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Los que no volvieron
Pablo Vierci, ex alumno de la generación 1965, compañero y amigo de
muchos de los que perdieron la vida en los Andes, homenajeó a los que no volvieron en el relato titulado “Nosotros, los otros”, cuando se conmemoraban 30 años del rescate de los sobrevivientes. El relato, que se transcribe a continuación, fue publicado en el diario El País de Uruguay, el 14 de diciembre de 2002.
Nosotros, los otros – Por Pablo Vierci
Con el paso del tiempo la perspectiva desde la montaña permite verlo de otra manera. Desde las cimas de nieves eternas pueden observarse todas las caras de los Andes, algunas en sombras, otras soleadas, y las que estaban en tinieblas, resplandecen poco a poco. Desde esta nueva Roberto Canessa en Chile, un día después de haber perspectiva, que ahora atravesado la cordillera, junto a policías y periodistas. resulta tan apacible, puede observarse con claridad la conmoción que padecimos durante 72 días, entre el 13 de octubre y el 22 de diciembre de 1972. Podemos hilvanar mejor la sucesión de casualidades, algunas previsibles, otras completamente inverosímiles, que nos trajeron hasta acá. No recordamos bien a quién se le ocurrió este nuevo viaje a un Santiago convulsionado, para repetir la experiencia del año anterior. No recordamos, ya, quién tuvo la ocurrencia de alquilar un vuelo de la Fuerza Aérea, tal vez demasiado chico para cruzar los Andes, con esos dos motores insignificantes sobre las alas. ¿Pero qué importa hoy? La infinita sucesión de casualidades, que nunca fueron tales. Antes de partir, pasamos lista y confirmamos que ahí estábamos todos los que teníamos que estar. Ni uno más, ni uno menos. Así se entrelazan las casualidades. El Fairchild F-227. El vuelo plácido hasta Mendoza, bromeando, jugando porque todos éramos demasiado jóvenes, los del Old Christians y los amigos. Hasta los mayores, los familiares y los pilotos, se habían contagiado de nuestra juventud temeraria. Cuando nos aproximamos a Mendoza nos informaron, por radio, que una tormenta inusual azotaba la cordillera. La red de casualidades comenzaba a hilvanarse con hilos sutiles, invisibles, para atraparnos. Claro que fue una imprudencia insistirle a los pilotos, en Mendoza, que reemprendiéramos viaje, aunque el tiempo no hubiera escampado. Pero, si éramos inmortales, ¿qué podía importarnos la tempestad de los Andes? Los pilotos, esos hombres buenos, como nosotros, también fallaron. Dudaron cuando les insistimos, es cierto, pero al fin resolvieron complacernos. ¿No parecíamos, acaso, inmortales? Cuando miramos por las ventanillas imágenes fragmentadas de Mendoza, con el Fairchild carreteando por la pista, ignorábamos que habíamos tomado la decisión equivocada. Volamos casi una hora, hacia el sur, buscando el paso adecuado entre la cordillera. Algunos de nosotros observábamos, con alguna inquietud, por las ventanillas. La tormenta arreciaba, en lugar de amainar, como habían anunciado en Mendoza. En un determinado momento el Fairchild, que se dirigía al sur, rumbo a Paso Planchón, enfiló hacia el oeste. A las 15 y 21, cuando el piloto informó a la torre de control chilena que habíamos pasado Curicó, los pocos que mirábamos aprehensivos por las ventanillas nos serenamos. Ya casi llegamos, muchachos. La mayoría ya se imaginaba en Santiago. La inquietud se acentuó con las sacudidas que siguieron y con ese pozo de aire profundo en que se sepultó el aparato, un agujero en el que no terminábamos de llegar al fondo, y al que intentábamos driblear haciendo bromas y jugando. Gritándole “ole”, como a un adversario inofensivo. Aunque nuestras voces habían perdido persuasión. Los motores aceleran a fondo, en un esfuerzo trepidante, por intentar los imposible. Pero las máquinas no podían hacerlo. No eran humanas. ¿Adivinamos el desastre en ese momento? Sin duda que ya lo sabían los pilotos, que no terminaban de comprender el engranaje superior que les había hecho perder el rumbo, confundidos, engañados. ¿Qué había sucedido? Inmediatamente vino el estruendo, trozos volando, la vida