Caracola - Rebeca Stones
Caracola - Rebeca Stones
Caracola - Rebeca Stones
Hola, Tomás:
Seguramente te estarás preguntando por qué una completa desconocida ha decidido
escribirte. Me encantaría tener un motivo superinteresante para impresionarte, pero la razón es
muy simple: mi vida es demasiado aburrida y esto me pareció divertido. ¿Escribirle a una
persona que no conozco absolutamente de nada para hablarle sobre mí sin que me juzgue? La
verdad es que me pareció una idea brillante. Y te diré algo que creo que te va a gustar: yo
tampoco sé nada de ti. Solo sé que te llamas Tomás y que eres un chico joven de pelo castaño y
expresión aniñada, o por lo menos eso parece en la foto de perfil que el centro penitenciario
puso en su web; aunque a juzgar por su calidad parece haber sido sacada con una webcam del
año 2008… Así que quizá seas un viejo de noventa años con el pelo canoso y arrugas por
doquier. ¡Asumiré el riesgo de ser una víctima más de catfish!
Cuando tomé la decisión de escribir a un preso tuve muy clara cuál sería la primera pregunta
que le haría. Puede que ni siquiera quieras responderla —y estarás en tu derecho—, pero ahí va:
¿eres inocente, Tomás? No sé de qué crímenes te han acusado, tampoco sé cuál es tu condena,
pero lo que más me interesa es saber si tú te consideras culpable o si crees que la justicia te ha
fallado.
Espero con muchas ganas tu correo con la respuesta; ha sido un placer escribirte.
Hola, Elizabeth:
Sí, soy inocente.
Y puedo demostrártelo.
Ocho palabras.
La decepción es el primer sentimiento que inunda mi pecho. Un mensaje
corto y escueto en el que se ha limitado a contestar a mi pregunta. Pero…,
cuando vuelvo a leer el mensaje por sexta vez, encuentro tras sus palabras
la intención con la que las escribió. Tomás quiere despertar en mí la
curiosidad, y eso es justo lo que los periodistas debemos hacer cuando
publicamos un artículo. Conseguir que el lector llegue al final de la noticia
con la misma curiosidad que sintió al leer su titular. Ese manejo de la
incertidumbre, esa forma de jugar con mis emociones haciéndome desear
que su próximo correo llegue cuanto antes… Es una buena señal.
No sé cada cuánto tiempo le permitirán revisar la bandeja de entrada,
pero sé que si le contesto ahora tendré más posibilidades de recibir su
respuesta antes de que acabe el día.
De: elizabethbennet@gmail.com
Para: tomasmendezpuga@cpatardecer.com
Y dime, Tomás, ¿cuál es el crimen que no cometiste pero que aun así te llevó a estar entre
rejas?
Estoy deseando que acabes con esta curiosidad que acabas de despertar en mí, no tardes
demasiado en responder.
¿Mis palabras han sonado un poco desesperadas? Puede que sí, pero es
así como me siento y nunca he sido fan de enmascarar los sentimientos. Si
expresas de forma sincera lo que sientes es más fácil que el resto de las
personas actúen de forma correcta, porque sabrán interpretar el contexto en
el que tú te encuentras. No soy una persona extrovertida, aunque tampoco
me definiría como introvertida, pero mi cara es un reflejo total de mis
emociones y me gusta que así sea.
Salgo de la cabina en la que estaba y, antes de volver al club de lectura,
me lavo la cara con agua fría. Cuando me incorporo y me veo reflejada en
el espejo no puedo evitar pensar en que las ojeras que tengo debajo de los
ojos son cada vez más oscuras. Con lo pálida que soy, lo negro que tengo el
pelo y lo grandes que tengo los ojos parece que me he escapado de una
película de Tim Burton. Al final Lúa no va a ser el único personaje animado
de esta historia.
Además, estos últimos meses he adelgazado por culpa del estrés y
previamente por los episodios de ansiedad que viví al fallecer mis padres,
por lo que juraría que cada año soy más pequeñita. Confío en que todo esto
cambie cuando por fin logre mi objetivo, espero que cuando me asciendan
tenga más tiempo para dedicármelo a mí y recupere la tranquilidad que hace
mucho que no siento. Entonces puede que por fin logre coger unos kilos,
quizá las ojeras empiecen a desaparecer y mi pelo vuelva a recuperar el
brillo y la fuerza que tenía. Siempre tuve el cabello largo, pero cuando
empecé a trabajar lo notaba cada vez menos denso, por lo que decidí
cortármelo a la altura de los hombros. Lúa dice que estoy mucho más
guapa, y la verdad es que yo también creo que me favorece. Este corte me
hace parecer mayor, aunque en muchas discotecas (las pocas veces que
salgo) me siguen pidiendo el carnet de identidad.
Me pregunto cuánto habrá cambiado Tomás.
Lo más probable es que la foto que aparecía en la web del centro
penitenciario se la hubieran sacado al ingresar en él, por lo que no puedo
evitar preguntarme si el tiempo que ha estado encerrado le habrá pasado
factura físicamente. No sé si lleva días, meses o años entre rejas, y la verdad
es que me encanta la idea de ir descubriendo estas cosas progresivamente.
Siento la misma emoción que experimentaba cuando se terminaba el
capítulo de mi serie favorita y tenía que esperar hasta la semana siguiente
para descubrir cómo continuaba.
Ahora las generaciones que crezcan con Netflix no sabrán lo
emocionante que era irse a la cama haciendo suposiciones sobre lo que
pasaría en el siguiente capítulo.
—Gabi, has tardado muchísimo —dice Lúa al verme aparecer en la salita
que nos reserva la biblioteca para que llevemos a cabo nuestro club de
lectura.
Es una estancia muy acogedora, tiene una cristalera que da al pasillo
principal por la que entra mucha luz y está llena de colores porque también
es donde hacen los talleres infantiles. Hay dibujos pegados por todas las
paredes, trozos de plastilina por el suelo…
—Ya se han ido todos, me pidieron que te dijera adiós de su parte… —
Lúa hace una pausa, pero decido no abrir la boca porque sé que ella solita
llegará al motivo de mi huida—. Te ha contestado, ¿verdad?
—Verdad —respondo con sinceridad.
—¿Sabes qué? Creo que prefiero no saber nada más sobre este tema —
declara moviendo los brazos como si estuviese espantando decenas de
moscas—. ¡Me pongo mala cada vez que pienso que le estás escribiendo a
un preso! —exclama mientras termina de colocar en su sitio las sillas que
ponemos en círculo para hablar sobre los libros. A veces creo que la gente
que nos ve desde fuera piensa que somos de Alcohólicos Anónimos.
—Vale, pues no te contaré nada más —replico mientras la ayudo a mover
las últimas sillas que quedan.
—Pero… ¿qué te ha dicho? —pregunta llevándose la contraria a sí
misma. Me río ante lo poco que puede aguantar la curiosidad que le
provoca esta situación.
—Me dijo que es inocente y que va a demostrármelo.
—¡Anda, no es listo ni nada! ¿Qué pensabas que iba a hacer, decirte que
es culpable? Está claro que te está mintiendo —contesta indignada.
—Puede que sí o puede que no, pero no pierdo nada por escucharlo.
—Intenta no perder tu rigor periodístico, creo que podría llegar un punto
en el que tú misma querrás que sea inocente —afirma con contundencia;
Lúa es una chica muy inteligente—. Intenta ser siempre lo más objetiva que
puedas. Sé que eres muy profesional como periodista, pero a veces los
sentimientos pueden jugarnos una mala pasada.
—Es un buen consejo —respondo asintiendo.
Lúa es muy buena dando consejos, el problema es que yo soy bastante
mala siguiéndolos.
Sé que querré que Tomás sea inocente porque es lo que más le conviene a
mi artículo, pero… ¿qué probabilidades hay de que realmente lo sea? Según
mis investigaciones, desde 2002 hasta 2009 en España se produjeron un
total de 125 errores judiciales; sin embargo, esa cifra se reduce conforme
nos acercamos a la actualidad. En 2019, por ejemplo, solo se detectaron
dos.
Mi cerebro lo tiene más que claro: es casi imposible que Tomás sea
inocente. No obstante, mi corazón quiere dejar espacio a la duda, quiere
creer en las casualidades y en que fue el destino el que lo puso en mi
camino para ayudarle a hacer justicia.
—Que las ganas de escribir una buena historia no te quiten la
credibilidad por la que tanto luchas, Gabi —sentencia mirándome con sus
expresivos ojos azules.
—No lo harán —respondo segura de mí misma.
4
Tomás
Abro los ojos. Mi compañero de celda aún está dormido, pero no tardará
mucho en despertarse, es imposible no hacerlo cuando encienden las luces y
pasas de estar completamente a oscuras a tener dos focos de luz blanca
apuntándote a la cara.
Creo que eso es una de las cosas que más odio de la cárcel, te arrebatan
tu libertad de tal manera que ni siquiera puedes escoger a qué hora irte a la
cama o cuándo salir de ella.
—Jose, venga, te vas a perder el desayuno —digo zarandeando con
cariño a la única persona a la que le tengo aprecio dentro de estas cuatro
paredes.
—¿Un día más?
Desde que le conozco, no hay mañana en la que no me lo pregunte.
—Un día más —respondo siguiendo nuestra tradición no escrita.
Jose tiene setenta años y su historia es una de las más tristes que he
escuchado nunca. Lo juzgaron por matar a la mujer que amaba y fue
declarado culpable, lleva diez años entre rejas y me temo que lo más
probable es que acabe muriendo entre ellas. Aquí todos le respetan porque
su caso es cruel e injusto, y, sinceramente, creo que si sigo vivo es gracias a
que soy su protegido.
La mujer de Jose sufría una enfermedad degenerativa que la estaba
consumiendo en vida. Muy a su pesar, su mente se mantuvo intacta durante
todo el proceso, lo que provocó que ella misma fuese consciente de que
estaba perdiendo, una a una, todas sus facultades físicas. Primero fue el
habla, luego la fuerza de las piernas, por lo que se vio obligada a vivir en
una silla de ruedas, después fueron sus brazos los que quedaron inmóviles
y, cuando se quiso dar cuenta, sus días se basaban en ver pasar las horas
postrada en una cama, conectada a aparatos que regulaban algunas de sus
funciones vitales y dependiente en todo momento del personal sanitario.
Se llamaba Carmen.
Carmen vivía con dolor algo que estaba muy lejos de considerarse vida, y
una tarde de abril, cuando tras darle infinitas vueltas, resolvió que no quería
seguir en este mundo de una manera tan inhumana y cruel, le pidió a su
marido que pusiese punto final a su existencia.
Habían estado más de cuarenta años casados, queriéndose y respetándose
desde el primer día, apoyándose de manera incondicional incluso en los
momentos más difíciles. Jose era su principal soporte y Carmen sabía que
sería la única persona que entendería su decisión, la única persona que no la
juzgaría y que acataría la orden como un acto de puro amor.
Jose tomó la decisión más difícil que se le puede presentar a un ser
humano, se dispuso no solo a dejar marchar al amor de su vida, sino que la
ayudó a abandonar este mundo que tan mal se estaba portando con ella.
Jose no dedicó ni un solo minuto a reflexionar sobre qué pasaría después.
No pensó en lo solo que se quedaría, en lo vacía que estaría su vida sin su
mujer, en las consecuencias que tendría que asumir, en el trauma que le
causaría matarla… Jose demostró no conocer el egoísmo y accedió a lo que
su mujer deseaba sin cuestionarla.
No sé cómo lo hizo, solo sé que veinticuatro horas después de pedirlo,
Carmen abandonó su cuerpo dejando todo el dolor atrás.
¿Por qué Jose acabó siendo juzgado como un asesino? Porque sus
propios hijos lo denunciaron para llevarse la herencia de su progenitora. Se
escudaron en el dolor que sintieron tras enterarse de que su padre tomó la
decisión sin habérselo comentado, se justificaron en sus creencias
religiosas, diciendo que su madre quería seguir viva y que Jose lo había
orquestado todo para librarse de ella.
Cuando en realidad fue una decisión que su mujer le pidió mantener en
secreto.
Jose no solo lleva sobre sus hombros la muerte de su esposa, también
carga con la traición de sus hijos y con la injusticia que este país cometió
con él.
—Pues vamos a conseguir que sea un día menos —me responde con una
de sus sonrisas mientras sale de la cama. Como todas las mañanas, alarga el
brazo hasta su mesilla para coger la foto que tiene de Carmen, la acaricia
con su dedo índice y después posa un delicado beso sobre ella.
No sé cuántas veces le he visto haciéndolo, pero mi corazón sigue
partiéndose un poco cuando veo sus ojos llenos de lágrimas.
Recuerdo el día que le conocí, recuerdo la forma en que tomó mi cara
entre sus arrugadas manos y me dijo que una mirada tan triste como la que
yo tenía no podía ser la mirada de un asesino. Cuando escuché sus palabras
rompí a llorar como un niño pequeño y lo único que hizo él fue estrecharme
entre sus brazos hasta que mi llanto fue perdiendo volumen. Es la única
persona en la cárcel a la que le he contado lo que realmente pasó ese día, el
día que mi vida cambió por completo.
Bajamos juntos a desayunar, la comida está tan insípida como de
costumbre, aunque hoy me importa un poco menos porque no dejo de
pensar en Elizabeth Bennet. ¿Habrá leído mi correo? ¿Qué habrá pensado?
¿Me habrá respondido? Termino el café y las tostadas lo más rápido que
puedo; el comedor es una de las partes de la cárcel en la que más incómodo
estoy, solo hay dos turnos para realizar las comidas y somos demasiados
para las pocas mesas disponibles. La sensación de estar rodeado de gente
que te odia no es demasiado agradable y permanecer junto a Jose es lo
único que consigue mantenerme sereno.
—¿Has acabado? —me pregunta cuando se da cuenta de que mi plato ya
está vacío.
—Sí, voy a ir a la sala de ordenadores, por la noche te contaré la razón —
contesto guiñándole el ojo.
—¡Estoy deseando saberlo! —exclama con su bigote lleno de espuma.
Me levanto y sorteo las mesas para dejar mi bandeja en la montaña de
bandejas sucias. Las estancias del centro resultan frías y poco acogedoras,
los suelos son de hormigón y, con la intención de hacer las superficies más
higiénicas, todos los muebles tienen acabados metálicos. Lo que más me
entristece es la poca luz solar que tenemos, porque las ventanas son
diminutas o tienen grandes barrotes que nos privan de esa calidez que
aporta la luz natural. Quizá en cárceles más modernas el diseño cambie y
sean algo más hogareñas, pero por desgracia yo estoy en un centro
penitenciario bastante antiguo y todo se parece mucho a las imágenes
deprimentes que se ven en las películas.
Cuando llego a la sala de ordenadores me agrada comprobar que, a
excepción del funcionario, está vacía. Es muy temprano y los reos que
desayunan en el primer turno seguirán todavía en el comedor.
Escojo el equipo más lejano al guardia para gozar al máximo de la
privacidad que he conseguido al zamparme el desayuno a la velocidad de la
luz y pulso el botón de encendido con bastante impaciencia. Llevo toda la
noche pensando en este momento, así que cuando por fin veo un nuevo
mensaje en mi bandeja de entrada no puedo evitar emocionarme.
De: elizabethbennet@gmail.com
Para: tomasmendezpuga@cpatardecer.com
Y dime, Tomás, ¿cuál es el crimen que no cometiste pero que aun así te llevó a estar entre
rejas?
Estoy deseando que acabes con esta curiosidad que acabas de despertar en mí, no tardes
demasiado en responder.
Hola, Elizabeth:
No te voy a mentir. Pensaba que podríamos hablar un poco más antes de que llegase este
momento. Me asusta que después de saber lo que hice no quieras seguir manteniendo contacto
conmigo, pero creo que debo ser sincero y contarte por qué he acabado aquí.
Hace casi cuatro años me condenaron por homicidio.
El juez me declaró culpable de haber asesinado a mi hermana, Jimena, que acababa de
cumplir dieciocho años. Un 26 de abril su cuerpo fue encontrado sin vida sobre su propia cama
y la autopsia posterior determinó que lo que causó la muerte no fueron las cuatro puñaladas que
tenía en el pecho, sino la asfixia provocada por la almohada que supuestamente apreté contra su
rostro.
Creen que lo hice en ese orden para que no sufriese cuando, según la versión oficial, la
apuñalé con uno de los cuchillos que teníamos en la cocina.
Esa es la información que se difundió sobre el caso, puedes buscarlo en internet y confirmar
mis palabras. También podrás encontrar mi versión de los hechos en la defensa que empleé en
los juicios. De poco sirvió mi perspectiva, ya que, antes de descubrir el cadáver de mi hermana,
mi padre me encontró durmiendo en mi habitación entre unas sábanas llenas de sangre y con el
arma del crimen en la mano.
¿Cuál fue el móvil del asesinato? Ni más ni menos que el sonambulismo profundo que sufro
desde pequeño. Todo parecía tan evidente que nadie me escuchó, y el caso se cerró en menos de
un mes.
A día de hoy, sigo deseando tener la oportunidad de demostrar mi inocencia, pero ni siquiera
mis padres quieren reabrir la investigación. El mundo encontró un culpable y ahora ya no es
necesario hurgar más en la herida. ¿Sabes lo que se siente cuando ni tus padres te dan un atisbo
de credibilidad?
Si tú quisieras escucharme, podría demostrarte punto por punto que mi caso es el más
corrupto que se ha visto en la historia judicial de nuestro país.
Si no respondes a este correo, interpretaré que no quieres seguir hablando con un asesino y
lo entenderé.
Sé que si releo el mensaje no lo enviaré, así que sin pensarlo dos veces
pulso el botón que le hará llegar mis palabras a Elizabeth. Estoy dispuesto a
contarle mi verdad, estoy dispuesto a revivir ese pasado que tanto daño me
hizo y que aún no he superado.
Soy un asesino ante los ojos de mi familia, de mis amigos, del resto de
los prisioneros y de toda la población española que conoce mi nombre.
La pregunta que me hago es si también seré un asesino para ella.
5
Gabriela
Antes de compartir contigo las pruebas irrefutables de mi inocencia, quiero que me conozcas
un poco más. Quiero que tú misma llegues a la conclusión de que alguien como yo jamás podría
hacer nada de lo que se me acusa. No creas que esto es una artimaña deshonesta, tendrás punto
por punto toda la información que desmiente la versión aceptada por el juez.
Pero primero quiero darte unos datos sobre mí para que, llegado el momento, empatices
conmigo y sientas lo que yo sentí ante la injusticia que se cometió.
1. Odio mi nombre; sin embargo, me encanta mi apodo. Todo el mundo me llamaba Tom,
pero aquí no consiento que nadie lo haga. Este no soy yo. Yo no tendría que estar aquí.
2. Me sentía fuera de lugar en mi familia, vengo de un ambiente elitista, de apariencias,
clasista.
3. Me encantan los animales y siento devoción por los perros salchicha desde que en mi
decimosexto cumpleaños me regalaron a Frankfurt, un cachorro adorable y larguirucho al
que echo muchísimo de menos.
4. Por el nombre de mi perro puedes intuir que la originalidad no es uno de mis fuertes. No
soy demasiado creativo, pero sí que me considero un soñador empedernido. Tenía un
montón de proyectos antes de acabar aquí.
5. Te contaré cuál era el mayor de ellos: abrir mi propio restaurante. Me encantaba cocinar,
hacía las mejores hamburguesas del mundo. Mi abuela me enseñó todo lo necesario para
ser un gran cocinero.
6. Odio el deporte, y bendigo mi anatomía porque estoy mucho más musculado de lo que me
merecería. Solo me gustaba salir a correr, me ayudaba a desconectar. Ahora en prisión
mato mucho tiempo libre ejercitándome en el gimnasio, pero, si te digo la verdad, solo lo
hago porque no tengo nada mejor que hacer.
7. Tenía una colección de pines muy grande. Compraba uno cada vez que viajaba al
extranjero, muchos otros son de coleccionista y algunos los encontraba en mercadillos.
Llenaba mi ropa y mis gorras de ellos. Siempre me preocupó mucho mi imagen personal;
era muy presumido y arriesgaba bastante con mis looks.
8. Olía a vainilla. Todos mis geles, champús, desodorantes y perfumes tenían olor a vainilla.
9. Era muy amigo de mis amigos, tenía un grupo genial con el que quedaba todos los viernes
para ir al cine. Mi película favorita era La milla verde… Irónico, ¿verdad? Creo que ahora
no podría volver a verla, o por lo menos no con los mismos ojos.
10. Jamás tuve pareja, creo que nunca me enseñaron lo que significaba amar.
¿Me dejarás saber diez cosas sobre ti, Elizabeth? Podrías empezar por decirme cuál es tu
verdadero nombre, me encantaría dejar de imaginarte como una mujer de finales del siglo XVIII.
Espero tener noticias tuyas pronto, no sabes con qué intensidad lo espero.
Me asusta sonar desesperado, pero quiero que sepa cuánto significan sus
mensajes para mí. Parecerá exagerado que una completa desconocida se
vuelva tan importante en mi vida en apenas unos días… Sin embargo,
cuando todo lo que te rodea es oscuridad, un ínfimo rayo de luz puede
llegar a convertirse en uno de esos días soleados que consiguen hacer
aparecer tus pecas y sonrojar tu piel.
Ella es como un día de verano después de pasar mil inviernos cubierto de
nieve.
7
Gabriela
Cuéntame diez cosas sobre quién eres ahora. Cuéntamelas y te dejaré conocer diez cosas
sobre mí.
—¡Ya estoy aquí! —exclama Lúa justo en el momento en el que pulso el
botón de enviar—. ¿Estás bien? —pregunta al ver en mi rostro cierto
nerviosismo.
—Estoy bien, aunque necesito hablarte sobre algo —respondo sabiendo
que ocultarle algo a Lúa nunca es una buena idea—. ¿Vamos a tomar un
café?
—Vamos a tomar muchos cafés —contesta levantando una ceja,
intrigada. Esta actitud no es propia en mí, Lúa siempre tiene que insistir
mucho para que le cuente mis preocupaciones, así que es normal que le
extrañe la iniciativa que he tenido hoy.
Nos pasamos el camino hacia la cafetería hablando sobre cosas triviales,
sobre nuestros trabajos, el libro que estamos leyendo en el club de lectura,
el clima tan nublado y lluvioso que está haciendo últimamente… Las calles
de Santiago tienen un aura melancólica, a veces me atrevería a decir que
quizá un poco triste, pero creo que esto forma parte del encanto de la
ciudad. La cafetería que escogemos es una de nuestras favoritas,
antiguamente era una librería y el nuevo dueño decidió mantener su
estética, colocó mesas de madera rústica entre las viejas estanterías y llenó
todo de velas, flores secas y de una decoración muy bohemia en tonos
marrones.
No es hasta que nos sentamos y nos traen nuestras bebidas que saco el
tema de conversación que pondrá todo patas arriba.
—Hablo con Tomás día a día y creo que voy a ir hasta el final con él —
sentencio siendo lo más directa que puedo. Lúa abre los ojos de par en par,
y, si ya los tiene enormes, no os queráis imaginar cómo se le ponen cuando
se sorprende tanto como en este preciso instante.
—¿A qué te refieres con llegar hasta el final? ¿El final de qué?
—Escribiré mi artículo sobre él. Tiene una voz fortísima, es justo lo que
estaba buscando.
—Mira, Gabriela, te seré lo más sincera posible… —responde
acomodándose en la silla y estirando el cuello hacia la derecha para después
hacerlo hacia la izquierda. Cualquiera diría que estuviera a punto de
lanzarme un gancho con su mano derecha—. Si lo que quieres es que la
gente empatice con tu artículo, Tomás es la persona menos apropiada para
ello. Aún no vivías aquí cuando sucedió todo, pero probablemente sea la
persona más odiada de Galicia. La opinión popular fue muy clara, no hubo
ni una pequeña duda sobre lo sucedido.
—He estado investigando su caso y hay muchas incongruencias, no
entiendo cómo el juicio pudo ser tan rápido.
—Pues es muy fácil, apareció con el arma del crimen en la mano y
ensangrentado. ¿Qué más pruebas necesitas, no te parece suficiente? —me
pregunta algo sorprendida; parece no entender que a mis ojos no sea tan
obvio.
—¿Por qué está en la cárcel y no en un psiquiátrico? Tomás es
sonámbulo diagnosticado desde los ocho años. Nadie cometería un crimen
tan atroz y volvería a la cama como si no hubiese pasado nada —argumento
intentando crear en ella cierta duda—. En España hubo otro caso parecido,
el de Antonio Nieto. Asesinó a su esposa y a su suegra y no paró hasta que
su hijo, que también resultó herido, consiguió desarmarlo. ¿Sabes dónde
acabó? En un hospital psiquiátrico.
—El juez no tuvo en cuenta su sonambulismo porque llevaba más de diez
años sin sufrir ningún ataque, y no solo eso, sino que consideró que, dada la
naturaleza del crimen, el autor tuvo que tener un mínimo de conciencia para
llevarlo a cabo —me explica removiendo el café.
Me sorprende lo informada que está sobre el caso, aunque si me paro a
pensarlo es normal. Es un crimen bastante reciente y causó mucho revuelo
en la comunidad autónoma. Además, la madre de Lúa es policía, así que
seguro que en su casa fue el tema de conversación durante bastante tiempo.
—¿Y entonces cómo se explica que tras asesinar a su hermana volviese
tranquilamente a la cama para seguir durmiendo? —repongo incrédula—.
¿En serio soy la única persona a la que todo le parece muy raro?
—Psicopatía —responde sin pestañear—. Fue juzgado como un
psicópata.
