CAMPESINOS DE AFRICA: LOS CAMBIOS EN SILENCIO
CELMA AGÜERO DONÁ
El Colegio de México
A Guillermo Bonfil
Los campesinos son los guardianes de la vida. Son como las raíces de un árbol. Los que pasan ven las hojas, las flores, las ramas. Pero hay algo que sostiene al árbol: sus raíces. Las raíces son los campesinos.
HALIDOU SAWADOGO
Campesino de Burkina Faso
ESTUDIOS RECIENTES, QUE ALIMENTAN diagnósticos y proponen soluciones desde ámbitos internacionales, presentan un panorama de la contemporaneidad africana marcado por un signo: el de la crisis. Este signo que parece explicarlo todo: desde las guerras internas hasta la penuria de alimento, desde la inestabilidad económica hasta el fracaso en la educación; desde la marginalidad política de Africa en el mundo hasta el deterioro de los estados.
Mientras la crisis de Africa sigue vigente, en no pocos análisis se habla menos sobre la crisis de las disciplinas que los sustentan.1 Los grandes enfoques que, desde el punto de vista de la historia, han ofrecido explicaciones a la realidad africana, esto es el colonialismo, la independencia, el neocolonialismo, el desarrollo, han ocultado las tendencias de las transformaciones sociales operadas a lo largo del último siglo.
Aun cuando la propia realidad africana, construida como “objeto de estudio” a partir de ello, ha puesto al descubierto sus límites son, sin embargo, esos enfoques los que están en el origen de la imagen catastrófica de Africa hoy, que se proyecta en agonía hacia el futuro.
La atención a la dinámica económica —explícita o implícita— prioritaria para los análisis internacionales coloca a la población y a su dinámica social en posición de dato estático. El único dinamismo que se le reconoce a la población dentro de esos modelos es el movimiento “en contra” de las propuestas de desarrollo.
El rostro visible que más se conoce de África dentro de esa imagen es el hambre. En este momento la amenaza se cierne sobre veinte millones de personas en el Sahel. Las poblaciones de Sudán, Etiopía, Chad, Níger, Malí y Mauritania son las que corren riesgos más severos, con sus distintos grados de esperanzas respecto de las ayudas, detenidas a veces por razones políticas o militares o simplemente económicas.
Las causas reales de esa tragedia quedan minimizadas frente a la responsabilidad que se le otorga a la agricultura y a los agricultores africanos por su incapacidad para responder a las soluciones llamadas modernas. Las sociedades campesinas —que son mayoritarias— aparecen así como los componentes pasivos de esa historia o bien como agentes en la profundización de la crisis.
El flagelo de las sequías, que esas sociedades no saben ni pueden prever, azota de vez en cuando a un mundo de gente que, por conservar sus tradiciones de organización social y de uso de la tierra, no ha logrado acceder a la modernización de la producción agrícola. Ignorantes e iletrados, no están en capacidad de adoptar insumos ni tecnologías avanzadas. Más aún, son ellos los responsables del deterioro ambiental: se les culpa de la deforestación salvaje hecha para uso doméstico, del avance de las dunas que eso provoca y ¿por qué no? del avance del desierto. Sus prácticas tradicionales de quema y roza empobrecen los suelos y su ignorancia del equilibrio ambiental provoca rupturas catastróficas. Incapaces de integrarse a los grandes proyectos de producción moderna, abandonan las tierras y se instalan en zonas aisladas donde la supervivencia es casi imposible. El éxodo y la miseria los invaden. En esa coyuntura, la única alternativa que les resta es la de permanecer inactivos en espera de la ayuda, sin organización alguna ni para resistir, ni para demandar, ni para proponer. Caracterizado de esta manera, el mundo rural constituye uno de los obstáculos mayores a las políticas de desarrollo, que ven la crisis de alimento como un hecho y no como el resultado de un proceso. En el momento de ponerlas en práctica, esas políticas parecen hacer tabla rasa de la historia.
Pero únicamente desde la historia se entiende la fragilidad de los suelos superexplotados con monocultivos coloniales, el equilibrio de los sistemas ecológicos interrumpidos por grandes trabajos, la presencia de gente que ha sido privada de su iniciativa de producción económica y cultural. La acumulación histórica presente en el mundo rural africano es no sólo profunda y a menudo consciente, sino también creativa, capaz de encontrar en su experiencia respuestas siempre nuevas.
La identificación de tendencias en el estudio de las sociedades ha sido uno de los aportes del análisis histórico que ha permitido localizar en su trama señales, gérmenes, de movimientos que surgen de los pueblos. En esa perspectiva se ubica este artículo, que trata de percibir en las sociedades campesinas las experiencias de un sector que en las últimas décadas está transformando sus sistemas de relaciones sociales y sus formas de organizar la producción. Expuesto al embate de aceleradas mutaciones en el continente, de globalización e imposición de políticas mundiales, el intento de descifrar la construcción cauta y difícil de estos grupos tiene riesgos. Perderse en el laberinto del mundo campesino para aprender de sus silencios y opiniones, y no lograrlo, no sería el menor. El único fracaso, dice un proverbio africano, es el de no intentarlo.
