El Vaivén de Las Caderas

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Las formas del fuego

El vaivén de las caderas


Arnaldo Hernández

El vaivén de las caderas

Premio del Concurso para Autores Inéditos


Mención Narrativa, 2021
1.ª edición en Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2022

El vaivén de las caderas


© Arnaldo Hernández

Montaje de portada
Carolina Marcano, Greicy Letelier

Fotografía
Arturo Moreno

Edición y corrección
Héctor González

Diseño, diagramación y concepto gráfico


David Arneaud

© MONTE ÁVILA EDITORES LATINOAMERICANA C.A., 2022


Centro Simón Bolívar, Torre Norte, piso 22, Urb. El Silencio,
Municipio Libertador, Caracas 1010, Venezuela.
Teléfono: (58-212) 485.04.44
www.monteavila.gob.ve

Hecho el depósito de ley


Depósito Legal Nº DC2022001601
ISBN 978-980-01-2352-9
I
La noche del cañonazo

El exitoso disco «al frente de todos», grabado por Oscar


D’León y su orquesta en 1980, se escuchaba con mucho vo-
lumen aquella noche de noviembre:

«En el cachumbambé, en el cachumbamba, merengue


“para’lante”, merengue para atrás…»

Así sonaba el «Sonero del mundo», contagiando de rit-


mo la brisa que corría en la calle Colombia. La luna prometía
pachanga y sabrosura en una de las esquinas de la pintoresca
parroquia San Blas. Nada hacía pensar que sería una velada
parteaguas.
Con su prestancia colonial y su abolengo a cuestas, las ca-
sonas enclavadas en calles estrechas se mostraban aún con solera.
Los buenos tiempos ya habían pasado, pero las viviendas per-
manecían de pie, contando historias añejas, en una empecinada
lucha contra la decadencia. Allí abundaban las casas como la de
los Rabanedo, construidas a la vieja usanza, con patios interiores

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abiertos al cielo, anchos muros de adobe, grandes ventanales de
alféizar distinguido, techos de palma terminados en tejas rojas,
garajes traseros amplios con portones de madera enormes y un
largo zaguán que antecedía la puerta de la entrada principal,
eran todos detalles que, pese al agotado aspecto de muchas de
las residencias, certificaban el pedigrí de la zona.
La plaza La Glorieta lucía muy transitada, invitados y
colados festejaban con estridencia un cumpleaños. A fin de
cuentas, cualquier excusa era buena para drenar el estrés, más
aún «puliendo la hebilla», una noche de sábado, ya pasadas las
once. Prohibido el drama, prohibidas las historias amargas,
las vicisitudes, los malos rollos y la escasez. Era el momento
«de gozar un puyero», de bailar, «de cagarse de risa y de hablar
paja». El generoso pick up de los Rabanedo daba todo lo que
podía dar. La aguja saltaba cada tanto, pero no aguaba la fies-
ta. Los asistentes estaban embelesados, dispuestos a sacarle el
jugo a cada minuto. Eran los quince años de Rosa Magdalena
y la esquina de calle Colombia con Campo Elías lo celebraba
en grande, indiferente ante la amenaza de lluvia anunciada
por un cielo que iba extendiendo su manto gris, pero nadie
parecía darle la menor importancia.
La negra Rosa Magdalena parecía un trompo, sus dientes
blanquísimos relumbraban desafiando la penumbra de la sala
comedor convertida en salón de baile. Sus hombros se batían en
perfecta sincronía con cada compás. Su risa tronaba con entu-
siasmo y sus pies parecían flotar sobre aquel piso lustroso como
espejo. Su cabello negro, alisado a la fuerza sobre la espalda, sus

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pechos firmes, su cintura regia, sus piernas que se movían bajo
el comando de sus caderas frenéticas, todo le otorgaba con ex-
ceso el brillo propio de las quinceañeras bien formadas. Manuel
no paraba de bailotear, intentando no deslucir como pareja del
torbellino de ritmo encarnado en la cumpleañera. Otras parejas
de baile llenaban los rincones de la pista, pero eran solo eso, un
relleno de comparsa que si acaso servía para dar un marco de
lucidez a los movimientos de Rosa Magdalena.
Las nubes dejaban pasar algunos rayos de luna que
atemperaban el ambiente. De pronto empezó a chispear, los
hilos de luz se desvanecieron y los manchones de oscuridad
avanzaron con lentitud, dejando caer un pesado y triste telón
sobre la madrugada valenciana. Casi tan pesado y tan triste
como lo que estaba por suceder.
Hacía ya más de seis años del fallecimiento de la esposa
del Negro Secundino Rabanedo. Un accidente en la auto-
pista, bajando del Puerto, se había llevado a la negra María
Antonieta, haciendo de Secundino el único sostén de hogar,
responsable de pagar la comida, la renta y todos los servicios.
En el accidente, la flamante Grand Wagoneer, apodada «la
Vagonier» de los Rabanedo, sufrió daños irreparables. Los
restos de la camioneta fueron a parar justo frente a la casona.
Secundino nunca quiso moverlos de allí, así que ese amasijo
de metal se fue amalgamando al paisaje, hasta constituirse
en un punto de referencia valioso, una pieza intocable que
engalanaba con su dramática peculiaridad la calle Colombia
de San Blas.

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Los Rabanedo Camacho jamás habían pagado un re-
cibo de luz en los años que llevaban viviendo alquilados en
esa casona, se las habían ingeniado para robarse el servicio y
habían aceptado a cambio la penitencia de reponer los tapo-
nes una y otra vez, a sabiendas de que el consumo era elevado,
porque la parentela se fue extendiendo de manera implacable:
primero una prima, luego una amiga con su hija, luego otra
amiga con su esposo, luego un pariente lejano con su mujer
y sus dos hijos, después otro supuesto amigo al que rentaban
una habitación. La esposa de Secundino había ido poblando
la casona de forma extra uterina con rapidez y sin reparo.
Ella decía «esta casa es muy grande pa’ tan poca gente». La
negra María Antonieta siempre se salía con la suya, aunque
nunca tuvo la certeza de haberle dado hijos a Secundino, y de
pronto falleció, dejando a cada quien en sus respectivas habi-
taciones y a Secundino colgado a la promesa de encargarse de
sus tres hijas y de albergar a la parentela postiza. El alma en-
tusiasta del Negro Rabanedo poco a poco se fue congelando.
Rosa Magdalena era la menor, la más negra, y sus hermanas
morenas la cuidaban como un tesoro, por eso estaban alerta
esa noche: Amelia y Mariana ya sabían el secreto.
En la casa de los Rabanedo todo parecía venir de hacía
más de un siglo. Las paredes de adobe descascaradas, caídas a
pedazos, los techos de palma soltando astillas y sosteniendo
con flojera el peso muerto de filas simétricas de tejas, ya desco-
loridas. El largo zaguán que servía de preámbulo a la temblo-
rosa puertecita de madera, que con su ventanita enmarcada

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a nivel de los ojos, «defendía», con orgullo, el paso hacia el
recibidor. Un solo baño para ese gentío, con su cortinita de
plástico roída y su espejo roto. Un gallinero improvisado en
un rincón del patio trasero, puesto allí sin orden ni concierto,
al lado de un gigantesco árbol de guanábana que gobernaba
el garaje en silencio. Una jaula palaciega de dos torretas de
metal que reinaba en el ante patio, albergando tras sus des-
postilladas rejitas de alambre, dos turpiales y un arrendajo
ciego. Los perros sin nombre que como fantasmas entraban y
salían a su antojo. La cocina amplia y sin puertas, con la ne-
vera en medio y sartenes negrecidos de tanto freír tajadas. El
infalible radio al lado del mesón, sintonizado por siempre en
Radio Rumbos, que transmitía todas las mañanas las aventu-
ras de Martín Valiente y su inseparable compañero Frijolito.
Todo daba cuenta de los años y más años que tenía la casona
de los Rabanedo. Un lugar decadente, pero con encanto, con
ese aire menoscabado, y a veces demencial, que en ocasiones
dota de estilo a lo decrépito. Quizá porque hospedaba una
comuna de personajes imposibles, o porque de tanto suceder
cosas la vida pasaba como un soplo, pero en esa casona nadie
hasta esa noche se había sentido solo. Después de todo, era
un espacio doméstico, delirante, pero familiar, y donde cada
día pasaba algo digno de contar, era como un ente vivo empe-
ñado en no arrodillarse ante el canto de los gallos.
Esa noche de noviembre había que celebrar a lo grande.
Ocho cajas de cerveza Polar, seis botellas de ron Pampero,
diez botellones de Pepsi, tres bolsas de hielo, unos tequeños

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que volaron, tres bandejas de bolitas de carne que dormían
aún en la nevera y una botella de whisky escondida en el fon-
do de un escaparate, formaban parte esencial del homenaje.
Lo demás fue invitar a un gentío, lavar las cortinas de la sala,
barrer, pasar el coleto, cera, pulidora y desempolvar la ruma
de long plays. Eran los quince años de Rosa Magdalena y
también la noche en la que Rosa huyó.
—Ha, ha, hace como fresco —le comentaba el Gagui-
to Martínez al Catire Juan Aníbal, ambos con una cerveci-
ta en la mano, viendo el «bonche» de la Rosa desde la calle
de enfrente, fisgoneando por los ventanales los sucesos de la
reunión, llevaban el registro de quien entraba y quien salía,
mientras brindaban recostados de los restos de la Vagonier.
—Ojalá no llueva, porque la vaina está de pinga —sen-
tenció el Catire Juan Aníbal con voz recia, clavando todo el
penetrante azul de sus ojos en el cielo lento de la noche y deta-
llando con la mirada la fachada de la casona.
—De, de, de pinga está Rosa. ¡Caballero, qué mujer!
¿Te, te, te acuerdas que era feíta y nadie le pa, pa, paraba bola?
Mí, mí, mírala ahora. ¡Un mujerón!
—¡Qué pendejo fui!, ¿no? Mi mamá que la llamaba «ne-
gra fea», ¿te acuerdas cuando ella se empeñaba en enseñarme a
bailar?; ¡y yo que no aprendí a bailar ni bolero!
—Ni, ni, ni que «jueras» el mejor bailarín, Catire. A esa
mu, mu, muchacha la agarró Cara ‘e cotufa hace unos meses
y se, se, se convirtió en su sombra. La atiende como una reina
y no, no, no la deja ir ni pa’l baño sola.

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—Pero a mí se me hace que la Rosa lo vacila. Ella no
lo quiere. Rosa se echa sus escapadas. ¡Yo la vi en estos días!,
regresando del liceo. Se metió en el zaguán de doña Carmen
y al rato salió: maquilladita, sin la franela caqui y sin la fal-
da, con una camisita negra apretadita y un blue jean. —El
tono de voz del Catire cambiaba cuando hablaba de Rosa—.
Iba lista para la rumba. Andaba con Marianita. Supongo que
Cara ‘e cotufa estaría en el trabajo. Lo cierto es que yo las vi
a las dos. Salieron emperifolladas de casa de doña Carmen y
se fueron caminando, como nerviosas, pero risa y risa. Aga-
rraron rumbo al centro.
—¿Ve, ve, verdá’? ¿Tú crees eso? —replicó el Gaguito
Martínez con cara de confusión.
—¡Ahhh pues, señor! ¡¿Para qué te iba a inventar yo
esa vaina?! —ripostó Juan Aníbal, moviendo la mano que su-
jetaba la cerveza—. Otra cosa es que quién sabe para dónde
iban. Igual iban a misa, ¿pero como a las cinco de la tarde?, el
jueves pasado, yo las vi. Andaban las dos disimulando. Sos-
pechosas. Yo estaba comprando unos terminales allí donde el
viejo Pío y vi que pasaron, me quedé callado, ellas no me vie-
ron. Las fui siguiendo con la mirada un rato, y como apareció
el malandrito este de José Emilio, me les pegué atrás… hecho
el loco. —Los ojos del Catire se encendieron cuando recor-
dó el momento en que aquel delincuente acechaba a Rosa—.
¿Porque tú sabes cómo es la vaina?, a mí ese malandrito no me
gana lo mío. Cuando vi que entraron donde doña Carmen,
y que el José Emilio pasó de largo, me quedé tranquilo y me

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devolví. Compré los terminales y cuando iba de regreso para
la casa, las vi otra vez. Salieron como un celaje. Arregladitas
las condenadas. ¿Quién sabe para dónde irían? —Terminó
diciendo Juan Aníbal, poniendo cara de análisis y mirando
con nostalgia el horizonte.
—¡Tú, tú, tú si hablas mariqueras! —dijo el Gaguito
Martínez con mirada retadora—. Esas mu, mu, muchachas
son sanas. Esas no, no, no son mujeres de partí’a chico. Otra
vaina es que tú sigas pe, pe, pendiente de Rosa.
En esa discusión estaban el Gaguito Martínez y el Ca-
tire Juan Aníbal, cuando se acercó Ramiro, con sigilo, que-
riendo sorprenderlos.
Ramiro Díaz, un personaje habilidoso de verbo fluido,
flaco, alto, con lentes culo ‘e botella, le estaba ahora echando
los perros a Amelia, tras haber fracasado con Rosa Magdale-
na. Tenía ya muchos años estudiando ingeniería en la ilustre
Universidad de Carabobo. Empezó con la intención de gra-
duarse, pero con el trascurrir de los semestres fue entendiendo
que su verdadera vocación era la política y que le era mucho
más útil al partido estando dentro de la universidad, entonces
cambió de objetivo. Se convirtió en «estudiante profesional»
y ya con más de doce años dentro de la facultad, ejerciendo
funciones políticas, no tenía las menores ganas de titularse.
El partido le pagaba por organizar el movimiento interno en
la universidad y con el carnet gozaba del medio pasaje y del
comedor. Juan Aníbal lo llamaba «El Casi Ingeniero Díaz»
cuando se lo encontraba en los pasillos de la facultad. Ramiro

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ya se había convertido en una institución dentro de la insti-
tución y los estudiantes jóvenes lo respetaban.
—¡¿Qué cuentan señores?! ¿Por qué están tan arruma’os
aquí? ¿No los invitaron? —Con estas preguntas, a modo de
salutación, se incorporó Ramiro a la tertulia de Martínez y
Juan Aníbal.
—Aquí chico, viendo los toros desde la barrera —dijo
Juan Aníbal entrecerrando sus ojos azules y pasándose la
mano por la cabellera rubia.
Juan Aníbal se codeaba con todos los especímenes de
la zona, por el puro regocijo de estar en la manada, pero
bastaba verlo de reojo para reconfirmar que era un ejemplar
diferente. Su mirada, su porte, sus gestos y expresiones, deja-
ban claro que era un caballo de otro establo. Sus únicos com-
pinches eran Manuel y el Gaguito Martínez. Se la pasaban
jugando baloncesto, pelota ‘e goma, cartas, ajedrez o domi-
nó, discutiendo pendejadas y muertos de risa. Soñaban con
cambiar el mundo en medio de sus conversadas borracheras
de fines de semana. Eran muchachos sanos. Fueron criados
desde muy pequeños en el barrio, lo que les otorgaba visa de
inmunidad ante los malvivientes dueños del lugar. Manuel
y Juan Aníbal fueron un caso especial dentro de aquella en-
salada de dificultades en la que se había ido convirtiendo el
barrio de San Blas, pese a la sorpresa de mucha gente, am-
bos consiguieron un cupo universitario, lo que les abrió las
puertas de la ilustre Universidad de Carabobo. La noticia se
difundió como pólvora, y no faltó la vieja agorera que dijera:

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«entrar es fácil, lo difícil es graduarse». El Gaguito no tuvo
la misma suerte, ayudaba a su papá en el taller mecánico,
cortaba monte y pintaba casas.
—¡¿Puro tomá caña?! —Les reclamó Ramiro al Ga-
guito y a Juan Aníbal—. ¡En esta vida hay que mover algo
más que el codo, compañeros!, ¿a ustedes como que no los
bailaron de chiquitos? Vamos pa’ allá a ve’ cómo está eso. Tú
quédate, Gaguito, tú no tienes vida, eres un vago profesional.
Pero tú, Juan Aníbal, eres un universitario, chico, un futuro
ingeniero. Un hombre inteligente que tiene que aprender a
codearse con la gente y a disfrutar el momento, porque te
digo algo: el tiempo pasa y no espera por nadie.
Juan Aníbal se quedó mirando la expresión de profeta
en la cara de Ramiro. Se tomó un trago y le dijo:
—Déjame aquí tranquilo con mi cervecita, Ramiro. Te
prometo que otro día me como el mundo.
—Eso espero, porque si no te lo comes tú, ¿quién en
este barrio de mierda va a dar la cara? —Ramiro hablaba con
la determinación de quien se cree visionario—. Además esta
noche hay que aprovechá’, que esto no es to’os los días. Tengo
años conociendo al Negro Rabanedo y no mea pa’ que la tie-
rra no chupe. Así que esta es la ocasión pa’ quitarle el invicto
y arrancarle un par de cervecitas de a gratis.
—Si quieres anda tú. Después nos cuentas. Nosotros va-
mos a estar aquí. —La voz de Juan Aníbal sonó concluyente.
—Ustedes se lo pierden. —Con esa frase el Casi Inge-
niero Díaz dio por terminada la disertación y siguió rumbo

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a la casona de los Rabanedo. De haber sabido lo que estaba a
punto de suceder, hubiese preferido haberse quedado recos-
tado a los restos de la Vagonier, perdiendo el tiempo con el
Gaguito y Juan Aníbal.
Ramiro llegó a la casona. Entró saludando a todo mun-
do y pasó hasta la cocina. Empezó a llover con fuerza. El es-
pacio de pronto se hizo insuficiente. Había entrado un gentío
buscando guarecerse. La pista de baile se atestó, el agua entró
por los ventanales y se formaron varios charcos. Amelia no en-
contró el escurridor, trajo entonces una escoba para secar un
poco el piso. De pronto Ramiro la sacó a bailar, la forzó a dar
unos cuantos pasos de baile con la escoba en la mano. Amelia
lo disfrutaba, pero ponía cara seria, estaba molesta con Ramiro,
así que se lo quitó de encima por puro orgullo. Pasada las doce
de la noche apareció la vieja Magali, borracha, armando un
escándalo y se puso a echar un pie con todo el que se dejaba.
Ramiro la bailó, pero, al poco rato, se las arregló para dejarla
con Secundino. El Casi Ingeniero Díaz deambulaba entre la
pista y la cocina, tomando y comiendo, hasta que vio a Cara ‘e
cotufa pasar rumbo al baño y estando ya con cuatro palos de
ron encima, se le ocurrió la pésima idea de ir a sacar a bailar a
Rosa Magdalena. La quinceañera se negó.
—Estoy cansada —le dijo con sequedad, poniendo una
mano en la pronunciada curva de su cintura y arrugando con
el gesto la perfección de su nariz.
Las canciones de Bonny Cepeda y Wilfrido Vargas se
apoderaban del ambiente. El implacable pick up Panasonic,

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aguja de zafiro, arrancaba con nitidez el ritmo de cada uno de
los «elepés», que a treinta y tres «erre pe emes», iban desfilan-
do por su plato. Era el aparato consentido de Secundino y se
perfilaba como el héroe de la noche.
Ramiro insistió y arrastró a la quinceañera a la pista,
su brazo casi secuestraba la cintura de Rosa, cuando esta se
zafó, justo en el instante en que Cara ‘e cotufa hacía acto de
presencia. La canción: «La vaca vieja» iniciaba su compás,
invitando a todos a bailar al son de La Billo’s Caracas Boys.
Se oía el pegajoso estribillo.
—«¡Ayyyyyy! que la vaca vieja está… es la vaca vieja…
arriba vaca vieja que te traje leche pa’ tomá’…».
De pronto Ramiro saltó como un corcho, patinó y cayó
largo a largo sobre la pista, moviendo la mesita del pick up.
La aguja trastabilló, y quedó empeñada en repetir una frase:
«… es la vaca vieja…, es la vaca vieja…, es la vaca vieja…».
La gritería se mezcló con risas por lo bajito. Cara ‘e cotufa se
había acercado a Ramiro con discreción, hasta tenerlo a tiro,
allí le lanzó un primer golpe y lo falló. Ramiro esquivó el zar-
pazo, pegando un brinco muy aparatoso, aterrizó en un char-
co y resbaló. Cara ‘e cotufa se disponía a rematarlo a patadas
en el piso, en medio de los gritos y de la letanía del pick up,
cuya aguja parecía presa del pánico, repitiendo sin parar: «es-
lavacavieja… eslavacavieja… eslavacavieja». El cielo se caía
a pedazos. Un trueno estalló rotundo iluminando la noche.
Fueron dos grandulones a detener a Cara ‘e cotufa, mientras
el viejo Secundino se escabullía buscando a Rosa Magdalena,

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la encontró y le estampó una cachetada que retumbó como
otro trueno. Secundino entonces se le fue encima a Rosa, y
Mariana se le colgó del brazo, el Negro se sacudió con vio-
lencia, haciendo salir a Mariana disparada. Entre tanto, uno
de los grandulones le estrellaba un trancazo en el estómago a
Cara ‘e cotufa, quien encajó el golpe con firmeza y le devolvió
un recto de derecha entre ceja y ceja. A todas estas, Secundi-
no ya había recibido un bandejazo en la cabeza. Las bolitas
de carne rodaron por el piso encharcado. Ramiro se puso en
pie como pudo y buscaba a Cara ‘e cotufa, cuando de la nada
recibió un gancho al hígado que lo retornó doblado de vuelta
al suelo. Secundino ya se había armado con la escoba y ame-
nazaba a los presentes. En medio de la sampablera estalló
otro trueno y se oyó un chispazo. La oscuridad se adueñó de
todo. El pick up calló y una voz de mujer soltó el gañote:
—¡Coño ‘e la madre! ¡Ya saltaron otra vez los tapones!
—Y con ese grito destemplado se puso fin a la trifulca.
Habiendo calmado los ánimos, los asistentes se dedica-
ron a platicar sumidos en la oscuridad. Fue entonces cuando
decidieron que era el momento de cantar el cumpleaños feliz,
así que hizo su aparición el pastel, con sus quince velitas en-
cendidas, y todos los presentes entonaron el «ay que noche
tan preciosa…», mientras el bizcocho decorado con fondant
caminaba radiante, como flotando en la penumbra. Manuel
se esforzaba por cambiar los tapones, alumbrado por un yes-
quero, a riesgo inminente de caer electrocutado. Todos espe-
raban la voz de Rosa Magdalena.

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—¡Rosa!, ¡Rosa! —gritaban las amigas. Pero Rosa no
aparecía.
De pronto la luz volvió.
—¡Rosa!, ¡Rosa! —gritaron las hermanas. Pero no hubo
respuesta.
Al minuto se oyó otro chispazo y los tapones volvieron
a saltar, dejando todo nuevamente a oscuras.
—¿Y Rosa? —preguntó Secundino a los presentes.
Ante el silencio salió a la calle azorado, se acercó a la Vago-
nier, donde seguían instalados el Gaguito Martínez y Juan
Aníbal, cubriéndose con un periódico del aguacero.
—¡¿No han visto a Rosa?! —Inquirió Secundino con
tono desencajado. Mientras, dentro de la casona se apagaban
las quince velitas, sin noticias de la quinceañera.
El pastel, sin Rosa, fue indultado. Nadie lo tocó.
Tan pronto Secundino dio media vuelta, para volver a
la casona cabizbajo, Juan Aníbal salió disparado, sin mucho
preámbulo, iba solapado en medio de la oscurana. Enarbo-
lando el periódico, sin importarle el haber dejado al Gaguito
Martínez a la intemperie. El Catire avanzaba subiendo por la
calle Campo Elías con dirección a la casa de doña Carmen,
no obstante, al pasar por el garaje de los Rabanedo, ubicado
en la parte posterior de la casona, vio el portón entreabierto.
Se acercó. Entró. Mariana surgió como una sombra morena y
lo tomó del brazo, sorprendiéndolo.
—¡Déjala en paz! ¡Deja que haga su vida! —le dijo con
firmeza. Su vestido blanco lucía hermoso, la tela se adhería

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a sus curvas mojadas bajo la luz de la luna, y la cara de fiera
despeinada le acentuaba los encantos.
—¡Suéltame, pendeja! —le contestó Juan Aníbal,
mientras le retiraba el brazo.
—A ella ya no le importas, no quiere saber nada de
ti, ¿no lo puedes entender? —Mariana azotaba con frases
hirientes a un Juan Aníbal paralizado por la confusión y la
borrachera.
El Catire no lograba deshacer el agarre de Mariana,
que le hundía las uñas en el brazo. Sin pensarlo la empujó, la
sacudió una y otra vez, hasta dejarla tendida en el suelo. No
supo lo que hizo, retrocedió en silencio y se alejó. Mariana
había ejercido su rol de escudera a la perfección.
Entre tanto se oyó un estallido dentro de la oscuridad
de la casona. Aquello sonó como un cañonazo. Gritos. Luego
una quietud maciza se instaló en la noche. La brisa se detuvo.
El pick up enmudeció. Los titubeantes rayos de luna se abrie-
ron paso aluzando a un hombre ensangrentado. Estaba tirado
en el piso del improvisado salón de baile, yaciendo sin vida
ante los ojos incrédulos de todos los asistentes.

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II
Las volteretas del reencuentro
Dieciséis años después.

Un impactante y nuevo Ford Mustang, modelo 1996, pa-


saba por la calle Colombia. La noche de San Blas tejía su
encanto colonial. La nostalgia lo fue atrapando y se detuvo
con indecisión y lentitud. Estacionó su auto deportivo a unos
seis o siete metros de la esquina de calle Colombia con Cam-
po Elías y se mantuvo en silencio dentro del coche, viendo
a lo lejos la casona de los Rabanedo Camacho. Estuvo allí
un rato eterno. De pronto la puerta se abrió, dando paso a
una mecedora, detrás salió el Negro Secundino. Una versión
inconfundible, pero ya bastante canosa y venida a menos, con
apenas vestigios de lo que en otros tiempos fuese el Negro
Rabanedo: cátcher estelar de los Guerreros de Los Guayos.
Entonces el auto deportivo avanzó, los cristales se abrieron y
el conductor sacó la cabeza por la ventana.
—¡Hola, Negro! —dijo Juan Aníbal, con afecto. El sa-
ludo cortó el aire y la noche se trancó por un momento.

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Secundino alzó la mirada.
—¡¿Por fin viniste, Catire?! —Con esa pregunta senci-
lla el Negro Rabanedo intentaba exorcizar la expresión de su
interlocutor.
Juan Aníbal se estacionó frente a la casona, bajó del
auto con prisa y abrazó al Negro. Secundino dijo muchas co-
sas con la mirada y el gesto. Después habló:
—Tengo una botella ‘e whisky escondida hace más ‘e
quince años, esperando a que aparecieras —dijo el Negro con
tono de complicidad.
—¡Mira tú! Pues justo por eso vine. A tomar un turno
al bate contigo. ¿Y qué estamos esperando? —contestó Juan
Aníbal esbozando por fin una sonrisa y colocándose en posi-
ción de bateo. La estampa de atleta de aquel joven alto y rubio,
hizo que el Negro Rabanedo recordase los tiempos en los que
el béisbol era su pasión.
Secundino volvió a entrar en la casona, al rato salió con
un banquito y lo puso al lado de la mecedora. Miró a Juan
Aníbal como quien mira un objeto de veneración.
—Ya vengo —dijo y volvió a entrar.
En menos de un minuto salió.
En una mano llevaba dos vasos de vidrio mal lavados, y
en la otra una botella polvorienta y una bolsita de plástico llena
de cubitos de hielo. Echó algunos cubitos en los vasos y sirvió
dos tragos, mientras el visitante se acomodaba en el banquito.
—¿Supiste que el papá del Gago Martínez estuvo gra-
ve? —preguntó Secundino, buscando tema de conversación.

