues de corbata, a pensar en María del
Carmen.
María del Carmen, un ideal imposible, repetíase, sin
desarraigar por este juicio su tibia ensoñación, su influen-
cia dulcísima. No recordaba cuando se enamoró, quizás
se dio cuenta al verla vestida de largo, una mañana en
que salía del cuarto de Alfonso y se cruzó con ella en el
corredor. Llevaba una blusa gris perla, falda de gran
vuelo, guías de seda azul en el pecho joven y un cuello
de encaje, color hueso. María del Carmen lo saludó como
siempre y al notar su sorpresa le preguntó, algo divertida:

337
—+¿Tan «rara» estoy?
El pollo Castuera, anegado en rubores, balbuceó:
—Un poco, algo... La falta de costumbre. Yo no ima-
ginaba... No te... No la esperaba ahora...
Y se despidió a la buena de Dios, avergonzado de sus
expresiones incoherentes, de su azoramiento, profunda-
mente vencido. Desde entonces la quiso, desde entonces
sufrió. Porque —a su entender— los separaba la edad, la
apostura, los escrúpulos, el pueblo y la gente, la familia.
¡Si Asunción llegara a enterarse! Y al pollo Castuera le
entraban sudores de agonía y aun sin testigos mordíase
la lengua y bajaba la mirada.
Nunca se le ocurrió exteriorizar sus sentimientos, en
alguna forma. La revelación, temía, hubiera significado
para él la peor catástrofe. María del Carmen no debía
sospechar siquiera su estado de ánimo. Era arrostrar, pen-
saba, su indudable negativa, y quién sabe si su desprecio.
El disfrutaba de un bien, la lejana y circunspecta relación
amistosa y no consideraba prudente malograrlo. Este fue
el principal motivo de su estrecha relación con Alfonso,
la razón de que se convirtiera en forzoso remedo de su
vida. A través de él recibía la presencia de la hermana,
y ella el aliento arrobado del pollo Castuera.
De tal modo se esforzó en acentuar su incondicionali-
dad con Alfonso, que nadie pudo adivinar el verdadero
motivo de aquella anulación voluntaria.
Hagamos la salvedad, en ocasiones, de «Varita de Nar-
do», que rumiaba el intríngulis y recelaba.
— ¡Si no fuera tan «mendrugo» se me figuraría que
está coladísimo por María del Carmen! ¿Será que no se
atreve y disimula como un valiente? No me explico que
Alfonso lo maneje con tanto descaro y él ni siquiera
proteste.
Había que dar unos retoques al teatro durante el ve-
rano —una mano de pintura a la fachada y a las paredes,
renovar varias filas de butacas, afianzar la tarima del es-
cenario, sustituir el cortinaje deshilachado de los palcos
—y Alfonso, desalentado por las pérdidas de la tempora-
da, no se atrevía a plantear la cuestión al pollo Castuera,

338
único paño de lágrimas de la Empresa. Pero el pulqué.-
rrimo farmacéutico observaba sus cábalas y fue él quien,
para evitar un trance penoso al amigo, tomó la iniciativa.
Según su criterio las obras eran imprescindibles y en
el invierno repercutirían en beneficio del «espectáculo».
Y sugirió la necesidad de contratar, además, un empleado
fijo, encargado de reparar los desperfectos de poca monta
que pudieran producirse.
—Hombre, de primera intención —agregó Alfonso,
aliviado de conciencia— podíamos traernos a Juan, el del
Palacio. Parece que no abunda el trabajo y le convendrá.
Tú, que le tratas más, le hablas. Lo convencerás, seguro.
El único inconveniente de esta solución es que mi señor
cuñado descubra moros donde hay cristianos y piense que
lo hacemos para afearle lo mal que se ha portado con ese
bendito de Dios, al que tantísimo debe y del que no se
acuerda.
—No será un obstáculo. Y es fácil que tu pariente ni
lo advierta. Además, el motivo nuestro es bien distinto
y legítimo.
Quedóse Alfonso meditando, con tan alegre y malicioso
brillo en los ojos que puso en ascuas al dependiente de
la botica, un espía nato, de tomo y lomo. De pronto cas-
tañeteó los dedos, abalanzóse sobre el pollo Castuera,
sacudió enérgicamente sus hombros y exclamó:
— ¡Ya dí con la salida! Si tenemos una miaja de suerte
la reforma nos resultará gratis. Escucha.
Al pollo Castuera —solemne y tancredesco enfundado
en su bata blanca— le brotaron sudores de mareo. ¿En
qué nuevo lío iría a complicarlo? Pero ya nadie atajaba
la inspiración desbocada de Alfonso.
— ¡Es de lo más sencillo! Todos los sábados y domin-
gos daremos varietés a precios populares.
El pollo Castuera tuvo un destello de rebeldía.
—Me opongo. ¿Tú te imaginas cómo nos pondrán?
Libertinos, corruptores de la moral pública, etc. ¡No y
no! ¡Sólo eso faltaba para que nos tirasen a las patas de
los caballos! Una-cosa es el arte dramático, las comedias
y tragedias, hasta los sainetes, si me apuras... y otra el
género sicalíptico. :

339
/

Alfonso lo examinaba con sorna.


—Frívolo —corrigió, pero ante la fisonomía desolada
del pollo Castuera su «diablo» enmendó la táctica, vol-
vióse persuasivo.
—Recapacita, cabeza de chorlito. La ganancia es algo
infalible. Y tus reservas, de lo más exagerado. ¿Qué im-
portancia tiene que una cantante maltrate un cuplé in-
ofensivo, indecente si hay malicia para interpretarlo? ¿En
qué padecen tu sagrada honorabilidad y tu prestigio si
una bailarina enseña las ligas en un remolino? ¡Y te vas
a llevar cada sorpresa! Las señoritingas se hartarán de
criticarnos, pero serán las primeras en no perderse una
función. Vivimos en el siglo xx. Y el teatro se llenará
hasta los topes. A los mineros mozos les agrada regalarse
la vista y que los deslumbren con colorines, y pasar un
buen rato con la música que ellos entienden. ¿Qué temes,
la ira del párroco? Para guardar las apariencias se soltará
con un sermoncito poniéndonos verdes y prohibiendo a
sus feligreses que acudan. Pues, lo escucharán con gran
respeto y luego, ellas y ellos, se precipitarán al «peca-
do»... ¡Y lo que sentirá el «pater», que en confianza es
de armas tomar, es no disponer de un mirador oculto!
Caray, una de cal y otra de arena. En el invierno, repre-
sentaciones serias; de julio a octubre, y en dosis, a sacar
los pies del plato. ¡No seas lila!
Desarmado por estas y sucesivas peroratas, el pollo Cas-
tuera accedió a remolque, temblando ante las consecuen-
cias de su peligrosa debilidad. Un oscuro instinto le ad-
vertía que en la aventura se encerraban para él mayores
riesgos, imprevisibles asechanzas.
Acordaron los socios el plan y dividiéronse la tarea. El
pollo Castuera se encargaría de arreglarse con Juan, de
organizar y vigilar las obras, mientras Alfonso contrataba
artistas baratos por las ferias matalonas. Y en vista del
«suceso», el pueblo, al que no se escapa ningún proyecto
de esta índole jaranera, halló un delicioso pretexto de
charla y picoteo.
A la mañana siguiente de esta, digamos, controversia,
el boticario se dirigió al Palacio, por la Corredera. Al
pasar frente a la casa de María del Carmen espió sus

340
balcones, con el deseo de vislumbrar a través de los visi-
llos, aunque sólo fuera por un instante, su silueta. Y al
imaginar que ella se enteraría de sus venideras andanzas,
de los tratos con cupletistas, se turbó y sonrojó.
En el Palacio, el ritmo de siempre, el bullanguero aje-
treo menestral, la pardusca algarabía de la posada. Tenía
un aire más deslustrado y cansino el viejo edificio, tan
sombrío en la quietud emperezada y luminosa de la plaza
de la iglesia. Juan, cuyos temporales desvaríos tendían
claramente a disminuir, lo recibió alborozado.
— ¡Don Juan José, usted en persona por aquí! ¿Ne-
cesita que le componga las estanterías o que le cepille el
mostrador? Pero siéntese, con prisa no se va a ninguna
parte. Ya está limpio el banquillo.
El pollo Castuera secóse el sudor, revisó la pieza de
una ojeada.
—¿Escasea el trabajo, verdad? Te defiendes mediana-
mente, ya se ve.
—Pues pa no mentirle, se desenvuelve uno algo estre-
cho. Y es que yo no tengo asaúras pa rondar de la Ceca
a la Meca y arramblar con las «chapuzas». De cuando en
cuando me caen faenas de más peso, pero no me quitan
de cuidao.
— ¡Y menos mal que eres solo! Me extraña que no te
ayuden, francamente no me lo explico.
— ¡Ya sé a qué pájaro apunta! Si no fuera por don
Emilio, que es muy considerao en el alquiler y no exige
el pago, ni taller tendría a estas fechas. Uno se abando-
na... Por lo que hace a Miguelillo —nada de «don»,
contra, que casi lo vi gatear, lo peiné y le limpié los
mocos— no me coge de sorpresa. Yo le estorbo, hasta
cruzarse en la calle conmigo le molesta. ¡Debo recordarle
tantas cosas! Hace años, desde que descubrió «La Clave-
llina», que no nos hablamos. Ha prosperao con botas de
siete leguas. Fortuna, casa lujosa, mucho sombrerazo de
los peces gordos y tiralevitas.
—Quizás te sobre la razón, pero no te atormentes.
Cada uno es como es y con su pan se lo coma. Y yendo
a lo positivo, ¿qué tal te parecería entrar en el teatro,
con un jornal seguro? Tendrías un ingreso fijo, allí mismo

341
te daríamos habitación. Total, componer unas maderas
rotas, clavar cuatro clavos, hasta podrías manejártelas con
las decoraciones sencillas. |
El carpintero se soba afanosamente la barbilla, par-
padea. Indiferencia y asomos de inquietud, alegría y pre-
ocupación se suceden en sus ojos fatigados.
— ¿No te resuelves?
—...Me lo pensaré. Es un escopetazo.
—En fin, allá tú. Pero mi proposición te conviene.
—Lo sé, don Juan José. Y también me hace falta.
Pero abandonar el Palacio se me atraganta, me apena.
Son muchos años de aguantar aquí fatigas y zozobras, de
canturrear entre estas cuatro paredes, oyendo el trajín de
los demás, que casi no me sentía nunca solo y le tomé
apego. Se presenta don Emilio y charlamos como de la
familia. Me despiertan las campanadas de la iglesia. Si
quiero darme una ración de verde, me asomo a la puerta
y los árboles se me figuran unos compadres... En el Pa-
lacio me compareció el padre de Miguelillo con el niño.
Yo los acogí y tuve parentela, o algo así. A este cuarto
lo trajeron muerto, desdichao. Aquí he visto crecer a
“Elisa, la hija del dueño, que no es ingrata ni fatua, sino
candeal fino.
El pollo Castuera no acertaba a rebatirle, le vencía el
simple, intenso dolor del carpintero. Pero éste reaccionó
de modo inesperado.
—Oiga usted y allá, entre bastidores, teniendo ocasión
de rozarse con reales hembras a tutiplén, y de chicolear-
las, ¿no habrá peligro?
El mismo que corro yo, hombre. Tu soltería es ya
difícil de pelar. Además, en confianza, para mi gusto, las
cómicas de cerca no emocionan. A ti por pobre, a mí por
corto de genio, no nos deben atemorizar. Y si caemos en
el garlito, estaría de Dios.
Juan sonreía, tranquilizado.

342
VII

En las mañanas de buen sol, María del Carmen acos-


tumbraba subir a la azotea. Colocaba en un rincón som-
breado su silla de tijera y dedicábase a coser y bordar. Le
agradaba la temperatura templada y se distraía viendo a
su alrededor el vasto despliegue de tejados y torres, los
pañizuelos de campo huertano y el negrear entreverado
de los olivares. Así, con estos respiros, le cundía más la
labor y disfrutaba mansamente de su soledad.
Era un hábito, también, que todos en la casona respeta-
ran su paz durante aquellas suaves horas y no interrum-
pieran su aislamiento en el «Observatorio», como solía
denominarlo Asunción, a quien mareaban ligeramente las
alturas y la misma amplitud del panorama. Los pensa-
mientos y sensaciones de María del Carmen, desde que
tuvo uso de razón, germinaron allí, lejos de miradas im-
pertinentes, sustraída al bullicio y a las prisas. Ni siquie-
ra «Varita de Nardo» atrevíase a quebrantar sus graves
o simples meditaciones. Y aguardaba a que ella se fuese
para barrer, recoger la ropa tendida o regar las macetas
de geranios.

343
Gracias a los solitarios esparcimientos de su imagina-
ción olvidaba María del Carmen el apremio del tiempo,
las inquietudes domésticas, hasta la misma forma callada
e implacable en que su vida se consumía. En esos ins-
tantes alentaba con igual naturalidad y pujanza que las
cosas simples y causales percibidas en su cercanía —los
arbustos entre los pedruscos de una retorcida calleja; las
nubes discurriendo con graciosa serenidad en torno al
campanario de la iglesia; el fondo diáfano del horizonte,
la sutil elegancia con que se despenacha, por los tejares,
un brazo de humo.
Aun a distancia, conocía el pueblo palmo a palmo,
identificaba, por un rasgo de color o de línea en la masa
de los edificios, en la madeja de los arrabales, los más
varios lugares. La carretera que lleva al ferrocarril, ca-
mino de Madrid, símbolo de la huida; y el otro tramo
de vía, próximo al cual se levanta «La Clavellina» con su
orgullosa agitación; la fatigada, mustia presencia del Pa-
lacio; la fachada, como de columnas improvisadas, del
teatro; la fábrica de harinas, parecida a un cuartel; la
polvorienta mancha del ejido. Y por último, inmediatas,
cerco y caracol, su cuna y su mundo, las dos manzanas
de casas de la Corredera.
Casi frente a frente vive don Nicolás Valdivia. Desde
su azotea distínguese, en ángulo, el balconaje corrido del
primer piso, con sus tres espaciosas habitaciones. El des-
pacho del abogado republicano, donde suele celebrar las
reuniones con sus afines, alberga una desordenada sillería,
una mesa de monumentales dimensiones. En un muro el
ritual tesoro de los prohombres barbudos del 73 y en la
pared contraria un pintoresco revoltijo de fotografías de
banquetes y mítines. En el centro, la sala de recibir, de
sobrio moblaje; al extremo el singular dormitorio ates-
tado de libros, periódicos y trofeos de caza, y a guisa de
remate una desafiante bandera tricolor.
No era curiosa María del Carmen y durante años no
se había interesado por “el movimiento de la casa vecina.
Un sentido elemental de discreción le obligaba a ladear la
vista, a no entrometerse en aquella existencia, de la que
sólo conocía la aureola hereje, repulsiva para una cre-

344
yente... Evitaba mirar a don Nicolás y no le costó gran
esfuerzo desterrarlo —a él y a su morada— de la ima-
ginación.
¡Sí no se hubiera presentado, después de una larga
estancia en Madrid, la «otra»! ——Las cosas ocurren al
principio con asombrosa sencillez y luego se complican,
os envuelven en sus anillos, oprimen vuestro ánimo y
sinuosamente apodéranse del albedrío. Son venero de es-
pirituales confusiones.
La noche anterior —habían pasado tantas horas y sin
embargo a ella le parecía algo cercano e inconmovible—
fue Asunción la que provocó su interés. Hablaba la her-
mana sin disimular el acento despechado, la insistencia
rencorosa.
—Está al llegar, y para quedarse. ¿No te enteraste?
Me lo dijo, al salir de misa, la del Correo. ¡Valiente par!
El réprobo y la marquesa, ni que fuera el título de una
comedia de París, de esas de escándalo. Se casaron en
Madrid, por lo civil. Aquí no se atrevió. La aristócrata
acaba de romper, y para siempre, con su familia. Me
supongo que nadie en el pueblo querrá alternar con ellos.
A cada uno por lo suyo. Y si esa loca es tan soberbia
como él, tendrán que encerrarse en el caserón, y ahí se
pudrirán de asco y de fastidio. ¡Bien lo merecen!
Hubo un largo silencio. Como siempre, Asunción im-
ponía a su alrededor un clima severo y hosco.
—Ya me figuro a tu hermanito, pirrándose por la
rareza. Esto le parecerá de perlas, hasta ejemplar...
—Nuestro hermano —osó corregir María del Carmen.
—ZLo sé, no necesitas subrayarlo con tanto retintín.
—Maujer, ¡si no he querido molestarte! Perdona.
No tarda en escucharse el rodar de un carruaje en la
calle. Asunción tuerce la cabeza, vuelve la espalda al
balcón, finge desdeñosamente no oír. Pero el tintineo de
los cascabeles, el amortiguado eco de las voces, se prenden
después al sueño de María del Carmen, donde adquieren
corporeidad y se infiltran en su mente.
—+¿Cómo será ella? ¿Qué pensará del pueblo, de todos
nosotros? Si nos encontramos, me saludará, quizás me
hable. Y eso que ahora nada le importa relacionarse con

345
la gente. Están todavía en la época del querer goloso,
como dos hambrientos. Después, vendrá el embarazo y un
hijo... ¡Será muy feliz entonces!
Al otro día, dando las diez, María del Carmen subió
a la azotea, desvanecida por completo la impresión de la
noche anterior. Los pulsos le batieron impetuosamente al
notar que los visillos del balcón del dormitorio continua-
ban echados, cual prueba de sus conjeturas. Intentó dis-
traerse, trabajar con más ahínco, buscar entre el caserío,
como aguja en pajar, el fugitivo brillo metálico de una
fuente, por la calle de los tarantos. Pero su pensamiento,
encaprichado, se vinculaba a la desconocida, a la forastera.
Tras varias semanas de espionaje sigiloso —y en cierto
modo inconsciente— pudo verla, en el despacho. Iba des-
peinada, en chinelas, negligentemente cubierta con una
bata. Parecía buscar algo, temerosamente, en los cajones y
carpetas. Después, decepcionada, esbozó un gesto de irri-
tación y se encaminó al balcón entreabierto, aplastó la
naricilla contra el cristal aún bañado de relente. Era alta,
rica de carnes, de brioso andar. Lucía y relucía bajo el
sol friolento su pelo rojizo y espeso. Por lo demás, unos
ojos de vaga tonalidad, la boca gruesa y vibrante, en el
lóbulo de la oreja a contraluz el sombrear violento de una
cicatriz que partía de la sien y atenuábase en el arranque
de la recia garganta.
Por las trazas todos se concertaban para inclinar su
voluntad hacia la extraña, existía una implícita obsesión
en los suyos para obligarla a interesarse por el destino
de la pareja.
—Esa mujer acabará aburriéndose de muerte —pro-
nosticaba, malévola, Asunción—. Sin más sociedad que
la media docena de republicanos del pueblo, que acuden
a la tertulia de su marido como nosotros vamos al rosario.
Me contó Ramona, la del notario, que la otra tarde se
atrevieron a salir de paseo, de bracete, con mucho alarde.
Parece que la señora se incomodó porque la gente los
miraba con demasiado descaro y él, naturalmente, tuvo
un incidente: se encaró con Jesús, el mayor del pañero,
que se había quedado plantado como un poste de telé-
grafos, y en un tris estuvo que no la emprendiera a

346
bastonazos. Colorín, colorado. Y desde entonces ya no
ponen juntos los pies en la calle.
—-Pues lo que es lujos y regalo no le faltan —intervino
«Varita de Nardo»—. Aparte de la criada y una coci-
nera, don Nicolás le ha puesto doncella, también madri-
leña, para que no le venga de nuevo. Sólo se dedica a la
señora... Le hace los recados, la calza y descalza, ¡la
desnuda!
La opinión del cuñado —dictamen inapelable, que se
formula para mayor solemnidad en la sobremesa— fue
fría y hostil, como toda la naturaleza de aquel hombre.
—Es un engorro. ¡Si no vivieran tan cerca! Ya nos
acarreará algún compromiso esa vecindad. A la gente no
le son simpáticos y no vamos nosotros a hacer una raya
en el agua.
El caso es que todos suscitaban el tema. Seguían an-
siosamente la sorda lucha que, atrincherado en su case-
rón, sostenía don Nicolás contra la antipatía del pueblo
entero, No le perdonaban la hermosura y señorío de su
mujer, lo insólito de su acción, su testarudez en no pedir
misericordia.
—No se puede negar que la doña Blanca es mucha mu-
jer —exclamaba, con acento de envidia, Rosario la viu-
da—. Si pudiera, nos amansaría a punta de látigo.
El único criterio discrepante lo defendía, con su habi-
tual apasionamiento, Alfonso.
— ¡Qué nido de escorpiones y tarántulas, María del
Carmen! Les hiere lo grande y lo fuerte. ¿En qué les
daña ese matrimonio? Se quieren, no se meten con na-
die... Y sin embargo, no les quitan ojo de encima, los
rodean de aislamiento, como si fueran apestados, inventan
misterios donde no hay nada. Y no es que yo sea un
ateo como él, pero estas cosas sacan de quicio. ¿Qué
mal han hecho? A veces dan ganas de escapar, de salir
de este barranco. Fíjate si serán mezquinos que jugando
al billar, porque no toleré que los desollaran, el hermano
del médico, ese tisicucho sin oficio ni beneficio, ni ángel,
insinuó que yo buscaba congraciarme hábilmente con la
señora... A río revuelto... Lo desencuaderné a bofetadas.
Supongo que nuestro reverendísimo cuñado tronará como

347
una Santa Bárbara, igual que los demás. De agradecido,
ni una uña. No me vengas con vaselinas. Estoy seguro.
De todas maneras, ese don Nicolás es un tipo de cuerpo
entero. Sigue haciendo su vida de siempre, sin inmutarse.
A la hora de la siesta no falla en el Casino, y los muy
mandrias, cuando oyen la contera de su bastón, paran la
charla como movidos por un resorte. No se atreven, le
conocen las malas pulgas.
—Peor suerte es la de ella —aventuró María del Car-
men—. Don Nicolás puede gallear, pero a la mujer le
toca pudrirse, aguantar el chaparrón y que no se le tras-
luzca la pesadumbre. Y a propósito, Miguel...
—Más respeto, don Miguel. El nuevo ricacho, el com-
prador de Asunción —enmendó agriamente Alfonso—.
Sigue.
—Ya me cortaste. Tú no ayudas a que se hagan las
paces. Debías procurar no irritarle inútilmente. Por más
vueltas que le des, tarde o temprano es necesario que
haya reconciliación. Piensa que, dentro de poco, la her-
mana tendrá un hijo suyo. Y que esta situación nos des-
prestigia en el pueblo. Y tú te empeñas en agraviarlo.
—«¿Pero qué pecado he cometido yo?
—Siempre que puedes, y con cualquiera, hablas mal de
él. Y ahora, para colmo, empleas a Juan en el teatro.
Miguel está muy sentido. Se lamenta de que tu acción
es como reprocharle en público que no lo haya protegido.
Tú, de la familia, quizás sin proponértelo, confirmas las
murmuraciones.
—Las verdades. Si ese señor tiene la piel tan delicada,
¿por qué no se interesó a su tiempo por Juan, al que
debía traer en palmitas? Dile al... caballero que bastante
hago no cruzándole la cara. De pez tiene untadas las en-
trañas. Lejos, muy lejos de ese bicho, a su lado me as-
fixiaría. ¿Por qué no te vienes conmigo, María del Car-
men? Le alquilaríamos toda la casa al pollo Castuera. El,
que es pan migao, se iría de mil amores a otro sitio.
A mí, calamidad hasta la tumba, me haces más falta. Te
airearías, te relacionarías. Traes, es lógico, a «Varita de
Nardo» y será muy diferente mi rumbo.
—nNo, ese disgusto no se lo doy a Asunción. Tiene sus

348
arrebatos, pero mi puesto está allí, en la Corredera. Dejar
yo aquella casa, nuestra casa, ¡qué disparate! De ahí no
saldré, como no sea para la iglesia o el cementerio.
—-Por las señales —contestó él, dolido— irás al cam-
posanto.
—Sería la voluntad de Dios.

Por «Varita de Nardo» Miguel la mandó llamar a su


despacho. La recibió sentado en el sillón, casi con un
gruñido, mientras le indicaba el sofá. Y luego, para pres-
tar mayor solemnidad a la conversación, se levantó para
cerrar la puerta. Era la primera vez que él intervenía
directamente en sus asuntos. De ordinario Asunción se
encargaba de transmitir sus quejas.
Bajo la luz eléctrica brillaba, cual uma máscara de im-
pura tosquedad, su faz terrosa, encarnada, con cuarteadu-
ras de viento y sol. Los ojos de cejas ásperas, de metálico
mirar impreciso, aparentaron recorrer la estancia distraída-
mente. Con un movimiento maquinal se aflojó el nudo
de la corbata y estiró las mangas de la chaqueta, de sólido
paño gris. Era el preludio para disculparse.
—-Si me permites un momento, termino de revisar estas
facturas.
Ante él, María del Carmen sentía siempre un diluido
terror físico. —Miguel hacía vida aparte, era muy reser-
vado, jamás destempló el acento, ni le dijo una palabra
ofensiva. No recordaba haberle oído reír, ni llegó a sor-
prenderle un destello de tierna emoción, los únicos idio-
mas que ella entendía. Ahora, sin ningún apresuramiento,
para afirmar su condición de dueño, separaba y agrupaba
cartas y documentos, consultaba unos apuntes, exhalando
una respiración retenida y poderosa, que rebotaba en la
atmósfera quieta.
(María del Carmen sabía ya el motivo de su indigna-
ción mal disimulada, y experimentaba reacciones fluctuan-
tes de miedo y de arrojo. Es natural que le hubieran ido
con el cuento. ¿No le había visitado minutos antes su
consejero, ese intrigante hipócrita de don Francisco Sal-
gado? Era su hombre de confianza, su perrillo faldero, el

349
informador obsequioso y servil. ¡Corren tanto las noti-
cias! Pero ¿cómo empezaría Miguel?
Lo suyo fue un impulso que barrió con sus habituales
normas de prudencia. Sí, ella comprendía que fue grave
el paso dado, pero la mujer le inspiraba lástima; diríase
que María del Carmen había deseado en el fondo de su
alma ese encadenamiento de las circunstancias, un pre-
texto para la decisión ya adoptada. Ella, la insignificante,
la tranquila, la «malva», andaba en lenguas de chismosos,
¿y todo por qué?... —Estaba Blanca en el balcón, ves-
tida de terciopelo de pies a garganta, con acusado ademán
de fastidio, como si anhelase que el tiempo transcurriera
locamente, fuera de ley y tino. Ya desde por la mañana
deseaba se proyectasen, salvándola del tedio, las sombras
de la noche, cuando la angustia debía aminorar para ella,
en aquel hogar silencioso y denso, esencialmente enemigo.
Levantó casualmente la mirada y vio que María del Car-
men la estaba observando en franca actitud de simpatía.
La joven no quiso esquivar el encuentro y la saludó con
una inclinación de cabeza. Blanca correspondió agitando
la mano y sonriendo.
Media hora después su doncella atravesó la calle y
llamó a su puerta. La misma María del Carmen bajó a
abrirle. La muchacha —muy rellena de curvas, pelinegra,
de modales achulados— marcó una reverencia desmaña-
da, tendióle una carta e hizo señal de aguardar. De un
tirón, nerviosamente, la leyó María del Carmen y Je dijo,
no sin vencer antes el último titubeo:
—Iré esta tarde, a eso de las cuatro.
Doña Blanca escribía con rasgos abiertos y redondos,
de largos remates.
«Querida y gentil amiga. Me atrevo a darle estos dulces
títulos por estar segura de su benevolencia. Tan cerca
una de otra y no nos conocemos... Es algo que no debe
continuar. ¿Sería mucho pedir de usted que me visitase
hoy? Mi ruego, posiblemente, está en contradicción con
las recetas corrientes del trato social, etc., pero com-
prenda usted que estas monsergas hoy no me afectan
demasiado. Prefiero dejarme guiar por mis sentimientos.

350
Ellos me advierten que usted y yo nos entenderemos a las
mil maravillas. ¿La espero?»
Blanca la acogió como si reanudaran, sencillamente,
una vieja y estrecha relación. Descubrieron que tenían
igual edad, casi podían parecer hermanas. Le enseñó la
casa, pieza por pieza, y puso un entusiasmo desbordante
al elogiar la natural distinción con que María del Carmen
se vestía, la gracia lozana y recatada de su personalidad.
Luego, sin concederle excesiva importancia, se refirió al
pueblo.
—Le agradaba, era tan pacífico... De las gentes no
tenía mayor motivo de queja o disgusto. Había aún cier-
tos recelos, ciertas incomprensiones que poco a poco se
irían apagando. ¡Como Nicolás está envenenado por la
política y pretende reformar en un dos por tres a Espa-
ña! Pero a ella, cansada del bullicio de Madrid, le sen-
taba estupendamente aquella cura de sosiego, de discreta
soledad. Ya ve usted: leo, sueño, duermo. Ahora la situa-
ción es muy distinta. ¿No había «respondido» María del
Carmen?)
Miguel volvió a levantarse, empezó a manipular con las
tapas de su reloj de oro, escarbó con el pie en la alfom-
bra. Se notaba cuán difícil le resultaba iniciar el sermón.
—María del Carmen...
—Dime... —el tuteo le sonaba, de nuevo, a postizo.
—Yo nunca me he mezclado en tus asuntos, pero hoy,
por una precipitación tuya, por lo que sea, has... bueno,
te has equivocado, te has puesto en evidencia. Y de re-
chazo, también a nosotros nos censurarán.
—+Esto tiene algo que ver con mi visita a casa de don
Nicolás, supongo.
—Natural. Mientras estés en la «mía», eso no debe
repetirse. Corta por lo sano, inmediatamente.
—Hice bien —le temblaba la voz, estaba a punto de
llorar— y no pienso variar.
— ¡María del Carmen! —el minero sintió una foga-
rada de ira—. ¡Esa infeliz en actitud de rebeldía y por
un antojo bobo!
—No me grites. Esta noche, si quieres, puedo irme con

351
Alfonso —y pronunciaba las palabras firmemente, hundi-
dos los ojos, apretándose las manos.
—Pero, mujer, no lo tomes por la tremenda. Si es una
terquedad, allá tú. No era mi intención ofender. Te doy
un consejo y tú determinas lo que te parezca. Pero, piensa
en esto: la doña Blanca se agarra a ti como a un clavo
ardiendo. Ella necesita salir del arrinconamiento en que
se encuentra. Y tú le sirves de ganzúa —la expresión in-
noble producíase con vigorosa espontaneidad.
—Y aunque así fuese —protestó ella con tono descom-
puesto, próxima sin embargo a desmoronarse su energía.
—Lo dicho. Ya eres mayor en años. Y descuida, no te
molestaré más.
Este incidente ocasionó una retadora y ostensible asi-
duidad de María del Carmen en casa de don Nicolás.
Blanca se acostumbró gradualmente a su compañía, la
convirtió en su amiga íntima. Pero ella, prevenida a su
pesar por Miguel, la juzgaba ya más fríamente, procuraba
penetrar en sus móviles secretos, intentaba calar en aquel
corazón. En su adhesión —más aparente que honda—
sólo la sostenía la idea de que Blanca era víctima de una
injusticia. Aprendió a conocer los giros de su humor, a
presentir sus aspiraciones reales. Tras de su efusión o sus
desdenes, Blanca consumíase de aburrimiento, y empe-
zaba a palpitar en ella una rencorosa nostalgia por su
antiguo ambiente social, por el brillante medio familiar
perdido, un brote de seca hostilidad hacia don Nicolás.
En este choque encubierto —los efectos quedábanse
en su adentros— con otra sensibilidad, el espíritu dócil
y humilde de María del Carmen maduraba, se entristecía
silenciosamente. ¡Fue como si oliera un tallo de flor que
llevase varios días en el agua verdecida del pozo y le
ahogara su emanación insana!
El álbum de fotografías —rojas pastas grabadas, do-
rado broche— del colegio, disculpa a Blanca para añorar
sus años escolares y ponderar la suerte, tan distinta de la
suya, de las condiscípulas.
—Todas, menos yo, han conseguido algo de lo que
soñaron —lamentábase.

352
—Otro cantar sería con un hijo —objetaba, radiante,
María del Carmen—. Y te desaparecerían las cavilaciones.
—Prefiero que no sea —murmuraba con escalofrío de
asco la esposa—. Luego se presentan en racimo. Se acaba
el brillo, la alegría, envejeces.
Calladamente, María del Carmen se escandalizaba y
cuando veía ondular en apuestos andares aquel bello cuer-
po macizo, rebosante de juventud, terso, opulento, se le
antojaba una inmensa profanación.
Blanca —y esto lo percibía ella con furioso desprecio
y chispas de odio— hacíase cada vez más indolente, sin
desarrollar otro esfuerzo que el de ataviarse para propio
deleite, y leer y escribir inacabables cartas a sus amigas,
para las cuales era el ejemplar raro de la especie, lo que
le prestaba cierto atractivo. El manejo de la casa se trans-
fería, lenta e irremediablemente, a manos de la doncella,
la Engracia, que a duras penas contenía su desgarro mar-
choso y no velaba una sarcástica sonrisa al comprobar
cómo ella era la única personilla indispensable.
Las raras ocasiones en que estando María del Carmen
aparecía don Nicolás —en el Casino, por lo general— el
abogado la saludaba con cortesía campechana y se ence-
rraba apresuradamente en el despacho.
—Ahí lo tienes —rezongaba Blanca—, no hace nada
de provecho. Arruinarse, gastar los nervios por una par-
tida de maniáticos y zancajosos que quieren poner el
mundo del revés. Y si por casualidad le toca defender
un pleito, ya se sabe: además le cuesta dinero. Ahora
mismo estará rompiéndose los cascos para sacar de apuros
a uno que, indudablemente, no se lo agradecerá. Y se
conquistará una enemistad más entre los suyos, entre los
de su clase.
A María del Carmen le mortificaba profundamente este
desprecio agresivo, no acertaba a comprender cómo la
mujer de un hombre puede serle tan ajena. ¿No sería
más honrado, en ese caso, romper las amarras?

Deseaba Miguel festejar de modo que fuese sonado el


nacimiento de su primer vástago. No bastaba celebrar un
bautizo de mucho rumbo — ¡eso está al alcance de cual.

95
quier ricacho! —. Para su ilusión de que el acontecimiento
hallase un eco singular e impresionara imborrablemente
la imaginación del pueblo, precisábase algo más.
La paternidad no había modificado sustancialmente el
genio hosco de Miguel, no lo hizo, ni siquiera de forma
transitoria, más hogareño e inclinado al prójimo, más pro-
picio a la comprensión. El hijo, al que no puso su mismo
nombre, significaba una prolongación venturosa de su
poder social, un eslabón magno en la cadena que consti-
tuían «La Clavellina» y los pozos de sus inmediaciones,
la casa de la Corredera, con las costosas reformas por él
introducidas y que habían aumentado notablemente su
valor. Con el muevo brote humano —loricón, pellejoso
y enfermucho— él no era un intruso, sino que fundaba,
entroncándola a otra de mayor solera, su progenie. Le
traían sin cuidado, si bien no dejaban de halagarle vaga-
mente, las ternezas efusivas de María del Carmen y «Va-
rita de Nardo» con el retoño, y sólo cuando ésta insinua-
ba que se parecía a Alfonso, torcía el gesto y desviaba la
conversación. Asunción cumplía, exacta e indiferentemen-
te, su deberes maternales, cada día más activa y quis-
quillosa.
Le interesaba a Miguel efectuar una prueba de osten-
tación, de riqueza, pregonar que su familia era ya una
institución poderosa. Miraba sin recelo el porvenir, sentía
el orgullo de sus propiedades, la solidez de su encumbra-
miento. Y al vencerse la cuarentena de Asunción, como
quien abre una caja de sorpresas, penetró en su dormi-
torio y la invitó, rebosante de vanagloria:
—Asómate al balcón, traje un regalo para ti. Toma al
niño en brazos, avisa a tu hermana. ¡Y que no falte tam-
poco «Varita de Nardo»!
Acudieron, intrigadas, las tres. Y en la calle, frente a
la verja del jardincillo, admirado por un grupo de rapaces
y mirones en las esquinas, relucía, fresca la pintura, un
coche de dos caballos. En el pescante, sudando bajo el
uniforme, impávido, como un ídolo de gastada piedra, se
engreía el «Perales», un tartanero borrachín y taciturno,
un tanto corrido en el fondo por la larga espera y la
curiosidad zumbona que le asaeteaba.

