La Huella Del Dios - Maxence Van Der Meersch

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 164

Maxence van der Meersch cuenta la trágica historia de Karelina, una

campesina tan tímida como hermosa. Casada a la fuerza con un hombre


brutal, sufre mil humillaciones hasta que su verdugo es encarcelado, y
entonces se refugia en casa de su tío Domitien, un famoso escritor. La esposa
de éste, Wilfrida, la recibe con cariño, tratándola como si fuera su propia hija.
Pero las dos mujeres no saben que acaban de sellar sus destinos. El autor fue
galardonado por esta obra, con el Premio Goncourt, en 1936..

Página 2
Maxence Van der Meersch

La huella del Dios


ePub r1.0
Titivillus 20.12.2024

Página 3
Título original: L’empreinte du Dieu
Maxence Van der Meersch, 1936
Traducción: Antonio Espina

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

Página 4
PRIMERA PARTE

Página 5
Capitulo primero
El coche había atravesado el pueblo siguiendo luego un estrecho camino
ascendente. Detrás quedaba la suave corriente del Lys. Subieron despacio una
carretera bordeada de álamos y molinos de viento que se destacaba en el cielo
gris de noviembre. El auto, un potente cabriolé de ocho cilindros, color
tabaco, iba aplastando con sus anchos neumáticos el barrizal del camino, que
le ensuciaba con sus salpicaduras. Domiciano van Bergen, al volante, sorteaba
cómo podía los desniveles y los baches de la angosta ruta que en esta estación
era frecuentada por las últimas carretas de remolacha. Un viento huracanado
envolvía el coche y silbaba entre los desnudos árboles de la carretera.
Llegaron ante una humilde vivienda separada del camino por la cuneta.
Detrás de la casa giraban las aspas de un molino.
—Ésta es la casa, Domiciano —dijo Wilfrida van Bergen.
Van Bergen detuvo el coche y se apeó.
El viejo molino de madera y pizarra volteaba en lo alto de una colina sus
largos brazos escuálidos y torpes, con un aire de eterna queja. Sobre el molino
pesaba el cielo nuboso de un día de Todos los Santos. A sus pies se veía la
casa. Una casita rústica, baja, de rojos ladrillos sobre cimientos de hormigón y
techo de paja espesa y descolorida entre la que brotaban algunos hierbajos.
La puerta y las ventanas se hallaban cerradas; un humo sucio salía de la
chimenea. Las grandes aspas del molino chirriaban girando con lentitud detrás
de la vivienda, en medio de la triste desnudez de un otoño acerbo.
Van Bergen observó el mísero albergue. Vacilaba. Luego se dirigió al
auto.
—¿Seguirán aquí, Wilfrida?
—Por lo menos todo está igual —dijo su mujer.
Descendió ella a su vez, frágil y pálida, envuelta en una gruesa capa de
viaje, de lana inglesa, estremeciéndose de frío. Miró a la casa.
—¡Quién sabe…! Hace tanto tiempo…
—Vamos —exclamó Van Bergen—, llamaré por si acaso.
Y pasando por la losa que servía de puente sobre la cuneta, después de la
cual había un jardincillo cubierto de vegetación silvestre, llamó a la puerta.
Al cabo de largo rato se oyó descorrer un cerrojo. El batiente superior de
la puerta se entreabrió, apareciendo una muchacha de unos diecisiete años, de

Página 6
ojos azules, nariz corta, y rubios cabellos alborotados. Su aspecto era enérgico
y primitivo. Quedóse quieta, examinándole.
Van Bergen trataba de reconocerla.
—Dígame, señorita, ¿siguen viviendo aquí los Moermester?
La joven se abstuvo de responder. Parecía no haber entendido. Observaba
a Van Bergen con insistencia. Su rostro hermético fue aclarándose. Levantó el
pestillo de la puerta y la abrió del todo para que pasasen los visitantes.
—Entre —dijo—. Usted es mi tío Van Bergen.

La cocina era grande, sombría, limpia, débilmente iluminada por una


ventanita que daba al campo. Casi en el centro de la habitación se veía uno de
esos fogones que se usan en Flandes, provisto de barras de níquel y hornillo
con dos grandes asas curvas. Una débil lumbre de carbón ardía. Encima se
calentaba una cafetera de esmalte azul y blanco y un caldero de cobre de
reflejos cálidos y rojizos. Enfrente había una mesa de madera con la parte
superior de mosaico, en cuyas junturas se notaba el cemento. En un rincón
próximo a otra ventana con los postigos cerrados por fuera, había una alacena
de doble puerta ennegrecida a fuerza de encerarla. Sobre la alacena, en un
fanal, una imagen de santa Ana, policromada con tonos violeta, conducía de
la mano a la Virgen niña. Las paredes estaban encaladas con un blanco
azulado y frío. Un Cristo de metal moría en la cruz, bajo unas ramas secas de
boj. En algunas bandejas de estaño se mostraban diversos relieves hechos a
punta de clavo, representando figuras de gallos, palomas, corceles y rótulos
medio borrados. Eran premios de victorias obtenidas en las riñas de gallos o
en los concursos de pichón, o recuerdos de triunfos conquistados con el arco.
Las baldosas rojas unidas por crestas de cemento se hallaban espolvoreadas
de arena blanca, esa arena de Campines, que se vende en saquitos. Un gran
reloj de caja dejaba oír su tictac.
El melancólico sonido del reloj y la llama del fogón era lo único que tenía
vida en la cocina. Por la ventana podía verse la llanura, con sus árboles
desnudos y negros bajo el cielo gris, que parecían tender hacia las nubes
veloces sus brazos desesperados.
Los recién venidos quedaron quietos en el umbral.
—¡Qué oscuro está esto! —dijo Wilfrida.
—Es el día de Todos los Santos —contestó la muchacha—. Están
rezando.

Página 7
Después de cerrar la puerta tras ellos, quedóse inmóvil, con los brazos
colgando y su gesto agrio y duro de campesina adusta; los otros la miraban.
—Entonces —murmuró Wilfrida—. ¿Tú eres nuestra sobrina Karelina?
Ésta hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, sin apartar de Van
Bergen sus ojos azules y enérgicos.
—¿Y tu padre?
—En el pueblo.
—¿Y tu hermana Juana?
—Aquí.
Dicho esto fue a abrir una puerta baja, en arco, como la de un convento.
Por ella penetraron los recién llegados a otra habitación, deteniéndose
sorprendidos a los pocos pasos. La habitación estaba a oscuras. Sólo se veía
una hilera de lamparillas que, colocadas en unos vasos de aceite, brillaban
como si sangrasen las tinieblas. El efecto era sorprendente.
Poco a poco se iban destacando las cosas en la oscuridad, haciéndose una
claridad rojiza en la que se mostraba una especie de altar iluminado por
aquellas lamparillas escalonadas.
El altar era una mesa cubierta con un paño blanco, sobre la que había dos
vasijas de cobre en forma de obús, una pila en forma de concha con agua
bendita y dos velas de cera roja, adornadas con papel dorado y colocadas en
candelabros de porcelana de Tournai. En el centro del altar un Niño Jesús de
escayola, pintado, hermoso y rubio, sostenido por san José con el brazo
derecho, llevaba en su mano la simbólica esfera rematada por la Cruz. En las
vasijas y sobre el paño del altar, se habían puesto espigas de trigo maduro y
de centeno y avena, como un tributo primitivo. Delante del altar había dos
reclinatorios y sobre uno de ellos, arrodillada, una forma humana rezaba.
El Día de Difuntos no es en Flandes, para el pueblo, una palabra vana. La
gente se pasa el día encerrada en casa, de rodillas, rezando en un cuarto
oscuro. Los viejos conservan esta costumbre que poco a poco va
desapareciendo y que exalta con trágica intensidad el recuerdo de los que ya
no existen.
Karelina, dejando a la entrada a los Van Bergen, se llegó hasta aquel bulto
negro, hablándole en voz baja. La mujer levantóse y después de soplar las
trémulas llamas de las lamparillas, fue al encuentro de los recién llegados. En
la cocina se le veía mejor. Era una campesina de unos treinta años, flaca y de
tez curtida. Tenía, como Karelina, su hermana menor, ojos azules, el mentón
pronunciado y esa adustez que desde temprana edad marca, con arrugas en la
boca y en la frente, una existencia trabajada y penosa.

Página 8
Parecía emocionada.
—¡Cuánto me alegro, tía, de que haya venido! —dijo—. ¡Qué contenta se
hubiese puesto madre! ¡Hablaba tanto de usted antes de morir! Solía decir:
«Quiero ver a Wilfrida…». «Id a buscar a mi hermana Wilfrida». Nos ha dado
mucha pena no verles en el entierro… Cuando no se es rico se teme siempre
que le olviden a uno… Pero ¿estaba usted de viaje, verdad?
—Sí, Juana, estábamos en los Estados Unidos. No hemos sabido que
había muerto hasta la vuelta, ya tarde. Pero, como ves, no por eso hemos
dejado de pensar en vosotras, y aquí estamos. ¡Qué cambiadas estáis!
—¡Ha pasado tanto tiempo, tía! Más de ocho años que se fueron; cinco
que no nos veíamos…
—Es verdad. Tres años en el Mediodía, por mi mala salud, y dos viajando
por el mundo. Karelina era así de alta… ¿Qué edad tiene ahora?
—Diecisiete años y yo veintinueve.
—¿Y padre?
—Pronto hará sesenta.
—¿No está aquí?
—Está en el pueblo. Sus riñas de gallos… Resultan aburridos estos días
para los hombres.
Les invitó a sentarse, luego fue a la alacena y trajo harina, huevos y una
gran fuente de loza para hacer los tradicionales pastelillos del día de Difuntos.
—Karelina, abre las ventanas, vete a ordeñar la cabra y trae leña para el
fuego. Se quedarán algunos días, ¿verdad? Hay sitio. Pondré una cama y
dormirán en su antigua habitación…
Juana desleía una masa color azafrán aplastando los grumos con sus dedos
huesudos. Van Bergen, que había salido, volvió con dos maletas amarillas, de
piel de cerdo.
—Karelina se las llevará —dijo Juana.
—Deja, deja —contestó Wilfrida—, iremos nosotros mismos. Todavía me
acuerdo del camino.
Y precediendo la mujer al marido por la empinada y negra escalera,
subieron y llegaron a la habitación. Era un dormitorio pequeño, de techo bajo,
inclinado por el declive del tejado, que iluminaba de una manera extraña, a
ras del suelo, una claraboya cuadrada, dejando en sombras la parte alta de la
habitación. El suelo formado por recias tablas de encina se alabeaba y al
andar producía la sensación de hallarse uno en la cabina de un barco. No
había ningún mueble. La desnudez era absoluta.
Wilfrida contemplaba en silencio el pequeño aposento.

Página 9
—¿Estás triste, Wilfrida? —le dijo su marido.
Ella sonrió.
—¡Oh, no, no! Recordaba solamente. ¿Te acuerdas, Domiciano?… Aquí
viniste a buscarme… ¡Cuánto he soñado aquí!
Rió luminosamente a través de sus lágrimas, con una risa infantil que la
hacía encantadora.
—¡Qué loca estaba entonces!
—¿Loca?
—¡Si supieras cómo te quería sin decírtelo! Cuando te ibas por la noche,
yo me quedaba aquí muy triste por separarme de ti, tratando de imaginarme
que estábamos todavía juntos; te hablaba, te oía responderme… leíamos
juntos y me abrazabas antes de dormirme… He sido muy feliz, mientras
llegaba la gran dicha que me habías prometido.
—¿He cumplido mi palabra, Wilfrida? ¿Te he hecho feliz?
De nuevo se humedecieron los ojos de ella; le miró de frente, con
serenidad y franqueza.
—Sí, Domiciano, me has fecho feliz; estos ocho años valen toda una
vida… Ocurra lo que ocurra, ya no podré quejarme de la suerte. Ya he sido
feliz.
La abrazó emocionado y así quedaron, uno contra el otro, sintiéndose
vivir, palpitar, gozándose en prolongar este instante de alegría pura, como dos
enamorados.
Después bajaron.
—¿Y qué ha hecho usted, tío, en todo este tiempo? —preguntó Juana.
—Ha trabajado mucho —dijo Wilfrida—. ¿Tú sabes cuántos libros hablan
de él y cuánta gente le conoce en todos los sitios del mundo? Es un hombre
ilustre, verdaderamente.
—Dios os ha protegido. Es necesario que haya también algunos seres
felices en la tierra.
Un pensamiento la asaltó.
—¿Siempre sin hijos?
—Siempre —contestó Wilfrida.
Callaron un momento. Juana se dedicaba a preparar una buena cena.
Karelina, en un rincón, pelaba patatas, observando a sus tíos.
—Por cierto —exclamó Van Bergen—. ¿Qué voy a hacer con el coche?
¿Dónde podré meterlo de noche?
—En el pueblo, tío. En la plaza detrás de la iglesia hay un taller de
mecánico.

Página 10
—¿Habrá sitio?
—Allí meten de noche los autobuses de los obreros. Karelina le
acompañará. Ponte la capa, pequeña.
Karelina, después de lavarse las manos, se quitó el delantal y se puso una
capa de paño azul marino. Domiciano cogió su abrigo. Salieron.
Al fin llegaron detrás de la iglesia. Van Bergen dejó el auto en una especie
de cobertizo que llamaban garaje. Luego, volvieron a pie hacia la casa. Un
viento frío y cortante les azotaba el rostro. Van Bergen, al pasar, recordaba
árboles y casas y un gran parador, que iba mostrando a Karelina.
—Mira, pequeña, donde comía. Allí iba a descansar y a leer. Entonces
estaba enfermo y vine aquí a curarme. Allí fue donde vi a tu tía por primera
vez. Tú ibas con ella, Karelina. Venías cogiendo plantas para hacer tisanas.
Tú eras muy pequeña, no te acordarás de nada de esto.
—Sí me acuerdo —repuso Karelina.
—Tienes buena memoria, pequeña. Pero ¿cómo has sabido enseguida que
era yo, cuando has abierto la puerta? ¿Me has reconocido por la voz?
—No lo sé. Lo he presentido.
Estaba inquieta, un poco sonrojada. Había algo que dulcificaba su mirada
azul, habitualmente fija y huraña.
—Mire el molino —dijo.
Llegaron delante de la casa. El molino giraba hacia el cielo gris sus aspas
violáceas, con un crujir constante.
—¿Quién vive aquí ahora? ¿Sigue el viejo Engle?
—Sí, ahí sigue.
—Vamos a verle.
Se acercaron al molino por la parte de atrás, subiendo luego por una
escalera de anchos peldaños, empujaron la puerta de aquel viejo torreón de
madera y entraron en una especie de reducto. En aquella armazón interior
complicada y polvorienta se veían, colgando, cuerdas y correas. El pivote
central del molino era un enorme tronco de árbol sin desbastar colocado
verticalmente.
El viejo Engle llenaba unos sacos de harina. Recibió a Van Bergen con
rústica indiferencia, como si le hubiera visto la víspera, poniéndose a hablar
de lo favorable que le era la crisis agrícola, porque muchos labradores que no
podían vender su trigo lo llevaban a moler a los molinos de viento para luego
amasar el pan ellos mismos. La avena en flor, la cebada en grano, el trigo, la
malta y todas las plantas farmacéuticas que la molinería industrial no aceptaba
por la insuficiencia del producto, aumentaban también sus trabajos.

Página 11
—¿Y usted?
—Yo, Engle, hago libros. Versos y comedias, obras que se representan en
los teatros.
—¿Y se gana con esas cosas?
—Mucho, algunas veces.
—¡Ah, entonces, bien! —dijo Engle.
Dejó a Karelina y Van Bergen que subieran hasta una especie de desván
que había bajo el tejado de pizarra.
El viejo movió una barra que actuaba sobre el freno para detener las alas y
plegar la tela, porque el viento iba en aumento. Desde arriba, a través de una
turbia ventana, Van Bergen y Karelina le veían fuera del molino cómo reducía
el velamen y tiraba de las cuerdas. Luego entró. Le oyeron subir la escalera y
maniobrar con la barra de madera del freno. Libres de nuevo, las alas se
pusieron otra vez en movimiento. Se las veía pasar, casi desnudas, pues su
tela se iba quedando arrollada a la armadura. Al cortar el aire producían un
silbido especial. Toda la torre oscilaba suavemente con rítmica monotonía. El
gruñido de la maquinaria se elevaba desde las muelas, al compás del ruido de
una correa. El molino entero, bajo el esfuerzo de las aspas, trepidaba sobre su
eje, acusando cada golpe de viento con un crujir de todas sus partes;
lamentación constante que recordaba el de las jarcias de un viejo navío. Se
hubieran podido hacer la ilusión de que estaban en un barco. Con ayuda de
una palanca, Engel alzaba hasta las muelas, desde el suelo, los sacos de trigo,
muy atento a su tarea. Se le veía como manejaba las cuerdas y encajaba las
poleas y cómo el primitivo artilugio de tela, madera y cuero, máquina
milenaria, fuerte y grosera, obedecía elevando los sacos sin esfuerzo,
moviendo las muelas, realizando su tarea con hercúlea sencillez sin que por
ello disminuyese la velocidad de sus aspas al viento.
Van Bergen apoyaba el rostro contra el vidrio de la ventana polvorienta de
harina. En el molino iban a reunirse todos los vientos de la llanura, a cuyo
paso se doblaba la hierba y se inclinaban los árboles desmelenados; el aire, al
arrastrar montones de hojas secas, barría también jirones de humo. La llanura
despedía un olor desagradable, olor de lino embalsamado en el Lys. El río se
veía a lo lejos, tortuoso, a flor de tierra, con sus aguas grasientas, color de
estaño, extendidas bajo un cielo sombrío. La corriente, desbordada, empapaba
la tierra y en las grandes gabarras de roble, medio sumergidas, se pudría el
lino. Más a lo lejos, allí donde la tierra era más alta, el lino, en pequeños
montones cónicos, se secaba al aire. Estas pirámides de un color sucio y
amarillento cubrían enormes extensiones. Aquello semejaba un campamento

Página 12
inmenso lleno de minúsculas tiendas de campaña. Colocadas más en alto,
alineadas a lo largo de los caminos grises, casas y aldeas reposaban en la
tristeza de esta tarde de Todos los Santos. Todo parecía como disminuido y
aplastado bajo el alud de las nubes. Dijérase que un gran ejército se lanzaba
tumultuosamente al asalto del molino. Desde lo alto de esta oscilante torre de
madera que agitaba sus brazos en actitud de desafío, el panorama era
fantástico.
—¡El viento! No conozco nada más fuerte, más exaltado. ¿No te gusta el
viento, Karelina?
—Sí —dijo ella.
—A mí, no sé por qué, me inspira. Mira cómo corre, se le ve pasar…
Observa las nubes. Parecen su rebaño. Las guía, las muerde, las atropella, les
arranca sus vellones de lana.
—Sí —repitió Karelina.
—¡Amo el viento! Este viento que nos azota así, salvaje y libre. Mira, yo
quisiera vivir algunas semanas aquí, en este granero; tener mi mesa bajo esta
ventana y trabajar así, frente al cielo, con este vaivén y esta quejumbre de
navío a mi alrededor.
—Sí.
Van Bergen separó la cabeza de la vidriera ya abierta, dándose cuenta
entonces de que su sobrina le miraba de una manera singular. Se echó a reír.
—Qué extravagante es el tío Van Bergen, ¿verdad?
—No —murmuró Karelina—. Es usted como yo pensaba.
—¿Como tú pensabas?
—Vamos, como le imaginaba en mi cabeza.
—¡Bah!
No contestó nada; se sentía algo inquieta. Domiciano van Bergen sonreía.
—Bueno; veo que era verdad que te acordabas de mí, Karelina. ¿Te
acuerdas también del tiempo que pasé aquí?
—Siempre me he acordado de usted. ¡Era usted tan agradable, tío
Domiciano!
—¿Agradable?
—Sí, sí, gracioso.
—¿Por qué gracioso?
—No lo sé; sólo sé que me divertía mucho cuando estaba usted aquí…
Cuando todavía no estaba casado, habitaba en el pueblo y venía a casa a ver a
la tía Wilfrida. Algunas veces íbamos las dos a su encuentro por el campo.
¿Se acuerda usted, tío Domiciano?

Página 13
—Sí, algo.
—Y usted me enseñaba muchas cosas que yo ya conocía, pero que no
sabía ver: el aire que baila sobre los campos de trigo recién segado; la niebla
de la mañana que se arrastra sobre el agua del río. A veces salíamos a oler la
tierra y el bosque después de la lluvia y nos llevábamos la nieve a la boca
para ver si estaba buena… O bien entrábamos aquí para tumbarnos sobre los
sacos de grano. Usted nos decía: «Mirad, estamos en el mar; se ve pasar el
cielo por encima de nuestra cabeza. Vamos deprisa, deprisa…». Entonces yo
miraba, miraba, la cabeza me daba vueltas y sentía vértigo. ¿No se acuerda?
¿Y cuándo el viejo Engle nos subió en su carro para ir a Francia? Se hizo de
noche, llovía. Íbamos allí, entre los sacos de patatas. Notábamos caer el agua
sobre nuestras cabezas… Usted decía que íbamos por un sitio peligroso, por
un desierto, y que tendríamos que caminar días y días a la ventura. A mí me
daba mucho miedo, aunque no decía nada y para animarme levantaba una
punta dé toldo a fin de ver al viejo Engle en la oscuridad guiando sus caballos
cerca del farol. ¡Sabía usted asustarme tan bien! Aquella tarde los campesinos
habían encendido una gran hoguera en medio del campo con las hojas secas
de las patatas… Usted me dijo: «Ven conmigo a verla». Fuimos entre la
niebla para acercarnos a aquel fuego azul y rojo. Mis cabellos estaban
húmedos. Usted me dijo que estaba guapa. Se sentó delante del fuego. Fumó
mucho, divirtiéndose en contemplar las figuras que hacía el humo. Yo veía
todo lo que usted quería hacerme ver, tío Domiciano. A la vuelta era ya de
noche. Nos perdimos en la niebla. En casa todo el mundo estaba intranquilo.
¡Pero lo habíamos pasado tan bien! ¿Se acuerda?
Van Bergen, sonreía.
—Algo sí, algo…
—Cuando usted se marchó me quedé muy sola. Jugué mucho tiempo a las
mismas cosas, pero sola. Resultaba menos divertido, desde luego. A pesar de
eso nunca me aburría. Y así es como le he ido recordando siempre…
Después… —y levantó el dedo con la encantadora expresión de quien
recuerda un secreto, y bajando la voz añadió—: Además tenía su promesa…
—¿Mi promesa?
—Sí, sí, aquí, la víspera de su boda.
—Ayúdame un poco —dijo Van Bergen, alborozado—. Ocho años son
muchos para…
—¡Oh, sí! Debe usted acordarse; fue aquí mismo en el molino. Habíamos
subido los tres, usted, la tía Wilfrida y yo; hacía un tiempo como hoy; cada
vez que sopla mucho viento me acuerdo… Hablaba usted con la tía, muy

Página 14
contento. Y me cogió levantándome en sus brazos para enseñarme el campo
por la ventana. ¿No se acuerda, tío?
—Continúa.
—Y después nos abrazó a las dos y le dijo a ella: «Ya verás, querida mía,
quiero ser muy rico, muy fuerte, muy poderoso, para ti; para hacerte muy
feliz…». Entonces yo pregunté: «¿Y yo?», porque eso me daba envidia… Y
usted se echó a reír, acuérdese. Y me levantó en brazos diciendo: «Tú
también, pequeña Karelina, tendrás la felicidad a manos llenas, a manos
llenas…». Me puse tan contenta…
—¡Loca! —repuso Van Bergen riendo.
Pero ella no bromeaba, tenía las mejillas encendidas y los ojos brillantes.
—Ya sé que no era más que una broma, ¿verdad? No pensaba lo que me
decía. Pero hay cosas como ésta que son falsas y que, sin embargo, para un
niño tienen más valor que las verdaderas. A mí me parece que le he estado
esperando siempre, tío. Cuando ha llegado he sabido quién era porque le
esperaba. Es gracioso esto… Pero usted ya lo ha olvidado todo.
—Un poco, Karelina —y se quedó meditando con una ligera emoción—.
Es gracioso, sí —pensó en voz alta.
Y volviendo el rostro hacia su sobrina:
—Entonces ¿qué felicidad crees que te pueda traer? —exclamó
alegremente.
—¿Felicidad? Ya me daba cuenta, tío Domiciano, de que todo eran
bromas… Solamente que yo me engañaba a mí misma. Eso es todo.
—Entonces, ¿no eres feliz?
—No sé. Juana no es mala… Padre tampoco… Desde luego, estaba mejor
cuando mamá vivía. Pero a mi edad no se es feliz ni desgraciada, ¿verdad? Se
espera. A mí lo que me asusta un poco es el porvenir.
Sus ojos azules, selváticos, se cubrieron de una angustia confusa.
Él se sintió enternecido ante esta debilidad e incertidumbre, apoyó su
mano en la espalda de Karelina y dijo dulcemente:
—Bien, pequeña; en todo caso, lo prometido es deuda. Si más adelante no
eres dichosa, ven a buscarme. Haré todo lo posible por mantener mi palabra y
darte a ti también la felicidad a manos llenas.

Página 15
Capítulo segundo
El pueblo estaba situado a la izquierda del camino de Courtrai a Gante.
Era un pueblo de Flandes, ampliamente esparcido sobre una tierra llena y rica
en agua. Se iba a él por una carretera gris, serpenteante, bordeada de tilos. La
carretera era como una especie de dique que dominase los campos húmedos,
atravesados por canales. Durante el invierno, el Lys crecía con frecuencia y se
desbordaba. Entonces lo único que quedaba a salvo era la carretera que, como
un istmo, unía los pueblos y las casas a través de la inundación. En el último
recodo del camino aparecía la iglesia, entre un grupo de árboles de frondosa
copa, y viejos y enormes castaños que rodeaban una pequeña plaza. El
campanario bajo, con su declive cónico de tejas rojas, resultaba poco airoso.
Abajo se veía el viejo cementerio, entre cuyas losas crecía la hierba. Las
gallinas iban allí a escarbar, y a jugar los chicos del pueblo. Así los difuntos
participaban también de la vida colectiva: procesiones, mercados, kermesses.
Por eso este cementerio no resultaba triste.
En la plaza se hallaban las casas de los personajes del s pueblo, la casa
rectoral, la mejor carnicería, y la gran cervecería Verhseghe, cuyo local servía
también de Ayuntamiento, porque éste no lo tenía propio. El «castillo» del
notario se hallaba un poco más lejos, en la carretera, antes de llegar al Lys.
Era un gran edificio cuadrado, sin ningún carácter, en medio de un jardín que
rodeaba una verja.
Más lejos aún, el Lys. Sobre él, un puente blanco de cemento. El río, visto
desde el puente, daba una sensación de lentitud, con sus aguas grasientas y
negruzcas deslizándose tortuosas entre la tierra llana, dejando aquí y allá, en
el curso perezoso de sus aguas, a ras de tierra, un banco de cieno o un brazo
de agua remansa, en forma de herradura. Exhalaba un olor pestilente de
descomposición. En las riberas crecían algunas plantas verdes y carnosas que
se nutrían de esta podredumbre. Debajo del puente había una esclusa que
cortaba el río lanzando desde lo alto un tropel de espuma blanca. Más
adelante, el río continuaba su curso. Pesadas gabarras y chalanas oscuras,
barnizadas, con realces brillantes de cobre, y con una cruz blanca en la proa,
se deslizaban por la superficie. Avanzaban soñolientas, sumergidas hasta la
borda, dejando tras de sí largas estelas oblicuas de suave cabrilleo. Sólo
tenían una vela grande, tendida en su único palo. Observadas de lejos,

Página 16
parecían escurrirse como extraños veleros de tierra entre los pueblos, las
granjas y los campos.
Pasado el puente, la carretera seguía subiendo, cada vez más estrecha. Se
dirigía hacia una línea de cerros en el horizonte, dominada por largas hileras
de álamos y molinos. Allí se encontraba la casa de Karelina.
Vivían mal. La administradora de la casa era Juana. Tenía ésta
veintinueve años y se ocupaba de los quehaceres domésticos y de cuidar el
jardín. Dolí, el padre, trabajaba en Francia, adónde iba los lunes en bicicleta
atravesando la frontera con una treintena de hombres. La ganancia era mayor.
Además, el cambio de moneda era ventajoso para los belgas. Dolí se alojaba
en un cuarto amueblado, con tres camaradas, y llevaba cada uno su comida
para toda la semana. Los sábados regresaba, aprovechando el descanso para
trabajar la tierra. Muchos obreros belgas que van a trabajar a Francia pagan a
un hombre para que, mientras, les cultive sus tierras.
Karelina no tenía ocupación fija. Iba al campo, cultivaba el lino, hacía
algunas faenas de la cosecha y, según la estación, volvía llevando a su casa
frutas del tiempo, patatas, espigas, frutas caídas de los árboles, setas, leña y
plantas aromáticas para hacer confitura. Juana, codiciosa, se enfadaba a
menudo con ella, maltratándola porque quería que trabajase más. Tenían una
cabra que Karelina sacaba a pastar, y también un lechón que adquirían en
primavera y que mataban cuando en su crecimiento llegaba a la octava hilera
de ladrillos, o sea al nivel de una señal determinada en el muro. Después de la
matanza hacían la salazón del tocino, curándolo al humo. Un par de corderos
les proporcionaba lana y carne. Con esto, algunos conejos y gallinas y las
legumbres y el trigo que Dolf cultivaba en su parcela de tierra, tenían bastante
para su vida solitaria y primitiva. No compraban ni fruta, ni carne, ni pan, ni
leche; lo único que tenían que comprar era ropa, café, aceite y especias. Dolf
cultivaba él mismo su tabaco; luego ponía a secar las grandes hojas de la
planta, colgándolas durante varias semanas en los muros de la casa, bajo el
reborde del tejado; las hojas formaban fascículos verdosos y rojizos. Por
último las recortaba con unas tijeras para su pipa. Esta ruda y áspera
independencia de la miseria no carecía de grandeza.

Aquel año Karelina trabajaba el lino. Era la preocupación de toda la


comarca. El pueblo vivía del lino. Cuatro pequeñas fábricas situadas a la
orilla derecha del Lys descortezaban y molían esta planta textil que luego se
vendía en el mercado de Courtrai. Todas las mujeres del pueblo trabajaban en

Página 17
eso. Todos los días salían de allí para Courtrai altas carretas de cuatro
caballos, cargadas de sacos grises que dejaban entrever marañas de lino de un
color amarillo pálido. Tres de estas fábricas poseían campos de cultivo y
recolectaban su propia cosecha.
Karelina ayudaba a la siembra. Veía crecer la planta aterciopelada y
verde, de flores blancas, o azules como miradas. Iba sobre aquella espesa
alfombra húmeda, monótona y suntuosa, arrancando las malas hierbas, las
avenas y los cardos. Cien días tarda en crecer el lino. Los espesos vellones
cambian poco a poco sus tonalidades verdes en otras amarillo pálido. Bajo el
oro del sol, los campos de lino ostentan ese cálido color luminoso, esos
reflejos ocres y dorados, mucho más ardientes que los del trigo, que nos hacen
pensar en las rubias y espléndidas cabelleras del Tiziano. Las flores acaban
por caer. La semilla, al secarse, aparece como minúsculos cascabeles, puntos
de oro que se agitan bajo el sol.
A instancias de Juana, Karelina se enroló en un equipo de los que iban a
trabajar a Francia. En Bélgica la tierra está muy dividida. Son raras las
parcelas que pasan de una hectárea; no pueden hacerse, pues, grandes
cultivos. Las hilaturas belgas se ven obligadas por esta razón a tener la mayor
parte de sus explotaciones en el norte de Francia, en el Somme y hasta en la
región de París, donde utilizan máquinas con motor; el lino en bruto lo llevan
luego a Bélgica, porque las aguas del Lys, grasientas, son indispensables para
obtener un color perfecto, de la misma manera que las aguas del subsuelo de
Inglaterra son necesarias para la perfección de sus tejidos.
A fines de junio hay una gran corriente de emigración de campesinos
flamencos a Francia. El lino no se puede recoger con máquinas. Hay que
arrancarlo a mano, mazorca por mazorca, tarea que exige manos expertas, en
lo que no se distinguen los franceses. La tarea es muy fatigosa y el obrero
francés se cansa mucho antes que los pacienzudos y robustos hijos de la raza
flamenca. Algunas veces, equipos enteros de franceses han abandonado la
faena en plena recolección, cosa fatal, pues estas cosechas no admiten espera:
la más pequeña lluvia abate la planta y la deteriora. Para evitar este perjuicio,
los fabricantes belgas llevan equipos de campesinos flamencos a sus cultivos
de Francia, cosa que constituye una complicación más del problema de la
inmigración.
La marcha fue un domingo por la tarde. Llegó un camión de Francia,
conducido por un viejo de grandes bigotes. Una treintena de hombres y
mujeres se acomodaron en el camión; apenas instalados empezaron a abrir sus
sacos de provisiones para beber cerveza y comer. Karelina estaba un poco

Página 18
inquieta. Era la primera vez que salía de su casa. Juana la hizo subir al lado
del viejo conductor. El camión se puso en marcha.
El conductor era charlatán. Sin mirar a Karelina, siempre atento a la cinta
de la carretera, empezó a decirle que se llamaba Hendrijk van de Goo, que
tenía sesenta años y que como era negociante en mariscos le conocían por
Mosselman. A veces llegaba hasta Holanda en busca de mariscos para
venderlos en Francia. Esto explicaba el olor que exhalaba el camión. Éste era
bastante vulgar; pero Mosselman hacía de él grandes elogios, como si se
tratase de un animal fiel y trabajador. Mientras el viejo vehículo rodaba
pesadamente por la carretera abombada y estrecha, camino de Francia, los
viajeros cantaban a voz en cuello.

La zona de trabajo se hallaba situada en la ribera del Lys, cerca de la


frontera. Pero nadie sabía exactamente el lugar, únicamente que Bélgica no
quedaba lejos.
Ante los ojos se extendía una gran planicie, rodeada de pueblos, cruzada
por cables de energía eléctrica y por una importante vía férrea. El equipo,
dirigido por su capataz, empezó pronto sus tareas en el campo de lino.
Comenzaron a trabajarlo de frente y en toda su extensión. Las mazorcas de
lino eran arrancadas con cuidado, para que de un tirón no rompiese sus fibras,
y hecho esto las iban colocando en haz sobre el brazo izquierdo. Cuando el
haz se hallaba completo era depositado abierto en el suelo, con objeto de que
se fuera secando. Como el campo estaba lleno de hierbas altas e inútiles y de
cardos, había que ir entresacando la planta delicadamente, labor que nunca
hubiera podido realizar una máquina. El trabajo empezaba a las cuatro de la
mañana, con el fresco. A las nueve el capataz suspendía la faena, que se
reanudaba a las dos, hasta el anochecer. El jornal se estipulaba por la labor
realizada, no por las horas de trabajo. Cuanto antes acabasen, antes se irían.
La comida consistía en pan, huevos, tocino y queso. Únicamente a mediodía
se daba también una cazuela de patatas, a cinco por cabeza; ni café, ni sopa,
ni leche. Los patronos eran exigentes y desconfiados con estos belgas. Los
obreros sufrían sed y cansancio bajo un cielo de fuego, sin la más mínima
sombra. Cuando no podían más bebían un poco de agua lechosa, tibia y agria,
en un cántaro que servía para todos. Pero era peligroso abusar de esta bebida
ácida que causaba trastornos intestinales.
Por la noche dormían en la casa de labor, a un lado las mujeres y a otro
los hombres. El capataz vigilaba a los jóvenes.

Página 19
Algunas veces, después del trabajo, se iban a comer sopa caliente y
almejas a la taberna de Joens, un ventorro situado frente al puesto de la
Aduana. La vieja Elsa de Joens vivía allí con su hijo. Los autobuses llenos de
obreros paraban allí mientras se verificaba la inspección aduanera. Se veía a
estos flamencos exuberantes bajar de los grandes camiones y dirigirse a la
ventanilla de la Aduana blandiendo sus permisos de pase de frontera. Allí
ponían un sello al pase. Luego los obreros se iban a la taberna del Joens para
beber un vaso y engullir un couke. Durante los veranos, la vieja solía poner un
puestecillo en la calle, con un surtido de helados; mujeres y obreros adquirían
barquillos y galletas, y sentándose en grupos de diez o veinte, en el borde de
la acera, saboreaban sus helados con beatífica sensualidad.
Hendrijk van de Goo —llamado Mosselman— iba allí con frecuencia.
Llevaba su saco de almejas, cangrejos y otros mariscos que Elsa preparaba.
Después los obreros entraban en la taberna, mal iluminada por dos ventanas
llenas de botes y tarros, y comían colocando sus viandas sobre las mesas; en
el local olía a café y a queso. Por último salían todos juntos para regresar a la
granja a dormir.
La vieja Elsa y Hendrijk van de Goo estimaban a Karelina porque les
parecía desgraciada y les era simpática su timidez. Karelina iba allí a menudo
y ayudaba a la mujer en la cocina. Así se hacía un poco la ilusión de estar en
su casa. Gomar, el hijo de Elsa Joens, la veía ir y venir sin decir nada. Era un
hombre taciturno, de unos treinta y cinco años.
En el fondo del patio, Gomar tenía instalado su taller, una especie de
barraca donde construía piezas de artesanado de madera y metal. Karelina iba
a verle trabajar. Trabajaba sobre un caballete de madera sin desbastar,
cortando trozos de roble en tablas de un metro de largo, que colocaba en su
caballete para aserrarlas en delgadas láminas largas y flexibles que después
ataba en haces. Estos cortes de roble los hacía con habilidad y ligereza,
embutiendo el hierro con una continua maniobra del puño, protegido por una
banda de cuero.
El taller, amplio, encalado, estaba lleno de virutas de madera y montones
de latas; olía a madera, un olor sano y fuerte a madera mojada. A veces iba
Gomar al jardín, a un sitio donde había una gran zanja. Enormes trozos de
árbol flotaban hinchados y ennegrecidos sobre la superficie de un agua turbia.
En aquella ciénaga pútrida, cubierta de espumarajos y alguna vegetación,
sobrenadaban toda clase de gusanos, larvas e insectos acuáticos. Gomar, con
el bichero que llevaba y mediante un esfuerzo atlético de brazos y riñones,
clavaba los tarugos, sacándolos en la punta de su arpón. El transporte de ellos

Página 20
lo hacía a hombros. Luego venía la faena de cortarlos convenientemente y
separar las fibras que iba arrancando con las manos. Hecho esto resoplaba,
mirando a Karelina con un regocijo silencioso. Nunca le dirigía la palabra.
Como era de más edad que los otros, a Karelina no le daba miedo. La
hacía recordar a Dolf, su padre. Era silencioso como él; tenía la misma
manera calmosa de andar, de fumar, de comer; el mismo tono imperioso y
tranquilo al hablar a la vieja Elsa. Bebía mucho, pero todos los hombres
beben mucho. Esto no le extrañaba a Karelina. No le parecía desagradable
este hombre que se sabía viejo, alto, grueso y feo.
Se manifestaba tal como era, con una seguridad brutal y apacible.
Colorado y sanguíneo, tenía la nariz gruesa, la boca grande; al reír mostraba
una dentadura amarilla y sucia por el tabaco; un bigote de celta, gruesas
mejillas cubiertas de áspera barba, rasurada como un campo de trigo recién
segado, una frente cuadrada, calva hasta la mitad del cráneo, y ojos pequeños
y vivos, de un gris azulado con ligeras estrías rojas, componían su fisonomía.
En los ojos brillaba la astucia bajo las espesas y rubicundas cejas. Era un
rostro que revelaba fuerza, recelo y profunda e inflexible voluntad.
—No es mal chico —decía la madre a Karelina—. Pero las muchachas no
le quieren… Yo creo que su mujer no sería desgraciada. No hay que ser
exigente… Ser feliz a medias, es ser feliz. Nunca se consigue más. La
juventud exige demasiado y por eso lo pierde todo. Mi Gomar no es ese chico
guapo que prefieren las muchachas, más la que se case con él…
Le inquietaba la suerte de su hijo. Muchas veces se había preguntado qué
sería de él cuando ella muriese. Quería que algún otro cariño le amparase. En
ocasiones llegaba a hacer alusiones precisas y decía a Karelina:
—Y tú, pequeña, ¿no te vas a casar? ¿Todavía no piensas en eso?
—No, señora Joens.
—Seguramente pensarás en alguien. Vamos, dímelo francamente.
Karelina reía.
—No, por Dios, no… En fin, eso depende…
—Eso depende del hombre; sí, ya lo comprendo… ¡Ah, juventud,
juventud! Entonces, un muchacho como Gomar, ¿no te gustaría?
—No sé, señora Joens, nunca he pensado… Ni yo misma sé lo que quiero.
A mi edad se es así, ¿verdad?
—Sí, sí —decía la vieja—. Se sueña, se inventa… ¡Ah, si tú supieses qué
deprisa va luego todo! A los veinte años parece que el mundo está a nuestros
pies, a los treinta se contenta una con tener un hombre. He visto, he visto
mucho. No se vive de sueños, Karelina.

Página 21
Hendrijk Mosselman escuchando estas sentencias, reflexionaba, mirando
a Karelina. Nunca dijo nada ni en pro ni en contra. Karelina se preguntaba
algunas veces qué podría pensar cuando la miraba así; y sentía una vaga
inquietud.
Gomar se interesó pronto más abiertamente por Karelina. No sabía lo que
le pasaba, pero solía llevar para Karelina cerveza y algunas viandas a su taller.
Un domingo le regaló un broche de plata que compró a un buhonero;
procuraba charlar con ella; pensaba menos en beber. Todo esto hacía
regocijarse a la vieja Elsa.
Karelina no tardó en darse cuenta de sus pretensiones. Comprendía lo que
él quería, sin que hubiera podido decir si esto le agradaba o no. En el fondo
sólo experimentaba ansiedad ante el porvenir de una existencia unida a la de
este hombre que apenas conocía. Pero por timidez nunca le dijo nada. Acabó
resignándose a aceptar con inquietud y en silencio este galanteo.
Él le preguntaba acerca de su familia, de su casa, de su vida. Ella
respondía hablándole de su padre, de Juana la hermana mayor, de la
existencia que llevaban en Bélgica. Todo esto lo sabía él muy bien. Era del
mismo país. Fue contándole como durante largo tiempo estuvo viviendo en
una casucha en el bosque de Houthulst. Pero el trabajo en ese país era escaso.
Por eso Gomar y su madre marcharon a Francia, donde ganaban mejor su
vida.

Un lunes que el viejo Hendrijk fue a Terneuzen para aprovisionarse de


mariscos, Gomar le acompañó, regresando por la tarde. Traía a Karelina una
carta de su padre y de su hermana Juana, pues había dado un rodeo para pasar
por el pueblo. Seguramente debió de hacer algunas manifestaciones que no
dijo, porque Juana le decía que estaba satisfecha de que Karelina tomara una
decisión. Esto era una astucia muy a tono con el carácter de Gomar. Debió
haber estado pensando mucho tiempo esta maniobra.
Al regresar Karelina a su pueblo, Gomar iba todos los domingos y le
llevaba pequeños regalos. Juana influía sobre su hermana para que se
decidiese y aunque la muchacha no se hallaba satisfecha acabó, con un poco
de fatalismo, por decidirse.
La boda fue muy alegre. Hendrijk había acudido llevando en su carricoche
a Gomar y a la vieja Elsa Joens. Gomar llevaba traje negro. Sus pies,
enormes, comprimidos en los zapatos, parecían querer hacerlos estallar, lo
mismo que las manos, aprisionadas en sus guantes blancos. Después de la

Página 22
misa apresuróse a quitarse la chaqueta, el cuello y los zapatos para estar
cómodo durante la fiesta.
Comieron en el campo, al pie del molino. Gomar pagó el almuerzo. Sopa,
carne con zanahorias, lenguas de vaca a la vinagreta, conejo con ciruelas,
pasas y pastel de jamón. Se bebió mucho.
Después de comer, las mujeres limpiaron la vajilla mientras los hombres
jugaban a las cartas, en espera de que volviera el apetito para cenar. Karelina,
con Juana y Hendrijk, paseaba lentamente por aquellas tierras modestas que
iba a abandonar. Ahora le parecía amar todo esto. Observaba el molino, el
huerto y todo aquel horizonte monótono, pero familiar, de llanuras y casas
rojas por el que serpeaba perezosamente el Lys. Sentía tristeza.
—Si quieres y no vuelves a tus imaginaciones, serás feliz —decía Juana
—. Gomar es un hombre fuerte y tiene un buen oficio. Tienes suerte. No hay
que pedir demasiadas cosas, eso es todo. No se vive de sueños.
—Eso dice la vieja Elsa…
—Tiene razón, ¿no es verdad, Hendrijk?
—Oh, sí, sí —respondía Hendrijk—. Sin embargo, algunas veces he visto
que muchos locos logran lo que quieren, mejor que los demás…
Al regresar oyeron a lo lejos ruido de voces y apresuraron la marcha.
Acababa de surgir una disputa entre Gomar y Dolí a propósito de un as de
espadas. Suegro y yerno se arremangaron los brazos para agarrarse por el
cuello.

