Montesblancos - Esteban Navarro

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Un constructor de Zaragoza adquiere los terrenos del antiguo casino de

Montesblancos, que en la actualidad está abandonado. Su intención es


revitalizarlo y conseguir que recupere el esplendor de antaño, como uno de
los centros de ocio más importantes de España.
Cuando está a punto de acometer el proyecto, recibe la visita de un hombre
que asegura que bajo el terreno hay un yacimiento del Siglo V a. C. La
historia se remonta cien años antes, cuando el abuelo de ese hombre estuvo en
el interior del yacimiento y se llevó una pieza de tres que había, por la que,
según le comenta, un misterioso coleccionista norteamericano está dispuesto a
pagar una fortuna.
Entre los dos deciden bajar al yacimiento y recuperar las dos piezas que faltan
para completar la colección. Entonces, todavía desconocen que hay más
personas que codician esos objetos y que están dispuestas a hacer cualquier
cosa por conseguirlos.

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Esteban Navarro

Montesblancos
ePub r1.0
Titivillus 31-05-2024

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Título original: Montesblancos
Esteban Navarro, 2024

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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A Ester,
sin tu ayuda esta novela no hubiera sido posible.
A Raúl,
orgulloso de como eres.

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Primera Parte

El Yacimiento

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Se llama Gaspar. Nació el 23 de mayo de 1892 y hace unos días cumplió


veintiocho años. Tiene cuatro hijos: tres niños y una niña. Fernando, de diez;
Pedro, de ocho; Eufemio, de cinco, y Antonia, que tiene dos años. Gloria, su
mujer, nació en 1895 y está embarazada del que será el quinto hijo. El
primero lo tuvo con tan solo quince años, uno más que su madre, que la tuvo
a los catorce.
Gaspar es delgado, mide un metro setenta y luce una barbilla triangular
que encaja en unas facciones duras. Tiene los ojos pequeños y hundidos
dentro de las cuencas, señal de pobreza. Sus brazos son nervudos y sus manos
fuertes como tenazas, donde sobresalen unos nudillos redondos y gruesos. La
penuria le arrancó dos incisivos frontales de la parte inferior de la boca, lo que
le dificulta sonreír con naturalidad; sin avergonzarse al hacerlo. Y desde hace
un par de años soporta un constante dolor abdominal, que tendría fácil
remedio si pudiese costear la medicación que necesita.
Comenzó a trabajar a los diez años, ayudando a su padre en el picón —un
carbón menudo que se saca de quemar las ramas de olivo y apagarlas antes de
que se consuman totalmente—, para luego rellenar los braseros que se usan
para calentarse en invierno. Cumplió el servicio militar en Marruecos, cuando
todavía estaba bajo protectorado español. Trabaja de jornalero en el campo.
No sabe ni leer ni escribir, porque no tuvo escuela. En su memoria prevalece
el recuerdo de la epidemia de sarampión sufrida en 1908, que obligó a las
autoridades a cerrar todas las escuelas durante una larga temporada. Y, por si
fuera poco, diez años después, en 1918, sufrieron la conocida gripe española,
aunque era de origen estadounidense, que golpeó con furia a las grandes
ciudades, provocando que muchos habitantes se marcharan al campo.
La mayor preocupación de Gaspar es conseguir el sustento para alimentar
a su mujer y a sus cuatro hijos. Sabe que ninguno de ellos podrá estudiar en la
universidad, de la misma forma que sabe que en casa hace falta pan, patatas,
legumbres, leche, carne, fruta y huevos. Y el Rey Alfonso XIII no les dará de
comer. Y mucho menos Eduardo Dato, el presidente del gobierno. Los pobres
son invisibles, porque son la representación del fracaso de una sociedad. Lo
que no se ve, es como si no existiera. Y ni Gaspar ni su familia existen.

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En una colina de caliza, cerca de la carretera general que une Madrid y
Barcelona, a su paso por Zaragoza, el terrateniente para el que trabaja le cede
una parcela para que la explote y cultive lo que quiera. El suelo es de color
marrón y está repleto de pequeñas piedras. La capacidad de absorción y
filtración del agua no es muy buena, porque la roca sedimentaria que lo cubre
está compuesta por carbonato de calcio, trazas de magnesita, arcilla y cuarzo.
La finca tiene una superficie total de 300 hectáreas y don Tomás le dice que
use la parcela que está en la parte de arriba, la más alejada de la carretera. Y
le advierte de que su uso será temporal, hasta que un comprador se interese y
adquiera el terreno.
Es la tarde del domingo 16 de mayo de 1920, luce el sol y el cielo está
limpio de nubes, y Gaspar ha estado pedaleando quince minutos desde Nuez
de Ebro, donde reside con su familia en una pequeña casa de dos plantas.
Deja apoyada en el tronco de un pino carrasco la bicicleta de la marca Eterna,
que le regaló su padre cuando cumplió la mayoría de edad. Descarga la azada
que transporta en medio del cuadro y descuelga de su espalda los dos sacos:
uno de abono de dos kilos y otro de cinco kilos de patatas.
Localiza la mejor parcela donde sembrar, en un pinar de la parte superior.
Es un tramo recto y en el que menos piedras se observan. Con la azada labra
el terreno. Presta atención, porque recuerda la recomendación de su padre
cuando le dijo que en esa zona hay peligro de socavones. Su única cautela
consiste en arar la tierra con miramiento y no poner un pie sin antes haber
puesto la azada. La mejor precaución del campesino es la prudencia.
Lo limpia de piedras y prepara la tierra, dejándola suelta. Hace pequeñas
zanjas de unos siete centímetros de profundidad y unos veinticinco de ancho,
dejando casi un metro de distancia entre surco y surco. Gasta el saco de
materia orgánica, para enriquecerla de nutrientes. Introduce las patatas y
vierte pequeños chorros de agua de una cantimplora en cada uno de los
agujeros. Confía en que llueva en no demasiados días.
Se hace de noche. Hay luna llena y el cielo brilla tanto, que se puede
trabajar sin necesidad de alumbrado artificial. Pero hace frío y no lleva ropa
de abrigo, por lo que decide que ya es hora de regresar. Se acompaña de una
linterna de petaca, cuya luz utiliza en la bicicleta durante los trayectos
nocturnos, para señalizar su posición. Hace un par de semanas, y en el
trayecto hacia su casa, estuvo a punto de atropellarlo un Fiat 510 de color
negro. Y quiere evitar que otro vehículo lo tire de la bicicleta y lo lesione. Un
campesino que no puede trabajar, es un campesino que muere.

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Recoge la azada, cubriéndola con una lona para que no se estropee
durante la noche, y la deja apartada bajo el tronco grueso de uno de los pinos.
Distraído, y sin saber cómo, da un traspié y mete la bota de su pie derecho en
un boquete que hay en el suelo. Es un agujero de unos cincuenta centímetros
de ancho, que no había visto en toda la tarde. Su pie se queda encajado en el
centro y, cuando tira hacia arriba para sacarlo, se desprende la tierra hacia
abajo y la abertura se hace tan grande que cabe el cuerpo de una persona. En
un segundo, en el que medio cuerpo se incrusta en el interior de la brecha, es
cuando el miedo lo atenaza y comienza a bracear como un náufrago en medio
de una tormenta oceánica. El interior de la tierra se abre bajo sus pies y lo
catapulta hacia abajo, como si se estuviera colando por la chimenea de un
volcán. En ese instante de zozobra le viene a la memoria el cuento que su
abuela le contaba cuando era niño, de una chica que se caía por el interior de
un agujero e iba a parar a la madriguera de un conejo.

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Mientras cae intenta agarrarse a la pared, que se deshace en sus manos. En


esos angustiosos segundos recuerda las advertencias de su padre sobre los
desprendimientos habituales de la zona donde se encuentra. Reconoce que no
ha sido precavido. Pero ahora ya es tarde y su único anhelo es que se
interrumpa el desplome y llegue al fondo sin lesiones graves que le impidan
trabajar. Su familia depende de él.
Cae de pie, pero sus rodillas se doblan y termina sentado sobre un
montículo de tierra. Tiene que escupir con fuerza si no quiere ahogarse,
porque el polvo que se levanta le tapona la nariz y la boca. No puede precisar
a cuántos metros de profundidad está, pero quizá más de diez. Por suerte, la
tierra que le acompañó en el descenso lo envolvió como una especie de cojín
protector y evitó que el golpe final fuese mortal.
Hay silencio.
Y también hay miedo.
Se pone en pie con torpeza y busca un punto de apoyo. Le duele la cabeza
y se la palpa con la mano, en busca de alguna herida. Comprueba, para su
tranquilidad, que no se le mojan los dedos. También le duele la rodilla de la
pierna derecha. Pero en ese instante su mayor preocupación es salir de ahí. Si
se desmaya y pierde el conocimiento, está convencido de que morirá.
Mira hacia arriba, por donde entra un fino rayo de luz de la Luna, que se
cuela por el resquicio que queda abierto. Distingue las piedras de la pared y la
construcción cilíndrica. Por la altura y la estrechez del espacio donde se
encuentra, enseguida se da cuenta de que está dentro de un pozo.
Desengancha la linterna de petaca del cinturón y comprueba que la
bombilla no se ha roto, aunque la iluminación apenas le permite ver más allá
de un metro. Gira en círculos, sosteniendo la linterna recta, hasta que alumbra
un agujero del tamaño de un balón de fútbol que hay en la pared de piedra.
Alarga el brazo y enfoca hacia el interior.
En un inicio cree que es una cueva natural. Pero enseguida se da cuenta de
que se trata de una construcción humana. Es una estancia cuadrada, del
tamaño de una habitación pequeña de un piso. La pared es de piedra tallada.
El suelo está enlosado con un mosaico azulado, pero sin dibujos aparentes. Y
tiene una altura de un metro y medio. Con la linterna alumbra hacia la esquina

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derecha, ya que en el suelo parece que hay un agujero. Estira el brazo,
introduciéndolo dentro de la apertura, y enfoca hacia el hueco. Retira el brazo
con celeridad cuando comprueba que en el interior hay un esqueleto humano.
Ya no tiene ninguna duda de que se trata de un sepulcro.
El cuerpo está descubierto y se ha consumido por completo, solo hay
huesos y la ropa deshilachada que lo cubre. Vuelve a introducir la mano con
la linterna y ajusta la vista a la penumbra para ver bien el esqueleto. El cráneo
lo tiene cubierto con un casco esférico. Cree que es de bronce, pero no está
seguro. Incluso es posible que sea de hierro. Es un casco liso, sin dibujos ni
marcas aparentes, que dejan a la vista la mandíbula en la que solo se ven los
dientes. En su costado derecho hay una espada y en el cabecero cuenta hasta
tres vasijas de cerámica, en cuyo frontal hay dibujadas unas siluetas de color
negro. Las tres son de idéntico tamaño, unos cuarenta centímetros de alto por
veinticinco de ancho. Y desde donde está no puede ver qué es lo que
contienen, si es que contienen algo.
Alarga la mano a través del hueco y estira el brazo todo lo que puede,
hasta que su hombro roza la abertura. Con los dedos de la mano derecha toca
la primera de las vasijas, la más próxima. Fuerza el hombro y consigue
apresar una de las asas con los dedos índice, pulgar y corazón. No lo puede
ver, porque su brazo tapona el boquete, pero arrastra la vasija hacia él.
Cuando está más cerca, apresa el cuello con la mano y estira hacia fuera,
procurando sacarla sin que se fracture. Por suerte, la puede pasar por el
agujero. Aunque de forma ajustada.
La deja de pie en el suelo y enfoca la linterna en la boca de la vasija. En el
interior hay el canto de un rollo de papel. Es como si fuese un periódico viejo,
enrollado y metido a presión. Lo apresa con los dedos índice y pulgar y tira
con suavidad hacia arriba. Cuando lo ha extraído unos pocos centímetros, se
da cuenta de que se trata de un papiro enrollado. Sin soltarlo, enfoca la
linterna tan cerca que casi lo toca. Pero le permite ver lo que hay escrito.
Gaspar no sabe leer, pero sabe que las letras no son en su idioma. Es una
caligrafía extraña y muy distinta a la que recuerda de haber visto en carteles,
periódicos o libros del colegio de sus hijos. Reconoce que los caracteres
tienen formas caprichosas, como si fuese un lenguaje extranjero.
Busca en el bolsillo de su pantalón una cuerda, que lleva encima por si la
necesita para guiar alguna rama que crece torcida. La extrae, la desenreda y,
con una navaja que lleva en el otro bolsillo, corta un trozo lo suficientemente
grande que le servirá para lo que piensa hacer. Se agacha con dificultad, pues
la rodilla de la pierna derecha le duele, y la ata en el borde de la boca de la

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vasija, pasando la cuerda por ambas asas. La aprieta bien y, con un nudo
corredizo, se la ajusta en los dos hombros. La vasija no pesa en exceso y la
podrá transportar, sin que se golpee o se fracture.
La luz de la Luna, que se filtra por el agujero del techo, alumbra la
columna de tierra que se desprendió en su caída. Observa una viga de madera,
que mantiene una fortificada posición vertical. Calcula que tendrá unos tres
metros de altura, pero es insuficiente como para llegar hasta la apertura de
entrada. Aun así se abrocha la linterna al cinturón y trepa por ella hasta que
llega a la punta y comienza a arañar la pared de piedra, escalando con las
manos y los pies. La vasija de su espalda le roza los lumbares y se le clava,
haciéndole daño.
No lleva ni un metro por encima de la viga, cuando resbala y vuelve a
caer de nuevo, con tan mala suerte que se golpea otra vez la rodilla de la
pierna derecha. Siente un dolor tan fuerte que piensa que terminará por
desmayarse.
Se incorpora y comienza a gritar mientras mira hacia arriba.
—¡Oiga! ¿Me escucha alguien? ¡Socorro!
Sabe que chillar desde el interior del pozo no le servirá de nada. Porque en
toda la tarde, que ha estado en el terreno, no ha visto a nadie. Y no será hasta
el día siguiente, y tendrá mucha suerte si es así, que alguien vea la bicicleta
apoyada en el árbol y decida buscar al dueño. Pero no le queda más remedio
que probarlo. Nota que los dedos de la mano derecha se humedecen en
sangre, de las heridas que se ha producido durante la escalada. Y tiene su
cabello, corto e hirsuto, completamente mojado en sudor.
Enfoca la linterna de nuevo en la abertura de la pared del sepulcro.
Observa la espada que hay en el costado del esqueleto, pero está demasiado
lejos para llegar con la mano. Ni siquiera estirando el brazo puede alcanzarla.
Ata el trozo de cuerda que le queda a la empuñadura de la navaja. El otro lado
de la cuerda se lo amarra a la muñeca. Luego dobla la hoja, sin llegar a
cerrarla del todo.
Lanza la navaja, con la esperanza de que la hoja se enrede en el pomo
circular de la espada, saca el brazo y lo introduce de nuevo agarrando la
linterna. Comprueba que no ha conseguido su objetivo. Recoge la navaja de
nuevo y abre la hoja, que se ha cerrado. Repite la operación hasta en una
docena de ocasiones, errando en todas. Son varias en las que escucha el
sonido de la navaja cuando impacta contra el casco de la calavera. Está tan
desesperado, que nota que le falta el aire. Es la primera vez, en sus veintiocho
años, que siente la muerte tan cerca.

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Finalmente, la hoja atraviesa el aro del pomo de la espada. Gaspar tira
despacio, con cuidado de que no se suelte. La arrastra por encima del
esqueleto, hasta que la guarnición en cruz de la espada se encalla en el borde
de la tumba. Teme que, si tira demasiado fuerte, se desencaje la navaja. La
cuerda se tensa y la espada comienza a levantarse por la punta. Sigue tirando,
confiando en que la hoja complete el giro y caiga hacia donde él está. Aunque
se suelte, la espada se encuentra cada vez más cerca y le costará menos
engancharla de nuevo.
El mango se suelta y la espada salta por encima de la tumba, quedando
apoyada en la parte interior de la abertura. Gaspar la coge por la empuñadura
y la arrastra por el agujero hasta que la saca fuera. Es una espada de poco más
de medio metro de hoja de doble filo, de unos siete centímetros de ancho, con
empuñadura de madera y que no pesará más de un kilo. La hoja está tan
oxidada que se ha vuelto de color rojo.
Engancha de nuevo la linterna en el cinto y sube por la viga, sosteniendo
la espada en la mano derecha. El resto de distancia hasta la apertura lo tendrá
que hacer escalando por la pared del pozo. Teme que, si fracasa en el ascenso,
agotará todas sus fuerzas y ya no tendrá aliento para intentarlo de nuevo. Pero
el instinto de supervivencia le insufla el coraje necesario para ascender
ayudándose de las manos, los pies y la espada, que le sirve de sujeción para
asegurar los tramos. Poco a poco va subiendo, apuntalando las botas con
fuerza, arañando la roca con su mano izquierda, mientras que con la derecha
clava la espada como si fuese un crampón. Ni siquiera le importa que la vasija
que cuelga de su espalda se desplace hacia un lado y hacia otro y le golpee los
riñones.
Se le desprenden un par de uñas de la mano derecha, al quedarse los dedos
encajados en un saliente. Hace de tripas corazón y arremete un último
empujón hasta que sus manos, ahora sangrando completamente, se agarran a
la parte exterior del socavón. La espada le resbala de la mano y cae en el
agujero, golpeándose al llegar abajo. Gaspar, extenuado, alarga ambos brazos
y se agarra a unas ramas. Su vida depende de que esos arbustos sean capaces
de soportar su peso. Tira con fuerza hasta que sobresale medio cuerpo afuera.
Se arrastra por el suelo, alejándose del hueco, deslizándose como una
serpiente. Respira de forma agitada, resoplando con furia. Descuelga la vasija
de cerámica de la espalda y la deja junto a la azada, que está cubierta con la
lona. Se pone en pie y camina hasta la bicicleta, arrastrando los pies. Se
monta, con mucha dificultad, ya que no hay músculo del cuerpo que no le

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duela, y pedalea hacia su casa, alumbrándose únicamente por la luz de la luna.
Durante el trayecto piensa en la suerte que ha tenido. Está vivo de milagro.

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—¡Gaspar! —grita Gloria, en cuanto lo ve entrar por la puerta de casa.


Su aspecto es deplorable, tiene la cara llena de moretones y sus ropas
están rasgadas y sucias de tierra. Su hija Antonia, que tiene dos años, está
sentada en el suelo y comienza a llorar cuando ve a su padre malherido.
Gaspar camina arrastrando la pierna. Sin entretenerse, llega a la habitación de
matrimonio y se arroja sobre la cama, boca arriba. En su rostro hay dolor,
pero también hay miedo.
—Creo que me he roto la rodilla —protesta, gimiendo.
Gloria, que está embarazada de siete meses, se mueve con dificultad, y le
ordena a su hijo Fernando, que ha cumplido los diez años, que caliente una
palangana de agua en la estufa de leña. El niño obedece al instante y
entretanto ella coge un trapo de la cocina.
—¿Te han atropellado, papá? —le pregunta Fernando, mientras espera
que el agua se caliente.
Gaspar esboza una sonrisa en sus labios rojos, mientras observa a su
primogénito. Es un niño más bajo de lo que le corresponde por edad, pero sus
manos son fuertes y su mirada despierta.
—No, pero como si lo hubieran hecho —responde—. Estoy machacado
del todo. No hay músculo del cuerpo que no me duela.
Gloria entra en la habitación, cargada con el barreño de agua, que está
templada porque no se ha esperado a que se caliente más. La deja al lado de la
cama y moja un paño. Seguidamente limpia las heridas de la pierna de su
marido, al que ayuda a quitarse el pantalón y la camisa.
—¿Te han pegado? —le vuelve a preguntar su hijo.
—No —niega con la cabeza, esbozando una mueca de dolor en la boca.
—¿Qué te ha pasado? —le pregunta su mujer, mientras le limpia las
heridas.
—He resbalado en la parcela del terreno de don Tomás y me he caído en
el interior de un pozo.
—¡Cielo Santo! No sé cómo alguien puede dejar pozos destapados para
que la gente de bien caiga en ellos.
—No estaba destapado —contraviene Gaspar—. O no se veía desde fuera.
He dado un traspié y me he colado por el hueco. Había tanta altura, que

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mientras caía pensaba que no lo iba a contar.
—¿Y cómo has salido? —se interesa su mujer, que escurre la sangre en el
barreño y moja de nuevo el paño.
—Escalando por la piedra. Al menos había diez metros y no creí que
fuese capaz de hacerlo.
Otro de los hijos, Pedro, más pequeño que Fernando, entra en la
habitación. Se ha despertado por el ruido que escucha en la casa.
—¡Pedrito! —lo nombra su madre—. ¡Regresa a la habitación con tus
hermanos!
El niño se queda inmóvil, contemplando a su padre.
—¿Qué te ha pasado, papá?
—¡Venga, Fernando! Coge a tu hermano e iros los dos a la habitación.
Enseguida os visitaré y os daré un beso —ordena la madre.
Los niños se marchan balanceando sus cuerpos enclenques.
—No me gusta el aspecto de esta rodilla —comenta Gaspar, pasando el
paño húmedo por encima.
Gloria coge en brazos a Antonia y sale a la calle. Cruza hasta la última
casa y llama a la puerta del número 12. Allí vive un médico de cabecera de
Zaragoza y cree que la urgencia es suficiente pretexto como para molestarlo a
las dos de la madrugada. Aporrea tres veces, sirviéndose de la aldaba. En
medio minuto se enciende la luz del salón.
—¿Quién llama? —preguntan desde el interior con voz afónica.
—Doctor Robles —habla Gloria—. Perdone que le moleste a estas horas
tan intempestivas, pero tenemos una urgencia que requiere de un médico.
Se abre la puerta y la mujer observa el vestíbulo de una casa acomodada.
El suelo luce como si estuviera encerado recientemente y en ambas paredes
hay colgados cuadros enormes con motivos de caza. Se fija en uno donde se
ve a un ciervo acosado por una jauría de perros. En el centro del pasillo, que
se distingue detrás del doctor Robles, hay colgada del techo una lámpara de
araña con varias bombillas, y todas encendidas.
—¿Qué ocurre? —se interesa el doctor, mirando a la niña que sostiene en
brazos. Cree que la urgencia es por ella.
—Se trata de mi marido. Se ha caído en el interior de un pozo y sospecha
que se ha roto una pierna.
El doctor, que es un hombre extremadamente alto y grueso, de cincuenta
años, en cuya tez asoma una sombra de barba blanca, coge un abrigo de un
perchero que hay a su derecha y se lo pone encima del pijama. Entra en el

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salón y sale enseguida con un maletín en la mano. Su aspecto en general es
cómico.
Por el camino, en apenas dos minutos, Gloria le cuenta que su marido está
malherido. La mujer habla con dificultad, porque al embarazo se suma el peso
de Antonia, que hace aspavientos para soltarse del cuello de su madre.
—Se ha caído en el interior de un pozo —exhala.
—¿Un pozo de Nuez de Ebro?
—No, ha sido en un terreno que le cedió don Tomás para que lo cultivara
por su cuenta.
—Entiendo —acepta el doctor.
Cuando llegan a la casa, la puerta está abierta de par en par. En esos años
las puertas siempre están abiertas, porque no hay peligro de que roben. Es una
casa de dos plantas, con un pequeño huerto en la parte trasera.
Los tres hijos del matrimonio están en el salón. Eufemio y Pedro se han
sentado en las butacas y el tercero, Fernando, está de pie en la puerta de la
habitación. Gloria se agacha y deja a la niña en el suelo. Enseguida coge un
sonajero y se lo lleva a la boca, mordisqueándolo.
—¿Pero qué le ha ocurrido, Gaspar? —se interesa el médico, dejando su
maletín a los pies de la cama—. Parece que le haya atropellado un tranvía.
Gaspar tiene la pierna derecha encogida y se está frotando un paño
húmedo, que se ha vuelto de color rojo. En la cara se perciben varios
rasguños, en alguno de los cuales hay sangre seca. Tiene un ojo
completamente rojo y su camiseta interior, que todavía lleva puesta, tiene
arañazos y manchas de barro visibles.
—Me he caído de muy alto y creo que me he roto la pierna —responde
extendiendo la mano, en la que se ven dos de los dedos hinchados y sin uñas.
El doctor Robles palpa la rodilla, con cuidado de no provocarle más dolor.
Coge el talón del mismo pie con una mano y la otra la coloca en la corva.
Después balancea la pierna levemente, subiéndola y bajándola.
—Me ha dicho su mujer que se ha caído en un pozo de un terreno que hay
en la carretera de Barcelona.
—Así es —confirma Gaspar.
—¿Dónde está el terreno?
—Cerca de Alfajarín.
—¿Y cómo ha regresado?
—A bordo de mi bicicleta.
—Pues ya le puedo asegurar que la rodilla no está fracturada. En este caso
le hubiera sido imposible pedalear. Nadie puede montar en bici con una

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rodilla rota.
—Me duele mucho.
—Está contusionada, pero no fracturada. De todas formas, y cuando baje
la hinchazón, tendrá que ir al hospital de Zaragoza para que le hagan unas
placas. Ahí se verá si hay fractura o no.
—Pues me deja usted más tranquilo —le dice Gaspar—, porque ya
pensaba que mañana no podría ir a trabajar.
—Es que mañana no podrá ir a trabajar —contraviene el doctor—. Si lo
hace, esa rodilla puede empeorar. El que no esté rota, no quita que esté
lesionada. Y tiene las manos hinchadas y las heridas de los dedos tardarán
días en sanar.
—¡Uf! —resopla Gaspar—. Hay mucho trabajo en el terreno de don
Tomás. Y si le digo que no voy, porque estoy enfermo, se enfadará y temo
que me despida.
—Está bien —arruga el doctor la expresión de su frente, mientras abre el
maletín. Coge una jeringuilla que extrae de una caja metálica y enrosca una
aguja hipodérmica. Luego limpia con desinfectante la zona de la rodilla que
hay encima del cartílago y le inyecta un anestésico—. Con esto no sentirá
dolor. Espérese a ver qué tal se encuentra mañana, pero no vaya a trabajar, de
momento, hasta que yo se lo diga. Si don Tomás le pone algún inconveniente,
dígale que se lo he dicho yo.
—Gracias, doctor Robles —lo despide la mujer de Gaspar en la puerta.
—Faltaría más. Cualquier cosa, me lo dice.
Gloria obliga a los niños a que se vayan a la cama, ya que dos de ellos se
han puesto a jugar en el comedor con la pequeña Antonia, que no deja de reír.
Recoge la palangana de agua y los paños húmedos, que hay esparcidos en el
suelo. Después se desviste, con la luz apagada, se pone el camisón y se
introduce en la cama, al lado de su marido. Gaspar duerme boca arriba y
ronca de forma aparatosa.
No han transcurrido ni veinte minutos, cuando lo escucha murmurar entre
sueños. Alarga la mano en la penumbra de la habitación y le toca la frente.
Tiene fiebre y tiembla tanto que hasta le resuenan los dientes. Y comienza a
hablar en voz alta, con un tono ronco que la asusta.
—La tumba. La tumba —repite un par de veces.
Gloria se incorpora en la cama y le toca un brazo, para comprobar si está
dormido. Gaspar no se mueve, pero de su garganta surgen sonidos guturales
que enlaza con palabras sin sentido. Preocupada, lo mueve con fuerza.
Aprieta con su mano el hombro varias veces, hasta que Gaspar se despierta.

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—¿Qué ocurre? —le pregunta sin dejar de temblar.
—Estabas hablando en sueños —responde su mujer.
—Yo no estaba hablando.
—Has mencionado una tumba.
Gaspar se ladea hacia su parte izquierda, para aliviar la presión de la
rodilla. Su cara queda frente a frente con la de Gloria.
—Esta tarde, cuando he caído en el pozo, he visto que en el fondo había
un esqueleto —le confiesa.
La expresión de su mujer es de espanto. Pero enseguida recapacita y
piensa que su marido delira. Quizá, el medicamento que el doctor le ha
inyectado le hace tener visiones.
—Duerme, Gaspar. Es tarde y hoy ha sido un día muy largo.
—Había un esqueleto —insiste—. Estaba en un sepulcro, que hay dentro
de la cueva que está en el interior del pozo.
—Pues en cuanto amanezca daremos cuenta a la Guardia Civil. Si bajo el
terreno de don Tomás tienen un muerto, hay que informar a las autoridades.
—¡No hagas nada! —le ordena Gaspar, sin abrir los ojos y sin moverse de
la posición que adopta en la cama, donde se siente cómodo—. Si aviso a la
Guardia Civil, y van al terreno, don Tomás me despedirá. Son sus tierras y
antes debería decírselo a él.
—Pues mañana se lo dices. Y de paso le adviertes del peligro que supone
un pozo abierto.
—Sí. Sí —acepta perdiendo la voz—. Mañana, en cuanto me levante, iré a
ver a don Tomás y le diré lo del pozo y el muerto —dice antes de quedarse
profundamente dormido.

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El martes, don Tomás, avisado del accidente que sufrió Gaspar, lo visita en su
casa de Nuez de Ebro. El terrateniente anda preocupado. Y no por el estado
de salud de Gaspar, sino por el hecho de que se haya accidentado en su tierra.
La práctica totalidad de los niños de las casas salen a la calle cuando
aparca el Delage. Su motor es tan ruidoso que vibran los cristales de las
ventanas de todo el vecindario.
—Don Tomás —lo saluda Gloria desde la puerta—. Menudo honor su
visita. No tenía que haberse molestado.
Es un hombre bajito, de un metro sesenta. Luce orgulloso una pomposa
barriga que le sale desde el pecho y siempre cubre su cabeza con un sombrero
canotier de ala recta. Su rostro grueso suda constantemente, aunque no haga
calor, y tiene un tic que le obliga a morderse el bigote deshilachado que le
cubre el labio superior.
—Faltaría más —repone con cortesía—. Lo más importante es la salud de
Gaspar. ¿Cómo se encuentra?
—¡Mucho mejor! —exclama Gloria.
—¿Puedo visitarlo?
—Claro, don Tomás. Está usted en su casa —le dice Gloria, haciéndose a
un lado—. ¿Qué le apetece tomar? Puedo preparar café, si gusta. También
tengo anís de la Asturiana, por si le apetece una copa.
—Un café estará bien —acepta de buen grado, quitándose el sombrero y
dejándolo en un perchero de pie que está detrás de la puerta, donde hay
colgado un abrigo largo.
Cuando don Tomás accede a la habitación, Gaspar está sentado en la
cama, fumando un cigarrillo y, al verlo, hace el gesto de ponerse en pie.
—¡No te muevas! —lo detiene—. Ya me ha dicho el doctor que sufriste
una caída y que te duele la rodilla y que tus manos están malheridas. Ese es el
motivo por el que no has podido trabajar ni ayer ni hoy.
—Ya lo siento, don Tomás. Pero me es imposible poner el pie en el suelo
sin rabiar de dolor. Aun así le juro que mañana, sin falta, acudiré a la tierra y
trabajaré doble jornada. Y lo mismo haré pasado mañana, y así recuperaré las
horas perdidas.

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Don Tomás balancea su mano gruesa, donde resplandece un anillo de oro
con un enorme sello cuadrado con la letra T.
—Nada de eso —rechaza arrugando la frente—. Reposa, que bien
merecido lo tienes y, en cuanto te recuperes, te vienes a trabajar. Pero con
calma, que no hay ninguna prisa.
Luego se sienta en una silla que hay al lado de la cama, extrae un puro del
bolsillo de su camisa, lo enciende con una cerilla de madera, que deja dentro
de un cenicero de cristal que hay sobre la mesilla de noche, exhala una
enorme bocanada de humo, y se acerca tanto a la cabeza de Gaspar, que casi
puede rozarla con su bigote cuando habla.
—Me ha dicho el doctor Robles que te caíste en el interior de un pozo.
—Fue culpa mía, don Tomás —repone enseguida Gaspar—. Andaba
distraído con las patatas que tenía que plantar y no vi que bajo tierra había un
hoyo. Metí el pie y el suelo me tragó.
El terrateniente balancea la mano donde sostiene el puro, con
nerviosismo. Hace un gesto para que Gaspar hable más bajo.
—Nada, nada. No te preocupes por eso. El terreno tiene trescientas
hectáreas y no dispongo del tiempo necesario para ir buscando hoyos. ¿Dónde
está ese pozo del que hablas?
—Al lado de la parcela que usted tan amablemente me cedió. En la zona
del pinar, justo un poco más arriba, a unos pocos metros. Ha de avisar por si
alguien pasa por allí para que no caiga dentro. O cubrirlo con una tapa, para
proteger la boca. Es tan profundo que si alguien cae quizá no tenga tanta
suerte y se mate.
—¿Entiendo que sigue abierto?
—Yo me marché el domingo, entrada la noche, porque no tenía fuerzas ni
para cubrirlo ni para señalizarlo. Lo dejé abierto.
—¿Había alguna tapa?
Gaspar menea la cabeza, negando.
—Solo la tierra que lo cubría. Si había una tapa, no la vi, o se colaría
dentro cuando me caí yo.
Don Tomás chasquea la lengua un par de veces, como si se estuviera
limpiando un resto de comida de los dientes.
—¡Vale, tranquilo! —le toca la mano—. ¿Estuviste dentro, en la parte
más profunda?
—Así es, don Tomás. Fui cayendo hasta que llegué al fondo.
—¿Cuánta profundidad tiene?

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—No sabría decirle. Pero fácilmente puede que llegue a los diez metros.
Incluso más, pero lo estoy calculando a ojo de buen cubero.
El terrateniente se echa hacia atrás como si un invisible resorte lo moviera
desde la espalda.
—¡Diez metros o más! —murmura—. Con una caída de diez metros te
hubieras roto las dos piernas. Incluso es posible que no estuvieras aquí para
contarlo. Mira que diez metros es mucha caída.
Por sus palabras parece que desconfía.
—No caí a plomo —se excusa Gaspar—. El pozo es estrecho, no creo que
tenga más de un metro de anchura y, mientras descendía, me iba rozando con
la pared de piedra. Con el roce es donde me hice las magulladuras que tengo
repartidas por todo el cuerpo.
—Está bien, está bien —don Tomás vuelve a incorporarse hacia delante,
acercándose de nuevo a la cabeza de Gaspar—. ¿Viste si había agua?
—No —niega Gaspar, moviendo la cabeza con energía—. Es un pozo
seco. Ni siquiera la tierra que hay en su interior es húmeda. Supongo que ahí
no hubo nunca agua. Esa tierra es de secano —añade.
—Un pozo sin agua —comenta don Tomás, pellizcándose la barbilla con
la mano donde sostiene el puro.
—Verá —le dice Gaspar, bajando aún más la voz—. En realidad no creo
que sea un pozo. Lo llamo así por la forma cilíndrica que tiene y por la
profundidad, pero me parece que lo que hay en su terreno es otra cosa.
Don Tomás lo mira mientras una columna de humo sale de sus labios y se
desvanece en las vigas de madera del techo. Parte de ese humo se queda
atrapado en el bigote, para ascender un segundo después.
—¿No es un pozo? —interroga—. ¿Y entonces qué es?
—Abajo, en el fondo del todo, hay una pared de piedra. Es una pared
robusta, que soporta la profundidad. Tiene un agujero no más grande que un
plato de cocina y detrás hay lo que parece un sepulcro.
Los ojos de don Tomás se encogen con fuerza y con el labio superior se
toca la punta de la nariz. Respira de forma agitada un par de veces.
—¿Una tumba? ¿Estás seguro de lo que dices?
El terrateniente sospecha que la medicación que toma Gaspar, para aliviar
el dolor, hace que desvaríe.
—Sí, don Tomás. Sé lo que vi.
—¿Qué clase de tumba?
—Hay una cueva que no será más grande que está habitación, reparte la
mirada a su alrededor, y en una esquina hay un hoyo en el suelo y dentro un

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esqueleto encajonado.
—Un esqueleto. ¿El esqueleto de una persona?
—Solo están los huesos. Pero por el tamaño sé que es de un hombre.
—¿En el fondo del pozo? —insiste don Tomás, cuyo rostro está
empapado en sudor.
—Así es. El esqueleto debe ser muy antiguo, porque tiene un casco
puesto.
—¿Un soldado?
—No, qué va. Es un casco antiguo. En su costado tenía una espada y en la
parte de atrás de la cabeza hay tres vasijas de cerámica.
—A saber cuánto tiempo llevará ese esqueleto ahí abajo.
—A saber, don Tomás. Pero cogí una de las vasijas que tenía en el
cabecero y la subí a la superficie. Debe de estar junto a la azada. La dejé ahí
nada más salir, porque me dolía todo el cuerpo y no me entretuve en cargarla
en la bicicleta.
—Está bien, está bien. Tranquilo —le toca el hombro con la mano
izquierda—. ¿Estuviste mucho rato ahí abajo?
—Lo que tardé en encaramarme a una viga de madera de unos tres metros
de alto, que se había quedado en posición vertical, y me serví de ella para
avanzar el primer tramo. Luego usé la espada del esqueleto, que clavé en los
huecos de la piedra, y con las manos y los pies fui ascendiendo.
—¿Viste si había algo de valor?
Gaspar arruga la boca. Se está esforzando en mantenerse sentado en la
cama y su espalda se resiente.
—Lo que le he dicho, no había nada más. La espada y las tres vasijas de
cerámica, una de ellas la subí a la superficie.
—¿Había algo dentro de la vasija?
—Nada, estaba vacía. —Luego balancea la cabeza, como si se hubiera
acordado de algo—. Bueno, había un rollo de papel.
—¿Un rollo? ¿Qué clase de rollo?
—Es como un periódico enrollado y apretado a presión.
Don Tomás se lleva el puro a los labios, que ya está por la mitad, y lo
chupa varias veces, como si estuviera pensando.
—Nadie me habló de ese pozo cuando compré el terreno —se sincera—.
Pero, por lo que dices, seguramente sea un yacimiento arqueológico. Si solo
hay un esqueleto, será una tumba de la época de María Castaña que no tendrá
ningún valor económico. —Aparta el puro hacia su derecha, porque se da
cuenta de que el humo le molesta a Gaspar. Guiña los ojos varias veces

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seguidas y se acerca de nuevo hasta su cara—. Es mejor que nadie lo sepa.
¿Entiendes?
Gaspar bascula la cabeza asintiendo.
—No ha de preocuparse por mi silencio, don Tomás. Que yo seré más
tumba que la tumba que hay bajo sus tierras —sonríe.
Al terrateniente se le marca un surco de sudor en la comisura de los
labios.
—Si carece de agua, entonces no tiene ninguna utilidad. Será un pozo
viejo, ya seco, como lo es todo el terreno. O es posible que fuese un intento de
encontrar agua donde no la hay. En cualquier caso, es mejor que nadie lo
sepa. Tengo previsto vender la tierra, para sacarle unos dineros, y porque ya
está visto que tampoco sirve como campo ni para el cultivo ni para edificar. Si
el nuevo dueño sabe lo del pozo, quizá sea reticente a invertir. Así que es
mejor cegarlo y que nadie lo sepa. ¿Estamos?
—Lo que usted diga, don Tomás —acepta Gaspar, con una mueca de
dolor en los labios. La posición que mantiene en la cama, para conversar con
el terrateniente, le está forzando la rodilla y la espalda en exceso—. Por mí
nadie sabrá lo del pozo.
Don Tomás mira hacia fuera de la habitación, donde está Gloria.
—¿Y ella?
—Ella hará y dirá lo que yo le diga —afirma Gaspar—. Que para eso es
mi mujer.

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5

El 15 de septiembre Gaspar regresa al terreno donde está el pozo. Durante


este tiempo el propio doctor Robles lo ha visitado casi a diario, a su regreso
de la consulta que tiene en Zaragoza. Pasaba por su casa, saludaba a Gloria, y
luego le preguntaba cómo se encontraba y mostraba interés por la evolución
de la rodilla y los dolores de espalda, que también habían ido desapareciendo
de forma paulatina. Al final todo quedó en un susto.
Cuando llega al inicio del terreno, arruga los ojos al distinguir varias
cabezas que se mueven de un lado hacia otro. Cuenta hasta una docena de
hombres, todos en edad militar, y armados con picos y palas de gran tamaño.
Es domingo, por lo que le extraña que alguien esté trabajando. Deja la
bicicleta apoyada en un pino y los observa desde la clandestinidad que le da la
distancia. Enseguida se da cuenta de que son obreros y están limpiando el
terreno de hierbajos y piedras. Advierte que uno de ellos, que debe rondar los
treinta años, y mantiene un cigarrillo de liar pendiendo de los labios, no porta
ninguna herramienta en las manos. Comprende que se trata del encargado.
Gaspar se deja ver, acercándose hacia él en línea recta.
—Buenos días, buen hombre —saluda, levantando la mano.
El capataz tuerce la cabeza y lo observa.
—¿Qué se le ofrece? —le pregunta, en cuanto Gaspar se pone a su altura.
—Trabajo para don Tomás en uno de los terrenos de Nuez de Ebro. Y
hace dos semanas estuve aquí plantando patatas en una de las parcelas —
señala detrás de donde están hablando—. He venido para continuar con mi
labor, pero no sabía que había alguien.
—Nos manda el mismo terrateniente que le manda a usted —responde,
soltando una bocanada de humo que le obliga a cerrar los ojos—. Quiere el
terreno limpio para entregarlo a su nuevo dueño.
—¿Lo ha vendido?
—Así es.
—¿Quién es el nuevo dueño?
—Otro terrateniente —responde con desdén el capataz—. Las tierras
siempre son de terratenientes. ¿La azada es suya?
—Así es.

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—La hemos visto esta mañana y la dejamos bajo la lona, para protegerla
de la lluvia —señala hacia el pinar.
—¿La puedo recoger? Gaspar levanta la cabeza y dirige la mirada hacia
donde le dice el capataz.
—¡Claro! Coja lo que es suyo.
Gaspar sortea al capataz y camina hacia el pinar. Al pasar por el lugar
donde plantó las patatas observa los primeros tallos que apenas sobresalen
medio centímetro sobre la tierra. Algunos están chafados con marcas de
suelas de zapatos, por lo que comprende que los obreros no han tenido
miramiento y que a lo largo del día todo el terreno estará limpio de matorrales
y piedras.
Al aproximarse por donde se coló en el suelo, percibe que el hueco del
agujero no está. Cuando llega ve que lo han sepultado completamente, aunque
se distingue la tierra removida. Se dirige a uno de los obreros, que se apoya
sobre una pala mientras bebe un poco de agua de una cantimplora.
—¿Y el pozo que había aquí?
El obrero, un chico de unos veintitrés años, cuyas manos son enormes en
comparación a su cuerpo delgado, y con el rostro tan rasurado que parece
barbilampiño, apuntala la pala sobre la tierra.
—El capataz nos ha ordenado que todo lo que limpiamos del terreno,
como piedras, hierbas y tierra, lo echemos dentro. Ayer nos tiramos todo el
día hasta que lo cubrimos por completo.
Gaspar mira hacia la punta de la pala del obrero y lamenta no haber
podido rescatar del interior las otras dos vasijas que quedaban y la espada.
Incluso le hubiera gustado coger el casco del esqueleto.
A su espalda escucha la voz del encargado.
—Don Tomás me preguntó si había agua en el pozo. Le respondí que aquí
es imposible que haya agua, porque es una colina de caliza. Entonces me dijo
que si no había agua no era un pozo, sino una cueva. Y mandó que la
enterráramos.
—¿No bajó nadie hasta el fondo? —se interesa Gaspar.
—Nosotros hacemos lo que nos mandan —se excusa el capataz—. Don
Tomás me dijo que había que cegar el pozo, y eso hemos hecho. Aquí, y en
cualquier parte, el que paga es el que manda.
Gaspar camina entre los pinos hacia arriba, hasta que llega al final.
Levanta la lona y coge la azada. A su lado está la vasija de cerámica, que se
cuelga en la espalda con la misma cuerda que usó para sacarla del pozo.

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—Con Dios —se despide, subiendo a la bicicleta y agarrando con torpeza
la azada, que sujeta en la mano izquierda, mientras coge el manillar con la
otra mano.
—Con Dios —replica el capataz.

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6

—¿Qué es eso? —le pregunta Gloria a su marido, cuando deja la vasija en


una estantería de la librería del comedor.
—Estaba en el pozo del terreno de don Tomás.
Gloria se aproxima a la vasija y la observa con detenimiento.
—Es bonita —musita, acariciando las figuras negras con dos dedos de su
mano derecha.
En ella se distingue lo que parecen dos soldados de la antigüedad. El de la
derecha está arrodillado, con una mano levantada, protegiéndose del que está
de pie a la izquierda, que sostiene una lanza e intenta clavársela. El resto de la
vasija es de color rojo. Y de las dos asas, que hay al lado de la boca, una está
parcialmente rota.
—Es lo único que he podido salvar —comenta Gaspar, dejando la azada
apoyada en la pared, al lado de la puerta.
—Debes entregársela a don Tomás.
Gaspar arruga la frente. Sus ojos muestran pesadumbre.
—La he encontrado yo —dice con los labios apretados, como si estuviera
masticando piedras.
—Pero estaba en la tierra de don Tomás.
—Pero fui yo el que la rescaté. Si no me hubiera caído en el pozo, no
hubiera visto ni las vasijas ni el esqueleto y don Tomás no se hubiera enterado
de que existen.
Gloria coge la vasija con ambas manos y se la lleva a la habitación. Abre
el baúl donde guarda la ropa, aparta una manta de invierno, que recientemente
metió ahí, con los primeros calores de mayo, y la introduce poniéndola de
lado, para que quepa bien. Al hacerlo asoma parte del papiro enrollado que
hay en el interior. Lo coge con una mano y estira hasta que lo saca fuera.
—¿Qué es esto que hay dentro de la vasija, Gaspar?
Su marido, que acaba de liarse un cigarrillo, y sonríe a la niña, que está
jugando en el suelo con una muñeca de trapo, la mira con el rostro serio.
—Hay algo escrito, pero no sé qué es.
Gloria, que sabe leer, aunque con mucha dificultad, despliega el papiro
sobre la cama. Desenrolla los primeros dos metros, hasta que una de las
puntas le cae sobre los pies. No puede abrirlo más, porque quizá mida siete u

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ocho metros. Le llama la atención que las líneas de escritura discurran en
sentido paralelo a lo largo de la tira, por lo que para leer lo que hay escrito se
debe desplegar el rollo en su totalidad. Y no distingue los caracteres, porque
están en una lengua extraña.
—No sé qué pone —protesta—. Está escrito en extranjero.
—Se lo enseñaremos al maestro, a ver qué opina.
Gloria lo mira con expresión de enfado.
—¡No se lo enseñarás a nadie! —eleva la voz—. Porque nadie sabe que lo
tenemos en casa. ¿O es que quieres que te detenga la Guardia Civil por robar?
Y luego, con el rostro rojo de rabia, envuelve el rollo con cuidado de que
quede bien apretado y lo incrusta en el interior de la vasija. Saca toda la ropa
del baúl y la deja encima de la cama. Después, mete la vasija en el fondo e
introduce la ropa encima, ordenándola para que quepa todo. Y cierra la tapa
del baúl, anclando el cierre y girando la llave.
Gaspar se lava los sobacos en la palangana que hay en el huerto de la
casa. Se pone la camisa y ajusta los tirantes en el pantalón. Seguidamente
observa a su mujer con ojos de comprensión. Quizá ella tenga razón y no
debería haber cogido lo que no es suyo. Pero ahora ya es tarde para decir
nada, y menos a don Tomás, que podía creer que le ha robado y presentar una
denuncia en la guardia civil.
—Solo es un jarrón, Gloria —suspira—. Ni que estuviera lleno de oro.
—Pero no es tuyo, Gaspar —insiste su mujer—. Y además no sirve para
nada. Como mucho, para llenarlo de agua o de vino. De momento se quedará
ahí dentro, donde nadie lo vea.
Durante la comida hay más silencio de lo habitual. Gaspar bendice la
mesa con una corta oración. Y luego con un cuchillo hace una cruz en la base
del pan de payés. De vez en cuando exprime la bota de vino ante la atenta
mirada de Fernando, el mayor y el que más se parece a su padre.
Por la tarde Gaspar se va al huerto, mientras Gloria se queda con la niña
cosiendo en el comedor. Los niños salen a la calle a jugar con sus amigos. En
un solar vacío, que hay en una esquina, intercambian cigarrillos que roban a
sus padres.
—Esta mañana he oído que nuestros padres discutían —le dice Fernando
a Pedro, ante la atenta mirada de Eufemio, que solo tiene cinco años—. Los
dos estaban en la habitación de matrimonio y hablaban de un jarrón que padre
trajo del terreno de don Tomás.
Fernando solo tiene diez años, pero aprendió a fumar este invierno de un
niño de trece años que vive al final de la calle, frente a la casa del doctor de

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Zaragoza. El único que no fuma, aún, es Eufemio. Pero no tardará en hacerlo,
porque fumar los hace antes hombres y ellos tienen prisa por serlo.
—¿Un jarrón? —interroga Pedro, alzando la voz.
Fernando le tapa la mano con la boca, mientras el cigarrillo le pende de
los labios.
—No chilles —le dice—. Nuestro padre se cayó en un pozo por culpa de
ese jarrón. Y se lo ha llevado sin que nadie lo sepa.
—¿Dónde está?
—Lo guardan en el baúl de la ropa —responde Fernando.
Cuando oscurece regresan a casa. En la puerta se cruzan a su madre y, al
verlos, se dirige a Fernando y le dice que sale un momento a buscar arroz. Y
le deja encargado que vigile a la niña, que está jugando en el suelo del
comedor. En su mano lleva un plato hondo vacío y los niños saben que va a
casa de la vecina, que vive dos números más a la izquierda, con la que tiene
amistad y se prestan comida cuando la necesitan.
—¡Vamos! —exclama Fernando, cogiendo la mano de su hermano y
arrastrándolo hacia la habitación de matrimonio.
—Si padre nos ve, nos mata —protesta el hermano pequeño.
—Padre está en el huerto y no entrará hasta que madre no haya puesto la
mesa para cenar. Y madre todavía tardará un rato en regresar, porque cuando
va a buscar comida a casa de la vecina se queda hablando con ella.
Pedro es el primero en entrar en la habitación, empujado por su hermano
mayor.
—¡Vigila la puerta! —le dice—. Si padre entra desde el huerto, o madre
desde la calle, chasquea la lengua un par de veces.
Pedro reparte la mirada entre la ventana del comedor, donde verá a su
madre si circula por la calle, y la puerta del huerto, donde verá a su padre si
entra, porque siempre que lo hace golpea las botas en el último escalón, para
limpiarlas del barro pegado en la suela.
Mientras, Fernando coge la llave del arcón, que su madre siempre guarda
en el primer cajón de su mesita de noche, y lo introduce en la cerradura.
Levanta la tapa, mete la mano y aparta las mantas nuevas, que están en la
parte de arriba, hasta que llega a la última. Es una manta de algodón, con
cuadros de variados colores, que su madre no utiliza nunca. Dice que fue un
regalo de la abuela y cada vez que la ve le recuerda a su madre. Por eso está
en el fondo del arcón y hace años, desde que murió la abuela, que no la saca.
Coge con dos manos la vasija de cerámica, que está tumbada en el fondo.
Pedro lo observa desde la puerta, con ojos divertidos, como si su hermano

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acabara de hacer una gran hazaña. Cuando pone la vasija de pie, observa un
trozo de papel que asoma desde el interior.
—¿Qué es eso? —le pregunta Pedro, alejándose de la puerta y
acercándose hasta donde está el arcón.
—Esta mañana mamá lo ha desenrollado encima de la cama y es una
libreta muy grande. He visto que ocupaba toda la cama, hasta que ha llegado
al suelo.
Escuchan a lo lejos como su madre saluda a alguien que se cruza en la
calle y Fernando coloca bien las mantas y cierra la tapa del baúl, gira la llave
y la guarda de nuevo en el cajón de la mesita. Cuando los dos niños salen al
comedor, su madre entra con un plato de arroz en una mano.

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Dos días antes de la Navidad de 1935, fallece don Tomás de un cáncer. Su


hijo, Anastasio, que cumple treinta y cuatro años, hereda las tierras de
labranza y se hace cargo de los jornaleros que trabajaban para su padre.
Fernando, el hijo mayor de Gaspar y Gloria, falleció dos años antes en un
accidente en la construcción de la Ciudad Universitaria de Zaragoza, cuando
se desplomó un andamio. Pedro, que ya tiene veintitrés años, trabaja en
Madrid en la Fábrica de cerveza El Águila. Eufemio, de veintiún años, realiza
el servicio militar obligatorio en Melilla. Tanto su padre como su madre están
muy preocupados por el ambiente prebélico que se respira en España. Con
ellos solo vive Antonia, de diecisiete años, y Berna, de quince. Las dos son
tan distintas, que parece mentira que sean hijas de la misma madre. Antonia
es bajita y rechoncha, tiene el pelo negro y largo, y sus piernas son gruesas.
Sin embargo, Berna es alta y estilizada. Y tiene un cuerpo escultural que
arranca silbidos en los muchachos, cada vez que se cruzan con ella.
Gloria está en la habitación de matrimonio. Sobre la cama ha dejado bien
plegada la ropa de verano, que acaba de recoger del tendedero del huerto. No
le gusta que las prendas huelan a humedad y no las guarda hasta que no ha
comprobado que están bien secas. En el comedor está Antonia, planchando.
De sus dos hijas es la única que le ayuda en las tareas domésticas, ya que
Berna tiene muchos pájaros en la cabeza, según dice siempre su madre.
—A esta cualquier día la preñan —ha comentado muchas veces.
Antonia está de pie. Tiene las piernas henchidas de varices, pese a ser una
chica muy joven. A sus diecisiete todavía no ha conocido hombre y la
expresión de su rostro es de constante malhumor, como si todo lo que
ocurriera a su alrededor la disgustara.
—El jarrón —escucha hablar a su madre.
—¿Qué ocurre, mamá? —le pregunta desde el comedor.
Gloria sale de la habitación, donde está arreglando la ropa. En su mano
sostiene la vasija de cerámica que encontró su marido en el pozo.
—No me acordaba de esto —dice.
Lo deja sobre la mesa y seguidamente aparta unas figuras de yeso que hay
en la estantería central del mueble. Luego coge la vasija y la pone en medio
de dos candelabros, con tres velas cada uno, que encienden cada vez que se va

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la luz. En el reflejo del espejo de detrás se distingue el color rojizo de la
cerámica.
—¿Y ese jarrón? —pregunta Antonia, sonriendo. Ella solo tenía dos años
cuando su padre lo trajo a casa, por lo que no recuerda lo que sucedió
entonces.
—No me acordaba de él, porque no lo había vuelto a ver —confiesa su
madre, sin dejar de mirar hacia la vasija—. Lo encontró tu padre en el interior
de un pozo, en un terreno que fue de don Tomás. Entonces lo guardamos en el
arcón de la ropa, porque si el terreno era de él, también sería suyo todo lo que
contuviera. Pero tu padre dijo que quería este jarrón y lo ocultamos. Aun así,
ahora que don Tomás ha muerto, se podría decir que el jarrón no tiene dueño.
Antonia deja de planchar y se queda mirando la vasija, embobada.
—Es hermosa —susurra.
Durante la comida, Gaspar, que ya ha cumplido cuarenta y dos años, y
camina con dificultad por culpa de una cojera que arrastra desde que se cayó
en el pozo, se da cuenta de que la vasija está en la estantería del mueble del
comedor. Enseguida la reconoce.
—¿Quién ha dejado eso ahí? —pregunta.
Las tres mujeres están comiendo y solo una tuerce la cabeza hacia el
mueble.
—¿Qué es? —pregunta Berna, la primera vez que ve la vasija.
Gloria y Antonia mastican sin decir nada.
Gaspar se pone en pie y acaricia la vasija con los dedos de la mano
derecha. Luego se gira hacia la mesa y contempla a su mujer con ojos de ira.
—¿Dónde estaba? —interroga.
—La he encontrado en el arcón de las mantas —responde con voz
calmada—. Ni siquiera recordaba que estaba ahí, desde que la guardamos
cuando la encontraste. Estaba bajo la manta de algodón de mi madre, la que
nunca quiero coger, y no ha sido hasta esta mañana, cuando he ordenado el
interior del arcón, que la he visto. He pensado que, como don Tomás ya no
está, esta vasija nos pertenece.
—Es bonita —dice Berna, sin apenas mirar hacia la estantería—. Si
ponéis unas flores dentro, quizá unos crisantemos, lucirá esplendorosa.
Gaspar regresa a la mesa y se sienta en su silla. Al hacerlo se rasca la
rodilla derecha con todos los dedos de la mano. Luego mira hacia la pared
donde se ve un retrato de Jesús de Nazaret, sosteniendo en su mano izquierda
un libro abierto, mientras que la derecha la tiene levantada, en señal de estar
bendiciendo.

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—Desde que encontré esta vasija —murmura— no han dejado de ocurrir
desgracias.
—Lo de tu pierna fue un accidente —interviene Gloria—, que no tuvo
nada que ver con la vasija, sino con la dejadez de don Tomás, que permitió
que en sus tierras hubiera un pozo descubierto y sin señalizar.
—Murió Fernando.
—Murió porque tenía que morir —insiste su mujer—. Los objetos no son
responsables de nuestra desgracia.
Gaspar continúa comiendo, con expresión de enfado. Desde que se
lesionó la pierna y camina con dificultad, su carácter se ha enrarecido.
—¿Qué pasa con ese jarrón? —pregunta Berna, cuyo pelo largo y rubio le
cae sobre unos hombros redondos.
Su madre la observa y distingue que se ha pintado los ojos. Aunque son
unos trazos tenues, son suficientes como para que ella se dé cuenta.
—¿Qué te tengo dicho? —pregunta, pero suena a acusación—. Eres muy
niña para andar pintándote. Además, comentan por el pueblo que eres lo que
no eres.
Gaspar no interviene, porque nunca se entromete en la educación de sus
hijas. Pero es cierto que comentan por el pueblo que su hija menor es suelta
de cascos.
Berna se pone en pie y sube hasta su habitación. Desde abajo escuchan un
portazo.
—No seas tan dura con ella —comenta Gaspar, soplando la cuchara de
sopa antes de llevársela a la boca.
—Solo tiene quince años y viste y se pinta como si fuese una fulana. Esta
cualquier día nos viene con un bombo.

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8

Es el último día de agosto de 1937. Berna ha cumplido los diecisiete y es una


joven muy atractiva, que contrasta con su hermana mayor, Antonia, que tiene
diecinueve años y sigue siendo una mujer rechoncha, con las piernas y los
brazos de un tamaño desproporcionado respecto al resto del cuerpo. Berna es
rubia y lleva el pelo cortado a media melena. Tiene novio formal desde hace
un año, pero hasta que formalice el matrimonio sigue viviendo en casa de sus
padres.
Es mediodía y la radio avisa de que no se circule por la carretera. Las
tropas de la República llevan días cercando al ejército sublevado en la
localidad de Belchite, a unos escasos treinta kilómetros de Nuez de Ebro, y
hay peligro de bombardeos. El ensordecedor ruido de aviones sobrevolando
por encima es continuo.
Una nube de mosquitos ronda las pieles de manzana que hay en un cubo
de basura de la calle donde viven Gaspar y Gloria. Hace calor y tanto la
puerta como las ventanas permanecen abiertas. Un Peugeot 201 de color
negro aparca delante de la casa. Del vehículo descienden cuatro hombres.
Todos visten de uniforme, calzan alpargatas y cada uno lleva un fusil colgado
del hombro.
Uno de los hombres, que no tendrá más de veinticinco años, traspasa la
puerta y se adentra en la casa. En ese instante están sentados en la mesa del
comedor Gaspar, Gloria y sus dos hijas.
—¿Una cantina por aquí cerca? —pregunta el militar.
Sus ojos se desvían hacia Berna, que está sentada frente a su hermana y
viste con un pantalón corto de color blanco. El militar observa lo que puede
ver de sus piernas, ante la expresión de espanto de Gloria.
—Hay una a la salida del pueblo —responde Gaspar—. Pero no sé si
siendo domingo estará abierta.
—No la hemos visto —repone el militar, sin dejar de mirar a Berna.
Gaspar se pone en pie con dificultad. Tiene cuarenta y cinco años y
muchos achaques. Camina cojeando hacia la puerta y el militar se pone detrás
de él. En la calle está el Peugeot con los otros tres soldados de pie en la parte
delantera. Todos fuman y sonríen. Por lo visto, uno de ellos ha contado algo
gracioso.

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—Es hacia allí —señala Gaspar en la dirección contraria hacia donde
apunta el morro del vehículo.
Entretanto, en el interior de la casa, Gloria le dice algo al oído a su hija
Antonia. Ella se levanta y corre hacia la habitación de matrimonio. Descuelga
el crucifijo de la pared y lo esconde debajo de la cama. La madre le ha dicho
que son soldados republicanos y que han comentado en la radio que se
dedican a quemar iglesias. Teme que al ver el crucifijo les dé por quemar la
casa. A Berna le dice que no se mueva de la mesa donde está sentada. No
quiere perderla de vista, sobre todo con cuatro soldados jóvenes en la puerta
de casa.
—Tápate esas piernas con el mantel —ordena.
—Acabamos de pasar por ahí —le dice a Gaspar uno de los soldados, el
que parece mayor de todos. Tiene el pelo peinado hacia atrás y luce un bigote
tan fino que parece pintado. Cuando sonríe tiene la mayoría de los dientes
negros.
—Pues la siguiente cantina estaría en Alfajarín. No está lejos, unos diez
minutos por carretera —comenta Gaspar.
Los militares se miran entre ellos con el rostro serio.
—Escuche, buen hombre —habla el mismo chico que entró en la casa a
preguntar—. ¿No nos podría dar algo de comer?
Gaspar arruga los labios con disimulo. No quiere soldados en su casa,
pero piensa que cuanto antes coman, antes se irán.
—Sí, claro.
Y entra con celeridad.
En la mesa están sentadas Gloria, Berna y Antonia, que acaba de regresar
de esconder el crucifijo de la habitación.
—Gloria —le dice su marido—. Estos señores quieren comer algo.
Ella baja la cabeza y evita mirar a ninguno de ellos a los ojos.
—Berna —le dice a su hija—. Entra en la cocina y trae la olla.
En esos años se hace comida suficiente para comer y para cenar. Gloria
sabe que por la noche ya no tendrán nada que llevarse a la boca. Pero no le
importa, porque lo único que quiere es que esos soldados se marchen.
—Ya la ayudo yo —dice el soldado que entró en la casa el primero.
—Ya puedo yo sola —replica Berna, forzando una sonrisa de miedo.
—Vamos —le dice Gloria a sus hijas, cuando los soldados se sientan en la
mesa. Y las tres suben a la planta de arriba, donde están las habitaciones.
—¿No comen con nosotros, señoras? —pregunta el militar de bigote fino.