354
—Es nuestro, no hay otro igual en el pueblo —sila-
beó, vanidoso, el minero.
Gozó intensamente del pasmado silencio de las mujeres
y agregó:
— ¡Se acabó el atraso de ir a pie a «La Clavellina»!
Reparó María del Carmen —el mismo sofoco hubiera
sufrido si la desnudaran al mediodía en la plaza— en la
portezuela, donde se destacaban, con áureos reflejos, en
letras relamidas, las iniciales del cuñado.
—¿Qué hacéis ahí paradas? Ahora vamos a dar un
paseo, los cuatro y el crío.
Cuando a los pocos minutos arrancó el carruaje, le
gritó al «Perales»:
—No vayas muy ligero. Es para que le dé el aireal
«renacuajo». Por donde yo te indique.
Y Miguel le fue marcando el camino, sin pedir parecer
a sus acompañantes.
—-Esto me supondrá buenas talegas de duros. No sólo
el armatoste, que por cierto es muy cómodo, sino el
mantenerlo.
Pasó delante del Palacio, como si quisiera aplastar con
las ruedas del coche aquel pétreo testigo de su vida po-
bre, para salir a la plaza del Ayuntamiento y desfilar ante
los papanatas del Casino. Después el «Perales» guió por
la estrecha callejuela del teatro. En la puerta, recostado
en una columna, Juan silbaba indiferente. Al reconocer-
los esbozó una sonrisa despectiva, se le torció el gesto.
A Miguel su desdén le produjo el efecto de una morde-
dura y le suscitó otra penosa remembranza. ¿No fue aquí,
en uno de estos muros lisos, donde Encarnación halló su
mala muerte?
Se le había empañado el humor y procuró no traslucir
la contrariedad. No tardaron en avistar las afueras, en
dejar atrás un puñado de huertas y habares, y penetrar en
la ondulada, calva planicie rodeada de colinas que conclu-
ye en «La Clavellina». La oteó con áspero sentimiento
de amor, y sin mover los labios, apasionadamente, le con-
sagró su hijo. Pero notaba que a ellas les aburría el
panorama y evidentemente repugnaban entrar en sus do-

999
minios — ¡don Francisco Salgado se hubiera alegrado tan-
to! — y dio orden de regresar, con un regusto de fracaso
en la boca.
Caía la caliente tarde veraniega sobre los campos en-
jutos, poniendo latidos de luces cárdenas en los tejados
pardos del caserío. En el coche acentuábase el silencio
forzado, la atmósfera de embarazo y temor, de encogi-
miento, siempre provocada por su presencia. Miguel ad-
vertía, como un dogal de asfixia, este despego y le consoló
el lloro del niño, que logró disminuir la tensión. No, no
le amarían nunca.
Deseaba llegar pronto a casa, pero en la plaza, al bor-
dear la manzana del Ayuntamiento, la gente apretujada
en el paseo estorbó el paso normal del coche. Por las
ventanas del Casino, abiertas de par en par, distinguíase
el salón principal, y en él un grupo formado por Alfonso,
el pollo Castuera y un manojo de cupletistas pintarrajea-
das. Por la noche se inauguraba la temporada de varietés
y este suceso empequeñecía el alarde de Miguel. Se agitó
en el asiento, espió la confusión pesarosa de María del
Carmen, el ceño agudo, ratonil, de Asunción.
—Ese hermano tuyo va de mal en peor. Ya ha perdido
el freno.
Como no le replicaban, añadió exasperado:
— ¡Es extraño que no sea santo más de la devoción
del don Nicolás! Republicanos y faranduleros hacen bue-
nas migas. En fin, son de otro mundo que el «nuestro».
...Antonia, la «Rondeña» — Antonia Serrano, de nom-
bre civil—, obtuvo el éxito más ruidoso de la velada.
Transcurría con marcada languidez la función hasta que
ella, anunciando su entrada con un taconeo entre basti-
dores, se presentó en escena. Y no es que se tratase de
una hembra excepcional, pues más bien era chiquita y
menuda. Ni su voz poseía particular relieve, mediocre
en los agudos y en los graves, en chillidos o en parodias
flamencas, lo característico en el gremio. Pero su juven-
tud auténtica, la carne apiñonada, la viveza sensual del
mirar y la electrizante agilidad de faldas le valieron rápi-
damente las simpatías del «respetable». Aunque moza, la

356
«Rondeña» se las preciaba, con razón, de avispada, y
tenía una especie de táctica intuitiva para bandeárselas
a su antojo y provecho con el público. Le gustaba oír
consejos o lo simulaba —simular modestia nunca daña—
y el empresario «guapo», Alfonso, la había prevenido ya.
—Métase en el bolsillo a los de gallinero. Si en el patio
de butacas no se entusiasman al principio, no le importe.
Para esas aves frías dispongo de otros números. Es el
debut, y si no caldeamos el ambiente de «arriba», peor
para usted y para mí.
En el «paraíso», en todas las localidades baratas, azu-
leaban las blusas y camisas de los mineros. Casi por com-
promiso habían aplaudido la primera rociada de tonadi-
llas sentimentales, a cargo de una veterana de más ancas
que meollo, bostezaron con los pasos de tango de la pa-
reja de bailarines —aptos, por chichas, para una sopa
de fideos, según su irreverente y escandaloso dictamen—
y no parecieron dar muestras de gran satisfacción con los
«versos sonoros» de un recitador ultramarino. ¿Cómo se
las apañaría ella para transformar la atmósfera de indife-
rencia, para entusiasmar a los chasqueados?
Desde un agujero del telón lateral observó a la concu-
rrencia. Eran, en su inmensa mayoría, obreros mozos, de
ojos relumbrantes y caras chupadas, de recias manos ten-
dinosas que hacían crujir ruidosamente las avellanas. Pero
ella sabía el remedio. A su «tío» —el apoderado— lo
tranquilizó con una frase despampanante:
— ¡Aquí armo hoy la de Dios en Cristo!
Y ya en el terreno de la suerte, adelantóse al proscenio.
En voz alta y desafiante, para que todos la oyesen, se
encaró con el director de la orquesta, un quinteto inarmó-
nico, como es natural.
—Maestro, despedimos el duelo. ¡Vamos, de aperitivo,
con «El pirulí de La Habana»!
Volvió grupas, dio unas vueltas sandungueras para en-
candilar, tiró el mantón sobre la concha, y gesticuló, ga-
chonamente, la cancioncilla de sentido procaz. Con tales
meneos de pecho y cadera, tal tobogán de pupilas y re-
chupeteos de labios y serpentinas de brazos, que no la

357
dejaron terminar, en medio de palmas furiosas y expresio-
nes que por discreción se omiten. Luego, a dosis creciente
de impudicia, con letrillas de doble y escabroso significa-
do, acaparó las glorias de la inauguración.
—+¿Te convences, descreído? —decíale Alfonso al pollo
Castuera—. Esa «niña» nos ha sacado del atasco. A lleno
por función, ya verás. Habrá que felicitarla. Por cierto
que los otros artistas están de morros. La «Sultana» tuvo
un ataque de nervios. ¡Hacerle una principianta eso, a
ella! Se impone el desagravio, pues de lo contrario se
nos estropea el cartel. Y el más indicado eres tú, a mano
izquierda no hay quien te gane. ¿Entendidos?
Descargada la más ingrata tarea en el pollo Castuera,
Alfonso se dirigió al camerino de la «estrella». Halló en-
tornada la puerta, y cuando repiqueteó con los nudillos
la «Rondeña» le invitó a pasar, sin más preámbulos. Esta-
ba medio desnuda y un seno —pimpante, redondo—
desbordaba el sostén.
—¿Qué le pareció, don Alfonso?
— ¡Monumental! Es usted un prodigio. Aprendió la
lección en un santiamén.
Terminó rápidamente de vestirse y se desembarazó del
tío, que de pie, como empotrado en un rincón, bostezaba
a sus anchas.
—-Puede retirarse. Iré a la fonda dando un paseo. Des-
pués de este tute necesito airearme. Descuide que no me
pierdo —y le guiñó el ojo—. Aquí don Alfonso me acom-
pañará.
Por el camino procuraba ella, con artificios y monerías,
acercarse a Alfonso, rozar levemente su brazo. Hablaba
por lo bajo, con aire de intimidad, empastando el tono
como si le hiciera una cariñosa confidencia. Le atraía el
hombre y, además, «tenía la sartén por el mango».
—Estoy rendida... En el fondo a una no le «sienta»
este trabajo. Usted se figurará, por lo que acaba de ver,
que soy una atrevida, pero se equivoca. ¡Se gana una el
mendrugo, y listo! Con muchos trajines, y nada más.
Cuando pasen unos cuantos años, de retirada. Los viajes,
las comidas de hotel y los empresarios —¡que no me

358
refiero a usted, Dios me libre! — que le sacan a una hasta
el tuétano. ¡Cómo envidio a las mujeres de su casa, de
vida tranquila!
—Usted encandila y luego tira el jarro de agua fría
—replicó, molesto por su juego, Alfonso.
—Con el público, sí, pero... —y le miró audazmente,
encalabrinados los ojos, hondo el aliento.
—Hemos llegado. Que duerma de un tirón.
—Es dificilillo. A lo mejor, me da por soñar con qui-
meras.
Alfonso se separó de ella con la certidumbre de que
pretendía insinuarse en su voluntad, con la intención de
una aventurilla vulgar y lucrativa. No sería la primera
vez que así, o de análoga manera, se iniciaba un galanteo.
Y no solía durar más allá del par de semanas. —Andaba
despacio, sin experimentar mayor emoción, ni siquiera el
incentivo del deseo que en ocasiones le dominaba o el
vago afán, latente en él, de aturdirse. Había surgido en
Alfonso la tendencia esporádica a sopesar el valor de su
vida, y al hacerlo le asustaba su vacío irremisible. El no
podía reincorporarse ya al carril de las personas de cos-
tumbres sencillas. Toda su actividad, el concepto que de
él habían forjado, señalaban su derrotero. Si no chocaba
con los hábitos generales, si no derrochaba el dinero y
prescindía de «líos de enaguas», la gente se llamaba a
engaño, como los espectadores defraudados ante los mons-
truos de las ferias. Reflexionó que una serie de hechos
le habían conducido a esta situación inestable y oscilante:
su carácter frívolo, las complacencias paternales, el halago
cobarde de los amigos, la aureola de cínico y audaz que
le habían creado y criado, y tras la cual se ocultaba la
poquedad miserable de los aburridos; contribuía, tam-
bién, la desintegración moral de su familia, acelerada por
el minero forrado de billetes y ambicioso de nombradía.
Recordó la exhibición del coche por la tarde y sonrió
ácidamente.
— ¡Patán, más que patán!
Y para completar el cuadro, Antonia, la hembra tirada,
presumiendo, con mucha trastienda, de melancólica y ho-

359
gareña... ¡Una comedia transparente para el señor em-
presario! No le interesaba la fulana, pero admitió que
podía resultar peligrosa. ¿Seguiría la táctica astuta, resba-
ladiza, de mostrarse decepcionada, de clamar por un «sor-
bo de paz»? Y si ella perseveraba en esta tónica, ¿no
corría el riesgo de ceder en uno de sus turbadores mo-
mentos de angustia y soledad?
El pollo Castuera fue a su encuentro.
—Ya es hora de acostarse, ¿no te parece? Y a pro-
pósito, calmé la tempestad. La «Sultana» se disponía a
tomar el portante. La tranquilicé haciéndome el inocente,
y le dediqué más elogios que a la Raquel Meller. El truco
surtió efecto. La tienes más suave que un guante, resig-
nada y contenta en lo que cabe. Imagínate cómo desem-
peñaría la misión que a esa «artista» se le figura tenerme
en su poder. ¡Cree que estoy loco por sus huesos! Bueno,
lo de huesos es problemático.
—-Pues, miel sobre hojuelas, hombre. Sacrifícate. Me
prestas un servicio y le das gusto al cuerpo.
Pareció no encajar la chanza el pollo Castuera. Se
ensombreció su cara caballuna y no contestó. Alfonso,
impresionado por su tétrico silencio, por su gesto de fati-
ga y desencanto, pensó, un instante, sin más trascenden-
cia, que quizás ignoraba el íntimo sentir de su mejor
amigo. Algo de más enjundia debía esconderse tras lo
desgonzado y patéticamente risible de su figura estrafa-
laria.
—-¿NOo serás tú un tipo portentoso, Castuera, de lo que
pasó a la Historia? No recuerdo ni un noviazgo tuyo, ni
un mal amorío. ¿Tendrás vocación para el convento? Tú
me birlas algo, estoy seguro.
Juan José reprimió un espeluzno de sobresalto y ati-
rantó, con engañoso signo de cinismo, los rasgos tristones
de su fisonomía acartonada. Rióse exageradamente, mien-
tras enarbolaba, más grotesco que nunca el ademán, su
bastón.
—Es una enfermedad que se debe al largo ayuno...
¿Es honesto recogerse tan temprano? Decías del conven-
to... Mi convento es la casa de la «Marcada». ¿Hace un
rato de bureo?

360
Alfonso, divertido, se encogió de hombros, y lo siguió.
Por la calleja, frente al portal de la «Marcada», escu-
charon aún, como una melopea familiar, el pregón basto
y ronco del sereno y sus paso torpes, de patizambo, que
iban amortiguándose en la quietud hollada de la noche,
entre huir de sombras y silbos de airecillo fresco.

361
VIII

Terminado su contrato, la «Rondeña» negóse a prorro-


garlo, a pesar de las instancias de Alfonso. Invocó razones
de peso.
—Tanto azúcar o tanta pimienta, cansa. No se debe
abusar. Tendría que repetir repertorio y se le quitaría la
gracia. El público lo sabría de memoria. Una es como un
meteoro. Así, pasado un año vuelvo. Como dejé buen
sabor, usted saldrá ganando. Y yo también.
Pero se sentía contrariada de que él no recurriese a
motivos más apasionados para persuadirla. En aquellos
días, el magín de la «Rondeña» estuvo ocupado en graves
meditaciones: su suerte, el añejo proyecto de clavar an-
clas en el instante y lugar más propicios. Ella no abrigaba
desmesuradas ilusiones respecto a su «arte», comprendía
su endeble valor, que tales mañas no resisten al tiempo,
al vivir desordenado e incierto. Era, bajo la corteza frí-
vola, una calculadora serena y sagaz, y no cesaba de re-
petirse:
—Antonia, así no aventajarás. No hay quien te libre
de ser una cupletista de quinta fila. Y eso, para los pú-

362
blicos de tragaderas anchas. De aquí a cinco años estarás
hecha un desastre. Te conviene, si el precio interesa,
sentar cabeza. Al fin y al cabo no tienes parentela y
puedes hacer tu santo antojo. Vamos, despacito, que no
se te amontonen las ideas, cohetes de verbena. Por gua-
pa, lo que se dice guapa, no saldrás de cavilaciones. Me-
dianeja de cara, de cuerpo pues... pasable. Unicamente te
vale el no ser tonta de nacimiento. El pueblo éste parece
de porvenir, corre el dinero y son flacos de memoria, con
tal de que suene el «din». Es necesario liquidar el último
lastre y camelar al empresario. ¿Qué más quieres? Facha-
da, tipo y labia, algo de posibles. Yo lo trastearé, basta
un poco de «ten con ten». Hasta que no se pueda mover
sin mí. Se acaba en la iglesia, y con un nombre y quizás
situada. Murmurarán al principio, pero luego la costum-
bre lo arregla todo.
Y la «Rondeña» adoptó una determinación tan radical
que el «tío» no acertó a oponerse.
— Angel, hablemos claro. Estoy hasta el copete de dar
tumbos por ahí. Me entró la querencia de cortar por lo
sano. Has cumplido bien tu papel, v se te estima. Nadie
sospecha que entre tú y yo, vamos..., y te creen de la pa-
rentela. Te he correspondido, no te engañé nunca, he
procurado que no te falten unos duros en el bolsillo. Pero
vamos a disolver la «sociedad» y a seguir tan amigos.
Y no se te ocurra alzar la voz ni representar un drama.
Partimos las pesetas, tú te largas y que no te vea más.
No protestes... Si te empeñas, reñiremos en serio. En
plan de soltar verdades, tú pierdes y no yo. Con presen-
tarme en el puesto de la Guardia Civil, estoy en la otra
orilla. Nada de lagrimitas, hombre, que tú eres templao.
Se siente la separación, conformes, pero cada uno tira por
su atajo. Toma estos billetes, no te dé escrúpulos ahora.
Lo acompañó a la tartana, se cercioró de que se plegaría
a su mandato y lo vio partir, libre de pesar. De regreso
sorprendió a la dueña de la fonda anunciándole que se
quedaría una temporada.
Desde ese momento cambió de ruta la «Rondeña». Y de
lenguaje.
—No, lo de las tablas se acabó para ella. ¡Lo juraba

363
por la gloria de su madre! Estaba tan «baqueteada», sen-
tía deseos de paz, de vivir decentemente, tranquila la
conciencia. Como el pueblo le gustaba, a lo mejor se es-
tablecía más adelante con sus ahorrillos. Para desenvol-
verse modestamente le sobraría. Una mujer sola casi con
alpiste se alimenta.
Como en un espejo que reflejase su nueva fisonomía,
se contempló jubilosamente en el asombro de la «pa-
trona». Si había merecido su confianza, ¿por qué, con
tesón, no se le rendirían las demás suspicacias?
Empezó a fabricarse, cual una piel distinta, las fla-
mantes costumbres. No fue tarea fácil, pues a veces el
cuerpo le brincaba de impaciencias y se revolvía desespe-
rado ante la árida placidez con que paulatinamente iba re-
cubriéndose. Y añoraba el picante atractivo de sus ante-
riores andanzas, notaba la falta de aplausos, de la curio-
sidad gruesa de los hombres y de la rencorosa envidia de
las hembras honradas. Incluso, en sus noches solitarias,
evocaba con exasperación seca y crujiente las caricias bár-
baras, achuladas de Angel, ¡pobre animal! No apartaba
la mirada —toda ella angustiosa avidez— de la maleta
que, en el fondo del cuarto, cerca de su cabecera, guar-
daba sus trajes de cupletista —gama de colorines, puñado
de fulgores mentirosos.
En alguna madrugada, rondándole el deseo insatisfecho
de suscitar admiración —poso y llama aún de su espí-
ritu—, levantábase de la cama, comprobaba si la puerta
estaba bien cerrada por dentro, con doble vuelta de llave,
y encendía un cabo de vela. Se valía de su pequeña luz
temblona, que dividía en franjas acuchilladas la oscuridad,
para vestirse una falda de lunares. Se ajustaba implacable-
mente el corpiño hasta sentir que le escocían los pezones,
se hincaba una peineta en el pelo y pintábase labios y
mejillas, con trazos rabiosos y apasionados. Arrinconaba
después las sillas, para disponer de mayor espacio libre, y
evolucionaba con pronunciados movimientos por la estan-
cia de bajo techo y desnudas paredes. Exageraba lo feme-
nino y sensual de su ademán y entornaba la boca, con
frunce de quejido y lujuria, como si pronunciara, mordis-
queándola, la última frase de una canción excitante. Tras

364
estas maniobras, que le parecían un enloquecedor. pecado
secreto, digno de las tinieblas, acostábase derrengada, ten-
sos aún los nervios. Y su sueño tardaba en llegar, y era
como una losa de plomo aplastándole los párpados.
Pero una voz insistente, de fibrosa contextura, la de su
otra naturaleza, la ponía en guardia contra esos extravíos,
y los abandonó lentamente, gracias a su enérgico propó-
sito de suprimir el pasado y sus huellas. En los primeros
tiempos no salió de su habitación pretextando debilidad,
desgana. Se hacía servir en ella la comida y demostraba
escaso apetito. Rehuía la cháchara de las criadas y se ocu-
paba, con singular empeño, del aseo de la pieza. Corría
los visillos de la ventana de manera que no la viesen
desde la calle y poder observar, sin peligro, a los transeún-
tes. Transcurrían allí horas interminables y mansas. Logró,
no sin repugnancia, tras vencer íntimas resistencias y
nostalgias, acomodar su ánimo al ritmo pausado y aburri-
do que la cercaba.
Esta reclusión tenaz, la palidez que se le grababa, su
visible resistencia a cualquier clase de conversación, su aire
triste y el ladino recato, su desdén insultante ante las
insinuaciones y recados de algunos huéspedes, le crearon
una fama singular en el pueblo e inspiró fervorosa sim-
patía a la dueña.
—Mire, hija mía, yo no sé lo que le pasa, ni me im-
porta. ¡Pero esa voltereta es de pronóstico! Me da pena
verla encerrada como una monja de clausura, sin trato
con nadie, sin pizca de alegría. Usted enfermerá y no estoy
dispuesta a consentirlo. Por lo menos, déjeme que le haga
un ratito de tertulia por las tardes. Traeré la costura,
charlaremos, merendaremos juntas. Yo también me siento
muy abandonada, desde la muerte de aquel bienaventu-
rado que me espera en el cielo, si soy merecedora de su
suerte... ¡Lo añoro tanto! Llevaba la fonda derecha como
una vara.
Antonia accedió —gesto lánguido, sonrisa amable y dis-
traída— mientras le bailaba el contento en el pecho.
Después de unas semanas, hábilmente, sin salir de su
tinte de melancolía, de su porfiada reserva, logró atraerse
del todo a la patrona. 5

365
—Una lengua, y no perezosa, a mi favor —pensaba.
Dio el segundo paso.
—Doña Ricarda, dígame la verdad. ¿Usted cree que
puedo ir a la iglesia sin que se escandalicen ni critiquen,
sin que sea mal visto? Porque una es cristiana, a pesar de
todo —y se le empañaron los ojos, se le quebró el acento.
— ¡Pero criatura, si a las de entrañas más negras que
el hollín les tendió su mano Nuestro Señor! ¡Faltaría
más! Y tú eres la oveja vuelta al redil. Te has equivoca-
do, cierto. ¿Pero quién está limpio de culpa? Tu vida es
ahora como un cristal, como un agua clara.
—Es que tengo escrúpulos...
— ¡Alma de cántaro! No está bien humillarse dema-
siado. Para que te tranquilices, lo consultaré con don Da-
mián, el párroco. El aprobará.
— ¡Ay, ojalá consienta! Podíamos ir, usted y yo, todas
las mañanas a misa de alba. Observaría la ley de Dios y la
de su Iglesia.
Don Damián se alborozó cándidamente ante conquista
tan preciada, y el trámite fue fácil. Bastaba una confesión
general y Antonia se reintegraría, con la frente alta
—éstas fueron sus palabras—, a la religión. La noticia
tuvo amplia resonancia y hasta los incrédulos no se atre-
vían a exteriorizar francamente su recelo.
Cosían afanosamente las dos mujeres, aprovechando los
últimos resplandores del día. Notaba doña Ricarda que la
modorra le entornaba los ojos y pidió maquinalmente:
— ¡Canta algo! Me gustaría oírte, sí, entre nosotras.
La «Rondeña» habló —tono firme y duro ceño— tan
impulsivamente que la conmovió.
—Dios me libre. Le he prometido no volver a cantar
jamás.

Hacía meses que María del Carmen visitaba muy de


tarde en tarde a Blanca. En ese tiempo, por ser el niño una
criatura tan desvalida y extrema la desmaña de su her-
mana, por tácito acuerdo con «Varita de Nardo» le con-
sagraron sus afanes. Y así adquirió una rica experiencia
maternal. Se ocupaba constantemente del pequeño, lo la-
vaba y vestía con manos diestras y primorosas, predestina-

366
das, como si ésta hubiera sido su tarea de siempre. Ob-
servaba, estremecida de ternura, los gestos y movimientos
del sobrino, la misteriosa y mudable forma con que la
fisonomía iba estableciendo sus rasgos. Insensiblemente,
perezosamente, Asunción le cedió sus prerrogativas, ali-
viada en el fondo por librarse de la obligación antipática.
Cuando la mayor estaba ausente, desbordábase la lo-
cuacidad de «Varita de Nardo».
— ¡Si la verdadera madre eres tú! Ella lo parió y san-
seacabó. ¿Pero con qué voz se calma ese esmirriao, quién
se despepita por él, quién despierta cuando llora, quién
lo atiende? ¡Es una injusticia, y gorda, que tú no tengas
hijos propios, no prestados! El crio te cambió, mujer. No
piensas más que en sus trapos, se te conoce la satisfacción
cuando lo tomas en brazos. Por faltarle condiciones a
Asunción, hasta se le retiró la leche, que Dios se la secó.
—Calla. Llegarás a blasfemar.
María del Carmen disculpaba a su hermana —cada una
es como es— y se alegraba de que alguien la necesitara
con tal imperio, con tal ansia. Ello le hacía olvidar todas
sus cavilaciones y reconcomios, y sus ensueños cifrábanse
en la criatura, que se apegaba a su pecho de soltera. Ya
reclamaba, con grandes lloros, su presencia, parecía com-
placerse en mirarla, se fundía amantemente con el tacto
de su piel. Supo del orgullo de sus palabras balbuceantes,
de cómo la vida se adscribe a una imagen y desvanece la
inquietud por las «cosas de fuera». Miguel mismo, a pe-
sar de su rudeza, notaba esta confusión de papeles y se
esforzaba en tratarla con una delicadeza insólita en él.
Y aunque no lo manifestaba, en sus ojos cansados bullía
una sorda hostilidad hacia Asunción, enteramente absor-
bida por el ornato de la casa y el aderezo de su persona,
por las relaciones sociales y sus costumbres de señorona
que no quiere arrugarse la falda planchada.
Pensaba el minero que no es muy de hombres rondar
en torno a los hijos. Más valía seguir laborando para acre-
centar su futura fortuna. En su estima, la casona reducíase
a'un despacho silencioso, a una alcoba donde se encon-
traba a disgusto, a un edificio, en suma, que se jactaba de
poseer ante los extraños. Pero estas decepciones —los

367
caracteres enteros las resisten sin dar dos cuartos al pre-
gonero— estaban atenuadas por el fuerte trabajo, la cre-
ciente admiración del pueblo y la fama de riquezas, y
suerte que todos coreaban. Distraíanle de sus resquemores
la obsequiosidad de don Francisco, los problemas que le
planteaba «La Clavellina», el penoso hormiguear de re-
cuerdos al tropezar en la calle, alguna vez, con Juan y
que éste ladeara la cabeza. La misma actitud despectiva
del cuñado, la irritación por la vecindad «insolente» de
don Nicolás y doña Blanca, que a unos metros de distan-
cia semejaban desafiarle con su oposición a la sociedad
establecida, exacerbaban estos sentimientos cotidianos.
En tanto, María del Carmen pasaba las noches en vela
para combatir un amago de enfermedad en el sobrino,
arreglaba incansablemente su ropa, sin ceder la abliga-
ción a manos extrañas, lo llevaba, entre palabras de caricia,
por los corredores. Vigilaba su rostro y ademanes mien-
tras sus piernecillas escuálidas pataleaban al sol, sobre
unas mantas. Sólo ella sabía la predicción temerosa del
médico.
— ¡Ojalá yo me equivoque! Pero el niño tiene un apa-
rato digestivo muy deficiente, y si no lo cuidan les dará
un disgusto gordo.
El augurio se perfilaba, trastornándola, en cada síntoma
de anormalidad y cualquier queja del pequeño le punzaba
una zozobra. Sufría si se mostraba desasosegado, observa-
ba inquietamente su expresión al dormir. Y muchas no-
ches, casi desnuda, descalza, se acostaba cerca de su cuna
y durante horas, inmóvil para no despertarlo, hasta que se
le helaban los pies, escuchaba el ritmo de su respiración.
Con nadie compartía esta angustia, sentíase feliz al pade-
cerla sola.
Y no es que el chico fuera guapo ni simpático, capaz de
sorberle el seso. Lo veía, sin tapujos del espíritu y del
afecto, en su precaria realidad: el color turbio, la cabeza
tirando a deforme, parado y mortecino el mirar, raquítico
y mísero el cuerpecillo. Su fealdad, su carencia de atrac-
tivos, su lastimera inapetencia, aumentaban el apasionado
cariño de María del Carmen, la impresión de que sin ella
no encontraría salud, dicha, protección.

368
Trabajo le costó abandonarlo por unos días al recibir
el alarmante mensaje que le transmitió Engracia, con un
ademán cómplice y pliegues hipocritones en la boca car-
nosa.
—Vengo de parte de don Nicolás. La necesitan a usted
allá, en seguida. El ama está muy grave —y agregó con
un tono de malicia redomada—, pero conviene que los
suyos no sepan todavía el verdadero motivo. Eche un pre-
texto.
Encomendó el niño a «Varita de Nardo» y la siguió.
En el gabinete, junto al balcón, la esperaba don Nico-
lás. La mano derecha, apoyada en el bolsillo del chaleco
cruzado, temblaba levemente; se hinchaban las venas en
la frente orgullosa. Se adelantó a saludarla con un gesto
cortés y caballeresco, intentando vanamente sonreír y si-
mular naturalidad.
— ¡No se figura cuánto se lo agradezco, María del Car-
men! Dudé mucho antes de recurrir a usted, pues no sé si
tengo derecho. Pero usted es la única persona a quien adi-
vino digna de comprender, de ayudarnos, de callar. Sién-
tese —y le aproximó, con ligera inclinación respetuosa,
un sillón.
—+¿Y Blanca, qué tiene? ¡Si estaba bien! —dijo ella.
—Se lo explicaré. Aunque me es demasiado violento,
la verdad —permanecía de pie, a cierta distancia, hun-
dida la cabeza en los hombros robustos. Hablaba a medio
tono, lentamente.
María del Carmen, nerviosa, intentó levantarse.
—No, aguarde un momento. Por lo pronto, Blanca
está atendida. Dentro de unos instantes saldrá de ahí don
Guillermo. Pero cuando el médico se vaya, es indispensa-
ble que la cuide alguien, alguien que no sea una criada,
sino una amiga leal, como usted, para que mantenga su
ánimo y no cometa otro disparate. Ahora, yo no serviría.
Interrogaron, suavemente, los pardos ojos de María del
Carmen.
—Debo confesarle un hecho desagradable, repugnante,
que usted no puede concebir. Le aseguro, por lo más sa-
grado para mí, que he sido completamente ajeno. Lo hizo
en mi ausencia, contra mi voluntad: ¡Si mi mayor alegría,

369
mi única esperanza hubiera sido un hijo! Pero ella —y
esto es otro cantar, ya lo discutiremos cuando se salve—
no quería... Aprovechó que me fui una semana de caza
y una de esas comadronas desaprensivas se lo «mató».
Por dinero. Me avisaron de prisa y corriendo. Don Gui-
llermo es de fiar y se hizo cargo... ¡Ojalá la saque con
bien! Si hay Dios, El la perdonará, según creen ustedes.
Ante la gente, el silencio, fingir. ¿Puedo contar con su
reserva, María del Carmen? ¿Será su enfermera? Pero su
familia no debe enterarse. Ni a mis correligionarios de
más confianza les diría una palabra. ¡Estoy tan solo! No
me juzgue mal. Lo sucedido quedará entre nosotros cinco:
Blanca, Engracia, don Guillermo, usted y yo.
Descorrió don Guillermo los cortinajes —terciopelo
rojo, listón plateado— del dormitorio y se dirigió a María
del Carmen.
—.«¿Usted accede? ¡Qué tranquilidad para mí! No se
aparte de su cabecera. Vigile la temperatura, que no se
produzca una hemorragia mayor. A mediodía me daré una
vuelta. Y, además...
Ella le acompañó hasta la puerta, procurando retener
sus indicaciones.
Al volver al centro de la habitación, don Nicolás con-
tinuaba junto al balcón, erizadas las cejas, en la misma
postura de antes.
—Después les diré a los míos que es un grave ataque
de nervios y que Blanca necesita, moralmente, de mí. Y us-
ted —su voz adoptó un súbito acento imperativo— salga,
distráigase, un poco de aire le calmará. Seguramente evi-
taremos lo peor.
Y entró resueltamente en la alcoba cuajada de silencio
y penumbras, donde sólo se percibía un oscuro jadeo.
Don Nicolás no la miró al alejarse.

Durante cuatro días enteros, María del Carmen estuvo


a su lado, incansable el cuerpo menudo, atirantados los
ojos por el esfuerzo, un nuevo aspecto severo en su fiso-
nomía. Se había disculpado brevemente con Asunción.
—No puedo dejarla así, sin ayuda ni consuelo. Aunque
sea una mujerona, ahora está más indefensa que un recién

370
nacido. Necesita que la velen, que se le den alientos. En
esas aristócratas, los nervios son algo terrible, como ca-
ballos locos. Nunca llegué a imaginármelo. Yo me reía
antes de esos achaques... «Varita de Nardo» te atenderá
al niño. Ya le he leído la cartilla.
Las raras veces que María del Carmen, tan dulce y su-
misa, hablaba con aquel tono firme y parpadeaba violenta-
mente, era inútil contradecirla y Asunción optaba por lle-
varle la corriente.
No se separó de Blanca en aquellas interminables horas
de peligro. Instalada en su dormitorio —corrió la per-
siana del balcón para que el reflejo del sol no la moles-
tase—, se sentaba a la cabecera de la cama, sin rebullir,
sin apartar de ella la mirada inquisitiva. Oía, en la pieza
vecina, sobre la alfombra, el pasear obsesionante de don
Nicolás, y creía ver su rostro cavado de arrugas volunta-
riosas, el colérico fruncir de labios, las venas que se hen-
chían, prestas a estallar, en la hermosa cuenca de la frente.
Estaba María del Carmen entre la vida y la muerte —el
hombre vigoroso e irritado, impotente para expandir su
pesar, y la esposa que se desangra, casi sin arrestos—,
entre dos presencias que la inundaban con su cálida conti-
gúidad o con su frío, exánime acercamiento. Mientras,
debía ocuparse de algo concreto, de tareas que canalizaban
sus fuerzas y desvelos: enjugar con el pañuelo sus sienes
sudorosas y estremecidas, no permitir que se destapase,
auxiliar al médico en las curas, recoger los paños mancha-
dos y fétidos, darle el ligero alimento, desinfectar en el
infiernillo el instrumental de don Guillermo. Pero en la
soledad, en los largos períodos de tensa espera, la atmós-
fera de la casa, el clima emanado del matrimonio y su
imán de antagonismos, una sensación pesada y opaca que
rezumaban las paredes, gravitaban sobre su espíritu inde-
fenso, estrujándolo sin piedad. Y estos indicios e intui-
ciones afloraban a la luz deslumbrante de su conciencia
sentimientos que ella misma había ignorado antes.
La contemplaba sin cesar, misteriosa y malignamente
atraída. En la almohada, el pelo rojizo de Blanca despren-
día destellos metálicos, de cosa inanimada, mineral, de
piedra que surcan impuras vetas de azufre. Cuando don

371 :
Guillermo entreabría cuidadosamente la puerta y avanza-
ba con su andar sigiloso, el resplandor de la lámpara del
gabinete proyectaba sobre la enferma, al moverse, una
palpitación de penosa realidad, un remedo de persona em-
balsamada. Y su plañir casi continuo se paraba e incons-
cientemente pretendía cubrirse los brazos, de tan mayes-
tática carnosidad.
Por la noche, en el ambiente de quietud enrarecida,
Blanca recobraba para ella sus rasgos fidedignos, la ex-
presión veraz de su alma requemada y vieja. En el amplio
lecho —donde faltaba el varón, donde se marcaba, fan-
tástica, la huella de su imperio— Blanca semejaba una ri-
queza inútil. Quejábase sordamente, con un gesto de rabia,
engarabitando los dedos sobre los pliegues de la sábana.
Era un resuello silbante, una contracción agria y renco-
rosa de facciones. Entonces surgía en la esposa una especie
de máscara al margen de su etiqueta, una desnudez de ca-
rácter, que así revelaba su signo infecundo. ¡Cuánta re-
pulsión le inspiraba entonces!
A María del Carmen sólo la reconocía en sus pocos
momentos de plena lucidez, al sentirse pasajeramente me-
jor y amainar la fiebre. Entonces se deshacía en cumplidos,
adoptaba frente a ella una actitud de cariñosa inferioridad,
intentaba disculparse...
—Unicamente tú eres capaz de sacrificarte así. Vales
más que toda la plata de estas minas. Pronto estaré bien
y, aunque protestes, te voy a compensar tanta fatiga. Nos
iremos tú y yo, solitas, de viaje, adonde me pidas, al sitio
que más te haya ilusionado visitar. No te quedes tan se-
ria, virgencita, sé lo que te barrena el cerebro. Tú no te
explicas lo que hice. No me lo niegues. Quizás sea un
pecado, pero si vieras cómo me asquea esa carga «ahora».
Soy joven, y quiero vivir, comprenderás que no voy a es-
tropearme tontamente. Si consientes, te llueven los hijos
y los lloros, te encierran para siempre. Te conviertes en
una esclava. Más adelante, cuando una no tenga este
humor.
María del Carmen, removidas las entrañas, salada la
boca, cambiaba de conversación, le aseguraba que lo «su-
yo» no tenía vuelta de hoja. Se levantaría en unos días

372
más, podría reanudar su vida normal. Al decirlo, desviaba
la mirada, inventaba algún quehacer para alejarse de su
lado y que no le descubriese su arrebato de repugnancia
y odio.
Al recrudecerse la calentura, se hundía temblorosa en
el sillón, siempre bajo el temor de escuchar sus frases
entrecortadas y cínicas, retenida allí sólo por el miedo de
que se agravase. Roto el velo, a merced de sus más recón-
ditos pensamientos, Blanca daba rienda suelta a su con-
fesión y la amiga veíase arrastrada a un mundo incógnito
y amenazador, de abismos, vertiginosos descensos y fre-
néticas oleadas.
Fácil le era —no lo deseaba, pero una fuerza instintiva,
superior, le obligaba a bucear en sus existencias— por las
amargas lamentaciones que vertía, por sus ademanes dis-
locados y sus retorcimientos impúdicos, recomponer la
vida común, tan estéril y árida, de don Nicolás y Blanca,
pulsar su irreconciliable divergencia y, sobre todo, la hos-
tilidad que la mujer albergaba hacia él.
Reproducía, con absoluto descaro, íntimas escenas con-
yugales; en ellas, Blanca, según su revelación, correspon-
día al apasionamiento del marido con un desdén terco,
pregonando que, a pesar de su carne, no fue nunca po-
seída en el riguroso sentido del término. Supo de la ilusión
caudalosa de don Nicolás por un hijo, de sus humildes
súplicas y de la esquivez egoísta en que se estrellaban.
Desfilaron por su entendimiento abatido las riñas por mo-
tivos fútiles, la aversión que Blanca sentía por el pueblo,
sus insultos a las flaquezas del visionario. Aquilató, horro-
rizada, el vacío que los separaba una y otra vez, al con-
versar, en las aspiraciones más queridas. ¡Cómo maldecía
ella, la aristócrata, el haberlo conocido!
Sus acusaciones, sus sarcasmos, aquella historia turbia
que se le descubría, determinaron una transformación pro-
funda en María del Carmen. Observaba celosamente sus
obligaciones de enfermera, notaba con una mezcla de sa-
tisfacción e indiferencia cómo Blanca retornaba lenta-
mente a su condición física natural, mas le era por com-
pleto extraña y hurgando en sus propias reacciones, ene-
miga. Representaba su antítesis, su negación. ¿Cuándo

373
llegaría el momento, tan anhelado, de alejarse? ¡Estaba
convencida de que jamás la vería sin desconfianza, con
sincera efusión, con su primitivo impulso de simpatía!
Por el contrario, la madeja de sus pensamientos y sen-
saciones la acercaban más y más a la comprensión de don
Nicolás, el infeliz que en el gabinete próximo, entre som-
bras, paseaba como alma en pena, en lucha con su aspira-
ción y su frustración. ¡Cuán cálida y espontáneamente
compartía su amargura por el hijo que la «otra» le había
robado! ¡Cómo se identificaba con la tristeza que le
supuraba en los adentros, por la terrible decepción que él,
ciertamente, debía experimentar! Sin verlo, lo presentía,
creía anticiparse a sus reflexiones desoladas, a sus mo-
mentos de angustia y rebeldía contra el destino. Lo al-
bergaba en su espíritu y el absoluto desamparo en que
se debatía producíale un vago estremecimiento. Recordaba
sus deliquios de ciego cariño, sus ensueños aplastados,
sus ambiciones arrancadas de cuajo, todo lo que Blanca
canallescamente —también hay una vileza cuando se
delira— le mostró.
¡ Y María del Carmen había imaginado que, a despecho
de los sinsabores y rencillas, era éste un típico ejemplo de
«matrimonio por amor»! El desengaño resultábale into-
lerable. ¿No fue esa creencia ingenua —decíase— lo que
me unió a ellos? ¿No admiraba yo en Blanca el valor para
arrostrar los prejuicios, ese temple de que no soy capaz?
Ha destruido la pureza de ese ideal en que yo me compla-
cía. Y lo ha rebajado todo, es como si hubiera pisoteado
brutalmente el césped tierno que constituía mi recreo,
donde encontraba secreto refugio, misterioso consuelo.
Una buena mañana, poniendo término material a la
pesadilla, a la tortura de su conciencia, el médico le anun-
ció que su misión había concluido.
—Es usted una mujer muy valiente, una enfermera
extraordinaria. Casi estoy por contratarla —bromeó—.
Estoy convencido de que doña Blanca notará su falta en
la convalecencia, pero usted tiene sobrado derecho a des-
cansar.
Se despidió de la «otra», sin disimular cierto apresura-
miento y salió el gabinete, con un gesto de liberación.

