Novena Digital (3)

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Oración

para todos
los dÍas:
Benignísimo Dios de infinita caridad, que
tanto amasteis a los hombres, que les
disteis en vuestro hijo la prenda de vuestro
amor, para que hecho hombre en las
entrañas de una Virgen naciese en un
pesebre para nuestra salud y remedio; yo,
en nombre de todos los mortales, os doy
infinitas gracias por tan soberano beneficio.
En retorno de él os ofrezco la pobreza,
humildad y demás virtudes de vuestro hijo
humanado, suplicándoos por sus divinos
méritos, por las incomodidades en que
nació y por las tiernas lágrimas que
derramó en el pesebre, que dispongáis
nuestros corazones con humildad profunda,
con amor encendido, con tal desprecio de
todo lo terreno, para que Jesús recién
nacido tenga en ellos su cuna y more
eternamente. Amén.
(Se reza tres veces el Gloria).

Oración
a la santÍsima
virgen:
Soberana María que por
vuestras grandes virtudes y
especialmente por vuestra
humildad, merecisteis que todo un
Dios os escogiese por madre suya, os
suplico que vos misma preparéis y
dispongáis mi alma y la de todos los que en
este tiempo hiciesen esta novena, para el
nacimiento espiritual de vuestro adorado
hijo. ¡Oh dulcísima madre!, comunicadme
algo del profundo recogimiento y divina
ternura con que lo guardasteis vos, para que
nos hagáis menos indignos de verle, amarle
y adorarle por toda la eternidad. Amén. (Se
reza tres veces el Avemaría).

Oración a
san josé
¡Oh santísimo José,
esposo de María y padre
adoptivo de Jesús! Infinitas
gracias doy a Dios porque os
escogió para tan soberanos
misterios y os adornó con todos los dones
proporcionados a tan excelente grandeza.
Os ruego, por el amor que tuvisteis al Divino
Niño, me abracéis en fervorosos deseos de
verle y recibirle sacramentalmente,
mientras en su divina esencia le veo y le
gozo en el cielo. Amén. (Se reza un
Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria).

DÍA
PRIMERO
En el principio de los tiempos el Verbo
reposaba en el seno de su Padre, en lo más
alto de los cielos; allí era la causa, a la par
que el modelo de toda la creación. En esas
profundidades de una incalculable eternidad
permanecía el Niño de Belén. Allí es donde
debemos buscar sus principios que jamás
han comenzado; de allí debemos datar la
genealogía del Eterno, que no tiene
antepasados, y contemplar la vida de
complacencia infinita que allí llevaba. La
vida del Verbo Eterno en el seno de su
Padre era una vida maravillosa y sin
embargo, misterio sublime, busca otra
morada: una mansión creada. No era
porque en su mansión eterna faltase algo a
su infinita felicidad, sino porque su
misericordia infinita anhelaba la redención y
la salvación del género humano, que sin Él
no podría verificarse.

El pecado de Adán había ofendido a un


Dios y esa ofensa infinita no podría ser
condonada sino por los méritos del mismo
Dios. La raza de Adán había desobedecido y
merecido un castigo eterno; era, pues,
necesario para salvarla y satisfacer su culpa,
que Dios, sin dejar el cielo, tomase la forma
del hombre sobre la tierra y con la
obediencia a los designios de su Padre,
expiase aquella desobediencia, ingratitud y
rebeldía. Era necesario en las miras de su
amor, que tomase la forma, las debilidades
e ignorancia inconscientes de la infancia,
para expiar las debilidades e ignorancia
sistemáticas del hombre; que creciese para
darle crecimiento espiritual; que sufriese,
para enseñarle a morir a sus pasiones y a
su orgullo y por eso el Verbo Eterno
ardiendo en deseos de salvar al hombre
resolvió hacerse hombre también y así
redimir al culpable.
GOZOS
Dulce Jesús mío, mi niño adorado ¡Ven a
nuestras almas! ¡Ven no tardes tanto!