desintegrándose en fracciones de segundo, mientras nos vamos despeñando, chocando, rompiendo, golpeando, desparramando nuestros recuerdos, los grandes ideales, los pequeños proyectos. ¡Que desamparo, Dios mío! Algunos cerramos los ojos, otros nos agarramos, inútilmente, a los antebrazos de los asientos. Unos nos aferramos de alguna imagen que habíamos dejado en casa. Otros se sujetaron de una letanía, que duró 30, 40 segundos, exactamente lo que demoraron los restos del fuselaje que se deslizaba a una velocidad vertiginosa por la ladera de la montaña. A algunos ya nos habían arrojado del avión cuando la cola sacudió a la montaña, mientras las alas se desprendían como papales y volaban por los aires tempestuosos. Otros seguimos, prendidos, sujetándonos con nuestras manitos de cualquier cosa, apretando los dientes. “…ahora y en la hora de nuestra muerte, amén”. Llegamos. Sí, el despojo del avión, sin alas ni la cola, se detuvo con violencia, aplastándonos contra la cabina. ¿Estamos todos? ¿Hay heridos? Sí, había. No, no estamos todos. Parecía mentira lo que veíamos. Era imposible que aquello estuviera sucediendo. Pero poco a poco había que habituarse a que esta historia no se refiera a las posibilidades o a las imposibilidades. Y allí están, tiritando, anonadados, atontados por el golpe, saliendo, uno a uno, del fuselaje espectral, ladeado en el glaciar. El tiempo nos permite hacer el balance de los aciertos y errores que por ventura cometimos. ¡Pero qué pequeños resultan a la distancia! Afuera falta el aire. El cielo está encapotado y caen copos de nieve. ¿Dónde estamos? ¿Qué ha sucedido, por Dios? ¿Dónde están todos los que nos iban a recibir, alborozados, en Pudahuel? En un primer momento le gritábamos, aullando, al cielo. ¿Qué habíamos hecho para merecerlo, si teníamos, apenas 18, 19, 20, 21 años? ¿Por qué nos condenaban por algo que no habíamos cometido? La noche es dolorosa. Siempre lo fue. Algunos nos sentimos muy mal. Nos duele aquí y allá. Muchos se están yendo. Lo sentimos en la atmósfera de la caverna terrible que improvisamos en el avión. Los consolamos, no teman, ya llegan los amigos de siempre para calmarlos. Noche aterradora, viento ululante. ¿Cuántos quedamos vivos?, ¿qué vamos a hacer, mamá? ¿Cómo están en casa? ¿Ya saben lo sucedido? El barrio primaveral de Carrasco, en Montevideo, se agita con nuestra gritería y lo atormentan las dudas. Llegan, alternadas, las noticias contradictorias sobre nosotros: esperanzadas y terribles, trágicas y alentadoras. Poco a poco la verdad resplandece en la noche de octubre. Estamos perdidos. ¿Dónde, mamá? ¿Por Dios, dónde caímos? ¿Pueden escucharnos en Montevideo? Sí. Algunos hacen silencio, salen afuera, se serenan y en la noche nos sienten, a la distancia, llorando. Pero no pueden extendernos las manos, porque estamos demasiado elevados. Otros, cuando el viento sopla desde el oeste, sienten calor. A la mañana siguiente vislumbramos el panorama desolador. Estamos menos aturdidos, tal vez, pero más asustados. El mundo desde la montaña. Qué distinto se ve todo, mamá. Algunas cosas parecen muy lejanas, otras increíblemente próximas. Pero todo está patas para arriba. Los muchachos comienzan a organizarse. Unos curan a los heridos, otros preparan el habitáculo del avión que nos servirá de refugio. Algunos andan de aquí para allá, incrédulos, mirando hacia arriba, pidiendo explicaciones que demoran en llegar. Pero todos sentimos mucho miedo y esa soledad que solo se experimenta en la montaña salpicada de nieves eternas. Comenzamos a armar grupos, distribuir tareas, como en el rugby. Todos articulando el juego con el equipo y para el equipo. Fuerza. ¡Empujen!... ¿no era, acaso, lo que nos gritaban los Brothers del colegio? Y a romperse el lomo para ganar el territorio en la cancha, dando lo mejor de cada uno. Hay que curar a los heridos. Tú, a partir de ahora, tenés que hacer de tripas Facsímiles de diarios chilenos un día corazón. Por eso está sano. Y seguís después del rescate. fuerte. Elegí un voluntario que te ayude. Rápido que el tiempo apremia, el hermano se desangra. Ya