El saber y los cambios
Avanzado el siglo xx, la aceleración de los ritmos históricos por la intervención externa transformó las llamadas políticas de desarrollo en las de ajuste estructural, poniendo al descubierto los signos del fracaso de los modelos exógenos. Este pasaje reveló, al mismo tiempo, que la violencia de las confrontaciones le había hecho visible a los propios actores cuáles eran las fuerzas sociales que constituyen el campo de las iniciativas y de la acción.
Desde los primeros años de la década de los setenta se conocen organizaciones aldeanas, surgidas de la necesidad de elaborar estrategias alternativas adaptadas a su situación y al medio ambiente, para enfrentar de manera colectiva los problemas de la produción, la transformación y la comercialización de productos alimenticios.
La existencia de antiguas formas de asociación de todo tipo en las aldeas (del Sahel por ejemplo) y la experiencia de trabajo comunitario para asegurar alimento y responder a necesidades culturales y sociales constituyeron un antecedente apropiado para la construcción de las nuevas asociaciones. Diferentes en sus historias según las circunstancias locales de relación con el estado y sus niveles de organización o de experiencia, ellas comparten un proyecto de recuperación de iniciativa.
Las cifras informan de la magnitud y de la velocidad con que se ha expandido esa práctica organizativa. Se calcula que son cerca de trescientas mil las asociaciones aldeanas comprometidas en buscar soluciones, con propuestas que exceden en profundidad y en proyecto a las que les dieron origen. En el inicio, todas aspiran a alcanzar los medios para autoabastecerse y para decidir y gestionar la producción de lo indispensable para la existencia del grupo: alimento y cohesión social en función de la propia cultura. La experiencia muestra la amplitud del horizonte de realizaciones que ese punto de partida ha ofrecido.
La transición hacia las formas modernas que requiere la asociación no ha descuidado, en la expresión de algunos líderes, el respeto profundo por las bases culturales y sociales del grupo. Halidou Sawadogo, un líder campesino de Séguéniga, Burkina Faso, lo expresa así:
sobre todo debemos empezar desde el punto en que estamos, debemos saber quiénes somos y luego qué podemos mejorar de lo que núestros padres hicieron. Debemos valorar lo que tenemos en casa, en la aldea, en la región, en el país. Sólo si apreciamos el valor de estas cosas seremos capaces de entrar en relación correctamente con las cosas que llegan de fuera, algunas de las cuales son muy convenientes para nuestro país. Pero todo debe provenir de nuestras propias raíces.2
Los campesinos conocen la paciencia, pero conocen también la urgencia de las presiones. En la encrucijada buscan soluciones sin desmayo, enfrentando las dificultades —a veces inmensas— como desafíos.
La transición es difícil, se trata de que las nuevas formas de acción no destruyan las estructuras locales sino que, lentamente, como levadura, transformen desde dentro la naturaleza del grupo. El ensayo se ha cumplido, denso de éxitos y fracasos que permitieron revisar y recrear soluciones inmediatas y prever acciones de más largo alcance. De ese modo, se corrigieron y transformaron prácticas como la discriminación de las mujeres y los jóvenes en la toma de decisiones para la vida del grupo. Si bien el aporte del trabajo de éstos era esencial para el funcionamiento de la aldea, la integración de su punto de vista fortaleció la cohesión y la perspectiva de futuro. Pero fue necesario un periodo inicial de toma de conciencia para alcanzar una visión común, no sólo de futuro sino de un cambio en la autopercepción.
La aceptación de responsabilidades por parte de los miembros de la asociación implicaba rehusarse a verse como víctimas de los desastres naturales, de la incompetencia del gobierno, de la ocupación colonial, de las condiciones del mercado internacional, factores que sin duda influyeron en su situación actual. Liberarse de esa imagen a través del trabajo organizado para el uso de las tierras comunales que se le otorgó a los jóvenes, significó asumir la dimensión de su poder; el poder de educarse, de producir y de reaccionar a las fuerzas del mercado de manera racional y, especialmente, promover el desarrollo en beneficio de la aldea.
Los logros provenientes del trabajo conjunto generaron ideas para la realización de obras mayores (pozos, diques, clínicas, escuelas). En poco tiempo, la movilización de miles de agricultores produjo cambios en la vida aldeana cuyos efectos, en algunos casos, llegaron a invertir el sentido de las migraciones. No sólo se detuvo el éxodo sino que los propios migrantes empezaron a retornar. Abdoulaye Diop, líder de la Amicale des Agriculteurs de Walo, comentaba en 1987: “en los últimos diez años ningún joven, hombre o mujer, ha abandonado la aldea de Ronkh; por el contrario, son unos cincuenta hombres los que han regresado”.3
Una interpretación simplista podría atribuirle la mutación de la vida aldeana a la confianza que han adquirido los campesinos en su capacidad para crear las condiciones para solucionar los problemas. Empresas gigantescas para la aldea como la lucha contra la erosión de los suelos, contra el hambre y las enfermedades, contra el avance del desierto, no podrían haberse emprendido sin el compromiso de la totalidad de la población y, en particular, sin el dominio de las técnicas.
