Factótum 19, 2018, pp. 24-34
ISSN 1989-9092
http://www.revistafactotum.com
Música y tragedia en el joven Nietzsche
Music and Tragedy in the Young Nietzsche
José Muñoz Albaladejo
Instituto de Ciencias del Patrimonio, INCIPIT – CSIC (España)
E-mail: jose.munoz-albaladejo@incipit.csic.es
Resumen: Este artículo pretende reconstruir la relación entre Nietzsche y Richard Wagner a través del análisis
de los conceptos que el primero de ellos toma de Arthur Schopenhauer y que ve reflejados en el segundo.
Schopenhauer veía en la Música no solo la máxima expresión del Arte sino la única disciplina completamente
independiente del mundo de la representación. Nietzsche toma estas ideas y las lleva un paso más lejos, hasta
el punto de considerar la Música como algo necesario para hacer despertar el elemento dionisíaco que nos
permita revitalizar una cultura cada vez más decadente. Wagner se presentará en su vida como la figura del
genio kantiano capaz de provocar esa revitalización.
Palabras clave: música, tragedia, Wagner, Schopenhauer, voluntad, representación, cultura.
Abstract: This article tries to reconstruct the relationship between Nietzsche and Richard Wagner through the
analysis of the concepts that the first one borrows from Schopenhauer’s philosophy and that appear in the
compositions of the second one. Schopenhauer thought that music was not only the highest expression of art,
but also the only discipline completely independent of the world of representation. Nietzsche uses these ideas
and tries to develop and make them more complex, up to the point of being able to say that music is something
necessary to awaken the Dionysian element that allows us to revitalize an increasingly decadent culture. Wagner
will appear in his life as the figure of the Kantian genius capable of accomplishing this revitalization.
Keywords: music, tragedy, Wagner, Schopenhauer, will, representation, culture.
1. El descubrimiento de Schopenhauer
En 1865, un Nietzsche todavía desconocido
para el gran público acaba de descubrir a
Schopenhauer, y la vida del filólogo más
prometedor del viejo continente está a punto de
dar un giro de ciento ochenta grados. La lectura de
El mundo como voluntad y representación activa en
su mente una pasión que hasta ahora permanecía
oculta, casi reprimida: es la pasión por la vida real,
aquella que subyace tras el mundo de la razón,
la moral y el sentido histórico. Esa vida real va
unida al concepto de voluntad, que Nietzsche
toma prestado de Schopenhauer. Pero aún hay
más: Schopenhauer era un apasionado del Arte, y
por eso ve Nietzsche en él un reflejo de sí mismo.
El entusiasmo por el Arte supone el triunfo de la
parte más viva del hombre, el triunfo de la esencia
espiritual del ser humano sobre el mundo opresivo
que le rodea. En Nietzsche, ese entusiasmo se
RECIBIDO: 14-07-2017
ACEPTADO: 31-03-2018
dirige, sobre todo, a la Música, algo que también
toma de Schopenhauer.
Schopenhauer considera la experiencia
moderna como una experiencia dramática, y
sustituye el protagonismo de la razón ilustrada por
el protagonismo de la voluntad. En su filosofía, esta
voluntad tiene una connotación negativa, pesimista;
en cambio, la concepción sombría de la realidad que
tiene Schopenhauer actúa en Nietzsche de forma
positiva, como una panacea de la vida. Es lo que dice
Safranski (2009a: 47): «la negación schopenhaueriana
de la voluntad no significa para él rechazo, sino
afirmación incrementada, entendida como victoria
de la voluntad espiritual sobre la natural».
Nietzsche ve en Schopenhauer a un «genio
filosófico» cuyo renacimiento hay que promover, pues
él ha de ser el punto de partida para luchar contra
«la sinrazón inherente a la naturaleza de esta época»
(Nietzsche, 1970: 760). Schopenhauer es el filósofo
verdadero, y Nietzsche lo sitúa por encima de cualquier
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Factótum 19, 2018, pp. 24-34
otro, y en ese pedestal lo sigue manteniendo incluso
cuando, posteriormente, se le presentan ciertas dudas
con respecto a su sistema filosófico. Aun así, hay dos
ideas fundamentales de dicho sistema que sigue
manteniendo: la primera de ellas es la idea de que
existe una realidad oscura y carente de toda razón
lógica que subyace al mundo racional, y la segunda
está relacionada con la negación de la voluntad,
negación entendida como necesidad de liberarse
del poder de la voluntad, necesidad de hacer que la
voluntad se enfrente a sí misma.
Sin embargo, la diferencia fundamental entre
ambos es que la voluntad schopenhaueriana es
oscura, y el contenido esencial del mundo es un
abismo. Nietzsche, en cambio, quiere caer en ese
abismo, sumergirse de lleno en esa oscuridad,
porque es precisamente ahí donde se encuentra la
verdadera esencia de la vida. Lo que Nietzsche se
propone con este giro epistemológico es un ejercicio
de autoafirmación, de descubrimiento de su propia
naturaleza.
El punto de partida de la filosofía de Schopenhauer
es la distinción kantiana entre fenómeno y cosa en
sí. El primero equivaldría a la representación, y el
segundo a la voluntad, con la diferencia de que, en
Schopenhauer, esta voluntad es considerada como
la auténtica realidad, aquella que permanece oculta
tras la apariencia y el engaño que es el fenómeno. El
concepto de voluntad es el único que no procede del
fenómeno, de la representación, sino que su origen
está en el interior del sujeto, en su conciencia, que
es el lugar en el que dicho sujeto puede reconocerse
a sí mismo en su propia esencia. Es un concepto
que está incluso fuera de toda razón y toda lógica, y
precisamente por eso es absolutamente libre.
Pero también por eso su existir no tiene sentido.
La sinrazón de la voluntad hace que ésta quiera existir
por el simple hecho de ser, sin objetivo alguno que
alcanzar. Es, pues, un sinsentido, sinsentido que
provoca el pesimismo metafísico de Schopenhauer.
En el fondo, lo que se está diciendo es que el verdadero
mundo, la verdadera realidad, no tiene razón de ser. La
voluntad, que es lo propio de esa realidad auténtica,
de esa realidad metafísica, es un mero deseo de existir
porque sí, de existir por existir. Pero esa realidad
metafísica se encuentra oculta tras la realidad en la que
el ser humano se mueve en el día a día, una realidad
empírica en la que realiza sus actividades cotidianas.
Esta realidad es simple apariencia, pura
representación. Si la verdadera realidad, la realidad
metafísica, hace que el mundo sea voluntad, entonces
la realidad de nuestras experiencias diarias hace del
mundo una representación, representación formada
por percepciones ordenadas en un espacio y en un
tiempo, que se rigen por el principio de causalidad,
y habitada por seres que se diferencian los unos
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de los otros gracias a la aplicación del principio de
individuación. Este último, propio del mundo de la
representación, permite la pluralidad y la distinción
de los individuos, pero la voluntad, al encontrarse
fuera de ese principio, es única, constituye la esencia
metafísica propia de todos los seres.
