Entre dos oscuridades - Carmen Kurtz

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Carmen Kurtz nos enfrenta aquí dos posibilidades: apariencia y realidad; lo

que es, visto y juzgado con ojos humanos; lo que podrá ser, visto y apreciado
por una Justicia superior a la humana. Esta novela es un alegado contra la
pena capital, incluso humanamente justificada, porque no hay ser alguno
capaz de comprender el inmenso misterio de la otra Justicia. Alrededor del
lecho del verdugo, cinco apariencias, cinco realidades levantan la punta del
velo. Él las guardó vivas en su recuerdo. Y a la hora de la muerte, los cinco
ajusticiados responden a la pregunta que atenazó en vida al verdugo.

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Carmen Kurtz

Entre dos oscuridades


Colección Reno - 609

ePub r1.0
Titivillus 10.12.2024

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Título original: Entre dos oscuridades
Carmen Kurtz, 1959

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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A María Luisa Sainz de Ordóñez,
con infinitos años de amistad.

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AGONÍA

Y allí, en la súbita iluminación, un gesto,


un único gesto, una mueca más bien,
iluminada por una luz de estertor.

VICENTE ALEIXANDRE

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La puerta chirrió sobre los goznes y el hombre que yacía en la cama se
estremeció. Aquel ruido le recordaba otro, seco, terrible, que algunas noches
le taladraba los oídos y se le enroscaba en el corazón agarrotándoselo por
unos instantes (lo que seguramente ocurrió a todos aquellos que pasaron por
sus manos) dejándole como huella un sudor frío, un miedo retrospectivo que
nada ni nadie pudo jamás compartir con él.
La bombilla que pendía del techo osciló levemente al soplo del aire que
penetraba en la habitación por el resquicio de la puerta. Las sombras se
desplazaron y el verdugo abrió los ojos. Las manchas de humedad que se
esfumaban en las paredes del dormitorio adquirían movimiento según la luz
les diera de plano o las dejara en la penumbra. Él conocía muy bien aquellas
manchas. En más de una ocasión quiso eliminarlas con una nueva capa de
pintura, pero a los pocos días aparecían de nuevo, cada vez más oscuras,
como una enfermedad incurable y acusadora del muro. Preguntó, a sabiendas
de que nadie iba a contestarle, pero convencido de que la propia voz quebraría
en parte el silencio que le rodeaba: «¿Estás ahí, María?» y nadie contestó a su
pregunta porque nadie le acompañaba por las noches. Se quedaba solo «y un
día me encontrarán muerto, como un perro». Incluso aquellos que pasaron por
sus manos tuvieron compañía a la hora de la muerte.
Sus manos… A veces las contemplaba. A veces miraba en la taberna, en
cualquier sitio, las manos de otros hombres. Las manos eran como el rostro,
obedecían a un oficio, iban surcándose de arrugas profesionales,
encalleciéndose a veces, afinándose otras. En las manos de los demás
hombres buscaba una semejanza con las suyas, pero no la encontraba. Sus
manos eran distintas. Habían ejecutado, habían hecho que la ley se cumpliera.
La ley necesitaba de las manos del verdugo como necesitaba del abogado, del
fiscal, del juez. El final de la ley se encomendaba al verdugo, que únicamente
servía para ejecutar, y cuanto más bruscamente actuaban sus manos menor era
el sufrimiento de la víctima. Eso se decía él cuando volteaba la palanca y el
tornillo hacía crujir los huesos de la nuca del reo. Durante unos días sentía
dolor en las manos, un agarrotamiento del que en vano trataba de
desprenderse pensando «alguien tiene que hacerlo», y que, según le habían

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asegurado, las víctimas casi no sufrían. El crujido lo llevaba dentro de los
sesos y a veces lo soñaba por las noches.

Las manos se crispaban en aquel momento sobre las sábanas. Intentó


mantenerlas quietas, pero no pudo.
Se movían a pesar suyo, agarraban la colcha, de color rojo vivo, y la
retorcían como si desearan escurrirla sin conseguir más que realzar la red
negruzca de unas venas abultadas por donde la sangre corría lentamente. Él,
que había sido testigo y parte de tantas muertes, ignoraba cómo moría un
hombre cuando le había llegado el final; cómo se moría en cama. Ese
pensamiento le vino como una ráfaga, como si en aquel momento se diera
cuenta de su ignorancia. Odiaba la muerte y nunca quiso presenciar las que
cualquier otro hombre presenciaba a lo largo de su vida. Encontraba excusas
cómodas que todos aceptaban sin rechistar; la presencia de un verdugo en la
alcoba de un moribundo nada tenía de consoladora. Sin embargo, tuvo la
certeza de que aquélla era su última noche, de que también él moriría al alba,
en cuanto la luz del sol desgarrara la oscuridad. Sobre esa hora fría le habían
gastado a veces bromas macabras: «Buen modo de empezar el día,
compadre», y cuando regresaba a su casa después de cumplido el deber ni
siquiera podía, como otros hombres, hablar con los suyos de su trabajo, de su
cansancio, de sus compañeros, de sus jefes. Debía callarse y se callaba, y en
aquella casa era algo así como si faltara el aire. Los hijos y la mujer tenían su
mundo, un mundo cerrado para él, un mundo en donde existían fábricas,
oficinas, amigos, charlas, risas, lágrimas, pero no esa angustia que le aislaba
de todos y le hacía sentirse solitario incluso entre los suyos.

Un buen día se quedó solo. La mujer murió y los hijos se le fueron. Se


quedó solo en aquella casa en donde incluso antes se sentía solo. Ya no era
necesario fingir interés por lo que no le concernía. No hacía falta sonreír,
hablar, o negarse a hablar de su oficio. Hubiera podido encontrar un
alojamiento más confortable, pero le daba igual. Conocía el barrio y a sus
gentes; le llamaban sin ambages el verdugo. Le era menos desagradable el
impudor que la inevitable curiosidad que hubiera despertado en un nuevo
barrio, en una nueva casa. Prefería oírse llamar por su nombre y saber que
para aquellas gentes era algo así como el panadero o el herrero, que las

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miradas curiosas, los rumores, los bisbiseos a espaldas suyas, suscitados por
su presencia, en cuanto se salía del pequeño núcleo conocido.

Tuvo sed. En la mesilla de noche había un jarro de agua y un vaso. No


tenía más que alzarse un poco para servirse, pero le faltaban las fuerzas. Se
aupó lo suficiente para darse cuenta de que la almohada se había empapado de
un sudor que al desplazarse le daba frío. Le dolía la nuca, allí, precisamente,
en aquel hueso que al hundirse, al quebrarse, cortaba la vida. La puerta crujió
de nuevo y la luz osciló. Volvió a quedarse quieto, los ojos abiertos sobre las
manchas de humedad que adquirían contornos conocidos. Muchos de los
ajusticiados tuvieron la misma sed y no pudieron contenerla: pidieron antes de
morir un vaso de agua. Decían humildemente, como excusándose, «tengo
sed», y se les alargaba un vaso con agua que bebían apenas, pues apenas los
labios humedecidos lo rechazaban con repugnancia. Era algo así como la
necesidad de hacer un pequeño gesto humano ante la vida que iba a
terminarse. El hombre, a través de la vida, cumplía con una serie de ritos
vitales, y beber era uno de ellos. El hombre —los hombres y las mujeres que
él había ejecutado— sentían la necesidad de retrasar siquiera por unos
segundos su muerte y la sed venía a ellos como una excusa. Nadie negaba un
vaso de agua. Los ayudantes decían que el miedo secaba la garganta,
agrietaba los labios. El miedo. ¿Qué sabían los demás sobre el miedo? El peor
de los miedos era el que debía callarse. Él siempre tuvo miedo en cada una de
las ocasiones que tuvo que voltear la palanca para oír el crujido de irnos
huesos que nada le habían hecho. El miedo del verdugo quedaba tapado por la
especie de cogulla que le ocultaba a la víctima. Pero ¿y los ojos? Los ojos
quedaban al descubierto, se enfrentaban con los otros ojos. Mirarse en ellos
era mucho peor que llevar el rostro destapado. Era parte de su alma la que le
asomaba por los ojos y le hacía ver parte del alma del que iba a morir. No en
vano antes de ajusticiar pedía perdón. Era un rito, pero no un rito vano o
superfluo. Él sentía la necesidad de aquel perdón. Cuántas veces estuvo
tentado de decir: «Si por mí fuera no te habrían condenado a muerte. Es muy
gordo eso de matar a un hombre, por mucho que digan. Nada se gana con la
muerte de un hombre, al menos yo no me he dado cuenta de que sirva de
ejemplo ni de nada». Pero el verdugo no tenía voz, no tenía voto aunque
tuviera que ejecutar. La peor parte le tocaba al reo, pero en seguida después
venía la del verdugo. El abogado, el fiscal y el juez se iban a sus casas y
hablaban del proceso. El abogado, en caso de condena a muerte, había

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perdido una causa, el fiscal la había ganado, la Sala había fallado lo que en su
conciencia creía justo. Todos ellos seguramente comentaban con los suyos,
todos menos él, porque él no podía decir a nadie: «Esta mañana he ajusticiado
a un hombre —o a una mujer—. Nada me había hecho, pero estas manos le
han quitado la vida. En mí quitar la vida no tiene importancia: es mi oficio.
Cuando no es el oficio de uno quitar la vida del prójimo, es un crimen. Yo he
suprimido más vidas que el peor de los criminales, pero me pagan por eso y
soy libre. ¿Que por qué escogí la profesión? Sí, claro, pude negarme. Verá
usted, mi padre era verdugo. De niño me dejaron de lado. Casi no pude tener
amigos. Para mí tener un padre verdugo, durante muchos años, fue igual que
tener un padre panadero o herrero. Luego, cuando empecé a comprender, ya
no hubo remedio. Heredé el puesto de mi padre. Es un oficio… bien
remunerado. Un mal oficio, quizá, pero seguro. Y uno es tan cobarde…».
Lo peor de todo eran los ojos de la víctima, esos ojos en donde se
escondía todo el terror del mundo y que se clavaban en los suyos clamando
piedad. La última mirada del criminal le iba dirigida, imploraba, y durante
días y noches él guardaba en su retina aquella súplica. Había oído hablar del
Juicio de Dios y cada vez que daba a la palanca tenía ganas de dirigirse a los
Altos Tribunales: «Si se rompe, el reo queda absuelto, es Ley». Había oído
decir que no era imposible, aunque remota podía admitirse como cierta la
circunstancia, pero a él jamás le habían fallado las manos, ni la palanca, ni el
tornillo. Unos breves segundos de estertor y la vida del ajusticiado se trancaba
al amanecer de un día cualquiera, en un lugar cualquiera, a cualquier edad.

Se sintió invadido por un sudor helado y encogió un poco las piernas para
encontrar un nuevo lugar entre las sábanas. Al hacerlo le quedó un pie al
descubierto y lo contempló con extrañeza, como si no fuera suyo. Asomaba
pálido bajo la colcha roja, seco y enflaquecido por la enfermedad. Movió los
dedos y volvió a meterlo bajo las sábanas. Cuando desprendía la argolla del
cuello del ajusticiado, el cuerpo tenía tendencia a caer hacia delante. Los
ayudantes lo cogían para que eso no ocurriera y lo metían inmediatamente
dentro de la caja. A veces uno de los pies quedaba fuera, como si pretendiera
apearse de la muerte, y los ayudantes cogían ese pie y lo depositaban dentro
de la caja, al lado del otro. Ambos pies quedaban erguidos mientras el resto
del cuerpo se aplanaba contra las tablas, caliente aún y quizás aún dolorido.
El verdugo había pensado muchas veces en aquel dolor. Le habían dicho
que era instantáneo, brutal, y que terminaba con la muerte. Pero él lo dudaba.

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El dolor debía de desparramarse furiosamente por todos los rincones del
cuerpo ya que los miembros se estremecían e incluso la lengua temblaba al
aparecer por entre los labios abiertos. El dolor debía permanecer allí, dentro
del cuerpo, y apagarse poco a poco a medida que éste se enfriara. Respiró
hondo. A pesar de las almohadas —hacía tiempo que dormía semiincorporado
—, sentía opresión en el pecho. Instintivamente se rebulló y se acomodó
sobre el costado derecho; sobre el izquierdo se ahogaba. El lado izquierdo le
dolía con un dolor sordo, permanente, que recorría todo el brazo y le hacía
temblar la punta de los dedos de la mano. La mano izquierda, que antes era la
más fuerte, se le dormía a menudo en los últimos tiempos, hinchándosele a
veces. Se contempló de nuevo las manos. No podía asegurarlo con certeza,
pero hubiera jurado que las tenía amoratadas, sobre todo las uñas. Si alzaba
los brazos, aquella hinchazón, aquel amoratamiento, desaparecían, pero su
angustia era grande y su cansancio atroz. Dijo en voz alta: «Si pudiera
levantarme y sentarme unos minutos en el sillón me descansaría un poco la
espalda», pero no lo intentó siquiera. Dos días antes lo había hecho y se
encontró en el suelo sin poder levantarse. Allí lo encontró, a la mañana
siguiente, María, la mujer que iba a hacerle las faenas, y se llevó un susto
colosal. «¡Dios!, creí que estaba muerto. No se mueva de la cama, ya lo ha
dicho el doctor. Yo le dejo todo al alcance de la mano y si quiere me quedo
por las noches, hasta que se mejore».
Pero él no quería a nadie en la casa por las noches. Y menos en su
dormitorio. Si al despertarse viera una forma humana, allí a la cabecera de su
cama, sería peor. Dos días antes, cuando se cayó sobre las baldosas al querer
descansar unos momentos en el sillón, tuvo mucho frío. Cuantos más
esfuerzos hacía para levantarse menos lo conseguía. Por último se quedó en el
suelo y al amanecer tuvo un ataque de tos que creyó ahogarse. Logró estirar
las almohadas y la colcha y permaneció quieto, tiritando, hasta que María
entró en el dormitorio, pegó un grito y le regañó, como solía hacer siempre
que las cosas se torcían.

Hacía años, muchos años que ya no ejercía el oficio. Otro le había


sucedido. Él estaba viejo y no podía asegurar que sus fuerzas no iban a
fallarle precisamente en aquel instante en que la vida de un hombre dependía
de sus manos. Cobraba una pensión y no tenía que preocuparse por nada. «A
usted en el fondo todo le ha ido bien en la vida; su oficio no era muy cansado.
Otros han de levantarse temprano por la mañana para ir a la fábrica o a la

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oficina. Así año tras año hasta que llega el retiro. Otros trabajan de sol a sol y
ni siquiera tienen retiro o pensión alguna. Usted ha vivido bien descansado y
ahora le quedan hermosos años por delante. Aún puede casarse».
Las gentes hablaban por hablar. Las gentes creían que con tener una renta
asegurada se encontraba en paz. Cierto era que el trabajo de verdugo no era
fatigoso. La pena de muerte se aplicaba en último caso y al año no eran tantas.
Tenía días y días, semanas y semanas para hacer lo que le viniera en gana:
levantarse o quedarse en la cama, salir a pasear o beber unas copas con los
conocidos. Pero ese tiempo de ocio no le descansaba la mente. Él seguía
pensando, viendo los rostros de los reos, los ojos implorantes, las bocas
torcidas, los miembros sacudidos por el estertor. ¿Qué sabía la gente de lo que
dentro de él bullía como un gusanero? El que trabajaba de sol a sol reclinaba
la cabeza sobre la almohada y dormía sin sueños, cuerpo cansado y espíritu
ligero. El que tenía un trabajo manual en las fábricas podía hablar con los
suyos de ese trabajo y desfogaba sus pensamientos con mujer e hijos. La
noche le aportaba la paz, los oídos acostumbrados al zumbar de los motores o
de las máquinas no se sobresaltaban por un crujido de los muebles o el
chirriar de una puerta sobre los goznes. Eran nada más que ruidos sin
conexión alguna, ruidos familiares e inocentes. Él se sobresaltaba por
cualquiera que se asemejara al de las vértebras hundidas. No podía
remediarlo. Y había tantos que le recordaban el siniestro crujido provocado
por el tornillo, que por las noches soñaba con él y veía rostros, manos, ojos,
lenguas, bocas, piernas, pies, hombres y mujeres en una inacabable fila que le
miraban con todo el dolor de la vida que él iba a quitarles.
El retiro le llegó demasiado tarde, cuando su mujer ya había muerto y los
hijos campaban por sus respetos, casados, con hijos a los cuales jamás
confesaron la verdad: «Tu abuelo fue verdugo». Los hijos cambiaron de
localidad y le escribían de vez en cuando, muy de vez en cuando. Lo que hizo
por ellos —igual que otros pudieron hacer— quedaba borrado por el hecho de
haber sido verdugo. Se imaginaba a sus hijos explicando a los nietos que no
conocía: «Vuestro abuelo prefiere vivir solo. Siempre fue así, algo raro». Se
habían apegado a la familia de las mujeres que era una familia normal en la
que se podía comentar el trabajo, los deseos, los problemas, las injusticias,
incluso las taras.
Pero la gente hablaba por hablar, con frases convencionales y huecas,
porque él estaba al abrigo de la necesidad: «Y bien ancho. Para usted solo,
menuda, cuántos quisieran estar en su pellejo». La gente hablaba por hablar y
lo ignoraba todo de él, lo que dentro de él pululaba y no se atrevía a remover

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por temor a que los rostros de sus víctimas aparecieran ante él, en la soledad
de su agonía, para gritarle quizá su inocencia.

Eso era lo que más temía: la posible inocencia de sus víctimas. Para
defenderse contra ella seguía concienzudamente el proceso y guardaba en un
baúl los recortes de periódico referentes a los diversos casos. Aquellos
recortes los había leído a solas, en los jardines públicos, o sentado ante un
velador. Se empapaba de los detalles más sórdidos para inmunizarse contra la
compasión. Cuanto más canallesco fuera el crimen, más desahogada quedaba
la conciencia del verdugo. Aun así le quedaban dudas. Inconscientemente
vivía la vida de los presuntos criminales y se decía que a veces las apariencias
eran engañosas, que la realidad tenía dos caras, que lo que legalmente era
justo podía ser humanamente injusto, que escudriñar los actos de los hombres
no era lo mismo que certificar de dónde procedieron; que casi nunca el crimen
era el de un solo hombre aunque fuera un solo hombre quien lo hubiera
cometido; que juzgar era seguramente ver un final, una evidencia, no un
principio; que dentro del ser humano había millones de células ancestrales
que le impelían hacia una u otra condición y nadie se había escogido al nacer.
A veces llegaba a la misma conclusión que el fiscal y los magistrados, y
entonces experimentaba cierto sosiego, algo parecido a la frase elogiosa que
el peón recibía a través del capataz. Sin embargo, por monstruoso que fuera el
crimen, al llegar al momento de la ejecución perdía el valor. El reo iba a
pagarlo con la vida y él era el encargado de segar aquella vida.
Si alguna vez, por casualidad, el criminal, en desesperado intento por
salvarse y en el momento de su captura, disparaba contra los representantes de
la ley, y a su vez, éstos, en propia defensa, lo mataban a tiros, el verdugo
respiraba tranquilo. Le parecía que aquella muerte en caliente era menos
angustiosa que la otra, la que él administraba después del proceso,
encarcelamiento y todo lo demás. El criminal que caía acribillado por los
disparos de la policía no había tenido tiempo de desesperarse, de agonizar
lentamente, de tener miedo cerval a la muerte. Pagaba al contado, en un
arrebato de ira, en un desesperado intento de sobrevivir.
El otro no. Al otro quizá se le hubiera pasado por completo la pasión del
crimen. Quizá se sintiera tan ajeno a su acto como él, el verdugo. Nunca vio
el menor fallo en la justicia. Antes de condenar a muerte a un presunto
criminal, se examinaba el caso desde todos los ángulos posibles e
imaginables. Se obtenía incluso la confesión del reo. La más leve duda, la

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menor contradicción eran desmenuzadas por los hombres encargados de
defender. A él le hubiera gustado ser abogado, salvar la vida de un hombre
ante la menor sospecha de inocencia, incluso hacer lo posible por defender la
vida de un culpable. Para ello se necesitaba haber nacido de otro padre,
también tenía un hombre que estar condicionado por las circunstancias. Él era
torpe de movimientos y torpe de palabras. Jamás hubiera encontrado el
argumento preciso para convencer a un juez de la inocencia de un criminal. Él
era tosco y por lo mismo sólo servía de herramienta, igual que la golilla, el
tornillo o la palanca.
En alguna ocasión se preguntó qué haría en el caso de que le cupiera una
duda. Prefería no pensarlo «porque las manos no van a obedecerme». Se
quedaría sin fuerzas o lo que era peor: daría una muerte lenta, cruel,
ignominiosa. No, nunca tuvo la menor duda: la justicia de los hombres estaba
matemáticamente calculada. ¿Y la otra? ¿Aquella por encima de la justicia
humana?

Tuvo un acceso de tos. Una bronquitis crónica producida por el tabaco.


«Fumas demasiado —le decía la mujer—. Te estás matando». Los cigarrillos
le empleaban las manos, calmaban las manos, sosegaban los nervios,
embotaban en parte los pensamientos. ¿Qué le importaba a él la muerte?
Nunca le tuvo miedo en lo que a él se refería. La muerte terminaría con todo,
con los crujidos que zumbaban en sus oídos, con los ojos de los ajusticiados,
con el dolor de las manos, ese dolor que trepaba del pecho y se ramificaba a
través del brazo hasta los dedos, haciéndolos temblar como culebrillas. El aire
acumulado en los pulmones no podía abrirse paso hacia la boca. Se le
quedaba en el pecho, ahogándole igual que una garra. Decía el médico que su
corazón funcionaba con deficiencia debido al exceso de grasa acumulada por
una vida demasiado ociosa, pero el verdugo no le tenía miedo al corazón. Se
imaginaba al suyo como un viejo reloj al que hubiera que dar cuerda cada
hora. Un pinchazo, unas pastillas y volvía a latir, más o menos bien, pero
cumpliendo. Le tenía miedo a la tos. Cada vez tenía menos fuerzas para
expectorar y a veces se sentía repleto hasta la garganta y sin poder echar fuera
lo que le angustiaba. Morir del corazón no le importaba. Sería un momento,
quizá ni siquiera eso. Morir ahogado, morir con aquello que le subía por la
garganta y que ya no tenía fuerzas para escupir, sí, le aterraba. Sentía como
una argolla de hierro que oprimiera su garganta impidiéndole la función más

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esencial: respirar. «Quítese del vicio —ordenaba María—. Cualquier día
tendrá un disgusto. ¿No lee en los periódicos eso del cáncer?».
La posibilidad de un cáncer no le impedía fumar. Tampoco le importaba.
Lo malo, lo terrible era la tos que no podía salirle del pecho, que se quedaba
allí, hinchándose como un globo, en los pulmones, y reventando al final
después de una angustiosa espera.
Escupió finalmente y se quedó tranquilo. La frente se le había
humedecido por el esfuerzo, pero se sentía mejor. Pudo incorporarse y bebió
al fin un sorbo de agua de limón que María le había dejado a última hora de la
tarde. El limón le suavizaba la garganta. Trató de ahuecar las almohadas y
consiguió cambiar de lado la última, sobre la cual reposaba. Se subió porque
sin querer iba deslizándose hacia abajo, hasta que sus pies tropezaban con los
barrotes de la cama. Miró la hora en el despertador. Eran cerca de las dos de
la madrugada.

Por encima de las apariencias había una realidad. El muro enfermo, por
muchas capas de pintura que llevara encima, iba dibujando extraños
contornos. En vida de su mujer hizo picar el muro por un albañil para
suprimir aquellas manchas que no tenían razón de ser porque ninguna cañería
lo atravesaba. El albañil dijo entonces: «Es una enfermedad del yeso y hay
que picar el muro. Luego, cuando esté bien seco, lo enyesaremos de nuevo y
podrá pintarlo. Mientras no se pique el muro las manchas seguirán
apareciendo». Se picó el muro, se enyesó, se dejó secar y lo pintaron de
nuevo. Al cabo de tres meses las manchas volvieron a aparecer, casi idénticas.
«No lo comprendo», dijo el albañil. Tampoco el verdugo lo comprendía, pero
el hecho resultaba evidente. Las manchas aparecían, no cambiaban de forma,
no crecían ni menguaban, simplemente eran. La apariencia no podía negarse,
la realidad era otra. Quizá tuviera sus fuentes en el sitio menos pensado, pero
él no podía ir a los vecinos molestándolos uno a uno por culpa de aquellas
manchas. El agua se abría camino, y quizás un pequeño poro en la cañería del
vecino de arriba, o del vecino de al lado, era la causa de la enfermedad del
muro. Pero ni el vecino de arriba ni el de al lado se quejaban de humedad.
«En casa no hay manchas, nos habríamos dado cuenta. En casa todo funciona
perfectamente». Los vecinos tenían razón; en sus respectivas casas no había
humedad. Por consiguiente, no podían ser ellos los responsables de la
humedad que salía en la del verdugo. Incluso el fontanero y el albañil se
pusieron de acuerdo para decir que allí no había nada, nada más que una

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apariencia. Si fuera un escape cada día las manchas serían mayores. El
verdugo se rendía a la evidencia. No había causa; sin embargo, allí estaban las
manchas. Hubiera dado, en años anteriores, cualquier cosa para saber de
dónde procedían; luego se acostumbró a ellas y todo le pareció igual.
Durante unos minutos quedó amodorrado, traspuesto. En los últimos
tiempos no hacía más que dormir, o dormitar igual que los perros al sol. Hacía
de las noches días y de los días noches y cuando se despertaba la conciencia
se le iba. En las horas del alba, allí, en aquella habitación, la luz era la misma
que durante las del crepúsculo. Cuando consultaba el despertador y veía las
seis, durante unos segundos se preguntaba si eran las seis de la tarde o las de
la madrugada. La única diferencia eran los ruidos del exterior y los que María
podía producir trasteando de un lado para otro. A veces dormitaba diez
minutos y creía haber dormido horas y horas, otras hacía una larga siesta y le
parecía estar empalmando con el día anterior. «Yo le digo que estaría mejor
en una clínica, en la Mutua, o en el hospital —le decía María—. Allí por lo
menos le atenderían día y noche. No tendría más que pulsar el timbre y la
monja o las enfermeras acudirían». Pero él no quería. Tendría que explicarles
lo de su ex profesión y sería peor que estar solo. La curiosidad le enojaba. Se
había acostumbrado a no dar explicaciones a nadie, y cuanto pudiera romper
aquella norma le resultaba incómodo. En la pequeña habitación todo le era
conocido. Por lo menos no se sentía desorientado por novedades cuyo alcance
le era imposible prever.

Se despertó bruscamente con la impresión de que alguien había entrado en


el dormitorio haciendo rechinar la puerta. «¿Quién es?», preguntó en voz alta,
pero ninguna voz contestó a la suya. La puerta se cerró de golpe y aquel ruido
inesperado, seco, le heló el corazón. Fue como si le hubieran golpeado la
frente, y cerró los ojos. Dijo entre dientes: «Perdón, perdón», y luego le
pareció que algo se deslizaba junto a él —algo o alguien— y le miraba.
Había conseguido olvidar muchos rostros, pero algunos emergían a la
superficie de su memoria. Bastaba una ráfaga de viento, el ruido de la
persiana contra los cristales, el rechinar de la puerta, para que sintiera la
presencia de algunos de aquellos a quienes pidió perdón antes de ajusticiar.
Dentro de sus ojos cerrados veía otros ojos, humedecidos, suplicantes,
incomprendidos, o con el destello de la locura.
«Le perdono», dijo Mary Lambert.

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El rostro adolescente aparecía muy pálido bajo los cabellos oscuros. Y los
ojos —nunca le parecieron unos ojos más tristes que los de Mary Lambert—
brillaban desesperados.
«Le perdono y… gracias», dijo Mary Lambert entregándole un cuello que
hubiera podido quebrarse con sólo hundir los dedos.
Nunca un reo le dio las gracias y por lo mismo jamás podría olvidar a
Mary Lambert a quien él tuvo que ajusticiar un amanecer de invierno. La voz
de Mary Lambert apenas se oía. Era algo así como un susurro, como el
arrastrarse de una hoja por el suelo. El verdugo, al oír aquella voz, al mirarse
en la profundidad de aquellos ojos, sintió un escalofrío. Por vez primera dudó
de las apariencias. ¿Dónde estaba la realidad de Mary Lambert? Quizás
aquella justicia que estaba por encima de la humana pudiera decirlo. Tuvo
miedo de que la argolla fuera demasiado amplia para el cuello de la
adolescente y, llegado el momento, no pudiera cumplir con su misión. Le
temblaron las manos y las frotó una contra otra, creyendo que quizá fuera el
frío. Y sí lo era. Pero un frío distinto que le venía de dentro. Un solo hombre,
un solo ayudante fue suficiente para recoger el cuerpo de Mary Lambert: era
muy pequeña. Ya en la caja el cura cerró aquellos ojos oscuros que seguían
mirando, que aún retenían lágrimas.
En aquella ocasión se fue a la cantina más próxima y bebió de golpe un
vaso de aguardiente. «Gracias», dijo Mary Lambert, y él tuvo ganas de
contestar: «Puerca vida, cochino oficio, no me des las gracias, pues sólo me
falta eso. No me hables, no abras la boca, no me mires, cierra los ojos,
perdóname, eso sí, porque lo necesito para seguir viviendo».
Llevaba esa muerte a rastras desde hacía años y años. La voz de Mary
Lambert le atormentaba por las noches, como un soplo helado. «Perdón,
perdón», murmuró en voz alta. «Te perdono y… gracias», le contestaron.
Creyó estar dormido, ser víctima de los antiguos terrores, el ruido monótono
del reloj despertador era una garantía de realidad. Gimió desesperado.
Ignacio Valero también le perdonó. Le dio incluso la mano. Nunca podría
olvidarse de aquel apretón. Era caluroso, como el de un amigo a quien de
nuevo se encuentra al cabo de muchos años. «Te perdono», dijo tuteándole. Y
luego se sentó tranquilo, como si en lugar de prepararse para recibir el
garrote, estuviera en el sillón del barbero. Aquella tranquilidad, aquella
indiferencia ante la muerte, ¿no tenía que haber alertado a última hora a los
abogados o a los jueces? Un gran cínico, se repitió a lo largo del proceso.
Pero a la hora de la verdad los cínicos se acobardaban, perdían las agallas,
temblaban igual que los demás. Ignacio Valero parecía dispuesto a decir

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mientras le estrechaba la mano: «Tú cumples con tu obligación y yo cumplí
con la mía. Que Dios nos perdone». Ignacio Valero, antes de perdonarle, besó
reverentemente el crucifijo que le tendía el cura. Un cínico, un gran cínico
cuyos ojos hasta el último momento se mantuvieron tranquilos, como si el
hecho de perder la vida fuera un final previsto, tan calculado como el crimen
del cual le habían culpado.
Guardaba en su memoria el contacto caluroso de aquella mano. Sintió
hormiguear su izquierda y la frotó contra la colcha. Entonces el fluir de la
sangre vino de pronto y una oleada tibia se desparramó desde el pecho hasta
los dedos. Procuró distraerse, pensar en otra cosa: la mujer, los hijos, los
nietos cuyos rostros conocía a través de unas fotos. Ya eran mayores los
nietos, algunos casados. Formaban parte de los hombres y mujeres del
montón cuyos pensamientos no eran atormentadores. El mayor de ellos tenía
veintitrés años, veinticuatro tal vez, la edad de Martín Miguel, el inclusero,
como le llamaron durante el proceso. El que se cargó a dos agentes de policía
y lloró al saberse condenado.
De no haber cometido un crimen, Martín Miguel hubiera muerto joven; se
le veía. Llevaba impreso en la cara el sello de los que no viven muchos años.
Pero tenía tantas ganas de vivir… Martín Miguel casi no pudo pronunciar el
perdón. Eso les ocurría a muchos. Muchos, también, no querían pronunciarlo
o no sabían que debían pronunciarlo. En realidad tampoco sabía el verdugo si
el reo debía o no acceder a su petición. Martín Miguel contestó con un sollozo
y en sus ojos descoloridos el verdugo pudo leer el pánico del hombre frente a
la muerte. Tuvieron que ayudarle porque se caía. Debió de sentir el vértigo de
aquel hoyo profundo adonde iba hacia lo desconocido porque sus piernas no
le obedecían. El aire del amanecer agitaba los rubios mechones de irnos
cabellos finos, sedosos como los de una mujer. También tenía un cuello de
pichón. Uno de esos cuellos escuálidos, con nuez prominente, que se rompían
solos.
El verdugo, en aquel momento, pensó en su hijo mayor, que también se
llamaba Martín, y se mordió los labios. Le salió sin querer: «Perdón, hijo», y
Martín Miguel contestó con un gemido, sin palabras. Al darle a la palanca
tuvo la impresión de que estaba matando a un cadáver. Le pareció que Martín
Miguel había muerto hacía muchos años, pero que tampoco aquella muerte se
evidenciaba. Tenía apariencia, nada más. Imploraba vida, deseaba vida, pero
en realidad le habían matado muchos años antes otros hombres, otras mujeres
que el verdugo no conocía.

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«¡Dios, Dios!», murmuró. Hacía años y años que no rezaba. Se había
olvidado incluso del Padrenuestro. A veces negó la existencia de Dios
«porque no le veo la punta, no veo a santo de qué pajolero capricho somos lo
que somos si Él nos ha creado». No rezaba, pero en los últimos meses la
palabra Dios venía a menudo a sus labios para borrar angustias. Cuando él era
pequeño su madre le enseñó a rezar y además le repetía constantemente
refranes que aludían a Dios. «Dios aprieta pero no ahoga, a Dios rogando y
con el mazo dando, a quien madruga Dios le ayuda». Él madrugaba y también
los condenados a muerte. Y Dios no ayudaba más que a bien morir si era
verdad lo que decía el cura de la cárcel.
Las mujeres eran a veces más valientes que los hombres en el momento de
morir; no sabía el porqué. Jamás pudo olvidarse de la voz grave y airada de
Elena Ortiz, que murió impenitente sin querer besar el crucifijo. «Mil veces lo
mataría si fuera preciso. Él me mató en vida». Elena Ortiz era tan hermosa
que parecía imposible su crimen. El verdugo conocía los rostros que llevaban
como estigma la fealdad, rostros predestinados al patíbulo. El de Elena Ortiz
era tan bello que uno se preguntaba cómo había podido llegar hasta aquel
amanecer lluvioso en que fue ejecutada. Cuando le pidió perdón se encogió de
hombros. «Tú no me has hecho nada», contestó. Se sentó, muy tiesa, y el
verdugo se dijo que no podía ser, que todo era mentira, que se estaba
filmando una película y Elena Ortiz era la protagonista. Tuvo que aspirar dos
veces antes de voltear la palanca porque jamás pensó que pudiera existir una
mujer tan hermosa, tan arrogante como ella. No vio miedo alguno reflejado en
los inmensos ojos de Elena. «Todo un tipo de mujer», dijo uno de los
ayudantes mientras la alzaba para meterla en la caja. El cura murmuró: «¡Dios
tenga piedad de su alma!», y trazó sobre la frente lisa la señal de la cruz.

El ritmo de sus pulsaciones se aceleró. A veces el corazón, aquel viejo


reloj, se le disparaba. Las manecillas giraban alocadas, los latidos le
repercutían en la garganta, despertando la dormida tos. Tuvo un nuevo ahogo,
sintió que la sangre se le agolpaba en la cabeza, que si no le salía el aire de los
pulmones le saltarían los ojos y moriría al final con un estallido. Pudo al fin
toser y expectorar, y al alzarse sobre el codo derecho se dio cuenta de que las
manchas del muro parecían cabezas, un grupo de cabezas con puntos claros y
oscuros figurando ojos y bocas.
Quizá por eso aquellas manchas eran tan persistentes. Se entretuvo en
contarlas: cinco. Cinco apariencias. Las recordaba una por una, aunque no por

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orden, y en aquellos momentos un relámpago atravesó su entendimiento. No
eran culpables. Habían matado, cierto, pero por encima de la justicia humana
seguramente había otra justicia. Los curas hablaban de la Justicia Divina o la
Justicia de Dios; el verdugo no se atrevía a tanto. Otra justicia, la invisible, la
infalible, la que en aquellos momentos irrumpía en su habitación, borrando las
demás presencias y recuerdos, para enseñorearse de él y torturarle como él
había torturado.
Los tenía calificados según el esfuerzo que tenía que calcular. No era lo
mismo Mary Lambert que Elena Ortiz. No fue lo mismo Martín Miguel que
Ignacio Valero. No importaba que la nuca fuera femenina o masculina, lo
importante eran los huesos. No era lo mismo la osamenta de un campesino
que la de un maestro o profesor. Don Gonzalo —los periódicos le llamaron
don Gonzalo en tono peyorativo durante todo el proceso— requirió un
esfuerzo normal. Sus manos eran finas, su aspecto distinguido, se explicaba
muy bien, demasiado bien. Tuvieron que hacerle callar varias veces durante el
proceso. Incluso el abogado no sabía cómo defenderle; evidentemente, le
crispaba su defendido. Pretendía tener razón y el público insultaba. Fue uno
de los casos más clamorosos y el verdugo lo siguió pacientemente, a través de
los periódicos, en los cuales los epítetos más insultantes no fueron ahorrados.
Se habló de homosexualidad, de soberbia luciferina, de sadismo. Tuvieron
que protegerle contra la ira de los padres de las víctimas —muchachos entre
los dieciocho y veintiún años— y la multitud que quería lincharle. Avanzó
hacia su última hora con la cabeza erguida, como un predestinado. El verdugo
contempló detenidamente sus rasgos. Pocos crímenes le habían impresionado
tanto, le habían parecido tan monstruosos como el de don Gonzalo (se había
olvidado del apellido), pero el ritual era siempre el mismo. El cura se acercó
con el crucifijo y don Gonzalo lo rechazó con un ademán extraño, como si
estuviera jugando a las cartas. Dijo: «Paso», y se dirigió sin miedo adonde le
aguardaba el verdugo. Cuando éste, siguiendo la costumbre, requirió su
perdón, don Gonzalo contestó con una extraña parrafada que resultó
incomprensible a los presentes. Don Gonzalo se dio cuenta del estupor ajeno
y tuvo una media sonrisa, como de lástima. Era la sonrisa de un perdonavidas.
El verdugo aún recordaba los ojos de don Gonzalo: amarillos y con una luz
desconcertante. Eran brillantes, casi hermosos, pero inquietaban.
«Un loco. Era un loco», murmuró el verdugo de pronto. Necesitó de
muchos años para comprender que en el fondo de aquellos ojos brillaba la
oscuridad de la locura. Nadie había sido capaz de ver de dónde procedía su
pasión de crimen. Nadie, a pesar de que el abogado recurrió al desequilibrio

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mental de su defendido para atenuar en lo posible las muertes de las que se le
acusaban. Don Gonzalo fue el primero en negar rotundamente su
desequilibrio y, los especialistas, uno tras otro, le declararon perfectamente
responsable.
«Un pobre loco», murmuró. Y la puerta volvió a rechinar mientras el
tictac del reloj crecía en el silencio de aquellas primeras horas de la
madrugada. El verdugo se quedó dormido en el instante en que las manecillas
marcaban las cuatro menos veinte.

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MARY LAMBERT

Equivocado, el mar suelta una golondrina.

RAFAEL ALBERTI

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Le pidió que la dejara sola unos momentos, los precisos para desnudarse.
Entonces sacó de la cartera el cuchillo y lo escondió bajo uno de los cojines.
Tenía un frío espantoso, le castañeteaban los dientes y cuando vio entrar en la
habitación a Juan Soria creyó que iba a faltarle el valor. Lo había pensado
noche tras noche, incluso se lo había dicho a Sara, la última vez que la vio
llorar: «Un día le mataré». Pero llegado el momento tenía frío y miedo, tanto
que casi deseó la presencia de otro cuerpo al lado del suyo para reaccionar.
Cuando Juan Soria se deslizó junto a ella, cuando le puso la mano sobre el
pecho, toda su repugnancia, todo su odio se vieron renovados. Reconocía las
frases, las había leído cientos de veces en pequeñas notas que Sara dejaba
olvidadas encima de la cómoda, o en la mesilla de noche: «Amor mío, mi
vida…». También a ella la llamaba en aquel momento amor mío y mi vida, y
en sus ojos brillaba la luz del deseo que había visto brillar tantas veces, en la
propia casa de Sara, cuando se quedaba irnos instantes a solas con él y él se le
acercaba, y le ponía la mano sobre las rodillas llamándola «mi gatita salvaje»
y otras sandeces por el estilo.
La proximidad del odiado cuerpo le devolvió poco a poco el valor. Y
cuando él dijo: «Voy a hacerte feliz, muy feliz, voy a hacer de ti una mujer»,
ella sonrió y él también le sonrió. Aguardó unos instantes, le parecía que Juan
debía de temerse algo. Aguardó justo lo necesario para que la vanidad de una
posible posesión se despertara en él y entonces buscó el cuchillo. Sara Riva lo
había comprado un mes antes. Era bueno y estaba afilado. «Éste nos servirá
para la carne». El hombre se puso encima de ella ofreciendo una espalda
indefensa. Mary pasó lentamente la mano buscando el lugar y entonces cerró
los ojos y apretó los dientes. La hoja se hundió del todo, hasta el mango y los
ojos de Juan se dilataron de asombro. «Pero ¿qué…?». No quería oírle hablar.
Odiaba la voz engañosa. Quizá lo que más odiaba de él era la voz que sabía
fingir, hacerse aterciopelada, humilde o violenta según conviniera a sus
planes. Mary Lambert se deslizó de debajo del hombre que continuaba
preguntando, casi sin fuerzas, y cuya boca babeaba sangre. Aún no estaba
muerto. De un tirón sacó el cuchillo y volvió a hundirlo dos veces más. Luego
se desmayó.

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Mary Lambert fue confiada a Sara Riva a raíz de la muerte de sus padres.
Los perdió de golpe, en un accidente de carretera del que ella se salvó por
milagro. Cuando le preguntaron si tenía alguien de la familia, para avisarle,
contestó que avisaran a Sara Riva, que era amiga de la madre. Sara llegó al
lugar del accidente a medianoche y se ocupó de todo. Mary tenía entonces
catorce años y cuando Sara, después de unos días de tenerla en casa, le
preguntó «¿Quieres vivir conmigo?», Mary contestó afirmativamente.
Conocía a Sara desde niña. Era algo más joven que su madre, tenía una gran
fortuna, pero no se había casado. Por cuchicheos de unos y otros sabía que
desde hacía algunos años tenía un amante. Un casado. Sara parecía
enamorada de él.
«¿No tienes a nadie de familia, abuela o tías, con las que serías más
feliz?».
Mary Lambert temió que Sara no la quisiera, que se la quitara de encima
con la excusa de que ningún parentesco las unía. En aquel entonces lloraba
frecuentemente. Le había quedado en la memoria el recuerdo de sus padres
destrozados en medio de la carretera y por las noches los soñaba y tenía
miedo. Sara le dio una habitación al lado de la suya, pero si la oía gritar la
cogía en brazos, la consolaba, le decía cosas tiernas como mamá: «Cariño
mío, mi vida, no llores. Sara te quiere». Y la dejaba dormir a su lado. Mary
Lambert al lado de Sara ya no tenía miedo. Era como si la fuerza de Sara
pasara a ella, como si el sosiego de Sara la fuera invadiendo poco a poco,
hasta que se quedaba dormida. Entonces Sara la depositaba en la cama del
cuarto vecino, atenta al menor ruido.

Todo esto se dijo, constaba en el sumario y se repitió durante el juicio.


Incluso el abogado, en un intentó de salvarla a toda costa, le preguntó qué
clase de relaciones tenía Mary Lambert con Sara Riva y si éstas podían haber
dado lugar al crimen. Mary Lambert contestó que Sara había sido su madre
durante aquellos ocho años, que la adoptó a los dieciocho, preguntándole de
nuevo si no prefería irse a vivir con un hermano del padre, Marcelo Lambert,
casado, y que residía en Casablanca. Marcelo Lambert estaba dispuesto a
darle hospitalidad. «Yo no quise. Estaba bien con Sara. Era una madre para
mí. Me hubiera gustado verla feliz, eso sí». «¿No lo era?». «No».
No tenía por qué dar detalles. Al amante de Sara lo conoció pocos días
después de su llegada a aquella casa. «Un buen amigo», dijo Sara. Pero al

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cabo de pocos años Sara le habló sinceramente. «Es mi amante. Está en
trámites de separación con su mujer y quiere anular su matrimonio. Entonces
nos casaremos».
Sara nunca mentía. Pero Mary Lambert se dio cuenta, muy pronto, que
engañar a Sara era fácil. No llegaba a comprender la ofuscación en que vivía
respecto a Juan Soria. Ella, en cuanto le vio, supo que aquel hombre no valía
lo que Sara. Se lo dijo y Sara: «Comprende que nada le ata a mí. Si no me
quisiera, ya me habría dejado».
El argumento era bueno, pero no convincente. Sara era generosa y Juan
Soria sabía aprovecharse. Se lo dijo también. «Pero nunca me ha pedido nada.
Lo que yo he podido prestarle ha sido voluntariamente. Cuando le vayan bien
las cosas, me lo devolverá».
No podía argumentar con Sara; se lo debía todo.
Los padres murieron demasiado jóvenes para dejarle a cubierto de la
necesidad y Sara la trataba como a la hija que no había tenido. «Unas mujeres
tienen hijos de la carne y otras del espíritu», decía Sara. Se enorgullecía
cuando la tomaban por la hija de Sara. Incluso había quien les encontraba un
parecido físico. No era cierto. Sara era mucho más alta que ella, más atlética.
Sara se iba al gimnasio por la mañana, montaba a caballo, practicaba varios
deportes. Ella, Mary, se cansaba por nada. A veces Sara le decía: «Hoy no
cogeremos el coche; iremos a pie para hacer ejercicio». Sara siempre tenía eso
del ejercicio en los labios. Cuando Sara no conducía y salían de compras a
pie, le costaba seguir la marcha de Sara. Llegaba a casa molida por el
esfuerzo y Sara se reía y le hacía burla. Pero Mary Lambert amaba las burlas
de Sara. Siempre terminaban bien. Se entendían mejor que madre e hija. Por
lo mismo Mary Lambert se sentía muy orgullosa cuando la gente se
equivocaba y al señalarla decían: «Su hija». Para compensar la diferencia
física trataba de imitar a Sara en sus gestos, se dejaba guiar por ella en todo lo
referente al atavío, incluso había adoptado algunos ademanes de Sara, como
el movimiento de sus manos o el tic que tenía Sara de poner el índice bajo la
nariz, cuando pensaba. Las manos de Sara olían siempre a perfume, y lo
mismo los armarios, la ropa de la cama. La primera noche que pasó en aquella
casa percibió el olor en las sábanas y a pesar de su pena se sintió protegida.
Era cierto que Juan nunca pedía dinero. Cuando lo necesitaba iba por la
casa fingiendo un aire desesperado y no quería abrir la boca. Hablaba de su
hígado, de sus riñones o de su corazón. Hablaba muy mal de su mujer y se
fingía atrozmente desdichado. Luego comentaba la situación política y la
inflación. Por último dejaba caer, al desgaire, que tenía un cobro pendiente,

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pero que ya se había terminado la honradez y que la gente no pagaba. Mary
Lambert tendía el oído. A veces él inquiría: «Oye, ¿no estará escuchando la
pequeña? Hubiéramos estado mejor en mi despacho». Y Sara le contestaba:
«No, hombre, no. Mary no se preocupa de nosotros. Está estudiando en su
habitación. Mañana iré a tu despacho, pero hoy tengo…». Sara tenía siempre
una serie de compromisos, gentes que la solicitaban para esto o lo otro. Sara
no sabía negarse, no paraba un momento. Entonces Juan Soria, después de
haber hablado por segunda o tercera vez de la informalidad del prójimo, decía
que al día siguiente tenía un pago, algo urgentísimo. A veces era un pago,
otras la enfermedad de uno de los hijos (tenía cuatro), otras una ocasión, algo
que verdaderamente no se podía perder. Y Sara se levantaba, iba hacia el
escritorio y firmaba un cheque. Juan metía cuidadosamente el cheque en la
cartera, sin perder su aire digno, y afirmaba: «Amor mío. El día de mañana
cuanto tenga será tuyo, mi vida»…
Esas cosas Mary se las callaba. No iba a levantar la tapa de aquella
repugnante cazuela y menear el caldo. Nada se adelantaba diciendo a unos y a
otros lo que muchos sabían; al fin y al cabo Sara parecía feliz. Mary a veces
llegó a dudar y se preguntó si la animadversión que sentía hacia Juan era
motivada por un exceso de afecto hacia Sara, que hubiera podido encontrar
otro hombre infinitamente mejor.
Durante pocos años las cosas fueron como fueron, pero luego empezaron
a estropearse. El carácter de Sara cambió. A pesar de los esfuerzos que hacía
para aparentar una felicidad imaginaria, a pesar de que sabía dominar sus
impulsos, la sentía nerviosa, irritable, incluso con ella. A veces se pasaba
horas y horas pendiente de una llamada telefónica que no venía. A veces la
veía arreglada, a punto de salir por la noche, y a última hora sonaba el
teléfono y Sara volvía al cuarto de estar con el rostro descompuesto. Se
quitaba el vestido y se ponía un pijama de estar en casa. O bien le decía:
«Anda, deja tus libros y vámonos por ahí; tengo ganas de pasearme». Y salían
las dos para aterrizar en cualquier restaurante, en donde Sara pedía cualquier
cosa que no comía y ella no podía tragar bocado porque el rostro de Sara
parecía otro, como si hubiera envejecido mil años.
No podía decir la verdad al abogado sin desvelar la verdad de Sara. Y esa
verdad la supo ella, Mary, poco a poco. Llegó un día en que todo su afán fue
descubrir la auténtica personalidad de Juan Soria. No le hubiera importado
que fuera un infeliz, falto de recursos o poco inteligente. Sí le importaba que
hiciera irrisión de Sara. Por aquellos tiempos y en la Universidad, conoció a
los hijos de Juan. Hablaron en el patio y se dio cuenta de que estaban al cabo

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de la calle de la intimidad del padre con Sara. Hablaron libremente ante ella
porque no la relacionaron, no podían imaginarse con quién estaban hablando.
«¡Qué tío mi padre! Tiene dos fulanas que le dan todo lo que quiere». Lo
decían así, tan tranquilos, como hubieran podido decir que el padre era
abogado o doctor en Medicina. «¿Dos?». «Sí, dos». «¡Caray con el chulo
metafísico!». Los chicos se rieron. «¿Y vuestra madre?». «No es celosa. Dice
que ella es la catedral y que las otras son las iglesias. Vive tranquilamente».
Mary los hubiera llamado cerdos, pero no le interesaba cortar la fuente de
informaciones. Quería saber ante todo quién era la otra. Lo supo poco tiempo
después. Sus días se convirtieron en una eterna pesquisa de informaciones.
Quería tener todos los cabos atados y cuando estuviera segura decirle a Sara:
«Sé esto y lo otro y si quieres ve allí o allá y lo verás con tus propios ojos. Y
por si fuera poco ese mal nacido no se conforma; tiene también sus apartes,
sus fantasías, por las cuales tú y la otra estáis pagando. Es una broma eso de
que piensa separarse de su mujer, su mujer es igual que él y sus hijos ídem.
Son todos iguales en aquella casa, aves de rapiña, parásitos que viven a costa
de los otros. Jamás se separará de su mujer porque eso le da una fachada de
respetabilidad. Sale con ella los domingos, con ella y con los hijos. Van a
misa juntos y luego pasan por la pastelería a comprar dulces. Van a ver a los
familiares, están juntos a la hora de los bautizos, primeras comuniones, partos
o bodas familiares. Tú no eres más que una fuente de ingresos para él, y un
motivo de vanidad. Toda la ciudad sabe que Sara Riva tiene un amante y que
ese amante es Juan Soria. Pero la gente empieza a saber que Juan no se
conforma con Sara Riva, que tiene otros puertos».