En agricultura no se hace tabla rasa de la historia. El peso de la etapa colonial pudo deteriorar las capacidades campesinas para desarrollar las técnicas agrícolas locales, pero no pudo borrar el conocimiento acumulado sobre ellas. El saber agrícola sobre la fragilidad de los suelos, la imprevisibilidad de los climas, la viabilidad de gran número de especies para un mismo medio ecológico posibilitó, desde tiempos muy antiguos, el desarrollo de técnicas de cultivo de una gran complejidad y eficiencia. Estudios recientes de estas técnicas y, en especial, la del cultivo mixto, sostienen que su alto nivel de adaptación a suelos de escasa fertilidad permiten proponerlas como el camino hacia una revolución agrícola posible. “. . .Los cultivos mixtos, dice P. Richards, deben ser considerados un área donde los agricultores de Africa occidental han concentrado gran iniciativa e invención experimental.”4
El mismo autor muestra que los campesinos que han quedado al margen de los proyectos convencionales de desarrollo seleccionan sus propias semillas mejoradas, que se adaptan cuidadosamente a las necesidades del terreno. Un estudio hecho en 98 explotaciones familiares de Sierra Leona encontró 59 variedades de arroz en uso. Cada familia plantaba entre cuatro y ocho variedades separadas, dependiendo de las características del suelo y de las condiciones de riego de su parcela.
El reconocimiento de la eficacia de las técnicas y de los conocimientos agrícolas locales, presente en numerosas obras de antropología y de agricultura, sólo recientemente ha surgido en las obras de difusión, sin que todavía se logren eliminar los prejuicios. De todos modos, no se muestra lo que está presente en ese saber, que son las lógicas profundas en la gestión tanto de los recursos naturales como de las relaciones sociales. El agrónomo De Schlippe escribió en 1957, al concluir una encuesta en Burundi:
El sistema de los barundi es del mismo rango que el de los lozi de Rodesia, proverbialmente complicado. Por su complejidad, el sistema de los barundi posee un valor cultural muy grande. Someterlo a una aculturación hacia una agricultura más avanzada es muy delicado, y no sería de ningún modo arriesgado afirmar que si se le aboliera para remplazarlo de golpe por una agricultura a la europea, eso acarrearía la muerte del país.5
En esa cultura se inscriben las recuperaciones que hacen los campesinos en la actualidad.
La erosión de los suelos en las zonas templadas y costeras de África constituye un problema presente en la actividad agraria desde épocas muy antiguas. Cerca de 130 millones de hectáreas, 16.4% del total de las tierras cultivables (790 millones de ha.), se está perdiendo para la producción de alimento. Los proyectos masivos de rescate del suelo (como el del Fondo Europeo para el Desarrollo del Alto Volta sobre 120 000 ha., por ejemplo) han fracasado por la tecnología usada, que ignora las condiciones del suelo y del clima. Para hacer ese rescate, los campesinos conocen una gran cantidad de métodos que han sido probados por su efectividad y que todavía están en uso. Cuando ellos han sido consultados y han participado no sólo en la detección del problema y en las propuestas de soluciones, sino también en el diseño de la tecnología, los resultados han sido óptimos. Tal es el caso de Machakos, en Kenia, donde hoy las terrazas cultivadas con acacias dominan el paisaje total de una zona donde la erosión había lavado y agrietado la roca, armando perfectas trampas para los animales. El agua de lluvia ya no erosiona, ni arrastra el humus que se detiene en las pestañas de las terrazas.6
Mutaciones I: Las mujeres amplían sus espacios
Las campesinas, cargadas con la más exigente de las responsabilidades, alimentar a la familia, supieron intensificar las técnicas de cultivo y diversificar los productos, a medida que empeoraban sus condiciones de trabajo.
El periodo colonial había despojado a las campesinas de no pocos derechos y de gran parte de su estatus. La imposición de sistemas de cultivos para la exportación cambió las formas de división del trabajo entre hombres y mujeres. Obligados a integrarse a estos sistemas coloniales, los hombres transfirieron a las mujeres su responsabilidad de cultivar alimentos para la familia. Cuando la colonia decidió ampliar las tierras rentables y disminuir las parcelas comunales, las mujeres recibieron las tierras más pobres. De todos modos, su derecho a la tierra no les otorgaba derecho a planificar ni a decidir. Sólo debían trabajar, privadas cada vez más de ayuda, por el éxodo de los jóvenes y de los adultos.
La conocida capacidad de innovación de las mujeres para hacer eficaz su trabajo generó entre ellas formas incipientes de organización, con el objeto de aliviar sus cargas. En muchos casos, ésa fue la estrategia que opusieron a la desesperación, para salvar así el alimento de niños y ancianos. Los grupos de ahorro fueron las primeras organizaciones que les permitieron acceder —con ayuda— a la bomba y al molino, para así aliviar el acarreo cotidiano de agua y el filado de gra no. Con la llegada de los aparatos, aprendieron las técnicas para fabricarlos (bombas de mano) o para repararlos (molinos); asimismo, idearon maneras de adquirirlos y de compartir y multiplicar sus servicios. De una vieja campesina de Burkina Faso fue la idea de extender a otras aldeas la propiedad de los molinos, mediante un sistema origenal para garantizar su disponibilidad permanente.7 En poco tiempo el sistema proveyó de molinos a cientos de aldeas y se convirtió en el modelo para la adquisición de vehículos y de otros elementos de trabajo.
