Nosotros, los otros - Pablo Vierci (en limpio)

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Los que no volvieron

Pablo Vierci, ex alumno de la generación 1965, compañero y amigo de


muchos de los que perdieron la vida en los Andes, homenajeó a los que no
volvieron en el relato titulado “Nosotros, los otros”, cuando se
conmemoraban 30 años del rescate de los sobrevivientes. El relato, que se
transcribe a continuación, fue publicado en el diario El País de Uruguay, el
14 de diciembre de 2002.

Nosotros, los otros – Por Pablo Vierci


Con el paso del tiempo
la perspectiva desde la
montaña permite verlo de
otra manera. Desde las
cimas de nieves eternas
pueden observarse todas
las caras de los Andes,
algunas en sombras, otras
soleadas, y las que
estaban en tinieblas,
resplandecen poco a
poco.
Desde esta nueva
Roberto Canessa en Chile, un día después de haber perspectiva, que ahora
atravesado la cordillera, junto a policías y periodistas. resulta tan apacible,
puede observarse con
claridad la conmoción que padecimos durante 72 días, entre el 13 de octubre
y el 22 de diciembre de 1972.
Podemos hilvanar mejor la sucesión de casualidades, algunas previsibles,
otras completamente inverosímiles, que nos trajeron hasta acá.
No recordamos bien a quién se le ocurrió este nuevo viaje a un Santiago
convulsionado, para repetir la experiencia del año anterior. No recordamos,
ya, quién tuvo la ocurrencia de alquilar un vuelo de la Fuerza Aérea, tal vez
demasiado chico para cruzar los Andes, con esos dos motores insignificantes
sobre las alas. ¿Pero qué importa hoy?
La infinita sucesión de casualidades, que nunca fueron tales. Antes de
partir, pasamos lista y confirmamos que ahí estábamos todos los que
teníamos que estar. Ni uno más, ni uno menos. Así se entrelazan las
casualidades.
El Fairchild F-227. El vuelo plácido hasta Mendoza, bromeando, jugando
porque todos éramos demasiado jóvenes, los del Old Christians y los amigos.
Hasta los mayores, los familiares y los pilotos, se habían contagiado de
nuestra juventud temeraria.
Cuando nos aproximamos a Mendoza nos informaron, por radio, que una
tormenta inusual azotaba la cordillera. La red de casualidades comenzaba a
hilvanarse con hilos sutiles, invisibles, para atraparnos.
Claro que fue una imprudencia insistirle a los pilotos, en Mendoza, que
reemprendiéramos viaje, aunque el tiempo no hubiera escampado.
Pero, si éramos inmortales, ¿qué podía importarnos la tempestad de los
Andes?
Los pilotos, esos hombres buenos, como nosotros, también fallaron.
Dudaron cuando les insistimos, es cierto, pero al fin resolvieron
complacernos. ¿No parecíamos, acaso, inmortales?
Cuando miramos por las ventanillas imágenes fragmentadas de Mendoza,
con el Fairchild carreteando por la pista, ignorábamos que habíamos tomado
la decisión equivocada.
Volamos casi una hora, hacia el sur, buscando el paso adecuado entre la
cordillera. Algunos de nosotros observábamos, con alguna inquietud, por las
ventanillas. La tormenta arreciaba, en lugar de amainar, como habían
anunciado en Mendoza. En un determinado momento el Fairchild, que se
dirigía al sur, rumbo a Paso Planchón, enfiló hacia el oeste.
A las 15 y 21, cuando el piloto informó a la torre de control chilena que
habíamos pasado Curicó, los pocos que mirábamos aprehensivos por las
ventanillas nos serenamos. Ya casi llegamos, muchachos. La mayoría ya se
imaginaba en Santiago.
La inquietud se acentuó con las sacudidas que siguieron y con ese pozo de
aire profundo en que se sepultó el aparato, un agujero en el que no
terminábamos de llegar al fondo, y al que intentábamos driblear haciendo
bromas y jugando. Gritándole “ole”, como a un adversario inofensivo.