¡Oh, Sapiencia suma del Dios soberano, que a


infantil alcance te hayas rebajado! ¡Oh, Divino
Niño, ven para enseñarnos la prudencia que
hace verdaderos sabios! Ven a nuestras…

¡Oh, Adonai potente que a Moisés hablando,


de Israel al pueblo diste los mandatos! ¡Ah,
ven prontamente para rescatarnos, y que un
niño débil muestre fuerte el brazo! Ven a
nuestras…

¡Oh, raíz sagrada de José que en lo alto


presenta al orbe tu fragante nardo! Dulcísimo
Niño que has sido llamado Lirio de los valles,
Bella flor del campo. Ven a nuestras…

¡Llave de David que abre al desterrado las


cerradas puertas de regio palacio! ¡Sácanos.
Oh Niño con tu blanca mano, de la cárcel
triste que labró el pecado! Ven a nuestras…

¡Oh, lumbre de Oriente, sol de eternos rayos,


que entre las tinieblas tu esplendor veamos!
Niño tan precioso, dicha del cristiano, luzca la
sonrisa de tus dulces labios. Ven a nuestras…

¡Espejo sin mancha, santo de los santos, sin


igual imagen del Dios soberano! ¡Borra
nuestras culpas, salva al desterrado y en
forma de niño, da al mísero amparo! Ven a
nuestras…

¡Rey de las naciones, Emmanuel preclaro, de


Israel anhelo, pastor del rebaño! ¡Niño que
apacientas con suave cayado ya la oveja
arisca, ya el cordero manso! Ven a nuestras…

¡Ábranse los cielos y llueva de lo alto


bienhechor rocío como riego santo! ¡Ven
hermoso Niño, ven Dios humanado! ¡Luce,
Dios estrella! ¡Brota, flor del campo!
Ven a nuestras…

¡Ven, que ya María previene sus brazos, do su


niño vean, en tiempo cercano! ¡Ven, que ya
José, con anhelo sacro, se dispone a hacerse
de tu amor sagrario! Ven a nuestras…

¡Del débil auxilio, del doliente amparo,


consuelo del triste, luz del desterrado! ¡Vida
de mi vida, mi dueño adorado, mi constante
amigo, mi divino hermano! Ven a nuestras…

¡Ven ante mis ojos, de ti enamorados! ¡Bese


ya tus plantas! ¡Bese ya tus manos!
¡Prosternado en tierra, te tiendo los brazos, y
aún más que mis frases, te dice mi llanto!
Ven a nuestras…

¡Ven Salvador nuestro por quien suspiramos,


ven a nuestras almas, ven, no tardes tanto!

Oración al
niño jesús
Acordaos, ¡oh dulcísimo
Niño Jesús!, que dijisteis a la
venerable Margarita del
Santísimo Sacramento, y en
persona suya a todos vuestros
devotos, estas palabras tan consoladoras
para nuestra pobre humanidad agobiada y
doliente: “Todo lo que quieras pedir, pídelo
por los méritos de mi infancia y nada te
será negado”. Llenos de confianza en vos,
¡oh Jesús!, que sois la misma verdad,
venimos a exponeros toda nuestra miseria.
Ayúdanos a llevar una vida santa, para
conseguir una eternidad bienaventurada.
Concédenos por los méritos infinitos de
vuestra infancia, la gracia de la cual
necesitamos tanto. Nos entregamos a vos,
¡oh Niño omnipotente!, seguros de que no
quedará frustrada nuestra esperanza, y de
que en virtud de vuestra divina promesa,
acogeréis y despacharéis favorablemente
nuestra súplica. Amén.
DÍA
SEGUNDO
El Verbo Eterno se halla a punto de tomar
su naturaleza creada en la santa casa de
Nazaret, en donde moraban María y José.
Cuando la sombra del secreto divino vino a
deslizarse sobre ella, María estaba sola y
engolfada en la oración. Pasaba las
silenciosas horas de la noche en la unión
más estrecha con Dios y mientras oraba, el
Verbo tomó posesión de su morada creada.