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La boca le temblaba un poco, pero no era un temblor de mie-
do, trataba de disimularlo, pero muy en el fondo temía este
reencuentro con el Catire—. Le dio un pre infarto —añadió
y arrugó el gesto.
—Me enteré ayer. Me jodió la noticia. —Juan Aníbal
estudiaba cada expresión en la cara del Negro, esperaba el mo-
mento oportuno para por fin abordar ese asunto que lo había
tenido por tantos años sumido en la incertidumbre—. Apenas
hace un mes que llegué, y no he tenido tiempo de visitar a
nadie por aquí. ¿Un pre infarto?, ¡qué vaina, Negro!, y yo que
pensé que el papá del Gago estaba sano y resulta que la está
contando de milagro, ese señor es una joya, es una persona tan
educada y decente; y de los pocos mecánicos buenos que que-
dan por aquí. Un gran tipo, ¡don Teodoro Martínez!
—¡Un gran tipo, sin duda! —exclamó Secundino.
—¡Como pasa el tiempo, Negro!, ya tenía muchos años
sin venir al país, desde que conseguí la beca y me fui a hacer
la maestría. ¿Supiste que me gradué y conseguí una beca para
hacer la maestría en el extranjero? —La inexpresiva cara del
Negro Rabanedo no daba lugar a ahondar en ningún tema;
sin embargo, el Catire lo ignoró—. Después ya no quise saber
más nada de estos rumbos —dijo Juan Aníbal, barriendo el
cielo con la mirada, para luego quedar mirando al suelo. Hizo
otra pausa y prosiguió —. ¡Salud, viejo, por San Blas!
—¡Salú’! ¡Por cómo pasa el tiempo, chico! —dijo Se-
cundino con las pupilas dilatadas y vidriosas—. Es curioso,
pero «estos rumbos», como tú los llamas, te atrapan, Catire,

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estos rumbos te amarran y no te dejan i’. To’os los que dicen
que se van, al rato vuelven, unos más tarde que otros, pero
to’os vuelven. ¿Supiste que Manuelito también se graduó?…
El muy paju’o, en luga’ ‘e trabajá’ ‘e ingeniero, montó una za-
patería. ¡¿Tú has visto, semejante locura?!, ¡¿tanto estudiá’ pa’
eso, chico?! —Secundino batió los hielos dentro del vaso y se
llevó a la boca un trago largo para acompañar la frase.
—Jeje —rio con voz baja Juan Aníbal—. Quizá por eso
cuentan que por aquí hay mucho ingeniero vendiendo chi-
cha. Sacan el título por puro trámite, viejo, nunca pensaron
en ejercer, quizá necesitan un papel que diga que invirtieron
su tiempo en algo útil, pero «¿ingeniero en zapatería?», eso
no lo había visto yo. —Juan Aníbal se quedó meditando un
rato en lo que acababa de decir, recordó que Manuel fue
siempre un gran amigo, un hombre disciplinado, pero sin
madera para el estrés asesino que se vive en las grandes cor-
poraciones, fue también un muy buen estudiante, lo que no
le alcanzó para abrirse camino, prosperar nunca había sido
fácil, y en esos tiempos menos, pensó, luego añadió—: ¡tan-
to quemarse las pestañas!, ¡tanto joderse!, para terminar de
«ingeniero en zapatería», remendando suelas y cambiando
tapitas. ¡Qué vaina! —Sacudió la cabeza y se echó un trago
largo que lo regañó.
Un paréntesis de silencio se abrió en el reencuentro, de
pronto Juan Aníbal soltó la pregunta, sin pensarlo mucho:
—¿Y qué es de la vida de Rosa? —Era la pregunta que
había querido hacer desde un principio. Un sonido de latigazo

30
estremeció la noche y el Catire se echó un trago todavía más
largo que el anterior.
—Marianita se «jue» a viví’ a Caracas —replicó el Ne-
gro Rabanedo, eludiendo la pregunta que quedó en el aire—.
Tú sabes que ella también estuvo bastante mal… Ella se «jue»
de aquí a hacé’ su vida, chico. Aunque dígame eso, muda’se de
aquí, pa’ los cerros ‘e Caracas: ¿a quién se le ocurre esa vaina?
—lo dijo y se quedó moviendo la cabeza de un lado a otro,
luego completó la idea—. Definitivamente, las mujeres cuando
quieren a un hombre lo persiguen hasta el fin del mundo. —
Luego vio al Catire y rectificó—: bueno…, algunas. Marianita
cada tanto viene por ahí, trae cosas y pasa saludando. Tú sabes
que ella siempre ha ayudado mucho en el barrio.
—Gracias a Dios está bien entonces —dijo Juan Aní-
bal—. Aunque vivir en los cerros de Caracas no debe ser fácil.
¡Sus razones tendrá! A veces hay que huir, viejo. A veces hay
que salir corriendo, no importa a dónde, hay que salir co-
rriendo sin dudarlo. A veces uno lo que quiere es olvidarse de
todo, Negro, olvidarse de uno mismo, empezar de nuevo, re-
inventarse. ¿Tú nunca has sentido eso alguna vez? —La pre-
gunta sembró una expresión nostálgica en la cara del Negro
Rabanedo—. Cuando vea a Amelia y a Mariana, salúdelas de
mi parte. —Juan Aníbal se tomó otro trago, pero ahora corto.
Luego insistió—. Mire, ¿y qué es de la vida de Rosa?
—Amelia vive aquí, allí adentro está en la cocina. —El
Negro evadió la pregunta de nuevo, pero una puntada en el
corazón le indicó que era el momento de decir algo más acerca

31
de Rosa Magdalena; sin embargo, siguió hablando de Ame-
lia—. No es porque sea mi hija, pero Amelia «ejuna» mujer
trabaja’ora, chico. Una rolo ‘e mujer. Tiene un hijo, y ha echado
pa’lante… y Rosa también tuvo una hija…
El Negro Rabanedo hizo una pausa larga para evaluar
el rostro del Catire ante aquella revelación, no sabía cómo
decirle que Rosa había tenido una hija. Observó la expresión
en el rostro de Juan Aníbal y prosiguió:
—El año pasa’o me trajeron un álbum, con las fotos ‘e
los quince años ‘e mi nietecita. ¿Tú sabes que Rosa se «jue»
a Puerto Ordaz? ¿Tú te acuerdas que desapareció por varios
días y después nos enteramos que se había ido a Ciudad Bolí-
var?… Pues de allí brincó a Puerto Ordaz, preñá’ y sola. —La
voz de Secundino ganó énfasis en la frase que acababa de
pronunciar—. Rosa y yo hablamos, y arreglamos nuestros te-
mas, y ella se la pasa invitándome, pero en to’os estos años me
he negado a i’ pa’ allá, Catire.
—¿Y eso? —preguntó Juan Aníbal, frunciendo el ceño,
pero poniendo toda su atención en cada una de las palabras
del Negro.
—¿Tú sabes lo qué es, que en más ‘e quince años, ni
una visita, chico?, ¿qué vaina es esa, vale?, ¡tiene uno que i’
pa’ allá a juro!, porque ella no quiere vení’ pa’ acá. El viejo e’
«juno», esa vaina no me parece justa, no consideran a uno,
chico. De paso, querían que arreglara la Vagonier: ¡imagí-
nate tú! —La voz del Negro Rabanedo tomó vuelo, y por
un instante fue la misma de cuando era joven. Juan Aníbal

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sonreía con chispas en la mirada, aunque por dentro seguía
intrigado, queriendo descifrar lo que había hecho Rosa—.
Querían que me «juera» manejando hasta allá: ¡¿tú has vis-
to?! No tanto por la manejá’, sino por cree’ que la Vagonier
tenía arreglo. En la vida lo que no se usa se descompone,
y a veces «juno» trabaja y trabaja pa’ terminá’ comprando
cachivaches, que al rato se da cuenta que no son pa’ uno. Es
así, uno compra vainas caras sin pensa’lo mucho, uno cree
que por llegá’ a darse ciertos lujos uno va a sé’ feliz; y des-
pués resulta que uno lo que anda es más preocupa’o, porque
los lujos hay que cuida’los demasía’o, y generan envidia, mi
hermano —Juan Aníbal asintió con la cabeza, como dando
a entender que coincidía con los pensamientos del Negro,
pero en realidad lo hacía para animarlo a seguir hablando—.
Muchas veces, Catire, por más que uno nada y nada… ter-
mina uno en la misma orilla, y es lo mejor… porque si nadas
más allá, te ahogas; y si es así, ¿pa’ que tanto pe’o y tanta
lucha? Eso sí, mi nietecita sacó la misma sonrisa ‘e Rosa. El
mismo pelo negrito, los dientes parejitos, la nariz fina y la
cinturita estrechita, igualita a Rosa a su edad. Mi nietecita
cumplió quince este año. —Después de estas palabras la no-
che se instaló en los ojos del Catire, su mente empezó a di-
vagar y algunas imágenes del pasado llegaron a su memoria.
—¿Y cuántas nietas tienes, viejo? —preguntó Juan
Aníbal con cierta cautela.
—Esa na’ más y un varoncito. El hijo de Amelia. ¡Feo
el carajito! ¡No sé a quién salió! Por ahí anda —dijo el Negro

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Rabanedo con aires de gran veracidad, mientras Juan Aníbal
abría los ojos y contenía la risa para no escupir el trago.
«Yo aquí haciendo dramas con el pasado y para el Ne-
gro todo es un gran chiste», pensó el Catire.
—¿Entonces es muy feo el carajito, tu nietecito? —pre-
guntó Juan Aníbal con guasa.
—El que es feo es feo, Catire, no hay pa’ que adorna’lo.
¿Tú sabes que Amelia tuvo un aborto antes ‘e tené’ a ese cara-
jito, a Walter Omar? Yo siempre le digo que abortó al buen-
mozo, y que el que tuvo le salió como le salió. —Juan Aníbal
seguía conteniendo la risa. La mano de Secundino temblaba
sujetando el trago, y los hielos sonaban a cada rato—. Aquí
vive ella con su hijo y montó una peluquería en el garaje; el
oficio lo heredó ‘e la mamá, y bueno, ¿pa’ qué garaje, si no
hay carro? De eso vivimos en parte, entre lo que da la pelu-
quería, y de lo que de «vejen» cuando nos manda Marianita,
porque en la Good Year me trataron muy bien, pero al final
me botaron «pal» coño, y con lo que me dieron me compré
una lavadora, no alcanzó pa’ mucho, pero ahí voy, conseguí
un trabajito ‘e vigilante en la escuela Fermín Toro y de vez en
cuando ayudo al viejo Martínez en el taller.
Secundino se quedó meditando, parecía calcular el
tono de su próximo comentario. Juan Aníbal lo interrumpió
en sus cavilaciones.
—¿Y el papá del carajito?
—El papá del que abortó ese si era un buen tipo, pero el
papá de Walter Omarcito, ese «e’jun» bandido, chico. Amelia

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tuvo ese carajito con un hombre que todavía no sé ‘e dónde lo
sacó. No me acuerdo ni «cómoje» llamaba —contestó Secun-
dino con el vaso de whisky a orillas de los labios—. Yo nunca
estuve ‘e «acuejdo» con ese casorio a lo loco, ‘e la noche a la
mañana. Porque Amelia estaría preñá’, chico, pero pa’ casase
con una mujer hay que quere’la, ¿no «ejasí»?
El Catire asintió con la cabeza, mientras buscaba el
sentido de los pensamientos del Negro Rabanedo. Por un
momento pensó en Rosa Magdalena. Luego preguntó:
—¿Y qué pasó entonces?
—¡Pues nada extraño! ¡Al final yo tuve la razón!
El vagabundo ese salió un domingo, chico, plancha’ito y
almidona’o, dijo que dizque iba a comprá’ cigarros… ¡Y no
volvió más nunca! No sé si por fin firmaron el divorcio, con
eso te digo todo. Y el carajito lleva el apellido del loco ese.
—Secundino hablaba mirando al horizonte y la luz dejaba
ver su cabello plateado y su cara surcada de arrugas—. Tú
sabes cómo son las mujeres, cuando son pendejas y quieren
homenajea’ a un hombre, enseguí’a quieren que les pongan
el apellido, como si eso sirviera pa’ algo: Walter Omar Val-
derrama, se llama el carajito… ¡Hazme tú el favor! ¿Y los
Rabanedo Camacho?, ¿dónde quedamos? Pero bueno, ella
le echa bolas, también hace comidas, atiende la peluquería,
y se ocupa ‘e la casa. Esa e’ «juna» muje’ echá’ pa’ lante, con
sus locuras, como todo el mundo.
—Todos tenemos un toque de locura, Negro —dijo
Juan Aníbal.

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—Y algunas tienen un toque, pero de cordura, Catire.
Yo he llega’o a pensá’ que la obsesión de Amelia «ejun» día de
estos se’ la dueña ‘e esta casa «er» coño, y además conseguí’ el
supuesto entierro que hay en el patio. —La barba blanca del
Negro Rabanedo parecía relumbrar por momentos—. ¿Tú
sabes que dicen que en algunas de estas casas viejas ‘e San
Blas hay joyas y monedas de oro enterrá’s. Hubo una época en
la que Amelia «jela» pasaba abriendo huecos en ese patio «er»
coño. —Juan Aníbal soltó la risa. Secundino se quedó otra
vez pensativo, como reflexionando en lo que acababa de decir.
—¿De qué te ríes? —preguntó el Negro.
—Me acordé de una vaina, pero hace muchos años de
eso. —Juan Aníbal se entretuvo un momento, pensando en
aquel árbol de guanábana. Luego dio un giro a la conversación,
buscando oxigenar las ideas—: ¿Y la señora Magaly, la dueña
de la casa? No le han preguntado a ella por el entierro. —Juan
Aníbal sonreía, incluso parecía haberse relajado un poco.
—¿No supiste que la dueña ‘e la casa falleció? —pre-
guntó el Negro, y sin esperar contestación alguna prosiguió,
dando uso a ese manido ardid de la conversación caribeña,
según el cual se pregunta algo sin intención de que sea res-
pondido con palabras, solo para retar por un instante al in-
terlocutor con la mirada, evaluar la expresión del rostro y, sin
pausa, atropellar al otro con la respuesta, argumentando deta-
lles confirmatorios—. Sí vale, sí vale, la vieja Magali murió en
su ley, se la llevó el aguardiente. ¡Que Dios la tenga en su glo-
ria!, y los «coñotes» ‘e los hijos han intenta’o sacarnos varias

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veces ‘e aquí. Pero qué va, chico, ¡al inocente lo protege Dios!
Ha sido un pe’o tras otro, un pe’o tras otro y aquí seguimos, al
pie del cañón, al parecé’ nadie sabe dónde están los dichosos
papeles de la casa.
—¡Coño viejo! Yo no te imagino a ti en otra casa.
—Ni yo.
—¡Salud, viejo, por el pasado que no vuelve!
—¡Salud, ingeniero… Por los que vuelven del pasado!
El sonido de los vasos de vidrio fue la antesala de un
nuevo contexto en la conversación, como si estuvieran sellan-
do una tregua, aunque ninguno había querido aún jugar sus
verdaderas cartas.
—¡Y así que tienes una nietecita y un nieto! —comentó
Juan Aníbal y le tocó el hombro a Secundino al concluir la
frase, después entrelazó las manos y, poniendo cara de repor-
tero, dio otro giro a la conversa—. Una es la hija de Rosa y el
otro hijo de Amelia, ¿y Marianita nunca se casó? —preguntó
con analítica inquietud.
—No sé, chico. Estaba viviendo con un hombre, de eso
sí me enteré —contestó Secundino, cambiando la entona-
ción y quedando en silencio, con el semblante agrio y los ojos
extraviados. Juan Aníbal se percató de la incomodidad que
ese tema generaba y ante la actitud del Negro ofreció otro
camino a la conversación.
—¿Todavía tienes el pick up Panasonic? —interrogó
Juan Aníbal, buscando opciones temáticas, en un intento por
no perder la sintonía de intimidad que le otorgaba Secundino.

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—Esa vaina to’avía suena, ¿increíble no? Esa vaina e’
«jun» milagro tecnológico. En estos días lo puse y estuvimos
oyendo discos y jugando dominó. Espérate aquí.
Secundino entró de nuevo a la casona y encendió el
pick up. Metió la mano en la ruma de elepés y sonrió frente
a la carátula que el azar le puso a la vista. Activó el plato,
colocó el long play y dejó caer el brazo con suavidad sobre el
borde del disco. La aguja de zafiro empezó a hacer su oficio
y la Billo´s Caracas Boys fue inundando el aire de la noche.
Volvió a la mecedora, con lentitud. El Catire estaba mirando
el cielo, como contando estrellas, de pronto se percató que el
viejo había regresado y disparó a boca jarro:
—¿Y la Vagonier?
—Ese «jue» otro milagro, chico. Hace como dos sema-
nas desperté y ya no estaba. Alguien que se apiadó, porque
esa vaina se estaba derritiendo con el sol y los años. Se la
«jueron» llevando por piezas, ya ni como mesa la usaban. Un
día salí y no estaba, eso fue no hace mucho, no sé quién se
habrá lleva’o esa vaina, pero «haiga» sido, quién «haiga» sido,
le doy las gracias. —Juan Aníbal sonrió para sus adentros al
escuchar eso.
—¡Coño viejo!, ¡la casona sigue en pie! ¡Igualita!, con
la fachada intacta, con sus ventanales con reja y el zaguancito.
¡Otro milagro más!
—Jejeje —rio Secundino—. La casa sigue en pie, pero el
milagro má’ «jarrecho» ‘e to’os los milagros, no es ninguno de
esos. —Secundino se echó otro palo seco y largo. Aquel whisky

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viejo le supo a gloria. Llevaba rato buscando el momento para
soltarle el anzuelo correcto al Catire, así que se mojó la garganta
buscando tono para enfatizar la próxima frase—. El milagro má’
«jarrecho» son los ojitos de mi nietecita… los ojitos de mi niete-
cita son bellos, chico: ¡azulitos como el cielo!
El Catire Juan Aníbal lo miró impávido, confundido,
como quien estando vivo deja que el alma le abandone el
cuerpo. De hecho, Juan Aníbal murió por tres segundos, lue-
go resucitó. Quedó paralizado, pensativo. Se sacudió y de un
solo sorbo se clavó el whisky dejando el vaso vacío. No le
supo a gloria. Las pupilas se le dilataron. Quedó en silencio.
Luego extendió la mano, pidiendo otro trago. Volvió a to-
márselo de un sorbo… caliente y sin respirar.
—¿Qué pasó, Catire? —preguntó el Negro Rabanedo,
haciéndose el inocente.
Juan Aníbal miró al cielo un instante, luego comentó
con desasosiego, evadiendo la mirada de Secundino:
—¿No tienes una foto?, ¡muéstrame una foto de tu nie-
ta, por favor!
Dominó un rato el silencio. Secundino hurgaba en la
cartera, con una sonrisa maliciosa, hasta que dijo con una len-
titud sepulcral:
—No tengo, chico. —Mientras tanto, el pick up aprove-
chó para tomar por asalto la noche con otra canción.
«… Ayyy que la vaca vieja está, es la vaca vieja, arriba
vaca vieja que te traigo leche pa’ bebé’, es la vaca vieja, arriba
mi vaquita que te traigo leche pa’ tomá’ …».

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La botella de whisky escondida durante más de quince
años, estaba ya a medias, Juan Aníbal miraba con semblante
serio a Secundino. Lo analizaba. Lo observaba con deteni-
miento sin decir palabra. Terminó por aceptar, con reservas,
que no habría más referencias acerca de Rosa Magdalena, al
menos no por esa noche. El Negro Rabanedo se acababa de
percatar que no tenía ni una foto de su nieta en la billetera.
«Este viejo coño ‘e madre», pensaba Juan Aníbal, adi-
vinando, viendo a Secundino sonreír, intuía que el Negro le
estaba echando vaina, pensaba que de alguna manera lo esta-
ba jodiendo. Al final decidió que le había mentido acerca del
color de ojos de su nieta. Pero Secundino lo observaba, con
cierta guasa, viendo cómo se iba resquebrajando la sonrisa en
la cara del Catire.
El Negro ya casi había olvidado como se usaba una
carcajada; sin embargo, emitió una de manera visceral, una car-
cajada nerviosa y estridente. Ambos ya habían tomado demasia-
do. Juan Aníbal se le quedó mirando con fijación y lo retó:
—¡A ver, Negro!, ya que no me vas a hablar más de
Rosa, hablemos entonces de béisbol: —Secundino soltó otra
carcajada y parpadeó varias veces.
—¡Ay, Catire, eso ya «jue»!, ahora to’o son esta’ísticas y
estrategias; ¿y qué sé yo ‘e números, Catire?, aquí el ingeniero
e’ «justé».
Así siguieron Secundino y Juan Aníbal, repasando el
anecdotario. La conversa se hizo larga; no obstante, de lo
sucedido la noche de los quince años de Rosa no hablaron.

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Nadie mencionó aquel disparo infame que manchó de san-
gre el suelo, en medio de la penumbra de aquel improvisa-
do salón de baile sin quinceañera. Aquella lluviosa noche de
noviembre. Nadie contaba ya esa historia. Nadie se comió
aquel pastel. Nadie volvió a usar aquella escoba. El arrendajo
ciego había muerto y los turpiales también, la jaula estaba va-
cía. Los perros seguían entrando y saliendo como fantasmas.
Las paredes de adobe se seguían descascarando. El tiempo
hizo lo que mejor saber hacer: limpiar la memoria hasta que
los recuerdos parezcan ajenos. La casona de los Rabanedo
Camacho seguía en pie, atesorando historias, inventariando
proezas, inmunizada al pago del servicio de luz. El esquele-
to de la Vagonier había desaparecido. La botella de whisky
, escondida durante más de quince años, estaba a punto de
consumirse. Juan Aníbal seguía confundido, esbozando una
sonrisa tonta, sin decir palabra. Siguió la conversa y el Catire
volvió a pensar: «Este viejo coño ‘e madre», luego se sacudió
la borrachera y dijo con determinación:
—¿Y en qué parte de Puerto Ordaz vive Rosa?
Secundino se quedó inerte ante la fuerza empleada por
Juan Aníbal en elaborar la pregunta, luego a modo de res-
puesta sonrió, retando de frente la mirada azul del Catire,
mientras la aguja de zafiro del pick up seguía trabajando, dan-
do vida a la impecable voz del «Sonero del mundo»:

«… En el cachumbambé, en el cachumbamba,
merengue para a’lante, merengue para atrás… En el

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cachumbambé, en el cachumbamba, merengue para
a’lante, merengue para atrás… El sol se quedó dormido,
cansado de trabajar, la luna se ha puesto linda, parece
que va a gozar…».

La pregunta había quedado en el aire y Juan Aníbal


insistió para sacar al Negro de su mutismo:
—¿Y entonces, Negro? ¿No me vas a decir dónde vive
Rosa?, ¿en qué parte de Puerto Ordaz vive?
El Negro Rabanedo, ya muy afectado por el alcohol,
alzó la mirada al horizonte, e imponiendo a su lengua un
tono de fingida sobriedad, dijo de manera mecánica, trope-
zando en cada frase:
—Ya le ‘ije, Catire, ya le ‘ije… ¡¿Qué sé yo ‘e números?!,
¿qué sé yo ‘e esta’ísticas y estrategias? , ¡¿qué sé yo ‘e la vida ‘e
las hijas mías, si ni de la mía sé mucho?! Aquí el ingeniero e’
«justé’, Catire. El ingeniero e’ «justé». Así que «Justé» quiere
sabé’, pues búsquele…
Mientras, el gran éxito del «Sonero del mundo» se apo-
deraba del ambiente:
—«… En el cachumbambé… En el cachumbamba…
Merengue para a’lante, merengue para atrás… En el cachum-
bambé… En el cachumbamba… Merengue para a’lante, me-
rengue para atrás».

42
III
La Vagonier

Cuando el Negro Secundino apareció montado en aque-


lla camioneta, San Blas entero puso toda su atención en el
acontecimiento. La inusual llegada de aquel portento de in-
geniería automotriz apartó a todo el barrio de sus ocupacio-
nes domingueras. La negra María Antonieta lo vio desde el
ventanal, se restregó los ojos, alzó los brazos y gritó:
—¡Mi amor, qué belleza!
Nadie sabía si se estaba refiriendo al Negro o a la ca-
mioneta, pero para ningún vecino el suceso fue indiferente,
todos habían salido con urgencia y desparpajo a certificar la
noticia. Secundino andaba radiante, un poco exaltado. Las
casonas viejas y desvencijadas de la calle Colombia abrieron
de par en par sus ventanales oxidados. El Negro estacionó
la nueva Grand Wagoneer, modelo 1974, justo frente a la
residencia de los Rabanedo Camacho, en la mera esquina de
calle Colombia con Campo Elías, y esperó, con la radio en-
cendida, a que María Antonieta saliera a posarse al lado de
la reluciente novedad. Sonaba la emisora Radio América, la

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onda de la alegría, ocho noventa, dejando oír a gran volumen
una canción lenta y bonita, que prometía ser un éxito:

«… y me quedo mirándote a ti, encontrándote tantos


motivos…».

Secundino desmontó de la camioneta con parsimonia,


alzando unos papeles y señalando con la mano en dirección a
María Antonieta.
Juan Aníbal, el Gaguito Martínez, Manuel y Ramiro
eran unos chamacos entonces y estaban allí, formaban par-
te del grupo de adolescentes que asistieron al revoloteo. La
camioneta brillaba como una nave espacial. Los Rabanedo
no habían querido meterla al garaje para que todo el mundo
pudiese admirarla y envidiarla. La exposición de la Vagonier
constituía una suerte de venganza, perpetrada por los Raba-
nedo Camacho, ante una comunidad que nunca habían ter-
minado de digerir la llegada de aquel negrero al ilustre barrio
de San Blas. Hacía ya más de dos años que de improviso
aquella tribu de malolientes se había instalado en la otrora
casona de los Bermúdez. En un principio, nadie dio crédito a
la invasión azabache, los ignoraban, como aspirando que fue-
se lo mismo que una gripe pasajera. No lo podían entender,
ni mucho menos asumir.
La vieja Magali de Bermúdez fue la culpable de la tra-
gedia social que significó la aparición de los Rabanedo Ca-
macho en San Blas. Magali enviudó y se mudó a la hermosa

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urbanización de Lomas del Este, se fue a vivir con una de
sus hijas y puso en renta la vieja casona de la calle Colom-
bia: «demasiada casa para mí sola», pensó la viuda. Muchos
quisieron rentarle la propiedad, pero ella andaba como in-
decisa. Cuando su peluquera de toda la vida, la negra María
Antonieta, se autoproclamó como candidata para quedarse
como inquilina, no supo qué responder. La propuesta la sor-
prendió por completo: «¿y esta peluquera y su marido ten-
drán cómo pagar la renta y los servicios?», se cuestionó, pero
al rato se mostró alborozada. Entre una pintada de uñas de
manos y pies, una depilación milimétrica de cejas y la apli-
cación de un tinte rubio natural Miss Clairol (misma que le
quitó diez años de encima), la vieja de Bermúdez pasó de la
duda a la celebración.
—¡Benditas tus manos, María Antonieta! Jamás pen-
sé que me vería tan espectacular de pelo amarillo, ¡si hasta
parezco una actriz! —exclamó Magali, con los ojos recién
maquillados con sombra azul celeste y la mirada clavada en
el espejo.
La negra aprovechó el jolgorio para insistir con su pro-
puesta.
—¡No es pa’ tanto, ‘oña Magali! Su belleza «ej» ‘e na-
cimiento, yo na’ más medio le doy formita a su melena y un
«colorjito» pa’ que se vea diferente. Cualquier «coja» que uno
le haga, usted va a quedá’ como una reina —dijo María Anto-
nieta, hundiendo sus manos largas en la frondosidad del ca-
bello de Magali de Bermúdez—. Y «ji» no «ej» indiscreción,

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¿cuantos meses de «depójito» está pidiendo? La verdá’ es que
yo siempre he «joñado» con vivi’ en San Blas.
La viuda de Bermúdez empezó a oír el planteamiento
de la negra con otro semblante y llegó un punto en el que
por pura inspiración, y casi sin querer, había dicho que sí,
sin imaginar siquiera la reacción de sus ex vecinos. Para ese
entonces, María Antonieta y Magali tenían ya algunos años
compartiendo confidencias, las unía una especie de insólito
lazo de amistad, forjado a base de lavadas, cortes y secadas
de pelo, se habían ido ganando confianza, platicaban de todo.
Magali le contaba como la tristeza por la partida de su ama-
do, Atanasio Bermúdez, la había orillado de nuevo al alegre,
pero conflictivo hábito de la bebida. Y la negra le bromeaba:
«¿quién como usté’?, mientras más borracha «májuenamoza».
María Antonieta le hablaba de sus hijas y de su abnegado
esposo; y también le narraba cómo había aprendido el exqui-
sito arte de la peluquería, justo en una de las casonas de San
Blas. En aquellos ayeres María Antonieta era la estrella de un
reconocido salón de belleza localizado en la pomposa aveni-
da Bolívar de Valencia, cerca del afamado Tropi Burguer. La
negra era una estilista consagrada, al punto que varias de las
clientas del Bella Valencia: Salón de Belleza, esperaban horas
para ser atendidas por María Antonieta Camacho. Su éxito
se lo debía al apoyo incansable de Secundino, pero su amor
no había sido siempre así.
La verdad fue que la negra María Antonieta conoció
a Secundino en la urbanización popular Los Guayos y al

