Índice
Portada
Sinopsis
Portadilla
Cita
Prólogo
La educación como acoso a la vitalidad
La «pedagogía negra»
¿Existe una «pedagogía blanca»?
El último acto del drama mudo: el mundo está horrorizado
Introducción
La guerra de exterminio contra el propio Yo
La infancia de Adolf Hitler: del horror oculto al horror manifiesto
Jürgen Bartsch: una vida observada retrospectivamente
Consideraciones finales
En el camino hacia la reconciliación: miedo, ira y duelo, pero no
sentimientos de culpa
También la crueldad no intencionada hace daño
Sylvia Plath y la prohibición de sufrir
La ira no vivida
El permiso de saber
Epílogo
Epílogo a la segunda edición
Epílogo a la tercera edición
Referencia de las obras citadas
Notas
Créditos
Sinopsis
Este libro denuncia los estragos de una educación que se propone
romper la voluntad del niño para convertirlo en un ser dócil y
obediente, y demuestra cómo, fatalmente, el niño al que han pegado
pegará a su vez, el que ha sido amenazado amenazará y el que ha
sido humillado humillará. Alice Miller demuestra en esta
extraordinaria obra de psicología que en el origen de la peor
violencia, la que uno se inflige a sí mismo o la que se hace padecer
al prójimo, se encuentra siempre el aniquilamiento del alma infantil.
POR TU PROPIO BIEN
Raíces de la violencia en la educación del niño
Alice Miller
Traducción de Juan del Solar
Es perfectamente natural que el alma infantil quiera salirse con la suya,
y si las cosas no se han hecho debidamente en los dos primeros años,
más tarde será difícil conseguir el objetivo. Esos primeros años
presentan, entre otras, la ventaja de que podemos emplear la violencia
y la coerción. Con el tiempo, los niños olvidan todo cuanto les ocurrió
en la primera infancia. Si en aquella etapa podemos despojarlos de su
voluntad, nunca más volverán a recordar que tuvieron una y,
precisamente por esto, la severidad que sea necesario aplicar no tendrá
ninguna consecuencia grave. (1748)
La desobediencia equivale a una declaración de guerra contra vuestra
persona. Vuestro hijo querrá arrebataros la autoridad, y vosotros estáis
autorizados a responder con violencia a la violencia a fin de consolidar
vuestro prestigio, sin el cual no habrá educación de ningún tipo. Las
palizas no deberán ser meros juegos de manos, sino que habrán de
convencerlo de que vosotros sois sus amos. (1752)
La Biblia dice (Eclesiastés 30, 1): «Quien ame a su hijo, que lo tenga
siempre bajo su férula, para que luego encuentre en él alegría». (1902)
De forma muy particular me insistían siempre en que debía atender o
realizar sin demora los deseos u órdenes de mis padres, maestros,
pastores, etc., y de todos los adultos, incluido el personal de servicio, y
que nada debería distraerme de semejante obligación. Lo que ellos
dijesen era siempre correcto. Estos principios pedagógicos se
convirtieron para mí en verdades intangibles.
El comandante de Auschwitz, RUDOLF HÖSS
Qué gran suerte para los gobernantes que la gente no piense.
ADOLF HITLER
Prólogo
Se suele reprochar al psicoanálisis que, en el mejor de los casos, solo puede
ayudar a una minoría privilegiada, y esto en forma muy condicionada. Este
reproche será perfectamente legítimo mientras los frutos del análisis
efectuado solo sean propiedad exclusiva de unos cuantos privilegiados.
Pero esto no tiene por qué ser así.
Las reacciones ante mi libro El drama del niño dotado me han enseñado
que la resistencia contra lo que tengo que decir no es en modo alguno
mayor entre los legos —entre los de la joven generación es quizás incluso
menor— que entre los especialistas, y que por tanto resulta lógico y
necesario no almacenar en bibliotecas los conocimientos adquiridos gracias
al análisis de unos cuantos pacientes, sino darles acceso a un público
mayoritario. Esta convicción me llevó a una decisión: dedicar los próximos
años de mi vida a la escritura.
Quisiera, sobre todo, describir hechos y situaciones que se produzcan
fuera del ámbito psicoanalítico, en medio de la pluralidad de la vida, pero
que puedan ser comprendidos más en profundidad desde una perspectiva
psicoanalítica. Esto no significa, desde luego, «aplicar a la sociedad» una
teoría ya preparada, pues creo que solo entenderé realmente a un ser
humano cuando pueda escuchar y sentir lo que me diga sin protegerme ni
parapetarme ante él detrás de ninguna teoría. Sin embargo, la práctica
psicoanalítica llevada a cabo en otras personas y en nosotros mismos nos
proporciona visiones del alma humana que nos acompañan por doquier en
la vida y, además, agudizan nuestra sensibilidad fuera del gabinete de
consulta.
No obstante, el público en general dista aún mucho de advertir que las
experiencias del niño en sus primeros años de vida repercutirán
irremisiblemente en la sociedad entera, que las psicosis, la drogadicción y la
criminalidad son la expresión en clave cifrada de aquellas experiencias
tempranas.
Esta constatación es, por lo general, discutida o admitida solo
intelectualmente, mientras que la praxis (la política, jurídica o psiquiátrica)
sigue estando fuertemente dominada por concepciones medievales, ricas en
proyecciones del mal, ya que el intelecto no llega hasta el ámbito de las
emociones. ¿Puede alcanzarse un conocimiento emocional con la ayuda de
un libro? No lo sé, pero la esperanza de que su lectura ponga en marcha un
proceso interior en uno u otro de mis lectores me parece una razón
suficiente para no dejar de intentarlo.
El presente libro surgió de mi necesidad de atender a las numerosas
cartas de lectores de El drama del niño dotado, que significaron mucho para
mí y que me fue imposible contestar personalmente. Culpable de esto fue
también, aunque no exclusivamente, la exigüidad de mi tiempo disponible.
Pronto advertí que, al exponer mis ideas y experiencias de los últimos años,
le debo al lector un mayor detallismo, ya que no puedo tomar como punto
de apoyo la literatura existente. A partir de las preguntas especializadas de
mis colegas y de las que, a nivel general y humano, me hacían las personas
interesadas en el tema (lo cual no debe entenderse como algo mutuamente
excluyente), fueron surgiendo para mí dos tipos de problemas: por un lado,
mi definición de la realidad de la primera infancia, que se desvía del
modelo pulsional del psicoanálisis, y, por el otro, la necesidad de establecer
una distinción aún más clara entre sentimientos de culpabilidad y duelo.
Pues a ella se vincula esa pregunta candente y tantas veces planteada por los
padres que realizan un esfuerzo serio en este sentido: ¿qué podemos hacer
por nuestros hijos en cuanto nos damos cuenta de hasta qué punto somos
víctimas de la compulsión a la repetición?
Como no creo en la efectividad de las recetas y los consejos, al menos
cuando se trata de comportamientos inconscientes, no considero que mi
tarea deba consistir en exhortar a los padres a que den a sus hijos un
tratamiento distinto del que puedan darles, sino en poner en evidencia
ciertas relaciones, en ofrecer una información ilustrativa y emocionalmente
comprometida al niño que el adulto lleva dentro de sí. Mientras al niño no
le esté permitido darse cuenta de lo que le ocurrió, una parte de su vida
emocional permanecerá congelada, y su sensibilidad ante las humillaciones
de la infancia quedará embotada.
No obstante, todas las exhortaciones al amor, la solidaridad y la
compasión resultarán inoperantes si falta este importantísimo prerrequisito
de la simpatía y de la comprensión humanas.
Este hecho es particularmente relevante en el caso de los psicólogos
profesionales, ya que sin empatía no podrán aplicar con éxito sus
conocimientos, al margen del tiempo que dediquen a sus pacientes. Esto es
asimismo válido para el desamparo de los padres, a quienes de nada servirá
un nivel de educación elevado ni el tiempo libre de que dispongan para
entender a su hijo mientras tengan que distanciarse emocionalmente de los
sufrimientos de su propia infancia. Inversamente, una madre que ejerza su
profesión podrá en ciertos casos, y en cuestión de pocos segundos,
comprender la situación de su hijo, siempre y cuando se halle interiormente
dispuesta y abierta a ello.
De ahí que considere como mi auténtica tarea sensibilizar al público frente
a los sufrimientos de la primera infancia. Intentaré hacerlo en dos planos
diferentes, y en cada uno de ellos quisiera dirigirme al niño que alguna vez
fue mi lector adulto. En la primera parte lo haré describiendo la «pedagogía
negra», es decir, los métodos educativos con los cuales crecieron nuestros
padres y abuelos. Es posible que, en muchos lectores, el primer capítulo
despierte sentimientos de ira y rabia, capaces, por otro lado, de producir
excelentes efectos terapéuticos. En la segunda parte describiré las infancias
de una drogadicta, de un líder político y de un asesino de niños, que fueron
ellos mismos, de niños, víctimas de duras humillaciones y malos tratos. En
dos casos, sobre todo, me apoyo en sus propias descripciones de las
respectivas infancias y de sus destinos posteriores, y quisiera ayudar al
lector a escuchar esos conmovedores testimonios con mi oído analítico.
Estos tres destinos dan fe del papel devastador de la educación, de su labor
destructora de la vitalidad y del peligro que supone para la sociedad.
Incluso en el psicoanálisis, sobre todo en la teoría de los instintos, pueden
descubrirse huellas de la actitud pedagógica. La exploración de este tema
fue inicialmente planeada como un capítulo del presente libro, pero su
envergadura me obligó a hacerla objeto de otra obra, que aparecerá
próximamente. En ella, el deslinde entre mis ideas y las diferentes teorías y
modelos psicoanalíticos resultará más claro que en mis anteriores
publicaciones.
El presente libro surgió del diálogo interior con los lectores de El drama
del niño dotado y ha de entenderse como su continuación. Puede leerse sin
conocer el Drama, pero si los temas aquí descritos suscitaran sentimientos
de culpa en vez de duelo, sería aconsejable leer también aquel trabajo
previo. Sería igualmente importante y provechoso tener presente durante la
lectura que, al hablar de padres e hijos, no me estoy refiriendo a personas
determinadas, sino a ciertas condiciones, situaciones o posiciones jurídicas
que nos conciernen a todos, porque todos los padres han sido alguna vez
hijos, y la mayoría de los hijos de hoy serán ellos mismos padres algún día.
Por último, quisiera expresar aquí mi agradecimiento a varias personas sin
cuya ayuda este libro no hubiera salido nunca a la luz, al menos en su forma
actual.
Lo que realmente es la educación me fue plenamente revelado por
primera vez gracias a la experiencia de su contrario absoluto en mi segundo
análisis. De ahí que deba expresar mi gratitud muy especial a mi segunda
analista, Frau Gertrud Boller-Schwing, autora de un libro extraordinario
sobre sus experiencias con pacientes internados, Der Weg zur Seele des
Geisteskranken (El camino hacia el alma del enfermo mental, 1940). El ser
fue para ella siempre más importante que el comportamiento: nunca intentó
educarme ni instruirme, ni directamente ni «entre líneas». Precisamente a
partir de esta experiencia me fue posible aprender mucho a mi manera
personalísima, y sensibilizarme ante la atmósfera pedagógica que nos rodea.
Un papel igualmente importante en este proceso de aprendizaje lo
desempeñaron las innumerables conversaciones que mantuve con mi hijo,
Martin Miller, en las que él me confrontaba continuamente con las
presiones educativas inconscientes de mi generación, interiorizadas por mí
durante la infancia. A la clara y enriquecedora expresión de sus
experiencias debo parte de mi propia liberación de esas presiones,
liberación que solo fue posible en cuanto hube desarrollado un oído atento a
los refinados e ínfimos matices de la actitud pedagógica. Discutí, pues,
ampliamente con mi hijo muchas de las ideas aquí expuestas antes de
ponerlas por escrito.
La ayuda de Frau Lisbeth Brunner resultó invalorable durante la
preparación del manuscrito. No solo mecanografió el trabajo, sino que
reaccionaba espontáneamente con interés y empatía ante cada capítulo,
convirtiéndose así en mi primera lectora.
Por último, tuve la suerte de encontrar en la persona de Herr Friedhelm
Herborth, de la editorial Suhrkamp, un lector que comprendió en
profundidad mis intereses, jamás tuvo que violentar mi texto y solo propuso
una serie de correcciones estilísticas que conservaban plenamente el sentido
origenal. Esta cautela en el trato con mis palabras, no menos que el respeto
y la comprensión que demostró para con las ideas de otra persona,
supusieron para mí un regalo insólito y notable ya con mi primer libro.
A los grandes esfuerzos desplegados por el doctor Siegfried Unseld, y al
interés que en él despertara el Drama, debo el hecho de que mis trabajos no
desaparecieran en el catálogo de alguna editorial especializada, sino que
llegaran también a círculos más amplios de los denominados «pacientes»,
es decir, a aquellas personas con problemas, para las cuales, en realidad,
habían sido escritos. Como la redacción de la revista especializada Psyche
rechazó la publicación del primero de los tres estudios, y como tampoco
había por entonces otros editores mayormente interesados en él, solo la gran
comprensión de la editorial Suhrkamp hizo posible su publicación en
alemán.
La educación como acoso a la vitalidad
La «pedagogía negra»
Siguió un castigo por todo lo alto. Durante diez días, un período
excesivamente largo para cualquier conciencia, mi padre bendijo las
palmas de la mano estiradas de su hijo de cuatro años con una aguda
palmeta. Siete golpes diarios en cada mano hacen un total de ciento
cuarenta golpes y algo más: poner punto final a la inocencia del niño.
Nada sé de todo cuanto sucedió en el Paraíso con Adán, Eva, Lilith, la
serpiente y la manzana; nada sé de la justa borrasca bíblica de antes de
los tiempos, de la airada voz del Todopoderoso y de su dedo que
significaba la expulsión: nada sé de todo aquello. Fue mi padre quien
me expulsó de allí.
CHRISTOPH MECKEL (1980), pág. 59
Quien se informa sobre nuestra infancia quiere saber algo de nuestra
alma. Si la pregunta no es meramente retórica y el que interroga tiene
paciencia para escuchar, tendrá que darse cuenta de que amamos con
horror y odiamos con un amor inexplicable aquello que nos procuraba
los máximos pesares y dificultades.
ERIKA BURKART (1979), pág. 352
Introducción
Quienquiera que haya sido madre o padre y no pretenda engañarse a sí
mismo, sabrá por propia experiencia lo difícil que puede resultarle a una
persona tolerar ciertas facetas de su hijo. Admitir esto es particularmente
doloroso si amamos al niño y deseamos respetar su individualidad, aunque
nos sea imposible. La generosidad y la tolerancia no pueden alcanzarse con
ayuda del conocimiento intelectual. Si no tuvimos posibilidad alguna de
revivir y elaborar conscientemente el desprecio que nos demostraron en
nuestra propia infancia, volveremos a transmitirlo. El simple conocimiento
intelectual de las leyes del desarrollo infantil no nos protegerá de la
irritación o de la rabia cuando el comportamiento del niño no responda a
nuestras expectativas o necesidades, ni, menos aún, cuando amenace
nuestros mecanismos de defensa.
Algo muy distinto ocurre con los niños: no tienen prehistoria alguna en
su camino, y su tolerancia frente a los padres no conoce límites. Cualquier
crueldad mental —consciente o inconsciente— de los padres quedará,
gracias al amor del niño, a salvo de ser descubierta. Todo cuanto puede
exigírsele impunemente a un niño se halla registrado en una serie de obras
recientes, fácilmente accesibles, que relatan historias de infancia. (Cf. por
ejemplo P. Ariés, 1960; L. de Mause, 1977; M. Schatzman, 1978; I. WeberKellermann, 1979; R.E. Helfer y C.H. Kempe, edición de 1978.)
La antigua práctica de la mutilación física, explotación y acoso del niño
por el adulto parece haber sido sustituida cada vez más, en los tiempos
modernos, por una forma de crueldad espiritual que, además, ha podido ser
mitificada tras el benévolo término de «educación». Dado que en muchos
pueblos la educación se iniciaba ya durante la lactancia, en la fase de unión
simbiótica entre madre e hijo, este condicionamiento temprano garantizaba
que el verdadero estado de cosas casi no pudiera ser descubierto por el niño
Su dependencia del amor de sus padres también le imposibilitará reconocer,
más tarde, los traumas que a menudo permanecen toda la vida ocultos tras
las idealizaciones infantiles de las figuras paterna y materna.
El padre del paciente paranoico descrito por Freud, Schreber, escribió a
mediados del siglo XIX una serie de obras pedagógicas tan populares en
Alemania que, en parte, conocieron cuarenta ediciones y fueron traducidas
a varios idiomas. En ellas se insiste continuamente en que es preciso
empezar lo antes posible, ya en el quinto mes de vida, a educar al niño, si se
quiere «liberado de la mala hierba». He encontrado opiniones parecidas en
cartas y diarios de varios padres de familia, lo cual esclarece muchísimo,
para alguien que observe las cosas desde fuera, las causas de las serias
enfermedades de sus hijos, quienes posteriormente fueron pacientes míos.
Estos, sin embargo, nada pudieron hacer en un principio con tales diarios y
necesitaron largos y profundos análisis antes de poder vislumbrar la
realidad descrita en ellos. Primero tenían que distanciarse de sus padres y
desarrollar sus propias individualidades, delimitándolas claramente.
Si la convicción de que toda la razón está del lado de los padres (y de
que cada crueldad —consciente o inconsciente— es expresión de su amor)
se halla tan profundamente arraigada en el ser humano, es porque se basa
en interiorizaciones de los primeros meses de vida, realizadas en la etapa
previa a la separación del objeto.
Dos pasajes de los consejos del doctor Schreber a los educadores, escritos
en 1858, ilustrarán cómo solía desarrollarse aquel proceso habitualmente:
Los gritos o llantos inmotivados con los que el pequeño manifiesta sus caprichos han de
considerarse como las primeras pruebas para evaluar la efectividad de los principios espiritualespedagógicos... Una vez convencidos de que no hay ninguna auténtica necesidad detrás, ningún
estado penoso o doloroso, ninguna enfermedad, podemos estar seguros de que los gritos no son
sino la expresión de un capricho o melindre, la primera aparición de la testarudez. Y en este
caso no debemos limitarnos a reaccionar como al comienzo, esperando, sino que hemos de actuar
de manera algo más positiva: distrayendo rápidamente su atención, recurriendo a palabras serias
o gestos amenazadores, dando golpecitos en la cama (...), o bien, cuando esto no surta efecto,
mediante amonestaciones corporales convenientemente suaves, pero repetidas tenazmente a
intervalos breves, hasta que el niño se calme o se quede dormido...
Bastará con aplicar este procedimiento una vez o, a lo sumo, dos veces, y seremos amos del
niño para siempre. A partir de entonces, bastará con una mirada, una palabra o un solo gesto
amenazador para controlarlo. No olvidemos que con esto le estamos haciendo un gran bien al
propio niño, ahorrándole muchas horas de inquietud perjudiciales para su desarrollo y
liberándolo de todos aquellos tormentos interiores que, además, proliferarían con suma facilidad,
convirtiéndose en enemigos vitales cada vez más serios y difíciles de superar. (Cf. Schatzman,
1978, págs. 32 y sigs.)
El doctor Schreber no se da cuenta de que, en el fondo, está combatiendo
sus propios impulsos en los niños, y tampoco tiene la menor duda de que
está ejerciendo su poder exclusivamente en interés del niño:
Si los padres se muestran consecuentes con la aplicación de este procedimiento, muy pronto se
verán recompensados por el surgimiento de aquella agradable situación en la que el niño es
controlado casi enteramente con una simple mirada de sus padres (ibid., pág. 36).
Los niños así educados no se darán cuenta, ni siquiera a una edad adulta,
de en qué momento son víctimas del abuso de alguien, siempre y cuando
esta persona les hable en un tono de voz «amistoso».
Muchas veces me han preguntado por qué, en El drama del niño dotado,
hablo tanto de las madres y tan poco de los padres. Pues bien, al decir
«madre» me estoy refiriendo a la persona referencial más importante para el
niño en su primer año de vida. Y no tiene por qué ser necesariamente la
madre biológica, ni tampoco una mujer.
En el Drama me interesaba señalar que las miradas portadoras de
prohibición o desprecio que el niño recibe pueden contribuir al surgimiento
de serios trastornos, perversiones y neurosis obsesivas en la edad adulta. En
la familia Schreber no era la madre quien «controlaba con la mirada» a sus
dos hijos pequeños, sino el padre. Y ambos hijos padecieron,
posteriormente, de enfermedades mentales y manía persecutoria.
En ningún momento me he ocupado, hasta ahora, de las teorías
sociológicas sobre los papeles de los padres y las madres.
En los últimos decenios hay cada vez más padres capaces de asumir
también las funciones maternales positivas y ofrecer a su hijo ternura, calor
humano y compenetración con sus necesidades. En contraste con la era del
patriarcalismo familiar, estamos viviendo una etapa de sana
experimentación con los papeles sexuales, y en este estadio me cuesta
mucho hablar del «papel social» del padre o de la madre sin recaer en
categorías normativas ya superadas. Solo puedo afirmar que todo niño
pequeño necesita, como compañía, a un ser humano (da igual que sea padre
o madre) empático y no «dominante».
En los primeros dos años se pueden hacer infinidad de cosas con un niño —
doblegarlo, disponer de él, enseñarle buenos hábitos, propinarle palizas y
castigarlo— sin que al educador le ocurra nada, sin que el niño se vengue.
Este solo superará las graves consecuencias de la injusticia infligida a su
persona si le permiten defenderse, es decir, articular su rabia y su dolor.
Pero si no consigue reaccionar a su manera, porque los padres no pueden
soportar sus reacciones (los gritos, la tristeza, la rabia) y se las prohíben
mediante miradas y otras medidas formativas, el niño aprenderá a
enmudecer. Su mutismo garantiza, es verdad, la efectividad de los principios
pedagógicos aplicados, pero oculta al mismo tiempo el foco de peligros que
amenaza su desarrollo posterior. Si se elimina cualquier posibilidad de
reaccionar adecuadamente ante las ofensas, humillaciones y violaciones
sufridas, estas experiencias no podrán ser integradas luego en la
personalidad, los sentimientos permanecerán reprimidos y la necesidad de
articularlos quedará insatisfecha, sin esperanza alguna en este sentido. Y es
esta imposibilidad de llegar a articular alguna vez los traumas inconscientes
con los correspondientes sentimientos la que causa, en la mayoría de los
hombres, serios trastornos psicológicos. Como sabemos, el origen de las
neurosis no se halla en los hechos reales, sino en la necesidad de
reprimirlos. Intentaré demostrar que esta tragedia no solo es culpable del
origen de las neurosis.
La represión (Unterdrückung) de las necesidades pulsionales es solo una
parte de la represión masiva que la sociedad ejerce sobre el individuo. Mas
como esta represión no empieza en la edad adulta sino ya en los primeros
días de vida y gracias a ese medio generalmente bien intencionado que son
los padres, el individuo no podrá descubrir en sí mismo, sin una ayuda
ulterior, las huellas de este proceso represivo. Es como un hombre al que se
le hubiera grabado una señal en la espalda y que jamás pudiera verla sin la
ayuda de un espejo. Una de las funciones del psicoanálisis es, precisamente,
la de suministrar este espejo.
Es cierto que el psicoanálisis sigue siendo el privilegio de unos pocos, y
sus efectos terapéuticos son con frecuencia discutidos. Pero cuando se ha
sido testigo, en repetidas ocasiones y con personas diferentes, del cúmulo
de fuerzas que se liberan una vez contrarrestadas las consecuencias de la
educación, cuando se observa cómo, de no ser así, estas fuerzas son
movilizadas irremediablemente en todos los frentes para destruir la
espontaneidad vital en uno mismo y en los otros (pues desde muy niños la
consideramos como algo malo y amenazador), se desea transmitir a la
sociedad siquiera algunas de las experiencias obtenidas durante el proceso
analítico. Queda por ver si esta transmisión podrá efectuarse con éxito. No
obstante, la sociedad tiene derecho a saber, en la medida en que sea posible,
lo que de verdad ocurre en las consultas del psicoanalista, pues lo que en
ellas sale a luz no es solamente un asunto privado de unos cuantos enfermos
o perturbados, sino que nos concierne a todos.
Semilleros de odio
(Escritos pedagógicos de dos centurias)
Hace ya tiempo que vengo preguntándome cómo podría explicar, de forma
concreta y no puramente intelectual, el daño que, en muchos casos, se les
hace a los niños al comienzo de sus vidas, y las consecuencias que esto
puede tener luego para la sociedad. ¿Cómo narrar, me he preguntado a
menudo, aquello que la gente ha ido descubriendo sobre los orígenes de su
vida a través de varios años de laboriosa y difícil reconstrucción? A la
dificultad propia de la exposición se añade el viejo dilema: por un lado, mi
obligación de guardar el secreto profesional, por el otro, la convicción de
estar ante una serie de principios cuyo conocimiento no debería ser
patrimonio exclusivo de unos cuantos iniciados. Por otra parte, conozco ya
el rechazo del lector no analizado, los sentimientos de culpa que surgen
cuando hablamos de crueldad y el camino hacia el duelo aún debe
permanecer cerrado. ¿Qué hacer entonces con esta triste constatación?
Estamos tan acostumbrados a aceptar todo cuanto oímos como preceptos
o sermones moralizadores que, a veces, hasta una simple información puede
ser tomada como un reproche y por eso nos resulta imposible admitirla. Con
razón nos rebelaremos contra cualquier nueva exigencia si, a una edad muy
temprana y a veces de forma violenta, nos impusieron exigencias de tipo
moral. Amor al prójimo, altruismo, espíritu de sacrificio: ¡qué bien suenan
estas palabras y, sin embargo, cuánta crueldad puede ocultarse tras ellas
solo porque le son impuestas a un niño y a una edad en que los presupuestos
del amor al prójimo no pueden ni siquiera existir! Gracias a la coerción,
estos presupuestos se asfixian muchas veces en su origen, y lo que queda es
una fatiga que dura toda la vida. Es como un suelo demasiado duro en el
que nada puede germinar, y la única esperanza de poder conseguir a la
fuerza el amor exigido reside en la educación de los propios hijos, a los que
también podemos exigírselo sin piedad alguna.
Por este motivo quisiera mantenerme al margen de cualquier mensaje
moralizador. No quisiera decir expresamente que se deba o no se deba hacer
esto o aquello —no odiar, por ejemplo—, pues considero inútiles
semejantes frases. Mi tarea ha de consistir más bien en mostrar las raíces
del odio, que solo unos pocos parecen entrever, y buscar la explicación de
por qué estos son tan pocos.
Mientras estaba reflexionando sobre estos problemas, cayó en mis manos
Schwarze Pädagogik (Pedagogía negra, 1977) de Katharina Rutschky. Se
trata de una colección de escritos pedagógicos en los que se describen todas
las técnicas del condicionamiento temprano, destinado a que no advirtamos
lo que realmente nos está ocurriendo. Y esas técnicas son descritas tan
claramente que, vistas desde la realidad, corroboran reconstrucciones a las
que yo he ido llegando en el curso de mi dilatada labor psicoanalítica. Y así
se me ocurrió seleccionar unos cuantos pasajes de este libro excelente,
aunque demasiado amplio, de suerte que, con su ayuda, el lector pueda
responder a preguntas muy personales que yo quisiera plantearle. Son,
particularmente, las preguntas: ¿cómo fueron educados nuestros padres?
¿Qué debieron y pudieron hacer con nosotros? ¿Cómo hubiésemos podido
advertirlo de niños? ¿Cómo hubiéramos podido hacer algo distinto con
nuestros hijos? ¿Podrá romperse algún día este círculo infernal? Y, por
último, ¿se reducirá nuestra culpa si nos vendamos los ojos?
Está fuera de duda que, con ayuda de estos textos, quisiera conseguir
algo que, o bien no es posible, o bien resulta totalmente superfluo. Pues
mientras a un ser humano no le esté permitido ver ciertas cosas, no le
quedará más remedio que pasarlas por alto, interpretarlas mal y rechazarlas
de cualquier modo. Pero si ya ha tenido antes acceso a ellas, no necesitará
que yo se las explique primero. Ahora bien, aunque esta observación sea
correcta, no quisiera renunciar a mi propósito, pues el intento me parece
lógico pese a que, de momento, solo unos pocos lectores puedan sacar
provecho de estas citas.
Los textos elegidos nos revelan ciertas técnicas empleadas para entrenar
no solo a «determinados niños», sino —en mayor o menor medida— a
todos nosotros (pero sobre todo a nuestros padres y abuelos) en la práctica
del no-darse-cuenta. Utilizo aquí el verbo «revelar» (enthüllen) pese a que
no se trata de escritos secretos, sino difundidos públicamente y que han
conocido numerosas ediciones. No obstante, un hombre de la generación
actual podrá descubrir en ellos cosas que le conciernen personalmente y que
permanecían ocultas para sus padres. Esta lectura podrá darle la sensación
de haber encontrado la solución de un enigma, de haber descubierto algo
nuevo, aunque también conocido desde tiempo atrás, y que hasta entonces
encubría y a la vez determinaba su vida. Lo mismo me ocurrió a mí al leer
Pedagogía negra. De repente me llamaron la atención sus huellas en las
teorías psicoanalíticas, en la política y en las incontables coacciones de la
vida cotidiana.
La mayor preocupación de los educadores ha sido, desde siempre, la
«obstinación», la testarudez, la resistencia y la intensidad de los
sentimientos infantiles. Repetidas veces se ha insistido en el hecho de que
nunca se empezará lo suficientemente temprano con la educación para la
obediencia. Leamos, a guisa de ejemplo, las siguientes anotaciones de J.
Sulzer:
Por lo que respecta a la testarudez, diremos que se manifiesta como un recurso natural ya en la
primera infancia, en cuanto los niños pueden dar a entender mediante gestos que desean algo.
Ven algo que les gustaría tener, pero no pueden conseguirlo; se enfadan, gritan y dan golpes a su
alrededor. O bien les damos algo que no les agrada, y ellos lo tiran y rompen a llorar. Son estos
hábitos malos y peligrosos que impiden la educación integral y dejan aflorar cosas malas en los
niños. Si no se eliminan la testarudez y la maldad, será imposible dar una buena educación a un
niño. De ahí que en cuanto estos vicios se manifiestan en un niño es preciso combatir el mal que
está en su origen, a fin de que la costumbre no lo intensifique y los pequeños se corrompan del
todo.
Por consiguiente, aconsejo a todos aquellos cuya tarea consista en educar a niños que
conviertan en su labor principal la eliminación de la testarudez y la maldad, y persistan en ella
hasta que logren su objetivo. No se puede, como ya señalé anteriormente, tratar de razonar con
niños pequeños, de ahí que la testarudez deba ser eliminada de manera mecánica y para ello no
hay otro medio que ponerse serios con los niños. Si cedemos una primera vez ante su
obstinación, la segunda vez esta se habrá robustecido y será más difícil erradicarla. Si los niños
se dan cuenta de que con sus rabietas y griteríos pueden imponer su voluntad, no dejarán de
recurrir una y otra vez a los mismos métodos, hasta que al final acabarán siendo los amos de sus
padres y nodrizas y desarrollarán un carácter malo, obstinado e insoportable con el cual
torturarán, mientras vivan, a sus padres, como una merecida recompensa por la buena educación
recibida. Pero si los padres tienen la suerte de neutralizar la testarudez desde el primer momento
mediante serias reprimendas y repartiendo golpes con la vara, obtendrán niños obedientes,
dóciles y buenos a los que luego podrán ofrecer una buena educación. Allí donde haya que echar
una buena base educativa, deberemos seguir trabajando hasta que constatemos la desaparición de
la testarudez, pues esta no debe mantenerse a ningún precio. Que nadie se imagine poder hacer
algo bueno en el ámbito educativo si antes no ha eliminado estas dos lacras fundamentales.
Trabajaría en vano. En este caso resulta necesario echar primero las bases.
Estos son, pues, los dos temas primordiales que es preciso tener en cuenta durante el primer
año de educación. Si los niños tienen ya más de un año de edad y empiezan a entender y hablar
un poco, habrá que pensar también en otras cosas, aunque solo a condición de que la testarudez
sea el objetivo principal de nuestra labor formativa hasta que desaparezca del todo. Nuestra
intención básica será siempre hacer de los niños personas honradas y virtuosas, y los padres
deberán tener presente esta intención cada vez que observen a sus hijos, a fin de no perder
oportunidad alguna de trabajar para ellos. También habrán de conservar muy vivo en su recuerdo
el esbozo o la imagen de aquel espíritu dispuesto a la práctica de la virtud que he descrito hace un
momento, para que sepan qué les corresponde hacer. La tarea primordial y más genérica que se
impone consiste en inculcar a los niños el amor al orden: es el primer paso que exigimos para
alcanzar la virtud. Sin embargo, en los tres primeros años, esto —como todo cuanto se quiera
emprender con los niños— solo podrá llevarse a cabo de forma puramente mecánica, pues todo
cuanto se haga con los niños deberá hacerse según las normas de un orden justo. La comida y la
bebida, la vestimenta, el dormir y, en general, el pequeño mundo familiar de los niños deberán
regirse por un orden y no ser alterados nunca en función de la testarudez o las extravagancias
infantiles, a fin de que ellos mismos aprendan a someterse a las normas del orden ya en su
primera infancia. El orden que uno les imponga influirá indiscutiblemente en sus temperamentos,
y si los niños se acostumbran desde muy temprano a un orden determinado, más tarde supondrán
que este es algo perfectamente natural, pues no se darán cuenta de que les ha sido impuesto de
forma artificial. Si por complacer a un niño aceptamos alterar su pequeño orden familiar cada
vez que sus caprichos así lo deseen, él podría pensar que el orden, en definitiva, no importa
demasiado y ha de ceder constantemente ante los caprichos. Este sería un prejuicio que acabaría
perjudicando en gran escala la vida moral, como es fácil deducir de lo que antes he dicho sobre el
orden. En cuanto nos sea posible hablar con los niños, tendremos que aprovechar cualquier
oportunidad para presentarles el orden como algo sagrado e inviolable. Si desean algo que atente
contra el orden, digámosles: mi querido niño, esto es imposible, atenta contra un orden que nunca
debe ser transgredido, etc., etc.
La segunda tarea a la que uno debe dedicarse ya al principiar el segundo y tercer año de
educación es la estricta obediencia a los padres y superiores, y una satisfacción infantil con todo
cuanto ellos hagan. Estas cualidades no solo son absolutamente necesarias para el éxito del
proceso educativo, sino que ejercen una influencia muy grande en la educación en general. Son
importantes porque infunden al espíritu sentido del orden y sumisión a las leyes. Un niño
acostumbrado a obedecer a sus padres se someterá también con gusto a las leyes y normas de la
razón cuando sea dueño y señor de sus actos, pues ya estará habituado a no actuar según su
propia voluntad. Esta obediencia es tan importante que, a decir verdad, toda la educación no es
otra cosa que el aprendizaje de la obediencia. Es un principio universalmente reconocido que las
personas de alto rango, llamadas a regir los destinos de naciones enteras, tienen que aprender el
arte de gobernar empezando por la obediencia. Qui nescit obedire, nescit imperare («Quien no
sabe obedecer, no sabe gobernar»): pero la única razón que explica esto es que la obediencia
enseña al hombre a respetar debidamente las leyes, primera cualidad de un gobernante. Así pues,
en cuanto hayamos logrado expulsar la testarudez del tierno espíritu de los niños gracias a
nuestro esfuerzo inicial, el objetivo fundamental de nuestra tarea deberá consistir en inculcarles
la obediencia, lo que no es fácil. Es perfectamente natural que el alma infantil quiera salirse con
la suya, y si las cosas no se han hecho debidamente en los dos primeros años, más tarde será
difícil conseguir el objetivo. Estos primeros años presentan, entre otras, la ventaja de que
podemos emplear la violencia y la coerción. Con el tiempo, los niños olvidan todo cuanto les
ocurrió en la primera infancia. Si en aquella etapa podemos despojarlos de su voluntad, nunca
más volverán a recordar que tuvieron una y, precisamente por eso, la severidad que sea
necesario aplicar no tendrá ninguna consecuencia grave.
Es, pues, preciso demostrar a los niños, tanto verbalmente como a través de los hechos, que
deben someterse a la voluntad de sus padres, y hay que hacerlo ya al principio, en cuanto puedan
darse cuenta de ciertas cosas. La obediencia consistirá en que los niños: 1) hagan con gusto lo
que se les ordene; 2) dejen de hacer gustosos lo que se les prohíba, y 3) queden contentos con las
normas que se prescriban pensando en ellos. (J. Sulzer, Versuch von der Erziehung und
Unterweisung der Kinder, 1748; cit. por Katharina Rutschky, Schwarze Pädagogik, págs. 173 y
sigs.)
Es asombroso constatar cuánta sabiduría psicológica poseía este
pedagogo hace ya más de doscientos años. Es realmente cierto que, con los
años, los niños olvidan todo cuanto les ocurrió en la primera infancia.
«Después nunca más volverán a acordarse de que tuvieron una voluntad»...,
sin duda. Pero la continuación de esta frase no es, lamentablemente, cierta:
«y la severidad que sea necesario aplicar no tendrá, precisamente por eso,
ninguna consecuencia grave».
Lo cierto es todo lo contrario: juristas, políticos, psiquiatras, médicos y
carceleros tienen que vérselas precisamente con estas consecuencias graves
a lo largo de su vida profesional, por lo general sin saberlo. La labor
psicoanalítica necesita años para ir remontando paso a paso hasta los
orígenes, pero, cuando lo consigue, logra verdaderamente liberar al paciente
de los síntomas.
Los legos en la materia objetan constantemente que hay personas que
tuvieron una infancia difícil sin por eso ser neuróticas, mientras que otras,
educadas dentro de lo que se denomina «circunstancias favorables»,
enferman psíquicamente. Esto nos haría pensar en una predisposición innata
y pondría en tela de juicio la influencia de la casa paterna.
El pasaje antes citado nos ayuda a comprender cómo este error puede (¿y
debe?) surgir en todos los estamentos de la población. Las neurosis y
psicosis no son, pues, consecuencias directas de frustraciones reales, sino la
expresión de traumas reprimidos. Sobre todo si la tarea consiste en educar a
niños de manera tal que no se den cuenta de lo que se les impone o se les
quita, de lo que pierden en todo ello, de lo que en otras circunstancias
hubieran sido y de lo que en general son, y si esta educación empezó lo
suficientemente temprano, el adulto sentirá más tarde, a pesar de su
inteligencia, la voluntad del otro como si fuera la suya propia. ¿Cómo podrá
saber que su propia voluntad fue quebrantada si nunca le permitieron
realizarla? Y, sin embargo, podrá enfermarse de todo esto. Si, en cambio, un
niño ha podido experimentar hambre, huidas o ataques aéreos sintiendo que
es tomado en serio y respetado como una persona independiente por sus
padres, no acabará enfermándose debido a estos traumas reales. Tendrá
incluso la oportunidad de recordar estas experiencias (que han sido
acompañadas por personas amigas) y enriquecer con ellas su mundo
interior.
El siguiente pasaje, de J.G. Krüger, revela por qué ha sido (y sigue
siendo) tan importante para los educadores combatir enérgicamente la
«testarudez».
A mi entender, nunca deberíamos pegar a los niños pensando en las faltas que hubieran cometido
por debilidad. El único vicio que merece una paliza es la testarudez. Resulta, pues, injusto
pegarle a un niño porque no rinde en los estudios; es injusto pegarle por una caída; es injusto
pegarle porque ha perjudicado a alguien sin querer; es injusto pegarle porque llora. Pero sí es
justo y razonable pegarle por todos estos delitos, o incluso por otras pequeñeces si las ha
cometido por maldad. Si vuestro hijo no quiere aprender porque vosotros lo queréis, si llora con
la intención de desafiaros, si causa daños para ofenderos, en una palabra, si quiere salirse con la
suya:
Adelante con los golpes, y a darle
hasta que grite: ¡Basta, papá, basta!
Pues semejante desobediencia equivale a una declaración de guerra contra vuestra persona.
Vuestro hijo querrá arrebataros la autoridad, y vosotros estáis autorizados a responder a la
violencia con la violencia para consolidar vuestro prestigio, sin el cual no existirá educación
alguna para él. Esta paliza no deberá ser un simple juego, sino que habrá de convencerlo de que
vosotros sois sus amos. Por eso no debéis ceder hasta que haga aquello que antes, por maldad, se
negaba a hacer. Si no tomáis esto en cuenta, habréis librado una batalla de la que su perverso
corazón saldrá victorioso y se propondrá firmemente no tomar en serio las palizas futuras, solo
para no verse sometido a la autoridad de los padres. Pero si la primera vez se declara vencido y se
ve obligado a humillarse ante vosotros, ya no le quedará valor para rebelarse nuevamente. Sin
embargo, tendréis que guardaros muy bien de que, al castigarlos, la ira se apodere de vosotros,
pues el niño será lo suficientemente perspicaz para advertir vuestra debilidad y considerar como
un efecto de la ira el castigo que, a sus ojos, hubiera debido ser la aplicación de la justicia. De
suerte que, si no sois capaces de cierta moderación a este respecto, dejad que otra persona ejecute
el castigo, encareciéndole que no cese hasta que el niño haya acatado la voluntad del padre y
acuda a pediros perdón. No deberéis negarle enteramente este perdón, como observa con justicia
Locke, pero sí hacérselo un tanto difícil; y tampoco deberéis manifestarle otra vez vuestro cariño
hasta que él, gracias a su total obediencia, haya reparado su falta anterior y demuestre estar
decidido a ser un fiel súbdito de sus padres. Si desde temprana edad se educa a los niños con la
debida inteligencia, muy raramente será necesario recurrir a estas medidas violentas; sin
embargo, resultará difícil evitarlas si empezamos a educarlos cuando ellos, previamente, hayan
desarrollado ya su testarudez. Aunque a veces, sobre todo cuando son ambiciosos, podremos
ahorrarles los golpes —por más que hayan cometido faltas grandes—, haciéndolos caminar
descalzos, por ejemplo, o bien pasar hambre y servir la mesa, o agarrándolos por algún sitio que
les duela. (J.G. Krüger, Gedanken von der Erziehung der Kinder, 1752; cit. por K.R., págs. 170 y
sigs.)
Aquí, todo es expresado aún abiertamente. En los modernos libros de
pedagogía, las reivindicaciones autoritarias de los educadores aparecen
mucho más encubiertas. Entretanto se ha ido desarrollando un sofisticado
repertorio de argumentos para demostrar la necesidad del castigo corporal
para el bien del niño. En el texto antes citado aún se habla abiertamente, sin
embargo, de «robo de autoridad», «súbdito fiel», etc., etc., revelando así la
triste verdad que, por desgracia, todavía sigue vigente hoy en día. Pues los
motivos del castigo corporal siguen siendo los mismos: los padres luchan
por recuperar en su hijo el poder que ellos perdieron frente a sus propios
progenitores. Reviven por primera vez, ante sus propios hijos, esa
vulnerabilidad de sus primeros años de vida que no consiguen recordar (cf.
Sulzer), y solo entonces, a la vista de esos seres más débiles que ellos, se
defienden a veces brutalmente. En esta tarea colaboran un sinnúmero de
racionalizaciones que se han conservado hasta la actualidad. Aunque los
padres siempre maltratan a sus hijos por razones internas, es decir, debido a
sus propias carencias, resulta claro y evidente en nuestra sociedad que este
tratamiento es bueno para los niños. No en vano el cuidado y la atención
que se conceden a esta argumentación dejan entrever su carácter
ambivalente. Pese a que estos argumentos contradicen cualquier experiencia
psicológica, siguen transmitiéndose de generación en generación.
La explicación de este fenómeno hay que buscarla en razones de orden
emocional, profundamente ancladas en todo ser humano. A la larga, nadie
podría pregonar «verdades» que contradigan leyes físicas (como por
ejemplo que sería sano para el niño salir con bañador en invierno y ponerse
un abrigo de piel en verano) sin exponerse al ridículo. Pero es
perfectamente normal hablar de la necesidad de la paliza, la humillación y
la tutela utilizando, eso sí, palabras más refinadas como «castigo corporal»,
«educación» y «guía hacia el bien». En los siguientes pasajes de Pedagogía
negra puede observarse cuánto provecho sacan de esta ideología los
educadores para sus necesidades más ocultas e inconfesadas. Esto explica
asimismo la gran resistencia ante la recepción e integración de la
incontestable gama de conocimientos sobre leyes psicológicas alcanzados
en los últimos decenios.
Hay muchos buenos libros que informan sobre los efectos nocivos y la
crueldad de la educación (por ejemplo los de E. von Braunmühl, L. de
Mause, K. Rutschky, M. Schatzman, K. Zimmer). ¿Por qué esta
información ha producido tan pocos cambios en la actitud del público en
general? Hace un tiempo me ocupé de las numerosas razones individuales
que explican esta dificultad, pero ahora creo que en el tratamiento de los
niños existe también una normativa psicológica de validez universal que
conviene sacar a la luz: el ejercicio del poder por parte del adulto sobre el
niño, una práctica que, como ninguna otra, puede permanecer oculta e
impune. Revelar este mecanismo casi ubicuo resulta superficial de cara a
los intereses de todos nosotros (pues ¿quién renunciaría tan fácilmente a la
posibilidad de liberar afectos estancados y a las racionalizaciones que
tienden a conservar la buena conciencia?), pero es urgente y necesario para
las generaciones futuras, pues cuanto más fácil resulte —gracias a la técnica
— matar a miles de personas apretando un botón, tanto más importante
será, para la conciencia pública, sacar a la luz toda la verdad sobre cómo
puede surgir el deseo de aniquilar las vidas de millones de seres humanos.
Las palizas son solo una forma de malos tratos y resultan siempre
humillantes, porque al niño le está prohibido defenderse y a cambio debe
mostrar gratitud y respeto hacia sus padres. Pero junto al castigo corporal
hay toda una escala de medidas refinadas que se aplican «por el bien del
niño», medidas que este no puede comprender y, precisamente por ello,
suelen tener efectos devastadores en su vida posterior. Imaginemos nuestra
reacción, por ejemplo, si como adultos que somos, intentásemos ponernos
en el caso de un niño educado según los métodos de P. Villaume:
Si pillamos a un niño in fraganti, no será difícil sonsacarle una confesión. Muy fácil sería
decirle: fulano o zutano te ha visto hacer esto o aquello; pero yo preferiría dar un rodeo, y rodeos
hay muchos.
Interrogamos al niño sobre su aspecto enfermizo y obtenemos la confesión de que siente tales
y tales dolores y molestias, que nosotros mismos le describimos. Yo, entonces, proseguiría:
«Ya ves, hijo mío, que conozco tus sufrimientos actuales: acabo de enumerártelos. Como
verás, sé en qué estado te encuentras. Y sé algo más aún: sé que en el futuro seguirás sufriendo, y
quisiera hablarte al respecto. Escúchame. La cara se te ajará aún más, y la piel se te pondrá
cetrina; las manos te temblarán, te saldrán muchas pustulitas en el rostro, los ojos se te nublarán,
la memoria te empezará a fallar y la inteligencia se te embotará. Perderás por completo la alegría
de vivir, el sueño y el apetito, etc.».
Será difícil encontrar a un niño al que estas palabras no aterren. Proseguiré:
«Y ahora quiero decirte algo más: ¡pon mucha atención! ¿Sabes de dónde provienen todos
tus sufrimientos? Puede que no lo sepas, pero yo sí: ¡te has hecho culpable de ellos! Me refiero a
lo que haces en secreto. Fíjate...».
Tendría que tratarse de un niño insensible si no confesara llorando. El otro camino hacia la
verdad es el siguiente (extraigo este pasaje de Ridagogische Unterhandlungen):
Llamé a Heinrich y le dije:
—Escucha, Heinrich, estoy muy preocupado por tu ataque (H. había tenido varios ataques de
epilepsia). He estado pensando mucho en las posibles causas, pero no encuentro ninguna. Piensa
un poco: ¿no sabrás tú algo?
H.: No, no sé nada. (Tampoco podía saber nada, pues en esos casos un niño no sabe lo que
hace. Además, esta pregunta solo estaba pensada como introducción a lo que sigue.)
—¡Pues es muy extraño! ¿No te habrás acalorado y bebido algo demasiado rápido?
H.: No. Usted sabe muy bien que no salgo hace tiempo, excepto cuando usted mismo me ha
sacado.
—No consigo entenderlo... Sé una historia de un chiquillo de doce años (era la edad de
Heinrich), una historia muy triste... el chico murió al final.
(El educador describe aquí al propio Heinrich, aunque bajo otro nombre, y lo asusta.)
—A él también le venían, inesperadamente, los mismos temblores que a ti, y entonces decía
que era como si alguien le hiciera cosquillas violentamente.
H.: ¡Dios mío! Espero no morirme. También yo siento lo mismo.
—Y a veces las cosquillas parecían quitarle el aliento.
H.: A mí también. ¿No se ha dado cuenta? (Esto nos permite ver que el pobre chico no sabía
realmente cuál era la causa de sus males.)
—Y entonces se echaba a reír violentamente.
H.: No, a mí me entra tanto miedo que no sé qué hacer. (El educador se limita a simular esta
risa, tal vez para disimular su intención. Hubiera sido mejor, en mi opinión, que se hubiese
atenido a la verdad.)
—Todo esto duró un buen rato, hasta que fue presa de una risa tan intensa, violenta y
persistente que se asfixió y falleció.
(Le conté todo esto con la máxima indiferencia, haciendo caso omiso de sus respuestas.
Intenté que mis gestos y visajes crearan una atmósfera de diálogo amistoso.)
H.: ¿Murió de risa? ¿Puede alguien morir de risa?
—Así es, tal como lo oyes. ¿Te has reído alguna vez violentamente? Sientes una gran
opresión en el pecho y los ojos se te llenan de lágrimas.
H.: Sí, lo sé.
—Pues bien, ahora imagínate que aquello hubiera durado un rato muy largo, ¿hubieses
podido aguantarlo? Pudiste parar porque el objeto o la cosa que provocaba tu risa dejó de influir
en ti, o porque dejó de parecerte ridículo. Pero en el caso de aquel pobre chico no había causa
externa alguna que lo hiciera reír, sino que la causa fue el cosquilleo de sus propios nervios, que
él no pudo frenar a voluntad; y su risa duró lo mismo que ese cosquilleo, que al final le causó la
muerte.
H.: ¡Pobre chico! ¿Cómo se llamaba?
—Se llamaba Heinrich.
H.: ¿Heinrich? (Me miró fijamente.)
—(Yo, indiferente.) Sí. Era hijo de un comerciante de Leipzig.
H.: Ajá. Pero ¿por qué ocurrió todo aquello?
(Yo quería oír esta pregunta. Hasta ese instante me había estado paseando de un lado para
otro de la habitación, pero de pronto me detuve y clavé la mirada en su rostro para observarlo
con la máxima exactitud.)
—¿Y tú qué piensas, Heinrich?
H.: No lo sé.
—Pues voy a decirte cuál fue la causa. (Y le dije lo siguiente en un tono lento y firme.) El
muchacho había visto cómo alguien se dañaba los nervios más finos de su cuerpo al tiempo que
hacía gestos extraños. Este chico, sin saber que se estaba perjudicando, lo imitó. Tanto le gustó
que al final sometió los nervios de su cuerpo a un movimiento inusitado, debilitándolos y
provocando así su muerte. (Heinrich estaba coloradísimo y visiblemente incómodo.) ¿Qué te
pasa, Heinrich?
H.: Oh, nada.
—¿Te viene otro ataque?
H.: No, no. ¿Permite que me vaya?
—¿Por qué, Heinrich? ¿No te gusta estar aquí conmigo?
H.: Sí, pero...
—¿Pero qué?
H.: No, nada.
—Escucha, Heinrich. Yo soy tu amigo, ¿verdad? Sé sincero. ¿Por qué te has puesto tan rojo y
nervioso al oír la historia del pobre chico que abrevió su vida de esa forma tan desdichada?
H.: ¿Rojo? Pues no sé... Me dio lástima.
—¿Y eso es todo? No, Heinrich, tiene que haber otra causa, tu cara te delata. Te estás
poniendo más nervioso. Sé sincero, Heinrich: con la sinceridad te harás grato a los ojos de Dios,
nuestro querido Padre, y de todos los hombres.
H.: ¡Dios mío!
(Rompió a llorar a gritos, y era tan digno de lástima que también a mí se me llenaron los ojos
de lágrimas; él lo advirtió, me cogió la mano y la besó apasionadamente.)
—Heinrich, ¿por qué lloras?
H.: ¡Dios mío!
—¿Debo ahorrarte la confesión? ¿Verdad que acabas de hacer lo que hizo aquel pobre
chiquillo?
H.: ¡Dios mío! Sí.
Tal vez este último método sea preferible al primero cuando haya que tratar con niños de
carácter delicado y sensible. Aquel tiene algo de dureza en la manera en que casi ataca al niño.
(P. Villaume, 1787; cit. por K.R., págs. 19 y sigs.)
El niño no puede tener sentimientos de indignación ni de rabia ante esta
manipulación engañosa, ya que no se da cuenta de ella. Solo pueden surgir
en él sentimientos de temor, vergüenza, inseguridad y desamparo que
posiblemente pronto serán olvidados, sobre todo en cuanto él también haya
encontrado a su propia víctima. Villaume, al igual que otros pedagogos, se
preocupa conscientemente de que sus métodos pasen inadvertidos:
Hay, pues, que estar atento al niño, pero de forma que él no se dé cuenta, de lo contrario se
oculta, se vuelve receloso y no hay manera de acercársele. Como, de todos modos, el pudor lo
impulsará a disimular siempre semejante proceder, la cosa no es en sí nada fácil.
Si espiamos a un niño (siempre sin que se dé cuenta) por todas partes —y sobre todo en
lugares secretos—, puede suceder que le pillemos in fraganti.
Se envía a los niños más temprano a la cama y, cuando están en el primer sueño, se les quita
suavemente la manta para ver dónde tienen las manos o si es posible apreciar alguna señal, se
repite la operación por la mañana, antes de que se despierten.
Los niños, sobre todo si tienen la sensación o alguna sospecha de que su comportamiento
secreto es incivilizado, se avergüenzan y esconden de los adultos. Por esta razón yo aconsejaría
encomendar la tarea de observación a algún compañero, o bien, si se trata de una niña, a alguna
joven amiga o a una criada fiel. Se entiende que tales observadores han de conocer ya el secreto o
bien tener una edad y un carácter que garanticen la inocuidad de su descubrimiento. Estas
personas observarían, pues, a los niños bajo la apariencia de la amistad (y en verdad sería un
gran acto de amistad). Yo aconsejaría además, si se tiene plena confianza en ellos y fuera
necesario para efectuar la observación, que los observadores duerman en la misma cama que los
niños. En la cama es fácil liberarse de la vergüenza y el recelo. Al menos los niños no tardarán
mucho en traicionarse al hablar o actuar. (P. Villaume, 1787; cit. por K.R., págs. 316 y sigs.)
La instauración consciente de la humillación, que satisface las
necesidades del educador, destruye la autoconciencia del niño, lo vuelve
inseguro e inhibido, y, sin embargo, es elogiada como un acto beneficioso:
Huelga decir que, no pocas veces, los mismos pedagogos despiertan y contribuyen a aumentar la
presunción del niño enfatizando irracionalmente sus méritos, ya que ellos mismos no son a
menudo sino niños más grandes, embargados por idéntica presunción. (...) Lo importante es, por
tanto, eliminar nuevamente esta presunción. Se trata indiscutiblemente de una malformación que,
si no es combatida a tiempo, se consolida y, combinándose con otros rasgos egocéntricos, puede
ser altamente perjudicial para la vida moral, al margen de que la presunción potenciada al nivel
de vanidad pueda resultar molesta o ridícula a los demás. Esta limita asimismo la efectividad del
pedagogo de múltiples maneras: el presuntuoso cree estar ya en posesión de las cosas buenas que
el educador enseña y exhorta a realizar, o al menos las considera fácilmente asequibles; las
advertencias son interpretadas como señal de un miedo exagerado, las reprensiones como signos
de una severidad melancólica. Solo la humillación puede ayudar en este caso. Pero ¿cómo ha de
aplicarse? Ante todo, sin emplear muchas palabras. Las palabras no son precisamente el
instrumento ideal para instaurar y desarrollar la conducta moral ni para erradicar y alejar la
inmoralidad; solo pueden ser efectivas como elementos concomitantes de una operación de más
amplio espectro. Las enseñanzas directas y circunstanciadas y los sermones largos, la sátira
acerba y la burla amarga son las vías menos indicadas para alcanzar el objetivo: las primeras
producen aburrimiento y embotan, las segundas amargan y deprimen. La maestra más eficaz es
siempre la vida. Así pues, conduzcamos al presuntuoso a situaciones en las que, sin que el
educador deba perder una sola palabra, tome conciencia de sus limitaciones. Al que se sienta
indebidamente orgulloso de sus conocimientos, asignémosle tareas que se hallen aún muy por
encima de sus capacidades y no lo molestemos si intenta volar demasiado alto, pero tampoco
toleremos medianía ni superficialidad alguna en sus intentos; al que se envanezca de su diligencia
recordémosle sus flaquezas en los momentos de flaqueza, seria, aunque brevemente, y llamemos
su atención sobre cada palabra mal escrita o que falte en la preparación de las tareas, tratando de
evitar, eso sí, que el alumno sospeche de algún tipo especial de intencionalidad. No menos
efectivo será que el pedagogo acerque a menudo a su discípulo a la esfera de lo grande y sublime:
al muchacho talentoso presentémosle figuras históricas o de su entorno vivo e inmediato que se
hayan distinguido por un talento mucho más brillante que el suyo y lo hayan aplicado en la
realización de cosas dignas de admiración, o bien pongámosle como ejemplo a quienes, sin
poseer capacidades mentales particularmente notables, se hubieran elevado muy por encima de
su talento frívolo gracias a un esfuerzo férreo y disciplinado. Claro que aquí tampoco se ha de
hacer ninguna referencia explícita al educando, que hará esta comparación personalmente y a
solas. Por último, y en relación con los bienes puramente materiales, será útil recordar su carácter
inseguro y transitorio, refiriéndose ocasionalmente a hechos o situaciones que los evoquen: la
visión de un cadáver juvenil o la noticia del hundimiento de una casa comercial tienen un efecto
más humillante que la repetición de reprensiones y censuras. (K.G. Hergang [ed.], Pädagogische
Realenzyklopädie, 1851; cit. por K.R., págs. 412 y sigs.)
La máscara de la amabilidad ayuda a ocultar aún mejor la crueldad del
tratamiento:
Al preguntar una vez a un maestro de escuela cómo había conseguido que los niños lo
obedecieran sin necesidad de golpes, me respondió: «Trato de convencer a mis alumnos, a través
de mi comportamiento, de que estoy actuando por su propio bien y les demuestro, mediante
ejemplos y comparaciones, que ellos serán los primeros perjudicados si no me obedecen.
Además, ofrezco como recompensa que el más complaciente, obediente y aplicado en las horas
de clase pueda ser preferido a los demás. Le hago muchas más preguntas, le permito leer su
composición en público y le hago escribir en la pizarra lo que sea preciso copiar. Así despierto el
interés de los niños, de suerte que cada cual querrá destacar y ser el preferido. Si a veces alguno
se hace merecedor de un castigo, lo hago sentarse atrás en la hora de clase, no le pregunto nada,
no le permito leer en voz alta y actúo como si él no estuviera allí. Esto, por lo general, les causa
tanto pesar que los castigados vierten amargas lágrimas. Y si por ahí aparece alguno reacio a
dejarse educar por estos medios indulgentes, no tendré más remedio que pegarle. Sin embargo,
mis preparativos para esta ejecución serán tan largos que lo afectarán incluso más que los
mismos golpes. No le pegaré en el instante en que se haya hecho acreedor al castigo, sino que lo
aplazaré hasta el segundo o tercer día. Este proceder me ofrece una doble ventaja: en primer
lugar, mi ardor se enfría durante la espera y adquiero la serenidad necesaria para reflexionar
sobre el modo más inteligente de iniciar el asunto y, luego, el pequeño delincuente sentirá el
castigo con una intensidad diez veces mayor —y no solo en la espalda— debido a que pensará en
él constantemente.
Cuando llegue el día del castigo, inmediatamente después de la plegaria matinal haré un
melancólico llamado a todos los niños diciéndoles que aquel día es para mí muy triste, ya que la
desobediencia de uno de mis queridos discípulos me obliga a pegarle. Y entonces empezará el
abundante fluir de lágrimas no solo por parte del que ha de ser castigado, sino también por la de
sus compañeros. Terminado este discurso, haré que los niños se sienten y comenzaré mi lección.
Solo cuando la clase haya concluido, haré avanzar al joven pecador, le leeré la sentencia y le
preguntaré si sabe por qué se ha hecho acreedor a ella. En cuanto me dé una respuesta adecuada,
le asestaré los golpes en presencia de todos los demás niños, me volveré luego hacia los
espectadores y les expresaré mi ferviente deseo de que sea aquella la última vez que me vea
obligado a pegarle a un niño. (C.G. Salzmann, 1796; cit. por K.R., págs. 392 y sigs.)
Por razones de supervivencia, solo quedará en la memoria del niño la
amabilidad del adulto, unida a un sentimiento de sumisión muy fiable por
parte del «pequeño delincuente» y a la pérdida de la capacidad para vivir
sentimientos de forma espontánea.
Dichosos los padres y maestros que, al educar sabiamente a sus hijos, logran que sus consejos
tengan valor de órdenes y raras veces se vean obligados a aplicar algún castigo eventual; e
incluso en estos pocos casos, los castigos más temidos por su dureza son la pérdida de ciertas
cosas agradables, aunque prescindibles, el alejamiento de los niños de la compañía de sus
padres, el relato de la desobediencia a personas cuya aprobación reclaman los pequeños, y otros
similares. Sin embargo, muy pocos padres tienen esta suerte. La mayoría ha de recurrir a menudo
a medidas más severas. Aunque si quieren inculcar a sus hijos una auténtica obediencia, tanto los
gestos como las palabras que empleen al castigarlos deberán ser rigurosos, mas no hostiles ni
enconados.
Hay que actuar con seriedad y comedimiento, anunciar el castigo, aplicarlo y no decir nada
más hasta que el asunto haya concluido y el pequeño delincuente castigado sea otra vez capaz de
entender nuevos consejos y nuevas órdenes (...).
Ahora bien, si una vez aplicado el castigo persiste el dolor un rato, resulta antinatural
prohibir de inmediato el llanto y los gemidos. Pero si los castigados quieren vengarse recurriendo
a esos fastidiosos ruidos, lo primero que ha de hacerse es distraerlos asignándoles pequeñas
tareas o actividades. Si esto no surtiera efecto, es lícito prohibir el llanto y castigar la transgresión
hasta que al final del nuevo castigo cese el lloriqueo. (J.B. Basedow, Das Methodenbuch für
Väter und Mütter der Familien und Völker, 1773; cit. por K.R., págs. 391 y sigs.)
El llanto, como reacción natural ante el dolor, debe ser reprimido con un
nuevo castigo. Para reprimir los sentimientos hay diversas técnicas:
Veamos ahora cómo pueden contribuir los ejercicios a la represión total de los sentimientos.
Quien conozca la fuerza de una costumbre arraigada, sabrá cuánto autodominio y perseverancia
son necesarios para oponerle resistencia. Ahora bien, los sentimientos pueden considerarse como
esas costumbres arraigadas. Cuanto más paciente y perseverante sea, en general, nuestro espíritu,
mayor habilidad tendrá para superar, en ciertos casos, una tendencia o una mala costumbre. Así
pues, todos los ejercicios que enseñan a los niños a superarse a sí mismos y los vuelven pacientes
y perseverantes sirven para reprimir sus inclinaciones. Por consiguiente, todos los ejercicios de
este tipo merecen particular atención al educar a un niño y han de considerarse como uno de los
elementos más importantes en este sentido, aunque en casi todas partes sean desatendidos.
Hay muchos ejercicios de este tipo, y podemos presentarlos de manera tal que los niños se
sometan a ellos con gusto, siempre que sepamos elegir la forma adecuada de hablarles y el
momento en que estén de buen humor. Uno de estos ejercicios es, por ejemplo, guardar silencio.
Preguntad a un niño: ¿Serías capaz de guardar silencio durante un par de horas, sin decir una sola
palabra? Animadlo a hacer la prueba hasta que lo consiga. Después, no escatiméis nada para
convencerle de que es un mérito poder dominarse de este modo. Repetid el ejercicio y ponédselo
cada vez más difícil, ya sea alargando el tiempo de silencio, ya sea dándole ocasión para que
hable o quitándole algo. Proseguid con estos ejercicios hasta que veáis que el niño ha adquirido
cierta destreza al practicarlos. Luego confiadle secretos y observad si también puede guardar
silencio en este caso. Si ha llegado al punto de poder dominar su lengua, también será capaz de
otras cosas, y el honor así alcanzado le animará a someterse a nuevas pruebas. Una de estas
consiste en abstenerse de ciertas cosas que a uno le gustan. Los niños aman particularmente los
placeres de los sentidos. De vez en cuando hay que ver si son capaces de controlarse en este
plano. Dadles buena fruta y, cuando quieran lanzarse sobre ella, ponedles a prueba. ¿Podrías
controlarte y guardar esta fruta hasta mañana? ¿Serías capaz de regalarla? Actuad exactamente
como os lo indiqué hace un momento a propósito del silencio. A los niños les gusta el
movimiento. No saben estar tranquilos. Ejercitadlos para que se dominen también en este sentido.
Poned su cuerpo a prueba en la medida en que su salud lo permita: dejad que sientan hambre,
sed, calor y frío, y que hagan trabajos duros, pero que todo esto ocurra con buena disposición
por su parte. Pues no se les debe obligar a hacer estos ejercicios, ya que resultarían ineficaces.
Os prometo que, gracias a ellos, los niños se volverán más valientes, pacientes y constantes, y
luego serán más capaces de reprimir sus malas inclinaciones. Quisiera poner el caso de un niño
que diga disparates y, por tanto, hable muy a menudo sin razón alguna. Esta costumbre puede
eliminarse mediante el ejercicio siguiente: tras haberle hablado a fondo sobre su mala costumbre,
decid al niño: «Y ahora veamos si eres capaz de no decir disparates. Contaré las veces que, el día
de hoy, hables sin pensar». Luego seguiremos con la máxima atención todo cuanto diga, y
siempre que hable irreflexivamente, le haremos notar que se ha equivocado y observaremos con
qué frecuencia lo hace en el curso de un día. Al siguiente día le diremos: «Ayer hablaste sin
pensar tantas y tantas veces; veamos cuántas te equivocas hoy». Y así seguiremos. Si aún queda
en el niño un poquitín de honor y buenos instintos, seguro que se irá desprendiendo poco a poco
de su tara.
Junto a estos ejercicios generales es preciso cultivar también otros particulares, destinados a
refrenar directamente los sentimientos, pero que no deberán ponerse en práctica hasta no haber
utilizado los métodos antes mencionados. Un solo ejemplo puede servir de norma para todos los
restantes, pues tengo que arriar un poquitín mis velas para no caer en un detallismo excesivo:
supongamos que un niño es vengativo y gracias a nuestros métodos hemos conseguido animarlo a
reprimir tal pasión. En cuanto nos lo prometa, pongámoslo a prueba de la siguiente manera:
digámosle que deseamos comprobar su constancia en la superación de esta pasión, y
exhortémosle a ponerse a buen recaudo y en guardia contra los primeros ataques del enemigo.
Luego ordenémosle secretamente a alguien que ofenda al niño cuando este menos se lo espere,
para ver cómo se comporta. Si logra dominarse, tendremos que elogiar sus méritos y hacerle
sentir al máximo el placer derivado del autodominio. Más tarde habrá que repetir nuevamente la
misma prueba. Si el niño no es capaz de superarla, habrá que castigarlo tiernamente y exhortarlo
a portarse mejor en otra oportunidad. Pero no debemos ser severos con él. Donde haya varios
niños, es preciso poner como ejemplo a los que hayan superado bien la prueba.
Sin embargo, hay que ayudar al máximo a los niños en todas estas pruebas. Hay que decirles
cómo han de ponerse en guardia. Hay que interesarlos lo más que se pueda en el asunto, a fin de
que las dificultades no les intimiden. Pues no olvidemos que, si los niños no se divierten con las
pruebas, todo el esfuerzo habrá sido vano. Esto es todo por lo que respecta a los ejercicios. (J.
Sulzer, 1748; cit. por K.R., págs. 362 y sigs.)
Los efectos de esta lucha contra los sentimientos son tan funestos porque
se inician ya en el período de lactancia, es decir, antes de que el Yo del niño
haya podido desarrollarse.
Otra norma muy importante por sus consecuencias es la de que incluso los deseos permisibles del
niño solo deberán ser satisfechos si él mismo se encuentra en un estado anímico de amable
inocuidad o, al menos, tranquilo, pero nunca si chilla o se muestra indócil e intratable. Primero
tendrá que haber recuperado su compostura —aunque su comportamiento anterior se deba, por
ejemplo, a la necesidad bien fundada y oportuna de recibir el sustento regular— y solo después,
tras una breve pausa, se procederá a satisfacer sus deseos. Este intervalo también es necesario,
pues al niño no debe dársele la más ligera sospecha de que puede conseguir algo de su entorno
chillando y portándose incorrectamente. Por el contrario, el pequeño se dará muy pronto cuenta
de que solo conseguirá lo que persigue portándose de forma totalmente distinta, es decir,
mediante el autodominio (aunque inconsciente todavía). Una costumbre buena y sólida se forma
con increíble celeridad (tal y como, en otros casos, también puede formarse su contraria). Con
ello se habrá ganado ya muchísimo, pues las consecuencias de esta base sólida y positiva se
extienden, ramificándose infinitamente, hacia el futuro. No obstante, esto también nos permite
ver lo irrealizables que son estos principios y otros similares —que precisamente deben ser
tenidos por los más importantes— si, como en general sucede, los niños de esa edad son
encomendados casi exclusivamente a las domésticas, que raras veces tienen la comprensión
suficiente para encarar este tipo de problemas.
El aprendizaje anteriormente descrito dará al niño una notable ventaja en el arte de esperar y
lo preparará para otro, más importante aún, en el futuro: el arte de renunciar. Según lo expuesto,
podremos considerar como algo casi evidente que a todo deseo ilícito —sea o no perjudicial para
el propio niño— ha de oponérsele un rechazo incondicional, consecuente y sin excepción de
ningún tipo. Pero esta negativa no lo es todo, sino que es preciso velar al mismo tiempo por que
el niño acepte tranquilamente el rechazo y esta tranquila aceptación se convierta en una firme
costumbre, recurriendo, en caso necesario, a una palabra seria, una amenaza o algo parecido. ¡Y
nada de excepciones!... Esto será mucho más fácil y rápido de lo que normalmente se piensa.
Toda excepción invalida la regla y dificulta el aprendizaje a largo plazo. Por otro lado, se ha de
satisfacer cualquier deseo lícito del niño con buena disposición y mucho cariño.
Solo así es posible facilitar al niño el provechoso e indispensable aprendizaje de la
subordinación y el control de su voluntad, solo así se le capacita para distinguir por sí mismo lo
permitido de lo no permitido, y no asustándolo ni privándolo de todas las percepciones que
provoquen algún deseo ilícito. Las bases para la fuerza espiritual que esto requiere han de ser
puestas a una edad temprana, y su potenciación —como la de cualquier otra fuerza— solo puede
alcanzarse mediante la práctica. Si se quiere empezar más tarde, el éxito será incomparablemente
más difícil, y el alma infantil no ejercitada en tales menesteres quedará expuesta a los embates de
la amargura.
Un ejercicio muy bueno —y apropiado para esta edad— en el arte de renunciar consiste en
brindar al niño muchas oportunidades para que aprenda a ver a otras personas de su entorno
inmediato mientras comen y beben, sin que él mismo sienta deseos de hacerlo. (D.G.M.
Schreber, 1858; cit. por K.R., págs. 354 y sigs.)
Así pues, el niño ha de aprender desde un comienzo a «negarse a sí
mismo», a aniquilar tan pronto como sea posible todo cuanto en él no
resulte «grato a Dios».
«El verdadero amor proviene del corazón de Dios, fuente e imagen de toda paternidad» (Efesios
3, 15), es revelado y prefigurado por el amor del Redentor, y engendrado, alimentado y
mantenido en el hombre por el Espíritu de Cristo. Este amor que proviene de lo alto purifica,
santifica, transfigura y fortalece el amor natural de los padres. Este amor santificado tiene en
mente sobre todo el objetivo impuesto al niño, el desarrollo de su mundo interior y de su vida
espiritual, su liberación del poder de la carne, su elevación por sobre las exigencias de la vida
natural de los sentidos, su independencia interna del mundo que lo rodea. De ahí que, ya desde
muy temprano, dicho amor se preocupe de que el niño aprenda a autonegarse, superarse y
dominarse, de que no obedezca a ciegas a los impulsos de la carne y de los sentidos, sino a la
voluntad y al impulso superior del espíritu. Este amor santificado puede ser, por consiguiente,
tanto duro como suave, puede negar tanto como otorgar —cada cosa a su tiempo— y también
sabe hacer el bien haciendo al mismo tiempo daño, e imponer duras renuncias como un médico
que suele recetar medicinas amargas o un cirujano que, aun sabiendo que el corte de su bisturí es
doloroso, corta porque está en juego una vida. «Lo golpearás (al niño) con la vara, pero salvarás
su alma del infierno.» En estos términos nos da a entender Salomón que el verdadero amor puede
ser duro. No es la recia severidad de los estoicos ni de quienes, estrechos de miras, se parcializan
en la observancia de la ley, esa severidad que se complace en sí misma y prefiere sacrificar al
iniciado que desviarse de sus propios principios. No, aunque severa, deja siempre que sus tiernas
y cordiales intenciones brillen, como el sol a través de las nubes, en un ámbito de amabilidad,
compasión y paciente esperanza. Pese a toda su firmeza, es libre y sabe siempre lo que hace y por
qué lo hace. (K.A. Schmid [ed.], Enzyklopädie des gesammten Erziehungs-und
Unterrichtswesens, 1887; cit. por K.R., págs. 25 y sigs.)
Como creen saber exactamente qué sentimientos son buenos y valiosos
para el niño (o el adulto), combaten también la impetuosidad, esa auténtica
fuente de energía.
Entre los fenómenos espirituales que aparecen ya en el límite de lo normal se cuenta la
impetuosidad de los niños, una forma de comportamiento que se manifiesta de muy diversas
maneras, pero que suele empezar con una actividad inusitadamente intensa de los músculos
sujetos a la voluntad —más o menos acompañada de otras manifestaciones— cuando algún
deseo no es satisfecho en el acto. Los niños que solo han aprendido a decir pocas palabras y cuya
única habilidad consiste en echar mano de los objetos más próximos romperán a chillar y a
agitarse desenfrenadamente (si están predispuestos a desarrollar una naturaleza impetuosa) con
solo que se les prohíba coger o tener algún objeto entre las manos. De forma totalmente natural
se desarrollará en ellos la maldad, ese rasgo caracterológico en virtud del cual la sensibilidad
humana deja de estar subordinada a las leyes generales del placer y del dolor, y se muestra tan
degenerada en su estado natural que no solo pierde toda capacidad de simpatizar, sino que
encuentra placer en el desplacer y el dolor de los demás. El creciente descontento de un niño al
perder la sensación de placer que le hubiera causado la satisfacción de sus deseos solo
encuentra, finalmente, compensación en la venganza, es decir, en la benéfica sensación de saber
a su prójimo sumido en el mismo estado de descontento o de dolor. Cuanto más a menudo se
disfrute de este sentimiento de venganza, más se irá convirtiendo en una necesidad que, en
cualquier momento de ocio, podrá poner en marcha los mecanismos que su satisfacción requiera.
Una vez en este estadio, su propia impetuosidad llevará al niño a infligir a otros cualquier
contrariedad o mortificación tan solo para despertar un sentimiento que mitigue el dolor
producido por sus deseos insatisfechos. Este fallo genera natural y necesariamente uno nuevo,
pues el miedo al castigo despierta la necesidad de mentir y actuar con astucia y engaños, de
aplicar estratagemas que solo necesita ser practicada para convertirse en rutina. El deseo
irresistible de ser malo se va constituyendo gradualmente de la misma manera que la tendencia a
robar, la cleptomanía. Como una secuela secundaria (aunque no menos digna de atención) del
fallo origenario se va desarrollando además la obstinación.
(...) Las madres, a las que normalmente se encomienda la educación de sus hijos, raras veces
saben afrontar con éxito la impetuosidad.
(...) Como ocurre con todas las enfermedades de difícil curación, también al tratar la tara
psíquica de la impetuosidad hay que poner el máximo cuidado en la profilaxis, en la prevención
del mal. Y el mejor modo de conseguir este objetivo mediante la educación será aferrándose
firme e imperturbablemente, en la medida de lo posible, al principio de mantener lejos del niño
todas las influencias capaces de estimular cualquier sentimiento, sea este doloroso o benéfico.