—Joder, Lúa, pues volvemos a lo mismo… ¿Y por qué está en la cárcel y
no en un maldito hospital psiquiátrico? —vuelvo a preguntar perdiendo un
poco la paciencia.
—Mi madre me explicó que el juez había considerado el crimen un acto
de demencia aislado. Es decir, un arrebato —me aclara mientras remueve el
café y frunce el ceño tratando de recordar más datos sobre el caso—. La
vida de Tomás era completamente normal y tras ser analizado por
psicólogos llegaron a la conclusión de que no padecía ninguna enfermedad
mental. Simplemente se le fue la cabeza.
—¿Se le fue la cabeza? —repito mientras niego con la cabeza—. A mí se
me va la cabeza cuando me gasto la mitad de mi sueldo en libros, o aquella
vez que me hice un tatuaje borracha…, pero ¡no se me va la cabeza y te
mato a ti! —exclamo perdiendo un poco los estribos, siento que estamos
teniendo una conversación de besugos.
Al darme cuenta de lo mucho que he levantado el tono de voz, miro a mi
alrededor y agradezco que solo haya otra mesa ocupada y que esté
demasiado lejos como para que la parejita que está tonteando en ella se
haya enterado de algo. Siempre hablo más alto de lo que debería, es uno de
los defectos que mi madre siempre me corregía.
—¡Ay, Gabriela! ¡Yo qué sé! ¿Me ves cara de jueza, me ves cara de
policía? Quizá tengas algo de razón, ¿vale? Si lo veo como lo ves tú, puede
que alguna cosa no cuadre, pero…, no sé, el caso se cerró y la familia pudo
pasar página. En ocasiones las personas actúan de manera extraña, creo que
a veces simplemente hay cosas que no tienen una explicación lógica.
—Si su sonambulismo no se tuvo en cuenta, no hay ningún móvil que
justifique el crimen.
Lúa guarda silencio, agarra la taza que tiene delante y le da un sorbo
largo, muy largo.
—¿Adónde quieres llegar con todo esto, Gabi?
—No lo sé —respondo con sinceridad.
—¿Crees que es inocente?
—Todavía no lo sé.
—¿Todavía? —pregunta frunciendo el ceño.
—Quiero averiguar si lo es.
Lúa apoya los codos sobre la mesa y se tapa la cara con las manos. Esta
situación la pone nerviosa, la desespera. Mi idea le disgustó desde el primer
momento, incluso intentó elegir a otro reo cuando de forma aleatoria
escogió a Tomás.
—Te estás metiendo en unas arenas movedizas de las que luego no
conseguirás salir —sentencia con una seriedad muy impropia en ella—. Ten
cuidado, Gabriela. Que tus deseos no te desvíen del camino de la verdad.
8
Tomás
Ni siquiera me había dado cuenta de que la mayor parte de las cosas que le
conté sobre mí hablaban del chico que un día fui, y no decían
absolutamente nada sobre la persona en la que me he convertido.
No sé muy bien qué responder a su correo, llevo media hora delante de la
pantalla tratando de pensar en algo positivo de estar entre rejas. ¿Acaso esta
experiencia me ha hecho mejor en algún aspecto, es eso posible? A veces
un momento duro puede aportarte ciertas enseñanzas, pero, si me paro a
reflexionar, todo esto solo me ha enseñado lo crueles que pueden ser las
personas, lo injusta que puede llegar a ser la justicia y lo bajo que puedes
llegar a caer aun cuando crees que ya has tocado fondo.
—¿Cuándo piensas levantar tu culo? Hay gente esperando —me increpa
Julián, un reo que comienza a perder la paciencia.
—No tardaré mucho, perdona —respondo siendo consciente de que llevo
más tiempo del que debería ocupando un ordenador.
Cualquier otro día daría igual; sin embargo, parece ser que mañana los
internos que dedican su tiempo libre a estudiar tienen un examen muy
importante. Esta sala suele estar vacía, en cambio hoy no cabe ni un alfiler.
Sin más demora, me dejo llevar y comienzo a escribir el mensaje.
De: tomasmendezpuga@cpatardecer.com
Para: elizabethbennet@gmail.com
¿Hay mayor sensación de pérdida que la que sientes cuando ni siquiera sabes lo que estás
buscando? Así es como me siento, tan perdido que no sé ni quién es la persona que está
tecleando en este momento. Por eso mismo, escribirte cosas sobre quién soy me cuesta más de
lo que me gustaría admitir. Los datos que leerás a continuación no me definen como persona,
más bien definen una etapa de mi vida que espero que algún día llegue a su fin. Los seres
humanos tenemos una asombrosa habilidad de adaptación al medio que nos rodea y yo he
tenido que hacer muchos sacrificios para mantenerme cuerdo entre estas paredes que muchas
veces siento caer sobre mí. No me juzgues, uno nunca sabe cuál es su límite hasta que las
circunstancias le empujan a llegar a él. Cuando crees que ya has tocado fondo, la vida te
sorprende y resquebraja el suelo para que puedas seguir bajando hasta las profundidades más
inhóspitas y tenebrosas: aquellas en las que solo te tienes a ti y una oscuridad que poco a poco
va acabando contigo. Es muy difícil sobreponerse cuando hasta tú mismo quieres terminar con
tu existencia. Es muy difícil acallar esas voces que suenan en tu interior y que te suplican que
pongas punto y final a tu sufrimiento.
Para silenciar todos esos pensamientos y para lograr frenar una caída suicida, tuve que
renunciar a todo lo que creía ser hasta convertirme en una sombra de lo que un día fui.
Hoy te hablaré de esa sombra que en algún momento espero dejar atrás.
1. Soy muy desconfiado, cada noche me despierto como mínimo cinco veces para ser
consciente de que sigo vivo.
2. En estos cuatro años no he recibido ni una sola visita. Me siento solo, abandonado, siento
que soy la lacra de la que nadie quiere responsabilizarse, la mierda con la que nadie
quiere tener nada en común.
3. Aquí he aprendido a dibujar y he encontrado una nueva pasión entre hojas y lápices. Mi
especialidad son los retratos a carboncillo, tengo una libreta llena de los rostros de los
presos con los que comparto bloque.
4. También le cogí el gusto a la lectura; en prisión tenemos muchas horas libres y tienes que
ingeniártelas para ocuparlas si no quieres acabar perdiendo la cabeza. Los libros me
ayudan a desconectar, a sentir que por un instante estoy muy lejos de aquí.
5. Me han dado muchas palizas, tantas que ni siquiera las recuerdo todas. Tengo el cuerpo
lleno de tantas cicatrices que no soy capaz de identificar en qué momento me hicieron
cada una.
6. Sueño cada noche con el mar: con su olor a salitre, su color azulado, su sonido al romper
contra las rocas…
7. Pienso cada día en mi hermana, hago un esfuerzo constante para no olvidar su rostro y su
voz.
8. Siempre acepto las tareas remuneradas que nos ofrece el centro para ahorrar todo el dinero
que pueda y así intentar comenzar una nueva vida cuando salga de aquí. Sé que nadie
querrá contratarme, nadie querrá acercarse a mí. La reinserción no es igual para todos.
9. Mañana cumplo veinticuatro años, aunque siento que sigo en los veinte. Mi vida se
paralizó después de aquel día.
10. Soy inocente, pero han conseguido que una parte de mí acabe creyendo que soy culpable.
Sé lo que pasó ese día; sin embargo, a veces me sorprendo a mí mismo con preguntas
imposibles. ¿Y si es cierto que tuve un episodio de sonambulismo? ¿Y si es cierto que
maté a mi hermana? Sé que no es así, yo habría dado mi vida por ella, pero pasarte cuatro
años escuchando y repitiendo en tu cabeza la versión que el juez dio por veraz acaba
trastocando tu propia versión de los hechos.
Mi mayor miedo es perder la cabeza, Elizabeth. Porque, si eso llegase a ocurrir, no existen
escaleras tan largas como para sacarme de ese abismo.
Hoy es mi cumpleaños.
En mi anterior vida me encantaba hacer grandes fiestas para soplar las
velas; invitaba a mis amigos a una barbacoa y nos quedábamos en el jardín
de mi casa cantando y bailando hasta que amanecía. Qué ingenuo era al
pensar que les importaba a aquellas personas.
¿Cuántos amigos reales tenemos a lo largo de nuestra existencia?
¿Cuántos de ellos, sin dudar ni un solo segundo, pondrían la mano en el
fuego por nosotros? Nuestra vida es como la ruta de un tren, algunos
pasajeros deciden subirse en la primera parada y quedarse hasta el final,
mientras que otros se bajan antes de alcanzar la última estación. Unos
cuantos suben en la segunda parada y no aguantan más allá de la tercera, y
después están los que se montan en la cuarta, pero se quedan hasta que
acaba el trayecto.
Mi tren estaba tan lleno que no había hueco para nadie más, ni siquiera
quería arriesgarme a tener una novia que pudiese acaparar parte del tiempo
que quería destinarle a mis amigos. Siempre fui de relaciones esporádicas,
de besos improvisados en discotecas y revolcones que al día siguiente ni
recordaba. Nunca fui un capullo, únicamente me esforzaba en buscar
mujeres que no quisieran ningún tipo de vínculo afectivo más allá del de la
piel con piel. Cuando dejas claras tus intenciones desde un principio, haces
que no existan malentendidos que puedan romper el corazón de nadie.
Yo vivía por y para mis colegas.
Y creía que ellos vivían por y para mí.
La parte más dura de este proceso, obviando por supuesto la muerte de
mi hermana, fue ver que todas las personas que consideraba importantes en
mi vida decidieron darme la espalda. Los primeros años en la cárcel me
martirizaba pensando en cómo era posible que ellos, que me conocían
incluso mejor que mis padres, podían creer que yo hubiera cometido tan
atrocidad. Sabían que no era violento, sabían que llevaba años sin tener
ningún episodio de sonambulismo, sabían que a pesar de las discusiones
que tenía con mi hermana la quería más que a nadie. Con el paso del tiempo
comprendí que, a veces, lo más sencillo es ceder y creer lo que todos creen,
pensar lo que todos piensan. ¿Qué iban a hacer si no? ¿Ir en contra de la
justicia? ¿Mantener públicamente una relación de amistad con un asesino?
Habrían sido repudiados por la sociedad, incluso expulsados del equipo en
el que un día yo también estuve.
Cuando accedes a formar parte de la opinión general, tu única
preocupación es dejarte llevar por la corriente del pensamiento único.
Me pregunto qué será de ellos.
Me pregunto si Simón habrá terminado la carrera, si Uxia seguirá yendo
a clases de baile, si Pedro por fin habrá encontrado al amor de su vida o si
Lucas habrá cumplido su sueño de montar su propia empresa.
Sus vidas continuarán, sin pausa, y quizá se hayan distanciado mucho de
los futuros que creíamos que nos esperaban. No cabe duda de que mi
historia tuvo el desenlace más sorprendente.
—Eh, tú —me llama un funcionario mientras hace ruido aporreando con
su porra la gruesa puerta de metal de mi celda—. El director te espera en su
despacho —añade para después irse sin mirar atrás.
Extrañado, frunzo el ceño.
—¿Qué querrá ahora ese pesado? —pregunta mi compañero Jose, que
estaba a punto de quedarse dormido en la litera de abajo. Le encanta
echarse una siesta al terminar de comer.
—No tengo ni idea, supongo que algún preso se habrá inventado algo
para putearme.
No sería la primera vez que me registran porque los reos se encargan de
difundir el rumor de que llevo droga encima. Entré en la cárcel con veinte
años, con más miedo que pelos en la barba y con una sentencia que llegó
muy resumida al resto de los prisioneros. Era —y en realidad lo sigo siendo
— el blanco fácil de la diana.
—Ya me contarás, Tommy.
Bajo de la litera y le guiño un ojo a Jose, por lo menos tendré algo
interesante que contarle cuando vuelva. Camino hasta el final de nuestro
bloque y bajo las escaleras para llegar a la primera planta. Aquí es donde se
encuentra el comedor, la enfermería, la sala de visitas que nunca he tenido
el placer de conocer y el despacho del director del centro penitenciario.
Antes de abrir la puerta que nos separa, doy dos pequeños golpes con el
puño sobre la madera para hacerle saber que voy a entrar.
—Adelante, toma asiento —me pide el director. Así como el resto de los
trabajadores son bastante crueles y me tratan siempre con desdén, él
mantiene su profesionalidad e intenta ser imparcial con todos los reos.
Entiende que ya estamos pagando por nuestros delitos y se dirige a nosotros
con respeto y educación. A veces incluso llego a percibir en sus ojos algo
de compasión. Él ha sido testigo de todas las palizas que he recibido, sabe
que soy el eslabón débil y creo que mi juventud le hace ver en mí al hijo
que perdió hace unos años en un accidente de moto. Nuestra cárcel es como
el patio de un colegio, los rumores vuelan y no tardamos mucho en
averiguar a qué se debía su baja del año pasado.
Admiro que el poder que regenta no le corrompa, estoy seguro de que, si
llegasen a darle su posición a cualquier otro funcionario, toda la directiva
del centro cambiaría por completo y esto pasaría a parecer una dictadura.
—¿Qué ha ocurrido ahora? ¿Se han chivado de que soy un camello, de
que tengo armas bajo la cama, de que infrinjo las normas en el comedor? —
bromeo dejándome caer en la silla.
La respuesta que recibo me deja atónito.
Juan, el director, no pronuncia ni una sola palabra. Simplemente se
incorpora hacia delante para deslizar por la mesa que nos separa un libro
que nunca antes había visto en la biblioteca.
—Feliz cumpleaños —susurra con una pequeña, casi invisible, sonrisa
compasiva.
—¿Es para mí? —pregunto enderezándome.
—Una vieja amiga me hizo llegar esta novela con la intención de que te
la diese a ti —responde volviendo a sentarse correctamente—. Sé que
nunca has recibido ni una sola visita y jamás te han dado nada del exterior,
así que accedí a hacerlo —añade con ese tono solemne que siempre
acompaña su voz—. Es una excepción, Tomás.
No necesito preguntarle quién lo ha enviado, sé que ha sido ella.
No sé cómo lo ha conseguido, no sé qué contactos puede tener como para
conocer al director de la cárcel en la que cumplo condena…, pero nada de
eso me preocupa. Ahora tengo algo suyo, algo real, algo que ella ha tocado.
—Gra… Gracias —musito cogiendo el libro entre mis manos.
Acaricio la cubierta pensando en que sus dedos se habrán posado en el
mismo lugar y no puedo evitar preguntarme si esto es lo más cerca que
estaré de ella. Lo abro y, al pasar algunas páginas, compruebo que ha
perfumado el libro con su fragancia. Huele a libertad, atisbo un cierto olor a
frambuesa, huele dulce pero sin llegar a ser un aroma empalagoso, huele
igual que la brisa veraniega, con ese frescor cálido que sientes cuando te
das una buena ducha después de pasar todo el día en la playa.
También me paro a leer la dedicatoria que ha escrito:
Hola, Tomás:
No sé si finalmente recibirás esta carta, pero no
quería dejar pasar la oportunidad de hacerte
llegar un detalle por tu cumpleaños. Más allá del
libro, quiero regalarte algo que tú me has pedido:
conocerme más.
1. Soy una persona solitaria, aunque no me
siento sola. Tengo un entorno sano que me hace
sentir muy querida.
2. Me encanta leer y el libro que tienes ahora
mismo entre tus manos es mi favorito, espero que
lo disfrutes tanto como yo lo hice.
3. No me gusta escuchar música, quizá pienses
que soy un bicho raro, pero me encanta el silencio.
4. Mi humor es algo ácido y suelo ser bastante
sarcástica e irónica. Creo que, si no me conoces,
cuesta entender mi tono, por eso mismo me cuesta
sociabilizar.
5. No quiero tener hijos, no aguanto a los niños.
¿Soy el maldito Grinch? Puede que sí.
6. Siempre duermo con una luz encendida, mis
padres murieron en un accidente de tráfico y tengo
pesadillas de forma recurrente. Revivo su
accidente una y otra vez y si me despierto a
oscuras me cuesta más volver a la realidad.
7. Me encantan los helados, mi favorito es el de
menta y chocolate. Algunos consideran su
existencia un acto terrorista, pero supongo que no
todos podemos tener buen gusto.
8. Soy la persona que le hace fotos a todo y a
todos, y que luego odia salir en ellas. Si te soy
sincera, creo que el problema es que soy muy poco
fotogénica.
9. Me considero una persona justa, confiable y
sensata.
10. Yo sí que he tenido pareja, pero ojalá no la
hubiera tenido nunca. No fue demasiado bien,
quizá por eso me asusta la idea de volver a
enamorarme. El amor me hace demasiado
vulnerable.
Aquí tienes unas pequeñas pinceladas de quién
soy yo.
Con cariño,
Gabriela
Gabriela.
Se llama Gabriela.
Repito su nombre una y otra vez en mi cabeza, leo su carta tantas veces
que las palabras comienzan a perder su sentido. Me pierdo en su caligrafía,
tan cursiva y hermosa que recuerda a la de siglos pasados.
Gabriela me ha dado el mejor regalo que he recibido en mi vida, me ha
regalado esperanza. La esperanza de volver a tener ganas de vivir, de volver
a sentir, de volver a ser quien un día fui. Puede que no sepa mucho sobre
ella, pero sus actos la definen. Sé que es una persona valiente, porque una
cobarde jamás se atrevería a seguir hablando conmigo. Sé que es inteligente
y que cuando se propone algo no hay nada que pueda frenarla, ¿cómo si no
iba a conseguir hacerme llegar esta carta?
Ojalá hubiese incluido una foto para poder ponerle cara cuando sueño
con ella, para poder imaginarme su rostro, la forma de su cuerpo, el color de
sus ojos y la densidad de su cabello… Ahora mismo, cuando pienso en ella,
solo soy capaz de vislumbrar una sombra gris y alargada. Aunque hoy no
puedo quejarme, hoy he descubierto el nombre de la mujer que consigue
quitarme la respiración: Gabriela.
—Gilipollas… —Una voz grave corrompe la sonrisa que se estaba
instalando en mi rostro. De forma instintiva, me reincorporo para sentarme
en el borde del colchón—. ¿Es tu cumpleaños?
Tres de los reos que más me odian empujan la puerta de la celda para
irrumpir en mi habitación. Jose, que estaba durmiendo debajo de mí, se
despierta por el estruendo.
—Ha llegado a nuestros oídos que te han hecho un regalito —dice
consiguiendo que apriete el libro de Gabriela contra mi pecho. ¿Quién se lo
habrá dicho? ¿Cómo es posible que en este maldito lugar los rumores viajen
tan rápido?
—Dejadle en paz. —Jose se levanta e intenta hacer que reculen, pero
esas tres máquinas de matar que tantas palizas me han dado no dan ni un
paso atrás.
—Jose, no te preocupes —le tranquilizo bajando por las escaleras de la
litera con miedo de que le agredan por protegerme.
Nada más pisar el suelo, el más agresivo y robusto de los tres me arrebata
el libro de las manos. Nunca me han dado miedo los golpes, pero el hecho
de que puedan quitarme lo único que tengo de ella me asusta demasiado.
—¡Devuélvemelo! —exclamo fuera de mí.
—Cógelo si puedes —responde estirando el brazo hacia el techo
haciendo que sea completamente imposible que lo alcance. Me saca más de
medio metro y varios kilos de puro músculo—. ¿Qué pasa, te has quedado
sin regalo?
No soy un hombre violento; sin embargo, esta vez no pienso bajar la
cabeza y asumir que me arrebaten lo único que me importa dentro de estas
cuatro paredes. Con toda la fuerza que consigo reunir, le doy un fuerte
rodillazo en sus partes íntimas y logro con ello que se encoja de tal forma
que me permite llegar al libro.
—¡Serás hijo de puta! —grita uno de sus amigos al ver el daño que he
conseguido causarle. Enseguida se acerca a mí junto con el que parece su
mano derecha y consiguen reducirme en el suelo tan rápido que ni siquiera
logro reaccionar para defenderme.
—¡Sois tres contra uno, dejadle en paz por favor! —Oigo la voz de Jose
lejana, los golpes que estoy recibiendo comienzan a dejarme sordo—. Iré a
avisar a un guardia.
—Tú no vas a ninguna parte, viejo. —Uno de los hombres que me estaba
agrediendo se aparta para agarrar a Jose. Lo hace sin ejercer fuerza, es tan
mayor que solo con sujetar sus brazos consigue inmovilizarle por completo.
—¡Tomás, Tomás! ¡Ayuda! —grita Jose antes de que le tapen la boca.
Me desgarra por dentro escuchar la desesperación en su voz, me rompe el
corazón ver cómo intenta ayudarme sin conseguir nada.
Los golpes me duelen, pero cada vez menos.
Son tantas las patadas que recibo que poco a poco voy dejando de sentir
mi cuerpo. Noto cómo las costillas se rompen, saboreo la sangre en la boca
y advierto cómo se desliza por la comisura de mis labios. Estoy hecho un
ovillo contra el frío suelo, frío que incluso alivia el ardor que invade cada
centímetro de mi piel.
—¿No vas a soltar ese puto libro? —me pregunta el reo al que le propiné
el rodillazo.
Como respuesta, aprieto contra mi estómago la novela que Gabriela me
ha regalado, no voy a dejar que me la quiten de las manos, no puedo
permitirlo.
—Puto imbécil —sentencia antes de darme una patada en la nuca que
consigue oscurecer por completo mi visión.
Tardo tan solo unos segundos más en perder el conocimiento.
11
Gabriela
Intento abrir los ojos, pero la luz enseguida me molesta y tengo que
cerrarlos de nuevo. Me llevo la mano a la frente; la cabeza me duele tanto
que siento que podría explotar en cualquier momento. Oigo que la máquina
a la que estoy enchufado emite un pitido bajo y continuo, lo que significa
que mis constantes vitales son estables. ¿Tan grave ha sido la paliza?
¿Cuántos días llevaré postrado en esta cama?
Vuelvo a despegar los párpados, esta vez lo hago lentamente, con
cuidado. La claridad del día entra por la ventana de la enfermería bañando
mi cara con el brillo del sol; el cielo está despejado, no hay ni una sola nube
que interrumpa su azul celeste.
—Qué día tan hermoso —susurro con un hilo de voz.
No hay nadie más en la sala, el resto de las camas están vacías y
Mercedes, la doctora que siempre me atiende, no está por ninguna parte. Sé
que no tardará en venir para atosigarme con decenas de preguntas sobre mi
estado, así que agradezco tener este momento de tranquilidad para mí.
Entonces pienso en ella, en Gabriela.
En la mesilla junto a mi cama está su libro, el libro que me regaló por mi
cumpleaños y que ocultaba esa carta que tanto me gustó leer. Estiro el brazo
derecho para cogerlo, algunas de sus hojas están arrugadas y las esquinas de
la cubierta se han deteriorado, pero lo importante es que no me lo
arrebataron, lo importante es que nadie más en este lugar conoce a Gabriela
como yo. No me habría perdonado jamás que alguien hubiese llegado a leer
su carta, que alguien que no fuese yo invadiese de esa forma su privacidad,
que alguno de esos tres asquerosos tuviese la osadía de posar sus
repugnantes ojos sobre su perfecta caligrafía.
Cuando irrumpieron en mi celda, estaba cerca de terminar la novela. Me
quedaban menos de cinco capítulos cuando encontré su carta. Le debo a
Gabriela una opinión sobre Evelyn, así que, aprovechando el silencio que
me rodea, prosigo con la lectura que tanto me estaba gustando.
Las páginas parecen pasarse solas; un buen libro tiene el poder de atrapar
cada parte de tu conciencia y conseguir que vivas o bien leyéndolo o bien
pensando en hacerlo. Al llegar al desenlace, noto que una lágrima se desliza
por mi mejilla para acabar en la comisura de los labios.
—¡Te has despertado! —exclama la doctora mientras recorre como un
torbellino la enfermería. En un acto reflejo cierro el libro e intento
recomponer mi rostro—. ¿Cómo te encuentras, Tomás? ¿Lloras por el dolor,
quieres que te subamos la medicación?
—No, estoy bien —respondo—. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Hoy es tu quinto día… Esta vez te han dado fuerte, chico —explica
Mercedes con un tono de voz algo triste. Las primeras veces que me trató lo
hacía con una completa indiferencia, incluso parecía que con asco, pero
creo que ese sentimiento de desagrado terminó convirtiéndose en
compasión. En los primeros años de condena me trataba cada mes, a veces
por lesiones leves, como una ceja rota, y otras tantas por palizas como la
que me ha traído aquí esta vez.
—¿Me han roto algo?
—Dos costillas, aunque solo son fisuras —contesta revisando los
parámetros de las máquinas que se encuentran junto a la cama—. Tienes
fuertes contusiones en la espalda y en la cabeza, pero nada que el tiempo y
el reposo no curen.
—Entonces no ha sido para tanto —repongo con una media sonrisa para
quitarle gravedad al asunto.
—Tomás, tu compañero de celda ha declarado que te pegaron patadas sin
cesar mientras tú estabas hecho un ovillo en el suelo… —dice horrorizada
—. Si una de esas patadas hubiese dado en un punto concreto de tu cabeza o
de tu columna, es probable que ahora mismo no pudiéramos mantener esta
conversación.
—Sin embargo, no ha sido así.
—Esta vez no, pero quizá la siguiente sí —aclara de forma contundente.
Su trabajo como doctora consiste en preocuparse por mi salud, pero a veces
siento que también se preocupa por mí. Por la persona que hay detrás de las
placas, de los análisis y de los cardiogramas.