Por eso es absolutamente libre, por eso es
completamente irracional y, también precisamente
por eso, ve Schopenhauer en ella una connotación
negativa, pesimista, ya que ella se opone a la
necesidad inteligible que caracteriza al mundo de la
representación. El ser humano tiene, pues, una doble
dimensión: nouménica y fenoménica. Manuel Barrios
Casares lo explica con las siguientes palabras:
Como apariencia, el hombre está sometido
al principium individuationis y, por tanto, al
determinismo que rige en el orden de los
fenómenos, así que carece de libertad en ese
sentido. Como sujeto cognoscente, empero,
se vincula a lo nouménico, es voluntad que se
reconoce a sí misma qua voluntad, y que de
esta manera escapa, siquiera parcialmente, a
los rigores de la individuación. (Barrios Casares,
1993: 39)
«Parcialmente», porque el sujeto, para ser
calificado como tal, siempre depende del objeto,
de las formas fenoménicas propias del mundo
de la representación. Sujeto y objeto tienen una
dependencia mutua, y uno no puede existir sin el
otro. El hombre es contemplado como un cuerpo
que es fenómeno y que habita en el mundo de la
representación, pero ese cuerpo no es una simple
representación cualquiera, no es un objeto más
entre todos los objetos, sino que también tiene
algo que va más allá, algo más profundo, propio
del mundo nouménico: ese algo es la voluntad, una
voluntad irracional que desea la existencia de forma
irrefrenable.
El cuerpo es como una creación de la voluntad, que
es el conocimiento a priori de aquél, y que le permite
a ésta entrar en contacto con el mundo exterior, salir
a la luz, existir. El intelecto, que es el que domina al
cuerpo, le permite a éste acceder al conocimiento del
mundo como voluntad, es decir, al conocimiento de
la esencia del mundo, un conocimiento metafísico.
El hombre, como sujeto cognoscente, no se contenta
con la simple representación de los objetos, sino
que trata de acercarse a la voluntad que le es
propia y que se encuentra oculta tras su cuerpo y
el mundo fenoménico que le rodea. «Este proceso
de acercamiento al en sí de la voluntad se acentúa
desde el instante en que el hombre no atiende ya a
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José Muñoz Albaladejo
los aspectos racionales, sino a los irracionales en su
consideración del mundo» (Barrios Casares, 1993: 45).
El sujeto trata, a través del cuerpo, de llegar a lo
que en él no es fenómeno, a lo irracional; la voluntad
se va objetivando hasta llegar, al final, al ámbito de
las Ideas, que es la máxima abstracción posible a
la que podemos acceder, la máxima objetivación
de la voluntad que puede mostrarse en el mundo
fenoménico. En principio, estas Ideas tienen una
connotación negativa, pero en el momento en que
las referimos al Arte y a la intuición estética, esa
connotación cambia. Pero ¿por qué el Arte? Porque
solo en el Arte es posible reproducir esas Ideas; solo
el Arte puede acercarnos a la voluntad, a la esencia
del mundo. El Arte actúa como intermediario en las
relaciones existentes entre la irracionalidad de la
voluntad y la racionalidad de las representaciones.
Según él [Schopenhauer], el Arte actúa en
nosotros, ante todo, como un inhibidor de la
voluntad de vivir. ¿De qué forma? Schopenhauer
lo explica así: el Arte nos permite apartar la
mirada de este mundo aparente, sometido
al dolor de la individuación, de la finitud y
caducidad de las cosas, y nos sumerge en una
contemplación pura de las Ideas. Entonces
comprendemos cuál es el verdadero rostro
del Universo, lo que se oculta tras la máscara
de la representación: un apetito irracional y
egoísta, sin destino ni descanso posible, una
sola e infinita voluntad de vivir, que es la que
dicta todos nuestros actos. Y, sin embargo,
justamente en virtud de esta contemplación
pura y desinteresada de las Ideas que el Arte nos
posibilita, logramos emancipar el conocimiento,
origenariamente al servicio de la voluntad, de
tal servidumbre, perdiendo así de vista nuestros
fines egoístas. (Barrios Casares, 1993: 47)
Para Schopenhauer, el Arte actúa como
consuelo ante el pesimismo que nos invade al
darnos cuenta de la irracionalidad del mundo, un
mundo falto de sentido y lleno de sufrimiento,
un mundo en el que sus habitantes luchan entre
sí guiados por una necesidad y una razón que,
en el fondo, no son más que meras ilusiones
puestas por la voluntad con el único objetivo
de hacerse notar, de existir; de existir por existir.
Pero hay un problema: que el consuelo del Arte
no es eterno. Cuando el placer momentáneo que
nos proporciona un determinado tipo de Arte
finaliza, entonces nos vemos de nuevo inmersos
en un mundo que nos llena de dolor, amargura
y angustia. En este momento, la única salida que
propone Schopenhauer es una salida ética, que se
traduce en la consecución del nirvana a través de
la moral ascética.
Esta salida casi parece una rendición, pues
el hombre que alcanza ese nirvana es aquel que
consigue acceder a la nada más profunda, un lugar
en el que no es posible el sufrimiento, no porque
se haya encontrado la felicidad, sino porque se ha
dejado de amar la vida; el asceta schopenhaueriano se
encuentra en la indiferencia más absoluta: no solo no
desea nada y rechaza cualquier cosa que se presente
ante él, sino que rechaza incluso su propia esencia, su
voluntad, que se niega a sí misma de forma absoluta.
El pesimismo de Schopenhauer se hace aquí evidente.
Para Schopenhauer, el terreno de la Metafísica y
el terreno del Arte están estrechamente ligados, y esta
ligazón alcanza su punto culminante con la Música,
que es considerada por este filósofo como el Arte
supremo, pues ella es completamente independiente
del mundo de la representación e incluso podría seguir
subsistiendo aun en el caso de que dicho mundo
dejase de existir. Esto es uno de los aspectos que
más influyeron en Nietzsche a la hora de dar una
justificación filosófica de la Música. Pero hay otro
aspecto que también influyó notablemente en él:
es la concepción schopenhaueriana de la tragedia.