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principio ni lo volteaba a ver. Siempre fue una negra preten-
ciosa, pero linda, de culo firme, cadera ancha y cintura breve,
una diosa de piel oscura que no se detenía a hablar con cual-
quiera. Ella sabía que tenía lo suyo. El joven Secundino era
tan solo uno más del séquito de piropeadores, que se daban
cita en fila india para verla pasar, recién bañada, en las ma-
ñanas, oliendo a Jean Naté: Limón dulce, dizque rumbo a su
trabajo en la zona industrial.
Todo era una mentira de la Negra, en realidad iba a
diario a San Blas, a la enorme casona de los Granadillo
Verastegui, allí María Antonieta hacía labores de limpie-
za. Nadie en la urbanización popular Los Guayos sabía ese
cuento, porque María Antonieta se había ocupado de regar
una historia, según la cual, ella era recepcionista en una ele-
gante empresa ubicada en la zona industrial de Valencia. La
Negra Camacho salía tempranito, entaconada, olorosa, mon-
tada en unas pintas de lujo, dejando muertos a su paso a los
babosos moradores del siempre urgido barrio de Los Guayos.
Al llegar a la casona de los Granadillo, se ponía su pañoleta,
se cambiaba los tacones por unos zapatos de goma, la blusa
por una franela, se calzaba unos blue jeans desteñidos y aga-
rraba la escoba. Trapeaba, cocinaba, limpiaba los baños, re-
gaba las plantas, pasaba coleto, cera y pulidora, y de paso, fue
aprendiendo el arte de la peluquería, a la fuerza, usando como
conejillos de india a las hermanitas Granadillo. Fue mucho el
trasquilón, el pelo chamuscado y los tintes enrarecidos, que
dejó a su paso en aquella casa. Sus elocuentes inicios como

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aprendiz de peluquera marcaron sin saberlo el camino a su
futura profesión. Maru, Conchita y Marifer, pese a ser las
afectadas por los desaciertos estilísticos de la Negra, «goza-
ban un puyero» jugando al salón de belleza con ella. Por otra
parte, la negra María Antonieta era pizpireta, pero honrada;
contestona, pero cocinaba sabroso; mentirosa, pero limpia-
ba bien; muy quejosa, pero divertida, por eso le tenían una
paciencia infinita, y no le gustaba hacer de peluquera, pero,
cuando le sobraba tiempo, le encomendaban la faena y no
podía negarse. Hasta que llegó el día en que le hacía gracia.
Eran muchas las loqueras paridas por el ocio de las hermani-
tas Granadillo, y sus ocurrencias las llevaban siempre a ensa-
yar con su juguete preferido: la negra María Antonieta. El día
que dejó como el pájaro loco a la audaz señora María Luisa
Verastegui de Granadillo, decidieron pagarle un buen curso
de peluquería (¡gracias a Dios!). La negra María Antonieta
fue mejorando la técnica y empezó a cogerle el gusto al arte
de embellecer cabelleras, lo que la llevó a ganarse una todavía
mejor posición entre los aprecios de la familia Granadillo Ve-
rastegui, en especial el del joven Toñito, quien, aturdido por
la ebullición hormonal de la adolescencia, vio en las curvas de
María Antonieta su inspiración.
La Negra se percató de la miradera de Toñito y, ni corta
ni perezosa, hizo bien sus cálculos. Ella era mayor que aquel
chamaco y tenía otros pretendientes, con quienes se escapa-
ba los fines de semana (Secundino no formaba parte de esa
lista), pero Toñito no estaba de mal ver, se había estirado

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ganando altura y prestancia, era atento y condescendiente, un
poco soso, muchas veces aletargado, pero al mismo tiempo
con unos ímpetus que surgían de manera repentina y descon-
certaban a cualquiera. Toñito no le quitaba los ojos de encima
a la Negra, y a espaldas de su mamá y de sus hermanas, fue
dando vuelo a la posibilidad de explorar el terreno.
Un viernes, en la tardecita, le dejó un papelito en la
cocina: «te espero esta noche cerca de la iglesia». Así comen-
zaron las travesuras de la negra María Antonieta con el seño-
rito de la casa. Travesuras clandestinas. Nadie había caído en
cuenta de las andanzas de esos dos. Se la pasaban escondidos
en las habitaciones de la espléndida casona de los Granadillo,
misma que desde la muerte del general había quedado apenas
habitada por la señora María Luisa, sus hijas y Toñito, pero
que en tiempos de antaño había dado cobijo a personajes
ilustres y fue lugar de veladas exquisitas y multitudinarias. La
Negra y Toñito dieron vida a varios de los espacios muertos
de aquella casona, y además se citaban en la plaza central de
San Blas, en los alrededores de la escuela Fermín Toro, bus-
cando los rincones más ocultos. Hasta que un sábado cayó el
balde de agua fría.
—¡Qué me cuentas, María Antonieta! ¡No puedo creer
que tengas la desfachatez de venirme a mí con esta historia!
—exclamó destemplada la señora María Luisa Verastegui de
Granadillo, llevándose una mano a la frente y la otra al pecho.
«Vieja payasa», pensaba la negra María Antonieta, que
estando preñada de varios meses, ya no se molestaba en

51
ocultar la panza, pero hasta entonces nadie sabía de quién
era esa barriga, aunque bastaba tener un dedo de frente para
imaginarlo. Dentro de su vientre crecía Amelia (la que sería
la hija mayor de los Rabanedo Camacho). La negra María
Antonieta, presa del cansancio y de las exigencias de su tra-
bajo, se envalentonó y encaró a la patrona:
—Usté’ me va a disculpá’, «jeñora» María Luisa, pero
Toñito y yo hace tiempo que estamos ennovia’os, yo pensé
que usté’ lo sabía y se hacía la loca. ¡Y aquí está el fruto! —
dijo la negra Camacho, viendo a la cara, con irreverencia, a la
solemne viuda de Granadillo, para luego ir bajando la mirada
con lentitud hasta depositarla en la barriga.
—¡No sé qué decirte, María Antonieta!, pero me cuesta
creer que Toñito haya sido capaz de semejante disparate. —El
pequeño pañuelo de seda, en la mano huesuda y temblorosa de
la viuda de Granadillo, parecía un trozo de tela insignificante
ante la tarea de limpiar el desastre dibujado en aquella cara.
La señora María Luisa Verastegui de Granadillo quedó
atontada, reflexiva. La noticia le había dejado el razonamien-
to casi tan revuelto como el abolengo. Toñito certificó toda la
narración de la negra Camacho, incluso con cierta gallardía.
—Mamá, yo sé que no era lo que tú esperabas, pero
me enamoré, no pude evitarlo. —El gesto de vergüenza en el
rostro de Antonio Rafael Granadillo Verastegui, Toñito, no
daba lugar más que a la conmiseración.
Las hermanitas Granadillo optaron por apoyar a su
hermano, y por extrapolación a la Negra; sin embargo, todos

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vivieron un terremoto con esa primera barriga de María An-
tonieta. El vientre empezó a crecer, nadie sabía muy bien
cómo asumirlo, pero la familia Granadillo eran gente prag-
mática, y María Luisa la que más, así que pasada la amargura
de la sorpresa, tocaba ver cómo proceder en concreto, de allí
que al nacer Amelita estaba ya todo planificado. Los Grana-
dillo (incluido Toñito), lejos de preocuparse siquiera por co-
nocer a la neonata (¡quien sabe Dios cómo vino al mundo!),
habían urdido un acuerdo utilitario y sencillo: le concedieron
a María Antonieta la opción de habitar un departamento,
viejo y semiabandonado que tenía la familia en la urbaniza-
ción popular Los Guayos, le pagarían una mensualidad y los
gastos médicos. Asunto arreglado.
María Antonieta estaba feliz, en extremo feliz, sabía
que, dadas las circunstancias, las cosas podrían haber termi-
nado mucho peor para ella y su criatura. Los Granadillo no la
echaron, hicieron la vista gorda y la dejaron seguir trabajando
en los quehaceres de la gigantesca casona. Por otro lado, la
repentina independencia de María Antonieta llegó como una
bendición en su familia, y para ella también lo fue, en especial
después del calvario que vivió durante el embarazo, teniendo
que soportar la cantaleta diaria de su «Amá», Catalina.
Dionisia Catalina Camacho se había hecho cargo de
María Antonieta tras el fallecimiento de sus padres. La ne-
grita María Antonieta apenas contaba con siete añitos cuando
aterrizó en los brazos de Catalina. María Antonieta la llamaba
«Amá», pero no había documento alguno que sustentase ese

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calificativo. Catalina era su tía, una negra azul marino, impo-
nente, recia y mal hablada, de esas que parece que nunca goza-
ron de juventud y se encarnaron directo en la adultez. Se la pa-
saba ocupada en su negocio de venta de cerveza y departiendo
con los que ella llamaba sus clientes. Catalina vivió con María
Antonieta y con otras dos de sus hermanas en una casa muy
modesta, en las afueras de la nunca bien recomendada zona de
Güigüe, y allí seguía vendiendo cerveza, con ceguera, rodeada
de perros y gatos, y atendiendo a los que iban necesitados de
sus rezos y supuestas facultades exotéricas.
La negra María Antonieta no sabía qué contestar ante
los constantes reproches de su Amá, Catalina, quien al verla
sin trabajo, levantándose tarde y dedicada a la nada, después
de haber abandonado la escuela, se llevaba las manos a la ca-
beza y decía cada tanto:
—¡¿Qué «amos» a hace’ contigo, Marita?!, ¡¿qué «amos»
a ‘jacé’?!, ¡no joda! ¡No tengo idea ‘e qué hacé’ contigo! Nunca
arrimas una pa’l mingo.
Por eso, cuando la negra María Antonieta se fue a vivir
a Los Guayos, con Amelita en brazos y una de sus primas se
fue con ella, a hacerle de niñera, Catalina fingió alivio, pero
en el fondo nunca le perdonó que la dejará allí, varada en
medio de aquel desierto en llamas, en aquella casa de Güigüe,
que parecía a punto de caer derretida bajo la inclemencia del
sol valenciano, se sintió menospreciada. María Antonieta lo
sabía y aún así la trató como quien deja atrás una pesadilla.
«¡Bicha mal parida, mal agradecida!», pensó Catalina para sus

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adentros, aunque muy en el fondo había aprendido a quererla
sin remedio.
Al principio la llegada de la negra María Antonieta,
con su bebé y su prima, había sido la comidilla en aquel sec-
tor de Los Guayos. Varios galanes se apuntaban a la lista de
«amigos de María Antonieta», se ofrecían a ayudar con la
bebé, pero la negra los vacilaba y se hacía respetar. Secundino
se fue volviendo su admirador más acérrimo.
—«Adiós, mi angelito mañanero», «se me cuida, mi
estrellita caída de la noche», «vaya con Dios, reina de mis
sueños». —Eran algunos de los piropos con los que el Negro
Rabanedo obsequiaba el paso de la negra María Antonieta
cada mañana.
No había ruta ni amanecer en el que María Antonieta
pudiese evadir la voz del Negro Secundino, quien puntual y
fastidioso, con mirada melosa, custodiaba el paso fino de la
negra por las aceras, haciendo las veces de centinela. Hasta
que una mañana, por fin, le arrancó una sonrisa. La ilusión le
duró poco. Pronto, ante sus ojos sobresaltados, desfiló María
Antonieta con la segunda barriga. Vale decir que los amores
con Toñito Granadillo seguían viento en popa, y que la fami-
lia Granadillo se hacía la desentendida.
Secundino no se amilanó, siguió con su empeño; y has-
ta un regalo le llevó a la pequeña Marianita, la nueva herma-
na de Amelita. El Negro Rabanedo fue tomando confianza y
más de una vez emboscó a la negra, quien, ya de pura costum-
bre, le reía la gracia y hasta le aceptaba la cercanía.

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—¿Tú no te has da’o cuenta ‘e cómo me pones cuando
me miras con esos ojitos negros? Me «vajavení» matando un
día de estos y ni cuenta te vas a da’. —Los latidos acelera-
dos en el pecho del Negro Rabanedo se oían como tambores
anunciando batalla.
—¿Y se pue’ sabé’ qué «eje» lo que «justé’» quiere ‘e mí?
—le preguntaba la negra a Secundino, acercando a la boca del
Negro la inflamada carne roja de sus labios—. ¿Un «bejito»?
¿O algo más?, porque si es un «bejito» «je» lo doy.
La negra jugaba con Secundino a placer, y alguna vez
estuvieron juntos, cosas que pasan sin querer. El Negro se
envalentonó recordándole siempre aquel momento, pero ella
nunca le dio el sí, hasta que llegó un punto en el que se im-
puso el desaliento: la tercera barriga de María Antonieta apa-
reció en escena.
Secundino seguía embrujado por aquel cuerpo inmune
a los partos, la negra seguía con los muslos firmes y las curvas
en su sitio, además se la pasaba envuelta en aquella persistente
fragancia a Jean Naté: Limón dulce, y Secundino seguía suspi-
rando por ella, pero entendió el mensaje. «Nunca me va toma’
en serio», eso pensó. «¿Y cómo hace uno pues? Esa belleza ‘e
negra no nació pa’ fijase en un pobre loco, ignorante y feo, como
yo», sentenció en su fuero interno y poco a poco se fue alejando.
El Negro Rabanedo empezó a trabajar en la Good Year,
en una contratista, y así logró apartar a la negra de su mente,
se fueron distanciando sus encuentros, hasta tornarse fortuitos.
La puntualidad y la persistencia del piropeador de las mañanas,

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fue cediendo ante el desánimo que María Antonieta destilaba
con su indiferencia; sin embargo, cuando la veía, siempre tenía
un piropo elegante a flor de labios, reservado para la ocasión de
tropezarse con la negra. Se había ganado a pulso los apodos de
«Papá piropo» o el insultante «Piropopreñao». Sus amigos del
barrio gozaban burlándose de él.
—¡Secundino, ayer vi a María Antonieta! Está preñada
otra vez, pero me dijo que después de este sí te toca a ti —le
decían sus «amigos» de la urbanización popular Los Guayos.
Un día María Antonieta con sus tres hijas desapareció
del barrio. No dejó rastro. Por fortuna, Secundino ya había
tomado otro camino. Lo habían ascendido a operador de ca-
landria y, para cuando le llegó el chisme, sencillamente ar-
queó la boca y dijo:
—Ella nunca estuvo bien en esta mierda de dizque
urbanización popular Los Guayos, era mucha negra pa’ este
barrio ‘e gente bolsa.
El Negro Rabanedo se distinguió siempre por sus mé-
ritos en el trabajo, no era muy inteligente, pero era respon-
sable, deportista y hábil con la maquinaria. Quiso Dios que
le reconocieran sus esfuerzos en aumentos de salario. Quiso
Dios que de la contratista lo pasara a un cargo de planta, con
mejores prestaciones. Quiso Dios que fuera un hombre sano
y ahorrador. Y aquella tarde, después de más de dos años sin
verse, se paró el Negro a tomarse un café en la panadería La
Espiga de Oro en la urbanización La Isabelica, después de
salir de un juego de béisbol.

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María Antonieta se encontraba en ese entonces en
una situación muy precaria, desesperada, sola, viviendo en
una habitación rentada en el sector diez de La Isabelica, con
sus tres hijas pequeñas y sin apellido (las niñas Camacho les
decían). Así la había dejado Antonio Rafael Granadillo Ve-
rastegui, Toñito, quien se despidió de este mundo sin más
pena ni gloria que la de haberse templado, sin compasión, a la
negra Camacho, hasta sembrarle tres hijas, una tras otra. La
familia Granadillo ya se había acostumbrado a ese desaguisa-
do. Parecía que parte del acuerdo de María Antonieta con los
Granadillo, era quedar preñada de Toñito cada tanto. A fin de
cuentas, el acuerdo había resultado una estrategia muy acer-
tada, un pacto que funcionaba, garantizándole el trabajo y el
sustento a María Antonieta y a sus niñas. Y el departamento
de Los Guayos era grande, y la negra Camacho ya era como
de la familia. En cualquier caso, a María Antonieta le gustaba
el «jujú» con Toñito, y viceversa; y, según los cálculos de la
negra: «Si a la tercera no fue la vencida, entonces no habría
quinto malo», pensaba. En cualquier momento habría que
registrar a las niñas y darles formal apellido. Esa era la gran
esperanza de la negra y Toñito quería hacerlo, pero doña Ma-
ría Luisa Verastegui de Granadillo pesaba en las decisiones
de sus hijos como una terrible losa de mármol, así que Toñito
terminó por negarse a reconocer a las niñas.
Toñito y la Negra discutieron acerca de la tercera ba-
rriga. María Antonieta estuvo insistiendo un tiempo: «ya
‘ejhora’, Toñito, tienes que darles tu apellido, son ‘tujijas’», le

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echaba en cara cada vez que podía, luego entendió que sería
imposible y, desilusionada, prefirió alejarse del señorito Gra-
nadillo por considerarlo, además, un pendejo, un títere, un
enclenque emocional manipulado al antojo por su madre, así
que usó todas sus armas para herirlo sin piedad. Toñito, en
medio de su despecho, aceptó la sugerencia de su mamá y se
comprometió con Raquel Molina y Maldonado, la hija de los
conspicuos Molina y Maldonado (billete mata pasiones), así
que hubo que enterrar en la más profunda secrecía el origen
de las niñas de la negra Camacho.
María Antonieta aceptó el pacto de silencio y registró
a las niñas solo con un apellido: Camacho. Todo a cambio de
un dinerito. Y bueno: ¿quién le iba a creer ese cuento a «la
negra encargada de la limpieza»? ¿Tres hermanitas pobres,
portando un apellido de sangre azul? En esos menesteres es-
taban los Granadillo y la negra Camacho, cuando sin decir
agua va, Toñito soltó el mecate. Una mañana sombría, sema-
nas antes de casarse con Raquel Molina y Maldonado. Toñito
se atragantó con una cabeza de ajo y fue encontrado sin vida
en su habitación.
—¡¿Quién hubiese sospechado esa desgracia?! ¿Quién
se iba a imaginar que un muchacho tan joven, tan entero, tan
de buena familia, se despidiese de esa forma de este mundo?,
víctima de una sana costumbre mañanera: al levantarse se co-
mía una cabeza de ajo en ayunas para evitar el catarro —eso
dijo doña Gertrudis Arismendi, una gran amiga de la familia
Granadillo.

59
—¿Quién iba a pensar que un señorito tan correcto y
precavido encontrase en sus sanos hábitos su perdición? —
dijo doña Mayte Aristizabal (madre de Juan Aníbal), en uso
de su acento castizo, al comentar lo sucedido entre un grupo
de señoras cercanas a la familia Granadillo Verastegui.
¿Quién iba entonces a calcular que los Granadillo, víc-
timas de una encubierta mala racha económica, vieran frus-
trados sus planes de salvación, asociados al emparejamiento
de Toñito y, además de asumirse hundidos por el deceso del
señorito, se vieran en aprietos monetarios relevantes?
Según la viuda de Granadillo, no quedaba más remedio
que vender el departamento de Los Guayos, así que optaron
también por despedir, sin consideración alguna, a la contes-
tona, mentirosa y pretenciosa negra María Antonieta, sin
previo aviso (además, ya casi no había cómo pagarle). María
Luisa Verastegui de Granadillo decretó, además, que la negra
fue la responsable indirecta de la muerte de su retoño.
—La mamá de esa negra arrastrada fue una cualquiera y
la tía es bruja, ese cuento no me lo echaron, yo sé que es así —
vociferó una noche María Luisa, entre sollozos, delante de sus
hijas, en frente del cuadro pintado al óleo, con marco de filigra-
nas recubierto con pan de oro, que mostraba sobre un hermoso
corcel al finado general Marco Antonio Granadillo (QEPD).
Catalina fue entonces a reclamarle a María Luisa. La
viuda de Granadillo hizo caso omiso de los argumentos de
la bruja, así que la negra María Antonieta, de la noche a la
mañana, se vio sin trabajo, sin techo, obvio: sin liquidación, y

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con los muy pocos ahorros escondidos en una caja de Corn
Flakes, fue a parar con sus hijas a una habitación de mala
muerte en el bullicioso barrio La Isabelica, donde una amiga
piadosa le rentó una pieza (volver a Güigüe con Catalina era
una opción aterradora, que María Antonieta no quiso consi-
derar).
Allí estaba esa tarde, lo que quedaba de la pretenciosa
negra Camacho, sacando cuentas para comprar un pan dulce
en la panadería La Espiga de Oro, repasando en su mente la
próxima jugada, cuando el destino la puso en jaque, y al mis-
mo tiempo le envió un alfil salvador. Un alfil Negro. Secun-
dino Rabanedo, el Negro Rabanedo, el alfil de la reina María
Antonieta, llegó diciendo:
—Me da un marrón claro y un golfea’o, por favor. —El
agudo olfato del Negro percibió el olor a Jean Naté: Limón
dulce y volteó.
Jamás calculó María Antonieta que aquella sonrisa
nerviosa que le devolvió a Secundino, esa tarde húmeda y
soleada, serviría de algo. Supuso que la ignoraría, pero aque-
lla sonrisa espontánea que se le dibujó sin querer, pero con
gracia, funcionó en principio para mostrar la blancura de sus
dientes parejos y brillantes, envueltos entre sus labios carno-
sos, y, como aderezo, la acompañó con una mirada profunda,
lanzada en una fracción de segundo, por el rabo del ojo, un
dardo directo a la vena femoral de aquel Negro falta ‘e respeto
(como ella lo etiquetaba cuando vivía en Los Guayos). Ese
gesto simple y casi involuntario, dejó prendido y sin palabras al

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Negro Secundino Rabanedo, quien durante semanas, estuvo
atesorando ese momento en sus recuerdos, suspiraba, era el
mayor de los logros a su perseverancia. Esa sonrisa fue el sal-
voconducto de la negra Camacho (y de sus hijas), para volver
a la vida del Negro Rabanedo.
Secundino no las sacó de aquella habitación en La Isa-
belica así no más. El Negro se había echado una novia de
buena estirpe, Ernestina Sanabria, y estaba comprometido a
casarse en unos meses. Se atravesó la negra María Antonieta
en esos planes. Empezaron a salir a escondidas. Se fundie-
ron sin piedad, con la desesperación de quienes sienten que
perdieron mucho tiempo, y sin importar las cuantiosas in-
versiones en largas y reiteradas faenas de amor, escenificadas
al cobijo y en la discreción del Motel La Quizanda; dieron
rienda suelta a su alegría por reencontrase.
Por aquellos días de exaltación enamoradiza, Secundi-
no le compró un pick up Panasonic al gordo Gumersindo An-
tequera, bajo la advertencia de incurables fallas en la aguja:
—Ese bicho todavía suena y, a lo mejor, acomodándole
el brazo y cambiándole la aguja, puede que quede medio bien
y te dure un par de años, pero así como está no te lo garantizo
ni te recomiendo que lo uses con ningún disco nuevo. —Se-
cundino se arriesgó e ignoró la advertencia.
El Negro andaba ilusionado, en las nubes, se la pasaba
entonando boleros, se imaginó encerrado en su habitación,
extasiado, oyendo música, definitivamente necesitaba el pick
up y se lo compró a Gumersindo. Con cautela, poco a poco,

62
Secundino fue sustrayendo algunos long plays de la cultivada
colección de su papá, el viejo Severino Rabanedo, entre ellos
un elepé de Gabriel Siria Levario, mejor conocido como Ja-
vier Solís, de quien no se cansaba de oír en su habitación, con
volumen bajito, aquella polémica canción:

«…porque tu amor es mi espina, por las cuatro esqui-


nas hablan de los dos… Que es un escándalo dicen y
hasta me maldicen por darte mi amor… No hagas caso
de la gente, sigue la corriente y quiéreme más, con eso
tengo bastante, vamos adelante sin ver qué dirán…».

Un jueves al medio día, siguiendo las instrucciones de su


pasión y el mandato de Javier Solís, el Negro se animó y lanzó
la bomba del «no me caso». Para el fin de semana, Secundino
ya contaba con una extensa lista de las más enconadas enemis-
tades. El Negro no podía seguir viviendo en Los Guayos bajo
el acoso incesante de los familiares de Ernestina, la reproba-
ción de su propia familia, los discursos de Severino y el rechazo
de sus propios amigos. Lo tildaban de «rolo ‘e loco». Los Gue-
rreros de Los Guayos se quedaron sin su cátcher estelar, mismo
que los había guiado a coronarse en cuatro torneos consecuti-
vos. Y cuando se enteraron de que la culpable de todo era la
negra María Antonieta, la cosa empeoró. «Piropopreñao» an-
daba nervioso («Piropopreñao» era uno de tantos apodos con
el que los amigos de Secundino lo habían rebautizado, y que
para esos momentos ganó fuerza ante otros menos ofensivos

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como «Papápiropo», «Negro pajú» o «Piropo en salsa»), y aún
así con los nervios anudados y el ánimo por el suelo, sostuvo
una conversación violenta con su papá.
—Aclárame una vaina, muchacho pajú, ¿te estás en-
drogando o estás embruja’o? —Así empezó el diálogo el vie-
jo Severino Rabanedo cuando se enteró que su hijo no se
casaba con Ernestina y que la cambiaba por la negra María
Antonieta—. Ernestina «ejuna» muchacha bonita, ¡pajú!, una
muchacha ‘e buena familia, hacendosa, educá’, con futuro, ¿la
vas a cambiá’ por una negra asquerosa, muerta de hambre, que
‘e paso tiene tres hijas de otro, y vas a mantené’ ese gentío?
¡Coño, piensa con la cabeza!, ¡pero con la cabeza de arriba!,
muchacho pajú —dijo Severino levantando un brazo, mien-
tras con el otro se rascaba el escaso pelo blanco que todavía le
quedaba en la cresta.
—No me ofenda pa’ —contestó el joven Secundino,
con el gesto rígido, bajando los hombros y paseando la mira-
da por el piso.
—¿Y cómo quieres que te trate?, ¿quieres que te aplau-
da, pajú? ¡Tienes meses acostándote con Ernestina!, esa mu-
chacha se ilusionó y ya hasta fecha pa’ casa’te pusiste, tienes
al cura esperando y hasta planes ‘e luna de miel. ¡Sé hombre,
chico!, ¡no seas tan coño ‘e madre!, ni tu mamá, ni yo te cria-
mos así. ¡Eso que está’ «jaciendo» con esa negra asquerosa
va a terminá’ mal! ¡Eso no tiene futuro! Y las oportunidades
buenas en la vida se presentan una sola vez —sentenció el
viejo Severino con un temblor en los labios—. ¡Piensa con

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la cabeza de arriba, muchacho pajú! Y una vaina más, ¿no
has visto por casualidad unos long plays, chico?, en estos días
estaba buscando uno de Javier Solís y no aparece.
Secundino y María Antonieta retaron las profecías.
Consiguieron una casita en el barrio Atlas y allí rentaron.
María Antonieta consiguió un buen trabajo en una cotizada
peluquería de la avenida Bolívar, El Bella Valencia: Salón de
belleza. Una prima y un primo de María Antonieta se fueron
a vivir junto a ella en la casita del barrio Atlas. Amelia, Ma-
riana y Rosa crecieron rápido. Secundino seguía trabajando
en la Good Year, jugaba béisbol para el equipo de la empresa
y vivía ahorrando todo lo que podía. Oír música era uno de
los grandes placeres que le llenaban el alma, disfrutaba a su
antojo del pick up Panasonic y de los pocos elepés que tenía.
Así pasaron varios años, ajustados a la vida en la pequeña casa
del barrio Atlas, hasta que una noche llegó María Antonieta
con la novedad:
—¡Nos vamos a viví’ a San Blas! —exclamó la negra
con la satisfacción de quien se siente ganador de la lotería.
Amelita y la pequeña Mariana enfurecieron. Rosa ape-
nas tenía ocho años y para ella la noticia no significó gran
cosa. Amelita y la pequeña Mariana eran adolescentes, mo-
renas, altas, de buen porte y un poco pretenciosas como la
mamá. Amelita era ocurrente y fantasiosa, la pequeña Maria-
nita más agresiva y realista. Rosa era la menor y también la
más prieta. Su silueta desgarbada y su baja estatura la hacían
desentonar frente a sus hermanas, además no se preocupaba

65
por arreglarse demasiado, era una negrita «ni fu, ni fa» y de
carácter ligero, se reía de cualquier cosa. Decían los ignoran-
tes que su físico había salido buscando a su abuela Catalina,
pero sin la estatura de esta, la llamaban «negra chorizo», en
alusión a ese color morcilla que su piel exhibía sin pudor, a
ella todo eso la traía sin cuidado, ella solo soñaba con ser ac-
triz y protagonizar las telenovelas de aquel entonces.
María Antonieta hizo de todo, pero el parto de Rosa
la dejó sin más semilla. Secundino no insistió con el tema de
tener hijos, su alma entusiasta le permitió ignorar ese detalle,
aunque para sus adentros tenía esperanza, también sentía una
herida profunda que le era mejor no toquetear. Fue desarro-
llando una corteza dura y cierto aire taciturno se le instaló
en los huesos. Con el correr de los años aprendió a labrar sus
propias claves de felicidad. La cama con María Antonieta
era su olimpo personal, su oasis, su justificación; besarla y
poseerla fue el asidero de vida al que se aferró su espíritu
dicharachero. María Antonieta Camacho supo convertir el
agradecimiento en amor, y decidió entonces aportar un su-
cedáneo para paliar la ausencia de hijos con el Negro, un ar-
tilugio para compensar el déficit, así que se empecinó en que
todas las niñas llevaran el apellido de Secundino. El Negro
no le veía el chiste a aquella ocurrencia, pero, como siem-
pre, la determinación de la negra lo empujó a pensarlo. Hasta
que entendió el mensaje de fondo y la complació. El trámite
fue largo y tedioso, en algunos momentos quisieron tirar la
toalla, pero las niñas se habían ilusionado con la posibilidad

66
de ver en Secundino algo más que un padre postizo, ellas se
alegraban con la idea de tener un verdadero papá, uno que
las llevara del brazo, con orgullo, que las representase con su
firma y les diera su apellido. Así se fundó la familia Rabanedo
Camacho: los invasores de San Blas.
Desde la aparición en escena de la Vagonier, el joven
Juan Aníbal, Manuelito y el Gaguito Martínez no hablaban
de otra cosa. Echaban a volar su imaginación y discutían
acerca de los autos que comprarían cuando tuvieran una fa-
milia. Imaginaban viajes, fantaseaban con las conquistas que
caerían rendidas a sus pies al verlos pilotear el carro de sus
sueños, diseñaban y rediseñaban vehículos de toda índole,
competían en sus fabulaciones. Juan Aníbal decía que algún
día iba a tener un carro como el de Meteoro. En eso andaban,
hasta que llegó Ramiro con una revista de autos en inglés.
No entendían nada, pero las fotos eran excusa suficiente para
animar la conversación.
—Printed in the United States of America, publication
data 1974. Mírala donde está —indicó Manuelito ante la mi-
rada atenta del Gaguito y Juan Aníbal—. ¡Te digo que esa
camioneta del Negro es importada, coño!
—¿Pero co, co, cómo crees que el Negro «jue» a Esta-
dos Unidos y se la trajo? —Refutó el Gaguito con cara de
duda existencial.
—¡No seas bruto! Esas cosas las traen en barcos desde
allá. —Las manos gruesas del joven y espigado Juan Aníbal
zarandearon al Gaguito, sujetándolo por los hombros.