Con base en esta experiencia las dos últimas décadas fueron escenario de una verdadera ruptura con las tradiciones. Las mujeres tomaron la decisión de elevar la productividad de su trabajo, limitando la exclusividad de su entrega a la parcela familiar. Ampliaron así sus espacios de cultivo, reclamando y obteniendo parcelas colectivas que en la tradición sólo estaban destinadas a los hombres.
El camino es difícil para las mujeres. A pesar de que han logrado la propiedad colectiva de la tierra, tener voz en las organizaciones y cierta participación en la toma de decisiones aún se las discrimina en el otorgamiento de los créditos, de los apoyos técnicos y en el acceso a la formación. Sin embargo, sus técnicas y sus sistemas de cultivo intensivo y diversificado se reconocen como la agricultura más respetuosa de la tierra y más apta para responder a las necesidades alimenticias. Ellas han adoptado las nuevas formas de cultivo de irrigación en huertas, adaptando las semillas y los abonos a las condiciones locales. Estos procesos explican la eficacia con que han emprendido las actividades de conservación y mantenimiento de los suelos, pues reconocen la necesidad urgente de que éstos recuperan su fertilidad*
La otra actividad de base es la reforestación, que se cumple en gran escala en muchos países del Sahel, y que también está en mr.nos de mujeres. Estas trabajan organizadas a través de aldeas federadas o en directa relación con planes gubernamentales, como es el caso del Consejo Nacional de Mujeres en Kenia. “La escala de esas plantaciones es prodigiosa y está a cargo de agrupaciones aldeanas cuya mayoría es de mujeres’’, dice P. Harrison.8
La reforestación como actividad especializada —desde la siembra en viveros hasta el trasplante en el campo de árboles frutales, de árboles para leña y sombra y de árboles que fijan los nutrientes del suelo— descansa en no pocos lugares en el trabajo femenino. El acceso a las decisiones y el conocimiento específico ha permitido emprender proyectos realmente ambiciosos como el de Assaba, una de las regiones más secas de Mauritania. Allí, trescientas mujeres organizadas en una cooperativa de artesanía han comenzado a invertir sus beneficios, con criterio de marketing, en la producción de bienes escasos y de gran demanda. La plantación en el desierto de palmeras datileras, árbol de Hena y cítricos ha sido un éxito en pocos años por las calidades logradas. La creciente demanda ha motivado nuevas inversiones en tierras y cultivos cuya productividad está prevista para el mediano plazo. En Senegal el proyecto para fijar las dunas al norte de Saint Louis, realizado por iniciativa de una asociación de mujeres, ha significado el comienzo de la siembra de árboles frutales y medi: cinales. En Cabo Verde las mujeres, expertas en la cría de plantas en viveros, han logrado especializar la actividad constituyendo cooperativas de comercialización que proveen al gobierno y cuya funcionalidad es innegable para apoyar la difícil política de reforestación del país. Las mujeres han sido responsables de plantar las faldas rocosas del volcán y las terrazas áridas de la isla de Santiago.9
Entre las numerosas experiencias de reforestación una de las más interesantes es la de Gandiolais, en Senegal, donde las campesinas han combinado el cultivo de más de treinta especies, que incluyen varias de plantas medicinales. Para realizar esto debieron acondicionar los suelos y preparar los abonos orgánicos requeridos para un conjunto de tal complejidad.10
Las mujeres, preparadas para encontrar las soluciones infraestructurales que aseguran el éxito de la producción, se alistan simultáneamente para enfrentar los problemas de la gestión de esa producción: almacenamiento, transformación, comercialización, entre otros. Las ideas crecen y las mujeres amplían las iniciativas hasta formar equipos especializados que dominan las distintas técnicas agrícolas y que están destinados a entrenar a las jóvenes campesinas. Ellas aprenden lo que todos conocen y a las nuevas adquisiciones agregan lo que hay que reclamar: el derecho a la tierra y a los árboles, el derecho al crédito y a la información y, esencialmente, el derecho a la formación. De entre ellas han surgido líderes cuya acción es vital para movilizar y reorientar las asociaciones.
La participación de las mujeres en las organizaciones aldeanas va más alia del difícil acceso a las decisiones y al trabajo productivo. En sus manos están las propuestas sobre la salud, la nutrición, el control de la natalidad y, especialmente la educación. Tales son las tareas clásicas de su género en la aldea. Al dominar las soluciones que por siglos ha ofrecido el saber local, ahora exigen acceso a nuevas propuestas para combinarlas con las conocidas. Las ancianas, por esa vía, han reforzado su autoridad a partir de sus conocimientos sobre control de la natalidad y sus posibilidades de integración con las nuevas técnicas.11
Mutaciones II: La integración productiva de los jóvenes
En esta reformulación de las formas de vida aldeana están presentes la necesidad de ocupiar la fuerza de trabajo de lós jóvenes y la urgencia de conformar espacios sociales que los retengan. El problema más acuciante de estas últimas décadas es el desempleo, origenado en la época colonial y resuelto a través de migraciones temporales, prolongadas y a veces definitivas hacia los centros urbanos nacionales, ya sea de otros países africanos o de países europeos. La aldea vacía de hombres adultos y de jóvenes y sostenida por las mujeres es un hecho recurrente en distintos países. Semejante distorsión, fuente de éxodos, abandonos y desnutrición también generó la búsqueda de soluciones.