—Yo no busco pelea, Mercedes. No hay nada que pueda hacer; debería
ser el centro penitenciario el que velase por la salud de sus internos —
enuncio, para dejar claro que la víctima jamás tendrá la culpa en una
agresión.
—Lo sé, los reos que te pegaron están en aislamiento.
—Pero no estarán ahí eternamente. Permanecerán unos días castigados,
saldrán todavía más enfadados y cuando se olviden de lo mal que lo pasaron
en el encierro volverán a meterse con cualquier preso que haga algo que les
moleste.
Mercedes suspira; sabe tan bien como yo que el sistema penitenciario
tiene muchos problemas a los que nadie quiere buscar solución.
—No lo soltaste en ningún momento —añade señalando la novela que
tengo sobre mi regazo. Ha decidido cambiar de tema porque sabe que
estábamos entrando en un callejón sin salida—. Te dieron golpes hasta
hacerte perder la consciencia y tú seguías apretándolo contra tu pecho…
Debe de ser importante.
—Lo es.
—¿Más importante que tu propia vida, Tomás?
—Sí.
Mi contundencia a la hora de responder provoca un silencio perturbador
entre nosotros. Ella no sabe qué más decir, y yo no quiero decir nada más.
—¿Podrás darme el alta hoy? —pregunto, ansioso por salir de la
enfermería. Ahora que lo pienso, Gabriela lleva cinco días sin saber nada de
mí. Cinco días en los que quizá haya pensado que su regalo me ha ofendido,
o que me he aburrido de nuestra correspondencia, o que no me han gustado
las cosas que me ha contado sobre ella.
—Me gustaría que pasases aquí el resto del día para tenerte en
observación, pero, si todo va bien, mañana volverás a tu rutina.
Y de pronto surge en mí una urgencia que hace que no me guste su
respuesta. Debo salir de aquí ahora mismo, tengo que enviarle un mensaje a
Gabriela para que sepa que todo está bien, para explicarle lo sucedido y que
no piense cosas que no son ciertas.
—Necesito redactar un correo electrónico, Mercedes —pruebo a
sincerarme con ella. Es una mujer empática y comprensiva y mi mayor baza
es apostar por su apoyo.
Sin embargo, Mercedes frunce el ceño.
—Ese mensaje seguro que puede esperar —responde, sin comprender mi
urgencia. No la juzgo, no tiene el contexto necesario para entender lo que
ocurre.
—Es un mensaje para la persona que me regaló el libro —añado. Ella
sabe que estaba dispuesto a morir para proteger este maldito libro, así que
será consciente de lo mucho que significa para mí.
—Entiendo… —susurra asintiendo—. ¿Cómo se llama?
No quiero decírselo, quiero que su nombre siga siendo nuestro secreto,
no quiero que nadie aquí dentro sepa nada sobre quién es Gabriela, ni
siquiera cómo se llama.
—Ella es mi Esperanza —respondo con un doble sentido que me libra de
mentir.
Odio las mentiras, llevo muy mal que me mientan e intento no hacerlo
nunca. Prefiero una verdad dolorosa que vivir en un engaño, prefiero ser
sincero y hacer daño antes que soltar una falsedad que tarde o temprano
saldrá a la luz. Porque las mentiras siempre se descubren, tienen las patas
demasiado cortas como para llegar lejos.
—Te acompañaré hasta la sala de ordenadores, redactarás ese correo y
luego volveremos a la enfermería. ¿Trato hecho? —propone tendiéndome
su mano.
—Trato hecho —acepto estrechándosela con una sonrisa.
—Pues venga, arriba.
Con su ayuda, me levanto de la cama y doy los primeros pasos apoyado
sobre sus hombros. Tengo las piernas entumecidas después de pasar tantos
días sin moverse y tardan en recordar cómo se caminaba. Lo primero que
hago cuando consigo llegar al baño es quitarme el camisón que me han
puesto para sustituirlo por el vestuario reglamentario que todos los reos
llevamos. Un pantalón gris con nuestro número de identificación y una
camisa del mismo color.
—¿Puedes tú solo? —me pregunta Mercedes cuando salgo del baño
cambiado. Ahora nos toca ir hasta la sala de ordenadores y, aunque dudo
que pueda mantenerme estable todo el camino, no quiero que los otros
presos sean conscientes de lo débil que estoy.
—Sí —respondo, y comienzo a andar.
El camino se me hace larguísimo, siento un hormigueo tan intenso en el
cuerpo que es comparable a que me estuviesen clavando pequeños cristales
en cada centímetro de piel. Finalmente llego a la sala, al ordenador.
Mercedes me espera en la puerta con impaciencia, sin quitarme el ojo de
encima. Sé que esta situación la pone nerviosa, así que enciendo la máquina
y, mientras arranca, voy pensando en todo lo que quiero decirle a Gabriela.
Pero, al iniciar sesión en mi correo electrónico, veo que hay varios
mensajes suyos. En los primeros me pregunta si me ha llegado el libro, me
desea feliz cumpleaños de nuevo y me pide que le responda cuanto antes.
Haciendo cálculos, me doy cuenta de que tardó dos días en escribirme
después de conseguir que el libro llegase a mis manos. Estaría extrañada
tras no recibir mensajes míos en ese periodo de tiempo, y más teniendo en
cuenta la sorpresa que el libro suponía. En sus últimos correos, uno escrito
esta mañana, noto preocupación en sus palabras. Me pregunta si estoy bien,
si me ha pasado algo, si acaso no quiero seguir con la correspondencia o si
algo me ha parecido mal. Gabriela suena inquieta, nerviosa… Y en la forma
de expresarse atisbo cierto miedo al abandono. Me rompe el corazón saber
que se ha sentido así, saber que se ha pasado días pensando y sacando
conclusiones que seguro que se alejan mucho de la realidad. Y no la culpo;
creo que los jóvenes de hoy en día tienen muchas dificultades a la hora de
dar explicaciones. No me incluyo, pero sé que muchos prefieren huir antes
de enfrentarse a una situación que quizá se les antoja demasiado dura.
Afrontar tus propios sentimientos no siempre es fácil; sin embargo,
cuando hay otra persona involucrada, lo mínimo que puedes hacer es ser
sincero y hablar las cosas. Mis padres no le dieron demasiada importancia a
la inteligencia emocional de sus hijos, pero mi hermana y yo aprendimos
juntos y maduramos hacia el entendimiento y la empatía. Tu familia no
siempre es el referente que debes seguir, cuando creces tienes que aprender
a disociar y a pensar por ti mismo lo que está bien y lo que está mal. Crecí
sin amor, rodeado de lujos, pero sin ningún tipo de atención; desde pequeño
me inculcaron los valores fríos y herméticos que debe tener un buen
empresario y se olvidaron de hablarme sobre el amor, la lealtad o la
conciencia social. Son cosas que yo mismo decidí aprender, cosas que no
dudé en enseñarle a mi hermana menor cuando vi que ya empezaba a
cuestionar la educación que nuestros padres se esforzaban por darnos.
Así que puedo imaginarme todas las películas que Gabriela se habrá
montado en la cabeza, soy capaz de ponerme en su lugar y sé que no hay
nada más angustioso que no saber qué vaga por la mente de la persona con
la que te relacionas.
Con muchas ganas de dejar todo claro, comienzo a teclear mi respuesta.
De: tomasmendezpuga@cpatardecer.com
Para: elizabethbennet@gmail.com
Hola, Gabriela:
Antes de nada, me gustaría aclarar por qué no te he escrito estos días. No dudes de que me
moría de ganas por decirte lo mucho que me ha gustado el libro que me has enviado. No dudes
de que has estado en mi mente cada hora y cada minuto de todo este tiempo que has estado sin
saber de mí. El día de mi cumpleaños recibí una paliza que me dejó inconsciente, pero no te
preocupes por mí, ahora ya estoy recuperado y no he sufrido lesiones graves, aunque no he
recobrado la consciencia hasta hace unas horas.
Gabriela, te prometo que todo el dolor desaparece cada vez que recuerdo que ya conozco tu
nombre, y no solo eso, sino que además me regalaste esa información sobre ti que tanto ansiaba
conocer. La novela que me enviaste también me ha ayudado a desconectar, al sumergirme entre
sus páginas he logrado escapar de los barrotes que me asolan desde hace años. La historia de
Evelyn me ha hecho reír, llorar, me ha enfadado y, sobre todo, me ha removido por dentro.
Gracias por regalármela y gracias por, tal y como hacen en la historia, tratar de ver más allá de
lo que todos creen que soy.
Me siento muy conectado a ti, al fin y al cabo, eres mi único vínculo con el mundo de ahí
fuera… Quiero acabar este mensaje con una propuesta que quizá taches de indecente, pero no
quiero quedarme con las ganas de lanzarte esta pregunta.
Tú me habrás visto en decenas de fotos y vídeos, mi rostro está colgado en cientos de
artículos por internet… Pero, cuando yo te pienso, solo soy capaz de visualizar una imagen
borrosa. No logro atribuirte ninguna característica, creo que eso sería limitarte a una imagen
que seguramente dista mucho de la realidad. No quiero imaginarte rubia y que seas morena, no
quiero imaginarte como una chica bajita para después descubrir que mides casi dos metros…
Nada me gustaría más que visualizar tu cara, y no una invención, cuando leo tus palabras. Así
que… ¿me dejarías verte, Gabriela? ¿Me dejarías conocer el rostro de la mujer en la que no
paro de pensar?
Si con este mensaje Gabriela sigue teniendo algún tipo de duda sobre mi
interés por ella, es que ha perdido la cabeza.
13
Gabriela
Hola, Tomás:
No quiero enviarte una foto por aquí; como ya te he dicho, no soy nada fotogénica. Pensé en
la opción de describirte con detalle mi rostro y mi cuerpo, pero he recordado que una de las
cosas que me contaste sobre ti es que tienes poca imaginación… Así que deja que esta vez sea
yo la que realice una propuesta indecente.
Cuéntame por qué eres inocente. Déjame conocer esas pruebas que, según tú, tan
irrefutables son. Convénceme de tu inocencia y te prometo que iré a verte.
No será una foto, tampoco una descripción. Podrás verme con tus propios ojos. Podrás sentir
el calor de mi piel, percibir el aroma que emano, contemplar el brillo de mis labios y escuchar
el timbre de mi voz.
Espero tu respuesta con ansias.
—Esto tiene que ser una broma —sentencia Lúa después de releer el
mensaje unas cuantas veces—. ¿Acabo de leer lo que acabo de leer? —
añade sin ser capaz de procesar mi mensaje.
—Supongo que sí —respondo con cierto nerviosismo. No estoy nerviosa
por su reacción, sino porque compartir mi plan con otra persona hace que
este se vuelva más real.
Ahora ya no es un pensamiento intrusivo, ahora es una posible realidad.
—No vas a enviarle una foto porque has decidido ir a verle en persona.
¿He leído bien? Dime por favor que no he leído bien —me pide con una
expresión en su cara que no sabría ni cómo definir.
—No voy a enviarle una foto porque iré a verle en persona —repito en
voz alta, siendo consciente de que esto es lo que quiero y lo que voy a hacer
—. Has leído bien —sentencio mientras doy un gran sorbo al zumo de
melocotón.
14
Gabriela
Mi querida Gabriela, ¿has oído alguna vez el dicho que afirma que las paredes tienen oídos?
Pues te diré una cosa: las pantallas tienen ojos.
Por favor, confía en mí. Ven a verme y te lo contaré todo, pero no me hagas dejar por escrito
la única baza que tengo para demostrar mi inocencia. Prometo explicártelo en persona,
responderé a todas tus preguntas y, si decides no creerme, respetaré tu decisión y no volverás a
saber nada más de mí.
Si finalmente accedes a venir, necesito que me envíes tu nombre completo y tu DNI. En este
centro penitenciario, si la visita no es de un familiar directo, debe ser el reo el que la solicite.
Por favor, confía en mí. No te arrepentirás de hacerlo.
Todavía no lo he asimilado.
Todavía me cuesta creer que en menos de una hora la veré.
Que en menos de una hora Gabriela estará junto a mí, que podré escuchar
su voz y contarle mi verdad.
Hace más de cuatro años que no tengo ningún contacto con el mundo
real, esta será la primera vez en todo este tiempo que por fin podré romper
la burbuja de la oscura fantasía en la que vivo. La primera vez en la que,
por un momento, seré algo más que un preso. Porque con ella podré ser ese
chico que hace años dejé atrás, podré preguntarle cuál es su color favorito,
adónde se iría de vacaciones, qué carrera estudia o si ya ha empezado a
trabajar… Podré tener una conversación normal, como las que tienen los
chicos de mi edad cuando conocen a una persona.
¿Cómo he podido tener tanta suerte? De entre todos los reos a los que
podría haber escrito, fui yo quien recibió ese primer correo electrónico.
Estoy nervioso y asustado porque no quiero que nuestro encuentro sea
incómodo, deseo que todo fluya y que no se arrepienta de haber tomado la
decisión de venir a verme. No puedo perderla, después de pasar años en
completa oscuridad, ahora que he disfrutado de un baño de luz no podría
volver a soportar las tinieblas. La necesito y no me avergüenza decirlo, la
necesito como al aire para respirar.
—¿Cómo lo llevas, Tommy? En unos minutos conocerás a esa chica —
me pregunta mi compañero de celda con una sonrisa de oreja a oreja. Es el
único al que le he contado todo y se alegra mucho por mí, sabe cuánto
significa para mí este encuentro.
—Pues mentiría si te dijese que estoy tranquilo —respondo intentando
adecentar los pelos de loco que tengo.
En la celda disponemos de un inodoro, un lavabo y un pequeño espejo en
el que ahora mismo observo mi reflejo. Gabriela me verá la cara llena de
moratones y seguro que también se percata del corte en la ceja, pero aquí no
tengo nada con lo que disimular los golpes.
—Tienes que ser tú mismo, lleváis semanas hablando y si ha accedido a
venir a verte es porque algo seguro que le gustas —dice Jose guiñándome
un ojo.
—¿Crees que le gusto? —Parezco un crío haciendo este tipo de
preguntas, pero estoy tan nervioso que necesito una opinión externa.
—No creo que nadie accediese a venir a una prisión a la primera de
cambio, creo que le tienes que gustar mucho a esa chica para que se atreva a
meterse en este agujero… —me explica mientras se levanta del colchón
para venir a darme dos palmadas cariñosas en el hombro—. La cuestión es
si ella te gustará a ti, tú todavía no la has visto.
—¿Y si te digo que me da completamente igual cómo sea su físico? Ya
me he quedado prendado de su personalidad, tiene una forma de ser tan
peculiar… Es divertida, inteligente, tiene las ideas claras… —A medida
que hablo, veo que sus ojos se llenan de un brillo especial—. Sea como sea,
estoy seguro de que es una mujer maravillosa.
—Hablas como lo hacía yo cuando conocí a mi mujer… —susurra y, con
aire paternal, retira un mechón de pelo que me había caído sobre la ceja—.
Nunca pierdas esta ilusión por el amor, es la fuerza que mueve el mundo.
—Hace cuatro años que perdí la ilusión por todo, Jose —sentencio
estrechando sus manos entre las mías—. Ella es mi última esperanza.
Jose, visiblemente emocionado, me da un beso en la mejilla para después
posar sobre ella una suave caricia.
—Todo saldrá bien.
—Sí, seguro que sí —respondo dedicándole una sonrisa que sale de lo
más profundo de mi corazón.
Tras nuestra emotiva charla, pongo rumbo a la sala de visitas. Nunca he
estado en ella, así que es algo completamente nuevo para mí. Al llegar, hay
una fila de reos esperando a que llegue el turno de las seis para entrar. Algo
que no sabía, y que me genera bastante malestar, es que los funcionarios nos
obligan a ponernos esposas para acceder a la sala. Entiendo que preservar la
seguridad de los visitantes es lo principal, pero odio que Gabriela me vaya a
ver así: magullado, con el uniforme de la prisión y, por si todo esto fuera
poco, también esposado.
Uno a uno, nos van asignando una mesa de las muchas que hay por la
sala. Al igual que el resto del centro, este lugar es frío y desolador. Cuando
pienso en que Gabriela ha tenido que venir aquí por mí, se me rompe un
poco el corazón. Este no es un sitio al que te gustaría ir, es un sitio al que
jamás querrías llevar a nadie… Desprende negatividad, el ambiente es tenso
y solo espero que el silencio que ahora mismo inunda cada metro cuadrado
sea sustituido por el ruido clamoroso de la llegada de parejas, familiares y
amigos. Sé que, si algo tenemos en común todos los presos que estamos
aquí sentados, es el ansia de ver por fin a todas esas personas que queremos
y anhelamos.
—¿Quién cojones viene a verte a ti? —pregunta el funcionario que está
comprobando que todo está bajo control cuando pasa por mi mesa.
Se me ocurre una contestación que le enfadaría muchísimo, pero me
muerdo la lengua y dejo que mi indiferencia sea la única respuesta. Hoy no
puedo meterme en líos, hoy todo tiene que salir perfecto.
—Bien, espero que recordéis las normas. —Al ver que no entro en su
juego, el funcionario me ignora y alza la voz para dirigirse a todos. Emplea
un tono autoritario, muy serio—. Nada de armar jaleo, nada de
desplazamientos por la sala, nada de trapicheos y, cuando el tiempo se
acabe, tocará despedirse.
Cuando termina de hablar y ocupa una de las esquinas de la sala, el
corazón me late desbocado bajo el pecho. Sé que el encuentro con Gabriela
será inminente, sé que en cualquier momento aparecerá por la puerta. Sin
embargo, no sé nada sobre su aspecto, así que solo la reconoceré cuando se
acerque a mí.
—¡Que vayan entrando! —exclama el guardia dirigiéndose al que
controla la puerta de acceso.
Más nervioso que nunca, me llevo las manos al pelo intentando peinarlo
de la mejor manera posible, me remango el uniforme y me enderezo todo lo
que puedo en la silla. Ya no sé qué más hacer, todo mi cuerpo vibra sin
cesar y, cuando una fila de gente empieza a pasar bajo el umbral de la
puerta, siento que desfallezco. Observo a cada persona con detenimiento,
algunos rostros reflejan felicidad y otros una absoluta tristeza, hay quienes
entran casi corriendo para abrazar y besar al que seguramente sea su marido
y hay quienes se dejan caer en la silla con parsimonia, deseando que el
tiempo que acaba de empezar llegue a su fin. Supongo que esta situación no
debe de ser fácil para la mayoría. Me fijo en cómo van vestidos, cómo se
mueven, cómo hablan… Es la primera vez en cuatro años que veo rostros
nuevos, que escucho nuevas voces. Poco a poco, la fila se va volviendo más
pequeña a la par que el corazón se me va encogiendo.
¿Y si finalmente ha decidido no venir?
¿Y si piensa que soy peligroso? ¿Y si cree que conocerme pueda ponerla
en peligro?
Una persona puede sentir dos clases de nervios. Están los nervios
agradables, esos que sientes cuando estás a punto de salir de vacaciones,
cuando tu prima camina hacia el altar o cuando recoges el diploma que te
reconoce como graduado. Son unos nervios juguetones que provocan en ti
una especie de cosquilleo de pura excitación. Eres consciente de que algo
bueno está a punto de pasar, pero no puedes evitar sentirte abrumado… Sin
embargo, también está el segundo tipo: los nervios angustiosos. Esos que
sufres cuando el profesor está repartiendo exámenes y eres consciente de
que probablemente hayas suspendido, o esos que experimentas cuando estás
a la espera de un diagnóstico médico y en tu cabeza no paran de repetirse
nombres de virus y enfermedades.
Esos nervios son el resultado de tener más miedo que esperanza.
Y ahora mismo os puedo prometer que son los que ocupan cada parte de
mi ser.
No obstante, el tiempo, que no le debe nada a nadie, sigue pasando, y con
él mi miedo se va convirtiendo en aceptación. Todos los presos tienen ya a
su acompañante al lado, excepto yo. Todos hablan, unos más que otros,
menos yo. La silla que tengo enfrente sigue vacía y, por un momento, me
flagelo a mí mismo pensando en lo ingenuo que he sido al pensar que todo
saldría bien. ¿Qué le puede salir bien a un condenado a la miseria como yo?
—Lo que yo decía, ni Dios quiere verte —susurra el maldito guardia
cuando, en el paseo que está dando por la sala, pasa cerca de mi mesa.
Cierro los ojos y aprieto los labios con fuerza, no soy un tío violento,
pero me ha dado donde más me duele. Y si me escuece tanto es porque por
mucho que me joda tengo que darle la razón.
En estos cuatro años nadie ha querido verme y, aunque pensaba que hoy
iban a cambiar las cosas, todo sigue igual.
Nadie quiere hablar con el chico que mató a su hermana.
—¿Puedo volver a mi celda? —pregunto con el corazón roto. Me niego a
seguir aquí sentando viendo cómo todos disfrutan de la compañía de sus
seres queridos mientras yo miro hacia la puerta como un perro abandonado.
El guardia, con una expresión de disfrute absoluto, asiente.
Resignado y ante la mirada de todos, me levanto y me dirijo hacia la
puerta que comunica la sala de visitas con el interior del centro
penitenciario. Escucho algunas risas de los reos y veo cómo sus familiares
me señalan con asco, supongo que para ellos verme es como ver a un
famoso. La única diferencia es que mi fama se debe a que soy un maldito
asesino para todos ellos. Cualquier otro día soportaría sus prejuicios con
entereza, pero hoy estoy tan devastado que prefiero bajar la cabeza y clavar
la vista en el suelo el resto del trayecto que tengo por delante.
Pero entonces, cuando ya lo daba todo por perdido, cuando la esperanza
que albergaba en mi interior había desaparecido por completo, una voz
irrumpe en la sala.
—¡Tomás! ¡Estoy aquí! —exclama una voz femenina, aunque nada
dulce. Una voz interesante, con matices graves, con una pronunciación clara
y expresiva. Una voz que, si encontrase al cambiar de emisora, me haría
sintonizar cada día esa frecuencia de radio.
Mis ojos se abren de par en par, pero no me doy la vuelta. Solo puede ser
ella, solo puede ser Gabriela. Y, por unos segundos, me asusta girarme y
que todo haya sido una alucinación.
—Estoy aquí —dice, y esta vez, además de escucharla, también oigo
unos pasos que se acercan hacia mí.
Todos en la sala guardan silencio, parecen haber sido hipnotizados por su
presencia. Todos la observan, excepto yo, que sigo siendo incapaz de hallar
la suficiente valentía como para darme la vuelta y encontrarme con sus ojos.
Entonces noto su mano sobre mi hombro, la deja caer con suavidad,
como si me regalara una caricia. Y entonces no cabe en mí ni un ápice de
duda: ella es real, Gabriela está aquí, Gabriela ha venido a verme.
—Mírame —susurra.
Y la obedezco.
Lentamente, me doy la vuelta hasta encontrarme con su rostro y, por un
momento, todo lo que hay a nuestro alrededor desaparece. Solo estamos ella
y yo, yo y ella. Sus ojos, enormes y verdosos, y los míos, del mismo color y
húmedos. Su pelo, negro y algo ondulado, y el mío, castaño y algo rizado
en las puntas. Sus labios, jugosos y rosados, y los míos, secos y rotos.
No sabría decir qué parte de Gabriela me gusta más, porque, si pudiese
definirla, tendría que admitir que todo en ella encaja como el mejor de los
puzles. Cada uno de sus rasgos crea una sintonía que en conjunto empuja a
la locura. Nada en ella falla, nada en ella está fuera de lugar. Las curvas
discretas pero presentes, la nariz pequeña y redondeada, las cejas negras y
pobladas que enmarcan a la perfección el poder de su mirada. Una mirada
que me atraviesa, que me atrapa, que me hechiza y me convierte en rendido
admirador de su belleza. De una belleza que ella no trata de ensalzar, una
belleza a la que parece estar más que acostumbrada, una belleza con la que
convive y que no la vuelve arrogante.
Sus pestañas son infinitas y cuando ríe, víctima del nerviosismo,
confirmo que tiene una sonrisa que podría convencer a cualquiera de
sucumbir a su hechizo.
Ella también me observa y, pasados los segundos iniciales, su piel, muy
blanca de por sí, empalidece todavía más al darse cuenta de las heridas que
tengo en la cara.
—¿Nos…, nos sentamos? —pregunta.
—Cla… Claro —respondo.
Ambos nos reímos al ser conscientes de que los dos estamos nerviosos.
Pero son esos nervios agradables que mencioné antes, esos que hacen que
sientas mariposas volando en el estómago.
—Pensaba que no ibas a venir —digo, incapaz de dejar de mirarla ni un
instante. Sus ojos no se detienen en los míos, sino que se dedican a explorar
mi rostro. Está inquieta y quiero hacer todo lo posible por que esté más
tranquila.
—Si te soy sincera, estaba en el aparcamiento, dentro del coche,
debatiendo conmigo misma si esto era una buena idea —confiesa con una
sonrisa temblorosa—. Espero no haberme equivocado.
—No lo has hecho, te lo prometo —le aseguro poniendo mis manos
esposadas sobre las suyas, que descansan sobre la mesa.
Cuando lo hago, su cuerpo da un pequeño respingo, pero no retira las
manos. Soy yo el que, tras unos segundos, decide apartarlas para no ser
demasiado intrusivo.
—¿Cómo te encuentras? —pregunta, y dirige su mirada a los puntos en
mi ceja—. Me ha impresionado verte así.
—Estoy bien, uno termina acostumbrándose a los golpes —aseguro en
tono distendido, aunque ella no esboza ni media sonrisa.
—Nadie tendría que acostumbrarse a esto, nadie —sentencia mientras
aparta un mechón de pelo de mi frente para ver mejor la cicatriz—. Cinco
puntos, tuvieron que darte muy fuerte —añade acercándose para ver mejor
la herida.