sabemos que no eres suficientemente idóneo, ¡si sos un niño, casi! ¿pero quién te va a exigir resultados? Hacés lo imposible, abriendo, cosiendo, sanando, con apenas 19 años. Miramos hacia arriba y el sol nos lastima y nos vuelve a lastimar cuando se refleja en la pared de hielo. Debajo, la nieve nos quema los pies. Hay que ingeniarse: fabricar lentes con ventanas, confeccionar grotescos zapatos de montaña con medias y botines de rugby, recoger agua de un puñado de nieve. Muchos de los lastimados se han ido, y yacen durmiendo en el hielo, un grupo que crece noche a noche, amenazante, torturándonos lentamente. ¿Es una pesadilla? ¿En cuánto rato despertaremos en Montevideo? Pero si fuera una pesadilla… ¿por qué los Brothers nos siguen gritando desde las conciencias: formen el scrum y ¡empujen!? Había que batallar duro para caminar en la montaña, sin aire en los pulmones, enterrándonos hasta las rodillas en la nieve. Pero no había excusas para debilidades, porque la flaqueza, aprendimos allá arriba, era una cuestión de actitud. Había que empujar, hermanos, solo empujar. Cuando habíamos convertido aquello en nuestro hogar inhóspito, esperando, mirando al cielo para detectar ese avión inverosímil del rescate que lograría ver un punto blanco mimetizado con la nieve, llegó, en su lugar, una noticia que nos aturdió. Qué desproporción, la radio minúscula y la noticia descomunal: acababan de suspender la búsqueda. ¿Pero cómo es eso? ¿Acaso no nos sienten? ¿No escuchan nuestras plegarias? ¿No sienten nuestro dolor, no experimentan nuestro frío? ¿Tan distinto se ve todo desde abajo? Cesaban la búsqueda en helicópteros pero no dejaban de buscarnos en casa. Sabemos que en Montevideo muchos nos escuchan. No nos descorazonemos, entonces. Consolemos a los más tristes, es necesario arrullarlos en nuestros brazos. Tu familia te está esperando en casa, pequeño. Pasaron diez días. Que débiles se les ve. No pueden caminar dos pasos alrededor del avión sin caer exhaustos, elevando la vista al cielo para mirar un cóndor que planea en el infinito. Algunos, los que pierden la esperanza, escriben cartas. Están, estamos con hambre. Ya no sirve fantasear con comida. Ya desistimos de comer lo incomible, asientos de avión, zapatos, nieve. Ya encontramos la forma de sobrevivir a la sed, de sobrevivir al frío, de curar enfermos, de esquivar las grietas, las infecciones. Ahora tienen que encontrar la forma de sobrevivir al hombre. Ahora tienen que aprenderá comer para poder vivir. Cuesta entenderlo desde abajo. Hay que subir al glaciar y bajar la temperatura a 30 grados bajo cero, cada vez más lejos de la Tierra, hay que anestesiarse para no sentir el dolor ni el frío después de tantos días a la intemperie. Hay que experimentar la sed incesante. De noche, apilados, hay que buscar la posición que nunca se encuentra, que permita pescar un sueño esquivo y sobresaltado, sin que el cuerpo se entumezca. Hay que escuchar los gemidos estremecedores durante las madrugadas, para comprender cabalmente que no hay otra salida. Hicimos un pacto fraterno: si alguno de nosotros moría, los otros podían usar nuestro cuerpo para seguir viviendo. Que no te tiemble el pulso, amigo, cuando con la navaja improvisada, y la mano agotada, debes intentar un corte en la carne congelada de tu hermano. Que no te tiemble el pulso cuando se lo entregás al primero. Nosotros, tus amigos, estamos detrás, apoyándote, dándote fuerzas. Vienen más pruebas, cada una más dolorosa que la anterior. Como aquella noche tranquila cuando la montaña quiso sepultarnos bajo la nieve. Algunos fumaban los cuatro o cinco cigarrillos que restaban. ¿Por qué tanto silencio? Siempre teníamos un vigía, al que nadie había designado, pero que siempre estaba allí, en la posición adecuada, para salvar a los demás. Esa noche, el 29 de octubre, cuando el alud de nieve entró como una tromba por la abertura del avión, el vigía estaba en guardia, más alerta que nunca. No lo volteó el estrépito ni la avalancha que irrumpió furiosa por la parte posterior del fuselaje y en un instante nos sepultó en la oscuridad. No siento