Hawthorne y Sus Musgos - Final
Hawthorne y Sus Musgos - Final
Hawthorne y Sus Musgos - Final
Herman Melville
Una sala empapelada en una fina y antigua casa de campo sumergida hasta los aleros en la
hierba, a una milla de distancia de cualquier otra morada; y rodeada de montañas, antiguos
robles y estanques indios: este es, sin duda, el lugar indicado para escribir sobre
Hawthorne. Cierto encanto habita este aire norteño, pues tanto el amor como el deber
parecen impulsar la tarea. Fue un hombre de noble y profunda naturaleza quien me obligó a
este retiro. Su salvaje y hechizante voz resuena a través de mí; y en cadencias aun más
suaves me parece escucharla entre las canciones de los pájaros que, desde la ladera, cantan
en los alerces junto a mi ventana.
Ojalá fueran huérfanos los libros de excelencia, para así, sin padre ni madre, poder
glorificarlos sin la inclusión de sus autores visibles. Ningún hombre de verdad se opondría
a esto; mucho menos aquel que escribiera que “después de elevarse [el Artista] hasta
alcanzar la belleza, el símbolo por el cual la había hecho perceptible a los sentidos
mortales, ya tenía para él poco valor; en cambio, su espíritu se poseía a sí mismo en el gozo
de la realidad”3.
Y todavía más. No sé cuál debiera ser el nombre correcto a colocar en la portada de un
libro excelente, pero sí siento que cada uno de los nombres de aquellos buenos autores son
ficcionales —mucho más que el de Junius4—, meros representantes del místico y siempre
elusivo Espíritu de la Belleza que ubicuamente posee a los hombres de genio5. Por más
puramente imaginativa que esta fantasía pueda sonar, parece sin embargo recibir cierto aval
del hecho de que ningún gran autor ha surgido jamás, en entrevistas personales, de la
cabeza de sus lectores. Pero ¿cómo puede ese polvo del que nuestros cuerpos están
compuestos expresar apropiadamente las más nobles inteligencias entre nosotros? Entre
reverencias sea dicho, ni siquiera en el caso de alguien considerado más que humano, es
decir, ni siquiera en nuestro Salvador presagiaba su figura visible algo de su augusta
naturaleza interna. Caso contrario, ¿cómo pudieron aquellos judíos que atestiguaron su
presencia no reconocer el cielo en su mirada?
Es curioso cómo un hombre puede viajar a lo largo de una carretera rural y aun así
perder de vista el más grande o dulce de los panoramas a causa de un entrometido cerco
que, como todo cerco, no permite en forma alguna insinuar el amplio paisaje más allá. Lo
mismo he sentido en torno al encantador paisaje del alma de Hawthorne, este excelentísimo
Hombre de Musgos. Su Vieja casa parroquial6 fue escrita ya hace cuatro años pero, hasta
hace uno o dos días, jamás la había leído. La he visto en librerías, escuché de ella a menudo
e incluso me fue recomendada por un amigo de gran gusto en tanto que raro y reservado
libro, acaso demasiado merecedor de popularidad como para ser popular. Pero existen
tantos libros calificados de “excelentes” y tanto mérito impopular que, en medio de la
espesa agitación de las cosas, el consejo de mi distinguido amigo fue ignorado; y por ello,
durante cuatro años, los musgos de esa vieja Casa Parroquial nunca supieron refrescarme
con su perpetuo verde. Puede que, sin embargo y al igual que el vino, el libro haya
mejorado su cuerpo y su sabor todo este tiempo. En cualquier caso, tal vez esta larga
postergación haya desembocado en un feliz resultado. Un día cualquiera, durante el
desayuno, una joven prima de las montañas que durante las últimas dos semanas me había
ayudado cada mañana con las frutillas y frambuesas —las cuales, como las rosas y las
perlas de los cuentos de hadas, parecían caer en el platillo desde los fresales de sus
mejillas—, esta deliciosa criatura, pues, la encantadora Cherry, me dijo: “veo que pasas tus
mañanas en el pajar; ayer encontré allí Los viajes de Dwight por Nueva Inglaterra7. Pero
tengo para ti algo mucho mejor que eso, algo más acorde a nuestro verano en estas
montañas8. Toma estas frambuesas, y ya te daré luego algo de musgo”. “¡Musgo!” exclamé.
“Sí, y debes llevarlo contigo al cobertizo… Oh, y despídete de ‘Dwight’”.
Dicho eso, me abandonó para pronto regresar con un volumen de verde encuadernación,
adornado con un curioso frontispicio de igual color; nada menos que un fragmento de
auténtico musgo ingeniosamente presionado contra la guarda del libro9. “Pero esto”, dije
haciendo caer mis frambuesas, “esto es Musgos de una vieja casa parroquial.” “Sí”, dijo la
prima Cherry, “sí, es ese floreado Hawthorne”. “Hawthorne y sus musgos”, exclamé
entonces, “nada más que decir, es temprano y julio brilla en el campo: parto ya mismo
hacia el cobertizo”.
Tendido sobre el trébol recién cortado, con la brisa de la colina soplando sobre mí a
través de la amplia puerta del cobertizo y relajado gracias al zumbido de las abejas en los
prados cercanos, ¡cuán mágicamente se apoderó de mí este Hombre de Musgos! Y cuán
amplia, cuán generosamente cumplió esa deliciosa promesa hecha a sus huéspedes de la
Vieja Casa Parroquial10, de quienes escribiera que “otros les habrían ofrecido placeres y
entretenimiento, o bien instrucción; pero esto se podía encontrar por doquier. A mí me
tocaba darles descanso; descanso en una vida de afanes. ¿Qué cosa mejor podía hacerse por
esos espíritus fatigados por el roce del mundo?11 ¿Qué mejor podía hacerse por cualquiera
que entrase en nuestro círculo mágico que arrojarle el ensalmo de un espíritu tranquilo?”12.
Semienterrado en el nuevo trébol, observé durante todo el día aquel asirio amanecer de
Hawthorne y “el atardecer de Pafos desde la cumbre de nuestra colina oriental”.
Los suaves arrebatos de ese hombre me envolvieron en una red de sueños y, para cuando
el libro se cerró, para cuando el hechizo hubo acabado, este brujo “me despidió provisto
sólo de recuerdos brumosos, como si hubiera soñado con él”13.
¡Qué apacible luz de luna la que, con contemplativa disposición, baña esa Vieja Casa
Parroquial! El copioso y raro destilado de un sabroso corazón y su lento rezumar. Ni un
ápice de desenfrenada rudeza, ningún grosero entretenimiento criado en lías de vino y
alimentado por copiosas cenas; antes bien, un humor tan espiritualmente gentil, tan elevado
y profundo y, aun así, tan suntuosamente placentero que incluso en un ángel resultaría
apenas inapropiado. En suma, la mismísima religión del alborozo; pues ninguna otra cosa
tan humana como ello podría acercársele. Ya el jardín de la Vieja Casa Parroquial parece
hacer visible el carácter de la magnífica mente que lo ha descrito. Esos viejos, retorcidos y
contorsionados árboles “extienden las ramas retorcidas y prenden la imaginación de tal
modo que los recordamos como humoristas y tipos raros”14. ¡Así, rodeado de esas grotescas
formas y arropado en la meridiana calma de este hechizo de Hawthorne, cuán
acertadamente podría la tranquila caída de sus rojizos pensamientos en mi alma
simbolizarse mediante “el golpe de esa gran manzana que, en las tarde silenciosas, sin un
soplo de viento, se desprende por la mera necesidad de una madurez perfecta”!15 Pues no
menos maduras que rojizas son las manzanas del pensamiento y de las fantasías de este
dulce Hombre de musgos.
“Retoños y voces de pájaros”16 ¡Qué delicia! “¿Llegará el mundo a descomponerse tanto
que un día la primavera no le renueve el verdor?” Y la “Adoración del fuego”17 . ¿Fue
puesto alguna vez el fuego del hogar en altar semejante? El mero título de esta pieza es
mejor que cincuenta volúmenes en folio de una obra cualquiera. Qué exquisitez esta: “Claro
que el encanto de tanta cortesía y servilismo caseros no obstaban para que el poderoso
espíritu, cuando se le ofrecía la ocasión, perturbara la casa apacible, envolviera a los
moradores en un abrazo terrible y no dejara nada de ellos salvo los huesos blanqueados. La
posibilidad de destrucción enloquecida, sin embargo, no hacía sino volver más bella y
conmovedora la bondad doméstica. ¡Qué ternura la suya, dotado como estaba de semejante
poder, permanecer día tras día, y larga y solitaria noche tras noche en la penumbra del
hueco, y sólo de vez en cuando delatar su naturaleza salvaje lanzando una lengua roja por la
cumbre de la chimenea! Cierto que había hecho mucho daño en el mundo y estaba bastante
seguro de hacer más; pero su corazón afectuoso lo expiaba de todo. Era bondadoso con la
raza humana”.
Pero Hawthorne posee todavía otras manzanas, no tan rojizas, sí, pero del todo maduras,
como sea; manzanas abandonadas para marchitarse en su árbol, una vez acabada la
agradable reunión del otoño. El sketch18 de “El viejo vendedor de manzanas” es concebido
de acuerdo al más sutil espíritu de la tristeza; el de aquel cuya “niñez sometida y sin garra
prefiguró una juventud frustrada que, a su vez, llevaba en sí la profecía y la imagen de una
vejez magra y entumecida” 19 . Trazos como el de esta pieza no podrían proceder de
cualquier simple corazón. Demuestran tan profunda ternura, tan ilimitada simpatía hacia
todas las formas del ser y tal omnipresente amor que, debemos decirlo, este tal Hawthorne
se encuentra casi completamente solo en su generación, al menos en lo que a la
manifestación artística de tales cosas se refiere. Más aún. Trazos como estos, y muchos
otros tan similares a lo largo de sus capítulos, nos ayudan a adentrarnos un pequeño tramo
en el intrincado y profundo corazón que los originó. Y vemos que es solo el sufrimiento lo
que, en un momento u otro y de una forma u otra, permite a un hombre cualquiera
representarlo en alguien más. La melancolía de Hawthorne reposa sobre él como un verano
indio20 que, aunque bañando completamente algún país en una única ternura, revela todavía
el matiz distintivo de todas sus elevadas colinas y de cada lejano y sinuoso valle.
