El Federalismo de Pi y Margall: Una Lejanía Algo Cercana: Agustín Millares Cantero
El Federalismo de Pi y Margall: Una Lejanía Algo Cercana: Agustín Millares Cantero
El Federalismo de Pi y Margall: Una Lejanía Algo Cercana: Agustín Millares Cantero
cercana
Agustín Millares Cantero / Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
Hay sobradas razones para que la izquierda española de hoy rinda homenaje a
la figura de Francisco Pi y Margall (1824-1901), e incluso para que se le tenga con
honor por uno de sus referentes pretéritos. La honradez y la consecuencia fueron notas
muy distintivas en el curriculum del primer ideólogo y mentor del federalismo patrio,
valores ambos que merecen rescatarse del arroyo en los tiempos que corren. Desde
1848 hasta su muerte, el polifacético personaje transitó por las agitadas aguas de
nuestra vida pública sin renunciar a sus principios ni acomodarse a las situaciones, a
pesar de los múltiples tributos (económicos o de cualquier otra índole) que hubo de
rendir en aras de semejante rectitud. La minoría de sus leales admiró siempre esa
acrisolada coherencia y de estos encomios participaron asimismo otras formaciones
mucho más numerosas del espectro político o social, sobre todo hasta 1939. Y entre
sus múltiples detractores, ya de adscripción monárquica o republicana, pudo
deplorarse la rigidez, la inflexibilidad del supuesto erudito de gabinete, aunque acabó
imperando al menos una cortés reverencia ante el hombre austero y cabal, que nunca
congenió con los oportunismos de abolengo hispánico ni claudicó en las adversidades.
Era efectivamente, en feliz expresión de Hennessy, «el incorruptible en una sociedad
corrompida».
no ser que cultivemos las perlas más anacrónicas, es obvio que el teorizador de un
hipotético modelo de revolución burguesa, profundamente democrático y
transformador, pertenece a otro mundo y tiene muy pocas cosas que decir en órdenes
prácticos a las generaciones presentes y futuras. Existen sin embargo en la praxis
intelectual de Pi varios ingredientes que pudieran servir de estímulos teóricos en esta
era de imperialismo globalizante. No se trata sólo de que la tradición anarquista haya
entrado en el siglo XXI con más vigor que la marxista, lo cual supone ya de por sí un
buen argumento para reflexionar sobre la vida y la obra de quien llegó a ser mucho
más que un simple traductor de Proudhon. La actualidad de ciertas formulaciones
pimargallianas, haciendo abstracción de cientifismos y doctrinarismos de la época,
deriva fundamentalmente, a nuestro humilde entender, de una cierta propensión a la
síntesis entre los legados ácrata y socialdemócrata, apuesta sin duda rebosante de
contradicciones, pero que anima ahora un debate nunca extinguido y al que no cabe
tildar de estéril por lo que estamos viendo casi a diario entre ciertas franjas de los
movimientos antisistémicos.
Los que apostamos por una cosa y la otra tenemos en aquél a un pensador y a
un dirigente al que apreciar en la distancia, aunque conviene precisar que no estamos
tan lejos de sus pretensiones en señaladas materias. Igual que combatió a la primera
Restauración, la que arrancó en 1875, es legítimo presuponer la beligerancia de Pi
frente a la segunda, cuyos módulos empezaron a ejecutarse cien años después, de
acuerdo con los mandatos de la Coalición de la Guerra Fría y bajo los atentos controles
de la Comisión Trilateral. Jamás hubiera sido indulgente con el trágala que impuso al
pueblo español la Monarquía sin previo referéndum sobre la forma de Estado, como el
de Italia en 1946 o el de Grecia en 1974. Su espacio natural estaba con cuantos
quedaron inicialmente fuera del juego por sostener sin concesiones la ruptura
democrática, ya que nada tenía en común con el posibilismo de Castelar y los suyos.
No entraba dentro de sus concepciones autodeterministas reconocer la unidad sagrada
de la Patria, y mucho menos admitir un texto constitucional donde son prácticamente
ilimitadas las cesiones de soberanía y se abre un cauce formal a eventuales
intervenciones militares. El patriotismo republicano iba por otros derroteros y exigía la
auténtica recuperación del significado democrático de la Nación, perdido en 1939. La
frontal oposición a la Carta española también tendría otra razón de peso en la
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más acabada que el radicalismo burgués ofreció por aquí del derecho de
autodeterminación. El concepto específico de la democracia pimargalliana emerge de
la confusión práctica del Estado con la sociedad e implica la participación real y
constante de todos los ciudadanos en la gestión de la cosa pública. A fin de garantizar
plenamente dicho concurso se aportó la noción de pacto, convertida en zócalo y
argamasa de una Federación española que era al unísono un paradigma de
organización de la vida social y una forma de estructuración de los poderes
territoriales.
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protocolos en los que apoyar sus alternativas. Las Bases adoptadas por el
republicanismo en febrero de 1872 y el Proyecto de Constitución Federal de 1873
compendiaron algunas de las miras pimargallianas, que tras la Restauración pudieron
recogerse mejor en los dictámenes aprobados por la asamblea nacional de Zaragoza
en 1883 y, sobre todo, en el Programa del 22 de junio de 1894. Este corpus, que para
Romero Maura entrañó las Tablas de la Ley que Pi legara a sus discípulos, sólo
incorporará antes de 1935-1936 las breves adiciones «en el orden social» que ratificó
el cónclave de 1919 a propósito del «federalismo sindicalista».
Una de las temáticas en que cabe situar la vigencia de Pi tiene que ver con el
resguardo del intervencionismo estatal en la economía, presente desde los artículos
polémicos de 1864, para corregir las peores lacras del capitalismo y promover la
justicia. La defensa de la intervención reguladora del Estado, encaminada a terminar
con las monstruosas desigualdades originadas por el egoísmo de los patronos, le
opuso a los «individualistas» de entonces y actualmente le enfrentaría a los
neoliberales, neoconservadores, nueva derecha, libertaristas y demás tribus que
santifican las virtudes del mercado libre como única institución central de la sociedad y
retornan a la pureza del laissez-faire. Pi anticipa algunas de las tesis del liberalismo
socialdemócrata y del compromiso macroeconómico keynesiano que el Estado social
reportaba para la pacificación del conflicto de clases. El Programa de 1894 recogía la
nacionalización de las minas, las aguas y los ferrocarriles, más el control estatal del
crédito. Un esbozo de la sobrecarga del complejo entramado del Welfare State, por
pequeña que fuese, estaba aparentemente reñido con la reducción de los poderes
públicos «a su menor expresión posible» y la edificación de «una sociedad sin poder»,
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Los servicios y las obras públicas eran entregados por los federales de Pi a
asociaciones obreras con financiación gubernativa, mientras se fomentaba la
participación de los trabajadores en la gestión de fábricas y talleres y se estimulaba
fiscalmente «la transformación del salario en participación de los beneficios». El
respaldo al cooperativismo y el apremio a la conversión de los asalariados en
accionistas, con fidelidad a la máxima de «elevar al proletario a propietario», recuerda
algunas de las contiguas observaciones de Eduard Bernstein. Código de Trabajo y
jurados mixtos debían proteger a la clase obrera y dignificar las relaciones laborales. A
la manera de los fabianos, hace gala Pi de un notorio gradualismo y aspira a impedir la
excesiva concentración de la propiedad y la riqueza. Una fiscalidad por el sistema
progresivo, con un impuesto único sobre los capitales, tenía el complemento de la
descentralización de las cargas tributarias en beneficio de las regiones.
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