Aunque nuestras voces habían perdido persuasión.
Los motores aceleran a fondo, en un esfuerzo trepidante, por intentar los
imposible. Pero las máquinas no podían hacerlo. No eran humanas.
¿Adivinamos el desastre en ese momento? Sin duda que ya lo sabían los
pilotos, que no terminaban de comprender el engranaje superior que les había
hecho perder el rumbo, confundidos, engañados. ¿Qué había sucedido?
Inmediatamente vino el estruendo, trozos volando, la vida
desintegrándose en fracciones de segundo, mientras nos vamos despeñando,
chocando, rompiendo, golpeando, desparramando nuestros recuerdos, los
grandes ideales, los pequeños proyectos. ¡Que desamparo, Dios mío!
Algunos cerramos los ojos, otros nos agarramos, inútilmente, a los
antebrazos de los asientos. Unos nos aferramos de alguna imagen que
habíamos dejado en casa. Otros se sujetaron de una letanía, que duró 30, 40
segundos, exactamente lo que demoraron los restos del fuselaje que se
deslizaba a una velocidad vertiginosa por la ladera de la montaña.
A algunos ya nos habían arrojado del avión cuando la cola sacudió a la
montaña, mientras las alas se desprendían como papales y volaban por los
aires tempestuosos.
Otros seguimos, prendidos, sujetándonos con nuestras manitos de
cualquier cosa, apretando los dientes. “…ahora y en la hora de nuestra
muerte, amén”. Llegamos. Sí, el despojo del avión, sin alas ni la cola, se
detuvo con violencia, aplastándonos contra la cabina. ¿Estamos todos? ¿Hay
heridos? Sí, había. No, no estamos todos.
Parecía mentira lo que veíamos. Era imposible que aquello estuviera
sucediendo. Pero poco a poco había que habituarse a que esta historia no se
refiera a las posibilidades o a las imposibilidades.
Y allí están, tiritando, anonadados, atontados por el golpe, saliendo, uno a
uno, del fuselaje espectral, ladeado en el glaciar.
El tiempo nos permite hacer el balance de los aciertos y errores que por
ventura cometimos. ¡Pero qué pequeños resultan a la distancia!
Afuera falta el aire. El cielo está encapotado y caen copos de nieve.
¿Dónde estamos? ¿Qué ha sucedido, por Dios? ¿Dónde están todos los que
nos iban a recibir, alborozados, en Pudahuel?
En un primer momento le gritábamos, aullando, al cielo. ¿Qué habíamos
hecho para merecerlo, si teníamos, apenas 18, 19, 20, 21 años? ¿Por qué nos
condenaban por algo que no habíamos cometido?
La noche es dolorosa. Siempre lo fue. Algunos nos sentimos muy mal.
Nos duele aquí y allá. Muchos se están yendo. Lo sentimos en la atmósfera
de la caverna terrible que improvisamos en el avión. Los consolamos, no
teman, ya llegan los amigos de siempre para calmarlos. Noche aterradora,
viento ululante.
¿Cuántos quedamos vivos?, ¿qué vamos a hacer, mamá? ¿Cómo están en
casa? ¿Ya saben lo sucedido?
El barrio primaveral de Carrasco, en Montevideo, se agita con nuestra
gritería y lo atormentan las dudas. Llegan, alternadas, las noticias
contradictorias sobre nosotros: esperanzadas y terribles, trágicas y
alentadoras. Poco a poco la verdad resplandece en la noche de octubre.
Estamos perdidos. ¿Dónde, mamá? ¿Por Dios, dónde caímos?
¿Pueden escucharnos en Montevideo? Sí. Algunos hacen silencio, salen
afuera, se serenan y en la noche nos sienten, a la distancia, llorando. Pero no
pueden extendernos las manos, porque estamos demasiado elevados. Otros,
cuando el viento sopla desde el oeste, sienten calor.