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—Tenemos mucho trabajo arriba —replica forzando una sonrisa amable,
pero que en realidad es de temor.
Los militares dejan los fusiles apoyados en la pared que hay al lado de la
puerta y se sientan alrededor de la mesa. Se sirven potaje de la olla que hay en
el centro. Uno de ellos corta varias rebanadas del pan que hay dentro de una
panera de tela. Y Gaspar trae la única botella de vino que le queda y que
guardaba para una ocasión especial.
Los hombres comen sin hablar. Solo uno de ellos, el primero que entró,
mira hacia la escalera. Es como si esperase que Berna descendiera por allí. El
del bigote fino, y que parece el jefe, se queda inmóvil mirando hacia el
mueble que hay enfrente de él. Gaspar, que no pierde detalle de todo lo que
hacen o miran, se da cuenta enseguida. Los ojos de ese soldado se han
quedado atrapados por la vasija que encontró en el interior del pozo.
—¿De dónde la ha sacado? —interroga, señalando con la mano hacia la
estantería.
Gaspar traga saliva.
—La encontré —responde.
El soldado lo mira con desconcierto.
—¿Dónde la encontró?
—En el campo.
—¿En medio del campo?
—Sí, estaba junto a un árbol. Pensé que no tenía dueño y la traje a casa.
El soldado se pone en pie y se peina la línea del bigote con dos dedos.
Seguidamente, se ajusta el pantalón, que se le había resbalado al sentarse. Los
otros tres militares siguen comiendo, ajenos a la conversación que mantiene
con Gaspar.
—Estamos en guerra —dice cuando llega a la estantería—, pero no todos
somos soldados. Esta vasija, como la llama usted, en realidad es un ánfora. Se
fabricaron para guardar vino. Y los dibujos de esta —posa el dedo índice
encima de uno— pertenecen a la cerámica de figuras negras. Seguramente sea
ateniense y del siglo quinto antes de Cristo. ¿Dónde dice que la encontró?
—En el campo —insiste—. Estaba al lado de un árbol. Pero de eso hace
casi veinte años.
El soldado alarga la mano y coge el ánfora por el cuello, con cuidado de
que no se le resbale. Al hacerlo comprueba que el interior está vacío. Acerca
la nariz y aspira levemente, constatando que no huele a nada.
—Si la vendiera a un anticuario le podría sacar unas buenas pesetas.
Los ojos de Gaspar se abren ligeramente.

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—No sabía que tenía algún valor.
—Más de lo que usted cree. Y es muy extraño que estuviera en medio del
campo, como asegura. Pero supongo que no me está mintiendo. ¿Verdad?
—No, claro que no —insiste Gaspar.
Los soldados terminan de comer y Gaspar les ofrece café.
—Ha sido usted muy amable —se despide el que parece el jefe,
ajustándose la trincha del uniforme.
Cogen los fusiles y salen a la calle. Se suben al vehículo y se marchan
dirección hacia Belchite, donde les espera la guerra.
Y la muerte.

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9

—¿Dónde está el papiro? —le pregunta Gaspar a su mujer, en cuanto ella baja
de la planta de arriba.
—¿Y los soldados?
—Ya se han ido.
—¿Estás seguro?
—Ya se fueron hacia Belchite. ¿Y el papiro?
—¿El que estaba dentro del jarrón?
—No es un jarrón, es un ánfora. Y uno de los soldados, el del bigote fino,
debe ser un entendido, porque me ha dicho que es muy antiguo, de antes de
Cristo, y que tiene mucho valor si lo vendiéramos.
Gloria eleva los ojos hacia arriba, como si estuviera pensando.
—No sé dónde puede estar. Cuando murió don Tomás, lo sacamos del
baúl y creo que el papiro ya no estaba dentro del jarrón. O lo que sea eso.
—Si el ánfora, como ha dicho el soldado, es tan antigua, el papiro que
había dentro debe ser de la misma época. Figúrate, Gloria, del siglo quinto
antes de Cristo.
—Pues si hay cuadros del siglo dieciocho que ya valen una fortuna, no
quiero ni imaginarme lo que valdrá el papiro —confirma Gloria.
Los dos buscan el papiro en la habitación de matrimonio. Gloria saca toda
la ropa del baúl, por si se hubiera quedado enredado con alguna prenda en el
fondo. Mientras, Gaspar lo busca en el armario y debajo de la cama. Se tira un
buen rato abriendo y cerrando todos los cajones y removiendo la ropa que hay
dentro. No mantiene en su memoria ningún recuerdo de la última vez que
pudo ver el papiro, ni dónde estaba. Es tal su desesperación que se dedica a
mirar en los mismos cajones que ya había mirado antes, como si en algún
momento se le hubiera escapado verlo.
—¿Qué buscáis? —pregunta Antonia, que se ha quedado en medio del
marco de la puerta, con expresión sonriente. Le hace gracia ver a sus padres
tan azorados, removiéndolo todo.
—¿Recuerdas el papiro que había dentro del jarrón ese que trajo tu padre
del terreno de don Tomás?
Antonia niega con la cabeza.
—No sé de qué habláis.

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—Ella no puede acordarse —resopla Gaspar—. Cuando traje el ánfora a
casa solo tenía dos años.
—En el jarrón del comedor había un papiro dentro. Tu padre cree que
sería tan antiguo como el jarrón y, por lo que le ha dicho ese soldado, valdrá
mucho dinero.
—No es un jarrón —protesta Gaspar—. Es un ánfora.
—¿Dónde está tu hermana? —le pregunta Gloria a su hija.
—Arriba.
—Sube a buscarla y dile que venga —ordena.
Antonia sube hasta la habitación de Berna, que se ha sentado frente al
espejo del tocador y está peinándose el cabello rubio con un cepillo. Empuja
la puerta, que está entornada.
—Dice madre que bajes.
Berna detiene el cepillado de su pelo y, sin torcer la cabeza, le pregunta:
—¿Qué quiere?
—Te quiere preguntar no sé qué de un papiro que había dentro del jarrón
de las figuras negras. El que guardaron en el baúl. Por lo visto ahora es más
valioso de lo que pensaban. Padre está buscándolo como un desesperado.
—¡Yo no sé nada de ningún papiro! —grita malhumorada—. Hasta hace
unos días ni siquiera sabía que existía ese jarrón.
—Bueno, yo te digo lo que me ha dicho mamá.
—¿Se han ido los soldados?
—Hace rato —responde Antonia—. Padre dice que los ha visto subirse al
automóvil e irse hacia Belchite, donde está la guerra.
—El chico era guapo —murmura Berna—. Tenía una mirada inteligente.
Antonia contempla a su hermana con media sonrisa ladeada en los labios.
Luego observa el libro que hay sobre su mesita de noche: Astucias de amor. Y
comprende que ha sido absorbida por un romanticismo de una época que no le
pertenece.
—¿Qué chico?
—El primero que ha entrado. El de los ojos verdes.
—Ese chico te hubiera tumbado sobre la cama y te hubiera violado. Y
después lo hubieran seguido los otros. Berna, desengáñate, esos soldados son
bestias salvajes y para ellos no somos nada más que putas. Sobre todo tú.
Berna suelta el cepillo, que deja sobre el tocador, y mira a los ojos de su
hermana, a través del espejo que tiene enfrente.
—¿A qué te refieres? ¿Crees que soy una cualquiera, como siempre dice
mamá?

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—Me refiero a que Dios te ha concedido el don de la belleza, pero los
hombres solo ven en ti un objeto de deseo.
—Quizá, si no hubiera guerra, todos seríamos de otra forma —dice Berna,
retomando el peinado de su cabello.
—Puede que tengas razón, pero la guerra no ayuda.
—En Estados Unidos no hay guerra —musita—. Si viviera allí todo sería
diferente. Hay una actriz española, Conchita Montenegro, que se ha ido de
esta porquería de país que tenemos y está triunfando en el cine. Pero para irse
hay que tener dinero.
—Bueno —chasquea los labios Antonia—. Recuerda que madre te ha
dicho que bajes —dice antes de irse, porque quiere preguntarte si sabes dónde
está el papiro.
Cuando su hermana se ha ido, Berna deja de peinarse y se pone en pie. Se
acerca hasta la puerta de su habitación y se asoma a la escalera, para
asegurarse de que su hermana está abajo, en el comedor. Luego abre el cajón
central, sacándolo lo suficiente como para que su cabeza quepa debajo. Se
acuclilla e introduce la mano en una funda de almohada que hay cogida bajo
el cajón con dos ganchos de hierro y cerámica. En la derecha tiene la abertura
en donde guarda dos paquetes de cigarrillos y un mechero de gasolina de
color plata, que le regaló un miliciano catalán de la División de La Bruja, al
que conoció dos semanas antes en Villafranca, donde estuvo en compañía de
una amiga. Al introducir su mano de dedos largos y delgados, toca el rollo de
papiro. Cuando murió don Tomás, su madre decidió que ya era legítimamente
propietaria de la vasija de cerámica y la puso en la estantería del comedor.
Nadie de su familia se dio cuenta de que el papiro no estaba en el interior. Un
día, mientras cambiaba en el baúl la ropa de invierno por la de verano,
siguiendo las órdenes de su madre, vio que en el fondo, y enredado en el
interior con una manta vieja de la abuela, que ya no usaban, estaba el papiro.
Lo deslió hasta que abrió los brazos por completo y contempló unas letras
hermosas, aunque no distinguía qué decían. Quizá, pensó, había escrita una
historia de amor tan antigua que ya murieron los amantes que la disfrutaron y
quienes los conocieron y quienes escribieron sobre ellos. Sintió ganas de
llorar, porque ese papiro habría sobrevivido a guerras, como la que se estaba
librando a pocos kilómetros de su casa. Entonces decidió subirlo a su
habitación y guardarlo bajo el cajón del tocador, junto al tabaco y el mechero,
donde guarda todo lo que está prohibido.
Cuando llega al comedor, escucha que vienen voces desde la habitación
de sus padres. Su hermana Antonia está ordenando las mantas y sábanas que

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hay en el suelo, que su madre ha sacado del interior del baúl.
—Berna, ¿has visto el papiro que había dentro de la vasija? —le pregunta
su madre.
Ella mueve la cabeza con rotundidad, pero no en exceso, para que no se le
note que está mintiendo. Una madre siempre sabe que su hija miente. Pero en
el caso de Berna es difícil, porque ella miente creyéndose sus propias
mentiras, lo que hace que sea indetectable.
—¿De qué papiro me hablas? —pregunta.
—¡El papiro! ¡El papiro! —grita su padre, que tiene la mano metida
debajo de la cama, como si estuviera buscando un ratón revoltoso escondido
entre las patas de madera—. El papiro que había en el interior de la vasija.
—Es un ánfora —contradice Antonia, sonriendo.
Gaspar da una zancada hasta donde está ella y le propina un bofetón, que
suena más que el daño que le hace.
—¡Búrlate otra vez! —la reta.
Antonia agacha la cabeza y sigue ordenando la ropa del baúl.
—¿Por qué buscáis ese papiro? —se interesa Berna.
—Tu padre dice que vale mucho dinero —responde la madre.
—¿Cuánto vale?
—¡No lo sé! —chilla Gaspar, que se ha subido a una silla y está buscando
en la parte de arriba del armario ropero—. Pero si no lo encontramos,
entonces no vale nada.

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10

Berna desoye a sus padres y queda con Isabel, una amiga de Nuez de Ebro, el
sábado 4 de septiembre de 1937. Desde la ventana arroja al huerto, que está
en la parte trasera de la casa, el paquete de tabaco y el encendedor. Luego se
descuelga, agarrándose a la repisa y, cuando ha estirado los brazos del todo,
se deja caer de espaldas. Es una chica muy delgada, pero sus manos y sus
piernas son fuertes. En todas las veces que se ha descolgado de la ventana,
jamás se ha hecho un rasguño. Ni siquiera se ha torcido un tobillo.
En la calle trasera la espera Isabel, que tiene la misma edad que ella. Las
dos visten igual, algo que vienen haciendo en las últimas salidas furtivas. Se
ríen, porque son jóvenes. La juventud es ese instante en el que todo es
divertido. La idea de vestir de monja fue de Isabel, que le aseguró que así
podían circular sin peligro. A las monjas, le dijo, todo el mundo las respeta.
—¿La has traído? —le pregunta Berna.
Isabel saca del refajo una linterna de petaca y la pone delante de sus ojos.
—Aquí está.
Caminan cogidas de la mano, sorteando los arbustos del campo que hay
entre Nuez de Ebro y Villafranca de Ebro. Es noche de calma y el cielo está
limpio de nubes, pero necesitan alumbrarse con la linterna, si no quieren
tropezar. Hace rato que no se escucha el sonido de los cañones, que en la
lejanía bombardean Belchite. Pero Gaspar le dijo a su hija, un día en la
sobremesa, que no hay peor calma que la que precede a la tormenta.
Mientras caminan deprisa, al encuentro de dos chicos con los que han
quedado en la primera casa abandonada que hay antes de llegar a la población
vecina, los hábitos de las dos se enredan con la maleza. A Isabel se le cae la
linterna de la mano y se apaga. Berna la recoge, agachándose con dificultad
porque el hábito le va grande, y comprueba que la linterna funciona, pese al
golpe que se ha dado.
—No sé cómo las monjas pueden caminar con esta prenda —comenta
Isabel, antes de explotar en una carcajada que contagia a su amiga.
Isabel también tiene diecisiete años. Es una joven hermosa, de ojos negros
y grandes, de estatura menuda, pero de constitución fuerte. Tiene el pelo
largo, recogido en una coleta, que oculta bajo el velo de uno de los dos
hábitos de monja que encontró en una bolsa de tela. El día que se lo mostró a

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Berna, fue ella, la más maquiavélica de las dos, que arguyó la idea de salir
vestidas de esa guisa.
—Nadie se fijará en dos novicias —le dijo.
Desde entonces ya van cuatro veces que salen de escapada. Solo se han
encontrado, hace una semana, a una mujer de rasgos duros, que venía de
hacer la colada en el lavadero. Ella las saludó con cortesía, con un buenas
noches, hermanas. Berna e Isabel tuvieron que aguantar la risa, hasta que se
alejaron, constatando que el disfraz de monja surtió su efecto.
En un cruce entre el camino y una pista de tierra, que llega hasta el
siguiente pueblo, a pocos metros de donde habían quedado, les salen al paso
tres chicos. Visten uniforme republicano. Llevan la cabeza descubierta y solo
uno porta un fusil en el hombro, que mueve como si fuese una pala.
—¿Dónde van las monjitas? —pregunta el único que tiene bigote.
—Vamos de regreso al convento —responde Isabel, la que está más cerca
de ellos, encogiendo la mano donde sostiene la linterna.
Berna se queda atrás, ajustándose el velo que le cubre la cabeza, para que
no se vea su cabello rubio.
—¿Hay un convento por aquí cerca? —insiste el chico del bigote.
Los otros dos sonríen, bajo la única luz que alumbra el cruce. El que
sostiene el fusil lo mueve de un lado hacia otro, como si quisiera infundir
temor a dos monjas jóvenes que caminan perdidas por el campo.
—Sí —responde de inmediato Berna, carraspeando levemente para
aclararse la garganta.
La chica no quiere que la descubran y en casa sepan lo que ha hecho. Le
da más miedo la reprimenda de su padre, que lo que esos milicianos puedan
pensar de ellas.
—¿Qué llevas ahí? —le sigue preguntando el del bigote.
Se acerca tanto que percibe el aliento de alcohol que surge de su boca.
—Nada. No llevo nada —repite Berna, echándose un paso hacia atrás.
El miliciano posa su mano sobre el hábito y distingue algo duro.
—Saca lo que sea que lleves ahí —ordena, con un tono menos amable con
el que las interceptaron.
Berna extrae el paquete de cigarrillos y el mechero.
—Unas monjitas que fuman —dice el que sostiene el fusil, acercándose y
poniéndose al lado del que lleva el bigote.
—¡Venga, vamos! —interviene el tercero, en las primeras palabras que
han salido de su boca—. Tenemos que regresar al puesto.

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El del bigote se muerde el labio en un gesto obsceno. Y con la mano
aparta el velo de Berna, dejando al descubierto el cabello rubio, que cae a
plomo sobre su cuello.
—¡Dios os castigará! —chilla Isabel, al darse cuenta de las intenciones de
esos milicianos.
—¡Tú! —se dirige el del bigote al miliciano que está más atrás y que
apenas ha dicho nada—. Vigila el camino y avisa si viene alguien.
Y seguidamente coge del brazo a Berna, a la que arrastra hacia el campo,
en la parte donde no llega la iluminación del cruce de la pista de tierra. Ella
hace fuerza para soltarse. Pero, por mucho que lo intenta, no consigue zafarse.
El otro deja el fusil a su compañero y corre detrás de Isabel, que da zancadas
entre la maleza, tratando de escapar. No ha corrido ni diez metros cuando la
caza, tirando de su hábito. La arroja al suelo y la desviste por completo. Su
cuerpo es delgado y las carnes blanquecinas reflejan la luz de la Luna. El
chico se desabrocha el pantalón y le arranca las bragas de un tirón tan fuerte
que le hace sangre en la piel de la cintura. Agarra los dos brazos con sus
manos y la penetra con furia. Ella intenta llorar, pero no puede. Se queda en
silencio, con el deseo de que acabe cuanto antes y se vaya. Ni siquiera sabe
qué está ocurriendo con su amiga Berna, porque no la puede ver en la noche.
No la escucha ni gritar ni pedir ayuda.
No sabe el tiempo que ha pasado, pero sigue siendo de noche. Isabel se
incorpora y distingue que los milicianos ya se fueron. Hay silencio, solo roto
por el sonido de los grillos que se escucha a lo lejos. Apenas puede ver más
allá de un metro, alumbrándose con la Luna a la que cubre una nube enorme.
—Berna —susurra—. Berna, ¿estás aquí?
Camina tambaleándose, completamente desnuda, y encuentra a pocos
metros de donde está el hábito que le arrancó el miliciano. En sus piernas hay
sangre seca y siente dolor y rabia. Cerca de donde estaba el hábito encuentra
la linterna de petaca. La coge y la enciende, pero no funciona. La golpea
secamente, porque sabe que en ocasiones es un buen remedio, y la luz
parpadea un par de veces hasta quedarse encendida. Se viste con el hábito. Se
siente estúpida y ridícula por lo que ha ocurrido. Y le preocupa no saber
dónde está su amiga.
—Berna —la llama de nuevo, ahora con la voz más fuerte.
Los grillos se silencian y ya no se escucha nada. Ni siquiera el sonido de
los cañones que asedian Belchite a lo lejos.
Alumbra la pista de tierra con intención de regresar al pueblo. No
encuentra sus zapatos y le duelen las plantas de los pies, donde se le clavan

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las piedras. Camina despacio, siguiendo la estela de su linterna. Se detiene
cuando distingue una figura de color blanco que hay delante de un árbol.
Levanta la mano y enfoca su rostro.
—¡Dios mío! —grita.
Amarrada a un árbol, de espaldas, completamente desnuda y con las
piernas sangrando, está su amiga Berna.

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Es el mes de noviembre de 1970 y Gaspar, que en mayo cumplió los 78 años,


está sentado en un cómodo balancín del comedor de la casa de Nuez de Ebro.
Ya no se queja, porque nadie le hace caso, pero le duelen todos los huesos de
su cuerpo. Tiene artrosis. Dos hernias discales. Y ha perdido a su esposa, que
falleció dos años antes. En su memoria prevalecen su primogénito, Fernando,
que murió aplastado en la obra donde trabajaba, y su hija Berna, que murió
antes de saber que la muerte existía. Unos salvajes la violaron y la dejaron
atada en un árbol, hasta que su cuerpo sucumbió por las heridas que le
produjeron. Han pasado treinta y tres años y una guerra, pero todavía ve los
ojos de su niña, cuando sonreía, sentada en la mesa del comedor, peinando su
cabello rubio que resplandecía como el sol surgiendo detrás de una montaña
colmada de vegetación. Nunca detuvieron a los milicianos que la violaron y la
asesinaron después, porque en las guerras nadie es responsable de sus actos.
Todo pasa, menos el dolor que se incrusta en la memoria.
En la cocina está su hija Antonia. Es una mujer cada vez más corpulenta,
de pelo corto y liso, con las piernas llenas de varices y con unos ojos
pequeños que se ocultan detrás de unas gafas gruesas de concha de color
negro. Tiene cincuenta y dos años, dos más de los que tendría Berna si
viviera. Se casó y tiene dos niños: Manuel, de diez años, y Camelia, de
diecinueve. Cuando Manuel tenía siete años, su marido murió en un accidente
de tráfico. Gaspar cree que el hecho de que se quedara tan joven sin la
autoridad de un padre, lo ha transformado en un niño rebelde.
—No deberías fumar —reprocha Antonia a su padre, cuando sale de la
cocina. Aparta de encima de la mesita, que hay al lado del balancín, un
paquete de Ducados—. Y mucho menos delante de tu nieto.
En sus manos sostiene un trozo de papel de váter, con el que limpia el
cenicero de colillas. Gaspar le devuelve una mirada de dureza en la expresión
de sus ojos.
Manuel deambula por el comedor de un lado hacia otro, hastiado. No le
gusta visitar al abuelo. Se aburre y protesta porque en Nuez de Ebro no hay
nada que pueda hacer un niño de diez años. Hace rato que espera a un amigo
del barrio, que tiene su misma edad, con el que queda siempre que visita al
abuelo, para ir a chutar la pelota en una pista de fútbol que hay cerca de su

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casa. Pero su madre sabe que juegan poco y quedan para fumar a escondidas.
Pero no se lo dice. No hay nada peor que decirle a un hijo que no haga algo,
para que lo haga.
Una chica ecuatoriana, que contrataron para el cuidado del abuelo, sale de
la cocina con una palangana de agua caliente que sujeta en ambas manos.
Deja la palangana en el suelo. Se arrodilla delante de Gaspar y le retira los
calcetines de ambos pies. Uno de ellos, el derecho, está tan morado que
parece el pie de un hombre negro. Lo limpia con un trapo húmedo, que moja
en el agua. Y seguidamente reparte crema de un tubo que acaba de abrir y la
extiende con la mano derecha, mientras que con la izquierda sostiene el pie
por la parte del talón. La expresión de Gaspar es de satisfacción y Antonia le
reprocha su mirada obscena hacia la asistenta, que por la edad podía ser su
nieta.
Manuel, cansado de esperar a su amigo, se entretiene toqueteando las
figuritas que hay en una de las estanterías de la librería de melamina del
comedor. El abuelo no le dice nada, porque está absorto contemplando a la
asistenta que le esparce la crema en el pie.
El niño coge con sus manos de dedos gruesos una vasija de cerámica que
está en el estante de en medio.
—¡Deja eso! —increpa la madre—. Como se rompa, el abuelo te mata.
Manuel sonríe.
—Vale —repone, alargando la primera vocal.
Antonia le quita la vasija de las manos y la devuelve a la estantería donde
estaba.
—Llevo viendo este jarrón desde que era una niña. Y tiene dos mil
quinientos años —añade—. Solo faltaría que lo rompieras tú, jugando con él
—le dice a su hijo.
—Y hay dos más —interrumpe el abuelo, que desvía los ojos para
observar a su hija y a su nieto, que están frente a la librería.
Antonia eleva los ojos, sin que su padre la vea, en señal de que está harta
de escuchar la historia de su padre, de cómo encontró el ánfora.
—¿Dos más? —se interesa Manuel, que ha dejado el jarrón en la
estantería.
—Había tres en total —habla el abuelo—. Pero solo pude coger este.
Seguidamente, le guiña un ojo a la asistenta, como si ella tuviera que
emocionarse con su proeza. La chica le devuelve una mirada ausente.
La madre se introduce en la cocina y el abuelo sigue pendiente de la chica,
que ahora le está untando crema en el pie izquierdo. Manuel coge de nuevo el

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jarrón y explora con la mirada las figuras negras que hay pintadas sobre el
fondo rojo.
—¡Lo vas a romper! —protesta la madre nada más salir de la cocina.
—Si no se ha roto en dos mil quinientos años, no creo que se vaya a
romper ahora —comenta el niño, ante el estupor de Antonia. La madre se
sorprende de que su hijo la hubiera escuchado antes, cuando habló de la
antigüedad de la vasija.
—Es un ánfora y pertenece a la cerámica ática. Es de arcilla cocida, sobre
la que han pintado las figuras negras —señala hacia las dos figuras que hay
pintadas.
—Nunca apareció el papiro que había dentro —suspira el abuelo—. A
saber cuánto valdría ahora si lo tuviéramos.
Manuel mira hacia su madre, sin que el abuelo lo vea, y le hace un gesto
con el rostro, preguntándole de qué está hablando el abuelo.
—Cuando el abuelo trajo el ánfora a casa —habla Antonia—, dentro
había un papiro que suponemos era de la misma época. Estaba enrollado y, al
desplegarlo, era enorme, quizá midiera ocho metros. El ánfora estaba en el
interior de un pozo que había en un terreno cerca de Alfajarín, donde el
abuelo estuvo trabajando. Y ante el temor de que el propietario lo supiera, mi
madre lo guardó en el interior del arcón de su habitación, bajo un conjunto de
mantas, en cuyo fondo había una de mi abuela que no utilizaba porque le traía
malos recuerdos. Cuando murió ese hombre, no recuerdo su nombre…
—Don Tomás —interviene el abuelo.
—Cuando murió don Tomás —continúa hablando Antonia—, la abuela
dijo que el ánfora ya era nuestra y la sacó y la dejó en la estantería —la señala
con la mano.
La chica ecuatoriana levanta la cabeza y mira hacia la vasija. Parece que
escuchar que es antigua atrae su atención.
—¿Y eso de que había dos más? —interroga Manuel.
—Que te lo cuente el abuelo —responde Antonia, mirando hacia su padre.
La chica ecuatoriana sigue extendiendo crema en el pie izquierdo.
—Estaba bajo tierra —resume Gaspar.
—¿En una cueva?
—En un pozo —repone el abuelo—. Cogí la vasija de cerámica y el
papiro estaba dentro. Había dos más, pero no pude llevármelas todas porque
no sabía cómo hacerlo.
Manuel, que ha perdido el interés por la historia del ánfora, sale a la calle,
donde lo espera un amigo del vecindario con el que queda siempre y los dos

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se marchan a chutar la pelota a la pista.
—¡En una hora comemos! —grita su madre, asomándose por la ventana
—. No vengas tarde.

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Es el 20 de noviembre de 1975 y toda la familia de Gaspar se reúne en la casa


de Nuez de Ebro. El velatorio lo hacen en la habitación donde durmió los
últimos sesenta años, desde que se casara. Está Pedro, de sesenta y tres años,
que acaba de llegar desde Madrid, donde se casó y vive con su mujer. Y
Antonia, que acude en compañía de su hijo Manuel. Pedro es el único que
llora, y no porque sienta pena por la muerte de su padre, sino porque es el más
sensible de los cuatro. Pedro siempre llora por cualquier cosa.
Antonia, la única que siempre ha estado al lado de su padre, y al que visitó
en vida al menos una vez a la semana, sale al comedor y apaga el televisor de
un manotazo. El periodista está retransmitiendo en directo la muerte de
Franco.
—Estoy de Franco hasta el moño —masculla.
Por la puerta de la casa, que está abierta de par en par, entran dos abuelos
de unos ochenta años. Son amigos de Gaspar, que lo conocieron en vida, y
vienen a despedirse de él. Su cuerpo está tendido sobre la cama, vestido con
su mejor traje. Tiene los brazos cruzados en el pecho y la expresión de su
rostro es de paz. A su izquierda, sobre la mesita de noche, hay un retrato de su
esposa. A la derecha otros dos de sus hijos Fernando y Eufemio.
Antonia, ayudada por la asistenta, una chica andaluza de veintinueve años,
que lleva dos años con ellos, saca de la cocina tres platos con comida que han
estado preparando a lo largo de la mañana. Son muchas las personas que están
en la casa, y no quieren que desfallezcan. Hay un plato con sándwiches de
pan inglés, otro con pastelitos de la confitería del pueblo y un tercero con
tacos de tortilla de patatas, que ha cocinado la propia Antonia.
Todos los niños menores están jugando en la calle. Manuel, que ya tiene
quince años, se ha sentado en la mesa del salón, cerca del televisor que acaba
de apagar su madre, y fuma con descaro un cigarrillo negro que ha cogido del
paquete de tabaco abierto del abuelo.
—¡No fumes aquí! —protesta su madre, llevándose el paquete.
Su hermana, Camelia, nueve años mayor que él, los interrumpe cuando
entra acompañada de su novio, con el que dicen que se casará en no
demasiado tiempo.

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—¡Vamos! —le dice a su novio, tirando de él con fuerza, como si fuese
un gorrino camino del matadero.
El chico, que tiene el pelo cortado a media melena y viste con un jersey de
cuello alto de color marrón, se queda en medio del comedor, entre Manuel,
que muestra enojo porque le han quitado el paquete de tabaco, y la librería de
melamina.
—Me da grima ver a los muertos —se queja.
Camelia no le hace caso y entra sola en la habitación del abuelo. Su novio,
que todavía no tiene mucha confianza con el resto de la familia, sale a la calle,
donde se enciende un cigarrillo y se distancia caminando hacia un solar vacío
que hay al final.
Manuel se ha puesto en pie y se acerca hasta la estantería donde está el
ánfora de cerámica ateniense.
—Oye, mamá. ¿Quién se quedará con la vasija? —le pregunta cuando la
ve salir de la cocina.
Antonia se detiene en medio del comedor, con el paquete de Ducados en
una mano y con un trapo de cocina en la otra, y observa el ánfora.
—No sé —responde—. Supongo que se la quedará el que se quede con la
casa.
—¿Y quién se quedará la casa?
—El abuelo no tenía propiedades, más allá de su casa. Y dinero no creo
que tuviera mucho, porque llevaba varios años cobrando una pensión mínima.
Solo quedamos Pedro y yo. Hablaré con él a ver qué quiere hacer.
—Si el abuelo trabajó toda su vida —contraviene Manuel— bien que le
tendría que haber quedado una buena jubilación.
—Trabajó, sí. Pero antes casi todo el mundo trabajaba sin contrato, por lo
que a ojos de la administración no obtenían ingresos. Esta situación repercute
en la jubilación, ya que tu abuelo no cotizó los años suficientes como para
cobrar una pensión digna.
—¿Y entonces quién se quedará la casa? —insiste Manuel.
—Lo tengo que hablar con tu tío Pedro —responde Antonia.
—¿Y por qué no nos la quedamos nosotros?
—Ya te digo que tenemos que hablarlo entre nosotros. Seguramente
terminemos por venderla y nos repartamos el dinero a partes iguales.
—¿Me puedo quedar el ánfora?
—¿Para qué la quieres, Manuel? ¿Es que no tienes suficientes trastos en
casa?

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—¿Entonces me la puedo quedar o no? —insiste Manuel—. El que se
quede la casa no la querrá para nada. Y si la vendéis, seguramente acabará en
el basurero. Y yo la quiero conservar.
—Haz lo que quieras —desiste Antonia de discutir con su hijo—. Pero
antes de cogerla, pregúntale a tu tío Pedro y a tu hermana si la quieren. No sea
que vayamos a reñir por un jarrón de arcilla —profiere con desprecio.
Su madre, la asistenta y su hermana Camelia están en la cocina. Hay un
momento en que Manuel se queda solo en el comedor. Sobre el tresillo está el
bolso de su madre. Se acerca con cuidado de que nadie lo vea. Descorre la
cremallera y coge las llaves del Seat 127. Agarra el ánfora con ambas manos
y, sin tiempo que perder, sale corriendo a la calle. En la acera de enfrente, en
una hilera perfecta, están aparcados todos los vehículos de los asistentes al
velatorio. Localiza el de su madre enseguida, porque recuerda dónde lo dejó
cuando llegaron. Abre la puerta del maletero e introduce el ánfora. Luego la
tapa con una manta que su madre siempre lleva en el coche. Y no lo hace para
ocultarla, sino para evitar que se rompa en el desplazamiento.
Cuando regresa se cruza con su hermana Camelia, que acaba de salir a la
calle en busca de su novio.
—¿Has visto a Florencio? —le pregunta a Manuel.
—No, no lo he visto —responde sin detener el paso.
Camelia clava los ojos en su frente sudada. Es su hermana y, por lo tanto,
sabe que ha hecho algo que no debería hacer.
—¿Qué ocurre? —le pregunta.
—Nada. ¿Tiene que ocurrir algo?
Camelia no responde y camina en dirección contraria, en busca de su
novio.

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Corre el año 1978 y hace ya tres años que murió Franco, los mismos que hace
que murió Gaspar. El primero pasará a los libros de historia. Del segundo
nadie sabrá nada una vez hayan muerto los que lo conocieron.
—¿Has leído lo del casino de Montesblancos? —le pregunta Manuel a su
hermana Camelia, un día que ella lo invita a comer en su piso de la
zaragozana calle Tarragona.
Camelia se ha casado recientemente con Florencio, el que fuera su novio,
y está embarazada de cuatro meses. Manuel ha cumplido los dieciocho y vive
en un piso de estudiantes en La Almunia de Doña Godina, a cuarenta minutos
en coche de Zaragoza, donde estudia el Grado de Ingeniería Civil.
—Lo he leído en la prensa —responde Camelia—. Y en el Informe
Semanal de la televisión pública, de hace dos sábados, dedicaron un programa
completo.
Manuel, que fuma tabaco rubio, se sienta en la silla que hay en la
minúscula terraza del piso de su hermana, y apaga el cigarrillo en un cenicero
triangular de aluminio con la palabra «Cinzano» escrita en mayúscula en
letras grandes y rojas.
—Pues es una enorme putada —afirma, ante la indiferencia de su
hermana.
Camelia no sabe a qué se refiere su hermano, pero piensa que es por el
peligro que supone un casino de esas características en una zona donde hay
poblaciones pequeñas alrededor y poco acostumbradas a la afluencia masiva
de gente.
—Los comerciantes no opinan lo mismo —interviene Florencio, mientras
sale a la terraza con un vaso de vermut en la mano—. Dicen que el casino
traerá gente con ganas de gastar dinero y eso es bueno.
Florencio es un tipo grueso, que rara vez lleva el rostro afeitado, donde se
deshilachan pelos sueltos en su cuello. Cuando acaba de hablar, guiña los dos
ojos con fuerza, como si le picaran y no pudiera resistir cerrarlos.
—No me refería a eso —refuta Manuel—. Lo digo por el yacimiento
arqueológico del que tanto nos habló el abuelo. ¿Te acuerdas? —le pregunta a
su hermana.
—El yacimiento —suspira Camelia, como si ya no se acordara de él.

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—¿De qué habláis? —se entromete Florencio, sentándose en la silla que
hay libre frente a Manuel.
—Por favor —gime Camelia, que hace el esfuerzo de sentarse en una silla
de plástico que hay pegada a la barandilla. Detrás de ella asoman las hojas de
un geranio—. No cuentes otra vez la historia del abuelo. Mi madre me dijo
que el abuelo la había contado tantas veces, que se la sabía de memoria.
—¿Qué historia? —insiste Florencio, apagando el cigarrillo en el
cenicero, que ya está lleno, y encendiéndose otro a continuación.
—Es referente a un pozo oculto que hay en el enclave donde han
construido el casino de Montesblancos, en la carretera nacional que pasa por
Alfajarín, entre Madrid y Barcelona. Nuestro abuelo nos habló de que siendo
joven se cayó dentro, donde había un sepulcro con un esqueleto. De ahí cogió
un jarrón de cerámica y se lo llevó, sin comunicárselo al terrateniente
propietario del terreno.
—A los viejos les gusta contar historias inventadas —profiere Florencio,
dando por supuesto que lo que contó el abuelo de Manuel y Camelia era una
trola.
—No creo que fuese una historia de viejo —contraviene Camelia, que se
remueve en la silla buscando una posición cómoda. El embarazo, unido a su
gordura, le hace sentirse molesta—. Y ahora que lo comentas —se dirige a su
hermano—, ¿sabes por dónde para el ánfora? Recuerdo que siempre estaba en
la librería del salón de la casa de Nuez de Ebro. Seguramente nuestra madre
lo habrá guardado en otro sitio o lo habrá tirado. Siempre dice que ese jarrón
le trae malos recuerdos e insiste en que la invalidez del abuelo tuvo su origen
el día que se cayó en el pozo.
Florencio se acaba el vaso de vermú de un solo trago y se dirige a la
cocina a por otra botella. Parece que la conversación que mantiene su mujer y
su cuñado no es de su interés.
—Ya no está ahí, en la casa —replica Manuel a su hermana.
Alarga la mano y coge un cigarrillo del paquete que hay abierto sobre la
mesa.
—¿Quién se lo quedó al fin? No me digas que se lo llevó Pedro a Madrid.
—No —niega Manuel con rotundidad—. Lo tengo yo.
—¿La cogiste tú?
—Se lo dije a nuestra madre y me dijo que hiciera lo que quisiera con el
ánfora. Entonces no sabíamos qué iba a ocurrir con la casa del abuelo y,
temiendo que acabara vendiéndola, me llevé el ánfora. La tengo en el piso de
la Almunia.

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—¿Y el papiro que había dentro? —le pregunta Camelia, sentándose para
que no se le hinchen las piernas.
—¿Lo has visto alguna vez? —replica su hermano.
—¡Nunca! —sonríe Camelia, volviendo a ponerse en pie. Al hacerlo
golpea la pata de la mesa con su pie y se desparraman las colillas que hay
encima, cayendo unas cuantas al suelo—. Nuestra madre sí que lo vio, pero
me dijo que desapareció cuando ella era una adolescente. Un día, sin saber
cómo, alguien lo cogió del interior del arcón de la habitación de matrimonio.
Florencio regresa y deja una botella de vermú negro sobre la mesa. Y,
cuando ve las colillas en el suelo, coge un recogedor del armario que tienen
en la terraza y con un cepillo de mano las recoge y las tira en el cubo de
basura de la cocina.
—Me hubiera gustado averiguar si la historia del abuelo era cierta y dar
con ese pozo. Más que nada, por encontrar las otras dos ánforas. Y saber si
también contienen un papiro griego —comenta Manuel.
—Pues ahora ya no se puede hacer nada —zanja la conversación Camelia
—. Porque si ahí debajo había un yacimiento o lo que fuese y había más
vasijas, ahora ya no quedará nada. Las excavadoras habrán dado buena cuenta
de lo que hubiera. ¿Y tienes el ánfora en el piso de alquiler?
—La tengo dentro de una caja de cartón grande, y me la llevé porque no
quería dejarla en casa de mamá. Nuestra madre asocia la existencia del ánfora
a todo lo malo que ha pasado en la familia. La invalidez de su padre, la
muerte de su hermano y la violación y asesinato de Berna. Le pregunté un día
por el papiro, y casi me arranca los ojos en un ataque de ira. Gritó y me dijo
que esa puta ánfora les había jodido la vida. Le he mostrado el ánfora a un
compañero de la universidad. —Manuel ladea ligeramente la cabeza, como si
fuese a decir algo importante—. Ahora estudia el grado de ingeniería civil,
pero el año pasado se matriculó en historia del arte y me ha dicho que el
ánfora pertenece a la conocida como cerámica ateniense de figuras negras.
Calcula que es del siglo quinto antes de Cristo y es materialmente imposible
que se haya encontrado en un yacimiento de Zaragoza.
—¿Qué quieres decir con eso? —interroga su hermana.
—Que o el abuelo nos mintió o que bajo el terreno de Montesblancos hay
un yacimiento imposible.
Florencio los interrumpe entrando en la terraza.
—¿Comemos o qué? Yo empiezo a tener hambre.
Y los tres se dirigen hacia la cocina.

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Se llama Miguel y en 1978 tiene veinticinco años. Es un chico fornido, de


espalda ancha, sin vicios, deportista y que desde hace un año tiene trabajo. Un
contrato fijo, a finales de los años setenta, es lo más parecido a una quiniela.
Se ha casado con la chica con la que compartió la adolescencia. Es feliz. Y
hace poco nació su primera hija. El sueldo no es muy alto. Y han comprado
un piso por el que pagan un interés hipotecario del diecisiete por ciento. Con
las primeras letras llega el ahogo económico. Su mujer no trabaja, porque
dedica el tiempo a criar a la niña. Miguel comienza a desesperarse, porque
necesita ingresos extras que le permitan llegar a fin de mes. Las deudas lo
consumen.
Es sábado y sale de cena con los compañeros. Reservan mesa en un
restaurante del centro, donde sirven tantos platos que no pueden acabar con
toda la comida. Después visitan un bar de copas, en el que continúan la fiesta.
Es tarde y algunos de los hombres comienzan a retirarse. Mañana, según
dicen, deben madrugar. De la docena que fueron al principio, solo quedan
cinco. Uno de ellos tiene un vehículo lujoso. Es un Seat 1430 de color blanco,
con un motor de mil seiscientos centímetros cúbicos, que ruge como si fuese
un coche de carreras. Les sugiere que podían ir todos al nuevo casino de
Montesblancos, que está en la carretera de Barcelona. Todos han oído hablar
de él, por lo peculiar de su localización y porque el nombre recuerda a uno de
los casinos más famosos del mundo, el Casino de Montecarlo.
Esa noche, la primera que Miguel pisa una sala de juego, tiene suerte. Es
la suerte del debutante, la que le hace creer que ganar en el juego es sencillo.
Esas veinticinco mil pesetas, que se han llevado cada uno, es una mensualidad
completa. Está tan eufórico, que le compra una pulsera de oro a su esposa. Y
le cambia los neumáticos al Seat 850, que estaban tan gastados que temía que
la guardia civil lo multara. Y durante unos días cambia el paquete de Bisonte
sin filtro por el de Winston que, aunque cuesta más, también es mejor. Para
entonces todavía hay fumadores que opinan que el tabaco caro es menos
dañino para la salud. La felicidad que da el dinero es tan efímera como el
tiempo que tarda en evaporarse. Regresa al casino, pero esta vez lo hace solo.
Y no por vergüenza, sino por avaricia. Confía que lo que gane en esta ocasión
no tendrá que repartirlo con nadie.

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En unas semanas se convierte en cliente habitual de Montesblancos, al
que visita con asiduidad. Él todavía no lo sabe, pero ha sido apresado por una
enfermedad que hasta entonces no tiene nombre. Se llamará ludopatía y la
persona que la sufre no puede dejar de jugar, pese a las deudas o los delitos
que pueda cometer para conseguir el dinero que necesita para seguir
apostando. Y no le importa perder aquello que más quiere, como la familia o
el trabajo. El juego es una droga que puede llegar a ser tan destructiva como
la cocaína o la heroína.
Miguel inicia una fase de desesperación, cuando percibe que cada vez
invierte más dinero en el juego. Tiene problemas económicos, personales,
laborales y familiares. Y cree que ganando en las apuestas se solucionarán
esos problemas. Adopta dificultades emocionales que antes no tenía y su
adicción le lleva a jugar a todo: bingo, máquinas recreativas, mesas de cartas,
lotería o quiniela. El casino se convierte en su hogar. El juego en su modo de
vida.
Es tal su desesperación que comienza a mentir a su familia para ocultar las
deudas, que cada vez se acrecientan más. Sufre de ansiedad, irritabilidad y
depresión. Pero no puede dejar de jugar. Nadie, a excepción de las personas
con las que coincide en el casino, saben que es un jugador compulsivo. No lo
sabe ni su padre ni su madre ni su esposa. No lo saben, pero lo sospechan.
Ellos desconfían del comportamiento de Miguel y recelan que le ocurre algo,
pero no saben el qué.
Siempre que puede visita el casino, sobre todo los fines de semana.
Mientras trabaja solo desea que termine su jornada para apostar. Su vida es la
vida que transcurre cuando está en el casino. Solo allí se siente feliz. Anhela
que la última apuesta sea la ganadora. No tiene suerte. O considera que no
tiene suerte. Pero espera que la suerte venga de golpe y recupere todo lo que
ha perdido.
Su mujer no puede más y lo abandona. Y lo hace porque debe proteger a
su única hija, que acaba de nacer y no quiere ser testigo de la destrucción
progresiva de su padre. El hombre con el que se casó, enamorada, es uno
distinto al que conoce ahora. Se enfada con facilidad. Grita a la niña cuando
llora. Y ya no quiere ir los domingos al parque. Fuma más de la cuenta. Bebe
en exceso. Y ha dejado de hacer deporte, por lo que coge algunos kilos que le
engordan la barriga.
Miguel comienza a disminuir el rendimiento en el trabajo. Las faltas
injustificadas amenazan con provocar su despido. Se aleja de los amigos y
encoge su relación social. Pierde amistades que no comprenden cómo no

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puede dejar de apostar. Es un hombre desesperado y cada vez se hunde más
en un pozo del que no podrá salir.

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Es el año 1997 y Manuel y Camelia coinciden en un bar de Zaragoza, en el


Paseo de la Independencia. Hace un par de meses que no se ven, aunque sí
que han hablado por teléfono. Manuel tiene treinta y siete años y está en
trámites de divorcio de su mujer, con la que ha tenido una niña. Camelia ha
cumplido los cuarenta y seis y sufre de obesidad mórbida. Finalmente, se
separó de su marido, Florencio, que la maltrató los últimos años. Y sus dos
hijas residen con sus respectivos maridos en Madrid. Tanto Manuel como
Camelia viven solos.
—¿Te has enterado de lo del casino? —le pregunta Manuel, antes de que
el camarero les sirva los cafés.
—Perdona, estos días estoy un poco desconectada. ¿Qué pasa con el
casino?
Su madre, Antonia, había fallecido hacía pocas semanas y se sentía muy
unida a ella. Mucho más que su hermano.
—Se ha ido a la quiebra —dice Manuel, como si fuese una buena noticia.
—Pero si era un negocio boyante. Había leído que los propietarios se
habían hecho de oro y tenían un proyecto de ampliación del casino, donde
iban a construir más hoteles y más salas de juego.
—Pues debe ser que no es oro todo lo que reluce —le dice su hermano—.
Por lo visto no les iba tan bien como aseguraban. Solo han pasado dos
décadas para que sus fundadores aleguen falta de liquidez y se declaren en
quiebra. La sociedad ha solicitado la suspensión de pagos y ahora tiene
nuevos dueños.
—¿Quiénes? —se interesa la hermana, cuya desmejora física es evidente.
Muestra unas ojeras grandes y oscuras y su sobrepeso es destacable.
—La Seguridad Social, La Agencia Tributaria y la Diputación General de
Aragón. —Manuel sabe de qué habla, porque desde que terminó la carrera
trabaja para el Gobierno de Aragón—. La suspensión, de momento, ha
quedado en manos de un juez. Existen sospechas fundadas de fraude y todo
hace pensar que se trata de una maniobra de los propietarios para esquivar los
pagos que el casino tiene pendientes.
Su hermana lo escucha sin prestarle mucha atención, ya que en su cabeza
tiene otros problemas más importantes, relacionados con su precaria situación

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económica. Siempre fue una mujer de su casa y, desde que se divorciara, la
pensión que le pasa Florencio le llega lo justo como para comprar comida.
—Todos tenemos problemas —resopla con expresión de hastío.
El camarero deja dos tazas de café sobre la mesa y se retira de inmediato.
—¿Por qué no te mudas a Nuez de Ebro? —le pregunta Manuel.
Camelia fuerza una mueca de disgusto.
—Es una casa muy antigua, y necesita reformas. Cuando el abuelo la
compró ya era vieja. Imagínate ahora, que han pasado ochenta años.
—Lo poco que saquemos será para ti —insiste Manuel—. Nuestra madre
fue la que más estuvo en esa casa. Ella cuidó del abuelo y ayudó a la abuela
mientras vivió. Pedro ya nos ha dicho que no quiere la casa, porque él tiene
todo lo que necesita en Madrid, donde se ha labrado su vida. Ya ves, Camelia,
la familia finalmente termina por distanciarse y disgregarse.
—No quiero venderla —se reafirma Camelia.
—Lo que no entiendo es por qué no quieres venderla, cuando lo que
saques será para ti —comenta Manuel—. Yo no quiero nada, porque tengo
todo lo que necesito. No te darán mucho, pero lo poco que sacaras te lo
podrás quedar y será una buena ayuda. Piensa que siempre hay un roto para
un descosido y, si pones la casa a la venta, alguien la querrá. Quizá no te
pague lo que pidas, pero siempre se puede negociar. Es mejor eso que dejarla
como está ahora, cerrada y con el peligro de que la ocupen.
—Si los ocupas la rehabilitan, casi habría que darles un premio —sonríe
Camelia, mientras sorbe el café con expresión de asco.
—¿No está bueno el café?
—Lo que está es amargo —repone. Manuel observa que el sobre de
azúcar está sin abrir—. Me ha dicho el médico que nada de dulce, hasta que
pierda por lo menos una tonelada.
—¿Llevas la llave de la casa encima?
Camelia asiente.
—La tengo en el llavero desde que cambié la cerradura por una moderna.
La llave antigua era tan grande que no me cabía en el bolso —sonríe.
—Pues, si no te importa, me gustaría hacer una copia. Nuez de Ebro no
me pilla lejos y debería acercarme a la casa periódicamente, aunque sea para
echar un vistazo. Es un pueblo tranquilo, pero no me gustaría que se instalara
allí una familia de gitanos, de esos que tienen niños pequeños y luego no los
puedes echar porque dan pena. La casa era de nuestros abuelos y todavía
conserva muchos muebles de los de entonces.

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—¿Te acuerdas del arcón? —le pregunta Camelia, rebañando con una
cuchara la espuma sobrante de la taza de café.
—Ese arcón debe tener más de cien años —confirma Manuel—. Creo que
nuestra madre dijo que era de su abuelo, el padre de Gaspar. Pero también
están los muebles de las habitaciones.
—Arriba está la habitación de la tía Berna. Madre hablaba constantemente
de ella. Me contó que se llevaban dos años y que siempre la envidió. Era una
niña hermosa, de cabello rubio. Su belleza fue la causa de su muerte.
—No murió por eso —contraviene Manuel, con el rostro serio—. Murió
porque en la guerra hay salvajes que consideran que tienen derecho de hacer
lo que les venga en gana y actúan con total impunidad.
—Mejor dejemos este tema —apacigua Camelia, balanceando la mano—.
Los recuerdos de la casa de Nuez de Ebro pertenecen a los que vivieron en
ella. A nuestra madre y a los abuelos. Esos recuerdos ya no son nuestros,
porque nosotros tenemos otros, que tampoco son de nadie. Pero no quiero
mancillar su memoria mientras yo viva. Si se ha de vender la casa, que sea
cuando yo no esté.
Manuel asiente con una sombra de comprensión en la mirada.
—Está bien. No la vendas, pero me pasaré a menudo para comprobar que
todo esté en orden. Me ha dicho una vecina, que vive al lado, que el huerto se
ha llenado de gatos, que crían como si fuesen conejos.
—¿Y qué quiere que hagamos con ellos?
—Sugiere que tapemos los agujeros de la tapia, para que no entren y
salgan a su antojo.
—Los gatos no hacen nada —comenta Camelia—. Lo importante es que
no entren en la casa, porque ensuciarían los muebles.
—Hablando de muebles —interrumpe Manuel, que también se termina su
taza de café de un sorbo—, el tocador de la tía Berna está bien conservado. La
última vez que lo vi me pareció un mueble hermoso.
—Nuestra madre lloraba cada vez que recordaba a Berna —comenta
Camelia, recogiendo el bolso del asiento de al lado, en señal de que la
conversación está llegando a su fin.

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Se llama Plasencia. Tiene sesenta y cuatro años y es el propietario de la


constructora que lleva su nombre. Plasencia S.A. tiene su sede en una oficina
de la calle Antonio Gil de Jasa de Zaragoza. Es una constructora modesta, que
quiere impulsar su negocio con la adquisición del terreno de Montesblancos.
La única empleada es Emma, que tiene la misma edad que el constructor y
lleva trabajando con él desde el año 1997. Anteriormente, Emma había estado
trabajando con la sociedad que gestionaba el casino de Montesblancos, pero
cuando quebró la despidieron. Por aquel entonces, Plasencia estaba buscando
una secretaria que le ayudara a llevar el despacho y aceptó su currículo. La
casualidad quiso que la misma secretaria que trabajó para los antiguos
propietarios del casino de Montesblancos, sea la que trabaja para el nuevo
dueño.
Plasencia tiene muchos planes para Montesblancos y está decidido a
emprender el proyecto más ambicioso de su empresa y el que le sacará, confía
en ello, de la ruina. Revitalizará la zona y construirá chalés de alto standing,
un hotel, salones de juego, piscinas, campos de golf, una bolera, salas de cine
y varios restaurantes. Está convencido de que los seis millones de euros que
ha pagado, los recuperará en cuanto consiga la financiación necesaria y ponga
en marcha lo que tiene planificado.
Entonces, todavía no sabe que bajo el terreno que acaba de adquirir hay
sepultado, a doce metros de profundidad, un yacimiento arqueológico del
siglo quinto antes de Cristo.

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Es el domingo 23 de octubre de 2022. Manuel ha cumplido sesenta y dos años


y lleva una rutinaria vida que va desde su casa, en la Avenida de la
Ilustración, hasta su trabajo, en el Gobierno de Aragón. Su hija, que ya se
casó y se fue a vivir con el marido a la República Dominicana, ni siquiera lo
invitó a la boda. De su mujer ya no sabe nada, la última noticia es que vivía
con un buen hombre, diez años mayor que ella, pero que tenía mucha pasta.
Con dinero todo el mundo es bueno. Visita a su hermana Camelia, que vive
en el piso que compró cuando se casó, en la calle Tarragona. También vive
sola, porque sus hijas ya se fueron y no quieren saber nada de ella. Han
quedado, después de casi un año que no se veían, y eso que residen en la
misma ciudad, para acompañarla a Nuez de Ebro y revisar la casa antes de
entregarla a su nuevo dueño. Finalmente, y después de los años que estuvo a
la venta, un vecino de Villafranca, el pueblo de al lado, la quiere comprar.
Ofrece cincuenta mil euros, una tercera parte de lo que ellos piden. Pero
convienen que es absurdo mantener una vivienda cuando no hay herederos.
Una vez Manuel y Camelia fallezcan, la casa pasará a las hijas de Camelia o a
la hija de Manuel, y en ambos casos la malvenderán y tirarán a la basura los
enseres que aún quedan. Los recuerdos pertenecen a las personas. Y, en
cuanto se van, se desvanecen y ya no existen ni existieron jamás.
Los dos viajan a Nuez de Ebro a bordo del Kia Niro de Manuel. Ha tenido
que tirar hacia atrás el asiento del copiloto para que pueda sentarse su
hermana, que está tan gorda que apenas puede moverse. Sus piernas se han
amoratado a causa de las varices y sus brazos parecen dos sacos de grasa.
Cuando llegan al pueblo, no hay nadie en la calle. Hace frío y el domingo casi
todo el mundo está en casa. Manuel aparca en la misma puerta y abre con la
copia de su llave.
Hay tantos recuerdos allí dentro, que sienten como si todavía viviera el
abuelo Gaspar, la abuela Gloria, y su madre Antonia. Les parece escuchar el
sonido del abuelo, proveniente del huerto, cavando zanjas mientras reniega
por el dolor de rodilla. Camelia anadea hasta la habitación de matrimonio y
contempla la cama desprovista del colchón, que ya se llevaron, donde solo
quedan los muelles y las cuatro patas de madera. Una de las puertas del
ropero se ha desencajado y dentro solo hay bolsas vacías y recambios secos

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de las bolsas antipolillas. Los cajones, medio abiertos, muestran la funda de
unas gafas. Y una cucaracha tan grande como una ciruela está boca arriba,
inmóvil.
Suben a la segunda planta. Manuel va delante, mientras Camelia se
entretiene en resoplar cada dos escalones.
—Ves por qué no puedo venir a vivir aquí —le dice a su hermano—. Si lo
hiciera tendría que instalar un ascensor.
Manuel sonríe cuando llegan a la planta superior. Recorre el corto pasillo
y se detiene frente a la puerta de la habitación de la tía Berna, que está igual
que cuando ella vivía. Ni siquiera han movido su tocador. Y la cama conserva
el mismo colchón donde durmió los diecisiete años que vivió.
—Madre nunca quiso cambiar la habitación —le dice Camelia, cuando
llega a su altura—. Siempre dijo que Berna regresaría. Que se había perdido
en el monte y que se escondió cuando llegaron los milicianos. Para nuestra
madre la guerra fue un instante de locura transitoria, que pasaría cuando las
bombas se silenciaran. Se imaginó a Berna corriendo campo a través, riendo,
como hacía siempre, burlándose de los soldados y de los cañones que
arrancaban destellos bruscos a la noche.
Camelia rompe a llorar.
—Tranquila —la serena su hermano, acariciando su hombro con una
mano.
—Tú no lo entiendes, Manuel. Las mujeres tenemos un vínculo que los
hombres desconocéis. Madre me hablaba de Berna como si aún viviera. Era
su hermana pequeña, con la que se llevaba dos años, y siempre se sintió
culpable de su muerte. —Se detiene y reparte la mirada por la habitación—.
En mi piso no cabe. En mi piso no cabe nada, pero en tu casa sí.
Manuel la mira con expresión de extrañeza.
—¿Quieres que me lleve la habitación de la tía Berna?
—Una vez me dijiste que te gustaba su escritorio —lo señala con la
barbilla—. Es pequeño y no ocupa mucho. Llévate el escritorio y la cama. El
armario déjalo, si quieres. Es viejo y su ropa ya la repartió madre con las
amigas de Berna. Del escritorio cogió sus notas. Escribía poesía. Poesía que
nunca nadie leyó. ¿Te das cuenta, Manuel? Somos un suspiro que se
desvanece con una simple brisa.
—Vamos, Camelia —le dice su hermano—. No teníamos que haber
venido, porque te está haciendo daño. —Luego la mira mientras se escurre las
lágrimas con la manga de la chaqueta de lana—. Haré venir a un transportista
y me llevaré el tocador. Tengo una habitación de sobra en mi casa, donde

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venía a dormir mi hija. Pero ella no creo que venga nunca más a verme.
¿Quieres conservar algo más?
Camelia lo mira con los ojos caídos, como si sintiera vergüenza de llorar
delante de su hermano.
—¿El arcón?
—Ese arcón tiene carcoma y es irrecuperable. Los goznes y la cerradura
se han oxidado y la llave hace un millón de años que se perdió. Si me lo
llevara a mi casa, acabaría en el garaje. Y, en no demasiado tiempo, en la
basura. Además, Camelia, créeme, los recuerdos solo sirven para
atormentarnos. Lo mejor es soltar lastre y deshacerse de todo. Así nos
aseguramos de que el pasado no nos atrape.
Camelia se sienta en la silla del tocador de la tía Berna y se observa en el
espejo despintado. La imagen que le devuelve está deformada. Le faltan
trozos de su cara y uno de los ojos no se ve bien, como si estuviera empañado.
Es como un monstruo que se consume a través de una reminiscencia de un
tiempo que suponemos fue mejor, cuando nunca lo fue.

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La furgoneta de la empresa de transporte aparca frente a la puerta de la casa


de la Avenida de la Ilustración. Tres chicos jóvenes, que no tienen ni
veinticinco años, descargan el tocador. Lo han protegido con plástico de
burbujas en las partes débiles, como lo son las puertas. Y han sellado los
cajones con cinta para que no se abran. Lo cargan entre los tres y lo
introducen en la casa. En el suelo han dejado una plataforma con ruedas,
donde lo posan para desplazarlo cómodamente.
—Subidlo a la planta de arriba —les dice Manuel.
Los transportistas tuercen el gesto, mientras observan la escalera
helicoidal. No es que el tocador pese mucho, pero sí que es incómodo
cargarlo por este tipo de escalera.
—¿No tiene un montacargas? —consulta el que parece el jefe de los
transportistas, un chico de aspecto agitanado, con el pelo recogido en un
moño y con el pulgar de la mano derecha enganchado en el cinturón grueso
de su pantalón vaquero.
—No, lo siento. Si queréis os ayudo a subirlo. Cuando compré la casa, los
muebles de arriba los descargaron con una plataforma desde la calle —replica
Manuel fallándole la voz, como si estuviera a punto de toser.
—No se preocupe —repone el transportista—. Ya nos apañaremos.
Dos de los chicos cogen el tocador, poniéndose uno a cada lado. El
encargado se coloca detrás, para controlar que no retroceda mientras lo suben.
Con cuidado, de no golpearlo, ascienden por la escalera. Manuel observa toda
la operación desde abajo, en el salón.
—Cuidado con la barandilla —les dice—. Que con cualquier pequeño
golpe se abolla.
Cuando llegan arriba, dejan el tocador sobre la plataforma con ruedas.
Uno de los chicos, el que parece más joven, se quita una gorra de visera que
lleva en la cabeza y se seca el sudor de la frente con ella.
—¿Dónde lo dejamos? —le pregunta el encargado, asomándose por el
hueco de la escalera.
Manuel levanta la cabeza y ve un trozo de tela en la parte inferior del
cajón central del tocador. Al principio piensa que forma parte de la

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protección, que la empresa de transporte utiliza para evitar que se dañe el
mueble. Pero desde la distancia a la que está le parece una prenda de ropa.
—¿Qué hay debajo del cajón? —pregunta sorprendido.
Uno de los chicos, el que se ha quitado la gorra, introduce debajo del
cajón la mano que le queda libre. Lo toca y seguidamente se agacha para
verlo mejor.
—Es un trozo de tela —responde—. Ya lo vimos esta mañana cuando
embalamos el mueble, está cogido en la madera con unos ganchos.
—Un momento —les dice Manuel, mientras sube por la escalera.
Cuando llega arriba, les ordena:
—Llevadlo frente a la última habitación del pasillo. Pero dejadlo fuera,
tengo que mover el armario que hay dentro para hacerle sitio.
Los chicos obedecen y arrastran el tocador sobre la plataforma con ruedas
y se detienen frente a la habitación que les ha dicho Manuel. Comienzan a
retirar las protecciones que lo cubren, pero Manuel los interrumpe.
—Dejadlo así —les dice—. No os preocupéis, ya quitaré yo los plásticos.
Los transportistas bajan al comedor y de allí salen a la calle. Solo entra de
nuevo el encargado, que le entrega una hoja y le pide a Manuel que firme la
copia. Cuando se va, cierra la puerta y, mientras sube los peldaños de la
escalera, piensa que ahora sería un buen momento para ofrecerle a su hermana
Camelia que se mudara a su casa. Allí estaría mejor que en el pequeño piso de
la calle Tarragona y él la ayudaría económicamente. Ya que su hermana,
desde siempre, pasa penurias. Pero es consciente de que en no demasiado
tiempo acabarían discutiendo, por la disparidad de caracteres. Ser hermanos
no les hace ser afines. Al contrario, los hermanos son los que más discuten. Y
ellos se llevan bien porque apenas se ven.
El tocador es un mueble anacrónico en una casa que se esfuerza por ser
moderna. Es un pedazo de pasado que ni siquiera le pertenece. Se
corresponde con una adolescente de diecisiete años a la que violaron y
asesinaron veintitrés años antes de que él naciera. El único recuerdo distante
que tiene de la tía Berna, es el que su madre, Antonia, le ha podido transmitir
a través de instantes, reminiscencias fútiles, dispersas a lo largo de los años.
No la conoció y no se puede hacer una idea de cómo era, más allá de un par
de fotos que ha visto, pero que ni siquiera conserva. Era una joven hermosa,
de una belleza actual. Quizá ella no vivió en la época que le correspondía y
tendría que haber nacido ahora. Pero la muerte borra cualquier oportunidad,
presente o futura.