Página 23
Capítulo tercero
Joens había tomado una taberna en la frontera francesa, cerca del Lys, en
la parte alta de Menin.
A este país le llamaban «Las Barracas», porque en él se edificaban
muchas, formadas con tablas y cemento. Era una zona fronteriza entre Francia
y Bélgica, poblada por gentes que vivían al margen de la ley, a las cuales se
mezclaban numerosos bandidos. Todos los que por cualquier delito se veían
en malas relaciones con la justicia, iban a refugiarse allí, al lado del país
vecino, cerca del suelo natal. De esta manera les era fácil hacer de vez en
cuando incursiones, burlando a la policía o a los carabineros.
Son gente que vive del fraude en todas sus formas, así como de otros
oficios no tan descaradamente delictivos, que en estas regiones fronterizas se
admiten como normales y no deshonran a quien los practica. La zona neutral
constituía un asilo donde se refugiaban los indeseables, lugar que la policía no
solía frecuentar más que tomando muchas precauciones. Allí se bebe, se juega
y se riñe. Las casas construidas, a veces, en la misma línea fronteriza, tienen
dos puertas: por una de ellas entra el tabaco belga, que sale por la otra a
territorio francés. Los campesinos franceses dejan que sus gallinas pasen a
Bélgica a picotear el grano. No se ha encontrado todavía la manera de impedir
este contrabando. Las mujeres, aprovechándose del cambio de moneda,
suelen ir a Bélgica, donde les sale más barato una ondulación permanente o
una dentadura. Desde sus casas, los contrabandistas se burlan de los
aduaneros franceses, les insultan y aun les arrojan verdaderos proyectiles. Su
detención no es posible porque ello implicaría violación de territorio. Tal vez
sea ésta la razón de que las autoridades tiendan a acortar todo lo posible esas
zonas francas, aproximando los puestos de aduana franceses y belgas.
La taberna ocupaba la última casa del paraje. La puerta era una mampara
de madera con vidrios de colores. Grande, triste y desnuda, la taberna, con su
suelo de madera blanca y su mostrador labrado, aparecía desolada. Las
banquetas estaban forradas de hule imitando cuero. Detrás había una cocina
pequeña que daba al corral, grande, pero lleno de maderas, utensilios viejos,
un gallinero, una perrera y un palomar. En el piso de arriba había tres
habitaciones, de las cuales sólo se hacía uso de la más pequeña, y un inmenso
granero.

Página 24
Gomar no se dedicaba ya a su oficio. Al alquilar la taberna su intención
era dedicarse al contrabando. Karelina conoció bien pronto las miserias de
esta profesión. Constantemente entraban y salían de la casa individuos
extraños. A ella le gustaba el orden, la limpieza y la claridad. Sentía
instintivamente el gusto por la luz plena. En cambio, Gomar Joens gustaba de
la sombra y del disimulo. Solía decir a Karelina que era demasiado bestia.
Acabó por prohibirle que estuviera en el mostrador, porque temía que al
hablar le comprometiese. Ella se limitaba a escucharles y realizar lo que se le
ordenaba.
A casa de Joens iba mucha gente. Vagabundos astrosos, argelinos, polacos
y maleantes que Gomar reclutaba por las calles de Lille; gente débil,
inconsciente, hambrienta, que arrostraba todos los peligros, dejando para el
patrón contrabandista las ganancias.
Gomar enviaba a estos hampones a Bélgica, a las tiendas de los
comerciantes con quienes se hallaba en connivencia. Por la tarde les salía al
encuentro cargándoles con grandes sacos de tabaco atados con correas de
cuero. Les ordenaba ir delante de él hada la frontera siguiéndoles como el
cazador a su pieza. No se confían así, a ojos cerrados, a un desconocido
cualquiera, treinta kilos de tabaco. Esto podría ser una tentación demasiado
fuerte, podría el hombre desaparecer con el saco o volver a casa de su patrón
diciendo que le habían perseguido y que tuvo que abandonar la mercancía en
el camino… Gomar vigilaba a estos hombres y seguía su rastro sin correr
ningún peligro. Para él no constituía todo más que una caminata molesta con
sus paradas y largas esperas, escondido entre el trigo, o tendido en el suelo
entre las hierbas, marchando a rastras largos trechos y, a veces, teniendo que
sufrir la hostilidad de los perros a quienes había que aplacar a golpes de
bastón en las patas; los carabineros se dejaban conducir por sus mastines
atados a una larga cuerda para que les guiasen olfateando el rastro; la otra
punta de la cuerda se la ataban los carabineros a la cintura. Era preciso sufrir
también las carreras desenfrenadas por los sembrados, las caídas, los golpes…
Al llegar al Lys había que atravesarlo en un bote, o bien pasar agarrado a una
cuerda tendida entre una y otra orilla.
A las dos o tres de la madrugada regresaban los hombres a la taberna de
Joens, llenos de barro, rendidos, chorreando agua. Allí les daban ron para que
recobrasen el aliento; los viejos se remangaban los pantalones, empapados,
calentándose un momento antes de irse a dormir sobre un montón de paja.
Los jóvenes se iban enseguida con sus trajes mojados, alumbrándose con una

Página 25
pequeña linterna para, después de caminar siete u ocho kilómetros, llegar a su
casa y presentarse a las nueve de la mañana siguiente en el centro de parados.

Había que contar también con los perros. Karelina los veía entrar llenos de
fatiga, con las patas temblorosas y la lengua fuera. Traían sobre el lomo
grandes sacos de cuero llenos de tabaco; en el cuello un collar de clavos y en
la frente una especie de venda, también de cuero, con puntiagudos pinchos
para atacar a los perros de los carabineros. Muchos venían heridos por los
alambres de espino de las cercas, o de algún tiro, con quemaduras en el pecho.
Durante dos o tres días se les curaba, enviándoles de nuevo a Bélgica, hasta el
día inevitable en que no regresaban. A veces —esto ocurrió en dos o tres
ocasiones— los carabineros los seguían hasta la taberna de Joens y entraban
detrás de ellos en el patio. Allí veían a los otros perros encadenados y con
bozal. Los sacaban fuera y aplicando el cañón del revólver a la oreja del pobre
animal, que instintivamente se debatía por evitar el arma, disparaban. Un
agónico alarido llegaba entonces hasta Karelina, oprimiéndole el corazón.
Pero Gomar compraba enseguida otros perros jóvenes, adiestrándolos en
el oficio. Esto constituía otro martirio. El látigo y el bastón eran
constantemente esgrimidos, hasta el punto de dejar muertos a algunos de los
perros.
Había que acostumbrarlos al asalto contra el «apache», un hombre bien
defendido, con treinta kilos de paño de cuero, con guantes y cubierta la cara
con una máscara. Gomar les inspiraba así la rabia contra el carabinero y el
uniforme, y la hostilidad hacia otros perros, a quienes previamente enfurecían
con toda clase de procedimientos y todas las crueldades posibles: latigazos,
golpes, pimienta en los ojos o la nariz, disparos cerca del hocico, a
quemarropa, hambre, sed, celos, todo menos procedimientos de bondad,
inteligencia o dulzura. Gomar lograba así una clase de fieras que gruñían
constantemente a su alrededor, prontos a morder. A veces, llevaba su astucia
hasta echarles para comer carne de otros perros, aumentando así su fiereza en
la lucha.
De vez en cuando iban a inspeccionar la casa los carabineros, efectuando
registros en los que deshacían los colchones, tiraban los muebles, horadaban
las paredes y sondeaban la chimenea. Karelina, con aire indiferente, veía ir y
venir a estos hombres, pasando por encima del depósito escondido debajo del
suelo.

Página 26
Durante semanas y hasta meses enteros se advertía cómo rondaban la
taberna los «negros» o carabineros sin uniforme, pacientes y tenaces bajo el
sol y bajo la lluvia. En aquella casa se tenía siempre la impresión de estar
acechado y eran precisas inverosímiles estratagemas para meter o sacar el
tabaco. De pronto se veía caer rodando un paquete hasta el centro de la
taberna tirado desde fuera, sin que nadie supiera por quién. Llegaban autos a
gran velocidad con las portezuelas abiertas, y apenas tirados los sacos y
cerradas las portezuelas desaparecían, mientras Gomar atrancaba rápidamente
la puerta y barría el suelo para borrar la huella de los neumáticos.
Ocurría también que un confidente venía a decir. «El alijo está en el
campo Despretz», o «detrás del tejar», o «en la vía férrea». Entonces era
necesario ir a recoger la mercancía, traerla lentamente por etapas,
escondiéndola seis o siete veces en pleno campo antes de llegar a su destino.
Siempre se trata de la mercancía maldita: el tabaco. Nadie quiere tenerlo en su
casa. En cuanto pueden se desembarazan de él y se lo transmiten a otro. De
punta a punta de aquella fila de barracas nadie pensaba más que en evitar el
terrible «flagrante delito».
Todo esto desesperaba a Karelina y divertía a Gomar. A él le agradaban
esta brutalidad, estas emociones, los largos días de ocio y libertinaje que
seguían a los golpes hábilmente realizados. Gozaba con las habladurías
jactanciosas, con fantásticas leyendas de contrabando, en las que creía ver sus
aventuras. Su propia risa le hacía estremecerse. Muchas de estas historias se
las sabía Karelina de memoria a fuerza de oírlas y, sin embargo, todavía la
espantaban.
Bebían. Sostenían altercados. Ensayaban ejercicios de fuerza con pruebas
peligrosas, como levantar hasta la mesa un tonel de cerveza o levantar un
hombre sentado en una silla, cogiendo el respaldo con los dientes. En cierta
ocasión en que estaban haciendo obras en la vía férrea, delante de la casa,
Gomar apostó a que él sólo llevaba un raíl cargado al hombro. Se lo pusieron
y luego no podía quitárselo de encima. Se quedó un momento, abrumado con
los quinientos kilos sobre sus hombros, mientras los otros gritaban
horrorizados, sin intentar siquiera ayudarle… Por fin pudo desprenderse del
raíl, que por poco mata a Karelina cuando acudía a socorrer a su marido… Se
hacían concursos de bebedores, poniendo una larga hilera de vasos de cerveza
y aguardiente mezclados. Luego bebían hasta ver quién resistía más.
Con frecuencia iban también mujeres. Eran amantes o esposas de los
contrabandistas, o bien bebedoras asiduas. Sus gritos y risas se mezclaban con
las voces de los machos, excitando a éstos para que se lanzasen a mayores

Página 27
violencias. Todo ello solía acabar en un gran jolgorio, o en bailes y locas
bacanales en las que se sucedían escenas frenéticas que Gomar contemplaba
contento y satisfecho, dando vueltas con su manaza al manubrio de un grande
e inarmónico artefacto musical, adornado con colgantes de vidrio y latón, que
producía un gran ruido mientras sonaban polcas y valses. Fanny, la hija de un
contrabandista, acudía a menudo a estas fiestas. Era una muchachota morena,
de negros ojos y piel olivácea como la de las moras, y mentón agudo, largo y
pronunciado. Era admiradora de Gomar. Se ponía a su lado cuando jugaba a
las cartas, hablaba con él y bebía en su vaso con despreocupación.
Cuando Gomar peleaba con alguien, Karelina se iba llorando a la cocina.
Fanny permanecía a su lado, detrás de él, animándole, con los puños cerrados
y pateando en el suelo como si fuese ella misma la que daba y recibía los
golpes. Cuando estaba demasiado bebida se sentaba sobre sus rodillas, le
besaba en la boca sin avergonzarse, acariciando con sus largas manos, suaves
y admirables, de mujer ociosa, su áspera barba sin afeitar.
Judit, orgullosa de este rústico Holofernes, sentía desprecio por Karelina y
se lo demostraba. Hacía todo lo posible por ponerla celosa. Y Gomar, por una
especie de perversidad de bruto, tampoco se recataba; atraía a Fanny hacia sí,
delante de Karelina, y le ceñía el fino talle y anchas caderas con sus manos de
Goliat voluptuoso, diciendo:
—Una mujer como tú era lo que yo necesitaba.

En su casa, Gomar hablaba poco. Karelina aprendió pronto lo que quería


decir con cada gesto. Si se sentaba a la mesa es que era la hora de comer. Si
se sentaba y le alargaba las piernas, le descalzaba. Unos golpecitos con el
atizador en la estufa, indicaban que hacía falta echar carbón. Y el ademán
tranquilo de desabrocharse la hebilla del cinturón de cuero que oprimía su
vientre, significaba que iba a pegar. Hasta los animales conocían esta actitud
y se aterrorizaban. Por la noche, después de cenar se levantaba llevándose la
lámpara; así no había más remedio que seguirle o quedarse a oscuras.
Jamás entregó un céntimo del contrabando para la casa; el dinero de la
taberna debía bastar para vivir. Las otras ganancias se las guardaba él para
darse la gran vida. En algunas granjas cercanas le cuidaban treinta gallos de
pelea. Todos los domingos acudía al juego de pichón apostando centenares de
francos. Era asiduo concurrente a las numerosas carreras de caballos de toda
la región: Lille, Tourcoing, Waereghem, Ostende y veinte más.

Página 28
Todos los pasatiempos costosos le gustaban instintivamente. Dos veces
por semana iba a pescar, tan pronto a los estanques de la región de Yprés,
Zillebeck, Dickebush y Blankaart, como al canal de Fumes o a Brujas. Había
que despertarle a las dos de la madrugada, prepararle ropa y comida y
esperarle por la noche hasta que se le antojaba venir. Todo esto le parecía
lógico y normal. Tenía un concepto del hogar a la antigua, o mejor dicho,
parecido al de los árabes; la mujer tenía sus tareas y él las suyas. A veces la
veía levantar enormes barreños de ropa, llevar cubos de carbón, doblarse bajo
grandes cargas de leña, sin que se le ocurriera ayudarla. Podría ella ir y venir
en la taberna, de un cliente a otro, sin saber a quién atender, vacilar como
perdida, desde la cocina donde se guisaba hasta las mesas de los bebedores
que pedían ginebra; Gomar, repantigado en su silla, con la pipa entre los
dientes y los naipes en la mano continuaba su partida. No lo hacía por
maldad; ni siquiera se le ocurría que pudiera hacer otra cosa. Le parecía tan
absurdo ocuparse de esas cosas como imaginarse cosiendo o meciendo un
niño; experimentaba sólo indiferencia. Pero esto no era obstáculo para que
cuando la comida no estaba buena o veía la ropa mal repasada llamase a
Karelina colmándola de injurias y amenazas.
Aquello era una vida animal. La casa siempre llena de gente; idas y
venidas sospechosas, rostros patibularios. Todo el día corriendo, calculando
los débitos de uno y otro, vigilando a los clientes, escuchando asqueada, pero
con la sonrisa en los labios, las cínicas indecencias de cualquier galán;
siempre enervada ante las repetidas estupideces de los borrachos y sin poder
retirarse de allí, porque había que vivir y Gomar no daba dinero.
Tenía que cuidar del corral. Encima del desván, en el que había que entrar
a gatas, se albergaban ciento cincuenta palomas. Luego estaban los gallineros
separados, con seis gallos de pelea, cada uno con unas cuantas gallinas, a los
que era necesario llevar el agua y el alimento; los gallos saltaban ferozmente
sobre Karelina para picarle en los ojos. Le daban un miedo atroz, pero había
que obedecer a Gomar. Por último, estaban los perros. Cuatro perrazos
grandes, de esos perros de Flandes, enormes, cruzados de daneses, de pelo
corto y rojizo, orejas recortadas y cola larga y musculosa. Eran semejantes a
los que se ven en los tapices de Gante o de Brujas cazando osos o jabalíes, o
bien en el cortejo de Maximiliano o echados a los pies de Carlos V. Erraban
por la casa lentamente, vagabundos e inquietos, sin acostumbrarse a la
presencia de esta extraña a la que algunas veces se acercaban a olfatear.
Nunca le hicieron daño. Se diría que sabían que con el terror que le inspiraban
era bastante.

Página 29
Karelina sólo simpatizaba con los pichones. Éstos no le dieron nunca
miedo; eran dulces, sabían comprenderla y la picoteaban entre los cabellos.
Ella tenía cuidado de sus parejas y sus crías, sobre todo las de sus preferidos.
Uno de ellos solía ir a dar golpecitos con el pico en los cristales de su ventana,
entraba en la cocina y Karelina llegó a familiarizarse con él. Le llamaba Cru-
cru. Comía migas de pan en los labios de su dueña y bebía en su boca.
Cuando ella quería cogerle, él mismo plegaba las alas y doblaba las patas para
que lo hiciese. Gomar notó esta amistad. Un domingo se llevó al pichón al
concurso, seguro de que volvería con gran rapidez. Cru-cru, volvió antes que
los otros, pero se entretuvo en el tejado; los minutos pasaban y Gomar se puso
colérico. Cuando por fin tuvo a Cru-cru entre sus manos, con la maniobra
clásica de los «palomeros» le retorció el cuello y le arrancó la cabeza.

Gomar bebía con frecuencia. Entonces su naturaleza verdadera, orgullosa


y dominante se mostraba sin tapujos. Tiraba el dinero por todas las tabernas
del contorno, presumía de fuerte, de vigoroso, promovía pendencias y hacía a
las mujeres galanteos de borracho.
Karelina tenía que esperarle todas las noches, cuidar del fuego y vigilar la
comida que él reclamaba a gritos, al entrar. Eran ratos angustiosos, con
pequeños intervalos de sueño y pesadillas de sobresalto.
A eso de las dos o las tres de la madrugada regresaba Gomar. Su paso
anunciaba desde lejos el estado en que venía; pisando con inseguridad,
parándose a monologar frecuentemente; su guía eran las luces de las ventanas.
Al fin los pasos cesaban ante la puerta. A veces tardaba un rato en entrar, sin
duda para sorprender mejor apareciendo de pronto. Parecía a punto de estallar
de un ataque apoplético. Un tinte vinoso matizaba sus mejillas; en los ojos
grises había estrías de sangre y un furor que pedía víctimas. Con él entraba el
terror. Karelina, petrificada, no osaba acercarse ni marcharse a la cocina;
permanecía temblorosa, convencida de lo que más tarde o más temprano
había de acontecer. Los perros temblaban porque también ellos conocían
cuando su amo estaba borracho. Se daban cuenta de ello por sus pasos, por
sus gestos y otros misteriosos indicios. Al verle se iban arrastrando a lo largo
de la pared, amontonándose en un rincón, siempre estremecidos al menor
movimiento de Gomar.
A estas horas era cuando se le ocurrían los pensamientos más bárbaros,
tales como pegarles con un atizador al rojo, que los perros mordían furiosos,
quemándose el hocico, o prender alrededor de ellos un reguero de pólvora.

Página 30
Los perros asociaban a su olor el recuerdo del daño que otras veces les había
hecho y corrían a esconderse. Gomar entraba, y sentándose, alargaba las
piernas. Karelina, comprendiendo, se aproximaba poniéndose de rodillas para
quitarle las botas, con temor de recibir algún puntapié en el rostro. Él la
observaba mudo, colérico sin ningún motivo, buscando un pretexto para
estallar. Luego le servía la comida. Él masticaba lentamente, sin apetito, y la
emprendía con la cena.
—¡Qué porquería! —exclamaba.
Y arrojaba el plato contra la pared derribando también la mesa. Karelina,
yerta, haciendo esfuerzos por dominar su temblor, le miraba sin moverse.
—Sí, soy yo, ¿qué pasa? —decía a gritos—. Lo primero, no quiero esas
miradas, mira a otra parte; después vete a la cama, vete a la cama. ¡Al galope!
Ella obedecía dócilmente, cosa que acrecentaba la rabia de él. Entonces se
ponía de un salto detrás de ella y la abofeteaba, tirándola contra la pared o
arrastrándola por el suelo.
—¡Vamos, arriba! ¡Vete!
Y la empujaba ante él hacia la escalera, yendo detrás de ella.

—Es un salvaje —decía Mosselman, el viejo Hendrijk van de Goo.


Iba todas las tardes a la taberna de Joens a fumar su pipa y charlar. Tenía
por Gomar una amistad sin motivo, uno de esos afectos irracionales que sólo
el tiempo y un largo trato justifican. Pero sabía juzgarle imparcialmente.
—Ya mató a un hombre de una cuchillada —dijo una vez—. A un guarda
en el bosque de Houthulst. No hay que hablar de esto para que la policía no se
entere. Pero yo lo sé.
Hendrijk quería a Karelina. Le traía pescado fresco de Terneuzen, o
hermosos mariscos que elegía entre sus sacos. Pasaba por delante de la
taberna dos o tres veces a la semana cuando iba a Terneuzen. La marea no
espera a nadie, así que tenía que salir temprano. A eso de las dos o las tres de
la madrugada, Karelina se despertaba al ruido del pesado camión que
trepidaba sobre el pavimento. Era Mosselman que se dirigía a Holanda. Los
faros iluminaban la ventana un momento hasta que el estrépito iba
perdiéndose en la lejanía. Karelina se quedaba soñando con estos viajes, como
si el recorrido vulgar que este hombre hacía a través de Flandes tuviese algo
de romántico o aventurero. Al volver, muy tarde, por la noche, Karelina le
esperaba. Venía empapado, chorreando agua, bajo su enorme impermeable,
embreado, de marinero, que debió comprar allí en algún puerto de la costa.

Página 31
Después de quitárselo y colgarlo de un clavo, se aproximaba al fuego
atiborrando su pipa de cerezo. El tabaco belga, el sabroso tabaco de las
Ardenas, y de Semois, relucía al quemarse en aquella vieja pipa de madera
aromática. Éstas eran las mejores horas que vivía Karelina, hablando de viajes
con el viejo Mosselman.
Acabó por tener en él gran confianza. Le contó su vida, su juventud, la
muerte de su madre… Ahora todo lo había perdido. Juana, su hermana mayor,
quería más al dinero que a las personas. Su padre no se ocupaba de la casa, y
así fue refiriéndole toda su existencia de penas y resignación, solamente
embellecida por el recuerdo luminoso de su tío Domiciano van Bergen. Era de
quien más le gustaba hablar. Hendrijk le conoció al fin tan bien como ella. Y
supo que era alto, moreno, fuerte, que escribía libros y hablaba de manera
distinta que todo el mundo.
Nada de esto le importaba a Hendrijk van de Goo. Pero como se dio
cuenta del placer que le causaba contárselo, la escuchaba pacientemente
referir su eterna historia.
Una noche llegó todo afanoso. Había gente en la taberna y fue
directamente a la cocina.
Karelina le siguió.
—¿Está Gomar?
—No, Mosselman.
—Mejor. Mira, mañana voy a Terneuzen.
—¡Ah!
—Sí. Pero a la ida llevo tres toneles de lino que tengo que dejar en
Amberes.
—¿En Amberes?
—Sí. Escucha, ¿quieres que busque a tu tío? Todavía debe estar allí…
¿No te gustaría tener noticias suyas?
—¡Hendrijk! ¡Ya lo creo que me gustaría!
—Dame su dirección.
—No la sé. No sé más que es detrás de la catedral, en una calle corta que
da a la de Vleminckx…
—Le buscaré.
—No, no vayas. Que no te vea…
—¿Por qué?
—No me atrevería… Tengo miedo de que sepa… No… espera. Entérate
sólo de dónde vive… Si está todavía allí… Sólo con eso me contento.
—Como quieras.

Página 32
—¿Cuándo volverás, Mosselman?
—Pasado mañana por la noche. Y el jueves por la mañana vendré a traerte
noticias.

El miércoles por la noche Karelina no pudo más. Pretextando un encargo


de vino se fue a casa de Hendrijk.
Tenía éste una extraña vivienda, formada por unas casetas de tablas y
cemento que él mismo había fabricado. Entre ellas había una especie de patio
con gran cantidad de aves y cerdos. Mosselman habitaba en una de aquellas
casetas, abierta a la calle por una ventana mal colocada, procedente sin duda
de algún derribo.
En el camino encontró Karelina a tres o cuatro vendedores de mariscos,
dando vueltas a sus carracas que hacían un ruido atronador y gritando:
«¡Mariscos, mariscos!». Hendrijk, pues, había regresado.
En efecto estaba en su casa. Se disponía a cortar la cresta a un gallo. Se lo
acababan de llevar en un saco y él preparaba lo necesario; tijeras, navaja de
afeitar, vinagre y agua fresca en una taza. Un atizador enrojecía en un
hornillo.
—Ya —dijo él, viéndola entrar.
—Qué, Mosselman, ¿fuiste allí?
—Sí, sí, siéntate. Mira qué hermoso gallo —y mostraba colgando de su
mano el ave que había sacado de un saco—. Hermoso gallo, ¿eh? Ahora le
voy a cortar la cresta.
—¿Y Amberes, Mosselman?
—Sí, sí…
El viejo Hendrijk se recreaba un poco en la impaciencia de ella. Volvió a
meter el gallo en el saco, que colgó de un clavo, y sacando su eterna pipa de
cerezo la llenó despacio, apretando el tabaco con el dedo pulgar.
—Sí, he visto Amberes. Un hermoso puerto.
—¿Es hermoso, Mosselman? ¿Es grande?
Él le explicó.
—Es ancho y muy limpio… Hay calles cuyos muros tienen esculturas,
con águilas, alegorías y estatuas que sostienen los balcones, como esas
mujeres desnudas que se veían antiguamente en la proa de los barcos… Y,
además, de pronto, ¿sabes? Esas casas completamente cuadradas y altas, que
se hacen ahora, y jardines con flores, muchas flores, y verjas doradas… Es
rica, sí, muy rica, como no puedes imaginarte, pequeña. Además luces,

Página 33
escaparates, comercios, almacenes. ¡Qué vida! Sí, ¡qué gran vida! La
verdadera, la grande. Ciudades de gran porvenir.
Meditó un momento, poco hábil para expresar sus ideas con palabras
precisas.
—Se diría que el aire no es el mismo; que se vive más deprisa… Todo es
rápido. En esos puertos parece que se vive como la marea. Mucha gente,
mucha gente. De todas partes. Marinos de América y del Japón, de España, de
Italia, de Brasil, de Chile… Negros, chinos, americanos, todas las lenguas,
todas las palabras… Parece que en Amberes están todos los rincones del
mundo…
Durante breves instantes quedó silencioso fumando su pipa y lanzando
cortas y regulares bocanadas de humo. Después de escupir, prosiguió:
—Claro que he buscado detrás de la iglesia. La catedral, ¡qué hermosa es
también! Casas antiguas… Y he encontrado a tu tío.
Fingió no advertir la emoción de ella, continuando de espaldas y mirando
al atizador que había retirado del fuego.
—Sí, vive en una casa de aquéllas. Una casita antigua, toda de ladrillos,
con una puerta de grandes clavos, vidrieras en las ventanas y justamente
encima de la ventana del granero un mascarón de proa, de piedra, que
sobresale del muro. Una buena casa, desde luego. Muy limpia, con lindos
visillos y flores en las ventanas…
Calló de nuevo, esperando una respuesta. Pero no se la dieron. Se volvió a
Karelina, extrañándole verla tan pálida, retorcer su delantal con un gesto
angustiado y febril. Sintió compasión y prescindió de detalles.
—Leí su nombre sobre la puerta y averigüé que estaba allí. Entonces me
fui a una taberna próxima a beber un vaso y a enterarme. Es muy rico. Vive
con su mujer y una criada. No tienen hijos. Viaja mucho. Escribe libros y para
el teatro y cosas así… Y nada más. Van Bergen. Domiciano van Bergen. Un
hombre alto, moreno, fuerte, alegre. No cabe equivocación.
Le puso la mano sobre la cabeza, haciéndole levantar la frente.
—¿Te entristece esto, Karelina?
—No, no, Mosselman… ¡Dios mío, si él supiese lo desgraciada que soy!
Vendría y me ayudaría… Me lo prometió, ¿sabes, Mosselman?
—Escríbele.
—No me atrevo.
—Puesto que te lo ha prometido…
—¿Y si viniera? ¿Si le viese Gomar? Ya le conoces, y creo que le mataría.
No, no me atrevo a escribirle.

Página 34
Hendrijk había vuelto a coger el gallo y sentándose cerca del fuego tomó
al animal entre sus piernas, le alzó la cabeza y se aprestó a cortarle la cresta.
Estuvo un momento vacilante, con la roja cresta entre el pulgar y el índice, y
con la navaja en la mano derecha. Bruscamente, con voz seca y sin mirar,
dijo:
—Bueno, vamos…
Al mismo tiempo dio un corte con la navaja y un trozo de carne sangrienta
cayó al suelo mientras el gallo cacareaba agitándose.
Karelina levantó la cabeza.
—¿Y marcharme? Marcharme, Mosselman. ¿Tú crees que tendría valor?
El hombre parecía preocupado. Seguía maniobrando con su gallo; le
lavaba la cabeza con agua y vinagre y procuraba contener la hemorragia.
—¡Caramba! Gomar y yo somos amigos de siempre.
Sería cosa de pensarlo. Ya comprendo, ya veo… Eso no es vivir,
Karelina, yo lo comprendo…
Ella le miraba. Volvió a decirle en voz baja:
—¿Tú crees que tendría valor?
Él replicó con firmeza:
—En tu lugar yo me iría. Eso es todo.
Se inclinó hacia el hornillo, cogió el atizador que estaba al rojo blanco y
que ahora en la oscuridad fulgía como el fragmento de un astro y lo aplicó
como un relámpago sobre la llaga viva del cráneo del ave. El ave cloqueó
furiosamente. Esparcióse un olor de carne quemada.
—¿Y si me encuentra, Hendrijk? ¿Y si me coge?
—Espera la ocasión. Dirígete a Amberes, ve a ver a tu tío… Yo te
ayudaré.
Había dejado el gallo. Embrutecido, el animal sacudía su cabeza pelada,
una cabeza cruel de ave de presa. Hendrijk recogió la cresta y la cortó con las
tijeras en pequeños y sangrientos pedazos que caían sobre las baldosas. El
gallo, con el pico en el suelo, picoteaba trozos de su propia carne.
—Así que —replicó Hendrijk— ya lo sabes. A la primera ocasión, haces
tú petate, tomas el tole y yo fe llevo a Amberes.

Página 35
Capítulo cuarto
Una tarde, Gomar fue a Lille a buscar mano de obra. Se fue alrededor de
la una, en el coche que un amigo labrador le solía prestar para estas ocasiones.
Era el único medio de locomoción que le agradaba. A sus pies iba uno de sus
perros y él llevaba la fusta en la mano y la pipa en la boca. Marchaba
tranquilamente por la amplia carretera que conduce a Lille, cruzándose con
autos y ciclistas; iba con el aire apacible de un burgués que daba su paseo
después de comer.
En el camino, entre los campos, se veían garitas; los carabineros
preparaban la simiente. Este noviembre se anunciaba frío y la lluvia hacía
barruntar fuertes vendavales del Noroeste. Gomar saludaba a aquellos
hombres haciendo un molinete con su fusta, en actitud de hombre que se sabe
irreprochable. Y en realidad lo era. Este pertinaz contrabandista jamás llevaba
sobre él una brizna de tabaco de contrabando. Y esto lo hacía, según decía,
por dos razones: primero, porque el tabaco francés no era bueno y porque no
se tiene valor después de saber lo que cuesta a los contrabandistas, y luego
porque sería muy estúpido dejarse coger por un cigarrillo cuando cada semana
se pasan de contrabando trescientos o cuatrocientos kilos.
Él no era de los que desdeñaban las precauciones pequeñas. Nunca
encontraban en su casa ni un mechero sin estampilla, ni una navaja
clandestina, ni siquiera una mala caja de cerillas belga. Los detalles mínimos
pueden jugar malas partidas a los contrabandistas cuando en el curso de sus
inspecciones encuentran algo los carabineros. Nadie observa más
estrictamente la ley, cuando la observa, que los contrabandistas.
Llegó a Lille hacia las tres. Entró por la puerta de Gante, atravesando el
antiguo barrio del Basse-Deule, pintoresco y vetusto, con casas de altos
sobrecuerpos, fachadas con ventanas corridas, tejados de fuertes tejas pesadas
y torcidas, viejos muros que se desconchan, patizuelos, callejones sin salida,
regueras a cielo descubierto, calles tortuosas que desembocan en pintorescas
plazas, y que hacen de este viejo rincón de Lille un espectáculo interesante
para los turistas y desagradable para sus habitantes. En este distrito de la
población reina gran actividad. Los cestos de los vendedores ocupan las
estrechas calles. Grandes tranvías verdes y altos, autos y carros se confunden
desordenadamente. Los obreros, las criadas, los golfillos del barrio, una gente
mísera y malsana, muestra sus rostros descoloridos y flacos. Cervecerías,

Página 36
tiendas, lóbregos hoteles y tenderetes de vendedores, se ven por todas partes.
También existen, como recuerdo de la antigua burguesía, hermosas casas,
severas y antañonas, cuyas fachadas dan a un jardín interior; conventos,
cuarteles y el Palacio de Justicia. Todo ello perteneciente a otra época.
En la taberna del «León de Oro» —con cuadra para doce caballos—
Gomar dejó su coche. Luego fue a pie al Palacio de Justicia. Se llega a él por
una callejuela siniestra, demasiado frecuente y ostensiblemente usada como
letrina. Entró en la sala de los «pasos perdidos», empujó la doble puerta de la
Correccional y penetró en la Sala de un tribunal de justicia, entre un rebaño
rumoroso de populacho. En el estrado, el tribunal impasible, indiferente y
rápido, administraba justicia sistemáticamente, distribuyendo multas y días de
prisión con regular automatismo.
Un rumor acogía las sentencias, que comentaban los asistentes de uno a
otro, aprobándolas o criticándolas con argumentos inesperados…
Había de todo entre este público; pequeños rentistas, viejos del asilo
Contess, vecinos del Palacio, amigos o parientes de los acusados, testigos que
esperaban su turno o que terminase el juicio. Y también esa plebe heredera de
la que antaño acudía a la plaza de la Gréve en días de ejecución: rufianes,
picaros, contrabandistas y viejos vagabundos a quienes una vaga nostalgia, el
recuerdo de una juventud heroica, llevaban a frecuentar el Palacio de Justicia
con preferencia a los museos.
Era precisamente entre este público donde Gomar encontraba a sus
hombres. Pronto advertía al contrabandista recién salido de la cárcel, al
valentón fuerte y famoso, al mozo decidido a arriesgar la vida por un billete
de cien francos.
Lentamente se acercaba a él, esperando un momento de calma en el
chaparrón de la elocuencia forense, que únicamente escuchaba algún joven
abogado, todavía ingenuo.
—¡Eh, amigo, pago un trago!
El otro se volvía. Gomar guiñaba un ojo. Se comprendían. Y salían
discretamente.
En el café de la esquina, un simple bar adónde acudía un público que iba a
reponerse de sus zozobras, tomaban asiento. Gomar explicaba brevemente.
—Hay cien francos a ganar mañana por la noche.
—¿Cómo?
—Tabaco belga; treinta kilos. Te daré los cien francos a la vuelta.
Con frecuencia el otro ponía mala cara, repugnándole instintivamente
dejar su holganza.

Página 37
—¿Qué es lo que arriesgas? Ocho días. Cien francos, vale la pena.
—¿Dónde hay que ir?
—A Menin, carretera de Genuwelt. Toma la dirección. Te esperaré a las
diez.
Gomar pagaba los vasos y salía. Luego regresaba al Palacio de Justicia a
buscar otro para formar la banda, mientras que el primero se iba, receloso de
entrar de nuevo en la vida activa y huyendo, todavía sin motivo,
supersticiosamente, del local de la justicia, como si ya hubiese un peligro
inmediato para él.
El día de qué hablamos, Gomar encontró cuatro hombres resueltos, dos de
ellos conocidos por haberlos empleado ya. Estaba contento. Volvió al trote a
«Las Barracas» haciendo restallar su fusta al viento, con los pies en el vientre
del perro para llevarlos calientes. Dio un pequeño rodeo para ver en algunas
granjas los gallos de pelea que tenía en ellas.
Al día siguiente, a las diez de la noche, en Menin, camino de Genuwelt,
Gomar esperaba a sus hombres. Fue con los dos perros que le quedaban. En la
oscuridad, a la puerta de un bar, fumaba su pipa viendo caer la lluvia.
Los hombres llegaron uno a uno. Los dos últimos vinieron juntos.
Entraron y tomaron café caliente.
—Mal tiempo —dijeron.
—Mejor, así los carabineros dormirán más a gusto —respondió Gomar.
Él mismo los equipó. Colocó sobre sus espaldas un saco de tela gruesa
con correas de cuero. Allí dentro había de treinta a cuarenta kilos de tabaco: el
volumen de un colchón pequeño. Para resguardarle de la lluvia, ató todavía
otra tela encerada alrededor. Los hombres, alzando las espaldas,
contemplaban la noche y el chaparrón. Algunos ponían mal gesto, soplando,
como si algo les oprimiese.
—En marcha —dijo—. Por el Lys. Aguardadme allá abajo, en la orilla.
Y con un gesto les lanzó a la noche, siguiéndoles tranquilamente bajo el
viento y el diluvio, encorvado y seguido de los perros.
Al separarse de la carretera apenas se veía. Siguieron un estrecho sendero
cubierto de hierba, resbaladizo, en el que se escurrían los pies. Fuertes ráfagas
de viento lamían la llanura haciendo oscilar a los hombres bajo sus fardos.
Caminaban deprisa, tensos bajo la carga, calzados con alpargatas. Gomar los
adivinaba en la oscuridad. Parecía que todos tenían prisa por llegar a la zona
peligrosa para acabar cuanto antes. No se distinguía el cielo de la tierra.
Solamente aquí y allá parpadeaban dispersas en el campo algunas luces. El
ruido de la lluvia torrencial era ensordecedor.

Página 38
Al llegar al lindero de un sembrado, hicieron alto. La noche negra se
perdía a lo lejos. De las tinieblas subía un ruido de agua encrespada. Era el
Lys. El olor del lino podrido resultaba nauseabundo.
Apoyados en una cerca, inclinados hacia adelante, afianzándose en sus
bastones, tomaron todos un respiro dando la espalda al viento que les azotaba.
Gomar siguió por la orilla del río, sondeando la noche con la mirada. No
quería pensar en nada. La oscuridad era pesada y aplastante. Gomar
blasfemaba en voz baja.
Por fin, metiéndose los dedos en la boca, dio un silbido.
Entonces, de entre la oscuridad y la lluvia, surgió una sombra monstruosa,
deslizándose sin ruido, como si toda la ribera del otro lado del Lys se echase
encima; una silueta negra, erguida sobre esta masa, maniobraba con una larga
pértiga. Era una gabarra que, silenciosamente y sin ninguna luz, atravesaba el
río. El viento la impelía mientras el marinero de a bordo la iba conteniendo
con su bichero. La gabarra pesada y maciza obedecía con dificultad,
enredándose en los juncos, con grandes entorpecimientos. Por fin, el hombre,
dejando su pértiga, cogió una cuerda arrollada en espiral y la arrojó con
fuerza contra el viento y la lluvia. La cuerda fue a caer a los pies de Gomar.
Entonces éste llamó.
—¡Eh, aquí!
Los contrabandistas entraron en la gabarra para atravesar el río, que era
zona fronteriza.
El marinero puso una tabla. Por ella fueron pasando los hombres. Luego
separóse la gabarra de la orilla y aquéllos saltaron a la otra orilla, ya en tierra
francesa, Gomar dio cincuenta francos al barquero y saltó el último.
De nuevo emprendieron la marcha bajo el agua que caía del cielo. Iban al
azar, sin ver nada, atravesando prados y labrantíos, en cuya tierra se les
hundían los pies. A veces se despistaban y volvían, orientándose al azar.
Gomar seguía blasfemando.
—Estos asquerosos no buscan más que acabar enseguida. ¡Fanny! ¡Bull!
¡Adelante!
Los perros, comprendiendo, se lanzaban en cuatro saltos hacia la
oscuridad, absorbidos por la lluvia y las tinieblas. La banda atravesó varios
arroyos. Se metían hasta la cintura, chapoteaban y salían chorreando agua
cenagosa. Caían y se levantaban. De pronto, Bull, el perro que iba en cabeza,
aguzó las orejas lanzando un imperceptible gruñido. Gomar silbaba muy bajo.
—¡Chitón! ¡Alto!

Página 39
Los hombres se detuvieron y, curvados a ras del agua fétida y helada,
esperaron. Gomar agarraba con las dos manos los hocicos de sus perros para
impedirles ladrar.
De pronto surgieron dos bultos muy cerca. Envueltos en sus capotes, dos
carabineros seguían una vereda a través del campo. Les acompañaban sus
perros, que conducían atraillados. Iban conversando, sin sospechar nada. Y ya
estaban a punto de desaparecer cuando uno de sus perros se paró, comenzó a
husmear…
Se hizo un gran chapoteo de agua y los contrabandistas, saltando
ágilmente, echaron a correr hacia Bélgica. Se oyeron gritos.
—¡Alto! ¡Alto a la Aduana!
Siguió el ruido de una veloz persecución.
La banda se dividió. Dos de los hombres corrieron hacia la derecha, al
azar, hacia Menin. Uno de ellos se desembarazó de su saco; el otro se llevó el
saco sin que Gomar le volviese a ver jamás. Los otros también corrían
después de tirar los sacos, en dirección a la gabarra. Gomar blasfemaba,
chapoteando en el barro, y, furiosamente, les amenazaba con el puño.
¡Abandonar así todo aquel tabaco, todo aquel dinero! Acabó por recoger uno
de los fardos, cargárselo al hombro y continuar su camino con los dos perros.
Una idea le vino de repente.
—Después de todo, no son más que dos. Se detuvo, haciendo frente a los
carabineros. Llegaron éstos. Uno de ellos hizo sonar un silbato de gran
alcance. De pronto, al notar en la oscuridad aquella silueta con el bastón en
alto, se pararon.
—¡Entrégate! —dijo uno—. ¡Vamos, síguenos!
—¡M…! —contestó Gomar.
Ya los perros de éste se habían lanzado sobre los carabineros. Sonaron dos
o tres tiros. Los animales cayeron aullando.
Los carabineros habían cogido a Gomar por su chaqueta de cuero, pero él
se defendía con sus puños y su bastón. Pudo con ellos, echándolos a rodar uno
encima del otro, cerca de los perros moribundos, y cogiendo su saco lanzóse
de nuevo, con la cabeza baja, contra el viento. Llegaron algunos campesinos y
otros carabineros que habían oído el silbato y las detonaciones. Hizo un
esfuerzo y siguió corriendo, pero los otros iban más deprisa que él con sus
cuarenta kilos de tabaco y ya le pisaban los talones. Como las cuerdas que
sujetaban a los perros las llevaban los carabineros atadas a su cintura por el
otro extremo, la prisa de los canes les hacía dar desmesuradas zancadas.
Gomar mugía como un toro, pero no abandonaba su carga.

Página 40
De pronto, ante él, a diez metros de distancia vio un abismo negro: el Lys.
Reuniendo sus fuerzas lo alcanzó en tres saltos, buscando con sus ojos la
gabarra. Pero no la vio. El barquero se había ido.
Gomar, rabioso, lanzó un juramento y amenazó con su puño al vacío.
—¡Cochino! ¡Cochino!
Sus ojos se bañaron en lágrimas de iracundia. Y se arrojó al Lys.
El río venía alto, crecido con la lluvia, veloz y grasiento, haciendo
remolinos y embudos bajo el viento furioso. Sobre él se oía el crepitar de la
lluvia. Las aguas arrastraban a Gomar y su fardo como si fuesen paja.
Gomar no sabía nadar. Agarróse a su carga flotante y se puso a mover los
pies dando vueltas y tragando agua. Perdía la cabeza y el fardo se hundía
lentamente.
—¡Eh! ¡Ohé! ¡Ohé! —gritaban los carabineros al verle desaparecer en
aquel río de tinta.
Le buscaron siguiendo el ribazo. En la superficie del agua se arrastraban
débiles reflejos amarillos, brillando aquí y allá, como minúsculos puntos, la
luz de las linternas eléctricas. Los carabineros agitaban sus luces, haciendo
señas a Gomar, que se debatía como una sombra confusa…
Uno de los carabineros vio cerca una rama bastante fuerte, la cogió y entre
todos la echaron al río. Gomar pudo agarrarse a ella.
Cuando tuvo la cabeza fuera del agua se agitó, resoplando, medio
ahogado. Le cegaban sus cabellos empapados sobre la cara. Vomitaba agua.
Su mano crispada no se desasía, sin embargo, de la correa del fardo
sumergido.
—¡Sube! —gritaron los carabineros enfocándole con su linterna.
Y tiraron de la rama, a la que Gomar se había afianzado, para cogerle.
Pero la silueta de éste, de pie, chorreando agua, se detuvo cuando el nivel
del río le llegaba sólo a las caderas.
—¡Sube, sube, maldito!
Gomar soltó la rama sin moverse. Sabía muy bien lo que se hacía. El río
fronterizo era zona neutral. Allí no tenían derecho a capturarle.
Los carabineros, cuando se dieron cuenta del porqué de su testarudez,
estallaron en furia y maldiciones.
—¡Canalla! ¡Sube! Debíamos haber dejado que te ahogases. Sube o
iremos a buscarte.
—¡M…! —repetía Gomar sin moverse.
Los carabineros deliberaron. Unos querían ir corriendo a buscar una
barca. Otros, una cuerda para cogerle a lazo. Otro de ellos propuso echarse al

Página 41
agua y atraparle.
—¡Imposible! —dijo el de mayor graduación—. Es zona neutral. Hay que
esperar.
—¿Esperar a qué?
—A que salga. Cuando sea de día tendrá que decidirse.
—¡Pero es la una de la madrugada!
—¡Qué le vamos a hacer!
Se resignaron. Y bajo el aguacero que caía del cielo, azotados por el
viento, con los pies en el lodo, los carabineros comenzaron su interminable
espera.
Apenas se distinguía Gomar, cuyo busto emergía del agua. Pateaba,
resistiendo la corriente, que amenazaba arrastrarle cada vez que intentaba
atravesar el Lys. Una vez se lanzó con desesperación, moviendo los brazos,
con la correa del saco entre los dientes. Pero se hundía y casi por milagro se
libró de ser arrastrado, por lo que no quiso volver a aventurarse. Intentó luego
seguir la corriente a distancia, sin perder pie, pero cayó en un agujero, en una
olla formada por un remolino. Esta vez le creyeron perdido. Más nuevamente
reapareció, jadeante y medio asfixiado.
Desde entonces no quiso moverse más, permaneciendo así, obstinado, con
la cabeza baja, los cabellos sobre el rostro y tiritando. De vez en cuando le
gritaban:
—¡Sube!
Pero él ni siquiera levantaba la cabeza.
Hacia las cuatro de la madrugada el cielo empezó a palidecer
imperceptiblemente. Ya se veía a lo lejos, hacia el Este, entre el cielo y la
tierra, una tenue línea gris. Los gallos cantaron en el campo.
Con un furioso ademán, Gomar tiró en medio del río su pesado fardo de
tabaco para que los carabineros no pudiesen cobrar la prima. Después subió a
la orilla y sin decir palabra alargó las muñecas para que le pusiesen las
esposas.