Cuando acorta los centímetros que nos separan, siento como si la sangre
me empezara a hervir. Su fragancia inunda mis sentidos y reconozco el
mismo olor con el que impregnó la carta que me envío hace unos días.
—Hueles a frambuesa —susurro, y cierro los ojos para concentrarme más
en su aroma.
Gabriela se echa hacia atrás, recuperando su postura inicial, y me regala
una sonrisa cómplice.
—Frambuesas y peonías rojas, los ingredientes principales de mi
perfume favorito —me explica colocándose el pelo detrás de la oreja.
—Aquí no tenemos perfumes, pero yo solía oler a vainilla. O por lo
menos eso es lo que decía mi colonia. —Gabriela se ríe y yo siento un
pinchazo de alegría por ser el responsable de su pequeña carcajada. Quiero
hacerla reír muchas veces más, muchísimas más—. ¿Y tú qué tal estás?
—Nerviosa, cansada, contenta… Ahora mismo soy un cóctel de
emociones, no te voy a mentir.
—No quiero pecar de espabilado, pero creo que ambos estamos nerviosos
por el mismo motivo… —digo levantando las cejas; ella asiente, dándome
la razón—. ¿Y tu cansancio a qué se debe?
—A mi trabajo, a veces me consume de tal manera que cuando llego a
casa solo tengo energía para arrastrarme hasta la cama y desfallecer sobre
ella.
Abro la boca para preguntarle sobre su oficio, cuando el maldito guardia
me interrumpe chillando.
—¡Últimos diez minutos!
Miro a Gabriela con urgencia, se nos acaba el tiempo y todavía no he
cumplido mi promesa. Debo hablarle de las pruebas que demuestran mi
inocencia, tengo que conseguir que salga de aquí con la certeza de que no
soy culpable.
—Gabriela, nos queda poco tiempo y quiero cumplir mi promesa —le
aseguro, y vuelvo a tomar sus manos—. Te contaré los hechos que pueden
probar mi inocencia, puedes confirmar que son ciertos en el expediente de
mi caso.
Ella aprieta los labios y asiente, está lista para escuchar y yo llevo
esperando este momento durante años. El momento en que alguien se digne
a escuchar mi versión.
—Para empezar, encontraron a mi hermana desnuda y ella siempre
dormía con el pijama puesto. Sé que le horrorizaba la idea de dormir sin
ropa porque yo acostumbraba a hacerlo, y ella siempre me criticaba, decía
que era una guarrada.
—¿Estás insinuando que…?
—Déjame terminar, déjame contártelo todo —le pido apresurado—.
Después, saca tus conclusiones, pero quiero que te vayas de aquí sabiéndolo
todo.
—Vale, sigue —responde frunciendo el ceño, concentrada.
—Me desperté con el arma del crimen en la mano derecha, cuando yo
soy zurdo. El juez no lo tuvo en cuenta porque lo justificó con el puto tema
del sonambulismo, en el juicio utilizaron esta dolencia como les vino en
gana, sin ningún tipo de sentido.
—De hecho, si hubieran tenido tan en cuenta tu sonambulismo deberías
estar en un centro psiquiátrico, no en la cárcel —me explica, dejándome ver
que ya se ha informado por su cuenta—. Hay casos anteriores al tuyo que
podrían haberse tomado como precedente.
—Mis padres testificaron diciendo que mi hermana y yo peleábamos a
menudo, cosa que era cierta, y el juez consideró que todo apuntaba a que el
acto fuese premeditado.
—¿Tus padres testificaron en tu contra?
—Todo el mundo testificó en mi contra, Gabriela —respondo, y me
sorprendo al ver que decirlo en voz alta aún me desquebraja—. Los amigos
de mi hermana, mis amigos, mi familia… Todos.
—¿Por qué? —pregunta incrédula.
—El dolor del duelo, supongo… La necesidad de encontrar un culpable
—contesto, intentando convencerme a mí mismo de que el dolor fue mi
verdadero verdugo—. Y ahora te contaré el dato más crucial, el dato al que
jamás le he encontrado una explicación posible.
—Cuéntamelo, Tomás —dice, apretando mis manos con fuerza, está
totalmente sumergida en mi relato.
—En la autopsia de mi hermana se determinó que la causa real de la
muerte fue ahogamiento; sin embargo, no tenía ninguna marca en el cuello
—le explico, conteniendo las ganas que tengo de llorar. Pensar en su muerte
me sigue removiendo por dentro; era mi hermana pequeña, habría hecho
cualquier cosa por protegerla—. El juez llegó a la conclusión de que antes
de acuchillarla la ahogué con la almohada para que no sufriese.
—¿Para que no sufriese? —Gabriela no da crédito a lo que le estoy
contando.
—«Momento de lucidez en el sonambulismo», así llaman a los pequeños
instantes en los que recuperas el sentido mientras estás hablando o actuando
en sueños. El juez dijo que la apuñalé sin ser consciente de ello, que en
algún momento recuperé la consciencia por unos segundos y que fue
entonces cuando la ahogué para que no sufriese una muerte lenta. Después,
según la confirmación de varios psicólogos, volví a caer en la inconsciencia
y regresé a mi cama con la sensación de que todo había sido una pesadilla.
—No hay forma posible de demostrar tal cosa —sentencia con
frustración.
—No, no la hay —reconozco negando con la cabeza—, pero mi hermana
apareció muerta en su habitación, que está junto a la mía, y mis padres me
encontraron con el cuchillo en la mano. Dime, ¿qué historia es más fácil de
creer?
Ella guarda silencio, sabe que, a pesar de ser una gran injusticia, tengo
razón. Mi crimen resultó ser demasiado obvio para el juez, para los
psicólogos, para mi familia y para la opinión pública.
—Dime cómo puedo ayudarte —dice de pronto, mirándome de una
forma desafiante.
—¿Ayudarme?
—Quiero ayudarte, dime qué puedo hacer desde fuera para intentar
encontrar alguna prueba más —continúa, y su decisión me deja atónito.
—¿Estás segura de lo que estás diciendo? Puedo asegurarte que venir
aquí no supone ningún peligro para ti, pero debo avisarte de que abrir viejas
heridas y rebuscar en ciertos sitios sí que puede acabar causándote
problemas.
—He confiado en ti al venir a verte, ahora quiero que tú confíes en mí —
añade con firmeza y seguridad—. Sé dónde están mis límites, sé hasta
dónde puedo llegar. Creo que el siguiente paso debería ser ir al lugar del
crimen.
—¿Al lugar del crimen? —repito tan sorprendido que incluso se me
quiebra la voz—. ¿A mi casa, a la habitación de mi hermana?
Los visitantes comienzan a levantarse de las sillas, los abrazos de
despedida empiezan a rodearnos. El tiempo se agota, se nos escapa entre los
dedos como la arena de un reloj.
—¿Podría entrar en tu casa? Sé dónde vivías, lo busqué en Google.
Dime, ¿hay alguna forma de acceder a tu casa sin ser vista?
—Gabriela, no quiero… No quiero meterte en problemas. Mi familia
puede llegar a ser muy peligrosa —la advierto con tantas dudas que no sé ni
qué pensar. Su propuesta es alocada, carece de sensatez y no está lo
suficientemente pensada.
—¡Último minuto, hay que ir abandonando la sala! —exclama el guardia
dando palmadas al aire.
—Tomás, confía en mí como yo lo hice en ti —susurra atravesándome
con su mirada. Una mirada que me llena de esperanza.
¿Y si conseguimos averiguar algo más sobre el caso? Tras el crimen, yo
no pude entrar en la habitación de mi hermana. Mis padres enseguida
llamaron a la policía y me sacaron esposado de mi propia casa. ¿Y si ella,
ahora que conoce mi versión, consigue encontrar algún hilo del que tirar?
—La casa está llena de cámaras, para entrar en la parcela sin ser vista
debes saltar la balaustrada por la esquina en la que se entrecruzan la calle
Golondrina y la calle Bermejo. Una vez dentro, verás una enredadera que
crece hasta una ventana del segundo piso, tendrás que subir por ella.
—¿Por la enredadera? —dice abriendo todavía más sus grandes ojos.
—Sí, no es difícil. Mi hermana y yo siempre colábamos a gente en casa
por ese lugar, es muy fácil escalar la pared porque está llena de salientes.
—¿Y la ventana? ¿Cómo abro la ventana desde fuera? —pregunta con
premura, somos los últimos que quedan en la sala.
—Como te he dicho, mi hermana y yo siempre colábamos a nuestros
amigos por ahí, al final terminamos trucando la ventana para que pudiese
abrirse desde fuera —le explico lo más rápido que puedo—. A veces
éramos nosotros mismos los que queríamos entrar sin ser vistos. Nuestra
familia era muy estricta y, si queríamos tener vida social, teníamos que
saltarnos algunas normas.
—¿Y salgo de la misma manera?
—Exactamente, deshaciendo tus pasos —le respondo levantándome, aún
con sus manos entre las mías. Ella también se pone de pie y entre nosotros
se forma una intimidad que no tardarán mucho en corromper—. Gabriela,
han pasado cuatro años, no sé si algo habrá cambiado. Fíjate en las cámaras
y, si ves algo diferente, prométeme que abortarás el plan.
—Te lo prometo —susurra.
De pronto, el guardia da un fuerte golpe con su porra a nuestra mesa. Su
paciencia se ha terminado, al igual que nuestro tiempo juntos.
—¡Se acabó! —grita señalándole la puerta a Gabriela.
Ni ella ni yo decimos nada.
Simplemente nos miramos como si no pudiésemos volver a hacerlo.
Despegamos nuestras manos con lentitud y serenidad.
Asentimos frunciendo el ceño, dándole al otro la tranquilidad que
necesita.
Y entonces se va.
Y yo me quedo aquí.
Encerrado con un miedo que no me deja respirar.
16
Gabriela
Hoy el día amaneció lluvioso, pero las nubes se han disipado y por los
barrotes de la pequeña ventana de la celda se cuela algo de luz solar. Uno de
los pensamientos más recurrentes que tienes cuando estás encerrado es
imaginar qué harás en tu primer día de libertad.
—Jose, ¿tú qué harás cuando salgas de la cárcel? —Ambos estamos
tumbados en la cama, nos encanta dormir una pequeña siesta cuando
terminamos de comer.
—No creo que ese día llegue, Tommy —contesta entre risas para quitarle
hierro al asunto. Jose es muy mayor y su condena es demasiado larga, la
posibilidad de que vuelva a estar al otro lado de estos muros es pequeña—.
Aunque me encantaría ir a visitar la tumba de mi mujer y llevarle un ramo
de sus flores favoritas.
—¿Cuáles eran? —le pregunto intentando relegar el vacío que su
respuesta acaba de dejarme en el pecho.
—Las margaritas blancas y las amapolas rojas… —dice algo emocionado
—. Y tú, ¿qué será lo primero que harás?
—Ir a ver el mar, escuchar cómo rompe contra las rocas de la costa,
caminar por la orilla y mojarme los pies, tumbarme sobre la arena y sentir el
calor del sol sobre la piel… —le cuento cerrando los ojos.
Por un momento siento que puedo teletransportarme a la que era mi playa
preferida, donde iba a hacer surf casi todos los fines de semana con mis
amigos. Los deportes no se me daban muy bien, pero en el surf era una
auténtica máquina. Mis padres insistían constantemente en que destinase
más tiempo al tenis y al golf, pero mi verdadera pasión era lanzarme al mar
con mi tabla e intentar coger esas inmensas olas que siempre hay en la
Costa da Morte, el noroeste del litoral gallego.
¿Que por qué tiene ese nombre tan singular? Porque los romanos creían
que nuestras costas estaban infestadas de monstruos y bestias marinas que
provocaban el hundimiento de sus barcos. Aunque la realidad es que eran
los agresivos acantilados con sus salientes rocosos los que conseguían
arrebatarles la vida a miles de marineros.
—A mí me encantaría volver a pescar —dice Jose, y por un momento
siento que ambos estamos muy lejos de aquí—. Mi caña y yo éramos
inseparables, sacaba esos pececiños del agua y mi mujer los cocinaba que
daba gusto. Daría lo que fuera por volver a probar uno de sus platos, por
comer juntos de nuevo.
—Pues yo creo que lo primero que comeré cuando salga de aquí será una
buena hamburguesa, con extra de patatas y un refresco tan grande que no
pueda ni acabármelo.
Jose suelta una carcajada, nuestras visiones de la vida son muy
diferentes, pero tienen una cosa en común: el ansia de libertad. Seguimos
charlando sobre nuestros planes un rato más, pero, cuando comienzan a
cerrársenos los ojos, dejamos de hablar para sucumbir al sueño que nos
invade.
No sé cuánto tiempo pasa hasta que unos golpes contra nuestra puerta
hacen que peguemos un salto de nuestros colchones. Un funcionario no
tarda en abrir la puerta con una expresión que no logro identificar en su
rostro.
—Tomás, ponte esto y acompáñame —sentencia tirando al suelo unas
esposas. Me quedo paralizado unos segundos, en los años que llevo
encarcelado nunca había tenido una interacción así con un guardia—. ¿No
me has oído? Ponte las putas esposas.
—¿Adónde os lo lleváis? —pregunta Jose preocupado. Mientras yo bajo
por las escaleras de la litera, él se agacha para recoger las esposas del suelo.
—Gracias, Jose —digo colocándome las esposas. El guardia ha ignorado
su pregunta y yo sé que no tengo más remedio que obedecer sus órdenes—.
Todo irá bien —añado guiñándole un ojo a mi compañero de celda.
—¿Adónde os lo lleváis? ¿Por qué tiene que ir esposado? —Jose sigue
preguntándole al guardia cuál será mi paradero, en su rostro puedo ver el
temor que siente de que me hagan daño.
El poder en la cárcel está muy corrompido. Si un reo tiene buenos
contactos en el exterior, puede conseguir lo que quiera aun estando
encarcelado. Este centro penitenciario está lleno de hombres que habían
sido grandes personalidades en el mundo del narcotráfico, hombres que a
pesar de haber sido sentenciados siguen teniendo grandes fortunas fuera de
los barrotes… Creo que tanto Jose como yo hemos llegado a la misma
conclusión: estoy a punto de recibir el castigo por ser el responsable de que
los reos que me pegaron la paliza acabasen en aislamiento.
Se lo dije a la enfermera: la cárcel no protege a los más débiles.
La cárcel no protege a nadie.
—¡Respóndeme! —reclama Jose acercándose al funcionario—. ¿Adónde
os lo lleváis? —vuelve a preguntar perdiendo la paciencia.
—¡Cállate de una puta vez, viejo de mierda! —exclama echándole a un
lado.
A pesar de tener las manos esposadas, me muevo todo lo rápido que
puedo para frenar la caída de Jose. Apenas ha sido un empujón, pero es un
anciano y su cuerpo se ha tambaleado.
—Volveré pronto, te lo prometo —le susurro al oído.
Jose ve en mí a esos hijos que perdió y yo veo en él al padre cercano que
nunca tuve. Antes de pasar bajo el umbral de la puerta de la celda, le miro y
asiento con la cabeza. Ninguno de los dos cree que todo vaya a salir bien,
pero no nos queda más remedio que repetirlo con la esperanza de que sea
verdad.
Sigo los pasos del funcionario, que no me dirige ni una sola palabra en
todo el camino. No tengo ni idea de hacia dónde estamos yendo; nos hemos
alejado de las salas principales de la prisión e incluso ha puesto su tarjeta de
acceso en una puerta para entrar en un ala que está reservada para los
trabajadores.
El latido de mi corazón comienza a ir más rápido de lo normal, si me
estuviese llevando a algún sitio por algo bueno me lo habría dicho, como
cuando el abogado quiso hablar conmigo sobre mi condena…, pero su
silencio y lo mucho que nos estamos alejando de las zonas comunes
consiguen ponerme los pelos de punta.
—Entra aquí —dice deteniéndose por fin y abriendo la puerta de lo que
parece el cuarto de la limpieza.
Titubeo. Antes de mover un pie observo el cuartucho en el que quiere que
entre. Se trata de una pequeña sala con una pared de taquillas y material de
limpieza desperdigado por todas partes. Hay cubos, fregonas, escobas…
También me percato de que no hay cámaras de seguridad, algo que me
perturba.
—¿Por qué tengo que entrar aquí? —pregunto echándome hacia atrás,
tengo miedo y no me avergüenza admitirlo. El miedo es lo que nos
mantiene vivos, ese botón que pulsa nuestro cerebro cuando interpreta que
nuestra vida está en peligro.
—¿Quieres que te diga la verdad? No tengo ni puta idea, joder —
responde agarrándome por la camisa del uniforme, su cara está a escasos
centímetros de la mía e incluso algunas partículas de su saliva han chocado
contra mi piel—. Deja ya de dar por culo y entra —añade empujándome
con fuerza y haciéndome caer dentro del cuarto.
En lo que tardo en levantarme escucho que mete las llaves en la cerradura
y me encierra para evitar que pueda escapar. Estoy atrapado y no he podido
hacer nada por evitarlo, da igual lo que hubiese intentado, este habría sido
mi final.
No me esfuerzo en gritar o aporrear la puerta, sé que eso no va a
ayudarme. Mi única opción es esperar que el tiempo transcurra hasta que
alguien abra la puerta y yo reciba mi merecido. Me pregunto si esta vez sus
golpes acabarán matándome, las lesiones de la última paliza aún no se han
curado por completo y quizá mi cuerpo no resista más. Lo único que tengo
claro es que pienso pelear por mi vida, no voy a rendirme ahora, no cuando
tengo este presentimiento dentro de que las cosas están a punto de cambiar.
Oigo sonido de pisadas en el pasillo, creo que de dos personas. Oigo
cómo juguetean con un manojo de llaves hasta que encuentran la correcta.
La meten en la cerradura y yo, después de agarrar el palo de una escoba, me
alejo todo lo que puedo de la entrada. Si creen que van a encontrarse al
Tomás de la última vez, están muy equivocados. Ahora no tengo nada más
que proteger, solo debo protegerme a mí.
La puerta comienza a deslizarse ante mí y la sala se ilumina con la luz del
pasillo, respiro de forma agitada, preparándome para lo peor, pero
entonces…
Entonces me topo con sus ojos verdes.
—¿Gabriela? —La sorpresa que siento al verla abre mis manos y el palo
de escoba que sujetaba cae contra el suelo—. ¿Eres tú? —vuelvo a
preguntar sin dar crédito a lo que estoy viendo.
—Claro que soy yo —susurra acercándose a mí. Tras ella, la puerta se
cierra y nos quedamos a solas en este pequeño cuarto que ya no me asusta.
—¿Cómo es posible? ¿Qué haces aquí? ¿Cómo…?
—Tranquilo, Tom, tranquilo —responde poniendo sus manos sobre mis
hombros. Ella es consciente de lo nervioso que estoy, no me esperaba verla
tan pronto y mucho menos en estas condiciones. Mi cabeza ya había
aceptado el peor de los destinos y resulta que el funcionario me había traído
aquí para reunirme con Gabriela—. Tengo una persona de confianza con
muchos contactos aquí, me consiguió este encuentro clandestino, pero no
puedes decírselo a nadie. Solo el director de la prisión está informado sobre
esto, nadie más lo sabe —me explica observándome con esos enormes ojos
que me vuelven loco.
Claramente yo no se lo diré a nadie, pero me preocupa lo rápido que las
noticias vuelan entre estas paredes y lo poco que los secretos pueden
mantenerse ocultos aquí dentro.
—Oh, Dios, Gabriela… —murmuro dejándome caer sobre su hombro
derecho. Me encantaría abrazarla, pero mis manos están esposadas y no me
es posible.
Sin embargo, es ella quien lo hace. Sus brazos me rodean y me acercan a
su cuerpo. Noto su calor, noto la suavidad de su piel, noto sus pechos
apretados contra mi abdomen. Entre nosotros no hay espacio y tampoco nos
esforzamos por llenar el silencio con palabras. Ojalá pudiese congelar este
momento y recordar siempre el olor de su cabello, la forma en que sus
manos comienzan a acariciar mi espalda…
—Daría lo que fuera por poder abrazarte —le susurro al oído, y noto
cómo su cuerpo reacciona al sentir mi aliento en su cuello.
Gabriela se separa de mí y posa sus labios en mi mejilla; es un beso
lento, dulce y discreto. Me encantaría confesarle las ganas que tengo de
comerle la boca, el éxtasis que siento cuando me imagino tomando con mis
manos su cintura…, pero no quiero incomodarla, sobre todo cuando todavía
no sé si mis deseos son correspondidos.
—Algún día lo harás —responde apartándome un mechón de pelo de la
cara—. Porque creo que podré sacarte de aquí, Tom.
Levanto las manos esposadas y agarro su pequeño rostro, las palabras
que acaba de pronunciar tienen más importancia para mí de lo que jamás
podrá pensar. En sus ojos veo una chispa de emoción y solo con fijarme en
su expresión sé que ha tenido que dar con algo, estoy convencido de que ha
encontrado ese hilo del que tirar.
—Entré en tu casa, y en su habitación encontré el tíquet de una tienda de
ropa; tu hermana fue a comprar un vestido horas antes de morir —me
explica mientras se lleva la mano al bolsillo para mostrarme algo—. Y en
su instituto vi esta fotografía, es una instantánea y sale con el vestido que
compró ese día, lo que significa que salió de casa después de cenar.
Agarro la foto y veo el rostro de mi hermana.
Ella nunca sonreía, pero en esta fotografía sale feliz, con su pelo rojizo y
esos mofletes tan regordetes de los que siempre me burlaba. Hacía años que
no veía su rostro y, aunque he intentado pensar en ella cada día para no
olvidar sus facciones, me resulta extraño volver a verla.
—¿Quiénes son? ¿Los reconoces? —me pregunta Gabriela señalando a
las tres personas que están junto a mi hermana. Ni siquiera me había
percatado de su presencia.
—Sí, son sus amigos. —respondo observándolos—. Gael Mariño, Alexia
Moreno y Brais Vilaboa.
—Pues lo más probable es que ellos fuesen los últimos en ver con vida a
tu hermana.
—Estoy seguro de que salió por la ventana y se fue con ellos, mis padres
aún no la dejaban ir a fiestas pasada la medianoche… —le explico
intentando procesar toda esta nueva información—. Gabriela, esto puede
cambiarlo todo…
—Lo sé, pero, si tu hermana se fugó de casa de la misma forma que yo
entré en ella, no hay forma de demostrar su salida.
—¿Y qué quieres hacer ahora? —Yo sé cuál debería ser el siguiente paso;
sin embargo, quiero que sea ella la que decida qué hacer.
—Hablar con ellos, intentar sacarles algún tipo de información que
esclarezca las últimas horas con vida de tu hermana.
—Gabriela, no quiero que te veas obligada a seguir investigando. No
sabes lo mucho que te agradezco todo lo que haces por mí, pero si te pasase
algo jamás me lo perdonaría —le digo tratando de calmar las ansias que
tengo por esclarecer lo que ocurrió aquella noche.
—Pienso llegar hasta el final, quiero hacerlo —responde agarrándome las
manos—. Mira esto, Tom.
Gabriela desbloquea su teléfono y, cuando lo gira para mostrarme la
pantalla, mis ojos se llenan de lágrimas.
—Es Frankfurt… —susurro haciéndole zoom a la foto para ver la cara de
mi perrito—. Está enorme, cuando me separaron de él solo tenía un año…
—Te estás perdiendo muchas cosas ahí fuera. Tú deberías estar con él,
deberías tener una vida normal.
—Gabriela… —digo con un hilo de voz; sus palabras solo hacen que las
lágrimas aumenten y caigan sin control por mi rostro.
—Antes creía que eras inocente, ahora lo sé —sentencia apoyando su
frente en la mía—. Y no pienso parar hasta demostrarlo.
Nuestras narices se rozan aspirando el aire que el otro expulsa, mis ojos
están clavados en esos labios tan jugosos, están tan cerca que si alargase un
poco la lengua podría saborearlos. Es entonces cuando las ganas de besarla
pasan a convertirse en una necesidad que quema tanto que pulveriza el resto
de los pensamientos.
Ella lo ocupa todo.
—¿Puedo besarte? —le pregunto.
—Sí —responde con un suspiro.
Sin pensarlo ni un segundo, estampo mi boca contra la suya y dejo que la
humedad de sus labios moje los míos. Mi lengua se desliza hacia el interior
de su boca, quiero ocupar todo su ser, quiero impregnarme de ella. Gabriela
enreda los dedos en mi pelo, me acaricia la nuca y me hace estremecer.
—Si no tuviese las manos esposadas… —susurro mordiendo su labio
inferior.
—¿Qué harías? —Su pregunta me pilla por sorpresa, Gabriela parece
querer subir el tono de nuestra conversación y no seré yo el que se quede
atrás.
—Te rodearía con mis brazos, te apretaría contra mí y dejaría que mis
manos se deslizasen por tu espalda… —murmuro dejando un camino de
besos que comienza en su cuello y termina en la clavícula.
Noto cómo su pecho sube y baja acelerado. Sus pezones, duros por la
excitación, se hacen notar bajo la delgada tela de la blusa blanca que lleva
puesta. Hacía tanto tiempo que no tocaba a una mujer que siento que podría
llegar al éxtasis en cualquier momento, su sola presencia consigue avivar en
mí una llama que creía apagada.
—¿Y qué más? —pregunta sin dejar de sonar algo tímida, está sonrojada
y esa actitud inocente pero pícara consigue provocarme todavía más.