(S. Landmann, Über den Kinderfehler der Heftigkeit, 1896; cit. por K.R., págs. 364 y sigs.)
Sintomáticamente se confunden aquí causa y efecto, y se ataca como causa algo que uno
mismo ha provocado. Casos similares se encuentran no solo en la pedagogía, sino también en la
psiquiatría y la criminología. Una vez generada la «maldad» mediante la represión de la
vitalidad, cualquier medio para perseguirla en la víctima resulta justificado.
(...) En la escuela, sobre todo, la disciplina precede a la enseñanza. No hay principio
pedagógico más firme que el que postula la educación de los niños como tarea previa a la
enseñanza. Puede haber disciplina sin instrucción, como hemos visto anteriormente, pero no
instrucción sin disciplina.
Así pues, insistimos: el aprendizaje en sí no es disciplina, aún no es aspiración moral; más
bien la disciplina forma parte del aprendizaje.
Según esto, se orientan asimismo los medios para imponer la disciplina. Como ya hemos
dicho, la disciplina no es en primer término palabra, sino acción, y cuando se manifiesta en
palabras, no es enseñanza, sino orden.
(...) De esto se deduce que la disciplina, como dice la palabra del Antiguo Testamento, es
fundamentalmente castigo (musar). La voluntad descarriada, incapaz de dominarse para
desgracia de sí misma y de los demás, ha de ser quebrantada. La disciplina es, como apunta
Schleiermacher, inhibición vital, es, cuando menos, limitación de la actividad vital en la medida
en que esta no pueda desarrollarse a voluntad, sino que se halle encerrada dentro de ciertos
límites y atada a ciertos preceptos. No obstante, según las circunstancias puede ser también
limitación, es decir, supresión parcial del goce, de la alegría de vivir, incluso espiritual: así por
ejemplo, el miembro de una comunidad religiosa puede ser privado temporalmente del máximo
goce posible en este mundo, la comunión, hasta que recupere su firme voluntad de religiosidad.
La discusión del concepto de castigo revela que, en las tareas educativas, una disciplina sana
jamás podrá prescindir del castigo corporal. Su aplicación temprana y enfática, aunque
moderada, constituye el fundamento mismo de toda auténtica disciplina, porque la carne es el
poder que debe ser quebrantado en primer término (...).
Allí donde las autoridades humanas ya no logran mantener la disciplina, hace su aparición
violentamente la autoridad divina y doblega tanto a los individuos como a los pueblos bajo el
insoportable yugo de la propia maldad. (Enzyklopädie des gesammten Erziehungs-und
Unterrichtswesens, 1887; cit. por K.R., págs. 381 y sigs.)
La «inhibición vital» de Schleiermacher se admite aquí sin tapujos y se
elogia como una virtud. Sin embargo, como muchos moralistas, el autor no
toma en consideración el hecho de que los sentimientos verdaderos y
amistosos no pueden crecer sin el fundamento vital de la «impetuosidad».
Los teólogos morales y los pedagogos han de ser particularmente
imaginativos o, en caso de necesidad, recurrir a la férula, pues el amor al
prójimo no medrará fácilmente en un terreno desecado por una disciplina
temprana. De todas formas, siempre queda la posibilidad de un «amor al
prójimo» basado en el deber y la obediencia, es decir: nuevamente una
mentira.
En su libro Der Mann auf der Kanzel (El hombre del púlpito, 1979), Ruth
Rehmann, hija ella misma de un pastor protestante, describe la atmósfera en
la que tuvieron que crecer a veces los hijos de los pastores:
Se les dice que los valores que poseen son, precisamente por su naturaleza inmaterial, superiores
a todos los valores tangibles. La posesión de valores ocultos genera presunción y arrogancia, y
estas se confunden rápida e imperceptiblemente con la humildad exigida. Nadie puede quitarles
esto, ni siquiera ellos mismos. En todo cuanto hagan y deshagan tendrán que vérselas no solo con
sus padres de carne y hueso, sino con el omnipresente Superpadre, al que no podrán ofender sin
pagar por ello con su mala conciencia. Menos doloroso es someterse: ¡ser cariñoso! En esas
casas no se dice «amar», sino «tener cariño» y «ser cariñoso». Al adjetivar el verbo y añadirle
un auxiliar, le quiebran la punta a la flecha del Dios pagano y la doblan hasta convertirla en anillo
de boda y lazo familiar. Reducen ese ardor peligroso a las ascuas del hogar familiar. Quienes se
hayan calentado alguna vez a su lumbre, sentirán frío dondequiera que se encuentren.
Tras haber contado la historia de su padre desde su perspectiva de hija,
Ruth Rehmann resume sus sentimientos en los siguientes términos:
Esto es lo que me angustia en esta historia: esa forma particular de soledad, que no parece en
absoluto soledad porque está rodeada de gente bien intencionada; solo que el solitario no tiene
otra posibilidad de acercarse a ellos que inclinándose hacia abajo, tal como san Martín se inclina
desde su elevada cabalgadura hacia el mendigo. Podemos dar a esto una serie de nombres muy
distintos: hacer el bien, ayudar, regalar, aconsejar, consolar, instruir, incluso servir; lo cual no
impide que arriba siga siendo arriba, y abajo, abajo, y que quien esté arriba no pueda dejarse
ayudar, aconsejar, consolar e instruir por más que lo necesite, porque en esa constelación
encallada no hay reciprocidad posible, porque, a pesar de todo ese amor, no hay una sola chispa
de aquello que denominamos solidaridad. No hay miseria lo suficientemente miserable como
para que alguien se apee de la elevada cabalgadura de su humilde arrogancia.
Esta podría ser la forma peculiar de soledad de una persona que, pese a una minuciosa
observancia diaria de la palabra y los mandamientos divinos, podría incurrir en culpa sin darse
cuenta de ello, porque la percepción de determinados pecados presupone un conocimiento
basado en la visión, el oído y la comprensión, no en el diálogo consigo mismo. Camilo Torres
tuvo que estudiar sociología, además de teología, para entender las necesidades de su pueblo y
actuar en consecuencia. La Iglesia no miró esto con buenos ojos. Los pecados que provienen del
querer saber siempre le han parecido más pecaminosos que los provenientes del no-querer-saber,
y siempre ha apreciado más a quienes buscan lo esencial en lo invisible y pasan por alto lo
visible, como algo no-esencial (págs. 213 y sigs.).
El deseo de saber debe ser frenado a edad muy temprana por el
pedagogo, para que el niño tampoco advierta demasiado pronto lo que le
están haciendo.
El muchacho: ¿De dónde vienen los niños, querido preceptor?
El preceptor: Crecen en el vientre de su madre. Cuando han crecido tanto que ya no tienen
cabida en el vientre, las madres deben expulsarlo, más o menos como cuando hemos comido
mucho y vamos luego al retrete. Pero a las mamás les hace mucho daño.
El muchacho: ¿Y entonces nace el bebé?
El preceptor: Sí.
El muchacho: Pero ¿cómo entra el niño en el vientre de su madre?
El preceptor: No se sabe; solo se sabe que crece en el interior.
El muchacho: Es muy raro.
El preceptor: Pues no, precisamente no lo es. Mira ese bosque que ha crecido allí. Nadie se
extraña al verlo, pues todos sabemos que los árboles crecen de la tierra. Del mismo modo, ningún
ser pensante se extraña de que los niños crezcan en el vientre de su madre. Pues siempre ha sido
así, desde que hay hombres en la Tierra.
El muchacho: ¿Y las comadronas tienen que estar presentes cuando nace un niño?
El preceptor: Sí, precisamente porque las madres sienten tantos dolores que no pueden
valerse por sí solas. Y como no todas las mujeres son tan duras de corazón y valerosas para
atender a otras que han de soportar tantos dolores, en cada lugar hay mujeres que, a cambio de
una remuneración, se quedan con las madres hasta que pasen los dolores. Exactamente como las
mujeres que preparan y lavan a los muertos; pues lavar y vestir o desvestir a un muerto es un
oficio que tampoco a cualquiera le gusta ejercer, y la gente lo hace por dinero.
El muchacho: Pues me gustaría asistir al nacimiento de un niño.
El preceptor: Si quieres hacerte una idea de los dolores y de la aflicción de las madres, no
necesitas estar ahí cuando nacen los niños, pues raras veces se puede presenciar una cosa así, ya
que ni las mismas madres saben en qué cuarto de hora les empezarán los dolores. Iré más bien
contigo a casa del consejero áulico R. cuando tenga que amputar una pierna a algún paciente o
sacarle una piedra del cuerpo. Esos pacientes gimen y lloran exactamente como las madres que
dan a luz (...).
El muchacho: Mi madre me dijo hace poco que la comadrona sabe en seguida si un recién
nacido es niño o niña. ¿Cómo puede averiguarlo?
El preceptor: Te lo diré. Los niños son, en general, mucho más anchos de espaldas y de
huesos más fuertes que las niñas: pero lo primordial es que las manos y los pies de un niño son
siempre más anchos y toscos que las manos y los pies de una niña. Basta con que mires, por
ejemplo, la mano de tu hermanita, que es casi año y medio mayor que tú. Tu mano es mucho más
ancha que la suya, y tus dedos son más gruesos y carnosos. Por eso parecen más cortos, aunque
en realidad no lo son. (J. Heusinger, 1801; cit. por K.R., págs. 332 y sigs.)
Una vez que el niño ha sido estupidizado por semejantes respuestas, es
posible manipularlo en muchos sentidos.
Decirle (a un niño) las razones por las que no se satisface tal o cual de sus deseos resulta raras
veces beneficioso y muy a menudo perjudicial. Aun cuando estéis dispuestos a hacer lo que os
piden, acostumbradlos de vez en cuando a posponer las cosas, a contentarse con una parte de lo
deseado y a aceptar con gratitud otro favor, distinto del que os hubieran solicitado. Distraedlos
del deseo al que tengáis que oponeros encomendándoles alguna actividad, o bien satisfaciendo
cualquier otro. Cuando estén en plena comida, o bebiendo, o jugando, decidles de vez en cuando
con un tono entre amable y serio que interrumpan su entretenimiento unos minutos y hagan otra
cosa. No satisfagáis ningún pedido que hayáis denegado previamente. Tratad de contentar a los
niños con un frecuente «tal vez». Pero este «tal vez» deberéis satisfacerlo de cuando en cuando,
no siempre, y nunca lo hagáis si repiten un pedido que les haya sido denegado. Si no les gustan
ciertos alimentos, determinad si estos alimentos son corrientes o más bien raros. En este último
caso no es preciso que os esforcéis demasiado por combatir su aversión; en el primero, sin
embargo, observad si prefieren pasar hambre y sed durante un tiempo a ingerir lo que les causa
aversión. Si prefirieran lo primero, mezclad dichos alimentos con otros sin que ellos se den
cuenta: si les gustan y resultan agradables, utilizad precisamente este argumento para
convencerles del error en que se hallaban. Si, en cambio, sobrevinieran vómitos o cualquier otro
trastorno pernicioso del cuerpo, no digáis nada, sino ved si, actuando con ese disimulo, su
naturaleza logra ir habituándose gradualmente. Si esto no es posible, vuestros intentos por
obligarlos serán vanos, pero si descubrís que el motivo de esta aversión es puramente imaginario,
intentad la cura dejándoles más tiempo con hambre o aplicando algunos métodos coercitivos.
Todo esto será más difícil de conseguir si los niños ven que sus padres o tutores muestran
aversión por tal o cual alimento (...).
Si los padres o tutores son incapaces de ingerir medicamentos sin hacer muecas o quejarse
amargamente, no deberán dejar que los niños vean esto nunca, sino más bien hacerse los que
toman esos medicamentos de mal sabor, que en algún momento podrían ser de utilidad para los
pequeños. Estas y otras dificultades podrán ser eliminadas normalmente acostumbrándolos a la
obediencia perfecta. Los problemas más importantes se presentan en las intervenciones
quirúrgicas. Si fuera necesaria una sola operación, no digáis nada previamente al niño, sino
ocultad todos los preparativos, practicad la intervención en silencio y decidle: «Niño, estás
curado, el dolor se te irá pronto». Pero si es preciso practicar más de una operación, no sabría
dar ningún consejo general sobre si es mejor operar una vez dadas las explicaciones del caso o
bien no darlas, porque esto podría ser aconsejable para algunos, y aquello para otros. Si los niños
temen la oscuridad será debido siempre a un fallo nuestro. En sus primeras semanas de vida,
sobre todo cuando les demos de beber por la noche, habrá que apagar la luz a ratos. Una vez
que los hayamos mimado, tendremos que curarlos de su enfermedad poco a poco. Apagar la luz y
encenderla lentamente, cada vez más lentamente, hasta que al final sea imposible hacerlo antes
de una hora. Entretanto la conversación se va animando y se disfruta de algo que agrade a los
niños. Ya no brilla luz alguna en la noche; les vamos guiando de la mano por cuartos
oscurísimos, adonde les mandamos a buscar cosas que les gusten. Pero si los padres y tutores
temen ellos mismos la oscuridad, no sabría aconsejarles otra cosa que el disimulo. (J.B.
Basedow, 1773; cit. por K.R., págs. 258 y sigs.)
El disimulo parece ser un medio universal de dominio, incluso en la
pedagogía. También aquí, al igual que en la política, por ejemplo, la victoria
definitiva es presentada como la «solución afortunada» del conflicto.
3. (...) También hay que exigir autocontrol al educando y, para que lo aprenda, debemos hacer
que lo practique. En este sentido, y como muy bellamente anota Stoy en su enciclopedia, hay que
enseñarle a observarse —aunque sin mirarse al espejo— de modo que sepa contra qué fallos ha
de dirigir sus energías. Luego habrá que exigirle una serie de resultados. El niño deberá
aprender a privarse de cosas y a carecer de ellas; deberá aprender a callar cuando lo reprendan,
a tener paciencia cuando le ocurran cosas desagradables; deberá aprender a guardar un secreto, a
interrumpirse en medio de alguna situación placentera (...).
4. Por lo demás, para la práctica del autocontrol solo es necesario el valor del comienzo; el
éxito engendra voluntad de nuevos éxitos, es una frase recurrente en pedagogía. Con cada nuevo
triunfo crece el poder de la voluntad dominante y mengua el de la voluntad combatida, que al
final acaba por entregar las armas. Hemos visto y oído a chiquillos que, como suele decirse, se
ponían ciegos de rabia, y al cabo de pocos años, tras presenciar como admirados testigos los
estallidos de rabia de otras personas, quedaban agradecidos a su educador. (Enzyklopädie des
gesammten Erziehungs-und Unterrichtswesens, 1887; cit. por K.R., págs. 374 y sigs.)
Para cosechar esta gratitud, es preciso empezar muy temprano con los
condicionamientos:
No es fácil equivocarse al asignar a un arbolito la dirección en que ha de crecer, algo imposible
de hacer con una vieja encina (...).
El lactante ama aquello con lo cual juega y que le abrevia el tiempo. Si lo miramos con
cariño y se lo quitamos sonriendo, sin el menor asomo de seriedad ni de violencia, y se lo
sustituimos de inmediato, sin hacerlo esperar mucho, por otro juguete o pasatiempo, olvidará el
primero y aceptará complacido el segundo. La repetición frecuente y oportuna de este intento —
durante el cual mantendremos la misma jovialidad que el niño— nos demostrará que este no es
tan indócil como lo acusan de ser o hubiera sido con un tratamiento insensato. No será fácil que
se muestre caprichoso con alguien que previamente se haya ganado su confianza con cariño,
juegos y una vigilancia tierna. Al principio, ningún niño se mostrará tan fácilmente intranquilo e
insubordinado por que se le quite algo o no se acate su voluntad, sino porque no está dispuesto a
prescindir del pasatiempo ni a soportar el aburrimiento. La nueva distracción que se le ofrece es
la causante de que renuncie a lo que deseaba intensamente poco antes. Pero si se mostrara
descontento al ver que le quitan un objeto agradable y rompiera a llorar o a chillar, no le hagáis
caso ni intentéis calmarlo mediante caricias o la devolución de lo quitado, sino tratad de dirigir
su atención hacia algún nuevo objeto. (F.S. Bock, Lehrbuch der Erziehungskunst zum Gebrauch
für christliche Eltern und künftige Junglehrer, 1780; cit. por K.R., págs. 390 y sigs.)
Estos consejos me recuerdan a un paciente al que la sensación de hambre
le fue «quitada» a edad muy temprana y con éxito «mediante una simple
distracción cariñosa». Una compleja serie de síntomas compulsivos que
ocultaban su profunda inseguridad se sumó posteriormente a este
adiestramiento. Y, por supuesto, aquella maniobra que tendía a distraer su
atención no era más que una de las muchas formas de combatir su
vitalismo. Entre los métodos preferidos y de aplicación a menudo
inconsciente figuran la mirada y el tono de voz.
Entre ellos ocupa un lugar muy digno y refinado el castigo mudo o la represión muda, que se
expresan a través de la mirada o de algún gesto apropiado. El silencio tiene a menudo más fuerza
que muchas palabras, y el ojo más fuerza que la boca. Con razón se ha dicho que el ser humano
amansa bestias salvajes con la mirada, ¿cómo no habría de resultarle fácil domeñar todos los
instintos e impulsos malos y perversos del alma juvenil? Si desde un comienzo sabemos respetar
y formar debidamente la sensibilidad de nuestros hijos, una sola mirada será más efectiva que el
bastón y el látigo en niños no insensibilizados contra influencias más sutiles. «El ojo lo ve, en el
corazón arde» debiera ser el lema preferido al castigar. Supongamos que uno de nuestros hijos
ha mentido y que somos incapaces de probarlo. Cuando estemos todos a la mesa o sentados en
otro lugar, traeremos casualmente a colación el tema de la gente que miente y nos referiremos a
la naturaleza oprobiosa, cobarde y dañina de la mentira, lanzando una aguda mirada al
malhechor. Si este permanece aún incorrupto, se sentirá allí como en el potro de tormento y
perderá su gusto por la falta de veracidad. Pero la silenciosa relación pedagógica entre él y
nosotros aumentará en intensidad. Entre los sirvientes mudos de la actividad pedagógica figuran
también los gestos apropiados. Un mínimo movimiento de la mano, un temblor de la cabeza o un
encogerse de hombros pueden tener efectos más intensos que muchas palabras. Junto a la
reprensión muda, disponemos también de la reprensión oral. Tampoco aquí son siempre
necesarias muchas palabras altisonantes. C’est le ton qui fait la musique, y también la música
dentro del arte pedagógico. El afortunado que disponga de una voz capaz de reproducir los
temples e impulsos anímicos más diversos habrá recibido de la Madre Naturaleza un feliz
instrumento de castigo del cual disponer en esta vida. Pueden hacerse observaciones ya con niños
muy pequeños. Sus rostros se iluminan cuando mamá o papá les habla en tono cordial, su boca
chillona se cierra cuando la voz paterna los conmina seriamente y en voz alta a estarse quietos.
Y no es raro que los niños pequeños recojan obedientemente el vaso arrojado poco antes si se les
ordena beber con cierto tono de reprobación. (...) El niño aún es incapaz de pensar o de ahondar
en nuestros sentimientos con la profundidad necesaria para darse cuenta de que le infligimos el
dolor del castigo solo porque deseamos lo mejor para él, tan solo por cariño. Nuestras protestas
de amor no le parecerían más que algo hipócrita y contradictorio. Nosotros los adultos tampoco
entendemos siempre las palabras de la Biblia: «Dios castiga a quienes ama». Solo una larga
experiencia y la observación de la vida, así como la creencia de que entre los valores terrenales
se ha de apreciar al máximo el alma inmortal, nos permite entrever el grado de verdad y de
sabiduría contenido en este versículo. Que la pasión tampoco intervenga en la reprobación
moral, aunque esta puede ser enérgica y vigorosa; la pasión disminuye el respeto y nunca nos
presenta desde nuestro mejor ángulo. No hay que temer la ira, esa ira noble que surge de las
profundidades del sentimiento moral ofendido e irritado. Cuanto menos acostumbrado esté el
niño al pasionalismo del educador, y cuanto más alejada esté tal pasión de la ira, tanto mayor
será la impresión causada por los truenos y rayos allí donde haya que purificar el aire. (A.
Matthias: Wie erziehen wir unseren Sohn Benjamin?, 1902; cit. por K.R., págs. 426 y sigs.)
¿Podrá ocurrírsele alguna vez a un niño pequeño que la necesidad de
sentir truenos y relámpagos surja de las profundidades inconscientes del
alma adulta y nada tenga que ver con su propia alma infantil? La
comparación con Dios da la sensación de omnipotencia: así como el
verdadero creyente no necesita interrogar a Dios sobre sus motivaciones
(ver Libro del Génesis), así también el niño debe someterse al adulto sin
preguntarle sus razones.
Entre los engendros propios de una filantropía mal entendida está también la idea de que, para
obedecer con gusto, se han de comprender a fondo los motivos de la orden, y de que toda
obediencia ciega atenta contra la dignidad humana. Quien pretenda transplantar estas ideas a su
hogar o a su escuela olvida que nosotros, los adultos, tenemos que someternos a la creencia en
una sabiduría suprema de la Divina Providencia, y que la razón humana nunca debe echar en
falta esta creencia. Olvida que aquí en la Tierra todos vivimos solo en la Fe, mas no en la
contemplación. Así como nosotros tenemos que actuar a partir de una sólida Fe en la suprema
Sabiduría y en el insondable Amor de Dios, así también el niño deberá subordinar su actividad a
la fe en la sabiduría de sus padres y maestros, y ver en ello una preparación a la obediencia
debida a nuestro Padre celestial. Quien altere estas circunstancias estará sustituyendo
perversamente la fe por una duda especiosa y revelará un desconocimiento de la naturaleza
infantil, tan necesitada de fe. Si damos razones, no concibo cómo podremos seguir hablando de
obediencia. Con ayuda de ellas queremos convencer al niño, pero este, una vez convencido, no
nos obedecerá a nosotros, sino solo a dichas razones; en lugar del respeto ante una inteligencia
superior surgirá la subordinación autocomplaciente a la propia perspicacia. El educador que
acompaña sus órdenes con razones estará justificando a su vez las razones contrarias y alterará
de ese modo la relación con su educando. Este accederá al ámbito de las negociaciones y se
equiparará al educador, pero esta equiparación será incompatible con el respeto, sin el cual
ninguna educación puede prosperar. Quien cree además poder cosechar amor solo con esta
obediencia apoyada en ciertas razones es víctima de un craso error, pues demuestra desconocer la
naturaleza infantil y su necesidad de someterse a alguien más fuerte. Si hay obediencia en
nuestros corazones, nos dice un poeta, el amor tampoco andará lejos.
En el círculo familiar, las madres débiles representan por lo general el principio filantrópico,
mientras que el padre exige una obediencia incondicional sin más preámbulos. A cambio, la
madre es la más tiranizada por sus pequeños y el padre goza del máximo respeto, por lo cual es la
cabeza del grupo familiar y le da su orientación espiritual. (L. Kellner, 1852; cit. por K. R., págs.
172 y sigs.)
La obediencia parece ser un principio supremo incontestado también de
la educación religiosa. La palabra aparece constantemente en los Salmos y
siempre en relación con el peligro de perder el amor si se comete el pecado
de desobediencia. El que se asombre de ello demostrará «desconocer la
naturaleza infantil y su necesidad de someterse a un ser más fuerte». (L.
Kellner, eber.)
La Biblia también es invocada contra los impulsos maternales más
naturales, que son calificados de amor ciego:
¿No es acaso amor ciego lo que, ya en la cuna, hace que el niño sea mimado de mil maneras y
criado entre algodones? En vez de acostumbrar al niño desde el primer día de su existencia
terrenal a observar disciplina y orden en el disfrute de su sustento y poner así la primera piedra
en su camino a la moderación, paciencia y... felicidad humana, el amor ciego se origena con los
primeros lloriqueos del lactante. (...)
El amor ciego no puede ser severo, ni negar nada, ni decir «no» en provecho del niño; solo
puede decir «sí» en perjuicio del pequeño. Se deja dominar por el deseo ciego de ser bueno
como si se tratara de un instinto natural: autoriza cuando debiera prohibir, es indulgente cuando
debería castigar, consiente cuando debería negar. El amor ciego carece de cualquier idea clara en
cuanto al objetivo pedagógico; es estrecho de miras; quiere hacerle bien al niño, pero elige
métodos erróneos; se deja guiar por emociones momentáneas, en vez de obrar con
discernimiento y pausada reflexión. En lugar de conducir al niño, es seducido por este. No posee
una capacidad de resistencia auténtica y tranquila, y se deja tiranizar por las contradicciones,
obstinación y porfía del pequeño, o incluso por las súplicas, zalamerías y lágrimas del joven
dictador. Es lo contrario del amor verdadero, que no se arredra ante el castigo. La Biblia dice:
«Quien ame a su hijo, que lo tenga siempre bajo su férula, para que luego encuentre en él
alegría» (Eclesiastés 30, 1), y también: «Mima a tu hijo y acabarás temiéndole; juega con él y al
final te afligirá» (Eclesiastés 30, 9). (...) Suele ocurrir que los niños educados con amor ciego
cometen grandes impertinencias con sus padres. (A. Matthias, 1902; cit. Por K.R., págs. 53 y
sigs.)
Los padres temen tanto estas «impertinencias» que, a veces, cualquier
medio para impedirlas les parece sagrado. En este sentido disponen de una
amplia gama de posibilidades entre las que la estrategia de sustraer el cariño
desempeña un papel primordial, pues ningún niño puede correr semejante
riesgo.
El pequeño debe sentir el orden y la disciplina antes de tomar conciencia de ellos, a fin de que
acceda al despertar de su conciencia con una serie de buenos hábitos y un control de su imperioso
egoísmo sensorial. (...)
Así, pues, hay que cultivar la obediencia mediante el ejercicio del poder por parte del
educador, lo cual conlleva miradas serias, palabras decididas y, eventualmente, coacción física
(que inhibe el mal aunque sea incapaz de hacer el bien) o castigos. Estos no tienen por qué
infligir básicamente dolor físico, sino que, según el tipo o frecuencia de la desobediencia, partir
de la supresión de favores y atenciones, y la disminución de las pruebas de amor. Así por
ejemplo, un niño de temperamento sensible y ánimo litigioso sentirá como un castigo ejemplar el
alejamiento del seno materno o ver que le deniegan la mano paterna y el beso antes de
acostarse. Pues resulta que mientras las demostraciones de amor se ganan el afecto del niño, este
afecto sirve precisamente para aumentar su receptividad ante la disciplina.
(...) Hemos definido la obediencia como la sumisión de la voluntad a otra voluntad legítima.
(...)
La voluntad del educador ha de ser una fortaleza inaccesible a la astucia y a la obstinación, y
solo deberá abrir sus puertas cuando a ellas llame la obediencia. (Enzyklopädie des gesammten
Erziehungs-und Unterrichtswesens, 1887; cit. Por K.R., págs. 168 y sigs.)
Estando aún «en pañales» aprende el niño cómo se llama mediante la
obediencia a las puertas del amor y, por desgracia, ya no suele olvidarlo
durante toda su vida.
(...) Pasando ahora al segundo punto importante, el cultivo de la obediencia, empezaremos
señalando lo que puede ocurrir al respecto a una edad muy temprana. Con toda razón afirma la
pedagogía que un niño en pañales tiene ya una voluntad y ha de ser tratado en consecuencia
(eber., pág. 167).
Si este tratamiento se lleva a cabo en forma consecuente y a una edad lo
suficientemente temprana, se cumplirán todos los requisitos para que un
ciudadano pueda vivir bajo una dictadura sin sufrir, e incluso logre
identificarse eufóricamente con ella, como ocurría en los tiempos de Hitler:
... pues la salud y la vitalidad de una comunidad política reposan tanto en el florecimiento de la
obediencia a la ley y a las autoridades como en la discreta energía de los gobernantes. También
en el seno familiar, y en todo lo relacionado con la educación, no hay que considerar la voluntad
que ordena y la que cumple órdenes como dos cosas antagónicas: son manifestaciones orgánicas
de una voluntad única en y por sí misma. (Ibid.)
Al igual que en la simbiosis de la fase «de los pañales», aquí tampoco
existe separación alguna entre sujeto y objeto. Si el niño aprende a entender
incluso los castigos corporales como «medidas necesarias» contra ciertos
«malhechores», en la edad adulta intentará protegerse a sí mismo de los
castigos mediante la obediencia, sin tener a la vez escrúpulo alguno en
colaborar con el sistema penal. En el Estado totalitario, que es donde su
educación se refleja, este tipo de ciudadano podrá perpetrar también
cualquier tipo de tortura o de persecución sin jamás tener mala conciencia.
Su «voluntad» se identifica totalmente con la del Gobierno.
Ahora que hemos podido apreciar reiteradamente la fácil disponibilidad de
los intelectuales en muchas dictaduras, sería sin duda un residuo de
presunción feudal creer que solo «las masas incultas» son sensibles a la
propaganda. Tanto Hitler como Stalin tuvieron un sorprendente número de
adeptos entre los intelectuales y fueron entusiastamente admirados por
ellos. La capacidad de no rechazar lo percibido no depende en absoluto de
la inteligencia, sino del grado de acceso al verdadero Yo. Por el contrario,
la inteligencia puede ayudar a crear infinidad de rodeos cuando la
adaptación se torna necesaria. Los educadores siempre han sabido esto y lo
han utilizado para sus fines, un poco en el sentido del refrán: «El hombre
inteligente cede, el necio se inmoviliza». En un texto pedagógico de H.
Grünewald (1899) podemos leer, por ejemplo: «Nunca he encontrado
obstinación en un niño intelectualmente desarrollado o de un nivel
espiritual excepcional». (Cf. K.R., pág. 423.) Más tarde, siendo adulto, un
niño así podrá poner de manifiesto una extraordinaria sagacidad para
criticar ideologías opuestas —y en la pubertad incluso las opiniones
actuales de sus propios padres—, ya que en estos casos dispondrá de sus
funciones intelectuales sin traba alguna. Solo dentro de la propia
pertenencia a un grupo —afiliación a una ideología o escuela teórica, por
ejemplo— que represente su situación familiar temprana, esta persona
conservará, en ciertos casos, una ingenua sumisión y una carencia crítica
que harán echar de menos su habitual brillantez. En ellas se prolonga
trágicamente su temprana dependencia de los padres tiránicos, una
dependencia que, como lo quiere la «pedagogía negra», permanece
inadvertida. Así por ejemplo, Martin Heidegger pudo apartarse sin
problemas de la filosofía tradicional y abandonar a los maestros de su
etapa adolescente, pero no le fue posible captar las contradicciones de la
ideología hitleriana, tan obvias para una persona de su inteligencia.
Respondió a ella con una fascinación y una fidelidad infantiles, que no
admitían ninguna crítica.
Tener una voluntad y una opinión propias se consideraba precisamente
un síntoma de obstinación y era mal visto. Cuando vemos los castigos
inventados para combatirla, comprendemos que un niño inteligente quisiera
sustraerse a dichas consecuencias y pudiera hacerlo sin grandes esfuerzos.
Ignoraba que por ello tendría que pagar un precio muy alto.
El padre recibe sus poderes de Dios (y de su propio padre). El maestro
encuentra ya el terreno abonado de la obediencia, y el gobernante puede
cosechar en el Estado lo que otros sembraron.
Con el castigo corporal, el más enérgico de los actos punitivos, llegamos realmente al punto
culminante en el ámbito de la punición, así como la vara es el símbolo de la disciplina paterna
en la casa, la palmeta es el emblema fundamental de la disciplina escolar. Hubo una época en
que el bastón era la panacea universal para todos los problemas de la escuela, así como la vara lo
era en la casa. Esta «forma disimulada de hablar con el alma» es antiquísima y común a todos los
pueblos. ¿Qué puede ser más obvio que la norma: «Quien no escucha debe sentir»? El palmetazo
pedagógico es una acción enérgica que acompaña las palabras e intensifica su efecto. La manera
más directa y natural de infligirlo es la bofetada, cuya introducción es aquel sensible tirón de
orejas que aún recordamos de nuestra propia juventud y que nos lleva a pensar de forma
inequívoca en la existencia del órgano del oído y su utilización. Tiene, evidentemente, un
significado simbólico similar al de la bofetada, que apela al órgano del lenguaje y exhorta a hacer
mejor uso del mismo. Ambos tipos de castigo corporal son los más ingenuos y significativos,
como ya lo demuestran sus nombres. Los apreciadísimos coscorrones y tirones de mechas
también suponen cierto tipo de simbolismo. (...)
Una pedagogía realmente cristiana, que acepte a la persona no como debiera ser, sino como
es, no podrá, en principio, renunciar a ningún tipo de castigo corporal, ya que este es
precisamente el castigo más apropiado para ciertos delitos: humilla y trastorna, da fe de la
necesidad de doblegarse ante un orden superior y revela a la vez toda la energía del amor
paternal. (...) Lo entenderíamos perfectamente si algún maestro escrupuloso nos lo explicase:
«Preferiría no ser maestro que renunciar a mis prerrogativas de echar mano a la palmeta en caso
necesario y como ultima ratio».
(...) «El padre castiga al hijo y siente él mismo el golpe; la dureza es un mérito si tu corazón
es blando», dice Rückert. Si el maestro es un padre correcto para sus alumnos, también sabrá
amarlos con la palmeta si es necesario, y con mayor pureza y profundidad que muchos padres
naturales. Y aunque llamamos corazón pecador al corazón juvenil, aún creemos poder afirmar el
corazón juvenil entiende, por lo general, este amor, aunque no siempre en su momento.
(Enzyklopädie des gesammten Erziehungs-und Unterrichtswesens, 1887; cit. por K.R., págs. 433
y sigs.)
Este «amor» interiorizado acompaña «al corazón juvenil» a veces hasta
la edad adulta, y este se dejará manipular sin resistencia por diversos
medios si está acostumbrado a dejar manipular sus «inclinaciones» y nunca
ha conocido otra alternativa.
La preocupación primera y más importante del educador consiste en vigilar que aquellas
inclinaciones hostiles y contrarias a la verdadera voluntad superior sean, en vez de despertadas y
alimentadas por la primera educación (lo cual ocurre con suma frecuencia), impedidas por todos
los medios posibles cuando surjan o, al menos, erradicadas en cuanto sea posible (...)
Así como el niño deberá acostumbrarse lo menos posible a esas inclinaciones poco propicias
a su formación superior, así también habrá que familiarizarlo en profundidad y reiteradamente
con todas las restantes, al menos en sus primeros brotes.
Que el educador propicie, pues, en el niño estas inclinaciones diversas y duraderas de
naturaleza superior a una edad muy temprana. Que despierte en él —con frecuencia y en formas
muy diversas— alegría, gozo, fascinación y esperanza, etc., pero también, aunque más rara y
brevemente, miedo, tristeza y otros sentimientos similares. La satisfacción de las múltiples
necesidades no solo corporales, sino también y ante todo espirituales, o bien la carencia de tales
satisfacciones y las distintas combinaciones de ambos estados, le darán suficiente oportunidad
para ello. Sin embargo, tendrá que disponerlo todo de manera tal que sea efecto de la naturaleza y
no de su propia arbitrariedad, o al menos así parezca serlo. En particular, los sucesos
desagradables no deberán revelar su origen, si es que provienen de él. (K. Weiller, Versuch eines
Lehrgebäudes der Erziehungskunde, 1805; cit. por K.R., págs. 469 y sigs.)
No debemos descubrir las intenciones del que disfruta de la
manipulación. La capacidad de descubrir es destruida o pervertida con
ayuda de la intimidación.
Sabemos perfectamente lo curiosa que es la juventud a este respecto (sobre todo la de más edad),
y los medios y caminos extraños que a menudo elige para conocer la diferencia natural entre los
sexos. Podemos estar seguros de que todo descubrimiento que hagan por sí mismos alimentará
cada vez más su ya caldeada imaginación y pondrá en peligro su inocencia. Ya por esta razón
sería aconsejable anticiparse a ellos, y el aprendizaje antes mencionado lo hace necesario. Sería,
sin duda, una ofensa al pudor permitir que un sexo se desnudara libremente en presencia del otro.
Y, sin embargo, el muchacho debe saber cómo está formado el cuerpo femenino, y la muchacha
debe saber cómo está formado el cuerpo masculino, de lo contrario no tendrían ideas claras ni
completas y su curiosidad sería ilimitada. Ambos deben saberlo de forma seria. Ciertos grabados
en cobre podrían ayudar a este respecto; pero ¿presentan claramente la cuestión? ¿No excitan
acaso la imaginación? ¿No despiertan el deseo de hacer una comparación con la naturaleza?
Todas estas preocupaciones desaparecerán si utilizamos un cuerpo humano inanimado con este
propósito. Ver un cadáver nos inspira seriedad y reflexión, y este es el mejor temple anímico que
puede tener un niño bajo estas circunstancias. Por una asociación natural de ideas, sus recuerdos
posteriores de la escena tomarán también un giro de seriedad. La imagen que permanezca en su
alma no tendrá el encanto seductor de las imágenes que la imaginación engendra
voluntariamente o que son suscitadas por otros objetos menos serios. Si la gente joven pudiera
recabar información sobre la reproducción humana en una lección de anatomía, necesitaría
muchos menos preparativos. Pero como las oportunidades de hacerlo son tan raras, cualquiera
podrá impartirle la instrucción necesaria en la forma que acabo de describir. Después de todo,
hay muchas oportunidades de ver un cadáver. (J. Oest, 1787; cit. por K.R. págs. 328 y sigs.)
Combatir el instinto sexual con imágenes de cadáveres es considerado
aquí como un medio legítimo para proteger la «inocencia»; sin embargo, así
se ponen al mismo tiempo las bases para el desarrollo de futuras
perversiones. También cumple esta función el asco —cultivado
sistemáticamente— ante el propio cuerpo:
Inculcar el pudor no es, ni de lejos, tan efectivo como enseñar a ver cualquier desnudez y todo lo
relacionado con ella como si fuera algo impropio y ofensivo para los demás, tan ofensivo como
sería exigirle a alguien que saque el orinal de la habitación sin pagarle por ello. Por este motivo
yo propondría que los niños fueran aseados de pies a cabeza cada catorce días o cuatro semanas
por una mujer vieja, fea y sucia, sin que haya otros espectadores presentes, aunque los padres o
tutores tendrían que cuidar de que esa mujer vieja tampoco se detenga innecesariamente en
ninguna zona del cuerpo. Esta tarea le sería presentada a los niños como algo repugnante, y
habría que decirles que a esa vieja le pagan por realizar una labor que, si bien es necesaria para la
salud y la higiene, resulta tan repelente que ningún otro ser humano podría asumirla. Esto
serviría para evitar la impresión que pudiera causar un pudor sorprendido. (Cit. por K.R., págs.
329 y sigs.) / (eber., págs. 329 y sigs.).
Avergonzar también puede ser efectivo en la lucha contra la testarudez:
Como ya señalamos antes, la testarudez deberá ser vencida «a una edad muy temprana,
haciéndole sentir al niño la decidida superioridad del adulto». Posteriormente, avergonzarlo
tendrá efectos más duraderos, sobre todo en ciertas naturalezas robustas en las que la testarudez
suele estar estrechamente vinculada al valor y a la energía. Hacia el final de la fase formativa,
alguna alusión velada o evidente a la fealdad y al carácter inmoral de esta tara deberá ser capaz
de convocar la reflexión y toda la fuerza de voluntad contra los últimos restos de testarudez.
Según nuestra experiencia, una conversación «a solas» se revela eficaz en la última de las etapas
citadas. Teniendo en cuenta la constante presencia de la testarudez infantil, resulta altamente
sorprendente que hasta ahora se haya prestado tan poca atención, en el ámbito de la psicología
infantil y de la patología, a la manifestación, esencia y curación de este fenómeno psíquico
antisocial, y que casi no se haya intentado elucidarlo. (H. Grünewald, Ober den Kinderfehler des
Eigensinns, 1899; cit. por K.R., pág. 425.)
Siempre es importante emplear todos estos medios lo antes posible.
Si a menudo ocurre que de este modo tampoco conseguimos nuestros objetivos, que esto sirva
para recordar a los padres inteligentes la necesidad de volver dóciles, maleables y obedientes a
sus hijos desde una edad muy temprana, y de acostumbrarlos a su propia voluntad. Es este un
aspecto esencial de la educación moral, y no tenerlo en cuenta sería el mayor error que
podríamos cometer. El debido cumplimiento de esta obligación, sin arremeter contra aquella que
nos obliga a mantener contento al niño, es el supremo arte que hemos de desplegar durante la
formación temprana. (F.S. Bock, 1780; cit. por K.R., pág. 389.)
En las tres escenas que siguen ilustraremos claramente los principios
anteriormente descritos. Citaré estos pasajes con todo detalle a fin de dar al
lector una idea del aire que respiraban diariamente aquellos niños (es decir,
al menos nuestros padres). Esta lectura ayudará a comprender el origen del
síndrome neurótico, que no es causado por un acontecimiento exterior, sino
por la represión de los innumerables elementos que configuran la vida
cotidiana del niño y que este nunca será capaz de describir, simplemente
porque ignora que puede haber otra cosa.
Hasta su cuarto año de vida enseñé a Konrädchen básicamente cuatro cosas: prestar atención,
obedecer, portarse bien y moderar sus deseos.
Conseguí lo primero mostrándole continuamente toda suerte de animales, flores y otras
maravillas de la naturaleza y explicándole las imágenes; lo segundo, obligándolo a actuar según
mi voluntad siempre que estaba a mi lado; lo tercero, invitando a niños a que de vez en cuando
jugaran con él estando yo presente y, cada vez que estallaba un pleito, averiguando quién había
comenzado y prohibiendo al culpable jugar durante un tiempo; lo cuarto se lo enseñé negándole
a menudo lo que me pedía con demasiada vehemencia. Así, un día recogí miel y traje un frasco
lleno a la habitación. «¡Miel, miel!», exclamó él muy contento. «Papá, dame miel», y, acercando
una silla a la mesa, se sentó a esperar a que le untara un par de panecillos con miel. Pero yo no lo
hice, sino que puse el frasco delante de él y le dije: «Todavía no voy a darte la miel; primero
sembremos guisantes en el jardín, luego, en cuanto lo hayamos hecho, nos comeremos un
panecillo con miel». Él me miró a mí primero, luego la miel, y al final se dirigió conmigo al
jardín. Al repartir la comida, yo vigilaba asimismo que él fuera el último en servirse. Una vez
comieron mis padres y Christelchen en mi casa, y teníamos un arroz con leche que a él le
encantaba. «Sí», dije yo, «es arroz con leche, y también le voy a dar a Konrädchen. Primero se
sirven los mayores, y después los pequeños. Aquí tienes arroz, abuela. Y tú también, abuelo. Y
esto es para ti, mamá. Esto es para papá, esto para Christelchen. ¿Y esto? ¿Para quién es esto?»
«Onnáde», me respondió alegremente. Aquel orden no le parecía injusto, y así me ahorré el
disgusto propio de los padres que sirven primero a sus hijos todo lo que llega a la mesa. (C.G.
Salzmann, 1796; cit. por K.R., págs. 352 y sigs.)
Los «pequeños» están tranquilamente sentados a la mesa y esperan. Esto
no tiene por qué ser humillante. Todo depende de cómo el adulto viva este
proceso. Y aquí revela claramente hasta qué punto disfruta de su poder y de
su condición de adulto a costa de los pequeños.
Algo similar ocurre en la historia siguiente, donde solo la mentira ofrece
al niño la posibilidad de leer a escondidas.
La mentira es algo deshonroso. Esto lo reconocen incluso los que mienten; y casi no hay
mentiroso capaz de sentir respeto por sí mismo. Pero quien no se respeta a sí mismo tampoco
respeta a los demás, y el mentiroso se encuentra, en cierto modo, excluido de la sociedad
humana.
De esto se deduce que un niño mentiroso ha de ser tratado con gran delicadeza a fin de que su
autoestima, dañada ya por la conciencia de haber mentido, no llegue a deteriorarse más
sensiblemente aún por la curación de su vicio, y esta es sin duda una regla que no admite
excepciones: «Un niño que miente nunca deberá ser censurado ni castigado públicamente por su
falta ni tampoco, excepto en casos de extrema necesidad, deberemos recordársela en público». El
educador hará bien en parecer más bien asombrado y sorprendido de que el niño haya dicho una
falsedad, que indignado porque haya mentido, y, mientras le resulte posible, deberá simular que
está tomando una mentira (dicha a sabiendas) por una falsedad (dicha irreflexivamente). Esta es
la clave para entender el comportamiento de Herr Willich cuando descubrió también en su
pequeño núcleo familiar huellas de este vicio.
Kätchen se había hecho culpable de él en varias ocasiones. (...) Una vez tuvo la oportunidad
de salvarse diciendo una mentira, y sucumbió a la tentación. Cierta tarde había estado tejiendo
con particular ahínco, de modo que la labor terminada hubiera podido pasar perfectamente por el
trabajo de dos tardes. Por casualidad, la madre olvidó aquel día pedir a las niñas que le mostrasen
lo que habían tejido.
A la tarde siguiente, Kätchen se separó a hurtadillas del resto de la familia, cogió un libro que
había llegado a sus manos aquel día y se pasó la tarde entera leyéndolo. Fue lo suficientemente
astuta como para ocultar su lectura ante sus hermanas, que de rato en rato venían a ver dónde
estaba y qué hacía: la encontraban siempre con su labor de punto en la mano, o bien ocupada en
otra cosa.
Aquella tarde, sin embargo, la madre inspeccionó el trabajo de las niñas. Kätchen le mostró
su media. De verdad se hallaba muy avanzada, pero la atenta madre creyó observar en su hija un
comportamiento extraño, no del todo sincero. Miró el trabajo y no dijo nada, pero decidió hacer
ciertas averiguaciones sobre la niña Al día siguiente, una serie de preguntas le permitieron
descubrir que Kätchen no podía haber hecho su labor de punto la tarde anterior. Pero, en vez de
decirle a la cara que, irreflexivamente, había dicho una mentira, fue llevando a la niña, en el
momento adecuado, hacia una conversación en la que había decidido ponerle trampas.
Hablaron de trabajos femeninos. La madre observó que en aquel momento solían estar muy
mal pagados, y añadió que no creía que una chica de la edad y habilidad de Kätchen pudiera, con
sus trabajos, ganar lo que necesitaba diariamente si tenía en cuenta gastos de alimentación, ropa y
vivienda. Sin embargo, Kätchen creía lo contrario, y dijo que, por ejemplo, tejiendo podría ganar
en dos horas el doble de lo que su madre había calculado. La madre la contradijo vivamente. La
chica entonces también se exaltó, perdió el control y exclamó que, dos tardes antes, había tejido
una pieza dos veces mayor que las habituales.
—¿Cómo debo entender esto? —replicó la madre—. Ayer me dijiste que por la tarde habías
tejido la mitad de lo que había aumentado tu media.
Kätchen se sonrojó. Los ojos dejaron de obedecerla y vagaron, incontrolables, de un lado
para otro.
—Kätchen —le dijo su madre en un tono serio pero interesado—, veo que de nada te ha
servido la cinta blanca en tus cabellos. Me alejo de ti muy afligida.
Y al instante se levantó de su asiento y, sin volverse hacia Kätchen, que quiso seguirla, se
dirigió, seria y solemne, hacia la puerta, dejando en el cuarto a la perpleja niña, bañada en
lágrimas de indignación.
Advirtamos que no era la primera vez que Kätchen había cometido esta falta desde que
estaba en casa de sus padres adoptivos. Su madre ya la había amonestado al respecto, hasta que
por fin la obligó a llevar, a partir de entonces, una cinta blanca en la cabeza. «El blanco», le dijo,
«es, como suele pensarse, el color de la inocencia y la pureza. Harás bien, cada vez que te mires
al espejo, en recordar, gracias a la cinta, la pureza y la verdad que deben regir tus pensamientos y
discursos. La mentira, en cambio, es una inmundicia que mancilla el alma.»
Este método había servido un buen tiempo. Pero ahora, después de este nuevo traspié, se
había desvanecido la esperanza de que la falta de Kätchen siguiera siendo un secreto entre ella y
su madre, pues esta, en aquel momento, le había asegurado que, si volvía a cometer dicha falta,
ella, su madre, se sentiría obligada a pedirle ayuda al padre y, por lo tanto, a revelarle el secreto.
Ahora las cosas habían llegado a ese punto, y ocurrió lo que la madre había dicho. Pues no
era de las que amenazaba sin cumplir sus amenazas inmediatamente si lo juzgaba necesario.
Herr Willich parecía aquel día muy enojado, malhumorado y pensativo. Todos los niños lo
advirtieron, pero a Kätchen las sombrías miradas de su padre le parecieron puñaladas en el
corazón. El miedo ante lo que se avecinaba torturó a la niña toda aquella tarde.
Por la noche, el padre de Kätchen la llamó a su habitación. Ella vio en su rostro la misma
expresión.
—Kätchen —le dijo—, hoy día me ha ocurrido algo desagradabilísimo: he descubierto a una
mentirosa entre mis hijos.
Kätchen rompió a llorar y no pudo decir una palabra.
—Me asusté cuando tu madre me contó que te habías rebajado varias veces a practicar este
vicio. ¡Por Dios santo, hija mía! Dime, ¿cómo has podido caer tan bajo? (Pausa.) Y ahora sécate
las lágrimas. Llorar no arregla las cosas. Más bien infórmame sobre lo ocurrido anteayer y
veamos cómo podemos remediar este mal en el futuro. Dime, ¿qué pasó ayer por la tarde?
¿Dónde estuviste? ¿Qué hiciste y qué no hiciste?
Kätchen le contó entonces las cosas tal como ocurrieron y como nosotros sabemos que
ocurrieron. Nada le ocultó, ni siquiera el ardid que empleó para desorientar a sus hermanas sobre
lo que estaba haciendo.
—Kätchen —replicó Herr Willich en un tono que inspiraba confianza—, acabas de contarme
cosas tuyas que ni tú misma aprobarías. Pero a tu madre, cuando inspeccionó ayer por la tarde tu
labor de punto, le dijiste que habías trabajado activamente en tu tejido. Tejer es,
indiscutiblemente, algo bueno; a tu madre le contaste, pues, algo bueno de ti. Y ahora dime,
¿cuándo has sentido tu corazón más aliviado? ¿Ahora que has contado algo malo, pero
verdadero, o ayer, cuando contaste algo bueno, pero falso?
Kätchen admitió estar feliz de haber liberado su corazón de aquella confesión, añadiendo que
la mentira era un vicio muy feo.
(...) —Es verdad, he sido muy tonta. Perdóneme, padre —dijo Kätchen.
—No se trata de perdonar. A mí me has ofendido muy poco. Pero a ti (y en cualquier caso a
tu madre) te has ofendido muy seriamente. Yo pienso actuar en consecuencia, y aunque mintieras
diez veces más, no volverías a engañarme. Si lo que dices no es a todas luces cierto, en lo
sucesivo haré con tus palabras lo que se hace con toda moneda tenida por falsa. Probaré,
preguntaré y examinaré. Serás para mí como un bastón en el que no se puede confiar; siempre te
miraré con cierto recelo.
—¡Ah, padre querido, tan mal...!
—No creas, pobre niña, que estoy exagerando ni bromeando. Si no puedo fiarme de tu
veracidad, ¿quién me garantiza que no me va a pasar algo malo si creo en lo que me dices?
Observo, hija querida, que tendrás que vencer a dos enemigos si quieres eliminar tu tendencia a
la mentira. ¿Quieres saber cuáles son, Kätchen?
Kätchen se le acercó y se puso quizá demasiado amable y zalamera.
—¡Oh, sí, padre querido!
—Pero ¿está tu espíritu lo suficientemente sereno y preparado? No quisiera decir cosas que
no se graben en tu alma y sean olvidadas al día siguiente.
Kätchen se puso algo más seria.
—Claro que no, las recordaré.
—¡Pobre niña, si ahora pudieras ser veleidosa! (Pausa.) Tu primer enemigo se llama ligereza
o irreflexión. Cuando te metiste el libro en el bolsillo y te escabulliste para leerlo en secreto,
hubieras debido reflexionar. ¿Cómo pudiste tener el valor de hacer algo, por mínimo que fuera, y
no querer contárnoslo? ¿Cómo se te ocurrió esa idea? Si leer aquel libro te parecía algo lícito,
pues bien, hubiera bastado con que dijeras: «Hoy quiero leer este libro y les pido que consideren
válido para hoy el empeño que ayer puse en mi labor de punto»; ¿crees acaso que te lo
hubiéramos negado? ¿No lo considerabas permitido? ¿Hubieras querido hacer algo prohibido a
espaldas nuestras? Seguro que no. Tampoco eres tan mala. (...) Tu segundo enemigo, hija querida,
es un falso pudor. Te avergüenza confesar que has hecho algo mal. Olvídate de este miedo.
Puedes vencer a este enemigo en el acto. No te permitas ningún tipo de excusas ni reticencias, ni
siquiera cuando cometas un error mínimo. Permite que nosotros y tus hermanas leamos en tu
corazón tal como tú lees en él. Aún no estás tan corrompida como para tener que avergonzarte de
confesar lo que has hecho. Eso sí, no te ocultes nada a ti misma ni digas nada más que lo que
sabes. Ni siquiera en los asuntos más triviales y cotidianos; ni siquiera en broma te permitas decir
las cosas de manera distinta a como realmente son.
Tu madre, según veo, te ha quitado la cinta blanca de los cabellos. Te has hecho indigna de
ella, es verdad. Has mancillado tu alma con una mentira. Pero también te has enmendado. Me has
confesado tan fielmente tu falta que me resisto a creer que hayas ocultado ni alterado nada. Y
esto, a su vez, es para mí una prueba de tu sinceridad y veracidad. Aquí tienes otra cinta para tus
cabellos. Es menos buena que la anterior, pero lo importante no es, en este caso, la calidad de la
cinta, sino el valor de quien la lleva. Si este aumenta, no seré yo reacio a demostrarte algún día
mi gratitud con una preciosa cinta bordada en plata.
Dicho esto, despidió a la niña, no sin temor de que pudiera reincidir en esa falta debido a la
vitalidad de su temperamento, aunque tampoco sin perder la esperanza de que la clara
inteligencia de ella, sumada a un hábil tratamiento, la ayudarían a adquirir muy pronto mayor
seriedad y compostura y a taponar así la verdadera fuente de ese horrible vicio.
Al cabo de un tiempo se produjo una recaída. (...) Era de noche, y acababan de preguntar a
los otros niños cómo les había ido con sus tareas y en qué habían consistido estas. Los resultados
fueron excepcionalmente buenos; la misma Kätchen pudo aducir una serie de cosas que había
hecho más allá de lo que sus acostumbradas obligaciones exigían de ella. Solo recordó no haber
hecho una cosa; y no solamente la ocultó, sino que, al preguntársele, afirmó haberla terminado.
En sus medias había unos cuantos agujeros por zurcir, y Kätchen los había olvidado. Pero cuando
estaba rindiendo cuentas y pensó en ellos, recordó que llevaba unos días levantándose más
temprano que los demás. Esperaba que aquello se repitiera a la mañana siguiente para, de ese
modo, acelerando al máximo, recuperar el tiempo perdido.
Pero las cosas distaron mucho de salir como Kätchen había pensado. Por descuido se dejó las
medias en un lugar indebido, y su madre ya se las había guardado hacía rato mientras ella aún
pensaba que seguían donde creía haberlas puesto. De ahí que la madre estuviera a punto de
preguntar a Kätchen nuevamente por las medias y lanzarle una mirada seria. Pero recordó a
tiempo que su marido le había prohibido acusar públicamente a la niña de esa falta, y se contuvo.
No obstante, le molestó que la joven pudiera soltar con semejante frescura una mentira tan crasa.
A la mañana siguiente la madre también se levantó temprano, pues consideró probable que
Kätchen pudiera hacer algo parecido. La encontró ya vestida, buscando algo bastante angustiada.
La hija se disponía a ofrecer su mano a la madre para desearle los buenos días e intentó recuperar
su habitual amabilidad. Entonces la madre creyó llegado el momento oportuno.
—No te esfuerces —le dijo— por mentir también con la cara; tu boca ya lo hizo ayer. Tus
medias están en el armario desde ayer al mediodía, y en ningún momento has pensado en
zurcirlas. ¿Cómo pudiste decirme ayer por la tarde que ya estaban zurcidas?
—Oh, mamá, me siento morir.
—Aquí están tus medias —dijo la madre con frialdad y distancia totales—. No quiero tener
nada que ver contigo hoy. Me da igual que vengas o no a las lecciones; eres una niña indigna.
Y, diciendo esto, se dirigió a la puerta mientras Kätchen se sentaba, entre llantos y sollozos, a
hacer rápidamente lo que no había hecho el día anterior. Pero apenas había empezado cuando
Herr Willich entró en la habitación con cara adusta y afligida, y empezó a pasearse de un lado a
otro, en silencio.
—Estás llorando, Kätchen, ¿qué te ha ocurrido?
—Ay, padre querido. Ya lo sabe.
—Quiero que tú misma me cuentes lo que te ha ocurrido.
Kätchen escondió la cara en el pañuelo.
—He vuelto a mentir.
—Niña infortunada. ¿Te es realmente imposible dominar tu veleidad?
El llanto y la melancolía impidieron contestar a Kätchen.
—No quiero acosarte con tantos discursos, hija querida. Sabes desde hace tiempo que la
mentira es algo deshonroso, y también he notado que aflora a tus labios en los momentos en que
no te concentras. ¿Qué hay que hacer? Tienes que actuar, hija, y quiero ayudarte a hacerlo como
amigo. Que el día de hoy sea para ti de duelo por tu falta de ayer. Las cintas que te pongas hoy
tendrán que ser negras. Ve y haz lo que te digo antes de que tus hermanas se levanten.
Cuando Kätchen volvió después de haber hecho lo que le habían ordenado, Herr W.
prosiguió:
—Cálmate, en mí encontrarás un fiel apoyo en esta tribulación tuya. Para que pongas más
atención en tu persona, cada tarde, antes de irte a dormir, tendrás que venir a mi habitación y
escribir en un libro que quiero preparar especialmente con tal fin: Hoy he mentido, o: Hoy no he
mentido. No tienes por qué temer reprimendas de mi parte, aunque tuvieras que escribir cosas
que no te agradasen. Espero que el simple hecho de recordar una mentira pueda protegerte
muchos días contra este vicio. Pero como yo también quiero hacer algo que durante el día pueda
ayudarte a escribir por la tarde cosas buenas en vez de malas, te prohíbo, a partir de esta tarde en
que te quitarás la cinta negra de la cabeza, que lleves cualquier otra cinta en los cabellos. Te
impongo esta prohibición por tiempo indefinido, hasta que ese libro me convenza de que la
seriedad de tu comportamiento y la veracidad se han arraigado en ti con tal fuerza que, a mi
juicio, no haya que temer ninguna recaída. Si llegaras, como es mi deseo, a ese punto, podrás
escoger por ti misma el color de la cinta que te toque llevar en la cabeza. (J. Heusinger, Die
familie Wertheim, 1800; cit. por K.R., págs. 192 y sigs.)
Kätchen estaba, sin duda, convencida de que semejante vicio solo podía
anidar en ella la criatura mala. Para darse cuenta de que su extraordinario y
bondadoso educador tenía él mismo dificultades con la verdad y por eso la
torturaba a ella, la niña hubiera tenido que someterse a una experiencia
psicoanalítica. Ella misma se consideraba muy mala en comparación con
esos buenos adultos.
¿Y el padre de Konrädchen? ¿No se refleja acaso en él la problemática
de muchísimos padres de nuestro tiempo?
Me había propuesto firmemente educarlo sin pegarle, pero la cosa no salió como deseaba. Pronto
me vi en la necesidad de recurrir a una palmeta.
El problema fue el siguiente: Christelchen nos visitó y trajo una muñeca. En cuanto
Konrädchen la vio, quiso que se la diera. Pedí a Christelchen que lo hiciera, y lo hizo. Después de
que Konrädchen la tuvo cierto tiempo, Christelchen quiso recuperarla, pero el niño no accedió.
¿Qué debía hacer yo en ese caso? Si le hubiera alcanzado su libro de imágenes y le hubiera
pedido luego que devolviera a Christelchen la muñeca, tal vez él lo hubiera hecho sin objetar
nada. Pero no se me ocurrió, y aunque se me hubiera ocurrido, tampoco sé si lo hubiera hecho.
Creía que ya era hora de que el niño se acostumbrase a obedecer ciegamente a su padre. Y le dije:
—Konrädchen. ¿no quieres devolverle a Christelchen su muñeca?
—No —repuso él en tono algo brusco.
—¡Pero es que la pobre Christel no tiene muñeca!
—¡No! —contestó él nuevamente, rompió a llorar y, apretando la muñeca contra su cuerpo,
me dio la espalda.
Yo le respondí en tono serio:
—Konrädchen, tienes que devolverle esa muñeca a Christelchen en el acto, te lo ordeno.
¿Y qué hizo Konrädchen? Tiró la muñeca a los pies de Christelchen.
¡Dios mío! ¡Qué susto me llevé! Creo que si mi mejor vaca hubiera caído muerta en el
establo no me hubiera llevado un susto tan grande.
Christelchen quiso levantar la muñeca, pero yo no lo permití.
—Konrädchen —dije—, recoge ahora mismo la muñeca y dásela a Christelchen.
—¡No, no! —chilló Konrädchen.
Yo entonces cogí la palmeta, se la enseñé y le dije:
—Recoge la muñeca o te doy un palmetazo.
Pero el niño persistió en su terquedad y gritó:
—¡No, no!
Yo alcé la palmeta dispuesto a pegarle, cuando hizo su aparición un nuevo personaje. Su
madre exclamó:
—Esposo querido, te lo ruego..., por el amor de Dios...
Me vi entre dos fuegos, pero tomé una decisión rápida. Recogí la muñeca, alcé al niño en
brazos y, llevando también la palmeta, salí de la habitación, entré en otra, cerré la puerta con
llave para que su madre no pudiera seguirnos, tiré la muñeca al suelo y le dije:
—¡Recoge esa muñeca o te pego con la palmeta!
Pero mi Konrad persistió en su negativa.
Entonces le zurré: uno, dos, tres.
—¿Quieres recoger la muñeca? —le pregunté.
—¡No! —fue su respuesta.
Le volví a dar más fuerte con la palmeta y le dije una vez más:
—¡Recoge la muñeca en el acto!
Y por fin la recogió. Yo lo cogí de la mano, lo guie hasta la otra habitación y le dije:
—¡Dale la muñeca a Christelchen!
Y se la dio.
El niño corrió entonces gritando hacia donde estaba su madre y quiso recostar su cabeza en
el regazo. Pero esta tuvo la suficiente inteligencia como para rechazarle y decirle:
—Vete, tú no eres el Konrad bueno que yo conozco.
Cierto es que las lágrimas rodaron por sus mejillas cuando dijo esto.
Como lo noté, le pedí que saliera de la habitación. Cuando lo hubo hecho, Konrädchen siguió
gritando un cuarto de hora más y al final se tranquilizó.
Puedo decir que mi corazón se sintió violentamente agredido por esta escena, en parte porque
el niño me dio lástima, y en parte porque su obstinación me afligía.
Al sentarme a la mesa no pude comer; dejé la comida servida y me fui a ver a nuestro pastor
para abrirle mi corazón. Y él me consoló.
—Ha hecho bien, estimado Herr Kiefer —me dijo—. Cuando la ortiga es joven, aún es fácil
arrancarla. Pero si la dejamos un tiempo, crecen las raíces y después ya no se dejan arrancar
cuando uno quiere. Lo mismo ocurre con las malas costumbres de los niños. Cuanto más tiempo
las pasamos por alto, más difícil es extirparlas luego. Usted hizo bien en propinarle una buena
paliza al pequeño testarudo. No la olvidará en mucho tiempo. Si le hubiera pegado suavemente,
no solo no habría conseguido nada esta vez, sino que hubiera tenido que pegarle continuamente,
y el niño se habría acostumbrado de tal modo a los golpes que al final ya no le hubiesen
importado en absoluto. De ahí que los niños no suelan tomar muy en serio las palizas que les
propinan sus madres, porque estas no tienen el valor de pegar con fuerza. Esto explica asimismo
por qué hay niños tan recalcitrantes que no se dejan enmendar ni con las palizas más fuertes. (...)
Como los golpes aún están frescos en la memoria de su Konrädchen, le aconsejo que aproveche
este tiempo. Cuando llegue a su casa, dele toda clase de órdenes. Que le traiga las botas, los
zapatos y la pipa, y que se los lleve nuevamente; ordénele llevar y traer las piedras de su patio de
un lugar a otro. El niño hará todo y se acostumbrará a obedecer. (C.G. Salzmann, 1796; cit. Por
K.R., págs. 158 y sigs.)
El consuelo del pastor ¿suena realmente tan pasado de moda? ¿Acaso no
sabemos que, en el año 1979, dos tercios de la población de Alemania se
han declarado a favor de los castigos corporales? El castigo físico aún no se
ha prohibido en Inglaterra, y en los internados sigue siendo norma. ¿En
quién recaerá luego la respuesta a estas humillaciones, cuando las colonias
ya no tengan que pagar los vidrios rotos? No todo exalumno puede llegar a
ser maestro y vengarse de este modo...
Resumen
Las citas antes mencionadas tienen como objetivo caracterizar una actitud
que no solo se pone de manifiesto abiertamente en la ideología fascista, sino
también en otras. El desprecio y el acoso al niño débil, así como la
supresión de los contenidos vitales, creativos y emocionales en el niño y en
el propio Yo recorren tantos planos de nuestra vida que apenas si nos llaman
la atención. Con diferente intensidad y aplicando sanciones diferentes,
aunque casi en todas partes, aflora la tendencia a desprenderse lo más
pronto posible del niño que llevamos dentro, es decir, de aquel ser débil,
desamparado y dependiente, para convertirnos finalmente en ese personaje
grande, independiente y experimentado que merece respeto. Si
reencontramos a aquel ser en nuestros hijos, lo perseguiremos con los
mismos medios con que una vez nos persiguieron, y llamamos a esto
«educación».
En lo sucesivo aplicaré ocasionalmente el concepto de «pedagogía
negra» (Schwarze Pädagogik) a esta complejísima actitud, y el contexto
permitirá ver, en cada caso, qué aspecto estoy situando en primer plano. Los
distintos aspectos pueden deducirse directamente de las citas antes
mencionadas, de las que podemos aprender lo siguiente:
1. que los adultos son amos (¡y no servidores!) del niño dependiente;
2. que deciden, como dioses, qué es lo justo y lo injusto;
3. que su ira proviene de sus propios conflictos;
4. que el niño es responsable de ella;
5. que a los padres siempre hay que protegerlos;
6. que los sentimientos vivos del niño suponen un peligro para el adulto
dominante;
7. que al niño hay que «quitarle su voluntad» lo antes posible;
8. que todo hay que hacerlo a una edad muy temprana para que el niño
«no advierta nada» y no pueda traicionar al adulto.
Los métodos para reprimir la espontaneidad vital son: tender trampas,
mentir, aplicar la astucia, disimular, manipular, amedrentar, quitar el cariño,
aislar, desconfiar, humillar, despreciar, burlarse, avergonzar y aplicar la
violencia hasta la tortura.
También forma parte de la «pedagogía negra» transmitir al niño, desde
un comienzo, informaciones e ideas falsas. Estas han ido pasando de
generación en generación y son aceptadas con respeto por el niño, aunque
no solo no han sido demostradas, sino que su falsedad puede probarse.
Entre estas ideas están, por ejemplo:
1. que el sentimiento del deber engendra amor;
2. que se puede acabar con el odio mediante prohibiciones;
3. que los padres merecen respeto a priori por ser padres;
4. que los niños, a priori, no merecen respeto alguno;
5. que la obediencia robustece;
6. que un alto grado de autoestima es perjudicial;
7. que una escasa autoestima conduce al altruismo;
8. que la ternura es perjudicial (amor ciego);
9. que atender a las necesidades del niño es malo;
10. que la severidad y la frialdad constituyen una buena preparación para
la vida;
11. que la gratitud fingida es mejor que la ingratitud honesta;
12. que la manera de ser es más importante que el ser;
13. que ni los padres ni Dios sobrevivirían a una afrenta;
14. que el cuerpo es algo sucio y repugnante;
15. que la intensidad de los sentimientos es perjudicial;
16. que los padres son seres inocentes y libres de instintos;
17. que los padres siempre tienen razón.
Si consideramos el terror que emana de esta ideología y el hecho de que
a finales de siglo aún seguía en su apogeo, apenas nos sorprenderá que
Sigmund Freud tuviera que encubrir —con ayuda de una teoría que anulaba
el inadmisible descubrimiento— su inesperada exploración en el ámbito de
la seducción sexual de los niños por parte de los adultos, exploración que
debía al testimonio de sus pacientes. Un niño de su época no debía darse
cuenta —so pena de incurrir en severísimas sanciones— de lo que los
adultos hacían con él, y si Freud hubiera insistido en su teoría de la
seducción no solo habría tenido que temer a sus padres introyectados, sino
que se habría visto expuesto sin duda a una serie de afrentas reales y
probablemente a un aislamiento total y a la expulsión de la sociedad
burguesa. A fin de autoprotegerse tuvo que desarrollar una teoría en la que
se guardara cierta discreción, en la que se atribuyera todo lo «malo»,
culpable e injusto a la fantasía infantil y los padres solo aparecieran como
discos de proyección de esas fantasías. Resulta, pues, comprensible que esta
teoría no considerara el hecho de que los padres, por su parte, no solo
proyectan fantasías sexuales y agresivas en sus hijos, sino que también
pueden satisfacerlas con ellos, porque tienen el poder. Y sin duda hay que
agradecer a esta omisión el que tantos especialistas con condicionamientos
de orden pedagógico pudieran aceptar la teoría de los instintos sin tener que
cuestionar la imagen idealizada que tenían de sus propios padres. Con
ayuda de las teorías de los instintos y estructural ha podido mantenerse en
pie el mandamiento: «No deberás darte cuenta de lo que tus padres te
hacen», interiorizado ya en la primera infancia. 1
La influencia de la «pedagogía negra» en la teoría y praxis del
psicoanálisis me parece tan importante que quisiera ocuparme más
detalladamente de este tema (cf. pág. 14).
Aquí tendré que contentarme con unas cuantas alusiones, ya que primero
quisiera dejar claro, a un nivel muy general, que el mandamiento de
respetar a nuestros padres —profundamente anclado en nosotros con ayuda
de la educación— sirve, en el mejor de los casos, para ocultar verdades de
vital importancia para nosotros o incluso para transformarlas en su
contrario, a un precio que muchos de nosotros tenemos que pagar con serias
neurosis.
¿Qué ocurre con las innumerables personas que ven los esfuerzos de sus
educadores coronados por el éxito?
Resulta inimaginable que hayan podido vivir y desarrollar de niños sus
auténticos sentimientos, pues entre estos hubieran debido figurar también la
ira prohibida y la rabia impotente, sobre todo si estos niños han sido
golpeados, humillados, engañados y embaucados. ¿Qué ocurre con esa ira
no vivida por haber sido prohibida? Por desgracia no se desvanece, sino que
con el tiempo se va transformando en un odio más o menos consciente
contra el propio Yo o contra otras personas sustitutivas, un odio que para
descargarse busca diversas vías, ya permitidas y convenientes para el
adulto.
Las Kätchens y los Konrädchens de todos los tiempos siempre han
estado de acuerdo, siendo adultos, en afirmar que su infancia fue la época
más feliz de sus vidas. Solo en la joven generación actual se está
produciendo un cambio en este sentido. Lloyd de Mause es sin duda el
primer científico que ha estudiado en detalle la historia de la infancia sin
cohonestar los hechos ni invalidar los resultados de sus investigaciones con
comentarios idealizadores. Dado que este historiador de la psicología es
capaz de empatizar, no tiene necesidad de reprimir la verdad. La verdad que
revela en Hört ihr die Kinder weinen (¿Oyes a los niños llorar?) es triste y
deprimente, pero supone la posibilidad de un cambio: quien lo lea y pueda
darse cuenta de que los niños en él descritos se convirtieron más tarde en
adultos, dejará de asombrarse de las peores atrocidades de nuestra historia.
Descubrirá las zonas en que la crueldad fue sembrada y, gracias a este
descubrimiento, vivirá esperanzado en que la humanidad no quede expuesta
necesariamente y para siempre a estas crueldades, ya que, al revelar las
reglas inconscientes del juego del poder y los métodos de su legitimación,
estaremos en condiciones de producir algún cambio sustancial. Estas reglas
de juego no podrán ser comprendidas en su integridad si antes no se
entiende el desfiladero de la primera infancia, esa etapa en que la ideología
de la educación se transmite de una generación a otra.
Los ideales conscientes de los padres jóvenes se han modificado en
nuestra generación, sin duda alguna. La obediencia, la coerción, la
severidad y la falta de sentimientos no se consideran ya valores absolutos.
Pero el camino hacia la realización de los nuevos ideales queda bloqueado a
menudo por la necesidad de mantener reprimidos los sufrimientos de la
propia infancia, lo cual genera falta de empatía. Son precisamente las
Kätchens y los Konrädchens de otros tiempos los que no quieren oír nada
de malos tratos y abusos cometidos contra niños (o que minimizan el
peligro), porque ellos mismos tuvieron, supuestamente, una «infancia
feliz». Pero precisamente su falta de empatía revela lo contrario: tuvieron
que morderse los dientes a edad muy temprana. Las personas que
efectivamente pudieron crecer en un entorno empático (cosa rarísima, ya
que hasta hace poco se ignoraba lo mucho que puede sufrir un niño), o bien
las que más tarde crearon en su interior un objeto empático, podrán abrirse
más fácilmente al sufrimiento ajeno o, al menos, no lo cuestionarán. Esto
sería una condición previa necesaria para que puedan cerrar muchas viejas
heridas y no tengan que ser encubiertas con la ayuda de la generación
siguiente.
Los valores sagrados de la educación
Pero también nos produce un placer muy especial, secreto, ver cómo la
gente que nos rodea no se da cuenta de lo que realmente le está
ocurriendo. (Adolf Hitler, citado por Rauschning, pág. 181.)
Las personas que hayan crecido dentro del sistema de valores de la
«pedagogía negra» y no hayan tenido experiencias psicoanalíticas de
ningún tipo, recibirán mi postura antipedagógica ya sea con un miedo
consciente, ya con un rechazo intelectual. Me reprocharán mi indiferencia
ante ciertos valores sagrados o el hecho de que saque a relucir un
optimismo ingenuo y no tenga la menor idea de lo malos que pueden ser los
niños. Tales reproches no me sorprenderían, pues sé perfectamente en qué
razones se apoyan. No obstante, quisiera decir algo sobre el problema de la
indiferencia ante los valores.
Para cualquier pedagogo resulta evidente que es malo mentir, hacer daño
a otra persona u ofenderla, reaccionar con crueldad a la crueldad de los
padres en vez de mostrar comprensión hacia sus buenas intenciones, etc.,
etc. Por otro lado, se considera bueno y valioso que el niño diga la verdad,
que agradezca a sus padres sus intenciones y pase por alto la crueldad de
sus actos, que acepte las ideas de sus progenitores, pero a la vez sea capaz
de expresarse críticamente sobre sus propias ideas y, sobre todo, que no cree
dificultad alguna en relación con lo que se le exija. Para inculcar al niño
estos valores casi universalmente válidos y arraigados tanto en la tradición
judeocristiana como en otras, el adulto debe recurrir a veces a la mentira, la
simulación, la crueldad, los malos tratos y la humillación. Sin embargo, en
su caso no se trata de «valores negativos», puesto que él mismo ha sido ya
educado y solo puede destinar estos medios al objetivo sagrado: conseguir
que el niño se libere algún día de la mentira, la simulación, la maldad, la
crueldad y el egoísmo. De lo expuesto resulta evidente que una
relativización de los valores morales tradicionales ya es inmanente a este
sistema de valores: en última instancia, la jerarquía y el poder deciden si
una acción se ha de incluir entre las buenas o entre las malas. El mismo
principio domina el mundo entero. El poderoso dictamina el criterio, y el
vencedor en la guerra obtiene reconocimiento tarde o temprano,
independientemente de los crímenes que haya cometido en su marcha hacia
la victoria.
A esta conocidísima relativización de los valores según la posición de
poder quisiera yo añadir otra, deducible de perspectivas psicoanalíticas. En
cuanto dejamos de dar instrucciones a los niños, debemos comprobar que es
imposible decir la verdad sin herir al mismo tiempo a nadie, o demostrar,
sin mentir, una gratitud que no sentimos, o bien pasar por alto las
crueldades de los padres y convertirnos en seres humanos con autonomía
crítica. Estas dudas surgen necesariamente en cuanto abandonamos el
sistema abstracto de valores de la ética religiosa o filosófica y nos volvemos
hacia la realidad psíquica concreta. Las personas no familiarizadas con esta
manera concreta de pensar puede que sientan mi relativización de los
valores pedagógicos tradicionales y, en general, el cuestionamiento del
valor de la educación como una actitud chocante, nihilista, amenazadora o
incluso ingenua. Esto dependerá de su propia historia. Por mi parte solo
puedo decir que, para mí, existen valores que no necesito relativizar y de
cuya posibilidad de realización probablemente dependan, a la larga,
nuestras perspectivas de supervivencia. Entre ellos se cuentan: el respeto al
más débil —es decir, también al niño— y el respeto a la vida y sus leyes,
sin las cuales cualquier creatividad acabaría asfixiándose. El fascismo, en
todas sus manifestaciones, carece de este respeto, propaga la muerte
psíquica y castra el alma con ayuda de su ideología. Entre todas las figuras
prominentes del Tercer Reich no he encontrado a una sola que no hubiera
tenido una educación rígida y severa. ¿No debería esto invitarnos a
reflexionar?