Karelina estuvo esperándole toda la noche. Como un centenar de voces


doloridas, el viento de noviembre azotaba puertas y ventanas. La tempestad
corría aullando sobre la tierra. Un aguacero inmenso se desplomaba del cielo.
Era una de esas noches de diluvio en que parece prepararse algún cataclismo.
Karelina, sola, temblaba. El vendaval cubría la casa con brusco clamor
creciente, haciendo oscilar la lámpara. El agua entraba por debajo de la puerta

Página 42
e invadía la cocina. De pronto, en el patio, o en cualquier otro lugar, sonaba
un portazo, con un ruido seco como una detonación. Su corazón palpitaba.
Karelina no era capaz de salir a cerrar las puertas. Permanecía sentada con la
mirada perdida en el vacío, inmóvil. Así llegó la medianoche, la una, las dos.
El tiempo pasaba desesperadamente. De pronto tuvo un sobresalto. Se oyó
fuera un ruido como de algo que rozase a lo largo del muro…
Escuchó. Ahora no se oía nada. Creyendo haberse equivocado, puso su
silla junto al fuego para continuar su espera interminable; pero de nuevo
volvió a oírse el ruido, más claro.
Era como si alguien se deslizase, como si avanzasen lenta y sigilosamente.
Una ráfaga furiosa de viento vino a ahogar todos los ruidos que pudieran
oírse. Al disminuir su violencia, después de un corto intervalo de silencio, el
ruido de roce se repitió. Ya se oía muy cerca de la puerta. Y, súbitamente, en
el umbral, se oyó un quejido tan cercano que Karelina se puso en pie.
Todo cesó de nuevo. A pasos lentos, como un fantasma, Karelina fue
aproximándose a la puerta.
—¡Gomar! ¡Gomar! —susurró.
Pero no se oía más que el rugir de la tormenta y otros portazos en el patio.
Karelina buscó con los ojos un arma. La escopeta de caza de Gomar
colgaba en la pared. La cogió y, dirigiéndose hacia la puerta con los dedos
crispados sobre el gatillo, puso una mano sobre el picaporte, esperando un
poco y luego, bruscamente, abrió la puerta, dispuesta a todo. Al abrirla de par
en par sobre la noche, la lluvia y el viento penetraron tumultuosos. La
lámpara, vacilando un momento, se apagó. Pero Karelina tuvo tiempo de
contemplar una forma, un ser que fue a desplomarse a la cocina: un enorme
perro. Cayó de lado lanzando un gemido. Tenía el pecho cubierto de sangre.
Karelina supuso entonces que a Gomar le había ocurrido algo. Dejó la
lámpara y fue a mirar al campo, pero no vio más que la oscuridad. Cerró la
puerta deprisa, empujándola con todas sus fuerzas contra el viento. En medio
de la cocina, el monstruo se hallaba jadeante, con los ojos llenos de estrías de
sangre. Karelina, transida de espanto, le veía morir sin osar moverse. El perro
tuvo una agonía trágica. Se quejaba con su voz humana, una voz de persona
que llora. Largo tiempo estuvo mirando a Karelina como si esperase algo de
ella. Pero Karelina tenía tanto miedo que ni siquiera se atrevió a llevarle un
poco de agua. Murió al alba bajo la mirada absorta de la muchacha.

Página 43
A las cuatro de la mañana, a Hendrijk van de Goo le despertaron grandes
golpes dados a su puerta.
—¡Mosselman! ¡Mosselman! —gritaba una voz entrecortada por el
viento.
Hendrijk se levantó y fue a abrir la ventana. El amanecer era gris, batido
por ráfagas de aire. Bajo la ventana, al lado de la puerta, Hendrijk reconoció a
Karelina que calzaba zuecos y llevaba un saco sobre la cabeza.
—¿Alguna desgracia? —le gritó.
—Gomar está preso.
Hendrijk se puso los pantalones, bajó, abrió la puerta e hizo entrar a
Karelina.
—¿Han cogido a Gomar?
—Creo que sí. No ha vuelto más que un perro herido. Mosselman, te lo
ruego, vete a ver; tráeme noticias…
—Tú quédate aquí, Karelina. Haz fuego, caliéntate. Yo volveré dentro de
una o dos horas. Gomar debió de ir hacia Lys. Voy a buscarle.
Se puso sobre los hombros un amplio capote. Bebió un gran trago de
ginebra y, cogiendo su pipa, se fue. Karelina, desde la ventana, le vio
desaparecer entre la bruma del amanecer.
Se dirigía hacia el Lys. Iba fumando en la madrugada grisácea, bajo la
lluvia. Al llegar al río, ancho y desbordado, siguió un camino estrecho,
cubierto de heno, sin encontrar un alma. Veía huellas de pasos, pero no
encontró ningún vestigio preciso.
Luego, al acercarse a la orilla del Lys, retrocedió, observando entonces,
entre la niebla, al borde del agua, unos bultos. Iban cinco. Por su uniforme
azul pudo ver que eran carabineros. Marchaban despacio, y eran carabineros
belgas, con amplios capotes grises y gorras de ancha visera. Bordeaban la
orilla lentamente. Todos tenían la vista fija en un bulto, en un fardo grande
como un colchón, arrastrado por el agua.
Hendrijk, al acercarse, reconoció en el fardo un alijo de contrabandista; un
gran paquete envuelto en tela impermeable y bien atado. Flotaba sobre el Lys
al azar, casi hundido por completo. De cada orilla del río fronterizo, los
carabineros de los dos países acechaban pacientemente aquel fardo, sin poder
hacer otra cosa.
Hendrijk volvió al pueblo y al puesto de la Aduana. Junto al cuerpo de
guardia había un bar. Hendrijk entró. El dueño, un hombre rojo y barrigudo,
con un mandil de tela azul, limpiaba en el mostrador los vasos de ginebra.
—Salud, Mosselman —dijo.

Página 44
—¿Han cogido a Gomar?
—Sí, esta noche. Se lo han llevado a eso de las cuatro.
—Y ¿no sabes nada?
—Sólo he encontrado una nota debajo de mi puerta, que dio a un
aduanero, para su mujer. Parece que le han atrapado en medio del río, según
dicen.
—Dame la nota.
Era un papel arrugado, garrapateado con lápiz por una mano torpe.
Hendrijk leyó:
Karelina, estoy preso. Tengo para dos o tres meses. Cuida la casa y los
animales. Gomar.
Hendrijk se guardó el papel en el bolsillo y bebió una ginebra. Su pipa
tenía un gusto amargo. Se la metió en el bolsillo y se fue con la cabeza baja,
reflexionando.

Al día siguiente, Karelina marchó a Amberes. A la una de la tarde ya


estaba en casa de Hendrijk, con un pequeño envoltorio que contenía sus ropas
y algunos objetos queridos.
Hendrijk hizo un café muy fuerte. Luego se dirigió al patio, donde
Karelina le oyó trajinar con el motor, que al fallarle dos o tres veces la puesta
en marcha, produjo algunas detonaciones como si fuesen tiros. Hendrijk
regresó al poco rato; enrojecido y satisfecho.
Puso a Karelina una capa vieja; le hizo que se calzase unos gruesos zuecos
encima de sus zapatos, y luego la llevó hasta el camión, donde la dejó
instalada.
El viejo camión se puso en marcha hada Menin, Wevelghem y Courtrai,
que atravesaron durante la noche.
Rodaron mucho, interminable tiempo. El suelo gris, lavado por la lluvia,
relucía bajo la incierta luz que proyectaban los faros de acetileno. Los árboles
húmedos y desnudos pasaban como sombras. Alrededor del camión, el viento
azotaba, empujándolo a uno y otro lado, oponiéndose a su marcha. Se oía el
trepidar del motor como oprimido por una mano gigantesca. Cuando
amainaba el vendaval, el ruido regular y monótono del motor volvía a oírse.
Montones de paja suda saltaban al ser aplastados por las ruedas, formando
estelas como el agua bajo el avance de un navío. A través de los vidrios
empañados se veían espesas cortinas de lluvia. Todo trepidaba alrededor de
Karelina. El viejo armatoste mugía a lo largo de la carretera… Karelina, en

Página 45
este reducido cajón de tablas y cristales, arrebujada en su capa y bien caliente,
junto al viejo Mosselman, que conducía, taciturno, se sintió invadida por una
grata somnolencia, mecida por vagos sueños y dulces visiones, mientras el
vehículo corría… Pasó por Courtrai que yacía en el sueño. Continuaron hacia
Gante, por la carretera siempre bordeada de grandes árboles; atravesaron
pueblos dormidos y vastas llanuras apenas visibles entre la lluvia y la
oscuridad. Karelina saboreaba esta monotonía como la espera gustosa de una
gran dicha…
Terminó por dormirse en un rincón, con un sueño poblado de pesadillas,
entrecortado por repentinos desvelos producidos cuando una ráfaga de lluvia
o de viento golpeaba los cristales del camión. Así, al pasar, entrevió una gran
ciudad: Gante. Después un anchísimo canal bordeado de árboles, en cuyas
orillas saltaba el agua bajo el viento, con fuertes chapoteos. Parecía que se
iban hundiendo en parajes nuevos y misteriosos.
—¡Terneuzen! —dijo Hendrijk.
Karelina despertó.
Era mediodía y apenas había aclarado. El vehículo se paró en un muelle,
al borde de una profunda esclusa. Detrás se veía un canal estrecho y una
especie de puertecillo de pesca, donde algunas barcas negras estaban
amarradas. A la derecha se hallaba la casa de los servidores de la esclusa, las
oficinas del puerto y dos o tres pequeños edificios. A la izquierda, un bar y
algunas casas que daban la espalda al viento. Y, enfrente, una vasta extensión
de mar gris, muy alto sobre el horizonte y dominando la tierra. La bruma lo
hacía ilimitado. Crestas de espuma blanca rompían a trechos esta
uniformidad. Volaban las gaviotas, también blancas, a ras de las olas. El aire
estaba impregnado de un fuerte olor marino.
Hendrijk se había acercado a una barca, a discutir con los pescadores.
Volvió al camión y lo hizo retroceder hasta el mismo borde del muelle.
Los pescadores, desde sus barcas, fueron echando, con palas, grandes
cantidades de mariscos negros, que sonaban al meterlos en los sacos; después
cargaron los sacos en el auto. Algunos cangrejos caían al echarlos y corrían
torpemente sobre las losas húmedas.
Karelina observaba estas faenas. Y no se aburría. Contemplaba un país
nuevo, una vida para ella desconocida, confusa y amplia. El mar la llenó de
una admiración religiosa. Comió con Hendrijk pan y mariscos frescos, crudos,
en un bar. Al fin volvieron hada Gante y Amberes. Dejaron Holanda antes de
llegar a Gante. Continuaron por el gran canal que Karelina había entrevisto
por la noche. Enormes fábricas, depósitos de gas y petróleo, gasómetros, toda

Página 46
una inmensa vida industrial se extendía a lo largo del canal; los navíos que
nutrían aquella industria estaban allí, con sus mástiles y chimeneas
sobresaliendo por encima de los árboles, como si estuviesen anclados en
medio de tierra. Antes de llegar a Gante torcieron a la izquierda, hada
Lokeren y San Nicolás. Todavía hicieron hora y media de marcha. De pronto,
al final de una calzada larguísima, Karelina abarcó con una sola mirada la
gran perspectiva de una dudad blandamente recostada a lo largo de un
anchuroso río. Aparecía extensa, llana, con infinitas agujas y campanarios y,
dominándolo todo, la torre de la catedral y la pesada masa cúbica de su
elevado edificio. A su alrededor numerosos mástiles, grúas y flechas
formaban una cintura erizada, como un bosque desnudo e hirsuto. El día claro
brillaba detrás en un fondo suntuoso de nubes grises, irisadas de plata…
Hendrijk extendiendo el brazo hacia la ciudad, dijo:
—¡Amberes!
Llegaron hasta la orilla del río, a la empalizada, donde esperaba una
lancha de motor… Hendrijk tomó un billete para Karelina y pagó cuarenta
céntimos. Ella, abrazándole, se despidió de él y subió a la barca. Soltaron
amarras. El barco se alejó, virando hacia el centro del río. Hendrijk fue
siguiéndola con los ojos hasta que no pudo verla más. Entonces, subiendo a su
armatoste se puso en marcha hacia Francia.
Instintivamente Karelina marchó por la amplia calle llamada «Canal del
Azúcar», hacia la catedral. Iba vagamente emocionada, tímida, con cierta
agitación que la asustaba. Miraba las altas casas del «Canal del Azúcar» y
esos edificios en los que se ven gigantes de piedra y enormes mujeres como
mascarones de proa. Todo ello le producía admiración y temor.
Llegó al final de una calle, frente a una torre gris, alta, esculpida y
labrada, adornada con florones. Dando la vuelta a este edificio, se alejó de él,
internándose en un dédalo de casas antiguas con agujas y tejados de pizarra.
Así arribó a una especie de plazoleta triangular y tranquila. Enseguida vio la
casa de Domiciano van Bergen, pequeña, con su fachada de ladrillos rosa
pálido, un mascarón de piedra sobre el muro y ventanas con vidrieras
formando pequeños rombos.
Quedóse un rato contemplando aquella puerta claveteada que ya conocía
sin haberla visto jamás. No se atrevía a dar un paso. De pronto se le vino al
pensamiento lo insólito de esta visita, de esta demanda de auxilio a gentes a
quienes no había vuelto a ver desde niña y que apenas la conocían. Todos los
fantásticos sueños que su imaginación forjara en la soledad y el aburrimiento

Página 47
se desvanecieron ante la realidad de esa puerta cerrada. La idea de una
acogida hipócrita la asustó. Prefería no sufrir esta desilusión amarga.
«Me volveré», pensaba.
Nada le impediría seguir soñando allá, como si no hubiese venido.
Lentamente, recogió el pequeño envoltorio que había colocado a sus pies,
dirigiendo una última mirada a la casa antes de alejarse.
En este momento se abrió la puerta. Karelina miró, sorprendida.
Un hombre alto, fuerte, de rostro enérgico, salía. Era una fisonomía audaz,
de las que no se olvidan. La frente alta y despejada, bajo un sombrero a lo
Rembrandt, la nariz recta, la boca firmemente dibujada, el mentón cuadrado,
voluntarioso y la corta barba, negra y abundante, componían un rostro
característico. En esta faz romana brillaban unos ojos azules, serenos y
escrutadores. El cabello plateaba en las sienes.
Quieto en el umbral, miró a su alrededor, mientras se ceñía los guantes de
piel a sus manos vigorosas. Un bastón sujeto a la muñeca por una tira de
cuero colgaba de su mano. Parecía respirar hondamente, con aire satisfecho.
Al fin echó a andar despacio, con paso juvenil de hombre habituado a los
ejercicios físicos, seguro de sus músculos y orgulloso de su fuerza. Había en
todo él algo de atlético, una especie de superioridad física y moral que hacía
que las gentes le mirasen al pasar.
A Karelina le dio un salto el corazón. Olvidóse de todo y precipitándose
hacia su tío, hasta llegar a algunos pasos detrás de él, exclamó tímidamente:
—¡Tío, tío mío!
Tuvo miedo. No le salía la voz. El hombre, caminando siempre, no la oyó.
Ella le siguió así, vergonzosa, algunos pasos…
—Tío mío…
Casi le daba miedo ser oída, que la viese suplicarle de esta manera. Ya iba
a renunciar a seguirle cuando un sobresalto de desesperación la hizo
reanimarse; y por última vez:
—¡Tío Domiciano!… Tío mío… —dijo.
Van Bergen se volvió. Al verla hubo en su semblante la corta vacilación
de quién no recuerda y hace memoria… Después una sonrisa iluminó su
rostro enérgico y grave:
—¡Karelina!
Y fue tan radiante su gesto que Karelina sintió casi remordimiento de
haber dudado de él siquiera un segundo.

Página 48
SEGUNDA PARTE

Página 49
Capítulo primero
La casa de los Van Bergen era pequeña, antigua y encantadora.
Baja de techo, tenía las paredes cubiertas de cueros repujados y tapicería.
Los muebles eran grandes, con la pátina de los años. Cuatro ventanas daban a
un jardincillo umbrío de tupida vegetación, bajo la fronda de unos olmos. Este
jardín triangular quedaba aprisionado entre la casa y la muralla de la catedral,
siempre traspasada de luz, gracias a sus vitrales. El jardín, con su suelo de
césped y los antiguos muros que lo rodeaban, tenía un aspecto de retiro
medieval, de claustro de alguna solitaria abadía. Desde allí se escuchaban los
largos acordes del órgano. Cada cuarto de hora se desprendía de la torre de la
catedral un vuelo de notas cantarías y legendarias, una lluvia musical que
rodaba saltando sobre los tejados. A su alrededor rugía Amberes, vibrante de
actividad.
Domiciano van Bergen era un hombre metódico. Se levantaba al
amanecer e iba durante una hora al jardín a hacer gimnasia con pesas, balones
para el boxeo y sacos terreros. Entraba luego, se vestía y guardándose el
desayuno en el bolsillo —pan y frutas— desaparecía con rumbo desconocido.
Experimentaba el placer del aire libre, del movimiento. Era como si
necesitase aplacar su desbordante naturaleza antes de reducirse a la esclavitud
de la pluma y el despacho.
Wilfrida, esperándole, trabajaba. Había en la casa muchos quehaceres que
no confiaba a la sirvienta y que prefería hacer ella misma. Instruía a Karelina
en estos pequeños misterios, explicándole las costumbres de Domiciano, sin
discutirlas.
Con frecuencia a estas horas llegaban visitas. Entonces se eclipsaba.
—¡Espérame! —decía Karelina.
Y bajaba a la salita. Karelina veía a través de la ventana un desfile de
personas de aspecto humilde, Wilfrida van Bergen era pudorosa en sus obras
de caridad.
Fuera de estas visitas, toda la mañana la consagraba a su marido; su
alcoba, su despacho, sus trajes, su comida. Iba de aquí para allá, suavemente
solícita y sin ruido. Parecía que su trabajo era para ella un placer. Algunas
veces se asomaba a la ventana con aire soñador y mirada ausente…
Van Bergen volvía alrededor de las once a comer. Fumaba de sobremesa
un cigarro, charlando con las dos mujeres, contándoles lo que había hecho por

Página 50
la mañana. Después pasaba a su despacho. Wilfrida y Karelina iban detrás de
él como si hubiera sido el imán, el polo de atracción de toda la casa. Su mesa
de despacho era grande, de ministro, bañada de lleno por la luz de dos
ventanas. Encima, entre los papeles, rosas del tiempo, que su mujer ponía
todas las mañanas. Él las tocaba, las olía, las acariciaba amorosamente,
contemplando a su alrededor aquel ambiente tranquilo y alegre, la habitación
limpia, tapizada de gris, y los cuadros, los paisajes traídos de todas partes.
Sobre la chimenea de roble se veía una copia en bronce pulimentado del
«Torso» clásico.
Van Bergen, satisfecho, se ponía a trabajar. Muy cerca de su sillón estaba
la silla de Wilfrida. Karelina, cerca del calorífero, se sentaba en un pequeño
canapé. Era un ambiente silencioso de serena felicidad. No se oía más que el
rápido rasguear de la pluma, trazando y corrigiendo con brutalidad, y, algunas
veces, un suspiro de Wilfrida. Trabajaba sin levantar la cabeza, absorto,
moviendo brazos y piernas y hablando solo. Wilfrida, cerca de él, sin hablar,
sin moverse, seguía con la mirada este trabajo misterioso y soñaba
enigmáticamente. Él parecía necesitarla en estos momentos. De tiempo en
tiempo se detenía y enderezándose, volviéndose hacia ella, la tocaba en el
hombro o la golpeaba suavemente en la mano. Después, sin decir palabra,
cogía de nuevo la pluma. Ella era dichosa en esta inmóvil espera. A veces él
la miraba para preguntarle:
—¿No te aburres, Wilfrida?
—¿Por qué voy a aburrirme?
Una extraña clarividencia le iba descubriendo el pensamiento de su
marido. De pronto le preguntaba:
—Eso no marcha, ¿verdad?
Él, arrojando la pluma con cólera, confesaba:
—En efecto, no sale.
—Explícamelo.
Van Bergen se ponía entonces a explicar cosas que Karelina no
comprendía: hablaba de personajes desconocidos y sucesos ignorados.
Discutían. Él empezaba a analizarse, a destruirse a sí mismo con un encarniza,
miento feroz. Con paciencia incansable, Wilfrida ponía las cosas en su punto,
rehabilitando la obra reprobada y escarnecida. Todavía dudaba un momento
Van Bergen, mordiéndose los puños con aire reflexivo.
—Es posible… Puede que tengas razón.
Y cogía la pluma nuevamente, con una especie de rabia. A las seis, en el
crepúsculo de la ciudad, sonaba la campana de la catedral; Van Bergen cesaba

Página 51
en su trabajo. Wilfrida traía en una mesita pan, frutas y vino de Francia. Y los
tres se ponían a comer alegremente, con la satisfacción del deber cumplido.
Era magnífico ver a Van Bergen devorar un —racimo de moscatel de una sola
vez y lanzarse enseguida sobre el cestillo de la fruta…
Algunas veces, descontento de su labor, comía en silencio, tristemente, y
en cuanto terminaba reanudaba su trabajo con vehemencia. Su carácter fogoso
y violento no admitía ningún obstáculo. Wilfrida se ponía a leer, a hacer
media o a coser, siempre para él… Hasta que bruscamente lanzaba
Domiciano un suspiro de alivio; vencido el obstáculo, se sentía feliz como el
obrero que deja los aperos del trabajo.
—¡Ya está! Venid aquí que os lo voy a leer…
Ellas, acercándose más, atentas, permanecían en silencio.
Y los versos, o las frases, las palabras mágicas creando seres y paisajes,
evocando trémulas dulzuras o visiones brutales, sumergían a Karelina en una
especie de ensueño, en un mundo quimérico y alucinante. Volver a la realidad
le era casi doloroso…
Oía a Van Bergen y Wilfrida discutir.
—Entonces, tú crees…
—Seguro. No lo modifiques.
—Es que al releerlo… Me parecía mejor cuando lo escribía…
—Vamos, Domiciano, vamos —replicaba pacientemente Wilfrida—.
Reflexiona, fíjate bien…
—Sí… Puede ser… Sí… Sí, es verdad, creo que ya está bien…
Ponía su carpeta de cuero sobre los papeles, dándose una palmada jovial
de regocijo. Y se iban a pasear los tres el resto de la tarde.
En ocasiones Domiciano marchaba de viaje. A Londres, Rotterdam,
Hamburgo. Recorría así todos los puertos del mar del Norte y del Báltico,
llegando a veces hasta Edimburgo y Aberdeen, porque tenía la pasión del mar
y de las cosas del mar. El mar era el tema de gran parte de su obra.
O bien le llamaban de Francia.
Cuando Domiciano se iba, la casa se ensombrecía como si todo gravitase
alrededor suyo. Parecía que, estando él ausente, las mujeres no tuviesen nada
en qué ocuparse y que todo su trabajo era inútil. Wilfrida, por las mañanas,
vagaba ociosa. Iba de un cuarto a otro sin saber qué hacer, empezaba a quitar
el polvo a los muebles o intentaba en vano coser o leer. En estos días era más
silenciosa que nunca.
A veces, meditabunda, permanecía con la vista fija en Karelina, como si
jamás la hubiera visto. ¿En qué pensaba? Otras veces se la sorprendía

Página 52
asomada a una ventana, inmóvil, con la mirada perdida en el espacio. Después
de un rato corría los visillos y se iba.
Algunas veces murmuraba:
—¡Qué triste es esta casa!
Al verla así, Karelina se acordaba de los perrazos de Gomar, inquietos y
dando vueltas, sin querer comer ni dormir hasta que el amo volvía.
Físicamente, Wilfrida van Bergen era una mujer de mediana estatura, más
bien baja, flaca y pálida, con el cutis, de notable finura, casi diáfano. Los ojos
eran oscuros, inmensos, dilatados, extraordinariamente serenos y tan
escrutadores que a veces angustiaban. Su rostro, pequeño y pensativo, parecía
iluminado por la inteligencia y la sensibilidad. Una espesa cabellera se
recogía por detrás de la minúscula oreja, una oreja exquisitamente fina, como
una concha maravillosa y transparente. El cuello y la nuca, libres, tenían la
línea pura de las estatuas griegas. La frente era estrecha y lisa, y casi recta la
nariz, cuyas aletas, demasiado vibrátiles, denunciaban perpetua tensión
interna. Llevaba muchas alhajas de oro; grandes pendientes, broches
rutilantes, sortijas consteladas de pedrería. A Van Bergen le gustaba con
exceso el oro y las joyas, con un placer casi primitivo. Le agradaba verla así
ataviada, como una de las vírgenes flamencas de cera que hay en las antiguas
iglesias de Brujas, y como ellas adorable y delicada bajo el oro y el
terciopelo. Era tan natural y sencilla que sabía llevar sus alhajas sin
ostentación. Y resultaba encantadora con estas joyas que su marido le traía
abundantemente de sus frecuentes excursiones.
Hablaba poco. Nadie sabría decir de ella si era culta o no, cuál era su
pasado, ni qué pensaba.
Algunas veces se echaba a llorar. No decía por qué. Y se hundía en sus
sueños largos ratos, como si la vida quedase en suspenso para ella…
Alrededor de las cinco atravesaba el salón para ir a mirar a la calle. Era la
hora en que los niños salían del colegio. Los seguía con los ojos. Karelina
supo por su tío que estaba inconsolable por no haber tenido hijos. Ella no
hablaba jamás de esto. «Es mi otra alma», decía de ella Van Bergen. «Es más
mía que yo mismo. Si quisiera podría sugerirle el suicidio».

Quince días después de la llegada de Karelina tuvieron noticias de Gomar.


Por una especie de remordimiento y a pesar de los consejos de su tío, había
escrito a Hendrijk.

Página 53
Hendrijk respondió que Gomar fue condenado a tres meses y un día de
prisión. Estaba en la cárcel de Loos.
Tras largas vacilaciones, Karelina escribió a Loos. Sentía cierto
resquemor por su fuga. Se reprochaba el haberse aprovechado de la prisión de
su marido para irse. Y además, aunque el tío Van Bergen la instaba para que
se quedase con ellos, ella se daba cuenta de lo difícil y delicado que eso era.
De todos modos tendría que marcharse. No podía ser su huésped eternamente.
Porque, ¿qué iba a hacer aquí? Desde luego Gomar sabía dónde estaba.
Vendría y se exponía a crear a los Van Bergen toda clase de molestias y
contrariedades.
En su carta trató de explicar cómo pudo a Gomar las razones de su
marcha. Él, en su respuesta, no le decía nada. Se notaba que estaba irritado,
pero deseoso, sobre todo, de recuperar a su mujer. Sin duda prefería dejar la
explicación para más tarde.
—No tienes razón —decía tío Domiciano—. ¿No estás contenta aquí?
Nosotros te queremos mucho. Tú ayudas a Wilfrida. Nos hemos hecho ya a ti.
Tu marido es un animal a quien me gustaría darle un tirón de orejas…
¡Cuando vuelvas a caer bajo su férula, mi pobre pequeña, ya verás…!
—La prisión puede haberle corregido —decía Karelina, mostrando una
confusa esperanza de encontrar modificado a Gomar.
Van Bergen alzaba los hombros.
—Si lo crees así… Vamos, reflexiona; quédate con nosotros. ¿Verdad,
Wilfrida? ¿No eres feliz aquí?
—¿Feliz? ¡Pero no puedo! Vendrá y os causará toda clase de trastornos.
—¡Pardiez! —gritaba Van Bergen—. Es una cosa que me gustaría ver.
—Y además es mi marido. Debo volver junto a él.
Van Bergen volvía a encogerse de hombros.
—Serás desgraciada. Acuérdate de mis palabras, pequeña. Más que antes,
porque habrá visto que le tienes miedo. En todo caso, acuérdate siempre de
que nuestra casa es la tuya, ¿verdad? Los dos te queremos mucho. Llámame si
te ocurre algo. Mucho me temo que no te veas tranquila en mucho tiempo.
Ella sabía que tenía razón. Se preguntaba cómo podría reanudar su vida
allá abajo, qué haría, cómo volvería a adaptarse. ¡Era una vida tan diferente a
la de aquí! Se había habituado con facilidad increíble. A veces pensaba en su
vida pasada, en la taberna de los Joens, en los toscos clientes que la
galanteaban, en los anímales, en las gentes, en el contrabando, en las noches
de lucha o de jolgorio, en Gomar con toda su bestialidad. Y le parecía algo
lejano e irreal, como una pesadilla.

Página 54
La elaboración de una obra importante, de una Somme absorbía a Van
Bergen. Pensaba hacer una novela cíclica, a la vez histórica y social,
abarcando diez siglos de historia en todas las clases sociales —desde la
burguesía a la Iglesia, desde la nobleza al artesanado— y todas las actividades
humanas, todas las pasiones bellas o viles que agitaban al hombre en su lucha
por la existencia y por perpetuarse.
El desarrollo de una civilización a través de la historia, cien familias
seguidas en su evolución secular, su expansión y decadencia, un bosque
humano, sus esplendores y sus tinieblas; una sociedad, un todo, sintetizado
bajo un nombre de resonancia, cargado de pasado y rico de porvenir:
Amberes.
Amberes, su ciudad natal, reina del Escalda, fecunda, opulenta, mística y
sensual, llena de alegrías terrestres y de eternidad. Amberes vista no sólo en la
misma, históricamente, sino a través de un bullir de vidas, en una prodigiosa
floración de artistas, de pintores, de poetas, arquitectos, comerciantes,
marinos, hombres de guerra, conductores de los hombres, creadores de oro,
jefes y revoluciones. Unos al lado de otros, al azar y confusamente, siguiendo
a través de las edades la pausada ascensión de la humanidad; la existencia y la
obra de un Rubens, de un Van Dyck, un Teniers, un Jordaens: la sabiduría
espontánea de un Plantín, la lenta historia de oscuras generaciones de
artesanos artistas en el fondo de sus tiendecillas; la paciente tenacidad de una
familia de armadores, graves y orgullosos burgueses, pero pródigos mecenas
y banqueros de reyes; la evolución de la comunidad rústica, la historia del
pólder[1], el pantano fangoso arrancado al mar, pacientemente desecado
durante medio siglo; atravesado por canales y plantado de árboles. El logro de
ese milagro triunfante de vida y de color que es Flandes; un campo de dalias,
la catedral, la conquista del océano, la independencia marítima y política, la
extensión ilimitada; la lucha contra el mar, el Escalda, las arenas, la sal, la
inundación —y al mismo tiempo, la busca del agua que falta, de agua que se
pueda beber—. Y de todo esto, indirectamente, desprendiéndose la gran traza
de Amberes en su más lejana radiación del mundo y a través del tiempo. En el
fondo sería la novela de un milenio, de una raza, de toda una ciudad y de un
país, de un esfuerzo, en el cual las generaciones, los hombres unidos unos a
los otros vibraban y morían como células de un organismo gigante, sin alterar
su unidad y perfeccionando su desarrollo.
En esta obra, Van Bergen, poeta, utilizaba toda su potencia épica. Porque
había en su espíritu algo de primitivo y de violento. Amaba, por encima de

Página 55
todo, la amplitud, la fuerza. Conservaba, por no se sabe qué lejano atavismo,
el gusto de la guerra. La lucha le exaltaba. Su imaginación le creaba un
mundo a su imagen, un mundo bélico entre las cosas y entre los seres. En el
fondo de todo espectáculo que le agradase palpitaba una idea de combate.
Había permanecido bárbaro, brutal y ardiente. Tenía el gusto, la pasión por
los colores sangrientos, hirientes, de las violencias, de las escenas grandes.
Encontraba por instinto la imagen más osada, la más viva a primera vista, la
que estremece y hiere, pero también la que se impone con un relieve que no
se olvida jamás.
Era bárbaro incluso en su verbo. Manejaba las palabras con una especie de
torpeza enérgica, de ineptitud, de pesadez de gran efecto. Se diría que las
palabras mismas luchaban entre sí. Construía sus frases como un muro de
granito, con grandes bloques, mal encuadrados, mal ajustados, pero
indestructibles y con una vehemencia incontrastable. Así creaba un estilo de
poesía, de lirismo, completamente suyo, acalorado, duro, caótico, pero de
magnífico vigor. Y como los primitivos, también él encontraba algunas veces,
después de un desbordamiento de ímpetu, de imágenes, de símbolos
ciclópeos, un corto instante de emoción delicada y como infantil que
conmovía.
Le gustaba hablar. Las palabras le fluían abundantemente, preparando el
trabajo de la pluma. Gesticulaba mucho al hablar, modelando el vacío,
formando las palabras y las frases con las manos como si fueran arcilla. Se
exaltaba fácilmente. Tenía una manera de arrebatarse sin darse cuenta, que no
era ridícula porque era natural. Se había creado una idea panteísta del mundo,
prestando vida y aliento a todas las cosas, animando la materia y agitándola
contra ella misma, encontrando sin querer la imagen vital. Así poblaba el
mundo. E imponía a su alrededor su punto de vista. Se acababa por ver como
él veía y por conceder un alma y un hálito a la tierra.
El odio a la ironía, el horror a la broma, a lo frívolo, a lo gracioso, una
singular facilidad para agitarse y vibrar, el gusto por lo recio, lo severo, lo
grande (a veces con una dulzura y una ternura penetrantes) caracterizaban su
temperamento y hacían pensar en algo nórdico en la estructura de su cerebro.

El Zeemeeuw era un pequeño sardinero, que había comprado Van Bergen


en un puerto bretón. Su palo de una sola vela, grande, de forma trapezoidal, le
permitía hacer cortas travesías. Se ayudaba con un motor para entrar en el

Página 56
puerto o subir el Escalda y los canales interiores hasta llegar, a veces, a
Bruselas y Gante.
Van Bergen la tripulaba solo, salvo cuando salía al mar. Frecuentemente
iban con él las dos mujeres. Navegaba al azar por la ancha superficie del
Escalda, entre sus orillas bajas y arenosas, cubiertas de juncos altos y
elásticos. Pequeños muelles o filas de estacas podridas por el verdín de las
algas y el musgo, bordeaban las orillas. A trechos se veían playas artificiales,
poco extensas, de arena blanca como la de Campines, en las que un barco
grande y viejo, definitivamente varado, servía de paseo y de casino. Subían
hasta el estuario; hasta las islas holandesas de la entrada, y el mar. Por la
noche regresaban a Amberes. Entraban aprovechando la marea en la gran
esclusa de Krussichan, a dieciocho kilómetros de la ciudad. Luego,
atravesando el puerto, se deslizaban entre la constante trepidación del motor.
El barco agitaba con su hélice las aguas en calma, produciendo una gran ola
bajo el casco. Van Bergen, de pie, iba al timón y hablaba. Lo que más amaba
sobre todas las cosas era su ciudad y aquel puerto inmenso, uno de los más
grandes del mundo, con sus cuarenta y cinco kilómetros de muelles y sus
setecientas grúas. Desde lejos iba mostrando a las mujeres el conjunto erizado
de mástiles y aparejos, las siluetas esqueléticas de los puentes móviles, la
profusión de cables, de hierros, de cuerdas que formaban al fondo, en el
horizonte, y alrededor de ellos, una extraña diversidad de formas. Les
indicaba por su nombre los grandes vapores gris claro, negros y rojos, de tres
o cuatro chimeneas, inclinadas hacia atrás como por el empuje de sus carreras
contra el viento; tan grandes que empequeñecían todo a su alrededor. Iba
también designando por sus nombres las grandes fábricas de enormes
ventanales: la «Ford», la «General Motors», los muelles de la «Red Star», de
«Kail Sainte-Therese», de la «Stocrata». Atravesaban las dársenas
cabrilleantes y espesas, con un agua grasienta e irisada de petróleo.
Remolcadores pequeños y rápidos dejando una estela de espuma detrás de
ellos, con bandera azul de recuadro blanco en lo alto del palo, corrían hacia el
estuario desde donde los barcos habían pedido por T. S. H. un práctico del
puerto. A veces dos, tres o cuatro arrastraban por la popa algún buque enorme
que parecía que les iba a aplastar. Iban humeando con rabia y escupiendo en
aquel hervidero de agua amarilla que les rodeaba. La masa colosal del barco
remolcado se deslizaba con lentitud. Grandes barcos, sucios transportes rojos
y negros, el color descascarillado en el casco, la cubierta obstruida por
cordajes y fardos en revuelta confusión, escupiendo agua por sus flancos,
vomitando humo, deteriorados y arrogantes, parecían regresar victoriosos,

Página 57
aunque cansados, de una gigantesca batalla contra el mar. En grandes letras
ostentaban con orgullo nombres poderosos: «Standard», «Red Star», «Shell».
Había también un inmenso barco a poca altura del agua, de extraña
construcción, con un alto castillo de popa y un casco irregular que parecía
cortado. Van Bergen solía hablar de él y mostrárselo a las mujeres. El navío
estaba anclado en el centro de la dársena B. El moho desconchaba la pintura
de sus costados. En algunos sitios quedaba el casco al descubierto, enseñando
el rojo minio, como llagas enormes. En la atmósfera grisácea del puerto, el
barco rojo y negro parecía sangrar. Alrededor de él se movían anchos
pontones, se veían diez grúas y seis o siete aspiradores; los había hasta en sus
puentes. Por las grandes escotillas abiertas se hundían los largos tubos
articulados de estos aparatos. Después funcionaban, lanzando trombas de
trigo americano que iba a caer en unas cuantas lanchas que había cerca. Las
altas grúas se inclinaban sobre el barco. Los aspiradores macizos, cubiertos
por una especie de casco, prolongados por largas trompas como las de las
escafandras, hacían pensar en extraños animales de otro universo. Una pesada
nube de hollín compacto y negro, se condensaba a su alrededor, completando
el aspecto fantástico de la escena. Dijérase que se trataba de un cadáver
enorme y sangriento, despedazado y succionado por monstruos. De vez en
cuando se oía el sordo bramido de una sirena. Y a lo lejos, gráciles, con una
elegancia de antaño, dominando esta ciclópea actividad del puerto, se
elevaban las agujas y los campanarios de Amberes: su catedral, el Steen, el
Pilotage, Saint-Jacques, Saint-Paul…
Regresaban. Esperaban a que se elevase el puente de la esclusa, al lado de
las chalupas, barcos de pesca y otros buques panzudos y vulgares. Van
Bergen fumaba su pipa mirando a su alrededor, y respirando con delicia el
olor del puerto y de la marea.
—Es esto, todo esto, lo que hace falta a mi obra —decía a Wilfrida—. Ya
verás cuánta gloria voy a dar a mi ciudad. Quiero que la amen como yo la
amo. Quiero ligarla a mi nombre. Lo mismo que cuando se dice «Brujas» se
piensa en Rodenbach, quiero que cuando se diga «Amberes» se piense: Van
Bergen…
Al final de la esclusa el puente seguía elevándose hasta cuarenta metros,
como un paquidermo colosal que se enderezase sobre sus cuartos traseros. El
agua se hallaba agitada por un hervor especial que estremecía a los navíos;
con su hélice vibrando, el Zeemeeuw, resbalando entre los grandes barcos,
salía de la esclusa para entrar en el Escalda y remontar el río hasta Amberes.

Página 58
También era interesante con sus luces mágicas Amberes de noche; lucían
las calles mercantiles y la avenida Keyser, contrastando con la calma
silenciosa de los barrios de lujo en la zona sur y la animación de las calles
cercanas al puerto, oscuras, pobladas de obreros, de mujeres y de marineros.
Había grupos sentados en las aceras, chicuelos, perros y chicas alegres en
busca de clientela, que llamaban a los hombres para que las convidasen a un
bock; tabernas de las que salían músicas y también aquí y allá, en algunos
rincones, una lamparilla de aceite a los pies de una Virgen de piedra…
A Van Bergen le gustaba mucho esta vida popular, intensa y fuerte.
Hablaba con los fogoneros, con los descargadores. Tomaba con ellos un vaso
de vino. Era conocido e incluso popular. En ocasiones le sucedían aventuras
pintorescas. Una vez dos mozos del puerto que se pegaban se revolvieron
contra él porque intentaba separarlos. A uno tuvo que zambullirlo en el agua,
el otro se apresuró a escapar. Esto dio mucho que hablar en el puesto de
policía. A veces, cuando entraba con las mujeres en las tabernas, le miraban
con aire hostil. Wilfrida, acostumbrada a ello, no decía nada. Karelina tenía
miedo. Van Bergen alternaba con los hombres, jugando con ellos a las
«flechillas» o la jabalilla. Era diestro y ganaba a menudo, pagando bien si
perdía. La hostilidad se transformaba entonces en entusiasmo.
Un día le hicieron los honores de triunfador por haber ganado un reto
chocarrero; levantar y conducir hasta el puente de un barco una barra de
hierro que dos hombres no podían mover. Esta pasión por la fuerza la sentía
hasta en los músculos.
A mediados de febrero, Karelina recibió una carta de Gomar. Decía que
vendría a recogerla a la semana siguiente.
Karelina, aconsejada por su tío, impuso primero sus condiciones. Gomar
dejaría el contrabando, vendería el bar y abandonaría «Las Barracas»,
buscando un trabajo honrado y seguro.
Gomar respondió que aceptaba.
Vino a buscar a su mujer el sábado siguiente. A las tres de la tarde llegó a
la casa de Van Bergen. La criada le dejó en la sala, un poco intimidado a
pesar de su habitual seguridad en sí mismo. Este ambiente tranquilo y
elegante le cohibía. Tenía una vaga sensación de que aquí la brutalidad no
servía de nada, cosa que le dejaba indefenso. No se atrevió ni a encender la
pipa. Al mismo tiempo se sintió invadido por una cólera sorda contra su
mujer, que le hacía esperar así, imponiéndole esta especie de humillación.
Sentado al borde de la silla bostezaba impaciente, cuando a los pocos
minutos la puerta se abrió. Se levantó rápidamente.

Página 59
No era más que Karelina.
—¡Ah! —dijo—. Ya vienes…
—Sí.
—¿Estás lista?
—Pasa primero un momento.
—¿Para qué?
—Mi tío quiere hablarte.
—Yo no tengo nada que ver con él —dijo Gomar malhumorado.
Pero como ella echó a andar, no tuvo más remedio que seguirla hasta el
despacho de Domiciano van Bergen.
Van Bergen trabajaba. Wilfrida, como de costumbre, estaba a su lado.
Levantó Domiciano la cabeza y fijó un momento su mirada sobre Gomar.
—Siéntese, amigo mío.
Gomar se sentó.
—¿Así que usted es Gomar Joens, el marido de mi sobrina? Bien, pues
escúcheme.
Gomar, serio, apoyaba su barbilla en la mano. Karelina se había ido cerca
de la ventana, detrás de su tío, disponiéndose a escuchar.
—Aquí tiene usted a su mujer —prosiguió Van Bergen—. Se ha escapado
de su casa y ha venido aquí. Supongo que ya adivinará por qué sin necesidad
de explicaciones.
—No adivino nada.
—Pues bien, se lo voy a decir. Se ha escapado de su casa porque usted se
emborracha y la hace desgraciada. Ya es bastante. Está en su derecho. Y no
soy yo quien le aconseje marcharse de aquí…
Gomar se levantó.
—Es mi mujer —dijo—. Tiene que venir conmigo. La ley me ampara.
—No hablemos de leyes, ¿quiere? —exclamó apaciblemente Van Bergen
—. Si hace falta que en nuestros asuntos íntimos meta su nariz la justicia,
aquí, sobre todo en Bélgica, podría ser perjudicial para usted, Joens… Usted
me comprende ¿no es verdad? Sé muy bien, y no tengo necesidad de
recordárselo, que entre los carabineros y usted hay viejas cuentas
pendientes…
Gomar abrió la boca, palideciendo.
—Así pues —continuó Van Bergen—, resolvamos el asunto entre
nosotros. Karelina volverá a su casa. Está decidida y así lo quiere. Yo en su
lugar me quedaría, se lo advierto. Pero, en fin, ella está resuelta a probar por
última vez. Acuérdese, sin embargo, de que es una prueba nada más. Esto

Página 60
puede que no le agrade, pero es así. Al primer disgusto le deja y vuelve con
nosotros.
—Me gustaría verlo —gruñó Gomar.
Van Bergen levantóse de un salto. En tres pasos dio la vuelta a su mesa y
se plantó enérgico, viril, derecho como un roble, admirable en su cólera, ante
Joens. Le había cogido por un brazo zarandeándole con violencia.
—¡Vive Dios! Eso lo verá cuando ella quiera. ¡Karelina me ha pedido
protección y la protegeré! Y usted se portará bien y la hará feliz, o si no,
intervendré yo.
Todas las leyes del mundo no me impedirán desollarle vivo y quitarle a su
mujer si vuelve usted a ponerle su pata encima. ¿Ha comprendido bien,
amigo?
Gomar le contemplaba estupefacto. Era la primera vez que le hablaban
así. Sentía ira y al mismo tiempo turbación. Sobre todo, esa vieja historia que
Van Bergen le había insinuado sin que Gomar pudiera adivinar por dónde lo
había sabido. Se contentó con hacer un movimiento con la cabeza que pudiera
tomarse por una afirmación. Van Bergen, dejándole el brazo, volvió a su
mesa.
—Mira, Karelina. Haz otro ensayo leal. Que abandone el contrabando y
busque un trabajo honrado. Después liquidáis el bar, buscáis una casa
tranquila. Con buena voluntad podéis ser felices todavía. Lo deseo de todo
corazón…
Se levantó, cogiendo su pipa de la mesa.
—Ahora hablad vosotros a solas. Os dejo. Adiós, pequeña. Ven Wilfrida.
Salieron.
Hubo un largo silencio.
Luego, haciendo un esfuerzo, Gomar Joens preguntó:
—¿Quién es este hombre?
—Es mi tío Van Bergen —dijo Karelina.
—Nunca he visto, en mi perra vida, un pajarraco así —murmuró Joens.