—Apretaría con fuerza tus nalgas y te pegaría todavía más contra mi
cuerpo, mi boca seguiría bajando hasta tus tetas y mi lengua trazaría
círculos sobre tus pezones, saborearía cada parte de ti antes de hacerte mía.
Gabriela suelta un pequeño gemido antes de besarme con tanta fuerza
que tengo que mantener el equilibrio para no caerme hacia atrás. No sé
cómo hemos llegado a este grado de erotismo, pero tampoco me importa.
Los segundos se evaporan cuando estoy cerca de ella, el tiempo parece
carecer de sentido y, cuando escucho dos golpes fuertes contra la puerta,
avisándonos de que tenemos que separarnos, maldigo lo rápido que ha
transcurrido.
—Tengo que irme —dice sin dejar de fijar sus ojos en mis labios—.
Volveré con más información.
—Yo solo quiero que vuelvas —confieso acariciando su rostro.
Gabriela asiente y sale de la sala dejándome solo entre cuatro paredes
que de pronto se vuelven insoportables.
Y es que la vida es insoportable si ella no está, y mi corazón ansioso no
tiene otra opción que esperar su regreso mientras le dedica cada uno de sus
latidos.
19
Gabriela
El interrogatorio que le hice ayer a Gael me dejó una cosa clara: o tiene
algo que ver en la muerte de Jimena, o está encubriendo a alguien. Una
persona que no tiene nada que ocultar no miente, y mucho menos en
reiteradas ocasiones.
Hoy iré al piso de Alexia y Brais, y algo que ya a priori me parece
extraño es que comparten la misma dirección. Ambos viven en Pontevedra,
una ciudad a treinta minutos de Santiago llena de estudiantes, por lo que
supongo que quizá se mudaron para hacer algún máster.
A pesar del enfado inicial de mi jefe, finalmente he conseguido el día
libre para desplazarme con calma hasta allí. Me muero por contarle a Tomás
lo que he descubierto, pero prefiero esperar a reunir los datos que consiga
sacarles a Alexia y a Brais.
Tras preparar un termo con café, cojo el coche y conduzco hasta llegar a
Pontevedra; me gusta mucho esta ciudad, es muy peatonal y tiene un
ambiente juvenil e inspirador. No tardo mucho en localizar su piso, se
encuentra en el centro, cerca de la facultad de Bellas Artes. Aparco y
camino hacia él recordando todo lo que debo preguntarles. ¿Se esperarán mi
visita? ¿Los habrá avisado Gael de que he ido a verle? No sé si siguen
manteniendo relación, aunque todo apunta a que algo los unió esa fatídica
noche. Algo que quizá los haya obligado a no cortar lazos.
—¿Hola? —pregunta la que supongo que será Alexia al descolgar el
telefonillo.
—Hola, me llamo Gardenia, no me gustaría molestar, pero estoy
escribiendo un artículo en honor a Jimena Méndez y me gustaría hacerte
unas preguntas sobre ella. Estamos buscando un enfoque personal, saber
quién era realmente ella más allá de la imagen de víctima —le explico
sonriendo a la cámara. No quiero ni pensar en cuánto costará el alquiler de
un piso como este; solo por el portal, intuyo que no podría permitírmelo ni
en mis mejores sueños—. Sé que ibais a la misma clase, el instituto me
cedió tu contacto.
—Sí, claro —responde sin dudar. Me extraña lo rápido que la puerta
metálica emite el zumbido que me indica que está abierta… Creo que ya
contaba con mi visita.
Un periodista jamás podría presentarse en la casa de nadie así de
primeras. Las entrevistas de este tipo suelen hacerse por teléfono o en un
sitio neutral tras llegar a un acuerdo previo… Sin embargo, al tener una
premisa tan blanca como es hacer un artículo en honor a la vida de Jimena,
ni Gael ni Alexia han tenido el valor de negarme la entrada a su casa. ¿En
qué lugar los dejaría eso? Los he puesto en una tesitura difícil de esquivar,
como cuando las niñas de los campamentos llaman a tu puerta ofreciéndote
galletas. ¿Cómo vas a decirles que no?
—Encantada, soy Alexia —saluda al abrir la puerta de su hogar. Le
estrecho la mano con una sonrisa, quiero crear un ambiente cómodo y
distendido—. Adelante —añade apartándose para que pueda pasar.
El piso me encanta, la decoración tiene una clara inspiración nórdica y
emplea materiales como la madera para dar un toque cálido y acogedor.
Además, es muy luminoso y grande.
—¿Vives sola aquí? —le pregunto con un poco de indiscreción.
—No, vivo con mi pareja —me responde haciéndome una seña para que
tome asiento junto a la mesa del salón.
La única persona, además de ella, que reside en esta dirección es Brais,
así que la intuición de que ahora sean novios se convierte en una realidad.
No puedo evitar pensar en lo bizarra que es la situación: Jimena y Brais
salían juntos y, cuando ella fallece, él empieza una relación con su mejor
amiga.
Sospechoso, parece la trama de una película mala de Antena 3.
—¿Qué quieres saber sobre Jimena? —me dice para iniciar la
conversación que sabe que vamos a tener.
—Podrías empezar contándome qué relación tenías con ella —respondo
quitándole la tapa a mi boli para comenzar a tomar falsas notas. Tal y como
ayer, mi teléfono está grabando toda la entrevista.
—Éramos muy amigas, desde pequeñas —me explica emocionada. Sus
ojos se llenan de lágrimas a medida que va hablando—. Como hermanas,
me atrevería a decir. Su muerte paralizó por completo mi vida, me costó
mucho seguir adelante.
En mi interior no puedo evitar preguntarme cuánto tardaría en enrollarse
con el que era el novio de su tan querida amiga. Quizá sea un poco cruel por
mi parte, pero todo esto huele demasiado raro.
—¿Recuerdas cuál fue tu último momento con ella?
—El día de su muerte, en clase. Nos sentábamos juntas en casi todas las
asignaturas, ella era muy inteligente y siempre me ayudaba a mejorar mis
notas.
A diferencia de Gael, Alexia responde de forma clara y contundente. No
titubea, no piensa lo que debe decir y, desde luego, no tartamudea. Lo único
que me genera sospechas es lo rápido que contesta, parece haberse
preparado esta entrevista como si de un examen se tratase.
—¿Sabes qué hizo esa tarde? Quiero conseguir más testimonios sobre sus
últimas horas de vida.
—Jimena iba a muchas extraescolares, creo que ese día tenía clase de
piano. Le encantaba la música, incluso compuso algunas piezas. —Su
respuesta es igual que la de Gael, aunque añadiendo más información sin
importancia para que parezca diferente. Como cuando copias a tu
compañero, pero cambias algunas palabras para que no sea tan obvio.
—¿Qué sentiste cuando salió a la luz que fue su hermano quien la mató?
—Tomás era muy violento, siempre la trataba fatal e incluso en algunas
ocasiones vi cómo le levantaba la mano… —relata horrorizada—. No me lo
esperaba; sin embargo, tampoco me sorprendió. Espero que se pudra en la
cárcel.
Un escalofrío recorre mi espalda al escucharla. Sé que está mintiendo y
no logro comprender cómo puede tener la sangre fría para hacerlo así de
bien. No quiero sacar conclusiones precipitadas, pero Tomás comienza a
parecerme el señuelo de esta historia.
Necesito pillar por sorpresa a Alexia, está claro que Gael le chivó mis
preguntas y necesito hacerle alguna que logre desconcertarla. Creo que ha
llegado la hora de sacar la carta que tengo bajo la manga: la fotografía.
—Encontré esta instantánea en el mural del instituto… —le suelto
deslizándola sobre la mesa. Alexia la ve y noto cómo su cuerpo se tensa, lo
hace de una manera casi imperceptible, pero la forma en la que aprieta los
labios me confirma que esto no lo vio venir—. Me gustaría incluirla en el
artículo, ¿podrías decirme más o menos cuándo os la sacasteis? Para
ponerlo en el pie de foto.
Alexia, por primera vez, tarda en responder.
—No me acuerdo muy bien… —titubea frunciendo el ceño, fingiendo
que está intentando recordar cuando en realidad sabe perfectamente la
respuesta—. Quizá dos o tres meses antes del asesinato.
—¿Y qué hacíais? ¿Era una fiesta?
—Hum, sí —contesta asintiendo con demasiado ímpetu—. Más que una
fiesta fue una cena entre amigos, después bebimos y jugamos a algunos
juegos de mesa.
—¿Había más gente?
—No, solo los de la foto.
—¿Y sabes dónde podría dar con él? —le pregunto posando mi dedo
sobre la imagen de Brais—. Gael me dijo que era la pareja de Jimena, creo
que su testimonio será el más valioso.
—No eran novios —afirma tajantemente. De su rostro desaparece por
completo la sonrisa falsa que tanto se esforzaba por mantener—. Tenían una
relación informal, se acostaban de vez en cuando, pero no llegaron a
formalizarlo jamás.
Parece que he abierto viejas heridas.
—¿Y dónde puedo encontrar a Brais? —pregunto a pesar de que ya sé la
respuesta.
—Brais vive aquí, conmigo, es mi pareja. Ahora mismo está en la
biblioteca preparando un trabajo muy importante. —Me sorprende que no
intente mentir, aunque, pensándolo bien, sería una mentira de patas muy
cortas—. El luto nos unió más de lo que pensábamos y nos mudamos a vivir
juntos para terminar nuestros estudios aquí, en Pontevedra.
Vaya.
—¿Crees que podría hablar con él cuando vuelva?
—Te agradecería que no lo hicieses, para Brais es un tema muy delicado
—responde, y siento en mí una rabia que me quema por dentro. Su tono es
tan impostado, tan falso, tan hipócrita—. Tardó años en superarlo, tuvo que
ir a terapia y no creo que le haga gracia volver a hablar sobre ello. Ha
pasado mucho tiempo, Gardenia.
—Lo… Lo entiendo —contesto intentando controlar las ganas que tengo
de levantarme y zarandearla hasta conseguir que confiese la verdad.
—¿Podría quedarme con esta foto? No la recordaba y me gustaría tenerla
conmigo —dice mientras la recoge de la mesa.
Enseguida extiendo mi brazo para arrebatársela. Sé lo que está
intentando, quiere destruir la única prueba de que Jimena pasó las últimas
horas de su vida con ellos, y no pienso permitirlo.
—Primero debo escanearla para el artículo, después podría darte una
copia. —Ahora soy yo la que sonríe falsamente; esta instantánea es una
prueba crucial para demostrar la posible inocencia de Tom.
—Es un recuerdo muy personal, me gustaría mantener la foto en privado
—añade con un tono algo altivo; su paciencia está a punto de acabarse y
entiendo perfectamente la razón: ni a ella ni a sus amigos les conviene que
esta foto vea la luz porque saben que podría echar abajo sus coartadas—.
Espero que lo entiendas.
—Claro, pero prometí devolverla al instituto —sentencio levantándome y
caminando hacia la puerta—. Podrás pedírsela a ellos.
Alexia no se veía venir mi respuesta y no le queda otra opción que
resignarse. No creo que sospeche de mí, supongo que no duda de mi papel
como periodista, aunque lo que la asusta es que algunas preguntas resulten
ser contradictorias con el caso.
—Muchas gracias —me despido mientras abro la puerta y me dispongo a
salir del piso.
Entonces, su pie se interpone y me impide cerrarla.
—Me gustaría ver ese artículo antes de que salga publicado —dice con
seriedad.
—Claro, te lo enviaré.
Y, tras mis palabras, asiente y cierra la puerta con fuerza. Ha sido un
encuentro tenso, mucho más incómodo que mi charla con Gael. Alexia
parece una mujer de armas tomar y lo tranquila que estaba al principio de la
conversación me da a entender que lleva muy bien el estrés. Su
personalidad es mucho más fuerte que la de Gael, y, aunque no podré hablar
con Brais, todo apunta a que ella fue la cabecilla de lo que fuera que pasase
aquella noche.
21
Tomás
Si tuviese que usar una sola palabra para definir mi encuentro con Tom,
diría que fue agridulce. Por una parte, mi mente no para de recrear
imágenes de lo vivido, imagino a Tom acariciándome las piernas, apretando
las nalgas, introduciendo sus dedos en mi cuerpo, lamiendo el punto más
sensible de mi ser… Pero, por otra, se me encoje el corazón cuando
recuerdo que le mentí descaradamente.
No dudé ni tan siquiera un segundo: cuando por culpa de mi metedura de
pata me preguntó si era periodista, le dije que no. Fue instintivo, no me dio
tiempo a razonar la respuesta. La idea de perderle, la idea de que no
quisiera seguir hablando conmigo o de que se enfadase por habérselo
ocultado me acobardó y me impidió decir la verdad.
Fui muy injusta, lo sé. Él merece saberlo todo y yo se lo he impedido.
¿Qué pasará cuando llegue el día en el que se publique el artículo? ¿Cómo
se sentirá si conseguimos sacarle de prisión y descubre que trabajo para el
periódico más importante de la ciudad? Tuve la oportunidad de sincerarme
y aun así no lo hice. Lo peor es que estoy casi segura de que Tom lo
entendería, sé que es una persona empática, y si le explicase la situación
desde el principio hasta este momento, lo más probable es que hiciese el
esfuerzo de ponerse en mi lugar y entender el porqué de mis actos.
Sin embargo, ahora estamos en un punto muy diferente.
Le he mentido, a la cara y sin tapujos.
Y tarde o temprano tendré que asumir las consecuencias de mi engaño,
porque no creo que una mentira la pueda perdonar tan fácilmente.
Intento no pensar demasiado en ello, es un problema que tendrá la
Gabriela del futuro. La Gabriela del presente está demasiado ocupada
pensando en el siguiente paso en la investigación: conseguir las imágenes
de las cámaras de seguridad de la vía pública. Y, si hay una persona que me
puede ayudar, esa es Sol.
Al terminar mi jornada laboral, a eso de las seis de la tarde, pongo rumbo
a casa de Lúa. Hemos quedado para avanzar con la serie que estamos
viendo juntas, no podemos ver capítulos por separado, así que cuando
quedamos hacemos un maratón con palomitas y refrescos. Hoy el día está
muy nublado, podría ponerse a llover en cualquier momento, así que
agradezco que este sea el plan. Quizá os extrañe, pero adoro los días
lluviosos, algo que me viene genial puesto que en Santiago las nubes grises
forman parte del encanto de la ciudad. Me gusta el olor que la lluvia deja
sobre la hierba, me gusta escucharla caer desde el sofá, me gusta conducir
viendo cómo las gotas impactan contra el parabrisas, me gustan los planes
de interior y llevar el paraguas a todos lados. De hecho, justo cuando aparco
y me dispongo a salir del coche, las nubes comienzan a llorar. Por suerte, y
también por costumbre, siempre voy preparada, por lo que abro el bolso y
saco mi pequeño paraguas plegable.
—¡Gabi, corre! —escucho como Lúa grita desde el porche de su casa. La
tía ha aprendido a diferenciar el sonido que hace mi coche y cuando me oye
llegar siempre sale a recibirme—. ¡Te vas a empapar! —añade haciéndome
señas con la mano para que apresure el paso.
—¿No ves que llevo paraguas? —le pregunto reuniéndome con ella bajo
el porche.
—No importa, hace mucho viento y con ese paraguas diminuto seguro
que te mojas igualmente —dice dándome un abrazo—. Vamos dentro, ya he
preparado todo.
Me encanta la emoción que Lúa le pone a cualquier cosa, por muy
insignificante que sea. Cuando llego al salón de su casa me encuentro la
mesa llena de picoteo, unas velas encendidas para generar una atmosfera
cómoda y nuestras mantas extendidas en el sofá.
—¡Hoy empezamos la temporada tres! Dios mío, ¡no aguanto más! —
exclama tirándose sobre el sofá. Estamos viendo Outlander, una serie de
drama histórico cargada de erotismo que nos tiene como dos adolescentes
locas—. Me ha costado muchísimo no serte infiel y seguir viéndola por mi
cuenta.
—Eso supondría la ruptura inmediata de nuestra amistad —afirmo entre
risas señalándola con el dedo.
—Lo sé, y por eso mismo no lo hice —responde levantando las manos
como muestra de su inocencia—. Para aguantar busqué fotos del
protagonista en internet, ¿cómo puede ser tan atractivo?
—Al final te vas a acabar tragando algún spoiler…
—No me importa, si es que los busco hasta yo misma, no puedo
evitarlo… —confiesa mordiéndose el labio. Lúa tiene muy poca paciencia,
es de esas que leen el final de los libros antes de acabárselos.
—Oye, Lúa, ¿está tu madre en casa? —le pregunto mientras tomo asiento
a su lado.
—Debería llegar en un rato de la comisaria.
—Después tengo que hablar con ella, y también contigo.
—¿Es sobre Tomás? —me pregunta a pesar de que estoy segura de que
ya sabe la respuesta.
—Sí, tengo que actualizarte…
No sé si es mi expresión la que me delata, quizá me he puesto roja o se
me ha escapado una sonrisa traviesa, pero Lúa enseguida sabe por dónde
van los tiros.
—Le has visto, ¿verdad?
—¿Tu madre no te ha dicho nada? —Sé que Sol es una persona excelente
guardando secretos, pero pensé que le habría dicho algo a su hija, al fin y al
cabo es mi mejor amiga… Sin embargo, me alegro de que me haya dejado a
mí la oportunidad de contárselo todo.
—Ni una sola palabra, ya sabes cómo es… —confirma poniendo los ojos
en blanco—. Venga, cuéntamelo todo, intentaré tomármelo con calma,
aunque no hace falta que te diga que esa no es mi especialidad.
Me alegra que lo admita, porque lo que le voy a contar conseguirá
desquiciarla en cuestión de segundos.
—Le he visto dos veces, las pruebas de que es inocente son cada vez más
contundentes, hasta tu madre se está replanteando el caso…
—Estos días se queda despierta hasta muy tarde, no quiere contarme
nada, así que yo tampoco le pregunto mucho, pero siempre está rodeada de
papeles y de archivos sobre el caso de Tomás —me explica abrazándose las
rodillas, parece preocupada. Es muy pero que muy extraño que no haya
reaccionado ante mi confesión de que le he visto, lo que me confirma que
Lúa debe estar intranquila con el tema de su madre—. Parece estar muy
implicada y, aunque ella no me lo diga, en su rostro veo la ansiedad que
siente. Sé que hay algo más detrás de todo esto.
—¿Por qué dices eso, Lúa? —le pregunto extrañada. No sé a qué se
refiere, aunque es cierto que me sorprendió lo rápido que convencí a Sol de
que me ayudase, y había llegado a plantearme que me ofreciese su apoyo
por algo personal.
—Es mi madre, la conozco demasiado… Se pasa más horas de las que
debería en el trabajo y cuando llega a casa sigue sumergida en todo ese
papeleo. A veces coge el coche de madrugada, no sé adónde va, pero tarda
horas en regresar.
Lo que Lúa me cuenta consigue ponerme la piel de gallina.
—Quizá ella de una manera u otra formó parte de la investigación inicial
y se sienta culpable. —Es la única hipótesis que llegué a valorar en su
momento.
—Puede ser… —susurra Lúa, pero sé que mi idea no la convence del
todo.
—¿Qué otras opciones barajas tú?
Lúa abre la boca para responderme, pero el sonido de la puerta la
interrumpe antes de tan siquiera pronunciar una palabra. Sol acaba de llegar
y ambas damos un pequeño salto en el sofá, nuestra reacción es similar a la
de dos niñas pequeñas que hacen algo malo y son pilladas por sus padres.
Pero nosotras ya no somos unas niñas, y tampoco estamos haciendo nada
malo.
—¡Hola, mamá, estoy con Gabi en el salón! —grita Lúa avisando a su
madre de mi presencia.
—Hola, chicas, ¿qué tal vuestra tarde? —pregunta acercándose a darnos
besos y abrazos.
—Acabo de llegar y… me gustaría hablar contigo cuando tengas unos
minutos —le pido viendo que agarra varias carpetas con documentación.
—Déjame darme una ducha —responde guiñándome el ojo, intentando
quitarle seriedad al asunto.
Lúa y yo vemos cómo se aleja y sube las escaleras para ir al baño de su
habitación, que está en el piso de arriba. Es entonces cuando aprovecho
para darle más detalles sobre mis encuentros con Tomás, le cuento todo
aquello que jamás le diría a su madre, le relato cómo nos besamos, cómo
nos tocamos, todo lo que nos dijimos… Su cara es un poema, abre la boca,
se lleva las manos a la cabeza, en varias ocasiones sus ojos parecían a punto
de salirse de sus órbitas…
—Vives en un puto fanfiction de Wattpad —sentencia cuando acabo de
hablar—. ¡Lo turbio es que no es un fanfiction de Harry Styles, es un
maldito fanfiction con un asesino, Gabriela! —exclama horrorizada.
—Él no es un asesino.
—Permíteme decir que sí lo es; de hecho, lo será hasta que se demuestre
lo contrario porque ha sido juzgado y su caso se cerró hace años —añade
con un tono repelente que me saca de quicio.
—¿Desde cuándo eres tan insoportable? —digo lanzándole un cojín a la
cara; sin embargo, Lúa consigue interceptarlo antes de que le dé.
—Desde que mi mejor amiga visita cárceles, se lía con presos y mete a
mi madre en compromisos que podrían llegar a causar su despido.
Sus palabras son duras, impactan con fuerza contra mí y me hacen sentir
un gran vacío en el pecho. ¿Qué se supone que tendría que responder
ahora? No puedo quitarle razón, Lúa está siendo objetiva y quizá soy yo la
que está cegada por todo lo que me hace sentir Tomás.
—¿Y si te ha comido la cabeza? ¿Y si estás viendo cosas donde no las
hay? Es un asesino, Gabriela. Le estás restando importancia, pero esta
situación es muy grave —enuncia repitiendo de nuevo las mismas cosas que
lleva diciéndome desde el primer día que le escribí un correo a Tomás—.
Joder, parece que soy la única que tiene los pies en el suelo.
—Tu madre cree en mí, ¿por qué a ti te cuesta tanto confiar en tu
supuesta mejor amiga? Estoy completamente segura de que Tomás jamás
me haría daño.
Lúa no dice nada, guarda silencio y se recuesta en el sofá. Sé que lo hace
por mi bien, sé que se preocupa por mí y no quiere perderme…, pero me
jode que intente echar por tierra las pruebas que le doy, me jode que siga
haciendo hincapié en una sentencia que cada día está más claro que fue
errónea.
—Dime, Gabriela, ¿qué querías contarme? —pregunta la madre de Lúa
irrumpiendo de nuevo en el salón. Lleva el pelo enroscado en una toalla y
se ha puesto un pijama camisero, aún puedo oler el aroma de eucalipto que
el gel ha dejado sobre su piel.
Ha llegado en el momento más incómodo de mi conversación con su hija,
la tensión podría cortarse con un cuchillo. Me planteo la idea de levantarme
para que Lúa no forme parte de nuestra charla; sin embargo, sé que eso
sería una falta de respeto y puede que sea muchas cosas, pero no soy una
maleducada.
Enseguida pongo a Sol al día, le cuento mis encuentros con Gael y
Alexia, le enseño la foto que encontré en el instituto de Jimena y también el
mapa que Tom me dibujó. Aunque este es muy diferente, siguiendo sus
referencias busqué la dirección en Google Maps e imprimí una captura del
semáforo donde está la cámara de vigilancia.
—Vaya… Toda esta información es muy clarificadora —dice cogiendo
las anotaciones que le he dado. Sol se ha sentado en el sofá con nosotras y
las mira con detenimiento—. Creo que ha llegado el momento de presentar
esto a la justicia y seguir con la investigación de forma pública —añade
sorprendiéndome.
No me esperaba que dijese eso, yo ni siquiera había valorado la opción
de entregar lo que he descubierto a la policía. Eso supondría perder la
exclusiva y también poner en peligro todo lo que hemos conseguido hasta el
momento.
—No podemos hacer eso —sentencio con seriedad—. La familia de
Tomás es muy poderosa, echarían todas las pruebas atrás y contratarían a
los mejores abogados de la ciudad para darle la vuelta a la tortilla y acabar
denunciándonos a nosotras. No querrán reabrir el caso, será un escándalo y,
aunque igual consiguiésemos con ello limpiar la imagen de su hijo, no creo
que tomasen ese riesgo.
—Gabriela, lo que hemos descubierto tiene el suficiente peso como para
reabrir la investigación policial —añade tomando mis manos. Quiere darme
seguridad, pero no lo consigue.
—Si su familia es tan poderosa y tiene tan buenos abogados, ¿por qué su
hijo está en la cárcel por un crimen que estáis tan seguras de que no
cometió? —cuestiona Lúa haciendo que las dos la miremos. Su pregunta
tiene todo el sentido del mundo y ella lo sabe, por eso muestra esa actitud
chulesca que tanto detesto.
No obstante, sus palabras me hacen llegar a un pensamiento al que nunca
antes había tenido que enfrentarme.
—¿Y si su puta familia forma parte de todo el complot? —exclamo
levantándome. No lo había pensado antes, pero, ahora que me detengo a
analizar la pregunta de Lúa, mi respuesta es la única con un mínimo de
sentido.
—Eso sería muy rebuscado… —susurra Sol masajeándose las sienes—.
Ellos simplemente quisieron cerrar el caso cuanto antes para que se hablase
sobre lo ocurrido el menor tiempo posible. Prefirieron desentenderse de su
hijo a hundirse con él, es así de sencillo.