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Se acerca al tocador y deslía el plástico de burbujas con el que lo han
cubierto, arrancando la cinta de embalar. Lo recoge todo del suelo y lo mete
en una bolsa grande de basura. Luego estira el cajón hasta el tope, que evita
que se desencaje de la guía. Dentro no hay nada, ni siquiera una brizna de
polvo. Introduce la mano debajo y acaricia la tela de la que le habló el
transportista. Mueve la mano desde la izquierda hacia la derecha, y luego de
adelante hacia atrás. Hasta que sus dedos tocan algo grueso, que hay en la
parte del fondo. Es blando y piensa que debe tratarse de algún tipo de
almohadilla, que los transportistas han puesto para evitar que el cajón se
golpee contra la madera de atrás. Se arrodilla con dificultad, pues la
lumbalgia hace años que hizo presa en su espalda, y mete la cabeza debajo del
tocador.
—¡No me jodas! —exclama.
Oculto en el interior de lo que parece la funda de una almohada, que está
cogida con varios ganchos de bronce con bolas de porcelana, y en cuya parte
izquierda y derecha hay una abertura por donde puede meter la mano, hay un
papel enrollado. Enseguida comprende que se trata del famoso papiro del que
tanto habló el abuelo. Es un rollo de unos ocho centímetros de diámetro por
unos treinta de largo. Manuel no alcanza a comprender en qué momento llegó
el papiro hasta allí, pero debió ser la tía Berna la que lo ocultó, ya que se trata
de su tocador. Lo saca por el lateral izquierdo de la funda de la almohada y lo
deja en el suelo. Con precaución, lo deslía y lo extiende a lo largo del pasillo.
El papel está cuarteado y parece un cartón viejo. Pero mientras lo desenrolla,
va poniendo encima, cada metro más o menos, algún objeto que evite que se
vuelva a plegar. Un metro, un mocasín. Dos metros, una zapatilla. Tres
metros, otra zapatilla. Cuatro metros, un vaso de vidrio. Cinco metros, el otro
mocasín. Seis metros, una deportiva. Siete metros, la otra deportiva. Ocho
metros, el iPad. El papiro llega de punta a punta del pasillo. Medio metro más
y no lo podría haber desenrollado entero. Las letras, no tiene ninguna duda de
que son griegas, están escritas en horizontal desde el principio del rollo hasta
el final, y repartidas en columnas de unos ochenta centímetros cada una. Hay
espacios borrados, como si se hubiera mojado. Y algunos rotos, como si lo
hubieran mordisqueado las ratas. Pero en general, el aspecto es aceptable. Al
final, en el último párrafo, hay lo que parece una firma. O un título.
Coge su iPhone y toma una fotografía panorámica, apoyando la espalda
en la barandilla de la escalera. Luego va capturando todos los tramos,
acercándose lo suficiente como para que se pueda leer el texto que hay
escrito. Fotografía cada uno de los párrafos, procurando que la imagen sea lo

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más nítida posible. El texto es tan extenso que tarda varios minutos en
capturarlo por completo. Presta especial atención en no pisar el papiro, porque
es tan antiguo que no duda de que acabaría resquebrajándose.
Lo enrolla de nuevo, con mucho cuidado de que no se rompa y, sin
soltarlo para evitar que se deslíe, desciende hasta el salón y busca en el
armario un tubo portaplanos de color plata, que le sobró de un proyecto que
presentó en el Gobierno de Aragón. Cuando lo encuentra, desenrosca el cierre
y prueba si el papiro cabe dentro. Tiene que estrujar el manuscrito un poco
más, hasta que consigue encajarlo en el interior del tubo. Y enrosca la tapa,
que lleva cogida con una cinta en la base. Luego sube de nuevo y se dirige al
pequeño despacho, que tiene en una habitación de la planta superior. Localiza
con la mirada el ánfora griega, que luce en una estantería de la librería. Y deja
al lado el tubo con el papiro.

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Manuel se sienta en la silla del escritorio y levanta la tapa del portátil. La


manzana de MacBook se refleja en la pared gris que hay inmediatamente
detrás. Abre el navegador Safari e inicia una búsqueda combinada con las
palabras ánfora griega, figuras negras y papiro. El buscador devuelve varios
resultados, algunos con imágenes, referentes a las vasijas de cerámica de
figuras negras, como la que él conserva, pero no habla nada de papiros. La
pantalla le muestra algunas fotografías de papiros de época indeterminada,
algunos de los cuales se parecen al suyo, pero ninguno es igual.
Ampliando la búsqueda relacionada, va a parar a un foro de antigüedades.
Está en inglés, por lo que tiene que utilizar el traductor para leer los mensajes.
Durante aproximadamente una hora lee consultas y respuestas relacionadas
con los más variopintos objetos antiguos. Lo más consultado está relacionado
con monedas de diferentes épocas. El tiempo empleado le sirve para
familiarizarse con la dinámica del foro y con las preguntas y respuestas, tanto
de vendedores, compradores, curiosos y entendidos.
Animado, porque en el foro puedan ayudarle, publica una de las
fotografías panorámica que tomó con su teléfono móvil y otra del ánfora, en
la que se distinguen las figuras negras. En la del papiro se puede leer todo el
texto y, usando el traductor de Google, pregunta en inglés si alguien le puede
ayudar indicándole a qué época pertenece tanto el papiro como el ánfora.
Manuel no facilita ni nombre ni dirección de correo electrónico donde lo
puedan identificar.
Después, y sin cerrar la tapa del portátil, aprovecha para borrar varios
correos electrónicos de spam que hay en la bandeja de entrada. Y luego
accede a la prensa digital, que consulta con regularidad, y se entretiene en leer
los titulares del día. Cuando han pasado unos minutos, decide que ya está bien
de ordenador por hoy y, antes de apagar el portátil, visita el foro, por si
alguien ha leído su mensaje. Para su sorpresa, un hombre que se identifica
como Willian, y asegura ser profesor en la Lawrence University de Appleton,
le solicita que amplíe más detalles sobre su pregunta. Pero, para asombro de
Manuel, le dice que no contacte a través del foro, donde todo el mundo puede
leer las respuestas, sino que lo haga a través de la pestaña de mensajería
privada, algo que la aplicación permite. Manuel accede a la pestaña que le

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indica el tal Willian y enseguida recibe un mensaje suyo, donde lo emplaza a
continuar el contacto por correo electrónico. Afirma que es más seguro,
porque alguien con avanzados conocimientos informáticos podría hackear la
mensajería privada del foro y acceder y leer los mensajes que intercambien.
Este hecho hace que Manuel sospeche que quizá lo que su abuelo
encontró es mucho más importante de lo que la familia siempre creyó o que
Willian es un neurasténico que actúa movido por un exceso de celo.
«¿Dónde estaba el papiro?», escribe Willian en el primer mensaje de
correo electrónico que Manuel recibe.
Los dos escriben en inglés, para lo que Manuel se hace servir del
traductor.
«Estaba en el interior de un sepulcro».
«¿Dónde está el sepulcro?».
«Está en el interior de un pozo, a unos diez metros de profundidad».
«¿Hay más objetos?».
«Es posible, pero yo solo tengo el ánfora y el papiro».
«¿Se puede acceder al sepulcro?».
Manuel tarda unos prolongados minutos en responder. Posee el ánfora y el
papiro, pero no tiene acceso al terreno donde estaban. Tampoco sabe si se
puede acceder al interior del pozo para comprobar si el sepulcro sigue ahí y
no ha quedado destruido.
«Creo que no se puede», responde Manuel finalmente.
«¿Tiene usted los otros dos papiros?», interroga el norteamericano, para
desconcierto de Manuel.
¿Cómo sabe ese hombre que había dos ánforas más y que posiblemente
contengan cada una de ellas un papiro? Se pregunta.
«No sé nada de los otros dos. Yo solo tengo el que le muestro en la
fotografía», responde.
«¿Quién tiene los otros dos?», insiste Willian.
«Tengo que consultarlo con mi socio», responde Manuel, en un escueto
mensaje, que tarda varios minutos en enviar, porque no está seguro de si debe
seguir con esta conversación.
«¿Entiendo que no está usted solo?», consulta el norteamericano.
«Tengo el ánfora y el papiro que muestro en las fotografías, pero el
terreno donde está el sepulcro pertenece a otra persona», responde Manuel.
«¿Usted es un interlocutor válido?», pregunta el norteamericano.
Manuel relee el mensaje, por si el traductor lo hubiera interpretado
erróneamente.

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«¿A qué se refiere?».
«¿Si usted es un interlocutor válido para negociar la venta de los tres
papiros?».
«¿Yo no he hablado en ningún momento de vender?», protesta Manuel en
el siguiente mensaje.
«Estaríamos dispuestos a pagar una importante suma».
Manuel se pellizca con nerviosismo la barbilla, en un gesto maniático. No
está acostumbrado a negociar la venta de objetos, ni siquiera es un habitual de
las páginas de segunda mano, por lo que se le hace raro que un hombre al que
no conoce le hable de comprar algo que no ha visto.
«¿Por qué son tan valiosos para usted los papiros?», se aventura a
preguntar.
«Deme unos días y contactaré con usted de nuevo», escribe Willian, en un
último mensaje.
Manuel cierra la tapa del portátil y se queda un rato pensativo,
contemplando las dos piezas arqueológicas que lucen en la estantería central
de la librería.
—¡¿Qué cojones encontró el abuelo?! —profiere con los dientes
apretados.

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Willian tiene cincuenta y dos años y es un reputado profesor universitario con


amplios conocimientos de arqueología y de historia antigua. Es un habitual de
los foros de compra y venta de piezas arqueológicas, porque es consciente de
que hay muchas personas que poseen antigüedades y desconocen no solo el
valor, sino a la época a la que pertenecen. Mantiene esporádicos contactos
con interesados en engrosar su colección de piezas y, como conocedor del
terreno que pisa, actúa como intermediario, extrayendo pingües beneficios de
su mediación entre vendedor y comprador. Los ingresos de su gestión le
ayudan a sobrellevar su maltrecha economía de la que es culpable su esposa,
sus tres hijos y su amante, la que más recursos consume.
En el mismo momento que contactó con el español y vio la fotografía
panorámica del papiro que dice poseer, no tuvo ninguna duda de a quién
debería llamar. Pero antes tiene que hacer alguna comprobación para estar
seguro de que no sea una falsificación. En Appleton es mediodía y Willian
analiza las fotografías con atención. La calidad es excelente y se puede leer
incluso el texto completo del papiro. Párrafo a párrafo amplía la imagen y
estudia el escrito. Si se trata de una falsificación, tiene que ser muy buena y el
falsificador no podría haberla hecho sin tener acceso al original. Los papiros
del siglo quinto y cuarto antes de Cristo no se firmaban al inicio, como se ha
hecho con posterioridad, sino que por lo general no venían firmados.
Tampoco había separación entre las palabras, ya que el texto conformaba un
conjunto compacto. Pero este sí que lleva título al final y es porque forma
parte de una trilogía de la que solo se conservan en todo el mundo dos
fragmentos del texto. Y uno de esos fragmentos lo tiene un conocido suyo,
con el que ya mantuvo negocios en el pasado más reciente. Coge el teléfono
móvil y busca entre sus contactos a Orson. Es un coleccionista de
antigüedades, de setenta y tres años, que también reside en Appleton y
dispone de la mayor colección conocida de antigüedades relacionadas con la
Grecia Clásica y con la República Romana, cuya mayoría de piezas custodia
en una cámara acorazada de su residencia.
—Orson —le dice, cuando descuelga el teléfono—. Esta mañana he visto
una publicación en un blog de antigüedades donde un español se interesaba
por un papiro y un ánfora de cerámica, del que mostró varias fotografías. Le

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requerí todos los detalles por correo electrónico y me ha enviado más
imágenes. Son de buena calidad y las he estado analizando al milímetro. Te
acabo de enviar un correo electrónico.
—Un momento. Estoy abriendo el cliente de correo —replica Orson.
Los dos se mantienen en línea, hasta que Orson abre el correo y observa
las fotografías que le envía su colega. Las contempla una a una, mientras
tuerce la cabeza y arruga los labios.
—No puede ser —responde con seguridad.
—Pues yo creo que sí —sonríe Willian—. ¿Lo has comprobado?
—No he tenido tiempo —se excusa Orson—. Recién acabo de ver las
imágenes. Pero me parece imposible que sea cierto. ¿Dónde estaba?
—En España. He intercambiado unos cuantos correos electrónicos con el
interesado, que asegura poseer el papiro del que te he enviado la fotografía.
Yo opino que él no es consciente de lo que tiene. Hizo una consulta en un
foro de antigüedades que visito con regularidad, pero por pura curiosidad.
Dice que solo tiene el primer volumen y que de los otros dos no sabe nada,
pero sabe, o cree que sabe, dónde pueden estar.
Orson sonríe.
—Dame un momento y lo reviso.
—Sin problema. Tú eres el experto y ya sabes que confío en tu buen
criterio.
Cuando interrumpen la llamada, Orson imprime en color la fotografía del
papiro. Uno a uno va ensamblando los folios que escupe la bandeja de la
impresora, y los deja sobre el suelo enmoquetado, perfectamente ordenados.
Luego imprime un fragmento de solo dos líneas de un original que conserva
en su caja acorazada y por el que pagó una fortuna. Se sienta en la silla con
ruedas de su despacho y se desplaza desde el inicio, sosteniendo el fragmento
en una mano. Solo le quedan dos tramos del papiro cuando verifica que el
fragmento que posee encaja en uno de ellos. Es una prueba de que el papiro
que posee el hombre de España es auténtico y que tiene el primer volumen de
los tres que componen la obra completa.
Orson regresa a su escritorio, arrastrando la silla, y rebusca entre sus
apuntes, que guarda en una carpeta del ordenador. Ahora ya no tiene ninguna
duda de que el texto del español es auténtico. Coge el teléfono móvil y le
devuelve la llamada a Willian.
—¿Dónde te ha dicho el español que estaba el papiro?
—Dice que lo encontró dentro de un ánfora que había en el interior de un
sepulcro. Pero comenta que su familia lo tiene desde hace unos cien años.

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—Si dice que estaba en un sepulcro, es porque hay un esqueleto —deduce
Orson.
—No lo hemos hablado —replica Willian—. Pero supongo que así es.
—¿De qué parte de España te escribe?
—No me lo ha dicho, el hombre parece muy reticente. Pero por algún
comentario que ha hecho en los correos electrónicos que hemos
intercambiado, me imagino que me escribe desde el norte de España. ¿En qué
estás pensando?
—Es prácticamente imposible que este texto —Orson da por hecho que
Willian ya sabe a qué obra pertenece el papiro— haya llegado hasta España.
—¿Lo has confirmado? —consulta Willian.
—Sí. El fragmento que conservo encaja perfectamente. Contacta de nuevo
con ese hombre y dile que quiero hablar con él. Y cuando digo hablar, me
refiero a conversar por teléfono. Mi español es lo suficientemente
comprensible como para que nos entendamos. Y estoy convencido de que
llegaremos a un acuerdo. Debemos llegar a un acuerdo —repite.

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Manuel orilla el Kia Niro en el cruce de la carretera que lleva hasta


Montesblancos. El camino está sucio de arena y no puede imaginarse que allí,
donde está ahora, y durante dos décadas, aquella zona hubiese sido el paraíso
del juego. No es muy distinto a los recuerdos que conserva de su abuelo,
cuando le contó que cien años antes aquello era un secarral donde ni siquiera
se podía cultivar patatas. Desciende del vehículo. Hace frío y el cierzo le
congela la mandíbula. Hasta donde le alcanza la vista, observa, con un
sentimiento de pena, lo que queda del fastuoso terreno donde se construyó el
casino más importante de España.
Se sube al Kia y conduce por la serpenteante carretera hasta que después
de la última curva distingue el letrero derruido. Dos letras se han desprendido
y el nombre queda gracioso, al estar incompleto. En el arcén ha crecido la
hierba y las enredaderas trepan por los palos del cartel. Detrás se alza el
terreno pedregoso de árboles secos, en los que la procesionaria campa a sus
anchas. Se imagina a su abuelo Gaspar remontando la empinada cuesta a
bordo de la bicicleta que le regaló el bisabuelo, al que nunca conoció, ni
siquiera en fotografía. Los pobres de entonces no tenían recursos para tomar
una instantánea de su existencia. Ya habían desaparecido en el mismo
momento de nacer.
Continúa conduciendo por la carretera, hasta que llega a la valla metálica
que protege el acceso al complejo. En el centro, y en letras negras sobre
amarillo, está escrito el nombre de la actual constructora propietaria del
terreno: Plasencia S.A. La verja impide que ningún vehículo pueda pasar,
pero no es obstáculo para que lo haga un peatón, que se puede colar por el
lateral. A la derecha hay una zona donde, por el tamaño, pueden aparcar tres
vehículos. En el suelo hay papeles sucios, latas, colillas, bolsas del
McDonalds y un preservativo usado. Amorra el Kia a un árbol seco y coge la
chaqueta del asiento del copiloto. Del maletero saca el georradar portátil.
Despliega el carro con las cuatro ruedas, donde se sostiene, y lo arma
ajustando los tornillos. De un maletín extrae la pantalla de diez pulgadas, que
incorpora en la parte superior, anclada entre el tirador de arrastre. Se lía la
bufanda en el cuello y cruza la verja por la zona abierta. Mientras camina, se
siente como un padre empujando el carrito de su hijo.

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En unos minutos llega a lo que fue el casino. Nunca antes había estado
allí, ni siquiera en los buenos tiempos, cuando Montesblancos era un símbolo
de los juegos de azar. Enseguida localiza el pinar en la parte más alejada de la
carretera. Cerca está la piscina, ahora con un palmo de agua sucia en el fondo
y mucha porquería que los visitantes ocasionales han ido arrojando. Camina
en línea recta desde la esquina de la piscina, donde quedan dos hierros sueltos
que indican que allí había una escalera, hacia el último pino de la pendiente.
Si sus cálculos son correctos, y el abuelo no le mintió, sus pies están sobre el
punto exacto.
Posiciona el georradar portátil, con la esperanza de que en el rastreo
localice la chimenea del pozo que lleva al sepulcro. Es un georradar potente,
pero no puede inspeccionar en este tipo de terreno más de seis metros. Y los
dos últimos con poca claridad. Lo enciende y desliza las ruedas del carrito en
círculos concéntricos de un radio de cuatro metros. Es complicado que detecte
metales que están a más de diez metros de profundidad, pero sí que puede
detectar paredes subterráneas o cavidades del subsuelo.
En uno de los tramos observa, a través de la pantalla del georradar, lo que
con toda seguridad es una estructura de piedra que se inicia a un metro y
medio de profundidad bajo sus pies. Por la amplitud y la forma en círculo,
concreta que se trata del hueco del pozo. Marca la zona con polvo de tiza que
vierte de una bolsa de plástico, en una amplitud de un metro y veinte
centímetros, que es la anchura que indica el georradar que tiene la pared del
pozo, y regresa al vehículo empujando el escáner, que ya no va a necesitar, de
momento.
Guarda el georradar en el maletero del Kia y coge una pala de acero de
punta cuadrada, de un metro de longitud, que se echa al hombro. También
coge una cuerda de escalada de quince metros de longitud y dos mosquetones.
Es una suerte que el terreno lo haya adquirido recientemente el constructor,
porque en no demasiado tiempo allí habrá un vigilante y ya no podrá entrar
nadie ajeno a la empresa. Regresa al punto de acceso del yacimiento y se ata
la cuerda a la cintura, anclando el otro extremo en el tronco del primer pino
que hay a su derecha, el que ve más robusto. Comienza a cavar desde la
esquina de la marca de tiza del suelo. Toma todas las precauciones, aunque el
georradar le ha indicado que el interior del muro de roca está relleno. Cuando
ha separado un metro aproximadamente de tierra, que acumula en un
montículo, la punta de la pala golpea algo duro. Continúa cavando, pero con
más cuidado, hasta que despeja la boca del pozo.

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Su abuelo habló de un sepulcro donde había una tumba. Por la descripción
que le transmitió, el sepulcro debe estar en la parte de arriba del terreno, la
más alejada de la carretera de acceso. Si él fuera el propietario, se atrevería a
marcarla con tiza y determinar con un georradar más potente o con un lidar, la
ubicación exacta del yacimiento. Despejar la tierra del hueco sería
relativamente sencillo con una perforadora. Y por la ubicación de la sala
donde está la tumba, al estar paralela, descarta que la tierra de la superficie la
haya inundado. Con la pala vuelve a echar tierra en el hueco. Limpia las
marcas de tiza, para que no quede ningún rastro. Se desata la cuerda y regresa
a donde está aparcado el Kia.
Lo primero que hace cuando llega al despacho que tiene en su casa, es
enviar un correo electrónico al norteamericano.
«Señor Willian, sé donde están las otras dos ánforas y cómo llegar hasta
ellas».

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Orson convoca en su mansión de Appleton a Willian. A la reunión también


asiste un viejo conocido de ambos, el profesor Schwarz, ahora jubilado, pero
es un reputado experto en arqueología griega y romana. Schwarz es de origen
polaco, pero se trasladó a Estados Unidos en los años noventa y ha fijado su
residencia en un barrio modesto de Appleton. Es grueso, como Orson, pero no
tan alto. Y siempre viste, tanto en invierno como en verano, con una
antiestética chaqueta de cuadros grises. En su mano izquierda agarra de forma
constante una pipa de madera, que jamás enciende, pero que le trae recuerdos
de la época en que fumaba.
La asistenta, una chica de origen puertorriqueño, que lleva empleada en el
hogar de Orson desde hace dos años, les prepara una merienda consistente en
zumo de naranja natural, recién exprimido, café negro y bollería variada.
Cuando se retira, Orson enciende un enorme televisor de plasma de noventa
pulgadas, que hay colgado en la pared de su salón. En la pantalla se
distinguen todos los párrafos fotografiados del pergamino que les ha enviado
Manuel.
—¿Qué estoy viendo? —interroga Schwarz, mientras remueve con una
cucharilla de plata el azúcar de la taza de café. En su pecho cuelgan unas
gafas de concha gruesa y negra.
—Es el primer volumen, de tres, de la obra Proteo. Es un drama satírico
de la tragedia griega y pertenece a Esquilo. No se conserva ningún original
completo, a excepción de dos fragmentos, de los que uno lo poseo yo —dice
con suficiencia—. Proteo está inspirado en el cuarto libro de la Odisea de
Homero y forma parte de la continuación de la Orestíada. Estamos hablando
de una pieza única y de un valor incalculable.
Schwarz asiente, mientras vierte una cucharada pequeña de azúcar en su
taza de café. En la mano izquierda cobija la pipa, como si fuese un pájaro
asustadizo y temiera que echara a volar.
—¿Lo tienes? —se interesa Schwarz.
Orson observa a Willian.
—No. No lo tengo, aún.
Schwarz da un sorbo al café y seguidamente carraspea, para aclararse la
garganta. Luego reparte la mirada entre Orson y Willian, como si estuviera

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inmerso en un juego.
—¿Y dónde está? —interroga.
—Pertenece a un español que asegura que su familia lo conserva desde
hace un siglo. Hace unos días quiso informarse y realizó una consulta a través
de un foro de antigüedades que, casualmente, visita Willian con asiduidad.
Hasta ahora sabemos bien poco. Este papiro —lo señala con un movimiento
de la barbilla— es el que conserva el español. Comenta que su abuelo, que
fue el que encontró el ánfora con el papiro dentro, le dijo que había dos más.
Y hemos deducido que se corresponden al segundo y tercer volumen de
Proteo. Pero también le dijo que las tres ánforas estaban en el interior de un
sepulcro, que es donde cogió esta —señala de nuevo hacia el televisor, donde
se ve una fotografía del ánfora de figuras negras—. En el último correo que
ha enviado asegura que sabe dónde está el sepulcro y cómo llegar hasta él.
—Bien. Bien —repite un par de veces Schwarz, moviendo la mano donde
sostiene la pipa apagada—. Es una noticia excelente. Si finalmente consigues
hacerte con el conjunto de la obra, posiblemente tengas la pieza arqueológica
más importante desde el hallazgo de la momia de Tutankamón.
Orson coge el mando a distancia del televisor y una a una pasa todas las
imágenes que les envió Manuel, mientras las va comentando en voz alta.
—Tenemos un ánfora que pertenece a la cerámica de las figuras negras
que, por la imagen, es del siglo quinto antes de Cristo. Y un papiro de Esquilo
que, no hay ninguna duda, es del mismo siglo. —Schwarz cabecea, asintiendo
—. Pero me surge la pregunta de quién puede ser el esqueleto que hay al lado
de donde se ha encontrado esta pieza.
Schwarz mira hacia el televisor y observa con detenimiento la fotografía
del ánfora que está fija en la pantalla.
—¿Tienes imágenes del sepulcro? —consulta—. Quiero decir, del
esqueleto o de alguna referencia de la decoración donde está.
—Nuestro contacto nos ha dicho que sabe dónde está el sepulcro y que
puede llegar hasta él, pero hasta que no lo haga no sabremos qué hay en su
interior. Pero mi pregunta va en el sentido de cómo es posible que estas piezas
estén en España. ¿Cómo han llegado hasta allí?
Schwarz mira de nuevo hacia la pantalla.
—Veamos —chasquea la lengua—. El hecho de que las piezas estén en
España no significa que lleven ahí desde el siglo quinto antes de Cristo.
Quizá, alguien del siglo dieciocho, por ejemplo, las encontró en otro lugar y
las trasladó hasta que lo enterraron con ellas.

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Willian se sirve otra taza de café y Orson llama a la asistenta para que
traiga más.
—Supongamos que donde el abuelo del español encontró el ánfora con el
papiro, están los otros dos que componen la obra completa —interviene
Orson. Schwarz y Willian cabecean, asintiendo—. Supongamos que llevan
ahí desde el siglo quinto antes de Cristo y no se ha descubierto hasta ahora. Es
un pozo de gran profundidad, en un terreno rocoso donde no se edifica ni
cultiva. ¿Quién pudo llevarlo hasta España? ¿Los romanos?
Schwarz remueve la cabeza con energía.
—Imposible —contradice—. Estamos hablando del siglo cuarto o quinto
antes de Cristo. Entonces ni siquiera existía Hispania y los romanos, que
sepamos, todavía no habían llegado a la península. La República estaba en
paños menores y aún no había iniciado su expansión a base de conquistas.
—Willian —lo nombra Orson, mirándolo.
Willian carraspea levemente para aclararse la garganta.
—Todo lo que hablemos son elucubraciones —comenta—, porque lo
único que sabemos es a través de los recuerdos del español que posee el
papiro de la imagen —lo señala con la mano—. Pero en uno de sus correos
explica que su abuelo escapó del pozo usando una espada que, por la
descripción, es una gladius. Describe, también, el casco que portaba el
esqueleto, siendo este esférico, sin formas aparentes, y con una especie de
botón cilíndrico en la parte superior.
—Un romano de la República —murmura Schwarz mientras se lleva la
pipa vacía a los labios y la muerde con fuerza—. Eso es imposible —insiste
—. En esa época, poco conocida, Hispania era un cúmulo de tribus y pueblos
dispersos, entre los que estaban los íberos. —El rostro de Orson se muestra
enfurruñado—. Lo primero habría que desenterrar la tumba —sigue hablando
Schwarz—. Luego se tendrían que practicar las pruebas pertinentes para
ubicar la fecha de la muerte. Una vez supiéramos la fecha, intentaríamos
determinar quién está enterrado allí. Por la descripción de la espada y el
casco, seguramente sí que sea un romano. Pero entonces surge otra pregunta:
¿qué hace un romano del siglo quinto antes de Cristo al lado de un papiro y
un ánfora griega, en España?
—Esa es la pregunta —suspira Orson, justo cuando la asistenta trae más
café.

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Segunda Parte

El constructor

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23

Es el martes 15 de noviembre de 2022 cuando Manuel se presenta, sin haber


concertado una cita previa, en el despacho de Plasencia.
—Plasencia —lo nombra la recepcionista, Emma, cuando el constructor
atiende la llamada del teléfono interno—. Hay un señor que quiere hablar
contigo.
—¿Quién es?
—Se ha presentado como Manuel y dice ser ingeniero de caminos.
—¿Busca trabajo? Porque si es así, dile que no necesitamos a nadie.
Cógele el currículo y lo tendremos en cuenta para nuevos contratos.
—No —rechaza la recepcionista—. Insiste en hablar contigo de un asunto
que, según él, es muy importante.
—Está bien —acepta Plasencia—. Dile que enseguida lo atiendo.
Manuel no es muy alto y su aspecto es rechoncho, pero la expresión de su
cara es de alguien amable. Viste con jersey grueso, pantalón de pana y lleva
una chaqueta a juego, colgada de su antebrazo izquierdo. Contrasta con el
aspecto de Plasencia, que mide un metro setenta y cinco, delgado y tiene
abundante cabello negro peinado hacia atrás y que se tiñe con regularidad.
—¡Pase! —le indica el constructor desde el interior del despacho.
Manuel accede. Se estrechan la mano con formalidad y se planta frente a
la mesa, con aspecto abatido. Parece que llegar hasta allí le ha supuesto un
esfuerzo insuperable.
—Ejerzo de ingeniero civil para el Gobierno de Aragón —se presenta—.
Me he enterado de que su constructora acaba de adquirir el terreno del antiguo
Casino de Montesblancos y necesito hablar con usted.
—Ya tenemos un geotécnico que nos hace los estudios del terreno —
rechaza Plasencia.
—Me imagino que así es —sonríe Manuel, mostrando la reluciente
dentadura postiza—. Pero lo que quiero contarle no tiene nada que ver con mi
trabajo. Ni con el suyo. Más bien tiene que ver con el terreno.
Plasencia fija los ojos en su pelo rizado y revoltoso.
—¿Qué pasa con el terreno? —se pone a la defensiva, mientras se
remueve en su silla.

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Manuel coge aire, como si necesitara insuflarse de energía para seguir
hablando.
—Hay un yacimiento arqueológico sepultado debajo de uno de los tramos,
el que está más alejado de la carretera. En la zona de los pinares.
El constructor despega la vista de unos documentos que sostiene en la
mano, y que estaba ojeando cuando entró Manuel en el despacho, y se fija en
él con más detenimiento. La expresión de sus ojos es de incomodidad, como
si sospechara.
—¿Un yacimiento? ¿A qué se refiere exactamente?
Manuel tose levemente, forzando aclararse la garganta.
—En el año 1920, a mi abuelo Gaspar le cedió una parcela el antiguo
propietario del terreno que usted acaba de adquirir, para que cultivara patatas.
Mi abuelo aceptó porque lo necesitaba para el sustento de su familia.
Plasencia arruga la expresión de sus ojos, como si no le estuviera
creyendo.
—Dudo mucho de que ahí se pueda cultivar algo —contraviene, ahora
con el rostro más relajado—. ¿Patatas? Ahí no crece ni siquiera la mala
hierba.
—Eso debió pensar el terrateniente entonces y por eso prestó el terreno,
porque supuso que ahí no se podía cultivar nada. Pero mi abuelo era un
hombre de recursos y fue capaz de preparar una especie de huerto, de pocos
metros, que adaptó enseguida para poder sembrar. No sé cuánto tiempo
estuvo allí, pero nos contó una historia que, por los detalles que aportó, tiene
que ser verdad. Y usted debe conocerla.
—¿Su abuelo vive?
—No, claro que no. Murió en 1975, con 83 años.
Plasencia, como constructor, conoce la cadena de inconvenientes que
supone encontrar un yacimiento arqueológico en el transcurso de una
construcción, lo que puede llegar incluso a paralizar las obras para siempre.
Por lo que la advertencia de Manuel no cae en saco roto.
—¿Qué contiene ese yacimiento del que me habla? Se lo pregunto porque
no voy a paralizar una obra para rescatar cuatro piedras celtíberas, que es lo
que más abunda en la zona.
Manuel sonríe sin muchas ganas.
—No estoy seguro, porque solo cuento con el recuerdo de lo que mi
abuelo vio y me transmitió. Pero podríamos estar hablando de una tumba de
la época romana.
—¿Y esto lo supo su abuelo hace cien años?

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—Mi abuelo no tenía escuela. Ni siquiera sabía leer o escribir, pero lo que
sí sabía es describir. Y nos contó que a unos diez metros de profundidad, en la
parcela de la que le hablo, hay una tumba.
—¿Y por qué su abuelo no lo dijo en su momento? ¿O usted, en cuanto lo
supo? —interroga el constructor—. Me llama la atención que hayan esperado
cien años para hacerlo. Y si su abuelo, tal y como me refiere, murió en 1975,
¿por qué usted ha tardado tanto en comunicarlo?
—Se cayó por un agujero del terreno en una especie de pozo de piedra y
fue a dar de bruces con la tumba. Ante el temor de quedar atrapado, escaló
hacia la superficie. Dijo que, cuando regresó, el terrateniente había mandado
sepultar el hueco.
—Sí. Sí. ¿Y en estos cien años no ha podido regresar su abuelo o usted
mismo, para rescatar lo que sea que haya en la tumba? —insiste el constructor
en su desconfianza.
—El terreno no era suyo, como le he dicho antes, y el propietario murió al
poco de aquello. Mi abuelo no disponía ni de medios ni de contactos. Piense
que estamos hablando de los años veinte del siglo pasado y no creo que a
nadie le interesara escarbar bajo un terreno de roca caliza, para desenterrar
una tumba que tiene más de dos mil quinientos años. Y si se lo cuento ahora,
es porque me acabo de enterar de que usted es el nuevo propietario de los
terrenos y quiero que lo sepa antes de acometer cualquier obra que dé al traste
para siempre con el yacimiento arqueológico que hay debajo.
—Está bien, está bien —dice el constructor, con aspecto molesto—. ¿Por
qué asegura que es del siglo quinto antes de Cristo? No suponga que
desconfío, solo busco aclarar qué es lo que hay bajo mi terreno. O lo que
usted dice que hay bajo mi terreno.
Manuel carraspea levemente, aclarándose la garganta.
—Mi abuelo se llevó algo del interior de la tumba.
Plasencia se fija en sus ojos, buscando un esbozo de embuste. Y presiona
un botón rojo del interfono interior, bloqueando cualquier llamada entrante.
No quiere que nadie los importune mientras conversan.
—¿Qué se llevó?
—Antes de salir cogió una ánfora de cerámica, con unas figuras negras
pintadas. Dentro había un manuscrito griego. Es una historia muy larga, pero
estos dos objetos han formado parte de mi familia durante el último siglo. El
caso es que conservo el ánfora y el papiro y hace unos días hice unas
gestiones con un coleccionista y ha mostrado un interés inusitado en

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adquirirlos. Pero, por lo visto, lo que yo tengo es una tercera parte de lo que él
quiere.
Plasencia se remueve en su silla, con claros síntomas de incomodidad.
Conforme avanza la historia de Manuel, comprende que su visita en realidad
es una visita comercial.
—Y en el yacimiento están las otras dos partes de ese manuscrito. ¿Me
equivoco?
—Así es —confirma Manuel—. Según el coleccionista norteamericano, lo
que yo tengo es la tercera parte del juego completo —fuerza una sonrisa—. Y
él requiere la obra completa.
Plasencia arruga tanto los ojos, que bajo la frente solo se distinguen dos
líneas rectas.
—¿De cuánto dinero estamos hablando?
—No lo sabremos hasta que no lleguemos al yacimiento y veamos lo que
contiene.
—¿Lleguemos?

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El constructor aparta una carpeta que hay encima de la mesa. Luego coge un
bolígrafo del lapicero y un folio de la bandeja de la impresora, que está a su
derecha.
—He pagado seis millones de euros por un terreno de mierda —habla
Plasencia—. Mi constructora no está pasando un buen momento y mi idea era
revitalizar el casino de Montesblancos. Pero la reciente pandemia y la crisis,
que todavía arrastramos, aleja a los inversores, que son los que ponen el
dinero que necesito. Estoy en negociaciones para conseguir financiación, y si
ahora alguien se entera de que bajo el terreno hay un yacimiento, apaga y
vámonos, porque nadie querrá invertir ni un euro en construir nada ahí.
Manuel se acaricia la barbilla rasurada, en un gesto maniático. Comparte
el malestar del constructor, pero cree que hace lo correcto.
—Este es el motivo por el que he venido a hablar con usted, para contarle
lo que hay bajo su terreno. Pero también quiero ofrecerle un trato.
—Ya me imaginaba que había algo más —sonríe con ironía el constructor
—. ¿De qué clase de trato estamos hablando? —interroga echándose hacia
atrás en su silla.
—Le propongo bajar hasta el yacimiento y rescatar las otras dos ánforas.
Soy ingeniero civil y dispongo de los conocimientos necesarios para hacerlo
con… —se detiene un instante mientras habla—, discreción. Nadie tiene que
saber lo que vamos a hacer.
—Comprendo —murmura Plasencia, al mismo tiempo que mantiene la
sonrisa por debajo de sus labios finos y amoratados.
—En pocas palabras —sigue hablando Manuel, recuperando la expresión
de firmeza—. Yo aportaré los conocimientos y los medios. Y usted el terreno
y el dinero.
El constructor se inclina hacia delante y cruza ambas manos sobre el folio
en blanco.
—Estoy al corriente del expolio ocurrido con los cascos celtíberos de
Aratis —Plasencia utiliza el nombre romano de Aranda de Moncayo—. Y
también sé que el que más valor alcanzó no llegó a los cincuenta mil euros. Es
una cantidad respetable, pero no cubre, ni de cerca, el gasto que me supondría
llegar hasta el yacimiento. Incluso, según se desprende de lo que me dice que

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le ha contado su abuelo, la tumba puede haber quedado sepultada bajo
toneladas de tierra y rocas, lo que la haría irrecuperable. No, señor Manuel, no
me interesa su ofrecimiento, porque quien tendrá que costear toda la
operación de rescate seré yo. Y, como le digo, me gastaré más en rescatar que
en sepultar. Al final de todo el barullo no quedará dinero para su parte y yo
habré perdido el mío. Además, el anuncio de un yacimiento me supondría la
ruina. —Justo termina de hablar el constructor, posa los ojos sobre la frente
despejada de Manuel—. ¿Es esto un chantaje? —interroga—. ¿Si no accedo a
su pretensión hará público que en Montesblancos hay un yacimiento y la
administración intervendrá mi terreno?
—No se confunda, señor Plasencia. He venido a hablar con usted porque
es mi obligación comunicarle lo que hay bajo su terreno. Y le ofrezco la
oportunidad de acceder al yacimiento sin que nadie lo sepa. Lo que
encontremos será a repartir a partes iguales.
Plasencia coge un habano de una caja que hay sobre la mesa, al lado del
teléfono. Lo enciende. Le da una profunda calada. Suelta el humo. Y, con la
mano derecha, se frota el reloj de pulsera, en un gesto maniático.
—Con franqueza, ¿qué es lo que quiere de mí?
—Desconozco si en estos casos podemos ir a medias —habla Manuel—.
Tampoco sé muy bien cómo funciona y si podemos hacer algún tipo de trato.
Pero, si le parece —insiste—, yo aporto la información, los medios y los
conocimientos. Y usted aporta el terreno, que ya es suyo, y el dinero para
llegar hasta la tumba.
—¿Y todo esto por dos ánforas de cerámica?
—Por lo visto lo que tiene valor no son las ánforas, sino los papiros. El
tipo interesado en comprarlos está dispuesto a pagar mucho dinero por los
tres.
—Eso suponiendo que las otras dos ánforas aún estén ahí abajo y
contengan los papiros de los que usted habla.
—Claro. Pero no lo sabremos hasta que no bajemos y demos con el
yacimiento —insiste Manuel, para disgusto de Plasencia, al que la
conversación con ese hombre le está trastocando los planes que tenía con el
terreno.
—Suena atractivo, sí —acepta el constructor—. Y desconozco el tema,
usted quizá sabrá más que yo. Pero… ¿De cuánto dinero estamos hablando?
—¿Vamos al cincuenta por ciento? —interroga Manuel como respuesta.
—¿Al cincuenta por ciento de qué?

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—Al cincuenta por ciento de los beneficios que extraigamos de la venta
de lo que encontremos en el interior del yacimiento.
El constructor carraspea levemente para aclararse la garganta, mientras se
quita una brizna de tabaco de los labios, que arroja al suelo.
—Para ir al cincuenta por ciento, antes tenemos que saber qué hay en el
yacimiento. Porque, según se desprende de sus palabras, el que corre con los
gastos seré yo.
—Se entiende que iremos al cincuenta por ciento, después de descontar
los gastos que se hayan originado de llegar hasta donde está el yacimiento —
interpreta Manuel.
—¡Ya, claro! Pero esos gastos corren de mi cuenta —se queja el
constructor.
—Es un riesgo que tiene que correr.
—De la forma que habla, es como si estuviéramos apostando. Su
propuesta no es tan distinta a la de entrar en un casino y jugar todo el dinero a
una ficha. Con esta aventura me puedo hacer rico. Me puedo quedar como
estoy. O me puedo arruinar.
—¿Arruinarse? Intentar llegar hasta el yacimiento no le supondrá ninguna
ruina, señor Plasencia.
—Sí, si no hay nada. Me habré gastado dinero en una prospección y corro
el riesgo de que la administración sepa lo que hay bajo el terreno. La liga de
los arqueólogos cabreados —sonríe— harían de todo esto una causa y
paralizarían cualquier proyecto que tenga en marcha sobre construir un
complejo de ocio en Montesblancos. Usted, sin embargo, solo habrá perdido
el tiempo que dedique a llegar hasta la tumba. —Manuel no replica y se limita
a ladear la cabeza, en espera a que el constructor concluya su reflexión—.
¡Está bien, está bien! —parece que acepta Plasencia—. Bajaré, aunque solo
sea para averiguar qué hay bajo el suelo de mi terreno. Pero le advierto una
cosa: si ahí abajo no hay nada, lo volvemos a sepultar y no hablamos nunca
más del yacimiento.
—Me parece bien —acepta Manuel.
Plasencia arruga la expresión de sus ojos con fuerza, como si estuviera a
punto de expulsar rayos por ellos.
—Cuando construyeron el casino nadie dijo nada —objeta—. Si hubieran
encontrado algo, habrían informado de ello. ¿No cree? Y cerca de allí
construyeron la piscina, por lo que me extraña que el geólogo de entonces no
hubiera detectado que debajo del terreno había un yacimiento. Sinceramente,

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yo nunca escuché nada relacionado con un yacimiento arqueológico en
Montesblancos hasta que he hablado con usted.
—Quizá es porque no hay metales. Solo un casco y una espada. El casco
será de bronce y la espada seguramente será de hierro. Los medidores de la
época no lo habrían desvelado por lo diminuto de su tamaño y por la
profundidad a la que está. Las ánforas de cerámica son invisibles al georradar.
—Entiendo. —Plasencia acepta la explicación de Manuel.
—Usted, mejor que nadie, sabe que los estudios geotécnicos no tienen la
obligación de estar supervisados por un geólogo. Una vez que hubieran
comenzado a excavar, el director de la obra podía haber obviado cualquier
estudio geológico que les indicara que debajo hay un yacimiento
arqueológico. Y con no edificar en esa zona, todo solucionado. La piscina
tampoco está exactamente encima y su profundidad no llega a la de la tumba,
por lo que es posible que ni siquiera se hubieran dado cuenta.
—¿De verdad cree que no lo sabían? —interroga Plasencia—. O lo sabían
y lo obviaron para no meterse en camisas de once varas con el descubrimiento
de un yacimiento, que es el mayor temor al que nos enfrentamos los
constructores.
—Es posible que no lo supieran —afirma Manuel—. En la zona donde
está la tumba no han construido nada encima. Hay un espacio amplio, de unos
veinte metros cuadrados, entre los pinares y el aparcamiento. Si el geólogo no
inspeccionó esa zona, no sería extraño que nadie supiera lo que hay debajo y
se les hubiera pasado por alto.
—En la actualidad —habla Plasencia— es obligatorio el estudio
geotécnico antes de construir.
—Así es.
—¿Lo haría?
—¿El qué?
—El estudio geológico.
—¡Claro! Por eso he venido a hablar con usted —acepta Manuel—. Todo
esto que estamos hablando no tendría sentido si la gente supiera lo que hay
debajo de su terreno. Yo mismo haré el estudio geológico y certificaré,
cuando lo encontremos, que debajo de Montesblancos no hay ningún
yacimiento —guiña un ojo—. Y le ayudaré a llegar hasta la tumba y rescatar
las dos ánforas que faltan.

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Se llama Emma y es la secretaria de Plasencia desde el año 1997. Lleva


trabajando para el constructor veinticinco años, desde que quebró el antiguo
casino de Montesblancos y la despidieron y se quedó sin trabajo. Tiene 64
años y es una mujer alta y espigada. Viste siempre con traje y chaqueta y
adorna los lóbulos de sus orejas con unos característicos pendientes de perla.
Hace años, cuando enviudó, fijó su residencia en Utebo, un municipio de la
provincia de Zaragoza, de menos de veinte mil habitantes. Vive en una casa
de pueblo de dos plantas y, como no tiene ni carné de conducir ni vehículo, el
trayecto entre el Paseo de Sagasta y su residencia lo realiza en una línea
regular de autobús que tarda veinte minutos en hacer el recorrido.
—¿Has escuchado la conversación? —le pregunta Plasencia, cuando
Manuel se ha ido.
—¿Qué conversación?
—¡Vamos, Emma! —sonríe el constructor—. Las paredes de esta oficina
son de papel y sé que se escucha todo lo que se habla dentro de mi despacho.
—Os he oído decir algo de un yacimiento arqueológico que hay bajo el
terreno de Montesblancos.
—El tal Manuel asegura que bajo la zona que hay entre la piscina y los
pinares, a unos diez metros de profundidad, hay un yacimiento que tiene dos
mil quinientos años de antigüedad.
—Eso me pareció escuchar.
—¿Lo habías oído antes?
—Nunca. Cuando trabajé de secretaria en el casino jamás escuché nada
parecido. Y es extraño que una cosa así, de saberse, no se hubiera comentado.
—Por lo que dice ese hombre, puede que no lo supieran. Tiene razón en
que un georradar solo localiza elementos metálicos, como monedas o hierro,
pero al tratarse de un esqueleto y unas vasijas de cerámica, es posible, si están
a varios metros de profundidad, que los antiguos propietarios de
Montesblancos no estuvieran al tanto.
—¿Crees que te ha mentido?
—No sé qué pensar. El hombre parece sincero y habla de lo que le contó
su abuelo y de unas comprobaciones posteriores que él mismo ha hecho. Es
ingeniero civil, por lo que tendrá más datos que yo. Considero que cuando se

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ha atrevido a venir, es porque no son meras elucubraciones y ciertamente la
tumba existe y está donde él dice que está.
—¿No horadaron esa zona cuando edificaron el antiguo casino? —
cuestiona Emma—. Diez metros tampoco es una profundidad excesiva como
para no acercarse con cualquier tipo de cimentación que hubieran usado
entonces.
—No tuvieron que hacerlo necesariamente. El terreno tiene trescientas
hectáreas y la mayor parte de la construcción está en la parte más alejada de la
carretera, donde están los pinares. La tumba, según me ha comentado Manuel,
está a unos diez metros de profundidad. En este caso, y a no ser que fuese
necesario perforar tanto, es posible que nadie se haya enterado que debajo hay
un yacimiento. No tenían por qué saberlo.
—Pues ya te digo que es la primera vez que escucho algo parecido —
confirma Emma—. ¿Es valioso lo que hay en el interior?
—Pues no lo sé. Como dice Manuel, no lo sabremos hasta que no
lleguemos.
—No entiendo de yacimientos —comenta la secretaria—. Pero, por lo que
tengo entendido, es un marrón encontrar uno.
—Lo sé. Lo sé —repite el constructor—. Es lo peor que puede pasar
cuando se inicia una obra, que se encuentren restos arqueológicos debajo. La
mayoría de los constructores que conozco, por no decir todos, en cuanto se
topan con algo así lo primero que hacen es sepultarlo y no informan a las
autoridades en ningún momento. Otra cosa es que se encuentre un tesoro —
sonríe—. O joyas o piezas de oro. Pero, fuera de eso, lo único que se puede
encontrar son huesos y vasijas que, en la mayoría de los casos, no valen una
mierda. Y en el caso de un tesoro, la ley dice que tampoco es del que lo
encuentra, sino que como mucho, y haciéndolo todo legal, recibe el cincuenta
por ciento del valor del hallazgo.
—¿Y qué harás?
—No me queda más remedio que bajar hasta allí, porque no me puedo
quedar con la duda. Si el tal Manuel se va de la lengua y me denuncia, la
multa que me pondrá el gobierno puede ser de órdago. Y no podría hacerle
frente. Por otra parte, tengo curiosidad por saber qué hay bajo mi terreno.
Primero llegaremos hasta abajo. Luego veremos qué hay. Si están las ánforas,
las sacaremos. Y si no hay nada, lo sepultaremos de nuevo y construiré el
casino encima.
—Os he oído hablar de un comprador —habla Emma.

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—¡Joder, Emma! Tengo que insonorizar mi despacho con una pared de
lana de roca para que no se traspase el sonido de la forma que lo hace. Se
podría decir que has escuchado toda la conversación. Y eso que procuramos
hablar en voz baja. Manuel me ha hablado de un norteamericano que está
interesado en adquirir el ánfora y el papiro que él tiene, pero por el conjunto
completo pagaría mucho dinero.
Cuando Plasencia termina de hablar, Emma se lo queda mirando con
expresión cómica. Hace más de veinte años que lo conoce y sabe que algo le
preocupa.
—Entonces… ¿Vas a llegar hasta el yacimiento o no?
—¿Has oído hablar de la maldición de la tumba?
Emma se ríe de tal forma, que el constructor se molesta. No es una mujer
alegre, por lo que piensa que se está burlando de él.
—Eso hace referencia a las tumbas de los faraones. Y no creo que bajo
Montesblancos haya una. Y se considera que las muertes de los que llegaban
hasta las tumbas, estaban producidas por algún tipo de hongo que los
sepultureros de entonces esparcían en el interior para que los saqueadores se
murieran antes de disfrutar lo saqueado. Cuando abrían la tumba entraba aire
del exterior, que removía las esporas de los hongos. Estos se esparcían, siendo
inhalados por los primeros que entraban, provocándoles infecciones
respiratorias que bien podrían ser semejantes al actual coronavirus.
—Si lo que me ha contado Manuel es cierto, su abuelo estuvo ahí abajo y
no le pasó nada. Pero, por si acaso, accederemos con máscaras de protección
—comenta el constructor—. Cuando hablo de una maldición, me refiero a las
desgracias que les ocurren a los que entran donde no tienen que entrar. Una
tumba es un lugar sagrado donde reposa el cuerpo de alguien que ya no
quiere, ni debe, ser molestado. Hace un rato, mientras Manuel me contaba la
historia de su abuelo que llegó hasta el yacimiento, he recordado todas las
desgracias que se han producido en Montesblancos y me ha dado por pensar
si no tiene la culpa la tumba que hay debajo.
Emma lo contempla con un esbozo de sarcasmo dibujado en los labios.
—¿Hablas en serio?
—Claro que hablo en serio. No creas que me hace gracia profanar una
tumba tan antigua. Te imaginas que estuviéramos hablando de una tumba de
hace unos meses. ¿Consideras que estaría bien profanarla?
—Supongo que no —responde la secretaria.
—Pues lo mismo ocurre con esta. Es igual que tenga dos mil quinientos
años, porque el hombre que hay enterrado ahí abajo quiere descansar y que no

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le anden tocando las pelotas.
—Podéis hacer una cosa —comienza a hablar Emma—. Bajáis hasta la
tumba, cogéis las ánforas, si están, y dejáis el esqueleto tal y como está, sin
tocarlo. Todo lo que haya ahí abajo ya no le pertenece, porque murió. Así te
aseguras de que su espíritu no se enfade y te persiga de por vida.
—Búrlate, si quieres, pero no me hace gracia lo de profanar una tumba —
concluye Plasencia, ante la mirada risueña de Emma.

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Es el mes de enero de 2023 cuando Plasencia comienza a trasladar maquinaria


pesada hasta los terrenos de Montesblancos. Los obreros creen que ya se ha
iniciado la construcción de lo que será el futuro casino. Pero una vez que han
desplazado un camión con material de construcción y una excavadora
hidráulica, Plasencia les dice que no hace falta que regresen hasta que él los
vuelva a llamar. A partir de entonces estarán solos Manuel y él en el terreno.
Manuel se encarga de la investigación cartográfica y toponímica de la
zona de Montesblancos. Consulta el archivo de la comarca, para averiguar
qué clase de yacimiento hay bajo el terreno. Extrae una copia de la cartografía
histórica, que se remonta a la Edad Media y peina el terreno con batidas
lineales para comprobar que no haya más yacimientos cercanos que pudieran
verse afectados por las obras. Sabe que la población humana más antigua, de
la que hay constancia, data del año 600 antes de nuestra era. Y se trataba de
una ciudad celtíbera que fue, como ocurría con la mayoría de poblaciones de
esa época, romanizada.
Se sirve de un lidar, un instrumento láser que contiene un sensor que
emite impulsos de luz de forma ininterrumpida y capta los retornos. Plasencia
lo consigue en el mercado negro por un precio muy superior al real, pero del
que no queda registro en ningún lugar de su posesión. Con el lidar, el tiempo
que tarda en regresar la luz permite calcular la distancia y, de esta forma,
obtener la información tridimensional del terreno, lo que le da la ubicación
exacta del yacimiento. Averigua que se encuentra a doce metros de
profundidad, en el fondo de la chimenea del pozo de piedra, y Plasencia
avanza que llegar hasta el yacimiento será complicado, por lo abrupto del
terreno rocoso y por la profundidad en la que se encuentra.
Una vez lo ubican, comienzan a excavar en el interior de la chimenea del
pozo. Su intención es acceder por ahí, ya que es el acceso más directo y
fiable. Con la excavadora rebajan el terreno hasta que pueden apuntalar la
perforadora. Un error de cálculo les llevaría a destruir lo que están buscando,
por lo que tienen que actuar con mucha cautela y realizan la primera
perforación lo suficientemente lenta como para asegurarse de que no afecte a
la estructura.

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Nadie, a excepción de ellos dos, debe saber lo que están haciendo. Porque,
en otro caso, la Ley de Patrimonio Histórico del año 1985 les obligaría a
comunicar al ayuntamiento de Zaragoza, en un plazo máximo de treinta días,
de cualquier descubrimiento arqueológico que encontraran bajo el terreno. Y
esa misma ley dice que, aunque los terrenos donde se encuentra el tesoro
fuesen de ellos, no serían los dueños de lo que contienen, cuando se considera
patrimonio histórico o un bien cultural. Entonces, se activaría la Ley de
Expropiación Forzosa, que regula la comisión de expertos de la Real
Academia de la Historia y Patrimonio Histórico, que son los que determinan
el valor del hallazgo. Y, una vez declarado como bien de interés público, la
administración puede iniciar la expropiación, a la que el particular no puede
oponerse. El dueño de los terrenos, como mucho, tendría derecho a recibir
una compensación, que nunca es justa.
Después de una semana de trabajo continuo y diario, consiguen
profundizar los doce metros que necesitan y llegan hasta la abertura del
yacimiento. Durante los días siguientes apuntalan el agujero con vigas y
postes de madera, que incrustan en transversal para protegerlo de derrumbes.
Deben asegurar bien el armazón, si no quieren que se venga abajo y los
sepulte. Extienden un cableado de tendido eléctrico, que toma la corriente de
varias baterías industriales que trasladaron en el camión. Y, puesto que no
quieren llamar la atención, ni que se les vea, en la parte exterior del agujero
no hay ni luz, ni ningún tipo de señalización, ni nada que delate su posición.
Desde la entrada hasta la base apoyan en la pared una escalera de
aluminio, lo suficientemente larga como para poder bajar y subir sin peligro.
Y el tramo que va desde la parte inferior hasta el yacimiento, lo tienen que
excavar a pico y pala. Les lleva unos días perforar la pared rocosa y extraer
los cubos de tierra y piedra, que suben por la escalinata hasta la parte de
arriba, esparciéndola por el terreno. La anchura es insuficiente para que
puedan trabajar los dos a la vez, por lo que se turnan para no cruzarse y para
manejar la polea, con la que sacan los capazos de tierra sobrante.
—Espero que todo este trajín merezca la pena —comenta Plasencia,
acodado en un peldaño de la escalera de aluminio.
La expresión de sus ojos es de agotamiento extremo. Ha perdido varios
kilos y mantiene un sentimiento de desesperación.
Manuel lo contempla con aflicción.
—Si llego a saber que alcanzar el yacimiento iba a ser tan complicado,
seguramente no se lo hubiera propuesto.
Plasencia lo observa con una sonrisa descarada.

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—Ahora ya es tarde para arrepentimientos —le dice—. Después del
tinglado que hemos montado, y el coste de trasladar toda la maquinaría aquí,
tenemos que llegar y comprobar si ha merecido la pena o no. No nos podemos
quedar a medio camino.
Plasencia se queda rascando la pared con una piqueta, mientras Manuel
sube después de enganchar en la polea un capazo de goma lleno de tierra. Por
los cálculos, que hicieron antes de iniciar la excavación, saben que el
yacimiento no está muy lejos de donde se encuentran ahora, lo que acrecienta
las medidas de precaución para no derruirlo o destruir alguna pieza
arqueológica que pudiera haber en el interior. Las herramientas que usan en
los últimos tramos son de precisión, limitándose a espátulas, cinceles, paletas
y pequeñas brochas con las que limpian la tierra.
Hay un momento en que la pared se desconcha bajo la piqueta. Y se
desprende un trozo grande de roca, que cae al suelo y se desmenuza del
impacto. Plasencia, muy nervioso, distingue que en la pared hay un agujero
profundo y piensa que quizá ha dado con el yacimiento. Desengancha de la
pared una de las potentes linternas con las que se alumbra y la acerca hasta el
hueco. La luz traza una línea recta de unos cuatro metros, que ilumina lo que
parece un esqueleto, que está en la parte derecha.
—¡La tumba! —aúlla como un niño al recibir un regalo de cumpleaños—.
¡La tumba, la tumba! —repite un par de veces, para que Manuel, que está en
la superficie, pueda escucharlo.
Inmediatamente, coge de un maletín, que tiene junto a las herramientas,
una de las máscaras de protección respiratoria. Deslía la correa y la ajusta a su
rostro, encajándola en la nariz y en la boca. Con dificultad rasca con la
piqueta el contorno del hueco de la pared, propinando pequeños golpes. Caen
trozos de roca al suelo y el agujero se hace más grande. El tamaño le permite
introducir el brazo entero, con la linterna cogida con la mano. Y con el poco
espacio que queda entre la pared y su camiseta, es capaz de contemplar la
tumba en toda su plenitud. Balancea la linterna despacio, de izquierda a
derecha, y distingue sin ningún género de duda las dos ánforas de cerámica de
las que habló el abuelo de Manuel.
—¿Es el yacimiento? —le pregunta Manuel, asomándose por su espalda,
cuando desciende por la escalera.
—Sí —asiente Plasencia.
Luego se hace a un lado para que Manuel pueda mirar dentro.
—Ahí está —suspira—. Debe haber un par de metros hasta la tumba,
como mucho. Tendremos que excavar con cuidado para que no se caiga la

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pared y aplaste las vasijas.
—Y para que no caiga nada sobre el esqueleto —comenta el constructor
—. Póngase la máscara de protección —le recomienda a su socio, cuando
observa que no la lleva puesta.
Durante un par de días siguen cavando, pero con mucho cuidado para no
perjudicar la construcción. Utilizan paletas de obra de tamaño pequeño, con el
que van arañando la pared para evitar que se desprenda algún cascote en el
interior y cause un daño irreparable. Conforme extraen rocas del tamaño de
una pelota de baloncesto, y el hueco se hace más grande, comprueban que el
esqueleto sigue ahí, inmóvil, lleno de polvo. Y a su lado, como si les
estuvieran esperando durante este último siglo, las dos ánforas de cerámica de
figuras negras.