nada. No veo nada. No tengo miedo. Pero no puedo moverme. De pronto, en el último hálito, el vigía cava como poseído, con las dos manos, guiándose por una respiración imperceptible bajo la nieve, descubre mi boca y vuelvo a respirar. ¿Estoy vivo, acaso? A empujar de nuevo, mis hermanos. A contar los caídos, a proteger a los heridos, a sacar la nieve. Y mañana, cuando salga el sol, a recuperar la energía perdida. En lo que resta de la noche, casi sin espacio, casi sin aire, casi sin vida, intenten lo imposible: descansen en paz. Por momentos querernos aliviarnos, seguir la senda de tantos amigos, dejar la carga desmesurada, abandonar el camino y tumbarnos a descansar, dejarnos ir. No queremos seguir. Hemos sufrido demasiado. ¡Es tan fácil dejarnos morir! Pero los otros no nos dejan. Vamos, arriba. ¡Empujen! Pasan los días, mamá. Pasan los días más largos, y no tenemos noticias de ustedes. ¿Se acuerdan todavía de nosotros? ¿Ya habrán dejado de llorar? ¿Ya se estarán acostumbrando a la ausencia, una cama vacía en el cuarto, alguien que no se sienta en la mesa? Nosotros desde acá, en cambio, no pensamos en otra cosa. Son el referente que nos queda, el único panorama que vemos detrás del horizonte helado. A veces, en algunas ocasiones, nuestra vista logra atravesar el paisaje y los alcanzamos a divisar, desdibujados por la distancia. Pero acá arriba los muchachos siguen esforzándose. Qué mal se les ve, pero qué fortaleza indoblegable. Un grupo se aleja y encuentra la cola del avión. Con las baterías, intentan acondicionar el radio, pero todo resulta demasiado desproporcionado. De noche discutimos el rumbo. El rumbo geográfico, hacia dónde está el sur, el norte, el océano Pacífico y del otro lado, nuestra casa. Y el rumbo espiritual. Hacia dónde vamos, qué fue de nosotros. Quién nos hizo esta zancadilla. Este tackle torcido, por encima de la rodilla, que tanto nos lacera. A medida que pasan los días y se apagan las ilusiones, crece y se consolida una lección nueva, el aprendizaje más doloroso. Estamos infinitamente solos. Todo depende de nosotros. Siempre fue así, desde el primer momento, solo que demoramos en darnos cuenta. Porque no solo nos desviamos de la ruta a Curicó, sino que nos desviamos de las historias comunes, con un principio y un fin previsible. Esta historia, en cambio, no tenía escrito el final. El final debíamos elaborarlo nosotros. Como siempre, distribuimos las tareas y elegimos, entre todos, a los que estaban mejor preparados. No hablamos únicamente de lo físico, claro que no. Nando. ¿Todavía no has adivinado que tenés que empezar a prepararte? Sí, ya lo has percibido Estás aguardando que te lo confirmemos. Comenzás a elaborar tu propia certidumbre, para que esa convicción irrevocable te dé la fuerza sobrenatural de la confianza. Es la única salida y un camino sin retorno. Lanzás una soga al otro lado y te aferrás a ella hasta el final. Solo podés llegar a la meta. Y no tenés el derecho a negarte, el derecho a desfallecer, a sentir cansancio, a abandonarte a tu suerte. ¿Y sabés quiénes te quitamos ese derecho?... Sí, claro que lo sabés: nosotros. Roberto te acompaña. Él llega, por caminos diferentes, a la misma convicción. Y nosotros los alentamos, les insuflamos energías mustiándoles recuerdos al oído, que siempre tienen los colores y el murmullo marino de Montevideo. Que siempre los acompañará en la travesía. ¿No nos escuchaban, acaso? Ahora de nuevo al ejercicio, la práctica, el entrenamiento, un rugby bizarro y deforme, entre la nieve. A prepararse físicamente y a entrenarse espiritualmente para superar los límites del cuerpo. A alimentarse y a descansar, porque les queda una dura tarea, muchachos. Allá parten. Mírenlos caminar, a los tres, porque también va Antonio, que poco después, cuando descubran lo descomunal de la travesía, regresará, para permitirles seguir a los otros dos. Así es como se juega en equipo. ¡Miren cómo se vuelven para saludar! Díganme: ¿dudan de ellos? Con ese equipaje en el alma, ¿cómo no van a llegar, aunque la meta esté más allá del horizonte? Obsérvenlos. ¿No perciben que están