A las cinco tomaron el tren para Courtrai. Gomar no hablaba. En Courtrai


un autobús los condujo a la frontera. Luego fueron a pie hasta la taberna que
Gomar a su regreso había vuelto a abrir.
Ya era tarde. Karelina fue a quitarse la ropa y ponerse el vestido de
trabajo. Cuando bajó, a pesar de lo avanzado de la hora, ya estaba el

Página 61
establecimiento lleno de gente, de vecinos y conocidos, que habían acudido a
saludar a Gomar. Éste los servía. Reían todos haciendo mucho ruido.
Karelina observaba a su alrededor. Después de estos tres meses, la taberna
le pareció más gris, más sucia; verdaderamente sórdida. Había sobre la estufa
de hierro una costra de hollín que Karelina no tenía ganas de limpiar. Por la
puerta se adivinaba el patio, vagamente iluminado a través de las vidrieras.
Fangoso, húmedo, lleno de ruedas, hierros viejos y maderas; un árbol sin
hojas parecía morir. Las ventanas del otro lado de la estancia dejaban ver un
trozo del paisaje a la luz crepuscular; un campo adulterado por la proximidad
de la ciudad; sin espacio libre, poblado de barracas, cruzado por hilos
telegráficos y cables eléctricos y constreñido por los pueblos de alrededor.
Una especie de arrabal confuso, industrial y sombrío.
Llegaron unos contrabandistas y fueron a hablar con Gomar al mostrador,
en voz baja, con aire indiferente, pero con gestos que Karelina interpretaba
bien. Entre el barullo de los clientes sabía adivinar, observando sus señas, sus
ademanes, sus guiños. Gomar, de pronto, se iba, bajaba a la bodega y volvía
con un gran paquete que tiraba rápida y furtivamente a la cocina. Uno de
aquellos hombres iba a recogerlo sin decir nada y desaparecía enseguida, con
la carga sobre los hombros, por la puerta del patio. La vida empezaba a
normalizarse. Al ver a Gomar tan a gusto y en su ambiente, se comprendía
que sólo estando loca podía Karelina suponer un cambio en su marido.
Aquella misma noche, Gomar reía satisfecho. Le adulaban. Le gastaban
bromas. Se mostraban insinuantes.
Reía con los otros y miraba a Karelina de reojo, con una expresión de
malicia, como si hubiera descubierto en ella algo que ella misma no hubiera
podido comprender.

Durante varias semanas, Gomar guardó de su humillación un recuerdo


doloroso. No comprendía, así desde lejos, que hubiera podido aguantar el
dejarse tratar como un mequetrefe y recibir una lección semejante de aquel
desconocido. Se sentía herido y furioso. Hubiera querido volver allí para
pegarse con él; después, toda su cólera recaía sobre Karelina. Soñaba con
dominarla. Para lograr esto no conocía más que un método.
Karelina, por su parte, cuando no podía más, llegaba a gritarle en su cara:
—¡Hipócrita! ¡Hipócrita! ¿Por qué no me dejaste quedar? ¿Por qué me
prometiste todo lo que te pedí? Tenías miedo, eso es lo que te pasaba, tenías
miedo…

Página 62
Esto le sacaba de quicio. La hubiera matado. Su mayor deseo hubiera sido
que el otro viniera en auxilio de su sobrina.
—Ya verás cuando llegue ese día —clamaba—, ya verás si tengo
miedo… ¡Le aplastaré, tendré el gusto de romperle el alma! Pero no vendrá,
me conoce y no se atreverá a venir. ¡Porque aquí soy el amo y hago lo que
quiero! Y si te mando no tienes más remedio que obedecer, y si hablo yo
tienes que callar… ¡Mira lo que yo hago con su sobrina!
Y levantaba su enorme pata…

Al cabo de dos meses, harta, en un momento de gran depresión, Karelina


escribió a Amberes cuatro palabras en demanda de auxilio.
Como no podía salir, confió su carta a una vieja borracha, pagándole su
servicio con una botella de ginebra.
Pero en el reseco cerebro de la vieja alcohólica no quedaba nada
humanitario ni piadoso. Por un franco vendió a Gomar la carta, y éste, por la
noche, al entrar, la puso riendo bajo los ojos asustados de Karelina.
—¿Se pide auxilio ya? Es gracioso, muy gracioso… Entonces ¿sigues
creyendo que le tengo miedo? Pues bien, vas a convencerte de una vez. ¡Yo
mismo voy a poner tu carta en el correo! Que venga es lo que pido; que venga
y verás lo que es bueno.
—¡Gomar, te suplico…!
—No hay nada que hacer, tú lo has querido. ¡Y ahora… —agarró a
Karelina por los cabellos— vas a bailar!

Página 63
Capitulo segundo
El segundo domingo de mayo tuvo lugar la gran peregrinación a San
Pacomio, el patrón de la comarca.
Ocho días antes, gitanos y vendedores habían plantado sus tiendas y sus
barracas en la plaza, delante de la iglesia y en un gran trecho a lo largo de la
carretera. Pistas, puestos de freiduría, tiros al blanco, tómbolas, mostradores
con dulces y mazapán, teatros en los que se veían, por ejemplo, las
tentaciones de san Antonio con cerdos de verdad y, en fin, todos los
tenderetes y elementos de una feria. Durante tres días seguidos, por las
noches, las campanas voltearon anunciando los festejos.
Se pasó todo el sábado preparando jamones y embutidos, haciendo
pasteles y pasta para las tortas, los mazapanes y las rosquillas. Todo el pueblo
olía bien.
A las seis de la mañana del domingo, bajo un claro sol que disipaba la
fresca bruma, tuvo lugar en la carretera el concurso de ruiseñores de las
Ardenas. Esta clase de ruiseñor no canta más que a la aurora. Los pasajeros
llegaron con sus jaulas bajo el brazo, envueltas en una tela. Se instalaron al
borde de la carretera y quitadas las telas a las jaulas las pusieron a dos metros
una de otra. Los jueces se repartieron el trabajo sentándose con un papel en la
mano donde iban poniendo una raya a cada chirrip, chip, chip que entonaban
los pájaros. El que canta más, en el espacio de una hora, es el vencedor del
torneo. Curiosos y amateurs suelen rodear a cada jurado. Los pájaros, tras los
alambres de su jaula, vuelven la cabeza de lado para escuchar el canto de sus
rivales y levantan hacia la luz sus ojos ciegos porque a estos animales los
ciegan para que canten. El temor a las personas, y la vista, sobre todo, de los
otros pájaros, les impedirían cantar si no estuvieran ciegos. Pero no les saltan
los ojos, como creen las gentes mal informadas. La operación es más
delicada. Consiste en pasarles por el borde de los párpados un alambre de
hierro candente. Después se les cierran los párpados y la supuración los
adhiere y cicatriza. El pájaro ciego adivina, sin embargo, el día. Y es algo
patético ver a los pequeños prisioneros levantar todavía, hacia lo que ellos
creen la aurora, sus ojos sin luz y buscar el sol antes de lanzar su canto.
A las siete empezaron a afluir autobuses, entre la muchedumbre ya
bulliciosa. Llegaban de todos sitios, del Flandes francés y belga, desde diez
leguas a la redonda. Venían curiosos y aficionados de todas partes. El bullicio

Página 64
aumentaba. Acudía la gente en tren, tranvías, autos y carretas. También gran
cantidad de peatones viejos, que querían cumplir el rito, verdaderos
peregrinos que realizaban un sacrificio meritorio para conseguir mercedes, y
jóvenes en parejas, y grupos de muchachos y muchachas, para quienes esta
larga caminata a pie, mitad de noche, mitad de madrugada, constituía una
diversión. La mayoría eran campesinos. San Pacomio es un santo rural
protector del ganado y de los animales domésticos.
También se veían muchos terratenientes de piel morena y faz arrebolada.
Todas estas gentes se iban a las tabernas en cuanto llegaban, sacaban sus
provisiones y pedían cerveza.
Pronto vaciaban los cestos que los habitantes del país, vendedores
improvisados, instalaban ante sus puertas. Tartas de cerezas, fresas, compotas
y cremas, huevos duros, bocadillos, lengua, jamón y pasteles desaparecían
rápidamente. El sol, ya muy alto, ponía su alegría sobre esta muchedumbre.
Las banderas belgas y francesas ondeaban en lo alto, batidas por el viento que
hacía resaltar los gallardetes y balancearse las guirnaldas de hojas, los
farolillos venecianos y las cadenetas de papel, hinchando las grandes
pancartas blancas cubiertas de inscripciones cordiales o piadosas, tendidas a
través de la calle.
Karelina iba y venía en su establecimiento, sirviendo a los parroquianos,
llevando las cuentas, y contando el dinero. Apenas tuvo tiempo de ponerse el
traje de domingo en varias veces: ahora una prenda y luego otra. En la taberna
no había más que campesinos con sus mujeres y sus hijos, provistos de
envoltorios con la comida. Debajo de las banquetas se agazapaban los perros.
Fuera, se veían muchas bicicletas amontonadas sobre la acera. En las paredes
colgaban grandes sacos blancos en los que se oía el cacarear de los gallos para
la riña de la tarde. Gomar se sintió pródigo por una vez, derrochando la
cerveza. La espuma cortada con el cuchillo de madera caía sobre el
mostrador. Un fuerte olor a alcohol, cerveza, tabaco y sudor enrarecía la
atmósfera de la taberna.
La campana de la iglesia dejó caer sus largos y profundos sones sobre esta
rústica alegría. Iba a comenzar la misa mayor.
Entonces, las mujeres se levantaron estirándose las faldas y llamando a la
gente joven. Los hombres se quedaron en la taberna. Karelina, cogiendo un
libro de misa, salió también. A Gomar le gustaba que ella fuese a la iglesia a
pedir por sus gallos y sus perros. El alma flamenca presenta estas
contradicciones. Incluso le daba diez francos para que pusiese una vela a san
Pacomio.

Página 65
La iglesia era grande y alta, con un lujo ostentoso, llena de dorados, como
debe ser la de un famoso lugar de peregrinación. Del pórtico pendían
innumerables exvotos; muletas y piernas de madera. La imagen de san
Pacomio, adosada al primer pilar de la derecha según se entraba, en medio de
una multitud flamígera de cirios y velas de oscilantes llamas, atraía la
atención. La imagen del santo ofrecía un estado lastimoso; era antiquísima, de
madera; medio podrida y descascarillada. Pero tal cual se mostraba se le tenía
gran devoción y a nadie se le hubiese ocurrido sustituirla por otra.
Karelina pudo, aunque con gran trabajo, aproximarse al altar y encontrar
un sitio para arrodillarse. Allí permaneció la hora y media que duró la misa.
La ceremonia resultó fastuosa y solemne, muy propia para dejar en el espíritu
del pueblo un recuerdo pertinaz; largos cánticos de órgano con intervalos de
silencio, durante los cuales venían de fuera los ruidos, las detonaciones, las
músicas y la barahúnda de la feria en plena efervescencia.
Luego sonaron otra vez las campanas, anunciando el fin de la misa. Las
puertas de la iglesia se abrieron hacia la feria. Una muchedumbre de
campesinos, labradores y demás gente del país, que hasta entonces había
esperado en las tabernas, llegaron en alud, con los bastones en alto y los
látigos como para un asalto. Ya dentro, se apretujaban a los pies de la imagen,
elevando hacia ella sus bastones que ponían en contacto con la madera para
conjurar a sus ganados contra las epidemias. Daba la impresión de un motín,
con todos aquellos palos tendidos y agitados hacia la efigie. El oleaje humano
desfilaba, por último, precipitada y constantemente, atropellándose irnos a
otros. A duras penas se podía salir de allí.
Los labriegos iban recorriendo la iglesia tocando a todos los santos con su
bastón para de esta manera asegurarse la protección de todos ellos.
Después de comer empezaban los festejos en la plaza Mayor y en las
plazas principales. Cada establecimiento organizaba un espectáculo especial
para conseguir clientes. En un sitio se hacía una carrera de sacos, en la que los
concursantes tenían que correr metidos en sacos e iban saltando, cayendo y
dando volteretas. En otro lugar la carrera era de toneles y se veía a los
hombres empujando delante de sí grandes toneles vacíos que chocaban con
los que empujaban sus vecinos, originándose grandes confusiones y caídas…
En un parque rodeado por una verja, siete u ocho muchachos con los ojos
vendados perseguían a un infeliz cerdo intentando cogerle por el rabo,
abundantemente engrasado. Sobre una cucaña horizontal, también
cuidadosamente engrasada con jabón negro, algunos equilibristas avanzaban

Página 66
para coger los lejanos premios; a un lado y a otro de la cucaña había dos
depósitos, uno lleno de harina y otro de hollín.
Otros individuos intentaban cortar la cabeza de un pato que sacaba su
cuello por el agujero de un tonel; los concursantes iban con los ojos vendados
y provistos de un cuchillo. En medio de la plaza se jugaba a la caza de ranas.
Cada jugador empujaba una carretilla donde iban seis ranas. De esta forma
tenían que dar la vuelta a la plaza. Las ranas saltaban fuera de la carretilla.
Los concursantes tenían que acudir a cogerlas, equivocándose a veces al
atrapar la de otro jugador, lo que originaba discusiones, en tanto que las
demás ranas solían huir también, a grandes saltos, en todas direcciones…
Por todas partes se oían carcajadas, canciones y, muchas veces, silbidos
entre el estruendo de gritos y detonaciones. En la atmósfera flotaba un vaho
penetrante de pescado frito, salchichas cocidas puestas en panecillos,
barquillos, buñuelos y toda clase de apetitosos olores de comida.
De pronto cesó toda esta algarabía al abrirse las puertas de la iglesia
mientras volteaban las campanas. Era que salía la procesión. Una procesión
abigarrada y esplendorosa, en oros y ricos terciopelos. El cortejo de palios,
imágenes, cirios encendidos, palmas, flores, estolas blancas, sotanas rojas y
casullas bordadas, se abría paso entre una multitud densa y respetuosa,
repentinamente muda, después de su bulliciosa alegría. Y cuando, bajo el
palio más alto, un palio blanco sembrado de estrellas de oro, apareció el
sacerdote lento y ceremonioso, llevando en las manos una custodia
resplandeciente y elevó la Sagrada forma sobre la multitud, un enorme
silencio paralizó a este pueblo brutal.
La custodia avanzaba conducida por el sacerdote. Detrás del palio iba un
séquito de campesinos y labradores, jinetes con fuertes caballos brabanzones
en guardia de honor, como una escolta medieval. El agudo y frágil
esquiloncillo de un monago tintineaba.
Los hombres descubiertos y las mujeres de rodillas, inclinaban la cabeza,
santiguándose. Era como si una recia mano abatiese a toda esta muchedumbre
al paso del sacerdote. Algunos besaban la tierra.
La procesión dio la vuelta a la plaza y volviendo luego a la puerta de la
iglesia penetró en el templo… Entonces, instantáneamente, surgió de nuevo la
baraúnda y una tempestad de silbidos y gritos, un clamor gigantesco volvió a
desencadenarse, elevándose hasta el cielo, mientras que bajo el brillante sol
de mayo se agitaban alegres al viento oriflamas, guirnaldas y colgaduras y
lucían sus violentos colores verdes, rojos y amarillos los vestidos de las hijas
de Flandes…

Página 67
Por la tarde a primera hora tuvo lugar en casa de Gomar Joens la riña de
gallos.
Los anuncios decían a las dos, pero una hora antes el establecimiento se
hallaba repleto. Se esperaba la riña bebiendo. Muchos pedían la baraja para
jugar un «piquet». También se jugaba a las flechillas, a la jabalilla y a los
bolos. Delante de la puerta se hacían partidas de dados y de chapas. Todo este
público parecía no poder dejar las manos ociosas. Les era tan necesaria la
fiebre del juego para sus espíritus como el alcohol para su paladar. Jugaban
no como si se divirtiesen, sino como si luchasen, con pasión, con una especie
de furor concentrado, de afán por el Combate y la ganancia, que mantenía sus
rostros rígidos convirtiéndolos en máscaras violentas y atormentadas.
Karelina servía cerveza en el mostrador y Carlitas, un muchacho vecino,
con su blusa blanca, llevaba de mesa en mesa los bocks de cerveza en una
cesta. Gomar, sentado en una banqueta, entre otros, silencioso, con el rostro
tenso por el ansia del juego, lanzaba sus naipes sondeando con la mirada a
cada momento el gesto duro de sus adversarios. Se había hecho un grupo
alrededor, para contemplarlos, porque las apuestas eran fuertes.
Entraban algunos hombres con un saco blanco a la espalda en que se
agitaba un gallo. Iban al patio y allí sacaban con gran misterio al animal,
refrescándole con agua las patas y el cuerpo; después lo metían otra vez en el
saco, que colgaban en cualquier sitio sombreado y fresco. En un rincón del
café, colocados aparte en una mesa, los árbitros del juego disponían las
papeletas para echar a suertes los nombres de los adversarios en el combate.
Otros individuos, de pie, con un vaso de cerveza en la mano, enrojecidos a
fuerza de tanto gritar, contaban, con gesto ampuloso, historias de gallos
invencibles y de perros, caballos y pichones y otros animales, de los que se
emplean en juegos y deportes.
Un árbitro se levantó pidiendo silencio. Iba a anunciar el resultado del
escrutinio.
Karelina fue a abrir la puerta del desván. Un grupo compacto se precipitó
por la escalera. Arriba, un hombre cobraba la entrada: diez francos los
hombres y gratis las mujeres. En Flandes son galantes. Karelina volvió a
servir cerveza. El viejo Mosselman le pidió coñac, echó azúcar y un poco de
agua en el vaso y se fue con su preciosa droga en busca de los gallos de
Gomar. Se trataba de una receta suya, un tónico como cualquier otro y que,
según él, fortificaba a los animales.
Cada cual tenía sus supersticiones. El alcohol, las especias o el azúcar, y a
veces cosas más raras, como grasa de rata y de garduña, eran con frecuencia

Página 68
las sustancias con que preparaban la cabeza del gallo. El olor feroz y
carnicero hace huir al gallo enemigo. Otras veces vertían un poco de ácido en
los espolones de acero. Así las heridas quemaban como hierros al rojo.
—Ya se va armando —dijo Carlitas que bajaba con su cesta vacía bajo el
brazo—. Tienen mucha sed arriba.
De pronto un clamor inmenso se oyó en el desván, como si se fuese a
desplomar el piso.
Karelina, sin decir nada, reemplazó con otros los bocks de la cesta y se
puso a lavar los vasos vacíos. Carlitas subió. A ella le daban miedo estos
juegos; la estremecía esta violencia. Prefería quedarse abajo en el mostrador
oyendo de lejos el desarrollo de la riña. Sabía distinguir las diferentes fases de
ésta; el silencio previo, los gritos breves, las voces de apuesta que
aumentaban tumultuosamente, las blasfemias, los repentinos silencios cuando
la emoción enmudecía a todo el mundo, los bruscos sobresaltos y el clamor
triunfal con que era saludada la victoria del más fuerte.
—Todavía no acaba —pensaba Karelina mirando al reloj.
Y Carlitas volvía una y otra vez a llenar su cesta vacía.
La batalla era ruda. A las cuatro los bandos enemigos estaban empatados.
Cinco victorias cada uno. El ambiente febril de arriba llegaba como un eco
con el entusiasmo de Carlitas. Los gallos de Gomar «no habían peleado
todavía». Quedaban para el final.
Karelina preguntó:
—¿Está tranquilo?
—Bebe mucha cerveza —dijo Carlitas.
Poco tiempo después volvió a bajar diciendo que el primer gallo de
Gomar había peleado y perdido…
Karelina salió a la puerta a respirar un momento el aire fresco de la calle.
Delante del bar había cinco o seis autos, a los que miraba distraídamente.
Pensaba en lo que había dicho Carlitas: «Bebe mucho». Y la inquietud la
oprimía.
«Si fuera ya mañana», se dijo.
La idea de tener que pasar toda la noche al lado de aquel bruto borracho le
helaba la sangre. No, él no cambiaría nunca…
Un brusco tumulto y unos alaridos sobre su cabeza la lucieron temblar.
—¡Ya va, ya va! ¡Ya es tuyo! Se ha roto la pata. ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Veinte
francos por Roulers!
Pensar que aquella gente se ponía así ante el sufrimiento agónico de un
animal la sublevaba, le producía náuseas. Su vista se perdió a lo largo del

Página 69
camino gris y tortuoso, pavimentado de piedras redondas, que subía en cuesta
para caer invisible al otro lado. Recordaba aquella noche en que por allí, en el
auto del viejo Mosselman, se había encaminado hacia la aventura… Sentía
gran turbación al pensar en Amberes y en la vida que llevaba allí. Pensó en
aquella carta que Gomar le había cogido… ¿Y si verdaderamente la hubiese
echado al correo, como dijo, y su tío Domiciano viniese? Tal idea le producía
miedo y al mismo tiempo una indescriptible emoción…
En este momento, con un trepidar sordo, apareció un automóvil en lo alto
de la cuesta, bajando lentamente hasta llegar despacio delante de la taberna.
Era un cabriolé grande, de color tabaco. Karelina le miraba distraída,
encontrándole un vago parecido con el automóvil de su tío Domiciano. Y
aquel rostro moreno, enérgico, que iba dentro…
Antes de que hubiera podido fijarse en este parecido, el coche se detuvo y
Domiciano van Bergen saltó a la carretera y avanzó hacia Karelina. Todo esto
fue tan rápido que le pareció un sueño.
—¡Tío, tío mío! —gritó Karelina.
Y se lanzó hacia él, apretándose contra su pecho arrebatadamente…
—¡Loca! ¡Loca! —dijo riendo Van Bergen.

El desván de Gomar era amplio, sombrío y sucio; una gran estancia de


tosco pavimento, mal iluminada por cuatro ventanucos. No tenía techo. Podía
tocarse con la mano el revés de las tejas oscuras, sobre las vigas polvorientas,
y como aquéllas estaban mal unidas dejaban rendijas por las que se filtraba la
luz, que a veces, a través de los agujeros, se proyectaba en la sombra como
estrellas. Hacia el centro el tejado se elevaba bastante. Entre las vigas y las
tablas colgaban toda clase de ropas viejas y grandes y densas telas de araña
aterciopeladas y polvorientas.
La sala estaba llena de público. De pie y sentados, subidos en sillas y
bancos, un centenar de espectadores formaba círculo alrededor de una
plataforma rodeada de una rejilla. En esta plataforma de unos seis metros en
cuadro, dos hombres de pie enfrentaban con el mismo gesto cada uno su
gallo. Uno de estos hombres era el viejo Hendrijk van Goo, que «armaba»
siempre para Gomar. Es decir, que era el encargado de colocar a los espolones
de los gallos un rejón de acero de seis centímetros, con el que se atacaban los
animales.
Es todo un arte este de preparar los gallos. Hendrijk tenía en su casa patas
de gallo de todas clases, disecadas y esterilizadas, clavadas en tablas. Sobre

Página 70
ellas estudiaba la mejor manera de armarlas. Prefería ponerlas cruzadas, un
poco por encima una de otra para que el golpe, al herir, fuese más eficaz.
Mostraba al adversario el gallo de Gomar. El otro medía con sus dedos la
longitud de los rejones y los limpiaba cuidadosamente por si Hendrijk había
echado ácido o cualquier veneno. Después retrocedió cada uno a un extremo
de la plataforma acariciando a su gallo y golpeándole ligeramente con la
mano. Hendrijk, con los dedos entre las plumas del suyo, frotaba suavemente
sus patas musculosas.
Luego pusieron en su sitio a los combatientes y se retiraron. El árbitro
dejó caer la plomada del péndulo que servía para marcar los tiempos. Otro
jurado, con un despertador grande en la mano, se quedó un rato mirando al
minutero. La riña empezó. Alrededor se apretujaban las cabezas, los rostros
ávidos, inclinados hacia el espectáculo. Y allí, en la pista, sobre un suelo
cubierto de serrín y manchado de sangre, arrogantes y firmes sobre sus anchas
patas, con la cabeza ladeada y el ojo redondo, los dos animales, inmóviles, se
espiaban.
Había en esta escena un aire de primitiva brutalidad que sorprendió a Van
Bergen desde que entró y que le tenía absorto. No era posible abrirse paso
entre este montón de gente escandalosa.
—¡Cien francos por Menin! ¡Cien francos por Menin! —gritaba un
hombre de continuo, con voz ronca.
—¡Veinte francos por el rojo!
—¡Veinte francos por el azul!
—¡Yo doy diez!
—Hecho.
—¡Gen francos por Menin! ¡Cien francos por Menin!
Había tablajeros con su delantal azul, terratenientes con trajes de dril
blanco o amarillo, aldeanos con el traje negro de los domingos, obreros con
gorras y sus pañuelos rojos al cuello, labriegos gordos, de rostro color de trigo
maduro; todos vociferantes, agitando sus brazos y haciéndose señas, apuestas
y desafíos. Maurtet, el obeso linero, en primera fila, ostentaba una cadena de
oro sobre la barriga y un rostro encendido y voluptuoso. Había apostado mil
francos. Tenía en la boca, masticándola, como hacían otros muchos, una
pluma de gallo, caída en el curso de la anterior pelea. A su lado, con su
vestido amarillo pajizo, los brazos al aire y largos guantes hasta el codo, se
hallaba su amante, a quien llamaban «la Mosquita», y tan apasionada en el
juego que se jugaba hasta la camisa, soliviantándose en los momentos más
sensacionales de lucha, con un atavismo de su infancia plebeya del que nunca

Página 71
se había podido desprender. También había otras mujeres, estas mujeres
flamencas vestidas de colores chillones, azules, rojos, amarillos, verdes, que
son más vehementes y apasionadas que los hombres y que gritan sus apuestas
con voces agudas, penetrantes, sin la menor repugnancia por toda esta
porquería, esta polvareda y esta brutalidad. No faltaba alguna recia comadre
que iba allí sólo por acompañar a su marido y evitar que se emborrachase,
permaneciendo en medio de todo el bullicio haciendo calceta con cuatro
agujas, mientras de vez en cuando lanzaba una mirada a la riña por encima de
sus gafas. Sobre toda esta turba caían desde la ventana haces de luz dorada
que, entre la sombra, realzaban vigorosamente los contrastes de color y los
rasgos fisonómicos de los rostros atormentados y ardientes de los jugadores,
la faz alegre y móvil de un borracho o la sombría de un aficionado.
Al contemplar a Joens se adivinaba que su gallo «pegaba». Gomar,
agarrado con las dos manos a la barandilla del anfiteatro, del pare en lenguaje
gallero, tenía la mirada fija, las aletas de la nariz vibrantes y una contracción
de mandíbulas que endurecía su rostro de bestiario. Era el hombre que
observa atento al enemigo antes del combate. En mangas de camisa, sus
membrudos brazos cubiertos de un vello áspero y dorado se estremecían bajo
la piel y sus manos toscas y carnosas agarradas a la barandilla se crispaban
nerviosamente.
Frente a él, al otro lado de la plataforma, su adversario, un hombre de
cincuenta años, bien vestido, de cara biliosa, contemplaba también su gallo.
Aunque se dominaba mejor, notábase en el brillo de la mirada y en el jadeo de
la respiración y en su risa convulsa la fiebre que le consumía.
Los gallos, cada uno en su rincón, se vigilaban. El de Gomar era un gallo
grande y rojo, de once libras; alto, fiero, de gran plumaje, miembros fuertes,
con reflejos de bronce y dorados sobre las plumas, la cresta corta y floja como
una flámula sangrienta; fijaba, ladeando la cabeza, su ojo redondo y salvaje
sobre su enemigo. Esta cabeza rapada, con la fijeza cruel de su ojo y su
actitud inmóvil, contraída y erecta, encarnaba la soberbia y la ferocidad.
El otro gallo, más pequeño, de plumaje oscuro con reflejos azules como
una brillante coraza de acero, miraba con la cabeza baja. Las cuchillas sujetas
a sus espolones parecían hojas de espadas, como esos estoques que alzan
orgullosos los bordes de las capas. Los dos gallos, así colocados, hacían
pensar en el duelo de un gran señor con un espadachín.
Irritado, el gallo rojo grande batía sus alas y se erguía abriendo su largo
pico para lanzar su ronco cacareo, bárbaro canto del gallo de pelea. Avanzaba
hasta el centro de la pista. El otro, arrimándose a la periferia, se dirigió hacia

Página 72
él. Se miraron frente a frente con la cabeza baja, el cuello tendido y las
plumas erizadas… De un solo ímpetu, con idéntico salto furioso, se lanzaron
el uno contra el otro.
Enseguida se volvieron a colocar frente a frente, indemnes. Tan
impetuoso fue el salto que habían pasado el uno por encima del otro sin
tocarse.
En el desván se escuchó un rumor de admiración y alegría. Aquello iba a
estar bien. La seguridad de una lucha sangrienta regocijaba a los espectadores.
La pausa fue breve. Los dos animales, después de algunos segundos, se
aproximaron aleteando y afianzándose sobre sus patas. De pronto se
precipitaron con nuevo ímpetu. Con los espolones en alto, se enzarzaron, se
atacaron con el pico, las alas y las patas. En aquella batalla confusa sólo se
veían dos bolas vivientes despeluchadas, informes, de las que volaban algunas
plumas. Esto duró unos segundos, en medio de frenéticos clamores.
—¡Ahí va!
—¡Ya es tuyo! ¡Cógele!
—¡Dale, Gomar, dale!
—¡Ya lo tiene bajo el ala!
Gomar Joens apretaba la barandilla como si la fuera a romper. Su
adversario tenía un rictus doloroso en el rostro, estremeciéndose a cada golpe
que daban a su gallo. Un joven matarife empinado por encima de los otros
espectadores, alargaba su cuello sudoroso, los ojos inyectados en sangre,
amenazando al espacio con sus puños; parecía que él también tenía cuchillas
en sus puños.
—¡La pata rota! ¡El azul tiene la pata rota!
—¡Seis reales por Gomar!
—¡Diez francos por Gomar!
Un surtidor de sangre, un delgado chorro salió de esta bola de plumas,
salpicando a algunos mirones. Pero esto se tomaba a broma. Se limpiaron con
un gesto mecánico y todos se pusieron de pie anhelantes, inclinados hacia
aquella mezcla de masas informes furiosamente sacudidas que rodaban
ensangrentadas en el serrín.
De improviso, sin saber cómo, los dos animales se desligaron situándose a
un metro de distancia, jadeantes y ensangrentados. El azul cojeaba,
arrastrando su pata derecha rota, que trataba de utilizar torpemente. El gallo
grande, el rojo, el de Gomar resoplaba y abría y cerraba el pico todo salpicado
de sangre.
—¡Ya lo tiene en el «buche»! —exclamaban—. ¡Ya se lo ha tragado…!

Página 73
Recuperaron fuerzas durante un minuto. Parecían no poder más. El tiempo
pasaba.
El público se mostraba colérico temiendo que la partida quedase en tablas.
Se oyeron gritos:
—¡A él! ¡A él, tumbón! ¡Dale ya! ¡Atízale!
El primero en volver al combate fue el gallo de Gomar. Dio unos pasos
con la cabeza baja, el cuello alargado y los ojos inyectados.
El otro le esperaba agitándose sobre su pata izquierda, entorpecido
lamentablemente por su miembro roto. Pero no huía; no retrocedía ante
aquella fuerza que le iba a destrozar. El gallo de Gomar se tiró a él.
Por tercera vez se produjo una frenética confusión, el choque de dos
furias, un revoloteo de plumas y gotas de sangre y el ruido sonoro de las
cuchillas al rozar el suelo. Se oyó un grito:
—¡Un golpe de cabeza! ¡Un golpe de cabeza!
Cuando se pudo distinguir algo, se vio a las dos aves una al lado de la
otra, abatidas y con las patas entrelazadas. Se movían fieramente sin lograr
ponerse de pie. El acero del gallo grande, el de Gomar, había atravesado, cosa
frecuente, la cabeza del gallo azul, reventándole los ojos. El gallo rojo,
retenido por la pata cuya cuchilla había quedado incrustada en el cráneo del
otro, batía las alas procurando alzarse, mientras el azul moría con una
convulsión desesperada.
Todos los concurrentes experimentaron la misma sensación de angustia.
—¡Ya está! ¡Ya está!
Si el gallo de Gomar seguía echado la partida era nula. Todos espiaban
con los nervios crispados los espasmos del animal.
De nuevo batió éste sus alas con gran violencia. Y en medio del clamor de
toda la sala, el gallo se levantó. Mantúvose en pie, sujeto por una pata al
cráneo de su víctima, intentando separarla de aquella cabeza ciega que medio
colgaba del espolón con sus ojos atravesados chorreando sangre. El otro gallo
le miraba con su ojo duro e implacable, mientras con el pico devoraba la
cresta del vencido saboreando el líquido tibio, rojo y viscoso.
—¡Un minuto! —exclamó el árbitro.
El gallo debía sostenerse en pie durante tres minutos al menos. Esto
parecía mucho. Gomar lo comprendió. Su gallo estaba en pie, pero muy
trabajosamente. Claramente se advertía que sus fuerzas se agotaban.
Ya en el segundo minuto empezó a tambalearse, entreabriendo las alas,
respirando fuerte, con el pecho hinchado y la respiración entrecortada. Abrió
el pico todo lo que pudo para respirar bien, pero sólo absorbía un flujo de

Página 74
sangre y una baba espesa. Miraba a su alrededor, con la vista errante. Pero
seguía en pie, simbolizando hasta el fin un orgullo espléndido, la imagen
misma de la victoria: la cabeza erguida, agitado su pecho por la respiración
precipitada, con las plumas abatidas a su alrededor como jirones, ante el
cadáver tendido de su víctima, que pisoteaba. De su resuello se bailaba
pendiente el aliento de cien pechos.
—¡Aguantará!
—¡No aguantará!
Gomar sentía en su propia carne la agonía de su gallo y crispaba sus
músculos como si con un esfuerzo pudiese ayudar al animal. El gallo rojo
vacilaba. De su pico abierto caía una sangre espesa e iba acabándosele la
respiración. Su ojo feroz empezó a oscurecerse como si reflejase la
proximidad de la muerte.
—¡Aguantará!
—¡No aguantará!
—¡Veinte francos!
—Va.
—No puede más.
—¡Ah! ¡El canalla!
—¡Aguantará!
De pie, agonizando, el animal miraba a la gente.
—¡Tres minutos! —dijo el árbitro.
Un clamor gigantesco, risas, blasfemias, bravos y un griterío formidable le
respondió. Gomar había ganado.
En este instante el gallo se desplomó suavemente para morir.
Pero eso ya no tenía importancia. Todo había terminado. Gomar se había
aproximado ya a la pista cogiendo a su gallo victorioso por las patas y así le
tenía mostrándolo al público como un trofeo sangriento.
—¡Veinticinco francos! ¡Veinticinco francos! ¿Quién lo quiere? Eh,
Siska, un estupendo negocio, doce libras por veinticinco francos.
El gallo victorioso y agónico se estremecía aún oprimido por aquella
mano.
La riña había terminado. El desván se iba quedando vacío. Gomar,
siempre con el animal en el puño, hablaba con Hendrijk van de Goo y no
bajaba, volviendo como a propósito la espalda a Van Bergen. Puede ser que
ya le hubiese visto. Pero esta hipocresía era propia de su carácter.
Karelina se había reunido con su tío.

Página 75
—No se acercará —decía ella—. Creo que le ha visto, pero no se
acercará.
—Bueno —dijo Van Bergen— si la montaña no viene a nosotros,
nosotros iremos a la montaña.
Y sin escuchar a Karelina se fue hada los dos hombres tocando en la
espalda a Gomar.
—Buenos días, amigo.
Gomar se volvió con su gallo en la mano. Una expresión hostil
ensombreció su mirada bajo sus rojas y espesas cejas. Dudó un segundo. Su
mirada fue de Van Bergen a Karelina. Esta pudo ver en sus ojos un principio
de embriaguez y una oleada de cólera. Gomar resoplaba. Parecía casi
estupefacto de que Van Bergen se hubiera atrevido a venir.
Después miró a su gallo. Dijérase que el recuerdo de las emociones
violentas que le habían agitado todo el día reaparecían ahora, atizando su
furor. Bruscamente arrojó al animal lejos de sí, a un rincón, hundiendo
después las manos en su cinturón de cuero con ademán resuelto. Se encaró
con Van Bergen.
—¿De modo que has venido? Verdaderamente, tienes tupé. ¿Por qué
vienes aquí a meter tu nariz?
—Gomar, te suplico… —empezó Karelina.
—¡Calla, tú! —gritó Gomar.
El desván estaba vacío. Sólo el viejo Hendrijk se había quedado. Karelina
calló, con el rostro descompuesto por el miedo. Van Bergen sonreía para
tranquilizarla.
Volviéndose a Gomar dijo:
—Después de todo, no tienes por qué molestarte, amigo. Entre personas
decentes más vale ser francos… Es a ti quien he venido a ver.
—¿A mí?
—Claro que sí. Te había prometido que vendría y aquí estoy. Comprendo
muy bien que no te guste que me mezcle en tus asuntos, pero Karelina es mi
sobrina. Y me he dicho (una idea extravagante desde luego) que ella sería
feliz o que yo intervendría. Esto es todo.
—¡Caray! —exclamó Gomar con una risa breve. Respiró profundamente,
dilatando su amplio torso. Avanzó un paso hacia Van Bergen, impasible, y
dijo:
—Solamente te olvidas de que aquí no estamos en Amberes. Estamos en
mi casa; yo soy el amo y te digo que te largues. ¿Has comprendido? Y tú,
Karelina…

Página 76
Gomar se volvió hacia ella y la agarró por el brazo.
—Tú vas a ver en seguida, mala pécora, lo que cuesta pedir auxilio a la
familia.
Levantó su robusta mano mientras Karelina procuraba cubrirse con el
codo.
Pero la bofetada no sonó. La mano de Van Bergen había cogido al vuelo
la del contrabandista y se la sujetaba.
Los dos hombres quedaron inmóviles un segundo, en medio de un silencio
terrible.
Después, con una violenta rotación, Gomar se desasió.
Y permaneció así todavía unos segundos, quieto, como si no hubiera
llegado a comprender la audacia del insensato que se le había atrevido.
Parecía como si su cólera cesase de repente. Se mostraba casi tranquilo, sólo
que intensamente pálido.
Con un movimiento brusco se tiró hacia arriba la cintura de sus pantalones
de pana como hacen los campesinos al empezar su trabajo, y se subió las
mangas.
—¡God Verdoeme! —silabeó—. ¡Voy a desollarte, camarada!
—Retírate, Karelina —dijo Van Bergen.
Pero ya con los puños en alto Gomar caía sobre él como una montaña.
Fue extraordinariamente rápido. Van Bergen bahía retrocedido,
volviéndose de lado, descargando hacia atrás una patada formidable que
Gomar recibió en pleno pecho. Levantó los brazos vacilante y cayó de
espaldas, con un ruido de sillas y bancos derribados.
Van Bergen se desembarazó rápidamente de la chaqueta. Gomar se había
levantado, dirigiendo a su alrededor una mirada de loco, que hizo estremecer
a Hendrijk y a Karelina. Su mano buscaba algo en el bolsillo.
—¡Gomar! —dijo el viejo Hendrijk—. ¡Nada de cuchillo! ¡Nada de
cuchillo…!
Gomar tuvo un momento de duda, en el que debió acordarse de algunas
cosas… Tiró el cuchillo al suelo, con rabia, buscando con la mirada alguna
otra arma. Vio una silla derribada y empuñándola por el respaldo la levantó
en alto, dirigiéndose de nuevo contra Van Bergen.
—¡Gomar! —exclamó todavía el viejo Mosselman interponiéndose.
Pero Gomar le apartó de un revés de la mano, arrojándole contra el muro.
Van Bergen esperaba ya con las manos en alto presto aparar.
—¡Suelta eso! —gritó.
Gomar no le hizo caso.

Página 77
—Deja eso o te…
Pero la silla cayó sobre su cabeza.
No recibió más que el primer golpe. Gomar no tuvo tiempo de volverla a
levantar. Una fuerza irresistible le arrancó la silla de las manos, golpeándole
con ella la cabeza hasta que la silla se rompió. Luego le echó a rodar entre los
bancos de una patada en el vientre. Pero pudo incorporarse, doblado por la
cintura, aullando de dolor. Tenía en el rostro una expresión de ira y de
sufrimiento indecibles. Ciegamente, arrojóse de nuevo a la lucha. Un directo
en el oído le paró en seco. Todavía se precipitó dos, tres veces más, como un
búfalo, con una rabia inaudita y salvaje. Pero una granizada de golpes en el
rostro le abrumaba, le entontecía. Ya no veía nada. La sangre le manaba de las
orejas, tenía los ojos tumefactos y la nariz aplastada; toda su cara era una
masa informe y sangrienta. Aquello no fue una lucha, fue el aplastamiento de
un animal.
El último golpe en la mandíbula le lanzó entre las banquetas, donde cayó
pataleando con los brazos en cruz. En el espacio de un minuto su rostro
hinchado, sanguinolento y negro, se había vuelto desconocido. Se le veía
mover torpemente los miembros, sin fuerzas para levantarse. Hipaba
ridículamente, como si sollozase. Desplomado entre bancos y sillas, el coloso
parecía a la vez enorme y débil como un niño.
Van Bergen, lentamente, se limpiaba la sangre y el sudor que corría por su
rostro, mirando a Gomar.
—Vámonos, tío mío, vámonos —suplicaba Karelina llorando, como si a
pesar de ver al bruto aniquilado tuviese miedo.
—Ya no hay prisa.
Van Bergen se puso despacio la americana. Sólo su voz temblaba todavía.
—Ahora veremos lo que hacemos…
—¡Desaparecer! —dijo el viejo Hendrijk.
Éste se había arrodillado al lado de Gomar y limpiaba su rostro inflamado
y deshecho.
—¡Desaparecer! —repetía—. Cuando se levante no sé lo que va a pasar…
Y como sentía por Gomar Joens un inexplicable resto de afecto, añadió:
—De todos modos, podía usted haber pegado menos fuerte.

Página 78
Capítulo tercero
Llegaron a Amberes por la noche. Desde Courtrai, Van Bergen había
enviado un telegrama a Veere, un pequeño puerto de la isla de Walcheren, en
Holanda, en cuyo muelle se hallaba el Zeemeeuw. Quedó decidido que irían
allí unas semanas, el tiempo que durasen las pesquisas que Gomar Joens, en
su furor, emprendería sin duda inmediatamente. Los Van Bergen tenían en
Walcheren una casa de veraneo, al borde del Escalda oriental.
Wilfrida, al enterarse de lo que pasaba, preparó los equipajes. Karelina la
ayudaba bien que mal, temblando todavía, incapaz de dominar sus nervios
después de la gran conmoción. Unos pasos en la calle, cualquier ligero ruido
llegado de fuera, la hacían estremecerse. Se imaginaba que Gomar debía
llegar de un momento a otro para llevársela. No se tranquilizó hasta las once,
cuando el tío Domiciano vino del puerto a cenar. Había ido a esperar el
Zeemeeuw y no lo había visto.
—Bien —dijo—. Dormiremos aquí. Y no nos iremos hasta mañana por la
mañana.
Pero viendo a Karelina tan desazonada, tan llena de terror y de angustia,
apenas engulló de pie unos fiambres, cogió la gorra y la capa y volvió al
puerto.
Una hora después regresaba.
—Ya está el En marcha. Navegaremos de noche.
—Hubiera sido mejor dormir aquí y salir mañana por la mañana —
observó Wilfrida.
—¿Dormir? Tú sí, y yo también. ¡Pero ésta! No estará tranquila más que
poniendo el mar por lo menos entre ella y su legítimo esposo. Allí
descansaremos. ¡Qué más da! Además, navegar de noche, ¡es tan agradable!