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El agujero en la pared de roca es lo suficientemente grande como para que


puedan pasar los dos. Es Manuel el que tiene más dificultad, pues también es
el más grueso. Hay tanto polvo disperso en el ambiente, que deben
reemplazar constantemente los filtros de las máscaras de protección
respiratoria. Apuntalan el hueco de acceso para evitar un derrumbe que sería
desastroso y distribuyen cinco potentes linternas en el interior del sepulcro,
colocándolas estratégicamente en las esquinas. Hay tanta luz en el habitáculo,
que parece que se haya hecho de día.
En la parte derecha observan un único esqueleto. En su boca distinguen
una pieza que parece de bronce. Es Manuel quien se acuclilla a su lado, alarga
la mano y la alumbra con la linterna. Observa que es una especie de moneda,
pero deforme, como si la hubieran estado martilleando hasta destrozarla. Le
recuerda a aquellas pesetas que, siendo niño, dejaba en las vías del tren para
que las aplastara el ferrocarril a su paso.
—Es un aes rude —anota Plasencia.
Manuel lo contempla con inquietud.
—¿Cómo lo sabe?
—Eran las monedas que había antes de las monedas. Si se fija, ni siquiera
tiene forma ni ningún tipo de grabado.
—¿Son del siglo quinto antes de Cristo?
—Con toda seguridad —afirma el constructor—. Creo que todo lo que
hay aquí es de esa época. El casco, la moneda de bronce y las dos vasijas.
Lo único que queda del rostro del esqueleto son los dientes, que se
soportan sobre un montículo de polvo. Parece un hombre, por los ropajes que
lo cubren, aunque su pelo largo y blanco le llega hasta los hombros. Todo está
como si acabara de morir. Hay una nube de niebla que se mueve frente a las
linternas de Plasencia y Manuel, que se quedan impávidos contemplando la
tumba.
El constructor se acerca hasta el esqueleto, con cuidado de no tropezar con
alguna de las piedras que hay esparcidas alrededor. Con el haz de luz de la
linterna, que tiembla en su mano, peina el agujero del suelo. Con mucho
cuidado se desplaza hacia las vasijas que están al lado de la pared de roca.
Alarga la pierna derecha y encaja la bota en un saliente, que utiliza como

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punto de apoyo. Comprueba que el pie izquierdo se apoya firme en el suelo,
donde no puede resbalar.
—Tenga cuidado de no caerse —advierte Manuel.
—¡Acérquese! —conmina el constructor—. Intentaré pasarle las vasijas
desde aquí.
—No creo que sea buena idea.
—¿No? ¿Y cómo se supone que vamos a cogerlas?
—Podríamos bajar una plancha de hierro y extenderla sobre la tumba —
sugiere Manuel—. De esta forma podríamos pasar por encima sin el temor de
que caiga algo dentro.
—¿Sabe lo que pesa una de esas planchas? Necesitaríamos por lo menos
la ayuda de dos hombres más. Y, como comprenderá, no pienso decirle a
nadie ni lo que estamos haciendo ni lo que hemos encontrado.
Con ambas manos, Plasencia coge la primera de las vasijas de cerámica,
la que está más a la izquierda. Por fortuna comprueba que no pesa en exceso,
por lo que puede levantarla sin esfuerzo. Al elevarla salta una pequeña nube
de polvo seco, que se desvanece enseguida. Debajo queda un surco redondo.
Alarga los brazos y Manuel coge de sus manos la vasija, desde el otro lado
del agujero de la tumba.
—Déjela en el suelo —le ordena—. Al lado del hueco por donde hemos
entrado.
Manuel la deja cerca de la pared, con extremo cuidado de que no se
vuelque.
Plasencia repite la misma operación con la otra ánfora. Se agota tanto, que
Manuel le tiene que ayudar para levantar la pierna izquierda, que ha usado de
punto de apoyo, y sortear la tumba sin caerse dentro.
—Estoy muy viejo para esto —protesta el constructor, cuando regresa al
lugar donde está Manuel. Su rostro muestra agotamiento y la máscara se
empaña tanto, que solo se ven gotas de humedad en el interior. El aspecto de
ambos es lamentable. Sobrepasan los sesenta años y las últimas semanas han
sido realmente agotadoras.
Y las últimas horas, de infarto.
Es Manuel el que alumbra hacia el interior de las ánforas y distingue que
cada una de ellas contiene un papiro enrollado.
—El norteamericano se pondrá contento cuando se lo diga.
Meten las dos ánforas en unas mochilas de deporte y cargan con ellas en
la espalda. Manuel con una y Plasencia con la otra.
—¿Y el casco? —pregunta Manuel.

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Plasencia tuerce la cabeza hacia el esqueleto y clava la mirada en la
calavera.
—Me dijo que el coleccionista norteamericano está interesado en los
papiros. Y los papiros es lo que le entregaremos. El casco y la moneda se
quedan aquí.
Manuel tuerce el gesto, como si se sintiera contrariado.
—¿No lo cogemos? —pregunta, para estar seguro de lo que Plasencia
quiere hacer.
—¡No! —niega tajante el constructor—. Solo las ánforas y los papiros
que hay dentro. Lo demás es mejor dejarlo donde está. Por el esqueleto no nos
darán nada. Y si lo ve alguien, las autoridades sabrán que aquí hay un
yacimiento arqueológico. Y se preguntarán cómo accedimos, qué
encontramos y si había más objetos. Créame, es mejor sepultarlo todo de
nuevo y dejar que el muerto descanse en paz.
Manuel arruga tanto la frente, que se le marcan varios surcos profundos.
—¿Habla en serio?
—Muy en serio —se reafirma el constructor—. En nuestro trato hablamos
de los papiros. La tumba no entra en el convenio.
—¿Y qué hará con ella?
—Haré venir un camión hormigonera de dieciocho toneladas para que lo
sepulte con cemento.
—¡Inundará la tumba!
—La pared es de piedra y soportará el peso del cemento —comenta el
constructor—. Ese guerrero, sea quien sea, ahora sí que descansará para
siempre. Si no lo sepultamos de nuevo, tarde o temprano alguien lo
encontrará. Ya estuvo su abuelo y ahora nosotros. ¿Quién nos dice que dentro
de unos años no lo encuentre alguien más? Vamos, Manuel, solo es un
esqueleto. Fuese quien fuese, se merece descansar eternamente.
—Usted es el dueño —asiente Manuel.
Durante varios viajes, en los que bajan hasta el yacimiento, se dedican a
recoger las linternas y las herramientas que hay esparcidas por el suelo de la
galería, hasta que están seguros de que han recogido todo. Los dos regresan al
yacimiento, en el que será el último descenso, armados cada uno con una
potente linterna. Peinan todo el agujero, de rincón a rincón, asegurándose de
que no se han dejado nada. Incluso arrastran los pies por el suelo, levantando
tierra seca, para comprobar que no haya ningún objeto enterrado, que les
pueda ser útil. Manuel mete los dos pies en el hueco de la tumba y, con su

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mano enguantada, ladea el esqueleto, al que se le desplazan varios huesos de
la pelvis.
—Lo siento, amigo —le dice, como si pudiera escucharle.
—No lo mueva mucho —alerta Plasencia—. No me hace gracia que
andemos toqueteando al muerto.
Manuel lo observa con el rictus serio. Durante esos días se ha dado cuenta
de que al constructor no le gusta que profanen la tumba.
—Hacemos lo correcto —le dice para tranquilizarlo.
—Sé que es así —afianza el constructor—. Los arqueólogos llenarían esto
de señalizaciones y vendrían con sus cucharitas y sus pinceles, explorando el
interior de la tumba y buscando un diente, una moneda o una huella. Y
entretanto, yo no podría construir nada ahí arriba. La administración no me
compensaría, mientras que yo me arruinaría. En unos días haré venir una
hormigonera para que sepulte el agujero —insiste.
—Mi abuelo me habló de una espada —comenta Manuel—. Dijo que es la
que utilizó para salir de aquí, clavándola en la pared.
Plasencia observa alrededor.
—El georradar no ha detectado más metales —asegura—. Igual está en
otra parte.
—Él contó que se le resbaló de la mano y se cayó en el hueco de la
chimenea del pozo.
—¡Vamos! —apremia el constructor—. Ya tenemos lo que queríamos.
Cuando salen a la superficie, Manuel señala las dos mochilas que han
dejado en el asiento central de la furgoneta.
—¿Dónde las llevaremos? —le pregunta a Plasencia.
—Creo que lo mejor es que las llevemos a mi despacho. Y allí, con más
calma, sacaremos los papiros de las ánforas y los fotografiaremos. Espero que
sean los que busca el coleccionista.
—Espero que así sea —repite Manuel.

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Manuel invita a comer a su hermana Camelia, en la vivienda que tiene en la


Avenida de la Ilustración. Es domingo y la llamó por la mañana para decirle
que quería hablar con ella. Camelia, que no dispone de vehículo, y ni siquiera
tiene carné de conducir, se desplaza en autobús hasta casa de su hermano.
Llega al mediodía y Manuel la recibe en la puerta. Le propina dos sonoros
besos y la hace pasar al salón, donde su hermano ha decorado la mesa con
esmero, jarrón de flores incluido. Ella sabe que él siempre ha sido un hombre
detallista.
—¿A qué se debe este recibimiento? —consulta Camelia, ante la
expresión de victoria de Manuel.
—Se aproximan buenos tiempos —habla su hermano—. En unos días
cerraré un negocio que me dará mucho dinero. Y no solo quiero compartir
contigo la noticia, sino los beneficios.
Camelia arruga los ojos. Es una mujer que ha vivido las penurias
suficientes como para que la desconfianza se haya enquistado en su ánimo. Es
reticente a todo lo que sean dichas buenas, porque sabe que algunas noticias
no son más que relumbrón y ella no quiere hacerse ilusiones que luego tenga
que lamentar.
—¿Te ha tocado la bonoloto?
—No. Pero lo que está a punto de ocurrir es mejor que una lotería.
Camelia se sienta en la silla que hay frente a la mesa y Manuel le sirve un
vaso de vino blanco frío, que acaba de sacar de la nevera. Desde la cocina
llega el aroma del pavo que está guisando en el horno.
—Pues ya me contarás, porque me tienes en ascuas.
—¿Recuerdas la historia que contaba el abuelo, referente al pozo que
había en el terreno de Montesblancos?
Camelia asiente con la cabeza, justo antes de dar un pequeño sorbo a la
copa de vino.
—¿La de la tumba esa donde sacó el ánfora de cerámica? Sí, la recuerdo.
—El abuelo contó que dentro del ánfora de cerámica había un papiro. ¿Lo
recuerdas?
—Recuerdo la historia. Y el ánfora, que tienes tú. Pero jamás vi el papiro.
Manuel sonríe con tanta vitalidad, que su hermana desconfía de él.

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—¡Pues lo hay!
—¿Cómo lo sabes?
Manuel se ausenta, subiendo la escalera hasta la planta de arriba.
Enseguida desciende con un tubo portaplanos de color plata en la mano.
Desenrosca la tapa y extrae del interior el papiro enrollado.
—Este es el famoso papiro del que tanto nos hablaba el abuelo. Creíamos
que se había perdido, pero al final lo encontré.
La expresión de Camelia es de desconcierto.
—¿Dónde estaba?
—Oculto bajo el cajón del tocador de la tía Berna, dentro de un trozo de
tela.
—¿Por qué haría eso? —duda Camelia.
—¡Vete a saber! Quizá le gustaba y lo quiso para ella. O quizá lo protegía
para que no se rompiera o perdiera. Pero ha estado bajo el tocador los últimos
ochenta años, sin que nadie lo supiera.
—¿Estás seguro de que es el papiro que encontró el abuelo? —interroga
Camelia.
—Este papiro —habla Manuel, sosteniéndolo en la mano— es muy
valioso. Es del siglo quinto antes de Cristo y hay un coleccionista
norteamericano que nos pagará mucho dinero por él. El tío, en cuanto lo vio
me dijo que había dos más. ¿Recuerdas la historia del abuelo? Él siempre dijo
que en el fondo del pozo había tres ánforas y que solo pudo coger una.
Camelia arruga la frente con fuerza.
—Parece que te hayas vuelto loco, Manuel. ¿Quién es ese hombre que te
pagará tanto dinero?
—Hice una consulta en una página de internet sobre el papiro y me
respondió un coleccionista que está interesado en comprar la obra completa,
ya que aquí —levanta la mano con el manuscrito— solo está la primera parte.
Hace unas semanas visité al constructor que ha comprado el terreno de
Montesblancos, Plasencia, y le conté la historia de nuestro abuelo y le hablé
del coleccionista que estaba dispuesto a comprar los tres manuscritos. Hemos
llegado a un acuerdo y nos repartiremos los beneficios que obtengamos de la
venta de la obra completa.
—¿Habéis conseguido los otros dos de los que habló el abuelo?
—Así es, Camelia. Las últimas semanas hemos descendido por el pozo
hasta la tumba y estaba tal y como nos contó el abuelo. Había un esqueleto
con un casco. Tenía una moneda en la boca y detrás estaban las dos ánforas
de cerámica, conteniendo cada una de ellas un papiro como este. El trato con

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el coleccionista lo llevo yo y he quedado con él que en unos días viajará a
España para comprar los tres papiros.
—Pero el dueño del yacimiento es el constructor ese del que me has
hablado —cuestiona Camelia.
—Él es el dueño del yacimiento y legalmente lo sería de los dos papiros
que completan la obra. Pero sin el tercero —vuelve a levantar la mano donde
está el portaplanos— es como si no tuviera nada. Por eso nos hemos asociado,
para vender el conjunto. Hemos concretado que iremos al cincuenta por
ciento.
—¿El cincuenta por ciento de cuanto? —consulta Camelia, esbozando una
sonrisa ladeada en los labios.
—Un millón de euros, hermana. El norteamericano nos pagará un millón
de euros —repite.
Camelia da un último sorbo a la copa. Su mano tiembla ligeramente y
observa a su hermano con expresión de inquietud.
—Eso es mucho dinero, Manuel. ¿Estás seguro de la cifra?
—¡Sí, Camelia! —exclama con tanta fuerza que hasta le salta una gota de
saliva de los labios, que se estrella contra la mesa—. De los que la mitad
serán para nosotros. En cuanto los cobre, te daré mi mitad a ti. Ese dinero te
corresponde, porque es la herencia de la tía Berna.
—No sé, Manuel. Me halaga que pienses en mí y que me tengas en cuenta
para el reparto del dinero que vas a ganar. Pero me parece del todo increíble
que un extranjero os pague tanto dinero. ¿Cómo os pagará? ¿En metálico?
—¡Qué va! Esta gente paga a través de bancos que están en paraísos
fiscales, para ahorrarse los impuestos. Tenemos que abrir una cuenta en
Panamá, según me ha dicho, donde el norteamericano nos transferirá el dinero
una vez haya comprobado que los tres manuscritos son auténticos. Pero para
asegurarse tiene que verlos en persona.
—Me alegro por ti. Y por mí. Y por el abuelo, que al final, aunque ya no
esté para verlo, resulta que tenía razón en lo del yacimiento. Pero hasta que no
lo vea no me lo creeré. Me sigue pareciendo mucho dinero por unos papiros.
Demasiado dinero. ¿No será una estafa?
—¿Una estafa? ¡No, Camelia! He intercambiado ya varios correos con el
intermediario del coleccionista norteamericano y he hablado con él por
teléfono. Te aseguro que no es una estafa.
Su hermana lo contempla con expresión apenada.
—Mira, Manuel. No quiero desilusionarte, pero he oído hablar de mujeres
que han ligado con Brad Pitt y durante meses les han estado enviando dinero

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al que consideraban era el actor y luego resultó ser un nigeriano con un gran
poder de convicción.
—¡Por eso sé que en este caso no es una estafa! —exclama Manuel—.
Porque el coleccionista no nos ha pedido nada a cambio. Solo quiere
comprobar que los tres papiros son auténticos y nos pagará lo acordado. ¿Qué
clase de estafa es aquella en la que no te piden nada por adelantado?
—Lo creeré en cuanto lo vea —concluye la hermana.

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Aún no ha terminado de amanecer cuando Plasencia llega a Montesblancos a


bordo de un camión de su empresa, que conduce él mismo. Lo aparca cerca
del hueco donde está el pozo y desciende por la escalera de aluminio, cargado
con varias planchas de madera de un metro cuadrado y dos centímetros de
grosor. Cuando llega abajo, las deja apoyadas al lado del agujero que hicieron
con Manuel, el que da acceso a la tumba. En un segundo viaje traslada un
detector de metales portátil, con pantalla de LCD. Y en el tercer viaje
desciende con una mochila donde traslada las tres ánforas de cerámica donde
estaban los papiros.
Durante cerca de una hora se dedica a peinar con el detector de metales,
centímetro a centímetro, el espacio que hay frente al sarcófago donde
recogieron las ánforas. Con una paleta pequeña remueve la tierra, cavando
pequeños surcos, y seguidamente vuelve a pasar el detector de metales. Repite
la operación varias veces, hasta que finalmente recibe la respuesta audible que
esperaba y el aparato indica que ha detectado algo.
Con sumo cuidado araña la tierra alrededor hasta que descubre una
espada. La coge con una mano y sabe que se trata de la espada de la que habló
el abuelo de Manuel. Es una gladius, de un kilo de peso y de ochenta
centímetros de longitud. La hoja es de hierro y mide sesenta centímetros y
tiene una anchura de siete. Es de doble filo y la empuñadura es de madera,
aunque está muy dañada por el paso de los años y por haber estado cubierta
de tierra durante tanto tiempo.
Se introduce en el agujero que practicaron en la pared del sarcófago y, con
sumo cuidado, deja la espada junto al esqueleto que hay en la tumba. Después
distribuye las ánforas junto a la pared. Luego sale afuera y coloca las planchas
de madera de tal forma que cubren por completo el hueco. Con un taladro
hace varios orificios para asegurar las maderas e introduce unos tacos
gruesos. Después los atornilla con fuerza. En la plancha central queda una
abertura redonda de veinte centímetros de diámetro, que ya traía preparada
antes de venir.
Cuando sale afuera, descarga del camión un tubo flexible de PVC de
veinte centímetros de grosor y doce metros y medio de longitud, que ha
mandado hacer a medida. Una parte la atornilla con una brida en una piedra

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de la chimenea del pozo y la otra la coge y desciende con ella por la escalera,
hasta que llega abajo. Introduce un metro del tubo por el hueco de la madera
que da al sepulcro. Luego sube por la escalera de nuevo y el hueco del tubo de
la superficie lo cubre con una tapa de rosca, que encaja perfectamente.
Alrededor de la una del mediodía, y tal y como había quedado, llega la
hormigonera cargada de cemento. El conductor, un hombre de unos cuarenta
años, al que Plasencia conoce desde hace tiempo, desciende con un cigarrillo
en los labios.
—Señor Plasencia —lo nombra—. ¿Dónde hay que echar el cemento?
—Entra de culo aquí —señala hacia la abertura del pozo—. Y coloca la
canaleta de descarga en esta parte.
El obrero se asoma al hueco que le indica el constructor y apuntala la
canaleta.
—¿Y la escalera de aluminio? —pregunta.
—Cúbrela también de cemento —es la respuesta de Plasencia.
En unos veinte minutos llena el hueco de cemento, en el que los dos
apenas han intercambiado ninguna palabra.
—Gracias —lo despide Plasencia.
La hormigonera se marcha y, cuando el constructor se queda solo, coloca
una tabla de madera encima del tubo, para ocultarlo, y echa varias paladas de
tierra encima. Después dedica unos minutos a aplanar el terreno, para
disimular lo que hay debajo.
Cuando se va, allí no queda ningún vestigio de que hay un pozo de doce
metros de profundidad que lleva hasta una tumba de dos mil quinientos años
de antigüedad.

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Manuel se presenta de improviso en la oficina de Plasencia. Llama a la puerta


pulsando el timbre tres veces seguidas. Le abre la nueva secretaria del
constructor, que sustituye a Emma desde que se jubiló.
—Buenos días, Martina —saluda con cortesía—. ¿Está Plasencia en su
despacho?
—Está dentro —responde la chica, que solo lleva trabajando en la
constructora tres meses, pero que ha vivido todo el proceso de la prospección
de Montesblancos.
Manuel entra en el despacho y cierra la puerta.
—En quince días llega el norteamericano a Zaragoza —profiere.
El constructor coge un habano que hay en el cenicero y lo enciende de
nuevo, porque se había apagado.
—¿Cuándo llega?
—El domingo 16 de julio. Hemos quedado que lo recogeré en la estación
de Delicias a las nueve de la mañana y desde allí vendremos directamente a tu
despacho.
—Yo os esperaré aquí —le dice el constructor a Manuel.
—¿No vendrás conmigo a la estación?
—No puedo —rechaza Plasencia—. El sábado 15 tengo una cena en el
restaurante de la Avenida de Logroño.
—¡Vaya! —exclama Manuel, chasqueando los labios—. ¿Y no puedes
cambiar la fecha?
—No. Y tampoco quiero cambiarla. He quedado con unos amigos con los
que hace meses que no coincidía. Es una buena fecha, porque todos estamos
de vacaciones y no podía dejarlo para más tarde. Y ya sabes que estas cenas
se suelen demorar hasta las tantas de la madrugada, por lo que el domingo me
levantaré con el tiempo justo y, si tengo que ducharme y afeitarme, llegaré
tarde a la estación. Prefiero venir directamente al despacho y tú, en cuanto
recojas al norteamericano, os venís hacia aquí.
—Orson me confirma que si los papiros son auténticos, nos pagará un
millón de euros por los tres.
Plasencia contrae el rictus, como si algo no le cuadrara. Y sonríe
levemente, para malestar de Manuel. Es la primera vez que los dos hablan de

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la cifra que Orson está dispuesto a pagar.
—¿Has dicho un millón de euros?
—Sí. Es la cantidad que ofrece Orson por los tres papiros.
—Un millón de euros —repite el constructor más despacio, como para
estar seguro de que lo ha escuchado bien—. Me parece una barbaridad. Oye,
¿no te habrás liado con el traductor y has entendido una cantidad distinta?
Mira que es mucho, pero que mucho, dinero. Me parece una animalada que
un tío, por muy rico que sea, esté dispuesto a pagar esa cantidad por tres
papiros.
—Estos días, en los correos electrónicos que hemos intercambiado, he
comprendido la importancia de lo que hemos encontrado en Montesblancos.
No existe ningún registro, en ninguna época, de un hallazgo de semejante
importancia. La obra completa que conforma los tres papiros es única y no
hay ninguna copia en ningún otro lugar.
—Aun así me sigue pareciendo mucho dinero. ¿Te ha dicho cómo
efectuará el pago? Quiero decir, un millón de euros no cabe en una maleta. —
Plasencia no deja de sonreír mientras habla, como si lo de que haya alguien
que pague tanto por lo que han encontrado le pareciera divertido.
—Me ha dicho que paga mediante transferencia, para lo que tenemos que
abrir una cuenta en un banco de Panamá. Imagino que no será muy
complicado, porque hay muchos políticos, empresarios y artistas españoles
que lo hacen. —Manuel chasquea la lengua.
—Le diré a Martina que se informe bien de cómo hacerlo y que abra una
cuenta de esas. ¿Supongo que no habrá ningún problema legal? He leído
varias noticias de famosos a los que les han sacado los colores con este tipo
de cuentas.
—Si se hace bien, imagino que no habrá problema —responde Manuel—.
Ya te digo que hay mucha gente que lo hace y todavía no han detenido a
nadie. Este tema creo que es más cuestionado por la parte ética, que por la
legal.
—Bueno, hablaré con Martina y a ver cómo lo hacemos.
—No te veo muy contento. ¿No lo ves claro?
—Estaré contento y lo veré claro cuando todo esto termine —replica
Plasencia—. ¿Has pensado qué pasaría si no son auténticos?
Manuel lo mira con odio en la mirada.
—¿Y por qué no habrían de serlo? Últimamente no haces otra cosa que
poner problemas. A veces pienso que no quieres vender lo que hemos
encontrado.

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—He leído que a veces se encuentran yacimientos arqueológicos con
restos que no se corresponden con la época que en un principio creían que era.
—¿Te refieres a un falsificador?
—Sí, un tío que en el siglo diecisiete, por ejemplo, le hubiera dado por
escribir esos papiros de su puño y letra, copiados de los auténticos, y los
hubiera guardado en la tumba, junto al esqueleto, al que incluso le hubiera
puesto el casco para darle más intriga al yacimiento arqueológico.
—Si ese tío va a viajar hasta aquí, es porque sabe que lo que vendemos es
bueno. En caso contrario, no se hubiera molestado tanto. Esta gente es experta
y algo habrá visto en las fotos, que le he enviado, para estar tan seguros.
—Le diré a Martina que venga a la oficina el día que hemos quedado con
el norteamericano, aunque estamos de vacaciones de verano. Espero que no
ponga pegas, porque la avisaré con el tiempo justo. A mí me parece buena
idea lo de quedar el domingo, porque hay más sosiego y menos movimiento
tanto en el bloque como en el barrio. —Plasencia se pone en pie y se acerca
hasta un hueco de la pared falsa, lo que familiarmente conoce como la
despensa. Introduce la llave de color oro en la ranura que hay en la parte
derecha y abre la puerta—. Me hago viejo, Manuel, y no comprendo estas
formas de hacer negocios, como que el dinero se tenga que mover en una
cuenta de Panamá o que tengamos que quedar en domingo, cuando los bancos
están cerrados. Y eso de que nos pague un millón de euros… No sé, todo esto
me parece muy extraño.
Manuel mira hacia el hueco y observa los tres portaplanos de color plata.
—¿No te fías del comprador?
—Yo lo que pienso es que si el norteamericano está dispuesto a pagar
tanto dinero por lo que hay en este armario —vuelve a señalar con la mano
hacia los portaplanos— es por un único motivo: porque lo que hay aquí vale
mucho más. Nadie da duros a cuatro pesetas.
—¿Quieres que tanteemos a otro comprador? —ofrece Manuel—. Nos
podríamos hacer una idea de si la cantidad que está dispuesta a pagar Orson
es correcta o no.
—No se trata de eso. Simplemente, estoy reflexionando sobre el valor de
lo que hemos encontrado.
—Piensa en que ahora que hemos encontrado el yacimiento podrás
continuar con el proyecto.
—¿Qué proyecto?
—El del futuro casino de Montesblancos.
—No. —El constructor bascula la cabeza negando.

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—¿No, qué?
—No haré nada ahí.
—¿Por qué? Estabas muy ilusionado con el nuevo casino.
—Estas últimas semanas me he replanteado lo de construir el complejo de
ocio. Los tiempos cambian y con ellos cambian los gustos. Con franqueza,
creo que un casino, hoy día, no tendría un impacto relevante en la zona. —El
rostro de Plasencia muestra pesadumbre—. Cuando compré Montesblancos
me imaginé que ahí construiría un enorme complejo de hoteles, bingos, salas
interminables con máquinas tragaperras. Alrededor habría quien se subiría al
carro y no faltarían casas de putas, discotecas. Luego llegaría la droga. Las
peleas. La delincuencia organizada.
—Pero no mires solo la parte mala, Plasencia. El complejo de ocio
también crearía puestos de trabajo, tan necesarios en la provincia.
—Esa era mi idea, la verdad —acepta el constructor—. Erigiría el mayor
centro de ocio del sur de Europa. Ya había iniciado contactos con inversores
españoles y franceses para financiar el proyecto. Incluso contaba con el aval
de un importante empresario ruso, que estaba dispuesto a aportar el
veinticinco por ciento del capital. Pero el hallazgo del yacimiento
arqueológico ha hecho que me replantee seguir adelante.
—¡Vaya! —se queja Manuel—. Lamento que mi interrupción,
informando del yacimiento, haya dado al traste con tu proyecto. Lo cierto es
que ahora que está sepultado de nuevo, nada impide que sigas adelante.
—He cambiado de parecer —se reafirma el constructor—. Pienso
jubilarme, que ya tengo edad, y me retiraré a descansar.
—¿Y el terreno?
—Ya veré qué hago con él. Igual me construyo una casa y me traslado a
vivir allí.
Manuel lo observa con suspicacia. Tiene la sensación de que Plasencia ya
no quiere vender los papiros.

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Se llama Pastora y tiene cincuenta y cinco años. Regentó durante veinte años
uno de los prostíbulos más relevantes de la provincia. En su trayectoria
profesional se ganó el mote de La Melones, por sus evidentes encantos
femeninos que no se esfuerza en ocultar.
Es una mujer hermosa, de buenos modales, con una mundología cultivada
durante años de relacionarse con clientes, que se retiró hace cinco años a
Pastriz, donde adquirió una modesta casa en las afueras y donde se dedica a
leer, cocinar y pasear por los alrededores. De vez en cuando recibe alguna
visita de algún conocido que le trae recuerdos lejanos. Pero ni Pastora es la
misma que era cuando trabajaba en la casa de alterne, ni los que la visitan
tampoco son los mismos de entonces. En el pasado quedó lo que fuimos y lo
que sentimos.
—¿Has comido? —le pregunta Pastora nada más abrir la puerta.
—Todavía no —responde Plasencia con aspecto abatido.
El constructor reparte dos besos en sus mofletes rollizos y se adentra en la
casa. Cruza el pasillo y llega hasta el salón, donde Pastora ha dejado un libro
a medio leer sobre una mesita que hay debajo de una lámpara de pie de color
blanco.
—Vamos a la cocina —le indica la mujer, posando una mano en el
hombro del constructor.
Pastora abre la nevera y saca un pollo, que ya está troceado, y lo deja
sobre el mármol. A su lado coloca un pimiento rojo, otro verde, una cebolla,
cuatro dientes de ajo, cuatro tomates y un plato con trozos de jamón serrano.
—No te esfuerces mucho —le dice Plasencia—, que no tengo hambre.
Solo quería verte —añade como justificación a su visita.
—¿No tienes hambre? ¿Quién eres y qué has hecho con Plasencia? —
sonríe.
—No estoy pasando por mi mejor momento.
—Recuerdo que la última vez que nos vimos me hablaste de que ibas a
iniciar el proyecto más importante de tu vida. Entonces parecías muy
ilusionado. ¿Qué fue de aquello?
Plasencia arruga la expresión de su tez, mientras respira con fuerza.

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—El proyecto estaba en marcha, sí —responde—. Pero no consigo
inversores que quieran involucrarse. Además, ha ocurrido algo que ha
trastocado los planes que tenía en un inicio.
Pastora añade un chorro de aceite de oliva en la sartén. Pela dos dientes de
ajo y los echa dentro. Mientras se doran, añade un poco de sal a los trozos de
pollo.
—¿Qué ha ocurrido?
—Es algo a lo que los constructores nos tenemos que acostumbrar.
Debajo del terreno hay un yacimiento.
Pastora se gira para observarlo mientras habla. Al hacerlo se le mueven
los atributos que dieron origen a su mote.
—¿Petróleo?
El constructor se ríe.
—¡Ojalá fuese eso! No, qué va —rechaza—. Es un yacimiento
arqueológico.
—¿Cómo ese que encontraron bajo el Paseo de la Independencia de
Zaragoza?
—Sí, más o menos es lo mismo. Aunque en este caso se trata de una
tumba.
Pastora retira los ajos y pela una cebolla en juliana. Corta en tiras los
pimientos y lo añade todo a la sartén.
—Nunca he sabido qué hay que hacer en estos casos. Me refiero a cuando
se encuentra un yacimiento.
—La ley dice que se ha de informar a las autoridades —comenta el
constructor.
Pastora se gira, mientras está pelando y cortando los tomates.
—Algo que no has hecho —interrumpe las explicaciones de Plasencia.
—Algo que no hemos hecho —corrobora.
—¿Hemos? Creí que tu empresa la gestionabas tú solo.
—Así ha sido siempre —dice con suficiencia el constructor—. Pero la
aparición del yacimiento me ha medio obligado a asociarme con alguien.
—De lo que te conozco, sé que eres de poco asociarte —sonríe la mujer,
mientras añade el jamón troceado en la sartén.
—En este caso no me ha quedado más remedio. Es un ingeniero civil del
Gobierno de Aragón y es quien me dijo que bajo el terreno de Montesblancos
hay un yacimiento.
—¿Cómo lo sabía?

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—Es una historia muy larga, que se remonta a la época en que vivía su
abuelo.
—Entiendo —dice Pastora. Seguidamente, añade el tomate a la sartén,
incorpora el pollo ya sazonado y vierte el vino blanco sobrante de las copas
que ha servido—. En unos diez minutos ya podremos comer.
—No me sirvas mucho, que no tengo hambre.
Pastora se sienta frente a Plasencia en la mesa de la cocina y lo mira
directamente a los ojos.
—Desde que te conozco jamás has rechazado mi pollo al chilindrón. ¿Qué
te ocurre?
—Hemos rescatado unos objetos que había en el yacimiento.
—¿Qué clase de objetos?
—Se trata de unos papiros del siglo quinto antes de Cristo. Y hay un
norteamericano ricachón, de esos que lo mismo le da gastarse ocho que
ochenta, que está dispuesto a comprarlos por un millón de euros.
Pastora unta un trozo de pan en la salsa. Sorbe un poco de su copa. Y mira
a Plasencia a los ojos.
—¿Has dicho un millón de euros?
—Eso he dicho.
—¿Estás seguro? Mira que un millón de euros es mucho dinero.
—Lo sé.
—¿Pero?
—¿Has oído hablar de las maldiciones que pesan sobre los que saquean
las tumbas?
—Me parece que eso era para las tumbas egipcias —comenta Pastora—.
Y yo no creo en maldiciones, las promovían los que querían asustar a los
saqueadores.
—No sabría decirte por qué lo pienso —habla el constructor—. Pero
tengo una mala sensación con esta tumba que hemos encontrado. Tengo la
impresión de que el hecho de haber bajado hasta ahí, coger los papiros y
venderlos, no me traerá nada bueno.
Pastora le coge la mano libre de sostener la copa de vino. Bajo la luz
indirecta del sol, Plasencia contempla la sugerente belleza de una mujer de
mediana edad que domina perfectamente la magia del maquillaje.
—Hace tiempo que nos conocemos —le dice mientras vierte más vino
blanco en la copa vacía—. Y es la primera vez que te veo tan apagado. Ni
siquiera parece que seas tú.
Los ojos del constructor muestran cansancio.

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—No sé cómo explicarlo, pero creo que no tendríamos que haber bajado
hasta la tumba —insiste.
Pastora esboza una sonrisa en sus labios gruesos.
—Se me hace extraño que creas en esas cosas. Desde que te conozco,
nunca me pareciste alguien creyente.
—No se trata de creer, sino de observar. Todo lo relacionado con
Montesblancos siempre ha estado envuelto en desgracias. ¿Recuerdas lo del
tío del juzgado que se cargaron?
—Sí, lo recuerdo. Fue noticia nacional.
—Los anteriores gestores se arruinaron y el casino, si lo vieras, es un
amasijo de hierros. Toda la explanada se ha convertido en un estercolero,
lleno de pintadas y basura. Lo que fue uno de los palacios del juego en
España, ahora es una ruina. Todo lo que tiene que ver con Montesblancos está
maldito.
—Ahora ya es tarde para arrepentirse —comenta Pastora.
—Le he estado dando vueltas a deshacer el entuerto —habla el
constructor—. Y he decidido que no venderé los papiros. Dos de ellos son
míos legítimamente y el tercero pertenece a Manuel, porque lo heredó de su
abuelo. Pero no construiré el casino de Montesblancos, ni el bingo, ni los
hoteles, ni los salones de juego. Mi intención es que toda la colina sea una
enorme tumba que cobije al guerrero que hay debajo.
—Ahora sí que no te entiendo. ¿Rechazarás el millón de euros?
—Así es. Y me las ingeniaré para devolver los papiros a la tumba, de
donde nunca tenían que haber salido.
—¿Cómo?
—El domingo he quedado a las nueve de la mañana con Manuel y con el
norteamericano que comprará los papiros. Les diré a los dos que no quiero
vender. Sé que Manuel se enfadará. Pero debe acatar mi decisión, porque para
eso el terreno es mío. Al norteamericano le mentiré y le diré que los papiros
los guardaba en un almacén de mi constructora y que un incendio ha dado al
traste con ellos.
Cuando termina de hablar, Pastora lo mira con un asomo de lágrima en
uno de sus ojos.
—No conozco a nadie que, teniendo en su mano un millón de euros,
decida rechazarlo por agradar a alguien que lleva muerto dos mil quinientos
años. ¡Anda! —le dice Pastora acariciando su barbilla—. Apaga el habano y
cómete el pollo al chilindrón, que sé que es tu plato preferido.

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El teléfono del espacioso despacho del constructor suena, antes de silenciarse,


cinco veces seguidas. La chica, que en ese instante limpia la estantería que
hay enfrente de la mesita donde reposa el aparato, las cuenta mentalmente.
Sabe, porque le ha pasado lo mismo tan solo hace unos minutos, que a la
quinta llamada el timbre se detiene y salta el contestador automático. Después
se escucha la voz grave y ligeramente afónica del señor Plasencia:

«Hola, en este momento no le puedo atender».


«Deje su mensaje y ya le llamaré en cuanto me sea posible».

La chica se llama Martina. Es joven, tiene dieciocho esplendorosos años,


cumplidos en el mes de marzo. Porta el pelo largo, de color castaño, recogido
en una coleta alta y trenzada que le llega hasta media espalda. Viste informal:
pantalón corto de poliéster, una camiseta de color blanco y unas zapatillas de
deporte. Es delgada, algo que se nota en su tez perfilada. Tiene los ojos
marrones y la nariz aguileña. Y siempre está sonriendo, aunque no haya
motivo de felicidad. Sostiene en su mano izquierda el envase del líquido
desinfectante. Y en la derecha un paño de lana, con el que se dispone a quitar
el polvo de una de las estanterías de la librería que ocupa la totalidad de la
pared del despacho. Por la forma de cogerlos, se distingue que no está
acostumbrada a limpiar.
Había comenzado a trabajar como secretaria de Plasencia el lunes 20 de
marzo, dos días después de cumplir la mayoría de edad. Emma, la que fue
secretaria del empresario, ahora ya jubilada, le explicó lo que tenía que hacer.
El constructor se fía de Martina lo suficiente como para dejarle las llaves de la
oficina y que sea ella misma quien gestione el horario de la jornada laboral a
su conveniencia. Ya que Martina no solo es secretaria, sino que también se
encarga de la limpieza y el mantenimiento del despacho. Ella es, al igual que
ocurrió con Emma, la única empleada que tiene Plasencia contratada.
La oficina permanecerá cerrada hasta el lunes 4 de septiembre, cuando
tanto el constructor como ella finalicen sus vacaciones de verano. Pero hoy,
siendo sábado, ha tenido que pasar por el despacho para limpiar y asegurarse
de que todo está en orden. Plasencia le ha dicho que procure que haya licor en

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el mueble bar. Sobre todo Bourbon. Y botellas de agua mineral. Insiste en que
no falten copas limpias y servilletas de papel.
—Mañana tengo una visita muy importante y no quiero contratiempos.
Ordena el despacho y procura que no falte nada para agasajar a nuestro
invitado.
El móvil vibra en el interior de su bolso, que ha dejado colgado en el
perchero que hay al lado de la puerta del despacho. Abre el bolso, saca el
teléfono y lee el mensaje. Es una de sus amigas que le pregunta dónde
quedarán esta noche, antes de salir. Con el dedo gordo de la mano derecha
apaga la pantalla. No necesita responder, porque el emisor ya ha visto que ella
lo ha leído, y piensa que le responderá en cuanto salga de la oficina. Hoy no
podrá quedar, porque al día siguiente, el domingo, necesita estar despierta. En
ese mismo despacho, donde está ahora, se sellará uno de los negocios más
importantes de la empresa y el constructor le ha dicho que ella tiene que estar
aquí, por si necesita alguna cosa relacionada con la informática, de la que
Martina es usuaria avanzada.
Guarda el teléfono y se dispone a seguir limpiando. Todavía tiene que
pasar el aspirador y quitar el polvo a las pequeñas figuras que adornan la
librería que hay en la parte izquierda de la mesa del despacho, y que a
Plasencia tanto le gusta contemplar.
Martina recuerda el primer día que comenzó a trabajar, cuando la señora
Emma la aleccionó convenientemente antes de que diera inicio su jornada.
Fue ella la que medió para que consiguiera el trabajo, ya que Emma y su
madre se conocen de haber coincidido comprando en la plaza del mercado,
donde una amiga en común las presentó. La madre de Martina se sinceró y le
dijo que su hija había cumplido la mayoría de edad y todavía no había
trabajado nunca. Desde que dejó el instituto no estaba haciendo nada: ni
estudiaba ni trabajaba. Le preocupaba que una chica de dieciocho años
estuviera desocupada, porque a esa edad es muy peligroso tener tiempo libre.
Fue esa amiga la que le comentó a la madre de Martina que la empresa de
Plasencia buscaba a una secretaria.
—Todo lo que muevas, cojas, toques o desplaces, lo debes de volver a
dejar en su sitio una vez hayas limpiado —le dijo la entonces secretaria de
Plasencia.
Martina se fijó en el aspecto anticuado de Emma. La mujer, que acababa
de cumplir los sesenta y cinco años, llevaba el pelo recogido en un moño
castaña. Sus facciones eran duras. Su esquelética silueta, que apenas se
soportaba sobre unos relucientes zapatos negros de tacón medio, se mantenía

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erguida como si fuese el palo de una escoba mal apoyado sobre una pared
torcida. Sus ojos despidieron una mirada inquieta, como si siempre estuviera
alerta y preocupada. Llevaba una falda corta plisada por encima de las
rodillas, mostró unas piernas blanquecinas de alguien que no va nunca ni a la
playa ni a la piscina. Pero aparentaba no avergonzarse de su piel lechosa, ni
siquiera en verano.
—Levantas la figura —siguió explicando Emma, mostrándoselo con un
elegante pisapapeles de bronce del despacho, que simulaba la cabeza de un
caballo—. La mueves un palmo a la derecha o a la izquierda, donde haya
hueco. Limpias debajo del lugar donde estaba la figura antes de que la
movieras. Y, por último, la colocas de nuevo en su sitio. Recuerda que debe
ocupar la misma posición. A Plasencia no le gusta que las cosas estén fuera de
sitio.
—¿Y si no hay espacio ni a la derecha ni a la izquierda? —cuestionó
Martina.
—En ese caso debes sostener la pieza en una mano, mientras limpias el
hueco con la otra. Eso sí, debes de tener mucho cuidado de que no se te caiga
al suelo, porque corre el riesgo de fracturarse.
—¿Si se fractura alguna figurita tendré que pagarla yo?
Emma sonrió con dulzura.
—No te preocupes por eso, todo lo que hay en el despacho está asegurado.
—Seguidamente se detuvo un instante, como si estuviera pensando—. Y lo
que no se puede asegurar, está en la despensa —dijo mientras señalaba hacia
un espacio de la pared que hay entre dos librerías.
—¿La despensa? —se interesó Martina.
Emma sonrió con fuerza.
—Es una broma que tenemos entre Plasencia y yo —se sinceró la
secretaria—. Cuando Plasencia compró el despacho, ahí —señaló de nuevo
con la mano— había una despensa. La anterior dueña guardaba latas de
conservas, leche y aceite. Plasencia, en la reforma que hizo, cubrió el hueco
con madera y dejó en el interior un espacio vacío. Piensa que esto antes era un
piso pequeño y ahora es un despacho. Incluso derribó la cocina para hacer el
baño más grande.
—Una bodega —comentó Martina.
—Si quieres llamarlo así. Pero en realidad es un espacio que Plasencia
utiliza para guardar documentos de su empresa que no quiere que nadie vea
—sonrió como si hubiera hecho una confidencia.
—¿Puedo verla? —preguntó Martina, con curiosidad.

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—Mira —le dijo acompañándola hasta el escritorio del constructor.
Emma abrió el primer cajón de la mesa y levantó la tapa de una caja de
puros vacía. En el interior había varias llaves, gomas de borrar, clips y
pegamento en barra. Emma cogió una llave de sierra de color oro y se la
mostró a Martina.
—Esta es la llave de la despensa. Se introduce en la cerradura que está
debajo del embellecedor —le dijo mientras desplazaba una pequeña chapa de
color oro que hay en una esquina de la falsa pared de pladur—. Hay que dar
dos giros completos, en caso contrario no abre.
Al abrir la puerta dejó al descubierto un pequeño mueble de medio metro
de profundidad por medio metro de ancho. En el interior había tres
portaplanos de color plata, de unos treinta centímetros de largo. Martina se los
quedó mirando con curiosidad.
—¿Qué son? —se interesó.
—Documentos de la empresa —respondió Emma de forma escueta—. Ya
sabes, planos, contratos y todo lo que el constructor quiere que esté a buen
recaudo. Él es muy reservado con sus cosas y agradecería que no le dijeses a
nadie que te he comentado lo de la despensa. Aunque algún día te lo tendrá
que decir, en cuanto confíe en ti lo suficiente. Plasencia cree que si tuviera
una caja fuerte, todo el mundo pensaría que guarda cosas de valor. Por eso
prefiere guardar los documentos aquí, porque así nadie sospecha.
Martina asintió con la cabeza.

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El grupo de amigos, Sánchez, Flores, Castro y Plasencia se reúne el sábado 15


de julio de 2023 en un restaurante de la zaragozana Avenida de Logroño. No
ha sido fácil encontrar un día que les fuera bien a todos, porque sus agendas
son complicadas. Pero mediados del mes de julio ha sido perfecto, porque a
todos los pilla de vacaciones y pueden asistir al encuentro. El único que puso
alguna pega de última hora para reunirse ese día fue Plasencia, porque dijo
que el domingo tenía que madrugar.
El promotor de estas reuniones es Sánchez, al que se le ocurrió la idea de
quedar los cuatro para cenar de forma regular y pasar un buen rato entre
amigos. Tiene cincuenta y ocho años y es el propietario de un concesionario
de coches de Zaragoza, situado en la Avenida de Cataluña. Durante el año
2021, a causa de la escasez de chips semiconductores, y el descenso de la
fabricación mundial de casi diez millones de vehículos, se potenció el
mercado de segunda mano, lo que le vino muy bien al empresario, divorciado
y padre de tres hijos.
Otro de los comensales es Castro, un empleado de banca de cuarenta y
ocho años, el más joven de los cuatro. Está casado y tiene dos niñas de corta
edad. Diez años antes, en 2013, se había enfrentado a un juicio por el
conocido como fraude de las preferentes, ya que, siendo director de la oficina
de la calle de Pizarro, ofreció el producto financiero a varios ancianos a los
que aconsejó invertir sus ahorros, sin advertir de que existía un riesgo.
El tercero es Flores, un policía local jubilado, al que los otros tres conocen
de la época en que estaba en activo. Es un setentón que no oculta una enorme
barriga que sobresale por encima del cinturón del pantalón. Tiene una hija de
cuarenta y cuatro años, que le ha dado cinco nietos, a los que el abuelo cuida
como si fuesen sus hijos.
Plasencia es el último en llegar al restaurante. Los otros comensales ya se
han sentado en la mesa cuando accede al aparcamiento. Pero, al comprobar
que todas las plazas están ocupadas, deja el coche en doble fila, con los cuatro
intermitentes puestos, y llama por teléfono a Sánchez, informando de que está
fuera, pero que no podrá entrar hasta que consiga aparcar. Sánchez protesta
ante el dueño del restaurante, que se llama Felipe y lleva treinta años, de los
cincuenta que tiene, dedicado a la hostelería. Es un tipo bajo y grueso, con

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una enorme papada que recuerda a la de los mesoneros de la Edad Media que
salen en las películas.
—¿Cómo es que hay menos plazas de aparcamiento que mesas?
Felipe sale afuera enseguida y se dirige a Plasencia, que está de pie, al
lado del Tesla. Lo conoce, porque es un buen cliente de su restaurante.
—¿Qué ocurre? —se interesa.
—No puedo aparcar —responde Plasencia.
—¡Déjalo frente a la verja del terreno! —le dice Felipe—. Ya lo siento,
pero en el aparcamiento solo caben diez coches y hoy tenemos lleno. El
agricultor del terreno no sacará el tractor hasta mañana. Y suele hacerlo a
partir de las nueve, por lo que lo puedes dejar ahí sin problema. No te
preocupes, Plasencia —insiste—, porque si tuviera que salir ahora, por lo que
fuera, ya te avisaría.
El constructor amorra el Tesla frente a la verja, donde hay un letrero
grande que indica que se tenga cuidado con el perro. Antes de cerrar las
puertas, se acercan sus amigos, impresionados por su nuevo automóvil.
Dedica unos minutos a mostrárselo, hasta que Sánchez los increpa:
—¡Vamos, que la cena nos espera!
Plasencia se cerciora de que el Tesla está bien aparcado y de que no
molesta.
—Aquí está bien —insiste Felipe—. No te preocupes, que nadie lo tocará
y el agricultor, como te digo, no saldrá hasta mañana a las nueve. Nos
conocemos y si tuviera que salir antes, por lo que fuera, me avisaría. Y yo te
llamaría de inmediato.
Cuando acceden al comedor y se sientan, Plasencia les advierte de que no
estará mucho rato.
—Mañana tengo que madrugar.
El único camarero del que dispone el restaurante, ayudado por Felipe, el
dueño, comienza a traer platos a la mesa.
—¿Está todo a vuestro gusto? —les pregunta.
Los cuatro asienten con la cabeza.
Durante la cena hay un trajín constante de platos y vasos, mezclado con
ruido de cubertería. Las ocho mesas de las que dispone el local están
ocupadas por un amasijo variopinto de comensales. Hay un matrimonio de
mediana edad, una pareja de novios, tres chicas solas que parece que han
salido a divertirse, un grupo de amigos que han juntado dos mesas en una sola
y dos matrimonios jóvenes, que el dueño conoce de ser clientes asiduos. El
ambiente en general es de familiaridad.

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A la una de la madrugada ya no queda nadie en el comedor, solo los
cuatro amigos que sonríen mientras el camarero trae los cafés. La persiana
metálica está bajada hasta la mitad y en el aparcamiento solo quedan los
vehículos de los comensales de la última mesa y el del dueño, el del camarero
y el del cocinero. Plasencia comienza a mirar el reloj con preocupación.
—Deja de mirar el reloj —le dice Flores.
Felipe trae una caja de habanos, que deja en el centro de la mesa, y todos
encienden uno. El camarero acerca un carrito con varias botellas de licor,
entre las que hay coñac, whisky, ginebra, vodka y ron. En el mismo carro
también hay botellas de tónica, naranjada, limonada y cola. Como el
restaurante ya ha cerrado las puertas, y en el interior solo están los cuatro, el
dueño permite que se sortee la ley antitabaco y los clientes puedan fumar en
el interior del local.
La cena se da por concluida a la una y media de la madrugada y los cuatro
se juntan en el aparcamiento, donde han dejado los vehículos. Sánchez,
Castro y Flores forman un círculo alrededor de Plasencia. Con sesenta y
cuatro años, aunque nadie se los pondría, porque aparenta ser más joven, es el
más elegante de todos y acostumbra a vestir siempre con traje y corbata.
Tiene abundante cabello negro, que se tiñe con regularidad, y peinado hacia
atrás. Usa lentillas, porque su coquetería le impide portar gafas. De los cuatro
es el único que está soltero. Plasencia nunca se casó y nunca se le conocieron
novias, aunque sus amigos saben que es un hombre discreto en lo referente a
su vida personal y que tiene una amistad clandestina con una Madame que
regentó una casa de citas durante décadas.
—¿Una última copa? —pregunta Sánchez, gritando—. Conozco un garito
que han abierto nuevo en la carretera de Huesca, que me han dicho —sonríe
mientras habla— que tiene buen ganado.
Se ha hecho tan tarde que hasta las luces del restaurante se han apagado y
el dueño, el camarero y el cocinero ya se han ido. Únicamente les alumbra
una farola que está junto al aparcamiento.
—Yo me voy ya —responde Castro—. Mañana tengo que ir con las niñas
a la piscina, porque mi mujer trabaja y no se puede quedar con ellas.
—A mí me gustaría ir —interviene Flores—. Pero una cosa lleva a la otra,
y yo ya no estoy para estos trotes.
—¿Y tú, Plasencia? —le pregunta directamente al constructor.
Plasencia mira hacia el Tesla.
—Estoy agotado —profiere con nostalgia—. Yo también me voy a dormir
—afirma, al mismo tiempo que comprueba su reloj de pulsera—. Mañana

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debo madrugar.
—¡Pero si mañana es domingo! —grita Sánchez—. ¿Cuándo se ha visto a
un constructor trabajar en domingo? —Los demás se ríen—. Desde que vas a
ser el dueño de un casino que ya te acostumbras a trabajar hasta los festivos.
¡Menuda panda de aburridos! —exclama, sin dejar de balancear el habano de
su mano.
El policía local jubilado sonríe.
—Este Sánchez tiene más cuerda que un carrete.
—¡Tío! —exclama Sánchez, mirando a Castro, el más joven de los cuatro
—. ¿Me vas a dejar solo?
—Ya te digo que tengo que llevar a las niñas a la piscina.
—¡Joder, Castro! En la piscina puedes dormir.
—Se ha hecho tarde —repite Plasencia, mientras se dirige hacia su
vehículo—. Y mañana no solo tengo que madrugar, sino que tengo que estar
despierto.
—¿Vas a correr una maratón? —le pregunta Sánchez, soltando una
aparatosa carcajada, que incomoda a Plasencia.
—Me voy. De verdad que lo siento, porque me gustaría tomar una última
copa. Pero si no me acuesto, mañana estaré hecho polvo.
—Bueno, chicos, me ha encantado quedar con vosotros otra vez. —Se
despide Sánchez. Y uno a uno reparte abrazos, mientras estrecha las manos—.
Deberíamos quedar más a menudo. Me encanta hablar con vosotros y veros
tan bien.
Cada uno se sube a su vehículo y, de forma ordenada, se incorporan a la
carretera, donde a esas horas hay poco tráfico. Todos han salido del
restaurante. Excepto Plasencia, que sigue sentado en el interior del Tesla.

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Plasencia detecta que el automóvil no está nivelado. Es una sensación extraña,


como si alguna de las ruedas estuviera dentro de una zanja y hubiera
desequilibrado la carrocería. Recuerda que lo aparcó frente a la verja del
terreno, porque el aparcamiento del restaurante estaba completo. Quizá,
piensa, una de las ruedas del Tesla se ha metido en un hoyo y por este motivo
se ha torcido el chasis. O puede que las dos copas de vino que se ha tomado
durante la cena, y la de ron, le estén pasando factura.
Antes de pisar el pedal de freno, para iniciar la conducción, abre la puerta
y se asoma al exterior. A pesar de la poca luz, que llega de uno de los focos
del aparcamiento que hay detrás, enseguida se da cuenta de que la rueda
delantera izquierda está más baja de lo habitual. Puede ver perfectamente que
está pinchada.
—¡Mierda! —masculla—. No tenía otro momento para pincharse la puta
rueda.
Los demás automóviles ya se han ido, incorporándose a la carretera, y en
ese momento está solo en el restaurante. En una primera reacción extrae el
teléfono móvil del bolsillo de su camisa y registra el listado de llamadas
salientes, para decidir a cuál de sus amigos, con los que ha cenado esa noche,
llamará para pedirle que regrese a buscarlo. Es tarde, son más de las dos de la
madrugada, y no le apetece cambiar una rueda de un vehículo al que nunca se
la ha cambiado antes. Ni siquiera sabe si es sencillo hacerlo.
El primer nombre de la agenda es Sánchez, porque fue el último con el
que habló cuando lo llamó desde el mismo lugar donde está ahora para decirle
que no podía aparcar. Y puesto que tiene un concesionario de coches, sabe
que para él cambiar la rueda será relativamente sencillo. Pero también sabe
que Sánchez es el más bromista de sus amigos, por lo que se burlará de él y le
dirá a los otros que Plasencia es tan torpe que ni siquiera sabe cambiar la
rueda de un vehículo por el que ha pagado más de cien mil euros.
No, definitivamente, no llamará a Sánchez.
El segundo nombre de la agenda es el de Castro. Es el más joven de sus
amigos y seguramente le cambiaría la rueda en un pestañeo. Pero recuerda
que Castro dijo que se tenía que marchar porque al día siguiente tenía que
llevar a sus hijas a la piscina. Si lo llamara, seguramente regresaría de donde

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estuviera solo para ayudarle a cambiar la rueda. Recuerda que fue el primero
en subirse a su automóvil y en salir del aparcamiento, por lo que es posible
que incluso ya haya llegado a su casa. Reconoce que le haría una putada muy
grande si le hiciera regresar, por lo que también desecha llamarlo.
El tercer nombre es el de Flores. Es un hombre muy dinámico y alberga
una fortaleza tal que está convencido de que le cambiaría la rueda en un
momento. Pero también es el mayor de los cuatro y sería una faena para él
regresar, de dónde quiera que ya esté, para cambiar una rueda. Además,
recuerda que dijo que tenía que cuidar a sus nietos, a los que siempre
menciona.
—¡A tomar por culo! —exclama mientras guarda el teléfono móvil en el
bolsillo de la camisa—. La cambiaré yo mismo. Tampoco creo que sea tan
difícil —refunfuña mientras se baja del automóvil.
Se dirige hacia la parte de atrás, arrastrando polvo seco de la tierra que
levanta mientras camina, ensuciándose los mocasines de cordones. Y, cuando
está a punto de abrir el portón del maletero, donde sabe que está la rueda de
repuesto, piensa que no es necesario ponerse a cambiar una rueda a esas horas
y con tan poca luz. Tiene que buscar la rueda de repuesto, desencajarla,
introducir el gato mecánico, elevar la carrocería, ponerse perdido de suciedad
y encima apenas hay luz suficiente como para verse. El lugar es seguro y no
cree que le ocurra nada al Tesla por dejarlo ahí aparcado durante la noche. Y
al día siguiente, con más calma, enviará una grúa para que se haga cargo del
vehículo y lo traslade a un taller, donde le cambiarán la rueda en un pispás.
—Sí. Eso es lo que haré.
Coge el teléfono de nuevo y busca el número del servicio de taxi, que
encuentra en el buscador.
—Compañía del taxi.
—Buenas noches. Llamo desde el restaurante de la Avenida de Logroño.
—¿Cuántos pasajeros?
—Uno.
—Dígame su nombre, apellidos y número de teléfono.
Plasencia responde a la petición de la operadora que lo atiende.
—No se mueva del lugar —aconseja—. En unos minutos llegará un taxi.
Manténgase, por favor, en una posición visible.
—Gracias. Dígale que lo espero frente a la puerta del restaurante, debajo
de la farola que alumbra el rótulo.
Mientras espera, casi agradece que la rueda esté pinchada, porque con
toda seguridad no pasaría un control de alcoholemia de la policía local. No ha

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bebido en exceso, pero la última copa todavía tiene que estar dando vueltas
por su sangre.
En unos diez minutos, en los que el constructor se dirige a la puerta
principal del restaurante, donde le alumbra la única bombilla que hay
encendida a esas horas, un Toyota Prius, de la compañía del taxi, se adentra
en el aparcamiento. Plasencia le hace una señal levantando la mano. Aunque
el taxista ya sabe que el cliente que ha llamado es él, porque no hay nadie más
en todo el recinto.
—Buenas noches —saluda, bajando la ventanilla—. ¿Es usted el que ha
pedido un taxi?
—Sí. ¿Me puede llevar a la Avenida de la Ilustración?
—Claro, señor. Para eso estamos.
El taxista, un hombre de unos cuarenta años, con abundante pelo rubio y
un anacrónico bigote tan grande que no encaja en las facciones finas de su
rostro, observa detrás de donde está Plasencia, como si esperara que la puerta
del restaurante se abriera y saliera alguien más.
—¿Está usted solo?
—Sí. Hemos estado de cena con unos amigos —le explica—. Ellos se
fueron primero y yo no he podido porque mi coche —lo señala girando la
cabeza hacia el terreno— tiene una rueda pinchada.
—¡Vaya! Si avisa a la grúa, el conductor se la cambiará en un momento y
no hará falta que lo deje ahí toda la noche.
—¿Hay algún peligro de robo? —interroga Plasencia, visiblemente
asustado por la posibilidad de que le roben el Tesla.
—No, qué va. No lo digo por eso, es porque así no hace falta que regrese
mañana a buscarlo. Pero como usted prefiera.
—No se preocupe —le dice el constructor—. Ahora tengo prisa y mañana,
con más calma, ya haré venir una grúa. O yo mismo, si tengo tiempo,
cambiaré la rueda.
—Como guste, señor.
Plasencia se sube al Toyota Prius y el conductor arranca de inmediato,
incorporándose a la carretera. En ese instante no circula ningún vehículo, ni
en un sentido ni en el otro.
En el trayecto no intercambian palabra alguna. Es muy tarde y Plasencia
está agotado. Hay un instante en que piensa que no debería haber acudido a la
cena, porque sabe que al día siguiente no ofrecerá su mejor rostro con las
personas con las que tiene que reunirse.
—La reunión —bisbisea, como si acabara de acordarse de algo.

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—Ya hemos llegado —le dice el taxista, mientras pone los cuatro
intermitentes y estaciona el coche junto a la acera.
El constructor le paga con su tarjeta y se baja del taxi. Camina hasta la
verja de su casa. La abre y cruza el jardín. Sube los cuatro escalones y llega
hasta la puerta principal. Introduce la llave en la cerradura. Entra y, sin
encender la luz, deja, como hace siempre, todo lo que lleva en los bolsillos
sobre el recibidor de nogal. Camina por el pasillo hasta que llega al salón.
Entra en la cocina y bebe un vaso de agua de una botella que coge de la
nevera. Lo vuelve a llenar, para llevárselo a la habitación. Apaga la luz de la
cocina y sale al salón, dando un manotazo para encender la luz. El techo se
ilumina y contempla horrorizado que hay alguien de pie, frente a la librería,
con la cara descubierta y sosteniendo una pistola enorme en la mano derecha.
—¿Qué cojones haces en mi casa? —exclama Plasencia.
—Ya creía que no ibas a venir —le dice el hombre de la pistola, mientras
levanta el arma que sostiene en la mano derecha y con la izquierda se protege
los ojos para que el retroceso del disparador no se los dañe.

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Se llama Bruce y es natural de Trenton, en el estado de Nueva Jersey. Tiene


32 años, mide un metro ochenta y cuatro, pesa noventa y cinco kilos y es
campeón de artes marciales mixtas. Hace tres años que trabaja para Orson,
desde que el coleccionista lo contrató como guardaespaldas. Y durante este
tiempo se ha convertido también en su hombre de confianza. Siempre que
Orson tiene que salir fuera de su ciudad, para un asunto relacionado con la
adquisición de piezas arqueológicas, Bruce le acompaña. Suele ir armado con
una Jericho 941, de fabricación israelí, ya que en Estados Unidos está
permitido el uso de armas de fuego. Pero cuando viaja al extranjero no porta
ningún arma, más allá de sus brazos y sus piernas, que también pueden
considerarse armas mortales.
Orson y Bruce viajan en un jet privado, que contrata el primero, desde
Appleton hasta Barcelona. Es un vuelo de más de trece horas, que los dos
hombres realizan en silencio. Orson ha estado leyendo una novela de
Jonathan Franzen, mientras que Bruce se ha pasado todo el viaje jugando con
una pequeña consola de videojuegos.
Una vez aterrizan en Barcelona, se suben a un tren AVE que les lleva
directamente hasta la estación zaragozana de Delicias. Han salido desde
Barcelona a las cinco y cincuenta minutos y han llegado a Zaragoza a las siete
y media.
Durante el margen de hora y media que les queda, hasta que Orson se
reúne con Manuel en la estación de Delicias, el norteamericano y su
guardaespaldas tienen tiempo de coger un taxi en la parada que hay a la salida
de la estación y desplazarse hasta el Gran Hotel, en la calle Joaquín Costa.
Reservan dos habitaciones, dejando en consigna las dos maletas con ruedas
que han traído en el viaje, conteniendo efectos personales, para que las
guarden hasta que formalicen la entrada en el hotel, a las dos del mediodía.
Orson tiene previsto quedarse en Zaragoza el tiempo justo hasta que cierre
la compra de los papiros. Por lo que una vez concluya el negocio, regresará a
Estados Unidos. En su ánimo está regresar al día siguiente, el lunes.
Entretanto, el jet privado permanecerá en el aeropuerto de Barcelona y el
piloto se alojará en un hotel de la ciudad Condal.

