Fendrik. - Psicoanálisis para Niños. Ficción de Sus Orígenes 1
Fendrik. - Psicoanálisis para Niños. Ficción de Sus Orígenes 1
Fendrik. - Psicoanálisis para Niños. Ficción de Sus Orígenes 1
para niños
Ficción de sus orígenes
Silvia I. Fendrik
Amorrortu editores
Buenos Aires
Directores de la biblioteca de psicología y psicoanálisis, Jorge Colapinto y David
Maldavsky
Psicoanálisis para niños. Ficción de sus orígenes, Silvia Inés Fendrik ©
Silvia Inés Fendrik, 1988
ISBN 950-518-504-9
Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, provincia de Buenos
Aires, en marzo de 1989.
Tirada de esta edición: 2.000 ejemplares.
5
Índice general
7
1. Para introducir los orígenes
12
fica que debamos desistir. Al contrario; la aparente falta de
respuesta a la afirmación de Freud se vuelve llamativa, si
consideramos dos hechos íntimamente relacionados con su
planteo. Entre 1919 y 1921, Melanie Klein emprendió
primero, una educación analítica y después lo que ya pudo
considerar «casi» un análisis de su hijo menor. "Erich. El
relato esta experiencia le valló el título de analista. En ese
mismo lapso, Anna Freud hizo el análisis didáctico con su
propio padre. Si estos dos hechos dejan de ser
desconocidos, ignorados o considerados meramente
anecdóticos, nos encontramos con una cuestión
fundamental que precede a la inauguración oficial del
análisis de niños en tanto nuevo espacio clínico que
brindará la posibilidad de separar a los niños, como posibles
pacientes, de sus padresanalistas. Pero cuando esto ocurra,
es decir, cuando la comunidad analítica empiece a debatir
cuestiones concernientes al análisis de niños y a tomar
partido por Melanie Klein o por Anna Freud, nunca
reaparecerá este tema. ¿Tal vez fue necesario que
trascurriera un tiempo que permitiera «olvidar», a partir de
la imposibilidad de dar razón de lo que ocurre con la
trasferencia en el caso de los niños-pacientes de sus propios
padres?
Los dos modelos en los que se asientan los principios del
análisis con niños nunca mencionarán el destino de ese
extraño ideal de unión, en una misma persona, de padre y
terapeuta, parte a su vez de la propia experiencia de aquellas
a quienes la historia reconocerá como sus fundadoras;
Melanie Klein y Anna Freud. No será esta, por lo demás, la
única cuestión silenciada que heredará el nuevo espacio
clínico.
13
El análisis profano
La década de 1920
Volvamos a la pregunta sobre la razón por la cual el
psicoanálisis no se propuso desde sus inicios abordar los
conflictos en el momento en que habrían surgido, es decir,
por medio del tratamiento analítico de los niños. Si no
aceptamos la hipótesis de una supuesta falta de madurez o
de las trabas nacidas de los preconceptos pedagógicos de
los pocos analistas que al parecer lo intentaron,
encontramos que estos primeros tiempos no hacen sino
sostener la lógica de los descubrimientos freudianos. La
relación entre el descubrimiento de las raíces infantiles de
la neurosis y la necesidad de tratar analíticamente a los
niños iría en el sentido de una anticipación que no
corresponde al modo retroactivo de la temporali-
18
dad, o aprés-coup, noción fundamental del
psicoanálisis para dar razón de los efectos «tardíos» de
la experiencia traumática. No es lo mismo el niño
como futuro adulto que el niño construido en la
trasferencia analítica. No es lo mismo «ese» niño
singular que cualquier «otro» niño sobre el que se
pudiera intervenir a tiempo para impedir que llegara a
ser, ya adulto, «ese» niño. Aunque se discutiera —
como en efecto se ha discutido mucho-acerca de las
pautas educativas o de los valores culturales que el
psicoanálisis podía suponer relacionados con las
causas de las neurosis; aunque la observación directa
de los niños corroborara las teorías sexuales infantiles;
aunque se aplicaran en la crianza fórmulas extraídas de
los descubrimientos del psicoanálisis; aunque Juanito
revelara a Freud el carácter típico de la neurosis
infantil, es decir, nada distinto de lo que podía
averiguarse en el tratamiento de un adulto, existía una
gran distancia entre esas exploraciones y la idea de
tratar psicoanalíticamente a los niños. No sólo una
distancia mensurable en función de tiempo, el de la
necesaria espera para que todos esos descubrimientos
tuvieran acogida favorable, en vista de la probable
resistencia que la propuesta de analizar a los niños hubiera
encontrado en esa primera época: se trata de la distancia que
impide establecer una relación directa entre la neurosis
infantil, como lugar supuesto del origen, y los niños como
destinatarios de la cura analítica.
Los principios de la cura analítica no son los de la aplicación
de una teoría; son el producto de la reflexión sobre los obstáculos
que fueron surgiendo a partir de la psicoterapia de la histeria;
19
y Freud nunca dejó de insistir, ni aun cuando se podía
decir que la teoría ya estaba construida, en que es en la
clínica y en la singularidad de cada caso donde el
psicoanálisis debe encontrar siempre sus fundamentos.
Por eso entre el niño como confirmación empírica de la
validez de algún concepto teórico y el niño como paciente, la
distancia que existe es la que sostiene la lógica de la relación
fundante de la clínica freudiana.
Pero el comienzo de la década de 1920 marca un momento
crucial en la historia del psicoanálisis. Europa se recuperaba
de la guerra y del duro golpe que esta había asestado a la fe
ilimitada en el progreso de la humanidad. Hacía tiempo que
la religión había dejado de ser un consuelo; y en la compleja
imbricación del malestar y del renacimiento de la ilusión, las
ciencias «positivas» tomarían nuevo impulso. Todo aquello
que pudiera colaborar en la construcción del «hombre
nuevo» y de un futuro mejor era objeto de grandes
expectativas.
En el seno del psicoanálisis, algunos de los más renombrados
discípulos de Freud, como es el caso de Sándor Ferenczi y de
Wilhelm Reich, se hacen eco de esas expectativas y proponen
una serie de modificaciones «técnicas» tendientes a acortar la
duración del tratamiento analítico o a hacer «más activo» el
papel del analista. Pero esas propuestas chocarán
inevitablemente con lo que entonces empieza a considerarse
como el «pesimismo» freudiano.
En el 5to. Congreso Psicoanalítico Internacional de
Budapest de 1918, Freud presentó un trabajo titulado
«Los caminos de la terapia psicoanalítica»,11 cuyo eje
principal lo constituye su cautela frente a los diferentes
intentos de modificar la «técnica» analítica. También
20
expondrá allí su creencia de que con el correr de los
años el psicoanálisis podría llegar a un número cada
vez mayor de personas e incluso ser brindado en forma
gratuita en instituciones creadas para ello. A pesar de
que no es fácil atribuir a este texto una visión
particularmente «pesimista» en relación con los
caminos futuros, ni dogmatismo alguno en cuanto a las
posibles innovaciones, el viento de los tiempos ha
comenzado a soplar en otra dirección.
La ilusión ha renacido; y no obstante el escollo que
representa la aparición del concepto de pulsión de
muerte, otras posturas más «vitalistas» empiezan a
ganar terreno en el seno del psicoanálisis.12 Se trata de
reintroducir el placer, el yo, una sexualidad más
acorde con la naturaleza biológica de los sexos, la
realidad y la racionalidad; en fin, las diferentes formas
de garantizar para el psicoanálisis un futuro sintónico
con los nuevos tiempos. Todas estas posibilidades
nuevas amortiguarían el impacto que produjo el
concepto de pulsión de muerte, que mostraba la
incidencia de la repetición en la vida psíquica, límite
puesto por la palabra del maestro a la ilusión del
«hombre nuevo». Pero la comunidad analítica
perdonará a Freud este agravio porque lo atribuirá al
momento particularmente doloroso por el que
atravesaba el creador del psicoanálisis, y no le
otorgará una importancia teórica esencial. Es el tiempo
de comenzar a pensar en la posibilidad de abordar
(directamente a los niños como un terreno aún
inexplorado y lleno de promesas para la cura analítica
y para los «nuevos» aportes que la teoría necesita.
21
Los niños del psicoanálisis
Las circunstancias mencionadas podrían explicar que los
principios del psicoanálisis de niños no hubieran sido
enunciados antes; justamente, habrían sido fruto de ellas, y
no de un inexplicable retraso en este campo sólo atribuible a
pre-conceptos infundados. Pero la institucionalización del
psicoanálisis de niños tampoco se podría considerar la mera
consecuencia de la serie de acontecimientos que
confluyeron y contextualizaron el terreno discursivo en el
que se asentó —el final de la guerra, los nuevos caminos, la
cuestión del análisis laico y del análisis profano—, que
habrían dejado atrás la dificultad de establecer en la clínica
freudiana una relación de consecuencia lógica entre sus
descubrimientos y los niños como pacientes. Todo esto
permite situar una problemática pero no da razón de un
hecho esencial: que sus principios hayan surgido bajo la
forma de las dos versiones antagónicas en torno de las
cuales se dividirá la comunidad analítica.
Que las versiones hayan sido dos y que surgieran
inmediatamente después de la muerte de Hermine
von Hug-Hellmuth, la hasta entonces «única» y casi
desconocida pionera del análisis infantil, no parece
una mera contingencia: sería nada menos que el
punto de umbilicación con la afirmación freudiana de
que únicamente la unión de padre y terapeuta en una
sola persona garantizarla el tratamiento analítico de
un niño. Las dos versiones serán formas de responder
a esta cuestión que no pudo decirse de otro modo: la
unión entre padre y analista. Y serán antagónicas
porque en un caso la versión del niño-paciente pro-
22
vendrá de una hija analizada por su padre y en el otro
de una madre que ha analizado a su hijo.
¿Qué de este origen resultará —bajo el modo del
fantasma— puesto en acto en la escena analítica que
cada una de estas propuestas destinan a los pacientes
niños?
Si hablamos de fantasma, hablamos de síntoma, es
decir, de la razón necesaria de lo no dicho, de lo no
sabido, que no cesa de producir efectos de puesta en
escena. Así, cuestiones de legitimidad-ilegitimidad, de
sentido-sin sentido de la práctica con niños, de
reivindicación del carácter «uno» del psicoanálisis en
contra de la idea de especialización, de los derechos
del niño a ser considerado «sujeto» en un análisis, que
aún hoy se proclaman, y otras tantas cuestiones e
interrogaciones, no cesan de insistir, demostrando a
todas luces que no se ha avanzado mucho en los
últimos sesenta años.
Algunos intentos aislados de reflexionar sobre la
dirección de la cura en análisis infantil no han logrado
alcanzar el estatuto de una verdadera
conceptualización que operase de un modo diferente
de las impasses trasmitidas durante todo este tiempo.
Pero lejos de considerar estos obstáculos como un
retraso «inexplicable» del análisis de niños respecto
del psicoanálisis, que debería ser solucionado con la
propuesta de una opción voluntarista que de una vez
por todas introdujera en el psicoanálisis de niños los
conceptos fundantes de la teoría — trasferencia, goce,
repetición, inconsciente—,13 reconocemos que se
trata de un síntoma. Sólo si nos situamos en ese
registro podremos atravesar la eficacia de lo no
dicho, de lo no pensado y de lo no articulado,
que inscribe el nacimiento del análisis con
23
niños bajo la forma de dos versiones antagónicas y que no ha
posibilitado escribir la historia de otro modo.
La historia oficial del psicoanálisis de niños, centrada en el
eje tantas veces repetido de la polémica Freud-Klein, opera al
modo de un recuerdo encubridor que, velando los orígenes,
acaso impidió acceder al conocimiento de ciertos hechos de
importancia singular y al mismo tiempo opacó la lectura de
los testimonios inaugurales; en estos se puede
descubrir la enunciación, es decir, la posición subjetiva desde
la cual los conceptos fueron enunciados. Releer los primeros
textos a la luz de otros textos, aquellos que nos pueden decir
algo sobre la vida de ambas protagonistas, quizá nos permita
reflexionar sobre ese algo que de su vida se habría encarnado
—y en ocasiones encarnizado— en su obra.
¿Por qué habrán sido «dos» mujeres las que iniciarán con
una disputa el campo del psicoanálisis de niños? ¿El
antagonismo de las propuestas habrá tenido un carácter
necesario? ¿Quiénes fueron y qué representaron Melanie
Klein y Anna Freud, y qué representaron sus nombres? ¿Por
qué alrededor de esos dos nombres parece haber podido
establecerse tan nítidamente el eje de lo que es psicoanálisis y
de lo que no lo es? ¿Por qué estos efectos de división se
producen en la comunidad analítica a tan poco tiempo de que
ambas comenzaran su práctica? El hilo que atraviesa estas
preguntas conduce a la cuestión de los orígenes.
Adentrándonos en el terreno de la ficción, nos
proponemos entonces descorrer el velo que los
cubre y comenzar, ya que se trata de psicoanálisis
de niños, a la manera de cualquier libro de cuen-
24
tos diciendo «Había una vez, en un país muy lejano y
hace ya mucho, mucho tiempo. . .».
25
2. Hermine von Hug-Hellmuth
27
1
te de su hermana, Hermine se consagrará a la educación de
su sobrino Rudolph, de nueve años, inspirándose además en
su propia formación como pedagoga y en sus
conocimientos de psicoanálisis. Sus observaciones le
permitieron escribir una serie de artículos que salieron
publicados en la revista Imago con el título «Sobre la
verdadera naturaleza del alma infantil».2
Este niño, educado con el mínimo de restricciones, parece
haber llegado con el tiempo a plantearle a su tía exigencias de
tal magnitud que no tuvo otro remedio que enviarlo a un
colegio pupilo. Hermine von Hug- Hellmuth se sentía
verdaderamente atemorizada por los robos constantes de que
era objeto por parte de su sobrino, según lo habría confiado a
algunos amigos cercanos. Sus temores no eran infundados.
El 9 de setiembre de 1924, a la edad de cincuenta y tres años,
la pionera del psicoanálisis de niños murió asesinada.
Rudolph Hug, de dieciocho años, entró aquella noche en el
departamento de su tía por una ventana abierta y, al intentar
taparle la boca para acallar sus gritos, la silenció para
siempre.
Poco antes de su muerte, y a modo de premonición, se nos
dice que Hermine von Hug-Hellmuth había expresado a sus
amigos el deseo de que no se publicara ninguna noticia
necrológica, en un intento quizás anticipatorio de borrar toda
traza sobre su vida y sobre su obra. Su voluntad fue
respetada, como lo consigna una pequeña nota firmada por S.
Bernfeld, que apareció en el International Journal oí
Psycho-Analysis en 1925.3
Hermine von Hug-Hellmuth fue una ferviente admiradora
de la obra de Freud, cuyas enseñanzas trató de aplicar a la
educación de los niños.
228
Dirigió hasta su muerte el servicio psicoanalítico de
ayuda a la educación de Viena, cuya labor esencial era
hacer conocer la teoría psicoanalítica a padres, maestros
y educadores. Los artículos que publicó, basados en sus
observaciones clínicas, describen en estos términos las
dificultades de analizar niños: «El niño no acude al
analista por su propia determinación (...) el niño se halla
inmerso en experiencias reales que están provocando su
neurosis (...)». Su propuesta será entonces que. a
diferencia de lo que ocurre con los adultos, el analista
no necesita explicitar los impulsos inconscientes;
bastará con que estos se ex presen en actos simbólicos
sin necesidad de pasar por el lenguaje hablado: «(...) la
relación de las impresiones nuevas con los recuerdos
fragmentarios de las escenas primarias se opera en el
preconciente; el análisis posibilitará esto, dejando la
tarea de hacer plenamente conscientes los impulsos del
niño para cuando este sea más grande».4
Si bien estos aportes no tienen el alcance de
verdaderas conceptualizaciones, la mayor parte de los
artículos de Hermine von Hug-Hellmuth nunca fue
traducida del alemán, con lo cual, aunque su nombre se
mencione como el de la pionera del análisis infantil, su
obra, casi desconocida —con excepción del «Diario
psicoanalítico de una niña»—,5 ha sido prácticamente
olvidada. Y los pocos datos que se conocen de su vida
provienen del expediente policial que consigna su
muerte.
El trágico fin de la vida de Hermine von Hug-
Hellmuth, digno de una película de Hitchcock,
jamás fue mencionado en ninguna de las historias
del movimiento psicoanalítico y de sus protago-
3
29
nistas. Recuperar esta historia del olvido no tiene un
valor meramente anecdótico: la desaparición de
Hermine von Hug-Hellmuth es contemporánea de los
inicios de Melanie Klein y de Anna Freud, quienes no
podían ignorar que la pionera en el terreno que ambas
irían a disputarse había muerto asesinada por su joven
sobrino, en cuya crianza se habían utilizado criterios
inspirados en el psicoanálisis.
Retomemos la cita inicial. «Yo soy una mujer, no
puedo ser un hombre» omite la partícula «Herr» (señor)
que inicia el «Hermine» pero, referida esta cita a la
cuestión del nombre, y sobre el trasfondo de la alusión a
un padre ausente, preludia una historia en la que no
tardarán en aparecer otros nombres de mujeres
evidenciando, bajo el modo cifrado en el síntoma, la
falta del padre. Falta que es necesario reconocer en su
doble dimensión para hacer legible el surgimiento de
las versiones que dan lugar en el psicoanálisis a los
niños como pacientes. ¿Qué es un padre? Cuestión
fundamental de los orígenes, cuestión fundamental del
psicoanálisis: revelará en la trasmisión del análisis de
niños que no puede reducirse a ninguna fórmula
aprendida de memoria. Silenciada o recitada, no
impedirá la formación de síntomas, que anudan
cuestiones de legitimidad y dogmatismo, de herencia y
de filiación. Quizá también esté profundamente ligada
al destino de algunas prestigiosas analistas de niños que
no encontraron otra salida que el suicidio: Sophie
Morgenstern y Eugenie Sokolnicka en Francia,
Arminda Aberastury en Argentina y, si tomamos en
cuenta su «premonición», la misma Hermine von Hug-
Hellmuth en Viena.
4
30
Hermine von Hug-Hellmuth es sólo un nombre ligado
a los orígenes del psicoanálisis infantil. Un nombre sin
vida y sin obra, pero que sin embargo lleva cifrado un
misterio.
¿Cuál habrá sido la razón de la sustitución del apellido
paterno «Hughestein» por el de «Hellmuth» en el caso
de una mujer que permaneció soltera durante toda su
vida?
31
5
3. Anna Freud, primer texto
45
vos objetos amorosos, los padres, todavía existen en la realidad,
y no sólo en la fantasía, como en el neurótico adulto; el niño
mantiene con ellos todas las relaciones de la vida cotidiana y
experimenta todas las vivencias reales de la satisfacción y el
desengaño. El analista representa un nuevo personaje en esta
situación, y con toda probabilidad compartirá con los padres el
amor o el odio del niño».19 Es evidente que esta formulación
reconoce que puede haber toda suerte de desplazamientos, pero
interroga la posibilidad de aquella sustitución fundante de la
operación analítica: la que remplaza a la persona del analista por
el lugar de objeto que debe ocupar en la cura. Se trata del lugar
del analista en el trabajo del inconsciente, aquel que va a
posibilitar que el análisis no sea una mera repetición sino, en
todo caso, una reescritura —¿reedición?—.
En esta formulación se va a fundar la convicción de Anna
Freud de que el análisis de un niño no puede separarse de una
labor pedagógica, conclusión a la que llega tras las
consideraciones que hace sobre diversas situaciones clínicas. Lo
pedagógico en este punto no es un a priori dogmático sino el
intento de nombrar la dificultad de un analista de ser investido
por un niño en un lugar distinto del de cualquier otro
representante del mundo de los adultos. ¿Dificultad del niño o
dificultad del analista frente al niño? Es evidente que Anna
Freud expone sus dificultades frente a una nueva situación
clínica: el análisis aplicado a los niños. Pero podemos
preguntarnos si estos obstáculos provienen de su relación filial
trasferencial con su padre, de su formación previa como peda-
46
goga o simplemente de pensar a la clínica como
un lugar de psicoanálisis aplicado.
La conjunción psicoanálisis-pedagogía
Intentemos entonces situar los obstáculos provenientes de
la clínica que Anna Freud no pudo enfrentar para encontrar
una solución distinta. Ante todo la hostilidad, a la que
decide no tomar como un signo inconfundible de
trasferencia negativa, lo cual le impide autorizarse como
analista desde el primer contacto con el niño. Dirá entonces
que cuanto más apegado esté el niño a sus padres, más le
costará establecer una relación afectuosa con un analista. Y
si no obstante lo logra, impulsado por su sufrimiento, esta
relación será paralela a la que mantiene con sus padres. El
analista compartirá, como cualquier otro adulto, el afecto
que el niño siente por ellos. En situaciones de carencia, en
cambio, el niño buscará en el analista afecto y protección.
Si el analista se ubica frente a un niño como un adulto que
posee un poder sobre él, esto no constituye el lugar
fantasmático en que el niño lo sitúa sino que es parte del
hecho irreductible, y por lo tanto no interpretable, de la
condición del niño como tal y de la condición de adulto del
analista. ¿Son estos sólo parámetros imaginarios o revelan
un real imposible de ignorar? «El analista de niños puede
serlo todo menos una sombra (...) desgraciadamente una
personalidad tan definida, y en muchos sentidos tan nueva,
quizá sea j un mal objeto de trasferencia, es decir, no conve-
47
niente para su interpretación».20 El análisis no se desplegará
para el niño en «otra escena», y entonces se conducirá en él del
mismo modo que en el ámbito familiar. El lugar «presente»
del analista parece ser el principal obstáculo, que Anna Freud
consideró una desventaja irremediable. Pero si no se la intenta
disfrazar u ocultar, ni trasformar en una ventaja, quizá sea
posible hacer algo por un niño. Para ello hay que pagar un
precio: no poder reconocerse continuamente como analista, lo
que implica hacerse cargo de una conjunción necesaria entre la
tarea analítica y la educativa. Es difícil saber si para Anna
Freud esta alianza supuso la concreción de un viejo anhelo o
un momento doloroso frente a los obstáculos que encontraba
en el análisis de sus pequeños pacientes.
Llegará entonces a conclusiones que no podemos dejar de
considerar apresuradas, sobre todo porque implican un
cambio de registro: en lo sucesivo atribuirá a los padres la
responsabilidad de obstaculizar el análisis, lo que le
impedirá responder a la pregunta por la neurosis de
trasferencia desde la condición estructural del niño. Si los
padres colaboran con el analista, el análisis será posible; si
el niño padece una neurosis grave y los padres no colaboran
con el análisis, será necesario alejarlo de ellos para permitir
la aparición de una verdadera neurosis de trasferencia,
aquella que toma por objeto al analista. Otra propuesta es la
de mejorar «artificialmente» el medio familiar para dirigir y
regular las reacciones del entorno que impidan la labor
analítica. Anna se apresura a encontrar respuestas: la
reflexión sobre la condición estructural de la analizabilidad
48
de los niños en términos de trasferencia quedará así reducida —
apresuradamente— a la cuestión de los padres que posibilitan o
bien impiden el desarrollo de la neurosis de trasferencia.
La pregnancia fantasmática de los padres aparece en la
práctica analítica con niños a lo largo de toda su historia. ¿Será
efecto de la falta de un modelo teórico que sustente la clínica
cuando se intenta especializarla, centrarla en un objeto
predeterminado, como es el caso del «niño»? Lo empírico,
aquello que puede brindar datos observables sobre las
conductas de los seres humanos, no es lo que singulariza la
práctica analítica. En el momento en que surge como evidencia
irreductible la convicción de que una determinada conducta de
los padres es responsable de tal o cual respuesta, nos
encontramos frente a una forma de pensar la causalidad que es
ajena al terreno del psicoanálisis. En el campo inaugurado por
Freud, la respuesta del sujeto es el síntoma, el trabajo del
inconsciente. Dicho de un modo diferente: en el momento en
que se impone la evidencia de que la conducta del niño es sólo
una respuesta a la actitud de sus padres, la reflexión analítica
no puede seguir avanzando. En este punto nos encontramos
frente a una encrucijada que es central para el campo que nos
ocupa. ¿Se puede prescindir de esas evidencias cuando se
conduce el análisis de un niño? Para la lectura que el
psicoanálisis propone de la clínica no tienen una
importancia esencial las diferencias empíricamente
comprobables; hombre-mujer, vivo-muerto, amor-odio, se
revelan en el análisis en un plano diferente del que es
propio de la observación común. El niño, en tanto lo que
49
es para el sentido común: un ser que depende del adulto
para su crecimiento, cuyas conductas responderán a lo
que su entorno le brinde o le impida, también debe
poder perder esta condición de causalidad lineal. Pero la
diferencia adulto-niño, en ausencia de un desarrollo
conceptual riguroso, se impone en la clínica analítica
con mucha fuerza y conduce a criterios evolutivos de
adaptación y normalidad.
Por eso cuando el niño aparece como tal en un análisis
es frecuente que el analista se sitúe frente a él como lo
haría cualquier otro adulto: motivado por la suma de sus
prejuicios, de sus preceptos, de sus normas, actuará
poniéndose del lado del niño o de sus padres. Pero en
ese punto deberá reconocer que está «fuera» de su
lugar de analista. Justamente a esta «salida», inevitable
a su criterio, denominará Anna Freud la «tarea
pedagógica» ineludible en la labor analítica con un
niño. Sin embargo lo que diferenciará su posición de un
proyecto pedagógico a secas es que este siempre
constituye un a priori y no se guía por lo que determine
la particularidad de cada situación.
El momento en que se imponga la conjunción de
ambas tareas es una contingencia propia de esa
singularidad. Lo que no se puede ocultar es el hecho de
que necesariamente esto habrá de suceder. La clínica se
encuentra aquí con la insuficiencia de la teoría para dar
respuesta a este interrogante: ¿qué es un niño para el
psicoanálisis?
