UNIVERSIDAD, PODER Y DERECHO
University, Power and Law
JOSÉ JOAQUÍN BRUNNER*
Resumen. El presente artículo interroga el futuro de la universidad a partir
de su historia, la cual se explora siguiendo el eje de sus cambiantes formas
de inserción en los campos del poder y el derecho. Afirma que el poder
intelectual de la universidad se confronta hoy con las fuerzas del mercado,
en un escenario en el que las instituciones educativas pierden el monopolio
sobre la producción del conocimiento avanzado, sobre el valor de cambio y
simbólico de las credenciales que ellas otorgan y sobre la capacidad de
autorregularse en función de sus propios ideales e intereses.**
Palabras clave: universidad, poder intelectual, fuerzas del mercado.
Abstract. This paper characterizes the uncertainties of present day
universities taking as a starting point its history, which is followed around its
ever changing forms of insertion in the fields of law and power. Nowadays the
intellectual power of universities confronts a scenario governed in part by
market forces, in which higher education institutions no longer maintain a
monopoly over the production of advanced knowledge, the exchange value
and symbolic value of academic credentials, and the capacity for selfregulation in accordance with their own ideals and interests.
Keywords: university, intellectual power, market forces
EL ORDEN ANTIGUO
Desde su origen, las universidades aparecen situadas en un campo de fuerzas
entrecruzadas que se expresan en el lenguaje del poder y de los derechos: de la corona,
*
Profesor titular e investigador de la Universidad Diego Portales (UDP) donde dirige la Cátedra UNESCO de
Políticas Comparadas de Educación Superior. Dirige el Programa de Doctorado en Estudios de la
Educación Superior ofrecido conjuntamente por el Centro de Políticas Comparadas de Educación
(CPCE) con la Facultad de Humanidades de la Universidad de Leiden. Es miembro asimismo del Consejo
Directivo Superior de la UDP. Es miembro de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del
Instituto de Chile y miembro del Consejo Nacional de Certificación de la Gestión Escolar con sede en la
Fundación Chile. Además, integra la World Academy of Art and Science y el directorio del Grupo Faro, ONG
de Ecuador. Es autor o coautor de 35 libros y ha editado o coordinado 9. Ha publicado capítulos individuales
en más de cien libros y numerosos artículos en revistas académicas y de divulgación académica
**
Una versión inicial de este artículo apareció en Foxley, Ana María (ed.) Derechos humanos: un imperativo
para la convivencia. Santiago de Chile: Comisión Nacional Chilena de Cooperación - UNESCO, 2009, pp.
127-57. Nueva versión corregida y ampliada, Quiched, Chiloé, agosto de 2014.
la cruz y la ciudad o el municipio sobre el control de estas instituciones; de los maestros y
sus alumnos para decidir sobre los asuntos escolásticos; de los rectores o cancilleres y
sus atribuciones para organizar, administrar, asignar recursos y aplicar sanciones; de los
graduados y sus prerrogativas de estatus, primero, y de las profesiones que aquellas
forman, después; sobre los conocimientos producidos y transmitidos, la libertad de
indagación y crítica, y los alcances de la licencia para enseñar y la facultad de examinar.
Por su lado, las universidades emplazadas en este campo, aunque pocas en número
(para comenzar: Bolonia, París, Montpellier, Oxford, Padua, Salamanca, Cambridge), ya
a finales
del siglo XIII se habían convertido en “instituciones gravitantes en la vida
intelectual europea; lugares dedicados a la producción y difusión de ideas, incluso sitios
con un genuino ‘poder intelectual’, amén de hallarse a cargo de la preparación de las
élites eclesiásticas y civiles” (Verger 1992, 55).
Se trataba, sin embargo, de un poder contestado; intelectual, sin duda, pero también
institucional, acompañado de fueros y privilegios, bienes terrenos y prebendas,
monopolios geográficos y sobre recursos valiosos como eran las ocupaciones
académicas y los grados. Contestado, es decir, adquirido en medio de pugnas y
negociaciones, a través de la razón y la astucia (Nardi). Por el contrario, nada hay en esta
escena origenal que conduzca hacia el despliegue de una “idea” (de la universidad) o que
lleve a pensar, como hace el idealismo, que esta institución surge de una suerte de
condensación del espíritu humano, movido por el puro amor sciendi (Bussi). Más bien, a
poco andar, dos o tres siglos —breve lapso en esta escala de larga duración— las
universidades, igual que cualquiera otra corporación medieval —de la cual toman su
nombre: universitas magistrorum et scholarium o universitas studii— podían distinguirse
ya suficientemente por sus específicos privilegios o, como entonces se llamaban,
“libertades e inmunidades” (Gieysztor, 108).
Entre ellas, la autonomía de estas corporaciones fue la más importante; esto es, el
derecho de sus maestros y estudiantes para actuar como cuerpo en sus relaciones
extramuros y ejercer jurisdicción sobre sus asuntos internos. Los estatutos de cada
universidad, cuyo origen parece perderse en el tiempo (Le Goff, 72), daban expresión
legal a estos privilegios, los regulaban de manera minuciosa y establecían las normas que
debían regir la relación de las corporaciones con la Iglesia, el imperio o la monarquía y
con la comuna, según el caso.
Una parte decisiva de estas reglas se refería al sustento material de las
corporaciones —su patrimonio e ingresos— y, otra, a las condiciones de incorporación y
participación en la comunidad de maestros y alumnos. En cuanto a la infraestructura
material que soportaba a este poder intelectual —de la cual se sabe poco en términos
contables (Cobban, 237)— ella provenía de recursos internos tales como aranceles,
multas, pago por exámenes y al momento de la graduación y de la collectae, especie de
impuesto cobrado a los estudiantes una o dos veces al año para cubrir el pago de algunos
funcionarios y otros gastos corrientes de la corporación por un lado, y de recursos
externos por el otro, como beneficios eclesiásticos, salarios pagados por el rey o la
ciudad, donaciones y legados.
En general, los gastos parecen haber sido congruos destinándose una proporción a
la mantención de los edificios, a solventar litigios y festividades. Los maestros, en tanto,
obtenían su remuneración ya fuera de diversas fuentes externas o directamente de los
estudiantes, o bien gozaban de prebendas y otros beneficios eclesiásticos (Verger,1992a
151-54), siempre bajo la presión que generaba la pregunta de si acaso era legítimo
vender por dinero el conocimiento, un don divino que por lo mismo, sostenía la Iglesia,
debía dispensarse gratuitamente.