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—¿Quieres que te acompañe a la estación? —le pregunta Bruce a Orson
cuando se dispone a salir del hotel, dirección al encuentro con Manuel.
Orson se detiene en el vestíbulo, sosteniendo el maletín del portátil en la
mano derecha. Tarda unos segundos en reaccionar, porque está pensando la
respuesta.
—No —rechaza finalmente—. No hace falta que me acompañes. Cuando
me vaya alquila un vehículo, como hemos hablado, y espera a que te llame
para decirte dónde me tienes que recoger cuando haya comprado los papiros.
Según la descripción que me ha dado el vendedor, se trata de una bolsa de
viaje conteniendo tres portaplanos de color plata. Cuando los tenga,
partiremos sin demora hacia Barcelona, donde nos espera el avión.
—¿Y el portátil? —le pregunta Bruce, señalándolo con la barbilla.
—Lo necesito para ordenar la transferencia del dinero a la cuenta que los
vendedores han abierto en Panamá —responde.
—¿Y no temes que te lo roben?
—Vamos, Bruce, estamos en España y aquí no hay delincuencia de alto
nivel. Y si me robaran el portátil, no sabrían qué hacer con él. Como mucho
lo venderían de segunda mano, bastante más barato de su precio real.
—Me refería a que te lo roben los vendedores.
—¿Plasencia y Manuel?
—Sí. Ellos te lo podían robar y obligarte a que hicieras la transferencia sin
entregarte las piezas. Te podrían amenazar para forzarte a hacerlo. Por eso es
mejor que te acompañe.
—No te preocupes, Bruce, que todo saldrá bien. Tú espera en la
habitación mi llamada, para venir a recogerme con el coche de alquiler.
El escolta asiente.
—Esperaré aquí tu llamada —acepta, con voz gutural y profunda.
—Seguramente, regatearé el precio de la compra, una vez haya visto los
papiros —le dice Orson—. Debo tener en cuenta el estado de los mismos y lo
cuidados que estén. Ellos aseguran que los han desliado solo para
fotografiarlos. Pero desconozco las condiciones de humedad en las que han
sido guardados durante estos dos mil quinientos años. En este caso, quizá su
precio ya no sea el que hemos pactado y me fuerce a hacer una oferta menor.
Bruce se encoge de hombros.
—¿Y si no aceptan una oferta menor? —pregunta.
—Los que han encontrado los papiros son dos pelagatos que solo quieren
dinero y les trae al pairo la historia que hay detrás de su hallazgo. Por otra
parte, es algo característico de los españoles, ya que prefieren vender antes

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que explotar los recursos que tienen. Si tienes dinero y hay un español que
dispone de algo que te interesa, no dudes de que siempre habrá una cantidad
por la que te lo venderá. Sea lo que sea.
Cuando Orson deja de hablar, Bruce lo observa con expresión analítica.
—Hay una cosa que no entiendo —interrumpe Bruce—. Los vendedores
deberían saber la importancia de lo que han hallado bajo el terreno. —Orson
cabecea asintiendo—. Entiendo que profundizar en la tierra hasta llegar al
yacimiento, les habrá supuesto un gasto importante. Y más, como ya me
comentaste hace unos días, que ellos no son entendidos y lo han ido haciendo
todo de forma artesanal.
—Sé a dónde quieres llegar —interviene Orson, cuando comprende qué es
lo que quiere decirle Bruce—. Supongo que te preguntarás por qué no han
vendido el terreno con el yacimiento arqueológico intacto y así le podrían
haber sacado mucho más dinero, ya que estarían en condiciones de forzar una
mejor negociación.
—Sí. A eso es a lo que me refería —acepta Bruce.
—Yo también me lo he preguntado estos días. Y he llegado a la
conclusión de que esos hombres han ido haciendo las cosas sobre la marcha,
improvisando, sin ningún tipo de plan. Originariamente, querrían bajar hasta
el yacimiento para ver si estaban los papiros que faltaban. Una vez los
encontraron, su único interés consiste en venderlos. Como te he dicho antes,
son españoles, y a los españoles no les interesa crear, solo vender. Ellos viven
como si el mundo se fuese a acabar mañana y no les interesa lo más mínimo
pensar en el futuro. La cantidad de un millón de euros es bastante inferior al
valor del yacimiento en su conjunto. Pero la han aceptado y a mí ya me va
bien.
—Okey —le dice Bruce—. Envíame un mensaje cada vez que cambies de
posición, ya que quiero estar informado constantemente de tus pasos.
—No te preocupes —lo tranquiliza Orson—. Esos hombres son
codiciosos, pero no representan ningún peligro.

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Son las nueve de la mañana del domingo 16 de julio de 2023 y el


norteamericano suda por la falta de costumbre al clima cálido de la capital
maña. Con un aparatoso pañuelo de color blanco se seca de forma constante
las gotas que le surgen a borbotones por el cuello y le mojan la camisa. Viste
como si fuese un explorador, con camisa de color cámel de dos bolsillos,
cerrados con botones, pantalón de excursionismo y botas marrones Panama
Jack. Y en su mano derecha sostiene un maletín, se ve claramente que es de
un ordenador portátil. Su aspecto, en general, es pintoresco, porque parece
sacado de un cómic de Tintín.
Nadie de los que hay en la zaragozana estación de Delicias se fija en él.
Ni siquiera lo han reconocido. Y no lo conocen porque no es una persona que
se prodigue mucho. No le gusta salir ni en la prensa ni en la televisión, no
tiene cuenta en ninguna red social y no concede entrevistas a ningún medio.
Pero mister Orson es uno de los coleccionistas más importantes de arte del
mundo. Su colección, principalmente de piezas arqueológicas, está valorada
en cinco mil millones de dólares. Poca gente sabe que esta cifra es bastante
inferior al valor real de las piezas, ya que se especula que su colección podría
superar los doscientos mil millones de dólares. Pero él mismo se ha encargado
de que la tasación pública esté por debajo, para evitar salir en alguna de las
publicaciones, como Forbes, donde lo retratarían como una las diez personas
más ricas del mundo. Lo que realmente es.
Ha pasado una hora y Orson, que tiene fama de paciente, comienza a
sentirse incómodo por la poca puntualidad de su contacto, con el que había
quedado a las nueve en punto frente a la puerta del hotel de la estación.
Mientras espera, atiende varias llamadas en su teléfono móvil y toma un café
en el bar. Luego sale afuera y se pasea inquieto de un lado hacia otro,
entreteniéndose mientras observa el escaparate de una librería.
—¿Mister Orson? —escucha que alguien lo nombra a su espalda.
El norteamericano se encuentra frente a la puerta del bar de la estación.
En una mano sostiene un periódico, que acaba de comprar en el quiosco de
prensa, y en otra lleva el maletín del portátil, del que no se separa en ningún
momento.

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—¿Es usted Manuel? —pregunta al mismo tiempo que se pasa el
periódico a la mano donde sujeta el maletín y la alarga para estrecharla con la
de su contacto.
—Yo mismo —sonríe con afabilidad.
—Ya tenía ganas de conocerlo.
—Y yo, mister Orson. Y yo —repite.
El norteamericano se lo queda mirando, como si esperase a otro tipo de
persona. Durante la negociación para la adquisición de los papiros se había
imaginado que su interlocutor sería distinto al que tiene ahora delante.
—Lo hacía más alto —sonríe.
—Estos días me he empequeñecido —replica Manuel, aceptando la broma
del norteamericano.
Orson no le dice que incluso la voz parece distinta, ya que cuando habló
con él por teléfono la notó más aflautada.
—¿Y el señor Plasencia? —pregunta mirando detrás de él.
—Nos espera en el despacho. Ayer estuvo de cena con unos amigos y se
fue a dormir tarde.
—Está bien —acepta el norteamericano—. Antes me gustaría visitar el
terreno.
—¿El terreno?
—Sí, el terreno —repite Orson, un poco confundido por la reticencia de
Manuel—. He viajado siete mil kilómetros y necesito saber todo lo relativo a
los papiros que voy a comprar. Quiero conocer el lugar donde los encontraron
y las circunstancias en las que estaban.
—Bueno —Manuel carraspea con incomodidad—. Pensé que el negocio
era con los papiros, lo más importante de nuestro trato. Lo he preparado todo
para ir a la oficina de Plasencia y entregárselos en mano.
—¿Y el cuerpo?
Manuel demuda la expresión de su rostro y tuerce la mandíbula en un
gesto forzado, como si no esperase que el norteamericano le hiciera esa
pregunta.
—¿A qué cuerpo se refiere?
—Al esqueleto que encontraron en el interior de la tumba.
Manuel resopla como si se hubiera quitado un peso de encima.
—El cuerpo, claro. Ahí sigue, en el interior del sepulcro.
—¿Al descubierto?
—No. No, mister Orson. Plasencia lo sepultó de nuevo, una vez rescató
los dos papiros que faltaban.

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—¿Qué sentido tiene sepultar un yacimiento que ya ha sido expoliado? —
interroga Orson hablando un español perfecto, pero con acento sudamericano.
Manuel lo mira con expresión consternada. Teme que la relación con ese
hombre no sea todo lo afable que en un inicio pensó que sería.
—Son cosas de Plasencia —dice, como disculpándose—. No quiere que
nadie baje ahí y lo convierta en un estercolero. En cualquier caso, el trato con
usted es con los papiros, no con el conjunto arqueológico. ¿Es así? —insiste
Manuel.
—Sí, claro. Mi interés es con los tres papiros —confirma el
norteamericano—. Entonces… ¿se puede ver el yacimiento o no?
—No sé cómo funcionan las cosas en Estados Unidos, pero en España, si
encuentras un yacimiento, y además es valioso desde la perspectiva
arqueológica, la administración te lo quita en menos que canta un gallo. Por
aquí tenemos la costumbre de ocultar cualquier hallazgo que sea importante,
una vez hemos extraído de su interior lo que contiene. Piense que si
hubiésemos hecho lo que la ley exige, ni usted ni yo estaríamos ahora mismo
hablando.
—Son ustedes unos tipos la mar de curiosos —murmura Orson—. Ya
tengo ganas de conocer a Plasencia.
—Ya lo conocerá.
—¿Me puede mostrar el terreno? —persiste el norteamericano.
—¡Claro! —exclama Manuel—. Vayamos al aparcamiento, donde tengo
el vehículo.

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Son las nueve y media de la mañana del domingo 16 de julio de 2023, cuando
el cocinero llega al restaurante de la Avenida de Logroño. La noche anterior
le dijo el dueño que tenían todas las mesas reservadas para el día siguiente,
por lo que decide llegar más pronto para prepararlo todo antes de que
comiencen a llegar los clientes y el comedor se llene hasta los topes.
Se llama Jorge Luis, tiene veintiocho años y es originario de la República
Dominicana. Hace dos años que está en España y lleva tres meses trabajando
en el restaurante. Viste con un modelo básico de pantalón, camisa y chaqueta
de cocina, con el logo del establecimiento en el bolsillo izquierdo. Y, mientras
estaciona su Fiat 500 en un lateral del restaurante, ya que Felipe no quiere que
los empleados ocupen las plazas reservadas a los clientes, repara en un Tesla
aparcado frente a la verja del terreno que hay en la parte de atrás. Se fija en el
vehículo porque es un modelo de alta gama. Le llama tanto la atención, que se
aproxima para contemplarlo más de cerca.
Mientras camina, cruzando el aparcamiento vacío, se enciende un
cigarrillo. Propina una corta calada y suelta el humo al caluroso aire
veraniego de Zaragoza. Se sitúa al lado del automóvil y, una vez se asegura
de que nadie lo está mirando, aproxima su cabeza y apoya la frente en el
cristal del conductor. Observa el interior y se queda embobado contemplando
el volante, que por la forma tan extraña le recuerda al del coche fantástico.
Parece más el volante de un avión de combate, que de un turismo. El panel de
instrumentos es espectacular y tan moderno que asemeja el de una nave
espacial. Tiene una enorme pantalla táctil, que ocupa medio salpicadero.
—¡Putos ricos! —exclama, sin que nadie pueda oírlo.
Al rodear el Tesla, para verlo por la parte delantera, se percata de que una
de las ruedas está pinchada. Entonces comprende por qué ese coche está ahí,
mal aparcado, porque el dueño no se lo pudo llevar en cuanto salió de cenar la
noche anterior.
Jorge Luis gira sobre sus pies y se dirige hacia el restaurante. Da la vuelta
por la parte de atrás, en la zona donde está la bodega, y, después de abrir con
su llave, accede a la cocina. Al igual que ocurriera en las últimas semanas, es
el primero en llegar. Ni el dueño ni el camarero han llegado todavía, porque
suelen hacerlo a partir de las diez y media.

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Se abrocha el delantal por la espalda y, sin tiempo que perder, comienza a
preparar las ollas y sartenes para afrontar la jornada, que se prevé complicada,
por el volumen de trabajo que se espera. Tiene que pelar y cortar. Debe picar
carne y una larga lista de condimentos que debe pesar, para dejarlos
preparados en su justa medida. Hay varias salsas para mezclar y dejar a punto
para los aliños. Y, lo más importante, tiene que limpiar y ordenar los
utensilios de la cocina para usarlos sin perder tiempo en buscarlos.
—¿De quién es ese Tesla que hay junto a la verja? ¿No será del agricultor
que lo ha cambiado por el tractor? —le pregunta Gabriel, el camarero, cuando
accede a la cocina.
Jorge Luis se asusta, porque no se espera que entre nadie todavía.
—Estaba ahí cuando llegué —responde—. Supongo que debe ser de
alguien de las cenas que hubo ayer por la noche y el conductor se iría en otro
coche y el suyo lo dejó ahí.
—A ver —murmura Gabriel, mientras se asoma por la ventana—. Creo
que es el Tesla de Plasencia.
—No sé quién es —comenta Jorge Luis.
—Es un constructor de Zaragoza. Es un cliente habitual del restaurante, ha
venido a comer y a cenar un montón de veces. Felipe lo conoce bien.
—Pues cenaría ayer y el coche se ha quedado ahí —repone Jorge Luis.
—Ayer hubo una cena de cuatro personas que se retiraron tarde —
comenta Gabriel—. Estuvieron cenando hasta que cerramos y el tío, por lo
que sea, se habrá ido sin el coche. Pues nada, que al viejo Plasencia se le ha
ido la mano con las copas y se subiría en el vehículo de otro que estuvo en la
cena y bebió menos.
—He visto que tiene una rueda pinchada —comenta el cocinero.
—No me extrañaría que se la hubiera pinchado el agricultor —afirma
Gabriel—. Siempre está protestando cuando aparcan coches frente a su verja.
—El camarero, después de hablar, gira la cabeza y observa el reloj que hay
encima de las neveras de la cocina. Son las diez y media del domingo y
calcula que el constructor, en el caso de que sea él, ya se debería haber
despertado—. Cuando llegue Felipe le comentaré que el coche está ahí desde
ayer, para que lo sepa. —El camarero vuelve a mirar a través de la ventana de
la cocina—. Ese Tesla es el Model X —asegura—. Y no te lo compras por
menos de cien mil euros. O incluso puede que valga más. Ya ves, cien mil
euros aparcados ahí enfrente y con una rueda pinchada.
—Cien mil euros —resopla Jorge Luis—. Eso es mucho dinero.

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—Nosotros no nos podemos comprar un coche así ni trabajando veinte
horas al día.
Gabriel deja de hablar cuando escucha el sonido de golpes en la ventana
del comedor del restaurante. Cuando sale de la cocina, distingue una silueta a
través del reflejo esmerilado del cristal de la puerta. Descorre el cerrojo y al
abrir contempla a un hombre de unos sesenta años, con la espalda encorvada
y vistiendo con un pantalón de trabajo de color azul y una camisa de leñador.
Tiene los ojos encogidos, que protege bajo un sombrero de paja estilo
cordobés. Su piel es tan oscura, que parece negro. Enseguida lo reconoce, ya
que es el agricultor propietario de los terrenos que hay detrás del restaurante.
—Está cerrado —le dice el camarero—. Abrimos a la una.
El labriego lo mira con aversión, como si se sintiera insultado. Piensa que
el camarero ya sabe que no está ahí para comer. Levanta su mano izquierda y
señala hacia la cerca que protege de intrusos su terreno.
—¿De quién es ese coche de ahí? —pregunta con voz de enfado.
Gabriel se asoma, como si no supiera a qué vehículo se refiere.
—¿El Tesla?
—Sí, el Tesla ese que está aparcado frente a la verja y que no me deja
sacar el tractor.
—Es de un cliente del restaurante —responde Gabriel.
—Pues dile que salga y que quite el coche. Ahí no puede estar.
—Está aparcado desde ayer por la noche —comenta el camarero.
Seguidamente, saca la cabeza y mira hacia donde está el Tesla—. ¿No ve que
tiene una rueda pinchada?
—Sí, ya lo he visto —responde el agricultor—. Pero incluso con la rueda
pinchada lo puede retirar un par de metros hacia atrás, lo suficiente como para
que pueda pasar mi tractor.
—¿Ha probado a ver si tiene el freno de mano quitado?
—El vehículo no se puede mover —responde el agricultor—. Además, en
estos coches tan modernos y eléctricos creo que el freno de mano es
automático y se activa en cuanto se desconecta el motor. Si el dueño no retira
el coche, avisaré a la grúa —amenaza.
—Está bien —acepta el camarero—. Felipe no está ahora, pero en cuanto
llegue se lo diré. Creo que él tiene el teléfono del propietario del Tesla y lo
puede llamar para decirle que lo retire. El conductor, cuando lo dejó aparcado
ayer por la noche, ni siquiera sabía que su coche molestaría.
El agricultor se marcha malhumorado.

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—Si en una hora no se lo ha llevado, llamaré a la grúa municipal. Y la
multa por la grúa y por el mal estacionamiento le saldrá más cara que comprar
una rueda nueva —grita mientras se aleja.

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Manuel acompaña a Orson al aparcamiento de la estación de Delicias, donde


tiene estacionado el Dacia Sandero de gasolina.
—Aquí tengo mi coche —le indica al norteamericano—. Quizá es un
poco pequeño para usted —anota, aduciendo a la complexión de Orson.
—No se preocupe, he viajado en coches mucho más pequeños que el
suyo. No se deje engañar por mi apariencia, porque soy un hombre muy
flexible.
Manuel sonríe, mientras abre la puerta del maletero para que Orson deje el
maletín del ordenador portátil, que el norteamericano no ha soltado en ningún
momento.
—No se preocupe, Manuel —rechaza con un gesto de su mano—. Mi
portátil y yo somos inseparables. Para un hombre de negocios, esto es una
prolongación de su brazo.
Los dos se suben al Dacia y Orson se fija en el volante del coche, que está
recubierto por una funda de tela con motivos florales. También le llama la
atención el ambientador que proviene de un difusor de aroma, que está
introducido en el encendedor. Es un olor juvenil que no casa con una persona
del aspecto de Manuel. Ni siquiera el coche le pega. Piensa que quizá es
demasiado femenino para un hombre como su acompañante, incluso el
escandaloso color naranja de la carrocería es infantil. Pero no comenta nada
para no ofenderlo.
Manuel arranca el vehículo y conduce unos metros hasta que sale del
aparcamiento descubierto de la estación. Se incorpora a la vía, dirección hacia
Montesblancos.
—¿De verdad esos papiros valen tanto? —pregunta mientras conduce,
para sorpresa del norteamericano.
A Orson no le parece una pregunta apropiada de un vendedor. Conviene,
como ha venido pensando hasta ahora, que esos dos hombres son unos catetos
que solo les interesa el dinero, sin importarles si lo que venden vale más o
menos que lo que les ofrece.
—Lo valen —afirma arrugando los labios—. No he querido negociar el
precio con ustedes, porque los quiero comprar y por eso he aceptado la cifra
que usted me propuso.

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El rostro de Manuel muestra confusión, como si no recordara la cifra que
habían pactado.
—¿Un millón de euros? —suspira.
—Un millón —repite el norteamericano.
—Pues me parece una cifra muy respetable. No sé cuánto supone esa
cantidad en Estados Unidos, pero en España es un dineral.
—Ciertamente, es una buena cifra. Que será justa si los papiros son
auténticos —sigue hablando Orson—. Pero antes tengo que verlos para
confirmarlo. Una vez lo compruebe, les transferiré el dinero a la cuenta del
banco de Panamá que me indicó en su último correo.
Manuel coge el volante con fuerza, como si necesitara concentrarse lo
suficiente como para dar una buena respuesta al norteamericano. Aminora la
marcha del vehículo, y tamborilea los dedos con nerviosismo.
—Le puedo asegurar que esos papiros son auténticos.
—¿Lo ha comprobado de alguna forma? —duda el norteamericano.
—No ha sido necesario.
—¿No? ¿Por qué? —interroga Orson, desafiante.
—Por el lugar donde estaban. A la profundidad que los hallamos y el
estado en que se encontraba todo el conjunto, puede usted dar por hecho que
son verdaderos.
—¿Han recibido alguna otra oferta?
—No la hemos recibido, porque tampoco la hemos buscado. Desde que
contacté con usted, hemos sido fieles al trato que iniciamos. Tanto Plasencia
como yo somos hombres de palabra.
Orson lo observa de refilón. Ve en ese hombre la codicia personificada, ni
siquiera le interesa el valor histórico de lo que han encontrado. Solo le
interesa el dinero que pueda sacar.
—¿Cómo lo supieron? —le pregunta a continuación.
—¿A qué se refiere?
—¿Cómo supieron que bajo el terreno había un yacimiento arqueológico?
Según me contó, en uno de sus correos electrónicos, me habló de que lo
encontraron a doce metros de profundidad. Es un espacio excesivamente
hondo como para dar con él por casualidad. Un georradar, por muy potente
que sea, solo detecta elementos metálicos y un casco o una espada es
insignificante como para ser detectado en un terreno rocoso y a tanta
profundidad.
—Es una historia muy larga —repone Manuel, sin apartar los ojos de la
carretera.

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—Tenemos tiempo.
—¿De verdad quiere saber cómo dimos con el yacimiento?
—Por sus palabras parece como que no quiera contármelo. ¿Hay algo
oculto que no se tiene que saber?
—No, qué va.
—¿Cómo lo supieron?
—Bueno, todo comenzó hace cien años. Mi abuelo había estado
trabajando en esas tierras y fue el primero que vio el yacimiento, cuando por
accidente cayó en el interior.
La expresión de Orson se demuda de tal forma, que su frente parece un
trozo de cartón mojado.
—¿Su abuelo ya estuvo en el interior de la tumba hace cien años?
Manuel tuerce la cabeza y se fija en la mueca de disgusto del
norteamericano.
—Sí, eso he dicho.
—Entonces el yacimiento está contaminado.
—¿Contaminado con qué?
—Si hay constancia de que hace cien años alguien estuvo en el interior de
una tumba de hace dos mil quinientos años, ¿qué garantías tenemos de que
esa persona no hubiera alterado el contenido de la actual tumba?
—No le entiendo. ¿Alterado? ¿Cómo?
—Puede que las ánforas de cerámica conteniendo los papiros no
estuvieran allí, al lado del esqueleto, y que su abuelo las hubiera encontrado
en otro lugar y las hubiera trasladado. Eso explicaría la incidencia histórica de
que estuvieran aquí, tan lejos de la Roma republicana.
—Escuche, Orson —habla Manuel con tono violento—. Si lo que está
buscando es pagar menos por los papiros, pues lo dejamos estar. Ya
encontraremos otro coleccionista, que seguro que los hay a patadas.
—No se trata de eso. Solo que dudo de que esos papiros lleven dos mil
quinientos años en estas tierras.
—Pero eso que dice no se sostiene —insiste Manuel en rebatirlo—.
Porque en este caso lo sabemos porque me lo contó mi abuelo. Pero si en vez
de ser mi abuelo, hubiese sido el abuelo de otro, y nosotros no nos
hubiéramos enterado, tampoco lo sabríamos. ¿No cree? Piense en la cantidad
de yacimientos que habrá por ahí que ya fueron visitados tiempo antes y nadie
lo sabe. En dos mil quinientos años ha habido múltiples oportunidades de que
alguien, aunque fuese por accidente, como el caso de mi abuelo, se haya dado
de morros con un yacimiento de estos.

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—Está bien, está bien —apacigua el norteamericano—. Veamos el
yacimiento y los papiros. Y ya hablaremos después.
—¿Entiendo que la oferta del millón de euros se mantiene?
—En principio, sí. Pero antes tengo que ver el conjunto para tomar una
decisión.
—Vale, vale —dice Manuel, con el rostro contraído.
—¿Es ese el terreno? —pregunta el norteamericano, mientras señala hacia
delante con la barbilla.
—Sí, ahí está —confirma Manuel—. Llegaremos enseguida, en cuanto
remontemos la cuesta y rebasemos el letrero del antiguo casino.

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Pasan unos minutos de las doce del mediodía del domingo 16 de julio, cuando
Gabriel, el camarero del restaurante de la Avenida Logroño, sale afuera, en la
zona del aparcamiento, a fumarse un cigarrillo. Hace calor y el inmisericorde
sol de julio aporrea con fuerza Zaragoza.
Se cobija en la zona de sombra que protege los coches que hay aparcados,
para relajarse un instante, antes de que comiencen a llegar los clientes y ya no
tenga tiempo de nada hasta que cierren la cocina y en el comedor no acepten
nuevas mesas. Enciende el cigarrillo con un mechero de gasolina y se fija en
el Tesla, que sigue aparcado frente a la verja del terreno labrado. Entonces
recuerda que por la mañana estuvo hablando con el agricultor y quedaron que
se lo comentaría a Felipe, en cuanto llegara. Pero el dueño del restaurante aún
no ha llegado y él no se ha acordado de llamarlo.
El ruido de un tractor lo distrae y ve como el agricultor, que por la
mañana aporreó el cristal de la ventana del restaurante, se acerca hasta la
verja y no puede salir porque el coche está en medio.
—¡Quiero salir con el tractor! —grita para que Gabriel pueda oírlo—. Si
no retiran el coche, pasaré por encima —amenaza.
—¡Espere un segundo, por favor! ¡Espere, espere! —repite.
Gabriel arroja el cigarrillo al suelo, lo pisa, y se adentra en el restaurante.
Le comenta al cocinero que el agricultor que protestaba por la mañana, está
frente al Tesla y amenaza con pasar por encima si nadie lo quita de ahí.
—¿No ha llegado Felipe?
—Todavía no. Pero estará al caer. ¿Qué ocurre? —pregunta Jorge Luis.
—El pesado del terreno dice que le molesta el vehículo de Plasencia.
—Lo mejor es que lo llames —sugiere el cocinero—. Creo que él tiene el
número de teléfono del propietario del Tesla.
Justo Gabriel hace el gesto de llamar al dueño del restaurante, distingue
que Felipe aparca su coche en la plaza más cercana a la puerta, donde suele
dejarlo siempre. No hace falta que le diga nada, porque Felipe ya ha visto el
tractor y se dirige hacia él.
—Escuche —le dice al agricultor—. Ese coche es de un cliente del
restaurante y lo aparcó ahí porque yo le dije que podía hacerlo. Creí que
cuando terminara de cenar se iría, pero ya veo que no ha sido así.

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—Tiene una rueda pinchada —comenta Jorge Luis, asomándose por la
ventana de la cocina.
—Eso explicaría el motivo por el que dejó el coche aquí. Hagamos una
cosa —le dice al agricultor, que sigue encima del tractor con cara de pocos
amigos—. Deme un margen de tiempo para que llame al dueño del vehículo,
ya que tengo su teléfono, y le diré que venga y lo retire.
—¡Está bien! —acepta el agricultor, apagando el motor del tractor y
bajándose con energía—. Si no lo quita, llamaré a la grúa. Llevo desde las
nueve sin poder salir. Y no hay derecho a que ocurra esto.
—Ya le estoy llamando —repone Felipe, con el móvil en la oreja.
El agricultor se aleja hacia la casa, que está a unos doscientos metros,
dejando el tractor frente a la verja. Mientras Felipe agota el número de
intentos de llamada al móvil de Plasencia, hasta que salta el contestador.
Le deja un mensaje en el buzón de voz:
—Plasencia, soy Felipe, tienes tu coche aparcado frente a la valla del
terreno que hay detrás y el tractor del agricultor no puede salir.
Seguidamente, entra en el restaurante, donde el camarero está montando
las mesas reservadas para las comidas de ese día. Y el cocinero está
preparando las ensaladas, que sitúa en hilera sobre la plataforma de aluminio
que hay junto a las neveras.
—Voy a casa de Plasencia —les dice a los dos—. Es un buen cliente y no
quiero que deje de venir porque la puta grúa le retire el coche. En cuanto lo
localice le diré que lo eche hacia atrás unos metros, para que el capullo ese
pueda sacar el tractor. Seguramente lo acompañaría alguno de sus amigos y
dejaron el coche aquí —comenta mientras sale por la puerta del restaurante—.
Si mientras estoy fuera aparece, llamadme enseguida.
Felipe aparca en la calle Tomás Lezaun, haciendo esquina con la Avenida
de la Ilustración, donde sabe que vive Plasencia. Pasan unos minutos de la
una del mediodía y a esa hora no hay mucha gente en la calle, pero circulan
bastantes vehículos que transitan desde la Avenida de la Ilustración a las
calles colindantes, introduciéndose en los garajes de las lujosas casas.
No está seguro de dónde está la casa de Plasencia, por lo que durante unos
minutos se dedica a leer el nombre de los buzones que hay en los chalés
donde él cree que está el constructor.
Cuando lee su nombre en uno de ellos, toca el timbre.
Hay silencio total y desde el interior de la casa no llega ningún ruido.
Entonces aporrea el cristal de la puerta con los nudillos.
—¡Plasencia! ¡Plasencia! ¡Soy Felipe!

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Se introduce por un estrecho pasillo, lleno de plantas, que hay en el lateral
derecho de la puerta principal. Baja cuatro escalones y llega hasta la puerta
automática del garaje, que está entreabierta un par de palmos, como si no
cerrara bien.
—¡Plasencia! —grita desde el exterior—. ¿Estás en casa?
Sigue sin haber respuesta.
Con la punta del zapato empuja la puerta del garaje, que cede abriéndose
un metro. Suficiente como para que pueda entrar.
—¡Plasencia! —sigue gritando—. ¿Estás en casa?
Desde la puerta del garaje le llega el sonido apagado de un gorjeo, como
si alguien estuviera balbuceando palabras sin sentido.
—¡Plasencia! ¿Estás en casa? —insiste Felipe, elevando tanto la voz que
teme que los vecinos lo puedan escuchar.
El dueño del restaurante accede desde el garaje hasta la puerta de acceso a
la casa, que está abierta lo suficiente como para ver la escalera. Se asoma y
mira hacia arriba, donde ve, desde abajo, parte del salón. Hay tal silencio, que
distingue perfectamente un sonido gutural que llega desde el final de la
escalera. Entonces, y temiendo que a Plasencia le haya ocurrido algo, se
envalentona y sube las escaleras, despacio y sin soltar el teléfono móvil de la
mano.
Cuando llega al salón la penumbra es total, porque las cortinas están
corridas y apenas entra luz desde la calle. Acciona el interruptor de la pared y
es cuando ve que en el suelo, al lado de la mesa del comedor, hay un cuerpo
tendido. No distingue bien el rostro, porque está inundado de sangre. Y por la
posición no puede saber quién es. Pero no tiene dudas de que se trata de
Plasencia, porque lleva la misma ropa de la noche anterior, cuando estuvo
cenando en el restaurante.
Inmediatamente, desde su teléfono móvil, llama a Emergencias.
—Ciento doce, dígame —pregunta la voz de una mujer.
—Me llamo Felipe y estoy en el interior de una casa de la Avenida de la
Ilustración —dice con voz azorada—. En el suelo del salón hay un hombre
tendido y está malherido.
La operadora le requiere una serie de datos adicionales, como el número
de la casa y el estado del hombre que está tumbado en el suelo. Felipe los
facilita y la chica le dice:
—No se mueva del lugar, señor. Enseguida llegará una ambulancia y una
patrulla de la policía nacional.
—¡Dense prisa! —exclama Felipe—. Creo que el hombre ya está muerto.

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Se llama Lidia. Es fornida y mide un metro sesenta y tres. Solo hace unos
meses que está en el grupo de judicial de Zaragoza, desde que ascendió a
inspectora. Anteriormente, había estado en Barcelona, en la brigada de
extranjería. Tiene cuarenta y ocho años y proviene del ejército, donde estuvo
destinada, la mayor parte del tiempo, en la guerra de Kosovo. Estuvo casada
con un compañero, también soldado, pero no tuvieron hijos. Hace cinco años
que se divorciaron y, mientras su ex ha rehecho su vida, Lidia vive sola en un
pequeño apartamento de alquiler en la calle San Blas de Zaragoza.
Son las dos de la tarde del domingo 16 de julio y en la mesa del comedor
hay una bolsa abierta de patatas fritas y un sobre de plástico conteniendo
salchichón ibérico, cortado en lonchas finas. Al lado, una botella de vino tinto
y una copa medio llena. Desde la cocina llega el olor de una pizza que está
calentando en el horno. Sobre la mesita, que hay frente al televisor de plasma,
ha dejado el Satisfyer, porque no se acordó de guardarlo la noche anterior,
después de usarlo mientras veía una película porno en el portátil, que se
descargó de una web pirata. El sábado por la noche le gusta relajarse e
imaginarse que no vive sola, sino que un día la acompaña un joven soldado,
como los que conoció en Kosovo, y otro está con algún actor turco de las
series que tanto le gustan. El Satisfyer cumple su función y complementa las
lagunas que su fantasía le solicita. Después de varios orgasmos seguidos, se
siente desdichada y anhela los tiempos en los que convivió con su pareja.
Aquellas noches en las que veían una película juntos, mientras cenaban, y
luego se iban a la habitación de matrimonio y hacían el amor hasta la
madrugada, cuando sus cuerpos agotados no podían ni siquiera sostenerse en
pie. Ella dormía con la cabeza apoyada en su torso velludo y le gustaba
enredar los dedos mientras lo acariciaba.
Lidia es una mujer deportista. Corre tres días a la semana, hace natación y
visita el gimnasio de la comisaría al menos dos veces. No se siente vieja, pero
es consciente de que a su edad el mercado de los ligues, tanto estables como
esporádicos, pasa por sus horas más bajas. Los hombres con los que podría
iniciar una relación, aunque solo fuese sexual, o están separados con hijos o
son problemáticos o aparentan ser mayores de la edad que tienen. Los jóvenes
no se la miran. Y los que son mayores que ella, es Lidia la que no se los mira.

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Las mujeres de esa edad, aunque sean resultonas, como es su caso, son
transparentes para la franja masculina que va de los veinte a los cincuenta. Su
heterosexualidad recalcitrante le impide probar con otra mujer, y tampoco ha
encontrado ninguna que sea de su agrado y que le anime a aventurarse en una
relación lésbica.
En el último año ha utilizado una aplicación del teléfono móvil para
concertar citas sexuales con hombres jóvenes. Al principio le costó decidirse,
porque no tenía claro qué es lo que estaba buscando. Pero sabe que uno de los
impulsos fundamentales, y necesarios, de todo ser humano, es el de tener
relaciones, ya sean sentimentales o sexuales. A Lidia no le apetece a su edad
embarcarse en una relación estable, pero sí que anhela mantener encuentros
sexuales con hombres que la satisfagan. Y si son jóvenes y libres de ataduras,
mucho mejor. Se trata de sexo por sexo. Sexo lujurioso que solo le puede
aportar alguien más joven.
Cuando instaló la aplicación de citas, lo primero que hizo fue crear su
perfil de usuaria, sobre la base de los parámetros que fue rellenando. Fue
cauta al introducir información personal, porque Zaragoza no es una ciudad lo
suficientemente grande como para que alguien no la reconozca. Sería terrible
que otro policía la viera y fuese el foco del hazmerreír de sus compañeros.
Este fue el motivo por el que la foto de perfil que subió se parecía bien poco a
ella. La había retocado tanto, con un programa avanzado de fotografía, que la
de la foto parecía una actriz porno. En el formulario de intereses indicó que
era una mujer de casi cincuenta años que buscaba hombres mucho más
jóvenes que ella, de no más de cuarenta, con los que mantener encuentros
sexuales esporádicos. Nada de rollos sado ni anal. Sobre todo, higiene,
compostura y hombres depilados y atléticos.
En unos días ya contactaron con ella varios que se ajustaban al perfil y
tuvo la oportunidad de decidir con cuál de ellos quedaría. Lidia tenía claro
que se limitaría a un único encuentro, con el que follaría, y después ya no
querría saber nada de él. Quedó con un chico que aseguró no haber cumplido
los treinta, cuya fotografía de perfil ofrecía un aspecto agradable. El chico, del
que nunca supo el nombre, tenía un cuerpo escultural y lucía aparatosos
tatuajes por todas partes. Despedía esa esencia animal que ella buscaba en una
relación sexual. Era moreno, se veía fornido, tenía el cabello corto y rizado y
en sus ojos distinguió un brillo de cultura que le indicó que no sería un cateto.
El encuentro fue en un hotel de la calle Alfonso, porque Lidia quería
quedar en un sitio reconocible y público, desechando encuentros en
apartamentos particulares o lugares donde pudiera sentirse en peligro. Antes

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de acudir, concertaron que solo follarían y que ella sería la que aportaría los
preservativos. Lidia, además, llevó un lubricante que adquirió en la farmacia
y que sabía iba a necesitar, porque, por muy bueno que estuviera ese chico, la
relación sería más placentera.
En el hotel todo funcionaba online, desde la reserva hasta el pago. No
había recepcionista, algo de lo que Lidia se aseguró, y en el vestíbulo había
una máquina que registraba la entrada y salida de los clientes. Era una
garantía de que nadie tenía que saber quienes eran los huéspedes. El chico lo
reconoció en la plaza del Pilar, donde dijo que la esperaría, nada más verlo.
Se ajustaba a la fotografía que intercambiaron en la aplicación del móvil. Él
se acercó a ella e intercambiaron dos besos. Ni siquiera le importó que el
aspecto de Lidia se distanciara de la fotografía de su perfil. Ella tenía ganas de
ser follada y él ganas de follar. Cuando habló notó que su acento era
extranjero, como si fuese sudamericano. No se lo preguntó, porque no venía
al caso, pero creyó distinguir que era dominicano.
—¡Vamos! —le dijo Lidia, sin tiempo que perder.
Él la siguió detrás, mientras ella caminaba hacia el hotel.
—Ponte al lado —le dijo—. Que si no parecemos una duquesa y su mozo
de servicio.
Su comentario le arrancó una sonrisa al chico, que mostró unos dientes
amplios y relucientes.
Una vez en la habitación, y sin intercambiar palabra alguna, ella se
introdujo en la ducha. Al salir, él se había desnudado y exhibía un cuerpo
atlético y un miembro que sobrepasaba con creces cualquier previsión que
Lidia hubiera imaginado antes de acudir a la cita. Se notaba que se sentía
orgulloso de su pene, porque no lo ocultaba. Mientras estaba de pie,
esperando instrucciones de Lidia, su miembro se balanceaba de un lado hacia
otro, como azuzado por un viento invisible.
—¡Dúchate! —le ordenó ella.
Mientras el chico estaba en el baño, Lidia se desnudó y adaptó la
iluminación de la habitación al mínimo. Ella estaba orgullosa de su físico,
pero la competencia con ese chico era demasiado grande como para no
sentirse ridícula. Prefería que no hubiera mucha luz y así ocultaría mejor
cualquier defecto en su piel, que había comenzado a acuciar el paso de los
años. Con mimo esparció la crema lubricante en su sexo y dejó a punto dos
preservativos sobre la única mesita de noche que había. Enseguida se lo pensó
mejor y dejó otro más al lado. Tres preservativos serían suficientes.

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Fue una tarde maravillosa, porque ese hombre sabía lo que hacía y en el
preámbulo le practicó un cunnilingus de infarto. Lidia se deshizo sobre la
cama. De vez en cuando él se relamía para limpiarse el gel lubricante que se
había esparcido en su sexo y que después ya no fue necesario, porque ella se
había mojado como si fuese una adolescente. En un momento dado incluso se
cayó sobre la moqueta, arrancando una sonrisa velada de su amante, que la
ayudó a incorporarse. Seguidamente, la tumbó boca abajo, apoyando sus
caderas en la almohada, y la penetró con dulzura. Poco a poco fue
incrementando las acometidas, consiguiendo que ella se corriera varias veces
seguidas. El placer se transformó en dolor y se confundió la excitación con la
pasión que la inundaba, y no fue capaz de contar las veces en las que alcanzó
el clímax.
Cuando acabaron, él se quedó tendido sobre la cama, en todo su
esplendor. Y ella, que le hubiera gustado quedarse allí al lado, se recompuso y
recordó a qué había ido y qué es lo que tenía que hacer después. Se vistió.
Cogió su bolso, que había dejado en el armario, con el teléfono móvil dentro.
Y salió a la calle.
Al llegar a su piso, lo primero que hizo fue bloquear en la aplicación de
citas a ese chico. Sabía que jamás volvería a quedar con él, porque cuando le
apeteciera quedaría con otros distintos.
Sin ataduras.
Sin complicaciones.
Este domingo por la tarde no será distinto a los domingos pasados, ni
diferente a los que vendrán. No ha podido quedar con nadie en la aplicación
de citas, porque le toca guardia de incidencias. Cualquier cosa que ocurra en
Zaragoza, que requiera de la presencia de un policía de judicial, sabe le tocará
a ella. Es por eso que está disfrutando de un vermú, sola. Comerá, sola. Verá
una serie, sola. Y en cuanto haya recargado el Satisfyer, imaginará que no
está sola.
Las compañeras de su edad están felizmente casadas, por lo que no puede
quedar con ellas para salir de parranda. Tampoco quiere ser un lastre para los
compañeros de la comisaría, que salen de cena y copas. Quizá, si perdiera
esos kilos de más, se vería hermosa, como cuando estaba en el ejército y
entrenaba varias horas al día. Entonces todo era distinto. Pasan los años y
cada vez nos cuesta más adaptarnos a que la edad es una losa que nos aplasta
y nos inmoviliza.
El teléfono móvil vibra sobre la mesa del comedor, al lado de la copa de
vino que ya está vacía, muy cerquita del estimulador sexual. Lidia lo mira con

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el rictus serio, con los ojos caídos, sin ánimo, porque sabe que una llamada a
esa hora, en ese día, en el que está de incidencias, solo puede provenir de un
sitio.
—Lidia.
—Inspectora —habla una voz de hombre.
—Comisario.
—Te requieren en un domicilio de la Avenida de la Ilustración. Hay un
cadáver.

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—¿Cuántas hectáreas hay en total? —le pregunta Orson a Manuel, cuando el


Dacia sale de la primera curva y ven al fondo el letrero derruido del Casino
Montesblancos, con las letras CASINO HOTEL en mayúscula y a punto de
desplomarse.
—Creo que trescientas —responde.
—¿Cree?
—Sí, trescientas hectáreas —repite Manuel, ahora más seguro.
—Es una buena extensión para edificar —confirma Orson.
—Esa era la idea de Plasencia cuando lo adquirió. Soñaba con construir
aquí una especie de Las Vegas.
Después de un par de minutos, circulando en silencio por una carretera
destartalada y llena de curvas, llegan hasta el antiguo casino. Traspasan la
valla metálica y Manuel aparca el vehículo bajo un árbol, para proteger la
carrocería del inclemente sol que en ese instante cae a plomo sobre sus
cabezas. Hace tanto calor, que Orson no se desprende en ningún momento del
pañuelo blanco que sostiene en su mano y con el que seca de forma
intermitente el sudor de la frente, la cara y el cuello.
—¿Dónde está? —interroga el norteamericano.
Manuel comienza a caminar hacia la parte de atrás del edificio derruido
del casino. Lo hace con celeridad, como si tuviera prisa por acabar la visita
cuanto antes. En el suelo hay cascotes, botellas de cerveza vacías, cartones de
vino barato, cajetillas de tabaco, condones usados y alguna jeringuilla.
—Es por aquí, mister Orson —le dice. El norteamericano lo sigue, en
silencio—. Allí, en aquellos pinares —los señala con la mano—, es donde
apareció el yacimiento. Estaba, como ya hemos comentado, a doce metros de
profundidad. Entre Plasencia y yo conseguimos llegar hasta el fondo y
rescatamos los dos papiros que faltaban.
Orson contempla un terreno aplanado recientemente, confirmando que
echaron tierra encima no hace mucho tiempo.
—¿Cuál es el punto exacto? —interroga.
Manuel ladea la cabeza, como si dudara.
—Es ahí —señala hacia un espacio amplio que hay a pocos metros de
donde están.

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—¿Ahí? —pregunta Orson—. ¿Está seguro?
—Sí, claro. Cómo no voy a estar seguro si estuvimos aquí varios días,
cavando.
—¿Hay más cosas en el yacimiento?
—¡No! —niega Manuel, tajante—. Lo inspeccionamos a fondo, pero lo
importante son los papiros.
—¿Y las ánforas?
Manuel mueve la cabeza mientras arruga los labios.
—Pues las debe tener Plasencia, supongo. ¿Son importantes?
—No —niega Orson—. Hay muchas ánforas de cerámica de figuras
negras, pero no papiros como los que ustedes tienen. ¿No hay nada más? —
insiste.
—No.
—¿Puedo verlo?
—Los papiros están en el despacho de Plasencia.
—No. Me refiero al yacimiento. ¿Puedo ver el yacimiento?
Manuel demuda la expresión de su cara.
—Eso es imposible —responde—. No me pregunte por qué, pero
Plasencia decidió enterrar el yacimiento una vez rescatamos los papiros.
El norteamericano lo observa con media sonrisa ladeada en los labios,
como si Manuel se estuviera burlando de él.
—¿Habla en serio? Cuando lo ha mencionado antes, pensé que bromeaba.
—El yacimiento está ahí abajo, pero protegido del expolio.
—Entiendo que, por sus palabras, la tumba está perfectamente protegida.
—Así es. Está tal y como la encontramos.
Orson lo observa con cierta desconfianza en la mirada. El hombre con el
que intercambió correos electrónicos era alguien seguro de sí mismo, que
respondía en apenas unos minutos y aportaba información detallada. Sin
embargo, quien está ahí delante es alguien que duda constantemente, como si
no estuviera seguro de dónde está el yacimiento o cómo es que se sepultó de
nuevo.
—¿Lo sabe alguien más?
—¿Qué? —pregunta Manuel.
—Lo del yacimiento.
—¿Bromea? Si la gente lo supiera, hubieran arrasado con todo. ¿No
conoce el caso de Aranda del Moncayo?
Orson balancea la cabeza asintiendo.
—Sí, estoy al tanto.

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—Era un poblado celtíbero donde dos lugareños encontraron varios
cascos del ejército de entonces. Lo expoliaron y lo vendieron a coleccionistas
extranjeros. Los autores ahora ya son mayores, y fueron juzgados por ello,
pero solo faltaría que alguien supiera lo que Plasencia y yo hemos encontrado
ahí abajo, para que no faltaran los que vinieran aquí y lo destrozaran todo. No,
nadie, a excepción de nosotros tres, lo sabe.
El norteamericano se detiene y peina con la mirada todo el territorio,
desde donde está el edificio derruido del casino, hasta la carretera por donde
han subido. Manuel observa la enorme espalda de Orson, que se acerca a la
zona donde está el pinar. En ese instante nota como su teléfono vibra en el
bolsillo del pantalón. Lo extrae y comprueba que le acaba de llegar un
mensaje de texto.
Lo lee y lo borra de inmediato.
—¿Sabe si hay más tumbas? —sigue preguntando el norteamericano.
—Lo miramos, sí. Pero en todo lo que abarcan los terrenos de
Montesblancos solo está esta, la que conocemos. Yo también pensé en la
posibilidad de que hubieran más. Pero aquí, por lo menos, no es el caso.
—Pues entonces vamos a ver los papiros —sugiere Orson.
—Sí, pero antes tengo que pasar por mi casa un instante. Hay un asunto
familiar que me requiere. ¿En qué hotel se aloja?
—He reservado una habitación en el Gran Hotel. De hecho, mi maleta
está en consigna a la espera de que llegue yo.
—Allí tienen un restaurante —comenta Manuel, mirando su reloj de
pulsera—. Le llevo y en cuanto se haya alojado y comido, iremos al despacho
de Plasencia. Y, si todo está en orden, cerramos el negocio.
—¿Ha localizado ya a su socio?
—Sí, acabo de recibir un mensaje suyo. Dice que nos espera esta tarde en
su despacho.
Orson lo observa con desconcierto en la mirada.

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Lidia llama a comisaría y pide que la traslade un vehículo camuflado de


seguridad ciudadana al domicilio de la Avenida de la Ilustración. Durante los
veinte minutos, que dura el trayecto, los dos policías, ninguno de ellos
sobrepasa los treinta años, hablan en ningún momento. La emisora, que llevan
a un volumen quizá demasiado alto, no para de emitir comunicados.
«Avisada ambulancia».
«Avisado el juez».
«El forense va de camino».
La inspectora sabe que todos esos comunicados son de la casa adonde se
dirige ella. El teléfono móvil vibra en su mano, cuando entra un mensaje. Es
del comisario de policía judicial.
«Avísame en cuanto llegues».
Ella responde con un escueto:
«OK».
El vehículo camuflado de la policía la deja frente a la puerta del chalé.
Hay expectación en la calle y numerosos vecinos y curiosos se arremolinan
frente a una cinta policial, donde un policía local protege el entorno para que
no la rebasen.
—¿Inspectora Lidia? —le pregunta un policía uniformado tan bajo, que
ella tiene que reprimir una sonrisa que se le escapa por debajo de la comisura
de sus labios.
—Sí, soy la única que ha descolgado el teléfono un domingo del mes de
julio al mediodía —sonríe.
—Acompáñeme —le indica el policía, mientras comienza a caminar hacia
el interior de la casa—. Lo ha encontrado el dueño del restaurante de la
Avenida de Logroño. Es una historia de lo más rocambolesca —continúa
hablando el policía—. El hombre, que se llama Felipe, ha venido buscando al
dueño de un automóvil que está mal aparcado en el restaurante. Por lo visto,
estuvo cenando ayer por la noche con unos amigos y se lo dejó porque había
pinchado una rueda. El caso es que lo aparcó frente a una verja por donde
tiene que salir un tractor. Y, queriendo evitar que el agricultor avisara a la
grúa, y por agradar a su cliente, se ha desplazado hasta aquí. Dice que lo

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conoce de hace tiempo. Le he dicho que se esperara a que llegara usted, pero
ha insistido que tiene mucho trabajo y se ha marchado hace un rato.
—No se preocupe —comenta la inspectora—. Hay dos policías de judicial
que ya están hablando con él en el restaurante. ¿Dónde está el cadáver?
—Es por aquí —le indica el policía, mientras sube los escalones de la
puerta de acceso a la vivienda.
En el salón hay tanta gente que parece un mercadillo en hora punta.
Alrededor del cuerpo que hay en el suelo están dos policías de científica, que
toman muestras y fotografías. Hay un policía nacional de uniforme en la
ventana, protegiendo que nadie se encarame para contemplar la escena del
crimen.
—Me ha contado el dueño del restaurante —habla el policía— que
cuando ha llegado el tío estaba vivo.
La inspectora lo observa con los ojos encogidos.
—¿Vivo?
—Sí. El tío llamó a la puerta y a su teléfono. Pero como no respondía
nadie, se acercó hasta la puerta del garaje, que estaba abierta. Desde allí dice
que escuchó como un gorjeo, como si alguien estuviera emitiendo sonidos
guturales. Entonces, creyendo que alguien pedía ayuda, subió las escaleras
hasta el salón y es cuando lo ha visto. Cuando le he interrogado me ha dicho
que cuando llamó a Emergencias el hombre respiraba.
—¿Sabemos quién es? —interroga la inspectora, mientras se pone un
guante de látex en la mano derecha.
—¿El tío que ha encontrado el cadáver?
—¡No! El muerto.
—Es un constructor de Zaragoza, Plasencia. ¿Lo conoce?
—¿Plasencia? Me quiere sonar. ¿No es este el tipo que compró el terreno
de Montesblancos para construir una especie de Las Vegas?
—El mismo —confirma el policía.
Lidia, con la mano donde se ha puesto el guante, gira levemente el cuerpo.
Lo suficiente como para ver la herida de la cara.
—Ha sido un único disparo —avanza el policía de científica, que se
asoma detrás de ella.
—¿Un disparo?
—El proyectil le ha atravesado la boca. Su asesino le ha disparado de
frente —explica.
—Es la primera vez que veo un crimen así —confirma la inspectora—.
Me refiero en la vida real, porque en las películas se ve mucho. Un disparo en

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la cara parece lo más parecido a una ejecución.
—A mí también me ha chocado —avala el policía—. Lo de disparar en la
cara es muy de película de mafia.
—¿Sabemos qué tipo de arma?
—Estoy en ello —responde el policía de científica—. En cuanto el
forense nos entregue el proyectil, que está alojado en alguna parte de su
mandíbula, lo analizaré y podré determinar el arma.
—¿Casquillo? —interroga la inspectora.
—No. Lo hemos buscado, pero no está.
—Lo que significa que el asesino lo cogió antes de irse.
—O que el disparo es de un revólver —sugiere el policía de científica—.
Lo de recoger el casquillo o los casquillos después de disparar una pistola y lo
de ponerse guantes, es de primero de criminal.
—¿Sabe si hay cámaras de seguridad en la casa? —le pregunta Lidia al
policía uniformado.
—Creo que no —responde, señalando con la mano hacia un saliente que
hay en la puerta de acceso al salón—. Tampoco sé si hay algún tipo de
alarma. Este es un barrio tranquilo, alejado del bullicio del centro de
Zaragoza.
—Habría que comprobar si hay cámaras —anota Lidia—. ¿Quién le
acompañó desde el restaurante? —le pregunta al primer policía que la ha
atendido y que sigue ahí, a su lado.
El agente se encoge de hombros.
—No hemos hablado, todavía, con nadie con los que estuvo ayer por la
noche. Pero imagino que alguno de ellos fue el que lo acompañaría.
—¿Habéis mirado si han removido algo?
—Hace poco que hemos llegado —responde el policía—. Pero, en
principio, está todo en orden. Hemos revisado las habitaciones, la cocina, los
dos baños y la parte de arriba, y no hay nada aparentemente fuera de lugar.
Los cajones y las puertas están cerradas, la cama hecha y los lavabos
ordenados.
—O sea, que el asesino entró solo para cargarse al constructor.
—Eso es lo que parece.
—Si es una ejecución, no tiene sentido que lo mate en el interior de su
propia casa. Podía haberlo hecho en cualquier otro lugar, y no levantaría
ninguna sospecha.
Lidia se queda en silencio.
—¿En qué piensa? —se interesa el policía.

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—En que este muerto nos va a dar mucho trabajo —suspira—. Cuando
asesinan a un empresario, el abanico de sospechosos es tan amplio que nos
costará tirar del hilo hasta llegar al ovillo. Y mucho más de la forma en que se
lo han cargado. Un disparo por arma de fuego implica que su asesino tiene
una y aquí, de momento, el tema de las armas de fuego está bastante acotado.
¿Han avisado al juez y al forense?
—Claro —responde el policía—. El protocolo de muerte violenta se
activa de forma automática. Desde la sala operativa han llamado a todo el
mundo.
Lidia recuerda que, mientras la trasladaba el vehículo policial, había
escuchado los comunicados de la emisora, donde informaban de que el juez y
el forense estaban avisados.
—Bien —chasquea los labios la inspectora, con sonoridad—. Esto tendría
que funcionar igual que en las películas americanas —sonríe.
—¿A qué se refiere?
—A que mientras estamos aquí, divagando, se acerca alguien y confiesa
ser el asesino. La de trabajo que nos ahorraría —suspira como si le costara
respirar.
El policía sospecha que la inspectora no tiene muchas ganas de trabajar.

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La expresión del rostro de Felipe muestra rabia. El aparcamiento del


restaurante se ha llenado de coches de policía y periodistas. Llega una
furgoneta de la televisión y una chica, que no tendrá ni siquiera los veintitrés
años cumplidos, con el pelo largo y rubio y los ojos excesivamente
maquillados, se ha puesto delante de una cámara y retransmite en directo,
informando de lo que ha ocurrido allí.
—Mire la parte buena —le dice Gabriel, el camarero, a Felipe, cuyo
disgusto es más que evidente—. Esto puede ser bueno para el negocio.
La cámara de televisión enfoca directamente al Tesla de Plasencia y a la
verja donde está aparcado. La periodista, que tiene más grueso el labio
superior que el inferior, como si se los hubiera operado recientemente, se
dirige hacia el agricultor y le coloca el micrófono delante.
—¿Conocía usted al dueño del vehículo? —interroga.
—Sí, claro. Lo había visto muchas veces por aquí —responde el
agricultor, esbozando una sonrisa forzada en los labios—. Esta mañana, en
cuanto vi que había dejado aparcado su automóvil, imaginé que había
ocurrido algo malo. Y, sin dudarlo un instante, se lo he comunicado al
restaurante. Me he acercado y les he dicho: eh, oíd, al dueño de ese coche le
ha pasado algo, porque no es normal que lo haya dejado ahí aparcado toda la
noche.
—¿Sabe si tenía enemigos?
El agricultor tuerce la boca con brusquedad.
—Bueno, supongo que sí. ¿Quién no tiene enemigos hoy en día?
La periodista le hace una señal al chico que sostiene la cámara y los dos
caminan hacia el restaurante. Felipe se desplaza unos metros hacia su
izquierda, hasta situarse debajo del letrero donde está el nombre. Si le van a
entrevistar, y va a salir en televisión, por lo menos que hagan publicidad de su
negocio.
—¿El constructor cenó ayer aquí?
—Sí. Era un buen cliente y venía con asiduidad —responde Felipe. En el
tono de voz se le nota que está nervioso.
—¿Sabe por qué dejó su vehículo aquí?

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—No me lo dijo, porque cuando me fui él todavía estaba en el
aparcamiento. Pero imagino que es porque pinchó una rueda.
Entonces la periodista tuerce la cabeza hacia donde está el Tesla y se da
cuenta que Felipe tiene razón, la rueda delantera izquierda está pinchada.
—Ese automóvil es de alta gama —habla la periodista—. ¿No le extrañó
que lo hubiera dejado ahí toda la noche?
El dueño del restaurante se encoge de hombros.
—Como le digo, no me he enterado de que estaba ahí hasta que no he
venido a trabajar, hace menos de una hora.
Dos policías de científica, que visten con bata blanca, están
inspeccionando la zona y alrededores del Tesla, mientras dos de judicial
anotan los nombres de los trabajadores del restaurante, tanto del dueño, como
del camarero y del cocinero.
—¿Podemos saber quienes cenaron ayer por la noche? —le pregunta uno
de los policías, un chico muy moreno, de unos treinta años, a Felipe, que
sigue mostrando confusión en la mirada.
—Podría intentarlo —responde con voz de duda.
—¿Hay que reservar previamente para cenar aquí? —pregunta de nuevo
el policía.
—En la mayoría de mesas, sí —responde Felipe—. Pero a veces, en el
segundo turno, si hay una mesa libre, y entra alguien en el restaurante, se le
asigna para que pueda cenar.
—Necesitaríamos un listado de los clientes que estuvieron ayer por la
noche —solicita el policía.
—¿De todos?
—Sí, de todos. ¿Lo podrá confeccionar?
—Supongo que sí —asiente Felipe—. Entre las reservas y los que pagaron
con tarjeta de crédito, la mayoría, le podré entregar esos nombres.
—Se lo agradezco —muestra cortesía el policía—. Nos será muy útil.
—¿Cree que lo asesinó alguien que estuvo anoche cenando? —se interesa
el dueño del restaurante.
—No descartamos nada —responde el policía—. En estas investigaciones
hay que tener en cuenta todo, por insignificante que pueda parecer en un
inicio. También necesitaré el nombre de los que cenaron con el constructor.
Es decir, los que se sentaron en la misma mesa.
—Sí, no hay problema —acepta Felipe—. Los conozco a todos.
—¿Fue usted el que llamó a emergencias desde la casa de Plasencia?
—Sí, así es.

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—¿Por qué fue a su casa?
—Porque el coche molestaba frente a la verja del terreno y no quería que
se lo llevara la grúa —responde—. Ya se lo he dicho a un compañero suyo
que me lo ha preguntado antes. Piense que la grúa ya le cuesta al infractor
unos doscientos euros. Eso, sumado a la multa por mal aparcamiento, le
puede llegar a costar unos seiscientos euros. Bastante más de lo que pagaron
ayer por la cena. Supuse que los clientes se molestarían y quizá ya no vinieran
más a mi restaurante —se sincera con el policía—. Por eso opté por ir, ya que
sé dónde vive, a su chalé, y avisarle de que el agricultor estaba dispuesto a
llamar a la grúa.
—Entiendo —acepta el policía como válida la explicación de Felipe—.
¿Hay algo que me quiera comentar? —le pregunta mientras mira hacia atrás,
asegurándose de que nadie los está escuchando.
—¿A qué se refiere?
El policía de judicial baja la voz.
—Usted es una de las últimas personas que vio con vida al constructor —
le dice—. Y también es el primero que lo ha visto muerto. Ayer por la noche,
mientras cenaba o después de la cena, hubo algo que le infundiera sospechas.
Ya sabe, me refiero a si discutió con alguno de los otros comensales o lo notó
molesto. Si recibió alguna llamada de teléfono que le obligara a salir fuera del
restaurante y lo percibió disgustado.
Felipe remueve la cabeza, negando.
—No, nada de eso. Fue una velada como las demás, tranquila.
—¿Tiene cámaras de seguridad?
—No tengo.
—¿Y en el aparcamiento?
—No, tampoco. Dispongo de una alarma de robo conectada a las puertas,
pero no hay ningún tipo de grabación.
—Está bien —concluye el policía de judicial—. En cuanto los tenga,
deme el nombre de los clientes que cenaron ayer por la noche en el
restaurante. Y de los acompañantes de Plasencia, los que se sentaron en la
misma mesa junto a él.
—Así lo haré. Pero ahora, si me disculpa, tengo un negocio que atender
—le dice Felipe, señalando hacia la puerta del restaurante. En ese momento
hay varios clientes que están entrando.

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—Juan —lo nombra en cuanto el comisario descuelga el teléfono.