Lo que dice Sol también tiene coherencia. Los padres de Tomás poseen
un imperio, dirigen varias empresas con ganancias millonarias y no podían
permitir ver manchado su nombre. ¿Cómo se tomaría la prensa que tratasen
de defender a su hijo aun teniendo unas pruebas tan contundentes en su
contra? Era un juicio imposible de ganar y ellos lo sabían, más allá de que
quisieran encontrar un culpable lo antes posible para así focalizar el dolor
por la muerte de su hija, también está la evidencia de que, cuanto más
durase el juicio, más tiempo iban a estar paralizadas sus acciones en bolsa.
Decido no darle más vueltas a este tema, incluso Tomás piensa que sus
padres decidieron elegirle como culpable cegados por el dolor y la rabia de
perder a su hija.
—Sol, esto será lo último que te pediré —digo volviendo al tema que
más me incumbe—. Cuando veamos las imágenes presentaremos todo esto
a la justicia, pero, por favor, veámoslas nosotras primero.
Ella tarda en responder y esos minutos de incertidumbre me matan,
necesito que ceda, necesito ver esas imágenes con mis propios ojos. Yo
empecé todo esto y quiero ser yo quien lo termine, quiero publicar mi
artículo y conseguir el mérito que merezco. ¿Estoy siendo egoísta? Puede
que sí, pero no me he esforzado y arriesgado tanto para desentenderme del
caso ahora y dejarlo en manos ajenas en las que no confío. Ahora mismo la
liberación de Tomás es mi responsabilidad y jamás me lo perdonaría si
desperdicio las pruebas que he recopilado por dárselas a la persona
equivocada. No dudo de Sol, jamás lo haría, pero sí dudo del sistema del
que ella forma parte.
Estas semanas he sido testigo de lo corrupto que es, de lo que el dinero y
el poder pueden manipularlo y cambiarlo a su antojo y de las pocas
opciones que la gente sin recursos tiene para luchar contra él. Ahora Tomás
forma parte de esa clase social, la más baja de todas, la más detestada y
socialmente apartada: es un preso con unos antecedentes imborrables.
—Será lo último —sentencia ofreciéndome su mano.
—Lo último —respondo estrechándola.
¿Qué se verá en esas imágenes? ¿Aparecerá Jimena en ellas? O acaso…
¿aparecerá su cuerpo?
23
Tomás
Como bien predije, el torneo fue un auténtico fracaso. Los presos tan solo
tardaron dos partidos en empezar batallas campales que dinamitaron la
competición. En realidad me entristece, creo que la Dirección no estuvo
muy avispada a la hora de elegir el fútbol como actividad para favorecer la
concordia, pero por lo menos se esfuerzan en proponer iniciativas que nos
ayuden a combatir el aburrimiento. No obstante, después de lo que sucedió
ayer creo que no tendrán ganas de llevar a cabo más actividades en un
tiempo.
Yo no puedo dejar de pensar en lo afortunado que fui: mientras el resto
de los reos le daba patadas a un balón, yo estaba besando a la chica más
guapa e interesante del mundo. ¿Cómo ha logrado introducirse en cada
pequeña parte de mi pensamiento? ¿Cómo ha conseguido secuestrar mi
consciencia y hacerla solo suya? Estos días únicamente soy capaz de pensar
en dos cosas: en ella —en todo lo que hicimos y en todo lo que quiero
hacerle— y en mi libertad. Aunque Gabriela me nuble el entendimiento, la
idea de salir de estos muros cada vez me parece más realista. Ya no lo
concibo como un sueño imposible y lejano, sino como una realidad cercana.
Daba por perdida mi juventud, pensaba que saldría de la cárcel cerca de los
cincuenta y que desperdiciaría los últimos años de mi vida sintiéndome un
desgraciado y buscando algún tipo de restitución que nunca llegaría a
obtener… Sin embargo, ahora siento que esa sed de justicia que me daba
fuerzas para levantarme cada mañana tal vez pueda ser saciada.
—Hoy la comida está mejor que de costumbre —me dice Jose
sentándose a mi lado con una de esas sonrisas dulces que siempre me
dedica.
Estamos en el comedor, los reos hacen fila para llenar sus bandejas de
comida. Hoy tenemos pasta con atún y tomate, un puré de verduras de
entrante y una pieza de fruta junto con un yogur de postre. No es que sean
manjares precisamente, pero, comparado con otros menús, el de hoy es
bastante aceptable.
—A la pasta le falta un poco de queso rallado… —comento mientras
enrollo los espaguetis con el tenedor.
—Yo soy de los que le pone toneladas de queso —me susurra Jose con
complicidad—. Me encanta el queso, es mi perdición.
—Voy a preguntar si tienen un poco —repongo guiñándole un ojo.
Dejo mi bandeja en la mesa y me acerco al hombre que sirve la comida
detrás de la barra. Es muy inusual tener la desfachatez de pedir alimentos
que no estén en el menú, pero me encantaría llevarle a Jose algo de queso.
Detalles como este marcan la diferencia entre un día de mierda y un buen
día, y es que cuando no tienes nada valoras hasta la cosa más insignificante.
—Perdona, ¿no tendrías algo de queso para la pasta? —murmuro
intentando que el resto de los presos no me escuchen. Adopto la mejor cara
de pena que soy capaz de expresar y parece funcionar, porque tras poner los
ojos en blanco el funcionario me da varias lonchas. Pensaba que tendría
queso en polvo o rallado, pero esto es más que suficiente.
Sintiéndome victorioso, vuelvo a la mesa y troceo las lonchas sobre la
pasta de Jose, que me mira ilusionado.
—¡No me lo puedo creer, Tommy! —exclama riendo—. Narcotraficante
de lácteos.
Suelto una gran carcajada al escucharle, pero mi risa enseguida se mitiga
cuando me percato de que los hombres que me pegaron la última paliza se
están acercando a nosotros. ¿Cómo han podido estar tan poco tiempo en
aislamiento? Podrían haberme matado y ya están aquí, compartiendo los
espacios comunes y paseándose con total impunidad por la prisión.
—¿Ahora también empezarán a poneros comida gourmet o qué cojones
está pasando? —pregunta uno de ellos tirando la bandeja de Jose al suelo.
Vienen buscando pelea y yo tendré que contenerme para no dársela.
Jose se agacha para recoger la bandeja, ha caído al derecho, por lo que la
comida sigue estando en su sitio y no ha tocado las baldosas, pero cuando
su mano está a punto de agarrarla, el reo que ocupa la posición de líder le
pega una patada y la aleja. Son un trío, aunque está claro que Julio es la voz
cantante.
Fue encarcelado hace seis años por matar a su expareja y secuestrar a los
hijos que tenían en común. Planeaba tirarlos en mar abierto con pesos en los
pies para que se ahogasen, pero por suerte le detuvieron cuando estaba
subiéndolos a la embarcación. Sería un perfil que duraría poco en la cárcel;
no obstante, Julio, además de asesino, también era una gran personalidad en
el narcotráfico gallego. De hecho, todo comenzó cuando su mujer descubrió
el submundo en el que su marido se movía y pidió el divorcio. Julio no
podía permitir que ella se alejase y se llevase a sus hijos, y, cuando un juez
le dio la custodia, no dudó en asesinarla e intentar acabar con la vida de
esos inocentes niños. En prisión consiguió aliados fuertes gracias a sus
contactos y todos los reos hicieron la vista gorda. Normalmente los
crímenes de sangre no se perdonan y quien los comete se vuelve el
repudiado del centro, pero en su caso fue muy diferente. Los presos le
temen, y, cuando consigues que los demás te tengan miedo, es muy fácil
llegar al poder.
—Nos hemos enterado de tus visitas especiales, Tomás —enuncia
dirigiéndose a mí—. ¿Se la estás chupando al director o qué pasa, marica?
¿Por qué un puto asesino como tú tiene tantos privilegios?
Los tres están de pie, observándonos de una manera muy intimidante
mientras hacen sonar los nudillos de sus manos. Sé que no debo entrar en su
juego, estamos vigilados por guardias y esto no irá a más si no me meto en
la discusión.
—¿No vas a decir nada? Nos han dicho que viene a verte una chica muy
guapa…
Estoy seguro de que el funcionario que me vio en el pasillo ha sido el
chivato. A pesar de que el director trató de mantener el secreto de las visitas
lo máximo posible, en un sitio como este es imposible controlar toda la
información que pasa de boca a oreja. Tengo que morderme la lengua para
mantener la serenidad, sé que si sigue hablando de ella no tardaré mucho en
perder los estribos. Jose, por debajo de la mesa y sin que nadie lo vea,
agarra mi mano.
—Hemos pensado que podríamos unirnos a tu próxima visita —dice
sabiendo que está dando donde más me duele. Aprieto la mano de Jose con
fuerza, debo ser más inteligente que ellos, debo controlarme—. Nosotros
nos la follamos y tú te quedas mirando.
No soy yo el que reacciona ante sus asquerosas palabras, es Jose quien se
levanta.
—Basta, por favor —les pide.
—No te metas, viejo de mierda, siempre por el puto medio.
—Dejadle en paz, no os ha hecho nada —añade Jose poniendo sus manos
sobre el pecho del reo.
—¡No me toques, hostia! —grita Julio empujándole con fuerza.
Enseguida me levanto.
Todo sucede a cámara lenta.
Jose se tambalea y acaba perdiendo el equilibrio, sus pies retroceden
tratando de mantenerse en pie, pero las rodillas acaban fallándole y su
cabeza termina golpeándose contra la esquina de la mesa metálica donde
estábamos comiendo. Tras el golpe, su cuerpo cae a plomo contra el frío
suelo.
—¡Jose, Jose! —exclamo mientras me pongo de rodillas y levanto su
torso con mis brazos.
Un charco de sangre comienza a mojar mis pantalones, aparto su pelo y
encuentro una gran brecha en su cráneo que no para de sangrar. Él tiene los
ojos cerrados, su rostro empalidece a cada segundo que pasa y yo no puedo
evitar zarandear su cuerpo con la intención de mantenerle consciente.
—¡Jose, quédate conmigo! —grito con absoluta desesperación.
—Tommy… —susurra separando los párpados como si le costase un
esfuerzo descomunal hacerlo.
—Todo va a salir bien, vas a ponerte bien… —le digo intentando frenar
la hemorragia con mis manos. Su arrugado y afable rostro se llena cada vez
más de sangre, que baja a borbotones de la herida que tiene en la cabeza.
—Creo en ti… Siempre lo he hecho —dice con un hilo de voz. —Te
quiero, chico —añade, posando su moribunda mano sobre mi mejilla, una
mano que no tarda más de dos segundos en caer.
Es entonces cuando me percato de que sus ojos, a pesar de seguir
clavados en los míos, ya no me ven. Su mirada se ha perdido, se ha
escapado de su cuerpo y me ha dejado aquí, solo, y sintiendo un miedo
profundo y oscuro que crea un agujero en mi pecho.
El corazón me va a mil por hora, intento mantener la calma, pero
comienzo a ver todo borroso. Jose no se mueve, su cuerpo está rígido y solo
se me ocurre poner mis dedos sobre su carótida con la esperanza de
encontrar pulso. Todos a nuestro alrededor guardan silencio, incluso los
reos que vinieron en busca de pelea. No querían matarle, pero lo han hecho.
Jose no tiene pulso.
Su sangre sigue esparciéndose por el suelo hasta llegar a la bandeja en la
que minutos antes troceé el queso que tanta ilusión nos hizo. Aunque para
mí todo haya sucedido con una lentitud anormal, la realidad es que Jose ha
perdido la vida en cuestión de segundos. Un golpe seco, rápido y certero
que le alejó de mí y le llevó con su amada mujer.
—¡Aaahggg! —emito un aullido de pura tristeza. Una tristeza que
enseguida se aparta para dejar sitio a la rabia.
Una rabia que jamás he sentido así, ni siquiera cuando me encerraron, ni
siquiera cuando me dieron la noticia de la muerte de mi hermana. La rabia
de que han matado a mi único amigo delante de mis ojos, la rabia de
sentirme culpable de su muerte, la rabia de tener frente a mí a su asesino.
—¡Maldito desgraciado! —exclamo levantándome y cogiendo la bandeja
del suelo—. ¡Le has matado! ¡LE HAS MATADO!
Ciego de ira y con toda la fuerza que soy capaz de reunir en mis brazos,
estampo la bandeja contra la cabeza del reo que le ha arrebatado la vida a
Jose. Intenta protegerse el rostro con las manos, pero mis golpes son
continuos y terminan haciéndole caer. Una vez en el suelo, me pongo
encima de él y continúo pegándole.
Sin cesar.
Aprovechando cada segundo antes de que me separen de él.
Nadie hace nada, ni siquiera sus compañeros le ayudan.
Todos saben lo que acaba de hacer, todos lo han visto.
—¡HAS MATADO A UN INOCENTE! —grito.
El metal duro de la bandeja le rompe la nariz, le rompe los labios, le abre
profundas brechas en sus pómulos. Ver su cara llena de sangre no me frena,
me impulsa a seguir atizándole. En algún momento deja de oponer
resistencia, su cuerpo se vuelve flácido y mis golpes parecen rebotar contra
él.
Entonces noto que me inmovilizan desde atrás, no me resisto, me he
desahogado y ahora solo siento dolor. Un dolor profundo y arraigado que
me hace llorar y gritar, que me rompe el corazón en mil pedazos y hace que
las piernas me flojeen. No consigo mantenerme en pie, son los guardias que
me agarran los que arrastran mi cuerpo y me alejan de la escena del crimen.
Veo a Jose tendido en el suelo, rodeado de médicos y de funcionarios que
buscan una constante vital que no van a encontrar. Veo a su asesino
escupiendo sangre y veo al resto de los reos paralizados.
El suelo, antes blanco, se ha teñido de rojo.
Y mi vista, por culpa del estado de shock en el que me encuentro, se tiñe
de negro.
24
Gabriela
Dos días.
Ese ha sido el tiempo que me ha dado Sol para seguir investigando por
mi cuenta antes de enviarle todas las pruebas a la comisaría. Estoy
convencida de que la familia de Tomás no querrá reabrir el caso y hará todo
lo posible por impedirlo, lo que me pone en una difícil tesitura.
Tengo solo dos días para conseguir no una prueba, sino una evidencia
que no deje lugar a dudas. Una evidencia que nadie pueda rebatir, que nadie
pueda negar, que nadie pueda echar abajo. Y, si soy sincera, creo que solo
hay una posibilidad de llegar hasta ella: conseguir una declaración de
culpabilidad.
Y para conseguir algo así solo tengo una opción, sonsacarle un
testimonio a Gael, a Brais o a Alexia. Sin duda mi mejor baza es servirme
del eslabón débil del trío: Gael.
Sé que es arriesgado, sé que quizá sea sobrepasar la línea que marqué
como límite…, pero no se me ocurre otra manera de avanzar en tan poco
tiempo y me niego a dejar todo lo que hemos descubierto en unas manos
manchadas de sangre. También sé que, si se lo cuento a Tomás no aprobará
mi decisión, intentará prohibírmelo porque será consciente del peligro que
correré al meterme en la boca del lobo.
Y por eso mismo sé que tengo que actuar por mi cuenta.
Sola.
Antes de cometer una locura, el cerebro suele analizar todos los finales
potenciales, todas las ramificaciones que pueden abrirse ante nosotros,
todos los posibles caminos que aparecerán y qué decisión deberíamos tomar
ante cada uno de ellos. Al fin y al cabo, el cuerpo no deja de ser la mejor
máquina jamás creada, una conexión infinita de redes neuronales que se
esfuerzan por encontrar rápidamente la solución a cualquier problema.
De camino al domicilio de Gael intento adivinar cuál será su reacción,
intento anticipar los pasos que dará para estar preparada y reaccionar de
forma clara y contundente. Debo ir siempre por delante, debo ser la que
tome las riendas de la situación y la que en todo momento lo dirija hacia la
meta a la que quiero llegar.
No tardo mucho en aparcar frente a su domicilio, debo asegurarme de
que Gael esté solo, así que espero a que su madre salga de casa. Buscando
su nombre completo en internet descubrí que su padre murió hace unos
años y que su madre trabaja en un despacho de abogados en el centro de
Santiago. Es impresionante la de información que se puede encontrar tan
solo googleando el nombre de una persona. Se suelen hacer públicos
muchos datos íntimos en redes sociales, y creo que no llegamos a ser del
todo conscientes del peligro que eso puede llegar a suponer.
También he averiguado que, por las tardes, tras un descanso para comer,
su madre vuelve al trabajo y se queda en la oficina hasta las ocho. Y, en
efecto, tras media hora vigilando a través del parabrisas como una auténtica
psicópata veo cómo sale, arranca su Audi y se aleja del domicilio.
Llegado el momento de la verdad no puedo negar que siento miedo, pero
sé que sentirlo no es de cobardes. Lo realmente cobarde sería quedarme en
el coche paralizada, incapaz de seguir adelante porque el miedo reinara
sobre todo lo demás. Una persona valiente abraza el temor, lo acepta y sigue
caminando a pesar de notar su peso sobre los hombros.
Y yo quiero ser esa clase de persona.
Esa que, a pesar de tener un horrible temblor en las piernas, abre la
puerta del coche y se dirige a la puerta de un presunto asesino.
El miedo ha mantenido con vida a la humanidad desde el principio de los
tiempos; de hecho, no deja de ser una protección que nuestra mente genera
para evitar que corramos por un desfiladero y caigamos al vacío. Quizá esté
siendo una imprudente de mierda al omitir el temor que siento en mi
interior, un temor que me hiela la sangre y me emborrona la vista.
Pero no pienso detenerme.
No quiero hacerlo.
Le prometí a Tom que le sacaría de prisión, me prometí a mí misma que
iba a llegar hasta el final de todo esto. Su caso me ha devuelto la pasión por
mi trabajo, me ha devuelto las ganas de vivir y de prosperar. Siento que se
lo debo, siento que el mundo le debe la justicia que nunca tuvo y que
siempre mereció.
Y sé que nadie más luchará por encontrar la verdad.
Antes de llevar a cabo mi plan, le mando mi ubicación en directo a Lúa.
Puede que esté siendo una insensata, pero no soy estúpida. Sé que existe un
alto riesgo de que esto termine mal y no pienso ser una víctima más de estos
ricachones pretenciosos.
Confía en mí, por favor. Si en media hora no te envío un
mensaje, dile a tu madre que estoy en peligro. No lo
hagas ahora, Lúa. Por favor.
Jimena siempre fue una chica insegura, sus kilos de más y los mofletes
pronunciados de los que su hermano siempre se reía le hacían creer que no
era merecedora de atención ni de amor.
Pero todo eso cambió cuando Brais, el máximo goleador del equipo de
fútbol del instituto, el alumno ejemplar, el hijo de un importante magnate de
los negocios venido a menos y el hombre más guapo sobre la faz de la tierra
se fijó en ella.
Jimena siempre fue consciente de lo triste que era que la imagen que
tenía sobre ella misma dependiese de la aprobación masculina, sabía lo
hipócrita que era al ser la clase de mujer que basa su existencia en encontrar
a una persona que logre convencerla del valor que tiene… Sin embargo, a
veces es imposible no ser una víctima más del sistema. Además, por si su
baja autoestima no fuese suficiente, su hermano Tom representaba todo lo
que ella ansiaba ser: era popular, tan guapo que hasta le parecía injusto,
tenía un cuerpo semejante al de las esculturas griegas que estudiaba en las
clases de Arte y además era inteligente y buena persona. Quizá por eso
discutían tanto, porque Jimena envidiaba el éxito social de Tom y porque
muchas veces Tom anhelaba pasar desapercibido como su hermana. Uno
quería más atención y otro deseaba dejar de tenerla.
Por eso, cuando Brais empezó a invitar a Jimena a tomar algo, al cine o a
su casa, ella sintió que por fin la vida la ponía en el lugar que merecía. Se
sentía amada, respetada y sobre todo vista. Sentía que había empezado a
existir.
Sin embargo, para Brais todo era muy pero que muy distinto. Una
persona tan superficial como él jamás se habría fijado en Jimena, que era de
las chicas que se sentaban en la última fila para pasar inadvertidas, de las
que no se sienten protagonistas de su propia vida. No obstante, Brais tenía
un objetivo que cumplir: conseguir toda la información que pudiese sobre la
familia de los Méndez para que una de sus empresas accediese a cerrar un
importantísimo pacto con el negocio de su admirado padre.
Un pacto que los haría millonarios.
Brais pensaba en esos millones cada vez que se acostaba con Jimena,
pensaba en todo lo que compraría cada vez que invitaba a Jimena a
merendar y fingía que la escuchaba, Brais se recordaba día tras día que
soportar a esa niñata tendría una recompensa gigantesca.
Lo peor es que él sabía que Jimena tenía buen corazón. Era honrada,
sincera, siempre pendiente de él y siempre dispuesta a hacer cualquier cosa
para alegrar sus días. Era la novia perfecta: empática, cariñosa, detallista…,
pero no era la novia que él quería.
Y por eso mismo acabó odiándola.
Porque, cuando no quieres hacer algo y te obligan a hacerlo, uno no
puede disfrutar de ello. Por mucho que Jimena fuese amable y gentil, a él le
sacaba de quicio todo lo que hiciese. Tenía que esforzarse por no gritarle,
por no dejarla tirada, por sonreír falsamente y follársela aunque apenas se le
levantaba.
Y entonces pensaba en los millones.
En lo que compraría con ellos.
En que una vez firmado el pacto podría dejarla e irse con Alexia, su
amante, que era la mejor amiga de su novia.
Jimena se la había presentado cuando llevaban dos meses juntos. Alexia
también iba al mismo instituto que ellos, pero Brais y ella nunca llegaron a
dirigirse la palabra hasta esa noche. Cuando la vio sin el uniforme escolar,
enfundada en ese vestido que marcaba sus curvas y enseñaba sus pechos,
pensó que perdería la cabeza y la besaría allí mismo.
No obstante, pudo contener el instinto animal. Antes de insinuarse debía
saber si ella era fiel a Jimena, porque corría el peligro de echarlo todo a
perder. Sin embargo, Alexia resultó ser una nefasta amiga, además de una
mala persona.
De hecho, siempre lo había sido.
Había empezado su relación de amistad con Jimena en Preescolar,
cuando apenas tenían tres años. A medida que crecían, las diferencias entre
ellas se iban haciendo más notables. Alexia tenía la belleza objetiva que
Jimena deseaba tener, y Jimena tenía el dinero con el que Alexia soñaba
cada noche. Es lo que tiene criarse en un entorno adinerado cuando no
formas parte de ese escalón de la pirámide social: acabas creyéndote que
eres una más, pero la vida no para de recordarte que jamás lo serás. Alexia
era la hija de una empleada doméstica que trabajaba en el barrio más rico de
la zona. Su madre llevaba más de veinte años encargándose del mismo
hogar, por lo que ya la consideraban una más de la familia. Cuando dio a
luz a su bebé, sus jefes ricachones, cuyos hijos eran mayores y estudiaban
fuera, trataron a la pequeña como a una hija, brindándole siempre su cariño
y ayudando en su educación para que estudiase en el mejor de los colegios e
institutos de la zona. Sin embargo, por mucho que Alexia quisiese creer que
realmente formaba parte de esa burbuja dorada, la realidad era que ella
nunca dejaría de ser la hija de la sirvienta.
Así que aprovechaba absolutamente cada situación que podía para
beneficiarse del poder adquisitivo de la que supuestamente era su mejor
amiga. Y Jimena, inocente y siempre con las mejores intenciones, no se
daba cuenta. Su hermano la advirtió un par de veces, pero ella no podía
permitirse perder a una de las pocas amigas que tenía.
Los meses pasaron y, mientras Jimena le contaba a Alexia lo enamorada
que estaba y lo afortunada que se sentía, ella hablaba con Brais sobre lo
insoportable que era y lo mucho que le costaba aguantarla. Ambos
confabulaban contra ella y soñaban con que llegase el día en el que el pacto
se firmase; así, Brais podría dejarla y empezar una relación con la chica que
le gustaba de verdad, y Alexia podría dejar de fingir ser amiga de Jimena,
porque su novio ya tendría dinero más que suficiente para mantenerla.
Duro, cruel e inhumano.
Así es el mundo para algunos.
Cuando antepones el dinero a tus principios, te acabas convirtiendo en un
monstruo.
Y entonces llegó el día.
El día en el que la familia Méndez firmaría el acuerdo con la familia
Vilaboa. Un acuerdo que beneficiaba a ambos y que impulsaría sus
empresas a nivel global, un acuerdo que conllevó meses de negociaciones y
que nada ni nadie podría echar atrás.
Brais organizó una cena para celebrarlo e invitó a su novia, a su amante y
a su mejor amigo. Sería el último día en el que tendría que mentir, el
contrato se firmaría a la mañana siguiente y con él podría pasar página y
tomar las riendas de su propia vida sin que su padre le ordenase qué hacer.
Jimena se compró un vestido nuevo, uno que jamás se habría atrevido a
llevar. Pero estaba contenta, se sentía bien, se sentía segura y querida y por
primera vez se vio guapísima en el espejo con prendas de su talla. Por una
vez no recurrió a la ropa oversize para ocultar su cuerpo, por una vez se
sentía sexy y poderosa dentro de un vestido llamativo y pegado a su cuerpo.
Ella siempre había sido esa chica, pero hasta ese día no abrió los ojos.
Jimena era hermosa, con su cuerpo lleno de curvas y sus cadenas anchas;
con la melena pelirroja y esos ojos rasgados que le aportaban a su rostro un
toque exótico; con esos labios jugosos y la dentadura blanca y alineada…
Jimena desprendía sensualidad, pero ella nunca supo verlo.
Ella nunca se lo creyó.