50
Los límites teóricos del análisis infantil
Para analizar a un niño no sólo se necesita cierta adecuación de la
técnica: también es imprescindible establecer sólidas bases teóricas.
En la obra de Freud, el niño es, fundamentalmente: una
construcción, la de la neurosis infantil, producida en el curso del
análisis de un paciente adulto: el heredero del narcisismo
parental. «His Majesty the baby»; el lugar teórico del origen, a
saber, sexualidad infantil, Edipo, inconsciente, narcisismo, fort
da; el lugar de inscripción de las trazas que sólo a posterior!
revelarán sus efectos; un representante privilegiado de la
circulación del falo en la serie de las equivalencias simbólicas
pene-niño-regalo-desecho: la función filial, donde se sancionará
la interdicción del incesto para dar lugar al deseo. Pero al lado de
estos lugares teóricos, que no siempre es fácil articular entre sí,
existe el hecho innegable de que los niños se constituyen en un
lugar empírico de comprobación «en vivo» de las formulaciones
teóricas.21 Los niños, según parecen creer muchos analistas,
confirmarían de un modo claro e inequívoco lo que sólo por
trabajosas deducciones se obtiene en el análisis de un adulto.
A estos colegas, por lo general analistas «de adultos», se
dirigen los planteamientos de Anna Freud; ella los quiere
«desilusionar» de esa supuesta facilidad. Creer que un niño
puede ser un objeto privilegiado para investigar,
corroborar o refutar los conceptos psicoanalíticos es
seguir un camino contrario a la teorización psicoanalítica
y lleno de peligros para esta. El lenguaje vuelve tan
poco trasparentes a los niños como a los adultos,
51
es incluso los hace menos permeables a la investigación
psicoanalítica puesto que «no están aún escritos los textos o los
fragmentos con los que cuenta la labor analítica para su trabajo de
reconstrucción: recuerdos encubridores y formaciones reactivas».
Esta creencia equivaldría a la de un etnólogo «que tuviese la vana
pretensión de llegar a conocer más rápidamente la prehistoria a
través del estudio de un pueblo primitivo que por el estudio de los
pueblos civilizados».22 Por cerca que el niño esté del origen, a
partir del lenguaje este origen está perdido. Según los principios
fundamentales del psicoanálisis el niño no podrá ser jamás un
objeto privilegiado para el estudio de la constitución del
inconsciente porque este nunca puede ser considerado un hecho
empírico. Esto quiere decir que en lugar de tener ventajas
sobre el análisis del adulto, el niño se revelará menos apto
en lo que se refiere a la obtención de material inconsciente.
Es un típico error de muchos analistas pensar lo contrario.23
La segunda gran cuestión que es necesario articular
teóricamente si se quieren establecer bases sólidas para el
análisis infantil se refiere al superyó. Las paradojas y los
interrogantes que plantea la conceptualización freudiana
del superyó se reflejarán de un modo que para Anna Freud
constituye la diferencia teórica fundamental entre el
análisis de un niño y el análisis de un adulto: basándose en
que los cambios de actitud de los padres hacia el niño
producen evidentes cambios en la conducta de este, dirá
que el superyó del niño no es autónomo. Esto no significa
que no exista, pero en su aspecto de conciencia moral es
todavía muy dependiente de la instancia parental. De-
52
ir que el superyó infantil no es autónomo equivale a decir que
funciona más en el registro del amor que en el de la identificación.
Esto concordará con la observación de la existencia en el niño de
una doble moral: una destinada al mundo de los adultos y otra
destinada a él mismo y a sus semejantes. Hay ciertas cosas que los
niños jamás harían en presencia de un adulto, pero que o harán sin
ningún pudor estando solos o con otros niños.24
En este punto surge la pregunta: ¿lo que Anna Freud
denomina la «doble moral» del niño no es acaso aplicable a
muchos adultos? En efecto, esta parece una argumentación
fácilmente rebatible. Pero es más complejo y exige
fundamentos teóricos sólidos y cuidadosamente elaborados
sostener que el análisis de un niño, lo mismo que el de un
adulto, puede prescindir de elementos ajenos a la relación
analítica que se instaura entre el analista y el paciente. El
mundo exterior del que el niño tanto parece depender abarca
a su analista, quien termina por experimentar presiones muy
fuertes en el trabajo que realiza con él. Es a todas luces una
gran preocupación de Anna Freud la distorsión de la relación
analítica cuando esta pasa a formar parte del «mundo
exterior'. Las presiones que gravitan sobre el niño y su
analista son mayores y de índole distinta que en el
análisis de los adultos. Hay demasiadas expectativas
provenientes de los distintos lugares del entorno del niño;
es común que desde ellos se exijan respuestas; el
intercambio de opiniones con los padres, maestros,
médicos, etc., implica responder a una realidad que no es la
realidad psíquica. ¿Debe evitarlas o bien aceptar que su fun-
53
ción es doble: la labor con el inconsciente será analítica
mientras que la labor con el superyó obedecerá a la
dependencia que el niño y su analista tengan del
«mundo exterior»?
El fin del análisis de un niño
Es indiscutible que los problemas que plantea Anna
Freud están referidos a cuestiones éticas absolutamente
pertinentes para la clínica psicoanalítica en general y, en
particular, con niños. Son las cuestiones que según
hemos visto recorren la polémica entre Freud y Pfister:
la neurosis individual, su relación con el malestar en la
cultura, el lugar del analista; cuestiones que, según vimos
también, fueron dando lugar a la existencia de analistas
«profanos» y desprendiendo la práctica del análisis de los
criterios médicos tradicionales sobre salud y enfermedad.
Recordemos que Pfister no dudaba en sostener esta
meta «educativa» y que Freud sólo la reservaba para
aquellos casos en que el paciente, por su inmadurez o su
desorientación, así lo requería. La cuestión
«pedagógica» remite por lo tanto a la concepción que el
analista tiene del fin del análisis, en el doble sentido de
la palabra fin: como objetivo y como conclusión.
En las cuestiones que Anna Freud introduce a partir de los
casos que expone retornan esos interrogantes: ¿Debe el
analista asumir la decisión de influir sobre el futuro de la vida
instintiva? ¿Debe adoptar una posición de poder y colocar su
autoridad sobre la de los padres? ¿O la autoridad del
54
analista sólo debe estar al servicio de garantizar el análisis?
¿Debe intentar suplir las fallas de los padres cuando causan
daños severos a la vida psíquica del niño? Las respuestas
afirmativas a estos interrogantes revelarán el ideal que está en
juego; todas las respuestas pueden sintetizarse en una sola: es
frente a los padres (¿del niño o del propio analista?) que el
analista de niños debe ocupar el lugar del ideal del yo. Sólo
que, a diferencia de los analistas que sostienen su práctica en
la posición de poder que les otorga su presunta superioridad
frente al paciente, Anna Freud tuvo el coraje de plantear la
antinomia entre el poder (de sugestión) y el fin del análisis.
«Así, el analista reúne en su persona dos misiones difíciles y,
en realidad, diametralmente opuestas: la de analizar y educar
a la vez, es decir, permitir y prohibir al mismo tiempo, librar
y volver a coartar simultáneamente».25
Esta explicitación de la antinomia entre lo que Lacan ha
denominado discurso del amo (y su variante, el discurso
universitario)26 y el discurso analítico no es de fácil aceptación para
los analistas. Pone en juego cuestiones ligadas no sólo a la dirección
de la cura sino, especialmente, a la trasmisión del psicoanálisis. ¿Se
trata de la decisión sobre el camino que debe seguir un analizando o
sobre el camino que debe seguir un analista? ¿Deberá seguir el
joven analista el modelo de su propio analista? ¿Se le ofrece la
posibilidad, en el horizonte del fin del análisis, de formar parte de un
grupo de elegidos? La historia del psicoanálisis muestra claramente
la puesta en juego del poder que confieren la autoridad y el prestigio.
As í, es t a c ue st i ón de la ens e ña nz a y de la
55
trasmisión recubre a menudo lo que Anna Freud
llamaba actitud «pedagógica». Su solución, con la cual
no es necesario coincidir, muestra que ella hizo
explícito el obstáculo y no retrocedió frente a él. Al
dirigirse a la comunidad analítica para presentar sus
ideas, dirá entonces lo siguiente: «El analista de niños,
adaptándose a la peculiar condición de sus pacientes,
debe agregar a su actitud y preparación analítica, una
segunda: la pedagógica. Creo que no hay motivo para
asustarse de esta palabra, considerando de antemano tal
amalgama de actitudes como algo denigrante para el
análisis. Valdrá la pena verificar con algunos ejemplos
si aquella exigencia en principio tiene Justificación o si
conviene rechazarla como ilegítima».27 Hagámonos eco
de esta propuesta a fin de que cada lector pueda llegar a
sus propias conclusiones.
La niña del demonio
Se trata de una niña de seis años que sufría de una neurosis
obsesiva excepcionalmente grave; Anna Freud retoma este
caso en distintos momentos para exponer sus inquietudes
respecto de la dirección de la cura. Veamos un fragmento al
que otorgará una gran importancia teórica porque es el punto
donde se resitúan los términos de la relación analítica. La
niña comienza a expresar en su hogar gran parte de sus
fantasías «anales», hasta el momento celosamente ocultadas
y sólo puestas de manifiesto en las sesiones de análisis.
La actitud de Anna, frente a las quejas de la familia
56
es no atribuir gran importancia a esto, y aconseja no reprender a
la niña por estos pequeños deslices. Esto conduce a un
agravamiento de la situación: la niña pierde todo freno y expresa
en su casa, en cualquier momento del día, todo aquello que
anteriormente, y con gran esfuerzo, sólo desplegaba en sus
sesiones. La familia vuelve a quejarse porque la vida en el hogar
estaba completamente convulsionada. Anna no sabe qué hacer;
por un lado está la presión de la familia y por otro la presión de
sus propios interrogantes: ¿Habrá cometido un error atribuyendo
al superyó de la niña una capacidad autónoma de inhibición para
la que no tenía la fuerza necesaria? ¿Convenía decir a la niña
que nada malo tenía contar esas cosas, pero que no lo hiciera en
la casa? ¿Qué error había cometido como analista? Todos estos
interrogantes la llevan a una conclusión: es necesario resituar los
términos de la relación analítica. No se trata de encontrar una
salida tranquilizadora para la familia, para la niña o para ella
misma. Lo que se impone, en cambio, es reconocer que esto que
ocurre dificulta enormemente el trabajo analítico porque la regla
es que este sólo puede llevarse a cabo en estado de insatisfacción.
Esta conclusión la conduce entonces a adoptar una actitud «muy
enérgica»; dice a su paciente que ha roto el convenio, que la
analista pensaba que deseaba contarle esas cosas para librarse de
ellas, pero que más bien parecía que le gustaba contárselas a todo
el mundo para divertirse. Por su parte —prosiguió— no tenía
nada que objetar, pero no veía entonces para qué la necesitaba.
Siendo así, bien podían interrumpir el análisis «dejándola
que se divirtiese a su manera». Pero si seguía
57
manteniendo su propósito original, en adelante sólo debería
contarle esas cosas a la analista; cuanto más las callara en su
casa, tanto más se le ocurrirían en sesión, tanto más
averiguaría la analista sobre ella y tanto mejor podría ser
liberada. Al oír estas palabras, la niña se puso muy pálida y
pensativa, y mirando a su analista le dijo, con la misma
seriedad que había mostrado en el acuerdo analítico inicial:
«Si me dices que es así, nunca volveré a contar esas cosas».28
Este nuevo acuerdo reinstaura la neurosis y la niña cae
nuevamente en la inhibición y en la indiferencia en su
medio familiar. Pero junto con esto se instala otra vez el
estado de insatisfacción, única posibilidad de trabajo
analítico. Estos vuelcos de actitudes que iban de «la
maldad o la perversión» a la reinstauración del demonio
caracterizaron los movimientos del análisis; esto
prosiguió hasta que la niña logró «hallar el camino medio
entre los dos extremos que estaban a su alcance».29
Las condiciones del analista
Coincidimos con Anna Freud en que este ejemplo
es de una gran importancia. Su resolución práctica
abre importantes interrogantes para la clínica.
¿Cuáles deben ser las condiciones para la
realización del trabajo analítico? El análisis no es
pretexto para hacer todo aquello que la sociedad
condena, pero no obliga al niño a curarse, como no
lo hace con el paciente adulto. Tampoco resguarda
f r e n t e a l f u t u r o. C o n l o s n i ñ o s , e l a ná l i s i s
58
también actúa sobre el pasado y no garantiza el después
aunque cree un camino más fértil para la evolución
futura. Pero el analista no debe olvidar que «una vez
terminado su análisis, dependerá del paciente, con las
nuevas posibilidades que tiene a su alcance, emprender
nuevamente el camino de la neurosis, dar rienda suelta
a la satisfacción de sus instintos, o lograr dar con la
verdadera síntesis de las potencias que en él residen». 30
Tanto en adultos como en niños es necesario, para
alcanzar este fin, que la indicación de análisis no esté
determinada sólo por el tipo de afección o su gravedad
sino, fundamentalmente, por la posibilidad de respetar
ciertas condiciones. Estas consisten en resituar la
demanda cada vez que haga falta; es decir: el cómo y el
para qué de un análisis. El análisis del inconsciente no
puede prescindir del modo en que se despliega la
trasferencia. Si esto no se toma en cuenta lo suficiente,
el análisis de niños puede servir como justificativo de
desorden o para eximir a los padres de la
responsabilidad educativa, lo que impediría mantener
las condiciones necesarias para la labor analítica.
Análisis y pedagogía
Anna Freud ofrece sus reflexiones sobre la
práctica del análisis infantil y las conclusiones a
que por el momento ha llegado. Propone algunas
soluciones pero sobre todo plantea interrogantes
referidos al lugar del analista y a su ética. ¿Es la
59
posición pedagógica que ella considera inevitable un a priori
dogmático que determina todo su pensamiento o es un modo
de nombrar la superposición de discursos que se produce en
muchas situaciones clínicas pero que los analistas «puros» se
niegan a reconocer? Las medidas pedagógicas a que se
refiere Anna Freud no se formulan como enunciados
concretos referidos al niño o a sus padres sino como modo de
abordar y legalizar esta superposición discursiva separando
sus objetivos para luego conjugarlos.
Su intento de diferenciar la trasferencia en tanto
manifestación afectiva hacia la persona del analista, de la
neurosis de trasferencia en tanto aquella neurosis que se va a
desplegar tomando al analista como objeto, parece haber sido
considerado una verdadera afrenta dirigida a la comunidad
analítica; una afrenta de tal magnitud que nadie se dignó
reflexionar sobre la diferencia propuesta. Por otra parte, Anna
Freud hizo explícita la antítesis entre el discurso del amo y el
discurso analítico proponiendo la unión — ¿para que las
medidas intervencionistas no quedaran ocultas en el
secreto de cada cura?— de lo que denominó, en los términos
de su época, psicoanálisis y pedagogía.
Hemos visto que estas cuestiones flotaban en el aire de los
tiempos en que Anna Freud presentó sus primeros testimonios
clínicos. Aire que se trasformaría en una verdadera tempestad
con la llegada de Melanie Klein, en 1926, a Inglaterra, lugar
erigido en sede para la declaración de guerra contra Viena y,
por lo tanto, contra Anna Freud, su más joven representante.
La tempestad dividirá las aguas que se mezclaban en el con-
60
tinente. Inglaterra será el territorio de los analistas
«puros», que tendrán por bandera la «antipedagogía».
El debate que Anna Freud propone se degrada en sus
términos; en su lugar aparece una opción partidaria:
psicoanálisis o pedagogía, con adeptos, inquisidores,
decretos, bandos, divisiones. De este modo el nombre
de Anna Freud devendrá sinónimo de pedagogía y
Melanie Klein se constituirá en el modelo de todos
aquellos que se habrían de reconocer como analistas
«puros».
Aunque los interrogantes que Anna Freud plantea
con sus testimonios sean indudablemente valiosos,
podemos considerar por nuestra parte que la
conjunción que propuso entre psicoanálisis y
pedagogía, como única alternativa para el análisis de
un niño, es el síntoma con el que inscribió su nombre
en la historia del psicoanálisis, el lugar donde es
posible leer su filiación. En efecto, analizar, educar y
gobernar, las tres profesiones que Freud definió como
imposibles, parecen haber estado profundamente
vinculadas al destino de la menor de sus tres hijas
mujeres.
61
4. Cordelia-Anna-Antígona
Encontramos la primera mención de la existencia de
Anna Freud en la carta que Freud envió a su amigo
Fliess el mismo día del nacimiento de su hija menor.
«Si hubiera sido un varón te hubiera enviado un
telegrama, porque habría llevado tu nombre. Como es
una niña, que se llama Anna, la noticia te llegará un
poco más tarde (. . .)».1 Anna nació en 1896, año en que
Freud escribía La interpretación de los sueños: por ese
tiempo, en que se publicaron los Estudios sobre la
histeria, se encontraba próximo a cumplir cuarenta
años.
La familia Freud vivió desde 1892 en el número
19 de la Berggasse, lugar donde trascurrirá la vida
de Anna hasta el momento —1938— en que debió
emigrar a Inglaterra. Los testimonios sobre la
infancia de Anna son escasos. Se encuentran
dispersos en la correspondencia de Freud, en
particular en las cartas a Fliess, en las que
menciona sus gracias, sus impertinencias y,
también, su llamativa facilidad de palabra. En La
interpretación de los sueños mencionará Freud por
primera vez el famoso sueño de las frambuesas que
su hija tuvo cuando apenas contaba diecinueve
meses. 2 La pequeña sufrió una descompostura
durante la mañana, razón por la cual se la había
obligado a cumplir una dieta durante el resto del
63
día. Esa misma noche se la oyó gritar, en medio de un sueño
agitado: «Anna F(r)eud, f(r)esas, f(r)ambuesas». Freud va a
interpretar ese sueño diciendo que la pequeña empleaba su
nombre para expresar la toma de posesión. Su menú parecía
incluir todo lo que le había resultado deseable. Que
mencionara las fresas de dos modos distintos era una
manifestación contra la policía sanitaria doméstica; había
registrado, en efecto, que la mucama atribuía la indisposición
al exceso de fresas; en sueños se rebelaba contra esta
prohibición. Freud retomará este sueño en Introducción al
psicoanálisis como ilustración de la realización de deseos pero
sin mencionar en esa oportunidad a su hija.3
Anna ingresó en la escuela a los seis años y terminó sus
estudios secundarios a los quince, lo que al parecer no era
particularmente precoz para la época. A los diecisiete años se
encuentra pasando unas vacaciones en Merano, Italia, donde
recibe dos cartas de su padre que parecieran dar respuesta a
alguna inquietud sobre su futuro inmediato; en ellas Freud le
aconseja que se quede tranquila y que disfrute de lo que le
brinda cada día de descanso. «El tiempo de matarte trabajando
también te llegará, pero aún eres muy joven».4 En aquella época
no era común que las Jóvenes siguieran estudios universitarios,
pero era relativamente frecuente que se formaran como maestras
e institutrices. Este era el proyecto de Anna, al cual su padre
no parece haber opuesto ninguna objeción aunque le
aconsejaba no precipitarse. Por la misma época se casa su
segunda hija, Sophie, y Freud. en una carta a Pfister,
escribe: «Pasaré los días de Pascua en Venecia con mi hi-
64
ja menor, a partir de ahora mi única hija».5 Y en una carta a
Ferenczi, a propósito también del casamiento de Sophie,
dirá que este acontecimiento guarda para él relación con un
tema en el que se encuentra trabajando: las tres hijas del rey
Lear. En otra carta a Ferenczi, fechada un año después,
repetirá que su hija menor es la persona de quien se siente
más cerca, y agregará que Anna evoluciona de una manera
«muy satisfactoria».6
Cuando vuelve del viaje a Italia, Anna Freud comienza a
preparar sus exámenes para obtener su diploma de maestra-
institutriz y durante cinco años se dedicará a la práctica de
la enseñanza en la misma escuela primaria de la cual había
sido alumna. Esta experiencia le habría brindado un
contacto con niños de distintas edades, que, según su propio
testimonio, le fue luego de una gran utilidad en los
comienzos de su formación analítica. Es en estos años de
trabajo como maestra cuando comienza a interesarse por la
obra de su padre, al mismo tiempo que, ferviente
admiradora de la obra poética de Rilke, también se
aproximó a la literatura.7
El tema de la elección del cofrecillo
En un pequeño artículo aparecido en 1913, 8 Freud
intenta una reflexión analítica de un tema universal:
el del hombre que, teniendo que elegir entre tres
mujeres, hace recaer su elección en la más Joven,
por lo general la menor de tres hermanas. E n
El mercader de Venecia, la bella e in-
65
teligente Porcia se ve obligada por su padre a casarse con aquel
de sus pretendientes que acierte con la elección del cofrecillo
que guarda el retrato de Porcia, entre los tres que se le
presentan —de oro, plata y plomo, respectivamente—. Para
Freud, los cofrecillos serían la representación simbólica de una
parte esencial de la mujer, y la elección entre tres mujeres es un
tema que se repite en los mitos y la literatura de todos los
tiempos. A su vez, la historia de El mercader de Venecia sería
una trasformación de un argumento que Shakespeare
desplegará también en otra de sus grandes tragedias, El rey
Lear. El hecho de que las tres mujeres sean las propias hijas
del rey obedecería a que este es un hombre ya viejo, a quien no
se lo podría hacer «elegir» de otro modo.
Ahora bien, ¿quiénes son estas tres mujeres cuya figura se
repite de tan distintas maneras pero que la lectura
psicoanalítica permite considerar trasformaciones de un mismo
tema, y por qué la elección recae siempre en la tercera? Al que
sean tres, Freud le dará el valor de permitir la diferenciación de
las cualidades de cada una. Y de la tercera, dirá que siempre es
una representación de la muerte. La mudez, el silencio, su
principal atributo, sería, como a veces lo revelan los sueños y
también los cuentos populares, un símbolo de la muerte. Estas
reflexiones lo conducen a inferir que la tercera de las hermanas
sobre las cuales recae la elección sería una muerta, la muerte
misma —después de todo para la modernidad la muerte no es
sino un muerto— o bien la diosa de la muerte.
Así, mediante una trasformación en lo contrario,
e l h o m br e s u pe r a a l a m u e r t e , c u y o pe n s a -
66
miento ha tenido que admitir: de este modo triunfa sobre
la fatalidad. En el juicio de Paris, la elección recae sobre la
diosa del Amor. En otros casos se tratará de una doncella
de incomparable belleza. En El rey Lear. Cordelia es la
única hija fiel, cuyo amor «silencioso» el anciano rey no
había sabido reconocer a tiempo para evitar la tragedia.
No puede imaginarse un mayor triunfo de la realización de
deseos, dice Freud; en el lugar de la fatalidad se hace
posible una elección, y en el lugar de la muerte aparece la
más bella, deseable o bondadosa de las mujeres.
Freud concluye su pequeño artículo evocando la escena final
de la tragedia shakespeareana, una de las cumbres más elevadas,
dirá, de la dramaturgia moderna. Lear aparece allí trayendo en
sus brazos el cadáver de Cordelia. Cordelia es la muerte. «Si
invertimos la situación, se nos hace en el acto comprensible y
familiar. Es la diosa de la Muerte, que lleva en sus brazos al
héroe muerto en el combate (...) la eterna sabiduría aconseja al
anciano que renuncie al amor y elija a la muerte, reconciliándose
con la necesidad de morir (...) Pero el anciano busca en vano el
amor de la mujer, tal como primero lo obtuvo de su madre, y
sólo la tercera de las mujeres del Destino, la muda diosa de la
Muerte, lo tomará en sus brazos».9
La carta en la que Freud escribe a Ferenczi que se encuentra
trabajando sobre la tragedia del rey Lear concluye así: «No habrá
dejado usted de adivinar desde hace tiempo esta condición subjetiva
del tema de la elección del cofrecillo».10 ¿El intento de escapar de la
muerte habría llevado a Freud a afianzar con la menor de sus hijas, «la
67
única a partir de entonces», el lazo tan singular entre ambos,
que efectivamente se mantuvo hasta su muerte? Pero no
olvidemos que en la tragedia shakespeareana el rey no elige,
como en los otros ejemplos citados, a la menor de sus hijas
mujeres. El rey Lear había excluido a Cordelia cuando dividió
su reino entre sus otras dos hijas en lugar de reconocer y
premiar el amor silencioso que por él sentía su hija menor.
Sin embargo, Freud se interroga si no se tratará nuevamente,
por parte de Lear, de una elección entre tres mujeres, de las
cuales la menor es la mejor de todas. Esto se clarifica si,
autorizándonos en la condición subjetiva de la «elección»,
reconocida por él mismo, aventuramos la hipótesis de que
Freud deseaba corregir el error cometido por el rey al rechazar
el amor de la menor de sus hijas —para desgracia suya y de
todos, pues en la obra de Shakespeare este error es
precisamente el que les costará la vida a ambos— ¿La eterna
sabiduría que aconseja al anciano que renuncie al amor y elija
la muerte será la que Freud intente desafiar al elegir a Anna
como compañera inseparable? Otro saber, el del psicoanálisis,
le permitiría afirmar que la elección debe recaer sobre la más
joven, porque este es el modo de reconocer la muerte pero
también la máxima realización de deseos: trasformar la
muerte, o la muerta, en la más joven, la más bella, la mejor.
¿Al designar a Anna como su única hija estaría intentando
utilizar este «saber» como un arma contra la muerte? A
diferencia de Lear. Freud «elegirá» entonces a la menor de
sus hijas, dándole un lugar en su reino —el psicoanálisis—
que la marcará para el resto de su vida. El destino singular
68
de Anna junto a su padre empieza a dibujarse en el
horizonte. En la ilusión de evitar la tragedia del rey
Lear, el deseo de Freud comienza a tejer para Anna otro
destino. A partir de ese momento, será otra heroína la
que ocupe el lugar de la muerta en el deseo paterno:
¿Anna será una nueva Antígona?