Sin embargo, no llegó inopinadamente;


antes de presentarse, envió un mensajero
que fue el Arcángel San Gabriel, para pedir
a María de parte de Dios su consentimiento
para la encarnación. El Creador no quiso
efectuar este gran misterio sin la
aquiescencia de su criatura. Aquel
momento fue muy solemne: era potestativo
en María el rehusar… con qué adorables
delicias, con qué inefable complacencia
aguardaría la Santísima Trinidad a que
María abriese los labios y pronunciase el
fiat que debió de ser suave melodía para
sus oídos, y con el cual se conformaba su
profunda humildad a la omnipotente
voluntad divina. La Virgen inmaculada ha
dado su asentimiento. El Arcángel ha
desaparecido. Dios se ha revestido de una
naturaleza creada; la voluntad eterna está
cumplida y la creación completa. En las
regiones del mundo angélico estallaba un
júbilo inmenso, pero la Virgen María ni lo
oía, ni hubiera prestado atención a él. Tenía
inclinada la cabeza y su alma estaba
sumida en un silencio que se asemejaba al
de Dios.

El Verbo se había hecho carne y aunque


todavía invisible para el mundo, habitaba ya
entre los hombres a quienes su inmenso
amor había venido a rescatar. No era ya
sólo el Verbo Eterno, era el Niño Jesús,
revestido de la apariencia humana y
justificando ya el elogio que de Él han
hecho todas las generaciones al llamarle: el
más hermoso de los hijos de los hombres.
(Todo lo demás como el día primero).

DÍA
TERCERO
Así había comenzado su vida encarnada el
Niño Jesús. Consideremos el alma
gloriosa y el santo cuerpo que había
tomado, adorándolos profundamente.
Admirando en primer lugar el alma de ese
divino Niño, consideremos en ella la
plenitud de su gracia santificadora, la de su
ciencia beatífica y por la cual, desde el
primer momento de su vida vio la divina
esencia más claramente que todos los
ángeles y leyó lo pasado y lo porvenir con
todos sus arcanos conocimientos.

No supo nunca por adquisición voluntaria


nada que no supiese por infusión desde el
primer momento de su ser; pero Él adoptó
todas las enfermedades de nuestra
naturaleza a que dignamente podía
someterse aún cuando no fuesen
necesarias para la grande obra que debía
cumplir. Pidámosle que sus divinas
facultades suplan la debilidad de las
nuestras y les dé nueva energía; que su
memoria nos enseñe a recordar sus
beneficios; su entendimiento a pensar en
Él, a no hacer sino su voluntad, lo que Él
quiere y en servicio suyo. Del alma del
Niño Jesús pasemos ahora a su cuerpo,
que era un mundo de maravillas, una obra
maestra de la mano de Dios. No era, como
el nuestro, una traba para el alma, era, por
el contrario, un nuevo elemento de
santidad. Quiso que fuese pequeño y débil
como el de todos los niños y sujeto a
todas las incomodidades de la infancia,
para asemejarse más a nosotros y
participar en nuestras humillaciones.

El Espíritu Santo formó ese cuerpecito con


tal delicadeza y tal capacidad de sentir, que
pudiese sufrir hasta el exceso para cumplir
la grande obra de nuestra redención. La
belleza de ese cuerpo del Divino Niño fue
superior a cuanto se ha imaginado jamás;
y la divina sangre que por sus venas
empezó a circular desde el momento de
su encarnación, es la que lava todas las
manchas del mundo culpable. Pidámosle
que lave las nuestras en el sacramento de
la penitencia, para que el día de su dichosa
Navidad nos encuentre purificados,
perdonados y dispuestos a recibirle con
amor y provecho espiritual. (Todo lo
demás como el día primero).
DÍA
CUARTO
Desde el seno de su Madre comenzó el
Niño Jesús a poner en práctica su eterna
sumisión a Dios, que continuó sin la menor
interrupción durante toda su vida. Adoraba a
su Eterno Padre, le amaba, se sometía a su
voluntad; aceptaba con resignación el
estado en que se hallaba, conociendo toda
su debilidad, toda su humillación, todas sus
incomodidades.

¿Quién de nosotros quisiera retroceder a un


estado semejante con el pleno goce de la
razón y de la reflexión? ¿Quién pudiera
sostener a sabiendas un martirio tan
prolongado, tan penoso de todas maneras?
Por ahí entró el Divino Niño en su dolorosa y
humillante carrera; así empezó a
anonadarse delante de su Padre; a
enseñarnos lo que Dios merece por parte
de su criatura; a expiar nuestro orgullo,
origen de todos nuestros pecados y
hacernos sentir toda la criminalidad y el
desorden de este orgullo. ¿Deseamos hacer
una verdadera oración?