—Dime, Lidia.
—Acabo de terminar en el domicilio de la Avenida de la Ilustración. Aquí
solo queda la patrulla que custodia el cadáver, hasta que se lo lleven los del
tanatorio. Lo hemos identificado y se trata de Plasencia. Está confirmado.
—¿El constructor que compró los terrenos de Montesblancos?
—El mismo. Tenía sesenta y cuatro años y vivía solo. El asesino accedió
al chalé por el garaje y lo esperó en el salón. La muerte se ha producido por
un único disparo en la cara, por lo que tuvo que dispararle de frente, cuando
lo tenía delante.
—¿Se han llevado algo?
—Justo acabo de iniciar la investigación. Pero, según parece, no se han
llevado nada. La casa está ordenada y da la sensación de que Plasencia
conocía a su asesino.
—¿Un disparo, me has dicho?
—Sí. Científica todavía no me puede decir el arma, pero el jefe asegura
que es un calibre pequeño. Vamos, que no es una escopeta de caza.
Seguramente se trate de una pistola, aunque no han encontrado el casquillo.
—¿Sobre qué hora?
—Estamos barajando entre las dos y las cuatro de la madrugada. El
constructor estuvo cenando en un restaurante de la Avenida de Logroño con
unos amigos y, cuando se fueron todos, él se quedó porque su automóvil tenía
una rueda pinchada. Aún no sé cómo regresó a casa, porque tengo que hablar
con los amigos con los que cenó para ver qué me cuentan. Sospecho que
alguno de ellos lo acompañó, aunque no te aseguraré nada hasta que no lo
sepa.
—¿Has hablado con los vecinos? Esa zona es muy tranquila, incluso el
sábado por la noche, por lo que un disparo de madrugada tuvo que hacer
ruido.
—Como te digo, acabo de empezar y todavía no he llegado a eso. Pero en
cuanto me entreviste con los amigos con los que cenó, me pondré con los
vecinos.
—¿Cámaras?

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—No, en principio. Cerca hay un supermercado grande. Pero, en el caso
de que tenga cámaras, estas no creo que apunten hacia la casa, como mucho
se verá el aparcamiento del propio supermercado.
—¿Qué sabemos de Plasencia?
—Nada, de momento. Sé que es un constructor, que compró el terreno de
Montesblancos y que está prevista la construcción de una especie de Las
Vegas. Ya sabes, casinos, hoteles, salas de juegos, bingos y todo lo
relacionado con ese negocio.
—El crimen tiene toda la pinta de ser una ejecución —anota el comisario.
—Esa es la línea de investigación que voy a seguir —corrobora la
inspectora—. Es por eso que lo primero que haré será centrarme en los
amigos con los que cenó ayer y la coincidencia de que su vehículo pinchara
una rueda y tuviera que dejarlo mal aparcado en el restaurante.
—En cuanto me deslíe un poco —le dice el comisario— me acercaré a
donde estés a colaborar contigo. Tengo la impresión de que este crimen, por
lo que me cuentas, está profesionalizado. Parece obra de un sicario. Disparo
en la cara, sin robo, altas horas de la madrugada, casa solitaria donde no vive
nadie más, acceso por la puerta del garaje. En fin, tenemos que actuar rápido
si no queremos que se nos escape de las manos.
—¿A qué te refieres? —consulta la inspectora, en el momento que se
sienta en el coche de policía. En su teléfono tiene un aviso de llamada
entrante y no quiere entretenerse en seguir hablando con el comisario.
—No recuerdo un crimen igual en Zaragoza en los últimos años. Lo que
significa que el asesino quizá no sea de aquí. Es posible que a estas horas ya
se haya ido, lo que dificulta que podamos seguirle la pista.
—¿Piensas en un sicario que ha venido de fuera?
—En eso estaba pensando —confirma el comisario.
—Pues lamento contradecirte, pero creo que el asesino es de aquí y que
conocía al constructor.
—¿Por qué lo dices?
—Un sicario se lo hubiera cargado en el aparcamiento del restaurante, en
el momento en que Plasencia se diera cuenta de que tenía la rueda de su
automóvil pinchada. Lo hubiera dejado allí, tirado, y desde la Avenida de
Logroño se podría haber marchado a Barcelona, Madrid o a Francia, en un
periquete. Cuando alguien se diera cuenta del crimen, su asesino estaría muy
lejos. Asesinarlo en su casa es muy arriesgado, sobre todo cuando lo ha
ejecutado en el salón. Y la forma de matarlo, aunque es rápida, también lo
expone mucho, corre el riesgo de que alguien escuche el disparo y esté

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pendiente cuando salga de la casa y lo pueda identificar. Además, en el caso
de un sicario que viniera de fuera, tendría que desplazarse en algún vehículo,
por lo que es fácilmente identificable un vehículo circulando por un barrio tan
tranquilo a altas horas de la madrugada. Una patrulla de las nuestras o de la
policía local lo podía haber interceptado, incluso de forma aleatoria, en un
control rutinario.
—Bueno, bueno —comenta el comisario—. Ya sabes que siempre me he
fiado de tu instinto y en este caso parece que no vas muy desencaminada.
—Hay una cosa más —interrumpe la inspectora—. Plasencia estaba vivo
cuando lo encontró el dueño del restaurante.
—¿Vivo?
—Sí, eso le ha dicho al policía que lo ha interrogado. Dice que accedió al
garaje porque estaba la puerta abierta y desde ahí escuchó sonidos guturales
que provenían del salón y por eso lo localizó.
—¿No será el asesino? —cuestiona el comisario.
—No tendría sentido que lo fuera —contraviene la inspectora—. Si lo
fuese, no hubiera dicho que lo encontró vivo.
—Igual lo hace para no desmentir el informe del forense. Piensa que
cuando lo concluya sabremos la hora exacta de la muerte y, en el supuesto de
que el tal Felipe fuese el asesino, ese detalle desmontaría cualquier coartada
que hubiera ideado. Ese sería el motivo por lo que diría la verdad, que,
cuando él lo vio, Plasencia todavía respiraba.
—Lo tendré en cuenta —acepta la inspectora—. Pero ya te digo que al
dueño del restaurante lo he desechado casi por completo. Si el asesino hubiese
sido él, no se habría acercado a la casa y no hubiera dado aviso a
Emergencias.
—Igual fue él, y cuando supo o creyó que lo iban a descubrir, porque
algún vecino merodeaba la casa y no encontró forma de salir sin ser visto, por
ejemplo, decidió avisar y hacerse pasar por un testigo. Como te digo, el hecho
de que cuando él estuvo allí Plasencia aún respiraba, cuadraría su declaración
con el informe del forense. Recuerda que los pirómanos siempre están cerca
de los incendios.
La expresión de Lidia es de duda.
—Vale, quizá tengas algo de razón. No desecharé al dueño del restaurante
como el asesino. Pero… ¿Por qué lo haría?
—¿Matarlo? —pregunta el comisario.
—Sí. Supongamos que Felipe es el asesino. ¿Por qué se cargaría a
Plasencia? En principio en la casa no se encuentra a faltar nada.

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—Igual le debía dinero —sugiere el comisario, a falta de una respuesta
mejor.
—¿Una deuda? Sí, por ese motivo se mata —avala la inspectora—.
Trabajaré en esa línea, también.
—Cualquier novedad me llamas de inmediato —se despide el comisario
—. Acabo de hablar con el jefe superior y ahora tengo que llamarle otra vez
para ponerle al día con las últimas novedades. Ya sabes cómo funciona esta
mierda, a él le está apretando el delegado del gobierno. Aquí todos aprietan al
que tienen debajo.
—Como yo, que estoy debajo de ti —murmura la inspectora, lo
suficientemente alto como para que Juan la escuche.
—¡No te quejes! Que tienes de jefe al mejor comisario de judicial de toda
España.
Cuando Lidia interrumpe la llamada, comprueba que tiene varias llamadas
perdidas de un número conocido. Enseguida entra una nueva llamada desde
ese mismo número.
—Inspectora Lidia.
—Soy Félix. —La inspectora reconoce su voz, ya que es uno de los
policías de judicial que está recabando datos en el restaurante—. Me acaban
de pasar el nombre de los amigos con los que cenó ayer por la noche el
constructor.
—Un momento… —le dice mientras busca una libreta y un bolígrafo en
su bolso, que había dejado encima del asiento del copiloto—. ¡Dime!
Y el policía le pasa los nombres y los datos de contacto de Flores,
Sánchez y Castro. Además de Gabriel, el camarero, y de Jorge Luis, el
cocinero. Las cinco últimas personas que vieron con vida a Plasencia. Aparte
de Felipe, el dueño del restaurante.
—¿Algo más?
—Seguimos indagando —responde—. Pero ya te avanzo que el vehículo
de Plasencia no se movió del aparcamiento del restaurante desde que aparcó
antes de la cena, porque hubiera dejado marcas de las ruedas en la tierra seca.
—Si averiguas algo más, comunícamelo de inmediato —se despide la
inspectora.

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La inspectora Lidia se persona en el domicilio de Flores, un policía local


jubilado que vive solo. Quiere hablar con él porque lo han identificado como
uno de los comensales que compartió cena con Plasencia la noche del sábado.
El hecho de que se trate de un policía local, aunque jubilado, cree le aportará
una versión de los hechos muy aproximada a la verdad. En este tipo de
investigaciones es importante que los datos que se recaben sean fiables. Y los
policías tienen fama de tener buena memoria.
—¿Señor Flores? —pregunta la inspectora, cuando el policía abre la
puerta.
Flores vive en un acomodado chalé en el Paseo de los Ruiseñores de
Zaragoza. Vive solo desde que se separó de su mujer. Años más tarde ella
murió. Ha cumplido recientemente los setenta años y, aunque le sobran varios
kilos, se conserva bien y es capaz de cuidar a los cinco nietos que le ha dado
su única hija.
—¿Quién pregunta?
—Soy inspectora de policía judicial —se identifica Lidia, mostrando el
carné profesional y la placa en alto, para que Flores los vea bien. En la
fotografía se distingue a la inspectora vestida de uniforme y bastante más
joven y delgada—. Quería hacerle unas preguntas, si no le importa y puede
atenderme ahora.
Por la forma de hablar y por el tono de voz, entiende que ha ocurrido algo
malo. Cree que quizá la visita de esa inspectora tiene que ver con su hija o
con alguno de sus nietos.
—He sido policía durante cuarenta años —afirma con serenidad—. Le
ruego que me diga la verdad. ¿Qué ocurre?
—Han asesinado a Plasencia —dice finalmente la inspectora.
—¿Plasencia? ¿Muerto?
—Sí. Ha muerto esta madrugada.
—Ayer estuvimos cenando en el restaurante de la Avenida de Logroño.
¿Cómo ha sido?
—Su cuerpo lo ha encontrado una patrulla de la policía en el salón de su
casa, en la Avenida de la Ilustración. Lo han matado de un disparo en la cara.

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Lidia no le quiere decir que quien ha dado el aviso es el dueño del
restaurante donde cenaron.
—¿Un disparo? ¿Con una pistola?
—Como expolicía sabrá que no puedo aportar datos de una investigación
en curso —se excusa la inspectora.
—Sí, ya lo sé. ¿Quién ha sido capaz de cometer semejante crimen?
—Estoy en ello —repone la inspectora.
—Ayer nos despedimos en el aparcamiento del restaurante —comenta
Flores con el rostro serio—. Todos subimos a nuestros vehículos y nos
incorporamos a la carretera.
—¿Vio a Plasencia subirse al Tesla?
—Sí, los cuatro salimos a la vez del aparcamiento del restaurante —
reitera.
—El coche sigue en el aparcamiento —comenta la inspectora.
—¿Cómo que sigue en el aparcamiento?
—Ahí está. ¿Recuerda dónde lo tenía aparcado?
La expresión de Flores es de sorpresa, como si no comprendiera cómo el
Tesla de Plasencia sigue en el aparcamiento del restaurante.
—Lo dejó frente a la verja del terreno que hay detrás. Felipe nos dijo que
ahí no molestaba, porque el agricultor no sacaría el tractor hasta el día
siguiente. Cuando terminamos de cenar, nos fuimos. Y Plasencia también,
claro.
—Pues Plasencia no se pudo ir en su vehículo, porque sigue ahí aparcado.
El rostro de Flores muestra duda, como si no diera crédito a las palabras
de la inspectora.
—¿Puede que regresara al restaurante por algún motivo?
—¡No! —niega la inspectora, cabeceando de izquierda a derecha—. Por
los surcos de las ruedas sabemos que no se ha movido ni un centímetro desde
que lo dejó aparcado antes de la cena.
—Y si lo han asesinado en su casa —suspira el policía local—, ¿cómo se
fue del restaurante? —interroga, como si él fuese el encargado de la
investigación.
—Si no le importa —interrumpe la inspectora—, deje que sea yo quien
haga las preguntas.
Flores asiente con la cabeza, pero en la expresión de su rostro se nota que
está molesto.
—Es deformación profesional —se disculpa.

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—No se preocupe, me hago cargo de su situación. De hecho, si usted es el
primero con el que me entrevisto, es porque sé que fue policía. ¿Podemos
hablar dentro?
Lidia comprueba que desde la casa de enfrente hay dos personas en el
porche, un hombre y una mujer, que no les quitan la vista de encima.
—Sí, claro. Será mejor —le dice haciéndose a un lado, para que ella
acceda dentro.
El interior del chalé contiene una decoración sobrecargada. No hay hueco
en la pared donde no haya un cuadro o un diploma. El suelo está alfombrado
en su totalidad con una moqueta fina, que parece hecha a medida. Y tanto la
mesa como las sillas son de madera oscura. La ausencia de televisión le indica
a la inspectora que Flores es un hombre poco dado a ver series o películas.
Lidia lo constata cuando observa una pila de libros encima de una mesita de
cristal, que hay al lado de una aparente cómoda butaca. Al lado de los libros
hay una fotografía de una mujer de unos cuarenta años, atractiva, en cuyo
lado derecho hay dos chicos adolescentes, y en el izquierdo dos chicos y una
chica, de edades similares.
—Mi hija y mis nietos —comenta Flores—. ¿Le apetece tomar algo?
—No, estoy de servicio —rechaza la inspectora—. Pero gracias,
igualmente. ¿Desde cuándo conoce a Plasencia?
—No sabría decirle, es posible que nos conozcamos desde hace cuarenta
años. Creo recordar que fue en una boda de la hija de un amigo en común.
—¿Sabe si tenía enemigos?
—Plasencia era un hombre solitario, poco dado a meterse en líos. No
estaba casado y no tenía familia. La gente así no tiene enemigos.
—Entiendo —asiente la inspectora—. ¿Había más gente ayer por la noche
en el restaurante?
—Cuando llegamos, sí. Había otras mesas. De hecho, hubo un momento
que estaba lleno.
—¿Y cuándo se fueron?
—Salimos muy tarde, sobre la una y media de la madrugada. Pero fuimos
los últimos en irnos. Al salir no quedaba nadie en el interior. Solo el
camarero, el cocinero y Felipe, que nos despidió en la puerta.
—¿Fueron cada uno con su vehículo?
—Sí. Ya sé que es raro, porque podríamos haber ido juntos. Pero lo cierto
es que no pensamos y fuimos llegando todos por separado y nos marchamos
de igual forma.
—¿Quiénes estaban en la cena?

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—¿Cree que el asesino es uno de nosotros?
—¡Responda, por favor! —insiste la inspectora, con un tono de voz poco
amable.
—Generalmente, somos cuatro, incluido Plasencia. Los otros dos, aparte
de mí, son Sánchez, propietario del concesionario Zaragoza, el que está en la
Avenida Cataluña. Y el otro es Castro, un empleado de banca que trabaja en
la sucursal de la calle Pizarro. Este último es el más joven, ya que solo tiene
cuarenta y ocho años.
—Cuando se comete un crimen así, todas las líneas de investigación están
abiertas y no podemos descartar nada ni nadie —comenta Lidia, con una
sonrisa irónica que pliega las comisuras de sus labios. Flores se da por
aludido y comprende que todos los que estuvieron en la cena son sospechosos
—. ¿De qué hablaron?
—¿De verdad no quiere tomar nada? —insiste el policía local, mientras
señala con una mano hacia la cocina—. No sé si ha comido, pero le puedo
ofrecer desde una cerveza, a un café o un refresco.
—No se moleste —rechaza la inspectora, sin sentarse, y hablando de pie
en medio del salón—. ¿De qué hablaron? —insiste.
—De nada. Y de todo. Estuvimos comentando cosas sobre nuestros
respectivos trabajos. Menos yo, que estoy jubilado —sonríe—. Pero, no crea,
tengo trabajo con mis cinco nietos.
La inspectora vuelve a mirar la fotografía de la hija de Flores y de los
nietos.
—Se les ve mayores —comenta.
—Por eso dan trabajo —sonríe el policía local—. Cuanto más mayores,
más necesidades tienen.
—¿Recuerda si Plasencia comentó algo de su empresa? ¿Si le iba bien o
mal?
—No lo recuerdo. Todavía estoy conmocionado por su muerte.
Los ojos de Flores ofrecen una frialdad marmórea, que no pasa
desapercibida para Lidia.
—¿Estuvieron mucho tiempo en el aparcamiento del restaurante?
—Lo que tardamos en terminarnos los habanos.
—Si se fumaron un puro a la salida, es que estuvieron bastante rato.
—Los habanos los habíamos encendido después de cenar, mientras nos
tomamos el café y las copas.
—¿Fumaron en el restaurante?

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—¡Venga, por favor! Ya sabe que en estos restaurantes, cuando solo
queda una mesa dentro, nos dejan fumar.
La inspectora alarga la mano y le entrega una tarjeta de visita con su
nombre: Lidia, y un número de teléfono fijo.
—Si recuerda algo que pueda ser útil, no dude en llamarme. Este teléfono
está activo de lunes a viernes, mañana y tarde.
—Así lo haré —acepta Flores.

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Cuando la inspectora se sube al vehículo policial, un Renault Megane de color


azul sin distintivos, se entretiene unos minutos en llamar por teléfono a Juan.
Sabe que el comisario de judicial requiere estar permanentemente informado
del transcurso de la investigación y no quiere dejar de ponerlo al día de cada
paso que da, avance o no.
—¿Qué me cuentas? —le pregunta el comisario, cuando ve el nombre de
Lidia en la pantalla del teléfono móvil.
—Ya me han pasado los nombres de los tres hombres que estuvieron
cenando ayer por la noche con Plasencia y uno de ellos es un policía local,
que me lo ha confirmado.
—¿Quiénes son?
—Solo conozco a uno, el dueño del concesionario de coches que hay en la
Avenida de Cataluña.
—¿No será Sánchez?
—El mismo.
—A ese también lo conozco yo —confirma el comisario—. Hace unos
años lo estuvimos investigando por estafa. Vendió varios modelos Mercedes
de importación, a los que había troquelado el número de bastidor para
hacerlos pasar por más nuevos de lo que realmente eran.
—Yo todavía no estaba aquí, en Zaragoza —se excusa la inspectora.
—Pues es una buena pieza. Aunque ahora no tiene causas pendientes, su
negocio de compra venta de coches recibe varias denuncias al año, por
diferentes motivos. ¿Quiénes son los otros?
—Hay un banquero, Castro, que es director de la oficina de la calle
Pizarro. Es el menor de los cuatro, solo tiene cuarenta y ocho años.
—No lo conozco —replica el comisario.
—¿Qué piensas?
—¿Qué pienso de qué?
—A Plasencia lo asesinan unas horas después de salir del restaurante
donde ha cenado con tres amigos —habla la inspectora—. De los cuatro, es el
único que se deja el automóvil en el aparcamiento. Y encima mal aparcado…
—Eso quería decirte —interrumpe el comisario—. ¿Has mirado el
pinchazo de la rueda?

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—¡Joder, Juan! Al mediodía estaba apaciblemente sentada en el sofá de
mi casa y ahora vengo de un crimen, de hablar con un policía local jubilado y
de encajar unas piezas que entre semana se encajan enseguida, pero que en
domingo está todo el mundo de fiesta. Menos los dos tontos, como tú y como
yo.
—Solo tienes que preguntárselo al tío de la grúa. Ese seguro que sabe el
motivo del pinchazo, porque tiene los huevos pelados de ver coches
estropeados.
—Le diré a uno de los policías que me haga esa gestión y que lo pregunte
—comenta la inspectora—. ¿Lo dices por algo?
—Llámalo intuición —repone el comisario—. Pero es posible que alguien
que estuvo en el restaurante no quisiera que el constructor regresara
conduciendo su automóvil.
—No tiene sentido —contraviene Lidia—. Lo podría haber asesinado
igual tanto si llegaba en su coche, como si lo hacía en otro distinto o en un
taxi.
—Igual no, Lidia. Si el asesino estuvo en la cena o en el restaurante,
necesitaba un margen de tiempo para llegar a casa de Plasencia antes que él.
—¡Touché! —acepta la inspectora.
—¿Los vas a entrevistar a todos?
—¡Claro! Estoy en ello y vengo de hablar con el primero, el policía local
jubilado. Se llama Flores y es un tío de aspecto serio, de unos setenta años, o
puede que tenga más, y vive solo en una casa del Paseo de los Ruiseñores de
Zaragoza. Me ha contado que tiene cinco nietos.
—¿Cómo es la casa? —le pregunta el comisario.
—Una casa. Está bien, es grande y se ve lujosa. ¿Por qué lo preguntas?
—Que un policía local jubilado, con cinco nietos y que viva en una casa
lujosa es motivo para sospechar.
—¿Me lo dices en serio?
—¡Claro! —confirma el comisario—. En este tipo de investigaciones no
hay que desechar nada, por insignificante que nos pueda parecer. Todos
sabemos lo que cobra un policía local. Y todos sabemos lo que cuesta un
chalé en esa zona. Y todos sabemos lo que cuesta mantener a cinco nietos.
—¿Sigues pensando que el asesino es uno de los tres con los que cenó?
—Sigo creyendo en lo que tenemos. Y hasta ahora, solo tenemos esto —
redunda el comisario—. Tú eres la investigadora, y la que lleva el caso, pero
no te tomes a mal que dé mi opinión.

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—Claro que no, Juan. Y ya sabes que valoro tus consejos. Pero no veo la
relación entre la cena y la muerte. El asesino, si fuese uno de esos hombres, se
lo podría haber cargado en cualquier otro momento y en cualquier otro lugar.
Y nosotros no estaríamos haciéndonos estas preguntas.
—Quizá no había otro momento —interviene el comisario.
—¿A qué te refieres?
—Quizá se lo cargaron en la madrugada, porque se lo tenían que cargar
por lo que fuera.
—Ahora me has dejado descolocada —se queja Lidia.
—Un tiro en la cara es de alguien que sabe matar, no de un aficionado. Y
alguien que sabe matar planifica mejor un crimen. Si lo asesinaron de
madrugada, justo cuando regresa de una cena y en su casa, es porque corría
prisa. ¿Has indagado en los negocios de Plasencia?
—¡Y dale! —protesta la inspectora—. No he tenido tiempo de nada.
—Pues en cuanto termines de hablar con los amigos con los que cenó,
investiga qué tipos de negocios tenía. Si iba a iniciar alguna construcción.
Con quien estaba tratando. Si debía dinero o si le debían. Ya sabes, lo habitual
en estos casos.
—Okey. Empezaré por ahí —asegura la inspectora.
—¿Qué te ha contado el policía local?
—Dice que fue una cena de lo más aburrida, donde casi no hablaron de
asuntos profesionales. Conoce bien a Plasencia y lo vio como siempre. No
parecía que le preocupara nada. Asegura que cuando se fueron creyó que
había salido inmediatamente después de ellos. Pero lo que me ha contado y
nada es lo mismo. ¿Vas a solicitar pinchazos telefónicos?
—Seguramente —asiente el comisario—. Pero entre que lo solicite al juez
y él lo autorice, ya habrán pasado cuarenta y ocho horas. Y este crimen, ya te
lo he dicho cuando me has llamado, hay que solucionarlo cuanto antes.
Cuanto más tiempo pase, menos posibilidades tendremos.
—Voy a hablar con Sánchez, el que organizó la cena.
—¡Suerte! —se despide el comisario.
Justo Lidia arranca el coche, cuando ve a través del retrovisor a Flores
saliendo de su casa por la puerta del garaje. Camina por la acera hasta que
gira a la derecha.
La inspectora pone el motor en marcha y circula por la calle, torciendo a
la derecha cuando se ha alejado unos metros, para no levantar sospechas.
Cuando llega a donde cree que está Flores, solo puede ver el culo de un Dacia
Sandero de color naranja. Pero está tan lejos que no puede leer la matrícula

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completa. Repite en voz alta lo que ha podido retener en su memoria, para no
olvidarla, mientras con el móvil llama a la Sala del 091.
—Soy la inspectora Lidia —se presenta cuando responde una voz de
hombre—. Estoy en una investigación en curso y solicito que compruebe una
matrícula.
Cuando el operador le pide los datos, Lidia los repite de memoria, tal y
como los ha retenido en su memoria.
—No hay señalamientos —responde—. Pertenece a un Dacia Sandero
propiedad de una chica de Zaragoza. No tiene antecedentes.
—Recibido, gracias —dice antes de colgar.

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Tercera Parte

El coleccionista

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47

—¿Ya ha comido? —le pregunta Manuel al norteamericano, cuando le llama


a su habitación desde el teléfono de la recepción del hotel.
En ese instante recuerda que en uno de los correos electrónicos que
intercambiaron, él le dijo que no le facilitaría ningún número de teléfono de
contacto. Manuel comprende que el norteamericano es consciente de que
están realizando un negocio ilegal en España y un número de móvil no deja
de ser un localizador para la policía.
—Ahora mismo acabo de llegar —responde Orson—. En el restaurante
del hotel no había mesa libre, porque me han dicho que tienen una boda, y he
comido un piscolabis en un bar que hay enfrente, haciendo esquina.
Manuel sabe a qué bar se refiere, porque lo conoce y porque en ese
instante lo está viendo desde la recepción del hotel.
—Cuando esté ya puede bajar —le dice—. Tengo el coche aparcado cerca
y le acompañaré al despacho de Plasencia.
—¿Ha conseguido localizarlo?
Manuel reparte la mirada entre un chico y una chica que están en ese
instante en la recepción del hotel, porque ha de ser cauto con lo que hable por
teléfono. Ellos lo pueden escuchar, aunque no sepan de qué va la
conversación.
—Sí. Sí. Acabo de hablar con él hace un momento. Me ha dicho que nos
espera en su despacho, ya lo tiene todo preparado para entregarle los papiros.
—Facilíteme la dirección exacta donde está el despacho de Plasencia.
—Está en el Paseo de Sagasta, pero la entrada es por la calle de atrás.
—¿La calle Antonio Gil de Jasa? —consulta Orson, como si lo estuviera
leyendo en un mapa.
—Exacto —acepta Manuel—. El edificio hace esquina, pero en esa calle
es prácticamente imposible aparcar.
—¿No tiene garaje?
—Sí —confirma Manuel—. Hay un garaje en los bajos del edificio.
—Necesitaré meter un vehículo —le dice Orson—. No quiero que nadie
me vea cargando los papiros.
—Están en una bolsa de viaje —comenta Manuel.
—Pues no quiero que nadie me vea cargando una bolsa de viaje.

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Por las palabras del norteamericano, Manuel comprende que hay alguien
más con él.
—No se preocupe por eso. En cuanto esté todo conforme, le abriré la
puerta para que pueda meter un coche o lo que sea en el aparcamiento. Es un
lugar seguro.
—Deme unos minutos —le pide Orson—. Me ducho, me cambio de ropa
y bajo enseguida.
El rostro de Manuel muestra preocupación. Sabe que cuanto más tiempo
tarde en cerrar el negocio, más probabilidades hay de que todo se tuerza.
—No se demore, por favor.
Orson recompone la expresión pétrea de su rostro.
—¿Por qué?
Manuel no sabe a qué se refiere.
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué dice que no me demore? Me ha dicho que tiene el vehículo
bien aparcado y Plasencia nos espera en su despacho. ¿Por qué tanta prisa?
Manuel baja tanto la voz, que Orson tiene dificultades para entenderlo.
—Le recuerdo —susurra— que el negocio que vamos a cerrar es ilegal.
Al menos aquí en España. Cuanto más tiempo tardemos en intercambiar los
papiros por el dinero, más riesgos corremos. A usted quizá no le ocurra nada,
pero yo iría a la cárcel.
—¿Y Plasencia no?
—¿Qué ocurre con Plasencia? —Manuel se pone a la defensiva.
—Me acaba de decir que si los pillan, usted iría a la cárcel. Pero entiendo
que dos tercios de los papiros son de Plasencia, por lo que la responsabilidad
sería más de él que de usted.
Orson no puede verlo, pero el rostro de Manuel se contrae tanto que
parece que vaya a explotar. Retira el auricular de su boca y lo tapa con la
mano, para que el norteamericano no escuche sus improperios.
—¡Gordo de los cojones! —murmura.
Luego destapa el auricular y recompone el tono de voz, para que no se le
note disgustado.
—Es usted un tiquismiquis, señor Orson —le dice—. Por si no sabe lo que
es, se refiere a las personas que siempre le están buscando tres pies al gato. Y
la frase es muy española, ya que viene de El Quijote.
—No se enfade conmigo, Manuel. Me gusta puntualizar las cosas y no
soy ajeno a que nuestro negocio parece llevarse a cabo sin la intervención del
vendedor principal, que es el señor Plasencia.

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—Usted quiere algo que yo tengo —habla Manuel—. Y la venta está
autorizada por Plasencia. Quizá, y para saciar su curiosidad, le diré que el
constructor prefiere mantenerse al margen por, precisamente, no verse
salpicado por un negocio ilegal que daría al traste con su reputación.
—Lo dicho —concluye Orson—. Espere en el vestíbulo. Bajaré en unos
minutos.
Mientras espera a que llegue el norteamericano, Manuel pide en el bar un
café con leche y se sienta en un lugar discreto, lejos del bullicio de los
invitados a la boda que transitan por la recepción del hotel. Prefiere no llamar
la atención y no dejarse ver mucho, sobre todo teniendo en cuenta que está a
punto de cerrar un trato de un millón de euros. Coge un periódico de un
revistero y lo despliega delante de sus ojos, ojeando los titulares. En ese
instante hay bastante tránsito de personas que entran y salen. El movimiento
de invitados a la boda es notable.
En unos diez minutos, en los que Manuel comienza a impacientarse, se
abre la puerta de uno de los dos ascensores y sale la figura gruesa y
campechana de Orson. El norteamericano se ha cambiado de ropa y ahora
viste con un impoluto traje de color negro y una corbata de bolo al más puro
estilo tejano. Las botas camperas y sus mofletes amoratados lo han
transformado en el típico ranchero de las películas del Oeste. En la mano
derecha porta el maletín, que comienza a distinguirse como una prolongación
de su brazo.
—Parece usted J.R. —sonríe Manuel.
—No sé quién es —replica el norteamericano.
—Un vaquero clásico de película que salía en la serie Dallas. El actor que
lo protagonizaba se llamaba Larry Hagman. ¿Sabe a quién me refiero? Esa
serie fue muy seguida en España en los años ochenta.
—Entiendo —comenta Orson, al comprender a quién se refiere.
—¿Y el maletín? —lo señala con la vista—. Veo que no se separa de él ni
un instante.
—Es mi MacBook —responde el norteamericano—. Lo necesito para
hacer la transferencia de dinero desde mi banco. En él tengo los códigos
necesarios y lo único que le solicitaré, cuando llegue el momento, es una
señal de red Wifi para conectarme.
—No hay problema —sonríe Manuel—. En el despacho de Plasencia hay
fibra óptica funcionando las veinticuatro horas del día. Desde allí se podrá
conectar.
—¿Sabe si es una red segura?

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Manuel encoge los hombros.
—Supongo que lo será. No creo que Plasencia instalara algo en su
despacho que no tuviese garantías de ser seguro.
En la salida del vestíbulo del hotel, Manuel se agacha de repente y se
abrocha los cordones de uno de los zapatos. El norteamericano se espera a
que termine para seguir caminando, justo cuando pasa por su lado un
matrimonio de mediana edad. Le sorprende esa acción tan imprevista de un
hombre de su edad, y sobre todo cuando se podía haber abrochado los
cordones en otro lugar más cómodo, como sería la escalera o apoyando el pie
en alguno de los bolardos de la calle. Tiene la impresión de que ha querido
evitar cruzarse con ese matrimonio que acaba de entrar en el hotel.
—He dejado el coche en la zona azul —le indica Manuel—. Los
domingos se puede aparcar gratis, sin pagar. Y afortunadamente he
encontrado un hueco vacío, que no es fácil.
Orson se sube con dificultad al Dacia Sandero. Incluso debe ayudarse con
ambas manos para meter las dos piernas dentro, por el tamaño
desproporcionado de sus botas camperas, cuya puntera es enorme. Manuel
sonríe. Pero no comenta nada, para no ofenderlo.
—¿Se informó a las autoridades? —interroga Orson, cuando Manuel pone
el coche en marcha.
—No. No se hizo.
—Pero usted, según me dijo en uno de sus correos, es ingeniero civil.
—Así es. —Manuel bascula la cabeza asintiendo.
—¿En España la ley no obliga a informar de un hallazgo arqueológico?
—Creo que ya habíamos hablado de eso —responde Manuel con
expresión de enfado, porque tiene la sensación de que el norteamericano está
poniendo excesivas trabas para la adquisición de los papiros—. La ley obliga
a informar, claro está. Pero usted ya sabrá que hecha la ley, hecha la trampa.
Si Plasencia o yo hubiéramos comunicado a las autoridades el hallazgo de la
tumba, ni usted ni yo estaríamos aquí hablando ahora. Las piezas estarían en
un museo y Plasencia, como mucho, habría recuperado lo que invirtió en
llegar hasta la tumba, yo no tendría nada, y usted no estaría en disposición de
comprarlas. Sé que parece injusto, pero hacer las cosas conforme a la ley, no
siempre es ni recomendable ni beneficioso.
—Entiendo —acepta el norteamericano.
—¿Usted ha estado ahí, abajo?
—Sí, claro.
—Y, dígame, ¿qué sintió?

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—No se puede explicar con palabras. Cuando desatrancamos la puerta,
Plasencia fue el primero en entrar.
—¿Había una puerta?
Manuel recompone la expresión de sus ojos, como si quisiera recordar
algo.
—Bueno, quiero decir al traspasar el hueco después de horadar la pared.
Yo entré detrás de él y me quedé embobado viendo la tumba. El esqueleto
estaba en el suelo, parcialmente momificado. Los huesos se habían convertido
en polvo y bajo el casco solo se distinguían los dientes.
Manuel aparca el Dacia en un hueco que encuentra en la calle Antonio Gil
de Jasa, entre una furgoneta y un contenedor de basura. Desde el hotel donde
se aloja Orson y el despacho de Plasencia apenas tienen unos minutos de
distancia.
—Hay luz arriba —dice mirando hacia una de las ventanas, donde se
distingue una bombilla encendida en el techo—. Seguramente estará
Plasencia en el despacho.
—¡Bien! —exclama Orson—. ¡Bien, bien! —repite.

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De camino hacia la casa de Sánchez, la inspectora recibe una llamada del


comisario de judicial.
—Estoy conduciendo —le dice al descolgar, mientras habla a través del
manos libres del vehículo.
—Policía científica me acaba de pasar el informe del proyectil que el
forense ha extraído de la mandíbula de Plasencia.
—¿Lo han analizado?
—Sí, y por eso te llamo. Es un calibre muy poco común, el 11.43, también
conocido como el .45ACP. Dice científica que es de una Heckler & Koch
MK23.
—Ya sabes que las armas no son lo mío —se excusa la inspectora.
—Pues es una pistola poco convencional, que tiene la peculiaridad de
venir de serie con un silenciador.
—¿Un silenciador? Pensaba que eso solo se usaba en las películas —
comenta Lidia con media sonrisa ladeada—. En el curso de inspectora nos
dijeron que el silenciador no evita que se escuche el disparo.
—Es cierto que no lo evita, pero sí que lo amortigua bastante. Lo
suficiente como para que el disparo, según en qué entorno, no parezca un
disparo —repite el comisario—. Según el forense, que ya me ha avanzado su
informe, a Plasencia le dispararon entre las tres y las tres y quince de la
madrugada. Como verás, el margen de error es muy pequeño.
—Inmediatamente después de la cena —comenta la inspectora.
—Así es, inmediatamente después de la cena. Por lo que a Plasencia lo
asesinaron al poco de llegar al chalé.
—Lo que todavía no sabemos es, si su coche estaba en el restaurante,
cómo se desplazó.
—En taxi.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque he hecho los deberes —sonríe el comisario—. Plasencia llamó a
un taxi desde el aparcamiento del restaurante. Ha sido sencillo, porque en la
compañía del taxi quedan registrados todos los servicios. Y como por la
noche no es que haya muchos, en comparación al día, la recepcionista me lo

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ha localizado enseguida. El constructor pidió un taxi a las dos y siete minutos
de la madrugada.
—Hablaré con el taxista —indica la inspectora.
—Lo acabo de hacer —asegura el comisario.
—¡¿Hay algo que no hayas hecho?!
—Sí, para que luego penséis los inspectores que los comisarios nos
tocamos las pelotas.
—¿Qué te ha dicho el taxista?
—Recuerda al pasajero. Dice que mientras lo acompañó no hablaron
prácticamente de nada. Pero Plasencia mostró preocupación porque su
vehículo se quedara toda la noche en el aparcamiento del restaurante. El
taxista sugirió que avisara a una grúa, para que lo trasladara a un taller donde
le cambiarían la rueda, pero el cliente lo rechazó. Parecía que tenía prisa por
llegar a casa.
—¿Tenemos ya el informe toxicológico?
—Es pronto, me han dicho que todavía no lo tienen. Piensa que es
domingo y todo se ralentiza —explica el comisario.
—¿Sabes cuántos trabajadores hay en la constructora?
—Lo he consultado —responde el comisario, que tiene acceso a la base de
datos de la Seguridad Social—. Y Plasencia S.A. solo tiene dos empleados. El
propio Plasencia y una secretaria, Martina, que trabaja en el despacho del
Paseo de Sagasta.
—¿Y los obreros?
—Son subcontratas de segundas, terceras y cuartas empresas, que utiliza
puntualmente para las obras que emprende.
—Está bien —asiente la inspectora—. Hablaré con los otros dos que
estuvieron en la cena, a ver qué saco, y te llamaré con lo que sea.
—Otra cosa —sigue hablando el comisario—. El Tesla ya está en el
depósito municipal, en la carretera de Castellón.
—¿Y la rueda pinchada? —interrumpe la inspectora.
—De eso quería hablarte. Científica no está capacitada para confeccionar
un informe pericial sobre el pinchazo de la rueda. Pero han hablado con el
conductor de la grúa municipal y les ha dicho que, por el agujero, no fue un
pinchazo accidental.
—¿A qué te refieres?
—Dice que cree que fue intencionado. Como si la hubieran pinchado con
un punzón.

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—De lo que dices se deduce que alguien pinchó la rueda del Tesla para
que Plasencia tuviera que regresar a casa en un vehículo distinto.
—Yo voy más allá —elucubra el comisario—. Creo que alguien le pinchó
la rueda no para que regresara a casa en taxi, sino para que tardara en
regresar.
—¿Algo más? —se interesa la inspectora.
—Sí. Tengo en pantalla los datos de la secretaria de Plasencia. Se llama
Martina, tiene dieciocho años y lleva trabajando para el constructor desde el
20 de marzo, tan solo hace cuatro meses. Quizá, si hablas con ella, pueda
decirte algo. Las secretarias son las que más saben de todo —confirma.
—Hay otra cosa más —sigue hablando la inspectora—. En principio hay
que descartar el robo, porque en la casa, al menos aparentemente, no se han
llevado nada.
—¿Nada?
—Nada de nada. Incluso hemos encontrado dinero en un cajón de la
cómoda de su habitación. No es mucho, pero había dos mil euros, y un ladrón
se los hubiera llevado sin pensárselo dos veces. ¿Has mirado si estaba casado?
—Aquí dice que no —responde el comisario, como si estuviera leyendo
en algún sitio los datos del constructor—. No ha estado casado nunca y, por el
aspecto de su casa, parece que vivía solo.
—¿Has visto su casa? —se interesa Lidia.
—Acabo de pasar por allí, pero tú ya te habías ido. No nos hemos cruzado
de casualidad.
—Pues si descartamos el robo y los celos, solo nos queda la venganza —
profiere la inspectora—. Búscame un teléfono de contacto de la secretaria y
quizá, cuando me haya entrevistado con los amigos del constructor, contacte
con ella a ver qué me cuenta.
—Cualquier cosa me llamas —concluye el comisario antes de colgar.

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Lidia aparca el Renault Megane en una esquina de la calle donde reside


Sánchez y deja encima del asiento la sirena de la policía para que no la multe
el que controla el parquímetro, por si pasa por allí. Enseguida se da cuenta de
que no es necesario, porque el domingo el aparcamiento es gratis.
Sánchez vive en una casa de dos plantas en la calle de Eduardo Rosales.
Exteriormente es una casa antigua, pero en la carpintería de aluminio de las
ventanas y en la puerta se distingue que la casa ha sido reformada
recientemente.
Flores ni siquiera sabía de la muerte de Plasencia. Y sospecha que lo
mismo ocurrirá con Sánchez. Pulsa el timbre una sola vez. Le abre una mujer
de unos cuarenta años, atractiva y vistiendo un pantalón corto y una blusa a
juego. Su aspecto es de una persona acomodada, porque porta unos
pendientes colgantes que claramente se perciben caros.
—¿Sí? —interpela.
Lidia extrae la placa directamente del bolso y se la muestra a la mujer.
—Me gustaría hablar con Sánchez. ¿Está en casa?
—Es mi marido —afirma con orgullo—. Espere un momento.
La mujer se adentra en la vivienda y Lidia escucha a lo lejos como habla
con alguien. El hecho de que no le haya preguntado por qué quiere hablar con
su marido, indica que la relación que tienen ellos dos es de confianza y que
ella no se mete en los asuntos de su pareja. Desde el pasillo llega un
refrescante aire frío, que proviene del climatizador que está repartido por el
interior de la casa.
En medio minuto hace acto de presencia un hombre bajito, de aspecto
agradable, grueso todo él, incluso las manos son enormes, que pregunta
sonriendo:
—¿Qué ocurre, comisaria?
—Inspectora, de momento —replica Lidia—. Soy de policía judicial. Han
encontrado muerto a Plasencia en su casa —dice observando a la mujer que
hay detrás de él.
La expresión de Sánchez muestra conmoción. La de la mujer,
desconcierto.
—¿Plasencia? ¿Está segura?

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—¿Puedo hablar con usted? En privado —añade.
—Ayer por la noche estuvimos cenando en un restaurante de la Avenida
de Logroño.
—Lo sé —acepta la inspectora—. Por eso quiero hablar con usted, para
hacerle algunas preguntas.
—¿Es necesario que esté mi abogado presente?
—No es necesario, de momento. Apenas acabo de iniciar una
investigación y solo estoy hablando con las últimas personas que tuvieron
contacto con Plasencia. ¿Podemos hablar dentro?
—Sí. Sí. Pase, por favor —indica, abriendo la puerta de par en par.
—¿Desea tomar algo? —consulta la mujer de Sánchez, desde la mitad del
pasillo.
El matrimonio se esfuerza por ofrecer una imagen de cordialidad.
—Estaré poco rato —dice la inspectora a modo de respuesta—. Todavía
me queda mucho que hacer hoy y el tiempo pasa más rápido de lo que me
gustaría.
Lidia y Sánchez salen a un jardín trasero. La mujer se retira y sube a la
planta de arriba, en un claro gesto de que el asunto que la inspectora tenga
que hablar con su marido no le concierne.
—¿Quiere sentarse? —le pregunta Sánchez, señalando hacia una silla de
plástico que hay al pie de dos escalones que llevan a un terreno lleno de
rosales.
—¿Hace mucho que conoce a Plasencia? —le pregunta la inspectora,
quedándose de pie.
—Sí, unos veinte años. Aunque no sabría precisarlo.
—¿Ayer estuvieron cenando juntos?
—Sí, siempre que nuestras agendas lo permiten nos gusta quedar para
cenar y pasar un rato agradable entre amigos.
—¿Notó algo raro en él?
—¿Raro en qué sentido?
—¿Si estaba nervioso o atemorizado?
—No. Estaba como siempre —responde Sánchez, molesto.
—¿Les dijo si le preocupaba algo? —insiste la inspectora.
—No. No que yo recuerde.
—Mientras estaban en el aparcamiento, fumando un puro, ¿observaron a
alguien alrededor, en otro coche, o saliendo del restaurante?
—Creo que estuvimos solos en todo momento. Nos despedimos y cada
uno se subió a su coche. ¿Cómo sabe que estuvimos en el aparcamiento,

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fumando?
—¿Vio a Plasencia subirse a su automóvil? —sigue interrogando la
inspectora, ajena a la pregunta de Sánchez.
—Lo cierto es que no lo recuerdo. Sé que nos despedimos y salimos
juntos del aparcamiento, para incorporarnos a la carretera. Pero ahora que lo
comenta, no recuerdo haber visto a Plasencia conduciendo.
Por la manera de hablar, Lidia entiende que él ya sabe cómo han
asesinado al constructor.
—¿Ha hablado usted con Flores? —le pregunta.
Sánchez ladea la mirada.
—Sí, no le voy a engañar. Hace un momento he hablado con él por
teléfono. Me ha llamado y me ha contado lo ocurrido.
—Está bien —acepta la inspectora—. Acabo de ponerme con esta
investigación y de momento solo estoy entrevistando a las últimas personas
que lo vieron con vida. Una última cuestión, antes de irme, y no le molestaré
más. —Sánchez asiente con la cabeza—. ¿Todos los que estuvieron ayer en la
cena se llevan bien o hay algún roce entre ustedes?
—Somos buenos amigos, nos conocemos desde hace mucho tiempo. Y le
puedo asegurar que nadie de los que estuvo en la cena lo ha asesinado.
La inspectora se detiene en el recibidor, antes de salir a la calle.
—¿Cómo lo sabe?
—¿El qué?
—Eso que dice, que no lo ha asesinado nadie de los que participaron en la
cena —interroga.
—Porque en la carretera, y en la primera rotonda antes de llegar a
Zaragoza, los vehículos de Flores, Castro y el mío nos cruzamos varias veces,
adelantándonos y haciendo sonar el claxon. Ya sabe, nos gusta jugar entre
nosotros cuando salimos de las cenas. Le puedo asegurar que Plasencia se
quedó solo en el aparcamiento.
—Pero no lo han asesinado en el aparcamiento —dice la inspectora, para
contrariedad de Sánchez.
—Sí, lo sé. Acabo de decir una estupidez.
—¿Cómo la de que ninguno de ustedes lo asesinó?
Sánchez la mira directamente a los ojos, desafiándola con la mirada.
—Aunque no lo parezca, inspectora, estoy afectado por la muerte de
Plasencia. Era mi amigo, me caía bien y nos veíamos con regularidad,
siempre que podíamos. El hecho de que lo hayan asesinado nos ha
descolocado a todos y quizá decimos cosas que no deberíamos decir.

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Lidia le devuelve la mirada desafiante, desde una posición de autoridad.
—¿Cómo qué?
—¿Cómo qué, qué?
—No me haga perder el tiempo, señor Sánchez. Se lo ruego. Dígame
ahora si tiene algo que decirme —redunda—. Y aproveche esta oportunidad
de no estar en comisaría y respondiendo a mis preguntas delante de un
abogado.
—Plasencia tenía problemas económicos —confiesa finalmente.
—¿Qué clase de problemas?
—Su empresa no iba bien. Apenas recibía encargos y no disponía de
financiación, por lo que tenía que confiar en los inversores. Pero estos le
habían retirado su apoyo.
—¿Y el casino de Montesblancos?
—Era una huida hacia delante. Lo adquirió pagando el monto de la deuda
que tenía el Gobierno de Aragón, con intención de revitalizar la zona. Pero
tengo entendido que finalmente no iba a hacer nada ahí. O le han denegado
los permisos necesarios o los inversores no han confiado en él y no ha
conseguido reunir los fondos suficientes para hacerlo. Lo que sé es que
finalmente no iba a construir nada en Montesblancos.
—¿Hablaron sobre ese tema en la cena?
—No. Nosotros hemos convenido hace tiempo no hablar de nuestros
negocios cuando nos reunimos.
—Está bien. ¿Recuerda si había más coches en el aparcamiento, cuando
ustedes se marcharon?
—Sí, creo que alguno puede que hubiera —responde elevando los ojos,
como si estuviera recordando—. Pero en el restaurante se fueron todos los
clientes, porque nosotros fuimos los últimos en salir. Si había algún otro
vehículo, sería del camarero o del cocinero.
—Bueno —habla la inspectora—. De momento no tengo ninguna cuestión
más. Si recuerda algo que considere que sea importante, no dude en llamarme
—dice alargando la mano y entregándole una tarjeta de visita, que Sánchez
coge y se la guarda en el bolsillo de la camisa.

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—El último por hoy —suspira la inspectora, cuando aparca el vehículo


policial en la zona azul de la calle Corona de Aragón.
Antes de bajar, observa el edificio a través de la luna delantera del
Renault. Luego lee en la pantalla de su teléfono móvil la información que le
ha enviado el comisario sobre el cuarto comensal. Al igual que los otros tres,
carece de antecedentes penales. Pero fue uno de los directores de banco
juzgado en el año 2013 por el conocido como fraude de las preferentes.
Aunque salió impune, como la mayoría de los que fueron juzgados por ese
fraude.
Castro es el más joven de los que asistieron a la cena, ya que tiene
cuarenta y ocho años. Está casado y tiene dos niñas de corta edad. La oficina
donde trabaja está en la calle Pizarro. En la misma nota que está leyendo tiene
las edades de los otros, ordenadas de mayor a menor. Flores, el policía local,
setenta. Plasencia tenía sesenta y cuatro años. Sánchez, cincuenta y ocho. Y
Castro tiene cuarenta y ocho.
Cuando Lidia está a punto de pulsar el timbre de la casa de Castro, este le
abre la puerta.
—La estaba esperando —profiere con el rostro tan serio, que parece un
cuadro del Greco.
La inspectora se fija en que es un hombre atractivo. Es delgado,
ligeramente musculado, como si practicara deporte con regularidad. Sus ojos
son de cansancio, como si se hubiera levantado hace poco.
—¿Supongo que ya sabe lo de Plasencia? —interroga.
—Sí. Pase, por favor.
La inspectora accede a la casa y sigue a Castro por el corto pasillo, que
desemboca en un amplio y elegante salón. La ausencia de ruido le indica que
no hay nadie más en la vivienda.
—Mi mujer y los niños están en casa de su madre —le dice—. Viven al
final de esta misma calle.
—¿Notó a Plasencia extraño ayer por la noche, durante o después de la
cena? —interroga la inspectora directamente, sin andarse por las ramas.
—¿A qué se refiere?

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—Tengo entendido que ustedes quedan con regularidad para cenar. Al
menos una vez cada medio año —añade—. ¿Lo notó diferente, como si
hubiera algo que le preocupara?
Castro niega con la cabeza.
—No, Plasencia se comportó como siempre. No es que fuese la alegría de
la huerta, ya me entiende. Es un tipo serio, introspectivo y poco dado a
exportar su estado de ánimo. Pero no lo noté diferente a otras ocasiones en las
que quedamos. Lo único diferente es que nos estuvo enseñando, antes de
entrar a cenar, su nuevo coche, que se había comprado hacia pocos meses.
La inspectora arruga la expresión. Piensa que el comportamiento de
Plasencia encaja con el de un empresario arruinado que, pese a no tener
dinero, adquiere vehículos caros.
—Según tengo entendido, Plasencia fue el último en llegar y se vio
obligado a dejar su automóvil frente a la verja del terreno que hay detrás del
restaurante. —Castro asiente con la barbilla—. Si fue así, ¿en qué momento
les estuvo enseñando el vehículo?
—Nosotros ya nos habíamos sentado en la mesa y Plasencia llegó el
último. Desde donde estábamos se veía el maletero del Tesla, ya que lo
amorró a la verja, y creo que fue Flores el que comentó que se había
comprado un buen coche. Entonces se ofreció a enseñárnoslo y salimos todos
a verlo. Pero no creo que estuviéramos más de cuatro o cinco minutos, como
mucho. Era tarde y teníamos que cenar.
—¿Vio si tenía una rueda pinchada?
—No. Y si la hubiera tenido pinchada no la habríamos visto, en la zona
donde lo aparcó hay poca luz.
—¿De qué hablaron durante la cena?
—¡Uf! Pues no sabría decirle. Lo cierto es que son conversaciones
triviales, sin ningún trasfondo. No sé, hablamos de cosas sin importancia.
—¿Había algo que le preocupara? —insiste la inspectora.
—Ya le digo que no lo sé. Es posible que fuese el primero en decir que
nos teníamos que marchar, porque había quedado con alguien al día siguiente.
La inspectora abre los ojos de par en par. De los hombres que lleva
entrevistados hasta ahora, Castro es el único que le ha dicho algo diferente a
los demás.
—¿Dijo que había quedado con alguien? ¿En domingo?
—Sí. Creo que sí, vamos. Ahora me hace dudar, pero sí que lo comentó.
Me dijo que tenía que irse pronto porque había quedado.
—¿Dijo con quién había quedado?

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—Creo recordar que nombró a Manuel.
—¿Manuel? ¿Quién es?
—Pues no sabría decirle, me parece que es un ingeniero civil que colabora
puntualmente con las obras que emprende.
—¿Y había quedado con un ingeniero civil en domingo?
—Sí. Plasencia dijo algo de que había quedado con él y otro hombre, con
el que tenía que hablar de negocios.
La inspectora arruga tanto la frente, que se le marcan dos líneas gruesas.
—¿Otro hombre? ¿Está seguro de que dijo que había quedado con Manuel
y otro hombre?
—Sí, eso comentó. Nos dijo que se tenía que ir pronto porque al día
siguiente había quedado por la mañana en su despacho. ¿No me estaré
metiendo en un lío?
—Para nada —rechaza la inspectora—. Es importante que colabore con la
policía para esclarecer el crimen. ¿Sabe quién es el otro hombre del que habló
el constructor?
—No lo dijo. O no lo escuché cuando lo dijo. Habló de que iba a cerrar un
negocio relevante.
—¿Qué clase de negocio?
—Ahí sí que no puedo ayudarle, porque no sé más. De hecho, Plasencia lo
comentó justo antes de irnos, cuando ya estábamos con los cafés y las copas.
Es posible que en ese instante Flores y Sánchez se hubieran ausentado para ir
al aseo. Me dijo que se iba, porque al día siguiente tenía que madrugar. Y
luego añadió que era porque había quedado con dos hombres.
—¿Recuerda si pronunció el nombre de la otra persona con la que había
quedado o a qué se dedicaba? Piense un poco, me será de mucha utilidad.
Castro hace el gesto de elevar los ojos, como si estuviera tratando de
recordar. Pero finalmente desiste.
—Creo que no lo dijo. Solo comentó que había quedado con alguien, pero
sin aportar ni para qué ni quién era.
—Escuche, Castro, esto es importante. Haga memoria, se lo ruego. Y
dígame si mencionó a qué se dedicaba el otro hombre con el que había
quedado. Me será de mucha ayuda saberlo.
—Ya le digo que no lo dijo. Y si lo dijo, no lo recuerdo. En cualquier
caso, su secretaria seguro que lo sabe.
—Hablemos del momento en que se despidieron en el aparcamiento —
Lidia cambia de registro en el interrogatorio—. ¿Vio irse a Plasencia?

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—No lo recuerdo. Yo me fui en mi coche y durante el trayecto, hasta la
entrada de Zaragoza, nos fuimos cruzando con los vehículos de Sánchez y
Flores. —La declaración de Castro coincidía con la de los otros dos.
—Bueno, muchas gracias por su colaboración —le dice Lidia, alargando
la mano y entregándole una tarjeta—. Si recuerda alguna cosa más, no dude
en llamarme, sea la hora que sea.
—Hay una cosa —comienza a decir Castro—. Pero no sé si es importante.
—Dígamelo y yo decidiré si lo es o no.
—Es que no me gusta meterme en la vida de los demás. Pero dado que
Plasencia ha muerto, y de la forma que lo ha hecho, quizá la policía debe
saber todo lo relacionado con él. —La inspectora permanece en silencio,
esperando a que Castro siga hablando—. Nosotros, cuando quedamos, no
solemos hablar de nuestra vida personal. Pero habían comentado que
Plasencia se veía con una mujer.
—¿Una mujer casada? —se interesa Lidia.
—No. Vamos, creo que no. Se llama Pastora, pero la conocen con el
remoquete de la Melones.
—Entiendo —cabecea la inspectora.
—Solo la he visto una vez, y fue en un prostíbulo que había a las afueras
de Zaragoza, en la carretera de Madrid. Ahora ya no funciona, pero la
Melones era la Madame que lo regentaba. Decían que no se acostaba con los
clientes, pero me consta que mantenía una relación especial, llamémosle de
amistad, con Plasencia. Según estuvieron comentando, es la única mujer con
la que se ha visto al constructor.
—¿Sabe dónde vive?
—Creo que tiene una casa en Pastriz, un pequeño pueblo de…
—Ya sé dónde está Pastriz —interrumpe Lidia con brusquedad—.
¿Alguna cosa más que sea importante para esclarecer la muerte de Plasencia?
Castro niega con la cabeza.
—Está bien —se despide Lidia.

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—Dime —le dice el comisario a la inspectora, nada más descolgar.


—Vengo de hablar con Sánchez y con Castro, los otros dos que estuvieron
en la cena con Plasencia.
—¿Y qué has sacado?
—¿Cómo sabes que he sacado algo?
—Porque me has llamado —sonríe el comisario.
—Te hubiera llamado igual, porque me has dicho que quieres que te
informe puntualmente de todo lo que avance, sea positivo o no.
—Cuenta.
—De Sánchez no he sacado nada. Solo que asegura que cuando se fueron
del restaurante, los vehículos de Castro y Flores se cruzaron en la carretera
antes de entrar en el casco urbano de Zaragoza. Si hemos de creerle, significa
que ninguno de los tres se quedó en el aparcamiento con Plasencia.
—Eso y nada es lo mismo —anota el comisario.
—También me ha comentado que Plasencia estaba arruinado y que
finalmente no iba a construir el nuevo casino de Montesblancos.
—¿Deudas?
—No me lo ha dicho. Según él no conseguía la financiación que
necesitaba para el proyecto.
—Continúa.
—De Castro he sacado algo más, que nos puede ser útil. Me ha dicho que
Plasencia tenía un socio.
—¿Un socio? ¿Qué clase de socio?
—Por la forma de decirlo, más bien parece un socio extraoficial. Es como
alguien que colabora con Plasencia en casos puntuales, pero sin estar en
nómina.
—Dime quién es y te lo busco.
—Solo sé que se llama Manuel y que trabaja para el Gobierno de Aragón.
Por lo visto es ingeniero civil.
—Siendo Plasencia un constructor, tiene sentido que se relacione con un
ingeniero —comenta el comisario—. Un momento.
Mientras espera, Lidia escucha al otro lado del teléfono el sonido de las
teclas de un ordenador.

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—¿Estás en el despacho?
—Sí, estoy en mi despacho de judicial. Si necesitas alguna cosa, me
llamas y te lo busco en el ordenador.
—No te preocupes —comenta Lidia—. En cuanto hable con Manuel,
quiero visitar el restaurante y preguntarle a los trabajadores si ayer vieron
algo desacostumbrado durante la cena de los cuatro amigos.
—Yo he estado hace un momento, cuando la grúa se ha llevado el Tesla
de Plasencia al depósito municipal y he hablado con el dueño, un tal Felipe,
pero no recuerda nada extraño. Los otros dos empleados son el camarero y un
cocinero, pero todavía no habían llegado, porque entran sobre las ocho de la
tarde, para preparar las cenas. Felipe me ha dicho que todos se fueron antes
que los comensales, que se quedaron conversando, mientras se terminaban los
habanos, en el aparcamiento. No pierdas el tiempo hablando con ellos, porque
no sacarás nada —recomienda el comisario.
—Y, por supuesto, no hay ninguna cámara que hubiera grabado el
momento en que se fueron.
—Supones bien. Es un restaurante sencillo y no creo que se pueda
permitir tener cámaras de vigilancia.
—Pero está en una zona apartada —afianza la inspectora.
—He buscado en la base de datos de denuncias y han robado dos veces en
el restaurante. Anteriormente, tenía una máquina tragaperras. Pero el dueño la
quitó. Porque cada vez que entraban a robar en el local, lo primero que hacían
era desvalijarla. Aquí tengo a tu hombre —le dice el comisario—. Se llama
Manuel, tiene 63 años y es ingeniero de caminos, canales y puertos. En la
actualidad trabaja para el Gobierno de Aragón, según figura en la ficha de la
Seguridad Social.
—¿Domicilio?
—Pues vive cerca de la casa de Plasencia. En la misma Avenida de la
Ilustración. Se podría decir que son vecinos.
—Pues si son vecinos, a estas alturas ya se habrá enterado de que han
asesinado al constructor.
—Imagino que así será.
—¿Vive en una casa?
—Sí, según leo aquí vive en una casa. Es viudo, tiene una hija que reside
en Barcelona, y una hermana que trabajó también en el Gobierno de Aragón,
pero no pone en qué departamento. Por la edad intuyo que ya estará jubilada.
—Dame la dirección completa de Manuel y me paso en un rato para ver
qué me cuenta. Si es su socio, seguramente sabrá si Plasencia tenía enemigos.