Pero es la parte menos importante del genio lo que causa admiración. Parece que allí
donde a Hawthorne se lo conoce, se lo estima un escritor agradable, con un estilo
agradable; un hombre recluido e inofensivo del que difícilmente algo profundo, algo de
peso se podría esperar: un hombre que no significa nada. Pero no existe hombre en el cual
el humor y el amor, cual picos montañosos, se eleven hacia la extática altura necesaria para
recibir las radiaciones de los cielos superiores; no existe hombre en el cual el humor y el
amor se hayan desarrollado en esa suprema forma que llamamos genio; un hombre así no
podría existir sin antes poseer, como complemento indispensable, un gran y profundo
intelecto capaz de abatirse como plomo sobre el universo. O bien puede que el humor y el
amor solo sean los ojos mediante los cuales un intelecto de esas características observa el
mundo. La enorme belleza de una mente como esta no es sino el producto de su fuerza.
¿Qué podría resultarle más encantador a todos los lectores que la pieza titulada “El señor du
Miroir”21? Y para un lector verdaderamente capaz de desentrañarla por completo, ¿qué otra
cosa puede poseer, al mismo tiempo, una más grande y mística profundidad de sentido? Sí,
allí se sienta, mirándome, esa “forma del misterio”, “el señor Du Miroir en persona”… y
“creo que si en este momento el mágico poder de seguirme a través de todo obstáculo lo
pusiera de repente ante mí, me echaría a temblar”.
Cuán profunda, y más aún, terrible es la moraleja que se desprende del “Holocausto de
la tierra”22, donde, tras comenzar con las huecas locuras y pretensiones del mundo, todas
las vanidades, las teorías vacías y las formas resultan, una tras otra y con una creciente pero
admirablemente graduada comprensión, arrojadas al fuego de la alegoría hasta que al cabo
nada queda sino el corazón del hombre, que todo lo engendra; y el cual, todavía sin
consumirse, demuestra que la gran conflagración es inútil.
Del mismo tenor es la pieza “La oficina de información” 23 , una maravillosa
simbolización de los secretos mecanismos del alma humana. Y existen todavía otros
esbozos de más laborioso significado.
“El banquete de Navidad”24 y “Una serpiente en el pecho”25 constituirían grandes temas
para un curioso y elaborado análisis que abordara las partes conjeturales de la mente que
los produjo. Pues a pesar de la luz de aquel verano indio a este lado del alma de Hawthorne,
el lado contrario —al igual que la mitad oscura de la esfera física— está envuelto en una
negrura diez veces negra26. Pero esta oscuridad no logra sino otorgar más fuerza al perpetuo
amanecer que, circunnavegando su mundo, se abre siempre camino a través de ella. Si
Hawthorne simplemente se valió de esta mística negrura para provocar los maravillosos
efectos que en sus luces y sombras logra producir, o si en verdad y acaso para su
desconocimiento, acecha en su ser una pizca de melancolía puritana, eso, simplemente, no
puedo decirlo. Cierto es, de todas formas, que la gran y poderosa negrura de Hawthorne
extrae su fuerza al apelar a ese sentimiento calvinista de Depravación Innata y Pecado
Original, de cuyas visitas, ya sea bajo una u otra forma, ninguna mente de profundos
pensamientos se encuentra siempre y por completo libre. Pues bajo ciertos estados de
ánimo, ningún hombre puede sopesar este mundo sin arrojar a la balanza algo como el
Pecado Original, algo capaz de mantener un equilibrio desigual. En todo caso, quizás
ningún escritor haya esgrimido jamás este terrorífico pensamiento con mayor pavura que el
mismísimo e inofensivo Hawthorne. Más aún: estas negras concepciones lo atraviesan de
palmo a palmo. Podrá acaso hechizarlo a uno la luz de su sol, podrá acaso transportarlo
sobre los radiantes fulgores de esos cielos que sobre uno construye, pero la negrura de su
oscuridad yacerá todavía más allá; donde incluso sus radiantes fulgores no son sino flecos
jugueteando en los márgenes de nubes cargadas de tormenta. En suma, el mundo se
equivoca respecto del tal Nathaniel Hawthorne. Él mismo debe de haber a menudo sonreído
ante la absurda equivocación. Nathaniel Hawthorne es inconmensurablemente más
profundo que la sonda de la mera crítica. Pues no es con el cerebro que se pueda poner a
prueba a semejante hombre, sino tan solo con el corazón. No se puede conocer la grandeza
examinándola; ni una pizca se podrá vislumbrar sin intuición: y no es preciso hacerla sonar,
basta solo con tocarla para percibir que es de oro.
Ahora bien, es esa negrura de Hawthorne sobre la que he hablado lo que a mí tanto me
fascina y obsesiona. Bien puede ser, por cierto, que se haya desarrollado demasiado en él;
quizás no nos depare siquiera un rayo de luz por cada una de las sombras de su oscuridad.
Pero como sea, es esa negrura la que nutre la infinita oscuridad de su trasfondo, ese
trasfondo contra el cual Shakespeare pone en juego sus más grandes concepciones, esas
cosas que le han granjeado a Shakespeare la tan elevada —aunque circunscripta— fama de
ser el más profundo de los pensadores. Pues los filósofos no adoran a Shakespeare en tanto
el gran hombre de la tragedia y la comedia. “¡Cortadle la cabeza! ¡Basta de
Buckingham!”27 es la clase de vituperio que, intercalado por mano ajena, logra que el teatro
se venga abajo: erradas almas que sueñan a Shakespeare como un mero hombre digno de la
joroba de Ricardo III28 y las dagas de Macbeth29. Pero son esas lejanas y profundas cosas
en él, esos ocasionales destellos de la Intuitiva Verdad que lo habita, esos breves y rápidos
sondeos realizados en el eje mismo de la realidad: son esas las cosas que hacen que
Shakespeare sea Shakespeare. Por boca de las oscuras naturalezas de Hamlet30, Timon31,
Lear32 y Yago33 es que, con destreza, dice —o, en ocasiones, insinúa— esas cosas que tan
terriblemente verdaderas sentimos y que para cualquier hombre de bien, en pleno dominio
de su persona, no sería sino una locura proferir o siquiera sugerir. Así, atormentado hasta la
desesperación, el frenético rey Lear arranca su máscara y expresa la sensata locura34 de la
verdad de la vida. Pero, como ya he dicho, es la parte menos importante del genio lo que
causa admiración; y justo por ello, mucha de la ciega y desenfrenada admiración que en
Shakespeare se acumuló acabó prodigándose sobre su parte menos importante. Y tan solo
unos pocos de sus interminables comentaristas y críticos parecen haber recordado, o
siquiera percibido, que los productos más inmediatos de una gran mente no son tan
grandiosos como esa no desarrollada (y en ocasiones, no desarrollable) grandeza de la cual,
aunque confusamente detectable, dichos productos no son sino sus infalibles indicios. En la
tumba de Shakespeare yace infinitamente más de lo que Shakespeare jamás escribió. Y si
agiganto a Shakespeare no es tanto por aquello que hizo sino por aquello que no hizo o se
abstuvo de hacer. Pues en este mundo de mentiras, la Verdad es forzada a huir como un
asustado ciervo blanco en el bosque; y tal y como en Shakespeare y en otros maestros del
gran Arte de decir la Verdad, tan solo mediante hábiles atisbos se revelará a sí misma,
aunque a escondidas, o de a raptos, deba hacerlo.
Más si esta visión del popularísimo Shakespeare rara vez es tenida en cuenta por sus
lectores, si muy pocos de quienes lo ensalzan lo han leído en profundidad o si, quizás, solo
sobre el truculento escenario lo han visto (lo único que, de por sí, le ganó y aún le gana su
mero renombre entre la multitud); si solo unos pocos tienen el tiempo o la paciencia o el
paladar para la verdad espiritual, tal y como en ese gran genio se presenta, no constituye
sorpresa alguna, pues, que en nuestra época Nathaniel Hawthorne sea un hombre todavía, y
casi por completo, erróneamente entendido entre los hombres. Aquí y allá, en algún
tranquilo sillón de una ruidosa ciudad o en algún profundo rincón entre las silenciosas
montañas, quizás pueda ser apreciado por algo de lo que es. Pero a diferencia de
Shakespeare que, debido a las circunstancias, se vio obligado a tomar el rumbo opuesto,
Hawthorne (por simple falta de inclinación o acaso de aptitud) se abstiene por completo del
bullicio popular y del espectáculo de la burda farsa y la tragedia sangrienta; y en su lugar se
conforma con las tranquilas y ricas expresiones de un gran intelecto en reposo que solo
unos pocos pensamientos ponen en circulación, salvo que éstos se canalicen en las arterias
de sus grandes y tibios pulmones y se expandan luego en su honesto corazón.
Tampoco es preciso que se repare en la negrura que hay en él, si ello no interesa. De
hecho, no todos los lectores sabrán discernirla, pues mayormente solo se le insinúa a
aquellos que mejor podrían comprenderla y dar cuenta de ella: no es algo que se impone
sobre todos por igual.
Puede que algunos se sorprendan al ver a Shakespeare y a Hawthorne nombrados en una
misma página. Acaso digan que, de ser necesaria una ilustración, una luz menos brillante
habría sido suficiente para esclarecer a ese tal Hawthorne, ese hombrecito de ayer. Pero no
soy yo deliberadamente uno de esos que, para referirse a Shakespeare al menos,
ejemplifican aquella máxima de Rochefoucauld quien dice que “exaltamos la reputación de
unos para degradar la de otros”35; de esos que para enseñarle a todos los aspirantes de noble
espíritu que no hay esperanza para ellos, declaran a Shakespeare absolutamente
inalcanzable. Pero Shakespeare ya ha sido alcanzado. Hay mentes que llegaron igual de
lejos que él en el seno del universo. Y difícilmente un mortal no haya tenido, en uno u otro
momento, pensamientos tan grandiosos como los que podemos encontrar en Hamlet. No
debemos difamar a la humanidad por inferencia y a causa de ningún hombre, sin importar
quién sea este. Sería un muy barato contento para la consciencia mediocre. Además, esta
absoluta e incondicional adoración de Shakespeare se ha expandido hasta acabar formando
parte de nuestras supersticiones anglosajonas. Los Treinta y Nueve Artículos son ahora
Cuarenta 36 . Así fue que la intolerancia surgió en torno a esta cuestión. O creemos que
Shakespeare es inalcanzable, o mejor abandonar el país. ¿Pero qué clase de creencia es esta
para un norteamericano, para un hombre llamado a llevar el progresismo republicano tanto
a la Literatura como a la Vida? Créanme, amigos míos, que hoy los Shakespeare nacen a
orillas del río Ohio. Y llegará el día en que se preguntarán quien lee todavía un libro escrito
por un inglés moderno37. El grave error parece ser que incluso esos norteamericanos que
ansían la llegada de un gran genio literario entre nosotros fantasean, de algún modo, que
éste aparecerá vistiendo ropas de la época de la Reina Isabel, que será un escritor de dramas
basados en la antigua historia inglesa o los relatos de Bocaccio; pero los grandes genios no
solo son parte de su tiempo, ellos son en sí mismos su tiempo y por eso poseen el color
correspondiente. Lo mismo sucede con los judíos, quienes continuaban rezando por la
magnífica venida de su Shiloh 38 mientras este recorría mansamente sus calles; quienes
buscaban en una carroza a quien ya estaba entre ellos a lomos de burro. Tampoco debemos
olvidar que, en vida, Shakespeare no fue Shakespeare sino tan solo el Maese William
Shakespeare de la astuta y próspera firma de Condell, Shakespeare y Cía., propietaria del
teatro Globe de Londres; alguien a quien un elegante actor de nombre Chettle Greene tildó
de “cuervo arribista” embellecido “con plumas ajenas”39. Pues, atención a esto, a menudo la
primera imputación que se le hace a la auténtica originalidad es la de ser una imitación.