Si tenemos en cuenta que la Música no es propia
del mundo de la representación, entonces podemos
afirmar que la tragedia es el arte más elevado con el
que podemos encontrarnos dentro de dicho mundo,
el arte en el que la voluntad alcanza su mayor grado
de objetivación, pues solo en la tragedia puede
observarse la verdadera esencia de la voluntad, ya que
en ella se hace patente todo aquello que caracteriza
a la existencia y a la realidad: contradicción, angustia,
sufrimiento, miseria, dolor, horror, el triunfo de los
culpables sobre los inocentes, el fracaso de los justos,
la necesidad de renunciar a los fines más nobles, el
absurdo de la vida, etcétera. «El arte trágico no solo
nos dice lo que es el mundo, sino también lo poco que
vale» (Barrios Casares, 1993: 54). Al ser conscientes de
todo lo que la voluntad lleva consigo, nos sentimos
impulsados a expulsarla, a alejarla de nosotros,
a negarla a ella y a la vida misma. En definitiva, la
tragedia, al mostrarnos la verdadera esencia de la
voluntad, del mundo real, origena en nosotros un
sentimiento tan doloroso, que la única decisión
posible que debemos tomar ante tal sentimiento es
la de la más completa renuncia a la voluntad de vivir,
renuncia que solo es posible mediante la ya señalada
aceptación de la moral ascética.
Estas son, básicamente, las ideas de Schopenhauer
que más afectaron a Nietzsche, y la influencia en éste es
evidente. Sin embargo, hay una diferencia fundamental
entre ambos: el pesimismo al que conlleva la absoluta
libertad de la voluntad schopenhaueriana no aparece
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en Nietzsche, sino que, en cambio, la libertad propia
de la voluntad nietzscheana es algo positivo. Mejor
dicho: aunque ambos coincidan en la visión pesimista
de la existencia, difieren en la actitud que hay que
adoptar ante dicha existencia: en Schopenhauer, es
una actitud también pesimista, de negación de la
vida, mientras que en Nietzsche no; en este último,
esa actitud es autoafirmativa, heroica: pese al dolor,
al sufrimiento y al sinsentido que nos rodea, debemos
tratar de afirmar nuestra vida y nuestra existencia en
cada una de las decisiones que tomemos. Es lo que
veremos al hablar de la tragedia y de la distinción entre
lo apolíneo y lo dionisíaco. Pero ahora pasemos a otro
de los aspectos que más influyeron en las ideas del
joven Nietzsche y en la elaboración de El nacimiento
de la tragedia: la Música.
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«Nos encontramos con la Música como destino en
toda su obra, indicándonos cómo Nietzsche, quizá por
encima de todo, es la frustración irredenta del músico,
del gran compositor que nunca llegó a ser» (Pérez
Maseda, 1993: 220). Para Nietzsche, la Música es como
el halo del mundo, un aura enorme que envuelve
este planeta y lo llena de color, de vida. Cuando la
Música hace acto de presencia, la dimensión apolínea
se desborda. Y, en la cúspide, Wagner. El nacimiento de
la tragedia, publicado en 1872, fue escrito para él. Un
panfleto wagneriano. Y la relación entre ambos fue más
allá de la mera utilidad, más allá de sus ideas comunes,
más allá de la Música y de la tragedia: llegaron a ser
amigos, y después se odiaron.1 Y Nietzsche nunca llegó
a superar la ruptura: a pesar de que podamos ver que
la influencia del músico en Nietzsche se va diluyendo
a medida que avanzamos cronológicamente en el
estudio de sus textos, las obras de éste siempre estarán
construidas sobre unas raíces wagnerianas.
En la Metafísica del Arte de Schopenhauer, el
papel de la Música era clave. Ella no era de este mundo
fenoménico, sino que pertenecía por completo al
mundo de la voluntad; de hecho, es su expresión más
inmediata. Estaba un nivel por encima del resto de las
artes; no es la realidad misma, pero es la realidad más
perfecta con la que nos podemos encontrar. Es un
absoluto que va más allá de la mera representación.
Y en Nietzsche ocurrirá lo mismo: para él, en la Música
se encuentra el carácter liberador del hombre.
La Música es la máxima expresión de la vida, y por
eso Nietzsche la pone en relación con el dios Dionisos.
La Música es «la impresión genuina del impulso vital, la
especificación del estado dionisíaco, estado que, para
Nietzsche, es la más alta cota a la que el hombre puede
ascender» (Pérez Maseda, 1993: 218). Para Nietzsche,
el Arte se desarrolla sobre la base de los conceptos de
apolíneo y dionisíaco, en honor a los dioses Apolo y
Dionisos. El arte apolíneo es aquel que se caracteriza
por la rectitud, la serenidad, la elegancia, la prudencia;
el arte dionisíaco, en cambio, está relacionado con el
instinto vital, con la fuerza, con las emociones salvajes.
En el primero, el Arte aparece ante el hombre, y éste
es mero espectador; pero cuando la Música entra en
escena, lo dionisíaco toma el poder, y el hombre mismo
se convierte en Arte. Arte y vida se funden en uno solo,
y solo así podemos ver la verdadera esencia de la vida.
La Música, por tanto, es el elemento liberador «capaz
de revelar el fondo dionisíaco de la realidad que se
esconde tras lo apolíneo» (Defez i Martín, 2004: 75).
Por eso el primer encuentro de Nietzsche con
Wagner marcará fuertemente su vida, ya que en la
Música del compositor alemán ve el joven filólogo
la más alta caracterización del estado dionisíaco.
La relación entre ambos da comienzo en Leipzig, a
finales de 1868. Nietzsche está entusiasmado, ansioso;
el sentimiento de respeto que tiene hacia Wagner
es demasiado profundo, puesto que en su música
reconoce todo aquello que admira de Schopenhauer.
Y no le falta razón: Schopenhauer era la principal
influencia del compositor alemán, hasta el punto de
que éste trata de incorporar a su música la filosofía
de aquel.2
Tras un primer encuentro, el respeto que
Nietzsche sentía por Wagner se transforma en
admiración, y esto por diversos motivos: primero,
porque ambos ven en la filosofía de Schopenhauer
las máximas por las que han de guiar su vida y sus
actos; segundo, porque los dos coinciden en que es
necesario una renovación de la cultura actual, del
hombre de la época y una recuperación del mundo
antiguo; y tercero, porque, para Nietzsche, tanto la
deslumbrante personalidad como la intensa forma de
vivir que tiene Wagner son el ejemplo más puro del
ideal dionisíaco que él pretende traer de nuevo a este
mundo. Nietzsche ve en Wagner la personificación de
Dionisos. Ve al genio kantiano en cuyas manos está
el futuro del Arte.
Pero la admiración no es unidireccional, sino que
es mutua: también Wagner ve en Nietzsche a un joven
de una personalidad y una manera de ser realmente
fascinantes, y por eso lo considera el candidato más
1. En cualquier caso, como indica Fubini (2005), la explicación de la relación entre ambos no puede quedar simplificada
en el hecho de que primero fueron amigos y luego, debido a
divergencias ideológicas, dejaron de serlo, sino que se enmarca
dentro de un contexto todavía romántico y, por tanto, lleno de
contradicciones.