67
—Aunque mi papá dice que esa camioneta se la com-
pró el Negro a su jefe —comentó Ramiro, torciendo la boca
al final de la última frase—. Y que le costó un dineral, dice
que le dieron un préstamo para comprarla.
—Ha, ha, ha, haiga sido, cómo haiga sido, está a, a, a,
arrechísima —concluyó el Gaguito.
—Yo le voy a pedir que me deje dar una vuelta para ver
que se siente manejar esa nave —afirmó Juan Aníbal, decidi-
do, como soñando en voz alta, sin ver a nadie, posando el azul
de sus ojos en algún punto indefinido del horizonte.
—¡Por dios! ¡El Negro será Negro, pero no es pendejo!
—Estalló la voz de Ramiro con aires de pedagogo—. ¡Prime-
ro muerto!, antes que prestarte esa camioneta, Juan Aníbal.
Todos callaron cuando vieron a Secundino salir de la ca-
sona y enfilar hacia la Vagonier. Los saludó a todos diciendo:
—¿Les gusta?, háganme el favor de sostener la puerta
del garaje que la voy a guardá’.
El Gaguito Martínez y Manuel salieron corriendo a
colaborar, gritando que abrieran las puertas para sostenerlas
mientras la camioneta entraba. Ramiro se quedó en silencio,
abrazando la revista. Juan Aníbal se atrevió a tocar la ventana
del conductor. Secundino bajó el cristal y Juan Aníbal le bal-
buceó con cara de súplica:
—¿Me dejas dar una vuelta?
Hubo un silencio breve. Luego, ante los ojos incrédu-
los de Ramiro, Manuelito y el Gaguito, Secundino se bajó
del asiento del conductor y le cedió el paso a Juan Aníbal

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para que montara al volante. El Negro Rabanedo abordó en
el puesto del copiloto y empezó a darle instrucciones. Las
caras frisadas de Ramiro, Manuelito y el Gaguito, se esforza-
ban por sostener la quijada en su sitio. El joven Juan Aníbal
arrancó la Vagonier, y con la mano de Secundino sobre la
suya, fue sosteniendo el volante y, poco a poco, iniciando el
movimiento. Vale decir que Juan Aníbal fue la única persona
a la que Secundino otorgó el privilegio de usar ese asiento,
alguna vez en la vida.
La mamá de Juan Aníbal observaba los acontecimien-
tos a la distancia. Cuando vio a su crío abordar el puesto
del conductor de la Vagonier, salió disparada. doña Mayte
Aristizabal era una española, muy española, llegó a Venezue-
la con su marido hacía ya muchos años, en los tiempos de
Rómulo Betancourt, era buena persona, agraciada y de mo-
dales refinados, pero la prepotencia ibérica nunca la perdió.
Avanzó hacia al garaje de los Rabanedo a paso firme y con
zancada larga. Al llegar se recompuso, se veía azorada, tomó
aire y alzó el cuello.
—¡Juan Aníbal, baja de allí, por favor! ¡Cuántas veces
te he dicho que no uses lo que no es tuyo! —El marcado
acento castizo se dejó oír a lo largo de toda la frase, en espe-
cial el ceceo en la palabra «veces». Las venas inflamadas en
la garganta de doña Mayte, y el temblor de su voz, le daban
un aspecto de severidad implacable, cualquiera hubiese dicho
que además de indignada, estaba asqueada de ver a su peque-
ño compartiendo un rato con el Negro Rabanedo.

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—Tranquila, ‘oña Mayte. Yo le di permiso pa’ manejá’
la camioneta, por un ratito no más —dijo el Negro en tono
conciliador.
—¡Gracias! Pero es que prefiero que Juan Aníbal no
vaya por ahí haciendo estas cosas. ¡Imagínese si pasa algo! Se
me caería la cara de vergüenza . —Y otra vez el gesto de alta-
nería en la mirada y la marcada pronunciación de la «z» en la
palabra «vergüenza», dejaban claro el aire de superioridad que
emanaba de doña Mayte Aristizábal.
El jovencito Juan Aníbal se bajó de un brinco de la ca-
mioneta, dejándola encendida, su mamá lo tomó del brazo y
lo arrastró hacia ella, como una leona que cobija su cría.
—La vieja españoleta está arrecha —le dijo Manuelito
a Ramiro al oído, en voz muy baja.
—Yo creo que le van a entrá’ a coñazos al Catire en lo
que lleguen a su casa por andar de espabilado —le contestó
Ramiro, entre dientes.
Llegó el día siguiente, el incidente con doña Mayte ya
estaba olvidado y los Rabanedo Camacho, con todos los per-
sonajes que hacían vida en la casona de calle Colombia con
Campo Elías (la prima y el esposo de la prima, la amiga que
vivía con ellos y el amigo que rentaba una habitación), se tre-
paron a la Vagonier buscando la mejor manera de encajar en
los límites del vehículo. Llegó un punto en el que no cabía un
alma más, y don Arellano (el inquilino) estaba aún afuera. Se
apretaron, formando una grotesca masa de brazos, piernas y
cabezas, desde afuera se veían fragmentos de caras y manos

70
estrujadas contra los cristales, un amontonamiento tal como
los que se hacían en el transporte público en hora pico. Y así,
uno encima de otro, se fueron a pasear al recién inaugurado
Parque Alexander Von Humboldt. Dieron varias vueltas al-
rededor del parque y se detuvieron a comprar unos raspa’os.
Tuvieron que desarmar y recomponer la lasaña humana una
y otra vez, para poder salir y entrar de la camioneta en cada
parada. La conversación de los Rabanedo Camacho giraba
en torno a la sorpresiva desaparición de Blanca Nieves y de
dos de los enanos, figuras decorativas emblemáticas, prota-
gonistas en el concepto original del Parque Alexander Von
Humboldt, pero que unos días posteriores a la inauguración,
se esfumaron, dejando un enorme signo de interrogación
prendido en la frente de los habitantes de Valencia, y cinco
enanos huérfanos, dando así un nuevo nombre al lugar: el
Parque de los Enanitos.
—La «prójima» vez traemos la cámara, pa’ retratarnos
con la fuente y los cinco enanos que quedan, pero tenemos
que apurarnos, porque en cualquier momento «je» llevan es-
tos enanos también, el hampa no descansa —comentó María
Antonieta.
—Yo quiero ir pa’ la playa —Amelita se mantenía firme
en su propósito, pese a no ser atendida.
—El otro fin de semana vamos todos, porque mañana
su papá y yo «vamoja» visitá’ a la abuela Catalina —A María
Antonieta le brillaban los ojos cuando hablaba con determi-
nación.

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Secundino arrugó la cara. La idea de ir a Güigüe, como
parte de los paseos de estreno de la Vagonier, no era justo lo
que tenía en mente, menos tener que verle la cara a la vieja
Catalina. En fin, no quiso discutir el tema, pero le apetecía
mucho más la propuesta de Amelita. Ni Secundino, ni Ma-
ría Antonieta, ni mucho menos Amelita, sospechaban que
la discusión que sostenían acerca del destino de los viajes de
la Vagonier, era una discusión de vida o muerte, un primer
debate de destinos: Güigüe vs. Tucacas, donde la bajada de
Puerto Cabello, con sus sinuosas curvas y su amplia colección
de baches y remiendos, tendría la última palabra.
Al día siguiente se fueron a Güigüe (siempre la negra
se salía con la suya). Catalina los invitó a pasar y les ofreció
café, ni se percató de la camioneta.
—¿Amá, no va a decí’ na’a ‘e la camioneta nueva? —Le
cuestionaba María Antonieta a Catalina, al entrar a la casa
vieja de Güigüe.
—¿Cuál camioneta, mija?
Los rumores de la ceguera de la vieja Catalina que-
daron confirmados al instante. Los había reconocido por la
voz. Se conocía la casa de memoria, tenía muchas velas, pocos
chécheres y solo estaba acompañada por un perro y varias
gallinas. Decían que veía por los ojos de otros porque era bru-
ja. Catalina era rezandera, y parecía inmortal. Vivía sola, sus
sobrinas la habían abandonado y ya las hermanas habían par-
tido. Estuvieron repasando anécdotas y conversando un buen
rato, hasta que Catalina trajo a colación una vieja profecía.

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—¿Te acuerdas, Marita, que te la pasabas quejándote
por andá’ a pata, en camionetica y autobús?, ¿te acuerdas que
te dije que algún día vendrías monta’a en un carrote, me-
neando el culo? —Catalina hablaba con la cara puesta en
una masa de arepas que parecía muy seca. Tenía la mirada
apagada, quizás resignada a que sus mejores tiempos habían
quedado atrás.
—Sí me acuerdo, Amá. Me acuerdo mucho ‘e lo que
usté’ me dijo y me ha pasa’o mucho de lo que dijo que me iba
a pasá’—comentó María Antonieta y su brazo se posó en el
cuello de Catalina.
—Pero también te dije que tuvieras cuida’o, mija, por-
que en esos días ‘e gloria, te estaría rondando la pelona. No
todo lo que se desea conviene, mija. No todo lo que uno
quiere le «jace» bien a uno, eso «ejasí», y haberte cruza’o en
la vida ‘e otra mujer pa’ destrozarle sus ilusiones, eso no se
hace —diciendo esa frase lapidaria partió Catalina a servir el
café, dejando a la audiencia crispada. —Desde la cocina se-
guía murmurando— Ademá’, justé no ha aprendí’o a respetá’
lo ajeno, ni a valorá’ lo que tiene… ¿Cuánto hace que no me
venía a ve’?… ¿Por qué?, porque no me quería oí’.
Catalina se extendió en su lista de reclamos, la negra
María Antonieta hizo lo que pudo por mantener la armonía
inicial, pero en algún momento no soportó más la escena.
—¡Vieja loca!, ¡vámonos «pal coño»!, no vaya a ser que
le eche una vaina al café —sentenció María Antonieta, ha-
blándole a la cara a Secundino.

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Durante el regreso, Secundino venía muerto de risa.
Amelita, Marianita y Rosa iban jugando en el asiento trasero.
Encendieron la radio y volvió a sonar la canción bonita de Italo
Pizzolante, en interpretación de la Rondalla Venezolana:

«… una rosa pintada de azul es un motivo, una simple


estrellita de mar es un motivo, y me quedo mirándote a
ti y encontrándote tantos motivos…».

A María Antonieta le gustaba mucho esa canción.


—Tú sabes que esa vieja está loca mi amor, muchas ga-
nas de vení’ a perdé’ el tiempo, pa’ acá tan lejos —agregó Se-
cundino viendo a la negra de reojo.
—¡Pero es mi Amá, chico!, ¿quieres que la abandone?,
como han hecho los demás…
La discusión siguió entre subidas y bajadas de tono.
Contraversaron hasta que el cansancio y la reiteración de ale-
gatos los venció. Los paseos en la nueva camioneta quedaron
suspendidos hasta que la negra superase el trauma del reen-
cuentro con Catalina.
Secundino estuvo usando la camioneta a diario para
ir y volver del trabajo. El joven Juan Aníbal, Manuelito y el
Gaguito Martínez andaban siempre pendientes de la hora,
para ir a colaborar y ver de cerca la Vagonier, con la excusa de
ayudar a abrir el garaje.
Un martes, Secundino tuvo una mala idea: pensó en
pasar a buscar a María Antonieta por el salón de belleza sin

74
avisar, quería darle una sorpresa y además dar ocasión para
que la negra luciera la camioneta ante las compañeras de
trabajo. El sorprendido fue el Negro, cuando le dijeron que
María Antonieta se había ido temprano. Arrancó entonces
rumbo a San Blas con la esperanza de verla en la casa. María
Antonieta llegó ese día un poco tarde, entró diciendo que
tuvo mucho trabajo. Secundino no dijo nada. Se fue a dormir
sin cenar, inventando una excusa. Esperó el martes siguiente
para hacer un nuevo intento y el resultado fue el mismo. De
nuevo le informaron que María Antonieta se había ido tem-
prano y otra vez la negra llegó tarde a casa. La duda se sem-
bró en la mente del Negro Rabanedo, hasta abrirle una grieta
en el alma y rebanarle los sesos en juliana. Trazó un plan.
—Este fin de semana su mamá y yo nos vamos solos
pa’ la playa y ustedes se quedan —anunci Secundino ante el
estupor de las niñas.
Las caras largas no se hicieron esperar. El berrinche
de Amelita fue el más destacado. Ella siempre fue la más
sobreactuada e inventadora. María Antonieta la tranquilizó
a los gritos, luego celebró el anuncio y se esmeró en justificar
la decisión; sin embargo, muy en el fondo, algunas gotas de
recelo se vertieron en sus meditaciones a raíz de la noticia.
—¿Y sé pu’e sabé’ qué mosquito te picó? —Le preguntó
la negra a Secundino, frunciendo los labios, con tono de ex-
trañeza, cuando estaban a solas.
—Nada chica, «nojotros» también tenemos derecho a salí’
solos, ¿no? —Argumentó el Negro subiendo los hombros—.

75
Un fin ‘e semana pa’ «nojotros», sin las niñas, nos lo me-
recemos.
Ese domingo salieron los esposos Rabanedo, temprani-
to rumbo a las playas de Tucacas. La Vagonier cubrió la ruta
con comodidad. Sus dos tripulantes iban felices. Se llevaron
un casete y fueron cantando todo el camino:

«Y me quedo mirándote a ti, y encontrándote tantos


motivos…».

El ruido de las olas se escuchaba desde la entrada al


pueblo de Tucacas. A la playa de Isla Larga se podía entrar
en auto, por una módica suma. El resplandor del sol sobre la
arena blanca arrancaba destellos de una hermosura singular,
las palmeras meneándose al ritmo de la brisa, un mar apa-
cible de aguas cálidas color turquesa, un lugar paradisíaco,
aunque para los asistentes no fuera más que otra de tantas
playa, porque la costumbre de regocijarse, cuando quisieran,
en aquella costa de belleza gratuita les había ido mermando
la capacidad de asombro.
—La ventaja ‘e llegá’ temprano es que uno consigue bue-
nos lugares —comentó María Antonieta, instalando el culo en
una toalla que había extendido bajo una palmera preciosa, a
pocos metros de las aguas verde esmeralda de Isla Larga.
Entretanto, el Negro cuscuseaba buscando dónde col-
gar la hamaca. El sol brillaba con impudicia, el ruido suave
de un oleaje tímido invitaba a descansar. Abrieron la cava

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con cervecitas y empezaron el festín. Poco a poco el lugar
se fue llenando y convergieron en escena varios equipos de
sonido portátiles, ofreciendo una curiosa ensalada de ritmos.
No faltaron a la cita los vendedores de «rompe colchón» y
«vuelve a la vida», y otras comidas típicas del lugar. Al avanzar
la mañana, una multitud de jóvenes y niños se fue adueñando
de los espacios.
Secundino cumplió con el ritual de embadurnar de
bronceador a María Antonieta, mientras ella se empecinaba
en mantener sobre su cabeza un sombrero de ala ancha, pese
al afán del viento por arrancárselo. El Negro se trepó a la ha-
maca cerveza en mano y estuvo un rato viendo el horizonte.
La brisa salada soplaba con insistencia, santificando
el aire con aroma de mar. El Negro Rabanedo se fue ador-
milando, pero no tardó en llegar el momento en el que una
inesperada pelota de playa multicolor, fuera a golpearle en la
mano, haciendo que derramara la cerveza en la hamaca. Se
quedó mirando expectante a los niños que venían a recuperar
la pelota que reposaba a unos metros de la hamaca. Los niños
no traían la menor intención de enunciar una disculpa. «Así
somos aquí, nunca nos disculpamos por na’. La responsabi-
lidá’ ‘e cada quien ‘ejevitá’ el coñazo, ‘antejequele’ llegue a la
cara, porque nadie le va a avisá’ a uno, ni nadie le va a pedí
perdón», pensaba el Negro, moviendo la cabeza de izquierda
a derecha. «¡Coño ‘e la madre!», concluyó en su pensamien-
to, y volvió a intentar relajarse, estirando las piernas en la
hamaca, ahora olorosa y húmeda de cerveza. El Negro cayó

77
rendido y recién entraba al segundo sueño cuando un balón
de voleibol, cual meteorito, le aterrizó en las costillas, y al
abrir los ojos, un amenazante disco de plástico pasó silbando
sobre su cabeza. El Negro se sobresaltó, y al salir del estupor
del sueño, vio con sorpresa que un arreo de chamacos pulu-
laban alrededor de las palmas que sostenían los amarres de
la hamaca, y habían inaugurado, a muy pocos metros de allí,
las olimpiadas de juegos de playa de mil novecientos setenta
y cuatro, mientras otros cuatro jóvenes estaban intentando
descifrar cómo montar una carpa a tan solo metro y medio
del otro lado de la hamaca.
La ensalada de ritmos tomó cuerpo, se batían en duelo
los innumerables éxitos de la Billo’s y los Melódicos, además
de un temazo del Puma Rodríguez llamado «El Pavo Real»,
el cual sonaba con inclemencia en el costado sur de la playa,
invitando a mover las caderas a la voz de:

«Numera’o, numera’o, viva la numeración, quien ha


visto matrimonio sin corre’ amonestación. Numera’o,
numera’o, viva la numeración, quien ha visto matrimo-
nio sin corre’ amonestación. Qué chévere, qué chéve-
re, qué chévere, qué chévere… qué chévere: Pavo real,
uhhh, pavo real, uhhh, pavo real…».

Mientras, al norte, a todo volumen, sonaba un éxito de


Roberta Flack que incitaba al crimen diciendo:

78
«Killing me softly with his song, killing me softly, with
his song, telling my whole life with his words…».

De pronto, una pareja de novios llegó sin saludar si-


quiera y se instalaron en la misma palma donde reinaba la
negra María Antonieta, desde el amanecer, coronada con su
enorme sombrero. La negra los miró con indiferencia, a tra-
vés de unos lentes oscuros que daban a su rostro un toque ex-
traño de distinción con folklorismo. «¡Qué bolas tienen estos!
Llegan ‘ají’, como perro por su casa, ni buenas tardes, ni mu-
cho menos un con permiso», pensó. La negra notó un silen-
cio raro en la pareja de invasores, cuando estuvo a punto de
decirles algo, vio que encendieron sendos cigarros Belmont
y empezaron a discutir a los gritos. Las groserías y las ofen-
sas en alto volumen se adueñaron del momento, la pareja de
recién llegados se destajó en medio de una querella violenta,
de esas que es mejor no meterse. La negra sacudió un rato el
humo de cigarro con el sombrero y ante la derrota inminente
de sus pretensiones, decidió irse a nadar, se puso de pie, se sa-
cudió la arena del culo y dejó abandonados la toalla y los bol-
sos, recostados en la palmera. «¡Qué bolas, vení’ aquí a armá’
ese escándalo!, qué falta ‘e educación, después dicen que uno,
el indio ‘patarrajá’, es el culpable de todos estos bochinches»,
seguía pensando la negra, mientras se adentraba en la alberca
natural, sintiendo, en sus pies descalzos, la sensación gratifi-
cante de la arena suelta, blanca, limpia y tibia. De pronto una
columna de humo se alzó vertiginosa, denunciando una fogata

79
que un grupo de borrachos acababa de encender, a treinta
metros de allí. Tenían una gallina agarrada por el pescuezo,
con la clara intención de iniciar la elaboración de un hervido,
justo al lado de un letrero que rezaba: prohibido hacer fogatas.
Lo de la persecución de la gallina por mar y tierra fue
todo un show, un poco incómodo, la verdad, pero, apartan-
do ese detalle, fue un día bonito, con tintes románticos que
avivaron los recuerdos. Ya de regreso, se pararon en Puerto
Cabello a comprar unas empanadas de cazón. De pronto Se-
cundino abrió una botellita de ron Cacique. Lo hizo con la
intención de buscar valor. Conocía bien a la negra, la estaba
cazando, buscaba el momento exacto para soltar la pregun-
ta a quemarropa, tenía que ser justo en el momento menos
pensado para ver la cara que ponía. María Antonieta era una
maestra de la mentira y si le daba la menor pista le iba a vol-
tear la partida y jamás se sabría la verdad.
Subieron a la Vagonier, cada uno armado con una Fres-
colita y una empanada. Secundino conocía el casete y lo ade-
lantó hasta que empezó a oírse:

«… y me quedo mirándote a ti y encontrándote tantos


motivos … yo concluyo … que mi motivo mayor eres
tú…».

Terminando la interpretación a dúo de la Rondalla Ve-


nezolana en el reproductor y María Antonieta a capela, Secun-
dino subió la velocidad y escupió la pregunta como un balazo:

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—¿Oye chica, y pa’ ‘ónde vas tú los martes, al salí’ ‘el
salón?, ¿por qué llegas tan tarde a la casa los martes?
La negra Camacho fue agarrada en curva, literalmente.
Su cara no pudo ocultar la sorpresa. No supo qué decir. Hu-
biese sido fácil contar la verdad, decir que había quedado en
ir a Lomas del Este, los martes al final de la tarde, para aten-
der a Magali, pero le subía la indignación por la garganta de
solo pensar en la desconfianza del Negro; y encima sentir que
todo lo que habían vivido ese día había sido solo un montaje,
así que calló y solo movía la cabeza en silencio. Secundino
prosiguió la ofensiva sin piedad:
—Claro, como ahora ando en la camioneta, ya no «ja-
bes» calculá’ cuánto tardo en i’ ‘e un la’o pa’ otro… Negra, ¿en
qué andas tú, chica?
La discusión tomó alas y en unas de las curvas del
camino sucedió lo inesperado. María Antonieta explotó y
empezó a montar una de gritos y frases inentendibles. Acu-
só a Secundino de desconsiderado y pendejo. Secundino se
alteró. La negra pasó del reclamo al enojo y afincó un grito
estruendoso:
—¡Cállate por favor!, ¡no seas tú tan mal pensa’o, chico!
Secundino respondió con otro grito y un amago de ca-
chetada, cuando de pronto cayeron en un bache. El Negro
perdió el control de la Vagonier. Se despeñaron. Secundino
volvió en sí ya en una cama del Hospital Carabobo. La negra
María Antonieta no tuvo la misma suerte. Amelita, Mariani-
ta y Rosa quedaron desiertas, desconsoladas y huérfanas.

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La Vagonier quedó hecha un amasijo de metal, cuyos
restos fueron trasladados, ceremoniosamente, hasta dejarlos
estacionados justo al lado del restaurante La Batalla, casi
frente a la casona de los Rabanedo Camacho. Con el pasar
de los días la Vagonier fue ganando identidad en el paisa-
je, hasta convertirse en una pieza más del mobiliario urbano.
«¿Y no pensarán quitar esa vaina de allí?», pensaba la gente,
cada vez que pasaban junto a los restos de la Vagonier. Pasó
el tiempo y lo que era una hermosa camioneta último mo-
delo, se transformó en una especie de obra de arte moderno.
Un frígido monumento luctuoso que decoraba la calle con su
deformidad y cuya presencia ya nadie cuestionaba. El Negro
Secundino se recuperó del accidente, pero nunca tuvo ánimos
para meter el esqueleto de la camioneta en el garaje y mutilar
así el mapa del barrio, dejándolo sin una de sus referencias
más socorridas. Así pasaron las semanas, los meses, los años,
hasta que, bajo el conjuro de la costumbre y la desidia, los
escombros de la Vagonier, modelo mil novecientos setenta y
cuatro, transmisión manual, para cinco pasajeros, azul cobal-
to, con asientos de piel; fueron declarados patrimonio de la
humanidad de San Blas, estancia de los vagos de la zona, re-
fugio de drogadictos y albergue de pedigüeños, adquiriendo
con ello un carácter utilitario que le daba estatus de intocable.
Durante el velorio de la negra, la vieja Magali de Ber-
múdez se acercó a darle el pésame a Secundino.
—No sabes cuánto lamento esta desgracia. María An-
tonieta era una gran mujer y una gran amiga —las manos

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de Magali sujetaron al Negro por los hombros mientras le
hablaba.
—Ella a usté’ la apreciaba mucho, decía que era su
clienta consentida —dijo el Negro, mirando a Magali a los
ojos. Puso sus manos sobre las de ella y las apretó.
—Eso es verdad. La negra era «peleonera», pero muy
trabajadora —comentó Magali con tono de confidencia—. Y
conmigo era especial, siempre buscaba la manera de compla-
cerme en mis caprichos, lo admito. Yo ya ni siquiera tenía que
ir al salón de belleza.
—¿Y eso? ¿María Antonieta no te atendía en el salón?
—La extrañeza del Negro llamó la atención de Magali.
—La negra iba a mi casa.
—¡Ni sabía que la negra te atendía en tu casa! —excla-
mó Secundino con cierta sorpresa en la cara.
—Yo pensé que ella te lo había dicho, a lo mejor no te
dijo nada por no molestarte, porque sabía que te ibas a empe-
cinar en ir a buscarla todos los martes en la noche.
—¿Los martes? ¿La Negra te atendía los martes en la
noche? —La boca se le trababa al Negro al formular estas
preguntas.
—Sííííí, ella me iba a hacer las uñas y a arreglarme el
cabello, todos los martes, sin falta, decía que era el único día
que podía escaparse del salón, llegaba como a las siete y a las
ocho y media se iba. Una cosa rapidita, pero no sabes cuánto
se lo agradecía, porque déjame decirte que las mujeres hacían
fila en el Bella Valencia, para ser atendida por la negra.

83
«La negra estaba los martes con Magali», pensaba el Ne-
gro. Miles de conjeturas se agolparon en su cabeza. «Maldita
inseguridá’! ¡Maldita ‘esconfianza!», se dijo a sí mismo y con-
cluyó la conversación con Magali con la mirada extraviada.
—Discúlpame Magali, tengo que i’ «pal» baño, al rato
seguimos la conversa.