La juventud de Anna
En la época en que Anna Freud empezó a interesarse en el
psicoanálisis aún no existía una formación especial para
devenir analista. La lectura de textos, la asistencia a cursos,
el intercambio de ideas con analistas de experiencia y el
análisis didáctico fueron los hitos del recorrido que
paulatinamente la condujo a la práctica del psicoanálisis.
Durante 1914-1915 asistió a las conferencias que con el
título de Introducción al psicoanálisis dictaba su padre en el
hospital psiquiátrico de Viena. Autorizada especialmente
por el director de ese hospital, Wagner-Jauregg, ex
condiscípulo de Freud y psiquiatra de reconocido prestigio
en los medios académicos de Viena, siguió de cerca el
trabajo clínico que Paul Schilder y Heinz Hartmann
realizaban allí como médicos psiquiatras. De esa época data
también el comienzo de su amistad con Helen Deutsch,
quien también concurría al mencionado hospital.11
Paul Schilder era un psiquiatra clínico y
neurólogo que fue acercándose poco a poco al
psicoanálisis, pero en los años previos a la guerra
mundial su gran experiencia clínica aún no estaba ba-
69
sada en conocimientos psicoanalíticos. Fue uno de los
primeros médicos psiquiatras, junto con Hartmann, en
propiciar el acercamiento entre la psiquiatría y el
psicoanálisis. Por su servicio pasaron muchos médicos
que con el correr de los años serían prestigiosos
psicoanalistas, como Wilhelm Reich, Jeanne Lampl de
Groot y Hartmann. La relación entre Anna Freud y
Hartmann, apenas un año mayor que ella, también pudo
haberse consolidado en una cierta fraternidad
establecida entre ellos a partir del análisis didáctico que
ambos hicieran con Sigmund Freud.12
Análisis didáctico
El análisis didáctico que Anna Freud llevó a cabo con su
padre es una de las tantas y tan controvertidas cuestiones que
siempre suscitarán un sinnúmero de Interrogantes sobre los
entretelones de la historia del psicoanálisis y de sus
protagonistas. ¿Fue una circunstancia más de la singular
relación que los unía? ¿Una pieza esencial del camino que
Freud iba trazando para Anna en el psicoanálisis, en el cual
nadie mejor que él podría «prepararla»? ¿O bien se debió a
que no hubiera admitido que ciertos aspectos de su vida
personal pudieran trascender a través del análisis de su hija?
Sea cual fuere la razón, el análisis didáctico de Anna
trascurrió entre 1918 y 1921 como un hecho de público
conocimiento.13 ¿El «didáctico» se limitaría en ese entonces
al mero aprendizaje de la técnica, aplicada al futuro analista,
en cuyo caso no necesariamente esto implicaba
70
trasgredir algo ya pautado de otro modo? ¿O Freud se habría
permitido, al analizar a su propia hija, un acto para el cual habría
tenido alguna reserva en caso de tratarse de otro analista?
El modo en que muchos años después Freud responderá a
Edoardo Weiss, quien lo había consultado acerca de la
posibilidad de analizar él mismo a su hijo es altamente
significativo: «Evidentemente este es un problema delicado (...)
con mi propia hija yo he tenido éxito, pero un hijo en cambio
plantea problemas particulares. No es que yo pueda francamente
prevenirlo frente a un peligro, todo dependerá manifiestamente
de las dos personas y de la relación que hay entre ellas. Usted
conoce las dificultades. No me sorprendería que a pesar de todo
usted tenga éxito. Sería difícil juzgarlo desde afuera. No se lo
aconsejaría pero no tengo ningún derecho a prohibírselo».14
Estas líneas escritas en 1935 nos revelan que Freud nunca
habría considerado el análisis de Anna —allí ni siquiera se
menciona su carácter «didáctico»— como un grave error o
como algo particularmente cuestionable.
En cuanto a Anna, las oportunidades en las que expresó sus
opiniones sobre el análisis didáctico, manifestó su posición
en los siguientes términos: si el analizando no rompe sus
lazos con el analista como cualquier paciente común, y
deviene su colega, es miembro de la misma institución y. en
ocasiones, se convierte en su colaborador, es completamente
imposible saber si ha habido un desprendimiento o si se trata
de una trasferencia no resuelta.15
A partir de 1920, o sea a los veinticuatro años,
Anna Freud comienza una actividad más inten-
71
sa ligada al psicoanálisis. Va a establecer sólidas relaciones de
amistad con varios analistas hombres, Bernfeld, Eitingon,
Aichhorn, Otto Rank, sobre las que corrieron ciertos rumores
pero no existe ningún testimonio confiable de una relación
sentimental con alguno de ellos. También se va a consolidar
durante este período su amistad con Lou Andreas Salomé,
quien será a partir de entonces una de sus principales
interlocutoras y con quien se supone que en algún momento
pudo haber tenido un vínculo de carácter analítico. De esto no
existe otra referencia que el modo algo enigmático en que se la
mencionaba en algunos lugares aislados de la correspondencia
de Freud con Lou Andreas Salomé. En ese mismo año de
1920 muere Sophie, la segunda hija de Freud, víctima de una
epidemia de gripe, suceso inesperado y enormemente doloroso
para la familia Freud, que no podemos dejar de situar como
una de las marcas que signaron los inicios de Anna como
psicoanalista, cuando se consolidó el vínculo que la uniría a su
padre y al psicoanálisis por el resto de su vida.
Según una carta que Freud envía a Lou Andreas Salomé,
sólo en 1923 Anna abrió su consultorio —contiguo al de él—
y comenzó a recibir a sus primeros pacientes tras haber sido
admitida, en junio de 1922, en la Sociedad Psicoanalítica de
Viena.16 Durante ese mismo año la muerte del nieto preferido
de Freud —el hijo de Sophie— y el descubrimiento del
cáncer que pondrá en riesgo su propia vida son
acontecimientos que tampoco pueden dejar de vincularse con
los comienzos de la práctica de Anna. A partir de ese
momento sólo se separará de su padre para asistir
72
a los congresos y reuniones en los cuales hablará en su
nombre.
El viaje a Roma
Entre 1895 y 1898, Freud realiza cinco viajes a Italia sin
poder llegar nunca hasta Roma. Una inhibición se lo
impide; no cesa de soñar con la topografía de la ciudad
mientras compara su destino al de Aníbal, el joven
conquistador que no pudo concretar su deseo de poner allí
sus pies. Roma habría sido para Freud un lugar inquietante:
por un lado, una ciudad de sueño, en sentido literal, símbolo
de los estratos arqueológicos del inconsciente, con sus
antigüedades, sus catacumbas, su lengua y su cultura;17 por
otro, una ciudad que era necesario vencer para doblegar su
orgullo de cabeza de un imperio casi invencible. Roma,
lugar geográfico que simbolizaba para Freud su ideal de
conquista de nuevos territorios para el conocimiento
humano, representaba además la posibilidad que un hijo
tiene de superar a su padre llevando a cabo el sueño que
este no pudo concretar. Aspecto en el que Freud se
comparaba a Aníbal, el héroe preferido de su infancia y
adolescencia, que juró a su padre —Amílcar Barca— llegar
hasta Roma para vengar a Cartago. Al enterarse, de niño, de
la forma en que su padre —Jakob— respondió a una
humillación aceptándola resignadamente, el joven Freud le
otorgó a Aníbal un lugar privilegiado en sus ideales. Años
después, decidido a llevar sus conquistas hasta sus
últimas consecuencias, Freud hará de Roma
73
la sede de su inhibición. En el verano de 1901 pudo por fin
conocer la ciudad de sus sueños (carta 146 a Fliess) y desde
entonces se convirtió en un fervoroso peregrino a Roma.18
En una carta a Lou Andreas Salomé, del 4 de setiembre
de 1923, escribe Freud: «Heme aquí una vez más en
Roma, siento que esto me hará bien. Aquí es donde
reconozco que mi hija es una buena compañía».19 Es
difícil resistir a la tentación de pensar que Freud, en el
momento en que siente que su vida está en peligro y en
que su hija ha comenzado su práctica como analista,
cuando la llevó a la ciudad que para él simbolizaba el
anhelo de un hijo de superar el destino del padre —pero
también el fracaso en esa empresa— se haya ubicado
como un padre que no podía vivir sin su hijo; al ser este
una hija mujer, quedará allí consagrada a cuidar de su
padre y a conservar su nombre. Es difícil no situar el viaje
a Roma como el puente que une a Cordelia con Antígona;
como un lugar marcadamente simbólico en la serie que el
deseo de Freud irá trazando para el destino de esta hija.
La llegada de los niños
Según su propio testimonio, Anna abordó la práctica
analítica con niños sólo después de tratar a adultos (su
exposición de un síntoma histérico en un niño de dos años y
tres meses estuvo basada en los datos proporcionados por la
madre del niño). De esa nueva experiencia se propuso
dar cuenta en una serie de conferencias recopiladas
74
en su primer libro. El psicoanálisis del niño, publicado en 1926.20
Durante este período de su vida asumió además el rol de
enfermera de su padre; se ocupaba personalmente de difíciles y
dolorosas curaciones. Según Ernest Jones, se estableció entre
ambos un pacto según el cual estos cuidados debían ser realizados
de un modo totalmente despojado de emoción.21 Al mismo
tiempo, comenzó a representar a su padre en las reuniones y
congresos a los que este dejó de asistir desde el comienzo de su
enfermedad; también lo ayudó en la redacción de su numerosa
correspondencia y en la corrección de los manuscritos.
En este particular contexto inició su propia práctica, en la
que desde un comienzo compartió junto con Melanie Klein
el lugar de figura pionera del psicoanálisis infantil. ¿Los
pacientes niños habrán sido parte de la misma serie en la que
se sostuvo con firmeza como enfermera y portavoz de su
padre? ¿Fueron acaso fruto del amor filial indiferenciado del
lazo trasferencial que la mantuvo siempre a su lado?
Freud se refirió a Anna en varias ocasiones llamándola
«su Antígona».22 Esta comparación nos invita a introducir
en la historia de Anna Freud la dimensión de la tragedia. En
contraste con la maestrita, la secretaria fiel, la vieja
solterona que guardaba celosamente la correspondencia de
su padre —algunos de los lugares comunes que la condenan
negándole la condición de auténtica psicoanalista—, surge
una versión mucho más inquietante. Recordar a Antígona a
propósito de Anna Freud revelaría así el nexo de estructura,
que Lacan señala en su seminario sobre la ética, entre
la experiencia trágica y la experiencia del aná-
75
lisis: «La vía trágica supone un esfuerzo constante por
mantener unidas oposiciones irreductibles (...) la experiencia
analítica es una apuesta en favor de la vida. Pero también es
reintroducción de la muerte en la vida (. . . )». 23 En la tragedia
que lleva su nombre, Antígona es la hija que defiende hasta sus
últimas consecuencias sus lazos de filiación y al mismo tiempo
pone en práctica una política de enfrentamiento con el sucesor
de su padre como rey de Tebas. Cabe preguntarse entonces si
la «Antígona» de Freud representaba tan sólo a la hija de
Edipo, la que lo acompañó en su exilio dando muestras de una
inquebrantable voluntad de sacrificio de su propia vida.
¿«Antígona» sería en este caso el «sobrenombre» con el que
ironizaba la connotación incestuosa del lazo que los unía? ¿O
Antígona para Freud también representaba el designio político-
familiar que trascendió su destino «edípico» para inmortalizar
el nombre de la heroína de Sófocles? Antígona, la que de
retorno a Tebas una vez muerto Edipo se enfrentara a Creón
para exigir la sepultura de su hermano Polinices, defendiendo
de este modo el derecho de su sangre contra la vigencia
universal de la ley de la ciudad. Antígona, la que no vaciló en
denunciar el desvío que los principios sagrados de los derechos
de los muertos pueden sufrir por razones de alta política.
Recordemos que en sus primeras conferencias, al
expresar las dificultades que le planteaba la práctica con
niños, Anna Freud también denunciaba los ocultamientos
en los que a menudo incurren los psicoanalistas para
resguardar su prestigio y su autoridad.24 Lo hacía apelando
a su propia clínica, es decir a la singularidad de cada
76
análisis frente a la universalidad de los principios
sustentados desde posiciones de poder. ¿Una ética
enfrentada a una política? Posición en la cual el destino de
Anna se asemejaría llamativamente al de Antígona: los
sucesores de Freud jamás dejaron de lapidarla. Así, la obra
de Anna Freud inexorablemente ocuparía ese lugar al que
el psicoanálisis «puro», siguiendo la senda kleiniana, la
condenó desde un comienzo: lugar burocratizado y
pedagógico de «hija boba» del creador del psicoanálisis.
Anna Freud nunca fue reconocida como una legitima
heredera del pensamiento freudiano. Su nombre representa
en cambio el desvío y la degradación de la obra de Freud en
una amalgama de cuestiones ajenas al psicoanálisis: recetas,
ideales de conducta, pautas preestablecidas de normalidad y
patología, promoción de modelos de salud así como una
excesiva preocupación por el mantenimiento del orden
jerárquico dentro de la Asociación Psicoanalítica Internacional.
¿Qué decir entonces de sus primeras conferencias? ¿Ya se
puede leer en ellas en forma anticipada el rumbo que seguirá su
obra? ¿O revelan, por el contrario, una posición en la que se
vislumbran la fuerza y la agudeza propias de un recorrido
freudiano? Marcas inconfundibles, herencia que es efecto de la
trasmisión, imposible de reducir al mero producto imaginario de
una filiación familiar. Oposiciones irreductibles.
La trayectoria de Anna Freud parece confirmarse en ese
lugar ajeno a la herencia simbólica de Freud en el que no sin
razones por regla general se la ubica. Pero si la oposición es
inherente a la estructura de la tragedia, debemos reconocer que
77
sus primeros escritos la revelan en una posición
distinta. En ellos no puede dejar de leerse la denuncia
de la arbitrariedad de la «ley del orden de la ciudad»,
que universaliza las normas y condena a quienes se
atreven a desafiarlas.
¿Utilizó este derecho por ser la hija del fundador o
este derecho surge de una convicción profunda sobre
la ética propia de la práctica analítica? Antígona supo
que defender su derecho le costaría la vida. ¿Sabía
también la joven Anna Freud que como analista
siempre sería una muerta?
Anna entregó su vida a su padre y a la causa del
psicoanálisis. Pero no en la versión que oficialmente
se conoce y critica. Lo hizo en los casi desconocidos
tiempos de su primera salida a escena, con el
propósito, quizá, de continuar la obra de su padre.
Pero la estructura de la tragedia, que trasciende el
despliegue de asuntos familiares y privados para
enlazarlos inexorablemente con las exigencias de la
polis en la trama de un destino, la condenó a morir
como analista. En su propia vida y en su propia obra
la condena se perpetúa. ¿Al modo de Antígona?
78
5. Vientos de guerra
92
nio», durante el análisis logró liberarse de gran parte de sus
inhibiciones.11 Su gratificación de impulsos anales, aunque
parecía producirle mucho placer, de ninguna manera la hacía
tan feliz como hubiera parecido a primera vista y como se
inclinaba a creer Anna respecto de la situación análoga que
presentó en el caso de su pequeña paciente. Estos
comportamientos están motivados por la angustia y el
sentimiento de culpa, que la mueven a buscar un castigo y, por
lo tanto, a actuarlos fuera del análisis. Al comparar su punto de
vista con el de Anna Freud, Melanie pensó que también ella se
había equivocado pero que la suya era una equivocación
analítica, producto de no haber liberado totalmente la
trasferencia negativa para poder investigar el odio y la culpa
hasta sus raíces edípicas. La equivocación simétrica de Anna
consistió, a juicio de Melanie, no sólo en remplazar las
medidas analíticas por las educativas (probablemente se refiere
así a la necesidad que parece haber experimentado Anna de
restablecer con la niña los fundamentos del trabajo analítico)
sino en su falta de respuesta frente a las razones por las cuales
la niña odiaba a su madre. «Anna Freud no tomó ese camino,
ya que leemos: "Aquí rehusé decirle nada más, ya que también
yo había llegado al fin de lo que sabía". Anna Freud (…) cesó
de avanzar más lejos en el análisis precisamente en el
momento en que hubiera debido analizar el odio de la niña
hacia su madre, o sea cuando lo que debía hacerse realmente
era dilucidar en primer lugar toda la evolución edípica (...)
también parece haber omitido la prosecución del análisis de los
celos de sus hermanos y hermanas hasta sus deseos incon-
93
cientes de matarlos. Si Anna Freud lo hubiera hecho, también
esto la hubiera conducido hasta los deseos de matar a la madre.
Más aún, debe haber omitido también el análisis de la actitud
de rivalidad con la madre, ya que de otro modo tanto la
paciente como la analista hubieran debido saber para entonces
algo de las causas del odio de la niña por su madre (...)».12
El punto en el que Melanie critica a Anna por no haber
avanzado en el análisis del odio de la niña hacia su madre es
precisamente aquel donde Anna dice «no saber». ¿Cómo es
posible, no es este acaso un saber que el analista posee y que
debe instrumentar siempre para profundizar en el análisis y
hacerlo avanzar? No es el único ejemplo que elegirá Melanie
Klein para denunciar la «ignorancia» de Anna Freud como
analista. Frente al sueño de otra paciente de Anna, en el que
había dos ladrillos de colores y una casa a la que incendiaban,
dirá que esto representa, según su experiencia en análisis de
niños le permite generalizar, una clara referencia a la escena
primaria... esto sería evidente no sólo por los sueños con
fuego sino también por los dibujos de los monstruos a los que
la niña llamaba «mordedores» y de la bruja que arrancaba el
cabello de un gigante. «Anna Freud está en lo cierto cuando
interpreta estos dibujos como indicadores de la angustia de
castración en la niña y de su masturbación. Pero no me cabe
la menor duda de que la bruja que castra al gigante, y el
"mordedor" representan el coito entre los padres,
concebido por la niña como un sádico acto de castración
(...) ¿Qué es entonces lo que le falta a la interpretación
de Anna Freud? Todo lo que hubiera profun-
94
dizado en la situación edípica. Esto significa que omitió
explicar las causas más profundas del sentimiento de culpa
y de la fijación, e imposibilitó la resolución del complejo de
Edipo». Por consiguiente, la angustia no resuelta produce el
descontrol de los impulsos instintivos. De haber analizado
su origen edípico, no habría sido necesario, según Melanie
Klein, enseñar a la niña el modo de controlarlos.13
Atribuirá esta abstención, esta no profundización del
complejo de Edipo, al temor de Anna de interferir en la
relación del niño con sus padres; y un tanto burlonamente va
a comentar que en una oportunidad en que Anna hizo todo lo
que pudo para predisponer al niño contra su niñera, hubiera
vacilado, sin duda, de haberse tratado de los padres. Lo que
Anna parece no terminar de entender, a criterio de Melanie,
es que una vez que los padres han confiado el niño al analista,
sea para curar una neurosis o por oirás razones, es lícito para
este seguir la línea más ventajosa y, en realidad, la única
posible: analizar la relación del niño con quienes lo rodean y,
en especial, con sus padres y hermanos.14
Lo dicho anteriormente en relación con el complejo de
Edipo no sólo es revelador de la concepción kleiniana del
Edipo y su relación con el odio y el sadismo tempranos, sino
de 1) la función explicativa que ella atribuye al análisis; 2) la
separación entre el material simbolizado y la trasferencia, lo
que implica la posibilidad de una generalización de sus
«hallazgos», incluidos los de otros analistas, y 3) la
significación unívoca y constante de las producciones del
inconsciente.
95
Padres
¿De dónde proviene la confianza inicial de los padres? ¿Por
qué los padres llevarían a su hijo a un analista por razones
diferentes de las de una eventual neurosis? Es difícil no
reconocer en el planteo kleiniano aquella posición que considera
al análisis de niños como una prolongación natural del
psicoanálisis, y al analista de niños, como destinatario natural de
los hijos o familiares de los analistas. Los primeros pacientes
niños de Melanie Klein a su llegada a Inglaterra fueron los hijos
de Ernest Jones, cuyo ejemplo había sido seguido por otros
analistas prestigiosos.15 En este contexto, el análisis será algo
«natural» en la vida del niño y no necesariamente implicará una
separación ni nada que pueda llegar a perturbar su relación con
los padres. Melanie Klein define la posición ideal del analista
frente al niño como aquella que, despojada de todo preconcepto,
puede penetrar más profundamente en el período anterior a los
dos años. Allí es donde se revela en mucho mayor grado la
severidad del superyó del niño, lo que impone la necesidad de
debilitar su influencia. El niño liberará así su capacidad de amor
y, por su anhelo de ser amado, no se apartará, en lo sucesivo, de
las exigencias culturales.16 ¿El fin del análisis de un niño será
entonces sustituir el miedo al castigo, que la severidad del
superyó provoca, por el miedo a la pérdida del amor... de sus
padres?
Los últimos párrafos del alegato de Melanie Klein
contra Anna Freud ponen en evidencia la relación
entre el modo en que es caracterizado el
96
superyó temprano y el afán de eximir a los padres de cualquier
grado de responsabilidad en las dificultades del hijo. El análisis
de los sentimientos negativos fortificará a los sentimientos
positivos: nunca podrá, como parece creerlo Anna Freud,
arruinar la relación del niño con sus padres. Las dudas de Anna,
aunque expresadas de otro modo (ella se preguntaba por las
posibilidades de éxito que pueden existir cuando el medio es
totalmente hostil al niño), contrastan con la certeza de Melanie
de que el trabajo analítico sobre el superyó ha de producir un
alivio considerable de su sufrimiento. Si el niño se libera de la
culpa por haber atacado a sus padres, se volverá mucho más
sociable y dócil respecto de su educación. Por consiguiente, el
análisis presta un gran servicio no sólo a los niños sino también a
los padres al mejorar la relación entre ambos. Sin embargo,
cuando se refiere al comentario de Anna de que el análisis de
niños parece estar limitado, por el momento, al milieu analítico,
señala que la actitud inconsciente de los padres no
necesariamente coincide con su eventual convicción teórica
acerca de la necesidad del análisis, y que esa actitud puede ser un
persistente obstáculo; en este único punto Melanie Klein va a
reconocer que todo aquel que analice a un niño tropezará con
cierto grado de celos y de hostilidad por parte de niñeras e
institutrices, e incluso de la madre, pero el análisis se deberá
realizar a pesar de esta dificultad, que es considerable aunque no
insalvable. Es necesario establecer la situación analítica
y confiar en ella, e incluir en el trabajo con el niño las
resistencias causadas por quienes lo rodean. Si los
padres ponen al niño en análisis, ni su eventual fal-
97
ta de insight ni sus posibles interferencias serán razón
suficiente para imposibilitarlo.17
La universalidad del análisis
El reconocimiento de la existencia de estas dificultades no
movió a Melanie Klein a Incluirlas en una reflexión teórica;
en efecto, ante todo le era preciso mantener su convicción
inicial. En primer lugar: el análisis es útil no sólo en todos los
casos de neurosis sino como medio de disminuir las
dificultades de los niños normales; aun cuando no existan
síntomas, no es necesario, para ella, fundamentar, ni clínica
ni teóricamente, la indicación de análisis. En segundo lugar:
el análisis es incompatible con la función educativa porque
en ese caso el analista actuarla como representante de agentes
educativos y asumiría el rol del superyó. (Afirmar esto parece
sin embargo contradictorio con el lugar totalmente autónomo
que el superyó tiene en la teorización kleiniana: siendo un
objeto interno, ¿cómo podría tratarse de un papel que alguien
puede representar?) Y en tercer lugar: el analista sólo debe
querer analizar y no desear moldear ni dirigir la mente del
paciente; y si la angustia no se lo impide, podrá esperar la
evolución correcta y alcanzar el resultado esperado: este
mostrará la validez del análisis completo y sin reservas del
complejo de Edipo.
Todas estas afirmaciones, solidarias entre sí, le
permiten mantener firmemente la convicción de
que es innecesario el período de entrada en
análisis, momento en que probablemente se presen-
98
ten algunas dudas tanto en el paciente como en el
analista. Con toda evidencia, el análisis es concebido
como un Bien Supremo, y el analista, como el
elegido para administrarlo.
Estamos en 1927; Melanie Klein acaba de llegar a
Inglaterra. Los ocho años de práctica en los que
apoya su experiencia estuvieron llenos de vicisitudes
personales, que incluyen muertes, separaciones,
mudanzas y traslados. También podemos suponer
que no desconocía las dificultades y perplejidades de
la labor analítica: sobre todo en sus inicios. ¿Por qué,
entonces, esta necesidad de ofrecer un producto
confiable y terminado en abierta oposición con Anna
Freud, y de iniciar así una política de activo
enfrentamiento? En tanto y en cuanto lo que está en
juego allí es revelador de una cuestión de principios,
o sea, de ética, vayamos entonces a los principios de
Melanie Klein, vale decir, a sus comienzos como
analista.
99
6. Erich-Fritz, un caso olvidado
101
de esclarecer a los niños en temas sexuales está ganando
terreno progresivamente... El conocimiento obtenido gracias
al psicoanálisis indica la necesidad, si no de esclarecer, por lo
menos de criar a los niños en forma tal que convierta en
innecesario cualquier esclarecimiento especial, ya que apunta
al esclarecimiento más completo, más natural, compatible
con el grado de madurez del niño.
Las conclusiones irrefutables a extraerse de la experiencia
psicoanalítica requieren que los niños sean protegidos,
siempre que sea posible, de cualquier represión demasiado
fuerte, y de este modo de la enfermedad o de un desarrollo
desventajoso del carácter».