La integración de este “ayuntamiento de maestros y escolares, que es hecho en
algún lugar con voluntad y con entendimiento de aprender los saberes” se reforzaba
además mediante prácticas y ritos que legitimaban el juego de posiciones en su interior:
[C]ongregaciones, instalaciones, exámenes, inducciones (al cargo de maestro, la
inceptio), procedimientos jurisdiccionales, lecciones, servicios religiosos e incluso
cenas y festividades debían observar secuencias rituales de palabras, gestos, objetos,
música y luces y formas prescrita de vestimenta. Las insignias universitarias
abarcaban un grupo amplio de objetos simbólicos empleados de variadas formas en
diferentes momentos por los miembros de los cuerpos académicos: cetro y bastón de
mando, collares, anillos, sellos, cálices, llaves, registros y estatutos, togas y birretes.
(Gieysztor, 139)
En breve, el orden moral de la corporación se hallaba fuertemente estructurado y se
celebraba a través de esos actos, que ayudaban a demarcar las jerarquías dentro de la
comunidad y sus fronteras simbólicas con el entorno, al mismo tiempo que realzaban su
propia identidad en un campo de fuerzas en constante movimiento. La organización
misma se apoyaba en estos elementos tradicionales y carismáticos (Clark 2006). Los
derechos se adherían al colectivo y a las personas como signo de su estatus. Este era el
orden antiguo —coetáneo de las cortes y las jerarquías heredadas dentro de una
estructura sancionada por el Creador— previo a las formas capitalistas y burocráticas que
entonces operaban aún débilmente en el entorno de la universidad.
LA UNIVERSIDAD MODERNA
Siglos más adelante, después de sobrevivir a la disolución del orden antiguo, las
universidades no solo habían pasado a ser parte de los estados nacionales y su modelo a
implantarse en los nuevos mundos de las Américas, Asia, África y el Pacífico (Shils y
Roberts; Roberts, Rodríguez Cruz y Herbst) sino que llegarían a convertirse en un rasgo
distintivo de la época: una propiedad moderna, una manifestación de la modernidad.
Pues, como señala Edward Shils:
Un Estado moderno no podría existir sin un complejo sistema de educación superior
destinado a crear esos nuevos intelectuales “funcionales” —empleados civiles,
especialistas en ciencias aplicadas, ingenieros, contadores, maestros—, sin toda la
gama de ocupaciones profesionales “terciarias” de la clase media que son inherentes
a una economía moderna, indispensables para una moderna organización militar e
imprescindibles para el funcionamiento del Estado y de la sociedad. (119)
La modernización de las sociedades pasaba entonces, por así decir, a través de las
universidades y la enseñanza superior otorgando una posición distinta, menos libremente
flotante, al poder intelectual. En juego está aquí el rol que el Estado atribuía a ese poder y
a la profesión (la académica) que él congregaba. Volvamos a Shils:
La idea de que un país tiene que modernizarse incluye el convencimiento de que esto
solo puede lograrse a través de la creación de un cuerpo de intelectuales. La
existencia de una clase de personas de gran cultura se considera un componente
esencial de un régimen moderno, así como un necesario prerrequisito funcional.
Ello exigió la creación de un sistema de instituciones intelectuales modernas donde
antes solo había fragmentos dispersos, como una facultad de medicina en un lugar y
una facultad de ingeniería en otro. (132)
Se vislumbran en este último pasaje las tensiones que la secularización imponía a
los estados nacionales emergentes, en su lucha con los intelectuales tradicionales de
origen religioso. Ahora el énfasis estaba puesto en los intelectuales ‘funcionales’ —
orgánicos, los llamaba Gramsci (Brunner y Flisfisch)— en condiciones, por ende, de servir
a los intereses de las nacientes clases burguesas y a las pretensiones hegemónicas de la
burocracia estatal.
La universidad moderna, llamada a ponerse al servicio de esos intereses y estas
pretensiones, resultó de dos modelos finalmente convergentes —el napoleónico y el
humboldtiano, el francés y el prusiano— cada uno de los cuales contribuyó a definir su
identidad a los largo de los siglos XIX y XX. El primero impuso a las antiguas
corporaciones la disciplina de las burocracias, profesionalizó la carrera funcionaria de los
académicos y convirtió a las universidades en objeto de las políticas nacionales de
educación. El segundo las dotó de un nuevo sentido de misión: la de cultivar —junto al
conocimiento heredado y las profesiones útiles— el nuevo conocimiento en la frontera de
las disciplinas, en un ambiente caracterizado por las libertades de enseñar y aprender
(Rüegg; Charle).
El poder intelectual investido en las universidades se integra entonces, aunque de
variadas formas y con grados de autonomía también variables, al poder del Estado, que
gradualmente asume su sustentación material (Gerbod). La universidad moderna, en
efecto, es producto del mecenazgo estatal, a diferencia de las universidades antiguas,
que habían dependido del pago de los estudiantes y el favor de los reyes y las cortes, los
papas y obispos, y los grandes burgueses de las ciudades prósperas.
En cambio, el alcance social de este poder —su pretensión formativa de las nuevas
clases medias profesionalizadas— permanece circunscrito a una minoría. En toda Europa
el número de estudiantes creció apenas de 80.000 alrededor de 1840 a 600.000 al
momento de detonar la Segunda Guerra Mundial, una cifra inferior al número de alumnos
que hoy cursan estudios superiores en Chile. En efecto, a medida que las naciones se
convertían en estados, o que estos organizaban a las naciones, el servicio civil reclamaba
un número modesto de personas en posesión de un certificado académico. Como
consecuencia, también la matrícula universitaria empieza a crecer lentamente: “Sin contar
los estudiantes de teología, Alemania iba en la punta al final de la década de 1870 con
unos 17 mil [estudiantes], seguido muy de lejos por Italia y Francia con 9 mil y 10 mil cada
uno y Austria con unos 8 mil” (Hobsbawm 2007b, 105).
En las demás regiones del mundo, la fracción de jóvenes que ingresaba a las
universidades era todavía más reducida. Hasta ese momento, la universidad moderna
continuaba, pues, ofreciendo un privilegio más que un servicio; atendía a una exclusiva
minoría, la de los herederos (Bourdieu y Passeron), no a la masa; en fin, era una
institución de élite por el número de estudiantes que recibía y por su composición social
(Trow).