374
Pero al ver a don Nicolás —al igual que entonces a la
vera del balcón, crispada la mano en el bolsillo del cha-
leco, alto, caviloso— el corazón le dio un vuelco.
—María del Carmen...
Ella no tuvo más remedio que detenerse.
Don Nicolás señaló hacia su casa, mientras la miraba
con intensa serenidad.
—Ya se va... Le debemos gratitud y afecto. ¿Aquel
balcón es el de su dormitorio?
María del Carmen afirmó mudamente, sin sorprenderse
de la pregunta. En cierto modo, la había esperado, la de-
seaba.
El abogado le dedicó una cortés inclinación de cabeza.
—SGracias, María del Carmen... —y pronunciaba su
nombre con marcada pleitesía, como una limpia caricia.
Bajó la escalera apoyándose en la barandilla, con desbo-
cado batir de pulsos y una sensación refrescante en los
ojos hundidos de fatiga.
La calle resplandecía de luz tibia, verdecidos los árboles
de las aceras. Al cruzarla, al golpear con el aldabón —do-
radas fauces de galgo— la puerta de su casa, presintió que
penetraba en un sepulcro. Para ella se había decidido el
combate entre la vida y la muerte.
Estaba vencida. Sólo eran sus piernas las que andaban.

FL
XI

Ajeno a todo lo que a su alrededor ocurría, Miguel con-


tinuaba absorbido por la atracción todopoderosa de «La
Clavellina». El pozo principal seguía vomitando toneladas
de mineral y sus filones parecían inagotables, nuevos, como
si los barrenos no se hincaran en su entraña, no los rociase
el caliente sudor de los hombres y no estuvieran sus ga-
lerías tan apuntaladas de maderos. De las honduras de la
tierra le subía en bocanadas bienhechoras la recia activi-
dad. Se sentía tonificado por la idea de que en cada espalda
curvada, en los molinetes de los picos, en el más pequeño
terrón de plomo extraído, imperaban su persona y su man-
dato. Esta impresión le era casi siempre más grata que el
concepto material de su fortuna. En cualquier manifesta-
ción de su dominio, aun en la más insignificante, recibía
una compensación vengativa y voluptuosa de los primeros
años de su vida, sórdidos, irritantes, «cuando él no pin-
taba nada».
Para sobrellevar la creciente hostilidad —de los ob-
jetos, del ambiente, más acusada todavía en los seres—
que le oprimía en la casona, sólo hallaba la espaciada sa-

376
tisfacción de pulsar el pasmo y la aversión de los envidio-
sos. O se recreaba, orgullosamente, en el trote, para él
altanero, de sus caballos. Evitaba ir al Casino por miedo
cazurro a la familiaridad, para permanecer alejado de los
«extraños», punto menos que inaccesible, y no dar margen
a esas confianzas escurridizas, tan peligrosas y corrosivas
en los pueblos. Se dejaba ver rara vez, y cuando aparecía
pasaba allí breves momentos, hosca la actitud, agrandando
la barrera que, según él, los «mantenía a raya». Sin em-
bargo, en alguna ocasión, su distanciamiento de todos le
provocaba una especie de laxitud, una desgana amarga
ante los incentivos que mueven a las criaturas sencillas,
corrientes.
Don Francisco Salgado encarnaba, quizás, la sola ex-
cepción. El «manco» se había habituado a su genio, y por
su cuenta y motivo solía sugerirle distracciones, para
ablandar su ánimo endurecido y correoso. Ultimamente su
renuncia a charlar y sus arrebatos despóticos le previnie-
ron que el jefe padecía una crisis alarmante.
—Si yo fuera usted...
—-¿Qué quieres? Desembucha.
—¿No le gusta el campo? —y empleaba el tono ordi-
nario, pero ligeramente más sinuoso.
—Algo te traes tú entre ceja y ceja.
—-Un campo de uno, que le pertenezca.
—Es gracioso, ya tengo «La Clavellina».
—NOo me refiero a la tierra que no se ve de inmediato,
sino a la que se planta y verdea, y tiene sombras de ár-
boles y aguas de acequia.
—Tú intentas convencerme de no sé qué.
—-—Casa propia, la mina, fondos en el Banco y... —el
taimado insistía.
—-¿Qué me falta, pues?
—Estoy seguro de que don Calixto vendería «El Rin-
cón». La boda de su hija mayor es para junio y necesita
dotarla.
—_Queda lejos, dicen. Yo no estuve nunca.
—Poco trabajo cuesta, sobre ruedas...
«El Rincón» distaba unos seis kilómetros del pueblo.
No se distinguía desde la carretera real, por estar situado

377
tierra adentro. La finca alteraba en dulces ondulaciones
las parduscas filas de los olivares, que arrancan tras unos
repechos, en las últimas planicies de la cuenca minera. Era
necesario recorrer un camino de herradura para avistar la
huerta y el cortijo de dos pisos que la señoreaba. Como
una cintura vegetal la ceñían ruedas de higueras y meloco-
toneros. A su espalda, la alberca de los patos y a la en-
trada un diminuto jardín, en abandono, ahogado de malas
yerbas.
Don Calixto —labriego de riñón forrado, descendiente
de colonos alemanes de la época de Carlos TIT, lo que se
reflejaba en el blanco tinte pecoso de la piel, en la solidez
del cuello y en lo macizo de la talla, en la transparente
claridad de los ojuelos— le acompañó elogiando caluro-
samente todas las ventajas del lugar.
— ¡Se hará usted de una verdadera ganga por cuatro
reales! Este es Pascual, guarda, gañán y lo que se le man-
de. ¿Quién diría que va para los setenta, tan campante
y con ese color de salud? Son estos aires, capaces de
resucitar a un muerto. Si decide comprar «El Rincón» se
lo recomiendo. De niño lo conozco y por el amo lo des-
cuartizarían sín que protestase.
Examinaron, con parsimonia e hipocresías de chalanes,
las distintas piezas del cortijo, todas ellas anchurosas y
destartaladas, con urgente precisión de enjalbegado y com-
postura. Miguel exponía sus reparos.
—No sé si me resolveré... Para mí, la casa no apremia.
Aquí será necesario gastar dinero a carretadas para que
sea habitable. Es un capricho demasiado caro. Además,
tendré que consultar con Asunción.
—Pues, mire, si no fuera por las obligaciones de la
boda, ni trataría. Se lo ofrezco malbaratado. Y todavía me
dan tentaciones de arrepentirme. Buscaría la solución por
otro lado. Un préstamo, cuando hay con qué responder,
no es tan difícil. Usted se lo piensa, que no es moco de
pavo, y determina. Ni una peseta menos.
— ¿Palabra de rey?
—Mañana espero su aviso. Sí o no. Ahora me dispen-
sarán que no vuelva con ustedes. Pascual me presentará
las cuentas del mes y luego, pian piano, al pueblo.

378
Desde el coche, Miguel gira la cabeza para abarcar la
sencilla y quieta hermosura de la propiedad. —Sentía,
gozosa y ligera, la propia respiración, ideaba afanosamente
planes de reforma, entusiasmábale pensar cuán delicioso
sería pasar allí, lejos de toda preocupación, los días de
fiesta.
—Tiraré los tabiques de la planta baja y haré una sala
grande, donde puedan moverse como en una plaza más
de veinte personas. Un retoque a la escalera del jardín;
pondré arriba los dormitorios. Habrá que embaldosar los
pisos y echar cielo raso a los techos. Acomodaremos la
cuadra. Con una habitación para ese Pascual, tiene de so-
bra. El fogón está inservible, habrá que ampliar la des-
pensa.
Don Francisco Salgado espiaba su ceño emprendedor.
—Don Miguel, me huelo que usted no deja escapar esa
liebre.
—Por dinero no será. Ya me conoces. Tardo en lan-
zarme, pero una vez embalado nadie me resiste.
Se cumplían uno por uno, hasta conservando un orden
«natural», sus ensueños más ambiciosos. Estaba a punto
de conseguir todo, absolutamente todo lo que antes, de
manera vaga, se propuso. Y empezó a rememorar las di-
versas etapas que su empeño hubo de salvar; desfilaron,
en veloz visión, rostros, hechos, incidentes de su existen-
cia. Pero llegaba un momento en que su conciencia seña-
laba un tajo profundo y no le permitía seguir adelante.
Era cuando apuñalaba al forastero o se acordaba, con ín-
timo latido de sorpresa, con ácida pena, de Encarnación.
Y al interponerse su imagen cerrábase la percepción de
Miguel, se negaba a penetrar en aquel ámbito perturba-
dor, tornaba, aún asustado, a la redonda virtualidad de
su presente, como a un asidero que le taponaba el juicio.
Recostado en su asiento, don Francisco Salgado palpá-
base el muñón por encima de la tela, espiaba a este hom-
bre que le parecía la encarnación del triunfo. Se compa-
raba con él, agarrotado de envidia el organismo. En el
fondo, pese a la aparente subordinación, no le inspiraba
cariño ni respeto. ¡Era un tipo de suerte, audaz, hinchado
de orgullo y soberbia! Y experimentó, invencible, el afán

319
de zaherirlo, en ese instante en que Miguel denotaba tanta
ufanía. Carraspeó el contable, dibujó un gesto de fingido
embarazo y lo miró fijamente.
—Supongo, don Miguel, que no tardarán en arreglarse
sus diferencias con el cuñado.
—No seré yo quien dé el primer paso.
—_Las cosas cambian. Dicen por ahí que se casa.
—-Dime el nombre.
—FElla se desvivirá por hacer las paces.
—-¿Quién es?
—Pues, una cupletista. Antonia, la «Rondeña», esa que
armó tanto revuelo el otro verano. Ahora va para santa.
Por lo pronto Miguel no replicó, pero en el temblor
desenfrenado de su labios, en el rojizo paño de color que
le nubló la frente, revelaba su cólera. Perdió la conten-
ción, el prurito de no destemplarse con su empleado de
confianza.
—ZLo harías sin ese propósito, «Manco», pero me aguas-
te la fiesta.
Don Francisco Salgado hizo retroceder, miedosamente,
la manga vacía y colgante.

Al principio, Alfonso creyó que las nuevas costumbres


de la «Rondeña» eran una pamema para hacerle tragar el
anzuelo — ¡cualquiera averiguaba su verdadera inten-
ción!— o un arrebato de genio, un transitorio despecho
fruto de ignoradas causas, que no tardaría en disiparse,
tornando la moza galana a sus andanzas y estupendo des-
parpajo. Pero como transcurrieron semanas y semanas, y
hasta él llegaba el rumor de su edificante conducta —doña
Ricarda propalaba que, agotados sus recursos, la joven se
ganaba lo más indispensable con labores finas de costura,
agenciadas por la fondista; las habían visto más de una
vez en misa de alba; ella no salía nunca de casa y procu-
raba siempre la compañía de la gente respetable—, Al-
fonso dudaba entre deshacerse en sarcasmos o fiar en su
transformación, poco menos que milagrosa.
El caso es que, quieras o no, Antonia atraía su pensa-
miento, exaltaba su inquietud, ya enfadosa. Concluía pre-
guntándose, con cierto temor supersticioso, dónde acaba-

380
ría el interés que lo ligaba, con sutil grillete de enigma, a
la cupletista retirada. Como se sentía muy solo y espiri-
tualmente a la deriva, languideciente la relación con la
hermana —María del Carmen mostraba en los últimos
tiempos un humor concentrado y sombrío, incomprensi-
ble en ella—, harto de la cuadrilla de amigos del Casino,
un tanto enervado por la presencia infatigable y aburrida
del pollo Castuera, la figura de esa mujer lista y paradó-
jica, constituía un fuerte incentivo, se adentraba sólida-
mente en su ánimo.
Pero no se entregaba sin combate, persistía en él una
resistencia interior a doblegarse, un oscuro instinto que le
advertía sordamente. Este juego de atracción y repulsión
consiguió perturbarle los nervios y decidió entrevistarse
con Antonia —no había querido acercarse antes para que
ella no se considerase vencedora.
—La veo, charlamos y ante una embestida de dinero se
rendirá. En cuyo caso, me libro de embelecos —decíase
con un aleteo de cinismo.
Tuvo que hacer antesala. Doña Ricarda lo recibió en
el comedor, con ceño dragonil.
—-¿Qué se le ofrece?
— ¿No me conoce? ¿Usted está de broma?
—-De oídas sí que le conozco. Más de la cuenta.
—No exagere, doña Ricarda. Vengo a charlar con An-
tonia —y se detuvo, confuso, al percibir el desagrado que
le producía su familiaridad.
—Pero no sé si ella querrá. No está para enredos. Qui-
tándome a mí, con nadie se trata.
—Usted manda —objetó impaciente—. ¿Por qué no le
pasa el recado?
Al fin, después de varios viajes en que doña Ricarda
actuó de imparcial intermediaria, Antonia accedió a la
entrevista.
Cuando entró, siguió sentada, hincada la cabeza en la
costura. Le indicó una silla, colocada ya a conveniente dis-
tancia, y con un parpadeo suplicó a la fondista que no se
marchase.
—Le escucho.
Alfonso, repuesto, se sonrió con burlona indulgencia y

381
permaneció callado, como indicando que doña Ricarda
sobraba en el coloquio.
Después de otro intercambio de miradas se retiró la
buena matrona, dejando abierta la puerta del cuarto. Se
la oía trajinar en el pasillo.
—Cualquiera la reconoce, ¡diablos! —reflexionaba Al-
fonso—. Ni un colorete, ni siquiera un lunar postizo,
sólo agua clara y jabón. Y así está más «rica». Da la
impresión de algo nuevo, fresco. ¡Si yo no supiera su
historia! Pues, dos ventajas. El simulacro de la virgen
y la experiencia de la cupletista corrida. Es un bocado
que despierta el apetito más reacio. Si la oferta es tenta-
dora ya no se hará la remilgada y acabará aceptando.
En voz baja, para que únicamente ella le oyera, inició
el ataque.
—Me parece que usted se equivoca ahora, Antonia. De
medio a medio. Muy meritoria su resolución, muy «he-
roica». ¿Pero no confía más de lo justo en sus fuerzas?
Estos trabajos no son para usted, pierde la vista y la
alegría. Y terminará aburriéndose, echando de menos su
vida de artista, los aplausos, la admiración, la facilidad
para ganar pesetas. Aquí en el pueblo, o en un sitio del
mismo pelo, aunque tenga usted más virtudes que una
mártir del santoral, a la gente le queda el recelo. Es
difícil para ellos borrar una fama. Concibo que se haya
refugiado en esto, por fastidio del ajetreo, como un des-
canso. Quizás ya no le interese, definitivamente, el teatro.
Si usted consintiera... Podríamos encontrar una situación
discreta, de su provecho. No soy tan despreciable como
hombre. Viviríamos juntos, con plena libertad de su parte
para alzar el vuelo cuando le diese la ventolera. Deposi-
taría a su nombre una cantidad en el Banco. Y a lo mejor,
¡quién sabe si al cabo del tiempo, con el roce, no nos
acostumbraríamos el uno al otro y acabaríamos legalizan-
do esa unión!
Antonia no contestó con un insulto, como él esperaba,
ni con ardientes protestas de inocencia ofendida. Levantó
los ojos del bastidor, le habló cual si fuera un niño capri-
choso que mo aquilata la injuria inferida. Su tono era de
tan penetrante tristeza...

382
—Es usted incorregible. Se niega a creer. Verdad es
que sólo juzga por apariencias y que lo que una siente
aquí —y se golpeó suavemente el pecho agitado— no se
trasluce. ¿Ve cómo tenía motivos para negarme a esta
conversación? Vávase y déjeme tranquila. Es lo único que
le pido.
Y reanudó su labor, sereno el semblante, como si él no
estuviera, sin prestar oídos a las palabras persuasivas que
de pie, aturdido, le dirigía. Salió apresuradamente, sin
saludar en el corredor a doña Ricarda, con una sensación
humillante de derrota, a merced de encontradas ideas.
—«¿Será una farsante de marca mayor o no se tratará
de que yo, escéptico y maleado, soy ya incapaz de admitir
una transformación honrada?> —preguntábase, perplejo,
en la calle.
Inconscientemente encaminó sus pasos a la botica del
pollo Castuera, que al verlo tiró la bata y se puso la
americana, tan ajustada como el resto de su relamida in-
dumentaria.
—Te esperaba, una corazonada. ¿Damos una vuelteci-
lla? ¿Estás enfermo? —agregó, reparando en la expresión
desencajada de su fisonomía. Por vez primera Alfonso se
le mostraba abatido y ello le estimuló a ejercer su inédita
protección. Lo tomó del brazo y enfilaron hacia la plaza
del Ayuntamiento, casi solitaria en la hora perezosa de la
siesta.
—Como estamos sin moscones alrededor cuéntame,
hombre. Algo te trae de coronilla.
Alfonso, con el mismo desorden que imperaba en sus
sentimientos, le puso en antecedentes de su singular ten-
tativa con la «Rondeña» y del fracaso de su oferta, que
aún le dolía. Manifestó sus dudas, su desconcierto, cómo
le intrigaba su actitud segura y modesta. Y después, an-
siosamente, inquirió el parecer, nunca tenido en aprecio
antes, del pollo Castuera.
Este bizqueó los ojillos, se golpeó con el bastón la raya
impecable de los pantalones —de un precioso color verde
botella— y se quedó parado, mirándole con escama.
—Pues me pones en un brete. Cuando se piensa en
consejos, el daño no tiene remedio. Y más, tú a mí...

383
Pero, en fin, y aunque lo que te diga te subleve, allá va.
Tú estás colado, sin salvación, por esa fulana. Ella es una
lagarta de tomo y lomo, persigue algo y lo atrapará. No
protestes, aguarda. A ti te ha encandilado cuando deseas
afianzarte y estás hasta la coronilla de juergas y trotes.
Es hábil y te manejará. Se hace desear, vamos. A mí me
ocurre que juzgo las cosas de los amigos con una calma
que ya quisiera para mis asuntos —concluyó, con un vaci-
lante dejo melancólico.
— ¡Ay, Castuera, los mismos infundios que la gente,
tú! Si la vieses,si hablases con ella, ya no negarías que
ha cambiado.
—Entonces, tú estás convencido.
— ¡Qué sé yo!
El pollo Castuera adoptó un gesto de perfecta grave-
dad, entre burlón y compungido.
—El honor de apadrinarte en la boda no me lo quita
nadie. ¡Una eterna felicidad para el diablo harto de sayas
y la cupletista que se metió a mujer de su casa!
— ¡Castuera, Castuera, que estás meando fuera del
tiesto!
Súbitamente serio, el pollo Castuera advirtió:
—No me harás caso, Alfonso, pero en ese negocio
saldrás con las manos en la cabeza. Al tiempo.

Para las fiestas de San Juan de la Cruz, famosas en


toda la provincia, la Junta, recurrió, en primer término,
a Miguel. El minero —bajo el impulso de la mirada alen-
tadora de Asunción, embarazada nuevamente y a la que
no podía negarse el antojo— aceptó la presidencia de
honor, lo que, traducido en dinero, equivalía a sufragar
los gastos de mayor cuantía y compromiso.
Y aquel año pudieron alardear de rumbosos. Los cas-
tillos de fuegos artificiales invadieron el cielo despejado
con mayor acopio de luces, pasmosa variedad de combina-
ciones y figuras; la subvención a los empresarios del tea-
tro —efectuada a través de discretos componedores, para
no soliviantar la mutua animosidad de los cuñados— per-
mitió presentar a una Compañía que asombró a los es-
pectadores con sus obras de gran espectáculo, donde des-

384
filaban un sinfín de decoraciones y podían admirarse una
serie de efectos increíbles, tales como un incendio, el
naufragio de un buque y la imitación de un terremoto en
país tropical. Se celebró en el Casino un concurso de
mantones de Manila entre las damas de la «alta socie-
dad», diéronse funciones gratuitas de cine en varias ex-
planadas y en el trinquete. Pero el máximo incentivo de
forasteros lo constituyó una Banda madrileña que ofreció
varios conciertos —ya se sabe, preludios de zarzuela
grande, pasodobles, valses y oberturas de mucho viento—
en el quiosco de la plaza.
La última audición revistió excepcional solemnidad.
Desde el balcón central del Ayuntamiento asistieron a
ella, entre otras notabilidades mayores del lugar, Miguel,
Asunción —bien fajada para que no escandalizase su
preñez— y María del Carmen. Adornada con hileras mul-
ticolores de farolillos, atascada de gente, la plaza parecía
un rincón del mundo en que el regocijo y la vida fácil
hubiéranse albergado. Paseaban en grupos bullangueros
los tarantos; por la calzada, ocupando las sillas cercanas
al pabellón charlaban los novios de la clase media, y en
las ventanas del Casino, abiertas de par en par, comen-
taban los «señoritos» el ir y venir de las muchachas casa-
deras, cogidas del brazo, entre cuchicheos y sonrisas re-
ventonas.
Pero de vez en cuando, como un descanso de tanta
música, todos los ojos se dirigían al balcón del Ayunta-
miento y procuraban husmear el gesto y la actitud de
Miguel, movidos por un irresistible impulso de admira-
ción, y también por resquemores envidiosos.
Miguel se esforzaba en simular naturalidad, no en re-
flejar el orgullo que le poseía en aquel instante de es-
plendor y triunfo; miles de pesetas le había costado este
momento inolvidable, dura brega le supuso ascender en
la cucaña de las jerarquías, pero sólo advertía su goce,
inmovilizado y aparentemente interminable, sin un lunar
de inquietud, sin la sombra de una nube. Incluso el so-
berbio ademán de Asunción, para que la distinguieran
a su lado, le henchía de certidumbre y fuerza. No observó
la palidez y la expresión hastiadade María del Carmen,

385
que tanto desentonaron en la velada. En el espeso y vo-
cinglero movimiento humano de las aceras captaba ella el
resquemor que la fortuna de Miguel provocaba, lo seguía
en el pliegue amargo de centenares de bocas, y le parecía
sentir en el rostro el vaho de aquella nota agria y picante,
rondando la vanidad burda del minero.
Se retiraron minutos antes de la media noche. Les
abrían hueco entre el gentío, los más con extremos de
reverencia, respetuosos los menos. Pero sobre sus espal-
das se clavaban, en reguero, los comentarios.
— ¡No le falta más que ser Senador!
—Un tío de chiripa, nació sentado y con la servilleta
puesta.
—Mientras los mineros se hacen cisco los pulmones,
él bien que se redondea.
—-Pues uno no se explica esa suerte, como no se recuer-
da otra.
—Desde que descubrió «La Clavellina»... De ahí sale
el plomo a montones, creo que nunca se le acabará.
—Y con la plata todo se consigue. Se olvida que antes
era un muerto de hambre, un lamparoso. Hoy, se le abre
de piernas la más señoritanga, el Alcalde y el alguacil le
tocan el pandero.
—Pero reconozcamos que es emprendedor y sabe lo
que se pesca.
—Quien no lo traga es Alfonso. Y como no tiene pelos
en la lengua... ¡Hay que oírle!
—Es una calamidad esa familia.
— Asunción tuvo que hacer de tripas corazón y casarse
con un saco de monedas. Alfonso ya picó en el cebo de
la cupletista. María del Carmen se quedará para vestir
santos. No es «partido» y nadie le dice por ahí te pudras.
¡Si el padre resucitara!
—El tuvo la culpa, por jugador, blando y manirroto.
— ¡Torres más altas que ese Miguel —don Miguel,
cuidado— he visto yo derrumbarse!
— ¡Don Miguel!
En la casona de la Corredera se prenden las luces del
zaguán para recibir a los dueños. Ya en el gabinete Miguel
quiere rubricar el éxito de la jornada y beben unas copas

386
de Jerez con bizcochos, servidos por «Varita de Nardo»,
que no aguanta la fatiga.
El minero rebosa de contento, muestra insólita cor-
dialidad.
—Así da gusto. ¡Cómo les ponías los dientes largos
a las mujeres, Asunción! Tú, María del Carmen, hora es
de que te espabiles y eches el gancho. Seré el padrino
de tu boda y no irás con las manos vacías. Que de eso,
y más, me encargo yo.
María del Carmen no responde y pretexta cansancio
para retirarse a su dormitorio.
En la casa, al rato, privan la oscuridad y el silencio,
el sordo compás de las respiraciones, se desenvuelve la
urdimbre de los sueños.
De madrugada, para distraer el insomnio, por una cos-
tumbre de que no puede prescindir, María del Carmen se
desliza descalza hasta la salita contigua a la alcoba de
Asunción, donde el niño duerme. Enciende cautelosamen-
te una cerilla y la acerca a su cara rugosa, que esta vez
nota chapeteada, con aguda crispación de sufrimiento.
Brilla la frente estrecha con el sudor de la pesadilla. Lo
despierta con suaves palabras, intenta atraerlo a sí, po-
nerlo de pie en la cuna y entonces ve que su piernecita
derecha pende sin energía, agarrotada, como un péndulo
roto.
Sin avisar a nadie, oprimiéndolo desesperadamente
contra su pecho, lo lleva al despacho, lo arropa con unos
cobertores y despierta a «Varita de Nardo». Después, la
espera larga y terrible, a solas con la criatura, el devanar
de la imaginación ante este cacho de vida que —su cora-
zón lo intuye con extraña claridad— se ha truncado
para siempre.
Los frescos recuerdos de la noche que termina —-el
bullicio de la plaza, la copa de vino, el mirar cegador y
hostil de la gente, las palabras orondas de Miguel— se
agolpan con penoso acelero en su mente. Escucha el es-
tallido de la rueda final de los fuegos artificiales, sigue
el derrotero de los últimos gritos escandalosos de los
trasnochadores; el pueblo, a su alrededor, recobra la
calma.

387
Don Guillermo, el médico de la familia, y de la Corre-
dera, examina al enfermo con un pestañeo alarmante.
—«¿Los padres no se enteraron todavía?
—ZLo saqué del cuarto sin hacer ruido. A lo mejor no
era nada y como yo soy tan aprensiva... Además, Asun-
ción está de cuatro meses y un susto le dañaría.
—e¿Lo quiere usted mucho?
—Hoy por hoy, casi no tengo otra cosa.
—Pues es lo que me temía. Sea fuerte, lo necesita. Se
trata de un ataque de parálisis infantil. Afecta toda la
extremidad inferior, ligeramente el juego de la rodilla.
María del Carmen tiembla como las flores raspadas por
el viento.
—.¿Se curará?
—Completamente, sospecho que no.
Miguel, inquieto por el movimiento cauteloso que en
la casa se produce, acude, reciente aún su pesadilla. Está
cerca de ellos, sus manos recias y rojizas se aferran an-
gustiosamente al cortinaje, así escondido escucha la im-
placable conversación. De allí no se atreve a salir, teme
ver al hijo. Un humor negro le golpea las sienes, siente
necesidad: de caer, de hundirse, de gemir, pero un ins-
tinto supremo de compostura, de apariencia, le sostiene,
le obliga a callar.
Es María del Carmen, que ha reparado en él, quien le
aconseja serenamente, quien pronuncia palabras de espe-
ranza. Duda, en verdad, si atender primero a Miguel o al
niño en ese instante.
Observándolo ahora, don Guillermo piensa cuánto pue-
de cambiar un hombre en el corto trecho de unas horas,
qué distinto aire el suyo, antes erguido y desafiante en el
balcón del Ayuntamiento, y en este amanecer, convertido
en una masa inerte y desarticulada interiormente, atónito
ante la nueva realidad maltrecha del hijo, ya guiñapo y
desperdicio.
El médico no puede reprimir una sonrisa sarcástica.

A don Francisco Salgado —<que en ningún varón muere


por entero el amor propio— le quedó: rastro del insulto
de Miguel. «Manco»... Hábilmente, con rencor minucio-

388
so, le traía a colación todo lo que pudiera herirle, ado-
bándolo con gestos corteses y una actitud de respetuosa
indiferencia. Era difícil adivinar bajo su obsequiosidad de
criado, en su celo excesivo, al pairo de aquella anulación
de su personalidad ante el amo, los grumos de odio que
impulsaban su conducta, exacerbados quizás por la cons-
tante convivencia.
Mientras prosperaba y medraba —mayor sueldo, rega-
los frecuentes para el heredero, gratificación generosa por
Navidad y otros gajes— en su voluntad se acusaba cada
día más el propósito de penetrar en la vida íntima de
Miguel, de conocer sus debilidades y características fami-
liares. Estaba convencido, y así lo anhelaba, de que su
éxito lo roían por dentro combinadas carroñas. Cuando
supo del ataque de parálisis sufrido por el heredero del
patrón, sintió tentaciones de bailar, allí mismo, en la
oficina, una danza extravagante y dislocada, en que su
movimiento principal consistiera en agitar la manga vacía
que tapaba su manquedad, su brazo tronchado y ausente.
¡Le complacía tanto espiar el pliegue irritado de la
frente de Miguel, al hacerse cruces de la afición de su
hijo a corretear campos y a saltar tapias, al apreciar el
efecto del contraste entre su retoño, sano por los cuatro
costados, y el fruto ya marchito del minero!
Otra de sus sonadas alegrías se la proporcionó el rostro
de Miguel, lívido de coraje, cuando le anunció, después
de un astuto preámbulo, el casamiento de Alfonso con la
cupletista.
—Aunque usted se sulfure, es preferible que se entere
por mí...
Y como Miguel no le replicara, prosiguió:
—FEsta mañana, a primera hora, se ha celebrado la
boda. Casi en secreto, para evitar decires y maledicencias.
Los apadrinaron el pollo Castuera y doña Ricarda, un
botarate y una pánfila. Firmó de testigo ese Juan, el que
estaba en el Palacio, ¿usted se acuerda? La novia lucía
azahares.
—Nada de ellos me importa. Y te agradecería que no
me los mentases. E
Y tras una pausa ordenó: -

389
- —Hazme esa carta para don Federico. Tú la redactas,
bien clarita. Que no vendo «La Clavellina», ea. Su Com-
pañía intenta apoderarse de las mejores minas. Pero lo
que es conmigo tropiezan en hueso.
El contable se baña la lengua con un largo trago de
agua de botijo y se atreve a insinuar:
—Podríamos escribir de forma que no se rompan las
negociaciones. El alemán maneja un capital fabuloso y no
sería difícil encontrar una solución que convenga a uste-
des dos.
— ¡Vender «La Clavellina»! Es absurdo. No es cues-
tión de precio —medita en voz alta Miguel, como ilu-
minado por su objeción— ...pero es posible que tengas
tu parte de razón. Dile entonces que sería conveniente
una entrevista personal para tratar del asunto, sobre la
base de que yo conserve la mina.
—e¿También sacará tajada de esto? —preguntábase,
decepcionado, don Francisco.
La respuesta de don Federico no se hizo aguardar.
Anunciaba, simplemente, su llegada. Miguel fue a espe-
rarle en su coche, escoltado, como siempre, por el «Man-
co». Ambos sentían una gran curiosidad por conocerlo,
pues en la cuenca minera se pronunciaba respetuosa-
mente su nombre, con una aureola de lejanía y poder que
trascendía de su palacio madrileño. Presidente de una So-
ciedad que manejaba un capital millonario, emparentado
con familias riquísimas, influyentes en los medios finan-
cieros internacionales, era, en gran proporción, uno de
los ocultos factores determinantes del precio del plomo
en el mercado mundial.
Un hombre altísimo y grueso, de cuarenta años, pelo
entrecano y monda cabeza, bigote pajizo y militar, ojos
gatunos y agudos, se destacó en el andén, seguido de
varios mozos cargados de maletas. Tenía un ademán pe-
sado y dominante que lo singularizaba inmediatamente.
Fue él quien, tras rápida mirada, avanzó hacia Miguel -
tendiéndole la mano. Hablaba un español preciso de es-
tructura y de dicción infame.
Se honraba con la visita de don Federico. Le ofrecía su
casa para alojarse durante su estancia en el pueblo. En

390
honor a la verdad, no había allí ningún hotel adecuado
para un hombre de sus exigencias. Ahora, le convendría
descansar. Ya visitarían mañana «La Clavellina» y char-
larían de negocios. Sí, su esposa le saludaría al día si-
guiente. Tendría que dispensarlos... En una «aldea gran-
de» no se estilan las comodidades de la capital —y Miguel
se disculpaba con torpe insistencia, sabedor de que sus
palabras eran superfluas y podían interpretarse como una
lisonja.
Don Federico se limitó a darle las gracias y a dirigir
el embarque de su equipaje.
— ¡Cuidado con la caja de pintura! Deme el maletín.
Pongan aparte el baúl de la ropa.
En el camino, el extranjero demostró poseer excelente
información de Miguel.
—Era como él se lo había figurado. Aún joven, muy
fuerte, capaz en su oficio, con dotes de mando. Sí, le
constaba que su explotación marchaba sin dificultades,
que la manejaba con firmeza. Pero en estos tiempos el
esfuerzo aislado es una gota de agua perdida en el río.
Deberían coordinarse los intereses. Prácticamente, el sub-
suelo estaba virgen. La extracción del mineral y su trans-
formación, por falta de maquinaria moderna en gran esca-
la, de procedimientos racionales, era todavía tan ruti-
naria...
—Yo no vendo «La Clavellina», ni la arriendo —ar-
guyó tercamente Miguel.
—«¿Cuánto calcula usted que vale hoy?
—Pues por las obras y el terreno, con lo que aún
dará de plomo, tirada trescientos mil duros.
—ILe ofrezco medio millón, sin rechistar.
—Ni por el doble me desprendo de ella.
Don Federico rumió la negativa, contempló sorpren-
dido al minero y no se le escapó el cómico desconcierto
de su acompañante, don Francisco, que se desesperaba
al ver rechazada una oferta tan ventajosa. —Era una
noche de recatado y manso susurro, tan tersa y tibia que
el rodar del carruaje parecía desgajarla, como 'el cuchillo
al partir la granada madura. Para ninguno de los tres
existía en aquel momento el desfile misterioso de los

391
olivares, la palpitación acariciante de las luces de los
cortijos, ni el vasto respirar del campo adormilado.
—Usted denunció «La Clavellina». Fue un premio
gordo de la lotería. Se nota que le tiene afecto. Pero en
cuestiones de dinero no vale el sentimentalismo. Sin em-
bargo, comprendo, hasta cierto punto, su decisión. Es
como su novia de usted o querida —añadió con acento
que intentaba ser cordial.
—«La Clavellina» es algo más. Sólo yo lo sé —no
había podido dominar su pasión y se arrepintió de ha-
berlo manifestado.
Don Federico cambió de conversación.
—Me dijeron en Madrid que hace poco tiempo com-
pró usted una finca muy hermosa, para su recreo. Le
alabo el gusto.
—Cierto. Pero, además, la necesito. Allí viven mi cu-
ñada y mi hijo, que está delicaducho.
Y le explicó, brevemente, la desgracia del niño.
Entraron por los arrabales del tejar, atravesando a
gran velocidad la calle de los tarantos. Los mineros toma-
ban el fresco a las puertas de las casas, retrepados en
sillas de anea apoyadas en las paredes. Hablaban con
grandes pausas perezosas, mientras liaban gruesos ciga-
rrillos. De algún grupo salían coplas y risas.
—Ahí van dos peces morrocotudos.
—El de la izquierda es don Federico. Lo recuerdo de
cuando estuvo en Peñarroya.
—Reunión de tiburones.
—Es para comerse hasta las migajas.
—-¿Y quién nos defiende?
—Cada vez somos menos en la «Sociedad». Buena
maña se dieron...
—Si le avisáramos al «Mellao». Falta nos hace.
—No creo en fantasmas. Es hombre de otro tiempo.
— ¡Tú no le conociste!
—Habrá que encontrarle trabajo antes.
—No será difícil. En «La Quebrada» el ingeniero sólo
pide obreros que sepan su faena. Lo demás no le importa.
—¿Y no le buscarán las cosquillas?