A la mañana siguiente vislumbramos el panorama desolador. Estamos
menos aturdidos, tal vez, pero más asustados.
El mundo desde la montaña. Qué distinto se ve todo, mamá. Algunas cosas
parecen muy lejanas, otras increíblemente próximas. Pero todo está patas
para arriba.
Los muchachos comienzan a organizarse. Unos curan a los heridos, otros
preparan el habitáculo del avión que nos servirá de refugio. Algunos andan
de aquí para allá, incrédulos, mirando hacia arriba, pidiendo explicaciones
que demoran en llegar. Pero todos sentimos mucho miedo y esa soledad que
solo se experimenta en la montaña salpicada de nieves eternas.
Comenzamos a armar grupos,
distribuir tareas, como en el rugby.
Todos articulando el juego con el equipo
y para el equipo. Fuerza. ¡Empujen!...
¿no era, acaso, lo que nos gritaban los
Brothers del colegio? Y a romperse el
lomo para ganar el territorio en la
cancha, dando lo mejor de cada uno.
Hay que curar a los heridos. Tú, a
partir de ahora, tenés que hacer de tripas
Facsímiles de diarios chilenos un día corazón. Por eso está sano. Y seguís
después del rescate. fuerte. Elegí un voluntario que te ayude.
Rápido que el tiempo apremia, el
hermano se desangra. Ya sabemos que no eres suficientemente idóneo, ¡si
sos un niño, casi! ¿pero quién te va a exigir resultados? Hacés lo imposible,
abriendo, cosiendo, sanando, con apenas 19 años.
Miramos hacia arriba y el sol nos lastima y nos vuelve a lastimar cuando
se refleja en la pared de hielo. Debajo, la nieve nos quema los pies. Hay que
ingeniarse: fabricar lentes con ventanas, confeccionar grotescos zapatos de
montaña con medias y botines de rugby, recoger agua de un puñado de nieve.
Muchos de los lastimados se han ido, y yacen durmiendo en el hielo, un
grupo que crece noche a noche, amenazante, torturándonos lentamente. ¿Es
una pesadilla? ¿En cuánto rato despertaremos en Montevideo? Pero si fuera
una pesadilla… ¿por qué los Brothers nos siguen gritando desde las
conciencias: formen el scrum y ¡empujen!?
Había que batallar duro para caminar en la montaña, sin aire en los
pulmones, enterrándonos hasta las rodillas en la nieve. Pero no había excusas
para debilidades, porque la flaqueza, aprendimos allá arriba, era una cuestión
de actitud. Había que empujar, hermanos, solo empujar.
Cuando habíamos convertido aquello en nuestro hogar inhóspito,
esperando, mirando al cielo para detectar ese avión inverosímil del rescate
que lograría ver un punto blanco mimetizado con la nieve, llegó, en su lugar,
una noticia que nos aturdió. Qué desproporción, la radio minúscula y la
noticia descomunal: acababan de suspender la búsqueda. ¿Pero cómo es eso?
¿Acaso no nos sienten? ¿No escuchan nuestras plegarias? ¿No sienten
nuestro dolor, no experimentan nuestro frío? ¿Tan distinto se ve todo desde
abajo?
Cesaban la búsqueda en helicópteros pero no dejaban de buscarnos en
casa. Sabemos que en Montevideo muchos nos escuchan. No nos
descorazonemos, entonces. Consolemos a los más tristes, es necesario
arrullarlos en nuestros brazos. Tu familia te está esperando en casa, pequeño.
Pasaron diez días. Que débiles se les ve. No pueden caminar dos pasos
alrededor del avión sin caer exhaustos, elevando la vista al cielo para mirar
un cóndor que planea en el infinito. Algunos, los que pierden la esperanza,
escriben cartas.
Están, estamos con hambre. Ya no sirve fantasear con comida. Ya
desistimos de comer lo incomible, asientos de avión, zapatos, nieve. Ya
encontramos la forma de sobrevivir a la sed, de sobrevivir al frío, de curar
enfermos, de esquivar las grietas, las infecciones. Ahora tienen que encontrar
la forma de sobrevivir al hombre. Ahora tienen que aprenderá comer para
poder vivir.