2. Como señala Eduardo Pérez Maseda (1993: 113), Tristán
e Isolda, una de las óperas más importantes del compositor
alemán, y que había sido estrenada no hacía mucho (en 1865,
aunque su composición se llevó a cabo entre 1857 y 1859),
«sería impensable sin la influencia intelectual de Schopenhauer».
2. El papel de la Música
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apto para anunciar al mundo su arte. El nacimiento de
la tragedia será el resultado de la relación entre ambos.
3. La tragedia
Ya en Ecce homo, uno de los últimos textos de
Nietzsche, reconoce éste que su ensayo sobre la
tragedia bien podría haber sido escrito cincuenta
años antes. Es decir: en pleno Romanticismo. Y es
que el eco de lo romántico todavía siguió resonando
incluso mucho tiempo después de haber finalizado tal
movimiento. El espíritu romántico del dios Dionisos,
que encarna la vida, es el espíritu que recorrerá toda
la explicación nietzscheana de la tragedia. Pero
¿por qué la tragedia? Porque, tras el encuentro con
Wagner, se da cuenta de que solo la tragedia griega le
permite hacer música con palabras y, al mismo tiempo,
transmitir las ideas adoptadas de Schopenhauer. Las
bases de su escrito sobre la tragedia pueden apreciarse
perfectamente en dos de las conferencias realizadas
en el año 1870, poco después de que diese comienzo
su amistad con el compositor. Esas conferencias son El
drama musical griego y Sócrates y la tragedia. Junto a
ellas, encontramos un tercer texto fundamental, que
lleva por título La visión dionisíaca del mundo. Estos
escritos pueden ser considerados como un símbolo
de admiración hacia Wagner, aunque no es hasta la
escritura de El nacimiento de la tragedia, una obra
ante la que el compositor se mostró entusiasmado,
cuando quedan definitivamente plasmadas tanto esa
admiración por Wagner como la influencia de éste en
la redacción definitiva del texto.3
Esos tres escritos ya mencionados son
considerados como preparatorios para El nacimiento
de la tragedia, y en ellos pueden apreciarse las ideas
fundamentales que posteriormente quedarán
plasmadas en dicho ensayo, que son básicamente
las siguientes: primero, el nacimiento del drama
ático a partir de las fiestas dionisíacas; segundo, la
importancia del coro dentro de la tragedia clásica
griega; tercero, el análisis del fin de la tragedia tras la
aparición en escena de la racionalidad de Sócrates; y
cuarto, la diferencia entre lo dionisíaco y lo apolíneo.
Para Nietzsche, el origen de la tragedia es bien
claro: las fiestas dionisíacas, caracterizadas por el
exceso y el éxtasis. ¿Cómo es posible que la tragedia
surja de un exceso? Tal y como explica Nietzsche, lo
común de las fiestas dionisíacas era la embriaguez, que
es un estado en el que el hombre deja de sentirse un
3. Como bien señala Eugen Fink (1979: 19), El nacimiento de
la tragedia «significa, en primer lugar, un homenaje a Richard
Wagner: la interpretación de su drama musical como una obra
de arte total, que corresponde en su categoría a la tragedia antigua». Otros autores, como Miguel Morey (1990: 51), no dudan
en afirmar que El nacimiento de la tragedia es «una apología
abierta del wagnerismo».
José Muñoz Albaladejo
individuo aislado y se funde con la multitud, formando
un excitado cuerpo colectivo en el que «circulan
visiones e imágenes, con las que se contagian los
individuos fundidos en unidad» (Safranski, 2009a:
63). Sin embargo, esa exaltación extrema de afectos
y pasiones no es eterna, sino que siempre tiene fin,
un fin tras el cual hay que volver al aislamiento propio
de la vida cotidiana, y ese tránsito hacia el desencanto
se produce siempre tras la representación, al final de
estas fiestas, de las tragedias. El drama ateniense, es
decir, la tragedia griega tal y como nos ha llegado
a nosotros, lleva en su ser este espíritu dionisíaco,
precisamente porque su origen está en esas fiestas,
y por eso a través de esta clase de arte puede uno
abrirse paso hacia la esencia del mundo, pues solo en
lo trágico es posible encontrar la verdadera forma de
la realidad. Y el problema de la tragedia actual, señala
Nietzsche, es no haber bebido de la misma fuente de
la que bebieron los dramas áticos.
En la tragedia griega, ese espíritu dionisíaco de
fusión colectiva se escenifica mediante el coro, que
es el que permanece omnipresente durante toda
la obra y el que sobrevive aun después de que los
protagonistas sucumban. De hecho, casi podríamos
afirmar que la tragedia clásica es el coro, en tanto que
éste es quien mejor representa la verdadera esencia
de aquélla: «hemos de concebir la tragedia griega
—señala Nietzsche— como un coro dionisíaco que
una y otra vez se descarga en un mundo apolíneo
de imágenes» (Nietzsche, 2005: 87). Solo mediante
la música del coro puede el espectador captar ese
espíritu dionisíaco.
En los dramas áticos, la música va acompañada
de las palabras; pero la palabra puede ser corrompida,
y la Música no: su lenguaje universal es siempre
verdadero, vaya a donde vaya. Por eso la Música
tiene un alma pura. Tan pura, de hecho, que a veces
la vivencia de la Música puede llevarnos a un estado
de éxtasis tan grande que es capaz de acabar con
nosotros, y por eso necesita ser mediada por la palabra
y la escenificación. Sin embargo, precisamente en la
palabra, o, mejor dicho, en el exceso de palabra está
el fin de la tragedia.
La tragedia termina tan pronto como el
lenguaje se emancipa de la música y hace valer
desmesuradamente su propia lógica. ¿Qué es
el lenguaje? Un órgano de la conciencia. Pero
la Música es ser. Con el ocaso de la tragedia la
conciencia y el ser dejan de coincidir. (Safranski,
2009a: 64)
Esta tesis era provocadora, pero esa provocación
va a más en el momento en que Nietzsche acusa
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Factótum 19, 2018, pp. 24-34
directamente a Sócrates de ser el verdugo de la
tragedia clásica, «el aniquilador del drama musical,
que había concentrado en sí los rayos de todo el arte
antiguo» (Nietzsche, 2005: 239). ¿Por qué? Pues porque
con la llegada de Sócrates comienza a imponerse
el racionalismo y la dialéctica, que ya nada quieren
saber de la profundidad del ser, y la Música queda
desplazada a un segundo plano. Si la vida está en
el Arte y en el mito, en la voluntad de saber está
la decadencia, y Sócrates es la encarnación de esa
voluntad de saber. Con él comienza el retroceso del
Arte. El instinto, las pasiones, la unidad de la vida y
la muerte, el lado oscuro de la existencia, el delirio,
las visiones, el pesimismo, el estado de ensueño y
la profundidad mítica propios de la tragedia ática
son vencidos por el optimista arte de la dialéctica
socrática, por el afán de sabiduría, por la necesidad de
justificar racionalmente ante la conciencia cada uno
de nuestros actos. Para Nietzsche, desde la aparición
de Sócrates, «y por vía Eurípides, el drama musical
decae a sus niveles más bajos» (Pérez Maseda, 1993:
253),4 y así continuará durante mucho tiempo. El
punto culminante de la tragedia griega es Esquilo,
y la decadencia de este arte comienza con Sófocles
pero, sobre todo, con Eurípides, que representa todos
aquellos ideales socráticos que Nietzsche tanto odia.