84
IV
Un árbol de guanábanas

Cuando Dionisia Catalina Camacho se apersonó en la


casa de los Granadillo esa tarde de noviembre, María Luisa
sintió un escalofrío. Aquella visita no podía ser en son de paz.
Ambas habían quedado atadas por las andanzas del espabila-
do general Marco Antonio Granadillo, y aunque estuvieron
muy distanciadas un largo tiempo, ahora parecía que reen-
contrarse era una obligación.
María Luisa siempre fue una mujer refinada, instruida
y fachendosa, de tez blanca, talle delgado, educada en colegio
de monjas, persignada, pudibunda y respetuosa de sus debe-
res, de las que tira la piedra y esconde la mano. Ella nunca
supo digerir las travesuras de su esposo, Marco Antonio, así
que después de su muerte inventó una colección de historias
que lo ensalzaban, al punto de endiosarlo y convertirlo en
una especie de héroe patrio (se propuso inmortalizarlo post
mortem). Como parte de esa estrategia de fabulación, María
Luisa mandó a pintar un óleo falaz, en el cual el ilustrísimo
general Granadillo lucía gallardo, montado sobre un corcel

87
zaino en una llanura, lo que de entrada buscaba ocultar la
poca pericia de Marco Antonio como jinete y su aversión
a los caballos. La viuda de Granadillo vivió entre altibajos
con su esposo, acechada por los deslices del general y por sus
ganas de ser amada, por lo mismo sucumbió a las tentaciones
en el ejercicio de su rol de cónyuge ejemplar, pero era tal su
obsesión por la fachada social que aprovechó la inocencia de
sus hijos y la indiferencia del vecindario, para fabricar una
leyenda a su antojo, un relato rebosante de atributos inmode-
rados y referencias quiméricas en torno al «heroico» general
Granadillo. Lo transformó en un ícono de virtudes y ahora
no podía aceptar el peso del desengaño, y mucho menos el de
la culpa. Ella nunca tuvo el sabor de las mujeres del Caribe,
no tenía el desparpajo ni el olfato, nunca las vio venir, no sa-
bía coquetear, bailaba mal, lo suyo era una ilusión de señorío
construida a pura fábula, pero era muy intuitiva, muy apli-
cada, disciplinada y persistente. María Luisa decía haberle
dado tres hijas y un hijo a Marco Antonio, pero ese detalle
nunca terminó de aclararse, el general siempre renegó, en la
intimidad, de la autoría de su semen en la hechura de Toñito
y de las trillizas.
—Ese niño y esas niñas son todos tan raros, ¿Marilú,
tú estás segura que son hijos míos? —El general resoplaba
cuando hacía esta pregunta, su cara rechoncha, morena y
ametrallada por el acné, se enrojecía, mientras sus ojos ne-
gros brillaban de suspicacia y su bigote revoloteaba sobre
sus labios.

88
Al final, entre los sollozos, y juramentos sobre la Biblia,
María Luisa impuso la versión según la cual Toñito y las tri-
llizas eran los únicos descendientes del general Granadillo.
Además, cierto aire familiar, recogido en dos de las trillizas,
daban a María Luisa un punto a favor, así que el general aca-
bó por asumirlo, sin pleno convencimiento, pero se dejó lle-
var, a fin de cuentas la familia Verastegui era muy adinerada
(eso parecía) y un matrimonio en sana paz resultaba a todos
muy conveniente, y lo de las supuestas andanzas de la señora
María Luisa con un joven portugués, dueño de una panadería
cercana, quedó reducido a un rumor lejano, que se fue desti-
ñendo todavía más cuando le prohibieron ir a comprar el pan
y una de las trillizas fue encargada de esa tarea. Sin embargo,
el nacimiento de Toñito trajo de nuevo el revuelo a la cama
de la familia Granadillo Verastegui. María Luisa juró ante la
Virgen que uno de sus bisabuelos era canario de ojos claros y
cabello enrulado, que no tenía fotos, ni testigos, pero que de
allí había bebido el neonato su apariencia enclenque, pálida
y de pelo amarillo ensortijado. Marco Antonio no hizo más
que alisarse el bigote, además sabía que no tenía moral para
armar un alboroto, porque en esos días María Luisa había
deducido que la negrita María Antonieta Camacho, la bebé
de la negra Eloína (la mesera del bar del Hotel Interconti-
nental), sí era obra del general Granadillo, y eso la trastorna-
ba a ella y lo aturdía a él. «Me descuidé, qué bolas las mías»,
pensó el general cuando la negra Eloína le vino con la noti-
cia. Esa certeza perturbó mucho a María Luisa en un primer

89
momento, pero luego lo ignoró, y dejó que el almanaque se
deshojara, sin mayores comentarios al respecto.
Marco Antonio era un hombre severo, pero juguetón y
romántico en el fondo, robusto, moreno, de espalda ancha y
ojos oscuros, con un bigote de brocha que le tapaba el labio
superior, de verbo ligero y de frases exactas para cada oca-
sión, pero distraído en los detalles, pantallero, inventador y
flojo en demasía. El general Granadillo se había afianzado
en su capacidad para arrimarse a quienes estaban en la bue-
na, y sacar provecho de toda circunstancia, sin más mérito
que el de su habilidad social. María Luisa lo conocía muy
bien, y sabía que detrás de su coraza, era un hombre de buen
corazón, por eso no se dio por sorprendida cuando, en sus
últimos días, le pidió, por caridad, que se hiciera cargo de la
pequeña María Antonieta.
—Marilú, júrame por Cristo que le vas a echar la mano
a la negrita, no te olvides de ella, por favor. —Esa promesa
selló una gruesa atadura entre la negra Catalina y doña Ma-
ría Luisa Verastegui de Granadillo, un binomio tan insólito
como el agua y el aceite.
La madre de María Antonieta fue la negra Eloína Ca-
macho, una negra altísima, risueña, de muy buen ver, pero
díscola y enfermiza, hermana de Catalina. El general la cono-
ció un fin de semana en medio de una borrachera en el Hotel
Intercontinental y fue suficiente para depositar un encargo
en su vientre. Eloína quedó deslumbrada con Marco Antonio
Granadillo, se sentía una diosa, nunca entendió el significado

90
de ninguno de los poemas que le recitaba el general, pero le
bastaba con lo bonito que sonaban para vivir montada en una
nube. Nadie pensó que la negra Eloína moriría en el parto. Al
general no le importó demasiado, pero sí tenía conciencia de
su paternidad, así que, pasado el trámite velatorio, asumió su
responsabilidad con la bebé.
Tres años más tarde, el pintoresco general Granadillo
fue víctima de un extraño padecimiento, unas fiebres muy
altas y un dolor en los huesos lo fueron consumiendo, no sin
antes darle una casa y un dinerito a Catalina; y el compro-
miso, por juramento, de hacerse cargo de la pequeña María
Antonieta. Fue así cómo la pequeña negrita Camacho pasó
su infancia en aquella casa rural en Güigüe, capital del Mu-
nicipio Carlos Arvelo, al sur del lago de Valencia, al lado de
sus primas reales y postizas, de sus supuestas tías, de gallinas
y perros; no obstante, siempre se notó su estampa de negra
fina y sus aires burgueses (aunque su manera de hablar no
fuera gran cosa).
La jovencita María Antonieta, como sabemos, era avis-
pada, nunca estudió, pero tenía cierta vocación para algunas
labores, así que Catalina no tardó en parir la brillante idea de
ir a hablar con María Luisa, viendo que ya había que buscarle
oficio a la muchachita. «No pienso mantené’ esta criatura to’a
la vida», pensó. Sabía que María Luisa no le podía negar el
favor de darle trabajo a la muchacha. La persignada viuda del
general Granadillo se irritó en principio ante aquel plantea-
miento absurdo.

91
—¡¿Qué se ha creído esa negra loca de Catalina?! ¿Cree
que yo dirijo un orfanato o una casa de albergue? —María
Luisa vociferaba delante de Toñito y de sus hijas, en un arre-
bato de histeria, en el comedor de su casa, frente al óleo del
general Granadillo (que en paz descanse).
Pero la viuda de Granadillo fue siempre una mujer
reflexiva, de repensar las decisiones y a veces desdecirse, así
que pasaron algunos meses y terminó por oír los argumentos
de Catalina; María Luisa aceptó aquella insólita situación,
además la enorme casona, donde habitaba con sus hijos, tenía
muchas habitaciones y un enorme patio con garaje, resultaba
muy difícil de administrar y de mantener, así que un poco
de ayuda no le vendría mal, resultado: a la joven, contesto-
na, de fina estampa, pretenciosa y altanera, jovencita María
Antonieta Camacho, se le abrieron las puertas de la casona
de los Granadillo en San Blas. Fue así como la negrita Ca-
macho se encumbró, adquiriendo el puesto de «la cachifa de
los Granadillo», cargo ilustre que por motivos prejuiciosos se
preocupó en ocultar con eficiencia. Su quehacer en la casona
fue llevándola no solo a especializarse en trapear, barrer, pulir
pisos y cocinar, sino también a aprender el redituable oficio
de la peluquería; no obstante, su «pretenciosura» y altane-
ría siguieron intactas. Luego sucedió lo impensable: Toñito
Granadillo se prendió de la negra y esta, como ya sabemos, le
regaló varias hijas.

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Muchos años después, una tarde de noviembre, Cata-
lina fue a informar del deceso de María Antonieta. La bruja
Dionisia Catalina estuvo varios días destrozada por la noti-
cia; no obstante, se enfundó en su mejor percha, se encomen-
dó a sus santos y como pudo salió rumbo a la iglesia de San
Blas, llegando allí se orientaría, pensó. No era fácil transitar
con la ceguera, pero preguntando se llega a Roma y Catalina
llegó a San Blas.
Toca decir que la negra María Antonieta y su amá Ca-
talina nunca compaginaron, al punto que sostuvieron siempre
una relación simbiótica, muy en el fondo se apreciaban los fa-
vores que se profesaron entre ambas en tantos años de forzada
convivencia. El antagonismo entre ellas se sustentaba, quizá, en
una asimetría extrema en la forma de ver la vida. Con el tiem-
po la «tía madrastra» y la «hija adoptada a la fuerza», aprendie-
ron a tolerarse y a traducirse la una a la otra y, por tanto, des-
cubrieron una peculiar forma de comunicarse afecto, fundada
en una aparente pugna constante y ofenderse la una a la otra
sin piedad. María Antonieta gustaba de vestirse bien, oler rico,
asearse, peinarse, era ordenada, aspiraba a grandes cosas y hacía
lo necesario para salirse con la suya. Catalina era desaliñada,
desorganizada, no reparaba mucho en su apariencia y detesta-
ba a las personas ambiciosas, capaces de hacer lo que fuese por
obtener lo que querían. Por otra parte, había que admitir que la
sabiduría popular de Catalina era un tesoro.
—¡Marita por Dios!, to’o tiene límites, la vida es como
un espejo, mijita, hay que sabé’ respetá’, pa’ ser respeta’o,

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considerá’ a los demás, pa’ que te consideren a ti, serví’ a los
demás, pa’ que te sirvan a ti. Porque «ji» mientes, te van a
mentí’, «ji» traicionas, te van a traicioná’; y «ji» jodes te van
a jodé’, apréndase eso, mija, la vida «ejun» espejo. —María
Antonieta odiaba los sermones de Catalina.
Cuando la bruja Dionisia Catalina Camacho se ponía a
rezar, a prender velas, a atender a la gente del pueblo, a curar
mal de ojos, o a conversar con sus santos, aquello llegaba al
culmen de lo insoportable para María Antonieta, así que se
inventaba cualquier cosa para salir. Le repugnaba todo ese
circo pseudo religioso, el cual no solo no le reportaba ningún
beneficio a ella, sino que además lo estimaba muy contrapro-
ducente a sus aspiraciones:
—¿Quién se va a toma’ en serio a alguien que vive
rodea’o ‘e locos, y de un montón de gallinas, danzando junto a
un cuarto lleno de imágenes y velas?, ¿cuándo voy a progresa’
si estoy siempre relacioná’ a gente jodida y persegui’a por las
malas vibras? —Eran las palabras de María Antonieta cada
vez que se enfrentaba a los escándalos y borracheras de Cata-
lina en trance, o cuando la oía en medio de algún ritual. Por
fortuna, todo ese aquelarre estaba confinado a un cuartucho
en el traspatio de la casa de Güigüe, pero el solo hecho de
saber que eso estaba sucediendo la indignaba.
Con todo y lo dicho, ambas sabían con certeza que se
tenían la una a la otra, que el lazo de agradecimiento era mu-
cho más fuerte que la rencilla y que podían ofenderse con
saña e ironía, pero al mismo tiempo sabían que podían contar

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con el apoyo incondicional de la otra en cualquier momento
y más a «la hora de la chiquita».
Catalina pensó que, después de todo, María Antonieta
le había parido tres hermosas hijas al joven señorito de la
casona de los Granadillo. Como les comenté, Antonio Ra-
fael Granadillo, Toñito, se había vuelto loco con el «tumba’o»
de la negra María Antonieta, así que obviando el detalle de
los títulos nobiliarios, se empecinó en saciar sus apetitos de
cama con ella, inocente también del supuesto parentesco que
tenían y, a espaldas de su mamá y de sus hermanas (al me-
nos al principio), enfiló los cañones con dirección a la negra
María Antonieta, que calculó la jugada con rapidez y aceptó
la apuesta, sin saber que estaba entregándose a su medio her-
mano (todo esto asumiendo que Toñito también era hijo del
general Granadillo, cosa que siempre estuvo rodeada de un
halo de misterio).
Pese a las quejas del general, cuestionando el origen de
las trillizas y de Toñito, y tildando a María Luisa de ser una
mujer presa fácil de las tentaciones, la realidad fue que la cama
de la viuda de Granadillo solo conoció a dos hombres. El ge-
neral Granadillo fue uno de ellos, y también era padrote de
darse a respetar, por lo que vista la circunstancia dada con la
negrita María Antonieta, y el especial cariño que le tenía, in-
tentó imponer en María Luisa algún tipo de responsabilidad a
la fuerza, después de todo, ella también podía considerarse «la
madrastra» de la negrita Camacho, y además la heredera de los
Verastegui tenía un largo rabo de paja, así que podría esperarse

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algún tipo de solidaridad con este tipo de orfandades, o alguna
mínima ayuda de su parte; sin embargo, el general fracasó en el
intento. Luego esa historia de telenovela, según la cual la negra
de la limpieza le había parido tres hijas al señorito de la casa
(Toñito), se había perdido en los registros, nadie la daba por
cierta, ni mucho menos por sabida, excepto Dionisia Catalina
y María Luisa, quienes en sus conciencias sabían cómo se ha-
bía batido el hervido de incertidumbres, en esa olla de mentiras
revueltas con medias verdades.
Aquella tarde de noviembre, Dionisia Catalina tuvo
que tocar con vehemencia la puerta de la casona de los Gra-
nadillo. Todo estaba en silencio. La vieja y elegante casona
parecía vacía, pero el instinto le dictaba que no se diese por
vencida. Las campanadas de la iglesia indicando que eran las
cuatro de la tarde, se oían a lo lejos. La puerta se abrió de
repente. María Luisa Verastegui de Granadillo oteó a través
de sus lentes a la mujer que tenía en frente. El desparpajo y
la grosería eran la marca de fábrica de Dionisia Catalina, así
que sin amilanarse un milímetro apuntó:
—¡Buenas tardes, «jeñora» ‘e Granadillo! Usté’ «jiem-
pre» tan arreglá’. «Je» tardó, ¡carajo!, pensé que no me iba a
abrí’. —Los ojos casi ciegos de Catalina alcanzaban a ver en
lo borroso la ropa planchada y almidonada de María Luisa
Verastegui, y a oler su perfume de señora rica.
—Buenas tardes, Dionisia, tiempo sin saber de ti. —Así
contestó al saludo María Luisa, sabiendo que Catalina detes-
taba ser llamada por su primer nombre. María Luisa subió la

96
apuesta y de improviso dijo —: Déjame y busco las llaves de
la reja, supongo que tenemos mucho de qué hablar.
María Luisa se encontraba sola esa tarde, sus hijas ha-
bían salido de viaje y, pese a la tangible incomodidad que le
reportaba la visita de la bruja Catalina, decidió que era buen
momento para atenderla, además la mataba la curiosidad.
Hacía muchos años que no se veían y la vieja e imponente
negra, Dionisia Catalina Camacho, no era de andar dando
paseos «pa’ ve que veía» y menos en los últimos años, durante
los cuales había optado por aislarse del mundo, por vivir en
compañía de sus perros y sus gallinas.
Los anteriores encuentros de María Luisa con Dionisia
Catalina databan de muchos años atrás y no se habían carac-
terizado por la amabilidad. Una le echaba en cara a la otra la
responsabilidad eludida en el cuidado de la pequeña Marita,
otra le echaba en cara que ya se podía dar por servida con
la casita que le habían dado en Güigüe y que diera gracias
a Dios y a la bondad del difunto General (que la virgencita
lo tenga en su santa gloria), porque no había papel, ni cons-
tancia, que sustentase ese supuesto parentesco. La viuda de
Granadillo se exasperaba cuando le tocaban esa tecla.
—¡Andá tú a saber, quién era el papá de la hija de la
negra Eloína!, porque esa negra era enfermiza pero de entre-
pierna caliente. —La determinación de las frases que usaba
María Luisa en estas discusiones era de admirar.
Catalina se enfurecía cuando María Luisa usaba esas
expresiones y contra atacaba con saña.

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—¡Virgen ‘e Coromoto!, María Luisa, por favor, por los
clavos ‘e la cruz ‘e Cristo, «ji» lo que está a la vista no «nejejita»
anteojos. ¿O usté’ «jigue» creyendo que don Marco Antonio
me dio la casa por «ju» gran bondad?, mírele bien la cara a Ma-
rita, mírela bien, yo no tengo la culpa ‘e que «jus» hijas «jayan»
salido así, blanquitas y «esperrugi’itas», apaga’itas y sin chiste.
—La sonrisa desafiante en los labios de la bruja Catalina le
daba un aura de victoria en estas discusiones bizantinas—. Y
de Toñito no hablemos, que el parecido con el portu es canta’o.
¿Con qué culo «je» sienta la cucaracha?, ¡justo tú, María Luisa,
«vaja» vení a hablá ‘e calenturas en la cuca!, pero tienes que está
más ciega y bruta que yo, porque Marita «ejel» porte y la cara
de mi general, eso sí, con cuquita, yo no sé que tendrán tus hijas
entre las piernas —le ripostaba la vieja Camacho, en aquellas
batallas de esgrimistas de la ironía.
Allí estaban de nuevo, esa tarde de noviembre, pocos
meses después de que el mundo se conmocionara con la di-
misión de Richard Nixon por el escándalo Watergate, dos muy
viejas conocidas, tan disímbolas como arquetípicas, dispues-
tas a aventarse otro round de verdades a la cara. Cada una en
una silla del ante patio de la casona de los Granadillo. Catali-
na tomó a siento y se quedó mirando el detalle de los pilares
con decorados de yeso, los pajaritos enjaulados y lo frondosa
que estaban las plantas, en especial la de hoja elegante. En
una esquina, sosteniendo con finura una taza de té de manza-
nilla, la persignada y correctísima, señora María Luisa Veras-
tegui de Granadillo, con toda su distinción por delante, con

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aquel pelo blanco, de peinado impecable, su vestido beige de
tardes domingueras, con bordados en la solapa, sus uñas de
un rosa pálido, pintadas a la perfección y un discreto collar de
perlitas blancas. En la otra esquina, aplastada sobre su asien-
to, sosteniendo un pocillo de café hirviendo, la ordinaria y
mal hablada negra Dionisia Catalina Camacho, con su tosco
pelo inmóvil, abundante y rebelde, con lamparones blancos,
luciendo una insólita bata marrón oscura, descolorida, de tela
de yute, lo que, sumado a su mirada amenazante y a su cegue-
ra, le otorgaba una presencia espectral, como para santiguarse
ante aquella aparición «zamurezca» de un metro ochenta y
cinco. Las uñas rojas, despostilladas, en la nuca un collar de
cuentas de madera y colgando del brazo un carterón negro,
la bruja Catalina portaba sus mejores galas. La conversación
empezó por recordar con añoranza los viejos tiempos, no fal-
taron las anécdotas y los «te acuerdas de …». Estuvieron a
cada rato interrumpiéndose, corrigiéndose la una a la otra en
los detalles de sus narraciones, como dando a entender «yo
sí me acuerdo bien de eso». Así fue transcurriendo esa tarde
gris, con olores intensos a café y a cargados tés de manza-
nilla. Las galletitas nadie las probó. De pronto, sin querer,
descubrieron una obviedad: ambas tenían muchas historias
comunes, diferentes puntos de vista, pero muchos cuentos
paralelos y por dar tantos rodeos al meollo de su encuentro,
habían terminado por construir una burbuja de complicidad
sabrosa, una tregua sanadora que prometía ir sacando a la luz
lo que tenían que decirse, pero sin estragos, con mucha más

99
cordura de lo que se habían pronosticado (la vejez las había
dotado de paciencia, los años habían templado el carácter de
las dos, ya no estaban para gritos y jaleos).
Después de recordar los riquísimos besitos de coco de
la panadería Branger, y todas las exquisiteces que se vendían
allí, hasta antes de la muerte de la esposa del portugués, Ca-
talina desenvainó el machete de su boca y soltó:
—Imagino que te enteraste que el año pasa’o falleció la
esposa del portugués, el ‘e la panadería. «Ji» a mí me llegan
esas noticias, supongo que a ti más rápido.
—¡Que en paz descanse!, doña Joana ya no podía con
ese calvario de enfermedad. —María Luisa se santiguó con la
mano derecha y la tasa de té le tembló en la mano izquierda,
derramando una gota por el borde. Sabía por dónde vendría
el nuevo ataque de Catalina.
—¿Y tú no te has acerca’o a da’le el pésame al portu?
Uno le agarra cariño a los vecinos con los años, ¿verda’?
—Deja el doble sentido, Catalina, ya estamos muy vie-
jas para jugar a las adivinanzas, ¿no te parece?
—A las adivinanzas estuvo jugando el general Marco
Antonio contigo to’a su vida, qué descará’ fuiste, «Marilú», «ají»
te decía él. ¿Tú crees que el no «jabía» que tú tenías tus cositas
con el portu? Te aclaro, hoy, domingo, veintitrés de noviembre
de mil novecientos setenta y cuatro, que to’o San Blas sabía
esa vaina, pero como tú te empeñas en viví’ sabe Dios en qué
mundo, pensabas que la cosa estaba muy escondí’a.

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La viuda Granadillo se puso de pie con lentitud, dio
otro sorbo a la tasa del té ya frío para aclararse el gañote y
darse tiempo para pensar su respuesta.
—Parece que va a llover, Dionisia. —El cielo se enca-
potó sobre el jardín de la casona de los Granadillo, y una brisa
fría empezó a circular—. ¿Y viniste nada más a decirme eso?
—¡Cálmate, chica!, tú «jiempre» con un bendito estrés
a cuestas. Voy a hacé’ ‘e cuenta que cómo no sabes que «‘ecí»,
te haces la loca… ¿Te enteraste que mi negrita María Anto-
nieta se mudó a San Blas?
María Luisa volvió a colocar la tasa de té sobre la mesa
y acarició el mantel bordado.
—¡Me desayuno con la noticia!, yo a María Antonieta
le perdí la pista, después de que nos entregó el departamento
de Los Guayos.
—«Nojentregó elapartamento», ¡por Dios! —Catalina
se fue poniendo de pie para intimidar con su estatura a María
Luisa. Dio un par de pasos y sonrió—. ¡Qué descará’, chica!
Qué manera tan fina ‘e decí’ que la echaste como a una ba-
sura. Después ‘e «tantojaños» que te ayudó aquí mi negrita,
¡la echaste, María Luisa!, fuera ‘e juego: ¿tú qué tienes en las
venas? Porque sangre no ‘ebe se’.
La viuda de Granadillo tragó saliva y sintió el impulso
de un reflujo estomacal que le amargó el gesto; sin embargo,
se recompuso como pudo, se hizo la desentendida, y con voz
solemne se dirigió a su invitada.

101
—Dionisia, ven conmigo que te voy a explicar algo. —
María Luisa soltó la frase y le dio la espalda a Catalina, a la
espera de que la siguiera.
Salieron caminando con parsimonia rumbo al come-
dor. Allí se volvieron a sentar, frente al óleo del general Gra-
nadillo. Y María Luisa retomó la palabra.
—¡Marco Antonio y sus travesuras! —dijo mirando al
cuadro como si le hablara al difunto— Dionisia, si tú tuvieras
hijos, y me refiero a hijos tuyos, paridos por tu vientre, no a be-
bés prestados porque no quedaba de otra; si tú fueras madre de
verdad, tú sabrías lo que una es capaz de hacer para defender
un hijo y para defender lo que les corresponde a ellos.
Catalina tomó un sorbito de café para lubricarse la boca.
—¡Gua! Si justo por eso vine. —Catalina seguía con
una mano aferrada al pocillo de café y con la otra paseaba los
dedos por el camino de mesa de colores brillantes—. Vine a
recorda’te que eres abuela. Y tus nietecitas viven aquí en San
Blas, cerquita, chica, ya «ejora» ‘e qué te ocupes de eso.
—¡¿María Antonieta vive en San Blas?!
—La verda’ que tú vives en otro mundo, Marilú. ¿En-
tonces tú nunca viste por aquí, por San Blas, a María An-
tonieta, a mi negrita?, es que tú nunca le has «para’o bola» a
lo que «paja» a tu alrededor, pa’ ti lo único que existe «jon»
estas cuatro paredes. —Catalina detuvo su discurso para
observar un juego de candelabros de plata que decoraba la
mesa, tocó uno de los candelabros y prosiguió— ¿Quién iba
a pensá’ que mí negrita terminaría viviendo en esta misma

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zona, chica, «jiendo» vecina tuya? Allí to’avía vive su esposo,
en calle Colombia con Campo Elías, ¿no conoces al Negro
«Jecundino»?
—La verdad nunca me topé con ella, ni menos con su
esposo. —La viuda de Granadillo resopló y se llevó una mano
a la frente—. Algo oí, alguna vez, acerca de las fiestecitas que
se daban allí cerca de la plaza La Glorieta, de un negrero que
vivía por esos lados, pero tú sabes que nosotros no somos
gente de salir mucho y menos por aquí.
—Pues allí vivió mi negrita los últimos cuatro años,
chica, con sus tres hijas, tus nietas, y su esposo, «Jecundino».
Bueno, la verdá’ vine a ‘ecirte que murió hace dos semanas, y
que tienes que «haje’te» cargo ‘e tus nietas, eso no pue’ quedá’
así. El general debió dejá’ algo ‘e valor, algún dinerito. —Ca-
talina dejó salir la frase que le carcomía la boca y luego soltó
una carcajada.
—¿Dinerito?, ¿de Marco Antonio? ¡Ay, Catalina!, qué
mal informada estás —dijo la viuda de Granadillo alzando el
cuello y llevándose las manos a las caderas.
—Míralo ahí monta’o en «eje» caballo —comentó Ca-
talina viendo el óleo—. ¿De cuándo acá, chica? Si mi general
odiaba los caballos y «nojabía» montá’. ¡Qué locura la tuya,
María Luisa! Y mientras tú vives encerrá’ aquí en tu mundo,
yo estuve velando a mi negrita. —Catalina apoyó las dos ma-
nos en la mesa del comedor y las lágrimas empezaron a brotar
de sus ojos. La viuda de Granadillo perdió el temple, al ver
cómo se derrumbaba el gesto vigoroso de su adversaria.

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—Lo siento mucho, mi sentido pésame, Catalina —
contestó María Luisa, con inmediatez, casi por instinto, aña-
diendo al tono neutro de su respuesta una genuina cara de
conmiseración. Ella sabía que el general había adorado a Ma-
ría Antonieta.
—La vaina «jue» así ‘e un día pa’ otro, un choque en la
autopista. Iban con una camionetota, nue’ecita, que se había
compra’o el Negro «Jecundino». «Nojabes» lo que ha si’o to’o
esto, María Luisa. Ahora mismo las niñas siguen llorando,
¡«yjon» tus nietas!, y el Negro está grave en el hospital.
—¡Dios mío! —María Luisa se acercó a Catalina y la
tomó de una mano— No sé qué decirte Catalina.
La viuda de Granadillo reflexionó unos instantes, bus-
cando las palabras adecuadas y ante la presión de decir algo,
eligió ser honesta, quién sabe por qué.
—Antonio Rafael, mi hijo, quiso mucho a María An-
tonieta. Tú sabes que yo me opuse a eso, pero debo admitir
que la amó con el alma, fue el amor de su vida. —María Luisa
hizo una pausa se lavó los ojos con las manos—. Ya vengo
—dijo y fue con prisa a la cocina y volvió con dos vasos de
agua—. Como te decía, Toñito un día me confesó que las
dos primeras niñas de María Antonieta eran de él, pero la
tercera no, mi hijo nunca negó su paternidad, Antonio Rafael
siempre se hizo cargo de las niñas mientras vivió, pero no
pudo con lo de la tercera barriga de Marita. —Las gotas de
lluvia empezaron a oírse caer en el techo. Catalina observaba
con gran atención cada gesto en el rostro de María Luisa—.