292
—Nosotros no somos unos calzonazos.
—Ya llovió desde «aquello»...
—Tuvieron que ponerlo en libertad. A pesar de las
ganas, ni pizca de culpa le encontraron.
—Es que el «Mellao» era inocente y además les caló
las intenciones.
— ¿Por qué no le escribes tú, Paquillo? Hazlo en nom-
bre de la Directiva, aquí está casi la junta en pleno.

Recomendaba insistentemente el médico que el niño


viviera en el campo. Apremiado por su consejo, resolvió
Miguel acelerar las obras que allí se efectuaban por su
iniciativa y en buena parte respondiendo a su capricho.
Cuando «El Rincón» estuvo acondicionado, fue María
del Carmen quien se brindó a estar con él.
A ella —dijo— también le convendría una regular tem-
porada de descanso. Asunción daría pronto a luz y du-
rante mucho tiempo habría que cuidar de la criatura.
Para no estar tan sola, lo único que le interesaba era la
compañía de «Varita de Nardo». Agregó: «Pascual parece
de fiar».
Hicieron el viaje en coche, muy de mañana. A medida
que penetraban en el olivar, una sensación de calma tris-
tona invadía el ánimo deprimido de María del Carmen.
Frente a ella, el cuñado, seco y serio, como siempre. En
sus rodillas, envuelto en una manta, descansaba el cuerpo
del pequeño; su pierna derecha caía sin fuerza sobre su
muslo, cortada de circulación, aprisionado el pie en una
alta bota, cubierta del aparato de hierro, que chirriaba
siniestramente al jugar el tobillo lacio y deforme.
Miguel se creyó en la obligación de consolarla.
—Te aburrirás un poco, mujer. Aunque tú no has sido
nunca unas castañuelas. Mandas a pedir todo lo que ne-
cesites. No os privéis de nada. Si algo falta, el nieto de
Pascual se planta en el pueblo en dos zancadas. Toma
algún dinero. Os hará mucho bien este aire libre. Y el
perillán caminará mejor cuando se le asienten los huesos,
a base de comer, estará muy alegre con tu compañía.
Distraídamente, María del Carmen asentía a todo. Aún
no quemaba el sol veraniego y la verde mancha en torno

393
a «El Rincón» confortaba los ojos. Apareció, como un
brote de luz, rezumante de cales recientes, el cortijo.
Pascual y su nieto —muchacho espigado y moreno, de
unos diez años— les esperaban al término del jardín, en
el sendero que bordea el estanque.
— ¡Ya llegó el carro con los muebles y las ropas! En
un periquete lo descargaron. Las camas están armadas,
en su lugar. Por allí revuelve Roma con Santiago...
¿cómo se llama?
—«Varita de Nardo».
—No es cristiano el nombre.
—+Es apodo.
—+¿Y no se ofende?
— ¡Si se lo decimos de cariño! —y María del Carmen
sonríe, complacida del anciano, mientras Pascual la con-
templa largamente con sus hundidas pupilas, lagrimeantes
y turbias, rendida ya la voluntad.
Miguel se despidió por reclamarle en la mina un tra-
bajo urgente y María del Carmen lo vio marchar con sen-
sación de alivio. Se entregó ardorosamente a la faena de
arreglar a su gusto las habitaciones y familiarizarse de
esta suerte con el nuevo ambiente. Sólo de vez en vez,
suspendía su labor para asomarse a las ventanas y mirar,
con cierta angustia, la sábana de los campos, que empe-
zaban a caldearse y otear el jardín donde, a la sombra de
los árboles, en una mecedora, dormitaba el niño.
Gracias a su actividad no le pesaron aquellas primeras
horas y cuando cayó el atardecer y todos se recogieron,
acostó al sobrino y después se sentó en el zaguán, cerca
de la puerta, cruzada de manos, a vueltas con sus pen-
samientos, vagamente intimidada por el amplio silencio
que germinaba a su alrededor.
¿No le atormentaría más en esta soledad, el recuerdo
de Blanca y de don Nicolás?
«Varita de Nardo» se acerca con una taza de café car-
gado.
—Toma, primor, reina mía. ¿Te puedo decir una cosa?
Al fin me encuentro tranquila, porque estamos nosotras
y nadie más... Me acuerdo de tus tiempos de niña, en-
tonces no tenías secretos conmigo y te leía los pensa-

394
mientos en la frente. —En la Corredera una se siente
ahora extraña, sin libertad. ¡Ha cambiado tanto aquello!
Pero en este desierto no hay perro que nos ladre.
—Te extralimitas.
—Si no es malicia. A una le sale sin querer.
—Yo también prefiero «esto».
El zaguán, ancho y destartalado, está, salvo el redu-
cido espacio que la vela alumbra, en la semioscuridad.
Llega del exterior el bisbiseo sutil del campo, el rumor
del airecillo surcando las yerbas, un silbido lejano que se
enarca y extingue. María del Carmen se levanta, apoya el
hombro en la pared y se embebe en el parpadeo de las
estrellas. Después atrae su mirada la misteriosa negrura
del macizo del jardín, el penetrante fluir del agua espesa
en las acequias y regatos próximos.
El persistente aliento de la noche, tan pura y desnuda,
remueve en María del Carmen enterrados deseos de ter-
nezas. Le oprime una dulce aspiración de ser, un mágico
encanto de la sangre, el anhelo turbador de percibirse,
única y poderosa, en su cuerpo. Su misma respiración
honda le parece un fenómeno temible por desconocido,
y lo recoge como señal de su vida, que allí se encuentra,
íntima e inmediata, transcurriendo, sólo transcurriendo.
Medita, con doloroso estremecimiento, en este rodar del
tiempo sobre sus venas y carne, en la inútil realidad de
su latente energía. No, ella no se casará. Quizás si hu-
biera encontrado antes a don Nicolás, antes que la «otra».
Dóblase su cuello y gime.
—.¿Le pasa algo a la señorita? —silenciosamente com-
parece la figura de Pascual.
—+¿De dónde sales, hombre de Dios? ¡Qué susto me
diste!
—Es que estaba ahí fuera, sentado. Tardo en agarrar
el sueño y si doy unas cabezadas al fresco me entono..
Me tumbé junto al poyo. Cerraba los ojos, pero como se
quejó...
iTelo figuraste.
—A oído fino no hay quien me gane, palabra. Pero ya
me voy, y usted disimule.
En este momento una tendencia súbita e irresistible

093
guía a María del Carmen, la arranca de su aislamiento.
—Quédese un ratito, ahí tiene una silla. A lo mejor se
descuelga el relente y te deja baldado. No me vengas con
disculpas ni etiquetas. —El viejo acepta la invitación, se
coloca a respetuosa distancia y pide permiso para fumar.
María del Carmen repara en su barbilla recia, cándida-
mente temblona, en las encías desdentadas y en el crudo
albear de los cabellos. Es su actitud reconcentrada y digna.
— ¡Qué raro! Yo no te conozco de hoy, sino de siem-
pre. Y aunque debiera, no me da fatiga tutearte.
—-Cuando usted bajó del coche supe en seguida que
nos entenderíamos. Me contestó a lo de «Varita de Nar-
do», se sonrió... Tocante al tuteo, así vale. No se vaya
a disgustar, pero usted se parece a otra persona; anda
igual, uno está tranquilo a su lado, hasta en el gesto es
el mismo aire...
—¿Alguna hija tuya?
—No, fue mi mujer. Natural que no se podía comparar
con usted en guapura. Más basta, sí.
—Hará poco que murió.
—Aún moceaba yo. Iba apenas para los treinta —se
endurece el acento de Pascual y su palabra suena pre-
miosa.
—Era muy joven, entonces. ¿Y qué le sucedió?
—Resbaló en la orilla del estanque. Se ahogó. Acudí
tarde. La sacamos, hecha un acerico por los patos. Es el
destino de cada uno. Por eso, por la querencia, no me
separo del cortijo, hasta que me echen o se me corte el
resuello,
—¿No gritó?
—Es de suponer que sí. Era al oscurecer y yo estaba
lejos, segando la alfalfa —el rostro de Pascual adquiere
un reflejo sombrío y evocador.
—¿Y no te casaste otra vez?
—«¿Para qué? ¿Con qué cara traía yo una madrastra
a la casa? Mi cama la sudó ella y hubiera sido un pecado.
—No se te olvida, ¿verdad?
El viejo da otra chupada al cigarro y afirma, con un
largo ademán torpón, mientras se rasca las venas gruesas
de las manos, que aún huelen a tierra.

396
Actuó de madrina doña Ricarda; al novio lo apadrinó
el pollo Castuera. La ceremonia religiosa se celebró en
la iglesia parroquial, un día laborable y a primera hora.
Se cumplió en todo la voluntad terminante de Antonia.
—A mí me disgusta llamar la atención. Por mis
culpas...
Y después de su ruego, vertía al oído de Alfonso pala-
bras melosas, ruborizadas, que permanecieron en secreto.
La «Rondeña» pasmó —asombro es poco...— a los tes-
tigos del acontecimiento por la sencillez de su tocado, el
sofoco que de cuando en cuando le empañaba la calor y
la mesura ejemplar de sus movimientos. Corría ya la fama
de su firme conversión a la vida honesta, y al amparo
de las columnas, en discreteos y exclamaciones admira-
tivas, se tendía hacia ella un coro de loanzas. Las beatas
madrugadoras entonaban su panegírico y los caballeros de
misa temprana experimentaban una dulcísima sacudida
de respeto, que parecía regenerar el humor impuro de sus
vicios antañones.

397
— ¡Cuánta no será su virtud que un perdido como
Alfonso encuentra su camino de Damasco!
—Ella, acostumbrada a regalos y halagos, a repicar de
castañuelas, se maltrató los dedos de mazapán cosiendo
para ganar el sustento.
—Fíjate, ni polvos de arroz se puso.
—Y no da señales de orgullo, sino de sincera humildad.
— ¡Nuestro Señor muda los corazones!
—Apostaría a que no descansa hasta librar al esposo del
oficio mundano en que está metido.
—Será una buena casada. A más de cuatro que pre-
sumen de virtud y se pavonean de blanco ante el altar,
les daría lecciones.
—+Es la historia de María Magdalena.
—No lo digas con sorna, que vuelan los pensamientos
«malinos».
—-¿Envidia le tienes?
— ¡Ni el templo de Dios impide vuestra malicia!
Mientras el sacerdote pronuncia, entre toses, las pala-
bras de ritual, reflexiona Alfonso cuán preferible ha sido
que María del Carmen esté en «El Rincón» y no pueda
darse una escapada. Ánte la hermana sentiría una ver-
giienza inexplicable, como si aquélla fuese la máxima lo-
cura de su vida. Fresca como una flor de los prados,
con arrobado resplandor en los ojos, Antonia, a su lado,
no se atreve a mirarle sino tímidamente, con azoro de
paloma extraviada. La buena de doña Ricarda semeja pro-
tegerlos con un gesto de abnegación maternal, que ella
juzga este desenlace obra magna de su porfía y de su fe.
Junto a la pila del agua bendita, Juan se remueve incó-
modo en el negro traje de solemnidad. Y el pollo Castuera
mantiene una actitud grave y reservada, a tono con el
notable suceso.
—Rodará el mundo —rumía Alfonso— y a ciencia
cierta no sabré explicar cómo se ha producido este final
pacífico, inverosímil para muchos. —La moza se apoderó
de su voluntad, se le apareció como la fruta prohibida
y santificada, un bien guarnecido de virtudes, puesto que
lo apuntalaban la experiencia y el remordimiento. Ella se
había mostrado insensible a sus galanteos, a sus rondas,

398
a una incansable lluvia —o pedrea— de epístolas infla-
madas. Desde el día en que lo recibió en su cuarto, salía
rara vez y siempre con severa custodia. A todas sus soli-
citudes contestaba con una calma afectuosa e indulgente,
dolorida la sonrisa, cual si inspiraran inmensa compasión
sus osadías. Ánte su modestia y recato era inútil la im-
paciencia, crecía el herido amor propio. Y Antonia con-
tinuaba viviendo pobre y calladamente, separada de él
por un recio muro de privaciones y penitencias.
Alfonso intentó arrancarla de su imaginación, apagar
su vanidad exacerbada con distracciones sensuales, pero
la mujer, armada del misterio, tenso enigma su carácter,
sus propósitos, sus inclinaciones, le perseguía en sueños,
le obsesionaba en cualquier actividad, como fatal ema-
nación de las cosas y palpitar corpóreo del ambiente.
Irritado por aquella pugna desigual decidió pretenderla
en serio, siempre con la idea recelosa de no llegar a ma-
yores. Conocería un noviazgo con ribetes de inocencia.
Y cuando ella, acosada, aceptó, no sin imponer condicio-
nes —sólo harían la prueba, precisaba convencerse de
que él no la confundía más con una mujerzuela, tendrían
a doña Ricarda de vigilante, y ya se sabe, sólo se verían
de tal a tal hora, ventana por medio—, Alfonso, enfu-
rruñado, hubo de acceder.
Pero, poco a poco, adueñose de su ánimo la costumbre
de contemplarla y hablarla. En la quietud de la calleja,
al oscurecer, saboreaba la sencilla delicia de su compos-
tura —¡ay, observada rigurosamente! —. Ella se limitaba
a contestarle, le miraba fugitiva y plácidamente. Tan sólo
en raras ocasiones salían de su labios —pálidos, secos,
enflaquecidos— expresiones atribuibles al manar hondo y
caliente de su intimidad.
Trataban ya entre ellos, sin prisas, como una posibi-
lidad distante, del matrimonio. Antonia era quien ponía
más reparos al proyecto y frenaba sus inquietudes con
objeciones de amarga desconfianza.
—¿Para qué tanta precipitación? El podía arrepen-
tirse. ¿La conocía bastante? Debía pensar que su familia
nunca la acogería de grado. Por nada olvidarían su origen.
Protestaba Alfonso y en hora más propicia volvía a

999
insistir, encontrando las mismas advertencias, fríamente
formuladas, pero en que se mostraba un repliegue de
sufrimiento. ¡De no llegar a oídos de Alfonso la renco-
rosa y despectiva oposición del cuñado, sus insultantes
manifestaciones en público, el forcejeo hubiera continua-
do largo tiempo todavía! Pero el rumor le encendía la
sangre, le encariñaba más aún con Antonia, y aceleró el
proceso. Rogó, amenazó, hasta obtener el vacilante con-
sentimiento de ella. Luego, lanzose al vértigo de los pre-
parativos, hasta concluir en la última bendición, que los
unía para siempre.
El pollo Castuera les cedió su casa y se trasladó pro-
visionalmente a los altos de la botica. La pareja, gracias
a los cordiales oficios de doña Ricarda, dispuso de un
retiro acogedor, con muebles sólidos y discretos, cortinas
claras, cándidas figurillas de pastores y ciervos en las
repisas. Al entrar allí, derechos de la iglesia, ya en su
apogeo el sol, próximo el verde zumbido de las huertas
vecinas, resplandecían de limpios los suelos de baldosas
encarnadas y un aire fresco avanzaba desde el sombreado
recinto del patio, de su conjunto de macetas de tallos
espigados, oreando los sentidos.
Antonia se desnudó en la alcoba —una habitación an-
cha, a la calle— y se vistió una bata con bocamangas de
encaje. Ayudada por doña Ricarda preparó en la cocina
—situada al fondo, en un cobertizo— la copiosa comida
de esponsales, en tanto que Juan, el pollo Castuera y
Alfonso departían animadamente en la sala.
—Serás un padrazo. ¿Quién se resiste con estos «ele-
mentos»? Lugar alejado del bullicio, mujer agradable y
guisos que huelen a gloria.
—Se me figura que le ha caído a usted el premio gordo.
Ahora, a sentar cabeza, a traer hijos al mundo —reco-
mendó, bonachón, Juan.
Hasta la noche no estuvieron completamente solos.
Alfonso sentía una embarazosa indecisión al aproximarse
el momento. Y se preguntaba repetidamente cómo debe-
ría tratarla, temeroso de herir alguna sutil cuerdecilla de
su delicadeza, que se le presentaba más cierta y real que
nunca a través de la relación directa, en los rápidos vis-

400
lumbres de su contacto. Sobre todo, aquí, bajo el techo
común.
Ella se le ofreció con absoluta naturalidad, serena y
afectuosa, sin un trémolo de ardor loco, con gesto y su-
misión de esposa, discretamente pasiva.
Cuando en la madrugada se durmió Alfonso, levantose
silenciosamente de la cama y de puntillas se acercó a la
ventana, entreabriendo los postigos para que el viento la
calmase. Violentas, ásperas arrugas alteraban su rostro
y el turbio resplandor del nuevo día se proyectó en la
crispada piel de su frente. Murmuró para sí, con ento-
nación fatigada:
— ¡Qué trabajo me cuesta! No sé si aguantaré...
¡Harta estoy de tanto aparentar!
Pero como él se movía y palpaba su lugar desierto, se
deslizó sigilosamente, apegose a su costado, con una son-
risa de felicidad plena en la boca mentirosa.
Hacían buenas migas Miguel y don Federico. Después
de enseñarle hasta el último recoveco de «La Clavellina»,
el alemán no regateó sus elogios por la obra realizada.
—Es usted un hombre de empresa admirable. ¡Lástima
que no quiera tener negocios con nuestra Compañía!
Miguel reiteró su propósito de no vender la mina y
entonces su huésped, ante lo irremediable, le confesó:
—+Es la primera vez que fracaso. Volveré a Madrid con
una derrota.
Tácitamente variaron de tema y don Federico expresó
su deseo de conocer más detenidamente el pueblo.
——Consideraré esto un viaje de placer. Si usted se dig-
nara perder algún tiempo conmigo y me enseñase lo que
hay aquí de particular... Creo que apenas tienen ustedes
algún monumento, alguna reliquia artística. Como el lu-
gar es relativamente moderno... —añadió con insinuante
menosprecio.
—ZLa verdad, yo de esas antiguallas no entiendo. Y me
parece que no se encontrará nada del otro jueves. Podría-
mos ver, si acaso, los cuadros de la ermita. Según dicen,
son de gran mérito. De todas formas, está pendiente la
visita a «El Rincón». Aquello sí es una delicia.
— ¿Paisaje? :

401
—SÍ... paisaje.
—Llevaré la caja de pintura y me entretendré un rato.
Es mi debilidad.
Así se acordó y una mañana se encaminaron a la finca.
Los recibió, un tanto sorprendida, María del Carmen, que
no podía disimular su turbación ante aquel extranjero de
palabra insegura y firme paso. Don Federico se interesó
cortésmente por el niño y luego, con visible impaciencia,
solicitó permiso para recoger en su lienzo alguna de las
bellezas de la campiña. Instaló el caballete a la entrada
del jardín y dedicóse a trazar manchas de color en la tela.
Encorvado, su fuerte corpulencia producía un efecto pe-
noso y grotesco. En mangas de camisa, sujeto el pantalón
por tirantes, sudaba abundantemente bajo el sol. Traba-
jaba con gran empeño, como si de su éxito dependiese la
vida misma.
—¿No le molesta que curioseemos? —Miguel se apro-
ximó acompañado por María del Carmen.
—Al contrario. Y estaré encantado si se les ocurre cri-
ticarme. Esta es una manía de aficionado. Pero les con-
fieso que daría la mitad de mi capital por ser un artista
notable.
Miguel, como correspondía al caso y un poco cohibido
por su ignorancia, no escatimó los elogios prudentes.
—Es de un parecido asombroso. Uno recibe la impre-
sión de este sol, de esta luz. Y el caminillo detrás del
estanque le resultó de perlas.
Callaba María del Carmen y don Federico le preguntó
con inesperada ansiedad:
—+¿Y usted, sinceramente, sin cumplidos, qué opina?
—Aún le falta completarlo, ¿verdad? ¿Cómo quiere
que juzgue? Además, tengo un gusto tan estrafalario, soy
tan inculta.
—Sí, está incompleto. Acabar es lo más difícil.
Hasta la hora de comer siguió entregado a su tarea,
forcejeando con el motivo que ahora, después de la obser-
vación de María del Carmen, se le resistía, tornábase hos-
til. Hizo varias correcciones, modificó a fondo la estruc-
tura, resaltó unas tonalidades, atenuó otras, y a fin de
cuentas consideró lo logrado con un gesto hosco e insatis-

402
fecho, tentado de emborronar el cuadro y empezar de
nuevo. Sufría su vanidad, le desasosegaban las palabras
justas de María del Carmen. Pero a pesar de ello, admirá-
bala por su actitud, tan sincera en el fondo.
En la mesa, servida por «Varita de Nardo» y Pascual,
don Federico mostró franco interés por entablar conver-
sación con María del Carmen, anhelaba romper hábilmente
la distancia que su reciente conocimiento imponía. Con-
siguió captarse la simpatía del niño con afectuosos halagos
y mimos, que parecían inconcebibles en su aleación de
cortesía y tosquedad.
—Yo que usted, don Miguel, no me resignaría con el
criterio de los médicos del pueblo, que no saben nada de
los adelantos modernos. Se me figura que con un trata-
miento eléctrico, por ejemplo, le mejoraría extraordinaria-
mente la circulación. Ahora, no me haga del todo caso en
esto, consulte a los especialistas. Mi casa de Madrid está
a su disposición, y no lo digo por urbanidad... Me ofen-
dería si no aceptara y fuese a un hotel. Para usted —se
dirigió a María del Carmen— la salud de este pequeño es
muy importante, se nota que lo quiere casi como una
madre.
—Un poco menos —contestó ella—, pero una lo ha
visto nacer, crecer y sufrir.
Estaban a los postres y dominaba en la habitación un
fresco ambiente somnoliento, en contraste con el fuerte
sol del exterior. Vencido a su pesar por aquella quietud,
Miguel cabeceaba en la mecedora, oyendo en confusa le-
janía la charla. Don Federico pudo contemplar a su sabor
a María del Carmen. —Para ocultar su azoramiento y no .
delatar la instintiva antipatía que le inspiraba el extran-
jero, bordaba con finas puntadas un embozo. Advertía
cómo él la miraba enardecido, insistentemente, y le era
difícil contener su despego.
—Si alguna vez vienen ustedes por Madrid, yo me iré
al chalet que tengo en la Sierra, y que utilizo únicamente
para practicar el alpinismo en los inviernos. Estoy seguro
de que a usted le agradará conocer mi colección de pin-
tores españoles de la Edad Media. No es cualquier cosa,
porque acuden a visitarla de todo el mundo. No sólo tu-

403
ristas, sino gente famosa. Es mi vanidad y no regateo
dinero para aumentarla. La he formado siguiendo el con-
sejo de un historiador y crítico de arte, buen amigo mío.
Chifladuras de solterón. Como no tengo parientes cerca-
nos, sólo algunos primos en Alemania, que cuando se
acuerdan de mí es para intentar sacarme algo... Los ricos
como yo nos aburrimos sin remedio.
—-Pero no es posible que a usted —para no aparecer in-
diferente y arisca, María del Carmen se esforzaba en dia-
logar— con los negocios en que interviene, con sus obli-
gaciones sociales, le quede tiempo para sentirse solo.
—Siempre hay un hueco por donde nos ataca el fas-
tidio. Cuando vuelvo de una junta, de una fiesta, el aire
de mis habitaciones me asfixia. Unicamente yo respiro en
ellas, es insano.
—Quizás en su tierra se divertiría más.
—Se equivoca. Vivo hace treinta años en España, casi
desde que tengo uso de razón, hablo medianamente su
lengua, aquí están todos mis intereses, me adapté a las
costumbres de ustedes. Ya no puedo trasplantarme.
Como María del Carmen permanecía en silencio, mo-
lesta por el resbaladizo giro personal de la plática, él
prosiguió.
—Perdone el atrevimiento, ¿pero usted tendrá que
estar aún mucho tiempo en este desierto, tan joven? ¿No
le pesa?
—Lo mismo da —contestó ella, con tono evasivo.
Desperezose Miguel, se disculpó por la siesta involun-
taria.
—-¿NOo ha seguido pintando?
—Y a no se presta la luz.
— ¡Pero si no ha terminado el cuadro! Es una pena.
—Si usted no se opone, podría volver un par de días
más. Me llevaría una gran cosecha de panoramas y apuntes
de «El Rincón». Así prolongaría este descanso y es una
buena época porque mis asuntos ahora están encarrilados
y no padecerán.
—Se lo iba a proponer.
Y de esta suerte consiguió don Federico frecuentar «El
Rincón». Pintaba unas horas y al oscurecer el coche acu-

404
día a recogerlo. Apenas hablaba con María del Carmen,
dedicada por entero al niño y a los deberes domésticos. Se
limitaba a cambiar breves y apresuradas frases con él;
evidentemente le rehuía.
Había anunciado don Federico que aquella mañana era
su visita de despedida a la finca. Marchaba por la noche
y, probablemente, tardaría en regresar al pueblo. ¿Podría
pedirle como un recuerdo que le sirviera de modelo para
un dibujo? Es una gentileza que nunca olvidaría.
—Pero ella, tan hormiguita... Se reirían los que vieran
el retrato.
—Es que no se lo enseñaré a nadie.
Accedió, forzadamente, María del Carmen. Posó en una
vereda del jardín, enmarcada por el aire libre, las manos
—Aa ruego de él— sosteniendo el bastidor.
—Hágalo como si yo no estuviera, con naturalidad,
como usted es.
Y María del Carmen quiso olvidar su presencia. Se en-
tregó hondamente a sus ensueños. Desfilaron en su me-
moria los sucesos de los pasados meses y espejeó en sus
ojos la imagen, temida y deseada, de don Nicolás.
— ¡Qué expresión tan atormentada! No lo entiendo,
no acertaré a reflejarla.
Dio los toques definitivos al rostro que allí esbozara,
colocando a guisa de fondo la higuera de corvo ramaje
exangúe, y se lo mostró con preocupada sonrisa.
—Dígame, crudamente, si es usted. No tenga reparo,
que no me voy a disgustar.
María del Carmen examinó, entre complacida y rece-
losa, el conjunto de líneas que pretendían reproducirla.
Aquella dureza de forma y ritmo le produjo una impre-
sión penosa.
—Muy agradecida —dijo, ruborizada.
La corpulencia de don Federico amenazó desmoronarse
bajo un soplo de desaliento. Y sin embargo, se negaba a
renunciar, no desechaba la esperanza.
—Comprendo, no me guió la fortuna. Pero insistiré,
más adelante.
Y con un movimiento rígido y ceremonioso se inclinó
ante ella.

405
Todavía a la media tarde, procuraba María del Carmen
eliminar de su imaginación el episodio punzante. Pero
«Varita de Nardo» la perturbaba con idas y vueltas a su
alrededor, con un rosario de exclamaciones vehementes.
—No te entiendo, entrañas; es como si no te conociera.
Tú me escondes algo, hay en ti cosas que no veo claras.
Porque de remate no estás, ni eres caprichosa. ¿Quieres
consumirte toda la vida al arrimo del cuñado, pendiente
de sus ventoleras? Te sale un hombre serio, que regaría
diamantes a tu paso, y es igual que si pretendieran a la
Virgen de la Ermita. Tienes la ocasión de ser rica, muy
rica, de conseguir posición, de «subir» y la tiras, tan cam-
pante, por la ventana. ¿No te das cuenta de que los años
se escapan y que en este pueblo los de tu condición son
una pandilla de vagos y piojosos, con más ínfulas que reyes
destronados? ¡Qué mujer ésta! ¡Y te podías reír de los
peces de colores, inocentona!
Interrumpió su filípica la llegada de Miguel, que des-
cendió rápidamente del coche y fue a su encuentro. No
podía dominar su agitación, le temblaban de emoción e
impaciencia los labios carnosos y era más intenso que nun-
ca el rojo tinte de su piel. Sin decir palabra la tomó del
brazo y, para evitar testigos, la llevó por el sendero del
estanque.
—Tengo que hablarte de un asunto muy importante,
María del Carmen. Escúchame con calma, reflexiona bien
lo que vas a resolver. En este momento se juega tu por-
venir.
—Se juega —murmuró ella sarcásticamente.
—No te supones de lo que se trata. ¡A mí mismo se
me hace raro creerlo! Cuando don Federico me lo planteó
me quedé de piedra. Está empeñado en casarse contigo,
así como suena. Si aceptas, suspende el viaje y en un mes
se celebra la boda. Y de la noche a la mañana logras una
situación que todos te envidiarán. Es un hombre bueno,
se nota; a veces, infeliz como una criatura. ¡No me ex-
plico cómo ha reunido esos millones! Tú prosperas, em-
parentaríamos con el capital más fuerte en minas. Fíjate
si está enamorado que sabiendo cuánto quieres al niño,

406
no lo apartará de tu lado; mientras se cura lo considerará
un hijo suyo.
—Para ser infeliz, ya estoy bien —replicó con firmeza.
—No lo concibo. Eso es un disparate. Medítalo.
—De aquí a unos meses, dentro de una eternidad, pen-
saré lo mismo.
De nada valen los ruegos de Miguel, su aspecto deso-
lado.
— ¡Y yo le pagaré con una negativa todo lo que ha
hecho! Hoy, espontáneamente, me firmó un contrato com-
prando por cinco años todo el mineral que se saque de
«La Clavellina», y al precio más alto de esta temporada
en Londres. El parecía seguro de que tú lo aceptarías.
—NO0, yo no puedo.
Hace tiempo que marchó Miguel, recomiéndose el des-
pecho. Ya la tarde se extiende con melancólica dejadez
por la superficie apagada del campo, negrea por veredas
y olivares, es hondo quejido de cauce terroso en las ace-
quias, le arranca al sol chispas de púrpura, cubre con su
hálito encantado el oscuro verdor del jardín y tapa con
densas sombras las cales de la fachada, reviste de pardas
tonalidades las yerbas mustias y secas que crecen entre
las tejas del cortijo. María del Carmen, sentada a la puerta,
aspira con gozosa delicia el aire pausado.
Pascual remolonea por allí, como si intentase cazar sus
sentimientos, acechando sus calladas emociones.
— ¡Señorita!
—-¿Qué quieres?
—A mí se me figura que usted hizo lo que debía. Cada
uno tiene su sino.
—Tú me entiendes, Pascual.

407
XI

El «Mellao» decidió entrar de día en el pueblo, la ca-


beza descubierta y a la luz del sol. Las cartas de los ami-
gos y camaradas, de los viejos compañeros de lucha, pro-
vocaron en su ánimo un hirviente remolino de evocacio-
nes. Sentía, fuera de toda lógica, un irresistible cariño por
aquel lugar donde ocurrieron las mayores desgracias de su
vida. Las semanas de cárcel y el abandono de los pusilá-
nimes, las incidencias del proceso y del juicio, el rodar
luego de mina en mina —generalmente en explotaciones
de mala muerte, que no se andaban con remilgos para ad-
mitir obreros levantiscos, por ser de segundo orden y no
atraer mano de obra— le habían creado una costra enga-
ñosa de seguridad en sí mismo, un cierto despego por los
demás, asomos de desconfianza hacia las cosas y los hom-
bres, una especie de fatalismo. Ello no quiere decir que en
ninguna circunstancia relegase sus «ideas», ni dejara de
influir en los trabajadores, inmediatos y cercanos. Se es-
forzaba siempre en organizarlos, en canalizar racionalmen-
te, con criterio muy práctico, que no admitía réplica, sus
reivindicaciones. Pero el hecho de contar esencialmente

408
con la propia firmeza, la falta de amistades estables, le
empujaron cada vez más a la soledad. La evidencia de que
no pasaría sino cortas temporadas en un sitio, le obligaba
a no ambicionar afectos duraderos, a no identificarse, a su
manera sería y bronca, con un ambiente determinado. No
obstante la capa de severidad que se le había apisonado,
en todos los rasgos, por culpa de unos y omisión de otros,
acostumbraba a considerar los conflictos y choques con el
«enemigo de clase», con una visión amplia y serena, limpia
de rencor individual.
Aprendió mucho el «Mellao» en sus andanzas y desven-
turas. Las sobrellevó con tal temple y magnanimidad que,
en ocasiones, le irritaba lo presentasen, un poco en es-
pectáculo, como una víctima de los patronos. ¡Si lo suyo
era lo más natural del mundo! —-—De «doctrina» estaba
casi pez, según admitía sin empacho. No lo llamó el des-
tino para orador de mitin ni «diputao». Pero en achaques
de experiencia, de instinto certero de los hombres y de
sus móviles, en cuanto a maniobrar con pupila se refiere,
no le arredraba declarar, con cierto orgullo, similar al de
los labriegos viejos, que le daba punto y raya al más pin-
tado y palabrero.
Pero el pueblo, la gran concentración minera, ejerció
constantemente sobre él poderosa fascinación. En ocasio-
nes, el corazón le susurraba que él debía volver allí donde
lo encarcelaron, donde intentaron culparle de un asesinato
y le cerraron todas las puertas. Hoy había sufrido tales
cambios que vería pasear en coche de caballos —muy re-
pantigado y hasta con abrigo de pieles y sortijas— a «Mi-
guelillo». Paco le escribía que éste vareaba la plata, era
el dueño de la casa más maja de la Corredera e incluso
había comprado una finca de recreo, «El Rincón».
Volver al pueblo, para él, significaba cruzarse con tipos
como Miguel y compañía, entregarse en cuerpo y alma a
las tareas de la Sociedad, frecuentar la calle de los ta-
rantos —c¿estará igual que antes?—, ir a los huertos de
las cercanías, en las mañanas domingueras, a plantar el
arbolillo de la «liria» y a cazar unos pájaros infelices.
¿Cómo lo recibirían los nuevos, Jos que dieron el «es-
tirón» en su ausencia y sólo sabían de él la leyenda? ¿Qué

409
impresión se reflejaría en el rostro —él lo descifraría por
una arruga, por un pliegue de labios— de Paquillo, el
compadre leal, el que nunca renegó ni le olvidó?
Sentado en el varal de la galera, a merced de estas re-
flexiones, de un escozor de ansiedad y de vaga incertidum-
bre que le pizcaba el gaznate, el «Mellao» se palpó el
mentón ancho y prominente, rasposo de barba, se tocó los
pómulos huesudos, quitose la gorra de visera y sus dedos
encontraron grandes tramos de calvicie, el tacto ingrato de
las canas. Después, con un mohín de resignación, miró sus
canillas esqueléticas, lo hundido de su pecho, la venosa
rigidez de las manos. ¡Bien lo habían zarandeado los
años, las minas y los disgustos! Era indudable que él, como
la mayoría de la gente de su oficio, no alcanzaría la vejez,
«no tendrían que sacarlo en una espuerta al sol».
La ráfaga tristona se desvaneció pronto en su ánimo,
habituado a trances más tangibles y crudos. Morirse es un
accidente, el último... Y él no se amilanaba ante esa pers-
pectiva. Lo que importa es, decíase, la faena honrada,
cumplir la obligación, ser un varón decente. Eso que tanto
se pregona. Parece de lo más simple y sin embargo, lo trae
a uno a mal traer, sin familia ni perro que le ladre, reco-
giendo, si acaso, una gavilla de odios.
¡El pueblo! Sí, era su pueblo, allí le había cuajado la
inteligencia, allí desfogó su entusiasmo joven y se hartó
de injusticia. «Somos unos bichos que no hay Dios —o
llámalo como quieras, corrigió mentalmente, con prurito
laico— que nos entienda». ¿Por qué le conmovía así, con
ahogos de congoja y ganas de llorar, el divisarlo tendido en
la vasta planicie, con su trazo luminoso y amplio, sus cejas
de olivares y la muchedumbre de sus tejados brillando en
la distancia, tras la polvareda de las eras y tejares y el
pajizo serpentear de sus caminos?
El carretero, que le observaba francamente intrigado,
no pudo contenerse más y le preguntó:
— ¿Cuánto hace que falta?
—-Perdí la cuenta.
—«¿A las minas?
—Sí, ojalá encuentre el mendrugo.