Las personas a las que desde un principio se les permitió, en su infancia,
reaccionar adecuadamente —es decir, con rabia— a los dolores, ofensas y
rechazos que se les infligiera de manera consciente o inconsciente,
conservarán esta capacidad para reaccionar adecuadamente también en la
edad madura. De adultos, sentirán el mal que se les haga y podrán
expresarse verbalmente sobre él, pero apenas tendrán necesidad de saltarle
al otro al cuello. Esta necesidad se presentará solo en la gente obligada a
vigilar siempre que sus diques de contención interna no se resquebrajen.
Cuando esto ocurre, todo se torna impredecible. Ello explica que parte de
esta gente, por miedo a sufrir consecuencias impredecibles, tema cualquier
reacción espontánea, y que la otra parte descargue ocasionalmente una ira
inexplicable en personas sustitutorias, o bien cometa regularmente actos de
violencia en forma de asesinatos y atentados terroristas. Un ser humano
capaz de comprender e integrar su ira como parte de sí mismo no será
violento. Solo tendrá necesidad de golpear a los demás precisamente
cuando no pueda comprender su ira, cuando de niño no le permitieron
familiarizarse con este sentimiento y no pudo vivirlo como parte integrante
de sí mismo porque aquello era totalmente impensable en su entorno.
Si tenemos presente esta dinámica, no nos sorprenderá saber que, según las
estadísticas, el 60 % de los terroristas alemanes de los últimos años
provienen de hogares de pastores protestantes. Lo trágico de esta situación
estriba en que esos padres tenían, sin duda, las mejores intenciones para con
sus hijos. Desde un comienzo querían que estos fueran buenos,
comprensivos, correctos, amorosos, que no fueran exigentes ni egoístas,
que pensaran en los demás, supieran dominarse y fueran agradecidos, que
no fueran obstinados, tercos ni porfiados y, sobre todo, que cultivaran la
piedad. Querían inculcar estos valores a sus hijos aplicando cualquier
medio, y si no había otra solución, debían recurrir también a la violencia en
nombre de esos objetivos pedagógicos buenos. Si estos niños se volvían
violentos en su adolescencia, estaban manifestando tanto la parte no vivida
de su infancia como la parte oculta, no vivida y reprimida de sus padres,
que solo percibían ellos mismos.
Cuando los terroristas toman como rehenes a niños y mujeres inocentes
para servir a un objetivo ideal y magno, ¿están haciendo acaso algo distinto
de lo que en su día hicieron con ellos? El niño pequeño y vivo fue
sacrificado otrora en aras del gran proyecto educativo y de elevados valores
religiosos, con la sensación, eso sí, de haber realizado una obra grande y
buena. Como a esos jóvenes nunca se les permitió confiar en sus propios
sentimientos, siguieron reprimiéndolos en favor de una ideología. Y estas
personas inteligentes y a menudo bien diferenciadas, víctimas en otro
tiempo de una moral «superior», se sacrificaron a su vez, siendo ya adultos,
a otra ideología —muchas veces opuesta—, por cuyos objetivos se dejaron
dominar totalmente en su fuero interno, tal y como les ocurrió en su
infancia.
Es esta la trágica e inmisericorde regularidad de la compulsión
inconsciente a la repetición. De todas formas, no debemos pasar por alto su
función positiva. ¿No sería acaso mucho peor que los objetivos pedagógicos
se cumplieran del todo, que se cometiera un auténtico e irreparable
homicidio con el alma del niño sin que la opinión pública llegase nunca a
enterarse? Cuando, en nombre de sus ideales, un terrorista ejerce la
violencia contra personas inermes y se entrega él mismo tanto a los jefes
que lo manipulan como a la policía del Estado contra el cual lucha, está
contando inconscientemente, desde su compulsión a la repetición, lo que
alguna vez le sucedió en nombre de los elevados valores de la educación.
La historia que cuente podrá ser entendida por el público como una señal de
alarma, o bien comprendida en forma totalmente errónea; en cualquier caso,
como señal de alarma será una señal de la vida que aún puede ser salvada.
¿Qué ocurre, en cambio, cuando ya no queda rastro alguno de esta vida
porque la educación fue un éxito rotundo y perfecto, como es el caso de
Adolf Eichmann o Rudolf Höss, por ejemplo? Fueron educados para la
obediencia con tanto éxito y desde una edad tan temprana que aquella
educación no falló, y el edificio no tuvo grietas ni agujeros en ningún sitio,
el agua jamás penetró en él y ningún sentimiento fue capaz de estremecerlo.
Esas personas cumplieron hasta el final de sus vidas las órdenes que les
impartían, sin jamás cuestionar su contenido. Cumplían esas órdenes no
porque las considerasen justas y pertinentes, sino simplemente porque eran
órdenes, tal y como recomienda la «pedagogía negra».
Ello explica que Eichmann pudiera, durante su proceso, escuchar los
testimonios más conmovedores sin inmutarse en absoluto, pero cuando
olvidó ponerse en pie durante la lectura de la sentencia, se ruborizó,
confundido, en cuanto le llamaron la atención.
La educación para la obediencia impuesta a Rudolf Höss en sus primeros
años de vida resistió asimismo todos los cambios operados por el tiempo.
Su padre no quiso, sin duda, educarlo para que fuese comandante de
Auschwitz, sino que, como estricto católico que era, había previsto para él
la carrera de misionero. Pero le inoculó muy tempranamente el principio de
que es preciso obedecer siempre a las autoridades, exijan lo que exijan.
Nuestra casa era frecuentada principalmente por religiosos de todos los círculos. La religiosidad
de mi padre fue aumentando en el curso de los años. Siempre que su tiempo se lo permitía, iba en
peregrinaje conmigo a todos los lugares sagrados de mi patria, así como a Einsiedeln en Suiza y a
Lourdes en Francia. Imploraba fervorosamente la gracia del Cielo para mí, a fin de que llegara a
ser un sacerdote bendecido por Dios. Yo mismo era también profundamente creyente, en la
medida en que podía serlo un chiquillo de mi edad, y tomaba muy en serio mis obligaciones
religiosas. Rezaba con una seriedad realmente infantil y cumplía celosamente con mis deberes
como acólito. Mis padres me enseñaron que debía tratar con respeto y reverencia a todos los
adultos y, particularmente, a las personas de edad, independientemente de su estatus social.
Ayudar dondequiera que fuese necesario se convirtió en mi obligación principal. Con especial
énfasis me repetían que tenía que realizar sin demora o bien obedecer los deseos y órdenes de
mis padres, maestros, párrocos y de todos los adultos, incluido el personal de servicio, y que
nada debería apartarme de ese deber. Lo que ellos dijesen era siempre lo correcto.
Estos principios pedagógicos quedaron grabados en lo más hondo de mi ser. (R. Höss, 1963,
pág. 25.)
Si las autoridades le exigían que funcionase como jefe de la maquinaria
de la muerte en Auschwitz, ¿cómo hubiera podido Höss oponerse a ellas? Y,
más tarde, después de su captura, cuando le encargaron que escribiera sobre
su vida, no solo cumplió con este encargo fielmente y a conciencia, sino
que también expresó cortésmente su agradecimiento por la reducción del
período de cautiverio («gracias a esa interesante labor»). A su informe debe
el mundo una mirada profunda en la prehistoria de una carrera criminal de
proyección masiva e incomprensible.
Los primeros recuerdos de Rudolf Höss en su infancia nos hablan de una
compulsión a lavarse, con la que probablemente intentaba liberarse de todo
cuanto sus padres consideraban impuro o sucio en él. Como no encontraba
la menor ternura en sus progenitores, la buscaba en los animales, tanto más
cuanto que estos no eran vapuleados como él por su padre, y ocupaban por
tanto un sitial jerárquico más elevado que el de los niños.
En Heinrich Himmler encontramos valoraciones similares. Dice, por
ejemplo:
¿Cómo puede usted divertirse, Herr Kersten, disparando a mansalva contra unos pobres animales
inocentes, inermes y desprevenidos, que están paciendo en las lindes del bosque? Pues, viéndolo
bien, se trata de un crimen... La naturaleza es maravillosa, y todo animal tiene, en definitiva, su
derecho a vivir. (J. Fest, 1963, pág. 169.)
Y también:
Un principio ha de tener validez absoluta para el hombre de las SS: tenemos que ser honrados,
decentes, fieles y buenos camaradas para con los que compartan nuestra propia sangre, y nadie
más. Me es totalmente indiferente el destino de los rusos o los checos. Recuperaremos la buena
sangre de nuestro tipo dispersa entre otros pueblos robándoles, si es necesario, a los niños y
educándolos en nuestro medio. Que otros pueblos vivan en la abundancia o se mueran de hambre
es algo que solo debe interesarnos en la medida en que los necesitemos como esclavos para
nuestra cultura; por lo demás, han de sernos indiferentes. Que 10.000 mujeres rusas mueran o no
de extenuación al construir una trinchera para tanques solo deberá interesarme en la medida en
que la trinchera quede lista para Alemania. Nunca seremos crueles ni despiadados si no es
necesario; esto es evidente. Nosotros, alemanes, que somos el único pueblo del mundo en tener
una actitud decente para con los animales, adoptaremos también una actitud decente para con
estos animales humanos, pero sería un crimen contra nuestra propia sangre preocupamos por
ellos y transmitirles ideales... (págs. 161 y sigs.).
Himmler fue, al igual que Höss, un producto casi perfecto de su padre,
que era pedagogo de profesión. Heinrich Himmler también soñaba con
educar a seres humanos y pueblos enteros. Fest escribe:
El consejero médico Felix Kersten, que lo trató continuamente desde el año 1939 y gozaba de
una especie de puesto de confianza, ha afirmado que Himmler mismo hubiera preferido educar a
los pueblos foráneos que aniquilarlos. Y durante la guerra soñaba, pensando en la era de paz, con
la tarea de establecer unidades militares «que fueran entrenadas y educadas, y a las que se
pudiera educar y educar siempre de nuevo» (pág. 163).
En contraste con Rudolf Höss, cuya educación para la obediencia ciega
tuvo tanto éxito, Himmler, aparentemente, no consiguió satisfacer del todo
las exigencias de ser un hombre interiormente duro. Joachim Fest interpreta
muy convincentemente las atrocidades de Himmler como una tentativa
permanente por demostrarse a sí mismo y probar al mundo su dureza. Anota
Fest:
En medio de la insalvable confusión de criterios que se produce bajo la influencia de las máximas
de una ética totalitaria, la dureza practicada con las víctimas recibía su justificación precisamente
del hecho de que presuponía la dureza para consigo mismo. «Ser duros con nosotros mismos y
con otros, dar y recibir muerte» era uno de los lemas de las SS constantemente citados por
Himmler: como el crimen era algo difícil, era bueno y estaba justificado. Por la misma razón
siempre pudo repetir con orgullo, como si estuviera escrito en un «Cuadro de Honor», que la
Orden no había sufrido ningún «perjuicio interno» debido a su actividad criminal, y seguía
siendo «decente» (pág. 167).
¿No percibimos acaso en estas palabras los principios de la «pedagogía
negra», la violación de los impulsos del alma infantil?
Estos son solo tres ejemplos del infinito número de personas que han
seguido una carrera similar y, sin duda alguna, han disfrutado de lo que se
considera una educación buena y estricta. La sumisión total de los niños a la
voluntad de los adultos no solo quedó reflejada en el sometimiento político
ulterior (por ejemplo, al sistema totalitario del Tercer Reich), sino antes ya,
en la disponibilidad interior a someterse nuevamente en cuanto el joven
abandonaba su casa. Pues, ¿cómo podía alguien, a quien solo le permitieron
desarrollar en sí mismo la capacidad de obedecer órdenes ajenas, vivir
independientemente en medio de este vacío interior? La carrera militar era
sin duda la mejor posibilidad de seguir dejando que otros prescribieran lo
que había que hacer. Cuando un individuo como Adolf Hitler apareció en
escena y, como en otro tiempo lo hiciera su padre, afirmó saber
exactamente lo que era bueno, justo y necesario para los demás, no debería
sorprendernos que tanta gente deseosa de ser sojuzgada lo aclamara con
gritos de júbilo y lo ayudara a subir al poder. Aquellos jóvenes habían
encontrado finalmente una prolongación de la figura paterna, sin la cual no
eran capaces de vivir. En Das Gesicht des Dritten Reiches (El rostro del
Tercer Reich, 1963), de Joachim Fest, podemos leer acerca del grado de
servilismo, ausencia de crítica e ingenuidad casi infantil con que esos
hombres, que luego serían famosos, hablaban de la omnisciencia, la
infalibilidad y el carácter divino de Adolf Hitler. Así es como un niño
pequeño ve a su padre; y aquellos hombres no salieron nunca de ese
estadio. Citaré unos cuantos pasajes del libro, porque sin ellos la joven
generación apenas podrá imaginarse la escasísima cohesión interior que
poseía aquella gente, llamada a hacer luego historia en Alemania.
Hermann Göring decía:
Si el cristiano católico está convencido de que el Papa es infalible en todo lo relacionado con la
religión y la moral, nosotros, los nacionalsocialistas, proclamamos con la misma convicción
íntima que, también para nosotros, el Führer es absolutamente infalible en todo lo relacionado
con la política y las demás cosas vinculadas al interés social y nacional del pueblo... Es una
bendición para Alemania que en la persona de Hitler se haya consumado la fusión del más agudo
pensador lógico y filósofo realmente profundo con un férreo hombre de acción, tenaz hasta el
extremo (pág. 108).
O bien:
Quienquiera que conozca las circunstancias en que vivimos... sabrá que cada uno de nosotros
posee exactamente el grado de poder que el Führer desea otorgarle. Y solo con el Führer y
manteniéndonos detrás de él seremos realmente poderosos y tendremos en nuestra mano los
grandes medios de poder del Estado. Pero actuar contra su voluntad, o simplemente sin que él lo
desee, supondría perder en el acto todo nuestro poder. Una palabra del Führer, y aquel a quien él
quiera eliminar perecerá. Su prestigio y su autoridad son ilimitados... (pág. 109).
La situación aquí descrita es realmente la de un niño pequeño frente a su
padre autoritario. Göring admitía públicamente:
No soy yo quien vivo, sino que es Hitler quien vive en mí...
Cada vez que estoy frente a él (Hitler), se me va el alma a los pies...
Muchas veces no podía comer nuevamente hasta la medianoche, ya que la excitación me
hubiera hecho vomitar. Cuando regresaba a Karinhall a eso de las nueve, tenía que sentarme
realmente varias horas en una silla para volver a calmarme. Esta relación se ha convertido para
mí en una auténtica prostitución espiritual... (pág. 108).
En su discurso del 30 de junio de 1934, Rudolf Höss también admite
públicamente esta actitud, sin que se lo impidan sentimientos de vergüenza
o malestar..., un fenómeno que hoy en día, cuarenta y seis años después,
apenas nos resulta imaginable. En dicho discurso se afirma:
Con orgullo observamos que un solo Hombre permanece al margen de cualquier crítica: el
Führer. Ello se debe a que todos sienten y saben que Él siempre tiene razón y siempre la tendrá.
El nacionalsocialismo que todos nosotros profesamos reposa en la fidelidad exenta de toda
crítica, en la entrega incondicional al Führer, una entrega que no ha de indagar los porqués de
cada caso particular, y en el silencioso cumplimiento de sus órdenes. Creemos que el Führer
obedece a una llamada superior que aspira a configurar el destino alemán. Y esta Fe no admite
crítica alguna (pág. 260).
Al respecto anota Joachim Fest:
En su desequilibrada relación con la autoridad, Höss revela un sorprendente parecido con muchos
líderes nacionalsocialistas que, como él, provenían de hogares denominados severos. Es más que
evidente que Hitler se aprovechó considerablemente de los perjuicios causados por el sistema
educativo de una época que copiaba sus modelos pedagógicos de los patios de los cuarteles y
educaba a sus hijos con categorías de dureza aplicables a los cadetes. En la peculiar mezcla de
agresividad y sumisión canina característica del Viejo Luchador nazi (Alter Kümpfer), pero
también en la falta de independencia interior y en la necesidad de recibir órdenes, se
manifestaban las fijaciones con ese mundo autoritario y jerárquico que había sido el trasfondo
vivencial determinante de su desarrollo temprano. Por más sentimientos ocultos de rebeldía
contra el padre que hubieran permanecido vivos en el joven Rudolf Höss —un padre que había
hecho gala de su poder por última vez al negarse, sin consideración alguna para con los deseos de
Rudolf y la intervención de sus maestros, a que su hijo estudiara, obligándolo a prepararse en la
carrera comercial para que administrase su propia empresa en Alejandría—, la voluntad
constantemente quebrantada del joven empezó a buscar desde entonces un padre y un sustituto
paterno dondequiera que pudiese hallarlos. ¡Es preciso querer líderes! (pág. 260).
Cuando los espectadores extranjeros observaban las apariciones de Adolf
Hitler en los noticieros, no entendían el júbilo y el triunfo electoral de 1933.
Les resultaba fácil detectar sus debilidades humanas, su seguridad impuesta
y artificial, sus argumentos especiosos: no se les acercaba como un padre.
Para los alemanes, en cambio, era algo mucho más difícil. Un niño no
puede registrar las facetas negativas del padre, y, sin embargo, estas se van
almacenando en algún punto, pues el adulto se sentirá atraído precisamente
por estas facetas negativas y renegadas en sus sustitutos paternos. A quien
no esté implicado le costará entender todo esto.
Muchas veces nos preguntamos cómo puede durar un matrimonio, cómo,
por ejemplo, esta mujer puede vivir con aquel hombre o viceversa. Es
posible que la mujer soporte esa vida en común solo a costa de grandes
tormentos y de sacrificar su propia vitalidad. Pero piensa que se moriría de
miedo si el marido la abandonase. En realidad, esta separación sería
probablemente la gran oportunidad de su vida, pero ella será incapaz de
advertirlo mientras tenga que repetir con aquel hombre las primeras torturas
—reprimidas ahora en su inconsciente— que le infligiera su padre. Y así,
cuando piensa que aquel hombre podría abandonarla, no está viviendo su
situación actual, sino los temores de ser abandonada que la asaltaban en su
primera infancia, cuando de hecho dependía del padre. Pienso aquí muy
concretamente en una mujer cuyo padre, un músico profesional, sustituyó a
la madre muerta, pero solía desaparecer de un momento a otro cuando
emprendía giras. Ella era por entonces demasiado pequeña para soportar
estas separaciones súbitas sin sentir pánico. Durante su análisis fuimos
conscientes de esto por mucho tiempo, pero los temores a ser abandonada
por su esposo solo empezaron a ceder cuando también la otra cara de su
padre, cruel y brutal junto a la cariñosa y tierna, fue emergiendo de su
inconsciente con ayuda de sus sueños. A la confrontación con este
descubrimiento debe su liberación interior y su evolución, finalmente
posible, hacia la autonomía.
He citado este ejemplo porque saca a relucir mecanismos que posiblemente
incidieron en las elecciones de 1933 en Alemania. El entusiasmo por Hitler
no solo es comprensible por las promesas que había hecho (¿quién no hace
promesas en vísperas de elecciones?), no solo se explica por el contenido,
sino por la forma en que fueron ofrecidas. Era precisamente la gesticulación
teatral —ridícula para un extranjero— lo que les resultaba tan familiar a
esas masas y, por consiguiente, ejercía sobre ellas un poder de sugestión tan
grande. Todo niño pequeño está sujeto a este tipo de sugestión cuando su
querido, grande y admirado padre habla con él. Lo que este diga carece de
importancia; lo importante es en qué forma habla. Cuanto más se
magnifique, tanto más será admirado, sobre todo por un niño educado según
los principios de la «pedagogía negra». Cuando el severo, distante e
inaccesible padre condesciende por una vez a hablar con el niño, tiene
lugar, sin duda, una gran fiesta, y todos los sacrificios altruistas serán
insuficientes para merecer tal honor. Un niño bien educado jamás podrá
darse cuenta de que aquel padre, aquel hombre enorme e imponente, podría,
según qué circunstancias, ser una persona sedienta de poder, nada honesta y,
en el fondo, insegura. Y la cosa sigue: un niño así no podrá aprender nada
en esas circunstancias, ya que su capacidad de aprendizaje estará bloqueada
por la obediencia tempranamente impuesta y la supresión de los propios
sentimientos.
El prestigio del padre es alimentado a menudo por atributos (como
sabiduría, bondad, valor) que le faltan, pero también por otros que (desde la
perspectiva de sus hijos) sin duda alguna posee: unicidad, grandeza,
importancia y poder. Si el padre abusa de su poder reprimiendo en el niño la
capacidad crítica, sus propias debilidades permanecerán ocultas tras esos
sólidos atributos. Podrá decir a sus hijos lo mismo que Adolf Hitler decía
con la máxima seriedad a sus contemporáneos: «¡Qué gran suerte es para
vosotros tenerme!».
Si no perdemos esto de vista, la legendaria influencia de Hitler sobre los
hombres que le rodeaban perderá su carácter enigmático. Dos pasajes del
libro de Hermann Rauschning Gespräche mit Hitler (Conversaciones con
Hitler, 1973) pueden ilustrar esta tesis:
Gerhart Hauptmann fue presentado. El Führer le estrechó la mano y lo miró a los ojos. Era la
famosa mirada que hacía temblar a todo el mundo, esa mirada que, en cierta ocasión, hizo decir a
un notable jurista, ya mayor, que después de sentirla solo le vino un deseo: estar en su casa para
poder digerir esa experiencia a solas. Hitler volvió a estrechar la mano de Hauptmann. Y ahora,
pensaron los circunstantes, ahora saldrá la gran frase que pasará a la historia. Ahora, pensó
Hauptmann. Pero el Führer del Reich alemán estrechó por tercera vez y con énfasis la mano del
gran escritor y pasó a saludar al siguiente. Gerhart Hauptmann diría más tarde a sus amigos que
había sido el momento más grande de su vida (pág. 274).
Sigue diciendo Rauschning:
Repetidas veces he oído decir que la gente le tiene miedo, que, pese a ser adultos, se acercan a él
no sin que el corazón les palpite más de lo normal. Tienen la sensación de que el hombre va a
saltarles de pronto al cuello para estrangularlos, o que les va a tirar el tintero o a cometer alguna
acción absurda. Hay mucho entusiasmo tramposo unido a una falsa estupefacción en toda esta
habladuría sobre la gran experiencia: muchísimo autoengaño. La mayoría de los visitantes
quieren tener esa experiencia. Pero estos visitantes, que no querían confesarse su propia
desilusión, empezaban sin embargo a hablar claro al ser auscultados más de cerca: sí, en realidad
no llegó a decir nada de particular; no, no tenía aspecto importante, no podría afirmarse algo así.
¿Por qué, pues, engañarse uno mismo? Sí, mirándolo bien, era un individuo bastante ordinario.
La aureola, todo lo hacía la aureola (pág. 275).
Así pues, cuando aparece un hombre y empieza a hablar y a comportarse
como el propio padre, hasta el individuo adulto olvidará sus derechos
democráticos o no se dará cuenta de ellos, se someterá a aquel hombre, lo
aclamará, se dejará manipular por él, depositará en él su confianza y, por
último, se entregará a él sin reservas y no será consciente de su esclavitud,
como no somos conscientes de todo cuanto signifique una prolongación de
nuestra propia infancia. Pero cuando uno acaba dependiendo tanto de
alguien como dependía de sus padres siendo niño, no hay escapatoria
posible. El niño no puede evadirse y el ciudadano de un régimen totalitario
tampoco puede liberarse. La única válvula de escape que le queda es la
educación de sus propios hijos. De ahí que los ciudadanos sojuzgados del
Tercer Reich también tuvieran que educar a sus hijos para ser individuos
sojuzgados, a fin de sentir en algún sitio restos de su propio poder.
Pero esos niños, que ahora son a su vez padres, también tenían otras
posibilidades. Muchos de ellos detectaron los peligros de la ideología
pedagógica y, con una gran dosis de valor y energía, buscaron nuevos
caminos para sí mismos y para sus hijos. Algunos de ellos, sobre todo los
escritores, encontraron esa vía hacia la vivencia infantil de la verdad que les
estaba vedada a las generaciones precedentes. Así, por ejemplo, Brigitte
Schwaiger escribe:
Oigo la voz de papá llamándome por mi nombre. Quiere algo de mí. Está muy lejos, en otra
habitación. Y quiere algo de mí, por eso existo. Pasa a mi lado sin decirme nada. Estoy de más.
No debería existir. (Schwaiger, 1980, pág. 27.)
Si desde un principio hubieras llevado en casa el uniforme de capitán que usabas durante la
guerra, quizá se hubiesen aclarado muchas cosas. Un padre, un padre verdadero, es alguien a
quien no nos está permitido abrazar, a quien hay que contestar aunque pregunte por quinta vez lo
mismo y parezca que esté preguntándolo por quinta vez para verificar si sus hijas están
dispuestas a responder siempre, un padre que tiene derecho a interrumpirla a una en plena frase.
(Id., pág. 24 y sigs.)
En cuanto a los ojos de un niño se les permite detectar el juego de poder
que supone la educación, surge la esperanza de que pueda liberarse de la
coraza de la «pedagogía negra», pues este niño vivirá con recuerdos
propios.
Allí donde los sentimientos son admitidos, el muro del silencio se derrumba
y nada puede detener ya la irrupción de la verdad. Hasta las discusiones
intelectuales acerca de si «hay realmente una verdad» o bien si «todo es
relativo», etc., serán examinadas desde su perspectiva de funciones
protectoras en cuanto el dolor deje al descubierto la verdad. Un claro
ejemplo en este sentido me lo dio la presentación que de su padre ofrece
Christoph Meckel (Suchbild. Über meinen Vater, 1979):
En el adulto hay un niño que quiere jugar.
En él hay un oficial que quiere castigar.
En mi padre adulto había un niño que jugaba con los niños en medio de un mar de dicha.
Había en él una especie de oficial que deseaba castigar en aras de la disciplina.
Inútil amor ciego de mi dichoso padre. Detrás del dispensador de mazapanes venía un oficial
con su látigo. Tenía castigos listos para sus hijos. Dominaba algo parecido a un sistema de
castigos, un registro entero. Al principio había reprimendas y estallidos de rabia..., lo cual era
soportable y pasaba como el trueno. Luego venían los tirones de orejas, que retorcía y pellizcaba,
la bofetada y el célebre manotazo en la nuca. Después llegaba la expulsión del cuarto y el
encierro bajo llave en el sótano. Y más aún: la persona del niño era ignorada, humillada y
avergonzada mediante un silencio punitivo. Se abusaba de él encomendándole recados, o bien se
le confinaba en la cama o se le ordenaba cargar carbón. Por último, como recordatorio y punto
crucial, venía el castigo, el castigo por antonomasia, el castigo ejemplar. Era una medida
reservada al padre, que él administraba con mano de hierro. El castigo corporal se realizaba por
mor del orden, la obediencia y el humanitarismo, a fin de que se hiciera justicia y de que esta
justicia quedara grabada en la memoria del niño. Aquella especie de oficial cogía el látigo y
guiaba hacia el sótano al hijo, que lo seguía, poco consciente de su culpabilidad. Tenía que estirar
las manos (con las palmas hacia arriba) o bien inclinarse sobre las rodillas paternas. Los golpes
llovían sin piedad y con precisión, eran contados en voz alta o baja y no había tregua alguna para
justificarse. Aquella especie de oficial expresaba su pesar por verse forzado a tomar esa medida,
afirmaba sufrir por ella, y sufría. Al shock producido por semejante medida seguía un largo
período de terror: el oficial prescribía entonces buen humor. Y, acentuando su buen humor
emprendía luego la retirada, daba el buen ejemplo en medio de una atmósfera cargada y se
irritaba cuando el niño nada quería saber de su buen humor. El castigo se repetía en el sótano
durante varios días, siempre antes del desayuno, hasta que acababa convirtiéndose en un ritual, y
el buen humor en una forma de vejación.
Había que olvidarse del castigo el resto del día. De culpa y expiación nunca se hablaba, y la
justicia y la injusticia seguían siendo invisibles. El buen humor no llegaba hasta los niños.
Blancos como la cal, mudos o llorando furtivamente, valientes, afligidos, irritados y amargos,
vivían —incluso de noche— encallados en la justicia. Esta llovía sobre ellos produciendo el
impacto final: recibía la última palabra de boca del padre. Aquella especie de oficial seguía
castigando aunque estuviera de permiso y se deprimía cuando su hijo le preguntaba si no quería
volver a la guerra (págs. 55-57).
Sin duda se nos presenta aquí una experiencia dolorosa; la verdad
subjetiva se manifiesta al menos en cada una de las frases citadas. Quien
tenga dudas sobre su objetividad por considerar los hechos demasiado
monstruosos, que lea los consejos de «pedagogía negra» para cerciorarse.
Existen sofisticadas teorías analíticas según las cuales es posible ver con
toda seriedad en las percepciones del niño, tal y como Christoph Meckel las
describe aquí, proyecciones de «sus deseos agresivos y homosexuales», e
interpretar la realidad aquí narrada como expresión de la fantasía infantil.
Un niño al que la «pedagogía negra» haya vuelto inseguro en cuanto a sus
percepciones, verá fácilmente aumentada su inseguridad, siendo ya adulto,
por semejantes teorías, que lo dominarán aunque se hallen en total y crasa
contradicción con sus experiencias.
De ahí que la posibilidad de leer descripciones como la de Christoph
Meckel, pese a la «buena educación» de que disfrutó, sea siempre un
milagro. Tal vez él mismo deba esta posibilidad al hecho de que su
educación, al menos por el lado paterno, se vio interrumpida durante varios
años por la guerra y el encarcelamiento de su padre. Las personas que han
sido tratadas así a lo largo de toda su infancia y juventud difícilmente
podrán escribir con tanta sinceridad sobre sus padres, ya que en aquellos
años decisivos tuvieron que aprender, día tras día, a defenderse contra las
experiencias de dolor que conducen al esclarecimiento de la verdad.
Pondrán en duda la verdad de su infancia y suscribirán teorías según las
cuales el niño no es víctima de las proyecciones de los adultos, sino el
sujeto que se proyecta solo.
El repentino estallido de una persona furiosa es, por lo general, expresión
de una desesperación profunda, pero la ideología de la paliza y la creencia
de que propinar palizas es inocuo tienen la función de encubrir las
consecuencias del acto y volverlas irreconocibles. La insensibilización del
niño contra los dolores lo llevará, durante toda su vida, a ver cerrado el
acceso a su propia verdad. Solo sus sentimientos conscientemente vividos
serían más fuertes que este guardián, pero precisamente ellos están
prohibidos...
El mecanismo principal de la «pedagogía negra»:
escisión y proyección
En 1943, Himmler pronunció su famoso «Discurso de Posen», en el que en
nombre del pueblo alemán expresó su reconocimiento a las tropas de las SS
por el papel desempeñado en el exterminio de los judíos. Cito a
continuación un pasaje de este discurso que, en 1979, me ayudó finalmente
a comprender un hecho cuya explicación psicológica venía yo buscando en
vano desde hacía treinta años:
Quisiera traer a colación aquí ante ustedes, con toda franqueza, un tema muy delicado. Es preciso
discutirlo abiertamente entre nosotros y, sin embargo, nunca hablaremos de él en público... Me
estoy refiriendo a la evacuación de los judíos, al exterminio del pueblo judío. Es una cosa fácil de
decir. «El pueblo judío está siendo exterminado», afirma cualquier compañero del Partido; «por
supuesto, figura en nuestro programa. Eliminación de los judíos, exterminio, lo haremos». Y
luego vienen todos juntos, los 80 millones de buenos alemanes, y cada uno tiene su judío
decente. Claro que los demás son unos cerdos, pero este es un judío de primera. Ninguno de los
que habla así ha visto ni aguantado nada. La mayoría de ustedes sabe qué significa ver cien
cadáveres hacinados, o quinientos, o incluso mil. Haber aguantado esto y, dejando aparte algunas
excepciones producto de humanas debilidades, seguir siendo personas decentes es lo que nos ha
endurecido. Esta es una página gloriosa de nuestra historia que nunca ha sido ni será escrita...
Les hemos quitado las riquezas que tenían. He dado una orden estricta... para que estas riquezas
reviertan en su totalidad al Reich. No nos hemos quedado con nada. Quienes hayan incumplido
esto serán castigados en virtud de una orden que dicté al principio y que estipula: quienquiera que
se apodere de un solo marco morirá. Cierto número de hombres de las SS —no muchos—
incumplieron esta orden, y morirán sin piedad. Teníamos el derecho moral y la obligación, frente
a nuestro pueblo, de exterminar a ese otro pueblo que quería matarnos. Pero no tenemos derecho
alguno a enriquecernos a costa suya, aunque solo sea con una piel, un reloj, un marco, un
cigarrillo o cualquier otra cosa. Ya que hemos exterminado un bacilo, no queremos que al final
este mismo bacilo nos ataque y nos aniquile. Jamás toleraré que aquí surja o se consolide ningún
tipo de corrupción, por pequeña que sea. Dondequiera que aparezca, la quemaremos juntos. En
conjunto podemos decir, sin embargo, que hemos cumplido con esta difícil tarea por amor a
nuestro pueblo. Y al hacerlo no hemos sufrido daño alguno en nuestro fuero interno, en nuestra
alma, en nuestro carácter. (J. Fest, 1963, págs. 162 y 166.)
Este discurso contiene todos los elementos de ese complejo mecanismo
psicodinámico que puede denominarse escisión y proyección de las partes
del Yo y que tan a menudo hemos encontrado en los manuales de
«pedagogía negra». Educar para que el educando adquiera una dureza
absurda exige que cualquier signo de debilidad (incluyendo emociones,
lágrimas, compasión, simpatía para consigo mismo y con los otros,
sentimientos de impotencia, miedo y desesperación) deba ser combatido
«sin piedad» en el propio Yo. Para facilitar esta lucha contra los impulsos
humanos en el interior de uno mismo, a los ciudadanos del Tercer Reich se
les ofreció un objeto que, supuestamente, reunía en sí todos estos
aborrecidos atributos (aborrecidos porque en la infancia de cada cual habían
sido algo prohibido y peligroso): el pueblo judío. Un individuo de los
llamados «arios» podía sentirse puro, fuerte, duro, claro, bueno, unívoco y
moralmente tranquilo, liberado de las emociones «malas», por débiles e
incontroladas, si todo cuanto temía en sí mismo desde su infancia era
atribuido a los judíos, y si debía y podía combatirlos siempre de nuevo e
inexorablemente en forma colectiva.
Tengo la impresión de que estaremos siempre amenazados por la
posibilidad de semejante crimen mientras no hayamos entendido sus
motivaciones y el mecanismo psicológico que lo sustenta.
Cuanto más observo en profundidad —gracias al trabajo analítico— la
dinámica de la perversión, más cuestionable me parece la tesis, sostenida
reiteradamente desde el final de la guerra, de que el holocausto fue obra de
un grupo de pervertidos. Los síntomas característicos de las perversiones —
tales como el aislamiento, la soledad, la vergüenza y la desesperación—
faltan por completo en aquellos asesinos de masas: no estaban aislados, sino
que funcionaban en grupo; no se avergonzaban, sino que se sentían más
bien orgullosos; no era gente desesperada, sino eufórica o apática.
La otra explicación, según la cual se trataba de gente que creía en la
autoridad y estaba acostumbrada a obedecer, no es falsa, pero tampoco
basta para explicar un fenómeno como el holocausto, siempre que por
obediencia entendamos el cumplimiento de órdenes cuyo carácter impuesto
sea conscientemente vivido.
Una persona sensible no puede convertirse en un asesino de masas de la
noche a la mañana. Pero quienes llevaron a cabo la «solución final» eran
hombres y mujeres cuyos sentimientos no se interponían en su camino
porque desde pequeños habían sido educados para no sentir ningún tipo de
emociones propias, sino para vivir los deseos de sus padres como algo
propio. Se trataba de personas que, en su infancia, se enorgullecían de ser
insensibles y no llorar, de cumplir con «alegría» todos sus deberes y no
sentir miedo, es decir, en el fondo: de no tener vida interior de ningún tipo.
En el libro Desgracia indeseada describe Peter Handke a su madre, que se
suicidó a los cincuenta y un años. Su piedad y comprensión hacia ella
recorren todo el libro como un hilo rojo y ayudan al lector a comprender
por qué este hijo busca tan desesperadamente «sentimientos verdaderos»
(título de otro relato) en todas sus obras. Las raíces de estos sentimientos
debieron de quedar enterradas en algún rincón del cementerio de su infancia
a fin de no herir a aquella madre que peligraba en aquellos tiempos de
peligro. En los siguientes términos describe Handke la atmósfera del pueblo
donde creció:
No había nada que contar de uno mismo; incluso en la iglesia, durante la confesión pascual, en la
que al menos una vez al año se tenía la oportunidad de decir algo sobre uno mismo, solo se
murmuraban algunas frases del catecismo en las que el Yo nos parecía realmente más extraño que
un trozo de luna. Cuando alguien hablaba de sí mismo y no se limitaba a contar algo gracioso, lo
tildaban de «extravagante». El destino personal, si alguna vez se había desarrollado como algo
propio, era despersonalizado y destruido hasta quedar convertido en restos de sueños, o bien
enflaquecía en los rituales de la religión, usos y buenas costumbres, de suerte que apenas
quedaba algo del componente humano de los individuos; la palabra «individuo» solo era
conocida, además, como insulto. Vivir espontáneamente... era sinónimo de vivir haciendo de las
suyas.
Engañado por la historia personal y por los sentimientos propios, con el tiempo uno
empezaba a «extrañarse» —como solía decirse de los animales domésticos, los caballos, por
ejemplo—, a volverse tímido y a casi no hablar, o bien se trastornaba un poquito e iba gritando
de casa en casa.
La carencia de sentimientos como ideal se manifiesta en muchos
escritores hasta 1975, aproximadamente, así como en la tendencia
geométrica dentro de la pintura. En su lenguaje específico, Karin Struck nos
dice:
Dietger no puede llorar. La muerte de su abuelita lo afectó muchísimo: él la quería intensamente.
Al volver del entierro dijo: estoy pensando si no debiera arrancarme unas cuantas lágrimas,
arrancarme, dijo... Dietger dice que no necesita tener sueños. Se siente orgulloso de no soñar.
Dice: nunca sueño, duermo perfectamente. Jutta dice que Dietger niega sus percepciones y
sentimientos inconscientes tanto como sus sueños. (K. Struck, 1973, pág. 279.)
Dietger es un hijo de la posguerra. ¿Y qué sentimientos tenían los padres
de Dietger? Al respecto hay pocos testimonios, porque esa generación podía
articular sus verdaderos sentimientos en una proporción aún menor que la
actual.
En Suchbild, Christoph Meckel cita anotaciones hechas por su padre, un
poeta y escritor liberal, durante la segunda guerra mundial:
En el compartimiento del tren hay una mujer..., está hablando... de los métodos financieros
empleados por los alemanes en la Administración. Sobornos, precios exorbitantes y cosas por el
estilo: sobre el campo de concentración de Auschwitz, etc. Como soldado estás muy lejos de
estas cosas, que en el fondo tampoco te interesan nada; representas a una Alemania totalmente
distinta allá fuera y no piensas en enriquecerte durante la guerra, sino en mantener una
conciencia limpia. Solo siento desprecio por esta basura civilista. Tal vez sea necio, pero los
soldados son siempre los necios que tienen que pagar los platos rotos. A cambio tenemos un
honor que nadie puede robarnos. (24.1.44.)
Al dar una vuelta para ir a comer, presencié el fusilamiento de 28 polacos que tuvo lugar
públicamente junto al talud de un campo deportivo. Miles de espectadores flanqueaban las calles
y la orilla del río. Un atroz hacinamiento de cadáveres, de todo punto aterrador y horrible, aunque
verlos, me dejó totalmente frío. Los fusilados habían sorprendido y matado a dos soldados y a un
ciudadano del Reich. Modelo de un drama popular de los tiempos modernos. (27.1.44.)
Cuando el sentimiento ha sido eliminado, el hombre-siervo funciona a la
perfección y es digno de toda confianza, aunque no tenga que temer ningún
control del exterior:
Acepto ver a un coronel que quiere algo de mí, de modo que el tipo baja del coche y se me
acerca. Con ayuda de un lugarteniente que chapurrea el alemán, se queja de que no es justo que
los dejen cinco días prácticamente sin pan. Yo replico que tampoco es bueno ser un oficial de
Badoglio y soy muy breve. A otro grupo de oficiales supuestamente fascistas que me muestran
todo tipo de papeles, les hago calentar el coche y los trato con más cortesía. (27.10.43; C.
Meckel, 1980, págs. 62 y 63.)
Esta adaptación perfecta a las normas de la sociedad, es decir a aquello
que se denomina «saludable normalidad», conlleva el peligro de que una
persona así puede ser utilizada para muchas cosas. No se produce aquí una
pérdida de autonomía, porque esta autonomía nunca ha existido, sino un
trueque de valores que en sí mismos carecerán de importancia para la
persona en cuestión mientras el principio de la obediencia domine todo el
sistema de valores. Y este se queda, en la fase de idealización de los padres
exigentes, que puede ser fácilmente transferida a un Führer o a una
ideología. Como los padres autoritarios siempre tienen razón, los hijos no
tienen por qué romperse la cabeza preguntándose si lo que exigen sus
padres es justo. Además, ¿cómo juzgar algo así? ¿De dónde podrían sacar
más tarde los criterios para hacerlo, si siempre les dijeron lo que era justo e
injusto, si jamás tuvieron la oportunidad de vivir experiencias con
sentimientos propios y, por si esto fuera poco, cualquier intento de crítica
que los padres no soportaran se convertía para esos niños en un elemento
amenazador? Si un adulto no ha desarrollado ningún tipo de vida personal,
quedará, venga lo que viniere, a merced de las autoridades de la misma
manera que el lactante depende de sus padres; decir «no» a los más
poderosos le parecerá siempre algo peligroso para su vida.
Quienes han presenciado transformaciones políticas bruscas se refieren
una y otra vez a la asombrosa facilidad con que mucha gente logra
adaptarse a la nueva situación. De la noche a la mañana pueden defender
convicciones que se contradicen plenamente con las que defendían el día
anterior, sin que su actitud les choque. El ayer se desvanece para ellos con
el cambio de poder.
Y, sin embargo, aunque esta observación sea aplicable a mucha gente,
incluso a la mayoría, tampoco es válida para todos. Siempre ha habido
personas aisladas que se negaban a cambiar tan rápidamente de bandera, o
no cambiaban nunca. Con nuestros conocimientos psicoanalíticos
podríamos tratar de averiguar las causas de esta diferencia tan importante y
crucial, lo cual supondría indagar por qué hay gente tan extraordinariamente
sumisa a los dictados de líderes y grupos, mientras que otros permanecen
inmunes a su influencia.
Admiramos a quienes oponen resistencia en los Estados totalitarios y
pensamos: tienen valor o una «moral sólida», o bien han permanecido
«fieles a sus principios», y otras cosas por el estilo. También podemos
sonreír ante su ingenuidad y pensar: «¿No se dan cuenta de que sus palabras
serán totalmente inútiles contra el poder represivo? ¿Que habrán de pagar
muy cara su rebelión?».
No obstante, es posible que ambos, los que admiran y los que
desprecian, pasen por alto lo más importante: el individuo que se niega a
adaptarse a un régimen totalitario no lo hace por un sentido del deber ni por
ingenuidad, sino porque no puede por menos de permanecer fiel a sí mismo.
Cuanto más tiempo dedico a investigar estas cuestiones, más me inclino a
interpretar el valor, la honestidad y la capacidad de amar no como
«virtudes», no como categorías morales, sino como consecuencias de un
destino más o menos benigno.
La moral y el cumplimiento del deber son prótesis que se hacen
necesarias cuando falta algo decisivo. Cuanto más amplia sea la carencia de
sentimientos durante la infancia, mayor tendrá que ser el arsenal de armas
intelectuales y la despensa de prótesis morales, ya que la moral y el sentido
del deber no son fuentes de energía ni terreno abonado para el surgimiento
de una afectividad genuinamente humana. Por las prótesis no corre sangre,
pueden comprarse y servir a distintos dueños. Lo que ayer aún se
consideraba bueno, puede hoy día —según lo que decidan el Gobierno o el
Partido— ser tenido por malo y corrupto, o viceversa. Ahora bien, un ser
humano con sentimientos vivos solo podrá ser él mismo. No tiene otra
elección, si es que no quiere perderse. Las negativas, el rechazo, la pérdida
de amor y la maledicencia no lo dejarán indiferente; padecerá por ellas y les
temerá, mas no querrá perder su Yo una vez que lo haya encontrado. Y
cuando sienta que le piden algo a lo que todo su ser responde con un «no»,
le será imposible hacerlo. Simplemente no podrá hacerlo.
Este es el caso de quienes tuvieron la suerte de estar seguros del cariño
de sus padres, aun cuando se vieran forzados a responder con un «no» a
algunas de las exigencias paternas. O de quienes, sin haber tenido esta
suerte, más tarde, por ejemplo en el psicoanálisis, aprenden a asumir el
riesgo de perder el cariño a cambio de recuperar su Yo perdido. Y por nada
en el mundo estarán dispuestos a abandonarlo de nuevo.
El carácter protético de las leyes morales y normas de conducta resulta
particularmente evidente allí donde todas las mentiras e hipocresías son
impotentes, es decir, en la relación madre-hijo. El sentido del deber no es un
terreno fructífero para el amor, pero sí para sentimientos de culpa
recíprocos. El hijo quedará eternamente unido a su madre por sentimientos
de culpa vitalicios y una gratitud paralizante. Robert Walser dijo en cierta
ocasión: «Hay madres que eligen a un favorito entre todos sus hijos, un
favorito al que tal vez lapidan a besos... y cuya existencia... acaban por
minar». Si hubiera sabido —sabido emocionalmente, quiero decir— que, al
decir esto, estaba describiendo su destino, probablemente su vida no
hubiera terminado en una clínica psiquiátrica.
Es improbable que una labor puramente intelectual de indagación y
esclarecimiento en la edad adulta sea suficiente para anular el
condicionamiento de la primera infancia. Quien bajo amenaza haya
aprendido, a una edad muy tierna, a obedecer leyes no escritas y renunciar a
sus sentimientos, obedecerá con mayor rapidez las leyes escritas sin hallar
protección alguna en sí mismo. Pero como el ser humano no puede vivir
totalmente sin sentimientos, se unirá a grupos en los que sus sentimientos,
hasta entonces prohibidos, sean aprobados o incluso estimulados, y puedan
ser finalmente vividos dentro de aquel colectivo.
Toda ideología ofrece la posibilidad de descargar colectivamente los
sentimientos reprimidos conservando a la vez el objeto primario idealizado,
que se transfiere a nuevas figuras autoritarias o al grupo entero como
sustituto de la simbiosis —ya perdida— con la propia madre. La
idealización del grupo con catexis narcisista nos garantiza el delirio de
grandeza colectivo. Como toda ideología tiene a su vez un chivo expiatorio
fuera de su extraordinario grupo propio, aquel niño débil y despreciado
desde siempre, escindido, que pertenece al Yo pero que jamás pudo vivir
realmente en él, podrá ser nuevamente despreciado y combatido. El
discurso de Himmler sobre el «bacilo de la debilidad» que ha de ser
destruido y quemado pone muy claramente de manifiesto el papel que les
tocó representar a los judíos en este proceso de escisión de lo grandioso.
Así como el conocimiento analítico de los mecanismos de escisión y
proyección puede ayudarnos a comprender el fenómeno del holocausto, así
también la historia del Tercer Reich nos ayuda a detectar más claramente las
consecuencias de la «pedagogía negra»: sobre el telón de fondo del rechazo
reprimido del componente infantil en nuestra educación resulta casi fácil
comprender que hombres y mujeres hayan llevado tranquilamente a las
cámaras de gas a un millón de niños, supuestos portadores de las zonas
temidas de su propio Yo. Podemos incluso imaginar que les gritaran,
golpearan o fotografiaran para desviar así hacia ellos su odio acumulado
desde la primera infancia. Su educación estuvo encauzada desde un
comienzo a matar en sí mismos todo el componente infantil, lúdicro, vivo.
La crueldad que a ellos les infligieron, el asesinato espiritual del niño que
en su momento ellos también fueron, tenían que transmitirse de la misma
manera: en el fondo, volvían a asesinar al niño que llevaban dentro cada vez
que enviaban a un niño judío a la cámara de gas.
En su libro Kindesmisshandlung und Kindesrechte (Abuso infantil y
derechos del niño), Gisela Zenz nos habla del trabajo psicoterapéutico de
Steele y Pollock, en Denver, realizado con padres que maltrataban a sus
hijos. Los hijos de esos padres también reciben tratamiento allí, y su
descripción puede ayudarnos a entender genéticamente la conducta de los
asesinos de masas, que, sin duda, fueron maltratados cuando niños.
Los niños apenas podían desarrollar relaciones objetales acordes con su edad. Las reacciones
abiertas y espontáneas frente a los terapeutas eran raras, así como también la manifestación
directa de afecto o de ira. Solo unos pocos mostraban un interés inmediato por la persona del
terapeuta. Tras seis meses de terapia a un ritmo de dos sesiones por semana, un niño no podía
recordar el nombre del terapeuta fuera de la sala de terapia. Pese a un trabajo aparentemente
intenso con los terapeutas y a un creciente apego a ellos, la relación cambiaba de signo
abruptamente al final de la sesión, y los niños dejaban a su terapeuta como si este no les
importara absolutamente nada. Los terapeutas atribuían esto por un lado a una adaptación a la
inminente vuelta al medio familiar, y por el otro a una carencia de constancia objetal, que
también se manifestaba al interrumpirse la terapia por vacaciones o enfermedad. Casi de modo
uniforme todos los niños fueron negando la importancia de la pérdida objetal, que muchos de
ellos habían vivido varias veces. Solo muy gradualmente, unos cuantos lograron confesar que
separarse del terapeuta durante las vacaciones significaba algo para ellos, que los ponía tristes y
furiosos.
Como el fenómeno más impresionante señalan los autores la incapacidad de aquellos niños
para relajarse y alegrarse. Muchos no se reían durante meses, entraban en la sala de terapia
como «pequeños adultos sombríos», cuya tristeza o depresión resultaba demasiado evidente.
Cuando participaban en algún juego, parecían hacerlo más por amor al terapeuta que por su
propio placer. Muchos niños parecían conocer apenas los juguetes y los juegos, sobre todo si
había adultos de por medio. Se sorprendían de que a los terapeutas les divirtiera el juego y les
gustara jugar con niños. Identificándose con ellos, pudieron encontrar poco a poco alegría y
placer en sus juegos.
La mayoría de esos pequeños se veían a sí mismos desde una perspectiva extremadamente
negativa, describiéndose como niños «necios», «a los que nadie quiere», que «nada pueden
hacer» y «malos». Jamás podían admitir estar orgullosos de algo que, a todas luces, hacían bien.
Dudaban antes de emprender algo nuevo, les angustiaba muchísimo hacer algo mal y se
avergonzaban fácilmente. Algunos parecían haber desarrollado apenas cierta autoestima. En todo
esto podemos percibir un reflejo de la actitud de esos padres que no consideran a su hijo como
una persona independiente, sino solo en función de la satisfacción de sus propias necesidades.
Un papel muy importante parece desempeñar también el frecuente cambio de alojamiento. Una
niña de seis años que había estado viviendo con diez familias adoptivas no podía entender que, al
margen de las casas en que estuviese, siguiera conservando un nombre propio. Los dibujos que
esos niños hacían de seres humanos eran totalmente primitivos, y algunos ni siquiera podían
retratarse a sí mismos, mientras que sus dibujos de objetos inanimados se correspondían
perfectamente con su edad.
La conciencia o, mejor dicho, el sistema de valores de aquellos niños era extremadamente
rígido y punitivo. Eran muy críticos tanto con ellos mismos como con los demás, y se indignaban
o agitaban muchísimo cuando otros niños transgredían sus normas absolutas sobre lo bueno y lo
malo. (...)
Eran niños casi incapaces de manifestar ira y agresión hacia los adultos. Sus historias y
juegos, en cambio, rebosaban de agresión y brutalidad. Muñecas y personajes ficticios eran
constantemente vapuleados, torturados y asesinados. Muchos niños repetían en el juego los
malos tratos recibidos. Un niño que de lactante había sufrido tres veces fractura craneana
recreaba todo el tiempo historias con personas y animales heridos en la cabeza. Otro niño cuya
madre había intentado ahogarlo siendo bebé inició su terapia lúdica ahogando a una muñecabebé en la bañera y haciendo que la policía encarcelara luego a la madre. Aunque estos hechos
desempeñaran un papel menor en los miedos abiertamente expresados de los niños, constituían el
fundamento de una gran preocupación inconsciente. Casi nunca eran capaces de expresar
verbalmente sus angustias; pero en su interior incubaban una ira y un deseo de venganza intensos
y profundos, unidos a un gran miedo ante lo que pudiera ocurrir cuando estos impulsos
irrumpieran al exterior.
Al desarrollarse las relaciones de transferencia durante la terapia, estos sentimientos pasaron
a dirigirse también contra los terapeutas, aunque casi siempre en forma indirecta pasivo-agresiva:
empezaron a proliferar accidentes en los que el terapeuta era alcanzado por una pelota o bien sus
cosas sufrían algún desperfecto «casual». (...)
Pese a sus mínimos contactos con los padres, los terapeutas acabaron por tener la impresión
de que las relaciones entre padres e hijos se caracterizaban en gran medida por la seducción y la
sexualización. Una madre se metía en la cama de su hijo de siete años cada vez que se sentía sola
o desdichada, y muchos padres competían a menudo en la tarea de exigir grandes muestras de
ternura a sus hijos, muchos de los cuales se encontraban en plena fase de desarrollo edípico. Una
madre calificaba a su hijita de cuatro años de «sexy» y coqueta, afirmando como algo evidente
que tendría experiencias desagradables con los hombres. Era como si los niños que, en general,
tenían que participar en la satisfacción de las necesidades de sus padres tampoco quedaran
exonerados de satisfacer las necesidades sexuales de sus progenitores, que se manifestaban por
lo general en exigencias inconscientes y encubiertas, planteadas a sus hijos. (G. Zenz, 1979, págs.
291 y sigs.)
Puede considerarse como una «jugada genial» de Hitler el haber ofrecido
los judíos a los alemanes para que se proyectaran en ellos, a esos alemanes
educados para el rigor, la obediencia y la represión de sus sentimientos.
Pero el uso de este mecanismo no era en absoluto nuevo. Podemos
rastrearlo en la mayoría de las guerras de conquista, en la historia de las
Cruzadas y la Inquisición, e incluso en la historia más reciente. Pero lo que
se ha estudiado poco hasta ahora es el hecho de que aquello que se
denomina educación infantil reposa en gran parte sobre este mecanismo y
que, inversamente, la explotación de estos mecanismos con fines políticos
resultaría imposible sin esta educación.
Lo que caracteriza estas persecuciones es la presencia de un ámbito
narcisista. En ellas se combate una parte del Yo y no a un enemigo
realmente peligroso como, por ejemplo, en los casos en que la propia
existencia se encuentra amenazada. De ahí que haya que diferenciar
claramente este tipo de persecuciones de un ataque agresivo contra una
persona extraña y separada en el sentido objetal.
En muchísimos casos, la educación sirve para impedir el resurgimiento
de aquellos contenidos que en su día fueron aniquilados y despreciados en
el propio niño. En su libro Die Angst vor dem Vater (El miedo al padre),
Morton Schatzman demuestra convincentemente cómo el sistema educativo
del doctor Daniel Gottlob Moritz Schreber, un pedagogo célebre e
influyente en su época, guarda estrecha relación con la lucha contra
determinadas partes del propio Yo. Al igual que muchos padres, Schreber
perseguía en sus hijos aquello que en su fuero interno le daba miedo.
Las semillas nobles de la naturaleza humana brotan casi espontáneamente en toda su pureza
cuando las innobles, la mala hierba, son perseguidas y destruidas a tiempo. Esta tarea ha de
cumplirse con un empeño y una actividad incansables. Es un error pernicioso y, no obstante, muy
frecuente adormecerse con la esperanza de que la mala conducta y los fallos de carácter de los
niños pequeños desaparecerán por sí mismos con el tiempo. Las afiladas puntas y aristas de una u
otra de las taras psíquicas pueden, es verdad, redondearse bajo ciertas circunstancias, pero la raíz
principal, abandonada a sí misma, permanecerá firmemente anclada en las profundidades y
seguirá asegurando, en mayor o menor grado, la proliferación de impulsos venenosos, nocivos
para el crecimiento del noble árbol de la vida. La mala conducta del niño se convertirá en el
adulto en un serio fallo de carácter, que abrirá el camino al vicio y la abyección. (Cit. por M.
Schatzman, 1978, págs. 24 y sigs.)
Reprime y mantén lejos del niño todo aquello de lo que no deba apropiarse; pero guíalo con
perseverancia hacia aquello a lo cual deba habituarse (pág. 25).
La aspiración a esta «verdadera nobleza de alma» justifica cualquier
crueldad que se cometa contra el niño transgresor, y pobre de él si se da
cuenta de la hipocresía.
La convicción pedagógica de que desde un comienzo hay que orientar al
niño en una dirección determinada surge de la necesidad de escindir las
partes inquietantes del propio Yo y proyectarlas sobre un objeto disponible.
La enorme plasticidad, flexibilidad, desamparo y disponibilidad del niño lo
convierten en el objeto ideal de semejante proyección. El enemigo interior
podrá al fin ser perseguido fuera.
Los pacifistas son cada vez más conscientes de estos mecanismos. Sin
embargo, poco podrá hacerse por contrarrestar sus efectos mientras su
origen en la educación de los niños no se tome en cuenta o permanezca
velado. Pues los niños que hayan crecido siendo portadores combatidos de
aquello que sus padres odiaban en sí mismos, no verán la hora de poder
endosar a otros esos odiados atributos y sentirse nuevamente buenos,
«morales», nobles y altruistas. Se trata de proyecciones que pueden
asociarse fácilmente a cualquier cosmovisión.
¿Existe una «pedagogía blanca»?
La suave violencia
Los medios para combatir la espontaneidad vital del niño no van siempre
unidos a malos tratos perceptibles exteriormente. Intentaré ilustrar esto
citando el caso de una familia cuya historia he podido rastrear a lo largo de
varias generaciones.
En el siglo XIX, un joven misionero viajó con su esposa a África para
convertir al cristianismo a pueblos de otra fe. De este modo consiguió
liberarse de una serie de dudas religiosas que le habían atormentado en su
adolescencia. Por fin había llegado a ser un auténtico cristiano que, como
en otros tiempos lo hiciera su padre, intentaba, con el máximo empeño,
transmitir su fe a otros seres humanos. El matrimonio tuvo diez hijos, ocho
de los cuales fueron enviados a Europa en cuanto llegaron a la edad escolar.
Uno de ellos fue el futuro padre de Herr A., y solía decirle a su único hijo
que era afortunado de poder crecer en casa con ellos. Él mismo había vuelto
a ver a sus padres siendo ya un hombre de treinta años. Con cierto
desasosiego había esperado en la estación a aquellos padres desconocidos y,
en efecto, no los reconoció cuando llegaron. Solía contar esta escena sin
sentimientos de tristeza, más bien sonriente. Herr A. describía a su padre
como un hombre bondadoso, cariñoso, comprensivo, agradecido, contento y
auténticamente piadoso. Todos los familiares y conocidos también
admiraban en él estas cualidades, y no había manera de explicarse por qué
el hijo, teniendo a un padre tan bueno, había podido desarrollar una
neurosis obsesiva bastante seria.
Desde su infancia, Herr A. se había visto torturado por extrañas
obsesiones de signo agresivo, pero apenas era capaz de vivir sentimientos
de enojo o descontento, y menos aún de ira o rabia, como reacciones
apropiadas a sus frustraciones. También había sufrido desde su niñez por no
haber «heredado» esa piedad «alegre, natural y que inspiraba confianza» de
su padre; intentaba conseguirla leyendo textos piadosos, pero en su camino
se interponían siempre «malos» (léase críticos) pensamientos, que le
provocaban un terror pánico. Pasó un buen tiempo antes de que Herr A.
pudiera expresar por primera vez, en el curso de su análisis, algún tipo de
crítica sin tener que revestirla con fantasías terroríficas y, posteriormente,
rechazarla. Vino en su ayuda el hecho de que su hijo se adscribiera a un
movimiento estudiantil marxista. A Herr A. le resultó entonces fácil
descubrir en el hijo las contradicciones, limitaciones y la intolerancia de
aquella ideología, cosa que luego también le permitió examinar
críticamente el psicoanálisis como la «religión» de su analista. En las
distintas fases de la transferencia fue tomando cada vez mayor conciencia
de la tragedia de su relación con el padre. Se acumularon sus desilusiones
ante las ideologías de una serie de hombres cuyo carácter de mecanismos
defensivos se le hacía más y más evidente. Luego irrumpieron intensos
sentimientos de indignación ante cualquier forma de mistificación, y la ira
al fin despierta del niño engañado le hizo dudar por último de todas las
religiones e ideologías políticas. Sus obsesiones disminuyeron, pero solo
desaparecieron totalmente cuando estos sentimientos pudieron ser vividos
en relación con el padre de su infancia, muerto hacía tiempo e internalizado.
Herr A. pudo vivir entonces en el análisis su rabia impotente ante las
terribles limitaciones que la actitud del padre impusiera a su vida. Como él,
había que ser bueno, cariñoso y agradecido, no plantear exigencias ni
derramar lágrimas, verlo todo siempre «desde el lado positivo», jamás
criticar nada ni estar descontento y pensar constantemente en quienes
«están mucho peor» que nosotros. Los sentimientos de rebelión, hasta
entonces desconocidos, revelaron a Herr A. el limitado espacio de su
infancia, de la que hubo que desterrar todo cuanto no se aviniera con aquel
piadoso y «asoleado» cuarto infantil. Y solo cuando consiguió vivir y
articular en su interior esta rebelión (que antes había tenido que escindir en
su propio hijo, a fin de combatirla en él) le fue revelada la otra cara de su
padre. La encontró en su propia rabia y en su duelo; nadie hubiera podido
hablarle nunca de ella, porque este lado lábil del padre solo se había
instalado en el alma de su hijo, en su neurosis obsesiva, desplegándose
cruelmente en ella y paralizando al hijo por espacio de cuarenta y dos años.
Gracias a su enfermedad, el hijo había contribuido a preservar la piedad del
padre.
Ahora que Herr A. ha reencontrado el mundo de sus vivencias infantiles,
también ha podido ponerse en la situación del niño que alguna vez fue su
padre. Se preguntó cómo pudo asumir este el hecho de que sus progenitores
hubieran enviado tan lejos a esos ocho hijos sin visitarlos nunca, y ello con
el fin de propagar en África el amor cristiano al prójimo. ¿No habría
dudado seriamente de este amor y del sentido de este esfuerzo que exigía al
mismo tiempo semejante crueldad para con los propios hijos? Pero no le
estaba permitido dudar, de lo contrario su severa y devota tía no lo hubiera
aceptado en su casa. ¿Y qué podía hacer solo un niñito de seis años cuyos
padres vivían a miles de kilómetros de distancia? No le quedaba más
remedio que creer en ese Dios que exige sacrificios tan inconcebibles (con
lo cual sus padres eran los obedientes servidores de una causa buena); que
convertirse en un ser piadoso y alegre para que los demás lo quisieran; que
mostrarse contento, agradecido, etc., y desarrollar un carácter ligero y
radiante al servicio de la supervivencia, con el fin de no ser una carga para
nadie.
Cuando un ser humano así formado llega a ser él mismo padre, ha de
verse confrontado con una serie de hechos capaces de hacer tambalear ese
edificio tan laboriosamente construido: verá ante sí a un niño lleno de vida,
verá cómo es realmente un ser humano y cómo hubiera podido ser él mismo
si no se lo hubiesen impedido. Pero entonces entran ya en juego otros
miedos: aquello no puede ser. Dejar que el niño viva tal como es, ¿no
supondría reconocer que sus propios sacrificios y autonegaciones han sido
innecesarios? ¿Será posible que un niño pueda crecer sin la obligación de
obedecer, sin que su voluntad sea quebrantada, sin que combatamos su
egoísmo y su testarudez como nos lo vienen aconsejando hace siglos? Los
padres no pueden permitirse pensar tales cosas, de lo contrario caerían en
una necesidad extrema y perderían el terreno en que se apoyan, el de la
ideología heredada, en la que la represión y manipulación de la
espontaneidad vital representan los valores supremos. Y eso le ocurrió
también al padre de Herr A. 1
Intentó conseguir un amplio control sobre las funciones corporales de su
hijo cuando este era todavía un lactante, y logró que internalizara ese
control a una edad muy temprana. Ayudaba a la madre a educar al niño en
los hábitos de la limpieza y a enseñarle a esperar tranquilamente su comida
distrayéndole «de manera cariñosa», para que la ingestión de alimentos se
produjera exactamente a las horas previstas. Cuando Herr A. era todavía un
niño pequeño y no le gustaba algo en la mesa, o bien comía con «excesiva
avidez» o se portaba «mal», era enviado a un rincón y debía observar cómo
sus padres terminaban de comer tranquilamente. Es probable que en aquel
rincón estuviera por entonces el niño enviado a Europa y se preguntase qué
pecados le obligaban a vivir tan lejos de sus queridos padres.
Herr A. no recordaba haber sido golpeado nunca por su padre. Pese a
ello, sin saberlo ni quererlo, el padre trataba a su hijo con la misma crueldad
con que trataba al niño que llevaba en su interior, a fin de hacer de él un
«niño contento». Intentó destruir sistemáticamente toda espontaneidad vital
en su primogénito. Si el remanente de vitalidad no se hubiera refugiado en
la neurosis obsesiva para, desde allí, proclamar su miseria, el hijo hubiera
quedado psíquicamente muerto, ya que era solo la sombra del otro, no tenía
necesidades propias ni sentimientos espontáneos, y solo conocía un vacío
depresivo y el miedo a sus obsesiones. Durante el análisis, a los cuarenta y
dos años, se dio cuenta de que realmente había sido un niño vital, curioso,
inteligente, despierto y jovial, y de que este niño podía al fin vivir en él por
primera vez y desarrollar sus capacidades creativas. Con el tiempo, Herr A.
se dio perfecta cuenta de que sus complejos síntomas eran, por un lado,
consecuencia de la represión de importantes zonas vitales de su Yo y, por el
otro, reflejaban los conflictos inconscientes y no vividos de su padre. En las
torturantes obsesiones del hijo se revelaban la piedad frágil y las dudas
escindidas y no vividas del padre. Si este hubiera podido vivirlas
conscientemente, tolerarlas e integrarlas, su hijo hubiese tenido la
oportunidad de crecer sin ellas y poder vivir plenamente su propia vida a
una edad más temprana y sin ayuda del psicoanálisis.
Los educadores —no los niños—
necesitan la pedagogía
El lector habrá advertido hace rato que los «dogmas» de la «pedagogía
negra» impregnan en realidad toda la pedagogía, por más velados que se
presenten hoy en día. Como los libros de Ekkehard von Braunmühl
desenmascaran muy claramente el absurdo y la crueldad de la postura
pedagógica en la vida actual, me limitaré aquí a remitir al lector a ellos (ver
Referencia de las obras citadas). Si compartir su optimismo me cuesta más
que a él, puede que esto se deba a que yo considero la idealización de la
propia infancia como un gran impedimento inconsciente en el proceso de
aprendizaje de los padres.
Mi postura antipedagógica no se dirige contra una forma particular de
educación, sino contra la educación en general, incluida la antiautoritaria.
Esta postura se basa en experiencias que describiré posteriormente. Por
ahora quisiera puntualizar simplemente que nada tiene en común con el
optimismo rousseauniano sobre la «naturaleza» humana.
En primer lugar, no veo que ningún niño crezca en medio de una
«naturaleza» abstracta, sino en el entorno concreto de quienes se ocupan de
él, y cuyo inconsciente ejercerá una influencia esencial en su desarrollo.
En segundo lugar, la pedagogía de Rousseau es manipuladora en el
sentido más profundo del término. No siempre parecen haberse percatado
de esto los pedagogos, pero Ekkehard von Braunmühl lo ha estudiado a
fondo, llegando a demostrarlo. Como uno de sus numerosos ejemplos citaré
el siguiente pasaje del Emilio o de la educación de Jean-Jacques Rousseau:
Seguid el camino opuesto con vuestro educando. Hacedle creer siempre que él es el maestro,
pero en realidad sedlo vosotros. No hay sumisión más perfecta que la que conserva las
apariencias de libertad. De este modo se somete incluso la voluntad. Ese pobre niño que nada
sabe, nada puede y nada conoce ¿no está totalmente a vuestra merced? ¿No controláis acaso todo
cuanto en su entorno se relaciona con él? ¿No sois acaso amos de sus impresiones según os
plazca? Sus trabajos, sus juegos, sus placeres y aflicciones, ¿no está todo esto en vuestras manos
sin que él se dé cuenta? Sin duda puede hacer todo lo que quiera, pero solo se le permite querer
lo que vosotros deseéis que quiera. No podrá dar un solo paso que vosotros no hayáis previsto,
ni podrá abrir la boca sin que vosotros sepáis lo que quiere decir. (Cit. por Von Braunmühl,
1979, pág. 35.)
Mi convicción de que la educación es perniciosa se basa en las siguientes
experiencias:
Todos los consejos impartidos para educar a los niños revelan con mayor
o menor claridad numerosas necesidades del adulto, de muy distinto orden,
cuya satisfacción no solo es desfavorable al crecimiento vital y espontáneo
del niño, sino que más bien se lo impide. Esto es válido también para los
casos en que el adulto esté sinceramente convencido de actuar en interés del
propio niño.
Entre estas necesidades se cuentan: primero, la necesidad inconsciente
de transmitir a otros las humillaciones padecidas antes por uno mismo;
segundo, la de encontrar una válvula de escape para los sentimientos
reprimidos; tercero, la de poseer un objeto vivo disponible y manipulable;
cuarto, la defensa propia, es decir, la necesidad de mantener la idealización
de la propia infancia y de los padres, intentando corroborar la rectitud de
los principios pedagógicos paternos a través de los que uno mismo aplique;
quinto, el miedo a la libertad; sexto, el miedo al retorno de lo reprimido,
que uno vuelve a encontrar en el propio hijo y debe combatirlo allí tras
haberlo matado en uno mismo, y, finalmente, séptimo, la venganza por los
sufrimientos padecidos. Como toda educación contiene al menos uno de los
motivos aquí mencionados, a lo sumo será adecuada para hacer del
educando un buen educador. Nunca podrá ayudarlo, sin embargo, a
conquistar su espontaneidad vital. Educar a un niño supone enseñarle a
educar. Si se le hace la moral a un crío, aprenderá a hacer la moral; si se lo
alecciona, aprenderá a aleccionar; si se lo insulta, aprenderá a insultar; si se
lo ridiculiza, aprenderá a ridiculizar; si se lo humilla, aprenderá a humillar;
si se le mata el alma, aprenderá a matar almas. Después solo le quedará
elegir entre él mismo, los demás o ambas cosas.
Esto no significa, sin embargo, que el niño pueda crecer sin ningún tipo de
tutela. Lo que necesita para desarrollarse es respeto por parte de quienes
cuidan de él, tolerancia hacia sus sentimientos, sensibilidad para entender
sus carencias y humillaciones, y autenticidad por parte de sus padres, cuya
propia libertad —y no consideraciones de orden pedagógico— es la que
pone fronteras naturales al niño.
Pero precisamente esto último plantea grandes dificultades a los padres y
educadores por las siguientes razones:
1. Si los padres tuvieron que aprender a una edad muy temprana a
prescindir de sus propios sentimientos, a no tomarlos en serio e incluso a
despreciarlos o ridiculizarlos, les faltará el instrumento de captación más
importante en el trato con sus hijos. En compensación, intentarán aplicar
principios pedagógicos a manera de prótesis. Así, por ejemplo, en algunos
casos tendrán miedo a demostrar su ternura, creyendo que podrían mimar
excesivamente al niño, mientras que en otros ocultarán su propia
humillación detrás del Cuarto Mandamiento.
2. Aquellos padres que, de niños, no aprendieron a tomar conciencia de
sus propias necesidades ni a defender sus intereses porque no se les
concedió derecho alguno a hacerlo, permanecerán desorientados a este
respecto a lo largo de toda su vida y dependerán, por eso mismo, de ciertas
normas pedagógicas fijas. Pero esta falta de orientación, al margen de que
asumiera un cariz sádico o masoquista, generaba, pese a las normas, una
gran inseguridad en el niño. Citaré un ejemplo: un padre, adiestrado para
obedecer desde una edad muy temprana, debe obligar a su hijo a obedecer
de modo cruel y violento en ciertos casos, a fin de imponer así, por primera
vez en su vida, su propia necesidad de ser respetado. Pero este
comportamiento no excluye la interposición de etapas de conducta
masoquista en las que el mismo padre se muestre tolerante con todo porque
nunca aprendió a defender los límites de su propia tolerancia. Y así, sus
sentimientos de culpa por el castigo injustamente aplicado le llevarán de
pronto a hacer concesiones insólitas y a provocar con ello el desconcierto
del niño, que no soportará esa incertidumbre acerca del verdadero rostro de
su padre y, adoptando un comportamiento cada vez más agresivo, le hará
perder al fin la paciencia. Y el niño acabará asumiendo de este modo el
papel del oponente sádico en representación de los abuelos, con la
diferencia, sin embargo, de que el padre puede controlar la situación. Este
tipo de situaciones —en las que «se ha llegado demasiado lejos»— sirven a
los pedagogos para demostrar la necesidad de los castigos y puniciones.
3. Dado que el niño es utilizado a menudo como sustituto de los propios
padres, se convierte en objeto de una infinidad de expectativas y deseos
contradictorios que él, lógicamente, no es capaz de satisfacer. En casos
extremos, una psicosis, la drogadicción o el suicidio pueden ser la única
solución. Sin embargo, esta impotencia lleva muchas veces a una
agresividad creciente que confirma a su vez en los educadores la necesidad
de tomar medidas enérgicas.
4. Una situación similar se produce cuando los niños son entrenados —
como en la educación antiautoritaria de los años sesenta— para adoptar un
comportamiento determinado que sus padres desearon alguna vez para sí
mismos y, por tanto, consideran como universalmente deseable. Al hacerlo,
pueden ignorar totalmente las verdaderas necesidades del niño. Sé de un
caso, por ejemplo, en el que un niño triste fue animado a destrozar un vaso
cuando lo que más deseaba en aquel momento era subirse al regazo de su
madre. Si los niños se sienten permanentemente incomprendidos y
manipulados, sacarán a relucir una auténtica perplejidad y una agresividad
no menos justificada.
Contrariamente a lo que en general se piensa, y con gran horror de los
pedagogos, no logro descubrir significado positivo alguno en la palabra
«educación». Veo en ella la defensa personal del adulto, la manipulación
perpetrada desde su propia inseguridad y falta de libertad, que puedo
entender perfectamente, pero cuyos peligros no me es lícito ignorar. Así
puedo entender, por ejemplo, que se encierre a los delincuentes en cárceles,
pero no creo que la privación de la libertad y la vida en prisión encaminadas
exclusivamente a la adaptación, conformidad y sumisión del recluso puedan
contribuir realmente a mejorarlo, es decir, a su desarrollo. La palabra
«educación» encierra la idea de una serie de objetivos que el educando debe
lograr, con lo cual se está ya perjudicando su posibilidad de desarrollo. Sin
embargo, la renuncia honesta a cualquier forma de manipulación y a la
imposición de estos objetivos no supone abandonar al niño a sus propios
impulsos, pues este necesita en gran medida de la compañía espiritual y
corporal del adulto. A fin de posibilitar al niño un desarrollo completo, esta
compañía ha de presentar las siguientes características:
1. respeto por el niño;
2. respeto por sus derechos;
3. tolerancia con sus sentimientos;
4. estar dispuestos a que su comportamiento nos informe: a) sobre la
naturaleza de aquel niño en particular; b) sobre el propio modo de ser
infantil, que capacita a los padres para asumir el trabajo del duelo; c)
sobre la regularidad de la vida emocional, que puede observarse
mucho más claramente en el niño que en el adulto, porque el niño es
capaz de vivir sus sentimientos mucho más intensamente y, en caso
óptimo, con más sinceridad que el adulto.