Cuesta entenderlo desde abajo. Hay que subir al glaciar y bajar la
temperatura a 30 grados bajo cero, cada vez más lejos de la Tierra, hay que
anestesiarse para no sentir el dolor ni el frío después de tantos días a la
intemperie. Hay que experimentar la sed incesante. De noche, apilados, hay
que buscar la posición que nunca se encuentra, que permita pescar un sueño
esquivo y sobresaltado, sin que el cuerpo se entumezca. Hay que escuchar
los gemidos estremecedores durante las madrugadas, para comprender
cabalmente que no hay otra salida.
Hicimos un pacto fraterno: si alguno de nosotros moría, los otros podían
usar nuestro cuerpo para seguir viviendo.
Que no te tiemble el pulso, amigo, cuando con la navaja improvisada, y la
mano agotada, debes intentar un corte en la carne congelada de tu hermano.
Que no te tiemble el pulso cuando se lo entregás al primero. Nosotros, tus
amigos, estamos detrás, apoyándote, dándote fuerzas.
Vienen más pruebas, cada una más dolorosa que la anterior. Como aquella
noche tranquila cuando la montaña quiso sepultarnos bajo la nieve. Algunos
fumaban los cuatro o cinco cigarrillos que restaban. ¿Por qué tanto silencio?
Siempre teníamos un vigía, al que nadie había designado, pero que siempre
estaba allí, en la posición adecuada, para salvar a los demás. Esa noche, el
29 de octubre, cuando el alud de nieve entró como una tromba por la abertura
del avión, el vigía estaba en guardia, más alerta que nunca. No lo volteó el
estrépito ni la avalancha que irrumpió furiosa por la parte posterior del
fuselaje y en un instante nos sepultó en la oscuridad.
No siento nada. No veo nada. No tengo miedo. Pero no puedo moverme.
De pronto, en el último hálito, el vigía cava como poseído, con las dos
manos, guiándose por una respiración imperceptible bajo la nieve, descubre
mi boca y vuelvo a respirar. ¿Estoy vivo, acaso?
A empujar de nuevo, mis hermanos. A contar los caídos, a proteger a los
heridos, a sacar la nieve. Y mañana, cuando salga el sol, a recuperar la
energía perdida. En lo que resta de la noche, casi sin espacio, casi sin aire,
casi sin vida, intenten lo imposible: descansen en paz.
Por momentos querernos aliviarnos, seguir la senda de tantos amigos,
dejar la carga desmesurada, abandonar el camino y tumbarnos a descansar,
dejarnos ir. No queremos seguir. Hemos sufrido demasiado. ¡Es tan fácil
dejarnos morir! Pero los otros no nos dejan. Vamos, arriba. ¡Empujen!
Pasan los días, mamá. Pasan los días más largos, y no tenemos noticias de
ustedes. ¿Se acuerdan todavía de nosotros? ¿Ya habrán dejado de llorar? ¿Ya
se estarán acostumbrando a la ausencia, una cama vacía en el cuarto, alguien
que no se sienta en la mesa? Nosotros desde acá, en cambio, no pensamos en
otra cosa. Son el referente que nos queda, el único panorama que vemos
detrás del horizonte helado. A veces, en algunas ocasiones, nuestra vista
logra atravesar el paisaje y los alcanzamos a divisar, desdibujados por la
distancia.
Pero acá arriba los muchachos siguen esforzándose. Qué mal se les ve,
pero qué fortaleza indoblegable. Un grupo se aleja y encuentra la cola del
avión. Con las baterías, intentan acondicionar el radio, pero todo resulta
demasiado desproporcionado.
De noche discutimos el rumbo. El rumbo geográfico, hacia dónde está el
sur, el norte, el océano Pacífico y del otro lado, nuestra casa. Y el rumbo
espiritual. Hacia dónde vamos, qué fue de nosotros. Quién nos hizo esta
zancadilla. Este tackle torcido, por encima de la rodilla, que tanto nos lacera.