Para decirlo con toda franqueza: la floración y
el punto culminante del drama musical griego
es Esquilo en su primer gran período, antes
de haber sido influido por Sófocles: con éste
comienza la decadencia paulatina, hasta que
por fin Eurípides, con su reacción consciente
contra la tragedia esquilea, provoca el final con
una rapidez tempestuosa. (Nietzsche, 2005: 242)
La tragedia es, en esencia, pesimista, y eso la hace
real. Pero tras la llegada de Sócrates ese pesimismo se
esfuma por completo y da paso a un optimismo que al
joven Nietzsche le resulta absolutamente inaceptable,
un optimismo capaz de matar a la Música y relegarla
a un lugar sin importancia dentro de la obra, un
optimismo que le abre la puerta a la nueva comedia
ática, antítesis de la tragedia antigua. En Sócrates y la
tragedia, Nietzsche señala: «Todo el mundo conoce
las tesis socráticas: ‘La virtud es el saber: se peca
únicamente por ignorancia. El virtuoso es el feliz’. En
estas tres formas básicas del optimismo está la muerte
4. Para Nietzsche, Eurípides «es el poeta del racionalismo socrático» (Nietzsche, 2005: 233), y por eso las acusaciones del
filósofo alemán contra Sócrates van también dirigidas a él. Walter
Kaufmann, contradiciendo a Nietzsche, afirma que «no hay
ninguna evidencia de que Eurípides estuviese bajo la maldición
socrática» (Kaufmann, 1978: 367).
29
de la tragedia, que es pesimista» (Nietzsche, 2005:
241).5 En un extremo, la Música, el verdadero mundo
dionisíaco; en el otro, Sócrates, la claridad apolínea. Y,
en el medio, como vía para pasar de un lado a otro, la
tragedia, tragedia que, sin embargo, queda destruida,
despojada de su verdadera esencia, cuando el segundo
de los extremos se impone al primero y lo desplaza
a un lugar más que secundario. Y es que la tragedia
tiene que ser un compromiso entre esos dos impulsos,
lo apolíneo y lo dionisíaco, elementos opuestos pero
que, sin embargo, necesitan complementarse el uno al
otro, porque si se nos presentan aisladamente pueden
acabar con nosotros. «Ambas dimensiones juntas
producen en la conciencia la representación clara de
los poderes oscuros del destino.» (Safranski, 2009: 67)
Lo apolíneo está relacionado, como su propio
nombre indica, con los caracteres que se le atribuyen
al dios Apolo: la serenidad, el equilibrio, la claridad,
la forma, la luz, la disposición bella, la rectitud, la
reflexión, la individualidad. Suele contraponerse a
lo dionisíaco, que es lo propio del dios Dionisos: el
ímpetu, el instinto, la fuerza vital, la embriaguez, el
éxtasis, el arrebato, el caos, la noche, la desmesura, lo
orgiástico. Apolo permite el principio de individuación;
Dionisos quiere acabar con ese principio. El hombre
apolíneo se mantiene en una actitud reflexiva dentro
de su propia individualidad; se acerca al entusiasmo
y al éxtasis, pero no entra de lleno en ellos; guarda
las distancias. Es como permanecer en el mundo de
la representación de Schopenhauer.
Lo dionisíaco, en cambio, es lo propio del mundo
de la voluntad.6 Es la dimensión que se sitúa debajo
de toda cultura, de toda institución; es lo único
que puede «convencernos del eterno placer de la
existencia» (Nietzsche, 2005: 146) que se encuentra
detrás de las apariencias. Es lo monstruoso en su forma
más seductora. Es lo Uno origenario: aquello que lo
envuelve todo, que está en el fondo de la existencia y
que es imposible de comprender.7 Lo dionisíaco rompe
5. Es de destacar, por cierto, la opinión de Walter Kaufmann con
respecto a lo que Nietzsche afirma: para Kaufmann, la muerte
de la tragedia no está en absoluto relacionada con el optimismo, sino con la desesperación y con el gradual agotamiento
del contenido y material apto para ser representado. Además,
es también destacable que, para este autor, Nietzsche está totalmente equivocado sobre el pesimismo esquileo, pues, según
señala Kaufmann, «Esquilo es infinitamente más optimista que
Eurípides», ya que es precisamente este último el que, mediante
«la superabundancia de fuegos artificiales dialécticos [...] nos
recuerda la inutilidad de la razón, su incapacidad total para
evitar la tragedia» (Kaufmann, 1978: 367 y 368).
6. En este sentido, Eugen Fink señala: «El fondo primordial dionisíaco se proyecta constantemente en la apariencia, y tiene, en
el fenómeno del arte la transfiguración de su manifestación. El
mundo de los fenómenos es, por así decirlo, el bello sueño que
sueña la esencia del mundo» (Fink, 1979: 31).
7. Nietzsche alude constantemente a lo Uno origenario o primordial, que puede referirse al fondo dionisíaco del mundo, aunque
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los límites de la individualidad, y ésta se destruye. El
hombre se siente unido a la Naturaleza, se fusiona con
ella y con los otros hombres. Lo consciente da paso
a lo inconsciente. El yo viaja hacia a otro mundo, un
mundo oscuro pero real y excitante, y el placer que
se siente en ese viaje es dionisíaco.
La embriaguez más absoluta hace acto de
presencia, y entonces por fin llegamos a la realidad
dionisíaca, que llena todo nuestro ser. Pero hay
un problema: igual que el consuelo del arte de
Schopenhauer era temporal, también el placer de
lo dionisíaco lo es. Al enorme placer de este estado
dionisíaco le sigue siempre una actitud de hastío,
que aparece cuando lo dionisíaco queda atrás y se
le vuelve a abrir paso a la cotidianidad, a lo apolíneo.
Es entonces cuando el hombre advierte el horror,
un horror que es doble: «desde la conciencia
cotidiana lo dionisíaco es horroroso y, a la inversa,
la realidad cotidiana es horrorosa si la miramos
desde lo dionisíaco» (Safranski, 2009a: 83). La vida
ha de incorporar estos dos elementos, lo dionisíaco
y lo apolíneo, que han de complementarse el uno
al otro: como en la tragedia antigua. Solo si estos
dos elementos se unifican es posible alcanzar «una
posibilidad más alta de la existencia» (Nietzsche, 2005:
264). Debemos acercarnos a lo horroroso y extraer de
él la belleza; debemos tocar lo dionisíaco con la punta
de los dedos, pero sin dejarnos dominar por ello.