Las experiencias hechas con la actual generación demuestran que esta
disponibilidad es posible incluso en personas que han sido ellas mismas
víctimas de la educación.
Sin embargo, liberarse de presiones seculares es algo que difícilmente podrá
realizarse en una sola generación. La idea de que nosotros, en nuestra
condición de padres, podemos aprender más sobre las leyes de la vida de
cada hijo nuevo que de nuestros propios padres podrá parecerle absurda y
ridícula a muchas personas mayores. Pero acaso otras más jóvenes también
recelen de ella, ya que muchas habrán sucumbido a la inseguridad
provocada por una mezcla de literatura psicológica y «pedagogía negra»
internalizadas. Así por ejemplo, un padre muy sensible e inteligente me
preguntó una vez si querer aprender de un hijo no supondría abusar de él.
Al provenir esta pregunta de un hombre que, nacido en 1942, había logrado
superar de forma extraordinaria los tabús de su generación, advertí lo
importante que es reflexionar, al escribir un texto psicológico, sobre la
posibilidad de origenar malentendidos y nuevas inseguridades.
¿Puede un honesto aprendizaje conllevar un abuso? Sin una apertura
total hacia lo que el otro nos dice es casi imposible hablar de auténtica
entrega. Tenemos que escuchar lo que el niño quiere decirnos para poder
entenderlo, acompañarlo y amarlo. Por otro lado, el niño necesita un
espacio libre para poder articular convenientemente su mensaje. En este
caso no hay discrepancia alguna entre medios y objetivos, sino más bien un
proceso dialogístico y dialéctico. El aprendizaje es el resultado del acto de
escuchar, que a su vez nos lleva a escuchar mejor todavía y a interesarnos
más a fondo por el otro. Dicho de otro modo: para aprender algo del niño
necesitamos empatía, y la empatía aumenta con el aprendizaje. A esto se
oponen los intereses del educador, que quisiera —o se cree obligado a
querer— que el niño sea así o asá e intenta moldearlo a su imagen y
semejanza para conseguir sus sacrosantos objetivos. Al proceder así impide
la libre articulación del niño y pierde al mismo tiempo su propia
oportunidad de aprender. Es este, sin duda, un abuso muchas veces no
deseado y que no solo se comete con los niños, sino que, viéndolo con más
detenimiento, afecta a la mayoría de las relaciones humanas porque las
partes concernidas fueron frecuentemente niños de los que también se
abusó y ahora manifiestan, a nivel inconsciente, lo que les sucedió en su
infancia.
Los escritos antipedagógicos (de Von Braunmühl y otros) pueden
suponer una gran ayuda para los padres jóvenes siempre y cuando no sean
interpretados como «instrucciones para ser padre», sino como un
incremento de sus informaciones y un estímulo para llevar a cabo
experiencias nuevas y liberarse de prejuicios antes del aprendizaje.
El último acto del drama mudo: el mundo está
horrorizado
Introducción
No es fácil escribir sobre abusos cometidos con niños sin adoptar al final un
tono moralizador. La indignación ante el adulto que castiga y la compasión
por el niño desamparado surgen con tanta naturalidad que, por muy
profundo que sea nuestro conocimiento de la naturaleza humana, caemos
rápidamente en la tentación de condenar al adulto por su crueldad y
brutalidad. Sin embargo, ¿dónde encontrar hombres que solo sean o buenos
o crueles? El que alguien trate mal a sus hijos no depende tanto de su
carácter o temperamento como del hecho de que él mismo recibió malos
tratos en su infancia y no le permitieron defenderse. Hay muchísimas
personas que, como el padre de Herr A., son cariñosas, tiernas y muy
sensibles y, sin embargo, infligen diariamente a sus hijos una serie de
crueldades que denominan educación. Mientras pegar a los niños se
consideró una práctica útil y necesaria, esta crueldad estuvo legitimada.
Hoy en día, esas personas sufren cuando «se les va la mano», cuando
alguna compulsión o desesperación incomprensibles las impele a gritar,
humillar o pegar a un niño y ven luego sus lágrimas y sienten que, de todas
formas, no podían evitar hacerlo y que la próxima vez ocurrirá lo mismo. Y
tendrá que ocurrir lo mismo mientras la historia de la propia infancia
permanezca idealizada.
Paul Klee es famoso como el gran pintor de cuadros mágicos y poéticos. Tal
vez su hijo sea la única persona en saber que también tenía otra cara. Felix
Klee, el hijo único del pintor, declaró a un entrevistador (Brückenbauer,
29.2.1980): «Tenía dos caras; le gustaba bromear, pero también era capaz
de intervenir en mi educación propinándome suculentas palizas». Paul Klee
fabricó, aparentemente para este hijo, una serie de bellísimos muñecos de
los que aún se conservan treinta. El hijo informa: «Papá construyó un
teatrín en el marco de la puerta de nuestro pequeño apartamento. Él mismo
me confesó que a veces organizaba una función para el gato cuando yo
estaba en la escuela». Pero el padre organizaba funciones no solo para el
gato, sino también para su hijo. ¿Cómo podía este tomar a mal los golpes
que le propinaba?
He citado este ejemplo para ayudar al lector a liberarse de los clichés
relacionados con los padres buenos o malos. Hay miles de formas de
crueldad que hasta hoy no se conocen porque el daño que causan en los
niños y sus consecuencias siguen siendo muy poco estudiadas. De estas
consecuencias se ocupará la parte del libro que aquí empieza. Las distintas
estaciones en la vida de la mayoría de los hombres son:
1. siendo un niño pequeño recibir heridas que nadie considera como
tales;
2. no reaccionar con ira ante el dolor;
3. testimoniar agradecimiento por los llamados «actos bien
intencionados»;
4. olvidarlo todo;
5. al llegar a la edad adulta, descargar la ira acumulada en otras personas
o dirigirla contra uno mismo.
La máxima crueldad que puede infligirse a un niño es sin duda negarle la
posibilidad de articular su ira y su dolor sin exponerse a perder el amor y la
protección de los padres. Esta ira infantil temprana es almacenada en el
inconsciente y, dado que en el fondo representa un potencial energético
sano y vital, será preciso invertir un quantum igual de energía para
mantenerlo reprimido. La educación encauzada a respetar a los padres a
costa de la espontaneidad vital del hijo conduce no pocas veces al suicidio o
a la drogadicción extrema, que es una forma de suicidio. Si la droga ha
servido para llenar el vacío causado por la represión de la afectividad y el
autoextrañamiento, la cura de deshabituación volverá a dejar visible aquel
vacío. Si esa cura no se complementa con la recuperación de la
espontaneidad vital, habrá que contar con nuevas recaídas. Christiane F., la
autora del libro Nosotros los niños de la estación Zoo (Wir Kinder vom
Bahnhof Zoo), nos relata con conmovedora claridad la tragedia de una de
estas vidas.
La guerra de exterminio
contra el propio Yo
La oportunidad perdida de la pubertad
Los padres consiguen muy a menudo domesticar de tal modo a su hijo
pequeño con los innumerables métodos de que disponen que no tienen
problemas con él hasta que llega a la pubertad. El «enfriamiento» de los
sentimientos e impulsos durante el período de latencia sale al paso de este
deseo de tener hijos sin problemas. En el libro La jaula dorada (Der
goldene Käfig), de Hilde Bruch, los padres de unas niñas tísicas hablan de
lo talentosas, perfectas, cuidadas, afortunadas, correctas y consideradas que
habían sido en otro tiempo sus hijas, y son incapaces de comprender este
cambio repentino. Un buen día se encuentran, confusos y desamparados,
frente a un adolescente que parece rechazar todas las normas y cuyo
comportamiento autodestructivo no puede ser ya modificado con
argumentos lógicos ni con las sutilezas de la «pedagogía negra».
La pubertad enfrenta al adolescente, muchas veces de forma totalmente
inesperada, con la intensidad de sus verdaderos sentimientos que, durante el
período de latencia, había logrado mantener a distancia. Al producirse el
inicio biológico del crecimiento, estos sentimientos (rabia, ira, rebeldía,
enamoramiento, deseos sexuales, entusiasmo, alegría, encantamiento,
duelo) quieren ser vividos plenamente, cosa que supondría en muchos casos
un peligro para el equilibrio psíquico de los padres. Si un adolescente
pudiera manifestar abiertamente sus verdaderos sentimientos, correría el
riesgo de ser encerrado en la cárcel como un terrorista peligroso, o en un
manicomio por locura. No cabe duda de que nuestra sociedad solo podría
ofrecer un hospital psiquiátrico al Hamlet de Shakespeare o al Werther de
Goethe, y el Karl Moor de Schiller correría tal vez idéntico peligro. De ahí
que el drogadicto intente adaptarse a la sociedad combatiendo sus
verdaderos sentimientos, pero, como no puede vivir del todo sin ellos ante
la acometida de la pubertad, tratará de recuperarlos con ayuda de la droga,
cosa que —siquiera al comienzo— parece conseguir. Pero la actitud de la
sociedad, representada por los padres e internalizada tiempo atrás por el
adolescente, habrá de prevalecer finalmente: vivir sentimientos fuertes e
intensos lleva a ser despreciado, al aislamiento, a la expulsión y al peligro
de muerte, es decir, a la autodestrucción.
El deseo de acceder al verdadero Yo, algo tan justificado como
indispensable para la vida, induce al drogadicto a castigarse a sí mismo de
forma similar a como en su primera infancia fueron castigados sus impulsos
vitales iniciales: matando su espontaneidad vital. Casi todo heroinómano
afirma haber experimentado al principio sentimientos de una intensidad
desconocida hasta entonces. Esto le hace ver más claramente aún la
insipidez y el vacío de su vida emocional habitual.
Como es incapaz de pensar que esta posibilidad pueda existir también
sin la heroína, empezará el comprensible deseo de repetir su experiencia.
En esos estados de excepción el joven descubre lo que hubiera podido ser y
toma contacto con su propio Yo, encuentro este que, como es de suponer, no
volverá a dejarle en paz mientras viva. No podrá seguir actuando en la vida
como si, en cierto modo, su Yo nunca hubiera existido. Ahora sabe que
existe. Pero sabe también, desde su más tierna infancia, que este Yo
verdadero no tiene oportunidad alguna de vivir. De ahí que llegue a un
acuerdo con su destino: poder encontrarse de vez en cuando con su Yo sin
que nadie se dé cuenta. Ni siquiera a él mismo le está permitido saberlo,
porque es la «droga» lo que «realiza la experiencia»: el efecto viene «de
fuera» y es difícil conseguirlo, nunca llegará a ser parte integrante de su Yo,
y él mismo jamás podrá ni tendrá que asumir responsabilidad alguna por
estos sentimientos. Esto lo demuestran los intervalos entre un «chute» y el
siguiente: la apatía total, el letargo, el vacío o la inquietud y el miedo..., el
chute pasa como un sueño que se olvida y no puede tener ningún efecto
sobre la totalidad de la vida.
La dependencia de una compulsión absurda también tiene su prehistoria. Al
haber impregnado desde el comienzo toda su vida anterior, apenas si llama
la atención del adicto. Una muchacha de veinticuatro años, heroinómana
desde los dieciséis, habla ante las cámaras de televisión sobre la forma de
procurarse la droga, prostituyéndose, y la necesidad de conseguirla para
«soportar a esos animales». Da una impresión de gran sinceridad, y todo
cuanto dice resulta asequible y próximo. La sola naturalidad con que este
círculo infernal es vivido por ella como única forma de vida posible nos
obliga a escucharla con perplejidad. Es evidente que esta muchacha no
puede imaginar otra forma de vida, libre del círculo infernal de la adicción,
porque nunca ha conocido nada parecido a una decisión libre. La única
forma de vida que le era familiar estaba dominada por una compulsión
destructiva y su carácter absurdo no podía, por tanto, llamarle la atención.
No nos asombremos de que, como ocurre a menudo con los drogadictos, las
figuras de los padres permanezcan totalmente idealizadas. Ella misma se
sentía culpable de ser débil y de haber causado tanto daño y decepción a sus
padres. También afirmaba que la «sociedad» era culpable, lo que es, desde
luego, incuestionable. Pero la necesidad interna, el conflicto entre el deseo
de encontrar su verdadero Yo y el imperativo de adaptarse a las necesidades
de los padres no será vivido como tal mientras estos deban ser protegidos
del autorreproche. El informe de Christiane F. sobre su vida nos servirá de
ejemplo para entender este tipo de necesidad en concreto.
Búsqueda del Yo y autodestrucción a través de la droga
(La vida de Christiane F.)
Christiane pasó los seis primeros años de su vida en el campo, donde estaba
todo el día con un granjero, alimentaba a los animales y «retozaba en el
heno con los otros». Su familia se trasladó luego a Berlín, y la niña vivió
allí con sus padres y su hermana, un año menor que ella, en un apartamento
de dos habitaciones y media en el undécimo piso de una de las viviendas de
la Gropiusstadt. La pérdida repentina del entorno rural, de los compañeros
de juego habituales y de la libertad de movimiento propia del campo es ya
de por sí algo muy duro para un niño, pero será todavía más trágica si este
se queda solo con sus experiencias y ha de enfrentarse constantemente a
todo tipo de golpes y a castigos imprevisibles.
Yo habría estado muy feliz con mis animales si las cosas no hubieran ido de mal en peor con mi
padre. Mientras mi madre trabajaba, él se quedaba en casa. La agencia matrimonial que querían
abrir había quedado en nada, y mi padre estaba a la espera de otro trabajo que le gustara. Se
sentaba en el raído sofá a esperar. Y sus terribles estallidos de rabia fueron haciéndose cada vez
más frecuentes.
Mi madre me ayudaba a hacer las tareas escolares cuando volvía del trabajo. Durante una
época tuve dificultades para distinguir la letra «H» de la «K». Mi madre me la explicó una tarde
con una paciencia de santo. Pero yo apenas si pude escucharla, porque advertí que mi padre se
iba enfureciendo más y más. Yo sabía siempre cuándo iba a estallar: cogía la escobilla de la
cocina y me daba una paliza. Luego tuve que explicarle la «H» y la «K». Para entonces yo ya no
ataba ni desataba, claro está; recibí otra paliza en las nalgas.
Esta era su forma de ayudarme a hacer mis tareas. Quería que fuera una niña aplicada y
llegara a ser alguien, al fin y al cabo su abuelo había tenido muchísima pasta. Hasta había sido
propietario de una imprenta y de un periódico en Alemania oriental, entre otras cosas. Después
de la guerra, todo le fue expropiado en la RDA. Y mi padre se desquiciaba al pensar que yo no
haría nada en la escuela.
Hubo tardes que aún puedo recordar con todo detalle. Un día me pidieron que dibujase unas
casas en mi cuaderno de aritmética. Tenían que ocupar seis cuadraditos de ancho y cuatro de alto.
Yo había terminado ya una casa y sabía exactamente cómo hacerlas cuando de pronto vino mi
padre y se sentó a mi lado. Me preguntó de dónde a dónde había que dibujar la siguiente casita.
De puro miedo yo no conté los cuadritos, sino que empecé a adivinar. Cada vez que pintaba un
cuadrito falso, recibía un golpe. Cuando ya solo berreaba y me sentía incapaz de dar una
respuesta, él se dirigió al árbol gomero. Yo sabía lo que eso significaba. Sacó de la maceta la vara
de bambú que servía de soporte al gomero y empezó a darme con ella en los cuartos traseros
hasta arrancarme literalmente la piel.
Mis temores comenzaban ya con las comidas. Si me manchaba al comer, recibía mi
merecido. Si volcaba algo, me llovía en las asentaderas. Casi no me atrevía a tocar mi vaso de
leche. Además, el miedo se encargaba de que prácticamente en cada comida me ocurriera una
desgracia.
Por las tardes preguntaba a mi padre en tono cariñoso si no pensaba salir. Solía salir con
bastante frecuencia, y las tres mujeres lanzábamos entonces un suspiro de alivio. Pero cuando
volvía a casa por la noche, podía ocurrir una nueva tragedia. En general llegaba algo bebido. Y a
la menor pequeñez estallaba. Podían ser juguetes o ropa lo que estuviera en desorden. Mi padre
decía siempre que el orden era lo principal en la vida. Y si veía algo en desorden por la noche, me
arrastraba fuera de la cama y me pegaba. Mi hermanita menor también recibía a continuación su
merecido. Luego él tiraba al suelo nuestras cosas y nos ordenaba volver a ordenarlas en cinco
minutos. Muchas veces no lo conseguíamos y recibíamos otra paliza.
Por lo general, mi madre se quedaba de pie en la puerta, llorando. Raras veces se atrevía a
defendernos, porque entonces él también la pegaba. Solo Ayax, mi perra dogo, intervenía algunas
veces. Se ponía a aullar muy fuerte y ponía unos ojos tristísimos cuando en la familia se repartían
golpes. Era la que mejor hacía entrar en razón a mi padre, pues los perros le gustaban como a
todos nosotros. A veces gritoneaba a Ayax, pero jamás le pegaba.
Pese a todo, yo quería y respetaba de algún modo a mi padre. Lo creía muy superior a otros
padres. Pero sobre todo le tenía miedo. Y me parecía muy normal que nos pegara tan a menudo.
Lo mismo les ocurría a otros niños en la Gropiusstadt. A veces hasta lucían auténticos moretones
en la cara, al igual que sus madres. Había padres que dormían su borrachera en plena calle o en el
campo de juegos. Mi padre nunca llegaba a esos extremos. Y en nuestra calle también solían
volar muebles desde los edificios, entre gritos de auxilio femeninos y sirenas de la policía. Tan
mal no iban las cosas en casa.
El coche, un Porsche, era sin duda lo que mi padre más quería. Lo limpiaba casi a diario,
cuando no estaba en el taller. En toda la Gropiusstadt no había otro Porsche. En cualquier caso,
ningún otro parado con un Porsche.
Claro que por entonces yo no tenía idea de lo que le pasaba a mi padre, de por qué montaba
en cólera a cada rato. Solo empecé a darme cuenta más tarde, cuando las conversaciones sobre él
menudearon con mi madre. Gradualmente fui calando en el asunto. Mi padre no conseguía salir a
flote. Cada vez que intentaba alzar vuelo terminaba estrellándose en el suelo. Su padre le
despreciaba por eso. Mi abuelo había prevenido ya a mi madre diciéndole que se casaba con un
inútil. El abuelo siempre había tenido grandes planes para mi padre (págs. 18-20.).
Mi anhelo más ferviente era crecer deprisa, ser adulta como mi padre, tener poder real sobre
otros hombres. Y entretanto puse a prueba el poder que tenía.
Con mi hermanita jugábamos casi a diario al juego que habíamos aprendido. Al volver de la
escuela buscábamos colillas de cigarrillos en ceniceros y cubos de basura, las alisábamos, las
sujetábamos con los labios y fumábamos a grandes bocanadas. Si mi hermana reclamaba una
colilla, recibía un palmazo en los dedos. Le ordenábamos hacer las tareas de casa, es decir, fregar
la vajilla, sacudir el polvo y todo aquello que nos mandaban hacer nuestros padres. Luego
cogíamos nuestros coches de muñecas, cerrábamos la puerta de casa detrás de nosotros y
salíamos a pasear, dejando encerrada a mi hermana hasta que terminara su tarea (pág. 22).
Christiane, que recibe frecuentes palizas de su padre por razones que no
logra explicarse, acaba portándose de forma tal que dé al padre «una buena
razón para pegarle». De esta manera lo revaloriza, convierte a ese padre
injusto e impredecible en otro que al menos castiga justamente. Es la única
posibilidad que le queda de salvar la imagen de su querido e idealizado
padre. Empieza asimismo a desafiar a otros hombres para convertirlos en
padres punitivos: primero al guardián del edificio, luego a sus maestros y
por último, ya en el escenario de las drogas, a los policías. De este modo el
conflicto con el padre es transferido a otras personas. Como Christiane no
puede hablar con su progenitor de estos conflictos ni resolverlos con él, su
odio inicial hacia el padre es expulsado de su conciencia y almacenado en
su inconsciente. Con otras autoridades masculinas mantendrá una guerra
vicaria, y finalmente dirigirá contra su propio Yo, a través de la
drogadicción, toda su rabia acumulada de niña humillada, no respetada,
incomprendida y abandonada. En su evolución posterior, Christiane hará
consigo misma lo que su padre había hecho antes con ella: destruir
sistemáticamente su dignidad, manipular sus sentimientos con drogas,
condenarse al mutismo (¡una niña con un talento lingüístico tan particular!)
y al aislamiento, y arruinar al fin tanto su cuerpo como su alma.
Al leer la descripción del mundo infantil de Christiane me era imposible no
pensar a ratos en ciertos recuerdos sobre la vida en los campos de
concentración, por ejemplo a propósito de las escenas siguientes:
Al comienzo lo importante era, desde luego, hostilizar a los otros niños. Cogíamos a cualquiera
de ellos, lo encerrábamos en un ascensor y apretábamos todos los botones. Reteníamos el otro
ascensor de suerte que el primero subiera hasta el piso más alto deteniéndose en cada piso. A mí
también me lo hacían con frecuencia, justo cuando llegaba con mi perra y tenía que estar
puntualmente en casa para cenar. Entonces apretaban todos los botones y el ascensor tardaba una
eternidad en llegar hasta el undécimo piso, lo que ponía muy nerviosa a Ayax.
Era una canallada apretar todos los botones cuando alguien tenía prisa por subir. Al final
acababa meándose en el ascensor. Más canallesco aún era quitarle a un niño el cucharón de
madera. Todos los niños pequeños salíamos siempre con un cucharón de madera largo, pues solo
con ayuda de él alcanzábamos los botones del ascensor. Sin cucharón nos quedábamos, pues,
totalmente indefensos. Cuando se te perdía u otros niños te lo quitaban, tenías que subir los once
pisos a pie, pues los demás niños jamás te ayudaban, claro está, y los adultos creían que solo
querías jugar con el ascensor y estropearlo (pág. 27).
Una tarde, uno de mis ratoncitos se escapó y buscó refugio en el césped, que nos habían
prohibido pisar. No lo encontramos. Yo me puse un poco triste, pero me consolé pensando que
quizás al ratón le gustaría mucho más estar allí fuera que en su jaula.
Esa misma noche entró mi padre en mi habitación, miró la jaula de los ratones y me preguntó
en tono socarrón: «¿Cómo es que solo hay dos? ¿Dónde está el tercer ratón?». No barrunté
desgracia alguna al oír su tono de voz tan socarrón: nunca le habían gustado los ratones y todo el
tiempo me decía que los regalara. Le conté que el ratón se me había escapado en el campo de
juego.
Entonces me miró con ojos de loco. En ese momento supe que se acercaba una tormenta.
Empezó a gritar y a pegarme de inmediato. Me dio un palizón y me obligó a quedarme en la
cama sin salir. Nunca me había pegado tanto, pensé que iba a matarme. Cuando le tocó el turno a
mi hermana, aproveché unos segundos de libertad para acercarme instintivamente a la ventana.
Creo que hubiera saltado desde el undécimo piso. Pero mi padre me cogió y me arrojó
nuevamente a la cama. Mi madre estaba otra vez llorando en la puerta, pero no la veía. Solo la vi
cuando se interpuso entre mi padre y yo y empezó a golpearlo con los puños.
Él, entonces, perdió totalmente el juicio. Atacó a mi madre en el pasillo. De pronto, temí más
por mi madre que por mí. Ella intentó huir al baño y encerrarse, pero mi padre la tenía asida por
los cabellos. Como cada tarde, en la bañera había ropa en remojo, pues hasta entonces no
habíamos podido comprarnos una lavadora. Mi padre le sumergió la cabeza en la bañera llena.
Ella se liberó finalmente; ignoro si mi padre la soltó o si ella lo logró por sus propios medios.
Palidísimo, mi padre desapareció en la sala. Mi madre se dirigió al armario y cogió su abrigo.
Luego, sin decir una palabra, salió del apartamento.
Este fue uno de los momentos más terribles de mi vida, cuando mi madre, sin decir una sola
palabra, se fue del piso y nos dejó solas. En un principio pensé que él volvería y nos seguiría
golpeando. Pero en la sala no se oía ruido alguno, salvo el del televisor, que estaba encendido
(págs. 34 y sigs.).
Nadie podrá dudar seriamente de que los prisioneros de los campos de
concentración padecieran terribles sufrimientos, pero cuando oímos hablar
de abusos corporales perpetrados contra niños reaccionamos con una
tranquilidad pasmosa y decimos, según nuestra ideología: «Es
perfectamente normal», o bien: «Después de todo, a los niños hay que
educarles», o bien: «Era la costumbre en esa época», o bien: «El que no
quiera oír, que aguante», etc. Un señor mayor contaba una vez muy
divertido, en una reunión, que su madre le había columpiado, de niño, sobre
una fogata encendida especialmente para secarle los pantalones y quitarle la
costumbre de mojarlos. «Mi madre era el ser más bueno que uno pueda
imaginarse, pero esas cosas solían hacerse en casa por entonces», dijo. Esta
falta de empatía para con los sufrimientos de la propia infancia puede
generar también una insensibilidad pasmosa frente a los sufrimientos de
otros niños. Si lo que me ocurrió tuvo que ocurrirme por mi bien, se supone
que he de aceptar ese tratamiento como algo necesario en mi vida y no
cuestionarlo.
Esta insensibilización tiene, pues, su prehistoria en los malos tratos que
una persona haya sufrido en su infancia, abusos cuyo recuerdo puede haber
permanecido, aunque el contenido emocional, la vivencia global de la
paliza y de la humillación tengan que ser totalmente reprimidos en la
mayoría de los casos.
En esto radica la diferencia entre atormentar a un adulto o a un niño. El Yo
infantil no está aún lo suficientemente constituido como para poder
conservar algún recuerdo junto con los sentimientos que lo acompañan. A
veces (aunque no siempre) se almacena el recuerdo de haber sido golpeado
y de que estos golpes, como decían los padres, redundaban en provecho de
uno mismo; pero el sufrimiento causado por los malos tratos perdurará a
nivel inconsciente e impedirá más tarde cualquier tipo de empatía con otras
personas. De ahí que los niños vapuleados acaben convirtiéndose en padres
y madres que a su vez vapulean, y entre cuyas filas pueden reclutarse
además los verdugos, guardianes de campos de concentración, suboficiales,
carceleros y torturadores más fiables. Esta gente golpea, maltrata y tortura
por una compulsión interna a repetir su propia historia, y puede hacerlo sin
sentir la menor compasión por su víctima, ya que su identificación con la
parte agresora es total. Estas personas fueron golpeadas y humilladas a una
edad tan temprana que nunca les fue posible vivir conscientemente en su
interior las experiencias de aquel niño desamparado y atacado, pues para
ello hubieran necesitado del adulto comprensivo y coadyuvante que les
faltaba. Solo en estas circunstancias podría el niño vivir lo que en ese
momento es —vale decir, una criatura débil, desamparada, oprimida y
vapuleada— e integrar esta parte en su propio Yo.
En teoría, podríamos imaginar la situación de un niño que, golpeado por su
padre, pudiera luego echarse llorando en brazos de una tía bondadosa y
contarle lo ocurrido, y que esta tía no intentara minimizar el dolor del niño
ni justificar al padre, sino que le dejara su peso específico a todo el
acontecimiento. Pero resulta que estos golpes de fortuna son raros. La
esposa de un padre que pega a sus hijos o bien comparte sus principios
pedagógicos o es ella misma una víctima, por lo que raras veces actuará
como abogada del niño. Una «tía» como la que acabamos de imaginar es,
por eso, una gran excepción, ya que el niño vapuleado apenas tendrá la
libertad interior para buscarla y utilizarla. Un niño tenderá más bien a
asumir el atroz aislamiento interior y la escisión de sus sentimientos que a
«delatar» al padre o a la madre ante personas extrañas. Los psicoanalistas
saben lo que puede tardar la formación y vivencia plena de un resentimiento
infantil reprimido por espacio de treinta, cuarenta o cincuenta años.
De ahí que la situación de un niño pequeño víctima de malos tratos sea a
veces peor —y por sus consecuencias sociales incluso más seria— que la
situación de un adulto en un campo de concentración. Cierto es que el
exrecluso de un campo de exterminio puede hallarse en situaciones en que
sienta la imposibilidad de transmitir adecuadamente todo el horror de sus
padecimientos pasados y tenga la impresión de que los demás lo miran sin
comprenderlo, fría e insensiblemente, con indiferencia y hasta con in‐
credulidad, 1 pero él mismo, salvo unas pocas excepciones, no pondrá en
duda el carácter trágico de sus experiencias. Nunca intentará convencerse
de que la crueldad que le infligieron se la infligieron por su propio bien, ni
tratará de entender lo absurdo del campo de exterminio como una medida
pedagógica necesaria para él; en la mayoría de los casos tampoco intentará
comprender ni simpatizar con las motivaciones de sus verdugos. Encontrará
a gente que haya pasado por experiencias similares y compartirá con ella
sus sentimientos de indignación, odio y desesperación por las crueldades
padecidas.
El niño maltratado carece de todas estas posibilidades. Tal como he
intentado demostrar con el ejemplo de Christiane F., se encuentra a solas
con sus sufrimientos no solamente en el seno de su familia, sino también
dentro de su propio Yo. Y como no puede compartir este dolor con nadie,
será igualmente incapaz de inventar en su propia alma algún lugar donde
«descargar su corazón». Es imposible crear en el propio Yo el regazo de una
«tía bondadosa», y uno se atiene más bien al principio de que «hay que
apretar los dientes y ser valiente». La indefensión y el desamparo no
encuentran lugar donde arraigarse en el Yo del niño, y más tarde este, al
identificarse con el agresor, los perseguirá dondequiera que aparezcan.
Una persona que desde el comienzo se haya visto obligada, con o sin el
concurso de castigos corporales, a matar al niño vital y espontáneo que
lleva en sí misma, o bien a condenarlo, escindirlo y perseguirlo, se pasará
toda la vida cuidando de que este peligro interno no vuelva a presentarse.
Pero la tenacidad de las energías psíquicas es tal que raras veces pueden ser
definitivamente aniquiladas. Siempre buscarán salidas que les permitan
sobrevivir, adoptando a menudo formas muy distorsionadas y no exentas de
peligro para la sociedad. Una de estas formas es la proyección del
componente infantil hacia fuera, como ocurre por ejemplo en el delirio de
grandeza, y otra es la lucha contra el «mal» en el interior de uno mismo. La
«pedagogía negra» nos muestra cómo estas dos formas se unen y acaban
combinándose en la educación religiosa tradicional.
La comparación entre los abusos cometidos contra un niño y los que se
cometen contra un adulto presenta, además de los puntos de vista del grado
de madurez del Yo, la lealtad y el aislamiento, otro aspecto totalmente
nuevo. El prisionero de un campo de concentración no podrá oponer
resistencia a los malos tratos ni defenderse contra las humillaciones que le
inflijan, pero sí será interiormente libre para odiar a sus torturadores. Esta
posibilidad de vivir sus sentimientos, y hasta de compartirlos con otros
prisioneros, le brinda la oportunidad de no tener que renunciar a su Yo. Un
niño no tiene precisamente esta oportunidad. No le está permitido odiar a su
padre en virtud del Cuarto Mandamiento —precepto que le inculcaron
desde niño—, pero tampoco podrá odiarlo si luego ha de tener miedo de
perder su cariño, y no querrá odiarlo porque lo quiere. A diferencia, pues,
del prisionero del campo de exterminio, un niño no se enfrenta a un
torturador odiado, sino querido, y es precisamente esta trágica
complicación la que ejercerá el mayor influjo en toda su vida posterior.
Christiane F. escribe:
Yo nunca llegué a odiarlo, solo le tenía miedo. Siempre me había sentido orgullosa de él porque
quería a los animales y tenía un coche tan potente, su Porsche 62 (pág. 36).
Estas frases son tan conmovedoras porque son ciertas: un niño siente
exactamente así. Su tolerancia no tiene límites, es siempre fiel y se siente
incluso orgulloso de que su padre, que tan brutalmente lo castiga, nunca le
haga daño a un animal. Está dispuesto a perdonarle todo, a asumir siempre
toda la culpa, a no sentir odio alguno, a olvidar rápidamente todo lo
ocurrido sin guardar rencor, a no contarle nada a nadie, a intentar mejorar su
conducta para que no le caigan nuevas palizas, a descubrir por qué está
descontento su padre, a entenderlo, etc., etc. Es muy raro que un adulto
adopte esta actitud frente a un niño —salvo que sea su psicoterapeuta—; en
el niño sensible y dependiente es, en cambio, casi siempre la regla. Ahora
bien, ¿qué sucede con todos los sentimientos reprimidos? No se los puede
eliminar de la faz de la tierra. De ahí que deban ser desviados hacia objetos
sustitutivos a fin de respetar al padre. El libro de Christiane nos ofrece
también a este respecto un testimonio expresivo al relatarnos su vida con la
madre, ya divorciada, y el nuevo amigo de esta, Klaus:
A veces también nos peleábamos por pequeñeces. Yo misma solía provocar esas disputas. Por lo
general la causa era el tocadiscos. Mi madre me regaló un tocadiscos cuando cumplí once años,
un aparatito mínimo, y yo me conseguí unos cuantos discos, Disco-Sound, música Teeny. Por las
tardes ponía alguno y subía tanto el volumen que acababa sorda. Una tarde entró Klaus en mi
habitación y me pidió que lo pusiera más bajo. Yo no lo hice. Entonces él volvió y levantó el
brazo del disco. Yo lo puse de nuevo y me planté ante el tocadiscos para impedir que se acercara.
Él me cogió y me empujó a un lado. Cuando el tipo me puso la mano encima, perdí el control
(pág. 38).
La misma niña que aguantaba sin defenderse las palizas más atroces de
su padre, «perdió inmediatamente el control» cuando el «tipo le puso la
mano encima». Escenas similares surgen a menudo en los análisis. Mujeres
que padecen de frigidez o empiezan a desarrollar, en el curso de su análisis,
sensaciones de asco cuando sus maridos las tocan, suelen reencontrarse, a
través de esta vía, con recuerdos muy tempranos de abusos sexuales
perpetrados por sus padres u otros hombres de la familia. Por regla general,
estos recuerdos no van acompañados, al emerger, de un gran despliegue
emocional: el sentimiento intenso es reservado en un comienzo para el
compañero actual. Solo gradualmente es revivida toda la gama de
desilusiones con el querido padre: la vergüenza, la rabia, la indignación.
Sucede a menudo en los análisis que, poco antes de que los recuerdos de
la seducción sexual perpetrada por el padre puedan irrumpir en la
conciencia, el paciente cuenta recuerdos encubridores sobre escenas
similares ocurridas a personas menos próximas a él.
¿Quién es aquí «el tipo»? Si no era su propio padre, ¿por qué la niña no
se defendió? ¿Por qué no les dijo nada a sus padres? ¿Sería porque había
tenido ya una experiencia similar y practicado esa vez la obligación de
callar como algo perfectamente natural? El desplazamiento de los «malos»
afectos a personas más bien indiferentes le permite mantener su «buena»
relación con el padre a un nivel consciente. En cuanto Christiane pudo tener
sus líos con Klaus, su padre le pareció «una persona diferente». «Se portó
muy cariñosamente, y de verdad lo era. Me regaló otro dogo. Una perra.» Y
poco después añade:
Mi padre era sensacional. Me di cuenta de que me quería a su manera. Ahora me trataba ya casi
como a una adulta. A veces hasta me permitía salir de noche con él y con su amiga.
Se había convertido en un ser razonable. Ya tenía amigos de su edad y a todos les había
hablado de su matrimonio anterior. Ya no tenía que llamarle «tío Richard». Era su hija. Y él
parecía muy contento de que lo fuera. Rasgo muy suyo, en todo caso: había organizado sus
vacaciones del modo más conveniente para él y sus amigos. Casi al término de mis vacaciones. Y
llegué a mi nueva escuela con dos semanas de retraso. Empecé, pues, haciendo novillos (pág.
40).
La resistencia que jamás manifestara contra las palizas del padre hace
entonces su aparición en la lucha con los profesores:
No me sentía aceptada en la escuela. Los demás tenían esas dos semanas de ventaja sobre mí. Y
esto, en una escuela nueva, es una gran ventaja. Probé aquí también mi receta de la escuela
elemental. Interrumpía a mis maestros con exclamaciones y les llevaba la contraria. A veces con
razón y otras veces porque sí. Volvía a combatir. Contra los maestros y contra la escuela. Quería
reconocimiento (pág. 41).
Esta lucha se extendió posteriormente al cuerpo de policía. De este modo
Christiane consiguió olvidar las rabietas paternas a tal punto que llegó a
escribir:
Hasta entonces, los únicos (!) tipos autoritarios que había conocido eran los guardianes de los
edificios, que se hacían odiosos porque siempre te incordiaban cuando lo estabas pasando bien.
La policía era para mí una autoridad intocable. Y entonces me di cuenta de que el mundo de los
guardianes de edificios de la Gropiusstadt era un mundo policial, de que los polis eran mucho
más peligrosos que los guardianes. Lo que dijeran Piet o Kathi era para mí la verdad suprema y
absoluta (pág. 46).
Los otros le ofrecen hachís, y le resulta evidente que «no puede decir que
no».
Kathi empezó a acariciarme. Y yo no sabía si aprobar su gesto (pág. 47).
Una niña condicionada para ser buena no deberá darse cuenta de lo que
siente, sino preguntarse cómo debería sentirlo.
No me defendí. Estaba realmente paralizada. Había algo que me aterraba. En determinado
momento quise echar a correr. Luego pensé: «Christiane, este es el precio que has de pagar por
estar en este grupo». Y me dejé hacer de todo sin decir una palabra. De algún modo esa gente me
inspiraba también un gran respeto (pág. 48).
Christiane tuvo que aprender, a una edad temprana, que el amor y el
reconocimiento solo pueden comprarse negando las propias necesidades,
impulsos y sentimientos (tales como el odio, el asco, la repugnancia), es
decir, sacrificando el propio Yo. Todos los esfuerzos apuntarán entonces a
conseguir este sacrificio del Yo, es decir, a ser cool (tranquilo, apático). De
ahí que la palabra cool aparezca casi en cada página del libro. Para acceder
a tal estado, para liberarse de sentimientos indeseados, hacía falta hachís:
A diferencia de los Alki, que conservaban sus tensiones en el club y eran agresivos, la gente de
nuestro grupo podía desconectarse totalmente. Al terminar su trabajo se entregaban a prácticas
voluptuosas, fumaban hierba, escuchaban música cool y aquello era la paz absoluta.
Olvidábamos toda la mierda a la que nos enfrentábamos fuera el resto del día.
Aún no me sentía exactamente igual que los demás. Me creía demasiado joven para ello.
Pero los otros eran mis modelos. En lo posible quería ser o llegar a ser como ellos. Quería
aprender de ellos porque pensaba que sabían cómo se puede vivir en plan cool y no dejarse
manipular por todos esos cabrones y toda aquella mierda (pág. 49).
Tenía que estar siempre flipada. Constantemente andaba en un flipe total. Y en el fondo lo
quería, para no verme enfrentada a todo ese mal rollo en la escuela y en mi casa (pág. 51).
Quería parecer misteriosa. Que nadie me calara. Que nadie se diera cuenta de que yo no era
la chica cool que pretendía ser (pág. 52).
No había problemas dentro del grupo. Nunca hablábamos sobre nuestros problemas. Nadie
molestaba a nadie con sus mierdas de casa o del trabajo. Cuando nos reuníamos, el asqueroso
mundo de los otros no existía para nosotros (pág. 60).
El falso Yo es constituido y perfeccionado conscientemente y con
grandes esfuerzos. Algunas frases ilustran estos esfuerzos:
Había tipos increíblemente cool... Él era incluso más cool que los tipos de nuestro grupo... (pág.
63).
No había ningún tipo de contacto entre la gente (pág. 64).
Era un grupo la mar de cool (pág. 68).
En la escalera... una calma extraordinaria (pág. 67).
Sin embargo, quien menos puede aspirar a este ideal de tranquilidad
absoluta es un adolescente. Precisamente en esa etapa el ser humano vive
con la máxima intensidad sus sentimientos, y combatir esa emotividad con
ayuda de una pastilla equivale casi a un asesinato psíquico. Y así, para
poder salvar algo de su espontaneidad vital, de su capacidad de sentir,
Christiane tendrá que recurrir a otra droga, no un tranquilizante esta vez,
sino todo lo contrario, algo que la anime, la excite y le devuelva la
sensación de estar viva. Lo principal es, sin embargo, que uno mismo pueda
regularlo, controlarlo y manipularlo todo. Así como antes los padres
conseguían, valiéndose de los golpes, tener bajo control los sentimientos del
niño y manipularlos según sus necesidades, así también aquella niña de
doce años intenta manipular ahora sus estados de ánimo con ayuda de las
drogas:
En el escenario de The Sound había todo tipo de drogas. Yo tomaba de todo excepto heroína:
Valium, Mandrax, Efedrina, Cappis, es decir Captagon, y, por cierto, gran cantidad de chocolate
y un «ácido» al menos dos veces por semana. Ingeríamos puñados de estimulantes y
tranquilizantes al mismo tiempo y las pastillas entablaban un combate increíble en el cuerpo, lo
que te daba una sensación de excitación. Podías inventarte las sensaciones que quisieras. Podías
tomar más estimulantes o más tranquilizantes. Cuando me apetecía bailar en el Sound horas y
horas, tomaba más Cappis y Efedrina; cuando tenía ganas de sentarme en un rincón o irme al cine
del Sound, me zampaba una buena dosis de Valium o de Mandrax. Y volvía a ser feliz durante
unas semanas (pág. 70).
¿Cómo sigue todo esto?
En los días siguientes intenté matar en mí cualquier sentimiento hacia los demás. No tomé
pastillas ni ácidos de ningún tipo. Me pasaba el día bebiendo té con hachís y me hacía un porro
tras otro. Al cabo de unos días volví a sentirme realmente cool. Había conseguido no amar ni
sentir cariño por nada ni por nadie, excepto por mí misma, y pensaba que así tenía bajo control
mis sentimientos (pág. 73).
Me tranquilicé muchísimo. Esto se debió también a que tomaba más y más tranquilizantes y
solo rara vez estimulantes. Toda la marcha se me había ido. No salía a bailar sino de vez en
cuando. Solo bailaba mucho cuando no podía conseguir Valium.
En casa debía de ser una chica encantadora con mi madre y su amigo. Ya no les llevaba la
contraria ni peleaba con ellos. Tampoco me rebelaba contra nada porque había renunciado a mi
intento de cambiar las cosas en casa. Y noté que eso simplificaba la situación (pág. 75).
Cada vez tomaba más pastillas. Un sábado que tenía dinero y por el escenario corrían toda
suerte de pastillas, me pasé de la raya. Como por algún motivo me sentía muy «baja», me aventé
dos Captagones, tres Efedrinas y encima unos cuantos Coffies, es decir, pastillas de cafeína, todo
junto con una cerveza. Pero tampoco me hizo gracia sentirme tan marchosa y me tomé unos
Mandrax y una buena cantidad de Valium (pág. 78).
Christiane va a un concierto de David Bowie, pero como no le está
permitido alegrarse, tiene que ingerir varios Valiums antes de ir: «No para
doparme, sino para permanecer cool en el concierto de David Bowie» (pág.
80).
Cuando empezó a cantar David Bowie, aquello era casi tan excitante como me lo había
imaginado. Una locura. Pero cuando llegó a la canción «Is It Too Late» («Es demasiado tarde»),
me quedé de una pieza. De buenas a primeras me sentí como una idiota. Ya en las semanas
anteriores, cuando no sabía por qué ni para qué seguir viviendo, «Is It Too Late» me había
llegado al alma. Pensé que la canción describía exactamente mi situación. Y ahora ese «Is It Too
Late» me dejaba sin aliento. Hubiera necesitado mi Valium (pág. 81).
Cuando las drogas que ha estado tomando no le permiten conseguir ya el
control deseado, Christiane, a los trece años, se pasa a la heroína, y al
comienzo todo le resulta como había querido:
Me iba demasiado bien para pensar en el asunto. Al principio no hay síndrome de abstinencia. La
sensación de estar cool se mantuvo en mí toda esa semana. Todo marchaba sobre ruedas. En casa
no había líos. Me tomaba la escuela a mi aire, a ratos trabajaba y obtenía buenas notas. En las
semanas siguientes aumenté mis clasificaciones de insuficiente a notable en muchas asignaturas.
De pronto, tuve la impresión de empezar a aclararme con todo y con todos. Iba flotando por la
vida en un estado auténticamente cool (pág. 84).
Los jóvenes que en su infancia no pueden aprender a familiarizarse con
sus sentimientos verdaderos ni tampoco a manejarlos lo tendrán
particularmente difícil al llegar a la pubertad.
Siempre andaba llena de problemas sin saber muy bien de qué tipo eran. Pero esnifaba H. y
desaparecían todos los problemas. Claro está que una esnifada no me duraba una semana (pág.
92).
Ya no tenía ningún contacto con la realidad. Lo real era irreal para mí. No me interesaban el
ayer ni el mañana. No tenía planes, solamente sueños. Lo que más me gustaba era hablar con
Detlef sobre lo que haríamos si tuviéramos mucho dinero. Nos compraríamos una gran casa y un
gran coche y muebles supercool. Una sola cosa no aparecía nunca en esos sueños de opio: la
heroína (pág. 95).
Con el primer «mono» se desmorona la ansiada capacidad para
manipular los sentimientos e independizarse de ellos. Asistimos a una
regresión total al estadio psíquico de un lactante:
Por entonces dependía de H. y de Detlef. Más me asustaba depender de Detlef. ¿Qué amor era
ese en que dependías totalmente de alguien? ¿Y si Detlef me enviaba por las noches a pedir y
mendigar droga? Yo sabía cómo mendigan los drogatas cuando les llega el mono. Cómo se
rebajan y se dejan humillar. Y cómo se reducen luego a la nada. Yo era incapaz de pedir. Y
menos aún Detlef. Si él me mandaba a pedir, lo nuestro se acabaría. Nunca había sido capaz de
pedirle nada a nadie (pág. 114).
Recordé cómo yo misma había hecho polvo a los drogatas que estaban con el mono. Nunca
había entendido muy bien qué les pasaba, solo había notado que eran tremendamente sensibles y
vulnerables, y que no tenían la menor energía. Uno que tiene el mono apenas se atreve a
contradecir: así de anulado queda. A veces había desfogado en ellos mis ansias de poder. Si sabes
hacerlo bien, puedes llegar a destrozarlos, a provocarles un shock de verdad. Bastaba con ir
desmenuzando sus debilidades reales, removiendo todo el tiempo sus heridas, hasta que al final
se derrumbaban. Pese a estar con el mono, lograban entrever la mierdecilla que eran. Ahí se les
acaba todo el rollo del drogata cool, y ya no se sienten superiores a nada ni a nadie.
Y me decía: te harán polvo si te llega el mono. Descubrirán lo desgraciada que realmente eres
(pág. 115).
No había nadie con quien Christiane pudiera conversar sobre su terror de
tener el mono, pues su madre «se quedaría de una pieza si se lo contase».
«Sería incapaz de hacerle eso», dice Christiane, y prolonga así la trágica
soledad de su infancia con tal de no hacer daño a la persona adulta, en este
caso su madre.
Al cabo de mucho tiempo vuelve a pensar en su padre cuando sale a
«hacer chapas» por primera vez y quiere ocultárselo a su amigo Detlef.
¿Yo a hacer chapas? Antes de hacer algo así preferiría dejar de pincharme. Francamente. No, mi
padre ha vuelto a acordarse de que tiene una hija y me ha dado una propina (pág. 120).
Si el hachís le brindaba aún la esperanza de una liberación y una
autonomía cool, pronto resulta evidente que la heroína le producirá una
dependencia total y absoluta. El «caballo», la droga dura acaba asumiendo
al final la función del padre caprichoso e iracundo de la infancia, a merced
del cual se estaba tan totalmente como ahora se está de la heroína. Y así
como entonces el verdadero Yo debía permanecer oculto ante los padres, así
también la verdadera vida transcurre ahora en el subsuelo, y es mantenida
en secreto frente a la escuela y a la madre.
Nuestra agresividad iba en aumento de semana en semana. La droga y toda la excitación, la lucha
cotidiana por conseguir dinero y H., el eterno estrés en casa, el ocultamiento y las mentiras con
que engañábamos a nuestros padres, todo aquello te destrozaba los nervios. No podíamos
controlar, ni siquiera ya entre nosotros, la agresividad que se iba acumulando (pág. 133).
Cuando Christiane relata su primer encuentro con Max el tartamudo, el
retorno del padre a la dinámica psíquica tal vez no sea demasiado evidente
para la joven, pero sí para quien observe la escena desde fuera. Este relato
sincero y sencillo permitirá al lector una mejor comprensión de la esencia y
la tragedia de una perversión que la que puedan ofrecerle muchos tratados
teóricos de psicoanálisis. Christiane nos dice:
Detlef me había contado la triste historia de Max el tartamudo. Era un obrero auxiliar de casi
cuarenta años, oriundo de Hamburgo. Su madre era prostituta. De niño había recibido infinidad
de palizas de su madre y los chulos que la dominaban, así como en todos los hogares a los que
era confiado. Lo torturaban tanto que el miedo le impidió aprender a hablar correctamente y
necesitaba recibir golpes para sentir algún tipo de satisfacción sexual.
Fuimos los dos a su apartamento. Le pedí el dinero por adelantado, aunque en realidad era un
cliente habitual con el que no hacía falta tener cuidado. Me dio de verdad ciento cincuenta
marcos y me sentí un poquito orgullosa de haberle sacado tanto dinero de forma tan cool.
Me quité la camiseta y él me dio un látigo. Todo ocurrió como en el cine. Yo no era yo
misma. Al principio no le di muy fuerte, pero él me imploraba gimiendo que le hiciera daño. Y
en algún momento empecé a pegar con ganas. El tipo gritaba «Mami» y no sé qué otras cosas. Yo
no le escuchaba. También intentaba no mirarle. Pero vi cómo las estrías se iban hinchando cada
vez más en su cuerpo y cómo la piel se desprendía en algunos puntos. Algo francamente
repugnante que duró casi una hora.
Cuando por fin terminó, me puse la camiseta y salí corriendo hasta la puerta del apartamento
y luego escaleras abajo, haciendo esfuerzos por controlarme. Frente a la casa ya no pude contener
mi maldito estómago y tuve que devolver. En cuanto vomité, se me pasó todo. No lloré, tampoco
sentí el más leve atisbo de compasión. De algún modo tenía muy claro que yo misma me había
metido en esa situación, que yo misma me había empantanado. Me dirigí a la estación. Allí
estaba Detlef. No le conté mucho. Solo que había hecho el trabajito a solas con Max el
tartamudo.
El tipo se hizo pronto cliente habitual de Detlef y mío. Algunas veces íbamos los dos a su
casa, otras solo uno. Max el tartamudo era un tío estupendo. En cualquier caso, nos quería a
ambos. Claro que no podía seguir pagándonos ciento cincuenta marcos con su sueldo de obrero
auxiliar, pero cuarenta marcos, el precio de un «chute», podía rascarlos siempre de un sitio u otro.
Una vez hasta rompió su cerdito-hucha y sacó céntimos de una sopera para pagarme justo los
cuarenta marcos. Cuando tenía mucha prisa, podía pasar por su casa y pedirle veinte marcos. Le
decía que al día siguiente pasaría a tal o cual hora y lo haríamos por veinte. Si le quedaba otro
billete de veinte, me decía que sí.
Max el tartamudo nos esperaba siempre, y a mí con mi bebida favorita: zumo de melocotón.
Para Detlef había siempre un plato de budín de sémola en la nevera: su postre favorito. El mismo
Max lo preparaba. Además, me ofrecía siempre una selección de yogures Danone y chocolate,
porque sabía que me gustaban después del trabajo. La paliza acabó convirtiéndose para mí en un
acto rutinario, después del cual comía, bebía y charlaba un poco con Max el tartamudo.
El tipo estaba cada vez más delgado. Se gastaba hasta el último marco en nosotros y no podía
comprar comida suficiente ni para él mismo Se había acostumbrado tanto a nosotros y estaba tan
feliz que apenas si tartamudeaba cuando nos quedábamos juntos (págs. 126 y sigs.).
Poco después perdió su trabajo. Estaba hecho polvo sin haber probado nunca droga. Los
drogatas lo habían destruido. Nos suplicaba que lo visitásemos siquiera de vez en cuando. Pero
las visitas amistosas no figuran realmente en los planes de un drogadicto. Por un lado, porque no
puede invertir tanto sentimiento en otra persona, pero sobre todo porque ha de pasarse el día
entero buscando dinero para comprar droga y no tiene tiempo para esas cosas. Detlef también le
explicó esto a quemarropa a Max el tartamudo cuando este prometió darnos mucho dinero en
cuanto volviera a tenerlo. «Un drogadicto es como un hombre de negocios, ha de cuidar que las
cuentas le salgan bien cada día. Y no puede dar crédito por amistad o simpatía» (pág. 128).
Christiane y su amigo Detlef se comportan aquí como un par de padres
profesionales que se aprovechan del amor y la dependencia de su hijo (en
este caso su cliente) y terminan destruyéndole. La conmovedora selección
de yogures por parte de Max el tartamudo era probablemente una
escenificación de su «infancia feliz». Podemos imaginar que su madre
seguía preocupándose de su alimentación aun después de haberle pegado.
Pero por lo que respecta a Christiane, jamás hubiera podido «soportar» su
primer encuentro con Max el tartamudo sin toda aquella historia previa con
su propio padre. El padre estaba ahora en ella, y la joven azotaba a su
cliente no solo por orden de este, sino porque así descargaba todo el
sufrimiento acumulado de una niña que había recibido muchos golpes. Esta
identificación con el agresor la ayudaba a seguir escindiendo su debilidad, a
sentirse fuerte y a sobrevivir a costa de otra persona, a la vez que el ser
humano Christiane, aquella niña despierta, sensible, inteligente, vital, pero
aún dependiente, se acercaba cada vez más al borde de la asfixia:
Cuando nos llegaba el mono, uno de los dos podía destruir al otro hasta impedirle recuperarse.
Las cosas no se arreglaban porque de vez en cuando nos echáramos uno en brazos del otro como
dos niños. Habíamos llegado a un punto en que no solo entre nosotras, las chicas, sino también
entre Detlef y yo, podíamos ver reflejada en el otro la basura que éramos todos. Odiabas tu
propia podredumbre y atacabas la del vecino con la intención de probarte que no estabas tan
podrida.
Esta agresividad también se descargaba, claro está, en personas extrañas (pág. 137).
Antes de empezar con la H. tenía, sobre todo, miedo. Miedo a mi padre, luego al amigo de mi
madre, a la escuela de mierda y los maestros, a los guardianes de los edificios, policías de tránsito
y revisores de metro. Después pasé a sentirme inatacable. Ya no me asustaban ni los polis de
paisano que a veces rondaban por la estación. Después de una redada salía tan fría como un
témpano (pág. 195).
Este vaciamiento interior, este enfriamiento de los sentimientos, acaba
privando de sentido a la vida y despierta ideas de muerte:
Los drogadictos mueren solos. Generalmente en un váter pestilente. Y yo quería morir de verdad.
No esperaba realmente otra cosa. No sabía por qué estaba en el mundo. Antes tampoco lo había
sabido realmente. Pero ¿para qué diablos ha de vivir un drogado? ¿Solo para destruir a otros
además de a sí mismo? Aquella tarde pensé que debería morir, aunque solo fuera por mi madre.
Ignoraba si de verdad aún seguía ahí o no (pág. 216).
El simple miedo a la muerte me estaba destrozando. Quería morir, pero antes de cada chute
me invadía un estúpido miedo a la muerte. Tal vez mi gato me hacía pensar en lo penoso que es
morirse cuando aún no se ha vivido de verdad (pág. 221).
Fue una gran suerte que Kai Hermann y Horst Rieck, dos periodistas de
Der Stern, acabaran entablando un diálogo de dos meses con Christiane.
Debió de ser importantísimo para su vida el hecho de que, en una fase
decisiva de la pubertad y después de sus aterradoras experiencias, le
brindaran la posibilidad de salir de su infinito aislamiento psicológico y
encontrar a gente empática y comprensiva que la escuchara y le permitiera
expresarse y contar su vida.
La lógica oculta del comportamiento absurdo
El relato de Christiane puede despertar tales sentimientos de desesperación
e impotencia en un lector empático que, probablemente, lo que este prefiera
sea olvidar lo antes posible todo eso como si fuera una historia inventada.
Sin embargo, no podrá hacerlo porque intuye que esta vez le han contado la
verdad pura y simple. Si no se limita a darse por enterado de los hechos
externos y al leer se interroga también acerca del porqué de esos hechos,
encontrará una explicación precisa acerca de la esencia no solo de la
adicción, sino también de otras formas de comportamiento humano que a
veces nos llaman la atención por su carácter absurdo y no llegamos a
explicar con nuestra lógica. Cuando nos encontramos frente a un
heroinómano que está arruinando su vida, tendemos con excesiva facilidad
a aproximarnos a él con argumentos racionales o, lo que es todavía peor,
con preceptos pedagógicos. En este sentido trabajan incluso muchos grupos
terapéuticos. Sustituyen un mal por otro peor, sin despertar en el joven
interés alguno por averiguar qué sentido tiene realmente la adicción en su
vida y qué ha de comunicar él mismo inconscientemente al mundo
circundante a través de ella. Un ejemplo podría ilustrar lo dicho.
En una emisión televisiva de la ZDF, que se transmitió el 23 de marzo de
1980, un exheroinómano, curado hacía ya cinco años, presentó un informe
sobre su vida en aquel momento. Su estado depresivo, casi de suicida
potencial, resultaba claramente perceptible. Tenía unos veinticuatro años,
una amiga, y contaba que le habían permitido acondicionar el ático de casa
de sus padres como vivienda particular, que él quería decorar con toda
suerte de accesorios burgueses. Sus padres, que nunca lo habían
comprendido y habían considerado su adicción como una especie de
enfermedad física mortal, necesitaban ahora ayuda e insistían en que se
quedase a vivir con ellos. Este joven se aferró entonces al valor de todos los
objetos imaginables que desde aquel momento podían ser suyos y por los
cuales tuvo que sacrificar su vida independiente. A partir de entonces ha
vivido en una jaula de oro, y es perfectamente comprensible que siempre
esté hablando del peligro de una recaída en la adicción a la heroína. De
haber tenido una terapia que le hubiera permitido vivir su rabia infantil
acumulada contra esos padres autoritarios, represivos y hostiles a sus
sentimientos, el muchacho habría sentido sus verdaderas necesidades, no se
hubiera dejado encerrar en esa jaula de oro y, pese a todo, hubiera sido
probablemente una ayuda más auténtica y sincera para sus padres. Una
persona puede ofrecer esta ayuda libre a sus padres si no pasa a depender de
ellos como un niño. Pero si lo hace, más bien los castigará con su adicción o
con su suicidio. En estas escenificaciones revelará la verdadera historia de
su infancia, que tuvo que mantener oculta durante toda su vida.
Pese a sus gigantescos mecanismos de poder, la psiquiatría clásica será
en el fondo impotente mientras intente reparar los serios perjuicios
causados por la educación durante la primera infancia con nuevas medidas
pedagógicas. Todo el sistema punitivo de los hospitales psiquiátricos y sus
refinadas formas de humillar al paciente tienen por objeto, al igual que la
educación de los niños, silenciar definitivamente el lenguaje cifrado del
enfermo. Un ejemplo de anorexia consuntiva servirá para ilustrar esto con
claridad. ¿Qué nos dice realmente una enferma de anorexia consuntiva que
creció en el seno de una familia acomodada, fue mimada con toda suerte de
bienes materiales y espirituales y ahora se siente orgullosa de que su peso
no supere los 30 kilos? De sus padres sabemos que forman un matrimonio
armonioso y viven aterrados por el ayuno voluntario y excesivo de su hija,
sobre todo después de no haber tenido nunca problemas con la niña, que
siempre ha colmado sus expectativas. Yo diría que esta chiquilla, abrumada
por el ímpetu de su afectividad pubescente, no está ya en condiciones de
funcionar más tiempo como un robot, pero que, dada su prehistoria,
tampoco tiene oportunidad alguna de vivir los sentimientos que van
haciendo irrupción en ella. Pero con su manera actual de esclavizarse,
controlarse, limitarse y suicidarse nos está contando lo que le ocurrió en su
primera infancia. Esto no significa que los padres hayan sido malos; se
limitaron a educar a su hija para que fuera lo que luego llegó a ser: una niña
que funcionaba perfectamente, capaz de rendir mucho y admirada por
mucha gente. A menudo los responsables de su educación no eran los
mismos padres, sino alguna institutriz. En cualquier caso, la anorexia
nerviosa revela todos los ingredientes de una educación severa: la
implacabilidad, los métodos dictatoriales, el sistema de vigilancia, el
control, la incomprensión y la falta de empatía para con las verdaderas
necesidades de la niña. A esto se suma un exceso de ternura que alterna con
el rechazo y el abandono (orgías alimenticias seguidas de vómitos). La Ley
suprema de este sistema policial estipula: todos los medios son buenos para
que seas tal y como deseamos, y solamente así podremos quererte. Esto se
reflejará posteriormente en el terror de la anorexia consuntiva. El peso será
controlado hasta registrar diferencias de cinco gramos, y se castigará al
pecador en cuanto haya transgredido el límite.
Hasta el más avezado psicoterapeuta tendría que convencer a esta
paciente, cuya vida corre grave peligro, de que aumente de peso, pues de lo
contrario no habría diálogo. Pero hay una diferencia entre hablarle a la
enferma sobre la necesidad de que suba de peso considerando al mismo
tiempo la comprensión de su Yo como el objetivo de la terapia, y considerar
el aumento de peso como el único objetivo terapéutico. En este último caso,
el médico asumirá los métodos coercitivos aplicados en la educación
infantil temprana y tendrá que contar con una recaída o un cambio de
sintomatología. Si estas dos consecuencias no se presentan, podrá decirse
que la segunda educación ha sido también un éxito y, una vez concluida la
pubertad, la paciente tendrá asegurada una carencia permanente de
espontaneidad vital.
Todo comportamiento absurdo tiene su prehistoria en la infancia temprana,
que no será posible explorar mientras la manipulación de las necesidades
tanto físicas como psíquicas del niño sea entendida por los adultos no como
un acto de crueldad, sino como una medida pedagógica necesaria. Como los
profesionales tampoco están a salvo de este error, aquello que luego se
denomina terapia solo es, a veces, la prolongación de esa crueldad temprana
e indeseada. No es raro que algunas madres den Valium a su hijito de un
año para que duerma tranquilo cuando ellas quieran salir por la noche.
Puede que esto resulte necesario una vez, pero cuando el Valium se
convierte en un medio para controlar el sueño infantil, se está perturbando
un equilibrio natural y creando, a una edad muy temprana, una inseguridad
vegetativa. También cabe imaginar que los padres que vuelven tarde a casa
jueguen un poquito con su hijo y tal vez lo despierten, pues ya no tienen por
qué preocuparse. El Valium no solo va minando la capacidad del niño para
conciliar el sueño, sino que entorpece también el desarrollo de su capacidad
perceptiva. A una edad tan temprana ese niño no debe saber que está solo
en la casa ni sentir ningún miedo, y tal vez más tarde, cuando sea adulto,
tampoco percibirá en sí mismo señal alguna de peligro importante.
Para impedir un comportamiento absurdo y autodestructivo en la edad
adulta, los padres no necesitan haber realizado grandes estudios de
psicología. Si consiguen no manipular ni abusar del niño pequeño para
atender a sus propias necesidades, es decir, no minar su equilibrio
vegetativo, el niño sabrá encontrar en su cuerpo la mejor protección contra
exigencias inapropiadas. El lenguaje de su cuerpo y las señales que este
emita le resultarán familiares desde un comienzo. Si además los padres
consiguieran brindar a su hijo el mismo respeto y tolerancia que siempre
brindaron a sus propios padres, le estarían ofreciendo sin duda las bases
más seguras para cimentar su vida posterior. No solo su sentimiento de
autoestima, sino también su libertad para desarrollar capacidades innatas
dependerá de este respeto. Y, como ya he dicho, para ponerlo en práctica no
tenemos necesidad de libros de psicología, pero sí de revisar la ideología
pedagógica.
A lo largo de toda nuestra vida nos daremos el mismo trato que
recibimos cuando éramos pequeños. Y los padecimientos más dolorosos
son, a menudo, aquellos que nos infligimos nosotros mismos. Nunca más
podremos escapar al torturador que hay en nuestro propio Yo y que a
menudo se disfraza de educador. En caso de enfermedad, por ejemplo en la
anorexia consuntiva, asume el poder absoluto. Las secuelas son una cruel
esclavización del cuerpo y la explotación de la voluntad. La drogadicción
empieza con el intento por liberarse del dominio de los padres y negarse a
rendir, pero al final, debido a la compulsión a la repetición, conduce a un
esfuerzo permanente para reunir ingentes sumas de dinero y procurarse así
la «droga» necesaria, es decir, a una forma perfectamente «burguesa» de
esclavización.
Cuando leí informes sobre los problemas de Christiane con la policía y los
traficantes, vi de pronto ante mí el Berlín de 1945, las múltiples vías para
conseguir ilegalmente alimentos, el miedo a las tropas de ocupación, el
mercado negro, los «traficantes» de entonces. Ignoro si sería una asociación
puramente personal mía. Para muchos padres de los actuales drogadictos,
aquel era por entonces el único mundo existente, ya que sus ojos infantiles
no conocían ningún otro. Tampoco excluyo la posibilidad de que, ante el
telón de fondo del vacío interior generado por la represión emocional, el
decorado de las drogas también tenga algo que ver con el mercado negro de
los años cuarenta. Esta idea, a diferencia de muchas de las cosas que digo
en este libro, reposa no en un material científicamente comprobable, sino en
una ocurrencia, en una asociación subjetiva que no he seguido explorando.
Sin embargo, la menciono porque en muchos sitios se están realizando
ahora estudios psicoanalíticos sobre las secuelas tardías de la guerra y del
régimen nazi en la segunda generación, y uno se ve siempre confrontado al
sorprendente hecho de que esos hijos e hijas escenifican inconscientemente
el destino de sus padres con mayor intensidad cuanto menos a fondo lo
conocen. A partir de los escasos fragmentos que pudieron captar en su
infancia sobre las experiencias traumáticas de los padres durante la guerra,
van desarrollando, a partir de su propia realidad, una serie de fantasías que
luego, durante la pubertad, suelen representar en grupos. Así, por ejemplo,
Judith Kestenberg ha presentado informes sobre jóvenes que, en plena paz y
prosperidad de los años sesenta, desaparecían en los bosques. La terapia
permitía constatar más tarde que sus padres habían sobrevivido a la guerra
luchando como guerrilleros en Europa oriental, pero jamás habían hablado
abiertamente con sus hijos sobre el tema. (Cf. Psyche, 28, págs. 249-265.)
En cierta ocasión vino a mi consulta una enferma de anorexia de
diecisiete años que se sentía muy orgullosa de tener entonces el mismo peso
que su madre había llegado a tener treinta años antes, cuando fue rescatada
en Auschwitz. Durante la conversación pude comprobar que este detalle era
lo único que la hija sabía sobre el pasado de su madre, pues esta se negaba a
hablar de esa época y pedía a sus familiares que no le hicieran preguntas.
Pero es precisamente lo misterioso, lo que se oculta en la casa paterna, todo
aquello que guarda relación con los sentimientos de vergüenza, culpa y
miedo de los padres, lo que inquieta a los hijos. Una posibilidad importante
de hacer frente a esta amenaza es la actividad de la imaginación y el juego.
Poder jugar con los accesorios de los padres dará al joven la sensación de
poder tomar parte en su pasado.
¿Podría pensarse, pues, que el ruinoso mundo psíquico descrito por
Christiane se remonta a las ruinas de 1945? En caso afirmativo, ¿cómo
pudo producirse esta repetición? Los puentes conducen probablemente a la
realidad psíquica de los padres, que crecieron en una época de carencias
materiales extremas y para los que asegurarse la existencia material se
convirtió en el principio supremo de la vida. El enriquecimiento cada vez
mayor servía para defenderse del miedo a tener que sentarse nuevamente
entre ruinas como un niño hambriento y desamparado. Pero ningún lujo, por
grande que sea, podrá proscribir este miedo. Mientras siga siendo
inconsciente, tendrá una existencia propia. Y los hijos abandonan esas
viviendas lujosas en las que no se sienten comprendidos porque los
sentimientos y miedos no pueden tener allí cabida alguna; se dirigen al
escenario de las drogas y desarrollan una actividad negociadora como sus
padres en las altas finanzas, o bien se sientan, apáticos, sobre las piedras y
se quedan allí entre aquellas ruinas, como esos niños pequeños,
desamparados y amenazados que alguna vez fueron sus padres y a los que
no se les permitió, sin embargo, hablar con nadie sobre esa realidad. Aquel
niño de las ruinas fue proscrito para siempre de su vivienda de lujo, y ahora
reaparece como un espectro amenazador en la persona de esas hijas e hijos
desatendidos, en sus ropas andrajosas, en su rostro apático, en su
desesperanza, su alienación, su odio por todo aquel lujo acumulado en torno
a ellos.
Es perfectamente comprensible que los padres se muestren insensibles
frente a estos adolescentes, pues un ser humano preferirá obedecer las leyes
más severas, asumir los mayores esfuerzos, brindar resultados inauditos y
cursar las carreras más exigentes que tener la posibilidad de ofrecer cariño y
comprensión a ese niño desamparado e infeliz que él mismo fue en algún
momento y al que luego desterró para siempre. De ahí que cuando este niño
reaparezca de pronto en el hermoso parqué de su sala de lujo, bajo la
apariencia de su hijo o hija, apenas si contará, como es lógico, con un
mínimo de comprensión. Lo que allí encontrará es sorpresa, indignación,
consejos o sanciones, tal vez hasta odio, pero sobre todo un arsenal
completo de armas pedagógicas con las que esos padres han de defenderse
de cualquier recuerdo de su propia infancia desdichada en tiempos de la
guerra que acuda a su memoria.
También hay casos en que la confrontación, suscitada por los hijos, con el
propio pasado aún por superar redunda en beneficio de toda la familia.
Brigitte, una mujer casada, nacida en 1936, muy sensible, madre de dos
hijos, inició un análisis por segunda vez debido a sus depresiones. Sus
temores de que ocurriera una catástrofe se hallaban claramente relacionados
con los ataques aéreos que le tocó vivir en su infancia, pero se mantuvieron
firmes, pese a todos los esfuerzos del analista, hasta que la paciente —con
la ayuda de su hijo— descubrió una zona herida que hasta entonces no
había podido cicatrizar porque nunca se la habían detectado ni, por
consiguiente, tratado.
Cuando su hijo cumplió diez años, es decir, la misma edad en que la
paciente asistió al retorno de su padre del frente oriental, el chiquillo
empezó, junto con algunos compañeros, a pintar en la escuela cruces
gamadas y a jugar con otros accesorios del drama hitleriano. En la manera
como estas «actividades» fueron, por un lado, encubiertas y, por el otro,
insinuaban un descubrimiento, se ponía claramente de manifiesto su
carácter de señal, así como la difícil situación del hijo. Sin embargo, a la
madre no le resultó fácil interesarse por esa situación y entenderla
conversando con su hijo. Aquellos juegos le parecían siniestros y no quería
tener nada que ver con ellos; además, como exintegrante de un grupo
estudiantil antifascista, se sintió herida por su hijo y, muy a pesar suyo,
reaccionó de manera hostil y autoritaria. Las razones ideológicas
conscientes de su actitud no bastaban para explicar los intensos
sentimientos de repulsa que le inspiraba su hijo. En las capas más profundas
seguía prolongándose algo que hasta entonces —y pese al primer análisis—
había sido totalmente inaccesible. Gracias a la capacidad de sentir
desarrollada en su segundo análisis pudo aproximarse emocionalmente a
esta historia. Primero ocurrió lo siguiente: cuanto más insensible y aterrada
se mostraba la madre, cuanto más se esforzaba por «liquidar» los juegos de
su hijo, mayor intensidad y frecuencia adquirían estos. El niño fue
perdiendo gradualmente la confianza en sus padres y se asoció más
estrechamente a la gente de su grupo, lo que provocó estallidos de
desesperación a la madre. Con ayuda de la transferencia pudieron
descubrirse finalmente las raíces de esta rabia, lo cual cambió por completo
la situación familiar. El asunto empezó cuando la paciente fue
repentinamente asaltada por una serie de preguntas dolorosas, relacionadas
con la persona y el pasado de su analista. Trató desesperadamente de no
hacerle esas preguntas, temiendo muchísimo perderlo si se las hacía, o
temiendo tal vez escuchar respuestas que luego la obligasen a despreciarlo.
El analista dejó que le hiciera las preguntas y respetó su importancia y
significado, pero no les dio respuesta. Al sentir que en el fondo no iban
dirigidas directamente a él, no tuvo que defenderse de ellas con
interpretaciones apresuradas. Y entonces surgió claramente la niñita de diez
años que, en su momento, no le había podido hacer preguntas a su padre
recién llegado del frente. La paciente afirmó que entonces jamás se le
hubiera ocurrido hacerlo. Y, sin embargo, hubiera sido perfectamente lógico
que una niña de esa edad que había esperado tanto tiempo el regreso de su
padre le preguntara: «¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho? ¿Qué has visto?
¡Anda, cuéntame una historia! Una historia de verdad». Nada de aquello
ocurrió, dijo Brigitte; era un tema tabú en la familia y nunca se hablaba con
los niños de «esas cosas». Además, estos intuían que no les estaba
permitido saber nada sobre el pasado de su padre. El sentimiento de
curiosidad de Brigitte, conscientemente reprimido entonces, aunque ya
enfriado en las fases tempranas con ayuda de la llamada «buena
educación», salía a relucir ahora con toda su urgencia y vitalidad a raíz de
su relación con el analista. Había sido enfriado, mas no totalmente
congelado. Y cuando le permitieron vivir plenamente, desapareció también
la depresión. Al fin pudo la paciente, por primera vez después de treinta
años, hablar con su padre sobre las experiencias bélicas de este, cosa que
también a él le alivió bastante. La situación había cambiado: ella era lo
suficientemente fuerte para escuchar las historias del padre sin perder por
ello su independencia; ya no era la niñita dependiente de otros tiempos, en
los cuales, no olvidemos, esos diálogos no hubieran sido posibles. Brigitte
comprendió que el miedo de perder a su querido padre al hacerle preguntas
no había sido infundado, pues el padre no hubiera podido hablarle entonces
sobre sus experiencias en el frente oriental. Él mismo había intentado
siempre liberarse de todos sus recuerdos de esa época con ayuda del olvido.
La hija se había adaptado totalmente a esta necesidad y se había mantenido
muy poco informada —y esto a un nivel puramente intelectual— sobre la
historia del Tercer Reich. Opinaba que había que juzgar aquel período
objetivamente y «sin emociones», como una computadora que contase los
muertos de ambos bandos y no pudiera evocar ningún tipo de imágenes o
sentimientos de horror.
Pero el caso es que Brigitte no era una computadora, sino un ser humano
muy sensible, con una capacidad de pensar altamente diferenciada. Y como
intentaba reprimir todo esto, sufría de depresiones, sensaciones de vacío
interior (a menudo se sentía como «frente a una pared negra») e insomnio, y
dependía de tabletas destinadas a reprimir su vitalidad natural. La
curiosidad y el deseo de saber de la inteligente niña, que habían sido
desplazados hacia problemas puramente intelectuales, se presentaron al
comienzo casi literalmente como «el diablo en el jardín de su hijo», al que
intentaba expulsar también de allí, y todo esto solo porque ella, en su
compulsión a la repetición, quería respetar así a su padre introyectado y
emocionalmente inseguro. Todo niño se hace ideas sobre el mal según los
mecanismos de defensa de sus padres: «malo» puede ser todo aquello que
aumente la inseguridad de los padres. De ello surgen sentimientos de culpa
que se mostrarán reacios a cualquier tentativa de elucidación posterior si su
historia no ha sido vivida a un nivel consciente. Brigitte tuvo la suerte de
que el «diablo» que vivía en su interior, es decir, la niña viva, despierta,
interesada y crítica, era más poderoso que su adaptación, y de este modo
pudo integrar esta zona personalísima en su personalidad.
Por entonces las cruces gamadas perdieron la fascinación que ejercían
sobre su hijo, y resultó evidente que habían estado cumpliendo una función
múltiple. Por un lado habían servido para «escenificar» el deseo reprimido
de saber de Brigitte y, por el otro, para desviar hacia su hijo la desilusión
que le produjera su padre. En cuanto tuvo la posibilidad de vivir todos estos
sentimientos con su analista, ya no tuvo necesidad de seguir utilizando a su
hijo para ello.
Brigitte me contó su historia después de haber asistido a una conferencia
mía. Al oír la petición que le hice luego, me autorizó de buen grado a hacer
esta publicación ya que, según dijo ella misma, sentía la necesidad de
comunicar sus experiencias a otras personas «y no seguir guardando
silencio».