A medida que pasan los días y se apagan las ilusiones, crece y se consolida
una lección nueva, el aprendizaje más doloroso. Estamos infinitamente
solos. Todo depende de nosotros. Siempre fue así, desde el primer momento,
solo que demoramos en darnos cuenta. Porque no solo nos desviamos de la
ruta a Curicó, sino que nos desviamos de las historias comunes, con un
principio y un fin previsible. Esta historia, en cambio, no tenía escrito el
final. El final debíamos elaborarlo nosotros.
Como siempre, distribuimos las tareas y elegimos, entre todos, a los que
estaban mejor preparados. No hablamos únicamente de lo físico, claro que
no.
Nando. ¿Todavía no has adivinado que tenés que empezar a prepararte?
Sí, ya lo has percibido Estás aguardando que te lo confirmemos. Comenzás
a elaborar tu propia certidumbre, para que esa convicción irrevocable te dé
la fuerza sobrenatural de la confianza. Es la única salida y un camino sin
retorno. Lanzás una soga al otro lado y te aferrás a ella hasta el final. Solo
podés llegar a la meta. Y no tenés el derecho a negarte, el derecho a
desfallecer, a sentir cansancio, a abandonarte a tu suerte. ¿Y sabés quiénes
te quitamos ese derecho?... Sí, claro que lo sabés: nosotros.
Roberto te acompaña. Él llega, por caminos diferentes, a la misma
convicción. Y nosotros los alentamos, les insuflamos energías mustiándoles
recuerdos al oído, que siempre tienen los colores y el murmullo marino de
Montevideo. Que siempre los acompañará en la travesía. ¿No nos
escuchaban, acaso?
Ahora de nuevo al ejercicio, la práctica, el entrenamiento, un rugby bizarro
y deforme, entre la nieve. A prepararse físicamente y a entrenarse
espiritualmente para superar los límites del cuerpo. A alimentarse y a
descansar, porque les queda una dura tarea, muchachos.
Allá parten. Mírenlos caminar, a los tres, porque también va Antonio, que
poco después, cuando descubran lo descomunal de la travesía, regresará,
para permitirles seguir a los otros dos. Así es como se juega en equipo.
¡Miren cómo se vuelven para saludar! Díganme: ¿dudan de ellos? Con ese
equipaje en el alma, ¿cómo no van a llegar, aunque la meta esté más allá del
horizonte? Obsérvenlos. ¿No perciben que están destinados a arribar, sea a
donde sea, cueste lo que cueste?
Cuánta energía, porque éramos muchos haciendo fuerza, empujando,
como nos pedían los Brothers. ¿Cómo no iban a poder si todos empujábamos
con ellos?
Ahora el tiempo nos deja ver más claro. A un ose le mete el otro en la
cabeza, en el pensamiento, en el espíritu, y alienta, da fuerzas, susurra, no
permite que desfallezca, ni que se duerma, ni le permite dar un paso en falso
cuando sortean el acantilado. Nando y Roberto, la escalada infinita hacia el
Océano Pacífico, que estaba mucho, muchísimo más lejos de lo que
imaginaban. Cuidado esa piedra, aquella trampa, la grieta, no pisen en falso.
Fundamentalmente, no pierdan el rumbo, orientándose por el sol del
atardecer en el oeste.
Cuando anochece, buscan un abrigo entre las rocas. Aquí está bien. Miran
al cielo y piensan, recuerdan. ¿Cuántos días pasaron? ¿70 ya? ¿Y cuántos
hace que están caminando? Pierden la cuenta, la barajan de nuevo, y entre
días que se desdibujan y rostros que se desvanecen, se duermen. No se
congelen, no se lastimen con las rocas filosas como puñales, porque si
pierden sangre se les va la fuerza, y con ella, a todos se nos escapa la vida.