La idea del crimen no le vino de golpe. Fue abriéndose camino lentamente


en su espíritu. Llegó a la conclusión de que efectuando aquel acto conseguía
dos metas: libraba a Sara de un opresor y al mismo tiempo preservaba su
ilusión. Porque cuando Juan Soria se hacía desear, no llamaba por teléfono, o
se ausentaba dos o tres días sin dar señales de vida, Sara se reconcomía.
Encendía un cigarrillo con la colilla del precedente y se paseaba de un lado a
otro de la casa como un tigre enjaulado. No le quedaba siquiera el consuelo de
aceptar la invitación que hubiera podido tener de otros hombres porque, eso
sí, Juan Soria también era maestro en las escenas de celos.
Mary Lambert calculó matemáticamente todas las posibilidades. Si Juan
hubiera sido un buen hombre víctima de una esposa indeseable, la cabeza que
hubiera tenido que caer era la de la esposa. Así Juan hubiera quedado libre de

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casarse con Sara. A ella, a Mary, la hubieran condenado a muerte, pero eso no
tenía importancia. Le era dulce el pensamiento de morir por la causa de Sara.
Porque Sara para ella no representaba ni más ni menos que una causa, un
ideal. Se sentía compenetrada con los jóvenes magnicidas que lanzaban una
bomba al paso del opresor o le disparaban a bocajarro entre la multitud, a
sabiendas de que iban derechos al patíbulo o bien a ser linchados por la
multitud indignada. La causa Sara valía la pena de un sacrificio, fuera el que
fuera, pero Mary llegó a la conclusión de que suprimir a la esposa no tenía
objeto. La esposa era la réplica de Juan. La esposa era la mujer idónea para
Juan, salvo en un solo punto: tampoco tenía fortuna. Y por lo mismo cerraba
los ojos ante las veleidades del marido, ya que ellas le procuraban la
tranquilidad material que siempre había ansiado.
También sopesó la posibilidad de suprimir a la otra amante de Juan, la
oscura Amelia, dueña de una tienda de modas, a quien los hijos habían
aludido. Le pareció que suprimiendo a Amelia no hacía sino cortar la cola del
dragón. Y la cuestión era cortar la cabeza. Amelia era insignificante, y en
modo alguno su muerte o su vida podían influir en la suerte de Sara. De modo
que por eliminatorias llegó a la conclusión de que la persona predestinada al
sacrificio que ella pensaba hacer de sí misma era el propio Juan. Sara
quedaría libre de su obsesión y, lo que era mejor, el recuerdo de Juan Soria no
la humillaría. Juan sería el hombre que la había amado hasta la muerte, el
hombre que la había hecho feliz durante algunos años. Al quitarle la vida lo
hacía inmortal en el recuerdo de Sara y lo demás nada o muy poco podía
contar.
Pero quería estar segura. Dudaba muchas veces de sí misma. Cuando veía
a Sara contenta, feliz, vital, diciendo: «Es como un niño. Tiene defectos como
todos los hombres, pero en el pecho no le cabe el corazón de grande que lo
tiene». Cuando veía la casa inundada de rosas que Juan enviaba después de
los enfados y leía a escondidas las notas garrapateadas: «Mi vida, todo mi
amor para ti, Sara. Sin ti no hay luz en mis ojos, no hay paz en mi espíritu, no
hay estrellas en la noche», le acometían dudas. Ella no conocía a los hombres.
Mary Lambert no tenía la menor experiencia sobre los hombres. Un buen día,
a los catorce años, se quedó sola en medio de la carretera y Sara Riva la besó,
la rodeó con sus brazos y se la llevó a su casa. Le dijo: «Luego harás lo que
quieras, pero vamos a organizarnos una vida amable. Quiero que estudies
mucho, que sepas defenderte».

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No le fue difícil complacer a Sara. Le gustaba estudiar, era lo que más le
gustaba. En vida de sus padres sus notas eran las mejores entre todas las
chicas de la clase, pero ni su padre ni su madre parecían extrañarse o alegrarse
por ello. Estaban acostumbrados. Conseguir buenas notas y enseñar los
boletines a Sara era casi una fiesta. Sara le hacía regalos o bien se iban unos
días de viaje. «Has trabajado mucho —decía Sara— y estoy orgullosa de ti».
Aquello le resbalaba garganta abajo como pura miel. Le hubiera gustado que
Sara encontrara un hombre digno de ella. Incluso hubiera sido capaz de
sacrificarse, de decir a Sara: «¿Sabes qué? He decidido irme de aquí, tener un
apartamento con una amiga. Así viviré más libre y tú también». Y se
imaginaba el posible marido de Sara. Un hombre de bien que la hubiera
cuidado mucho, que hubiera pasado muchas horas con ella, que la hubiera
admirado y que al hablar de ella le hubiese dicho: «Mary, no sabes lo felices
que somos Sara y yo. No creí que pudiera existir felicidad semejante. Sara es
una mujer excepcional». Entonces Mary Lambert se hubiera sentido pagada
por el sacrificio de vivir alejada de aquella casa en donde habían transcurrido
los años más felices de su vida y le habría bastado con telefonear cada dos o
tres días, oír la voz de Sara, contenta, radiante, decir: «Mary, no sabes qué
dulzura he encontrado al fin. Ahora sé lo que es amar y ser amada». Algún
domingo, algún sábado, la noche de Navidad o el día de Reyes, Sara y su
marido la invitarían y se encontraría con la felicidad pasada a la que había
renunciado por una causa noble y justa.

No le importaba jugarse la vida en aquel acto, pero meditando fríamente


consideró que si bien Sara era merecedora del sacrificio, Juan Soria no lo era.
Había que hacer las cosas lo suficientemente bien hechas para que el único
suprimido fuera el causante de aquel estado. Su silencio durante las
entrevistas con el abogado y luego en el juicio pudieron causar extrañeza a los
demás, pero ella sabía que el silencio era la única salvaguarda de la felicidad
de Sara. Por eso se calló. Nunca soltó prenda. ¡Le hubiera resultado tan fácil
defenderse! Decir por ejemplo que Juan no llevaba una doble vida ni una
triple vida, sino que la única vida de Juan, su único aliciente o móvil, era la
crápula. Perdió horas y horas de estudio, que recuperaba por las noches, para
seguir sus pasos. Se convirtió en un sabueso. Incluso hizo prosélitos para su
causa. Además de la legítima esposa, de la dueña de la tienda de modas y de
Sara, Juan Soria no hacía feos a nadie. Le vio varias veces en compañía de
chiquillas de su misma edad, dieciocho, veinte, veinticuatro años, a las cuales

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debía de babosear las mismas frases: «Eres mi ilusión, mi luz; sin ti mi vida
no tendría razón de ser ni motivo». Y las pobres vendedoras de los grandes
almacenes, las aburridas mecanógrafas de las empresas comerciales, las
funcionarías de lo que fuera, se lo creían y por irnos días experimentaban el
placer de ser las diosas del chulo metafísico. Luego Juan las despistaba, se
cansaba de ellas. Algunas incluso habían llegado a la portería de Sara,
deshechas en llanto, y la portera las echaba de allí, casi a escobazos, diciendo
que aquélla era una casa decente y no la casa de Juan Soria. Las mismas
frases que Juan le decía a ella, en los cortos instantes en que Sara se ausentaba
de la sala de estar para contestar una llamada telefónica o para preparar una
taza de té, las repetía a otras. Juan Soria le había deshilvanado infinidad de
aquellas frases, pero Mary se las sabía de memoria y le sonaban a hueco.
Meditando fríamente llegó a la conclusión de que cualquiera de aquellas
infelices, en un momento de rapto amoroso, de despecho pasional, hubiera
podido eliminar a Juan. Y lo que otras podían efectuar estúpidamente, ella
podía hacer calculadamente. Mataría a Juan en su despacho, en aquel
despacho tan hecho a la medida de las posibilidades de Juan —dos sillones y
diván forrados de terciopelo, tocadiscos y calefacción— y luego saldría de allí
sin ser vista, ya que la portera era vieja y tenía muy abandonaba la portería.
Descubrirían el cadáver a la mañana siguiente y ella se las arreglaría para que
Sara quedara fuera de toda sospecha. Aprovecharía una de las tardes en que
Sara iba a casa de la vecina de abajo, a jugar al póquer. La coartada sería
perfecta. En cuanto a ella… Ella tenía mil cosas por la tarde. Las clases de
inglés en el Instituto, y luego los amigos, los incondicionales, los prosélitos
que jurarían por ella, que no la dejarían en la estacada.
Juan muerto, la vida renacería para Sara. Sabía con certeza que nada le iba
a costar encontrar a otro hombre, y cualquiera le parecía más digno que Juan
Soria. Cuando el fantasma hubiera desaparecido, Sara se daría cuenta de que
todo había sido algo así como un mito y, en el fondo, quizás ella misma la
responsable. No decía la culpable. Sara no podía penetrar en la mente de Juan
del mismo modo que Juan no podía penetrar en la mente de Sara. La
diferencia entre los dos estribaba en que la buena fe de Sara era indudable,
mientras que Juan Soria obraba con intencionada mala fe.
Había que suprimirle para que Sara fuera feliz y siguiera creyendo que el
suyo había sido un gran amor. Había que salvaguardar su felicidad a costa de
la vida de Juan; no era importante. Quizá lo único que la hacía vacilar fuera el
pensamiento de los hijos. ¿Eran culpables como la esposa? Seguramente no.
Aquellos adolescentes no podían ser culpables. No podía existir podredumbre

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en mentes aún por formar. Pero, pensándolo bien, Mary Lambert se dijo que
suprimir al padre de los muchachos tampoco era causarles un perjuicio. Quizá
se encontraran en una situación parecida a la de Sara. Quizás estuvieran
aletargados de conciencia y despertarían de pronto y se independizarían, lo
que jamás permitía el dictador, porque en cuanto el pueblo pensaba y se
independizaba la dictadura caía por su propio peso y la cabeza del dictador se
ponía a pública subasta.
Durante aquella época trató de sonsacar a Sara hasta dónde llegaba el
amor que sentía por Juan. El hecho de que no fueran madre e hija facilitaba la
expansión y las confidencias. Por de pronto se enteró de que Juan, siempre
que podía, denigraba a su esposa. Se hacía la víctima y en ese papel resultaba
insuperable. La esposa era desordenada, perezosa, sucia y mala
administradora. Por los hijos —nada más que por los hijos— vivían bajo el
mismo techo, pero en habitaciones distintas. No había entre ellos relaciones
conyugales desde que Sara había surgido en la vida de Juan. Incluso, para
tranquilizarla en este sentido, Soria le había contado ciertas intimidades lo
suficientemente repugnantes para que la conciencia de Sara se viera libre.
Después de prometerle que iba a pedir una separación de cuerpos y bienes
para más tarde pedir el divorcio, Juan Soria había solicitado un plazo. Los
hijos eran mayores, pronto se casarían. Llegado ese momento la separación
sería un hecho. De otro modo podría perjudicar a los hijos, cosa que Sara no
quería. Y Sara, naturalmente, aceptó la versión. Juan y su esposa vivían bajo
el mismo techo; pero no como marido y mujer, sino como dos extraños.
Mary Lambert quería aclarar ese punto. Era difícil porque no tenía acceso
a la casa de los Soria ni demasiada amistad con los chicos, pero sí tenía
amigos que podían ayudarla. No solamente Juan Soria yacía con su mujer,
sino que ésta hablaba a menudo con unos y con otros de sus relaciones
conyugales. Cacareaba a quien quisiera oírle que su marido en ese terreno
jamás la había defraudado y que por lo demás si se divertía con otras, peor
para ellas. No solamente compartían la misma habitación sino también la
misma cama. Mary Lambert recogió los informes y los archivó en su
pensamiento.
Luego fue a indagar sobre la dueña de la tienda de modas, sobre la famosa
Amelia. Las relaciones de Juan Soria con Amelia eran casi idénticas a las que
mantenía con Sara, salvo que de ellas no se vanagloriaba. Socialmente
hablando, la amistad con Sara Riva le había procurado no pocas
satisfacciones. Incluso las cenas y comidas de compromiso, las cenas y
comidas de negocios, Juan Soria solía celebrarlas en casa de Sara Riva. Decía

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—y seguramente eso sí era cierto— que su mujer era zafia, torpe y no sabía
poner una mesa ni servir una copa. No decía que en aquella casa faltaba casi
de todo y que se vivía de puertas afuera, de fachada. Tampoco Amelia era
mujer sobre quien apoyarse socialmente hablando. Se defendía bien en el
negocio, pero nada más. Por los hijos de Juan se enteró de que éste solía
burlarse de Amelia, decía de ella que era una histérica y estaba al cabo de la
calle de las mentiras y traiciones, pero transigía; no había hombre que cargara
con ella. Juan Soria se las daba de culto, de hombre de grandes
preocupaciones intelectuales, y Sara Riva podía ofrecerle en ese campo todo
lo que él pretendía y más. La cultura de Sara era cosmopolita, universal. La de
Soria se limitaba a cuatro fórmulas que una vez agotadas tenía que volver a
repetir. Era Sara quien salvaba la conversación. Era Sara quien leía los
periódicos, revistas, libros. Ella había viajado, visto, experimentado. Juan no
era más que una fachada.
La famosa Amelia tenía malas pulgas. Mary Lambert fue allí, un buen día,
para verla de cerca y en su salsa. Luego, poco a poco, fue indagando.
También ella creía que Juan Soria, en cuanto se casaran los hijos, se separaría
de la mujer. Con ella no habló de anulación. En cuanto los hijos estuvieran
colocados, se iría a vivir con ella. Ya lo hacía a medias y nadie se lo
reprochaba. Ni siquiera la esposa. Él no tenía más que decir a los suyos: «Hoy
no vendré a dormir», y todos callaban; por algo él pagaba. Mary Lambert
archivó la nueva documentación y se mordió la lengua para no decirle a Sara:
«Pero ¿no ves que te está mintiendo? Se acuesta con su mujer, se acuesta con
Amelia y se acuesta contigo. Sois tres mujeres cubiertas por el mismo
embozo, tres fijas además de las de paso».
Muchas veces le acometía la duda. ¿Tenía derecho a callar? Las otras dos,
tanto la esposa como Amelia, estaban enteradas de las relaciones de Soria con
Sara. En cambio, Sara ignoraba la existencia de Amelia y creía que entre Juan
Soria y su mujer no existía ya más que un compromiso en beneficio de los
hijos. ¿Tenía derecho a hablar? Sara no la hubiera creído. Sara creía a Juan.
Tenía fe en él. No podía sospechar su corrupción, no podía concebirla. «No
me creería y nos pelearíamos. Quizás incluso me acusaría de celos o de
chismografía. Nuestra amistad, todos esos años de cariño, quedarían anulados
por esa confidencia. Si yo fuera su hija de verdad, todo sería distinto. Pero no
lo soy. Bastaría cualquier cosa para que viera en mí una enemiga».
Otra cosa empezó a preocuparle: la actitud de Juan Soria con ella. Quizás
él sospechara algo, quizá temiera lo que Mary Lambert pudiera decir a Sara
sobre lo que había pretendido, sus manoseos por los pasillos, sus miradas

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ardientes, las frases que salían de aquellos labios y servían para todas. Lo
mejor era olvidarse de lo que Juan había intentado con ella, recibirle con
sonrisas amables, lo que nunca había sido. Incluso la misma Sara se lo
reprochó a veces: «Qué antipática eres con Juan. Él trata de ser cariñoso
contigo y tú echas más bufidos que un gato».
Tenía que ser simpática con Juan; Mary Lambert se juró serlo. Entraba en
los proyectos. Servía a la causa. Había que ser dulce como la paloma y astuta
como la serpiente. Y seguir hablando con Sara.

Cuando despertó de la pesadilla en la cama de una pequeña habitación que


le pareció la de una clínica y vio fija en ella la mirada de Sara, ya no estuvo
tan segura de que había hecho bien en callarse. Cuando Sara despegó los
labios para llamarla con un nombre que ella no merecía y se dio cuenta de que
el dolor de Sara por la muerte de su amante sólo podía pagarse con el silencio
postrero, no tuvo ganas de hablar ni de defenderse. Cuando al día siguiente le
preguntaron si se encontraba mejor, si le era posible prestar declaración y
recibir al abogado, contestó afirmativamente con la cabeza. Había
premeditado el crimen, lo había cuidado en todos sus detalles, pero no pudo
prever su desfallecimiento y tampoco que Juan, malherido, tuviera fuerzas
suficientes para llamar a la policía por teléfono y denunciarla. «¿Por qué?
¿Por qué?», le preguntaban. Y Mary Lambert calló unos días durante los
cuales fue examinada por varios médicos, por especialistas de esto y lo otro.
«¿Fue autodefensa? ¿Intentó violarte? ¿Había intentado seducirte?». «No, no,
no». Y además había el cuchillo, el cuchillo de cocina de Sara Riva que fue
inmediatamente reconocido. «¿Qué fuiste a hacer a su despacho con ese
cuchillo?». «Matarle». «¿Por qué? ¿Por qué?». «Debía matarle». «¿Estabas
quizás enamorada de él? ¿Celosa de las relaciones que mantenía con Sara
Riva?».
Ellos mismos le abrieron la puerta del absurdo. Inclinó la cabeza
afirmativamente. Susurró con aquella voz que parecía el rumor de las hojas
arrastradas por el viento: «Sí, le quería. Pero él sólo amaba a Sara Riva.
Ninguna otra mujer contaba para él».
Juan Soria estaba muerto y no podría jamás desmentir lo que ella juraba
en aquel instante. No podía descubrir los móviles, las causas, del mismo
modo que los magnicidas jamás delataban a los cómplices. Debía callar para
que su acto fuera efectivo, para que el amor de Sara quedase indemne y el
recuerdo de Juan no pereciera en la irrisión. No temía a la muerte, la muerte

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de ella. Tampoco temía el posible mentís a sus aseveraciones. En un caso así
la gente callaba. La gente era cobarde, monstruosamente cobarde. No acudió
al juicio Amelia a declarar que Juan Soria también sostenía comercio carnal
con ella, ni la digna esposa descubrió la conducta del marido. Se fingió
víctima. Ignorante de los trapicheos del esposo. «¡Era tan buen marido y buen
padre!». «¿Tenía una amante?». Ella lo ignoraba. Ignoraba todo de Sara Riva.
No sabía ni siquiera quién era. Juan Soria podía haber tenido un momento de
extravío, una debilidad, eso era propio del varón, pero nunca marido y mujer
se entendieron mejor que ellos dos. Tampoco la nueva, Isabel, la última
adquisición de Juan sería capaz de dar la cara.
Sara Riva confesó sus relaciones a gritos olvidándose de que con ello no
resucitaba a Juan. Y en el juicio actuó como testigo de cargo contra Mary
Lambert. Allí, ante el Tribunal, murió Mary y no a manos del verdugo. El
verdugo no hizo más que liberarla de un secreto que tenía miedo de violar en
un momento de desmayo, igual que había desfallecido en el momento de
suprimir a Juan Soria. Debía estar agradecida a ese hombre que la miraba
humildemente y humildemente le pedía perdón. De haber tenido un resto de
voz hubiera contestado: «¿De qué, buen hombre? Te doy las gracias. Nada, en
estos momentos, es más dulce que la muerte, nada salvo la certidumbre de
que la causa de Sara Riva, pese a todo, está ganada. He salvado de la muerte
algo mucho más precioso que mi vida de modo que gracias, buen hombre,
muchas gracias».

Mucho antes de decidirse al acto mantuvo largas conversaciones con Sara.


Solían sentarse en un sofá, frente al canterano. Desde que entró en aquella
casa a los catorce años, desde el primer día que Sara la recogió en la carretera
y ella, Mary Lambert, se acurrucó entre sus brazos como un pobre can
hambriento, solía acercarse poco a poco a Sara para decirle por último:
«Mímame un poco». Sara no era excesivamente cariñosa, pero tenía por Mary
Lambert un sentimiento de ternura que jamás tuvo para nadie. Fingía
impaciencia, enfado, pero finalmente estrechaba a Mary entre sus brazos, le
alborotaba los oscuros cabellos, la besaba en las mejillas o en la nariz,
diciendo: «¡Serás tonta! ¿Acaso nunca vas a crecer? Eso estaba bien cuando
eras pequeña, cuando viniste aquí, huérfana de todo. Hice mal en mimarte
entonces. Te has enviciado. Estás podrida de mimos y no tendría que hacerte
el menor caso. Mira, me das rabia». Sara decía todo esto mientras Mary
Lambert se colgaba de su cuello y la besaba allí, en aquel hueco que olía al

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perfume de siempre. Y luego se quedaba apelotonada a su lado, abrazada a los
cojines supletorios que rodaban por el sofá y que también olían al perfume de
Sara. Tenía la sensación de que si pudiera ronronear como los gatos
satisfechos, su felicidad no habría tenido límites. Allí hacía las confidencias,
las más difíciles. Lo que las chicas de su edad no se atrevían a decir a sus
madres, ella podía decirlo a Sara. Y entonces hablaba de los chicos de la
Universidad, de aquel suplente que a veces la acompañaba en coche, del
primer beso que había recibido, de lo que experimentaba. Sara se reía. Sara
nunca parecía asombrada por nada. Era algo así como si Sara recordara
minuto a minuto su propia adolescencia y nada la pillara de nuevo. Algunas
veces Sara hablaba de ella, de su propia vida, de algunos de sus amores. Decía
que siempre había tenido suerte con los hombres. Tenía fe ciega en el
porvenir o por lo menos aparentaba tenerla. Se sublevaba a veces contra un
estado de cosas que le parecía anacrónico: «Mi situación no se concibe fuera
de la frontera. Si no fuera española ya estaría casada con Juan y seríamos un
matrimonio feliz».
Mary Lambert, con voz tenue para no enojarla, objetaba: «Pero tú vales
más que Juan. Eres más inteligente, mejor en todos los aspectos». Y Sara
negaba. «No puedes juzgar a Juan. Es una víctima de las circunstancias y su
mujer se aprovecha de eso». «Pues que la deje», decía Mary Lambert. «Tiene
hijos. No quiero hacer daño a los hijos. Dentro de pocos años estarán casados.
Entonces…».
Recordaba cierto día particularmente hermoso. Sara y ella habían ido al
cine. Una película francesa. Se habían reído muchísimo, Mary Lambert,
cuando oía reír a Sara de aquella manera, sentía que el mundo rodaba en la
dirección debida y que se produciría el milagro: un hermoso caballero vestido
de blanco surgiría en la vida de Sara y la libraría del dragón. Sara se prendaría
inmediatamente de él y el recuerdo de Juan Soria se volvería diminuto,
chiquitito, tan ínfimo que la menor ventada lo barrería. Había que contar con
lo imprevisto. A veces Sara hablaba de casos y de cosas de sus amigas.
Mujeres como ella que no veían el desenlace de lo que las atormentaba y de
pronto algo nuevo surgía en sus vidas y las cambiaba por completo. Algo
inconcebible. Aquel día, al regreso del cine se sentaron en el sofá y Mary
Lambert reclinó la cabeza sobre el hombro de Sara. «Me gusta cuando te
ríes», dijo. No se atrevía a decirle: «Te quiero, Sara, como jamás quise a mi
madre. Te quiero tanto, que sería capaz de morir por ti. No puedo decírtelo ni
a ti ni a nadie porque nadie, ni siquiera tú, podría comprenderme. Tengo la
impresión de que nadie es capaz de querer tan intensamente como yo, tan

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desprendidamente. Si yo supiera el sacrificio de mi vida iba a hacer que Juan
Soria te amara como mereces ser amada, ahora mismo me moriría. Me iré de
aquí si tú lo deseas, dejaré de verte si te molesto, pero cerca o lejos, mi cariño
velará por ti como un perro fiel».
Mary Lambert quería estar segura, obrar sin vacilación, pero no a la
ligera. Con voz apenas perceptible susurró: «¿Qué harías si Juan te
engañara?».
Sara sacudió su melena negativamente. «Juan nunca me dejará», contestó
al fin, segura de lo que decía, como si lo contrario fuera un disparate, algo que
no entrara en las reglas del juego. Y Mary tuvo que admitir que Sara tenía
razón: Juan Soria nunca la dejaría. El plan de Sara era demasiado bueno,
extraordinariamente cómodo y además vistoso. Mujeres en las condiciones de
Sara no se encontraban así como así y cuando hombres de la raza de Juan
Soria tropezaban con una de ellas se adherían como sanguijuelas para
extraerles todo el zumo posible. Sara no había comprendido su pregunta o
bien, en su innata limpieza y honradez, creía que si Juan fuera capaz de
engañarla la dejaría inmediatamente; lo que hubiera hecho un hombre de bien.
Repitió: «Te he preguntado qué harías si Juan te engañara».
Sara encendió un cigarrillo. Cuando quería tomar tiempo antes de dar una
respuesta verificaba cualquier ademán que le permitiera sosegarse y
reflexionar. «No lo concibo. No es posible. Le he dado los mejores años de mi
vida y le he sido fiel. Cierto que nada me ha costado». Añadió antes de que
Mary la interrumpiera: «Ni siquiera en pensamiento le he engañado. Eso era
una garantía para mí. Cuando una mujer o un hombre se decide a saltar por
encima de lo estatuido tiene que ser mejor que los otros. De lo contrario ese
amor se convierte en algo caricaturesco».
Mary Lambert sintió hervir la sangre en su cuerpo. Con toda su alma
deseó que a Juan Soria le atropellara un coche, tuviera un infarto de
miocardio; que alguien, algún marido engañado, le pegara un tiro. Sara lo
decía incapaz de concebir la traición de aquel botarate y lo peor de todo era
que lo decía sintiéndolo profundamente. Se quedó callada. Tenía la boca seca,
los pulsos le latían desesperadamente, no quería traicionarse. «Voy a decirte
algo que te parecerá monstruoso —dijo Sara al cabo de irnos segundos—. Lo
he pensado muchas veces, pero casi no me atrevo a confesarlo. Creerás que
soy mala».
Mary la abrazó de nuevo. No podía escuchar a Sara decir que era mala. La
interrumpió: «Tú no eres mala, tú eres la mujer más buena que existe. Eres
demasiado buena, demasiado». Sara se deshizo del abrazo. Le costaba

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pronunciar las palabras. No hacía falta porque Mary Lambert las había
adivinado, pero quería oírlas, necesitaba oírlas, era lo que más necesitaba.
Aquellas palabras iban a desencadenar todo el mecanismo, dar remate a la
obra empezada, ganar la causa de Sara. «Sí, lo he pensado muchas veces,
prosiguió Sara. Preferiría ver muerto a Juan que saber que me engaña. No. No
vayas a creer que por celos. No es eso. He hecho de nuestra unión algo digno
y deseo conservarlo. Si Juan muriera lloraría días, semanas, años, quizá mi
vida entera o lo que me resta de vida, pero me refugiaría en el recuerdo. No
me importa el tiempo, lo importante es haber vivido una gran pasión. No
importa la muerte, lo importante es la memoria. A veces enterramos un
cadáver que dentro de nosotros ya se había convertido en cenizas, otras
guardamos vivo, perennemente vivo, al que murió años y años atrás. Prefiero
llorarle que aborrecerle o despreciarle, ¿comprendes?, porque al aborrecerle o
despreciarle me aborrecería y me despreciaría a mí misma por haberle amado.
Pero ¿por qué me has preguntado eso?».
Mary Lambert sonrió, se encogió de hombros. A pesar de sus veintiún
años parecía una chiquilla de dieciséis. Era menuda, jamás —a pesar de las
insinuaciones de Sara— se había maquillado. Las comisuras de sus labios,
cortos y gruesos, se levantaron. «No sé. Me ha dado por ahí. Me gustaría
verte casada, con un hombre a tu lado, que te acompañara siempre, que
durmiera contigo. Yo entonces me iría». Sara soltó una carcajada. «Vaya, en
realidad tienes ganas de dejarme y te sientes responsable de mí, ¿no es eso?».
Sara no comprendía. Su mente, tan clara para otras cosas, estaba aletargada,
embotada en cuanto se refiriera a Juan. «No es eso. Quisiera verte muy feliz y
a veces no lo eres». «Nadie es feliz del todo». «Sí, pero…». Volvían los
eternos argumentos a rodar uno tras otro como los caballos de un tiovivo.
«Juan es libre en lo que a mí se refiere; ¿por qué ha de engañarme? Puede
dejarme el día que quiera». «(Pero tonta: jamás te dejará. Menuda ganga ha
encontrado)». «Juan no puede abandonar por el momento a su mujer, a ella,
sí, está atado, pero comprende: en lo que a mí se refiere es libre, enteramente
libre, si no me quisiera me lo habría dicho y yo lo aceptaría. El amor no se
gobierna. Es o no es. Si Juan permanece a mi lado es porque me ama, de otro
modo me lo hubiera dicho. ¿Qué clase de hombre crees que es Juan? Tú no
conoces a los hombres, Mary. Yo sí. No soy una cándida paloma. No vayas a
creer que he sido una mujer intachable. He tenido aventuras, pero con Juan
me he comprometido, he jugado fuerte. Y él también. Mira. Si te dijera que al
principio me hizo una confesión que duró quizá cinco horas…». «(Se regodeó
con esa confesión, Sara. Te dijo lo que le convenía. Juan es un cochino, un

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chulo indecente, y tú no lo ves porque a pesar de todas tus aventuras eres una
ingenua. Eres limpia)». «Sentía la necesidad de abandonar la vida anterior. En
el fondo fue abocado a ella por la poca inteligencia que mediaba entre él y su
mujer. Fue algo así como una defensa vital. Sé lo que es eso». «(¡Ay, Sara!, él
y su mujer están en connivencia. Viven de ti y de otras. Son tal para cual, no
te forjes ilusiones)». «¿Quieres una naranjada? Yo tengo sed». «Yo también»,
dijo Mary Lambert.

No era fácil matar a un hombre. Cuando la idea cuajó por completo en la


mente de Mary Lambert se encontró con una serie de impedimentos. Lo mejor
era pegarle un tiro. Lo aguardaría en la esquina de la calle, cualquiera de esas
noches que iba a buscar a Sara para llevársela a su despacho después de cenar.
La iluminación era escasa, el barrio tranquilo y no le parecía difícil.
Inmediatamente se dio cuenta de lo descabellado del proyecto: no tenía arma
alguna, ni sabía cómo se manejaban, ni por supuesto se veía capaz de dar en
el blanco. Además, un disparo llamaba la atención. Alertaría a los vecinos. Lo
más probable sería que Juan saliera ileso del atentado y ella se viera
descubierta. Entonces su gesto de nada serviría y lo peor de todo: se perdería
la causa. Nada iba a ganarse con una intentona fracasada. Lo que había que
hacer tenía que ser calculado al máximo, perfecto. A veces Mary Lambert
sentía como un hoyo muy profundo en el estómago sólo pensando que iba a
convertirse en una homicida. Porque matar a Juan Soria no era un asesinato,
en cierto modo era algo cometido en defensa de alguien. Ni siquiera cabía el
egoísmo de la defensa propia.
Una pistola, un revólver, eran difíciles de encontrar. Había entre sus
compañeros de Universidad algunos que se vanagloriaban de poseer armas,
pero Mary Lambert sabía que todos eran una pandilla de fardones. Les pasaría
como a ella: a la hora de la verdad no sabrían cómo servirse del chisme y, por
si fuera poco, darían en cualquier sitio menos en el blanco.
Descartada la posibilidad de matar a Soria de un tiro, tenía que pensar en
otros medios. A veces Sara le decía: «Mary, sírvenos una copa, ¿quieres?», o
bien: «Haz un poco de té». A Sara no le gustaba que esas pequeñas cosas las
hiciera la chica. Le gustaba hacerlas ella o que Mary las hiciera. Pensó por un
instante en el veneno, pero desechó la idea rápidamente; sabía la posibilidad
de un error. Sabía de casos. En aquella misma calle un marido quiso
envenenar a su mujer y en lugar de ella murió una criatura de tres años, hijo
de ambos. Por si fuera poco ignoraba todo de las substancias tóxicas y la

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cantidad necesaria para que hiciera efecto. Además, ¿qué harían Sara y ella
con el cadáver? Se organizaría una buena y luego vendría lo de la autopsia y
todavía acusarían a Sara de algo que no había hecho. Eliminado el veneno,
Mary Lambert siguió pensando y llegó a la conclusión de que matar a alguien
era dificilísimo. Estuvo a punto de abandonar la idea, de dejar que el tiempo
abriera los ojos de Sara o se encargara de dar a Juan su merecido: un
accidente de coche (el coche pagado con el dinero de Sara), un infarto de
miocardio (Juan se quejaba a veces del corazón. No le parecía extraño. Quien
se complicaba la vida como él debía de tener a la fuerza el corazón
sobresaltado), un tiro de alguien menos torpe que ella: un marido engañado,
una amante de ocasión, una de esas mujeres de rompe y rasga, barriobajeras, a
quienes nada importaba el escándalo.
La vida de Sara parecía encontrarse en momento de calma: Amelia, la
dueña de la tienda de modas, daba poca guerra. Juan la conservaba porque de
otro modo aquella espita hubiera dejado de manar, pero ya era agua pasada.
Amelia no le vestía. Amelia era rentable, pero no presentable. Seguían las
aventuras intrascendentes con mecanógrafas, vendedoras, oficinistas y
funcionarías. Con ellas nada serio. Eran gastosas. Una vez agotada la vanidad
de la conquista, una vez seguro de nuevo de su potencial de seductor, Soria
las despistaba, las liquidaba. Quedaba la esposa. La esposa era un escudo. La
mejor tapadera de Juan. Cuando tenía un nuevo asunto entre manos la excusa
siempre era la misma: mi mujer está enferma. Incluso daba a entender que la
salud de su mujer era muy deficiente y que tal vez… Sara no podía sustraerse
a su condición humana. Si la mujer de Juan hubiera desaparecido por las
buenas, se habría felicitado interiormente. Asunto resuelto. Para todos, lo
mejor que podía suceder. A veces era la mujer, otras los hijos, otras la madre
de Juan Soria, que aún vivía. Mary Lambert, en una de esas ocasiones y casi
sin poder contenerse, dada la frecuencia de aquellas enfermedades, dijo a
Sara: «¡Caray! En esa familia, por lo visto, todos están podridos. Siempre
tienen una cosa u otra». Sara no contestó. La verdad era que, después de unos
años de gran tolerancia, la familia de Juan Soria empezaba a irritarla
muchísimo. Incluso se atrevían a llamar a casa de Sara, preguntando por Juan,
tanto la mujer, como los hijos, o la madre. «Tendrían que tener algo de
dignidad —dijo un día—. ¿Acaso Juan no está con ellos? Podrían
aguantarse». Rogó a Juan que las llamadas cesaran. «No me parece
procedente, Juan. Yo jamás he llamado a tu casa». Hizo una salvedad con los
hijos. «Si les ocurriera algo…».

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La familia de Juan Soria era la mejor tapadera para sus trapicheos. La
utilizaba a menudo y Sara, aun repudriéndose, se conformaba. «Pobres
chiquillos, ¿qué culpa tienen de tener una madre tan inútil?». O bien: «No
puedo reprochar a Juan el amor que siente por los hijos, eso demuestra la
bondad de su corazón». Y aún: «El respeto que siente hacia su madre, aunque
sea una vieja insoportable y estomagante, le honra. ¡Qué paciencia la de ese
hombre, Dios Santo!». Y por añadidura: «Incluso el comportamiento que
tiene con su mujer revela hombría de bien; otro ya le habría dado una patada,
sin contemplación alguna». Sara cometía el error, la tremenda equivocación
de juzgar a Juan con el rasero de su propia ética. De ahí su obcecación, se
decía Mary Lambert. El día que cumplió los veintiún años, Sara le dijo:
«Quiero que sepas mi estado de cuentas, la fortuna que poseo. He hecho
testamento y de todo cuanto poseo te dejo la mitad. La otra para Juan y, en
caso de que Juan me falte, su parte la heredarán sus hijos; en cierto modo me
siento responsable de ellos». Aquel día, Mary tuvo un sobresalto. Lo primero
que dijo fue: «No quiero nada, absolutamente nada. Ya me has dado bastante.
Dentro de dos años tendré una carrera y podré ganarme la vida. Todo te lo
debo». Y Sara le reprochó sus palabras. «Eres mi hija, no te olvides. No privo
de nada a nadie, dejándote la mitad de mis bienes. Mis hermanos están en
muy buena posición, sus hijos nada necesitan de mí. Además, yo soy dueña
de hacer con lo mío lo que me plazca». A partir de aquel día Mary vivió en un
perpetuo sobresalto: «¿Y Juan? ¿Sabe Juan que has testado a su favor?».
«Claro. Tiene copia del testamento. La otra está en casa, para ti, en ese cajón.
Lo de la casa y mis joyas será para ti». «No quiero, no quiero que me dejes
nada. Déjaselo a los niños pobres», dijo Mary. «¡Qué tonta! Quiero que estés
al abrigo de la necesidad. Nunca se sabe. No hay que despreciar el dinero,
Mary. Es una gran cosa si se sabe hacer buen uso de él. Podemos sembrar la
felicidad a nuestro alrededor».

De modo que Juan sabía que Sara le había nombrado heredero. Empezó a
observarle. Cualquier día podía ocurrirle a Sara un accidente. A menudo
viajaban. A menudo Juan y Sara desaparecían por unos días, no muchos. Juan
podía hacer con Sara lo que ella, Mary, pensaba hacer con Juan. Aquella
sospecha la aterró Veía en los menores gestos de Juan indicios de un posible
crimen. De nuevo se le planteó a Mary la cuestión de honor: suprimir a Juan
para liberar a Sara. Lo peor de todo, lo difícil, era encontrar el medio.

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La gota que hizo desbordar el vaso fue la nueva aventura de Juan. Esta
vez picó más alto que de costumbre, pero no fue tan precavido. La nueva
víctima pertenecía a la alta burguesía y estaba casada. Las mujeres casadas no
abundaban en la vida sentimental de Juan Soria; solían ser aventuras
pasajeras, hasta que el marido tuviera la mosca en la oreja. De entrada, y para
apaciguar la suspicacia del marido (también por vanidad, porque gozaba
infinitamente llevando sus queridas a la casa de Sara y presentando, a las que
podían valorizarle), sugería a Sara la necesidad de dar una cena. «Creo que
tengo un buen asunto entre manos. Fulano de tal (no hablaba de la mujer)
puede ayudarme muchísimo. Es un hombre de influencia. Ya sabes que no
puedo llevarlo a casa, mi mujer es incapaz de recibir como es debido, y si no
te importa lo traería aquí». Sara, en alguna ocasión había objetado: «¿Por qué
no vais al restaurante?». En su candidez olvidaba que en el restaurante
hubiera tenido que pagar Juan y que en realidad lo que Juan deseaba era que
ante el marido sus relaciones con Sara quedaran bien patentes. La verdad era
que Juan sólo se vanagloriaba de tener una amante y que ésta era Sara. De
Amelia no decía ni pío y sus otras aventuras las callaba. Eran flores baratas,
pescadas al azar, para autovaloración, pero no para sus fines. Sara era su
amante desde hacía años; lo sabía todo el mundo y los maridos de las nuevas
víctimas aceptaban la situación porque en el fondo nada les importaba. Ver
sentadas en la misma mesa a dos de sus amantes proporcionaba a Juan un
placer sin límites. Se sentía orgulloso de Sara, de la casa de Sara, de la
categoría social de Sara, y en las raras ocasiones que pudo atrapar a una
casada ricachona se sentía orgulloso de poder lucirla de incógnito ante Sara.
Luego le preguntaba: «¿Qué te ha parecido?», y Sara decía: esto o lo otro. Las
casadas eran menos generosas que las solteras como Sara, o las viudas como
Amelia, pero a veces los maridos de las casadas también eran generosos. Juan
tenía un don especial para conmover, hacerse la víctima o inventar fabulosos
y fantasmales negocios. El dinero que embolsaba jamás servía para otras
cosas que para su uso personal, pero de eso no se daban cuenta los maridos
hasta mucho después, cuando Juan, con cualquier pretexto, ahuecaba el ala
dejando a su víctima desolada o rabiosa.
La última aventura se llamaba Isabel y la noche de la cena, en cuanto
llegó y Juan hizo las presentaciones, Mary Lambert no dudó ni un instante del
lío que se traía Juan Soria. Estaba temblorosa, agitada, se la veía
profundamente turbada ante Sara. Mary hubo de reconocer un segundo
detalle: Juan Soria tenía un tipo de mujer y la única que escapaba a este tipo
era precisamente Sara. Tanto Amelia, como Isabel, como las otras con las

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cuales Mary Lambert había visto a Juan, eran más bien de pequeña estatura,
casi siempre rubias, teñidas o no, de apariencia insignificante. El tipo clásico
de mujer aniñada, más afeminada que femenina y de escasa cultura.
El marido de la nueva era anodino. Parecía un hombre dominado por la
esposa e incapaz de darse cuenta de que se la pegaban. Le dio rabia constatar
que hombres relativamente honestos tenían a veces por esposa a una imbécil,
a un pendón, mientras las mujeres como Sara caían en manos de los Juan
Soria. El detalle de la mesa estuvo a punto de soliviantarla, a punto de hacerla
brincar en la silla y exclamar: «Basta ya, fantoche. Hasta aquí hemos
llegado». Porque entre otras cosas Juan Soria se las daba de ateo. Era cómodo
para su conciencia negar a Dios. Creía estar más allá del bien y del mal y en
una ocasión Mary lo recordaba muy bien, para lucirse ante otra mujer, una
noche, también en casa de Sara y con bastante gente alrededor, Juan Soria
afirmó su ateísmo. Sara no era religiosa, pero sí respetuosa. Sara creía en el
bien y en el mal y procuraba hacer el bien. Sara tenía un Dios bastante menos
rudimentario que el del catecismo, pero ante todo era comprensiva con los
sentimientos religiosos de cualquiera. Aquel día Sara interrumpió a Juan y le
rogó que se callara. «En esta casa no se habla de religión ni de política —dijo
a los invitados—. Cualquier religión o ideología me parece respetable si quien
la observa lo hace de buena fe». Juan Soria se dio cuenta de que había metido
la pata y nunca más se fue de la lengua por temor a que Sara le reprendiera en
público.
Al sentarse a la mesa, Pedro, el marido de Isabel, preguntó a Sara si tenía
la costumbre de bendecirla. Sara no se inmutó. Contestó como si estuviera
esperando la pregunta: «Me gusta que lo hagan mis invitados. Bendice tú,
Pedro». Mary Lambert echó una mirada circular antes de hacer la señal de la
cruz y pudo ver como Juan Soria se santiguaba devotamente y más
devotamente que nadie escuchaba el Bendícenos, Señor.
Al día siguiente, cuando Juan preguntó a Sara: «¿Qué te ha parecido
Isabel? Ella te ha encontrado estupenda, interesantísima, tan superior…».
Sara vaciló irnos instantes antes de contestar: «Isabel me ha parecido una
mujer del montón, monilla, bien vestida, cortita de inteligencia y
extremadamente nerviosa. ¿Siempre está así? El marido me parece, quizás,
algo ingenuo».
En aquella ocasión a Juan Soria le falló su astucia. Hubiera tenido que
estar más pendiente que nunca de Sara para que ésta no sospechara, para que
en apariencia todo fuera como antes. Fue un disparate haber reunido en la
misma mesa a Sara e Isabel; ninguna de las dos iba a ganar nada con ello. Fue

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una baladronada de Juan, que por regla general debía contentarse con mujeres
de medio pelo. Se le subió a la cabeza la nueva amistad como se le había
subido a la cabeza la amistad de Sara en los primeros tiempos. Sara empezó a
inquietarse. A veces esperaba horas y horas la llamada de Juan. La salud de
los familiares —madre, esposa, e hijos de Juan— empeoró de golpe. Estaban
encamados continuamente y «perdona Sara, pero hoy tampoco podré ir, mi
pobre madre…, creo que voy a perderla de un momento a otro».

Mary Lambert recordaba aquellos últimos meses como una pesadilla.


Debía decidirse. Debía hacer algo antes de que Sara se enterara de lo que ya
se rumoreaba por toda la ciudad: que Juan Soria tenía como amante a Isabel,
la esposa de un importante industrial. Mientras Sara esperaba en casa, Juan e
Isabel se pasaban el día juntos. Pedro viajaba muchísimo y además había
abierto su casa al nuevo amigo, tan atento, tan pendiente de todos los detalles.
Juan Soria resolvía los menudos detalles de aquella casa, siempre estaba
dispuesto a cualquier servicio. E Isabel le acompañaba. Incluso iban juntos a
buscar a las niñas de Isabel al colegio. Jimios a las compras, juntos a lo que
fuera. Juan acompañaba a Isabel al aeródromo, a la estación, al club. Y la
llevaba a su despacho a escuchar música sentimental. Mary suponía todo lo
demás. Juan Soria empezó a perfumarse con lociones caras y olía a un
kilómetro de distancia. Se compró algunos trajes por su cuenta, trajes de un
mal gusto inimaginable. Los fines de semana desaparecía de la ciudad:
«Pedro e Isabel me han invitado a la finca —decía esta palabra y se le llenaba
de agua la boca—. Allí hay mucho que hacer. Quizá pueda administrarla».
Cuando Sara replicaba que se sentía muy sola, él la besaba, la cogía entre sus
brazos. «No seas tonta. Todo lo que hago, lo hago por ti. Quiero devolverte
con creces cuanto me has prestado. Al fin y al cabo, ¿por qué no he de
explotar esta nueva amistad? Tienen mucho dinero mientras hombres como
yo no han podido abrirse camino. Si puedo sacar beneficio no tienes por qué
inquietarte. Cuanto mejor me vayan a mí las cosas, mejor para ti y para mí».
Contestaba Sara que ella no necesitaba el dinero de nadie, que ella se bastaba
y se sobraba. Que el dinero que heredó de sus padres lo había hecho
fructificar y se encontraba con una saneadísima situación económica. «Yo
sólo quiero que estés a mi lado», le pedía. Entonces Juan Soria se calló lo de
la finca y durante los fines de semana se inventó otra cosa para que Sara
estuviera tranquila.

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Mary Lambert pensó que había llegado el momento. Aquella situación no
podía durar. El edificio se desmoronaba. Sara se reconcomía y se sublevaba
contra todos y contra todo, le irritaba la música que hasta entonces le había
apasionado, se desinteresaba incluso de la administración de sus bienes, que
había llevado con clarividencia casi masculina, se peleó por teléfono con su
mejor amiga y no quería salir de casa. Le parecía que a cualquier hora podía ir
Juan a verla. Mary Lambert, en el transcurso de aquellos años, y mucho más
en el transcurso de aquellos meses, se preguntó angustiada cómo la mente de
Sara, tan lúcida para todo, podía padecer aquella obcecación. Incluso llegó a
preguntarse si la ceguera de Sara no era voluntaria. Porque Sara no
experimentaba por Juan Soria una ofuscación física. El sexo nada
representaba para ella. No era una ofuscación física, pero sí de otra especie.
Igual que la de ciertas madres que no querían reconocer la imbecilidad de sus
hijos, o la golfería, o cualquiera otra lacra.
Las gentes rumoreaban sobre la connivencia de Juan Soria y su honesta
esposa; sobre las relaciones de Juan Soria con Amelia; sobre el nuevo
hallazgo de Juan Soria refiriéndose a Isabel. Cualquier día Sara se enteraría de
golpe y porrazo de lo que había sido su gran aventura y quizá lamentara, más
que la pérdida de Juan, la pérdida de todos los años que le había consagrado.
Había que eliminarlo, borrarlo para siempre y que Sara fuera feliz.
Descartadas las armas de fuego y los venenos, quedaban las armas blancas.
Por aquellos días Sara adquirió un largo cuchillo para cortar los asados. Ella,
Mary, sentía terror por todo cuanto fuera afilado o cortante. Le daba
escalofríos. Sin embargo, sólo quedaba ese camino. No le parecía tan
romántico el gesto de hundir un cuchillo en el pecho de alguien como el de
disparar o arrojar una bomba, pero no le quedaba opción. Al fin y al cabo,
Carlota Corday también pasó a la historia por haber acuchillado a Marat
mientras calmaba sus picazones en una bañera.
Pero se preguntó: «¿Cómo voy a hundirle este cuchillo?». No tenía
muchas fuerzas y además nunca se quedaba a solas, en casa, con Juan Soria.
Incluso si la ocasión se presentara le parecía difícil hundir un cuchillo a través
de la americana. A lo mejor en el bolsillo del pecho encontraba la cartera que
serviría de coraza, o bien Juan Soria tendría tiempo de cogerla por las
muñecas y retorcérselas. Carlota Corday había hundido el cuchillo en el
pecho de Marat mientras éste se bañaba. Meditó el hecho. Le quedaba una
sola alternativa: acceder a las antiguas solicitudes de Juan. No le sería difícil
puesto que, a pesar de Sara, de Amelia y de Isabel, Juan Soria, siempre que
podía, le pellizcaba los brazos por el pasillo de la casa y la miraba con ojos de

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cordero degollado en cuanto Sara los dejaba a solas unos instantes.
Corresponder a aquellas miradas significaría una llamada telefónica de Soria,
una invitación al despacho. Ya lo había hecho sin resultado. Dos años antes y
durante más de un mes la acosó con llamadas cuando sabía que se encontraba
sola, y también fue a esperarla dos o tres veces a la Universidad, haciéndose
el encontradizo. Con no retirar el brazo, con sostener la mirada de Juan sería
suficiente. Luego ya vería.

Después, algunos días después, cuando de nuevo le mostraron el cuchillo,


tuvo un vértigo. Cuando le preguntaron dónde lo había escondido, dijo que en
la cartera. Era la verdad. Cuando le preguntaron si Juan Soria había intentado
seducirla dijo que no, que había sido al revés, que ella había intentado seducir
a Juan. Cuando escuchó los sollozos de Sara apretó los dientes y cerró los
ojos. No quería mirarla, ver su rostro deshecho, los ojos atónitos, la boca
amarga que sólo había pronunciado una palabra. No le salía la voz. No podía
hablar; de otro modo, todo el horror de aquella tarde quedaría sin recompensa.
Le bastaba recordar a Juan, esperándola en el despacho, las luces sabiamente
dosificadas, y el tocadiscos desgranando melodías sugestivas. ¿Cuántas
habían escuchado la misma música? Tuvo que dejarse besar por los labios
babosos que la requerían. «¿Estás asustada?». Tiritaba como si su cuerpo
fuera de papel, como un perro recién nacido. «Ya verás, nenita, mi cielo, no
será nada. Anda». Y ella: «Déjame sola. Me da vergüenza desnudarme
delante de ti». «¿Es la primera vez?». «Sí». «Bueno, cielito, me voy. No
temas, voy a hacerte muy feliz. Te cubriré de besos…». No acertaba a bajar la
cremallera de la falda, se le enredó el jersey con el pelo. No atinaba a
desabrocharse el sostén. Los dedos casi no tenían tacto. Aspiró hondo. No
podía fallar. No podía prestarse a aquella iniquidad por nada. Con ambas
manos se oprimió el corazón, pensó: «Quizás en cuanto se eche sobre mí me
moriré». No le importaba morir. De ese modo no vería el desengaño de Sara.
Pero no debía morir. Al lado del sofá había unas copas y bebidas. Se sirvió
como tres dedos de coñac y lo bebió de un trago. Estuvo a punto de vomitar.
Sacó el cuchillo de la cartera y lo escondió debajo del cojín que iba a hacer
las veces de almohada. Cuando Juan Soria le preguntó «¿Puedo entrar?»,
contestó con un sí tan débil que de nuevo escuchó la misma pregunta.
Al verlo desnudo tuvo ganas de echar a correr, pero sus piernas no le
hubieran obedecido. Cuando Juan se echó a su lado se dijo que los jóvenes
revolucionarios también pasaban por el mismo miedo, pero lo superaban.