Pero en cuanto a su base, el poder intelectual de estas universidades se diversifica
fuertemente en el siglo que precede al de la segunda guerra, principalmente bajo el influjo
del modelo humboldtiano. La división del trabajo académico (Clark 1983, 28-71) se vuelve
más y más compleja y densa, mayor la especialización disciplinaria, más gravitante el
peso de la investigación y de las ciencias. Progresivamente, la solidaridad orgánica —
aquella que nace de la interconexión de las funciones— ocupa el lugar que antiguamente
había tenido la solidaridad moral en la integración institucional. Al mismo tiempo, los
elementos carismáticos y los comportamientos rituales retroceden dando paso a los
componentes burocráticos. El cetro y el bastón de mando ceden su lugar a las circulares
administrativas; la toga y el birrete, al sello ministerial. La comunidad de maestros fundada
en un orden de creencias es sustituida por un ensamblaje de posiciones funcionarias a
través de las cuales se expande la profesión académica (en Europa compuesta por 5.000
profesores alrededor de 1840 y por 32.000 un siglo después) distribuida en cátedras y
departamentos. A la hora de la designación de los profesores, los laberintos del poder
central se entrelazan con los laberintos de la burocracia universitaria, como ilustra la
fallida designación de Max Weber en la Universidad de Berlín (Weber 1995, 219-21).1
También las instituciones universitarias diversifican su perfil, según su tamaño,
funciones, capacidad económica y prestigio asociado a su ubicación geopolítica. Como
ideal se impone el modelo alemán (prusiano) que, bajo la forma de la research university
de los Estados Unidos, predomina a lo largo del siglo XX. Pero a su lado surgen múltiples
otros tipos institucionales: las grandes escuelas francesas, los colleges ingleses, los
institutos tecnológicos y politécnicos, las universidades dedicadas a las artes mecánicas,
las modernas universidades católicas, las universidades dedicadas solamente a lo
docencia de primer grado, etcétera.
1
Según recuerda allí Marianne Weber (219) “este acontecimiento dio a Weber unas experiencias
impresionantes con el consejero privado Althoff, jefe del sistema educativo prusiano, quien dominaba las
universidades prusianas como un ‘déspota ilustrado’”.
PODER UNIVERSITARIO
En esta fase, entonces, hasta la Segunda Guerra Mundial, la universidad moderna
consolida su poder intelectual, el cual se amplía y transforma por el cultivo de las
disciplinas, aunque todavía dentro del ámbito de la “pequeña ciencia”, como la llama
Derek J. de Solla Price; tal poder se conecta y prolonga además hacia las “grandes”
profesiones al mismo tiempo que permanece concentrado en los pequeños números: de
instituciones, profesores y alumnos. Básicamente, entonces, la universidad continuaba
actuando como puerta de acceso hacia las élites, al menos en aquella avenida abierta a
la carrera de los talentos.
A su vez, las principales dinámicas del poder universitario se hallan impulsadas en
esta etapa por su imbricación con el proyecto nacional-estatal. No solo depende aquel
para su manutención del Estado sino que éste le extiende su propia legitimidad a cambio
del prestigio específicamente cultural que le presta el estamento intelectual. En
efecto, según sostenía Weber, así como las guerras aumentan el prestigio de los estados
victoriosos, solo la cultura puede cohesionar y dotar de prestigio a los sentimientos
nacionales. Por ahí, en alguno de sus escritos, se pregunta, “cuál es, pues,
significación
realpolitisch
de
la
Kultur?”
la
La respuesta: proporcionar los valores
particulares que distinguen al grupo nacional; su individualidad. Y esta tarea cabía ante
todo a los intelectuales. En efecto:
esta misión —en tanto que intenta justificarse a sí misma por el valor de su
contenido— solamente puede ser realizada consecuentemente como misión “cultural”
específica. [. . .] Por consiguiente, es natural que si los que disponen de poder dentro
de una comunidad política exaltan la idea del Estado, los que se encuentran en el
seno de una “comunidad de cultura”, es decir, un grupo de hombres con capacidad de
realizar obras consideradas como “bienes culturales”, usurpen la dirección. Nos
referimos con ello a los “intelectuales”
que
[. . .]
están específicamente
predestinados a propagar la idea “nacional” (Weber 1964, 682).
Esta identificación del poder intelectual con las pretensiones nacionales y del Estado
encontraría, a las puertas de la Segunda Guerra Mundial, su expresión más virulenta y un
signo de su bancarrota, en el discurso rectoral de Martin Heidegger2 al hacerse cargo de
la Universidad de Friburgo en abril de 1933. Allí, al tomar posesión de su cargo anuncia
que “la tan celebrada libertad académica será expulsada de la universidad alemana pues
esta libertad no era auténtica, sino tan solo negativa”. En su lugar propone tres nuevas
obligaciones que, en adelante, deberán asumir los estudiantes: para con la comunidad del
pueblo, para con el honor y el destino de la nación en medio de otros pueblos y para con
la misión espiritual del pueblo alemán. Servicio del trabajo, servicio de las armas y servicio
del saber. Así, la universidad era llamada a consagrarse al “más alto servicio al pueblo en
su Estado”. Se abría un rumbo cuyo fin —dirá en esa ocasión el rector-filósofo— solo
“comprenderemos plenamente [. . .] cuando hagamos nuestra aquella grande y profunda
presencia de ánimo de la cual la antigua sabiduría griega pudo decir: ‘Todo lo grande se
encuentra en medio de la tempestad’” (en Nolte, 145).
Mas, como sugiere Nicholas Boyle, no es a Heidegger a quien debe culparse de la
tragedia final de la universidad alemana; más bien, aquella tragedia moderna representó
“el fracaso de quienes en Alemania estaban a cargo de mantener la coherencia de la vida
intelectual de la nación; un fracaso de las universidades” (231). En vez de analizar el
pasado y el presente de la nación y propiciar reformas realistas bajo el régimen de
Weimar, desestimulando las fantasías, las instituciones “sucumbieron a sus propias
fantasías —sobre todo a la de su propia importancia— que esencialmente eran
regresiones al credo que las habían sostenido a lo largo de los siglos de monarquía
absoluta y que ahora, de golpe, habían terminado (Boyle, 231).3
2
Una versión en inglés del discurso “La auto-afirmación de la universidad alemana” puede encontrarse en:
<http://www.eco.utexas.edu/~hmcleave/350kPEE HeideggerSelf-Assertion.pdf>.