Empecemos por formarnos de ella una


exacta idea, contemplando al Niño en el
seno de su Madre. El Divino Niño ora del
modo más excelente. No habla, no medita,
ni se deshace en tiernos afectos. Su mismo
estado, aceptado con la intención de honrar
a Dios en su oración: y en ese estado
expresa altamente todo lo que Dios merece,
y de qué modo quiere ser adorado por
nosotros. Unámonos a las adoraciones del
Niño Dios en el seno de María; unámonos a
su profundo abatimiento, y sea éste el
primer efecto de nuestro sacrificio a Dios, no
para ser algo como lo pretende
continuamente nuestra vanidad, sino para
ser nada, para quedar eternamente
consumidos y anonadados, para renunciar a
la estimación de nosotros mismos, a todo
cuidado de nuestra grandeza, aunque sea
espiritual; a todo movimiento de vanagloria.
Desaparezcamos a nuestros propios ojos, y
que Dios sólo sea todo para nosotros. (Todo
lo demás como el día primero).

DÍA
QUINTO
Ya hemos visto la vida que llevaba el Niño
Jesús en el seno de su purísima Madre;
veamos hoy también la vida que llevaba
también María, durante el mismo espacio
de tiempo. Necesidad hay de que nos
detengamos en ella si queremos
comprender, en cuanto es posible a nuestra
limitada capacidad, los sublimes misterios
de la encarnación y el modo como hemos
de corresponder a ellos.

María no cesaba de suspirar por el


momento en que gozaría de esa visión
beatífica terrestre: la faz de Dios encarnado.
Estaba a punto de ver aquella faz humana
que debía iluminar el cielo durante toda la
eternidad. Iba a leer el amor filial en
aquellos mismos ojos cuyos rayos debían
esparcir para siempre la felicidad en
millones de elegidos. Iba a ver aquel rostro
todos los días, a todas horas, cada instante
durante muchos años. Iba a verle en la
ignorancia aparente de la infancia, en los
encantos particulares de la juventud y en la
serenidad reflexiva de la edad madura.
Haría todo lo que quisiese de aquella faz
divina: podría estrecharla contra la suya con
toda la libertad del amor materno; cubrir de
besos los labios que debían pronunciar la
sentencia a todos los hombres;
contemplarla a su gusto durante su sueño o
despierto hasta que la hubiese aprendido
de memoria. ¡Cuán ardientemente deseaba
ese día! ¡Tal era la vida de expectativa de
María! Era inaudita en sí misma, más no por
eso dejaba de ser el tipo magnífico de toda
vida cristiana. No nos contentemos con
admirar a Jesús residiendo en María, sino
que pensemos que en nosotros también
reside por esencia, potencia y presencia. Si
Jesús nace continuamente en nosotros y de
nosotros por las buenas obras que nos
hacen capaces de cumplir, y por nuestra
cooperación a la gracia; por manera que el
alma del que se halla en gracia es un seno
perpetuo de María, un Belén interior sin fin.
Después de la comunión, Jesús habita en
nosotros, durante algunos instantes, real y
sustancialmente como Dios y como
hombre, porque el mismo Niño que estaba
en María está también en el Santísimo
Sacramento.

¿Qué es todo eso sino una participación de


la vida de María durante esos maravillosos
meses y una expectativa tan llena de
delicias como la suya? (Todo lo demás
como el día primero).

DÍA
SEXTO
Jesús había sido concebido en Nazaret,
domicilio de José y María, y allí era de
creerse que había de nacer, según todas las
probabilidades. Más Dios lo tenía dispuesto
de otra manera y los profetas habían
anunciado que el Mesías nacería en Belén
de Judá, ciudad de David. Para que se
cumpliera esta predicción, Dios se sirvió de
un medio que no parecía tener ninguna
relación con este objeto, a saber: la orden
dada por el emperador Augusto de que
todos los súbditos del imperio romano se
empadronasen en el lugar de donde eran
originarios.