Sobre el porqué de esto, no encontramos aquí el espacio suficiente para explayarnos. Uno
debe poseer un amplio espacio de maniobras para invocar a la Verdad; sobre todo cuando
presenta un aspecto novedoso, tal como fue el caso de América en 1492, de la cual, aunque
entonces tan antigua como Asia —o, quizás, incluso más—, se juró que no era sino agua y
luz de luna al no haber sido nunca antes vista por aquellos sagaces filósofos, unos simples
marineros.
Ahora bien, no digo que Nathaniel de Salem sea más grande o igual de grande que
William de Avon. Pero la diferencia entre ambos de ningún modo resulta inconmensurable.
No mucho más, y Nathaniel de verás sería William.
Esto también he de expresarlo: que si bien Shakespeare aún no ha sido igualado, seguro
será superado, y superado por un norteamericano ya nacido o por nacer. Porque para
nosotros, quienes en casi todos los demás aspectos rebasamos al mundo y de ello nos
jactamos, nunca bastará cruzarnos de brazos y decir que en el más elevado ámbito no hay
mejora alguna. En absoluto nos bastará tampoco decir que el mundo se está tornando ahora
marchito y gris, que ha perdido ese lozano encanto que antiguamente vistió y en virtud del
cual los grandes poetas del pasado se convirtieron en aquello que nosotros estimamos que
son. De ningún modo. Hoy el mundo es tan joven como cuando fue creado, y este rocío
matinal de Vermont es tan húmedo para mis pies como el del Edén lo fue para Adán. Y
tampoco nuestros antepasados saquearon suficientemente la naturaleza como para que
nuevos encantos y misterios no puedan ser hallados todavía por la más reciente generación.
Nada más alejado. Todavía no se ha dicho ni la trillonésima parte, y todo cuanto se ha
dicho no hace sino multiplicar los caminos de aquello que resta por decirse. No es tanto la
escasez como la superabundancia de materiales aquello que parece incapacitar a los autores
modernos.
Dejemos pues que los Estados Unidos recompensen y celebren a sus escritores; sí, que
los glorifiquen. En números, no son demasiados como para agotar su buena voluntad. Y en
tanto posea buenos parientes y amigos para resguardar en su seno, no dejemos que prodigue
abrazos entre familias ajenas. Pues, créase o no, después de todo Inglaterra es, en muchos
sentidos, un extraño para nosotros. China nos guarda un amor más profundo que el de aquel
país. Pero aun cuando no hubiera un Hawthorne, un Emerson40, un Whittier41, un Irving42,
un Bryant43, un Dana44, un Cooper45, un Willis46 (no el autor de Dashes , sino el de Belfy
Pigeon)… aun cuando no hubiera ninguno de estos, y tampoco otros del mismo calibre
entre nosotros, que los Estados Unidos alaben primero la mediocridad, incluso la de sus
propios hijos, antes de alabar la excelencia de los de cualquier otra tierra (pues el mérito
requiere el reconocimiento de todos en todas partes). Que sus propios autores tengan
prioridad, digo, en lo que a apreciación se refiere. Y que placer el mío cuando un primo
cascarrabias de Carolina dijera una vez: “Si en literatura no hubiera ningún otro
norteamericano al que apoyar, bueno, entonces apoyaría a Pop Emmons y su Fredoniad47 y,
hasta que un mejor poema épico apareciese, juraría que no se haya demasiado lejos de la
Iliada”. Ignoren las palabras; en espíritu se hallaba en el lugar correcto.
Y no es que el genio norteamericano necesite de patrocinio para expandirse. Porque ese
tipo de sustancia explosiva habrá de expandirse incluso malograda en vicios, a los que
luego hará estallar por más que sean de acero reforzado. Es por el bien de la nación y no
por el bien de los autores que me gustaría que los Estados Unidos estén atentos a la
creciente grandeza entre sus escritores. ¡Pues qué vergüenza sería si otras naciones
coronaran a sus héroes de la pluma antes que ella! Y sin embargo esta es casi la situación
hoy. Los autores norteamericanos han incluso recibido más justos y juiciosos halagos
(aunque altivos y ridículamente formulados, en ciertos casos) de algunos cuantos ingleses
que de sus propios compatriotas. Existen apenas cinco críticos en Estados Unidos; y
muchos de ellos duermen todavía. En cuanto al patrocinio, es el autor norteamericano quien
ahora patrocina a su país, y no al revés. Y si a veces algunos de estos autores solicitan de su
público un mayor reconocimiento, no siempre lo hacen por motivos egoístas, sino también
patrióticos.
Es cierto que, hasta aquí, tan solo un puñado de ellos ha evidenciado esa resuelta
originalidad que tan grandes halagos merece. Pero ese agraciado escritor que, en virtud de
su producción, haya recibido acaso de entre todos los norteamericanos los mayores
encomios de su propio país; ese escritor tan cordial y popular, por más bueno y seguro de sí
que en todos los aspectos sea, tal vez deba el grueso de su reputación tanto a la admitida
imitación de un modelo extranjero como a la premeditada huida de todos los tópicos, a
excepción de los más afables48. Pero es mejor fracasar en la originalidad que triunfar en la
imitación. Aquel que nunca ha fracasado en algo no puede ser grande. El fracaso es la más
legítima prueba de la grandeza. Y si se afirma que el éxito continuo es la muestra de que un
hombre sabiamente conoce sus poderes, entonces habría que agregar que, en tal caso,
reconoce que son reducidos. Creamos entonces, y de una vez por todas, que no hay
esperanza para nosotros en esos afables y placenteros escritores que conocen sus poderes.
Sin malicia alguna, la pura verdad es que aquellos no proporcionan sino un simple apéndice
a Goldsmith49 y otros autores ingleses. Y no queremos Goldsmith norteamericanos; no, no
queremos Milton50 norteamericanos. Nada más vil podría decirse de un verdadero autor
51
norteamericano: que no fue sino un Tompkins norteamericano . Con llamarlo
norteamericano basta y sobra; pues nada más noble podría decirse sobre él. Pero ello no
significa que todos los autores norteamericanos en sus escritos deban adherirse
concienzudamente al nacionalismo; antes bien, ningún autor norteamericano debería
escribir como un inglés, o como un francés: que escriba solo como un hombre, y entonces
de seguro acabará escribiendo como un norteamericano. Abandonemos esa bostoniana
tendencia de adular a Inglaterra en lo que a literatura respecta. Si en este terreno alguien ha
de adular, que sean ellos, y no nosotros. Y no falta tanto para que las circunstancias tal vez
los fuercen a hacerlo. Mientras que rápidamente nos preparamos para esa supremacía
política que, entre las naciones, nos espera de forma profética a fines de este siglo, desde un
punto de vista literario estamos deplorablemente faltos de preparación; y parece que nos
aplicamos en seguir así. Hasta aquí puede que haya habido motivos para eso, pero ahora no
queda ya motivo alguno. Todo cuanto se requiere para enmendar el asunto es simplemente
esto: que mientras libremente y en donde sea sigamos reconociendo toda clase de
excelencia, nos abstengamos de elogiar indebidamente a los escritores extranjeros y,
asimismo, que debidamente reconozcamos a los meritorios escritores que nos pertenecen; a
aquellos que en todas las cosas respiran ese libre y democrático espíritu que hoy
prácticamente toma el comando de este mundo y que nosotros, los norteamericanos, a su
vez comandamos. Despreciemos con valentía cualquier imitación, aun cuando nos llegue
con la gracia y las fragancias de la mañana; y fomentemos toda originalidad, aun cuando al
principio sea fea y malformada como los nudos de nuestros pinos. Y si alguno de nuestros
autores fracasa, o parece fracasa, entonces, en palabras de mi entusiasta primo de Carolina,
démosle una palmada en el hombro y apoyémoslo, aún contra toda Europa, en la segunda
ronda. La verdad es que, a nuestros ojos, esta cuestión de la literatura nacional ha llegado a
un extremo tal que de alguna manera tenemos que comportarnos como matones, o la
ocasión acabará perdiéndose, y entonces la superioridad nos quedará tan lejos que
difícilmente podremos decir que, alguna vez, llegaremos a poseerla.
Y ahora, mis compatriotas, en tanto un excelente autor de nuestra propia sangre, de
nuestra propia carne, un hombre que no imita y a su manera, quizás inimitable, ¿a quién
podría encomendarles primero sino a Nathaniel Hawthorne?52 Pertenece a vuestra nueva y,
por lejos, mejor generación de escritores. El aroma de vuestras hayas y abetos lo impregna;
vuestras vastas praderas están en su alma; y si se aventuran al interior de su noble y
profunda naturaleza, oirán el lejano rugido de su Niagara. No le dejen a las futuras
generaciones el alegre deber de reconocerlo por lo que verdaderamente es. Aprópiense en
vuestra generación de esa dicha, y entonces sentirá él en su persona esos gratos impulsos
que posiblemente logren llevarlo, ante vuestros ojos, hacia el más pleno florecimiento de un
logro todavía más grande. Y al confesarlo, confesarán a otros: abrazarán a toda la
hermandad. Porque el genio marcha de la mano a lo largo del mundo, y un solo impacto de
reconocimiento basta para alcanzar a todo el círculo.