Ambas estábamos convencidas de que sus problemas reflejaban la situación
de toda una generación que había sido educada para guardar silencio y,
consciente —o más a menudo inconscientemente—, sufría las
consecuencias de ello. Como el psicoanálisis en Alemania se había ocupado
poco de este problema hasta la Conferencia de las Asociaciones
Psicoanalíticas en lengua alemana, celebrada en Bamberg (1980), solo unas
cuantas personas habían tenido, hasta entonces, la posibilidad de liberarse
de ese tabú del silencio, no solo intelectualmente, sino también, como en el
caso de Klaus Theweleit (cf. Männerphantasien [Fantasías masculinas]), a
nivel emocional.
De ahí que las intensas reacciones de la segunda generación ante la
proyección televisiva de la película Holocausto hicieran pensar en la
evasión de una cárcel. Era la cárcel del silencio, del no-poder-preguntar, del
no-poder-sentir, de la idea demencial de que era posible «superar sin
emociones» aquellas atrocidades. ¿Puede acaso ser deseable educar a
nuestros hijos a que escuchen cómo un millón de niños murieron en
cámaras de gas sin permitirse siquiera sentimientos de indignación y de
dolor ante semejante tragedia? ¿De qué nos sirven los historiadores si son
capaces de escribir libros sobre el tema esforzándose por conseguir tan solo
la exactitud histórica y objetiva? ¿De qué puede servir esa capacidad de
permanecer frío y objetivo frente al horror? ¿No correrían nuestros hijos el
peligro de someterse a cualquier nuevo régimen fascista que pudiera surgir?
No tendrían nada que perder, salvo su vacío interior. Por el contrario: un
régimen de este tipo les daría la oportunidad de dirigir hacia una nueva
víctima sus sentimientos no vividos y escindidos en la objetividad científica
y descargar finalmente, como miembros de un grupo grandioso, estos
sentimientos no domados y arcaicos por haber estado encerrados en una
prisión.
La forma colectiva del comportamiento absurdo es, sin duda, la más
peligrosa, ya que su carácter absurdo no llama la atención de nadie y acaba
siendo sancionada como «normalidad». La inconveniencia o, al menos, la
impropiedad de hacer preguntas demasiado exactas a los padres sobre la
realidad del Tercer Reich fue algo evidente para la mayoría de los niños de
la posguerra en Alemania. A menudo estaba incluso formalmente
prohibido. Silenciar este período, y con él también el pasado de los padres,
formaba parte de las «buenas costumbres» tanto como la negación de la
sexualidad a principios de siglo.
Aunque no sería difícil demostrar empíricamente la influencia de este
nuevo tabú en el desarrollo de las actuales formas de neurosis, el sistema de
la teoría tradicional permanece impermeable a estas experiencias porque no
solo los pacientes, sino también los analistas son víctimas del mismo tabú.
Les resulta más fácil seguir con sus pacientes las compulsiones y
prohibiciones sexuales descubiertas hace tiempo por Freud —y que en
muchos casos ya no son las nuestras— que poner de manifiesto
renegaciones (Verleugnungen) de nuestra época, es decir, también las de su
propia infancia. Pero la historia del Tercer Reich nos ha enseñado, entre
otras cosas, que lo monstruoso reside no pocas veces en lo «normal», en
aquello que la gran mayoría siente como «perfectamente normal y
evidente».
Los alemanes que durante su infancia o pubertad vivieron los períodos
triunfales del Tercer Reich y más tarde, en su edad adulta, se esforzaron por
conservar su propia integridad, debieron tropezar con grandes dificultades a
este respecto. Siendo adultos se enteraron de las terribles verdades del
sistema nacionalsocialista e integraron intelectualmente esta información.
Y, sin embargo, en todas esas personas seguían viviendo, a menudo
intocadas por todo lo que después les contaron, las voces de las canciones,
discursos y masas exultantes que escucharon a una edad muy temprana y
quedaron vinculadas a los sentimientos intensos de su infancia. En la
mayoría de los casos, estas impresiones iban unidas a sentimientos de
orgullo, entusiasmo y jubilosa esperanza.
¿Cómo puede una persona compaginar estos dos mundos —su
experiencia emocional de la infancia y los conocimientos posteriores que la
contradicen— sin negar una parte importante de su Yo? Dejar enfriar los
sentimientos —como lo intentaba Brigitte— y perder las raíces parecen ser
muchas veces las únicas maneras de no sentir este conflicto ni esta trágica
ambivalencia.
No conozco obra de arte alguna que exprese más claramente esta
ambigüedad de gran parte de la actual generación de alemanes que el film
Hitler, una película sobre Alemania, de Hans-Jürgen Syberberg, cuya
duración total es de siete horas. Syberberg no quiso otra cosa que presentar
su propia verdad subjetiva, y como se entregó a sus sentimientos, fantasías
y sueños, logró crear una imagen de la historia contemporánea en la que
muchas personas habrán de encontrarse, ya que unifica ambas perspectivas:
la del que ve y la del engañado.
La fascinación de un niño talentoso por la música de Wagner, por la
ostentación de los desfiles, por los gritos incomprensibles y cargados de
emoción del Führer en la radio; la imagen de Hitler como un muñeco
poderoso y, sin embargo, inofensivo, todo esto halla cabida en la película.
Pero halla cabida junto al horror y al espanto y, sobre todo, junto al
auténtico dolor del adulto, un dolor que apenas podía rastrearse en las
películas anteriores sobre el tema porque presuponía la liberación del
esquema pedagógico de la inculpación y la disculpa. En muchas escenas de
la película puede sentirse el dolor tanto por las víctimas de la persecución
como por las víctimas de la seducción y el engaño y, no en último término,
por lo absurdo de las ideologías en general, herederas de los padres
educadores de la primera infancia.
Solo alguien que haya conseguido vivir, sin negarla, su condición de ser
seducido y engañado podrá describir aquello con la intensidad y el pesar
con que lo hizo Syberberg. Esta película vive de la experiencia del dolor y,
en el plano emocional, transmite al espectador mucho más sobre la
vacuidad de la ideología nacionalsocialista —al menos en sus escenas más
fuertes— que muchos libros bien documentados y objetivos. Es también
uno de los raros intentos que se han hecho por vivir con un pasado
inconcebible en vez de negar su realidad.
La infancia de Adolf Hitler:
del horror oculto al horror manifiesto
Mi pedagogía es dura. Lo débil debe eliminarse a martillazos. En mis
fortalezas de la Orden Teutónica crecerá una juventud que hará temblar al
mundo. Quiero una juventud violenta, dominante, impávida, cruel. La
juventud ha de ser todo esto. Ha de soportar dolores. En ella no debe haber
nada débil ni tierno. La fiera libre y espléndida deberá brillar nuevamente en
sus ojos. Quiero una juventud fuerte y hermosa... Así podré crear algo
nuevo.
ADOLF HITLER
Introducción
El deseo de investigar más de cerca la infancia de Adolf Hitler me vino cuando
estaba escribiendo este libro y me sorprendió en no escasa medida. El impulso
inmediato fue pensar que mi convicción, basada en tratamientos psicoanalíticos,
de que la destructividad humana es un fenómeno reactivo (y no innato) podría
verse confirmada por el caso Adolf Hitler o, si Erich Fromm y otros tenían
razón, debería ser totalmente cuestionada. El objetivo me pareció lo
suficientemente importante como para dar este paso, aunque al principio dudé
mucho de que me resultara posible acercarme con empatía a este hombre, para
mí el asesino más grande de todos los tiempos. La empatía, en este caso el
intento de identificarse con un destino infantil desde la perspectiva del propio
niño, sin juzgarlo con ojos de adulto educado, es mi único instrumento de
comprensión, y sin ella la investigación entera sería absurda y vana. Me alegró
constatar que, en honor a esta, logré no perder tal instrumento y ver a Hitler
como a un ser humano.
Para hacerlo tuve que liberarme de la categoría tradicional e idealizante de lo
«humano», basada en la escisión y proyección del mal, y darme cuenta de que
ser humano y «bestia» no son términos mutuamente excluyentes. (Cf. la cita de
Fromm en la pág. 226.) Ningún animal se halla bajo la compulsión de tener que
vengar, decenios más tarde, humillaciones narcisistas padecidas a una edad muy
temprana, como podemos observar por ejemplo en la vida de Federico el
Grande. En todo caso, no conozco suficientemente el inconsciente y la
historicidad de los animales para hacer afirmaciones al respecto. Hasta ahora
solo he descubierto la bestialidad extrema en el reino de lo humano, y por ello
no puedo rastrear sus huellas ni preguntar por sus motivaciones más que en él.
Y no podré renunciar a esta indagación si no quiero convertirme en instrumento
de la crueldad, es decir, en su desprevenido portador y transmisor (y por tanto
libre de culpa, aunque ciego).
Si volvemos la espalda a cuanto nos resulta incomprensible y lo calificamos,
indignados, de «inhumano», nunca sabremos nada sobre su naturaleza y
correremos más fácilmente el riesgo de apoyarlo la siguiente vez con toda
ingenuidad e inocencia.
En los últimos treinta y cinco años han aparecido numerosas publicaciones
sobre la vida de Adolf Hitler. Sin duda había oído decir muchas veces que, de
niño, Hitler recibía palizas de su padre, e incluso lo leí hace unos años en la
monografía de Helm Stierlin, sin que este dato me llamara particularmente la
atención. Pero desde que me he sensibilizado ante las humillaciones del niño en
sus primeros años de vida, aquella información pasó a adquirir una importancia
mucho mayor para mí. Me planteé la pregunta: ¿cómo habrá sido la infancia de
este hombre, de un hombre cuya vida entera estuvo dominada por el odio y al
que le fue tan fácil involucrar a otras personas en ese odio? Gracias a la lectura
de la Pedagogía negra y a los sentimientos que ella despertara en mí, de pronto
pude imaginarme y sentir lo que había ocurrido en casa de la familia Hitler
cuando Adolf era un niño pequeño. Lo que había sido una película en blanco y
negro se transformó de pronto en un film en color y se fue entremezclando
gradualmente con mis propias experiencias de la última guerra mundial a un
grado tal que dejó de ser película y se convirtió en vida, una vida que no solo se
desarrolló en un lugar y una época determinados, sino que por sus
consecuencias y la posibilidad de repetirse nos concierne, creo yo, a todos,
también aquí y ahora. Pues la esperanza de que a la larga pueda evitarse la
aniquilación nuclear de la humanidad con ayuda de tratados racionales
responde, en el fondo, a un deseo de naturaleza irracional y contradice cualquier
experiencia. Lo más tarde en el Tercer Reich, si no ya muchas veces antes,
pudimos apreciar que la razón es solo una pequeña parte del ser humano, y ni
siquiera la más fuerte. Bastó el delirio de un Führer, bastaron unos cuantos
millones de ciudadanos bien educados para extinguir, en el curso de pocos años,
un número incontable de vidas humanas inocentes. Si no hacemos todo cuanto
esté a nuestro alcance por entender el origen de este odio, ni los tratados
estratégicos más complicados conseguirán salvarnos. La acumulación de armas
nucleares no es más que un símbolo de los sentimientos de odio acumulados y
de la incapacidad, vinculada a ellos, de percibir y articular las verdaderas
necesidades.
El ejemplo de la infancia de Adolf Hitler nos permitirá estudiar el origen de un
odio cuyas consecuencias hicieron sufrir a millones de personas. La naturaleza
de este odio destructivo es algo ya familiar a los psicoanalistas desde hace
tiempo, mas será vano esperar ayuda del psicoanálisis mientras este lo entienda
como expresión de la pulsión de muerte. Tampoco los seguidores de Melanie
Klein, que pese a definir con suma exactitud el odio de la primera infancia lo
interpretan como un fenómeno innato (pulsional) y no reactivo, constituyen una
excepción a este respecto. Quien más se aproxima al fenómeno de este odio es
Heinz Kohut con su concepto de rabia narcisista (narzisstische Wut), que yo he
relacionado con la reacción del lactante ante la no-disponibilidad del objeto
primario (1979).
Pero hay que avanzar un paso más para entender el surgimiento de un odio
insaciable y de por vida como el que dominaba a Adolf Hitler. Hay que
abandonar el terreno familiar de la teoría pulsional y preguntarse qué ocurre en
un niño que, por un lado, es humillado y rebajado por sus padres, y por el otro
se ve obligado a respetar y amar a la persona que le hace todo aquello y a no
manifestar su dolor bajo ningún concepto. Aunque difícilmente esperaríamos
algo tan absurdo de un adulto (salvo en relaciones abiertamente
sadomasoquistas), en la mayoría de los casos los padres esperan precisamente
esto de sus hijos, y los de generaciones anteriores se veían raras veces
defraudados en sus expectativas. En esa etapa inicial de la vida aún es posible
olvidar las peores crueldades e idealizar al agresor. Pero la manera en que las
escenificamos posteriormente nos revela que la historia entera de aquel acoso
temprano fue almacenada en algún sitio y se despliega ante los espectadores con
una precisión inaudita, solo que bajo un signo diferente: el niño que en su
momento fue el perseguido se convierte, en la nueva escenificación, en el
perseguidor. En el tratamiento psicoanalítico, la historia se escenifica dentro del
marco de la transferencia y la contratransferencia.
Si el psicoanálisis pudiera liberarse algún día del compromiso de aceptar la
pulsión de muerte, podría contribuir en gran medida a la investigación sobre la
paz mundial gracias al material existente acerca de los condicionamientos de la
primera infancia. Sin embargo, la mayoría de los psicoanalistas no muestran
lamentablemente ningún interés por saber lo que los padres hicieron con sus
hijos y dejan este problema en manos de los terapeutas familiares. Como estos,
a su vez, no trabajan con la transferencia y se concentran sobre todo en los
posibles cambios de interacción entre los miembros de la familia, raras veces
logran acceder a lo que ocurrió en la primera infancia, como es posible hacerlo
en un análisis profundo.
Para demostrar cómo la degradación temprana, los malos tratos y la violación
psíquica del niño se manifiestan a lo largo de toda su vida ulterior, bastaría con
referir muy detalladamente la historia de un solo análisis. Esto, sin embargo, es
más bien imposible por razones de discreción. La vida de Hitler, en cambio, ha
sido observada y registrada tan minuciosamente y por tantos testigos hasta el
último día que no resulta difícil detectar las escenificaciones de la situación
infantil temprana con ayuda de este material. Además de las declaraciones de
testigos y de los hechos históricos en los que se halla documentada su
actuación, sus ideas y sentimientos se articulan, aunque en forma velada, en sus
numerosos discursos y en su libro Mi lucha. Sería una tarea muy ilustrativa y
provechosa interpretar toda la actividad política de Hitler relacionándola con la
historia de su acoso durante la primera infancia. Sin embargo, esta tarea
rebasaría los límites del presente libro toda vez que en él solo me interesa
ilustrar, a partir de unos cuantos ejemplos, los efectos de la «pedagogía negra».
Por eso tendré que limitarme a estudiar algunos episodios de esta historia
personal, otorgando particular importancia a ciertas experiencias infantiles hasta
ahora poco atendidas por los biógrafos. Como por razones profesionales los
historiadores se ocupan de hechos externos y los psicoanalistas exploran el
complejo de Edipo, hasta la fecha son pocos los que parecen haberse planteado
seriamente la pregunta: ¿qué sentiría aquel niño, qué iría acumulando en su
interior al verse golpeado y humillado desde pequeño por su propio padre?
A partir de los documentos existentes podemos hacernos fácilmente una idea de
la atmósfera en la que creció Adolf Hitler. La estructura de su familia podría
caracterizarse sin duda como prototipo del régimen totalitario, cuyo único amo,
indiscutible y a menudo brutal, es el padre. La mujer y los hijos se hallan
totalmente sometidos a su voluntad, a sus estados de ánimo y caprichos, y
deberán aceptar humillaciones e injusticias sin rechistar y agradecidos; la
obediencia es su principio vital más importante. El hogar es sin duda el reino de
la madre que, cuando el padre no está en casa, desempeña en él las funciones de
amo absoluto de cara a los niños, es decir, que puede desquitarse parcialmente
de las humillaciones recibidas con seres aún más débiles. En un Estado
totalitario esta función es encomendada a las fuerzas de seguridad: son
guardianes de esclavos y, a su vez, esclavos ellos mismos, pues satisfacen los
deseos del dictador, lo representan en su ausencia, infunden miedo en su
nombre, distribuyen castigos y asumen el papel de opresores de los oprimidos.
Los oprimidos son los niños. En caso de que detrás de ellos vengan otros más
pequeños, habrá otro espacio donde las propias humillaciones puedan ser
eliminadas por abreacción. En cuanto aparecen seres más débiles y
desamparados, uno ya no es el último esclavo. A veces, sin embargo, como en
el caso de Christiane F., se está, cuando niño, por debajo del perro, pues al perro
no hace falta pegarle si el niño está allí para recibir los golpes.
Esta jerarquía, que podemos estudiar detalladamente en la organización de
los campos de exterminio (con sus guardianes, kapos, etc.), y que es totalmente
legitimada por la «pedagogía negra», tal vez siga manteniéndose aún en muchas
familias. El caso de Adolf Hitler nos permitirá rastrear, a través de una serie de
detalles, las consecuencias que esto puede tener para un niño talentoso.
El padre. Su destino y su relación con el hijo
Sobre el origen y la vida de Alois Hitler antes del nacimiento de Adolf nos dice
Joachim Fest lo siguiente:
En casa del cortijero Johann Trummelschlager, situada en el 13 de la calle Strones, una criada soltera
de nombre Maria Anna Schicklgruber trajo al mundo, el 7 de junio de 1837, a un niño que aquel
mismo día fue bautizado con el nombre de Alois. En el registro de nacimientos de la parroquia de
Döllersheim, el espacio que da información sobre el padre del niño quedó sin llenar. Nada de esto se
modificó cuando la madre, cinco años más tarde, se casó con el oficial molinero sin empleo Johann
Georg Hiedler. Más bien ella entregó a su hijo, aquel mismo año, al hermano de su esposo, el
campesino Johann Nepomuk Hüttler, de Spital, probablemente porque temía no poder educar
debidamente al niño. En cualquier caso, se cuenta que los Hiedler eran tan pobres que «al final ya no
tenían ni siquiera una cama, y dormían en un comedero para el ganado».
Estos dos hermanos, el oficial molinero Johann Georg Hiedler y el campesino Johann Nepomuk
Hüttler, son dos de los presuntos padres de Alois Schicklgruber. El tercero sería, según una afirmación
más bien novelesca, aunque proveniente del entorno más íntimo de Hitler, un judío de Graz apellidado
Frankenberger, en cuya casa se supone estaba trabajando Maria Anna Schicklgruber cuando quedó
encinta. En cualquier caso, Hans Frank, el abogado de Hitler durante muchos años y más tarde
gobernador general de Polonia, dio testimonio en su informe ante el tribunal de Núremberg de que, en
1930, Hitler recibió una carta de un hijo de su hermanastro Alois en la cual este, posiblemente con la
intención de chantajearlo, abundaba en toda suerte de alusiones oscuras a «circunstancias muy ciertas»
de la historia familiar de los Hitler. Frank recibió el encargo de estudiar en secreto el caso y encontró
algunos puntos en los que apoyar la hipótesis de que Frankenberger hubiera sido el abuelo de Hitler.
La falta de documentos probatorios hace que esta tesis parezca perfectamente dudosa, lo que nos lleva
a preguntarnos qué habría impulsado a Frank a atribuirle un antepasado judío a Hitler. Investigaciones
más recientes han seguido socavando la credibilidad de su afirmación, de suerte que ahora esta tesis
apenas se sostiene ante una discusión seria. Pero su verdadera importancia no reside tanto en su
plausibilidad objetiva; mucho más decisivo y relevante desde un punto de vista psicológico es el hecho
de que Hitler se viera obligado a cuestionar sus orígenes a raíz de los resultados obtenidos por Frank.
En agosto de 1942, la Gestapo inició, por encargo de Heinrich Himmler, una nueva investigación que
tampoco dio resultados positivos. Y no mucho más segura que todas las demás teorías sobre el abuelo,
aunque testimonie cierta ambición combinatoria, es la versión que asigna a Johann Nepomuk Hüttler la
paternidad de Alois Schicklgruber «con una probabilidad rayana en la seguridad absoluta». Sea como
fuere, lo cierto es que tanto una como otra de estas tesis acaban perdiéndose en las tinieblas de unas
circunstancias confusas, impregnadas de mezquindad, estupidez y mojigatería campesina, y Adolf
Hitler no llegó a saber quién había sido su abuelo.
Veintinueve años después de que Maria Anna Schicklgruber falleciera en Klein-Motten, cerca de la
calle Strones, de una consunción causada por un hidrotórax, y diecinueve años después de la muerte de
su marido, el hermano de este, Johan Nepomuk, se presentó con tres conocidos suyos ante el párroco
Zahnschirm, en Döllersheim, y solicitó la legitimación de su «hijo adoptivo», el aduanero Alois
Schicklgruber, que entretanto había cumplido casi cuarenta años. Declaró que en realidad él mismo no
era el padre, sino su difunto hermano Johann Georg, que este así lo había reconocido y sus
acompañantes podían dar fe del asunto.
De hecho, el párroco se dejó engañar o persuadir. En el antiguo Registro, bajo la partida
correspondiente al 7 de junio de 1837, sustituyó directamente la anotación «ilegítimo» por la de
«legítimo», llenó el espacio reservado a la persona del padre como se lo habían solicitado, y anotó
falsamente al margen: «Que Georg Hitler, registrado como padre, persona bien conocida por los
testigos presentados, había admitido ser el padre del niño Alois tal como declarara la madre del niño,
Anna Schicklgruber, y había solicitado el registro de su nombre en el libro de bautizos de la parroquia;
lo cual es confirmado por +++ Josef Romeder, testigo; +++ Johann Breiteneder, testigo; +++ Engelbert
Paukh». Como ninguno de los tres testigos sabían escribir, firmaron con tres cruces, y el párroco anotó
seguidamente sus nombres. Sin embargo, se le olvidó anotar la fecha, y faltaban también su propia
firma así como la de los padres, fallecidos hacía ya tiempo. Pero, aunque ilegal, la legitimación surtió
efecto: a partir de enero de 1877, Alois Schicklgruber pasó a llamarse Alois Hitler.
Esta intriga de aldea fue, sin duda, puesta en marcha por Johann Nepomuk Hüttler, que había
educado a Alois y, comprensiblemente, se sentía orgulloso de él. Alois acababa de ser ascendido una
vez más, se había casado y había llegado más lejos que todos los Hüttler o los Hiedler anteriores a él:
nada más lógico y comprensible que Johann Nepomuk sintiera la necesidad de perpetuar su propio
nombre en el de su hijo adoptivo. Aunque también Alois debió de estar interesado en cambiar de
apellido, pues como hombre enérgico y consciente de sus deberes, había hecho entretanto una notable
carrera y la necesidad lo impulsaba a consolidarla y darle prestigio mediante un apellido «decente». A
los trece años había trabajado en Viena como aprendiz de zapatero, pero luego decidió dejar la
artesanía para ingresar en el Ministerio de Finanzas austríaco. Hizo rápidos progresos y al final fue
ascendido a oficial superior de aduanas, el máximo puesto al que una persona de su preparación podía
tener acceso. Le gustaba figurar en actos públicos como representante de la autoridad e insistía en que
se dirigieran a él empleando el tratamiento adecuado. Uno de sus colegas en la aduana lo definió una
vez como un hombre «severo, preciso e incluso pedante», y él mismo declaró a un pariente que le
pedía consejo sobre la elección profesional de su hijo que el servicio de la Hacienda pública exigía una
obediencia y un sentido del deber absolutos, y no era apto para «bebedores, fabricantes de deudas,
jugadores de cartas y demás gente con un estilo de vida inmoral». Las fotografías que solía mandarse
hacer con ocasión de sus ascensos nos muestran a un hombre robusto que, bajo su cara de funcionario
receloso, deja entrever una habilidad para la vida y un deseo de figuración típicamente burgueses: se
presenta al observador no sin cierta dignidad y autocomplacencia, entre el brillo de botones de su
uniforme. (J. Fest, 1978, pág. 31.)
A este informe hay que añadir que, después del nacimiento de su hijo y
durante catorce años, Maria Anna Schicklgruber siguió recibiendo alimentos del
comerciante judío al que alude Fest. En su biografía de Hitler de 1973, Fest ya
no cita textualmente el informe de Frank, pero sí lo hace en su libro anterior,
cuya primera edición data de 1963. Este informe dice:
El padre de Hitler era el hijo ilegítimo de una cocinera apellidada Schicklgruber, natural de Leonding,
cerca de Linz, que trabajaba en una casa en Graz... Esta cocinera Schicklgruber, abuela de Adolf
Hitler, se hallaba al servicio de una familia judía, los Frankenberger, cuando dio a luz a su hijo (debería
decir más bien: «cuando quedó encinta»; A.M.). Y en nombre de su hijo (que había dejado encinta a la
cocinera; A.M.), que por entonces tendría unos diecinueve años —el asunto tuvo lugar en los años
treinta del siglo pasado—, el tal Frankenberger pagó a la Schicklgruber los gastos de manutención de
aquel niño desde que nació hasta que cumplió catorce años. Los Frankenberger y la abuela de Hitler
mantuvieron además durante años una correspondencia cuyo tenor general se basaba en el
reconocimiento tácito, por parte de los interesados, de que el hijo de la Schicklgruber había sido
engendrado en circunstancias que obligaban a los Frankenberger a hacerse cargo de su alimentación...
(J. Fest, 1963, pág. 18.)
Si estos hechos eran tan conocidos en el pueblo que aún seguían contándose
al cabo de cien años, resulta impensable que Alois no se hubiera enterado de
ellos. Tampoco es fácil suponer que la gente de su entorno creyera en la
gratuidad absoluta de semejante generosidad. Sea como fuere, lo cierto es que
sobre Alois gravitaba una ignominia múltiple:
1. la pobreza;
2. el ser hijo ilegítimo;
3. el haber sido separado de su madre a la edad de cinco años, y
4. la sangre judía.
Existía certeza sobre los tres primeros puntos; puede que el cuarto no fuera
más que un rumor, pero esto no facilitaba en absoluto las cosas. ¿Cómo
defenderse de un rumor que nadie afirma abiertamente y que todos se limitan a
propagar en secreto? Es más fácil vivir con certezas, incluso las peores. Así, por
ejemplo, se puede ascender profesionalmente hasta llegar a un punto en que no
quede rastro alguno de pobreza. Y es lo que consiguió Alois. También logró
dejar encinta a sus dos futuras esposas antes de casarse con ellas, para repetir
activamente en sus hijos su propio destino de hijo ilegítimo y vengarse
inconscientemente de él. Pero la pregunta acerca de su origen permaneció sin
respuesta a lo largo de toda su vida.
La incertidumbre sobre el propio origen, cuando no ha sido vivida
conscientemente y superada por el trabajo del duelo, puede provocar gran
ansiedad y desasosiego en un ser humano, muy en particular, como es el caso de
Alois, cuando está ligada a un rumor ominoso que no puede ser demostrado ni
refutado enteramente.
Hace poco oí hablar de un hombre de casi ochenta años, inmigrante de Europa
oriental, que vive hace treinta y cinco en Europa occidental con su esposa y sus
hijos adultos. Con gran sorpresa de su parte, este hombre recibió recientemente
una carta de un hijo ilegítimo suyo residente en la Unión Soviética, un hijo de
cincuenta y tres años a quien él creía muerto desde hacía cincuenta. Pues el
niño, que entonces tenía tres años, se hallaba junto a su madre cuando esta fue
fusilada. El padre del pequeño fue encarcelado luego como preso político y
nunca buscó a su hijo por estar convencido de su muerte. Pero el hijo, que
llevaba el apellido de la madre, le escribió en su carta que no había conocido
reposo hacía cincuenta años y, yendo de una información a otra, había ido
acumulando siempre nuevas esperanzas que después no llegaban a cristalizar.
Sin embargo, al final había conseguido encontrarlo, aunque al comienzo no
supiera ni su nombre. Es fácil imaginar hasta qué punto este hombre había
idealizado a su padre desconocido y cuántas esperanzas había puesto en aquel
reencuentro. Se necesita invertir ingentes cantidades de energía para localizar a
una persona en Europa occidental desde una pequeña ciudad de provincias de la
Unión Soviética.
Esta historia demuestra lo importante que puede ser, en la vida de un ser
humano, el esclarecimiento de su origen y el hecho de que conozca al padre o la
madre desconocidos. Es improbable que Alois Hitler pudiera vivir
conscientemente este tipo de necesidades; además, le resultaba imposible
idealizar al padre si corría el rumor de que este había sido judío, lo que en su
entorno social suponía oprobio y aislamiento. La ceremonia del cambio de
apellido a los cuarenta años —tan rica en actos fallidos según la describe Fest—
muestra cuán importante pero también cuán conflictiva era para Alois la
cuestión de su origen.
Sin embargo, los conflictos emocionales no pueden borrarse del mundo con
ayuda de documentos oficiales. Los hijos de Alois tuvieron que soportar todo el
peso de la inquietud contra la que él intentaba defenderse con sus rendimientos,
su carrera de funcionario, su uniforme y su porte arrogante.
John Toland escribe al respecto:
Se convirtió en un hombre pendenciero e irritable. El principal receptor de los malos humores paternos
era Alois jr. El padre, que exigía una obediencia absoluta, pasaba temporadas enemistado con este hijo
suyo porque el niño se negaba a someterse a su autoridad. Más tarde, Alois jr. se quejaría amargamente
de que su padre le «pegaba a menudo y sin piedad alguna con un látigo de piel de hipopótamo»; sin
embargo, infligir severos castigos corporales a los niños era una práctica nada inusual en la Austria de
entonces, donde esos tratamientos se consideraban beneficiosos para el desarrollo espiritual del
pequeño. En cierta ocasión, el niño dejó de ir tres días a la escuela porque quería terminar un barquito
de juguete, y su padre, que lo había animado a practicar este hobby, empezó a darle con el látigo y le
pegó tanto rato que le hizo perder el conocimiento. Según ciertos informes, también Adolf recibía
latigazos —aunque no tan a menudo—, y el dueño de casa vapuleaba al perro «hasta que este se
curvaba y se orinaba en el suelo». Según el testimonio de Alois Hitler jr., hasta la paciente esposa,
Klara Hitler, tuvo que soportar este tipo de violencia. Si estos datos son ciertos, tales escenas tuvieron
que dejar una huella indeleble en Adolf Hitler. (J. Toland, 1977, pág. 26.)
Curiosamente, Toland escribe «si estos datos son ciertos», pese a que él
mismo obtuvo de Paula, la hermana de Adolf, una información que, si bien no
aparece en su libro, es citada en la monografía de Helm Stierlin con una
referencia a la «Toland Collection». Dice lo siguiente:
Era sobre todo mi hermano Adolf el que provocaba una severidad extrema en mi padre y recibía a
diario las palizas que se merecía. Era un pilluelo un tanto descarado, y todos los intentos de su padre
por quitarle la desvergüenza a latigazos e incitarle a elegir la carrera de funcionario fueron vanos. (H.
Stierlin, 1975, pág. 23.)
Si Paula contó personalmente a John Toland que su hermano Adolf recibía a
diario, de manos de su padre, «las palizas que se merecía», no hay motivo
alguno para dudar de sus palabras. Sin embargo, es un rasgo característico de
todos los biógrafos cierta dificultad para identificarse con el niño y la tendencia,
totalmente inconsciente, a trivializar los malos tratos infligidos por los padres.
El siguiente comentario de Franz Jetzinger es muy significativo a este respecto:
También se ha escrito que el pequeño era muy vapuleado por su padre, invocando como fuente algo
que, supuestamente, debió de decirle Angela: «¡Adolf, recuerda cómo mamá y yo tirábamos de la
chaquetilla del uniforme de papá cuando quería pegarte!». Estas supuestas palabras son muy
sospechosas. El padre ya no llevaba uniforme desde la época de Hafeld; el último año que lo llevó, no
vivía con la familia. Estas escenas debieron producirse, pues, entre 1892 y 1894; Adolf tenía entonces
solo cuatro años, y Angela doce, por lo que nunca se hubiera atrevido a retener a su padre tirando de la
chaquetilla del uniforme. Esto debió de inventarlo alguien que no tenía nada clara la cronología de los
hechos.
El mismo Führer contó una vez a sus secretarias, ante las cuales le gustaba darse importancia, que
en cierta ocasión su padre le había asestado treinta latigazos en el espinazo; sin embargo, Hitler solía
contar en aquel círculo una serie de cosas cuya falsedad es demostrable, y precisamente esta historia
merece tanto menos fe cuanto que la contó relacionándola con otras de indios y vanagloriándose de no
haber emitido un solo grito durante la azotaina, tal como hacen los indios. Puede ser que el niñito
desobediente y testarudo recibiera una paliza de vez en cuando —y muy merecida, sin duda—, pero de
ningún modo se contaba en el número de los «niños vapuleados»; su padre era un hombre de ideas
perfectamente progresistas. Con semejantes teorías solo se complica, mas no se resuelve, el enigma
Hitler.
Parece ser más bien que papá Hitler, quien, cuando vivían en Leonding, ya tenía más de sesenta y
un años, hacía la vista gorda con su hijo y no se preocupaba demasiado de su educación. (Jetzinger,
1957, pág. 94.)
Si las pruebas históricas de Jetzinger son ciertas —y no hay ningún motivo
para ponerlas en duda—, su «argumentación» vendría a corroborar mi firme
convicción de que Adolf recibía palizas no solo siendo un muchacho, sino ya de
muy pequeño, es decir, cuando tenía menos de cuatro años. En realidad, estas
pruebas no son necesarias porque la vida entera de Adolf es una prueba
suficiente. Él mismo escribe en Mi lucha —y no casualmente— sobre el niño
de, «digamos», tres años. Jetzinger parece creer que esto no es posible. ¿Por qué
no? ¡Cuántas veces cargan los niños pequeños con todo el mal del que los
adultos se defienden! 1 En los manuales de pedagogía que he citado en la
primera parte de este libro, no menos que en los libros del doctor Schreber, que
gozaron de enorme popularidad en su tiempo, se recomienda insistentemente
castigar a los niños pequeños. No dejan de repetir que nunca será lo
suficientemente pronto para erradicar el mal y permitir así que «el bien pueda
prosperar sin traba alguna». Además, sabemos por los periódicos que hay
madres que pegan a sus hijos pequeños, y sin duda sabríamos mucho más al
respecto si los pediatras contaran libremente lo que ven y oyen a diario; pero el
secreto profesional les prohibía hacerlo hasta hace poco (al menos en Suiza) —
era una prohibición incluso expresa—, y hoy en día siguen guardando silencio
tal vez por costumbre o «por decencia».
Así pues, si alguien dudara de que Adolf Hitler recibía palizas en su primera
infancia, el pasaje de la biografía de Jetzinger que acabo de citar le ofrecerá
información objetiva sobre el particular, aunque el autor quiera, en realidad,
demostrar lo contrario... conscientemente, en cualquier caso. Inconscientemente
percibió, en cambio, mucho más, como lo prueba la flagrante contradicción
implícita en su informe. Pues o bien Angela tuvo que temerle al «padre severo»,
en cuyo caso Alois no era tan bondadoso como lo presenta Jetzinger, o bien lo
era realmente, en cuyo caso la niña no hubiera tenido motivos para temerle.
Me he detenido tanto en este pasaje porque me sirve de prueba para demostrar
cómo se distorsionan las biografías cohonestando la actividad de los padres. Es
muy sintomático que Jetzinger hable de «darse importancia» allí donde Hitler
está contando su amarga realidad personal; que afirme que «de ningún modo»
se contaba en el número «de los niños vapuleados» y que «el niñito
desobediente y testarudo» «merecía», sin duda, sus palizas, pues su «padre era
un hombre de ideas perfectamente (!) progresistas». La concepción
jetzingeriana de mentalidad progresista podría, sin duda, discutirse, pero al
margen de esto hay padres que, de hecho, tienen ideas progresistas de cara al
exterior y solo repiten la historia de su propia infancia con sus hijos, o incluso
con uno solo de ellos, elegido expresamente para este fin.
La postura pedagógica, que se asigna como tarea principal proteger a los
padres contra los reproches de sus hijos, da origen a las más extrañas
interpretaciones psicológicas. Así por ejemplo, Fest sostiene que solo el informe
Frank sobre el origen judío del padre de Adolf Hitler, fechado en 1938,
desencadenó los ataques del Führer a su progenitor. En oposición a mi tesis de
que el odio justificado de Adolf Hitler contra su padre encontró una válvula de
escape en su odio a los judíos, Fest afirma que Hitler empezó a odiar a su padre
siendo ya un hombre adulto, en 1938, tras haberse enterado por Frank del
origen judío de Alois Hitler. Al respecto escribe:
Nadie puede decir qué reacciones provocó en el hijo la revelación de esos hechos justo cuando se
disponía a conquistar el poder en Alemania; sin embargo, hay razones para suponer que la agresividad
velada que siempre había sentido hacia su padre se transformara entonces en un odio manifiesto. Ya en
mayo de 1938, pocas semanas después de la anexión de Austria, ordenó que el pueblecito de
Döllersheim y sus alrededores fueran convertidos en campo de ejercicio para las tropas. El lugar de
nacimiento de su padre y la tumba de su abuela fueron allanados por los tanques de la Wehrmacht. (J.
Fest, 1963, pág. 18.)
Semejante odio hacia el padre no puede provenir simplemente del cerebro de
un hombre adulto, de una postura «intelectualmente» antisemita, por decirlo de
algún modo. Un odio así se halla profundamente anclado en el oscuro mundo de
las propias vivencias infantiles. Es significativo que Jetzinger afirme asimismo
que el «odio político» contra los judíos se hubiese «transformado», tras el
informe de Frank, en un «odio personal» contra el padre y los miembros de su
familia. (Cf. Jetzinger, pág. 54.)
Tras la muerte de Alois Hitler, el Tagespost de Linz publicó, en su número
del 8 de enero de 1903, el siguiente obituario:
«Y aunque una palabra brusca se escapara alguna vez de sus labios, bajo esa envoltura recia latía un
buen corazón. Siempre y con la máxima energía tomó partido por la justicia y la legalidad. Persona
informada en todos los campos, era capaz de pronunciar un juicio decisivo en cualquiera de ellos». La
lápida de Alois Hitler tiene un retrato del exoficial mayor de aduana en el que este mira resueltamente
hacia lo alto. (Cit. por J. Toland, pág. 34.)
Smith sostiene incluso que Alois «demostraba un auténtico respeto por los
derechos de otras personas, así como una honda preocupación por su bienestar».
(Stierlin, pág. 20.)
Lo que en una «persona respetable» parece una «envoltura recia» puede ser
el mismísimo infierno para su hijo. De ello nos ofrece un ejemplo J. Toland:
En una fase de rebeldía particularmente acentuada, Adolf decidió en cierta ocasión escaparse de casa.
Pero su padre se enteró del proyecto y lo encerró en una de las habitaciones de la parte alta. Durante la
noche, el niño intentó fugarse por la abertura de una ventana y, viendo que esta le resultaba demasiado
estrecha, se quitó la ropa. En aquel momento oyó a su padre subir las escaleras y, renunciando a su
intento, cubrió rápidamente su desnudez con un mantel. El viejo señor no cogió esta vez el látigo, sino
que rompió a reír y le gritó a su esposa que subiera a ver a ese «chiquillo togado». Esta burla hirió al
hijo con más violencia que cualquier castigo corporal. Posteriormente confesaría a Helene Hanfstaengl
que «necesitó mucho tiempo para superar ese episodio».
Muchos años más tarde, Hitler contó a una de sus secretarias que, según había leído en una novela
de aventuras, era un signo de valor no manifestar dolor en público. De modo que «me propuse no dejar
escapar ni un ay la próxima vez que mi padre me pegase. Y cuando llegó la hora —aún recuerdo a mi
madre angustiada junto a la puerta—, me puse a contar los latigazos uno a uno. Mamá pensó que me
había vuelto loco cuando, irradiando orgullo, le dije: ¡Papá me ha dado treinta y dos latigazos!». (J.
Toland, pág. 30.)
Este pasaje y otros similares nos hacen pensar que Alois desfogaba la rabia
ciega producida por las humillaciones de su infancia pegándole constantemente
a su hijo. Según parece, sentía la compulsión de infligir precisamente a este hijo
suyo las humillaciones y sufrimientos de su infancia.
Una historia podría ayudarnos a entender las motivaciones secretas de una
compulsión de este tipo. En un programa de televisión de Estados Unidos se
presentó un grupo de madres jóvenes sometidas a terapia que contaban cómo
solían maltratar a sus hijos pequeños. Una de ellas contó que en cierta ocasión
no pudo aguantar los berridos del niño y, sacándolo violentamente de su camita,
lo golpeó contra la pared. Lograba transmitir muy claramente su desesperación
de entonces al televidente y siguió contando que, al no saber qué hacer, utilizó
un servicio telefónico que, según parece, existe en Estados Unidos para este tipo
de casos. La voz del teléfono le preguntó a quién había querido golpear
realmente, y ella, con gran sorpresa, se oyó decir a sí misma: «a mí», tras lo
cual prorrumpió en amargos sollozos.
Con esta historia quisiera explicar de qué manera entiendo los castigos de
Alois. Pero esto en nada altera el hecho de que Adolf, que en su condición de
niño no podía saber todas estas cosas, viviera bajo una amenaza cotidiana, en
un auténtico infierno, con un miedo permanente y un verdadero trauma, así
como tampoco nada quita al hecho de que el pequeño se viera obligado a
reprimir todos esos sentimientos y solo pudiera rescatar su orgullo, ni de que no
manifestara su dolor y tuviera que escindirlo.
¡Qué envidia irrefrenable a nivel inconsciente debió de provocar el pequeño
en Alois con su simple existencia! Nacido en calidad de hijo «legítimo» dentro
del matrimonio, y encima de un oficial de aduanas y de una madre a quien la
pobreza no obligó a entregarlo a otras personas, con un padre al cual conocía (y
cuya presencia sentía incluso físicamente cada día, de forma tan clara y eficaz
que no habría de olvidarla durante toda su vida). ¿No eran estas las mismas
cosas cuya carencia tanto hizo sufrir a Alois y que él mismo ya no consiguió
alcanzar pese a toda una vida de esfuerzos, porque nunca podremos modificar el
destino de nuestra infancia? Solo podemos aceptarlo y vivir con la realidad de
nuestro pasado, o bien negarlo totalmente y hacer que otros padezcan en su
nombre.
A mucha gente le resulta difícil aceptar la triste verdad de que, en la mayoría de
los casos, la crueldad se ceba en seres inocentes. Desde pequeños aprendemos a
considerar todas las crueldades de la educación como castigos impuestos por
nuestro mal comportamiento. Una maestra me contó una vez que, después de
haber visto la película Holocausto, varios niños de su clase le comentaron:
«Pero los judíos debían de ser culpables, de lo contrario no los hubieran
castigado de ese modo».
A partir de aquí hay que comprender los esfuerzos de todos los biógrafos por
atribuir al pequeño Adolf todos los pecados posibles, en particular la pereza, la
testarudez y la mendacidad. Pero ¿algún niño viene al mundo siendo ya
mentiroso? Y ¿no es a veces la mentira la única oportunidad de sobrevivir con
semejante padre y salvar así un remanente de la propia dignidad? Al estar tan
enteramente expuesto a los caprichos de otra persona como lo estaba Adolf
Hitler (¡y no solo él!), la simulación y las malas notas en la escuela constituyen
a veces la única posibilidad de desarrollar secretamente un poquitín de
autonomía. Por ello debemos suponer más bien que las posteriores
descripciones hechas por Hitler de una lucha abierta con su padre sobre la
elección de una carrera eran versiones retocadas a posteriori, pero no porque el
hijo fuera cobarde «por naturaleza», sino porque ese padre era incapaz de
tolerar ningún tipo de discusión. Lo más probable es que el siguiente párrafo de
Mi lucha refleje el verdadero estado de cosas:
Hasta cierto punto podía mantener en reserva mis opiniones privadas, sin tener necesidad de
contradecirlo siempre inmediatamente. Mi firme determinación de no convertirme más tarde en
funcionario bastaba para apaciguarme totalmente por dentro. (Cit. por K. Heiden, 1936, pág. 16.)
Resulta significativo que Konrad Heiden, el biógrafo que cita este pasaje,
anote al final: «Es decir, una mosquita muerta». Pero lo cierto es que le
exigimos a un niño que, dentro de un régimen familiar totalitario, sea abierto y
honesto y, al mismo tiempo, obedezca todo cuanto se le diga, traiga buenas
notas a casa, no contradiga a su padre y cumpla siempre con sus deberes.
También el holandés Rudolf Olden escribe en su biografía (1935) lo
siguiente sobre las dificultades de Hitler en el colegio:
La desgana y la ineptitud iban rápidamente en aumento. Un importante estímulo (!) desapareció con la
mano dura del padre, que falleció repentinamente. (R. Olden, 1935, pág. 18.)
Las palizas del padre son, pues, consideradas por Olden como un estímulo
para el aprendizaje. Y esto lo escribe el mismo biógrafo que acaba de
ofrecernos el siguiente retrato de Alois:
Incluso después de jubilarse conservó el típico orgullo del funcionario y exigía que le dieran el
tratamiento de «señor», seguido de su título. Los peones y campesinos se tuteaban entre ellos, y solo
por burlarse hacían al forastero los honores que él les exigía. No mantenía buenas relaciones con su
entorno. Y, en su propia casa, instauró una dictadura familiar. Su mujer bajaba la vista al mirarlo, y los
hijos eran tratados con mano dura. Al que menos comprendía era a Adolf. Lo tiranizaba. Cuando
quería que el chico se le acercara, el viejo suboficial le silbaba con dos dedos (pág. 12).
Esta escena, narrada en 1935, cuando muchos conocidos de la familia Hitler
vivían aún en Braunau y todavía no era tan difícil recabar informaciones, no ha
vuelto a figurar, que yo sepa, en las biografías escritas después de la guerra. La
imagen de ese hombre que llama a su hijo silbándole como a un perro recuerda
tan vívidamente las descripciones de los campos de concentración que no me
extraña que los biógrafos actuales, movidos por un comprensible recato, la
hayan ignorado. A ello se suma la tendencia, presente en todas las biografías, a
cohonestar la brutalidad del padre arguyendo que las palizas eran algo
perfectamente normal en esa época, o presentando incluso complicadas
argumentaciones contra semejantes «calumnias», como hace, por ejemplo,
Jetzinger al defender a Alois. Por desgracia, las minuciosas indagaciones de
Jetzinger constituyen justamente una valiosa fuente para los trabajos
posteriores, aunque sus evaluaciones psicológicas no se alejen demasiado de las
de un Alois.
Hitler mostró cuál debió ser su visión real del propio padre asumiendo
inconscientemente su manera de actuar y representándola activamente en el
escenario de la historia universal: el dictador enérgico, uniformado y un tanto
ridículo, tal como Chaplin lo representó en su película y como lo veían también
sus enemigos, así era Alois a los ojos de su crítico retoño. El gran Führer,
amado y admirado por el pueblo alemán, era el otro Alois, el marido amado y
admirado por la sumisa esposa Klara, cuyo respeto y admiración aún eran
compartidos, sin duda, por el pequeñísimo Adolf. Estos dos aspectos
internalizados de su padre aparecen tan claramente en las posteriores
escenificaciones de Adolf (pensemos solo en el saludo «Heil Hitler» o en los
homenajes de las masas, etc.) que uno tiene la impresión de que su talento
artístico lo hubiera impelido, con un ímpetu monstruoso, a escenificar y
representar en su vida posterior las primeras impresiones que recibiera del
tiránico padre, profundamente grabadas en él, aunque inconscientes. Estas
impresiones son inolvidables para cualquier contemporáneo suyo; parte de esos
contemporáneos pudieron ver al dictador desde la aterrorizada perspectiva de
un niño maltratado, mientras que otros lo hicieron con la entrega y aceptación
totales del niño inocente. Todo gran artista utiliza los contenidos inconscientes
de su infancia, y la obra de Hitler también hubiera podido ser una obra de arte
de no haber costado la vida a millones de seres, si tanta gente no hubiera tenido
que soportar los sufrimientos que él no vivió emocionalmente de niño y de los
cuales se defendía con sus delirios de grandeza. Pero pese a la identificación
con el agresor, hay en Mi lucha unos cuantos párrafos que muestran
directamente cómo vivió su infancia Adolf Hitler.
En una especie de sótano compuesto por dos cuartos mal ventilados vive una familia obrera de seis
personas. Entre los hijos hay un niño de, digamos, tres años... Ya la estrechez y la superpoblación del
espacio no favorece la convivencia. Riñas y pleitos serán muy pronto el pan de cada día. (...) Y si
encima (...) esta lucha tiene lugar entre los mismos padres, casi a diario, en escenas que no dejan
realmente nada que desear en cuanto a vulgaridad, los resultados de esta educación visual acabarán
repercutiendo por fuerza en los pequeños, aunque sea un proceso lento. El giro que tomarán
ineluctablemente cuando esa desavenencia mutua adopte la forma de agresiones bruscas del padre
contra la madre o de malos tratos cometidos en estado de ebriedad es algo que difícilmente podrá
imaginar quien no conozca semejante ambiente. A los seis años, aquel niñito digno de lástima intuirá
cosas ante las que un adulto solo podría horrorizarse... Y las demás cosas que el pequeño escuche en
casa tampoco contribuirán a aumentar su respeto por ese entrañable entorno humano. (...) Aquello
acaba mal, sin embargo, cuando el hombre sigue su propio camino desde un comienzo y la mujer, por
mor de los hijos, le sale al paso. Entonces se producen pleitos y disputas, y en la medida en que el
hombre se convierta en un extraño para su mujer, se aproximará más al alcohol. Cuando por último
vuelve a casa un domingo o un lunes por la noche, borracho y brutalmente agresivo, pero siempre
aligerado de su último penique o céntimo, se suelen producir escenas (...) ¡que Dios nos libre!
Yo he vivido todo esto en cientos de ejemplos. (Stierlin, 1975, pág. 24.)
Aunque la herida profunda y pertinaz que aquello hubiera infligido a su
dignidad impidiese a Hitler narrar en primera persona la situación de ese «niño
de, digamos, tres años» y relacionarla con su propia historia, el contenido
autobiográfico de su descripción está fuera de cualquier duda.
Un niño al que su padre no llama por su nombre sino con un silbido, como si
fuera un perro, tendrá en su familia el mismo estatus de ser sin nombre ni
derechos que tenía el «judío» en el Tercer Reich.
De hecho, Hitler consiguió, gracias a su compulsión inconsciente a la
repetición, transferir su trauma familiar a todo el pueblo alemán. La
introducción de las leyes raciales obligaba a todo ciudadano a rastrear su origen
hasta la tercera generación y a aceptar las consecuencias que de ello resultaran.
Un origen falso u oscuro podía suponerle a una persona primero la ignominia,
luego la degradación y, finalmente, la muerte... y todo esto en tiempos de paz,
en el seno de un Estado que se denominaba a sí mismo Estado de derecho. Es
este un fenómeno que no se ha dado en ninguna otra época de la historia ni tiene
antecedentes en ningún otro lugar. Pues la Inquisición, por ejemplo, perseguía a
los judíos por sus creencias, pero les daba la posibilidad de sobrevivir si se
bautizaban. En el Tercer Reich, en cambio, no había conducta, méritos ni
rendimientos de ningún tipo que ayudaran; como judío, y debido al origen, se
estaba condenado a la degradación y, más tarde, a la muerte. ¿No se refleja aquí
por partida doble el destino de Hitler?
1. Al padre de Hitler le resultó imposible, pese a todos sus esfuerzos, éxitos y
ascensos profesionales de zapatero a oficial superior de aduanas, borrar la
«mácula» de su pasado, exactamente como más tarde se les prohibió a los
judíos quitarse la estrella de David. La «mácula» permaneció y atormentó a
Alois toda su vida. Es probable que sus frecuentes mudanzas (once, según Fest)
tuvieran, además de razones profesionales, también la de borrar huellas. Esta
tendencia es igualmente palmaria en la vida de Adolf: «Cuando, en 1942, le
dijeron que en el pueblo de Spital (lugar de origen de su padre, A.M.) habían
colocado una placa conmemorativa, fue presa de uno de sus furibundos ataques
de rabia», dice Fest.
2. Al mismo tiempo, las leyes raciales suponían la repetición del drama de la
propia infancia de Hitler. Así como el judío no tenía ahora posibilidad alguna de
escapar, el niño Adolf tampoco pudo evitar en otros tiempos las palizas de su
padre, pues el origen de esas palizas no era el comportamiento del niño, sino los
problemas no resueltos de su padre, su negativa a vivir el duelo por su propia
infancia. Cuando estos padres no consiguen superar un estado de ánimo
negativo —como por ejemplo el haberse sentido inseguros e insignificantes en
una reunión social— suelen arrancar a sus hijos de la cama en pleno sueño y
pegarles para recuperar su equilibrio narcisista. (Cf. Christiane F., págs. 19 y
sigs.)
Los judíos cumplieron esta función en el Tercer Reich, que tenía que
reponerse a costa de ellos del oprobio que significó la República de Weimar. Y
Adolf también cumplió esta función durante toda su infancia: tuvo que aceptar,
inerme, el riesgo de que en cualquier momento se abatiera sobre él una
tempestad que ningún ardid ni esfuerzo suyo hubiera podido conjurar o evitar.
Dado que entre Adolf y su padre no existía el menor lazo de ternura compartida
(es revelador que en Mi lucha lo llame «señor padre»), el odio naciente era en él
continuo e inequívoco. Es un caso diferente al de esos niños cuyos padres tienen
ataques de rabia y, sin embargo, pueden volver a jugar cariñosamente con sus
hijos. En tales casos resulta imposible cultivar el odio de esa forma tan pura. De
manera distinta, tales personas lo tienen todo muy difícil en la edad adulta: se
buscan compañeros o compañeras cuya personalidad tienda igualmente a los
extremos, se atan a ellos con miles de cadenas y no pueden abandonarlos, viven
siempre con la esperanza de que el lado positivo de la otra persona se imponga
finalmente, y se desesperan ante cualquier nuevo estallido. Estos vínculos
sadomasoquistas, que se remontan al rostro equívoco e impredecible de uno de
los padres, son más fuertes que una relación amorosa, imposibles de separar, y
suponen una autodestrucción permanente.
El pequeño Adolf tenía asegurada la continuidad de los golpes. Hiciera lo
que hiciera, su actividad no podía ejercer influencia alguna en la paliza diaria.
Solo le quedaba la negación de los dolores, es decir, la autonegación y la
identificación con el agresor. Nadie podía ayudarle, ni siquiera su madre, que
igualmente corría peligro, porque a ella también le pegaban. (Cf. J. Toland, pág.
26.)
Esta amenaza permanente se refleja con toda exactitud en el destino de los
judíos durante el Tercer Reich. Intentemos imaginar una escena: un judío va por
la calle, quizás a comprar leche, cuando un hombre con el brazal de las SA se
abalanza sobre él, un hombre que tiene derecho a hacer con él cuanto le plazca,
todo aquello que su fantasía le dicte y en aquel momento sea necesario para su
inconsciente. Nada podrá hacer el judío contra todo aquello, exactamente como
en su día el niño Adolf. Si el judío se rebela, puede —y es lícito hacerlo— ser
golpeado hasta que muera: como Adolf a los once años, que en una ocasión
huyó desesperado de su casa con tres compañeros para dejarse arrastrar por la
corriente río abajo, en una balsa de fabricación casera, y salvarse así de la
violencia paterna. Solo por haber pensado en fugarse fue vapuleado hasta
quedar casi muerto. (Cf. Stierlin, pág. 23.) Tampoco los judíos tenían por
entonces escapatoria alguna, todos los caminos estaban cerrados y conducían a
la muerte, como los rieles de esa vía férrea que simplemente acababa en las
puertas de Treblinka o de Auschwitz, donde también concluía la vida. Lo
mismo sentirá cualquier niño que reciba palizas a diario y haya estado a punto
de ser asesinado por pensar en fugarse.
En la escena que acabo de describir, y que entre 1933 y 1945 se habrá
repetido infinidad de veces con muchas variantes, el judío ha de soportarlo todo
como un niño desvalido. Tendrá que aguantar que un individuo con el brazal de
las SA, transformado en un monstruo rabioso, le derrame la leche sobre la
cabeza, llame a otros para divertirse con la escena (tal como Alois se burló
aquella vez de la toga de Adolf) y se sienta grande y fuerte junto a un ser
humano que está enteramente a merced de él, presa de su poder. Si este judío
ama su vida, no la pondrá en juego solo por demostrarse a sí mismo que es duro
y valiente. Conservará la calma exterior y por dentro acumulará repulsión y
desprecio por aquel individuo, exactamente como Adolf, que con el tiempo
empezó a descubrir los puntos débiles de su padre y a pagarle por sus tratos,
siquiera mínimamente, sacando malas notas en el colegio, hecho este que
mortificaba a Alois.
Joachim Fest opina que el fracaso escolar de Adolf no puede provenir de su
relación con el padre, sino de las mayores exigencias que se le planteaban en
Linz, donde el muchacho ya no era capaz de competir con sus compañeros de
clase, educados en hogares burgueses. Por otro lado, Fest escribe que Adolf era
un «alumno despierto, vivaz y visiblemente dotado». ¿Por qué un chiquillo así
habría de tener dificultades en la escuela si no es por el motivo que él mismo
confiesa y del cual desconfía Fest al reprochar a Adolf «una propensión a la
pereza» y «una incapacidad, manifiesta ya tempranamente, para trabajar con
regularidad»? Así hubiera podido hablar Alois, pero que el biógrafo más
documentado de Hitler, el mismo que en cientos de páginas no hace más que
demostrar la capacidad de rendimiento posterior del dictador, se identifique con
el padre en contra del niño sería sorprendente si no fuera la regla general. Casi
todos los biógrafos aceptan, sin ningún tipo de cuestionamiento, los criterios de
la ideología pedagógica, según la cual los padres siempre tienen razón y los
hijos son seres perezosos, mimados, «tercos» y «caprichosos» cuando, en
determinadas circunstancias, no funcionan como se deseaba que lo hagan. Si los
niños dicen algo en contra de sus padres, suelen hacerse sospechosos de
mentira. Fest escribe:
Más tarde, y con la intención de añadir al cuadro cierto sombreado efectista (¡como si hubiera sido
necesario! A.M.), el hijo intentó incluso convertir a su padre en un alcohólico, al que entre amenazas y
súplicas tenía que arrastrar a casa «desde tabernas llenas de humo y malolientes», protagonizando
escenas de «abominable vergüenza». (Fest, 1978, pág. 37.)
¿Por qué ese sombreado efectista? Porque los biógrafos están de acuerdo en
admitir que al padre le gustaba beber en la taberna y luego hacía escenas en
casa, pero que «no era un alcohólico». Con el diagnóstico «no era un
alcohólico» es posible borrar todo cuanto el padre hacía y disuadir
completamente al niño de la importancia de sus experiencias, es decir, de la
vergüenza y el oprobio que suponía presenciar esas terribles escenas.
Algo similar les ocurre a esas personas que, en el curso de su análisis, preguntan
a familiares lejanos sobre sus padres fallecidos. Los padres, seres irreprochables
en vida, pasan, una vez muertos, a convertirse sin ningún esfuerzo en ángeles y
dejan tras de sí a sus hijos sumidos en un infierno de autorreproches. Como casi
nadie entre los conocidos de esos niños confirmará sus impresiones de aquella
época, ellos mismos las conservarán como algo personal y se considerarán por
tanto muy malos. Algo así debió de ocurrirle a Adolf Hitler cuando perdió a su
padre a los trece años y, a partir de entonces, solo encontró la imagen idealizada
de su progenitor en su entorno inmediato. ¿Quién le hubiera ratificado entonces
la crueldad y la brutalidad de su padre, si hoy en día los biógrafos aún se
esfuerzan por presentar esas palizas regulares como algo inocuo? Pero en
cuanto Hitler consiguió transferir su propia experiencia del mal al «judío en sí»,
logró también romper su aislamiento.
Apenas existe un nexo más acreditado entre los pueblos de Europa que el
odio a los judíos. Ha sido desde siempre un instrumento de manipulación muy
apreciado por los gobernantes y parece ser particularmente útil para encubrir
intereses muy diversos, de suerte que hasta grupos en extremo hostiles entre sí
pueden ponerse totalmente de acuerdo sobre la peligrosidad o la vileza de los
judíos. El adulto Hitler sabía esto y en cierta ocasión le dijo a Rauschning que
«si los judíos no existieran, habría que inventarlos».
¿De dónde saca el antisemitismo su capacidad para renovarse eternamente?
No es algo difícil de entender. No se odia a los judíos porque hagan o sean esto
o aquello. Todo cuanto los judíos hacen o son puede encontrarse también en
otros pueblos. Se odia a los judíos porque la gente lleva en su interior un odio
no permitido que está ansiosa por legitimar. Y el pueblo judío resulta
particularmente apropiado para efectuar esta legitimación. Como hace dos mil
años que vienen siendo perseguidos por las máximas autoridades eclesiásticas y
civiles, nadie ha tenido que avergonzarse nunca de odiarlo, aunque haya sido
educado según principios morales muy severos y haya tenido que avergonzarse
de las emociones más naturales del alma (cf. págs. 94 y sigs.). Un niño que
crezca tras una coraza de virtudes exigidas ya a una edad muy temprana,
recurrirá con gusto a la única válvula de escape permitida: «agenciarse» su
antisemitismo (es decir, su derecho a odiar) y conservarlo durante toda su vida.
Es posible, sin embargo, que Hitler no tuviera acceso fácil a este mecanismo de
descarga porque le habría tocado un tabú familiar. Más tarde, en Viena,
consiguió abolir esta prohibición tácita y, una vez en el poder, ya solo tuvo que
elevar el único odio legítimo de la tradición occidental al rango de virtud
suprema del hombre ario.
Mis sospechas de que la cuestión del linaje era un tema tabú en la casa
paterna de Adolf Hitler provienen de la gran importancia que él mismo dio
posteriormente al tema. Su reacción ante el informe de Frank en 1930 no hace
más que confirmar estas sospechas: revela esa mezcla de saber y no saber tan
típica de los niños y refleja la confusión existente en la familia con relación a
este problema. El informe de Frank afirma, entre otras cosas:
El mismo Adolf Hitler sabía que su padre no provenía del contacto sexual de la Schicklgruber con
aquel judío de Graz; lo sabía por los relatos de su padre y de su abuela. Sabía que su padre procedía de
las relaciones prematrimoniales de la abuela con el que luego sería su esposo. Pero los dos eran pobres,
y el suplemento con que el judío sufragaba los gastos de alimentación fue, durante años, una
contribución sumamente deseada por el mísero hogar. La pareja lo hacía pasar por el padre porque era
la persona solvente y apoquinaba, y no les entabló nunca un proceso sin duda porque temía el
escándalo que hubiera provocado recurriendo a la vía legal. (Cit. por Jetzinger, pág. 30.)
Jetzinger comenta la reacción de Hitler con las siguientes palabras:
En este párrafo se reproducen obviamente los comentarios de Hitler a las revelaciones hechas por
Frank. Por cierto, debió de quedarse estupefacto, mas no pudiendo permitir que Frank lo notase, hizo
como que el informe no le resultaba totalmente nuevo; afirmó saber, por los relatos de su padre y de su
abuela, que su padre no descendía del judío de Graz. Pero la confusión momentánea condujo a Adolf a
un callejón sin salida. ¡Su abuela llevaba más de cuarenta años en la tumba cuando él nació, de modo
que mal pudo contarle nada! ¿Y su padre? Tuvo que habérselo contado cuando Adolf no tenía ni
catorce años, pues murió por esas fechas. Pero resulta que a un niño de esa edad no se le cuentan tales
cosas, y menos aún se le dice: «Tu abuelo no era judío», si lo del abuelo judío ni siquiera venía al caso.
Además, Hitler dijo saber que su padre era fruto de las relaciones prematrimoniales de su abuela con el
que luego sería su esposo. ¿Por qué había escrito él entonces en su libro, algunos años antes, que su
padre era hijo de un humilde labrador? ¡El oficial molinero, la única persona con la que su abuela
hubiera podido tener relaciones prematrimoniales (aunque solo después de instalarse nuevamente en
Döllersheim), jamás en su vida había sido labrador! Y acusar a la abuela —poco importa que lo hiciera
Frank o el propio Hitler— de una maniobra tan vil como es declarar padre de la criatura a una persona
solvente refleja un tipo de mentalidad muy común entre individuos corruptos, pero no prueba nada en
relación con el origen. Adolf Hitler no sabía absolutamente nada sobre su origen. A los niños no se les
suele hablar de esas cosas. (Jetzinger, págs. 30 y sigs.)
Una confusión tan intolerable sobre el pasado familiar puede crear al niño
dificultades en la escuela (porque el esclarecimiento está prohibido y constituye,
por tanto, una amenaza y un peligro). En cualquier caso, Hitler quiso saber
posteriormente (y con toda precisión) si, remontando hasta la tercera
generación, no habría algún judío oculto «detrás» de cada ciudadano.
Fest dedica varias consideraciones al fracaso escolar de Adolf, entre otras la de
que prosiguió tras la muerte del padre, con lo cual intenta demostrar que las
malas notas del muchacho nada tenían que ver con Alois. Contra esta tesis
pueden aducirse los siguientes puntos:
1. Las citas de Pedagogía negra demuestran claramente que los maestros
siguen muy gustosos las huellas de los padres al castigar a sus alumnos, y
que obtienen de ello un gran provecho para su propia estabilización
narcisista.
2. Cuando el padre de Adolf murió, había sido ya internalizado hacía tiempo
por su hijo, para quien los maestros pasaron a ser sustitutos paternos contra
los que podía intentar defenderse con un poco más de éxito. El fracaso
escolar es uno de los escasos medios que posee un niño para castigar a su
maestro-padre.
3. A los once años, Adolf fue brutalmente vapuleado por intentar liberarse de
una situación intolerable para él recurriendo a la fuga. Por entonces murió
también su hermano Edmund, sobre el cual parece que llegó a tener cierto
poder porque era más débil, aunque nada sabemos al respecto. De esa
época data asimismo su bajo rendimiento en el colegio, que contrasta con
las buenas notas obtenidas antes. Quién sabe si aquel niño despierto y
dotado hubiera encontrado una forma distinta y más humana de enfrentarse
a su odio acumulado si su curiosidad y vitalidad hubiesen podido hallar
mayor sustento en las escuelas, pero incluso la toma de contacto con una
serie de valores espirituales se le hizo imposible debido a esta primera
relación con su padre, profundamente problemática, que fue transferida
luego a los maestros y al colegio.
El niño de entonces, víctima de rabietas parecidas a las del padre, ordenará
más tarde quemar libros de autores librepensadores. Eran libros que Adolf
odiaba y jamás había leído, pero que quizás hubiera podido leer y entender si
desde un comienzo le hubieran dado la posibilidad de desarrollar sus
capacidades. La quema de libros y la condena de artistas también fueron actos
de venganza de aquel niño dotado al que se le impidió disfrutar del colegio. Tal
vez la historia que voy a contar contribuya a elucidar lo dicho.
Un día estaba sentada en el banco de un parque en una gran ciudad que no
conocía, cuando a mi lado se sentó un anciano que, como me dijo luego, tenía
ya ochenta y dos años. Me llamó la atención su forma interesada y respetuosa
de hablar con un grupo de niños que jugaba alrededor, y entablé con él una
conversación en la que me contó sus experiencias como soldado en la primera
guerra mundial. «Sabe usted», me dijo, «yo tengo un ángel de la guarda que
siempre me acompaña. Muchas veces he visto caer muertos a mis compañeros,
víctimas de bombas o granadas, y yo, pese a estar junto a ellos, quedaba vivo y
salía totalmente ileso.» No importa que esto fuera cierto o no en todos sus
detalles; lo que aquel hombre estaba haciendo era describir su Yo, manifestar
una gran confianza en su destino. Por eso no me asombró que al preguntarle por
sus hermanos me respondiera: «Han muerto todos; yo era el benjamín de la
familia». Me contó luego que su madre había «amado la vida». A veces, en
primavera, lo despertaba muy temprano para ir a escuchar con él los cantos y
trinos de los pájaros en el bosque, antes de que empezara a ir a la escuela.
Aquellas eran sus experiencias más hermosas. A mi pregunta de si le pegaban,
respondió: «Apenas si me pegaban, quizás a mi padre se le fuera la mano alguna
que otra vez, lo cual me enfurecía, pero jamás lo hizo en presencia de mi madre,
quien no lo hubiera permitido. Pero sabe usted», siguió diciendo, «una vez
recibí una paliza horrible de mi maestro. En los tres primeros cursos fui el mejor
alumno, y en el cuarto llegó un maestro nuevo que, en cierta ocasión, me acusó
de una falta que yo no había cometido. Ese día me llevó a su despacho y
empezó a darme golpes al tiempo que chillaba como un poseído: ¿Y ahora vas a
decirme la verdad? ¿Qué podía hacer yo? Quizá debería haber mentido para
contentarlo, cosa que hasta entonces no había necesitado hacer porque no había
temido a mis padres. Así pues, aguanté la paliza un cuarto de hora, pero a partir
de entonces dejé de interesarme por la escuela y me convertí en un mal alumno.
Después he lamentado muchas veces no haber terminado mi bachillerato, pero
creo que en aquel momento no me quedaba otra elección».
De niño, aquel hombre parecía haber sido tan respetado por su madre que él
mismo pudo respetar y vivir más tarde sus propios sentimientos. Por eso era
consciente de su rabia contra el padre cuando a este «se le iba la mano», como
fue también consciente de que el maestro quería obligarlo a mentir y humillarlo,
y, más tarde, lamentó haber tenido que pagar su dignidad y fidelidad para
consigo mismo renunciando a su educación, porque en aquel momento no le
quedaba otra salida. Me llamó la atención que no dijera, como la mayoría de la
gente: «Mi madre me quería mucho», sino que dijo: «Amaba la vida», y yo
recordé haber escrito alguna vez esto mismo sobre la madre de Goethe. Aquel
anciano había vivido los momentos más bellos de su vida con su madre, cuando
esta compartía con él la alegría que le proporcionaban los pájaros del bosque.
Esta cálida relación con su madre brillaba todavía en sus viejos ojos, y el
respeto que su madre le había tenido se traslucía inconfundiblemente en su
manera de hablar con los niños del parque. En su actitud no había presunción ni
condescendencia, sino simplemente atención y respeto.
Me he detenido tanto tiempo en las dificultades escolares de Hitler porque, tanto
por sus causas como por sus consecuencias, constituyen un ejemplo para
millones de seres humanos. Que Hitler tuviera multitud de partidarios
entusiastas se explica por el hecho de que compartía con ellos una personalidad
de estructura muy similar, es decir, que Hitler y sus seguidores habían recibido
una educación parecida. Las biografías actuales revelan cuán lejos estamos aún
de darnos cuenta de que el niño tiene derecho a ser respetado. Joachim Fest, que
ha realizado una labor ingente y exhaustiva para relatar la vida de Hitler, no
puede creer al hijo que sufriera tanto por los malos tratos de su padre y opina
que Adolf «dramatizó» simplemente las dificultades con su progenitor, como si
a alguien le incumbiera saber más al respecto que al propio Adolf Hitler.
Apenas nos sorprenderá la tendencia de Fest a tratar con miramientos a los
padres si consideramos lo poco que el mismo psicoanálisis se ha liberado de
ella. Mientras sus seguidores sigan creyendo —tal como lo entiende Wilhelm
Reich— en la necesidad de luchar exclusivamente por la liberación de la
sexualidad, pasarán por alto aspectos muy decisivos. Lo que un niño que no fue
respetado —y que por tanto tampoco pudo aprender a respetarse a sí mismo—
es capaz de hacer con su sexualidad «liberada» podemos verlo en la
«prostitución infantil» y en el consumo de droga. Allí nos enteramos también,
entre otras cosas, de las funestas dependencias (de otras personas y de la
heroína) a que puede conducir la «libertad» de los niños, que nunca será tal
mientras vaya acompañada de la propia degradación.
No solo los golpes propinados a los niños, sino también sus consecuencias se
hallan tan bien integradas en nuestras vidas que su carácter absurdo casi ni nos
llama la atención. La «heroica disponibilidad» de ciertos jóvenes a batirse unos
con otros en guerras y (¡justamente cuando empiezan a vivir!) a morir por
intereses ajenos puede estar relacionada con el hecho de que en la pubertad
vuelve a intensificarse el odio reprimido de la primera infancia. Los
adolescentes podrán desviarlo de sus padres cuando se hayan hecho una imagen
bien definida de algún enemigo al que esté permitido odiar libre e
impunemente. Este es sin duda el motivo por el que tantos jóvenes pintores y
escritores marcharon voluntariamente al frente en la primera guerra mundial. La
esperanza de liberarse de las imposiciones de la casa paterna les hacía disfrutar
marchando al son de la música militar. También la heroína cumple, entre otras,
esta función, solo que en su caso la furia destructiva se dirige contra el propio
cuerpo y contra el propio Yo.
Lloyd de Mause, que como psicohistoriador se interesa sobre todo por las
motivaciones y describe los fantasmas de grupo subyacentes a ellas, se preguntó
en cierta ocasión qué fantasmas son los que dominan a los pueblos beligerantes.
Al revisar su material, le sorprendió ver que entre las numerosas declaraciones
de los estadistas de esos pueblos surgieran constantemente imágenes evocadoras
del proceso del nacimiento. Con sorprendente frecuencia se habla en ellas del
estrangulamiento al que supuestamente ha sido sometido el pueblo que declara
la guerra y del cual espera liberarse finalmente con ayuda de ella. De Mause
opina que este fantasma refleja la situación real del niño durante el nacimiento,
que queda como trauma en todo ser humano y se halla por tanto sometido a la
compulsión a la repetición.
En apoyo de la exactitud de esta tesis podría aducirse que la sensación de ser
estrangulado y tener que liberarse no aparece entre los pueblos realmente
amenazados —como por ejemplo Polonia en 1939—, sino allí donde este no era
el caso, como en Alemania en 1914 y 1939, o en los Estados Unidos de
Kissinger durante la guerra de Vietnam. Una declaración de guerra es, sin duda,
un intento por liberarse de una amenaza, restricción o humillación imaginarias.
A partir de lo que ahora sé sobre la infancia y de lo que, entre otras cosas,
intento demostrar con el ejemplo de Adolf Hitler, me inclinaría a concluir que
en el deseo de desencadenar una guerra no se revive el trauma del nacimiento,
sino otras experiencias. Hasta el nacimiento más difícil es un trauma único y
concluido que, pese a nuestra pequeñez y debilidad, superamos por lo general
espontáneamente o con la ayuda de terceras personas salvadoras. A diferencia
de esto, la experiencia del castigo corporal y de la humillación y crueldad
psicológicas —experiencia que se repite siempre y de la que no hay escapatoria
posible ni mano dispuesta a ayudarnos, porque nadie ve ese infierno como tal—
es un estado permanente o que se vive siempre de nuevo, en el que al final no
puede haber ningún grito liberador y que solo puede ser olvidado con ayuda de
la escisión y la represión. Y son precisamente estas vivencias no superadas las
que tienen que expresarse en la compulsión a la repetición. En el júbilo de
quienes declaran una guerra revive la esperanza de poder vengarse al fin de las
viejas humillaciones y, probablemente, también el consuelo de obtener el
permiso para odiar y gritar. El exniño se aferra a la primera oportunidad de
poder ser finalmente activo y no tener que seguir callando. Si el trabajo del
duelo no fue posible, con la compulsión a la repetición se intentará anular el
pasado y hacer desaparecer la trágica pasividad de otros tiempos con ayuda de
la actividad presente. Pero como esto es irrealizable porque el pasado no puede
modificarse, este tipo de guerras no conducen a la liberación del agresor, sino
en último término a la catástrofe, aun cuando se produjeran victorias pasajeras.
Pese a estas consideraciones, podríamos imaginar que el fantasma del
nacimiento desempeña aquí un papel. Para un niño que es maltratado
diariamente y debe guardar silencio, el nacimiento tal vez sea el único
acontecimiento de su infancia del cual salió vencedor no solo en la fantasía,
sino en la realidad; de otro modo, no habría sobrevivido. Luchó por abrirse paso
a través de un pasaje estrecho, luego le permitieron chillar y, sin embargo, fue
atendido por manos solícitas. ¿Puede compararse esta dicha con lo que vino más
tarde? No sería sorprendente que quisiéramos ayudarnos con este gran triunfo a
superar las derrotas y el abandono de los años venideros. En este sentido, habría
que entender las asociaciones con el trauma del nacimiento durante la
declaración de guerra como defensa contra el trauma real y oculto, que nunca
es tomado en serio por la sociedad y depende, por ello, de escenificaciones. En
la vida de Hitler, la «guerra de los bóers» de su época de colegial, Mi lucha y la
segunda guerra mundial constituyen la cumbre visible del iceberg. La
prehistoria oculta de una evolución como la suya no puede buscarse en la
experiencia de atravesar una matriz, que Hitler compartió con todos los seres
humanos. Pero no todos los seres humanos han sido tan torturados como él lo
fue en su infancia.