410
—Usted no es del campo, sino del pozo. A la legua se
le adivina.Y el color es de «emplomao».
Aprovechó su afirmación para mostrarse agradecido.
_ —Me hubiera tirado a pie unos buenos doce kilómetros
si no es por usted. Y ya no estoy pa esos trotes.
—Las mulas no lo sienten y en la carretera tos nos
ayudamos.
—AÁntes de llegar a los tejares, me bajaré. Ojalá el día
de mañana le pueda pagar el favor.
—Ni hablar de eso.
Empezaba el sol a picar en la piel, llameaba de luces la
campiña. El «Mellao» no resistió a la jactanciosa curiosi-
dad de estudiar en su acompañante el efecto que su nom-
bre podía producir. Por la edad del carretero —cuarenta
y pico, por lo menos— debía conocerlo de oídas, siendo
de la comarca.
—- ¿Usted no sabe quién soy yo?
—Es la primera vez que alternamos, y al que va a pie
no le pedimos documentos, como los civiles.
Riose alegremente el «Mellao», mientras acababa de
asegurar el atadijo de ropa —una pastilla de jabón, dos
pares nuevos de alpargatas, una muda limpia, pañuelos
de yerbas y pelliza para el invierno—. El labriego simula-
ba indiferencia.
—El «Mellao». ¿No le suena? Ese es mi apodo y hasta
los apellidos de padre y madre me robó con el tiempo.
—Sí, creo recordar que fue usted el que capitaneaba a
los mineros en la huelga famosa. Y por culpa de unas
puñaladas lo emplumó la justicia.
—Alto ahí. Yo no me manché de sangre. Calumnias
que me levantaron pa quitarme de en medio. Ni tanto así
me probaron. Pero esa es una historia antigua.
El carretero se restregó la oreja, en señal de preocupa-
ción.
—+¿A buscar trabajo, eh?
—Tengo buenos riñones todavía.
—Un consejo: no se meta en belenes, que la cuerda
se rompe por lo más flojo y usted, con perdón sea dicho,
está muy «cascao». Su vuelta les sentará a las lagartijas
como una pedrada en la frente.

411
—_Lo sé.
—Sobre todo, al que hoy tiene más duros y aldabas, a
ese don Miguel. No le gustará un pelo que le alboroten el
gallinero.
El «Mellao» no desperdició la ocasión que se le brin-
daba.
—El don Miguel parece que ha subido como la espuma.
Cuando yo lo trataba era un simple barrenero.
— ¡Cualquiera le tose hoy!
—-¿Se casó?
—Y tiene familia, un hijo, al que le dio un ataque de
«paralís» y una niña chiquitina. Emparentó con la herma-
na mayor de don Alfonso, el empresario del teatro.
—+¿Los de don Roberto, el jugador?
—El mismo que vestía y calzaba. Guárdese del yerno.
—Mala fama corre.
—La verdad es que no lo trago. En las simpatías no
se manda. Y ése tiene un orgullo envenenao, como si él
no hubiera salido de la misma madera que usted y yo, del
mismo sitio.
De él —pensaba el «Mellao»— no restaba ya más que
el eco de una imagen. A la gente iba a producirle la sen-
sación de un resucitado. Los de las minas recordarían sólo
al hombre batallador de antes; los patronos, al «busca-
bullas»; los neutrales, a un tipo raro y díscolo, compro-
metedor.
Se despidió del carretero y recorrió desde el arrabal la
calle principal que se bifurca en la plaza del Ayuntamien-
to. Cerca de la tienda del pañero habían surgido nuevos
comercios, más lujosos y espaciosos que los de su época,
con cierta pretensión de almacenes. De material reciente
el adoquinado, transformada la fachada del Casino con
bambolla de enyesadas columnas en el pórtico. Los tran-
seúntes pasaban a su lado sin demostrar sorpresa, sin re-
conocerlo. Ni siquiera los ociosos del Café Colón cuchi-
chearon entre sí al verle.
Se acordó entonces —con un respiro, confortado— de
Juan, y por la Corredera se dirigió a la plaza de la Iglesia.
Iba a cruzar la primera esquina cuando se le ocurrió
preguntar por la casa de don Miguel. Un joven —con

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traza de escribiente de Notaría, Juzgado o Registro— lo
consideró extrañadísimo.
—Usted es forastero. ¡Si la tiene frente a sus narices!
El «Mellao» se quedó allí un buen rato, plantado como
un bobo, entre caviloso y admirativo.
—Cinco balcones, corridos los del centro. Puerta de al-
dabones y cochera, jardincillo a la entrada, y esos árboles
que despuntan por detrás y son del patio... ¡Vaya lo que
ha progresao!
No quiso detenerse más, para no llamar la atención, y
continuó el camino. Lo que no había cambiado era el Pa-
lacio. El mismo aspecto: desconchado y oscuro, las losetas
con sus ranuras musgosas, el pasillo central lleno de esta-
blecimientos artesanos y al fondo el bullicio de la posada.
Avanzó, con andar más pausado, poseído de una impa-
ciencia dolorosa. Era el segundo local, a mano izquierda.
Evitó el tropezar en un montón de colleras y monturas
esparcidas en el suelo. Un rostro joven y enjuto, con pintas
vinosas, se le encaró.
—-¿No es la carpintería de Juan?
—Hace tiempo que dejó esto. Muchos meses... Ahora
está de conserje en el teatro y más «tocao» que nunca.
A la tarde lo encontrará. Por la mañana sale de caza.
El «Mellao» no le contestó. En aquellas horas, mien-
tras no viese a Paquillo, el pueblo carecía de sentido para
él. Incluso los grandes recuerdos se le esfumaban, como
si intentaran burlarse de su memoria y la suma de ausen-
cias le metían el corazón en un puño.
Anduvo, más lentamente aún, con aguda sensación de
desamparo, que se le antojaba misteriosa e invencible.
Y vagó sin rumbo por las calles, identificando aquel portal,
sobresaltándose ante cada fisonomía desconocida para él.
Hasta que las minas arrojaron el primer turno y tro-
pezó con Paquillo. El viejo amigo se sorbió las lágrimas,
le palmoteó la espalda y lo condujo al cuarto que ocupaba
en una de tantas viviendas-colmena de la calle de los ta-
rantos.
La noticia se difundió en contados minutos, acudieron
los «camaradas» y el «Mellao» pudo -recobrar la sereni-
dad. Se hallaba en su elemento, cón los suyos. Olvidó por

413
completo las impresiones espinosas de la jornada, el espe-
jismo de abrumadora soledad que lo habían deprimido.
Ahora vibraba en su derredor un calor humano, aunque
no conociese a la mayoría de los mineros que Paquillo le
presentaba.
—Este es el «Perdigón», bruto a conciencia, pero con
él se puede ir a cualquier parte. Ya le ha roto los morros
a tres capataces que se le propasaron. El que acaba de
irse es muy célebre, le llamamos el «Secretario» aunque
de buen nombre es Romo, tiene una letra que parece de
imprenta, pero de ahí no lo saques. A cada quien lo suyo.
¡Si no podía faltar! Pasa, no te dé apuro, Ramírez, que la
nariz te descubre las aficiones. Y ese de tanta cachaza, que
al hablar se te figura que pisa las palabras, Emilio Santis-
teban, a pesar de lo mozo es tieso y seguro. Vamos, no te
quedes en un rincón, Valle. Cuando alguien se enzarza en
pleitos, allá se te descuelga a poner paz. Y basta de pa-
lique, hay que echarle algo al estómago. Prepararé una
«pipirrana». No te niegues, por pobre que uno sea, le
sobran ganas pa las ocasiones. Si no has cobrao, te fian.
Total, unas latas de sardinas, pico unas cebollas, parto los
tomates y lo baño con aceite fino, más las aceitunas. ¿No
te acuerdas de este pan, con la miga más blanca que la
nalga de una reina, y la corteza con un dorao y un tueste
que despepitan?
A través de él, de su júbilo, se creaba un ambiente
irresistible, contagioso y alentador, de confianza y her-
mandad. El «Mellao» se sentía distinto, «otro hombre»,
sin rastro de vejez, con unas ganas pueriles de que la fiesta
no terminase nunca. No trataron para nada, por un na-
tural instinto de cortesía, del objeto de su venida, de sus
posibilidades de trabajo, de la Sociedad. Eso se aplazaba
para otro momento, cuando el viajero estuviese descan-
sado.
Mientras, de par en par la puerta, que ellos no necesi-
taban de tapujos, merendaban y bebían de la común bota
del tinto, a grandes y sonoros buches. El homenaje se co-
ronó al gritar Paquillo:
—Tú, Ramírez, a cumplir. Echate unas «mineras» y
que te salgan del triperío.

414
El cantaor aficionado se desabrochó el cuello de la ca-
misa, cruzó las piernas y con gesto solemne e inapelable
reclamó silencio.

Miguel tenía motivos de satisfacción, y sin embargo


mostrábase nervioso y antojadizo aquella mañana. Había
aumentado el número de obreros de «La Clavellina», al
descubrir un rico filón, y no tenía que preocuparse de
vender la producción, pues don Federico, aunque la cifra
excedía de la cantidad máxima fijada en el contrato, se
la compraba sin protesta. Además, en la linde del «Soti-
llo» había denunciado otra mina y las exploraciones indi-
caron que encerraba buen golpe de mineral. Publicaban
los periódicos alarmantes informaciones acerca de una pró-
xima guerra en Europa, y según su pronóstico ello elevaría
fantásticamente el precio del plomo en los países neu-
trales. De otra parte, María del Carmen estuvo en Madrid
con el hijo paralítico —«no, mejor sería no mentarlo, la
pobre criatura es mi tormento»— y el médico, un sabio,
«una lumbrera», les dio esperanzas de un paulatino resta-
blecimiento, que se acentuaría, con un régimen muy es-
tricto, en la edad del desarrollo. Por lo pronto, sólo cam-
po, cuidado especial en las comidas y algo de ejercicio y
distracción. En la casona, la niña pequeña, de nombre le
pusieron Araceli, embobaba con sus primeras gracias al
coro laudatorio de la madre, el ama seca y las amigas.
¿De qué podía quejarse? Salud espléndida, un río de
dinero, próspera situación social y familiar. No obstante
—le indignaba admitirlo— aquellos goces parecían soca-
vados por la insidiosa inquietud que le oprimía, por un
constante recelo. Se volvió más suspicaz y agrio de genio
que nunca, como si temiese una asechanza del destino y
cercase su ventura un secreto poder enemigo. Ahora, lo
que antes no le había ocurrido, la simple contemplación
de «La Clavellina», con la gallarda torre de su pozo prin-
cipal y las construcciones que a su alrededor se extendían
provocaba en su memoria imágenes acusadoras del pasa-
do, y en los anocheceres no se atrevía a recorrer solo las
inmediaciones, sacudido por el temor. irracional de que
surgiera entre las sombras la recia figura ensangrentada de

415
su víctima. Cuando se asomaba a la boca de la mina y
sondeaban sus ojos aquella oscuridad alucinante, creía per-
cibir un grito desgarrador, de muerte, que le perseguía
durante el resto de la jornada y le mantenía insomne y
agitado en la noche, bajo el pavor de sufrir un sueño en
que su conciencia revelase lo sucedido. Y le preguntaba,
insistentemente, a Asunción:
—«¿Hablo mientras duermo, verdad? ¡Qué de cosas
raras debe decir uno! A veces me divertiría saberlas.
— ¡Qué manías tienes! Nunca dijiste nada en sueños.
Tranquilizábase ligeramente hasta que una alusión ca-
sual, una referencia fortuita a la época en que «ocurrió»
le recrudecían angustias y aprensiones, determinando en
él estallidos de humor violento, actitudes inconvenientes.
Asunción se lo explicaba con la mayor sencillez y evitaba,
por comodidad, las menciones peligrosas.
—Miguel es muy susceptible. Le hiere pensar en los
tiempos de su pobreza.
Cierto es que para él la época de su juventud, hasta
descubrir «La Clavellina» sólo implicaba penosas remem-
branzas. Huía de cualquier persona conocida entonces y al
enterarse del fallecimiento de don Manuel, su antiguo
maestro, eludió asistir al entierro. Se esforzó en aturdirse
con preocupaciones de otra índole, para no afrontar —tras-
pasando la dureza de carácter que se le había cuajado—
la silueta aniñada y cándida, sutilmente dulce, de Encar-
nación. En cuanto a Juan, como él no iba por el teatro,
su actual madriguera...
Trabajaba en su despacho de la mina —acallado por
unos instantes el rumor de estos sentimientos opresores—
cuando se presentó don Francisco, más pálido que la cera,
balbuciente la palabra.
—Don Miguel, andan revueltos los del segundo turno.
La tomaron con Jacinto, el capataz. Ahí lo tiene usted
que no le llega la camisa al cuerpo. Creo que alzó más de
la cuenta la voz y el «Perdigón» estuvo a pique de apo-
rrearlo. Se las dan de bravucones.
Jacinto, un sujeto entrado en grasas, bigotudo y cansino
de ademán, se apoyaba desfallecido en la pared.
— ¡Y tú gastas pantalones! Tu puesto no se abandona,

416
para eso pago. Que sea la última vez. No te despido por
misericordia. ¿Qué esperas? Sígueme y aprende.
El contable aventuró en voz baja:
—Es una imprudencia suya. Podíamos enviar al inge-
niero a que los calme. A ése sí lo respetan.
—No me asustan.
—Llévese un arma, por lo menos.
—Me sobra con los puños. ¿Qué te has figurado?
Atravesó la explanada casi corriendo, Jacinto lo seguía
a distancia. La jaula los bajó al interior de la mina y pe-
netró, sofocado de ira, en la galería de los «revoltosos»,
donde el grupo de hombres suspendió por unos segundos
la faena al verlo aparecer. Miguel chillaba descompuesto.
—<Este» se queda aquí y que nadie le levante la mano.
Y menos juegos o se me acaba la paciencia.
Aguardaba el silencio humilde, no el murmullo solivian-
tado que se produjo, ni la forma abierta de encarársele de
los más cercanos. Subía de grado su excitación y prosiguió
con tono despótico:
—En «La Clavellina» mando yo, su amo. Á enterarse.
Y al que quiera camorra, lo «apañará» la Guardia Civil.
Se adelantó —pesado, macizo— el «Perdigón», enri-
zadas las cejas canosas. Dejó caer al suelo el martillo que
empuñaba y se aproximó al patrono con andar bambo-
leante.
—Don Miguel, por esta vez pase con ese tipejo —y se-
ñalaba con la mano abierta, gruesa de venas, a Jacinto—.
Pero si vuelve a «faltarme», no sale vivo de este túnel.
Se lo juro. Que somos hombres hechos y derechos, no
bestias de carga. Nos «revienta» que nos arreen. Y ese
fulano hace tiempo que se empeña en freírnos la sangre.
—A ti y todos sólo os toca obedecer.
——Cumplir con la faena, pero sin insultos.
—Hablas mucho, tú.
—ZLo que se puede.
—Pues, cuidado. Los sueltos de lengua no son de mi
devoción.
—Es que yo lo hago en nombre de tós. Y usted nos
tiene que escuchar, como nosotros le escuchamos.

417
Al encontrar aquella firmeza, Miguel prefirió soslayar el
incidente.
—Se acabó la charla. Cada uno a su sitio.
Ni con un adiós de cortesía —como en otras ocasiones
hubieran procedido— le despidieron. Allá quedó Jacinto,
con su regular dosis de pánico, en tanto que cuchicheaban
los mineros. Arrancó la jaula y le pareció oír risas y can-
tares burlones, que la subida iba amortiguando.
A la boca de la mina le aguardaba intranquilo don
Francisco.
—-¿Ya lo arregló?
— Así, así. Ese mandria se aguantó su canguelo.
—No se exponga usted más de lo razonable.
—La gente está trastornada, Francisco. Aquí hay una
influencia extraña, una mala voluntad. Se palpa.
—A lo mejor, como han reorganizado la Sociedad...
Empiezan a reunirse y va levantisca la calle de los ta-
rantos.
—-¿Quién es el cabecilla?
—He sonsacado al mozo de almacén, porque se trata
con algunos de ellos. Le llaman el «Mellao» y lo acatan
sin replicar. Vino hace poco al pueblo.
Miguel no hizo ningún comentario. Le interesaba no re-
velar su turbación y se encerró pronto en el despacho.
¡Ya se justificaban las aprensiones padecidas en los úl-
timos tiempos! Intuía que un factor imprevisible se intro-
duciría en su vida. Y el «Mellao» se presentaba a suble-
varle los obreros, a crear una conciencia —recordaba sus
prédicas— que le sería fatalmente dañosa. No se planteaba
la lucha con un desconocido o inexperto, sino con persona
avezada, mañosa, de firme carácter. Era un hombre que
no se exaltaba y medía sus fuerzas. Además, de tanto ro-
dar, con más gramática y escamas. Puerilmente, experi-
mentó una ardiente curiosidad por encontrárselo. Pero
después, con íntima desazón, pensó que era mejor no
cruzarse nunca con él. El «Mellao» le traía mala suerte.

Al comienzo de su matrimonio y quizás por el prejuicio


de que la gente lo acogería hostilmente, Alfonso modificó
sus hábitos. Sólo vivía para la «Rondeña», rara vez salía

418
de casa, embelesado por su trato, al admirar una mujer
discreta y hacendosa, pendiente de sus caprichos. Antonia
le brindaba múltiples emociones de sumisión y entrega,
lo convertía en el eje de su mundo. Notaba también el
consejo de doña Ricarda, perita en materias de adorno y
repostería. Para la fondista la dicha conyugal de sus prote-
gidos era como una resurrección de sus tiernas memorias
del difunto, de las horas ardorosas que con él compartiera.
Los observaba atentamente, complacida en sus arrobos y
gustos, gozando de indecible satisfacción si los veía ren-
didos del bregado amor, propicios a los lánguidos mimos
que tanto revelan. Llegó a descuidar a sus pupilos, hasta
tan público extremo que los desocupados sempiternos del
Casino —irritados por la deserción de Alfonso— lo co-
mentaban con puntadas de hiel:
—Al que Dios no le da suegra, el diablo le regala una
doña Ricarda.
—Y o creo que se le abren las carnes de emoción cuando
el empresario chicolea a su cupletista.
—Me la encontré ayer y al mirarla con alguna fijeza, la
verdad con su miaja de sorna también, la digna señora se
ruborizó, como si un golpe de viento le hubiese subido
las faldas hasta el cuello.
—No me extrañaría nada que les mullera los colcho-
nes... para que estén más blandos.
—Y mientras, la fonda manga por hombro.
Alfonso, con más razón, descuidaba asimismo sus de-
beres, cargándolos sobre las sufridas espaldas del pollo
Castuera. Muy de tarde en tarde se le veía por el teatro
y cerca de la casa había comprado un huerto donde, a su
modo, dirigía el cultivo, y en ocasiones agradábale trabajar
la tierra con ardores inconstantes de neófito. Las indica-
ciones, persuasivas y lagoteras, de Antonia constituían
para él estímulo y orientación. Al cabo del tiempo, la es-
posa determinaba completamente su manera de ser e in-
cluso le inculcó costumbres de economía, tras las cuales
alentaba su afán de enriquecerse.
—_Lo del teatro, como ayuda, no estaba mal. Pero él
debía pensar en otras actividades, menos expuestas, de

419
más provecho. Con empeño conseguiría representaciones
de Madrid. Cualquier día empezaban a venir los hijos...
Esta perspectiva o señuelo prendía en Alfonso ingenuos
entusiasmos y predisponía su voluntad de señorito a em-
presas de más fuste y tesón, de sentido práctico, a un
criterio conservador y plácido de la existencia. Tenía una
fe inconmovible en Antonia, fundidos enteramente sus
antiguos recelos. Si algo le recordaba su pasado, era tan
sólo para gloriarse del «milagro» en ella perceptible, gra-
cias al cariño que él inspiraba.
Necesitaba de su compañía, advertía en los menores
detalles su presencia absorbente. Era el suyo un enamo-
ramiento tardío e irrefrenable, que giraba alrededor de su
cuerpo, de su palabra, de su voz y de su tacto, que llegaba
a extremos pueriles, como su deleite al divisar sus vestidos
vacíos en el ropero... Y Antonia se recreaba en esta ren-
dición suya, tan absoluta, y la consolidó con nuevas habi-
lidades, mediante una conducta perspicaz que lo domaba
hasta en los menores impulsos. Ella —sabedora de sus
flaquezas, de sus celos latentes— evitaba mostrarse en
público, dedicaba todas sus energías al cuidado doméstico,
sus mejores desvelos al atavío sencillo y coqueto, sólo
para él. Deseaba producirle siempre una tonificante im-
presión de pulcritud, ingenio y aliño.
El pollo Castuera —uno de los contados asiduos de
aquel hogar— observaba con instintiva repugnancia el
creciente imperio de Antonia, aunque nunca exteriorizó
su aversión ni manifestó desconfianza. Notaba, poseído de
cierto asco, cómo al avecinarse la noche, ramalazos de ner-
viosidad sacudían a su amigo, y le hacían desear que se
alejase.
—Esa mujer, a la que no acabo de entender, será algo
muy serio «a la hora de la verdad». No habrá quien la
resista —decíase con púdicos eufemismos. Y aguantaba
las tentaciones de persignarse, cual si ella fuera la encar-
nación del Maligno.
Pero estos brotes de inquina hacia Antonia se atenua-
ron entonces por la alegría que le exaltara al enterarse
—las noticias vuelan y Miguel no supo disimular su des-
pecho ante el fracaso de la boda— que María del Carmen

420
había rechazado a don Federico, un millonario, un «poten-
tado» según su expresión admirativa.
No abrigaba por ello absurdas ilusiones, ni esta deci-
sión le movió a confesar sus sentimientos a María del
Carmen. El suceso le avivó una leve esperanza de que ella
permanecería soltera y pensaba, con ese tenaz titubeo de
los apocados, que más adelante, pasados los años, sin las
pasiones de la juventud, sin su soñar irreal, quizás no le
rechazase y concertaran una plácida vida común, sin alte-
raciones, mansa como una tarde de otoño.
De no ser por este proyecto pusilánime, que secreta-
mente le nutría, hubiera soportado difícilmente, sin queja
manifiesta, el aburrimiento y la desesperación. Su trabajo
en la botica llegaba a exasperarle, las actividades del tea-
tro, en él concentradas a la sazón, se le hacían insufribles.
Y la conversación percherona de Juan no le abría ningún
horizonte nuevo. Todos parecían abandonarle, en mayor o
menor grado. El ex carpintero frecuentaba excesivamente
al «Mellao», un hombre de historia, reservado y de áspero
genio, que lo inclinaba con astucia cazurra al «delirio del
socialismo». Su única amistad válida, la de Alfonso, se la
arrebataba, paulatina pero firmemente, Antonia, que es-
taba acreditando un carácter de peligrosa sutileza.
Le inquietaba el cambio experimentado por Alfonso.
Y hacíase cruces de que el muchacho, «tan voluntarioso y
audaz», diera vueltas como una peonza al olor de las
faldas de esa mujer, «a la que ni siquiera había estrenado».
Motivo de más para quedarse de una pieza cuando los
esposos lo llamaron a capítulo, «para poner en orden los
asuntos». Fue Antonia —rizadores en el pelo, bata ajus-
tada y provocativa— quien lanzó el inesperado ataque.
—Querido Castuera, usted nos tiene ley y se alegrará
de lo que vamos a proponerle. Alfonso está dispuesto a
ceder su parte en la Empresa del teatro. Usted fija el
precio. No necesitará pagarlo en seguida... Desde el prin-
cipio han arreglado esas cosillas a-base de amistad. Como
esta casa es suya, si aceptara vendérnosla en condiciones,
lo deduciríamos de su deuda. Y con el resto a nuestro
favor, nos dedicaríamos a cualquier trapicheo.
Sin gtan convicción, Alfonso protestó a medias.

421
—Pero, Antonia, si vamos al terreno de las cuentas,
todavía le debo yo un buen pico al amigo Castuera. De
todos modos, tu proyecto no es un disparate. El podría
ayudarnos con su crédito y nos quedaríamos con estas
cuatro paredes.
El pollo Castuera, momentáneamente aturdido ante el
desparpajo de la cupletista y el cobarde asentimiento de
Alfonso, exclamó, tras breve indecisión:
—Antonia no desvaría. Si yo aporté más dinero, tú
pusiste la iniciativa, picardía y mano izquierda. El teatro,
últimamente, ha reportado regulares ganancias, y la con-
cesión del Ayuntamiento es por diez años más. Yo no
estoy apurado de fondos, al contrario. Resumiendo, ma-
ñana hacemos la escritura de compra-venta. Además del
valor de la casa, le reconoceré a Alfonso, en documento
aparte, un haber de seis mil pesetillas, a liquidar en otros
tantos meses.
—Pero es eso un obsequio, una extravagancia tuya. Lo
consideraré un préstamo.
Antonia cortó con gesto vehemente el balbuceo aver-
gonzado de Alfonso. —La diferencia, rumiaba Castuera,
la solventarán luego, cuando yo me vaya, en un abrazo,
en un jadeo.
—Se podía firmar hoy el convenio privado y formali-
zarlo en estos días.
—Descuide, que no me arrepentiré —replicó, con hu-
mor despectivo insólito en él, Castuera.
Ya en la calle meditó con frialdad en lo sucedido. La
transacción ofrecía todos los visos de un despojo y lesio-
naba evidentemente sus intereses. La bonanza del teatro
sería pasajera y después tendría que hacerse cargo de las
pérdidas. No lamentaba el perjuicio material, pues aún
disponía de capital y le sobraba para sus necesidades. Lo
que le amargaba y le dolía era la actitud servil de Alfonso,
aquella palpable anulación de su conciencia, de su vieja
generosidad. Sin embargo, es posible que desde su punto
de vista Antonia acertase y al «tirarle de las riendas» le
forzara a conquistar una posición sólida e independiente.
Y él, mediante este pellizco a su bolsa, ¿no contribuía a la
prosperidad de alguien muy querido de María del Carmen?

422
Consuelo de bobo... Ahogó su reacción de disgusto y
conceptuó la cuenta galana en aquel aspecto inefable.
Serenado, enfiló hacia el centro del pueblo.
—Satisfecho parece el pollo Castuera.
—Está más arrugado que una pasa, y silba que te silba.
— ¡Siempre el más acicalado!
—-¿A quién intentará enamorar?
—Habrá hecho testamento para que lo entierren con el
junquillo.
—-Su espada de capitán.
—Es un alma de Dios, un corazón de cera.
—Tan tieso y le cuesta fatiga aguantar los tirantes.
— ¡Si yo tuviera el Limbo así de seguro!
—Y aunque os burléis, todos lo llorarán entonces, que
a nadie ofendió munca y si encontró una pena procuró
aliviarla.
—Sus manías y ridiculeces para él son.
—«¿Os imagináis al pollo Castuera con alas de ángel,
soplando en una trompeta de la gloria?
Los señoritos del Casino ríen y patalean.

423
XII

Don Aurelio, el médico nuevo —un mozarrón rubio,


recién salido de la Facultad, frescos los estudios—, disfru-
taba entre los enfermos de un admirable poder de suges-
tión y constituía la jaqueca de sus colegas amoldados al
ritmo rutinario del pueblo, faltos de interés por las nove-
dades científicas que su competidor pregonaba. Recibió a
la «Rondeña» una semana después de someterla a un re-
conocimiento escrupuloso y a los análisis e interrogatorios
de rigor. En la silla, inclinada hacia él, aguardaba con
visible ansiedad su dictamen.
—No sé si usted se conformará con mi juicio. Puede,
naturalmente, ir a Madrid y consultar opiniones de más
fama y peso que la mía. Aquí no se es nunca una auto-
ridad. Sin embargo, creo que perderá el tiempo y hará
gastos inútiles. Su caso es clarísimo. No podrá usted tener
hijos. Matriz deforme, ovarios atrofiados, antiguos exce-
sos, prácticas peligrosas... El marido no importa, no es
culpa suya.
Y prosiguió su explicación, con toda clase de pormeno-
res y términos técnicos, cuyo sentido preciso escapaba a

424
Antonia. Lo único que comprendía de su versión —de-
masiado amplia y cortés...— era su ineptitud completa
para ser madre. Don Aurelio la acompañó muy ceremo-
nioso a la puerta y ella le suplicó que no dijera nada a
nadie.
—Como si la hubiese confesado. Esté tranquila.
Un sentimiento de cólera impotente la dominaba, tan
intensamente que enturbiaba su vista y le dificultaba la
respiración. —Debía estar muy pálida y podía llamar la
atención de la gente. Decidió torcer por la Corredera,
hacia la plaza de la iglesia. Entró apresuradamente en el
templo que a la media mañana hallábase casi desierto:
¡Fue una suerte no haber llevado a la consulta a doña
Ricarda! Escogió una capilla solitaria, cerca del altar
mayor, y se arrodilló en un reclinatorio, a los pies de San
Juan de la Cruz, simulando rezar, hundida la cabeza entre
las manos temblorosas y heladas. Por todo el cuerpo le
brotaba un sudor espeso.
Era conveniente reflexionar así, sin testigos, darse cuen-
ta de la situación, trazar una línea de conducta.
La fresca temperatura, la sombra protectora que la ro-
deaba, el vasto silencio de las naves, los murmullos lejanos
de la sacristía calmaron ligeramente su alteración. Miró
de hito en hito, con cínico desplante, rencorosamente, al
santo, tan ufano y cándido en su hábito de estameña, tan
pueril con el postizo de sus barbas de estopa, y le increpó:
—Tú, ahí, tan campante... ¿Á que no eres capaz de
hacer un milagro y que me venga la preñez? ¡Milagritos!
Una sonrisa despechada le ladeaba la boca ansiosa. Pro-
curó serenarse y entornó con fuerza los ojos, para evocar
mejor su trayectoria y afanes. Una recapitulación serena le
permitiría apuntalar sus planes, en riesgo ahora de malo-
grarse. Ella no se había precipitado, fue siempre cauta y
previsora. ¡Si su talento les daba ciento y raya a todos,
si manejaba como monigotes a Alfonso, a doña Ricarda,
al pollo Castuera, si acabaría «trasteando» a María del
Carmen, a la pomposa Asunción, y por último a Miguel,
para que se le descorrieran las puertas de la familia y pu-
diera entrar en la casona con la frente alta, como toda una
señora! Con un poco de suerte...

425
Lo más difícil había sido conquistar enteramente al
esposo. Fue tarea delicada, de mucha habilidad y pacien-
cia. Alfonso conservaba aún —y ella podía percibirlo in-
cluso en su momentos de feliz abandono— recelos y sus-
picacias. Se las ingeniaba para que su trato fuese para él
una necesidad insustituible. Sin alarde de ningún género,
lo envolvía calculadoramente en una serie de halagos: al
paladar, a la comodidad, a sus tendencias de diversa ín-
dole. Elegía mañosamente sus comidas, cada día su despa-
cho presentaba gratas sorpresas, unas flores, una mesita
para revistas, vivaz desfile de cortinajes. Y él no recataba
su admiración.
—Eres una verdadera alhaja. No descuidas un detalle.
En un palacio alabarían tu mano y tu gusto.
Pero, sobre todo, se desvelaba por el cuidado de su
persona, por el empleo de los ademanes y actitudes más
atractivos; estudiaba las inflexiones de su voz, según los
casos. En su humor, en el modo de escuchar, en una rá-
pida caricia ponía los cinco sentidos. Preciábase de su
economía en el vestuario, pero las mismas telas sencillas
experimentaban, merced a su instinto y fantasía, múltiples
variaciones caprichosas, que la adherían a una atmósfera
de sugestivo azar. Era intachable su limpieza, su arreglo
íntimo, y jamás pudo aprehenderle Alfonso una muestra
de negligencia o de vulgar monotonía.
—No has dejado de ser una artista. Perdona, en lo
bueno —rectificaba Alfonso ponderativo, deslumbrado
ante su personalidad, seducido por su mente ágil y fina.
—Lo que hago, es por ti. De lo contrario, igual me
daba —pronunciaba ella con amoroso rendimiento.
Esta conquista sostenida, persistente, proseguía, exal-
tándose, en su relación de sexos, donde, desplegando una
táctica de gradaciones y matices, ella se apoderó absoluta-
mente de su voluntad socavada. Ájena a que se encontra-
ba en la iglesia, bajo la mirada campestre de San Juan de
la Cruz, su mente reproducía, en toda su crudeza, sin
paliar el desenfreno, que pasó ya su táctica etapa de con-
tención, escenas de alcoba, el húmedo eco de absurdas
palabras amantes, de enlaces carnales, el juego frenético
de brazos y muslos con que ella lo reducía, en creciente

426
y agotador diapasón de sensualidad tapizada de ternuras
excitantes, cada noche, hasta el rayar de la madrugada.
Antonia le sorbía el jugo y el ánimo, la entereza viril. Lo
revivía en este momento —aunque ella hubiera participa-
do a la postre de la misma enajenación— con agria indi-
ferencia, sólo como una etapa más de su trabajo y pro-
pósito, inmune a la pasión, una vez ahíta. Los suspiros
eran una vuelta de llave más a su albedrío, porque ella
guardaba su calma y lo observaba como desligado de sí,
simple elemento en su poder, que se manipula y templa.
Pero en torno —cual una amenaza— rondaba la insa-
tisfacción de Alfonso en sus instantes de serenidad y lu-
cidez. Todos los meses, por la fecha crítica, le preguntaba
con simulada despreocupación, mas con acento inquieto:
—-¿No hay novedad?
Y ella comprendía que su dominio era inseguro. Al-
fonso sentía la ilusión y la ambición de perpetuarse, y en
este aspecto la «combinación» de Antonia descubría un
punto vulnerable, capaz de inutilizar todos sus avances en
aquella sensibilidad esclava y mendiga. Sospechaba que no
tardaría en hastiarse de sus efusiones, de los ardides pri-
morosos. ¡Le decepcionaría tan gravemente no lograr una
manifestación cierta de su contacto, del rojo cruce de las
sangres! Entonces, cuando desechara la esperanza, podría
huir de su lado... ¡Y él era, por ahora, el medio único
de alcanzar otras finalidades, que sólo ella anhelaba!
La perspectiva de ser madre no le hacía perder el seso,
no mitigaba su aspereza real. Lo consideraba un fenómeno
natural, molesto, pero no temible. Le importaba por él,
sólo así realizaría sus intenciones. Al fin, hostigada por
el nerviosismo de Alfonso, acudió en secreto al médico.
El diagnóstico era tan verosímil y categórico... Le con-
venía distraer por algún tiempo la ansiedad de Alfonso y
acelerar el logro de sus objetivos. Sería preciso apelar a
otros procedimientos, apresurar la «reconciliación» de la
familia, extirpar en el esposo el odio hacia Miguel. Re-
suelta, levantóse del reclinatorio y atravesó la iglesia.
«Sí, por parte de Asunción, no hallaría obstáculo serio.
Había actuado ya de mediadora diplomática Leocadia, dó-
cil a sus adulaciones. Miguel, he ahí el gran impedimento.