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Juan Soria no solamente estaba desnudo sino a mil leguas de sospechar que le
había llegado el último momento. Indefenso. Debía actuar lúcidamente.
Luego saldría de allí, recogería el cuchillo y se callaría para siempre. Quizá
los remordimientos terminaran con ella, pero no quería pensar en esa segunda
parte.
Al sentir el cuerpo de Juan, Mary Lambert no vaciló. La espalda se ofrecía
a sus manos, a la hoja afilada del cuchillo nuevo. Lo hundió de golpe y sintió
sobre ella la descarga de la muerte, el estertor, la agonía estupefacta de su
víctima. Los ojos de Juan se dilataron de asombro. «Pero ¿qué…?». No quería
oírle hablar. Odiaba la voz engañosa. Quizá lo que más odiaba era la voz que
sabía fingir. Mary Lambert se deslizó de debajo del hombre que continuaba
mirándola, tratando de preguntar, casi sin fuerza y babeando sangre. Aún no
estaba muerto. De un tirón sacó el cuchillo de aquella espalda desnuda y
volvió a hundirlo dos veces más. Luego ya no recordaba.

«¿Por qué? ¿Por qué?». El abogado, el fiscal, los magistrados y la misma


Sara. El público, los periodistas, los médicos que la vieron, todos querían
saber el porqué. Era lo único que no podía decir. No quería. Temía enloquecer
con las preguntas y gritar de pronto: «Era un canalla, un crápula. Traicionaba
a Sara con cualquiera y ella sufría. Aún hubiera sufrido más de haberse
enterado de quién era Juan. Me dijo un día que prefería verle muerto antes de
pensar que la engañaba. Lo he hecho con todo conocimiento de causa. Con
premeditación. No estoy loca. Yo quería a Sara más que a nadie en el mundo,
como ella creía querer a Juan. Pero las otras, ¿qué han hecho las otras?
Callarse como muertas. ¿Por qué no ha venido Amelia? ¿E Isabel, que no
sabía comprar ni un tubo de pasta dentífrica sin la compañía de Juan, dónde
está Isabel? Muerta de miedo, temblando en su casa, inventando excusas,
proyectando un viaje, quizá, para poner tierra por medio».
Después de haber visto a Sara, de haber escuchado de sus labios aquella
única palabra, deseó la muerte. El abogado pretendía hurgar en lo más
recóndito de ella misma, encontrar la excusa para que la pena no fuera capital.
Fue ella la que dio todas las facilidades. Sólo parecía tener voz para contar los
detalles de la premeditación, del lento proceso que la había llevado al crimen.
«Hacía años que yo amaba a Juan, pero él no me hacía caso. Sólo amaba a
Sara, sólo amaba a Sara, sólo amaba a Sara. Decidí seducirle. Hice cuanto
pude; los hombres, Sara me lo había dicho, son débiles. Pero Juan se resistía.
Aquel día fui a su despacho decidida a todo. Le hubiera perdonado si

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solamente hubiera tenido una sola palabra de cariño. No la tuvo. Me dijo que
aquello lo hacía porque un hombre no podía desairar a una mujer, pero que
jamás volviera por allí o de otro modo él lo contaría todo a Sara.
Entonces…».

Los ojos de Mary Lambert, cuando se dirigía hacia el cadalso, se llenaron


de lágrimas. No por la muerte; ella deseaba morir. Lo había perdido todo.
Moría lo mismo que morían los jóvenes revolucionarios, los magnicidas que,
obsesionados por el acto, por la causa, eran incapaces de ver los resultados. Si
al menos Sara hubiera estado allí, a su lado, y la hubiera besado, perdonado y
comprendido… ¿A santo de qué aquel hombre con la cara tapada le pedía
perdón? «Gracias —le dijo—. Gracias». Y luego, al sentir el frío de la argolla,
perdió el conocimiento.

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DON GONZALO

El que sube a las más elevadas montañas


se ríe de todas las tragedias,
representadas y reales.

NIETZSCHE

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Incluso los carceleros le llamaban don Gonzalo. Bien sabía que no era
deferencia sino ironía, pero no le importaba. Lo que sí le importaba, en
aquellas últimas horas, era no tener unas cuartillas y una pluma para dejar
constancia de lo que le había impulsado a suprimir a sus víctimas, cuyos
nombres, rostros y circunstancias habían quedado indeleblemente marcados
en su memoria.
Paseó de un lado a otro de la pequeña celda. Lo hacía continuamente,
hasta marearse. Luego se tendía sobre el camastro y echaba de menos el libro,
pero sobre todo las cuartillas y la pluma. No pudo explicarles, dejar que
explicara los motivos. Eran obtusos y no veían más que los efectos, mientras
las causas permanecían ocultas. Cuando él pretendió desvelarlas le cerraron el
paso preguntándole: «¿Se confiesa culpable de esos cinco asesinatos?». Ni
siquiera el abogado le dejó razonar. «Aténgase a los hechos, don Gonzalo,
pues son los hechos los que importan. No hay motivación alguna para
suprimir la vida de irnos muchachos de dieciocho a veinte años, alumnos
suyos. Póngase en lugar de los padres».
Lo imposible era ponerse en lugar de otro. Precisamente para no tener que
ponerse en lugar de ningún padre, don Gonzalo había permanecido soltero
hasta los cuarenta y cuatro años. Y a esa edad lo habían condenado a muerte.
Ignoraba la práctica del amor, pero tenía amplios conocimientos teóricos de la
vida, de la vocación, incluso del amor. Era profesor. Preparaba a los
muchachos que no solamente iban a ingresar en la Universidad, sino también
en la vida. Trataba de ayudarles, lo mejor que podía, en los dos caminos,
dándoles su ciencia, sus ansias de perfeccionamiento. Había conseguido
éxitos notables, y los padres de sus alumnos confiaban en él. «Es rígido, pero
justo». Decían de él que era casi un sabio, y todos coincidían en que era un
perfecto caballero. Luego, cuando los hechos se volvieron contra él, se vio
acusado de sádico e incluso de homosexual. La palabra le aterraba. Jamás
hubiera podido sospechar que el simple hecho de suprimir una vida pudiera
implicar tal cantidad de cieno. ¿Por qué había dado muerte a esos muchachos?
La pregunta, repetida hasta la saciedad, obtuvo siempre la única respuesta

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posible: «porque jamás hubieran hecho nada en la vida; eran seres destinados
al fracaso. La muerte es piadosa; la vida, cruel. Yo sabía que…».
Tres especialistas mentales le sometieron a toda clase de pruebas. Él
mismo los desengañó. «Estoy perfectamente. Si ustedes pretenden excusar
mis actos con el dictamen de desequilibrio mental, están equivocados. Muy
gustoso me someteré a cualquier observación». Y ninguno de los tres se
atrevió a certificar que don Gonzalo, como también le llamaron, estaba loco.
Los tests indicaron lo contrario. Don Gonzalo, intelectualmente, era un
espíritu superdotado. Se sintió muy satisfecho. «Comprenderán que no tendría
el menor mérito por mi parte haber cometido esos actos delictivos (rehúso
calificarlos de asesinato) si algo en mi mente fallara. Fueron meditados
largamente. Incluso puedo decir que hasta el último momento traté de salvar a
los muchachos. Les dedicaba más atención que a los otros, más bondad, más
paciencia, pero ellos mismos se condenaron».
El gentío vociferaba en la puerta del juzgado. Cuando bajó del coche
celular, los policías tuvieron que protegerle porque de otro modo le hubieran
linchado. Cuando salió del juzgado, condenado a la pena capital, la gente
embravecida gritaba: «Muera, muera el sádico, muera el asesino de menores,
muera…».
Gritos. Gritos de muerte. Ruido de multitud borracha, de chusma
ignorante. La celda de los condenados a muerte era casi un refugio; allí estaba
solo. Si le hubieran dado unas cuartillas y una pluma casi se habría sentido
feliz, como en aquellos años, cortos años, que duró su amistad con Rafa Reus,
Rafa…

Él tenía cinco años cuando la ruina de los suyos llegó a paso lento, pero
inexorable. Ocupaban dos principales en uno de los mejores inmuebles del
Paseo de Gracia, en Barcelona, y aunque era muy niño recordaba
perfectamente que iban hombres a su casa y se llevaban consolas, objetos de
arte, cuadros. Más pequeños que él, le seguían dos hermanas y un hermano,
por el momento el último nacido. La madre lloriqueaba, se rezaba el rosario
en el salón, bajo los retratos del bisabuelo y de la bisabuela, y se imploraba a
la Providencia. Gonzalito escuchó a su padre pedir socorro al Altísimo, «para
que al menos conservemos la dignidad». Al venderse el salón isabelino, la
salita Imperio y otras antigüedades, quedó libre uno de los principales. «Por
lo menos eso hemos ganado —decía el padre—: un alquiler. Menos mal que
la casa es grande».

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Al cabo de unas semanas se escucharon unos ruidos: martillazos, voces, ir
y venir de obreros. «Se ha alquilado el principal —dijo la madre a la hora de
la comida—. Un tal señor Reus. Fabricante. Están haciendo reformas en el
piso, pintándolo, cambiando los papeles». A Gonzalito le vinieron de nuevo
aquellos ruidos. Él jamás había visto obreros en la casa como no fuera para
pequeñas cosas. Nunca se llamó a pintores, ni a carpinteros. Todo estaba igual
que siempre; era el piso de los abuelos. En aquel tiempo el abuelo ya había
muerto, la abuela vivía con ellos y se impresionó muchísimo cuando la venta
del salón isabelino y de la salita Imperio. Lloró mucho la abuela cuando tuvo
que trasladar su dormitorio al otro lado, reducirse. Y por primera vez en su
vida Gonzalito escuchó una palabra extraña que le sonó terriblemente: ruina.
Y otra: «Los Reus son unos nuevos ricos. Dicen que el abuelo se marchó a los
Estados Unidos y trabajó de peón hasta que de una cosa a otra amasó una
fortuna. Está podrido de millones, pero Reus, el vecino, al llegar a España
montó una fábrica de géneros de punto. Esa gente no se harta de amontonar
duros».
Los Reus, padre, madre y dos hijos, no se instalaron en el principal hasta
que, según la portera, quedó como un palacio. «Han instalado dos cuartos de
baño. Todo nuevo. ¡Qué gozo da verlo!». Doña Aurelia y don Gonzalo de Tal
y de Tal, los padres de Gonzalito, suspiraban, y la vieja abuela se reconcomía
con aquello de que se habían instalado unos nuevos ricos en el principal que
ellos habían tenido que dejar. «Seguramente unos mal educados —decía para
consolarse—. Todos esos cachupines no conocen los modos ni por el forro».
Gonzalito no se atrevió a preguntar qué significaba lo de cachupín, pero le
sonó a algo muy feo, despreciativo. Como la puerta del principal primera, la
de los futuros inquilinos, permanecía abierta a menudo con el ir y venir de los
operarios, él se escabullía al rellano y miraba. Los nuevos ricos, por lo que él
podía juzgar, tenían una casa preciosa, muy blanca de techos, muy limpia, que
olía a pintura y a madera recién encerada. Aquellos dos olores marcaron sus
cinco años como signo de riqueza, lo mismo que el olor de gasolina de los
automóviles cuando arrancaban y dejaban escapar un chorro de humo.

Don Gonzalo se detuvo unos momentos y se sentó sobre el camastro. Con


ambas manos estrechó su frente. Cerró los ojos. Rafa Reus le sonrió por
dentro, con la sonrisa que hacía brillar los ojos claros, y curvaba unos labios
firmes que desde el primer momento se habían mostrado amistosos.
«¡Hola! —le dijo—. Me llamo Rafa Reus. ¿Y tú?».

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Rafa tenía los mismos años que él, pero era más alto, mucho más fuerte.
Se encontraron a los pocos días, en el rellano. Rafa tenía una hermana más
pequeña que no dijo nada, pero le miró tan profundamente que Gonzalito se
quedó helado. Iban acompañados por una doncella muy peripuesta y
uniformada que no pareció demasiado contenta con el encuentro.
«Anda, Rafa; anda, Carolina, a casa. Es la hora de la merienda».
Gonzalito sólo tuvo tiempo de murmurar su nombre. Los apellidos eran
largos, tan largos que Rafa se quedó sin saberlos.
A los pocos días Rafael Reus y su esposa ofrecieron la casa a sus vecinos
mediante un tarjetón adecuado. Don Gonzalo de Tal y de Tal lo leyó a la hora
del almuerzo: «Rafael Reus y su esposa, Carlota Valenti, tienen el honor de
ofrecerles su nuevo domicilio, Paseo de Gracia número tal, principal
primera». Y, de puño y letra, Rafael Reus añadió: «Y muy especialmente a
ustedes por ser vecinos de rellano». La abuela respingó: «Lo que me temía.
Ahora pretenderán visitarnos y que los visitemos. Cuando en el fondo están
en nuestro propio piso». Don Gonzalo de Tal y de Tal sorbió una cucharada
de sopa antes de contestar: «Será una visita de compromiso, pero no podemos
negarnos». «En todo caso —interrumpió la abuela—, los niños no tienen que
andar juntos. Nada de jugar en casa de unos y otros. De esa gente nada bueno
se aprende. ¿Me oyes, Gonzalito?».
Gonzalito oía y retenía. Gonzalito —en eso estaban todos de acuerdo—
era muy inteligente, demasiado inteligente para su edad. A los cinco años
sabía leer como un adulto y su memoria era prodigiosa. Iba al colegio con
niños dos años mayores que él y era siempre el primero de la clase. Gonzalito,
a través de la abuela, del padre y de la madre, sabía que lo esencial en la vida
era tener apellidos ilustres, buenos modos y principios religiosos firmes como
rocas. El dinero no era tan importante. Gentes muy groseras estaban cargadas
de duros, como los Reus. Los nuevos ricos eran una casta despreciable, como
el servicio, o los obreros que olían mal y blasfemaban. Lo principal era
guardar fachadas y ellos, don Gonzalo de Tal y de Tal, doña Aurelia, la
madre, y la abuela, cuando salían de casa iban más tiesos que Don Rodrigo en
la horca, bien planchados y cepillados. Que en casa se comiera en platos
desportillados una sopa de huesos y unas albóndigas o unas pescadillas
enroscadas, eso no tenía importancia. Los Reus comían como cafres, en
vajillas demasiado nuevas, y eso se les veía a la legua. «Enseñan la oreja»,
decía la abuela cuando Rafael Reus ponía el automóvil en marcha dando
vigorosamente a la manivela.

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Don Gonzalo se asomó a la ventanilla de la celda. Llamó al carcelero y
éste se le acercó. Le dijo: «Ya que al amanecer me han de ejecutar, ¿qué
importancia tiene lo que escriba o deje de escribir? Le pido por favor que me
dé unas cuartillas y un lápiz».
El carcelero se excusó educadamente: «No puedo, don Gonzalo.
Comprenda, soy un mandado». Y don Gonzalo clamó a través de la mirilla:
«Rebaño, hormiga, no mereces vivir», lo que provocó la huida del carcelero.
Don Gonzalo volvió a sus paseos. Se sabía de memoria el número de baldosas
de la celda. El color y las mellas. Conocía al dedillo las menores trazas
dejadas allí por otros, que, al igual que él, pasaron las últimas horas. Aquellas
paredes estaban impregnadas con mil angustias de otras tantas muertes, pero
eso a él no le afectaba. Rabiaba, eso sí, por unas simples cuartillas.
Ni siquiera hubo visita de compromiso. Y además a Gonzalito le
prohibieron todo contacto con Rafa y Carolina. Eso le puso malo.
Dictaminaron exceso de estudios a una edad demasiado temprana. Se quedó
en casa dos años justos, leyendo, devorando libros. Entretanto nacieron dos
hermanos más. Ya eran seis. Si por casualidad Rafa y él coincidían en el
rellano, Rafa le sonreía: «Adiós, Gonzalito». Cuando no le veía le observaba
desde el balcón. Rafa y Carolina salían con la madre, con la doncella o con el
padre. De vez en cuando les visitaba el abuelo, el que fue peón en los Estados
Unidos, el cachupín, como decía la abuela de Gonzalito, que por aquellos
tiempos empezaba a estar continuamente enferma. El abuelo Reus fascinaba a
Gonzalito. Era el hombre más alto y más guapo que había visto en su vida, y
no parecía en absoluto cachupín (ignoraba todavía el significado de la
palabra); al contrario, parecía un gran señor. Llevaba barba, muy blanca y
muy recortada, y andaba recto como un pino. Desde casa de Gonzalito se oían
sus carcajadas.
«¡Qué ordinario! —exclamaba la abuela—. Reírse a mandíbula batiente
como los de pueblo».
Los Reus reían mucho. Se escuchaban de principal a principal las risas de
Rafael, de Carlota, de Rafa y de Carolina. Carolina reía más que nadie y la
abuela aseguraba que aquella niña terminaría mal. No se podía ser tan alegre
sin merma para la virtud. La virtud también era muy importante. Gonzalito
ignoraba todo lo referente a la virtud, pero entonces tuvo la impresión de que
debía de ser algo triste y viejo como la abuela.
Los siete años de Gonzalito fueron marcados por dos acontecimientos
muy importantes: reemprendió su vida escolar y tuvo como compañero de

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clase a Rafa Reus. Segundo: murió la abuela y a partir de aquel día no se la
nombró en casa con otro nombre que el de la santa abuela.
Volver al colegio fue para Gonzalito algo así como el final de una pena
que no había merecido. Sus compañeros tenían poco más o menos la misma
edad que él, y Rafa Reus pudo al fin ser su amigo. De esa amistad jamás dijo
una palabra en casa. Sus padres seguían herméticamente cerrados a toda
relación, las cosas iban de mal en peor y ya se empezaban a liquidar las joyas
de la santa abuela, que hasta entonces habían sido consideradas como
reliquias. Se vivía, o se sobrevivía, pero eso sí, «con dignidad», decía don
Gonzalo de Tal. A casa de los Reus iba lo mejor de Barcelona. «Poderoso
caballero es Don Dinero», comentaba agriamente doña Aurelia, y Gonzalito
anhelaba la hora del colegio para estar junto a Rafa, que se reía como nadie,
siempre parecía contento y le mostraba amistad e interés. Juntos hicieron la
Primera Comunión y aquel día los Reus dieron una gran fiesta. Gonzalito fue
invitado, pero no le dejaron ir. Tuvo que quedarse en casa y por la tarde
estuvieron las tías y los primos. Gonzalito tenía infinidad de tías y tíos, y
cuando se reunían todos los primos hermanos eran treinta y pico. Se sirvió
chocolate con melindros, que él no pudo tragar. La madre había dicho por la
mañana: «Es una indecencia festejar una Primera Comunión con tanto boato.
En la pastelería me han dicho que la merienda de los Reus ha costado más de
cien duros entre dulces y vinos. Cuando uno piensa…».
Don Gonzalo recordaba frase por frase, situación por situación. Aún era
muy niño, pero empezaba a darse cuenta de que algo fallaba, de que la vida
no era tan simple como pretendían hacérsela tragar. Y además los nuevos
ricos tampoco eran tan burros como la santa abuela quiso hacerle creer. Le
costaba pasar delante de Rafa Reus. No siempre era el primero de la clase,
aunque se mataba estudiando. Y por si fuera poco Rafa valía para todo y en
los juegos era un as. Los chicos de la clase le seguían como perros. Todo lo
que hacía o decidía Rafa era aceptado sin reservas. Sintió por primera vez el
apretón de la envidia. Una de las ocasiones que se llevó el segundo puesto
después de Rafa, le espetó: «Pero yo tengo todos mis apellidos con el “de”.
Somos aristócratas, mientras tú eres nieto de un cachupín». Rafa no le
contestó siquiera. Estuvo casi una semana sin dirigirle la palabra. El abuelo
Reus iba a menudo al principal del Paseo de Gracia, se quedaba a comer, y
por la noche iba a buscarle un criado negro que se llamaba Domingo y tenía el
pelo blanco. Una de aquellas noches, cuando el abuelo se fue con el criado
negro, sonó el timbre de la casa de Gonzalito. Salió a abrir una criada, con el
mandil mojado y alpargatas. Detrás de ella asomó Gonzalito por lo insólito de

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la llamada. A aquellas horas nadie solía llamar. Vio en la puerta a los dos
hermanos: Rafa y Carolina. Tenían entonces nueve y ocho años. Se daban la
mano y parecían formar un bloque, una escultura de piedra. Rafa habló en voz
alta, como si quisiera hacerse oír por todos los de la casa: «Mi abuelo dice
que está muy orgulloso de haber sido un cachupín y que vosotros no sois más
que unos comemierda». Don Gonzalo de Tal y doña Aurelia, embarazada de
su octavo vástago, aparecieron en el recibidor y se quedaron patidifusos.
«Cierra la puerta», ordenó don Gonzalo, padre; pero antes de que se cerrara,
la voz de Carolina repitió tres veces: «Comemierda, comemierda,
comemierda». Don Gonzalo y doña Aurelia se retiraron hacia el interior de la
casa y Gonzalito escuchó los sollozos de su madre. «¡Jesús, Jesús, verse
humillada de tal forma!». Y la voz de su padre: «No han escuchado otra cosa
en su vida. Se han retratado».
Al día siguiente, en el colegio, fue algo así como una agonía. Aún le
quemaba el insulto. Rafa no le dirigió la palabra. Al cabo de dos días seguía el
silencio, agravado por una actitud general de los demás compañeros.
Gonzalito se puso enfermo. Le entró una fiebre descomunal y el médico dijo
que debía estar a dieta hídrica. Se moría de hambre. Al cabo de una semana
de aquella espantosa enfermedad, que nadie supo de dónde le venía ni qué
era, a la hora del almuerzo, llamaron a la puerta de la casa. La criada anunció
a don Rafael Reus, el vecino del principal. Don Gonzalo de Tal se negó a
recibirle, pero Rafael Reus se coló de rondón y llegó hasta el comedor. Dijo
en voz lo suficientemente alta para que Gonzalito lo oyera desde su cama:
«He venido a excusarme en nombre de mis hijos. Lo que hicieron estuvo mal,
pero es la primera vez que me dan semejante disgusto. Son dos niños buenos
y generosos, y deseo que continúen siéndolo. Ahora bien, también nosotros
tenemos nuestra dignidad. Cierto: mi padre ganó su fortuna en los Estados
Unidos, trabajó de estibador en el muelle de Nueva Orleáns, fue trampero,
bucanero y voluntario en una de las guerras de Méjico. Por último amasó una
gran fortuna, y siempre se hizo respetar por todo el mundo. Eso sí, no tiene
pelos en la lengua ni admiración por los pergaminos. Para él lo que vale es
uno mismo, no los antepasados. Eso es todo».
Cuando Gonzalito volvió al colegio, Rafa le sonrió: «Vamos, hombre, no
seas tonto. Era broma». Y todos los demás le siguieron, como siempre,
fascinados.
Le quedaban unas horas antes del amanecer. El carcelero le había dejado
la cena: un calducho en donde flotaban patatas, garbanzos y nabos, y un guiso
de carne con patatas también. La carne, escasa y con mucha grasa. También le

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dejó un vaso de vino, además de la jarra de agua habitual. Apreció el detalle y
se bebió el vino de un trago. La cena ni la tocó. Se dijo que era absurdo
engullir aquella bazofia, puesto que le faltaban pocas horas para morir. Le
recordaba los guisos que se hacían en casa de sus padres, los suspiros de doña
Aurelia, que se quejaba de la carestía de los alimentos y de lo que los ocho
hijos significaban en cuestión ropas y zapatos. A veces exclamaba: «Los Reus
tienen millones y sólo dos hijos; nosotros…». Y don Gonzalo de Tal y de Tal
la confortaba moralmente diciendo que los hijos los daba Dios y, por lo tanto,
debía confiar en la Providencia. Gonzalito, que andaba por los once años y
sabía bastantes cosas sobre los nacimientos (desde que empezó a tener
memoria y observación vio a su madre perennemente en estado), encontraba
que los consuelos del padre carecían de base. Aprendió a cuidar sus ropas
para no desmerecer ante sus compañeros, sobre todo ante Rafa, que no
parecía en absoluto preocupado por esas cuestiones, y muy dentro de él
empezó a nacer la convicción de que los hijos eran un engorro. Cuando él
fuera mayor no los tendría. De ese modo no sufrirían por falta de alimentos o
de ropas. Aún no relacionaba del todo los hijos con el comercio sexual, pero
intuía que en eso, como en muchas otras cosas, sus padres andaban algo
retrasados. Por aquella época, sin quererlo, Rafa Reus derribó el último
bastión familiar, la frase que a fuerza de ser repetida había perdido el
auténtico significado. Los chicos eran amigos fuera de la casa, en el colegio,
por la calle. Ni don Gonzalo de Tal ni doña Aurelia deseaban relacionarse con
los Reus, aunque sólo fuera como vecinos. «Cada cual en su casa —decía
doña Aurelia, que no pecaba de ordenada ni de limpia—; así no hay
chismorrees». Y Gonzalito no podía ir a jugar a casa de Rafa, a pesar de que
éste y Carolina le habían invitado a menudo, cuando invitaban a otros chicos
y chicas. El rellano era una especie de tierra de nadie en donde volvían a ser
amigos, las puertas dos infranqueables fronteras. «La santa abuela nunca lo
hubiera permitido», decía doña Aurelia, y Gonzalito, en una de tantas
ocasiones, lo repitió a Rafa: «Dice mamá que la santa abuela no lo habría
permitido». Nunca olvidaría la carcajada de Rafa, cuando escuchó lo de
santa, en el instante preciso en que llegaban al rellano. «¿De qué te ríes?».
«Nada, me has hecho gracia». «¿Qué te ha hecho gracia?». «Lo de santa.
Oye: ¿hace milagros tu abuela?». «No. Que yo sepa no ha hecho ninguno».
«Pues entonces, ¿por qué dices santa?». Gonzalito reflexionó. Comprendió
que hablaba por boca de otros, que decía santa como podría haber dicho mi
abuela que en paz descanse, o mi pobre abuela, o mi achacosa abuela, o mi
reumática abuela, o… No se enfadó con Rafa, se enfadó con los suyos por

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aquella ridiculez. Se limitó a contestar: «Tienes razón, yo no creo que sea
santa, pero a fuerza de oírlo repetir…». Y Rafa terminó con sus risas y le
contestó que le daba igual, que en el fondo no tenía la menor importancia.
Pero sí la tuvo. La carcajada de Rafa había derrumbado algo de un
pedestal. No dijo nada a sus padres hasta llegada la ocasión, y como en
aquella casa se hablaba mucho más del pasado que del presente, llegó el día
de su revancha. «¡Dios, Dios! —exclamaba a menudo doña Aurelia—. Menos
mal que la santa abuela está en la gloria y no puede ver nuestras penurias».
Gonzalito tragó saliva. Preguntó con voz firme a su padre: «¿Qué hizo la
abuela para ser santa?». Don Gonzalo de Tal le soltó un bofetón, a pesar de
que no era dado a los métodos brutales. «Tu abuela era y es santa, ¿me
entiendes?». Gonzalito se rascó la mejilla. Le escocía. Sin embargo, se dijo a
sí mismo: «Cobarde si no preguntas. ¿Por qué?». Y en voz alta: «¿Por qué era
y es santa la abuela? Tengo derecho a saberlo». Don Gonzalo y doña Aurelia
se miraron. Dos o tres hermanas desorbitaron los ojos como si vieran a
Satanás. El pequeño empezó a berrear, cosa que hacía de continuo. «En
nuestra familia —contestó con voz muy engolada don Gonzalo—, todas las
abuelas han sido santas. Y… —añadió con una mirada enérgica dirigida a su
esposa— tu madre también lo es. Tan santa como la abuela. Ahora vete a la
cama sin cenar».
En la cama lloró. Lloró de impotencia, de rabia, de odio. Decidió
preguntar a Rafa si su abuela y su madre, si todas las mujeres de la familia
Reus eran santas o si tan sólo la santidad era exclusividad de los Tal y de Tal.
Cuando llegaron los dos hermanos que compartían el dormitorio con él, se
hizo el dormido. Les escuchó rezar. Él no lo había hecho todavía y decidió no
hacerlo. Más tarde oyó las respiraciones tranquilas de los dormidos. Él no
tenía sueño. Deseaba llegar a la mañana siguiente, poner en claro mil cosas.
Se durmió al amanecer, con una tenaza de angustia en la garganta y la
sensación de que vivía en un mundo falso, en donde todo eran frases hechas,
mentiras, estrecheces y estupidez.
Al día siguiente, por la calle, dijo a Rafa: «Mi abuela no era santa. Estoy
seguro». Rafa se encogió de hombros. «La mía tampoco», contestó. «¿Qué
era tu abuela?», preguntó Gonzalito. Rafa sonrió como si recordara algo muy
jocoso. Dijo al cabo del rato: «Mi abuelo era mayor cuando se casó. Se
enamoró de mi abuela, que era camarera o algo así, en San Francisco de
California». «¿Camarera?». «Sí, camarera o cantante, no ha quedado muy
claro. Era muy joven y bonita. Un día te enseñaré una foto de ella».

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Don Gonzalo devolvió al carcelero la sopa y el guiso de carne. Pidió si
podían darle un nuevo vaso de vino. El carcelero asintió. «Si quiere, vendrá el
sacerdote a confesarle. Ha dicho que en cualquier momento del día o de la
noche que usted lo necesite, vendrá». «No necesito al cura. Necesito papel y
lápiz. Quiero escribir algo para mí». «Pero si usted…». «¿Qué importa? Lo
que tengo que decir sí es importante». «No puedo, don Gonzalo. Ni siquiera
tengo unas cuartillas, ni aunque quisiera podría complacerle».
El carcelero era un buen hombre. Un hombre resignado. Vivía tan
encarcelado como los presos, pero quizá no se daba cuenta. Allí, en aquella
cárcel mugrosa, se sentía al abrigo de la necesidad. Se había acostumbrado a
los presos, a los condenados, y los trataba como clientes de un mal hotel, pero
clientes de todos modos. «Le traigo el vino, don Gonzalo; eso le calmará un
poco. Además…».
Además iba a morir. Total, nada. La muerte no era nada. La muerte era ni
más ni menos que un punto final. También Rafa murió, los ojos abiertos al
sol, una bala en el pecho. Pero eso fue algunos años después, sólo algunos que
entonces parecían muchos, pero que en el tiempo fueron nada más que un
soplo.
Mucho antes de aquella muerte ocurrió lo que don Gonzalo de Tal y de
Tal y doña Aurelia calificaron de cataclismo. Gonzalito tendría irnos catorce
años y empezaba a afeitarse el bozo. Él y Rafa hacían quinto de bachillerato,
iban un año adelantados. Gonzalito dejó el diminutivo por Gonzalo a secas,
tan sólo las hermanas y la madre le llamaban a veces Gonzalito y él se hacía
el sordo y no les contestaba. Por aquel entonces la situación económica de la
familia llegó al límite de lo imposible. Ya no quedaba ni una sola joya que
vender, ni un solo cuadro. Incluso las dos parejas de retratos de los bisabuelos
y de los abuelos fueron a parar a manos de extraños. Eran de buena firma.
«Algún nuevo rico los colgará en el salón y dirá que son los antepasados»,
gimió doña Aurelia. Don Gonzalo de Tal recurrió mil veces a los amigos, les
sableaba veinte duros, cuarenta, los necesarios para llenar el buche de su
nidada y vestirla lo menos indecorosamente posible. Debían el alquiler, les
habían cortado la luz y cuando alguien llamaba a la puerta no se abría por
temor a una posible factura. La criada les permaneció fiel. Hacía tantos años
que no cobraba, que marcharse hubiera sido peor. Don Gonzalo calmaba a
unos y a otros diciendo que a veces en la vida había que llegar al final para
reemprender desde el principio, que tenía que ver a un amigo suyo, íntimo de
la familia, que seguramente le proporcionaría un trabajo de acuerdo con su
profesión (era abogado, pero jamás había ejercido). «Trabajaré y todo volverá

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a la normalidad». La criada era una bendita y creía que de pronto en aquella
casa todo iría como sobre ruedas. Era una mala racha, según don Gonzalo de
Tal. La posguerra mundial daba como resultado aquellos locos años veinte.
Por el patio de las cocinas se oían las canciones de entonces cantadas a pleno
pulmón por las chicas de servicio: «Madre, cómprame unas botas, que las
tengo rotas de tanto bailar». «Si vas a París, papá», «Charleston, charleston»,
y los primeros tangos de Gardel, y de Espaventa. Las chicas de servicio
ganaban de tres a cinco duros al mes y aún les quedaban ánimos para cantar.
A don Gonzalo de Tal, antes de que se le hubieran arreglado sus asuntos, le
desahuciaron.
Fue al mediodía, cuando se disponía a sentarse a la mesa para trampear el
hambre. Cuando la fiel doméstica abrió la puerta, se quedó aterrada. Salió don
Gonzalo y tras él doña Aurelia. Doña Aurelia profirió un grito, dos, una tanda
de gritos histéricos que alertaron al vecindario. Rafael Reus, que acababa de
llegar a casa, los oyó mejor que nadie por ser el vecino más cercano. Salió al
rellano y se enteró de lo que ocurría. Con gran serenidad se dirigió a los
encargados del desahucio y les dijo que él se hacía responsable de todo, que
por favor no tocaran nada de aquella casa y… Doña Aurelia se desmayó. Don
Gonzalo de Tal acarició nerviosamente su bigote y dijo a Rafael Reus: «Pase,
se lo ruego; su gesto es el de un auténtico caballero, yo quisiera…». «Nada,
don Gonzalo. Usted hubiera hecho lo mismo en mi caso. No se preocupe.
Hace tiempo quería pedirle un gran servicio, pero, la verdad, no me atrevía.
Sé que es usted abogado, ¿no es así?». «Naturalmente», contestó don
Gonzalo. «Pues bien, en estos momentos necesitaría un asesor en la fábrica.
Me doy cuenta de que usted vale muchísimo más que esa asesoría, pero quizá
lográramos entendernos. Puedo ofrecerle desde ahora un sueldo de…».
Pronunció una cifra generosa.
Gonzalo hijo, en la habitación contigua, no perdió ni una sola palabra del
diálogo. Apretaba los puños de rabia y estuvo a punto de soltar una bofetada a
la mayor de sus hermanas, que gimió: «Papá trabajando en una fábrica». Don
Gonzalo, que en aquellos momentos apenas conseguía reunir ochocientas
pesetas mensuales, no contestó en seguida. Gonzalo estuvo a punto de
irrumpir en la pieza y gritar: «Acepta, cretino, incapaz, impotente de la vida.
Siquiera por nosotros».

Don Gonzalo se puso de nuevo a pasear de un lado a otro de la celda. Él


no creía en la conciencia. Desde los diecisiete años, en cuanto pudo devorar

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El eterno retorno, Así habló Zaratustra y Más allá del bien y del mal, abolió
la suya. Consideró que Nietzsche tenía sobradas razones para creer que la
conciencia era un mito, algo de uso personal cortado a medida del cliente y
por lo tanto no válida. Para su padre, la conciencia era la voz de Dios, pero
como jamás había estado de acuerdo con la conciencia de su padre ni con la
del resto de la familia, porque en nada se parecía a la conciencia de otras
gentes, decidió identificarse con el filósofo alemán y de golpe borró de sus
labios las palabras conciencia y Dios. Sólo existían los hombres y entre éstos
se encontraban los superdotados en inteligencia, en visión auténtica de la
vida, y los imbéciles. Entre ambos polos había graduaciones, como las había
entre la Matrícula de Honor y el suspenso.
El cataclismo dio como resultado que en casa de don Gonzalo de Tal se
viviera decentemente y por otra parte que las relaciones con los Reus fueran
las normales. La primera vez que Gonzalo puso los pies en casa de Rafa creyó
penetrar en un mundo distinto, un mundo de sólida realidad. Inmediatamente
se encontró bien en aquella casa, decorada quizá con exceso de ostentación
que no percibió entonces. La de sus padres, por contraste, le pareció más
sórdida, sucia y desordenada que antes. Le daba cierto apuro que Rafa fuera a
verle, de vez en cuando, si estaba enfermo, y procuraba evitarlo. Las visitas
de los Reus tampoco encantaban a doña Aurelia, que se veía obligada a quitar,
en aquellas ocasiones, lo más gordo y que a pesar de tener dos sirvientas
seguía tan incapacitada para llevar la organización del hogar como en los
malos tiempos, cuando los niños nacían uno tras otro y a duras penas podía
alimentar a la única criada.
Rafa Reus y Gonzalo terminaron el bachillerato a los quince años y
entonces tuvieron que decidir su camino. Los dos lo sabían. Los dos estaban
perfectamente convencidos de que debían ser aquello y no otra cosa. Gonzalo
quería estudiar filosofía; cuando terminara haría oposiciones para una cátedra.
Rafa, arquitectura. Una vez más tuvo que extrañarse ante Rafa, admirarle,
admirar a Rafael Reus, que admitía de antemano que a su hijo pudiera no
gustarle la fábrica y quisiera ser él mismo, algo distinto, nuevo. «Si estudiaras
ingeniero podrías trabajar con tu padre. Tendrías una situación asegurada».
Rafa Reus le había sonreído. «Lo sé, pero me gusta la arquitectura. Es lo que
más me gusta. Seré arquitecto. Mi padre lo comprende».
Lamentó separarse de él. Durante muchos años habían hecho el mismo
trayecto, sentándose en pupitres contiguos en la misma clase. Una vez
terminado el bachillerato debía ir cada cual por su lado. Se encontraban al
final de la jornada y estudiaban juntos, en casa de Rafa. Uno y otro eran los

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más jóvenes entre los compañeros, de nuevo Gonzalo tuvo que codearse con
muchachos desconocidos y le pareció que entre él y los demás había un foso
que sólo podría salvar superándoles en las distintas disciplinas. Por entonces
también, los problemas sexuales le fueron desvelados de la más cruda manera
por compañeros mayores que habían conocido a la mujer. Gonzalo se fingió
muy al corriente, muy avanzado y lanzado en ese terreno. Con los pocos
ahorros que tenía se compró en los quioscos cuadernillos pornográficos y de
ese modo, cuando hablaba con los otros, podía emplear un vocabulario a la
altura del más avisado. Se dijo en aquellos años que debía incrementar sus
ingresos de algún modo, pero sin que nadie lo supiera. Su padre no le hubiera
permitido alternar los estudios con otra dedicación, y ninguno de sus
compañeros lo hacía. Quizá Rafa pudiera comprenderle, pero prefirió no
decírselo. Rafa hubiera encontrado el medio de regalarle lo que le hacía falta,
y no lo deseaba. Por mediación de un ayudante de cátedra pudo dar lecciones
a dos chiquillos que iban atrasados en el bachillerato. Se saltaba algunas
clases, pero las recuperaba estudiando en casa de Rafa. De ese modo
consiguió su primer dinero, que iba a servirle para libros. Los cuadernillos
pornográficos los ocultó, forrándolos previamente, en su armario. La madre
jamás ponía orden, de modo que no había peligro alguno. Los otros libros:
Nietzsche, Kant, Schopenhauer, Darwin, Spengler, Kierkegaard, así como
ciertas novelas de Dostoievski, Barbusse, Lawrence, etc., fueron a parar al
cuarto de estudio de Rafa. También Rafa era un gran lector. Tuvo que darle
una explicación: «Mis padres me los echarían al fuego, ¿comprendes?
Muchos están en el índice».
Aquella habitación, en donde poco a poco fue iniciándose su biblioteca,
fue para Gonzalo lo mejor del mundo.

Fueron años de prueba. Tuvo que defenderse celosamente para que nadie,
ni siquiera el mismo Rafa, supiera de sus miedos. El tema sexual le aterraba
como algo grosero que desde la infancia le hubiera resultado odioso. El
vientre perennemente hinchado de la madre le venía a la memoria, y con el
recuerdo la vaharada turbia de un mundo de instintos en el cual la razón se
hallaba excluida. Una vez Rafa quiso llevarle a un elegante prostíbulo. Le
maravillaba la libertad con que Rafa hablaba de sus primeras experiencias, de
lo normal que le parecía aquello. Se escabulló diciendo que tenía un asunto
serio con una mujer casada y que no podía mencionar su nombre porque se
habían jurado mutuamente guardar la mayor reserva. Rafa —tenía entonces

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dieciocho años— se quedó boquiabierto. «Chico, tú las matas callando».
Procuró por lo demás hacer como todos, hablar de las chicas, bailar, mostrarse
atrevido en las conversaciones con sus compañeros, que le dieron como
sobrenombre el de Marqués de Sade. Le gustaba, si alguna chica nueva
inquiría «¿Quién es ése?», que los amigos dijeran: «¡Huy! No te fíes. Con ese
aire de mosca muerta se las sabe todas». Así trampeó la difícil etapa de la
pubertad, la etapa que otros recorrían en grupo, alegremente, y que él
aprendió en los libros, de un modo teórico, quizá más profundo, pero
infinitamente más deshumanizado. El mismo Rafa le pedía a veces consejos y
él se los daba recitando trozos de La educación sexual, o de El infierno, de
Barbusse.
Un año antes de la guerra civil, a los veintiuno, él y Rafa terminaron la
carrera.

Don Gonzalo suspendió los paseos y se sentó de nuevo sobre el camastro.


A su alrededor nada más que silencio. La bombilla que pendía de un hilo
ennegrecido por la mugre era el único punto de referencia con lo que le
rodeaba. De no ser por ella, todo se hallaría sumido en la oscuridad absoluta.
Se extrañó de que aquella noche, pocas horas antes de su ejecución, acudieran
a su mente no los recuerdos de los cinco muchachos que él había sacrificado,
sino otros recuerdos que le concernían, incompartidos, celosamente ocultos,
buenos o malos, que le habían marcado mucho más profundamente que las
acusaciones del fiscal, los gritos enardecidos de la chusma, o la sentencia de
muerte. Se sentía al otro lado de la barrera, indiferente. De repetirse las
circunstancias, volverían a repetirse inexorablemente los hechos. Negaba la
conciencia, pero en cierto modo había obrado según su conciencia. Aquellos
muchachos debían morir. Él los había sacrificado para evitarles mayores
males. Eran fracasados en potencia. Hubieran sido desgraciados y hecho
desgraciados a los de su alrededor. No había en ellos germen de superioridad
ni de felicidad. El hombre podía crear al superhombre y él, como profesor,
debía ayudar a la selección. Dios no existía, su acto no era trascendente para
un hipotético más allá. Cuando se cruzaba por la calle con el rebaño gris que
comía, dormía y proliferaba, hubiera instalado cámaras de gas para ahorrar
sufrimientos duraderos. Cuando uno de esos muchachos que estaba a su cargo
sobresalía, le comprendía, le devolvía con creces la ciencia que él prodigaba
sin regatear, se sentía como un nuevo Sócrates ante Aschines: «por cuenta
mía queda el volverte a ti mismo mejorado de cómo te me entregas».

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Pero aquellos años de Universidad no pasaron tan velozmente como en su
memoria. Volvió atrás en su recuerdo y comprobó las etapas. La caída de la
Monarquía fue en su casa algo así como la pérdida irreparable de un edificio
social en el cual yacían los cimientos de don Gonzalo padre, de la santa
abuela, y de la prolífica doña Aurelia. En aquella casa se lloró al rey como si
fuera un familiar querido. Doña Aurelia clamaba por los rincones: «¡Jesús!
¡Jesús! ¿Qué nos traerá la República?». Se compraron retratos de don Alfonso
y de doña Victoria y se enmarcaron debidamente emplazándolos en el salón,
encima del piano que aporreaban algunas de las hermanas de Gonzalo.
Coincidió aquella fecha con la muerte del abuelo Reus. A los funerales del
viejo asistió un público de lo más heterogéneo: grandes figuras de la ciudad y
profusión de gentes modestísimas. Sólo entonces se supo que el abuelo
protegía a menesterosos, los visitaba e incluso tenía amigos entre ellos. Doña
Aurelia comentó que hubiera sido mejor hacer dos funerales: uno para las
gentes distinguidas y otro para el populacho. En 1933 se casó, a los dieciocho
años, Carolina Reus. Don Gonzalo, doña Aurelia y Gonzalo hijo fueron
invitados a la ceremonia. Carolina hacía una boda magnífica: un diplomático
con destino en Nueva York. Una de las hermanas de Gonzalo, la que le seguía
y tenía los mismos años que Carolina, comentó que ella no iría a los Estados
Unidos por nada del mundo. Gonzalo no pudo menos, en aquella ocasión, de
mirar con ojos críticos a su hermana. Tenía la tez amarillenta, los hombros
estrechos, y era desmedrada y nariguda. Carolina se fue y ya no se oyeron sus
risas desde el principal de enfrente. Gonzalo recordaba lo que de ella dijo la
santa abuela: «Terminará mal. Esa niña es demasiado alegre». Carolina, al
marcharse, le había besado en la mejilla. «Adiós, Gonzalito —a veces, para
hacerle rabiar, le llamaba así—, que tengas mucha suerte». Y él se sintió
enrojecer hasta las raíces del pelo porque era el primer beso que recibía de
una mujer.
La República, la muerte del abuelo Reus, la boda de Carolina y sus
actividades políticas. Se afilió a las izquierdas, pero sin ostentación.
Consideraba que significarse políticamente no era productivo. Cuando se
aclarara la situación, entonces sería el momento de definirse; entretanto,
tomaba un camino, pero a las calladas.

Don Gonzalo se sirvió un dedo de agua y rió quedamente. Le ocurría a


menudo eso de reír de un modo retrospectivo, aunque él no fuera dado a la
risa. Bebió y se dijo que de nada le hubieran servido unas cuartillas. Para

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describir los años que precedieron a la muerte de Rafa y los que siguieron
hubiera necesitado un tiempo que ya no tenía. Y además, nadie las hubiera
leído, nadie era capaz de comprenderle. Los pocos años que duró la República
fueron agitados y en 1934 culminó el desorden. Los primeros perjudicados
fueron los conventos, las iglesias, que empezaron a arder casi al mismo
tiempo que caía la Monarquía. Doña Aurelia llegó un día a casa horripilada:
las monjas del colegio de las niñas iban vestidas de señora, enseñando los
cabellos; los sacerdotes del colegio de los niños se habían quitado la sotana y
mostraban sus pantalones. Cuando lo contó daba la impresión de que poco
más o menos los habían dejado en cueros. La violencia imperaba y ni siquiera
los partidos de izquierdas o de derechas se entendían entre sí. Los obreros se
amotinaban y el mismo Rafael Reus dijo que la situación era grave para la
industria del país, que de seguir de aquel modo iban a la ruina. Cuando Rafa
terminó la carrera creyó oportuno que fuera a pasar un año en el extranjero —
Francia e Inglaterra—, para perfeccionarse. «Y me gustaría que le
acompañaras —pidió a Gonzalo—. Así estaré más tranquilo». Gonzalo se
quedó mudo de asombro y de contento. Nunca había salido de España. Rafa
sí. Desde los dieciséis años pasaba los meses de verano en uno de los dos
países, interno en un colegio o institución; él, en cambio, debía acompañar a
los suyos a cualquier pueblo cercano a Barcelona, en donde se aburría
mortalmente contando los días que le separaban del curso y del amigo. Lo
primero que pensó al escuchar la proposición de Rafael Reus fue que él no
podía costearse aquel viaje. Inmediatamente, y como respuesta a sus
pensamientos, Rafael Reus añadió: «Por supuesto, no has de preocuparte por
los gastos; correré con todo. Bastante favor me haces».
Se marcharon en agosto. Don Gonzalo se creyó obligado a hacerle
algunas recomendaciones sobre el tema moral y sexual, ya que según él los
peligros que acechaban a los jóvenes en el extranjero eran infinitamente
mayores que los que podían encontrar en España. «Aquí, gracias a Dios, no
estamos corrompidos». Doña Aurelia añadió que ni París ni Londres la habían
tentado jamás, pero que puesto que iba a Francia no dejara de visitar el
santuario de Lourdes. «Y me traes una botellita del agua milagrosa. ¡Cómo te
envidio, hijo mío, de poder ir a Lourdes!». Gonzalo prometió. También en
aquella ocasión tuvo ganas de reírse y se vio anticipadamente llenando una
botella cualquiera en cualquier grifo de cualquier cuarto de baño de hotel.
Incluso pensó que su madre sanaría, al contacto de aquella agua, de sus
muchos achaques —tan imaginarios como los de la santa abuela—, que
reemplazaban a los anteriores embarazos. Era un modo como cualquier otro

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de centrar la atención de la familia hacia su difusa personalidad, de hacerse
compadecer y de tener a todos más o menos esclavizados. Del mismo modo
que la santa abuela sobrevivió bastantes años al abuelo, a pesar de vivir
continuamente a dos dedos de la muerte, doña Aurelia, «vuestra pobre y santa
madre», sobreviviría a don Gonzalo de Tal por los mismos motivos.
Aquel año lo debía de recordar Gonzalo como el mejor de su vida. Se
matriculó en la Sorbona y después de las clases se encontraba con Rafa e iban
a visitar los Museos, cuanto de apasionante encerraba París. Fueron a ver
buenas obras de teatro moderno: Gide, Giraudoux, Anouilh, las obras
traducidas de Chéjov, de Ibsen… Se empapó de la vida de los impresionistas,
fauvistas, cubistas, de los que en España casi no se tenía idea. Se dijo que
Francia era algo así como un polo de atracción en donde convergían todas las
mentes inteligentes o creativas y que debía volver a menudo para ensanchar la
suya. De Inglaterra lo que más le gustó fue la hospitalidad y la libertad. Se
hablaba de todo sin acaloramiento, con respeto. Incluso los temas religiosos o
políticos se debatían objetivamente, como un partido de tenis entre dos
campeones educados. «Quizá por lo mismo —pensó—, Inglaterra tiene
buenos políticos y la libra inglesa sea una moneda fuerte». En junio de 1936,
Rafa y él regresaron a España.
El momento de su regreso había quedado impreso en su mente por un
detalle sin importancia, pero que debía recordar a menudo asociándolo
siempre con Rafa. Rafa, que al bajar del tren y encontrarse de nuevo con un
cielo sin nubes y un sol de justicia, exclamó: «Esto es lo que me hace falta
cuando estoy lejos de aquí. Parece mentira que la Patria, incluso con sus mil
defectos, tire de ese modo. Esta tarde iremos al Tibidabo; quiero abarcar de
nuevo con los ojos a Barcelona».
Cuando Gonzalo entró en la casa de sus padres le pareció más triste, sucia
y desordenada que nunca. Se prometió salir de allí a la primera ocasión. Se
independizaría. Viviría solo, rodeado de muebles modernos y cosas que le
gustaran. Debía independizarse a toda costa, pues aquel ambiente le ahogaba.
Tuvo que contestar a mil preguntas del padre, de la madre —el agua
milagrosa fue recibida con júbilo— y de los hermanos. La comida en su
honor se le antojó larguísima y mala. Desapareció con el último bocado
mediante la excusa de dar las gracias a Rafael Reus, que le había invitado
para el café. Allí le esperaba una nueva sorpresa: a Rafa le habían regalado un
coche. «Anda, vamos al Tibidabo; es la mejor hora».
Llegaron a las seis de la tarde un día de junio, luminoso y cálido. Rafa
tendió sus ojos hasta el mar. «¡Qué magnífica ciudad! —exclamó con la

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pasión que le caracterizaba—. Pensar que un día en estos espacios que vemos
a nuestros pies se alzarán edificios que yo habré construido, me llena de
gozo». Y él, Gonzalo, no tuvo más que cerrar los ojos para imaginarse el
paisaje. Vio erguirse de pronto inexistentes rascacielos, hermosísimos
parques, paseos interminables iluminados como en ninguna parte del mundo.
Todo, todo hecho por Rafa. Le dijo: «Dentro de pocos años las casas mejores
de Barcelona treparán por las faldas del Tibidabo, se extenderán hacia el Sur,
y tú serás uno de los creadores». Entonces Rafa se volvió y soltó una
carcajada: «Eres —le dijo— tentador como un diablo moderno. Haré lo que
pueda, como todos. Me gustará hacerlo, eso sí».
Al mes siguiente estallaba la guerra civil.