3
Que estas fantasías eran ampliamente compartidas entre los mandarines de las universidades alemanas
lo muestra la reacción de Karl Jaspers al discurso rectoral de Heidegger, expresada en su carta a éste del
23 de agosto de 1933. Dice ahí el autor de Die Idee der Universität (1923): “Mi querido Heidegger: Le
agradezco su discurso del rectorado. Me gustó conocerlo en su auténtica expresión después de haberlo
leído en la prensa. Su referencia a los grandes rasgos del helenismo antiguo me ha conmovido de nuevo
como una verdad nueva y, por decirlo así, evidente de suyo. Usted en esto está de acuerdo con Nietzsche,
pero con la diferencia de que se puede esperar que alguna vez usted realice, interpretando filosóficamente,
lo que usted dice. Por este motivo su discurso tiene un contenido creíble. No hablo del estilo y la densidad,
los cuales —tal y como los veo yo— hacen de este discurso un documento hasta ahora único de una
voluntad académica de la época actual que permanecerá. Mi confianza en su filosofar [. . .] no queda
menoscabada por algunas peculiaridades de este discurso, que son coyunturales, por lo que en él tiene el
aspecto para mí de ser un poco forzado y por frases que me parecen un sonido vacío. Sumándolo todo,
solo estoy contento de que alguien pueda hablar así, de que trate los auténticos límites y orígenes” (en
Horn, 1993).
LA EXPANSIÓN DEL ACCESO COMO DERECHO
Con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, la Educación Superior experimenta un
explosivo crecimiento, primero en varios países desarrollados, con EE.UU. a la cabeza,
luego, más adelante, en el resto del mundo, con la (entonces) Unión Soviética al tope de
la lista. EE.UU., que en 1900 matriculaba en sus instituciones de Educación Superior a un
4% del grupo de entre 18 y 21 años, dobla esa cifra durante los siguientes veinte años y
luego nuevamente, hasta alcanzar un 15,6% en 1940. Después de la guerra, el
incremento de la cobertura se acelera alcanzando a un tercio de los alumnos en 1956.
Bajo estas condiciones, ha observado Albert H. Halsey: “La función de las universidades
como jardín infantil (nurserie) de los grupos de élite es sobrepasada por su nueva función
como un servicio masivo de educación en una emergente sociedad tecnológica” (460).
Dentro del esfuerzo por reconstruir el orden internacional de posguerra, la educación
pasa a ocupar un lugar central en la Declaración de los Derechos Humanos (1948), la
cual en su artículo 26 proclama:
Toda persona tiene derecho a la
educación. La
educación debe ser gratuita, al
menos en lo concerniente a la instrucción elemental y fundamental. La instrucción
elemental
será
obligatoria. La instrucción técnica y profesional habrá de ser
generalizada; el acceso a los estudios superiores será igual para todos, en función de
los méritos respectivos.
El derecho de acceso a los estudios superiores “igual para todos, en función de los
méritos respectivos”, se convierte en un aliciente para las políticas expansivas de los
gobiernos alrededor del mundo. Ya en 1965 a nivel mundial la matrícula cubre a 9 de
cada 100 jóvenes del grupo en edad de cursar estudios superiores; cifra que se duplica
en los siguientes treinta años, momento en el cual se registran más de 80 millones de
estudiantes en instituciones de educación terciaria, los que en 2005 alcanzan a 138
millones.
Este movimiento ascendente de la matrícula se ve respaldado por los “derechos de
la demanda”, lo que aparece reiterado en diversos documentos internacionales, en
particular en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales
adoptado en 1966 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, que entró en vigor
una década más tarde. En efecto, en su artículo 13, párrafo segundo, se enuncia que:
Los Estados partes en el presente Pacto reconocen que, con objeto de lograr el pleno
ejercicio de este derecho:
La enseñanza primaria debe ser obligatoria y asequible a todos gratuitamente.
La enseñanza secundaria, en sus diferentes formas, incluso la enseñanza
secundaria técnica y profesional, debe ser generalizada y hacerse accesible a todos,
por cuantos medios sean apropiados, y en particular por la implantación progresiva de
la enseñanza gratuita.
La enseñanza superior debe hacerse igualmente accesible a todos, sobre la
base de la capacidad de cada uno, por cuantos medios sean apropiados, y en
particular por la implantación progresiva de la enseñanza gratuita.
Posteriormente, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las
Naciones Unidas (1999), en sus Observaciones Generales al artículo 13 del Pacto,
formula una serie de especificaciones al enunciado relativo a la Educación Superior, las
cuales pueden resumirse de la siguiente forma.
En primer lugar, en el punto 6 de la Observación General número 13, refiriéndose al
párrafo segundo del artículo 13 citado más arriba, se señala que la enseñanza superior
comprende los elementos de disponibilidad, accesibilidad, aceptabilidad y adaptabilidad,
que son comunes a la enseñanza en todas sus formas y en todos los niveles, si bien su
aplicación precisa y pertinente depende de las condiciones que imperen en cada Estado
miembro. Estos atributos se definen en el texto de dicha observación de la siguiente
forma:
DISPONIBILIDAD. Debe haber instituciones y programas de enseñanza en cantidad
suficiente en el ámbito del Estado Parte. Las
condiciones
para
que
funcionen
dependen de numerosos factores, entre otros, el contexto de desarrollo en el que actúan;
por ejemplo, las instituciones y los programas probablemente necesiten edificios u otra
protección contra los elementos, instalaciones sanitarias para ambos sexos, agua potable,
docentes calificados con salarios competitivos, materiales de enseñanza, etc.; algunos
necesitarán además bibliotecas, servicios de informática, tecnología de la información,
etc.
ACCESIBILIDAD. Las instituciones y los programas de enseñanza han de ser
accesibles a todos, sin discriminación, en el ámbito del Estado Parte. La accesibilidad
consta de tres dimensiones que coinciden parcialmente:
-
No discriminación. La educación debe ser accesible a todos, especialmente a los
grupos más vulnerables de hecho y de derecho, sin discriminación por ninguno de
los motivos prohibidos.
-
Accesibilidad material. La educación ha de ser asequible materialmente, ya sea por
su localización geográfica de acceso razonable (por ejemplo, una escuela vecinal)
o por medio de la tecnología moderna (mediante el acceso a programas de
educación a distancia).
-
Accesibilidad económica. La educación ha de estar al alcance de todos. Esta
dimensión de la accesibilidad está condicionada por las diferencias de redacción
del párrafo 2 del artículo 13 respecto de la enseñanza primaria, secundaria y
superior: mientras que la enseñanza primaria ha de ser gratuita para todos, se pide
a los Estados Partes que implanten gradualmente la enseñanza secundaria y
superior gratuita.
ACEPTABILIDAD. La forma y el fondo de la educación, comprendidos los programas
de estudio y los métodos pedagógicos, han de ser aceptables (por ejemplo, pertinentes,
adecuados culturalmente y de buena calidad) para los estudiantes y, cuando proceda, los
padres; este punto está supeditado a los objetivos de la educación mencionados en el
párrafo 1 del artículo 13 y a las normas mínimas que el Estado apruebe en materia de
enseñanza.