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Además, quiero preguntarle con quién habían quedado esta mañana.
—¿Habían quedado con alguien? —pregunta el comisario.
—Según Castro, Plasencia le dijo que se iba pronto del restaurante porque
tenía que madrugar, ya que había quedado con Manuel y otro hombre.
—¿Qué hombre?
—Ni idea. Castro no me ha sabido decir quién era, pero Manuel seguro
que lo sabe. Dame la dirección donde vive —persiste Lidia.
—Anota que te la digo.
—Estoy conduciendo. Pero dime el número.
El comisario le dice el número de la casa de Manuel.
—Hay algo más.
—¡Dispara! —exige Lidia.
—Acabo de introducir su nombre en la base de datos del Grupo de
Análisis, y hay una investigación cerrada que incluye a Manuel y a Plasencia.
Fue a principios de 2023. Por lo visto, según figura aquí, el constructor
adquirió un aparato muy costoso en el mercado negro. Un lidar.
—¿Un lidar? No sé qué es —interrumpe la inspectora.
—Yo tampoco lo sabía, pero por lo que estoy leyendo aquí es un aparato
muy avanzado que incorpora un sensor para escanear a gran profundidad.
Utiliza ingeniería inversa y es capaz de medir grietas o imperfecciones del
terreno.
—Siendo Plasencia constructor, no es tan extraño —analiza la inspectora.
—La investigación, que no fue concluyente, se inició porque el
constructor adquirió el lidar a un estraperlista rumano, que vende productos
de segunda mano, y se sospechaba que algunos podían ser robados. Piensa
que estamos hablando de un aparato de sesenta mil euros.
—¡Hostias! —exclama la inspectora—. Yo me imaginaba algo así como
una especie de equipo topográfico para medir distancias, que incluso se podía
comprar en Amazon o en AliExpress.
—Debe ser parecido, pero para profundidades. La Guardia Civil llevó la
investigación y determinaron que el constructor no estaba haciendo nada
ilegal y desecharon acusarlo de receptación, porque el lidar lo compró
legalmente y el rumano lo había sacado de una subasta un año antes.
—Mátame si digo una tontería, ¿pero es normal que antes de construir se
haga una prospección de este tipo?
—Normal no es. Sí que se utilizan los servicios de un georradar, sobre
todo en zonas rocosas, como es Montesblancos, pero el uso de un lidar de esa

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capacidad, y tiempo antes de cualquier proyecto, es extraño. Pero, como te
digo, la Benemérita cerró el caso sin acusar a nadie. ¿Algo más?
—Sí y no —responde Lidia—. Castro me ha hablado también de una
mujer con la que se veía Plasencia.
—Creo que estaba soltero y no se le conocía pareja —comenta el
comisario.
—Así es. Pero, según Castro, tenía una especie de amiga o querida. No sé
cómo llamarlo, la verdad. Antiguamente, había regentado un prostíbulo de la
carretera de Madrid y, por lo visto, mantenía una buena amistad con
Plasencia.
—No considero que sea importante —sugiere el comisario—. Pero lo
tendremos en cuenta también. Según cómo fuese esa amistad, ella quizá sepa
más cosas que nos serán útiles para dar con el asesino.
—Okey. Me paso por el restaurante —dice Lidia, mirando la hora en el
salpicadero del coche—. El camarero y el cocinero ya habrán llegado. Hablo
con los dos y luego le haré una visita al tal Manuel. Mañana, ya con más
calma, igual me paso por Pastriz y hablo con esa mujer, a ver qué me puede
decir —concluye la inspectora.
—¿Mañana? —interpela el jefe de judicial.
—¡Joder, Juan! Hoy es domingo y por mucho que corra no vamos a pillar
al asesino. Estoy agotada y ya llevo unas cuantas entrevistas. Te prometo que
mañana me pasaré por Pastriz y hablaré con Pastora, pero por hoy ya está
bien.
—Escucha una cosa, Lidia. El asesino o los asesinos, porque no sabemos
cuántos son, es probable que todavía sigan por Zaragoza. De la rapidez que
nos demos, depende que los pillemos. No puedes dejarlo hasta que no sepas
quién es ese hombre con el que quedaron Manuel y Plasencia. Porque ahí está
la clave del crimen.
—Vale —dice la inspectora alargando la letra a, como si fuese una niña
pequeña—. No me iré a dormir hasta que detenga al tocapelotas del asesino.

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Ya se ha ocultado el sol cuando Lidia aparca el Renault Megane en el


aparcamiento del restaurante de la Avenida de Logroño. El Tesla no está,
porque se lo ha llevado la grúa, según le dijo el comisario. Pero todavía están
los surcos de los neumáticos en la tierra seca.
Camina hasta la puerta y sale a su encuentro un hombre bajito, bastante
grueso que, por la descripción que le dio el comisario, sabe que es Felipe, el
dueño del restaurante.
—No abrimos la cocina hasta las nueve de la noche —le dice a Lidia.
La inspectora saca del bolso el carné profesional con la placa y se la
muestra en alto, para que la vea bien.
—Policía judicial —pronuncia con orgullo—. Solo le entretendré unos
minutos.
—Escuche, inspectora, desde el mediodía no han parado de pasar por aquí
policías, y esto es un negocio respetable. Durante toda la tarde esto ha sido un
trajín constante de periodistas y los clientes han comenzado a murmurar y me
hacen preguntas que yo evito. También ha estado su jefe. Y ahora, en un rato,
entrarán las cenas y, si la policía sigue por aquí, husmeando, más de uno se
espantará y se irá. Ustedes deberían pensar más en los negocios afectados por
los crímenes, que en los muertos por los que ya no se puede hacer nada.
—Cuanto más tiempo pierda hablando, más estaré por aquí —comenta
Lidia con antipatía—. Soy consciente de que usted vela por su negocio. Pero
también debe entender que se ha cometido un crimen y yo solo estoy
haciendo mi trabajo.
Felipe asiente con un reflejo de incomodidad en el rostro.
—¿Qué quiere saber?
—¿Dónde estuvieron cenando?
—En el comedor.
—Sí. Pero… ¿En qué mesa?
—¡Sígame! —le hace un gesto con la mano para que se ponga detrás de
él.
Suben los escalones de la puerta principal y acceden a una especie de
recepción, donde hay un teléfono y un televisor enorme, de plasma. A la
izquierda está la puerta de lo que parece la cocina. Y a la derecha el

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restaurante, donde en ese instante hay un camarero que está colocando un
mantel sobre una de las mesas.
—Me ha dicho un compañero de judicial que usted asegura que Plasencia
vestía la misma ropa de ayer por la noche, cuando lo ha encontrado este
mediodía en su chalé.
—Sí, lo he reconocido inmediatamente.
—Tenía que tener usted mucha confianza con el constructor para
desplazarse hasta su casa y avisarle de que tenía que apartar el Tesla de
delante de la verja —comenta la inspectora con retintín en la voz.
—Regento un negocio que vive de su clientela —repone Felipe—.
Plasencia y su cohorte son habituales y suelen dejarse mucho dinero cada vez
que visitan mi restaurante. Él dejó su vehículo frente a la valla del terreno
porque yo se lo dije. Y si el agricultor avisaba a la grúa, tendría que pagar no
solo la multa de aparcamiento, sino el traslado de la grúa al depósito
municipal. Eso enojaría al constructor y, por ende, a sus amigos. He
considerado que lo mejor que podía hacer es avisarle, para que retirase el
coche y aquí paz y después gloria. ¿Estoy acusado?
—No, claro que no —rechaza Lidia con energía—. Solo estaba encajando
piezas.
—Si Plasencia hubiera respondido a mis llamadas, se lo habría dicho por
teléfono. Pero viendo que no contestaba, es cuando he decidido acercarme
hasta su vivienda.
—¿Cuántos trabajadores hay en el restaurante?
—Solo somos tres personas: el cocinero, el camarero y yo —responde
Felipe.
Cuando entran al comedor, el camarero los observa porque cree que es la
primera clienta de la noche.
—Gabriel —lo nombra Felipe—. La señora es una inspectora de policía
judicial y quiere hacerte unas preguntas.
—Solo será un momento —se disculpa Lidia—. Si nos deja solos —le
dice seguidamente a Felipe.
El dueño entiende que quiere hablar con el camarero a solas y se distancia
hasta la recepción.
—¿Serviste la mesa de ayer por la noche? Me refiero a la del constructor
y sus amigos —añade, por si el camarero no sabe de qué le está hablando.
—Sí. Es un restaurante pequeño y yo soy el único camarero. De hecho,
entre Felipe y yo nos apañamos para atender a toda la clientela.
—¿Dónde se sentaron? —inquiere la inspectora.

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—En aquella mesa —la señala con la mano.
Lidia contempla la última mesa de la hilera de la derecha, que da
directamente al aparcamiento y a la puerta de entrada.
—¿Dónde se sentó Plasencia?
El camarero muestra incomprensión en la mirada.
—No la entiendo.
—¿Dónde se sentó el tío que han asesinado? —repite la pregunta la
inspectora.
—En la silla de la izquierda —responde Gabriel.
—¿Esta? —Lidia la señala con la mano, para estar segura.
El camarero asiente con la mirada.
La inspectora se sienta en la misma silla donde estuvo cenando Plasencia.
Quiere ver lo que él vio. Desde su posición se distingue la ventana que da al
aparcamiento y se visualiza perfectamente la verja del terreno. Lo que indica
que, durante la cena, el constructor pudo ver en todo momento su automóvil.
—¿Dónde se sentaron los otros?
—Aquí —señala hacia la silla que hay enfrente— se sentó el más grueso.
—Lidia sabe que se refiere a Flores, el policía local jubilado—. A su
izquierda el más joven. —En este caso es Castro, el banquero—. Y a su
derecha el último, el dueño del concesionario de coches.
—¿Mientras los servías escuchaste si discutieron en algún momento?
El camarero ofrece una mirada de desconfianza, que no pasa inadvertida
para la inspectora.
—A mí no me interesa la conversación de los clientes —se ofende—.
Aquí estamos para servir las mesas, no para alcahuetear.
—No se trata de meter las narices donde no te llaman —explica Lidia—,
sino de distinguir si mientras servías la mesa los escuchaste discutir.
—No. En principio fue una cena agradable, donde se juntaron cuatro
amigos.
—¿Hablaron de dinero?
—No la entiendo, inspectora.
—Si oíste que hablaran de dinero. Ya sabes, deudas y cosas de ese estilo.
Gabriel niega con la cabeza.
—Ya le digo que yo me limito a servir las mesas y no tengo ni tiempo ni
ganas de estar pendiente de la conversación que mantienen los clientes.
—¿Escuchaste si Plasencia había quedado con alguien al día siguiente?
Gabriel mueve la cabeza levemente, negando.
—No escuché nada.

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—Vale. Gracias por responder a mis preguntas —se despide la inspectora
—. ¿Hay alguien más trabajando aquí?
—Solo estamos Felipe, el dueño; Jorge Luis, el cocinero; y yo.
—¿Jorge Luis? ¿De dónde es?
—Es dominicano y lleva trabajando con nosotros unos meses. Pero él no
sabe nada.
Lidia altera la expresión de sus ojos.
—¿No sabe nada de qué?
—Me refiero a que no sabe nada, porque no vio nada. El cocinero no sale
nunca de la cocina.
Felipe, viendo que la conversación entre la inspectora y Gabriel ha
llegado a su fin, se aproxima hasta donde están ellos.
—Inspectora —la nombra—. Si no le importa, enseguida comienza el
horario de las cenas.
—¿Está el cocinero?
—Está dentro, en la cocina. Pero no lo distraiga, que tiene mucho trabajo.
—Solo será un segundo —insiste Lidia—. Quiero preguntarle si vio o
escuchó algo extraño ayer, durante la cena.
La expresión de Felipe es de hartazgo.
—¡Está bien! Sígame hasta la cocina. Pero no lo entretenga mucho, que
hoy no podré abrir el restaurante.
El dueño abre la puerta de la cocina y accede con ímpetu, esperando a que
Lidia pase detrás de él para cerrarla. La inspectora se queda de pie, inmóvil, al
lado de una mesa metálica que está encajonada entre una nevera y un
fregadero. Frente a unos fogones hay un chico joven, de menos de treinta
años, atractivo, de tez morena, en cuyo cuello asoma el pico de un tatuaje que
se distingue proviene del pecho. Ella no lo ve, pero sabe perfectamente qué
hay dibujado en ese tatuaje. El chico levanta la mirada y la contempla como si
fuese un espejismo.
—¿Inspectora? —pregunta con voz suave.
—Sí —afirma Lidia—. Inspectora de homicidios.
Ella siempre temió que los encuentros concertados con la aplicación del
móvil, en fogosas citas que repartía por hoteles de Zaragoza, algún día le
depararía que se tendría que ver cara a cara con alguno de esos chicos. No
tenía fuerza ni ánimo para interrogar al cocinero, cuando hacía unos meses lo
tuvo encima penetrándola con pasión. Ahora, ese desconocido, del que no
sabía ni siquiera el nombre hasta hoy, sabe que se estuvo tirando a toda una
inspectora de la policía nacional.

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—¿Y qué quiere de mí? —sonríe Jorge Luis.
—Hoy nada —replica Lidia—. Quizá otro día.
Y se marcha del restaurante ante la expresión de incredulidad del dueño,
que no entiende qué ocurre.

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Cuando la inspectora se sienta en el Megane de judicial, lo primero que hace


es aporrear el volante con ambas manos. Le da tantos golpes, que hay un
momento en que le duelen las muñecas. Se siente ridícula y ultrajada, porque
sabe, está convencida de ello, que ese chico, el cocinero, le dirá a los otros
trabajadores del restaurante que una tarde de domingo se estuvo follando a la
dura inspectora de judicial y jadeó bajo sus acometidas en un hotel de
Zaragoza. En ese instante visualiza a Felipe, Gabriel y Jorge Luis riéndose de
la impasible inspectora cincuentona, que le pedía que no parara mientras se la
estaba tirando.
Extrae el teléfono móvil del bolso y con los dedos temblorosos busca la
aplicación de citas que instaló y con la que conoció al que ahora sabe se llama
Jorge Luis. Pulsa encima del icono hasta que salta la opción de eliminar la
app. Y la desinstala de inmediato. Sospecha que en no demasiado tiempo
serán muchos los hombres que accederán a su perfil, en cuanto sepan quién es
ella.
—¡Estúpida! —exclama—. ¡Estúpida! ¡Estúpida! —repite varias veces.
Arranca el vehículo y se incorpora a la carretera con celeridad. Quiere
salir del aparcamiento del restaurante cuanto antes. Mientras conduce hacia la
casa de Manuel piensa que, la próxima vez que le dé por follar con un
desconocido, lo hará en una ciudad distinta en la que vive. Y de ahora en
adelante se limitará a usar su Satisfyer, que tan buenos resultados le está
dando. Siempre supo que acostarse con chicos jóvenes le traería problemas
algún día. Ahora, esos del restaurante saben que a la inspectora de homicidios
le gusta disfrutar de chicos a los que les dobla la edad.
Cuando llega a la Avenida de la Ilustración, donde había estado al
mediodía, al circular por delante de la casa de Plasencia observa que en la
puerta hay una patrulla de la policía nacional y la furgoneta de científica, que
todavía continúa con la inspección ocular. Dos policías jóvenes están de pie,
al lado del vehículo policial, mientras fuman un cigarrillo. Enfrente, en la otra
acera, hay algún curioso mirando hacia la casa. Los vecinos se preguntan qué
ha ocurrido para que la policía esté allí. Lidia detiene el vehículo al lado de
los dos agentes.
—¿Alguna novedad? —les pregunta, cuando percibe que ellos la conocen.

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—Nada. Estamos esperando a que se vaya policía científica —responde el
que parece el jefe de patrulla—. Nos han dicho que cerremos la vivienda y
que se quede una patrulla en la puerta toda la noche, custodiándola.
Lidia se despide de ellos y continúa circulando por la misma avenida,
hasta que llega a una rotonda. Aparca el Renault Megane en el primer hueco
que ve en la calle, porque unos metros más adelante está el número del chalé
donde le ha dicho el comisario que vive Manuel. Se baja con dificultad. Lleva
ya varias horas dando vueltas, desde que la llamaran para acudir al domicilio
del constructor, y comienza a resentirse del dolor de espalda. Además, el
encuentro con el cocinero del restaurante la ha dejado con una sensación de
ridículo que tardará tiempo en olvidar. De lo que está segura, es que no irá a
comer a ese restaurante en la vida.
La casa de Manuel, en apariencia, no es tan ostentosa como la del
constructor. Tiene una pequeña portezuela en la entrada y un estrecho pasillo
de frondoso césped, decorado con varios gnomos de yeso, que lleva hasta una
escalera de cuatro peldaños. En el lateral también hay un callejón que
conduce hasta el garaje. De lo que ha podido ver, todas las casas de esa calle
están construidas de igual forma y tienen un pequeño jardín delante y una
cochera en la parte trasera. Alarga la mano y pulsa el timbre dos veces
seguidas.
Escucha un carillón, que emite el agradable sonido de unas campanas. A
través de los vidrios laminados de la puerta no se percibe movimiento dentro
de la casa, como si no hubiera nadie. Ni siquiera se presiente una sombra que
se desplace de un lado hacia otro. Pulsa el timbre de nuevo, pero esta vez lo
hace tres veces seguidas.
—No está —murmura.
Abre la portezuela de hierro, accionando la manilla. Y se adentra en el
jardín. Circula unos tres metros hasta que llega a la puerta acristalada, donde
vuelve a pulsar un segundo timbre que está en la parte izquierda. Este emite
un ruidoso pitido que recuerda a las sirenas de los barcos. Al hacerlo se
enciende una luz led que le aporrea la cabeza. Sabe que el portero automático
dispone de una cámara de seguridad y que se acaba de encender, para
distinguir desde dentro quién llama a la puerta.
—Este no está en casa —comenta en voz alta.
Extrae el teléfono móvil del bolso y llama al comisario, cuyo número
tiene en llamadas recientes.
—Dime —le pregunta, nada más descolgar.

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—Escucha, estoy en la puerta de la casa de Manuel. He llamado varias
veces, pero no hay nadie. O no me abre. ¿Tienes un número de teléfono donde
lo pueda localizar?
—Dame un segundo —responde el comisario.
Mientras espera, Lidia se asoma por el pasadizo lateral de la casa. Al
fondo se distingue el garaje. Sin soltar el teléfono de su mano, camina hasta
que llega a la puerta. Está cerrada, pero en la parte izquierda hay una pequeña
ventanilla, protegida por tres barrotes verticales gruesos de acero. No puede
colarse una persona, ni aunque fuese muy delgada. Pero hay una pequeña
ventana, que se abre cuando la empuja con la mano. Y, a través de ella, se ve
el interior de la cochera. Se pone de puntillas, para asomar la cabeza, y
distingue el morro del único coche que la ocupa, un Kia Niro de color crema.
Desde el barrio donde está, hasta cualquier punto de Zaragoza, es necesario
utilizar coche o transporte público, por lo que intuye que Manuel no tiene que
andar lejos, si tiene el coche en el garaje. Piensa que quizá está ocupado con
la muerte de Plasencia, con el que tenía relación.
—Lidia —escucha que le habla el comisario a través de su teléfono.
La inspectora se lo lleva a la oreja.
—¡Dime!
—Tengo el número del móvil de Manuel. ¿Quieres que le llame?
—No. Pásamelo por mensaje y le llamo yo, que estoy en el jardín de su
casa. Seguramente habrá salido y estará por aquí cerca, porque tiene el
vehículo en el garaje.
—Okey. Llámame cuando hables con él y me cuentas lo que sea que te
haya dicho y, sobre todo, si sabe quién es la otra persona con la que quedó
Plasencia.
La inspectora interrumpe la llamada y seguidamente pulsa sobre el
número de teléfono que está en el mensaje que le ha enviado el comisario.
Mientras oye el tono de llamada en su móvil, escucha como desde el
interior de la casa le llega el sonido de la melodía de un teléfono. O Manuel
está en casa y no responde. O ha salido y se ha dejado el móvil.
Junto al garaje hay una escalera de aluminio que lleva hasta el rellano de
una ventana, que está en la parte trasera del chalé. En un principio parece
como si fuese una salida de emergencia. Lidia, con dificultad, sube los
peldaños con cuidado de no caer y se agarra con fuerza al pasamanos, hasta
que llega al nivel de la ventana. Como está en la parte exterior de la casa,
considera que no comete ninguna ilegalidad. Es consciente de que quizá roce

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el allanamiento de morada, si sigue acercándose a alguna de las entradas de la
casa.
Extrae el teléfono del bolso, donde lo había guardado para que no se le
cayera del bolsillo, y lanza una segunda llamada. Esta vez distingue el sonido
del móvil de Manuel con más fuerza, como si estuviera al otro lado de la
ventana donde se encuentra ella. Aproxima la cabeza al cristal y contempla
una habitación. Hay una cama de matrimonio, un armario ropero y un
televisor de plasma de tamaño medio, que reposa sobre un tocador de madera
blanca. Sobre la cama hay un traje extendido. Es como si estuviera dispuesto
para que alguien se vistiera con él.
—¡Qué coño! —grita la inspectora cuando contempla que en el suelo, al
lado de la cama, sobre una alfombra pequeña, hay un cuerpo tendido—.
¡Oiga! —aporrea el cristal con fuerza—. ¡Manuel! ¿Está usted bien?
El cuerpo no se mueve. Está recostado y alrededor hay sangre seca.
—¡Manuel! —grita mientras golpea el cristal con la palma de la mano—.
Manuel, abra la puerta.
Inmediatamente, llama por teléfono al comisario.
—¿Lo has localizado? —le pregunta nada más descolgar.
—Sí. Pero creo que está malherido. Lo estoy viendo a través de una
ventana de la habitación y está tumbado en el suelo. Hay sangre alrededor.
—¡Joder, Lidia! Ahora mismo te mando una ambulancia.
—¡Qué se den prisa! —exclama Lidia—. No sé si está malherido o
muerto.
—Aviso a la ambulancia —repite el comisario—. Y yo también voy para
allá.
Mientras espera, la inspectora extrae la pistola reglamentaria del bolso, y
fractura el cristal con la culata. Introduce la mano, con cuidado de no cortarse,
y acciona la manilla para abrir la ventana desde el interior.
Una vez dentro se dirige al cuerpo tendido y comprueba, tal y como se
temía, que yace cadáver. Solo ha necesitado ladearlo un poco para comprobar
que ha muerto igual que Plasencia, de un disparo en la cara. Encima de la
cama, al lado del traje, hay una cartera de piel. La abre y extrae el documento
de identidad. Es el de Manuel.

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—Es por aquí —le dice Manuel al norteamericano, mientras cruzan el


vestíbulo del edificio de oficinas del Paseo de Sagasta—. La secretaria nos
espera en el despacho desde hace rato.
En ese instante hay un silencio total en el edificio, ni siquiera llega ruido
de la calle. Ya que un domingo del mes de julio, y por la tarde, toda la zona
está prácticamente vacía.
—¿Y Plasencia? —pregunta Orson.
—¿Qué ocurre con Plasencia?
—Me ha dicho que la secretaria nos espera en el despacho —comenta el
norteamericano—. Pero no me ha dicho nada de Plasencia.
Manuel se detiene antes de llegar al ascensor.
—Seré sincero con usted —le dice—. No tengo ni idea de dónde puede
estar Plasencia. Le he llamado por teléfono, pero no me lo coge. He pasado
por su casa, pero no está. Desconozco por qué hace esto, ahora que estamos a
punto de cerrar la venta de los papiros. Pero, como ya le he dicho, Plasencia
es muy especial y es habitual que haga estas cosas, como la de no presentarse
cuando había confirmado que sí lo haría.
—Recuerdo que usted me dijo que nos estaría esperando en el despacho.
Manuel lo mira con expresión cínica.
—¿Le dije eso?
—Sí. Desde la estación de Delicias no ha hecho otra cosa que darme
largas cada vez que hablamos de Plasencia.
Manuel pulsa el botón del ascensor. Y, mientras espera a que baje la
cabina, le pregunta:
—¿Lo necesitamos para algo?
—Supongo que no —asiente el norteamericano, mientras lo mira de reojo
—. Pero me gustaría que, y puesto que es el dueño del terreno donde está el
yacimiento arqueológico, también estuviera presente cuando cerremos nuestro
negocio.
—No se apure, mister Orson, que estoy convencido de que aparecerá
cuando menos se lo espere. Plasencia tiene el don de la sorpresa. Pero, y
como ya le he dicho, no lo necesitamos para la venta de los papiros.

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Los dos suben en el ascensor hasta la segunda planta. A Orson le causa
impresión que el rostro de Manuel esté completamente mojado de sudor y que
su aspecto se esté deteriorando por momentos. Cuando lo recibió por la
mañana, en la estación, se veía un hombre seguro de sí mismo. Su mirada
irradiaba confianza. Pero ahora parece un manojo de nervios. Ni siquiera está
seguro de que la relación entre los dos vendedores sea todo lo cordial que
creyó en un inicio.
—¿Se encuentra usted bien?
—Sí. ¿Por qué lo pregunta?
—Tiene aspecto de haber cogido una gripe —sonríe el norteamericano.
—Hoy hace mucho calor —explica Manuel—. En el telediario han dicho
que este verano es el más caluroso desde que hay registros.
—Lo noto muy nervioso —sigue hablando el norteamericano.
—Eso es porque no todos los días se cierra un negocio de un millón de
euros. Pensar en todo lo que haré con tanto dinero, hace que aflore mi
inquietud. Y el calor tampoco ayuda, claro.
Orson sonríe con cortesía.
—Todavía no lo hemos cerrado —contraviene.
—¿Pero lo cerraremos? No creo que usted haya venido de tan lejos para
irse con las manos vacías. Me parece que tiene más interés en comprar, que
nosotros en vender.
—No se preocupe. —El norteamericano posa con delicadeza la mano
derecha sobre el hombro de Manuel—. Si todo está correcto, en cuarenta y
ocho horas habremos concluido nuestro negocio. Yo tendré los papiros y
ustedes tendrán el dinero. O usted tendrá el dinero —se corrige mientras
habla.
Manuel tuerce la cabeza y lo mira con los ojos tan abiertos, que están a
punto de salir de las órbitas. Y su frente se moja tanto que parece un espejo.
—¿Cuarenta y ocho horas?
—Así es —corrobora—. Las transferencias a través de bancos
internacionales no son efectivas hasta que no han transcurrido, como mínimo,
cuarenta y ocho horas. Pero no tema usted, Manuel, soy una persona de fiar.
Lo que no tengo tan claro es si usted lo es.
—¿Si soy, qué? —pregunta Manuel, sin saber a qué se refiere Orson.
—¿Si es usted de fiar?
Manuel le devuelve una mirada llena de perplejidad. No sabe adónde
quiere ir a parar Orson y por qué lo está sometiendo a esa batería de preguntas
que solo buscan descolocarlo.

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—¡Claro! No entiendo el porqué de su comentario —protesta Manuel con
la voz irritada—. Creía que nuestro negocio se basaba en la confianza que
tenemos uno con el otro.
—Vale. Pues una vez compruebe que todo está en orden y que los papiros
son buenos, le transferiré el dinero. Pero no estará efectivo en su cuenta hasta
pasadas cuarenta y ocho horas, porque cuando hablamos de cantidades tan
grandes el banco maneja unos tiempos de seguridad entre la transferencia y su
finalización.
—Cuarenta y ocho horas —bisbisea Manuel—. En un plazo de cuarenta y
ocho horas nos iríamos al martes por la tarde. ¿Entiendo que usted estará en
Zaragoza hasta entonces?
—Sí, claro —afirma el norteamericano—. Un colaborador mío se llevará
los papiros y yo me quedaré con usted hasta que el pago se haga efectivo.
Seré su garantía. Todo ese tiempo estaremos juntos en el hotel y no nos
separaremos en ningún momento. Pero no tema, que yo no ronco.
Nada más terminar de hablar, Orson explota en una ruidosa carcajada que
retumba en el interior del ascensor.
—¡No me joda! —se queja Manuel.
—Solo quería rebajar la tensión —se disculpa—. No se preocupe, la
transferencia es inmediata y una vez ejecutada desde mi portátil —acaricia el
maletín con la otra mano— usted podrá comprobar que el dinero está en su
cuenta de Panamá. Estamos entre hombres de palabra. ¿No cree?
—Sí, claro. Ya le he dicho que la confianza es mutua.
Cuando el ascensor llega a la segunda planta, los dos hombres salen al
rellano. Manuel se dirige a la puerta del despacho de la constructora de
Plasencia, pero no necesita llamar, porque la secretaria les abre enseguida, en
cuanto escucha las voces de los dos. Sabe que solo ellos son los que pueden
estar afuera, ya que no hay nadie más en todo el edificio.
—Buenas tardes —saluda con voz angelical—. Les estaba esperando —
dice al mismo tiempo que extiende la mano para estrecharla con la de Orson.
—Buenas tardes, señorita —saluda el norteamericano, observándola con
afabilidad.
Ciertamente, Martina es una joven atractiva y sonriente, que transmite
dulzura en la mirada y en los gestos. El norteamericano tarda unos incómodos
segundos en soltarle la mano, mientras resbala los ojos por su escuálida
figura. La chica tiene previsto salir con sus amigas por la noche, por lo que
lleva un vestido de color negro ajustado y un escote de vértigo.

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Los dos acceden a la recepción. Orson se queda de pie frente al mostrador,
mientras que Manuel se queda detrás, cerrando la puerta. Martina se dirige a
él de inmediato, sin ni siquiera acomodar al norteamericano.
—¿Puedo hablar un momento contigo? —le pregunta en voz baja.
—¿Es necesario? —pregunta a su vez Manuel, señalando al
norteamericano con la barbilla.
Él no puede verlos, porque está de espaldas.
—Sí. Es urgente.
Manuel explora los ojos de Martina y comprende que algo no marcha
bien. Ella muestra en ese momento una seriedad desacostumbrada. La conoce
bien y sabe que su rostro avanza que ocurre algo grave.
—Mister Orson —se dirige Manuel hacia él—. Si no le importa, le ruego
que espere en esta sala —le dice mientras entra en una habitación pequeña y
acciona el interruptor de la luz.
Orson hace lo que le dice Manuel y accede. Enseguida se sienta en una
silla, frente a una mesa de cristal, donde hay un revistero al lado. Sobre la
mesa deja el maletín con el ordenador portátil y resbala ambas manos por sus
rodillas, como si le dolieran.
—¿Hay algún problema? —se interesa el norteamericano, explorando los
ojos de Manuel.
Manuel mira hacia Martina, que se ha quedado como una estatua en
medio del pasillo. Y luego se muerde el labio.
—No. No —repite—. Todo está en orden. Solo serán unos minutos y
enseguida estaré con usted. ¿Tiene prisa?
—No tengo prisa —replica el norteamericano—. Pero llevo muchas horas
de viaje y quiero ir al hotel a descansar.
Manuel sale de la sala dejándolo con la boca abierta. En el pasillo coge a
Martina por la cintura y la arrastra hasta el despacho de Plasencia, para que
puedan hablar a solas. La chica le devuelve una mirada asustadiza.
—¿Qué ocurre? —le pregunta masticando las palabras, como si estuviera
comiendo piedras.
—No está —solloza Martina.
—¿El qué no está?
—La bolsa de viaje donde están los portaplanos con los papiros griegos.
No está en la despensa.
—¿No está la bolsa? —insiste Manuel.
—No. No está y no sé dónde puede estar. La despensa está vacía.

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—¿Cómo que no está la bolsa? —La expresión de Manuel es de ira—. ¿Y
dónde coño está?

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—Me dijiste que estaba en la despensa —grita—. De hecho, lleva ahí desde
hace semanas. ¿Y ahora no está la bolsa?
—Plasencia lo guarda todo ahí —responde Martina, gimiendo y con el
rostro deformado—. Ayer por la tarde, cuando vine al despacho, abrí la puerta
con la llave de oro y comprobé que estaba. Incluso me entretuve en abrir la
bolsa de viaje, como me dijiste, para asegurarme de que en el interior estaban
los portaplanos. Los revisé uno a uno. Llevan ahí todas estas semanas, sin que
ningún día se hayan movido para nada. Y ayer estaban tal y como han estado
siempre.
—¿Cuándo lo miraste la última vez?
—Abrí la despensa antes de irme, sobre las ocho de la tarde.
Manuel clava los ojos en la frente de Martina.
—¿Los has buscado en el despacho?
—Antes de que llegarais no he hecho otra cosa. Llevo dos horas
removiéndolo todo. También he mirado por los armarios. Pero nada de nada.
—¿Y dónde coño pueden estar?
—No lo sé. Te juro que no lo sé —responde Martina, asustada.
El que se hace pasar por Manuel desliza varias veces su mano derecha
desde la frente hasta la barbilla.
—El hijo de puta de Plasencia se la llevó ayer por la noche, antes de ir a la
cena. Debió sospechar y decidió cambiar la bolsa de sitio. ¿Pero dónde puede
estar? —se pregunta en voz baja—. ¿Dónde coño puede estar la puta bolsa de
viaje? ¿Eh? —dice mirando a Martina—. ¿Dónde puede estar?
—No lo sé. De verdad que no lo sé. Desde que lo conozco siempre lo he
visto guardar los documentos ahí. Y la bolsa de viaje llevaba varias semanas
sin moverse.
—La policía ya ha encontrado su cadáver —le dice a Martina, en voz baja
para que el norteamericano, que está en la sala de al lado, no pueda
escucharlos—. Y a estas alturas ya deben estar camino hacia la casa de
Manuel, si no han llegado ya. En cuanto encuentren su cuerpo comenzarán a
atar cabos y vendrán hacia aquí. Han estado hablando con los otros dos que
cenaron con el constructor y Castro ya le ha dicho a la inspectora que
Plasencia había quedado con Manuel y con otro hombre, aunque no saben con

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quién. Plasencia se lo debió comentar después de la cena, mientras Sánchez y
yo nos fuimos al baño. Tenemos que cerrar el trato con Orson cuanto antes.
No podemos perder ni un minuto más, antes de que lo sepan. ¿Tienes el
número de cuenta?
—Sí —responde la chica, con voz temblorosa—. Cuando Plasencia me
dijo que la abriera, me informé consultando varias páginas de internet. Al
final conseguí abrirla y lo hice tal y como me dijiste, para que el dinero que
transfiera el norteamericano te llegue a ti. La cuenta de Panamá está a nombre
de una sociedad, cuyo único titular eres tú.
—Sí, claro —dice acariciándose la barbilla, que tiene completamente
mojada en sudor—. Pero hasta que el tío no vea los papiros y compruebe que
son buenos, no dará la orden de pago. Después que haga lo que le salga de la
polla. ¿Dónde pueden estar? ¿Dónde pueden estar? —repite.
—No lo sé.
—¡Piensa un poco, Martina! Llevas trabajando con Plasencia cuatro
meses. Algún sitio más habrá donde guarde sus cosas.
—¡No lo sé! —eleva la voz la secretaria—. ¡Te juro que no lo sé! Yo no
me podía imaginar que ayer por la tarde se le ocurriría mover la bolsa de
viaje.
—¿Tiene otro despacho?
—No —niega con la cabeza—. No, que yo sepa. En estos cuatro meses
nunca dijo que tuviese otra oficina. O no habló de ella.
—A mí no se me ocurre otro sitio.
—¿Has mirado en su casa? —pregunta la chica—. Quizá ayer por la tarde,
antes de ir a cenar, los cogió y los dejó en su casa.
—No creo que los guardara en su casa —rechaza con energía—. Si esta
madrugada hubiera sabido que los papiros no estaban aquí, se lo hubiera
preguntado antes de dispararle. Pero como cojones iba yo a saber que el tío
los movería de sitio. ¿Tiene que haber otro lugar?
—A mí no se me ocurre ninguno. Quizá la anterior secretaria, Emma, lo
sepa.
Al escuchar lo de la otra secretaria, se gira y clava los ojos en los de
Martina.
—¡Claro! La secretaria que ya se jubiló. Esa tiene que saber latín y nos
dirá dónde puede haber guardado la bolsa el constructor. ¿Sabes dónde puede
estar ahora?
—Tengo su número de teléfono.

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—¡No quiero su número de teléfono! ¡Lo que quiero saber es dónde está,
para hablar con ella! Si la llamase no me diría nada.
—Se jubiló.
—Sí, ya sé que se jubiló. ¡Pero lo que quiero saber es dónde vive! —grita,
aun sabiendo que Orson lo puede escuchar desde la sala de espera, donde está
sentado.
—Me dijo que tenía una casa en Utebo.
—¿Utebo? —repite—. Utebo está a unos quince minutos en coche desde
aquí. Entre ir, hablar con ella y volver, pasará casi una hora —dice mirando el
reloj de pulsera—. No sé si el norteamericano tiene tanta paciencia. ¿Sabes
dónde está la casa?
—Creo que en la calle Santiago.
—¿Crees o está en la calle Santiago?
—¡Sí, en la calle Santiago! Recuerdo que me habló que enfrente de su
casa hay un supermercado y que le era muy cómodo porque podía comprar
sin necesidad de desplazarse.
—Utebo es pequeño y no creo que en la misma calle haya dos
supermercados. Vamos a hacer una cosa, ve a la sala de espera y entretén al
norteamericano hasta que yo regrese —ordena—. La anterior secretaria tiene
que saber por fuerza otros escondites donde guarda documentos importantes
de la empresa. Ella me dirá lo que estoy buscando.
—Abuelo —lo nombra Martina.
—¿Qué ocurre?
—¿Y cómo entretengo al norteamericano?
—Haz lo que sea hasta que yo regrese. Sácale algo de beber y dale
conversación. No sé, Martina, pon un poco de tu parte. Y si es necesario,
chúpale la polla. Sí, no me mires así. Por un millón de euros yo estoy
asesinando y me juego ir a la cárcel. Y tú solo te estás quejando, sin hacer
nada.
La chica lo contempla con el resquemor reflejado en la mirada, mientras
él sale del despacho dando un portazo.

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Frente a la casa de Manuel se amontonan varios vehículos de emergencias.


Hay dos de policía, una ambulancia, uno de judicial, uno de policía científica
y dos patrullas de la policía local.
Cuatro agentes están regulando el tráfico, que colapsa la rotonda y hacen
indicaciones al numeroso grupo de peatones para que despejen la calle.
—¡Circulen! —gritan—. ¡Aquí no hay nada que ver!
La inspectora está en el interior del domicilio de Manuel, haciéndole
preguntas al jefe de científica.
—¿Un disparo? —interroga.
—Sí, un disparo. Y casi te puedo asegurar que con la misma arma con la
que asesinaron a Plasencia.
—¡Joder! —exclama—. ¿Habéis encontrado el casquillo?
El jefe de científica niega moviendo la cabeza de un lado hacia otro.
—No. Tampoco lo hemos encontrado. El asesino, en ambos casos, ha
recogido el casquillo del suelo y se lo ha llevado.
Detrás de uno de los vehículos de policía aparca un Citroën C5 de color
negro, conducido por un hombre de sesenta y dos años. Cuando se baja, los
demás policías lo saludan con marcialidad. Viste elegante, con traje negro y
corbata a juego. Tiene abundante pelo, corto y blanco. Es delgado y sus
hombros son cuadrados. Su tez está perfectamente rasurada.
—¡Juan! —lo llama la inspectora desde el último escalón del chalé,
cuando se asoma al verlo llegar.
El hombre camina apresurado y sube las escaleras de dos en dos, hasta
que llega a donde está Lidia.
—Comisario —lo saluda el jefe de científica—. Hoy se nos está
acumulando el trabajo.
El comisario mira hacia el cuerpo tendido en el suelo, parcialmente tapado
con una manta. Solo se le ven los pies descalzos.
—¿Es Manuel? —pregunta.
—Sí —afirma la inspectora—. Sobre la cama estaba su cartera con la
documentación, al lado del teléfono móvil. Según el jefe de científica, aunque
lo tendrá que corroborar el forense, lo han asesinado esta madrugada, más o

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menos a la misma hora que a Plasencia. Lo que aún hay que determinar es
quién de los dos ha muerto antes.
—Está en la misma calle —asegura el comisario—. El asesino entró en la
casa del constructor, que está a unos doscientos metros de aquí, y luego vino
hasta la casa de Manuel y se lo cargó también. O viceversa —se corrige a sí
mismo, cuando piensa que quizá fue al revés—. ¿Sabemos algo del arma? —
le pregunta al jefe de científica—. Hay que determinar si se ha usado la
misma.
—Tengo que analizar el proyectil, pero ya le digo que es la misma en los
dos casos.
—Una Heckler & Koch MK23, calibre .45ACP —resopla el comisario—.
Con toda probabilidad habrá utilizado silenciador en los dos crímenes. Hay
que preguntar a los vecinos si alguien escuchó o vio algo —dice dirigiéndose
a la inspectora.
—Estamos en ello —replica—. Hemos localizado a cuatro policías de
judicial que estaban en su día libre. Algo que, siendo domingo, no ha sido
fácil. Los tengo a todos trabajando a piñón fijo.
—Aquí está pasando algo —comenta el comisario, mientras se acerca al
cuerpo tendido en el suelo—. Y me da que el asesino sigue por aquí, dando
vueltas, y que todavía no ha terminado el trabajo.
—¿Por qué lo dices? —se interesa Lidia.
—¿Ha ido alguien a la oficina del constructor? —pregunta a su vez el
comisario.
Lidia arruga la nariz.
—Enviaré a dos policías de judicial ahora mismo —responde la
inspectora—. Aunque hoy es domingo y no creo que haya nadie en la oficina.
—Sí, pero aunque no haya nadie, dile a tus policías que se pasen e
indaguen por allí a ver si sacan algo que nos sirva. Si Plasencia había quedado
con dos hombres: Manuel y otro. Y Plasencia y Manuel están muertos, nos
queda el tercero en discordia. Y todavía no sabemos si quedaron en el
despacho del constructor.
—¿Un asunto de deudas? —pregunta Lidia.
—Es posible —asiente el comisario—. Tiene toda la pinta de un ajuste de
cuentas, por la manera en que han muerto los dos. Me arriesgaría incluso a
decir que ha sido una ejecución.
—Comisario —se dirige a él un policía de judicial—. Este señor —señala
a un hombre que está a su lado— dice que esta madrugada ha visto a alguien
sospechoso salir de la casa de Manuel.

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—Me llamo Roberto —se presenta un hombre de unos cuarenta años, con
barba larga y expresión de espanto en la mirada, como si no estuviera
acostumbrado a hablar con la policía—. Esta mañana, sobre las tres y media,
he salido a pasear al perro por el parque de atrás y he pasado por la calle de
enfrente —la señala con la barbilla—. Conozco a Manuel desde hace años y
me ha chocado ver que del garaje de su casa salía alguien que no era él,
aunque se le parecía.
—¡Explíquese! —conmina el comisario.
—Era un hombre que de lejos me dio la sensación de que era Manuel. Ya
sabe, grueso y no muy alto, pero por la forma de caminar ya vi que no era él.
—¿Le vio la cara?
—No, ya lo siento. Estaba muy lejos y de noche no hay la claridad
suficiente como para distinguir un rostro a según qué distancia.
—¿Está seguro de que eran las tres y media?
—Sí, seguro. Es a la hora que saco al perro cada día.
—¿Qué hizo ese hombre?
—Salía del garaje, como si acabara de aparcar. Cruzó por detrás, hacia el
parque, y lo perdí de vista. Ya no sé si se subió a un vehículo o se fue
caminando.
—¿Dónde vive usted? —sigue preguntando el comisario.
—En aquel chalé de allí —señala hacia una casa que está a unos
trescientos metros de donde se encuentran ellos.
—¿Escuchó algún ruido?
—¿Un ruido?
—Sí, como un disparo.
—No sabría decirle. Este barrio es muy silencioso, pero los domingos de
madrugada pasan por la calle muchos automóviles y motocicletas. Y las
motos de ahora son bastante ruidosas.
—Está bien, gracias —lo despide el comisario.
Un policía de judicial le pide el nombre, que anota en una libreta, y un
teléfono de contacto.
—Acabo de hablar con la hermana de Manuel —le dice la inspectora—.
Se llama Camelia y ahora viene hacia aquí. Me ha dicho que su hermano y
Plasencia estaban a punto de cerrar un negocio muy importante.
—¿Qué clase de negocio? —pregunta el comisario arrugando los ojos.
—Coincide con lo que me contó Castro que le dijo el constructor en la
cena —responde la inspectora—. Esta mañana habían quedado Plasencia y su
socio con un tercer hombre, que todavía no sabemos quién es, para cerrar un

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negocio millonario. Ya es una certeza que las muertes tienen que ver con ese
negocio, fuese el que fuese.
—¿Sabemos algo de ese hombre?
—No —responde Lidia, moviendo la cabeza de un lado hacia otro y
forzando una mueca de disgusto en los labios.
—Encontrar a ese hombre es indispensable para averiguar qué está
ocurriendo. ¿Has localizado a la secretaria?
—Tengo a dos policías de judicial trabajando en ello —comenta la
inspectora—. Ahora mismo deben estar camino del despacho del constructor
y están haciendo gestiones para localizarla.
—Es lo que más urge, Lidia, encontrar al tercer hombre.
—Estamos en ello, Juan. Estamos en ello —repite.

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El guardaespaldas del norteamericano lleva un rato esperando en el Paseo de


Sagasta, donde se ha sentado en un banco que hay cerca de El Corte Inglés.
En la oreja izquierda porta un pinganillo conectado todo el tiempo con el
teléfono móvil de Orson. Cualquier variación le será informada de manera
instantánea. Orson le ha escrito que se demorará en salir del despacho de
Plasencia, ya que hay, por lo visto, un contratiempo. Y Bruce se ha sentado en
espera de nuevas instrucciones que provengan de su jefe.
«Estate pendiente», le llega un mensaje desde el teléfono de Orson, «creo
que Manuel está a punto de salir por la puerta del edificio».
«¿Lo sigo?», pregunta en otro mensaje.
«No. Sé que ha salido o va a salir, pero no sé a dónde va. Por lo visto no
tiene los papiros o no sabe dónde los puede tener».
«Lo que usted me diga, jefe».
«Sigue en tu puesto y te iré informando de si ocurre algo extraño. Yo
estoy aquí arriba, con la secretaria de Plasencia. Esto no me está gustando».
Bruce abre un paquete de chicles y se introduce uno en la boca. Por la
mañana, tal y como le ordenó Orson, alquiló un vehículo con el que viajarán,
una vez adquiera los papiros, hasta Barcelona. Lo ha dejado aparcado cerca
del hotel y, en cuanto Orson le avise, lo irá a buscar y lo recogerá donde le
indique.
Una vez en Barcelona, se subirán al jet privado que el norteamericano
tiene contratado y con el que viajaron desde Estados Unidos. Pero Orson está
desconfiando de su contacto, del que percibe un comportamiento extraño.
Unido a la ausencia de Plasencia, cuando los papiros son suyos, origina que le
envíe un mensaje a Bruce:
«Ojos bien abiertos», le dice en inglés.
—¿Hace mucho que trabaja para el constructor? —le pregunta Orson a
Martina, en un intento de hacer la espera más agradable.
—Comencé a trabajar en el mes de marzo —responde la chica, con una
sonrisa permanente en sus labios.
—¿Cuatro meses?
—Sí. Llevo cuatro meses en la empresa —ratifica.

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Orson es un hombre de mirada sagaz, que observa de forma constante su
entorno. No se le escapa que hoy es domingo y sabe que en España, como en
Estados Unidos, los domingos las empresas están cerradas. Sin embargo, su
contacto lo citó en festivo. No le es extraño, porque entiende que los dos
vendedores buscan no llamar la atención. Pero eso no explica la presencia de
la secretaria. Sobre todo cuando no es necesaria para el negocio que van a
cerrar.
—¿Siempre trabaja usted los domingos?
Los ojos de Martina se encienden en un brillo anímico, como si temiera
no ser capaz de responder a las preguntas que el norteamericano le está
haciendo.
—No —responde con sequedad.
Cada vez que habla balancea la cabeza, mostrando inseguridad, y su
cabello desprende el aroma amelocotonado del perfume que surge de su
cuello. Orson la observa con los ojos encogidos y se fija en su vestimenta. La
chica parece que está preparada para salir de fiesta y la demora de su jefe la
está incomodando.
—Pero hoy es domingo y usted está trabajando —anota el norteamericano
—. Le tendrá que pagar horas extras.
—Hoy es un día especial.
—¿Especial en qué sentido?
Martina esboza en los labios una sonrisa estúpida, como si le costara
mantener la conversación con Orson.
—Ya sabe por qué es especial.
—¿Qué tengo que saber?
—La venta de los manuscritos griegos.
—¿Manuscritos? ¿A qué manuscritos se refiere?
La expresión de Martina se demuda de tal forma, que su cara parece un
tomate de roja que se ha puesto.
—Los papiros —balbucea.
—¡Sí, claro! —exclama el norteamericano, esbozando una sonrisa en los
labios—. Solo estaba bromeando con usted. Pero me ha parecido escuchar
que no están aquí.
—Por eso Manuel ha ido a buscarlos.
—¿Dónde están?
—Los tiene Plasencia.
—¿Y dónde está Plasencia?

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—Escuche, señor Orson. Es mejor que todo lo que tenga que hablar sobre
este tema lo haga con ellos dos —dice Martina antes de salir de la sala de
espera, donde deja solo al norteamericano.
Orson se sienta y coge una revista de arquitectura que hay sobre la mesa
de cristal, hojeándola con desgana.
Martina sale al balcón, que hay en el despacho del constructor. Desde allí,
y con cautela, lanza una llamada.
—¿Qué?
—El norteamericano se está impacientando.
—Dile que enseguida estoy.
—¿Dónde has ido?
—Estoy buscando a Emma. Regresaré en cuanto sepa en qué otro
escondite pueden estar los papiros.
—Me ha hecho unas preguntas que no me han gustado nada.
—¿Qué clase de preguntas?
—Quiere saber dónde está Plasencia.
—Escucha, Martina, no puedo hablar. Estoy llegando a Utebo. Pero una
cosa te quiero comentar, ya que no recuerdo si en la sala de espera hay un
televisor.
—Sí, hay uno de plasma colgado en la pared.
—Pues ingéniatelas para que el norteamericano no lo ponga en marcha.
—¿Por qué?
—En el telediario de Aragón están dando la noticia de los asesinatos de
Plasencia y Manuel. Si Orson lo ve, estamos perdidos. Se acabó el negocio.
—Escucha, abuelo —habla Martina con voz serena—. Este tío ha viajado
siete mil kilómetros y está dispuesto a pagar un millón de euros por unos
objetos encontrados en un yacimiento arqueológico que ha sido expoliado a
espaldas de las autoridades. ¿De verdad crees que le importa quién los vende?
Lo que quiere es tenerlos, vengan de donde vengan. Lo que te quiero decir, es
que si se entera de que Plasencia y Manuel han muerto, él no se echará atrás y
seguirá con la compra.
—¡No! ¡Escúchame tú a mí! Ese tío es un comerciante que quiere
engrosar su colección de antigüedades, cueste lo que cueste. Pero no es un
estúpido que se haya caído de un almendro anteayer. Si se entera de que
Plasencia y Manuel han muerto y que nosotros tenemos los papiros, nos los
comprará igualmente, sí, pero no a ese precio. Ten por seguro que nos
ofrecerá una cantidad muy inferior. ¿Y sabes por qué? Porque habríamos
perdido la capacidad de negociar. Mantenlo ahí, en la sala de espera, que

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enseguida sabré en qué otro lugar pueden estar los putos papiros y regreso en
cuanto los tenga. Él debe seguir creyendo que yo soy Manuel y que Plasencia
está desaparecido. Y que no vea la tele en ningún momento —dice antes de
colgar.

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El Dacia Sandero aparca en la misma calle Santiago de la localidad de Utebo,


donde Martina le ha dicho que vive Emma. Es una calle corta, por lo que no
ha tenido problema en encontrar la casa de la secretaria jubilada.
—Busco a la señora Emma —le pregunta a un hombre de unos setenta
años que está en la calle, fumando un enorme puro que balancea en sus labios.
—¿Emma? Sí, vive allí —señala con la mano hacia la puerta de una casa
que está a unos quince metros de donde se encuentran ellos.
—Gracias.
Es una casa de pueblo de dos plantas. No tiene garaje y la puerta de
acceso tiene un cristal esmerilado de color amarillo. En el buzón solo hay un
nombre, el de Emma. Sin tiempo que perder llama a la puerta, pulsando el
timbre una única vez.
—¡Ya va! —se escucha una voz femenina a lo lejos, que proviene del
interior de la casa.
Le abre la puerta una mujer que viste con una bata de tonalidad austera.
Tiene el pelo recogido en un moño apresurado. Sus facciones son
esqueléticas, como si pesara veinte kilos menos del peso que le corresponde
por su altura. Y tiene una mirada escrutadora, la misma de alguien que se
mantiene en permanente alerta. Del interior llega un aroma que no puede
distinguir, pero se fija que viene de una varilla de incienso que se consume
sobre un mueble recibidor que hay bajo un espejo redondo.
—¿Qué quiere? —pregunta la mujer en cuanto abre la puerta.
—¿Es usted Emma?
Ella lo analiza con la mirada, como si le sorprendiera que ese hombre, al
que no conoce, esté ahí, frente a su puerta, un domingo por la tarde.
—Sí. ¿Y usted es?
—Soy el socio de Plasencia —se presenta.
Emma lo observa con suspicacia.
—¿El socio de Plasencia? —repite, preguntando.
—Sí. Plasencia y yo nos asociamos cuando usted se jubiló. Por eso no me
conoce —fuerza una sonrisa.
—¿Y en qué le puedo ayudar? —se interesa Emma, consciente de que ese
hombre no le ha dicho su nombre.

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—Esta mañana he quedado con Plasencia en su despacho.
—¿Había quedado en domingo? —interrumpe las explicaciones que le
está dando.
—Así es. Habíamos quedado hoy porque uno de los asistentes no podía
venir ningún otro día.
—¿Y Manuel?
—¡No sé dónde está Manuel! —eleva la voz con enfado—. Esta mañana
—repite más despacio y con el tono más alto—, habíamos quedado con
Plasencia y otro hombre en su despacho. Plasencia le tenía que entregar unos
documentos que guardaba en la despensa. ¿Sabe a qué me refiero?
—Sí, lo sé. Sé qué es la despensa.
—Pues ahí, en la despensa, tenía que haber unos documentos que
necesitamos. Pero no están.
Emma lo observa con cierta desconfianza en la mirada, que no pasa
desapercibida para el hombre. Ella se encuentra en medio de la entrada,
sosteniendo la puerta con su mano derecha. En ese instante la calle está vacía
y no pasa nadie por detrás. La mujer se siente insegura.
—¿Quién me ha dicho que es usted?
—No se lo he dicho —dice mientras da un paso hacia delante y se
introduce en la casa. Empuja a la mujer, para que se desplace hacia atrás, y
cierra la puerta detrás de él.
La secretaria desencaja la expresión de sus labios.
—¿Está buscando los papiros de Montesblancos? —interroga con voz
temblorosa.
—Ahora nos vamos entendiendo —sonríe el hombre, empujándola con su
cuerpo hacia atrás, hasta que los dos llegan hasta el salón—. ¿Está usted sola?
—Mi hijo, que es policía, está en la cocina —balbucea Emma.
El hombre mira detrás de ella y comprende que le está mintiendo.
—¿Dígame dónde guarda Plasencia los papiros?
—En la despensa —responde.
—¿Y en qué otro sitio pueden estar?
—No conozco ningún otro sitio —contesta con aparente sinceridad—.
Desde que los rescataron del yacimiento, siempre han estado ahí.
—Tiene que haber otro sitio. Una nave, un almacén, otro despacho.
—¿Y por qué no se lo pregunta a él? —replica Emma—. Antes me ha
dicho que ha quedado con Plasencia en su despacho. Si está allí, pregúntele
dónde los ha podido guardar.

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—Escuche, señora —habla el hombre con brusquedad—. No tengo ni
tiempo ni ganas de que me vayan tocando los cojones. Dígame en qué otro
lugar pueden estar y me iré —le dice amenazándola con la mirada.
Emma lo mira fijamente a los ojos. Se arma de valor, porque es consciente
de que su fortaleza es lo único que puede hacer frente a las bravatas de ese
desconocido.
—Ahora recuerdo de qué lo conozco —le dice con la voz tan apagada,
que casi susurra—. Claro, no he caído cuando he abierto la puerta. Usted es
Flores, Miguel Flores, el policía local que se arruinó apostando en el antiguo
casino de Montesblancos. Usted es aquel hombre que tuvieron que echar
varias veces del casino, cuando amenazó a los propietarios de entonces. Han
pasado los años, pero tiene el mismo aspecto, aunque con más kilos.
Flores sonríe con sarcasmo.
—Me alegro de su buena memoria. Pero se olvida de que en los años
ochenta los casinos de entonces, como los de ahora, eran unos auténticos
delincuentes. Ellos robaban a sabiendas de que lo hacían y no les importaba
trucar las máquinas para que los jugadores siempre perdiéramos. Entonces, yo
tenía veinticinco años y toda una vida por delante. Me había casado y estaba
esperando que llegara mi única hija. Necesitaba dinero y apostar en el casino
me pareció una honrosa forma de conseguirlo. Ellos saben cómo atraparte.
Por eso primero te dejan ganar y luego, poco a poco, te van sangrando hasta
que no te queda nada. Me convertí en un drogadicto del juego y lo perdí todo:
el dinero, la familia y la dignidad. Mi mujer me abandonó, porque no quería,
junto a nuestra hija, ser testigo de mi destrucción. Casi estuve a punto de
perder el trabajo, por el abuso del alcohol y el tabaco. Pero ya ve, señora
Emma, al final pude salir y ahora, después de todos estos años, la vida me
devuelve lo que me quitó en forma de yacimiento arqueológico. ¿Cuánto de lo
que iba a sacar Plasencia por la venta de los papiros le dará a usted?
Mientras habla, Emma cada vez se retira más hacia la puerta de la cocina.
Es una mujer enclenque, de casi setenta años, y sabe que no podrá enfrentarse
a un hombre fortachón como Flores, por lo que su única baza es el diálogo.
—Nada.
—¿Lo ve? Plasencia iba a sacar una fortuna por la venta de los papiros y a
usted no le iba a dar nada.
—El terreno es suyo. Y, por lo tanto, también es suyo lo que hay debajo.
—Mientras yo me dejaba el dinero en el casino, Plasencia ni siquiera era
el propietario de la tierra. Él llegó después. Y lo hizo porque tenía los seis
millones de euros que pagó por conseguirlo. El dinero envilece al que lo

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posee y sangra al que lo pierde, creyendo que algún día lo tendrá. Plasencia es
un oportunista. Alguien que vio el negocio y disponía de los recursos para
explotarlo.
—Él no sabía lo del yacimiento cuando adquirió el terreno. Fue Manuel
quien se lo dijo. Y cuando Manuel estuvo en el despacho por primera vez, ni
siquiera se conocían. Fue una casualidad que Plasencia hubiera comprado
Montesblancos. Sus intenciones eran honestas. Lo compró porque quería
revitalizar el casino.
—No me hable de intenciones honestas, señora. Plasencia es una
garrapata que sangra a los demás para conseguir sus fines. No sé si sabía lo
del yacimiento cuando compró Montesblancos, pero lo que sí debería saber es
que con su casino y sus salas de juego arruinaría a muchas, muchísimas,
familias. Y no le importó, porque con la desgracia de los demás él se haría
más rico.
—¿Qué es lo que quiere de mí? ¿Por qué ha venido a mi casa?
—Quiero saber dónde están los papiros.
—¿Para qué quiere los papiros?
—Para qué quiere los papiros. Para qué quiere los papiros… —se burla—.
Los quiero y punto. Dígame dónde están ahora mismo y me iré por donde he
venido. Esto no tiene que acabar mal. ¿Entiende lo que le digo? Los papiros.
¿Dónde coño guarda Plasencia los papiros? —pregunta despacio, como si
estuviera deletreando.
—¿Qué le ha ocurrido a Plasencia?
—Está de vacaciones, junto con Manuel. Los dos se han ido a dar un largo
viaje y tardarán mucho en regresar. Los papiros, ¿dónde están?
En ese instante Emma sabe que tanto Plasencia como Manuel han muerto.
—Le aseguro que no lo sé. Plasencia todo lo guarda en la despensa.
—Tiene que haber otro sitio —asegura Flores.
—Si lo hay, no me lo dijo.
—Usted lleva trabajando para él veintiséis años y antes estuvo trabajando
como secretaria del anterior dueño de Montesblancos, por lo que sabe más
que los ratones colorados. Tiene que conocer, por fuerza, todos los escondites
donde esta gentuza guarda sus tesoros. ¡Dígame dónde pueden estar los
papiros! —amenaza, extrayendo de la sobaquera de su chaquetilla una pistola
tan grande que Emma emite un pequeño quejido.
—¡Es usted un asesino! —dice justo antes de caer de espaldas, dando con
su cabeza contra la librería, cuando el arma de Flores realiza un único disparo.

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—Lo que les voy a contar deben prometerme que no se lo dirán a nadie —les
dice Camelia al comisario y a la inspectora, que la escuchan en silencio en el
pequeño jardín de la casa de Manuel.
La mujer encoge tanto el rostro cuando habla, que sus ojos se convierten
en dos pequeñas bolas redondas, que parecen unas canicas de vidrio.
—Claro, somos policías —afirma el comisario, retirándose un par de
pasos hacia atrás, para alejarse del resto de policías que están en la escena del
crimen y para que la presencia del cuerpo de su hermano, que todavía no se
han llevado los de la morgue, afecte a Camelia.
Lidia lo secunda.
—Nosotros somos de Nuez de Ebro, un pequeño pueblo que está a media
hora en coche desde Zaragoza. —Juan y Lidia asienten con la cabeza,
indicando que conocen el pueblo—. Nuestro abuelo, Gaspar, se crio allí.
Murió en el año 1975, cuando tenía ochenta y tres años. Entonces, Manuel
tenía quince años y yo ya había cumplido los veinticuatro. La historia se
remonta al año 1920, cuando, según nos contó, estaba cultivando patatas en
un terreno que le cedió un terrateniente. El suelo se hundió bajo sus pies y se
cayó varios metros, hasta que fue a dar de bruces con una tumba romana del
siglo quinto antes de Cristo.
El comisario y la inspectora se miran de reojo, porque creen que la
historia que les está contando la hermana de Manuel no es importante para
esclarecer el crimen.
—Vaya al grano, señora Camelia. Se lo ruego —apresura el comisario.
—El abuelo había encontrado un papiro y sé que mi hermano contactó
con Plasencia cuando adquirió Montesblancos, que es donde está el
yacimiento del que les hablo. Entre los dos encontraron la tumba y rescataron
dos papiros que faltaban para completar una obra completa.
—¿Unos papiros? —preguntan al mismo tiempo el comisario y la
inspectora.
—Mi hermano fue quien se encargó de buscar información sobre lo que
habían encontrado y se puso en contacto, a través de una página de internet,
con un coleccionista norteamericano, que les pagaría una considerable suma
una vez comprobara que los papiros eran auténticos.

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—¿Sabe el nombre de ese coleccionista?
—No, lo siento. —Camelia niega con la cabeza—. Si mi hermano me lo
dijo, no lo recuerdo. Lo que sí sabía es que iba a viajar a España estos días.
—¿Hoy? —pregunta el comisario.
—No me lo dijo. Me habló de que en unos días vendría, le enseñarían lo
que habían encontrado en el yacimiento y él les pagaría. Pero no sé si era hoy
u otro día.
—¿Recuerda si le comentó algo más de ese americano? —pregunta Lidia
—. Qué edad tenía, cómo viajaría a España o cualquier información que nos
pueda ser útil para identificarlo.
—Me dijo que el coleccionista le iba a pagar un millón de euros por los
papiros.
El comisario y la inspectora cruzan sus miradas.
—¿Ha dicho un millón de euros? —consulta la inspectora.
—Eso me dijo mi hermano.
—¿Por los tres papiros? —insiste la inspectora.
—Sí. Eso me dijo.
—Es imposible que tres papiros, por muy antiguos que sean, valgan esa
cantidad —cuestiona Lidia, sin dejar de sonreír.
—No creas —interviene el comisario—, hace unos años subastaron un
papiro egipcio por un millón y medio de dólares.
La inspectora se lleva la mano a la boca.
—Pues no tenía ni idea de que esas cosas valieran tanto.
—¿Recuerda algo más del comprador? —le pregunta el comisario a la
hermana de Manuel.
—Lo siento, no recuerdo nada más. Ya les digo que mi hermano era
reservado. Y ahora, si me disculpan —dice mirando hacia un grupo de
personas que se acercan hacia la casa con el rostro compungido. Ellos
entienden que deben ser amigos y familiares.
—Gracias, Camelia —la despide Lidia.
El comisario y la inspectora se dirigen hacia la casa y se sitúan en la
puerta de acceso, a escasos metros del cadáver que hay en el suelo. El jefe de
policía científica está anotando algo en una libreta y otro agente, vistiendo
una bata blanca, está repartiendo alrededor del cuerpo unos triángulos
amarillos con un número distinto cada uno.
—Creo que ya tenemos el móvil de los crímenes.
Lidia balancea la cabeza, asintiendo.
—Un millón de euros es una bonita cantidad para matar.