Y eso es justo lo que hicieron los griegos: «El
sentimiento vital de fondo [de la cultura griega] era
trágico y pesimista. La vida griega, una vez que ha
despertado para hacerse consciente, mira ante todo
al abismo» (Safranski, 2009a: 85). Ese es el camino que
Nietzsche quiere tomar: el regreso al arte antiguo, que
es un claro ejemplo de la fusión entre dolor y placer
propia de lo dionisíaco. En otras palabras: la mejor
manera de acercarse a lo horroroso es a través de la
cultura y del Arte, pero, especialmente, de la Música,
la única que es capaz de vencer a la apariencia y de
conducir al espectador hacia la embriaguez provocada
por lo dionisíaco. Como indica Pérez Maseda (1993:
270), en El nacimiento de la tragedia Nietzsche sitúa
a la Música «en un estadio de preeminencia que
nunca ha existido en la historia de la filosofía antes
de Schopenhauer y después de él mismo».
Para advertir la verdadera esencia de la vida,
Nietzsche piensa que es necesario que las energías
dionisíacas no se apaguen, que emerjan de vez
en cuando. Y eso solo es posible mediante el Arte
y la cultura. El problema es que la cultura está en
decadencia. Por eso el objetivo principal del joven
Nietzsche es el desarrollo de la cultura. Sin cultura no
hay verdadera vida, y sin el espíritu dionisíaco no hay
se trata de un concepto bastante confuso y que Nietzsche no
explica con toda claridad en ningún momento.
José Muñoz Albaladejo
cultura. De hecho, Nietzsche piensa que todo ha de
estar subordinado a la cultura, y ésta ha de ser libre,
no debe rendir cuentas a nadie, y por eso ve con malos
ojos cualquier tipo de subordinación de la cultura al
Estado y a la economía. En un mundo marcado por
la mercancía y la novedad, la cultura parece haberse
transformado también en parte de esa mercancía, y
eso es algo que Nietzsche no consiente, algo ante lo
que muestra una indignación incondicional, pues esa
conversión de la cultura en mercancía no es más que
un reflejo de esa sociedad industrial que Nietzsche
rechaza, el primer paso hacia el fin de la cultura, hacia
su desaparición más absoluta.
La cultura está fuertemente amenazada, se
encuentra en vías de extinción y no parece que haya
nada ni nadie capaz de solucionar este problema. Por
eso Nietzsche no pone mala cara a la guerra entre
Francia y Alemania, porque ve en ella una nueva
oportunidad para que lo monstruoso emerja, para
que el mundo vuelva a sentir el lado terrible de la
vida, el lado trágico de la existencia, y así la cultura
pueda volver a ocupar el lugar que le corresponde. En
la vida dominan el sufrimiento, el dolor y la muerte,
y la única justificación posible de la existencia es una
justificación estética, justificación llevada a cabo a
través de la cultura y el Arte, pero sobre todo el arte
trágico. Por eso es tan importante que la cultura no
sea destruida.
Pero Nietzsche es incluso más extremista: cultura
a cualquier precio. Si el Estado democrático puede
acabar con ella, entonces no debemos reconocerlo.
Si el principio de libertad nos lleva a aceptar el gusto
de las masas, entonces hay que rechazarlo.8 ¿Por
qué? Pues porque una sociedad que trata a todos
por igual no es el lugar idóneo para el desarrollo de
los genios, que son aquellos que han de servirnos de
guía, aquellos que han de iluminarnos en la oscura
noche que es la vida, aquellos que han de salvar a
la cultura para, con ello, salvar a la Humanidad. Solo
los genios pueden hacernos viajar al mundo de lo
dionisíaco. La cultura descansa sobre un fondo terrible:
su supervivencia es imposible en una sociedad en la
que todos son iguales, en la que no se aprecie el terror
y el sufrimiento que forman parte de los cimientos
sobre los que se ha construido la vida. La cultura no
puede vivir en un mundo dominado únicamente por lo
8. Con respecto a esto, Safranski señala: «Para él [Nietzsche]
estaba fuera de toda duda que el principio de la igualdad y
de la justicia, llevado hasta sus últimas consecuencias, tiene
que trocarse en enemistad contra la cultura». Y poco después
añade: «El pensamiento nietzscheano de que el arte crece de
un fondo oscuro de injusticia y de que, con ello, la crueldad
y el sacrificio pertenecen claramente a su esencia, tenía que
resultar provocativo para quien quisiera ver enlazado el arte con
el progreso social. Nietzsche buscaba esa provocación, pues
de hecho veía en el progreso social una amenaza para el arte»
(Safranski, 2009a: 78 y 79).
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apolíneo; es necesario que alguien la salve, que alguien
aporte el elemento dionisíaco que se encuentra en
la base misma de la existencia, una existencia que es
como una herida abierta; y el arte tiene que hacernos
ver esa herida y mantenerla abierta, pues la única
forma de que el ser humano pueda llegar a sentir
la verdadera esencia de la vida es teniendo siempre
presente sus orígenes trágicos. Si nos olvidamos de
ellos, estamos perdidos.
Y entonces llegó Wagner.
4. Wagner como obsesión
Para Nietzsche, el arte supremo es la Música, que
en sus tiempos tiene nombre propio: Richard Wagner.
Sólo él es capaz de hacer renacer la vida espiritual
alemana. Lo que Nietzsche admira de Wagner es la
capacidad y habilidad que tiene éste para crear mitos,
y justo eso es lo que el joven filólogo venía pidiendo
a gritos: la aparición de nuevos mitos, pues solo a
través de ellos puede el ser humano conversar con la
Naturaleza, ser parte de ella. El hombre necesita de los
mitos para poder vivir. Hay que redescubrir lo mítico
para volver a sentir la plenitud de la vida, para acabar
con la indiferencia que desde hace tiempo habita
en el interior de la cultura. Podríamos decir, pues,
que el objetivo que buscan Wagner y Nietzsche es el
mismo: la rehabilitación de la cultura. «Sufren por la
falta de mitos en su tiempo y ven la posibilidad de una
revivificación o nueva creación del mito en el ámbito
de la cultura» (Safranski, 2009a: 92).9 Es necesario
hacer surgir un nuevo mito a partir del espíritu de
la música, pero no de cualquier música, sino de la
música dionisíaca, pues solo ella tiene «la enorme
capacidad de hacer nacer el mito, y concretamente el
mito trágico» (Pérez Maseda, 1993: 273). Y la música
de Wagner es dionisíaca: por eso esta música tiene
que ser el camino a seguir para lograr el renacer del
arte trágico, que es la clase de arte más pura, ya que
en él se refleja «la esencia trágica del mundo» (Fink,
1979: 20).
