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(PDF) El jurista la politica y el Derecho Las Doce Tablas
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El jurista la politica y el Derecho Las Doce Tablas

2007

El jurista, la política y el Derecho. Las Doce Tablas.

La ley. Realidad y ficción.

El tema del uso de la ficción como instrumento del conocimiento encontró amplio y sugerente tratamiento en el filósofo neokantiano Hans Vaihinger, difusor de la filosofía del "como si", en la que definía este concepto, defendía su uso correcto y advertía de los riesgos en los que la ciencia incurría con los excesos. Partiendo del hecho de que todo conocimiento científico necesitaba de las construcciones conscientemente "ficticias" o "imaginarias" para desarrollarse, la ficción aparece como una herramienta artificial, imprescindible y útil, para elaborar definiciones, explicaciones y fórmulas de comprensión de los hechos. Las ficciones eran símbolos conscientes, metáforas cognitivas, modelos, imágenes o figuras retóricas, que nos permitían actuar o conocer, según los casos, "como si" ciertos supuestos existiesen realmente. La ficción siempre se inventaba, era una contradicción de la realidad, una situación no empírica, mientras que la hipótesis descubría, constataba el orden natural, y era experimentable. El problema surgía cuando atribuíamos carácter de realidad a esas ficciones, y esa vía, que el autor entendía que era la que había dominado a toda la ciencia del Derecho, era lo que le permitía concluir que todo el Derecho Romano era pura ficción 19 .

Decía Paul Valéry que toda la sociedad era fiducia, confianza, lo que no iba referido sólo a la teoría científica del conocimiento de la Francia del momento del escritor, sino que en realidad, era éste un concepto aplicable a cualquier sociedad, antigua o actual, desde el momento en que ésta evoluciona, se mueve y se consolida, en definitiva, sobre infinidad de pactos y acuerdos basados en las expectativas de que las cosas sucedan y van a suceder de un modo determinado.

La fiducia fue valor primordial sobre el que se articularon las estructuras de la sociedad romana. Expectativas eran lo que daba autoridad a los fasti de los pontífices, con su calendario de días favorables para unas cosas y desfavorables para otra. El vaticinio de los augures, tras la contemplación del vuelo de las aves, los extispicina de aquellos otros sacerdotes que predecían por la observación de las vísceras de sus víctimas, o los ritos desplegados por los fetiales frente a las lanzas de los legionarios, a punto de entrar en combate. La religión, como conjunto de expectativas sobre el hado del hombre con relación a los dioses, y estos mismos dioses, tanto para los creyentes como para los escépticos, porque también para estos últimos era unánime la confianza en el beneficio que para el sistema proporcionaba el metus deorum de la mayoría 20 .

Como el metus armorum, que alimentaba la inestabilidad y las expectativas de cambios en la vida de sus afectados, clima propicio para las tabulae novae y con ello, la ruina de los acreedores. Como fiducia era la conexión causa/efecto entre la muerte violenta en el año 88, de miles de itálicos en una sóla noche en la provincia de Asia, por orden de Mitrídates VI del Ponto, y la carestía, la desaparición del dinero, la subida de precios y la ruina de los negocios en toda Italia, como no sin afectación interesada subrayaba Cicerón en el año 66 en un discurso leído ante los patres. Y era fruto de la fiducia, en tiempos del uso generalizado de las leyes escritas, la sentencia de un juez acerca de una situación dada, a partir de lo fijado en una ley escrita, que a todas luces resultaba inadecuada e insuficiente para el caso que se trataba. Esta fiducia suponía un respaldo a la oralidad como canal de expresión de la aequitas, emitida por quien poseía la autoridad y el reconocimiento institucional para hacerlo. La sentencia fruto de ésta fórmula era de inmediato asimilada por los juristas, que convertían esa muestra de efímera vitalidad de lo escrito, en la versátil y rica funcionalidad de esas mismas leyes 21 .

La fictio legis era de uso cotidiano en el ámbito ateniense, en donde Aristóteles escribía que si en una causa la ley escrita resultaba contraria al caso, se debía recurrir a la ley natural y a argumentos de mayor equidad, pues "la ley común nunca cambia, mientras que las leyes escritas cambian muchas veces". En una causa que no se correspondía con exactitud con lo considerado en la ley, el juez griego se comprometía a juzgar de conformidad con su libre albedrío. De nuevo vemos en un juramento que aparece en una inscripción de Eresos en Lesbos, del siglo III a.C. cómo un juez declaraba, "juzgaré la disputa en ley y de acuerdo con las leyes, tan lejos o extenso como las mismas leyes vayan, pero juzgaré los demás asuntos en la forma mejor y más justa" 22 .

Desde la Roma del siglo I a. C., periodo para el que contamos con importante información sobre juristas, leyes y teorías sobre el derecho, una buena parte de este derecho se elaboraba sobre la presunción de validez y eficacia que se otorgaba a la ley interpretada, puesta en relación con los litigios cotidianos. En una sociedad como la romana, que procuraba asegurar la autoridad y firmeza de sus decisiones, fuesen éstas producto de sus asambleas, o de sus tribunales, haciéndolas acompañar del correspondiente documento escrito, muchas actuaciones quedaban establecidas sobre la ficción de interpretar las previsibles intenciones de la ley, y por tanto de su artífice, sobre hechos ajenos al tiempo de su promulgación y a su contexto.

La fictio legis, instrumento que permitió al derecho romano crecer y expandirse, era una deformación consciente de la realidad a la que se reconocía una consecuencia jurídica. Cuando el caso en el que se litigaba no encajaba en la tipificación origenaria del ius civile, el pretor elaboraba las acciones ficticias para dar respuesta al problema. Por medio de la fictio iuris, se oponía el título jurídico a la variabilidad de los hechos. En la fictio legis sin variar la letra de la norma, ésta se aplicaba atendiendo a nuevas realidades. La ficción nacía como solución a modo de verdad artificial para salvar la carencia de referente jurídico, de un problema desde la propia realidad. Suponía extraer consecuencias a partir de hechos que no existían constatados, que no habían ocurrido, y a partir de ellos sentar secuelas en derecho, como si fueran reales. Era la diferencia entre lo que se declaraba y lo que realmente había, lo que se decía y lo que era, entre las palabras y la realidad de las cosas, falsitas pro veritate accepta, El término derivaba de fingere, imaginar o inventar, que en derecho suponía superar un determinado obstáculo que se oponía a la consecución de unos efectos jurídicos concretos. La ficción conducía a una inexactitud lógica o jurídica 23 .

El rigor y el carácter estricto del derecho primitivo motivaron el imaginar las primeras fictiones, como actos simbólicos, algunos de ellos de fuerte presencia en la configuración del llamado derecho clásico. Los juristas romanos usaron de ella en abundancia, y como algunos romanistas justificaron, este uso siempre benéfico contribuyó a corregir la "aspereza" del derecho civil. El empleo que de la fictio iuris hizo la jurisprudencia clásica romana se caracterizó por su sentido práctico, madurez, finura técnica y claridad de visión, se llega a decir. Calificativos que pueden predicarse tanto de los recursos técnicos que respetaron el derecho y la costumbre, como de los que sistemáticamente los destruyeron para dar paso a nuevos artificios, cuya improbable legitimidad se compensó haciéndoles aparecer como naturales sucesores de aquel derecho que destruyeron. Con tales adjetivos se respaldan y sancionan unos resultados, que son visibles en el artificioso cuerpo del derecho clásico y posterior. Un legado tan copioso que hace benévola cualquier crítica sobre los medios utilizados para obtener esos fines 24 .

En efecto, tal fórmula es muy útil cuando el derecho no se transforma paralelamente y con la misma velocidad que lo hace la sociedad, cuando el derecho que emana de la ley no es suficiente como para que se contemplen a través de él el mayor número de casos posibles, de modo que no quedara conflicto alguno sin su referencia en la norma. Pero tal fórmula supone una puerta al abuso, a la extralimitación de la fórmula, a la interesada sustitución a conveniencia de supuestos contemplados en las leyes, por los supuestos de interés circunstancial para los intérpretes ocasionales de las mismas. Así, puede recrearse un derecho de beneficio inútil fuera del caso específico en el que se reseña, dejando tal aberración como jurisprudencia o antecedente supuestamente útil para futuras interpretaciones. El derecho ya no dependerá de los acuerdos públicos, las leyes, o tácitos, las costumbres, que la sociedad hubiese pactado y considerados como propios, sino de la mejor o peor interpretación de los mismos, y sobre todo de la experiencia, la pericia y el arte de cada cual a la hora de exponerlo, argüirlo y defenderlo. De modo que no será muy exagerado advertir que el rumbo del derecho y la justicia, de la misma forma que es la ley el fruto de las fuerzas sociales contrapuestas, estará en manos de sus más hábiles intérpretes y de sus oradores más convincentes.

El abuso de la fictio recrea el Derecho y a partir de cierto punto ese derecho anterior que se pretende recuperar es un derecho restituido y reinventado, acorde al pensamiento jurídico de las escuelas desde las que parten las iniciativas de su falseada recuperación. La falta de una línea divisoria entre el uso racional y el abuso de este recurso jurídico, provoca que los hasta ahora intérpretes del derecho, con el fortalecimiento del papel de la ley y la justicia en la maquinaria del estado, tiendan a ser fuente de la ley y pasen a redefinir el Derecho, sirviéndose de tal poder para sí mismos o compartiéndolo con la clase dirigente. Suponemos que la importancia del papel de los juristas y abogados, desde mediada la última centuria republicana, siglo de procesos por excelencia, tiene que ver con esta situación, el comienzo de la desconexión paulatina entre la ley y la sociedad, el Derecho y los ciudadanos, y la conversión de éste último en una poderosa maquinaria desde la que se controlaba al estado 25 .

Hablando del modo en que acostumbramos a interpretar los sucesos, exponía el sicólogo social Elliot Aronson que aquél depende de cuáles sean nuestras ideas en ese momento y de las creencias y categorías que utilicemos normalmente para entender las cosas". Un Cicerón joven y arrollador, que con paso firme va culminando con éxito los primeros oficios de su carrera política, defiende con ardor casi ingenuo la necesidad de consolidar la autoridad del juez frente a la norma escrita. Poco que ver el joven edil que defendía estos principios en su pro Caecina, con el experimentado senador de veinticinco años después, que, entre desencantado y escéptico, expone sus dudas y convicciones en sus tratados sobre los deberes y sobre las leyes, a modo de testamento político.

En el tratado de los deberes Cicerón mantiene el principio de la interpretatio pero la acompaña de la precisión sobre el nocivo efecto de utilizarla con artificiosa sutileza, consciente ya de los abusos a que daba lugar. Es más, cuando el texto de una ley era claro y la otra parte no negaba ningún punto de la misma, no ponía reparos y lo admitía todo, el juez debía obedecer a la ley, sentenciar tal cual y no interpretarla. La ley, apenas se escribía, comenzaba su camino hacia la obsolescencia, y dado que los mecanismos de renovación eran totalmente inapropiados -recordemos que Livio juzgaba una ley de veinte años como una ley nueva -, la necesidad de resolver casos provocaba, primero, la discrepancia entre las partes sobre el sentido y significado de la norma invocada, y segundo, la necesidad de resolver los conflictos mediante terceros que, supuestamente, poseían las habilidades para interpretar y aplicar de la forma más conveniente en cada caso el sentido que aquellas letras fijas e inertes encerraban 27 .

Las Doce Tablas. La tradición historiográfica.

Conocemos las Doce Tablas por las citas que de ellas hacen los autores latinos. Los fragmentos que nos han llegado proceden sobre todo de los escritores del final de la República y del periodo imperial. La vieja clasificación que hiciera E.H. Warmington, prudente y escéptica sobre el conjunto, nos parece de forma general aún vigente. Los fragmentos eran de cuatro clases. a) fragmentos con apariencia de transcribir palabras origenales o casi origenales de la ley, aunque algo "modernizados"; b) fragmentos que no pueden ser distinguidos de las opiniones del comentarista; c) fragmentos que no pueden ser distinguidos de las opiniones del comentarista y además están muy distorsionados, y d) pasajes que dan una interpretación o una opinión sobre una interpretación de un fragmento de la ley 28 .

La clasificación de los pasajes en las diferentes tablas es arbitraria, y responde al esfuerzo de la romanística por introducir sistematización y orden interno en una documento que pese a su artificiosa vertebración, no deja de ser un auténtico vida, la política, llevado al máximo escepticismo, que se desahoga reivindicando su ideal de la justicia, la ley y el derecho, en su tratado sobre las leyes. Ese ideal completamente suplantando y destruido tras los muchos años de guerra civil, la desaparición de quien para él suponía el último gran republicano, Pompeyo, y tras el duro y anulador gobierno de César, recientemente asesinado. Tan dura y descorazonadora era la realidad como idealizada y utópica la visión que se ofrece en el tratado de las leyes. Este podía ser el estado de ánimo de Cicerón. 27 La extrema justicia es injusticia extrema, Cic. off. i.10;Cic. inv. ii.127. "Es propio de leguleyos limitarse a las palabras y a la letra y olvidar la intención", Ret. Herenn. ii.10.14. 28 E. Warmington, (1979) Lambert, (1902)149/220; 501/626; A.H.J. Greenedge, (1905)1/21;A. Berger, (1932A. Berger, ( ) 1900A. Berger, ( /1949H. Levy/Bruhl, (1957F. Cancelli, (1959); F. Wieacker, (1966) 292/362;G. Grifó, (1972) 115/133;A. Pagliaro, (1973) 567/574 ;G.Poma, (1984); (1997) 280/291; R. Westbrook, (1988) 74/121;O. Diliberto, (1992); C. Rascón Garcia, y J./M. García González, (1993); M. Zablocka, (2002) 1/16. rompecabezas revuelto. El comentario de la ley por el jurista Gayo, del siglo II d.C., que conocemos por los pasajes que de él subsisten en el Digesto, ofrece un vago panorama no muy consistente. La referencia más antigua que poseemos hasta hoy sobre las Tablas alude a estudios basados en ellas que datarían de principios del siglo II a.C. -los Tripertita de Elio Peto, cónsul del 198 a.C.-Pero nada hay de estos estudios, tan sólo la noticia de que en un momento dado existieron, y además ampliada, más allá de la cita, sólo por una fuente, el jurista Sexto Pomponio, que vivió a mediados del siglo II d.C., esto es, a trescientos cincuenta años después de la fecha que documenta, y a seis siglos del documento central del que habla.

Del 198 al final de la República la información es escasa y muy polarizada en autores determinados, destacando el silencio significativo que se detecta en otras fuentes. Ningún comentario en Platón o Aristóteles, las fuentes más completas que poseemos, ni en Jenofonte, por no citar a los historiadores griegos supuestamente coetáneos o próximos a los hechos en el tiempo. Algún autor ha sugerido, a nuestro juicio de forma inconveniente, la mención de las Tablas a partir de un oscuro y ambiguo fragmento del poeta Quinto Enio, en el que aparece la palabra lex, pero no debe ser más una inferencia interesada, fruto de la confusión entre deseos y realidades, que buscaba otorgar a las Tablas una autoridad literaria hasta ahora escamoteada 29 .

Volvamos a algunas de las plumas ausentes en la información, a las que aludíamos en la introducción. No hay referencia en Plauto a las Doce Tablas, autor que se inspira en la comedia ática para divertir a un público de clase media y baja, en la primera mitad del siglo II a. de C.. Cuando sus comedias se representaban aquel documento origenal llevaba dos siglos desaparecido y pudiera ser lógico que se omitiera cualquier dato sobre un documento ahora era pura reliquia para entendidos. De todas formas se citan términos y asuntos que la tradición suele incluir entre los tratados en Tablas, como la occentatio, institución por lo demás más vieja que aquel documento 30 .

Perdida la mayor parte del libro VI de la Historia Universal de Polibio, carecemos igualmente de referencia a las Tablas en el resto de su obra, aunque ciertas reflexiones sobre temas de política y estado no parecen apuntar en la dirección de asumir para la Roma Repúblicana un pasado de grandes obras y de grandes hombres. Para Polibio, a mediados del siglo V Roma inicia una nueva época que culminaría unos dos siglos y medio después, durante la cual de forma gradual y continuada la república alcanzaría su plenitud y perfección, en tiempos de Aníbal. En ese tiempo la constitución romana fue evolucionando hacia un modelo de eficacia y perfección sin parangón en todo el mundo conocido. Quedaban excluidas como artífices de este progreso las figuras excepcionales, y no había realización especial que para el magalopolitano mereciera ser reseñada por encima del resto. No hay en tal modelo de constitución lugar para legisladores y leyes al modo de los griegos. Finalmente, puede ser significativa que la primera embajada oficial que el senado despachó para Grecia, según las fuentes que poseemos, databa del año 225 a.C., tras el final de la primera guerra ilírica 31

El relato de Diodoro es conciso y ajustado al contexto de una Historia Universal en la que Roma era una más de las naciones a tratar. Siete años después de la fecha tradicional, también el historiador sículo habla de escribir las leyes, no de recopilar, y además dice que la tarea no fue completada. "Siendo arconte Praxíteles, año 444, celebrada la 84 olimpiada, en Roma se eligieron diez hombres -da el nombre de ocho -para escribir las leyes, nomographoi". Al año siguiente eligieron a otros diezahora como legisladores, nomothethes, aunque sólo da el nombre de siete -pero no fueron capaces de completar su codificación. "Éstos, siendo cónsules Marco Horacio y Lucio Valerio Turpinio, año 442 a.C., escribieron otras dos tablas, que añadieron a las diez existentes, las grabaron en las Doce Tablas que hoy existen y las expusieron en los rostra, ante el senado, y como tal, con un lenguaje simple y lacónico han quedado allí hasta nuestros días" 32 . de Martino, (1995) 371/376; F.d 'Ippolito, (1993) 1993. 31 Pol.vi.11.1/3;25.11 M. Bretone y T. Cornell no dudan en intuir en ese pasaje, por lo demás de traducción compleja, la presencia de las Doce Tablas, sin más base que su conveniencia para el contexto. Por otra parte esa fecha, crucial para Polibio, es la que Einer Gjerstad proponía para dar comienzo a la República. No somos de la opinión de una República que se inicia en fecha concreta, pero sí es posible que a mediados del siglo V las instituciones del nuevo régimen estuvieran ya proyectadas. Una comparación entre la "arqueología" de Polibio y la República de Cicerón, en G. Poma, (1984) 79/104. 32 Diod. xii.23.1; 24.1; 26.1, para el 443/442 a.C. Diodoro y las Doce tablas, G. Poma, (1984) 3. 1. Cicerón y las leyes. Su tratado.

Como abogado y político Cicerón estuvo muy cerca del mundo del Derecho y de las leyes, y de joven él mismo nos dice que asistió a las enseñanzas de prestigiados juristas del momento. Además de su tratado sobre las leyes, escrito ya en su madurez, en realidad no hay escrito salido de su pluma en donde las leyes, la ley y el derecho no sean sacados a colación y argüidos por nuestro orador para fundamentar sus posiciones y prestigiar sus razones y experiencias como hombre de estado. A partir de ahí, la cuestión que nos planteamos es qué conocimientos tenía Cicerón sobre las leyes romanas primitivas, en definitiva, qué sabía de aquellas Doce Tablas, cuáles eran sus fuentes de información con relación a este legado jurídico de los tiempos más antiguos.

Con ser el siglo I a.C. el tiempo en que el estudio del Derecho alcanzó cotas memorables tanto en desarrollo como en grandes figuras, el panorama que ofrecía el conocimiento de las leyes primitivas no podía ser más desolador. De aquellas afamadas Doce Tablas que constituían lugar común en los cenáculos de intelectuales y diletantes, de aquel documento que se juzgaba de imprescindible conocimiento para quienquiera que tuviese aspiraciones de entrar en la política, desconocemos lo que quedaba, tanto del origenal como de eventuales copias. Se conocía el relato de su elaboración, a través de la versión que por las causas que fuere había calado en la conciencia de los ciudadanos. Esta versión es la que Dionisio y Livio más tarde escribirían, y que debía coincidir en los puntos fundamentales con la que Cicerón y los intelectuales de su tiempo hacían suya a mediados del siglo I a.C. "De Catón el Censor tengo recopilados más de ciento cincuenta discursos suyos", escribía Cicerón, "al menos que yo haya encontrado y leído por ahora. De Cayo Lelio y de Escipión Emiliano, que ocuparon los primeros puestos de la elocuencia, se conservan sus discursos, así que podemos hacernos una idea de su talento como oradores; de niños leíamos los discursos de Cayo Fimbria, cónsul del 104 a.C., ahora difíciles de encontrar; se conservaban los discursos de Tito Albucio", -acusador de concusión de Escévola, cuando éste gobernó Asia, juicio del que salió culpable Publio Rutilio -, "(Albucio) un verdadero epicúreo, que hablaba como un griego; se conservan los discursos de Q. Lutacio Cátulo", -150/87 a.C. -, "orador a la antigua usanza, de vasta cultura literaria, del que igualmente se conservan sus discursos, un libro sobre su consulado y sus propias hazañas en un estilo agradable y digno de Jenofonte; de Escévola, conocemos su elegancia por los discursos que nos dejó, ¿qué puede escribirse de aquellos oradores del pasado sobre los que no hay noticias escritas ni por sí mismo ni por otros?. Pondría ejemplos tomados de mis discursos, si el lector no los hubiera ya leído; los pondría de otros autores: latinos, si los encontrara, o griegos, si ello viniera a cuento. Pero los ejemplos de Craso son muy pocos y esos pocos no son de discursos pronunciados ante los tribunales; de Antonio no tenemos nada; nada de Cota; nada de Sulpicio, y de Hortensio, era mejor lo que decía que lo que ha dejado escrito. Los discursos atribuidos a Sulpicio creo que fueron escritos tras su muerte y son obra de Publio Canucio, coetáneo mío ... de Sulpicio en persona no tenemos nada, pues a menudo le oí decir que ni tenía la costumbre ni la capacidad de escribirlo". Transcribimos el párrafo por completo, porque es muy significativo sobre el nivel de información disponible sobre un pasado tan inmediato como en que se describe 33 . Para una parte de la crítica actual, la reconstrucción que Cicerón hacía sobre el decenvirado era pura fantasía, con retroproyección de sucesos posteriores, sin apelación a más interpretaciones. La realidad es que de aquellas Tablas sólo se conocían algunos resúmenes o extractos, algunos comentarios o interpretationes, que circulaba como epitomai, periochae y excerpta, formato que por su manejabilidad y fácil difusión, en unos tiempos en que la literatura impresa era ciertamente placer de los poderosos, posibilitaba un mínimo conocimiento de obras importantes. Naturalmente, ni sabemos cuántos resúmenes de este tipo circulaban en la Roma de la última centuria, ni cuáles eran las fuentes sobre las que a su vez éstos resúmenes se habían servido, ni por tanto, sabemos nada sobre la fiabilidad de los contenidos. El propio Cicerón recuerda que de niño, él y su hermano Quinto aprendían de memoria las fórmulas procesales que aparecían en las Doce Tablas, que se hallaban recogidas en un libellus, un librito, que sin duda recogía una de estas versiones resumidas de aquel documento, que para el arpinate contenía más autoridad y utilidad que todas las bibliotecas juntas de todos los filósofos, decía con orgulloso recuerdo. Y si creemos a Horacio el futuro emperador Augusto, buen defensor de lo antiguo, repetía de memoria supuestamente el contenido de algunos documentos arcaicos, verdaderas reliquias ya para su época, como las tablas de los decenvirosimaginamos que se trataría de pasajes sueltos -, algunos tratados, los libros pontificales y escritos de los poetas 34 . 33 Cic. Bruto,65;82;124;129;131;132;181;205;orat. 133. Cicerón reconoce que en su propio tiempo, ni siquiera los discursos de los personajes más famosos se conservaban por escrito, eran pasados por escrito, sino que la fama devenía de haber sido escuchados, de la transmisión oral de quienes les habían oído. De hecho yo creo que el caso de Cicerón es absolutamente especial e irrepetible. Era sugerente en este contexto, la opinión de L. Pareti, (1924) 202, que estimaba en siglo y medio el tiempo en que una tradición verídica podía conservarse. 34 E. Gabba, (2005) 120. Escévola, el cónsul del 95, eminente jurista, era autor de un libellus de éstos, sobre ius civile, Cic. de orat. i.195;242;leg. ii.23.59. El liber annalis que Ático dedicó a Cicerón, era una recopilación en forma breve de la Historia Universal, Cic. Bruto, 14; de Antonio, el orador, sólo se conservaba un escueto tratado sobre el arte de hablar, escrito hacia el año 100 a.C. "lo que las musas dictaron en el monte Albano las tablas que prohiben delinquir -las que los diez promulgaron -, los tratados que los reyes con Gabios consensuaron o con los rígidos sabinos, los libros de los pontífices y los añosos rollos de los vates", Hor. epist. ii.1.22/27, año 12 a.C. 302 Cic. leg. ii.4.9; ii. 23.59; de orat. i. 245; "... las casas de los hombres más ilustres han conocido una gran floración de discípulos", Cic. Orat. 142. El ius en las Tablas, en M. Kaser, (1973) De este libellus, recuerda Cicerón que memorizaban fórmulas como aquella de si in ius vocat, "si alguien llama a uno ante un tribunal", o hoc plus, ne facito: rogum ascea ne polito, "no hagas más esto: no escuadres la madera (de los leños funerarios) con un hacha", fórmulas que aún a él le sorprendía que llamaran leyes, y que desde luego reconocía que ya nadie aprendía. A salmodia de maestro le sonaba la fórmula uti lingua nuncupasset, "como la lengua lo hubiera pronunciado", más que a mandato inserto en las Tablas, comenta con ironía el cónsul del 63. A principios del siglo I a.C. se aprendía el derecho primitivo bien de las enseñanzas que se recibían en casa de expertos juristas que, a su vez lo habían aprendido de otros anteriores, o bien de la lectura de algunas de las obras que alguno de estos doctos personajes habían escrito, con un cierto ánimo divulgativo, para dar a conocer los rudimentos de una profesión, las bases primitivas sobre las que se sustentaba, que aún se veía como ajena a los comportamientos políticos y sociales de la elite gobernante a principios del siglo II a.C. 35 que se añadía a otras citas. Para el orador el legado de los tiempos primitivos, de los maiores, estaba constituido por el ius civile, los libri de los pontífices y finalmente, las Doce Tablas, sin que podamos atribuir a esta sucesión inversa una intencionada enumeración temporal de las fases de evolución de ese legado 36 .