Y más adelante: «Podemos evitar al niño una represión
innecesaria liberando primero y principalmente en
nosotros mismos la entera y amplia esfera de la
sexualidad de los densos velos de secreto, falsedad y
peligro, tejidos por una civilización hipócrita sobre una
base afectiva y mal informada. Dejaremos al niño
adquirir tanta información sexual como exija el
desarrollo de su deseo de saber, despojando así a la
sexualidad de una vez de su misterio y de gran parte de
su peligro. Esto asegurará que los deseos, pensamientos y
sentimientos no sean en parte reprimidos y en parte, en la
medida en que falla la represión, tolerados bajo una carga
de falsa vergüenza y sufrimiento nervioso como nos pasó
a nosotros».2
Es a través de la observación de Fritz, hijo de unos
vecinos suyos —que, tal como la lectura del
102
texto permite reconocer, no sería otro que Erich. su hijo menor
—, que Melanie Klein va a exponer y ejemplificar estos puntos
de vista. El fin que se propone es liberar y satisfacer la curiosidad
del niño, para impedir la represión y la inhibición de su
capacidad intelectual. Se hace muy notoria la inquietud que le
despierta la influencia de la educación tradicional, cuyo
resultado es disminuir la inteligencia y la capacidad creadora de
los niños. Algunos años antes, Ferenczi había escrito: «Las
tendencias reprimidas por la educación llevan a la construcción
de poderosos sistemas defensivos, la neurosis y la hipocresía son
el resultado de una educación afirmada en dogmas, que
descuida la verdadera psicología del hombre. El remedio contra
estos males será una pedagogía al servicio de la psicología, que
tenga por objetivo el desarrollo sin restricciones para el
incremento de la capacidad de experimentar el placer en la vida
con el mínimo de restricción».3 La preocupación de Melanie
Klein por la disminución de la capacidad intelectual parece
situarse en este mismo registro, sólo que el acento está puesto en
otro lugar: no es la disminución de la capacidad de experimentar
placer sino la inhibición del intelecto lo que inquieta a Melanie
Klein de un modo particular. La observación de su hijo se
enmarca dentro de estas preocupaciones: a los cuatro años
el niño no sabe los colores, no dice nada fuera de lo común
y no comprende cosas elementales, como por qué hay que
pagar cuando se compra algo. Para colmo, el problema era
que todos estos atrasos se acompañaban de un marcado
sentimiento de omnipotencia. El niño decía saberlo todo,
por lo cual obviamente no tendría ningún interés en
103
aprender. El propósito inicial de Melanie Klein al aplicar las
enseñanzas del psicoanálisis en la educación de su hijo será, por lo
tanto, combatir el sentimiento de omnipotencia que parecía
obstaculizar el desarrollo de su aprendizaje y su capacidad intelectual.
La omnipotencia tiene por efecto la disminución de la
capacidad intelectual, y por causa, el principio de placer, que
mueve a negar la realidad de las cosas. Placer y realidad son
términos que remiten a «Los dos principios del suceder
psíquico»,4 pero, a diferencia de la sutil dialéctica que los
imbrica en el texto freudiano, Melanie Klein los utiliza en el
sentido de una clara oposición. El concepto de represión
también está tomado al modo corriente, como agente de
coerción exterior, causa de sometimiento a la autoridad. Este
sometimiento se basa en la creencia en un Dios
todopoderoso, fuente de debilidad y mediocridad intelectual
permanentes; aquella se origina en la temprana dependencia
en que el niño está respecto de sus padres. La educación, que
favorece la creencia infantil en la omnipotencia de los padres,
será la causa principal de la inhibición en el desarrollo de la
inteligencia y del sentido de realidad. Los dos grandes pilares
sobre los cuales Melanie Klein postula la educación basada
en el psicoanálisis serán, entonces, el combate contra la
creencia en Dios y en todo aquello relacionado con lo
maravilloso y con lo fantástico, y la facilitación de la libre
expresión de los pensamientos referidos a la sexualidad. Este
propósito animará la educación psicoanalítica de Erich, a
quien va a presentar con el nombre de Fritz; la expondrá
con mucho detalle en el trabajo por el cual es admiti-
104
da como analista de la Sociedad Psicoanalítica Húngara en
julio de 1919.
La observación comienza algunos días antes de la Pascua
de 1919, momento en que el niño tiene cuatro años y nueve
meses. Algunos datos sobre su desarrollo nos revelan que
comenzó a hablar a los dos años, que entre los dos años y
los tres tuvo terrores nocturnos, que a los dos años y nueve
meses escapó de la casa —lo encontraron parado frente a la
vidriera de una relojería—, que a los tres años vio a su
hermano desnudo en el baño y exclamó «Karl también tiene
un pipí, pregúntale a Lena —la hermana — si ella también
tiene un pipi».5 Aun cuando piensa que en el fondo el niño
es despierto e inteligente, Melanie Klein consigna que no
aprendió los colores hasta los cuatro años, que a los cuatro y
medio preguntó para qué sirven el papá y la mamá —se le
respondió que para quererlo y cuidarlo—, y que sólo a esa
edad aprendió las nociones de ayer, hoy y mañana, etc. Pero
todas estas cuestiones pertenecen a la «historia previa».
Aquello que se propone demostrar con la exposición de
este «caso» toma como punto de partida las preguntas
concernientes al nacimiento. Un pie de página va a
remitir el origen de estas preguntas, y su reiteración, a
la necesidad de afirmar, frente a sus hermanos mayores,
que él «siempre había estado allí», en lugar de
reconocer que ellos lo habían precedido. Este modo de
contrarrestar los sentimientos dolorosos es el que
Melanie Klein denomina «respuesta omnipotente». 6
105
La verdad absoluta
En el diálogo que Melanie Klein mantiene con su hijo se nos
revelan de un modo singular sus convicciones concernientes a la
verdad y a la realidad, con las que accede al psicoanálisis. La
absoluta verdad, que coloca en un mismo plano de falsedad y
mentira a la existencia de Dios, el cuento de la cigüeña, las creencias
en Papá Noel y la liebre de Pascua, aparece cuestionada, en una
suerte de contrapunto irónico, por ciertas afirmaciones de Fritz: «—
¿Dios existe?». «—No». «—Pero los cerrajeros existen». O bien:
«—¿Si hubieras dicho ahora que yo no tenía que cantar más, tendría
que dejar de cantar?»,7 en notoria contradicción esto último con la
libertad de pensamiento que Melanie Klein postulaba para cualquier
niño educado con criterios psicoanalíticos.
Un día de lluvia es la ocasión que da lugar al tema de la
existencia de Dios. «—¿No es Dios quien hace llover?». «—
No, la lluvia viene de las nubes». Pero esto no queda resuelto
porque aparecen nuevamente preguntas abandonadas hacía
ya tiempo sobre el origen de los niños, sobre el crecimiento
del bebé en el cuerpo materno y sobre el modo en que están
hechos los objetos, en conexión con el tema de Dios. El niño
insiste: «—¿Es que realmente no hay Dios?». Melanie Klein
nos advierte sobre la conducta un tanto insegura de la madre
respecto de este punto. La situación es difícil porque ella era
atea pero al criar a sus hijos mayores no había puesto en
práctica sus convicciones, y el marido, aunque no practicante,
sostenía una concepción panteísta de la divinidad que
consideraba beneficioso introducir en la educación de
106
los niños. La madre no había dado mucha importancia a este
tema con sus otros hijos, cosa que de ninguna manera podía
darse el lujo de que ocurriera con Fritz, en tanto destinatario de
los beneficios de una educación basada en el psicoanálisis. El
niño la va colocando en una encrucijada: «—Pero mamá, ¿si
una persona grande dice que Dios existe y vive en el cielo...?».
La respuesta fue que muchos adultos no sabían la verdad sobre
las cosas y no podían hablar de ellas correctamente: «—Nadie
ha visto nunca a Dios». Pero entonces, dirá Erich, ¿si él ve lo
que existe, pero también sabe que existen cosas que no puede
ver porque están lejos, como la casa de la tía... y sin embargo
están allí? El azar quiso que ese mismo día se dirigiera a su
padre: «—Papá, ¿hay realmente un Dios?»; y que el padre
respondiera simplemente «—Sí». Pero la mamá le había dicho
que en realidad no hay Dios. Lógicamente turbada frente al
«Mamá, papá dice que hay realmente un Dios», responderá que
ella nunca lo vio y que tampoco cree que exista. Pero el padre
acudió en su ayuda y salvó la situación diciendo: «—Mira, Fritz,
nadie ha visto nunca a Dios y algunos creen que Dios existe y
otros creen que no existe. Yo creo que existe, pero tu mamá cree
que no existe». El "pequeño Fritz se coloca con bastante alegría del
lado de la madre, afirmando que él también cree, como ella, que no
hay Dios. . . pero que los trenes son reales porque en dos
oportunidades viajó en ellos.8 Revela así que parece saber muy bien
que la verdad no es equiparable a la creencia.
El hecho de tratar el tema de la existencia de Dios
y la solución a la que se llegó habrían tenido, según
Melanie Klein, la ventaja de disminuir
107
la autoridad de los padres ante la comprobación de sus
diferencias de opinión. Es así como el niño llegará a reconocer
que «Un señor y una señora pueden tener horas diferentes en los
relojes».9 lo que posibilitará la adquisición de un desarrollo
intelectual propio, maduro e independiente. En función de la
idea de verdad así adquirida podrá el niño seguir sus
investigaciones y pasar de la pregunta sobre cómo se hace una
persona a una indagación más amplia de la existencia: ¿cómo
crecen los dientes?, ¿cómo entra la sangre en el cuerpo?, ¿cómo
es el mecanismo interno de las cosas?, ¿las plantas se pueden
volver a plantar?, etc.10
Melanie Klein va a decir que estas preguntas son
representativas del esfuerzo que está haciendo por investigar la
verdad y la realidad. También las considera una expresión
indirecta de su curiosidad inconsciente por la participación del
padre en el nacimiento, que «no habiendo sido expresada en
ningún momento en forma directa, quizá fuera responsable de la
intensidad y frecuencia de las preguntas». El interés por el pipí
(pene) y por las cacas (heces) estaría por su parte relacionado
con la curiosidad respecto de las diferencias sexuales. ¿La madre
siempre había sido mujer? ¿El padre siempre había sido varón?
¿El nunca había sido una niña? Melanie Klein dice que todas
estas preguntas pertenecen a una nueva etapa en la investigación
de la realidad y en la adquisición de un juicio propio e
independiente.11 También ella abandonará el tema de la
participación del padre en el nacimiento sin profundizar en él,
del mismo modo como, según nos cuenta, lo hace Fritz frente a
las cuestiones que lo perturban demasiado.
108
Lo real y lo falso
«Real», «irreal» —palabras que Fritz ya se había acostumbrado a
usar— adquirían ahora un significado completamente distinto por la
forma en que las utilizaba. Inmediatamente después de admitir que
la cigüeña, la liebre de Pascua, etc., eran cuentos de hadas, v de
haber decidido que el nacimiento en el interior de la madre era
menos bello pero más verosímil y real, dijo «¿Pero los cerrajeros
son reales, porque si no, quién haría las cerraduras?». Y después que
se vio aliviado de la obligación de creer en un ser para él
incomprensible, increíble, omnipotente y omnisciente, reflexionó
«Veo lo que existe, ¿no?... Y lo que uno ve es real. . .». Así, estas
cosas «reales» habían adquirido para él un significado fundamental,
que le permitía distinguir todo lo visible y verdadero de aquello
(hermoso pero desgraciadamente falso, no «real») que sucede sólo
en los deseos y fantasías. El «principio de realidad» se había
establecido en él.12 Melanie Klein concluirá entonces que Fritz,
teniendo como base incuestionable la realidad de lo visto, podrá
llegar progresivamente a reconocer la realidad de lo pensado.
Llegados a este punto, surge la inevitable comparación de
la convicción militante de Melanie Klein en defensa de la
realidad de lo visible y de la verdad que de allí emerge, con
los principios freudianos. ¿Existe acaso un camino lineal que
lleve de la verdad de lo percibido a la identidad de lo pensado
y así marque el triunfo de la razón y del intelecto? Por el
contrario, desde los primeros esbozos de teorización sobre el
aparato psíquico, desde las primeras reflexiones sobre la his-
109
teria, el camino emprendido por Freud introduce en el registro
de la realidad psíquica la verdad y la mentira en su dimensión de
paradoja. A partir de allí las categorías aristotélicas de verdadero/
falso ceden su lugar, en el psicoanálisis, a la verdad que habla
desde la mentira histérica. El principio de realidad que Melanie
Klein defiende en oposición a la mentira, a la omnipotencia del
pensamiento, a la irracionalidad de la fantasía, revela una
posición radicalmente opuesta —aunque a primera vista parezca
coincidir con algunas afirmaciones recortadas de «Los dos
principios del suceder psíquico»— a la revolución que en el
campo de la ciencia va a inaugurar la enunciación freudiana.
Melanie Klein, fervorosa admiradora del principio de realidad
que ella busca establecer en su hijo, no podrá percatarse de la
contradicción que en su propuesta introduce la temática de la
«curiosidad inconsciente» por el papel del padre. ¿A qué alude
este inconsciente que adjetiva a la curiosidad? ¿Está del lado de
la realidad, de lo que podríamos denominar el «espíritu
científico»? ¿O está del lado del principio de placer y su
derivado, la omnipotencia del pensamiento? Pero no es nuestro
propósito reprochar a Melanie Klein su desconocimiento de la
metapsicología freudiana.
Poco tiempo después de la conversación sobre Dios, Erich dijo a su
madre que una amiguita le había contado que había visto a un niño de
porcelana que podía caminar. Cuando se le preguntó cómo se
denominaba ese tipo de información, él se rió y dijo «Un cuento».13
Evidentemente había aprendido su lección. Pero cuando después su
110
madre le llevó el desayuno, preguntó si el desayuno era real y si
la cena también era real. Es así como Erich llegará a la
conclusión de que si debe devolver los golpes cuando algún
niño le pega, también, si mamá se lo permite, podrá devolver el
mordisco a un perro que lo muerda. El niño se encuentra en el
«borde», como él acostumbra a denominar a cualquier tipo de
límite: todo es igualmente real, todo es igualmente angustiante.
En un mismo plano de realidad abrumadora se agolpan todos
los objetos que constituyen su mundo: los animados y los
inanimados, humanos, animales, cosas, etc. No hay otra
referencia que el saber materno como modo de reconocer los
objetos que lo rodean para poder situarse en relación con ellos.
Recordemos que Juanito, en el tiempo en que surgen las
preguntas fundamentales, también a partir de la interrogación
por la procedencia de los niños, va a organizar estos
interrogantes alrededor de una cuestión que concierne a su
propio cuerpo, particularmente a la cosita de hacer pipí. Esta se
va a trasformar en la referencia principal que lo sostendrá y le
permitirá diferenciar lo animado de lo inanimado.14 Confrontado
por primera vez con el misterio del nacimiento y con las
diferencias sexuales, el pene será el principal referente para el
reconocimiento y la organización del mundo, y su fobia al
caballo, la forma sintomática con la que Juanito se protegerá de
él y al mismo tiempo lo enfrentará. Fritz, en cambio, cuando
surge la pregunta por el origen, posee como única referencia el
principio de realidad al que la demanda materna lo remite una y
otra vez. Este parece cumplir el papel de una instancia terrible y
amenazante que paradójicamente lo deja sin re-
111
ferencias propias y en cierto modo lo sitúa, de no seguir el
camino de la identificación con su madre, al borde del abismo.
Pero Melanie Klein considera que el principio de placer aún
no ha sido vencido: aunque cada vez más tenue, el sentimiento
de omnipotencia se seguía manifestando, especialmente
cuando se trataba de contrarrestar los sentimientos penosos que
le producía la disminución del poder ilimitado de sus
progenitores y del suyo propio. Aunque no habría sido esta,
según parece, la mayor desilusión que el niño experimentó en
su vida. Han sido las burlas, insultos y mentiras provenientes
de los niños mayores que él lo que más lo ha afectado, a causa
de su innata amabilidad hacia la gente. Fritz no ha tenido más
remedio que reconocer las maldades de los otros niños: y tras
varios intentos de reconquistarlos, comienza a manifestar
tendencias agresivas hacia ellos, expresando sus deseos de que
murieran de verdad.15 El tema de la muerte será precisamente
el que cierre la primera parte de la observación de Melanie
Klein, leída en la Sociedad Psicoanalítica Húngara en julio de
1919.
La idea de morir preocupaba mucho a Fritz, y entonces
expondrá su teoría de «volver otra vez»; dirá que cuando
alguien muere se sigue moviendo, muy lentamente, como
cuando se duerme. Es el consuelo que ha encontrado, tras
haber aceptado la inexistencia de Dios, frente a lo irremediable
de la muerte. Para esta versión del final de la vida, Melanie
Klein no insiste en el principio de realidad; este final, que
concluye la primera parte de la observación, parece estarla
invitando a una nueva «vuelta». Veremos el modo en que
112
se produce esta «vuelta», que representará un giro singular
respecto de sus objetivos iniciales. La primera parte del
trabajo, publicado en 1921 con el título «El desarrollo de un
niño», aporte inicial de Melanie Klein al psicoanálisis, se
nos revelará así como una parábola de la vida humana, que
comienza con el enigma del nacimiento y finaliza con la
dificultad de aceptar la muerte. Mas para ella sólo se trataba
de una observación que ejemplificaba la aplicación
«exitosa» de las enseñanzas del psicoanálisis a la educación
de un niño.
Perspectivas pedagógicas y psicológicas
Al titular de este modo las conclusiones de su observación,
Melanie Klein nos ofrece un valiosísimo testimonio sobre los
intereses y preocupaciones con los que se había acercado al
psicoanálisis. La creencia marcadamente optimista en la
posibilidad de prevenir la neurosis por medio de una
educación adecuada encuentra en la doctrina fundada por
Freud las herramientas que permitirían atacar las raíces de la
futura neurosis, y así favorecer la libertad de pensamiento, la
creatividad, la inteligencia, combatiendo fundamentalmente
la irracionalidad basada en las creencias religiosas. La
ideología liberal y atea enmarcada en el pensamiento
netamente positivista de la fe militante en el progreso de la
ciencia encuentra en Melanie Klein a una fiel representante.
Se trata sobre todo de resguardar al pensamiento de
la influencia de la represión y de hacer que las ideas
se expresen con realismo científico. El espíritu
113
que anima a Melanie Klein la lleva inclusive a proponer un
esbozo de tipología de los modos en que el pensamiento puede
quedar afectado. Según la manera en que la energía quede ligada a
causa de la represión, en lugar de permanecer libre y disponible
para cualquier tipo de investigación, el pensar resultará
perjudicado, sea en amplitud, sea en profundidad. Nos
encontramos así con un tipo de persona práctica que puede
apreciar las realidades superficiales pero que será ciega para las
más profundas, y que en cuestiones intelectuales no puede
distinguir lo verdadero de lo dogmático. O bien tendremos el tipo
del «investigador» capaz de dedicar toda su vida a un mismo
problema, pero que fracasa ante las realidades de la vida diaria.
También se observa que muchos niños que manifiestan una
capacidad mental extraordinaria antes del período de latencia, y
que hacen concebir grandes esperanzas sobre su futuro, después
quedan rezagados y no muestran de grandes un intelecto superior
al término medio. En estos casos el pensamiento afectado por la
represión habrá impedido el gran desarrollo intelectual al que
parecían destinados.16
Las causas principales del daño que sufren el impulso de
conocer y el sentido de la realidad son fundamentalmente el
repudio y la negación de los pensamientos concernientes a la
sexualidad, aunque el peligro proviene también de privar a
los niños de las ideas que les permitirían extraer conclusiones
propias. ¡Cuánto del equipo intelectual del individuo es sólo
en apariencia propio, cuánto es dogmático, teórico y basado
en la autoridad, no logrado por él mismo, por su
pensamiento libre y sin trabas!, se lamenta Melanie Klein,17
114
mientras expresa sus esperanzas de que una educación fundada
en conocimientos psicoanalíticos pueda restringir al mínimo el
monto de represión inevitable en toda crianza y sepa también
impedir sus efectos inhibitorios y perjudiciales para el
desarrollo mental.
Pero el mayor peligro, el que por su poder sobrepasa
mayúsculamente a todos los otros, lo representa la idea de
Dios, de la cual emanan el sentimiento de omnipotencia y el
sometimiento a la autoridad. No creer en Dios no producirá,
contra lo que pudiera temerse, niños pesimistas o escépticos
sino niños confiados en la capacidad creadora de su
pensamiento. Esta confianza los conducirá, por el camino del
principio de realidad, hacia la conquista del pensamiento
científico y les permitirá reconocer en las fantasías y en el
sentimiento de omnipotencia los mayores enemigos del
principio de realidad que rige la esfera del pensamiento y de
los hechos establecidos. Sólo los niños ayudados por el
psicoanálisis podrán triunfar en la difícil tarea de combatir la
idea de Dios que tanto oscurece el sentido de realidad: porque
jamás podrán enfrentarla solos. Si en este punto se los
abandona a su suerte, ya nunca podrán librarse por completo
de la idea de Dios, contra la cual deberá erigirse firmemente la
educación liberal y realista basada en el psicoanálisis.18
La vuelta siguiente
En febrero de 1921, Melanie Klein presenta la
continuación de la educación psicoanalítica de
115
Erich, esta vez bajo el título de «Análisis temprano». 19 ¿Qué la
habrá llevado a comenzar esta segunda parte defendiendo no
sólo la posibilidad sino también la necesidad de analizar niños
pequeños como deducción irrefutable de la experiencia
analítica? Esta, dirá, proviene del análisis de adultos, que sitúa
los traumas y las causas de la neurosis en situaciones acaecidas
antes del sexto año de vida; también, de los análisis de niños —
si bien es cierto que mayores de seis años— ya realizados por la
doctora Von Hug-Hellmuth y, fundamentalmente, de lo
observado en la evolución de Erich a posteriori de las
conclusiones anteriormente expuestas. Dirá entonces que la
educación encuentra siempre sus límites, tanto por parte de
padres y educadores insuficientemente analizados, como por
parte del rechazo «indomable» del niño a todo lo sexual,
producto de la tendencia innata a la represión, que sólo el
análisis temprano permite superar.
Los consejos para la crianza basados en lo que ha revelado ser
perjudicial para la mente del niño, entre los que se incluyen no
compartir el dormitorio de sus padres, satisfacer su curiosidad sexual,
darle bastante afecto, evitar los castigos corporales, son necesarios
pero no suficientes. Como la neurosis es producto de condiciones
adversas pero también de la disposición individual, en proporciones
que es difícil determinar por la sola reconstrucción de la infancia que
se logra en el análisis de los adultos, Melanie Klein propondrá
entonces emprender directamente el análisis de los niños menores de
seis años. Un ambiente favorable dejará más al desnudo la actitud
negativa del propio niño con respecto al conocimiento de lo sexual
116
y esto será lo que el análisis temprano tendrá ocasión de combatir. 20
Desde el absoluto rechazo hasta el interés compulsivo por
formular preguntas obvias e insistentes se revela una amplia
gama de maneras de evitar el conocimiento de la verdad.
Sin advertir la serie de contradicciones que este nuevo
camino introduce en sus principios: ¿curiosidad del lado del
inconsciente —o sea, en conexión con el principio de placer y
también con la omnipotencia— y represión del lado del
principio de realidad?, Melanie Klein continúa adelante. Erich
estaba, pues, interesado en el papel del padre en el nacimiento
y en el acto sexual, cuestiones que sin duda lo afectaban
«inconscientemente» desde un principio. Un cambio se habría
producido en él luego del período de esclarecimiento,
caracterizado en un primer momento como de notable
progreso en el desarrollo intelectual. Y el cambio producido
en Melanie Klein tras la lectura de su trabajo la lleva a
considerar repetidas y estereotipadas las mismas preguntas
que antes le indicaban ese progreso. Al principio esta
estereotipia no había llamado su atención, adherida como
estaba al principio del esclarecimiento gradual. Pero luego
comienza a reparar en los signos de aburrimiento, en la falta
de deseos de jugar con otros niños, en los caprichos con la
comida y, especialmente, en la marcada aversión de Erich,
opuesta a su anterior interés, a que le cuenten cuentos.
¿Pudo ocurrir que Melanie Klein hubiera
descuidado este aspecto pero que la crítica que se le
formuló en la discusión que siguió a la presentación
de su trabajo la llevara a intentar un cambio
117
de registro? Sabemos —ella misma lo cuenta— que Antón
von Freund había elogiado el carácter analítico de su
observación pero no así de sus intervenciones, que se habrían
limitado —le señaló— a considerar los aspectos conscientes
de las preguntas. Melanie en un primer momento se defiende
de esta «acusación» y, con una extraordinaria honestidad,
responde que no hizo otra cosa porque no tenía ninguna
razón convincente que la moviera a ello.21 ¿Podemos pensar
que una vez que ha obtenido el nombramiento de analista ya
estará en condiciones de cambiar su rumbo inicial?
Erich: su primer paciente
Las dificultades del niño comienzan a ser descritas
como las correspondientes a un estado que no se puede
considerar definidamente «enfermo» pero que hubiera
escapado al común de los adultos, acostumbrados a
observar cambios transitorios o permanentes en los
niños sin buscar explicaciones. Pero no podían escapar
a un ojo atento.22 Al comparar entonces el interés
inicial con la posterior repetición y la estereotipia de
las mismas preguntas, Melanie Klein se convence de
que el impulso a la represión (del propio niño,
puesto que en este caso no se puede atribuir
perjuicio alguno al entorno en que madre y analista
se habían unido en el mismo afán de esclarecerlo) ha
entrado en conflicto con las explicaciones deseadas
por el inconsciente: esta habría sido la causa del
malestar generalizado del niño. Sostendrá en-
118
tonces que es necesario brindarle la información faltante. Pero
los numerosos intentos de relacionar las semillitas de las plantéis
y los huevos de las gallinas con la fecundación humana
empiezan fracasando. El niño parecía no escuchar y no daba
muestras de desear entender esta nueva información.23
A pesar de todo, la madre insiste, y el cambio anhelado se
produce cuando se ingenia contándole un chiste conectado con
una pequeña historia que le sirve para atraer la atención de
Erich y también para reconquistar su aprobación.24 (¿Melanie
Klein no sólo se sentía decepcionada por las críticas dirigidas a
su labor educativa sino también desaprobada por su hijo?) Lo
que ocurrirá a partir del chiste y de la historia a él asociada va a
trascender los objetivos pedagógicos y lo ya sabido para
marcar a la empresa educativa un rumbo completamente
distinto. Cambio sorpresivo y desconcertante que, sin
embargo, Melanie no llega a dimensionar en su verdadero
alcance. Pero el momento quedará registrado; y nos brinda la
posibilidad, a muchos años de distancia, de reflexionar sobre el
pasaje, en Melanie Klein, de su posición pedagógica a la que a
partir de ahora será su posición analítica.