María y José, como descendientes que eran


de David, no estaban dispensados de ir a
Belén; y ni la situación de la Virgen
Santísima, ni la necesidad en que estaba
José del trabajo diario que le aseguraba la
subsistencia, pudo eximirles de este largo y
penoso viaje, en la estación más rigurosa e
incómoda del año. No ignoraba Jesús en
qué lugar debía nacer, e inspira a sus
padres que se entreguen a la Providencia, y
que de esta manera concurran
inconscientemente a la ejecución de sus
designios. Almas interiores: observad este
manejo del Divino Niño, porque es el más
importante de la vida espiritual: aprended
que quien se haya entregado a Dios ya no
ha de pertenecerse a sí mismo, ni ha de
querer a cada instante sino lo que Dios
quiera para él, siguiéndole ciegamente aún
en las cosas exteriores, tales como el
cambio de lugar donde quiera que le plazca
conducirle.

Ocasión tendréis de observar esta


dependencia y esta fidelidad inviolable en
toda la vida de Jesucristo y este es el punto
sobre el cual se han esmerado en imitarle
los santos y las almas verdaderamente
interiores, renunciando absolutamente a su
propia voluntad. (Todo lo demás como el
día primero).
DÍA
SÉPTIMO
Representemos el viaje de María y José hacia
Belén, llevando consigo, aún no nacido, al
creador del Universo, hecho hombre.
Contemplemos la humildad y la obediencia de
ese Divino Niño, que aunque de raza judía y
habiendo amado durante siglos a su pueblo
con una predilección inexplicable obedece así
a un príncipe extranjero que forma el censo de
población de su provincia, como si hubiese
para él en esa circunstancia algo que le
halagase, y quisiese apresurarse a aprovechar
la ocasión de hacerse empadronar oficial y
auténticamente como súbdito en el momento
en que venía al mundo.

¿No es extraño que la humillación, que causa


tan invencible repugnancia a la criatura,
parezca ser la única cosa creada que tenga
atractivos para el Creador? ¿No nos enseñará
la humildad de Jesús a amar esa hermosa
virtud? ¡Ah! Que llegue el momento en que
aparezca el deseado de las naciones, porque
todo clama por ese feliz acontecimiento. El
mundo sumido en la oscuridad y en el
malestar, buscando y no encontrando el alivio
de sus males, suspira por su libertador. El
anhelo de José y la expectativa de María, son
cosas que no pueden explicar el lenguaje
humano.

El Padre Eterno se halla, si nos es lícito


emplear esta expresión, adorablemente
impaciente por dar a su hijo único al mundo y
verle ocupar su puesto entre las criaturas
visibles. El Espíritu Santo arde en deseos de
presentar a la luz del día esa santa humanidad
tan bella y que Él mismo ha formado con tan
especial y divino esmero. En cuanto al Divino
Niño, objeto de tantos anhelos, recordemos
que hacia nosotros avanza lo mismo que hacia
Belén. Apresuremos con nuestro deseo el
momento de su llegada; purifiquemos
nuestras almas para que sean su mística
morada y nuestros corazones para que sean
su mansión terrenal; que nuestros actos de
mortificación y desprendimiento “preparen los
caminos del Señor y hagan rectos sus
senderos”. (Todo lo demás como el día
primero).

DÍA
OCTAVO
Llegan a Belén José y María, buscando
hospedaje en los mesones; pero no lo
encuentran, ya por hallarse todos ocupados,
ya porque se les desechase a causa de su
pobreza. Empero, nada puede turbar la paz
interior de los que están fijos en Dios. Si
José experimentaba tristeza cuando era
rechazado de casa en casa, porque
pensaba en María y en el Niño, sonreíase
también con santa tranquilidad cuando
fijaba la mirada en su casta esposa. El Niño,
aún no nacido, regocijábase de aquellas
negativas, que eran el preludio de sus
humillaciones venideras. Cada voz áspera,
el ruido de cada puerta que se cerraba ante
ellos, era una dulce melodía para sus oídos.
Eso era lo que había venido a buscar. El
deseo de esas humillaciones era lo que
había contribuido a hacerle tomar la forma
humana.