El día les sorprendió a la altura de Terneuzen, entre la costa holandesa y la


isla de Beveland. El Zeemeeuw navegaba a la vela, impelido oblicuamente por
un buen viento noroeste. Al timón iba José van Oostland, un pescador de la
isla de Walcheren, que en ocasiones servía de marinero a Van Bergen. Era un
hombre maduro, alto, de abundantes cabellos largos y lisos que desbordaban
bajo su boina; llevaba anillos de oro en las orejas y tenía en sus rasgos una
expresión tranquila de seguridad y audacia. Entre sus dientes colgaba su

Página 79
blanca pipa de barro. Sus ojos serenos y grises miraban a lo lejos. Permanecía
silencioso.
Enfilaron entre dos líneas amarillentas, arenosas, orladas de diques verdes
y monótonos, por encima de los cuales se veían las copas de hileras de
árboles, que indicaban caminos y canales. Aquí o allá surgía, visto de lado, un
pueblo agrupado alrededor de su iglesia, para de pronto aparecérseles de
frente, con sus tejas rojas color amapola; luego volvía a alejarse, como
transportado por el girar lento y constante del paisaje; pequeños puertos de
pesca con muelles de piedra blanca, con esclusas estrechas y profundas,
cobijadas detrás de largas escolleras con estacas de madera, al final de las
cuales se erguían los postes de los semáforos, con sus gruesas viseras negras
de mimbre, como cestos enormes ensartados por una lanza. Flesinga, a lo
lejos, en un recodo, avanzaba erizada de grúas y de flechas, de traviesas de
acero negro, con toda su fealdad industrial entre tierras bajas cuya vida late
oculta. Después, emergiendo apenas, se dibujaba la costa de la isla de
Walcheren, llana, verde, en declive, con una larga fila de estacas clavadas en
el fango, que las olas salpicaban de espuma. En tierra, algún que otro molino
mostraba solamente los extremos de sus alas oscuras por encima de los
diques, o bien, al borde del agua, sumergía en el mar la base de su blanco
torreón. Sobre todo ello, una luz gris, sin sol, pero deslumbrante, de un tono
insoportable gris plata. Las ovejas, como grandes copos de lana sucia,
manchaban el verdor de la hierba. Sobre el gris de las olas, inmóvil e
hinchada, veíase la vela oscura de un barco pesquero que se iba. El Zeemeeuw
marchaba inclinado de babor con un ritmo suave y deslizante, hacia la línea
sin fin de la alta mar.
Rodearon la isla de Walcheren por el oeste, a lo largo de la costa, más alta
ahora, bordeada de dunas salvajes y de bosques de encinas achaparradas. En
medio se veía una playita desierta todavía, a estas horas y en este tiempo, con
algunos chalets dispersos y un caserón grande y panzudo, de ladrillo de arena
amarilla.
—¡Domburg! —dijo José van Oostland, el piloto, señalando con el dedo.
Después comenzaron otra vez las dunas y los bosques.
Seguía ahora a grandes bordadas la costa norte, de cara al viento este. Los
bosques desaparecían. El país se hundía de nuevo, flanqueado por un dique
interminable. Era un paisaje desierto, donde apuntaba solamente de cuando en
cuando el campanario de un pueblo cubierto de tejados de cinc oxidado y
blancuzco.

Página 80
Sobre el dique, un poco antes del pueblo de Veere, se veía una casa, una
casa blanca que destacaba entre dos grandes álamos, rectos y esbeltos como
surtidores. La casa caía a plomo sobre las aguas del Escalda, río lleno de
cieno y erizado de estacas.
—¿La ves, tú? —dijo Van Bergen—. Es nuestra casa, «Windhuis», la
«casa del viento». Allí es donde vamos.

Era una casita deliciosa a cuatro kilómetros de Veere, solitaria, con el


Ooster Scheldeou[2] y el pólder al sur.
María, la mujer de José van Oostland, iba todas las mañanas a hacer la
comida y los trabajos rudos de la casa. Wilfrida se ocupaba de todo lo demás.
Como era muy pequeña —un living-room y una cocina en el piso bajo, más
dos habitaciones en el de arriba— no daba mucho trabajo ponerla en orden.
Las ventanas de un lado daban al dique y al agua. Por el otro a un jardincillo
de mazorcas y rododendros, con dos veredas que se cruzaban, limitadas por
groselleros. La casa estaba circundada por la carretera, de la que la separaba
un seto de acanto, muy bajo y espeso, recortado en forma cúbica, con los
ángulos muy afilados, como un bloque de verdura.
Se salía a la carretera por una puerta vidriera pintada de blanco. La
carretera era una larga cinta estrecha de pavimento asfaltado, negro y
reluciente, que bajaba por el este hacia Veere y por el oeste subía hacia
Wrouvenpolder, las dunas y los bosques. Un viento fuerte, aun en las
proximidades del verano, soplaba siempre del mar, haciendo estremecer los
dos álamos con un murmullo triste. Por esto Van Bergen había llamado a su
bungalow «Windhuis», la «casa del viento».
Allí trabajaba mucho. En aquella tranquilidad pasaba laboriosas
vacaciones. La vida se deslizaba más tranquila que en Amberes, en larga
sucesión de días de felicidad, un poco grises, pero que huían veloces. Wilfrida
era la encargada del correo. Ella era la que ejercía la censura, comunicando a
su marido, a grandes rasgos, lo esencial.
—Tenemos buena prensa; con algunas reservas en «La Noche». La
«Crítica Teatral» no es muy favorable. Ya verás todo esto cuando termines de
trabajar, ¿verdad? ¿Quieres que dé las gracias por ti a «Tiempos Nuevos»?
Habla con entusiasmo. Todo marcha bien, sigue trabajando.
Y así iba tenaz y recto por su camino, apartando de él tanto los elogios
como las censuras; éstas le perjudicaban porque le hacían dudar de sí mismo.
Lo mejor que obtenía de su obra era la alegría infinita de crearla. Solamente

Página 81
después se fijaba en lo que habían dicho y juzgado los demás, cuando esto ya
no podía descorazonarle. Un éxito regular y algunas opiniones sueltas no
habían bastado aún para imponer ampliamente su prestigio de escritor y de
poeta. Pero reaccionaba con facilidad. Esto, sin embargo, acentuaba en él esa
impresión a la vez noble y triste de trabajar para el porvenir, para los hombres
del mañana, que sabrían rendirle una justicia tardía. Destino doloroso y
grande que aceptaba sin amargura. La tutela de Wilfrida interponiéndose entre
él y el mundo dulcificaba su renunciación.

—Hay que amarle —decía Wilfrida—. Quisiera que todo el mundo le


amase. Mira, Karelina, yo no comprendo cómo todos los que le tratan no le
aman como yo. Yo no me pertenezco. Es como si me hubiese absorbido.
Resulta extraño y algunas veces angustioso. Pienso y veo por él y como él.
Me doy cuenta a menudo de que digo las mismas palabras que él, que hablo
como él habla y que empleo frases enteras suyas. O bien encuentro la
expresión que él encontraría, o una imagen que le gustaría. Parece que ha
refundido mi espíritu en el crisol del suyo. Soy un poco como su propia
obra…
»No sé si es bueno. No le encuentro ninguna cualidad, ninguna virtud
particular. Lo amo todo en él. Tiene, ante todo, una inteligencia superior.
Realza la vida vulgar, la transfigura, como sabe transfigurarlo todo. El libro
que yo leo no me parece tan bello como el que él me lee. Parece que todo lo
enriquece. Tengo ya tal costumbre, imagínate… Sé lo que piensa antes que
él… Es admirable. Algunas veces no nos hablamos. Pero puedo seguir su
pensamiento y saber qué dirección toma. Le defiendo a veces contra él
mismo…
»Tiene delicadezas de mujer. Si estoy enferma él me cuida. Abandonada a
él, le confío sin temor este pobre cuerpo enfermo que arrastro. Estoy segura
de que nunca me haría daño.
»No hemos tenido hijos. La culpa es mía. Soy débil. A él le gustan los
niños. Le hubiera gustado mucho tenerlos. Lo sé, lo veo perfectamente. Jamás
me lo ha reprochado. Nunca me habló de ello. Algunas veces dice que se
alegra de no tenerlos para que yo no sufra…
»Hay que amarle, pequeña. En esto como en todo merece ser el primero.
Debe serlo. Le quiero hasta darme miedo cuando lo pienso. Es terrible esto de
no tener nuestra propia vida en nuestras manos.

Página 82
»¡A veces me pregunto cuál de los dos pertenece más al otro, si él o yo!
Creo que yo, ¿no es verdad? Le amo más que él a mí. Y es natural y justo en
el fondo. ¡Estoy tan por bajo de él! Él tiene que descender hasta mí. No es lo
mismo.
»Cuando era pequeña pensaba en hacerme monja, esposa y sierva de Dios,
y ahora, a veces soy tan feliz que tengo la impresión de haber realizado mi
sueño.
»Él no es creyente. Yo sí. Es por la única ruta que no le he seguido. Le
amo demasiado, siento por él en mí demasiadas posibilidades de devoción, de
amor, de sacrificio, para no ser más que materia.

Van Bergen sentía por el mar una verdadera pasión. La mitad del verano
se la pasaba en el Zeemeeuw, a veces solo y otras con Wilfrida y Karelina. En
ocasiones llevaba para ayudarle en la maniobra a José van Oostland.
Navegaban entre las islas por aquel dédalo complicado de tierras y brazos
de mar formado por las desembocaduras del Mosa, el Escalda y el Rin.
Tierras bajas, uniformes y monótonas, algunas de ellas rodeadas por un
cordón de dimas, pero más a menudo defendidas por diques rectilíneos, que
las protegían del mar, diques fuertes, de piedra, simétricos, que se alzan sobre
la arena pálida y sobre el cieno de las pequeñas playas. Una triple hilera de
estacas altas protege la base de los diques. Y a todo lo largo de ellos se ven
crestas espumosas del mar. Cortos declives regulares coronan los diques,
donde algunos pastos para el ganado ofrecen toda una gama de verdes y
amarillos.
El Zeemeeuw, deslizándose entre isla e isla, encontraba vastas extensiones
de agua, en esas zonas singulares en que la tierra y el mar se penetran e
interfieren. Corría el barco inclinado bajo el viento, cortando con su quilla,
con un perpetuo ruido de seda rasgada, la carne traslúcida y verde del mar. El
agua detrás de él fluía, luminosa y densa, parecía hincharse en grandes olas.
La proa iba abriendo dos saltarines haces de agua en forma de reja de arado,
coronados de penachos de espuma en los que la luz, a intervalos, se
descomponía en fugitivas bandas de arco iris. El viento lanzaba al rostro una
bruma húmeda y fresca. Los islotes se difundían, lejanos, bajo el polvo de una
luz plateada, luminoso oleaje que tamizaba un cielo de ligeras nubes grises.
A veces, al fondo de un golfo, veían una ensenada, el minúsculo puerto de
un pueblecito. Con un movimiento de la mano Domiciano se lo indicaba a
José van Oostland, y el piloto, maniobrando el timón, ponía proa hacia aquel

Página 83
punto. El Zeemeeuw viraba con inclinación de ave que desciende,
produciendo un remolino al frenazo del timón, un gran surco curvo que
dejaba en el centro de su viraje una zona de mar grasiento y espeso. Al enfilar
hada el pueblo iban distinguiendo mejor el grupo de tejados rojos tras los
diques, la playa fangosa y estrecha, plantada de estacas; playa en la que los
chicos jugaban con los pies descalzos. Luego se distinguía el faro, alto;
después aparecía el eterno molino con su torreón de piedra blanca,
emergiendo casi a flor de agua su gran «X» inmóvil y negra. Se aproximaban,
corrían hacia las boyas, negros toneles panzudos y embreados que parecían
bailar al son de las olas la danza del vientre, o bien boyas rojas y blancas,
enormes flotadores recién pintados, alegres a la vista, como las boyas de un
río o la peonza de un muchacho. A veces los nadadores llegaban hasta la
barca, jugando alrededor con suaves movimientos fluidos, como de vuelo. El
barquito se metía entre las estacas enormes, blancas y sucias, donde las
gaviotas grises, inmóviles, se tenían sobre una pata. Por último echaban el
ancla al pie del molino, durante una hora.
—Molino de Holanda —decía Van Bergen—. Molino de Ruysdael… Uno
se pregunta dónde ha visto esos inverosímiles molinos cuyos pies azota la
tempestad… ¡Pues aquí, pardiez! ¡He aquí a Ruysdael! La torre blanca con
sus alas negras y ocres; las viviendas con sus pobres jardincillos disputados a
las olas, los alucinantes diques, el pesquero con las velas fláccidas entrando
en el puerto, remolcado por hombres descalzos; el mar verde y duro que se
quiebra en las estacas del dique; el viento fuerte y la sombra de estas grandes
nubes sobre la inmensidad…
El glorioso nombre le hacía soñar. Pensó un momento en el falaz destino
del gran paisajista, desconocido en vida y casi desdeñado, a quien una gloria
tardía le encumbró al cabo de los siglos. Estas tristes ideas le dejaron
silencioso. Era la gran pesadumbre de Van Bergen no vislumbrar todavía ese
resplandor universal de la celebridad por el cual, incluso despreciándolo, todo
artista trabaja.
Entraban en Veere. Van Oostland, mudo y flemático, conducía al
Zeemeeuw hacía el canal y la esclusa. Penetraron en el puerto. Era un pueblo
de casas bajas, con ladrillos amarillos y tejas rojas, y en el ángulo de ingreso a
la esclusa se alzaba una especie de torre vieja, una antigua construcción
semejante a una fortaleza sobre el Escalda oriental. Pasaban entre barcas de
pesca pesados barcos negros de fondo llano, parecidos a zuecos, con mástiles
de los que pendían velas de un rojo oscuro y largas redes negruzcas y
mojadas, semejantes a inmensas telas de araña. La pesca llegaba hasta los

Página 84
puentes; todo aquel conjunto de cuerpecillos de plata nacarada bullía entre
cordajes, palos y cestos. Se veían también montones de mariscos de un color
verde, sombrío, que echaban vivos en grandes ollas colocadas sobre hornillos.
Los cocían en los mismos barcos, antes de llevarlos a los muelles en cestas de
cincuenta kilos. Tres o cuatro autos en los muelles, camiones, curiosos,
turistas en bicicleta, mujeres y niños, acudían a ayudar a los marineros a
descargar su pesca, componiendo un cuadro de vida sana y sencilla en este
rincón perdido entre agua y arena.
Solían ir a casa de la mujer de Van Oostland, María, una opulenta
holandesa, de tez curtida, brazos desnudos y rojos, cabellos dorados, subidos
por la frente y recogidos por detrás, a la moda de Walcheren, con rutilantes
adornos de cobre en las sienes. Esta recia mujer guisaba unas estupendas
tortillas de mariscos. Se quedaban allí una o dos horas, antes de regresar a pie
a «Windhuis». Van Bergen sabía que María era risueña, por lo que bromeaba
con ella en holandés, fingiéndole unos galanteos que producían grandes
carcajadas. Sólo José van Oostland quedaba impasible en su rincón, entre la
chimenea de porcelana y una ventanita con visillos blancos, fumando su larga
y blanca pipa de barro, mientras con los ojos semicerrados permanecía
indiferente y abstraído.

A Van Bergen le gustaba andar. Frecuentemente, Wilfrida, sintiéndose


enferma o cansada, decía a Karelina:
—Ve con él, pequeña.
Porque a él le gustaba tener alguien con quien hablar.
Y Karelina le acompañaba. Resultaba fatigoso, pero encantador. A Van
Bergen le agradaba el esfuerzo y el más rudo desgaste de energía, cosa que
realizaba casi sin notarlo. No había más remedio que seguirle horas y horas,
caminando sobre la blanda arena de la playa, pisando el suelo inconsistente de
las dunas, azotadas por el viento y la tempestad, en pleno espacio libre. Todo
esto enardecía a Van Bergen y le embriagaba. Dando rienda suelta a su
imaginación sentía un verdadero alivio. Hablaba de su obra, recitando
fragmentos enteros que analizaba y discutía. Karelina le oía declamar sus
bárbaros versos de Mi pecado de juventud, en el que cantaba la llegada de
hordas desesperadas a las costas del mar del Norte y del Báltico, el arribo ele
aquellos emigrantes de las estepas del Asia central.

Mongoles panzudos de tez amarillenta y encorvadas piernas

Página 85
Largos brazos membrudos y torsos largos…

La canción de los carros:

Por montes, llanuras y pantanos,


Gimen lentas canciones primitivas
Al firme trote de asiáticos caballos
Por montes, pantanos y llanuras…

Luego, el campamento, por la noche, bajo las estrellas…

La Tierra, virgen negra y helada,


Rodea inexorable nuestra hoguera humeante,
Cielo gris, aire helado. Una estrella fugaz
Va a caer palpitando en un mar de negrura
De donde parte el vendaval.
Llena el espacio
El eterno rumor del eterno silencio.

A veces recitaba su himno a la gloria de su ciudad natal.

Amberes, brumosa y negra, impúdica, al borde de las olas.


Remanga sus encajes de espuma,
Como la ramera de un puerto…

Admiraba a Verhaeren. Se sabía de él muchos pasajes de alucinación.


Entre estos diques y estas tierras del Norte, le gustaba encontrar a cada
momento trágicas fantasmagorías:

El molino cuyas aspas,


… Cual brazos del lamento,
Se elevan para caer abatidas.
Las estrellas en lo alto,
Como fuegos brillantes, arriba sostenidos

Página 86
Por cirios invisibles asidos con la mano.
Y el otoño con sus paisajes tristes de tierras yertas
El camino en que la lluvia desvanece las huellas.

Y esos horizontes de campos fantásticos en que Verhaeren sabía


extrañamente mezclar lo real y lo irreal:

… Los largos caminos en el infinito


Trazan sus cruces a través de los bosques,
Los largos caminos trazan cruces remotas.
En el infinito, a través de los llanos.
Largos caminos trazan cruces,
En el aire lívido y frío
En el que navegan vientos desmelenados,
Hasta el infinito, por las alamedas.

Y en fin, su filosofía, su sabiduría de hombre fuerte y audaz, enamorado


de la lucha y de la aventura…

¡La fuerza es santa!


Es preciso que el hombre imprima su huella
¡Violentamente, en designios audaces!
La fuerza tiene las llaves del paraíso,
¡Del que con fuerte puño abre las puertas!

Y su optimismo, su fe en los destinos de la humanidad, una confianza que


no es propia de nuestro tiempo, pero que se muestra tan tónica y tan llena de
verdad en el trabajo, el sufrimiento y los brazos de los hombres.

Esos brazos ardientes, esas manos activas,


Esos brazos y manos a través del espacio
La huella de su abrazo y de la fuerza humana
Unidas para imprimir, incluso, al domado universo
Y para crear de nuevo montes, mares, llanuras,
¡Conforme a otra voluntad!

Página 87
Resultaban unos paseos asombrosos, llenos de maravillosa novedad, como
si la imaginación creadora de Van Bergen transfigurase el mundo.

Cierta tarde regresaban de Dornburg. Iban por las dunas, andando por
estrechos senderos a través de arenales. Se aproximaba noviembre.
Rápidamente caía la noche. El camino se llenaba de sombras.
Había que atravesar un bosquecillo hirsuto y bravío, que tomaba, bajo la
ruda caricia del viento, un aspecto desolado y trágico. El camino seguía las
concavidades de las dunas, perdiéndose a lo lejos entre los árboles, pequeñas
hayas atormentadas, mutiladas, resquebrajadas y desprovistas de hoja en su
eterna lucha contra el viento y él mar, alzando dramáticamente los muñones
de sus ramas retorcidas, como si tuviesen que soportar el peso del cielo. La
arena se hundía bajo los pies, cubriendo hasta los tobillos. Ya había
oscurecido y Karelina se sentía vagamente atemorizada. Van Bergen le daba
el brazo, tranquilizándola con su ayuda. Felizmente, se encontraban a veces
veredas cubiertas por los campesinos con palos y ramas para facilitar la
marcha.
Llegaron a lo alto de una duna, donde acababa el bosque. Van Bergen y
Karelina tenían ante sí una inmensa playa arenosa en declive.
Se detuvieron un momento a reposar. Se hizo de noche. El mar no era más
que una inmensa y vaga claridad bajo el negro firmamento. Su alto horizonte
infinito dominaba las dunas y la tierra. El viento soplaba con fuerza, trayendo
el confuso y lejano clamor de la marea ascendente. Al oírle y contemplar el
mar se oprimía extrañamente el corazón.
Muy lejos, a ras de las olas, sobre una isla ya invisible, se encendió un
punto de luz brillante, el claro parpadeo del faro de Schouwen, que parecía
una estrella caída del cielo. Más allá del encrespado horizonte de las dunas
desiertas, brillaba remoto el mar enfurecido.
—El faro… —dijo Van Bergen—. Es algo triste, ¿verdad, pequeña? Esa
luz en medio de esta tierra solitaria…
—Sí —dijo Karelina.
Su voz ahogada sorprendió a Van Bergen.
—¿Lloras? ¿Qué tienes?
—Nada, tío, se lo aseguro.
—No creo seas tan impresionable. ¿Tienes miedo?
—No; miro solamente, pienso…
—¿En qué?

Página 88
—En tonterías…
—Bueno, dímelas. Quiero saberlas…
Ella murmuró con voz temblorosa:
—Miraba todo esto. Pensaba que he sido feliz aquí… y que…
Después de un momento de silencio añadió muy bajo:
—Voy a tener que irme, tío Domiciano…
—Karelina ¿qué dices? ¿Es que piensas dejarnos? ¿Te quieres ir de aquí?
Ella no respondió.
—Pero, ¿por qué? ¿Qué te pasa? Tú misma dices que eres feliz. ¿Qué te
hemos hecho? ¿Te hemos hecho algo?
—No, tío. Habéis sido demasiado buenos. Pero qué quiere, no puede ser
de otra manera… Debo ganarme la vida.
—¡Cállate! —dijo él alzando los hombros con irritación—. No tienes
derecho a hablar así. ¿Te hemos dirigido jamás algún reproche? ¿Podríamos
nosotros pagar con algo la alegría, el sol que has traído a nuestra casa? No
vuelvas a decir esas cosas, Karelina, y prométeme que no te irás. No sé por
qué, pero creo que sentiría un gran vacío si no te tuviera a nuestro lado.
Vamos, ¿prometido?
—Prometido —murmuró suavemente Karelina mirando a Van Bergen.
—Perfectamente. Cógete a mi brazo y vamos. Y no digas nada de esto a
tu tía. No hay necesidad de intranquilizarla.
Volvieron de noche, por un sendero enlosado, a través de las dunas. En el
camino, a la salida de un bosque, había una casa baja en la que se pararon
para preguntar el camino. Entre el ramaje brillaba un resplandor rojo. La
dueña de la casa era un vieja simpática, de rostro atezado, que lucía un gorro
blanco y un delantal azul. Entraron para descansar un cuarto de hora.
La vieja campesina los tomó por marido y mujer. Pidieron huevos batidos
y pan. El huevo que rompió la vieja en la taza de Karelina tenía dos yemas.
La aldeana se volvió hacia Karelina con una silenciosa sonrisa en su rostro
marchito:
—Esto es buena suerte, señora; el año que viene tendrá un niño…
A Van Bergen le hizo aquello mucha gracia.

Karelina desapareció dos días después, no dejando más que una breve
carta pidiendo perdón.
La buscaron en vano. No pudo averiguarse si había dejado Walcheren, ni
cómo lo había hecho.

Página 89
Capítulo cuarto
Quince días después, una mañana de fines de octubre, la opulenta María,
la mujer de José van Oostland, el pescador, se preparaba para ir a vender
mariscos al mercado de Middelburg, como muchas mujeres de Veere, que se
van a la ciudad los días de mercado, a vender la pesca de sus maridos.
Se hallaba en su pulcra y pequeña cocina, de pie ante un espejo colgado
de la falleba de la ventana. Se estaba peinando. Después de arreglar sus
cabellos rubios y espesos cogió una especie de abrazadera metálica y se la
puso sobre la frente; la abrazadera terminaba en las sienes en dos grandes
placas de cobre dorado. Luego se echó hacia atrás todo el pelo, dejando
despejada la frente, con lo que la cabeza parecía más alta y más alargada.
Sobre su falda a rayas grises y negras se puso un amplio delantal de gruesa
tela azul y tan almidonado que podía tenerse en pie. Una blusa blanca de
grandes lunares azules, un pañuelo enorme bordado de flores y perlas rojas,
que le caía en punta por la espalda hasta llegarle casi a la cintura y una cofia
inmensa, guarnecida de delicadas puntillas bien planchadas, formando dos
cocas a los lados de la cabeza, componían su atuendo. Además se adornó con
sus joyas: cinco o seis vueltas de collar de coral rojo y perlas gruesas, con un
broche de oro para las orejas. También lucía otro broche del mismo metal,
con el que prendía de la cintura una faltriquera de terciopelo negro con
armadura de plata.
Así ataviada, colgóse del brazo una cesta grande, de mimbre blanco, llena
de rosadas gambas. Montó en su bicicleta y echó a andar por la carretera de
Veere a Middelburg, un camino de pavimento de ladrillos color rosa, entre
dos filas de tilos podados y altos que ostentaban en la cima un ramillete de
hojas. Este camino se desliza por una campiña llana, húmeda y verde, donde
se ven árboles y setos, poblada de limpios caseríos. País pacífico, monótono,
de una riqueza un poco triste, que recuerda los paisajes de Hobbema. Por el
camino de Middelburg transitaban muchos vehículos tirados por jacas y
mulas, autobuses, camionetas, innumerables ciclistas, mujeres sobre todo,
parecidas a María, con sus delantales azules de tela rayada, sus cofias blancas
y sus ostentosas alhajas antiguas, que daban a los pedales con todo el peso de
sus gruesos zuecos blancos; también transitaban muchachitas de pequeña
cofia cerrada sobre las orejas y muchachos con gorro negro y zuecos; y viejos
campesinos con sus cabellos desbordantes bajo sus capacetes que les tapan las

Página 90
orejas, de las que no se veían más que los anillos de oro. Estos viejos suelen
llevar al cuello un pañuelo de seda negra prendido con un cabujón de oro
cincelado. Son viejos de rostro curtido, impasible y duro, iluminado por dos
ojos azules color de infinito, ojos de carreteros del mar en rostros primitivos.
Muchas mujeres van al campo a ordeñar las vacas. Es frecuente verlas
pasar con paso seguro y amplio balanceo, llevando ajustado en los hombros
un gran bastidor de madera del que pende a cada lado un cubo grande
esmaltado, verde por fuera y rojo por dentro, lindo como un juguete, lleno de
leche. Marchan magníficas con los brazos desnudos y rojos, erguidas bajo un
peso que a veces las obliga a doblar la cintura. Dan la impresión de una raza
fuerte y sana.
Era un claro día de octubre; de mucho aire bajo el cielo luminoso. Todo
este espectáculo de vida elemental, animado por el viento, alegraba la
carretera. El follaje de los tilos y los setos contribuía a ello.
María llegó a Middelburg. Atravesó el arrabal, especie de ciudad jardín,
lleno de casitas cúbicas de ladrillo oscuro, alineadas de dos en dos. Los niños
suelen jugar delante de las puertas. Los interiores son limpios, llenos de luz, y
las mujeres, tocadas con cofias blancas, trabajan sin descanso en las faenas
domésticas. Son rincones donde le gustaría a uno vivir y que nos hacen pensar
en las ciudades del futuro.
En la plaza de Middelburg, amplia e irregular, rodeada de hoteles y cafés,
con aquilones y fachadas blancas, María fue a instalarse, poniendo la cesta a
los pies, en una rinconada; se sentó en una silla portátil y se dispuso a esperar
la clientela.
Circulaba bastante gente entre los tenderetes del mercado. María vendía
sus mariscos muy baratos. Tenía bastante clientela porque ya la conocían
muchos. Al poco rato llegó una señora de unos cuarenta años, de rostro ajado,
vestida de blanco, y le compró todo lo que le quedaba en la cesta. Quedaron
de acuerdo en el precio: un gulden veinticinco.
—Me los tiene que llevar al hotel —dijo la señora—. Los necesito para la
hora de la comida. Es en el Hotel Klooster. Llévelos directamente a la cocina
y diga que los vayan limpiando hasta que yo vaya, ¿eh?
—Muy bien, señora —respondió María.
Y colgándose del brazo la cesta, echó a andar hacia el hotel mientras la
patrona continuaba sus compras.
Al Hotel Klooster —«Hotel de la Abadía»— le viene su nombre del lugar
en que está situado; el patio de una antigua Abadía, poblada de castaños, a la
sombra de la vieja catedral. Es un paraje de extraordinario carácter. María

Página 91
atravesó el patio del noble recinto y, mucho más preocupada de su cesta que
del encanto del lugar, llegó a la puerta de servicio del hotel y entró en las
cocinas.
—¡Aquí está María! —dijo una vieja de aire autoritario, que era la que
dirigía a las sirvientas.
Las dos mujeres se trataban desde larga fecha, porque ambas eran de
Veere.
María le dio cuenta de las instrucciones de la patrona y ya se disponía a
salir al pasillo para irse, cuando vio venir, a la clara luz del mediodía, una
figura conocida.
—¡Dios mío! —exclamó.
Pero también la otra la había visto a ella y volviendo rápidamente la
cabeza se alejó con precipitación.
—¡Señorita! —gritó María—. Señorita Karelina.
Y echó a correr hasta el final del pasillo. Pero ya la otra había
desaparecido. Quedó emocionadísima.
—¿Adónde iba de ese modo? —preguntó la cocinera.
—Esa mujer… ¿La ha visto usted?
—¿A quién?
—A esa señorita, en el pasillo…
Yo no he visto a ninguna señorita.
—Sí, sí, la señorita Karelina…
—¿Karelina? ¿Es de ella de quien habla?
—Sí
—¿Qué hace aquí? ¿Desde cuándo está?
—Pues —contestó la cocinera— hará unos quince días. Es la encargada
de la ropa, y también camarera.
María quedó perpleja.
—¿Camarera?
—Sí. Sirve en el tercer piso. Pero ¿usted la conocía?
—La conozco un poco. ¿Está aquí para mucho tiempo?
—Creo que sí. Aunque a mí no me ha dicho nada.
—¿La han tomado por semanas?
—Por meses, como a todos.
—Así que de todos modos no podría marcharse antes del día primero.
—Antes de primeros, no.
—Bien —dijo María muy agitada—. No le diga nada de todo esto. No le
hable de lo que le he preguntado. Seguramente le darán a usted una buena

Página 92
gratificación. Si ella le pregunta algo, dígale que no he visto nada y que me
fui tranquilamente. Me hará con ello un gran favor. Y sabré agradecérselo.
¿De acuerdo?
—Desde luego —prometió la otra—. No diré una palabra. Pero cuando
llegue la ocasión me lo explicará todo, ¿verdad?
—En cuanto venga la próxima vez.

—Debía irme —dijo Karelina.


—¡Cómo irte! —dijo Van Bergen indignado.
—Sí, porque comprendí que María me había reconocido.
Estaban los dos en el cuarto de camarera de ella, en el tercer piso del
Hotel Klooster. María, cuando llegó a Veere, se había apresurado a ir a
Windhuis a informar de todo a los Van Bergen. Y Van Bergen vino el mismo
día.
Después de hacer las investigaciones precisas en el despacho del hotel
subió a sorprender a Karelina.
Ella estaba sentada sobre su camita de hierro, con los ojos bajos, en
actitud terca y obstinada. Él paseaba a grandes zancadas, lanzando ojeadas al
exterior por la ventana y volvía a quedarse parado delante de Karelina,
cruzado de brazos.
—Te felicito, ¿sabes? ¡Tienes una manera de plantar a la gente! Pero, con
franqueza, ¿qué te ha sucedido? Responde… ¿No quieres responder? ¡Me
pones fuera de mí!
Ella hizo resignadamente un movimiento de hombros.
—¿Te hemos ofendido en algo? ¿Te hemos causado algún pesar? Te
fuiste una mañana y ya no supimos más de ti. No te encontramos por ninguna
parte. Y allí nos quedamos locos de inquietud. Y luego, para consolarnos y
por toda explicación, aquella ridícula nota que Wilfrida encontró: «No quiero
seros una carga…». ¡Qué tontería! Peor todavía que eso ¡qué ingratitud! No
se porta uno así con las personas que nos quieren; con personas que te han
tratado bien; que se sienten felices al tenerte a su lado. Nos has hecho sufrir
Karelina. No te has portado bien.
Hablaba con su acostumbrada vehemencia, deteniéndose a veces ante
Karelina, irritado por este perpetuo mutismo de ella.
Continuó violentamente.
—Tengo el derecho de exigirte una explicación. ¿Qué te hemos hecho?
¿Qué quejas tienes de nosotros? ¡Habla! ¡Quiero que hables!

Página 93
La tenía cogida por los hombros y sin darse cuenta la zarandeaba.
—¿Qué motivos tenías para huir como una ladrona y venir a colocarte
aquí como una criada? Yo podía haberte ayudado a rehacer tu vida, con tu
marido o con otro… Podía guiarte, serte útil… ¿Por qué esa desconfianza
hacia nosotros, esta fuga como si te escapases de una cárcel? ¡Dios mío! Si
fueras mi hija te daría de bofetadas.
Le dio un empujón y se fue de nuevo hada la ventana, demasiado rabioso
para poderse dominar.
Allí pudo calmarse irnos segundos contemplando el viejo y admirable
panorama, las vetustas casas, los verdes jardincillos, con sus plantas de boj en
las que el moribundo octubre lanzaba una profusión de oro; los tejados de
agudo declive, la torre de la iglesia, un campanario que parecía de encaje, al
que el volteo de las campanas estremecía cada cuarto de hora. La calma
religiosa del ambiente le fue apaciguando insensiblemente.
De pronto oyó a Karelina sollozar detrás de él y fue a sentarse a su lado,
cogiéndole con suavidad una mano.
—Veamos, pequeña —le dijo con más dulzura—. Escúchame. Seamos
razonables los dos. ¿Para qué vamos a atormentarnos? Respóndeme, pues,
con sinceridad. Lo único que quiero es poder serte útil todavía. Yo te quiero
bien. Tú eres débil, necesitas protección. Estoy dispuesto a continuar mi obra
hasta el final y hacerte feliz, darte la felicidad que mereces. Quieres volver
con tu marido, ¿verdad? ¿Es que no te atrevías a decirnos que querías volver
con él?
Ella se levantó rápida, irguiéndose, mirándole casi con cólera.
—No me diga eso —gritó—. Se lo ruego, tío Domiciano, no me diga eso.
¡Me hace daño!
Le retuvo la mano, sorprendido por esta reacción, y la hizo sentar de
nuevo a su lado.
—Perdóname, creía… Y bien ¿con quién, entonces? ¿Has encontrado a
alguien? ¿Alguien a quien amas? Vamos, confiésalo…
Pero ella se limitaba a alzar los hombros y negar enérgicamente con la
cabeza.
—Entonces, no comprendo. Porque no puedo admitir que sea por
soberbia, por amor propio, que te has marchado así, sin la menor explicación.
¿No podías habernos hablado, habernos advertido?
—No me hubierais dejado marchar —murmuró ella.
—Eso es cierto. Así que es porque no querías aceptar sernos una carga…
Pero podíamos haber encontrado algún medio para satisfacer tu orgullo y

Página 94
desvanecer esos escrúpulos. Puesto que eres tan celosa de tu independencia…
Veamos; tú ayudas a Wilfrida, coses, bordas, trabajas en la casa. Esto merece
un salario. Puedes muy bien vivir con nosotros como una especie de señorita
de compañía, de auxiliar, de… de todo lo que tú quieras. Así vives con
nosotros y puedes tener por tanto esta situación claramente definida que
exiges. Es un favor que te perdono. Te necesitamos; nos hemos acostumbrado
a ti. Wilfrida está más alegre cuando estás tú. Te quiere, le gusta tu compañía.
Yo… yo…
Tuvo que interrumpirse un momento. Una emoción que él mismo no
podía explicarse le ahogaba.
—Yo no puedo decir cuánto me alegraba tenerte, y lo que he sufrido, sí,
sufrido, desde que te fuiste…
Karelina se levantó muy pálida. Le miraba con extravío, casi con ojos de
loca.
—Entonces —dijo él— ¿está decidido? Vuelves a Windhuis, ¿verdad? —
Él seguía sentado, con las manos de ella entre las suyas, y levantaba los ojos
hacia ella con una sonrisa triste, llena de ternura—. Vuelves, Karelina,
¿quedamos en eso?
—No, no —musitaba ella—. No puedo…
—Karelina, te lo suplico. Sé razonable. Vuelve. Te necesitamos…
Vuelve…
—No, no. No puedo… ¡Oh! ¡Cuánto sufro! ¡Cómo sufro!
—Pero ¿por qué? ¿Por qué? Karelina, te lo ruego, mi pequeña Karelina,
dímelo todo. ¡No me dejes ir así! ¡A mí también me haces sufrir! Dime, dime
por qué…
Ella le miró un momento, con ojos delirantes. Después se dejó caer de
rodillas y, con el rostro entre las manos, se echó a llorar, mientras decía con
vocecita infantil que las lágrimas ahogaban:
—Porque te amo, tío Domiciano… ¡Porque te amo…!
Él se levantó, espantado. La miraba temblando como presa de un vértigo.
Y repetía muy bajo, lentamente, con un tono de terror y de triunfo al mismo
tiempo.
—¡Me amas, pequeña! ¡Me amas…!

Página 95
Capítulo quinto
Wilfrida van Bergen, sentada ante el fuego, reflexionaba.
Era mediodía de un día gris de lluvia y viento. Ya marzo lanzaba sobre
Windhuis sus borrascas y aguaceros.
Se oía resoplar el fuego a cada golpe de viento en el exterior. Aquel
pequeño comedor tranquilo que olía a cera y madera seca se hallaba
débilmente iluminado.
Wilfrida se entretenía en mirar, a través de un estrecho ventanillo de mica
de la parte baja de la chimenea de hierro esmaltado, los encendidos carbones.
De la cocina llegaba un ruido de cacerolas. De vez en cuando una ráfaga de
lluvia azotaba los cristales haciendo volver la cabeza a Wilfrida.
Ahogando un suspiro, se puso en pie y fue a la ventana a contemplar el
jardín y la carretera. Un jardín desnudo y húmedo, con algunas ramas negras
caídas en el suelo, en el que brillaban diamantinas gotas de lluvia.
El camino relucía empapado, tortuoso. Era un paisaje torvo de marzo, sin
un ser que lo animase.
Wilfrida soltó la cortina, una larga cortina blanca que cayó hasta el suelo.
Luego, distraídamente, se puso a arreglar los pliegues, levantando hacia las
anillas su mano pálida y delgada a la que el contraluz daba color y
transparencia. Se quedó así, con el brazo en alto, escuchando. De arriba
descendía un ruido de pasos, de arrastre de muebles por el suelo. Karelina
arreglaba las habitaciones. Wilfrida, inmóvil, escuchó este ruido un instante,
sin moverse. Después terminó la operación de deslizar las anillas de hierro
sobre la barra y, volviéndose lentamente hacia el fuego, se sentó de espaldas a
la puerta.
Hacía seis meses de la fuga de Karelina a Middelburg y de la partida de
Van Bergen para recogerla.
Karelina bajó, dirigiéndose a la cocina. Poco después regresaba, entrando
en el comedor con una pila de platos, un mantel y cubiertos. Silenciosamente
extendió el mantel.
—¿Es ya hora? —preguntó Wilfrida.
—Sí, tía. María me ha dicho que la comida está lista.
—¿Se ha ido ya a su casa?
—Acaba de marcharse.
—Y Domiciano sin venir…

Página 96
Sin responder una palabra, Karelina fue poniendo los cubiertos. Wilfrida,
silenciosa, observaba el reflejo del ventanillo de mica de la chimenea sobre el
suelo encerado. El reflejo teñía de color rosa pálido hasta la blancura del
mantel.
—Ya está aquí —dijo Karelina.
Fuertes pasos aplastaban la grava del jardín. Se oyó el ruido de una llave
en la cerradura. Van Bergen, ya en el vestíbulo, se quitaba el impermeable y
las botas.
Entró en el comedor.
—Buenos días.
Enjugóse con el pañuelo el rostro mojado por la lluvia, y fue a calentarse
un momento las manos en la chimenea, antes de sentarse a la mesa.
—¿Tienes apetito, Domiciano? —preguntó Wilfrida.
—¡Psh…!
—Karelina, ¿quieres traer la comida?
Karelina salió. Wilfrida se había colocado frente a su marido. Karelina
trajo la sopera y Van Bergen sirvió el consomé. Tenía a Karelina a su derecha
y a Wilfrida frente a él. Quedaron todos un rato en silencio.
—Has debido tener mal tiempo esta mañana —dijo Wilfrida al fin.
—Sí, sí…
—Al fin y al cabo, es mejor que así sea.
—¿Por qué?
—Porque así sentiremos menos dejar Walcheren.
—Es verdad.
Se hizo de nuevo el silencio, un silencio mucho más pesado. Van Bergen
comía con la mirada fija en su plato, sin el menor apetito. Sintiendo sobre él
la mirada de su mujer, hizo un esfuerzo para reanudar la conversación.
—¿Nada nuevo en Amberes?
—Nada, salvo que todo está preparado en casa para recibirnos.
—¡Ah! Bien…
—Es una lástima dejar Windhuis precisamente cuando va a llegar la
primavera —repuso Wilfrida.
—Sí, pero mis ocupaciones… Ya ves… es necesario…
—Claro que hace ya cerca de un año que estamos aquí.
Van Bergen no dijo nada. Ella le miró un segundo; después, observó a
Karelina, silenciosa, y volviendo a su marido:
—¿No es verdad, Domiciano?
—Sí, sí.

Página 97
Y como éste se daba cuenta de todo lo que tenía de insólito este mutismo,
hizo un gran esfuerzo y levantando la cabeza procuró seguir una conversación
en la que se notaba demasiado lo indiferente que le era.
—A mí… A mí me agrada mucho volver a Amberes. ¿Ya ti, Wilfrida?
Él se la quedó mirando bien de frente por primera vez, con un aire que
quería ser seguro, pero que descubría la tortura de quién se esfuerza en ser
natural y se da perfecta cuenta de que no lo es.
—A mí también —dijo Wilfrida.
Karelina se levantó para llevar los platos a la cocina.
Después de comer sin ganas el pollo frío y la ensalada, la comida acabó en
silencio. Sobre la mesa, en una copa de porcelana de Delft azul y blanca,
había galletas y bizcochos. Distraídamente Van Bergen sacó una galleta y
empezó a mordisquearla con expresión ausente.
—¿Quieres fruta, Domiciano? —preguntó Wilfrida.
—No, Wilfrida —respondió Van Bergen—, no tengo mucho apetito, la
verdad…
Se volvió hada Karelina, que no quitaba la vista de su plato.
—¿Y tú, pequeña?
—No, tía, gradas…
Su mirada pasaba de uno a otro lentamente.
—¿No estaréis enfermos los dos?
—¿Enfermos? No, no… ¿Por qué quieres que…?
Trató de reír. Y al limpiarse la boca con la servilleta lo hizo con el gesto
de quien ha comido con excelente apetito. Pudo observar que su mujer
continuaba mirándolos alternativamente, uno después de otro, con un lento
movimiento de cabeza. Van Bergen dejó sobre el plato su galleta empezada,
mientras aliviaba su pecho con un suspiro. Karelina, con la frente baja, seguía
con la punta de los dedos los arabescos bordados en relieve del mantel. La luz
caía de lo alto oblicuamente sobre su rostro.
—Bien —dijo Wilfrida—, voy a haceros una taza de café…
Se levantó con lentitud, como fatigada. Quieta un instante detrás de
Karelina, se puso a acariciarle suavemente los cabellos. Luego,
encaminándose hada la cocina, avanzó hasta la puerta, y ya iba a abrirla
cuando la voz de Van Bergen, muy alterada, la detuvo.
—¡Wilfrida!
Ella se volvió.
—¡Wilfrida, haz el favor de esperar un momento…! Yo… Nosotros
queremos… Tenemos que decirte una cosa.