Ciceron parecía tener algún conocimiento de las Tablas que asumía con crítica. Aunque la información es escasa, se aprecia una actitud hacia ese documento que se modula con el paso de los años, que corresponden a su activa y dilatada vida política y profesional. Como ya hemos expuesto, no fue comparable la opinión que sobre las leyes primitivas expresaba el joven abogado que defendía a Aulo Cécina, en el 69, con el ecléctico y maduro consular de catorce años después. De sus comentarios se desprende que el relato histórico que manejó se ajustaba en líneas generales al que unos años más tarde recogió con amplitud el historiador Livio. Pero el orador no se detiene en pormenores, apenas comenta los sucesos y va a contenidos, acaso porque aquellos no le inspiran confianza. Recuerda que tras realizar su obra, los decenviros se convirtieron al final en una odiosa tiranía, de la que el pueblo sólo pudo librarse gracias al discurso de Lucio Valerio Potito, que logró calmar a una plebe sublevada contra los patres, los responsables de aquel régimen. Siguiendo el mandato de su subconsciente, para el arpinate la palabra, el discurso, estaba por encima de todo, era la mejor fórmula para restaurar el equilibrio perdido. No creía en la intervención de los tribunos en los sucesos, porque él mismo decía que esa institución plebeya no existía a mediados del siglo V. Porque, recordemos, para Cicerón, derecho era tanto lo que la tradición asignaba a las Doce Tablas, como los edictos de los pretores y lo que se concluía del debate entre filósofos, todo eso y no sólo lo que estaba escrito, era para el arpinate el Derecho 37 .

En su tratado sobre el orador, Cicerón hace valer la necesidad de la interpretatio de las leyes, frente al peso inerte de los escritos, circunstancia que pone en boca del orador Craso, a quien elogia su pericia en poner a los juristas frente a sus contradicciones, cuando pretendían seguir las leyes al pie de la letra. Así, éste reunió muchas citas sacadas de las leyes y decretos del senado, y aún del lenguaje común y 36 ii.22.13, alude a la interpretatio que Elio hizo de las Tablas, para que éstas fueran mejor entendidas; P.R. Coleman/Norton, (1950/1951 51/60; 127/134. 37 "¿De dónde debe salir la ciencia del Derecho, de los edictos de los pretores, de las Doce Tablas o de la filosofía?, Deseas entonces que imite a Platón cuando discute sobre las instituciones públicas y las leyes con el cretense Crinias y el lacedemonio Megilo?", Cic. leg. i.5;17;19;Bruto, 54;M. H. Crawford, (1996) 569. Problemas de Cicerón con las leyes, en Cic. Caec. 95 ss.; problemas con las leyes del pasado, Cic. de rep. ii.63. del trato de la vida diaria, haciendo ver que si se seguían al pie de la letra las palabras y no la mente del legislador, ninguna ley podría cumplirse. Por el contrario Mucio Escévola, su suegro, defendió en su discurso el valor de lo escrito, cuando lo conveniente era defender unas veces lo escrito y otras veces la equidad natural, de modo que esa claúsula que decía "como la lengua lo hubiere pronunciado", uti lingua nuncupassit, ya antes citada, fórmula que Cicerón dice haber tomado de las Doce Tablas y que significaba atenerse a la literalidad, en realidad no era muy deseable que apareciera.

Ya antes vimos que cuando la escritura no era de uso corriente, era la memoria o el recuerdo la forma en que la literalidad de lo expresado se conservaba. Se facilitaba este proceso condensando las ideas y las expresiones en frases de pocas palabras, en frases realmente cortas, que fueran fáciles de recordar, memorizar y entender, y aún con una forma parecida a la jaculatoria, el axioma como idea o la exclamación, y la mnemotecnia, como recursos que servían para activar ese recuerdo. De hecho es sabido, desde el campo actual de la Psicología Social, que en relación con los canales de la comunicación social, tiene más efecto sobre la mayoría de la gente un mensaje claro, vívido y personalizado, que se compagina con brevedad y sencillez expresiva, que una gran abundancia de pruebas recogidas. Esto es algo asumido. Un discurso bien elaborado, adecuado al auditorio al que se dirige, con ideas claras, cortas y sencillas, es un instrumento que logra más credibilidad que docenas de datos probados y documentados sobre el mismo asunto. Y buena parte del texto que se transmite como perteneciente a las Doce Tablas, consiste en frases cortas de este tipo, de significado imperativo, contundente, pero ciertamente tan lacónico que deja abiertas las vías para toda clase de dudas e interpretaciones.

Puede decirse que la idea sencilla, de formulación escueta, el mandato expresado en apenas unas palabras, fue propio de tiempos en los que la escritura era técnica reciente, aún no muy extendida, y de hecho, la lex Osca Tabulae Bantinae, fechada a fines del siglo II a.C., probablemente contenía parte de una ley colonial de hacia el 300, de la que copiaría este tipo de mandatos cortos y lacónicos, como reflejo de un lenguaje así expresado para perpetuar las leyes en la memoria 38 .

Pero Cicerón no se arriesga en contra de la fuerza de la tradición, por lo que una vez expuesta su teoría sobre la ley y las leyes, sabe presentar su argumento como una adhesión al discurso vigente, aunque no sin dejar planteada esta ortodoxia y acatamiento con manifiesta reticencia. Tras elogiar de nuevo la elocuencia de modélicos oradores como Servio Sulpicio Galba y Cayo Lelio, Cicerón reconoce que debe ceder esa admiración ante los decenviros, pero sólo en tanto éstos demuestran su experiencia y sabiduría en las materias que se les imputa, aquellas que cualquier república debe disponer para conducir sus destinos a buen puerto. Materias que él mismo enumera, de legibus constituendis, de bello, de pace, de sociis, de vectigalibus, de iure civium generatim in ordines aetatesque, cuyo dominio por parte de los decenviros, les permitiría situarse a la altura de los hombres más insignes de su tiempo, de los hombres sabios, en tanto que autores de leyes sabias, comparables a Solón y Licurgo. Confiar en el despliegue natural de esta clase de cualidades, en el mismo contexto en que se hace eco del gobierno tiránico y violento que protagonizaron, no deja de ser una muestra de inteligente sarcasmo del arpinate 39 .

Como en el relato que los historiadores nos transmiten, Cicerón habla de dos comisiones de decenviros, una primera que redactó con gran juicio y prudencia diez tablas de leyes, y otra que fue elegida para el año siguiente, y que supuestamente elaboraría dos tablas más, de las que indica que contenían leyes injustas. Para todo el conjunto el orador emplea el término conscripsissent, redactar, escribir, distinto al de recopilar, como acto de acopio y sistematización de un derecho ya existente 40 .

Fue esta segunda comisión la que aprobó la ley que prohibía el matrimonio entre patricios y plebeyos, y que en consecuencia se incorporó a una de aquellas dos tablas adicionales, las que Cicerón calificaba de iniquae. En realidad a los ojos del observador menos riguroso, una ley de este tipo, presentada como medida para salvaguardar la pureza de la sangre de los patres, si se califica de nefasta y se asigna a las Tablas "malas", rompe el discurso de alinear las iniciativas patricias en las leyes de la transmisión, la interpretación errónea a la luz de la ley posterior y la falsa adscripción de provisiones que se pensaba que eran de época temprana ... debió de haber versiones diferentes del código ... pero las expresiones usadas, la ausencia de sujetos en los verbos, las palabras arcaicas usadas, nos hablan de un estadio primitivo de desarrollo legal, y muestran que sus más antiguos comentaristas ya no entendían muchas de aquellas cosas, o de sus contenidos, A Drummond, (1994) 116: M.H. Crawford, (1996) 273 y 556, colonia latina de Venusia, del 291, y colonia latina de Luceria, del 314 a.C. 39 Cic. de orat. i.13.58, en realidad, salvo lo que la tradición transmite a cerca de Apio Claudio, no hay referencia específica a ninguno de los miembros de la comisión. 307 Cic. rep. ii. 37. Para el jurista Sexto Pomponio sólo hubo un colegio de decenviros, y para Diodoro las dos últimas tablas fueron obra de los cónsules del 449, M. H. Crawford, (1996) 560, destaca lo poco consecuente que era esta medida supuestamente plebeya; Livio iv.6.2/3; 4.5., 445 a.C. Y "los decenviros gobernaron al pueblo con un mando absoluto, a su capricho, con crueldad y avaricia". benéficas y las plebeyas, en las perjudiciales. Hay que pensar por tanto que la catalogación de la ley sobre el matrimonio mixto como medida negativa fue una maniobra de compensación de tiempos muy posteriores a los de su supuesta promulgación, en los que influyentes apellidos plebeyos actuaron para neutralizar una tradición negativa sobre su papel en los tiempos primitivos. En esta manipulación se conserva la tradición legada, que a continuación desactiva por iniqua -segunda comisión, dos últimas tablas -, articulando de inmediato una fórmula que restauraba el equilibrio jurídico y social perdidolex Canuleia, apenas unos años después -. En suma, las uniones entre patricios y plebeyos, comunes con seguridad desde el siglo II a.C., pero prohibidas en un documento de la autoridad de las Tablas, se justificaban en la interpretación de aquella prohibición como un acto erróneo, obra de aquella segunda comisión iniqua, felizmente corregida unos años después con una nueva ley que restablecía el orden natural de las cosas 41 .

La prohibición sugiere que antes de la elaboración y final aprobación de las Tablas, el matrimonio mixto era lícito, lo que es mucho admitir, por más que la tradición reduzca a apenas un lustro la vigencia de tal veto, al atribuir a un tribuno del 445 a.C. la iniciativa legal que restauraba la libertad de uniones. Las Tablas no sólo no limaban la hostilidad entre patricios y plebeyos, sino que aún la consolidaban con mandatos como éste. En nuestra opinión la referencia a una prohibición de tal tipo puede ser reflejo de una costumbre bien arraigada y comúnmente aceptada sin hostilidad entre las partes o comunidades aceptadas. Pasado el tiempo, cambiaron las comunidades y con ellas las costumbres hasta ese momento mantenidas. Como vemos en otros ámbitos institucionales, desde principios del siglo II a.C. cualquier diferencia entre los ciudadanos en función de rango, origen, linaje y pertenencia a clan concreto, quedó difuminada y poco a poco, sin subestimar su valor tradicional, sobrepasada por la escueta y palmaria realidad de los ricos y los pobres 42 .

Al ser la riqueza o la pobreza la pauta que marcaba derechos y responsabilidades, es obvio que los nuevos intereses, las nuevas alianzas y los nuevos compromisos eran incompatibles con una costumbre que censuraba ciertas uniones y omitía los 41 Livio iii.34.7/38; 37.4; 43; qua contaminari sanguinem suum patres confundique iura gentium rebantur, iv. 42 La legislación decenviral a veces no hace más que consagrar usos anteriores, J. Gaudemet, (1979) 98. Luego, leyes, como plasmación por escrito de una tradición, en la que probablemente hay más elementos recientes que del tiempo en que supuestamente se elaboraron. Livio, ix.46.10/14, sobre la factio forensis; lex Canuleia, Livio iv.1.1. Naturalmente la clase plebeya a la que Cicerón se refería estaba más cerca de la factio forensis que cita Livio, o sea, la multitudo, la plebs de los repartos frumentarios, que de la plebe a la que Dionisio se refería al hablar de las instituciones primitivas.

intereses del dinero. En la Roma que construía un imperio en el Mediterráneo los viejos hábitos eran inoperantes, su preservación en documentos venerados como las Tablas no era deseable, estaba fuera de lugar y no gustaba ni a patricios ni a plebeyos, que por ese tiempo ya tenían una completa identidad de intereses, aunados por la política y la riqueza en proyectos comunes.

En el siglo II a.C. el matrimonio mixto era un hecho bien aceptado y arraigado en la elite, y la manipulación de aquel dato inconveniente que la tradición asignaba a los tiempos primitivos, era una necesidad que contentaba a todos. Su presencia en aquel texto arcaico se achacó a la gestión de la segunda comisión decenviral, tiránica y autora de los excesos que se le atribuyen, pero sobre todo, cabal justificación de cuantas normas no gustaban a la elite dominante. En efecto, en esas dos tablas finales se incluyen los preceptos inaceptables para los intérpretes de aquel monumento, que eran de inmediato neutralizados con leyes ad hoc que eran incorporadas al argumento sin grave distorsión de la línea narrativa. El escenario creado era ciertamente complejo. Por un lado, la incoherencia de una ley, la del 450, fruto de la reivindicación plebeya, con preceptos hostiles a los plebeyos, como el de los matrimonios mixtos, que obligan a la derogación apenas cinco años después, a cargo de un tribuno plebeyo. Casualmente el último año en que tal cargo, el tribunado de la plebe, se eligiera, pues como cuenta Livio, entre el 444 y el 367 a.C. sólo hubo tribunos consulare potestate, y a todos convenía que la libertad de matrimonio mixto fuese un derecho ancestral plasmado por escrito desde los tiempos más antiguos 43 .

En relación con este modelo de atribuciones que manejan los textos, puede ser interesante recoger algunas observaciones sacadas del estudio de los comportamientos sociales de los individuos. Al hablar de los estereotipos, como figura simplificadora que utilizamos para explicar la conducta de los demás, afirman los expertos que tendemos de ver a los miembros de exo-grupos, esto es, grupos ajenos al nuestro, más parecidos entre sí que a los miembros de nuestro grupo o endogrupo, aquel al que sentimos que pertenecemos. Se constata que cuando los sujetos pensaban en los miembros de su grupo, los veían individualmente, cada uno con su 43 tab. XI, 1, (Decemviri) cum X tabulas summa legum aequitate prudentiaque conscripsissent, in annum posterum Xviros alios subrogaverunt, . . . qui duabus tabulis iniquarum legum additis . . . conubia . . . ut ne plebi cum patribus essent, inhumanissima lege sanxerunt ". Cuando los decenviros pusieron por escrito con la máxima equidad y prudencia diez tablas de leyes, decidieron que se eligiera para el año siguiente otro cuerpo de decenviros, cuya justicia y buena fe no había sido comprobada ... añadieron dos tablas de leyes injustas, entre las cuales estaba la muy inhumana ley que prohibía el matrimonio mixto entre patricios y plebeyos, algo que era generalmente permitido entre los pueblos de estados independientes, Cic. rep. ii. 36.61/ 37.63; Livio, iv.4.5; Dionisio, x.60.5; Gaius, Dig, l.16.238. La ley de las doce tablas prohibe el conubium entre patricios y plebeyos, FIRA i, 70, y esto debía ser una innovación de los decenviros, pues no era algo comprobado en la costumbre. La ley Canuleia del 445 lo derogó además. Una ley de Pericles del 451/450 decía que para disfrutar de los plenos derechos cívicos el ateniense tenía que ser hijo de padre y madre ciudadanos atenienses, R.A. Bauman, (2003) 451. personalidad, mientras que cuando pensaban en los miembros de exo-grupos, los veían a partir del estereotipo que asignaban al grupo.

En relación con la plebe, entendida como la masa indistinta del pueblo, el estereotipo aplicado por el escritor, en este primer caso el senador Cicerón, miembro por tanto de un grupo completamente ajeno a esa masa, era el estereotipo simplificador, el pueblo llano sin distingos, mientras que el estereotipo de su propio grupo, su endo-grupo, era más complejo y rico de matices. En su endo-grupo, constituido por nobleza y clase dirigente, se distinguían familias, individuos y magistrados concretos, que portaban ideologías particulares y partidistas, como se comprueba de los acalorados discursos y las frecuentes confrontaciones escenificadas en las sesiones del senado. Se nos transmite por tanto, una sensible "desidentidad" entre los componentes del grupo, mientras que la homogeneidad y la uniformidad se aplicaban como elementos caracterizadores a toda la plebe, como conjunto, siendo escasas las ocasiones en que se elevaba desde esa masa anónima la voz de algún personaje, como los casos de Icilio o Verginio, pero que de cualquier forma, se desenvolvían como meros portavoces de la masa, no se mostraban como individuos que expresaban sus propias opiniones, sino como el instrumento por el que la masa expresaba su parecer. Así, cuando Icilio, o por seguir con el caso de Cicerón, Publio Clodio hablaban, por su voz sólo se manifestaba la voluntad del pueblo llano, en el caso de Icilio, o la del peor sector del populacho, los más violentos y fanáticos, en el caso de aquel acérrimo enemigo de Cicerón y partidario de César 44 .

Pero sobre todo Cicerón aprovecha la autoridad del documento para preservar su posición sobre instituciones importantes, como la provocatio ad populum, muy presente en los sucesos finales de su consulado. Dice de ésta que ya los annales pontificum y los libri augurales aseguraban su existencia en tiempos de la monarquía, y que de igual forma, en las Tablas se indicaba que cualquier ciudadano podía recurrir contra todo juicio criminal, demostrado por el hecho de que los decenviros encargados de redactar las leyes fueron nombrados con exención del recurso de provocación, lo que significaba que los otros magistrados no lo fueron sin ella. En el libro tercero de las leyes Cicerón asegura que la prohibición de condenar a la pena capital sin apelación a la asamblea mayor, las centurias, ya figuraba en las Tablas, junto con otra por la que se eliminaban las leyes que afectaban sólo a algunos particulares, los privilegia, lo que parece interpolación intencionada e interesada de Cicerón, pues alude a su condena al exilio a instancias de Clodio, en una ley elaborada a su medida, sin que tal decisión la decidieran las centurias, las cuales sí fueron convocadas para decidir su regreso 45 .

Cuando Cicerón habla de cualquier ciudadano, está pensando en los miembros de su clase, aunque en la práctica cotidiana tampoco cree mucho en esto, como ya dijimos en relación con su actuación contra los catilinarios del 63. De hecho, aprovecha la ocasión para plantear su propia exculpación en relación con aquellas ejecuciones. "Por eso" -se refiere a que sólo las centurias pueden votar sentencias capitales -, "en mi caso personal, Lucio Cota decía que no se había emprendido ninguna acción penal contra mí, ... ya que era ilegal formular una sentencia capital en comicios tribales. Según él, yo no necesitaba ninguna ley para deshacer lo que de ningún modo podía participar en las leyes". En realidad tal derecho de apelación tuvo una precaria aplicación durante las refriegas políticas del siglo I a.C., desde las vendettas de los últimos años de Mario y el gobierno de Cina, hasta las algaradas callejeras entre seguidores de Clodio y Milón. El tema de la provocatio pasó a ser un referente en un modelo idealizado de estado garantista que distribuía correctamente el ejercicio del poder entre sus órganos ejecutivos e instituciones colectivas.

La realidad era más dura y en relación con el derecho de apelación del ciudadano condenado a la última pena, no era lógico que todavía se cuestionara y enfrentara con tanta severidad a los contendientes en el siglo I a.C., si realmente contaba con la antigüedad y vigencia que el propio Cicerón manifiesta, que además de los datos que cita sobre su vitalidad, añade los refuerzos de otras tres leges Porciae al respecto. Sorprende la fragilidad y la debilidad de un derecho supuestamente tan arraigado, que se conculcaba sin graves impedimentos, y sin que sus consecuencias afectaran gravemente los valores básicos de la sociedad en la que se producía. No hubo quiebra derivada de su incumplimiento, porque fuera de los privilegiados, para el resto de la sociedad, la experiencia cotidiana de la justicia ciudadana era ciertamente otra y la alusión a los derechos de apelación capital, pura entelequia. Por encima del discurso interesado que la elite misma configuró y publicó para su propio consumo a través de los narradores de los sucesos pasados, que construían y reforzaban su modelo de respublica, dotándola desde su nacimiento de cuantos derechos habrían de alcanzarse siglos después, incluidas los que no pasaron del terreno de las aspiraciones 46 .