¡Oh Divino Niño de Belén! Esos días que


tantos han pasado en fiestas y diversiones
o descansando muellemente en cómodas y
ricas mansiones, han sido para vuestros
padres un día de fatiga y vejaciones de toda
clase. ¡Ay! el espíritu de Belén es el de un
mundo que ha olvidado a Dios. ¿Cuántas
veces no ha sido también el nuestro? ¿No
cerramos continuamente con ruda
ignorancia la puerta a los llamamientos de
Dios que nos solicita a convertirnos, o a
santificarnos o a conformarnos con su
voluntad? ¿No hacemos mal uso de
nuestras penas, desconociendo su carácter
celestial, aunque cada uno a su modo lo
lleva grabado en sí? Dios viene a nosotros
muchas veces en la vida, pero no
conocemos su faz. No le conocemos sino
cuando nos vuelve la espalda y se aleja
después de nuestra negativa. Pónese el sol
del 24 de diciembre detrás de los tejados
de Belén y sus últimos rayos doran la cima
de las rocas escarpadas que le rodean.

Hombres groseros codean rudamente al


Señor en las calles de aquella aldea oriental
y cierran sus puertas al ver a su Madre. La
bóveda de los cielos aparece purpurina por
encima de aquellas colinas frecuentadas
por los pastores. Las estrellas van
apareciendo una tras otra. Algunas horas
más y aparecerá el Verbo Eterno. (Todo lo
demás como el día primero).

DÍA
NOVENO
La noche ha cerrado del todo en las
campiñas de Belén. Desechados por los
hombres y viéndose sin abrigo, María y
José han salido de la inhospitalaria
población y se han refugiado en una gruta
que se encontraba al pié de la colina.
Seguía a la Reina de los ángeles el
jumento que les había servido de humilde
cabalgadura durante el viaje y en aquella
cueva hallaron un manso buey, dejado allí
probablemente por alguno de los
caminantes que habían ido a buscar
hospedaje en la ciudad. El Divino Niño,
desconocido por sus criaturas racionales,
va a tener que acudir a las irracionales
para que calienten con su tibio aliento la
atmósfera helada de esa noche de
invierno y le manifiesten con esto su
humilde actitud, el respeto y la adoración
que le había negado Belén. La rojiza
linterna que José tenía en la mano
iluminaba tenuemente ese pobrísimo
recinto, ese pesebre lleno de paja, que es
figura profética de las maravillas del altar
y de la íntima y prodigiosa unión
eucarística que Jesús ha de contraer con
los hombres.
María está en adoración en medio de la
gruta, y así van pasando silenciosamente
las horas de esa noche llena de misterio.
Pero ha llegado la medianoche y de
repente vemos dentro de ese pesebre
poco antes vacío, al Divino Niño esperado,
vaticinado, deseado durante cuatro mil
años con tan inefables anhelos. A sus pies
se postra su Santísima Madre en los
transportes de una adoración de la cual
nada puede dar idea. José también se le
acerca y le rinde el homenaje con que
inaugura su misterioso e imponderable
oficio de padre putativo del Redentor de
los hombres.

La multitud de ángeles que descienden


del cielo a contemplar esa maravilla sin
par, deja estallar su alegría y hace vibrar
en los aires las armonías de ese Gloria in
excelsis, que es el eco de adoración que
se produce en torno del trono del
Altísimo, hecha perceptible por un
instante a los oídos de la pobre tierra.
Convocados por ellos, vienen en tropel los
pastores de la comarca a adorar al “recién
nacido” y a presentarle sus humildes
ofrendas. Ya brilla en Oriente la misteriosa
estrella de Jacob; y ya se pone en marcha
hacia Belén la caravana espléndida de los
Reyes Magos, que dentro de pocos días
vendrán a depositar a los pies del Divino
Niño el oro, el incienso y la mirra, que son
símbolos de la caridad, de la oración y de
la mortificación.

¡Oh, adorable Niño! Nosotros también, los


que hemos hecho esta novena, para
prepararnos al día de vuestra Navidad,
queremos ofreceros nuestra pobre
adoración; ¡no la rechacéis!, venid a
nuestras almas, venid a nuestros
corazones llenos de amor. Encended en
ellos la devoción a vuestra santa infancia,
no intermitente y sólo circunscrita al
tiempo de vuestra Navidad, sino siempre y
en todos los tiempos; devoción que
fielmente practicada y celosamente
propagada, nos conduzca a la vida eterna,
librándonos del pecado y sembrando en
nosotros todas las virtudes cristianas.
(Todo lo demás como el día primero).

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