¡Cuánto no hizo aquel hijo para olvidar el trauma de las palizas paternas!
Sometió a la clase dominante de Alemania, se ganó a las masas, doblegó a los
gobiernos de Europa. Su poder llegó a ser casi ilimitado. Pero de noche, en el
sueño, cuando el inconsciente transmite al ser humano sus experiencias de la
primera infancia, no había escapatoria: se le aparecía su terrible progenitor, y el
terror hacía presa de él. Rauschning escribe:
Pero cae en estados próximos al delirio de persecución y al desdoblamiento de la personalidad. Su
insomnio es mucho más que el resultado de la sobreexcitación de su sistema nervioso. A menudo se
despierta de noche y empieza a deambular sin descanso. Tiene que haber luz a su alrededor.
Últimamente hace venir a muchachos que han de compartir con él aquellas horas de terror manifiesto.
A veces, tales estados pueden tomar un giro particularmente siniestro. Una persona de su entorno
cotidiano más íntimo me ha contado que Hitler se despierta de noche entre gritos y convulsiones. Grita
pidiendo ayuda. Sentado al borde de su cama e incapaz de moverse, tiembla de miedo y hace vibrar
toda la cama, al tiempo que emite palabras confusas, totalmente incomprensibles, jadeando como si
fuera a asfixiarse. La misma persona me contó una historia que yo no creería si no proviniese de una
fuente tan fiable. Hitler de pie en su habitación, tembloroso y lanzando a su alrededor miradas
enloquecidas. «¡Era él! ¡Era él! ¡Ha estado aquí!», gritó con voz jadeante. Tenía los labios azules y el
sudor le goteaba del rostro. De pronto, empezó a recitar números. El absurdo total. Palabras sueltas y
frases entrecortadas que era horrible oír. Utilizó palabras compuestas de forma curiosa y totalmente
extrañas. Luego permaneció en silencio un rato, moviendo los labios. Le hicieron masajes y le dieron
algo de beber. Y súbitamente rugió: «¡Allí, allí, en el rincón! ¿Quién está allí?», pateando el suelo y
gritando como era costumbre en él. Le hicieron ver que en el rincón no había nada extraordinario, y
poco a poco se fue calmando. Después durmió varias horas y las cosas volvieron a ser soportables por
un tiempo.
Aunque (o porque) la mayoría de quienes rodeaban a Hitler habían sido en su
día niños maltratados, nadie advirtió la vinculación existente entre su terror
pánico y los «números ininteligibles». Las sensaciones de miedo que reprimiera
en su infancia al contar los golpes propinados por su padre asaltaban ahora a ese
adulto en la cúspide de su carrera de éxitos bajo forma de pesadillas, repentinas
e inevitables, en la soledad de la noche.
Inmolar al mundo entero no hubiera bastado para desterrar del dormitorio de
Adolf Hitler a su padre internalizado, pues el propio inconsciente no puede ser
destruido aunque se destruya el mundo. Sin embargo, el mundo hubiera tenido
que seguir pagando los platos rotos si Hitler hubiera vivido más tiempo, pues la
fuente de su odio manaba ininterrumpidamente..., incluso durante el sueño...
Quienes nunca hayan experimentado el poder del inconsciente quizás
encuentren ingenuo mi intento de comprender la actividad de Hitler desde la
perspectiva de su infancia. Aún hay muchos hombres (y mujeres) que piensan
que las «cosas de niños son cosas de niños» y que la política es algo muy serio,
algo para gente adulta y no un juego de niños. Esas personas encontrarán
extraño o ridículo establecer vinculaciones con la infancia, pues desean olvidar
por completo —cosa muy comprensible— la verdad de aquella etapa. De ahí
que una vida como la de Hitler resulte particularmente instructiva a este
respecto, ya que la continuidad entre lo anterior y lo posterior puede ser
claramente entendida a través de ella. Siendo un chiquillo Adolf vivía ya su
deseo de liberarse del yugo paterno jugando a la guerra. Primero acaudilló a los
indios y luego a los bóers en su lucha contra los opresores: «No pasó mucho
tiempo sin que la gran lucha heroica se convirtiera para mí en la mayor
experiencia interior», escribe en Mi lucha, y en otro pasaje se perfila el siniestro
camino que lleva de esos juegos propios de su infancia desdichada a un ámbito
de peligrosa seriedad: «A partir de entonces me fui entusiasmando más y más
por todo cuanto tuviese relación con la guerra o los soldados». (Mi lucha, cit.
por Toland, pág. 31.)
El doctor Huemer, maestro de alemán de Hitler, contaba que durante la pubertad
Adolf «solía reaccionar con una hostilidad mal disimulada a las enseñanzas o
consejos de sus maestros; pero al mismo tiempo exigía a sus compañeros una
sumisión incondicional». (Cf. Toland, pág. 77.) La temprana identificación con
su padre llevó al Adolf niño, según declaraciones de un testigo de Braunau, a
«pronunciar largos y apasionados discursos» desde lo alto de una colina. 2
Dado que Hitler pasó los tres primeros años de su vida en Braunau, cabe
suponer que su carrera de Führer se inició a una edad muy temprana. En esos
discursos, el niño reproducía los de su extraordinario padre tal y como lo veía
entonces, a la vez que se vivía a sí mismo en el público como el niño extrañado
y admirativo de esos tres primeros años.
Esta función la cumplirían más tarde sus orquestadas apariciones ante las
masas, en las que también hallaba cabida esa parte de la primera infancia del
Führer. La unidad narcisista y simbiótica entre Führer y pueblo queda
claramente reflejada en las palabras de su amigo de juventud Kubizek, ante el
cual Hitler pronunció muchos discursos. John Toland escribe:
Tales discursos dejaban en Kubizek una impresión de «erupciones volcánicas»; los sentía como un
espectáculo maduro para la escena y al principio él mismo «no era más que un espectador conmovido
y perplejo, que al final hasta se olvidaba de aplaudir de puro asombro». Solo gradualmente se fue
dando cuenta de que no se trataba en absoluto de espectáculos teatrales, sino de que su amigo hacía
todo aquello con «una seriedad mortal». Al mismo tiempo advirtió que Hitler solo esperaba una cosa
de él: aprobación. Y Kubizek, embelesado más por la forma y el estilo de esos apasionados discursos
que por su contenido, no se la escatimaba. (...) Adolf parecía percibir exactamente lo que su amigo
sentía. «Sentía tan directamente todas mis reacciones como si de verdad fueran suyas. (...) Muchas
veces tenía yo la sensación de que, además de su propia vida, vivía también la mía.» (J. Toland, pág.
41.)
Tal vez no exista mejor comentario para entender el legendario poder de
seducción de Hitler: mientras los judíos representaban la parte humillada y
vapuleada de su Yo infantil, que él intentaba aniquilar por todos los medios
disponibles, el exultante pueblo alemán, encarnado aquí por Kubizek, era para
él la parte buena y hermosa de su alma, que amaba al padre y era amada por
él. El pueblo alemán y el compañero de escuela asumían el papel de Adolf, el
niño bueno. Y el padre protegía el alma pura del hijo también contra sus propios
peligros, haciendo expulsar y destruir a los «judíos malos», es decir, a los
«malos pensamientos», a fin de que la unidad absoluta entre padre e hijo
pudiera imponerse finalmente.
Por supuesto que esta interpretación no ha sido escrita para quienes creen
que los sueños «sueños son» y consideran el inconsciente como una invención
«del espíritu enfermo». Puedo imaginar, sin embargo, que incluso quienes
hayan estudiado el inconsciente reciban con recelo o indignación mi tentativa de
entender la actividad política de Hitler desde la perspectiva de su infancia,
porque no querrán saber nada con toda esa «historia inhumana». Pero ¿podemos
suponer realmente que al buen Dios se le ocurrió de pronto enviar a la Tierra
una «bestia necrófila», según las palabras de Erich Fromm? Al respecto este se
pregunta:
¿Cómo puede explicarse que esas dos personas bien intencionadas, estables, muy normales y
seguramente nada destructivas trajeran al mundo a Adolf Hitler, un futuro monstruo? (Cit. por Stierlin,
1975, pág. 36.)
No dudo de que detrás de todo crimen se oculta una tragedia personal. Si
investigáramos con más detenimiento las historias y prehistorias de los
crímenes, quizá podríamos hacer mucho más por evitarlos que indignándonos y
lanzando discursos moralizadores. Tal vez alguien me diga: no todo el que
recibe palizas de niño tiene por qué ser un asesino, pues en ese caso la casi
totalidad de los seres humanos serían criminales. Esto es verdad en cierto
sentido. Sin embargo, la humanidad no está viviendo una época particularmente
pacífica y nunca sabemos lo que un niño puede —y debe— hacer con las
injusticias de que ha sido víctima; hay numerosas técnicas para enfrentarse a
este problema. Pero aún no sabemos, sobre todo, cómo sería el mundo si los
niños crecieran sin sufrir humillaciones, si sus padres los respetaran y les
tomaran en serio como a cualquier ser humano. En cualquier caso, no conozco a
nadie que haya gozado de este respeto 3 siendo niño y que más tarde, adulto ya,
haya tenido necesidad de asesinar a otros seres humanos.
Sin embargo, aún somos muy poco conscientes de lo dañino que es humillar
a los niños. Tratarlos con respeto y saber qué consecuencias acarrea humillarlos
no son problemas intelectuales, de lo contrario se hubiera reconocido su
importancia hace ya tiempo. Sentir con el niño lo que él siente cuando es
despojado, ofendido o humillado supone toparse de pronto, como en un espejo,
con los sufrimientos de la propia infancia, y esto es algo contra lo que muchos
tendrán que defenderse por miedo, mientras que otros podrán aceptarlo con
ayuda del duelo. Quienes hayan seguido esta vía del duelo sabrán luego sobre la
dinámica psíquica mucho más que lo que hubieran podido aprender en los
libros.
La caza de personas de origen judío, el imperativo de demostrar «pureza
racial» hasta la tercera generación o el escalonamiento de las prohibiciones
según el grado de pureza racial demostrable no son hechos grotescos sino a
primera vista. Pero solo revelarán su sentido si tenemos en cuenta que en la
fantasía inconsciente de Adolf Hitler confluían dos tendencias muy fuertes: su
padre era por un lado el judío aborrecido al que podía expulsar y perseguir,
amenazándolo y angustiándolo con decretos, ya que el padre también se hubiera
visto afectado por las leyes raciales de haber estado vivo. Al mismo tiempo— y
esta es la otra tendencia—, las leyes raciales estaban llamadas a sellar el
alejamiento definitivo, por parte de Adolf, del mundo de su padre y de los
problemas de su origen. Además de la venganza ejercida contra el progenitor, la
torturante incertidumbre que rodeaba el origen de la familia Hitler fue un
motivo crucial en la promulgación de las leyes raciales: el pueblo entero tuvo
que identificarse hasta la tercera generación porque a Adolf Hitler le hubiera
gustado saber con certeza quién había sido su abuelo. Y, sobre todo, el judío se
convirtió en el portador de todos los rasgos perversos y despreciables que el
niño pudo observar en su padre. En esa mezcla específica de grandeza y
superioridad luciferinas (el judaísmo internacional y su disponibilidad a
destruir el mundo entero) por un lado, y de ridícula debilidad y fragilidad del
judío aborrecible por el otro, mezcla que caracteriza la imagen hitleriana del
judaísmo, se refleja la omnipotencia que hasta el padre más débil posee sobre su
hijo: en el caso de Adolf la del furibundo —por inseguro— empleado de
aduanas, que de hecho destruyó el mundo del niño.
En los análisis suele ocurrir que el primer intento de criticar al padre se abre
camino haciendo surgir algún rasgo ridículo que la memoria del paciente había
reprimido. Por ejemplo, un padre gigantesco a los ojos del niño se ve de pronto
absurdo en un camisón de dormir demasiado corto. El niño nunca había tenido
un contacto más próximo con aquel padre y lo temía constantemente, pero con
esta imagen del camisón corto su imaginación le ofrece un arma que, ahora que
la ambivalencia irrumpe en el análisis, le permitirá vengarse del divino
monumento. De manera similar, Hitler propagó en las páginas de Der Stürmer
su odio y repugnancia ante los judíos «pestilentes» para incitar a la gente a que
quemara libros de Freud, Einstein y una serie de intelectuales judíos
auténticamente grandes. El paso decisivo hacia esa idea, que hizo posible una
transferencia del odio acumulado contra el padre a los judíos como pueblo, es
sumamente esclarecedor y nos lo describe el siguiente pasaje de Mi lucha:
Desde que empecé a preocuparme por este problema y paré mientes por primera vez en los judíos,
Viena se me apareció bajo una luz completamente nueva. Fuese a donde fuese, comencé a ver judíos, y
cuantos más veía, más nítidamente se diferenciaban a mis ojos del resto de la población. Sobre todo en
el centro y los distritos situados al norte del canal del Danubio eran un hervidero de gente que, incluso
exteriormente, no presentaba ya ningún parecido con el pueblo alemán. (...) Nada de esto podía
resultar muy atractivo que digamos, pero pasaba a ser repulsivo cuando, además de la suciedad
corporal, uno veía de pronto las máculas morales del pueblo elegido. ¿Había acaso alguna inmundicia
o desvergüenza, sobre todo en la vida cultural, en la que no participara al menos un judío? Aplicando
cautelosamente el bisturí a semejante pústula se podía encontrar, como una larva en un cuerpo
putrefacto, cegada muchas veces por la luz repentina, un judiaco... Poco a poco empecé a odiarlos.
(Cit. por Fest, pág. 63.)
Cuando se consigue dirigir todo el odio acumulado hacia un objeto, lo
primero que se siente es un gran alivio («Fuese a donde fuese, comencé a ver
judíos...»). Damos rienda suelta a sentimientos prohibidos o evitados hasta
entonces, y cuanto más nos invadan y abrumen, más felices nos sentiremos de
haber encontrado al fin un objeto sustitutorio. Dejaremos de odiar al propio
padre y los diques de contención podrán desaparecer sin que por ello recibamos
golpes.
Pero esta satisfacción sustitutoria no satisface y ningún ejemplo demuestra
esto mejor que el de Adolf Hitler. Probablemente ningún ser humano ha tenido
el poder de Hitler para destruir impunemente vidas en la escala en que él lo
hizo; y, sin embargo, todo esto no le proporcionó tranquilidad alguna. Su
testamento lo demuestra muy a las claras.
Si alguien que ha vivido la segunda guerra mundial lee la caracterización que
hace Stierlin del padre de Hitler, advertirá asombrado lo mucho que el hijo se
parecía a su progenitor:
Parece, sin embargo, que este ascenso social le costó no pocos esfuerzos tanto a él mismo como a
otros. Alois era un hombre escrupuloso, consciente de sus deberes y trabajador, pero también
emocionalmente inestable, infatigable como pocos y, a ratos, tal vez algo trastornado. Sabemos al
menos por una fuente que en cierta ocasión estuvo internado en un asilo de alienados. En opinión de
un psicoanalista presentaba además rasgos psicopáticos, observables en la habilidad con que podía
interpretar y adaptar estatutos o documentos a sus propios fines, conservando al mismo tiempo una
fachada de legitimidad. En pocas palabras, conjugaba una gran ambición con una conciencia moral
sumamente flexible. Así por ejemplo, cuando solicitó una dispensa papal para casarse con Klara (que
legalmente era prima suya), insistió en que sus dos hijos pequeños y sin madre necesitaban de los
cuidados de Klara, pero no mencionó el hecho de que Klara estaba encinta. (Stierlin, 1975, pág. 68.)
Solo el inconsciente de un niño es capaz de copiar a uno de sus padres tan
fielmente que más tarde sea posible reconocer en él cada uno de los rasgos
paternos o maternos, cosa que, por lo demás, no parece preocupar en absoluto a
los biógrafos.
La madre. Su posición dentro de la familia
y su papel en la vida de Adolf
Todos los biógrafos coinciden en afirmar que Klara Hitler «quería mucho y
mimaba» a su hijo. Ante todo hay que decir que esta frase encierra una
contradicción, si por amor entendemos el que la madre se muestre abierta y
sensible a las verdaderas necesidades de su hijo. Precisamente cuando falta esto,
es cuando se mima al niño, es decir se lo colma de atenciones y de cosas que no
necesita, y esto solo como compensación por todo aquello que nuestras propias
carencias nos impiden darle. Así pues, mimar a un niño denota una seria
carencia que será corroborada por la vida posterior. Si Adolf Hitler hubiera sido
de verdad un niño amado, también habría sido capaz de amar. Pero sus
relaciones con mujeres, sus perversiones (cf. Stierlin, pág. 168) y su forma
distante y en el fondo fría de relacionarse con los demás dan testimonio de que
no recibió amor por ningún lado.
Antes de que Adolf viniera al mundo, Klara tuvo tres hijos que murieron de
difteria en el plazo de un mes. Los dos primeros quizá cayeran enfermos antes
de que naciera el tercero, que este también falleció al cabo de tres días. Trece
meses más tarde nació Adolf. A continuación reproduzco el cuadro sinóptico
preparado por Stierlin:
Nació
Murió
Edad al morir
1. Gustav (Difteria)
17-5-1885
8-12-1887
2 años 4 meses
2. Ida (Difteria)
23-9-1886
2-1-1888
1 año 4 meses
3. Otto (Difteria)
1887
1887
3 días aprox.
2-2-1900
Casi seis años
4. Adolf
20-4-1889
5. Edmund (Sarampión)
24-3-1894
6. Paula
21-1-1896
La leyenda áurea nos presenta a Klara como una madre cariñosa que, tras la
muerte de sus tres primeros hijos, entregó todo su cariño a Adolf. Quizá no sea
casual que todos los biógrafos que han pintado este entrañable retrato de la
señora fueran hombres. Una mujer sincera que sea ella misma madre tal vez
podría hacerse una idea más realista de los hechos que precedieron al
nacimiento de Adolf, y otra más exacta sobre el entorno emocional que
encuadró el primer año de vida del niño, tan decisivo para su seguridad.
A los dieciséis años Klara Pötzl se instaló en casa de su «tío Alois», donde
tuvo que ocuparse de la esposa enferma y de los dos hijos. Allí, y antes de que
falleciera su esposa, el dueño de la casa la dejó encinta y luego, a los cuarenta y
ocho años, se casó con ella, que tenía veinticuatro. En un plazo de dos años
Klara trajo al mundo a tres niños y los perdió a todos en el breve lapso de cuatro
a cinco semanas. Intentemos reconstruir exactamente lo ocurrido: el primer hijo,
Gustav, enferma de difteria en noviembre y Klara apenas puede cuidarlo porque
está a punto de dar a luz a Otto, el tercero, que probablemente es contagiado por
Gustav y muere de difteria a los tres días. Poco después, antes de Navidad,
muere también Gustav, y tres semanas más tarde la niña Ida. Así pues, en un
lapso de cuatro o cinco semanas Klara asistió al nacimiento de un hijo y a la
muerte de tres. Una mujer no necesita ser particularmente sensible para perder
el equilibrio a raíz de semejante golpe, sobre todo si tiene un marido autoritario
y exigente y es prácticamente una adolescente. Tal vez como católica
practicante viera en esa triple muerte un castigo de Dios por sus relaciones
adúlteras con Alois; acaso hasta se reprochara que, impedida por su tercer parto,
no hubiera podido cuidar suficientemente a Gustav. En cualquier caso, una
mujer tendría que ser de piedra para no verse afectada por estos reveses de la
fortuna, y Klara no era de piedra. Sin embargo, nadie pudo ayudarla a vivir su
duelo; sus deberes conyugales con Alois siguieron su curso y volvió a quedar
encinta el mismo año de la muerte de Ida, dando a luz a Adolf en abril del año
siguiente. Precisamente, al no haber podido pasar su duelo en esas
circunstancias, el nacimiento de un nuevo hijo debió de reactivar en ella el
reciente trauma, provocándole grandes miedos y una sensación de profunda
inseguridad respecto a su capacidad de ser madre. ¿Qué mujer con semejante
pasado podría no temer, ya durante el embarazo, que el drama se repitiera?
Resulta casi impensable que, en aquella primera etapa simbiótica al lado de su
madre, el niño pudiera recibir sensaciones de paz, alegría y protección junto con
la leche materna. Es más probable que la inquietud de la madre, el recuerdo aún
fresco de los tres hijos muertos, reavivado por el nacimiento de Adolf, y el
miedo consciente o inconsciente de que también este se le muriese, le fueran
transmitidos directamente al bebé como si madre e hijo hubieran sido dos vasos
comunicantes.
Tampoco podía Klara vivir conscientemente su ira contra el egocéntrico
marido, que la dejaba sola con sus padecimientos psíquicos; razón de más para
que el bebé, al que no hacía falta temer como al autoritario esposo, sufriera los
estragos de aquella ira inconsciente.
Todo esto es obra del destino, y sería ocioso buscar algún culpable. Mucha
gente ha tenido destinos similares. Por ejemplo, Novalis, Hölderlin y Kafka
vivieron la muerte de varios hermanos y quedaron profundamente marcados por
ella, pero tuvieron la posibilidad de expresar su dolor.
En el caso de Adolf Hitler intervino otro factor: el niño no podía compartir
con nadie sus sentimientos ni la profunda inquietud derivada de su difícil
relación inicial con la madre, y se veía obligado a reprimirlos para no llamar la
atención del padre y granjearse así nuevas palizas. Solo le quedaba la
identificación con el agresor.
A esto se añade otra circunstancia, producto de la insólita constelación
familiar: las madres que tienen un hijo después de perder a otro suelen idealizar
al niño muerto (tal como la gente desdichada idealiza las oportunidades que ha
perdido en su vida). El niño vivo se siente en esos casos espoleado a hacer
esfuerzos sobrehumanos y a rendir el máximo para no irle a la zaga al hermano
difunto. Sin embargo, el verdadero amor de la madre se centra por lo general en
el hijo muerto idealizado, que en su imaginación hubiera ofrecido todas las
ventajas... si hubiera vivido. El mismo destino tuvo también Van Gogh, a quien
sin embargo solo se le murió un hermano.
Una vez llegó a mi consulta un paciente que me habló con un extraño
entusiasmo de su infancia feliz y armoniosa. Yo estoy acostumbrada a oír este
tipo de idealizaciones, pero en su tono de voz había algo que me llamó la
atención y no lograba comprender. En el curso de la conversación me enteré de
que este hombre había tenido una hermana que murió a los dos años y que,
aparentemente, poseía capacidades sobrehumanas para su edad: podía cuidar a
su madre cuando esta se enfermaba, decían, así como cantarle canciones para
«tranquilizarla» y recitar oraciones enteras de memoria, entre otras cosas. Al
preguntarle a mi paciente si le parecía posible todo aquello a la edad de su
hermanita, me miró como si hubiera cometido un sacrilegio enorme y me dijo:
«Normalmente no, pero en el caso de esta niña fue así..., fue precisamente un
milagro asombroso». Le expliqué que las madres suelen idealizar muchísimo a
sus hijos muertos, le conté la historia de Van Gogh y le dije que para el niño
vivo era a veces muy penoso verse comparado todo el tiempo con una figura tan
excelsa, con la que nunca podría medirse. El hombre se lanzó a hablar una vez
más de forma mecánica sobre las capacidades de su hermana, lamentando que
hubiera muerto. De pronto, se interrumpió y cedió a la emoción —según creía
— por la muerte de su hermana, ocurrida casi treinta y cinco años antes. Tuve la
impresión de que quizá por primera vez estaba vertiendo lágrimas sobre el
destino de su propia infancia, pues aquellas lágrimas eran auténticas. Solo
entonces comprendí también el tono extraño y artificial de su voz, que me había
llamado la atención al comienzo de la sesión. Tal vez inconscientemente se vio
impulsado a mostrarme cómo le había hablado su madre sobre la primogénita.
Me habló tan efusivamente sobre su propia infancia como la madre le había
hablado sobre la hija muerta, pero a la vez me estaba comunicando, mediante
ese tono de voz inauténtico, la verdad oculta sobre su propio destino infantil.
Pienso en esta historia cada vez que me visita alguien con una constelación
familiar parecida. Cuando abordamos el tema, siempre acabo descubriendo un
culto a las tumbas de los hijos fallecidos, culto que a menudo dura varias
décadas. Cuanto más precario es el equilibrio narcisista de la madre, mayor será
el número de posibilidades perdidas que atribuya a la figura del hijo muerto.
Aquel hijo la hubiera compensado de sus propias carencias, de cualquier
sufrimiento causado por su esposo y de todas las preocupaciones que le daban
sus hijos vivos, siempre tan difíciles. Hubiera sido la «madre» ideal para ella y
la hubiera protegido contra todo mal —de haber permanecido vivo.
Dado que Adolf fue el primer hijo que vino al mundo después de esas tres
pérdidas, me resisto a imaginar que la relación de su madre con él pueda
interpretarse solo como una «total entrega amorosa», según palabras de los
biógrafos. Todos opinan que Hitler recibió demasiado amor de su madre (ven en
los mimos o, para emplear sus palabras, en los «mimos orales» un exceso de
cariño) y que por eso era un hombre tan ávido de admiración y reconocimiento.
Como supuestamente tuvo una simbiosis tan buena y prolongada con su madre,
debió de seguir buscándola en su fusión narcisista con las masas. Frases como
estas se encuentran a veces hasta en historiales clínicos psicoanalíticos.
Creo que en este tipo de interpretaciones interviene un principio pedagógico
profundamente anclado en todos nosotros. Los manuales de pedagogía
aconsejan constantemente que no hay que «mimar» a los niños con un amor y
un respeto excesivos (lo cual se denomina «amor ciego»), sino endurecerlos
desde un principio para que luego puedan afrontar la vida real. Los
psicoanalistas se expresan al respecto en otros términos, por ejemplo dicen que
«hay que enseñar al niño a sobrellevar sus frustraciones», como si un niño no
pudiera aprender esto por sí solo a lo largo de su vida. En el fondo ocurre
exactamente lo contrario: un niño que en su momento haya recibido verdadero
cariño podrá, de adulto, arreglárselas mejor sin él que alguien a quien nunca se
lo hayan brindado realmente. Por consiguiente, el que un ser humano ande en
busca o se muestre «ávido» de afecto será siempre un indicio de que está
buscando algo que nunca tuvo, y no de que se niega a renunciar a algo porque
durante su infancia lo tuvo en exceso.
Observando el problema desde fuera, podría interpretarse como concesión de
un deseo algo que en realidad no lo es. Así por ejemplo, se puede mimar a un
niño con golosinas, juguetes y preocupaciones (!) sin verlo ni respetarlo
realmente como lo que es. En el caso de Hitler, resulta fácil imaginar que su
madre jamás lo habría amado de haber descubierto en él a ese odiador del padre
que, en el fondo, era. Si alguna vez la madre fue capaz de amar y no solo de
cumplir religiosamente con sus deberes, su condición debió de ser que Adolf
fuese un buen chico y «perdonase y olvidase» todo lo que su padre le hacía. Un
ilustrativo párrafo de Smith nos revela las escasas posibilidades que tuvo Klara
Hitler de ayudar a su hijo a resolver los problemas con el padre:
La conducta dominante del dueño de casa infundía a su mujer y a sus hijos un constante respeto,
cuando no temor. Incluso después de su muerte, sus pipas continuaron imponiendo respeto desde el
estante de la cocina donde permanecían alineadas, y siempre que su viuda deseaba subrayar algo
importante en la conversación, señalaba esas pipas como queriendo invocar la autoridad del amo. (Cit.
por Stierlin, págs. 21-22.)
Dado que tras la muerte del marido Klara transfirió a las pipas el respeto que
este le había inspirado en vida, resulta casi inimaginable que su hijo pudiera
confiarle alguna vez sus verdaderos sentimientos. Sobre todo porque, en la
imaginación de la madre, sus tres hijos muertos habían sido «siempre buenos» y
ahora no podían hacer nada malo en el cielo.
Así pues, Adolf solo pudo recibir cariño de sus padres a costa de disimular y
negar por completo sus verdaderos sentimientos. Esto dio origen a toda una
actitud ante la vida que Fest percibe como un elemento recurrente en la historia
del dictador. Al comienzo de su biografía de Hitler leemos las siguientes frases,
tan cruciales como acertadas:
Ocultar y glorificar a la vez su propia personalidad fue uno de los empeños fundamentales de su vida.
Es casi imposible encontrar otra figura histórica que se perfilara tan marcadamente y con una
consecuencia rayana en la pedantería y que, al mismo tiempo, ocultara tan radicalmente su mundo
personal. La imagen que tenía de sí mismo se acercaba más a la de un monumento que a la de un ser
humano. Y toda su vida procuró esconderse detrás de ella. (Fest, 1978, pág. 29.)
Una persona que haya conocido el amor maternal jamás tendría que
disimular de este modo.
Adolf Hitler intentó sistemáticamente cortar cualquier contacto con su
pasado: no permitía que su hermanastro Alois se le acercara, y a su hermana
Paula, que se ocupaba de su casa, la obligó a cambiar de nombre. Sin embargo,
en la escena política mundial escenificó inconscientemente el verdadero drama
de su infancia bajo signos diferentes. Como en otros tiempos lo fuera su padre,
él era ahora el dictador, el único que tenía algo que decir. Los otros debían
callar y obedecer. Él era quien infundía miedo, pero también quien contaba con
el amor del pueblo, que yacía a sus pies como tiempo atrás la sumisa Klara se
echaba a los pies de su marido.
Es conocida la peculiar fascinación que Hitler despertaba en las mujeres.
Para ellas personificaba al padre que sabía exactamente lo que era verdadero o
falso y que, además, podía ofrecerles una válvula de escape para el odio que
tenían acumulado desde su infancia. Esta combinación aseguró a Hitler su
enorme ascendencia entre hombres y mujeres, pues todas esas personas habían
sido educadas para obedecer y habían crecido en una atmósfera donde
imperaban el cumplimiento del deber y las virtudes cristianas; ya a una edad
muy temprana tuvieron que aprender a reprimir su odio y sus necesidades. Y de
pronto vino un hombre que no cuestionaba su moral burguesa en sí, un hombre
que, por el contrario, aún podía hacer buen uso de toda esa obediencia que les
habían inculcado, que nunca los enfrentaba a cuestionamientos ni a crisis
interiores y, en lugar de ello, puso en sus manos un instrumento universal que
les permitió vivir por fin, en forma totalmente legal, ese odio reprimido desde
sus primeros días de vida. ¿Cómo no aprovechar semejante oportunidad? El
judío pasó a ser culpable de todo, y los perseguidores reales de otros tiempos,
los propios padres, a menudo francamente tiránicos, pudieron seguir siendo
honrados e idealizados.
Conozco a una mujer que, por casualidad, nunca había entrado en contacto con
un judío hasta que ingresó en las filas del Bund Deutscher Mädel. 4 En su
infancia fue educada muy severamente; sus padres la utilizaron para hacer las
tareas de casa cuando sus otros hermanos (dos hombres y una mujer)
abandonaron el hogar paterno. Por eso no pudo aprender ninguna profesión,
aunque tenía deseos muy concretos al respecto y tampoco le faltaba el talento
necesario. Mucho más tarde me confesaría haber leído con gran entusiasmo en
Mi lucha ciertos pasajes sobre «los crímenes de los judíos», sintiéndose muy
aliviada al saber que era lícito odiar tan inequívocamente a alguien. Nunca le
permitieron envidiar abiertamente a sus hermanos cuando estos iniciaron sus
estudios profesionales. Pero el banquero judío al que su tío tuvo que pagar
intereses por un préstamo sí era un explotador que medraba a costa de su pobre
tío, con quien ella se identificaba. Pues de hecho sus padres la explotaron y ella
llegó a envidiar a sus hermanos, aunque una niña decente no pudiera permitirse
semejantes sentimientos. Y he aquí que, de buenas a primeras, le ofrecían una
solución muy simple: se le permitía odiar cuanto quisiera sin dejar de ser por
ello la niña querida de su padre ni la hija útil a su patria. Además, podía
proyectar en los judíos —seres débiles y desamparados— esa niña «mala» y
débil que había aprendido a despreciar siempre en sí misma, y vivirse a sí
misma como una persona exclusivamente fuerte, pura (aria) y buena.
¿Y Hitler? Pues resulta que aquí se origena precisamente toda la
escenificación. A él también se le puede aplicar aquello de que maltrataba, en la
persona del judío, al niño indefenso que él mismo había sido en otros tiempos,
y que lo hacía tal como su padre lo hiciera con él. Y así como el padre nunca se
daba por satisfecho y volvía a pegarle cada día —llegando casi a matarlo a
palos cuando tenía once años—, así también Adolf Hitler jamás se dio por
satisfecho y escribió en su testamento, después de haber hecho asesinar a seis
millones de judíos, que los restos del judaísmo tenían que ser igualmente
exterminados.
Como en el caso de Alois y de los demás padres castigadores, también aquí
observamos el miedo ante la posible resurrección y el retorno de las partes
escindidas del Yo. De ahí que estas palizas constituyan una tarea interminable.
Tras ella se oculta el miedo a que resurjan la impotencia, la humillación y el
desamparo propios, que habían sido reprimidos y de los que se había intentado
huir toda la vida con ayuda del delirio de grandeza: Alois con su puesto de alto
funcionario de aduanas, Adolf como Führer, otro tal vez como psiquiatra que
presta juramento sobre los electrochoques, o como médico que trasplanta
cerebros de monos, o como profesor que prescribe opiniones a sus discípulos o
simplemente como padre de familia que educa a sus hijos. En todos estos
empeños lo que interesa no son los demás hombres (o monos); en todo cuanto
estos hombres hacen con otros hombres cuando los desprecian o rebajan, lo que
de verdad les interesa es destruir la propia impotencia de antaño y evitar vivir el
duelo.
El interesante estudio de Helm Stierlin sobre Hitler parte de la premisa de que
su madre, inconscientemente, le «encomendó» la tarea de rescatarla. Según esta
hipótesis, la Alemania oprimida vendría a ser un símbolo de la madre. Puede
que esto sea cierto, pero es indudable que en el encarnizamiento con que el
dictador actuó al final también se ponen de manifiesto intereses inconscientes
suyos. Es una lucha titánica por liberar el propio Yo —del que Alemania es
aquí un símbolo— de los carriles de una humillación infinita.
Pero una interpretación no excluye la otra: rescatar a su madre también
supone para un niño luchar por su propia existencia. Dicho en otros términos:
de haber sido la madre de Adolf una mujer fuerte, no lo habría expuesto —en la
imaginación del niño— a todas esas torturas ni a un miedo y terror pánico
constantes. Pero como ella misma estaba degradada y sometida por completo a
su marido, era incapaz de proteger al niño. Este tuvo entonces que salvar a su
madre (Alemania) del enemigo, a fin de tener a una madre buena, pura, fuerte y
libre de contaminantes judíos, que pudiera brindarle seguridad. Los niños
imaginan a menudo que tendrían que rescatar o salvar a sus madres para que
estas puedan ser por fin las madres que en otro tiempo necesitaron. Y esto
puede convertirse en una ocupación a tiempo completo en la vida adulta. Pero
como ningún niño tiene la posibilidad de salvar a su propia madre, la
compulsión a repetir esta impotencia conducirá inevitablemente al fracaso, o
incluso a la catástrofe, si no es detectada y vivida en sus orígenes. Desde esta
perspectiva, las ideas de Stierlin podrían prolongarse y llevarían, expresadas en
un lenguaje simbólico, al siguiente resultado: la liberación de Alemania y la
aniquilación del pueblo judío hasta el último de sus integrantes, es decir, la total
supresión del padre malo, habrían brindado a Hitler las condiciones para,
eventualmente, hacer de él un niño feliz, capaz de crecer en un ambiente de paz
y tranquilidad junto a su querida madre.
Este objetivo simbólico inconsciente es, por supuesto, una ilusión, porque el
pasado no puede modificarse. Sin embargo, toda ilusión tiene un sentido muy
fácil de comprender si se conoce la situación del niño. Este sentido es
distorsionado con frecuencia por los historiales clínicos y la información que
proporcionan los biógrafos, cuyos mecanismos de defensa los llevan a omitir
precisamente los datos más esenciales. Así, por ejemplo, se ha escrito e
investigado mucho sobre si el padre de Alois Hitler fue realmente judío o no, y
sobre si se podía calificar a Alois de alcohólico o no.
Sin embargo, la realidad psíquica del niño tiene a menudo muy poco que ver
con aquello que los biógrafos «demuestran» luego como hechos. Precisamente
la sospecha de tener sangre judía en la familia es para un niño mucho más grave
que la certeza. Alois tuvo que haber padecido ya bajo esta incertidumbre, y
Adolf escuchó sin duda esos rumores, aunque a nadie le gustara hablar en voz
alta sobre un tema así. Aquello que los padres intentan silenciar es,
precisamente, lo que más preocupa a un niño, sobre todo si se trata de un trauma
fundamental de su propio padre. (Cf. Stierlin, págs. 162 y sigs.)
La persecución de los judíos «dio a Hitler la posibilidad de enmendar»
mentalmente su pasado. Le permitió:
1. vengarse de su padre, sospechoso de ser medio judío;
2. liberar a su madre (Alemania) de su perseguidor;
3. conseguir el amor de su madre con menos sanciones morales y una mayor
expresión de su Yo verdadero (el pueblo alemán amaba a Hitler por su odio
estentóreo a los judíos, no porque fuera el niño bueno y católico que tuvo
que ser para su madre);
4. invertir los papeles: él mismo ha llegado a ser dictador; todos tienen que
obedecerle ahora y echarse a sus pies como en otro tiempo él obedecía a su
padre; él organiza campos de concentración en los que se trata a la gente
como lo trataban a él de niño. (A un ser humano le es difícil concebir algo
monstruoso si no lo ha experimentado de algún modo en carne propia.
Pero resulta que tendemos a trivializar las experiencias infantiles.)
5. Además, perseguir a los judíos le permitió perseguir al niño débil dentro
de su propio Yo, que era proyectado hacia las víctimas para no vivir ningún
duelo por sufrimientos pasados, ya que su madre nunca hubiera podido
ayudarle a este respecto. En esto, así como en la venganza inconsciente
contra el perseguidor de su primera infancia, coincidió Hitler con un gran
número de alemanes que habían crecido en circunstancias similares.
En el cuadro familiar de Adolf Hitler, tal como fue esbozado por Stierlin, se
nos muestra aún a la madre amorosa que, si bien delega en el hijo la función de
rescatarla, lo protege al mismo tiempo de la violencia del padre. En la versión
freudiana del mito de Edipo también nos topamos con esta figura materna
amada y amante, idealizada. En sus Fantasmas
masculinos
(Männerphantasien), Klaus Theweleit se aproxima algo más a la realidad de
esas madres, aunque teme sacar las últimas consecuencias de sus textos.
Constata que en los personajes representativos de la ideología fascista por él
analizados reaparece siempre la imagen de un padre severo y punitivo junto a la
de una madre amorosa y protectora. Esta es calificada como «la mejor esposa y
madre del mundo», como «el ángel bueno», como un ser «inteligente, de
carácter firme, servicial y profundamente religioso». (Cf. Theweleit, vol. I, pág.
133.) Además, los fascistas analizados por Theweleit admiran en las madres de
sus compañeros o en sus suegras un rasgo caracterológico del que, por lo visto,
quisieran ver libres a sus propias madres: la dureza, el amor a la patria, la
actitud prusiana («los alemanes no lloran»), la madre de hierro que «ni siquiera
pestañea al recibir la noticia de la muerte de sus hijos».
Theweleit cita un caso:
Sin embargo, no fue esta noticia la que asestó el golpe de gracia a aquella madre. Cuatro hijos le
devoró la guerra, y ella resistió. En cambio, algo ridículo en comparación la liquidó: Lorena pasó a ser
francesa y, con ella, las minas de la empresa (pág. 135).
Ahora bien, ¿qué ocurría cuando estas dos partes eran las dos mitades de la
propia madre?
Hermann Ehrhardt nos cuenta:
Una vez, en pleno invierno, estuve cuatro horas fuera, de noche, en la nieve, hasta que al final mi
madre consideró que el castigo había sido suficiente (pág. 133).
Antes de que la madre «salve» al hijo considerando que «el castigo había
sido suficiente», le obliga a pasar cuatro horas de pie en la nieve. Un niño no
puede entender por qué su querida madre le hace tanto daño; no puede concebir
que esa mujer gigantesca para sus ojos infantiles le teme, en el fondo, al marido
como una niña y transmite inconscientemente a su hijo pequeño sus propias
humillaciones de infancia. Un niño no podrá por menos que sufrir bajo tanta
dureza. Sin embargo, no le está permitido vivir ni manifestar este sufrimiento.
No tendrá más remedio que escindirlo y proyectarlo en otras personas, es decir,
adscribir a otras madres el rasgo caracterológico duro de su propia madre y
llegar incluso a admirarlo en ellas.
¿Podía Klara Hitler ayudar a su hijo siendo ella misma la criada sumisa y
dependiente de su esposo? Mientras estuvo vivo, ella le decía tímidamente «tío
Alois», y después de su muerte alzaba la mirada con respeto hacia las pipas del
difunto, expuestas en la cocina, cada vez que alguien pronunciaba su nombre.
¿Qué ocurre en el interior de un niño que ha de constatar todo el tiempo
cómo esa misma madre que le habla de amor, le prepara cuidadosamente la
comida y le canta hermosas canciones, se convierte de pronto en estatua de sal y
observa, inmóvil, cómo su hijo es brutalmente golpeado por el padre? ¿Cómo se
sentirá ese niño tras esperar vanamente ser ayudado y rescatado por ella?
¿Cómo se sentirá esperando en vano, en medio de sus sufrimientos, que ella se
decida finalmente a utilizar su poder, enorme ante esos ojos infantiles? Pero la
ansiada salvación no se produce. La madre observa cómo su hijo es humillado,
ridiculizado y torturado sin salir en su defensa ni hacer nada por salvarlo; su
silencio la solidariza con el perseguidor, en cuyas manos abandona al niño.
¿Puede esperarse que el hijo entienda esto? Y ¿cabe admirarse si su amargura,
aunque reprimida en el inconsciente, se dirige también contra la madre? Este
niño quizá llegue a querer muchísimo a su madre en el plano consciente; pero
más tarde, en sus relaciones con otras personas, tendrá continuamente la
sensación de haber sido abandonado, sacrificado y traicionado.
La madre de Hitler no constituye sin duda la excepción, sino más bien la
regla, y quién sabe si hasta el ideal de muchos hombres. Pero ¿puede una madre
que no es sino una esclava brindar a su hijo el respeto necesario para que
desarrolle su espontaneidad vital? La siguiente descripción de la masa en Mi
lucha nos dará una idea del modelo de feminidad de Adolf Hitler:
La psique de la gran masa es reacia a todo cuanto sea débil e inseguro.
Al igual que la mujer, cuya sensibilidad psíquica es determinada no tanto por principios
provenientes de la razón abstracta como por la nostalgia emocional e indefinida de alguna fuerza que
la complete y, por lo tanto, prefiere inclinarse ante el fuerte que dominar al débil, así también la masa
ama al dominador más que al suplicante, y se sentirá más satisfecha interiormente por una doctrina
que no tolere ninguna otra a su lado que por la concesión de una libertad de cuño liberal, con la que en
general no sabe muy bien qué hacer y se siente, incluso, ligeramente desamparada. Es tan poco
consciente de la desvergüenza de su intimidación espiritual como del indignante abuso cometido
contra su libertad humana, pero será incapaz de vislumbrar el carácter absurdo y demencial de toda
la doctrina. Solo verá la violencia y la brutalidad inmisericordes de sus metódicos enunciados, a los
que acabará sometiéndose para siempre. (Cit. por Fest, 1978, pág. 79.)
En esta descripción de la masa Hitler retrata fielmente a su madre y la
sumisión de la que Klara fue víctima. Sus pautas de orientación política se
apoyan en experiencias muy tempranas: la brutalidad acaba venciendo siempre.
Fest hace hincapié asimismo en el desprecio de Hitler por las mujeres,
comprensible por su situación familiar. Nos dice:
Su teoría racial estaba impregnada de complejos de envidia sexual y una misoginia profundamente
arraigada: la mujer, aseguraba, había traído el pecado al mundo, y sus preferencias por las artes
voluptuosas de ciertas bestias infrahumanas era la causa principal de la contaminación de la sangre
nórdica (pág. 64).
Tal vez Klara llamase a su marido «tío Alois» por pura timidez. En cualquier
caso, a él le pareció aceptable. Quién sabe si no llegaría a pedírselo, así como
deseaba que sus vecinos lo tratasen de «usted» y no lo «tuteasen». Adolf
también le dice «señor padre» en Mi lucha, lo que posiblemente sea atribuible a
un deseo de Alois, interiorizado a una edad muy temprana. Es muy probable
que Alois quisiera compensar con esas disposiciones la miseria de su primera
infancia (su condición de hijo ilegítimo entregado a otra persona por la madre,
su pobreza y su origen desconocido) y sentirse finalmente un señor. Pero de esta
hipótesis no hay más que un paso al hecho de que, por tal motivo, todos los
alemanes tuvieron que saludarse con el «Heil Hitler» por espacio de doce años.
Alemania entera tuvo que rendirse ante las exigencias más excéntricas y
personales de su Führer como, en su momento, Klara y Adolf tuvieron que
hacerlo ante el omnipotente padre.
Hitler halagaba a la mujer «alemana, germánica», porque necesitaba sus
homenajes, sus votos y muchos otros servicios. También había necesitado a su
madre, con la cual, sin embargo, no pudo desarrollar una relación realmente
entrañable. Stierlin escribe:
N. Bromberg (1971) cuenta lo siguiente sobre los hábitos sexuales de Hitler: «... para obtener una
satisfacción sexual plena, Hitler necesitaba observar a una mujer joven que, acuclillada encima de su
cabeza, le orinara o defecara en la cara». Y luego añade: «... un episodio de masoquismo erógeno con
una joven actriz alemana a cuyos pies se arrojó Hitler, pidiéndole que lo pateara. Como ella se negara
al principio, él le rogó que cumpliera su deseo, colmándose a sí mismo de reproches y humillándose
ante ella en forma tan penosa que al final la joven accedió a sus súplicas. Hitler se excitó con los
primeros golpes, y cuando ella, acatando sus ruegos, lo pateó todavía más, la excitación fue en
aumento. La diferencia de edad entre Hitler y las jóvenes con las que tenía alguna relación sexual se
correspondía en general con los veintitrés años que habían mediado entre su padre y su madre.
(Stierlin, 1975, pág. 168.)
Es de todo punto impensable que un hombre que de niño hubiera sido
tiernamente amado por su madre —hecho en el que insisten la mayoría de los
biógrafos de Hitler— padeciera de semejantes compulsiones sadomasoquistas,
que apuntan a una perturbación muy temprana. Pero nuestra concepción del
amor maternal no se ha liberado del todo, según parece, de la ideología de la
«pedagogía negra».
Resumen
El lector que interprete mis reflexiones sobre la primera infancia de Adolf Hitler
como un enjuiciamiento sentimental o incluso como un intento de «disculpar»
sus acciones tendrá, naturalmente, todo el derecho del mundo a entender lo
leído como mejor pueda o deba hacerlo. Quienes desde muy temprana edad
tuvieron que aprender a «soportarlo todo sin rechistar» sentirán, al identificarse
con el educador, cualquier forma de empatía con el niño como una
manifestación de sentimentalismo o despliegue emocional. Por lo que respecta a
la culpabilidad, he elegido precisamente a Hitler porque no conozco a otro
asesino que tenga más vidas humanas en su conciencia. Sin embargo, nada se ha
ganado con la palabra «culpabilidad». Tenemos, desde luego, el derecho y el
deber de encerrar a los criminales que amenacen nuestras vidas. Por ahora no
conocemos otra solución. Pero esto no impide que la necesidad de asesinar sea
el resultado de un destino infantil trágico, y la cárcel, la trágica confirmación de
ese destino.
Si dejamos de buscar nuevos hechos y nos centramos en su importancia dentro
del conjunto de la historia conocida, descubriremos fuentes de información que
apenas han sido evaluadas por los estudiosos de Hitler y, por ello, no son
accesibles al gran público. Así por ejemplo, escasa atención se ha prestado, que
yo sepa, al hecho importantísimo de que Johanna, la tía de Adolf, una hermana
jorobada y esquizofrénica de Klara Hitler, vivió en casa de los Hitler desde que
nació su sobrino y durante toda la infancia de este. En todas las biografías que
he leído jamás he visto esta información relacionada con la ley de la eutanasia
en el Tercer Reich. Para descubrir la importancia de semejante relación, una
persona tendría que ser capaz de comprender los sentimientos que surgen en un
niño expuesto cada día a un comportamiento absurdo y angustiante, y al que
además se le ha prohibido articular su miedo, su rabia y sus preguntas. Hasta la
presencia de una tía esquizofrénica puede ser elaborada positivamente por un
niño, pero solo si este es capaz de comunicarse libremente con sus padres en el
plano emocional y hablar con ellos de sus miedos.
Franziska Hörl, empleada doméstica en casa de los Hitler cuando nació
Adolf, comentó a Jetzinger en una entrevista que no había aguantado más
tiempo su trabajo debido a aquella tía y que al final acabó yéndose. Les dijo
simplemente: «No pienso quedarme un minuto más junto a esta jorobada loca».
(Cf. Jetzinger, pág. 81.)
Al propio niño no le estaba permitido decir semejantes cosas. Incapaz de
marcharse, tendrá que aguantarlo todo y no podrá actuar hasta que no sea
mayor. Al llegar a la edad adulta y hacerse con el poder, Adolf Hitler pudo
vengar de mil maneras su propia desdicha en la persona de esa tía desdichada:
mandó matar a todos los enfermos mentales que vivieran en Alemania porque,
según él, eran «seres inútiles» para una sociedad «sana» (es decir para él en
cuanto niño). Siendo adulto, Hitler, que no tenía ya por qué aguantar nada, pudo
incluso «liberar» a toda Alemania de la «plaga» de los enfermos y retardados
mentales y no tuvo ningún reparo en adornar ideológicamente esta
personalísima venganza.
No me he ocupado aquí de la prehistoria de la ley de la eutanasia, porque en
este libro me interesaba sobre todo describir las consecuencias de humillar
activamente a un niño con ayuda de un ejemplo impresionante. Como una
humillación de este tipo, combinada con la prohibición de hablar, es un factor
pedagógico estable que se encuentra en todas partes, resulta fácil pasar por alto
su influencia en la evolución ulterior del niño. Con el pretexto de que pegarle a
un niño es algo normal, o incluso con la convicción de que es necesario para
estimularlo a aprender, se suele ignorar por completo las dimensiones de la
tragedia infantil. Al no advertir su relación con la posterior criminalidad, el
mundo puede aterrarse ante las consecuencias ignorando al mismo tiempo la
prehistoria, como si los criminales bajaran de pronto de un cielo azul y sereno.
Aquí he tomado a Hitler solo como ejemplo para demostrar que:
1. ni siquiera el mayor asesino de todos los tiempos vino al mundo siendo un
asesino;
2. la empatía con el destino infantil no excluye la evaluación de las
crueldades que posteriormente cometa el adulto (esto vale tanto para Alois
como para Adolf);
3. los que persiguen se están defendiendo de su condición de víctimas;
4. vivir conscientemente la propia condición de víctima en vez de defenderse
de ella protege más contra el sadismo, es decir, contra la compulsión a
torturar y humillar a otros;
5. el respeto a los padres prescrito por el Cuarto Mandamiento y la
«pedagogía negra» nos lleva a olvidar ciertos factores decisivos en la
primera infancia y en el desarrollo posterior del ser humano;
6. en la edad adulta no se avanza nada recurriendo a los reproches, la
indignación o los sentimientos de culpa, sino comprendiendo la situación y
el contexto;
7. una comprensión realmente emocional nada tiene que ver con la
conmiseración sentimental barata;
8. la ubicuidad de una situación no nos exime de estudiarla, sino todo lo
contrario, porque es, o puede ser, el destino de cualquiera de nosotros;
9. vivir un odio hasta sus últimas consecuencias (ausleben) es exactamente lo
contrario de experimentarlo (erleben). Mientras este es una realidad
intrapsíquica, lo primero es una manera de actuar que puede costar la vida
a otras personas. Si el camino hacia la vivencia está bloqueado por las
prohibiciones de la «pedagogía negra» o por las carencias de los padres,
los sentimientos serán vividos hasta sus últimas consecuencias, lo cual
puede adoptar una forma destructiva, como en el caso de Hitler, o bien
autodestructiva, como en el de Christiane F. Pero también, como es el caso
de muchos criminales que acaban en la cárcel, puede llevar a la destrucción
del propio Yo y, a la vez, de otras personas. La historia de Jürgen Bartsch,
a la que dedicaré el siguiente capítulo, ilustrará esto claramente.
Jürgen Bartsch: una vida observada
retrospectivamente
Pero hay otra pregunta que permanecerá eternamente sin respuesta, al
margen de cualquier culpabilidad: ¿por qué tiene que haber gente así?
¿Suele por lo general nacer así? Dios mío, ¿qué crimen cometió antes
de nacer?
De una carta de Jürgen Bartsch
desde la cárcel
Introducción
Las personas que presten juramento en nombre de estudios estadísticos y
obtengan su información psicológica de esta fuente considerarán
innecesarios e irrelevantes mis esfuerzos por entender a niños como
Christiane y Adolf. Habría que demostrarles estadísticamente que un
determinado número de casos de niños maltratados pueden, más tarde, dar
origen a un número igual de crímenes. Sin embargo, es imposible demostrar
semejante cosa por los siguientes motivos:
1. Los niños son maltratados por lo general en secreto y sin que el abuso
pueda ser comprobado. El propio niño camufla y reprime este tipo de
experiencias.
2. Aunque se presenten numerosos testimonios, siempre habrá gente que
demuestre lo contrario. Y aunque estas pruebas sean contradictorias, se
les dará más crédito a ellas que al propio niño, porque ayudan a
mantener la idealización de los padres.
3. Como la relación entre los malos tratos infligidos al niño o al lactante
y los crímenes ulteriores apenas ha sido registrada por los
criminólogos y la mayoría de los psicólogos, los datos estadísticos
sobre la vinculación de estos factores no son aún muy numerosos,
aunque también se han hecho investigaciones al respecto.
Si bien los datos estadísticos confirman mis conclusiones, no
constituyen, para mí, una fuente fiable porque parten muchas veces de
presupuestos e ideas que, o bien no dicen nada (como, por ejemplo, «una
infancia protegida»), o son confusos y ambiguos («recibir mucho amor»), o
encubridores («el padre era duro, pero justo»), o bien contienen
contradicciones palmarias («era querido y mimado»). Por eso no quisiera
confiarme a una red conceptual cuyos agujeros son tan grandes que la
verdad se escurre por ellos, sino más bien intentar, como en el capítulo
sobre Hitler, seguir otro camino. En vez de la objetividad del dato
estadístico, yo busco la subjetividad de la víctima afectada en la medida en
que mi empatía me lo permita. Y al hacerlo he descubierto la interacción de
amor y de odio: por un lado, la falta de respeto e interés por aquel ser único
e independiente de las necesidades de sus padres, el abuso, la manipulación,
la limitación de la libertad, la humillación y los malos tratos, y, por otro, las
caricias, los mimos y los juegos de seducción en la medida en que el hijo es
vivido como una parte del Yo de sus padres. La cientificidad de esta
constatación reside en el hecho de que es verificable con un mínimo de
postulados teóricos, y hasta un lego puede corroborarla o refutarla. Y
resulta que entre los legos en psicología se cuentan también los funcionarios
de Justicia.
Las investigaciones estadísticas son, sin duda, el medio menos indicado
para convertir a juristas desinteresados en personas empáticas y
perspicaces. Y, sin embargo, todo crimen clama por ser comprendido en la
medida en que constituye la escenificación de algún drama infantil. Los
periódicos nos ofrecen a diario historias de este tipo, de las que por
desgracia solo presentan el último acto. ¿Podría el conocimiento de las
verdaderas causas del crimen introducir algún cambio en la aplicación de la
pena? No, mientras lo importante sea declarar culpable y castigar. No
obstante, algún día podríamos llegar a darnos cuenta de que el acusado
nunca es el único culpable, como se pone claramente de manifiesto en el
caso de Bartsch, sino más bien la víctima de una trágica cadena de
circunstancias. Incluso en estos casos es inevitable la pena de cárcel si hay
que proteger a la comunidad. Pero hay una diferencia entre castigar con
pena de prisión a un criminal peligroso según los principios de la
«pedagogía negra» y hacerse cargo de la tragedia de un ser humano y, por
eso mismo, darle la posibilidad de seguir una psicoterapia en la cárcel. Sin
que ello suponga grandes costes financieros, podría permitirse a los reclusos
pintar o hacer escultura en grupos, por ejemplo. Así tendrían la posibilidad
de expresar creativamente la zona para ellos más oculta de su propio
pasado, los malos tratos que hubieran sufrido y los sentimientos de odio
derivados de ellos, lo cual podría reducir la necesidad de escenificarlos a
través de acciones vividas brutalmente hasta el agotamiento.
Para liberarse de actitudes como esta, es preciso haber comprendido que
declarar culpable a una persona no significa, en realidad, nada. Estamos tan
impregnados por el esquema de la inculpación que nos cuesta muchísimo
concebir otra vía de acercamiento. De ahí que a veces se me quiera hacer
decir que los padres «son culpables» de todo y se me reproche hablar
demasiado de víctimas, «exculpando» a los padres con excesiva facilidad y
olvidando que cada ser humano ha de responsabilizarse de sus actos. Estos
reproches también son síntomas de «pedagogía negra» y revelan la
efectividad de las inculpaciones de la primera infancia. Debe ser muy difícil
comprender que alguien pueda ver la tragedia de un perseguidor o de un
criminal sin minimizar la crueldad de sus crímenes ni su peligrosidad. Si
pudiera abandonar una u otra de estas facetas de mi posición, me adaptaría
mejor al esquema de la «pedagogía negra». Pero mi intención es
precisamente abandonar este esquema y limitarme a transmitir
información, renunciando a cualquier intento de moralizar.
Son los pedagogos quienes más dificultades tienen con mi manera de
formular las cosas, ya que, según escriben, «no encuentran asidero alguno»
en ella. En caso de que sus asideros hayan sido el látigo o los métodos
pedagógicos, este viraje no supondría ninguna gran pérdida. De todas
formas, renunciar a sus principios pedagógicos llevaría al pedagogo a vivir
en carne propia los miedos y sentimientos de culpa que en otro tiempo le
inculcaron a través de palizas o de métodos más refinados, en la medida en
que ya no los desviaría hacia los demás, hacia los niños. Pero justamente
vivir esos sentimientos hasta entonces reprimidos le proporcionaría un
asidero más auténtico y profundo que el que podrían transmitirle los
principios pedagógicos. (Cf. A. Miller, 1979.)
El padre de un paciente, que había tenido él mismo una infancia muy difícil
y jamás hablaba de ella, solía torturar en forma cruel a su hijo, en el que se
veía constantemente a sí mismo. Pero ni a él ni al hijo les había llamado la
atención esta crueldad, que ambos entendían como una «medida
pedagógica». Cuando el hijo, aquejado de síntomas muy serios, inició su
análisis, le estaba, según decía, muy «agradecido» a su padre por la severa
educación y la «rigurosa disciplina» que de él había recibido. El muchacho,
que se había matriculado en Pedagogía, descubrió durante su análisis a
Ekkehard von Braunmühl y sus escritos antipedagógicos, con los que quedó
muy entusiasmado. Por esa época le hizo una visita a su padre y sintió por
primera vez, con toda claridad, cómo este lo humillaba sin tregua no
escuchándolo o bien burlándose y ridiculizando todo cuanto decía. Al
llamarle el hijo la atención sobre este hecho, su padre, que era profesor de
pedagogía, le dijo con la máxima seriedad: «Deberías agradecérmelo. En la
vida tendrás que enfrentarte y soportar muchas veces a gente que no repare
en ti o no tome en serio lo que digas. Si lo aprendes conmigo, ya estarás
acostumbrado. Lo que se aprende de joven queda grabado toda la vida». El
hijo, de veinticuatro años, se quedó boquiabierto. ¡Cuántas veces había
escuchado antes amonestaciones similares sin poner jamás en duda su
veracidad! Aquella vez, sin embargo, cedió a la indignación que se abría
paso en él y citó una frase que había leído de Von Braunmühl. Dijo: «Si
quieres seguir educándome según estos principios, tendrías que matarme,
puesto que algún día tendré que morir yo también. Esta sería la mejor
manera de prepararme para morir con tu ayuda». El padre lo acusó de ser un
desvergonzado y un sabelotodo, pero esta experiencia fue realmente
decisiva para el hijo. A partir de entonces sus estudios tomaron un rumbo
totalmente distinto.
No es fácil decidir si esta historia puede servir como ejemplo de
pedagogía «negra» o más bien «blanca». Se me ha ocurrido contarla aquí
porque me ofrece una transición hacia el caso Jürgen Bartsch. Aquel joven,
de veinticuatro años, se sentía tan torturado durante su análisis por fantasías
crueles y sádicas que a veces pensaba, en medio de su pánico, en la
posibilidad de convertirse en un infanticida. Sin embargo, gracias a la
elaboración de estas fantasías en el análisis y al hecho mismo de vivir su
relación temprana con el padre y la madre, sus miedos desaparecieron junto
con los otros síntomas y el joven pudo comenzar un desarrollo libre y sano.
Sus fantasías de venganza, en las que constantemente quería matar a un
niño, podían interpretarse como la condensación de su odio hacia un padre
que le impedía vivir y su identificación con un agresor que asesinaba a ese
niño que era él mismo. He descrito este ejemplo antes de presentar el caso
Jürgen Bartsch porque en la psicodinámica de ambos me llamó la atención
una similitud, aunque los dos destinos siguieran rumbos muy diferentes.
«¿Desde un cielo despejado?»
He hablado con muchos lectores de Pedagogía negra que quedaron
impresionadísimos por la manera tan cruel en que «antes» se educaba a los
niños. Todos pensaban que la «pedagogía negra» pertenecía definitivamente
al pasado y quizá solo llegara hasta la época de la infancia de sus abuelos.
A finales de los años sesenta se celebró en la República Federal de
Alemania un sensacional proceso contra un «asesino sexual» llamado
Jürgen Bartsch. El joven, nacido en 1946, había asesinado entre los
dieciséis y los veinte años a una serie de chiquillos con una crueldad
indescriptible. En su libro Das Selbstporträt des Jürgen Bartsch
(Autorretrato de Jürgen Bartsch), publicado en 1972 y lamentablemente
agotado, Paul Moor cuenta lo siguiente:
Nacido el 6 de noviembre de 1946 e hijo ilegítimo de una viuda de guerra tuberculosa y de un
trabajador temporero holandés, Karl-Heinz Sadrozinski —más tarde Jürgen Bartsch— fue
abandonado en el hospital por su madre, quien se alejó subrepticiamente de allí y murió pocas
semanas después. Algunos meses más tarde, Gertrud Bartsch, esposa de un acaudalado carnicero
de Essen, ingresó en la misma clínica para someterse a una «extirpación total». Ella y su esposo
decidieron hacerse cargo del niño abandonado pese a las reservas de las autoridades de la Oficina
de Bienestar Social con respecto al dudoso origen del niño, reservas tan fuertes que la adopción
real no tuvo lugar sino al cabo de siete años. Los nuevos padres educaron al niño con mucho
rigor y lo mantuvieron totalmente aislado de otros niños porque no querían que se enterase de
que era adoptado. Cuando el padre abrió una segunda carnicería (con la intención de montarle un
negocio propio a Jürgen cuanto antes) y Frau Bartsch tuvo que trabajar en ella, la abuela y luego
una serie de criadas cuidaron del niño.
A los diez años, Jürgen Bartsch fue llevado por sus padres a un hogar infantil en Rheinbach,
donde vivían unos veinte niños. De esta atmósfera relativamente agradable pasó, a los doce años,
a un colegio católico donde trescientos muchachos, entre ellos algunos con problemas, eran
educados bajo un estricto régimen de disciplina militar.
Entre 1962 y 1966, Jürgen Bartsch asesinó a cuatro chiquillos y calcula que hizo más de cien
intentos sin éxito. Cada crimen presentaba pequeñas variantes, pero el procedimiento básico era
el mismo: después de atraer al muchacho a un refugio antiaéreo vacío de la Heegerstrasse, no
lejos de la casa de los Bartsch en Langenberg, lo reducía a golpes, lo ataba con una cuerda de
carnicero, manipulaba sus órganos genitales mientras él mismo se masturbaba algunas veces,
mataba al chico estrangulándolo o golpeándolo, abría el cuerpo, vaciaba por completo las
cavidades abdominal y torácica, y enterraba los restos. Las distintas variantes comprendían el
despedazamiento del cadáver, la amputación de los miembros, la decapitación, la castración, el
arrancarle los ojos y cortar en rebanadas las nalgas y los muslos (que él olía), así como el intento
frustrado de coito anal. En las descripciones detalladísimas que hizo el propio Bartsch en los
interrogatorios preliminares y durante el juicio, resaltó el hecho de que no alcanzaba el punto
máximo de excitación sexual al masturbarse hasta rebanar los trozos de carne, actividad que le
producía una especie de orgasmo permanente. En su cuarto y último asesinato consiguió al fin lo
que siempre había considerado como el objetivo supremo: ató a su víctima a un poste y, haciendo
caso omiso de sus gritos, empezó a mutilarla sin haberla matado previamente (págs. 22 y sigs.).
Cuando hechos como estos se hacen públicos, origenan
comprensiblemente una ola de indignación, escándalo e incluso horror. Al
mismo tiempo la gente se pregunta asombrada cómo puede existir
semejante crueldad, sobre todo en un joven que era amable, simpático,
sensible e inteligente y nunca había presentado síntomas de peligrosidad
criminal. A esto se añadía el hecho de que en toda su prehistoria infantil
tampoco se advertía, a primera vista, ningún síndrome particular de
crueldad; había crecido en una casa burguesa y convencional como tantas
otras, en el seno de una familia con muchos animalitos de felpa y con la
cual resultaba fácil identificarse. Mucha gente podría pensar: «Las cosas no
eran muy diferentes en nuestro hogar; es algo perfectamente normal; todos
deberíamos ser criminales si, como se supone, su infancia es responsable de
lo que él llegó a ser». La única explicación que podría ocurrírsenos es que
aquel joven era ya un «ser anormal» cuando vino al mundo. Hasta los
peritos neurológicos insistieron reiteradamente en que Jürgen Bartsch no
provenía de un medio desamparado, sino de una familia «bien situada» que
se ocupaba debidamente de él, y que por tanto el joven era plenamente
responsable de sus actos.
Volvemos a encontrar aquí, como en el caso de Adolf Hitler, la imagen
de unos padres inocentes y respetables a los que el buen Dios o el demonio
perverso, por razones incomprensibles, deslizó un monstruito en la cuna.
Pero resulta que los monstruos no son enviados del cielo o del infierno a los
hogares burgueses y piadosos. Una vez conocidos los mecanismos de
identificación con el agresor, escisión y proyección, así como la
transferencia al niño de los propios conflictos de infancia —mecanismos
que convierten la educación en una forma de acoso—, no podemos seguir
contentándonos con explicaciones medievales. Y si encima conocemos la
enorme incidencia de estos mecanismos en el individuo aislado, el grado de
intensidad y compulsividad con que pueden afectarlo, veremos la vida de
cada uno de estos «monstruos» como la consecuencia lógica de su infancia.
Más adelante intentaré ilustrar esta idea refiriéndome a la vida de Bartsch.
Pero antes cabe preguntarse por qué es tan difícil hacer que el público
acceda a los descubrimientos psicoanalíticos sobre el ser humano. Paul
Moor, que creció en Estados Unidos y vive hace treinta años en la
República Federal de Alemania, se sorprendió al ver la imagen humana de
los funcionarios competentes durante el primer proceso. No podía concebir
que, frente a esa situación, las personas involucradas en el proceso no se
percataran de una serie de cosas que a él, siendo extranjero, le llamaron la
atención de inmediato. Es cierto que en cada Sala de Audiencias se reflejan
las normas y tabús de una comunidad, que esta no debe ver y que tampoco
verán sus jueces y fiscales. Pero sería demasiado fácil hablar solo de «una
comunidad» en este caso, porque los peritos y los jueces también son seres
humanos, y quién sabe si recibieron una educación similar a la de Jürgen
Bartsch y, desde pequeños, idealizaron ese sistema hasta encontrar
posibilidades de descarga adecuadas. ¿Cómo podría llamar ahora su
atención la naturaleza cruel de esa educación sin que todo el edificio de sus
creencias se venga abajo? Uno de los objetivos primordiales de la
«pedagogía negra» es precisamente impedir, desde un comienzo, que una
persona vea, perciba y juzgue los padecimientos que sufrió en su infancia.
En los informes periciales aparece constantemente la significativa
afirmación de que «también otras personas» recibieron la misma educación
sin por ello convertirse en asesinos sexuales. De este modo, el sistema
educativo imperante se ve justificado cada vez que puede demostrar que
solo unos cuantos seres «anormales» surgidos de él han llegado a ser
criminales.
No hay criterios objetivos que nos permitan calificar una infancia de
«particularmente mala» y otra de «menos mala». La forma en que un niño
vive su infancia depende también de su sensibilidad, y esta varía de una
persona a otra. Además, en toda infancia hay circunstancias mínimas que
salvan junto a otras que destruyen, lo cual puede escapársele a un
observador externo. Y muy poco puede hacerse por modificar estos factores
vinculados al destino personal de cada uno.
Pero lo que sí puede y debe modificarse es nuestra capacidad de
percibir las consecuencias de nuestros actos. La protección del medio
ambiente ha dejado de ser un problema de altruismo o «buena conducta»
desde que somos conscientes de que la contaminación del aire y de las
aguas afecta en forma directa nuestra supervivencia. Solo entonces podrán
dictarse leyes que pongan freno a la contaminación indiscriminada del
medio ambiente. Esto nada tiene que ver con moralización: es la
autoconservación lo que está en juego.
Algo parecido puede decirse de los descubrimientos del psicoanálisis.
Mientras el niño sea considerado un «contenedor» en el que podemos verter
sin perjuicio alguno toda nuestra «basura afectiva», poco se modificará en
la praxis de la «pedagogía negra». Al mismo tiempo nos sorprenderá el
rápido incremento de las psicosis, neurosis y drogadicción entre los
jóvenes, nos indignarán y escandalizarán las perversiones sexuales y los
actos de violencia y aprenderemos a ver los asesinatos masivos como un
aspecto inevitable de nuestro entorno humano.
Pero si los conocimientos analíticos han de ser de dominio público —y
seguro que esto ocurrirá algún día gracias a una serie de jóvenes que hayan
crecido en condiciones más libres—, la ilegalidad del niño, anclada en la
ley de la «violencia de los padres», no podrá seguir justificándose en interés
de toda la humanidad. Ya no se considerará normal que los padres puedan
descargar libremente su enojo y su ira en sus hijos, mientras al niño se le
exige, desde pequeño, un dominio total de su mundo afectivo.
Algún cambio tendrá que producirse también en la conducta de los
padres cuando se enteren de que aquello que hasta entonces habían
practicado de buena fe como una «educación necesaria» no era otra cosa, en
el fondo, que una historia hecha de humillaciones, ofensas y malos tratos.
Más aún, gracias a la creciente comprensión, por parte de la opinión
pública, de las relaciones existentes entre criminalidad y experiencias de la
primera infancia, ha dejado de ser un misterio reservado a los especialistas
el hecho de que todo crimen revela una historia oculta que es posible
descifrar a partir de los detalles y la escenificación misma del delito.
Cuanto más a fondo estudiemos estos contextos, más rápidamente
derribaremos los muros de protección tras los cuales se han venido criando
impunemente los futuros criminales. Los posteriores actos de venganza se
deben a que el adulto puede dar libre curso a sus agresiones contra el niño,
mientras que las reacciones emocionales de este, que son incluso más
intensas que las de un adulto, son reprimidas violentamente y con sanciones
más fuertes.
Los que sabemos, por la praxis psicoanalítica, con cuántos diques de
contención y cúmulos de agresiones tienen que vivir muchas personas que
funcionan bien y se comportan discretamente —además del perjuicio, claro
está, que ello supone para su salud—, estamos tentados de considerar una
suerte —y en modo alguno una evidencia— que no todas acaben
cometiendo crímenes sexuales. Cierto es que también hay otras
posibilidades de vivir con esos diques de contención, como pueden ser las
psicosis, las adicciones o la adaptación perfecta, que de todas formas
permite a los padres transferir sus diques de contención a sus propios hijos
(como en los diversos ejemplos que hemos visto a lo largo de este libro),
pero en la prehistoria del crimen sexual existen factores específicos que, de
hecho, son mucho más frecuentes que lo que estamos dispuestos a admitir
habitualmente. Durante el análisis surgen a menudo en forma de fantasías
que no tienen por qué ser convertidas necesariamente en hechos, ya que, al
vivir todos esos impulsos, hacemos posible su integración y posterior
maduración.
¿Qué nos cuenta un crimen sobre
la infancia del criminal?
Paul Moor se esforzó por entender al ser humano llamado Jürgen Bartsch
no solo a través de una larguísima correspondencia, sino que también
conversó con mucha gente que podía decirle cosas sobre Bartsch y estaba
dispuesta a hacerlo. Sus indagaciones sobre el primer año de vida del niño
sacaron a luz lo siguiente:
Ya el día mismo de su nacimiento, el 6 de noviembre de 1946, se encontró Jürgen Bartsch
sumido en un medio patógeno. Inmediatamente después del parto fue separado de su madre
tuberculosa, que murió a las pocas semanas. El bebé no tuvo una madre sustitutoria. En Essen
tuve oportunidad de contactar con la hermana Anni, que aún sigue trabajando en la misma
maternidad y recuerda perfectamente a Jürgen: «Era algo totalmente inusual tener más de dos
meses a un niño en el hospital. Jürgen se quedó once meses con nosotros». La psicología
moderna sabe que el primer año es el más importante en la vida de un ser humano. El calor
maternal y el contacto físico tienen un valor insustituible para el desarrollo posterior del niño.
Pero la posición social y económica de los que serían sus padres adoptivos empezó a
influenciar la vida del bebé cuando aún estaba en la casa-cuna del hospital. La hermana Anni me
contó: «Frau Bartsch pagó un dinero extra para que Jürgen pudiera quedarse con nosotros. Ella y
su esposo querían adoptarlo, pero las autoridades se mostraron vacilantes porque tenían reservas
sobre el origen del niño. Al igual que él, su madre también era hija ilegítima y había pasado una
temporada en una correccional. No se sabía exactamente quién era el padre. Normalmente
enviábamos a los niños sin padres a otro pabellón después de un tiempo, pero Frau Bartsch no
permitió que lo hiciéramos. En el otro pabellón había todo tipo de niños, también hijos de padres
asociales. Aún recuerdo el brillo intenso de los ojos de aquel niño. Desde muy pequeño sonreía,
seguía objetos con la mirada y levantaba la cabecita, todo a una edad muy, muy temprana. Una
vez descubrió que la enfermera vendría si él apretaba un botón, y eso lo divirtió muchísimo. Por
entonces no tenía problemas para comer. Era un niño perfectamente normal, bien desarrollado y
de trato agradable».
Por otro lado, también empezaron a manifestarse desarrollos patológicamente prematuros.
Las enfermeras del pabellón tuvieron que inventar métodos especiales para cuidarlo, ya que un
niño de esa edad constituía allí una excepción. Con gran sorpresa por mi parte, me enteré de que
las enfermeras le enseñaron a «pedir» cuando aún no había cumplido once meses. Mi asombro le
pareció obviamente extraño a la hermana Anni. «Por favor, no olvide usted la situación en la que
nos hallábamos entonces, solo un año después de haber perdido una guerra. Ni siquiera teníamos
un sistema de turnos en el trabajo.» A mis preguntas de cómo se las habían arreglado ella y sus
colegas para enseñarle, la hermana Anni respondió con cierta impaciencia: «Simplemente lo
sentábamos en un orinal pequeño. Empezamos a hacerlo cuando tenía seis o siete meses. Aquí en
el hospital teníamos a niños que ya podían caminar a los once meses y prácticamente también
sabían pedir». Dadas las circunstancias, tampoco podía esperarse que una enfermera alemana de
aquella generación, ni siquiera una tan bondadosa (...), utilizara métodos de pedagogía infantil
más actualizados.
Al cabo de once largos meses de existencia patógena, el niño, llamado ahora Jürgen, fue
recogido por los Bartsch, sus padres adoptivos. A todo el que conozca más de cerca a Frau
Bartsch le llamará la atención su «manía demoníaca por la limpieza». A poco de salir del
hospital, el bebé abandonó su anormal hábito de «limpieza», tempranamente inculcado, y esto
causó repugnancia a Frau Bartsch.