Al ocuparme de Hawthorne o, mejor dicho, de Hawthorne en sus escritos (pues nunca he
visto al hombre en persona y dada mi tranquila vida en esta plantación alejada de sus
guaridas acaso nunca lo vea), al ocuparme de sus obras, digo, he omitido hasta aquí la
mención de sus Cuentos contados dos veces 53 y su Letra escarlata 54 . Ambas son
excelentes, pero tan llenas de bellezas extrañas, diversas y difusas que el tiempo no podría
sino revelarse insuficiente para señalar siquiera la mitad de ellas. Ahora bien, en ambos
libros hay cosas que, de haber sido escritas en Inglaterra un siglo atrás, hubiesen bastado
para que Nathaniel Hawthorne desplazara cabalmente a muchos de los más brillantes
nombres que hoy reverenciamos como autoridades. Pero me doy por satisfecho con dejar a
Hawthorne librado a sí mismo y al infalible encuentro con la posteridad; y por mucho que
ampliamente lo haya elogiado, presiento que al hacerlo he rendido más honores y servicios
a mi propia persona que a él. Pues, en el fondo, la más grande excelencia es ya elogio
suficiente para sí misma; mas, los sentimientos de sincero cariño y de agradecida
admiración hacia ella solo se alivian al expresarse; y el cálido y honesto encomio deja
siempre un agradable gusto en la boca, pues es honroso admitir lo que es honroso en los
demás.
Pero todavía no puedo concluir. Nadie puede leer a un buen autor y saborearlo hasta la
última gota sin, al mismo tiempo, hacerse una imagen ideal de ese hombre y su mente. Y si
se busca de forma adecuada, casi siempre se hallará que el propio autor nos ha
proporcionado, en tal o cual lugar, su retrato personal. Pues los poetas (ya sea en prosa o en
verso), en tanto que pintores de la Naturaleza, se asemejan a sus correligionarios con
lápices, a los auténticos retratistas, quienes, entre la multitud de escenas a dibujar, no
omiten invariablemente la suya propia; y que incluso en las ocasiones más importantes, las
pintan sin vanidad alguna, si bien a veces con un acechante elemento que insumiría varias
páginas definir apropiadamente.
Asigno, pues, a los que más cercanos sean al hombre en persona, la tarea de señalar si el
siguiente es o no Nathaniel Hawthorne; pero así también a él mismo, si es que acaso algo
de lo aquí involucrado no expresara el carácter de su mente, del temple de todo hombre
auténtico y sincero; de alguien que busca mas no encuentra todavía:
“Entonces entró un hombre de ropas desaliñadas y aspecto de pensador, pero algo tosco y
curtido para ser un estudioso. La cara rebosaba de un vigor robusto con algo más refinado y
preciso debajo; aunque áspera al comienzo, la templaba el fulgor de un corazón grande y
cálido con suficiente fuerza para calentar por completo un intelecto poderoso.
* * *
Veinticuatro horas han pasado desde que escribiera lo anterior. Recién vuelvo del pajar y ya
cargo con todavía más afecto y admiración por Hawthorne. Pues he estado espigando entre
los Musgos, recogiendo aquí y allá múltiples cosas que previamente se me habían escapado.
Y he descubierto que espigar el interior de este hombre es mejor que estar a la cosecha de
otros. Siendo franco (aunque, tal vez, algo ingenuo), pese a todo lo que ayer escribiera
sobre estos Musgos, lo cierto es que no los había recogido todavía a todos; aunque sí había
podido ser, de todos modos, lo suficientemente sensible a su sutil esencia como para
escribir de la forma en que lo hice. ¿Y a qué infinita altura de afectuoso asombro y
admiración seré transportado cuando, tras asistir una y otra vez al banquete de estos
musgos, incorpore completamente su material en mi ser? Eso no puedo decirlo. Pero
presiento ya que este tal Hawthorne ha dejado caer en mi alma sus semillas germinadas. Y
mientras más lo contemplo, él más se expande y profundiza, arrojando cada vez más y más
lejos sus fuertes raíces de Nueva Inglaterra en la caliente tierra de mi alma sureña.
Revisando con cuidado la tabla de contenidos, encuentro que he recorrido ya todos los
sketches, pero que, sin embargo, escribiendo ayer, no había en absoluto reparado en dos
particulares piezas sobre las cuales deseo ahora llamar especialmente la atención: “Una
reunión selecta”56 y “El joven Goodman Brown”57. Dígase aquí a todos aquellos a quienes
este pobre y fugaz garabato mío pueda tentar a la lectura de los Musgos que de ninguna
manera deben dejarse embaucar, decepcionar o engañar por la trivialidad de muchos de los
títulos de estos sketches. Pues, en más de una ocasión, el título desmiente completamente a
la pieza. Sería como si a las rústicas damajuanas que contienen lo mejor y más costoso de
Falerno58 y Tokay59 se las etiquetara como “Sidra”, “Perada” o “Vino de baya de Sauco”.
En verdad pareciera que, como tantos otros genios, este Hombre de Musgos se deleitara
ampliamente en engañar al mundo, al menos, en lo que a él respecta. Personalmente, no
dudo que Hawthorne preferiría ser en general estimado como un autor más bien mediocre;
para así reservar la más profunda y aguda apreciación de aquello que realmente es a la
persona más calificada para juzgarlo; a saber, a sí mismo. Por otro lado, en muchos ámbitos
y desde lo más hondo de sus naturalezas, los hombres como él consideran los aplausos del
público como la más fuerte y presunta evidencia de la mediocridad en ellos; de forma tal
que en cierto grado llegarían a dudar de sus propios poderes si escucharan en torno a ellos
los múltiples y vociferantes rebuznos de las públicas praderas. Verdad es que yo mismo he
estado rebuznando (si les place ser lo suficientemente ingeniosos); pero me precio de ser el
primero en rebuznar en torno a este asunto en particular, y por ello mismo, declarándome
culpable de tal cargo, aún reclamo todo mérito en nombre de la originalidad.
Pero fuera cual fuera el motivo, ya sea travieso o profundo, Nathaniel Hawthorne ha
escogido titular sus piezas de manera tal que, es cierto, algunas de ellas se hallan
directamente calculadas para engañar, de una forma escandalosa, a quien de modo
superficial hojee sus páginas. Siendo franco y sincero una vez más, permítanme decir con
alegría que dos de esos títulos tristemente embaucaron nada menos que a un lector con vista
de águila como yo; y esto, todavía más, luego de ya haberme impresionado con la gran
profundidad y la envergadura de sentimiento de este norteamericano. ¿“Quién, en nombre
del trueno” (como dicen por aquí los campesinos), “quién, en nombre del trueno”
anticiparía alguna maravilla en una pieza titulada “El joven Goodman Brown”? Uno desde
luego supondría un pequeño y sencillo relato, tan solo un apéndice para “Goody Two
Shoes”60. Mientras que en realidad es tan profundo como Dante; no puede uno acabarlo sin
antes dirigirse al autor con sus propias palabras: “se os concederá, en cada pecho, penetrar
en el misterio profundo del pecado”. Y de igual forma, en la alegórica búsqueda de su
esposa puritana, se gritará angustiosamente junto al joven Goodman:
—¡Fe! ¡Fe! —respondieron burlones los ecos del bosque, como si villanos perplejos la
buscaran por las tierras vírgenes.
Esta pieza titulada “El joven Goodman Brown” es una de las dos que en absoluto había
leído ayer; y aludo a ello ahora porque, en sí misma, se trata de una fuerte y tajante
ilustración de la negrura de Hawthorne, la cual ya había asumido a partir de sus meras
sombras ocasionales, tal y como en tantos otros esbozos se revelan. Pero de haber leído
detenidamente “El joven Goodman Brown”, no habría tenido problema alguno en sacar la
conclusión a la cual llegué, finalmente, cuando todavía ignoraba que el libro contenía una
tan directa e incondicional manifestación de aquella negrura.
La otra pieza de las ya referidas se titula “Una reunión selecta”, por lo que imaginé, al
tomar por primera vez el libro en mi original simplicidad, que trataría sobre alguna
celebración con pasteles de calabaza en la vieja Salem o tal vez con sopa de pescado en
Cape Cod. ¡Pero, por todos los dioses de Peedee61, si no es la más dulce y sublime cosa que
se haya escrito desde Spenser62 ! No, no hay nada en Spenser que lo supere, e incluso,
quizás, nada que lo iguale. Y la prueba es la siguiente: tomen cualquiera de los cantos de La
Reina Hada y lean luego “Una reunión selecta” y decidan cual les place más; eso es, claro,
si se encuentran calificados para juzgarlo. Que esto no los asuste, pues mientras Spenser
vivía, se lo consideraba de igual forma que hoy mismo a Hawthorne: por lo general, como
un “gentil” e inofensivo hombre. Puede que, a simple vista, la sublimidad de Hawthorne
parezca perdida entre su dulzura; como quizás suceda en esta “reunión selecta” suya, para
la cual ha construido una majestuosa bóveda de nubes crepusculares, que luego ha servido
en un plato más fino que el usado por Baltasar en el banquete dedicado a los señores de
Babilonia63.
Pero mi principal tarea ahora es señalar una página particular de esta pieza, página en la
que se menciona un invitado de honor que, con el nombre de “Genio Maestro”64 pero bajo
la apariencia de “un joven de atuendo pobre, sin insignia de rango [ni] eminencia
manifiesta”, se le presenta al Hombre de Fantasía, el anfitrión del banquete. Ahora bien, la
página en la que este “Genio Maestro” es referenciado expresa tan felizmente mucho de lo
que ayer escribí respecto de la venida de este Shiloh65 de la literatura norteamericana que
no puedo sino verme encantado por la coincidencia; especialmente, cuando, al menos en
este punto, muestra ella semejante paridad de ideas entre un hombre como Hawthorne y un
hombre como yo.