El chiste consistió en decir de una golosina «que lo
había estado esperando largamente», y la historia a él
asociada es la misma que Freud evoca para ilustrar el
fracaso de la realización inmediata del deseo. Este
cuento, uno de los más populares del folklore de Europa
central, relata las vicisitudes de un matrimonio de
ancianos muy pobres a los que un hada ofrece otorgarles
tres deseos. Como en ese momento no se les ocurría
119
nada para pedir al hada, y en el lugar había un fuerte olor a
salchichas, la mujer no tuvo mejor idea que exclamar
«¡Salchichas!». Estas aparecen inmediatamente sobre la
mesa. El marido, indignado frente a la estupidez de su mujer,
pide al hada que las salchichas vayan a colgar de la nariz de
aquella. Sólo les queda ahora una oportunidad, y el tercer
deseo del anciano matrimonio ya no podrá ser sino que las
salchichas se desprendan del lugar adonde fueron a parar.
El chiste -la confitura que lo había estado esperando desde
hacía mucho tiempo— conectado a la historia de las salchichas
—el fracaso de la inmediatez cuando se trata del deseo— habría
permitido, precisamente, que algo del deseo se articulara.
Recordemos que las preguntas de Erich sobre el origen de los
niños surgieron tras la comprobación dolorosa de «no haber
estado allí desde siempre».25 Recordemos también al pequeño
Juanito cuando, conducido ante Freud por su padre, escucha de
boca del profesor que antes de que él naciera alguien sabía que
iba a nacer un pequeño Juanito largamente esperado: 26 el
episodio trasciende lo anecdótico porque permite que el niño
retome el trabajo analítico que había emprendido con su padre.
En el caso de Erich, lo que el chiste y la historia tal vez
permitieron presentificar fue la dimensión del deseo materno,
más allá de la demanda de «conocimiento realista». Hasta el
momento, los cuentos y las historias formaban parte de la
misma serie que los «cuentos» en tanto mentiras y que
aquellos relatos referidos a lo maravilloso y a lo fantástico
que impedían el acceso a la verdad y el manejo adecuado
del principio de realidad. ¿Pero entonces la madre, al co-
120
meter la falta de hacer un chiste y contar un cuento, estará actuando
en complicidad con el principio de placer y con la omnipotencia del
pensamiento, cuyos perjuicios, por otro lado, no cesa de denunciar?
La secuencia nos revela que a partir de esta «falta» materna
Erich se lanza a hablar espontáneamente, y las historias que
desde entonces cuenta —historias fantásticas largas y breves—
van a ser consideradas como material analítico y trascritas sin
introducir elementos de censura acerca de la oposición placer-
realidad. (Aunque cada tanto Melanie Klein necesite recordar
que Erich sabe que lo que dice y piensa pertenece al registro de
la fantasía.) También comienza a jugar, solo o con otros niños,
y se vuelve conversador, alegre y tan ávido de conocimientos
que en poco tiempo aprende a leer. Sus preguntas pierden el
carácter compulsivo y estereotipado, y llaman la atención de
Melanie Klein por su precocidad: esto le permite recuperar sus
expectativas y su pérdida autoestima. Ahora que las fantasías
de Erich se expresan con libertad, ella también se libera, a tal
punto que, sorpresivamente, afirmará que el cambio
experimentado por Erich ha sido, sin duda, el resultado de
haber liberado su fantasía.27
Fantasear, jugar, aprender, pasan a configurar una
misma serie, lo que implica una ruptura del esquema
inicial con el cual Melanie Klein había fundamentado los
objetivos de la educación basada en el psicoanálisis. Si es
la liberación y no la condena de la fantasía lo que
produce los tan anhelados logros para la capacidad
intelectual, se hará necesario reconocer una falla en los
postulados iniciales que sostenían la oposición princi-
121
pio de placer-principio de realidad. La sutil dialéctica entre
estos principios, en la que Freud nunca dejó de insistir, se le
impone a Melanie Klein a partir de los efectos que
comprueba en Erich. Pero ocurre que en lugar de reflexionar
sobre las razones del cambio, en lugar de una interrogación
cuidadosa que hubiera podido conducirla a una elaboración
teórica, no se detiene sino que, plena de entusiasmo por los
efectos obtenidos, cambiará de vía y, al hacerlo, trasladará
sus anteriores interrogantes al nuevo plano que a partir de
ahora ocupará su atención: la fantasmática edípica. El lugar
del padre, del que no había podido dar razón hasta entonces,
se desplaza al padre como objeto de la fantasmática edípica.
Junto con una fervorosa defensa de la liberación de la
fantasía, retorna el tema de la información «faltante» y
Melanie Klein busca la oportunidad de poder brindarla.28 Nos
enteramos en este punto de la importancia singular que el
estómago tenía para Erich: como lugar que contiene cacas,
que contiene niños, que contiene toda clase de objetos
perdidos, y que él emplea también como palabra sin sentido,
como réplica: «¡Vete a tu estómago». El momento propicio
para introducir «la información faltante» sobrevendrá
finalmente en el marco de una conversación a propósito de
los distintos recorridos que según Erich realizan las cacas: del
dormitorio al balcón, de allí al jardín, de arriba abajo, etc.
Melanie le pregunta entonces si se trata de los niños que
crecen en el estómago y, al advertir su interés, continúa:
«Porque la caca está hecha de comida; los niños verdaderos
no están hechos de comida». La conversación prosigue así:
122
Erich: Yo sé eso, están hechos de leche.
Melanie: Oh, no, están hechos de algo que hace papá y
de un huevo que está dentro de mamá.
Está ahora muy atento y cuando Melanie empieza otra
vez con lo del huevito la interrumpe.
Erich: Ya sé eso.
Melanie: Papá puede hacer algo con su pipí que se
parece bastante a la leche y se llama semen; lo hace
como haciendo pipi pero no en tanta cantidad.
Erich: Ya sé eso.
Melanie: El pipí de mamá es como un agujero. Si papá
pone su pipí en el pipí de mamá y hace su semen allí,
entonces el semen corre muy adentro de su cuerpo y
cuando se encuentra con algunos de los huevitos que
están dentro de mamá, entonces ese huevito empieza a
crecer y se trasforma en un niño.
Fritz escuchaba con gran interés y dijo:
Erich: Me gustaría tanto ver cómo se hace un niño así.
Melanie le explica que esto es imposible hasta que sea
grande porque no puede hacerlo hasta ese momento y
entonces lo hará él mismo.
Erich: Pero entonces me gustaría hacérselo a mamá.
Melanie: Eso no puede ser, mamá no puede ser tu esposa
porque es la esposa de tu papá; entonces papá no tendría
esposa.
123
Erich: Pero podríamos hacérselo los dos a ella.
Melanie: No, eso no puede ser. Cada hombre tiene una sola
esposa. Cuando tú seas grande, tu mamá será vieja.
Entonces tú te casarás con una hermosa joven.
Erich (casi llorando y con temblorosos labios): ¿Pero no
viviremos en la misma casa, junto con mamá?
Melanie: Sí, seguramente, y tu mamá siempre te querrá,
pero no puede ser tu esposa.
El niño continúa haciendo preguntas por distintos detalles,
sin mayores signos de resistencia, y finaliza la conversación
diciendo:
Erich: Pero por sólo una vez me gustaría ver cómo entra y
sale el niño.29
La enorme riqueza de este diálogo se centrará para nosotros en
dos cuestiones en las que la posición subjetiva de Melanie Klein se
revela con particular intensidad: las teorías sexuales infantiles y la
prohibición del incesto. Con referencia a la información objetiva y
realista que Melanie pretende brindar para resolver la teoría sexual
infantil que equipara las cacas, los niños y la comida, encontramos
que allí otra equivalencia está en juego: pipí de mamá-pipí de papá,
que revela la vigencia de la premisa universal; los dos tienen pipí,
sólo que distinto.
Esto conlleva la dificultad de establecer la diferencia entre el
semen, la leche, el pis-pipí, el pipí-agujero donde se hace el pipí-
semen-pis, los huevitos, etc. Melanie toma nota de las
interrupciones de Erich y de su afirmación de que todo eso él ya lo
sabe, pero esta vez
124
ha decidido llegar hasta el final. El niño insiste en que lo único
que a él le interesa es «ver» — ¿«ver para creer» de acuerdo
con el principio que se le había inculcado de la realidad de lo
visible?—, a lo que se le responde que eso es imposible... por
ahora. Pero que será posible cuando de grande pueda hacerlo
él mismo. Erich se resigna a esperar, siempre que su mamá le
garantice que ella también lo esperará, y entonces él pueda
hacérselo a ella sin las dificultades que por ahora parecen
existir. Se impone en este punto una nueva explicación y
Melanie la dará. El modo en que lo hace permite leer cómo
concibe la prohibición del incesto.
La formulación plantea la siguiente duda: ¿Qué está
prohibido para el niño: sustituir al padre o acceder a la
madre? Si esta no puede casarse con el hijo porque ya está
casada con el padre, es comprensible que el niño pueda
pensar que si el papá no estuviera, entonces sí podría, o bien
aceptar, sin mayor dificultad lógica, compartir a la madre con
el padre. Pero esto no puede ser. ¡Porque cada hombre tiene
una sola esposa! Sabemos que la prohibición del incesto no
es reductible al registro pulsional, y en su trasmisión,
implícita o explícita, están articulados el ordenamiento y la
distancia generacional.
Afirmar el ideal monogámico diciendo que cada hombre
tiene una sola esposa refleja una posición subjetiva que va
más allá de la mera defensa de este ideal. Al invertir lo que
Lévi-Strauss establece como invariante fundamental en las
alianzas de parentesco, es decir, la circulación de las mujeres,
revela a una esposa profundamente afligida.
125
Lamentablemente el hijo no puede «hacerlo con ella» porque
entonces ¡pobre papá!... se quedaría sin esposa; y tampoco
puede proyectarse esto para el futuro porque, lamentablemente,
cuando él sea grande. . . ella será vieja. Pero queda el consuelo
de que vivirán siempre juntos.
Aunque la conversación finaliza con el anhelo, nuevamente
expresado, de ver cómo entra o sale el niño, Melanie, contra las
evidencias, sostendrá que Erich ahora sí parece haber asimilado
realmente la parte hasta el momento rechazada de la explicación
y ha incorporado la información al «cuerpo» de sus
conocimientos.30 Sus teorías sexuales no han sido, sin embargo,
del todo abandonadas. Melanie va a explicar su persistencia de
acuerdo con lo que le escuchó decir a Ferenczi: como hasta
cierto punto una teoría sexual es una abstracción derivada de
funciones placenteras, mientras la función continúe siendo
placentera, la teoría persistirá. Y también citará a Abraham,
quien por su parte plantea, en un artículo titulado
«Manifestaciones del complejo de castración femenino», que la
causa de la formación de teorías sexuales debe buscarse en el
rechazo del niño a asimilar conocimientos sobre la parte
representada por el padre del sexo opuesto. En el caso de Erich,
atribuirá la persistencia de las teorías a la cantidad de material
analítico proveniente del erotismo anal inconsciente, que no
había sido interpretado aún.31 Ninguna de las razones que Freud
aporta para explicar la universalidad de las teorías sexuales
infantiles será invocada a propósito de esta cuestión.
Recordemos que para él su carácter típico es el resultado de la
vigencia de la premisa universal: la presencia en todos los se-
126
res humanos del pene como atributo, indisolublemente ligada a
la temática de la castración. Por eso afirmaba que el saber
referido a las diferencias sexuales anatómicas, por mejor que se
lo hayan enseñado, y por bien que lo hayan aprendido, es para
los niños un saber sin posibilidades de subjetivación. Otra razón
que aduce Freud para esta imposibilidad son los límites de la
investigación sexual infantil, llevada a cabo bajo el dominio de
las pulsiones parciales, las que imprimen su grado de verdad y
de tipicidad a las teorías sexuales infantiles. Vigencia universal
más allá de la verdad objetiva, y que solamente puede
entenderse si se retoma el descubrimiento freudiano en la
dimensión que le otorga el eje falo-Edipo-castración. Si no se
mantiene este eje es imposible no caer, como parece haber
ocurrido en el caso de Ferenczi y de Abraham, en una teoría de
los procesos cognitivos a la cual el psicoanálisis sólo agregaría
una dosis de placer. La información faltante brindada por
Melanie Klein no sólo no resolverá entonces los enigmas del
niño sino que revelará sus propias teorías sobre las diferencias
sexuales, inseparables, como el texto lo ilustra
extraordinariamente, de su posición subjetiva respecto de la
prohibición del incesto, que, como se sabe, define tres lugares
inconfundibles en la estructura. Parece ser justamente la
dificultad de diferenciar estos tres lugares lo que caracteriza a
las primeras formulaciones de Melanie Klein como analista.
La secuencia siguiente del texto revela que «la
información faltante» ha sido fecunda: Erich, nueve
meses después, dará a luz una nueva fantasía, en la que
el útero figurará ya como una casa com-
127
pletamente amueblada; el estómago en particular estaba tan
equipado que incluso tenía bañadera y jabonera; fantasías sobre
las que él mismo comentará que sabe que no es realmente así,
pero que él lo ve así.32 Y Melanie Klein señalará en este punto
que, luego de la elaboración y reconocimiento de los procesos
reales, aparece en primer plano el complejo de Edipo.
A los tres días de la conversación precedente Erich relata la
siguiente fantasía: «Había un gran motor que parecía igual a un
tren eléctrico... y había un motorcito que corría junto con el
grande. Entonces los motores siguieron corriendo y se
encontraron con un tren eléctrico y lo chocaron. Entonces el
motor grande se fue arriba del tren eléctrico y llevó al chiquito
tras él. Y entonces todos se juntaron, el tren eléctrico y los dos
motores. El tren eléctrico también tenía una biela. ¿Sabes lo que
quiero decir? El motor grande tenía una cosa hermosa y grande
de plata y bronce, y el chiquito tenía algo parecido a dos
ganchitos. El chiquito estaba entre el tren eléctrico y el motor
grande». Melanie Klein interpreta la fantasía del siguiente modo:
«Le explico que el motor grande es su papá, el coche eléctrico su
mamá, y el motorcito él mismo, y que él se ha puesto entre papá
y mamá porque le gustaría mucho apartar a papá del todo y
quedarse solo con su mamá y hacer con ella lo que sólo a su
papá le está permitido hacer. Después de una ligera hesitación,
está de acuerdo pero continúa rápidamente: "El motor grande y
el chico se fueron entonces, estaban en su casa, miraban por la
ventana, era una ventana muy grande. Entonces llegaron dos
motores grandes. Uno era el abuelo, otro era el pa-
128
pá. La abuela no estaba allí, estaba... (duda un momento y
parece muy solemne)... muerta"».33 La interpretación de esta
fantasía está formulada en los términos que a partir de ahora ya
caracterizarán al estilo «kleiniano». No deja de ser llamativo
que el contenido sea el mismo que el que diez años después
será atribuido a Dick, en el artículo «La importancia de la
formación de símbolos en el desarrollo del yo». 34 Sobre la
secuencia en que Erich menciona que los dos motores se
fueron juntos y que la abuela estaba muerta, Melanie no
formula interpretación alguna. La escena fantasmática a la que
se dirige la interpretación será siempre la misma, multiplicada
al infinito: el niño quiere meterse entre el papá y la mamá y
teme la venganza de su papá; el niño quiere apoderarse del
pene paterno para hacer con él lo que sólo a su padre le está
permitido. La obtención del «material inconsciente» al que esta
misma interpretación se dirige no conocerá límites: juegos,
relatos, sueños, síntomas, signos de aburrimiento, fantasías,
imágenes, etc. En todos lados reaparece la misma escena y, por
lo tanto, la misma interpretación. La renuncia en el plano de la
realidad a la relación incestuosa con la madre dará rienda
suelta a la fantasía. Melanie Klein insiste en que Erich ya
conoce la realidad y la verdad, y con esta garantía se dirige
tranquila a explorar el universo fantasmático de su niño, donde
tendrá el lugar preponderante y central al que la realidad a ella
también la había obligado a renunciar y donde la agresividad
se dirigirá fundamentalmente contra el padre o sus atributos.
No es casual que cuando se trata de una abuela muerta,
Melanie guarde silencio.
129
El poderoso desarrollo de las fantasías y las «ocasionales»
interpretaciones que Melanie Klein formulaba en los términos ya
expresados debe finalmente interrumpirse: ella se ve obligada a
ausentarse durante un tiempo; en ese mismo lapso, la madre, a la
cual el niño estaba tan apegado, tampoco pudo ocuparse de él por
hallarse indispuesta. (Es este uno de los lugares del texto donde
queda revelada prácticamente sin ningún disfraz la verdadera
identidad de Erich-Fritz.)35 Y aparece la angustia, que hasta
entonces no se había expresado. Melanie Klein atribuirá esto al
progreso del análisis pero también, siguiendo el primer modelo
freudiano, a la conversión de la libido en angustia en conexión
directa con la ausencia materna.
La primera interpretación que formula a su regreso pondrá en
juego su propio temor de la fusión que en su ausencia pudiera
haberse producido entre el niño y el padre... Con muchas
resistencias —esto contrariamente a lo que había sucedido antes
—, Erich cuenta un sueño en el que las grandes escopetas, palos
y bayonetas que los hombres tienen en sus manos revelan a
Melanie Klein que allí se trata del gran pipí del padre al que el
niño tanto desea como teme. Dirá entonces que el componente
homosexual, hasta ese momento poco advertido, ha aparecido
en primer plano.36 Los temores de Erich, que no llegan a
organizarse en una fobia específica, serán interpretados en
adelante en relación con la homosexualidad. «Un palito llegó a
través del pipí hasta el estómago» (este continúa figurando un
interior completamente amueblado). La interpretación del
componente homosexual es formulada
130
en estos términos: él se había imaginado a sí mismo en el lugar
de su mamá (¿durante su ausencia?) y quería que su papá hiciera
con él lo mismo que hacía con ella. Pero interpretará entonces
que el niño tiene miedo, como imagina que su mamá también lo
tiene, de que si ese palo —el pipí de papá— se mete en su pipí él
quedará lastimado, y después, dentro de su panza, en su
estómago, todo quedará destruido.37
Este modo de interpretar las fantasías agresivas en relación con
el padre y al pipí-palo-papá-amado- y-temido revela la
imposibilidad de diferenciar el lugar materno del lugar paterno.
La relación padre-madre-niño girará indefinidamente en un
continuo de equivalencias reciprocas. Las distintas
interpretaciones ponen permanentemente en juego esta
circularidad en la cual no hay triangulación posible: «Se trataba
de una fantasía del cuerpo materno y paterno (...) y también
deseo del padre (...) también actúa en este sueño su teoría del
nacimiento, la idea de que él concibe y tiene a su padre (otras
veces a su madre) (...) expresa el deseo de hacerle a papá lo que
él hace con mamá (...) o viceversa».38 Las explicaciones
brindadas operan sobre los miedos y una vez más la resistencia
disminuye. Melanie Klein continúa avanzando.
La mujer con pene
Entre las distintas cadenas de pensamiento y las
diversas teorías sobre el nacimiento que se suceden en
este período del análisis de Erich, y lue-
131
go de la ya mencionada interpretación del componente
homosexual, aparecerá en las distintas fantasías una figura
fundamental, obtenida por división de la imagen materna. Esta
segunda figura femenina, que Erich habría disociado de su
madre amada para conservar a esta intacta, es la mujer con
pene.39 De allí — ¿también?— saldrá el camino hacia la
homosexualidad. ¿Qué diferencia habría entonces entre el
padre y la mujer con pene hacia la cual se dirigirá en adelante
la agresividad del niño?
La observación continúa durante seis semanas en las que la
angustia desaparece, y nuevamente Melanie Klein se ausenta.
Una ligera fobia surgida durante este período será solucionada
por Erich sin ayuda analítica: primero corriendo por la calle
con los ojos cerrados, luego cruzando sin mirar, para terminar
por cruzar la calle tranquilamente. Después de esta hazaña
manifestará orgulloso que ya no le teme a nada... pero tampoco
querrá saber nada más con el análisis. Junto con el retorno de
la aversión a contar y a escuchar cuentos e historias, esta falta
de inclinación al análisis parece ser el único punto en el que,
según Melanie Klein, se habría producido un cambio
desfavorable.40 El modo, un tanto arriesgado para una
perspectiva analítica, en que Erich había solucionado su fobia
no es objeto de ningún comentario.
En cambio dirá, para finalizar, que prefiere llamar a esta
observación y a sus ocasionales interpretaciones un caso de
«crianza con rasgos analíticos» y no un tratamiento terminado,
puesto que las manifestaciones de resistencia hacia el
análisis y el desagrado por los cuentos le parecen indi-
132
caciones claras de que más adelante será necesario recurrir
nuevamente a él.41 Esta predicción no tardó en cumplirse como
lo demuestran los artículos «El papel de la escuela en el
desarrollo libidinoso del niño»42 y «Análisis infantil».43 ambos
publicados en 1923. en los que vuelve a ocuparse de Fritz-Erich.
Los beneficios del análisis
La introducción del análisis en la educación de Erich,
justificada por su inhibición para jugar, para contar y
escuchar historias, y por su ensimismamiento, habría
impedido, a juicio de Melanie Klein, la trasformación
de estas dificultades en rasgos neuróticos o rasgos de
carácter.44 Esto conferiría al análisis temprano un valor
muy grande desde el punto de vista de la profilaxis. Al
comparar a Erich con sus hijos mayores, Melanie dirá
que los niños criados sin análisis no necesariamente
serán anormales, pero ciertos rasgos de carácter en lo
que respecta al hijo —Hans— y cierta mediocridad
intelectual en lo que respecta a la hija —Melitta—
seguramente habrían podido evitarse. (¿Melanie Klein
emprenderá luego el análisis de Hans-Felix a los trece
años de edad?) Las inhibiciones y dificultades del
desarrollo son tantas y tan variadas que el análisis
siempre tendrá ocasión de intervenir a fin de evitar que
se desarrollen rasgos neuróticos.
Son indudables las ventajas que el análisis aporta a la
crianza, dirá Melanie Klein; y se hace necesario
introducirlo «tan pronto nos pongamos en
133
contacto con su ciencia». 45 (Recordemos que ella introdujo el
análisis en la que hasta ese momento sólo era una lucha contra el
principio de placer, a partir de ser nominada analista.) No hay
motivo para preocuparse sobre las consecuencias de aplicar el
análisis a la educación de los niños aun cuando se vuelvan más
agresivos o menos dóciles ante la autoridad de los padres. Lo
ideal sería entonces aplicarlo a los niños de menos de tres años,
edad en la que se encuentran activos los complejos inconscientes
y en que pueden aceptar las explicaciones que se les brindan.
Hacer conscientes los complejos no tiene ningún efecto
perjudicial y no implica, por lejos que se llegue, la ausencia de
barreras. «Por lejos que podamos ir siempre hay una barrera ante
la que forzosamente debemos detenernos».46 ¿De qué barrera se
tratará aquí, en contra de lo que años después sostendrá en su
discusión con Anna Freud: que el análisis temprano no debe
detenerse ante ningún tipo de límites? Donde sí reconocemos
la misma posición que defenderá en el «Simposio» de 1927
es en la recomendación del análisis como recurso infaltable
en la crianza de un niño sin que sea necesario que esté
presente un trastorno específico. En el caso de Erich, el
análisis, superpuesto a la educación, va a ser separado sólo
artificialmente de esta, en respuesta a una sugerencia,
formulada también por Von Freund,47 de destinarle sólo
ciertas horas del día a fin de diferenciarlo de los otros
momentos que madre e hijo compartían cotidianamente.
El análisis se presenta de este modo superpuesto a la
crianza y la madre aparece como educadora y analista a
la vez. La separación no se hizo
134
esperar demasiado, sólo el tiempo necesario para que
Melanie Klein tuviera la posibilidad de atender a
otros niños, cosa que no parece haber ocurrido antes
de 1922 o 1923, una vez instalada en Berlín. Surge
así una pregunta inevitable. ¿Qué razones pudieron
llevarla a ocultar el hecho de haber educado
analíticamente y también analizado a su propio hijo,
que culmina, en el alegato dirigido contra Anna
Freud, en la negación rotunda de que su trabajo
analítico hubiera tenido conexión alguna vez con una
tarea educativa?48 ¿Cuáles habrían sido las razones
para negar estos orígenes? ¿Qué relación podía
existir entre este ocultamiento y las circunstancias de
su historia, que sólo muchos años después de la
muerte de Melanie Klein pudieron llegar a
conocerse?
135
7. Melanie Klein-Reizes
137
paciencia al tiempo que expresaba abiertamente una gran
preferencia por su hija mayor; esta actitud paterna, se nos dice,
provocó en la pequeña Melanie un fuerte resentimiento. Pero ya
de grande, el resentimiento no le habría impedido sentir una
profunda admiración por la capacidad intelectual de su padre,
hombre de gran cultura, que hablaba más de diez idiomas. El
doctor Reizes murió cuando Melanie tenía dieciocho años.
Sidonie, cuatro años mayor que Melanie. fue una niña
enferma que debió guardar cama durante gran parte de su corta
vida. A los ocho años, conciente de la proximidad de la muerte,
enseñó a su hermana menor a leer y a escribir, deseosa de
trasmitirle todo lo que sabía antes de morir. Sidonie, de quien
Melanie habría conservado un fuerte recuerdo durante toda su
vida, murió a los nueve años.