427
La última batalla sería vencer su oposición. Y entonces
a ella la admitirían, con todos los honores, en la Corre-
dera. Se encargaría de que Alfonso medrase al amparo del
minero. Por lo prunto, le hablaría a doña Ricarda.»
Su presencia causó gran revuelo en la fonda. Doña Ri-
carda se sintió confusa y ensalzada por la visita.
—Desde la boda que no te apareces, ingrata.
—-Pasaba cerca y como tengo que decirle unas cosillas
no quise esperar hasta la noche.
—Y a sabes que en lo que te pueda servir...
—Pues, mire usted, no me quito de la cabeza la des-
gracia de que Alfonso y los suyos estén como perros y
gatos. ¡Si yo los uniera me sentiría la mar de tranquila
y orgullosa! A veces creo que siguen separados por cul.
pa mía.
—No, hija, ¿quién puede reprocharte lo más mínimo?
—Pienso que si yo se lo pidiera, con el corazón en la
mano, a María del Carmen... Y el pollo Castuera podía
influir en Alfonso para que se dejase de tanta soberbia.
Cualquier día, usted y yo iremos a «El Rincón». Ella me
recibirá, que tengo noticias de que es más pura que una
paloma.
—Te saldrás con la tuya. Porque Dios te guía.
—Vengo de la iglesia. Le he rezado a San Juan de la
Cruz y se me figura que esta idea no es mía, sino del bien-
aventurado.
— ¡Bendita seas tú!
—Fatigas me costará.
Un beso zalamero en la mejilla de doña Ricarda, y a
casita. La fondista insiste en que la acompañe una sir-
vienta. Pasan frente al Ayuntamiento y los transeúntes les
ceden la acera, con muestras de respeto, que la fama de
honestidad de la «Rondeña» y su condición de casada irre-
prochable es opinión generalizada. En la esquina del ca-
llejón del Agua está a punto de tropezar con dos mineros
que caminan distraídos, charlando. No hay espectadores
y la «Rondeña» deja escapar el repente.
— ¡Animal!
El «Mellao» se encoge de hombros, se aparta divertido
y pregunta a su compañero, en voz alta, para que le oiga:

428
—Oye, Paquillo, ¿quién es esa señora de pan pringao,
con tantos humos?
—¿No la conoces? Pues una cupletista que se hizo san-
tularia con más prisa que si fuera a apagar un incendio.
Pescó al cabeza loca de Alfonso.
La «Rondeña» reprime la tentación de volverse y de-
cirles cuatro frescas, pero recapacita que su dignidad y
posición lo impiden.
—El más viejo es un revoltoso, de esos que les predi-
can a los mineros lo de la «igualdá». Como no tiene edu-
cación, es mejor hacer oídos sordos —sentencia la criada
redicha.

Para aquella entrevista la «Rondeña» estudió cuidado-


samente su atavío. Ni vestido con olor a viuda rancia, ni
que trajera un aire aflamencado de su vieja época, menos
aún el indumento de resabios monjiles. Le interesaba pro-
ducir una impresión favorable en María del Carmen y
toda la noche le inquietó la manera de presentarse ante
ella. La conocía por referencias —de Alfonso, de doña
Ricarda, tímidas e imprecisas del pollo Castuera— y se
esforzaba en colegir su genio y aficiones, más que lo fí-
sico. ¿Encontraría a una mujer amargada por la soltería y
la vida solitaria en el campo, con un fardo de aburrimiento
por la enfermedad del sobrino, o una moza simple, de es-
casa inteligencia, sin picardía ni entusiasmo?
No dijo palabra de su propósito a Alfonso. Fueron a
pie a la finca, soportando el bochorno de la mañana nu-
blada y una cruda tolvanera que levantaba remolinos de
árida tierra en torno a los olivares sedientos. Guiaba doña
Ricarda, conocedora del camino por su antigua amistad
con los anteriores propietarios. La conducía en zig-zag por
senderillos y linderos, para ganar tiempo y cansancio.
En la casa, aparentemente, no había nadie cuando la
avisaron. La puerta entreabierta brindaba un rumoroso
vaho de silencio y sosiego hogareños. El piso del zaguán,
acabado de regar, creaba allí una atmósfera discreta y
acogedora. Doña Ricarda resolvió llamar con los nudillos
y al rato oyéronse pasos en la escalera: María del Carmen
las invitó desde el interior.

429
—Fíjate a quien te traigo. ¿No la has visto nunca? La
esposa de Alfonso.
Antonia se quedaba atrás, esbozando un gesto de cor-
tedad, en actitud titubeante, como si su cuñada le inspi-
rase un sentir temeroso. María del Carmen se dirigió a
ella y para desvanecer su indecisión la abrazó.
—Vamos adentro. Deben estar muy fatigadas.
Las precedió al gabinete y tomaron asiento. Ántonia
observaba de soslayo, penetrantemente, a la cuñada y ad-
miró su clara hermosura. —Tenía bonitos ojos, color de
miel, boca algo sumida, de fino dibujo, tostada la piel
con un tono de avellana—. María del Carmen no se atre-
vía a mirarla de frente, por miedo a ser indiscreta, a las-
timar una sensibilidad que ella juzgaba delicadísima, da-
dos su cambio y su pasado. Se prolongaba con exceso el
embarazoso intervalo y doña Ricarda quiso facilitar su
charla.
—Las dejo a sus anchas. Me gustaría saludar a «Varita
de Nardo», es de mi «quinta». No te molestes, ya la en-
contraré.
Ahora se hallaban sin testigos, en momento y lugar
propicios para franquearse. Y sin embargo, subsistía en-
tre ellas una separación impalpable y poderosa. María del
Carmen se violentaba, deseaba ardientemente pronunciar
unas palabras amistosas, que la estimularan. ¿Y si la su-
ponía altanera y despreciativa? Antonia empezaba a sufrir
un extraño desconcierto ante su silencio y le nacían arre-
batos de antipatía hacia la «señoritinga boba». Pero la
«Rondeña» se sobrepuso pronto a esta tirantez y com-
prendió que debía iniciar la plática.
—Usted perdonará mi atrevimiento. Eso de plantarse
aquí como Perico por su casa... No se lo dije a Alfonso,
es tan susceptible... ¡Y es que me da una pena muy
grande verlo disgustado con su familia! A veces pienso
que soy yo la culpable. Y me figuré que usted, la her-
mana que más lo quiere, no se enfadaría por mi audacia,
y a lo mejor nos ayudaba a componerlo.
—Usted es la mujer de Alfonso. Con todas las de la
ley. Y no tiene nada de qué avergonzarse. Vaya, vaya,
no llore, puede contagiarme. Soy propensa a los «puche-

430
ros»... Y sobre todo no se martirice, esta situación data
de lejos, antes de lo suyo. No lo puede evitar. Alfonso
no domina sus arranques y nunca simpatizó con Miguel.
Si él se amansara un poco, yo intentaría avenirlos. ¡Pero
con ese genio rabioso de los dos!
—Sería la mayor satisfacción para mí. Me duele que
estén distanciados, y una cavila y le parece que esto se
agrava con lo «mío». Como soy una intrusa, como pueden
echarme en cara lo que fui, lo que estoy borrando con
mis acciones...
—No remueva la herida. Con paciencia nosotras dos
lo arreglaremos.
Gradualmente surge la confianza. María del Carmen le
enseña el cortijo y el jardín, insiste para que coman jun-
tas. Antonia, con inteligente malicia, sin exagerar la nota,
elogia sus dotes de orden y limpieza, se emociona ante
su cariño por el niño inválido, «sacrificándose así, como
en un convento». El pequeño acoge sus caricias con rostro
tristón y resignado, mientras procura tapar con su pierna
útil el remo aprisionado por el aparato ortopédico.
Al beber el café, mientras «Varita de Nardo» retira los
manteles, se impone el sopor de la siesta y la necesidad
banal de conversar.
——Doña Ricarda, ¿qué hay de nuevo por el pueblo?
En este desierto de nada nos enteramos.
Y doña Ricarda habla y habla, sin reparar en el efecto
de su cháchara en María del Carmen. La «Rondeña»
prefiere escuchar e instintivamente espía las reacciones de
este semblante nuevo para ella.
—_ZLo de siempre. Que tu cuñado tiene una suerte loca.
Negocio que emprende le sale redondo y gana más de
lo que se propone. ¡Cómo le envidian! En el Casino
juegan a la descarada. Intervino el Alcalde para que lo
hagan con más recato. ¡Ah, se casa para el otoño la hija
de don Emilio, el del Palacio, con un cordobés, también
republicanote! Las del pañero, tan peripuestas, gastando
un dineral en trapos, reuniones y bailecitos, ¡pero no en-
ganchan!
Una larga pausa para que la buena señora respire a su
antojo, se abanique, desabroche un par de botones en el

431
escote de la blusa de seda y enjugue con el pañolito la
embocadura blanducha y arrugada del cuello, brillante de
sudores.
— ¡Se me olvidaba la más gorda! Es el escándalo nú-
mero uno, el colmo de la poca vergiienza. No se habla de
otra cosa, y con razón. Tu vecino, el don Nicolás famoso.
—eéLes ocurre algo? —interroga María del Carmen con
voz trémula, que despierta la atención sagaz de la «Ron-
deña».
—De la mujer legítima, la doña Blanca, como sabes, se
separó. Ella viajaba mucho a Madrid, con los suyos. Por
último le escribió diciéndole que los padres la perdona-
ban y que ellos habían terminado. Pero don Nicolás no
tardó en «consolarse» y se ha liado con la doncella, la
Engracia, y la guarda en su casa de la Corredera, frente
a la vuestra, como si fuera la señora de verdad y no un
solemne pingo. Va a tener un hijo de él, está de cinco
meses y se pasea a su lado, tan oronda del vientre...
Abrumada, María del Carmen no despega los labios.
Le pide a Dios estar sola, que se vayan inmediatamente.
En los ojos se esparce, sobre el suave cristal, una luz
empañada y sus mejillas palidecen, tórnanse manchas blan-
CUZCAS.
«Te interesas más de lo decente por don Nicolás, novi-
cia. Te descubrí el secreto. Por ahí serás mía si no danzas
al son que te toque. Y la pánfila de doña Ricarda, en el
nido», rumia, alborozada, Antonia.
La «Rondeña» porfía en marchar. Ya se pierden sus
siluetas en el recodo del estanque, se internan en el macizo
de árboles frutales. María del Carmen llama angustiosa-
mente a Pascual.
—Dentro de una hora te vas al pueblo. Le pides a
Miguel que mañana temprano me mande el coche. Iré con
ellos un par de días, de compras. El niño necesita ropas.
—Usted ordena, pero no se ponga así. Ni que le ama-
gara un síncope.
—Aprensiones tuyas, como siempre.
La noche en vela, rota la voluntad. Para distraerse de
su obsesión, María del Carmen abre los postigos del ven-
tanillo estrecho y empinado que altera la sombreada blan-

432
cura de la pared. Sopla un hilo de brisa entre los barrotes,
carcomidos de orín, y en el reducido espacio visual des-
migaja sus luces una estrella chiquitina o asoma un jirón
de nube. ¿Será esto la vida, contemplar y no ser? El viejo
ensueño, de imposible realización, concluye de esta forma
brutal y grosera. Un frío extraño e incontenible se clava
entonces en el espinazo. Escuecen los ojos y hay que
taparlos con las manos bien apretadas. Si fuera posible
morir, dejarse morir, sin un movimiento, al cobijo de
esta madrugada. ¡Cuánto daría por no seguir escuchando
el parloteo de doña Ricarda! Lo resucita en su imagina-
ción, palabra por palabra, se le grabaron sus ademanes
rutinarios y zafios, gotean con fuego, cenizas y sal morena
la realidad que muele sus huesos. ¡Si no viera el relám-
pago de picardía gozosa que apuntó en la sonrisa cerrada
de Antonia, al percibir su turbación! ¡Si ella olvidase la
inquietud quemante, contenida y grave de don Nicolás al
despedirla!
Siente seca la garganta y apura el vaso de agua que está
en la mesita de su cabecera. El líquido tiene un sabor
intenso de campo y de yerba, de tierra y de piedra. Campo
y yerba, tierra y piedra, eso es ella. Algo que no cambia
de posición y es simple permanencia mientras los demás
bailan a su alrededor y huyen de su horizonte tapiado.
¿A qué fuerza o criatura puede asirse? Miguel, absorbido
por «La Clavellina»; Asunción, recibiendo y «pagando»
visitas de cumplido; Alfonso, subyugado por la mujer;
don Nicolás, entregado a su barragana. «Varita de Nardo»
más que nada pendiente de quehaceres y solicitudes; el
niño, paralítico, dolido de su inferioridad, preso en su
ternura; Pascual, atareado con sus recuerdos, el corral
y el jardín y el siniestro estanque... Hoy, igual que ayer.
No existe el porvenir: lo mismo enerva «el Rincón» que
el ambiente hermético de la casona de la Corredera.
Se desata una lluvia mañanera, suave y fugaz. Estará
al llegar el coche. Y cuando se encuentre en el pueblo
y justifique su viaje con unas compras sin importancia,
subirá a la azotea, abarcará con una mirada presurosa y
asustadiza el panorama de tejados y huertas... Será una
excusa ante sí misma, pues sólo le interesa atisbar los

433
balcones de don Nicolás, sufrir con el talante, ya paternal,
del abogado, que atenderá solícito a su hembra fecunda.
Y entonces con súbita resolución, se viste, baja para
avisar a Pascual.
—Lo he pensado mejor. Si viene el coche, le dices que
se vuelva. No iré, no se me ha perdido nada allí.
Pascual se encoge de hombros, golpea con el amocafre
su pantalón de pana.
— ¡Tiene usted los mismos arranques de mi difunta!
Alguna mosca «malina» le picó y le hizo pupa. ¡Si lo
sabré yo!

434
XIII

El «Mellao» se presentó a pedir trabajo en «La Que-


brada», una mina de medio pelo. Había algunas vacantes
y querían obreros de experiencia. El capataz de turno
—al que alguien debió de advertir que se trataba de un
elemento peligroso— no quiso resolver por propia cuenta
y consultó al ingeniero.
—Dile que pase por la oficina. A ver si es tan fiero
el león como lo pintan.
Lo recibió, balanceándose en el sillón, mientras trazaba
líneas descuidadas sobre el papel azulenco extendido sobre
la mesa de dibujo. Don Alberto era un tipo nudoso, de
cincuenta años, muy bregado en capotear el personal.
Además, jovial de carácter, franco, amigo de enjuiciar
directamente seres y cosas.
Entró el «Mellao» y se llevó la mano a la visera de la
gorra, sin quitársela.
—¿Da usted su licencia?
— Acércate.
Lo examinó con detenimiento y simpática impertinen-
cia. No esperaba encontrarse a un hombre de edad ma-

435
dura ya, con evidentes señales de baqueteo, y una ex-
presión seria, cordial hasta cierto punto.
—-¿Tú eres socialista?
—Sí, señor.
— ¡Cada loco con su tema! ¿Conoces el oficio, su-
pongo?
—Bajo tierra me nacieron los dientes, desde chaval.
Como mi abuelo.
—-Y vamos a imaginar que yo te acepto. Y en recom-
pensa, me traes aquí la discordia de las «Sociedades» y
las «reivindicaciones».
—En la mina sé mi deber. Y defenderé siempre, den-
tro y fuera, lo que sea justo. Al precio de renegar, ni el
cielo que me regalaran. Y si usted lo pretende, por la
puerta se va a la calle.
—No era mi intención ofenderte. Te admito, con una
condición. Si peleas, hazlo de cara, así me gusta.
—De acuerdo.
Se disponía el «Mellao» a marchar y a don Alberto le
desazonaba una pregunta, que no se atrevía a formular.
Pero pudo más la curiosidad.
—Espera, ¿y qué entiendes tú por socialismo?
—-Usted lo hace pa reírse de mi ignorancia ¿o es que le
interesa en serio?
—Me divierte la cosa. ¡Lo tomáis con tanto ahínco!
Y es un bonito sueño... ¿Qué podéis vosotros contra
ese tinglado, los que tienen el dinero, el Gobierno, el
egoísmo, el afán de enriquecerse? ¿No será inútil ese
esfuerzo? Y para colmo, os falta educación, capacidad.
El «Mellao» movió la cabeza, con bizarra indulgencia.
—Los hombres se revientan aquí los pulmones. Y en-
gordan a unos pocos. Cuando ellos son viejos y están «pal
arrastre», nadie les alarga una mano. ¿No le parece «se-
rio» eso? ¿Qué haría usted sin esos desgraciados? Planos
pa ponerlos en la pared. Ni una mala piedra sacaría de
la mina, ni una vagoneta se movería. ¿Quién lavaría el
mineral, usted? Si nos unimos, si tenemos conciencia de
clase cambiaremos el Estado, lo barreremos de jueces,
policías, curas y demás parásitos. ¿Quién necesita que

436
nosotros no seamos instruidos? Los que se aprovechan de
nuestro sudor y de nuestra torpeza, tocante a la cultura.
—+¿Y explotaríais las minas sin dirección técnica, sin
ingenieros?
—-Pa usté habría empleo —y esbozó una sonrisa.
—Eso me consuela —bromeó don Alberto—. Hasta
que se proclame el Paraíso, tú al pozo y yo a mandar.
—"Usted no es el que manda, desde arriba le tiran de
los hilos...
—-Discutimos demasiado. Tú a lo tuyo.
——Conforme, y buenos días.
Don Alberto reflexionó largamente sobre aquella charla
que él provocara. No le impresionaron las palabras, los
argumentos «sentimentales» del «Mellao», sino su aire
formal, la seguridad moral y firme creencia que denotaba.
—Es un iluso —pensó—, pero se le transparentaba la
honradez. Me fiaría de él, la verdad.
Por su parte, el «Mellao» meditaba que tras la capa
irónica, escéptica, al ingeniero le dominaba una vaga in-
quietud y en su fuero interno no las tenía todas consigo.
Lo importante era encontrar trabajo, no perdería él mu-
cha saliva procurando convencerle.
—SGente reservona —juzgaba—, que no se compro-
mete. Hasta es posible que no vea lo nuestro con malos
ojos, pero de ahí a jugárselo todo hay un mundo. No les
escuece como a nosotros.
Resuelto así su problema más apremiante, el «Mellao»
pudo dedicar sus horas libres a la «Sociedad». Al caer de
la tarde, cuando regresaba de «La Quebrada», se lavaba
lo más visible, cambiaba la ropa de faena, «para ir de-
cente», y después de un bocado —pues, pan con tomate,
unas tajadas de bacalao o sardinas arenques— se dirigía,
indefectiblemente escoltado por Paquillo, su compañero
de cuarto, al «local». Por imperativa indicación suya ha-
bían alquilado, en una bocacalle cercana a la carretera
real, por los molinos, uná casucha cuarteada, de una sola
planta y con espacioso corral, que servía para las Asam-
bleas generales. La habitación de la entrada hacía las ve-
ces de Secretaría, y no le fue difícil conseguir, a base
de donativos, el mobiliario más indispensable: una mesa

437
para la «escritura» y unos bancos adosados a los muros
donde se acomodaban los habituales, amén de un armario
para los papeles.
Así se encontraba a sus anchas el «Mellao». Era el en-
cargado de repartir la «prensa de ideas», de llevar la lista
de los afiliados y de cobrar las cotizaciones. Pero cuando
le brincaba el contento era al recibir un nuevo miembro,
presentado por otro «compañero», charlar con él y pulsar
si poseía auténticas convicciones, para, en caso contrario,
tomarlo por su cuenta y enseñarle en qué consistían sus
derechos y deberes. Realizaba todas estas labores —a ve-
ces, cuando no había testigos, incluso las de limpieza,
quitar el polvo, empuñar la escoba— sin alarde alguno,
con cierto ademán premioso, sin sulfurarse nunca ante
una voz destemplada o los arrebatos de impaciencia.
Y todos los primeros de mes, colocaba, con gesto ritual,
en el tablero de anuncio, el estado de cuentas, en que
con su letra gorda, palotera, especificaba, céntimo por cén-
timo, gastos e ingresos.
—<«Mellao», eso está de rechupete. Pero parecemos
un «Banco», lo único que sube es el «fondo de resis-
tencia».
—"Fórrate de calma, que lo necesitaremos.
Frecuentemente tenía que aplacar las iras de los en-
grescados.
—Nos siguen atropellando y ni siquiera nos batimos
el cobre pa que aumenten en unos reales el jornal, que
no da ni pa lechugas. ¿De qué nos sirve la Sociedad?
Sin alterarse, el «Mellao» le replicaba:
— Aún somos pocos. Y así nos vencerán. En tu mina,
¿se han afiliaolamayoría o por lo meños un buen puñao?
—No. No piensan como nosotros.
—Pues ahí está tu obligación, y la de los compañeros.
De lo otro hablaremos después, cuando convenga. «Ellos»
sí están juntos como una piña, y desde el Alcalde hasta
el último civil bailan con su música.
Todo esfuerzo le era liviano. A no ser por las angus-
tias que sufría en las Asambleas... En ellas, surgía la
guasa de un grupito de chuscos o el desorden y vehe-
mencias de los levantiscos; «que querían tragarse de una

438
sentada el globo terráqueo». Sudaba quina el «Mellao»
para expresarse.
— ¡Compañeros! Ni que fuéramos un rebaño de cabras
traviesas. ¿No tenemos tós barba? A elegir Junta Direc-
tiva, según los Estatutos, no a tirarnos los platos a la
cabeza. Esos que tanto gritan, ¿por qué no se fajan y se
desviven por la Sociedad? Tú, Lupión, más te valdría no
gastar las perras en vinazo y arrimar más el hombro aquí.
Por ahí veo a otro, no-se dice el nombre del pecador,
que le tunde a su mujer las costillas a garrotazos, y
nosotros, los obreros «cocientes», estamos obligados a
portarnos bien. A los de la Sociedad nos espían y nos
critican... ¡Mucho ojo! En cuanto a los que se gastan el
jornal de la semana yendo de picos pardos (Paquillo baja
la mirada), como los señoritos, que se refrenen y no es-
tropeen su fama con escándalos. Yo no estoy ni estaré
en la Junta pa divertirme. Pongo los cinco sentíos y ná
más. Si no os cuadra, votáis a otro pal cargo de Presidente
y tan amigos. Pero mientras yo esté, las cosas irán de-
rechas.
No era el «Mellao», con este brusco modo de opinar y
actuar, un dirigente completamente agradable. Dolían sus
reprimendas de pastor, molestaba su rectitud enteriza,
pero nadie osaba combatirle abiertamente, y los más le
dispensaban una confianza regañona, una estima sincera,
como si su conducta —limpio pedernal— los aglutinase
en la práctica convivencia.
— ¡Es un cardo!
Y sin embargo, capitaneando a unos pocos, firmes y
tenaces, el «Mellao» continuaba su obra, sin importarle
dimes ni diretes. Tras la dura cáscara, alentaba su corazón
simple, su sencilla hombría.
—Hace tiempo que no se planta por aquí el Remigio.
—ILe cayó enfermo el hijo pequeñín y, como son un
regimiento, hace de niñero cuando vuelve de la mina.
No le alcanza pa mantener tantísimas bocas.
Y el «Mellao», sin levantar polvareda ni despegar los
labios, aprovechaba el primer rato disponible y allá iba,
remolón, a enterarse cómo seguía-la criatura.
—Si soy soltero y no tengo «cargas»... Toma un par

439
de duros y cuando termine la mala racha me los de-
vuelves.
—Se agradece.
—+Esto entre tú y yo, morral: no le vayas a dar un
cuarto al pregonero. ¡Me pondría colorao!
Vida monótona y humilde la del «Mellao», sin calor de
hembra, sin techo suyo, sin ilusión de prole ni retazo
—como él decía— de familia en que cobijarse. De la
mina a la Sociedad, casi nunca un descanso o un respiro.
No obstante, él, a su manera, sentíase feliz, comprendía
que era útil. En ocasiones, se le hacía cuesta arriba ence-
rrarse en su habitación y quedarse tumbado, sin pescar
el pícaro sueño, forcejeando con sus pensamientos, con
su acallado afán de viajar, de contemplar tierras descono-
cidas y de esperar acontecimientos que desperecen la ima-
ginación. Si le hubieran preguntado la causa de su dis-
tracción, de seguro no habría contestado, porque esos
impulsos «noveleros» y perturbadores, no es fácil ex-
plicarlos.
Una noche, después de cerrar el «local», anduvo sin
rumbo fijo, atraído por la dulce temperatura estival, por
la seducción irresistible de los patios llenos de macetas
que se vislumbraban a través de los portales entornados.
Recordó, con tranquila desesperanza, la lejana época de
su juventud, en este mismo pueblo, cuando murió el pa-
dre de Miguel y él se reunía con Juan en el Palacio.
¿Habría cambiado el viejo amigo? Absorbido por otras
actividades apenas le había visto desde que llegó. Ya es-
taría achacoso como él. Y maquinalmente se encaminó
al teatro y preguntó por Juan. El antiguo carpintero lo
acogió con ruidosas muestras de alegría y se enredaron
a charlar de los tiempos idos.
En el desierto patio de butacas su conversación ad-
quiría un fantástico contorno, les intimidaba la resonan-
cia de sus voces y el «Mellao» observaba intrigado el
caprichoso juego de las sombras en los palcos y galerías,
el escenario iluminado débilmente por unas lámparas a la
entrada de los pasillos.
—Debías venir más seguido. Uno se remoza —excla-
maba, emocionado, Juan.

440
Y desde entonces el «Mellao» frecuentó el teatro, in-
variablemente al terminar la función, que a escrupuloso
nadie le ganaba. Liaban un pitillo, hablaban calmosamen-
te de hechos y personas de antaño, del presente y de sus
trabajos. Juan parecía interesarse en la tarea sindical del
minero e insensiblemente empezaron a discutir de las
«ideas».
En cierta ocasión, tras una prédica entusiasta del «Me-
llao» que describió una sociedad sin pobres ni ricos, don-
de todos laboraran y la riqueza no fuese privilegio de una
minoría, Juan le interrogó con impaciencia desusada.
—Dime, si las minas llegan a ser del Estado, ¿le qui-
taréis a Miguel «La Clavellina»?
— ¡Natural!
—-Pues me hago de los vuestros mañana mismo.
— ¡Caray! Mucho le odias.
—No es eso. Pero al «muchacho» lo ha estropeado el
dinero. Si tuviera que ganarse el pan como tú o yo, se
arrepentiría de su orgullo de ahora, sería persona. Hay
que bajarle las ínfulas.
—No se te olvida que lo criaste. ¿El no te saluda?
—Igual que si fuera un perro.
—Es «torcío».
El «Mellao» se sobó la barbilla, preocupado.
—Tengo el presentimiento de que más tarde o más
temprano me veré las caras con él. Las cosas ruedan.
Y Miguel se figurará que le guardo rencor o le busco
las cosquillas. Pero se equivoca. Uno es él, que me da
pena aunque nade en oro. El «otro», es un burgués.
— ¡Pégale fuerte en los nudillos! Bien se lo merece.
—Habrá que ajustar cuentas, Juan. La mía, la de sus
obreros es la más chica. Le queda su conciencia, cuando
se le caigan los palos del sombraje y los billetes no le
frenen el carro de la vejez...
—-Con pesetas le abrirán hasta las puertas del cielo.
—No, él tampoco cree en esas monsergas.

Con un humor insoportable volvió Miguel de su visita


samanal a «El Rincón», pesaroso de haber perdido la se-
renidad con María del Carmen. Cierto es que él no pro-

441
vocó el tema, fue la cuñada. ¡Mostraba tal interés en
convencerlo de «aquello»! Todos se empeñaban, de una
u otra manera, en provocar su genio atravesado. No, por
esa ignominia no pasaba. ¡Y pensar que hizo el viaje con
la ilusión de «ventilarse la cabeza» de tantas rumias!
Pleitos de sacagéneros, el trabajo de zapa de ese «Me-
llao», que Dios confunda, y que ya le tenía sobre ascuas.
También, el irritante desdén de su mujer, empeñada en
tratarle poco menos como a un niño de mala crianza: lo
toleraba, le seguía la corriente.
Al principio María del Carmen se limitó a hablarle del
pequeño.
Ahora está dormido. De salud, sólo medianejo. Su
carácter es lo que me inquieta. A medida que crece, se
le hace menos aguantable su defecto. En días enteros no
consigo arrancarle una palabra. Contesta con gruñidos.
Y sólo conmigo se abláanda, de «higos a peras».
— ¡Esa será siempre mi cruz! —exclamó el minero—.
¿Y tú como te encuentras? —agregó distraídamente.
—No tengo de qué quejarme. Aire, todo el que quiera.
Tranquilidad, igual. ¿Acaso puedo desear más?
—¿Y no se te hace molesta la soledad, no extrañas el
pueblo? Podías vivir una temporada aquí y otra en la
Corredera. Mientras, «Varita de Nardo» se encargaría del
chiquillo.
—El niño me necesita. Y además, con los años se le
quitan a una las ganas de bullicio.
— ¡Ni que fueras una vieja! De proponértelo, enamo-
rarías.
—Me acostumbré a la paz.
—Desaprovechaste una gran oportunidad —le reprochó
Miguel.
—Si me equivoqué, para mí serán las consecuencias.
En este terreno María del Carmen no admitía intentos
componedores. Y quiso tratar de algo distinto.
—Tenía que hablarle de un asunto delicado. Para ella,
el distanciamiento entre la familia era de lo más penoso.
Sobre todo, las exageracionesde Alfonso, que habían
creado una situación tan tirante. Miguel debía ser com-
prensivo, -olvidar viejos agravios. El hermano se había

442
casado, ya se curaba de locuras. Su mujer también desea
que acaben las rencillas. ¡Si todos nos aviniéramos! An-
tonia es gentil persona, más discreta y razonable que él.
—Entonces, la «Rondeña» te ganó a su partido.
—No la llames así, y con ese tono.
—La «Rondeña» es su nombre de guerra. Pregunta
por ella, en la calle de los tarantos, a todos los mineros
que ha encalabrinado.
—Miguel, eres demasiado duro. Antonia cambió, y a
fondo. Hoy nadie puede acusarla. Su vida es irrepro-
chable.
—Hasta que se muera será la «Rondeña».
—-Otra vez tu rencor, hombre. Pero ya reflexionarás y
lo verás con más calma.
—Por la gloria de mi padre te lo juro, María del Car-
men. Esa cupletista no pisará jamás ni el portal de mi
casa. Yo tengo la responsabilidad de vuestro decoro y del
mío, y no lo permitiré, entérate. ¡Harto estoy de escán-
dalos! A pocos metros, en mis propias narices, soporto
que ese abogadete de don Nicolás exhiba la manceba
preñada, como insultándome. ¡Y todavía quieres que ad-
mita a una cualquiera, traída y llevada por las ferias, sólo
porque el bobo de Alfonso haya picado en el anzuelo y
consienta que sea su esposa! Mentira parece, María del
Carmen, que me lo hayas insinuado, tan siquiera. ¿No te
importa tu apellido, limpio como el que más? Entre nos-
otros de esto no ha de hablarse. No cederé nunca. ¿Es
que intentáis afrentarme, convertirme en el hazmerreír
de la gente?
-———Tú mandas. Descuida que no te molestaré más —y
María del Carmen, demudada, se sienta en la mecedora.
Ha de contener las violencias que pugnan por estallar en
su boca.
(—¡Qué gracioso es todo! ¿Y tú qué eres? ¿De dónde
has salido? Te mortifica que una de abajo, como tú, suba
también, eso te recordaría demasiado tu origen. Te soli-
vianta el orgullo de nuevo rico el que entre por tus puer-
tas compradas la antigua cupletista, que tanto necesita
borrar sus años de hambre y privaciones y mala fama.
¡Ya te crees uno de la Corredera porque nos dominas

443
con tu dinero y nos has domesticado a fuerza de billetes,
y de cobardía nuestra! Soy injusta, Señor, ahora es a mí
a quien posee la soberbia. ¿Cómo pude llegar a este ex-
tremo? Es que se refirió al «otro», María del Carmen, y
eso te enfureció. Todavía no te amoldas a la idea, todavía
te rebelas, pero la culpa es tuya, no tuviste valor aquella
tarde. Temiste, temblaste ante las lenguas envenenadas
del pueblo y huiste de él. Con un solo ademán tuyo, te
habría abrazado. ¡Me habría abrazado! Hoy serías tú, y
no la criada, la que llevaría su hijo en el vientre. Te lo
perdiste.)
Decidió Miguel no aparecer aquella tarde por la mina.
Aún le sacudía de cólera la pretensión de la «Rondeña»
y prefirió desatender algunas tareas y que sus empleados
no advirtiesen su alteración. Necesitaba distracción y se
encaminó al Casino, donde su presencia suscitó murmullos
de sorpresa, provocó girar de cabezas y arrastrar de sillas.
Hacía años que no se le veía por allí y el hecho de mo-
dificar su costumbre atribuíase a una ocupación impor-
tante.
—De mal temple viene. ¡Hasta en el color de can-
grejo se le nota!
—El cuñado, para no tropezárselo, se escurrió a la bi-
blioteca y de ahí a la calle. ¡Hay una armonía en la fa-
milia!
—Algún asunto le trae. Ese no piensa más que en el
plomo, en la plata, en lo metálico.
Miguel, por inercia social y perezosa afinidad, se diri-
gió a la tertulia de los mineros ricos, situada en el ángulo
más confortable del salón, como para dar idea de su pre-
eminencia. Aunque apenas se relacionaba con ellos, le
recibieron con la cordialidad, envidiosa y socarrona en el
fondo, que se dispensa al colega de suerte, el más prós-
pero del gremio.
—Don Miguel, esto es un acontecimiento. ¿Negocios
en puerta?
—La campana de Huesca, cuando redobla.
—Agquí, en el sofá, le hacemos un sitio.
—d¿Nada nuevo por «La Clavellina», esa ganga?

444
— ¡Qué chiripa la de usted! Sus filones no se agotan,
aumentan, se multiplican.
Miguel ríe, halagado, le complace la expectación que
despierta, el ramalazo de interés que le rodea.
—Bromas... No se extrañen de que haya venido. De
vez en cuando me gusta ser sociable, airear las preocu-
paciones.
Pero ante su silencio, observando que sólo charla lo
indispensable, se reanuda, con fuertes envites, la partida
de juego. Miguel ha olvidado ya el incidente con María
del Carmen, pasea la mirada por el salón espeso de humo,
gratamente divertido con su algazara. Hasta que don
Teodoro, un pájaro de cuenta, mujeriego de generoso pa-
ladar, pone la nota discordante:
—El día que estemos más a la bartola nos darán un
buen susto.
—Explíquese —se ha interrumpido el barajar y todos
escuchan el diálogo.
—Vivimos como si nada fuese a ocurrir. Y nos lamen-
taremos del peligro cuando tengamos al toro encima.
— ¡Ya salieron a relucir los cuernos!
—Hablo en serio. Nos pasamos el tiempo despreve-
nidos, mientras que los mineros afilan los dientes. Ese
«Mellao» es de pronóstico y a la chita callando nos dará
un disgusto de órdago.
—Se le manda encarcelar, como la otra vez.
—No resultaría tan fácil hoy. Es un «galgo» veterano,
que huele la trampa. Aprendió mucho.
— ¡A mí no me acobarda el «Mellao», ni cien «Me-
llaos» juntos! —Miguel interviene fanfarrón.
—Ustedes no lo «calibran» —continúa don Teodoro—,
pero es un tipo que no ceja.
—En mi mina nadie rechista.
—Eso es lo que me hace cavilar.
—Tú ves duendes. Un grito, en su momento, y mutis.
—El «Mellao» sabe su faena. Hoy no nos ataca, pero
agrupa a la gente, la disciplina. Y ya recibiréis la des-
carga. El fulano da pasito tras pasito, sobre seguro. Es
lo que escama. Lo respetan, le- obedecen. ¡Malo! ¡Malo!