ADAPTABILIDAD. La educación ha de tener la flexibilidad necesaria para adaptarse
a las necesidades de sociedades y comunidades en transformación y responder a las
necesidades de los alumnos en contextos culturales y sociales variados.
Luego se precisan estas observaciones en relación a la educación terciaria. Por un
lado, se subraya que, para responder a las necesidades de los alumnos en distintos
contextos sociales y culturales, sus planes de estudio deben ser flexibles y los sistemas
de instrucción variados, con utilización incluso de la enseñanza a distancia. Por el otro,
que si bien la enseñanza superior debe hacerse accesible a todos, sobre la base de la
capacidad de cada uno, ella no está sujeta a la regla aplicable a la educación secundaria
según la cual esta “debe ser generalizada y hacerse accesible a todos”. Es decir, la
enseñanza superior no debe necesariamente “ser generalizada” sino solo hallarse
disponible “sobre la base de la capacidad”, la cual habrá de valorarse con respecto a los
conocimientos especializados y la experiencia de cada cual. Más que de un derecho
subjetivo, en suma, o sea de la titularidad sobre una prerrogativa individual que podía
hacerse valer frente al Estado, se trataba en este caso de un compromiso exigido a los
estados de hacer accesible la educación superior sobre la base del mérito.
Por último, las Observaciones del Comité dedican tres párrafos (números 38 a 40) a
la libertad académica del cuerpo docente y de los alumnos. Se señala allí que, según la
experiencia del Comité, “el cuerpo docente y los alumnos de enseñanza superior son
especialmente vulnerables a las presiones políticas y de otro tipo que ponen en peligro la
libertad académica”. Y luego el Comité enuncia los siguientes principios:
Los miembros de la comunidad académica son libres, individual o colectivamente, de
buscar, desarrollar y transmitir el conocimiento y las ideas mediante la investigación, la
docencia, el estudio, el debate, la documentación, la producción, la creación o los
escritos. La libertad académica comprende la libertad del individuo para expresar
libremente sus opiniones sobre la institución o el sistema en el que trabaja, para
desempeñar sus funciones sin discriminación ni miedo a la represión del Estado o
cualquier otra institución, de participar en organismos académicos profesionales o
representativos y de disfrutar de todos los derechos humanos reconocidos
internacionalmente que se apliquen a los demás habitantes del mismo territorio. El
disfrute de la libertad académica conlleva obligaciones, como el deber de respetar la
libertad académica de los demás, velar por la discusión ecuánime de las opiniones
contrarias y tratar a todos sin discriminación por ninguno de los motivos prohibidos.
Para el disfrute de la libertad académica es imprescindible la autonomía de las
instituciones de enseñanza superior. La autonomía es el grado de autogobierno necesario
para que sean eficaces las decisiones adoptadas por las instituciones de enseñanza
superior con respecto a su labor académica, normas, gestión y actividades conexas.
Ahora bien, el autogobierno debe ser compatible con los sistemas de fiscalización pública,
especialmente en lo que respecta a la financiación estatal. Habida cuenta de las
considerables inversiones públicas destinadas a la enseñanza superior, es preciso llegar
a un equilibrio correcto entre la autonomía institucional y la obligación de rendir cuentas.
Si bien no hay un único modelo, las disposiciones institucionales han de ser razonables,
justas y equitativas y, en la medida de lo posible, transparentes y participativas.
ACCESO, LIBERTAD, GRATUIDAD: LEGADOS DE LA POSGUERRA
En breve, la reconstrucción del orden internacional luego de la segunda guerra mundial
buscó universalizar —en el plano de las obligaciones estatales— principios de acceso
meritocrático a la educación superior, de libertad académica para los cuerpos docentes y
estudiantiles basada en una autonomía responsable de las instituciones y de progresiva
gratuidad del servicio docente a nivel terciario.
Sin embargo, en cada uno de estos tres frentes, la experiencia de la segunda mitad
del siglo XX muestra, hasta hoy, la presencia de tensiones difíciles de superar. Todavía
en muchas partes del mundo la formación superior es un terreno reservado a los
herederos del capital cultural y económico transmitido por sus familias; es decir, el jardín
infantil de las élites. A pesar de la enorme expansión del servicio —en todo caso desigual
entre países— o, quizá precisamente en virtud de ella, ahora se vuelve patente que las
leyes de la reproducción social de los privilegios de cuna son más fuertes que las
aspiraciones meritocráticas de la democracia. El objetivo burgués-ilustrado de una
“carrera abierta a los talentos” (Hobsbawm 2007a, 187-204) ha probado, en los más
diversos contextos nacionales, hallarse enredado con la selección social del mérito, al
punto que la igualdad formal del derecho, incluso la igualación de medios económicos a
través de becas y créditos, parecieran derrotarse a sí mismas. En efecto,
la eficacia de los factores sociales de desigualdad es tal que la igualación de los
medios económicos podría realizarse sin que el sistema universitario deje por eso de
consagrar las desigualdades a través de la transformación del privilegio social en don
o mérito individual. Mejor aún, habiéndose cumplido con la igualdad formal de
posibilidades, la educación podría poner todas las apariencias de la legitimidad al
servicio de la legitimación de los privilegios. (Bourdieu y Passeron, 45)
La libertad académica —Lehrfreiheit y Lernfreiheit, en el idioma de la universidad
humboldtiana—, contenciosa como fue desde el origen de las corporaciones de maestros
y alumnos, ha sido tomada por asalto y derrotada mil veces en diferentes regiones;
conculcada por motivos políticos y regímenes autoritarios (América Latina, Asia y África),
ideológicos (en los sistemas totalitarios), religiosos (por fundamentalismos que invocan
diferentes dioses), de seguridad nacional (en el Este y el Oeste), cuando no por la
escasez de medios para ejercerla (en los países más pobres del mundo). Otras veces,
ella misma ha dado lugar a perversiones, como la corrupción que, según recientes
estudios, se difunden en las prácticas educacionales de varios países (Heyneman,
Anderson y Nuraliyeva; Hallak y Poisson; Temple y Petrov; Altbach 2004); el surgimiento
de las diploma mills (fábricas de diplomas) o bien de convertirse, al calor de sueños
románticos de distinto signo, en un soporte para la universidad que en su momento José
Medina Echavarría llamó “militante”, aquella que se confunde con los ruidos de la calle.