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—Eso pienso —corrobora el comisario.
Por la escalera sube un hombre de unos cincuenta años, vistiendo
informal, con pantalón vaquero y camisa de manga corta de color azul, y se
dirige al comisario, al que ya conoce.
—Juan —lo saluda.
—Juez —repone el comisario.
—¿Me puedes decir qué está ocurriendo?
El comisario y el juez se alejan de la escena del crimen y salen a la parte
de atrás de la casa, donde un policía uniformado custodia la puerta para que
no entre nadie ajeno a la investigación.
—Nos dejas un momento —le solicita el comisario al policía, que se retira
hacia el interior del salón.
—Está claro que el asesinato del constructor de esta madrugada y el de
Manuel están relacionados —comienza a hablar el juez. Mientras lo hace, la
nuez se mueve en su cuello como si fuese una bola de pimpón arrastrándose
en el interior de una serpiente—. ¿Sabemos algo?
El comisario se frota los labios con dos dedos de una mano, como si
quisiera quitarse un rastro de saliva inexistente.
—Hemos confirmado que es la misma arma, una Heckler & Koch MK23
del calibre .45ACP. Este tipo de pistolas vienen equipadas de serie con un
silenciador, por lo que no son cómodas de transportar. Con el silenciador
enroscado en el cañón pueden llegar a medir 42 centímetros de longitud.
—¿Un profesional?
—No necesariamente —contraviene el comisario—. Un sicario
profesional hubiera ejecutado los crímenes de otra forma y no se hubiera
preocupado de asesinarlos en el interior de sus casas. Los dos son hombres
que viven solos y, siendo domingo, nadie tendría que saber de su muerte hasta
mañana, lunes. Pero teniendo en cuenta que los dos estaban de vacaciones,
hasta el 4 de septiembre, el asesino no se esperaba que hoy diéramos con los
dos cuerpos. Si no hubiera sido por una serie de casualidades, en especial en
el primero, que se dejó su vehículo mal estacionado en el restaurante donde
cenó ayer, ni siquiera lo hubiéramos descubierto hoy.
—¿Por qué lo dice? —muestra interés el juez.
—Encontrar los dos cuerpos ha sido una cadena de coincidencias.
Plasencia dejó el coche mal aparcado en el restaurante de la Avenida de
Logroño, cuando estuvo ayer por la noche cenando con unos amigos, y al
cogerlo se percató de que tenía una rueda pinchada. Esta mañana, el agricultor
de los terrenos frente a cuya verja estaba aparcado el coche, amenazó con

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avisar a la grúa y el dueño del restaurante, muy diligente, ha querido advertir
a Plasencia para que retirara el coche cuanto antes. Ese es el motivo por el
que se presentó en la casa del constructor y, casualidades de la vida, vio la
puerta del garaje entreabierta. Lo de Manuel ha sido más curioso todavía. La
inspectora de homicidios, Lidia —el juez cabecea sintiendo, porque ya la
conoce—, ha sabido que Manuel y Plasencia eran socios, después de hablar
con los comensales con los que estuvo cenando ayer el constructor. Ha
decidido visitarlo, para averiguar si sabía algo de su muerte, y es cuando, al
ver que no respondía, lo ha llamado por teléfono. Desde la puerta escuchaba
el tono de llamada, pero nadie la atendía. Me ha dicho que se ha encaramado
hasta la ventana de la habitación, cuya cortina estaba descorrida, y es cuando
ha visto el cuerpo tendido en el suelo.
—¿Algún sospechoso?
—Estamos buscando a un norteamericano —responde el comisario—. Por
lo visto, Manuel y Plasencia tenían en marcha un negocio con un desconocido
que tenía que venir a España estos días. Todavía estamos trabajando sobre esa
línea de investigación. Pero, hasta que no sepamos más de ese extranjero, no
podremos avanzar en quién es y por qué los ha asesinado, en el caso de que
sea él.
—¿Por qué sabe que es un norteamericano?
—Uno de los que cenó con el constructor ayer por la noche nos ha dicho
que hoy, por la mañana, había quedado con Manuel y otro hombre, para
cerrar un negocio. Su hermana nos ha confirmado que tenía que quedar con
un norteamericano, que llegaría en fechas próximas. Hemos deducido que el
tercer hombre de la reunión es él y que habían quedado esta mañana.
—Está bien —asiente el juez—. En cuanto tenga las diligencias iniciales,
envíeme una copia al juzgado para que podamos ir avanzando.
—Así será —se despide el comisario.

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—¿No tarda demasiado en regresar Manuel? —le pregunta el norteamericano


a Martina, cuando comprueba que ya son más de las nueve de la noche y su
interlocutor continúa desaparecido.
Orson lleva casi toda la tarde sentado en la sala de espera de la
constructora de Plasencia y hasta ese momento solo ha visto a la secretaria
tres veces: una en que entró y estuvieron hablando un instante; otra en que le
trajo una botella de agua y la otra en la que le dijo que enseguida llegaría
Manuel con los papiros. A través de la única ventana que hay en la
habitación, verifica que está oscureciendo y presiente que la persona con la
que ha quedado le está dando largas. No comprende por qué se ha ido, por
qué todavía no ha visto los papiros y por qué no sabe nada del legítimo
propietario del yacimiento arqueológico, el señor Plasencia.
—Enseguida regresará —replica Martina, sin perder la sonrisa en ningún
momento.
Orson, que se entretiene jugueteando con su teléfono móvil, donde está
viendo vídeos de YouTube, la contempla con expresión de inconformidad.
Sabe que hay algún problema y que el vendedor está ganando tiempo por
algún motivo que desconoce. Pero desconfía, porque todavía no ha visto a
Plasencia y su único interlocutor, Manuel, parece que sea una persona distinta
con la que estuvo negociando la compra de los papiros. Todo es tan extraño,
que incluso sopesa cancelar la compra y regresar a Estados Unidos al día
siguiente.
—Escuche, señorita —le dice a la secretaria—. Durante mi estancia en
Zaragoza me alojo en el Gran Hotel. Hoy ya se ha hecho tarde y percibo que
su jefe tiene problemas para encontrar los papiros. No hay que hacer las cosas
de forma apresurada, porque eso significa que se hacen mal. Si le parece, lo
mejor es que me vaya al hotel y mañana, con más tiempo y con más calma,
podemos volver a reunirnos. —Seguidamente, observa el reloj de la pantalla
de su teléfono móvil, que balancea en la mano.
—He hablado con él hace un momento y me ha dicho que regresará
enseguida. De hecho, creo que está de camino hacia aquí —replica Martina,
con un tono de voz que busca ser convincente.

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Orson apaga la pantalla de su móvil y presta atención a la conversación
con la secretaria.
—¿Y le ha dicho si viene con los papiros?
Martina fuerza una sonrisa que se ve postiza.
—Lo mejor es que usted espere a que llegue él y ya le comentará lo que
sea personalmente.
—Está bien. Está bien —parece que acepta el norteamericano—. Haremos
una cosa —dice mirando de nuevo el reloj del móvil—. Me voy a esperar
hasta que sean las diez de la noche y, si para entonces Manuel no ha
regresado con los papiros, nos emplazamos para mañana a primera hora,
sobre las nueve. El lunes por la tarde debo regresar a Estados Unidos y,
aunque no lo parezca, tengo cosas que hacer en mi país y creo que aquí estoy
perdiendo demasiado tiempo para nada.
Martina hace el ademán de salir de la sala de espera, mientras entorna la
puerta con la mano.
—Ahora llamaré a Flores y le comento lo que usted me ha dicho —repone
la secretaria—. Si él está conforme, se lo haré saber y podrán quedar mañana,
como usted indica.
Orson encoge los ojos con tanta dureza, que las patas de gallo de su rostro
ofrecen unos surcos profundos y negros. Seguidamente, observa el maletín
del ordenador portátil, que sigue encima de la mesa de cristal. Y se dirige
hacia la secretaria, que todavía no ha cerrado la puerta.
—¡Espere! —la llama—. ¿Quién es Flores? —interroga, forzando una
mueca de fastidio.
Martina vuelve a abrir la puerta. Su estilizada silueta se centra en el
marco.
—Me refiero a Manuel —responde con celeridad—. Lo llamo ahora
mismo y le comunico lo que usted me ha dicho.
—Sí, ya. ¿Pero quién es Flores? —insiste el norteamericano.
—No es nadie.
—No es nadie, pero usted lo acaba de nombrar.
—Lo he mencionado por error.
—Escuche, señorita, y atienda mi pregunta. Me dice que ha nombrado a
alguien por error, pero no me dice quién es esa persona. ¿Un novio?
Martina ve que Orson usa el teclado de su móvil, como si estuviera
escribiendo mientras habla.
—Así es, es mi novio —confiesa finalmente—. Me he equivocado al
decirle el nombre de Manuel. Flores es mi novio, el chico con el que he

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quedado esta noche para salir.
Orson se da cuenta de que está mintiendo y los mofletes de Martina se
amoratan tanto que están a punto de estallar. Es una chica joven y carece de la
experiencia necesaria como para mantener una mentira frente a un hombre
como Orson, que en lo referente al trato con otras personas tiene mucha
experiencia. Se siente cohibida y no sabe cómo apaciguar la curiosidad de ese
hombre, que la está acorralando verbalmente.
Por suerte para ella, el timbre de la puerta suena una única vez. Afuera
hay alguien llamando.
—Si me disculpa —le dice Martina al norteamericano.
Se acerca a la puerta y, estando en la creencia de que quien llama es su
abuelo, que regresa de la casa de Emma, abre sin observar antes por la mirilla.
Anhela que regrese con los papiros y concluya esta tarde que se le está
haciendo tan larga que cree que no aguantará la presión ni un minuto más.
—¿Quién es usted? —pregunta al ver frente a ella a un hombre
corpulento, con los ojos azules y con la cara tan blanca que parece albino.
—Orson me espera —dice en español. Pero con un acento americano tan
marcado, que apenas se le entiende.
Martina no tiene tiempo de responder, porque siente que detrás de ella se
aproxima el norteamericano, que ha salido del interior de la sala de espera
donde lo alojó cuando llegó. Se sitúa detrás de ella y la chica queda atrapada
entre los dos hombres, que la sobrepasan en altura y corpulencia. Traga
saliva.
—¡Pasa, Bruce! —le dice Orson al hombre que está en el rellano—. Ella
es la señorita Martina —la señala con la barbilla desde la espalda, mientras le
arrebata el teléfono móvil que la chica sostiene en la mano.
Bruce traspasa la puerta, sin pronunciar palabra alguna. Y seguidamente
la cierra. Martina los observa a los dos con el temor dibujado en la mirada.
Sabe que ocurre algo, pero no sabe qué.
—Venga —le dice Orson, cogiéndola por el hombro—. Vamos al
despacho, donde estaremos mejor y más tranquilos.
Ella alberga el peor temor de una mujer joven. Piensa que esos dos
hombres planean agredirla sexualmente. Y lo podrán hacer con toda la
impunidad del mundo. Están solos. En un edificio insonorizado. En un día
que no hay nadie más en todo el bloque. En una hora en que la gente ya está
en sus casas. En un mes que la mayoría de las empresas están de vacaciones.
Sus amigas no saben que ella está trabajando. Y el único que la puede ayudar
está en Utebo, buscando una información que ahora duda pueda encontrar.

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Los tres acceden al despacho de Plasencia. Bruce es el último en entrar y
cierra la puerta.
—Siéntese —le ordena Orson a Martina, señalando hacia un tresillo de
color negro que hay cerca del escritorio del constructor.
Ella obedece, porque no le queda más opción que hacerlo.
Orson se sienta en la silla de Plasencia, mientras que Bruce permanece de
pie, a su lado.
—¿Quién es ese hombre? —le pregunta Orson.
Ella levanta la mirada con la duda dibujada en los ojos.
—¿A quién se refiere?
—Al hombre que dice que es Manuel.
—Es Manuel —balbucea Martina.
El otro hombre alarga un brazo y coge a Martina por el cuello. Su mano es
tan grande, que la chica siente como si tuviera un garfio clavado. Solo
necesita apretar un poco sobre la garganta para que ella caiga al suelo y clave
las rodillas en la moqueta. Su falda abierta muestra las piernas bronceadas.
—Se lo preguntaré otra vez —habla Orson—. Pero piense que solo lo haré
una vez más. Si la respuesta no es la correcta, Bruce le romperá el cuello. Y le
aseguro que es muy capaz de hacerlo.
Martina se está retorciendo de dolor en el suelo, mientras hace
aspavientos para quitarse la presa de la garganta, agarrando con las dos manos
el brazo de ese desconocido. Pero es como si estuviera cogiendo el brazo de
una estatua de mármol.
—Se llama Flores —musita casi sin voz—. Flores, se llama Miguel Flores
—repite, ahora con el tono más alto.
—¿Y quién es Flores? —interroga el norteamericano, haciéndole un gesto
a Bruce para que afloje la mano que atenaza el cuello de la chica.
—Es mi abuelo.

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Se llama Roque y es vecino de Utebo desde hace setenta y dos años, cuando
nació. Esta calurosa noche del mes de julio ha salido a la calle, como viene
haciendo cada día, a liarse un cigarrillo y fumárselo sentado en uno de los
bancos que hay frente a la fuente de la plaza. Le reconforta el sonido del agua
manando y el sentimiento de frescor que transmite.
Por el centro de la plaza transita una chica joven, a la que conoce del
pueblo, tirando de la correa de un golden retriever que camina con la lengua
por fuera. Roque se fija en el culo de la chica, que abulta en unos pantalones
vaqueros cortos, tan ajustados que ella tiene dificultades para caminar.
—¡Viejo verde! —lo increpa una mujer de unos sesenta años, que está
regando las plantas que hay al lado de la puerta de su casa, a unos cuatro
metros detrás de donde se encuentra él.
Roque sonríe, porque sabe que esa mujer, a la que conoce desde hace
varias décadas, está bromeando. Ella le devuelve una sonrisa pícara.
—¿Quién es esa cría? —le pregunta Roque, cuando la chica del perro se
pierde por la siguiente esquina.
—Ya sabes quién es. Es la hija de Vanesa —responde—. La de la
confitería.
—¡Jo! —exclama Roque—. Pues no veas cómo se ha puesto la niña.
—Emma no ha sacado la basura —le dice la misma mujer, apurando la
regadera metálica que sostiene en la mano.
Roque levanta la cabeza y observa la fachada de la casa de Emma, que
está a unos pocos metros enfrente de donde están ellos. Las persianas siguen
levantadas, cuando ella tiene la costumbre de bajarlas en cuanto anochece.
Hay luz en el salón. Y en una de las habitaciones de la planta superior. Pero
desde ninguna de las ventanas se percibe movimiento dentro de la casa.
Gira la cabeza para preguntarle a la mujer que está regando las plantas si
sabe dónde está Emma, pero ella ya se ha metido en su casa y ha cerrado la
puerta.
Roque, cuyo cigarro está a punto de consumirse en los labios, se pone en
pie y se acerca hasta la casa de Emma. Le parece extraño que todavía no haya
sacado la basura, cuando el camión está a punto de pasar. Acerca la oreja a la

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puerta, para ver si se escucha el sonido del televisor. Sabe que ella no oye
muy bien y a veces su tele se escucha desde la calle. Pero el silencio es total.
Con los nudillos de la mano derecha aporrea un par de veces la puerta, de
forma tímida. Tampoco quiere que, si la mujer está en la casa, se asuste.
—¡Emma! ¡Soy Roque! —dice sin elevar mucho la voz, para que no lo
oigan los vecinos.
Del interior sigue sin venir ningún sonido.
—Tiene visita —le dice Alfonso, un vecino de cincuenta años que en ese
momento pasa por delante de la casa—. Esta tarde, no hace mucho, ha estado
aquí un hombre.
—¿Un hombre? —se interesa Roque.
—Sí. He pasado por la calle cuando venía en bicicleta y he visto que había
un hombre en la puerta, llamando. Al llegar a la esquina me he girado, para
ver quién era, porque los vecinos ya sabemos que Emma nunca recibe visitas,
y he visto que ella le abría la puerta y el hombre entraba dentro.
—¿Sabes quién era?
—No lo he visto bien, pero no me suena. No era del pueblo.
Roque traga saliva, arroja el cigarro ya consumido al suelo y vuelve a
llamar a la puerta, esta vez pulsando el timbre varias veces. El otro vecino ya
se ha ido y en ese instante no hay nadie en la calle. A lo lejos se escucha el
ruido característico del camión de la basura.
—¿Habéis visto a Emma? —le pregunta a una pareja de novios, de no
más de diecisiete años, a los que conoce del pueblo, cuando pasan por la acera
de enfrente.
Los dos cabecean negando, sin soltarse de la mano y sin detener el paso.
—No la hemos visto —habla ella.
—Vale —chasquea la lengua Roque.
La pareja se marcha y por la misma esquina accede el camión de la
basura. Hace tanto ruido que hasta los cristales de la casa de Emma vibran.
Un chico negro, de unos treinta años, vistiendo un mono de color azul y unas
botas de cordones, camina pegado a la acera y aboca los cubos de basura en la
caja del camión, que se ha parado en medio de la calle, con los cuatro
intermitentes encendidos. Cuando llega a la casa de Emma pasa de largo,
porque su cubo, que saca a diario, no está.
El chico se sube al camión, en la parte de atrás, y circula hasta que se
pierde en la esquina donde está la plaza. El silencio regresa y Roque, que
distingue las luces encendidas en el interior, sospecha que algo le ha ocurrido

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a la mujer. Desde que la conoce jamás se ha hecho de noche sin que ella baje
las persianas. Y nunca sale pasadas las nueve. Y menos en domingo.
Cruza la calle y llama al timbre de la casa azul que hay enfrente. Le abre
la puerta Basilio, un vecino de Utebo que trabaja en Zaragoza de mecánico.
—¿Está tu hijo? —le pregunta.
—¿Mi hijo? —pregunta a su vez Basilio, con cara de pocos amigos—.
¿Para qué lo quieres?
—Quiero preguntarle una cosa —responde Roque, sin dar más
explicaciones.
—¡Fermín! —escucha que grita Basilio, mientras entra de nuevo en su
casa—. Roque pregunta por ti.
En unos segundos asoma la cabeza de pelo largo y liso un chico de menos
de veinte años, con barba de varios días y con los lóbulos de ambas orejas
cosidos con pendientes de diversos tamaños. Lleva una camiseta de color
negro con un dibujo de Motörhead, donde se distinguen los dos brazos
tatuados, aunque escuálidos. Roque sabe que Fermín tiene una conocida
habilidad en la apertura de todo tipo de cerraduras. Lo sabe él, lo sabe su
padre, lo saben los vecinos de Utebo, y lo sabe la Guardia Civil, cada vez que
viene a buscarlo a causa de su maestría con las ganzúas.
—¿Qué ocurre, Roque? —pregunta el chico, saliendo a la calle y
colocándose frente a él—. Me ha dicho mi padre que quieres verme.
Roque lo coge por el hombro y lo aparta hacia el centro de la calle, para
que desde su casa no escuchen lo que quiere decirle.
—¿Tú sabrías abrir la puerta de la casa de Emma?
Fermín lo mira con ojos de sorpresa, como si lo que le está pidiendo
Roque sea lo último que se esperaría de él.
—¿Para qué quieres que lo haga?
—Hoy no ha sacado la basura —le dice—. Y ella siempre lo hace. En el
interior hay luz, pero la puerta está cerrada y no responde al timbre. Temo que
le haya pasado algo.
—Pues llama a la Guardia Civil y que sean ellos los que lo comprueben.
—Venga, Fermín, ya sabes que la Benemérita no está para estos
menesteres y es mejor que seamos los vecinos los que solucionemos estas
cosas. Si Emma no abre, quizá es porque no puede.
El chico lo contempla con los ojos caídos, como si se sintiera molesto
porque quiera usar su habilidad con las ganzúas.
—¡Está bien! —acepta—. Abro la puerta y me voy. No quiero saber nada
de lo que sea que te traigas entre manos.

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Fermín entra en su casa, mientras que Roque cruza al otro lado de la acera
y se planta frente a la casa de Emma. Al poco se acerca el chico, sosteniendo
en la mano un plástico de una botella de litro de Coca-Cola. Sin decir nada,
observa un instante la cerradura.
—No está cerrada con llave —dice.
Y seguidamente introduce el plástico entre el marco de la puerta y el
pestillo. Da un fuerte tirón hacia abajo y la puerta se abre.
—Todo tuyo —le dice a Roque, mientras se aleja hacia su casa.
Roque empuja la puerta con la mano y la abre del todo. Sin tiempo que
perder, cruza el pasillo y se dirige hacia el salón. Conoce la casa, porque ha
estado alguna vez, y sabe dónde están las habitaciones. Frente a la puerta de
la cocina divisa una extensa mancha de sangre.
Se adentra con celeridad y ve el cuerpo tendido en el suelo, con la cara
roja de sangre y con un aspecto irreconocible. Pero, por la ropa que lleva,
sabe que se trata de Emma.
Con torpeza descuelga el teléfono fijo que hay colgado en la pared de la
cocina y marca el número de Emergencias.
—Estoy en una casa de la calle Santiago de Utebo, frente al
supermercado. Me llamo Roque y la propietaria de la casa se llama Emma.
Vengan, por favor, ella está malherida en el suelo y necesita ayuda.
En ese instante no sabe que Emma está muerta y que las lesiones del
rostro no son de una caída, sino de un disparo.

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Orson no deja de observar a Martina, que está sentada en el suelo, al lado del
escritorio de Plasencia. La chica encoge las rodillas, que atrapa con ambas
manos, y llora tanto que se le ha corrido todo el rímel por su cara. El
norteamericano, que le ha quitado el teléfono móvil y lo ha dejado sobre la
mesa, le dice que si se le ocurre cogerlo y llamar a alguien, o responder
alguna llamada que reciba, Bruce le romperá todos los dientes y la nariz.
—Y ya le advierto que es muy capaz de hacerlo —amenaza.
—¿Nos vamos? —le pregunta Bruce a Orson.
—Echa un vistazo por los armarios, no sea que los papiros estén
escondidos en algún otro lugar. Tengo entendido que los habían guardado en
el interior de unos tubos portaplanos, por lo que no creo que ocupen mucho
espacio.
Mientras Bruce obedece, removiendo las estanterías del despacho, y
arrojando objetos al suelo, Orson se acuclilla frente a Martina y la mira
directamente a los ojos. No hace falta que se esfuerce en atemorizar a la
chica, porque la expresión de su rostro es de pavor. Ella, en ese instante,
piensa que esos hombres la matarán, haga lo que haga. En todo el edificio no
hay nadie más y aunque grite es imposible que la escuchen desde la calle.
Además, la expresión de la mirada del otro norteamericano, Bruce, no le
gusta, porque la contempla con lujuria en los ojos. Teme que, si se quedara a
solas con ella, la agrediría sexualmente.
—¿Cómo lo supo? —le pregunta Orson a la chica, que mantiene la cabeza
agachada, metida entre las rodillas.
—No le entiendo.
—¿Cómo supo su abuelo que Plasencia y Manuel habían encontrado los
tres papiros y que yo los iba a comprar?
Martina resuella con tanta fuerza, que le salta un hilo de mucosidad de la
nariz y se estrella contra la camisa del norteamericano.
—Lo siento —se disculpa, arrugando los labios con fuerza.
—No pasa nada, Martina —le dice limpiando la saliva con la mano—.
Quiero que entienda que si responde a mis preguntas y hace lo que le digo, no
le pasará nada. ¿Lo comprende?

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Ella cabecea asintiendo, como esos perritos que viajan en la bandeja
trasera de los coches.
—Dígame, ¿cómo lo supo su abuelo?
—Se lo dije durante una sobremesa. Mi madre y yo habíamos ido a comer
a su casa. De vez en cuando a ella le gusta ir a ver a su padre, aunque en
tiempos pasados no se llevaron bien, y el abuelo está contento cuando lo
visitamos. Mientras mi madre preparaba un guiso, el abuelo y yo nos
sentamos en el salón y me preguntó cómo me iba mi trabajo en la
constructora de Plasencia. Yo estaba contenta, porque era la primera vez que
trabajaba y Plasencia se portaba muy bien conmigo. Tengo libertad de horario
y lo cierto es que mi labor no es agotadora. Tenía que limpiar el despacho,
mantener las cuentas al día y transcribir cualquier informe que él me
encargara. Y entre semana contesto al teléfono. Mi llegada a la empresa fue
en un momento bastante complicado, porque tanto el constructor como
Manuel estaban enfrascados en la excavación del terreno. Yo había escuchado
las conversaciones entre Plasencia y Manuel, y sabía que habían encontrado
dos papiros que, junto con el que tenía Manuel, eran muy valiosos. En un
momento de la conversación se lo dije. Le conté que ellos habían encontrado
algo a mucha profundidad y que lo guardaban en el despacho. Y le dije que lo
querían vender. Mi abuelo se interesó por la historia y me preguntó por todos
los detalles. Enseguida quiso saber de cuánto dinero estábamos hablando.
Cuando le dije que había escuchado que las piezas se iban a vender por un
millón de euros, sus ojos casi se le salen de las cuencas. Entonces fue cuando
me dijo que quería ver los papiros.
—Y usted se los mostró —interrumpe Orson, para agilizar las
explicaciones de Martina.
—Vinimos un domingo por la tarde, cuando no había nadie en el edificio.
Como hoy. Cogí la llave del escritorio de Plasencia y abrí lo que conocemos
como la despensa —señala detrás del norteamericano al espacio cuya puerta
está abierta—. Mi abuelo abrió la bolsa y estuvo toqueteando los papiros
dentro de los portaplanos. Me preguntó si estaba segura de que los papiros se
iban a vender por un millón de euros. Y yo le dije que sí, porque incluso había
iniciado el trámite para abrir una cuenta en un banco de Panamá, donde se
recibiría el dinero. Me dijo que cuando supiera que usted iba a venir a
Zaragoza, se lo dijera. Y un día, cuando ya lo supe, se lo dije. Entonces mi
abuelo me confesó que tenía un plan.
—¿Un plan?

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—Sí, me dijo que lo tenía todo tan planificado que saldría bien y que
nadie iba a salir lastimado. Su plan consistía en hacerse pasar por Manuel. Yo
tenía acceso a los correos electrónicos que intercambió con usted, porque se
fiaba de mí y me dejaba acceder a su ordenador, sobre todo cuando me pidió
que tenía que abrir una cuenta en Panamá, con las instrucciones que usted le
facilitó. Mi abuelo lo recibiría en la estación y le entregaría los papiros a
cambio del millón de euros. La cuenta de Panamá la abrí a nombre de Flores,
para que el dinero, cuando lo transfiriera, fuese él el que lo recibiera.
Cuando termina de hablar, Orson se la queda mirando con expresión de
duda. Hay algo que la chica no le ha dicho. Algo que cojea en su declaración.
—Escuche una cosa, Martina. Mientras su abuelo me acompañaba hasta el
despacho y se hacía pasar por Manuel. Y me decía que no encontraba a
Plasencia, ¿dónde se supone que estarían ellos?
—Plasencia se acostaría tarde, porque mi abuelo forzó una cena con sus
amigos la noche anterior.
—¿Y Manuel?
—No le entiendo.
Orson se da cuenta de que la chica sí que lo entiende, lo que ocurre es que
quiere hacer ver que no.
—Es muy sencillo de entender y creo que usted sabe a qué me refiero. Se
lo preguntaré de forma más sencilla: ¿dónde están Plasencia y Manuel ahora
mismo?
Justo lanza la pregunta, que Bruce se pone a su lado.
—Lo he registrado todo completamente y te puedo asegurar que los
papiros no están en ninguna parte —le dice a Orson en inglés, por lo que la
chica no puede entenderlos.
—Está bien —acepta—. Enseguida nos iremos —responde también en
inglés.
Después mira a Martina de nuevo y le repite la pregunta.
—¿Dónde están?
Ella encoge el rictus, como si se sintiera culpable.
—Muertos —responde finalmente.
—¿Y los papiros?
—No lo sé. Mi abuelo es lo que está buscando.
—¿Dónde estaban?
—Hasta ayer por la tarde estaban ahí detrás —señala hacia el hueco de la
pared—. Ahora ya no lo sé.

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—El hecho de que Plasencia sacara la bolsa de viaje con los papiros justo
ayer por la tarde, sin decírselo ni siquiera a su secretaria, indica que
sospechaba algo —le dice Orson a Bruce, en inglés—. Prepáralo todo, nos
iremos enseguida. Si el tal Flores ha matado a Manuel y a Plasencia, en no
demasiado tiempo la policía vendrá aquí. Y no tenemos que estar cuando lo
haga, porque nos vincularán con un asunto que ni nos va ni nos viene.
—¿Y ella? —le pregunta, señalando a Martina con la barbilla.
Orson la contempla con cierta expresión de lástima en la mirada.
—Es joven. Es ingenua. Ella no sabe nada y no ha tenido que ver con todo
esto. Además, ya has oído que ese Flores es su abuelo. La ha debido engañar
porque es un hombre codicioso y desalmado. Déjala.
—¿Estás seguro? Ella nos ha visto y sabe quiénes somos.
—Déjala —repite Orson—. No hablará.
Los norteamericanos bajan hasta el garaje, donde tienen el coche de
alquiler. Martina se incorpora y cierra la puerta con llave, por si esos hombres
regresan. Seguidamente, se mete en el baño y se lava la cara. La imagen que
despide el espejo es horrible. Tiene los ojos llorosos, la nariz se ha dilatado,
los labios amoratados y el vestido tan arrugado que parece que lo acabara de
sacar de un baúl.
El móvil, que Orson se lo había quitado y lo dejó sobre la mesa del
despacho, no para de vibrar, desplazándose en círculos. Martina lee el nombre
de su abuelo en la pantalla. Opina que cualquier cosa que haga estará mal
hecha. Si responde, mal. Si no lo coge, peor. Está de mierda hasta arriba y
nada ni nadie podrá salvarla. Es una estúpida que se ha fiado de su abuelo y
ahora ya es tarde para arrepentirse.
Ahora ya es tarde para todo.
El interfono de la puerta de acceso al bloque suena dos veces seguidas.
Martina se queda petrificada. Apenas tiene tiempo de pensar, cuando el
interfono vuelve a sonar. Pulsa el botón para que se encienda la pantalla, con
la certeza de que solo hay dos opciones posibles: su abuelo, que regresa de
casa de Emma; o los norteamericanos, que regresan porque se han olvidado
algo. En los dos casos está jodida.
La luz del vestíbulo se enciende y observa dos cabezas que no conoce.
Son dos chicos jóvenes. Y aunque el monitor ofrece una imagen precaria, sí
que distingue que uno de ellos ha puesto algo frente a la cámara, para que
Martina lo vea bien.
—Policía —dice, mostrando la placa y el carné profesional—. ¡Abra la
puerta!

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El comisario está hablando por teléfono, mientras Lidia conversa con el jefe
de policía científica. Cerca de ellos está la hermana de Manuel, que se ha
sentado en un vehículo que tiene la puerta abierta, y dos mujeres de su misma
edad la están atendiendo. Una de ellas le entrega una botella de plástico de
agua mineral.
—Si te lo cuento no te lo crees —le dice el comisario a Lidia, en cuanto
cuelga su teléfono móvil.
Ella está a punto de abrir la puerta del Renault Megane.
—Juan, hoy me creeré cualquier cosa que me digas.
—Acabo de hablar con la sala de coordinación de la Guardia Civil. Han
desplazado una patrulla a Utebo, a casa de una tal Emma.
—¿Emma? ¿No será la anterior secretaria de Plasencia?
—La misma —asiente el comisario—. La acaban de encontrar muerta.
Lidia se gira y mira a Juan directamente a los ojos.
—¿Me lo dices en serio?
—Como lo oyes —afirma rotundo—. ¿Y sabes cómo ha muerto?
—De un disparo en la cara.
—Pues sí —confirma el comisario.
La inspectora abre la puerta del Megane y le hace una señal para que suba.
—Vamos a Utebo ahora mismo —le dice.
—No. Utebo es de la Guardia Civil —rechaza el comisario—. Les he
dicho que me mantengan informado de cualquier avance que hagan allí y les
he comentado, sin desvelar nada de lo que estamos investigando nosotros, que
aquí llevamos un caso que puede estar relacionado con esa muerte.
El teléfono móvil de la inspectora vibra en el interior de su bolso. Lo
extrae y en la pantalla ve que es Félix quien la llama.
—Un momento —le dice al comisario, mientras responde.
Mientras Lidia habla con Félix, el comisario observa a la hermana de
Manuel, cuya expresión es de sufrimiento. Los policías de científica salen por
la puerta de la casa y en la calle aparca la furgoneta de la morgue. Camelia se
echa a llorar.
Lidia guarda el teléfono en el bolso y toquetea las llaves del Megane en
una mano, como si fuese un rosario.

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—Félix está ahora mismo en la oficina de Plasencia y me comenta que
hay algo extraño. Les ha abierto la puerta la secretaria y el despacho está
revuelto. Ella tiene expresión asustadiza y ojos de haber llorado. La han
interrogado, pero constantemente hace el esfuerzo de reprimir las lágrimas.
No ha dado respuestas creíbles de por qué está en el despacho, si es domingo,
y además están de vacaciones. Le ha preguntado qué ha ocurrido y la chica no
ha sabido responderle.
El comisario se muerde el labio inferior.
—Vayamos a ver qué sacamos nosotros —le dice a la inspectora, mientras
se sube al coche—. Esa chica tiene que saber qué es lo que ocurre.
Son las diez y media de la noche del domingo 16 de julio de 2023 cuando
Lidia aparca el Renault de judicial en la calle Antonio Gil de Jasa. En el
despacho de Plasencia les esperan Félix, su compañero y la nieta de Flores,
Martina.
—Déjame hablar a mí —le dice Lidia al comisario—. Las chicas jóvenes
se sienten más confiadas cuando hablan con otra mujer.
Llaman al interfono y es Félix el que les abre la puerta desde arriba.
—¡Subid! —les dice.
Cuando el comisario y la inspectora llegan al despacho de Plasencia, se
topan con una chica derrotada. La expresión de Martina es de desesperación.
Tiene los ojos rojos de tanto llorar. El maquillaje se le ha corrido por la cara,
incluso le ha manchado parte del vestido. Y su nariz parece una pera, de
gruesa que la tiene. En la mano derecha sostiene un pañuelo de papel tan
arrugado, que ha comenzado a deshilacharse.
—Salid —ordena el comisario a los policías de judicial, que salen al
rellano de la planta.
Lidia accede al despacho de Plasencia, donde Martina está sentada en el
suelo, con la espalda apoyada en la pared, mientras fuma un cigarrillo que
aspira como si fuese un manjar. No deja de mordisquear una de las uñas de su
mano izquierda, que está a punto de trocearse.
—Martina —le dice Lidia—. Soy inspectora de policía judicial y estoy
aquí para ayudarte. Sabemos lo que ha ocurrido, pero no lo sabemos todo.
Necesitamos que nos aclares alguna cosa.
Ella levanta la mirada como si fuese un animal desvalido, encerrado en
una jaula de la que no puede escapar, aunque lo intente.
—Yo no sabía lo que mi abuelo iba a hacer.
Lidia la observa con atención y reconoce a la chica que había en el
portarretrato de la casa de Flores. Entonces comprende que ella es su nieta. Se

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sienta a su lado, en el suelo, con dificultad, y apoya la espalda en la pared,
como ha hecho Martina.
—¿Flores es tu abuelo?
Ella respira con fuerza para despejar la nariz.
—Yo no quería que pasara esto —se disculpa con sinceridad.
Lidia apoya la mano en el hombro de la chica. Y lo acaricia con suavidad.
Después tuerce la cabeza y observa la puerta abierta del hueco que hay entre
dos estanterías que están a su izquierda. En el suelo, frente a ellas, hay varios
papeles y dos cajones de la mesa del escritorio están abiertos, como si los
hubieran registrado.
—¿Buscaban los papiros griegos?
Martina tuerce la cabeza.
—Sí.
Lidia la observa desconcertada.
—¿Quién los busca?
—Dos norteamericanos.
—¿Me los puedes describir?
Martina se enciende otro cigarrillo que extrae de un paquete arrugado que
está encima de sus piernas.
—Uno de ellos se llama Orson. Tiene setenta años, o por ahí andará. Es
alto y grueso, con el pelo lacio de color negro, que se nota que es teñido. El
otro también es alto, pero más joven. Tiene el pelo muy corto, de color blanco
y aparenta una gran fortaleza física.
—¿Te han hecho daño?
Martina mueve la cabeza, negando.
—No. Pero me he asustado.
—¿Sabes dónde pueden estar ahora?
—No. No lo han dicho.
—¿Cómo son los papiros?
—Pues unos papiros. —La chica fuerza una sonrisa—. No sé, están
metidos dentro de unos portaplanos de color plata.
—¿Dónde los transportan?
Martina la mira mientras se limpia los mocos con la palma de la mano.
—Estaban en una bolsa de deporte.
—¿Me puedes describir la bolsa?
—Sí, pero los norteamericanos no se han llevado los papiros.
Martina apaga el cigarrillo a medio fumar en un elegante cenicero de
cristal que hay en el suelo, junto a sus piernas.

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—¿No se los han llevado? ¿Y quién los tiene?
—Los papiros estuvieron ahí hasta ayer por la noche. Pero esta tarde,
cuando mi abuelo ha venido con el norteamericano, ya no estaban.
—¿Y dónde están ahora?
Martina sonríe como si estuviera poseída.
—¡No lo sé! —eleva la voz—. No tengo ni puta idea de dónde están los
papiros. Mi abuelo se ha pasado toda la tarde buscándolos, pero no han
aparecido.
—Tranquila —apacigua la inspectora—. Solo quiero ayudarte. —Lidia
trata de comprender qué es lo que ha pasado—. Entonces, ¿qué se han llevado
los norteamericanos?
—Nada, que yo sepa.
—¿Y el dinero?
—Tenían que hacer una transferencia a una cuenta que abrí a nombre de
mi abuelo en Panamá. Pero al final no lo han hecho.
Martina enciende otro cigarrillo, cuya boquilla se moja por las lágrimas
que le empapan la cara.
—¿Flores es el que iba a vender los papiros?
La chica propina una calada profunda y luego se pasa la palma de la mano
abierta por la punta de la nariz.
—Se hace pasar por Manuel para cobrar el dinero de los papiros. Pero los
norteamericanos ya saben que no es él.
Lidia mira hacia el comisario, que se ha quedado bajo el marco de la
puerta abierta. Pero él no la ve porque está hablando por teléfono.
—¿Y en qué otro lugar pueden estar los papiros?
—¡Ni puta idea! —responde la chica, apretando los labios con furia.
—¿Emma lo sabía?
—¿El qué?
—Si había otro escondite donde Plasencia podría haber guardado los
papiros.
—No lo sé. Mi abuelo cree que sí.
Lidia no le dice que Emma está muerta, porque cree que ella no lo sabe. Y
dado el estado de shock en el que se encuentra, prefiere no violentarla más.
—Está bien, Martina. Tranquila, que ya verás como todo se arregla.
La inspectora sale al rellano, donde Juan sigue hablando por teléfono. En
ese instante la cabina del ascensor se detiene en la planta donde están ellos y
salen dos enfermeros.

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—Los he llamado yo —le dice el comisario, justo cuelga el teléfono—. Es
mejor que examinen a la chica.
—Hay dos norteamericanos que están buscando los papiros de los que nos
habló Camelia. Por lo visto se los iban a comprar a Manuel y a Plasencia por
un millón de euros, pero el abuelo de Martina, Flores, se ha hecho pasar por
Manuel para cobrar el dinero.
—O sea que Flores es el abuelo de la nueva secretaria —acepta el
comisario—. Ahora parece que todo encaja.
—Los norteamericanos, Martina me confirma que son dos, solo buscan
los papiros. Pero como no los han encontrado, se han ido sin ellos.
A través de la puerta entreabierta distinguen a los dos enfermeros que
están atendiendo a Martina, que se ha sentado en la silla que hay frente al
escritorio de Plasencia.
—¿Qué hacemos con ella? —le pregunta la inspectora al comisario—.
¿La vamos a detener?
—No, de momento. Pero hay que citarla para que mañana pase por el
grupo de judicial y le tomaremos declaración. Nos esperan días de mucho
trabajo.

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Mientras descienden en el ascensor, el teléfono del comisario vibra en su


mano. Enseguida descuelga y atiende la llamada. Lidia aprovecha para
repasar los mensajes de su móvil, por si había recibido alguno nuevo mientras
hablaba con Martina.
Salen a la calle y caminan hacia el Megane. Al llegar, el comisario cuelga.
—Acabo de hablar con el jefe de la Brigada de Información. Le he
contado lo de los norteamericanos que estamos buscando y me ha dicho que
es relativamente sencillo dar con ellos, si se han alojado en un hotel de
Zaragoza. Los hoteles tienen obligación de registrar a los huéspedes con todos
los datos de filiación. Hemos quedado que me llamará en un rato, porque
asegura que a Zaragoza vienen pocos norteamericanos. Si se han alojado en
un hotel de la ciudad, lo sabremos enseguida.
—No creo que ellos sean los asesinos —interviene Lidia, antes de poner
el motor en marcha.
Juan la observa con el rostro serio.
—¿Por qué no?
—Martina me ha contado que esos hombres han viajado a Zaragoza para
comprar los papiros de los que nos habló Camelia. Manuel tenía que
recogerlos en la estación de Delicias y luego irían al despacho de Plasencia,
para cerrar el negocio. Por el motivo que sea, su abuelo, Flores, lo supo y se
ha hecho pasar por Manuel para recibir el dinero. El problema es que los
papiros no aparecen y Flores anda como loco buscándolos.
—Dame un segundo —le dice el comisario mientras habla por el móvil.
Lidia escucha que está cursando la orden de busca y captura contra Flores.
—La sala del 091 está dando instrucciones a las patrullas de que si ven a
Flores lo detengan y lo trasladen a dependencias de policía judicial. En un
principio lo interrogaremos como sospechoso de tres crímenes, antes de que
reunamos pruebas suficientes para acusarlo formalmente.
Justo termina de hablar, su móvil vuelve a vibrar.
—Estás muy solicitado —sonríe la inspectora.
El comisario habla por teléfono, mientras Lidia pone el motor en marcha y
observa el reloj del Megane, que marca las doce de la noche.
—Qué tarde es —murmura.

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—Acabo de hablar con el jefe de Información —le dice el comisario—.
Efectivamente, hoy al mediodía se han alojado en el Gran Hotel dos
norteamericanos, los únicos. Uno se llama Orson y el otro Bruce. No sabemos
nada más de ellos, pero me ha dicho que en cuanto tenga más datos me lo
comunicará.
—Son los dos hombres de los que me habló Martina.
—Ya no están en el hotel, pero se han registrado con sus respectivos
pasaportes. Si no son falsos, tenemos la filiación completa de los dos. Han
llegado en avión privado, que está en el aeropuerto de Barcelona. En cuanto
vayan a tomarlo, la guardia civil los interceptará. No tenemos nada con qué
acusarlos, pero le he dicho al comandante que los registre a ellos, al coche y
al avión. Y que me informe del resultado. Información me confirma que
viajan en un Kia Sorento de color azul de alquiler. Por eso sabemos que van
al aeropuerto de Barcelona, porque es donde han dicho que dejarán el coche
aparcado.
Cuando el comisario termina de hablar, observa con ojos de compasión a
Lidia, que se está durmiendo.
—¿Un día largo?
—Largo de cojones. Cuando coja la cama le voy a hacer sangre.
Juan se ríe con ganas.
—Venga, vámonos. Llévame a casa, si no te importa.
—Espera —dice la inspectora.
—¿A qué?
El teléfono del comisario vibra en su mano.
—A eso. —Lidia sonríe.
Juan habla un minuto por teléfono, en el que se dedica a escuchar.
—Acaban de detener a Flores en las inmediaciones de su casa del Paseo
de los Ruiseñores —comenta con una sombra de triunfo en la mirada—.
Ahora mismo lo está trasladando una patrulla nuestra a comisaría, donde le
leerán los derechos y lo ingresarán en el calabozo.
—¿Llevaba la pistola encima?
—Dice el jefe de la patrulla que lo ha detenido que no llevaba nada
encima. Pero todavía tienen que registrar el Dacia Sandero.
—Ese se habrá deshecho del arma —susurra la inspectora, con la cabeza
apoyada en el reposacabezas de su asiento—. Si fue policía local sabrá de qué
va el percal. ¿Un Dacia Sandero, has dicho?
—Sí, es el vehículo que conduce.
—¿De color naranja?

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—¿Por qué lo preguntas?
—Cuando me entrevisté con Flores, al salir de su casa vi un Dacia
Sandero de color naranja. Pasé la matrícula por la Sala del 091, porque me
causó sospecha, pero me dijeron que era de una mujer.
—El coche está a nombre de Martina, su nieta —confirma el comisario—.
El arma la habrá arrojado u ocultado en algún lugar entre Utebo y Zaragoza.
Pero mañana rastrearemos la localización de su móvil y sabremos por dónde
ha estado. Si nos lo ubica en casa de Plasencia y Manuel, por la madrugada, y
en Utebo, por la tarde, casi tendremos un cincuenta por ciento de la acusación
preparada. ¿Me vas a llevar a casa o qué? —le dice a Lidia, que ha cerrado los
ojos.
—Creo que esta es la investigación, de las que he llevado, que se ha
resuelto en tiempo récord. —La inspectora fuerza una sonrisa—. ¿Me pedirás
una condecoración?
—Te pediré dos —sonríe el comisario—. Por si pierdes una.
—Falta una llamada —le dice Lidia, acariciando el móvil del comisario,
sin abrir los ojos.
El teléfono vibra en ese momento.
—Bruja —dice antes de descolgar.
Mientras Juan habla por teléfono, Lidia se queda profundamente dormida.
A través de la ventanilla entreabierta entra una ligera brisa que la reconforta.
Se desadormece, cuando el comisario la balancea moviendo su hombro.
—Tienen retenidos a los norteamericanos en un control de la Guardia
Civil justo antes de llegar a Lérida. Los han cacheado y no llevan nada
encima. Ni están acusados ni podemos acusarlos de nada.
—¿De tentativa de robo?
—No, Lidia. Era una transacción comercial, donde ellos compraban algo
que Plasencia y Manuel vendían. Será imposible acusarles de que no sabían
que la venta era ilegal, al ser objetos provenientes de un yacimiento
arqueológico. He hablado por teléfono con el jefe de judicial de Barcelona y
me ha dicho que no los podrán retener una vez les tome declaración cuando
lleguen al aeropuerto, donde los han citado.
—¿Sabes qué pienso? —le pregunta Lidia.
—¿Qué?
—Creo que los americanos accedieron al despacho de Plasencia antes de
que llegara la secretaria y robaron los papiros. De alguna forma, que no
sabemos, los han conseguido sin pagar ni un euro por ellos. Flores ha ido

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dejando un reguero de cadáveres por Zaragoza, buscando algo que esos tipos
ya tienen desde esta mañana.
—Pues me asegura la Benemérita que en el vehículo de alquiler no están.
Y eso que lo han registrado a fondo.
—¡Vamos, Juan! Esos tíos, por lo que han dicho, son multimillonarios. Y
alguien con tanta pasta no le han crecido los millones en las ramas de los
árboles. Se las han ingeniado para engañarnos y a estas horas los papiros ya
estarán a bordo del jet privado. ¿Lo han registrado?
—¿El avión? —El comisario duda un instante—. Supongo que no.
Necesitarían una orden judicial para hacerlo.
—Una orden se consigue en unos pocos minutos, lo que tarden en llamar
al juez de guardia de Barcelona y avanzarle que en Zaragoza estamos
llevando una investigación criminal donde hay tres muertos. Y el juez
autoriza el registro del avión de los norteamericanos. Me juego lo que quieras
a que los papiros están ahí. Porque, si no, ¿dónde están?
—Anda, llévame a casa antes de que te caigas de sueño.
Lidia conduce despacio, en silencio. Mientras que Juan contempla los
edificios a través del cristal sucio del Megane. Aparca en doble fila y pone los
cuatro intermitentes.
—Te veo mañana en el despacho de judicial —le dice el comisario,
mientras desciende del vehículo—. Estos días tenemos bastante curro con esta
investigación y el juez quiere que le entreguemos el atestado cuanto antes.
Tenemos que esclarecer los tres crímenes y relacionarlos con Flores. Ya sabes
que todo hay que demostrarlo policialmente. Acabo de hablar con el jefe de la
comisaría del aeropuerto y dice que el jet privado de los norteamericanos no
se ha movido desde que llegó esta madrugada. Está en una zona vigilada y
dice que nadie se ha acercado, por lo que es imposible que a bordo estén los
papiros.
—¿Sabes qué te digo? —pregunta Lidia de forma retórica—. Que me voy
a mi piso y mañana te veo en judicial. Al final, y visto lo visto, creo que
Plasencia sepultó los papiros de nuevo y que nunca estuvo en su ánimo
venderlos. Ellos ya no están para confirmarlo. Pero, si a las autoridades les da
por desenterrar el yacimiento, me juego lo que quieras que están ahí abajo.
—Eso ya no está en nuestra mano —comenta el comisario—. Lo nuestro
es aclarar los crímenes y reunir pruebas para acusar al culpable. El Gobierno
de Aragón, si quiere, que desentierre el yacimiento arqueológico de nuevo.

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El vigilante del depósito municipal del ayuntamiento de Zaragoza sale de la


garita. Falta una hora para que llegue el relevo y esta noche del mes de julio
es la más calurosa desde que hay registros. En el telediario han dicho que no
se prevén lluvias en las próximas semanas. Hablan de los incendios que
azotan la península. De la guerra de Ucrania. Y de que en España es
complicado formar gobierno, ya que los votantes se reparten
equilibradamente entre la izquierda y la derecha.
—¡Puto calor! —exclama mientras se seca con una mano el sudor de la
cabeza rapada.
A pocos metros de donde está, justo enfrente, han aparcado el vehículo
del que hablan todos los telediarios. Han dicho que es de un constructor de
Zaragoza, asesinado en su casa de un disparo en la cara. También comentan
que ha muerto un ingeniero civil del Gobierno de Aragón, que colaboraba con
el constructor. Y la que fue su secretaria durante veinte años. La policía
mantiene la investigación abierta y han detenido a una persona como autor de
los crímenes. En el telediario de la noche ha salido el delegado del gobierno.
A su lado el comisario de policía judicial. No han dado detalles, porque las
autoridades nunca los dan. Pero todo apunta, según refieren, que los crímenes
han sido por lo que se comenten la mayoría de asesinatos: por dinero.
—Es este el coche de Plasencia —escucha que habla alguien a su espalda.
Cuando se gira sus ojos se cruzan con los del compañero que lo releva.
—Sí. Este es. ¿No has venido muy pronto? —le pregunta.
—¿Ya no te acuerdas de que la semana pasada me pediste que te relevara
media hora antes, porque tenías una celebración familiar?
—¡Ostras! No me acordaba —asiente.
—Pues favor con favor se paga —le dice el compañero.
—No hay nada nuevo, a excepción del Tesla del constructor. Los demás
vehículos, que han entrado hoy, ya se los han llevado los dueños, después de
pagar la multa.
—En la tele no hablan de otra cosa.
—Sí, ya lo he visto. La grúa lo trajo ayer desde el aparcamiento del
restaurante.
—¿Las llaves están en el tablero?

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—¿Las del Tesla?
—Sí. Están en su sitio. ¿Por qué lo preguntas?
—¡Joder! Es un coche de más de cien mil euros —replica—. Y es la
primera vez que la grúa trae uno de estos. Solo quiero verlo por dentro.
—Bueno, yo me voy. Haz lo que quieras, pero yo no andaría toqueteando
el coche de un tío que han asesinado.
—¿Por qué lo dices?
—Es un mal rollo.
—¡Bah! Nadie se va a enterar.
—Haz lo que quieras —repite.
—¡Tranquilo, no tocaré nada! Solo quiero verlo por dentro.
Cuando el vigilante del turno de la tarde se marcha, el entrante del turno
de noche no puede esperar más y coge las llaves del Tesla. Se acerca al
vehículo y abre las puertas. Con cuidado, de no tocar nada, le echa un vistazo
al interior. Observa los asientos. Y piensa en cómo puede haber gente que se
gaste tanto dinero en un coche.
Antes de regresar a la garita, donde le espera la guardia nocturna, abre el
maletero. El interior se ilumina y ve una bolsa de viaje. Arruga la frente,
porque por lo general los vehículos que trae la grúa son porque están mal
aparcados y los maleteros suelen estar limpios de enseres. Pero este, teniendo
en cuenta que procede de alguien que ha muerto, le choca que nadie haya
reclamado esa bolsa. Alarga la mano y, alumbrado con la propia luz del
maletero, descorre la cremallera. La abre. En el interior hay tres portaplanos
metálicos. Con cuidado coge uno y lo saca de la bolsa. Desenrosca la tapa y lo
acerca a la luz del maletero.
—¿Qué cojones es esto? —se pregunta en voz alta.
Lo coge con la mano y lo estira, sacándolo del tubo. Es un papiro
enrollado, con muchas letras escritas en un idioma que no entiende. Después
repite la operación con los otros dos portaplanos, comprobando que contienen
lo mismo.
Y, como no sabe lo que es, decide introducirlo de nuevo dentro del tubo y
guardarlo en la bolsa donde estaba. La cierra con la cremallera y baja la
puerta del maletero.

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Sábado 15 de julio de 2023

Plasencia observa, a través de la ventana abierta del despacho, el cielo limpio


de nubes. Acaba de sentarse, desde que accediera a la oficina, después de
estar más de media hora en la calle, esperando a que Martina saliese por la
puerta del bloque. Cae la tarde y en no demasiado tiempo anochecerá. Sobre
la mesa resplandece el portátil de Manuel, que se lo dejó el viernes por la
mañana, la última vez que hablaron. Le dijo que lo dejaría en el despacho, por
si tuviesen que consultar algún correo electrónico de los que intercambió con
Orson. Plasencia es un negado para la informática y todo el trabajo de oficina
lo delega en su secretaria. Tuvo suerte de encontrar a Martina. Ella es joven y
aporta frescura a la constructora. Lamenta no haberla empleado antes, para
adaptarse a los tiempos modernos. Todo, absolutamente todo, se hace a través
del ordenador. La secretaria le solicitó a Manuel las claves de acceso del
correo electrónico, para poder preparar todo lo que Orson necesita referente a
la cuenta recién abierta de Panamá. Si no hubiera sido por ella, jamás habrían
podido abrir una cuenta en un banco extranjero.
Sobre el escritorio tiene el calendario de sobremesa, abierto en el mes de
julio. No hay ninguna actividad planificada, porque la constructora está
cerrada hasta el 4 de septiembre, cuando concluyan las vacaciones de verano.
En su mano derecha sostiene un habano que ha cogido de la caja de puros del
primer cajón. Al lado hay otra caja, pero está vacía. Levanta la tapa y clava
los ojos en una llave de color oro que está junto a las gomas de borrar y los
clips. La coge y se pone en pie. En ese instante hay silencio. Ni siquiera se
escucha el tráfico rodado que proviene del Paseo de Sagasta.
Camina hacia la despensa. Aparta el embellecedor que protege la
cerradura e introduce la llave. Gira dos veces hacia la derecha y abre la puerta
de madera. Coge la bolsa de viaje, que deja sobre su mesa. Descorre la
cremallera y comprueba que en el interior están los tres portaplanos
metálicos. Cierra la puerta de la despensa y deja la llave en su sitio.
Desciende en el ascensor hasta el garaje. Introduce la bolsa en el maletero
del Tesla, que lleva aparcado ahí toda la semana. Debe darse prisa, antes de

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que anochezca. Conoce el terreno al dedillo y es capaz de circular por allí
incluso sin luz natural. Calcula que tendrá tiempo suficiente como para ir
hasta Montesblancos, apartar la tierra que cubre la tapa del tubo de PVC que
lleva hasta la tumba y arrojar los portaplanos al interior. Luego, cuando esté
seguro de que los portaplanos han llegado hasta abajo, pondrá la tapa de
nuevo. Después se entretendrá en cubrirlo todo de tierra, para que no se vea
desde fuera.
Mañana, cuando reciba al norteamericano en su despacho, le dirá la
verdad: que ha cambiado de opinión y ya no quiere vender los papiros.
Supone que tanto Orson, como Manuel, se enfadarán. Pero hablará con ellos y
los convencerá de que esa es su decisión. Han de comprender que los
negocios a veces no salen como uno espera.
El móvil vibra en el bolsillo de la americana, justo cuando se dispone a
salir del garaje. Detiene el Tesla un momento y extrae el teléfono. Al
encenderse la pantalla ve que el mensaje es de Sánchez. Sin abrirlo, lo lee:
«Ya estamos todos en el restaurante. ¿Te falta mucho?».
Plasencia mira el reloj del automóvil y se da cuenta de que es demasiado
tarde para ir a Montesblancos. No dispone de tiempo para arrojar los papiros
y luego acudir a la cena. Cambia de planes y decide asistir a la cena y, con la
excusa de que al día siguiente tiene una reunión, piensa retirarse antes y
acercarse a Montesblancos de camino a su casa.
Cuando llega al restaurante, el aparcamiento está completo. Coge el
teléfono móvil y llama a Sánchez. Le dice que está afuera, pero que no puede
entrar hasta que no aparque su coche. Sánchez, muy solícito, como es habitual
en él, contacta con Felipe, el dueño del restaurante, y enseguida sale a su
encuentro. Le pide disculpas por el aforo del aparcamiento. Pero le dice que
es un restaurante pequeño y que esa noche tienen lleno. Y le indica que
aparque frente a una verja que hay en un lateral, delante de un terreno oscuro
donde se ven luces de una casa que hay al fondo.
—Es de un agricultor —le dice Felipe—. Ahí no molestará tu coche,
porque hasta las nueve de la mañana no saca el tractor.
Plasencia se sincera con él y le manifiesta su preocupación porque el
coche esté tan retirado.
—Es un automóvil muy goloso para los ladrones —expone.
—No te preocupes —lo tranquiliza Felipe—. Desde donde estaréis
sentados lo podrás ver perfectamente.
Y señala hacia una ventana donde en ese instante ve la cabeza enorme de
Flores, que se asoma con expresión seria. Plasencia levanta la mano y lo

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saluda. Él le devuelve el saludo.
Aparca el Tesla donde le indica Felipe y se entretiene en mirar que esté
bien aparcado. Escucha voces a su espalda y se da cuenta de que sus tres
amigos se acercan hasta donde está él.
—Hay que ver cómo viven los ricos —chasquea la lengua Sánchez,
tocándole la espalda.
Plasencia sabe que han salido para ver el automóvil que compró un par de
meses antes. Es el Tesla Model X, del que se han vendido pocas unidades en
Aragón. Abre las puertas para que puedan verlo por dentro. Sánchez, Castro y
Flores lo inspeccionan y uno a uno se sientan en el asiento del conductor.
Resoplan. Es un coche automatizado que respira modernidad por todas partes.
—¿Y el maletero? —pregunta Castro.
—Está bien —responde Plasencia—. Es como todos los maleteros.
Ninguno de sus amigos se percata de que no quiere abrirlo. Aunque en el
interior solo hay una bolsa de viaje y desde fuera nada hace presagiar lo que
contiene.
—¡Venga! —increpa Sánchez—. ¡La cena nos espera!
Plasencia cierra el vehículo. Sánchez y Castro han comenzado a caminar
hacia el restaurante. Y él los secunda.
—¿Y Flores? —le pregunta a Sánchez cuando no lo ve.
Sánchez y Castro observan a su alrededor.
—¡Aquí! —chilla Flores apareciendo desde la parte frontal del Tesla—.
Chicos, es ver campo y entrarme ganas de mear —sonríe.
Ellos no lo han visto, pero en el bolsillo del pantalón acaba de guardar una
navaja, con la que ha pinchado la rueda delantera izquierda.

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Con el paso de los años, el Tesla, que nadie reclama, se llena de polvo en el
aparcamiento del depósito municipal. Los neumáticos se deshinchan y
algunos elementos de la carrocería se oxidan. Al estar aparcado en el exterior,
la radiación solar afecta al vehículo tanto por fuera como por dentro. Las
primeras partes deterioradas son la pintura —que pierde brillo—, las
molduras, los faros, los pilotos, el salpicadero y la bandeja trasera. Las
escobillas del limpiaparabrisas se resecan y la goma se cuartea.
Un día, quizá dentro de mucho tiempo, llegará un mandamiento judicial
que autorizará el desguace del vehículo. Entonces, una grúa lo transportará y
en un taller lo desmenuzarán pieza a pieza, hasta que del Tesla no quede nada.
El operario que acceda al maletero, antes de desguazarlo, verá una bolsa de
viaje rellena con tres portaplanos, como los que se usan para el envío de
documentación, y la arrojará al contenedor de basura.
De ahí irá al vertedero.
Después la quemarán.
Dentro de muchos años nadie sabrá que la obra escrita en los papiros era
una tragedia griega, que versaba sobre unos protagonistas nobles en los que
cae la mala fortuna, enfrentados a un destino que los sobrepasa. Finalizaba
concluyendo que la suerte no es más que un capricho de los dioses, cuya
determinación pesa más que la voluntad humana.

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ESTEBAN NAVARRO SORIANO (Moratalla, Murcia, España, 1965). En la
actualidad vive en Huesca, lugar al que se siente muy vinculado.
Ha sido el organizador de dos primeras ediciones del concurso literario
Policía y Cultura a nivel nacional y ha escrito numerosos artículos de prensa.
En su currículum se encuentran numerosos premios literarios de relato corto.
También ha recibido el I Premio de novela corta Katharsis por la novela El
Reactor de Bering y el I Premio del Certamen de Novela San Bartolomé -
José Saramago, con la obra El buen padre. Su novela La casa de enfrente se
situó en los primeros puestos de las listas de más vendidos de Amazon desde
su publicación.

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