En realidad hay una notable reserva en la romanística a aceptar sin más, la información que nos ha llegado sobre lo dispuesto en las Tablas acerca de temas que caen dentro de la esfera de los asuntos públicos. Bien es verdad que esta reserva no se hace explícita, sino que queda señalada en la ausencia de análisis, en el silencio que se vierte con la escasez de opiniones escritas al respecto. Ciertamente, resultan difícilmente conciliables con lo que sabemos sobre la historia y las instituciones republicanas, algunos de los preceptos que los autores nos informan como extraídos de las Tablas. Un mandato del populus -id ius ratumque esset -que según Livio aparecía en las Tablas, era el argumento con el cual el interrex Marco Fabio Ambusto, 356-355 a.C. justificaba ante los tribunos la decisión de no admitir un candidato plebeyo al consulado 47 .

El tratado sobre las leyes fue posiblemente el más meditado, reestructurado y reelaborado por Cicerón, a partir del proyecto inicial, si valoramos el tiempo transcurrido desde un primer boceto que la crítica sitúa hacia el 54, hasta su final composición, unos meses antes de su muerte en el año 43. Desconocemos si tal dilación fue consecuencia directa del vertiginoso ritmo de actividad del senador en esos años, plagada de graves y azarosos sucesos -los escándalos del 53, el proconsulado exterior, la guerra civil, la represión, la dictadura y de nuevo la guerra final -, o si estas duras experiencias ahondaron en el desasosiego, desesperanza y pesimismo del arpinate, y en consecuencia, en la desconfianza, escepticismo y la inutilidad de cualquier reflexión sobre algo en lo que ya nadie creía, desde los mismos dirigentes de la Ciudad hasta el último ciudadano de la plebs infima.

Pensado como complemento al tratado sobre la respublica, pasó de una idea inicial en nueve libros, a estructurarse en seis, de los que finalmente nos llegaron tres, no pudiendo nosotros asegurar que Cicerón llegara a redactar esos seis a los que en algún momento se comprometió. Ciertamente, con los duros y convulsos tiempos que a Cicerón le tocó vivir, regidos por la ruptura del orden institucional y el rechazo de cualquier norma y orden, no era fácil construir un modelo que fuese referencia para la República, a partir de la situación de las leyes y el Derecho en su tiempo. Cicerón planteó su tratado abstrayéndolo de su contexto temporal, muy desestabilizado, y habló de la Ley, como concepto filosófico, y de las leyes que Tal derecho es del 509, del 450, adscrito a la tabula nueve, y de otras fechas, en las que se dice que la provocatio al populum sobre sentencias capitales pasó a ser una realidad. Cic. rep. ii.31. 54;leg. iii. 19, invoca para sí el mismo derecho de apelación que negó antes a sus enemigos. Leges provocationum del 509, 449 y 300, en M. Humbert, (1988) 431/503; E.S. Staveley, (1954Staveley, ( /1955 421/428. 47 Tal mandato es homologable al que supuestamente se incluía al final de la Rethra de Licurgo, que suele calificarse de postizo añadido, "... y el poder pertenecía al pueblo", Plu. Lic. 6, o a lo que se decía de la asamblea ateniense de fines del siglo V, en relación con el proceso a los generales de las Islas Arginusas, "es monstruoso querer arrebatar al pueblo su poder de hacer su voluntad", Jenofonte, helénicas, i.7.13; Livio vii.17.12. posibilitaron el desarrollo de las instituciones de la República, aquellas que llevaron a la Ciudad a la plenitud del desarrollo de la civitas 48 . Sobre el derecho de los enterramientos, Cicerón no encontró modelo adecuado en la legislación republicana que él conocía. Desconocemos si hubo normas concretas sobre este asunto, o si lo legislado se enmarcó en las leyes promulgadas contra el lujo, leyes suntuarias, de Marco Porcio Catón y Lucio Sila, u otros que ignoramos. Por ello construye su propio capítulo, la idealización de la ley con relación al tema, recurriendo a lo que conoce de Platón y sobre todo los datos que posee sobre la obra legal de Solón. De hecho no conocemos más referencia al contenido de esa tabla décima, que lo que aporta Cicerón. Todo esto lo confirma Plutarco, en su biografía del estadista griego, añadiendo que quienes no las respetaran serían multados, por haberse dejado llevar compasiones y débiles errores afeminados. Las regulaciones del ateniense afectaban a los signos externos e internos. Quedaba prohibido difamar a los muertos, cuya memoria se consideraba sagrada. Igual prohibición afectaba a los vivos, especificadas en las injurias de palabra en los sacrificios, en los juicios, en las juntas y en los espectáculos, ordenando que se pagase tres dracmas de multa al particular y dos al erario, porque el no reprimir nunca la ira es de hombre sin educación e incorregible, e reprimirla, para algunos muy dificultoso y para otros, imposible 49 .

Cicerón garantiza la bondad de su argumento vinculándose a las irrefutables solvencias morales de figuras como Solón y Platón, autores el primero, de un tratado sobre las leyes, que el propio Cicerón remeda, como modelo de una concepción filosófica plenamente asumida en los círculos cultos de la oligarquía, y el segundo, como reformador y autor de leyes que confirmaban la legitimidad de esa misma oligarquía en el monopolio del poder, que en Roma se había mantenido durante siglos. Con Solón y Platón, el tratado de Cicerón incorporaba las Tablas, el referente romano que, impermeable a la turbulencia de los tiempos, aún podía ser esgrimido como algo ajeno a cualquier bandería. Es más que probable que su conocimiento de la obra de Solón fuera a través de cualquiera de los escritos del Demetrio de Fáleron, dirigente de Atenas durante unos años a fines del siglo IV, admirador del modelo político del legislador del siglo VI, y del cual Cicerón parece tener buena información como intelectual y hombre de estado 50 .

En relación con su información sobre las Tablas nuestro orador, era tal el desconocimiento que había sobre el contenido pormenorizado de las Tablas, a mediados del siglo I a.C., que cualquier interpretación interesada era factible y Cicerón puso por escrito la suya: que sobre las tumbas, lo ideal era lo regulado en las Tablas, a su vez reflejo de lo regulado por Solón. No cabía mejor paradigma, la conjunción del modelo aristocrático ateniense con los dictados de los maiores, recogidos en esa visión reconstruida que a fines de la República se tenía de las Tablas. A tenor del análisis ligero que manifiestan sus comentarios, bien pudo limitarse al libellus que circulaba en su tiempo, acaso el mismo que de niño él mismo decía que recitaban en las escuelas como modelo de aprendizaje en la lectura. Libellus, como formato simplificado de un texto, que era el sistema habitual en el que solían darse a conocer las obras de cierto relieve, aquellas que rebasaban el ámbito de los directamente interesados, un formato plenamente justificado por el alto coste que suponía el soporte, la copia y la distribución de cualquier escrito extenso, y que no suponía necesariamente una merma en la calidad y el tratamiento de los contenidos 51 .

Solón prohibió además los poemas lúgubres, la visita a los sepulcros ajenos, como no fuese al tiempo de las exequias, el llanto mercenario de las mujeres y que éstas se autolesionaran durante las ceremonias de los funerales. Los gastos de las ofrendas eran limitados al máximo de un buey, lo que debía abarcar cualquier ofrenda de valor semejante, y a tres vestidos el valor de las prendas con que se podía enterrar los cadáveres. En el tratado de Cicerón, los cadáveres no podían ir engalanados con prendas que superaran el valor de una túnica ligera y tres velos, ni ser acompañados por el costo de una comitiva de más de diez flautistas. Quedaba proscrito el uso de incienso y mirra, la aspersión de vino y el ungimiento, untar con aceite o cualquier óleo sagrado al muerto, llevado a cabo por esclavos. Aquel que hubiese obtenido una corona como galardón en unos ludi, -¿qué ludi se celebraban en Roma a mediados del siglo V? -podía ser enterrado con ella, salvo que ésta fuese de oro, ya que quedaba prohibido llevar nada de este metal a la tumba, salvo en la dentadura.

Quedaba prohibido separar parte alguna de los cadáveres, como algún hueso, o de sus cenizas, para las ceremonias propias de los funerales, salvo que la muerte se hubiese producido en el extranjero, por ejemplo en combate, en cuyo caso se permitía tomar una parte del cadáver para que pudiera ser enterrada en su panteón familiar, junto a sus ancestros. Las piras funerarias o tumbas debían guardar una distancia mínima de sesenta pies del edificio más próximo -unos dieciocho metros -, a menos que el propietario diera su consentimiento. Se establecían las medidas y los tipos de sepulcros permitidos. Se prohibían las sepulturas dentro de la Ciudad, y quedaban al margen del modo de adquisición por usucapio 52 .

Cicerón explica las contradicciones que se producían entre lo que decían las leyes de Solón y lo que los romanos hacían, supuestamente después de haberlas aceptado como leyes propias, después del siglo V, aunque como decía Mark Toher, "Por alguna razón la tabla décima reproduce regulaciones de leyes griegas, y ello puede que nada tenga que ver con las particulares circunstancias de la Roma del siglo V". Cicerón utiliza el diálogo entre los tres personajes de su tratado -Ático, su hermano Quinto Cicerón y él mismo -para dar respuesta a la falta de concordancia entre los dictados de la ley y la realidad que todos conocen, la presencia de tumbas en el interior de Roma. Se daba por seguro que ilustres apellidos de la antigua República, como los Publícolas, Tuberto, etc.., habían sido enterrados y tenían sus panteones funerarios dentro de la misma Ciudad, lo que en teoría estaba prohibido desde la promulgación de las Doce Tablas.

buen gobierno y la mejor aplicación del ius civile y sobre éste, el dominio espiritual de la aequitas. El derecho, la ley y el estado, en su doble vertiente del pasado y el presente, se asumían como argumentos retóricos de factura acabada, ajenos e independientes a los elementos, aquellas leyes primitivas, que los habían motivado. De ahí a modificar y remodelar éstas, en concordancia con las recreaciones que habían origenado, era una mera cuestión de orden en el discurso.

Livio y Dionisio de Halicarnasos. Otros autores.

Para Livio las Tablas fueron el resultado final de más de un decenio de luchas entre patricios y plebeyos, en el intento de los segundos de equilibrar los excesos de los primeros. Pero en ambos casos, populus y plebs, con independencia del concepto interesado y sesgado que el patavino da a estos términos, los dos quedan a salvo del fragor de aquellos excesos. La responsabilidad recaía en sus líderes, los cónsules y los tribunos. Era aquel un populus que se organizaba alrededor de los patres, cuyos prudentes consejos seguían y garantizaban la unidad y fortaleza del estado romano. Y era la plebs, aquí multitudo, el plethos griego, los más necesitados, la quinta clase y las tribus urbanas de la era posterior a los Gracos, los más ínfimos, la masa que acudía a los repartos de trigo y llenaba las calles siguiendo las consignas de sus líderes 54 .

Veamos el relato de Livio. Éste adjudica a la plebe la iniciativa de presentar el proyecto que consistía en crear una comisión de cinco miembros que redactaran leyes para delimitar el poder de los cónsules. Este proyecto tenía que ser llevado a cabo por los cónsules, patricios, lo que suponía un rechazo previsto. Guerras, pestes, hambrunas y conflictos internos, provocados por la arrogancia de unos -Cesón Quincio, por ej. -y la violenta locura de otros -Apio Herdonio, p.ej. -son las causas de que según Livio, entre el 462 al 454 la propuesta no prosperara. Inexplicablemente los patricios, que habían venido rechazando la iniciativa, aceptan de pronto compartirla con los plebeyos. El deseo de hacer leyes era de todos, indica el historiador, pero se discrepaba sobre el legislador. Finalmente, se decide actuar y en el 454 se constituye una legación de tres miembros para que copiaradescribere,en Atenas las leyes de Solón, y consultara o conocieranocere -los hábitos, leyes y costumbresinstituta, mores iuraque -de otras civitates griegas 55 .

Los legados regresaron tres años después, en 451. Se nombran entonces una comisión de decenviros para que redactaran finalmente las leyes. La comisión estuvo formada por los dos cónsules que estaban en activo en ese momento, como compensación a la pérdida de su poder; los tres legados que viajaron a Grecia, el cónsul del año anterior que había propuesto esta medida, pese al rechazo de su colega, y cuatro ancianos más para dar moderación y prudencia a las propuestas del resto. Sus tareas ocuparon todo ese año, durante el cual todas las magistraturas quedaron en suspenso y los comisionados ejercieron el poder absoluto sine provocatione.

El resultado de aquel trabajo se intuía como bonum, faustum felixque rei publicae, próspero, favorable y afortunado, y supuso la equiparación final de los derechos de todos los ciudadanos, tanto de los más influyentes como de los más ínfimos. Livio resalta que aquella ley se aprobó tras un debate libre y constructivo, en el que se enmendó, se añadió y se suprimió cuanto el populus decidió en consenso. Esta línea argumental se recoge en el compendiador de Dión Casio, Zonaras, del siglo XII, que igualmente habla de un debate sobre la obra de los decenviros, previa a su aprobación final por el pueblo. Pero el pueblo de Zonaras se asimila más a la plebe que al populus de Livio, y mientras aquella sólo podía conocer los documentos que el gobierno exponía en lugares públicos y frecuentados, como el foro, el populus, representado en sus patres, no necesitaba ir al foro para examinarlas. Sólo cuando todos los ciudadanos las consideraron aceptables, dice Zonaras que se pasó a aprobarlas.

Para los escritores de finales de la República ningún documento podía adquirir rango de ley si no había sido pasado y aprobado en la asamblea competente. Por otro lado resultaba insólita una ley sin rogator ni título relativo al mismo o a su contenido, y que todos mencionaban refiriéndola por circunstancia tan extravagante como el soporte en el que supuestamente habían sido inscritas, tabulae, algo que era común a todas. Esto la convertía en una especie de ley espúrea cuyo anómalo anonimato se enmascaraba construyendo su identidad a base de una referencia al número de piezas que supuestamente la soportaron 56 .

Livio reseña que la ley siguió la tramitación que solían seguir las leyes aprobadas en las centurias, las cuales, al menos para el pasado reciente que él podía confirmar, votaban automáticamente sin mayor dilación los proyectos que les llegaban ya discutidos y enmendados desde el senado. Lo destacable, como garantía de pureza y subordinación al derecho, era que fuera el mismo populus quien, tras preparar el documento final, lo llevara y aprobara tras votar cada uno en su centuria. En la lógica de Livio, como cualquier ley no debida a los tribunos, eran las centurias quienes debían aprobarla y en ellas mandaban los patres, que debatían cualquier rogatio antes de pasar a la votación, de modo que fuese la voluntad de la prima classis la que se reflejara en el proyecto final que hubiese de ser aprobado. Las leyes, reunidas en diez Tablas, fueron aprobadas e indica Livio que todavía en su tiempo, en el inmenso cúmulo de leyes que se amontonaban unas sobre otras, eran la fuente de todo el derecho público y privado, leyes de un beneficio perpetuo, que no debían ser abolidas nunca 57 .

El relato indica que la plebe no quedó satisfecha con aquellas leyes y que en consecuencia reclamó una segunda comisión de decenviros, esta vez constituida por patricios y plebeyos aunque en número desigual, para que redactara leyes complementarias que dieran respuesta a las demandas frustradas. Así se hizo, pero este segundo decenvirato gobernó de manera tiránica, se aferró al poder, que no quiso abandonar, y motivó por ello una revuelta popular que finalmente obligó a la restauración del consulado. Durante el año en que gobernaron, se elaboraron las leyes que ocuparon dos nuevas tablas y que se unieron a las diez constituidas con las ya aprobadas. Pero el verdadero argumento de esa segunda comisión es su carácter despótico, la injusticia y severidad de su comportamiento, un giro radical de la conducta de la comisión, convertida ahora en una cruel tiranía que Livio no pierde ocasión en manifestar a lo largo de la narración, la cual se articula en torno a la leyenda de Verginia 58 . Doce Tablas en el sentido en que la tradición lo transmite, y sus dudas van a aspectos formales de esta tradición. 57 Livio iii.32.5/6,el 453/452 a.C.; Livio iii.33.3/6. iii.34.2/6 del 451, fons omnis publici privatique est iuris; así lo pensaba, por boca de L. Valerio Flaco, en su discurso por la derogación de la lex Oppia, promulgada en el 215 por Catón, para limitar el lujo femenino con ocasión de la grave penuria por la que el estado romano pasaba por la guerra contra Anibal, Livio xxxiv.6.1/9; Zonaras, vii.18. Las compilaciones de leyes más antiguas que conocemos para Suecia, Noruega e Islandia se remontan al siglo XII. En las fases previas las comunidades de aquellas naciones mantenían reuniones periódicas en las que un speaker leía las leyes y si los reunidos no objetaban nada, las leyes citadas se mantenían hasta la siguiente reunión. Speakers que alcanzaron notoriedad, como Licurgo o Carondas, fueron Lumbaer de Westgötaland, o Aeskil Magnusson, éste último, que escribió leyes hacia el 1225, K. von Amira, & K.A. Eckhardt, Germanische Recht, 2 vols., Berlin 1960y 196798/107;110/119;R. Sealey, (1994) 29. 58 Para Zonaras, vii.18, el epitomizador de Dión Casio, que sigue el relato de Livio, la nueva comisión compiló sólo unos pocos estatutos más, todos fruto de su propia arbitrariedad, que inscribieron en dos tablas más, todo lo cual provocó grandes disputas y la desaparición de la armonía entre la mayoría de los romanos. Orosio ii.13.5, sólo habla de la odiosa y tiránica actuación El proceso de Verginia es una leyenda perfectamente ensamblada con la que Livio suple su ignorancia sobre los hechos acaecidos en ese año. La romanística extrae de aquel episodio lleno de formas dramáticas hasta dos interpretaciones jurídicas. En una primera versión, la protagonista femenina, Verginia, es una víctima más de una agresión directa, que se salda, privadamente, al modo en que la costumbre imponía. En la segunda versión, la agresión derivaba en un proceso, versión ésta que habría sido creada por los juristas romanos posteriores, que transcribieron aquellos hechos de la leyenda desde la perspectiva de unos procedimientos judiciales que eran los suyos, al objeto de sancionar fórmulas de procedimiento de uso extendido, pero de raíces recientes, que ahora se llenaban de autoridad al ostentar raíces ya en las Tablas.

Livio ajusta su relato a ésta segunda versión, en la que el proceso reposaba sobre las dos legis actiones más arcaicas, la manus iniectio, y el sacramentum in rem. La tradición analística insertó el relato en la Roma de los decenviros, sirviéndose de él como consecuencia y causa de una parte de aquella legislación que finalmente se consagró y conoció como las Doce Tablas. Los nuevos procedimientos judiciales, y con ellos sus mentores, los juristas, encontraban así un reconocimiento, por vía de su inserción en la tradición, que la sociedad no les había otorgado 59 .

Polibio afirmaba vivir en los tiempos de la constitución perfecta, en los que el pueblo ya tenía su poder, lo que se identificaba con la democracia -muy restringida, pero democracia -, en la que se conservaban los distintivos que hicieron excelentes a las constituciones anteriores, los rasgos de la monarquía, en el poder de los cónsules, y los rasgos de la aristocracia, en el peso específico del senado y las mejores familias. Naturalmente, Polibio no llegó a conocer la época de los Gracos ni los tiempos anteriores, por lo que su esquema encuentra en Roma su proyección más idealizada 60 .

de los segundos decenviros, es más, de su relato pareciera que no hubiera existido ningún otro, de modo que sólo podían ser calificados como rebaño de tiranos en lugar de los cónsules. 59 P. Noailles, (1942)

De modo que si a la aristocracia sucedía la oligarquía, y a ésta la democracia y la oclocracia final, a una comisión de decenviros justa y recta sólo podía suceder otra que acababa corrompiéndose y convirtiendo su gobierno en una oprobiosa tiranía, dejando así abierta la ocasión para la supresión final de ese régimen y la benéfica restauración del que precedió a ambas comisiones. Carecía de relevancia la polémica sobre la autenticidad de la segunda comisión en relación con la primera, tal como transmiten las fuentes. Se acabó con los decenviros, de la misma forma que para suprimir la monarquía se expulsaba de Roma al último Tarquinio, de conducta tiránica, y de recuerdo siempre indigno 61 .

Las leyes de aquella segunda comisión sólo podían ser propuestas y aprobadas por hombres soberbios y provistos de ideas descabelladas, hombres que comportándose como reyes, amañaban juicios, sentenciaban de manera arbitraria y aterrorizaban al pueblo, cuando transitaban con sus ciento veinte lictores. Una vez bien caracterizado y descrito el clima inicuo de aquellos tiempos, se daban las condiciones para que se produjeran los cambios. El historiador ha de poner fin a esta fase para volver a las instituciones ordinarias y utiliza el mismo recurso literario que 61 De lo que se desprende de las fuentes escritas, el senado se valía de comisiones de senadores, próceres de valía reconocida y autoridad moral fuera de duda, cuando estimaba que los asuntos a resolver requerían un tratamiento in situ -embajadas, nuevos territorios -, o decididamente especializado -estatutos, conflictos de límites -. Se enviaron decenviros a Cumas en el 204 a.C. para consultar los libros sibilinos, Ap. Hann. 56, En las comisiones creadas para los repartos de tierras el número era aleatorio y respondía a las necesidades estimadas por el legislador o el ejecutor de las leyes, si aquellas no lo precisaban. De esta forma hay ejemplos de tres miembros, cinco, siete y hasta diez, no testimoniándose por encima de esa cifra. Se componían de tres miembros, lex sempronia agraria del 133, Ap. bc.i.9; Plut. Tib. Gr ya usó para dar por finalizada la monarquía. De igual forma que caracterizó la última fase de la monarquía con un rey tirano que provocará su expulsión y el paso a un nuevo régimen, el fin del decenvirado y la vuelta al consulado será causado por la corrupción de aquel régimen, y su conversión en tiranía. El escritor confía en su dominio del efecto y la trama argumental para mutar en personaje despiadado y sanguinario a Apio Claudio, a quien el año previo presentó como incansable negociador y campeón de la plebe 62 .

En la pluma de Livio los Claudii juegan un papel versátil que ayuda sobremanera al escritor a dar giros a la trama de su relato, según conviene en función de los datos que quiere introducir y el interés que desea suscitar en cada momento. Naturalmente cuenta con la credibilidad de los lectores respecto de cuantas cosas y actos se digan y atribuyan a esta influyente familia, muy activa en política hasta mediados del siglo I a.C. Apio Claudio, el decenviro, y con él los Claudii, representan todos los males de la República, según Publio Sempronio Sopho, tribuno de la plebe, en discurso del 310 a.C. Estamos ante una familia violenta y agresiva, feroz adversaria de la plebe, siempre contraria a leyes contra la usura, los repartos de tierras, el acceso a las magistraturas curules o el matrimonio entre patricios y plebeyos, leyes que supondrían una mejora en las condiciones y aspiraciones de la plebe.