Y permítanme arrojar aquí otra presunción respecto de este Shiloh norteamericano o
“Genio Maestro”, tal y como Hawthorne lo llama. ¿Será que acaso tamaña mente absoluta
no ha sido, no es y nunca será desarrollada individualmente en hombre alguno? ¿Y
realmente resultaría tan poco razonable suponer que esta gran plenitud, este desborde,
pueda ser, o pueda estar destinada a ser, compartida por una pluralidad de hombres de
genio? Ciertamente, y para tomar el ejemplo más grande del que se tenga registro,
Shakespeare no puede ser considerado en sí mismo como la concreción de todo el genio de
su época; ¿acaso se encontraba tan inconmensurablemente lejos de Marlowe66, Webster67,
Ford68, Beaumont69 o Jonson70, como para que esos grandes hombres no compartieran nada
de su poder? Por mi parte, imagino que había, en la época de Elizabeth, dramaturgos cuya
distancia respecto a Shakespeare no era grande en absoluto. Que cualquiera, hasta ahora
poco familiarizado con esos viejos y abandonados autores, los lea detenidamente por
primera vez, a ellos o a los Especímenes compuestos por Charles Lamb71, y no solo se
fascinará por la maravillosa habilidad de esos anaceos72 de la humanidad, sino que también
se sorprenderá ante este renovado ejemplo de que la Fortuna guarda más relación con la
fama que con el mérito; aunque, sin mérito, no puede existir fama duradera alguna.
De todas formas, sería demasiado grave para mi país que esta máxima se mantuviera
intacta respecto a Nathaniel Hawthorne, un hombre que ya ha arrojado, en algunas pocas
mentes, “una luz tal que nunca ilumina en la Tierra, salvo cuando en el hogar de un gran
intelecto arde un corazón grande”.
Estas palabras pertenecen a su “Reunión selecta”; y constituyen un magnifico escenario
para un sentimiento coincidente con el mío, que ayer fuera expresado incoherentemente, en
referencia al propio Hawthorne. Que lo que ahora escribo lo contradiga quien desee: no soy
sino la Posteridad hablando a través de un representante al que los tiempos terminarán por
dar la razón y que ahora declara que el norteamericano que, hasta el día de hoy, ha
demostrado el más grande cerebro y el más grande corazón en la Literatura, ese hombre,
digo, es Nathaniel Hawthorne. Todavía más, a pesar de lo que Nathaniel Hawthorne pueda
escribir en un futuro, Musgos de una vieja casa parroquial será reconocido finalmente
como su obra maestra. Pues en algunas obras existe un certero pero secreto signo que
prueba la culminación de los poderes que los produjeron (aunque solo de aquellos capaces
de ser desarrollados). Pero de ninguna manera deseo yo la gloria de un profeta, no. Rezo al
Cielo para que Hawthorne pueda todavía demostrar que no soy sino un impostor en mi
predicción. Especialmente porque, de alguna forma, me aferro todavía a la extraña fantasía
de que, en todos los hombres, residen escondidas ciertas maravillosas y ocultas propiedades
—como en algunas plantas y minerales— que, por algún feliz pero muy raro accidente
pueda (como cuando el bronce fue descubierto gracias al derretimiento del hierro y la plata
en la quema de Corinto), por azar, ser convocado aquí en la Tierra, sin necesidad de esperar
un mejor y completo descubrimiento en la atmósfera más agradable y bendita del cielo.
Déjenme decirlo una vez más, pues es difícil ser finito respecto a un asunto infinito, y
todos los asuntos son infinitos. Para algunas personas, la totalidad de este garabato mío será
considerado por completo innecesario, por cuanto, “hace ya años”, dirán, “que descubrimos
el rico y extraño material de este tal Hawthorne, el cual ahora exhibes como si solo tú
hubieses descubierto este diamante portugués en nuestra Literatura”. Pero incluso
concediendo esto; y añadiéndole a ello la suposición de que se hayan vendido cinco mil
libros de Hawthorne, ¿qué significa esto? Deberían venderse de a cientos de miles; deberían
leerse de a millones; deberían, pues, ser admirados por todo aquel capaz de sentir
admiración.
1
“Hawthorne and his Mosses”, publicado en dos entregas, el 17 y el 24 de agosto de 1850, en The Literary
World, de New York. Texto tomado de: Herman Melville, Pierre, or The Ambiguities et al. Ed. Harrison
Hayford. New York: The Library of America, 1984, pp. 1154-1171 (notas, pp. 1469-1471). Esta versión
confronta el texto publicado en la revista con la copia pasada en limpio y con muchas enmiendas de parte del
autor, copia que luego quedara en manos de su esposa. Trad. de Marcelo G. Burello y Mariano E. Rodríguez.
2
Al denominarse “un virginiano” que solo estaría veraneando en Nueva Inglaterra, Melville oculta su
identidad en pos de una mayor objetividad; más adelante en el texto insiste en tomar distancia personal, y de
hecho alega no conocer personalmente a Hawthorne, que a la sazón era su amigo y corresponsal. Además,
como bien lo señalara Leslie Fiedler: “Ostensiblemente, al hablar de otro escritor en realidad estaba hablando
de sí mismo (y ese es un motivo, acaso, para que suprimiera su propio nombre […]); al escribir
supuestamente una reseña, en realidad estaba proclamando un manifiesto” (Love and Death in the American
Novel, Cleveland: Meridian, 1960, p. 527).
3
Desde aquí hasta el final del artículo, todas y cada una de las citas de los cuentos reunidos en Mosses from
an Old Manse son extraídas directamente de la traducción de Marcelo Cohen: Nathaniel Hawthorne, Musgos
de una vieja casa parroquial, Barcelona, Acantilado, 2009.
4
Referencia al polémico y anónimo autor que, firmando tan solo con el seudónimo de Junius, dirigió una
serie de cartas abiertas sumamente críticas contra la monarquía de Jorge III. Publicadas originalmente desde
1769 hasta 1771 en el periódico londinense Public Advertiser, su autoría le fue asignada a más de cuarenta
individuos hasta que, finalmente, dos generaciones después, el político irlandés Phillip Francis fue señalado
como la mente maestra detrás del envío de las misivas. Por su parte, Melville parece haber vuelto una y otra
vez a la lectura de tales cartas: en el capítulo XXVI del autobiográfico libro Redburn: su primer viaje, es
posible hallar a nuestro autor ensalzando los conocimientos contenidos en esta colección epistolar, cuya
existencia le habría sido revelada por su padre. De igual forma, es posible hallar en el capítulo XCVII de
Mardi (libro en verso sin traducción al español) otra referencia a la misteriosa identidad del polemista Junius.
5
No pocas veces ha abordado la crítica la fuerza subversiva de al menos gran parte de este ensayo. En ese
sentido, el gesto operado aquí por Melville, la propuesta de una literatura desligada de sus autores, ha sido
calificado como propio de un “plagiador”; de alguien que, interviniendo en las relaciones de propiedad,
subvierte las viejas afiliaciones, otorgando, por ejemplo, un nuevo autor a los textos. Esta idea en particular,
la señalización de que los escritores, despojados de sus nombres, no son sino representantes de la Belleza,
puede leerse en paralelo a una carta que nuestro autor enviara a Evert Duyckinck en 1849: “La verdad es que
todos somos hijos, nietos, sobrinos o sobrinos segundos de aquellos que vinieron antes de nosotros. Nadie se
engendra a sí mismo” (Herman Melville, Correspondence, ed. de Lynn, Horth, Evanston y Chicago:
Northwestern University Press and The Newberry Library, 1993. La traducción nos pertenece). De acuerdo a
estas observaciones, en el terreno de la creatividad, la propiedad, lejos de demostrarse meramente privada,
adquiere en cambio un matiz comunitario. Un buen libro, parece sugerir Melville, no es sino un logro
compartido; una pequeña joya trabajada por múltiples sujetos tanto a través del espacio como a través del
tiempo, más allá de las fronteras de la muerte y de las naciones.
6
Mosses from an Old Manse (Musgos de una vieja casa parroquial,1846; 2° ed., 1854). La edición original
contiene: "The Old Manse" (1846); "The Birth-Mark" (1843); "A Select Party" (1844); "Young Goodman
Brown" (1835); "Rappaccini's Daughter" (1844); "Mrs. Bullfrog" (1837); "Fire-Worship" (1843); "Buds and
Bird-Voices" (1843); "Monsieur du Miroir" (1837); "The Hall of Fantasy" (1843); "The Celestial Rail-road
"(1843); "The Procession of Life" (1843); "The New Adam and Eve" (1843); "Egotism; or, The Bosom-
Serpent" (1843); "The Christmas Banquet" (1844); "Drowne's Wooden Image" (1844); "The Intelligence
Office" (1844); "Roger Malvin's Burial" (1832); "P.'s Correspondence" (1845); "Earth's Holocaust" (1844);
"The Old Apple-Dealer" (1843); "The Artist of the Beautiful" (1844); "A Virtuoso's Collection" (1842). A la
edición de 1854 se agregaron: "Feathertop" (1852); "Passages from a Relinquished Work" (1834); "Sketches
from Memory" (1835).
7
Rápida referencia a la antología de crónicas Viajes por Nueva Inglaterra y Nueva York que, escrita por el
reverendo estadounidense Timothy Dwight, fuera publicada póstumamente y en cuatro gruesos volúmenes
hacia 1821. Al día de hoy, tal obra, fruto de los diversos viajes a lo largo de Estados Unidos realizados por el
futuro presidente de Yale entre 1795 y 1816, conserva el mérito de ser un ambicioso intento de presentar, por
primera vez y lo más fielmente posible, los territorios y los habitantes de Nueva Inglaterra a partir de la pluma
de un observador no europeo.
8
En la guarda de su copia de Musgos de una vieja casa parroquial Melville nos detalla, de puño y letra, que
el libro le fue regalado el 18 de julio de 1850 por su tía Mary durante una visita a su tío Thomas, quien residía
en Pittsfield, Massachusetts.
9
Tal y como aquí leemos, la copia en poder de Melville —encuadernada asimismo en un muy particular color
verde— poseía en efecto pequeños retazos de algas marinas en su guarda. A tal decoración, colocada una vez
terminada la reseña en agosto de 1850, Melville la acompañará con el siguiente texto: “Este musgo fue
recogido en Salem y consecuentemente colocado aquí como frontispicio. P:. Se objetará que no es sino musgo
marino; pero, en tal caso, él solo se arrojó hacia el mar —como tantos jóvenes mortales— durante su
juventud, y a ciencia cierta sé que se ha mantenido en tierra desde entonces”.
10
La promesa aquí referida por Melville es posible hallarla en medio del prefacio a la antología que aquí nos
ocupa. En esa extensa introducción, Hawthorne se propone familiarizar a los lectores con su morada y, para
ello, no solo nos invitará a una visita guiada a través de la mansión sino que también, en primera persona, nos
relatará, como si de huéspedes nos tratáramos, los pormenores de su estancia en esa Vieja Casa Parroquial
[The Old Manse] ubicada en Concord, Massachusetts. Inmortalizando leyendas procedentes de la guerra de la
Independencia o imaginando incluso las vidas de los pueblos originarios de aquellas tierras, Hawthorne
rescatará también varias anécdotas de sus selectos visitantes, hombres y mujeres de la talla de Thoreau,
Emerson o Channing y del poder tranquilizador que, como Melville menciona, esa vivienda parecía operar
sobre todo ser humano.