Página 98
Ella le vio muy pálido, pero resuelto. Con el rostro tenso como para la
lucha. Con la mano sobre la cerradura de la puerta abierta, Wilfrida se quedó
inmóvil, sintiendo que algo se paraba en su pecho y luego galopaba
furiosamente. Sin saber lo que decía, murmuró:
—¿Es indispensable?
—Es indispensable —dijo Van Bergen.
Wilfrida cerró la puerta y fue a sentarse como de costumbre, a la moda
antigua, muy derecha sobre el borde de la silla, costumbre un poco rígida que
le quedaba desde la infancia de su educación religiosa. Así esperó. Karelina
se había levantado, lívida, apretándose el pañuelo contra la boca con mano
crispada y temblorosa.
—¿Adivinas quizá lo que te voy a decir, Wilfrida?
—Sí —dijo ésta con voz baja, pero firme.
—Tú sabes… ¿Te has dado cuenta de lo que pasa?
—Sí.
Este «sí» resultaba aplastante.
Van Bergen se detuvo un segundo, como para concentrar toda su
voluntad. Después continuó:
—Son inútiles las explicaciones. La culpa es mía. No hagas responsable a
Karelina; esto es todo lo que te pido. El único responsable soy yo.
—Yo… yo no os guardo rencor —dijo Wilfrida—. Pero Domiciano,
Domiciano, ¿por qué me dices tú eso? ¿Por qué no tienes piedad de mí?
Ocultando el rostro entre sus manos, ahogaba sus lamentos.
—¡Wilfrida! —gritó Van Bergen.
Y se precipitó hacia ella, asiéndola por los hombros fuertemente.
—¡Wilfrida! ¡Wilfrida querida!
Pero ella no le escuchaba y gemía con voz entrecortada.
—Yo no os guardo rencor… Yo no os guardo rencor… Pero no me digas
nada. ¡Cállate! Me haces mucho daño… ¡Cállate!
Se desplomó en su silla, con el cuerpo estremecido por los sollozos.
Van Bergen tuvo un gesto de desesperación, pero no dijo nada más. Fue a
salir de la habitación. Wilfrida le detuvo con un ademán.
—Domiciano… no te vayas. Tú tenías algo que decirme.
—No tengo valor…
—Hay que tenerlo.
—¡Wilfrida! ¿Cómo quieres que te diga…?
—Es preciso que hables, Domiciano. Tienes algo que decirme, pues
dímelo.

Página 99
—¡No puedo!
—Ahora soy yo la que lo quiere. Karelina, ¿tendrás tú más valor que él?
—Escucha, Wilfrida —murmuró Van Bergen—. Quería decirte… Debes
creerme… Karelina y yo nos habíamos jurado terminar con esto. Y lo
cumplimos. ¡Debes creerme! Sólo que…
—¿Qué?
—Es demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde?
—Perdóname, esposa mía, Karelina… Karelina va a tener un niño.
Se le quedó mirando estupefacta, mientras repetía muy bajo:
—Karelina va a tener un niño… Un niño… Un niño…
Y hundió su rostro entre las manos.
—¡Dios mío!
—¡Wilfrida!
—Déjame, Domiciano, déjame…
Se incorporó, apoyándose en el borde de la mesa y con paso incierto fue
hacia la puerta. Él quiso ayudarla sostenerla. Pero ella repetía: «Déjame,
ya…» con tono tan lamentable que la dejó marchar.
La oyeron subir penosamente la escalera.

No volvieron a verla hasta la noche. No bajaba. Van Bergen, inquieto,


alrededor de las ocho se acercó a la puerta de su alcoba.
—Wilfrida, ¿estás ahí?
—Pasa —dijo ella con tono casi normal.
Entró él.
Estaba sentada en una silla, cerca de la ventana, como una forma difusa,
con la cabeza inclinada y las manos entrelazadas sobre las rodillas. Levantó la
cabeza, cerrando enseguida los ojos, deslumbrada por la luz que él había
encendido al entrar. Vuelto hacia Domiciano su rostro sin mirada, se pasó las
manos por los párpados.
Van Bergen se sentó delante de ella en una de las dos sillitas campestres
de madera pintada, tapizadas de cretona. Después de su confesión había
experimentado una sensación de alivio y ahora esperaba a que ella le hablase.
Pero ella continuaba frotándose los párpados dulcemente, porque tenía los
ojos fatigados de llorar.
Por fin le dijo muy bajo:
—Y bien… Wilfrida…

Página 100
Alzó ella su cabeza.
—¿Has reflexionado? ¿Has… has encontrado una solución, algo? ¿Qué
piensas hacer?
Wilfrida respiraba despacio, paseando alrededor suyo una mirada
pensativa que parecía no ver las cosas. Esta mirada se detuvo sobre su marido.
—¿Qué quieres que haga? Decide tú.
—¿Yo?
—¿Te has lanzado a esta aventura sin saber adónde te conduciría,
Domiciano? Di, habla. A mí ya todo me es igual…
Él, moviendo la cabeza, dijo:
—Yo no tengo derecho…
Wilfrida se había levantado. Fue a la mesilla de noche y se puso a hojear
su devocionario con gesto maquinal. Y prosiguió, sin mirar a su marido, con
un tono que se advertía forzado, y con una falsa calma:
—Creo que tendrás intención de seguir con Karelina. No puedes dejarla
en ese estado, desde luego…
Lentamente respondía él:
—No, no puedo…
—Entonces, Domiciano, es muy sencillo; te quedas con ella y yo me
vuelvo a Amberes, y de vez en cuando, si quieres, puedes ir a verme.
Domiciano se levantó también y con voz tenue, casi humildemente:
—Bien sabes —dijo— que yo no puedo estar sin ti…
A pesar de la angustia de Wilfrida, por su rostro pasó un fugitivo
resplandor de alegría. Ella le miró casi como otras veces, leyéndose en sus
ojos un poco de esperanza, mezclada con inmensa inquietud.
—¿Entonces…? —preguntó Wilfrida.
—Entonces, no sé. No puedo dejar a Karelina. Y tengo necesidad de ti.
Me pongo en tus manos, Wilfrida. Decide.
Ésta reflexionaba, con la frente contraída. Acabó por decir:
—Domiciano, ¿es verdad que es a mí a quien quieres seguir? No mientas.
Sería inútil. No tengas compasión de mí. Sólo quiero que seas sincero. Tengo
valor para todo. Pero es preciso que sepa a qué atenerme.
—Wilfrida —dijo él gravemente—, no puedo vivir sin ti. Todo me une a
ti. Toda nuestra vida, toda nuestra obra. Te necesito.
—¿Quieres volver conmigo a Amberes? —preguntó Wilfrida.
—Volveré contigo a Amberes.
—En cuanto a Karelina, hay que evitar el escándalo, ¿no es verdad? Tu
nombre, tu reputación… Yo creo que Karelina podría quedarse aquí. Y

Página 101
podrías venir a verla de vez en cuando, si quieres. Ella no tiene toda la
culpa… Ya comprendo que ésta no es la vida soñada… Pero, compréndelo,
no hay otra solución. He meditado mucho; ante todo, nada de escándalo sobre
tu nombre, nada de ruido. Tú puedes continuar tu trabajo en Amberes, como
antes… Y cuando ese niño nazca, tú te ocuparás de él ¿no…? Él no tiene la
culpa…
Sonrió melancólicamente.
—Te pasará lo que a otros muchos, tendrás dos hogares…
—¡Wilfrida!
—¡Y qué vas a hacer!
—En efecto, eso es lo mejor…
—Entonces, ¿mañana nos vamos a Amberes?
—Mañana… Sí.
Guardó silencio un momento y después, haciendo un esfuerzo, murmuró:
—Gracias, Wilfrida. Eres buena. Gracias.
Ella se encogió de hombros con desencanto. Y por primera vez tuvo una
palabra amarga, la única que él oyó jamás:
—¡Qué quieres, amigo mío! Tú has destrozado la felicidad; yo trato de
recoger sus restos.
Al día siguiente partieron en el Zeemeeuw. Karelina se quedó sola en
Windhuis.

Página 102
Capítulo sexto
Van bergen iba todas las semanas a Walcheren. Había decidido con
Karelina que ésta iría a Amberes a dar a luz, quedándose después allí.
Respecto al niño, lo ocultarían en cualquier parte, en los alrededores de
Amberes, mientras se criaba.
Karelina fue acostumbrándose a Walcheren. Pasaba las mañanas en
Windhuis, arreglando la casa. Por la tarde acudía a Veere a ver a los Van
Oostland para charlar un poco, en tanto la activa María iba y venía en los
quehaceres domésticos.
José van Oostland le había tomado afecto. Estas buenas gentes se
percataron de todo lo ocurrido. Y a pesar de su moral rígida y su religiosidad,
supieron disculpar a Karelina y acogerla con cariño, presintiendo de una
manera vaga, en sus almas elementales, lo mucho que hay de fatal en el fondo
de estos casos.
Los jueves llegaba Van Bergen y toda la melancolía de la semana se
esfumaba. No se iba hasta el día siguiente por la tarde, llenando Windhuis,
mientras estaba, de vida y alborozo. Su optimismo le arrastraba y la confianza
volvía a su espíritu.
—No hay nada que el tiempo no arregle —era su frase—. Espero aún
vivir días felices.
Aunque no lo dijese e incluso lo ignorase él mismo, le atraía este niño
esperado. A pesar de todo, nunca es triste el nacimiento de un niño, de una
nueva vida prometida al mundo…
¡Un niño! Van Bergen lo ansiaba. Temía no sobrevivirse. Si se prestó a la
renuncia fue como sacrificio ofrendado a Wilfrida. Pero para él era un motivo
doloroso, algo en lo que prefería no pensar. Y al saber ahora que iba a tener la
gran felicidad de perpetuarse, se sentía, a despecho de las circunstancias,
inundado de una alegría secreta que, aunque se reprochase, no podía evitar.
Soñaba. Le parecía verle ya. Esto le duplicaba el vigor para la lucha.
Súbitamente se le esclarecía el porvenir, sintiendo la confianza y la seguridad
del hombre que ve delante de sí la continuación…

En el mes de agosto, Karelina comenzó a sentirse inquieta. Se aproximaba


el trance. Había que partir.

Página 103
Una mañana embarcaron en el Zeemeeuw, pilotado por José van Oostland.
Siguieron la costa de Walcheren a la vela. Se detuvieron al mediodía en
Breskens, modesto puertecillo, para comer un pescado hervido; a la noche
llegaron a Amberes, tomaron un taxi y Van Bergen dejó a Karelina en la
pensión de Mile. Degroene, donde había reservado una habitación para ella.
Mile. Degroene vivía muy cerca del Jardín Zoológico, en un alto edificio
de estilo muniqués, de hierro, vidrio y cemento; con una serie vertical de
cuartos bajos y anchas ventanas, que cortaba la fachada en bandas paralelas.
El ascensor les condujo al séptimo piso. Una sirvienta joven, de palabra ruda
e incomprensible, les abrió. Penetraron en un comedor pequeño, claro, con
muebles alegres, de color rojo y amarillo, que entonaban muy bien con la
pintura brillante.
Mile. Degroene llegó pocos momentos después; era una mujer de irnos
cincuenta años, una verdadera flamenca por su aspecto: alta, sólida y de
espesa adiposidad. Tenía un rostro terso, nariz corta y respingona y ojos
brillantes y oscuros. Las manos, ágiles, se movían sin cesar. Hablaba con una
voz fina y clara, una voz de niña que contrastaba extrañamente con la
fortaleza de su persona. Al oírla por primera vez, se buscaba instintivamente
en la habitación a la persona que hablaba.
Manifestó inmediatamente que Karelina quedaba bajo su protección.
—¡Luz de mis ojos! ¡Qué señora más joven! ¿Cómo es posible? En fin,
esté tranquilo, se acostumbrará enseguida. Aquí se encontrará muy bien,
¿verdad, señorita?
Desde entonces empleó siempre este diminutivo familiar, «señorita»
(madameken), como si a pesar de toda su buena voluntad no pudiese tomar a
la muchacha completamente en serio.
Karelina pasó un rato en la cocina con ella. Y fue conociendo a las
pensionistas de la casa. Las había que no salían de allí en espera de su
próximo alumbramiento. Hablaban de la patrona y de su clientela. Mile.
Degroene no tenía muy buena reputación. Una de ellas llegó a decir, con
naturalidad, que aquella mujer se dedicaba a cosas que no eran precisamente
la asistencia a los partos. Karelina escuchaba sin decir nada.
Cenaron en el comedorcito que habían visto al entrar.
Karelina no tomó más que café. No se encontraba bien. Tenía prisa por
retirarse a su alcoba. Desde ésta pudo contemplar por la ventana, durante
largo rato y desde aquella altura, cómo se extendía la noche sobre Amberes.
Buscaba con los ojos las calles, los tejados. Le hubiera gustado adivinar a lo
lejos la casa de Domiciano. Supuso que debía estar pensando en ella en

Página 104
aquellos momentos. Y sintió el brusco y vehemente deseo de verle a su lado,
de verle y hablarle. Se acostó, procurando dormir, para abreviar las horas y
encontrar más pronto, con el día, a aquel que esperaba.
Una hora más tarde despertóse llena de angustia con un dolor desconocido
en los riñones. Tuvo miedo por vez primera ante un suceso tan próximo.
Llamó al timbre.
Instantes después llegaba Mile. Degroene, vestida con un salto de cama,
todavía soñolienta, pero sin mal humor, pues estaba acostumbrada a todas
estas molestias. Venía recogiéndose sus cabellos grises y despeinados.
—Esta noche será —dijo.
Todo lo ocurrido después fue una pesadilla, un sufrimiento grosero y
animal.

Van Bergen volvió a la mañana siguiente. El ascensor le dejó en el


séptimo piso. Al entrar recibió el saludo de una mujer que limpiaba los
dorados de la puerta.
Avanzó por el pasillo, sin encontrarse con nadie hasta llegar a la alcoba de
Karelina, con el propósito de darle una sorpresa. Empujó suavemente la
puerta y pudo ver a la joven, ya madre, en medio del lecho, una gran cama de
bronce. Se hallaba con los cabellos sueltos y los ojos entornados.
—Domiciano… —suspiró—. Ya ha venido. Ya está aquí…
Y levantó la ropa que la cubría, mostrando muy junto a ella un ser
minúsculo y viviente que dormía.
Ante la realización del milagro, Domiciano sentía una extraña opresión en
el pecho. Sin decir nada acercóse despacio hasta el lecho. Se dejó caer de
rodillas y hundiendo el rostro entre las sábanas se sintió estremecido por los
sollozos.
Karelina no lloraba; tenía la criatura entre sus brazos, y dulcemente, con
el rostro radiante, acariciando los cabellos de su amante, dijo:
—He aquí, Domiciano, la felicidad que me habías prometido. Ésta es.

Mademoiselle cuidaba al bebé. Cada dos horas iba a la habitación y


tomándolo de brazos de Karelina se lo llevaba para colocarlo sobre sus
rodillas. Era curioso ver estas manos de modeladora de ángeles —capaces de
dar la muerte o la vida—, manejar al bebé, volverle, limpiarle, envolverle en

Página 105
toscos pañales y prenderle imperdibles, todo ello con una ligereza y una
destreza y seguridad admirables…
—Vamos, Poppie… Ya está guapo Poppie.
Con este nombre, «Poppie», bautizó a la pequeña Domiciana. Jugaba con
ella, atrayendo su incierta mirada con los dedos que movía delante de sus
ojos. Después el biberón.
—Buen banquete, Poppie, buen banquete…
Viendo mamar a la niña, la buena mujer soñaba.
—Poppie, Poppie.
La criatura volvía los ojos, dirigiendo su mirada lechosa, de recién nacida,
hacia la voz familiar… Algo muy extraño lucía en estos momentos en los ojos
de mademoiselle.

Fue preciso luchar con los trastornos de la subida de la leche. Los senos
de Karelina se hinchaban, inflamando su garganta, mientras el líquido salía
por los pezones. Karelina no debía criar; la niña iba a ser entregada
inmediatamente a una nodriza. Mademoiselle cuidaba de Karelina, le vendaba
los pechos, espolvoreaba su piel con alcanfor, hacía las tisanas, vigilando
también las subidas de temperatura.
—¡Qué pena me da —murmuraba— tanta leche y tan buena! Es un
crimen, un crimen…
Karelina sufría; le ardían los pechos hinchados, la cabeza aturdida por la
fiebre. La leche no quería retirarse y Karelina, angustiada, lloraba.
—¡Un poco, nada más que un poco, mademoiselle…! Una tetada nada
más, para aliviarme.
—Ya sabe usted que no puede ser —decía mademoiselle—. La pequeña
debe ser llevada inmediatamente a una nodriza… No me lo pida más, me da
pena…
Domiciana dormía en la cama de Karelina. Ésta la cogía a menudo en sus
brazos, para contemplarla, para sentirse madre unos días, antes de que la
nodriza se la quitase. Al apretar a la niña contra su pecho experimentaba más
cruelmente lo que había de incompleto en su abrazo maternal. Prefería no
imaginarse siquiera dando el pecho a la niña, tanto la emocionaba la idea.
Una tarde tuvo el deseo, la necesidad frenética de poner, por lo menos, la
cabecita de la niña sobre su pecho desnudo. Pensaba que sentiría un consuelo
infinito al notar esta mejilla fresca en su carne ardiente; un alivio, un
consuelo… Se quitó las vendas que cubrían sus pechos y dejándolos al

Página 106
descubierto colocó su redonda cabecita sobre su carne. Pero con un brusco
movimiento, al contacto del seno, Poppie, sin saber cómo, se apoderó
vorazmente del pezón. Karelina lanzó un grito de dolor. Estremecióse todo su
ser en tanto notaba el fluir de su leche, abundante, inagotable, entre los labios
de la niña.

A los trece días Karelina salió por primera vez a la calle.


Salió por la tarde con Domiciano y la niña, que quiso llevar ella misma, e
iba despacio, al lado de su amante, con su hija en los brazos, grave y como
penetrada de una especie de orgullo.
Subieron por el muelle Van Dyck, hasta alcanzar la rampa curvilínea que
conduce al paseo. Y como Karelina se sofocaba, se sentaron en un banco. Con
su hija sobre las rodillas, Karelina y su amante contemplaban el río.
El amplio paseo enfrentado a poniente dominaba los muelles. El sol se
ocultaba tras la tierra. El Escalda corría verde, lento y como henchido a esta
hora, en ese vago misterio que aporta a las cosas la llegada de la noche.
A su alrededor deambulaban las gentes de estas tardes de verano. Toda la
ciudad acudía al puerto. Obreros, mujeres y hombres se sentaban en los
bancos, sacando sus vituallas para cenar. Los amantes con sus abrazos, los
niños con sus juegos, a cuatro patas los pequeñines, ensayando bajo la
vigilancia de sus madres algunos pasos vacilantes, componían el cuadro.
Había viejas con sus perritos y mendigos que participaban del yantar.
Racimos humanos a lo largo de los parapetos se inclinaban hacia la fila de
barcos. De toda esta multitud contenta y ociosa, allí reunida para tomar el
fresco junto al río después de las fatigas de la jornada, emanaba una
impresión de fuerza y vitalidad. Era un pueblo vigoroso y fecundo vuelto
hacia el mar, en el que alienta su porvenir.
La pequeña Domiciana se puso a llorar. Karelina, cubriéndose con un
pañuelo, le dio el pecho. En este momento tenía una expresión de felicidad
serena, casi grave, enternecedora. Van Bergen la miraba y se sentía también
feliz en este minuto encantador. Era uno de esos breves instantes en que la
eterna inquietud de vivir cesa, sin que sepamos por qué, y sólo deja en el alma
una especie de suave mansedumbre. Pero como es propio del hombre crearse
problemas cuando no los tiene, Van Bergen, pensando en el porvenir, se
ensombrecía. Karelina le oyó suspirar.
—¿Estás triste, Domiciano?
—No.

Página 107
—¿Te aburres?
—Bien sabes que no, pequeña. Mira. Pienso en que tienes que marcharte,
eso es todo… Y esto me entristece un poco.
—He sido yo quien lo ha querido. Mira, Domiciano, no hubiera podido
confiar nuestra hija a nadie. Ya sé que tendré que dejar Amberes, que no
podría quedarme aquí con la niña. Volveré a Walcheren. Pero ahora ya soy
feliz. Tú vendrás a verme como antes. Y nuestra hija será sólo nuestra. Ya lo
verás, Domiciano, a pesar de todo, aún seremos felices…
Había levantado la cara hacia él, un bello rostro dichoso y tranquilo, que
la maternidad había modelado con finura.
Se quedaron allí largo rato, ante el río, el puerto y Amberes. El sol había
desaparecido hacía tiempo, naufragando sin gloria tras una muralla de nubes
de un gris de hierro, que invadía lentamente el cielo color ópalo, un cielo
vacío y triste. Sobre este melancólico fondo, al Oeste, se divisaba la línea
desnuda de tierras estériles que cubren la ribera izquierda del Escalda. Arriba
y abajo se veía el río ancho y llano, de un verde sombrío, crecido a esta hora
por la marea, y tensos y quejumbrosos los gruesos cables de amarre de los
barcos. Se perdía hacia el sur, a lo lejos, en una amplia curva, en el
crepúsculo. Hacia el Norte se ensanchaba como un brazo de mar, fundiéndose
desmesurado, al nivel de la tierra, en una especie de ligera niebla. Todavía se
divisaban en este fondo grisáceo la maraña fina y densa de los mástiles,
aparejos, maromas y grúas innumerables. Todo esto se desvaneció pronto con
la noche. No quedó ante el paseo más que el río sombrío, los buques
inmóviles, trabados como monstruos, iluminándose con los haces de luz de
sus proyectores. Los pasajeros volvían por la noche. Brillaban los tragaluces
de los camarotes. Tres, cuatro pisos de puentes resplandecían de esta manera,
intensamente iluminados hasta las pasarelas, con una deslumbrante profusión
de bombillas eléctricas. Y sobre el cielo oscuro destacaban las siluetas en luz
amarilla de las altas y anchas chimeneas grises, con franjas rojas o negras.
Aquella noche se marcharon varios barcos. Un steamer japonés para
Yokohama. Un transatlántico alemán para Nueva York. Otros para el Brasil,
el Congo o las Indias. En éstos se trajinaba. Se soltaban amarras, se izaban
pabellones. Una humareda espesa salía sin cesar de las chimeneas. Los
remolcadores, a proa, minúsculos, al lado de la mole de los transatlánticos, se
impacientaban vomitando humo negro. La gente dirigía sus ojos a estos
barcos que se iban. Miraba. Esperaba. Una cierta emoción polarizaba su
curiosidad grave hacia este espectáculo que no cansa jamás y que tiene
incluso para los acostumbrados, algo de nostálgico y sentimental. Un gran

Página 108
café iluminado al final del paseo, lanzaba desde su altavoz oleadas de música
y canciones frívolas y ardientes sobre el tropel de barcos y entre los rumores
nocturnos. El ruido sordo y monótono de un motor a bordo de un navío
añadió algo potente y triste.
La noche había cerrado completamente. Zigzagueaban sobre el río luces
verdes y rojas del palo de un remolcador que, por su chimenea, vomitaba y
escupía fuego. Detrás, una colosal masa flotante, una catedral de luz y
tinieblas: el Wa-tu-Si —veintiséis mil toneladas— dejaba Amberes para
dirigirse a Yokohama. Saludó a la ciudad con un largo clamor de sirena, una
especie de ronquido formidable, que repercutió a lo lejos hasta el campo… En
este momento llegó avanzando hasta los muelles un sonar de campanas, una
música vibrante, ligera y melancólica al mismo tiempo: el carillón de la
catedral de Amberes, como si con esta voz, la antigua y opulenta ciudad
flamenca hubiese querido responder al adiós del gran navío.
Van Bergen se había vuelto hacia levante, hacia la ciudad. Allí estaba,
amplia y viva, alegre bajo la noche. Se desplegaba a la orilla del río con sus
torres, agujas, aquilones y campanarios, primorosa, complicada y medieval.
La torre de la catedral, iluminada a medias, mostraba las líneas negras de las
junturas de sus piedras, apareciendo vagamente blanca sobre el terciopelo de
la noche. Era un contraste de magia.
Van Bergen había cogido una mano de Karelina.
—Mira qué bello es, Karelina —le decía—. Mira…
Contemplaba silenciosamente la ciudad. Así estuvo todavía largo rato. De
nuevo le oyó suspirar Karelina y decir muy bajo, como para sí mismo:
—Durar… Dejar una huella… Es lo que se anhela por encima de todo,
¿no es cierto, pequeña? Yo, es de aquí, de Amberes, de donde espero una
sombra de supervivencia. Sí… Más tarde, dentro, dentro de mucho tiempo,
cuando me haya muerto, las gentes seguirán viniendo a contemplar Amberes
y soñar… Me gustaría, ya ves, que mi nombre, mi recuerdo, estuviera ligado a
estas casas y que los que las viesen, alguna vez me dedicasen un recuerdo…
Ella volvióse hacia él, sacudió la cabeza con un gesto de reproche y le
dijo:
—¿Por qué entristecernos en una noche tan bella, Domiciano? Seamos
felices al menos en este momento_ ¿Para qué pensar más?
Era la eterna rebeldía de la mujer, los celos instintivos de la amada hacia
su rival: la obra.
—Yo ¿no te alegro? ¿No te basto?

Página 109
Él sonrió con toda la indulgencia de su madurez para esta orgullosa e
ingenua juventud.
—Sí, sí, Karelina. Tienes razón, soy un fantástico…
Y como en el fondo comprendía que ella tenía razón, en gran parte y que
captaba, mejor que él, la dura y fría realidad de las cosas, repitió con dulzura:
—Tienes razón… La más bella supervivencia me la has dado tú con
esto… Y ésta es toda la inmortalidad en ti… Dejar en tí mi recuerdo,
Karelina…
Había rodeado con su brazo la espalda de la joven, tan emocionada que no
acertaba a decir palabra. Y él casi creía ser sincero en este momento y llegar a
contentarse con esta felicidad accesible al modelo común de todos los
hombres.

Página 110
Capitulo séptimo
Febrero fue muy riguroso en Walcheren. Un rudo invierno, uno de esos
inviernos como suelen verse en esta parte occidental de Europa, con fuertes
vientos que llegan libremente desde el polo, una nieve espesa, endurecida en
el mismo instante de caer, tenaz, que dura de diez a doce semanas,
congelando el agua de los canales y estanques y cubriendo todo el país de una
corteza de hielo.
Lo que hace aquí tan penoso el frío, es el viento, el viento libre que nada
detiene en su carrera a través del océano, lanzándose sobre la llanura con
terrible violencia.
Este año, cosa rara, se había helado el mar. Un cinturón de témpanos
rodeaba las islas de los estuarios como una extraña barrera. Incluso fue
preciso que actuase un rompehielos a la entrada del pequeño puerto de Veere.
Karelina aguardaba a Domiciano —mejor dicho le «esperaba»—. Era
martes. Y venía algunas veces estos días, cuando su trabajo le dejaba libre
antes del jueves.
Se hallaba en el claro comedorcito de Windhuis, más blanco que de
costumbre porque la nieve que cubría el dique proyectaba en el techo pálidos
reflejos inesperados. Miraba a través de los cristales la larga franja de mar
gris y espumoso bajo el azote del viento. Y en cuanto veía una vela en el
horizonte trataba de reconocer la conocida silueta del Zeemeeuw enfilando el
canal de Veere.
A su lado estaba la cuna en que dormía la pequeña Domiciana. Con el pie
la mecía. En toda esta casita de orillas del Ooster Schelde no se escuchaba
más ruido que el monótono balanceo, ligero y rítmico, de la cuna.
Karelina se aburría. Esta mar brava, este cielo más áspero al acercarse la
noche, eran muy tristes. Veía como al pie del dique, plantado de una triple
hilera de cortas y erizadas estacas, las grandes olas con salvajes crines blancas
arremetían contra los bloques de hielo, lanzando espumas e introduciéndose
en las cavernas con sordas y lejanas explosiones. El hielo crujía en algunas
partes, chascando como madera seca, o bien chocaba un bloque contra otro
con siniestros gemidos. Por un instante el mar se retiraba, hasta el próximo
asalto, dejando al descubierto las estacas como una erección de dientes
blancos y rotos entre los cuales se quedaban, como lanas arrancadas de un
vellón, jirones de algas verdes y copos de espuma.

Página 111
Karelina había pasado todo el invierno en Windhuis. Vino con la niña a su
salida de casa de Mile. Degroene. Y vivía feliz, con sólo las visitas de
Domiciano, que llegaba de ordinario los jueves para irse los sábados, y la
compañía intermitente de María van Oostland. Ésta la frecuentaba todas las
mañanas o bien le enviaba sus hijas. La pequeña Domiciana iba creciendo. Ya
tenía seis meses, y acaparaba todos los minutos de Karelina.
Hoy ya no vendría Domiciano. Tras una última ojeada al mar, Karelina,
suspirando, se levantó para cerrar las puertas y ventanas porque ya se hacía de
noche. De pronto se le ocurrió una idea. Se acordó de que el Zeemeeuw
llegaba a veces demasiado pronto y tenía que esperar una hora o más ante la
esclusa de Veere, a que subiese la marea. ¿Quién sabe si no había pasado ya,
antes de que Karelina saliese a la ventana? La marea no estaba alta todavía.
Karelina, inclinándose, vio que el nivel del agua marcaba aún un metro más
bajo de la raya negra que señalaba el máximo: lo menos tendría que esperar
todavía una hora. Y si Domiciano estaba allí, contando el camino que tenía
que hacer a pie desde Veere, no llegaría antes de dos horas largas.
Karelina vaciló unos segundos, decidiéndose después. Se puso un chal y
una capa, envolvió a la niña en una amplia toquilla y salió.
Había, un poco antes de llegar a Veere, un cerro sobre el dique, desde lo
alto del cual se distinguía el puerto y el pequeño golfo que forma allí el
Ooster Schelde, hasta las islas de Beveland y de Schouwen.
Karelina atravesó el jardín y siguió el largo camino del dique endurecido
por la nieve, con el mar a la izquierda y a la derecha los campos acuchillados
por el viento.
Hacía mucho frío. Karelina iba deprisa para regresar antes que se hiciera
de noche. Como Domiciana pesaba mucho y hasta le daba calor, al llegar al
cerro se detuvo vacilante y tan rudamente empujada por el cierzo que tuvo
que echarse hacia atrás para guardar el equilibrio. Desde allí divisaba Veere,
un pueblecito negro y blanco bajo la nieve, como bajo una pesada manta de
algodón, con humeantes chimeneas y ventanas enrojecidas a ras de tierra,
cubiertas de blanco. El campanario, un viejo campanario de aguja cupular,
cubierto de cinc emblanquecido por el aire salino, se erguía sobre toda esta
calma. Ninguna barca a la vista. Más cerca, entre el pueblo y el dique en que
Karelina se encontraba, había una serie de praderas cruzadas por senderos
negros, invadidos bajo la hierba por un agua vítrea con pálidos reflejos de
acero.
Un molino grande y nuevo, de pizarra, con su torre redonda color tiza y
enormes alas oscuras horadadas, que giraban en la tarde, hacía pensar, sin

Página 112
saber por qué, en una inmensa criatura viva. Al pie del molino descendía un
camino en pendiente. Allí, sobre la nieve, figurillas embozadas, ¿chicos o
chicas?, con gruesos zuecos, el gorro hasta las orejas y la bufanda al viento,
jugaban a patinar, empujando cajones y pequeños trineos. Todo ello sobre un
foro extraordinario, un foro de nieve blanca teñida de malva, en el crepúsculo,
matizada con tonos que ninguna imaginación sabría concebir. Evocaban con
fuerza los cuadros de Breughel, el humorista: patinadores con nariz
amoratada, envueltos en sus bufandas, las casas agazapadas en la nieve,
humeantes y encendidas por los fuegos rojos de la tarde.
Karelina, un poco triste, había retrocedido. Volvía a Windhuis, ahora sin
prisa, luchando contra el viento. La noche avanzaba. Windhuis, con sus
álamos rectos y esbeltos, no era más que la sombra de una mancha. Karelina
estaba ya cerca cuando resonaron detrás de ella unos pasos sobre la nieve. Se
volvió. Una silueta rápida se aproximaba. Era un hombre muy alto. Andaba
tan deprisa que parecía correr. Venía derecho a ella.
Tuvo un presentimiento brutal. Sin motivo alguno, dio media vuelta y
echó a correr hacia Windhuis. Llegó a trescientos metros de la casa. Corrió
todo lo que pudo, pero el suelo estaba resbaladizo y la pequeña la estorbaba
para la marcha. Detrás de ella los pasos se acercaron más. Sudorosa, con los
brazos temblorosos, tuvo la impresión de vivir una pesadilla. Volvió la
cabeza. El hombre se hallaba a cincuenta pasos. Una corazonada la hizo
avanzar de un salto. Alcanzó la puerta del jardín, la abrió y echó a correr por
la senda hacia la casa. Un momento después se encontraba en la cocina, casi
sin aliento, aniquilada, derrumbada en una silla y medio muerta de espanto.
Recobrados algunos ánimos, pudo levantarse e ir a mirar por detrás de los
visillos. En el camino, la figura, quieta, parecía indecisa.
No pudo reprimir un grito de desesperación.
—¡Es él! ¡Es él!
Y lanzó a su alrededor una mirada alocada, buscando alguna protección.
Nada. Estaba completamente sola.
Gomar Joens, permaneció todavía un momento en la carretera
escudriñando los alrededores con cautela. Luego, decidiéndose, empujó la
puerta y entró en el jardín.
Al dar la vuelta a la casa pasó por delante de la ventana de Karelina, tan
cerca que instintivamente ella se echó hacia atrás. Se detuvo en la puerta del
corredor. Llamó. Paróse ante la puerta de la cocina e hizo girar en vano el
picaporte, golpeando con los nudillos, blasfemando.

Página 113
De pronto, a través de los cristales de la ventana, Karelina vio su rostro
muy cerca. En la vio también, dibujándose en sus labios una sonrisa siniestra;
de un puñetazo rompió el cristal; luego metió la mano para agarrar la falleba y
de un salto se plantó en la cocina, frente a Karelina.
No dijo nada. No parecía preocuparse de Karelina, como si, seguro de que
ella no podía hacer nada, la tuviese a su merced, dominada de nuevo por el
terror de otros días. Abrió la puerta del vestíbulo y se puso a escuchar por la
escalera, sin oír nada; luego pasó al comedor, que estuvo mirando hasta que,
ya seguro, se sentó en la silla que había ocupado Karelina, pasándose la
lengua por su mano ensangrentada. De vez en cuando levantaba los ojos hacia
su mujer, sin pronunciar una palabra.
De repente vio la cuna detrás de él, en un rincón. Se levantó y
acercándose alzó la colcha que cubría el rostro de la niña, contemplándola.
Después miró de nuevo a Karelina, sin más que una risa muda, y dio tres
pasos por la habitación, encogiéndose de hombros. Por fin dijo a su mujer:
—Arréglate.
Ella seguía quieta, atontada delante de él.
—¡Arréglate! —repitió.
Karelina continuaba inmóvil. Él frunció el entrecejo de una manera
terrible; tomó una capa que había encima de una silla y se la tiró a su mujer
con aire tan decidido que ella la cogió.
—¿Qué quieres de mí? —murmuró.
—Nada. Llevarte. Tomar esta tarde la barca para Zierickzee. Salir para
Rotterdam. ¿No te gusta? El otro ya irá a buscarte… A ver si es capaz de
encontrarte… Karelina hizo un gesto de rebeldía.
—¡Vamos, pronto!
—No me iré de aquí.
—Te irás.
—No me iré.
Karelina ya no tenía miedo.
—Me matarás si quieres, pero no me iré. Prefiero que me mates.
—No soy tan tonto. ¿Matarte? Lo puedo hacer enseguida, cuando quiera.
Al otro, en Amberes, lo he tenido diez veces encañonado… Pero no… Os
quiero fastidiar. Después de dos años, me ha llegado a mí la vez. Ya verás lo
bien que lo hago. Vas a venir conmigo. No volverás más aquí. Y jamás
volverás a verle. Eres mía y no te dejaré.
La vio decidida a resistir.

Página 114
—Si no vienes conmigo inmediatamente —continuó— te juro, ¡rayo de
Dios!, que cojo a este crío y lo tiro contra el dique.
—¡Gomar! —gritó ella—. ¡Gomar!
Y dio un paso hacia la cuna.
—Entonces ¿te decides?
Ella se puso de rodillas.
—¡Gomar! ¡Déjame, déjame, por piedad!
Se arrastraba a sus pies.
—¡Gomar, te lo suplico, déjame…!
Le tomó su mano mojándola en lágrimas.
—¡Mala hembra! —dijo él.
Y de un empujón la rechazó, tirándola sobre la alfombra, donde quedó
tendida llorando.
—¡Levántate! —y la empujaba con el pie.
Karelina tuvo que incorporarse, mientras él le echaba un chal sobre los
hombros.
—Deprisa. ¡Dios! Tu crío.
Ella le miraba, alelada.
—¿No comprendes? ¿Será necesario que se le arregle también? Pues bien,
pronto se hace.
La madre corrió a la cuna antes que él, y, cogiendo a la pequeña, la
envolvió en una manta, sollozando.
—En marcha —dijo Gomar, abriendo la puerta a las tinieblas de la noche.
Karelina tuvo un último movimiento de rebeldía y desesperación.
—¡No quiero ir! ¡No quiero! ¡Mátanos!
Pero el otro la sacó fuera de un empellón.
Tomaron el camino de Veere. Karelina andaba como una sonámbula.
Detrás de ella, Gomar iba diciendo:
—Se toma el barco de Veere para Zierickzee. Allí el tren a Bergen y
Rotterdam. No intentes escaparte o cojo la cría y la estrangulo como a un
pichón. Ten mucho cuidado. Procura que pasemos inadvertidos.
Ella caminaba sin responder. Él iba detrás.
—No creas que está muy lejos Rotterdam. Estate tranquila, no estaremos
allí mucho tiempo. Tengo una colocación para los dos; tú para cuidar la ropa
y yo de stewart en el Princesa Cecilia, que hace la ruta de las Antillas. Una
vez en América, veremos si nos vamos más lejos o si te quedas tranquila. He
pensado en todo.

Página 115
Ella no decía nada. Avanzaba trabajosamente en la noche, sobre la nieve
escurridiza. El camino le parecía interminable. Ni siquiera se daba cuenta de
adónde iba.
—Hace dos años que esperaba esto. Me hubieras encontrado antes si no
hubiera tenido que estar ocho meses entre rejas… ¡Ejem! ¿Creías que ibas a
vivir en paz? ¿Quién diablos iba a pensar en venir a buscarte a Walcheren?
¡Pobre cordera, si supieras lo fácil que ha sido! No he tenido más que espiar a
tu protector, él mismo me ha enseñado el camino. ¡Qué bien vivíais los dos en
familia…! Palabra que me regocijaba. Ha habido veces que, incluso, he
estado a punto de envidiaros. Vamos, muévete, o no llegaremos a la barca.
Llegaron a Veere. Gomar cogió a Karelina por el brazo.
—Quieta.
Fijó sobre ella una mirada dura.
—Vamos a atravesar el pueblo. Tengo una pistola en el bolsillo. Irás a mi
lado. Si dices una sola palabra, si mueves una pata… la cría primero…
¿Comprendido? Anda. Y pórtate bien…
Entraron en el pueblo, débilmente iluminado por algunos mecheros de gas
y los escaparates de una o dos tiendas. Hacía demasiado frío para que hubiese
nadie en la calle. Se acercaron al puerto siguiendo la callejuela en que vivían
los Van Oostland. Pronto pasarían delante de su casa.
Los Van Oostland…
Insensiblemente Karelina empezó a cruzar la calle, como si fuera natural
atravesarla para ir al puerto. Gomar no desconfiaba. Bruscamente, Karelina
dio media vuelta y echó a correr.
Él se volvió. Vio que se precipitaba en el patio de una casa. Corriendo
detrás de ella, traspuso la puerta y penetró en la casa. De un salto se plantó en
una cocinita limpia y alegre, iluminada por un gran quinqué de petróleo, de
cobre amarillo y cristal de color. Tres o cuatro personas cenaban.
—¡María! ¡María! ¡Socorro! —gritó Karelina desesperadamente.
Todos se levantaron al oír sus gritos. Gomar, loco de rabia, buscaba su
revólver. Pero la recia María era una mujer valiente. Sin duda supo adivinarlo
todo en un instante, y abalanzándose sobre el hombre le dio un terrible golpe
que le hizo tambalearse. Y Jooris, el hijo mayor, le arrojó el quinqué en pleno
rostro, mientras que, por la puerta abierta, María gritaba en la noche:
—Brand! Brand! Help! ¡Socorro! ¡Fuego!
Gomar, rociado de petróleo y asaltado en la penumbra, había logrado asir
a Jooris. Ambos rodaron por tierra. Pero el joven era ágil y pudo escapar a su

Página 116
adversario, sobre la cabeza del cual María, por detrás, armada de un zueco, le
golpeaba con fuerza dando terribles alaridos de:
—Help! Help!
Acudió gente y Gomar comprendió que la partida estaba perdida. Iban a
rodearle, a prenderle. Descargando un revés a la magnífica María, que volvía
a la carga, ganó el jardín y desapareció en la noche.

Página 117
Capítulo octavo
Van bergen llegó el jueves por la tarde como de costumbre. Karelina le
aguardaba en Veere, porque se había quedado en casa de María, no
atreviéndose a volver sola a Windhuis.
Nadie volvió a ver a Gomar. No se sabía si había vuelto a Milddelburg,
Flesinga o al continente, o si se ocultaba en el país. En todo caso, nadie tenía
la menor noticia y se estaba seguro también de que no había ido a Veere a
tomar la barca para las islas de Beveland o de Schouwen.
Apenas llegó Van Bergen, se ocupó por sí mismo de buscarle con José
van Oostland y su hijo Jooris. Recorrieron todas las alquerías de los
alrededores, preguntando a los campesinos. Nadie recordaba haber albergado
a ningún forastero cuyas señas correspondiesen con las de Gomar.
En Veere no había hoteles, sino sólo una posada y algunos cafetines cuyos
dueños conocían tan bien a los Van Oostland como a Van Bergen; todos
manifestaron no haber visto nada.
En esta estación del año, con un frío tan intenso, en un país empapado por
el deshielo, un forastero no puede vivir como un lobo, solo, sin albergue, ni
comida.
Se dio como cierto que Gomar, a pie o en autobús, había regresado a
Middelburg.
—Pero puede volver —decía Karelina—. Middelburg no está lejos.
—¿Para qué quieres que vuelva? —objetaba Van Bergen—. Si quisiera
volver no se hubiera ido. No, tranquilízate, ahora está al otro lado del Escalda,
en Breskens o Terneuzen o mucho más allá. Pero para estar más seguro,
cuando me vaya, el sábado, me informaré en la barca. Un mocetón como
Gomar no pasará inadvertido. A los marineros, a algún guarda, les habrá
chocado.
—Es igual —decía Karelina—, no estoy tranquila. Ahora que sabe dónde
estamos, volverá, Domiciano, ya lo verás.
—Pero yo no quiero que te quedes aquí, pequeña. En cuanto llegue a
Amberes te buscaré algún alojamiento en nuestro barrio, cerca de casa.
Únicamente procurarás no exhibirte demasiado. Eso es todo.
—Pero yo no puedo esperar. Domiciano. Me voy a morir de miedo si
tengo que quedarme aquí sola en Windhuis. No, no, me voy contigo. Ya
encontraremos algún sitio donde quedarme en Amberes.

Página 118
—No se trata de que te quedes sola en Windhuis. Yo hablaré con los Van
Oostland para que Jooris te acompañe por la noche. Un buen perro, un
revólver… No creo que te dé miedo. O mira, también puedo decir a María
que desde que yo me vaya te quedes en su casa.
Allí puedes estar algunos días hasta que yo venga. Creo que ya estarás
tranquila.
—Preferiría irme contigo.
—Vamos, vamos, sé razonable, dos o tres días, el tiempo que tardó en
encontrarte una habitación no es cosa del otro mundo… Tienes que ser
razonable, Karelina…
Pero ella continuaba nerviosa. El día en que él se fue, estuvo llorando toda
la mañana. No tuvo más remedio que prometerle que volvería a los dos días y
que se iría con ella en el Zeemeeuw a Amberes, hubiese o no encontrado
alojamiento.
Se fue antes de que cerrase la noche. María y José estaban en Windhuis
para, cuando él se fuera, llevarse a Karelina con ellos hasta su vuelta.
Quiso acompañarle un rato. Fueron juntos cerca de un kilómetro a lo largo
del dique bajo, al oeste de Windhuis. Van Bergen había dejado el Zeemeeuw
en una playa del norte de Wrouvenpolder.
—No tardarás mucho ¿verdad? —preguntaba Karelina.
—No, pequeña, dos o tres días lo más…
—¿Por qué no has querido que me vaya contigo?
¡Me hubiera gustado tanto!
—Comprenderás que eso no podía ser. Nuestra chiquita en el cuarto de un
hotel… Vamos… ¿Tanto miedo tienes?
—Sí, no sé por qué creo que me va a ocurrir una desgracia, algo
horrible…
Van Bergen miró a Karelina, que tenía los ojos llenos de lágrimas. La
abrazó.
—¡Cuánto sufres! Me haces dudar…
Y era verdad que vacilaba al verla tan débil y asustada, pero dijo:
—No, no, eso no tiene sentido. Vamos, Karelina, un poco más de valor.
Tantas veces lo has tenido; ya debes estar acostumbrada…
—Nunca lo he necesitado tanto como ahora, para dejarte marchar esta
noche… Tengo miedo por ti.
—¡Miedo! —dijo él, riendo—. Bueno, olvida todas esas fantasías. El
martes por la tarde volverás a verme. Y te raptaré en mi Zeemeeuw, mi fiel y
vieja gaviota. Tres días. Como Colón, sólo te pido tres días. Cuida bien a la

Página 119
pequeña. Ahora, un beso y enseguida a Windhuis, querida mía. Ya es de
noche.
Una vez más se arrojó ella a sus brazos, con pasión. Él, extrañamente
emocionado, puso un fervor singular en el beso que le dio.
Todavía se volvió de lejos otra vez, para mirarla, mientras ella seguía por
el dique como una tenue silueta y se volvía también, para agitar su pañuelo
blanco. Van Bergen le contestó con la mano, involuntariamente melancólico.
Se alejaba a buen paso. El dique parecía penetrar en la tierra. Seguía luego
por un solitario arenal en donde, a pesar del deshielo se veían todavía trozos
de nieve helada. A distancia se veía la línea rojiza de un bosque. Llegó a él.
Era un bosque de árboles retorcidos, bajos y achaparrados. Un lugar que le
habría gustado frecuentar con Karelina.
Domiciano entró en un sendero del bosque, un camino estrecho, solitario
y perdido. La noche le cubría de sombra.
Por todas partes se veía una vegetación salvaje; árboles desnudos y
siniestros que tendían al cielo sus muñones. Dos largos surcos paralelos,
llenos de lodo, el rastro dejado por los aldeanos, llegaban hasta el mar,
perdiéndose en la lejanía. Todo era muy Ruysdael con su selvática grandeza.
Van Bergen marchaba soñadoramente. Le asediaba una melancolía, una
irracional inquietud, como un presentimiento, como si la certidumbre de
Karelina le hubiese contagiado.
El camino subía por las dunas, llegando a la cima para descender luego
por la otra vertiente. Al llegar a lo alto, Van Bergen se detuvo para abarcar
con una sola mirada el mar y una vasta extensión de costa baja, color amarillo
pálido, más allá del valle. El Zeemeeuw esperaba, con su casco negro y
redondo y su mástil de proa, oscuro, de bola blanca; la marea le hacía
balancearse. El mar alto, sin límites, inmenso, parecía sangrar con un
resplandor rojo por la puesta del sol. Un viento del infinito, rudo vendaval
marino, cantando monótono y desesperado, sacudía entre las blancuzcas
arenas algunos ramajes secos y endurecidos. En presencia de esta soledad, de
esta playa desierta, tan cerca de los hombres y tan evocadora del pasado, no
se podía por menos de pensar en la trágica incertidumbre de la aventura
humana…
Van Bergen se sentó sobre un ribazo. Pensaba en la muerte, mirándola de
frente, pero temeroso por los que dejaba. Karelina y la niña, ¿qué suerte les
estaría reservada cuando él desapareciese? La soledad, la miseria y la
humillación. ¡Qué terrible peso sobre sus hombros el de esta responsabilidad!