Para Wagner, el Arte tiene que ser un fin en sí
mismo, y los mitos creados artísticamente tienen que
dar cohesión y unidad a la sociedad. Pero la sociedad
está corrompida y, junto a ella, también lo está el Arte.
Por eso Wagner exige una revolución, y su propia
obra es, en sí misma, revolucionaria: trata de hombres
libres, que son los que han de traer la salvación a
la decadente sociedad actual. En el fondo, lo que
Wagner está haciendo es adaptar a su obra las ideas
de Schopenhauer: el mundo es voluntad en lucha, y
9. En esta búsqueda de nuevos mitos puede apreciarse cierto
aire romántico tanto en el compositor como en el joven filósofo.
Para conocer mejor las características del Romanticismo, ver
Safranski (2009b).
31
solo el Arte puede consolarnos. Pero el objetivo de
Wagner es mucho más utópico: quiere, necesita, crear
una obra de arte total, en la que, aunque la Música
sea la que lleve la voz cantante, también habrán de
participar el resto de fuerzas artísticas conocidas:
gestos, mímica, acción, etcétera. Y todo esto hace
que Nietzsche sienta una enorme admiración por
él. Nietzsche está tan entusiasmado con la obra de
Wagner que piensa que con él el Arte por fin puede
volver a su origen clásico y convertirse de esta manera
en todo un acontecimiento social, en una nueva forma
de dar sentido a la vida. En el drama musical de Wagner
encuentra Nietzsche la solución a todos sus problemas,
la posibilidad del retorno a lo clásico, a la fuerza del
estado dionisíaco.
Nietzsche experimenta el drama musical
de Wagner como un gran juego dionisíaco
del mundo. Para adquirir conciencia de
esta vivencia, aplica a Wagner su distinción
entre apolíneo y dionisíaco. Son apolíneos
los destinos y caracteres de las figuras
individuales, su hablar y actuar, sus conflictos
y competiciones. Pero el sonido de fondo es lo
dionisíaco; allí sin duda hay también diferencias,
que la técnica wagneriana del motivo director
acentúa explícitamente; y, sin embargo, todo
lo diferente vuelve a hundirse siempre en el
mar del sonido. La embriaguez de la música
dionisíaca disuelve las máscaras del carácter
en favor de un simpatético sentimiento de
totalidad y unidad. La música wagneriana
es para Nietzsche un acontecimiento mítico
porque expresa la unidad de lo vivo. (Safranski,
2009a: 105)
La música wagneriana unida a los nuevos mitos
que provocarán tanto el renacer del arte trágico como
la rehabilitación de la cultura y el espíritu alemanes:
ese es el sueño ideal de Nietzsche. Un héroe trágico
apareciendo ante el público mientras la Música
transmite lo más propio de la vida dionisíaca. Pero
la música de Wagner es puramente dionisíaca, y
precisamente por eso necesita que haya alguien o
algo que medie entre ella y el espectador. Ese algo
es la palabra, el decorado, la escenificación, y ese
alguien es cada uno de los actores que participan en
la obra. De esta forma, el público por fin puede ver el
abismo y asomarse a él, y así alcanzar la conciencia
dionisíaca necesaria para lograr reafirmar su propia
vida. Al captar la verdadera esencia dionisíaca del
mundo, el espectador experimentará sentimientos
contradictorios: por una parte, el placer de lo
dionisíaco, que hará que dicho espectador pueda ver
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la verdadera esencia de la vida; pero, por otra, al ser
consciente de esa esencia, tal individuo se dará cuenta
de que esta vida siempre será injusta con él, de que
el dolor no cesará, de que el sufrimiento será eterno.
«El sentimiento trágico de la vida es más bien una
afirmación de ésta, un asentimiento jubiloso incluso
a lo terrible y horrible, a la muerte y la ruina» (Fink,
1979: 21).
La vida y la muerte aparecen de esta forma unidas
en un único todo que es dirigido por fuerzas apolíneas
y dionisíacas. Para poder venerar, santificar, glorificar
nuestra vida, hemos de asomarnos al precipicio de
lo dionisíaco, observar detenidamente lo horroroso;
pero, al mismo tiempo, eso nos hará ser conscientes de
todo el mal y toda la muerte que hay en este mundo.
Y la única salida posible es, para Nietzsche, el Arte,
que actúa como consuelo metafísico, un consuelo
puramente estético, pues solo como fenómeno
estético es posible justificar la existencia. Tras divisar
ese horror, esa angustia, debemos olvidarnos de
ella momentáneamente, dejándonos seducir por el
instante estético del Arte, de la tragedia, de la Música,
de lo dionisíaco. Ese instante, un instante que es fin
en sí mismo y no una mera parte de un camino, es
nuestra compensación por tener que soportar tantas
penas, tanto dolor, tantas luchas, tanto sufrimiento.
5. El desencanto
El principio del fin da comienzo en los primeros
festivales de Bayreuth, en el año 1876. El hechizo
que Wagner había lanzado sobre Nietzsche
estaba ya a punto de quedarse sin efecto antes
de ese acontecimiento, pero es entonces cuando
tal hechizo por fin concluye: en ese momento,
Nietzsche se despierta del sueño en el que había
estado viviendo los últimos años. Y, con ello,
también quedan abandonados los puntos de vista
metafísicos referidos al arte.
Pero desde la publicación de El nacimiento de la
tragedia hasta los festivales de Bayreuth van cuatro
años, cuatro intensos años en los que la relación
entre ambos va a peor. Igual que la admiración de
Nietzsche por Wagner fue progresiva, su desencanto
con él también lo es. En Bayreuth, la situación es ya
insostenible. Un suceso puntual destacable de esas
tensiones que se vivían en las continuas visitas de
Nietzsche a casa de los Wagner es el siguiente: en
1874, Nietzsche visita al compositor con un regalo
bajo el brazo: una partitura del Canto triunfal de
Johannes Brahms, obra con la que Nietzsche quedó
realmente conmovido la primera vez que la escuchó.
Aun sabiendo que Wagner no es precisamente un
devoto de aquel compositor, Nietzsche se atreve a
interpretar algunas de las partes de esta partitura. Y
Wagner, sintiéndose provocado, se enfada. Esto es
José Muñoz Albaladejo
solo un ejemplo más de esas continuas tensiones,
que Nietzsche aguanta con temple serio porque,
para él, Wagner sigue siendo un genio, y hay cosas
que solo a los genios se les puede perdonar. Como
dice Safranski, Nietzsche «lo tolera con la conciencia
de que en un genio como Wagner hay que soportar
cierta desconsideración» (Safranski, 2009a: 145).
Pero el momento en el que las tensiones se
disparan sucede pocos días antes de los festivales
de 1876. En esos festivales, la nueva obra de Wagner
iba a suponer, o eso al menos esperaba Nietzsche, el
renacimiento del arte trágico y del espíritu dionisíaco.