Ya salió el sol. Vamos, amigos, despierten. Tienen que caminar, subir,
bajar, sin tropezar. Está prohibido perder…
Los observamos a la distancia.
Qué orgullo ver a ese puñado de hermanos perdidos en un valle de un
glaciar intermitente que surge en el invierno y desaparece con el deshielo, en
torno a un fuselaje emparchado, pendiendo de un hilo, sin desfallecer.
Miramos hacia el otro lado. Qué orgullo observar a aquellos dos,
zigzagueando durante días y noches por la montaña imposible. Puntos
insignificantes que se alejan en el paisaje de rocas y acantilados, atados con
una soga, sorteando los abismos que quieren tragarlos, pero no pueden con
ellos.
Fuerza, Nando; otro paso, Roberto. El cansancio, la pesadez en las piernas,
en el límite de sus capacidades. De lejos, mirándolos a la distancia, nos
enternecen, tan chiquitos, en la inmensidad de la roca y la nieve. Descansen,
si así lo desean. Beban un sorbo de agua. Elijan bien el camino… no se
confundan. Encuentren aquella garganta entre los peñascos, esa misma.
Vamos, andando, ya descansaron lo suficiente.
Muchos de los que
quedan en el avión
pierden las esperanzas.
Escriben cartas, porque
ya no creen en el
regreso. Se miran a los
ojos y los encuentran
vacíos. Están pálidos,
abatidos. Piensan en los
dos mensajeros. Claro
que es imposible, claro
que humanamente no
Álvaro Mangino baja del helicóptero que lo trajo de la hay chances de
cordillera, ayudado por médicos y rescatistas.
atravesar la nada, sin
caer en un acantilado, sin morir sepultados por la nieve, sin congelarse en las
noches, sin siquiera saber dónde están, a dónde van. Es obvio que
humanamente no hay chances. Pero a esta altura, ¿a quién le importa lo
posible y lo imposible?
Inmediatamente recapacitan: ¿cómo no van a regresar? Se serenan.
Renuevan la fe. Dejan de escribir. Tengan paciencia, los dos amigos todavía
no llegaron al valle.
Nando y Roberto han atravesado una última cima y de repente el paisaje
se transforma. Hay un punto, allá lejos, donde termina la nieve. Miran,
boquiabiertos, un río sinuoso que se abre paso en torno al valle reverdecido
de Los Maitenes. ¿Un espejismo? ¿Otra trampa?
A través de un torrente se hablan con cartas y piedras con el arriero Sergio
Catalán, otro hombre bueno. ¿Dónde estamos?, le preguntan. ¿Quiénes son?,
les responde.
Los sorprende el recibimiento. Nadie los había olvidado. Los marean, las
preguntas, los filman y les vuelven a preguntar hasta dejarlos exhaustos.
¿Qué le sucedió al mundo que está tan curioso con nosotros?
Les cuesta adaptarse. Durante demasiado tiempo estuvieron en una
dimensión que no se miden en días ni en años, ni con los parámetros
cotidianos de los de abajo. ¿Qué ha sucedido con todos ustedes, los que nos
reciben? ¿Por qué algunos están tan abatidos, y otros tan alborozados?
Como en sueños, vamos recorriendo la interminable procesión de rostros
de familiares y amigos, conocidos y desconocidos, absortos, eufóricos,
desconsolados, asustados. ¿Qué les sucede, queridos? ¿Por qué se ponen así?
Con el tiempo los vamos comprendiendo. La desazón que provocan las
historias que no son ordinarias y fundamentalmente la desazón que provocan
las elecciones arbitrarias: los que se quedan y los que continúan. Elecciones
fortuitas, azarosas, invariablemente injustas. Unos se quedan y otros
continúan. ¿Por qué él y yo no?
¡Pero nosotros no elegimos este camino, él nos eligió a nosotros!