destinados a arribar, sea a donde sea, cueste lo que cueste? Cuánta energía, porque éramos muchos haciendo fuerza, empujando, como nos pedían los Brothers. ¿Cómo no iban a poder si todos empujábamos con ellos? Ahora el tiempo nos deja ver más claro. A un ose le mete el otro en la cabeza, en el pensamiento, en el espíritu, y alienta, da fuerzas, susurra, no permite que desfallezca, ni que se duerma, ni le permite dar un paso en falso cuando sortean el acantilado. Nando y Roberto, la escalada infinita hacia el Océano Pacífico, que estaba mucho, muchísimo más lejos de lo que imaginaban. Cuidado esa piedra, aquella trampa, la grieta, no pisen en falso. Fundamentalmente, no pierdan el rumbo, orientándose por el sol del atardecer en el oeste. Cuando anochece, buscan un abrigo entre las rocas. Aquí está bien. Miran al cielo y piensan, recuerdan. ¿Cuántos días pasaron? ¿70 ya? ¿Y cuántos hace que están caminando? Pierden la cuenta, la barajan de nuevo, y entre días que se desdibujan y rostros que se desvanecen, se duermen. No se congelen, no se lastimen con las rocas filosas como puñales, porque si pierden sangre se les va la fuerza, y con ella, a todos se nos escapa la vida. Ya salió el sol. Vamos, amigos, despierten. Tienen que caminar, subir, bajar, sin tropezar. Está prohibido perder… Los observamos a la distancia. Qué orgullo ver a ese puñado de hermanos perdidos en un valle de un glaciar intermitente que surge en el invierno y desaparece con el deshielo, en torno a un fuselaje emparchado, pendiendo de un hilo, sin desfallecer. Miramos hacia el otro lado. Qué orgullo observar a aquellos dos, zigzagueando durante días y noches por la montaña imposible. Puntos insignificantes que se alejan en el paisaje de rocas y acantilados, atados con una soga, sorteando los abismos que quieren tragarlos, pero no pueden con ellos. Fuerza, Nando; otro paso, Roberto. El cansancio, la pesadez en las piernas, en el límite de sus capacidades. De lejos, mirándolos a la distancia, nos enternecen, tan chiquitos, en la inmensidad de la roca y la nieve. Descansen, si así lo desean. Beban un sorbo de agua. Elijan bien el camino… no se confundan. Encuentren aquella garganta entre los peñascos, esa misma. Vamos, andando, ya descansaron lo suficiente. Muchos de los que quedan en el avión pierden las esperanzas. Escriben cartas, porque ya no creen en el regreso. Se miran a los ojos y los encuentran vacíos. Están pálidos, abatidos. Piensan en los dos mensajeros. Claro que es imposible, claro que humanamente no Álvaro Mangino baja del helicóptero que lo trajo de la hay chances de cordillera, ayudado por médicos y rescatistas. atravesar la nada, sin caer en un acantilado, sin morir sepultados por la nieve, sin congelarse en las noches, sin siquiera saber dónde están, a dónde van. Es obvio que humanamente no hay chances. Pero a esta altura, ¿a quién le importa lo posible y lo imposible? Inmediatamente recapacitan: ¿cómo no van a regresar? Se serenan. Renuevan la fe. Dejan de escribir. Tengan paciencia, los dos amigos todavía no llegaron al valle. Nando y Roberto han atravesado una última cima y de repente el paisaje se transforma. Hay un punto, allá lejos, donde termina la nieve. Miran, boquiabiertos, un río sinuoso que se abre paso en torno al valle reverdecido de Los Maitenes. ¿Un espejismo? ¿Otra trampa? A través de un torrente se hablan con cartas y piedras con el arriero Sergio Catalán, otro hombre bueno. ¿Dónde estamos?, le preguntan. ¿Quiénes son?, les responde. Los sorprende el recibimiento. Nadie los había olvidado. Los marean, las preguntas, los filman y les vuelven a preguntar hasta dejarlos exhaustos. ¿Qué le sucedió al mundo que está tan curioso con nosotros? Les cuesta adaptarse. Durante demasiado tiempo estuvieron en una dimensión que no se miden en días ni en años, ni con los parámetros cotidianos de los de abajo. ¿Qué ha sucedido con todos ustedes, los que nos reciben? ¿Por qué algunos están tan abatidos, y otros tan alborozados? Como en sueños, vamos recorriendo la interminable procesión de rostros de familiares y amigos, conocidos y