Cuando llegó a la casa de Gael, al que, pese a que era el mejor amigo de
su pareja solo había visto un par de ocasiones, empezó a notar cosas que no
le gustaron demasiado. El tonteo que Brais tanto se había preocupado por
disimular estaba más presente que nunca: tocaba la mano de Alexia, le
decía cosas al oído, incluso hubo un momento en el que Jimena llegó a ver
cómo Brais acariciaba la pierna de su mejor amiga.
No entendía nada.
Pero a Brais le daba igual, estaba completamente desinhibido. Sabía que
en apenas unas horas el acuerdo se cerraría y el alcohol que tenía en sangre
le hacía actuar como un sinvergüenza.
Gael tampoco entendía nada.
—Bueno, iré a por la tarta… —dijo cuando todos terminaron la comida
de sus platos.
Habían organizado la cena en su casa porque su madre estaba fuera por
trabajo. A Gael le encantaba cocinar, así que había preparado el menú con
mucho esmero. Su sueño era convertirse en un gran chef y estaba a punto de
terminar sus estudios. De primero preparó una crema de verduras, de
segundo codillo asado con patatas al horno y de postre su plato estrella: la
tarta de queso.
Su receta era muy peculiar, por eso sentía predilección por ella. Además
de usar tres quesos diferentes para aportar más gama de sabores, le añadía
frutos secos a la galleta que usaba de base para que esta crujiese más. A
todo el mundo le encantaba su tarta y él guardaba la receta como si se
tratase del secreto más importante del universo. A nadie se le había ocurrido
añadir frutos secos a la base, lo que convertiría su tarta en el postre estrella
de su futuro restaurante.
Y quizá, por eso mismo, Jimena nunca pensó que una tarta de queso
pudiese contener aquello a lo que era alérgica.
—¡Aquí tenéis la joya de la corona! —exclamó Gael emocionado
dejando los platos con las porciones de tarta sobre la mesa—. Creo que será
la tarta de queso más rica que probaréis jamás… —añadió con una sonrisa
de oreja a oreja.
—Dios mío, vais a alucinar… —dijo Brais alargando el brazo para
alcanzar el plato e hincarle el diente a su trozo—. Hum… Esta buenísima,
Gael.
—¡Qué pasada! —confirmó Alexia.
—Vaya, Gael… Tienes un talento innato —dijo Jimena saboreando la
tarta que acabaría con su vida.
No tardó ni dos minutos en sentir que algo iba mal.
Su garganta comenzó a hincharse y le costaba respirar, su rostro empezó
a adquirir un tono rojizo. Trató de relajarse, al principio pensó que quizá
solo se había atragantado porque no tenía sentido que una tarta de queso
llevase frutos secos…, pero, cuando comenzó a toser sin control, supo que
algo no cuadraba.
—Jimena, ¿estás bien? —preguntó Gael al ver su expresión.
Jimena negó con la cabeza y golpeó la mesa, trataba de explicar lo que le
estaba pasando, pero no era capaz de pronunciar ni una sola palabra. Su
laringe estaba tan inflamada que incluso al aire le costaba pasar.
—Joder, ya está con sus numeritos… —susurró Brais maldiciendo para
sus adentros.
—¡Bebe un poco de agua, hija! —exclamó Alexia entre risas haciéndole
llegar su vaso tras deslizarlo por la mesa.
—¿Es alérgica a algo, Brais? —Gael parecía ser el único preocupado por
el bienestar de Jimena, que con cada segundo que pasaba veía cómo la
muerte se acercaba.
—A los frutos secos, pero no es para tanto —dijo bebiendo el poco vino
que quedaba en su copa.
—Joder, Brais, ¡la base de la tarta lleva cacahuetes! —respondió Gael
levantándose para ayudar a Jimena—. ¡Llamad a una ambulancia!
—Joder, no exageres tú también… Jimena siempre lleva una jeringuilla
en el bolso, cógela y clávasela.
Gael no entendía la parsimonia con la que actuaba su amigo. Quiso
culpar al alcohol, pero en el fondo sabía que había algo más. Esa noche fue
consciente de cómo miraba a Alexia y enseguida entendió lo que estaba
pasando ante sus ojos. Brais nunca le dijo nada, pero las palabras no fueron
necesarias porque sus actos hablaban por sí mismos.
A Gael se le encogió el corazón.
—¡Aquí no hay nada! —gritó buscando como un loco en el bolso que
Jimena había llevado a la cena—. ¡No está la jeringuilla!
Jimena trató de levantarse y perdió el equilibrio, se cayó al suelo y se
quedó tendida sobre la alfombra de pelo que adornaba el entarimado. Se
llevó las manos a la garganta, tratando de respirar, pero cada vez que
intentaba hacer llegar aire a sus pulmones acababa tosiendo con más fuerza.
—Joder, qué graciosa —dijo Alexia entre risas mientras grababa la
situación—. Con este vídeo seguro que nos hacemos virales.
Gael buscó la mirada de su amigo para confirmar el horror que él estaba
sintiendo, y lo único que encontró fue una sonrisa de complicidad en su
rostro.
—¿De qué os reís? ¡Tenemos que llamar a una ambulancia!
Aún no lo sabía, pero día tras día se martirizaría por no haber cogido el
teléfono y marcar el número de urgencias. Nunca llegó a entender por qué
no lo hizo, quizá la situación le pilló por sorpresa y no supo cómo actuar, su
corazón iba a mil por hora y no era capaz de pensar con claridad.
—¿Seguro que no tiene la inyección? Igual se la metió en el sujetador —
dijo Alexia sin parar de grabar.
—Ella nunca lleva sujetador, no tiene suficientes tetas como para llenar
uno —se burló Brais.
Gael deseó con todas sus fuerzas que Jimena no hubiese escuchado ese
comentario y se maldijo a sí mismo por ser amigo de la persona que ahora
mismo tenía enfrente. ¿En qué momento Brais se había convertido en
alguien tan malvado, tan asqueroso y rastrero? ¿Qué pudo llevarle a
transformarse en alguien así?
Estaba paralizado.
Sentía miedo, rabia, frustración, decepción… Sentía tantas cosas que su
mente estaba muy saturada como para pensar con claridad.
—Jimena, ¿llamo a tus padres? ¿A emergencias? —le preguntó
agachándose para cogerla entre sus brazos.
Jimena asintió con desesperación y Gael contempló en sus ojos el terror
que la invadía, incluso llegó a ver cómo la vida se iba escapando de sus
pupilas.
—¡BRAIS, LLAMA AL 112! —gritó—. ¡LLAMA YA, JODER! —volvió a gritar al
ver que el que consideraba su amigo no hacía nada.
—Que ya voy, hostia —dijo llevándose la mano a la cabeza, iba a
estallarle por culpa de los gritos de Gael—. ¿Dónde está mi teléfono?
—Coge el mío, da igual —le pidió Gael con urgencia sin dejar de sujetar
el cuerpo de Jimena—. ¡Está ahí, junto a mi plato! ¡VAMOS, BRAIS!
Brais tardó unos diez segundos en encontrar el móvil de Gael, y, en ese
pequeño lapso de tiempo, Jimena dejó de toser.
El silencio se apoderó del lugar y Gael empezó a zarandear el cuerpo de
Jimena en busca de algún rastro de vida, pero no lo encontró. Habían sido
muy lentos, descuidados y poco humanos.
—Ha muerto —susurró Gael tras llevar los dedos al cuello de Jimena en
busca de pulso—. Ha muerto —repitió sin llegar a creérselo del todo.
El shock duró unos minutos y después dejó paso al caos absoluto. Gritos,
llantos, reproches. La borrachera que llevaban Brais y Alexia se les bajó de
golpe, así como el cachondeo y la mala baba que habían tenido durante toda
la cena. Se dieron de bruces contra la realidad: habían provocado la muerte
de una persona y se habían convertido en unos asesinos. Esa noche sus
vidas habían dado un giro de ciento ochenta grados y nunca más volverían a
ser los mismos, esa noche fueron conscientes de que habían metido la pata
hasta el fondo.
—Voy a llamar a la policía —dijo Gael tratando de recuperar su móvil,
pero era Brais quien lo tenía y en ningún momento aflojó la mano.
—No, no vas a hacerlo —sentenció con la firmeza que solo un completo
psicópata tendría en un momento así—. No vas a hacerlo porque tú fuiste
quien hizo la tarta, tú fuiste quien se la dio y tú has sido el mayor culpable
de su muerte.
Gael no lo veía de esa forma, pero su mente frágil y manipulable no tardó
mucho en ser corrompida por las palabras inciertas de Brais. Terminó
creyendo que él tenía la culpa, terminó asumiendo que no podía llamar a la
policía porque eso conllevaría tirar toda su vida por la borda.
—¿Y qué quieres hacer? ¿QUÉ QUIERES HACER? —gritó empujando a Brais
con fuerza—. Se acabó, voy a llamar a la policía —añadió mientras corría
hacia el teléfono fijo que tenía en la mesa auxiliar del salón.
—¡GAEL, NO LO HAGAS! —gritó Brais perdiendo el control. Más que pensar
en el cadáver que tenía a sus pies, estaba pensando en el contrato que su
padre debía firmar al día siguiente.
Gael hizo oídos sordos y comenzó a marcar el número, y en esos
segundos de descontrol absoluto a Brais solo se le ocurrió una cosa: cogió
el cuchillo que habían utilizado para cortar la tarta y lo clavó en el abdomen
de Jimena.
—¿CÓMO VAS A EXPLICARLES ESTO? —preguntó Brais con las manos
manchadas de sangre, totalmente disociado de su realidad—. ¡LES DIREMOS
QUE HAS SIDO TÚ! —añadió señalándole con el arma.
Al otro lado de la línea, un policía descolgó el teléfono.
Gael escuchó su voz, y también cómo le preguntaba si había pasado algo.
Quería decirle que sí, quería contarle todo lo sucedido… Pero no fue
capaz de articular palabra. Brais le arrebató el teléfono de la mano y colgó.
—Tenemos que buscar otro culpable, hay que cargarle la muerte de
Jimena a otra persona —respondió tratando de pensar lo más rápido posible
—. Nuestras vidas son demasiado importantes, tenemos muchos objetivos y
muchas metas, no podemos dejar que algo así destroce nuestro futuro.
—¿Y cómo vamos a…? ¿Cómo vamos a hacerlo? —preguntó Alexia,
que no había sido capaz de pronunciar ni una sola palabra antes—. Dios
mío, Brais… Había sido un accidente, podríamos haber llamado a la
ambulancia y fingir que Jimena aún seguía con vida.
Brais se sentó y se puso a pensar.
Alexia tenía razón, habría sido mucho más inteligente mentir y
culpabilizar a los sanitarios por llegar demasiado tarde. Pero su ingenio,
adormecido por el alcohol y violentado por la cocaína que también había
consumido, no había visualizado esa alternativa cuando tuvo que tomar una
decisión.
—¿Quién será el culpable si no lo somos nosotros? —volvió a preguntar
Alexia llorando desconsoladamente.
Brais empezó a valorar todas las opciones que empezaron a pasarle por la
cabeza. Por suerte, su padre le había enseñado a jugar sucio, le había
inculcado desde muy pequeño que, para llegar a ser alguien en esta vida,
muchas veces debes ascender pisando cabezas. El mundo de los negocios es
duro y siempre acabas ensuciándote las manos; eso él siempre lo tuvo claro.
Y eso es lo que esos tres chicos hicieron esa noche.
Ensuciar unas manos, pero no las suyas.
—Llevaremos el cadáver de Jimena a su casa, sé cómo entrar sin ser
visto. Además, sus padres están de viaje y su hermano estará durmiendo.
Desbloquearé las alarmas y dejaré su cuerpo en su cama.
—Le harán una autopsia y descubrirán que murió ahogada, no tardarán
en llegar a la conclusión de que fue por su alergia y se pondrán a investigar
sus últimas comidas y… —dijo Alexia llorando sin control.
—No —sentenció Brais con seguridad—. Porque ellos ya tendrán un
culpable.
—¿Quién? —preguntó Gael sin comprender a quién se refería.
—Cogeré un cuchillo de la cocina y apuñalaré un par de veces más su
cuerpo para después dejar el arma del crimen en la habitación de su
hermano.
—¿ESTÁS LOCO? —gritó Gael horrorizado.
—Dios mío… ¿Es necesario apuñalarla más? —preguntó Alexia sin ser
capaz de mirar el cadáver.
—Podrían darse cuenta de que este cuchillo no forma parte de sus
cubiertos, no podemos dejar ningún cabo suelto —respondió Brais con total
frialdad. Gael vomitó al escucharle.
—Tomás es sonámbulo, así que puede que hasta él se crea que ha matado
a su hermana, y el crimen será tan obvio que cerrarán el caso enseguida. A
su familia no le viene bien tener una investigación tan polémica abierta y
querrán desaparecer de las noticias cuanto antes —explicó Brais.
Él conocía al padre de Tomás y sabía qué clase de hombre era. El tipo de
hombre que sería capaz de anteponer los negocios ante cualquier cosa,
incluso ante sus hijos.
—No pienso formar parte de esto —aseguró Gael.
—Lo haremos todo Alexia y yo, tú solo tienes que guardar silencio y
jamás decirle a nadie lo que ha sucedido —repuso Brais acercándose a su
amigo—. Si algún día abres la boca, acabaremos entre rejas y te prometo
que si vamos a la misma prisión te cortaré la puta cabeza —añadió
agarrándole del brazo.
Gael se zafó de su agarre y no fue capaz de decir nada más.
Guardó silencio, se sentó en el sofá y se quedó mirando el cuerpo sin
vida de Jimena. Jamás olvidaría su rostro. Todavía no lo sabía, pero tendría
pesadillas cada maldita noche con su cara.
—Intenta limpiar esto lo mejor que puedas, luego volveré a comprobar
que no queda rastro de lo que acaba de pasar aquí —sentenció, sintiendo
pena de lo débil que era su mejor amigo.
—Yo, yo… —Alexia trató de hablar, pero Brais enseguida la
interrumpió.
—Tú vas a hacer lo que yo te diga.
Y así fue.
Alexia y Brais metieron el cuerpo de Jimena en una maleta y pusieron
rumbo a su casa. Brais entró por la ventana que su difunta novia siempre le
dejaba abierta, desactivó la alarma de seguridad y desconectó las cámaras
que rodeaban la casa. Entonces llamó a Alexia y esta accedió a la vivienda
por la puerta principal.
Antes de subir al segundo piso, Brais cogió el cuchillo más grande que
encontró en la cocina. Actuaba de forma automática, sin ser realmente
consciente de las atrocidades que estaba llevando a cabo. Era su instinto de
supervivencia el que le hacía actuar así, o eso quería creer él.
Lo que más le costó fue desnudar el cuerpo de Jimena y atravesar su piel
con el arma. Le dieron arcadas, pero logró contenerlas. Alexia se mantuvo
de espaldas, con la vista mirando a la pared, pero aun así no logró escapar
del olor a sangre que invadía la habitación.
—Esto lo hago por nosotros, cariño —susurró Brais dando la última
puñalada—. No pienso renunciar a la vida que nos espera.
Alexia, incapaz de darse la vuelta, asintió.
Jamás olvidaría ese olor, jamás olvidaría el póster del cantante en el que
clavó su vista mientras oía como el cuchillo entraba y salía del cuerpo de su
mejor amiga. Nunca volvería a escuchar ninguna canción del que era su
artista favorito; nunca podría volver a verle sin recordar a su amiga muerta
y ensangrentada.
Solo les quedaba una cosa: dejar el arma en manos de su chivo
expiatorio.
Estaban a punto de hacerlo, tan solo debían irrumpir en la habitación de
Tomás siendo lo más silenciosos posible y dejar el cuchillo cerca de su
mano. Era la parte más arriesgada, porque, si casualmente se despertaba,
todo se echaría a perder, pero no tenían otra opción.
O eso pensaron cuando en completo estado de shock creyeron que esa
locura era su única baza.
Estaban a punto de hacerlo, a punto de salir del cuarto de Jimena, a punto
de finalizar su plan… cuando la puerta se abrió.
Alexia reunió el valor para volverse y descubrir quién los había pillado.
Brais soltó el cuchillo de la impresión y este rebotó un par de veces en el
suelo, dejando salpicaduras de sangre sobre la madera de roble.
El padre de Jimena estaba paralizado bajo el umbral de la puerta, con una
mano agarraba el pomo que acababa de girar y con la otra el maletín con el
que solía viajar cuando no eran trayectos muy largos. Su mujer había
decidido hacer noche en Asturias, él también tenía previsto quedarse, pero
en el último momento decidió coger el coche y volver a casa, quería
descansar bien porque al día siguiente tenía un contrato muy importante que
firmar. Al entrar en su casa le sorprendió ver que la alarma estaba
desactivada y unos ruidos extraños le llevaron hasta la habitación de su hija.
Pensó que serían ladrones, o quizá Jimena se había despertado para ir al
baño. También pensó que quizá su hija hubiese colado a alguien en casa,
algo que tenía prohibido, y en su cabeza comenzó a preparar la reprimenda
que iba a soltarle.
Pero ni en mil vidas hubiese podido adivinar lo que hallaría tras la puerta.
—Dios mío…, pero ¡¿qué habéis hecho?! —dijo acercándose al cadáver
ensangrentado y desnudo de Jimena.
27
Gabriela
—Yo… Yo quería decírtelo, Tom. —La voz de Gabriela suena frágil, tan
frágil que parece que en cualquier instante podría ponerse a llorar. En otras
circunstancias me rompería el corazón escucharla, pero ahora mismo estoy
demasiado enfadado como para mostrar un mínimo de empatía por ella.
—¿Y por qué no lo hiciste? ¿Por qué decidiste engañarme hasta el último
momento, Gabriela? —le pregunto levantándome del sofá.
—¡No quería perderte, Tom! —exclama levantándose también—. Había
leído que odiabas a los periodistas, rechazaste cientos de entrevistas… Me
asustaba tu reacción, me asustaba que no quisieras saber nada más de mí.
Sus ojos se llenan de lágrimas, pero consigue retenerlas antes de que
empiecen a rodar por sus mejillas. Está nerviosa, mueve mucho las manos y
no es capaz de mantenerme la mirada durante más de tres segundos.
—Me arrebataste la posibilidad de elegir, me ocultaste información
privándome de mi derecho a decidir qué hacer —digo intentando no elevar
demasiado el tono de voz—. Fuiste egoísta, fuiste cobarde y fuiste una mala
persona al publicar ese artículo sin tener mi consentimiento.
Gabriela no es capaz de seguir aguantando las ganas de llorar y dos
regueros silenciosos parten de sus lagrimales.
—Lo sé —susurra clavando la mirada en el suelo—. Antepuse mi
ambición a todo lo demás.
—Antepusiste tu ambición a mí, Gabriela.
—El artículo detalla lo que realmente pasó, cuenta cómo logramos llegar
a las conclusiones que ayudaron a desenmascarar a los verdaderos culpables
y ha conseguido que toda la opinión pública esté a tu favor —me explica
tratando de hacerme entender que, aunque lo que hizo está mal, el resultado
final ha sido beneficioso para mí.
—Me da igual —respondo con rotundidad—. Me da igual lo que ponga
en ese artículo, me da igual lo que la gente opine, me dan igual los titulares,
las fotos, los debates, las tertulias… Yo nunca he querido formar parte del
circo mediático de este país, por eso jamás he aceptado una entrevista.
—Tom… El reportaje era muy importante para mí a nivel profesional.
Trabajaba como una estúpida becaria maquetando noticias de otros, no me
dejaban escribir mis propios artículos y decidí que tenía que dar un golpe
sobre la mesa —me aclara intentando tomar mis manos; sin embargo, yo
doy un paso atrás para evitar su contacto—. Si quería que mi voz se
escuchase, tenía que conseguir una noticia provocadora, algo que
resquebrajase los pilares de la sociedad e hiciera a los lectores plantearse
cosas que jamás pensaron que se plantearían.
—¡Yo te habría dado permiso, Gabriela! —exclamo—. Si me lo hubieses
explicado, si hubieras sido sincera conmigo…, yo habría sido el primero
que hubiese querido ayudarte —me sincero dejándome caer de nuevo en el
sofá. No tengo fuerzas para seguir de pie, el cansancio mental que arrastro
desde hace días me tiene muerto en vida.
—No quería perderte, Tom —repite mientras se sienta a mi lado—. Sabía
que tarde o temprano llegaría este momento, pero lo alargué todo lo que
pude porque no me veía preparada para decirte la verdad.
—¿Y cuál es la verdad, Gabriela? —la interrogo girándome para verla
mejor—. Dime cuál es tu verdad.
—La verdad es que escogí un preso al azar y acabé enamorándome de él.
El silencio que sigue a sus palabras lo envuelve todo y consigue crear una
ventana de sosiego, disipando la tensión que había surgido entre los dos. La
miro fijamente y no veo un atisbo de mentira en sus pupilas, que ahora no
se despegan de las mías y buscan demostrarme que es sincera.
—Me enamoré de ti cuando ni siquiera estaba segura de que eras
inocente. Me enamoré de ti y pasaste a ocupar cada segundo de mis días,
pasaste a ocupar la totalidad de mi pensamiento —continúa, intentando
tomar mis manos de nuevo. Esta vez, dejo que las alcance y ella las aprieta
con fuerza entre las suyas—. Me devolviste las ganas de vivir, me
devolviste la esperanza en mi trabajo, me devolviste todo lo que pensaba
que jamás podría volver a tener. Al principio te mentí deliberadamente
porque no pensaba que llegaras a ser una persona trascendental en mi vida,
lo admito. Pero cuando empecé a notar mariposas en el estómago cada vez
que veía un mensaje tuyo en la bandeja de entrada, cuando las piernas
comenzaron a temblarme la primera vez que nos vimos, cuando mi mente
no paraba de recrear una y otra vez todas las escenas que vivimos juntos…
Gabriela hace una pausa para llevar mis manos a su pecho, al lugar que
ocupa su corazón.
—Cuando fui consciente de que eras la persona más especial que había
conocido jamás, comprendí que debía decirte la verdad porque merecías
saberla. Pero… simplemente no fui capaz, Tom.
—¿La química que había entre nosotros era real? —le pregunto.
—Es lo más real que he sentido nunca, Tom —responde comenzando a
llorar de nuevo.
—¿Me ocultaste algo más? Sé sincera, Gabriela —vuelvo a preguntarle
mientras mi dedo pulgar barre las lágrimas de su tez.
—No, te lo prometo —contesta negando con firmeza—. Pero también he
de decirte que no me arrepiento. Sé que estuvo mal, porque prioricé mi
objetivo y no dejé que el amor que sentía y siento por ti me cegase.
Arriesgué mi vida por ese artículo, arriesgué mi puesto de trabajo y mi
reputación como periodista. Lo arriesgué todo, Tom.
Entiendo su punto de vista. Al fin y al cabo, ella ha publicado un gran
reportaje y yo le debo mi libertad. Lo que hizo no estuvo bien, me engañó y
me mintió, pero Gabriela se merece todo el éxito que ha generado su
artículo.
—¿Tu amor por mí… es real? —digo intentando centrarme en lo
verdaderamente importante.
—Es real, es fuerte y es imparable.
Tras escucharla y no encontrar en sus palabras una pizca de falsedad,
decido dejar caer los muros que yo mismo había construido para separarnos
y me lanzo a estrecharla entre mis brazos.
—Te quiero, Tom —murmura contra mi pecho—. Perdóname.
Decido no responderle con palabras y la beso con pasión, con la energía
de la rabia ya consumida que quedaba en mi interior. Entonces recuerdo las
ganas que tenía de estar con ella, de estar dentro de ella. Gabriela se sienta
sobre mi regazo y yo apoyo las manos en su cintura para apretarla contra mi
torso, no quiero que haya ni el más mínimo espacio entre nuestros cuerpos.
Los besos se vuelven más intensos, más húmedos y profundos. Mi lengua
juega con la suya y mis dientes consiguen atrapar su labio inferior. Gabriela
suelta un pequeño gemido y comienza a moverse sobre mí, sus
movimientos de cadera no tardan mucho en conseguir que el bulto en mis
pantalones se vuelva cada vez más grande. Sé que ella lo estará notando en
su entrepierna, y por su cara de placer absoluto también sé que este roce la
está volviendo loca.
—¿Dónde está tu habitación? —susurro mientras mis manos ascienden
por el interior de su camiseta hasta encontrar sus firmes pechos. Pellizco los
pezones, que ante mi contacto se endurecen.
—Al fondo del pasillo… —musita apoyando su frente sobre la mía.
Sin dejar que se despegue de mí, me levanto del sofá sosteniéndola en mi
regazo. Su cuerpo es tan pequeño comparado con el mío que no me cuesta
nada llevarla hasta el dormitorio. La dejo caer sobre el colchón con
delicadeza y me pongo sobre ella, su rostro está enrojecido, pero no de
vergüenza, sino por el goce que está sintiendo.
Tiro de su camiseta hacia arriba y ella levanta los brazos para que pueda
quitarla con facilidad. Me paro unos segundos a contemplar sus pechos, su
ombligo, el inicio de sus caderas… Su cuerpo pálido y suave, tan suave que
parece hecho de algodón, se presenta ante mí como el mejor de los
manjares. Quiero devorarla, degustar cada una de las partes que la forman,
quiero perderme en el olor dulce que desprende su piel.
—Sigue, Tom —me implora retorciéndose debajo de mí. Me he quedado
congelado observándola, alargando su tortuosa llegada al clímax final—.
Por favor.
Obedezco sus órdenes y comienzo a besarle el abdomen hasta llegar al
comienzo del pantalón; ella enseguida se despega de la cama para facilitar
mi empeño. Tiro de él hacia abajo pero con cuidado de que el tanga se
mantenga en su sitio. Gabriela baja las manos para deshacerse de él, pero yo
se lo impido sujetándolas contra el colchón.