11
Aunque de ninguna forma lo señale, Melville opera aquí una elipsis de aproximadamente diez líneas
respecto del texto original.
12
Tanto esta como la cita inmediatamente posterior pertenecen, en forma textual, al ya mencionado prefacio.
13
Cita extraída nuevamente, esta vez con leves modificaciones, del prefacio. Frente a la versión de Melville,
en el original leemos “[al huésped] lo despedíamos provisto sólo de recuerdos brumosos, como si hubiera
soñado con nosotros”.
14
Cita textual extraída del prefacio, más precisamente del apartado dedicado a presentar el jardín de la Vieja
Casa Parroquial.
15
Debido a diferencias de la traducción de Cohen con el sentido del texto de Melville, esta traducción nos
pertenece.
16
A pesar de que en el prefacio Hawthorne presenta las piezas de esta antología como puras ficciones,
“Retoños y voces de pájaros” se aproxima mucho más al terreno del ensayo que a aquel de la short-story. La
totalidad de este breve texto no supone sino una sentida celebración de la primavera, a la que Hawthorne
reconocerá como la más alegre de las estaciones; la única que, oponiéndose al conservador otoño, al
melancólico invierno y al poco previsor verano es realmente capaz de iluminar las almas de los hombres,
reconectándolo así con el movimiento del mundo.
17
Publicado por primera vez en diciembre de 1843 en la revista United States Magazine and Democratic
Review, “Adoración del fuego” nos presenta, con cierta picardía, la hiperbólica diatriba de un curioso narrador
que, en primera persona, nos confiesa la raíz de su pesar: el reemplazo de las clásicas chimeneas a leña por
estufas de hierro y el consiguiente alejamiento de la humanidad respecto del fuego al que, otorgándole
características divinas, reconocerá como el más cercano amigo del hombre.
18
Se conoce bajo el nombre de sketch a una pieza literaria por lo general más breve que una short story cuya
característica más notoria sería la falta total o parcial de argumento a favor de una detallada descripción, sea
ya de una persona o de un lugar. Aunque popularizado en Norteamérica de la mano de Washington Irving en
el siglo XIX, la crítica considera que el género como tal habría dado sus primeros pasos al menos tres siglos
antes en Inglaterra.
19
El breve texto “El viejo vendedor de manzanas” no supone sino un retrato en prosa de un anciano por
completo desconocido sobre el que, en una terminal de ferrocarriles, el narrador, acaso Hawthorne, deposita
su atención. A partir de una detallada observación de la pobreza, el frío y la incomodidad que a tal personaje
parecen rodear, nuestro autor acabará por ahondar en aquello que reconocerá no como sus particularidades
sino como los abismos del alma humana y la eternidad.
20
Considerado como uno de los más bellos fenómenos naturales de Norteamérica, el así llamado “verano
indio” hace referencia a aquel lapso en el cual, entre finales de septiembre y comienzos de octubre, apenas
llegado al hemisferio norte el otoño, la temperatura se eleva por encima de la media y las hojas de cada uno
de los árboles brilla en un abanico de rojos y amarillos.
21
Originalmente publicado en Musgos de una vieja casa parroquial, el ingenioso cuento “El señor Du
Miroir” supone el relato introspectivo de un poco fiable narrador en torno a quien al misterioso y poco
humano personaje que da nombre al texto, una figura que, como un reflejo o un doble, sufriendo sus mismas
penas y glorias, lo acompaña sobrenaturalmente adonde sea que vaya.
22
Aparecido originalmente en la revista Graham's Lady's and Gentleman's Magazine en 1844, “El holocausto
de la tierra” es, sin lugar a dudas, uno de los más celebrados relatos de Hawthorne. En él, de la mano de un
narrador cercanamente afín a nuestro autor, se nos invita a presenciar las llamas de la gran hoguera en la que
la humanidad, cansada del peso del pasado, ha decidido quemar todo aquello considerado inútil para su
evolución histórica. Así, en una pila que acabaría por alcanzar el mismísimo firmamento, son arrojados
objetos tan diversos como coronas o mantos reales, hebras de tabaco, barriles de licor, constituciones
nacionales, tomos y tomos de literatura clásica, tratados de filosofía, diamantes, billetes y monedas e, incluso,
las sagradas escrituras del catolicismo. La conclusión del cuento, tal y como Melville señala, reside en el
hecho de que, al menos mientras un corazón humano siga latiendo, la purificación total se revelará imposible.
23
Publicado por primera vez en la revista United States Magazine and Democratic Review en 1844, el cuento
“La oficina de información” registra las múltiples visitas que, a lo largo de un día, inundan un mágico
despacho municipal en donde todos los artilugios o ideas que la imaginación humana ha pergeñado o
encontrado, desde inexistentes flores de extraños colores hasta el mismísimo Futuro, pueden encontrarse,
solicitarse o destruirse. Interesantemente, no son pocos los críticos que creen encontrar al propio Emerson en
el último de los visitantes, en aquel hombre que, con ropas desaliñadas y aspecto de pensador, busca lo que el
empleado municipal reconocerá como el objeto más raro de todos: la Verdad. Frente a estos comentadores,
Melville señala ver en esa figura al propio Hawthorne.
24
Aparecido originalmente en la revista United States Magazine and Democratic Review durante el prolífico
año de 1844, “El banquete de Navidad” pertenece, junto a “Una serpiente en el pecho” a la pequeña serie
titulada “Alegorías del corazón” la cual se caracterizaría por presentar las extrañas vivencias de los
personajes de Roderick, Herkirmer y Rosina. En este relato, Roderick narra para sus amigos la historia de un
pudiente caballero que, al morir, destina su fortuna a la celebración anual de un banquete navideño al cual
solo serían invitadas las personas más miserables física, material o moralmente del mundo. El corazón del
cuento se hallará en el misterio detrás del querido, rico y exitoso hombre que, por algún motivo, se sienta en
aquella triste mesa año tras año.
25
“Egolatría, o la serpiente en el pecho”, primera parte de la serie “Alegorías del corazón”, es un cuento
publicado en 1843 en la revista The United States Magazine and Democratic Review. Aquí, además de
presentársenos a los ya mencionados personajes, se nos hace partícipes de la horrenda y fantástica enfermedad
de Roderick: un completo desgastamiento moral y espiritual provocado por una diabólica serpiente que,
anidando en su pecho, le otorgaría la capacidad de captar con tan solo una mirada los malvados secretos
grabados en los corazones de los hombres.
26
El ya clásico estudio de Harry Levin The Power of Blackness (1958) toma precisamente estos comentarios
de Melville para explorar dicha “negrura” en las obras de Hawthorne, Melville y Poe, la típica tríada
americana de lo que Mario Praz denominara “romanticismo oscuro”.
27
“Off with his head! So much for Buckingham!” en el original. La cita elegida aquí por Melville pertenece a
la adaptación de Ricardo III que, en 1699, el poeta y dramaturgo Colley Cibber realizara para las audiencias
guillerminas. Enormemente censurada y con actuaciones reconocidas tan solo por su poco talento, esta
revisión del clásico shakesperiano no encontró sino el fracaso al menos hasta 1704 cuando, mediante cambios
en su guion, en su producción y con autores de renombre, pudo finalmente encontrar el éxito.
28
Ricardo III, el último de los York en reinar sobre Inglaterra e Irlanda entre 1483 y 1485, sin dudas debe
gran parte de su reconocimiento a la célebre caracterización que sobre él realizara Shakespeare en la tragedia
homónima Richard III. Allí, en la última parte de su tetralogía histórica, el bardo de Avon imaginará a un
conspirador que, caracterizado por sus deformidades y en venganza contra la propia naturaleza, se dedicará a
hacer de sí mismo un villano.
29
Por supuesto, Melville referencia aquí la traición y el asesinato ocurridos en el Acto II de la tan célebre obra
de Shakespeare, La tragedia de Macbeth. El momento en cuestión no es sino aquel en el que, complotados
Lord y Lady Macbeth, el rey Duncan resulta asesinado a manos del primero, quien, utilizando las dagas de los
dormidos guardias de alcoba del monarca, ve su crimen realizado sin contratiempo alguno.
30
La tragedia de Hamlet, Príncipe de Dinamarca es, claramente, una de las más influyentes obras de
Shakespeare y, acaso también, una de las más reconocidas piezas teatrales de la historia. Guardando el
privilegio de ser el más largo escrito shakesperiano, Hamlet nos introduce en la vida del joven y homónimo
protagonista que, buscando vengar la muerte de su padre, concentrará sus esfuerzos en desenmascarar al
asesino, su propio tío Claudio, aquel que, buscando quedarse con el trono de Dinamarca, envenenara a su
hermano para luego esposar a su concuñada. Melville rescata aquí la tan discutida personalidad de Hamlet
quien, aplaudido por su gran complejidad, se muestra al mismo tiempo como un exiliado y melancólico joven
de tendencias suicidas que, sin embargo, lleno de energía y entusiasmo, no dudará en desafiar al destino.
31
A menudo catalogada de obra inconclusa, La vida de Timón de Atenas (1623) de Shakespeare invita a ser
leída tanto como si de una tragedia como de una comedia se tratara. Su argumento se centrará en una serie de
acontecimientos en la vida de Timón, un noble ateniense quien, rico y generoso, regala toda su riqueza y cada
una de sus posesiones a personas que, para su desconocimiento, no hacen sino aprovecharse de su buena fe.
Una vez sin hogar y acosado por múltiples deudores, Timón acabará dirigiendo su odio a la entera humanidad,
un acto que lo llevará a instalarse en medio de la naturaleza; en una cueva a las afueras de la ciudad en donde,
para su suerte, hallará un fabuloso tesoro que con el cual, abrazando su misantropía, financiará la destrucción
de esa sociedad que con sus engaños supo desencantarlo.