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¿Tú sabes que una noche me comentó que esa tercera barriga
no era de él?, hacía varios meses que andaba tristeando por
la indiferencia de María Antonieta, fue por esos días que se
acercó Raquelita y un día me llegó con ese cuento, que estaba
deshecho, que su princesa, María Antonieta, lo había dejado
de querer, que lo había insultado y que no entendía por qué
y que él no quería saber nada de Raquel. La verdad que él no
quería casarse con Raquelita desde un principio, lo admito.
—Catalina esquivó la mirada de María Luisa y se puso a mi-
rar las vitrinas llenas de piezas de vajilla fina, y pasó sus ma-
nos por los cristales palpando el polvo, «la limpieza ahora no
es como antes», pensó, y luego tomó uno de los candelabros,
de manera distraída, estuvo en silencio, no quería presionar a
María Luisa para que agarrara confianza en su discurso.
—¿Y qué «pajó» entonces? —preguntó Catalina sin ver
a su interlocutora a la cara, acariciando el candelabro.
—Pues que mi muchacho era un romántico insufrible.
María Luisa se había dejado llevar por el impulso de
compartir aquella verdad, como respuesta en reciprocidad
a la noticia de la muerte de María Antonieta. La viuda de
Granadillo se percató del calibre de su imprudencia. Todo
lo que estaba contando era algo tan íntimo que jamás debió
conversarse así, y menos delante de la vieja Catalina, así que
se detuvo por un momento y trató de remendar lo dicho.
—Toñito fue siempre un buen muchacho, ¿sabes?… Él,
muy en el fondo, quería reconocer a las niñas, darle su ape-
llido y hacer una vida con Marita, así la llamaba él. —María

105
Luisa quería callar, pero no podía, no lograba entender por
qué su boca hablaba sin permiso, aunque sus pensamientos
ordenaban lo contrario. Prosiguió con cierta timidez en la
voz— Pero yo me empeñé en que esa pataleta con María
Antonieta no tenía sentido, ¡un señorito de su posición no
podía echarlo todo por la borda por una simple calentura!,
¡tú me entenderás, Catalina!, y sí, lo empujé a que buscase a
Raquelita. —Unas lágrimas se orillaron a los ojos de María
Luisa y tomó una servilleta de tela para contenerlas; no obs-
tante, sentía que ya no podía detener la narración.
María Luisa se sintió rodar por un precipicio de emo-
ciones al que temía, y en una fracción de segundo se repren-
dió por su flaqueza. ¡Cómo iba a sucumbir de esa manera!,
justo frente a su archirrival Dionisia Catalina, pero al mismo
tiempo sintió un alivio enorme, una catarsis estremecedora,
sintió como si un fardo le abandonaba los hombros al soltar
esas palabras que la estaban aplastando por dentro. Miró a
la vieja Catalina, quien a su vez la observaba sin pestañear,
aferrada a su vaso de agua, con la boca entreabierta.
—Cuéntame con confianza, chica —dijo la vieja Dio-
nisia Camacho—. Tú «jabes» que yo soy buena pa’ respondé’,
pero soy más buena oyendo, y hay cosas que «ji» uno no las
dice, te queman el alma.
La lluvia arreció. Ya en ese punto María Luisa no pudo
más y destrabó su corazón:
—Antonio Rafael tenía muchos problemas para mane-
jar sus emociones, se deprimía seguido, Marita era su tabla de

106
salvación, era lo único que lo sacaba de esos pozos, mi niño
no pudo soportar el desprecio de Marita. ¡Ay, por Dios, Ca-
talina! Esto que te voy a contar es muy difícil. —María Luisa
rompió en llanto. Luego se secó las lágrimas y palideció.
La bruja Camacho había previsto en sus alucinaciones
que era preciso que hiciera esa visita, pero ahora se veía presa
del nerviosismo, por un momento pensó que a María Luisa
le daría un telele.
—¡No me jodas, María Luisa!, y yo que pensé que era
yo la que venía a suplicarte que me oyeras —dijo Catalina
acercándose unos pasos.
—Esto no se lo he comentado a nadie, Catalina. —El
aire escaseaba en los pulmones de la viuda de Granadillo, Ca-
talina la ayudó a sentarse—. Antonio Rafael no murió asfi-
xiado por ninguna cabeza de ajo, yo lo encontré esa mañana
tendido en su cama. —María Luisa de Granadillo se sintió
desfallecer en ese instante, no obstante, sacó fuerzas y prosi-
guió— Se había tomado unas pastillas y no supe qué hacer,
no me salieron las lágrimas cuando lo vi, fue tanto el dolor.
Sentía que me desmayaba. Después se me ocurrió que no era
conveniente tener que lidiar con el estigma de un suicidio.
Sí, yo me inventé esa vaina de la atragantada con la cabeza
de ajo, para tranquilizar a las trillizas y para ahorrarnos los
comentarios de la gente. —María Luisa se sintió un poco
aliviada al hablar. Mientras la lluvia parecía ir atenuándose
en su goteo sobre el tejado—. Todos los días me lo reprocho,
porque además la noche anterior me dijo que Marita le había

107
vuelto a decir que ya no quería verlo, que ya no quería saber
nada de él, y yo no le presté mucha atención, pensé que se le
pasaría, que eran cosas de muchachos. —María Luisa dijo
esto último y sintiéndose de nuevo sin aliento se puso de pie
con rapidez, abrió la boca buscando aire, se excusó y caminó
rumbo al baño.
María Luisa se veía timorata, pero con cierta entereza.
La vieja Camacho había quedado muda y muy lejos de sentir
algún tipo de satisfacción por ver desquiciada a su oponente,
se sintió temerosa, confundida. Se levantó, también buscando
aire, se tomó lo que quedaba de agua en el vaso y aprovechó
la repentina soledad para deambular por la casona. El general
Marco Antonio nunca le había permitido a la negra Catalina
entrar a su casa, varias veces había llegado a la reja, pero nunca
había sido invitada a entrar. Se detuvo frente al cuadro del ge-
neral Marco Antonio a caballo, solemne, posado en una llanu-
ra sobre un caballo zaino, el cuadro ganaba opulencia con aquel
marco de madera hermoso, recubierto con pan de oro. Catalina
se persignó y empezó a balbucear una especie de mantra. Si-
guió caminando, susurrando algo incomprensible, apreciando
los muebles de madera fina, el hermosísimo comedor de ocho
sillas, con tres candelabros de plata sobre la alargada mesa cu-
bierta por un mantel bordado, los portarretratos, los adornos
de porcelana lladró, lamentó no tener un rosario a mano y aca-
rició las cuentas de su collar. Sin premeditarlo pasó de manera
inadvertida al patio. Era un patio trasero grande, bonito, de
pronto sus ojos se abrieron de par en par ante la presencia de

108
un espigado árbol cargado de guanábanas. Sintió que ya no de-
bía estar allí, sin meditarlo mucho salió de la casona en silencio.
María Luisa seguía en el baño, hundida en una especie de shock
emocional. Catalina entendió que María Luisa no quería que
nadie la viera en ese estado, así que se fue sin despedirse y cerró
la reja sin hacer ruido.
Hacía muchos años que Catalina había presenciado
uno de los tantos momentos en los que el ilustre general,
Marco Antonio Granadillo, se dedicaba a compartir con la
entonces bebita María Antonieta. Recordaba clarito esa no-
che en la que se había acercado con una taza de café humean-
te, negro y sin azúcar, como le gustaba al general. Y observó
como Marco Antonio le contaba cosas a su hijita: la negrita,
así la llamaba. Él le hablaba como si la infante pudiese enten-
der algo. Esa noche le decía:
—Tú eres una princesita, que un día será reina, la reina
María Antonieta, y tu tesoro está oculto, preciosura, enterra-
do en la pata de un árbol de guanábana y allí estará ese tesoro
esperando por ti, mi princesa bella.
En aquellos días, Catalina no dio importancia a las bo-
badas de Marco Antonio con la niña en brazos, muchos años
después soñó que le susurraban que había un entierro en la
pata de un árbol, se sonrió para sus adentros, recordando que
esa era la historia del general Granadillo y días después se la
comentó a la joven María Antonieta, que había ido a visitarla
una tarde de sábado. Las dos estaban conversando en la casa
de Güigüe, mientras custodiaban a la pequeña Amelita:

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—¿Marita, tú te acuerdas que tu ‘apá te contaba que tú
eras una princesita?
—¡No Amá!, yo casi ni me acuerdo ‘e mi ‘apá.
—Pues «ji» mija, él te agarraba ‘e chiquita entre sus
brazotes, en el patio ‘e esta misma casa, y te contaba historias,
te ‘ecía muchas cosas, ‘ecía que tú eras la reina María Anto-
nieta y que tenías un tesoro enterra’o en la pata ‘e un árbol de
guanábanas. ¡Ayy! ¡Cómo inventaba historias el viejo Marco
Antonio.
—¡Ahhh pues «jí»!, yo creo me «acueldo» de algo eso.
Eso «jí», yo «ji» estoy segura que en otra vida fui reina, ‘e eso
no me cabe duda —sentenció la joven negrita Camacho y
tosió de la risa. Ambas terminaron riendo con complicidad.
En aquellos días, María Antonieta recién se había in-
dependizado y se había ido a vivir a la urbanización Popular
Los Guayos, a un departamento de la familia Granadillo, de-
jando atrás a la vieja Catalina, como quien rompe un male-
ficio. En esos ayeres, la negra María Antonieta se esmera-
ba cuidando a Amelita, su primogénita, a la que, entre otras
muchas cosas, le empezó a repetir la misma historia que le
contaba el general Granadillo, pero viendo el entusiasmo en
sus reacciones y observando sus «ganas de bailar», le adornó
la historia, inventándole una canción pegajosa:
«A ton ton, a tonga tonga,
Amelita, muchachita,
la más bella y más bonita,
‘e todas las princesitas,

110
que «je» llama, que «je» llama,
que «je» llama, Amelita»…
«A ton ton, a tonga tonga,
¿‘onde duerme mi princesa?,
la más bella y más traviesa,
la que tiene su tesoro,
escondido entre las sabanas
enterra’o duerme el oro,
en una mata ‘e guanábanas».
Marianita y Rosa ya no fueron arrulladas con esa can-
ción inventada. Para ellas hubo menos atenciones, casi nunca
estrenaron, porque los vestiditos, los cintillos y zapatitos fue-
ron heredados de unas a otras. Después del nacimiento de
Marianita, María Antonieta se fue haciendo cada vez menos
mamá y más mujer de buscarse la vida, se ocupaba mucho de
sí misma, se compraba ropa cara y se vanagloriaba de su lista
de pretendientes, hasta que una vuelta del destino la mandó
de manera inesperada a una humilde habitación en el sector
diez de La Isabelica, en medio de una situación muy compli-
cada. La familia Granadillo le dio la espalda sin previo aviso.
Secundino las rescató a todas y salió excomulgado del
barrio Los Guayos, dejando sin cátcher a los Guerreros de
Los Guayos. Luego les dio su apellido.
Amelia Camacho pasó a ser entonces Amelia Rabane-
do Camacho, una niña no tan buena moza, pero tampoco fea,
que creció con muchas historias raras en la cabeza, sin cono-
cer nunca a su papá biológico y muy apegada a su mamá, la

111
negra María Antonieta Camacho, que, cuando tenía tiempo,
la bendecía y le enseñaba el mundo, así pasó su niñez en un
departamento modesto en la urbanización popular Los Gua-
yos, y luego en una casita humilde, rentada por el Negro Se-
cundino, en el conflictivo barrio Atlas, hasta que un día llegó
la negra María Antonieta con la noticia de la mudanza a San
Blas. La entonces adolescente Amelia Rabanedo Camacho se
molestó muchísimo. Ella no sabía ni dónde quedaba San Blas
y tenía a todas sus amigas en aquel barrio lleno de sinsabores.
Cuando llegaron a la casona de calle Colombia con Campo
Elías y vieron el montón de habitaciones, los muros anchos
hechos de adobe, los techos altos de teja roja, la cocina amplia
y ventilada, el enorme baño con su puertecita de madera, el
garaje grande, y aquel bonito patio trasero de tierra, con he-
lechos y un robusto árbol de guanábanas al centro, Amelia no
pudo menos que sonreír.
Esa noche húmeda de noviembre, Catalina quedó
trastocada por la revelación de la viuda de Granadillo, y para
limpiar su mente y aprovechar lo que quedaba del día, se apa-
reció en la casona de los Rabanedo Camacho, a fin de cuentas
ya se encontraba en San Blas. El Negro Secundino arrugó
la cara cuando vio la larga silueta de la bruja Camacho en la
puerta: «¿Y esta vieja no estaba ciega?», se preguntó ante la
sombra fantasmagórica, prieta, casi azul marino, dibujada en
el zaguán tocando el timbre.
—Ahí creo que está tu abuela, Amelita, atiéndela tú que
yo estoy muy cansa’o. —Llegó diciendo Secundino a la cocina.

112
Amelia frunció el ceño y a regañadientes salió al encuen-
tro. La invitó a pasar, le fue a buscar un pan dulce con café y
pronto ya estaban platicando como cotorras. Amelia se animó,
sacó dos cervecitas y bajo los efectos del alcohol fueron relajan-
do la lengua, hasta el punto que, en un alarde de hospitalidad,
encendieron el pick up Panasonic para celebrar la comunión y
el entendimiento que estaban experimentando «la tía abuela» y
la «nieta», en esa tarde noche tan acontecida. La aguja de zafiro
empezó su mágico oficio, dando vida a la voz de Alfredo Sadel:

«Ansiedad de tenerte en mis brazos, musitando palabras de


amor… Ansiedad de tener tus encantos y en la boca volverte
a besar …»

La vieja Camacho disfrutó la canción, luego disparó el


comentario:
—Tengo que hablá’ una vaina con tu papá, y otra con-
tigo, Amelita.
—¿Quieres que lo llame?, creo que está ‘urmiendo. —
Amelia se hecho un trago de cerveza después de haber inven-
tado su respuesta.
—«Noje» preocupe, mija, yo vengo otro día a hablá’ con
él, pero dígale que estamos pendientes.
—Yo le aviso. ¿Y qué me quiere contar a mí, abuela?
—Coño, mija, te vas a reír, pero: ¿te acuerdas ‘e la can-
ción que te cantaba tu mamá de chiquita?, esa de «a ton ton
a tonga tonga…».

113
—¡Claro que me acuerdo, abuela! Si mi mamá todavía
me jodía, después de grande, cantándome esa vaina. Yo le voy
a confesá una cosa. Cuando Secundino sale y tengo tiempo,
me he puesto a «jurungá’» ese patio, y he removido la tierra
en la pata del árbol de guanábana, uno no sabe si de pronto
se consigue una vaina. Porque mi mamá decía que el tesoro
estaba en una mata ‘e guanábanas en San Blas.
Catalina se quedó muda, después se rio. Observó a
Amelia y le dijo en tono bajito:
—«Puejestás» buscando en el sitio equivoca’o. ¿Te
acuerdas cuando fuiste con Rosa y los muchachos a buscá’ el
tesoro en la casa ‘e los Granadillo?
—¡Cómo olvidarlo! Pobrecito el Gaguito, qué tranca-
zo se dio, pero allí no había nada y mira que los muchachos
echaron pala ese día, ¡me recuerdo y me da risa! —Amelia
sonrió al repasar en su mente esa aventura de adolescentes.
—Pues no estaban tan despista’os, pa’ mí que la viuda
‘e Granadillo tiene algo, ella se les adelantó. Alguna herencia
tuvo que «habe» deja’o el general y la tiene ella. —Catalina se
quedó expectante, analizando la reacción de Amelia.
—¡Abuela lo mejor es dejar ese asunto así! —dijo Ame-
lia con fastidio—. Dios proveerá, qué va a está uno mendi-
gando herencias a «estajalturas».
—¡Pues lo que sea que haya deja’o el general le corres-
pondía a tu mamá algo, eso es así, mija!
Amelia no pudo dormir esa noche, después del pertur-
bador encuentro con su abuela Catalina. La vieja Camacho

114
siempre había tenido la facultad de alterarla, pero esta vez se
había excedido. Por un lado, por volver a llover sobre mojado
en cuanto al parentesco de las niñas Camacho con los Gra-
nadillo, cosa que aunque se adivinaba dentro de la leyenda
familiar, siempre fue un tema tabú; por otro lado, sembrar
la posibilidad de una herencia que no venía ni al caso, ni le
apetecía en absoluto ponerse a reclamar y para remate la re-
ferencia tragicómica de la anécdota del árbol de guanábana.
Amelia no lo admitía, pero seguía intrigada por el mito del
entierro del general Granadillo, lo había buscado por años.
La hija mayor de los Rabanedo Camacho no pudo pegar
un ojo esa noche recordando su infancia. Se dedicó a repasar
con mucho detalle aquella aventura, cuando supieron que tam-
bién había un árbol de guanábanas en la casa de los Granadi-
llo. Se encompinchó con Rosa, a Marianita no le dijeron nada
porque sabían que iba a decir que estaban locas. Amelia y Rosa
buscaron la manera de convencer a Juan Aníbal, a Manuel y al
Gaguito Martínez, y de subirlos a su elocuente plan de asalto
a la casona de los Granadillo, eran los hombres indicados para
acompañarlas en aquella descabellada ocurrencia.
—¿Tú estás loca, Amelia? —Replicó Juan Aníbal—. ¿A
quién se le ocurre esa vaina de ir a meternos en la casa de los
Granadillo sin permiso? Para empezar, esa casa tiene una cerca
muy alta y las hermanitas Granadillo casi nunca salen de ahí.
—Y si no, no, nos ganamos la lo, lo, lotería y encontra-
mos esa vaina, no, no, nos ponemos las botas, caballo —co-
mentó animado el Gaguito Martínez.

115
—¡Otro loco más!
—Hazlo como un favor para nosotras, Catire —dijo
Rosa Magdalena, moviendo el rostro hacia un lado, llevándo-
se las manos a las caderas e hipnotizando a Juan Aníbal con
una mirada seductora.
Juan Aníbal se quedó mirando a Rosa por un instante,
luego sonrió y dijo:
—Suponte tú que entramos, Rosa; ¿tú sabes lo que es
ponerse a echar pala allí mismo y sin ton ni son, sin saber ni
dónde escarbar? ¿Y si nos agarran ahí adentro? ¿No vamos pre-
sos?, estaríamos robando. O ustedes creen que vamos a decir:
«Disculpe, señora Granadillo, estábamos buscando una pelota
‘e goma que creemos que está aquí enterrada». —Tras parodiar
esta descabellada idea, en tono pazguato, Juan Aníbal se que-
dó pensando. Dentro de todas las locuras, esa excusa no era tan
mala. Decir que estaban «buscando una pelota en el patio», era
la coartada perfecta para justificar que hacían allí, si es que se da-
ban cuenta. Lo demás era meter una pala en una bolsa y «echarle
bola», mover la tierra en la pata del árbol a ver que había.
Esperaron el domingo, la hora de la misa pintaba como
el momento más oportuno. La joven Amelia y Rosa se que-
daron afuera «campaneando la zona», mientras Juan Aníbal,
Manuel y el Gago se jugaban el físico, trepando por los te-
chos, con una soga que buscarían dónde amarrar para ha-
bilitar el descenso y la subida. Iban apertrechados con una
mochilita donde cabía todo, incluyendo la pala, el pico y la
pelota de goma (que de ser necesario entraría en escena).

116
El aterrizaje en el patio sobre los rosales no fue preciso
ni suave; de hecho, levantaron un polvero de cuidado, pasado
el lance, todo seguía en silencio. Habían hecho un trabajo
previo de inteligencia para reconfirmar que no había perros
y que la casa estaría sola. Todo marchaba a pedir de boca.
Empezaron marcando picotazos con arbitrariedad alrededor
de todo el árbol de guanábana, luego usaron la pala para re-
mover la tierra. Trabajaron sin descanso, sin orden, nerviosos
y concentrados en la certeza de que pronto debían dar con al-
guna caja, o con algún cofre. Había lugares muy duros, zonas
enraizadas donde el pico no penetraba. No se amedrentaron.
Desde afuera, Amelia y Rosa les gritaban bajito que todo iba
bien. La hora y media que calcularon pasó volando y aparte
de haber destruido todo el jardín, no se veía otro resultado
en la faena, así que viendo aquel desastre se desesperaron,
de pronto el pico dio con algo que sonó diferente y al mis-
mo tiempo Amelia gritó: «¡Salgan que ya vienen!». Azora-
dos por la voz de Amelia, prefirieron quedarse con la duda,
emprendieron la huida. Juan Aníbal y Manuel treparon con
destreza usando la cuerda atada a una saliente del techo. Vino
el turno del Gago. Pisó mal al tratar de buscar apoyo en la
pared, ya casi llegando al techo. Los nervios lo traicionaron.
El Gaguito se fue de espaldas en caída libre y aterrizó sobre
el rosal. De nuevo se levantó un polvero y en esta ocasión un
grito desgarrador se escuchó en toda la cuadra: «¡Ayyy co, co,
coño!». Chicharrín, el perico de las Granadillo, entró cami-
nando apurado al jardín y empezó cantar:

117
«Únicamente tú, eres el todo de mi ser, únicamente tú,
únicamente tú, únicamente tú…».

El Gaguito, aún tendido sobre el rosal, se percató de


que no podía apoyar bien la pierna derecha, así que se quedó
sentado, inmóvil, dispuesto a inmolarse por la causa. Amelia,
Rosa, Juan Aníbal y Manuel avistaron a María Luisa y a las
hermanitas Granadillo a lo lejos y salieron despavoridos, de-
jando al Gaguito Martínez en el patio, recostado del árbol de
guanábanas, con todo el honor de los caídos en batalla.
—¡Como usted comprenderá, señor Martínez, nadie se
cree el cuento de que su hijo estaba buscando una pelota de
goma! —Apuntaba María Luisa, escoltada por la policía, que
ya se había desplazado a la zona, y en presencia del Gaguito
Martínez y su papá, que seguía sin dar crédito a lo que estaba
sucediendo—. Olvidémonos de los destrozos causados en el
jardín, eso ya habrá tiempo de resolverlo, mi inquietud es en-
tender qué pretendía su hijo al entrar así a mi casa a perpetrar
este desmelene.
—Yo entiendo, señora María Luisa, pero entienda us-
ted también que es un muchacho y está muy nervioso, no
puede hablar y hay que atenderle esa pierna. Si usted me lo
permite yo me hago cargo de arreglar todo esto, después que
lo atendamos. —Así trataba de disuadir don Teodoro Martí-
nez a la enconada María Luisa, que no paraba de repiquetear
sobre el suelo con su tacón derecho.

118
La noche después de encontrar al Gaguito tendido en
su patio, María Luisa Verastegui de Granadillo estaba des-
encajada, por eso tuvo una larga conversación con su difun-
to esposo. Solía sentarse a bordar manteles, sola y de noche,
frente al cuadro del general Marco Antonio, allí empezaba a
mover los labios con rapidez, dando vida en su imaginación
a largas tertulias con su finado marido. «Esa bruja, Catalina,
¡qué insolente!», pensó.
—¿Qué crees tú, Marco Antonio? Tuvo que ser ella la
que mandó a este muchacho, ¿quién más pudo haber estado
en la pista de tu cofrecito, mi amor? —murmuró María Luisa
y alzó la vista hacía el cuadro, mientras acariciaba una cajita
de madera antigua.
Amelia no pudo dormir esa noche del reencuentro con
su tía abuela y María Luisa Verastegui de Granadillo tam-
poco. La viuda de Granadillo todavía bordaba y muy de vez
en cuando hablaba con su difunto marido. Esa misma noche,
después de discutirlo en su imaginación con Marco Antonio,
le pidió disculpas por lo que haría y trazó un plan para aquie-
tar el revoloteo de Dionisia Catalina, así que poco más de una
semana después, una mañana de martes, se puso en marcha,
rumbo a Güigüe. Ahora sería ella quien sorprendería en su
terreno a la vieja Camacho.
No fue fácil dar con la casa de Dionisia Catalina Cama-
cho. Cuando la vieja Camacho avistó con dificultad la figura
inconfundible de María Luisa Verastegui en su puerta, pensó:
«vieja inventadora y muerta de hambre, ya sé por qué vino».

119
—¿Cómo estas, María Luisa?, te veo mejor que en estos
días. —La apariencia de Catalina era como para salir corrien-
do y no voltear atrás, pero a ella le importó bastante poco.
—¿No me invitas a pasar? —respondió María Luisa
con fingida amabilidad. Estaba decidida a hacer lo que había
ido a hacer a cualquier precio.
En verdad, María Luisa Verastegui de Granadillo ha-
bía logrado sorprender a Dionisia Catalina. Aquella casa
parecía que en años no había sido limpiada como Dios
manda, el olor a perro y humedad, el polvo en los sillo-
nes desvencijados, las paredes mohosas y una ligera nube
de moscas revoloteando sobre los trastos sin lavar apilados
en el fregadero, daban cuenta de un lugar sumido en el casi
total abandono. María Luisa empezó a considerar la posi-
bilidad de que aquello hubiese sido una mala idea, pero se
contuvo; y ya sentada, con una tacita de barro en la mano,
oliendo el aroma del café, se reanimó.
—Cuéntame una cosa, Dionisia, ¿tú sigues empeñada
en que yo le debo algo a Amelia, a Mariana y a Rosa?
—Empeñá’ no. Convencí’a, «ejuna» mejor palabra.
—Me encanta tu sinceridad. —La cara de María Luisa
se arrugó cuando sintió una piedra en el café—. ¿Y esto? —
dijo sacando de su boca un pedazo de tierra asopado.
—¡Disculpa!, es que no esperaba visitas y a veces el
techo bota piedritas. ¡Qué vergüenza! —La sonrisa en los
labios de Catalina no se condecía con sus palabras; sin em-
bargo, intentó recomponer la afrenta—: Coño, chica ¿y si en

120
vez ‘e café me aceptas una cervecita?, están «friitas» y además
está haciendo mucho calor y esta vaina va pa’ largo.
—Cómo tú quieras.
María Luisa estaba programada para no desairar a la
anfitriona de la casa, ya se había imaginado lo que tendría
que aguantar, así que, casi sin meditarlo, aceptó una cerve-
za tras otra. La conversación se fue extendiendo como una
enredadera. Ya llevaban tres cervezas cada una y de nuevo
habían caído en la tentación de dar rodeos, de referir historia
tras historia e incluso de chismear con cierta complicidad.
Entradas en confianza y viendo caer la tarde, fue María Luisa
quien disparó primero.
—¿Mira esto que te traje?
—¡¿Y ese reló’?! —exclamó Catalina poniendo cara de
extrañeza.
—Esta porquería era todo lo que había en la bendita
caja enterrada de Marco Antonio, esto es toda la supuesta
herencia de «Mi General Granadillo», como le dices tú —
María Luisa hizo una pausa breve para evaluar la reacción
de la bruja Camacho, luego prosiguió—. Y te digo una cosa
más; No es un reloj de oro, ni vale mucho, ya ni siquiera da la
hora. Ese es todo el supuesto tesoro. ¿Y te digo otra cosa?…,
Marco Antonio nunca sirvió para nada.
Una especie de neblina grisácea se apoderó de la cara
de la viuda de Granadillo cuando pronunció esta última
frase. Las recientes discusiones con la parentela del gene-
ral y la inminente decadencia económica que agobiaba a su

121
familia, la llevó a quitarse algunas de las miles de máscaras
que se había construido por años, ya no quería, ni podía,
mantener ese parapeto de abolengo. Tomó aire y continuo
su estudiado discurso.
—Marco Antonio no fue un hombre de mal corazón,
ni malo ni bueno, fue un hombre de su época, pero te diré
que ni como padre, ni como esposo, ni como militar, fue gran
cosa y tú lo sabes, Catalina, para qué nos vamos a engañar. —
dijo María Luisa y Catalina quedó estupefacta ante aquella
revelación.
La bruja Camacho tomó el reloj entre sus manos y puso
cara de profundo análisis.
—Pues la verdá’ que esta vaina no da pa’ mucho —dijo
mirando el reloj con detenimiento—. Y, según tú, el dueño
tampoco. Jeje —rio la bruja Camacho—. ¡Quién te oyera y
quién te oyó!, Marilú, hasta ahora «vieneja» entendé’ que el
general era un mujeriego, un hombre ‘e sacale filo a la vida y
punto, no era ningún héroe, ni ningún santo, ni ningún pozo
‘e virtudes, chica.
Ambas soltaron la carcajada. Y Catalina continuó ha-
blando:
—Así que este era el gran «tejoro» ‘e Marco Antonio,
¡qué buena vaina! —habló y dejó al descubierto unos dientes
ruinosos, afilados y muy manchados.
—Ese relojito se lo regaló su papá y, según él, era
su recuerdo más preciado —dijo la viuda de Granadillo
frunciendo los labios con la cerveza en la boca—. Marco

122
Antonio nunca tuvo remedio. Era muy mujeriego y
despilfarrador. Ganó mucho dinero, pero igual lo perdió,
entre el juego y los negocios maltrechos de su familia, que de
paso, son todos unos buitres.
Catalina se quedó observando el semblante de María
Luisa mientras denostaba de su amado general. «Fin de mun-
do», pensó.
—¿Y yo te tengo que creé «to’aesta» historia, María
Luisa? —La cerveza en la mano de Catalina se movió de
un lado a otro, derramándose un poco—. Jeje —se rio—. Tú
crees que yo nací ayer.
—¡Tú puedes creer lo que te dé la gana, Dionisia!, pero
yo cumplo con decirte la verdad, y tu eres bruja, pregúntale al
difunto, si no me crees a mí —dijo María Luisa y se empujó
de un trago el resto de su cerveza.
Las viejas rivales brindaron a la salud del olvido. Des-
taparon otras cervezas y siguieron conversando como si el
tiempo no les importase en absoluto. De pronto María Luisa
hurgó en su cartera y extrajo una bolsa.
—¿Y necesito que me ayudes con esto? —diciendo es-
tas palabras, María Luisa sacó de la bolsa un lienzo doblado:
era el óleo del general Marco Antonio Granadillo—. Me di-
jeron que tenías aquí un buen patio, así que vamos a quemar
esto, por favor, ¿te parece?
Dieron las nueve de la noche y allí estaban, viendo el
humo del lienzo elevarse a los cielos. Las cervezas se acaba-
ron y ellas seguían allí, medio borrachas, esperando que el

123
óleo ardiera por completo. Los desencuentros parecieron vo-
lar junto al humo del cuadro del general Granadillo, al menos
por ese instante. María Luisa se fue muy tarde, satisfecha y
trastabillando. Entonando la canción favorita del recordado
perico, Chicharrín:

«Únicamente tú, eres el todo de mi ser…».