445
—Todo el intríngulis está en que no quiere pelea. Le
duelen todavía los palos de entonces.
—Como me llamo Teodoro que os pesará ese desprecio.
Desde que los maneja, los tarantos se emborrachan menos.
— ¡Se metió a padre sermoneador!
—Ni que estuviéramos en un funeral. Son aprensiones
tuyas. Despides a cuatro, de los más revoltosos, y los
demás irán como una seda.
-—No te lo aconsejo. Es lo mismo que darle al lobo un
puntapié en el hocico y quedarte cruzado de brazos.
Después de un silencio embarazoso prosigue, por te-
rreno más placentero —los chistes verdes—, la plática.
Miguel se despide.
—Es hora de cenar.
—Usted siempre casero.
Le han impresionado excesivamente los augurios de
don Teodoro, medita. Anda hacia la Corredera, lentamen-
te, blandiendo el bastón. Verdean los arbolillos de las
aceras, está despejado el cielo, es fresca y suavemente ve-
raniega la temperatura. Y no obstante, ajeno al ambiente
acariciador, le palpitan con violencia las sienes, se siente
desasosegado, irritable.
—Buenas noches.
El notario corresponde muy pronunciadamente al sa-
ludo. Más adelante lo entretiene unos minutos al Alcalde.
En su cabeza se alberga, inconmovible, fija como pun-
zón, la imagen del «Mellao». Lo recuerda de entonces,
de su juventud. Debe haber envejecido bastante, y si se
lo encontrara, trabajo le costaría reconocerlo. Y en él se
agita, súbita, alocada, una cólera ciega contra el minero.
¡Si es, al lado suyo, un gusano! ¡Si podría aplastarlo con
el pie! Y a un tipo así, que no vale un comino, siempre
a brazo partido con el hambre, ¿le temerá? Chiquilladas,
es como la lucha de un gigante y un enano. Pero a pesar
de que intente calmarse, recobrar la firmeza, la «som-
bra» se interpone, lo envuelve y atosiga.
Cuando escapa a estas reflexiones, hállase en la casona.
Tira bastón y sombrero sobre un diván del vestíbulo, con
su típico descuido. Allá dentro rezonga la voz de Asun-
ción. Le pareció que en esta ocasión tenía un acento más

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agudo y agresivo, una entonación descarnada que le ras-
paba los oídos. Entró en el gabinete y la besó rápidamente
en una mejilla.
—«¿Cómo sigue el niño? ¿Estuviste en «El Rincón»?
—Regular, regular.
Y a este trámite se redujo su interés maternal. Su indi-
ferencia, ya habitual, le causó en ese momento una reac-
ción más viva. Á costa de la hermana se desentendía to-
talmente del hijo, como si su desgracia la vejase y se com-
placiera teniéndolo lejos. — Asunción jugueteaba con el
bordado del pañito de la chimenea, erguida, fría de ex-
presión. :
—+¿No se te ocurrió qué fecha es hoy?
—Creo que miércoles o jueves, 15 de julio.
— ¿Nada más?
Nunca le evitaba estas pequeñas humillaciones, deta-
lles de etiqueta, cumplidos cuya negligencia la indignaban.
La cupletista, el «Mellao», la pulcritud de ademanes,
casi insultante, de Asunción, el gesto dolido de María del
Carmen, mezclábanse en su mente, le producían un hastío
intolerable, una sensación asfixiante. Su misma vida ma-
trimonial, tan artificiosa, se le representaba bajo un signo
de fracaso, al notar el ceremonioso esmero con que su
mujer masticaba, limpiábase delicadamente la boca, se
servía con melindres de la fuente.
—No te acordaste. Ni siquiera un regalo —dijo ella
con mohín compungido.
—.¿De qué?
—Es el aniversario de nuestra boda.
Tentado estuvo de disculparse con vaguedades —un
trabajo extraordinario, la contabilidad de «La Clavelli-
na»—, pero un impulso superior y violento hablaba ya
por él, como si reventaran las contrariedades del día y lo
arrastrasen.
—Déjame en paz con esas ridiculeces. ¡Ni que fuéra-
mos recién casados!
—A ti sólo te interesa «tu» mina. A los demás nos
abandonas.
—Gracias a ella puedes permitirte todos los lujos y
vanidades de que disfrutas.

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—«¿Me lo reprochas?> —le temblaba, soberbio y es-
pumeante, el labio superior.
—Si yo no estuviese en mi puesto, no tendrías la posi-
ción que te enorgullece. Estarías arruinada. Debes com-
prenderlo.
—Y si tú no te hubieras casado conmigo, con todo el
dinero que pudieses amontonar, no te codearías con quien
te codeas.
— ¡Asunción! Merecías...
—«¿Qué? No me asustas.
— ¡Una buena lección de estos puños!
Cuando se fue, refrenaba penosamente su estallido de
odio. Después, Miguel sintió agrandado el vacío que le
oprimía, enconada su soledad. Ya sin el vendaje de aquella
convivencia estéril que acababa de disiparse, hasta en sus
últimas formas.

448
XIV

—La esposa de su cuñado Alfonso —anunció el escri-


biente sin ocultar su recelo— desea verle.
Quedose callado unos momentos Miguel, enmudecido
por lo inaudito del hecho. Por el primer arranque de furia
se hubiera negado a recibirla, pero lo audaz de aquel paso
lo decidió, al excitar su curiosidad. ¿Imaginaría la pécora
que temía la entrevista? Su pretensión, ya la adivinaba.
De todos modos, admitió a su pesar, era una mujer de
temple y brío.
En la oficina la presencia de la «Rondeña» provocó
mayúsculo desconcierto. Don Francisco Salgado le hizo
los honores en la antesala y charló con ella de vaguedades,
mientras aguardaba la respuesta del «amo». Después, a
duras penas, logró vencer el impulso de arrastrar una silla
cerca de la puerta y de escuchar algo de lo que allí dentro
se dijera: seguramente hablarían en voz alta. Pero le con-
tuvo la posible reacción de los subordinados, víctimas de
la misma desazón, que no cesaban de cuchichear y sonteír
pícaramente.
—A ganar el sueldo, galopines —gruñó el manco, y su

449
mano zurda empezó a deslizarse sobre el folio con pas-
mosa ligereza.
No se levantó Miguel al entrar su «enemiga». La saludó
con una seca inclinación de cabeza, y después la miró
descaradamente, con ostensible desprecio. — Aún tenía
«gancho» la reverenda, y eso que vestía con gran sencillez,
apenas un retoque en el rostro agudo y moreno: toda
ella ofrecía un fuerte encanto expresivo, trenzadas las
manos sobre el quitasol, con cierto desgaire de actitud
al permanecer en pie.
La «Rondeña» liquidó con un golpe de osadía la situa-
ción embarazosa. Ocupó sin decir palabra un sillón frente
a él, quitose los calados guantes color crema y cruzó las
piernas con soltura.
Había en sus ademanes una firmeza extraña, barrunto
casi de desesperación. Antonia lo sabía: esta vez jugaba
la última carta de sus ambiciones. Sordamente le irritaba
el pensar que su suerte dependía de este hombre tosco,
de pelo crespo y piel quemada, acusada mandíbula y pe-
cho poderoso, que ahora la examinaba ahincadamente,
aún sorprendido.
Se prolongaba el mutuo silencio, escuchábanse la res-
piración —sonora y silbante la de él, acompasada y honda
la de Antonia— y ninguno se atrevía a iniciar la conver-
sación. Los nervios de Miguel se hallaban próximos a es-
tallar y prefirió no resistir más.
—Estoy a sus Órdenes. ¿En qué puedo servirla?
Dos lágrimas hirvientes pintaron una nueva tonalidad
en los ojos vivaces de la «Rondeña» y después, a merced
de su emoción, lloró quedamente, con una especie de
quejido animal que espejeaba en las cuerdas de su gar-
ganta. Comprendía el recelo de Miguel, estaba justificado
que la creyera una farsante y sin embargo no consiguió
serenarse.
—Cuando usted se calme me dirá lo que quiere. Des-
pués de todo, no tengo prisa.
En aquel instante se juzgaba vengado de los insultos
de Alfonso. Contemplaba humillada a su mujer, la veía
como a una pordiosera. Pero la «Rondeña», una de esas

450
hembras cuyos desmayos de voluntad no suelén prolon-
garse, pudo rehacerse, espoleada quizás por el desdén im-
placable que suscitaba.
—Le extrañará que haya venido. Yo misma no me lo
explico. Nunca he hablado con usted. Siempre le vi de
lejos, cuando pasaba en el coche. No conozco su carácter.
Y a pesar de eso, confío en que me entenderá —y él no
contestaba, era preciso seguir—. Yo tengo mi orgullo,
como cualquiera, como el que más, pero si usted no me
ayuda, no hay solución.
—«¿Asunto de dinero? — interrumpió él.
—«¿Por quién me ha tomado? —replicó Antonia—.
Bueno, usted se figura lo peor de mí. Que soy una tirada,
que no tengo escrúpulos, que el mejor día volveré a lo
de antes.
—No intervengo en sus problemas particulares, ni los
juzgo.
—Pero soy de su familia, aunque usted no lo quiera.
Defiendo mi porvenir de mujer honrada. Lo que pasó,
pasó, y con creces lo he limpiado. Entonces, ¿por qué se
niega usted a que todos vivamos en paz, por qué me
echa? Mientras usted y Alfonso no se traten, nosotros
estaremos como apestados, y me cargarán la culpa a mí,
a la «cupletista». Dirán que soy la oveja negra. Y no seré
feliz, no tendré tranquilidad. Si usted se lo propone, si
es generoso, yo le traeré dócil a mi marido, le pedirá
perdón, y le ayudaremos en lo que sea. De mí no se aver-
gonzará, se lo aseguro. No encontrará personas más leales .
que nosotros dos. El día en que se supiera lo que usted
ha dicho: «por él aceptaría, pero está la «Rondeña» de
por medio»... ¡Me moriría de rabia! Usted no me co-
noce, pero míreme a los ojos. Después de lo que he con-
fesado, usted manda. En él y en mí.
—Usted no pisará nunca mi casa. Y dele gracias a
Dios que ha podido entrar aquí. ¡Váyase!
Ya no gemía, ya no imploraba la «Rondeña». No alzó
siquiera la voz, escupía su odio con un tono pastoso y
TONcO.
—El «señor» no cede. ¡Alabado sea el Santísimo!

451
Perdí. ¡Que malos rayos te partan, minero! Te gustaría
olvidar su origen cochino, de lo más bajo. Yo te lo recor-
daría demasiado y la gente nos emparejaría. ¡Si somos
el uno para el otro, hechos a medida! Te estorbo. Es la
ley del embudo. Tú sí tienes derecho a subir, pero cuando
alguien sigue tu camino y tu ejemplo, protestas, so perro.
Te mereces el hijo paralítico y asqueroso. ¿Conque tú sí,
y yo no? Me las pagarás. ¡Si el dinero no me importa, no
me quita el sueño! Quiero estar donde tú estás. A las
duras, te daré guerra.
Y se plantó ante él con un meneo insolente, espumosa
la boca. Luego, avanzó hacia la mesa que los separaba
para lanzarle el agravio irremediable.
—A ver si te atreves a un escándalo. Juan, que es un
infeliz, un babieca, se fue de la lengua. Desde que supe
por esa pava de María del Carmen que me habías puesto
la cruz como al diablo, arañé en tu historia. Estuve en tu
pueblo, olfateé tu rastro y me contaron lo de tu madre, y
dentro de poco, tan pronto salga de este cuarto, no me
cansaré de pregonarlo por todas partes... ¡Para que apren-
das a burlarte de la «Rondeña»!
Se detuvo sofocada, fuera de sí. Necesitó reunir fuer-
zas, mientras le palpitaba el pecho con desenfrenado
jadeo.
—Y te aguantarás cuando te diga, con todas las letras...
¡hijo de puta!
Miguel no intentó responder. Sintió primero el deseo
ciego de apretarle el cuello, más tarde se esforzó en que
desapareciese de sus oídos la vibración de su frase. Cayó
en un abatimiento total, en una helada desgana que le
exprimía el tuétano de los huesos. No se dio cuenta de
que la «Rondeña» había marchado, componiendo el an-
dar, estirando los pliegues de la blusa de seda, repique-
teando los dedos en los botones de nácar.
Antonia se despidió, una mueca la sonrisa, de don Fran-
cisco, abrió el quitasol con mecánica monería y emprendió
el regreso. A la sombra de un terraplén, sentados en el
suelo, varios mineros comían los «fritos» del mediodía.
La siguieron ávidamente con la mirada, en tanto que se
relamían los labios polvorientos y mostraban la dentadura,

452
manchada de zumos de uvas negras. El «Perdigón», des-
pecherado, tocó unas palmas.
—La cuñada del amo, ¡vaya pieza!
—Y con unas pretensiones de santa que te tronchas
de risa.
—¿Te acuerdas, en el teatro?
— ¡Y qué gestos! Como diciendo, aquí me tienes.
—Tal para cual.
—Así son todos ellos, un desecho —rubricó el «Per-
digón».
No llegaron a oídos de la «Rondeña» estos comenta-
rios, pero su instinto los adivinaba y le parecía sentirlos
como punzadas ardientes en la nuca. Se enconaba su ren-
cor y aligeró el paso, impaciente por encerrarse en su dor-
mitorio y, a solas, retorcerse de coraje. Estaba eliminada
de ese mundo que constituía su ilusión máxima, entre
Miguel y ella había una hostilidad infranqueable, un muro
de injurias. Recordó, con un deleite malsano, regodeán-
dose en el propio sufrimiento, lo ocurrido.
—-Un navajazo de muerte se ganó el canalla. ¡Con qué
gusto se lo hinqué! Me acorraló y no me pude contener.
No se imagina el daño que me hace. Y no podré salir
de donde estoy. A la cupletista le dieron de limosna el
título de esposa como Dios manda, pero le prohíben que
escape de su esfera. Nunca logrará igualarse con ellos.
¡Y qué bestia fui! Me ablandé, suponía que María del
Carmen haría entrar en vereda a ese salvaje. Me lo figu-
raba todo color de rosa, fácil. Hasta Alfonso recogió unas
migajas, ¡estuve tan cariñosa con él!
(«No te muevas, te tengo preso. Déjame maniobrar,
que yo, aunque dicen que las mujeres andamos cortas de
talento, sé lo que me propongo. En beneficio de los dos,
tonto, tontaina. Si no fuera por mí estarías haciendo to-
davía bobadas, sin pensar en el porvenir, ni situarte. Aho-
ra, por revoltoso, un tirón de orejas. Sueño en que todos
se descubran cuando te vean. Dispondremos de un capi-
talillo, para los hijos, claro. No seas ansioso, guárdalo
para la noche. ¿Qué sacas tú, incauto, poniéndote a mal
con el cuñado, por remilgos de la honrilla? Arrímate al
árbol de mucho ramaje, y si te disgusta haz de tripas

453
corazón, aprovéchate, sácale astillas. No repliques que tu
dignidad no lo consiente... ¡Quietecito, goloso, hambrón!
Visité a tu hermana, sin pedirte permiso. ¡Castígame,
así! ¡Ja, ja! Vamos a conspirar juntas, y tú chitón. Es
temprano para juegos. ¡Estoy tan contenta! No te arre-
pentirás de haberte casado conmigo. ¡Que te pego y te
como! »)
¡Cuán intolerablemente le dolían aquellas efusiones
ahora! Atravesó el campo por la vía del ferrocarril, hasta
divisar las manchas rojizas de los tejares. Le acosaba un
afán turbio de herir y dañar, como el muerto que se
aferra a un ser vivo y quiere arrastrarlo a su oscuro y
fatídico destino. ¡Se sentiría tan descansada si pudiera
desfogar en alguien, en algo, el ansia ciega que la abra-
saba! ¿Y para este resultado se había consumido ella,
ahogó su frenesí y unció su existencia a las cansinas, insí-
pidas costumbres del pueblo?
Para ir a su casa eligió las calles de menos tránsito.
Contestaba a los saludos con un bisbiseo apresurado. En
realidad, hirviente de cólera, nada percibía nítidamente
a su alrededor, sino un desfile borroso y vacilante de
rostros, arbolillos, aceras y patios.
(Convenció a Alfonso y al pollo Castuera, encargado de
conseguir la tartana, que la acompañaran a «El Rincón».
AMlí pasaron el día entero, a instancias de María del Car-
men. El programa archisabido: los hombres fueron a
estirar las piernas al arroyo de «La Umbría», tras cuya
sortija de chatas lomas se otea la mina. Las mujeres, entre
parloteos y risas, se dedicaron a preparar el típico arroz
de conejo. Como «Varita de Nardo» terciaba en la faena,
la «Rondeña» aguantó a duras penas la ansiedad. En una
breve ausencia de la criada preguntó:
—«¿Hablaste ya con Miguel?
Tardó en contestar María del Carmen y no pudo ocul-
tar su azoramiento.
—SÍ, por encima.
—¿Está bien dispuesto?
Antonia observó la nueva indecisión de la cuñada con
un vuelco en las entrañas.
—+¿Se opone? No me lo niegues. Es mejor la verdad.

454
Por mí no hay disgusto —y descansó las manos en sus
hombros, oprimiéndolos nerviosamente. +
—Es bastante terco. Se le irá con el tiempo.
—¿Mucho tiempo?
—Tendremos paciencia. Con los años, será de otro
parecer. Yo le insistiré —María del Carmen intentó son-
reírse.
La escena se reproducía con amarga exactitud en su
mente. Usando de sus astucias averiguó lo esencial de las
palabras de Miguel y comprendió que siempre hallaría en
él un obstáculo invencible. Necesitó el más penoso esfuer-
zo de simulación para charlar con ellos y que no sospe-
charan su estado de ánimo. En el resto de la jornada,
sufrió indeciblemente con las bromas, las cortesías y la
vacua charla de sobremesa.)
La entrevista con Miguel, la actitud embarazada de
María del Carmen, el murmullo insolente de los mineros,
formaban un obsesionante revoltijo en su cerebro, sin
inicio ni salida. Daban vueltas en su frente, taladrando
las sienes sudorosas, produciéndole un sucio y áspero sa-
bor de boca. De nuevo, una sed de destrucción, un deseo
desbocado de revancha se apoderaron de ella, la sacudie-
ron, como el viento de las cumbres pizarrosas dobla los
matorrales del llano.
De pronto, ante una evocación en que hasta entonces
no había reparado claramente, Antonia se detuvo.
(En el comedor, quitados los manteles, María del Car-
men servía una copa de anís al pollo Castuera. Este, muy
acicalado —corbata de lazo ampuloso, traje crudo, cha-
leco de piqué de amplias solapas— la contempló con un
parpadeo acariciante y emocionado cuando ella reanudó
su bordado. La dulce congoja, tímida y ridícula, se reve-
laba ahora a la «Rondeña» y le explicaba una serie de
renunciamientos y abnegaciones del grotesco boticario.
¡Cómo mantenía el secreto! A la tumba le seguiría. ¡Va-
liente novio para María del Carmen! Se avergonzaría de
él, si lo supiera.)
Otra vez, más poderoso aún, el anhelo de herir y dañar,
porque sí, recorría, cual un espasmo, las carnes tirant
y duras de la «Rondeña».

455
Juan Manuel, el dependiente principal del pañero
—mozo ojeroso, mayúsculas orejas y cuidadas manos es-
cuálidas, que parecían embriagadas mariposas al desple-
gar telas femeninas— se refocilaba al despachar a Rosario,
la viuda pizpireta, empeñada en no corresponder, pero
eso sí, con su porción de mieles, «para que el idilio no
se rompiese», a sus demandas amorosas y tupidos piropos.
—Aunque es un imposible, está usted hoy más guapa
y «flamígera» que nunca.
—No me fío. El verdadero cariño, el cariño de las al.
mas —y Rosario marcaba más los hoyuelos sensuales de
sus mejillas— no se publica ni se declara. Se guarda como
un tesoro. Alguien conozco yo que dedica toda su vida
a una mujer, sin que ésta ni nadie se den cuenta. No se
trata de mí. Conste.
—Me tranquilizo, me sosiego. ¡Creía que era un rival
y le aseguro que se me «subvirtió» la sangre. ¡Pobre de
él! ¿Y quién es ese amante de Teruel?
—-Si me promete callarlo, se lo digo, sólo a usted. Un
secreto entre nosotros dos.
—Jurado por...
— ¡Es el pollo Castuera!
—¿El pollo Castuera? Graciosísimo... ¿y la espiritual
dama? —inquirió el hortera, propenso a los alambica-
mientos de expresión.
—Asómbrese. ¡María del Carmen!
—No lo hubiera sospechado. Nunca se me ocurrió.
—Yo lo adiviné hace mucho tiempo —a Rosario le
mortificaba reconocer su miopía en aquel caso «tan evi-
dente», como si se tratase de un mentís escandaloso a su
notable experiencia. En el fondo, envidiaba a la «Ron-
deña», más aguda, que por casualidad dejó escapar la
suposición «indiscutible» en un discreteo de amigas, cuan-
do merendaban con Leocadia la tarde anterior. ¡Qué tor-
pe había sido! Era lo más sencillo, lo más «natural», lo
aclaraba todo. Por esa razón toleraba las tarascadas bur-
lonas de Alfonso, se embarcó en el negocio del teatro y
ermanecía indiferente a sus donaires e insinuaciones,
< a Rosario sí le interesaba enamorarlo y con alborozo

456
hubiera truncado la viudedad para reposar en los flacos
brazos y regular fortuna de aquel bendito de Dios.
Ahora experimentaba hacia él un sentimiento parecido
al desengaño, un vago anhelo de que sufriera con las
mofas del pueblo. ¡Despreciarla por una quimera risible
de chiquillo, impropia de su grave edad! Merecía un es-
carmiento, una lección de «padre y muy señor mío». Des-
pués, curado de sus ilusiones de falsa juventud, ¿no aco-
gería con tierna predisposición sus sonrisas «irresistibles»?
—Tres metros para una falda de vuelo.
—-Si yo tuviera el honor de probársela, centímetro a
centímetro...
— ¡Juan Manuel! No me abochorne.
Circuló la noticia. Cuando tuvo lugar este curioso colo-
quio hallábanse presentes la bella Herminia, Ramona y
Angeles, celosamente ocupadas en comprar, pero que agu-
zaron los oídos al pronunciarse el nombre del pollo Cas-
tuera, víctima propiciatoria de la broma de Alfonso, de
que ellas fueron desairadas protagonistas. Miráronse con
turbio regocijo y en sus ojos —una linda gradación de
tonalidades pardas, verdes y grises— brotó la misma chis-
pa maliciosa. Salieron a la calle y ya sin testigos abunda-
ron en exclamaciones chillonas.
—Nosotras tenemos una deuda atrasada con ese «ca-
ballero» —dijo la bella Herminia.
—.+¿Por qué no vamos esta tarde a la botica, y en pro-
cesión, le damos un buen «tute»? —sugirió Angeles, la
salerosa.
—De acuerdo, le devolveremos la burla —refrendó la
sín par Ramona.
Era la hora de más movimiento en la farmacia cuando
irrumpieron las amigas. Dada su calidad social, el pollo
Castuera las atendió personalmente. Le impresionó su aire
formal, su actitud sospechosamente cariacontecida.
— ¡Qué raro verlas por aquí! ¿Algún enfermo?
—Necesitamos una medicina maravillosa —contestaron
a coro. -
Y por los estantes y anaqueles vibraba el eco: «Una
medicina maravillosa». :

457
—+¿Traen la receta? —preguntó, aturdido, el pollo
Castuera. '
—No hace falta. Es para el mal de amores.
—Ustedes siempre tan alegres y cascabeleras —repli-
có, muy inquieto ya ante la zumbona curiosidad que pro-
vocaban en la concurrencia.
—Es en serio, muy en serio.
—Pero yo no tengo —balbuceó, tembloroso.
—Sí, usted nos lo niega a nosotras, nos desaira.
— ¡Si fuera María del Carmen!
—Correría a buscarla.
—La ama en silencio.
—Y nos desprecia.
—A pesar de que más de una vez le hemos demostrado
cuánto le queremos.
—El pollo Castuera sólo suspira por María del Carmen.
—.+¿Por qué esconde su cariño?
—Se moriría de sonrojo. Es tan vergonzoso...
—Tan delicado, tan sensible.
—Para él, María del Carmen es como una reina: míra-
me y no me toques. La contempla de lejos.
—Querido Castuera, lo comprendemos todo.
— ¡Con razón huía usted de nosotras!
Y terminada la pequeña farsa, que interpretaron con
frívolo aplomo, huyeron entre risas y mohínes de com-
plicidad, gozosas ante la fisonomía desolada, casi inerte
del pollo Castuera que, inmóvil tras el mostrador, caídos
los brazos, semejaba un mártir en el circo.
Minutos después, todo el pueblo —es decir, el Casino,
el Café Colón, las tertulias familiares— conocía y glosaba
la «hazaña». ¡Era muy divertido! Además, como por en-
tonces no sucedía nada de particular, el tema se impuso.
Al oscurecer, el pollo Castuera se quitó el «uniforme»,
vistiose el «traje civil», como él lo calificaba, y salió sin
decir palabra. Enderezó maquinalmente sus pasos al tea-
tro y allí, para justificar la visita, dio amplias instruccio-
nes a Juan para la función de la noche.
—Tú mismo recoges el dinero de la taquilla y lo guar-
das hasta mañana. Estoy un poco delicaducho y segura-
mente me acostaré pronto. Lo que hagas, bien estará.

458
Se alejaba ya, pero un impulso incontenible, un desva-
lido impulso de ternura, le obligó a regresar. Frente a él,
la cara arrugada, limpia de rasgos, del ex carpintero. Juan
advertía temeroso su visible abatimiento, la desgana que
le desmantelaba, sutilmente, el tinglado del cuerpo, la
energía de vivir. El pollo Castuera le estrechó la mano.
— Adiós, Juan.
Se dirigió al piso de soltero que ocupaba últimamente
en el callejón de la Sal y pasó cerca del Casino. Desde
un balcón, Esteban, el sobrino del notario, le llamó a
grandes voces, agitando los brazos.
— ¡Castuera, Castuera, ven!
En torno del mequetrefe se agolparon instantáneamen-
te varias cabezas gesticulantes, en racimo. A él le parecían
una yedra que se enroscaba a su cuerpo desnudo y aterido.
Quiso seguir su camino sin contestar, pero algunos baja-
ron en un par de saltos y lo empujaron jaraneramente
al interior. Se dejaba llevar, rota la voluntad, desgonzado,
al salón principal. Lo recibió un viscoso alarido de júbilo.
— ¡Brindemos por el pollo Castuera!
— ¡Es nuestro héroe!
— ¡Que le sirvan un cubo de coñac!
—Eres un ingrato, un desconfiado de tomo y lomo, a
nadie se lo confiaste.
— ¡Una copa por el pollo Castuera y su adorada!
— ¿Cuándo es la boda?
— Tienes que conquistarla, sin miedo.
—Ya es tiempo. María del Carmen te solicita, derre-
tida, hecha jalea.
—Bien le has demostrado tu cariño.
—Ella está muy agradecida a tu culto.
—Te quiere en silencio.
—El pollo Castuera le da ciento y raya a Don Quijote.
Le obligaron a beber. El castañeteo de sus dientes ver-
tió parte del líquido, en espesa mancha azucarada, por la
barbilla.
— ¡Que hable, que hable! —y los señoritos golpeaban
con las sillas en el suelo entarimado, batían palmas, eruc-
taban carcajadas de grosera alegría.
Pero en ese momento, cuando se aprestaban a consu-

459
mar el desmán y el pollo Castuera semejaba un guiñapo,
sin nervio, sin resortes, abrióse violentamente la puerta
de la biblioteca y avanzó hacia el grupo procaz la figura
alta y recia de don Nicolás, tronó su vozarrón.
— ¡Basta de juerga!
—«¿Y quién le da vela en este entierro? —objetó al-
guien.
—YNo, y me las entiendo con el más lenguaraz. ¿A us-
tedes qué les importa la vida y milagros de este pobre
hombre? Ya se han divertido más de lo justo a su costa.
Que se vaya en paz. Castuera, aquí sobra usted. ¿No se
da cuenta de que se están burlando de mala manera?
¿No tiene usted sangre en las venas? Aunque sólo sea
por el nombre de una mujer decente, que ahora, por su
culpa, por su bobería, estúpidamente, anda en boca de
gansos.
Libertado de los que le zarandeaban, el pollo Castuera
abandonó el salón —¡había tanta luz y tanto humo!—
con tambaleo de beodo. Aún amenazador, don Nicolás se
encerró en la biblioteca y los gaznápiros tornaron a sus
murmuraciones y a sus juegos.

460
XV

Amaneció ahorcado en su alcoba el pollo Castuera. Te-


nía una luminosa expresión en el rostro apergaminado.
Por lo visto no había dormido en toda la noche —-levaba
puesto el traje de la víspera, no se quitó la corbata blanca
de lazo ampuloso, tan típica en él— y al lanzarse al vacío
de la otra vida no descuidó un solo detalle de su indu-
mentaria, que se mostraba sin un pliegue inútil, sin una
mota indecorosa de polvo.
Según la criada que lo atendía —una sesentona baja y
renqueante— el «señorito» llegó enfurruñado, oliendo a
licor a la legua, no quiso cenar y se retiró en seguida a
su cuarto. Hasta que la venció el sueño, ella escuchó sus
constantes idas y vueltas, el chasquido de los papeles
ardiendo en la chimenea. Creyó que había bebido más de
lo prudente y no le hizo mayor caso. Pero al despertar y
atisbar desde el pasillo la puerta a medio abrir e intacta
la cama, acudió a su habitación para «horrorizarse» con
el espectáculo: pendía de una viga el pollo Castuera, sus
pies, «calzados con botas de charol», se balanceaban trá-
gica y casi imperceptiblemente. Y «dio parte».

461
La declaración de Juan confirmó que el pollo Castuera
le había tratado con un genio singular. El carpintero no
pudo pegar los ojos, pensando en la rareza de sus palabras,
de su acento y de su actitud. Hasta el extremo de que a
primera hora se presentó en el piso para informarse de
su salud y ayudó a descolgar el cuerpo, aún caliente.
—Era un alma de niño, tiernecica, incapaz del mal.
En el zaguán y en la escalera de la casa se apretujaban
los curiosos. Don Nicolás, «más serio que un juez», pe-
netró a codazo limpio entre las mujeres excitadas, colérico
por su entrometimiento. El suceso le enconaba una vieja
y honda melancolía y necesitaba estar a su lado en ese
trance, verlo, grabarse su imagen.
Se sentó en un banquillo, cerca de la ventana, y miró
con pena la faz —oliva y cera— de su «rival». En un
rincón lloraba Juan, con lagrimones despaciosos y ar-
dientes, que humedecían su barba canosa. Retorcíase las
manos, aún bajo el efecto de la sorpresa. En la puerta,
dos «guindillas» impedían el acceso a los curiosos. El sol
proyectaba sus rayos sobre el cadáver, cubierto hasta el
cuello por una manta, y doraba, pasajeramente, los labios
descoloridos del pollo Castuera.
De allí no se apartó en toda la jornada don Nicolás.
Veía desfilar a las contadas personas a las que se autori-
zaba la entrada, con iracundo fastidio, como si ninguno
fuera digno de comprender el corazón cándido del di-
funto. Pero la presencia de la «Rondeña» le causó, ins-
tintivamente, un malestar más agudo. Iba Antonia vestida
de oscuro, con velo largo, y a su zaga, hueco y desenca-
jado, Alfonso, que se limitaba a exclamar, repetida y las-
timosamente:
—No me lo explico, no me lo explico.
La «Rondeña» se hincó de rodillas, se santiguó devota-
mente y rezó varios minutos por su salvación. Después
levantose, se aproximó al lecho, arregló la almohada en
que reposaba la cabeza chiquita, de pájaro, y con ademán
solemne le cerró los ojos. Al cabo de un rato salió la
pareja y a don Nicolás se le figuró — ¡pero si él no tenía
motivos para tanto rencor!— que se purificaba la atmós-
fera.

462
Pascual llevó la mala nueva a «El Rincón», informando
confidencialmente a María del Carmen del «escándalo» en
el Casino que fuera último antecedente del desenlace. —Al
atardecer compareció, enviada por su dueña, «Varita de
Nardo». Habló en voz baja con el mancebo de la botica
y con el dependiente del pañero, y quedóse luego medita-
tiva y ceñuda. Cuando por unos segundos estuvieron a
solas, escuchó don Nicolás su monólogo quejumbroso y
tenue.
— Alguien levantó el infundio. Con las burlas, a este
infeliz lo empujaron a la muerte. Yo me enteraré quién
fue la bruja... Porque esto lo hizo una perra sin entrañas.
Tiró la piedra y se escondió. Es un bicho que odia a María
del Carmen. En nada les estorbaba que él quisiera a mi
niña. Más respetuoso y fino, más pulcro y bueno no lo
hubo nunca. Yo lo malicié desde que se puso de largo y
no dije pío. Ni siquiera a María del Carmen. Hijo, más
vales tú que todos ellos juntos, ni a la suela del zapato
te llegan. Pero Dios te largó la fealdad y ahí te perdiste.
Profundamente vinculado al pollo Castuera se sentía
entonces don Nicolás. Amaban ambos sin esperanza, cada
uno en su estilo, a la misma mujer. El boticario, que
ocultó tanto tiempo su cariño, hubo de sufrir horrible-
mente al descubrirse su secreto, el recatado ensueño de
tanto tiempo. Debió temer la reacción de ella, imaginó
que no podría aparecer nunca más ante María del Carmen,
no resistió a la idea de que la envolvería en su ridiculez
consustancial. Además, ¿no intentó quizás el pollo Cas-
tuera, de este modo, arraigar en su recuerdo, borrar con
su muerte la estela grotesca que de sí pudiera subsistir en
la intimidad de María del Carmen? ¿No había logrado,
con su heroica desesperación, conquistar un refugio per-
manente en su estima? En realidad, había vencido a don
Nicolás sin proponérselo, a despecho de su malhadado
aspecto físico, de la endeblez de su temperamento. En
pocos años, la admiración y el estupor de la gente lo con-
servarían vivo y estaría más ligado que nunca a un cierto
amor de María del Carmen, a una forma superior de su
piedad.
Gallardamente admitió su derrota, sin indignación, con

463
un afecto fraternal hacia ese hombre, casi desconocido,
malévolamente despreciado, pero que se enseñoreaba de
él y le imprimía su huella.
Lo siguió hasta el cementerio, en el breve cortejo com-
puesto por Juan, «Varita de Nardo», el mancebo de la
botica, la «Rondeña» y su marido.
Aunque el embarazo de su barragana estaba muy avan-
zado, decidió pasar la noche en su cortijo de «Los Pera-
les». Ensilló el jaco y dando un rodeo cabalgó por el sen-
dero a cuyo término se otea «El Rincón».
Apostado en el cañaveral, observó largamente la casa
de María del Carmen. Había encendido la luz de su dor-
mitorio, como un ojo de dolorosa inquietud tendido hacia
las tierras labrantías. Y entonces, en el marco de la ven-
tana, se dibujó la silueta anhelada —cual una presencia
honda e inaccesible.
Don Nicolás clavó las espuelas al caballo y huyó. Se
multiplicaba en la modorra nocturna el eco agorero de
los cascos. :

El insulto de la «Rondeña» tuvo varios días a Miguel


con el ánimo destemplado. Le costó caro —jaquecas, in-
somnio, irritabilidad incesante— el esfuerzo de conten-
ción. De tal manera se le notaba fuera de sí que don
Francisco Salgado no descansó hasta convencerle de que
consultara al médico nuevo.
Don Aurelio, después de reconocerlo a fondo, le plan-
teó una serie de preguntas espinosas. ¿Había padecido
alguna preocupación familiar? ¿Sufrió recientemente una
contrariedad importante? ¿Le obsesionaba algo, ajeno a su
voluntad y a su poder?
Miguel eludió como pudo una contestación precisa
— ¡demonio, él no fue a confesarse!— y don Aurelio,
con gesto de resignación, le recomendó una vida mode-
rada y que evitara «toda clase de perturbaciones espiri-
tuales».
— Ahora usted no lo aprecia, pero de aquí a unos años
se hallará peligrosamente expuesto a un ataque. Ese des-
contento que le roe —no me lo niegue— terminará
abriendo brecha. Si no estoy mal informado, «La Clave-

464
llina» es de usted. Véndala y retírese al campo. De vez
en cuando, un viaje. La mina no le conviene. ¿Usted le
dedica mucho tiempo?
—Todo.
—Deshágase de ella.
—Eso, nunca. Además no concibo en qué puede in-
fluir...
—Cambie de lugar y de actividad —insistió don Aure-
lio—. De lo contrario —y opino basado sólo en hipótesis,
ya que usted no ha querido franquearse conmigo— no
respondo. Por el trámite, ahí va una receta.
No le obedeció Miguel, a pesar de que el mediquillo
no iba desencaminado. A él le atormentaba, principal-
mente, el temor de que la «Rondeña» cumpliera su ame-
naza y hablara. El nombre de su madre, la raíz de su
origen, podía andar en lenguas de comadres y de vagos.
Aquella vergiienza de su infancia repercutiría intolerable-
mente sobre él.
Su recuerdo —insufriblemente borroso y distante, cual
nube negruzca— no se apartaba de su imaginación. En
ocasiones se rebelaba contra el estigma que heredó, en
otras le dominaba un ansia dulce y pueril de buscarla, de
seguir su rastro, de encontrarla y conocerla, de escuchar
de sus labios esas palabras que nunca le dirigieron.
En la casona, desde la riña con Asunción, paraba lo
menos posible. Ni la hija, copia exacta de la esposa, lo-
graba atraerle. Se le figuraba parecida a ella en todo, en
carácter y rostro, y como las sentía tan unidas, sospechaba
que la niña al cabo le sería hostil. La educarían, indudable-
mente, en unos prejuicios que a la postre la separarían de
él. Sólo cruzaba con las dos frases de cumplido, de buena
crianza, en el comedor. Tiempo hacía que no entraba,
para nada, en el dormitorio de Asunción.
Los afanes y trabajos de «La Clavellina» seguían absor-
biéndole por completo. La mina le inspiraba una gratitud
desbordante, hasta cierto punto asumía para él una perso-
nalidad humana. Si no fuera por la pasión desplegada para
que marchase sin tropiezo y continuara vomitando tone-
ladas de mineral, de no ser por la brega con los obreros y

465
el personal de la oficina, ¡cómo se aburriría, cómo lo des-
truirían ciertas inquietudes!
A pesar del consejo de don Aurelio, iba más temprano
que antes a «La Clavellina». Ordenaba enganchar el co-
che cuando aún no alboreaba, y allá se presentaba el pri-
mero, partiendo en el camino las filas de mineros que le
cedían el paso y saltaban a la cuneta con un relumbre de
odio en los ojos soñolientos.
En una mañana invernal trotaban los caballos por la
ruta acostumbrada. Caía una lluvia recia y creciente, que
azotaba los cristales alzados del vehículo. Al través de ellos
reparaba en el caminar de sus hombres, las cabezas y los
remos empapados, que chapoteaban, renegando, en el es-
peso barrizal. Percibió, muy ufano, cómo las miradas som-
brías se clavaban en él, en el abrigo con cuello de pieles
que lo cubría.
—-Cada uno tiene lo que se merece, lo que ha ganado
—rumió.
De pronto, una granizada de piedras fangosas descargó
sobre el carruaje por los cuatro costados, rompió los
cristales y un aire frío y húmedo le golpeó la cara, con-
gestionada de furia.
Reprimió la tentación de apearse, de ir al encuentro de
los culpables y castigarlos con sus puños. Pero él no podía
descender a una pendencia vulgar, aunque no tardaría en
gozar con su humillación, «haciéndoles pasar por el aro».
Este «atentado», como él lo llamaba, que se había pro-
ducido espontáneamente, indicio explosivo de un ambien-
te, modificó el curso habitual de sus pensamientos y lo
encariñó, más aún, con la mina. Advertía que los «zanca-
josos» intentaban darle la batalla y aguardaba impaciente
el pretexto para luchar y demostrarles que él era más
poderoso, firme y hábil. Ahora sí anhelaba que estallase
la huelga; se divertiría de lo lindo. A él le agradaba la
pelea, no le asustaban. ¡Ya se convencerían, ellos y el
«Mellao»!
En cierto modo se alegró cuando dos semanas más tarde
el medroso don Francisco le anunció que una comisión
de mineros, presidida por el «Perdigón», deseaba verle.
—¿Una comisión? —gritó desafiante—. ¡Pero qué se

466
han creído esos brutos! Que pase uno, el más cernícalo,
ese que le dicen «Perdigón». Los demás, a la faena, que
para eso cobran.
El «Perdigón», hombre de poco aguante y genio bronco,
hizo señas a sus compañeros para que le esperasen, empujó
la puerta y se plantó delante de él y de don Francisco
—un poema del temor.
—-¿Quién te dio permiso?
—Yo y tós los que le enriquecen a usté en «La Clave-
llina».
— ¡Lárgate antes de! ...
—No se ponga usté farruco. Venimos en son de paz, a
entendernos, como debe ser.
—Acaba pronto.
—Le hablo en nombre de tós los mineros. Ha subío el
precio del plomo, dicen que se preparan pa otra matan-
za... ¡maldita sea! Los comestibles están por las nubes,
y con lo que ganamos, la verdá, no nos alcanza. Por las
buenas, nos gustaría llegar a un arreglo con usté. No
pedimos la luna, sino una cosa razonable —y sacó del
bolsillo del pantalón una lista de aumentos en los jornales,
la depositó en la mesa—. Usté la estudia y discutimos
cuando sea el momento.
Miguel reía exageradamente.
—¿Y se os ha figurado que yo voy a tratar con vosotros,
de tú a tú? Aquí tienes la contestación —y rasgó el papel,
sin prisa, en cachos menudos.
—Peor pa usté —el «Perdigón» replicaba con calma in-
sólita en él, tragando bilis. Después, insistió—: ¿Es lo
último? No saquemos los pies del plato. Tós nos empi-
namos a la parra, pero cuando nos serenamos le damos la
razón a quien la tiene.
— ¡Qué manso te vuelves! Anda, vete ya. Lo que yo
digo una vez, dicho está.
Salió el «Perdigón» con su andar lento y bamboleante,
mordiéndose de rabia los labios.
...La Sociedad celebró Asamblea general. Hasta en las
tapias del patio había gente encaramada, y en la calle que-
daron más de cien mineros sin poder entrar. Dirigía los
debates, con gesto severo, el «Mellao».