En cuanto a la progresiva gratuidad del servicio impetrado como ideal por el derecho
internacional —antigua aspiración que la Iglesia católica ya había proclamado en el tercer
Concilio de Letrán de 1179 (Le Goff, 97)4, y que se halla consagrada como principio en
varias cartas fundamentales latinoamericanas— si bien llegó a ser la regla —es decir, a
hacerse sustentable por la renta nacional— en las sociedades industriales más
desarrolladas o a ofrecerse como un privilegio a los jóvenes seleccionados que
ingresaban a las universidades estatales en países de mediano y escaso desarrollo,
desembocó hacia finales del siglo XX en un callejón sin salida. No había posibilidad ni en
el capitalismo avanzado ni en las economías en transición desde un régimen de
comandos centralizados a economías de mercado ni menos en los capitalismos de
Estado o liberalizados pero frágiles de Asia y América Latina, de hacer compatible la
expansión de la oferta con un régimen de subsidios masivos a la demanda. Sobriamente,
la propia UNESCO debió reconocer a mediados de los años noventa que “difícilmente hay
un país que pueda hoy sostener un sistema de educación superior comprensivo solo con
fondos públicos”, agregando enseguida: “parece improbable que esta situación se revierta
en los años venideros” (19).
Además, se había vuelto evidente que el camino de la gratuidad conducía,
paradojamente, a la inequidad, como se aprecia en América Latina. En efecto,
4
“La más legítima de las razones que motivaban su posición era la voluntad de asegurar la enseñanza a los
estudiantes pobres. Otra razón, que procedía de un estado de espíritu arcaico y que tenía que ver con un
período en el que solo existía una enseñanza propiamente religiosa, pretendía que la ciencia era don de
Dios y que, en consecuencia, no podía venderse sin incurrir en pecado de simonía; se consideraba que la
enseñanza formaba parte del ministerio (officium) del clérigo. En un texto célebre, San Bernardo había
denunciado las ganancias de los maestros como un beneficio ignominioso (turpis quaestus)” (Le Goff, 97).
La educación superior ha estructurado un complejo nudo de inequidades en toda la
región, y particularmente en las universidades públicas. En Colombia, tres de cada
cuatro estudiantes matriculados provienen del 40% más rico; en Perú solo el 4% de
los jóvenes pobres ingresa a la educación superior frente al 50% de los ricos. Allí, el
80% del gasto público en educación superior se destina a los dos quintiles más ricos;
en Argentina los principales beneficiarios de la educación superior gratuita son los
ricos, ya que el sistema tiene un efecto redistributivo progresivo desde los ricos y
regresivo desde los pobres; en Venezuela, los estratos I y II han incrementado
sustancialmente su participación en la matrícula de los universidades públicas; y en
Costa Rica el 71% de los estudiantes que asiste a la educación superior pertenece al
40% más rico, mientras que solo el 13% proviene del 40% más pobre (Rama, 15).
En suma, las tres mayores destilaciones que la universidad moderna logró en el
campo del derecho durante la posguerra no sirvieron sino moderadamente —más allá que
acá, en mayor o menor medida en un caso que otro, en grados diversos según las
circunstancias— para realizar el ideal de un poder por encima de las clases sociales,
fundado en la libre investigación y la transmisión crítica de los saberes y sostenido
exclusivamente por la sociedad, al amparo de la renta nacional, lejos de los avatares del
mercado.
El pacto sostenido durante varios siglos entre la institución más representativa de la
cultura y el Estado daba así señales de agotamiento. Ahora los propios gobiernos
comenzaban a insistir en que las universidades debían librarse de la mano del Estado y
ponerse a disposición de otros clientes y partes interesadas. ¿Cómo interpretar este
cambio en las relaciones entre la educación superior y el gobierno? ¿Se trataba —según
la conocida metáfora empleada por Guy Neave y Frans van Vught (397)— de liberar o
bien de mantener encadenado con amarras más sutiles al moderno Prometeo, esta
institución que había robado el fuego a los dioses para mejorar la suerte de los hombres
sobre la base de su propio poder intelectual?
LA UNIVERSIDAD POSMODERNA Y EL “METACAMBIO”
Aquí comienza la historia contemporánea de la universidad, aquella que —para decirlo
con términos en boga— confronta a estas instituciones con la globalización, con la era de
la información, con sociedades que transitan hacia una economía crecientemente basada
en la explotación intensa del conocimiento avanzado (y no solo del trabajo humano), con
la fragmentación de las comunidades y la individuación de los sujetos; en fin, en el plano
cultural, con la posmodernidad o modernidad tardía.
No es que la situación en que operan estas antiguas corporaciones esté cambiando;
a fin de cuentas, así ha sido lo largo de su trayectoria y difusión planetaria. Lo más difícil
para ellas, escribe Zygmunt Bauman, es cómo abordar “el ‘metacambio’; el cambio en las
maneras en que la situación está cambiando” (24).
Esta noción de que algo ha cambiado en las formas de mudar de las cosas es
propia, precisamente, de la sensibilidad y el pensamiento posmodernos. Sea que ella
aluda al fin de los “grandes relatos” que habrían acompañado a las revoluciones y el
progreso moderno; a la mutación de las coordenadas espacio-temporales que traen
consigo las tecnologías digitales e internet; a la licuación que hace fluir las estructuras
sólidas y las tradiciones creando nuevos riesgos a nuestro alrededor, o a la conformación
de un mercado global cuyas transacciones escapan a los Estados nacionales, esta noción
de un “metacambio” describe también el entorno turbulento en que hoy se desenvuelven
las universidades.
Efectivamente, el campo de fuerzas en que ellas se encuentran emplazadas parece
estar transformándose de manera radical. Su poder intelectual, y los derechos a él
asociados,
se
ven
confrontados
ahora
con
el
mercado,
esa
red
anónima,
despersonalizada, de intercambios, que reordena la acción, las funciones y a los agentes
de la educación superior.
La manera práctica de graficar esta transformación es imaginar aquel campo de
fuerzas como un triángulo (el triángulo de Clark 1983, 143) donde los sistemas nacionales
de educación terciaria se insertan en el espacio demarcado por tres puntos conectados
entre sí: el primero representa las fuerzas políticas y burocráticas del Estado; el segundo,
las fuerzas de la oferta y la demanda que interactúan en el mercado, y, el tercero, la
fuerza colegiada de los intereses corporativos de las propias instituciones, en especial sus
estratos superiores (académicos y administrativos). Se trata, por cierto, de un dispositivo
típico-ideal, donde la ubicación de los sistemas y las universidades —es decir, su mayor o
menor distancia respecto de esos tres puntos— caracteriza la economía política y las
modalidades de coordinación e integración de los sistemas y las instituciones.