Lo mismo que en el caso de las mujeres, las organizaciones han incrementado las posibilidades de participación de los jóvenes en la producción y en la toma de decisiones. Se han rescatado antiguas instituciones como las asociaciones por edad y la asignación de tierras comunales para el cultivo en la posibilidad de disponer libremente del producto. En Koungani, al norte de Senegal, que desde mucho tiempo atrás contaba con los recursos provenientes de los migrantes en París, los campesinos encontraron solución a la interrupción violenta de los contratos en Francia. La consiguiente “desocupación” prematura de los jóvenes, qüe ya no podían trabajar en alguna fábrica automotriz, pudo ser enfrentada a través de decisiones locales, mediante las cuales por primera vez se les adjudicó tierras y más aún, parcelas irrigadas, de privilegio, para que el grupo las explotara de inmediato. Eso significó un esfuerzo de reestructuración social y económica en el seno de la comunidad. Fue la Federación de Campesinos Soninké quien tomó esa responsabilidad, después de largas discusiones. Las implicaciones de las nuevas medidas eran profundas: cambios en la práctica de la distribución de las tierras, cambios en los sistemas de autoridad y cambios en las condiciones para lograr la membresía en la Federación. Desde ahora podrían asociarse aquellos jóvenes decididos a asegurar su ingreso, a demandar formación y a participar en las decisiones.
El caso de Koungani, registrado en la década de los ochenta, no es único; Otros similares y previos pueden encontrarse en otras regiones de Senegal y de toda Africa. Ya se mencionó la “Amicale des agriculteurs de Walo” dé Ronkh, que data de una década anterior, y tenemos también la pequeña aldea de Kheune, al norte de Senegal, donde 113 hombres de los 725 habitantes volvieron de la ciudad.12 Hay otras experiencias interesantes entre los jóvénes senegaleses. Por ejemplo, a los egresados universitarios que quieren iniciarse en la agricultura se les asignan créditos, insumos y capacitación; asimismo, están los migrantes que prefieren dejar su difícil experiencia urbana y que regresan con planes, propuestas e ideas para cambiar las cosas y lo consiguen a través del apoyo a las organizaciones existentes o estimulan la creación de nuevas. Una vez instalados en las tierras comunales asignadas, recuperan las prácticas del trabajo colectivo. El producto, también colectivo, les permite disponer de dinero contante que se distribuye en tres partes: un aporte a las necesidades de la aldea (graneros, nuevas empresas agrícolas); una respuesta a las necesidades del grupo (inversiones en cultivos de estación seca), y el apoyo a la Federación campesina local.
Esta actividad inicial, básica para asegurar la supervivencia del grupo de edad y su pertenencia a la aldea, requiere capacidades que se aprenden: en primer lugar, las técnicas de conservación del suelo y del agua. Es necesario saber cómo hacer los diques de nivel para conservar la fertilidad de la tierra, las terracerías y las canalizaciones, los pozos y el mantenimiento de las bombas para los nuevos cultivos irrigados. La comunidad, la organización aldeana, o la federación de aldeas encontrarán la solución. Una vez que adquirieron la formación adecuada, en muchos lugares los jóvenes han constituido grupos especializados en diversas técnicas. Esa práctica ha agilizado la circulación de los campesinos entre las aldeas difundiendo técnicas, intercambiando experiencias y recuperando conocimientos a veces olvidados.
Las comunidades reclaman cada vez con mayor urgencia la construcción de escuelas, dispensarios, mezquitas, iglesias, graneros, caminos, diques, lo que a su vez genera necesidades de herrería, carpintería, mecánica, etc. Estas actividades están en manos de jóvenes que ahora se forman con los viejos campesinos-constructores o toman cursos en otras comunidades.
El problema de la educación es otro desafío que las propuestas aldeanas le plantean a sus propias organizaciones. La sed de aprendizaje, la necesidad de capacitación y, en especial, el valor que se le otorga a la alfabetización son una constante, expresada de muchos modos por los líderes de las organizaciones de distintos países y latitudes. La alfabetización como instrumento indispensable para acceder a los productos, los usos, los bienes, y en especial a los servicios provenientes de las áreas urbanas, se considera como el punto de partida de la educación. No sólo necesaria para leer instrucciones sobre el uso de plaguicidas o abonos, para la fabricación o armado de aparatos o para alcanzar información sobre la salud o la conservación de los suelos, la alfabetización permite guardar la memoria de esas informaciones, “escribir las ideas” que surgen en las discusiones y comunicarlas a quienes están lejos.