Siempre que don Gonzalo recordaba esa fecha la asociaba como otros
muchos españoles a un sinnúmero de circunstancias que derivaron de la
misma motivación. La ansiada libertad le llegó de golpe, sin que tuviera que
luchar por ella. Don Gonzalo padre, aquel mismo día, anunció aterrado que él
no se quedaba en la fábrica. Que por el mero hecho de pertenecer a la
aristocracia era un objetivo; ante todo, había que salvar la vida. Se encerró en
el principal y no puso los pies en la calle. Murió antes de que terminara la
guerra. Rafael Reus supo comprenderle. Dejó que una comisión de obreros se
incautara de la fábrica, pero se quedó al pie del cañón diciendo: «Mi padre fue
un jornalero, como vosotros. Con mis conocimientos esta fábrica rendirá y
ello nos beneficiará a todos. Nada ganaríais suprimiéndome. Si colaboramos,
lograremos escapar a la ruina». Don Gonzalo de Tal y de Tal no aprobó la
actitud de Rafael Reus, pero aceptó que siguiera pasándole su retribución
mensual. Rafa y Gonzalo fueron movilizados en cuanto se organizó el ejército
gubernamental. Aquel día fue doloroso en las dos familias. Rafael Reus veía
partir a su único hijo; don Gonzalo, al mayor de los suyos. Le recomendó:
«En cuanto puedas te pasas a los nacionales». Y Gonzalo resumió en pocas
palabras el desprecio que sentía por él y la amargura que se había ido
depositando poco a poco en su ánimo hasta el punto de hacerle abjurar de
todo cuanto en aquella familia se veneraba: «Pienso luchar con el ejército
gubernamental y contra el fascismo». Don Gonzalo de Tal y Tal no pudo
contenerse y le abofeteó con toda su alma. Gonzalo, aquella vez, se rió. «Me
voy, padre —le dijo—. Me voy para siempre de esta casa. Me dais risa».

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Don Gonzalo calculó las horas que le quedaban de vida. Tres o cuatro.
Tuvo un pensamiento para los muchachos: Javier Gramunt, Andrés Liño,
Ernesto Ribalta, Ismael Llanes, Ramón Sans. No podía arrepentirse de su
acto. Él hizo lo posible por salvarlos, trató de llenar el vacío de aquellas
mentes, despertar la inteligencia que no poseían, infundirles un valor
inexistente. Por todos los medios quiso hacer de ellos auténticos hombres,
arrancarlos del rebaño: todo fue inútil. Eran iguales que sus hermanos y
hermanas, seres nacidos para la mediocridad. En años sucesivos hermanas y
hermanos se casaron. Gonzalo se enteraba de aquellas bodas, a las que ni fue
invitado y a las que de todos modos no hubiera asistido, por intermediarios.
Se casaron todos, hermanas y hermanos, con seres grises, oscuros, hocicando
al fin ante la realidad. Cada uno de ellos proliferó como era costumbre en la
familia y arrastró al cónyuge en la vorágine de estrecheces y minusvalencias,
patrimonio, desde hacía más de siglo y medio, de los Tal y de Tal. A veces los
encontró por la calle y se saludaron como extraños. No sentía pena alguna por
ellos; ni siquiera se daban cuenta de su existencia. Sentía, eso sí, un dolor
inmenso por él mismo, por aquellos años perdidos en el sórdido hogar, entre
ajados cortinones y no menos sórdidos principios.
Los muchachos que él había tratado de salvar pertenecían a la raza de los
condenados en vida. Él trató de insuflarles aire puro en los raquíticos
pulmones, pero fue inútil. Y al pensar en cuál sería su destino el día de
mañana, quiso ahorrarles piadosamente vejaciones, miseria, tristeza. No fue
impulsado por el odio, como se dijo, ni por el resentimiento. Mucho menos
por pasiones inconfesables; él seguía casto. Le impulsó una idea noble; un
mundo mejor a través de la selección. Cuando trató de explicar sus auténticos
motivos al abogado defensor, no fue comprendido. En cuanto al fiscal, la
partida estaba ganada de antemano. «Es el caso más claro de toda mi carrera»,
dijo. También él seleccionaba. También él seguía una ruta que había elegido.
Luis Juvell, la víctima que hubiera hecho el número seis, se salvó. Pero quizá
Luis Juvell, en el fondo, no era como los otros. Posiblemente su inteligencia
despertó en aquel momento y gracias a él, a su profesor, a don Gonzalo, se
saldría del rebaño.

Don Gonzalo retrocedió en sus recuerdos. Lo de los muchachos, fue un


acto premeditado, pero relativamente poco importante. Ocupó tiempo. Fue
calculado y hecho. Lo que le llevó a esa determinación fue laborioso. Todo
cuanto había antecedido, incluso los mínimos detalles, era importante.

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En el frente tuvo miedo. Un miedo infinito, insoportable. Una vez más
tuvo que admirar el valor, la serenidad de Rafa, que siendo enemigo de la
guerra, no simpatizando con ninguno de los dos bandos, se comportaba como
un magnífico soldado. Él, Gonzalo, se veía a veces incapacitado por el miedo.
Atado de pies y manos por el terror de convertirse en un amasijo sangriento
de carne y metralla. Nunca lo confesó. Igual que en los años de la
Universidad mintió sobre sus conocimientos sexuales, en el frente mintió
sobre su valor. No le importaba morir, pero le aterraba la idea de quedar
físicamente disminuido, cojo, manco, o desgraciado de rostro. Él necesitaba
de su integridad física tanto como de la intelectual. Por culpa de su miedo, por
quedarse atrás, cuerpo a tierra mientras los otros avanzaban, Rafa encontró la
muerte. Y aquella muerte, sí, fue un crimen. Rafa volvió sobre sus pasos
creyéndole herido. Cayó a su lado, los ojos claros abiertos, desafiando al sol,
el corazón partido, tiñendo la guerrera de rojo, mientras él escondía la cabeza
entre los brazos, pegado a la tierra que iba empapándose con la sangre de
Rafa, viendo como alrededor un mundo de rascacielos se derrumbaba,
desaparecían paseos y jardines que jamás arquitecto alguno había proyectado.
Aquel día, cuando cesó el fuego y pudo reunirse con los demás llevando a
cuestas el cuerpo ensangrentado de Rafa, se liberó para siempre del miedo.
Aquella noche tuvo que apretar los puños contra su boca para no llorar. Rafa
había muerto como los elegidos de los dioses: joven, invicto. Dentro de él se
conservarían perpetuamente ambiciones y sueños. A él, a Gonzalo, le tocaba
formar, crear otros Rafas. Se juró a sí mismo dedicar toda su vida a la
memoria del amigo, rendirle homenaje de aquel modo. Cuando le dieron
permiso, lo primero que hizo fue ir a ver a los padres de Rafa. Los encontró
envejecidos, traspasados de dolor. No se atrevió a contarles la verdad de lo
sucedido. Se enteró por ellos de que su padre, don Gonzalo, había muerto
pocos meses antes. Dudó irnos momentos y por último decidió no ver a su
madre ni a sus hermanos. Pocos días más tarde partió de nuevo hacia el
frente. Salió de la guerra sin un rasguño.
Y se felicitó de nuevo por no haberse comprometido. Igual que en la
Universidad no quiso cargo alguno que pudiera significarle, durante la guerra
no hizo méritos. La terminó de soldado, igual que había empezado. No
cometió la locura de huir a Francia, como hicieron los más de sus
compañeros. Al contrario. Se presentó inmediatamente a los Tribunales
Militares del Ejército vencedor y después de cumplir con ciertas formalidades
se le dejó en completa libertad. En aquella ocasión llamarse Gonzalo de Tal le
fue una gran ayuda. Se aprovechó de la circunstancia y dijo que en el fondo la

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política no le interesaba. Sus miras eran más altas. No le interesaba la
Universidad ni los Institutos; los sueldos de la posguerra eran irrisorios y
además quería ser su propio jefe. No soportaba depender de nadie y meditó
sobre la conveniencia de una Academia en donde fuera al mismo tiempo
dueño y profesor. Le faltaba el capital. Decidió hablar con Rafael Reus,
pedirle ese dinero que pensaba devolver con creces. Nuevamente Rafael
Reus, y esta vez en memoria del hijo muerto, accedió. Tuvo una visión certera
de lo que le convenía y de lo que podría rendir y en muy poco tiempo pudo
devolver el capital a Rafael Reus. Hizo más que eso: le liberó de la carga que
suponía la manutención de su madre y sus hermanos, que seguían viviendo de
la generosidad del vecino de rellano. «Pero no les diga nada. No quiero que
me agradezcan absolutamente nada: lo hago en cumplimiento de un deber y
de una promesa que le hice a Rafa». Rafael Reus le aconsejó un
acercamiento: «Al fin y al cabo es tu familia». «Sí, pero yo soy distinto. Ellos
creen que por haber nacido con blasón tienen derecho a no agradecer, creen
que todo les es debido. Yo me hubiera enorgullecido de ser su hijo, no el de
mi padre». Rafael Reus le admiró en cierto sentido, le agradeció aquella
liberación económica —la posguerra era difícil para todos— y quedaron en
excelentes términos. En cuanto pudo liberarse de aquella deuda, en cuanto
supo a los suyos dependientes de él y alcanzó la ansiada libertad económica
consideró que había cumplido la primera etapa de su vida, la elemental. Las
otras vendrían por sus pasos contados y eran más ambiciosas.

La formación de nuevos hombres, ¿no era una creación? Don Gonzalo se


recitó aquella frase aprendida de memoria a los diecisiete años y que había
sido para él como un chispazo, un relámpago en las tinieblas: «¿Sabríais crear
un Dios? ¡Entonces no me habléis de dioses! Pero sí podríais crear al
superhombre. Quizá no podáis vosotros crear al superhombre, pero podríais
transformaros en padres, antepasados del superhombre; ¡que sea ésta vuestra
más grande creación!» (1). ¿Acaso un profesor no era el vehículo idóneo para
la creación del superhombre? Si él conseguía «arrancar de la dura piedra la
estatua de sus estatuas», la belleza del superhombre se debería a él, toda una
raza elegida le tendría a él como raíz.
(1). Federico Nietzsche, Así habló Zaratustra (En las Islas Afortunadas).
Instintivamente los alumnos, los padres de los alumnos empezaron a
llamarle don Gonzalo. No lo pudo evitar. No podía transformarse físicamente,
como pudo hacerlo moral y espiritualmente. Físicamente pertenecía a una

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vieja familia y su porte era aristocrático. Era de talla mediana, delgado, de
nariz aguileña y manos finas como las de los personajes de el Greco. Sin
proponérselo, infundía respeto y confianza. Había en él el sello de los ascetas,
de aquellos cuyo espíritu ha dominado a la carne. Como protesta contra las
estrecheces que conoció en la infancia y adolescencia, era muy cuidadoso en
su atuendo y vestía con gran sobriedad y elegancia. Su casa revelaba un gusto
exquisito y cuando invitaba a sus alumnos a dialogar con él, fuera de las horas
de clase, se sentía seguro en aquel marco. Todo había sido meticulosamente
medido y calculado para que ninguna estridencia, ningún fallo quebrara la
armonía del santuario. Alguna vez recibió, allí también, a los padres de sus
alumnos, que salían embelesados, felicitándose interiormente por haber
descubierto en don Gonzalo al mejor profesor de la ciudad. Se gozaba con el
orden, con la extrema pulcritud y se reía interiormente cuando alguna de las
madres exclamaba convencida: «Se nota que a usted le viene de raza». Se reía
interiormente recordando la mugre de su casa, el desorden caótico de la santa
abuela y la santa madre, el apocamiento de don Gonzalo de Tal y de Tal, que
ya no veía ni mugre ni desorden porque en aquella casa todo era una
monstruosa mancha y por lo tanto no cabía punto de referencia. Los techos
ennegrecidos, los papeles de la pared sucios y pelados, los muebles
recubiertos perennemente por sucesivas capas de polvo y con redondeles de
vasos las mesas y aparadores. Los sillones con los muelles rotos y las
tapicerías lustrosas de puro sobadas, rotas en los cantos; el cuarto de baño
oliendo perpetuamente a amoníaco, los suelos ennegrecidos y pegajosos, las
lámparas empañadas… Y el olor. Un olor a jaula de conejos, sudor y otras
cosas menos confesables. Un tufo sui géneris en las hembras y en los varones
de aquella santa casa, que parecía estar reñida con el agua y el jabón, quizá
por lo que las abluciones tenían de impúdico.
Su piso lo había soñado durante miles de noches a través de su infancia y
adolescencia. Lo llevaba dentro de él, como una obra de arte que necesitaba
tiempo para madurar y convertirse en realidad. Cuando alguna de aquellas
mujeres, madres de sus alumnos, le dirigía elogiosos comentarios, se limitaba
a sonreír. Calculaba el efecto. Sabía que eso era mucho más productivo que
dar explicaciones. Él detestaba las explicaciones.
En aquel santuario se hizo la selección. Éste sirve, éste no sirve. La
impiedad era una forma de piedad. La impiedad personal era piedad colectiva.
Fuera de las disciplinas, don Gonzalo pretendía como un nuevo Sócrates
hacer gustar a sus alumnos de su ciencia de la vida. Él la había conocido
desde muy pequeño. Él fue consciente desde los cuatro o cinco años mientras

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otros chiquillos disfrutaban con un pirulí o un trenecito de lata. Él sabía, y por
consiguiente podía enseñar. No deseaba más que la felicidad para esos
alumnos suyos, futuros superhombres del mañana. Allí, en aquel santuario, se
hablaba de la vida, del amor, de la vocación.
Pero algunos eran peores que la piedra. Incapaces de reaccionar, seguían
las roderas familiares, incluso si éstas eran malas. Hizo todo lo posible por
ellos, perdió horas y horas tratando de hacerles comprender el profundo error
en que estaban sumidos. Y al ver que no podía sacar nada positivo, la piedad
más profunda le impulsó a eliminarlos.
Fue relativamente fácil porque su fama de excelente persona, su físico de
asceta, inspiraban confianza. Los resultados prácticos que obtenían los
alumnos en el momento del examen eran una garantía para los padres que se
pasaban la receta: «Tu hijo ha sido suspendido, envíalo a la Academia de don
Gonzalo; es algo serio. Un sabio. No sabes lo que llega a conseguir ese
hombre. A mí me ha cambiado al chico. De un vago me ha devuelto una
especie de frenético de la ciencia. Ese hombre tiene algo». Y las mamás: «Yo
al fin me decidí por enviar al mío a don Gonzalo. ¡Qué hombre tan
distinguido! ¡Qué gran señor! Un sabio…, ¡un santo! Ya quedan pocos como
él. Chica, y está…, para mí que tuvo algún disgusto amoroso cuando la
guerra. Parece imposible que un sol de hombre como él esté soltero. Claro
que para encontrar una mujer a su altura»…
Resultó fácil. Javier Gramunt y Andrés Liño fueron invitados por don
Gonzalo a tomar el aperitivo en un bar cercano a la Academia. Cuando el
camarero hubo servido los tres Cinzanos, unas almejas y almendras tostadas,
pidió a Javier que fuera a comprarle una revista en el quiosco de la esquina.
Tuvo la fortuna de que Ernesto se levantara también para acompañarle.
Eso le ahorró trabajo. De un solo tiro podía matar dos pájaros. Sólo un par
de gotas en las raciones individuales de almejas, que iban muy cargadas de
salsa picante, limón y pimienta, y esperar. El efecto debía producirse con
tiempo prudencial para que él pudiera tomar tranquilamente una copa, su
ración de almejas y las almendras. Cuando los chicos empezaron a
encontrarse mal, los metió en su coche y llevó a un dispensario. Dijo el
médico de guardia que quizá se hubieran mareado, que a veces el Cinzano
tenía esas bromas. Telefoneó desde allí a los padres. El médico del
dispensario hizo preguntas. Don Gonzalo aseguró, y los chicos certificaron,
que todos habían comido y bebido exactamente lo mismo. Llegaron los
padres y se los llevaron a sus casas. Una hora después comunicaron con don
Gonzalo: el médico de cabecera quería interrogarle. Don Gonzalo hizo

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contestar por su sirviente que él tenía los mismos síntomas y que había
llamado al médico. Los dos muchachos murieron una hora después y se habló
de los peligros de las conservas, de la horrible desgracia. Don Gonzalo se
repuso. Cerró la Academia veinticuatro horas por respeto a los dos alumnos
fallecidos y fue al entierro. Lo colocaron inmediatamente después de los
familiares. Estaba tan impresionado, tan abatido, que los padres le
devolvieron la visita de pésame que hizo días más tarde. El dueño del bar tuvo
inspección por parte de la policía y mil enredos por culpa de las dichosas
conservas. Durante cierto tiempo aquel bar se vio desierto. Y cuando al fin
logró sobreponerse, borró de la lista de las consumiciones las almejas.
En aquellos trágicos días él se sintió rodeado del máximo afecto y
confianza de los padres de los alumnos y por los alumnos dilectos. Todos eran
testigos de lo mucho que él se había desvelado para conseguir el máximo
aprovechamiento de Javier Gramunt y Andrés Liño, y el dolorido semblante
de don Gonzalo atestiguaba lo mucho que sentía aquel desdichado accidente.
La Academia continuó, los alumnos de don Gonzalo alcanzaban en los
exámenes oficiales las notas máximas, los padres estaban encantados y los
chicos reverenciaban al director y profesor como siempre. Así transcurrieron
años.

Don Gonzalo alzó la vista del suelo y miró al ventanuco enrejado. La


negrura del cielo empezaba a disiparse. Pronto amanecería y con el nuevo día
se cumpliría la sentencia. «Morir es nada —se dijo—, lo realmente importante
es vivir». Se moría en unos segundos y costaba años enteros el vivir. Quizá se
sufriera al morir, pero nada más que un instante. Vivir significaba años y años
de sufrimiento, de preparación, de luchas, desengaños, disimulos, riesgos. La
vida era casualidad; esa palabra le fue revelada siendo muy joven y aclaró sus
dudas del mismo modo que el sol disipaba las tinieblas. «Por casualidad —
dijo en voz alta recitando de memoria— es la más linajuda nobleza del
mundo, que yo he devuelto a todas las cosas, liberándolas así de la
servidumbre de los fines» (1).
(1). F. Nietzsche, Asi habló Zaratustra (Antes de salir el sol).
¿Qué importancia podía tener su vida o su muerte? Y si él no se la daba,
¿qué importancia podía tener la vida o la muerte de los otros? Y si la muerte
era en cierto modo más benévola que la vida, más dulce y misericordiosa que
la vida, ¿por qué había de arrepentirse por la dulzura que había prodigado? La
próxima víctima fue Ernesto Ribalta. Lo encontraron ahogado en una piscina

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pública concurrida por estudiantes y profesores. Se habló de corte de
digestión, de síncope fortuito, de resbalón involuntario. Ernesto Ribalta
presentaba efectivamente magulladuras en las tibias y parecía haber recibido
un golpe en la nuca. Quizá corriera por las resbaladizas baldosas del borde de
la piscina y se dio con el canto en el occipucio. Nadie le vio caer. Nadie se dio
cuenta de su desaparición hasta horas más tarde, cuando los padres
preguntaron qué había hecho el chico, dónde estaba y por qué no regresaba a
casa. Al mismo tiempo telefoneaban los empleados de la piscina dando cuenta
de unas ropas que no habían sido recogidas. Inmediatamente los padres del
chico y don Gonzalo se personaron y el cuerpo del muchacho fue extraído del
lugar más profundo, precisamente bajo la palanca. No hubo la menor
sospecha y sí las mismas muestras de confianza y dolor. La Academia cerró
durante todo un día, luego durante algún tiempo se habló de Ernesto. Pero se
olvidó el asunto como se había olvidado el precedente. Cada día muchachos
de dieciocho, de diecinueve y de veinte años encontraban la muerte en la
carretera. Los accidentes habían reemplazado a la antigua y decimonónica
tuberculosis. La vida dejaba a sus muertos y seguía adelante sin volver la
cabeza.
A veces don Gonzalo sentía subir a sus labios las mieles del triunfo. Lo
conseguía a través de aquellos alumnos que aprovechaban sus enseñanzas y
que tenía rendidos a sus pies. El alto nivel de los boletines, el conmovedor
apretón de manos de los padres: «Gracias a usted, don Gonzalo, mi hijo será
un hombre de provecho», las húmedas miradas de las madres: «Fue una
bendición encontrarle, don Gonzalo; mi hijo es otro. Usted tiene algo, algo
que deberían tener todos los profesores; conciencia profesional», le
proporcionaban un goce inmenso, el goce del creador. Dios —en el caso de
haber existido— debía de sentirse así de hinchado, así de colmado. En el
momento del juicio hubo tal disparidad de opiniones, tan ruda batalla entre los
que luchaban por su inocencia y los que le condenaban que el presidente se
pronunció por la puerta cerrada. Sin embargo, la gente de la calle, los que no
le conocían, le inculparon. La chusma ignorante le condenó antes que le
condenaran, y aquellas muertes dejaron de tener altos fines para convertirse
en sordideces. Mientras algunos padres continuaban creyendo en él,
reverenciándole, los más se revolvieron contra él, furibundos, incluso antes de
haber oído el veredicto. Ismael Llanes y Ramón Sans fueron los dos últimos.
Fue una gran suerte y una enorme casualidad las que se le presentaron a don
Gonzalo aquella tarde. Había cogido el coche para hacer unos kilómetros
cuando le salieron al paso los dos peores alumnos que tenía en aquel

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momento. Eran faltos de inteligencia y francamente repulsivos en cuanto al
físico. No pudo conseguir de ellos ni que estudiaran ni que hicieran un
esfuerzo por mejorar su apariencia. Iban siempre sucios, descuidados y
apestaban. Le saludaron y él se detuvo. «¿Queréis dar una vuelta conmigo?».
Los muchachos aceptaron. Don Gonzalo era generoso. Invitaba siempre a lo
que fuera, como un gran señor, y dejaba espléndidas propinas. Enfilaron la
carretera y don Gonzalo concibió el modo de terminar con aquellas vidas.
Muchos se habían matado en aquel barranco, yendo en coche, pero también
podía uno matarse fortuitamente, resbalando, tonteando, por imprudencia. La
vista desde allí era magnífica. Detuvo el coche unos metros antes y lo dejó en
la cuneta. Les preguntó: «¿Nunca habéis estado aquí?». Los chicos
respondieron que no, que no conocían aquel lugar. «Pues ya veréis, es uno de
los paisajes más hermosos que conozco, pero cuidado con el vértigo». Se
aproximaron al borde del precipicio. Ismael Llanes y Ramón Sans eran
incapaces de ver la belleza, la auténtica belleza del lugar; empezaron a hacer
el burro. Ismael agarró a Ramón por los codos amenazándole entre bromas:
«Voy a echarte abajo». Se sentían seguros, fuertes en su juventud, invencibles
en cierto modo. Don Gonzalo no tuvo más que empujarles. Rodaron los dos y
tuvo tiempo de ver los ojos de Ismael, espantosamente abiertos, mientras se
hundía en el vacío, con la sorpresa infinita de la pregunta sin respuesta. Luego
cogió el coche y, demudado, se presentó en la Comisaria más próxima.
«Acaba de ocurrir un horrible accidente, señor comisario». Y contó el juego
de los chicos al borde del precipicio. «Yo les advertí: cuidado, chicos, no
hagáis el tonto. Pero fue inútil. Estaban tan contentos que ni me oyeron». Los
rescataron en plena noche, con la vana esperanza de que sólo estuvieran
malheridos. Se comentó en aquella ocasión la desgracia que parecía perseguir
al bueno, al irreprochable don Gonzalo. Volvieron a la memoria de irnos y
otros los nombres de Javier Gramunt, Andrés Liño, Ernesto Ribalta, que
antecedieron a Ismael Llanes y Ramón Sans.
Ni una sola vez se traicionó durante el juicio. Desde que tenía conciencia
aprendió a disimular, a mentir. Era maestro en sofismas y casuística, y sabía
que negando todo cuanto no fueran evidencias, tenía probabilidades de salirse
del atolladero. ¿Qué interés podía tener él en la muerte de los muchachos?
Ninguno. Por lo menos ninguno que los otros pudieran comprender. ¿Quién le
inculpaba? Luis Juvell, el que tenía que ser el sexto de la serie y escapó
casualmente a su destino. El mismo abogado defensor parecía dudoso de su
inocencia o de su culpabilidad. Fue él quien insistió en que don Gonzalo fuera
detenidamente examinado por tres especialistas mentales y ninguno de los

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tres lo consideró anormal, aunque los tres convinieron en que la frontera entre
la razón y la demencia era sutil, difícil de delimitar. Luis Juvell, con su chata
inteligencia para los temas elevados, poseía la astucia e intuición de los seres
primitivos. O quizá, se dijo don Gonzalo, en aquel caso cometió el error de
menospreciar una inteligencia natural que no se decantaba hacia los estudios.
Luis Juvell era un apuesto adolescente de veintiún años, capacitado para
cualquier deporte. Su rostro tenía la nobleza de las efigies griegas; nariz,
barbilla y pómulos perfectos. Frente ancha y mirada directa. Un hermosísimo
ejemplar humano que prefería el fútbol y la guitarra a la ciencia. Hacía tres
años que intentaba pasar el Preu sin conseguirlo, a pesar de que don Gonzalo
le daba clases particulares, gastaba en él un tiempo precioso. Lo tenía metido
en casa todas las veladas, trataba de pulir aquel cerebro, infundirle la llama
que faltaba para su máxima perfección. El caso valía la pena. Los otros, los
cinco anteriores, eran faltos de inteligencia y además físicamente
disminuidos. Luis Juvell no. Decidió su muerte, pero con cierta nostalgia. Le
daba pena aquella prestancia malograda. Sentía ternura hacia él porque
físicamente se parecía a Rafa de un modo asombroso. Pero Rafa lo reunía
todo, mientras Luis Juvell sólo era fuerte y hermoso. Pensó que resultaría
difícil matarle, cada vez iba resultando más difícil. Otro accidente daría que
pensar. Luis Juvell tenía coche. El propio coche serviría a sus propósitos. Se
hablaría de un atraco, tendría que quitarle la cartera, etc. Calculó. Diría a Luis
Juvell que le acompañara a las afueras de la ciudad, que tenía que ver irnos
terrenos para un colegio. La Academia, a pesar de que había ido mejorando a
pasos gigantescos esde su fundación, quedaba anticuada y falta de aforo. Don
Gonzalo se había convertido en el mejor director, en el mejor profesor de la
ciudad y tenía más solicitudes de plaza de las que podía aceptar. Aquella tarde
de noviembre, oscura y no demasiado fría, fue la elegida para sus fines. Con
anterioridad examinó el lugar destinado al sacrificio. Parecía un desierto a
pesar de encontrarse cerca del barrio más elegante de la ciudad. Pensó en el
arma y se decidió por el cuchillo. No tenía armas de fuego y además el
cuchillo era más insólito en un intelectual como él. Lo agrediría por la espalda
las veces que fuera necesario, y lo dejaría allí, el coche aparcado en la calle
sin urbanizar. Regresaría a pie. Trescientos metros y encontraría un taxi. Ni
por un momento pensó que iba a fallar.
Pero Luis Juvell tenía los reflejos tan rápidos como una bestezuela
salvaje. Se volvió justo en el momento en que iba a darle. Se volvió, le agarró
la mano que blandía el cuchillo y le retorció la muñeca. Luego lo abofeteó sin
piedad. Le gritó lleno de odio: «Tú has sido, marica del demonio. Tú mataste

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a los otros». Don Gonzalo por unos momentos se limitó a secarse la boca,
ensangrentada, con el pañuelo. «Pero, muchacho, ¿qué dices? ¿Crees que te
hubiera matado? Estaba esperando que te volvieras. Quería saber tus
reflej…». No pudo terminar la frase. Luis Juvell le agarró por las solapas y a
empellones lo metió dentro del coche. De allí pasaron a la Comisaría y de la
Comisaría don Gonzalo pasó a la cárcel.
Ni una sola vez se traicionó durante el juicio. Sólo al final, asqueado,
explicó la verdad y sus razones. Nadie pudo comprenderle. El abogado
defensor sudaba el quilo mientras el fiscal se relamía de gusto. La pena
capital cayó sobre su cabeza como un higo maduro. Recordaba que en aquel
momento recitó en voz alta, con gran extrañeza por parte de los reunidos:
«Caen los higos del árbol; son buenos y dulces, y al caer se rompe su piel
dorada. Yo soy un viento del norte para los higos maduros. Pues bien, como
los higos maduros, caen sobre vosotros mis doctrinas, amigos; ¡bebed su
dulce jugo y saboread su exquisita pulpa! Estamos en una tarde de Otoño y el
cielo brilla despejado» (1). Dos policías le empujaron hacia la salida y
tuvieron que protegerle para que la muchedumbre no lo destrozara. El coche
celular se lo llevó de nuevo a la cárcel, en donde ocupó la celda de los
condenados a muerte.
(1). Federico Nietzsche, Así habló Zaratustra (En las Islas Afortunadas).

La espera había terminado. Ya no sentía deseos de escribir ni de


explicarse. Mientras avanzaba hacia el cadalso recordó el triste principal en
donde había nacido, el vientre perennemente hinchado de su madre, la
cobardía del padre, la fealdad de sus hermanos. Luego vio a Carolina el día de
su boda, bellísima, y finalmente a Rafa, los ojos abiertos, desafiando al sol, la
guerrera teñida de rojo. El cura le presentó el crucifijo. Sonrió. Hizo un
ademán despreciativo y dijo: «Paso». Se dirigió, cabeza erguida, hacia la
muerte. Cuando el verdugo solicitó su perdón no pudo reprimirse y le dijo:
«El que sube a las más elevadas montañas, se ríe de todas las tragedias,
representadas y reales». (1).
En el cielo pálido del amanecer corrían unas nubecillas deshilachadas.
(1). Federico Nietzsche, Así habló Zaratustra (Del leer y escribir).

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MARTÍN MIGUEL

Vivir, vivir, el sol cruje invisible.

VICENTE ALEIXANDRE

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Cuando lo echaron de la Inclusa se sintió perdido, huérfano de unos
padres que jamás tuvo. Se había acostumbrado a las monjas, no recordaba
absolutamente nada que no fuera el Asilo y tuvo mucho miedo. Hacía frío y
se tapó la boca con la bufanda porque se resfriaba fácilmente, tosía por las
noches y despertaba a los otros incluseros, que le decían: «no tosas, Miguel,
no tosas». Aquella maldita tos le impedía dormir y cuanto más quería
reprimirla más le cosquilleaba la garganta. Se contenía, se aguantaba hasta no
poder más y al fin tosía largo y tendido y se quedaba aliviado por unos
momentos. Luego venían las recriminaciones y la inquietud. Hundía la cabeza
entre las sábanas y volvía a toser. Las monjas le daban inyecciones y pastillas.
También caramelos, para que los chupara por las noches cuando le daban los
accesos, pero le aliviaban poco o nada. Sor Patricia le quería mucho, le
acariciaba la cabeza cuando era muy niño y le llamaba angelito porque tenía
los ojos azules y los cabellos rubios y lacios. Sor Patricia era vieja y murió
cuando Martín Miguel tenía diez años. Lloró mucho durante aquellas noches
y tosió más que nunca por el sofoco del llanto. Luego fue olvidando. Los
compañeros lo aventajaban en estatura y en fuerza, pero en cambio Martín
Miguel era aplicado y servicial. No tenía idea alguna de lo que más tarde
podría ser aunque Sor Patricia le había dicho que sería una bendición del cielo
si Dios le diera vocación religiosa, porque tenía cara de bueno. Eso de la cara
de bueno se lo oyó decir toda la vida, incluso cuando le condenaron a muerte.
Las mujeres siempre fueron dulces con él, maternales, y él tenía confianza en
ellas. De los hombres, en cambio, tenía miedo. Eran rudos y parecían
despreciarle. Cuando a los catorce años le dijeron: «ahora ya eres un hombre
y puedes trabajar; tu hermano se ocupará de ti», tuvo ganas de agarrarse a la
falda de la hermana Sofía, que sucedió a la hermana Patricia en el dormitorio,
y suplicarle: «No me suelte. Yo no conozco a mi hermano. ¿Cómo puede ser
mi hermano si hasta ahora no se ha acordado de mí?». «Hijo, son cosas de la
vida —iba diciendo la hermana—. Comprende, Martín, otros muchachos
esperan. Tú tienes alguien de familia, otros no son tan afortunados. Tu
hermano está en buena situación, tiene un comercio».

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El hermano le fue a buscar y salió de allí aguantándose las lágrimas. No
podía murmurar ni una palabra; tanta era su angustia. «¿Qué, estás
contento?». Le preguntaba el hermano si estaba contento. Le miró. Era alto,
fuerte, muy moreno de pelo y de piel, con ojos vivos como los de los gitanos.
Casi, casi, por la edad, hubiera podido ser su padre. «No me pareces muy
fuerte —le dijo examinándole—. Hmm, en casa hay trabajo. Tengo un bar,
¿sabes? En el puerto. Me faltaba un chico para los recados y pensé que
estarías mejor conmigo que en las monjas. Comerás bien y te harás hombre».
Cogieron un tranvía y llegaron al puerto. Allí se hundieron en una calleja
estrecha y sucia, y por último llegaron al bar. Era pequeño y oscuro. Un bajo.
Enormes toneles ocupaban la mitad de la entrada y el resto se repartía entre la
barra y cinco veladores. En el suelo, serrín; las paredes mugrientas
ennegrecidas por el humo del tabaco, las lámparas con huellas de moscas y el
mostrador pringoso y deslucido. Una mujerona alta y fuerte le echó una
mirada nada más entrar. «¿Éste es tu hermano?», preguntó. Y Anselmo, el
hermano, movió afirmativamente la cabeza. «Tendrá que dormir en la
trastienda», dijo la mujer. Y Anselmo volvió a asentir: «Sí, Leonor, dormirá
en la trastienda».

Martín Miguel, en la brumosa madrugada en que fue ajusticiado, recordó


aquella su primera noche en la trastienda del bar. Aquella noche deseó con
toda su alma morir. Se encontró muy solo, sin la compañía de los otros chicos
del dormitorio común. A los catorce años no sabía lo que era dormir sin nadie
al lado. Lo único que le compensó de la soledad fue el poder dar rienda suelta
a la tos que le arañaba la garganta. No sabía por qué razón la tos le venía cada
noche, fielmente, y casi desaparecía durante el día. Aquella noche tosió y
tosió más que nunca porque la trastienda se llenaba con el humo de los
cigarrillos y tabaco de los clientes mezclado al del humo de las fritangas que
Leonor hacía para las horas del aperitivo.
Anselmo y Leonor dormían en una habitación amplia que daba a un patio;
no tenían hijos y le habían reclamado al Asilo. «Así te harás hombre», repetía
Anselmo, y a la mañana siguiente le despertó temprano y ordenó barrer el bar
antes de que entrara el primer cliente. Debían de ser las seis de la madrugada,
poco más o menos, y Martín tiritaba. El suelo del bar era de baldosas
encarnadas y allí iban a parar desde las cáscaras de las gambas, almejas o
mejillones, hasta las colillas y los escupitajos. «Después tomaremos el
desayuno», dijo Leonor, que hasta aquel momento había barrido y fregado,

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«pero antes hay que despejar. Pasa una bayeta sobre los veladores y por el
mostrador, y déjalo todo bien curioso».
El desayuno fue interrumpido por el timbre del teléfono y Anselmo cogió
un bloc y un lápiz, y se puso a la escucha mientras apuntaba: «cinco pesetas
de hielo, dos gaseosas, dos de vino, un sifón». Luego le preparó un cubo y
metió dentro dos cachos de hielo que a Martín le parecieron enormes. Tan
enormes que incluso Leonor observó: «el chico tendrá que hacer dos viajes;
no va a poder con todo». Le puso una almohadilla sobre el hombro y le dijo
que instalara allí el cubo, que se le haría menos pesado que colgado del brazo.
Luego le dio las señas: «es para la señora Ramona, en la calle tal, número
cual, está cerca, a dos manzanas de aquí, vive en el segundo piso, segunda
puerta. Te dará propina».

Durante mucho tiempo deseó morir, pero Román supo hacerle amar la
vida, la «buena vida», como él decía. Llegó a amarla tan intensamente que le
faltaron las fuerzas para encaminarse al cadalso. Le tuvieron que sostener y él
trató de luchar, de desasirse, gritó y lloró, pero en vano; la justicia era una
especie de remolino y una vez metido en él uno se sentía vertiginosamente
engullido.
Martín Miguel, aquel primer día de trabajo, creyó morir de fatiga; pero de
fatiga resultaba difícil morir. Fue llevando cubos con hielo, y bebidas a irnos
y otros, subiendo y bajando escaleras —pues en el sucio barrio del puerto no
se conocían los ascensores ni los montacargas—, fue entregando, recogiendo
cascos vacíos y recibiendo en pago algunas monedas. Empezó el reparto a las
nueve de la mañana y a las tres todavía seguía repartiendo. Luego hubo un
momento de calma y Leonor dijo que había que darse prisas y comer
cualquier cosa antes que llegaran los habituales al café. Ella se había
anticipado un almuerzo y también Anselmo; unos bocadillos con tortilla y
jamón que Martín sólo olfateó. Cuando se sentó a la mesa con su hermano y
su cuñada casi se le había pasado el apetito. Tenía, eso sí, mucho sueño, un
terrible sueño, y estaba rendido. Leonor dijo que por la tarde nunca era tanto
el trabajo como por las mañanas, pero que debía ayudarle a fregar platos,
tazas y vasos y barrer de nuevo el suelo, con serrín mojado, porque aquel bar
tenía fama de limpio y quería conservarla. Le permitieron guardar las
propinas. «Aquí estás en familia. Te alojamos, te damos de comer y lo que te
den para ti. Otros tienen menos».

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Nunca había tenido dinero. Guardó el de aquel primer día y el de los
siguientes sin saber en qué gastárselo; en el Asilo se había acostumbrado a la
simplicidad. Tenía deseos vagos, inconcretos. Le hubiera gustado que alguien,
alguna mujer —pero no Leonor, Leonor era demasiado alta y fuerte— le
hubiera dicho con la voz de la hermana Patricia: «Martín, hijo mío, ¿quieres
un helado?», entonces sí, se hubiera comprado un helado para chuparlo por la
calle, como había visto hacer a otros chicos, o bien un libro. Los libros le
gustaban mucho. La hermana Patricia y la hermana Sofía le hacían 1er la vida
de los santos en el refectorio y decían que leía mejor que nadie, y eso a Martín
le llenaba de orgullo, aunque disimulara. También le felicitaban por las notas,
por su caligrafía, por sus latines cuando ayudaba al cura a decir misa. «Rezo
cada noche para que la Virgen María haga de ti un buen cura», repetía la
hermana Patricia, y Martín, aunque no tenía la menor vocación religiosa, se lo
agradecía porque la hermana lo decía con buena intención. Seguramente, para
ella, los curas eran lo mejor del mundo. El hecho de no haber tenido nunca
dinero le desorientaba. No sabía si era poco o mucho lo que había recaudado
aquella mañana. Ni sabía si había sido una suerte o no ir a parar a casa del
hermano. En el hospicio decían que tenía buenas manos y que más tarde
podría ser mecánico. Ya entendía bastante de mecánica e incluso arreglaba
cosas de allí. Hacía también un poco de fontanero y de electricista y las
hermanas aprobaban su habilidad. «¡Jesús! Este chico será una perla. Es
mañoso para todo».
A él le hubiera gustado estudiar. Tenía buenas manos, pero se cansaba
mucho. Cuando estudiaba no se cansaba, al contrario. Y cuando leía tampoco.
En el hospicio tenía bastante tiempo para leer los libros que le dejaban las
hermanas, pero en el bar de su hermano no le quedaba ni un minuto y por la
noche estaba molido. En cuanto terminaba la cena se iba a acostar y maldecía
la tos que a las pocas horas acudía sin fallar y le dejaba un dolor en el
estómago que sólo desaparecía con el desayuno.
Quizá todo ocurriera por tener cara de bueno, como decía la hermana
Patricia. Y por gustarle los libros, que eran caros. Cuando al fin se decidió a
comprarse uno en el quiosco de la Avenida se dio cuenta de que ni siquiera
las economías de la semana eran suficientes. Su cara de bueno debió de influir
favorablemente en los dos hombres que le abordaron y le dijeron: «Oye,
chaval, veinte duros si entregas este paquetito a Eusebio, al que encontrarás
en el bar “Tampico”. Pero no vayas a equivocarte. Mira, es fácil, el tal
Eusebio tiene la ceja derecha partida y cara de bruto. Era boxeador. Si no está
vuelves aquí con el paquete. No lo entregues a nadie más que a Eusebio. Aquí

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te esperamos. En cuanto regreses tendrás los veinte duros y si cumples caerán
muchos más». «¿Sólo por entregar un paquete?». «Sólo por entregar un
paquete, muchacho, pero es un paquete especial. Ve con ojo porque se rompe.
Guárdalo en el bolsillo de tu chaqueta mejor que en la mano».
Todavía no le habían enseñado el paquete. Martín, acostumbrado a los
grandes pesos del bar, al cubo lleno de hielo o de botellas, se imaginó que por
veinte duros tendría que transportar algo voluminoso. Uno de los hombres se
arrimó a un portal y allí, con pericia de ratero, le metió en el bolsillo de la
chaqueta un pequeño envoltorio que no abultaba más que un paquete de
cigarrillos. Él lo palpó. «Es pequeño», dijo. «Sí, pero se rompe. Ve con
cuidado. Nosotros te esperamos aquí. Tú preguntas por Eusebio y
disimuladamente, sin que nadie te vea, sin que nadie te vea, ¿oyes?, se lo
entregas. Cuando regreses tendrás tu dinero».

Hasta mucho tiempo después no supo que había traficado con drogas.
Cuando los hombres le tomaron confianza, los paquetes fueron mayores:
grifa, marihuana y, naturalmente, cocaína, pero él no lo sabía. Le parecía raro
todo aquello, algo misterioso y nada más. Martín Miguel, educado por las
hermanas en un hospicio, no tenía la menor idea de lo que pululaba por el
barrio del puerto. Con los primeros billetes se compró unos libros que
hicieron exclamar a Anselmo: «¡Lo que faltaba! ¿En eso te gastas los cuartos?
Pues si tanto te sobra, de ahora en adelante vas a pagar tus ropas y tus
alpargatas. Me sales a dos pares por semana».
Comprendió que no había sido astuto. El dinero era escandaloso, se veía a
la legua. Debía guardarlo cuidadosamente para que nadie supiera lo de
Eusebio y los paquetes. Cuando tuviera una buena cantidad se marcharía en
un barco. No sabía dónde ni qué haría, pero sí sabía que en el bar de su
hermano no quería permanecer.
Lo supo a raíz de su enfermedad. Una de las noches en que cayó rendido
en la cama, al toser expectoró un poco de sangre y manchó la cama. Se asustó
de tal modo que llamó al hermano y a la cuñada. «¡Cómo has puesto las
sábanas! —exclamó ésta, y luego a Anselmo—: El chico está tísico, lo vi
desde el primer día. Esa tos no anunciaba nada bueno». Llamaron al médico y
tuvo que quedarse en cama unos días, los suficientes para reponerse. Anselmo
le ponía mala cara y Leonor se pasaba el día suspirando: «Vaya mala suerte la
mía. Siempre me toca bailar con la más fea». Martín Miguel sólo tenía un
deseo: salir de aquel cuartucho y ver el cielo azul, los barcos del puerto y las

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gaviotas. Estas tres cosas le hacían feliz, le daban ánimos para continuar la
lucha. Aún no sabía por qué luchaba. Cuando se levantó estaba más pálido
que nunca, había crecido unos centímetros y se le había transformado la voz.
Un bozo incipiente, casi albino, brillaba sobre el labio superior. «¿Te
encuentras bien?», preguntó la cuñada como si hubiera pasado un catarro. «Sí,
me encuentro bien». «Pues, ¡hala!, que ya hemos perdido bastante tiempo
contigo». Apenas en la calle le salieron al paso los dos individuos. «¿Qué te
ha ocurrido?». «He estado enfermo». «No te hagas el loco, porque o estás con
nosotros o estás contra nosotros. Si estás contra nosotros lo dices y tú sabrás
lo que te haces». «¿Qué pasa?». «Mira el angelito. Nos harás creer que no te
has dado cuenta de lo que llevas entre manos; anda, niño, que no nos
chupamos el dedo». «No sé de qué me habláis». «Pues sí. ¿Crees que íbamos
a darte veinte duros por llevar un paquete de cigarrillos? Estás traficando con
drogas. Eres uno de los nuestros y si quieres escabullirte con excusas ya sabes
lo que te espera». Se le puso la carne de gallina, aunque ignoraba por
completo lo que significaba la palabra droga. «He echado sangre», dijo. Los
dos tipos se miraron. Parecieron convencidos al ver la piel lívida, los ojos
amoratados y brillantes, los pómulos sonrosados. «Bueno, chaval, eso no es
nada. Anda. Lleva esto a Eusebio y no se hable más del asunto».
Cuando le echaron el guante no supo decir ni una palabra de los dos
individuos; eran vulgares. Docenas, centenares, miles de hombres se parecían
a ellos. Lo pescaron por Eusebio, que tenía cara de bruto, y la ceja partida.
Hubo orden de registro en el bar de Anselmo por si se encontraba
«mercancía» y nada encontraron, aunque sí dieron, en la trastienda, con las
pocas economías de Martín. El hermano y Leonor estuvieron de acuerdo en
que debía ingresar en un reformatorio hasta su mayoría de edad. «Es un vago.
Ya nos olfateábamos algo porque tenía cuartos. Además está tísico.
Comprenderá, señor juez, que en un bar ha de haber mucha higiene.
Además… eso de que somos hermanos, a saber. Su madre era una tal».

De aquellos años Martín Miguel guardaba el peor de los recuerdos:


mezcla de frío, hambre, crueldad, humillaciones y obscenidades. Llegó a
pensar en el hospicio como un lugar apetecible en donde seres humanos del
género femenino velaban por su felicidad. En el reformatorio era difícil tener
amigos, porque desconfiaban unos de otros y había quien se chivaba por un
plato de garbanzos. Los castigos corporales eran de rigor y caían a menudo.
Llevaban el pelo a rape y una especie de uniforme que los asemejaba a los

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presidiarios. No había modo de protestar ni de escribir sin censura y lo único
que salvaba a los chicos de aquel régimen inhumano era la enfermedad.
Martín Miguel seguía tosiendo, seguía importunando a los compañeros de
dormitorio, si aquello podía llamarse dormitorio. Muchas veces deseó morir,
aunque sus pocos años le impulsaban a la vida de un modo casi instintivo.
Entre ellos se hablaba casi exclusivamente de tres temas: sexo, comida y fuga.
Pero el recuerdo de los pocos que se habían fugado y de nuevo cayeron en
manos de las autoridades no era como para animar a nadie. Allí conoció a
Román.
Le llevaba tres años y sólo le faltaban dos para la libertad. Román,
desdeñoso y soberbio con todos, le mostró simpatía casi desde el primer
momento. Román recibía paquetes del exterior y le hacía partícipe de sus
bienes. Era alto, apuesto e inteligente. Parecía un hijo de familia. Cuando
Martín le preguntó si tenía padres le contestó que sí, que efectivamente los
tenía, pero que no contaba con ellos. «¿Quién te envía los paquetes?». «Un
burgués». No quiso aclararle nada por aquel entonces y Martín no se atrevió a
pedirle explicaciones. Se conformó con trabajar en los talleres al lado de
Román, con quien los responsables y los jefes tenían cierta deferencia, y
aceptar con agradecimiento lo que Román le daba de los paquetes de víveres
que recibía del misterioso protector. Román era fuerte e inspiraba cierto
respeto. Su amistad con él le acarreó las envidias de los demás, pero no podía
elegir. Román tenía medios de enlace con el exterior que jamás confió a
nadie, e incluso llegó a proporcionar a Martín medicamentos. Quizá gracias a
él, pudo sobrevivir. Se sintió ligado a él como nunca lo había estado a nadie y
le obedecía ciegamente. Lo único que le atemorizaba era la liberación de
Román y esos tres años durante los cuales iba a perderle.
«No vayas a hacer ningún disparate —le decía Román—. Cuando yo
salga, me ocuparé de ti. Te enviaré paquetes de comida y consultaré con un
abogado. En todo caso, no cometas la estupidez de intentar evadirte, eso
empeora el asunto. Tú, tranquilo. Si por casualidad nos desconectamos,
apréndete esa dirección de memoria». Y le dio la dirección de una casa
particular, calle y número. Se la hacía repetir una y otra vez, con la
recomendación de no chivarse nunca. Tampoco le dijo quién vivía allí ni de
quién era la casa, pero Martín estaba acostumbrado a no hacer preguntas.
Cuando Román fue puesto en libertad los otros se le echaron encima, pero
estaba bien catalogado entre los responsables y los jefes. Era un buen tornero
mecánico y aprendía fácilmente. Sabía llevar la contabilidad y tenía buena
letra. Román no se olvidó de él. Regularmente recibía paquetes de víveres y

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medicamentos que mitigaban la dureza del centro. La invisible presencia de
Román le daba ánimos para aguantar la sordidez que le rodeaba. Contaba los
días que le separaban de su mayoría de edad y a veces soñaba que ni siquiera
tendría que llegar a ella; que Román, el omnipotente, le sacaría de allí antes
de esa fecha. Efectivamente: salió de allí bajo fianza un año antes de lo
previsto.

El mundo le atemorizaba. Esa palabra siempre tuvo para él un significado


mítico. Las hermanas hablaban de los peligros del mundo como si se tratara
de una terrible enfermedad, un monstruo devorador que engullía a sus
víctimas sin darles tiempo a defenderse. Y Martín Miguel estaba por dar la
razón a las hermanas, aunque a los veinte años se sentía lejos de ellas,
lejísimos de sí mismo, de aquel Martín Miguel a quien acariciaba la hermana
Patricia mientras le recomendaba en sus preces. «Un cura. Tienes cara de
bueno».
Si a la hermana Patricia le hubiesen dicho que su preferido había traficado
con drogas y pasado cuatro años en un reformatorio, se hubiera muerto de
nuevo. Cuando le notificaron su liberación se sintió tan desamparado, tan
pequeño como un cojo a quien de repente le robaran las muletas. Él no sabía
andar. Había dado unos pasos, nada más, durante aquellos dos años que duró
su estancia en casa de su hermano, y se había caído. La libertad, para él, era
algo terrible y desconocido. Se preguntó qué haría una vez libre, y cuando se
lo preguntaron en el reformatorio contestó que seguramente entraría en
cualquier taller de mecánica, pues era lo que mejor se le daba. Guardaba en la
memoria la famosa dirección tan cuidadosamente aprendida, y el pensamiento
de Román le tranquilizó un poco. Román le haría las veces de bastón, Román
le enseñaría a andar. No tuvo necesidad de ir en su busca porque el día de su
salida del reformatorio Román le esperaba, cincuenta metros más allá de la
puerta de entrada, al volante de un descapotable.