Pero nada más lejos de la realidad. Poco después de
llegar a Bayreuth, Nietzsche comenzó a despertar de
su sueño, y no tardó mucho tiempo en darse cuenta
de que el festival no iba a ser, ni mucho menos, lo
que él había esperado con tantas ansias. Más que un
festival capaz de hacer renacer lo dionisíaco, aquello
parecía un evento social de semblante elitista, un
lugar de reunión para personas legas en música y
que se aburrían en las representaciones. Todo era
imagen, pura mercancía: aquello que Nietzsche
tanto temía se había hecho realidad. Nietzsche se
siente sumamente defraudado, y ese sentimiento se
convierte en humillación cuando, considerándose
él mismo la figura intelectual más importante de
entre todos los asistentes a las ceremonias previas a
la celebración del festival, ve cómo Wagner prefiere
la compañía de otros antes que la suya.
Nietzsche se da cuenta de la falsedad de
Wagner, tanto de su persona como de su música,
que, lejos de ser un retorno al ideal griego, es más
bien un acercamiento a la ópera moderna, tan
alejada de lo dionisíaco como cercana a lo moral y
a lo puramente racional, a lo socrático. Cabe señalar,
por cierto, que, poco antes del comienzo del festival,
aparece publicada la cuarta intempestiva, Richard
Wagner en Bayreuth, la última en la que Nietzsche
trata a Wagner en tono amigable, a pesar de que
ya para entonces había perdido gran parte de las
esperanzas que había depositado en él. En ese texto,
Nietzsche intenta advertir a Wagner de sus dudas
sobre Bayreuth y de la necesidad de retomar el
camino hacia lo trágico. Pero Wagner, cegado por
su propio ego, no ve en ella más que otro texto en
el que se exaltan tanto su figura como su obra. Una
vez finalizado el festival todavía se escribirán algunas
cartas más, pero esta correspondencia tardará poco
en cesar. Wagner fue tan importante para Nietzsche
como Nietzsche lo fue para Wagner, pero, tras los
sucesos de Bayreuth, solo volverán a hablar en una
única ocasión, a finales de año. Nunca más volverán
a encontrarse.
Sin embargo, podemos apreciar un último intento
desesperado de reconciliación en un acto realizado por
Nietzsche en 1878, año en el que éste decide enviarle
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a Wagner el manuscrito de su nueva obra, Humano,
demasiado humano, mostrándole así el nuevo camino
por el que circularán sus pensamientos. Lo único que
esperaba del compositor era cierta simpatía, nada más.
Poco después, como contestación, Wagner decide
enviarle a Nietzsche el libreto del Parsifal. Pero eso
no ayuda en absoluto a mejorar las relaciones, ya que
Nietzsche no se toma nada bien que Wagner le haya
enviado esa obra; de hecho, ve en ello un acto de
provocación. No es de extrañar, pues, que Parsifal
sea la obra wagneriana más criticada por Nietzsche.
Algo más tarde de aquello, Wagner publica un ataque
a Nietzsche en los Bayreuther Blätter, titulado Público
y popularidad. La ruptura de las relaciones entre
ambos es ya irreversible. Podemos decir, pues, que
en los acontecimientos de Bayreuth de 1876 se pone
fin a una época: a la época de la primera etapa del
pensamiento de Nietzsche. Como bien señala Rüdiger
Safranski, «el desencanto en los festivales de Bayreuth
es el trasfondo de aquella experiencia acerca de la cual
Nietzsche dice que le ayudó a descubrir de nuevo la
realidad del hombre y de sus motivos, y que lo puso
en camino de la libertad de espíritu» (Safranski, 2009a:
147).
6. Una mirada retrospectiva
Viajemos ahora hasta 1886. En ese año se realiza
una reedición de El nacimiento de la tragedia, pero
Nietzsche decide incorporarle a esta obra un nuevo
prólogo, titulado Ensayo de autocrítica, en donde
Nietzsche «se interpreta a sí mismo, borra todo su
wagnerismo y traslada el centro de gravedad de
la obra al descubrimiento de lo dionisíaco y de su
fenómeno contrapuesto» (Fink, 1979: 22). Nietzsche no
solo piensa que aquel escrito adoleciese «de todos los
defectos de la juventud» y que fuese «torpe, frenético
de imágenes y confuso a causa de ellas, sentimental,
acá y allá azucarado hasta lo femenino, desigual en
el ritmo, sin voluntad de limpieza lógica» (Nietzsche,
2005: 28), sino que, además, considera que uno de
los grandes problemas de esta obra es que fue escrita
como un intento de justificar a Wagner. Ahora, muchos
años más tarde, ya alejado del influjo wagneriano,
por fin puede ver cuál fue su error. O quizá no lo vea
33
del todo, porque lo cierto es que Nietzsche pasa de
estar en un extremo a comienzos de la década de
1870 a estar en el extremo opuesto casi veinte años
después: de la admiración más profunda por Wagner
se pasa al más absoluto desprecio, un desprecio
que va dirigido, sobre todo, a su persona, aunque
también a sus creaciones artísticas posteriores a los
acontecimientos de Bayreuth. Hasta tal punto llega ese
desprecio que, en el capítulo dedicado a la tragedia en
Ecce homo, Nietzsche se atreve a afirmar lo siguiente:
[El nacimiento de la tragedia] Ha influido e
incluso fascinado por lo que tenía de errado,
por su aplicación al wagnerismo, como si éste
fuese un síntoma de ascensión. Este escrito fue,
justo por ello, un acontecimiento en la vida
de Wagner: sólo a partir de aquel instante se
pusieron grandes esperanzas en su nombre.
(Nietzsche, 2008: 75)
Aunque Nietzsche todavía no tenga motivos
«para renunciar a la esperanza de un futuro dionisíaco
de la música» (Nietzsche, 2008: 79), está claro que esa
esperanza ya no está puesta en la obra de Wagner.
Tras la ruptura y el desencanto, Nietzsche está cada
vez más obsesionado con el compositor. Casi al final
de su vida, renegará de él y criticará tanto a su figura
como a su Parsifal. Sin embargo, aunque la influencia
que Wagner ejerció sobre Nietzsche fuese inmensa,
la influencia que Nietzsche ejerció sobre Wagner fue,
por el contrario, prácticamente nula, a pesar de que
Nietzsche fuese, tal vez, la amistad intelectual más
importante que Wagner jamás tuvo en vida.
En Nietzsche […] Wagner lo fue prácticamente
todo desde el ángulo humano hasta el
artístico, y jamás en toda su vida y su obra
pudo sustraerse del impacto recibido por su
personalidad y por su música, aun cuando la
ruptura ocurrida entre ambos estuviese lejana
en el tiempo. (Pérez Maseda, 1993: 130)
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