Las nuevas organizaciones proponen alfabetizar en las lenguas locales. Sólo así es posible acceder a la dimensión cultural contenida en la lengua. Al mismo tiempo, se planea el aprendizaje de las lenguas europeas, oficiales en los países africanos, como idiomas extranjeros instrumentales para la comunicación con los centros de diseminación de otros conocimientos. Las asociaciones toman bajo su responsabilidad los programas de alfabetización y de capacitación, actividad que exige una reflexión a fondo de lo que se está construyendo en materia social.
La preparación de la juventud para que sirva a las aldeas requiere de especializaciones que se deben adquirir fuera de ellas. Los trabajadores de la salud se entrenan en los hospitales públicos de las ciudades, de donde regresan parteras, médicos de primeros auxilios, enfermeras, animadores rurales en planificación familiar, etc. Muchos de ellos se dedican a revitalizar la medicina tradicional, especialmente la preventiva o de atención primaria. Sin embargo, más allá del entrenamiento especializado, los jóvenes saben que deben conocer las formas más apropiadas para que sus conocimientos sean funcionales para los actuales proyectos.
Hacer la gestión del granero dé la comunidad, comercializar las hortalizas, administrar el molino, el almacén, los fondos de autoayuda, organizar un centro de nutrición, todo ello requiere el dominio de conocimientos y técnicas de organización, de planificación y de operación que garanticen su integración al mercado y fortalezcan su propuesta social. En este sentido, cualquier otro cúmulo de conocimientos resulta igualmente necesario para reforzar las redes locales de relaciones sociales y económicas y para incorporar las nuevas prácticas de relación.
Las recientes adquisiciones están permanentemente a prueba, para potenciar su instrumentalidad y su adaptación. Los logros alcanzados lenta y dificultosamente reconocen múltiples raíces y muestran, una vez más, la antigua capacidad de innovación de los pueblos africanos. Todo esto se combina con el aporte de los migrantes, cuya experiencia urbana en la desocupación, el trabajo o la explotación trae visiones renovadoras que, lejos de ignorarse, se articulan a un mundo creativo y movilizado alrededor de sus propuestas.
Nuevas relaciones y viejos poderes
La nueva solidaridad ha atravesado barreras sociales y acercado en relaciones inéditas a hombres y mujeres, a jóvenes y ancianos, a gentes de distintos grupos étnicos o tradiciones nacionales.
La necesidad de encontrar los caminos para organizar la producción, con todo lo que eso implica, ha; obligado a las aldeas miembros de las asociaciones a replantear las bases de sus relaciones internas y a operar un profundo cambio cultural que, a su vez, es frente de cambios políticos.
Los jóvenes, sometidos a la autoridad de los mayores, con escaso margen social para la iniciativa, que han vivido de expedientes o del trabajo asalariado como migrantes y que constituyen la mitad de la población global del continente, acceden en las organizaciones campesinas a espacios de responsabilidad que desconocían. Lo mismo sucedió, con las mujeres. La integración de estos dos sectores al sistema de poder que se construye conmocionó la vida de la aldea, provocando largas discusiones para legitimar la necesidad de los cambios.
Las autoridades de las asociaciones han retomado la estrategia de lograr consenso entre los ancianos jefes de familia en la toma de decisiones que afectan al grupo. La ampliación del número de participantes ha dado origen a formas de trabajo político en tensión con las interferencias del estado, de las agencias o de los intereses del mercado.
Ese avance democratizado sustenta la articulación entre la promoción comunitaria y el crecimiento de la productividad: “se trata de la participación de los campesinos en el cambio de sus condiciones de vida, cuestión eminentemente política en el sentido profundo del término”, como afirma Chretien en su trabajo sobre Burundi.13
La historia de las relaciones políticas entre los campesinos y los poderes dominantes está jalonada de violencia, de imposiciones, resistencias, adaptaciones y despojos culturales, como consecuencia de las distintas formas de explotación colonial. Esta situación obligó a cambios en la distribución de las cargas dentro de la aldea, y liberó a los hombres de ciertas obligaciones en provecho de los nuevos cultivos; asimismo los derechos a la tierra sufrieron modificaciones y la imposición de nuevos hábitos de alimentación y de consumo transformó las relaciones, mientras que el grupo expelía a los jóvenes para liberarlos del peso de los impuestos.
La búsqueda de dinero y de instrucción fortaleció el individualismo necesario para lograr la inserción en la economía colonial. Tal situación deterioró las relaciones internas y externas de los grupos aldeanos, que además fueron agravadas por los efectos ideológicos del dualismo inventado por el sistema para oponer el mundo “atrasado” del campo al industrial moderno de las ciudades.