—Shhh, estate quieta… —murmuro empezando a besar su clítoris por
encima de la tela—. Me he imaginado demasiadas veces este momento,
Gabriela. Quiero llevarte hasta el límite, quiero excitarte todo lo que pueda
antes de entrar dentro de ti, quiero que te mojes más, que solloces más, que
gimas más… Quiero volverte loca —digo en voz baja mientras, con
muchísimo cuidado, muerdo su clítoris.
—Aaah… —grita presa del placer.
—Joder… Estás empapada… —susurro al comprobar lo húmeda que está
la tela del tanga. Decido apartarla y dejarla sobre su ingle para que mi
lengua pueda jugar con su punto de placer. Comienzo a absorber su rosado
clítoris, consiguiendo que se hinche todavía más, y después trazo círculos
sobre él con la punta de la lengua. Veo cómo Gabriela se agarra a las
sábanas con fuerza, y cuando sus piernas se ponen a temblar entiendo que
está a punto de correrse, por lo que meto un dedo en su vagina para
ayudarla a llegar a ese éxtasis absoluto. Chupo y muevo el dedo sin parar ni
un segundo, intentando hacerlo cada vez más rápido.
—¡No pares, Dios mío, no pares, Tom! —grita a pleno pulmón.
Probablemente los vecinos la hayan escuchado, pero a los dos nos da
completamente igual.
Introduzco otro dedo y acelero el ritmo todo lo que puedo.
—¡SÍ, SÍ, SÍ! —exclama despegando la lumbar del colchón. Mis manos
agarran su culo con fuerza para evitar que se separe de mí; a veces cuando
llega el momento del orgasmo algunas mujeres tienen espasmos que las
hacen alejarse y no quiero que su clítoris se despegue de mi boca ni un solo
instante. Quiero hacerla explotar y saborear su corrida.
Mi boca no tarda en llenarse de su jugo, se corre tanto que hasta las
sábanas se humedecen. Gabriela lo nota, porque enseguida levanta la
cabeza para ver lo que ha sucedido.
—Joder, lo he empapado todo… —dice avergonzada—. Nunca… Nunca
me había pasado.
—Gabi, es normal —susurro volviendo a colocarme sobre ella—. Se
llama eyaculación femenina.
—Sí, sé lo que es, pero… nunca me había ocurrido.
—¿Quieres parar?
—No, claro que no —responde echando mi cuerpo hacia un lado para
colocarse encima—. Ahora me toca a mí —añade quitándose la ropa
interior que le quedaba y lanzándomela a la cara.
—Joder… —digo entre dientes quitándome la camiseta.
Ella no tarda en despojarme de los pantalones, su mano tampoco se
demora en ponerse alrededor de mi pene erecto. Lo agarra con
determinación mientras clava esos enormes ojos verdes en los míos. Con la
otra mano me acaricia los testículos con suavidad y empiezo a sentir un
calor tan abrasador en mi interior que me cuesta hasta respirar.
Gabriela escupe sobre mi miembro y se lo introduce en la boca, sus
gruesos labios rodean la punta de mi polla mientras su mano sigue
masturbándome. No puedo dejar de verla, es tan sensual y sus movimientos
están tan coordinados que siento que podría correrme en cualquier
momento.
—Métela ya… Por favor —le pido deseando sentir el calor de su cuerpo.
En cambio, Gabriela coge aire y procede a meterse mi pene hasta el fondo
de la garganta—. JODER, JODER… —grito cuando lo hace de manera
continuada.
Llevo una mano a su nuca y agarro su pelo; si sigue así conseguirá que
eyacule y no quiero hacerlo antes de estar en su interior. Sin embargo,
siento tal placer que no soy capaz de decirle que pare. Jamás había
experimentado una satisfacción tan grande, incluso podría decir que siento
una especie de dolor placentero al intentar retener las ganas que tengo de
correrme en su boca.
—Gabriela… —susurro viendo cómo me observa desde abajo. Por la
comisura de sus labios caen unas espesas gotas de saliva.
—¿Qué quieres? —pregunta.
—Fóllame —le respondo deseando que cumpla mi orden.
Con el dorso de la mano se limpia la boca y a continuación se sienta
sobre mí. Verla así es algo indescriptible, siento que jamás podré olvidar la
forma de su cuerpo, tan proporcionado y delicado, sobre el mío, tan tosco y
musculado.
Gabriela agarra mi miembro y lo introduce en su interior mientras yo
siento mil descargas de placer. Empieza a moverse lentamente, haciendo
eses con la cadera, y me muerdo el labio tratando de contener las ganas que
tengo de aumentar la velocidad. Acaricio sus pechos, su cintura… La
acaricio con delicadeza tratando de guardar nuestra primera vez en mi
recuerdo para la posteridad.
—Hazme el amor, Tom —susurra.
Entonces la giro y me coloco encima.
—Lo haré todas las veces que me lo pidas —respondo besándola y sin
dejar de penetrarla.
No tardamos mucho en corrernos juntos. Ambos gritamos, Gabriela araña
la piel de mi espalda y yo me dejo caer sobre ella teniendo cuidado en no
aplastar su cuerpo. Nuestros pulmones cogen y expulsan aire a una
velocidad apabullante, estamos extasiados, al límite humano del placer que
una persona puede sentir.
Cuando conseguimos relajar nuestras pulsaciones, nos fundimos en un
abrazo que nos hace caer en los brazos de Morfeo. Hemos descargado toda
la tensión acumulada, todos esos nervios e incomodidad que tanto nos
molestaban. Ahora solo estamos ella, yo y el amor que ambos sentimos.
No sé cuánto tiempo dormimos, pero cuando abrimos los ojos el sol está en
la mitad del cielo.
—¿Qué más quieres hacer en tu primer día de libertad? —me pregunta
Gabriela entrelazando sus dedos por mi pelo.
Tardo en responder porque sus ojos me embaucan por completo, pero
cuando consigo salir de su hechizo tengo muy claro qué es lo que deseo
hacer.
—Llévame a ver el mar, Gabi.
Ella asiente, me da un beso rápido y sale de la cama paseando ante mí ese
culo pomposo que me enloquece por completo. Se agacha para coger mi
ropa del suelo y me la tira con una sonrisa pícara en el rostro.
—Venga, si salimos ahora llegaremos para ver el atardecer —responde
guiñándome un ojo.
31
Tomás
¿Tus padres? Pienso con odio ahora que sé todo lo que hizo mi
progenitor para encubrir la muerte de mi hermana. Tengo que hacer un
esfuerzo enorme por contener en mi interior las ganas de pegarle un
puñetazo a la lápida y romperla en mil pedazos, un esfuerzo que me resulta
casi imposible, así que decido alejarme y buscar la sepultura de la esposa de
Jose.
Él no ha podido hacerlo, pero yo cumpliré su deseo. Recuerdo que una
tarde me confesó que estaba enterrada aquí, algo que me resultó una
coincidencia especial. Pensar que su mujer descansaba cerca de mi hermana
me tranquilizó el alma.
Después de dar un par de vueltas tratando de hallar su nombre y el
apellido de Jose, encuentro una foto y reconozco perfectamente a quien fue
el amor de su vida. Vi tantas veces esa imagen en prisión que siento como si
yo también la hubiese conocido, como si realmente le trajese estas flores
por mí y no por cumplir el deseo de un buen amigo. Recuerdo el día en el
que le regalé a Jose un dibujo de su amada, tardé más de lo normal en
hacerlo porque quería que fuese perfecto y que rindiese homenaje a lo
hermosa que salía su mujer en la foto. Recuerdo lo mucho que se emocionó,
lo mucho que lloró, lo mucho que me agradeció el detalle.
—Margaritas blancas y amapolas rojas, tus favoritas… —susurro
apoyando sobre su tumba el precioso ramo—. Espero que estéis juntos, sea
donde sea.
No creo en supersticiones, tampoco en que el universo nos envíe señales
de ningún tipo, y mucho menos que se pueda contactar con los muertos…,
pero, cuando veo a dos mariposas posarse en una de las margaritas del
ramo, quiero creer con todas mis fuerzas que se trata de ellos dos.
Me emociono.
Lloro.
Sonrío.
—Lo has conseguido, Jose. Te has reunido con tu amada.
Y entonces una de las mariposas se posa en mi nariz. Lo hace tan solo un
par de segundos, pero son suficientes para notar cómo sus pequeñas patas
caminan sobre mi piel. Después, vuelve a emprender el vuelo junto a su
compañera y, aunque las sigo con la mirada, no tardo en perderlas de vista
en un cielo que ya está casi oscuro por completo.
Ha sido un buen día, pienso.
Mi primer y último día en libertad.
32
Lúa
Querida Gabriela:
Gracias por darme el mejor día de mi vida.
Gracias por regalarme instantes que recordaré
siempre, imágenes que se quedarán grabadas a
fuego en mi retina y momentos que recrearé en mi
mente una y otra vez.
Gracias por confiar en mí, gracias por luchar
por mi causa y gracias por ayudarme a conseguir
lo que más ansiaba en este mundo: recuperar mi
libertad y el honor que me arrebataron hace cuatro
años.
Eres una mujer excepcional: inteligente, valiente,
descaradamente sensual, empática, graciosa,
ingeniosa… Y ahora que lo veo todo con mayor
perspectiva debo confesarte algo que ayer no
llegué a decirte: admiro que publicases el artículo.
Deberías habérmelo contado, pero tú tenías un
objetivo y fuiste hasta el final para lograrlo. Te
metiste en la boca del lobo, estuvieron a punto de
matarte y cometiste un par de delitos para
conseguir esa verdad que había permanecido años
oculta… ¿Cómo ibas a renunciar a publicar lo que
habías vivido? Tomaste la decisión acertada, no
dejaste que el amor te hiciese perder de vista tu
sueño y eso es admirable.
Dicho esto, ha llegado el momento de pedirte
perdón.
Perdóname, Gabriela.
Perdóname por no estar preparado.
No estoy preparado para afrontar esta nueva
realidad y olvidar un pasado que no soy capaz de
dejar atrás. Cuando cierro los ojos veo a mi
hermana y cuando los abro solo veo a esos
criminales por todas partes: en la televisión, en los
periódicos, en los debates…
La rabia y la sed de venganza que siento es
demasiado grande y sé que jamás se saciará si no
hago algo. Sé que viviré el resto de mi vida
recordándolos, pensando en lo que vivió Jimena,
fustigándome a mí mismo por no haberlo visto
venir, por estar durmiendo plácidamente en mi
cama mientras acuchillaban el cadáver de mi
hermana en la habitación de al lado, sabiendo que
estuvieron a punto de asesinarte y recordando los
años que pasé en prisión…
Perdóname, Gabriela, porque finalmente seré lo
que todos creían que era.
No me olvides nunca, por favor. Mientras tú me
recuerdes, mi vida habrá merecido la pena. Vivir
en tu memoria será el mayor regalo porque solo
ahí podré ser quien realmente soy. Tú me has
conocido de verdad, Gabi.
Mantén con vida a ese chico risueño al que yo
maté hace años.
Te quiere y te querrá siempre,
Tomás
Mis lágrimas caen sobre el papel deformando algunas de las letras, que
tras recibir el impacto de las pequeñas gotas se ensanchan hasta volverse
ilegibles. Tom me ha roto el corazón, me lo acaba de arrancar del pecho
para pisotearlo contra el suelo hasta hacerlo trizas.
Lo odio, pero lo entiendo; sé cómo se siente porque yo también me he
sentido así. Cuando en tu vida sucede algo tan traumático que te obliga a
empezar de cero es normal pensar que no vas a poder comenzar una nueva
vida con una carga tan pesada sobre los hombros. Tras la muerte de mis
padres, pensé que nunca lograría levantar cabeza. Pensé en quitarme del
medio porque afrontar mi nueva realidad era demasiado complejo y una
parte de mí creía que rendirme era la solución más sencilla para dejar de
sufrir.
Pero, aunque suene muy tópico, una vez que aprendes a vivir con ese
dolor, cada día se va empequeñeciendo. Cuando se da cuenta de que ya no
tiene poder en ti, cuando ve que le has quitado el control sobre tu vida y que
ya no puede dirigir tus pasos hacia donde él quiere, entonces poco a poco
ese dolor empieza a desaparecer y tú vuelves a tomar las riendas.
Tengo que ayudarle a entenderlo.
Tengo que ayudarle a comprender que no está solo y que yo le
acompañaré en el proceso, que estaré con él cuando sienta que no hay salida
y que también estaré cuando por fin deje ese pozo oscuro y profundo atrás.
Me meto la caracola y la carta en el bolsillo del pantalón y cuando voy en
busca de las llaves del coche no me sorprende demasiado no encontrarlas
por ninguna parte. Sé que las ha cogido él, conozco lo suficiente a Tom
como para saber qué es lo que planea hacer.
Hoy sacarán a Alexia, a Brais, a Gael y al padre de Tomás de prisión
preventiva para llevarlos a declarar. Los periodistas ya han rodeado la calle
por la que pasarán para intentar sacar alguna imagen o incluso alguna
declaración durante esos segundos que tardarán en salir del coche y llegar
hasta la puerta del juzgado. Está programado que todo esto suceda en dos
horas, lo sé porque en el grupo de WhatsApp que tenemos los trabajadores
del periódico se organizaron ayer para ver quién iba a cubrir la noticia. Y
ahora me doy cuenta de que no debí comentarle nada de esto a Tom.
Necesito llegar allí cuanto antes y sin coche va a resultar complicado.
Además, por si eso no fuese suficiente, alguien llama al telefonillo.
—Joder, lo que me faltaba… —maldigo entre dientes descolgándolo lo
más rápido que puedo—. ¿Sí?
—¡Soy Lúa, abre! —exclama mi mejor amiga dejándome a cuadros, no
me esperaba una visita suya. Pero, ahora que lo pienso, puede ser de gran
utilidad que haya venido justo en este momento.
—¡Lúa! ¿Has venido en coche?
—¡Sí, quería llegar cuanto antes!
—Bajo ahora mismo.
—¿Cómo qu…?
Sin darle tiempo a terminar su pregunta, cojo una chaqueta del perchero
que tengo en la entrada y bajo las escaleras corriendo como alma que lleva
el diablo. Hasta los juzgados tenemos media hora de trayecto, así que debo
darme prisa para llegar antes de que Tom cometa ninguna tontería. No
pienso permitir que desperdicie de esa manera su nueva vida.
—¿Dónde has aparcado? —le pregunto a Lúa cuando llego al portal tras
darle un abrazo rápido.
—Allí, pero… ¿qué te pasa?
—¡Te lo contaré de camino, vamos! —exclamo corriendo hacia su coche
—. Déjame conducir a mí, tú eres pésima al volante —añado haciéndole un
gesto para que me pase las llaves.
Lúa, sin nada que objetar, me las lanza.
—¿Adónde vamos? —pregunta sentándose en el asiento del copiloto.
—A los juzgados, hoy declaran los implicados en la muerte de Jimena y
creo que Tom intentará hacer una tontería —respondo mientras arranco y
meto primera.
El coche derrapa sobre el asfalto por el acelerón, pero enseguida consigo
centrarlo en el carril y meto segunda antes de llegar a la rotonda y tomar la
primera salida. Me sé el camino de memoria y, si soy ágil y piso un poco
más de lo debido el acelerador, puede que tardemos menos de media hora
en llegar.
—Gabi… Yo también tengo algo que contarte sobre Tom, pero no creo
que sea buena idea hacerlo mientras conduces… —dice apoyando su mano
en mi pierna derecha—. Es muy fuerte.
—Cuéntamelo —respondo llena de adrenalina, creo que nada de lo que
pueda decir logrará sorprenderme—. Suéltalo, Lúa. Se te da muy mal
retener información y, si no lo dices ahora, acabarás haciéndolo dentro de
diez o quince minutos.
Noto que se mueve en su asiento, tratando de buscar una postura cómoda
para soltar la supuesta bomba. Quizá su madre haya descubierto algún
crimen que Tom cometió dentro de la cárcel y quiera advertirme sobre ello,
o puede que haya encontrado cierta información sobre su pasado que crea
que tengo que conocer… Estoy bastante tranquila al respecto, creo que Tom
me ha contado todo lo que necesito saber sobre su vida.
—Tom es mi hermano.
Al escucharla pego tal frenazo que estoy segura de que habrá dejado las
marcas de las ruedas en el asfalto. El coche de atrás ha logrado detenerse a
tiempo para no chocar contra nosotras, pero toca el claxon varias veces y
escucho cómo nos insulta tras bajar la ventanilla.
No le culpo, no sé cómo no hemos tenido un accidente.
—¿Qué? —pregunto sin entender absolutamente nada mientras estaciono
en el arcén—. ¿Tu hermano? ¿Dices que Tom es tu hermano? ¿Tomás
Méndez Puga? —vuelvo a preguntar incrédula.
—Mi madre fue la amante de su padre durante años… Se quedó
embarazada y tuvo que firmar un contrato de confidencialidad. No me lo
dijo porque yo nunca quise saber nada sobre mi progenitor, pero tras lo
sucedido consideró que debía saberlo.
Salgo del coche para intentar coger aire, la noticia me ha pillado tan de
improviso que ni siquiera sé cómo reaccionar. Si Lúa me hubiese dicho que
Tom formaba parte de una secta satánica y que era la encarnación del
mismísimo Satán, me habría sorprendido menos.
—Tranquila, yo todavía sigo procesándolo. —Lúa baja del coche y me da
una palmada amistosa en el hombro—. ¿Crees que deberíamos contárselo a
él? No quiero meter en problemas a mi madre, pero ahora que mi asqueroso
progenitor es un convicto quizá podamos decir la verdad…
Me apoyo en el capó del coche y comienzo a morderme las uñas. Es una
manía horrible que dejé hace años, pero lo que estoy viviendo es tan
surrealista que no he podido aguantar las ganas. Una parte de mí quiere
creer que no es verdad, pero si lo pienso fríamente esta es la pieza del puzle
que faltaba para que todo cobrase sentido: la actitud extraña de Sol, su
implicación en el caso a pesar de poner en riesgo su puesto de trabajo e
incluso el color de pelo de Lúa, que siempre me había intrigado.
Lúa es pelirroja, al igual que el padre de Tom y Jimena. Tomás tiene el
pelo castaño, pero con determinada iluminación también él podría parecer
pelirrojo.
—¿Gabi? —pregunta Lúa al ver que no le he respondido. Ahora mismo
mi mente trabaja a la velocidad de la luz y mi corazón está bombeando tan
rápido que podría darme un paro cardiaco.
—Lúa, creo que Tom está a punto de intentar cometer un puto asesinato
—digo sin ser capaz de mantener la calma. Lúa sabe que hay muy pocas
cosas en este mundo que logren alterar mi tranquilidad, pero que mi mejor
amiga sea la hermana perdida del chico es un giro argumental con el que no
contaba—. Vamos a subir al coche, a olvidar por unas horas toda esta
información y a detener a Tom, porque lo que está a punto de hacer no tiene
el mínimo sentido.
—¿Quieres que conduzca yo? —pregunta acatando mis órdenes sin
rechistar.
—Sí, será mejor —respondo con responsabilidad. Lúa es más lenta que
una tortuga, pero creo que la velocidad y los nervios no son buenos aliados
en la carretera.
—Vamos a rescatar a mi hermano —sentencia con una sonrisa de oreja a
oreja mientras pisa el embrague e intenta meter primera. Ahora mismo Lúa
está viviendo en una de esas novelas fantasiosas que lee en Wattpad.
Pero el coche se cala.
Y estos momentos son los que se prefiere omitir en los libros.
34
Tomás
Escribir este libro ha supuesto todo un reto para mí. Me encantan las
novelas románticas, pero esta vez quería aportar algo más; quería volver al
thriller de mis inicios, quería volver a esa temática que toqué por primera
vez con mi ópera prima Timantti.
No os voy a mentir: el síndrome del impostor me atacó varias veces
durante estos meses, pero quise llegar hasta el final de esta historia porque
sentía que tenía mucho que ofrecer, sentía que todo merecería la pena.
Y hoy puedo confirmar que no me equivocaba.
Estoy tremendamente orgullosa de Caracola, mi séptima novela. Ha sido
un proceso duro, pero muy gratificante. Espero que la historia de Gabi y
Tom os hiciese sentir, y que mis palabras os entretuviesen y os hiciesen
desconectar de vuestra realidad.
Leer es viajar, es vivir otras vidas, es sentir emociones que quizá nunca
antes habías experimentado. Leer es algo maravilloso, así que imaginaos lo
increíble que me resulta escribir historias que son devoradas por tantos
lectores… Ese siempre fue mi sueño y a día de hoy sigo asimilando que ya
se ha cumplido.
Quiero dar las gracias a todos mis lectores, a todas esas personas que
disfrutan mis novelas y que cada año confían en mi nueva publicación. Os
lo debo absolutamente todo, gracias a vuestro apoyo puedo seguir
escribiendo. Gracias por hacer reseñas de mis libros, gracias por
recomendarlos y hablar sobre ellos, gracias por venir a las firmas y llenarme
el corazón de alegría con vuestras sonrisas y lágrimas… ¡No sabéis lo
importante que es todo lo que hacéis!
Gracias a mi editorial por seguir trabajando a mi vera, por seguir
confiando en mis ideas y darme la oportunidad de plasmarlas en estas hojas.
Gracias a mi familia por acompañarme, no solo en esto, sino en cada
paso que doy. Crecer en un ambiente tan sano, tan hermoso y tan lleno de
amor me ha convertido en la persona que soy actualmente. Gracias a mi
madre, por guiarme y ser la pieza fundamental de todos mis puzles. Vivo
por ti y mataría por ti, tenlo siempre presente.
Gracias a mi pareja, Alexis, por creer en esta historia incluso cuando yo
dudaba de ella. Gracias por confiar en mí incondicionalmente y amarme sin
peros. Gracias por ser esa luz en la oscuridad, esa seguridad que necesito y
que siempre encuentro en tu mirada. Gracias por preguntarme cada día qué
tal el capítulo que había escrito, qué tal mi reunión con la editora, qué tal las
correcciones… Gracias por preocuparte, por estar presente y por no dudar
de mí en ningún momento.
Gracias a mi amiga Uxia, que se ha leído todos mis libros y siempre tiene
consejos valiosos que regalarme. Gracias por inspirarme, por ser la mejor
compañera de aventuras que podría desear y por sujetar mi mano cada vez
que me caía.
También quiero aprovechar para mostrar mi agradecimiento hacia todas
las obras que han inspirado esta novela. La muerte de Jimena, un accidente
atroz ante el que no se supo reaccionar, fue inspirada por los sucesos de la
película Hereditary, un filme de terror que os recomiendo si os gusta este
género. Toda la premisa del crimen aparentemente obvio, pero mal juzgado,
se basa en una de mis series favoritas, Cómo defender a un asesino. La
venganza estúpida de Tom, ya que todos sabemos que no habría conseguido
nada con un cuchillo de cocina y rodeado de policías, se inspira en un
momento de la película Relatos salvajes, que también os recomiendo
encarecidamente. Y, por último, para la parte en la que Brais, preso de la
locura y del miedo, apuñala el cuerpo de Jimena, me inspiré en la película
Hermandad de sangre, un filme un poco cutre que ni siquiera llegué a ver.
Recuerdo tener nueve o diez años y estar en el cine con mi madre; antes de
la película que habíamos ido a ver pusieron el tráiler de esa y os prometo
que se me quedó grabado en la retina. A día de hoy sigo recordando la
escena que tanto me impactó y que inspiró esa acción desquiciada de Brais.
Si buscáis el tráiler podréis ver a qué me refiero.
Muchas veces me preguntáis de dónde surgen mis ideas y siempre os
respondo lo mismo: o bien tu propia vida te inspira, o bien es el arte el que
lo hace. Películas, libros, música, series, ilustraciones… Empapaos de arte y
vivid con pasión, os prometo que lo demás llega solo.
El nuevo libro de Rebeca Stones llega listo para
enamorarte y romperte el corazón. Ya ha
conquistado a miles de lectores, ¿y tú? ¿Te atreves
a descubrir la verdad?
Cuando, después de cuatro años entre rejas, Tomás recibe dicho mensaje,
sabe que todo está a punto de cambiar para siempre.
Rebeca Stones nació en el año 2000 en Vigo, ciudad de la que está
terriblemente enamorada. Su creatividad la ha acompañado desde la cuna y
sus ansias constantes por crear la han empujado a llenar cientos de libretas
con historias apabullantes. A los diez años Rebeca abrió su propio canal de
YouTube, que ya cuenta con más de 900.000 seguidores. Sus tres libros
Timantti, Ocho y Sinergia están en el top de los libros de juvenil.
Primera edición: diciembre de 2023
Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright. El copyright estimula la
creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre
expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por
respetar las leyes del copyright al no reproducir ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún
medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores y permitiendo que PRHGE continúe
publicando libros para todos los lectores. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos
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Índice
Caracola
1. Gabriela
2. Tomás
3. Gabriela
4. Tomás
5. Gabriela
6. Tomás
7. Gabriela
8. Tomás
9. Gabriela
10. Tomás
11. Gabriela
12. Tomás
13. Gabriela
14. Gabriela
15. Tomás
16. Gabriela
17. Gabriela
18. Tomás
19. Gabriela
20. Gabriela
21. Tomás
22. Gabriela
23. Tomás
24. Gabriela
25. Gabriela
26. Cuatro años antes
27. Gabriela
28. Tomás
29. Tomás
30. Tomás
31. Tomás
32. Lúa
33. Gabriela
34. Tomás
Epílogo. Tomás
Agradecimientos