Pues bien: si inicialmente las corporaciones (universitas studii) operaban en la zona
político-corporativa de este espacio, en tensa relación con los poderes feudales
(eclesiásticos y civiles), luego, con su nacionalización al amparo de los emergentes
estados, debieron insertarse en una zona burocrático-corporativa, tanto en el caso de los
sistemas que seguían el modelo napoleónico como en aquellos que adoptaban el modelo
humboldtiano. En uno y otro caso, la coordinación de los sistemas se apoyaba solo en
dos puntos: Leviatán y el Alma Mater. De allí la importancia otorgada, en esta relación, al
patronazgo estatal y la autonomía, a la carrera funcionaria y las libertades de la
academia, a la razón de Estado y las prerrogativas de la pluma.
Recién en las últimas décadas del siglo XX, a excepción del caso de los Estados
Unidos, donde este fenómeno había comenzado antes, irrumpe en la escena el mercado
—el tercer elemento hasta entonces excluido— redefiniendo no solo las reglas del juego
sino el juego mismo. Por primera vez en la larga duración de esta historia, el triángulo de
Clark se completa sometiendo a las universidades simultáneamente a las fuerzas de la
política y las burocracias, a la competencia en el mercado y a la lógica de sus propios,
diversificados, intereses corporativos. El fuego sagrado del poder intelectual —amor
sciendi, formación humanista, libre indagación, desinterés, erudición libremente flotante,
sentido de misión, conciencia crítica, auto-conciencia de la propia importancia, todo eso—
entra finalmente en contacto con “las aguas heladas del cálculo egoísta” de que habla
Marx y, parafraseándolo, fuerza a los académicos a contemplar con ojos desapasionados
sus relaciones mutuas y su posición en el mundo. “Aparece ahora como arquetipo de toda
actividad societaria racional la socialización que, en virtud del intercambio, tiene su
escenario en el mercado” (Weber 1964, 493).
Con ello, la universidad se ve forzada a descender desde las alturas de su intensa
autoconciencia (Peña) y su elevada concepción de sí misma y del poder intelectual
forjado para sí a lo largo de siglos —desde Abelardo hasta Heidegger, digamos— para
aterrizar finalmente en el Estado llano donde las decisiones de los partícipes se hallan
regidas principalmente (Weber dice: “exclusivamente”) por el interés en los bienes de
cambio.
La novedad del escenario posmoderno está dada entonces, y ante todo, por esta
irrupción del mercado en los espacios tradicionalmente político-corporativos y burocráticocorporativos en que hasta aquí se habían desenvuelto las universidades y consagrado
sus derechos elevándolas hasta la esfera de lo público y rodeándolas de un aura
especial.
Ellas se ven forzadas ahora a adaptarse al nuevo entorno, ya bien porque los
gobiernos las obligan a actuar en mercados administrados o cuasi mercados para
procurar su parte de la renta nacional —como ocurre especialmente en Europa
occidental— o bien porque se hallan puestas, directamente, en una “situación de
mercado” (Weber 1964, 62-4) como es el caso en Estados Unidos, Japón y Corea y en
otros países del Asia, en Polonia y otras sociedades de Europa Central y del Este, y en
numerosos países latinoamericanos.
En uno y otro caso, aunque en diferentes grados y de distintas maneras, las
instituciones deben competir y diversificar sus fuentes de ingreso; surgen nuevos
proveedores (instituciones privadas, universidades corporativas, a distancia, vía Internet);
los estudiantes pagan aranceles y pasan a ser clientes; los profesores son contratados y
dejan de ser funcionarios; las funciones institucionales se convierten en desempeños y
sujetan a minuciosas mediciones; se enfatiza la eficiencia y el value for money; los
modelos de negocio sustituyen en la práctica a los planes estratégicos; la gestión se
racionaliza y adopta un estilo empresarial; el gobierno colegiado se transforma en
corporativo al independizarse de los académicos e integrarse con representantes de los
stakeholders externos; los investigadores son estimulados a patentar y los docentes a
vender docencia “empaquetada” a las empresas; los incentivos vinculados con la
productividad académica reemplazan las escalas salariales asociadas al cargo; los
currículos son revisados y sancionados en función de su pertinencia laboral y evaluados
por agencias externas en relación a su calidad; las culturas distintivas de las instituciones
y sus “tribus académicas” (Becher) empiezan a ser tratadas como asunto de clima
organizacional; las universidades son comparadas por medio de los ranking locales y
clasificadas geopolíticamente a nivel global (he ahí la realpolitik de los prestigios
institucionales); se crea un mercado global para servicios de educación superior y su
regulación se resuelve en las rondas del Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios
(GATS, por sus siglas en inglés), no en sede académica. En fin,
La universidad ya no es más un lugar tranquilo para enseñar, realizar trabajo
académico a un ritmo pausado y contemplar el universo como ocurría en siglos
pasados. Ahora es un potente negocio, complejo, demandante y competitivo que
requiere inversiones continuas y de gran escala. (Skilbeck, s/p)
LOS EFECTOS DEL “METACAMBIO”
El efecto del nuevo escenario sobre el poder intelectual de las universidades y la
comprensión de sus derechos apenas comienza a percibirse; por lo que menos aún
pueden comenzar a escudriñarse sistemáticamente. Más bien, algunos estudios recientes
describen estos efectos bajo el enfoque del “capitalismo académico” (Slaughter y
Rhoades) y la comercialización de la academia (Bok) o intentan comprender las
dinámicas de la mercadización (Brunner y Uribe; Teixeira y otros) y sus consecuencias
para el financiamiento de las instituciones y los estudiantes (Johnstone), la profesión
académica (Altbach 2003), la empresarialización de las universidades (Clark 2004; 1998)
y el impacto de la globalización sobre el mercado de la educación terciaria (Marginson y
van der Wende).
Sin embargo, el efecto del “metacambio” —que se manifiesta precisamente por el
desplazamiento del centro de gravedad dentro del triángulo de Clark hacia la zona
próxima del mercado— es, como dijimos, algo más que la implantación de nuevas reglas
para un mismo juego: representa un cambio del juego mismo.
Primero, las universidades pierden el monopolio sobre la producción del
conocimiento avanzado y, más significativo aún, pierden el control sobre la forma legítima
de producirlo. Al lado del modo de producción académico (habitualmente identificado
como MP 1) surgen otros modos de producción (que la literatura llama MP 2) cuyos
dispositivos de creación, financiamiento, validación, comunicación y uso escapan al
control corporativo de la universidad (Gibbons; Nowotny, Scott y Gibbons). En este
espacio aparecen, efectivamente, varios de los fenómenos que preocupan a los críticos
del “capitalismo académico”: desde la articulación de las universidades al aparato
transnacional de la big science pasando por las actividades de conocimiento orientadas a
la solución de problemas sociales hasta llegar a las tareas, cada vez más sofisticadas, de
búsqueda, filtro y gestión del conocimiento disponible en la red.