Aquello le desconcertó por completo. No relacionaba a Román con nada,


pero todavía menos con una posición confortable. Y ante la evidencia todavía
agradeció más al amigo, se sintió más deudor. Mientras enfilaban la carretera
que desembocaba en la ciudad, preguntó, quizá para evitar otra clase de
confidencias: «¿Es tuyo?». Román no necesitaba de previas explicaciones
para comprender. Supo que aludía al coche y contestó:

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«Claro que es mío. Ya te dije que no te apuraras. Y ahora vamos a casa».
No se atrevió a preguntarle si vivía con alguien y si la casa era de él, o del
famoso «burgués» a quien voladamente Román había aludido. Se dijo que
había tiempo de sobra para aquella clase de preguntas y se limitó a vivir el
momento deliciosamente, aspirando el aire tibio que entraba por las abiertas
ventanillas del coche y a decirse a sí mismo que era libre y que desde aquel
momento había cerrado un ciclo para empezar otro, totalmente distinto. La
libertad, el ancho panorama que se ofrecía a sus ojos, le embriagaban. El
discreto perfume de Román, su traje impecablemente cortado, los cigarrillos
americanos que le ofrecían, ejercieron sobre Martín Miguel el mismo efecto
que una copa de vino espiritoso a un convaleciente. Se dejaba conducir,
dejaba en manos de Román aquellos primeros pasos sin muletas, se agarraba a
él, desesperadamente, como si de verdad fuera Román un hermano mayor que
de pronto hubiera encontrado. Frenó unas lágrimas que estuvieron a punto de
saltarle cuando Román le dijo: «Y ahora a vivir, Martín. La vida es
estupenda». Tuvo ganas de abrazarle, allí, en aquellas calles que no conocía
porque jamás salió del barrio del puerto. En las calles de hermosos edificios
en donde habitaba gente que nada sabía del hospicio, ni de los fonduchos del
puerto, ni de reformatorios. Hombres y mujeres cuyos rostros reflejaban el
bienestar, la alegría interior de pertenecer a esa casta que jamás estaba
expuesta a pasar años y años de tristeza tras las rejas de un hospicio o tras el
muro de un reformatorio. Niños que podían gritar mamá, tenían juguetes e
iban en coche a colegios particulares. Niños que desde la cuna habían sido
queridos, mimados, contemplados y que nunca, nunca, correrían el riesgo de
verse envueltos en tráfico de drogas porque no irían con un cubo de hielo en
la espalda ni se detendrían ante un quiosco envidiando una revista, un libro
que no podían comprar. Adolescentes que fumaban tabaco rubio, que podían
esperar tranquilamente el final de sus estudios sabiendo que, mientras
duraran, sus padres los mantendrían amorosamente, los cuidarían, alentarían,
y estarían pendientes de su salud y progreso. Un nudo amargo le impedía
hablar. Le hubiera gustado que aquel trayecto no se terminara nunca, nunca.
Envejecer así, recibiendo en el rostro el tibio soplo de un mes de mayo, en un
coche reluciente y al lado de un buen amigo. «Tengo muchos proyectos», oyó
que le decía Román, y él no contestó porque ignoraba el significado de la
palabra. Los dos únicos años de libertad que tuvo en su vida fueron años sin
proyectos. O con vagos proyectos sin meta definida. Los barcos, el cielo azul
y las gaviotas… Aquel barco que él pensaba coger como puente hacia un
futuro desconocido y le dejaría en un país ignorado. No podían llamarse

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proyectos los sueños que tuvo durante los dos años pasados en el tugurio de
Anselmo. Eran nada más que ansias de otra cosa remota y desconocida igual
que el Cielo del que hablaban las hermanitas, «Sé bueno, Martín, e irás al
Cielo», y que tenía como contrapartida el Infierno. Él no podía imaginarse el
Cielo más que en sueños; el
Infierno, en cambio, lo había tocado con las dos manos, había vivido en él
desde que salió del hospicio. Tampoco el hospicio era el Cielo más que en
comparación con el infierno del reformatorio. Román aparcó el coche en una
calle de aspecto tranquilo. «Hemos llegado», dijo.
Penetraron en un edificio moderno, cogieron el ascensor y Román pulsó
uno de los botones, el de más arriba, que anunciaba «Ático». Sacó del bolsillo
un pequeño manojo de llaves y abrió la puerta de la casa. Ante la mirada de
asombro de Martín no pudo contener una carcajada. «Chico, ¿qué te ocurre?
¿Creías que iba a sacarte del reformatorio para llevarte a una barraca? Ésta es
mi casa y la tuya desde este momento. ¡Hala, vamos a celebrarlo! Te sirvo
una copa. ¿Te gusta el whisky?». Martín asintió con la cabeza. No quería
parecer un palurdo. Ignoraba el gusto de aquella bebida, que sólo había visto
en anuncios. Román le servía el whisky sobre unos cubos de hielo, le hacía
instalarse confortablemente en un butacón, que le acogió muellemente, como
si los almohadones estuvieran rellenos de pluma. La pieza olía a buen cuero y
a limpieza. Tras los anchos ventanales, una gran terraza llena de plantas
desconocidas para Martín Miguel. El sol entraba a raudales, entibiando el
ambiente. «Esto es como un sanatorio —comentó Román, y alzando el vaso
dijo—: A nuestra salud, chico. Se acabaron las penas. Ya te contaré poco a
poco, es preciso que te sacudas la morriña que llevas encima».
Era cierto: no se sentía feliz. Tenía miedo, pánico de lo nuevo, de lo que
no podía imaginar. Lo desconocido le asustaba; nunca fueron buenos los
cambios para él. Y se sentía incómodo en el cómodo butacón, acomplejado
frente a Román, que parecía tan en su elemento en el lujo como pez en el
agua. Un espejo le devolvió su imagen, pequeña y pálida al lado de la de su
amigo. Éste lo notó y le dijo: «Ahora almorzaremos en cualquier Snack y
luego iré a encargarte trajes y lo que necesites». Se ocupaban de él, pero en el
fondo le dolía. Jamás tuvo nada —o tan poco— que no debiera a alguien.
«Trabajaré —dijo a Román—. Creo que soy un buen mecánico. Ganaré
dinero y te devolveré lo que has hecho por mí». Luego escondió la cabeza
entre las manos y se echó a llorar, porque era mucho lo que tenía guardado
entre pecho y espalda, y a la fuerza tenía que reventar.

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Cuando pocos años más tarde tuvo que contar al abogado defensor de qué
modo había recorrido la trayectoria que le abocó al crimen, le costó mucho
recordar. «¿Cómo fue?». Tan sutilmente, tan imperceptiblemente pasó al
bando de los delincuentes que no experimentó sobresalto alguno hasta el
final. ¿Qué sabía él de la libertad? ¿De las limitaciones de la libertad? ¿De la
frontera entre el bien y el mal? A él se le engañaba como a un niño. Él sabía
menos que un niño por mucho que en el reformatorio hubiera adquirido
teorías. El bien que predicaban los jefes de aquel centro no le parecía bueno.
El mal de que hablaban los castigados como él, no le parecía malo. Quizá los
otros, al igual que él, lo habían practicado sin darse cuenta, sin plena
responsabilidad. No eran más que chiquillos como él, de la clase maltratada.
Lo mismo cuando hablaban de amor o de relaciones sexuales; Martín sólo se
hacía una idea teórica y falsa. No había tenido tiempo de enamorarse ni
conocía mujer alguna. Los compañeros que las habían tenido las exponían
con toda crudeza de detalles, pero Martín captaba de aquellas conversaciones
una parte, no un todo. La homosexualidad se practicaba corrientemente en el
reformatorio, pero cuando él pudo ser víctima, Román estuvo a su lado para
librarle de los demás. Y cuando Román se fue, Martín Miguel supo
mantenerse al margen de un modo instintivo, a sabiendas que existía algo
diferente; quizá fuera el amor de las mujeres. A pesar de Román, se sentía
invenciblemente atraído por ellas y en sus horas de insomnio, cuando las
conversaciones de los demás le aceleraban los pulsos, pensaba en una mujer,
sin rostro, y sin nombre, como pensó en un barco, en un país, en una libertad
que jamás pudo conseguir. El camino del crimen le pareció al principio
sembrado de rosas al lado de cuanto podía recordar de su vida anterior.
Román se ocupó de él, como un auténtico hermano. Se llevaban pocos años,
pero Román sabía, tenía infinita experiencia. Román era muy inteligente,
pensaba Martín, y además generoso, alegre, simpático, delicado, amable.
Román era algo así como un artífice de la vida y a su lado todo resultaba
luminoso, como tocado por la gracia.
Empezar, empezar… Lo primero que hizo Román, eso lo recordaba muy
bien, fue trajearle. Le compró de todo y de lo mejor, y luego le llevó a la
peluquería. Gracias a su excelente conducta, en el reformatorio dejaron de
raparle. Cierto que el corte de pelo que llevaba cuando salió del centro dejaba
mucho que desear, pero una cabeza monda hubiera sido peor. Con un buen
corte de pelo y decentemente vestido se sintió mejor. Se sintió incluso más
feliz. Parte de su angustia se quedó en las ropas que fueron a parar a la basura,
y en los mechones lacios que cayeron bajo las tijeras del peluquero. Román

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sonreía satisfecho de su obra, como un prestidigitador que sonríe a cada uno
de sus trucos y metamorfosea al conejito en paloma. «Y ahora, señores, van
ustedes a presenciar algo nunca visto». Martín Miguel, pequeño de cuerpo,
pálido de piel y rubio de cabellos, a sus veinte años parecía escasamente de
dieciséis y tenía un aire distinguido, ausente, que hizo exclamar a Román:
«Chico, pareces alguien. Un niño rico. Uno de esos niños criados como flores
de invernadero. Y además tienes exactamente ese aire inocente que vale una
carta de recomendación. Nadie creería, al verte, que has roto un plato. Un
santito, vaya».
Se sintió dignificado por sus ropas, su corte de pelo, su nuevo aspecto.
Bajo el delantal a rayas del hospicio o en la camisa de droguete del
reformatorio, era imposible el sentido de la dignidad. Los dos años que pasó
en el bar, con Anselmo, vistió tan pobremente que tampoco pudo sospechar la
fuerza que emanaba de unas prendas interiores que se ceñían al cuerpo como
una segunda piel y un traje de buena calidad a su medida. Se acostumbró al
baño diario, tibio y perfumado, y a veces se olía para recibir el olor de esa piel
que había llegado a tener el tufo de los infelices. Sus manos eran finas,
delgadas, sensibles. La hermana Patricia le decía a veces que tenía manos de
cirujano y por lo mismo sería un buen mecánico. Le costó librarse de la
incrustación, que era un gaje del oficio. Le costó casi un mes. Al cabo de un
mes sus manos… «Chico, tienes manos de aristócrata. ¿No crees que tu
madre…?». Y empezó a soñar porque su madre, decían, había sido una tal, y
quizás Anselmo dijera la verdad negando el parentesco. Entre él y Anselmo
no había ningún rasgo común.
Al principio, como dijo Román, lo importante era recobrar el soplo, el
equilibrio. No corría ninguna prisa. «Has de acostumbrarte a vivir, Martín,
porque en eso estás pez. Sabes algún que otro latinajo, tienes buena letra, unas
manos que valen un tesoro y una pinta que muchos niños bien envidiarían. Te
faltan diez centímetros de estatura y algunos de anchura, pero no creas:
gustarás. Tienes ese algo que enternece y no asusta». Martín indagaba: «¿Y
cuándo empiezo a trabajar, Román? Porque yo no quiero ser una carga para ti,
compréndelo. También tengo mi orgullo». Román le calmaba: «Paciencia,
querido. Todo a su tiempo. Por ahora los cuartos no faltan».
Martín hubiera querido preguntar de dónde venían esos «cuartos», pero la
vida le había enseñado a no preguntar. De vez en cuando recordaba lo del
burgués y algún pensamiento cruzó por su mente, pero lo rechazó. Debía de
ser otra cosa, algo que él no vislumbraba. A veces Román sostenía
misteriosas charlas por teléfono y se reía. Hablaba de cierto asunto

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relacionado con unas máquinas y al día siguiente, o al otro, se mostraba muy
dicharachero, muy contento y gastador. La cartera bien repleta sentía la
necesidad de hacer a Martín partícipe de aquel contento: «Hoy iremos a tal
sitio. Hay un ambiente como para caerse de espaldas. De categoría, ¿sabes?».
Román veló por su instrucción y, como había velado y seguía velando por
su salud, le llevó a casa de un especialista. Dijo que debía cuidarse, que
padecía de asma bronquial y que uno de los pulmones parecía afectado,
aunque la naturaleza de Martín era privilegiada. Cualquier otro en su caso
habría muerto de tuberculosis antes de llegar a los veinte años. «¿Ves? —le
dijo Román—, ante todo has de cuidarte». Y no escatimó dinero ni
medicamentos. La buena comida y la buena vida hicieron el resto. Persistió el
asma, pero no en la forma de antes. Y además tenía siempre a mano el
calmante indicado. Aumentó cinco kilos, la piel se coloreó lo suficiente para
no tener aquel tinte azulado que inspiraba temor, y los ojos claros se tornaron
brillantes, aun cuando siguieron lejanos. Podía decir, sin faltar a la verdad,
que durante seis meses Román le cuidó como un padre y una madre, y Martín
sintió por primera vez el gozo de vivir, el gozo de un afecto. Se hubiera
dejado cortar a pedazos por Román, lo hubiera dado todo a Román, hubiera
vivido a sus pies, como un perro. Si alguien hubiera intentado algo contra
Román, él, Martín, hubiera crecido y, al igual que David, hubiera sido capaz
de matar al gigante.

Hasta pasados aquellos seis primeros meses Román no hizo más que
instruirle en lo que él llamaba buenos modos. Una serie de fórmulas y de
reglas ignoradas por completo en el hospicio, en el bar de Anselmo y en el
reformatorio. «Eres algo así como un brillante en bruto —le decía Román—,
y yo voy a pulirte, porque el físico responderá. Mira». Le enseñó a preparar
las bebidas, a dejar el cigarrillo a medio consumir —aunque Martín fumaba
muy poco debido al asma—, a besar la mano de las señoras, a cederles el
paso, a decir a las muchachas lo que había que decir, a bailar. En el baile,
Martín se reveló un as. Amaba la música y la sentía. El tocadiscos de Román
desgranaba canciones nostálgicas que le llegaban al alma, y también música
clásica. Román le compró libros, le hizo leer un poco de todo «porque hay
que tener un barniz; si no, te ven el plumero». Se maravilló de la facilidad que
Martín tenía para todo cuanto fuera cultura, instrucción. Era como tierra
agostada que de pronto recibía la lluvia. Bebía ansiosamente, tragaba cuanto
Román le ponía a su alcance y bien pronto le aventajó en algunas materias

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porque las llevaba dentro, sin sospecharlo, y al desgarrarse las tinieblas se
embriagaba de luz.
Aquellos seis meses fueron sin duda alguna los más felices de su vida.
Los recordaría siempre como algo por completo desligado de los años
antecedentes y de los que iban a seguir; un intermezzo radiante durante el cual
entrevió el rostro amigable de la dicha. Seguía ignorando los asuntos de
Román, pero éste le aclaró que el mundo se repartía entre tontos y listos, y
que él pertenecía al bando de los últimos. Román desaparecía algunas tardes,
y algunas noches, alegando negocios. Le recomendaba algún libro, alguna
película, unos discos, o un programa de televisión, y cuando regresaba parecía
unas veces más contento que otras.
Por último tuvo una larga charla con él: «He meditado sobre lo que te
conviene y por supuesto encuentro absurdo que te metas en un taller de
mecánica. Vales más que eso. Hasta ahora no te he hablado de mis negocios
porque no lo creía oportuno, pero creo que tu colaboración me será de gran
ayuda. Verás: yo compro joyas. Gentes que se encuentran apuradas de dinero
y de pronto han de desprenderse de lo que sea. Como es lógico, pago lo
menos posible porque también es verdad que la venta de joyas de segunda
mano es muy difícil. Los ricos van a las joyerías y los no ricos no compran
joyas. De modo que lo único vendible son las materias primas: el oro, el
platino, las piedras preciosas. ¿Tú serías capaz de desmontar una sortija, un
brazalete, un collar y fundir las monturas sin estropear las piedras?». Martín
Miguel meditó unos instantes; casi ignoraba lo que era una joya. Las había
visto durante aquellos seis meses de bienaventuranza en los escaparates, pero
jamás las tuvo entre las manos. Contestó: «Creo que sí, pero me harían falta
algunos útiles de trabajo; en realidad, poca cosa». Román sonrió satisfecho.
«Te montaré un pequeño taller en la habitación que hasta ahora he tenido
desocupada. Siempre pensé que un día u otro me haría falta». «¿Cuándo
empiezo?», preguntó Martín, que se sintió de pronto muy satisfecho. No tener
que salir de aquella casa para trabajar, no tener más jefe que Román le parecía
el colmo de la suerte. «Cuando quieras. Precisamente tengo dos o tres piezas
que he comprado últimamente».
Las primeras joyas que tuvo entre las manos le causaron un placer
infinito. Eran muy hermosas. Le daba lástima estropearlas. «¿No crees que es
una pena destrozarlas? Aquí hay horas y horas de trabajo. La materia prima
seguramente es muy valiosa, pero destruir la labor del artífice es una lástima».
Román se limitó a contestar que nadie quería joyas de segunda mano y que,
en cambio, le era fácil vender los materiales preciosos y las piedras. Tenía un

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amigo que se ocupaba del asunto y vendía a los joyeros. Le dijo también que
ya era hora de distraerse un poco y que le presentaría a niñas bien, con las que
uno podía divertirse. Martín se asustó. No podría explicarles que era
inclusero, había servido de mozo de recados en un bar del puerto y finalmente
pasado por un reformatorio. «¿Qué les voy a decir?», preguntó intranquilo.
«Ninguna explicación. Invéntate lo que quieras. Cuando te hablen de sus
fincas tú recuerdas la que tenía tu abuelo en cualquier punto de la península
que no sea esta ciudad. Adornas la cosa a tu gusto. Por cierto: has de sacar el
carnet de conducir. Te costará poco porque eres muy listo, chiquito».

La nueva etapa no fue tampoco muy penosa. La gente, por lo que se veía,
no liquidaba las joyas así como así. Dos o tres a la semana y nada más. A
veces media docena. Total, unas horas de trabajo que Román le pagaba
escrupulosa y generosamente. «Pero ¡si no es nada! —decía Martín—. Sólo
me ha ocupado un par de horas». Román le hacía callar. Le decía que aquella
noche estaban invitados a una fiesta en casa de lo mejorcito de la ciudad.
«¿Cómo van tus clases de conducir?». Iban perfectamente. La teoría la
aprendió en un santiamén y en cuanto a la práctica, parecía que no había
hecho otra cosa en su vida. Por si fuera poco entendía de mecánica y
comprendió el mecanismo del motor a los pocos días. Pasó el examen a la
primera.
Conducir el coche de Román le parecía mucho más divertido que aquellas
fiestas de lo mejorcito. Siempre tenía miedo de colarse, de que saliera el
inclusero o el chico del reformatorio. Al principio se quedaba encogido en un
rincón, o bien se dirigía a las chicas feas, las que nunca bailaban. Poco a poco
aprendió la lección de Román y empezó a hablar con naturalidad de su
infancia, del colegio, de sus padres que se habían quedado en provincias,
apegados a la casa solariega, de las tierras, del perro que tuvo cuando niño, un
hermoso ejemplar de setter de color de llama y que respondía al nombre de
Lark. Luego el miedo se le fue pasando y se dirigió a las bonitas. Todas eran
amables con él. Descubrió que se le daban bien las mujeres, y se asombró de
quererlas, adorarlas. Eran otra cosa, criaturas amables y deliciosas que olían
bien y entre cuyos brazos, aunque sólo fuera al bailar, se sentía seguro. Y
Román parecía tener una cantidad fabulosa de amistades. Alguna semana
estuvieron invitados casi diariamente, bebían, charlaban, reían, bailaban y
terminaban la fiesta en alguna boite de luces discretas en donde las
muchachas se dejaban besar, y luego daban el número de su teléfono para que

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Román o Martín las invitaran a dar una vuelta en el coche, o bien a escuchar
discos.
Aquella segunda etapa también fue buena. Las primeras horas de la
mañana las dedicaba al trabajo. Román le había comprado una serie de útiles
que facilitaban su labor: portaseguetas y seguetas, tenacillas, pinzas, tijeras,
limatones, un soplete y un crisol de gres. El oro fundido parecía una bola de
mercurio y por poco que lo hiciera rodar en el crisol con algo de bórax
adquiría la forma de una esfera perfecta. Las piedras las cogía delicadamente
con las pinzas y las guardaba en cajas de cerillas. Era un trabajo bonito,
limpio y poco fatigoso, de modo que le quedaba tiempo para leer y estudiar
las materias que le interesaban. Se dio cuenta de que tenía facilidad para los
idiomas y se inscribió en una academia. Jamás pensó que aquello pudiera
terminarse, que la felicidad tan duramente adquirida fuera a evaporarse,
Román seguía siendo para él un misterio. Pero lo aceptaba como era. Todo el
mundo quería a Román, que además de ser muy apuesto era simpático,
educado y generoso. Una sola vez se atrevió a preguntarle por qué había ido a
parar al reformatorio, y Román le contestó que había dado la cara por otro,
por lo cual, éste, le quedaba deudor. Como Martín Miguel dependía por
completo de Román, no quiso averiguar más.

En una de las fiestas ocurrió algo que le hizo pensar: la chica de la casa,
más blanca que una sábana, dijo que alguien había robado el collar de
brillantes de su madre y que ésta había avisado a la policía. Nadie saldría de
la casa hasta que el asunto se hubiera aclarado. Martín Miguel, al oír el
nombre de policía se puso lívido e imploró con la mirada la ayuda de Román.
Éste parecía como siempre, risueño y seguro. La inspección fue rigurosa y el
collar no apareció por ningún lado; entonces la dueña de la casa tuvo que
excusarse y los policías se fueron de allí bastante escamados, diciendo cosas
sobre el poco cuidado de ciertas señoras y que si el collar hubiera estado en
sitio seguro (la señora lo guardaba en uno de los cajones de su cómoda) nada
habría ocurrido. Román se despidió muy dignamente de la madre y de la
chica, pero aseguró que no volvería a una casa en donde se sospechaba de los
invitados. Al día siguiente, por la mañana, Román entregó a Martin Miguel el
collar de brillantes para que lo desmontara, separase las piedras y fundiera el
platino. Entonces Miguel comprendió. Lo comprendió todo y se atrevió a
decir: «¿Por qué haces esto, Román? Irás a parar a la cárcel. Esto es robar».
Román sonrió palmeándole cariñosamente la espalda. «Iremos a parar a la

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cárcel —recalcó—. Porque no te olvides de que tú eres mi cómplice. Bueno,
así es mejor. Un día u otro tenías que enterarte y si llega a ser al principio te
hubieras ido por ahí, en busca de trabajo, a cualquier garaje o taller de
mecánica. Hoy tendrías las manos feas, irías vestido con ropas baratas y
durante el resto de la vida seguirías trampeando como el infeliz que eres. A
mi lado pareces alguien. Ha desaparecido el inclusero, el chico del
reformatorio. Eres un chico guapo y te has habituado a lo bueno. ¿Ves? Crear
la necesidad del lujo es un gran medio para conseguir auparse en la vida. Lo
leí no sé dónde».

Martín Miguel se rebeló. Dijo que no quería desmontar ni una sola joya
más y que se iba de aquella casa. No le importaba dónde. Ya había cumplido
los veintidós años y era libre. Román cabeceó sin dejar de sonreír: «No,
querido, no puedes dejarme. Tengo grandes planes para el futuro. Por el
momento hemos de mantenernos a la expectativa porque lo del collar traerá
cola. Mejor que lo transformes, porque nada me extrañaría que los sabuesos
hicieran una inspección en esta casa y en la de los otros invitados. De modo
que aprisa, cuanto antes terminemos mejor. Y hay que hacer desaparecer tu
mesa de trabajo y tus útiles: son demasiado comprometedores. Por el
momento basta de joyas, me han propuesto algo mucho menos engorroso y
más lucrativo».
Martín, aterrado, hizo lo que Román le pedía. El collar desapareció
convertido en piedras y metal. Las seguetas, el soplete, las tenacillas, el crisol
y cuanto pudiera ser comprometedor fueron abandonados aquella misma
noche en un descampado. La habitación recobró su aspecto inocente. Román
tenía el don de organizar las cosas en unos minutos. Las cajas de cerillas
desaparecieron también y lo mismo los metales. Hubo una entrada de dinero
que Román aprovechó para hacer un corto viaje a Francia. «Conviene salir del
país de vez en cuando —dijo—. Iremos a Marsella. Te gustará. Es un gran
puerto y con mucha vida. Hay tipos fabulosos en Marsella».

Se sucedieron otros viajes, que debían de reportar a Román bastante


dinero, porque se compró otro coche y regaló el viejo a Martín. La vida social
se reanudó y el asunto del collar quedó olvidado; volvieron las fiestas con lo
mejorcito, las boites y los paseos en coche. En una de esas fiestas Martín
conoció a Magda. Jamás pensó que alguien como Magda pudiera fijarse en él.

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Se enamoraron los dos. Magda tenía veintiún años; Martín, veintitrés. Magda
era hija única de padres riquísimos y Martín tuvo miedo. Miedo de que
Román explotara de nuevo aquella amistad, miedo de que Magda descubriera
lo que había sido, de que le preguntara qué hacía y de qué vivía. No quería
indagarlo, seguía la táctica del avestruz, pero los frecuentes viajes de Román
al extranjero le hicieron sospechar que las joyas habían sido reemplazadas por
algo más peligroso. A menudo Román le decía: «¿No te importa hacerme un
favor?». No le importaba a Martín hacer favores. Hubo un tiempo en que se
hubiera dejado matar por Román. «Mira, lleva este paquete al dueño de la
cafetería tal». Eran paquetes pequeños y cafeterías lujosas. Otras veces,
domicilios de particulares. «Ahora que dispones de coche lo haces en un
momento, yo tengo asuntos que resolver». Aquellos paquetes, en más
cuidados, se parecían extrañamente a los otros, los que le llevaron al
reformatorio. Se lo dijo a Román: «Tú estás traficando en drogas. ¿Sabes que
por eso me metieron en el reformatorio?». Román asintió. «Claro. Pensé que
estabas harto de las joyas, que te disgustaba tener un amigo ladrón. He
cambiado de oficio y me va mejor. Es, en cierto modo, menos comprometido.
Ahora tengo buenas relaciones y no hay nada como complacer al vicioso.
Paga y agradece. La cuestión es saber de dónde soplan los vientos y navegar.
Por cierto: has de dejar a esa niña, a Magda, no quiero que nadie se meta en
mis asuntos. Las mujeres siempre lo echan todo a perder».

Martín Miguel estuvo a punto de confesarlo todo a Magda. Le diría que


era inclusero, que había trabajado en casa de un hermano, en un bar del
puerto, como mozo de recados, y que se había visto envuelto en un lío de
drogas sin darse cuenta. Le diría que había sido recluido en un reformatorio y
que allí conoció a Román y todo lo que siguió. Que por ella estaba dispuesto a
abandonar a Román y aquella vida, trabajar, ser un hombre de provecho.
Luego escondió la cabeza entre las manos y se puso a llorar. ¿Qué diría
Magda? «¿Qué clase de vida puedo ofrecerle en el mejor de los casos?».
Efectivamente si los padres indagaban sobre él se enterarían de todo,
cualquier cosa sería suficiente para impedir que Magda siguiera viéndole.
Decidió romper. No por Román, por Magda. Aquella tarde salió con ella y
dijo lo bastante para que comprendiera que él no tenía fortuna, que todo se lo
debía a Román y aquel amor estaba condenado al fracaso. Ocurrió lo peor:
Magda le contestó que le quería, que efectivamente sus padres se opondrían a
aquella boda, pero que a ella no le importaba, que era mayor de edad y estaba

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dispuesta a lo que fuera. «¿A qué?», preguntó Martín. «Escaparme de casa».
Se besaron. Frente a ellos, la inmensa explanada del mar les ofrecía una
imagen serena, un horizonte ilimitado. Los barcos del puerto se metieron de
nuevo dentro de las pupilas de Martín Miguel. «Podríamos marcharnos. Irnos
a América. Allí sería distinto. Yo trabajaría en lo que fuera, haría por ti
cualquier cosa. Aquí Román me ata, todo me ata». Magda sonrió. La idea le
parecía excelente. Dijo: «Tengo doscientas mil pesetas, absolutamente mías.
Nos servirían para empezar. ¿Cuánto tienes tú?». Martín no contestó. No tenía
nada o casi nada. No se había preocupado por el momento. Román le
solucionaba sus gastos, proveía a sus necesidades, lujos y caprichos, pero no
se le había pasado por las mientes ahorrar. Contestó: «Veré de tener lo mismo
que tú». Se despidieron a la puerta de la casa de Magda con la promesa de
callarse y de obrar. Si podían casarse antes del viaje, mejor. Si no, lo harían
en cuanto llegaran a América. «Lo peor —dijo Magda—, es el visado de
entrada. Pero tengo buena amistad con el vicecónsul de Venezuela. La
cuestión es largarse, y una vez allí nos arreglaremos».

Dos días después Román le preguntó si había roto con Magda. Martín
contestó afirmativamente. Era la primera vez que mentía a Román. Era casi la
primera mentira importante de su vida porque las otras, las que Román le hizo
decir, eran diferentes. Le dio vueltas al asunto; el modo de procurarse aquel
dinero. No le importaba arriesgarse; sería la última vez. Tenía muchas
direcciones, nombres de los clientes de Román; podía pedirles dinero en
nombre de éste o bien vender la mercancía por cuenta y riesgo. Estaba
decidido y sabía el lenguaje. Podía comprarla en los bares del puerto, a los
individuos que deambulaban olfateando presas, como aquellos dos que le
enredaron cuando servía en el bar de Anselmo, y revenderla luego a los
clientes ricos, a las cafeterías de lujo. La cuestión era hablar el mismo
lenguaje que aquellos hombres y que no le vieran trajeado como un señorito
porque ni se fiarían de él ni obtendría la droga a un precio interesante para
revenderla. De nuevo tenía miedo, un miedo espantoso. Román se ausentaba a
veces por las noches y él quedaba libre para salir por su cuenta o quedarse en
casa. Decidió aprovecharse de aquellos momentos de soledad para no levantar
sospechas en el ánimo del amigo. Aún sentía por él afecto, a pesar de lo que
llegaba a despreciarle. Excusaba a Román. Lo creía un tarado, un ser nacido
para el mal, sin conciencia alguna, sin amor ni piedad. Le compadecía en
cierto modo. Debía separarse de él, marcharse donde jamás él pudiera

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encontrarle; de otro modo se encontraría de nuevo bajo su dominio. No
calculaba el tiempo que tendría que mentir y fingir, aunque se decía que
cuanto antes reuniera los fondos, antes le sería posible realizar sus planes. Se
veían con Magda, a escondidas, seguía por lo demás haciendo lo de siempre;
sólo por las noches se aventuraba a salir, con unos téjanos viejos y un jersey
de cuello vuelto, hacia los barrios que había recorrido de niño. Tenía miedo y
echaba mano de la pistola de Román. La cargaba y se decía que si alguno de
aquellos individuos se le insolentaba no tendría más que sacarla del bolsillo
para atemorizarle. Román le enseñó a disparar dos años atrás, en un lugar
apartado. Cuando regresaba la guardaba de nuevo en su sitio, cuidadosamente
oculta dentro de una de las alacenas de la cocina, las balas en un bote de
tabaco de pipa.

Se equivocó, fue más lejos de lo que debía, cegado por las prisas y por el
amor. Tampoco había contado con Román. Fue él quien le tendió la trampa, y
picó. Cuando se vio acorralado por los agentes le acometió el pánico, sacó la
pistola y dejó a dos de ellos tendidos en el suelo. El tercero, que vigilaba
desde una esquina, le hirió en una pierna y Martín Miguel quedó a merced de
la justicia. Le asaron a preguntas, pero no soltó prenda; dijo que obraba por
cuenta y riesgo, a solas, que no tenía cómplice alguno. Durante el juicio
salieron a relucir sus antecedentes, su origen. Supo que Román se había
largado al extranjero. Los periódicos, en grandes titulares, daban cuenta de su
captura y de la muerte de los dos policías. Su foto ocupó la primera plana de
toda la prensa del país. Martín Miguel sólo pensaba en Magda, en su amor
destruido, en su vida, que iba a terminarse cuando aún no había empezado.
No quería morir. Dentro de la celda se sentía como un animal salvaje caído en
el cepo. Hubiera arañado las paredes, mordido los barrotes al pensar en el
sufrimiento, en el desengaño de Magda. Hubiera roto el techo a cabezazos
para ver un trozo de cielo. Cuando oyó la condena estuvo a punto de
desmayarse y lloró, lloró horas, días seguidos, aquel barco que jamás cogería,
aquel lugar que le esperaba, aquella vida en la que sólo había encontrado unos
pobres minutos de felicidad.
Rogó al abogado que llamara a Magda y le pidiera perdón de su parte. No
había tenido intención de engañarla, él hubiera querido ser otro, uno de esos
chicos que nacían en los barrios elegantes, cuyas madres jamás abandonaban
en la inclusa, cuyos padres pagaban buenos colegios y ropas buenas. Él
hubiera sido estudioso como el que más, dulce y bueno como el mejor. El

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abogado le dijo que no había podido cumplir el encargo: «Es mejor que la
olvides, esa chica no era para ti».
Por las noches le acometía de nuevo la tos, se le crispaba la garganta y
creía enloquecer. Suplicaba a los guardianes que le dejaran escribir una carta
a Magda, tan sólo unas líneas: «Magda, amor mío, no me odies. No siempre
puede decirse la verdad y si te oculté la mía no fue más que por miedo a
perderte. Yo hubiera podido nacer en tu hogar y tú en el mío. Ninguno de los
dos escogimos a nuestros padres; piensa, medita lo horrible de esta gran
verdad. Es algo así como nacer sin ojos, ni brazos, ni piernas, mientras los
demás ven, corren y abrazan. Sólo fui culpable al aceptar a Román. Pero date
cuenta de que Román fue el único que, a su modo, me quiso. Cuando me di
cuenta de quién era Román, fue tarde. Yo no creía que el mundo fuera tan
malo como las hermanas me habían dicho. Sí, es malo, Magda. Es cruel con
algunos y demasiado regalado para otros. El mundo es en verdad un
monstruoso remolino que engulle a los desheredados como yo. Fíjate: Cuando
era pequeño decían de mí que tenía cara de bueno, que podría llegar a ser un
buen cura. ¡Dios mío! ¡Qué risa tan amarga me resbala por dentro! Siento
deseos de morder como los animales salvajes, de hincar mis zarpas en las
paredes, desgarrar mi corazón para no sufrir de este modo. Yo no quise
hacerte daño, Magda, compréndeme. Tú ignoras lo que significa ser diferente
de los demás y en mal. Tú no sabes lo que es devorarse a sí mismo, y tragar
lágrimas de acíbar o temblar como una hoja de un miedo que se inclinó sobre
la cabecera de mi cuna desde el día que vine al mundo. Si me hubieran dado a
elegir, no hubiera nacido. Pero vivo, estoy aquí, y por un momento tuve la
sensación de que podía participar del festín general. Ése fue mi gran error,
querida mía, considerarme un comensal cuando sólo era el perro que debe
contentarse con los desperdicios. Pero ¿cómo iba a comprenderlo si todo mi
ser me impulsaba a la vida? ¿Cómo iba yo a pensar que mi barco, el soñado,
era un buque fantasma, maldito por el Dios de todos? Nada te pido, nada más
que no me odies. Voy a morir y quiero pensar que ese día alguien llorará por
mí. Tengo la sensación de que ninguna sonrisa iluminó mi nacimiento, que
ninguna lágrima lamentará mi muerte. Habré pasado por la vida como una
sombra, algo que no fue deseado, querido ni llorado. ¡Vida mía! ¡Dulce amor
mío!, cuando todo esto haya terminado, prométeme que rezarás por mí un
segundo, yo no puedo. Yo no creo que Cristo vino al mundo para salvar a los
pecadores, para ser el amigo de los pobres. Yo creo que los pecados de los
pobres son odiosos a los ojos de Dios porque entre los condenados a muerte
hay más pobres que ricos. La sentencia se cumplirá el miércoles que viene, a

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primeras horas de la madrugada. Tendré mucho miedo, muchísimo. A veces
creo que mi corazón va a estallar de tanto sufrimiento, de tanto miedo. Nadie
me dará la mano en aquellos momentos. Nadie, Magda. ¡Qué triste es pensar
en la muerte de los condenados! ¡Qué hermosa hubiera sido la vida contigo!
No sé qué pensar, mi entendimiento se nubla. Pienso a veces que si la vida ha
sido tan amarga, la muerte ha de ser dulce por contraste. Cuando la vida es
dulce, entonces, sí, la muerte debe de ser amarga. Sin embargo, me arriesgaría
a nacer de nuevo. Me arriesgaría a tener los mismos padres, ser un inclusero,
haber pasado por un infecto bar del puerto y por el reformatorio. A partir de
ahí mi vida hubiera podido ser otra. ¡Quién sabe! Tengo veinticuatro años,
amor, son muy pocos para desear la muerte. Todo en mí se revuelve
ferozmente y quisiera gritar, gritar hasta perder los gritos para decir a todos
que hay, debe haber, otra justicia por encima de la humana. Los hombres me
han condenado. Los hombres hicieron de mí un inclusero, un mozo de
recados, un chico de reformatorio. Aim siendo inocente me condenaron al
nacer. ¿Acaso tuve lo que tuvieron otros? Me roe el rencor, la envidia, todo
cuanto en mí se revuelve en estos momentos y es como una gusanera en mi
cerebro. De nuevo estoy hediendo con el tufo de los desdichados. Este hedor
es el estigma con el cual se marca a los que estamos destinados al matadero.
¿Qué habrá después de esto? ¿Será cierto lo que decían las hermanas? ¿Es
posible un Cielo después de semejante Infierno? No lo sé, Magda. Por verte
nada más que un minuto daría…, ¿qué podría dar? Verte un solo minuto sería
algo así como si Cristo me dijera como al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo
en el Paraíso”, pero sé que no te veré y ese solo pensamiento me hace gritar y
aporrear las paredes con mis puños. ¡Magda! ¡Magda! Tu nombre lo
pronuncian mis labios sin cesar. Creo que ese amor tan grande que he sentido
y siento por ti tiene el poder de una oración. No me odies, Magda querida.
Guárdame en el último de los rincones de tu alma un pensamiento
misericordioso. Magda, mi amor querido, jamás creí que el ser humano
pudiera resistir tanto dolor, verter tanta lágrima, amar tan desesperadamente,
odiar tan rabiosamente y pensar como una vorágine sin perder la razón».

Tuvieron que ayudarle porque se caía. Ante él, ante Martín Miguel el
inclusero, el mozo de recados, el chico del reformatorio, el traficante en
drogas, el amigo de Román, el asesino de dos agentes, se abría una sima
aterradora que le daba vértigo. No sabía adónde dirigir sus pasos y crispó sus
manos sobre los brazos que le ayudaban a avanzar hacia el cadalso. El rostro

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encapuchado, de extraños ojos, le pidió perdón. «Perdón, hijo». Nadie, jamás,
le había llamado hijo. De nuevo las lágrimas le treparon garganta arriba y no
pudo contestar. ¿Quién le había perdonado a él? Un gemido salió de sus
labios y entonces le sentaron. Hacía viento aquella mañana y los finos
cabellos rubios se le arremolinaron sobre la frente. Hacía frío. La argolla le
quemó el cuello, rascándole la nuez. Martín Miguel cerró los ojos, que tenía
muy claros. Sus labios, contraídos, musitaron la forma de una frase que nadie
pudo oír porque la voz ya había muerto en su garganta.

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ELENA ORTIZ

Lo que las leyes autorizan


contra ciertas serpientes venenosas,
es preciso hacerlo con determinados
hombres peligrosos.

DEMÓCRITO

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Cuando Elena Ortiz se dirigió al cadalso, no temblaba. Era alta, esbelta,
majestuosa. El sacerdote que le tendía el crucifijo se quedó unos momentos
paralizado por la tremenda serenidad que desprendía aquella mujer que había
machacado la cabeza de su amante como habría podido machacar la de una
víbora. Elena Ortiz miró desdeñosamente al religioso y no quiso besar el
crucifijo. Dijo que le habían matado el alma, que ya estaba muerta y que Dios
no existía porque, de haber existido, hombres como Augusto Guerra no
hubieran nacido o hubieran sido ejecutados en lugar de ella. Cuando el
verdugo pidió que le perdonara se encogió de hombros y su voz grave, algo
opaca, murmuró: «Tú no me has hecho nada». Luego se sentó tranquilamente.
Algo irreal flotaba en el ambiente del amanecer lluvioso. Parecía increíble
que aquella mujer que rebosaba vida por todos los poros de su cuerpo, fuera a
morir ajusticiada. Más bien hubiérase dicho el ensayo de alguna secuencia
cinematográfica y los congregados, artistas, cameramans, ayudantes y
comparsas. Los ojos dorados de Elena brillaban con un extraño fulgor; eran
inmensos. Aun sin maquillaje su piel era tersa, luminosa. Resaltaban los
labios sensuales, curvados hacia arriba, sin amargura, labios hechos para el
amor, para decir palabras tiernas, para suspirar de dicha. Los senos, firmes y
proporcionados, se elevaban al compás de una respiración tranquila. Ni ella
misma parecía creer que en verdad iban a ajusticiarla. La argolla que ciñó su
cuello no consiguió arrebatarle dignidad ni menguar su altivez. Asemejaba
una joya bárbara o sofisticada que se hubiera puesto por capricho. Los ojos
dorados bajo la negrura de las cejas, pestañas y cabellos, miraban fijamente
como prestando atención a algo que se desarrollara lejos, lejísimos, y que ella
no quisiera perderse. Al verdugo se le veía menos apresurado que otras veces
e incluso el sacerdote le miró extrañado. Fueron dos o tres minutos los que
pasaron, aunque parecieron siglos. Elena Ortiz seguía impasible, espectadora
de algo que sólo ella sabía, una película que se proyectara en algún punto de
su cerebro y la mantuviera tensa, ajena a cuanto la rodeaba.
Diez años atrás conoció a Augusto. Entonces era dichosa,
despreocupadamente dichosa, se sentía amada por su marido y por los dos
hijos. Creía que la felicidad consistía en vivir en paz, vivir bien con un buen

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marido y unos hijos. La felicidad era salir a la calle y respirar profundamente
la vida. Sentirse plena, dar gracias a Dios por haber puesto un sol en el cielo,
pájaros en el aire, árboles que dieran sombra, y regalado a ella una hermosura
que hacía volverse a los hombres y a las mujeres. Se sabía hermosa. Cada
mañana, al despertarse y mirarse al espejo, daba gracias a Dios por haberla
hecho así y no de otro modo. Su corazón se derretía de compasión ante la
fealdad, la desgracia ajena. Cuando cruzaba por la calle a un jorobado, a un
cojo, a un ciego, o simplemente a un desgraciado, sentía su corazón rebosar
de agradecimiento hacia un Dios que le había dado tanto.
Cuando iban por la calle ella y su marido, sabía que los hombres la
codiciaban y miraban con rabia a su poseedor. El marido la cogía fuertemente
del brazo, se sentía pleno con ella. Era un hombre bueno, inteligente, de pocas
palabras. Se conocieron de niños. Fueron novios desde que ella tuvo doce
años y él dieciocho. A los doce años Elena Ortiz era ya hermosa, como lo fue
desde que vino al mundo. Se casaron en cuanto ella cumplió los diecisiete
años y las gentes decían que los dos habían tenido suerte porque él era
trabajador, formal e inteligente, y ella, además de hermosa, era dispuesta para
todo y rebosaba vida y alegría. Quince años de matrimonio y si bien la pasión
de los primeros se había calmado, subsistía el amor del primer día, tenían
excelentes amigos, una posición económica desahogada y dos hijos que
prometían reunir las cualidades de ambos. Ni él ni ella tenían preocupación
alguna.
A veces —lo recordó en aquel momento de espera, mientras la lluvia caía
perezosamente, y la fría argolla le ceñía el cuello—, al oír exclamar a sus
amigas: «Chica, esta casa es algo así como un paraíso; da gusto veros
reunidos, porque sois la imagen de la felicidad», sentía miedo. En alguna
ocasión se llegó a considerar casi culpable de tener tanto al lado de los que tan
poco tenían y, sin que nadie se enterara, como un pago, iba a cuidar a los
enfermos pobres, les llevaba comida, ropas, golosinas para los chiquillos,
limpiaba hogares, lavaba ropas mugrientas, se ocupaba de encontrar trabajo
para unos y otros, y además les transmitía parte de la alegría que brotaba
dentro de ella como una fuente inagotable. Callaba esa labor porque de otro
modo se la habrían celebrado y ella no quería alabanzas. No deseaba que le
agradecieran nada, era ella quien debía agradecer y, al entregarse a los demás,
creía pagar una deuda, preservar una felicidad que quizá no le perteneciera
por completo porque no había luchado por ella.

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Conoció a Augusto Guerra en una cena, una fiesta benéfica a la que
asistió con su marido. Le tocó estar a su lado, en una de las mesas, y algo en
ella se revolvió con disgusto. Estaba acostumbrada a que todos los hombres la
cortejaran, por lo mismo tenía fama de orgullosa. Pero Augusto Guerra no
cometió la torpeza de insinuarse abiertamente como los demás: era un experto
en la materia. No alabó su belleza, eso era patente. Le habló de otras cosas
que casi nadie advertía porque su físico era deslumbrante. La primera
impresión que recibió de Augusto fue inquietante. Ella era una mujer sana,
recta, sin retorcimientos. A veces intuía antes de saber. Físicamente Augusto
tenía atractivo, pero sus orejas eran puntiagudas como las de los lobos y Elena
Ortiz pensó que aquel hombre tenía algo raro, algo que le recordaba el físico
de los asesinos. Los rasgos eran correctos, pero aquellas orejas puntiagudas la
tuvieron intranquila y durante la cena escuchó sus palabras, alejada de ellas.
Augusto no cesó de mirarla intensamente, pero ni por un instante celebró el
color dorado de sus ojos, o el negro resplandeciente de sus cabellos, ni su
cuerpo esbelto que los años habían embellecido. Augusto reservó sus elogios
para lo que permanecía oculto en ella: sensibilidad, inteligencia, vitalidad,
alegría de vivir. La radiografió en unos segundos, la captó en seguida, porque
Elena era diáfana y no tenía motivos para ocultar su auténtica personalidad.
Augusto era soltero y tenía treinta y cuatro años, dos más que ella. Augusto se
decía escritor, pero ella no había leído nada de él. Elena Ortiz leía con
preferencia autores extranjeros o bien los famosos del momento. Augusto
Guerra, durante aquella cena, estuvo tan amable con ella como lo estuvo con
el marido, quizás incluso estuvo más amable con el marido, y quedaron en
que al día siguiente él iría a verlos a la hora del café y les dejaría leer alguno
de sus escritos. Al salir de allí le acompañaron hasta su casa. Elena dijo a su
marido que aquel hombre no le gustaba demasiado. «Tiene algo inquietante:
las orejas». Y el marido soltó una carcajada. «¡Tienes cada cosa! ¿Qué
pueden decir unas orejas?». Ella cerró el abrigo de astracán. «No sé. Pero las
orejas son importantes. Las tiene puntiagudas, como los asesinos». El marido
parecía de excelente humor. «A mí me ha divertido. Esos escritores son
siempre gente más o menos chalada, pero indiscutiblemente saben hablar.
Cuando uno está acostumbrado a los problemas de la fábrica, encontrar
alguien diferente es como cambiar de mundo. Yo le encuentro simpático».
Ella convino que sí, simpático lo era, pero no le gustaba. «Tiene las orejas de
asesino», volvió a repetir, y entonces el marido le preguntó de dónde había
sacado que los asesinos tenían las orejas de esa forma, y ella no se acordó.
Seguramente lo había leído en la peluquería o bien en la consulta del médico

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o del dentista. Sí, seguramente allí. «Las orejas —insistió Elena— son algo
muy importante. Fíjate, cuando hacen fotografías de los criminales, siempre
sacan una de frente y otra de perfil. Nadie tiene las orejas iguales».
Le costó dormirse aquella noche. Se apretó contra su marido y, cuando al
fin pudo conciliar el sueño, soñó que Augusto la besaba por todo el cuerpo de
una forma que jamás la había besado su marido. Se despertó llorando, pero no
quiso decir qué le pasaba. Tuvo que levantarse e ir a la cocina a hacerse una
infusión y tomar una pastilla de aspirina. Le dolía la cabeza y en aquella casa
no había más calmantes ni tranquilizantes que la aspirina. Luego volvió a
dormirse, pero ya de madrugada. Al día siguiente se encontró destemplada y
creyó que estaba incubando una gripe.