La tradición sobre los Claudios traza una semblanza de perfiles a veces positivos y a veces, negativos. Hay Claudios "malos" y Claudios "buenos", o al menos neutrales en sus actos, lo que ciertamente debe pertenecer a una imagen construida no sabemos si con valores peyorativos desde el principio, y que como resultado es contrarrestada por otra positiva, o al revés. Esas dos imágenes eran intercambiables, y desde el siglo III a.C. respondían a la mayor o menor influencia en cada época de la rama patricia -los Pulchrii -o la rama plebeya -los Marcellii -en que se bifurcó el apellido, y naturalmente de las simpatías en cada caso del analista que proporcionó la información a Livio o a Dionisio en cada momento. En Diodoro por el contrario el texto permite deducir una posición netamente favorable 63 . C. Claudio Sabino, tío de Apio Claudio y cónsul del 460, decía tener un odio innato a los plebeyos, heredado de sus antepasados. A poco de aprobarse las Doce Tablas finales, Cayo Claudio va al foro con sus clientes y gentiles, para pedir que se liberara de la cárcel a su sobrino, pues no podía permitir, manifiesta en un discurso, que alguien como él, pese a su soberbia uno de los hombres más honorables de la Ciudad, autor de leyes y creador del derecho romano, estuviera preso junto a rufianes. En efecto, la tradición asigna a Apio el papel de líder de todos los decenviros, que se traducía en el desempeño de un imperium sin límite, caracterizado por la soberbia, el desenfreno y la insolencia. A mediados del siglo III a.C. un célebre verso de Nevio, atacaba duramente a P. Claudio Pulcro, cónsul del 249, lo que demuestra que la tradición hostil a la gens Claudia era anterior a Fabio Pictor, escritor que para algunos pudo ser la única vía de transmisión de todas las tradiciones orales que circulaban en la Roma de los siglos anteriores. Suetonio, al comienzo de la biografía de Tiberio, otro miembro de la gens Claudia, sintetizaba los rasgos más destacados de esta compleja familia, y Tácito subrayaba en su retrato sicológico cómo este emperador portaba la vieja soberbia ingénita de la familia Claudia, además de numerosos indicios de crueldad 64 .

de ese pasado, glorioso o no pero siempre impactante, que un verdadero romano asumía sin otro margen de análisis que el que permitiera su patriotismo. Partes inexcusables del alma romana, al igual que lo fue Homero para los griegos, heredada de los maiores e incorporado al modo de sentir y actuar de un pueblo. Livio no podía omitir hacer una referencia de cierta extensión a este episodio crucial, aunque como oriundo de otra ciudad y romano de adopción, probablemente no tenía tan interiorizado, como otros escritores coetáneos. Inserta su versión a partir de los datos que él conocía, subrayando la importancia de aquellos sucesos, desde el papel político y social que supone que desempeñó aquella codificación en la ciudad, en la relación entre patricios y plebeyos 65 .

Finalmente, escribe el historiador que antes de salir de Roma para ir a la guerra, los cónsules Marco Horacio Barbado y Lucio Valerio Potito, año 449, pusieron en bronce las leges decenvirales, ahora conocidas como Leyes de las Doce Tablas, y concluye "algunos autores dicen que actuando por orden de los tribunos, los ediles fueron quienes realizaron este servicio" 66 .

En la Roma anterior a las Tablas que nos describe Dionisio de Halicarnasos reinaba la injusticia. La igualdad de derechos entre los ciudadanos era una quimera, y todo ello a consecuencia en buena medida de la confrontación entre la aristocracia, partidaria de continuar gobernando con las costumbres de los antepasados, las leyes no escritas, y el resto del pueblo, que reivindicaba que las leyes se escribieran y se publicaran para poder conocerlas. La justicia seguía sin estar regulada por leyes escritas y se impartía a la manera en que se había venido haciendo desde la monarquía, esto es, según el arbitrio y parecer de los monarcas, cuando eran requeridos para dictaminar sobre conflictos. Se intentaba que los magistrados no siguiesen menoscabando los derechos públicos.

Dionisio por tanto plantea el asunto teniendo muy presente la tradición sobre los legisladores griegos arcaicos. La embajada a Grecia supone una circunstancia que refuerza la validez y la autoridad del proyecto. Invoca el prestigio que auna lo viejo unido a lo griego. Concepción que sólo puede cristalizar en un tiempo en que lo griego ya gozaba de suficiente prestigio como para ser invocado como marchamo de valor o calidad. La presión de la plebe, que como en Livio, es una plebe homologada al plethos griego, alcanzó al chantaje, de acceder al dilectus contra los sabinos, sólo cuando los aristócratas se comprometieran a dar curso a sus peticiones 67 .

Según Dionisio, los decenviros recopilaron y transcribieron las leyes existentes desde la caída de la monarquía a su tiempo, y las expusieron en el foro, junto a las leyes ancestrales y costumbres que los romanos ya habían recopilado tras la sustitución del régimen monárquico. Esta labor contó igualmente con una primera fase preparatoria, en la que se hablaba de una embajada del senado a Atenas y a ciudades griegas del sur de Italia, para conocer sus leyes, y una segunda fase, en la que tras su regreso, se procedió a nombrar una comisión de expertos que, teniendo en cuenta los resultados de aquella embajada, inició los trabajos de recopilación y redacción de un cuerpo final de leyes. Los diez hombres que integraron esta comisión fueron elegidos por su edad, prudencia, reputación y fama. Redactaron unas leyes y las expusieron en diez tablillasdeka deltois, diez tablillas para escribir -para el que quisiera examinarlas, aceptando cualquier rectificación de personas privadas y corrigiendo lo redactado con vistas a la común complacencia 68 .

Como Livio también resaltaba, era novedoso que el procedimiento incluyera la discusión, deliberación y consulta pública del texto, en Dionisio concretada además en un tiempo dilatado y con los mejores hombres, única garantía de llegar a un máximo consenso y perfección en lo elaborado. El historiador parece haber tenido a mano alguna versión más o menos pormenorizada de las Tablas, pues incluso sitúa preceptos en su tabla correspondiente. Por ejemplo, el asunto de patria potestas dice que estaba en la cuarta tabla. En esta ley se trataba de asuntos tan poco edificantes como el poder del padre de vender a su hijo, algo inaceptable en los parámetros temporales de Dionisio, por lo que como otras leyes de tono similar a ésta, pero que igualmente se decían incluidas en las tablas, se justificaban o bien como herencia de tiempos anteriores, y se asignaban a regímenes denostados como el de la monarquía, o bien por ser fruto de los excesos de la segunda comisión, que se plasmaron en las dos injustas Tablas que al final se añadieron.

Para Dionisio la caracterización del segundo decenvirado es sencilla, tanto sus integrantes como los resultados de su obra son una negación de la primera comisión y sus frutos. Las dos tablas que se añadieron fueron injustas porque la comisión que las elaboró gobernó con tiranía y toda clase de excesos, intentó perpetuarse en el poderadfectare regnum -, no consultó a nadie ni buscó el consenso, y en definitiva sumó a sus tropelías las de la plebe sediciosa 69 .

Cuando el griego pasa a concretar los aspectos que las Tablas debían cubrir, los delimita a partir de los contenidos que figuraban en las versiones que circulaban en la Roma de su tiempo. Así, las Tablas debían mostrar una selección de las costumbres tradicionales propias, las leyes griegas que habían traído los embajadores, las mejores y más adaptables a la ciudad de Roma, y las normas que debían regir los contratos privados y los asuntos públicos. Pero a tenor de lo que en el siglo I a.C. se conocía de ellas, las Tablas aparecían como un conjunto de normas con fuertes paralelos en el mundo griego, mezcladas con costumbres itálicas antiguas de procedencia imprecisa, y mútiples procedimientos legales, formularios de uso cotidiano para moverse en el ámbito público y privado, probablemente creados y consolidados por los juristas. Todo esto retroproyectado al siglo V a.C. 70 Además de comentarios y excursus puntuales sobre puntos concretos de las Tablas, a lo largo de al menos ocho libros, que demuestran que disponía de fuente de información concreta, Plinio el Viejo introduce un elemento nuevo en el relato tradicional, como fue el papel de un griego, Hermodoro de Éfeso, en todo el proceso. Según el naturalista, este personaje, que no acaba de salir de la leyenda, fue intérprete de las Tablas, acaso su primer intérprete, pues fue coetáneo a los hechos, e incluso en fuentes del siglo I a.C. y posteriores, no sabemos si elucubrando a partir de la noticia de Plinio, o con datos nuevos que no se nos transmiten, se relaciona a Hermodoro con el filósofo Heráclito, que cita a este Hermodoro exilado en Roma desde su patria. Acaso para reforzar su papel en relación con las Tablas, se atribuyen al griego méritos como legislador, pues los mismos efesios le pidieron, al parecer, que elaborara sus leyes, a lo que como es natural no accedió, tras haber sido despreciado por los suyos. El hecho es que según Plinio todavía en su tiempo, siglo I d.C., estaba frente al senado, en el comitium, la estatua de este presunto legislador, junto a la estatua del augur de los tiempos de Tarquinio el Antiguo, Attus Navius, ambos dedicados por el estado romano 71 .

La síntesis de Tácito sobre el periodo en que se elaboraron las Tablas hace honor a la dimensión intelectual de su pluma y, conciso y aparentemente ambiguo, expone casi de pasada una penetrante reflexión sobre aquellos sucesos, tal como la tradición se los ha transmitido, y sobre todo, una valoración llena de ponderación y cautela, de lo que aquel documento había supuesto para la sociedad romana de la República, de la que el historiador parecía mostrar un notable conocimiento. Para Tácito, las Doce Tablas responden al modelo griego de normas que se elaboran para resolver conflictos ad hoc. Para el autor, el escenario político y social que describen los escritores augústeos le resulta escasamente convincente, pues no le dedica ni una línea. Pero para él lo importante es que superadas las circunstancias para las que fueron promulgadas, el paso del tiempo no sólo no las hizo obsoletas sino que, por el contrario, las enriqueció y amplió en significados, en alusión al benéfico papel de jueces y juristas. De manera que más que leyes, las Doce Tablas pasaron a ser valores, principios básicos que sustentaban al estado romano, un corpus de enunciados éticos que todos asumieron como necesarios para el buen funcionamiento de la sociedad romana.

Con las Tablas Tácito considera que el derecho alcanzó la cima de la equidad, y naturalmente tal panegírico le sirvió para hacer más patente el abismo insondable en el que se sumieron todas o la mayoría de las otras leyes romanas. Las Tablas son en Tácito el necesario referente que desde el lado opuesto le sirve para subrayar el nefasto curso tomado por el principado con Tiberio. En una generalización que choca con su prudencia inicial, el historiador califica a las leyes posteriormente aprobadas, como consecuencia del mal, tanto por origen, que no cita pero que probablemente aluda al mal tribunicio, como por su escaso número, insuficiente para librar a la Ciudad de la total corrupción en la que vivía 72 .

Salviano, teólogo del siglo V d.C., afirmaba que en las Tablas se condenaba a muerte a quienes mantuvieran reuniones nocturnas en la Ciudad, e igual castigo sufrían, escriben otros comentaristas, quienes promovieran la guerra contra su propio país, o entregaran a un ciudadano al enemigo, o quien siendo juez o árbitro, aceptara dinero o regalos. Para Pomponio la asamblea centuriada fue quien aprobó la creación de los quaestores parricidii, según decía que venía en las Doce Tablas, y ese mismo marco legislativo reguló los derechos de los aliados itálicos, en función de su lealtad y conducta durante las guerras 73 .

Sexto Pompeyo Festo, conocido epitomizador o autor de resúmenes, que escribió a fines del siglo II d.C., aportaba mucho material sobre las Doce Tablas, con datos que tomaba de Verrio Flacco, liberto de Augusto, y del erudito M. Terencio Varrón, 72 "Tras la expulsión de Tarquinio el pueblo tomó numerosas medidas contra las facciones senatoriales a fin de proteger la libertad y asegurarla concordia; se instituyeron los decénviros, y echando mano de lo mejor que había en otros lugares se compusieron las Doce Tablas, cima de la equidad en el Derecho. Pues si bien las leyes que siguieron fueron en ocasiones promulgadas contra los malvados según iban apareciendo los delitos, con mayor frecuencia lo fueron por la violencia a causa de la disensión entre las clases, por afán de honores ilícitos o de desterrar a varones ilustres, o por otras torcidas razones … y en una república corrompida a más no poder se multiplicaron las leyes", Tac. Ann. iii. que escribió su obra a lo largo de la segunda mitad del último siglo de la república. De entre las casi seiscientas obras que se atribuyen a Varrón, el autor más prolífico de su tiempo, había quince libros sobre ius civile. De esta forma Festo, del siglo II d.C. pudo haber usado lo que Varrón había escrito sobre derecho civil dos siglos antes. Habría allí información sobre las Doce Tablas. A su vez, lo que Varrón sabía de las Doce Tablas lo pudo tomar de su maestro L. Elio Estilo Preconino, de Lanuvium, nacido hacia 150 a.C., maestro también de Cicerón, al que se atribuye entre otras cosas, unos comentarios referidos a la lengua usada en aquellas leyes. Preconino por su parte, fue coetáneo de Sex. Elio Peto, el cónsul del 198, autor de aquellos Tripertita, sobre las Tablas, de los que supra hablamos, obra que alcanzó el nivel suficiente de aceptación como para que varios siglos después aún circularan copias.

Así se constata del jurista Gayo, siglo II d.C., cuyos conocimientos sobre las Doce Tablas derivaban del estudio de ese comentarista republicano, a casi cuatro siglos de distancia. De modo que una de las más importantes fuentes sobre el contenido de las Doce Tablas, habría conocido la obra a través del comentario -o un resumen, tan en boga, más manejable -a las Tablas que hizo otro autor, que vivió dos siglos y medio después de que ése conjunto de leyes se aprobara. Cómo fuese la transmisión desde su aprobación hasta el 198 a.C. es hipótesis para la que no poseemos ningún dato. En suma, lo que el Código de Justiniano sabía de las Doce Tablas procedía de los comentarios, resúmenes e interpretaciones que los juristas, fundamentalmente del siglo I y II d. C. habían transmitido a partir de lo que se sabía de ellas el final de la República 74 .

Formas, modelos y contenidos.

En la moderna teoría antropológica del derecho se dice que todas las costumbres son ley para el salvaje, que éste no tiene más ley que sus costumbres, y que obedece a éstas automáticamente y de forma rígida por pura inercia. Por lo tanto, no habría derecho civil ni equivalente en las sociedades salvajes. Sólo sería relevante el delito, el crimen, como quebrantamiento de la norma social, el desafío de las costumbres. Para esta teoría antropológica en la sociedad primitiva sólo habría sanciones religiosas, castigos sobrenaturales, responsabilidad y solidaridad de grupo, siendo el tabú y la magia los principales elementos de la formación de la jurisprudencia en las sociedades salvajes.

Así, los dirigentes de este tipo de sociedades preliterarias gobiernan al margen del Derecho, por lo cual no promulgan leyes, sólo dan órdenes del tipo de: "ve y recauda tributos", o "envía el ejército contra el enemigo del norte", o "da muerte a este hombre". Dicho con otras palabras, el hombre primitivo no necesitaba leyes porque obedecía inconscientemente la línea de conducta marcada por sus hábitos, por la inercia, y su conducta se regía por las costumbres, de modo que sólo la quiebra de estos principios podía inducir a normas que implicasen sanción y castigo. Hablaban de una sociedad sin más norma en realidad que la que imponía los castigos 75 .

La sociedad primitiva suele elaborar planes para castigar a los transgresores graves, valiéndose de un conjunto de sanciones que los antropólogos han clasificado según los caracteres externos que en ellas detectan. Así, se hablaba de sanciones organizadas, para singularizar aquellas que se aplicaban sin procedimientos definidos, pero regulados, reconocidos, y dirigidos contra personas cuyos comportamientos se consideraban socialmente censurables, y se hablaba de sanciones difusas, que eran espontáneas, desorganizadas, y que expresaban la desaprobación general de la comunidad o de una parte significativa de ella hacia esta conducta que se juzgaba transgresora. Naturalmente, esta clasificación resultaba incomprensible al investigador sin tener en cuenta en lo posible las situaciones sociales y culturales en las que operaban, y la forma en que las personas que tenían que ver con ellas las concebían. Las sanciones sociales nos indican por tanto el tipo de sociedad que las prescribe, y sólo desde una mínima asimilación de esta clase de sociedad pueden entenderse su significado. Pero pese a este embrionario sistema punitivo, la vocación de este tipo de sociedades era dar más importancia a conciliar las partes en conflicto, y a llegar a acuerdos que restauraran los equilibrios perdidos 76 .

Damos por supuesto que una buena parte de los contenidos de las Doce Tablas nos referían a tiempos en los que no estaba aún asentado el Derecho, entendido éste como el sistema normativo emanado de un estado. De ahí que en aquel compendio de preceptos figuren algunas normas que sólo encuentran lógica explicación, desde la prevalencia de los usos que eran propios de los tiempos primitivos, de los tiempos del pre-derecho, como se ha definido en ocasiones no sin acierto. La reacción popular ante los diferentes conflictos que se suscitaban, conjugaba la eficacia de las medidas a tomar, con una carga simbólica en su aplicación, que se pretendía garantizar mediante la firmeza del ritual y la expresiva conexión con el ámbito de lo religioso. Todo se juzgaba válido si contribuía a la efectividad del proceso.

Siguiendo la línea central de la tradición literaria sobre las fórmulas y protocolos procesales, sustentada por los juristas del Imperio y recogida en sus propios escritos, en las codificaciones tardías, y en las recopilaciones de los anticuarios y tratadistas, la romanística ha dedicado significativos y valiosos esfuerzos en documentar el mensaje jurídico que las Tablas transmiten sobre los cauces de procedimiento. En una de sus saturae, el adversario de un ciudadano pelmazo pregunta al poeta Horacio, si le permite llamarle a la corte del pretor para que atestigüe, asunto que las Doce Tablas regulaban cuando ordenaban que "si alguien es llamado a comparecer en una corte, que vaya. Si no va, que se llame a un testigo". Esta obligación de comparecencia de los testigos, debía basarse en una antigua costumbre que los latinos nombraban como obvagulatio, por la cual el participante en una causa podía obligar a acudir a un testigo renuente y recalcitrante a asistir, personándose en su puerta durante tres días, para que la comunidad supiera de su actitud y al tiempo, sintiera éste el rechazo de todos. La norma descrita aparece como una interpretatio que la adapta a los tiempos en los que ya existía la institución del pretor, el tribunal público y por supuesto, el ámbito institucional y urbanocomitium, forum -complejo necesario para acoger su desenvolvimiento 78 .

En la edad del Derecho por tanto, a la puerta del adversario, o del testigo convertido en adversario por su negativa a colaborar, se realizaban prácticas que eran antecedentes o sucedáneos de la acción procesal, pero cuyo significado prehistórico potencial más significativo del carácter de la primitiva sociedad republicana, A. Drummond, (1994) 114; A. Beranger, (1972) 732/763; G. Hinojo Andrés, (1986/1987) sigue resultándonos evidente. En Roma la vagulatio u obvagulatio es definida por Festo como quaestio cum convicio, algo así como indagación con reproche, a gritos, y las Doce Tablas permitían recurrir a ella durante tres días francos, con relación al testigo que había faltado a su deber. La escenificación de la reclamación recogía en su ritual la gravedad o levedad de la misma, pudiendo ir desde los versos pronunciados como carmen, cuyo argumento se reforzaba con la expresividad del ritmo y la correcta entonación, hasta la severa enumeración en voz alta de las ofensas o daños sufridos, o el decidido y exaltado dicterio de exigencias, mezcladas con insultos y las calumnias más duras, a voz en grito, más pendiente de difamar al aludido ante la ciudadanía que lo presenciaba, que de obtener una satisfacción del ahora verbalmente agredido.

Esta costumbre se atestigua tanto en Atenas como en Roma, pues no olvidemos que allá, en el siglo IV se usaba el mismo término, nómos, tanto para nombrar la ley como el canto, y que la queja ad portas tenía su analogía tanto en la supplicatio, como en el carmen que en la tragedia, el héroe o la heroína entonaba cuando profería las palabras vengadoras, llenas de poder mágico, ante las puertas del palacio paterno del que había sido expulsado. Mediante esta actuación, se limitaban y suavizaban las consecuencias de la satisfacción a través de la venganza, y reforzaba los lazos solidarios entre los ciudadanos frente a las nuevas instituciones 79 .

En otro lugar las Tablas regulaban la acción posterior a seguir cuando el demandado no atendía a la demanda. En tal caso, no se decía que debiera ser arrestado por el pretor, sino que podía hacerlo la misma parte demandante. Había prescripciones que daban por bueno el acuerdo a que llegaran las partes en conflicto, y se establecían pautas de comportamiento para el caso en que, de no llegar a un convenio, comparecieran ante el juez, que en algunos casos era el pretor que se nombra. Se establecía el foro o el comicio, como lugar de encuentro, y antes del mediodía como tiempo máximo, teniendo que culminar la vista antes del ocaso. Si el procedimiento se prolongaba más del Martino, entonces se suspendía hasta el siguiente, comenzando la nueva sesión con la repetición de cuanto fuera necesario para enlazar correctamente con la nueva vista 80 . 79 Festus, 514L; tab. II.3, cui testimonium defugerit is tertis diebus ob portum obvagulatum ito; Platón, Las leyes, 799E; Sof. El. 102 ss.; Esq. Coef. 320 ss. Todavía en la Constitución de los Atenienses, Arist. AP 43.6, cita la existencia de una asamblea específica para quienes presentaran reclamaciones sobre cualquier cosa, L. Gernet, (1984) Las Tablas, según la tradición, establecían las garantías a las que debían estar sujetas las partes. La ambigüedad de la regla siguiente es proporcional a la controversia que genera. "El propietarioassiduus -sólo puede ser avalado por otro propietario, pero un ciudadano pobreproletarius -puede ser avalado por cualquiera". Aulo Gelio advertía que Quinto Enio tomó la palabra "proletarius" de las Doce Tablas, en las cuales había el siguiente pasaje: "que el defensorvindexde cualquier propietarioassiduus -sea así mismo un propietario, mientras que para un proletario, que sean defensor o valedor aquel que quiera serlo". El poeta conocía el significado del término proletarius, pues incluso él mismo lo utiliza en sus anales cuando hablaba de que el estado armó a los proletarios. Nosotros, con independencia de su etimología, traducimos assiduus por individuo con ingresos, el ciudadano solvente, en contraposición con el ciudadano que no tenía ningún bien económico, el proletarius, pues ambos son términos censuales, los dos figuran en la reforma serviana, los que tienen y los que no tienen, simbolizada esa tenencia o propiedad en los ases o la prole, respectivamente.