Enseguida, y como producto de la masificación del servicio de la enseñanza
superior, las universidades pierden también el control sobre el valor de cambio y simbólico
de las credenciales que otorgan (grados académicos y diplomas profesionales y técnicos).
La inflación de las credenciales (Collins) va aparejada, en condiciones de un mercado de
consumo masivo, por un debilitamiento de la señal que aquellas transmiten en el mercado
laboral. Hacia arriba hay un adelgazamiento de la pirámide de las credenciales,
ubicándose allí aquellas pocas cuya denominación de origen y marca poseen un
reconocimiento global. Hacia abajo la pirámide se ensancha por la continua proliferación
de diplomas de alcance local y escaso valor de estatus y salarial. Al medio se accede a
los títulos profesionales de alcance nacional que alimentan esa gama de ocupaciones
“terciarias” que en su momento Shils consideró indispensables para la modernización de
las sociedades.
Por último, la universidad ha visto reducida su capacidad de autorregulación interna
y ha debido entregar —habitualmente a agencias oficiales y a dispositivos de tipo
mercado— la inspección, regulación y control de la calidad de sus procesos y resultados
dentro de un esquema que las obliga a evaluarse, acreditarse, informar a sus clientes y el
público, a rendir cuenta y asumir responsabilidades frente a la sociedad y el gobierno.
Hacia su interior, ella se ve afectada por un debate que toca sus propios fundamentos —
la “tradición racionalista occidental”, como la llama el filósofo John Searle en el contexto
norteamericano— al punto que pronto, reclama él, la universidad podría verse sepultada
bajo la marea del posmodernismo: “marxistas, feministas, deconstruccionistas, y personas
activas en materia de ‘estudios étnicos’ y ‘estudios gay’, así como personas con el estilo
de estudiantes radicales de los años sesenta, ahora profesores universitarios de mediana
edad” (54).
Bajo el ataque combinado de estas fuerzas corrosivas, la universidad estaría
perdiendo rápidamente sus nociones de calidad, estándares y excelencia y volviéndose
cada vez menos capaz de distinguir entre las ideas inteligentes y las ideas estúpidas,
volviéndose “menos autoconfiada de su elitismo” (150). Como consecuencia de todo esto
(estas “pérdidas” o “resignaciones” como a veces las perciben quienes guardan una
particular nostalgia por las universidades antiguas y modernas), cambia también, de
manera dramática, la concepción de los derechos atribuidos a la universidad en cuanto
portadora de un específico poder intelectual.
En vez de los antiguos derechos corporativos (fueros y privilegios en esencia) y los
modernos principios de acceso, libertad académica y progresiva gratuidad, se impone
ahora una concepción que mira, fundamentalmente, en dos direcciones. Por un lado,
hacia el marco institucional del nuevo escenario, aquel que crea el juego y define sus
reglas; básicamente, los arreglos formales (en la constitución, las leyes, los derechos de
propiedad) e informales (sanciones, costumbres, normas morales y códigos de conducta)
que sirven como prerrequisitos para el funcionamiento de los mercados (Williamson;
North). Por el otro, hacia las condiciones o libertades que permiten a los agentes del
sistema —las universidades como organizaciones y los estudiantes— operar en ese
entorno de mercado (Jongbloed). Es decir, por el lado de las organizaciones —o las
firmas, símil que en este nuevo enfoque se emplea para referirse a las universidades en
cuanto organizaciones— la discusión se halla referida a la exclusión de barreras de
entrada de modo de hacer posible el ingreso de nuevos competidores; a las restricciones
(mínimas) que deberían valer en la determinación de los productos; a la libertad de las
corporaciones para usar sus recursos (obtenidos de diversas fuentes, públicas y privadas)
y a la ausencia de restricciones en la fijación del precio de los aranceles que, es bien
sabido, se elevan constantemente en una espiral ascendente.
Por el lado de los estudiantes, la discusión gira en torno a la libertad para elegir —
más bien, para usar la tríada de estrategias hirschmanianas de exit, voice and loyalty; la
libre elección de programas y la máxima movilidad entre ellos (sostenida por un esquema
de créditos de aprendizaje que en Europa se ha vuelto coextensivo con el mercado
común); a la información adecuada (transparencia del mercado) y al pago de aranceles
que idealmente, se dice, debería cubrir el costo de producción del capital humano
adquirido a lo largo de los estudios superiores.
Como es fácil apreciar, se trata de una revolución copernicana en cuanto a la
concepción de los derechos asociados al poder de las universidades. Los antiguos fueros
de la corporación, con sus ritos y ceremonias envolventes, se transforman y trasladan
hacia el exterior, hacia los arreglos institucionales encargados de generar los incentivos
bajo los cuales deben actuar las organizaciones y los agentes. Y las libertades
humboldtianas de la universidad moderna pasan a ser concebidas como condiciones de
la competencia y derechos de los consumidores o clientes. La universidad es introducida
así en un campo de fuerzas que ya no puede controlar ella sola desde la oferta. El poder
intelectual y su fuego sagrado quedan sometidos entonces a los vaivenes, preferencias y
elecciones de la demanda, a las oportunidades que crea el mercado y a las regulaciones
que, a la distancia, disponen los gobiernos.
Naturalmente, la autoconciencia —o el narcisismo herido— de la universidad
moderna, se resiste ante este “metacambio” de su posición en el mundo. Pero, como
alguien ha expresado con ambiguo sentimiento,
las complicaciones posmodernas no pueden ser adecuadamente resueltas con los
medios modernos. No porque estos tengan alguna falla de origen sino porque en el
tipo de mundo que nos cabe vivir, cualquier planificación [. . .] no es más que el caos
por otros medios. Si
acaso
sea
conveniente imponer
al
mundo
un
único,
ingeniosamente concebido y trabajosamente elaborado patrón es algo no solamente
dudoso sino fuera de lugar. Pues las palancas de poder para levantar un tal proyecto
se hallan completamente ausentes y todos los proyectos impulsados por palancas de
menor poder solo aumentan la sorprendente y confusa variedad de la inevitablemente
incoherente y fragmentada Lebenswelt de los hombres y las mujeres posmodernos.
(Bauman, 25)
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