467
Sin quitar punto ni añadir coma, como si la cosa le
hubiera ocurrido a otro, el «Perdigón» expuso la entre-
vista con Miguel. Furiosas interrupciones cortaban sus
palabras.
—Ese le busca tres pies al gato.
— ¡Hay que machacartle los morros!
—La peor cuña es de la misma madera.
— ¡Que se atreva a sacar solo el plomo de «La Cla-
vellina»!
Un taranto propuso con voz estentórea la huelga en las
minas y en los oficios «organizaos» del pueblo.
— ¡Tenemos que domarle la soberbia al señorito nuevo
de la Corredera!
— ¡Le estaría bien empleado que le inundáramos los
pozos!
Bastó que el «Melleo» se levantase. Se restableció el
silencio, un silencio vibrante.
— ¡Compañeros! —y mientras robustecía la entonación
reflexionaba que su duelo con Miguel era ya una realidad.
Procuraba desechar la idea, a él sólo debía impulsarle,
se recomendaba, su serena responsabilidad de dirigente
obrero—. Ná de locuras, que no somos párvulos. Tene-
mos que salirnos con la nuestra, y no bailar al son que nos
toquen. Todavía no hemos reunío bastante fuerza. No es-
peraba yo que llevarían tan pronto las dificultades a este
callejón sin salida. Pero ahora nos metimos en el fregao
y hay que apechugar. El patrono de «La Clavellina» no
nos ha respetao y la Sociedá no pué cruzarse de brazos.
Soy partidario de la huelga. Pero con una condición, que
se limite a esa mina, los demás a apoyarlos.
Hizo una pausa para carraspear, estirarse de los bigotes
y escupir por la mella.
—Pasico a pasico, y mala intención. A la huelga, que
vayan los de «La Clavellina», y sanseacabó. Es la mina
más grande, más rica. Si en ella se doblega el «burgués»,
los otros seguirán. Si allí nos «cascan las liendres», aguar-
daremos una temporá y nos quedarán sitios donde mante-
ner el tipo. Hay que mirar al mañana. Y ser disciplinaos.
Pa los compañeros de «La Clavellina» cada quisque dejará
un real de su jornal, aparte de que ayudaremos con los

468
fondos de la Sociedá, del «Banco», como decían algunos,
a lo que se ofrezca. Las dos primeras semanas no daremos
ni un céntimo, hay que resistirlas con los ahorrillos. Des-
pués, aunque tronemos más que Lepe, se pasará una can-
tidad los sábados. Preferencia pa los padres de familia.
Los solteros, algo menos; se aprietan la faja y tan con-
tentos.
Nadie replicaba. Había una grave quietud, una viril
seguridad en todas las fisonomías. Encendían la yesca para
prender los cigarrillos, se secaban el sudor con los pa-
ñuelos de yerbas.
—Y sobre tó, ná de escándalo. Cada mochuelo a su
olivo. Al despuntar el día, como hermanos, a la huelga.
Si alguien no está de acuerdo, a decirlo. Aunque sea tarta-
mudo, no debe apenarse. Que esto no es el Congreso.
—Aprobao, aprobao...

469
XVI

Al día siguiente, como de costumbre, se pobló de mine-


ros el camino de «La Clavellina». Se agruparon a la boca
de los pozos, cambiaron impresiones con los delegados de
la Sociedad, con el «Mellao», y volvieron tranquilamente
al pueblo.
Desde la ventana de su despacho, Miguel los espiaba.
Siguió con la vista —reseca la garganta— su marcha re-
molona. Escuchó cómo cantaban algunos al alejarse.
— ¡Les bajaré los humos a esos sarnosos! —exclamó,
y don Francisco, muy pálido, abundó en su criterio.
—Nosotros aquí, a lo nuestro, como si tal cosa. Ya
regresarán con las orejas gachas cuando los estruje el
hambre —agregó.
Rasguearon las plumas en el escritorio. Miguel aparentó
revisar la correspondencia, pero sus ojos se desviaban cons-
tantemente hacia «La Clavellina», a la jaula inmóvil, a la
loma que semejaba dividir las cabrias paradas, al pesado
sopor de las inmediaciones donde ya se percibían los sim-
ples rumores, tan penetrantes, del campo enlodado y de-
sierto, a las vagonetas tumbadas, relucientes al sol matinal

470
en la vía estrecha, a los lavadores de mineral cuyo brazo
paralizado y tosca armazón de madera ponía una nota de
patética inacción en el horizonte, allá en la plataforma
de las colinas.
Dormía, sin sangre humana en sus venas de plomo,
«La Clavellina». Imaginó sus galerías oscuras y silenciosas,
de aire denso, sin reflejos de carburo ni explotar de ba-
rrenos, sin gotas de sudor que regasen las corvas de sus
paredes.
Se desabrochó el cuello de la camisa, angustiado; tuvo
que abrir la ventana, respirar anchamente. Cuando me-
nos lo esperaba percibió voces agudas, ruido de carreras
que se aproximaban. Aparecieron unos cuantos arrapiezos,
escapados de la escuela, al saber de la huelga, para jugar
con las vagonetas. Las impulsaron en un racimo de hom-
bros y brazos, inconscientemente fieles a su futuro des-
tino.
Y entonces divisó al «Mellao» que, con otros obreros,
les disparaban pedradas de terrones, para ahuyentarlos y
que no se lastimasen con el peligroso recreo. Al verlo, le
rebrotó caudalosa su soberbia, rechinó los dientes y juró
no ceder un palmo en la pelea.
Asunción lo recibió aquel mediodía con una sonrisa dul-
zarrona, como si él fuera un capitán que acababa de lidiar
descomunal combate y necesitara de su aliento.
—+Es absurdo que continúen los recelos entre nosotros
—suplicó, melosa y caliente—. Somos marido y mujer, al
fin y al cabo. Yo comprendo hoy cuánto me importas. Te
he esperado con ansia, temerosa de que te suceda alguna
desgracia. Tenía a la niña conmigo, la besé muy fuerte, te
recordaba. Tú tienes razón, no debes dejarte avasallar por
esos piojosos. ¿No les das el pan? Pues que callen y res-
peten. Pero pocos, en tu lugar, habrían tenido tanta hom-
bría, sin recurrir a nadie, dando la cara.
Miguel, abrumado aún por el aspecto de abandono que
ofrecía «La Clavellina», escuchaba con deleite sus frases
rendidas. A la noche, le sirvieron una cena extraordinaria,
en que se apreciaba el nuevo interés de Asunción, su afán,
ya sumiso, de agradarle. Se aferró, como un desesperado,

471
a esta brizna de compañía y le confortó dialogar apacible-
mente con ella en la sobremesa.
—«¿No vienes? —le llamaba desde la puerta de su al-
coba, el peinador la semidesnudaba.
Lo oprimió delirantemente contra su pecho, le arañaba
con suavidad en la espalda. Ella misma le ayudó a qui-
tarse las ropas. Y sólo en aquella entrega fundió su re-
serva y su compostura, gimió enajenada bajo su presión.
Después, quedose dormida, con una respiración ronca y
agitada, mientras él, aún incrédulo, velaba a su lado.
Agotada la exaltación, Miguel se preguntaba, dolido, in-
quieto, la razón de este arranque, precisamente en la jor-
nada para él más lamentable. ¿No será un espejismo, otro
chispear de orgullo en Asunción, que así se manifestaba?
Con la normalidad ella volvería a despreciarle. Había sido,
en el contacto furioso, una hembra. Transcurrido el ardor,
nada lo unía, no podía seguir deleitándose amorosamente
en su rostro de duras líneas altivas, en su boca que recor-
daba tantas veces insultante, en su vientre que los partos
apenas deformaron. Y sin embargo era incapaz de una
simple abnegación por los hijos.
Se levantó procurando no despertarla.
¡Qué solo estaba, qué solo estaría siempre!
Pasó el resto de la noche en su despacho, en una butaca,
arropado en una manta, sin una migaja de alegría. Allí le
sorprendió la madrugada, rígido de párpados, febril la
frente. Había vuelto a vivir, desde su niñez, en un sueño
atormentado y amargo.
——¿Es que iré para viejo? —se preguntaba—, ¿cuándo
únicamente miro hacia atrás? ¿Ya se cegaron en mí las
ambiciones? He conseguido todo lo que quería, una esposa
de gran posición, «La Clavellina», esta casa de la Corre-
dera, «El Rincón», mucho dinero. ¿A qué más puedo as-
pirar?
Se detenía, zaherido por una voz lejana y opaca, que
parecía surgir de otra persona y no obstante desprendíase
de su mismo ser.
—Te impresionó demasiado la sensación de muerte que
despedía tu mina. ¿De dónde la sacaste, sino de un caño
de sangre fría, podrida? Acuérdate... Las gentes te creen

472
feliz y victorioso. ¡Cómo se engañan! Hay en ti, igual
que en los mueblos antiguos, una polilla destructora. Has
pagado un precio muy alto. Alardeas de fuerte y eres
juguete de unos apetitos miserables: tu resentimiento, tu
soberbia. Llegará la hora en que no encuentres horizonte,
y desaparezca para ti el «más allá». En tus años de deca-
dencia te acosarán los fantasmas: Encarnación, Juan, don
Manuel, el «Mellao», el hombre asesinado por ti..., la
esposa que odias. Y sentirás la palpitación de la muerte y
ya no podrás desandar tu camino siniestro. «Más allá», la
nada te espera. La verdad es que tampoco tienes fe en
Dios, convencido estás de que cuando expires no encon-
trarás un reposo, ni a ti mismo, ni una ligera resonancia
tuya. Y es demasiado tarde para enderezar el rumbo, no
has conquistado una sola compañía en que puedas recostar
la cabeza, donde tu imagen se albergue fugitivamente,
— ¡aunque sea con el débil resplandor de una estrella re-
mota y agónica! — amorosamente. ¡Ámorosamente! Para
maldita cosa sirve tu pretendida voluntad, es ciega; tu
afán de dominio no te calma la extraña sed. La lucha bru-
tal por ascender a las alturas, una altura que se diluye y
desmorona, te atasca implacablemente en tu barro. Surgirá
un momento, sí, en que todos los rostros serán para ti
indescifrables y enemigos, incluso los de tus hijos. Nin-
guna acción ha partido de ti que engendre un bien o un
fulgor de belleza. Ante ningún dolor ajeno a tu carne se
ha inclinado fervorosamente tu alma de plomo.
Rabiosamente se restregó los ojos. ¿Era él una señorita
para dejarse avasallar por tales flaquezas y visiones? Con
el amanecer disminuyeron las sombras que lo asediaban,
renació su vigor, su corpóreo impulso de lucha. Le mordía
un loco deseo de tapar su tiempo con una labor extenua-
dora, que le hiciera olvidar y cerrara el menor resquicio
a las meditaciones y pesadillas que en él pululaban. Se
lavó con agua fría, vistióse apresuradamente.
En el zaguán el cochero se rascaba las orejas enroje-
cidas.
—¿Mal tiempo?
—Es fácil que nieve.
—Con don Francisco. Llévame en seguida.

473
Cuando se presentó, el contable estaba desayunando.
—Tengo hambre. Allá duermen todos. Te aceptaría un
par de huevos con jamón y una taza de leche caliente.
Mientras comía, le interrogó.
— ¿Hiciste lo que te encargué?
—Sí, pero nadie se atreve. El Alcalde me recomendó
que lo compusiéramos por las buenas. Se acercan las elec-
ciones y no le convienen desórdenes ni escándalos. No
encontré quién estuviera dispuesto a trabajar. No es sen-
cillo substituir a tantos hombres, la mayoría especiali-
zados. Además, si no saben de minas es peor el remedio
que la enfermedad.
-—Esperaremos a que la necesidad los amanse.
—Mala consejera es la desesperación. Ah, se me olvi-
daba decirle que habié con don Teodoro. Es del parecer
que resista usted unos días más y luego entre en negocia-
ciones con la Sociedad. Y sin conceder lo que piden, que
les dé algo. Así opinan, por lo visto, los otros patronos.
— ¡Son unos mandrias! Me las apañaré por mi cuenta.
—Es que no las tienen todas consigo. Han pescado de
algún suelto de lengua que en las demás minas harán el
trabajo con más cachaza, para disminuir la producción. De
esta forma, siguen teniendo el jornal y presionan.
—Esa ideíca salió del caletre del «Mellao». Pero a mí
no me coacciona ni el Santo Padre. Y si es preciso les
cantaré las cuarenta a esos calzonazos.
Durante la mañana Miguel permaneció en su despacho
de «La Clavellina», dándole la espalda, para que su visión
quieta y desierta no le deprimiera. Dio instrucciones a sus
empleados y fue al Casino, «para que lo viesen», a pisar
recio, a demostrarles que él no era de alfeñique.
En la peña de los mineros intentaron hacerle un lugar.
—No, estoy de paso, por unos minutos —casi grita-
ba—. Alguien me informó que a ustedes se les arruga el
ombligo y pretenden que yo dé el brazo a torcer en la
huelga. ¡Vaya disparate! Me mantendré tieso, y ellos ba-
jarán la gaita. Les prevengo una cosa: hoy me toca a mí,
más adelante, cuando les caiga a ustedes la china, recibirán
ei mismo trato. Me portaré como ustedes lo hagan ahora.
—Usted se acalora sin motivo —intervino, conciliador,

474
don Teodoro—. No intentamos escurrir el bulto. Pero ne-
garse, por sistema, a cualquier convenio es contraprodu-
cente. No piden nada del otro jueves. Un poco infladas
las demandas, pero pueden recortarse. Han cambiado los
métodos, y aunque no nos guste, debemos tener en cuenta
a los obreros y «veroniquearlos».
— ¡Déjese de sermones! —dijo, colérico, Miguel—.
Predicar a expensas de mi dinero es muy cómodo. Y ade-
más que, por principio, no se puede uno sentar en una
mesa con ellos, y hablarles como si fueran iguales. Por ahí
no transijo.
—Para cuestiones de poca monta yo lo he hecho y no
se me han descascarillado las sortijas —arguyó don Enri-
que, un sacagéneros de próspera fortuna y que despuntaba
como competidor con su nueva mina, «La Temprane-
ra»—. Recapacite: usted y yo hemos sido del oficio antes,
y sabemos lo que es lavar el mineral y prender un ba-
rreno. Del arroyo venimos. Aunque hoy mandemos y de-
fendamos nuestros intereses, sobra la ofuscación.
Miguel se abalanzó a él, pero los separaron antes de
que se golpearan.
— ¡Serenidad! ¡Serenidad! —imploraba don Teodo-
ro—. No perdamos los estribos. Que se den satisfacciones
y aquí todo paz y después gloria. En cuanto a lo que
debemos hacer, don Miguel, no cavile. No chaqueteare-
mos. Pero eso sí, vaya con cuidado y no se guíe por arre-
batos.

La obligada ociosidad a que le condenó la huelga agrió


aún más el carácter de Miguel. Evitaba recalar por el
Casino, seguro de que se enredaría en inútiles discusiones,
pues los patronos lo criticaban entre sí, aunque ante los
extraños, en público, se solidarizasen por fórmula con su
terquedad. Influían en ello la cuca prudencia de don Teo-
doro y el resentimiento solapado de don Enrique, que
anhelaba su ruina para erigirse en el gallo brillante del
cotarro minero. De otra parte, la casona le rechazaba y
eludía cada vez más el diálogo con Asunción. Desde la
famosa noche en que se le entregó con tanto frenesí,
había tornado a su desdeñoso aire habitual.

475
Como no tenía amistades sólidas, se debatía en una
completa soledad, en una furia impotente. Había optado
por no presentarse sino para asuntos de urgencia en «La
Clavellina». El aspecto paralizado de la explotación y el
vasto zumbido del campo en torno le crispaban los ner-
vios. Se acostumbró a visitar diariamente «El Rincón»,
atraído por la dulce y triste serenidad de María del Car-
men, por los destellos de alegría que a veces apuntaban
en las pupilas del hijo infeliz y el ajetreo calmoso —se-
dante de contemplar— del viejo Pascual.
En el jardín la prima tarde se le hacía leve y grata.
Solía llevar unas carpetas de documentos, que a la postre
no estudiaba y sufría resignadamente con el renquear del
niño, se alborozaba cuando a fuerza de mimos y pacien-
cia le arrancaba una sonrisa. Pero él sabía bien que estos
intervalos de paz eran precarios, convencionales. Le es-
peraba, en solicitud de órdenes, don Francisco; maldecían
su nombre en la calle de los tarantos; se padecía hambre
por su obstinación. Y sin embargo, paladeaba estos mo-
mentos de respiro con dolorosa avidez.
Aunque reciente, la escena de la «Rondeña» fue ate-
nuándose en su imaginación. María del Carmen le enteró
que el matrimonio se había trasladado a Madrid.
—No pueden resistir «lo» de Castuera. Antonia enfer-
mó a raíz del suicidio y Alfonso dispuso la marcha. Hubo
un disgusto muy serio entre los dos. ¡Ese hermano mío
no sé cómo acabará! Ni siquiera me escribe unas líneas
de compromiso... Juan se fue de nuevo al Palacio, el
pobre no puede ya con su alma. Don Emilio lo colocó allí
para protegerlo. Lo tiene de portero, de cobrador. Ex-
cusas para justificar un sueldo.
—)Juan es uña y carne del «Mellao» — indicó, seca-
mente, Miguel.
—-¿Se conocían de antes?
— Así parece —el tema le contrariaba.
María del Carmen, en una ocasión, se refirió a la huelga
y él la escuchó sin interrumpirla, sin la explosión colérica
que lo había caracterizado.
—Yo no entiendo, pobre de mí, de esos pleitos vues-
tros, Miguel —ya lograba tutearlo sin esfuerzo—, pero

476
debías plantarte y terminar la querella. A una le resulta
agrio el pan que come cuando piensa en los hijos de tus
hombres. Apenas los pueden mantener. Tú has trabajado
en las minas, igual tu padre. Es duro. Por unas pesetas
menos no te arruinas. Y me da fatiga verte así, sin so-
siego, aunque por amor propio lo disimules. «La Clave-
llína» te hace falta, la echas de menos. Es más que toda
tu familia, mucho más que tu propio hijo.
— ¿Tú los defiendes?
—No es eso, Miguel. Haz por comprenderme. Chicos
y grandes acabamos bajo tierra.
—.Desde que se suicidó el pollo Castuera te has vuelto
muy blanda.
—Me abrió los ojos sobre muchas cosas.
——¿Acaso lo querías?
— ¡Ojalá!
Estas conversaciones aquietaban el espíritu desasose-
gado de Miguel. Por primera vez en su vida hablaba sin
despreciar ni temer, sencilla y cordialmente, con un seme-
jante. Adivinaba el callado desconsuelo de María del Car-
men —un misterio para él—, le impresionaba su absorta
pasividad, su absoluta desesperanza, tan tranquila. Y no
obstante, meditaba, continúa sin alterarse, se complace
sólo en ser útil, no escatima su generosidad, ofrece siem-
pre sus sentimientos. Miguel, en ciertas crisis de su áni-
mo atribulado, padecía la tentación de confiárselo todo,
hasta la impureza de su madre, su asco por Asunción, su
crimen. De esta forma, confiaba, se libraría de sus obse-
siones. Pero cuando iniciaba la palabra o el gesto de la
confesión brincaba su soberbia y temblaba de que ella,
insignificante según el juicio de la gente, suma delicadeza
en su percepción, lo viese en su verdadera faz mezquina,
reaccionase con silencioso desprecio, y no le brindara ya
aquel humilde y tibio refugio, como plumón de paloma,
de su intimidad, que se había conyertido en su único aire
respirable.
—Más adelante se lo diré —aplazaba una y otra vez.
Si esta tendencia se acentuaba despedíase bruscamente
y regresaba al pueblo, se aturdía con la pugna entablada,

477
a cuyo imaginario extremo le sonreía, sardónico, firme, el
«Mellao».
—Se cumplen seis semanas de huelga —calculó. Caía
un manto de sombra, de ardientes luces encarnadas en el
oscuro retorcimiento de los olivares—. Y los obreros
aguantan el tipo, y yo me pudro por el hecho de que «La
Clavellina» no anda. Pronto cejarán ellos.
María del Carmen lo acompañó al coche.
—No te empeñes así. Si funciona la mina se te quitan
como por encanto las murrias.
— ¡Al «Mellao» le salió un buen refuerzo contigo!
—bromeó, apaciguado.
Durante el camino no pudo olvidar su consejo, su
acento de discreta súplica. Pero al desembocar el carruaje
en la plaza respingó su genio crudo, le tornaron instantá-
neamente odios y rencores. Seguido de un grupo de huel-
guistas, con el «Perdigón» a la cabeza, el «Mellao» subía
la escalinata del Ayuntamiento.
Se volvieron hacia él y se desahogaron en insultos:
— ¡Ahí va la fiera!
— ¡Negrero!
— ¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta!
Retoñaba, con eco de multitud, el escupitajo de la
«Rondeña».
Cercaron el coche, impidieron que avanzase. Le rodea-
ban rostros iracundos y huesudos, alzáronse puños amena-
zadores. Pero de un salto se colocó en medio de ellos el
«Mellao» —a empujones se abrió paso—. Y se miraron
frente a frente, muy próximos, profundamente, sobre la
algarabía.
— ¡Compañeros! —y esta vez el tono del «Mellao»,
recio y cortante, temple de navaja, manojo de retama, se
impuso netamente—. Ná de propasarse. Hay que tener
sentío común. Una cosa es que nos respeten, y pa ello hay
que respetar. Á ningún hombre, aunque sea un podrío
burgués, aunque no le quepan las cerdas en el corazón, se
le mienta la madre. ¡Disciplina! A lo nuestro.
Y giró en redondo, poseído del efecto que causaba,
tan sólida era su convicción. Todos, sumisos o a regaña-
dientes, le secundaron.

478
En la casona de la Corredera aguardaba, nervioso, don
Francisco Salgado. Corrió al encuentro de Miguel.
— ¡Grandes novedades! Pero a usted le pasa algo...
Siéntese, descanse.
_ —No te preocupes. Fue en la plaza, un incidente sin
importancia.
— ¡Es que los mineros están al rojo!
—Ven a mi despacho.
El manco permaneció de pie, esperando a que se se-
renase.
—Di.
—Lo primero: me avisó el Alcalde que le necesita.
Por teléfono, el Gobernador le manda que solucione hoy
mismo la huelga. Y lo cita a usted y a una Comisión en el
Ayuntamiento, para discutir en su presencia. Y si no se
consigue un arreglo amistoso...
—Irás tú, en representación mía. Estoy muy cansado.
—-¿Qué orientación?
—Regateo un poco, pero que no quede por nosotros.
—-¿Oigo bien?
—Perfectamente. La cuerda se rompió ya.
—-Podemos pelear todavía, dar largas...
—Obedece.
Miguel se levantó y abrió el balcón. El viento sacudió
las cortinas granate, hizo oscilar la lámpara de porcelana
pendiente del techo, esparció unos papeles sobre la al-
fombra. Don Francisco se agachaba, obsequioso, a reco-
gerlos con su único brazo válido.
—No te molestes. ¿Y qué más?
—-Carta de don Federico.
—Trae.
La leyó detenidamente.
—Renueva la oferta de compra de «La Clavellina».
— ¡Qué ganas tontas de insistir!
—Pues ahora sí la vendo. Cuando acabes con el «Me-
llao» le telegrafías. Dile que acepto en principio.
Don Francisco pestañeaba desconcertado.

479
XVII

Al fondo, en la habitación del corredor, situado en


ángulo sobre el patio, Araceli da, como todas las tardes a
la hora de la siesta, su clase de piano. Las notas surgen
con inseguridad y torpeza de su manos fofas y perezosas;
mecánicamente claras y llenas al emitirlas el inefable don
Martín, al que Dios no llamó por las veredas del arte
ejecutante. Pero es el único profesor de música en el
pueblo, y según dictamen general realiza concienzuda-
mente la tarea de «incrustar» el solfeo a los discípulos y
habituarlos al teclado. Además, por lo que le pagan no
puede exigirse mucho.
Aunque no estén presentes en el gabinete, acompañan
a Miguel todos los miembros de su familia. Entre espejos
de simétricas lunas, tapices enmarcados y cortinajes, sus
fotografías parecen observarle, cada una con expresión
distinta, animadas de intenciones tangibles. Salvo a María
del Carmen, prefiere verlos en los retratos recientes a
escuchar su parloteo y tener que ocultar de sus ojos sus-
picaces el temblor que, desde la venta de «La Clavellina»,

480
campea en sus labios gruesos, de lacio dibujo, ya sin mo-
vimiento enérgico ni reposo verdadero.
Siete años se cumplieron, siete años que «La Clave-
llina» no le pertenece. Ahora explotan otros su riqueza
pródiga y se embeben en sus oscuros y hondos afanes.
¡Cuán difícil le ha sido —¡y lo es todavía! — existir sin
esa querencia. sin ese anhelo minero que le siembran a
uno en la sangre! Entornando los párpados, resucita en él
«La Clavellina», como si la tuviera delante, como si sólo
los separasen unos metros de distancia.
—La llevo dentro —se dice—, yo abrí sus galerías,
una por una, recorrería a ciegas cualquier recodo de sus
túneles sin tropezar en un guijarro. Tiento un puñado de
tierra y se me figura tocar el mineral. Podría dibujar dón-
de está enclavada sin equivocarme en el canto de una
uña. Sé cuantos trozos de raíl forman su vía estrecha, me
conozco de memoria los almacenes, las oficinas, las lomas
de los alrededores.
Arranca una uva del racimo que está a su alcance, soli-
tario en el frutero, sobre la mesa de centro. La mastica
cuidadosamente y luego se dirige al balcón y deja caer la
persiana para que el sol no caldee tanto la estancia y no
le irrite los ojos. Ya, confusamente, le teme a la luz
del día.
«La Clavellina» retorna, insinuante y tiránica, a su ima-
ginación. Ha renunciado a su propiedad, y no obstante el
deliquio no le abandona, le atormenta. Y él se goza en
esta lucha estéril, en este sufrimiento ladino y pertinaz,
pues así paga algo, muy poco, de lo que debe.
Hoy se halla más intranquilo que nunca. Espera.
En los últimos tiempos ha intentado, penosamente, ol-
vidar, aturdirse. Viajaba con el menor pretexto, ha com-
prado los olivares inmediatos a «El Rincón», chalanea con
cierta negligencia en aceite y granos. Pero encuentra siem-
pre un vacío insondable en su ánimo, la intuición de que
todas sus ambiciones han sido baldías, infundados sus im-
pulsos. Su inacción destapa la brecha para reflexionar sin
tregua. Todavía la muerte está lejana, pero advierte su
ronda, su implacable cercanía. Sus esfuerzos, desde que
tuvo uso de razón, han sido en vano, no le proporcionan

481
ningún alivio, admite angustiosamente. Más bien, rehúye
los recuerdos, que sólo suscitan un amargo sabor de alma.
No se puede empezar de nuevo. La vida, nuestra y
nada más que nuestra, se interrumpe brutalmente, brota
la oquedad inmensa tras la cual nada es concebible. Y de
ti, Miguel —en tus entrañas no crees en Dios, aunque
vayas a misa, ni en los hombres—, desaparecerá hasta esa
conciencia que ahora te consume y tortura. Te has secado,
te infiltraron una naturaleza cadavérica. No te hagas ilusio-
nes, a pesar de hablar y mordisquear esas uvas negras,
tú no «eres». Careces de esperanza. Nadie te envidiaría,
hoy. Cuando uno piensa tanto en sí, acaba extraviando su
ser, su sombra y su reflejo. ¡Si te hubieras entregado, si
te hubieras dado! Pero tu vida no vuelve.
Miguel se encara con los retratos. Allí, la reserva adusta
de Asunción, la esposa absorbida por el visiteo y las pos-
treras vanidades; a su derecha, Araceli, la hija que co-
mienza a despreciarle, imbuida por la madre —por entero
extraña a él, un lazo de mucho vuelo en la cabellera ri-
zada—. De medio cuerpo, para escudar su pierna paralí-
tica, el heredero, que en el pliegue voluntarioso de las
cejas quizás lo acuse. Por último —pestañas abatidas,
agudo perfil— María del Carmen, con su ademán de
sencillo misterio, de clara renunciación.
Pero alientan en él otras imágenes, adscritas a su carne
y a su pensamiento. Son estampas de trazo indefinido, de
pálidos rasgos y borroso contorno, que resuenan en todo
su Organismo, tejen sus pesadillas y le enmohecen el pan.
A lo mejor, se yerguen en la campiña desnuda, en las
grietas de un tronco derrumbado, en el horizonte tor-
mentoso, en la línea gallarda de una montaña: la novia, la
madre, el asesinado.
¿Para qué necesita asomarse y otear el Palacio, si lo
lleva grabado, con Juan, en un lugar fijo del cerebro, en
una permanente contracción de los nervios? ¡Si allí se le
ofrecieron el bien y el mal, y él eligió!
¿De dónde surgía su tendencia torcida y torva? ¡Si
pudiera castigar al culpable! —y habla como si él fuese
un tercero imparcial, como si resultara posible separar de
un tajo su inclinación anterior y su presente zozobra.

482
Escuchó al fin el murmullo que aguardaba con tanta
ansia, la creciente marea del entierro. Alzó la persiana para
verlo a sus anchas y se colocó de manera que no lo ad-
virtiesen desde fuera. Necesitaba saciar impunemente su
curiosidad, una curiosidad inexplicable y malsana.
Avanzaba a hombros del «Perdigón» y de otros traba-
jadores de «La Clavellina» el ataúd del «Mellao», su úl-
tima prisión. Tablones toscos y apenas desbastados, con
forro de barato trapo fúnebre, encajados con esmero y
brío para contener su corpulencia, obra en que anduvo
bregando cariñosamente Juan toda la noche, en su más
fervorosa creación de carpintero. »
Había muerto el «Mellao» de la enfermedad clásica de
los mineros, con los pulmones acribillados de plomo. —Es
tan corriente, uno se asombraría de lo contrario...—. Lo
velaron, en el cuartucho que compartía con Paquillo, mu-
jeres y hombres, y hasta mocosos de la calle de los taran-
tos. No legó prole, ni fincas, ni títulos, ni dinero.
No le lloraron con regueros de lágrimas, sino con ta-
lante serio y ceñudo. Hasta la hora de entrar a la faena,
los unos en sillas de anea, o sentados en el catre, los res-
tantes en mantas, por el suelo, o paseando por el patio,
le prestaron su espontáneo tributo de compañía. Silen-
ciosos, los varones fumaban más de la cuenta. En los gra-
ves corrillos se cambiaban exclamaciones semejantes a ra-
mas mondas.
— ¡No tenía más que lo que lleva puesto!
—Milagro será topar con uno que le eche el pulso.
—Siempre estuvo en su sitio, sin farolear.
—-Por tos nosotros.
—-Pa mitinear, daba risa, pero en cuanto a seso...
— ¡Si hubiera tenío letras!
—Era un hombre de verdad, un hombre cabal.
—Más fiel a las «ideas» no lo hubo.
— ¡No lo habrá!
Cuando se marcharon al trabajo, Paquillo no consintió
en moverse de allí.
—-Pa mí, a más de compañero pierdo al mejor amigo.
Lo conocí como ninguno. ¿Qué haremos sin él? El día
en que se sepa su temple, su decencia... Era más bueno

483
que un niño de mantillas, más vergonzoso que una don-
cella. Pa siempre irá en bocas de la gente del pueblo. Tó
lo entregaba.
Cruzó el entierro la Corredera, frente a la casona de
Miguel. Habían parado las minas, se despobló enterita la
calle de los tarantos para seguir al «Mellao». Entre la
muchedumbre circulaban, con domado escalofrío, las ha-
zañas y abnegaciones del difunto, su «calvario» por defen-
der a los «pobres». Comenzaba a moldearse —en vahara-
das de sudor, tufo de túneles y galerías, pasmos place-
ros— su leyenda.
Miguel ni siquiera advirtió que se detenía el cortejo.
Todas las fisonomías volviéronse, mudas y hoscas, hacia el
bulto que de él se marcaba en el balcón, mientras Pa-
quillo elevaba los brazos rígidos, con ademán de tremenda
imprecación.
Meditaba Miguel en su existencia trunca y salobre, de
absoluta aridez, en los episodios que labraron su desven-
tura y que en ese momento desgarraban su sensibilidad,
su piel y su corazón. La vida del «Mellao» renacía impe-
tuosa a sus plantas, se multiplicaba sin cesar, en recuerdos
y entusiasmos, lo aniquilaba.
Se extendieron en el cielo las primeras hornadas del
crepúsculo, con supremos resplandores que chispeaban en
el tapiz de los tejados y en el ramaje de los arbolillos.
Miguel cerró la puerta y balcón. Le dañaba la luz del
día, se hallaba plenamente en el reino de la muerte.

484
Índice

Mantra as E dE e 11

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485
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