Antes de abordar su auto, reflexionó: «¿Se habrá tra-


gado el anzuelo?, ojalá funcione y me deje en paz». Luego
aprovechó la ocasión, volteó hacia Catalina y le dijo, con voz
afectada:
—¡Y una última cosa, chica! ¡Devuélveme mi candela-
bro!, ¡no me jodas!, que es de plata, de un juego que me regaló
mi abuela. Si quieres te dejo el reloj.

124
V
La tragedia de las hermanitas Granadillo

No amanecieron. Quedaron tendidas en el comedor,


justo frente a la mancha que dejó en la pared la ausencia
del óleo del ilustre general Granadillo. El cuerpo de Maru
estaba tambaleando en una silla, a punto de caer al piso por
su propio peso. El de Conchita lucía abrazado a la mesa.
Marifer quedó con la cabeza apoyada sobre un plato. Todo
estaba servido para la cena, tres vasos llenos de agua a medio
tomar, uno al lado de cada cuerpo, los cubiertos dispuestos
con corrección y tres hallacas abiertas, destrenzadas, sobre
una bandeja de porcelana. Fue una despedida siniestra a la
vez que conmovedora. Fueron halladas un veinticinco de
diciembre en la tarde, los forenses calcularon que tenían no
menos de veinticuatro, ni más de treinta horas de fallecidas.
En la escena, sobre la mesa, se encontraba un regalo grande,
de moño rojo, con una tarjeta que tenia dibujado un Santa
Claus: feliz navidad 1995.

127
—¡Qué pulso!, venir a suicidarse en navidad —exclamó
uno de los detectives asignado al caso. Las hermanitas Gra-
nadillo habían decidido irse como vivieron, siempre juntas.
Hacía apenas tres meses de la muerte de doña María
Luisa Verastegui de Granadillo, madre de las trillizas. En el
sepelio de María Luisa nadie entendía la presencia de aquella
vieja negra, alta, con porte de espectro llanero, pero ninguno se
atrevió a decirle que se fuera. Era Dionisia Catalina Camacho,
una vieja amiga de la fallecida, quien, con todo el desparpajo
del mundo, fue a dar las condolencias, y quizás a certificar que
la difunta era la misma María Luisa que ella conocía.
Las trillizas quedaron desgarradas por la muerte de
María Luisa, un paro cardíaco sin previo aviso. Se acostó una
noche y nunca despertó. Maru, Conchita y Marifer recibie-
ron el «sentido pésame» de parte de Catalina, y continuaron
aferradas a su rol de dolientes afligidas, ignorando todo cuan-
to sucedía en el entorno. «Qué muchachitas tan raras», pensó
Catalina. «Ellas ‘jiempre’ han si’o así, como unos fantasmas
vivientes, siempre parecen en esta’o ‘e gracia, felices, pero a la
fuerza, como niñas que nunca crecieron», continuó Catalina
en sus reflexiones. En efecto, las hermanitas Granadillo eran
una triada fatua e indivisible, una sola entidad distribuida en
tres personajes, tan borrosos, como desapercibidos, casi in-
distinguibles la una de la otra, pese a sus notables diferencias
físicas. Una era muy alta, otra mediana, otra bajita, todas muy
flaquitas. Una con el pelo liso muy negro, otra lo tenía ensor-
tijado, una con los ojos saltones, otra con los ojos rasgados,

128
una de una palidez que casi la hacía transparente, otra rojiza.
Habían venido todas en un mismo parto, a llenar de dudas e
incertidumbre el hogar del heroico general Marco Antonio
Granadillo y de la muy distinguida señora María Luisa Ve-
rastegui. Pasado el estrés del nacimiento (que fue bastante
complicado), sobrevino la noticia, algo no andaba bien con las
nenas, su desarrollo no fue del todo normal, retraso mental,
fue el diagnóstico. Ante aquella circunstancia, María Luisa se
apresuró a inventar una justificación para el padecimiento de
las niñas y darle otro hijo al general: Antonio Rafael, Toñito,
fue la carta ganadora de María Luisa, el único y supuesto hijo
varón del general, mismo que falleció muy joven.
María Luisa poseía una mente práctica, que asumía
siempre los problemas de su familia bajo la premisa de ge-
nerar el menor daño mediático posible. Fue así como se las
ingenió para educar a las niñas, haciendo que por reflejo una
protegiese siempre a las otras:
—Conchita, usted siempre tiene que velar por Mari-
fer y por Maru —decía María Luisa, tomando a Conchita
por los hombros y moviéndola hacia adelante y hacia atrás—.
Maru, usted siempre tiene que proteger a sus hermanas. —
Una mirada frenética se apoderaba de los ojos de María
Luisa cuando giraba estás instrucciones cargadas de obse-
sión—. Marifer, usted tiene siempre que estar al pendiente
de Maru y de Conchita.—Protegerse entre ellas era la con-
signa con la que María Luisa taladraba la mente de sus hijas
una y otra vez.

129
Las hermanitas Granadillo fueron criadas bajo esa
programación atávica subconsciente, que en la práctica
llegó a funcionar de alguna manera, haciendo que con el
tiempo una no se pudiese explicar sin la otra, cerrando
una especie de triángulo de identidad. María Concepción
Granadillo, María Eugenia Granadillo y María Fernanda
Granadillo: Conchita, Maru y Marifer, se convirtieron en
cartas de una misma baraja, pero una baraja con solo tres
figuras repetidas e intercambiables. Eran tres vistas de un
mismo objeto, tres personas habitando una especie de mis-
mo cuerpo de seis brazos, seis piernas y tres cabezas, entre-
nadas para moverse juntas, pensar juntas, reír, sufrir, temer
y defenderse juntas.
El titular del renombrado diario NotiTarde reseñaba
aquel veinticinco de diciembre, en la página de sucesos: «Vi-
vieron juntas y así se fueron». Quienes conocían los detalles
de la noticia, decían que había varias cosas sin explicación,
que hablar de un trío de suicidas era una simplificación que
no contribuía al esclarecimiento del hallazgo; sin embargo,
era incuestionable la muerte de las hermanas, así que en efec-
to: vivieron juntas y así se fueron.
Desde que Amelia Rabanedo Camacho supo de la noticia
que enlutaba toda la parroquia San Blas, anduvo muy nerviosa,
casi paranoica, hecha un mar de angustias sin explicación:
—¡Dios mío, no puede ser! —exclamaba por los rinco-
nes, elevando plegarias al cielo.

130
Al revisar la casona de los Granadillo, los detectives
habían encontrado una caja de madera con un reloj, un co-
llar de perlas y varias cartas. María Luisa gustaba de escribir
en un diario, y además nunca se deshizo de las cartas del
finado general.
En una carta maltratada, vieja y amarillenta, firmada
por el general Marco Antonio Granadillo, rezaba que el
contenido de aquella caja debía ser dado a Catalina Ca-
macho para ser usado para la manutención de María An-
tonieta Camacho. En el diario de María Luisa había una
nota dirigida a Toñito, donde su madre le expresaba todo
su cariño y le rogaba perdón, dejando entrever que el joven
Antonio Rafael se había suicidado. En otro escrito del dia-
rio, María Luisa pedía clemencia de manera desesperada,
llegando a insinuar que ella tenía cierta responsabilidad en
la muerte del general Marco Antonio Granadillo. En otra
página conmovedora, María Luisa comentaba las profun-
das dudas del general acerca del origen de las trillizas, ese
diario fue devastador:
Hoy Marco Antonio me volvió a herir con sus dudas, noto
que cada vez que llega tomado su mente delirante atrapa casi
cualquier tema y lo vuelve un ser agresivo, la bebida lo trans-
forma, a veces me da miedo, en especial cuando empieza con su
discurso favorito, ese de venir a reclamarme que sus hijas son de
otro y que su hijo también. ¡¿Hasta cuándo tendré que soportar
este calvario?! Yo sé muy bien lo qué hice, pero a lo hecho pecho,
y qué puede saber él que yo no sepa, no tiene base ninguna para

131
venir a echarme en cara algo de lo cual no tiene idea: siempre será
así: su palabra contra la mía. Solo debo seguir siendo firme en mi
versión: ¡ayúdame, Dios mío!
María Luisa

Habría que decir que las hermanitas Granadillo nunca


habían podido superar la inesperada muerte de su hermano
menor, Toñito, quien murió muy joven, atragantado con una
cabeza de ajo, según rezaba en el reporte oficial, aunque en el
diario de María Luisa se insinuaba otra cosa. Maru, Marifer
y Conchita siempre vivieron acosadas por el vacío que dejó
la súbita pérdida de su hermano. Sumado a esto, ellas jamás
habían entendido lo de la desaparición del óleo de su papá.
El óleo del ilustrísimo general, don Marco Antonio Granadi-
llo, se evaporó, dejando hueco al hermoso marco, labrado con
finura y recubierto con pan de oro, lucía como un objeto de
madera triste, viudo y solitario, que anunciaba un vacío en la
pared, una especie de evidencia de que algo estuvo allí. Luego
bajaron el marco y quedó solo una mancha oscura y rectan-
gular. Las hermanitas Granadillo nunca pudieron terminar
de digerir la pérdida de la que consideraban la más sagrada
referencia de lo que había sido su padre: el heroico general
Granadillo. Por si fuera poco, la muerte de su madre (por
causas naturales) las había dejado en shock, huérfanas de so-
lemnidad, sin norte, no lograban recuperarse. Vagaban como
autómatas, sin brújula, parecían sonámbulas que caminaban
sin rumbo por toda la casona.

132
Una mañana, Maru se aventuró a entrar en el sacro-
santo espacio de la habitación de su mamá y hurgando en el
escaparate, se tropezó, por casualidad, con la dichosa cajita
de madera. Esa caja, donde María Luisa guardaba con celo
las agujas de tejer, era un objeto infaltable en sus secretas
conversaciones con el finado general Granadillo. Esa caja
vivía escondida y guardada bajo llave, en las entrañas de un
ropero de madera, casi tan pesado como el karma de la pro-
pia María Luisa.
Nunca supieron cómo se las había ingeniado la viu-
da de Granadillo para mantener su buen nivel de vida to-
dos esos años. En la caja todavía quedaban un collar y un
reloj, pero según una vieja hojita, escrita en hermosa letra
Palmer, donde se detallaba el inventario de la caja, se daba
referencia de varias pertenencias de mucho valor. Toca referir
que el general Marco Antonio se casó ilusionado y apurado
con María Luisa, ante la noticia del embarazo de la otrora
codiciada señorita Verastegui, pero cuando vio crecer a las
trillizas no daba crédito, inició unas pesquisas y encontró, se-
gún él, rastros de lo que parecía ser «algún trompo enrolla’o»;
no obstante, nunca hubo una evidencia contundente, pero en
castigo le arrebató en silencio la caja de las joyas y procedió a
enterrarla bajo el resguardo del árbol de guanábana del patio.
María Luisa enloqueció buscando esa cajita en esos ayeres:
—¡Dios mío, cómo va a desaparecer esa caja!, allí están
las joyas de mi familia, mi única herencia. —Se la pasaba
exclamando contrariada. Luego se enteró de la existencia de

133
la pequeña negrita María Antonieta, fruto del desenfreno
del general con la negra Eloína Camacho. La negra Eloína
murió en el parto y cuando el chisme de que Marco Antonio
tenía una hija con otra mujer llegó a oídos de María Luisa,
se tranzó la pugna con la vieja Dionisia Catalina Camacho.
María Luisa quedó de nuevo encinta con rapidez y el
pequeño Antonio Rafael Granadillo vino entonces a ser la
luz del hogar. El general siempre dudó que fuese su hijo, pero
fingió un gran orgullo por su único hijo varón, mas no por
ello le regresó la caja de las joyas a María Luisa, quien en
medio de sus poses de corrección y elegancia, nunca se comió
el cuento del robo de la cajita.
Marco Antonio Granadillo amó con locura a su negri-
ta María Antonieta, su bebecita, y soñaba con que sería una
reina, así que ante la intempestiva muerte de Eloína, planificó
todo para financiar el futuro de la que, a ciencia cierta, con-
sideraba su única hija. El general fue invirtiendo en joyas y,
poco a poco, fue sumando piezas a las pocas que tenía la caja
en un principio, al punto que tuvo que escribir un inventa-
rio para diferenciar las suyas de las de María Luisa, «por si
acaso», pensó. El general se la pasaba entonces enterrando y
desenterrando la dichosa caja, hasta que en una de esas, Ma-
ría Luisa lo cachó, pero se hizo la loca. La señora Verastegui
de Granadillo también se enteró de la existencia de la negrita
María Antonieta y también se hizo la desentendida; no obs-
tante, fue tramando con paciencia el camino de su vengan-
za: «Por la boca muere el pez y tú, Marco Antonio, aunque

134
no seas pez vas morir por la boca», pensó, y desde aquel día
empezó a poner especial atención en lo que cocinaba para
Marco Antonio.
El general empezó entonces a complicarse de un ex-
traño padecimiento y de improviso, un desmayo lo sacó de
circulación, llevándolo a un agonizante desenlace. Pasaron
semanas y bajo los cuidados de María Luisa, no se recupe-
raba. Varias veces pidió hablar a solas con la vieja Catalina, y
varias veces su solicitud fue denegada sin argumento. María
Luisa disfrutó muy en el fondo el verlo postrado, pero nunca
sospechó que tras su muerte la culpa le pesara tanto en la
conciencia.
Maru encontró esa mañana la caja de María Luisa,
misma caja que terminó por guardar el tesoro del general
Granadillo, misma que se había transformado en caja de agu-
jas de tejer al volver a las manos de su mamá. Maru no supo
cómo reaccionar ante el hallazgo, trató de procesar el descu-
brimiento sin afectar a sus hermanas, pero fue imposible, no
muy tarde tuvo que confesar lo que había hallado y entonces
la situación empeoró.
Maru tuvo el desatino de leer algunos pasajes del diario
de María Luisa, junto a sus hermanas:
Nunca quise a nadie como te quise a ti, Marco Antonio,
nunca amé como te amé a ti. Cierto que en tus desatenciones tuve
uno que otro desliz. ¡Perdóname, donde quiera que estés!, pero tu
falta de interés me orilló a entrar en esos laberintos. Fuiste tú quien
no supo venir a mi encuentro, fuiste tú quien me rechazo una y

135
mil veces, fuiste tú quien ignoró todos mis ruegos. Yo no merecía el
castigo de tu indiferencia, ni la vergüenza de ver cómo le brindabas
más amor a una bebecita bastarda. Verte cómo atendías con amor
y con mayor dedicación a una criatura cualquiera que te apartaba
de tu hogar era algo que no podía permitir, amor mío, ¡no lo podía
permitir!, entiende que fuiste tú quien provocó todo esto, no tuve
más opción que la de defenderme a mí, a mi reputación, y a mi
prole. Ya había sido suficiente con soportar tus desatinos de borracho,
de padrote mujeriego, como para encima cargar con la deshonra y la
desventura de las más nefasta de todas tus locuras, ¿Qué querías?,
que asumiera con naturalidad que la negrita se mezclase con
nosotros, que la vieran corriendo y criándose al lado de mis hijas,
eso es pedir demasiado, amor mío.
Con amor.
María Luisa

¡Cuánto te extraño en estos momentos, amor mío! No te


imaginas lo que fue verlo dormido en su cama y cuando vi en la
mesita de noche la caja de ansiolíticos sentí que me moría. Lo más
espantoso que puede enfrentar una madre es la muerte de un hijo,
pero saber que te pidió ayuda a gritos y no quisiste dársela, eso es
algo que no sé si pueda soportar. ¡Marco Antonio donde quiere
que estés, oriéntame!, dime qué hacer, dime cómo salir adelante,
no puedo sola con este peso, con este dolor que me bloquea el pecho.
Dame una señal, dime qué debo hacer. Cuando todos se enteren del
suicidio de Toñito vamos a ser la comidilla más grande de la ciu-
dad, todo mundo va a querer averiguar el porqué y cuando salga

136
a la luz sus amores con la negra María Antonieta, y la existencia
de sus hijas con la negra Camacho: ¡qué horror!, eso es algo que
rebasa por mucho los límites de lo admisible: ¿Qué hago, Marco
Antonio, qué hago?
Desesperada.
María Luisa

Dentro del diario estaba doblada una carta breve, fir-


mada por un tal Joao Ferreira:
Mi querida María Luisa, sé que no puedes acercarte a ver-
me, por eso te escribo estas líneas. ¡Quiero ver a mis hijas!, quiero
sentir a mis trillizas en mis brazos, porque estoy seguro que son
sangre de mi sangre, ¡no me puedes negar ese favor! Respóndeme,
María Luisa, dime cuándo las podré ver, hazlo por el amor que
nos dimos.
Joao Ferreira

Marifer se puso muy nerviosa y no paraba de llorar,


Conchita casi no hablaba de por sí y ante aquella circunstan-
cia quedó aún más ensimismada, no emitía palabra. Y Maru
temblaba, como si el frío de aquellas verdades se le hubiera
metido en los huesos. Se ve que en medio de la desesperación
tomaron una decisión final.
Tras una experticia a fondo, la policía dio con la carta
donde las hermanitas Granadillo se despedían de este mundo,
misma que no apareció de buenas a primeras, porque había sido
tomada por el perico Chicharrín y casi enterrada en el patio,

137
también dieron con la caja de madera y la reportaron como
extraviada (hay cosas que no cambian con los años) y, visto lo
visto, y apoyados por los análisis forenses, dieron el caso por
cerrado, declarando que, sin margen de duda, se trataba de un
suicidio. Nadie nunca supo nunca del contenido real de aquella
carta ni de aquella caja que, según los reportes, nunca apareció,
ni mucho menos dieron parte a los Rabanedo Camacho.
Cuando el caso se aclaró, Amelia por fin respiró con
tranquilidad. Solo entonces pudo llamar a Rosa para contarle.
—¡Hermanita, cometí una locura! —Le dijo Amelia a
Rosa viéndola a la cara sin pestañear.
—¡¿Y ahora qué hiciste? —contestó Rosa Magdalena.
—¡Me da pena contarlo!, pero bueno, tengo que des-
ahogarme. Yo le llevé unas hallacas a las hermanitas Granadi-
llo, para que se las comieran en Navidad, como acto de buena
fe, días antes del suicidio. —Los senos de Amelia rebotaban
en su pecho mientras narraba con ansiedad—. Ya sé que pa-
rece una locura, pero a fin de cuentas, tú sabes que somos me-
dio hermanas, y yo creo que uno tiene que buscar a la familia.
Pero bueno, no pude aguantar la tentación de hacerlo, quería
acercarme a ellas.
—¡Solo tú sigues con ese empeño, de acercarte a los
Granadillo, Amelia!, ¡por Dios! Tú sabes mejor que nadie que
la viuda nunca nos quiso, tú sabes cómo cuenta la abuela que
trató a mamá. ¡Nadie nos quiere en este barrio «er» coño, y
tú sigues empeñada en buscarlos! —El rostro enfurecido de
Rosa Magdalena le acentuaba la luz de la mirada y la blan-

138
cura de los dientes— ¿Tú no has visto cómo nos miran esos
burguesitos de mierda?, cómo se limpian la nariz cuando nos
ven pasar, cómo ven el piso cuando nos dan los buenos días,
¿has visto cómo me trata a mí la mamá de Juan Aníbal? Otra
vieja loca que cree que su retoño va a pecar con una negra de
tercera como una. Y a todas estas: ¿cuál es el drama de haber-
le regalado unas hallacas a las hermanitas Granadillo?
Amelia entrelazó las manos a la altura del pecho.
—Yo supuse que no se las iban a comer y que las iban a
rechazar, así que se me ocurrió que antes de llevárselas, para
asegurarme que no lo fueran a tomar a mal, se las llevé a mi
abuela Catalina para que les rezara. —La sorpresa asaltó la
cara de Rosa, dejándola muda por un instante—. ¡Ya sé que
fue otra locura! Le conté a la abuela que quería ver si al final
uno se acercaba, después de todo somos familia. Mi abuela
me dijo que dejara las hallacas en la mesa, que ella les iba a
rezar en la noche y que pasara a buscarlas al día siguiente.
—¡¿Me estas jodiendo, Amelia?! —comentó Rosa
frunciendo el ceño—. ¿No fue suficiente con el «rolitranco»
‘e pe’o que se formó la vez que entramos a buscar el supuesto
entierro en el árbol de guanábanas en el jardín de los Grana-
dillo?, ¿te acuerdas? —Remató.
—¡Te lo juro, que así fue! Pero menos mal que ya se acla-
ró que fue un suicidio. Apareció la carta. Parece ser que las
hermanitas Granadillo estaban muy deprimidas por la muerte
de su mamá. Yo ya no podía ni dormir, pensando que Catalina,
en sus loqueras, les había echado una vaina a esas hallacas.

139
—¿Y esas hallacas, las tendrá la policía? —Rosa se que-
dó reflexionando por un par de segundos—. ¡Hay que tener
bolas para comerse unas hallacas rezadas por la vieja Catali-
na!, con todo y que es mi abuela —añadió Rosa.
—¡Nadie ha dicho nada acerca de ningunas hallacas.
Ya sé que fue una locura, pero es que mi abuela vino la otra
vez a hablar con mi papá y volvió a insistir sobre el tema de la
familia, y agregó que había visto a las hermanitas Granadillo,
que estaban muy mal —refirió Amelia.
En ese instante hizo acto de aparición Mariana, que
escuchaba a lo lejos la conversa.
—¿De qué están hablando ustedes? Si se puede saber
—dijo y cruzó los brazos.
—¡Nada!, de las ocurrencias de Amelia, que las hallacas
que le regaló a la abuela no le quedaron bien. —Las cejas de
Rosa se alzaron como las de un águila, y se quedó evaluando
la reacción de Mariana.
—Y tú dijiste: ¡ya la pendeja de Mariana se comió este
cuento! ¿Tú crees que yo no me he da’o cuenta de que Ame-
lia anda hecha un manojo ‘e nervios desde que se supo lo de
las hermanitas Granadillo? —Replicó Mariana con agresi-
vidad—. ¿Tú crees que tampoco me he da’o cuenta de cómo
te mira el Catire, Juan Aníbal, y de cómo tú lo miras a él?,
cuida’ito, Rosa Magdalena, que usté’ se echó novio, y su no-
vio es bravo, y lo hizo porque quiso, su novio es de mecha
corta, y a mí se me hace que lo hiciste pa’ darle celos al Ca-
tire. Inclusive, te advierto, que mi papá no va soportá’ esas

140
puterías en esta casa, eso de un novio hoy y otro mañana. Y
con lo ilusiona’o que anda el pobre con la idea de celebrarle
los quince añitos a su inocente Rosa Magdalena. —Mariana
descruzó los brazos y avanzó hacia Amelia—. ¿Y tú y qué le
regalaste unas hallacas a las hermanitas Granadillo?, ¿o fue
que me falló el oído?, ¡qué bolas las tuyas!
—¡Sí se las regalé! —contestó Amelia alzando la barbi-
lla—. ¿Y qué?, ¿me vas a castigá’? Te recuerdo que la hermana
mayor soy yo, y bueno, quise acercarme a los Granadillo, a fin
de cuenta somos familia.
—¡Par de locas! —dijo Mariana, viendo a sus hermanas
con las manos en la cintura—. Una que cree que somos de
sangre azul y vamos a salí’ de abajo el día que los Granadi-
llo digan que nos regalan el apellido. Y la otra que cree que
un estudiante universitario, Catire, ojos azules, de apellido
ilustre, se va a vení’ a fijá’ en una negra chorizo, que de vaina
medio lee y medio escribe, y la va a llevar al altar, vesti’íta de
blanco, y Amelia y yo de damas de honor: ¡bájate de esa nube,
Rosa Magdalena y atiende a tu novio! —Una sonrisa irónica
se dibujó en el rostro de Mariana—. Cada quien con su lo-
cura, pero pónganse límites pa’ la inventadera, que aunque el
cielo sigue arriba: los zamuros no llegan —les dijo Mariana,
les dio la espalda con desdén y se fue moviendo la cabeza de
un lado a otro, haciendo zigzaguear sus caderas.

141
VI
Un juego increíble

Secundino y Juan Aníbal siguieron repasando el anecdo-


tario, ambos estaban ya tomados y el alcohol les nublaba un
poco las entendederas. El Negro Rabanedo lucía aferrado a
su silla y el Catire lo miraba con picardía desde un banquito.
Seguían allí, frente a la vieja casona en la esquina de calle Co-
lombia con Campo Elías. La botella de whisky polvorienta
que había destapado Secundino para celebrar el reencuentro
con Juan Aníbal, parecía tener el don de alivianar el espíritu,
dejando que la conversación se paseara por las viejas cicatri-
ces, sin que ninguna se reabriera.
Secundino entró a la casona a cambiar el long play. El
pick up Panasonic, punta de zafiro, seguía dando la talla y ani-
mando la velada. Amelia estaba encuevada en la cocina, vio
pasar a su papá y lo llamó para darle algo de comer. Secun-
dino volvió a su silla con dos platitos de peltre y dos arepas.
—Saludos te manda Amelia, está allá adentro, que aho-
rita viene. —Le ofreció a Juan Aníbal una arepa rebosante de
mantequilla y queso, y reanudaron la charla, comiendo a gusto.

145
El pick up Panasonic daba vida a la voz del «Inquieto
Anacobero»:

«Vengo a decirle adiós a los muchachos, porque pronto


me voy para la guerra…».

—Está bonito tu carro, Catire. —Las manos del Negro


temblaban mientras se llevaba un trozo de arepa a la boca.
—Siempre quise uno así, como el carro de Meteoro,
cuando te veía a ti en la Vagonier pensaba en que quería un
carro como este. Me lo ofrecieron cuando llegué y lo compré,
sin pensarlo mucho. Está nuevecito, un Ford Mustang 1996
—dijo el Catire mordiendo la arepa.
—Lo que es tené’ plata, chico. Uno con real hace muchas
vainas, pero lo más importante no lo hace, ¿por qué será esa
vaina? —La mirada del Negro parecía extraviada, como si al
reflexionar sobre lo que acaba de decir se diera cuenta de algo.
—El whisky lo pone a uno filosófico, Negro. Y bueno,
uno tiene que darse sus lujos cuando puede. Tú te compraste
la Vagonier porque te gustaba, lo demás son vainas del destino.
Pero mejor cuéntame, ¿desde cuándo no juegas pelota? —pre-
guntó Juan Aníbal llevándose un trago de whisky a los labios.
—Yo ya no estoy pa’ eso, chico —contestó Secundino
con desgano.
—¿Quién sabe, viejo?, por ahí me contaron que hay
una liga de veteranos, pura gente mayor, donde juegan pelota
los fines de semana.