32
Considerada una de sus más logradas obras, la tragedia El rey Lear (1605) nos regala la historia del regente
homónimo que, siempre en búsqueda de falsa idolatría, rechaza y maltrata el amor de su cenicienta hija
Cordelia, una vez alcanzada la vejez, obnubilado ya por las vacías palabras de sus otras dos primogénitas
Goneri y Regan, quienes, no tardaremos en descubrir, no le profesan sino el más profundo rencor. Una vez
enterado de las verdaderas intenciones de éstas últimas, Lear, movido por la angustia, acabará perdiendo la
razón; una locura que no hará sino acentuarse cuando, al final de la obra y poco antes de morir de tristeza,
abrace el cuerpo muerto de Cordelia, la única persona que, finalmente entenderá, supo amarlo en verdad.
33
Figura antagónica de la célebre tragedia shakespeariana Otelo (1603), Yago, alférez del general moro que
da nombre a la obra, sobresale por su inteligencia y frialdad a la hora de llevar adelante su plan de destruir,
mediante engaños y traiciones, al protagonista y su mano derecha Casio. La gran mayoría de sus
maquinaciones, cabe mencionar, llegan a buen puerto cuando el propio Otelo, movido por los celos, mata a su
esposa Desdémona y condena a muerte a Casio, solo para, una vez descubierta la traición, cometer suicidio.
34
En la publicación original se leía “same madness” (“misma locura”) en vez de “sane madness” (“sensata
locura”). Esta corrección, junto con otras tantas, fue hecha a posteriori por el autor. Una vez escrita la primera
versión de la reseña y al encontrarse cara a cara con el matrimonio Hawthorne, Melville señalará tal
equivocación como un “error provocador”.
35
“Rochefoucault” en el original. A pesar de la pequeña errata de Melville, la persona aquí convocada no es
otra sino el escritor y político francés Francisco VI, también conocido como el duque de Rochefoucauld.
Abandonando toda ambición política tras la huida de su esposa y la muerta de su padre, Francisco se recluirá
a escribir sus dos enormes obras: Memorias y Máximas. De ésta última, parece tomar Melville la cita aquí
insertada, más precisamente de la máxima número 198, que originalmente reza de la siguiente manera:
“Elevamos la gloria de unos para poder rebajar la de otros, y muchas veces no se alabaría tanto al Príncipe y
al señor de la Turena si no se quisiera criticar a ambos” (Rochefoucauld, La, Reflexiones y máximas morales,
México D.F: Factoría Ediciones, 2000).
36
Se conoce como los Treinta y Nueve Artículos de Religión a las declaraciones históricas que, en 1571,
frente a los esfuerzos reformistas del calvinismo, definieron la doctrina y las prácticas de la Iglesia de
Inglaterra. A pesar de no zanjar las discusiones entre monarcas, protestantes y católicos, los mismos ayudaron
a estandarizar el idioma inglés y, hasta el día de hoy, sus influencias, entre ellas la idea de que el cielo puede
alcanzarse mediante la fe y no necesariamente con buenas acciones, se hallan engarzadas tanto en el
protestantismo estadounidense como en el inglés.
37
Melville alude a la mordaz y polémica pregunta del párroco e intelectual inglés Sidney Smith: “En los
cuatro rincones del orbe, ¿quién lee un libro norteamericano?”. Estas líneas, formuladas al pasar en una reseña
publicada en su revista Edinburgh Review en 1820, no serían las únicas que Smith dedicara a la literatura
norteamericana, a la cual, de hecho, consideraría inexistente hacia 1818: “los norteamericanos no poseen
literatura alguna; literatura nativa, queremos decir. Todo es importado. Poseen un Franklin, sí, y quizás
puedan vivir medio siglo de su fama”.
38
Shiloh (o Siloh), situada en Canaán, fue la primera capital del reino de Israel. Se la menciona varias veces
en la Biblia, y está asociada al Mesías mismo porque en Génesis (49: 10) se la establece como promesa de
gloria para la tribu de Judá. Interesantemente, Melville establecerá una conexión entre tal ciudad y la propia
historia estadounidense en Shiloh: un réquiem, uno de sus más valorados poemas: un texto concerniente a la
Guerra Civil Norteamericana, cuyo primer combate masivo y sangriento fue librado en torno a la Iglesia de
Shiloh (“El pacífico”, en hebreo), Tennessee, en 1862.
39
Poco antes de morir, en 1592, el consagrado actor y escritor Robert Greene buscó arrojar un panorama
general respecto de la literatura londinense en una obra titulada A Groatsworth of Wit. El libro, sin embargo,
acabaría siendo reconocido no tanto por su objetivo general sino por la polémica con el entonces ascendente
William Shakespeare, a quien, sin nombrarlo, acusará de plagio, calificándolo de “un cuervo arribista,
embellecido con nuestras plumas”.
40
Ralph Waldo Emerson (1802-1882), uno de los poetas y filósofos norteamericanos más importantes del
siglo XIX. Acérrimo defensor de la doctrina trascendentalista, Emerson sostendría que la propia libertad del
hombre se encontraba en peligro al verse éste atrapado en una sociedad que no podía sino atentar contra su
pura y bondadosa naturaleza. Tal y como Hawthorne señala en el prefacio de Musgos, Emerson acabaría
convirtiéndose en un enorme faro intelectual con la potencia suficiente para generar cientos y cientos de
seguidores que, como el propio H. D. Thoreau, lo reconocerían como su más íntimo mentor.
41
John Greenleaf Whittier (1807-1892), poeta y editor norteamericano que se destacaría por poseer una
posición completamente crítica, tal y como sus escritos expresarían, contra la existencia de la esclavitud.
Junto a Longfellow, Bryant, Lowell y Wendell Holmes, forma parte de un importante grupo de poetas, los
fireside poets, reconocidos por su popularidad, su didactismo y su fuerte nacionalismo.
42
No otro sino Washington Irving (1783-1859), uno de los escritores más importantes de la literatura
norteamericana, quien sentara las bases para el perfeccionamiento de la short-story. Apropiándose del acervo
literario europeo para así reelaborarlo en clave estadounidense, Irving sería uno de los primeros escritores de
tal país en alcanzar la fama internacional de la mano de antologías tan notables como El libro de sketches de
Geoffrey Crayon, Gent (con “Rip Van Winkle” o “La leyenda de Sleepy Hollow” en su interior) y Cuentos de
la Alhambra.
43
William Cullen Bryant (1794-1878), reconocido poeta y periodista estadounidense, quien fuera editor de
múltiples periódicos, entre ellos, del célebre New York Evening Post. Incluido en el grupo de los fireside poets
por su escritura meditativa y progresista, Bryant es considerado uno de los primeros poetas norteamericanos
cuya fama habría rivalizado con aquella de los poetas ingleses, tanto en el ámbito local como en la escena
internacional.
44
Richard Henry Dana Jr. (1787 – 1879), abogado, poeta y crítico estadounidense quien alcanzara la fama
gracias a la novela autobiográfica Dos años al pie del mástil, en la que narraría sus viajes en altamar en busca
de su perdida salud. Rápidamente convertido en un clásico, el libro destacaría por su simpatía hacia toda clase
de oprimidos, desde simples marineros hasta esclavos de color; a los cuales, y de hecho, en tanto que abogado
defendería gratuitamente en las cortes norteamericanas.
45
James Fenimore Cooper (1789 – 1851), uno de los más celebrados escritores estadounidenses de la primera
mitad del siglo XIX. Reconocido por sus argumentos siempre cercanos a la historia estadounidense, Cooper
supo perfeccionar el género de la novela histórica tanto con obras navales como con textos dedicados a
representar el encuentro de los colonizadores y los así llamados “pieles rojas”, tal y como en Los pioneros o
en El último de los mohicanos, ésta última muchas veces considerada su obra maestra.
46
Nathaniel Parker Willis, (1806 – 1867), escritor, poeta y editor estadounidense que supo trabajar junto a
autores de la talla de Poe y Longfellow, entre otros. Interesantemente, una vez cimentada su carrera literaria
en Nueva York, Willis fue durante largo tiempo el escritor mejor pagado de su época. De acuerdo al jocoso
comentario que inmediatamente Melville deposita en su reseña, es posible inferir que, para el autor de Moby
Dick, la más valiosa faceta de Willis era aquella dedicada a la poesía y no la ocupada en la prosa.
47
Richard Emmons (1788 – 1834), escritor estadounidense olvidado y a menudo denostado por la crítica
literaria. Emmons no guarda sino el triste privilegio de haber compuesto una de las más largas y particulares
épicas norteamericanas: Fredonia; o la independencia preservada. Un poema épico sobre la tardía guerra de
1812; volumen de poesía que, publicado por primera vez en 1826, parece subvertir —acaso
inintencionadamente— los lugares comunes de la épica, gracias a la ausencia de un héroe y la completa falta
de estructura. Cabe mencionar que el apodo “Pop”, que Melville aquí atribuye a Richard Emmons,
correspondía en verdad a su hermano William, popular pastor y compositor de panfletos religiosos.
48
Tomando en consideración el polémico tono que, casi en su totalidad, acompaña la reseña, no es difícil
conjeturar que aquel autor al que Melville parece aludir sería el propio Washington Irving (ver nota 39).
49
Oliver Goldsmith, poeta y dramaturgo anglo-irlandés del siglo XVIII, es reconocido hasta el día de hoy
como una de las figuras literarias más importantes de la historia de Reino Unido, fundamentalmente por su
novela El vicario de Wakefield, la cual, publicada en 1776, acabó convirtiéndose en uno de los libros más
vendidos y leídos de toda la era victoriana.
50
John Milton (1608 – 1674), poeta e intelectual inglés unánimemente considerado uno de los más
importantes escritores de toda la historia británica. Con obras tanto en latín como en inglés, Milton, quien,
hondamente republicano, fuera el ministro de lenguas extranjeras bajo el mandato de Cromwell, se ganaría un
lugar en la historia de la literatura mundial gracias a su poema épico El paraíso perdido en donde, dividido en
doce libros y con más de 10.000 versos, el poeta revisitará el pecado original y las intenciones detrás de Dios,
Adán, Eva y el mismísimo Diablo.
51
Referencia desconocida. Probablemente se refiera al erudito y caligrafista inglés Thomas Tomkins (1743 –
1816).
52
Si, como mencionamos previamente (véase nota 5), Melville, por un lado, parece celebrar una literatura
desprovista de sujetos individuales, por el otro, sin embargo, no hará sino ensalzar la originalidad única de
Hawthorne. De esta forma, Melville parece revelarse incapaz de decidir si su concepto de comunidad autoral
es segura y deseable o si, por el contrario, tan solo puede llevar a la imitación y el estancamiento. La tensión,
por supuesto, no aparece resulta en momento alguno. Tal y como sugiere Ellen Weinauer, pues, “Melville
demuestra finalmente no ser un transgresor heterodoxo […] sino un producto de su época: por mucho que lo
persiga, no logra liberarse del deseo de mantener las fronteras propias del sujeto propietario” (“Plagiarism and
the Proprietary Self: Policing the Boundaries of Authorship in Herman Melville's Hawthorne and his Mosses”
en American Literature, vol.69, nro. 4, Durham: Duke University Press, 1997, p. 710).