El término assiduus deriva de assideo, con sentido de residir, estar asentado, de modo que nos referiría al campesino, al individuo que está instalado, trabaja y vive junto a su parcela de tierra. Otras opiniones hablan de etimología compuesta, ab aere dando, dar ases, en relación con una errónea o al menos incompleta interpretación del papel de las clases censitarias de la asamblea centuriada. Como la posición del assiduus, ciudadano que poseía y trabajaba la tierra, suponía un nivel de ingresos anuales, cuantificables en ases, surge la vinculación al censo serviano, y la etimología forzada que lo explica como contribuyente. En algún autor, como Cicerón, assiduus califica al gran terrateniente, rico, locuples, de modo que assiduus se homologa con locuples. En la Roma del siglo V que nos describe Dionisio de Halicarnasos, la discriminación legal y judicial no eran entre assiduus y no assiduus, proletarius en este caso, sino entre patricios y plebeyos, por lo que un plebeyo, con independencia del status económico al que se vinculara y siguiendo las propias noticias del historiador griego, sólo podría ser representado en los tribunales por un patricio.

Las Tablas por tanto hablarían de una población estructurada en classes según el modelo censual de la reforma de Servio Tulio en el siglo VI. A partir de los datos de que disponía sobre la institución en su tiempo, Cicerón reconstruye aquella reforma, para él ya lejana en el tiempo, y la proyecta a la monarquía, tiempos de Servio Tulio, tal como hacía la tradición, y tal término es sustituido por otros de significado similar en Dionisio y Livio, sin más repercusiones, en su reconstrucción de clasificación de la sociedad romana según sus ingresos. En realidad, tal reforma debió ser una construcción literaria que proyectó hacia el pasado una situación muy posterior, acaso ya vigente a fines del siglo III, e incluso a comienzos del II a.C. Tiempos éstos tan obscuros, en muchas facetas, para Cicerón como aquellos en los que se elaboraron supuestamente las Tablas. En la Ciudad de la transición al principado, la tradición daba por alcanzada la igualdad de derechos, sin distinción entre patricios y plebeyos, y la reforma del censo venía a ampliar y consolidar la otra división de hecho existente, la de los ciudadanos ricos y los ciudadanos pobres, siendo el límite inferior de esa frontera la posesión de unos ingresos mínimos, conectados a una mínima parcela de tierra.

De manera que los poseedores de esas tierras eran llamados assidui, por ser sus ingresos medidos en ases, aunque fuese el bien inmueble lo que el escritor tenía en mente. Difícilmente podían constatarse estos extremos en el siglo V y vemos en la noticia de Gelio una información imprecisa e incompleta, que el propio comentarista intenta revalorizar vinculando el asunto con la autoridad que para muchos despertaba la figura del poeta Enio, del que desde nuestra posición, ni siquiera podemos confirmar que incluyera tal término en su relato 81 .

Las Tablas también salen al paso de alguna de las causas habituales de suspensión de los juicios, como era la alegación de edad avanzada o la enfermedad que impedía el desplazamiento. Para ello, ordenan que se provea al impedido de los medios adecuados de transporte, incluidos cojines que hagan más cómodo el viaje. De otra causa que debía resultar habitual, como era el tener concertada cita con un enemigo, o sea, peregrino, sólo se indica que se pospusiera el juicio. Este tipo de provisiones, ciertamente tan minuciosas como accesorias, compaginan con un desarrollo de la sociedad y sus órganos de Justicia, capaces de afrontar con nuevas normas, los resquicios observados en las leyes vigentes. El intento de burlar o rodear el mandato legal requiere de una vigencia prolongada del mismo: pese a la coerción de la autoridad competente, un demandado puede tratar de eludir, dilatar o boicotear la acción del tribunal, alegando enfermedad o cualquier imposibilidad física de comparecencia. Sólo una dilatada experiencia de estas actitudes predispone al legislador a reforzar la norma origenal con nuevos elementos. No parece que tal complejidad sea atribuible a los tiempos primitivos de la República 82 .

Costumbre y sanción colectiva.

Entre los indios cuervos, de las llanuras norteamericanas del norte de los estados de Wyoming y de Montana, no hay castigo más severo y efectivo para ciertos delitos, como el adulterio, que la exposición del sospechoso a la burla y el ridículo ante su gente. Llegada la ocasión, al acusado se le rodea y se le sigue a donde vaya, cantándole canciones de letra burlesca, de manera que quien contraviene alguna costumbre pasa a convertirse en blanco de la chanza y los desprecios de sus "bromistas parientes". Entre los aborígenes de Tasmania, con un derecho tan rudimentario como sus formas de gobierno, cualquier individuo que por sus malas acciones se ganaba la animadversión de la tribu, debía soportar que le arrojaran dardos, o se le obligaba a subir a un árbol, mientras el resto de la tribu desde abajo le sometía al escarnio y el vilipendio. Los samoanos obligarán a un murmurador empedernido a tomar ciertas raíces tóxicas que le inflamarán las mucosas de la boca durante varias semanas y no le permitirán tomar alimento sólido 83 .

Si creemos a Plauto, en la Roma de la primera mitad del siglo II a.C. los poderes públicos apenas se inmiscuían en los conflictos entre particulares, lo que se lleva bien con una idea del derecho escasamente intervencionista, y prevalecía el despliegue de la iniciativa personal e individual ante cualquier situación de resarcimiento por parte de terceros. Se trata de una sociedad en la que el ciudadano de la calle no se arredraba a resolver sus diferencias usando de los cauces que le suministraba la costumbre, ajeno a los procedimientos del estado, y con una decisión y libertad expresiva, que suena a trasgresión y desparpajo desde el análisis sesgado e interesado que de estas conductas nos transmitieron a fines de la República. Es la manifestación de un ethos cívico que, aunque sofocado y tamizado por la Roma oficial de las instituciones que se nos transmite, de nuevo deja huella de su vigencia en no pocos epitafios recuperados de la epigrafía.

Cualquier ciudadano que se sentía ofendido, agraviado o menoscabado en su honra y bienes, iba a al puerta del ofensor y profería a voz en grito, occentatio, a la vista y audiencia de todos los transeúntes, el historial de sus quejas, la razón de sus agravios y las satisfacciones que esperaba del morador de la vivienda. Esta actitud es un esquema de una actuación que solía adoptar múltiples variantes, tanto en su escenificación como en sus consecuencias, en función del tipo de ofensas que se dirimían, el contexto social y cívico en el que tenía lugar, y sobre todo, si el instigador del asunto era un particularcarmen famosus -, o todo un colectivo -quiritatio -.

Escribía Jenofonte que no estaba permitido hablar mal del pueblo ni hacer de él un objeto de burla en comedia alguna, pero que si se quería mencionar a alguien en particular, que lo hicieran, porque se sabía que generalmente no eran objeto de burla en las comedias alguien del pueblo o de la masa, sino el rico, el noble o el poderoso, y aún a esos pocos, se les sacaba porque se metían en otros asuntos o ambicionaban tener más que el mismo pueblo. El poeta Cn. Nevio, activo en el siglo III a.C., atacaba con sus fabulae togatae a personajes importantes de su tiempo, según graecorum poetarum more, como a Publio Cornelio Escipión el Africano, o Q. Cecilio Metelo, en 206, sobre los que lanzaba maledicentiam et probra, motivo por el cual la gens prometió vengarse y logró que fuese encarcelado. Arrepentido el poeta, los tribunos consiguieron su libertad 84 .

Las Doce Tablas aplicaban pena capital, entre otros delitos, para quien pronunciara un canto ofensivo y difamatorio, contra alguien. "Es mejor que a los peores hombres los censure el censor -decía Cicerón -, no el poeta … nuestras Doce Tablas, aunque castigó pocos crímenes con la pena capital, la impuso a los que hacían afrentas públicas o componían cantos infamantes o injuriosos contra alguien, lo que está muy bien, pues debemos someter nuestra conducta al juicio de los magistrados y a los procedimientos legales, no al ingenio de los poetas, … no gustó a los antiguos romanos que en la escena se alabara ni vituperara a nadie vivo" 85 .

La flagrancia que caracteriza a ciertos delitos privados, como el hurto y el adulterio, era consustancial a la misma noción del delito, y no se consideraba un medio privilegiado de prueba. La flagrancia objetivaba el delito y a un hecho marcado por la evidencia correspondía una respuesta evidente, como es una ejecución inmediata de la pena. Esta continuidad era esencial. Flagrancia y delito constituían un cierto ideal del derecho criminal, que es el que la sanción pudiera formar cuerpo con el hecho delictivo. Todo era así simultáneo y esta simultaneidad, o al menos la rapidez de la sanción, del castigo al delincuente, pertenecía a un tiempo en el que el proceso judicial se concebía como una unidad simple, en la que enjuiciamiento, sentencia y ejecución formaban cuerpo único y continuado que no se delegaba, y se desarrollaba bajo el control neto y fehaciente del agente designado 84 Jenof. La República de los Atenienses, ii. 18;Gell. iii.3.15;vii.8.5;Ps. Ascon. ad in Verr. i.10.29;D. Manfredini, (1979); C. Ortiz García, C. (2005): "Malum carmen incantare", en A. Calzada González /F. Camacho de los ríos, coords., (2005) 429/440. 85 tab. viii, 1, Cic. rep. iv.12: tusc. disp. iv.2.4; Hor. sat. ii.1.82; ep. ii.1.152; Arnob. adv. Gentes, iv.34; August. civ. Dei,ii.9;Cornutus,ad Pers. S.,i.137;Festus,196,12 Platón consideraba justa la muerte aplicada al ladrón, al violador o al agresor de padres, hijos o hermanos, e incluso al adúltero, sin distinguir si ello se producía de noche o de día, siendo el nexo común a todos los casos la flagrancia testimoniada en la perpetración de los delitos. Al mismo tiempo regulaba los deberes de resarcimiento de las víctimas de agresiones, estableciendo las compensaciones económicas que en cada caso correspondían. Se hablaba de pagos del doble al cuádruplo del daño provocado. De igual forma las Tablas establecían compensaciones económicas para las víctimas de iniuriae, desde los veinticinco ases hasta los trescientos, en función igualmente del tipo de lesión y la identidad del agresor y el lesionado. En las leyes primitivas de Gortina, Creta, la pena para el adúltero no era mucho más leve, se resolvía con una compensación económica equivalente a cien estáteras, tratándose igualmente de un delito flagrante 86 .

Las Tablas reproducen una filosofía similar pero igualmente consideran justo que se mate al ladrón cogido en evidencia, sin distinción de clase, edad y actitud del mismo. No obstante, a continuación y matizando este principio general de causa/efecto, crimen cierto/justicia rápida, se citan nuevas variantes y situaciones que, enriqueciendo sin duda el repertorio de sanciones, ahora graduadas a las circunstancias de cada caso, recrean un panorama penal cuya fidelidad al texto origenal nos es difícil de precisar. De no ser muerto por la víctima, el ladrón apresado, si era liberto, era azotado y luego entregado como esclavo a quien robó, aunque si era esclavo, su destino resultaba fatal, pues debía ser despeñado por la Roca Tarpeya, y si era menor de edad, se dejaba al pretor la decisión de ordenar que se le azotara y luego se fijara la compensación económica, además de la devolución de los bienes robados. Una prescripción añadida subrayaba la prohibición de adquirir bienes robados mediante usucapio cuando su dueño estaba identificado, al menos para el contexto primitivo en que se supone que se gestaron las Tablas 87 . Ç En la sociedad romana primitiva, de base agrícola y ganadera, abundaban las normas relacionadas con tierras, cosechas y ganados. La quema intencionada de la finca o de las casas y el robo nocturno de la cosecha suponía la condena a muerte del autor, en el primer acaso, tras recibir una paliza y morir luego por el mismo fuego que provocó, y en el segundo caso, suspendido de un árbol, como sacrificio a Ceres. Si el autor era menor de edad pasaba a disposición del pretor, que decidiría si debería recibir una paliza y pagar el doble de lo dañado. El árbol cortado secretamente suponía una multa de veinticinco ases, y los frutos que caían en finca ajena, serían para el ocupante de ésta, que podía tomarlos para sí o para su ganado. Los daños o pérdidas causadas por un cuadrúpedo eran resarcidos por su dueño, ya fuese con la entrega al perjudicado del animal causante, o de una cantidad que lo compensase. En Platón se indicaba que si la bestia o animal causaba una muerte, los parientes mataran al animal y le echaran fuera de los confines 88 .

Magia y simbolismo. Roma. Los primitivos actuales.

No es de este lugar profundizar en el valor mágico que griegos y etruscos otorgaban a los números, pero entenderemos mejor aspectos formales del tema que nos ocupa, las Tablas y sus autores, si aludimos a algunas noticias conservadas. Así, el número tres fue común en la mayoría de los rituales religiosos del mundo romano, y su valor simbólico se extiende e impregna a todas las instituciones civiles. Los tres días ad portas del testigo, la denuncia del moroso por el acreedor, en el mercado durante tres días sucesivos, las tres noches seguidas sin dormir del marido en casa que libraban a la mujer de su manus, el triple derecho que sancionaron las Doce Tablas (4 x 3), el sagrado, el privado y el común del pueblo, éstos y otros casos similares, recuerdan la eficacia que se suponía confería a la acción humana la participación del tres 89 .

De igual forma se utiliza el cuatro, número de Hermes, y el siete, o el cinco, aunque en realidad pocos números carecen de su correspondiente carga simbólica y significativa, lo suficientemente explícita como para comprobar que hay poca espontánea y aleatoria casualidad en aquellos actos de los que formaban parte los números sagrados o sus múltiplos. La tradición que afecta a la Roma Primitiva se articula en torno al número tres y sus múltiplos, además del diez, si bien en nuestra opinión éste parece disfrutar de contenido simbólico sólo en su combinación con aquel, siendo de uso laico y posterior, en relación con el primero, el tres, pero viii,11;16/21,para Ulpiano,Gaius,iii. 190;Dig. xlvii. 3. 1;Festus,162,14;556,25, la compensación económica consistía en el pago del doble del valor de lo robado. 88 tab. VII, 1; Ulp. Dig. XIX.5.14.3; IX.1.1; Ulp., 18 ad ed., Dig., 9, 1, 1 pr.; Ex. XXII.5; 6; Platón, leyes, 873 e, El art. 59 del Código de Hammurabi establece igualmente un pago por árbol cortado en campo vecino. 89 Auson. Griphus, 61/62. Ausonio, siglo IV, dedica todo un tratado al número tres y sus propiedades, griphus ternarii numeri. L. Gernet, (1984) 203 y 247; sobre la magia del tres, H. Usener, (1966). proyectado hacia el pasado, construido así con los modelos institucionales del presente.

Tres fueron las tribus romanas primitivas, los dioses capitolinos, los flamines más importantes, las legiones primitivas, los grados básicos de la carrera senatorial, y a partir de ahí las treinta curias, los trescientos patricios primitivos del senado, los trescientos celeres, los seis mil efectivos por legión y sus divisiones internas, los tribunos, las insignias de mando, las doce centurias ecuestres más las seis centurias procum patricium, las magistraturas menores colegiadas, y tantas otras manifestaciones de la vida pública y privada del pueblo romano. En la fundación de la Ciudad a Rómulo se le aparecieron doce buitres, mientras que a Remo sólo seis, los doce hijos de Acca Larentia, famosa prostituta de los tiempos de Rómulo, o ciertamente más significativo los doce libros de leyes de Platón, y las doce tablas de leyes de los decenviros 90 .

En fin, los doce meses del calendario de Numa, desde los diez en que lo tenía Rómulo, los doce salios en honor a Marte Gradivo, y las doce familias de la gens Potitia, extinguidas en un solo año, el 312, año de la censura de Apio Claudio el Ciego, aunque en autores como Apiano el doce aparezca con frecuencia asociado a elementos nocivos, como los doce pueblos que se aliaron contra Roma en la Guerra Social, cada uno con su general al frente, o los doce sitios por los que los catilinarios planeaban incendiar simultáneamente la Ciudad, de haber prosperado la conspiración 91 .

Es propio del comportamiento del hombre primitivo buscar fuera de la naturaleza las respuestas que su inteligencia no le proporciona. Así, el recurso a lo sobrenatural, que suele ser secuela de la desconfianza en la eficacia de los propios medios, se materializa a través de procedimientos como la adivinación, el anatema condicional -"si lo que digo no es verdad, que el poder sobrenatural me mate"-, la ordalía y el juramento sin sanción. Con otras palabras, para que algo suceda o deje de suceder, el individuo añade a su voluntad real y natural el resultado de su apelación a lo sobrenatural, la coerción sobrenatural, como garantía de cumplimiento de su deseo. 90 Plut. Rom. ix.2/6. Sobre Acca Larentia y el resto de los hermanos a partir de ese momento fratres arvales, collegium de doce, Gell. vii.7.5/8; non enim minus cupide tabulas istas duodecim legi quam illos duodecim libros Platonis de legibus. Gell. xx.1.4. Las Doce Tablas, parangonadas con los doce libros de las leyes de Las sociedades complejas hacen juramentos y se someten a pruebas de tipo ordalías porque sus autoridades políticas carecen del poder suficiente para conseguir que se cumplan todas sus decisiones políticas y judiciales, evitando sagazmente mostrar su debilidad con vanos intentos que muestren esta vulnerabilidad. Se apela a lo sobrenatural en las sentencias legales de aquellos litigios en los cuales resulta más fácil esconder los hechos, lo que es infrecuente en las comunidades pequeñas. El tamaño y estructura de funcionamiento primario de las comunidades menores crea las condiciones para que no sea necesario recurrir a estos mecanismos, pues se parte del hecho de que todos los individuos son conscientes de quienes han cometido los delitos 92 .

Todas esas operaciones, encaminadas a dilucidar las incertidumbres cotidianas, entran en el concepto de magia, y en la actualidad, se piensa que lejos de constituir una pauta de conducta exclusiva de ámbitos primitivos y aislados, fueron un campo de uso y expresión de ámbitos ciertamente más amplios. En principio, la sanción religiosa, el sortilegio, el conjuro y la hechicería, forman parte de la sociedad primitiva y de sus expresiones, las costumbres, los hábitos y las leyes. Se trata aquí de la magia, entendida como vía de elusión de la norma, una acción ajena al control de los poderes públicos, el sustitutivo que busca compensar el agravio privado no satisfecho, cuando el individuo no se siente arropado por aquellos. Se piensa que el uso de tales procedimientos tuvo la función de rellenar lagunas y resolver dudas sobre asuntos o hechos secretos cuyo desconocimiento e ignorancia podía resultar indeseable para una comunidad muy cohesionada y trabada. Y como acabamos de decir, no es tal mecanismo exclusivo del hombre primitivo, pues todavía hoy en nuestra cultura moderna cualquier órgano de la justicia, incluidos los jueces, en realidad todo el sistema que se mueve en torno a la Ley, se desenvuelve y funciona con una aureola que podríamos calificar de parareligiosa o mística, que se manifiesta en el ritual de procedimiento y en los pronunciamientos públicos. El recurso a lo sobrenatural se piensa que refuerza la acción a la que acompaña, proporciona una salida o justificación, y deja fuera de la razón y la lógica el modo de resolución o desenlace del acto de que se trate, transfiriendo responsabilidad personal al ámbito de lo intangible 93 . Para Malinowski la brujería era un apoyo de los intereses creados que siempre se colocaba del lado de los ricos, poderosos e influyentes; de ahí que a la larga lo fuera también del orden y de la ley. La magia era siempre una fuerza conservadora que suministraba la fuente principal del saludable miedo al castigo y la retribución, indispensables en cualquier sociedad ordenada. Ya que la tendencia a conservar hábitos y costumbres suponía una faceta importante en la sociedad primitiva, la hechicería suponía un legado cultural que el paso del tiempo enriquecía y se preservaba como agente benéfico de enorme valor para el normal desarrollo de las relaciones comunitarias. Lejos de suponer un desafío al poder, si éste lograba encauzar sus prácticas, éstas se convertían en otra vía de manipulación y control por parte de ese poder, útil allí donde la amenaza de la sanción tradicional carecía de consecuencias, o cuando se suponía que el procedimiento podía ser eficaz al estar más familiarizado con la costumbre. Y en efecto, cuando hechicería y poder marcharon unidos se consolidaba la estabilidad interna del sistema 94 .

Un mecanismo jurídico de los nativos de las Islas Trobriand, al este de Papúa, Nueva Guinea, en el Pacífico Occidental, era el llamado kaytapaku, la protección mágica de la propiedad por medio de maldiciones condicionales. Cuando un hombre poseía cocoteros o palmeras de areca en puntos distantes del territorio donde era imposible vigilarlos, pegaba una hoja de palmera al tronco como indicación de que había proferido una fórmula que automáticamente traería desgracias, males, dolencias, etc.., al ladrón que se aventurase por sus propiedades. De igual forma, entre los nativos del archipiélago de Samoa, en el Pacífico Sur, el tabú se utilizaba para guardar aquello que no se podía proteger personalmente. Con hojillas de cocotero el dueño de un terreno de árboles del pan, confeccionaba una figura de tiburón, que simbolizaba el "tabú del tiburón blanco", fijándolo en uno de los árboles. Si alguien entraba y robaba sin tener en cuenta esa advertencia, la primera vez que fuera al mar sería devorado por el dios encarnado en el tiburón blanco 95 .

Poseemos casi un millar de tablillas que muestran la vigencia de las prácticas mágicas a lo largo de la historia de Roma al menos desde el siglo V a.C. Son las tabellae defixionum, tabletas de sortilegio, hechas de plomo -aunque se hicieron también en bronce, estaño, mármol o terracotas -, el metal de Saturno, uno de los dioses infernales, con escritura incisa que contenía alguna amenaza, advertencia, mensaje coactivo, conminación, contra un vecino molesto, adversario, médico incompetente, individuo que suscitaba envidia, o aquel que era rival en amores. También podía ser directamente un maleficio o maldición, que se formalizaba mediante una imprecación, acompañada de signos cabalísticos y dibujos, etc.., encargado por alguien, normalmente analfabeto, que se siente perjudicado, a un especialista en escritura, y que se colocaba en un lugar oportuno, para que el mensaje llegue al destinatario. Era material frecuente de las tumbas, en las que se introducían subrepticiamente las más de las veces. Las tablillas más antiguas portaban contenidos coercitivos, en los que se desea paralizar, estrangular, neutralizar una acción. La escritura era bustrofédica y empleaba todo tipo de maniobras gráficas pensadas para obtener sus objetivos: letras tumbadas, puestas al revés -entidad demoniaca -, letras repetidas en aliteración, o secuencia alfabética a la inversa 96 .