Sólo ella sabía cómo había ocurrido, pero arm sabiéndolo no podía
explicárselo, le era imposible llegar a comprender en qué momento exacto se
produjo lo que la arrastró a la ruina; cómo, ella, que se levantaba de la cama
dando gracias a Dios, se dejó aniquilar durante diez años por la más
denigrante de las esclavitudes. Quizás el proceso que la condujo al crimen fue
lento, calculado. Ante todo se vio desprovista de cualquier medida que
pudiera servirle de comparación, de cualquier voz amiga que pudiera darle un
buen consejo. Luego, poco a poco, Augusto Guerra fue minando la confianza
que siempre había tenido en ella misma, hizo de ella una mujer arisca e
intimidada, una mujer recelosa y agresiva que no escuchaba razones, porque
las que intuía las sofocaba para no culparse o despreciarse.
Al día siguiente al de la fiesta benéfica, puntual como un clavo y a la hora
del café, compareció Augusto Guerra. Llevaba el original prometido, escrito a
máquina. La visita fue prudente, no demasiado larga. Hubo cambio de tarjetas
y por último Augusto Guerra se marchó aprovechando que también lo hacía el
marido. Iban en la misma dirección. Pocos momentos después de la partida,
Elena Ortiz se dio cuenta de que Augusto se había dejado un envoltorio no
demasiado grande; por las apariencias parecía un paquete de folios. Llevaba
el nombre de una papelería.
No le dio importancia. «Ya llamará —pensó—, y si no diré a mi marido
que le llame», y empezó a arreglarse, pues debía salir a merendar con unas
amigas. Se entretuvo un momento hojeando el original de Augusto, y no le
interesó demasiado. Decidió preguntar a unos y a otros si Augusto era
conocido como escritor o bien si era uno de tantos, del montón. Cuando

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estaba a punto de salir llamaron a la puerta y la chica anunció «al señor
Guerra, que se ha olvidado un paquete cuando vino a tomar café».
De haberlo previsto hubiera dado instrucciones a la sirvienta, pero le pilló
de sorpresa, así que recibió de nuevo al intruso. Tampoco esta vez le dijo
nada que pudiera ser tomado por un halago, se limitó a mirarla intensamente,
a quejarse de su soledad en términos literarios: «Es algo así como mi fiel
compañera, soy tímido e introverso y cualquier cosa me hiere». Elena Ortiz
dijo que no sospechaba que la Creación fuera tan dolorosa, al contrario. Le
parecía que todo aquel que sacaba algo de la nada debía sentir forzosamente
una satisfacción, que ella admiraba a los que poseían ese don y que de tenerlo
se sentiría feliz. Discretamente miró el reloj de sobre la chimenea y
experimentó cierto nerviosismo: la estaban esperando. Dijo: «Lo siento, pero
debo irme; me están esperando». Augusto Guerra suspiró. Suspiraba a
menudo. Lamentó las prisas de la vida, la efímera dicha de los cortos instantes
en que él se sentía pleno. Ella preguntó entonces si no tenía novia —sabía que
era soltero—, él repuso que era difícil encontrar una mujer a su medida y que
detestaba la vulgaridad, la tontería, tan corriente en el sexo femenino…, salvo
las maravillosas excepciones. No puntualizó. Al despedirse prometió traerle
unas poesías inéditas «que van a publicarse en breve, pero me gustaría me
dieras tu opinión». Elena Ortiz, más nerviosa que nunca por el paso del
tiempo, dijo que bueno, que se las enviara, pero que ella no era quién para
valorar nada literario y menos poesía. Él protestó diciendo que intuía en ella
exquisitez y sentido de la medida y que se sentiría muy dichoso con su
opinión. Al fin se fue e inmediatamente después salió Elena, tomó un taxi y
llegó al lugar en donde sus amigas la estaban esperando. Cuando le
preguntaron el motivo de su atraso contestó: «Un pelma, chicas. ¿Conocéis a
un tal Augusto Guerra, escritor? Pues ha venido a casa a tomar café y total: se
dejó olvidado un paquete. Cuando yo terminaba de arreglarme se presentó de
nuevo y no paraba de hablar y contarme sus cosas».
Ninguna de sus amigas había oído hablar de Augusto Guerra; pero,
intrigadas, decidieron indagar. Al cabo de unos días una de ellas telefoneó
diciendo que Augusto colaboraba en uno de los periódicos locales y no con
frecuencia, y no había publicado novela alguna. Se decía de él que andaba
siempre muy apurado en cuestión económica, pero nada más. La verdad, muy
pocos datos.
Elena Ortiz leyó por encima el original de la novela, que le pareció algo
pesada. Pero como no se creía con elementos de juicio crítico en materia
literaria, esperó la opinión de su marido. Los folios quedaron sobre la mesilla

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de noche de éste, y Elena Ortiz se olvidó de Augusto durante ocho días justos.
Creyó que lo del original había sido algo así como un globo sonda, para
tantear el terreno, y que al no encontrar ambiente se había desinflado. «Mejor
—pensó—. No me gustaba nada». Las orejas puntiagudas seguían
preocupándole.
Al cabo de una semana tuvo una llamada telefónica. Augusto le pedía por
favor que le recibiera, que había aguardado unos días para corregir las poesías
y que por lo mismo no le había llamado antes. Elena Ortiz no supo qué
responderle. Le invitó a tomar café, como la vez anterior, para estar en
compañía del marido, y lo esperaron sin que compareciera. «He debido de
comprender mal —dijo Elena—. A lo mejor me dijo el miércoles y no el
martes, chico; no lo sé». El marido tenía prisa, pues a las cinco le esperaba un
cliente, y se marchó de la casa. A los pocos minutos sonó el timbre y la chica
anunció a Augusto. Venía muy agitado. Le dijo que había estado llamando,
intentando comunicar con la casa, pero que el teléfono no contestaba. «¡Qué
raro! —exclamó Elena—. Han llamado dos o tres personas este mediodía».
«Pues mira, no sé lo que ocurriría; a lo mejor era mi teléfono el que estaba
incomunicado. Quería decirte que lo dejáramos para mañana, pero pensé que
tu marido estaría esperando; he cogido un taxi y aquí me tienes. Por cierto,
tampoco encontraba un taxi en toda la ciudad». Elena Ortiz sonrió
forzadamente. Todo era posible, pero lamentaba la ausencia del marido y no
tuvo más remedio que recibir a Augusto. Éste sacó de un sobre varias
cuartillas y una carta. «No sabía si iba a encontrarte y te escribí unas líneas.
Ya no hacen falta». Elena tuvo curiosidad de leerlas. Pura y simple
curiosidad. Augusto retenía la carta. «No sé, es mejor que no la leas. Los
escritores nos dejamos llevar por la sinceridad y somos el polo opuesto de los
diplomáticos. Mira, estas líneas las he garrapateado en un momento, ¡cómo te
diría!, de depresión, por un lado, de exaltación por otro. Son sinceras, eso sí,
pero no sé si van a gustarte».
Elena Ortiz cogió la carta, la abrió, la leyó. En ella se decían cosas que
jamás había leído: «Al fin se ha hecho la claridad en mí y sé que jamás
olvidaré los minutos que quisiste darme. Has sido una revelación en mi
existencia y por ello te doy las gracias. No sé cómo expresarme: me pasaría la
vida de rodillas ante ti, como ante una vestal de no sé qué fuego, como ante
una escultura de Fidias o una pintura de Guido Renni. Eres recta como el rayo
de sol que penetra a través de la celosía, y cuando estoy a tu lado me siento
oprimido por una dulcísima angustia. Quisiera morir así, a tus pies, como un
esclavo, adorarte siempre, darte lo mejor de mí. Sé que de ahora en adelante

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lo que me ha faltado me va a sobrar porque necesitaba escribir para alguien,
vivir para alguien…».
Elena Ortiz encendió un cigarrillo. Le temblaban las manos. Ella guardaba
fielmente todas las cartas de su novio, de aquel marido que la había hecho tan
dichosa, pero no recordaba nada que se pareciera remotamente a las frases de
Augusto Guerra. Dijo al fin: «¿Cómo te has atrevido a escribirme una carta
semejante? Si llegas a dejar este sobre en la portería, en caso de que no me
hubieras encontrado, mi marido hubiera podido leerla. Y yo quiero a mi
marido».
Lo dijo apoyando demasiado sobre el YO QUIERO. Augusto Guerra se
dio cuenta. Cuando una mujer sentía la necesidad de apoyarse en algo,
evidenciaba inseguridad. Hizo ver que se excusaba, aseguró que no había
calculado, que efectivamente había sido un loco y que aquello no se repetiría
nunca más. Parecía de pronto un ser herido en lo más profundo de sus
sentimientos, casi ofendido en lo más sagrado. Se levantó. «No vamos a
enfadarnos por tan poco —dijo Elena, comprendiendo que quizá hubiera
hablado un tanto rudamente—. Perdona, soy así, clara. No me gustan las
medias tintas. Y no quiero nada más que lo que tengo. Es tanto, que a veces
siento remordimientos».
Entonces Augusto dijo que también los tenía él cuando veía el sufrimiento
del mundo, la injusticia social, las fotografías de los niños de los países
subdesarrollados, el hambre, la guerra, el despotismo. «Hemos olvidado las
doctrinas de Cristo, que fue todo amor —dijo tristemente—. Ese “amarás a tu
prójimo como a ti mismo”. Cristo fue misericordioso con los pecadores de
amor, con María de Magdala, con la mujer adúltera, pero tuvo mano dura con
los fariseos, los llamó sepulcros blanqueados».
Augusto Guerra soltó una larga parrafada y dijo que sobre su mesilla de
noche había un libro a perpetuidad, un fiel amigo: la Biblia. «Ésa es la
auténtica misión del escritor —terminó—: denunciar la injusticia social,
levantarse contra la podredumbre que nos rodea, padecer incluso persecución
por parte de la justicia. “Bienaventurados los que sufren persecución por parte
de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos”». Suspiró de nuevo
después de la cita y se levantó para marcharse. Elena le tendió la mano y
Augusto apoyó los labios en ella, demasiado rato, con demasiada insistencia.
Elena sonrió forzadamente y mientras cerraba la puerta de la casa se dijo que
no debía verle nunca más.

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Durante unos días se sintió desasosegada. Entre ella y su marido jamás
medió el menor secreto. «Nos lo decimos todo —afirmaba ante sus amigas—;
de ese modo siempre tenemos cosas de qué hablar». Hasta aquel momento
había sido verdad, pero se calló lo de la carta —que escondió dentro de uno
de los cajones de su secreter para releerla —«y luego la rasgaré porque es un
disparate guardar cosas semejantes»— y se calló también las palabras de
Augusto, suspiros, miradas, y el largo beso en el nacimiento del anular. Creyó
que era una medida de prudencia, que no valía la pena inquietar a un hombre
bueno como su marido con frases literarias. Releyó la carta tres o cuatro veces
y al fin la rasgó. Cuando lo hizo se sintió liberada de algo, pero recordaba la
expresión de los ojos de Augusto clavados en los suyos, como si pretendieran
quemarla. Durante unos días tuvo miedo de verle aparecer por la casa, pero no
fue así. Cada vez que sonaba el teléfono sentía un estremecimiento, pero
Augusto parecía haberse olvidado de ella. Se dijo que al cabo de unos meses
contaría a su marido lo de la carta y lo del beso en la mano. «De ese modo me
quedaré por completo tranquila».
Sentía unas ganas atroces de llorar. Había llorado mucho, a solas, aquellos
últimos diez años. Sentada en el ominoso poyete dejaba que las lágrimas
corrieran garganta abajo, pero no quería que asomaran a sus ojos; le habían
matado el alma y no tenía derecho alguno a la dulzura del llanto. Había sido
débil, pero debía aguantarse, debía ser fuerte ante la muerte del cuerpo; en el
fondo la deseaba. No se arrepentía del crimen. Se arrepentía de lo que le había
conducido a él. Se reprochaba su estupidez, su tremenda equivocación, haber
dejado a su marido por un truhan, un mal nacido cuya lengua babosa destilaba
veneno. Los ojos le relampaguearon. ¿Qué hacía aquel maldito verdugo que
no la remataba de una santa vez? ¿Tan largos eran los preparativos de la
muerte? Tuvo ganas de gritarle con voz destemplada, como gritaba a Augusto
desde hacía años: «Anda, hombre, date prisa, que es para hoy», pero se
contuvo. Quizá la voz no le hubiera salido de la garganta oprimida por la
argolla de hierro que hería su piel. Su marido, sus hijos, sus amigas. Todo
perdido, irremisiblemente, por Augusto Guerra, el hombre por quien ella lo
había dejado todo en un momento de ofuscación.
Unas misteriosas llamadas empezaron a inquietarla. Sonaba el teléfono y
en cuanto lo cogían, colgaban. «Una equivocación —dijo el marido la primera
vez—. De todos modos, cuando uno se equivoca nada cuesta excusarse». Las
llamadas se sucedieron. Colgaban siempre, a cualquiera de los de la casa.
«Quizá sea un cruce». Explicaciones. En aquella casa jamás hubo misterios,
no se pensaba mal, todo era claro como la luz del día. A veces, cuando ella lo

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cogía, no le colgaban en seguida. «Diga, diga…». Nada. Escuchaba y luego,
al cabo de un rato, colgaban. «Avisaré a la Telefónica», dijo el marido. Y
avisó, pero nada pudo remediarse. En la Telefónica les dijeron que aquello era
corriente. Que había gentes así, gamberros que se divertían llamando a un
número determinado, que acababan siempre por cansarse. Lo creyeron.
Las poesías de Augusto eran lo único que quedaba de él en aquella casa,
como una amenaza. «Un día u otro pasará forzosamente a recogerlas —dijo a
su marido—. Me gustaría que estuvieras». Ella las había leído y, al igual que
la novela, le parecieron discretas. Discretas y algo cursis. «Lo mejor —dijo al
marido— es dejar el sobre en la portería. Si viene y no estamos, que se lo
devuelva la portera». «No, mujer. La portera es capaz de perderlo y eso no se
puede admitir. Supongo que telefoneará antes de venir a buscarlo. Le citas a
la hora del café o le invitas a cenar».
Pero no telefoneó. Se presentó de improviso en la casa, cuando ella se
encontraba sola. Le traía un pequeño obsequio, «por la molestia que te has
tomado en leer mis lucubraciones. ¿Te han gustado? Dímelo francamente. La
opinión de un lector siempre es más interesante que la de un crítico».
Elena Ortiz se encontró entre la espada y la pared. No sabía si excusarse
alegando una visita a quien fuera o bien si quedarse charlando unos minutos
con él. Entre sus manos tenía el pequeño envoltorio, sin abrir. «Creo que te
gustará —le dijo él—. Era de mi madre. Decía que le traía suerte».
Desenvolvió y encontró una pequeña peineta de carey, enteramente nueva.
«Nunca la utilizó —dijo Augusto—. Simplemente la tenía. Se la regaló una
amiga que creía en el esoterismo. Le dijo que esta peineta tenía efluvios y que
con ella nunca le ocurriría nada malo». Elena Ortiz contempló el extraño
presente. La parte superior estaba finamente labrada. Era algo inusitado, no
ostentoso, pero sí raro. Se la devolvió. «No quisiera privarte de algo tan
querido para ti. No tienes por qué hacerme ningún regalo y además yo no
llevo jamás peineta alguna». Augusto sonrió dulcemente, resignadamente.
«Tampoco la llevó mi madre. La guardaba, eso sí, como un amuleto. Fue muy
feliz, por eso te la he dado, por eso quiero que la tengas tú. Te mereces toda la
felicidad del mundo. Ya ves que no es un gran regalo, nada más que una
muestra del mucho bien que te deseo».
Palabras, palabras, comedidas y contenidas. Elena le devolvió el sobre
con las poesías. Le dijo nuevamente que ella no era quién para juzgar, pero
que le habían interesado mucho. «¿De veras?», preguntó él. «De veras».
«Pues seguro que son buenas. Tienes una sensibilidad fuera de lo común.
Ahora estoy tranquilo. Ahora podré escribir con una meta, con un propósito».

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Ella le dijo entonces: «No quiero que vengas a esta casa cuando estoy sola; mi
marido y yo nos llevamos bien. No quisiera inquietarle». Y Augusto
enrojeció. La miró en los ojos de aquel modo que solía hacerlo y murmuró
como si hablara a solas: «Te necesito, Elena. Desde la primera noche, desde
que entré en esta casa, algo ha cambiado en mi vida». Ella se levantó. «No,
por lo que más quieras, no te levantes. Luego me marcharé, pero has de
saberlo todo. Estoy enfermo de ti. No duermo. Siento una angustia que me
ahoga, como si mi corazón fuera a estallar dentro de mi pecho, como si no me
cupiera». Dos lágrimas le rodaron mejillas abajo, dos lágrimas que Augusto
apresuró a secar con el pañuelo. «Perdona, hace años que esto no me ocurría.
Tú me haces bueno. Tú podrías ayudarme tanto si quisieras…».

Elena Ortiz no recordaba cómo ni por qué se encontró un buen día, de


pronto, entre los brazos de Augusto Guerra. Fue como si una fuerza mayor la
hubiera impelido. Ella, la mujer que creía poseerlo todo, la que daba gracias a
Dios cada mañana por lo que había recibido, la que pagaba aquellos dones
con sacrificios callados, se entregó a una pasión con el ímpetu que se había
entregado a todo. La primera vez se dejó poseer en su propia casa, a riesgo de
ser sorprendida por el servicio, desquiciados los sentidos y ciega la mente.
Luego se encontraron en casa de Augusto, una modesta vivienda que las
primeras veces la oprimió con una congoja que ella misma no podía explicar,
pero que ofrecía más garantía que otros lugares. Se olvidó de las barracas y de
los trabajos que hacía en silencio. Sus ausencias no eran notadas; tenía por
costumbre salir cada tarde con las amigas o para sus obras. Volvía a casa y
todo le sabía a cenizas, pero guardaba el recuerdo de las horas pasadas junto a
Augusto, resonaban en sus oídos frases jamás escuchadas de labios del
marido, aquel marido que de pronto se le había vuelto indiferente. «No me
comprende —se decía para excusarse—. Es un buen hombre, pero nunca me
ha comprendido». Se sentía de veras la inspiradora, la musa de aquel escritor
oscuro que sabía halagarla en lo que otros hombres jamás la habían halagado:
su inteligencia. Los otros quedaban deslumbrados por su belleza, Augusto
había descubierto el medio de conquistarla de otro modo. No había llegado a
ella como el vulgar seductor. Llegó a ella por el camino de la piedad, de la
emoción, de la lástima. Hizo alardes de pobreza, de humildad. Era afectuoso y
manso. Predicaba amor al prójimo y se condolía de los sufrimientos ajenos. A
veces Elena Ortiz se sorprendió a sí misma diciéndose: «Es un santo, un
místico del amor». Y creía ser mejor desde que lo había encontrado. Pasaban

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horas y más horas, tumbados en la pequeña y poco mullida cama de Augusto,
hablando de todo lo que se podía hablar. Ella le contaba su infancia, su
juventud, y él escuchaba embobado diciendo que allí estaba su gran novela,
su opera omnia. Cuando Elena escuchaba estas palabras se sentía más que
una diosa, mucho más que al sentirse admirada por su belleza. «Aunque
fueras fea, aunque fueras vieja, te querría igual —le decía él—. Es tu alma lo
que adoro, tu espíritu el que me ha enamorado», y Elena le sonreía, le besaba
en la frente, allí donde nacían las ideas del escritor, del poeta que en aquellos
momentos le parecía genial e incomprendido. Él ponía en sus manos la
biografía de Kafka, que no pudo editar en vida por la estupidez de sus
contemporáneos; la de Marcel Proust, que estuvo a punto de morir antes de
conocer la gloria; las de Baudelaire, Verlaine y Rimbaud, y Elena Ortiz creyó
con toda su alma que ella debía ayudar al genio para que su luz no se perdiera,
no quedara extinguida antes de haber iluminado a los pobres mortales.
Fue con él tan sincera como lo había sido siempre. Le preguntó si él la
consideraba suya, su mujer ante Dios si no ante los hombres. Augusto lloró de
nuevo. «Mi vida, tú eres mi único amor, la única mujer a quien he amado».
«Tendría que haberte esperado —dijo ella, y al hablar de su marido afirmó—:
Es bueno, pero no me comprende. Es otro mundo». Ella, desde que perteneció
a Augusto, se creía pertenecer al mundo de los creadores, de los
predestinados. ¿Qué importaban las privaciones, los apuros, si la obra
triunfaba? ¿Acaso no sería su redención? Cuando el futuro la juzgara se
hablaría de ella como se hablaba de Cósima Listz, que abandonó marido e
hijos para la mayor gloria de Wagner. «El tiempo, el tiempo —decía Augusto
mientras la estrechaba entre sus brazos—. El tiempo es el gran juez, el
insobornable». Las palabras le rodaban por todo el cuerpo, eran casi tan
embriagadoras como las caricias. «Pues si de veras me consideras tu mujer
ante Dios, te ruego aceptes mi ayuda». «¿Tu ayuda?». Augusto enrojecía
fácilmente y ella reía. «Eres un chiquillo; sí, mi ayuda. Si fuera tu mujer, ¿no
la aceptarías?». «Pero no lo eres». «Sí, lo soy, acabas de decirlo». Le dejaba
antes de irse, debajo de una cerámica en donde siempre lucía una rosa, un
sobre. Las caridades que antes dedicaba a los pobres se las hacía a Augusto.
Al fin y al cabo lo necesitaba más. «Nada sirve hacer caridad a los pobres; es
como lluvia sobre el mar —decía Augusto—. Proteger al artista ha sido
siempre la misión de los grandes». No en vano ponía Augusto en sus manos
las biografías de todos los hombres famosos que habían recibido ayuda
económica de la mujer, y al fin y al cabo aquel dinero era suyo, su
patrimonio, y jamás el marido le había pedido cuentas. Antes se lo gastaba en

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tonterías, costosos vestidos, salidas con las amigas, peluqueros, institutos de
belleza, canastas y pobres. Augusto le había confesado que la prefería, y con
mucho, con falda y jersey, que sus cabellos eran demasiado hermosos para
tener que soportar el suplicio de los peinados sofisticados, que la sobriedad
convenía a la musa del escritor mientras la frivolidad le resultaba penosa.
«El dinero —decía— ha de servir para enriquecer nuestro espíritu. ¿Por
qué son mejores los escritores extranjeros que nosotros? Porque viajan,
porque ven mundo y se empapan de ambientes nuevos. Cuando uno está bien
preñado es cuando puede dar a luz, no te olvides». Se iba haciendo al peculiar
lenguaje de Augusto. Al principio le había extrañado, luego no. Ella misma
empezó a emplear palabras que jamás había empleado, términos crudos. Lo
hacía con delectación, como si durante toda la vida hubiera estado esperando
aquel momento para emplearlas. Sus amigas de antes le parecían ñoñas, su
marido un pobre hombre, sus propios hijos seres que no podrían jamás
comprenderla. «No busques el amor ni la comprensión de los tuyos —le decía
Augusto en ciertos momentos—. Y menos de tus hijos. Tus propios hijos, el
día de mañana, te admirarán».
Se sentía arrastrada por una corriente que la llevaba a países remotos,
ignorados. Países que vería con otros ojos porque hasta entonces había estado
ciega. No se daba cuenta que en su casa todo había cambiado, que entre ella y
el marido mediaban silencios mortales, aburrimientos mortales, muros de
hielo que la impedían incluso ser la mujer afectuosa que siempre había sido.
«Tengo dolor de cabeza; estoy cansada». Noche tras noche se excusaba con el
marido, que no comprendía la frigidez súbita de Elena, siempre dispuesta para
el amor. Y cuando cedía al fin lo hacía de un modo ausente, cumpliendo el
deber, como un robot. El amor con el marido era algo pesado y desagradable.
No sabía llenarle los oídos con cantos de sirenas, no sabía hacerla vibrar. Era
algo así como sentarse a la mesa cuando una tenía hambre física. El hambre
que tenía con Augusto era insaciable porque venía del espíritu.

En aquellos momentos de extraordinaria lucidez, mientras la lluvia caía


finamente, no recordó los primeros tiempos; fueron cortísimos, se borraron en
cuanto llegó la realidad. Diez años de condena, bochornos, humillaciones,
vejaciones sin límite. Diez años que gota a gota la habían conducido al
patíbulo. Su último acto no le dolía; al contrario. Hubiera de nuevo
machacado la cabeza de Augusto con la misma saña que lo hizo aquella
noche, con la misma pasión que ponía en todas las cosas. El primer golpe fue

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el más difícil; luego, los que sucedieron, fueron una liberación. Machacaba no
un cráneo deshecho sino años y años de muerte, de ignominia, de mentiras.
Estaba contenta de haber quitado la vida a quien le mató el alma. Hubiera
querido resucitar a Augusto para darle nueva muerte; en el fondo, el castigo
había sido infinitamente más benigno que la culpa. Morir no importaba. Vivir
como ella había vivido durante diez largos años era peor que una condena.
Las comisuras de sus labios se alzaron levemente. Casi sonreía al recordar la
mirada estupefacta de Augusto después de recibir el primer golpe. «Elena,
Elena, ¿estás…?». Seguramente iba a decirle como otras tantas veces «¿estás
loca?», y ella le contestó: «He recobrado el juicio y voy a machacarte como a
una víbora. Porque tú no eres un hombre, escritorzuelo fracasado. Tú eres
peor que el más dañino, el más pestilente de los animales, el más repugnante.
Voy a defender lo que queda de mí y a las otras que se han mezclado conmigo
o que puedan sucederme. Ya no harás daño. Nunca más…». El torbellino de
palabras acompañaba a los golpes. Aun en el suelo siguió golpeándole hasta
que el cráneo desapareció, aplanado, convertido en una papilla de huesos,
cabellos y masa encefálica.
Entonces se sentó, porque las piernas no la sostenían, porque su corazón
estaba a punto de salírsele por la boca, y consideró su obra consumada. No
estaba loca. Nunca lo estuvo más que en el momento en que dejó todo por
aquel hombre; cuando abandonó marido e hijos para seguirle. Entonces sí.
Hubieran tenido que detenerla, atarla, cuidarla como se cuidaba a los pobres
seres privados de razón. Le hubieran tenido que decir quién era Augusto y,
poco a poco, o tal vez de repente, la razón hubiera vuelto a ella. El marido la
hubiera tenido que defender, luchar por ella, no resignarse ante lo que parecía
inevitable, no separarse de ella ni separarla de los hijos.

Se escapó con Augusto y durante unas semanas viajaron por Europa.


Augusto jamás había cruzado los Pirineos, no sabía idiomas. Ella le guiaba, se
sentía feliz al descubrirle países. Él tomaba apuntes, se «inspiraba», pero no
parecía íntimamente contento. Cuando se lo hizo notar se excusó diciendo que
todo aquello ya lo había recorrido con su mente y que tenía deseos de regresar
y ponerse al trabajo. El mundo del escritor, según él, era interno, no externo.
Cuando ella le recordó lo que había dicho sobre los escritores extranjeros, él
sonrió con aquella sonrisa triste y mansa que le hacía semejarse a los
místicos. «Los españoles no podemos permitirnos el lujo de escribir novelas
exóticas. Debemos ante todo denunciar lo que marcha mal en nuestro país. Lo

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que he visto me sobra para comprender en qué estado de atraso, de miseria
vivimos. Esto me hace daño. Volvamos».
Regresaron y Elena alquiló un piso pequeño en la parte nueva de la
ciudad. Lo amuebló sencilla, confortablemente. Augusto no se desprendió del
modesto alojamiento anterior porque, dijo, el alquiler era tan ridículo que bien
valía la pena conservarlo. De ese modo las apariencias quedaban salvadas. El
nuevo alojamiento se puso a nombre de Elena, que reconoció una vez más la
delicadeza de Augusto al conservar el pequeño cuchitril en donde se habían
amado. «Sólo una fachada. Viviremos juntos, pero el hecho de poder enseñar
un contrato de inquilinato es suficiente para que no puedan decir que vivimos
juntos».
Vivieron juntos. Augusto trasladó al nuevo piso algunas de sus cosas:
ropas, la máquina de escribir. Elena le amuebló un estudio. Una mesa, un
sillón confortable, un armario archivador. Salía de compras con la ilusión de
una novia y cuando enseñaba lo que había adquirido para él desbordaba de
contento. «¿Te gusta? ¿Está bien así?». Él jamás le dio las gracias. Se
limitaba a suspirar, entornar los ojos, sonreír distraídamente. «¿No te gusta?».
«Sí, Elena, me gusta, pero comprende…». «¿Qué he de comprender?». «Te lo
debo a ti; ¿cuándo podré pagártelo? La vida de un escritor no es precisamente
un camino de rosas. Escribir en España es llorar», repetía con frecuencia. Y
Elena barría sus escrúpulos diciendo que un día sus méritos serían
reconocidos que otros vivían de sus escritos y que ella debía ayudarle. «Es mi
obligación. Así me siento justificada. ¿Cuándo empiezas tu nuevo libro?».
¿Cuántas veces a lo largo de los diez años hizo la misma pregunta?
Augusto contestaba que no podía ponerse a escribir como otros efectuaban un
trabajo manual. Escribir significaba concentración, estado de ánimo,
inspiración. Elena Ortiz nada sabía de esas palabras. Era fácil engañarla
porque ella era sincera, honesta. Decidió suprimir toda ayuda y se ocupó en
los quehaceres de la casa. Nunca los había hecho en la propia, pero
encontraba en ellos su redención. Era igual que antes, cuando iba a ayudar a
los pobres, con la diferencia de que luego lo hacía por Augusto, por su amor.
Trabajaba para él, compraba para él, cocinaba para él. Le preguntaba
constantemente: «¿Estás bien así? ¿Te gusta así? ¿Estás contento?». Él
respondía con un «sí» melancólico, lluvioso, que enternecía el corazón. «¡Qué
delicado es! —pensaba—. Le duele que yo haga todo esto; si supiera…».
Augusto desaparecía horas y horas del hogar, la dejaba sola. Ella, al
principio, no se daba cuenta porque tenía mucho trabajo y creía en él. «He
estado con el editor tal. Querría que yo hiciera una obra a su medida, pero eso

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significaba prostituirme». Elena exclamaba aterrorizada: «No, Augusto», y
recordaba a los pintores franceses cuya biografía Augusto ponía en sus
manos: Modigliani, enloquecido por el hambre; Cézanne, que jamás vendió
un cuadro; Gaugin… Hombres geniales, incomprendidos por sus
contemporáneos. Hombres que de haber tenido una Elena Ortiz a su lado
hubieran podido conocer ciertas dulzuras. «No, no. Tú debes hacer lo que te
salga del alma. Lo demás no cuenta».

Del alma de Augusto salían muy pocas cosas. Colaboraciones, pequeñas


colaboraciones que garrapateaba sobre una hoja de papel y luego hacía pasar
a máquina por Elena, que aprendió también mecanografía. Elena las corregía,
porque la ortografía de Augusto era más que dudosa. Un día se lo hizo notar.
«No tienes la menor idea de las bes y las uves. Las haches o bien las suprimes
o las pones cuando no hacen falta. ¿Cómo es eso?». Augusto le dio una buena
razón: «Lo considero absurdo. Desde el momento que la hache no se
pronuncia, ¿por qué ponerla? Si pronunciamos la be y la uve del mismo
modo, ¿por qué tanto retoricismo? El escritor tiene el deber de reformar la
gramática…, pero si quieres corregir, no te lo impido».
Elena, además de los trabajos propios de la mujer, empezó a poner en
limpio y corregir los trabajos de Augusto. Le escribía la correspondencia. Él
no tenía tiempo. Debía hablar con los directores de los periódicos, ver a los
críticos, todos vendidos, claro. «Si no les haces la rosca, te ignoran o te
hunden, ya se sabe. El crítico es siempre un artista fracasado». Elena se
adentraba en un mundo desconocido y cruel. Nadie estaba límpido de culpas.
El editor era un gángster, el director de periódico un vendido, el crítico un
amargado. Y su pobre Augusto teniendo que lidiar tantos toros a la vez,
defendiendo su integridad artística y defendiéndola a ella. Porque la defendía,
eso sí. En la casa empezaron a recibirse anónimos. Augusto fruncía la boca
con gesto doloroso. «Es fulano», se lamentaba. O bien: «Es zutana». Los
pocos amigos que al principio tuvieron, fueron desapareciendo de la casa
gracias a los anónimos. Todos eran sospechosos. «La envidia —decía
Augusto—. En cuanto dos personas son felices, el mundo se ceba en ellos. Lo
mejor es aislarse. Vivir solos, el uno para el otro».
Elena Ortiz vivía exclusivamente para Augusto. No tenía amigas ni
amigos. Amigos, ni hablar. Económicamente hablando, el tiempo iba
empeorando las cosas. Su capital, por completo mermado, no le permitía la
menor fantasía. Iba con falda y jersey, tal como la prefería Augusto, pero no

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por voluntad propia, sino porque ya no podía aspirar a otra cosa. Se los hacía
ella misma porque siempre la había gustado la costura y tenía cierta gracia
con la aguja. Además poseía clase, un cuerpo alrededor del cual un trapo
parecía algo. Se dejó crecer los cabellos y los llevaba lisos, atados en la nuca
y colgando por la espalda. Se olvidó de los peluqueros. Se le resquebrajaron
las uñas y las llevaba cortas, rapadas, «porque así me gustan más. Detesto las
manos de mujer inútil; parecen garras de pájaro. Odio las uñas largas,
lastiman al acariciar; me gustan tus manos, trabajadas, con carácter. Fíjate en
las de las extranjeras, son así, parecidas a las tuyas. Sólo las mujeres inútiles
tienen las manos bellas, inexpresivas».
Elena Ortiz, durante los breves minutos de vacilación por parte del
verdugo, miró sus manos. Habían sido finas, señoriales. Ahora seguían siendo
delgadas, pero eran fuertes. Habían matado. Antes de matar trabajaron
muchísimo. Hicieron de todo aquellas manos. En la cárcel las uñas habían
crecido, y las manos se hermosearon de nuevo. Pero allí estaban las venas, los
tendones, los residuos de diez años de penalidades. Allí, en aquellas manos,
estaba escrito su crimen. De no haber trabajado tanto por Augusto, nunca
hubiera tenido fuerzas suficientes para machacar su cabeza. Fuerza. A pesar
de su esbeltez, Elena Ortiz daba la impresión de fuerza. Quizá sus hombros
anchos, o sus caderas, o su porte.
«¿Por qué no acudí a mi marido?», se preguntó. Le parecía imposible no
haberlo pensado antes. Sin embargo, durante los dos primeros años de su
unión con Augusto, creyó en él. Mientras duró su dinero fueron relativamente
bien las relaciones entre ambos. Augusto colaboraba, de vez en cuando, en los
periódicos, seguía escribiendo, menos que antes, pero Elena vivía convencida
de que escribir era lo más difícil del mundo y por lo tanto no debía atosigar a
Augusto. Él hacía un esfuerzo, se sacrificaba incluso. En lugar de trabajar en
la casa se iba al piso de soltero, decía que allí podía concentrarse mejor. Le
hablaba de una trilogía, una obra que abarcaba casi un siglo de la política
española y que le daría a leer únicamente cuando estuviera terminada. «¿Y la
tienes muy adelantada?», preguntaba Elena pensando en el tremendo trabajo
que suponía narrar cien años de una política tan intrincada como la española.
Augusto se escabullía ante las preguntas concretas. «No sé si la tengo
adelantada o no. A lo mejor lo que hoy escribo mañana no me parece
importante y lo rasgo. El escritor ha de destruir muchos folios antes de
sentirse satisfecho». Y Augusto citaba a Juan Ramón Jiménez, que rasgaba
más que escribía, a Anatole France, cuyas páginas fueron cien veces
corregidas; a todos los grandes del mundo de las letras, a quienes nadie

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preguntó jamás cuánto tiempo invirtieron en su obra, sino que la admiraron
por su tersura y calidad.
A partir del segundo año de su unión empezaron las peleas. «Si yo pudiera
hacer algo —decía Elena—, no me importaría. ¿Cómo vamos a seguir
adelante si tú no ganas lo suficiente para pagar, siquiera, el alquiler de los
pisos?». Augusto se engurruñó en su sillón. Parecía herido de muerte. «¿Me
reprochas que no trabaje?». Elena recapacitó unos momentos y luego le dijo:
«Podrías tener un empleo por las mañanas. Por las tardes te quedaría tiempo
de escribir, muchos lo hacen». Augusto hundió la cara entre las manos y al
cabo de unos segundos Elena vio que lloraba. Se arrodilló a su lado y le pidió
perdón. «No me hagas caso. Estoy nerviosa, inquieta. Hoy ha venido el
procurador y no he podido pagarle el alquiler. ¿Qué voy a hacer?». Augusto la
besó. «No te apures, Elena. Yo buscaré ese dinero. Despreocúpate. Sé feliz.
Te lo ordeno».
A los dos años empezaron a ir mal las cosas. Ella no podía ser feliz
debiendo a unos y a otros; nunca lo había hecho. Le daba igual ir mal vestida
y trabajar, pero era imposible no tener deudas cuando en aquella casa no
entraban más que unos céntimos. Pensó que debía hacer para ganar un poco y
se lo dijo a Augusto: podría hacer copias a máquina, sobres, lo que fuera. Así,
en cierto modo, tendrían para lo más necesario. Como Augusto estaba
relacionado con los periódicos y las editoriales, no le sería difícil procurarle
trabajo. «Si tú lo quieres —contestó Augusto—, yo no puedo prohibirte que
trabajes. Además, quizá te distraigas. Comprendo que tu vida no es la de antes
y quizás eches de menos lo que tuviste con tu marido». Elena protestó. En
modo alguno echaba de menos nada, pero sí le aterraba oír el timbre de la
puerta y pensar que iban a cobrarle una factura de lo que fuera: el gas, el
agua, la electricidad. Dos veces le habían cortado el suministro eléctrico, y el
teléfono, y eso la dejaba destrozada por unos días. Ir por la casa con velas le
daba una tristeza atroz. Y luego los vecinos. Las otras facturas eran menos
chillonas. Por lo demás, se había acostumbrado a comer sola. Augusto le
decía que trabajaba más intensamente si no iba a casa al mediodía. Ella se
hacía cualquier cosa, pero de pronto le venía el agua a la boca con el
pensamiento de lo que estaba acostumbrada a comer con su marido e hijos. Si
ellos supieran… Pero jamás lo sabrían. Decía a quien quisiera oírle que era
feliz, felicísima, como nunca lo había sido. Que Augusto era un santo y que la
mala racha terminaría pronto, en cuanto Augusto terminara su obra. Aquélla
sí, era buena. Augusto se la dedicaría a ella, a la compañera, a la musa. Miles
de ejemplares testimoniarían el amor de Augusto por ella, y entonces se

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olvidarían pequeñeces. Harían un viaje por el extranjero —Augusto lo había
prometido— y ella se compraría vestidos, zapatos y bolsos.
Entretanto Augusto le proporcionaba trabajo en casa. Copias que pasar a
máquina y sobres. Elena se levantaba a las siete, y mientras Augusto reposaba
—casi nunca regresaba antes de las once de la noche y venía rendido— ella
arreglaba la casa y si tenía que salir para la compra salía. Así, antes de las
diez tenía todo a punto y el desayuno de Augusto dispuesto. Le despertaba
dulcemente con la bandeja en la mano. Todavía le preguntaba, mientras él
sorbía el café con leche y los croissants recién salidos del horno: «¿Está rico?
¿Te gusta?». Y Augusto sonreía con aquella sonrisa nublada que era la suya y
con cara de mártir respondía: «Pero, mujer, cada mañana me preguntas lo
mismo. Claro que está bueno. Todo lo que tú haces es perfecto». Eso sí tenía
Augusto: todo cuanto ella hacía era perfecto. Jamás una queja en ese sentido.
Incluso la regañaba cuando ordenaba y limpiaba la casa: «Te estás matando,
limpias sobre limpio. No hay que ser maniático de la limpieza ni del orden».
Y ella contestaba que el desorden y la desidia le repugnaban, le daban
impresión de pobreza; que mientras viera claridad a su alrededor todo sería
soportable. «¿Qué quieres decir?». «Pues eso: que el desorden y la suciedad
nos hacen sentir miserables. Yo lo sé porque iba a trabajar a casa de los
pobres: nunca comprendí cómo no se daban cuenta. Claro que en la mayoría
de los casos les faltaba, además del dinero, la salud. Eso es lo esencial».
Elena Ortiz ya no daba gracias a Dios por haberle dado hermosura, pero sí
se las daba, y cada mañana, por haberle dado una salud de hierro. Jamás
estaba enferma, y si en alguna ocasión tuvo cualquier cosa no le impidió
seguir haciendo la vida normal. Incluso con fiebre preparaba el desayuno y la
cena de Augusto, que gemía: «Pero Elena, por favor, acuéstate. Yo me serviré
solo». No. Nada de eso. Ella podía hacerlo. Por si fuera poco, cuando
Augusto hacía algo, enredaba todo. Y luego a ella le costaba doble trabajo
recoger el desorden, lo que Augusto había sembrado. No sabía aclarar un vaso
sin llenar la cocina de charcos, no sabía servirse sin volcar la mitad del
contenido por los mármoles. Ella al principio se reía: «Cuidado que eres
torpe. Pareces un chiquillo». De ese modo Augusto consiguió que ella le
sirviera incluso el vaso de agua que le pedía a media noche, que le ayudara a
ducharse, o le lavara el cabello. «Deja, deja, me cuesta menos trabajo hacerlo
yo que dejártelo hacer a ti».

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Lo que más le dolía en aquellos momentos era el recuerdo de los hijos.
¿Cómo serían? Durante algunos años los espió a la salida del colegio. Luego
no los vio más y se enteró de que el padre los había metido a toda pensión,
porque se había enterado de que ella acechaba. Le oprimía el corazón verlos,
a los dos, tan seriecitos, tan guapos y bien cuidados. ¿No la necesitaban?
¿Todo lo que ella creía haber hecho por ellos no contaba? ¿Qué les había
dicho el padre? Lo supo. Primero les dijo que ella se había ido de viaje. Al
cabo de los años les dijo la verdad. Y los hijos la olvidaron. No quisieron
saber nada de ella. El nombre de ella no se mencionaba en aquella casa. Se
enteró por una de las pocas amigas que le guardaban un resto de fidelidad.
También las amigas desertaron al cabo de poco tiempo. No la comprendían.
No la aprobaban. Y ella no deseaba guardar aquellas relaciones porque le
daba vergüenza la pobreza, sus manos estropeadas, sus vestidos raídos, su
único par de zapatos.
Se volcó en su trabajo, en las copias y sobres que Augusto le
proporcionaba a buen ritmo. El repiqueteo de la máquina de escribir zumbaba
en su cerebro como un moscardón embrutecedor y siniestro. Pero cada vez
que entregaba un trabajo, cobraba. Y con aquel dinero los problemas más
urgentes quedaron solucionados. Nunca más tuvo que pasar por el bochorno
de decir al procurador que no podía pagar el alquiler del piso. Nunca más les
cortaron el agua, o la electricidad, o el teléfono. Podía uno apretarse el
cinturón, pero había gastos imposibles de evitar y ésos los había salvado.
Augusto, por otra parte, parecía menos triste, menos torturado que antes.
Quizá la obra avanzara, y eso le daba cierto sosiego. Incluso a veces se
mostraba alegre, hablaba de unas posibles colaboraciones en un periódico
argentino y se levantaba con ella, temprano, pues, decía, trabajaba a gusto.
Intuyó que la engañaba porque Augusto, que no era demasiado aficionado
al agua y jabón, empezó a ducharse con frecuencia y se mudaba de ropa a
menudo. «He de estar presentable —decía como excusándose—. Tú llevas la
razón, como siempre. Un aspecto descuidado no inspira confianza». Y quiso
creerle, claro, porque Augusto predicaba a una convencida, hasta el día en que
una llamada anónima la puso sobre aviso: «¿Elena Ortiz?». «Yo misma».
«Oiga, ¿usted es tonta o qué…?». «¿Cómo dice?». «Que si usted es toooonta.
Augusto, su inefable Augusto, se la pega». Le colgaron. El corazón estuvo a
punto de fallarle. Ella no había sido celosa. Ignoraba lo que podían ser los
celos. Pero aquella voz desgarrada y ronca había levantado un velo de su
alma. Se sintió herida, rabiosa. No tanto por la traición, sino por el sentirse
estafada. ¿De modo que ella trabajaba todo el día, no tenía vestidos, ni uñas,

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para que Augusto enamorara a otra? «No puede ser verdad —pensó—. Nada
le ata a mí. Es soltero, de modo que si se enamorara podría dejarme». Esa
eventualidad la había pensado muchas veces. Le escalofriaba. No tanto por el
hecho de que Augusto la dejara, sino por sentirse desairada, humillada, por
haber dado un paso tan en falso. A veces Augusto comentaba las deficiencias
del sistema civil español y se lamentaba de que en España no existiera un
divorcio. «Me casaría contigo inmediatamente». Se lo repetía a menudo y ella
lo creía. Incluso en los primeros tiempos hablaron de abjurar de la religión
católica para poder abrazar cualquier credo protestante que les permitiera
casarse. Pero todo quedó en palabras.
Telefoneó inmediatamente a Augusto, pero nadie contestó a su llamada.
«Estará en el periódico», se dijo. Y esperó. Llamó varias veces, pero inútil.
Augusto llegó como siempre, alrededor de las once y media de la noche, con
los rasgos cansados. Ella le recibió embravecida. «Mira lo que ha sucedido».
Y le contó la llamada. Recordaba los términos, recordaba el tono de voz, el
choteo de la voz. Augusto se indignó. «Pero, ¿no comprendes que esto es un
vulgar ardid para deshacer nuestra unión? No sé cómo puedes ser tan
ingenua». Luego se mostró ofendido por las dudas y se fue a la cama sin más.
En la cama se separó de ella, como si estuviera apestada. Ella le quiso tocar el
hombro, tener una explicación, pero él estaba tieso como un garrote,
fingiendo dormir. Elena Ortiz no pegó el ojo en toda la noche. Augusto roncó,
como de costumbre, hasta la mañana siguiente. Por la mañana, al ver el rostro
destrozado de Elena, le regañó cariñosamente. «Pero, nenita, ¿vamos a
empezar a tener celos a estas alturas? ¿No ves que todo esto procede de gente
innoble que está decidida a separarnos?». «¿Por qué? —preguntó ella—. ¿A
quién interesamos? ¿Quién puede envidiarnos? Vivimos miserablemente. Ni
tú ni yo somos importantes, ¿quién puede desearnos mal?». «¡Ay, hijita! ¡El
amor tiene su precio! Un amor como el nuestro es un insulto para una
sociedad hipócrita y corrompida. Si alguien te llama cuelga el teléfono
inmediatamente, es lo más digno».
Todavía admiraba la dignidad de Augusto. Ella la estaba perdiendo. Se
daba perfecta cuenta de ello porque cuando se enfadaba recurría fácilmente al
lenguaje soez que nunca le había sido habitual. Perdía el dominio de sus
nervios, se exaltaba, se enfurecía por naderías. Los anónimos continuaban.
Hablaban de su físico. Le decían que estaba vieja y que adonde había ido a
parar la tan cacareada belleza. Infames caricaturas que reflejaban lo peor de
ella misma, palabras torpes e insultos la ofendían. «Tíralos a la basura —
recomendaba Augusto con voz mansa—, es lo único que debe hacerse con los

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anónimos». Pero ella no obedecía. Los guardaba cuidadosamente. «El día que
sepa quién me los envía, lo llevaré a los tribunales o bien lo mataré», decía.
Augusto se encogía de hombros. «Se nota que has vivido entre algodones. Yo
recibo en mi piso muchos anónimos. Todo el que escribe recibe anónimos.
Eso no me afecta». Entonces ella, exasperada, le decía: «Pero a mí sí. Yo no
tengo por qué ser como tú. Si tú te has acostumbrado, peor para ti. Yo no
perdono. El día que pueda llevar a ese individuo o individua a los tribunales,
lo haré». Entonces Augusto le recomendaba serenidad y paciencia. «Date
cuenta de que nuestra posición es falsa. No te harían caso. En principio vives
maritalmente conmigo. Aquí, en este país, no se perdona».
Poco a poco había ido arañando su seguridad. Poco a poco la había
acobardado. Cuando se miraba al espejo se encontraba fea y amargada. La
curva de los labios ya no ascendía. Tenía una expresión antipática, hosca.
Aquella alegría de vivir que la caracterizaba, se había disipado. Era una mujer
triste, sin horizontes. Cuando se sinceraba con ella misma se decía: «Pero qué
burrada, qué burrada tan colosal he cometido». Y todo por un fracasado.
Porque ya no le cabía la menor duda: Augusto no tenía talento, era un
fracasado. Y un gandul. Si ella, sin conocimientos especiales, podía
defenderse, ¿por qué no lo hacía él? Demasiado invocar a las musas y soñar
despierto. A veces, cuando no podía más, se lo echaba en cara. Gritaba en el
colmo de la desesperación: «Serás muy literato, pero a vago nadie te gana.
¡Caray con el novelista! Buen recurso te has inventado. ¿No ves que nadie
quiere saber de tus mamotretos? Ponte a trabajar en lo que sea, a mí el trabajo
no me humilla. Yo, incluso con un estropajo en la mano, sigo siendo la Elena
Ortiz de siempre. ¿Acaso Augusto Guerra salió de otro lugar del que salimos
todos? Se quedó bien descansada tu madre al ponerte en el mundo».

Elena Ortiz cerró los ojos. Presentía que el final estaba cercano, que sería
un segundo nada más. Se lo imaginaba como un estallido de su cerebro. Algo
dentro de ella crujiría y luego nada, ya no sufriría jamás. La muerte no podía
doler más que la vida. Ya no recordaría nada, nada la torturaría. Todos los
Augustos que pululaban por el mundo nada podrían contra ella.
Se sintió feliz por haber matado, al menos, a uno de ellos. Lo volvería a
repetir si la ocasión se presentara. Volvería a machacarle la cabeza y hacer
una papilla de aquel cráneo en donde sólo habitaba el mal.
Durante años y años, a pesar de su infelicidad, quiso creer en aquel amor.
Las pocas personas que se atrevieron a decirle: «Pero, ¿no ves la vida que

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llevas? ¿Crees verdaderamente que si él te quisiera no haría algo para
ofrecerte siquiera lo más necesario? Tiene mala fama. Se dice que hace
algunos años una mujer le llevó a la cárcel, por robo. Se dice…».
Se decía, se decían muchas cosas. Cuando ella las repetía a Augusto,
Augusto entornaba los ojos y con voz mansa desmentía todo. «Pero si te han
visto, estabas en tal sitio con una mujer así y asá…». Augusto no se
sobresaltaba. «Tráeme a esa persona y que lo repita delante de mí. Tráeme a
todos esos espíritus santos que te iluminan y verás cómo los confundo. Sólo
hemos de creer lo que ven nuestros ojos».
Ella no podía seguirle; tenía todas las horas del día ocupadas. Ni podía
hacerle seguir; no tenía dinero. Por si fuera poco, Augusto le llamaba bastante
a menudo: «¿Qué haces cariño?», y ella le daba cuenta de su horario. Incluso
si salía para cualquier compra debía avisarle previamente. «Ya sabes que si
vuelvo a casa y no te encuentro siento una angustia atroz». Eso sí que lo tenía
Augusto: el don de inmovilizarla y localizarla. Augusto sabía minuto por
minuto lo que Elena hacía. Claro que hubiera podido mentirle, pero Elena no
mentía jamás. Y por si fuera poco, Augusto era mal pensado, hubiera
descubierto la mentira en el acto. Intuía el engaño de Augusto por mil
detalles, pero al mismo tiempo quería cegarse repitiéndose hasta la saciedad
que si Augusto se quedaba a su lado era por voluntad propia, no por
imposición. En aquellos momentos ni siquiera por interés. A veces deseaba
que sucediera algo definitivo entre él y ella. Las dudas eran peores que la peor
de las realidades. Lo deseó con toda el alma, ya que todo empezaba a
hacérsele odioso y se sentía tremendamente sola, aislada, con un sentimiento
de irrealidad en el espíritu que a veces le daba miedo. Deseaba la presencia de
Augusto, pero en cuanto le veía se irritaba. Casi no hablaban. Las palabras de
Augusto le sabían a mentira. Le veía vacilar, como si rebuscara razones. «¿No
me cuentas nada?». «Pero, nenita, ¿qué quieres que te cuente? Trabajo y más
trabajo». Ella se crispaba. «También yo trabajo y sin embargo podría decirte
todo lo que he hecho el día de hoy, más todo lo que he pensado». «¡Ay, mi
vida! Casi no me queda tiempo para pensar. También es un lujo». Y así un
largo silencio, una cena servida y otra vez: «Tú sales de casa, ves a unos y a
otros. Cuando yo salía, siempre tenía algo que contar, cosas que uno ve por la
calle. Cosas que se aprenden por unos y por otros». Augusto engullía
mansamente la sopa, la tortilla, la fruta. No eran variadas las cenas. Estaban
limitadas por la escasez de medios y además porque a Augusto le daba igual
una cosa que otra. A veces incluso le decía: «No me prepares nada. Tomaré
un poco de café con leche antes de irme a acostar». Entonces ella le miraba:

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«¿Has tomado algo por ahí?». Y él negaba: «No sería capaz de beberme una
cerveza si no es en tu compañía. No tengo apetito; eso es todo». Eso se repetía
a menudo en los últimos tiempos y Elena llegó a inquietarse por aquella
pérdida de apetito. También le irritaba. «Enfermarás», le decía. Y él sonreía
con su sonrisa lluviosa y afirmaba que presentía que su vida iba a ser corta
porque no tenía ganas de vivir, dejaba entrever un posible suicidio. «Lo único
que me consuela —decía— es estar en paz con mi conciencia. Sólo he hecho
el bien. Si no he podido hacer más, no ha sido culpa mía. Moriré pronto, lo sé,
pero viviré en tu recuerdo. Decía Faulkner…».
En medio de sus frases intercalaba citas. Y eso también la ponía nerviosa.
«Déjate de repetir lo que decían otros. ¿A santo de qué te has de morir? Yo te
veo muy fuerte».
Y sí, lo estaba. Como un toro. A pesar de su expresión mansa, a pesar de
su parquedad en las comidas, Augusto Guerra no perdía un gramo de peso.
Parecía, eso sí, menos fogoso. Pero a Elena no le importaba. Ella se sentía
cada vez más fría con él, lo achacaba al trabajo, a las preocupaciones. Aquel
hombre que la había aturrullado con sus frases, ya no hablaba; aquel hombre
tan apasionado, tan dulce, tan cariñoso, ya no despertaba en ella el menor
deseo. De vez en cuando, incluso, para apaciguar ánimos, pretendía resucitar
la pasión de los primeros tiempos, pero se aburría mortalmente. Augusto
había olvidado incluso su ciencia amorosa. Era peor que un marido en ese
aspecto. Era un amante fracasado, un ser que no le había proporcionado —
ahora lo veía bien claro— la menor seguridad. A su lado se sentía morir de
tedio, pero le encorajinaba el no poderle echar en cara algo más concreto, más
despreciable todavía que su gandulería.
Al fin surgió lo que Elena ansiaba. Una llamada a su puerta. Era extraño;
nadie iba a verla, nadie llamaba a aquella puerta salvo los cobradores. Nadie
la visitaba; se había quedado sin amigos, sin amigas. Se encontró frente a una
mujer mayor, cuidadosamente trajeada, distinguida. Creyó en una
equivocación, pero pronto la desengañaron. «¿Usted es Elena Ortiz?». «Sí, yo
misma». «¿Permite?». Vaciló irnos instantes; aquella casa no era hospitalaria.
Todos los que entraban en ella habían de pasar por el cedazo de Augusto.
Pero la recién llegada había dicho: «Permite», y había entrado sin más.
Echaba un vistazo alrededor. Decía: «Excúseme. Hace años tenía ganas de
hablar con usted, pero hubiera sido contraproducente. Ahora creo es el
momento oportuno; podemos charlar unos minutos a solas».
Aquella mujer parecía segura de sí misma, inspiraba confianza. Su voz era
algo monótona, pero suave. Elena Ortiz se dejó ganar por lo imprevisto.