Emmanuel, con quien Melanie también tuvo una relación muy
intensa, fue un joven muy talentoso —escribía ensayos y poemas,
tocaba el piano—; hubiera deseado ser médico, pero no pudo
concluir sus estudios porque desde niño padecía de trastornos
cardíacos y su salud era muy frágil. Melanie lo admiraba mucho y
él por su parte tenía una gran confianza en las dotes intelectuales de
su hermana, a quien vaticinaba un brillante porvenir. Cuando
Melanie, a los catorce años, decidió estudiar medicina, fue
Emmanuel quien la estimuló y la ayudó en griego y latín, materias
que debía rendir para ingresar en el Gimnasium (preparatorio de la
Universidad). Durante la adolescencia se consolidó entre ambos
hermanos una intensa relación afectiva e intelectual, que también se
vio interrumpida por la muerte
138
prematura de Emmanuel, a los veinticinco años. Por esa época
Melanie ya había conocido, por intermedio de su hermano, a
Arthur Stephen Klein, su futuro marido. Su proyecto de
matrimonio se antepone al de estudiar medicina, por lo cual
abandona esta idea y en cambio se inscribe en cursos de arte e
historia en la Universidad de Viena. Melanie Reizes se casó
con Arthur Klein en 1903, a los veintiún años.
Durante bastante tiempo vivió en distintas ciudades de
Eslovaquia, desplazamiento exigido por la profesión del
marido, ingeniero químico experto en usinas. No fue esta, al
parecer, una época feliz para Melanie, acostumbrada a los
estímulos intelectuales de que disfrutaba en Viena. En el curso
de esos años tuvo dos hijos: Melitta. Nacida en 1904, y Hans,
en 1907, a los que volcó todo su afecto y dedicación. En 1910,
la familia Klein se instaló en Budapest, donde Melanie
recuperará los estímulos intelectuales perdidos durante esos
años; allí toma contacto por primera vez con la obra de Freud,
de quien nunca había oído hablar en Viena no obstante
participar en círculos intelectuales y artísticos. En 1914 nació
Erich, su hijo menor, a quien tocará jugar un papel protagónico
en la entrada de Melanie en el psicoanálisis.
Se sabe que durante la Primera Guerra Mundial, Melanie
hizo su análisis con Ferenczi, aunque no es sencillo determinar
fechas o duración porque Ferenczi estuvo movilizado buena
parte del período de guerra; tal vez retomaba su trabajo
analítico en los intervalos, cuando regresaba del frente. Parece
que el análisis con Ferenczi estimuló a Melanie Klein un fuerte
interés por estudiar psicoanálisis y además descubrió sus dotes
139
para el trabajo analítico con niños. Algunas biografías sitúan el
comienzo de su práctica en un momento anterior al final de la
guerra, en la clínica patrocinada por Antón von Freund. Pero
esto es imposible porque aquella clínica sólo se inauguró hacia
fines de 1918. Ese mismo año Melanie Klein asistirá por
primera vez a un congreso de psicoanálisis como una más del
numeroso público allí presente. El congreso que sesionó en
Budapest en setiembre de 1918, y en el que Freud leyó su
trabajo «Los caminos de la terapia psicoanalítica», había
generado grandes expectativas a causa de la excelente acogida
del psicoanálisis por parte de las nuevas autoridades húngaras.
Los estudiantes a su vez solicitaban la creación de una cátedra de
psicoanálisis en la Universidad, con Ferenczi como titular. El
final de la guerra determinó la caída del Imperio Austrohúngaro
y la proclamación de la República; poco tiempo después se
instaló un régimen comunista que también se mostró muy
favorable al psicoanálisis y durante el cual se hizo efectiva la
creación de una cátedra para Ferenczi en la Universidad.3
Durante ese período Melanie se trasladó con su marido a
una pequeña ciudad de Eslovaquia, donde también vivían sus
suegros; desde allí viajaría a Budapest para leer su trabajo «El
desarrollo de un niño» en la Sociedad Psicoanalítica
Húngara, en julio de 1919, a raíz del cual fue elegida
miembro titular de dicha sociedad. Es posible que haya sido
este también el momento en que se produjo la separación
definitiva de su marido, quien partió rumbo a Suecia por
razones de trabajo, mientras que Melanie permaneció cerca
de un año con sus suegros en Ruzomberok, Eslovaquia. En
140
1920, en el Congreso Psicoanalítico de La Haya, Ferenczi la
presentará a Karl Abraham. presidente de la Sociedad Psicoanalítica
de Berlín, quien le sugirió que se instalara allí como psicoanalista de
niños. En el Congreso de La Haya habría conocido y escuchado
personalmente a Hermine von Hug-Hellmuth pero, no encontrando
mayor interés en sus aportes, decide aceptar la invitación de
Abraham y partir rumbo a Alemania, adonde llegará, acompañada
de sus hijos, en enero de 1921.
Una vez en Berlín continuará el análisis de Erich, del cual
presentó la segunda parte con el título de «Análisis temprano» en la
Sociedad Psicoanalítica apenas un mes después de su llegada a
Alemania. Si bien durante los dos años siguientes expuso algunas
comunicaciones breves a la Sociedad Psicoanalítica, sólo en 1923
emprende el análisis de la pequeña Rita, de dos años y tres meses, a
propósito del cual Abraham escribirá muy entusiasmado a Freud
que «la señora Klein había conducido a buen puerto, durante
algunos meses, el psicoanálisis de una niña de tres años (...) el futuro
del psicoanálisis reside en la técnica del juego», 4 comentario
respecto del cual no parece que Freud haya enviado respuesta. Este
análisis se llevó a cabo en la casa de la niña, y Melanie Klein
analizaba su juego espontáneo, como ya lo había hecho
anteriormente con Erich. Después, alentada por los resultados, y
para evitar intromisiones familiares, decidió comenzar a analizar
niños pequeños en su propio consultorio, donde les proporcionaría
juguetes y utilizaría sistemáticamente la técnica del análisis del
juego. Además es posible que el análisis de Hans
141
—su hijo mayor—, publicado en 1923 bajo el nombre de Félix,
se iniciara al poco tiempo de su llegada a Berlín.
Aunque Melanie Klein estaba muy reconocida a Ferenczi,
quien la había iniciado en el psicoanálisis y la había alentado a
interesarse en el campo, tan poco explorado hasta el momento,
del análisis de niños, consideraba que su análisis no estaba aún
terminado y por esa razón insistió ante Abraham para que la
analizara. Este accedería, convencido de la importancia de los
aportes de Melanie Klein al psicoanálisis, y aunque
habitualmente no aceptaba tomar en análisis a colegas residentes
en Berlín, en el caso de Melanie hará una excepción. 5 Este
análisis, iniciado a comienzos de 1924, se vio prontamente
interrumpido por la muerte inesperada y prematura de Abraham.
En 1924, al mismo tiempo que su análisis, Melanie había
comenzado los tratamientos de Ruth, Edmond, Peter y Erna, en
los que empezaban ya a delinearse algunas de sus ideas futuras:
la existencia de una severísima instancia crítica durante los
primeros años de vida, la importancia del sadismo oral, la
relación entre la angustia, la inhibición y la sublimación,
etcétera.
Ernest Jones, presidente de la Sociedad Británica de
Psicoanálisis, tras escuchar el trabajo que Melanie Klein leyó en
1925 en el Congreso de Salzburgo, coincidiría con Abraham en
afirmar que el futuro del psicoanálisis se encontraba en el
psicoanálisis de niños. Apoyado por Alice Strachey y por Joan
Rivière, invitó entonces a Melanie a dar una serie de
conferencias en Inglaterra,6 donde sus aportes parecen haber
sido muy bien recibidos, a diferencia de lo que ocurría en Ber-
142
lín, donde su único sostén era Abraham; el resto de la Sociedad
Psicoanalítica de Berlín se inclinaba más por las perspectivas
que comenzaba a proponer Anna Freud. Es aproximadamente
en ese período, muy poco tiempo antes de la muerte de
Abraham, cuando comienzan ya a insinuarse las controversias
entre ambas. Por eso, cuando muere Abraham y se encuentra sin
el único apoyo que tenía en Berlín, Melanie aceptará la
propuesta de Ernest Jones de establecerse en Inglaterra, lugar en
el que vivirá hasta su muerte. Nunca lamentó esta decisión. En
ese momento tenía cuarenta y cuatro años y en poco tiempo más
habría de ser reconocida como la principal figura de la llamada
escuela inglesa de psicoanálisis.
Hasta hace muy pocos años los datos sobre la vida de Melanie
Klein, en particular los referidos a su infancia y al tiempo previo
a su llegada a Inglaterra, eran prácticamente inaccesibles. El
hecho de que hace muy poco han salido a la luz para permitir
cierta reconstrucción «biográfica» da lugar a una serie de
interrogantes. ¿De dónde surgía la dificultad para conocer aún el
nombre de soltera de Melanie Klein? ¿La comunidad analítica,
incluidos los estudiosos de la «obra» kleiniana —Hanna Segal,
Willy Baranger, Elsa del Valle,7 Rómulo Lander,8 entre otros—
habrá continuado acompañando una cierta voluntad de
desconocimiento de los orígenes, tanto en el plano de la vida
como de la obra de Klein? En efecto, la formación de los
conceptos, su articulación y desarticulación permanentes,
producto de los interrogantes que el autor se formula, donde
se hace presente como sujeto —dudas, vacilaciones,
desvíos, insistencias—: esto la mayor parte de las ve-
1423
ces se ignorará o se omitirá en función de un criterio de
síntesis o de otorgar la mayor coherencia posible al sistema.
Este modo de estudiar la obra kleiniana, como lo ejemplifica
acabadamente el libro de Willy Baranger, Posición y objeto
en la obra de Melanie Klein,9 propone un criterio evolutivo
donde los últimos conceptos, los que sintetizan y abarcan en
un todo el pensamiento del autor, serán presentados en
primer término para seguir después su evolución cronológica.
De este modo se vuelve inaccesible el interrogante que da
«origen» al concepto. Los distintos abordajes de la teoría
kleiniana tienen en común con el de Baranger esta dificultad
para acceder a los interrogantes que dan lugar a las
contradicciones o vacilaciones; se esfuerzan en cambio por
encontrar la coherencia necesaria para una síntesis
interconceptual. Es precisamente la lectura-textual e inter-
textual lo que estos abordajes omiten, excluyen, desconocen.
Este modo sintomático de lectura, característico de la forma
de enseñanza del psicoanálisis, aquella que omite las «faltas»
en la trasmisión de los textos siguiendo un modelo
universitario de enseñanza, adquiere, en el caso de Melanie
Klein, una dimensión singular.
Los orígenes silenciados
A partir de la década de 1980, el interés por la obra de
Melanie Klein lleva a averiguar datos biográficos hasta
ese momento «ignorados».10
Se descubre entonces que el primer paciente de
Melanie Klein, Fritz, habría sido nada menos que su
1434
hijo menor, Erich; y también, su preocupación inicial de aplicar las
enseñanzas del psicoanálisis a la educación. Sentar las bases de un
desarrollo intelectual pleno sin las trabas y distorsiones producidas
por la educación tradicional parece haber sido su principal interés
en esos primeros tiempos. Se empieza a revelar, con todo esto,
«otra» Melanie Klein, la madre-educadora-psicoanalista, figura
antitética esta de la que en 1926 escribió «Principios psicológicos
del análisis infantil»,11 y que en 1927 denunciará encarnizadamente
la perspectiva «pedagógica» de Anna Freud y sus seguidores.
Intentaremos interrogar el porqué del desconocimiento de estos
orígenes, que en el caso de la propia Melanie Klein toma la forma
de una denegación —según lo afirmará en Londres en 1927 ella
nunca tuvo otra posición respecto del análisis infantil—, y en el caso
de la comunidad analítica, en particular de sus discípulos, la de una
llamativa y sistemática omisión de aquellos comienzos
«educativos». Ciertos datos biográficos publicados en International
Journal of Psycho-Analysis un año después de la muerte de
Melanie Klein12 como homenaje póstumo a quien era considerada
la figura más notoria y más polémica del psicoanálisis posfreudiano
revelarán algunos hitos acerca de su origen familiar pero,
aparentemente fieles a Melanie Klein-analista, continuaron
ignorando sus orígenes. Esto es particularmente notorio en el caso
de Hanna Segal; aunque colaboró en el mencionado número del
International Journal junto con Bion y Rosenfeld, no mencionará
luego ninguno de esos datos en su Introducción a la obra de
Melanie Klein publicada en 1963.13 Desde luego que esa omisión
1445
puede atribuirse a que no era ese el objetivo del libro (consistente
en una recopilación de artículos y seminarios). Pero resulta
significativo que muchos años después, en 1979, cuando en un
nuevo libro sobre Melanie Klein aporte sobre sus primeros años
datos que poseen un singular valor testimonial —sentimientos
hacia sus padres, sus hermanos, sus dos análisis, etc.—, no haga
allí mención alguna de la particular relación que Melanie
mantuvo con su hijo Erich antes de instalarse en Inglaterra.
Omisión tanto más significativa cuanto que ese mismo año de
1979, Uwe Peters, en su biografía de Anna Freud, revelará, en el
capítulo dedicado a Melanie Klein, la verdadera identidad de
Fritz.14
Es casi impensable que Hanna Segal, a quien unían con
Melanie Klein no sólo una profunda admiración por su obra
sino también sólidos vínculos de amistad, desconociera esos
orígenes. ¿Cuál habrá sido la razón para continuar
silenciándolos, sobre todo en un libro en el que, a diferencia de
su anterior Introducción .... intentará dar razón del comienzo y
desarrollo posterior del pensamiento kleiniano? Es el análisis de
Rita —el mismo que había suscitado los comentarios elogiosos
de Abraham— el que se reconocerá como hito fundamental,
como momento inaugural, dirá Hanna Segal, en que los
principios de la técnica ya están totalmente elaborados. 15 Se hace
evidente así que algo referido a los orígenes de Melanie Klein
como analista debe continuar silenciado.
No se trata, como en el caso de Anna Freud, de los archivos
celosamente custodiados de la correspondencia de su padre, que
tienen fechas preestablecidas de vencimiento. Pero pareciera que
1456
la década de 1980 marcara un tiempo en el que algo hasta el
momento «ignorado» comenzara a poder decirse sobre los
orígenes de Melanie: familiares, en el caso de Hanna Segal, y
relacionados con sus primeros tiempos como analista, en el
caso de otros autores. Algo que no formaba parte de ningún
archivo secreto y que sólo aguardaba el momento de ser
leído. En efecto, «El desarrollo de un niño», testimonio de la
propia Melanie Klein sobre sus orígenes, aunque forma parte
de sus Obras completas se mantuvo durante muchos años en
un total aislamiento: sin ser leído, y separado del resto. Una
lectura cuidadosa de ese texto hace inocultable el hecho de
que Melanie y la madre de Fritz son demasiado... vecinas; el
escrito que revela a Melanie madre, analista, y activa
militante en pro de una educación liberal y atea basada en
conocimientos inspirados en el psicoanálisis, una vez leído
no puede continuar ignorado.
¿Será el efecto de trasmisión de aquello que no puede
leerse por más que esté a la vista, y que no puede decirse por
más que se sepa, el que impidió acceder al origen de Melanie
Klein a generaciones enteras de analistas? Ese efecto de
trasmisión, que parece obedecer a un mandato de
ocultamiento, es el que merece todo nuestro interés. En la
medida en que el texto en cuestión no estaba oculto, ni era
inaccesible, nos enfrentamos ahora con la necesidad de
interrogar la razón de tal olvido. Entendemos que no sólo
sería insuficiente sino también falso atribuir a Melanie Klein
toda la responsabilidad de esa omisión, aunque efectivamente
ella haya hecho lo posible por olvidar sus orígenes.
1467
Melanie Klein y el nombre del padre
Melanie Klein murió en 1960 en Londres. Su nombre representa
una concepción del psicoanálisis que sitúa al fantasma en el lugar
del inconsciente freudiano. La universalidad del fantasma, hacia
donde se dirige la interpretación analítica, hace innecesaria la
pregunta por los orígenes —siempre singulares — del sujeto.
Teoría y técnica se imbrican en esta propuesta «universalista» hasta
tal punto que el kleinismo, a diferencia de lo que ocurre con la
enseñanza de Freud y de Lacan, llega incluso a postular una teoría
de la técnica. Y por doquier encontramos otros efectos, múltiples, de
este borramiento del sujeto, siempre singular, del inconsciente
freudiano. La obra de Melanie Klein a partir de 1926 estará
profundamente vinculada a su vida, y será precisamente en ese
nombre, Melanie Klein, en el que, al modo del síntoma, se
anudarán su vida y su obra desde el momento de su llegada a
Inglaterra. Melanie Reizes, nombre silenciado que Melanie jamás
usó como analista y al que sólo se pudo acceder muchos años
después de su muerte, nos invita a evocar la «información faltante»,
mencionada en «El desarrollo de un niño», tanto a propósito de la
educación psicoanalítica de Erich, como de lo que habría aquejado
a su otro hijo, Hans.16 Falta de información que remite no sólo al
papel del padre en el nacimiento sino también a un pasado judío
ortodoxo. El nombre completo de Melanie, por paradójica ironía,
aparecerá escrito en las páginas de la Enciclopedia Judía; Melanie
Klein-Reizes, la que se acercó al psicoanálisis proponiéndose el
alejamiento definitivo de Dios, a la misma edad,
148
los treinta y siete años, en que su padre. Moritz Reizes, había
abandonado el pasado judío ortodoxo para comenzar la carrera
de medicina. Pero el doctor Reizes conservaba en su apellido
un estigma del que evidentemente él no pudo desprenderse.
¿Cuál habrá sido esa marca de la que su hija Melanie intentó
alejarse durante toda su vida?
El apellido Reizes tiene distintas connotaciones. Reiz, en
alemán, significa irritación, estímulo, encanto; y como Reizes
es un genitivo, alguien llamado así estará expuesto a toda
suerte de burlas y de bromas pesadas. Pero no sólo es eso («de
mi irritación»); también Reizes es afín a Reisser, que el argot
utiliza para ladrón, impostor, y de Aus-reissen, masturbarse.
Finalmente, en su etimología Reizes tiene parentesco con
Reissen, que quiere decir arrancar, forcejear. La Enciclopedia
Judía revela que ese tipo de apellidos provenía de la existencia
en el Imperio Austrohúngaro de un mercado de nombres, que
permitía a los Judíos más acomodados acceder a apellidos más
honrosos, mientras que los más denigrantes eran vendidos a los
más pobres. Este parece haber sido el modo de violencia
ejercido contra los judíos en el Imperio Austrohúngaro, a
diferencia de otros países europeos, donde el mecanismo de
adquisición de los apellidos se realizaba según las reglas
establecidas de lugar, proveniencia, oficio, aptitudes, etcétera.17
El apellido Klein sustituirá a Reizes muy poco tiempo después
de la muerte, casi simultánea, del padre y del hermano de
Melanie; y la acompañará, ya separada de Arthur Klein, durante
toda su vida. A los treinta y siete años, Melanie Klein en-
149
contró en el psicoanálisis un lugar privilegiado para combatir
la idea de Dios y la autoridad paterna que esta representaba
para ella. Se dirigirá entonces a los principales representantes
de la comunidad analítica —médicos, judíos, ateos— para que
—al modo de una nueva familia— la ayuden en la educación
de sus propios hijos. La separación de su marido se produce en
1920. Y en los nombres que la sostendrán a partir de ese
momento se encuentra cifrada de un modo realmente notable
—casi sintomático— la búsqueda de un nuevo nombre. . . ¿del
padre? Será ante todo Sándor Ferenczi (el de las mismas
iniciales que el creador del psicoanálisis) quien la acerque a
Sigmund Freud, y a Viena, lugar de nacimiento al que, según
se dice, nunca regresó; Fritz será el nombre elegido para
presentar a su hijo Erich a la comunidad analítica. De Antón
von (Fr)eund recogerá los comentarios que la ayudarán a dar
un carácter más analítico a sus intervenciones educativas y a
establecer para el análisis horarios separados del resto de las
actividades cotidianas compartidas con su hijo.
Ya en Berlín, el análisis de su hijo Hans será publicado con
el nombre de (F)elix. Y finalmente, será Karl Abraham quien,
a partir de 1921, marcará el pasaje de Budapest a Berlín,
sucediendo a Ferenczi ya... Arthur Klein. Este nuevo cambio
de domicilio también quedará cifrado alrededor de las letras de
un nombre. De Arthur Klein, el marido creyente al que había
acompañado durante casi veinte años, a Karl Abraham, se
produce un nuevo giro; pero en el pasaje de A. K. a K. A.,
Melanie reencontrará un algo, quizá sólo unas letras, de lo que
se proponía olvidar.
150
Quizá sólo unas letras, pero quizá también el emblema
representado por Abraham de la fidelidad al maestro, que —
a diferencia del resto de los discípulos de Freud— sostuvo
hasta su muerte. Y quizá también, aunque sólo quizá, la
figura de Abraham analista haya evocado el nombre del
Abraham del Antiguo Testamento, emblema de la
obediencia incondicional a Dios, cuyo mandato no vacila en
acatar aunque se trate de ofrecerle en sacrificio a su propio
hijo.
¿Qué se habrá gestado en el análisis de Melanie Klein con
Abraham, el teórico de la incorporación canibalística —¿del
padre primordial?— para que Melanie evocara tantos años
después, según el testimonio de Hanna Segal, ese análisis
como los «nueve meses» que la habrían conducido a una
verdadera comprensión del psicoanálisis?18 (Los datos
cronológicos indican que el análisis de Melanie Klein con
Karl Abraham se extendió durante catorce meses.)
La verdad de la ficción
La búsqueda del apellido de origen y del origen del apellido
paterno de Melanie Klein fue conduciendo a una renombrada
psicoanalista, María Torok, a un descubrimiento inesperado,
surgido, como ocurre con frecuencia en la investigación
psicoanalítica. en el misterioso espacio que se crea entre el
sueño y la más rigurosa documentación. De la ausencia casi
absoluta de documentos sobre el origen, saldrá a la luz un
texto encontrado por azar en la biblioteca universitaria de
Viena. Se trata de la publicación póstuma, realizada
151
por Melanie Klein-Reizes, de los ensayos filosófico-literarios de su
hermano Emmanuel, en 1906, en Viena.19 Melanie figura allí con
su nombre completo, el que explícita los lazos de filiación que la
unían a Emmanuel. El libro, titulado El melón, es un diálogo al
modo platónico entre dos filósofos, maestro y alumno,
Kainokephalikos, la Cabeza, y Gasterokainos, el Vientre, que
discuten acerca de las cualidades del melón, su forma, su color, su
interior, su ser, su existencia. El melón terminará por transformarse,
ante los ojos de los avezados filósofos, en los senos de una bella
joven (¿Melanie?). La sílaba Mel empieza a recortarse.
Confrontemos el hallazgo del libro de Emmanuel Reizes,
realizado a comienzos de 1981, con lo que Hanna Segal escribe:
«Emmanuel, conciente de la inminencia de su muerte, tenía una
gran confianza en el talento de su hermana y le predecía siempre un
brillante porvenir, del que él mismo se sabía privado (...) Ella, por su
parte, lo admiraba profundamente. Cuando murió, Melanie, que se
encontraba casada y viviendo en el extranjero, regresa a Viena y,
aunque estaba embarazada, se siente en la obligación de publicar los
poemas y los ensayos escritos por Emmanuel. Pero este proyecto
fracasó; en primer lugar porque hubo dificultades con la editorial
que había aceptado publicarlos, y en segundo lugar por el estallido
de la guerra».20 Este testimonio que nos brinda Hanna Segal es
sumamente valioso no sólo por las incongruencias, fácilmente
cotejables, de fechas y lugares (Emmanuel murió antes del
casamiento de Melanie, la guerra estalló en 1914. etc.) sino porque
una vez más aparece un olvido par-
152
ticularmente significativo. Al negar que pudiera concretarse
su propósito de publicar la obra de su hermano, cuando
efectivamente lo llevó a cabo, Melanie Klein cierra una vez
más la posibilidad de acceder a un lugar donde ella figuraba
con su nombre completo: Melanie Klein-Reizes.
Volvamos entonces a la silaba Mel, y ahora sí, al sueño de
María. Torok: «Atravesaba el Danubio para ir a lo de
Ferenczi, donde tendría lugar la última sesión de Melanie.
Llegué más de media hora antes, y me disponía a pasear. ¿Y
qué veo? Melanie sale de la casa con la mirada perdida, ella
se aleja de mí y comprendo entonces que Ferenczi no le ha
dado su última sesión o la ha acortado considerablemente. Lo
lleno de reproches, y él se defiende diciendo que,
contrariamente a lo habitual, ha debido dejarla partir. A causa
del profesor. Es que el profesor ha venido imprevistamente
de Viena a Budapest, y Ferenczi tuvo que ir a buscarlo a la
estación. Al verme cada vez más sombría y acusadora,
Ferenczi me dice: "Pero ella ya no tiene necesidad de mí, ya
ha comprendido todo, fíjese cómo comprende a los niños".
Quizá comprenda a los niños, ¿pero acaso comprende su
nombre? Ella figura en su registro como Melanie Klein, y
en el liceo su hija está inscrita como Melitta Klein. Y ahí
mismo, en el sueño, me doy cuenta del desdoblamiento del
"Mel": Mel-anie, Mel-itta. Y veo a Ferenczi golpearse la
frente y salir a la calle corriendo por los puentes y las
avenidas de Budapest. Pero ¡ay! Melanie. la pequeña
Melanie ya está en el tren que la lleva rumbo a lo de
Abraham. el padre de la incorporación canibalística...