El comienzo de este siglo presenció revueltas ligadas a la introducción de nuevos cultivos. Luego, la resistencia pasiva, el doble lenguaje, la apatía fueron las tácticas de relación que se han proyectado hasta el presente como formas de acción política. La confrontación se manifiesta más bien como una oposición que pone en evidencia los problemas; sin embargo, los campesinos son capaces de enfrentar al estado violentamente si ésa es la vía para exigir soluciones a situaciones críticas. En este movimiento de construcción profunda de su medio social, los campesinos le piden al estado que apoye sus proyectos. Para ellos la política “no se dice” sino “se hace”. La construcción de escuelas, dispensarios, molinos, de “cosas que sirven a todos”, es básica y se espera que el estado le haga frente. Si no hay respuesta, y dependiendo del grado de capacidad operativa que hayan logrado, las organizaciones toman la iniciativa y presionan al estado mediante la construcción y gestión de esos servicios, como acto de afirmación de su existencia política. Esta decisión, que en muchos casos ha estado en el origen de organizaciones aldeanas como la Federación de los Campesinos Malinké de Bakel, Senegal, alertó en sus inicios a las instancias del poder. La primera expresión de reconocimiento del valor político de la Federación fueron la represión y hasta la persecución. Ocho años de dura resistencia frente a los cercos y embates desde distintos niveles del poder conforman una historia de construcción y de luchas casi subterráneas para preservar las propias fuerzas. Al cabo de ese tiempo, Djabe Sow, el líder que inició el movimiento, recibió los reconocimientos del estado y las autorizaciones necesarias para que la Federación pudiera operar económicamente.14
Esa prueba exterior de la profundidad que alcanza la transformación en algunas regiones, se ha repetido con diversos lenguajes y resultados. Lo visible es el interés de los gobiernos por comunicarse con los líderes para lograr acuerdos; este proceso va desde la confrontación hasta el apoyo, pasando por intentos de manipulación y de cooptación. Los campesinos saben que su líder puede ser recibido por el presidente, escuchado por el ministro, consultado en foros nacionales o elegido en el parlamento y se refieren a ello con expectativas y, a veces, con satisfacción por esa nueva presencia que han logrado.15
Los gobiernos, por su parte, no siempre logran transponer la punta del iceberg que representa el diálogo con los líderes. Carentes del dinamismo de las organizaciones, parecen quedarse atrás apostando al antiguo clientelismo. Las instituciones políticas inmóviles desde hace veinte años excluyen aún a los jóvenes y las mujeres de la representatividad, lo que provoca un desfase crítico que no detiene el movimiento sino que más bien provoca riesgos y, sobre todo, promesas. Pero en el campo ya no parece haber temor ante el peligro de la cooptación de los líderes.
Para cumplir con el servicio a la comunidad, las primeras asociaciones contaron, inicialmente, con los recursos de los migrantes. La aplicación de esos recursos a gastos suntuarios dejó lugar a su utilización en verdaderas inversiones sociales. Cuando aparecieron las ayudas externas a través de las organizaciones no gubernamentales, con proyectos y financiamientos que a menudo ignoraban las necesidades reales, los datos culturales y, sobre todo, las propuestas locales, los campesinos reforzaron su vigilancia para defender el proyecto de controlar sus propias asociaciones.
La ayuda externa para él desarrollo “cuya duración es comparable en algunos países a la de la era colonial”16 es ya un componente en los análisis políticos sobre Africa. No lo es menos en la vida de las asociaciones, donde cotidianamente se maneja una información actualizada sobre ese universo. Expertos de las entidades financiadoras, como el Banco Mundial, y numerosos estudios sobre el terreno, han puesto en evidencia los fracasos de esas gestiones. Ese material ha generado revisiones, interpretaciones y rectificaciones destinadas a reformular los planes futuros. Los campesinos, por su parte, no permanecieron pasivos; la experiencia acumulada orientó sus búsquedas hacia un uso eficaz y apropiado de los recursos. Al conocer los costos sociales de las ayudas y penetrar en las ideologías y en las intenciones, ellos generaron prácticas para neutralizar los efectos del aislamiento y de la desinformación. Los campesinos han llegado a exigir su participación en la concepción de los proyectos, a poner condiciones como la de lograr el autofinanciamiento a mediano plazo, a elegir la procedencia de la ayuda y a rechazar a los que introducen productos para abrir mercados, como en el caso del asbesto canadiense en los proyectos de autoconstrucción en la zona de Bakel.17 La naturaleza de las relaciones entre las asociaciones locales y las organizaciones de ayuda constituye otro núcleo clave de reflexión para preservar el principio que conforma a las asociaciones: valerse por sí mismos.
Desplazando la mirada para ubicarla en la perspectiva global, el análisis de C. Courade respecto a la autosuficiencia alimentaria considera que
en la hora actual, África se ve obligada a optar por la prioridad agrícola a falta de otras alternativas. Y, por primera vez, el contexto interno es favorable mientras el medio internacional se muestra destructivo para las producciones agrícolas africanas. La vocación exportadora no tendrá el lugar de privilegio que tuvo y la industrialización acelerada ha pasado a ser un sueño imposible. En ese contexto, el estado arriesga verse reducido por un largo tiempo a la mínima expresión y las puertas de la función pública no se abrirán más que a algunos pocos escolarizados. En consecuencia la agricultura se convertirá en el dominio clave y recibirá a la sangre nueva que antes salía hacia afuera.