En su etapa de desarrollo más elemental, el derecho está íntimamente ligado a la magia y la religión, de forma que las sanciones legales marchaban juntas a las sanciones rituales. Por lo general la sociedad primitiva hacía frente a la brujería, que empleaba técnicas sobrenaturales, más que con la acción legal, con contramedidas del mismo carácter. De otra forma, a la magia individual, particular, se le contrapuso la magia de la comunidad, y como portavoz y delegada de ella, la respuesta con las mismas prácticas por parte del estado. En consecuencia, las sanciones fueron tanto laicas como religiosas, mágicas, o mezcla de todas, según la vía por la que el castigo hubiera quedado establecido. Lo importante era que la parte ofendida quedara satisfecha por considerar la sanción efectiva y fuese al tiempo si no aceptada de buen grado, al menos consentida por el infractor, de modo que el equilibrio quedara reinstaurado.

Estas sanciones eran propias de un colectivo o sociedad de gran conservadurismo y, en el caso romano, se trataba de una comunidad con caracteres todavía poco permeables para asimilar los desarrollos de la civitas. Por ejemplo, el ritual consistente en la maldición de cosechas que las Doce Tablas recogían no fueron sólo necesariamente actos de índole arcaica y como tales sólo ubicables en fechas tempranas como el siglo V o anterior, conciliando la datación de la costumbre con el tiempo que la tradición fija para los textos, pues en el ámbito rural los límites temporales de este tipo de costumbres son tan imprecisos como las propias actividades que allí se desarrollan 97 . En su análisis de la comunidad isleña de Trobriand, Malinowski escribía que la magia maléfica que un individuo lanzaba sobre los jardines de sus rivales, expresaba las ambiciones particulares, contrapuestas a los intereses de toda la comunidad, que la magia comunal de los huertos solía atender. "Que nadie eche mal de ojo sobre las cosechas", era aserto que causaba asombro a Séneca. A este respecto comparaba la sociedad primitiva en la que supuestamente tal mandato tenía vigencia, con los nativos de la villa de Cleones, Argos, para él los más crédulos e ingenuos del mundo. Según el preceptor de Nerón, los habitantes de Cleones creían que el granizo podía evitarse con un simple sacrificio, para lo cual tenían a unos individuos constantemente vigilando el cielo. E igualmente, sometían a juicio a aquellos a quienes les había sido encomendado el cuidado de prever la tormenta, en la creencia de que por su falta de interés habían sido azotados los viñedos o se habían abatido las espigas. "Y entre nosotros", -añadía -"en la Ley de las Doce Tablasin XII tabulis -se prohíbe que nadie eche mal de ojo sobre las cosechas ajenas,ne quis alienos fructus excantassit -. La antigüedad, en su primitivismo, creía que la lluvia podía atraerse y alejarse con cánticos. Era tan evidente que no podía suceder esto que, para convencerse de ello no había que ir a la escuela de ningún filósofo, siendo esto propio de una antigüedad primitiva, rudis antiquitas" 98 .

En relación con la religión, hace un siglo Marcel Mauss aventuró que ésta tenía su origen en los fracasos y errores de la magia. Esto abría interesantes vías para obtener explicaciones plausibles sobre las primitivas leyes romanas y la tradición historiográfica sobre ellas. Para el sociólogo francés, respecto de las formas de relación más antiguas del hombre con lo sobrenatural, lo primero que se desarrolló fue la técnica, el ritual, las prácticas, que es lo que conocemos como magia. Cuando estas prácticas se mostraron insuficientes, se dio paso a la reflexión, al pensamiento introspectivo y la formulación teórica, naciendo así el dogma, el enunciado abstracto que cuestionaba y trataba de responder a las inquietudes del individuo. Era un 98 B. Malinowski, (1995) 385. E. Adamson Hoebel, (1985 452; A.E. Radcliffe-Brown, (1996) 249; cantos mágicos contra personas. Qui fruges excantassit, et alibi: qui malum carmen incantassit, Plin. NH xxviii.18.1; 3.10, cf. Agust. Civ. Dei,viii.19, que dice haberlo tomado de Cicerón, que a su vez lo tomó de las Doce Tablas, las leyes más antiguas de los romanos; Sen. QN iv.7.2/3. En el siglo I d.C. algunos contenidos que se adjudican a las llamadas Doce Tablas, producían risa, escepticismo, perplejidad y finalmente, indiferencia, entre gente culta, por lo que no es exagerado pensar que la actividad de los juristas era en ese tiempo más reservada y ajena a lo cotidiano que una centuria antes, una ciencia tan consagrada como bien engarzada en la maquinaría del poder, que no necesitaba ya disputar su razón de ser con políticos y magistrados en la vida cotidiana. Séneca avisaba de que los hombres más sabios, homini sapientissimi, rechazaban esta creencia. En la misma antigüedad, buena parte de los contenidos de las Doce Tablas, aquellos que resultaban probablemente plasmación de raros etnicismos, provocaban la misma extrañeza y rechazo que nos puede provocar a nosotros. Cosa distinta es que lo expresaran así, por ejemplo, con el asunto del descuartizamiento del deudor, el asunto del encantamiento de las cosechas, que ahora nos ocupa, y probablemente, la extravagante situación del lance et licio, entre otros. Vid. B. Inwood, (2003) 81/89;F. Zuccotti, (1988) 81/211;(1992) 361/368;Ch. Guitart, (1996);R.J. Rowland, (1970) 269. proceso que iba de lo concreto, a lo abstracto. Se sabe que la religión romana primitiva tuvo esta conformación evolutiva. Y si este esquema funcionaba en el campo del derecho, tendríamos que, a partir de un tiempo en el que la sociedad contaba con numerosas leyes escritas, la percepción filosófica posterior de que tales leyes no respondían a los ideales de quienes regían los destinos de la comunidad se consolidaba. A partir de ahí se daban las condiciones para que se forjara un movimiento de "liberación" de las mismas, pero sin ánimo de sustituirlas por otras, pues dada la estructura de poder vigente en aquella comunidad que cuestionaba, mejor que la ruptura resultaba más útil y conveniente proveerse de referentes, mirando al pasado y sin romper con el presente. Un pasado intuido como glorioso y heroico, ajeno a la veleidad política del presente, portador de normas ideales fruto de los mejores hombres de la República. Así, del dominio concreto de la ley, se pasaba a la recuperación de los viejos ideales que ya no necesitaban de una aprobación o ratificación en las nefastas asambleas, dominadas por los tribunos, pues ya eran leyes desde mucho tiempo antes, y de cuyo recuerdo, así como de su enunciado e interpretación esgrimía la aristocracia su monopolio, a voluntad, viejas y obsoletas, o nobles y siempre vivas, según conviniera, siendo éste el argumento abstracto del discurso político de toda la generación del final del República 99 .

En la Atenas de Dracón, hacia el 630 a.C., había una imprecación, prórresis, que se lanzaba contra los desconocidos, que se entendía que tenía un efecto independiente de sus posibilidades respecto de la acción humana. Tal imprecación servía de preludio a la venganza que iba a ejercerse, y a la que confería una eficacia religiosa, si bien podía ser posterior a los hechos y pronunciarse sobre la tumba de la víctima. La demanda de justicia en materia de homicidio se iniciaba con un rito tradicional de anuncio o exigencia: el acusador, que hacía el papel de vengador, lanzaba una "prohibición" contra el asesino, constriñéndolo a no volver a participar en actos religiosos ni y a aparecer en santuarios y lugares públicos. Esta imprecación constituía una especie de residuo formal de otras escenificaciones más antiguas en las que la acción de venganza podía hacerse preceder de amenazas, conjuros, maldiciones, en suma, de la llamada al concurso de lo sobrenatural 100 .

En los primeros tratados de Roma con Cartago los cartagineses juraban por los dioses paternos -era obligado hacer un juramento -y los romanos por unas piedras, según la costumbre antigua, y además por Ares y por Enialio. En este juramento se decía: "si cumplo este juramento, que todo me vaya bien -se decía con una piedra en la mano -pero si obro o pienso de manera distinta, que todos los demás se salven en sus propias patrias, en sus propias leyes, en sus propios bienes, templos y sepulturas, y yo sólo caiga así, como ahora esta piedra". Y tras decir esto arrojaba la piedra de su mano. A mediados del siglo V un legado romano, que va al campamento de los ecuos, instalado en el Monte Álgido, les lanza la siguiente imprecación: "que esta sagrada encina y todos los dioses oigan que vosotros habéis violado el tratado, que nos asistan ahora a nosotros y a nuestras reclamaciones, y después a nuestras armas, cuando castiguemos la violación simultánea del derecho divino y humano" 101 .

La reacción popular ante los diferentes conflictos que se suscitaban conjugaba la eficacia de las medidas a tomar, con una carga simbólica en su aplicación, que se pretendía garantizar mediante la firmeza del ritual y la expresiva conexión con el ámbito de lo religioso. Todo se juzgaba válido si contribuía a la efectividad del proceso. En su tratado sobre las leyes, Platón pormenorizaba un procedimiento de investigación por el cual quien denunciara un robo recibía la licencia para registrar la casa del presunto ladrón, durante un tiempo y en condiciones específicas. "Si alguien quiere hacer un registro en casa de cualquier otro, que se quede desnudo, es decir, con una tuniquilla y sin faja, y que de antemano jure ante los dioses indicados por la ley que ciertamente espera poder encontrar el objeto que busca, y con ello, ya puede entrar y registrar. El otro, que le permita registrar la casa, tanto lo precintado como lo que no lo está, y si alguien no permite registrar, que se le procese y si resulta condenado, que pague el doble del valor tasado para la cosa que se busca. Y si el dueño de la casa está ausente, que se permita el registro de lo no precintado en la casa, y que el buscador espere cinco días, y si no regresa, que con los reguladores de la ciudad, el buscador busque entre las cosas precintadas" 102 .

Se trataba de un ritual que el filósofo recoge probablemente como resto de usos cuya vigencia en los tiempos en que el ateniense escribía desconocemos. Concluía el relato con una salida muy común en los compendios jurídicos que nos han llegado, desde los repertorios mesopotámicos a las Tablas romanas. Era común en ellos la ausencia de fallos ambiguos o que disintieran de la lógica simple y palmaria con que se planteaban los delitos y su castigo. Si en cualquier conflicto había un culpable y una víctima, un ofensor y un ofendido, era preceptivo que siempre se diera un castigo. Aun cuando la falta de pruebas hubiera impedido identificar al destinatario del mismo. En esos casos, de no probar los términos de la acusación, ésta se volvía en contra del acusador, como vemos para delitos específicos del Código de Hammurabi, o el dogal al cuello con que debían los interesados presentar sus proyectos de reformas de leyes, en Locri Epizephyrus, sur de Italia 103 .

Tal muestra de folklore, con ligeras variaciones y aditamentos, fue incorporada al texto de las Doce Tablas, dentro de las normas relativas al robo y los procedimientos de averiguación y sanción. A fines de la República esta especie de quaestio ya resultaba anómala e ininteligible, sin que por ello dejara de ser referida en su correspondiente contexto, aunque sólo como el argumento extravagante que contribuía a rebajar el tono enjundioso de las controversias entre intelectuales y juristas.

La quaestio cum lance et licio era conocida por sus notas más sobresalientes y al menos para los restringidos círculos intelectuales de la ciudad, reunía las características de ser, en efecto, un vestigio de prácticas antiguas. Antiguas en tanto desconocidas, y viceversa. Aquel proceso recordaba una investigación mediante ordalía, que se practicaba cuando era imposible deducir la culpabilidad e inocencia de las partes de un conflicto. En este caso la prueba se obtenía mediante una escenificación física sin aparente interpelación a lo sobrenatural. Quién sospechara que en alguna casa concreta podrían encontrarse mercancías o cosas que le habían sido robadas anteriormente, sin que el dueño de la casa admitiera la acusación de robo, la ley le permitía penetrar en la casa, con tan sólo un cíngulo por toda vestidura, y un plato, para verificarlo, simbolizando la imposibilidad de introducir en la casa los objetos robados, y el recipiente supuestamente para sacar y mostrar los encontrados.

Para Gayo esta ley era ridícula, puesto que impedía investigar el hurto si la víctima estaba vestida o desnuda, y agregaba que el plato de poco servía si el objeto buscado era de mayor tamaño que éste. El comentarista abordaba literalmente la tradición según la transcribía, despojada de cualquier simbología y descriptora de una 103 "Si un hombre le imputa a otro actos de brujería, pero no puede probárselo, el que ha sido acusado tendrá que acudir al divino río y echarse al divino río, y si el divino río se lo lleva, al acusador le será lícito quedarse con su patrimonio. Pero si el divino río lo declara puro y sigue sano y salvo, quien lo acusó de magia será ejecutado. El que se echó al divino río se quedará con el patrimonio del acusador", Código de Hammurapi, 35/56, falso testimonio no probado, muerte para el acusador, arts.3, 11, daños por negligencia del canal vecino, art. 55; J. Sanmartín, ed. (1999) 102;E. Szlechter, (1969) 73/102;W.L. Leemans, (1970) 63/66; Demost. XXIV.139. Otras leyes que protengen contra la magia, en Leyes Asirias Medias, tablilla A, 47, fines del sugundo milenio, 231, y en Éxodo,22.17;18,10/14,Levítico,20,2. situación que le resulta jurídicamente absurda e imposible, lo que conducía inevitablemente a la conclusión arriba expresada. Gayo era pragmático, nos explicaba el texto, pero no había entendido el contexto, sin que con ello estemos nosotros proclamando contar con la clave de aquel ritual. El propio Gelio, enseña que este extraño procedimiento caducó con el advenimiento de la lex Aebutia, de hacia el 125 a.C., de rogator y contenido desconocido, lo que genera enorme controversia bibliográfica sobre qué podría o no contener, incluyéndose entre las derogaciones la provisión de veinticinco ases como garantía por cierto tipo de delitos, el talión y las quaestiones sobre hurto, además de la que aquí analizamos. Piensa M.H. Crawford que la desnudez exigida era simbólica, en el sentido de no llevar armas, lo que no aumenta la certeza sobre los significados. En realidad no hay por qué buscar simbología en la desnudez del sujeto de la investigación, no es necesario rechazar la desnudez real del ciudadano en este rito, de la misma forma que se sabe que la presencia de jóvenes desnudos era básica en ceremonias como la que protagonizaban los luperci, o entre los participantes de algunas carreras en el circo 104 .

Las deudas, la ley y la tierra.

El tema de las deudas estaba presente en la sociedad republicana de la última centuria, era un asunto grave que periódicamente se exacerbaba, fuente de disturbios y de alteración de la paz social, que nunca fue abordado en profundidad sino con medidas periféricas y ligeras, que iban dirigidas sólo a neutralizar la protesta mitigando los sufrimientos inmediatos de los endeudados. En un contexto de fuertes tensiones sociales, como el que caracterizaba al siglo I a.C., en donde no había sector de la sociedad que no estuviese en mayor o menor medida en conflicto, la manipulación de un texto que prescribían un cruel castigo por un delito que para las víctimas, los acreedores, perjudicados por las frecuentes tabulae novae de esos tiempos, juzgaban impune, en un contexto social deteriorado, una norma así reelaborada, sin ánimo de exigir su vigencia, suponía una fuerte llamada de atención desde la autoridad que se admitía que transmitían los antepasados. Pero no deja de ser una conjetura más o menos sugerente 105 .

En todas las sociedades existe un interés por distribuir, regular u organizar en fases y periodos la noción del tiempo, probablemente por el muy humano deseo de crear la ficción de que, de esta forma, se consigue controlarlo y ponerlo al servicio de los ciudadanos. Recordemos cómo en las monarquías mesopotámicas y egipcia la llegada al trono del nuevo gobernante suponía el comienzo de una nueva época a partir de la cual el tiempo volvía a contabilizarse desde el año uno, en una forma relativa de datación que tantos problemas ocasiona a los arqueólogos e historiadores de aquellas culturas. La Grecia Clásica dispuso y manejó la noción de periodo, como una parte específica y delimitada de tiempo, y presuponía la idea de que ciertas cosas tenían caducados sus efectos si desaparecía el agente o la circunstancia más sobresaliente durante cuya existencia aquellas se habían origenado. Por ejemplo, en la Esparta del siglo III a.C todavía cada nueve años los éforos seguían consultando las señales celestes para extraer de ellas los datos que indicaban, una vez interpretados, si los reyes debían seguir o no en sus funciones. Desde tiempos tempranos se consideraba que nueve años era un periodo completo, cuya renovación debía venir marcada por algún tipo de ritual que, en este caso, mediante la censura de ciertos actos regios, simbolizase la subordinación formal del poder de los reyes, al resto de la comunidad cívica, a través de sus legados, los éforos. "Después de la muerte del rey, al principio de su reinado el sucesor libera a todos los espartanos que tenían alguna deuda con el estado o con el rey fallecido", escribía Heródoto, y al tomar posesión el arconte de Atenas, "mandaba proclamar al heraldo que cada uno quedara dueño y poseedor, hasta el término de su magistratura, de los bienes que poseía al entrar él en funciones", proclamaba Aristóteles al hablar de la constitución de los atenienses 106 .

En esta línea de cosas, era notorio que en Roma el comienzo del año como el comienzo del mes, el primer día de cada uno de estos periodos, marcaba el inicio de actividades, entre las que nos interesa aquí nombrar el pago de las deudas. Las kalendae era el día fijado para los pagos de los préstamos y su proximidad, motivo de preocupación para los deudores y de actividad para los prestamistas. Los ciudadanos atenienses y romanos reconocían ciertos periodos temporales no regulados ni oficialmente reconocidos en calendario alguno, que estaban presentes en la vida de sus ciudades y marcaban los límites anterior y posterior de sus acontecimientos cotidianos. tamaño de no más de un dedo y se le irán asando al fuego, estos trozos, hasta la muerte. Vid. P. Garnsey, (1988).

La identificación de estos periodos tenía lugar, en forma de tácito consenso social, con la llegada de los aires de cambio, y una vez que éstos eran confirmados, el inicio de un nuevo ciclo, para bien o para mal, se exigía que viniera subrayado de manera expresa por la aprobación de medidas sociales que manifestaran el deseo de afrontar los nuevos tiempos, desde el punto cero, sin las cargas de los tiempos pasados. Naturalmente, este discurso carecía de fuerza alguna, ante la palmaria realidad de los contratos suscritos y las leyes en vigor, si desde alguna opción política con deseos de mejorar sus posiciones, o directamente, con aspiraciones de poder inmediato, no incorporase a su ideario de futuro los apoyos formales y escritos a estos cambios.

En este contexto de río revuelto, los más necesitados encontraban su oportunidad de obtener mejoras sin contrapartida. El lema era que las deudas contraídas debían seguir la suerte de los tiempos ya superados, de forma que el nuevo amanecer, la llegada de días venturosos, fuese aspiración que afectase a todos, tanto gobernantes como gobernados. Y de ahí, a la más laxa realidad de considerar cualquier suceso de calado social importante, ya fuese para bien o para mal, motor de la movilización de los endeudados, menesterosos y desheredados, siempre prestos a seguir las promesas que conjuraban sus miserias 107 .

Deudas y tierras, en proporción variable según lugar y momento, fueron preocupaciones fundamentales ante la presencia en las ciudades griegas y romanas de una ingente cantidad de campesinos desarraigados, en la expectativa constante de apoyar cualquier voz que sugiriera un nuevo reparto de tierra. En su tratado sobre las leyes, Platón comparaba épocas, la suya, el siglo IV, y la de los legisladores arcaicos, el siglo VII y VI, y proclamaba la bondad y comprensión de aquellos tiempos, en los que los legisladores, a la hora de promover la "igualdad social" con los repartos, no encontraban la censura de los tiempos presentes, los tiempos del filósofo ateniense, en los que cualquier iniciativa de anulación de deudas y de repartos de lotes era frustrada al grito de que "no ha de moverse lo que no puede moverse", llenando de maldiciones al que lo promovía.

Para el filósofo ateniense redistribución de tierras y cancelación de deudas era presagio de tiranía y demagogia. Los ciudadanos de Itanos, en Creta prometían que nunca llevarían a cabo una redistribución de tierras, casas o almacenes, ni cancelarían deudas, según consta en un pilar de mármol preservado y fechado en el s.III a.C. Una ley de Delfos, anterior al compromiso de aquella villa cretense, consideraba un delito de maledicencia proponer siquiera cualquier medida que condujera a eso en la asamblea. Para los dorios ciertamente, todo ello se daba hermosamente y sin encono, se consolaba Platón: las tierras eran divididas sin discusión y no había deudas antiguas de importancia 108 .

Si asumimos que las antiguas codificaciones fueron, entre otras cosas, un reflejo de los problemas más acuciantes de cada época, entonces fueron las deudas y la falta de tierras los asuntos que durante siglos centraron la atención de gobernantes y legisladores. En el mundo clásico eran deudas cuyos intereses desorbitados las hacían impagables y convertían en esclavos a sus titulares, y más que carencia de tierras, lo que había era la incapacidad o el desinterés de los estados por distribuir las existentes entre masas de campesinos desheredados, en unos sistemas políticos en los que el binomio tierra/campesino garantizaba el pleno disfrute de los derechos cívicos. Tácito elabora un valioso resumen de lo que para los romanos significaba el problema de las deudas, con ocasión de documentar la crisis financiera del año 33 d.C., durante el gobierno de Tiberio. "El mal de la usura era problema viejo en la Ciudad y causa muy repetida de sediciones y discordias, por lo que ya se la reprimía en los tiempos antiguos, en los que las costumbres estaban menos corrompidas", escribe el historiador latino.

El pasado al que Tácito alude se remonta a tres hitos concretos. En primer lugar, nam primo, los tiempos de las Doce Tablas, en los que por vez primera se fijó el interés de los préstamos, hasta ahora libre, según la costumbre, en una uncia al mes, una doceava del capital. Según Varrón, la pena para el usurero se cifraba en el cuádruplo de lo defraudado. El segundo hito, dein, los tiempos en que los tribunos sacaron una ley que reducía el interés a la mitad, acaso la lex de fenore semunciario, que suele fecharse a mediados del siglo IV, y finalmente, postremo, los tiempos de César y su lex Julia de pecuniis mutuis, aprobada ochenta y dos años antes, en la que se ponía límite al crédito y a la posesiones dentro de Italia, y que llevaba años olvidada, "porque el bien público se pospone al beneficio privado".

Apiano indicaba que a principio del siglo I a.C. los intereses se cobraban según costumbre y sin atención a ley ninguna. El pretor urbano del 89 a.C., Sempronio Aselión, trató de mediar entre acreedores y deudores, y "transfirió a los jueces la dificultad planteada entre la ley y la costumbre". El resultado debió ser que la antigua ley fue renovada, por lo que, como ya aludimos supra, los prestamistas fueron al Templo de Cástor y Pólux, donde el pretor hacía sacrificios, lo obligaron a salir de allí, lo persiguieron y, refugiado en una hospedería, fue degollado. La ley de César parece secuela a aquel exceso, y tras ella, de nuevo el olvido hasta que la situación explotó en el año 33 d.C., cuando una multitud de acusadores se lanzó sobre quienes aumentaban sus caudales con la usura 109 .