Página 120
Se sentía muy frágil en estos seres queridos. Después, una idea rápida,
consoladora y luminosa como una esperanza, acudió a él.
«Wilfrida».
Repitió este nombre en voz baja, para sí mismo. Al pronunciarlo
recordaba más intensamente el dulce rostro melancólico de aquella criatura
amada a quien él había sacrificado y que, sin embargo, fue siempre toda
caridad y amor…
¡Wilfrida! Estaba seguro de ella. La veía tal como era, delicada hasta el
exceso y de una nobleza y generosidad infinitas, capaz de sacrificios
sobrehumanos… Mentalmente, le confió la suerte de aquellos inocentes. Se
los entregó en un impulso de confianza ciega, absoluta. Ella no se daría
cuenta jamás de hasta qué punto la había amado y de todo lo que él veía en
ella de abnegación sencilla, grande y espontánea. En este momento le dedicó
con todas las fuerzas de su alma un mudo y férvido homenaje de fe y de amor.
Enjugándose los ojos, se levantó para reanudar la marcha. El sendero
bajaba por las dunas hacia el mar y el Zeemeeuw. Van Bergen iba con la
cabeza baja. No pudo ver, hasta que estuvo cerca, una forma negra apoyada
en un árbol, que le esperaba. Este bulto se separó de pronto del árbol y se
puso en medio del camino. Era Gomar.
No dijo una palabra. Tendió hacia Van Bergen su puño que empuñaba un
objeto corto y macizo de acero, negro. Transcurrió un segundo, el tiempo
justo para que Van Bergen comprendiese que iba a morir.
El ruido del disparo ahuyentó a las gaviotas de las dunas, que levantaron
el vuelo.
Van Bergen se llevó las manos al pecho, dando todavía algunos pasos
vacilantes.
Cayó primero de rodillas, luego de bruces contra el suelo.

Página 121
Capitulo noveno
Gomar huyó hacia Domburg.
La costa Norte de la isla de Walchere forma una larga curva en
semicírculo. En los extremos de éste se encuentran Veere al Este y Domburg
al Oeste, hallándose casi en medio de esta curva, pero algunos kilómetros
hacia el interior, los pueblos de Wrouvenpolder y Oostkappelle.
Es un país de diques, de dunas y de bosques.
De la isla de Walcheren se sale por dos puertas: al Sur, Flesinga y al
Norte, Veere. Desde aquí los barcos comunican Walcheren con las otras islas
y el continente.
El proyecto de Gomar era seguir en dirección Oeste para llegar a
Domburg, porque pensaba que por este lado no le buscarían. El puerto de
Veere, al Este, era el más próximo para salir de la isla, y creerían que se había
refugiado en él.
Desde Domburg pasaría al centro de la isla y a Middelburg, y de allí, en
tren o taxi, llegaría en pocos minutos a Flesinga, donde a falta de la barca de
servicio, que no era prudente tomar, puede que encontrase una de pesca que le
llevase a Terneuzen o a Breskens, en el continente.
Iba en bicicleta, una bicicleta de alquiler que había escondido en un
matorral. Pedaleaba por el bosque trabajosamente, pues las ruedas se hundían
en la arena. Tuvo que apearse y caminar a pie un rato. Al fin encontró un
camino practicable, una vereda pavimentada y bastante ancha para él.
El bosque se iba haciendo más claro, menos salvaje, hasta convertirse casi
en un parque. A trechos pudo observar Gomar unos pequeños mapas
protegidos por cristales y colocados en postes que informaban al pasajero,
esquemáticamente, sobre las rutas del país. Desembocó en una carretera
ancha, recta, roja, bordeada de chalets y de villas, que conducía directamente
a Dornburg. Al llegar allí se bajó otra vez de la bicicleta y fue a pie hasta el
mar, un mar bravío y blanco de espuma, recortado por hileras de estacas
paralelas que servían de rompeolas. Terminaba el día. En la playa no había
nadie. En las dunas, a cien pasos de él, alzábase la redonda y ancha silueta de
un faro, cubierto con un tejado plano, vagamente parecido a una seta enorme.
Volvió hacia el pueblo desierto, una pequeña estación balnearia vacía y
muerta en esta época invernal. Hacía mucho viento. En las casas no se veía a
nadie. Las ventanas tenían los postigos cerrados. Un gato solitario maullaba

Página 122
en un portal. Gomar no quiso preguntar por el camino de Middelburg, para
que no se fijasen en él. Era mejor no dejar rastro de su paso. Pensando en esto
se acordó de que tenía en el bolsillo un mapa del país. En la casa donde había
alquilado la bicicleta, el alquilador le había dado, como a todos los clientes,
un mapa-prospecto, una tarjeta que a un lado tenía el nombre y la dirección
del establecimiento y en el otro un gráfico con los itinerarios de la isla de
Walcheren. Incluso le había recomendado particularmente la carretera Norte,
de Veere a Domburg, como la más pintoresca.
Gomar encontró el mapa y al salir del pueblo estuvo examinándolo.
Debía de estar, calculaba, a dieciocho kilómetros de Middelburg. La
carretera principal pasaba por Oostkappelle y Seroeskerke. Pero se podía ir
también a Middelburg, más directamente, por un atajo que ofrecía la ventaja
de no atravesar ningún poblado.
«Éste es el que me conviene», pensó Gomar.
Examinó el paraje. Tenía ante sí una extensa llanura en la que se veían
una casa de labor e hileras de tilos y de sauces encrespados que obstruían el
horizonte. Muy a lo lejos pudo aún distinguir un elevado campanario
rematado por un aguilón en forma de cebolla. Pero Gomar no estaba seguro
de que fuera el de Middelburg. Era, en efecto, parecido a la torre de Veere.
Pero como ambos pueblos se encontraban hada el Este y la distancia
aproximada entre ellos era de unos doce kilómetros no había modo de
identificarlos.
Se hallaba Gomar en este punto de sus perplejidades, cuando advirtió
detrás de él a un grupo de holandesas en bicicleta. Pasaron de largo, mientras
Gomar, prudentemente, se bajaba de la máquina, fingiendo que se ataba un
zapato, para no ser visto. Se alejaron. Cuando estuvieron a cien metros, saltó
de nuevo sobre la bicicleta. Fue siguiéndolas. Era probable que fuesen a
Middelburg, pero en todo caso le servirían de guía hasta algún lugar propicio,
donde él se iría por su lado. Un viento fuerte las azotaba de través
empujándolas en su marcha regular y moderada. Entre los árboles, en las
revueltas del camino, veía aparecer y desaparecer sus cofias blancas. Por su
parte, guardaba una distancia prudencial para no ser advertido… Se hizo de
noche y dejó de ver otra cosa que no fuesen las luces de los faros que las
ciclistas habían encendido. Gomar, que iba con su faro apagado, se echó a un
lado de la carretera al observar que otro ciclista venía en dirección contraria…
Gomar no quería que le viesen. Cuando reanudó la marcha, las luces
habían desaparecido. Soltó una blasfemia y volvió a montar. Era una noche
sin luna. La oscuridad le hizo caer dos veces, hasta que por fin llegó a las

Página 123
primeras casas de una aldea. Decidióse, luego de pensarlo un momento, a
llamar a una casa. Con la gorra encasquetada hasta los ojos, llamó a una
puerta. Salió a abrirle una mujer.
—Señora, ¿cómo se llama este pueblo?
—¿Este pueblo?
Parecía no comprender lo que se le preguntaba.
—Por favor, ¿no es esto Poppendamme? Me he extraviado…
—Es Wrouvenpolder —dijo la mujer.
—¿Cómo? ¿Wrouvenpolder?
—Sí, sí, Wrouvenpolder.
Inquieta de pronto, la mujer fue a cerrar la puerta, pero él, con el pie
apoyado en el quicio, lo impedía.
—Señora… señora ¿cuál es el camino de Middelburg?
La mujer con un rápido golpe de zueco rechazó el pie de Gomar y le cerró
la puerta en las narices.
—God Verdoeme! —juró Gomar.
Se había equivocado de camino, dando una vuelta en redondo, y se
encontraba a dos kilómetros del punto de partida.
A Veere no podía ir. Es donde primero le buscarían. Volver a Domburg
era tropezar con el mismo problema y volver a perderse, como le acababa de
suceder. Al Sur estaba Middelburg. Pero ¿cómo acertar con él, de noche, a
través de aquel laberinto de caminos? Al Norte… Al Norte estaba el mar y…
El corazón le palpitaba con violencia.
—Es necesario salir de esta situación, y pronto —se dijo.
Tuvo una ocurrencia; la barca de Van Bergen. Allí estaba, muy cerca…
Sin embargo, no se atrevía a hacerlo. ¿Y si se había descubierto ya el
cadáver? ¿Si iba a dar de manos a boca con la policía? A lo mejor no lograba
poner en marcha el motor.
Reflexionaba, razonaba. ¿Quién diablos iba a pasar por aquel rincón
ignorado para encontrar el cadáver? Y, desde luego, aquí o allá, suponiendo
que el crimen se hubiera descubierto, el peligro para él era el mismo. La
distancia era corta: dos kilómetros.
«Por el contrario —meditaba—. Cuanto más cerca esté, menos
sospecharán. En cuanto al barco… al fin un motor, es un motor. Me iré en él.
Todo menos dejarse coger como una rata».
Resuelto a realizar lo que pensaba y afrontando el viento Noroeste, se
dirigió al Norte a campo traviesa, hacia la costa. No podía fallar.

Página 124
Fue una marcha terrible en medio de una noche de tinta. Gomar,
arrastrando la bicicleta que le estorbaba, saltando arroyos, setos, cercas, entre
resbalones y caídas, blasfemando sin cesar, irritado contra todos los
obstáculos que le agotaban, seguía su camino. No quería abandonar la
bicicleta por miedo a que revelase su pista.
La maleza le hería, caía en los hoyos, sudoroso, jadeante, fatigado. Desde
que llegó a Walcheren, tres noches antes, sólo había dormido a la intemperie,
en los bosques, sin apenas haber probado alimento.
El Norte, siempre el Norte. Jamás había visto un país semejante, lleno de
cercas, de bosques y de hoyos. Atravesaba jardines grandes, extensiones de
campos de labor, arenales estériles, fincas particulares. Tenía los brazos
entumecidos a fuerza de lanzar su bicicleta por encima de los obstáculos. Se
sentía colérico contra esta estúpida máquina. La hubiera roto de buena gana si
hubiese podido ocultar los pedazos. Por último no pudo más y la abandonó.
Era preciso, fuera como fuese, ganar la costa, encontrar el barco y huir. Si
no se alejaba de Walcheren antes de amanecer, estaba perdido.
Experimentó una vez más la angustia de sentirse perseguido como una
fiera en una cacería. Al llegar a las dunas atravesó un bosquecillo que no pudo
reconocer. Y súbitamente se encontró ante un sendero que descendía hacia el
mar, ya muy cercano. El lugar era tan parecido a aquel otro en que había
esperado a Van Bergen que se estremeció, sobrecogido repentinamente por el
miedo estúpido de encontrarse con el cadáver.
Miró. Nada. Bajó hacia el mar: la playa se extendía ante él, negra y
desierta. Ningún barco. ¿Dónde estaba el Zeemeeuw? ¿A la derecha? ¿A la
izquierda?
Gomar dudaba, desorientado, perdido. Era terriblemente expuesto
permanecer en esta playa desnuda, abierta a todos los vientos. Tenía la
impresión de que le espiaban desde todas partes.
Instintivamente dirigió una mirada a su alrededor. La idea de continuar
mucho tiempo en esta playa, en busca del Zeemeeuw, le estremecía de
espanto. La noche era negra. Pero parecía arrastrarse hasta aquí una claridad
difusa que destacaba el cielo por encima de la línea sombría del mar. Desde
las dunas la figura de Gomar debía ser visible sobre este fondo pálido… Y,
sobre todo, aquel cadáver del que estaba tan próximo…
De nuevo miró a su alrededor con gran inquietud. Nada.
Las olas, suavemente temblorosas, llegaban hasta sus pies. Gomar,
agachándose empapó su pañuelo en agua salada para refrescar su frente. Al
incorporarse observó a lo lejos dos siluetas negras que se acercaban.

Página 125
—¡Descubierto! —pensó.
Era probable que no fuesen más que unos pescadores. Quedóse inmóvil,
de pie. Los hombres avanzaban. Pudo ver que al llegar cerca de él se
separaron como para rodearle. Se dio cuenta y echó a correr hacia las dunas.
Detrás de él sonaron silbidos.
En el bosquecillo, Gomar se detuvo. Metió en su revólver un cargador con
ocho balas. Todavía le quedaban cuatro cargadores más en el bolsillo.
Volvió a internarse en el campo. Corría para llegar a la llanura. Si se
paraba un momento oía correr detrás de él.
Pronto llegó a las landas.
Siguió una larga zanja. Se hallaba en una especie de foso. Y como se
parase de nuevo, llegaron hasta él, ahora del Sur, voces de hombres y
ladridos. Le cercaban.
Dejándose caer en la zanja, esperó.
Por el Norte venía un grupo de hombres desplegados en forma de abanico,
precedidos por perros… Los veía mal; era imposible disparar en esta
oscuridad. De repente brilló una luz. Uno de los hombres había encendido una
linterna de bolsillo. Gomar, lentamente, con el cañón del revólver apoyado en
su mano izquierda cerrada, para asegurar el tiro, apuntó. La detonación fue
enorme.
La luz había desaparecido y allá lejos se oyeron silbidos y rumores. Dos o
tres siluetas se destacaron precisas. El revólver de Gomar volvió a sonar. Le
respondieron otros tiros disparados contra él, al azar. Empezó a apasionarse
por la lucha, olvidando que se estaba jugando la vida.
Durante largo rato, pareció que le dejaban tranquilo. Dos o tres veces vio
pasar luces. Vigilaba también hacia el Sur. Pero por este lado sólo se oía, de
tiempo en tiempo, un breve silbido cuyo significado no acertaba.
Se iba corriendo a lo largo de la zanja, para despistar. Le pareció que
habían renunciado a atacarle de noche. Su situación de día sería insostenible.
A toda costa era necesario romper el cerco. Para eso no tenía más que un
recurso: seguir por dentro de la zanja lo más lejos posible. Puede que llegara a
trasponer la línea del asedio. Una vez libre y con tierra por delante, ya vería.
Su salvación estribaba en llegar a Middelburg y Flesinga.
La esperanza volvió al corazón de Gomar al pensar en esta posibilidad de
salvación. Arrastrándose por la hierba, iba por el fondo de la zanja. Empezaba
a incorporarse cuando oyó pasos, un rumor delante de él, por la parte Norte.
Levantó la cabeza. Vio sombras que se agitaban, luces que iban y venían. Un

Página 126
poco al azar disparó sobre ellas. No distinguía bien. Supuso que trataban de
llamar su atención por aquel lado.
Bruscamente, detrás de sí oyó un galope, un ruido apagado y rápido.
Apenas tuvo tiempo de volverse. Tres perros enormes cayeron sobre él. Le
atacaron por detrás. Un perro le apresó por el brazo. Otro, saltándole a la
espalda, le atenazó la nuca. Gomar exhaló un gemido y cayó de rodillas. Un
tercer perro intentaba alcanzarle el rostro para darle un zarpazo. Gomar caído
de espaldas, todavía procuraba defenderse con el brazo izquierdo contra el
animal. En su mano derecha esgrimía siempre el revólver. Hizo un esfuerzo
desesperado y levantó el brazo derecho, del cual colgaba el perro, enganchado
por los colmillos; así pudo doblar el codo y disparar por encima de su
hombro; la tenaza que se le hincaba en la nuca se abrió.
—Uno… —musitó Gomar— uno…
Su brazo volvió a caer, desgarrado, pero aún pudo recoger el arma con la
mano izquierda y tirar más. Caído de rodillas, se tambaleaba. Los perros, a su
alrededor se agitaban en las convulsiones de la agonía.
Tenía empapadas de sangre las manos, los hombros y la espalda. Se nubló
su vista. Sólo distinguía ya, confusamente, bultos de hombres que se
aproximaban…
Levantó el brazo trabajosamente para aplicarse el cañón del revólver a la
boca. Como su mano perdía fuerza apretaba el acero del arma entre los
dientes, para sostenerla.
Los policías habían saltado ya a la zanja.
—¡Preso! ¡Preso!
Pero tuvo tiempo de disparar. Derribado de espaldas, los veía acercarse
con una mirada que se desvanecía rápidamente. Movió los labios, como
queriendo hablar. Su boca se llenó de un flujo de sangre.

Página 127
TERCERA PARTE

Página 128
Capítulo primero
La fábrica Rooseghan, en el muelle Bonaparte, tiene largas filas de
ventanales enrejados, con vidrieras fijas. Cuarenta y cinco obreras y una
docena de hombres trabajaban allí, moliendo el lino y limpiándolo antes de
enviarlo a las hilaturas.
El taller de Karelina daba al patio. Era una amplia sala encalada del
primer piso, que recibía la luz por un ventanal, cruzada por cribas de hierro en
donde los desperdicios del lino quedaban prendidos y flotando. En el centro
de la sala se hallaba el molino del lino, una gran máquina con armaduras de
hierro en forma de tambor, algo así como una gigantesca tina horizontal,
movida por correas de cuero. Los operarios echaban por un recipiente el lino
traído de las riberas del Lys, previamente embalsado. La máquina lo engullía,
lo molía, lo descortezaba y lo transformaba en una masa algodonosa y suave
al tacto, fina, limpia de toda escoria. Los desperdicios absorbidos por un
potente aspirador, llegaban por un tubo hasta el depósito de donde los
operarios los extraían para meterlos en sacos. Es un material que emplean los
estucadores. Sirve como aglutinante o argamasa para adherir a las paredes el
yeso o la cal. Este molino mecánico, con sólo dos hombres, daba tanto
rendimiento como las cuarenta y cinco obreras.
Éstas trabajaban, ajenas a la máquina, en los viejos molinos a brazo, que
todavía no se habían suprimido, porque el trabajo delicado ha de rematarse
siempre a mano. A lo largo del muro se alzaba una especie de tabique de
panderete, hendido por aberturas verticales por donde pasaban las paletas de
unas grandes hélices de madera. Estas hélices no se veían. Se hallaban todas
entre el tabique y el muro. Cada una de las obreras apoyada en el tabique,
delante de cada hélice o molino, tenía en la mano un gran puñado de lino en
bruto que iba metiendo y apretando bajo las paletas con todas sus fuerzas. La
rotación de las aspas batía el lino, cerniéndolo y purificándolo. Volaban las
briznas alrededor mientras crujían las hélices. Las mujeres apretujaban con
fuerza la masa del lino contra las paletas, masa algodonosa y amarilla, fina y
densa, que aquéllas golpeaban, estiraban y deformaban sin disgregar. Las
obreras, en fila, de espaldas una a otra, apoyando el hombro izquierdo contra
el tabique, empujaban con la mano derecha, hundiendo aquella pasta fibrosa
en el batir del molino. Tenían que operar con fuertes sacudidas, poniendo en
juego todos sus músculos para vencer la fuerza centrífuga de las paletas. Así,

Página 129
con sus guanteletes de cuero en las manos, resbalando a veces, forcejeando,
daban la impresión de luchar contra las máquinas.
Una densa polvareda gris flotaba en el aire y cubría el suelo y las mesas.
Las operarías protegían sus cabellos con grandes pañuelos rojos de lunares
blancos, anudados por detrás y con las puntas sueltas. El pañuelo suavizaba la
dureza de sus rostros de tez oscura y ojos insolentes y claros, rostros de
piratas. En toda la fábrica flotaba un olor de lino embalsado, un fuerte hedor a
podredumbre, que recordaba el Lys y los campos de Flandes.
Karelina tenía su puesto al final, la penúltima. Llevaba un blusón gris,
pañuelo rojo a la cabeza y los guanteletes de cuero en las manos.
Hacía un año que Van Bergen había muerto. Karelina encontró esta
colocación enseguida, en Amberes, y se puso a trabajar para poder vivir y
pagar la nodriza de la niña.
Madame Rooseghan estaba encargada de la fábrica. Su marido y sus hijos
recorrían los caminos de Armentieres a Amsterdam, para vender el lino y
comprar materias primas. Poseían además una granja en Francia, que iban a
inspeccionar todas las semanas. Era una vieja singular esta madame
Rooseghan: muy ama de su casa, buena madre de familia que durante la
jornada de trabajo se transformaba en una patrona severa y perspicaz.
Gobernaba la fábrica como gobernaba su casa. Sabía economizar, guardar los
desperdicios, exigir que las máquinas estuviesen siempre limpias y las
mujeres bien peinadas. Bajaba a ver si Carlos trabajaba con las válvulas de las
calderas abiertas, porque el vapor cuesta caro. Tocaba las correas para
comprobar su tensión y enseñaba a los hombres a manejar con elegancia la
escoba. Si veía en cualquier parte los restos de un bocadillo se revolvía
indignada para preguntar: «¿Quién tira el pan?». Porque no toleraba el menor
derroche de los demás, como tampoco se los consentía a sí misma. La temían,
pero no la odiaban.
El obrero no odia nunca al que vive y trabaja como él.
Era una anciana voluminosa, de sesenta años, robusta, de cabellos
blancos, rostro arrebolado, ojos azules y aire benévolo. Por lo común,
resultaba amable y simpática.
Aquel día, como de costumbre, fue distribuyendo sus carnets de trabajo a
las obreras. Karelina recibió el suyo; de una ojeada comprobó a cuánto
ascendía su salario: ciento cuarenta y tres francos. Buena semana. Empujó un
tarugo de madera que regía el movimiento de la correa. El molino empezó a
disminuir su marcha y decrecer sus crujidos hasta que se paró. Karelina,
después de tirar al cesto su último puñado de lino, se fue con las otras

Página 130
operarías a cobrar en las oficinas. Inmediatamente, atravesó el patio para
marcharse. En la puerta del cuarto de máquinas, el gran Carlos, el maquinista,
le dirigió un saludo: «¡Salud, Karelina!», con una risa cordial, una risa de
negro en su rostro también negro de carbón. Querían a Karelina. En la calle,
la acompañó un rato Jan Viervlet, el jefe de máquinas, que iba a comer. Era
un hombre de cuarenta años, viudo, con un hijo pequeño. Sabía la historia de
Karelina, quien veía en él un amigo.
Hablaron del trabajo, del tiempo, de los niños y del calor. Jan Viervlet la
acompañó hasta la esquina de la calle del Sureau. Parecía viejo. Llevaba
siempre una chaqueta azul con manchas de grasa. A ella le gustaba ir con él,
como con un viejo amigo. Algunas veces le había anticipado dinero. Ganaba
buenos jornales y sostenía su casa.
Se despidió de ella para entrar a comer en la taberna donde acostumbraba
hacerlo. Karelina continuó su camino.
Vivía en la calle del Sureau, cerca de la plaza de San Andrés, en una
habitación amueblada. Un barrio populoso, vivo, ardiente, lleno de tabernas,
tiendas y cabarets de marineros, en el corazón del viejo Amberes. Laberinto
de calles estrechas, apretadas, con casas altas antiguas, ventanas pequeñas y
aguilones en lo alto. Fachadas blancas, amarillo crema, oscuras y negras, con
declives de pizarra y tejos color de hollín. Y de vez en cuando, en medio de
este conjunto vetusto y pintoresco, una gran construcción moderna, cúbica, de
cristal, hierro y cemento, manifestación de una estética nueva, pero
desagradable.
El cuarto de Karelina se hallaba en el tercer piso de una casa habitada en
su totalidad por obreros. Karelina tenía que entrar por el bar. Era
desagradable, porque había muchos obreros y marineros que la llamaban al
pasar, invitándola a beber con galanterías que la molestaban.
Aquel día tuvo que pararse en el mostrador. Era sábado, fin de semana.
Pagó veinte francos y tres de propina —el precio de la tradicional cuota
obligatoria que se da al dueño—. Luego subió a su cuarto, una habitación
pequeña, baja de techo, calurosa y triste. El anterior inquilino, un hombre
joven sin duda, había tapizado la pared con «fotos» de artistas de cine.
Karelina las dejó allí, falta de ganas para arreglar su alojamiento.
Antes de encender el hornillo, volvió a hacer la cuenta y puso aparte el
billete de cincuenta francos que no había que tocar, porque era el sueldo de la
nodriza. Después puso al fuego un trozo de carne y unas patatas para que se
recalentasen. Por la ventana abierta subía el tumulto de la calle, llena de gente
que volvía del puerto y de las fábricas. Karelina comía despacio, con la boca

Página 131
seca, más aislada en medio de este ruido que en el silencio y la soledad.
Retiró su plato y fue a cerrar la ventana; como no tenía más apetito, empezó a
vestirse; la exigua habitación asfixiaba como una estufa. Por tres veces se
dirigió al cajón de la mesa donde guardaba el dinero. Hubiera querido coger
tres francos para comprar unos zapatitos a Domiciana. Al fin, se abstuvo,
porque era la semana en que había que pagar el carbón.
Salió, yendo por la calle del Sureau y por la calle de los Salchicheros.
Había mucha gente en las aceras que la miraban al pasar. En una esquina de la
calle se paró a contemplar un escaparate de una zapatería, donde la
encandilaron unas zapatillas infantiles, rojas y lindas. Pensó en Domiciana.
Costaban tres francos cincuenta. Le dieron ganas de subir a su cuarto a buscar
el dinero. Pero comprendiendo que no podía ser, reemprendió su camino, bajó
por la calle hasta el muelle Van Dyck y el embarcadero. Allí tomó la barca-
pontón que atraviesa el Escalda, abonando cuarenta céntimos. Tuvo que
aguardar un poco entre carricoches de campesinos y bicicletas amontonadas.
Al fin, soltaron las amarras y la enorme barcaza redonda y ventruda empezó a
deslizarse por el río, de través, como si estuviera borracha, impulsada por su
potente motor. Llegó a la orilla izquierda. Karelina echó a andar por un
camino muy largo que atravesaba unas áridas llanuras, una serie de
montículos blanquecinos salpicados de yerbajos, en dirección a la casa donde
criaban a su hija. Trabajando en la fábrica era imposible tenerla a su lado.
Había tenido que dejarla en esta casa de labor, pero venía a verla todos los
sábados y a veces entre semana alguna tarde, apresuradamente, cuando tenía
muchos deseos de verla.
Después de una hora de camino divisó a lo lejos la alquería. Era un
conjunto de establos, granjas y caseríos, alineados en torno de un patio lleno
de estiércol.
Las casas, pintadas de color ocre, se guarecían bajo el penacho de un
grupo de hermosos castaños. La alquería se hallaba a la derecha, a dos o
trescientos metros de la carretera. Conducía a ella un largo sendero de tilos,
tan angosto que no dejaba más que el espacio suficiente para un coche. Se
entraba al sendero por un portillo, seguido a cada lado por un vallado espeso
de arbustos en flor. Una invasión de flores amarillas, de camomila alemana,
difundieron su olor penetrante. A Karelina le gustaba esta larga y estrecha
avenida, en medio de la llanura soleada, por su sombra y su fuerte olor
silvestre. Los alrededores de la alquería eran magníficos: campos de flores
que cuidaban los granjeros. Rojos, blancos y granates, azules y verdes, los
grandes macizos abigarrados, de cálidos tonos, se ofrecían a la vista como una

Página 132
sola flor gigantesca, cubriendo la tierra con sus pétalos. Vivaz sinfonía de
colores que le hubiera gustado al ausente.
Karelina llegó a la alquería, entró en el patio entre los graznidos de los
patos y esa especie de cacareos como carcajadas de los pavos, con sus
repugnantes crestas violáceas y sanguinolentas. Siguió una estrecha acera de
baldosines que rodeaba el depósito del estiércol y entró en la cocina.
Era una amplia cocina rústica, baja, sombría, llena de olores agrios, del
zumbido de negros enjambres de moscas. Se veían en el fondo varias cunas
en hilera, cunas de hierro pintado y desteñido, cubiertas con colchas oscuras.
Los esposos Schmellebeck se ganaban así la vida; el hombre cultivando flores
y la mujer criando pequeñuelos. Era una buena nodriza, algo sucia, pero con
un corazón sensible y menos interesada de lo acostumbrado.
Las madres solteras, los matrimonios jóvenes, llevaban allí al hijo que no
podían cuidar ellos mismos.
Una de estas parejas acababa de llegar poco antes que Karelina. El marido
y la mujer, a uno y a otro lado de la cuna, contemplaban a su hijo. El padre se
aburría. La madre, una joven obrera, agitaba sus manos para distraer al niño,
tratando de despertar en él un recuerdo. Riendo con infantil vanidad y ternura,
decía al hombre:
—¿Lo ves? ¿Lo ves? Me conoce, me mira: ya sabía yo que me
reconocería…
La señora Schmellebeck llegaba.
—Good dagt, señora.
—¿Y la pequeña? —preguntó Karelina en flamenco—. Está bien.
Se acercó a una cuna donde dormían juntos dos bebés.
—Anda, mijne schat, saluda a mamá…
Domiciana, al despertar, abrió sus grandes ojos claros, parecidos a los de
su padre.
—¡Démela, démela! —gritaba Karelina.
Y cogía a la pequeña con entusiasmo. Pero la niña lloraba, asustada de
esta desconocida, y, forcejeando, echaba los brazos a su nodriza.
—Mijne schat! —decía la robusta nodriza cogiéndola de nuevo—. Va
usted a ver, señora, qué bien habla ya. Vamos, Domiciana, vamos, dime
«buenos días». Mamá, ma-má.
La pequeña sonreía a la buena mujer, balbuciendo después ella:
—Ma… má…
—¿Ve usted, señora, qué bien habla? —repetía la aldeana apretando la
tierna carita contra la suya rugosa y encarnada.

Página 133
La señora Schmellebeck dejó a la pequeña en la cuna. Karelina se puso a
su lado, sentándose como los otros y miraba a su hija atentamente.
Se fijó en que bajo la fina piel de la niña había imperceptibles
hinchazones, una erupción de minúsculos granitos.
Karelina le acariciaba la cabeza, la frágil envoltura de sutiles cabellos,
deprimida en la parte de la fontanela, bajo la cual palpitaba el cerebro. Algo
como una fina costra raspaba la punta de sus dedos. «La costra de la leche»…
«Cien veces he dicho ya que se la quiten», pensó.
Soplando y al mismo tiempo con los dedos separó el delicado plumón
dorado de la cabecita, dejando la costra a la vista… Al verla sintió una ligera
repulsión física, un asco que no era propio de una carne de madre. Pero ¿qué
tiene de particular? Viviendo así, lejos una de otra… Sin duda los cuerpos
olvidan, como las almas…

Página 134
Capítulo segundo
Una cerca de seto vivo, verde, espeso, recortado en largo bloque cúbico,
limitaba el cementerio, plantado con una doble hilera de tilos de Holanda
sacudidos monótonamente por el viento. Tumbas de césped y ladrillos,
pulcras sepulturas como lo son las casas del país, convertían el cementerio en
una apacible pradera en la que la muerte perdía su horror y no inspiraba más
que una idea dulce de reposo y tranquilidad.
A su alrededor se hallaba el polder herboso, amplio y desierto, bordeado
de hileras de tilos y sauces, dominado por el campanario único del pueblo de
Wrouvenpolder. Y el mar en el horizonte, alto y gris, alargándose de Este a
Oeste, sereno y melancólico en su rectilínea uniformidad, prestaba al
panorama su majestuosa gravedad, la sugestión de lo eterno.
Hacía un año que Van Bergen había muerto. Todos los días, Wilfrida, a
primera hora de la tarde, salía de la casa del dique para llevar sobre su tumba
hojas de roble, ramaje verde y brazadas de flores silvestres cogidas en
aquellos arenales pobres, en aquellas landas que a él tanto le gustaban.
Permanecía allí, de pie, ante la lápida desnuda y lisa, rodeada de un gran
silencio, del rumor del aire entre los arbustos y sobre la tierra. A lo lejos,
recto, sobre una línea horizontal de diques bajos de un verde amarillento, se
erguía el faro solitario de la isla de Schouwen. Y más allá del faro y de la isla,
deslizándose por el cielo, hacia Walcheren, una bóveda ininterrumpida, densa
y rápida, de nubes de color de mar, pasaba como si rodase alrededor del
globo.
Domiciano dormía allí, como él había querido. Pero Wilfrida no le
abandonó. Se había quedado en la isla, ligada al muerto por todas sus fibras,
incapaz de hallar la paz en otra parte. Vivía en la casa del dique. Nunca más
volvió a Amberes. Muerto, continuaba absorbiéndola.
Wilfrida, con la vista fija en la piedra, meditaba. No recobraba la calma.
El recuerdo del ausente despertaba en ella, como el primer día, idéntico dolor
lacerante, la misma sensación desgarradora.
Se decía con desesperación: «No es verdad… El tiempo no mitiga las
penas…».
Y esto casi la alegraba, como si le hubiera parecido vil, intolerable, el no
arrastrar sin remedio, entre los vivos, la memoria del muerto. Iba así, unida a
su recuerdo, sin encontrar siquiera el amargo alivio de las lágrimas. Una idea

Página 135
turbadora, como un remordimiento, la perseguía. Uno de esos escrúpulos que
son como la conciencia de una mala acción, ya irreparable, que vuelve a veces
doloroso el recuerdo de los muertos queridos para los que creen haberse
portado mal…
Depositó su ofrenda de flores silvestres. Iba y venía maquinalmente
alrededor de aquella losa, como alrededor de un lecho. Arrancó los hierbajos,
se inclinó… El viento del mar jugueteaba en torno suyo… Una alondra
invisible de las landas, que ascendía hada las nubes, dejó oír su libre canción
de espacio y de soledad…
—¡Domiciano! ¡Domiciano! —clamaba en voz baja Wilfrida—. ¿Eres tú?
¿Eres tú que no me has perdonado? Si lo supiese, sólo esto, si estuviera
segura de que me escuchabas…
Y una vez más analizaba su conciencia enferma.
—¿Por qué? ¿Por qué este remordimiento? No he hecho nada, no he sido
mala… No se me podía pedir más de lo que hice, ¿verdad, Domiciano? No
puedes querer más de mí…
Pero esto no la calmaba. Algo dentro de ella respondía a su protesta, a su
defensa desesperada.
—Quien no lo da todo, no da nada.
Sin que supiera de dónde venía esta idea imperiosa: de ella misma, del
fondo de su conciencia; o bien del desaparecido.
«¿Y qué podía haber hecho?», gritaba en ella la mujer, su ser de carne.
«Lo he perdonado todo, todo lo he sacrificado… No podía hacer más. No soy
una santa. ¡No se podía exigir que me martirizase más! ¡No soy culpable! ¡Lo
he aceptado todo!».
¿Todo?
Sentía muy bien que no. Había una suprema renuncia que no quiso hacer.
No había llegado hasta el límite del sacrificio. Una vez más se lo dijo a sí
misma. Y una vez más tuvo un impulso de rebelión, una reacción de cólera y
de sufrimiento. No, hasta ahí no llegaría. No le era posible aceptar este último
sacrificio, imponer a todo su ser una abnegación tan evangélica… «¡No soy
una santa! ¡No se me puede pedir eso!».
Siguió el camino del dique. Llegó a su casa, a Windhuis, empujó la puerta
blanca, atravesó el jardín lleno de vegetación y de encanto.
En el umbral de la cocina, Julia, la criada, le esperaba y le hizo una seña.
Wilfrida, dirigiéndose hacia ella, entró en la cocina.
—¿Qué hay, Julia?
—Cartas, señora.

Página 136
Wilfrida cogió el correo y fue al comedor, aquella habitación, cuyas
ventanas dominaban el dique. Abrió las cartas una tras otra.
Aunque incompleta, apenas bosquejada, la obra de Van Bergen salía ya de
su nebulosa y poco a poco se imponía. Su grandeza, su fuerza, la amplitud de
concepto, el poderoso impulso épico que la animaba, encendía fervores
entusiastas y conquistaba hasta a los más reacios. Muerto, triunfaba más
deprisa —gloria pura, libre de envidias y rivalidades ocultas. El hecho mismo
de dejar inacabada su ingente tarea, de haber dejado a medio hacer su obra
colosal, acababa de dar a su producción un prestigio extraordinario. La
fantasía se complace en el esbozo más que en la realización plena, en lo que
se sugiere más que en lo que se describe del todo. Esta fragmentación sugería
lo infinito. Mejor que ante una realidad compuesta, terminada, concreta, el
espíritu prefiere exaltarse y soñar ante el caos de los Pensamientos de Pascal,
o ante las ruinas del Coliseo.
Un grupo de discípulos se esforzaba en la reconstrucción del cielo
interrumpido. Wilfrida, depositaría de los papeles del muerto, les ayudaba con
toda su voluntad. Y al margen, la obra de juventud del escritor, los poemas,
las obras primeras, suscitaban una súbita curiosidad, obteniendo un éxito del
que Van Bergen no pudo gozar en vida.
El correo trajo a Wilfrida una propuesta para la adaptación
cinematográfica de Tanchelin, el hereje, uno de los episodios de su obra.
Wilfrida, aconsejada por el editor, había impuesto sus condiciones. Dejando
la propuesta a un lado, para examinarla después, continuó abriendo sobres.
Carta del editor; petición de traducción para la casa Breugh, editor de
Londres, recortes del «Argus»; la liquidación del drama de Van Bergen El
poseído, de la que acababan de celebrar las trescientas representaciones en el
«Mennaie» de Bruselas. Se habían recitado versos del poeta en la
inauguración de la parte nueva del puerto de Amberes. La Real Sociedad de
Amsterdam pedía a Wilfrida van Bergen algunas anécdotas del escritor y una
pequeña biografía y datos de la obra del difunto. Con la gloria llegaba el
dinero, un dinero inútil que parecía un sarcasmo en manos de Wilfrida.
Volvió a coger la propuesta de un editor, que era el borrador de un
contrato, deteniéndose en la cifra: ¡ochenta y cinco mil francos! ¡Casi nueve
mil florines! Fortuna vana, que hubiese podido crear felicidad, evitar miseria
y que ya sería inútil. Sintió vergüenza. La misma obsesión de antes en el
cementerio, los mismos remordimientos, volvían a atormentarla. Rechazó con
laxitud los papeles y con la cabeza entre las manos se quedó así, meditando,
hasta la noche, perdida su mirada en el mar liso y gris, punteado de velámenes

Página 137
blancos. A lo lejos, en la isla de Schouwen, volteaba un molino sus aspas
oscuras.

Un día de la semana siguiente, a primera hora de la tarde, se encontraba


Wilfrida en el jardín, arrancando unos hierbajos que crecían entre losas y
guijarros. Andaba inclinada, con un delantal viejo para resguardar su traje. En
el delantal gris, cogido por las puntas, iba echando las hierbas que cogía, para
depositarlas luego en un rincón. El viento había cesado. Desde hacía tres días
el tiempo era espléndido, magnífico, como sólo se puede ver en nuestros
países del Norte; la atmósfera, llena de pálida claridad, de húmedos vapores,
de bruma luminosa y dorada, resplandecía como si un amplio velo blanco y
transparente, tendido bajo la bóveda celeste, tamizase los rayos del sol sobre
la plata de los arroyos y el verde de la hierba. Se notaba el hálito del campo.
Vacas grandes, negras y blancas, tumbadas o arrodilladas, moteaban los
prados. De todos los canales emergía un ruido sordo de esa agua de que se
nutría la tierra.
Wilfrida se hallaba en el sendero limitado por el vallado de seto de espino
blanco, a lo largo de la carretera, cuando vio venir a lo lejos dos ciclistas que
se aproximaban en sus bicicletas negras, de alquiler. Turistas de los que tanto
abundan.
Eran un hombre y una mujer. El hombre, joven curtido por el sol, de
cabellos rubios —tipo anglosajón fuertemente acusado—, llevaba calzón
corto, dejando al aire las piernas musculosas y velludas. La mujer tendría
unos veinte años. Llevaba también calzón corto, los brazos al aire y sus
cabellos eran castaños, dorados por el sol en las sienes y en la frente; más que
una muchacha parecía un mozalbete. Avanzaban despacio, hablando. Ella
reía. Se les veía felices de vivir y del ejercicio físico en esta clara primavera.
Pasaron delante de Wilfrida, sin verla. Ante la puerta del jardín, el hombre
saltó de su máquina y fue a llamar, mientras la mujer, deteniéndose también,
tumbaba la bicicleta sobre el césped.
Wilfrida, sujetando su delantal por las puntas, lleno de ramas y yerbas, fue
a abrir, un poco sorprendida. El hombre, ante ella, parecía no menos
asombrado.
—Señora —dijo con marcado acento inglés— le ruego me perdone… Mi
mujer y yo tenemos sed; querríamos una taza de leche, si puede ser…
Pagándola, naturalmente —añadió enseguida.

Página 138
—De ninguna manera, señor —repuso Wilfrida—. Entren ustedes. Pase,
señora. Así podrán descansar un poco.
Wilfrida, soltando su delantal, vertió su contenido en un rincón del
vallado y anduvo delante de sus huéspedes hasta la casa. Mientras ellos
quedaban en el comedor, ella fue a la cocina a preparar rebanadas de pan con
manteca, y leche…
Comieron. La mujer reía, hablando con el hombre en inglés. Wilfrida,
mirándoles, adivinó que hablaban de ella.
El hombre se volvió a Wilfrida.
—Mi mujer me advierte, señora, que debíamos presentarle a usted
nuestras excusas. Creíamos encontrar aquí a otras personas que vimos una
vez.
—El año pasado —añadió la joven con gracioso acento.
Wilfrida se puso pálida.
—El año pasado…
—Sí —insistió sonriendo la joven.
Y mitad en inglés, mitad en francés, comenzó a explicarse:
—Venimos con frecuencia a Walcheren, you see. Vivía aquí un señor,
very singular and curious, con una señora joven quite a beauty… Se nos
había roto la rueda de mi bicicleta… you understand?
—Sí, sí —dijo Wilfrida.
—He aquí por qué —exclamó el hombre, que hablaba con mucha más
facilidad que su compañera— nos hemos tomado la libertad de detenernos
aquí, señora. Creíamos estar en país… conocido…
—De amigos, sí —aclaró Wilfrida con esfuerzo—. Pero es lo mismo, no
tienen ustedes de qué excusarse… No tiene importancia. Ninguna
importancia…
Modulaba sus frases mecánicamente, sin intentar buscar otras. Ni ella
misma sabía lo que iba diciendo. Presentía dolorosamente que le iban a hablar
del desaparecido y que se habían detenido aquí expresamente para ello.
De nuevo la mujer cambió impresiones con su marido; luego éste,
volviéndose hacia Wilfrida:
—Mi mujer me ruega que le pregunte si sabe usted qué ha sido de
aquellas personas. Tenían aspecto de ser muy felices, con su pequeña.
—Sí, sí —dijo la joven, impaciente.
El rostro de Wilfrida se descompuso y con voz desmayada murmuró:
—El hombre ha muerto…
—¿Muerto? ¿Y la mujer? ¿Y la niña?

Página 139
—Se han ido… No se sabe dónde…
Los extranjeros se miraron. El hombre, moviendo la cabeza con gravedad,
guardó silencio. La mujer dijo:
—What a pity! Poor creature…!
Terminaron de tomar la leche y el pan. Sentían sobre ellos los ojos de esta
mujer extraña, que les turbaban. Intuitivamente comprendieron que acababan
de remover, sin quererlo, el fondo de un gran drama, incógnito y doloroso; de
ser los agentes oscuros e ignorados del destino.