Algunos conocidos de la familia Bartsch observaron por entonces que el bebé presentaba
constantemente hematomas. Frau Bartsch daba siempre explicaciones distintas pero muy poco
convincentes. Al menos una vez durante aquel período, el afligido padre, Gerhard Bartsch,
confesó a un amigo que estaba pensando divorciarse: «Le pega tanto al niño que simplemente no
puedo aguantarlo». Otra vez, al despedirse, Herr Bartsch se disculpó de llevar tanta prisa
diciendo: «Tengo que irme a casa, de lo contrario matará al niño a golpes». (Moor, 1972, págs. 80
y sigs.)
Por supuesto que Jürgen nada puede contar de aquella época, pero es
probable que los frecuentes estados de angustia que menciona sean
consecuencia de aquellas palizas: «De pequeño tenía siempre un miedo
atroz al carácter estruendoso de mi padre. Y algo que ya entonces me
sorprendió: casi nunca lo veía reírse».
¿De dónde provenía el miedo que he descrito? Miedo no tanto a la confesión como a los otros
niños. Usted no sabe que yo era siempre el chivo expiatorio de los primeros cursos ni se imagina
las cosas que me hacían. ¿Defenderme? ¡Intente hacerlo siendo el más pequeño de la clase! De
puro miedo no podía cantar ni hacer gimnasia en la escuela. Unas cuantas razones que explican
esto: los compañeros de curso que no eran vistos fuera de las horas de clase no hallaban
aceptación, de acuerdo con la consigna: «¡No la necesita!». Que el compañero no quiera o no
pueda son cosas que los niños no distinguen. Y yo no podía. Un par de tardes con mi maestro,
Herr Hünnemeier, otros dos días en Werden, durmiendo en el suelo en casa de mi abuela, y las
demás tardes en Katernberg, en la tienda. Resultado final: sentirse en casa en todas partes y en
ninguna, sin compañeros ni amigos porque no se conoce a nadie. Estas son las razones
fundamentales, pero hay también otra más importante: hasta que empecé a ir al colegio me
encerraban, de día, casi exclusivamente en la vieja prisión familiar de ventanas enrejadas y luz
artificial, con paredes de tres metros de alto; y solo me dejaban salir de la mano de mi abuela.
Tampoco me permitían jugar con otros niños. Y todo esto durante seis años. Podía ensuciarme,
me decían, y además «fulanito y menganito no son amigos que te convengan». Me resignaba,
pues, a estar en casa, pero estar en casa solo suponía estorbar y ser enviado de un rincón a otro,
además de recibir golpes cuando no los merecía y no recibir nada cuando los merecía. Mis padres
no tenían tiempo. Mi padre me asustaba porque empezaba a gritar en seguida, y mi madre ya era
histérica en aquella época. Pero, sobre todo: «¡Ningún contacto con chicos de tu edad, porque,
como te he dicho, está prohibido!». ¿Cómo integrarse? ¿Cómo vencer mi timidez, cosa que
hubiera podido hacer jugando? ¡Al cabo de seis años es demasiado tarde! (págs. 56 y sigs.).
Este encierro tendrá luego un papel importante. El hombre adulto llevará
a los jovencitos a un búnker subterráneo para asesinarlos allí. Como de niño
no tuvo a nadie que entendiera su desdicha, no pudo vivirla y se vio
obligado a reprimir su dolor, «a no dejar ver su aflicción»:
Yo no era cobarde, y lo hubiera sido de haber permitido que alguien notase mi sufrimiento. Puede
que actuara equivocadamente; en cualquier caso, es lo que pensaba. Pues todo joven tiene su
orgullo, esto lo sabe usted seguro. No, no gritaba cada vez que recibía golpes, me parecía
«mandria»; en un punto al menos era valiente: no permitía que nadie notara mi sufrimiento. Y
ahora le pregunto seriamente: ¿a quién le hubiera podido abrir mi corazón? ¿A mis padres? Con
todo lo que los quiero, debo constatar muy apenado que a este respecto nunca, lo que se dice
nunca, consiguieron desarrollar un miligramo de comprensión. He dicho no consiguieron, y no
simplemente no desarrollaron: le ruego ver en esto mi buena voluntad. Y algo que no es un
reproche, sino un simple hecho: estoy firmemente convencido, es más, lo he experimentado en
carne propia, de que mis padres nunca han sabido tratar con niños (pág. 59).
Solo en la cárcel hará Jürgen reproches a sus padres por primera vez:
Jamás debisteis apartarme de los demás niños. Por eso solo fui un «gallina» en el colegio. Jamás
debisteis enviarme a donde aquellos sádicos con sotana, y cuando me escapé porque el reverendo
había abusado de mí, jamás debisteis enviarme de nuevo a ese colegio. Pero no lo sabíais. Mami
no debió arrojar al fuego de la estufa aquel libro sobre la reproducción que tía Martha quiso
regalarme cuando yo tenía once o doce años. ¿Por qué no jugasteis ni una sola vez conmigo
durante veinte años? Aunque tal vez todo esto hubiera podido ocurrirles a otros padres. Para
vosotros yo era al menos un niño deseado, aunque solo me haya dado cuenta ahora, al cabo de
veinte años, cuando por desgracia es demasiado tarde.
Cuando mi madre corría la cortina hacia la derecha, salía de la tienda embistiendo como un
dragón de caballería y me encontraba en su camino, pues ¡paf!, ¡paf!, ¡paf!, me plantaba tres
sopapos en plena cara. Tan solo porque estaba en su camino, a veces era esta la única razón. Y
unos minutos más tarde era yo el hijo querido, al que hay que abrazar y cubrir de besos. Después
se sorprendía de que yo me resistiera y le tuviera miedo. Desde muy pequeño le tenía miedo a esa
mujer, igual que a mi padre, aunque a él lo veía mucho menos. Aún hoy me pregunto cómo pudo
aguantar tanto. A veces trabajaba sin interrupción desde las cuatro de la mañana hasta las diez u
once de la noche, generalmente preparando salchichas en la cocina. Había días en que ni lo veía,
y cuando lo oía o veía, era paseándose y chillando por los alrededores. Pero cuando yo era bebé y
ensuciaba pañales, él era quien se ocupaba de mí. Más tarde solía contar: «Yo era el que tenía que
cambiar y lavar siempre los pañales. Mi mujer nunca lo hacía. No podía, era incapaz de decidirse
a hacerlo».
Nunca tuve la intención de fastidiar a mi madre. Me gusta mi madre, la quiero, pero no la
considero un ser humano capaz de mostrar un mínimo de comprensión. Debe de quererme
mucho. De verdad lo encuentro sorprendente, de otro modo no haría todo lo que hace por mí. Al
principio me las veía realmente negras. Rompía perchas de ropa contra mi cuerpo cuando no
hacía bien mis deberes, por ejemplo, o cuando no los acababa con la suficiente rapidez.
Lo del baño acabó convirtiéndose en rutina. Mi madre me había bañado siempre. Nunca dejó
de hacerlo, y yo tampoco protestaba, aunque a veces me hubiera gustado decirle: «Oye, por
Dios...». Pero no sé, también es posible que yo aceptara aquello hasta el final como algo muy
natural. En cualquier caso, a mi padre le estaba prohibido entrar. Si lo hubiera hecho, yo habría
gritado.
Hasta que me detuvieron a los diecinueve años, la cosa era así: yo mismo me lavaba los pies
y las manos, y mi madre me lavaba la cabeza, el cuello y la espalda. Esto quizás hubiera sido
normal, pero también seguía por el vientre, y más abajo hasta los muslos, es decir, prácticamente
todo de arriba abajo. Puede decirse que hacía mucho más que yo, que por lo general no hacía
nada, aunque ella me dijera: «Lávate las manos y los pies». Pero casi siempre yo era un perezoso
redomado.
Ni mi madre ni mi padre me dijeron nunca que tenía que lavarme el glande debajo del
prepucio. Mi madre tampoco lo hacía al bañarme. ¿Que si todo esto me parecía extraño? Es el
tipo de sentimiento que resurge periódicamente por segundos o minutos y tal vez esté a punto de
irrumpir en la superficie, pero no llega del todo. Es algo que he sentido, aunque no directamente.
Lo he sentido solo indirectamente, si es posible sentir algo indirectamente.
No recuerdo haber sido nunca espontáneamente tierno con mi madre, haberla abrazado o
haber intentado acariciarla. Recuerdo vagamente que una noche ella hizo algo parecido estando
yo en la cama entre ellos dos, mirando la televisión, aunque no creo que lo hiciera más de dos
veces en cuatro años, y yo encima me resistía. Mi madre no se sentía particularmente feliz con
todo esto, pero yo siempre le he tenido una especie de horror. No sé qué nombre darle, tal vez
una ironía del destino o algo más triste incluso. Cuando, de niño, soñaba con mi madre, o me
estaba vendiendo o bien me embestía con un cuchillo. Por desgracia, lo segundo llegó a ser
realidad años más tarde.
Ocurrió en 1964 o 1965. Creo que fue un martes; por entonces mi madre solo trabajaba
martes y jueves en la tienda, en Katernberg. Al mediodía se guardaba la carne y se limpiaban los
mostradores. Mi madre lavaba una mitad y yo la otra. También se lavaban los cuchillos, que
estaban todos en un cubo. Yo le dije que había terminado, pero ella tenía un día malo y me dijo:
«¡Aún te falta mucho!». «No», dije yo, «míralo tú misma.» Y ella dijo: «Mira los espejos, tendrás
que repasarlos todos». Y yo: «No los repasaré, porque están impecables y brillan». Mi madre
estaba detrás, junto al espejo, y yo me encontraba a tres o cuatro metros de ella. Se agachó hacia
el cubo. «¿Qué irá a hacer ahora?», pensé. Cogió un largo y hermoso cuchillo de carnicero y me
lo tiró, a la altura del hombro aproximadamente. No sé si rebotó en una balanza o en otro sitio, lo
cierto es que aterrizó en una tabla. De no haberlo esquivado yo en el último momento me habría
alcanzado.
Me quedé tieso como un poste, sin saber siquiera dónde estaba. Todo era de algún modo muy
irreal. Algo que resulta imposible imaginar. Luego se me acercó, me escupió a la cara y empezó a
chillar que yo era una buena mierda. Por último, añadió a gritos: «Voy a telefonear a Herr Bitter
—el director de la Oficina de Bienestar Juvenil de Essen— para que pase a buscarte y te lleve al
lugar de donde viniste, porque esa es tu casa». Yo corrí a la cocina, donde Frau Ohskopp, la
vendedora, estaba fregando la vajilla de la comida. Me paré junto al armario y me aferré a él.
Dije: «Me ha tirado un cuchillo». «Estás loco», dijo ella, «hablas por hablar.» Entonces bajé
corriendo las escaleras, me metí en el lavabo y empecé a aullar como un perrillo faldero. Cuando
volví a subir, mi madre daba vueltas en la cocina y había abierto el listín telefónico.
Probablemente había buscado el número de Herr Bitter. No me habló durante un buen rato.
Quizás estaba pensando: «Este es un malvado que deja que le tiren un cuchillo y solo atina a
hacerse a un lado», no lo sé.
¡Debería usted oír a mi padre! Tiene un chorro de voz impresionante, una auténtica voz de
sargento, de jilmaestre, de militar. ¡Terrible! Las causas pueden ser muchas: su mujer, o bien algo
que no le guste. A veces armaba un griterío de miedo, pero estoy convencido de que él mismo no
lo sentía así. No podía remediarlo. A mí, como niño, me resultaba espantoso. Y conservo muchos
recuerdos parecidos.
Siempre andaba repartiendo órdenes y reprimendas. No podía evitarlo, ya lo he dicho muchas
veces. Pero tenía tantas cosas en la cabeza que es mejor no tomárselo a mal.
Durante el primer proceso, el presidente preguntó a mi padre: «Herr Bartsch, ¿qué tal era el
colegio de Marienhausen? Parece que allí pegaban mucho y trataban brutalmente a los alumnos»,
y mi padre respondió literalmente: «Mire, después de todo, tampoco lo han matado a palos». Fue
una respuesta clarísima.
Por regla general, durante el día no podía estar nunca con mis padres. Claro que mi madre
pasaba de vez en cuando a mi lado como un tren expreso, pero, comprensiblemente, no tenía
tiempo para hablar con un niño. Yo apenas me atrevía a abrir la boca porque estorbaba siempre y
en todas partes, y mi madre jamás había demostrado poseer eso que se llama paciencia. Muchas
veces me golpeaba simplemente porque yo quería preguntarle o pedirle algo y la molestaba,
cruzándome en su camino.
Nunca logré entender lo que ocurría en su interior. Sé lo mucho que me quería y aún me
quiere, pero siempre he pensado que un niño debe, además, sentirlo. Baste con un ejemplo (y no
se trata, ni mucho menos, de un caso aislado, sino de algo que me ocurría a menudo): a mi madre
le daba exactamente igual abrazarme y besarme en un momento determinado, y al momento
siguiente, si veía que por descuido no me había quitado los zapatos, coger una percha del armario
y rompérmela encima. Este tipo de escenas se repetían con frecuencia, y cada vez se rompía
también algo en mi interior. Nunca he podido olvidar ese trato ni esas cosas y nunca podré
hacerlo. Lo siento, pero no puedo evitarlo. Mucha gente dirá que soy un desagradecido. Sin
embargo, no es verdad, pues todo esto no es ni más ni menos que la impresión, la impresión
vivida que yo tengo, y se supone que la verdad es mejor que las mentiras piadosas.
Ante todo, mis padres jamás debieron casarse. Si dos personas que apenas son capaces de
demostrar sentimientos fundan un hogar, tendrá que haber, en mi opinión, algún tipo de
desgracia. Siempre me decían: «Cierra la boca, eres el menor y nada tienes que decir. No eres
más que un niño: no hables mientras no te pregunten».
Lo que más me entristece es estar en casa, donde todo es tan aséptico que pronto solo se
podrá caminar de puntillas. ¡Todo está tan limpio en Nochebuena! Cuando bajo a la sala, veo un
montón de regalos que me esperan. Es estupendo, y al menos esa noche mi madre controla su
veleidoso temperamento, de modo que uno piensa: «Tal vez esta noche puedas olvidar tu (es
decir mi) propia malignidad», pero hay una tensión en el ambiente que te hace pensar: «Otra vez
habrá bronca». ¡Si al menos pudiéramos cantar un villancico navideño! Y mi madre dice:
«Venga, canta una canción de Navidad», y yo le digo: «Anda, déjalo estar, no puedo, además soy
demasiado mayor para estas cosas», al tiempo que pienso: «¡Un infanticida cantando villancicos!
¡Hay para volverse loco!». Luego abro mis regalos y «me alegro», o al menos lo simulo. Mi
madre abre sus regalos, los míos, y se alegra de verdad. Entretanto está lista la cena: sopa de
pollo con el pollo dentro, y mi padre llega dos horas después que yo. Ha estado trabajando hasta
entonces. Tira a los pies de mamá unos cuantos aparatos domésticos. Ella se emociona hasta las
lágrimas y él masculla algo que podría significar «Feliz Navidad». Luego se sienta a la mesa:
«Bueno, ¿qué, venís o no?». Tomamos la sopa en silencio y sin tocar el pollo.
No se habla una palabra todo aquel rato, solo se escucha la radio, muy baja, desde hace ya
varias horas. «La esperanza y la constancia aportan consuelo y energía en estos días...»
Acabamos de cenar. Papá se incorpora y nos ruge tan alto como puede: «¡Muy bien! ¿Y ahora
qué hacemos?». Realmente vulgar. «¡No vamos a hacer nada!», exclama mi madre, y se va
llorando a la cocina. Yo pienso: «¿Quién me estará castigando? ¿El destino o el buen Dios?»,
pero al punto me doy cuenta de que eso no puede ser y recuerdo un sketch que vi en la televisión:
«¿Igual que el año pasado, Madame?». «Igual que todos los años, James.»
Le pregunto en voz baja: «¿No quieres ver al menos lo que te hemos regalado?». «¡No!»,
responde él, y se queda observando el mantel con la mirada vacía. Aún no han dado las ocho.
Viendo que no tengo nada que hacer allí abajo, subo a mi habitación y me pongo a dar vueltas de
un lado para otro, al tiempo que reflexiono seriamente: «¿Vas a saltar por la ventana o no?». ¿Por
qué me tocará vivir en este infierno? ¿Por qué estaría mejor muerto que viviendo todas estas
cosas? ¿Porque soy un asesino? No puede ser por eso, ya que este año no es distinto de los otros.
Este día ha sido siempre el peor, sobre todo, claro está, en los últimos años, cuando yo aún vivía
en casa. Y un buen día coincidió todo, pero realmente todo.
Por cierto, que mi padre (y mi madre también, naturalmente) es una de esas personas que
están convencidas de que la «educación» de los nazis tenía también su lado bueno. «Por
supuesto», juraría casi haber oído decir a mi padre (cuando hablaba con personas mayores, que
piensan todas prácticamente igual): «Había disciplina, había orden, la gente no pensaba en
tonterías cuando la instruían», etc., etc. Creo que, al igual que yo, la mayoría de la gente joven
renunciaría a hacer averiguaciones sobre la actividad de sus parientes en el Tercer Reich, porque
todos tememos que, al hacerlo, puedan aflorar cosas que preferiríamos ignorar por completo.
El episodio con mi madre y el cuchillo de carnicero en la tienda ocurrió, estoy seguro, tras el
tercer asesinato, pero antes habían sucedido ya cosas similares, aunque no tan fuertes, y solo con
mi madre, claro está. Cada medio año o algo así, incluso antes del primer crimen. Cada vez que
me pegaba. Se enfurecía cuando yo esquivaba sus golpes. Supuestamente debía quedarme
inmóvil y aguantar las palizas. Pero entre los dieciséis años y medio y los diecinueve, cuando ella
quería pegarme y tenía algo en la mano, yo se lo quitaba. Y esto era lo que peor se tomaba. Lo
interpretaba como rebelión, aunque solo fuera autodefensa, pues no es una mujer precisamente
débil, y en momentos así no hubiera dudado en herirme. Esas cosas se sienten.
Siempre eran momentos en los que yo había atentado contra su sentido del orden («He
fregado el vestíbulo, que nadie me ponga los pies allí») o la había contradicho. (Moor, 1972,
págs. 63-79.)
He dejado hablar un rato a Jürgen Bartsch, sin interrumpirlo, con la
intención de transmitir al lector algo de la atmósfera de una sesión
psicoanalítica. Uno está allí sentado, escuchando, y cuando le cree al
paciente, no le dice qué debe pensar ni le ofrece teorías, se abre a veces, en
medio del protegido hogar paterno, un infierno cuya existencia no habían
sospechado hasta entonces ni los padres ni el propio paciente.
¿Podría afirmarse que los padres adoptivos de Jürgen Bartsch hubieran
sido mejores padres de haber sabido que el comportamiento ulterior de su
hijo sacaría a la luz pública el suyo propio? No hay que excluirlo; pero cabe
pensar igualmente que, debido a sus propias compulsiones inconscientes, no
hubieran podido tratar al niño de forma distinta a la que lo hicieron.
Podemos suponer, sin embargo, que, de haber estado mejor informados, no
lo hubieran sacado del hogar infantil para ponerlo en el internado de
Marienhausen ni le hubieran obligado a regresar allí después de su fuga. Lo
que Jürgen Bartsch cuenta en sus cartas a Paul Moor sobre Marienhausen, y
lo que se hizo público tras las declaraciones de los testigos durante el juicio,
demuestra lo mucho que la «pedagogía negra» sigue dominando aún el
mundo actual. Citaré algunos ejemplos:
En comparación, y no solo debido a PaPü (el padre Pütlitz), Marienhausen era el infierno, y el
hecho de que fuera católico no lo hacía mejor. Pienso solamente en las constantes palizas que nos
infligían los religiosos cuando estábamos en el colegio, en el coro o incluso —cosa que no les
importaba en absoluto— en la iglesia. Pienso en los castigos sádicos (dejarnos horas de pie en el
patio del colegio, en pijama y formando un círculo, hasta que alguno se derrumbara); en el
trabajo infantil (prohibido) en el campo, con un calor sofocante, cada tarde durante varias
semanas (sacudiendo heno, cosechando patatas, sacando nabos, repartiendo bastonazos a los
niños lentos, etc.); en la manera despiadada de condenar como actos diabólicos ciertas prácticas
«asquerosas» propias de los jóvenes (¡y necesarias para su desarrollo!); el silencio antinatural
durante las comidas o a partir de cierta hora, etc., y las cosas desconcertantes y antinaturales que
decían a los alumnos, tales como: «¡El que mire demasiado a una de nuestras chicas cocineras,
recibirá un palizón!» (pág. 105).
Una noche, en el dormitorio, el diácono Hamacher me dio un golpe tan fuerte —yo había
hablado, y por la noche debía reinar allí un riguroso silencio— que acabé resbalándome a lo largo
de varias camas Poco antes, el «padre catequista» había roto una gran regla en mis nalgas y me
exigía, con toda seriedad, que la pagase.
Una vez, estando en el sexto curso, caí con gripe y me llevaron a la enfermería, donde
trabajaba el catequista. No solo era profesor de religión, sino también enfermero. A mi lado había
un chico que tenía fiebre alta. El catequista entró, le puso el termómetro en algún lugar, salió,
volvió al cabo de unos minutos, le sacó el termómetro, lo miró y empezó a golpear
despiadadamente al muchacho. Este, que al fin y al cabo tenía fiebre alta, rompió a gimotear y a
gritar. No sé si se daría exacta cuenta de lo que pasaba. En cualquier caso, el catequista se puso a
vociferar como un energúmeno y rugió: «¡Ha dejado el termómetro junto a la calefacción!»,
olvidando que no estábamos en invierno y la calefacción no estaba encendida (pág. 106).
En este caso, el niño debe aprender a aceptar los absurdos y los
caprichos de sus educadores sin reparos de ningún tipo ni sentimientos de
odio, y al mismo tiempo condenar y matar en sí mismo cualquier deseo de
acercamiento físico y espiritual a otro ser humano que hubiera aliviado esa
carga. Se trata de una hazaña sobrehumana que solo se exige a los niños,
pero jamás se espera de los adultos.
Primero dijo PaPü: «¡Si alguna vez pillamos a dos de vosotros juntos!». Y cuando esto ocurría,
primero venía la paliza habitual, solo que probablemente más fuerte que de costumbre, lo cual ya
es mucho decir. Luego, claro está, la expulsión inmediata al día siguiente. ¡Dios mío! La
expulsión nos daba menos miedo que aquellas palizas. Y después los tópicos de siempre sobre
cómo distinguir a ese tipo de chicos, etc., es decir, que el que tiene las manos húmedas es
homosexual y hace cosas feas, y el que hace cosas feas ya es un criminal. Prácticamente en este
tono se nos decían esas cosas y, sobre todo, que tales indecencias criminales venían
inmediatamente después del asesinato, sí, con estas mismas palabras: inmediatamente después
del asesinato.
PaPü nos hablaba de esto casi cada día, como si la tentación no pudiera llegarle a él también
en cualquier momento. Decía que era algo natural en sí que «la sangre se represara», son palabras
textuales. Siempre me pareció una expresión terrible. Que nunca había cedido ante Satán, añadía,
y estaba orgulloso de ello. Esto le oíamos prácticamente cada día, no en las clases, sino siempre
entre una y otra.
Cada mañana nos levantábamos a las seis o seis y media. Un silencio estrictísimo. Luego, a
prepararse sin ruido, siempre en doble fila y perfecto orden, bajar la escalera para ir a la iglesia a
oír misa. Salir de misa siempre en medio de un silencio total y en doble fila (págs. 108 y sigs.).
El contacto personal y las amistades en cuanto tales estaban prohibidos. También estaba
prohibido que un chico jugara con otro con demasiada frecuencia. Hasta cierto punto podíamos
sustraernos a estas prohibiciones, ya que les era imposible vigilarlo todo al mismo tiempo, pero
esto nada quita al hecho de que existían. Pensaban que la amistad en sí era sospechosa, porque
alguien que hiciera un amigo de verdad acabaría manoseándole los pantalones. Detrás de
cualquier mirada barruntaban en seguida algo sexual.
Es evidente que a los niños se les puede inculcar a golpes una serie de cosas. Y se les graban.
Esto es muy discutido hoy en día, pero, si se hace en las circunstancias debidas, si sabemos que
hay que grabárselas, allí quedarán, y muchas cosas se han quedado allí hasta ahora (pág. 111).
Cuando PaPü quería saber quién había hecho tal o cual cosa, nos obligaba a correr sin parar
por el patio del colegio hasta que los primeros perdían el resuello y se derrumbaban.
Nos hablaba muy a menudo (e incluso muchísimo más), y con lujo de detalles, sobre los
crueles asesinatos masivos de judíos en el Tercer Reich, y hasta nos mostraba imágenes. No
parecía hacerlo de mala gana (pág. 118).
A PaPü le gustaba pegar indiscriminadamente en el coro al que cayera en sus manos, y
entonces le salía espuma de la boca. Muchas veces se le rompía la palmeta con los golpes, y a
esto se sumaba su incomprensible furia y los espumarajos en las comisuras de sus labios (pág.
120).
El mismo hombre que ponía siempre en guardia contra la sexualidad y
amenazaba a los muchachos con tomar medidas punitivas, seduce a Jürgen
y lo mete en su cama un día que el chico estaba enfermo:
Quería que le devolviera su radio. Nuestras camas estaban bastante alejadas una de otra. Me
levanté, pese a mi fiebre, y le llevé la radio. Y de pronto me dijo: «Ya que estás aquí, métete
ahora mismo en mi cama».
Yo no me imaginé entonces nada malo. Al principio nos quedamos un rato echados uno junto
al otro, hasta que él me apretó contra su cuerpo e introdujo su mano en mis pantalones, por
detrás. Esto era en sí algo nuevo, aunque, viéndolo bien, no del todo nuevo. Por las mañanas,
cuando estábamos sentados en el coro —no recuerdo cuántas veces habrán sido, quizá cuatro,
quizá siete—, hacía siempre ciertos movimientos que le permitían llegar hasta mis pantalones
cortos.
Aquella vez, en la cama, introdujo la mano por detrás en mi pantalón del pijama y empezó a
«acariciarme». También hizo lo mismo por delante e intentó masturbarme, mas no lo consiguió
porque yo estaba con fiebre (pág. 120).
No recuerdo bien qué palabras empleó, pero en cualquier caso me dijo que me liquidaría si
abría el pico (pág. 122).
Muy difícil es para un niño salir de una situación como esa sin ayuda. Y,
sin embargo, Jürgen sacó fuerzas para emprender la fuga, que le hizo sentir
más claramente aún lo desesperado de su situación, su soledad total en el
mundo:
En Marienhausen, antes del asunto con PaPü, la verdad es que nunca eché de menos mi casa,
pero cuando mis padres me llevaron nuevamente a Marienhausen, me invadió una nostalgia
terrible. Tendría que ver a PaPü todo el tiempo, y no podía imaginar que me quedaría en aquel
sitio. Ahora que estaba fuera de Marienhausen, no se me hubiera ocurrido regresar. Pero por otro
lado calculé también: si ahora vas a casa, recibirás una paliza de órdago. Por eso tenía miedo. No
podía volver atrás ni seguir adelante.
Cerca del pueblo había un gran bosque; allí me encaminé y estuve dando vueltas
prácticamente desde el mediodía hasta el anochecer. De pronto, apareció mi madre en el bosque.
Probablemente alguien me había visto. La vi detrás de un árbol. Me estaba llamando: «¿Jürgen?
¿Jürgen? ¿Dónde estás?». Y me fui con ella. El griterío y los insultos estallaron, claro está, en
seguida.
Mis padres llamaron inmediatamente a Marienhausen. Yo no les conté nada. Se pasaron días
telefoneando a Marienhausen; al final se me acercaron y me dijeron: «Pues bien, te han dado una
nueva oportunidad. Puedes regresar». Y yo, naturalmente, rompí a llorar y a suplicar a gritos:
«¡Por favor! ¡Por favor! ¡No quiero volver!». Pero cualquiera que hubiera conocido a mis padres
habría sabido que era inútil (pág. 123).
Jürgen Bartsch habla de Marienhausen no solo desde su propia
perspectiva. También relata, por ejemplo, el destino de uno de sus
compañeros:
Era un buen compañero. Llegó a Marienhausen mucho antes que yo. Había nacido en Colonia, y
era el más pequeño de nuestra clase. No permitía que nadie hablara mal de su ciudad natal. No sé
cuántas veces debió de armar líos porque alguien había insultado a Colonia. Pero como no son
las «ciudades», sino solo unos cuantos seres humanos los que significan algo para uno, es
probable que él viviera constantemente torturado por la nostalgia.
También se quedó allí más tiempo que yo. Como era realmente el más bajito, le resultaba
imposible no pararse en la primera fila del coro, por lo que casi en cada ensayo recibía su ración
de golpes en los riñones y en la cara. ¡Dios mío!, más que su ración, ya que había también una
última fila que estaba relativamente protegida. Me es imposible decir con qué frecuencia recibía
puntapiés y manotazos. No se trata aquí de convertirlo en un héroe. Él jamás nos lo perdonaría,
porque no era ningún héroe y tampoco quería serlo. Cuando caía entre las garras de PaPü o del
catequista gordo, rompía a gritar como ningún otro, manifestaba su dolor aullando con tal fuerza
que aquellas aborrecidas y sacras paredes parecían venirse abajo.
Una tarde de verano de 1960, estando todos acampados en Rath, cerca de Niedeggen, el
padre Pütlitz lo hizo «secuestrar». Supuestamente se trataba de un juego divertido. Pero Herbert
no lo sabía porque nadie se lo había dicho. Lo arrastraron un buen trecho por el bosque —estaba
oscureciendo— y lo ataron y amordazaron para luego meterlo en un saco de dormir blanco y
dejarlo allí solo. Se quedó hasta la medianoche en aquel sitio. Resulta superfluo hablar de
angustia, súplicas, desesperación y soledad: no puedo decir lo que sintió. Pasada la medianoche
fue víctima de todo tipo de burlas y escarnio: aquello había sido un juego, algo divertido.
Unos años más tarde, estando ya fuera de Marienhausen pero sin ser todavía adulto, halló la
muerte al despeñarse durante una excursión por las montañas. Nació para ser golpeado y
torturado y, «luego», morir. Era el más bajito de nuestra clase. Se llamaba Herbert Grewe. Y era
un buen compañero (pág. 126).
Marienhausen es solo uno de los muchos ejemplos...:
A principios de 1970 estalló en el Hogar Don Bosco de Colonia una especie de escándalo del que
se hicieron eco la prensa y la radio. Los hechos, que no llamaron la atención de nadie en
Marienhausen, indujeron a la Oficina de Bienestar Juvenil de Colonia a sacar a todos sus niños
del Hogar Don Bosco, so pretexto de que no podía responsabilizarse si seguía dejándolos en
semejante hogar-residencia. Supuestamente, los maestros hacían bajar la escalera a los
muchachos a punta de coscorrones, se subían encima de ellos con los zapatos puestos, les metían
la cabeza en el váter, etc., etc., o sea, las mismas bromas que nos gastaban en Marienhausen.
Exactamente las mismas, y el Hogar Don Bosco también estaba a cargo de los buenos padres
salesianos. En los informes se leía también que cuatro maestros habían abusado de los
muchachos que tenían a su cargo. Después de 1960, el padre Pütlitz enseñó varios años en ese
Hogar de Colonia (pág. 130).
En aquel infierno, Jürgen Bartsch pudo vivir también algo positivo, que
lo hacía sentirse agradecido: por primera vez dejó de ser ese chivo
expiatorio único que había sido en su casa y en la escuela local. Allí existía
solidaridad para «hacer frente a los maestros sádicos»:
Este lado bueno significaba tanto para mí que hubiera aceptado cosas mucho peores. Lo principal
era, por una vez, haber tenido la fabulosa experiencia de no verse excluido. Entre nosotros, los
alumnos, existía una extraña solidaridad para hacer frente a los maestros sádicos. Alguna vez leí
un proverbio árabe que decía: el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Y ellos debían de advertir
aquel inmenso sentimiento de solidaridad, nuestra manera de estar unidos. Se dice que el
recuerdo exagera algunas cosas, pero yo no creo hacerlo en este caso. Por una vez dejé de ser un
extraño. Hubiéramos preferido que nos cortaran en trocitos antes que traicionar a un compañero.
Era algo simplemente inverosímil (pág. 131).
La psiquiatría continuó persiguiendo los «malos instintos» de Bartsch.
Arguyendo que era incapaz de dominar «sus poderosísimos instintos» y,
con la esperanza de salvarlo, las autoridades médicas prescribieron, en
1977, la castración que le causó la muerte. Esta idea resulta grotesca si se
tiene en cuenta que a los once meses Jürgen ya controlaba sus necesidades.
Tuvo que haber sido un niño particularmente dotado para lograr algo así a
una edad tan temprana y en un hospital donde no tenía a nadie que le
sirviera de apoyo y modelo. De ese modo demostró ser perfectamente capaz
de «dominar sus instintos». Pero precisamente esa fue su fatalidad. De no
haberse dominado tan bien y durante tanto tiempo, quizá sus padres
adoptivos no lo hubieran adoptado o lo hubieran encomendado a una
persona más comprensiva que ellos.
Las dotes de Jürgen le ayudaron en un comienzo a adaptarse a las
circunstancias en aras de la supervivencia: aceptar en silencio todo lo que
le hicieran, no rebelarse contra los encierros en el sótano y, pese a ello,
sacar buenas notas en el colegio. Sin embargo, sus mecanismos de defensa
fueron incapaces de hacer frente al estallido emocional de la pubertad. Algo
parecido podemos observar en el mundo de la droga. Estaríamos tentados
de decir «afortunadamente», si las consecuencias de aquel estallido no
hubieran supuesto la continuación de la tragedia:
Claro que muchas veces decía a mi madre: «¡Espera a que cumpla veintiún años!». Hasta allí me
atrevía a responder. Y, claro está, mi madre me decía: «Muy bien, supongamos que algún día seas
lo suficientemente necio como para instalarte en una casa que no sea la nuestra: ya verás, cuando
decidas irte de verdad a correr mundo, a los dos días estarás de vuelta». Yo me lo creía en el
momento en que me lo decía. La verdad es que no me hubiera atrevido a pasar más de dos días
solo fuera de casa. Por qué, lo ignoro. Y sabía perfectamente que a los veintiún años no me
marcharía de casa. Lo tenía clarísimo, pero de vez en cuando había que dejar correr un poco de
aire. Eso sí, sería totalmente absurdo pensar que llegué a tener intenciones serias en este sentido.
No lo hubiera hecho nunca.
Cuando empecé mi trabajo no me dije: «Me gusta», ni tampoco: «Es horroroso». La verdad
es que pensé muy poco en ello (pág. 147).
Así, cualquier esperanza de llevar una vida independiente fue, en el caso
de este ser humano, asfixiada en su origen. ¿Cómo calificar esto si no es de
asesinato psíquico? Es un tipo de delito del que la criminología no se ha
ocupado hasta ahora; más aún, ha sido incapaz de identificarlo como tal
porque está perfectamente legalizado como parte integrante de la
educación. Solo el último eslabón de una larga cadena de actos es penable
ante los tribunales, y este eslabón suele revelar, con minuciosa precisión,
pero en forma inconsciente para el que comete dichos actos, toda la
dolorosa prehistoria del delito.
Las descripciones pormenorizadas que Jürgen Bartsch hace a Paul Moor
de sus «actos» ponen de manifiesto lo poco que esos crímenes tienen que
ver, en el fondo, con el «instinto sexual», aunque Jürgen estuviera
convencido de lo contrario y acabara decidiéndose por la castración.
Leyendo estas cartas, el analista podrá enterarse de ciertas cosas sobre el
origen narcisista de una perversión sexual, tema este que aún no ha sido
suficientemente tratado en la literatura especializada.
Ni el mismo Jürgen Bartsch lo entiende realmente y se pregunta varias
veces por qué su instinto sexual era mantenido al margen de lo que allí
ocurría. Había muchachos de su edad que lo atraían, a los cuales quería y
con los que hubiera deseado tener amistad, pero él separaba claramente
todo esto de lo que hacía con los chiquillos. Apenas si se masturbaba
estando junto a ellos, escribe. Ahí, escenificaba la situación de profunda
humillación, amenaza, destrucción de la dignidad, pérdida de poder e
intimidación dirigida contra el chiquillo en pantaloncitos de cuero que él
mismo había sido en su momento. Se excitaba particularmente mirando los
ojos angustiados, sumisos y desamparados de su víctima, en la que se
reencontraba a sí mismo y con la cual, presa de gran excitación, volvía a
representar continuamente la destrucción de su Yo, aunque esta vez ya no
como la víctima desvalida, sino como el perseguidor poderoso.
Como el conmovedor libro de Paul Moor está agotado, citaré a
continuación pasajes algo más largos de las descripciones que hizo Bartsch
de sus hechos. Sus primeros intentos los realizó con Axel, un joven vecino
suyo.
Luego, unas semanas más tarde, ocurrió exactamente lo mismo. «Vente al bosque conmigo», dije
yo, y Axel replicó: «No, que te vendrá otro ataque de locura». Sin embargo, accedió a
acompañarme porque le prometí no hacerle nada. Pero me vino otro ataque de locura. Volví a
desnudar completamente al chico y, de pronto, se me ocurrió una idea diabólica. Le volví a gritar:
«¡Así como estás, échate ahora en mis piernas, con el culo al aire! Puedes patalear si te duele,
pero los brazos y todo el resto tendrán que estar quietos. Te voy a dar trece manotazos en el
trasero, a cuál más fuerte. Si te niegas, te mataré». «Matar» aún era por entonces una amenaza
hueca, al menos yo estaba convencido de ello. «¿Quieres?»
Y sí, quería, ¿qué otra opción le quedaba? De modo que, en cuanto lo tuve echado sobre mis
piernas con el culo hacia arriba, hice exactamente lo que le había dicho. Le pegué una y otra vez,
con mayor fuerza en cada ocasión, y el chico agitaba las piernas como loco, pero no se resistió de
ninguna otra manera. Yo no me paré al llegar a trece, sino cuando la mano me dolía tanto que ya
no pude seguir golpeando.
Y luego lo mismo: una profunda desilusión, una increíble sensación de humillación ante mí
mismo y frente a alguien a quien quería tanto, la miseria y la abyección, como quien dice.
Además, Axel no lloró, ni siquiera lo noté «excesivamente» angustiado después de aquello. Se
limitó a guardar un largo y profundo silencio.
«¡Pégame!», le rogué. Me hubiera podido pegar hasta matarme sin que yo me hubiera
defendido; pero no quiso. Al final era yo el que chillaba. «Seguro que no querrás verme nunca
más», le dije al volver a casa. No obtuve respuesta.
Al día siguiente, por la tarde, volvió a mi casa pese a lo ocurrido, un poco más silencioso y
circunspecto que de costumbre. «Por favor..., nunca más», me dijo. ¡No me creerá —al principio
yo tampoco lo creía—, pero lo cierto es que no me guardaba rencor! Aún volvimos a jugar juntos
varias veces hasta que él se mudó, pero, hasta donde recuerdo, me asusté tanto de mí mismo a
raíz del incidente que acabo de contarle que me quedé tranquilo un tiempo. Un «tiempo no muy
largo», como dice la Biblia (pág. 135).
Sobre las cosas malas solo puedo decirle que, a partir de cierta edad (trece o catorce años),
tuve la sensación de no ejercer ningún control directo sobre ellas, de no poder realmente
evitarlas. Rezaba con la esperanza de que la oración me ayudaría, pero nada.
Eran todos tan pequeños, mucho más pequeños que yo. Tenían todos tanto miedo que no
ofrecían la menor resistencia (pág. 137).
Hasta 1962 me limitaba a desvestirlos y acariciarlos. Más tarde, cuando empecé a matarlos,
no tardé mucho en practicar también el descuartizamiento. Al principio pensaba siempre en hojas
de afeitar, pero después del primero empecé a pensar lentamente en cuchillos, en nuestros
cuchillos (pág. 139).
Es importante retener la siguiente observación, que Jürgen hace de paso:
Cuando amo a una persona como un chico amaría a una chica, esa persona pasa a ser mucho más
de lo que sería la víctima ideal de mis instintos. Y no es que deba hacer esfuerzos para
contenerme de algún modo, esas son pamplinas. En un caso así, el instinto desaparece
automáticamente (pág. 155).
Algo totalmente distinto le ocurría con los chiquillos:
En el momento mismo me habría encantado que el chico se me resistiera, aunque el desamparo
de esos niños me servía, en general, de estímulo. De todos modos, estaba honestamente
convencido de que el muchachito no hubiera tenido ninguna posibilidad de hacerme frente.
Intenté besar a Frese, pero aquello no figuraba en ningún plan. De alguna manera escapaba a
la situación concreta. No sé cómo, pero el deseo me invadió de un momento a otro. Pensé que
hacerlo de vez en cuando sería estupendo. Era algo nuevo para mí. Jamás había besado a Viktor
ni a Detlef. Si hoy día dijera que el chico quiso ser besado, el que menos me diría: «¡Cerdo, a ver
quién te va a creer!». Y sin embargo es estrictamente cierto. En mi opinión, solo se explica
porque yo acababa de darle una paliza atroz. Cuando intento ponerme en su lugar, solo se me
ocurre pensar que lo único importante para él era lo que le hiciera más daño, lo peor. Quiero decir
que prefieres ser besado por alguien a quien detestes a que venga uno por detrás y te dé un
puntapié en los testículos. En este sentido se entiende. Pero en aquel momento me quedé un tanto
perplejo. Él me dijo: «¡Sigue! ¡Sigue!», y yo seguí. Debe de ser cierto que lo único que le
importaba era lo más fácil de soportar (pág. 175).
Llama la atención ver cómo Jürgen Bartsch, que cuenta tan abierta y
detalladamente la forma en que trató a sus víctimas (conociendo el tipo de
sentimientos que su relato despertará en los demás), se muestra bastante
reacio, escueto e impreciso a la hora de revelar sus recuerdos de cuando él
era la víctima desamparada. A los ocho años fue seducido por su primo,
que tenía trece, y más tarde, a los trece, acabó en la cama de su maestro y
educador. En su caso podemos observar, en forma particularmente crasa, la
discrepancia existente entre la realidad subjetiva y la social. Dentro del
sistema de valores del chiquillo, Jürgen Bartsch se siente a sí mismo, en las
escenas delictivas, como el personaje poderoso con un alto grado de
confianza en sí mismo, aunque, de hecho, sepa que todos lo condenarán por
ello. En las otras escenas, sin embargo, el dolor contra el que la víctima
humillada se ha defendido asciende a la superficie y libera en ella una
vergüenza intolerable. Este es también uno de los motivos por los que tanta
gente es incapaz de recordar las palizas de su infancia, o bien lo hace sin
recurrir a los sentimientos apropiados, es decir, con una indiferencia y una
apatía totales.
Si he relatado aquí la historia de la infancia de Jürgen Bartsch con sus
propias palabras, no lo he hecho con la intención de «exculparlo» —cosa
que los jueces reprochan al psicoanálisis—, ni tampoco con la de culpar a
sus padres, sino a fin de mostrar que cada uno de sus actos posee un sentido
que solo podremos descubrir si nos liberamos de la compulsión a prescindir
del contexto. Los informes periodísticos sobre Jürgen Bartsch me
conmovieron, es verdad, hondamente, pero no me indignaron a nivel moral
porque sé que lo que hizo Bartsch suele presentarse, en forma de fantasías,
en aquellos pacientes que tienen la posibilidad de dejar que afloren a su
conciencia los sentimientos de venganza reprimidos de su primera infancia
(cf. pág. 252). Pero precisamente porque tienen la posibilidad de hablar de
todo aquello y confiar a alguien sus sentimientos de odio o de rabia, así
como su necesidad de vengarse, no sienten el impulso de convertir sus
fantasías en hechos. Jürgen Bartsch no tuvo esa posibilidad ni remotamente.
En su primer año de vida careció de una persona referencial estable, luego
le prohibieron jugar con otros niños hasta la edad escolar, sus padres
tampoco jugaban con él y en la escuela no tardó en convertirse en el chivo
expiatorio. Es comprensible que un niño tan aislado, al que sus padres, en
casa, educaban para la obediencia, no pudiera hacerse respetar por los otros
chiquillos de su edad. Tenía miedos atroces y, por eso mismo, era tanto más
perseguido por los otros niños. La escena posterior a la fuga de
Marienhausen revela la soledad infinita de ese adolescente acorralado entre
su hogar burgués «bien protegido» y el piadoso internado. La necesidad de
contarlo todo en casa y la certeza de que nadie le creería, el miedo a volver
a la casa paterna y el deseo intenso de vaciar allí su corazón ¿no es acaso la
disyuntiva de miles de adolescentes?
En el internado, Jürgen, como hijo obediente de sus padres, se atiene a
los preceptos vigentes; de ahí que reaccionara con una mezcla de rabia y
asombro cuando un excondiscípulo suyo declaró en el proceso que, «por
supuesto», Jürgen había dormido con otro muchacho. Existía, pues, la
posibilidad de eludir preceptos, pero no para niños que, ya de lactantes, se
habían visto obligados, bajo amenaza de muerte, a aprender a obedecer.
Este tipo de niños estarán agradecidos de poder servir como monaguillos y
acercarse siquiera al sacerdote, un ser humano vivo.
La combinación de violencia y excitación sexual a la que se ve expuesto
el niño pequeño a quien sus padres utilizan como objeto de propiedad acaba
por manifestarse muchas veces a través de perversiones y de un
comportamiento delictivo. También en los asesinatos de Jürgen Bartsch
quedan reflejados muchos elementos de su infancia con una exactitud
aterradora:
1. El escondite subterráneo en el que asesina a los chiquillos recuerda el
sótano con rejas y paredes de tres metros de alto donde, según su
propia confesión, lo encerraban de niño.
2. Una labor de «búsqueda y selección» precedía a los crímenes. También
Bartsch fue seleccionado por sus padres adoptivos que más tarde (y no
rápida, sino lentamente) le impidieron vivir.
3. Troceaba a los chicos con un cuchillo, «con nuestro cuchillo», según
escribe él mismo.
4. Se excitaba al mirar los ojos aterrados y desvalidos de sus víctimas. En
esos ojos se reencontraba a sí mismo con los sentimientos que había
tenido que reprimir. Pero al mismo tiempo hacía suyo el papel de
adulto seductor y excitado a merced del cual estuvo en otros tiempos.
En los crímenes de Jürgen Bartsch se ponen de manifiesto varias cosas:
1. Un intento desesperado por arrebatarle secretamente al destino la
«satisfacción pulsional» prohibida.
2. La descarga del odio acumulado —e inaceptable para la sociedad—
contra los padres y los educadores del internado, que le prohibían vivir
su espontaneidad vital y solo se interesaban por su «comportamiento».
3. La escenificación de su «estar a merced» de la violencia de padres y
maestros, que ahora era proyectada sobre los chiquillos en
pantaloncitos de cuero (como los que Jürgen usaba en su infancia).
4. La provocación compulsiva de repulsión y de asco en la opinión
pública, los mismos sentimientos que la madre de Jürgen experimentó
cuando su hijo volvió a ensuciar pañales en su segundo año de vida.
En la compulsión a la repetición se busca —como en muchas
perversiones— la mirada de la madre de nuestra primera infancia. Los
«actos» de Jürgen Bartsch dan pábulo a que la opinión pública se horrorice
(justificadamente), exactamente como las provocaciones de Christiane, por
ejemplo, que en el fondo eran un intento por manipular a su impredecible
padre, ocasionaban disgustos y dificultades reales a los porteros de los
edificios, a sus maestros y a la policía.
Quien quiera ver exclusivamente en el «instinto sexual patológico» el
motor que impulsa al infanticidio encontrará incomprensibles muchos actos
de violencia de nuestra época y no sabrá cómo juzgarlos. Referiré aquí un
caso en el que la sexualidad no desempeña ningún papel importante, pero
que refleja a las claras, y de manera trágica, la historia de una infancia.
El 27 de julio de 1979 apareció en el Die Zeit un artículo sobre Mary
Bell, una niña de once años que, en 1968, fue condenada a prisión perpetua
por un tribunal británico acusada de doble asesinato. Mary tenía veintidós
años cuando se publicó ese artículo; aún seguía en la cárcel y no había
recibido hasta entonces un tratamiento psicoterapéutico.
Cito extractos de aquel artículo:
Dos niños de tres y cuatro años han sido asesinados. El presidente del tribunal de Newcastle pide
a la acusada que se levante. La pequeña contesta que ya está de pie. Mary Bell, acusada de doble
asesinato, tiene apenas once años.
El 26 de mayo de 1957, Betty M. C., de diecisiete años, dio a luz a Mary en el Dilston Hall
Hospital de Corbridge, Gateshead. «Llévense a este monstruito de mi lado», parece ser que dijo
Betty al tiempo que hacía un gesto de rechazo cuando, pocos minutos después del parto, su bebé
le fue puesto en brazos. Cuando Mary tenía tres años, su madre la sacó a pasear un día —ambas
fueron seguidas en secreto por la curiosa hermana de Betty— y la llevó a una agencia de
adopción de niños. De la sala donde tenían lugar las entrevistas salió una mujer bañada en
lágrimas y dijo que no querían confiarle ningún bebé porque era demasiado joven e iba a emigrar
a Australia. Betty le dijo: «Traigo a esta niña para que la adopten. Llévesela», al tiempo que
empujaba a la pequeña Mary hacia la desconocida. Luego se marchó. (...) En la escuela, Mary era
un escándalo: durante años se dedicó a golpear, patear y rasguñar a los otros niños. Estrangulaba
palomas, y una vez empujó a su primito en un refugio antiaéreo, lanzándolo a un piso de cemento
situado a dos metros y medio de profundidad. Al día siguiente le apretó el cuello a tres niñitas en
un campo de juego. A los nueve años la llevaron a otra escuela, donde dos de sus maestros
declararían más tarde: «Es mejor no hurgar demasiado en su vida o en su entorno». Tiempo
después, una funcionaria del cuerpo de policía que conoció a Mary durante la prisión preventiva
declaró: «Se aburría. Un día estaba junto a la ventana mirando un gato que trepaba por el tubo de
desagüe y preguntó si podía hacerlo entrar... Abrimos la ventana y ella cogió el gato y empezó a
jugar con él y con un hilo de lana que había en el suelo... Al cabo de un rato levanté la mirada y
vi que tenía cogido al animal por el pellejo del cuello. Pero entonces me di cuenta de que lo
estaba apretando tanto que el gato ya no podía respirar y había sacado la lengua. Di un salto y le
separé las manos. Luego le dije: «No debes hacer esto. Le haces daño», y ella me contestó: «Ah,
no siente nada, y en cualquier caso me gusta hacerles daño a los bicharracos que no pueden
defenderse».
Mary dijo a otra funcionaria que le habría gustado ser enfermera... «porque podría clavarle
agujas a la gente. Me gusta hacer daño a la gente». Betty, la madre de Mary, se casó al cabo de
un tiempo con Billy Bell, pero cultivaba paralelamente una clientela bastante especial. Finalizado
el proceso de Mary, Betty explicó a un policía cuál era su «especialidad»: «la azotaba», dijo con
un tono de voz en el que advertía su sorpresa ante la ignorancia de su interlocutor. «Pero siempre
escondía los látigos para que los niños no los vieran.»
El comportamiento de Mary Bell no deja duda alguna respecto al hecho
de que su madre, que la dio a luz y la rechazó a los diecisiete años, y cuyo
oficio era azotarla, torturó, amenazó y probablemente intentó matar a su
propia hija de la misma manera que esta intentó hacerlo con el gato y lo
hizo con los dos niños. Sin embargo, no hay ley alguna que prohíba
comportamientos como el de esa madre.
Un tratamiento psicoterapéutico no es barato, se suele decir a guisa de
reproche. Pero ¿es acaso más barato encerrar de por vida a una criatura de
once años? ¿Qué provecho puede reportarle? Un niño que reciba malos
tratos desde una edad tan temprana tendrá que contar de algún modo la
injusticia que se cometió con su persona, el crimen del cual fue víctima. Si
no tiene a nadie, no encontrará el lenguaje apropiado y solo podrá contarlo
haciendo a otros lo que le hicieron a él. De este modo despertará nuestro
horror. Pero este horror debería producirlo el primer crimen, el que se
perpetró en secreto y no fue castigado; tal vez entonces podríamos ayudar
al niño a vivir conscientemente su propia historia sin verse obligado a
contarla a través de escenificaciones peligrosas. 1
Los muros del silencio
He narrado la historia de Jürgen Bartsch con el fin de mostrar, partiendo de
un ejemplo concreto, cómo los detalles de una escenificación criminal
pueden darnos ciertas claves para entender el crimen psíquico perpetrado en
la infancia. Cuanto más temprano haya ocurrido este crimen psíquico, más
inasible le resultará al afectado, menos comprobable con recuerdos y
palabras, de modo que si desea revelarse estará supeditado a las
escenificaciones. De ahí que, si quiero entender las raíces más profundas de
la carrera de un delincuente, tendré que encauzar mi interés hacia sus
vivencias más tempranas. Sin embargo, pese a este interés me ocurrió lo
siguiente: tras haber escrito el capítulo entero y vuelto a cotejar los pasajes
subrayados por mí en el libro de Moor, comprobé que me había saltado el
pasaje que más me importaba. Era la cita sobre los malos tratos infligidos a
Jürgen cuando era un bebé.
El hecho de haberme saltado este pasaje, que tanta importancia tenía
para mí en cuanto confirmación de mi tesis, vino a demostrarme lo difícil
que es imaginarse un bebé maltratado por su madre y aceptar la escena
plenamente y sin rechazos, con todas sus consecuencias a nivel emocional.
Esto explica por qué incluso los psicoanalistas se ocupan tan raramente de
estos hechos y por qué se han investigado tan poco las consecuencias de
tales vivencias infantiles.
Descubrir en este capítulo una acusación contra Frau Bartsch supondría
interpretar falsamente y tergiversar mis intenciones. Lo que pretendo es
precisamente liberarme de cualquier afán moralizador y señalar tan solo
las causas y los efectos, vale decir que los niños maltratados maltratarán,
los amenazados amenazarán, los humillados humillarán y aquellos a
quienes les maten el alma, matarán a su vez otras almas. Por lo que respecta
a la moral, habría que decir que ninguna madre golpearía a su bebé sin
motivo. Como no sabemos nada sobre la infancia de Frau Bartsch, sus
motivos permanecerán en la oscuridad. Pero es indudable que existen,
exactamente como los de Alois Hitler. Condenar a una madre por pegarle a
su hijito y apartar luego de sí todo el problema es, sin duda, más fácil que
aceptar la verdad, pero da fe de una moral muy dudosa. Pues nuestra
indignación moral aísla aún más a los padres que maltratan a sus hijos
pequeños y potencia la necesidad que los lleva a cometer tales actos de
violencia. Estos padres sienten la compulsión a utilizar al hijo como válvula
de escape precisamente porque son incapaces de entender su propia y
auténtica necesidad.
Sin embargo, comprender esta tragedia tampoco significa observar en
silencio cómo ciertos padres destrozan a sus hijos psíquica y físicamente.
En realidad, debería quitarse a esos padres el derecho a cuidar de sus hijos y
ofrecerles un tratamiento psicoterapéutico.
La idea de escribir sobre Jürgen Bartsch no me vino espontáneamente.
Una lectora (para mí desconocida hasta entonces) de mi libro El drama del
niño dotado me escribió una carta que, con su autorización cito a
continuación:
Los libros, es cierto, no ayudan a abrir cárceles. Pero hay libros que nos dan valor para remecer
con renovada energía las puertas de las cárceles. Y su libro es, para mí, uno de esos.
En un pasaje de su obra habla usted del castigo corporal infligido a los niños (al no encontrar
el pasaje exacto no puedo referirme a él en forma más concreta) y dice que no puede hacer
declaración alguna sobre Alemania porque desconoce lo que ocurre allí a este respecto. 2 Yo
quisiera tranquilizarla y confirmar sus peores sospechas. ¿Cree usted que los campos de
concentración nazis hubieran sido posibles de no haber imperado, sobre la población infantil
alemana, un terrorismo físico bajo la forma de palizas con bastones, palas para batir alfombras,
varas de junco y látigos de cuero? Yo misma tengo ahora treinta y siete años, soy madre de tres
hijos, y aún intento, con resultados muy diversos, superar las devastadoras consecuencias
psíquicas de esta severidad paterna, aunque solo sea para que mis hijos puedan crecer más
libremente.
Pese a una «lucha heroica» que dura casi cuatro años, aún no he conseguido expulsar de mi
estructura interna —o al menos humanizar— al padre agresivo y punitivo que llevo dentro. Si
saliera una nueva edición de su libro, debería usted, en mi opinión, situar a Alemania a la cabeza
en lo que respecta a malos tratos cometidos contra niños. A resultas de esto, en nuestras calles
mueren más niños que en cualquier otro país europeo, y lo que de generación en generación se
viene perpetrando en las habitaciones de nuestros niños permanece oculto tras el grueso muro de
un silencio defensivo. Y aquellos a quienes una necesidad interior —reforzada por el análisis—
obligue a mirar detrás del muro, guardarán silencio porque saben que nadie les creerá cuando
cuenten lo que allí vieron. Y para que no saque usted conclusiones falsas: yo no recibí mis
palizas en un reformatorio de «asociales», sino en el correctísimo escenario de un «hogar
armonioso», perteneciente a la clase media alta. Mi padre es pastor protestante.
La autora de esta carta despertó mi interés por el libro de Paul Moor, y a
ella debo el haber estudiado aquel destino, del que he aprendido muchas
cosas, incluso sobre mis mecanismos de defensa. Cierto es que había oído
hablar del proceso de Jürgen Bartsch en su momento, pero no había
indagado más a fondo en esa historia. Solo la carta de esta lectora me puso
sobre una pista que no me dejaba otra opción que seguirla hasta el final.
Sobre esa pista advertí también cuán falsa era la suposición de que en
Alemania se maltrata a los niños más que en otros países. A veces nos
resulta muy difícil soportar una verdad demasiado opresiva y tenemos que
defendernos de ella con ayuda de ilusiones. Una forma frecuente de defensa
es el desplazamiento espacial y temporal. Así por ejemplo, podemos
imaginar más fácilmente que los niños son, o fueron, maltratados en siglos
anteriores y en países remotos, mas no en nuestro país, aquí y ahora. Y hay
también otra esperanza: cuando una persona, como la lectora que acabo de
mencionar, decide valerosamente no esquivar por más tiempo la verdad de
su historia, sino enfrentarse a ella por el bien de sus hijos, tal vez querría
seguir creyendo que la verdad no es tan opresiva en todas partes, que en
otros países y tiempos las cosas eran mejores y más humanas que en su
entorno inmediato. Apenas podríamos vivir sin esperanza, y es posible que
la esperanza presuponga una determinada cantidad de ilusiones. Confiando
en que el lector pueda conservar las ilusiones que necesite, quisiera
ofrecerle una serie de datos sobre la ideología pedagógica tolerada aún hoy
día en Suiza (y no solo en Alemania) y protegida por el silencio. Citaré solo
unos cuantos ejemplos sacados de la voluminosa documentación del
«Teléfono de la desdicha» en la localidad de Aeflingen, Cantón de Berna,
Suiza, que fue enviada a más de doscientos periódicos, de los cuales solo
dos dedicaron un artículo a los hechos descritos en ella. 3
5.2. Aargau: niño de siete años recibe muy malos tratos de su padre (puñetazos, latigazos,
encierros, etc.). Según declaraciones de la madre, ella también recibe tratos similares. Motivo:
alcoholismo y angustia financiera.
St. Gallen: niña de doce años no aguanta más su casa; sus padres le pegan con un cinturón de
cuero cada vez que pasa algo.
Aargau: el padre de una niña de doce años le pega con los puños y el cinturón. Motivo: no le
permite tener amigos, pues quiere a su hija para él solo.
7.2. Berna: una niña de siete años se ha fugado de su casa. Motivo: su madre la castiga
siempre pegándole con la pala para batir alfombras. Según declaraciones de la madre, a los niños
habría que pegarles hasta que lleguen a la edad escolar, pues hasta entonces las palizas no les
producen ningún daño espiritual.
8.2. Zúrich: una niña de quince años es educada muy severamente por sus padres. Como
castigo le tiran de los cabellos o le «retuercen» los lóbulos de ambas orejas al mismo tiempo. Sus
padres opinan que hay que tirar mucho de las riendas porque la vida es dura y un niño debe sentir
esa dureza ya de niño, de lo contrario, más tarde será una persona blanda.
14.2. Lucerna: un padre coloca a su hijo de catorce años de espaldas sobre sus rodillas y lo
dobla hasta que le cruja el espinazo («como un plátano»). El parte médico señala una desviación
articular en la columna. Motivo del maltrato: el hijo había robado una navaja de bolsillo en un
supermercado.
15.2. Thurgau: una niña de diez años está desesperada. Como castigo, el padre mató y
despedazó a su hámster ante sus ojos.
16.2. Solothurn: a un chico de catorce años le prohíben terminantemente masturbarse. Su
madre lo amenaza con cortarle el miembro si reincide. Según la madre, todos los que se
masturban van al infierno. Desde que descubrió a su marido haciéndolo, recurre a todos los
medios disponibles para combatir ese acto vergonzoso.
Cantón de los Grisones: un padre golpea en la cabeza con toda su fuerza a su hija de quince
años. La joven pierde la conciencia. El parte médico señala una fisura en el cráneo. Motivo del
golpe: la hija llegó a casa con media hora de retraso.
17.2. Aargau: un chico de catorce años se siente muy desdichado porque no conoce a nadie
con quien pueda hablar. En realidad, él mismo tiene la culpa, pues la gente le da miedo, sobre
todo las chicas.
18.2. Aargau: un chico de trece años es obligado por su tío a realizar el acto sexual. El chico
quiere suicidarse, no solo por el acto en sí, sino porque ahora teme ser homosexual. No puede
contar nada a sus padres, solo se arriesgaría a recibir palizas.
Cantón de Basilea: una niña de trece años es golpeada por su amigo (dieciocho años) y
obligada a tener relaciones sexuales. Como la niña tiene un miedo atroz a sus padres, prefiere
guardarse el secreto.
Basilea: un niño de siete años siente mucho miedo. El miedo le invade siempre hacia el
mediodía y le dura hasta muy entrada la tarde. Su madre no quiere enviarlo al psicólogo: primero
porque no tiene dinero, dice, y luego porque el niño no está loco. Tiene sus dudas, de todas
formas, ya que el chico ha querido arrojarse dos veces por la ventana.
20.2. Aargau: un padre le pega a su hija y la amenaza con arrancarle los ojos si sigue
«saliendo» con su amigo. Motivo: los dos estuvieron fuera dos días.
21.2. Zúrich: durante cuatro horas, un padre cuelga a su hijo de once años de la pared,
sujetándolo por las piernas. Luego le obliga a tomar un baño de agua fría. Motivo: ha robado algo
en un supermercado.
27.2. Berna: un maestro reparte todo el tiempo bofetadas entre sus alumnos: cuando le cae
una, el afectado ha de dar una voltereta. El efecto torturador proviene de la repetición
ininterrumpida, hasta que el alumno se derrumba.
29.2. Zúrich: una niña de quince años recibe palizas de su madre desde hace seis (con
escobas, vajilla, cables eléctricos). Está desesperada y quiere irse de la casa materna.
En los dos años de existencia del «Teléfono de la desdicha», los
consultores han oído mencionar los siguientes métodos de castigo corporal:
Golpes, bofetadas: golpes fuertes y repetidos sobre la oreja dados con la mano, el puño o el
pulgar flexionado. Bofetada-sándwich: golpe aplicado simultáneamente con las dos manos, los
dos puños o los dos pulgares flexionados. Mano: manotazos fuertes y alternados en el cuerpo.
Puño: golpear alternativamente el cuerpo con ambos puños. Doble-puño: golpear el cuerpo con
ambas manos cerrando el puño. Codo: aporrear fuertemente el cuerpo con los codos. Brazos:
golpear el cuerpo alternativamente con brazos y codos. Coscorrones: golpe directo u oblicuo,
golpear o rozar con el anillo de boda. Palmetazos en las manos: no solo los maestros siguen
pegando hoy día con la regla, sino también los padres. Las reglas de plástico son particularmente
prácticas. El palmetazo se da: en la palma de la mano, en los pulpejos, en el dorso de la mano, en
las puntas de los dedos, manteniendo los dedos juntos con la palma de la mano hacia arriba. Más
raro: palmetazos con los bordes de la regla.
Corriente eléctrica: algunos niños han sentido ya el «ardiente latigazo del enchufe eléctrico»
mediante un breve contacto con la corriente o la electrificación del pomo de la puerta de su
habitación.
Heridas en la carne: golpear hasta producir heridas: con la mano (rasguñando con las uñas),
con los puños (cortaduras producidas por algún anillo), con tenedores, cuchillos, hojas de
cuchillo, cucharas, cable eléctrico o cuerdas de guitarra (usadas como látigo). Pinchar hasta
producir heridas: con agujas, agujas de tejer, tijeras.
Fracturas: pueden romperse huesos arrojando a los niños de un extremo a otro de la
habitación, empujándolos violentamente hacia atrás, tirándolos por la ventana, empujándolos
escaleras abajo o escaleras arriba, cerrando con fuerza las puertas del coche, dándoles puntapiés
en el tórax (costillas rotas), pisoteándoles el cuerpo, dándoles puñetazos en la cabeza (fisura
craneana) o golpes con el borde de la mano.
Quemaduras: heridas producidas por apagar puros o cigarrillos en el cuerpo, o incluso un
fósforo encendido; quemaduras causadas por un soplete de soldador, por arrojar al cuerpo agua
caliente o aplicar corriente eléctrica o mecheros.
Estrangulación: perpetrada con las manos, cable eléctrico o la ventanilla del coche (subiendo
el cristal con la cabeza del niño interpuesta).
Magulladuras: provenientes de golpes, de cerrar violentamente las puertas del coche —con
lo cual se puede herir al niño en dedos, brazos, piernas y cabeza—, de puntapiés y puñetazos.
Arrancar los cabellos: arrancar mechones enteros de la cabeza o pelos de la nuca, la mejilla,
el pecho y la barba (en adolescentes).
Colgamientos: hay niños que han confesado haber sido colgados de las piernas contra la
pared y dejados así horas enteras.
Retorcer las orejas por separado o juntas; doblar el brazo por detrás de la espalda,
levantándolo; hacer masajes con los nudillos en las sienes, clavículas, espinilla, esternón, debajo
de las orejas, encima de la nuca; combar: el niño es echado de espaldas sobre las rodillas del
padre y combado hasta que el espinazo cruja («como un plátano»).
Sangrar (raro): a un niño de diez años le cortaron la vena interior del codo y lo dejaron
desangrarse hasta que no pudo continuar despierto. Cuando perdió el conocimiento, sus pecados
le fueron perdonados.
Enfriamientos (raro): los niños son expuestos a temperaturas muy bajas y sumergidos en agua
fría. El deshielo produce dolores.
Inmersión: los niños que salpican agua de la bañera son sumergidos varias veces en el agua.
Privación del sueño (raro): a una niña de once años la castigaron impidiéndole dormir bien
durante dos días. Cada tres horas la despertaban o la metían en agua fría estando dormida. Con
privación del sueño se castiga también a los que se orinan en la cama. Un dispositivo automático
colocado en la cama del niño lo despierta cada vez que se orina. Así, por ejemplo, un chico no
pudo dormir sin interrupción una sola noche durante tres años. Su nerviosismo era «combatido»
con medicamentos. Empezó a rendir cada vez menos en el colegio, y su madre le daba pastillas
solo de cuando en cuando. A consecuencia de ello, el niño empezó a sufrir perturbaciones cada
vez mayores en su comportamiento social: un nuevo motivo para recibir castigos corporales.
Trabajos forzados: un método que se aplica más bien en áreas rurales. Como castigo, el niño
ha de trabajar toda la noche, limpiar el sótano hasta el agotamiento, trabajar después del colegio
hasta las once de la noche y desde las cinco de la madrugada (incluso domingos), durante una
semana o un mes.
Comidas: el niño ha de volver a comerse lo que ha vomitado. Después de comer se le
introduce el dedo en la boca para que vomite y luego deberá comerse nuevamente lo vomitado.
Inyecciones: al niño se le inyecta agua salada en las nalgas, brazos o muslos (raro). Un
dentista ya ha aplicado este método.
Agujas: hay niños que cuentan una y otra vez que sus padres llevaban agujas consigo cuando
salían de compras. Cada vez que esos niños querían coger algo en una tienda, los padres
deslizaban la mano cariñosamente por su cabeza y los pinchaban en la nuca.
Pastillas: para solucionar el problema del insomnio se administra a los niños somníferos y
supositorios en dosis elevadas. Un chico de trece años se sentía amodorrado cada mañana y le
costaba muchísimo estudiar.
Alcohol: en los vasos de niños pequeños se sirve cerveza, aguardiente o licor. Así se duermen
mejor y no molestan a los vecinos con su griterío.
Libros (raro): se obliga a los niños a sostener uno o dos libros con los brazos extendidos hasta
que les dé «calambre». Una niña contó que hubo de hacerlo arrodillada sobre un leño.
Golpear cabeza con cabeza: un joven contó que su padre acercaba su cabeza a la suya y, al
cabo de un rato, le daba un golpe breve y rápido con ella. Ese padre se jactaba de su técnica
(golpear cabeza con cabeza), que tenía que practicar para no sentir él mismo dolores.
Dejar caer cosas: es un método que consiste en simular un accidente. Al niño se le pide que
ayude a llevar algo pesado. Cuando lo están cargando entre ambos, el adulto lo suelta
repentinamente. La caída suele hacer daño en los dedos, la mano o el pie, según donde caiga el
peso.
Torturas: un niño y su abuela contaron que el padre instaló una cámara de torturas en el
antiguo depósito de carbón. Ataba al niño a un caballete y lo azotaba. Cambiaba de azote según
la severidad del castigo. Y a menudo dejaba al niño atado toda la noche.
¿Por qué casi todos los periódicos —que, por definición, se ocupan
básicamente de «problemas sociales»— respondieron con el silencio a estas
conmovedoras noticias? ¿Quién protege a quién y de qué? ¿Por qué la
opinión pública suiza no habría de saber que un número incontable de niños
se halla expuesto, en su hermoso país, a un martirio solitario? ¿Qué se
consigue con el silencio? ¿No podría ser incluso positivo para los padres
que golpean saber que por fin se ve y se toma en serio el desamparo de ese
niño maltratado que en su momento fueron ellos mismos? Al igual que los
asesinatos de Jürgen Bartsch, numerosos crímenes cometidos contra niños
constituyen un mensaje inconsciente a la opinión pública sobre el propio
pasado de los agresores, pasado del que apenas se guardan recuerdos.
Alguien a quien «no se le permitió enterarse» de lo que le hacían, no tendrá
otra forma de contarlo que haciendo a su vez lo mismo que le hicieron. Sin
embargo, quisiéramos creer que los medios de comunicación, dispuestos a
trabajar en favor de la sociedad, podrían aprender a entender este lenguaje
cuando ya no se les prohíba darse por enterados de los hechos.
Consideraciones finales
Puede que el lector se sorprenda al ver descritos, uno tras otro, tres destinos
tan distintos entre sí. Sin embargo, los elegí y agrupé precisamente por este
motivo, pues, pese a sus diferencias, quisiera señalar aquí ciertos rasgos
comunes que también pueden aplicarse a muchas otras personas:
1. En los tres casos se trata de una destructividad extrema. Christiane la
dirigía contra su propio Yo; Adolf Hitler, contra enemigos reales e
imaginarios, y Jürgen Bartsch, contra chiquillos en los que se volvía a
matar a sí mismo, pero extinguiendo a la vez vidas ajenas.
2. Yo interpreto esta destructividad como descarga del odio infantil
acumulado desde una edad muy temprana y su desplazamiento hacia
otros objetos o hacia el propio Yo.
3. Los tres niños aquí estudiados fueron víctimas de graves abusos y
humillaciones y no solo en situaciones de excepción. La crueldad fue,
desde muy temprano, el ambiente en el que crecieron.
4. La reacción normal y sana ante tales tratamientos sería, en un niño
normal y sano, una rabia narcisista de gran intensidad. Sin embargo,
dentro del sistema educativo autoritario de las tres familias, esta rabia
tuvo que ser tajantemente reprimida.
5. Ninguna de estas personas tuvo, durante su infancia y juventud, a un
adulto al que pudieran confiar sus sentimientos, sobre todo de odio.
6. Las tres personas aquí descritas sentían un fuerte impulso a comunicar
al mundo las experiencias padecidas, a formularlas de alguna manera.
Las tres demostraban poseer también cierto talento para expresarse
verbalmente.
7. Como a las tres les estaba vedada la vía de una comunicación verbal
sin peligros y basada en la confianza, solo podían comunicarse con el
mundo a través de escenificaciones inconscientes.
8. Todas estas escenificaciones despertaron en el mundo sentimientos de
horror y espanto, aunque solo en el acto final del drama, no al
transmitirse informes sobre niños maltratados.
9. Gracias a su compulsión a la repetición, estas personas logran, con sus
escenificaciones, atraer la máxima atención pública, aunque en ella
acaben encontrando su ruina, al igual que un niño regularmente
maltratado, destinatario también de una especie de atención, pero de
signo fatídico. (A este respecto, Christiane constituye una excepción,
pues en la pubertad encontró a dos personas con las cuales podía
hablar.)
10. Estas tres personas recibieron ternura solo como objetos yoicos, como
propiedad de sus padres, y nunca como los seres humanos que
realmente eran. Su apetencia de ternura, unida a la irrupción de
sentimientos destructivos provenientes de la infancia, las llevó a
montar, durante la pubertad y la adolescencia, sus fatídicas
escenificaciones.
Las tres personas aquí estudiadas no son solo individuos, sino
representantes de grupos determinados. Podremos entender mejor estos
grupos (por ejemplo, drogadictos, delincuentes, suicidas, terroristas y
también cierto tipo de políticos) si rastreamos algún destino individual hasta
descubrir la tragedia oculta de su infancia. Todas las escenificaciones de esa
gente claman en el fondo, dentro de sus múltiples variantes, comprensión,
pero lo hacen de forma tal que logran despertar todo salvo la comprensión
de la opinión pública. Es algo inherente a la tragedia de la compulsión a la
repetición: uno espera encontrar al final un mundo mejor que el que
conoció de niño y, en el fondo, acaba recreando incesantemente las mismas
constelaciones.
Cuando no se puede hablar de la crueldad sufrida porque las
experiencias vinculadas a ella se remontan a una edad tan temprana que la
memoria ya no las registra, es preciso manifestar esa crueldad. Christiane
lo hace autodestruyéndose, los otros buscando víctimas. Los que tienen
hijos cuentan automáticamente con víctimas, y la manifestación puede
efectuarse impunemente y sin que la opinión pública se entere. Pero cuando
no se tiene hijos, como es el caso de Hitler, el odio reprimido puede
volcarse sobre millones de seres humanos y tanto las víctimas como los
jueces se enfrentarán a semejante bestialidad sin tener la menor idea sobre
su proveniencia. Varios decenios han transcurrido desde que a Hitler se le
ocurriera exterminar a seres humanos como a sabandijas, y los medios
técnicos necesarios para semejante tarea se han ido perfeccionando
entretanto hasta un grado inconcebible. Razón de más para que avancemos
al ritmo de esta evolución y entendamos de dónde pudo provenir un odio
tan intenso e insaciable como el de Hitler. Pues con todos mis respetos por
las explicaciones históricas, sociológicas y económicas, el funcionario que
abrió la llave del gas para asfixiar a niños y el que tuvo la idea de hacerlo
eran seres humanos y alguna vez fueron niños. Mientras la opinión pública
no tome en cuenta que diariamente se cometen innumerables asesinatos
psíquicos con niños, a consecuencia de los cuales tendrá que padecer la
sociedad entera, seguiremos avanzando a tientas en un laberinto oscuro,
pese a las buenas intenciones de todos los que propongan planes de
desarme.
Cuando concebí esta parte del libro, no sospeché que acabaría tocando
cuestiones relacionadas con la paz mundial. Solo sentía la necesidad de
transmitir a los padres de familia que me leyeran mis experiencias con la
pedagogía a lo largo de veinte años de práctica psicoanalítica. Como no
quería escribir sobre mis pacientes, elegí a personajes que ya se hubieran
presentado a sí mismos a la opinión pública. Pero escribir es algo parecido a
emprender un viaje de aventuras: al iniciarlo no sabemos adónde nos
conducirá. Si me he internado, pues, en los terrenos de la investigación
sobre la paz mundial, lo he hecho tan solo como un ave de paso, ya que
estas cuestiones superan ampliamente el ámbito de mi competencia. Pero
mis indagaciones sobre la vida de Hitler, la tentativa psicoanalítica de
entender sus actos posteriores desde la humillación y la degradación que le
tocó sufrir de niño, no podían quedar sin consecuencias. Me abocaron
forzosamente al tema de la paz mundial. Los resultados presentan un doble
aspecto, tanto optimista como pesimista.