153
E1 mel-mel resuena aún en mis oídos cuando escucho
el despertador. Y me doy cuenta de los efectos de la
persecución. . . con el dolor y la vergüenza de su
patronímico, que data de generaciones, Melanie ha
dividido su nombre en sílabas y le ha dado una fracción,
la primera sílaba, a su hija. Luego la sílaba "mel"
devendrá el símbolo universal —traducido a todos los
idiomas— de una religión sólidamente arraigada;
religión que ningún monarca querrá abolir ni perseguir.
Dado que "mel", la sílaba "mel" escuchada en húngaro
significa: seno».21
Los nuevos principios
La vida en Berlín se le había hecho a Melanie muy penosa
tras la muerte de Abraham. Este constituía, al parecer, su
único apoyo en el momento en que sus ideas comenzaban a
conocerse y a ser confrontadas con las de Anna Freud, que
en Alemania habían encontrado una buena acogida.
Aceptará en consecuencia la invitación de Ernest Jones, y
hacia fines de ese año de 1926 se establecerá definitivamente
en Londres. A diferencia del traslado de Budapest a Berlín,
adonde se había instalado con sus tres hijos, Melanie viajó
completamente sola a Inglaterra. (Más adelante haría venir
a Erich.) Jones le brindó, desde su llegada, la hospitalidad
y la protección que le faltaron en Berlín tras la muerte de
Abraham. Incluso le enviará a sus hijos y a su esposa
para que los analice, e invitará a otros renombrados
analistas a seguir su ejemplo.22 Inglaterra será su patria
154
definitiva y el lugar desde donde comenzará de entrada por
cortar sus lazos con el pasado, iniciando una nueva vida. Los
«Principios psicológicos del análisis infantil», donde presenta
sus «casos», no plantean todavía una modificación de
«principios': estos quedarán definitivamente asentados en el
«Simposio sobre análisis infantil», convocado por Jones a
comienzos de 1927 y al que fue invitada a asistir Anna Freud.
Con el cambio de país, de idioma, y en ausencia de familia
propia, la disputa con Anna Freud, apoyada por destacados
miembros de la Sociedad Psicoanalítica de Londres, alcanza, en
este nuevo contexto, una dimensión inusitada.
Según el biógrafo de Anna Freud, Uwe Peters, la hija de Freud
habría mantenido la calma frente a los ataques personales allí
recibidos, a los que jamás respondió; ataques que no sólo
estaban dirigidos contra ella sino también contra su padre. Cabe
consignar que Ernest Jones, si bien no los propició, tampoco
hizo nada para impedirlos. De hecho habría tomado partido
contra Anna Freud; y aunque no mencione el Simposio en su
biografía de Freud, citará allí la carta que este después le envió:
«No considero que nuestras divergencias teóricas sean pocas,
pero dado que no se acompañan de resentimiento, no
debieran producir efectos enojosos. Puedo afirmar que
nosotros en Viena no nos hemos opuesto de mala fe, y
vuestra amabilidad ha compensado el modo en que
Melanie Klein (y su hija)* se comportaron con Anna. Es
*
Melitta no estaba presente en esa oportunidad. Nombrarla al lado de su
madre constituiría por lo tanto un error de Freud. Pero un error que
revela sin proponérselo la inscripción del psicoanálisis de niños en una
herencia «familiar».
155
cierto que en mi opinión vuestra sociedad ha seguido a Melanie
Klein por una mala senda, pero como la esfera de donde ella
saca sus conclusiones me es ajena, no tengo derecho a
oponerme con firmeza».23 Y Jones comenta: «En el curso de
una larga discusión con Freud en la que defendí el trabajo de
Melanie Klein, no se podía esperar que él estuviera del todo
abierto a la crítica, tanto dependía de los cuidados y del afecto de
su hija».24 Indudablemente Melanie encontró en la comunidad
analítica de Londres un lugar propicio, un terreno fértil para
enfrentarse a los principios de Anna, tan diferentes de los suyos.
Para acentuar esas diferencias le era necesario olvidar toda
posible conexión con su propio punto de partida. La
formulación de Anna acerca de la dificultad de saber hasta
dónde un niño podrá establecer con su analista una relación
trasferencial estando los padres todavía presentes en su vida no
podía dejar de alcanzarla, al menos en su pasado reciente. Por
eso el Simposio constituirá una suerte de batalla de principios, y
no es casual que sea Anna Freud, con todo lo que esta
representaba, la rival contra quien erija sus propuestas. También
por eso los postulados de Melanie Klein para el análisis de niños
quedarán indisolublemente ligados a los de Anna Freud. Allí se
instaura la histórica rivalidad que las hermanará de por vida,
haciendo del psicoanálisis de niños un permanente contrapunto
entre dos perspectivas antagónicas: la «analítica» (Melanie
Klein) y la «pedagógica» (Anna Freud). Ambas constituirán las
dos clásicas versiones que condujeron a tantas generaciones de
analistas a la repetición dogmática de fórmulas vaciadas de toda
enuncia-
156
ción y que convirtieron el análisis de niños en una
cuestión de filiación.
Melanie Klein: «su obra»
Es imposible no reconocer en los postulados analíticos de
Melanie Klein una marcada superposición con el momento
puntual de su vida en que el pasado parece quedar —por fin
— definitivamente atrás: el análisis del niño deberá
prescindir de toda vinculación con sus padres reales, con su
historia familiar, con cualquier posible obstáculo ajeno a la
situación analítica: ello es completamente innecesario porque
los padres sólo cuentan como objetos parciales que pueblan
el mundo fantasmático del niño. El único «origen» al que el
análisis remite es el de la escena primaria; la presencia
abrumadora de la cópula seno-pene se reflejará detrás de
cada gesto, cada palabra, cada imagen, cada expresión. Es el
interjuego proyectivo-introyectívo del sadismo innato
dirigido contra la pareja combinada lo que el analista debe
explorar y poner en palabras que expliquen al niño las
razones de su angustia: sólo así podrá elaborarla y, al reparar
los objetos dañados por su sadismo, orientarse por el camino
de la sublimación.
¿Qué destino tuvo su principio de realidad, que pocos años
antes hacía imprescindible la presencia de los padres —en
particular de la madre— en la educación, y limitaba la labor
analítica a aquello que en el niño no podía ser modificado
desde el exterior? Si bien la segunda parte de «El
157
desarrollo de un niño» postula la liberación de la fantasía en tanto
objetivo central del proyecto analítico-educativo, la madre y la
analista siguen siendo la misma persona, sólo que desdoblada.
¿Quién, nos gustaría preguntarle, sería el doble de quién? ¿La
tajante separación propuesta en 1927 habrá sido sólo un artificio
para ocultar la superposición primera? El desdoblamiento
propuesto para Erich-Pritz prefiguraría entonces a una madre (o a
un padre) que hará entrega de su hijo a una vecina analista y que
en ningún momento estorbará su trabajo. No se puede soslayar
que los pacientes niños recibidos por Melanie a su llegada a
Inglaterra fueron los propios hijos de sus anfitriones: por lo tanto
era una necesidad no sólo teórica sino también práctica
desvincular la escena analítica con el niño, de otros momentos
compartidos por los padres, el nido y la analista. La experiencia de
haber analizado a su propio hijo sin estorbo le permitirá hacer del
desdoblamiento un principio... ¿de continuidad?
Recordemos que para Melanie no era necesario que el niño
aceptara la situación analítica; en efecto, desde su inconsciente, no
podía sino resultarle... familiar. El principio de realidad, el que
posibilita «la adquisición de un juicio crítico e independiente», de
ahora en adelante sólo podrá ser alcanzado previo análisis de los
fantasmas sádicos que, en todos los casos y en forma universal,
están dirigidos contra los padres buenos y protectores.25 Aunque
esta idea contradiga la del sadismo en relación con la escena
primaria, es coherente con la necesidad de desculpabilizar a
los padres analistas que le han dado sus hijos para ser
analizados y al mismo tiempo sirve para justificar el aná-
158
lisis en los casos en que la agresividad de los pequeños pacientes
se dirige hacia los padres reales.
Las formaciones del inconsciente serán traducidas en un
fantasma universal: la expresión de la lucha sin cuartel entre las
pulsiones libidinales y las destructivas se manifestará en la
proyección y la introyección de los componentes sádicos del
complejo de Edipo temprano. Esta formulación, que fue
alcanzada en 1934 en «Contribución al estudio de la psicogénesis
de los estados maniacodepresivos »,26 contendrá el núcleo de todo
su sistema: el origen de toda persecución remite a la persistencia
del fantasma inconsciente que utiliza todos los medios de ataque
que el sadismo es capaz de imaginar. En 1941, en plena guerra
mundial, Melanie Klein toma en análisis a Richard y, a lo largo de
cuatro meses, describirá el terror del niño frente a Hitler: probará
que este no es sino el padre-malo, el pene persecutorio, el pecho
atacado. Lo que establece la mejoría de Richard será, por
consiguiente, su deseo de reparar a ... Hitler.27
La angustia, las muertes, los bombardeos, la persecución sólo
podrán ser reducidos, como lo habrían probado los análisis
llevados a cabo durante la guerra, por medio del análisis de las
ansiedades primitivas que esta despertaba; es lo que dirá Melanie
Klein en 1948 en defensa de la probada validez de su sistema.
Finalmente, en 1957, tres años antes de morir, Melanie Klein
postulará a modo de legado final, en Envidia y gratitud,28 una
concepción del psicoanálisis muy próxima a una moral del bien y
del mal, análoga al maniqueísmo de algún sistema religioso. La
superación definitiva de los ataques envidiosos dirigidos contra el
objeto permitirá la instauración
159
definitiva del objeto bueno que, sólidamente arraigado
en el interior del sujeto, lo sostendrá y lo protegerá de
cualquier ataque proveniente del mundo exterior: «En
cualquier período de la vida, bajo la presión de la
ansiedad, la fe y la confianza en los objetos buenos
ayudan a las personas a través de las grandes ansiedades
contrarrestando eficazmente la persecución». 29
Melanie Klein: un nombre
Será en Inglaterra donde Melanie, sostenida por el
fuerte apoyo que allí encuentra, comenzará a difundir
sus ideas en su propio nombre. Si la ficción dice algo de
la verdad, retomemos entonces lo que el sueño reveló a
María Torok y continuemos la ficción. El «olvido» del
apellido paterno hará que Melanie, adoptando el
«Klein» para siempre, traslade a la teoría analítica de la
relación de objeto las letras cifradas en su nombre y
apellido. A partir de entonces el Mel-Klein se escuchará
como su propio mensaje, que retornará insistentemente
y dará forma a los objetos, reencontrados una y otra vez
y combinados de distintos modos en los fantasmas del
niño (das Klein). Seno y niño, seno y pene —siguiendo
los usos del lenguaje en las ecuaciones simbólicas que
propone Freud—, la escena analítica kleiniana evocará
de este modo un mundo de espejos que reproducen un
mismo significante: Mel-Klein, repetido al infinito.
¿Y si Melanie hubiera podido analizar su nombre
en la última sesión habría quedado la sílaba
160
«Mel» destinada para siempre al «Klein» reconocible en todos
los idiomas en que el psicoanálisis se habla como la «típica»
interpretación kleiniana? Interpretación que entonces operará en
la enseñanza del psicoanálisis al modo de una marca registrada,
de un rasgo inconfundible de su creadora. ¿El análisis de
Melanie Klein podría haber evitado que su nombre se
trasformara en Inglaterra, su patria de adopción, en destinatario
de temor y reverencia, de rechazo y condena, al estilo de un
verdadero dogma, según dirá Melitta Schmideberg, la hija de
Melanie Klein, en un desgarrador alegato dirigido contra el
fanatismo de su madre y sus seguidores? 30 Dogma basado,
según revela ese testimonio, en la necesidad de excluir de la
escena analítica cualquier elemento de la «realidad».
¿Es sólo una cruel ironía del destino que haya sido la propia
hija de Melanie. que también lleva en su nombre la sílaba
«Mel», quien denunciara los entretelones y las intrigas de la
Sociedad Británica de Psicoanálisis, de las cuales su madre
había sido la principal protagonista? También podríamos
considerar otra ironía que Erich, el que de niño se consolaba
pensando que viviría para siempre con su madre, en Inglaterra
eligiera cambiar su apellido paterno (¿o materno?) por el de
Clyne,31 sólo que este nuevo apellido, aunque homofónico con
el anterior, será totalmente inglés y cristiano en lugar de alemán
y judío. Extraña ironía que señala un destino de repetición del
corte con los orígenes, en un abierto contraste con el anhelo que
Melanie Klein expresará con estas palabras en Envidia y
gratitud: «El hecho consabido que los padres reviven sus
propias vidas en
161
sus hijos y nietos —si esto no es una expresión de
una actitud en exceso posesiva y de ambición
desviada— ilustra lo que estoy tratando de trasmitir.
Los que sienten que han tenido participación en la
experiencia y placeres de la vida son mucho más
aptos para creer en la continuidad de la vida (...)
Como dijo Goethe: "el más feliz de los hombres es el
que puede hacer concordar estrictamente el fin de su
vida con el comienzo"».32 Los padres pueden desear
«volver otra vez» a través de sus hijos pero el
psicoanálisis nos enseña que los hijos, al intentar
separarse de sus padres, testimoniarán con sus
síntomas, sin saberlo, aquellos puntos en los que no
se produjo un verdadero desprendimiento. El anhelo
de continuidad expresado por Melanie Klein hacia el
fin de su vida sobre el trasfondo de la ruptura que sus
hijos a su vez habrían realizado, permite suponer que,
efectivamente, hay un final que concuerda con un
comienzo. ¿Habrá seguido Melanie Klein —nos
preguntamos— los designios de sus muertos, que le
auguraban un porvenir brillante, al precio de
desvincularse para siempre de su origen? ¿O estos
principios, alejados en lo simbólico, habrán quedado
incorporados en la dimensión imaginaria de un
mismo e implacable fantasma y cifrados en lo real de
las letras de su nombre?
162
8. Los nombres y sus destinos
El sabio Salomón
«Vinieron por entonces al rey dos prostitutas y se
presentaron ante él. Una de las mujeres dijo:
"Óyeme, mi señor. Yo y esta mujer vivíamos en la
misma casa, y yo he dado a luz, estando ella
conmigo en la casa. A los tres días de mi
alumbramiento, también dio a luz esta mujer;
estábamos juntas, no había ningún extraño con
nosotras en la casa, fuera de nosotras dos. El hijo de
esa mujer murió una noche, porque ella se había
acostado sobre él. Se levantó ella durante la noche y
tomó a mi hijo de mi lado, mientras tu sierva
dormía, y lo acostó en su regazo, y a su hijo muerto
lo acostó en mi regazo. Cuando me levanté por la
mañana para dar de mamar a mi hijo, lo hallé
muerto; pero fijándome en él por la mañana vi que
no era mi hijo, el que yo había dado a luz". La otra
mujer dijo: "No; todo lo contrario, mi hijo es el
vivo y tu hijo es el muerto". Pero la otra replicó:
"No; tu hijo es el muerto y mi hijo es el vivo". Y
discutían delante del rey. Dijo el rey: "Traedme una
espada". Llevaron una espada ante el rey. Dijo el
rey: "Partid en dos al niño vivo y dad una mitad a
una y otra a la otra". La mujer de quien era el niño
vivo habló al rey, porque sus entrañas se
conmovieron por su hijo, y dijo: "Por
163
favor, mi señor, que le den el niño vivo y que no le
maten". Pero la otra dijo: "No será ni para mí ni para ti;
que lo partan". Respondió el rey: "Entregad a aquella el
niño vivo y no le matéis: ella es la madre". Todo Israel
oyó el juicio que hizo el rey y reverenciaron al rey, pues
vieron que había en él una sabiduría divina para hacer
justicia».1
¿En qué reside la fuerza de este juicio, que la tradición oral o
bien deforma bajo el modo de una solución equitativa que
satisfaría a ambas partes por igual (una «solución salomónica»)
o lo reduce a la exaltación de la infinita capacidad del amor
maternal, que no vacila en renunciar al hijo con tal de que este
pueda continuar viviendo? Todo Israel oyó el juicio que hizo el
rey. ¿Pero acaso fue escuchado en todo su alcance? Se lo
evoque como una solución equitativa o como el premio a las
virtudes sacrificiales del amor materno, lo que nunca se
menciona es la sanción de la maternidad como un hecho de
discurso, más allá de su dimensión biológica. En efecto, el rey
no recurrió a ninguna evidencia empírica, no buscó
confirmaciones exteriores a la palabra, que le permitieran
certificar cuál era la verdadera madre. Para llegar a su conclusión
sólo se guió por la respuesta de cada una de esas dos mujeres en
el momento en que amenazó partir al niño con la espada,
símbolo de re-parto mortífero. La madre tuvo que ser la que
evitó con su palabra la concreción de la amenaza de castración
imaginaria para dar lugar a la palabra que corta, separando
definitivamente al niño de sus entrañas. «Esa es la madre», dirá
Salomón, «dádselo a ella». Y no ne-
164
cesariamente será esta la madre biológica, aunque también pueda
serlo. El juicio salomónico eleva la maternidad a su dimensión
simbólica, como hecho de discurso, sin la facilidad de la apoyatura
biológica, al tiempo que ejecuta la prohibición del incesto separando
al niño de las entrañas que lo gestaron, de la una o de la otra mujer.
Ese hijo no llevará el apellido paterno; proviene de una prostituta,
una mujer cualquiera, y su padre, anónimo, también será alguien
cualquiera. Pero a partir del juicio el niño vivirá marcado por la
palabra del rey. El nombre del padre estará representado por esa
palabra que al separar al niño de las entrañas maternas puede
reconocer a la madre. La palabra que corta de un modo diferente del
filo de una espada designa a la madre sin ninguna certeza empírica,
y en ese mismo acto instaura el lugar de la paternidad simbólica.
¿Cuáles pueden ser las razones de que en la trasmisión no haya
habido referencia alguna a esta otra dimensión de la maternidad?
Aventuremos una hipótesis: ¿Se tratará del punto en el que la
sabiduría de Salomón se revela incompatible con la aserción, de
larga data en Occidente, de la certeza de la maternidad frente a la
incertidumbre de la paternidad? Pater semper incertus, mater
certissima. La certeza de la maternidad, corroborada por la biología,
dejaría el fundamento simbólico como patrimonio exclusivo de la
paternidad, que precisamente se apoyaría en la incertidumbre del
padre biológico. Sabemos que Freud invoca aquel dicho latino al
referirse a estas cuestiones.2 ¿No deniega así el fundamento
simbólico de la maternidad que está presente en toda gestación, y
legitima un primer tiempo de fusión in-
165
cestuosa que sólo en un tiempo segundo será interdicta
por la función paterna? En este punto la teorización
freudiana quizá sobrelleve el enorme peso de una
tradición que, al hacer de los niños «cosa de mujeres»,
seguirá obturando el camino a la dimensión inaugurada
por la sanción salomónica, que no es precisamente una
solución, en torno de la cuestión de la maternidad.
El psicoanálisis de niños, territorio de
analistas-mujeres
«Ha sucedido automáticamente que el análisis de niños
llegara a ser terreno de analistas mujeres y sin duda que esto
seguirá siendo así».3 El hecho fácilmente comprobable de que
las mujeres analistas ocuparan ese territorio (a excepción de
Donald Winnicott son casi inexistentes los analistas hombres
que hayan dejado alguna marca en el campo del análisis
infantil) introduce una pregunta fundamental: ¿la conjunción
de mujeres y niños es sólo una extensión al psicoanálisis de la
tradición cultural que otorga a las mujeres, en tanto madres
potenciales, la cualidad especial de comprender a los niños
como parte del hecho natural de haberlos portado en sus
entrañas? El «automáticamente» de la legitimación que el
comentario de Freud instauraría nos permitirá abrir un camino
diferente. El registro imaginario en el que las mujeres poseen
un saber inefable sobre los niños impide buscar la causa de
esta apropiación en razones inherentes a la historia del
psicoanálisis. Pasemos entonces del «automática-
166
mente»: de manera directa, sin mediación, repetidamente, a la
búsqueda de la articulación lógica, es decir, al fantasma en el que
se sostiene, en el seno mismo de la trasmisión del psicoanálisis.
De la aserción freudiana no se deduce que el destino de toda
analista mujer sea ocuparse de niños. ¿Por qué entonces las que
analizan niños fueron y sin duda seguirán siendo las mujeres
analistas? Para recuperar el alcance enigmático que el
«automáticamente» imprime al vaticinio es necesario situarlo en
relación con un doble contexto: por una parte, el que nos permite
reconstruir el modo en que los niños llegaron a constituirse en
pacientes —momento inaugural— y, por la otra, el que se
refiere al futuro («sin duda que esto seguirá siendo así»).
Veamos la manera en que ambos tiempos se relacionan.
Recordemos que en un primer tiempo, el de la publicación del
historial de Juanito, Freud sostuvo que ese análisis fue posible
por la unión de la autoridad paterna y la autoridad médica en una
sola persona, y que el método analítico hubiera sido inaplicable
de no mediar esta singular circunstancia. En este primer tiempo
no habría existido, por lo tanto, ninguna interdicción para que los
analistas analizaran a sus propios hijos. Todo lo contrario. Y si
bien en esa época quizás aún no existía ninguna mujer
psicoanalista de niños, tampoco se postula esto como un ideal
por alcanzar. Vimos que es sólo en un segundo tiempo
cuando la cura psicoanalítica de un niño se empieza a esbozar
con pautas y conceptos que intentan acercarlo o diferenciarlo
del análisis de los adultos: es el tiempo en que coexisten
cuestiones vinculadas a la formación de los analistas y a la
167
institucionalización, en que comienzan las alianzas y disputas
y están en juego la sucesión y el futuro del psicoanálisis. ¿Será
sólo en este segundo tiempo cuando las mujeres analistas
advengan a una sucesión automática de los niños en calidad de
pacientes?
En el mismo lugar en que Freud sitúa al análisis de niños
como terreno de analistas mujeres leemos, precediendo el
aserto, esta interesante acotación: él apenas se ha ocupado —
dice— de un tema que, sin embargo, entraña una
extraordinaria importancia y está tan lleno de posibilidades que
se lo puede considerar la actividad capital del análisis. Se trata
de la aplicación del psicoanálisis a la pedagogía, a la educación
de las generaciones venideras. Pero hace constar allí su
satisfacción de que su hija, Anna Freud, haya hecho de esa
labor la misión de su vida, compensando así su negligencia.4
¿Los niños serán entonces patrimonio de las mujeres
analistas como parte de una misión, capital para el futuro del
psicoanálisis, destinada a compensar la falta del padre? ¿Acaso
esta falta consistirá en no haberse dedicado suficientemente al
tema o en haber destinado a su hija a compensarlo,
adjudicándole una misión de por vida? En ese caso la falta
sería haber convocado a Anna para completar su obra.
La entrega de los niños a las analistas mujeres no deja de
evocar, al modo del automatismo de repetición, el tiempo
primero en que los niños podían ser analizados por sus padres.
Tampoco deja de evocar la vinculación con el padre, para toda
la vida, establecida por Freud como característica principal del
complejo de Edipo en la mujer.
168
El destino freudiano del Edipo femenino
«El deseo con el que la niña se orienta hacia el padre es, quizás,
el de conseguir de él el pene que la madre le ha negado. Pero la
situación femenina se constituye luego, cuando el deseo de tener
un pene es relevado por el de tener un niño, sustituyéndose así el
niño al pene, conforme a la antigua equivalencia simbólica (...) un
hijo habido del padre pasa a ser en adelante el deseo femenino
más intenso (...)».5 El Edipo es en la mujer el dificultoso desenlace
de la primitiva vinculación con la madre, arduo y prolongado
trabajo que incluye dos tareas inexistentes para el niño varón: el
cambio de zona erógena —pasaje del clítoris a la vagina— y de
objeto —pasaje de la madre al padre—. Siendo así, si en una
evolución normal se alcanzan esos dos objetivos, ninguna razón
se revelará suficiente para abandonarlos. Tras ese intenso trabajo,
la niña-mujer habrá llegado a la posición femenina: allí inaugura y
concluye al mismo tiempo un ligamen con su padre que perdurará
en lo inconsciente para el resto de su vida. Y ninguna razón
necesaria la llevará a abandonar ese puerto de salvación porque, a
diferencia del niño varón, ninguna amenaza pende sobre el deseo
del niño-pene que anhela obtener del padre. A lo sumo, una
decepción puede hacer que en ciertos momentos este modo de
vinculación con el padre se abandone a cambio de una
identificación con él; así se reinstaurará el vínculo primitivo con la
madre, en el que la niña recupera su complejo de masculinidad.
La fluctuación entre ambas actitudes será para Freud una
característica fundamental de la vida sexual femeni-
169
na, portadora de lo que para muchos hombres constituye el
enigma de la feminidad. Es sólo en la vinculación con la madre
donde se manifiesta el miedo de la castración, y la vinculación
con el padre será el único refugio seguro contra este temor de
saberse castrada. Tampoco podrá una mujer sentirse a resguardo
en la relación con su marido porque este, elegido en primera
instancia según el modelo del padre, heredará la primitiva
relación con la madre.6 La reflexión freudiana lleva por lo tanto
a concluir que, efectivamente, sólo la vinculación con el padre, y
con el hijo que fantasmáticamente desea obtener de él,
garantizará a una mujer una tranquilidad de por vida.
Sabemos que los enunciados freudianos fueron seriamente
cuestionados por muchos de sus contemporáneos (la llamada
escuela inglesa encabezó esta polémica en la que se intentó
demostrar la posición prejuiciosa de Freud respecto de la
sexualidad femenina) y que fue necesaria la introducción de los
tres registros —simbólico, imaginario y real— junto con sus
correlatos —castración, frustración, privación
— por parte de Lacan para recuperar la dimensión esencial de la
falta, presente, aunque oscura, en la enunciación freudiana. El
Edipo freudiano revelará entonces ser un concepto fundamental
para situar el lugar del padre en la estructura, y el complejo de
castración, reformulado por Lacan, permitirá, en ambos sexos,
situar el lugar de la falta a partir de la interdicción que,
necesariamente, recaerá sobre la primitiva vinculación con la
madre. A partir de Lacan, falo, Edipo y castración recuperarán la
dimensión esencial que les corresponde en la teoría
psicoanalítica.