Tres días más tarde, Wilfrida fue a Veere, a casa de los Van Oostland.
—God moeder! —exclamó la gran María cuando vio en el umbral de su
casita la esbelta silueta negra—. ¡La señora Van Bergen! ¡No es posible!
Pase, pase, enseguida. ¡Qué contento se va a poner José! De modo que no nos
había olvidado del todo. ¡Cuántas veces hemos hablado de usted! Hasta los
chicos… ¡Ah, sí!, nos produce el verla verdadera alegría…
Wilfrida, sin responder, se sentó en una silla de paja y, un poco fatigada
del camino, dirigió la mirada a su alrededor, contemplando aquella cocina
pequeña, limpia, blanca, casi fría de puro fresca, con los cobres brillantes de
las cacerolas y los lucientes cacharros; modesta, con una sencillez que tocaba
en la pobreza y, sin embargo, de verdadero esplendor. Se veían grandes placas
de cobre repujado, con dibujos primitivos, y figurillas del mismo metal, sobre
la chimenea y la alacena; diversas vasijas colgaban limpísimas de una hilera
de clavos, atrayendo las miradas por su pulcritud. En estos países de bruma
parece como si se tratase de remplazar en las casas la ausencia del sol por los
metales alegres y brillantes.
Desde la ventana se veía el muelle y en él algunos chicuelos jugando.
Había también viejos, sentados, con la pipa en la boca. Y del fondo, sobre el
canal, se elevaban los mástiles con sus bolas blancas. Más allá del canal se
divisaba una zona de duna herbosa y un trozo de mar.
—¿No ha vuelto José? —preguntó Wilfrida repentinamente.
—Sí, seguramente sí, señora Van Bergen. La marea ha subido a las cuatro
y veinte y entonces pasaría la esclusa. Debe de estar en el puerto, descargando
la pesca.
—Y ¿tardará mucho?
María salió a la puerta, miró al campanario y después entró.
—Son las cinco y cuarto; ya no tardará. ¿Es a él a quien quiere ver?

Página 140
—Sí y no, María. Quiero verlos a todos. Pero quiero preguntarle algunas
cosas a José.
—Pues vendrá mientras se calienta el agua del café. ¿Tomará usted
pastelillos de queso?
—Gracias, gracias.
—Huevos, leche.
Y fue a abrir la alacena.
—Por favor, María —dijo Wilfrida sonriendo—, me va usted a cebar…
Ya sabe usted que a mí con una taza de café me basta.
—Bueno, pues en un minuto se la haré.
Puso al fuego una gran cafetera.
—Si no tiene usted inconveniente, mientras llega ese famoso café iré a
pasear un poco hacia el puerto. Es posible que me encuentre con su marido.
—Como usted guste, señora. Está en su casa.
Wilfrida salió dejando en el jardincillo a María, ocupada en sacar agua del
pozo, tirando con sus robustos brazos de la cuerda. Anduvo por una callejuela
estrecha, sin acera, con adoquines encarnados y desiguales en el arroyo, dobló
la esquina de una posada, y llegó al muelle, pasando entre grupos de mujeres
y niños y entre algunos camiones que esperaban la pesca para transportarla.
Allí estaban las barcas negras, lisas y sucias llenas de grandes redes húmedas.
Sobre las barcas, los pescadores, con botas de goma o simplemente descalzos,
iban cargando con pala, en grandes cestas de a cincuenta kilos, una masa de
color rosado, mariscos cocidos todavía calientes, apenas retirados de las
grandes ollas humeantes que hervían sobre los hornillos de a bordo. Subían
las cestas para vaciarlas en los camiones. Esto esparcía un olor fuerte y
desagradable, pero sano. Las puertas de la esclusa estaban cerradas. Todos
habían regresado ya a esta hora. Empezaba a bajar la marea. Wilfrida buscaba
con los ojos el María y a José, cuando una mano pesada la tocó en el hombro.
Se volvió. Ante ella estaba José van Oostland. No decía nada. Estaba
descubierto, con su eterna gorrilla de visera charolada en la mano. Largos
cabellos grises le caían sobre las orejas, a la moda antigua, tapando casi
completamente sus anillos de oro. Con la pipa en una mano, los pies
descalzos muy separados, flemático y bien plantado, aguardaba, con su
acostumbrada impasibilidad, a que Wilfrida hablase. Su contento sólo podía
advertirse en un pliegue ligerísimo alrededor de los párpados y en una casi
imperceptible sonrisa.
—¿Qué tal, José? —dijo Wilfrida.
—Ya ve usted.

Página 141
—¿Cómo va la pesca?
—Así, así…
—Pero no mal, ¿verdad?
—Hay que conformarse.
—Ya veo que ha entrado el María.
—Ahora mismo.
—¿Va usted a su casa?
—Sí, voy…
—Pues iremos juntos. He venido a buscarle.
—Vamos —dijo José van Oostland.
Volvió a ponerse la gorra y, apretando la pipa entre sus dientes, dio media
vuelta.
Caminaron un rato en silencio. Después, con cierto embarazo, preguntó
José.
—¿Así que ha venido a Veere?
—Sí.
—¡Ah!
Y no dijo más. Tenía mucho de normando este holandés, cosa bastante
común, por otra parte. Parece que la existencia a través de milenios en este
ambiente de extensas praderas o del mar, ha vaciado las dos razas en idéntico
molde. Continuó andando sin dejar de fumar y sin decir palabra. Fue Wilfrida
quien hubo de reanudar la conversación.
—He venido a Veere, José, para verle…
—¿A mí?
—Sí; usted me puede hacer un favor, un gran favor.
—Diga, señora Van Bergen. Si yo puedo, me agradará infinito.
Pero ella no sabía cómo empezar.
Más perspicaz de lo que se pudiera pensar, José van Oostland adivinó su
turbación. Y dejando a un lado por primera vez su actitud taciturna, dijo, no
sin esforzarse, porque siempre le costaba trabajo hablar el primero:
—Entonces, señora Van Bergen, sigue usted viviendo en Windhuis.
—Siempre.
—¿Y se acostumbra? Aquello es poco alegre en invierno.
—Por eso me gusta.
—Al señor Van Bergen le gustaba mucho Windhuis.
—Sí, mucho.
La misma idea detuvo a los dos, las mismas cosas de que no se atrevían a
hablar. José, advirtiendo el peligro, guardó silencio. Wilfrida repuso:

Página 142
—Ahora, a lo último, venía muy frecuentemente a su casa, ¿verdad?
—Sí, frecuentemente.
—¡Ah!
Él se paró. Se quedó mirándola y esperando como si hubiese comprendido
que Wilfrida no quería hablar de esas cosas delante de María.
Ella continuó:
—Y Karelina venía también algunas veces a verles, seguramente.
—Sí, señora. Con bastante frecuencia.
—¿Sabe usted qué ha sido de ella, José?
—Lo que ha sido de ella… —murmuró José—. Lo que ha sido de ella…
—Sí.
—Sé dónde está, ciertamente…
—¿Qué hizo después?
—Pues… ¿Se acuerda usted cuando encontraron el cuerpo en el
bosque…? Lo condujeron a Windhuis. Entonces, por lo que sé, ella vino
corriendo a Veere para telegrafiarle a usted. Mi mujer se quedó en Windhuis,
porque se temía que la pequeña… Luego llegó la justicia. Los abogados le
dijeron que no podía irse, que tenía que quedarse porque la necesitarían. Pero
cuando supo que usted iba a llegar no se quiso quedar más tiempo y se vino
aquí, a mi casa. ¡Qué quiere usted! Hasta que todo estuvo terminado, como
usted sabe… No llore, señora Van Bergen, no hay que llorar…
Ella se enjugó los ojos, preguntando con voz apagada:
—¿Y después, José, después?
—¿Después? Pues nada, que ella se fue, claro está. En Veere no podía
ganarse la vida, ¿verdad? Así es que se fue a Amberes. Yo la llevé allí en mi
barco, con su chiquita, y allí se quedó. Eso es todo.
Se detuvo. Hacía mucho tiempo que no había hablado tanto. Rascó con la
uña la ceniza de su pipa, que volvió a encender para seguir fumando, y
contempló al mar con sus ojos duros.
Wilfrida preguntó más:
—¿Y ahora, José, ahora qué hace? ¿No ha tenido noticias suyas de vez en
cuando?
Él vacilaba, con la mirada siempre perdida en el horizonte. Después, con
franqueza, se volvió hacia Wilfrida:
—Escuche, señora, le diré… Sí, la he vuelto a ver algunas veces. Siempre
que voy a Amberes a llevar la pesca. Le diré también que ella ha venido aquí
dos veces, a Walcheren, en el María, a ver al señor Van Bergen, que…
Pudo leer en el rostro de Wilfrida una violenta emoción.

Página 143
—Yo nunca creí que hiciese mal, señora Van Bergen —dijo él con una
dignidad sorprendente en una naturaleza tan rústica.
—No, no, José… No se lo reprocho. Estaba usted en su derecho… —y
acabó, penosamente— y ella también.
Van Oostland había callado de nuevo. Pero Wilfrida insistía.
—¿Y qué hace allí? ¿Trabaja?
—En una fábrica de lino.
—¿Y… la niña?
—Criándose.
El rubor invadió las mejillas de ella, como si él hubiese podido
comprender la ola de remordimiento y de dolor que la asfixiaba.
—Escúcheme, José —murmuró—. Cuando vaya otra vez a Amberes, me
lo dirá, ¿eh?
—Sí, señora.
—Y yo vendré. No diga una palabra a nadie, ¡esto sobre todo! Iré con
usted…

Página 144
Capítulo tercero
Llegaron a Amberes a mediodía. José van Oostland amarró el María
frente al muelle Jordaens, entre la flotilla del Yatch-Club. Dejaron en el barco
a Jooris, el hijo de José, y descendieron los dos en la orilla izquierda del río.
Wilfrida preguntó:
—¿Está lejos?
—Una hora.
—¿Vamos a pie?
—No hay otro medio.
Hicieron el camino sin hablar. Wilfrida, absorta, no sentía la fatiga. El
tiempo le parecía corto. Quedó extrañada cuando José, mostrando con la
mano un caserío amarillo oscuro, bajo un penacho de fronda, indicó
brevemente:
—Ahí es.
José se detuvo ante el portillo que cerraba el paso a la entrada de la
avenida.
—¿Se queda usted? —preguntó Wilfrida.
—Sí. Me conocen.
—Es verdad. Bueno, espéreme, José. Creo que no estaré mucho tiempo.
¿Tendrá usted paciencia para una media hora?
Sin responder, él mostró en su mano la pipa y la petaca de goma. Luego,
sentándose en la hierba, se puso a atiborrar su cachimba de brezo, casi negra.
Wilfrida se fue por el paseo, internándose bajo las copas de los árboles de
un verde sombrío, que el sol traspasaba con sus dardos.
Llegó a la alquería, parándose en el patio, molesta por el fuerte olor
amoniacal del estiércol. Entre montones de paja y charcos de agua sucia y
cieno, picoteaban patos, gallinas, gansos y pavos; toda una vida puerca,
ruidosa y maloliente y, sin embargo, alegre.
Recorrió con la vista los establos, los graneros, los materiales. En una
esquina estaba la casa pequeña, baja, de donde salía por la puerta abierta un
ruido sordo y regular; el de la batidora de manteca. Hacia allí se encaminó
lentamente. Desde la puerta, al observar el interior, sólo pudo ver una
penumbra cálida en la que vibraba el zumbido de las moscas.
Llamó, pero no respondieron. El ruido de la batidora continuaba al fondo,
detrás de la cocina, sin duda. Retrocedió. Debajo de la ventana había un viejo

Página 145
banco de piedra en el que un gato tomaba el sol. Se sentó y así estuvo largo
rato. Casi se alegraba de esta tregua; daba lugar a que su emoción fuese
desvaneciéndose.
Por fin cesó el ruido. Wilfrida se iba a levantar cuando vio aparecer en la
puerta a una mujer alta y con un delantal azul, que la miraba. Tenía las manos
abiertas, de piel brillante, como barnizada, rugosas y húmedas, con los dedos
muy separados.
—¿Qué desea usted, señora? —interrogó en flamenco.
—Nada —dijo Wilfrida—. Nada… Sólo quisiera saber si me vendería
usted algunas flores de estas que cultiva. Las he visto de lejos, al pasar, y he
cruzado hasta aquí… ¿Puede vendérmelas?
—Desde luego —dijo la señora Schmellebeck—. Haga el favor de venir
conmigo. Voy por una azada.
Entró en la cocina y volvió a salir con la herramienta. Atravesaron el
patio, la mujer delante y Wilfrida detrás.
—¿Cuáles son las que le gustan, señora?
—¿Tiene usted azaleas?
—En el invernadero, sí.
—Vamos a verlas.
Eligió cinco o seis tiestos, los más caros, sin casi mirarlos. La señora
Schmellebeck estaba encantada.
Volvieron a la casa y entraron en la cocina. Esta vez, por fin, Wilfrida, en
el fondo de la cocina, descubrió las cunas.
No dijo nada. Una emoción irreprimible impedíale respirar.
—¿Cómo va usted a llevar todo esto, señora? —preguntó la granjera.
Wilfrida contestó:
—No lo sé, verdaderamente.
—Voy a llamar a mi hombre, ¿le parece? Le hará una caja.
Apenas desapareció la mujer, Wilfrida corrió hacia las cunas.
Había cinco o seis pequeñuelos durmiendo o jugando con sus manitas
sucias. Una niñita de finos cabellos de lino, chupándose el pulgar, miraba a la
desconocida. Tenía los ojos azules, muy rasgados y como llenos de nostalgia,
que llenaron a Wilfrida de turbación y de remordimientos.
La granjera entró.
—Señora, antes de diez minutos mi hombre habrá terminado la caja.
—Le voy a pagar ahora —dijo Wilfrida—. ¿Qué le debo?
—Un tiesto a doce, dos a diez, dos a ocho, dos cactos…
Contaba con los dedos.

Página 146
—Hacen noventa y dos treinta, señora. Bueno, pondremos noventa.
El total le parecía demasiado. Era para ella una buena venta, por lo que
hubo de insinuar, un poco inquieta:
—¿Le parece bien, señora?
—Muy bien —dijo Wilfrida.
Y sacó cien francos de su bolso.
—Tenga. Quédese con el resto por la caja.
—Gracias, muchas gracias, señora —exclamó la vendedora, deslumbrada.
Wilfrida acercóse de nuevo a las cunas.
—Seguramente que toda esta familia menuda no será suya, ¿verdad?
—¡Oh!, no, no —dijo riendo la granjera—. Son niños que crío solamente.
Tengo así seis por ahora, señora.
—Sí, ya lo veo…
Contemplaba a las criaturas, no atreviéndose a dirigirse enseguida a la
niña de ojos azules, por si la mujer llegaba a sospechar…
—¿De dónde es éste? —preguntó mostrando un bebé de seis u ocho
meses que dormía.
—Es de gente de Lokeren. Son obreros, señora. Vienen todos los sábados.
—¿Y este otro; este gordito tan gracioso que juega con su corteza de pan?
—Uno del pueblo; se lo llevan todas las noches. Los padres trabajan fuera
durante el día.
—¿Y aquella niña tan linda que mira?
—¡Ah! Ésa, la madre está en Amberes. Es muy jovencita. Viene los
sábados. No me lo ha dicho, pero…
Bajando la voz.
—… Pero creo que no está casada, señora. Nunca he visto al padre… Un
hijo del amor… Een bastaardkind… Triste cosa, ¿verdad?
La palabra azotó a Wilfrida como si hubiese sido ella la culpable. Sintió
una oleada de sangre en el rostro y se volvió.
Avanzando hasta la cuna cogió a la niña en brazos. Sin atreverse a mirar a
la aldeana, porque le parecía que esta mujer se daría cuenta…
—Ya ha comido —dijo la granjera—. Y no está bien. Tenga cuidado,
señora.
La pequeña tenía hipo. Hizo algunos mohines. De pronto dos o tres
cuajarones de leche le subieron a la boca; la granjera acudió a limpiarle los
labios con una punta del delantal. Le olía mal el aliento, la niña no estaba
bien…

Página 147
—No es nada —dijo la mujer, argumentando con una sentencia popular
—. «Es señal de que digiere bien».
Wilfrida no la quiso sacar de su error.
—No tiene un aspecto muy robusto —manifestó solamente.
—No, no mucho… Habrá que tener siempre mucho cuidado con ella. Pero
cuando se tienen seis para criar… Y además, ¿sabe usted?, los niños que no
nacen como los otros nunca están bien. Con frecuencia pagan ellos la culpa de
la madre, ¿no es cierto, señora?
—Sí, es cierto.
—Sin embargo, es muy linda, mírela. Tiene unos gestitos… Me quiere
mucho, me conoce. Habla ya un poco, cuando no hay nadie… porque es una
salvajilla… ¡ah!, sí, pero desde luego sabe hacerse querer.
La había cogido y la apretaba contra su pechazo. Con sus sólidos brazos
robustos, la buena mujer la abrazaba de corazón, maternalmente.
—A mí esta pequeña me da lástima. Es la que más quiero. Es buena,
cariñosa. Se diría que ya sabe que va a ser desgraciada. A los que abandonan
amorcitos como éste, ¿no le parece, señora, que debían ahorcarles? Eso no
está bien, ¿verdad?
—No —contestó Wilfrida con voz ahogada—. Eso no está bien… Eso no
está bien.
Salió. Se sentía profundamente apenada. Necesitaba aire.
En la puerta pudo respirar a pleno pulmón, desapareciendo su malestar y
su opresión de garganta.
—Aquí lo tiene usted ya —dijo la señora Schmellebeck, viendo llegar a su
marido.
El hombre había empaquetado los tiestos, metiéndolos en una caja que
luego ató con una cuerda.
—¿No pesará demasiado?
—No, no —dijo Wilfrida.
Cogió la caja y dio algunos pasos para irse, pero se detuvo un momento
volviéndose hacia la granjera.
—Si llega el caso, ya la molestaré en otras ocasiones viniendo a comprar
flores y a ver a su gente menuda. Me gustan mucho los niños… Les traeré
algunas cosillas…
—¡Oh, señora, es usted muy buena!
—¿Por qué…? Vamos, hasta la vista.
—Adiós, señora, hasta cuando usted quiera.
Wilfrida regresó por el paseo largo, sombrío y verde.

Página 148
Andaba despacio. La caja pesaba bastante. Se sentía cansada, con el
espíritu vacío, como después de una gran conmoción.
Wilfrida volvió a la semana siguiente, y a la otra. Fue haciéndose en ella
una tenue costumbre, una necesidad. Eligió sus días el jueves y el lunes,
porque la granjera le había dicho que Karelina no iba nunca esos días. La
visita constituía para ella, por adelantado, una verdadera fiesta. Este viaje en
barca alrededor de Walcheren, la llegada a Amberes, el largo camino a través
de los campos, la granja, los niños, esta pequeña Domiciana que empezaba a
conocerla y que ella mimaba con alegría, todo ello transformaba su vida, le
daba un sentido, alejando su perpetua obsesión, el recuerdo del desaparecido.
Casi llegaba a sentir escrúpulos algunas veces, como si obrase mal dejando
adormecer en ella el doloroso recuerdo. Pero, en definitiva, tenía la impresión
consoladora, allá en el fondo de su conciencia, de que procedía bien. Como si
obedeciese a alguna voluntad misteriosa.
El verano era espléndido. Pasaba días luminosos vagando con la niña por
los campos amarillos de lino, de trigo maduro y de flores deslumbrantes. Día
por día, iba penetrando, cada vez más dentro en el alma oscura de la niña. Un
gesto, una sombra de sonrisa en aquella carita, la hacían estremecer. Colmaba
por vez primera un instinto profundo, su sed de maternidad, y se sentía ebria.
La señora Schmellebeck no se extrañaba. Wilfrida, dándole confianza, le
había dicho que padecía una enfermedad que exigía mucho aire puro y largos
paseos por el campo. Dijo que vivía en Marxen, en las afueras de Amberes,
con su madre y su marido, negociante en maderas. Así Karelina no podía
desconfiar si la otra cometía una indiscreción.
Además, la nodriza no sentía otra cosa que admiración y gratitud por esta
buena señora tan amable, que traía pasteles y medicinas y cuidaba a los niños,
dejando todavía dinero para comprarles vestidos y ropa blanca y cuya
felicidad consistía en irse dos o tres horas por el prado o el campo con la
pequeña.
Por ella pudo enterarse Wilfrida de la existencia de Karelina; sus trabajos,
sus tormentos, su dignidad melancólica y un poco altiva. No aceptaba ni
dádivas ni consuelos. Wilfrida no sabía decir si experimentaba más cólera que
piedad al descubrir en Karelina un culto por la memoria del muerto parecido
al de ella misma.
Lo que más deseaba era sacar a la niña de este ambiente pobre y triste y
educarla convenientemente, como a la hija de su marido, enseñándole poco a
poco el amor a su memoria. Pensó en la adopción. Empezó a soñar en tener a
la niña siempre a su lado. No podía dejar Walcheren, este rincón de las landas

Página 149
impregnado todo él de recuerdos. Pero, ¿no habría algún medio de llevar a
Windhuis a Domiciana? ¿De tenerla siempre junto a ella? ¿De no abandonarla
nunca más? El pensamiento de esta dicha posible hacía temblar a Wilfrida.
Karelina supo pronto que una señora de Marxen se interesaba por su
pequeña. La señora Schmellebeck tenía la lengua demasiado larga para no
contar las visitas y las atenciones de esta señora, seguramente rica.
—Es la mujer de un rico negociante en maderas —decía—. Venga un
lunes o un jueves y la conocerá usted. ¡Es una señora tan simpática! Está un
poco enferma. ¡Es tan agradable, tan buena!
—Ya sabe usted que esos días tengo que trabajar —decía Karelina—.
Dígale, señora Schmellebeck, lo agradecida que le estoy…
Sin conocerla, tomó afecto a esta desconocida, y se complacía pensando
en ella. Sentía una dulzura, un consuelo inexplicable al saber que alguien,
mientras ella trabajaba, se preocupaba de su hija, favoreciéndola.
—¿No le gustaría a usted que se encargase de ella completamente? —
preguntaba la granjera—. Es una señora que se aburre; no tiene hijos… Si
usted quisiera, ella me lo ha dicho, se llevaría a la niña a su casa durante toda
la semana y la traería aquí, para que usted la viera, los sábados…
La perspectiva de una recompensa principesca la animaba para inventar
argumentos todos los días.
—Yo cuido demasiados mocosos para que pueda tener, como esas
señoras, tantos miramientos con ellos. La niña se cría delicada… Con los
doscientos francos que usted me da, los medicamentos y ropas, es muy
difícil… No tendría usted que pagar ni un céntimo. Así me lo ha dicho la
señora. Se encargaría de todo. En el fondo es por el bien de la pequeña. Son
gente rica. Más tarde podrían adoptarla y hasta dejarle sus bienes, como se ha
visto muchas veces…
—No, no quiero —decía Karelina.

—Le daría diez mil francos —prometió Wilfrida—. Diez mil francos,
señora Schmellebeck, si su madre me la deja. Y a ella le pasaré una pensión,
lo que pida, lo que ella quiera…
—No me atrevo, señora, no me atrevo a hablarle más de ello —contestó la
granjera, afligida—. La madre no quiere de ninguna manera…
Wilfrida continuaba su doble existencia, yendo de Walcheren a Amberes
y de Amberes a Walcheren, dejando en cada uno de ellos la mitad de su
corazón. Al lado de la niña pensaba en el muerto, cerca del muerto pensaba en

Página 150
la niña. Diose cuenta con angustia de que la situación llegaría a ser
insostenible, de que se iba encadenando más cada día con su amor por la hija
de Domiciano, y que esto sólo podía terminar, sin posible solución, en una
catástrofe.
Un lunes, Wilfrida había ido a la alquería. Atravesaba el patio con la
pequeña Domiciana en sus brazos para salir por el sendero que conducía a la
carretera. De lejos, de pronto, al final del paseo, vio llegar a alguien que venía
lentamente en dirección a la casa.
¡Karelina!
Era ella, en efecto. En la fábrica no se trabajaba aquel día. Karelina lo
aprovechó para venir a ver a su hija.
Wilfrida apenas tuvo tiempo de echarse hacia atrás y volver
precipitadamente al patio. Corrió a la cocina, puso a la niña en la cuna y se
escapó por una puerta trasera. La idea de encontrarse frente a frente con
Karelina la dejó espantada y desfallecida.
Entonces advirtió con mayor claridad lo que su conducta tenía de
temeraria. Era milagroso que este encuentro no hubiera ocurrido antes. No se
atrevió a abandonar Windhuis durante dos semanas.
Después volvió otra vez a la alquería, furtivamente, como una ladrona,
incapaz de resistir más tiempo a su pasión maternal.
Tuvo miedo y de nuevo se enclaustró en Windhuis. Los remordimientos la
consumían. Volvía a escuchar en el fondo de su conciencia, sedienta de
sacrificio, voces de reproche. Y el disgusto, y el recuerdo ya querido de esta
niña, se añadía a ello para atormentarla más. Se sorprendió al comprobar por
cuántos lazos estaba ya unida a esta criatura. Se acordaba de mil cosas,
miradas, gestos, balbuceos. Y furtivos y apenas discernibles, pero ya
turbadores, halló parecidos, líneas de similitud entre la frágil y tierna chiquilla
y la imagen que conservaba del desaparecido. Un rictus de labios, una manera
de levantar los ojos… Esto la llenaba de una intensa turbación, de una
angustia inexplicable…
Sabía bien a donde se dirigía poco a poco, guiada por una voluntad
superior. Todavía se hacía fuerte, resistiendo, se indignaba o se desesperaba.
Pero dijérase que latía en ella algo más imperioso que su voluntad…
Volvió a caer en las perplejidades, en las incertidumbres de antes. Volvió
a encontrar en la tumba de Van Bergen sus crisis de duda, de remordimientos,
su tragedia moral. Comprendió que, en el fondo, tendría que someterse, pero
aún no aceptaba. Iba a interrogar al muerto, a implorarle, a gritarle su
desesperación…

Página 151
«¡No puedes pedirme eso, Domiciano! ¡No puedo llegar a eso! ¡No soy
más que una mujer, una pobre mujer! ¡He hecho lo que he podido! ¿Qué
quieres todavía de mí, Domiciano, qué me reprochas?».
La idea del sacrificio absoluto le inspiraba furiosas rebeliones, un
sobresalto desesperado en todo su ser.
Creyó poder recuperarse, librarse, no volviendo a Amberes a ver a la niña.
Pasó tres semanas en Windhuis, sin moverse de su casa, no yendo más que al
cementerio, unas veces iracunda y otras triste, pasando de la negación
absoluta a las vacilaciones, a los remordimientos, a la aceptación… El que
sufre de hipnosis debe vivir como ella vivía. Su única felicidad no podía
consistir nunca más que en obedecer. Dijérase que el muerto la había marcado
con su huella.
En Walcheren todo la obsesionaba, aprisionándola en su idea fija. Dejó
Windhuis en un momento de suprema rebelión y tomó un pasaje en el Sabena,
que partía cuatro semanas después de Rotterdam para hacer un crucero por el
Báltico. Pero a solas experimentaba una insoportable tortura moral. Acortó el
viaje y regresó Windhuis más desesperada que nunca.

Página 152
Capítulo cuarto
A Karelina le gustaba pasar las tardes en el puerto. Se asfixiaba en su
cuarto. Solía tomar una cena fría —pan, frutas y queso— y marcharse
enseguida, subiendo la cuesta que conducía al paseo sobre los muelles del
Escalda. Había mucha gente en el puerto, gentes que cenaban allí, sacando sus
viandas; mirones que contemplaban los navíos, chiquillos que corrían y
jugaban, viejas, vendedores de periódicos y de frutas, con sus cestas en el
suelo. Toda una vida alegre y bulliciosa. Al otro lado del río, el sol poniente,
esfera roja sin resplandores, se anegaba en el vaho violento del Escalda. Y
otras gentes, cara a la puesta del sol, acodadas en la larga balaustrada de
piedra y hierro, contemplaban el hundimiento del astro.
En el muelle no cesaba la actividad a pesar de la hora. Se hacían
preparativos de marcha. Algunos buques debían partir por la noche; el
Indiens, el Franklin, el Shanghái. A pesar de la hora, se trabajaba.
Funcionaban las máquinas, se terminaba de cargar. Sobre el muelle,
inclinándose, desde lo alto del paseo, se veía una fila de vagones arrastrados
por una locomotora. Uno tras otro, los iba poniendo frente a los barcos. Había
montones de carbón, de ladrillos, de lignitos. A los ladrillos los colocaban
sobre un plano inclinado para que, deslizándose por esta especie de tobogán,
cayeran dentro del barco por una puerta abierta en su flanco. El carbón se
cargaba por medio de grúas. Éstas depositaban al lado del vagón un gran
recipiente de hierro. Los cargadores, con una pala, lo iban llenando. Luego las
grúas elevaban la carga virando y balanceando el recipiente a treinta pies del
suelo, entre cordajes y mástiles, para dejarlos sobre las escotillas abiertas.
Unos hombres los recogían a bordo y los volcaban. El carbón caía como un
torrente negro. Del oscuro agujero subía una polvareda espesa que se pegaba
a las arpilleras sucias y negras con las que se cubría esta parte del barco. Los
tractores rodaban sobre el muelle, chirriando en los raíles, rechonchos y
cortos, llevando tras ellos viejas vagonetas en las cuales se amontonaban
cajones, toneles, grandes mercancías que los «Fordson» arrastraban como
búfalos.
En los puentes, los hombres trajinaban. Cabrias y elevadores a vapor
movían los masteleros de carga, izando las vigas de hierro o los haces de
tablas de madera fresca como leños. Las luces se encendían de noche,
iluminando esta efervescencia. Los escapes de vapor, los zumbidos de los

Página 153
motores, los silbidos, el choque de los hierros, las tablas rotas, los fardos que
caen, los vagones que se precipitan, a veces el ruido monstruoso de una
sirena, un mugido ensordecedor y triste que iba a perderse con un eco nuevo
hasta la desembocadura del río… Y por encima de todo, repetido sin cesar,
como un leit-motiv, el lento repique de la campana de la catedral.
El lugar habitual de Karelina se hallaba no lejos de una grúa de hierro y
acero, muy alta, una especie de elefante gigantesco, sostenido sobre cuatro
enormes bases, entre las cuales pasaban las locomotoras. De lo alto de la grúa
colgaba entre crujidos un garfio de hierro desmesurado, semejante a una
mano crispada. Adosado a uno de los lados, en una minúscula cabina, se veía
un hombre. Podía pensarse en alguna ciclópea máquina marciana…
Desde unas semanas atrás, Karelina sentía más abrumador el peso de la
existencia. Acaba de perder un amigo: Jan Viervlet. El jefe de máquinas de la
fábrica Rooseghan, le habló cierto día. Le propuso casarse, unir sus pobres
vidas. Él vivía solo, con un hijo pequeño. Ganaba mucho dinero, tenía una
casa propia, economías amasadas honradamente. Karelina podría ser feliz en
su casa, criando juntos a su pequeña y al niño de Jan. Era, bajo una apariencia
un poco tosca, más listo de lo que pudiera pensarse. Comprendió pronto qué
clase de devoción, de culto, consagraba Karelina al difunto. Supo respetarlo.
Pero ¡cuántas angustias no esperarían a Karelina y sobre todo a su pequeña!
—Acepte, Karelina —le decía—. Créame, sola, sin dinero, sin amante, no
será nunca más que una obrera, una desgraciada, y su hija también. Yo le
ofrezco el bienestar, la comodidad y la educación de su hija. Piense en el
porvenir. No tiene derecho a rehusar. No puede usted condenar a su hija a la
miseria, piénselo un poco. Si su padre pudiera hablarle, ¿qué le aconsejaría?
Yo no se la robe. Acepto el pasado, todo el pasado. Esa hija será mía. Y si
usted sigue amando después a ese hombre, procuraré no pensar en ello. Me
quedaría todavía bastante felicidad a pesar de todo…
Karelina rehusó.
Desde entonces, Jan Viervlet la rehuía. Era desgraciado. Este dolor, del
que ella era la causa, hacía sufrir a Karelina. Pero, no obstante, ella sabía muy
bien que no podía aceptar…
Las cosas siguieron así durante algunas semanas. Después, Jan Viervlet
desapareció. Había encontrado una plaza de jefe de montaje en una fábrica de
tejidos de yute. Karelina no le volvió a ver más. Ahora se sentía más sola. Se
acordaba de una vieja leyenda, de aquel cuento de hadas en el que un príncipe
hechizado se convertía en estatua de mármol de medio cuerpo para abajo. Ella
era un poco eso, una medio muerta, incapaz de liberarse de una promesa, de

Página 154
un recuerdo que la dominaba. Por eso venía al puerto a resucitar la memoria
querida, a evocar la gran sombra intensamente, dolorosamente.
Para ella, al menos —como él había soñado—, su imagen, su
pensamiento, quedaban unidos indisolublemente a estas cosas que él había
amado. Veía el puerto y la ciudad. Evocaba una tarde como ésta, hacía dos
años… Sí, dos años antes, ella estuvo aquí con Domiciano. Salía por primera
vez de casa de «Mademoiselle». Habían venido los dos con su hija a
contemplar el río y la tarde… Se acordaba de todo ello como si lo estuviera
viendo, después de estos dos años, como si el tiempo no hubiera transcurrido.
Era el mismo triste declinar del día, el mismo puerto inmenso, activo,
brumoso y triste… Grandes buques inmóviles, sujetos por las pasarelas, con
sus grandes chimeneas claras destacándose en la oscuridad del cielo.
Remolcadores furiosos y humeantes. Luces verdes y rojas salpicando la
noche, resbalando sobre el río.
Música trivial y nostálgica de un altavoz instalado en cualquier parte; el
canto monótono y potente de las convulsiones sordas de un motor. Todo,
hasta el grave mugido marino de los buques —gritos de bestias gigantescas en
medio de la noche— recordaban en aquel momento la imagen y las ideas del
muerto…
Se volvió. Detrás de ella vio Amberes, encendida bajo el cielo oscuro, con
sus aguilones, sus agujas y campanarios; la torre de la catedral, iluminada a
medias, vagamente blanca sobre el negro terciopelo del firmamento.
Recordaba. Él habló del porvenir, de la inmortalidad, de sobrevivirse. Parecía
melancólico. Del fondo de su memoria ascendió en ella la última y tímida
plegaria de resignación de un hombre maduro que ya declinaba, de más edad
y mucho más inteligente que ella, que sabía la frágil y fugitiva memoria que
en los vivos dejan los muertos.
—Durar… Vivir todavía en ti… Dejar en ti mi recuerdo, Karelina.
Oía estas palabras que resonaron en sus oídos como si alguien las hubiese
pronunciado en voz alta… y se marchó deprisa para que no la vieran llorar.
Anduvo por calles populosas y oscuras, silueta débil y veloz. Entró en su
casa de la calle del Sureau. Atravesó el bar, pasó entre los bebedores,
subiendo rápida a su cuartito estrecho, malsano y caluroso. Puesta de codos
en su ventana abierta, miró desde arriba, en la oscuridad, la calle llena de
sombras y de luces confusas, calle populosa, llena de vida, invadida por
obreros sentados en las aceras, jugando a las cartas, mujeres haciendo media o
charlando, muchachos que jugaban alborotadamente. En fin, una de esas
calles, que Domiciano van Bergen amaba, cálidas y densas de vida. Hasta ella

Página 155
subían los rumores, gritos, voces, las risas de los jugadores, el chismorreo
picante de un grupo de comadres situadas precisamente debajo de su ventana.
Y todo esto en la oscuridad, en una oscuridad hervorosa, salpicada de reflejos
de luz de algún escaparate, del resplandor verde de algún mechero de gas. Al
final de la calle, en una plaza, un arco voltaico alto, dominando el centro de la
calle, extendía a su alrededor como una amplia sábana de luz. Pero todo el
fondo de la calle y los tejados de las casas quedaban en tinieblas. Solamente a
veces, en alguna esquina, un reverbero brillaba a los pies de una Virgen de
yeso desconchado. Todo esto tenía a los ojos de Karelina y sin que ella
supiese por qué, algo patético, como si el desaparecido le hubiese impuesto su
concepto de las cosas, su visión grande y fuerte del mundo…
Karelina se echó a llorar. A estas horas se sentía todavía más ligada al
ausente. Muerto, seguía dominándola. También en ella había dejado su huella.
Acodada en el alféizar, a oscuras, oía ascender hasta ella, desde el fondo
de la calle en sombras, el rumor extraño del mundo. Bajo su ventana
alumbraba un farolillo de aceite; un viejo farol de hierro oxidado, con los
cristales turbios y amarillos, pendiente de un sostén curvo sobre la cabeza de
un Cristo de piedra. Karelina miraba el farol. Una llama corta y rojiza,
estremecida detrás del vidrio, ardía inmóvil en el centro de su halo.

Página 156
Capítulo quinto
El sábado, como de costumbre, Karelina fue a la granja, Schmellebeck.
Sabía que la desconocida, la dama caritativa de Marxen que velaba sobre la
pequeña, no había vuelto desde hacía largo tiempo. Y se sintió extrañamente
apenada.
Fue a pie. Siguió el camino entre los prados, los caseríos y las granjas. El
campo, lleno de flores alrededor de casitas bajas, mostraba sus cambiantes
galas en una fiesta, bajo un implacable sol de agosto. Ella no veía nada. Tenía
el corazón angustiado. Un cansancio físico, casi tan grande como el moral, la
vencía.
Poco antes de llegar al portillo que cerraba el largo sendero, se detuvo. Un
tronco de árbol yacía sobre la hierba al borde del camino. Se sentó un
momento en él, para respirar. Sus dedos arrancaban maquinalmente la corteza
seca, fragmentos color tabaco que luego deshacía, convirtiéndolos en polvo.
Pensaba en Jan Viervlet, en el porvenir que le brindaba el jefe de
máquinas. Jamás se sintió tan sola. Ya no le quedaba ni el pensamiento
consolador de aquella amable desconocida, cuya compasión supo velar
algunos meses sobre Domiciana.
Domiciana… Una vida de trabajo y renunciación para sí misma, Karelina
la aceptaba. Pero ¿para su hija? ¿Qué destino mísero y sarcástico esperaba a
esta niña inocente y que, sin embargo, era hija de Van Bergen? Karelina, en
este instante, se dio cuenta de su debilidad y de su impotencia. Nada. Ella no
podía hacer jamás otra cosa que trabajar en la fábrica, pagar la nodriza y venir
aquí, para alimentar sus ojos hambrientos, con esta niña que crecía sin
conocerla y sin amarla. Larga cadena de días grises y melancólicos, en espera
que la pequeña, a su vez, se fuese olvidando de su madre, esta mujer casi
extraña, menos próxima a ella que la nodriza, y que conociese a su tumo la
misma suerte ruda y miserable. Había algo fatal en esta claridad profética con
que miraba el porvenir…
Quiso cortar esta inmensa ansiedad. Se secó los ojos, se levantó y se puso
en camino. No quería pensar más que en una cosa; su hija, la alegría de que
fuera suya, de tenerla durante una hora…
En el fondo de la avenida, a la derecha, la alquería rechoncha, color ocre,
bajo el pesado follaje de los árboles, alzaba hacia el cielo su achaparrada
silueta. Karelina dejó la carretera, empujó el rústico portillo de madera

Página 157
carcomida, y echó a andar por el largo trayecto, umbroso y ascendente, entre
los altos arbustos y la camomila alemana que exhala un perfume agrio.
De improviso, en medio del sendero, bajo la bóveda de fronda de los
árboles, se quedó inmóvil, con el corazón paralizado ante la aparición.
Hacia ella, desde el final del camino, vestida de blanco, de una blancura
luminosa en el verde sombrío, avanzaba Wilfrida van Bergen, con Domiciana
en brazos. Karelina, petrificada, muda, la veía venir, imagen viviente del
perdón. No había ni resentimiento ni amargura en su fino rostro delgado y
pensativo de virgen primitiva; sólo el resplandor de una gran dicha suave y
triste, como si la nobleza del sacrificio, la conciencia de obedecer, al fin, la
última voluntad del muerto, hubiera bañado extrañamente su rostro en una
sobrenatural y melancólica serenidad.

Página 158
MAXENCE VAN DER MEERSCH, nació en la ciudad industrial de
Roubaix, al Norte de Francia, el día 4 de mayo de 1907. Murió en Touquet,
Pas-de-Calais, el 14 de enero de 1951. Había hecho sus estudios primarios y
secundarios en Tourcoing y Lille. Licenciado en Derecho, ejerció en esta
última ciudad como abogado durante dos años. Mientras tanto, se inició en el
periodismo y llegó a ser jefe de redacción de la revista Lille universitaire.
Simultáneamente colaboró en otras publicaciones periódicas, y en 1932
apareció su novela La casa de la duna, que fue llevada a la pantalla
cinematográfica como consecuencia del éxito que había alcanzado. En 1936
obtuvo el premio Goncourt por su otra novela La huella del Dios, y el gran
premio de la Academia Francesa en 1943 con Cuerpos y almas, obra que ha
sido la culminación de su prestigio como novelista. Cabe mencionar, además,
como notables obras suyas Porque no saben lo que se hacen, Cuando callan
las sirenas, El elegido, El pecado del mundo e Invasión. En la mayoría de
ellas la narración se desarrolla teniendo como fondo los paisajes norteños de
Francia, que el autor ha sabido evocar magistralmente, y con los cuales parece
haberse identificado con profunda emoción. Igual puede decirse de la
sensitiva descripción que hace de las formas sociales de vida de los
campesinos, de los pescadores y obreros de aquellas regiones.

Página 159
Van der Meersch, de una constitución aparentemente enclenque, en Cuerpos y
almas puso en juego al máximo el vigoroso temperamento de que estaba
dotado moralmente. Vigor que fluye en el ánimo del lector a través de toda la
novela y hace que el lector, emocionalmente hechizado por la narración, se
compenetre de la intención espiritual y evangelizadora que se propuso el autor
al escribir la novela.
Van der Meersch que siempre se mostró enemigo de los prejuicios, errores e
ignorancias en que tan a menudo suele complacerse la sociedad, al barajar un
documento humano de este tipo en la novela con la honradez, buena fe y
habilidad en el manejo de la pluma, se asignó en Cuerpos y almas la misión
de exponer ante el lector los turbios manejos de la medicina oficial. Acusa a
ésta de rutinaria y mediocre, incapacitada de curar por desidia. Por esto, la
aparición de la novela produjo un gran revuelo, no sólo entre la clase médica,
sino en muchos otros sectores. Aún hoy es objeto de exhaustivos estudios y
opuestos criterios, aunque sólo en cuanto a los juicios científicos que de ella
se deducen. Lo que nadie discute es que Cuerpos y almas sea una de las
novelas más apasionantes, vigorosamente conmovedoras e interesantes de
nuestro tiempo, leída y releída por grandes masas de lectores en todos los
países. A la ejemplar historia que nos cuenta, el autor interpone un
animadísimo cuadro de costumbres, robustecido por su naturalidad y riqueza
de caracteres bien sostenidos. Si por una parte nos recuerda al también
novelista francés Zola por sus dones de observación y el gusto por la crudeza,
por otro lado esta inclinación al naturalismo jamás es un freno a la constante
búsqueda del autor de todos los valores humanos. Mejor dicho: aunque una
novela en todos los sentidos de la palabra, Cuerpos y almas, tal como era la
intención de su autor, es una fervorosa llamada a la conciencia humana. En
ninguna otra de sus obras, vemos a Van der Meersch llevar tan lejos sus
fuerzas para combatir el fariseísmo de nuestra sociedad. Cogidos de su mano,
casi a rastras, recorremos los quirófanos, los dispensarios y consultorios
médicos, donde acude la gente humilde, para que seamos testigos del
espectáculo de su dolor y desamparo. De acuerdo o no con los postulados
filosóficos del autor, nos sentimos obligados a juntarnos con los que luchan
para la verdadera curación de los enfermos y la salvaguarda de su bienestar. A
las resonantes polémicas que produjo la aparición de esta novela se añadió
rápidamente su celebridad. Sólo basta recordar que la primera edición, en
1943, se agotó en seguida, y, al no poderse reimprimir debido a la escasez de
papel de aquel entonces, aún en plena guerra mundial, algunos ejemplares de

Página 160
segunda mano llegaron a cotizarse al precio fabuloso de treinta mil francos.
Hoy sus reimpresiones se suceden una tras otra en todos los idiomas.

Página 161
Notas

Página 162
[1]Un pólder es una palabra neerlandesa que designa las superficies terrestres
ganadas al Mar del Norte. Esta técnica se desarrolló por primera vez en el
siglo XII,1​ en la región de Flandes.. <<

Página 163
[2]La ensenada de Oosterschelde se encuentra en el delta del Rin , el Mosa y
el Escalda, en la provincia holandesa de Zelanda. <<

Página 164

También podría gustarte

pFad - Phonifier reborn

Pfad - The Proxy pFad of © 2024 Garber Painting. All rights reserved.

Note: This service is not intended for secure transactions such as banking, social media, email, or purchasing. Use at your own risk. We assume no liability whatsoever for broken pages.


Alternative Proxies:

Alternative Proxy

pFad Proxy

pFad v3 Proxy

pFad v4 Proxy