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Inconscientemente lamentó estar desarreglada, todo en la desconocida
revelaba el mayor cuidado, la pulcritud. «Pase», le dijo. Y la desconocida la
siguió hacia el cuarto de estar. Allí se sentó, ofreció a Elena un cigarrillo y
fuego, encendió el suyo y dijo: «Me excuso por haberme presentado de este
modo, pero era el único porque conozco mejor que nadie a Augusto Guerra y
supongo que usted está poco más o menos tan esclavizada como yo lo estuve.
Es un mérito que hemos de reconocerle. Me llamo Cecilia…. —Dio nombre y
apellidos, desveló su identidad; después de haberlo hecho, preguntó
tuteándola—: ¿Sabes en qué manos has caído?».
Elena Ortiz contestó que no, no lo sabía. Imaginaba muchas cosas, pero su
descontento, su fracaso podían inducirla a hacer juicios temerarios. Cecilia
sonrió. «Ningún juicio, por malo que sea, es temerario en lo que se refiere a
Augusto». Siguió una hora de monólogo, ya que Elena se había quedado
muda de pronto, escalofriada. Algo dentro de ella se retorcía de dolor y de
rabia, pero no quería interrumpir a la recién llegada. Quería apurar hasta la
última gota el nuevo veneno, quería pedirle por qué, por qué venía a ella a
contarle todas aquellas atrocidades. Se lo preguntó al final. «Porque yo fui
quien le llevó a la cárcel. Mientras me juraba amor eterno pretendía seducir a
mi hija. Mientras me predicaba el desinterés, la bondad, sacaba a mi marido
todo el dinero que podía con el cuento de su vocación, con mil patrañas que
sabe inventar siempre que necesita dinero. Pero esto no es importante; al fin y
al cabo, confieso que tuve un momento de debilidad que pagué bien caro.
Además, yo era mayor que Augusto. Esto era suficiente para haberme abierto
los ojos. En realidad hubiera tenido que matarle, pero no lo hice porque mi
marido me perdonó. A él le costó tres meses de cárcel. Pero yo no me
consideré pagada. Después de aquello quise a mi marido más que nunca.
Procuré hacerle olvidar mi insensatez y creo que lo conseguí; sin embargo,
hombres como Augusto merecen un castigo mayor que los estafadores, los
ladrones, los asesinos. Son asesinos morales. Matan lo mejor de uno mismo y
yo no quiero que te mate. Ya te ha hecho bastante daño». «¿Y qué puedo
hacer?», preguntó Elena. La visita aplastó el cigarrillo en el cenicero.
«Desenmascararle. Hay algo que aterra a Augusto: la verdad. Poder acusarle
sin temor a verte desmentida». Elena abrió las manos en signo de impotencia.
«Estoy aquí, clavada en esta casa. ¿Cómo voy a saber sus tejemanejes, sus
trapicheos?». Oyó que le contestaban: «Yo te daré los medios. Lo que sea, lo
que necesites. Estoy en posición de hacerlo. Y además, si quieres, repetiré
todo cuanto acabo de decirte ante él. No tengo miedo».

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No parecía tener miedo aquella mujer. No estaba como ella, acogotada,
acobardada por años y años de privaciones, humillaciones, soledad y muerte
moral. Sonreía compasivamente, dulcemente, pero con seguridad. «¿Quieres
que te diga los líos que se trae en estos momentos mientras tú trabajas para él,
mientras tú estás encerrada en esta casa y te mueres de tristeza y de
soledad?». Le contó. Otra hora quizá. Detalles. «¿Quieres convencerte? Ven
conmigo, tengo el coche abajo. Yo te llevaré a donde podrás encontrarle y que
no es en su famoso cuchitril». Elena todavía se rebelaba, aún no quería creer.
«Pero ¿por qué? ¿Por qué hace esto? ¿Qué daño le he hecho yo, que no he
pretendido hacerle más que bien, que no he vivido más que para él?». Cecilia
se mordió los labios. «No busques razones al hablar de Augusto Guerra. Lo
más piadoso que pueda decirse de él es que es un obseso, un tarado, un ser
nacido para el mal. Un desgraciado que sólo se goza haciendo sufrir a los
demás por el puro goce de sentirse —en ese momento— superior. Yo
representaba para él una posición social envidiable, tú la belleza, otras la
inocencia… Todo cuanto sea posible destruir es apetecible a Augusto. Es un
enorme fracasado y sólo goza anulando a los demás, haciendo a los demás
partícipes de su fracaso. ¿Quieres acompañarme?».
Elena Ortiz se echó el abrigo sobre los hombros. Sí, quería. Y si aquella
mujer decía la verdad, ella ya lo había decidido: mataría a Augusto. Porque
ninguna cárcel era suficiente para él, había que machacarle como a las
víboras. Había que interrumpir la serie, eliminarle de la sociedad, porque era
más peligroso que el peor de los criminales.
«Sólo te pido una cosa —suplicó Cecilia mientras ponía el contacto en el
coche—: no quiero escándalos. Tú verás y comprenderás. Luego te contaré
quién es ella, como te he contado otras cosas. No te ensañes contra la mujer:
tú y yo hemos creído a los mismos babosos labios. Él sabe aprovecharse de la
debilidad femenina, de la bondad, del desprendimiento. Es un buscador de
buenos sentimientos que explota para su propio lucro o placer, para
compensar su impotencia. Cuando la mina está agotada, la abandona».
Rodaban por las calles de la ciudad. «A mí aún no me ha abandonado»,
dijo Elena secándose las lágrimas que chorreaban de sus ojos. Cecilia se
volvió. «¿No te ha abandonado? Conozco tu vida desde que empezaste con él.
No hay mujer más sola en el mundo. Y además ya no tienes confianza. Él lo
ha cuidado mucho. ¿Acaso no has recibido anónimos diciendo que tu belleza
se había esfumado, que eres vieja, a pesar de ser más joven que él, que eres
estúpida y todas esas cosas? Haz el favor de abrir mi bolso. Encontrarás los
mismos anónimos. No los mismos, pero parecidos. Todas las mujeres que

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hemos padecido a Augusto nos hemos visto envueltas en idénticas
inmundicias».
Elena Ortiz buscó afanosamente. Reconoció el estilo, las frases. Algo
dentro de su estómago se revolvió. Sentía un asco tremendo, una ira
incontenible. Lo que venía buscando hacía años lo tenía allí entre sus manos.
Él era el innoble enviador de anónimos. «Voy a matarle», pensó, pero nada
dijo. Se acercaban a un restaurante conocido por la exquisitez de sus minutas.
«Entra —le dijo Cecilia—, pero vuelve en seguida. Que te vea y nada más.
No hagas nada; luego hablaremos y decidiremos». Elena denegó. «No quiero,
no podré. Si le veo almorzar con otra mientras yo sufro esperándole en casa,
sé que voy a cometer un desatino». La otra negó de nuevo. «Has de hacerlo,
de otro modo volverá a convencerte. Nada más verle y que te vea. Cuando
esta noche vuelva a tu casa, échale con un portazo. Es lo que yo hice».
Entonces Elena tuvo un sobresalto. «¿Y por qué haces esto? ¿Acaso por
venganza? ¿Despecho? ¿Le amas todavía?». Entonces vio en los ojos de la
mujer una sombra de desprecio. «No digas majaderías. No hay en mí
despecho, ni deseos de venganza, ni mucho menos amor. ¿Acaso no crees en
la justicia? Hago lo que creo es mi deber. Cueste lo que cueste y caiga quien
caiga. Por lo mismo te recomiendo sangre fría. No te preocupes por nada. En
cuanto te liberes de ese sujeto, yo me ocuparé de ti. Es mi deber también».
Entonces se besaron. Elena Ortiz estrechó a la desconocida y lloró sobre las
solapas perfumadas de su traje sastre. «Haré lo que me dices. Vuelvo en
seguida».
Se apeó del coche y aspiró el aire profundamente; eso le templaba los
nervios. Luego penetró en el restaurante y avanzó como una sonámbula hacia
el fondo. Allí vio a Augusto, impecablemente trajeado, cenando en compañía
de otra mujer, elegante, infinitamente menos hermosa que ella, que parecía
estar bebiendo lo que le decían mientras Augusto la miraba con los ojos
brillantes que Elena tan bien conocía. Se acercó hasta quedar en pie, al lado
mismo de Augusto, que aún no la había visto; tan ocupado estaba con la otra.
Le oyó repetir las mismas frases, las que le había dicho a ella diez años antes,
y entonces la mujer la miró, extrañada sin duda de su intromisión. Augusto se
volvió y las miradas de ambos se cruzaron. Elena Ortiz creyó que sus piernas
iban a traicionarle, que iba a caerse, allí, muerta. Fue un instante, nada más,
que Augusto aprovechó para sobreponerse a la sorpresa. Hizo como si no la
conociera y ella sólo consiguió pronunciar: «Cerdo», y le volvió la espalda,
dirigiéndose como pudo, pues todo rodaba a su alrededor, hacia la salida.

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Elena Ortiz, sentada en el patíbulo, presintió el segundo final como había
presentido el final de Augusto. Ya faltaba poco. Sentía frío y se estremeció.
En aquel momento recordó a su marido, a sus hijos. ¡Qué lejos estaban de
sospechar la verdad de todo! Jamás la sabrían, ni aunque ella hubiera querido
explicársela. ¿Cómo podía explicarse la verdad de Augusto Guerra? ¿Acaso
podía decirse de él es así o asá, definirlo con más o menos palabras como
podía hacerse con cualquier ser humano? Augusto Guerra, que era capaz de
negar incluso las evidencias, que regresó aquella noche, con el aire de
siempre, y cuando ella le escupió las mayores atrocidades del mundo y le
preguntó qué hacía en aquel restaurante, y de dónde había sacado el traje que
llevaba puesto y que no era el que llevaba al salir de su casa ni al regresar,
que aseguraba que ella, Elena, le había confundido con otro, veía visiones y
estaba loca, trastornada por los celos, ¿podía calificarse de humano,
entendérsele como humano y perdonársele como humano?
Agarró el martillo que había preparado y le dio el primer golpe. Luego, al
verle en el suelo, una fuerza superior la obligó a machacar la cabeza de
Augusto como si estuviera demoliendo el muro que la había aislado durante
aquellos años. Cuando ya no fue más que una papilla de huesos, pelo y masa
encefálica, se sentó. Tenía el brazo derecho agarrotado por el esfuerzo y
manchado de sangre. El suelo era un inmenso charco rojizo, casi negro, y
también las paredes quedaron salpicadas.
Entonces sintió un dolor terrible en la nuca y la sensación de que aquella
sangre se le subía a la garganta y le nublaba los ojos.

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IGNACIO VALERO

Sobre ella esparció rosas y rosas


de tejo, ni una rama.
En la quietud descansa:
quién con ella estuviera!

MATTHEW ARNOLD
(Requiéscat).

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No quería mentir, prefería callarse. Al hacerlo quedaba indefenso, en
manos de la justicia. Sabía el final; el abogado, mientras pretendía sonsacarle
la verdad de su acto, se lo había dicho. «Dígame la verdad a mí al menos, así
podré defenderle». Ignacio Valero, obstinadamente, se callaba. De haber
tenido valor se hubiera dado muerte, igual que de haber tenido valor
Herminia, su mujer, también se habría suicidado. Pero ni él ni ella pudieron
hacerlo. Además, eran religiosos. El suicidio quedaba fuera de su alcance, no
podían recurrir a él como hacían otros. Que la justicia de los hombres
decidiera; la de Dios —Ignacio Valero estaba seguro— no se equivocaba
jamás. Dios le había perdonado. Dios sabía perfectamente que si había
matado a Herminia lo había hecho a petición de ella, años y años de dolor y
de súplicas: «Mátame, Ignacio, no puedo vivir, no quiero vivir». Y al fin él se
había decidido, cargando con la responsabilidad de aquella muerte, pagándolo
más tarde con la propia vida. «No matarás», había dicho el viejo Moisés, y él,
Ignacio, había matado. Justo era no defenderse, justo era morir. Cuanto le
decía el abogado para salvar su vida le sonaba a falso. Él estaba deseando la
muerte. La muerte era bondadosa, la muerte era deseable para Ignacio Valero.
Y sólo encontró un modo de lograrla: callarse. No mentir, pero tampoco
justificar su acto. «Sí, señores, yo soy un criminal. He matado a mi mujer a
sangre fría». «¿Sabía usted que era el heredero universal de su esposa?».
«Claro que sí, lo sabía. Era más que lógico. Entre dos seres que se aman, lo
normal es testar a favor del otro». «Sí, pero ¿quién tenía mayor fortuna?».
«Mi mujer. Era mucho más rica que yo». Y nada más porque no hacía falta
añadir: «Yo tenía una buena posición». Vivíamos de ella. Nunca quise nada
de mi mujer. Pensé que si me sobrevivía gozaría de mayor bienestar. Todo
cuanto hice fue pensando en el mayor bienestar de ella, pero a veces las cosas
resultan al revés de cuanto hemos pensado. Vean ustedes, señores: Herminia y
yo nos amábamos y éramos felices. ¿Saben ustedes lo que significa esto? Lo
dudo. Sólo un ser humano entre diez mil, entre cincuenta mil o cien mil, sabe
lo que es la felicidad, sabe lo que es el auténtico amor. No, no sonrían
ustedes, créanme, que no exagero. Hay incluso quien no ama en su vida. Hay
quien confunde el amor con el deseo, la ilusión, la pasión, ¡qué sé yo! El

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amor, ¿cómo voy a explicárselo? ¿Cómo puede definirse un sentimiento si
cada ser humano es distinto y tiene distinta medida, distinta inteligencia y
distintos anhelos? ¿Tienen ustedes idea de lo que significa haber acertado en
esta materia? Sólo he amado a una mujer en toda mi vida: Herminia, la mía.
Durante treinta años, treinta exactamente —yo tenía veintiocho y ella veinte
cuando nos conocimos y nos casamos a las pocas semanas: tan seguros
estábamos de nosotros mismos—, ese amor ha llenado mis años, mis días, mis
horas, mis segundos. Si por desgracia debía ausentarme, irme de su lado por
el tiempo que fuera, nos sentíamos los dos tan desdichados como si de nuestro
cielo hubieran suprimido el sol. Sin embargo, aún lejos de ella la sentía, como
ella me sentía a mí. Estoy convencido de que parte de mí quedaba con ella y
que parte de ella viajaba conmigo. Tuvimos un hijo. Es corriente. Pero
Herminia lo consideró como un regalo más. Quizá ella sintiera necesidad de
aquel hijo, mientras yo no la sentía. Para mí, Herminia era suficiente. Una
historia vulgar, dirán ustedes, pero se equivocan. Hombres y mujeres se
encuentran, se casan y tienen hijos, y luego, al pasar los años, hombres y
mujeres se olvidan del amor que los impulsó a unirse. Incluso los fieles se
aburren, terminan dudando del amor. Se dice que los años envejecen todo,
aun los sentimientos. Acaban, los más afortunados, en una especie de estado
afectuoso que nada tiene que ver con el amor y sí mucho con la comodidad o
la costumbre. Se apoyan el uno en el otro, perdidas las ilusiones, y cuando se
les habla de amor se encogen de hombros y se dicen que el amor es algo así
como los perfumes que se evaporan dentro del frasco. Herminia y yo no
conocimos la pérdida de la ilusión ni la pérdida del deseo. Éramos dos
apasionados amantes que se renuevan cada día y que se saben privilegiados.
Cuando le condenaron a muerte tuvo la misma sensación de alegría que le
atenazaba cuando regresaba de viaje y sabía que faltaban pocas horas para
estrechar de nuevo entre sus brazos a su mujer. El trayecto en tren, avión o
coche, se le hacía inmensamente largo, pero al mismo tiempo era una
deliciosa espera. También en aquellos momentos tenía la certidumbre de que
Herminia y él iban a encontrarse y que nada ni nadie podría separarlos jamás.
A medida que se acercaba el momento de la ejecución se sentía más y más
dichoso, e incluso el confesor se extrañó de ello y le preguntó si se daba
cuenta de que iba a comparecer ante Dios y ser juzgado de nuevo por un
Tribunal mucho más clarividente. «Lo sé —contestó—\ Al morir pago una
deuda». No tenía por qué dar explicaciones al cura de la cárcel, que le
inspiraba poca confianza y seguramente nada sabía del amor que podía existir
entre hombre y mujer. Pero estuvo a punto de decirle: «Ya tengo el billete.

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Dentro de muy poco tiempo, estaré con ella. ¿A santo de qué he de
entristecerme? ¡Ay, padre!, qué poco perspicaces son los hombres, incluso los
que parecen más inteligentes. Yo voy al encuentro de Herminia y he cogido el
medio más seguro, como hacía siempre. Ella en vida, yo no quería morir. No
sabe usted cuánto me cuidaba para poder disfrutar de ella años infinitos. Pero
ella muerta, ¿para qué vivir?». Y la eterna pregunta: «¿Por qué mató usted a
su mujer? Ella tenía muchos años de vida por delante. Su enfermedad era
imaginaria. Su mujer era una histérica, pero su organismo estaba sano. Usted
no obró por piedad, sino por interés. La fortuna de su esposa era grande y
usted lo sabía».

Abogados, fiscales y magistrados daban vueltas y más vueltas en torno al


móvil, en torno de la fortuna de Herminia. Ignacio Valero se preguntó a veces
cuál hubiera sido su suerte si Herminia no hubiese tenido bien alguno. Quizá
le habrían absuelto. Unos años de cárcel y luego la libertad. Se estremecía
nada más pensarlo. La fortuna de Herminia había decidido la balanza a su
favor, atraque, a decir del abogado, era una agravante. Gracias a esa fortuna
Ignacio Valero fue considerado sospechoso y luego convicto de asesinato por
lucro. Hubiera podido defenderse y declarar que muchas veces había pensado
en la posibilidad de la muerte natural de Herminia. Y cuando eso ocurría —y
ocurría con frecuencia porque la amaba desesperadamente— se decía que él
iría tras ella, del modo que fuera. Se sentía incapaz de vivir, no quería vivir
sin ella, no podía vivir sin ella. Se quedaría sin la presencia adorada, sin el
aire que llenaba sus pulmones, sin luz. Seguramente buscaría la muerte del
modo que fuera, a no ser que ésta fuera misericordiosa y viniera por él en
seguida. Pero ni el abogado hubiera podido comprenderle ni él quería ser
comprendido. Él deseaba reunirse con Herminia lo antes posible y para ello
debía callar y que le acusaran de lo que quisieran, dijeran lo que les pasara
por las mientes.

Ignacio Valero, durante el largo proceso, tuvo que cerrar los puños miles
de veces para no delatarse. «Dicen que su mujer le daba una vida infernal; si
así es, tendría usted motivos para haber deseado su muerte». Y él contestaba
que su mujer sufría muchísimo y que era cierto lo que decían los vecinos, que
a veces chillaba y tenía auténticas crisis de lo que fuera. La había hecho
reconocer por docenas de eminencias médicas y se llegó a la conclusión de

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que Herminia no tenía lesión ni padecía enfermedad alguna. Ignacio Valero,
cuando fue interrogado sobre este punto, repuso: «Cierto. Hubiera podido
vivir muchos años todavía». Lo que no dijo fue que a raíz de la muerte del
hijo, Herminia estuvo meses y meses hundida en la desesperación. «Es como
si algo en mí hubiera muerto —decía a Ignacio—. Algo que representaba una
parte de mí misma». Y entonces, sólo entonces, deseó otro hijo. Pero ya era
tarde o quizás imposible. «Muchas mujeres tienen hijos a los cuarenta años —
repetía día tras día, recorriendo las consultas de los ginecólogos—. ¿Acaso
soy una excepción? Quiero un hijo. Lo necesito». Y a él: «Quiero un hijo, lo
necesito, quiero un hijo».
De aquel tiempo sólo recordaba la pasión de su mujer por obtener un hijo.
Y los reproches cuando se veía decepcionada. «Si tú lo desearas como yo, lo
tendríamos. Hemos de pensar los dos a un tiempo, decirnos: “queremos un
hijo”, y lo tendremos». Y él hubiera dado veinte años de vida para resucitar al
hijo de veinte años o para engendrar uno nuevo, pero el milagro no se
producía.
Al cabo del tiempo, y cuando Herminia tuvo que aceptar la evidencia,
empezaron los trastornos. Terribles dolores en el vientre y en la cabeza. Crisis
que duraban horas y horas, y durante las cuales su mujer se convertía en un
ser desquiciado, un ser sufriente que reclamaba a gritos los calmantes. Él le
tomaba la mano, le acariciaba la frente y muchas veces lloraba de rabia, de
impotencia. «Señor —se preguntaba—, ¿es éste el precio de la dicha? ¿Acaso
es imposible la felicidad sin previo pago?». Y hacía mil promesas, mil
sacrificios para saldar su parte. Dejó de fumar, dejó de beber lo poco que
bebía, dejó de hacer todas aquellas cosas que le proporcionaban menudos
placeres. Si Herminia sanaba, todos los sacrificios del mundo resultarían
baratos. «Cuando la vea usted en una de esas crisis, revolcándose por el suelo
o encima de la cama, adminístrele dos buenos bofetones: es el remedio
clásico». ¿Abofetear a su mujer? Quiso intentarlo y resultaron dos cachetes
que no hubieran hecho llorar ni a un niño de cuna. No pudo jamás abofetearla.
La cogía entre sus brazos, la estrechaba contra su pecho, la besaba miles de
veces repitiendo como si fuera una oración: «Te quiero, te quiero, te quiero.
No te desesperes, todo pasará». Pero era inútil. Llevaban diez años así y los
gritos de Herminia alertaban a los vecinos que, al cruzarse con él por la
escalera, le miraban como si fuera el culpable de ellos. O bien le
compadecían, le preguntaban por ella de un modo sinuoso y seguramente
comentaban: «¡Qué infierno de vida la de ese pobre hombre! ¡Menuda cruz!».

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¿Por qué no la puso en manos de un buen psiquiatra? Ésta fue otra de las
muletillas. Fueron varios los psiquiatras que reconocieron a Herminia y todos
convinieron en que estaba perfectamente, que no podían ayudarla si ella no se
ayudaba. Le recetaban calmantes que, a la hora de la verdad, cuando surgía la
crisis, no le hacían el menor efecto. Eran oleadas de dolor las que arremetían
contra Herminia y en medio de aquel naufragio, él, Ignacio, se sentía tan
desamparado como un madero en medio del temporal. «¡Mi hijo! ¿Dónde está
mi hijo? ¿Por qué ha muerto mi hijo? ¿Por qué?». Le increpaba a él, como si
algo en él hubiera fallado, no hubiera sido lo suficientemente padre para
defenderlo contra la muerte. Y Dios sabía que no era cierto. Hizo cuanto
humanamente fue posible por Javier. Cuando después de mil rodeos el
internista dictaminó la terrible enfermedad, no se atrevió a decírselo a
Herminia. «¿Qué tiene?». «Nada, cosas de la edad. Un poco de anemia». «Un
poco de anemia, señores». Así no se pronunciaba el nombre verdadero. Pero
los glóbulos rojos seguían muriendo y empezaron las transfusiones, las
consultas, los viajes al extranjero. «¿Cuántos años vivirá mi hijo, doctor?». Él
lo preguntaba y en aquel entonces cada día pasado era un día ganado contra la
muerte. «No se sabe, señor, pero no puede hablarse de años; la leucemia no da
tanto tiempo». No quería escuchar la palabra. Entraba en él como un cuchillo
de hielo que le hurgara el alma haciéndosela sangrar. Rezaba. Rezaba siempre
que tenía un segundo de tiempo. «¡Dios mío, que mi hijo se salve! Dios mío,
que se invente algo, todavía quedan unos meses. Yo te lo pagaré». Se
inventaba mil formas de mortificación, ya entonces, para comprar la vida de
su hijo. Todo cuanto podía serle grato lo desechaba con el pensamiento fijo en
Javier, que poco a poco declinaba, sin darse cuenta, ignorando también el
alcance de su mal y preguntando extrañado: «¿Por qué me haces perder un
curso? Me encuentro con fuerzas para estudiar». «No, hijo, no estás bien del
todo. Te sobrará tiempo para alcanzar a tus compañeros». Él era el mejor de
la clase, iba siempre en cabeza. Dos, tres años perdidos nada hubieran
significado si su enfermedad no hubiera sido de las que no perdonaban. A
veces experimentaba una pequeña mejoría y él, Ignacio, daba gracias a Dios
porque una semana, un mes de tiempo, quizá fueran suficientes para que los
hombres que trabajaban silenciosamente tras las mesas de los laboratorios
descubrieran las causas y el remedio. Así había ocurrido con otras
enfermedades que luego ya no hicieron víctimas. En aquellos días tuvo
atroces pensamientos; deseó que la enferma fuese Herminia y no el hijo,
porque presentía el dolor desesperado de la madre. La amaría más que nunca
y la acompañaría dulcemente al final.

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Miles de veces ella le había dicho: «Quiero morir antes que tú. No tendría
valor de sobrevivirte. No me hagas esa jugada, Ignacio, has de acompañarme
en el último tramo de camino, lo mismo que cuando salimos de paseo por las
calles, por el campo. Me cogerás de la mano y me ayudarás a bajar o a subir.
No tendré miedo si estás a mi lado, si puedo mirarme en tus ojos hasta que los
míos se cierren para siempre». Y él pensaba en su propio dolor si Herminia
desapareciera, pero asentía. Prefería cualquier cosa, incluso la muerte de
Herminia, antes que el dolor de Herminia. No quería defraudarla, no deseaba
ver temor en sus ojos, ni lágrimas vertidas por él. Si Herminia quería partir la
primera, él se conformaba: «Te lo prometo. Tú partirás primero y no tendrás
que aguardarme mucho». A veces ella sonreía: «A lo mejor me olvidas,
encuentras otra mujer, te casas con ella y eres más feliz con ella que
conmigo». Entonces él experimentaba un avance de aquella supuesta muerte y
se le agarrotaba la garganta. La hacía callar: «Me haces daño, Herminia. Si
eso ocurre sé que tardaré muy poco en reunirme contigo. No puedo
explicártelo, pero estás dentro de mí, formas parte de mí. Si te arrancan de mí
me desangraré por dentro, lo sé. Uno vive cuando tiene ganas de vivir, pero
cuando la vida ya no representa nada para el hombre, entonces viene la
muerte, nos barre igual que el barrendero barre las hojas secas».
Deseó en aquel entonces la muerte de Herminia porque presentía que
también para ella el hijo estaba metido dentro y si se lo arrancaban algo
dentro de ella quedaría hecho jirones, en carne viva. ¡Qué difícil resultaba
mentirle, fingir una despreocupación que no sentía e incluso ir en contra de
los deseos del chico y de la madre! «¿Por qué no puede hacer esto o lo otro?
Me parece que exageras. El médico ha dicho que está mucho mejor». El
médico decía siempre a Herminia que Javier iba mucho mejor, pero que
evitara cualquier trabajo, cualquier pérdida de energías. «Que se distraiga». Y
él, Ignacio, preguntaba al hijo: «¿Qué te gustaría hacer? ¿Quieres que
hagamos un viaje? ¿Qué te gustaría ver?». Porque era injusto que aquellos
ojos de veinte años no se hubieran cansado lo suficiente, aquella corta vida no
hubiera gozado contra reloj. Le compraba discos, hicieron viajes, procuraba
que nunca estuviera solo sino acompañado por chicos y chicas de su edad.
Javier tenía mucho éxito entre las chicas. Veía con agrado que éstas le
llamaran por teléfono, fueran a verle, estuvieran con él. Las chicas intuían.
Debían decirse que aquel chico no era como los otros y que pronto el ángel de
la muerte le tomaría de la mano porque con él se mostraban más tiernas,
mucho más íntimas que con los otros. A veces, incluso Herminia se
escandalizaba. «Fulanita se ha echado al lado de Javier. Los he encontrado

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encima de la cama, besándose y acariciándose. Estas chicas…». Aquello
llenaba de dulzura a Ignacio. Que su hijo amara, que su hijo se sintiera
amado. Quizá, ya que no podían salvarle los médicos, el amor realizara un
milagro. Bendecía a las chicas que se mostraban generosas con Javier, las que
intuían que aquel muchacho necesitaba vida, caricias, amor, porque el tiempo
era corto y debía llenarlo de golpe. «No, mujer, es que son así. La juventud de
hoy es distinta de la de nuestros tiempos. Total: ¿qué importa un beso, una
caricia, lo que sea? Mira, la cuestión es que Javier pase un buen rato».

En su celda, a solas, pensó en aquella época, la que precedió a la


enfermedad de Herminia. La época de Javier. Ya entonces supo que la
felicidad exigía un alto precio. Pero no se imaginaba que fuera precisamente
su hijo quien tuviera que pagarlo. Cuando Herminia le hacía reflexiones sobre
la conducta de las chicas, incluso sobre la de Javier, estuvo tentado de gritarle
llorando: «¿Pero no ves que se nos muere? ¿Acaso el que va a desaparecer a
los veinte años tiene que dosificar placeres y caricias? Deja que llene cada
segundo de su vida, mujer, y bendice a esas muchachas que pueden darle lo
que tú y yo no podemos».
Así hasta el día que el mismo Javier le dijo: «Papá, a mí no tienes
necesidad de mentirme. Sé que me muero. Llora conmigo, porque te estás
destrozando». Y fue Javier, el chico de veinte años, su hijo, quien le cogió en
sus brazos y al fin pudo llorar, la cabeza hundida en su pecho, con lágrimas
retenidas desde hacía meses, y escuchar las palabras que le servirían para
siempre jamás de consuelo: «He sido tan feliz, papá… Me habéis dado tanto
en estos años que es como si hubiera vivido ochenta. Me iré pronto, lo sé,
pero no te olvides de esto: nunca un hijo tuvo mejores padres, nunca un
hombre fue tan feliz como yo lo he sido. Antes, me refiero a antes de estar
enfermo, me hice muchas veces una pregunta: “¿Qué he hecho yo para
merecer un padre y una madre como los míos?”. Y me encontraba en deuda
con alguien, con Dios. Ahora estoy en paz. Porque sé, además, que para
vosotros mi vida es un elevado precio y seguiréis felices. ¿Comprendes? Me
voy tranquilo pensando que os dejo un seguro».

Pero no fue verdad. Cuando llegó el final, cuando ya nada pudo hacerse
para negar la evidencia a Herminia, ésta se sintió estafada. «¿No hubieras
podido decírmelo? ¿No comprendes que hubiera podido quererle más, darle

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mucho más? Me he impacientado a veces con él, le he hecho observaciones
sobre esto o lo otro, ponía mala cara cuando las chicas le besaban o le
acariciaban. ¿Crees que lo hubiera hecho de haber sabido que iba a morirse a
los veinte años?». Y se daba cabezazos contra las paredes por aquellas faltas
de amor, por la incomprensión, por su ceguera, por el engaño en que había
vivido.

La gente, los amigos, le decían: «Se le pasará. Siempre ocurre igual


cuando una madre pierde a su hijo, pero el tiempo todo lo cura». Al pasar los
meses se secaron las lágrimas y empezaron los trastornos. Dormía
plácidamente a su lado, abrazada a él, como lo habían hecho desde la primera
noche, y de pronto daba un grito, se revolvía entre las sábanas mordiéndose
los puños, golpeándose el pecho con los puños, sin llanto, como una obsesa,
preguntando por el hijo. «Herminia, Herminia, mi vida, sosiégate. ¡Qué dirán
los vecinos! A estas horas todo se oye». Pero ella no oía, seguía gritando el
nombre del hijo, se llevaba los puños a las sienes porque decía que una barra
le atravesaba el cráneo y luego al vientre, porque era como si algo se le
hubiera desgarrado de allí dentro. De nada servían los consuelos de Ignacio.
Las crisis eran largas y al final Herminia caía en una especie de sopor y
lloraba extrañas lágrimas que no eran transparentes, sino blancas, lechosas, y
le dejaban las mejillas escocidas. Las crisis podían surgir en cualquier
momento, por las noches eran más frecuentes, pero también la acometían
durante el día, en casa, por la calle, en la iglesia, en cualquier sitio. Los
médicos, en los primeros tiempos, dijeron a Ignacio que sería conveniente
internarla en un sanatorio mental. A él se le revolvió la sangre. No pudo
menos de decírselo a Herminia; le parecía que eso le daría fuerzas para
sobreponerse y en todo caso no quería hacer algo semejante sin contar con su
consentimiento. Herminia le miró aterrada: «Si me apartas de ti, me mataré.
¿Serías capaz de hacer algo semejante?». Él contestó que no, que no lo haría.
Sólo quería preguntárselo. Él estaba dispuesto a aguantarlo todo, soportarlo
todo hasta el final. Dijo a los médicos que no pensaba separarse de su mujer
porque la conocía lo suficiente para saber que aquello, en lugar de remediar
algo, lo empeoraría. Los médicos acordaron que quizás estuviera en lo cierto
y seguramente, con el tiempo, las crisis irían espaciándose. Que era una
reacción,
en cierto modo lógica, contra la muerte del hijo. «¡Si tuvieran otro…!».
Herminia pareció salvada con la idea. Otro hijo. Se llamaría Javier, como el

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desaparecido. Pero la naturaleza también traicionaba: el nuevo hijo no quería
nacer. No había modo de engendrar ni de concebir. A la idea del hijo muerto
se unió la idea de esterilidad. Las crisis fueron en aumento.

«Según parece, su mujer le hizo vivir en un infierno. Esto, claro, no es una


excusa, pero sí un atenuante. ¿Es cierto?». «No, no es cierto. Mi mujer estaba
enferma. Cuando superaba las crisis era totalmente normal». «Los vecinos, las
gentes que les conocían a ustedes, aseguran que su mujer, durante esas crisis,
se transformaba en una verdadera furia. ¿Es cierto?». «Sí, es cierto». El
abogado, la Sala, interrogaban. Querían hacer la autopsia de unos
sentimientos, viviseccionarlos, catalogarlos. Ignacio Valero callaba. Era
terrible pensar que una palabra suya hubiera podido liberarle de la pena de
muerte. Bendecía a los testigos que declararon contra él: «No hizo nada por
su mujer. Cuando le dijeron que debía internarla, no quiso; cuando gritaba, él
la dejaba gritar, jamás se oyó su voz. Otro hombre se impone, ya se sabe, por
el bien del enfermo. Él parecía que gozara viendo a su mujer desquiciada. Ya
cuando lo del hijo…». E insinuaban que tampoco hizo por el hijo cuanto
hubiera podido hacer. Le permitía todo. Claro. «Antes de morir su hijo, ¿a
favor de quién había testado su esposa?». «A favor de nuestro hijo». «¿Y
usted?». «A favor de ella». «¿Y después?». «Ella testó a favor mío, yo no
tuve que cambiar mi testamento». «¿Se da usted cuenta de que ni siquiera
puede recurrir a un impulso de compasión?». Ignacio Valero, de vez en
cuando, se evadía de aquella sala, se evadía incluso de la celda y volvía al
lado del hijo y de la mujer desaparecidos. Pronto estaría con ellos y para
lograrlo convenía callarse, aunque las preguntas fueran infames o insidiosas.
«¿Compasión?». «Sí, los casos de eutanasia, aunque no excusables, tienen
razón de ser cuando el enfermo está desahuciado. ¿Estaba desahuciada su
esposa?». «No, señor. Mi esposa, salvo sus crisis, gozaba de excelente salud».
«¿Le inyectó usted en una de las crisis?». «No, señor. Inyecté a mi mujer
fuera de sus crisis. No hubo error ni aturdimiento». «¿Hubiera usted
confesado de no ser por la amenaza del forense, que pidió una autopsia?».
«No, señor. No hubiera confesado. Cuanto hice lo hice a sangre fría,
consciente de lo que hacía». «Es usted un cínico». Ignacio Valero no había
mentido ni una sola vez. Herminia no pedía la muerte cuando se encontraba
en plena crisis, en aquellos momentos sólo reclamaba al hijo y se retorcía con
unos dolores quizá supuestos, pero no menos reales. Herminia pedía la muerte
después, cuando regresaba del infierno en que se había hundido. Entonces

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volvía a ella la lucidez y padecía por el sufrimiento que había impuesto a
Ignacio. «No quiero que me aborrezcas. Cuando me veo arrastrada por esas
ráfagas insanas no sé lo que hago, pero no pierdo totalmente la conciencia. Y
sufro al verte sufrir. Quisiera detenerme, regresar del caos, pero no puedo.
Mátame, Ignacio. Mátame antes de aborrecerme».

Y la nueva obsesión se abrió paso poco a poco en la mente de Herminia.


Ya no pensaba en el hijo muerto, ni en el que no había querido nacer, pensaba
en Ignacio y en la posible pérdida de su amor. «Si me amas, si de veras me
amas como antes, mátame», le pedía. Así un día y otro, y otro, hasta que el
ánimo de Ignacio Valero se horadó como una piedra que recibe la gota de
agua. ¿Amaba a Herminia lo suficiente para complacerla? No lo sabía.
Aquélla era la mayor prueba a que se había visto sometido. Rezó con más
fervor que nunca, consultó con un religioso que pretendió ahuyentar de su
mente lo que en ella empezaba a insinuarse. Se dijo que no, que un día u otro
Herminia se curaría y que todos aquellos años de infierno darían como
resultado una nueva paz. Aún tenían muchos años por delante. Pero la lucha
era cada vez más desigual. Él, además de Herminia, debía preocuparse de los
negocios. Cada vez se sentía más cansado, menos capacitado para desligar su
vida familiar de la otra. Pequeñas molestias empezaron a alertarle y entonces
sobrevino el pánico. ¿Y si él desaparecía antes que ella? La tensión a que
estaba sometido desde hacía años empezaba a minarle. Sentía un cansancio
atroz y los primeros síntomas de una vejez prematura. También ella se dio
cuenta y entonces se desesperó aún más intensamente. «¿Qué haré si tú me
faltas? ¿Quién se ocupará de mí? ¿Quién me tranquilizará por las noches?
¿Quién me acompañará durante el día? ¿Recuerdas lo que me prometiste?».
Encerrado en la celda de los condenados a muerte, Ignacio Valero revivía
los últimos tiempos. ¿Cómo no iba a acordarse? Herminia sin él era algo así
como un cuerpo sin alma y seguramente su razón naufragaría por completo.
Herminia sin él sólo encontraría extraños que no la comprenderían, que se
atendrían a las razones más o menos válidas de los especialistas. «Intérnela.
Ya tendría que haberlo hecho desde hace tiempo. Es peligroso para ella vivir
como los demás. No está en posesión de todas sus facultades». Se la
imaginaba en cualquier sanatorio, teniendo como única compañía la de otras
enfermas. La veía declinar poco a poco, primero con crisis furibundas, luego
derivando hacia la melancolía, finalmente dejándose arrastrar por la vorágine
de sus pensamientos. Se la imaginaba sola, en una pequeña habitación

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impersonal, gritando por las noches y echando de menos el calor de su
cuerpo, la protección del brazo alrededor de los hombros, la presión de unos
labios sobre los suyos. Llegaría la enfermera con una jeringuilla, la
amonestaría, la amenazaría quizá con la camisa de fuerza o la ducha de agua
fría, y así hasta que Herminia naufragara por completo y se volviera como
esos pobres seres que jamás tuvieron quien los quisiera lo suficiente para
salvarlos o para suprimirlos. Herminia se pasaba el día espiándole: «No
comes bastante. Has adelgazado. Tienes mala cara. Quiero que te vea el
médico. ¿Qué dice el médico? No quiero que me engañes. Ya me engañaste
cuando Javier». Y lloraba silenciosamente mientras él no estaba en casa, a
pesar de que él telefoneaba cuantas veces fuera necesario para tranquilizarla.
Luego, cuando regresaba, se colgaba de él, más amorosa que nunca,
reteniéndole a su lado. Si alguna vez tenía que partir de viaje debía
advertírselo con el máximo miramiento y convencerla de que era mejor para
ella no acompañarle. «¿Por qué no quieres que te acompañe? Me encuentro
muy sola en casa». Y él argumentaba que sólo estaría lejos de ella el tiempo
preciso y que también se sentiría sola en el hotel y en ciudades desconocidas.
En casa, por lo menos, tenía el servicio. Una sirvienta fiel que había recorrido
con ellos el calvario y permanecía soltera, y la otra, casi siempre joven, que
nunca duraba mucho tiempo porque le entraba miedo o porque se casaba. Ya
no cogía trenes ni el coche si podía viajar en avión para ir más rápidamente,
pero también Herminia se atemorizaba por el riesgo del viaje. «No me gusta
que vayas en avión, es más seguro el tren». Y él objetaba que el tren le hacía
perder casi un día, mientras que el avión le permitía abreviar y solucionar los
asuntos con más rapidez. Le leía estadísticas de los accidentes aéreos, pero
Herminia movía dubitativamente la cabeza. «Sí, pero de un accidente de tren
hay más probabilidades de salvarse. Los accidentes de aviación no dejan
supervivientes». Y dos o tres días antes del viaje las crisis eran atroces. Dos o
tres noches durante las cuales ni él ni ella pegaban ojo. Ella se recuperaba
poco a poco durmiendo al día siguiente, pero él debía acudir al despacho y
sentía la cabeza brumosa a pesar de las pastillas que había ingerido para
despejarse. Cuando al fin se marchaba era algo así como una liberación. Sin
embargo, al llegar la noche y conversar con ella por teléfono tampoco le era
posible descansar tranquilo. Los llantos de su mujer, los gritos que llegaban a
él a través del cable telefónico, le dejaban desarmado. «Vuelvo mañana,
cariño. Sé valerosa. Mañana me tendrás a tu lado». Y se prometía suprimir
aquellos viajes que ya no le rendían, porque no tenía el espíritu libre para
concertar nada. Los amigos que no le habían visto durante algún tiempo, no

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podían evitar un gesto de asombro. «Me encuentran viejo —se decía Ignacio
—, aunque hagan por disimularlo». Los cabellos se le habían vuelto blancos
del todo; él, que había sido más bien robusto, había adelgazado muchos kilos.
«Tú siempre tan joven —le decían—. Nosotros criando vientre y tú igual que
un mozo». Cuando los amigos se mostraban tan afectuosos, algo marchaba
mal. Le celebraban sus cabellos blancos, su falta de peso, todas aquellas cosas
que evidentemente no significaban vejez. Pero se callaban el temblor de sus
manos y de su voz, la voz, que ya no podía dominar y que a veces le fallaba,
como si se le rompiera en la garganta.

Después de las crisis, Herminia vivía en un continuo arrepentimiento. «Te


estoy matando —le decía—. Eres lo que más quiero en este mundo y te estoy
matando».
Le miraba con infinita tristeza y le volvía a recordar su promesa: «No me
abandones. No me dejes sola. No sé qué sería de mí». Y él no se atrevía a
prometerle nada. A veces sentía un dolor sordo en el pecho. Como una bola
de plomo que durante unos segundos, irnos minutos, le dejaba agarrotado en
la silla, casi incapacitado para respirar. Sabía los síntomas y no quiso hablar
de ello a Herminia. Tampoco consultó con el médico. No quería saber nada.
Mientras no le dijeran exactamente cuál era su mal, seguiría viviendo porque
él deseaba vivir para acompañar a Herminia. Eso era precisamente lo que no
pudo decir. Eso tuvo que callarse; de otro modo, quizá la pena hubiera sido
leve y él quería morir, lo deseaba tanto o más que Herminia, pero no podía
confesarlo al abogado, como tampoco se lo dijo a Herminia. Las afirmaciones
del fiscal sobre el supuesto beneficio que él, Ignacio Valero, hubiera
disfrutado después de la muerte de su esposa le dejaron inerte por lo
insospechadas, pero luego le proporcionaron una alegría feroz. ¿De modo que
no era un vulgar caso de eutanasia, ya que en el fondo la salud física de su
mujer era excelente? Mejor. ¿De modo que él había actuado movido por la
codicia? En otros momentos se hubiera revuelto contra la acusación como un
animal salvaje, pero no después de la muerte de Herminia porque él ya no
deseaba vivir y cuantas acusaciones se hicieran contra él, cuantos más cargos,
mejor. Él era un repugnante cínico que una vez desaparecido el hijo sólo
pensó en heredar la fortuna de su mujer, y como ésta necesitaba calmantes, la
había suprimido, sin contar con la escrupulosidad del forense y sin medir el
alcance de la Justicia. Y casi tenía ganas de decir en el momento en que
escuchó la sentencia: «Gracias, señores. No saben cuánto me alegra su

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veredicto. Al fin voy a descansar. Porque estoy cansadísimo y además tengo
ganas de reunirme con Javier y con Herminia. Éste es mi último viaje; de
ahora en adelante me convertiré en un hombre sedentario, zapatillas y calor de
hogar, libros y música. Mi mujer me aguarda, señores, dense prisa, porque yo
sé que allí donde está, esté donde esté, ella me necesita y está esperándome.
Pero ¿qué voy a contarles? Cualquiera de ustedes se habría conformado con
aligerarse de culpas y echarse faroles en el momento de la verdad. Tengo mil
testigos que gustosamente vendrían a decirles lo mucho que amé a mi esposa,
pero no he querido citar a ninguno de ellos. Bien venidos los de cargo. Los
que a través de oscuras razones de odio han declarado contra mí, benditos
sean. Los otros, ¡pobres!, habrían hecho todo lo posible para contarles mis
circunstancias atenuantes, incluso hubieran testificado que en aquellos
momentos, yo, muerto de sueño y de fatiga, no era dueño de todas mis
facultades. La vieja sirvienta a veces lo decía: “¡Pobre señor! Usted va a
acabar peor que ella; ésta no es vida”. Pero la vieja sirvienta todavía me era lo
suficientemente fiel para callarse. Yo se lo ordené: “María, tú y yo sabemos la
verdad; también Dios. Con eso basta. Si te preguntan, que no sabes nada. Que
no viste ni oíste nada”. “Pero, señor, le van a meter en la cárcel". “No, María,
espero que no me quedaré allí mucho tiempo. Espero que iré a reunirme con
mi Herminia, con Javier”. Y la vieja sirvienta había vertido muchas lágrimas,
preguntándose qué clase de justicia era la de Dios, que permitía que aquella
casa que había sido el cielo se convirtiera de pronto en la sucursal del
infierno». «Alguien les ha echado mal de ojo, señor». «No, María. Veinte
años de felicidad como nadie ha gozado nunca y por la cual el más alto precio
resulta irrisorio». Y María se había callado al ser interrogada, diciendo que su
habitación quedaba alejada de la de los señores, y que por otra parte ella era
bastante sorda. Cada cual invocaba minusvalías que pudieran servirle porque
ni María estaba sorda ni ignoraba las crisis nocturnas, ni las otras, pero
también ella se hubiera dejado trocear por él y por Herminia. También ella, a
su modo, había recibido de rechazo parte de felicidad.
Cuando le sentenciaron fue como dar sentido a lo que había hecho. Porque
durante días y días el recuerdo de lo que ocurrió aquella noche le acosó como
un espectro. «Hoy, hazlo hoy. Me he encontrado bien, hemos pasado un día
feliz, no dejes que mañana destroce lo que hemos tenido hoy». Y él: «No,
mujer. Si hoy has estado bien quizá sea el comienzo de una nueva época. ¿Por
qué volver atrás? Te ha costado, pero hoy ha sido como antes, como durante
esos veinte años en que tú y yo fuimos el hombre y la mujer más felices del
mundo». Ella se levantó y fue al cuarto de baño. Le trajo la jeringuilla

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preparada. «Dámela». Él miró la dosis. Era suficiente, mucho más que
suficiente. «No puedo, Herminia, no tengo valor». Y ella: «Has de tenerlo.
Has de amarme lo suficiente para tener ese valor. ¿O prefieres dejarme
sola?». «No, no te dejaré sola». «Sí, me dejarás. Lo veo. Hay en ti la misma
expresión que vi en el rostro de nuestro hijo. También tú me dejarás por poco
que te descuides». En aquel momento Ignacio sintió la bola de plomo
invadirle el pecho. Se echó hacia delante. «¿Qué te ocurre?». «Nada, no es
nada». «Dime, ¿qué te ocurre?». «Nada, mujer, un calambre». Y el terror en
los ojos de Herminia. «Pónmela, Ignacio, ahora mismo. Tendré tiempo de
agradecértelo. Si yo pudiera, si tuviera suficiente valor, lo haría, pero siempre
he sido cobarde».

Así fue. Minúsculas gotas de sudor perlaban su frente. Sentía frío en las
sienes y hormigueo en la punta de los dedos. Herminia seguía insistiendo:
«Pónmela, Ignacio». Le tendía la jeringuilla y él dijo: «El algodón». Ella
sonrió. «No hace falta. ¿Qué importa ya?». «Así me parecerá más fácil —dijo
él—, más natural». Ella sonrió de nuevo: «Tienes razón. Ha de ser natural,
como si nada. ¿Te acuerdas?». Y charlaron un rato de tiempos pasados,
cuando ella esperaba a Javier y él le ponía inyecciones de calcio. Él no quería
pincharla. «No me gusta. Que venga una enfermera». Y ella: «Nadie lo hace
mejor que tú, quiero que seas tú». Así había empezado a dar las primeras
inyecciones de su vida. Luego fue casi un experto. Javier decía que nadie las
ponía como papá. «No pinchas. No siento nada». Y ella lo mismo, tenía
confianza en aquellas manos. Ignacio después de la inyección frotaba de
nuevo la piel con el algodón empapado de alcohol y depositaba un beso sobre
el pinchazo. La primera vez ella se sorprendió. Y él lo tomó a broma: «Esto es
lo que no hacen el médico ni la enfermera: dar el beso final que lo cura todo».
Charlaron de tiempos pasados cuando eran tan felices que tenían miedo. Y
Herminia continuaba con la jeringuilla en la mano, como si nada la inquietara,
porque estaba segura de su final. Ya no había nada que temer, el viejo sueño
se cumplía. Ella precedía a Ignacio, no se quedaba sola. Y luego Ignacio se
reuniría con ella como al final de uno de aquellos viajes que tanto temía.
«Anda —le dijo—, ahora». Y antes se besaron largamente y mezclaron sus
lágrimas. «Lo he de hacer —se dijo Ignacio—, porque no respondo de mí. Y
no quiero dejarla sola. No sé lo que harían con ella». «Lo ha de hacer —se
dijo ella—, porque un día se marchará para siempre y yo no podré vivir sin
él». «Perdóname», dijo él. Y ella le besó de nuevo y se echó sobre la cama,

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boca abajo. Él se inclinó sobre ella. Miró la piel, todavía tersa. La piel que
siempre le había emocionado. Nunca supo Herminia el esfuerzo que le
costaba pincharla. Antes de hincar la aguja respiraba hondo y tenía la
impresión de que su mano no iba a obedecerle. Frotó la piel con el algodón
empapado y clavó torpemente la aguja. Herminia tuvo un ligero sobresalto.
«Te he hecho daño». «No. En absoluto. No lo he notado». «¿Puedo?». «Sí».
Empezó a inyectarle el líquido. Despacio, como siempre hacía, para no
distender bruscamente los tejidos. «¡Dios mío! —rezaba—,
quizás esto sea un crimen a los ojos de los hombres, pero ¿ya los tuyos?».
Las lágrimas le chorreaban por las mejillas, le nublaban los ojos. Agotó el
líquido, retiró bruscamente la aguja, volvió a frotar la piel con el algodón,
posó los labios sobre el minúsculo pinchazo. «Perdóname», dijo. Ella se
incorporó. Le echó los brazos al cuello. «Ven». Se tumbaron en la cama.
«Cógeme bien fuerte». La estrechó entre sus brazos y se besaron. No parecía
demasiado rápido el efecto y por un momento Ignacio tuvo una especie de
alegría. A veces los habituados resistían sobredosis para otros letales. «¿Estás
bien?». «Me encuentro perfectamente». Le sonreía. De nuevo veía a la
Herminia de los veinte, de los treinta años. La Herminia alegre con quien
tanto había disfrutado y reído. «Sí, mi vida. Me encuentro bien. Me encuentro
dichosa. ¿Sabes? Todo ha pasado. Tú vendrás pronto. Te esperaremos. Mira,
tengo que arreglar…». Siempre que él partía de viaje, Herminia aprovechaba
para arreglar la casa. Cada objeto, mueble, cuadro, tapicería, parecían como
iluminados por el amor de Herminia hacia él. Allí nunca hubo nada ajado ni
marchito, todo era siempre nuevo, conservado, pulido, bruñido con amor:
«Arreglaré…». Herminia hablaba lentamente. Él tomó una de sus manos y la
besó, ahogando un sollozo. Ella dijo: «Mírame, Ignacio». Lo decía siempre
que hacían el amor. A Herminia le gustaba que en aquel momento Ignacio la
mirara. Y ella se perdía, navegaba en los ojos de Ignacio consumida por la
dicha. «Mírame, Ignacio». La miró. Tenía los ojos semientornados como si
gozara. «¡Mi vida!».
Las comisuras de los labios de Herminia se alzaron. Trabajosamente pudo
balbucear: «He sido feliz…». Luego el brazo con que rodeaba la nuca de
Ignacio se desplomó sobre las sábanas. Todavía miraba, aún parecía
conservar el conocimiento, pero no podía hablar. Ignacio cerró aquellos ojos.
Mantuvo la mano sobre ellos y sintió un tremendo vacío. La sensación de que
parte de su alma había muerto con Herminia. Se arrodilló a su lado y hundió
la cara entre las sábanas. Pidió a Dios que le perdonara y que tuviera piedad
de él. Estuvo así mucho tiempo, hasta que María llamó a la puerta con los

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nudillos y preguntó: «¿Ocurre algo, señor?». Y él miró a María y dijo
simplemente: «Mi mujer ha muerto. Que Dios tenga compasión de nosotros».