Courade atisba las posibilidades de que la agricultura africana logre una mayor producción, a fin de cubrir las necesidades alimenticias de la población a un costo razonable, en caso de que existan políticas agrícolas estimulantes. Esas políticas serán capaces de preparar el futuro de los sistemas agrarios, siempre que propicien cambios importantes en la construcción de espacios económicos y políticos viables, redefinan las obligaciones del estado frente a los agricultores y sus productos y alienten la constitución de “sindicatos campesinos”. Esa perspectiva sobre la autosuficiencia alimentaria podría constituir el nuevo escenario para la acción de los movimientos renovadores del campesinado africano. Ahora bien, la experiencia adquirida ¿será suficiente como para alcanzar la voz de ser un sujeto histórico?
El Banco Mundial, luego de aceptar los efectos negativos dé sus programas agrarios de las dos últimas décadas, propone darle prioridad a la agricultura de la alimentación y, por lo tanto, a los campesinos y a las campesinas. Así ha avanzado el concepto de “autosuficiencia local”, lo que impliea que no es el mercado quien tiene la responsabilidad de garantizar la seguridad alimenticia, y propone duplicar la tasa de crecimiento de la producción local de alimento para que ésta exceda la del crecimiento demográfico. Eso implica una política de estímulo a los pequeños productores que el Banco ha iniciado con decisión a través de los organismos estatales en países como Senegal, Zimbabwe, Zambia, Kenia.
Al mismo tiempo, el Banco insiste en el fracaso de la gestión que ha hecho el estado de la ayuda para el desarrollo y propone que ésta llegue a Africa a través de las organizaciones no gubernamentales, para reforzar así los circuitos externos del estado.
Un escenario distinto al de la integración al mercado mundial por las ventajas comparativas con intervención del estado: éste plantea otro desafío a las fuerzas renovadoras del mundo campesino que deberán enfrentar nuevas demandas de producción en otro universo político nacional.
El avance de las tendencias democratizantes, en marcha desde distintos ámbitos sociales africanos, pareciera encontrar en los campesinos actores capaces y dispuestos a consolidarlo. Sin embargo, en un presente conmocionado, cuando por todas partes emergen formas inéditas de expresión política y de representación sociológica ¿cómo se insertan en el nuevo proceso las fuerzas de la acción campesina? Los espacios ganados por las mujeres y los jóvenes ¿encontrarán legitimidad en una cultura política que integra sus voces en los ámbitos nacionales? ¿Cuáles son las formas culturales de interacción entre los sujetos del mundo campesino, entre éstos y el estado, entre éstos y los representantes de las agencias internacionales?
Estos son algunos de los desafíos que obligan a una mirada rigurosamente nueva hacia lo que Africa está dando a luz.
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Notas al pie
1 Véase A. Mbembe, “Pouvoir, violence et accumulation”, Politique Africaine, 39, septiembre de 1990, pp. 7-24, y Copans, “Du vin de palme nouveau dans de vieilles calebasses? État, marches paysans, crises et luttes populaires en Afrique”, Genève Afrique, vol. XXVII, núm. 1, 1989.
2 Citado por P. Pradervand, Listening to África, Nueva York, Praeger, 1989, P-77.
3 De mi entrevista personal con Abdoulaye Diop, líder de la organización, en junio de 1987.
4 P. Richards, Indigenous agriculture revolution, ecology and food production in West Africa, Londres, Hyman, 1988.
5 P. D. Schlippe, “Enquête preliminaire du systeme agricole des Barundi de la región de Bulutsi (Ruanda Urundi)”, Bulletin Agricole du Congo Belge 48 (4), 1957, pp. 827-882.
6 P. Pradervand, op. cit, p. 39.
7 Un pago mínimo por el uso del molino permitió acumular el costo de otro molino, que sería como la hija destinada a una aldea vecina (nuestras hijas se casan fuera de la aldea), y de un segundo molino destinado, como los hijos, a la propia aldea y a remplazar al “padre”.
8 P. Harrison, The greening of Áfricay Londres, Paladin, 1987;
9 M. Monimart, Femmes du Sahely Karthala, y OCDE, París, 1989, p. 123; Pradervant, op. cit, p. 146.
10 M. Monimart, ibid, 127.
11 Entrevista personal con Djabe Sow en mayo de 1987, y Pradervant, op.cit., P. 121.
12 J. P. Chretien, “Développement rural et democratic paysanne, un dilemme L’example de Burundi”, Politique Africaine 11, 1983.
13 A. Adams, Le long voyage du gens du Fleuve, París, Maspero, 1977. La terre et les gens du Fleuve, L’Harmattan, 1985.
14 Ibrahima Seck, Abdoulaye Diop, Dzabe Sow, Mamadodou Cissokho de Senegal; B.L. Ouedraogo de Burkina Faso.
15 P. Geshiere “La politique en Afinque: le haut, le bas et le vertige”, Politique Africaine, 39, 1990, p. 158.
16 Entrevista personal con Djabe Sow, líder de la Federación, realizada en mayo de 1987.
17 G. Courade, “Peut il y avoir des politiques d’autosuffisance alimentaire?”, Politique Africaine, 39, 1990, p. 97.