53
Cuentos contados dos veces es una antología de short-stories escrita por Nathaniel Hawthorne y publicada
en dos volúmenes entre 1837 y 1842. A pesar de su pobre recepción comercial, la obra recibió el aplauso de
escritores de la talla de Longfellow y Poe, quienes ni por un momento dudaron en clasificar sus piezas como
obras de genio. Con el tiempo, relatos como “El velo negro del ministro” o “El experimento del doctor
Heidegger” acabarían convirtiéndose en clásicos.
54
Publicada en 1850, La letra escarlata es una novela histórica escrita por Nathaniel Hawthorne y a menudo
reconocida como su más lograda obra. Ambientado en la década de 1640, este trabajo nos narra la historia de
la bella Hester Prynne quien, tras haber dado a luz a una niña fuera del matrimonio, buscará recuperar su
dignidad y su honor en medio de una sociedad puritana que tan solo piensa en castigarla por aquello que
considera un vil pecado. La obra se convirtió rápidamente en un polémico éxito comercial que incluso
condujo a varios salemitas a protestar contra su autor por su representación del pueblo en que nació.
55
Cita textual extraída del ya mencionado cuento “La oficina de información”. Tener en cuenta que Cohen
parece omitir aquí, en su totalidad, la traducción de una línea: “Avanzó hacia el funcionario y le arrojó una
mirada de tan severa sinceridad, que tal vez solo unos pocos secretos estuvieran más allá de su alcance”. La
traducción, en este caso, nos pertenece.
56
Publicado originalmente en 1844 en la revista United States Magazine and Democratic Review, el relato
“Una reunión selecta” nos introduce al fantástico festín organizado por el hombre de Fantasía en un
espectacular castillo en el cielo. El corazón de este cuento lo constituirán las interacciones que, en medio del
dorado resplandor de aquellos muros, sostendrán personajes tan imposibles y dispares como El Más Antiguo
Habitante, El Ejecutante De Imposibilidades Reconocidas, el Secretario del Clima, el Judío Errante, un
patriota incorruptible, un cura sin ambiciones mundanas, etc. Acaso el más interesante de todos los
comensales sea, sin embargo, el así llamado Genio Maestro, aquel joven y humilde escritor que, según
comenta Hawthorne, Norteamérica busca con desesperación desde su fundación, un trabajador de la
inmortalidad destinado a cumplir la misión de crear, finalmente, una literatura estadounidense.
57
Originalmente publicado de forma anónima en la revista The New-England Magazine en 1835, “El joven
Goodman Brown” es uno de los más aplaudidos relatos de Hawthorne, habiendo cosechado grandes
comentarios tanto de Henry James como de Poe, entre otros. Muchas veces considerado un comentario
respecto a la naturaleza pecadora del hombre, el cuento nos presenta al joven que otorga nombre al relato y
que, dejando a su esposa Fe una noche, se adentra en los oscuros bosques de Salem para recorrerlos de la
mano de un siniestro personaje: no otro sino el mismísimo demonio quien, guiándolo en la oscuridad, le abrirá
los ojos respecto a la gente a su alrededor.
58
Ubicado en la región de Campania, Italia, el monte Falerno —hoy en día conocido como el monte
Massico— fue durante mucho tiempo elogiado por el vino blanco producido en sus laderas. Su dulce y
particular sabor acabó convirtiéndolo en el más renombrado vino de la Antigua Roma, resultando incluso
aplaudido en la literatura de aquella época por figuras tan variadas e importantes como Plinio el Viejo,
Petronio o Galeno.
59
Melville referencia aquí la célebre región vinícola de Tokaj-Hegyalja, ubicada al nordeste de Hungría. El
dulce vino producido allí no solo ha acabado recibiendo una mención en el himno nacional húngaro sino que
supo alcanzar también renombre internacional tras cosechar alabanzas de personalidades tan notorias como
Beethoven, Goethe, Schiller y Stoker, entre otros.
60
De autor desconocido, “La historia de la pequeña Goody Dos-Zapatos” es un cuento publicado en 1765 por
la editorial perteneciente a John Newbery, el así llamado “padre de la literatura infantil”. Con claras
reminiscencias a la ya célebre historia de La Cenicienta, este breve relato nos cuenta la historia de la joven
huérfana Margery Meanwell quien, luego de pasar gran parte de su vida vistiendo tan solo un zapato, adquiere
gracias a la bondad de un rico caballero un calzado decente que, tras llenarla de felicidad, la conducirá no solo
a convertirse en una maestra de escuela sino también a casarse con un hombre de fortuna que, gustosamente,
le cederá su riqueza para así ayudar a los más necesitados.
61
Peedee es el nombre de una región ubicada al noreste del estado de Carolina del Sur. Su nombre proviene
de la tribu de nativos que, antes de la conquista europea, vivieron en tales tierras. Una vez alzadas las
primeras colonias europeas, la cultura de estos pueblos originarios acabó por mezclarse con aquella de los
esclavos negros que, a la fuerza, fueron llevados desde África; un hecho que, por supuesto, acabó por crear
un rico y variado folklore al cual Melville parece aludir aquí.
62
Edmund Spenser (1552 – 1599), poeta inglés reconocido como uno de los primeros escritores en
perfeccionar el verso moderno. Tras servir a un barón de grato renombre, Spenser encontrará en Irlanda su
lugar en el mundo y, tras formar allí un hogar junto a su familia, se dedicará a la escritura y a la posterior
promoción de su poesía. Sería finalmente La reina hada, su poema épico de más de 36.000 líneas publicado
hacia 1590, la obra que acabaría por consagrarlo como un escritor de excelencia. Libro densamente alegórico,
La reina hada sigue las aventuras de múltiples caballeros, cada uno en representación de una virtud
atemporal, que acaso solo sirven de motor para abordar temas más amplios como la religión y la política a
través de símbolos y alusiones de todo tipo.
63
Melville alude aquí al conocido festín celebrado por el rey Baltasar de Babilonia que el profeta Daniel
relatara en el Antiguo Testamento. De acuerdo al profeta, Baltasar habría ofrecido para sus más de mil
dignatarios un espectacular banquete con ingentes cantidades de vino servido en las copas de oro y plata de su
padre Nabucodonosor. En ese momento, relata Daniel, una mano humana materializada desde la nada aparece
para escribir, a la luz del candelabro, una profecía que solo Daniel podrá interpretar y que no hacía sino
vaticinar el trágico final del rey hereje.
64
Véase nota 56.
65
Véase nota 38.
66
Christopher Marlowe (1564 – 1593), dramaturgo, poeta y traductor inglés a menudo considerado uno de los
más importantes autores de la época isabelina. Reconocido por la crítica como una de las mayores influencias
del propio Shakespeare, Marlowe supo ganarse al público inglés de aquella era mediante obras cargadas de
violencia, crueldad y un constante derramamiento de sangre que, de todas formas, entre alegorías y símbolos,
evidenciaban los rasgos típicos de una sensibilidad humanista. Hasta el día de hoy, las circunstancias de su
muerte permanecen poco claras y, en su oscuridad, constituyen un rico alimento para toda clase de
suposiciones en torno a la vida personal del dramaturgo.
67
John Webster (1578 – 1626), dramaturgo inglés de la época jacobina reconocido por El demonio blanco y
La duquesa de Amalfi, oscuras y brutales obras que, consideradas ambas entre las más excelentes piezas
teatrales de la primera mitad del siglo XVII, prefigurarían acaso la literatura gótica del siglo posterior.
68
John Ford (1586 – 1639), poeta y dramaturgo inglés de la época jacobina que, luego de colaborar con otros
autores como el antes mencionado John Webster, se lanzaría a la escritura de sus propias obras. Controversial
desde su mismo título, Lástima que sea una puta es su más reconocido trabajo, una pieza que, por su
particular tratamiento del incesto —al cual nunca parece condenar con toda la fuerza que su época le exigía—
no pudo sino caer en el olvido hasta, por lo menos, el siglo XX.
69
Francis Beaumont (1584 – 1616), dramaturgo inglés de la época isabelina, reconocido fundamentalmente
por la escritura de obras conjuntas con John Fletcher, quien fuera uno de los más prolíficos autores de su
tiempo y acaso la más cercana competencia comercial de Shakespeare. En este sentido, ensombrecido por la
presencia de Fletcher, el trabajo de Beaumont resulta a menudo dejado de lado o, incluso, puesto en duda
respecto a su autoría.
70
Benjamin Jonson (1572 – 1637), dramaturgo y poeta inglés que, popularizando la comedia de humores,
acabaría siendo considerado el más importante autor teatral después de Shakespeare. Ampliamente versado en
la lectura de los clásicos, Jonson no solo destacaría por sus comedias sino también por la originalidad de
piezas satíricas tales como Volpone, en la cual, con elementos de las fábulas de animales, no duda en criticar
la codicia y la lujuria. Recibiendo el patronazgo de múltiples miembros de la nobleza, Jonson también pudo
incursionar en los terrenos de la lírica y la poesía epigramática, en los cuales también supo destacarse.
71
Compilada por el crítico Charles Lamb y publicada por primera vez en 1808, la colección de fragmentos de
dramas isabelinos (1558-1603) y jacobinos (1603-1625) originalmente titulada Especímenes de poetas
dramáticos ingleses que vivieron en la época de Shakespeare es considerada, hasta la fecha, como una de las
más representativas antologías de literatura inglesa jamás producidas. Como tantas veces se señalara, acaso su
mayor mérito no sea sino el de otorgar un lugar a las obras de todos aquellos dramaturgos que, ya en su época,
estaban destinados al olvido, eclipsados definitivamente por la existencia del bardo de Avon.
72
Los anaceos o, simplemente, “anaks”, habrían sido, de acuerdo al Antiguo Testamento, uno de los tantos
pueblos pre-israelitas ubicados en territorio palestino. Descendientes del epónimo y poderoso Anac y, por
ende, de los míticos nefilim, mitad humanos y mitad ángeles, los hombres de este pueblo se caracterizarían
por una estatura sobrenatural y un carácter igualmente formidable.