Y entonces intentan comprendernos con fórmulas que a nosotros nos
resultan vacías, insuficientes: coraje, audacia, compañerismo, tenacidad, fe,
predestinación, desventura, fatalidad… Quizás haya algo de todo eso…
¡pero a la vez es tan diferente!
Les decimos: suban, sufran el golpe, prueben la nieve, experimenten la
muerte, escuchen el viento, y luego, cuando bajen, cuenten lo que vieron.
Descubrirán que nunca será la misma historia.
Nosotros, en cambio, sí sabemos de lo que hablan.
De cuando en cuando nuestros amigos vuelven a la montaña. Les duele en
el alma, un dolor mucho más agudo que el de los cuerpos. Van y vienen,
como volando en círculos, porque no terminan de convencerse de lo que ha
sucedido. Nos homenajean. Vuelven a subir, con caballos, con helicópteros,
a pie. Los vemos venir, en algunos casos por el mismo camino que
improvisaron hace tantos años. Llevan carpas, abrigos y medicinas. En el ’72
hacía mucho más frío y quemaba la ventisca. ¿Acaso no decían que en
cincuenta años nunca cayó tanta nieve en las cumbres como en aquella
primavera? ¿Creen acaso que eso fue casualidad?
En Montevideo, otros se dan vuelta en la cama y no consiguen dormir. No
logran desembarazarse de las imágenes truculentas que van y vuelven. Pero
nosotros, al fin, aunque más no sea de madrugada, nos encargamos de
acunarlos.
Hasta que con los años se van consolando. Van encontrando explicaciones
nuevas, siempre cambiantes, mientras continúan temblando de emoción
cuando recuerdan el sonido de las hélices del helicóptero del rescate.
Nosotros, en cambio, sí lo comprendemos. Tal vez por la perspectiva que
nos da la montaña, la altura. Por eso entendemos, cabalmente, lo que sienten.
Paso el tiempo.
Cuánto han crecido. Cómo han cambiado. A los tropezones han rehecho
sus vidas que amenazaban con quedarse atrapadas en la nieve. Algunas
cicatrices demoran más que otras. Algunas demoran años, otras décadas.
Pero un día estarán sanadas del todo.
Tengan hijos, críenlos, cuídenlos. Quiéranlos mucho. Porque en cierto
modo, y ustedes, solo ustedes lo saben, ellos también son hijos de todos
nosotros.
Nosotros, los que no tuvimos la oportunidad de salir de la cordillera, los
que nos quedamos en el camino, los que estuvimos siempre con ustedes. ¿No
lo sintieron, acaso?
Día a día experimentamos el mismo orgullo, cuando miramos el paisaje
helado y los vemos esforzándose, incansables, ayudándose, ayudándonos.
Cuando miramos en lontananza, y más allá, después del horizonte,
descubrimos dos puntos insignificantes escalando la montaña, unidos entre
ellos con sogas, yendo a buscar la vida del otro lado del abismo. Vamos,
fuerza, les decimos. Y siempre, invariablemente, llegan al otro lado y
regresan a buscar a sus amigos.
Esa fue su prueba. Cada uno tuvo la suya. Esta es la nuestra, la que nos
tocó en suerte.
Con el tiempo ha llegado la paz a la montaña. Una paz diferente, es cierto,
que antes, cuando estábamos muy cerca de los acontecimientos, todavía no
tenía.
Claro que no fue una casualidad. La infinita cantidad de casualidades se
convirtieron en causas determinantes.
Cada cosa sucedió de acuerdo a un equilibrio superior, que demoramos en
percibir. Ahora podemos acceder a una armonía diferente. Es distinta,
creemos, porque los incluye a ustedes, a los 16 que sobrevivieron y a
nosotros, los 29 que nos morimos.
Recién ahora estamos todos, no falta ninguno. Hacemos lo mismo que
hicimos el día de la partida, ¿lo recuerdan?: pasamos la lista, tantos años
después, y escuchamos que los 45 decimos presente.

Cuando se cumplieron 30 años de la tragedia, el colegio entero rindió homenaje, cada


cual a su manera.

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