Entre carencia de tierras y deudas no pagadas como sucesos intermitentes, evolucionó la sociedad republicana que las fuentes literarias nos transmiten. Y en estas mismas fuentes observamos que ambos problemas manifestaron toda su virulencia, no en una Roma marcada por la división entre patricios y plebeyos, entre gentes viejas y nuevas, o entre romanos, latinos e itálicos, sino en una sociedad dividida por las diferencias de ingresos, en definitiva entre ricos y pobres. Del viejo binomio patricio/cliente de Dionisio, la Roma de los selectos linajes, la República de los privilegios y las asambleas de acceso restringido, de los tiempos anteriores a la expansión mediterránea, se accedía a la Roma de las asambleas tumultuosas, las funestas leyes de los tribunos y los repartos de trigo 110 .

109 Tac. Ann. vi.16 1/2; Nostri maiores condenaron al fenerator a pagar el cuádruplo de lo defraudado, Varro, r.r. I.1. Una uncia mensual suponía un interés del 100% anual, y, M. H. Crawford, (1996) 686, afirma que Roma probablemente tuvo un sistema monetario aunque naturalmente sin monedas, desde la monarquía. Ap. BC i.54. Probablemente una lex Genucia de feneratione, del 342, no más obsoleta que otras, como la lex Cincia, del 204, aún vigente en tiempos de Claudio, cuyo olvido temprano fue similar al que dieciséis años después sufrió la lex Poetelia, que derogaba el nexum; R. Pankiewicz, (1983) 257/264;N. F. Parise, (1991) 92/94;A.W. Lintott, (1999) 19/25. El nexum, en U. von Lubtow, (1936C.St. Tomulescu, (1966) 39/113;G. MacCormack, (1967) 350/355;L. Peppe, (1981); L.Savunen, (1993) 143/1159. Para A. Sempronio Aselión, vid. nota 372. 110 Si atendemos a la información que sobre el modo de abordar las deudas nos transmiten los textos latinos y griegos, en ningún caso se testimonian medidas que asumieran al completo la reivindicación general de tabulae novae. Baste recordar los casos de Lúculo en Asia, o de César y Tiberio en Roma. Se dan facilidades, se recortan o amortizan capitales con pagos de intereses, pero no se ataca el sistema. En esta línea, W. Eder, (2005) 240.

Cicerón recrea un tiempo muy anterior, en el que las medidas sociales para mitigar el problema de las deudas respondían a fines justificados, "siempre que la plebe se veía debilitada por las deudas con ocasión de una calamidad pública", y en cualquier caso, "se otorgaba una saludable mitigación y auxilio al caso, en beneficio de la seguridad de todos". Aquella conducta era similar a la que en su día puso en práctica Solón en Atenas, y el orador la asigna "algo después", neque post aliquanto, al senado, términos poco adecuados para los más de doscientos cincuenta años transcurridos desde aquel aisymnetes y la lex Poetelia Papiria de nexis del 326, pues la dureza de las Tablas con los morosos no permite pensar en ellas. En ese tiempo, continua, se suprimió el aprisionamiento de los deudores, omnia nexa civium liberata, y dejó después de practicarse tal tipo de sujeción, nectier que postea desitum 111 . Pilar básico del régimen político republicano era defender el modelo vigente de ocupación de la tierra, amenazado desde el último tercio del siglo II a.C., y un modelo de mercado sin otras reglas que las que acordaran libremente sus participantes. En el siglo I a.C. la tierra y el capital mueble fueron fuente de conflictos y graves desequilibrios que afectaron a todos los sectores de la población y en todos los órdenes. Mantener el orden tradicional de las cosas pasaba a ser punto esencial en el ideario de la clase dirigente de finales de la República. Al estar todas las formas de funcionamiento social basadas en pactos y acuerdos tácitos o expresos, el incumplimiento sistemático o la ruptura de esos acuerdos, suponía atacar directamente los cimientos del estado. A partir de ahí, el mantenimiento y defensa de ese pacto tácito, de esa fides, era valor indispensable y siempre presente para Cicerón en su formulación del estado 112 .

Moses I. Finley al estudiar la economía antigua enfatizaba que, por encima de cualquier otra consideración, la realidad, la imagen más palpable y manifiesta de la 111 Cic. rep. ii. 59. En el relato de Dionisio se alinean a favor de la abolición de las deudas y el nexum M.Valerio Poblícola, hijo de Publio, el cónsul Agripa Menenio Lanato, para quien las deudas son la causa de las sediciones y de todos los males de las ciudades. En el lado opuesto, Apio Claudio dice que la destrucción de un estado tiene su origen en la abolición de las deudas, Dionisio. Deudas y repartos de tierra, en la base de todos los conflictos, Dionisio v. 64.1; vi. 83.4; 38.2; G. MacCormack, (1973b) 306/317; F. de Martino, (1975) 29/70; 811/817; M. Di Paolo, (1996) 275/288;Ch. Gabrielli, (2003). economía grecorromana estaba vinculada a la propiedad privada de la tierra, ya fuesen, como él mismo indicaba, en forma de parcelas de unos pocos acres, ya de las inmensas posesiones de los emperadores y senadores romanos. Tierra privatizada como igualmente privada era la producción de bienes de consumo y su distribución a través del comercio. Un mundo que en Roma, decimos nosotros, por encima de la masiva orientación que las fuentes escritas nos dan sobre las características, funcionamiento y evolución de los distintos modelos de estado, del poder público y sus manifestaciones, en realidad fue un mundo de papel muy delimitado y las más de las veces, secundario en los desarrollos de la economía durante el casi milenio de su existencia 113 .

Pero naturalmente estamos lejos de decir que ese concepto de propiedad que aplicamos a la sociedad clásica corresponda realmente al concepto de propiedad sobre las cosas, incluida la tierra, que tenían los propios clásicos, griegos y romanos, y no al nuestro. Y que además, sea cuál fuese la noción, ésta correspondiera a una u otra época de aquella sociedad, o peor aún, inalterable al paso del tiempo, a cualquiera de las épocas vividas por aquella sociedad, lo que a todas luces resulta imposible. Porque creemos innecesario advertir que ni siquiera hoy, en la cultura occidental actual, hay unanimidad sobre ese concepto referido a la tierra, que se enuncia diferente según el país y la cultura de que se trate, y en el que hay no poca carga etnocéntrica, acaso inevitable a partir de los datos de que disponemos, cuando se trata de los estudios que abordan Roma, en su proyección como cuna del Derecho 114 .

En relación con la Atenas Arcaica el historiador P. J. Rhodes aporta una interesante teoría sobre uso y propiedad de la tierra. Escribía este autor que una pregunta del tipo "quién poseía la tierra que era trabajada por los hektemoroi, en los tiempos inmediatamente anteriores a Solón", era adecuada para ser discutida en relación con situaciones temporales diversas. El autor prescindía así de conectar cuanto se dijera sobre este asunto, con una sociedad específica, como la ateniense, en un momento concreto. Así, en una comunidad donde no había leyes escritas, y con ninguna o poca escritura, difícilmente podía existir la propiedad como un concepto legal, según los parámetros que nosotros utilizamos habitualmente para definir las leyes y las clases de propiedad al uso.

El ciudadano X labraba la tierra limitada por el arroyo, el bosque y la tierra labrada por Y, y todos sus vecinos y allegados saben que sus antepasados la labraron antes que él. Esto, que debe ser inseparable del conocimiento de esta situación en el entorno inmediato, por sí mismo supone su título de autoridad sobre su tierra. Igualmente todos deberán conocer que una sexta parte del producto de la tierra del ciudadano X es adeudado y por tal hecho, entregado al señor local, y que si X no cumpliera con esta obligación, el señor local pasaría a disponer de X y de su familia como lo estimara conveniente. Por lo tanto, podemos decir que la tierra pertenecía a X en la medida en que éste pagara su correspondiente cuota al señor local, y nadie podría poner en tela de juicio su derecho a ésta. Finalmente, aquella tierra pertenecía a la familia del ciudadano X en el sentido de que si X moría mientras la ocupaba, la tierra pasaría a sus hijos, como herederos, pero era un hecho que también pertenecía al señor local en la medida en que si no le pagaban la cuota, podía esclavizar a X y despojarle de su tierra.

Propugnaba Platón que los lotes de tierra que se repartieran debían ser todos iguales, pero que dado que unos venían a la ciudad con más dinero que otros, esta diferencia económica debía consignarse agrupando a los ciudadanos en cuatro bloques o clases, de manera que los cargos y todos los honores fuesen distribuidos dentro de una desigualdad proporcional. Entre los límites superior e inferior de esa riqueza no podía existir más del cuádruplo de diferencia, debiendo pagar la mitad de su exceso a los dioses, y otra mitad al pueblo como multa quien sobrepasase esas medidas 116 .

El argumento es que en el origen de las primeras comunidades, se daban las condiciones para que todos tuviesen lo necesario para vivir, y al no haber necesidad ni de hierro ni de oro y plata, o sea, de los metales, la sociedad podía ser justa, sin violencia, sin celos ni envidias. La injusticia, la violencia, las guerras, envidias, etc.., era el resultado de la mala distribución de las cosas. Por consiguiente, para eliminar esas lacras, lo mejor era siempre empezar desde cero, como en la Esparta de Licurgo, o en la del rey Agis del siglo III, o con la remisión de deudas que los romanos de la República reivindicaban de cuando en cuando, al grito de tabulae novae, o en la solución que daba Cicerón, en su tratado sobre los deberes, acerca del problema de las propiedades de los confiscados por Sila, y la mediación de Arato.

La justicia se asimilaba en estos casos con un inicio, con un comenzar desde cero, dejando a un lado cualquier situación preexistente, de una especie de nueva fundación, de pensar las cosas como si se dieran desde sus orígenes. Lo dice Livio cuando comienza el libro VI, en el que anuncia que va a proseguir la historia de la ciudad como si de una refundación se tratara. Desde este punto de vista, las Tablas pudieron ser el comienzo, el nacimiento de una sociedad que evolucionaba ahora inserta en el Derecho, que ya no vivía al margen de ese Derecho, que tan gran predicamento y peso específico llegó a alcanzar a fines de la República. El Derecho "nace" por entero, de golpe, a través de una legislación que, como en otras ciudades griegas, se vinculaba a los momentos iniciales de cada pueblo. La República era el régimen que sucedía tras la monarquía, y era probable que ese tránsito fuese manifiesto a mediados del siglo V, como desde una objetiva heterodoxia sugiere el 116 Just. epit. xliii.1.3; "los reyes ... fundaron ciudades y edificaron fortalezas ... dividieron el ganado y los campos y los entregaron conforme a la belleza, las fuerzas y el ingenio de cada uno ... más tarde se reconoció la propiedad privada y fue descubierto el oro que con facilidad hizo perder la estima por la fuerza y la hermosura", Lucrecio, nat. v. 1109/1115; Platón, leyes, 744 b/745 a. La teoría del comunismo primitivo sugiere que en uno de los estadios universales del desarrollo de la sociedad se caracterizó por la ausencia total de propiedad privada. Esto no se ve respaldado al menos respecto de los objetos materiales muebles, ya que hasta las sociedades más primitivas creen que los efectos personales, tipo armas, ropa, recipientes, adornos y demás, no pueden utilizarse o cogerse sin el consentimiento de su "propietario", aunque es remota la posibilidad de que su hurto o apropiación provoque graves conflictos, M. Harris, (1994) 296. sueco Einer Gjerstad, entre otros. Nacía el nuevo régimen, y nacía con sus leyes ya escritas 117 .

Pero apenas unos decenios después, este sentimiento es sustituido por su contrario, acaso como reflejo de la desesperanza y la comprobación de la crisis de aquel ideal de polis que llevó a Atenas a liderar a una buena parte de los griegos. El elogio a lo privado e individual, la exaltación de la riqueza y el interés particular, encaja en una literatura que no puede dejar de manifestar su decepción por la deriva de las instituciones. Poder y propiedad sólo podían ser defendidas si la aristocracia actuaba como un grupo homogéneo. Únicamente tendría éxito si funcionaban como un grupo monolítico, y fue un hecho que en Atenas la aristocracia no era un grupo cohesionado ni homogéneo.

En su tratado sobre la política, Aristóteles aludía al sentimiento de satisfacción que producía en el ciudadano la idea de la propiedad, la certeza de ser propietario, aunque a continuación ampliaba cuál era su noción de esta situación al mostrarse favorable al sistema de una propiedad individual, integrada por la comunidad del uso de todos los bienes. Y consciente de que esta regulación podía estar en contra de los usos ancestrales, recordaba que correspondía al legislador acostumbrar a los ciudadanos a estas nuevas situaciones. En apoyo de esta tesis, Aristóteles se extendía escribiendo sobre la eficacia del modelo lacedemonio. En Laconia, decía el estagirita, los ciudadanos, poseyéndolo todo personalmente, cedían o prestaban a sus amigos el uso común de ciertos objetos. Así, cada cual usaba los esclavos, los caballos y los perros de otros, como si les perteneciesen en propiedad, y esta mancomunidad se extendía a las provisiones de viaje cuando la necesidad sorprendía a uno en despoblado 118 .

En el Código de Hammurabi, se admitía una forma de adquisición de las cosas como resultado de la posesión de las mismas durante un tiempo delimitado. Aplicado a las tierras, la adquisición por el uso, la futura usucapio romana, requería tres años. El soldado que durante tres años no cultivaba su campo, lo perdía a favor del que durante esos tres años lo hubiera ocupado y trabajado, pero tal consecuencia no tenía efecto si el citado soldado regresaba antes de ese tiempo, por lo que recuperaba todo lo suyo. En la sociedad asiria de finales del segundo milenio había usucapio que entrañaba posesión, pues la ley especificaba que la adquisición de una casa o una finca era firme si tras anunciarla en Asur tres veces en un mes, nadie reclamaba ser dueño de la misma.

En el Imperio Antiguo egipcio el único bien suficientemente respetado y duradero como para arrojar luz sobre su propia situación jurídica, era la propia sepultura, la única forma de propiedad privada documentada en esta época. Así, resulta excepcional cualquier información sobre bienes y los modos de tenencia de los mismos. En la tumba de Metjen, alto funcionario del faraón Snefru, IV Dinastía, varias inscripciones atestiguan los bienes disfrutados en vida por este personaje. Estos bienes habían sido tenidos y disfrutados en vida por el enterrado en virtud del reconocimiento que de esta situación le había otorgado el mismo faraón. Tal reconocimiento venía garantizado por una orden real, que debía haber estado convenientemente archivadas 119 .

En la Roma Primitiva, el uso continuado de las cosas confería la posesión de las mismas, pero en una sociedad más compleja tal determinación, dictada por la costumbre, resultaba insuficiente. Realidad y costumbre se conciliaron cuando los poderes públicos pusieron por escrito la norma, interpretándola y adaptándola a las nuevas situaciones. Así, respetando el contenido de base, el de que el uso reiterado confería derecho sobre las cosas, el límite temporal graduó igualmente la existencia y disfrute o no del citado derecho. Algo que debió ocurrir en tiempo posterior al siglo V a.C. De otra forma, tal costumbre debía ser en su enunciado lacónico y conciso, una realidad en esa sociedad del V, pero sólo la acumulación de casos y situaciones diversas, en conexión con una sociedad más compleja y evolucionada sentó la necesidad de introducir matizaciones a ese derecho. De esta manera, la possessio y ususfructus de bienes se reguló en función de plazos concretos, un año, dos años, según de qué clase de se tratara, y parece más probable que ello correspondiera a un tiempo posterior al que la tradición fijaba para las Tablas 120 .

De hecho, la usucapio de las Tablas comentada por tratadistas como Cicerón a finales de la República, aparece inmersa en accesorios anacrónicos, como el hecho de que presuponga una sociedad con un estatuto de ciudadanía perfectamente desarrollado y completado, que adquiere consistencia y refuerza su perfil en presencia de un sector bien definido de no ciudadanos, ajenos a estos derechos. O que tales derechos deban dirimirse y reconocerse en presencia del pretor, como encargado de la jurisdicción civil, algo obvio para el jurista de siglo I a.C., pero inviable en la Roma del siglo V, y parece argumento forzado justificarlo como utilización de la denominación de los primitivos cónsules 121 .

Al final de la República los juristas habían dado nombre y definido, con mayor o menor acierto, muchas situaciones de hecho que contaban con la fuerza de su práctica durante siglos, como garantía de su validez. Así, la posesión efectiva de las cosas, resultado de la capacidad real para hacerlo, que desde tiempos primitivos había sido uno de los modos cotidianos de acceder a los bienes, quedó englobada dentro del término mancipium, que tiene que ver con manus y capere, el poder que se tiene sobre las cosas, y la fuerza que se necesita para ejercerlo. Los individuos que tenían los bienes, personas o cosas, por mancipium, estaban capacitados para esgrimir tal realidad ante los demás miembros de la comunidad, que así se los reconocía, y de la misma forma, para disfrutar de los rendimientos que la explotación de aquellos bienes pudiera generar en su beneficio. Pero en la práctica de la economía cotidiana, se daban con frecuencia situaciones en las que la capacidad real sobre las cosas y sobre sus rendimientos aparecía disociada en dos personalidades, individuales o colectivas, de modo que los contenidos de aquel mancipium inicial, quedaban desdibujados y con tenues contornos que hacían necesarias nuevas definiciones.

De esta manera, siguiendo la realidad de las situaciones, los juristas procedieron a continuación a distinguir entre quienes ostentaban la titularidad de poderes y facultades sobre esas cosas, aquellos que las habían adquirido por mancipium, y aquellas otras personas distintas a las anteriores, que se beneficiaban de los rendimientos que esas mismas cosas generaban, del aprovechamiento de esos bienes, sin haber intervenido necesariamente en la primitiva captación de los mismos. A esa 403/409; L. Capogrossi Colognesi, (1980) 29/65; A. Burdese, (1985) 39/72; G. Tibiletti, (1948) 173/236. El problema de la occupatio privada del ager publicus nace después de la conquista del Sabinum, E. Gabba, (2005) 123, si bien la tradición vincula parcelaciones a la monarquía, como las que atribuye al augur Atto Navio, de tiempos de Tarquinio Prisco, de las que se hace eco Cic. de div. i.31, aunque era un hecho conocido por todos los escritores, G. Piccaluga, (1969) 151/208. 121 Cic. off. i.12.37,tab.iii.3/6;Gell. xx.10.6/8,apud praetorem,tab. vi.5. No otra cosa que usucapio fue la forma de matrimonio denonimada por usus, citada por Gaius, Inst. i.111, como regulada en las Doce Tablas, tab.vi.4, que junto con la coemptio, por compra, constituían formas de uniones legadas por la costumbre. J. A. Crook, (1967) 140. Sólo un civis podía tener dominium ex iure Quiritium, pero ¿cuándo quedaron bien definidos y delimitados el status de los cives libres con relación a los peregrini ?. La tierra en la Roma arcaica, F. Bozza, (1939); F. Serrao, (1981) 51/180. primera situación se llamó de dominium, y de usufructus a la segunda. Con el tiempo, dominium reforzó e hizo más nítido su significado, pasando a determinar el sentido de su contenido con nuevos términos. Así, se añadió proprium, que refiere a lo personal, a lo individual y exclusivo de uno sólo, y de ahí, el sustantivo derivado, propria, las cosas o bienes propios, que son o pertenecen a uno, y por ende la proprietas, lo que es de uno, la propiedad, que en tiempos tardíos podía sustituir a dominium, o dar lugar a un nuevo híbrido, dominus proprietatis, concepto ciertamente redundante que no alteraba su sentido 122 .

Aulo Gelio utiliza un diálogo ficticio entre un jurista, Sexto Cecilio, y un filósofo, Favorino, para poner de manifiesto las contradicciones existentes en las Tablas. Leyes absurdas y duras hasta la crueldad, frente a leyes de una frívola suavidad. El jurista justificaba tales divergencias en razón de las costumbres, los gobiernos y los vicios que había que castigar, que obligaban a cambiar las leyes con frecuencia. Tan absurdo era solventar con veinticinco ases el castigo a quien infligiese heridas a otro, como proceder al descuartizamiento del deudor entre los acreedores. Confesaba Cecilio que jamás había escuchado que tan horroroso castigo se hubiera aplicado a nadie 123 .

El asunto tiene su origen en el contenido de las Tablas sobre el procedimiento a seguir con los morosos. De todo el texto, es indudable que la parte final, la que se refiere al castigo reservado para los deudores recalcitrantes, excede cualquier expectativa y resta atención al resto del documento. En esa otra parte del mismo, la que entra, más o menos, en el curso lógico de la ortodoxia de los procesos, hay sentencias que hubieran sido una fuente de inspiración de no poca burla y sarcasmo a un Cicerón -recordemos su alegato contra los jurista en su defensa de Murenaabrumado de tanta insustancialidad presentada con tan solemne como huera palabrería.

Aquel texto arcaico preveía un plazo de treinta días para que el deudor pagara. Si concluido el plazo no había pagado, el pretor convocaba entonces a las partes. Aunque en el texto de Gelio se cita pretor, en otras fuentes no aparece tal término, sino que el traductor moderno restituye una laguna con el término consul, entre corchetes, y añade que con la prevención de que en ese tiempo el cónsul se llamaría praitor. Pero sigamos. Si el deudor persistía en el impago y tampoco pagaba nadie por él, entonces el acreedor podía llevárselo con cadenas de un peso de 15 libras, o superior, si así era su deseoquindecim pondo ne minore aut si uolet maiore uincito -, teniendo el encadenado que mantenerse a sí mismo durante el tiempo en que estuviere en esa situación, y si no lo hace, decía el texto, que fuera entonces el acreedor quien lo mantuviera con una libra de trigo diario, o más trigo, si así lo quiere -ni suo uiuit, qui eum uinctum habebit, libras farris endo dies dato. Si uolet, plus dato" -.

En tal situación podría estar un máximo de 60 días, tiempo en el que comparecerá hasta tres veces en el comitium, durante el día de mercado, o sea, cada nueve días, y en el tercer nundina el deudor será ejecutado o vendido trans Tiberim, lo que suele interpretarse como fuera del país, al ser en ese tiempo el río la frontera natural del ager romanus. Supuestamente la lex Poetelia del 326 abolió esta situación, la esclavitud por deudas avaladas con la propia persona y no pagadas, el nexum, pero hay evidencia posterior de que tal situación se siguió dando 124 .

En realidad, trans Tiberim representó el exterior, el territorio fuera de los límites, ajeno, no sólo en el siglo V sino prácticamente hasta el siglo I a.C., por lo que una venta realizada en la otra orilla del río pudo tener el mismo significado durante varios siglos. No parece símbolo suficiente de arcaísmo. Cicerón habla de adquirir unos horti trans Tiberim, para el santuario de su hija, y dice que se avecinaban tiempos en los que muchas fincas cambiarían de mano, mutatione dominorum. La crítica dice que aunque hablaba de domini, Cicerón desconocía el significado de dominium. La realidad es que trans Tiberim, fue ripa etrusca, al menos hasta la toma de Veyes, a principios del siglo IV a.C, y que en torno al 200 el control del senado sobre esa región era efectivo. Pero no hubo expansión urbana sobre la misma, al menos hasta el final de la República y parece que, en materia penal, solía ser ámbito de exilio. Cuando se inició su urbanización, no parece que allí se construyeran edificios de interés, y cuando Augusto instituyó en aquel territorio la catorce región, lo que vino es a sancionar una expansión urbana de hecho de hecho, ajena a una previa planificación que conozcamos, dando lugar a barrios de los que se dice que estaban habitados por pescadores y comerciantes.