170
El ordenamiento operado por Lacan permite recuperar lo
esencial pero también reconocer los impasses de la teorización
de Freud y, de este modo, el punto donde su falta se pone en
acto en relación con su propia hija. En efecto, el vínculo de
Freud con Anna es un fiel testimonio de lo que consideró la
salvación para una mujer. El ligamen con el padre, durante
toda la vida, la compensará de la falla de pene a través de la
entrega, no sólo de un niño, sino de todo un territorio: el
análisis de niños vinculado con la pedagogía, misión capital,
dirá, para garantizar el futuro del psicoanálisis. En esta
sucesión también será la obra de un padre la que quede
garantizada.
Sí Freud planteó el enigma "¿qué quiere una mujer?» como
paradigma del deseo, también aventuró una respuesta: un niño,
punto de anclaje que pone un tope a su desplazamiento sin límites
y le otorga un significado final. Y ese niño será el hijo que desea
recibir del padre. ¿Será acaso ese niño —de la hija— el que
compense a su vez al padre del lugar incierto que posee en la
estructura? ¿No es el fantasma de recibir un hijo del padre
correlativo del punto en el que un padre, al dar un hijo a su hija,
podrá instaurar cierto grado de certeza sobre su paternidad? La
hija, al desear un hijo del padre, se protegerá de la indeterminación
de su condición deseante, y el padre quedará a su vez a resguardo
de la incertidumbre de la paternidad, La marca de filiación, deuda
por pagar en ambos sexos, deviene falta por compensar en el caso
de la hija mujer porque el hijo varón, destinado él también a
genitor incierto, no podrá ofrecer ninguna garantía respecto
de la paternidad. Se sabe de las disputas que Freud
171
mantuvo con sus discípulos hombres acerca de la «paternidad»
de sus descubrimientos. ¿Sólo una mujer en posición de hija
mantendrá viva la ilusión de la perpetuidad de su obra?
Nombrando a las analistas mujeres, y a Anna en particular,
como herederas del territorio que garantizará el futuro del
psicoanálisis, es su propia obra la que Freud destina a ser
completada.
No se puede desvincular la concepción de un niño de la
relación con el nombre del padre, que habita en la mujer que lo
gesta. Pero el niño de la hija no llevará su apellido (las
diferencias culturales no alcanzan en este punto el valor de
contraprueba empírica), lo que implica que el nombre del padre,
en tanto apellido, está destinado a su pérdida. Nombrar a una
hija como madre —sólo del niño que desea de su padre—
obtura, en la relación con el padre, el funcionamiento de la
metáfora. Si desde la palabra paterna se cierra esta posibilidad, el
nombre se constituirá en emblema, en marca registrada de una
concepción que remite —automáticamente— al padre. En el
fantasma que une a la hija mujer con su padre a través del niño
que desea recibir de él. ese niño, obviamente, seguirá portando
su apellido.
Nombrar a una hija como heredera de un territorio revela —
automáticamente— que esa nominación sitúa el punto de falla
de la metáfora que permitiría que el nombre, junto con el niño,
inaugurara otro destino. Pero esto representa un trabajo, y Freud
no postuló, como parte de la tarea ineludible, que a una mujer la
aguardara, para alcanzar la posición femenina, además del
cambio de objeto y de zona erógena, el cambio de nombre.
172
El complejo de Edipo no es un puerto de salvación que
resguarde a la mujer de este trabajo elaborativo, que tal vez
le permitiría precisamente no permanecer anclada en él de
manera indefinida. La relación de una mujer con el apellido
paterno pone en evidencia que, si desde el lugar del padre
no le es ofrecida la posibilidad de metaforizarlo, es decir, de
aceptar su pérdida, quedará, en efecto, ligada a él para toda
la vida. La utilización automática del nombre como propio
—siga siendo el del padre o haya sido desplazado por el del
marido— dice del nombre como emblema, como toma de
posesión; y necesariamente el niño gestado en tal nombre
no será un producto significante sino sólo un atributo fálico.
Constituirse como mujer-analista de niños implica entonces
esta tarea ineludible: no sólo responder como mujer a la
relación que porta con el nombre de su padre, para no
quedar pegada fantasmáticamente al niño que desea obtener
de él, sino también responder como analista a la historia que
hereda, de la cual, lo sepa o no, lleva las marcas.
Los nombres y sus destinos
En los orígenes del psicoanálisis de niños tres nombres
de mujeres dicen de diferentes modos su vinculación con
el lugar del padre: la ficción nos permite considerarlos
como respuestas paradigmáticas a los destinos que Freud
postuló para el Edipo femenino. La cuestión de la
inscripción de las mujeres en el psicoanálisis se pone en
escena en relación con los niños diciendo y callan-
173
do lo no dicho del lazo de filiación. Esos tres nombres
representan el síntoma del lugar de las mujeres que, en
posición de hijas, deberán ocuparse de los niños.
Hermine von Hug-Hellmuth
Un niño, en los lejanos comienzos de esta historia; fue
criado por dos hermanas, ambas solieras, de acuerdo con los
criterios educativos más avanzados de la época. Ese niño
deformaba el nombre de su tía — Hermine-Hermun-Herman
— porque para él, ella era un hombre que debía remplazar a
su padre ausente. La tía le respondía que eso no era posible
porque ella era una mujer. Lo probable es que, como había
permanecido soltera, llevara el mismo nombre de familia que
su hermano Antonie; de allí que constituya un verdadero
misterio la proveniencia del «Hellmuth» con el cual firmó su
obra.
Anticipando su próximo fin —¿ofreciéndose a él?—,
Hermine von Hug-Hellmuth pidió reserva sobre su vida y
su obra. La nota necrológica firmada por Bernfeld informa
de su muerte aludiendo a este pedido hecho por la doctora
Hermine von Hug-Hellmuth. «cuyos aportes en el campo
del análisis infantil no necesitamos recordar»,7 marca esta
de la voluntad de olvido, que indicaría, al mismo tiempo,
que se trataba de una figura de notoria celebridad. El
deseo de que nada se publique, que nada se sepa, que
nada se diga, llegó incólume hasta nuestros días. El
prefacio de la reciente edición francesa del Diario de
una niña revela que la identidad de la protagonista ha-
174
bía despertado, ya en ocasión de su primera publicación, la
sospecha de que podía tratarse de la propia autora. 8 La escueta
mención de que esta murió asesinada por su sobrino, a quien
ella misma había analizado, pone en evidencia el misterio que
envuelve toda la existencia de esta figura casi olvidada en la
historia del psicoanálisis: ¿quién era?, ¿cuál fue su formación?,
¿cómo llegó a ocupar un lugar tan destacado que «no era
necesario recordar»?; y finalmente: ¿qué representó para los
comienzos del análisis infantil el acto criminal cometido por
ese sobrino educado y analizado por su tía? No menos
misterioso es el hecho de que la historia misma del
psicoanálisis haya cumplido rigurosamente con aquella última
voluntad de Hermine von Hug-Hellmuth: el olvido.
Escaso tiempo separa el asesinato cometido por este joven
educado de acuerdo con las enseñanzas del psicoanálisis —
que todo hace pensar que también fue analizado de niño— del
«Apéndice» de 1922 en el que Freud, refiriéndose al encuentro
con el joven Juanito, escribe que nada hay que temer sobre las
futuras consecuencias del análisis de un niño. Pero el silencio
que pesó sobre el destino de Hermine von Hug-Hellmuth
sugiere que quizá sí estaba presente el temor sobre el futuro de
los niños analizados por su propio padre o por alguien que
ocupara ese lugar. Lo que de este modo quedó destinado al
olvido no fueron solamente las circunstancias de su muerte
sino lo que ese trágico fin podía llegar a representar: ¿uno de
los destinos posibles de la unión padreanalista exaltada por
Freud en 1909 en el historial de Juanito?
175
Si la historia del psicoanálisis de niños empieza a ser contada
a partir de Anna Freud y Melanie Klein, en cambio, la figura
de Hermine von Hug-Hellmuth continuará formando parte
de su historia silenciada. Pero si la hemos incluido en nuestra
ficción de los orígenes es porque se trata de un nombre que
ocultaría y revelaría, trágicamente, la vinculación con la
ausencia de un padre; el nombre de una mujer solitaria cuya
vida habría estado dedicada a remplazarlo.
Anna Freud
La historia de Anna Freud también gira en torno de un
nombre destinado desde su nacimiento a continuar lazos de
trasferencia de singular significación para su padre. Por un
lado, el «Anna» en lugar del «Wilhelm», que hubiera portado
de haber sido varón; y por otro lado, el Anna O., con el que
Berta Pappenheim protagonizó la primera historia de
trasferencia que se inscribe en el psicoanálisis; Freud
interpretó el primer sueño de Anna puntualizando el apellido
Freud, que la niña apenas podía pronunciar, como una toma
de posesión. Anna Freud conservó su nombre desde el
principio hasta el fin de su vida. No intentamos cuestionar la
posición de Freud respecto de su hija sino interrogar su
compleja dimensión. No interesa aquí el aspecto subjetivo
del sufrimiento o de la tranquilidad que la actitud de Freud
pueda haber representado para Anna. El interés de
confirmar que el «padre» del psicoanálisis haya influido de
tal o cual forma en el destino de su hija no nos permitiría ir
más lejos
176
de lo que sanciona el proverbio «En casa de herrero, cuchillo de
palo». En la dimensión del complejo ya hemos sugerido que la
falta de Freud habría consistido en no haber enunciado el cambio
de nombre como una tarea fundamental para la elaboración del
Edipo femenino. Lo que aquí deseamos destacar es el destino
paradojal de la obra de Anna Freud, ligada a su nombre.
Hemos intentado demostrar que sus primeros testimonios
clínicos continúan el camino iniciado por Freud. No hablan
desde un ideal que instituya la práctica del psicoanálisis en una
militancia dogmática y por sobre todo mencionan los propios
límites frente a las cuestiones en las que el analista está
inmerso. Enunciar que para que haya análisis es necesario un
trabajo preliminar que permita al niño diferenciar el lugar en el
que sitúa a sus padres de aquel en el que supone a su analista
revela que este no es alguien que deba prolongar o mejorar la
obra iniciada por los padres. En lugar de avalar la unión
padreanalista, la formula como contradictoria e incompatible:
de ningún modo podrán ser la misma persona, ni uno podrá
ocupar el lugar del otro. Fórmula de la imposibilidad de Anna,
pero también el paso que marca la distancia entre la
enunciación de la imposibilidad y la imposibilidad misma;
paso que ha dado Anna continuando el camino de su padre,
pero dejando allí sus propias marcas. Quizá su implicación en
esto le haya permitido formular, mejor que nadie, la
radical diferencia entre análisis y pedagogía, pero
quizás eso mismo la haya precipitado a proponer su
alianza como necesaria. Necesariedad que deviene un
síntoma que, lo hemos dicho ya, inscribe su nombre co-
177
178
179
auténtica heredera de los descubrimientos freudianos. (Se
destaca ante todo la importancia que dio en su sistema a la
pulsión de muerte).
Melanie Klein y Anna Freud: una cierta lógica
Melanie Klein y Anna Freud representan dos modos
paradigmáticos de responder a la cuestión del padre: la
ruptura y la continuidad.
La respuesta de Hermine von Hug-Hellmuth no formó
parte de la historia del psicoanálisis con niños porque habla
de un final trágico vinculado a un padre ausente. Si
hablamos de paradigmas estamos diciendo que se trata de
universos diferentes10 a los que no es posible comparar
entre sí como si se tratara de una opción excluyente:
Melanie Klein o Anna Freud. Tampoco es una solución a
este falso dilema, que se sigue trasmitiendo, pretender, por
ejemplo, que no se trata ni de la una ni de la otra, y
establecer la enseñanza de Lacan como el lugar desde el
cual ambas estarían definitivamente superadas. En el primer
caso es imposible interrogar el valor de verdad de las
proposiciones de cada una porque se las considera en su
conjunto, una contra la otra. En el segundo se preserva el
ser lacaniano no leyendo ni a la una ni a la otra. Es
altamente significativo que esta posición no impida el
retorno, en el análisis de niños, de la disyunción entre
psicoanálisis y pedagogía. Pero sí en cambio se acepta
que Melanie Klein y Anna Freud representan dos
180
modos diferentes de responder a la cuestión del padre,
se podrá recupe-
rar la forma lógica de la conjunción que las reúne y
las hermana en la historia de los orígenes y los
destinos del psicoanálisis aplicado a los niños: la
continuidad y la ruptura.
La última sesión
El sueño de María Torok referido a la última sesión
que le habría permitido a Melanie revelar la cifra de
su nombre ... la información faltante a la que alude,
precisamente Melanie Klein, al referirse al papel del
padre en el nacimiento: ¿acaso no estará indicando
que, en relación con el nombre, en el análisis de una
mujer siempre faltará una sesión? Sesión faltante que
de no remplazarse por algún niño o por el análisis
como puerto de salvación para toda la vida quizá
permita abrir un camino para una respuesta diferente,
propia de cada mujer, sea o no analista, a la cuestión
del padre.
181
182
9. Epílogo
183
nombre será lo más sagrado y lo menos perecedero
de una persona, y como tal deberá ser celosamente
conservado, o será aquello que podrá variar de
acuerdo con lo que cada historia se proponga contar?
Este libro comienza diciendo «había una vez» como
si se tratara de un libro de cuentos. Tan sólo el lector
puede decidir si ese propósito ha sido cumplido. Pero
más allá del comienzo y del final que encierran su
trama, algo de esta historia sobrevivirá, aunque deba
hacerlo al modo de aquellos cuentos infantiles a los
que es posible agregar otro capítulo. Siendo así podrá
inaugurar una serie de otros relatos y finalizar cada
vez con la palabra esencial que anuda a las series:
continuará.
184
Notas bibliográficas
Capítulo 1
1
Sigmund Freud, Análisis de la fobia de un niño de cinco
años (caso Juanito). Apéndice (1922). OC II. Madrid:
Biblioteca Nueva, 1973.
2
Melanie Klein. Simposio sobre análisis infantil, OC II,
Buenos Aires: Paidós, 1983. pág. 139.
3
Ibid., pág. 140.
4
Sigmund Freud, caso Juanito, op. cit., pág. 1365.
5
Sigmund Freud-Oskar Pfister, Correspondencia 1909-1939,
México-Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1966.
6
Ibid., cartas 81-86.
7
Ibid., carta 88.
8
Elisabeth Roudinesco, La bataille de cent ans. Histoire de
la psychanalyse en France. Tomo 1, Paris: Seuil. 1986.
pág. 144.
9
Uwe Henrik Peters, Anna Freud. Traducción del alemán al
francés por Jeanne Etoré, Editions Balland, 1987.
10
Sigmund Freud-Oskar Pfister. Op. cit., carta 81.
11
Sigmund Freud, Los caminos de la terapia psicoanalítica,
OC III. pág. 2457.
12
Elisabeth Roudinesco, op. cit., págs. 145-7.
13
Jacques Lacan. Discours de clôture des Journées sur les
psychoses chez l'enfant, en cuarto. N° 15.
185
Capítulo 2
1
Uwe Henrik Peters. Anna Freud, pág. 93.
2
Ibid., pág. 93.
3
International Journal of Psycho-Analysis. N° 6, 1925, pág.
106.
4
J. M. Pétot, Melanie Klein. Primer descubrimiento y
primer sistema, Buenos Aires-Barcelona: Paidós. 1982. pág.
112.
5
Hermine von Hug-Hellmuth, Journal d'une petite fille,
Paris: Denoël. 1987.
Capítulo 3
1
Ana Freud. El psicoanálisis del niño. Buenos Aires Hormé
S.A.E., 1980 primera conferencia.
2
Ibid., pág. 15.
3
Ibid., pág. 15-6.
4
Ibid., pág. 17.
5
Ibid., pág. 18 y sigs.
6
Ibid., pág. 22-3.
7
Ibid., segunda conferencia pág. 81
8
Ibid., pág. 32
9
U.H. Peters, Ana Freud, pág. 81.
10
Ana Freud. Op. cit., pag.32
11
Ibid., pág. 42
12
Ibid., pág. 43 y sigs.
13
Ibid., pág. 52.
14
Ibid., pág. 52.
15
Ibid., pág. 53.
16
Ibid., pág. 57.
17
Ibid., pág.57.
18
Jacques Lacan. Le Séminaire, libre I, Paris: Seuil. 1975,
entre otros.
19
Ana Freud. Op cit., pág. 58.
186
20
Ibid., pág. 58.
21
Silvia Inés Fendrik. L’enfant dans la psychanalyse. En
Patio, N° 6, 1986.
22
Anna Freud, op. cit., pág. 67.
23
Ibid., pág. 67.
24
Ibid., pág. 72.
25
Ibid., pág. 81.
26
Jacques Lacan, L'envers de la psychanalyse.
1960-1970, inédito, entre otros.
27
Anna Freud, op. cit., pág. 88.
28
Ibid., pág. 80.
29
Ibid., pág. 80.
30
Ibid., pág. 81.
Capítulo 4
1
Carta de Sigmund Freud a W. Fliess. 3 de diciembre de
1895. citado por U. H. Peters en Anna Freud.
2
Sigmund Freud, La interpretación de los sueños. OC I. pág.
427.
3
Sigmund Freud. Introducción al psicoanálisis. Los sueños.
OC II, pág. 2168 y sigs.
4
U. H. Peters, Anna Freud, págs. 26-7.
5
Carta de Sigmund Freud a O. Pfister, 11 de marzo de 1913,
citado por Peters.
6
Carta de Sigmund Freud a S. Ferenczi, citado por Peters.
7
U. H. Peters, Anna Freud, pág. 39 y sigs.
8
Sigmund Freud, La elección del cofrecillo, OC II, págs.
1868-75.
9
Ibid., pág. 1875.
10
Sigmund Freud a Ferenczi. 7 de Julio de 1913. GWX,
págs. 23-7. Citado por Peters.
11
Ibid., pág. 39 y sigs.
12
Ibid., pág. 52.
13
Ibid., pág. 55.
187
14
Ibid., págs. 56-7.
15
Anna Freud, «The Problems of Trainíng Analysis»,
Writings, citado por Peters.
16
Ibid., pág. 79.
17
Elisabeth Roudinesco, op. cit., tomo 1. pág. 106.
18
Cf. S. Freud, La interpretación de los sueños, Buenos
Aires: Amorrortu editores, 1979, vol. IV, pág. 208 y nota 6
(con una aclaración de J. Strachey).
19
Sigmund Freud a Lou Andreas-Salomé, 4 de setiembre
de 1923, citado por Peters.
20
Anna Freud, El psicoanálisis del niño, op. cit.
21
Jones, III, pág. 120, citado por Peters.
22
Cartas de Sigmund Freud a Ferenczi, 12 de octubre de
1928, a Arnold Zweig, 2 de mayo de 1935, citado por Peters.
23
Héctor Yankelevich, «La mort d'Antigone ou de la
jouissance tragique», Cahiers Confrontation, n° 5, 1981.
24
Anna Freud, El psicoanálisis del niño, op. cit.
Capítulo 5
1
Melanie Klein, Simposio sobre análisis infantil, op. cit.
2
U. H. Peters, op. cit., pág. 374 del International Journal of
Psycho-Analysis, n° 8.
3
Melanie Klein, El desarrollo de un niño (1921). OC I.
4
Melanie Klein, Simposio sobre análisis infantil, pág. 140.
5
Ibid., pág. 143 y sigs.
6
Ibid., pág. 147.
7
Ibid., pág. 148 y sigs.
8
Ibid., pág. 149.
9
Ibid., pág. 150.
10
Ibid., pág. 152 y sigs.
11
Ibid., pág. 155.
12
Ibid., págs. 156-9.
13
Ibid., pág. 158.
14
Ibid., pág. 158.
188
15
Cf. J. M. Pétot, U. H. Peters. María Torok.
16
Melanie Klein, Simposio sobre análisis infantil, op. cit.,
pág. 159.
17
Ibid., pág. 161.
Capítulo 6
1
J. M. Pétot. op. cit., pág. 21.
2
Melanie Klein, El desarrollo de un niño. OC I. pág. 20.
3
S. Ferenczi, Le développement du sens de la réalité et ses
stades. (Traducción castellana en Sexo y psicoanálisis.)
4
Sigmund Freud. Los dos principios del suceder psíquico.
OC II, pág. 1638.
5
Melanie Klein. El desarrollo de un niño. pág. 21.
6
Ibid., pág. 21.
7
Ibid.. pág. 23.
8
Ibid.. págs. 23-4.
9
Ibid.. pág. 25.
10
Ibid.. págs. 25-6.
11
Ibid.. pág. 27.
12
Ibid.. pág. 28.
13
Ibid., págs. 28-9.
14
Sigmund Freud. caso Juanito. OC II.
15
Melanie Klein, El desarrollo de un niño, págs.
37-40.
16
Ibid., págs. 34 8.
17
Ibid.. pág. 37.
18
Ibid.. págs. 39-40.
19
Ibid., pág. 40 y sigs.
20
Ibid., pág. 41 y sigs.
21
J. M. Pétot. op. cit., pág. 21.
22
Melanie Klein, El desarrollo de un niño, pág. 43.
23
Ibid., pág. 44.
24
Ibid., págs. 44-55.
25
Ibid., pág. 21.
189
26
Sigmund Freud, caso Juanito, OC II.
27
Melanie Klein. El desarrollo de un niño, pág. 46.
28
Ibid., pág. 46.
29
Ibíd., pág. 47.
30
Ibid., pág. 47.
31
Ibid., pág. 48.
32
Ibid., pág. 48.
33
Ibid., pág. 49.
34
Melanie Klein, La Importancia de la formación de
símbolos en el desarrollo del yo (caso Dick), OC II.
35
Melanie Klein, El desarrollo de un niño, pág. 52.
36
Ibid.. págs. 52-3.
37
Ibid.. pág. 53.
38
Ibid., pág. 55.
39
Ibid., pág. 54.
40
Ibid., pág. 56.
41
Ibid., pág. 57.
42
Melanie Klein, El papel de la escuela en el desarrollo
libidinoso del niño, OC II.
43
Melanie Klein. Análisis Infantil, 1932. OC II.
44
Melanie Klein, El desarrollo de un niño, págs. 58-9.
45
Ibid.. pág. 58.
46
Ibid.. pan,. 59.
47
Ibid., pág. 61.
48
Melanie Klein, Simposio sobre análisis infantil, op. cit.
Capítulo 7
1
J. M. Pétot, op. cit., pág. 17.
2
Hanna Segal, Melanie Klein, París: PUF. 1982, pág. 23 y
sigs.
3
J. M. Pétot. op. cit., pág. 18 y sigs.
4
Hanna Segal, op. cit., pág. 28.
5
Ibid., pág. 28.
6
Ibid., pág. 30. y Peters. op. cit., pág. 25.
190
7
Elsa del Valle. La obra de Melanie Klein, 2 vols.. Buenos
Aires: Lugar, 1986.
8
Rómulo Lander. Melanie Klein. Reflexiones sobre su vida y
su obra. Caracas: Ateneo, 1979.
9
Willy Baranger, Posición y objeto en la obra de Melanie
Klein. Buenos Aires: Kargieman, 1971.
10
Cf. María Torok. J. M. Pétot. U. H. Peters.
11
Melanie Klein. Principios psicológicos del análisis
infantil. OC II.
12
International Journal of Psycho-Analysis. 1961. págs. 1-3.
13
Hanna Segal. Introducción a la obra de Melanie Klein.
Buenos Aires: Paidós. 1965.
14
U. H. Peters. Op. cit.. pág. 133.
15
Hanna Segal. Melanie Klein: développement d'une pensée,
pág. 36.
16
Melanie Klein, El desarrollo de un niño. pág. 56.
17
María Torok. Cahiers Confrontation
18
Hanna Segal. Melanie Klein, pág. 29.
19
María Torok. Melanie Mell, Cahiers Confrontan N°5.
1981.
20
Hanna Segal. Melanie Klein, pág. 26.
21
Marta Torok. Cahiers Confrontation
22
Cf. J. M. Pétot. U. H. Peters.
23
U. H. Peters. Anna Freud. pág. 143.
24
Ibid., pág. 144.
25
Melanie Klein, Simposio sobre análisis infantil,
op. cit.. pág. 151.
26
Melanie Klein, cf. El duelo y su relación con los estados
maniaco-depresivos. OC II.
27
Maria Torok, Cahiers Confrontation.
28
Melanie Klein, Envidia y gratitud, Buenos Aires:
Hormé, 1980.
29
Ibid., págs. 42-3
30
Melitta Schmideberg, «Le souterrain de l'lnstitution »,
Cahiers Confrontation, n" 5, 1981.
191
31
Maria Torok, Cahiers Confrontation.
32
Melanie Klein, Envidia y gratitud, op. cit. pág. 68.
Capítulo 8
1
Biblia de Jerusalén, Libro Primero de los Reyes, Historia
de Salomón el Magnífico.
2
Sigmund Freud, La novela familiar del neurótico, OC III,
pág. 1362.
3
Sigmund Freud, Nuevas lecciones introductorias,
conferencia 34.
4
Sigmund Freud, Nuevas lecciones introductorias,
conferencia 33; La femineidad. OC III, pág. 3077.
5
Ibid.
6
Sigmund Freud, La sexualidad femenina, OC III, pág.
3164.
7
International Journal of Psycho-Analysis, N° 6, 1925.
8
Hermine von Hug-Hellmuth, Journal d'une petite fille.
9
Melanie Klein, El desarrollo de un niño.
10
T. S. Kuhn, Estructura de las revoluciones científicas,
México: Fondo de Cultura Económica (Breviarios),
1980.
Capítulo 9
*
Karen Blixen, Les chevaux fantômes et autres contes, París:
Gallimard, 1978.
192
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