146
—¡Olvídate ‘e eso! Lo único que falta es que a estas
alturas me descabecen con una línea o me fracture una pata,
y bingo, jodi’o y cojo. ¡Yo ya no estoy pa’ eso, Catire!
—Pero puedes acercarte a ver cómo es la vaina.
—¡No me jodas! Si pudiera te lo diría en inglé’ a ve’ «ji»
me entiendes. —Secundino desafió al Catire con una mirada
determinante.
Juan Aníbal lo veía directo a la cara y entonces le con-
trapunteó:
—¡Yo te voy a decir una vaina! ¡Ya basta de seguir
pensando en el pasado, viejo! —El Catire tomó aire, apun-
tó al Negro con la mano y le habló con la voz tensa— ¡Yo
me llevé los restos de la camioneta!, pa’ que te enteres. Yo
me harté de ver ese trasto de vaina aquí, tirado en la calle.
¡Un monumento a la tragedia! Me puse de acuerdo con
el Gago y Manuel y decidimos que era hora de pasar la
página y de recoger la Vagonier, ¡¿hasta cuándo ese vejes-
torio aquí frente a tu casa, Negro?! —Juan Aníbal puso el
platito de peltre en el piso, todavía con un pequeño pe-
dazo de arepa, y así pudo gesticular con ambas manos—.
¡Hay que ver pa’ ‘lante, viejo, que pa’ atrás espantan! Hay
que atreverse a seguir haciendo cosas, no te puedes echar
a morir aquí así no más. Todos nos equivocamos, pero hay
que pasar la página.
Secundino quedó en silencio. Con calculada lentitud
tomó los platitos de peltre con los restos de las dos arepas.
Luego se estiró, sonriendo, después se quedó mirando a Juan

147
Aníbal y le habló con la lengua trabada por el whisky , pero
con cierta magnificencia:
—En la vida uno comete muchas pendejadas, Catire, y
quizá la mayor ‘e todas esas pendejadas es queré’ a una mu-
jer con desconfianza… Eso me lo enseñó la negra, hay que
confiá’ en la mujer que uno quiere, no queda ‘e otra. —Bajó la
mirada, contuvo el hipo y agregó— Ya vengo.
El Negro entró a la casa, cabizbajo, meditabundo, con
los dos platitos de peltre en la mano. Fue entonces cuando
la brisa sopló, de repente, llevándole a la nariz la percepción
de un intenso y conocido olor. El aroma a Jean Naté: limón
dulce, le heló los huesos. Se persignó. Los ojos se le aguaron.
Pasó frente a Amelia sin decir palabra, le entregó los dos pla-
titos y siguió rumbo al baño. Cerró la puerta con parsimonia,
se lavó la cara frente al espejo roto y se sentó en el excusado.
Al rato salió todavía con el recuerdo del perfume de la negra
colgado a la nariz. Fue hacia el pick up y se puso a buscar un
disco. Vio la carátula: la Rondalla Venezolana, le tembló la
mano al mirarlo, no lo había puesto en años. Lo sacó del
estuche de cartón y lo puso en el plato del pick up, después
agarró la aguja de zafiro y la colocó en la tercera pista del
disco, luego le ordenó al aparato:
—Toca este bolero como nunca, no me falles. —El olor
a Jean Naté: limón dulce volvió a acariciarle la nariz. Se en-
jugó los ojos.
Cuando volvió a la calle estaba Amelia con Juan Aníbal
y el Gago Martínez, todos se habían incorporado a la conver-

148
sa. Amelia estaba presentando orgullosa a su hijo, Omarcito
(bastante feo el carajito). Todas las miradas se encontraron
y en tres segundos dijeron mucho sin emitir una palabra. El
Negro Rabanedo rompió el silencio:
—¡Buenas noches! —dijo con cara de felicidad—. ¡Qué
gusto verte, Gaguito!, tiempo que no te acercabas, pero como
viste al Catire viniste; y tú, Amelia, yo pensé que te ibas a
quedá’ allá adentro, encerrá’.
—¡Ah pues, papá! —exclamó Amelia, cerrando los ojos.
—Bue, bue, buenas noches, don Secundino —saludó el
Gaguito con una sonrisa en los labios.
Secundino volteó hacia Juan Aníbal y le dijo con entu-
siasmo, viéndole a los ojos:
—¿Con quién tenemos que hablá’ pa’ ve la vaina esta del
equipo donde juegan puros viejos?, estoy pensando que tienes
razón, Catire, «ají» que bueno: ‘e viejo a viejo podemos ve’ ‘e
qué cuero salen más correas. —El Negro Rabanedo hablaba
con una chispa de renovada ilusión en los ojos, parecía un ser
distinto al que hacía cinco minutos había entrado a la casona.
Al fondo el pick up Panasonic daba voz a la Rondalla
Venezolana, que iniciaba la interpretación de aquel hermoso
bolero:

«Una rosa pintada de azul… es un motivo… una simple


estrellita de mar … es un motivo … unos labios que-
riendo besar: son un motivo…».

149
Dos meses después

La cuenta estaba en tres bolas sin strikes y el Negro Secun-


dino Rabanedo tenía la seguridad de que el lanzador vendría
con una recta por el medio del home. Hizo swing grande y
abanicó, la bola se le hizo invisible. Tomó aire, pidió tiempo
y se recompuso. Volvió con paciencia a asumir la posición de
bateo, y de nuevo quiso adivinar el lanzamiento. Esperaba
una bola rápida y fue pescado con un cambio de velocidad,
un lanzamiento lento, que lo sacó de balance, un poco abierto,
fuera de la zona de strike. No obstante, mantuvo los brazos
extendidos y buscó la bola con la punta del bate, rectificó el
swing a última hora, tratando de conectar descolgado. Hizo
contacto. Un fly inofensivo se alzó buscando la zona de foul
hacia la primera base. Con muy poco esfuerzo, y una sonrisa
de alivio, el inicialista de los Ferreteros de Bello Monte trotó
buscando acomodarse hasta capturar la bola, dando fin a la
última entrada. Quedaron dos corredores en base. Secundino
se fue a los vestidores mirando al piso. Ese juego era impor-
tante para pasar a la siguiente fase del torneo.
—¡Te dije que esperaras un strike!, ¡coño, chico! —Le
gritó el manager—. ¡A ese pitcher se le mueve la bola!
—Otro día será —replicó el Negro poniendo cara de
«maldita sea».
Secundino jugaba en la liga de softball de sesentones
de Valencia, para el equipo Chamacos del Palotal. El Ne-
gro estaba muy fuera de forma, no era ni la sombra de aquel

150
brazo y aquel bate que guio a los Guerreros de Los Guayos
a ganar cuatro campeonatos de béisbol estatal consecutivos,
pero para el Negro el estar de nuevo activo, jugando en un
campo de softball era mucho más que hacer deporte: era con-
graciarse con la vida. Secundino sentía que todo el cuerpo le
dolía, y pese a sus achaques se esforzaba al máximo. El campo
de softball del hipódromo de Valencia tampoco colaboraba,
aquello era un terreno seco y descuidado, con charcos, zan-
cudos y monte por todas partes; sin embargo, el Negro se lo
propuso y, entusiasmado por la promesa que le hizo a su nie-
ta, allí estaba, guapeando. Antes de retirarse del campo pasó a
saludar y a tomarse la cervecita de rigor, un calor inclemente
parecía estar de acuerdo con la ausencia de brisa, dando como
resultado un aire espeso, difícil de respirar.
—¡Dame una bien fría! —Llegó diciéndole el Negro a
la cantinera.
—¡Que sean dos! —Le replicó una voz conocida a me-
nos de un metro por la espalda.
Secundino quedó sorprendido por la presencia del Ca-
tire Juan Aníbal, se volteó y lo abrazó. La estampa del Cati-
re parecía recortada y pegada a la fuerza en medio de aquel
ruinoso campo de softball, un lugar olvidado de la mano de
Dios, ajeno al cariño de la liga y desaparecido del radar de las
instituciones, solo conocido y visitado por quienes amaban el
juego de pelota, sin importar el escenario, mientras el Catire
lucía una estampa de hombre entero, bien vestido, un galán
de esos que iluminan los espacios con su sola presencia.

151
—¿Cómo está la vaina, viejo? —Saludó Juan Aníbal,
ofreciendo una sonrisa amplia, evaporando los calores del
ambiente con su eterna mirada de azul cielo.
—Supe que te «juiste», ¡pero no sabía que habías vuel-
to! —respondió Secundino.
—No pensaba venir, pero aquí estoy. Me dijeron que
estabas jugando con los Chamacos y vine nada más a verte.
Por cierto, ¿no tendrás una botellita de whisky, como la de
aquella vez?
Los peloteros pululaban vestidos de uniforme, con sus
bolsos, sus implementos y con toda su sabiduría a la espera de
alguien que prestase oídos. Los más variopintos análisis acerca
de lo acontecido durante el juego se dejaban escuchar por los
alrededores. Las conversaciones cruzadas, los reencuentros, y los
dolores y lesiones, eran también parte infaltable del ambiente de
la liga. La asociación de softball de sesentones era todo un mila-
gro, un espectáculo que había venido a rescatar de la inactividad
y el ocio a muchas viejas glorias del béisbol local valenciano y
a los amantes de la pelota, al mismo tiempo, era la más sensata
excusa para reunir a la pléyade de viejos beisbolistas en torno a
una razón bonita para levantarse cada mañana: estar en forma,
entrenar y seguir adelante con su deporte y con sus vidas. La
cantinita del campo de softball del hipódromo no alcanzaba el
estatus de bar de mala muerte, era apenas un espacio improvi-
sado, techado a la mala, con una pequeña barra interior. Dentro
había un triste enfriador que rechinaba cada vez que sacaban
de sus fauces una cerveza medio fría. Eso sí, un matrimonio

152
diligente se esmeraba en atender a los clientes, vendían bolsitas
de «chogüí», sánduches, cobraban y daban el vuelto, mientras
también participaban de las disertaciones de los peloteros. Un
aparatito de sonido intentaba distraer a los asistentes:

«Ella qué será. She’s living la vida loca. Y te dolerá, si de


verdad te toca. Ella es tu final. Vive la vida loca. Ella te
dirá: vive la vida loca. She’s living la vida loca…».

Así sonaba Ricky Martín a todo volumen, animando


la tarde sofbolera en aquel campito de fin de mundo, donde
no era raro ver pasar algún purasangre flaco rumbo a alguna
caballeriza. Allí estaba Secundino, aquella tarde de domingo,
con los miembros del derrotado equipo Chamacos del Palo-
tal, y con el Catire Juan Aníbal. Luego se incorporaron a la
charla varios viejos conocidos del barrio: don Teodoro Mar-
tínez y su hijo, el Gago Martínez, Manuelito y el viejo Gu-
mersindo Antequera. Después de saludarse y abrazarse, una
burbuja de satisfacción los atrapó y se pusieron de inmediato
a analizar lo sucedido durante el juego.
—¡Jugamos como nunca y perdimos como siempre! —
Acotó don Teodoro Martínez, con expresión de súplica hacia
los dioses—. Todo por ese miserable error que les dio dos
carreras. ¡Qué vaina!
—Todavía nos queda el juego del domingo que viene,
ahora sí tenemos que ganar ese jueguito a cómo dé lugar —
puntualizó uno de los jugadores de los Chamacos del Palotal.

153
—¿No tendrás otra cancioncita, chica? Una salsa vieja,
un bolero, un danzón. ¡Una vaina más decente!, algo que mo-
tive el espíritu —chilló el viejo Gumersindo Antequera—.
Uno pasando arrechera y tú con esa música insolente, a todo
volumen, puesta en esos aparatitos insufribles. —El gordo
Gumersindo era un melómano irrecuperable, estaba todavía
indignado por la desaparición de los tocadiscos y por lo que
él llamaba la abrupta y descarriada evolución de la lírica mu-
sical de los últimos tiempos.
—Eso era antes Gumersindo, cuando tú te la pasabas
rodea’o ‘e long plays, ahora la música «ejotra» cosa, ¿no te has
enterado que ahora se usan «Cidis»? —comentó Manuel—.
Adáptate vale, disfruta y menéalo —le dijo, contoneando la
cintura—. ¿O vas a seguir buscando el pick up perfecto a estas
alturas del partido?
—Hablando del pick up perfecto, yo todavía tengo en
la casa aquel pick up Panasonic que te compré, ¿te acuerdas,
Gumersindo? —Refirió Secundino, mirando con cara de in-
terrogatorio al gordo Antequera.
—¡No me digas que esa vaina todavía suena! —gritó el
gordo en respuesta al comentario.
—¡El pick up sí suena!, pero el dueño no le da ahora un
batazo a nadie, y del brazo ni hablemos, en eso él y el pick up
están igualitos, el brazo les tiembla —especificó con ironía
y sonriendo don Teodoro Martínez, shortstop titular de los
Chamacos del Palotal.

154
—Catire, tienes que vení’ la semana que viene, que
cumplo año y jugamos en «Faireston» y ese sí es último chan-
ce que tenemos. De paso viene mi nietecita a «veme» —le
anunció Secundino a Juan Aníbal, abriendo un compás de
conversación al margen de la jodedera.
Esa tarde, Amelia pasó buscando a Secundino. Iba con-
duciendo una camioneta destartalada. Llegó pegando gritos,
tocando corneta y apurando al Negro Rabanedo. Cuando se
percató de la presencia del Catire Juan Aníbal, le cambió el
semblante. Se estacionó y decidió acercarse.
—¡Hola, Catire!, ¿cómo estás? —Saludó Amelia, con
familiaridad.
—¡Hola, Amelita! Dichosos los ojos —contestó el Catire.
—Catire, qué gusto… ¿viste ese árbol que está allá al
fondo del campo?
—¿Cuál?
—Allá —dijo Amelia, señalando con el dedo hacía una
esquina en el fondo del lado izquierdo del campo.
—¡Un árbol de guanábanas! —gritó el Catire.
—Jejeje, tranquilo que nadie te va a poné’ a echá pala a
esta hora —la cara de Amelia se iluminó mientras reía.
—Ta, ta, tampoco veo a las hermanitas Granadillo —
dijo el Gaguito, dejando a Amelia boquiabierta y risueña.

155
Una semana después

El Club de Firestone se encontraba a reventar aquella tarde


de domingo. Se daban cita varios equipos de baloncesto, de
bolas criollas, de béisbol infantil y de la liga de softball de se-
sentones. La situación era complicada para los Chamacos del
Palotal, al encontrarse cerrando, en el último inning, perdien-
do por una carrera. Juan Aníbal, Manuel y el Gago Martínez
estaban gritando y ligando a los Chamacos desde las tribunas.
Hacía poco que había entrado Secundino a correr por el papá
del Gago, quien, víctima de un desbol, tuvo que abandonar el
terreno con el brazo hinchado. Con dos outs en la última en-
trada los Chamacos habían logrado embasar a dos hombres y
el Negro Rabanedo venía a tomar turno al bate.
—La vida está llena de vainas insólitas, Gago. ¿Quién
iba a pensar que estaría hoy aquí, viendo a Secundino tomar
este turno? —comentaba entusiasmado el Catire Juan Aníbal.
—Lo in, in, insólito sería que ahora el Negro diera un
batazo.
—Hay que tener fe, Gago. ¡Hay que tener fe! —Agregó
Manuel, aupando a los Chamacos.
—Además, Secundino está jugando con los spikes que
les arreglaste, Manuelito. —Manuel asintió con la cabeza y
sonrió.
—¡Échale bola, Secundino!, ¡que esos spikes tienen ga-
nas de correr! —gritó Manuel.

156
Secundino se acomodó en el home, pensando que en
alguna parte era muy probable que ya estuviese Rosa, pre-
senciando el juego junto a María Camila, su nieta; y Amelia
debía estar con Omarcito en alguna parte. Incluso Maria-
na ya debía estar por allí. El Negro estaba nervioso, por un
momento pensó en la negra María Antonieta y se santiguó.
De nuevo asumió la posición de bateo en el home y por un
instante se distrajo. Recordaba a Rosa Magdalena, vestida de
quinceañera, vio la imagen de Ramiro Díaz, agonizante en un
charco de sangre, en la pista de baile, y el semblante de Cara
‘e cotufa después de haber disparado. El umpire le gritó:
—¡No! —Decretó el umpire y lo rescató de sus recuerdos.
El Negro sacudió los brazos y se acomodó de nuevo en
el home, miró al cielo, tomó la gorra y la calzó en su cabeza,
y de nuevo se armó, con el bate en alto. Esta vez no pudo
evitar pensar en la Vagonier, y en la cara de María Antonieta
cuando salió a su encuentro el día que llegó a San Blas en la
camioneta por primera vez, la oyó clarito gritando:
—¡Mi amor, qué belleza! —El recuerdo de la voz de la
negra lo sacó del tiempo presente.
El umpire decretó con sequedad:
—¡Strike uno! —Secundino meneó el cuerpo, buscan-
do volver a la realidad.
El Negro pidió tiempo, salió del home y caminó viendo
las tribunas. Tomó aire.
—¡Ánimo, Negro, dale a la buena! —Le gritó Juan
Aníbal.

157
Con el conteo en una bola y un strike, el Negro se vol-
vió a santiguar y retomó su posición de bateo. «Tengo que sa-
car el bate, viene la recta buscando el home», pensó. Se alistó.
Sin analizarlo mucho siguió el lanzamiento con la mirada, y
por instinto se afincó con el bate buscando hacia afuera. La
bola venía muy abierta y, aunque trató de conducirla alargan-
do los brazos en el último instante, no la enganchó bien. Un
fly inofensivo, alzado al cielo, despuntó rumbo a la primera
base, el inicialista dio un par de pequeños pasos hacia atrás,
dejando en silencio a las gradas.
Parecía que todo estaba decidido. De pronto la brisa
sopló con fuerza, haciendo que la bola corriera en el aire, el
right field bajó en auxilio, al ver que el primera base perdía el
control de la atrapada. El camarero se acercó también a la ca-
rrera, invadiendo el terreno detrás de la primera base, viendo
que sus compañeros parecían haber perdido por momentos
la perspectiva de la pelota entre las nubes. Los corredores
arrancaron, iban trotando, a la expectativa, esperando un mi-
lagro. Parecía que el primera base tenía de nuevo el dominio
del batazo, no obstante, el right field desesperó y el camarero
trató de contenerlo, interponiéndose. El right field lo empujó
y lanzó un guantazo tratando de tomar el fly, antes que el
inicialista. La pelota rebotó en el guante del primera base,
que cayó hacía atrás perdiendo el equilibrio. El camarero y
el right field se lanzaron de cabeza al unísono, en un último
intento por tomar la bola antes de que tocara el piso, dándose
un fuerte golpe en el aire. La pelota se perdió en medio de

158
la confusión, quedando oculta bajo los cuerpos de los caídos.
Los gritos, las risas y las mentadas de madre, se apoderaron
de las gradas, viendo aquel montón de viejos en el suelo, de-
trás de la primera base. Los corredores de los Chamacos en
una jugada audaz pasaron volando por la tercera y, viendo que
la confusión persistía, se enfilaron rumbo al plato. Secundino
se había quedado a poco más de mitad de camino, entre el
home y la primera base, presenciando estupefacto el sarao que
había ocasionado aquel «batazo podrido», de pronto salió del
espasmo, reaccionando a los gritos del coach:
—¡Corre!, ¡corre!, ¡viejo el coño!, ¡corre, que van dos
outs! —Cuando Secundino vio venir a los corredores hacia
el home, salió disparado hacía primera, haciendo caso omiso
a las dolencias. La pelota seguía sin aparecer y para cuando
la encontraron Secundino estaba a dos pasos de la inicial. Se
lanzó de panzazo. El Negro Rabanedo y la pelota llegaron al
mismo tiempo a la primera base en medio de un polvero.
—¡Safe! —gritó el umpire de primera base.
Los Chamacos dejaban en el terreno a los Artistas de
Flor Amarillo, y explotaba una algarabía monumental en las
gradas. Habían ganado, por fin, su pase a la segunda ronda
del torneo. Fue una tarde gloriosa.
—¡Te lo dije, Gago! ¡Te lo dije! En la vida uno no pue-
de descartar ninguna posibilidad, ¡porque con el menor error
se voltea la tortilla, pana! —gritaba exaltado Juan Aníbal.
En medio de la celebración llegaron Amelia y Maria-
na. De pronto Juan Aníbal reconoció a Rosa Magdalena y vio

159
con extrañeza cómo una muchacha alta, buenamoza, morena
oscura, abrazaba al Negro Secundino. Al abrazo se unía un
muchacho feo, bajo la mirada supervisora de Rosa Magdalena.
Al voltear, la muchacha alta fue iluminada de frente por el sol,
dejando ver en sus pupilas dos pepas azulitas como el cielo.
—Hola, Juan —le dijeron a dúo Amelia y Mariana.
Luego Amelia prosiguió— ¿te acuerdas de Omarcito?, es mi
hijo, el que te presenté aquella vez que viniste y te pusiste a
tomá’ whisky con mi papá.
—Aquella que está allá es Rosa, anda con su esposo. Y
esa morena alta es la nieta de Secundino, María Camila, ven
que te los presento —dijo Mariana con absoluta propiedad y
mirando a Juan Aníbal a los ojos.
Juan Aníbal quedó sin aliento ante la presencia de Rosa
y de la nieta de Secundino, que lo observaba con detenimien-
to desde el garbo de su impostura morena y a través de sus
enormes ojos azules. Juan Aníbal recordó en un segundo toda
la historia de sus amores con Rosa. Ellos se veían escondidos
y Amelia les hacía de celestina para que Rosa se escapara.
Mariana siempre estuvo molesta con esa relación. Los ojos
azules del Catire se pusieron más claros que de costumbre
ante la presencia de Rosa Magdalena y su hija. El esposo de
Rosa era todavía más negro que ella, no emitía palabra, se
veía en su mirada un infinito amor hacía su familia.
—Hola, Rosa —dijo el Catire con un tono neutro.
—Hola, Catire, tiempo sin verte —respondió Rosa de-
jando ver su dentadura perfecta.

160
Por un instante Rosa y Juan Aníbal volvieron a ser ado-
lescentes. Por apenas un minuto sintieron que el alma se les
llenó de gozo. Luego volvieron a la realidad y cada quien asu-
mió su papel en la vida.
Al fondo el viejo Gumersindo Antequera se quejaba de
nuevo de la música, mientras le untaba vip vaporú en el codo al
viejo Teodoro. Subieron el volumen de una cancioncita pega-
josa, como en acto de rebeldía ante las quejas de Gumersindo:

«I am a barbie girl, in a barbie world. Life in plastic, It’s


fantastic. You can brush my hair, undress me everywhe-
re. Imagination, life is your creation…»

De imprevisto Juan Aníbal tomó a Amelia suavemente


por el cuello y acercándose a su oído le dijo:
—Jodederas aparte, ¿tú a veces no piensas en tu abuelo,
el general, y en las hermanitas Granadillo?
—A veces —contestó Amelia parpadeando—. Mi
abuela Catalina es la que nunca se olvida de ellos, les reza y
les hace misas. Siempre dice que pobre Marco Antonio y que
pobres muchachas que no tuvieron nunca la culpa ‘e nada.
—Es que en la vida de pronto uno se entera de vainas
que te marcan, Amelia. Vainas que te hacen repensarlo todo,
como que de pronto caes en cuenta de cosas que sabías, pero
que al confirmarlas son como pa’ morirse, ¿no crees tú? —
sentenció Juan Aníbal viendo fijamente a Rosa Magdalena y
a María Camila.

161
Amelia siguió por instinto la dirección de la mirada del
Catire, hasta ver como se posaba en María Camila. Luego le
habló con voz tranquila y juguetona:
—Como te dice siempre mi papá: «yo no sé ingeniero,
yo no sé, aquí el que sabe ‘e números e’ justé».
Mientras caminaban rumbo a Secundino con el pas-
tel de cumpleaños, iluminado por una velita enterrada en el
centro, apagaron la cancioncita en inglés y cantaron el «¡Ay
qué noche tan preciosa!». El Negro Rabanedo estaba agota-
do, pero radiante. Al terminar de entonar el cumpleaños feliz,
por casualidad, dieron vida a la voz del «Sonero del mundo».
Oscar D’León de nuevo dirigía la emboscada, entonando con
precisión y sabrosura:

«En el cachumbambé, en el cachumbamba, merengue


para a’lante, merengue para atrás … en el cachumbam-
bé, en el cachumbamba… ».

Esa bonita tarde Juan Aníbal, Amelia y Rosa Magdalena


se trataron con mucho respeto y brindaron por el reencuentro.
Nadie nunca trajo a cuento ningún comentario resabiado. doña
Carmen había fallecido hacía muchos años, antes había ido a
devolverle el vestido de quinceañera a Secundino y el Negro
Rabanedo todavía lo guardaba, junto a un frasco de Jean Nate:
Limón dulce. Nadie nunca supo de los amoríos del Negro Se-
cundino Rabanedo con la vieja Magali Bermúdez, dueña de la
casona de Colombia con Campo Elías. Esos amores vinieron

162
años después de la muerte de María Antonieta, y Magali, en
reciprocidad a lo que sentía por el Negro, le había heredado
la casona a Secundino, dándole las escrituras a espaldas de su
familia. Magali, antes de morir, sin «pararle bola» a los comen-
tarios de medio mundo, incluyendo sus ex vecinos, quiso darle
a Secundino ese obsequio.
—Ultimadamente, Negro, no quiero que te la quiten,
porque esa casa es mucho más tuya que mía —le dijo en me-
dio de una de sus tantas borracheras, con una voz que le salía
de las entrañas.
Manuel vivía tranquilo en su zapatería, feliz con su
señora y sus hijos, pese a las limitaciones económicas que
cada mes lo traían con la Virgen en la boca. don Teodoro
Martínez murió un mes después de aquel juego y su hijo, el
Gago Martínez, ya no pinta casas, ni corta monte, pero siguió
trabajando en el taller, muchos dicen que es incluso mejor
mecánico que su papá. Juan Aníbal siguió viajando, pero, por
más lejos que iba, siempre volvía a sus raíces y ahora con
más razón y con más frecuencia que antes. Amelia, Mariana
y Rosa habían logrado resignificar el recuerdo de aquellos
quince años, cuando Rosa tomó la decisión de irse a Puerto
Ordaz, encinta, dejando el vestido de quinceañera en casa de
doña Carmen, mientras un disparo infame le arrebataba la
vida a Ramiro Díaz. Amelia ya había asumido que en la vida
hay que «echarle bola» al trabajo, porque las fortunas enterra-
das quién sabe dónde estarán. Cara ‘e cotufa, quien le disparó
a Ramiro aquella noche lluviosa de noviembre, murió en la

163
cárcel de Tocuyito, víctima ciega del monstruo de los celos, a
manos de un malandro que no tuvo empacho en cercenarle la
garganta por una tontería. El perico Chicharrín desapareció,
muchos elucubradores dicen que todavía en la casona de los
Granadillo, si uno pasa los domingos, a la hora de la misa, y
pone atención, se escucha al perico cantando: «únicamente
tú…». La leyenda del heroico general Granadillo se perdió
sin remedio, su tesoro, junto al diario de María Luisa nunca
aparecieron.
Dionisia Catalina sigue viva, inmortal, rodeada de ga-
llinas, medio ciega, imponente, arrugada hasta los parpados, y
no llora desde aquella tarde de domingo en la que le comentó
a Secundino que la negra fea, Rosa Magdalena, no era hija de
Toñito Granadillo. Ella sigue rezando, curando mal de ojos,
jamás devolvió el candelabro de plata, pero de vez en cuando
le ofrece una misa a Marco Antonio, a María Luisa y a las
hermanitas Granadillo.
Secundino visita cada quincena el lecho de la negra
María Antonieta y conversa con ella, dándole siempre gracias
por todo lo que le dio. Siempre le lleva flores al panteón a su
negra y le regala una gladiola a la olvidada tumba de María
Luisa Verastegui, ya que a fin de cuentas está enterrada en el
mismo cementerio, en Jardines del Recuerdo, muy cerca de
María Antonieta, ¡quién lo iba a imaginar! Los Verastegui,
más allá de haber reclamado la casa grande de San Blas, una
y otra vez, ya nunca más se recordaron de María Luisa ni de
sus hijas.

164
A todas estas, la parroquia San Blas sigue empeñada en
morir de pie, con todo su abolengo a cuestas, con todos sus
personajes y sus historias, con sus casonas de muros anchos,
enclavadas en calles estrechas, mientras el pick up Panasonic,
aguja de zafiro, sigue sonando y Oscar D’Leon sigue delei-
tando a los bailarines con su ritmo:

«En el cachumbambé, en el cachumbamba… Meren-


gue para ‘adelante, merengue para atrás…»

165
Índice

I
La noche del cañonazo 9

II
Las volteretas del reencuentro 27

III
La Vagonier 45

IV
Un árbol de guanábanas 87

V
La tragedia de las hermanitas Granadillo 127

VI
Un juego increíble 145
Dos meses después 150
Una semana después 156
El vaivén de las caderas
Se imprimió en el mes de noviembre de 2022
en la Imprenta Bicentenario de Carabobo
Caracas, Distrito Capital, Venezuela
Son 1.000 ejemplares

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