Ignacio Valero, durante la noche infinita que precedió a la ejecución,


pensó en su acto. Cuando lo hubo realizado creyó haber llegado a un punto
final. Se extrañó de verse a sí mismo, allí, en la habitación donde Herminia
había dejado de existir. Estuvo muchas horas contemplando su rostro, plácido
al fin, muy hermoso. Le alisó los cabellos, en donde casi no brillaba ninguna
cana. La muerte había rejuvenecido a su mujer, borrado las trazas de
sufrimiento. Se dijo al fin que algo debía hacerse: llamar al médico de
cabecera. No había calculado los trámites posteriores a la muerte, sólo los
preliminares. En aquellos últimos años habían cambiado de especialista
muchas veces. Todos se cansaban; Herminia era una enferma difícil. Todos
acababan por confesar su impotencia y entonces se recurría a otro. El último
no era un hombre demasiado comprensivo. Muchas veces había indicado la
conveniencia de internar a Herminia, siquiera por una temporada. Cuando
llegó a la casa se mostró distante, suspicaz. «Su mujer no padecía dolencia
alguna. Sus trastornos eran meramente imaginarios, psíquicos. ¿Qué ha
ocurrido?». Ignacio Valero se sintió desorientado. Era lógico, normal que un
médico fuera cauteloso y desconfiado. «Nada, doctor. Se encontró mal y se
echó sobre la cama. Murió antes de que yo hubiera podido hacer nada por
ella». El médico la examinó, la tocó y exclamó al fin: «Hace horas que su
mujer ha muerto: ¿cómo no me ha avisado antes?». «Doctor, me he quedado
anonadado. Compréndame». El médico no parecía satisfecho. «Habrá que
hacer la autopsia. Es posible que su mujer se haya suicidado. Esta clase de
enfermos tienen predisposición para el suicidio». Ignacio Valero se
sobresaltó: «¿Autopsia?». «Sí —contestó el médico—. No puedo certificar
una muerte natural cuando nada hacía previsible esta muerte. He de dar parte
al Juzgado».
Ignacio Valero dudó unos segundos nada más. Podía desentenderse, negar
evidencias, conformarse con la versión del especialista y admitir el posible
suicidio de Herminia. Pero en un relámpago de claridad intuyó que tenía en
sus manos la salvación: acudir prontamente al lado de Herminia. Dijo
mansamente: «No, doctor; me niego rotundamente a que le hagan la
autopsia». El médico le miró de arriba abajo. «No se trata de que usted acepte
o rehúse. Es mi deber. Voy a avisar a la ambulancia».

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Él debía callarse. Lo condenarían de todos modos, pero el confesar sería
una circunstancia a su favor. El cuerpo de Herminia sería examinado
centímetro por centímetro. El pinchazo, reciente, sólo podía habérselo
administrado él, no ella. Si ella se hubiera inyectado hubiera escogido un
lugar más cómodo, más asequible. «Bien, doctor. Haga lo que usted considere
oportuno».
Aquella misma noche fue detenido, acusado del asesinato de Herminia. El
dictamen fue categórico: Herminia había sido inyectada con una dosis
excesiva de morfina. Una dosis capaz de causar la muerte a cualquiera. Una
dosis voluntariamente mortal. El médico le amonestó fríamente: «Ya le dije
que debía internar a su mujer. Comprendo que usted ha soportado un infierno,
pero nadie tiene derecho sobre la vida humana. Su mujer tenía probabilidades
de curar. Usted lo ha impedido durante años y años. Razones tendría».
Y éstas salieron en cuanto se leyó el testamento, las últimas voluntades.
Ignacio era el heredero de su esposa. Una fortuna importante que no había
hecho más que aumentar con los años. Ignacio, a la muerte de la esposa, no
sólo quedaba libre de rehacer su vida, sino inmensamente rico. «¿Sabía usted
a cuánto ascendía la fortuna de su esposa?». «Sí, naturalmente. Yo la
administraba».
Un largo parlamento a través del cual Ignacio Valero se vio como si se
tratara de otro: un marido venal, harto de una histérica y decidido a poner fin
a una situación insostenible. Un crimen que hubiera podido ser perfecto, pero
que fallaba por un pinchazo, por el lugar del pinchazo. «Su mujer no pudo
inyectarse, usted lo hizo». Y él callaba. Callarse significaba agravar la
situación. Como el hecho de que Herminia tuviera fortuna agravaba la
situación, como agravaba la situación el haberse negado a internar a
Herminia, y que Herminia gozara de buena salud física. «¿Por qué no quiso
internarla?». «Lo ignoro. Me pareció que no debía dejarla internar».
Conciliábulos. Preguntas. Incluso el abogado defensor —no tuvo especial
empeño en nombrar a uno de primera categoría— preguntaba insidiosamente,
reprimiendo a veces una mueca entendida: «¿No tiene nada que alegar? ¿No
hay algún motivo que le impulsara a efectuar ese acto por piedad? Estoy aquí
para ayudarle». Silencio. Buscaron en su vida privada. Otra mujer,
seguramente otra mujer. Una mujer joven y bonita. Una mujer alegre y sana.
Cherchez la femme, y se echaron sobre el rastro de la hipotética amante como
verdaderos perros. Ignacio Valero callaba. Su silencio encorajinaba a todos:
abogado defensor inclusive. «Pero ¿no ve que si no tengo material de defensa
pueden condenarle a muerte? Tiene usted todas las agravantes». Y él se

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encogió de hombros con una sola frase: «Soy culpable. Ustedes mismos lo
han juzgado así. Cumplan con su deber».
Lo que más le dolía era el recuerdo de Herminia, el verlo manchado por
suposiciones torpes, nauseabundas. ¡Dios! ¡Qué charca de cieno se
complacían en remover! Tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no gritar:
«¿Por qué no la interné? Porque la amaba demasiado. Porque aún enferma la
necesitaba a mi lado. Ustedes no lo comprenden; así, ¿qué van a comprender?
Ustedes ven nada más que las apariencias, no calan en el fondo de las cosas, y
si creen calar buscan turbiedades que no existen y se ciegan con ellas. ¿Por
qué no deducir a la inversa que si maté a Herminia fue por exceso de amor?
Yo podía soportar todo de ella. La hubiera guardado a mi lado día y noche,
cien años todavía, pero no estaba seguro de vivir esos años, ni mucho menos,
y Herminia no podía quedarse sola. Cuando murió nuestro hijo fue como si
parte de ella muriera al mismo tiempo. ¿Qué hubiera hecho sin mí? Entonces
sí, la hubieran internado todos ustedes. Todos ustedes en nombre de la ciencia
y de la justicia se hubieran afanado para recluirla. El solo hecho de
imaginarme a Herminia en un sanatorio mental, en una pequeña habitación
con cama de hierro, cuidada por manos mercenarias, me aterraba. No pude
admitirlo. Y ella tampoco. Si supieran ustedes cuán dulce fue su muerte,
cuánto amor hubo en su última mirada… Pero ¿qué saben ustedes de esas
cosas? Yo tendré un Juez y a Él imploro misericordia. He matado y por
consiguiente merezco un castigo, pues conténtense con él, déjenme en paz.
Estoy conforme con la sentencia». La verdad era que tenía miedo, mucho
miedo de salir —según su criterio— bien parado. «Menos mal que mi mujer
estaba físicamente sana, era rica, no pudo haberse inyectado ella misma.
Menos mal que todas las circunstancias son otros tantos cargos contra mí. Me
hubiera vuelto loco si después de lo que hice hubiera salido con unos años de
cárcel. No quiero vivir, señores. No quiero vivir y tampoco soy lo
suficientemente valeroso para darme la muerte. Que lo haga el verdugo,
¡bendito hombre! Que la mano de la justicia caiga sobre mí y me conduzca
amorosamente al lado de Herminia. Tengo ganas de que ocurra lo más
rápidamente posible. ¿No pueden acelerarse los trámites? No, no quiero
presentar recurso. ¡Faltaría más! Soy un asesino, he matado; por favor,
cumplan con la ley».
El abogado defensor se creyó obligado a decir unas frases formularias.
«Valor amigo; quizá podamos cambiar la pena por la de cadena perpetua y
luego los indultos: buena conducta, cambio de gobierno, bodas
principescas…». Él le miró. Dijo dominando el temblor de aquella voz que se

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había vuelto vieja antes de tiempo: «No se moleste. No vale la pena. Si no le
importa, me gustaría estar solo».

El sacerdote de la cárcel intentó sondearle. «¿Quiere confesarse?». «Sí,


padre. Confieso que he matado a mi mujer. También he mentido mucho estos
últimos años». «¿Mentido?». «Sí, padre, mentido». «¿Por qué mentía usted?».
«Padre, yo me limito a confesar mis culpas, le ruego se limite a escucharlas y
a absolverme si quiere». «Siempre absolvemos a los que van a morir».
«Gracias, padre. Me consuela mucho».
«Es la hora», pensó cuando las llaves del carcelero tintinearon contra su
puerta. Y cuando la abrió se figuró estar en un andén cualquiera de cualquiera
de las estaciones o aeropuertos que de nuevo le conducían al hogar. Se
extrañó de avanzar sin el maletín de mano. Se extrañó de ir tan ligero de
equipaje. ¿Y los regalos para Herminia? Porque lo único hermoso de aquellas
separaciones era lo que compraba para Herminia. Era un experto en prendas
femeninas. A pesar de su aspecto severo, a pesar de que nada tenía del vulgar
enamorador de mujeres, Ignacio Valero entendía de todas aquellas prendas
interiores y vestidos, o conjuntos, que hacían felices a las mujeres. Y nunca se
equivocaba en las tallas ni cometía el error de regalar algo que no fuera
exactamente lo que Herminia esperaba. Conocía los gustos de Herminia,
colores, preferencias. O quizás era al revés: quizás a Herminia le parecía todo
bien, por el solo hecho de que él se lo regalaba. Mientras recorría el pasillo
que iba a conducirle al patio se encontró hablando con Herminia. «Esta vez,
cariño, no pude encontrar nada para ti; estuve en un país muy pobre». A
veces, en esos viajes, se llegaba al borde del mar, recogía alguna piedra en las
playas, pensando en ella. Ni siquiera podía ofrecerle una piedra que
testimoniara su perenne recuerdo. «Lo siento, Herminia. Puedo asegurarte que
precisamente por no haber podido dedicar unas horas a la búsqueda de lo que
te habría gustado, he pensado en ti, en nosotros, más que nunca. Si el tiempo
que te he dedicado en mi memoria pudiera regalarse, sería tan largo como
nuestra propia vida. He repasado día tras día, minuto tras minuto, segundo
tras segundo los años que he vivido a tu lado. E incluso los otros, los
anteriores. Porque tú me los contaste y de ese modo también fueron míos.
Parece mentira que los recuerdos de toda una vida ocupen tan poco lugar,
sean tan poco importantes a los ojos de los encargados de la vigilancia que los
dejan pasar, sin registrar siquiera. Falta poco, cariño, para estar a tu lado».

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El frescor de la madrugada le fue agradable. Ya era libre. Pensó que el día
sería hermoso; un día de abril soleado, resplandeciente. Los árboles
estrenaban hojas nuevas y los frutales estaban en flor. Se le acercó el
sacerdote y le tendió el crucifijo, que Ignacio Valero besó con alegría.
«Gracias», murmuró por dentro. Luego, con paso seguro, avanzó hacia el
patíbulo. Casi le extrañó encontrarse solo en aquel último viaje. No formar
parte de los que iban a coger tal tren o avión. Al llegar a destino el hombre
encapuchado pidió, con voz de anciano, que le perdonara. Escuchó la tos de
aquel hombre y estuvo a punto de preguntarle si estaba acatarrado. Pero sólo
contestó a la pregunta del hombre afirmativa, gozosamente: «Sí, te perdono».
Y le estrechó la mano, manteniéndola unos segundos entre la suya, porque
aquella mano era la que iba a liberarle definitivamente. Luego se sentó. El
aire olía a hierba mojada, a tierra fresca. Hacía tiempo y tiempo que el aire no
olía tan bien como aquel día. Dejó que el verdugo le ajustara la argolla. Alzó
un poco el cuello, instintivamente, para que el hombre trabajara más a gusto.
¿Por qué le miraban de aquel modo, casi compasivamente? Pero no le
importaban los otros. Lo importante era Herminia, estar con Herminia, volver
a Herminia.

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LA MUERTE

Bajo una gran luna colgada


que dura lo que la vida,
el instante del darse cuenta
entre dos infinitas oscuridades.

VICENTE ALEIXANDRE
(Entre dos oscuridades un relámpago).

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Se despertó y no tuvo que mirar el reloj: sabía que eran las cuatro de la
madrugada. Aquella hora la conocía bien. A esa hora se levantaba cuando
debía ejecutar. A esa hora, desde hacía años y años, siempre se despertaba
como si algo o alguien le tocara el hombro y dijera: «Levántate, tienes que
hacer morir a un hombre». Aunque se acostara a las diez de la noche o lo
hiciera a las tres de la madrugada, a las cuatro se despertaba. Y a veces no
podía conciliar el sueño hasta las siete o las ocho, cuando la luz del día
entraba por las rendijas de la persiana. Casi siempre se levantaba, daba
vueltas por la cocina, comía algo, bebía y fumaba dos o tres cigarrillos
encendiendo uno con la colilla del otro. Su mujer le regañaba: «¿Qué haces
rondando por la casa como un fantasma?». Tenía razón su mujer. ¿Qué hacía?
Pues eso, rondar. Porque si se quedaba en la cama pensaba en los hombres y
mujeres que él había matado y se le adentraban sus miradas dentro del alma,
afiladas como otros tantos cuchillos. Eso debía callarse como otras cosas.
«Nada, mujer. No sé a santo de qué me despierto siempre a las cuatro». «Se te
habrá terminado el sueño». A las cuatro era la hora de ponerse en marcha y
tanto si ejecutaba como si no lo hacía, el reloj que llevaba dentro se disparaba
y lo ponía en vilo. Se levantaba para disipar terrores y hacer lo que hacían los
hombres normales: comer, beber, fumar. Pensar era malo para un verdugo;
siempre se pensaba en lo mismo. Y volvían a la imaginación viejos rostros
que el tiempo no desteñía, rostros de hombres y mujeres que desaparecieron
de madrugada después de un crujido de huesos. A veces deseaba quedarse en
cama porque hacía frío y le daba pereza levantarse. Cerraba los ojos para no
ver en la oscuridad lo que llevaba dentro, pero ni aun así conseguía evadirse
de las miradas de aquellos a quienes él había dado muerte. «Son las cuatro»,
pensó. Lo notaba en una especie de frío por todo el cuerpo. Las otras horas, y
más en los últimos tiempos, le desorientaban. Las cuatro, no. Era un tiempo
aparte que reconocía en una determinada soledad, como si él fuera el único en
la tierra en estar despierto. La luz seguía encendida, lo notaba a través de los
párpados cerrados, y durante unos segundos luchó por reencontrar el sueño.
Las campanadas del reloj de la iglesia cercana le afirmaron en su certidumbre.
Las contó. «Cuatro». Así siempre, desde hacía años y años. A veces quiso

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creer que eran imaginaciones suyas y adelantaba el despertador. Cuando se
despertaba y veía que el reloj marcaba las cuatro y diez o las cuatro y cuarto
se ponía contento, pero a los pocos segundos oía las campanadas del de la
iglesia y las contaba. Las cuatro. Se rebullía en la cama. Incluso antes de
morir la mujer, dormía solo por la tos.
«No se puede dormir a tu lado —afirmaba—; toses como un condenado».
Las palabras que se decían a un hombre cualquiera no podía escucharlas sin
un sobresalto. «Como un condenado». Algunos condenados tosían al
amanecer. Era la peor hora de la tos. Como un condenado. «Y además
roncas». Su mujer decía que los ronquidos eran lo de menos, pero que la tos
era insoportable. «No sé cómo te las arreglas para toser y dormir al mismo
tiempo». Él tampoco lo sabía. Cuando dormía no se daba cuenta de nada, pero
quizá las cuatro, además de ser una hora especial, era algo así como el
despertar de la tos. Se sentía repleto de hormigas y debía incorporarse antes
de que le viniera el acceso; de otro modo creía ahogarse.
Un tremendo cansancio le invadía las piernas y los brazos, sobre todo el
izquierdo, que volvía a dolerle. Abrió los ojos, consiguió alzarse un poco,
pues de nuevo había resbalado hacia los pies de la cama. La bombilla
iluminaba el dormitorio parcialmente, dejando las esquinas a oscuras. Empezó
a toser. Le venía de muy hondo su tos. Primero se hinchaba, se hinchaba con
un ruido parecido al de una cazuela con agua hirviendo. Era el peor momento.
A veces creía que jamás lograría expeler el aire que se le iba acumulando
dentro de los pulmones y que moriría así, reventado por dentro como un
globo demasiado inflado. Cuando su mujer vivía, le ayudaba dándole
manotazos en la espalda para que la tos saliera de golpe, liberada del encierro.
También María le ayudaba. Pero al quedarse solo tenía que ayudarse él
mismo y convencerse de que ocurriría lo de siempre: después de irnos
segundos de agonía, de ahogo, el aire salía de golpe y los pulmones se
descongestionaban. Luego venía el secarse los ojos, sonarse, porque todo
cuanto se había acumulado dentro de él salía escandalosamente. Incluso los
vecinos le habían dicho alguna que otra vez: «Usted, como los gallos. En
cuanto amanece, canta».
Expectoró. Se secó la boca, los ojos. Se sonó. Un sudor pegajoso le
mojaba la frente, le resbalaba, en finas gotas, de las axilas. Respiró
profundamente y los vio.
Estaban alrededor de su cama, los cinco. El verdugo se secó de nuevo los
ojos. A veces le lloraban por debilidad y más cuando tenía sueño. Mary

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Lambert le sonrió tímidamente y las comisuras de sus labios se alzaron hacia
arriba sin amargura. Luego se sentó a los pies de la cama.
El verdugo respiró hondo y volvió a toser. Ignacio Valero le golpeó la
espalda y Martín Miguel dijo quedamente: «Yo también tosía. Molestaba a
mis compañeros en el asilo. Me decían: “No tosas, Miguel”. También en la
tasca de mi hermano. Tenía frío». «Siéntate a mi lado», dijo Mary Lambert, y
Martín Miguel se sentó y sonrió a Mary. El verdugo los contempló
detenidamente. No se parecían. Mary Lambert tenía los ojos oscuros, como
animados por una pasión interior; Martín Miguel los tenía claros. Pero el
cuello era el mismo, delgado, delicado, y las manos también se parecían.
«¿Sois amigos?», preguntó el verdugo por preguntar algo. Los dos afirmaron
con la cabeza, pero no se les oyó la voz. El verdugo pensó que no debía
preguntar. ¡Tantas cosas, señor, como desearía saber! «¿Qué se siente? Y allí,
¿cómo es? ¿Hay justicia?». Elena Ortiz se colocó cerca de él y como si
hubiese escuchado sus pensamientos, afirmó: «Sí, la hay. Por fortuna, hay
justicia. Allí las cuentas son de otro modo. Allí las apariencias no valen. Cada
cual es juzgado según lo que no se ve, lo de dentro, ¿comprendes?». El
verdugo miró a Elena. «¡Qué hermosa es!», pensó de nuevo. La vio como
resplandeciente y no pudo aguantarse. «¡Qué hermosa es usted, señora!». Y
Elena Ortiz le tomó la mano izquierda, la que le temblaba, y se la acarició.
«¿Y ahora…?», se atrevió a preguntar el verdugo. Los cinco afirmaron con la
cabeza y solamente don Gonzalo añadió: «Justicia, sí, y sabiduría. Los
hombres creemos saber, pero no alcanzamos a comprender. El más inteligente
de los hombres es limitado. Aprendemos cantidades de cosas perfectamente
inútiles y cuando llega el momento nos damos cuenta de que no hemos hecho
más que encontrar lo que ya estaba descubierto. Allí —repitió— hay
sabiduría». Y los ojos amarillentos miraron al verdugo con humildad,
desposeídos de aquella luz que oscurecía anteriormente el cerebro del
profesor.
Mary Lambert, Martín Miguel, don Gonzalo, Elena Ortiz, Ignacio
Valero… ¿Eran reales o sólo una apariencia? El verdugo no podía asegurarlo.
El despertador marcaba las cuatro y cuarto de un amanecer distinto. La
soledad que desde niño había sido su fiel compañera cedía paso a una extraña
compañía. Preguntó de pronto, tuteándolos, como si de veras se encontrara al
fin con los amigos que jamás tuvo: «¿Por qué habéis venido?».
«Vivíamos en tu recuerdo —contestó Ignacio Valero—. Tú nos
ayudaste». Recordaba el caluroso apretón de manos. Era como si se
despidiera de alguien en el andén de una estación: adiós, hasta pronto. «Allí

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—preguntó— ¿qué se nos pide?». Ignacio Valero parecía de pronto cohibido,
como si le diera apuro tomar la palabra. «Mary puede contestar», dijo al fin.
Pero Mary movió la cabeza. «Yo era demasiado pequeña. No lo supe bien del
todo». «Cierto —afirmó Elena Ortiz—, Mary no tenía edad suficiente para
saber». El verdugo iba mirando a uno y otro. Al fin don Gonzalo intervino:
«De todos los presentes eres tú, Ignacio, quien mejor puede aclarar esta
duda». «¡Me parece tan sencillo!», repuso Ignacio. «¿Qué se nos pide?»,
acució el verdugo. Sentía de nuevo el calambre, la bola de plomo invadirle
poco a poco el pecho y quería saber. «Amor —dijo Ignacio Valero—. Sólo
eso».
La bola de plomo tomaba espacio y más espacio en su pecho, presionaba
el brazo y hacía temblar los dedos de la mano izquierda. Un sudor frío le
humedeció la frente y Elena Ortiz lo enjugó con su pañuelo. Un vaho de
jazmines invadió el dormitorio.

La palabra había quedado en el dormitorio, flotando, casi densa. El


verdugo cerró los ojos unos instantes mientras el dolor iba creciendo,
aumentado de volumen como una gran bola. Luego cedería, así hasta el
último. Amor. ¿Qué sabía él de eso? Poca cosa. Le parecía una tontada. Quiso
a su mujer y a sus hijos; lo corriente. Su profesión no era la más indicada para
sentir amor. Mary Lambert se dio cuenta de que sufría y dijo: «No te
atormentes». La bola empezó a decrecer, a volverse liviana, y la respiración
recuperó de nuevo el ritmo. Ignacio Valero dijo: «Eso nos salva», y el
verdugo dirigió hacia él unos ojos suplicantes que hicieron exclamar a Martín
Miguel: «No temas, allí todo es distinto. Las cosas tienen otra medida, otras
valoraciones». «Pero yo…», protestó el verdugo. Y Elena Ortiz repuso:
«Incluso los equivocados. Allí cuenta la intención». Entonces el verdugo
recordó el proceso de Elena y se atrevió a preguntar: «¿Qué ha sido de
Augusto Guerra?», y Elena frunció levemente el entrecejo y preguntó a su
vez: «¿Quién era Augusto? No recuerdo». El verdugo calló porque la voz de
Elena Ortiz era cálida y le recordaba el sol de las mañanas de abril, cuando se
sentaba en un banco del parque para repasar sus recuerdos o releer los
procesos. Contempló fijamente a Elena y vio que no mentía. Se dijo: «Allí,
pues, no hay recuerdos, no hay fantasmas». Suspiró, cerró los ojos un instante
y oyó que don Gonzalo decía: «Parece muy cansado, muy preocupado; le
tendríamos que decir…». «¡Chsst! —dijo Mary Lambert—; está durmiendo».
E Ignacio Valero continuó en voz muy baja el pensamiento de don Gonzalo:

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«Él no tiene por qué preocuparse». El verdugo abrió los ojos y los fijó en la
colcha. Hacía años que quería comprarse una nueva que no fuera roja, pero
los días pasaban y la colcha roja seguía sobre la cama, inalterable. «Pude
escoger otro oficio —dijo al fin—’. Nadie me mandaba ser verdugo. Si
volviera a nacer…». «No escogemos a nuestros padres —murmuró Martín
Miguel—. No somos juzgados por lo que otros han hecho de nosotros». El
verdugo meditó unos momentos. «Yo pude ser otra cosa, cualquier otra cosa».
Elena Ortiz asintió con la cabeza: «A veces estamos ciegos. O queremos
cegarnos», arguyó don Gonzalo. El verdugo buscó la mirada de Ignacio
Valero. «Tú, ¿por qué mataste? —preguntó—. Nunca llegué a
comprenderlo». Ignacio Valero tardó irnos instantes en contestar: «Tuve
miedo».
Una vorágine le volvió al pasado. Cada vez que tenía que ajusticiar a un
reo tenía un miedo atroz. Miedo de que alguien le contestara: «No, no te
perdono. Tú eres tan canalla como todos los demás». Ninguno lo hizo y poco
a poco tuvo la certidumbre de que él no era un hombre, era un instrumento.
Nadie podía odiar a una argolla, un tornillo o un verdugo. El perdón de los
condenados a muerte le iba deshumanizando. A veces dudó de la propia
existencia. Cuando le venía esa duda —«¿Quién soy? ¿Por qué hago esto y no
lo otro? ¿Por qué me muevo, por qué como, ando, respiro, me acuesto con mi
mujer?»— se sentía al filo de la locura. «Los locos —pensaba— deben de
sentir el vértigo de la no existencia y por lo mismo actúan irrazonablemente».
Él tenía miedo al asomarse a las pupilas del que iba a morir. Era como verse a
sí mismo prendido en el terror de los ajusticiados que escudriñaban los ojos
del verdugo a través de los agujeros de la cogulla. Una siniestra imagen.
Quizá sin la cogulla no hubiera sido lo mismo. Él era un hombre como los
demás, con el rostro surcado de arrugas que marcaban el paso de los años. Un
hombre corpulento porque su oficio no era cansado. Cuando salía de su barrio
nadie se volvía para mirarle, pertenecía al montón y hacía cuanto le era
posible por pasar inadvertido. Él había estudiado, catalogado las últimas
miradas. Y los ojos se le quedaron clavados, dentro de los suyos, y los veía
por las noches en los rincones oscuros del dormitorio o por el pasillo. Durante
mucho tiempo los ojos de Mary Lambert, los ojos oscuros, profundos y
pasionales de la pequeña Mary Lambert le persiguieron. Veía lágrimas dentro
de ellos y le parecía escuchar un llanto silencioso. También los desvaídos de
Martín Miguel, que no quería morir, que a pesar de todo amaba la vida…
«Me hubiera gustado coger un barco —dijo quedamente Martín Miguel—.
Los puertos son hermosos. Y las gaviotas. Tomar un barco fue el sueño de mi

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vida». Y Mary Lambert le sonrió de nuevo, dulcemente, y le dijo al verdugo:
«Ahora puede ir donde quiera. Es libre».

El verdugo, por unos momentos, se inhibió de ellos. Estaban en su


dormitorio, como buenos familiares, alrededor de su lecho. Hablaban entre
ellos de cosas que él desconocía, pero allí estaban, esperando. Martín Miguel
contaba los sueños de su vida. Por lo visto no los había olvidado. «No
olvidamos lo hermoso —dijo Ignacio Valero—. Lo hermoso queda, dura
siempre». El verdugo asintió con la cabeza, pero lamentó con toda su alma no
tener nada hermoso que recordar. ¿Qué había sido lo más hermoso de él? Su
mujer y sus hijos. Pero aún eso estuvo mediatizado por su oficio. «¿Qué hace
su marido, señora Benita?». Y Benita perdía el habla y no contestaba como
otras mujeres. «Pues el mío es tornero mecánico, o herrero, o carpintero, o
albañil», no. Benita rumoreaba algo poco claro y terminaba diciendo: «Mi
marido es empleado del Estado». De todos modos no quedaba claro, bien se
veía por la vacilación inicial. Y con los hijos ocurría lo mismo. «¿Qué es tu
padre, qué hace?». Y los chicos tardaban unos segundos y por último
contestaban: «Empleado». Incluso los recuerdos que hubieran podido ser
hermosos como los barcos y las gaviotas de Martín Miguel, se tornaban grises
por la sencilla razón de que él ajusticiaba a los condenados a muerte. Y
cualquier cosa le mortificaba. Palabras inocentes para él tenían infinitos
significados. «Te voy a retorcer el pescuezo», decía Benita a cualquiera de los
chicos cuando éstos hacían una bellaquería, y él se sobresaltaba. «Calla,
mujer». «¡Ay, qué delicado! Me gustaría verte a ti bregar todo el santo día
con estos condenados».
Él tuvo un deseo incumplido. Uno solo: que el mecanismo fallara. Que al
ir a voltear se descompusiera y el reo fuera absuelto. Pero jamás sucedió. En
sueños sí, muchas veces. Incluso era un sueño que se hacía venir. Le era
agradable. Y luego el condenado a muerte se arrepentía y por el resto de la
vida era un hombre de bien, virtuoso inclusive. Su ejemplo convertía a otros y
así sucesivamente, y llegaba un día en que el crimen quedaba borrado del
mundo y se demolían las cárceles, se suprimían los jueces y fiscales, se
quemaban los patíbulos y, por supuesto, se jubilaba al verdugo. El abogado
defensor era el único que sobrevivía al viejo estado de cosas. Hacía de
mediador en pequeñas diferencias, asesoraba jurídicamente y de vez en
cuando soltaba hermosas parrafadas sobre los beneficios del nuevo Código.

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En ese allí de que hablaban sus huéspedes, el sueño se convertiría en
realidad y los que le rodearan no guardarían en la memoria su oficio de
verdugo. Allí sería uno de tantos, igual que al pasearse por las calles de la
ciudad o sentarse bajo los tilos del parque en las mañanas de sol. Y podría dar
cien vueltas a una imaginaria palanca que el mecanismo fallaría siempre y el
reo le abrazaría invocando la justicia de Dios. Le pareció tan hermoso como
increíble, y la voz de don Gonzalo vino en su ayuda. «Eso y más. Allí no hay
guerras y Rafa Reus ha visto alzarse miles de rascacielos».
Nunca comprendió a don Gonzalo. Los otros hablaban un lenguaje
conocido, pero don Gonzalo resultaba enigmático aun en su nueva forma.
«¿Quién era Rafa Reus?». El nombre no sonó ni una sola vez durante el
proceso. «Era mi mejor amigo —contestó don Gonzalo—. Murió en la
guerra». «¿Por culpa tuya?», preguntó el verdugo. Pero don Gonzalo no lo
recordaba. «Murió —dijo— con una estrella roja en el pecho. Ahora es de
oro. Los adolescentes llevan estrellas de oro en el pecho o en la frente; así se
distinguen de los otros». El verdugo contempló a Mary Lambert y a Martín
Miguel y vio que efectivamente sus frentes resplandecían. Se alegró. Daba
mucha pena ver morir a un joven. En algo tenían que distinguirse. «Está bien,
está muy bien —asintió consolado. Y luego—: ¿Para qué sirven allí los
rascacielos?». «Son ideas», repuso don Gonzalo.

El reloj de la iglesia dio la media. «Las cuatro y media —dijo el verdugo


en voz alta—. A esta hora yo me preparaba». «Lo bueno de las separaciones
—comentó Ignacio Valero— son los reencuentros. Uno espera en un andén
cualquiera y ve las manecillas del reloj adelantar de golpe, minuto a minuto, a
sacudidas. El tiempo se detiene un minuto y luego lo recupera de una sola
vez. Los relojes de todas las estaciones del mundo tienen un tiempo distinto al
tiempo de los otros relojes. Nos aproximan a los que nos esperan». «¿Y el
otro tiempo?», preguntó el verdugo. Los cinco se interrogaron con la mirada.
Elena Ortiz echó hacia atrás sus hermosos cabellos y repuso en nombre de los
demás: «No hay tiempo. Los que hemos encontrado de nuevo, los que nos
aguardaban o han venido a nosotros, nosotros mismos, podemos hacer eterno
el minuto de felicidad. Es un tiempo sin medida». «No comprendo», dijo el
verdugo, y sintió que una lágrima se le deslizaba por la sien, fría,
independiente de su voluntad. Él hubiera querido detener el tiempo antes de la
ejecución. Pero aquellos minutos, los últimos que empezaba a contar desde
que veía aparecer al condenado a muerte hasta que oía el crujir de los huesos,

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le parecían distintos, infinitamente más cortos que los demás. Seguían el
ritmo de su corazón, que latía aprisa, con una angustia indecible. Luego, en
cambio, durante el resto del día, el tiempo se arrastraba perezoso y lo gozaba
diciéndose que recién cumplida su misión era precisamente cuando más lejos
estaba de la próxima condena. A medida que el tiempo pasaba iba ganando
velocidad y al final se precipitaba como queriendo acabar lo antes posible.
«¿Sufristeis mucho? —preguntó—. ¿El dolor muere al mismo tiempo o se
queda en el cuerpo hasta que viene el frío?». Mary Lambert pareció
concentrarse como una estudiante aplicada. «Lo recuerdo muy bien —dijo al
fin—. El collar, y luego volví al lado de Sara. —Se interrumpió unos
momentos como si buscara las palabras o tratara de hacerlas comprensibles—.
Igual puedo equivocarme porque allí no hay tiempo. Volví al lado de Sara y
la encontré con Antonio». «¿Quién era Antonio?», preguntó el verdugo. Y
Mary le amonestó: «Su marido. Antonio y Sara eran felices. Me senté como
tenía por costumbre y me besaron. Sara dijo: “Ésta es Mary Lambert,
Antonio. Te he hablado mucho de ella”. Y entonces Antonio me dio las
gracias. Luego me adormecí». El verdugo movió la cabeza. No era Mary
Lambert quien debía contestar a la pregunta. Mary estaba en otras cosas. En el
caso de Mary había ejecutado a un cadáver. Lo sintió en sus manos. Las
vértebras no opusieron resistencia; casi no tuvo que apretar. Pero ¿y Elena
Ortiz, que se mantuvo erguida, hierática, como si todo aquello no fuera más
que una farsa y ella la protagonista? «La muerte no hace sufrir —dijo Elena
—. La vida, sí, duele». Eso era precisamente lo que él deseaba aclarar. ¿La
vida, la que él quitaba, dolía? ¿Cuándo terminaba de doler la vida?

Los labios no le obedecían y miraba ávidamente a irnos y a otros,


escondidos a veces en la oscuridad de la habitación y otras iluminados por el
amarillento halo de la bombilla. Cercanos a veces hasta sentir el contacto de
sus manos, el calor de sus cuerpos, y otras alejados de nuevo, confundidos
con aquellas manchas de humedad que no eran más que una apariencia. Sus
manos estrujaron la colcha, se prendieron a la colcha, pretendieron subirla
porque quizá lo que veía no era más que una ilusión y si lograba meter la
cabeza bajo las sábanas volvería a dormir. La hora desvelada iba
consumiéndose. Hacia las cinco reemprendería el sueño y quizá durmiera
hasta las ocho y media. Entonces faltaría muy poco para escuchar el ruido de
la llave en la cerradura y María le preguntaría cómo había pasado la noche y
le daría el café con leche, bien caliente, y durante unas horas, mientras

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escuchara a María trastear por la casa no pensaría más que en lo inmediato.
Incluso, quizá, podría sentarse un momento en el sillón al tiempo que María le
preparaba de nuevo la cama y ahuecaba las almohadas. «¡Qué sudaderas.
Dios santo! Voy a cambiarle las fundas». Mientras tanto el puchero iría
cociendo y la casa se llenaría con el olor del caldo; «le he echado un poco de
apio porque eso anima». María tenía fe ciega en cosas extrañas. Pero la
intención era buena. La voluntad de María era que él mejorara o bien durara
hasta el límite de sus fuerzas. Por ella no quedaría. «Yo siempre le echo un
poco de apio, porque anima». Y él se preguntaba qué virtud achacaba María
al apio, y qué clase de ánimo podía él recibir ya de nada. La charla
intrascendente de María era la mejor distracción, la única del día. Si no
hablaba con ella no hablaba con nadie, de modo que aprovechaba todas las
palabras de la mujer y le parecían impregnadas de un sentido que hasta
aquellos momentos no pudo comprender. Debía recordar lo de aquella noche
y hacerle a María preguntas que jamás le había hecho porque María, a pesar
de su ignorancia, era una realidad. «María, ¿ha sido usted feliz? ¿Ha tenido
algún sueño en la vida?». «¡Qué cosas tiene! Feliz, pues como todos. Mientras
a una no le falte la salud ni el trabajo, ¿qué más puede pedir?». De antemano
sabía las respuestas de María, que era sabia a su modo porque jamás pidió
gollerías. Eso era lo principal. Si él se hubiera conformado con ser el ejecutor
de la justicia, nada le habría mortificado ni dolido. Lo malo, lo peor de este
mundo era ser precisamente lo que uno odiaba ser. No se había dado cuenta
hasta muy tarde, hasta que ya no le fue posible dejarlo todo y volver a
empezar. Porque las cosas no sucedían de golpe, sino paso a paso, con la
suficiente cautela para que cuando uno se diera cuenta estuviera metido en
ellas hasta el cuello. Hacía muchos, muchísimos años, dijo una vez a Benita:
«Quiero salirme de esto. Quiero tener un oficio distinto, ser como los demás».
Y Benita le había mirado como si le estuviera proponiendo algo deshonesto o
insensato. «Pero ¿qué vas a hacer, desgraciado? Tu padre fue verdugo y tú
eres igual que tu padre». «Ésa no es razón. No tenemos por qué seguir el
oficio de los padres. Todos somos distintos». «¿Y qué te gustaría ser?». Le
costó irnos momentos contestar, porque le había costado muchos años
comprender que el oficio le repugnaba. Pero cuando poco a poco vio el error
en que se había hundido y lo fácil que habría sido retirarse a tiempo, pensó
que había un oficio que le gustaba, que le iría bien, que le ocuparía muchas
horas al día y sería siempre distinto. «Me gustaría ser jardinero, Benita.
Dejaríamos esta casa, nos pondríamos de colonos en una finca y yo podría
cuidar los arriates, el césped y las flores». Benita le miró como si desatinara.

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«¿Tú, jardinero?». Se lo dijo como si en lugar de jardinero hubiera dicho que
deseaba ser obispo. «Sí, jardinero, ¿por qué no? Es lo que más me gusta».
«Pues ya es tarde —dijo Benita—. Haberlo pensado antes. Y además, no te
veo trabajando todo el día. Tú estás muy bien acostumbrado. Trabajas media
docena de días al año y pocas horas, y el resto a holgar». «No me gusta», dijo
él, y ella: «Pero vivimos bien y hay que pensar en los hijos. El día de mañana,
cuando seamos viejos, tendremos un buen retiro. ¡A saber si de jardinero te
echarían en cuanto no pudieras doblar el espinazo! Hay que pensar en todo».
La misma Benita, su mujer, le estancaba en lo que no deseaba. No sabía
por qué le venía a la memoria la vieja conversación. Ya casi se había olvidado
de ella. Quizá su afición no fue lo bastante sincera o fuerte. Quizá no fue sino
una excusa. Cuando viniera María le preguntaría qué le hubiera gustado ser,
qué sueño incumplido albergaba, y a lo mejor María le miraría con los
mismos ojos redondos de Benita, extrañada por la intempestiva pregunta, la
inesperada pregunta. «¡Ay, ésta sí que es buena! Mire, a mí me hubiera
gustado ser una señorona. Tener como único trabajo hacer la señal de la cruz
al despertarme y luego pegarme la gran vida. El trabajo, para los tontos».
Luego, desconcertada y sin preámbulos: «¿Se encuentra mejor esta mañana?
¿No? Como está tan dicharachero…».
Había conseguido taparse los ojos, pero de nuevo se sentía consciente.
¿Era sueño o realidad la presencia de los otros? Quizá si cerraba los ojos, si
continuaba bien tapado, conseguiría adormilarse. Si apagara la bombilla todo
quedaría en la oscuridad y aunque estuvieran allí, en el dormitorio, con él, no
los vería. Pero hacía tiempo y tiempo que dormía con la luz encendida e
incluso María le tenía prohibido apagarla. «Así al menos ve lo que hace, que
de otro modo se desorienta y cualquier día, creyendo que es la puerta, se cae
balcón abajo».
Hasta aquel momento no se había dado cuenta de que María era una
tremenda realidad. No callaba sus pensamientos, ni siquiera los disfrazaba.
«No se levante por las noches, se romperá la crisma. Procure aguantarse la
tos, hombre; el mejor día se le revienta el corazón». Y cuando le daba el café
con leche: «Séquese los morros, parece un crío». Mientras duraba la presencia
de María en casa, los fantasmas desaparecían a escobazos. Seguramente
María no había tenido ni un solo sueño en la vida, de otro modo hablaría con
menos crudeza. O bien los había tenido y alguien, o algo, se los había matado.
El verdugo, hasta aquel momento, no pensó jamás en esa clase de crimen, en
esos criminales. Sin embargo, eran ellos los que hacían doler la vida, no los
otros.

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«El dolor de la vida termina con la muerte», oyó que le decía Elena Ortiz.
Abrió de nuevo los ojos y se dio cuenta de que seguían allí, rodeándole. Don
Gonzalo se había instalado en el sillón y mecía suavemente la pierna que tenía
cruzada sobre la otra. El pie marcaba un compás no demasiado rápido y
comprobó que coincidía con los latidos de su corazón. Aquello, sin saber por
qué, le tranquilizó. «Fue un magnífico viaje —comentó Ignacio Valero—.
Tenía muchas cosas que decir a Herminia. Horas y horas durante las cuales
reconstruí nuestras dos vidas. Años que cobraban valor a medida que el
tiempo se achicaba. Fue un buen viaje», repitió, y el verdugo preguntó
tímidamente: «¿A qué viaje te refieres?», e Ignacio le cogió la mano, del
mismo modo que se la había cogido hacía tiempo y tiempo, y se la estrechó
mientras afirmaba: «El último».
Mary Lambert seguía sentada en la cama. Se había acercado un poco y le
miraba con sus ojos oscuros, apasionados, de chiquilla triste.
Se quedó prendido en aquellos ojos, y aunque le parecía que Mary
Lambert era la menos experimentada, le preguntó: «¿Hay algo peor que matar
a un hombre, Mary?». Mary Lambert reflexionó unos momentos. Apoyó su
frente en el hombro de Martín Miguel y dijo al fin: «Sí, y tú lo sabes. Hace un
momento lo estabas pensando». «Así —murmuró el verdugo—, hay otra clase
de criminales y a ellos no se les ejecuta, corren por el mundo, viven a sus
anchas, quizás incluso son respetados por la sociedad». «La eterna lucha entre
el Bien y el Mal», interrumpió don Gonzalo suspendiendo momentáneamente
la oscilación de su pie.
Otra vez la tos. El aire arremolinado en sus pulmones pugnando por salir
y presionando el pecho. Ignacio Valero y Elena Ortiz se apresuraron a
auparle, mientras don Gonzalo se levantaba rápidamente del sillón y le
administraba unos palmetazos en la espalda. La tos salió de golpe. Suspiró
profundamente aliviado y dio las gracias con los ojos. Don Gonzalo volvió a
su sillón y el verdugo trató de recordar cuántos reos había ajusticiado a lo
largo de su actividad.
Muchísimos. Y entre todos sólo cinco le rodeaban en aquellos momentos.
¿Quería decir eso que los otros…? «Basta un relámpago de luz —oyó que
decía Ignacio Valero—. Un pensamiento. En ese corto instante se produce lo
que a veces no se ha producido en años y años».
Comprendía perfectamente lo que Ignacio Valero insinuaba. A él le estaba
ocurriendo. Y no sentía temor alguno. El miedo lo había llevado a cuestas
años y años, encaramado sobre sus hombros, mordiéndole la nuca. Llevaba

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encima de él el miedo propio y el ajeno, el de todos aquellos a quienes había
dado muerte. Nunca pudo acostumbrarse. Cuando se levantaba a las cuatro de
la madrugada no podía siquiera beber una gota de agua, no le pasaba. Sentía
su garganta atenazada por una argolla invisible y padecía de antemano con la
pena que iba a dar. La sensación le duraba varios días en que se encerraba en
un mutismo total que hacía exclamar a su mujer: «Ni que tuviéramos nosotros
la culpa. Con el tiempo que llevas en el oficio ya tendrías que haberte
acostumbrado». Cada vez le cogía de sorpresa, cada vez se sentía más
culpable y convencido de su responsabilidad. Si todos se negaran a ser el
brazo de la justicia, no habría posibilidad de condenar un hombre a muerte.
Mientras él y otros continuaran prestándose a ser la mano ejecutora, los
hombres como él vivirían mil muertes además de la propia. «¿Por qué
vosotros cinco?», preguntó. Y Miguel Martín, el más silencioso, el que de
todos modos hubiera muerto joven, repuso: «Vimos sufrimiento en tus ojos.
Padeciste con nosotros. Vivimos en tu recuerdo desde entonces». Protestó:
«Igual para los otros, sentí siempre lo mismo». «Quizá no se dieron cuenta —
repuso Martín Miguel—. A veces no nos damos cuenta».
Hacía viento el día en que Martín Miguel fue condenado a muerte. Y los
finos cabellos del muchacho se agitaron, cubriéndole la frente pálida. El
viento del patio de las cárceles tenía un aletear distinto. Levantaba mil
angustias consumidas, mil terrores agotados. Martín Miguel casi no podía
tenerse en pie, de puro miedo, pero se resistía. A pesar de todo amaba la vida.
Y él, en aquellos momentos, recordó al propio hijo, que llevaba el mismo
nombre, y también recordó que Martín Miguel era inclusero y jamás tuvo
padre. ¿Acaso el padre de Martín ni siquiera se dio cuenta de que aquel día de
viento moría su hijo? ¿No sintió absolutamente nada? ¿Vivió aquel día como
los otros, o fue distinto para él?
«Podría ser», quiso decir en voz alta, para que le oyeran, pero de sus
labios sólo salió un gorgoteo extraño parecido al de las cañerías cuando
faltaba el agua.
Mary Lambert se inclinó sobre él. Le miraba con sus grandes ojos dulces
mientras el reloj de la iglesia daba las cinco de la madrugada y don Gonzalo
se ponía en pie.
La oscuridad cedía ante una aurora lechosa que penetraba difusa por las
rendijas de la persiana. El verdugo quiso pedir perdón, pero sólo consiguió
despegar los labios. Siempre había tenido miedo de morir ahogado, el rostro
violáceo y los ojos saliéndosele de las órbitas. Si en aquellos momentos le
sobreviniera un nuevo ataque de tos no se veía con fuerzas para resistirlo.

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Trató de incorporarse y suplicó sin palabras que le ayudaran. La mano de
Mary Lambert detuvo los latidos de su corazón.

Febrero, 1969.

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CARMEN KURTZ, de soltera Carmen de Rafael Marés, tomará el apellido de
su marido, Pedro Kurz (y añadirá una t), para firmar sus novelas.
Siendo todavía niña sufre una enfermedad larga y no prosigue estudios. A los
16 años tiene ya novio y enfoca su vida hacia el matrimonio como cualquier
mujer de su ambiente y de su época. Pero no se casa hasta los 23 años. Antes
tiene tiempo de pasar un año en Inglaterra y de preparar allí una licenciatura
en lengua inglesa. Tiene también tiempo de pasar muchas horas en la
biblioteca de su padre y de sostener con él largas charlas.
A los 23 años conoce a un alsaciano, Pedro Kurz, y se casa con él. Kurz
trabaja en una fábrica de cerveza. Van a vivir a Alsacia y tienen una hija. A
los cinco años estalla la Segunda Guerra Mundial y él es llamado a filas.
Carmen envía a su hija a España y entra a trabajar como secretaria en el
consulado español. Por fin, en 1942, liberan a su marido y al año siguiente
vienen a España. En 1957 Carmen se separa de su marido, que muere cinco
años después.
Carmen Kurtz empezó a escribir cuentos para niños en 1943. Durante los diez
años siguientes escribe casi un centenar de ellos, que publica con pseudónimo
en una colección popular de la editorial Molino. Su verdadera carrera literaria
empieza en 1954 con la obra Duermen bajo las aguas, novela de cauce
autobiográfico que ganó el premio Ciudad de Barcelona de dicho año y que

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fue publicada en 1956. Este mismo año, su novela El desconocido gana el
premio Planeta.
Carmen escribe novelas hasta 1961. A partir de este momento alterna los
libros para personas mayores con la literatura infantil, y crea en este terreno
un personaje llamado «Óscar», un chiquillo de barriada cuyas aventuras
cuenta en muchas novelas destinadas a los chicos entre los ocho y los trece
años. Sus libros para niños le han valido muchos premios literarios; premio
Lazarillo 1964, premio de la Comisión Católica del Libro Infantil, premio
Leopoldo Alas, Ganadora del concurso organizado por el P. I. O., premio de
la C. C. E. I. al mejor libro infantil de 1964 y 66, etcétera. Además de escribir
libros, Carmen Kurtz colabora semanalmente en la revista femenina ELLA y
desde 1962 diariamente en el periódico barcelonés La Prensa.
Carmen Kurtz pretende mediante sus obras hacer una crítica del momento
social al que pertenece. Para ello analiza lúcidamente las formas, los
convencionalismos y la mentalidad de la burguesía española de la postguerra
civil, pero no se limita a un estrato social, sino que compara y observa la
realidad en su conjunto. Su posición es de reacción frente a la incomprensión
generacional, de deseo de justicia social. Sus esperanzas están puestas en una
europeización progresiva y en una juventud más abierta, más libre. Su interés
está dirigido hacia el análisis, la comprensión y el mejoramiento de la
circunstancia social de cualquier época. De ahí que sus autores literarios
preferidos sean los que como Dostoyevski, Huxley o Camus, expresan en sus
obras una época, unas costumbres, una mentalidad, y no solo una visión
individual de las cosas.

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