desconocidos, absortos, eufóricos, desconsolados, asustados. ¿Qué les sucede, queridos? ¿Por qué se ponen así? Con el tiempo los vamos comprendiendo. La desazón que provocan las historias que no son ordinarias y fundamentalmente la desazón que provocan las elecciones arbitrarias: los que se quedan y los que continúan. Elecciones fortuitas, azarosas, invariablemente injustas. Unos se quedan y otros continúan. ¿Por qué él y yo no? ¡Pero nosotros no elegimos este camino, él nos eligió a nosotros! Y entonces intentan comprendernos con fórmulas que a nosotros nos resultan vacías, insuficientes: coraje, audacia, compañerismo, tenacidad, fe, predestinación, desventura, fatalidad… Quizás haya algo de todo eso… ¡pero a la vez es tan diferente! Les decimos: suban, sufran el golpe, prueben la nieve, experimenten la muerte, escuchen el viento, y luego, cuando bajen, cuenten lo que vieron. Descubrirán que nunca será la misma historia. Nosotros, en cambio, sí sabemos de lo que hablan. De cuando en cuando nuestros amigos vuelven a la montaña. Les duele en el alma, un dolor mucho más agudo que el de los cuerpos. Van y vienen, como volando en círculos, porque no terminan de convencerse de lo que ha sucedido. Nos homenajean. Vuelven a subir, con caballos, con helicópteros, a pie. Los vemos venir, en algunos casos por el mismo camino que improvisaron hace tantos años. Llevan carpas, abrigos y medicinas. En el ’72 hacía mucho más frío y quemaba la ventisca. ¿Acaso no decían que en cincuenta años nunca cayó tanta nieve en las cumbres como en aquella primavera? ¿Creen acaso que eso fue casualidad? En Montevideo, otros se dan vuelta en la cama y no consiguen dormir. No logran desembarazarse de las imágenes truculentas que van y vuelven. Pero nosotros, al fin, aunque más no sea de madrugada, nos encargamos de acunarlos. Hasta que con los años se van consolando. Van encontrando explicaciones nuevas, siempre cambiantes, mientras continúan temblando de emoción cuando recuerdan el sonido de las hélices del helicóptero del rescate. Nosotros, en cambio, sí lo comprendemos. Tal vez por la perspectiva que nos da la montaña, la altura. Por eso entendemos, cabalmente, lo que sienten. Paso el tiempo. Cuánto han crecido. Cómo han cambiado. A los tropezones han rehecho sus vidas que amenazaban con quedarse atrapadas en la nieve. Algunas cicatrices demoran más que otras. Algunas demoran años, otras décadas. Pero un día estarán sanadas del todo. Tengan hijos, críenlos, cuídenlos. Quiéranlos mucho. Porque en cierto modo, y ustedes, solo ustedes lo saben, ellos también son hijos de todos nosotros. Nosotros, los que no tuvimos la oportunidad de salir de la cordillera, los que nos quedamos en el camino, los que estuvimos siempre con ustedes. ¿No lo sintieron, acaso? Día a día experimentamos el mismo orgullo, cuando miramos el paisaje helado y los vemos esforzándose, incansables, ayudándose, ayudándonos. Cuando miramos en lontananza, y más allá, después del horizonte, descubrimos dos puntos insignificantes escalando la montaña, unidos entre ellos con sogas, yendo a buscar la vida del otro lado del abismo. Vamos, fuerza, les decimos. Y siempre, invariablemente, llegan al otro lado y regresan a buscar a sus amigos. Esa fue su prueba. Cada uno tuvo la suya. Esta es la nuestra, la que nos tocó en suerte. Con el tiempo ha llegado la paz a la montaña. Una paz diferente, es cierto, que antes, cuando estábamos muy cerca de los acontecimientos, todavía no tenía. Claro que no fue una casualidad. La infinita cantidad de casualidades se convirtieron en causas determinantes. Cada cosa sucedió de acuerdo a un equilibrio superior, que demoramos en percibir. Ahora podemos acceder a una armonía diferente. Es distinta, creemos, porque los incluye a ustedes, a los 16 que sobrevivieron y a nosotros, los 29 que nos morimos. Recién ahora estamos todos, no falta ninguno. Hacemos lo mismo que hicimos el día de la partida, ¿lo recuerdan?: pasamos la lista, tantos años después, y escuchamos que los 45 decimos presente.
Cuando se cumplieron 30 años de la tragedia, el colegio entero rindió homenaje, cada