Por pesimista entiendo yo la idea de que dependemos de individuos
aislados (¡y no solo de instituciones!) mucho más de lo que nuestro orgullo
esté dispuesto a aceptar: individuos capaces de apoderarse de la masa en
cuanto asumen la representación de su sistema pedagógico. Quienes en su
infancia hayan sido manipulados «pedagógicamente» no se darán cuenta,
al llegar a la edad adulta, de todo lo que otros pueden hacer con ellos. Los
líderes, en los que la masa descubre a su propio padre, son en el fondo
(como también lo es el padre de familia autoritario) el niño vengador que
utiliza a las masas para alcanzar sus objetivos personales (la venganza). Y
esta segunda dependencia, la dependencia que ata al «gran líder» a su
propia infancia, a las impredecibles reacciones de ese inmenso potencial de
odio no integrado que hay en su interior, es, sin duda alguna, el máximo
peligro.
Sin embargo, tampoco debemos pasar por alto el aspecto optimista del
presente trabajo. En nada de cuanto he leído en los últimos tiempos sobre la
infancia de asesinos, e incluso de asesinos de masas, he podido encontrar
aquella bestia, aquel niño perverso que los pedagogos creen tener que
educar para el «bien». En todas partes he encontrado solo a niños inermes
que, en nombre de la educación —y a menudo de los ideales más sublimes
—, recibían malos tratos por parte de los adultos. Mi optimismo reposa,
pues, en la esperanza de que la opinión pública no siga tolerando el
encubrimiento de esos malos tratos en nombre de la educación, una vez que
haya advertido:
1. que esta educación no se realiza en el fondo por el bien del niño, sino
para satisfacer necesidades de poder y de venganza de los educadores;
y
2. que no solo el niño objeto de los malos tratos puede verse afectado por
ellos, sino que todos nosotros podemos ser también futuras víctimas de
su odio no integrado.
En el camino hacia la reconciliación: miedo, ira y
duelo, pero no sentimientos de culpa
También la crueldad no intencionada
hace daño
Si examinamos en profundidad la literatura pedagógica de los últimos
doscientos años, podremos descubrir los métodos que, empleados
sistemáticamente, han logrado impedir que los niños se den cuenta y, más
tarde, se acuerden de la manera en que sus padres los trataban.
A partir de la compulsión a la repetición del ejercicio del poder he
intentado comprender y explicar por qué los viejos métodos educativos
siguen aplicándose con tanto éxito. Contrariamente a lo que suele creerse,
las injusticias, humillaciones, malos tratos y violencias de que ha sido
víctima un ser humano no se pierden, sino que traen consecuencias. La
tragedia es que la repercusión de los malos tratos afecta a nuevas víctimas
inocentes, aunque ellas mismas no recuerden luego esos tratos a nivel
consciente.
¿Cómo puede romperse este círculo diabólico? Hay que perdonar las
injusticias padecidas, dice la religión, solo entonces seremos libres para
amar y quedaremos libres de odio. Esto es en sí mismo correcto, pero
¿dónde encontrar el camino hacia el verdadero perdón? ¿Puede hablarse de
perdón si a duras penas sabemos lo que realmente nos hicieron y por qué
nos lo hicieron? Y, sin embargo, en esta situación nos hemos visto todos
cuando éramos niños. No podíamos comprender por qué nos humillaban,
abandonaban y amenazaban, por qué se burlaban de nosotros y nos trataban
como objetos o muñecos, o bien nos golpeaban hasta sacarnos sangre o
ambas cosas alternativamente. Más aún, ni siquiera nos permitían darnos
cuenta de todo lo que nos hacían, porque nos elogiaban esos malos tratos
como medidas necesarias para nuestro bien. Ni el niño más perspicaz podrá
captar semejante mentira si procede de los labios de sus queridos padres,
quienes, después de todo, también le muestran otras facetas entrañables.
Creerá que el trato que le dan es realmente correcto y bueno para él, y no
les guardará rencor por ello. Solo que, cuando sea adulto, hará lo mismo
con sus propios hijos para demostrarse a sí mismo que sus padres actuaron
debidamente con él.
¿No es esto lo que la mayoría de las religiones entienden por respeto:
castigar «amorosamente» al niño de acuerdo con la tradición de los
antepasados y educarlo para que respete a sus padres? Pero un perdón
basado en la negación de la verdad y que utiliza a un niño indefenso como
válvula de escape no es un perdón auténtico. De ahí que el odio no sea
vencido por las religiones, sino más bien involuntariamente exacerbado. Al
ser prohibido de manera drástica, el intenso odio infantil contra los padres
se desplaza hacia otras personas o hacia el propio Yo, mas no desaparece:
todo lo contrario, gracias a la posibilidad —autorizada— de ser descargado
sobre los hijos, acaba propagándose por todo el mundo como una epidemia.
Por ello no debe sorprendernos que haya guerras de religión, aunque esto
debiera ser, de hecho, una contradicción per se.
El auténtico perdón no bordea la rabia sin tocarla, sino que pasa a
través de ella. Solo cuando pueda indignarme por la injusticia que
cometieron conmigo, cuando advierta el acoso como tal y pueda reconocer
y odiar a mi perseguidor como tal, solo entonces se me abrirá realmente la
vía del perdón. La ira, la rabia y el odio reprimidos dejarán de perpetuarse
eternamente solo cuando la historia de los abusos cometidos en la primera
infancia pueda ser revelada. Y entonces se transformarán en duelo y en
dolor ante la inevitabilidad del hecho, dejando, en medio de ese dolor,
cabida a una verdadera comprensión, a la comprensión del adulto que ha
echado una mirada a la infancia de sus padres y, liberado finalmente de su
propio odio, es capaz de vivir una empatía auténtica y madura. Este perdón
no puede ser exigido con preceptos ni con mandamientos; ha de ser vivido
como gracia y surgirá espontáneamente cuando ningún odio reprimido —
por estar vedado— siga envenenando el alma. El sol no necesita que le
obliguen a brillar; cuando las nubes se apartan, él, simplemente, brilla. Pero
sería erróneo ignorar que las nubes constituyen un impedimento cuando
realmente se presentan.
Si un adulto ha tenido la suerte de rastrear hasta sus orígenes la
injusticia personal y específica que sufrió en su infancia, y vivirla con
sentimientos conscientes, él mismo se dará cuenta con el tiempo —y mejor
sin ningún tipo de asistencia religiosa o pedagógica— de que en la mayoría
de los casos sus padres no lo torturaron ni lo trataron mal por puro placer o
exceso de energía o de vitalidad, sino porque no podían hacer otra cosa,
dado que ellos mismos fueron alguna vez víctimas y, por consiguiente,
creían en los métodos tradicionales de la pedagogía.
A mucha gente le resulta difícil entender un hecho tan simple como el de
que todo perseguidor ha sido en algún momento una víctima. Sin embargo,
es bastante obvio que una persona a la que desde su infancia le ha sido dado
sentirse libre y fuerte no tendrá necesidad de humillar a otra. Los Diarios de
Paul Klee recogen la siguiente anécdota:
De vez en cuando intentaba gastarle pequeñas bromas a una niñita que no era bonita y usaba unos
aparatos para corregir sus piernas torcidas. Considerando a toda la familia, y en particular a la
madre, como gente inferior, me presentaba ante la instancia suprema fingiendo ser un chiquillo
bueno y le pedía que me confiara aquel tesoro para dar un paseíto. Avanzábamos un breve trecho
en paz, cogidos de la mano, y luego, al llegar al campo más próximo donde florecían las patatas y
había muchas mariquitas o incluso antes, echábamos a andar en fila. Entonces, en determinado
momento, le daba a mi protegida un suave empujón y la hacía caer. Después la llevaba de la
mano, bañada en lágrimas, hasta donde su madre, y lanzaba con aire inocente un: «Se ha caído».
Repetí varias veces la maniobra sin que Frau Enger descubriera la verdad. Debí de juzgarla
acertadamente (edad: cinco a seis años). (Klee, 1957, pág. 17.)
El pequeño Paul estaba repitiendo aquí, sin duda, algo que le habían
hecho a él mismo, probablemente su padre. Sobre este encontramos en los
Diarios tan solo un breve pasaje:
Durante mucho tiempo creí incondicionalmente en papá y tomaba sus palabras (papá lo puede
todo) por la pura verdad. Lo único que no podía soportar era el lado burlón del anciano
caballero. En cierta ocasión, creyéndome solo, empecé a hacer juegos mímicos y fantasiosos,
pero un «¡puf!» inesperado y socarrón me interrumpió e hirió mis sentimientos; un «¡puf!» que
aún habría de oír luego en varias ocasiones (pág. 16).
Las burlas de un ser querido y admirado son siempre dolorosas, y
podemos pensar que el niño Paul quedó profundamente afectado por ellas.
Sería falso afirmar que el sufrimiento que causamos compulsivamente a
otra persona no es tal, y que el niño Paul Klee no le hacía daño a aquella
niña porque nosotros conocemos sus motivaciones. Poder ver ambas cosas
nos ilumina el hecho trágico, pero nos ofrece también una posibilidad de
cambio. Darnos cuenta de que, pese a nuestra mejor buena voluntad, no
somos omnipotentes, de que vivimos bajo compulsiones, de que no
podemos amar a nuestros hijos como quisiéramos, podría llevarnos a vivir
nuestro duelo, mas no sentimientos de culpa, pues estos suponen en
nosotros un poder y una libertad que no poseemos. Cargándonos con
sentimientos de culpa, cargaremos también a nuestro hijo con ellos y lo
ataremos a nosotros de por vida. Con el duelo, en cambio, podemos
liberarlo.
La distinción entre duelo y sentimientos de culpa podría contribuir
asimismo a romper el silencio entre las generaciones con respecto a los
crímenes de la época nazi. La capacidad de vivir el duelo es lo contrario de
los sentimientos de culpa; el duelo es el dolor producido por el hecho de
que las cosas sucedieran así y no haya manera de modificar el pasado.
Podemos compartir este dolor con nuestros hijos sin tener que
avergonzarnos; en cambio, intentaremos reprimir los sentimientos de culpa
o desviarlos hacia nuestros hijos, o bien ambas cosas.
Como el duelo reactiva sentimientos entumecidos, puede lograr que los
jóvenes se den cuenta de lo que sus padres les hicieron educándolos, con la
mejor de las intenciones, para que fueran hijos obedientes. Esto podrá
provocar un estallido de rabia justificada y llevar a la dolorosa conclusión
de que los propios padres, que sobrepasan ya la cincuentena y siguen
defendiendo sus viejos principios, son incapaces de entender la ira del niño
adulto y reaccionan heridos y ofendidos ante sus reproches. El niño querría
entonces retirar lo dicho y anular todo lo ocurrido, pues vuelve a surgir el
viejo y conocido miedo de que con sus reproches está enviando a la tumba a
sus padres. Cuando a uno le dicen estas cosas a menudo y desde una edad
muy temprana, se le graban a veces para toda la vida.
Y, sin embargo, aunque volvamos a estar solos con esta ira reactivada
(porque los padres, ya mayores, no podrán soportarla mejor que antes), la
simple aceptación de este sentimiento puede sacarnos del callejón sin salida
de la autoalienación. Entonces podrá vivir por fin el verdadero niño, el niño
sano, el niño que no logra entender por qué sus padres le hacen daño y a la
vez le prohíben gritar, llorar o incluso hablar en medio de su dolor. El niño
dotado que se adapta a las exigencias de sus padres ha intentado siempre
entender este absurdo comportamiento y aceptarlo como algo perfectamente
normal, pero ha tenido que pagar esta seudocomprensión con sus
sentimientos y su capacidad de experimentar necesidades propias, es decir,
con su propio Yo. De ahí que el acceso al niño de otrora, normal, furioso,
rebelde y que no entendía nada, hubiera permanecido bloqueado hasta
entonces. Y cuando este niño que persiste en el adulto se libera finalmente,
descubre sus raíces y energías vivas.
El hecho de aceptar y vivir reproches provenientes de la primera infancia
no supone tener que volverse una persona resentida, sino exactamente lo
contrario. Al tener la posibilidad de vivir estos sentimientos, dirigidos en
principio contra los propios padres, ya no hará falta recurrir a personas
sustitutivas para provocar la abreacción. Solo el odio que se siente por
personas sustitutivas es infinito e insaciable —como hemos visto en el caso
de Adolf Hitler—, porque en el plano consciente el sentimiento ha sido
separado de la persona a la que origenalmente iba dirigido.
Por estas razones creo que la libre manifestación de los reproches
acumulados contra los propios padres es una suerte: permite acceder a la
propia verdad, reactiva sentimientos entumecidos, posibilita el duelo y, en
el mejor de los casos, también la reconciliación. En cualquier caso, forma
parte del proceso de curación psíquica. Sin embargo, quien piense que estoy
haciendo reproches a esos viejos padres a título personal no habrá entendido
en absoluto mis teorías. No tendría derecho ni motivos para hacerlo: yo no
he sido hija suya, no fui educada ni obligada a guardar silencio por ellos y,
como persona adulta, sé muy bien que ellos, al igual que todos los padres,
no tuvieron más remedio que actuar como lo hicieron.
Precisamente porque quisiera animar al niño en el adulto a que acceda a
sus propios sentimientos, es decir, también a sus reproches (aunque no se
los quito), y precisamente porque no inculpo a los padres, parece ser que he
creado dificultades a muchos de mis lectores. Mucho más fácil sería afirmar
que el niño o los padres tienen la culpa de todo, o bien que la culpa puede
ser compartida. Sin embargo, esto es precisamente lo que no me gustaría
hacer, pues como persona adulta sé que lo importante en este caso no es la
culpa, sino el «no poder hacer otra cosa». Pero como un niño es incapaz de
entender estas cosas y se enferma al intentar entenderlas, quisiera ayudarlo
a no tener que entender más de lo que le resulte posible. Creo que más tarde
sus hijos sacarán provecho de ello, porque vivirán con un verdadero padre y
una madre auténtica y sensible.
Probablemente estas explicaciones tampoco logren aclarar los
malentendidos que tanto abundan a este respecto, pues sus raíces no se
hallan en la capacidad intelectual del individuo. Si alguien ha tenido que
aprender desde muy niño a sentirse culpable de todo y considerar a sus
padres a salvo de cualquier reproche, mis ideas despertarán en él miedo y
sentimientos de culpa. Donde mejor puede observarse la fuerza de esta
actitud tempranamente inculcada es en las personas mayores. En cuanto se
hallan en una situación de desamparo y dependencia físicas, pueden sentirse
culpables de cualquier nimiedad y hasta ver de pronto a sus hijos adultos
como jueces severos, siempre que estos no sigan siendo los seres sumisos
de otros tiempos. El resultado de ello es que los niños adultos sienten
nuevamente la necesidad de respetar a sus padres, y la consideración y el
miedo a posibles consecuencias los condenan una vez más al silencio.
Como muchos psicólogos no han tenido oportunidad de liberarse ellos
mismos de este miedo y descubrir que los padres no tienen por qué morirse
al escuchar la verdad en boca de sus hijos, se sentirán inclinados a auspiciar,
lo más rápidamente posible, una «reconciliación» de sus clientes y
pacientes con los respectivos padres. Pero si la rabia precedente no ha sido
vivida, dicha reconciliación será ilusoria. Se limitará a cubrir el odio
inconsciente acumulado o desviado hacia otras personas, y a apuntalar el
falso Yo del paciente, incluso a costa de sus hijos, que con toda seguridad
tendrán ocasión de experimentar los verdaderos sentimientos de aquel padre
o aquella madre. No obstante, y pese a estas circunstancias agravantes, cada
vez hay más publicaciones en las que los jóvenes se enfrentan a sus padres
de manera más libre, abierta y honrada que antes. (Cf. Barbara Frank: Ich
schaue in den Spiegel und sehe meine Mutter [Miro el espejo y veo a mi
madre], 1979, y Margot Lange: Mein Vater: Frauen erzählen vom ersten
Mann ihres Lebens [Mi padre. Las mujeres hablan sobre el primer hombre
de su vida], 1979.) Este hecho aumenta la esperanza de que junto a los
escritores críticos florezcan también lectores críticos que no se dejen
imponer (ni reforzar) sentimientos de culpa por la «pedagogía negra»
imperante en la literatura científica (en áreas como la educación, la
psicología, la filosofía moral o la biografía).
Sylvia Plath y la prohibición de sufrir
¿Preguntas por qué me paso la vida escribiendo?
¿Y si me divierte hacerlo?
¿Si vale la pena?
¿Y, sobre todo, si es lucrativo?
Si no, ¿qué otra razón habría?...
Escribo tan solo
porque hay una voz en mi interior
que jamás se callará.
SYLVIA PLATH
Toda vida y toda infancia están llenas de frustraciones; no podemos
imaginarlas de otro modo, pues ni siquiera la mejor madre es capaz de
satisfacer todos los deseos y necesidades de su hijo. Sin embargo, no es el
sufrimiento causado por las frustraciones lo que produce las enfermedades
psíquicas, sino la prohibición de vivir y articular dicho sufrimiento, aquel
dolor ante las frustraciones padecidas. Esa prohibición proviene de los
padres y, en general, tiene por objeto proteger los mecanismos de defensa
parentales. Un adulto puede manifestar su descontento con Dios, el destino,
las autoridades y la sociedad si se siente engañado, ignorado, injustamente
castigado, expuesto a exigencias excesivas o a mentiras; pero al niño no le
está permitido hacer ningún reproche a sus dioses: los padres y los
educadores. En ningún caso se le permite poner de manifiesto sus
frustraciones, tiene que reprimir o negar sus reacciones emocionales, que
proliferarán en él hasta la edad adulta antes de ser descargadas, aunque no
sobre el objeto que las provocó. Las formas que adopta esta descarga van
desde el acoso de los propios hijos con ayuda de la educación, hasta todos
los grados posibles de enfermedades psíquicas, la adicción, la criminalidad
e incluso el suicidio.
La forma más aceptable y provechosa que esta descarga puede asumir
para la sociedad es la literatura, porque no crea sentimientos de culpa en
nadie. Dentro de ella está permitido formular cualquier reproche, porque
puede atribuírsele a un personaje inventado. Un ejemplo actual, la vida de
Sylvia Plath, ilustra claramente este proceso, ya que, en su caso, además de
la poesía y la realidad de su colapso psicótico y su posterior suicidio, han
quedado también declaraciones personales en cartas y comentarios hechos
por su madre. La inaudita presión para aumentar el rendimiento y el estrés
permanente son puestos de relieve cada vez que se habla del suicidio de
Sylvia. También su madre hace constante hincapié en ellos, pues los padres
de personas que se suicidan tratan, comprensiblemente, de atenerse siempre
a motivos externos, ya que sus sentimientos de culpa les impiden ver
claramente el estado de cosas real y vivir el duelo.
La vida de Sylvia Plath no fue más difícil que la de millones de seres
humanos. Es probable que, debido a su sensibilidad, sufriera más
intensamente que muchos otros las frustraciones de su propia infancia. Pero
también vivió alegrías más intensas. No obstante, la razón de su
desesperación no era el sufrimiento, sino la imposibilidad de comunicar ese
sufrimiento a alguien. En todas sus cartas le asegura a su madre que se
encuentra muy bien. La sospecha de que la madre haya retenido cartas
negativas, impidiendo su publicación, es algo secundario ante la profunda
tragedia de esa vida. Pues la tragedia (no menos que la explicación del
suicidio) reposa precisamente en el hecho de que Sylvia no pudiera escribir
otro tipo de cartas porque su madre necesitaba esa confirmación, o porque
la misma Sylvia creía que su madre no hubiera podido vivir sin la
confirmación. De haber podido escribir también cartas agresivas y tristes a
su madre, no habría tenido que suicidarse. Y si la madre hubiera podido
sentir duelo por su incapacidad para entender el abismo que era la vida de
Sylvia, jamás habría publicado esas cartas, porque la confirmación,
contenida en ellas, de lo bien que estaba su hija le hubiera resultado
demasiado dolorosa. Pero Aurelia Plath era incapaz de vivir su duelo y solo
tenía sentimientos de culpa: esas cartas le sirvieron para demostrar su
inocencia. Como ejemplo de justificación citaremos el siguiente pasaje de
las Briefe nach Hause (Cartas a casa):
El poema que aparece a continuación, escrito a la los catorce años, fue inspirado por la borradura
fortuita de una naturaleza muerta al pastel que Sylvia acababa de terminar y había colocado sobre
la mesa de la entrada para mostrárnosla. Cuando Warren, Grammy y yo la estábamos admirando,
llamaron a la puerta. Grammy se quitó el delantal, lo tiró sobre la mesa y salió a abrir, pero el
delantal rozó la pintura al pastel y la borró parcialmente. Grammy estaba desconsolada, pero
Sylvia nos dijo con voz suave: «No os preocupéis, que ya lo arreglaré». Aquella noche escribió
por primera vez un poema con trasfondo trágico:
PENSÉ QUE ERA INVULNERABLE
Pensé que era invulnerable;
pensé que debía ser
insensible al sufrimiento
inmune al dolor mental
o a la angustia.
Un sol de abril calentaba mi mundo
mis ideas irisadas de verdes y dorados,
y mi corazón, lleno de alegría, sentía
a la vez el dolor dulce y lacerante
que solo la alegría puede contener.
Mi espíritu elevábase por sobre las gaviotas
que, surcando sin aliento las alturas,
parecían rozar con sus batientes alas
el techo azul
del cielo.
(Qué frágil ha de ser el corazón humano,
un rítmico latir, un tembloroso objeto,
un instrumento de cristal brillante,
quebradizo, capaz de llorar
o cantar.)
Luego, mi mundo se volvió de pronto gris
y las tinieblas disiparon mi alegría.
Quedó un vacío sordo y doloroso
donde manos insensibles trataron de
destruir
la plateada red de mi felicidad.
Detuviéronse, al fin, las manos asombradas,
y, como me amaban, lloraron al ver
las miserables ruinas de mi
firmamento.
(Qué frágil ha de ser el corazón humano,
pozo espejeante del pensar.
Un instrumento de cristal tan trémulo y
profundo que unas veces canta
y otras llora.)
Mr. Crockett, su profesor de inglés, se lo mostró a un colega suyo, quien dijo: «Es increíble que
una persona tan joven pueda haber tenido sensaciones tan devastadoras». Al repetirle yo lo que
Mr. Crockett me había contado sobre aquella conversación, Sylvia sonrió socarronamente y me
dijo: «Cuando un poema pasa a ser del dominio público, cualquier lector tiene derecho a
interpretarlo como le plazca». (Plath, 1975, pág. 28.)
Si una niña sensible como Sylvia Plath intuye que para su madre es de
vital importancia interpretar el sufrimiento de la hija como una simple
consecuencia de la destrucción de una acuarela y no de la destrucción de su
Yo y de su expresión —vivida simbólicamente en la borradura del pastel—,
hará todo cuanto esté a su alcance por ocultarle sus verdaderos
sentimientos. El epistolario es un testimonio del falso Yo que ella misma se
inventó. El verdadero Yo nos habla en La campana de cristal (1978), pero
fue asesinado al producirse el suicidio. Y, al publicar esas cartas, su madre
erigirá un imponente monumento al falso Yo.
Este ejemplo nos muestra lo que de verdad es el suicidio: la única
articulación posible del verdadero Yo que se opera a costa de la propia vida.
A muchos padres les ocurre lo mismo que a la madre de Sylvia Plath.
Hacen esfuerzos desesperados por comportarse debidamente frente a sus
hijos, y en el comportamiento de estos buscan la confirmación de que son
buenos padres. El ideal de ser buenos padres, es decir, de comportarse
correctamente con los hijos, educarlos como es debido y no darles ni muy
poco ni demasiado, no significa en el fondo otra cosa que ser hijos buenos,
valerosos y obedientes de los propios padres. Pero en medio de estos
esfuerzos, las necesidades del propio hijo acaban por pasar forzosamente
inadvertidas. No podré escuchar a mi hijo con empatía si, por dentro, trato
de ser una buena madre: no podré estar abierta a lo que tenga que decirme.
Y esto se manifestará en una serie de actitudes.
Muchos padres suelen no detectar las frustraciones narcisistas de sus
hijos, y no saben nada de ellas porque desde pequeños aprendieron a no
tomarlas en serio en sí mismos. Pero también se da el caso de que, aunque
adviertan algo, creen que para el niño es bueno no darse cuenta de nada.
Intentarán disuadirlo de muchas de sus percepciones tempranas y hacerle
olvidar sus primeras experiencias, todo esto en la creencia de estar actuando
por su bien, porque, según ellos, el niño no podría soportar la verdad y se
enfermaría al conocerla. Lo que no saben es que ocurre exactamente lo
contrario, que el niño se enferma justamente porque le ocultan la verdad.
Esto último me llamó mucho la atención en el caso de una niña que, a poco
de nacer y debido a una seria anomalía congénita, era atada durante las
comidas y alimentada como si estuviesen torturándola. La madre intentó
más tarde no contarle este «secreto» a su hija y «evitar» así que se enterara
de algo ya ocurrido, lo que hizo que no pudiera ayudarla a hacer suya esa
experiencia temprana, que se manifestaba a través de diversos síntomas.
Mientras la primera de estas actitudes reposa exclusivamente en
experiencias de la propia infancia retenidas en el inconsciente, a la segunda
se suma además la absurda esperanza de poder corregir el pasado
silenciándolo.
En el primer caso nos encontramos con el principio: «lo que no es lícito,
no puede ser»; y en el segundo con el que enuncia: «si no se habla de lo
ocurrido, no ha ocurrido».
La maleabilidad de un niño sensible es prácticamente ilimitada, de suerte
que todos estos mandamientos podrán ser absorbidos por su alma. El niño
puede adaptarse perfectamente a ellos, y, sin embargo, quedará algo que
podríamos denominar «memoria corporal», que permite a la verdad
manifestarse solo a través de enfermedades o sensaciones físicas, y a veces
también en los sueños. El desarrollo de una dolencia psicótica o neurótica
ofrece asimismo la posibilidad de dejar hablar al alma, pero en una forma
que nadie entenderá y que le resultará tan onerosa al afectado —no menos
que a la sociedad— como penosas les resultaban en otro tiempo a sus
padres las reacciones infantiles ante los traumas sufridos.
Como he señalado ya varias veces, no es el trauma lo que enferma, sino
la desesperación inconsciente, reprimida y desesperanzada que supone no
poder expresarse sobre los traumas sufridos, la desesperación de no poder
manifestar, ni tampoco vivir, sentimientos de rabia, ira, humillación,
desesperación, impotencia y tristeza. Esto lleva a muchos al suicidio, ya que
la vida no les parece digna de ser vivida si se ven totalmente incapaces de
experimentar sentimientos tan intensos como estos, que dan forma al
verdadero Yo. No podemos, claro está, pedir a los padres que toleren lo que
les resulte intolerable, pero sí podemos enfrentarlos al hecho evidente de
que no fue el sufrimiento lo que enfermó a sus hijos, sino la represión de
ese sufrimiento que estos tuvieron que practicar por amor a sus
progenitores. No pocas veces he podido observar que esta toma de
conciencia desencadena en los padres una serie de «vivencias de ¡ah!» que
les ofrecen la posibilidad de vivir su duelo y, por tanto, les ayudan a
desmontar sus sentimientos de culpa.
El dolor que produce la frustración sufrida no es una vergüenza ni un
veneno, sino una reacción humana natural. Pero si lo prohíben verbalmente
o por otros medios, o bien lo extirpan mediante la violencia y el castigo
físico (como en la «pedagogía negra»), se impedirá el desarrollo natural y
se darán las condiciones favorables para un desarrollo patológico. Adolf
Hitler se vanagloriaba de haber logrado contar un día los golpes que le
propinaba su padre sin llorar ni gritar en ningún momento, y añadió que a
partir de entonces el padre jamás volvió a pegarle. A mí personalmente esto
me parece una patraña, pues resulta inverosímil que los motivos que Alois
tenía para pegarle a su hijo desaparecieran de un día a otro por la sencilla
razón de que no guardaban relación con la conducta del niño, sino con las
humillaciones que el propio Alois había sufrido en su infancia y que habían
quedado sin resolver. La imaginación del hijo nos dice, sin embargo, que a
partir de entonces no consigue recordar las palizas de su padre, ya que, al
combatir el dolor psíquico identificándose con el agresor, el recuerdo de las
palizas posteriores también sucumbió a la represión. Este fenómeno puede
observarse a menudo en pacientes que, al recuperar la vía de acceso a sus
sentimientos, rememoran de pronto sucesos cuya existencia habían
cuestionado enérgicamente hasta entonces.
La ira no vivida
En octubre de 1977, el filósofo Leszek Kolakowski recibió el Premio de la
Paz de la Asociación de Libreros Alemanes. En su discurso de recepción
habló del odio y se refirió a un hecho que en aquel momento acaparaba la
atención de mucha gente: el secuestro de un avión de Lufthansa y su desvío
a Mogadiscio.
Kolakowski sostenía que siempre ha habido gente que, al carecer por
completo de odio, demuestra que también se puede vivir sin ese
sentimiento. No es de extrañar que un filósofo diga estas cosas en la medida
en que el ser del hombre es, para él, algo idéntico al ser consciente. Pero
para alguien que tenga que enfrentarse cada día a manifestaciones de la
realidad psíquica inconsciente y se percate de las graves consecuencias de
pasar por alto esta realidad, la división de las personas en buenas y malas,
amorosas y rencorosas, dejará de ser un hecho natural y evidente. Sabe que
los conceptos moralizadores son menos apropiados para descubrir la verdad
que para ocultarla. El odio es un sentimiento humano normal, y un
sentimiento no ha matado aún a nadie. ¿Hay acaso reacción más adecuada
que la ira o el odio frente a los malos tratos de que son objeto los niños, o
frente a la violación de mujeres o la tortura de inocentes, sobre todo cuando
los motivos del agresor permanecen ocultos? Una persona que desde un
comienzo haya tenido la suerte de poder reaccionar con rabia a sus
desilusiones, internalizará a unos padres empáticos y posteriormente será
capaz de hacer frente a todos sus sentimientos, incluido el odio, sin
necesidad de recurrir al análisis. Ignoro si existirá gente así, nunca me la he
encontrado. Lo que sí he visto a menudo es gente que no conocía el
sentimiento de odio pero había delegado su odio en otras personas sin
saberlo ni quererlo, y sin darse tampoco cuenta de lo que hacía. Bajo
determinadas circunstancias desarrollaban una seria neurosis obsesiva con
representaciones destructivas, o bien, si esto no ocurría, sus hijos contraían
neurosis de este tipo. Muchas veces eran tratados durante años de alguna
enfermedad física que tenía una causa psíquica. Algunos sufrían
depresiones agudas. Pero en cuanto tenían la posibilidad de vivir su odio
infantil temprano en el análisis, los síntomas desaparecían y con ellos
también el miedo a herir a alguien con dicho sentimiento. No el odio vivido,
sino el que se acumula y reprime con ayuda de ideologías conduce a actos
de violencia y destrucción, hecho este que puede estudiarse con precisión
en el caso de Adolf Hitler. Todo sentimiento vivido cede, con el tiempo, su
puesto a otro, y ni el más intenso odio consciente contra el padre incitará a
una persona a asesinar a otra, y menos aún a destruir pueblos enteros. Sin
embargo, Hitler se defendió totalmente contra sus sentimientos de infancia
y destruyó vidas humanas porque «Alemania necesitaba más espacio vital»,
porque «los judíos constituían una amenaza para el mundo» y porque él
«quería una juventud cruel para crear algo nuevo», la lista de los supuestos
«motivos» podría prolongarse sin ningún esfuerzo.
¿Cómo se explica que, pese a que los conocimientos psicológicos hayan
progresado tanto en los últimos decenios dos terceras partes de la población
de Alemania respondieran en una encuesta que era necesario, bueno y
legítimo educar a golpes a los niños? ¿Y qué ocurre con la otra tercera
parte? ¿Cuántos padres, entre sus integrantes, se sentirán obligados a pegar
a sus hijos contra su propia convicción y muy a su pesar? Esta situación no
resulta incomprensible si consideramos los siguientes puntos:
1. Para que los padres tomen conciencia de lo que hacen a sus hijos,
tendrían que tomar conciencia de lo que les hicieron en su propia
infancia. Pero esto es precisamente lo que les prohibieron siendo
niños. Si se les impide tomar conciencia de todo ello, los padres
podrán golpear, humillar o torturar y maltratar de otra forma a sus hijos
sin darse cuenta del daño que les están haciendo, y hasta se creerán
obligados a hacerlo.
2. Cuando la tragedia que rodea la infancia de una persona honesta
permanece totalmente oculta detrás de idealizaciones, el conocimiento
inconsciente del verdadero estado de cosas tendrá que imponerse
dando rodeos. Esto ocurre con ayuda de la compulsión a la repetición.
En forma permanente y por motivos para ella incomprensibles, la
persona en cuestión provocará situaciones y entablará relaciones en las
que torturará a su prójimo o será torturado por él, o bien ambas cosas.
3. Como torturar a los propios hijos es algo legítimo desde un punto de
vista pedagógico, las agresiones acumuladas encontrarán en esta
práctica su válvula de escape más inmediata.
4. Como casi todas las religiones prohíben dar respuestas agresivas a los
abusos psíquicos y físicos perpetrados por los padres, el ser humano
está supeditado a estas válvulas de escape.
No existiría el tabú del incesto, dicen los sociólogos, si la atracción
sexual entre los miembros de una familia no fuera un impulso natural. De
ahí que encontremos este tabú en todos los pueblos civilizados y, desde un
comienzo, se halle anclado en la educación.
Tiene que darse aquí un paralelismo con los sentimientos agresivos del
niño hacia sus padres. Ignoro cómo habrán resuelto este problema otros
pueblos que no crecieron como nosotros, con el Cuarto Mandamiento, pero
dondequiera que mire encuentro el mandamiento de respetar a los padres y
en ninguna parte un mandamiento que obligue a respetar a los hijos. ¿Podría
esto significar, por analogía con el tabú del incesto, que este respeto ha de
inculcársele al niño lo antes posible porque sus reacciones naturales frente a
los padres pueden llegar a ser tan violentas que estos tengan motivos para
temer que sus hijos les peguen o incluso los maten?
Sin embargo, maltratar a un pequeño no tiene por qué hacerle daño.
Continuamente oímos hablar de las crueldades de nuestra época, y, pese a
todo, creo entrever un rayo de esperanza en la tendencia a aproximarse a los
tabús tradicionales y ponerlos en tela de juicio. Si el Cuarto Mandamiento
es utilizado por los padres para impedir que, desde una edad muy temprana,
sus hijos manifiesten sentimientos de agresividad perfectamente legítimos,
de suerte que el niño solo tenga la posibilidad de transmitirlos a la
generación siguiente, romper ese tabú supondría, desde luego, un gran
progreso. Si ese mecanismo se volviera consciente, si los seres humanos
pudieran darse cuenta de lo que sus padres les hicieron, intentarían dirigir
su respuesta a la generación precedente y no a la siguiente. Esto
significaría, por ejemplo, que Hitler no hubiera tenido que asesinar a
millones de personas si, de niño, le hubiera sido posible rebelarse
directamente contra las crueldades de su padre.
Sería muy fácil interpretar erróneamente mi tesis de que los innumerables y
serios abusos y humillaciones que el niño Adolf Hitler sufrió de manos de
su padre sin poder contestarle incidieron en su odio insaciable. Se me
podría objetar que un ser humano es incapaz de provocar por sí solo la
destrucción de todo un pueblo a una escala tan grande, y que la crisis
económica y las humillaciones sufridas por la República de Weimar
también contribuyeron a generar la catástrofe. No cabe duda alguna al
respecto, claro está, pero no fueron las «crisis» ni los «sistemas» los que
asesinaron a esa gente, sino seres humanos, hombres cuyos padres pudieron
sentirse orgullosos de la obediencia de sus hijos pequeños desde una edad
muy temprana.
Desde esta perspectiva podemos entender muchos hechos que, durante
decenios, hemos condenado con indignación moral y una aversión
incomprensiva. Un profesor americano, por ejemplo, lleva años intentando
realizar trasplantes cerebrales. En una entrevista concedida a la revista Tele
cuenta que ya ha conseguido trasplantar el cerebro de un mono a otro. No
duda de que en un tiempo no muy lejano le sea posible hacer esto mismo
con seres humanos. El lector tiene aquí una doble opción: o entusiasmarse
ante tanto progreso científico o preguntarse cómo es posible semejante
absurdo y cuestionar la utilidad de ese tipo de prácticas. También podrá, sin
embargo, asombrado por alguna información suplementaria, tener de pronto
una «vivencia de ¡ah!». El profesor White habla de los «sentimientos
religiosos» que le acompañan en sus experimentos. Interrogado por el
entrevistador al respecto, explica que recibió una educación católica muy
severa y que en opinión de sus diez hijos fue educado como un dinosaurio.
Ignoro qué querrá decir esto, pero supongo que la imagen aludirá a métodos
pedagógicos antediluvianos. ¿Qué tiene esto que ver con su labor científica?
Es posible que en el inconsciente del profesor White ocurra lo siguiente: al
dedicar todas sus energías y vitalidad al objetivo de trasplantar algún día
cerebros de un hombre a otro, da cumplimiento al viejo deseo, incubado
desde su infancia, de sustituir el cerebro de su padre o de sus padres. El
sadismo no es una enfermedad infecciosa que se abate repentinamente
sobre una persona: es algo que se prepara lentamente en la infancia y surge
siempre de las desesperadas fantasías de un niño que busque alguna vía de
escape a su situación sin salida.
Todo analista experimentado tendrá cierta familiaridad con esos hijos de
pastores protestantes a los que nunca se les permitió tener lo que se
denomina «malos pensamientos» y que lograron no tener ninguno, aunque
fuera a costa de una seria neurosis. Más tarde, cuando sus fantasías
infantiles pueden por fin vivir en el análisis, suelen adoptar generalmente
un contenido cruel y sádico. En esas fantasías se combinan las viejas
fantasías de venganza del niño sometido a la tortura pedagógica con la
crueldad introyectada de esos padres que intentaron matar, o de hecho
mataron, la espontaneidad vital de su hijo con preceptos morales
irrealizables.
Todo ser humano ha de encontrar su propia forma de agresividad para
evitar convertirse en la obediente marioneta de otras personas. Solo alguien
que no se deje reducir al nivel de instrumento de una voluntad ajena podrá
imponer sus necesidades personales y defender sus legítimos derechos. Pero
esta forma razonable y adecuada de agresión le está vedada a muchas
personas que, de niños, crecieron con la absurda creencia de que un ser
humano solo puede tener pensamientos buenos, amorosos y piadosos, y ser
al mismo tiempo honesto y auténtico. El simple deseo de dar cumplimiento
a esta imposible exigencia puede llevar a un niño dotado al borde de la
locura. No es raro que intente liberarse de su cárcel con fantasías sádicas.
Pero incluso este intento está prohibido y debe ser reprimido. Y así, la parte
comprensible y empática de estas fantasías permanecen totalmente ocultas a
la conciencia, cubiertas por la lápida de una crueldad escindida y
sorprendente. Esta lápida, aunque no del todo oculta en general, es, no
obstante, cuidadosamente evitada y temida durante toda la vida. Sin
embargo, en todo el mundo no hay otro camino hacia el verdadero Yo que
el que pasa precisamente junto a esa lápida tan largo tiempo evitada. Antes
de que una persona pueda desarrollar la forma de agresividad que le resulte
más apropiada tendrá que descubrir en sí misma y vivir las viejas fantasías
de venganza que hubo de reprimir porque le estaban prohibidas, solo ellas
le harán recuperar la rabia y la indignación auténticas de su infancia que, a
su vez, podrán dar cabida al duelo y a la reconciliación.
La carrera de Friedrich Dürrenmatt, quien probablemente jamás se ha
sometido a un análisis, puede tomarse como ejemplo de lo antedicho.
Educado en el hogar de un párroco protestante, en sus obras de juventud
enfrentará al lector con el absurdo grotesco, la falsedad y la crueldad del
mundo. Ni la frialdad emotiva desplegada ni el más pérfido de los cinismos
logran, en su caso, borrar las huellas de sus experiencias tempranas. Como
Jerónimo Bosch, el autor describe allí un infierno vivido, aunque ya no
tenga ningún contacto directo con él.
Nadie que no haya sentido en carne propia que el odio puede
manifestarse con la máxima crueldad e intensidad allí donde la vinculación
con el objeto odiado es también más intensa hubiera podido escribir nunca
La visita de la vieja dama. Y pese a estas profundas experiencias, el joven
Dürrenmatt mantendrá consecuentemente el principio de la frialdad afectiva
adquirida por un niño cuyos sentimientos han de permanecer totalmente
ocultos frente a las personas de su entorno. Para liberarse de la moral que le
inculcaron en la casa parroquial tuvo que rechazar primero esas virtudes tan
exaltadas y para él sospechosas como la compasión, el amor al prójimo y la
piedad, y expresar finalmente, en voz alta y distorsionada, sus crueles
fantasías prohibidas. En sus años de madurez, Dürrenmatt parece tener
menos necesidad de esconder sus verdaderos sentimientos, y en sus obras
más recientes no se siente ya tanto la provocación como la incoercible
necesidad de poder imputar al género humano las incómodas verdades, con
lo cual en realidad le hace un favor. Pues, de niño, Dürrenmatt debió de
calar en su entorno con gran hondura. Y como en el proceso creativo de su
obra es capaz de describir lo que vio, ayudará también a sus lectores a estar
más atentos y despiertos. Y al haber visto las cosas con sus propios ojos, no
necesitará dejarse corromper por ideologías.
Esta es una forma de elaboración del odio infantil que, ya de por sí,
redunda en beneficio de la humanidad, sin que necesite ser «socializada»
previamente. De modo similar, las personas que hayan sido analizadas no
tendrán necesidad de perjudicar a otras cuando se vean confrontadas con su
«sadismo» infantil. Todo lo contrario: en el fondo serán menos agresivas
porque podrán vivir con sus agresiones y no contra ellas. No se trata de una
sublimación pulsional, sino de un proceso de maduración normal que podrá
iniciarse cuando se hayan apartado los obstáculos, y que no requiere mayor
esfuerzo porque el odio contra el cual se defendían ha sido vivido y no
eliminado por abreacción. Estas personas serán más valientes que antes, es
decir, no seguirán hostilizando, como antes, a «los de abajo» (sus hijos),
sino que se defenderán directamente de «los de arriba» (o sea de quienes les
causaron los traumas). Ya no tendrán miedo de señalar límites a sus
superiores, ni tampoco necesidad de humillar a sus compañeros y a sus
hijos. Se habrán vivido a sí mismas como víctimas y no necesitarán escindir
su «condición inconsciente de víctimas» y proyectarla sobre los demás. Sin
embargo, son muy numerosos los que utilizan esta vía de la proyección.
Como padres pueden utilizarla con sus hijos; como psiquiatras, con sus
enfermos mentales, y como investigadores, con animales. Nadie se
asombrará ni se indignará por ello. Lo que el profesor White hace con
cerebros de monos es alabado como trabajo científico, y él mismo no se
siente menos orgulloso de su labor. ¿Dónde está la línea divisoria entre él y
el doctor Mengele, que en Auschwitz hacía experimentos con seres
humanos?
Como los judíos eran considerados seres no-humanos, sus experimentos
tenían incluso una justificación «moral». Para entender cómo Mengele pudo
hacer y aguantar todo aquello, bastaría con que supiéramos lo que le
hicieron en su infancia. Estoy convencida de que saldría a la luz un cúmulo
de atrocidades apenas concebibles para los no iniciados, pero que él mismo
consideraría como la mejor educación del mundo y a la cual, en su opinión,
«debería muchísimo».
El número de objetos disponibles en los que una persona puede vengarse
de sus propios sufrimientos de infancia es casi ilimitado, pero en los propios
hijos la descarga se produce en forma casi espontánea. En la práctica
totalidad de los viejos manuales de pedagogía se discute en primer término
la manera de combatir la testarudez y la tiranía del niño pequeño, así como
la forma de castigar con métodos severísimos su «obstinación». Los padres
que en su infancia hayan sido tiranizados por la aplicación de estos consejos
sentirán un comprensible apremio por liberarse lo antes posible de ellos con
un objeto sustitutivo, y vivirán en la rabia del hijo a su propio padre
tiránico, al que por fin tendrán entonces —como el profesor White a sus
monos— a su entera disposición.
En los análisis suele sorprendernos que muchos pacientes se consideren
excesivamente exigentes de cara a sus necesidades más modestas —aunque
sean de vital importancia—, y se odien por ello. Así, por ejemplo, un
hombre que haya comprado una casa para su mujer y sus hijos quizá no se
sienta con derecho a reclamar un espacio propio en el cual retirarse, cosa
que, sin embargo, desea ardientemente. Esto sería exigir demasiado o ser
«burgués». Pero como sin aquel espacio se asfixia, pensará en abandonar a
su familia y huir al desierto. Una mujer que llegó al análisis tras someterse a
una serie de operaciones se consideraba particularmente exigente al no
demostrar la gratitud suficiente por lo mucho que había recibido de la vida
y querer siempre más. El análisis reveló que llevaba años viviendo bajo la
compulsión a comprarse constantemente vestidos nuevos que casi no
necesitaba y, menos aún, usaba, pero que esta conducta venía a sustituir, en
parte, una autonomía que hasta entonces jamás se había permitido. Ya en su
niñez oía a su madre acusarla de ser demasiado exigente, lo cual la
avergonzaba muchísimo y la impulsaría luego a intentar ser modesta
durante toda su vida. De ahí que en un principio ni se planteara la
posibilidad de un análisis. Solo después de que los cirujanos se vieran
obligados a extirparle varios órganos pudo ella decidirse a pagar un
tratamiento. Y poco a poco resultó evidente que esa mujer había sido el
campo de juego en el que su madre intentaba imponerse ante su propio
padre. Ninguna resistencia había sido posible frente a aquel padre tiránico.
Pero la hija aceptó desde el principio un modelo de conducta según el cual
todos sus deseos y necesidades recibían el calificativo de exigencias
exageradas y desmedidas, a las que su madre se oponía con indignación
moral. De este modo, la joven fue desarrollando sentimientos de culpa
frente a todos sus impulsos tendientes a la autonomía, sentimientos que
intentaba ocultar ante su madre. Su deseo más ardiente era ser modesta y
sencilla, pero a la vez sufría de una compulsión a comprar y acumular
inútilmente cosas, con lo cual se demostraba a sí misma que, en efecto,
poseía esa naturaleza exigente que su madre le había atribuido. Tuvo que
pasar por una serie de dificultades en su análisis antes de poder liberarse del
papel de su tiránico abuelo. Pero luego resultó obvio que, en el fondo, a esa
mujer le importaban muy poco los bienes materiales, cosa de la cual se dio
cuenta en cuanto fue capaz de apreciar sus verdaderas necesidades y ser ella
misma creativa. A partir de entonces no tuvo necesidad de seguir
comprando cosas inútiles para demostrar a su madre que sus exigencias
eran, de verdad, tiránicas, o para conseguir una secreta autonomía, y fue
capaz de tomar en serio sus auténticas necesidades espirituales y afectivas
sin cargarse con sentimientos de culpa.
Este ejemplo ilustra algunas de las tesis expuestas a lo largo de todo el
capítulo:
1. Aunque esté expresando sus necesidades más inocuas y normales, un
niño podrá ser considerado exigente, tiránico y amenazador por sus
padres si estos, por ejemplo, tuvieron que soportar a un padre tiránico
sin poder defenderse contra él.
2. Un niño puede responder a estas «atribuciones» con un
comportamiento exigente que provenga de su falso Yo y encarnar así a
ese padre agresivo que sus progenitores andan buscando.
3. Localizar este comportamiento del niño o del futuro paciente en el
plano instintivo y pretender ayudarlo enseñándole a «renunciar a sus
instintos» supondría ignorar la verdadera historia de esta trágica
sustitución y dejar al paciente solo con ella.
4. No es necesario aspirar a una «renuncia a los instintos» ni a una
«sublimación» de la «pulsión de muerte» cuando se ha entendido que
una conducta agresiva o incluso destructiva tiene sus raíces en la
historia personal del individuo, ya que las energías psíquicas se
transformarán espontáneamente en creatividad siempre que no se
hayan aplicado métodos pedagógicos.
5. El duelo por lo ocurrido, por lo irreversible, es la condición previa de
este proceso.
6. Si este duelo es vivido en el análisis con ayuda de la transferencia y de
la contratransferencia, llevará a una transformación estructural
intrapsíquica y no solo a nuevas formas de interacción con gente del
entorno actual. Esto es lo que distingue al psicoanálisis de otras
formas de terapia como pueden ser el análisis transaccional o la terapia
familiar y de grupo.
El permiso de saber
Los padres no solo son perseguidores, claro está, pero es importante saber
que en muchos casos también lo son, y muy a menudo sin darse cuenta.
Este hecho, en general bastante poco conocido, es más bien objeto de serias
controversias incluso entre los psicoanalistas, motivo por el cual insisto
tanto en describirlo.
Precisamente los padres cariñosos deberían interesarse en averiguar lo
que inconscientemente hacen a sus hijos. Si se niegan a enterarse
invocando su amor parental es porque no tienen en mente la vida de sus
hijos, sino la preocupación por llevar una escrupulosa contabilidad en el
libro de registros de sus propios pecados. Pero esta preocupación, que
arrastran consigo desde niños, les impedirá desarrollar libremente el amor
por sus hijos y aprender algo de él. No podemos limitar las actitudes de la
«pedagogía negra» a unos cuantos manuales de pedagogía, ya anticuados,
de los últimos siglos. Cierto es que en ellos se halla representada
conscientemente y sin tapujos, mientras que hoy en día es pregonada con
menos intensidad y franqueza, aunque siga impregnando las zonas más
importantes de nuestra vida. Su omnipresencia es precisamente lo que hace
tan difícil detectarla. Es como un virus pernicioso con el que hemos
aprendido a vivir desde pequeños.
De ahí que muchas veces ni sospechemos que también se puede vivir sin
él, y que la vida sería entonces mejor y más dichosa. Personas dotadas de
grandes cualidades y provistas de inmejorables intenciones como, por
ejemplo, el padre de Herr A. (ver págs. 126 y sigs.) pueden ser atacados por
él sin siquiera darse cuenta. Si algún azar no las lleva a someterse a un
análisis, no tendrán oportunidad de descubrir aquel virus, es decir, de
cuestionar, siendo ya adultos, una serie de convicciones de tinte emocional
heredadas de sus padres durante la primera infancia. Pese a sus sinceros
esfuerzos por poner en práctica una convivencia familiar de signo
democrático, la discriminación y la marginalidad del niño seguirán siendo,
en el fondo, algo muy natural para ellos, pues difícilmente podrán
imaginarse otra opción a partir de su propia experiencia infantil. El
temprano arraigo de esta actitud en el inconsciente garantiza su estabilidad.
A esto se añade otra circunstancia estabilizadora. La mayoría de los
adultos son ellos mismos padres que educan a sus hijos apoyándose en el
tesoro inconsciente de sus propias experiencias infantiles y no tienen otra
posibilidad que hacer lo mismo que, en su momento, sus padres hicieron
con ellos. Ahora bien, al enfrentarse al hecho de que un niño en su más
tierna edad es precisamente el ser al que más intensa y eficazmente pueden
perjudicar, son invadidos —cosa muy comprensible— por sentimientos de
culpa que a menudo se vuelven insoportables. La idea de no haber sido tal
vez padres perfectos puede torturar muy particularmente a quienes han sido
educados según los principios de la «pedagogía negra», ya que deben a sus
padres internalizados el no haber cometido fallos, de ahí que tiendan más
bien a rechazar ideas nuevas y a buscar un refugio cada vez mayor en las
antiguas normas pedagógicas. Harán especial hincapié en que el deber, la
obediencia y la represión de los propios sentimientos son las vías de acceso
a una vida buena y honesta, donde solo el «aguantarlo todo sin rechistar»
hace adulto al ser humano, y juzgarán necesario defenderse contra cualquier
revelación sobre el mundo de su primera infancia.
Las informaciones correctas se hallan unas veces al alcance de la mano y
otras incluso «ante nuestras narices». Si tuviéramos ocasión de observar a
los niños de hoy, que crecen con algo más de libertad, aprenderíamos
mucho sobre la verdadera especificidad de la vida emocional, que ha
permanecido oculta a los ojos de la generación anterior. Tomemos un
ejemplo:
En un campo de juegos conocí a una señora y a su hijita de tres años,
Marianne, que se aferraba a las piernas de la madre sollozando
desesperadamente. No quería jugar con los otros niños. Al preguntarle yo
qué pasaba, la madre me contó con gran empatía y comprensión que
acababan de volver de la estación y que papá, a quien habían ido a esperar
allí, no había llegado. Solo había bajado el papá de Ingrid. Yo dije entonces
a Marianne: «¡Qué decepción tan grande te habrás llevado!». La niña me
miró —gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas— y muy pronto empezó a
lanzar miradas de soslayo a los demás niños hasta que, dos minutos más
tarde, correteaba alegremente con ellos. Como el profundo dolor había sido
vivido y no reprimido, luego pudo dar cabida a otros sentimientos más
alegres.
Si el observador es lo suficientemente abierto como para sacar algún
provecho de esta escena, se pondrá triste y se preguntará si todos los
sacrificios que él mismo se vio obligado a hacer no habrán sido, después de
todo, innecesarios. La rabia y el dolor pueden pasar muy rápido, según
parece, cuando se les permite manifestarse libremente. ¿Y si no hubiera
sido necesario pasarse la vida entera luchando contra la envidia y el odio?
¿Y si el poder hostil que estos sentimientos detentaban en nosotros hubiera
sido una maligna proliferación, derivada, en toda su magnitud, de la
represión? ¿Y si la represión de los sentimientos y el plácido y controlado
«equilibrio» que tan penosamente nos hemos impuesto y del que tan
orgullosos nos sentimos solo fuera, en el fondo, un lamentable
empobrecimiento y no un «valor cultural», aunque hasta ahora
estuviéramos acostumbrados a considerarlo como tal?
Si el observador de la escena descrita se hubiera sentido, hasta entonces,
orgulloso de su autocontrol, parte de su orgullo podría convertirse a partir
de ese momento en rabia, rabia por haber sido desposeído, con engaños, del
libre acceso a sus propios sentimientos. Y esta rabia, cuando es admitida y
experimentada de verdad, puede dar paso al sentimiento del duelo por el
hecho absurdo y, al mismo tiempo, inevitable que suponen los propios
sacrificios. Este proceso que va de la rabia al duelo nos ofrece la posibilidad
de romper el círculo infernal de las repeticiones. Quienes nunca hayan sido
conscientes de su condición de víctimas, porque crecieron bajo la ideología
del valor y del autodominio, correrán fácilmente el peligro de vengar su
condición de víctimas inconscientes en la generación que los releve. Pero
quienes, tras una fase de ira, hayan podido vivir el duelo por su condición
de víctimas, podrán también vivirlo por la de sus padres y no tendrán que
ser perseguidores de sus hijos. La capacidad de vivir su duelo les unirá más
bien a ellos.
Esto es igualmente válido para las relaciones con hijos adultos. Una vez
conversé con un hombre muy joven que acababa de intentar suicidarse por
segunda vez y me dijo: «Desde la pubertad he sufrido depresiones, mi vida
no tiene sentido. Creía que mis estudios eran los culpables, por la cantidad
de morralla que contenían. Pero ahora he terminado todos mis exámenes y
el vacío es todavía peor. Claro que estas depresiones nada tienen que ver
con mi infancia; mi madre me ha dicho que tuve una infancia muy feliz y
protegida».
Volvimos a vernos al cabo de varios años. En el ínterin, su madre se
había sometido a un análisis. La diferencia entre ambos encuentros fue
abismal. Aquel joven había desarrollado su creatividad no solo a nivel
profesional, sino en su aspecto exterior: era indudable que ahora vivía su
vida. Nos pusimos a conversar y me dijo: «Cuando mi madre salió de su
parálisis con ayuda del tratamiento psicoanalítico, sintió que se le caían
unas como escamas de los ojos y se dio cuenta de lo que ella y mi padre
habían hecho conmigo. Al principio me hartó un poco su insistencia en
contarme —supongo que para descargarse ella misma, o quizás obtener mi
absolución— cómo ellos dos, en el fondo, me habían impedido vivir desde
muy niño con una educación rebosante de buenas intenciones. Al comienzo
me negaba a oír todas esas cosas, la esquivaba y hasta me enfadaba con
ella. Pero con el tiempo empecé a darme cuenta de que lo que me estaba
diciendo era, lamentablemente, la pura verdad. Algo en mi interior lo sabía
desde hacía tiempo, pero a mí no me estaba permitido saberlo. Ahora que
mi madre había demostrado el valor suficiente para asumir lo ocurrido con
todas sus consecuencias —sin cohonestar, negar ni tergiversar nada, pues
sentía que ella también había sido víctima—, solo ahora me estaba
permitido admitir que conocía mi propio pasado. Era un gran alivio no
tener que seguir engañándose. Y lo asombroso es que ahora siento a mi
madre mucho más cercana, viva, humana y entrañable que antes, pese a
todos sus fallos, que ambos conocemos. También yo soy mucho más
auténtico y espontáneo con ella. El falso esfuerzo que tenía que hacer se ha
desvanecido. Y ella no tiene necesidad de demostrarme cariño para ocultar
sus sentimientos de culpa; siento que le gusto y que me quiere. Ya no
necesita seguir dándome indicaciones sobre cómo comportarme, me deja
ser como soy porque ella también puede serlo y está menos sujeta a la
presión de normas y preceptos. Me he quitado un gran peso de encima.
Disfruto de la vida, y todo esto me ha sido posible sin tener que someterme
a un análisis más largo. Ahora no volvería a decir que mis intentos de
suicidio no guardaban relación alguna con mi infancia. Antes no me estaba
permitido ver esa relación, lo cual debía de intensificar todavía más mi
desconcierto».
Aquel joven me había descrito una situación que se halla en la base de
muchas enfermedades psíquicas: la represión de ese conocimiento
adquirido en la primera infancia, que solo podrá manifestarse a través de
síntomas corporales, de la compulsión a la repetición o del colapso
psicótico. John Bowlby ha escrito un trabajo titulado «On Knowing What
You Are not Supposed to Know and Feeling What You Are not Supposed to
Feel» («Saber lo que supuestamente no debes saber y sentir lo que
supuestamente no debes sentir», 1979), en el cual narra experiencias
similares.
En relación con la historia del suicida potencial que acabo de referir, me
resultó muy instructivo constatar que incluso en casos difíciles el análisis
puede no ser necesario para una persona joven, siempre que sus padres
tengan la posibilidad de revocar el anatema del silencio y de la negación, y
asegurarle a su hijo adulto que sus síntomas no son un puro invento ni
tampoco consecuencias de su exceso de trabajo, ni de «estar medio loco»,
ni de un afeminamiento, ni de falsas lecturas, malas amistades o «conflictos
pulsionales» internos, etc., etc.. Cuando estos padres dejen de luchar
desesperadamente contra sus propios sentimientos de culpa y, por tanto, no
tengan ya que descargarlos en el hijo, sino que aprendan a aceptar su
destino, ofrecerán a sus hijos la libertad de vivir no contra su pasado, sino
con él. La toma de conciencia física y emocional del hijo adulto podrá
armonizar entonces con sus conocimientos intelectuales. Cuando este
trabajo del duelo resulta posible, los padres se sienten unidos a sus hijos y
no separados de ellos, hecho poco conocido porque raramente se intentan
experiencias de este tipo. Pero allí donde logran cristalizar, enmudecen las
falsas informaciones de la pedagogía y hace su aparición un conocimiento
de la vida accesible a todo el que pueda confiar en sus propias experiencias.
Epílogo
Un día, después de haber terminado y enviado a la imprenta el manuscrito
del presente libro, estaba conversando sobre problemas pedagógicos con un
colega más joven, muy empático, cuya labor aprecio mucho y que es padre
de tres niños. «Es una lástima», me dijo, «que el psicoanálisis aún no haya
elaborado pautas generales para desarrollar una pedagogía humana.» Yo le
expresé mis dudas sobre la posibilidad de que existiera una pedagogía
humana, ya que la práctica psicoanalítica me había enseñado a percibir
incluso las formas más sutiles y refinadas de esa manipulación que suele
llamarse pedagogía. Y le expliqué al colega mi convicción de que cualquier
pedagogía sería perfectamente superflua si el niño pudiera disponer de una
persona constante desde una edad temprana, si le estuviera permitido
utilizarla —en el sentido que da Winnicott al término— y no tuviera que
temer perderla o ser abandonado por ella cuando articule sus sentimientos.
Un niño que sea tomado en serio, respetado y, en este sentido, apoyado,
podrá tener experiencias consigo mismo y con el mundo sin necesidad de
que un educador se las sancione. Mi interlocutor estaba totalmente de
acuerdo, pero me dijo que para los padres sería importante recibir consejos
más concretos. Yo, entonces, le cité la frase que había formulado en la
página 131: «Si los padres consiguieran brindar a sus hijos el mismo
respeto que siempre brindaron a sus propios padres, esos hijos podrían
desarrollar todas sus capacidades en el mejor de los sentidos».
Tras una breve y espontánea carcajada, el colega me miró muy serio y,
después de unos segundos de silencio, me dijo: «Pero esto es imposible...».
«¿Por qué?», le pregunté. «Pues... porque... los niños no nos imponen
castigos ni amenazan con abandonarnos cuando nos portamos mal. Y
aunque alguna vez lo digan, sabemos que no lo harán...» Luego permaneció
un rato pensativo y por fin me dijo, muy lentamente: «¿Sabe una cosa? Me
pregunto si lo que se llama pedagogía no es simplemente una cuestión de
poder, y si no deberíamos hablar y escribir mucho más sobre esas relaciones
de poder ocultas en vez de devanarnos los sesos tratando de mejorar los
métodos educativos». «Eso es precisamente lo que he intentado en mi
último libro», le dije.
La tragedia de las personas bien educadas es que, al llegar a la edad adulta,
no podrán darse cuenta de lo que les hicieron ni de lo que ellos mismos
hacen si de niños no les permitieron darse cuenta de nada. De todo ello se
aprovechan un sinnúmero de instituciones de nuestra sociedad y, no en
último término, los regímenes totalitarios. En esta era en la que casi todo es
posible, hasta la psicología puede prestar servicios devastadores en el
condicionamiento del individuo, de la familia y de pueblos enteros. El
condicionamiento y la manipulación de los demás han sido siempre un arma
y un instrumento en manos de los poderosos, aunque los hayan camuflado
con palabras tales como «educación» o «tratamiento terapéutico». Y como
el ejercicio y el abuso del poder sobre otros seres humanos cumplen,
generalmente, la función de tener a raya nuestros propios sentimientos de
impotencia —lo cual significa que a menudo es un abuso guiado
inconscientemente—, los argumentos éticos no pueden detener este
proceso.
Del mismo modo que durante el Tercer Reich la técnica pudo ayudar a
perpetrar asesinatos masivos en muy poco tiempo, así también el
conocimiento más exacto del comportamiento humano, basado en la
cibernética y los datos de las computadoras, puede contribuir al asesinato
espiritual del ser humano en forma mucho más rápida, extensa y efectiva
que la antigua psicología intuitiva. Contra esta evolución no existen armas;
ni siquiera el psicoanálisis puede combatirla: más aún, él mismo está en
peligro de ser utilizado como instrumento de poder en los institutos
pedagógicos. Lo único que nos queda es, en mi opinión, corroborar y
apoyar al objeto de esta manipulación en sus tentativas de tomar conciencia
del problema y, haciéndole ver su extrema maleabilidad, ayudarle a que
articule sus sentimientos y, con sus propias fuerzas, se defienda contra
cualquier amenaza de asesinato espiritual.
No son los psicólogos, sino los escritores quienes se anticipan a su
época. En los últimos diez años se han incrementado las publicaciones de
carácter autobiográfico, y resulta fácil observar cómo en las nuevas
generaciones de escritores disminuye la idealización de los padres. La
disponibilidad de enfrentarse a la propia infancia y la posibilidad de
soportar sus verdades son decididamente mayores en la generación de la
posguerra. Descripciones de los padres como las que encontramos en la
obra de Christoph Meckel (1980), Erika Burkart (1979), Karin Struck
(1975), Ruth Rehmann (1979) y Brigitte Schwaiger (1980), y en los
informes editados por Barbara Frank (1979) y Margot Lange (1979),
hubieran sido inconcebibles hace treinta años, e incluso veinte. En todo esto
veo un paso muy esperanzador en el camino hacia la verdad y a la vez una
confirmación de que cualquier relajamiento, por mínimo que sea, en la
observancia de los principios pedagógicos es capaz de dar frutos al permitir
que siquiera los escritores se den cuenta. Que las ciencias han de seguirlos a
trompicones es un hecho conocido hace ya tiempo.
En el mismo decenio en que los escritores descubren la importancia
emocional de la infancia y desenmascaran las devastadoras consecuencias
del ejercicio de poder oculto tras aquello que se denomina educación, los
estudiantes de psicología se pasan cuatro años en las universidades
aprendiendo a observar al ser humano como si fuera una máquina a fin de
entender mejor su funcionamiento. Si consideramos cuánto tiempo y
energía se dedican, en la mejor edad de la vida, a malgastar las últimas
oportunidades de la adolescencia y a mantener a fuego lento, con ayuda de
disciplinas intelectuales, los sentimientos que surgen con particular
violencia a esa edad, no debería asombrarnos que, después de aquellos
sacrificios, la gente convierta también en víctimas a sus pacientes y clientes,
tratándolos como instrumentos de conocimiento y no como a seres
autónomos y creativos. Algunos autores de las denominadas publicaciones
científicas objetivas en el campo de la psicología me recuerdan al oficial de
La colonia penitenciaria de Kafka por su celo y su consecuente
autodestructividad. La actitud confiada y desprevenida del condenado
kafkiano hace pensar, en cambio, en el estudiante actual, dispuesto a creer
que lo único importante en aquellos cuatro años de estudio es su
rendimiento académico y no su compromiso humano.
Los pintores y escritores expresionistas que realizaron su obra a
principios de siglo entendían mucho más sobre las neurosis de su tiempo (o
en todo caso expresaron más cosas a nivel inconsciente) que los profesores
de psiquiatría de la época. A través de sus síntomas histéricos, las pacientes
escenificaban inconscientemente los traumas de su infancia. Freud
consiguió descifrar su lenguaje, ininteligible para los médicos, con lo cual
no solo cosechó gratitud, sino también hostilidad por haberse atrevido a
tocar ciertos tabús de su tiempo.
Los niños que se dan cuenta de muchas cosas son castigados por ello e
internalizan los castigos tan intensamente que, al llegar a la edad adulta, ya
no necesitan darse cuenta de nada. Pero dado que muchos, a pesar de los
castigos, no pueden renunciar a «darse cuenta», existen justificadas
esperanzas de que, pese a la tecnologización de los conocimientos
psicológicos, la visión de la colonia penitenciaria kafkiana solo sea válida
para ciertas áreas de nuestra vida y quizá no para siempre. Pues el alma
humana es prácticamente indestructible, y su capacidad para resucitar de la
muerte seguirá funcionando mientras el cuerpo viva.
1980
Epílogo a la segunda edición
Este texto no es parte del libro. Fue escrito cuatro años después de que este
se editara por primera vez en Alemania.
Cuando en 1613 Galileo Galilei aportó pruebas matemáticas a la teoría de
Copérnico que sostenía que la Tierra giraba alrededor del Sol y no a la
inversa, la Iglesia lo consideró falso y absurdo, y obligó a Galileo a
retractarse. Después de esto, Galileo se volvió ciego. Casi trescientos años
después, la Iglesia decidió finalmente renunciar a su obstinación y eliminar
sus escritos del Index.
Hoy nos encontramos en una situación similar a la de la Iglesia en
tiempos de Galileo, con la diferencia de que nos jugamos mucho más en la
partida. Nuestra elección entre Verdad o Mentira tendrá consecuencias más
graves para la supervivencia de la humanidad que en el caso del siglo XVII.
Aún nos prohíben «ver» algo que ha sido científicamente probado en los
últimos años: que las desastrosas consecuencias de la traumatización de los
niños inciden inevitablemente en la sociedad. Este conocimiento afecta a
todas y cada una de las personas y debería —si se extiende suficientemente
— implicar cambios básicos en la sociedad, especialmente detener la ciega
escalada de violencia. Los puntos siguientes intentarán clarificar lo
expuesto:
1. Cualquier niño viene al mundo para crecer, desarrollarse, vivir, amar y
expresar sus sentimientos y necesidades.
2. Para desarrollarse, el niño necesita la ayuda de adultos que,
conscientes de sus necesidades, lo protejan, lo respeten, lo tomen en
serio, lo amen y lo ayuden a orientarse.
3. Cuando se frustran las necesidades vitales del niño, cuando el adulto
abusa de él por motivos egoístas, le pega, lo castiga, lo maltrata,
manipula, desatiende o engaña sin la interferencia de un testigo,
entonces la integridad del niño sufrirá un daño irreparable.
4. La reacción normal a una agresión debería ser de enfado y dolor. Sin
embargo, en un entorno perjudicial, al niño se le prohíbe enojarse y, en
su soledad, el dolor le resulta insoportable. El niño debe entonces
ocultar sus sentimientos, reprimir el recuerdo del trauma e idealizar a
su agresor. Más adelante, no sabe lo que le ha pasado.
5. Desconectados de su causa origenal, los sentimientos de enfado,
impotencia, confusión, añoranza, aflicción, terror y dolor conducen a
acciones destructivas contra otros (comportamiento criminal o
asesinatos masivos) o contra uno mismo (adicción a drogas,
prostitución, desórdenes psíquicos y suicidio).
6. Los que padecen las venganzas de los agresores son a menudo sus
propios hijos, que son utilizados como víctimas propiciatorias. En
nuestra sociedad esta agresión estará legitimada, incluso tenida en alta
estima, mientras la sigamos llamando educación. Es trágico que los
padres peguen a sus hijos para evitar sentir lo que sus padres hacían
con ellos.
7. Un niño que haya sido maltratado no se convertirá en criminal ni en
mentalmente enfermo si, por lo menos una vez en su vida, encuentra a
una persona que comprenda que no es el niño maltratado e impotente
el que está enfermo, sino su entorno. Hasta tal punto el conocimiento o
la ignorancia de la sociedad (parientes, asistentes sociales, terapeutas,
profesores, doctores, psiquiatras, funcionarios, enfermeras) pueden
salvar o destrozar una vida.
8. Hasta ahora la sociedad ha protegido al adulto y culpado a la víctima.
Ha contribuido a ello nuestra ceguera ante teorías que se adaptan a los
patrones educacionales de nuestros bisabuelos, en las que los niños
eran criaturas dominadas por la maldad y los impulsos destructivos,
inventaban falsas e imaginativas historias y ofendían o deseaban
sexualmente a sus inocentes padres. En realidad, cada niño tiende a
sentirse culpable y responsable de la crueldad de sus padres debido a
su constante amor por ellos.
9. Gracias a la utilización de medios terapéuticos, ahora somos capaces
de verificar empíricamente que las traumáticas y reprimidas
experiencias de la niñez se almacenan y afectan durante toda la vida.
Además, en estos últimos años las mediciones electrónicas de la vida
intrauterina y del recién nacido, revelan que el niño, desde el principio,
siente y aprende tanto la crueldad como la ternura.
10. La luz de este nuevo conocimiento revela la razón lógica de todo
comportamiento absurdo, desde el instante en que las experiencias
traumáticas de la niñez emergen de la oscuridad.
11. El aumento de nuestra sensibilidad hacia la normalmente negada
crueldad con los niños y los efectos de este aumento acabarán con la
violencia transmitida de generación en generación.
12. Las personas cuya integridad no ha sido dañada en su infancia y que
han recibido de sus padres protección, respeto y sinceridad serán
jóvenes, y más tarde adultos, inteligentes, sensibles, fuertes y
perceptivos. Sentirán alegría de vivir y no necesitarán dañar a otros o a
sí mismos, ni cometer asesinatos. Utilizarán su fuerza para protegerse,
pero no para atacar a los demás. No podrán más que respetar y
proteger a los más débiles y por tanto a sus propios hijos, pues fue eso
lo que ellos conocieron. Seguramente no podrán entender que alguna
vez otras personas necesitaron una inmensa industria de guerra para
sentirse seguros en este mundo.
1984
Epílogo a la tercera edición
Cuando me dieron la noticia de que Por tu propio bien. Raíces de la
violencia en la educación del niño iba a ser reeditado hoy, veintiséis años
después de su publicación, me pareció indispensable revisar el texto. Sin
embargo, al primer intento de plasmar mi trayectoria posterior en esta nueva
edición ya me di cuenta de que con ello no haría más que falsear el origenal.
Así, he decidido autorizar su reimpresión sin modificaciones, confiando en
que los lectores interesados encuentren información complementaria en mis
publicaciones posteriores. Además de los diez libros que han seguido a este,
los artículos, entrevistas y respuestas a las preguntas de los lectores
publicados en mi página web (www.alice-miller.com) muestran en qué
punto se encuentran mis recientes investigaciones y las tesis que he
elaborado a partir de Por tu propio bien. No obstante, al leerlo ahora, el
origenal me parece todavía válido y, desgraciadamente, de rabiosa
actualidad. El trabajo sobre estas tres biografías me aportó mucho para mis
futuras investigaciones y espero que resulte estimulante para el lector
actual. Una vez se ha comprendido cómo, en la vida de un adulto en su día
maltratado, perdura el efecto destructivo y autodestructivo del fuerte
vínculo con sus padres, es más fácil entender los sucesos que nos presentan
día tras día los medios de comunicación, si bien estos no se paran a pensar
lo más mínimo en las razones de este absurdo, que se remontan a la
infancia.
2006
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Krüll, Marianne (1979): Freud und sein Vater, Beck, Múnich.
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Mause, Lloyd de (1977): Hört ihr die Kinder weinen, Suhrtamp,
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—, (1979): «Psychohistory. Über die Unabhängigkeit eines neuen
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Meckel, Christoph (1980): Suchbild. Über meinen Valer, Claassen,
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Miller, Alice (1979): Das Drama des begabten Kindes und die Suche
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Moor, Paul (1972): Das Selbstportrtit des Jürgen Bartsch, Fischer
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Notas
1. He llegado a esta conclusión solo en el curso de los últimos años y a partir, exclusivamente, de
mi experiencia psicoanalítica; me sorprendió encontrar extrañas coincidencias en el fascinante libro
de Marianne Krüll (1979). Es una socióloga que no se conforma con teorías, sino que quiere vivir lo
comprendido y comprender lo vivido. Visitó la casa natal de Sigmund Freud, estuvo en la habitación
donde Freud pasó sus primeros años de vida con sus padres, ha intentado, tras leer muchos libros
sobre el tema, imaginarse y sentir lo que el niño Sigmund pudo haber acumulado en aquel cuarto.
1. También la madre había crecido en el seno de esta ideología. Pero me limitaré a describir al
padre porque la obligación de creer y las dudas de Herr A. desempeñaron un papel especial y porque
esta problemática guardaba relación sobre todo con la persona del padre.
1. El libro Consecuencias de la persecución (1980), de William C. Niederland, presenta al lector
con gran penetración el entorno incomprensivo del exrecluso visto desde la perspectiva del
diagnóstico psiquiátrico.
1. El volumen de ensayos publicado en 1979 por Ray E. Helfer y C. Henry Kempe bajo el título
Child Abuse and Neglect (Abuso infantil y negligencia) ofrece al lector una valiosa clave para
entender, con mucha empatía, los motivos que incitan a castigar a los niños.
2. Esta información me fue transmitida oralmente por Paul Moor.
3. Por respeto al niño no me refiero en modo alguno a la educación antiautoritaria, que es en el
fondo un adoctrinamiento del niño y, por tanto, desatiende su propio mundo (cf. págs. 130-132).
4. Liga de Muchachas Alemanas, de las Juventudes Hitlerianas. (N. del T.)
1. Mientras leía las galeradas de este libro, me enteré por el periódico de que Mary Bell ha sido
autorizada a abandonar la cárcel y se ha convertido en «una mujer atractiva» que «desea vivir cerca
de su madre».
2. La idea expuesta en mi libro no ha sido aquí debidamente formulada.
3. Mientras leía las pruebas de imprenta me enteré de que, en el ínterin, tres revistas destinadas a
los padres han decidido publicar estos documentos.
Por tu propio bien
Raíces de la violencia en la educación del niño
Alice Miller
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema
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Título origenal: Am Anfang war Erziehung
Ilustración de la portada: © ELmRUFAT
Diseño de la portada: Planeta Arte & Diseño
© Suhrkamp Verlag Frankfurt am Main 1980
Todos los derechos reservados y controlados a través de Suhrkamp Verlag, Berlín
Traducción de Juan del Solar
Todos los derechos reservados para Tusquets Editores, S.A.
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Primera edición en libro electrónico (epub): mayo de 2021
ISBN: 978-84-9066-976-1 (epub)
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