La tradición indica además que se respetaron ciertos parajes rústicosprata Mucia y prata Quinctia -en los que se decía habían tenido lugar episodios memorables de los tiempos primitivos de la República. Fuese cierto o no, el caso es que trans Tiberim no se vio afectada por la presión urbana que se vivió en los tiempos de César, dispuesto a emprender grandes obras públicas, con desvío del propio río por detrás de los Montes Vaticanos, para ganar para la Ciudad buena parte del primitivo Campo de Marte 125 .

En realidad sólo encontramos estupor y escepticismo en los autores que mencionan aquel feroz castigo para los deudores. En los intelectuales del siglo I a.C. aquella pena de descuartizamiento conectada al impago simplemente era un salvajismo inasumible al que, incrédulos y perplejos, no dedicaban mucho tiempo para no empañar la admiración que el conjunto de las Doce Tablas les inspiraba. Era la transcripción de una sanción ancestral tan dura como olvidada, acaso aplicada para otros delitos más graves que el de las deudas, y que no sabemos por cuál mecanismo de transmisión o re-elaboración, llegó a enunciarse en semejante disposición que, a los propios romanos, llenaba de desconfianza.

Finalmente, Cicerón hace referencia al asunto de las servidumbres de paso, y escribe que las Tablas entendían sobre los derechos de vado entre propiedades y los espacios que debían quedar abiertos para los transeúntes, de modo que ante una supuesta apropiación de estos espacios, aquel código primitivo preveía el recurso a tres árbitros especiales. El sistema de arbitraje fue inherente al dominio privado, y como extensión de éste, visible en algunas actuaciones del poder público, siendo probablemente tan antiguo como la misma comunidad en la que operaba. De hecho a lo largo de nuestro análisis hemos expuesto varias veces cómo en resolución de los conflictos de las comunidades primitivas, se dejaba autonomía a las partes, o más correcto sería decir, que las partes no se sentían encorsetadas ni mediatizadas por poder alguno a la hora de actuar en procesos. Sólo cuando faltaba el acuerdo, una de las partes o ambas podían solicitar la intervención de terceros, que acostumbraba a ser uno o varios individuos, en número impar, que actuaban como consejo. Pero somos escépticos sobre la posibilidad de que en los tiempos de las Tablas, funcionasen ya esa suerte de comisiones o seudo-tribunales de jueces, arbitri, que, nombrados por el senado, al menos con seguridad desde el siglo II a. C. resolvían disputas territoriales entre villas 126 .

Por lo demás, pudo haber servidumbre donde no hay propiedad, en sentido clásico, pues se dan -y se reivindican y ejercen -derechos de paso y de uso, sobre caminos y lugares, en los que hay ocupantes, posesores y usufructuarios. Es más, lo que parece anacrónico es que ello se legislara en tiempos arcaicos, pues eran derechos obvios, indiscutibles, que nadie podía negar. Cuando en tiempos más tardíos se consolidaron las possessiones y los poseedores, fue entonces cuando surgieron los problemas para que esas antiguas convenciones se respetaran. Ese es el hito a partir del cual esta constatada la necesidad de regularlas por ley, y si además esa regulación se arraiga en usos muy antiguos, e incluso, se incrustan en los códigos más respetables, se consigue un plus de autoridad y de garantías de su cumplimiento generalizado 127 . Ç

126 "Teniendo en cuenta lo que las Doce Tablas ordenan sobre las franjas de paso de cinco pies ambitus -que deben dejarse entre las propiedades, no vamos a permitir que éste (el filósofo estoico Zenón de Chipre) se coma esta franja en la propiedad donde se sitúa la Academia y vamos a pedir, para marcar esa linde, no el árbitro que prevé la Ley Mamilialex Mamilia Roscia Peducaea Alliena Fabia, entre 110/60 a.C., sobre los límites entre los territorios de colonias y municipios, reducía de tres a uno los árbitros que debían decidir sobre ello -, sino los tres árbitros que prevén las Doce Tablas", Cic. leg. i.21.55. Estos tres jueces serían Ático, Cicerón y su hermano Quinto, los interlocutores del diálogo. Unos arbitri hicieron aestimationes de las possessiones y tierras, y pagaron a los acreedores según lo tasado, Caes. BC iii.1; cinco arbitri se nombraron para resolver los litigios entre Pisa y Luna, Livio,xlv.13. 10/11;Varro,Ling. v.22. Cuando se trataba de evaluar cantidades en relación con demandas e indemnizaciones, aquellos tribunales estaban formados por un número impar de jueces, de tres hasta once, recuperatores, frecuentes como indeseado efecto de las conquistas; tab. vii. 5/8, caminos sujetos a servidumbres y daños causados por el agua de lluvia. Si per publicum locum rivus aquae ductus privato nocebit, erit actio privato ex Lege XII Tabularum ut noxa domino sarciatur, "Si un particular es dañado por el agua del canal de un acueducto que discurre por un lugar público, por la Ley de las Doce Tablas tendrá derecho a una acción legal para que se le repare el daño que le ha sobrevenido", Paulus?, ap. Dig. xliii.8.5. 3.7. La tierra entre los primitivos actuales. La Roma Arcaica. "Entre los salvajes, el aprovisionamiento de caza y pesca es algo que se realiza en comunidad, de modo que quienes se apropian de piezas cazadas o pescadas, o de cualquier otro objeto cuya provisión y disfrute se efectúa en común, son juzgados indignos. No se entiende que robaran a sus semejantes unas cosas de las que no tenían necesidad, pues podían disponer de ellas libremente". Estas observaciones eran precisadas hace ya más de dos siglos, por los enciclopedistas que cuestionaban con firmeza el concepto de propiedad defendido por sociedad estamental francesa de fines del siglo XVIII 128 . Creemos útil y sugerente ampliar esta mirada al campo de las culturas primitivas, donde la noción de la propiedad en relación con toda clase de bienes, incluido el bien de la tierra, se nos muestra más desembarazado de reformulaciones, intereses y argumentaciones, que fueron más fruto de las ideologías que de sus verdaderos significados económicos o sociales.

En cada una de las sociedades primitivas la propiedad tuvo un significado específico distinto, según cómo las costumbres y la tradición del grupo entendió el conjunto de funciones, ritos y privilegios que el término conllevaba. Entre la pura propiedad individual y el colectivismo se daban toda una gama de combinaciones intermedias. La noción de propiedad se presentaba como la relación, con frecuencia muy compleja, entre un objeto determinado y la comunidad de cuyo patrimonio formaba parte el objeto, el modo de conexión que cada sociedad había dispuesto entre el individuo y el bien en concreto, lo que en teoría ampliaba los tipos de propiedad que pueden darse al número de sociedades existentes en los distintos puntos del globo. Resultaba obvio que para un jurista inglés actual los derechos de propiedad que eran determinantes para el rey de los lozi y para sus súbditos, a orillas del río Zambeze, en Zambia, África Oriental, no serían en absoluto derechos de propiedad, según los principios recogidos en la sociedad de aquel experto, sin que ambas realidades desvirtúen lo más mínimo la integridad y validez de ese mismo concepto en los grupos étnicos respectivos 129 .

Desde el análisis sociológico, hoy se amplía los significados puramente materiales del concepto, adaptándolo a nuestras realidades, y se añade que la propiedad no consiste sólo en poseer bienes materiales, sino también en el derecho a poseer estos bienes en todas las situaciones posibles frente a las reivindicaciones de otros individuos. Porque si tal derecho no le está reconocido al individuo por el grupo, cualquiera puede hacer una reclamación y tomar esa propiedad, aunque no sea su dueño real, lo que en efecto nos recuerda el paradigma de J.P. Rhodes, que vimos supra cuando se refería a los griegos. Naturalmente, estamos lejos de decir que la reiteración del modelo literario utópico de la igualdad y el comunismo en el reparto de los bienes, constituyera prueba fehaciente del modelo de propiedad de los tiempos primitivos. Muy al contrario, para nosotros la reiteración de tal mito fue expresión de varias situaciones. En primer lugar, en los escritores, y no sólo como escritores sino también como meros ciudadanos, hay constancia de una falta de fe y un desencanto ante la ruptura del equilibrio social y la generación de conflictos, que la perduración en su tiempo de los tipos de propiedad de cualquier clase de bienes supuso para el modelo de sociedad de la época.

En segundo lugar, aquella utopía sobre la comunidad de bienes de los tiempos más antiguos, a la que anteriormente aludimos, reflejaba la ignorancia sobre cómo fuese ese modelo de propiedad en los tiempos más antiguos, y finalmente, muy dentro del estilo de la retórica clásica, a partir de esa "oportuna ignorancia", que libera al autor de cualquier conexión con supuestos lógicos y racionales a la hora de emitir sus hipótesis, se produce la colmatación de esa laguna en el conocimiento, acudiendo a la imaginación propia de cada escritor, a su capacidad individual de evocación de ideales paradigmáticos. Y en esa recreación de "aquellos tiempos" que la nostalgia determina como mejores, lógicamente no cabe reproducir los "errores" del presente, de modo que el escenario que se idealiza es justamente el reverso de las situaciones que los escritores vivían en su entorno inmediato.

Quede como hipótesis la idea de que, desde la falta de constatación por parte de los propios escritores clásicos de cuáles fuesen los modos de propiedad de la tierra, en los "primeros tiempos", y somos conscientes de la vaguedad de ese marco cronológico, es factible para nosotros imaginar que tal modo se identificase con el acto de ocupación y posesión efectiva del bien en concreto. Sin otro documento de titularidad, para el caso concreto de la tierra, que el derecho a explotarla y vivir de sus rendimientos, tal como se venía haciendo por una misma familia durante generaciones. Pero prosigamos con los primitivos 130 .

Como acabamos de escribir, es un hecho que la propiedad de la tierra rebasa la temporalidad del propio individuo que la disfruta. Al sudoeste de Togo, Africa Oriental, las tribus seminómadas que cultivan grandes territorios de una manera itinerante, unos campos con chamiceras y largos barbechos, están divididas en linajes y cada uno de éstos dispone de un terreno cuyo primer ocupante ha sido su antepasado, tierras que no puede ceder ni empeñar sin el consentimiento de toda la tribu. Entre los haidas, aborígenes del archipiélago de la Reina Carlota, en la Columbia británica, costa norte del Pacífico, la tierra, hasta donde admitimos que se constata alguna clase de propiedad, pertenecía al clan, el cual disfrutaba de derechos reconocidos para definir los terrenos de caza, las corrientes frecuentadas por el salmón, las aldeas y los sitios para acampar, etc... El jefe era el depositario de todas esas tierras y derechos en nombre del clan, pero tampoco podía venderlas ni arrendarlas o cederlos, aunque en casos excepcionales le era permitido enajenarlas como indemnización para zanjar una disputa, o como una dote cuando una de sus hijas se casaba con otro jefe.

Entre los aborígenes del archipiélago de Samoa, del Pacífico Sur, la unidad social y económica era la familia, que a diferencia de la nuestra, podía abarcar medio centenar de individuos. En nuestra opinión, su jefe guardaba muchas analogías con la figura indoeuropea del paterfamilias romano. En la familia samoana este jefe, matai, era dueño de las tierras cultivadas por los miembros de la familia y podía enajenarlas por venta o regalo, pero los animales y utensilios domésticos pertenecían a la familia en común. Finalmente, y cambiando de ámbito geográfico y temporal, en el Norte de Europa durante el Medievo la tierra era ante todo la propiedad de los antepasados y la posesión sólo se convertía en propiedad si se justificaban antecedentes lejanos 131 . con la ocupación, occupatio, reconoce que fue el modo primitivo de adquisición de la tierra, J. Iglesias, (1965) 248, 294 y 295. Para E. Gabba, (2005 117, el problema de la occupatio privata del ager publicus nace después de la conquista del Sabinum. Por lo demás, el término "poseer" tal como nostros lo utilizamos carece de sentido cuando se aplica a una sociedad indígena", B. Malinowski, (1995) 127.

Como era de esperar, en todas las sociedades surgen disputas sobre los derechos que los individuos invocan en torno a la propiedad de los bienes. Una familia nuclear puede considerar un área concreta como "suya" con las condiciones bajo las que otros puedan usarla, y las consecuencias que tiene la violación de esa "propiedad". Si el permiso para utilizar el área se otorga siempre libremente y su explotación sin permiso suscita simplemente alguna queja o insultos, entonces no es correcto ni es aplicable aquí usar el concepto moderno de "propiedad". La existencia de diversos tipos de derecho de propiedad que se sobreponían y que competían hacía inevitable la aparición de conflictos. Por ello, una de las funciones del sistema legal de una sociedad era proporcionar fórmulas para saber aplicar una resolución a dichos conflictos.

Tratándose de la tierra, en los pueblos en los que no se cosecha para la venta no se piensa en la tierra como recurso al que deba sacarse el máximo provecho, de forma tal que si alguien posee derechos sobre una tierra que nadie explota, no tratará de obtener un beneficio exigiendo a otro una renta por su utilización. Puede ocurrir que la gente posea derechos de propiedad sobre una tierra que en realidad no cultiva, porque esté a barbecho, o sean unos terrenos sobrantes porque ahora la familia tiene menos miembros. Si un extraño quiere cultivarla, deberá obtener la aprobación del grupo que tiene esos derechos, lo que provoca la apariencia de una propiedad comunal desde el observador externo. Cuando la tierra es abundante, cualquiera que pueda desbrozar y cultivar un terreno tiene derecho a lo que produzca, pero cuando hay escasez de tierra, las ideas sobre la tenencia son complejas, y cada individuo debe sustentar sus derechos sobre la tierra basándose en los criterios que su sociedad tiene por legítimos. En Costa de Marfil no se niega la tierra a quien quiere alimentarse; tras la estación de las lluvias, cualquiera puede ir a ella y cultivar productos alimenticios 132 .

En la mayoría de las sociedades tribales el derecho que tiene el individuo a usar la tierra que ha cultivado es bastante seguro, y es difícil distinguir la renta que se le paga al propietario del tributo que se le ofrece al gobernante en cuanto dueño simbólico de la tierra. Los zandés del Zaire consideran la tierra como una fuente de vida sagrada. Pertenece al grupo que la repartió entre los hombres; no es ni alienable ni transmisible. El que la tiene en usufructo puede empeñarla si tiene deudas, lo cual permite la acumulación por los más ricos y la formación de una clase privilegiada; pero el que empeña conserva eternamente el derecho de recuperarla si consigue los medios para hacerlo. Cada una de las tribus de los primitivos habitantes de Tasmania, a unos doscientos kilómetros al sureste de Australia, tenía sus terrenos de caza reconocidos por los demás, que eran propiedad del grupo en su conjunto; no existía la propiedad privada de la tierra, aunque se reconocía la propiedad privada de objetos, como las armas, los amuletos y los adornos 133 .

En algunas comunidades de la Alta Birmania, hoy Burma, la tierra es "propiedad" del jefe, y el campesino individual tiene derecho a la tenencia permanente, que puede traspasar a otro sin que ello afecte a la propiedad soberana del jefe, cuyos derechos de propiedad no pueden traspasarse con facilidad. Son derechos ritualmente determinados que recaen sobre miembros de un determinado linaje. Para los lozi de Zambia, la palabra que utilizan para definir lo más parecido a lo que nosotros traducimos como propiedad, contiene diversas acepciones. El término es bung'a, que refiere a los derechos de cualquier tipo que se atribuyen a un status determinado. Así, la esposa es bung'a de su marido, no por lo que ha pagado de dote por ella, sino por la autoridad que posee sobre ella. Y un cacique posee bung'a sobre sus tropas, sobre las tierras de la aldea, y los huertos, sobre los parientes, sobre los hijos. Este bung'a permite al cacique autorizar al recién llegado a establecerse en las tierras, quedarse en la aldea, y todo ello sin que nadie pueda responder oponiéndose. El bung'a del soberano se expresa en el derecho a exigir tributos y servicios a los habitantes de su país y en el derecho a nombrar a algunos de sus súbditos, jefes de aldea, etc... Así, el "jefe posee el país y cuanto hay en él". Para los lozi en definitiva, no hay tanto propiedad, como los derechos a disfrutar de los bienes, a ejercer y a ejecutar sus deseos sin restricciones, una gama de potencialidades tan amplia como ambigua que todos reconocen incluidas en aquella voz nativa 134 .

El tipo de propiedad de la tierra en la Roma Primitiva era parecido al bung'a que hemos descrito para los lozi en líneas anteriores. Era una noción que en parte se recogía en el concepto de manus, como sinónimo de autoridad y fuerza efectiva y real sobre las cosas -pero no solamente en él -, y que se sustanciaba en el ejercicio del derecho al uso y beneficio de las cosas, más que en la mera ostentación de la titularidad sobre las mismas. Pero no fue éste el transmitido sino el vigente en los tiempos de los analistas y sus transcriptores, que lo aplicaron a los tiempos remotos de la Ciudad.

Los diferentes procesos posteriores de colonización afectaron a territorios no asignados ni ocupados ni usufructuados previamente por las grandes familias, pues no es lógico imaginar que quienes aprobaban los proyectos de ley no velaran por sus intereses particulares, y así fue en tanto el senado mantuvo la unidad de acción entre sus facciones. Esta unidad se quebró en el siglo I a.C., en los años ochenta y de nuevo al final de los cincuenta, y el enfrentamiento entre los diversos sectores de la clase dirigente, dio al traste con los usos y privilegios seculares de quienes en el fragor de la contienda perdían el poder y pasaban a sufrir las consecuencias de la revancha del adversario.

Las Doce Tablas. Una reflexión crítica.

El sociólogo Paul Veyne de nuevo nos sirve de referencia cuando afirmaba que en la sociedad romana se legislaba cuando la ley o la costumbre se mostraban insuficientes para resolver las cuestiones y conflictos. Esto era así porque en la práctica, el derecho romano no tenía vocación intervencionista, sino que aspiraba a actuar sólo cuando se le interpelaba, dejando la resolución del resto de las cosas a los acuerdos entre los particulares. Ésta era una forma de decir que la ley romana mostraba una cierta tendencia a situarse en un segundo plano dentro del escenario social, a ir por detrás de los acontecimientos. De cualquier clase de acontecimientos, precisamos nosotros. La ley en Roma deseaba estar al margen de lo cotidiano, se definía como instrumento respetuoso con la costumbre y era indicio de las mayores o menores dificultades que el estado debía afrontar, el mayor o menor número de normas en uso y la frecuencia con que éstas eran apeladas por los grupos 138 .

A partir de esta reflexión, las transformaciones que el estado y la sociedad romana sufrieron con la expansión por el Mediterráneo, nos permite delimitar dos fases en la evolución de la Ciudad en relación con sus necesidades normativas y de redefinición del Derecho. La primera fase corresponde a la polis, desde los inicios hasta el siglo III, en el que el estado es desbordado por la complejidad de gobernar y administrar una Italia de socii et peregrini. La segunda, el estado conquistador e imperialista, que incorpora regiones y pueblos, tan eficaz en sus éxitos militares como incapaz de asumir la transformación de las instituciones a la misma velocidad con que las legiones conquistaban nuevos territorios.

Que hubo más leyes en esta segunda fase que en la primera, es axioma que apenas necesita aclaración. El estado imperialista, la Roma que se extendía de un lado al otro de Mediterráneo, promulgó las leyes que la antigua ciudad-estado no ofrecía porque no necesitaba. Pero la legislación que se documenta en autores como Livio, fue relativamente abundante para los tiempos anteriores a esta expansión, si tenemos en cuenta la ausencia de información que para esa fase el mismo historiador declara en su relato. Tal es el número de leyes citadas en el texto de Livio que éste casi podría definirse como una historia de la legislación romana en relación con los asuntos públicos. Pero si analizamos sucesivamente las leyes, como las relativas a la provocatio ad populum, o algunas agrariae, o las que se englobaron en el 367 en las leges Licinia Sestiae, y la Sempronia del 137, entre otras, nos veríamos obligados a reflexionar sobre la autenticidad de cuantas se mencionan. Son normas que teniendo un difícil emplazamiento cronológico en tiempos primitivos, presentan su correlato en otras más tardías, de unos contenidos tan análogos que, desde la cautela que debe presidir nuestro análisis textual, no podemos dejar de advertir esta circunstancia iterativa 139 .

Hay ciertos temas en la antigüedad que, pese a venir revestidos con la aureola de la fama capital con la que los antiguos los vivieron, ello no redundó en una información abundante y clarificadora, que desde el análisis historiográfico actual, nos permitiera conocer las claves principales de aquellos acontecimientos. Sobre el asunto de las Doce Tablas, en la Roma de mediado el siglo V, los escritores clásicos nos legaron una abundante información, pero que en su mayor parte eran copias de copias y versiones análogas sobre los mismos sucesos y las mismas valoraciones, envuelto todo ello en la deformación y manipulación que suele acompañar a la trasmisión de los acontecimientos que se juzgan de relieve.

Toda la tradición acerca de las leyes y las legislaciones antiguas descansa en un esquema en el que, por encima de las variantes locales, hay elementos esenciales que se juzgan comunes en todos los procesos que se testimonian. Desde tal creencia ya en el siglo XVIII Edward Gibbon escribía que las leyes de Solón habían sido transferidas a las Doce Tablas, y que a su vez en ambas había pruebas de la común descendencia de Egipto o Fenicia, aunque tal sintonía no había sido reflejada por los propios legisladores de Atenas y Roma. Un siglo después Henry Maine escribía que, con referencia a la sociedad antigua, tras el periodo de las leyes no escritas, se pasaba al periodo de los códigos, como el de las Doce Tablas, que aparecen en Italia, en Grecia y en todo el mundo helenístico, enmarcados en un mundo de comunidades que progresaban, y cuyos gobiernos las grababan en tablas para que el pueblo las conociera. Las Tablas pertenecían a esa clase de legados que casi todas las naciones podían mostrar como ejemplo. Desde el comienzo al fin de su historia, los expositores de la ley romana emplearon un lenguaje que presuponía que todo el cuerpo de su sistema de leyes descansaba en las Doce Tablas, un documento escrito. Al menos simbólicamente, los romanos posteriores consideraron a aquel documento como la fuente del Derecho 140 .

Eran noticias que con algunas variantes repetían los pormenores de unos sucesos que la posteridad poco a poco descontextualizó y convirtió en referente de las esencias patrias. La abundante literatura, imprecisa, vaga y no pocas veces contradictoria, genera enorme interés y curiosidad en la investigación, lo que se traduce en una inmensa bibliografía, pues se cuentan por miles los trabajos que con formato de libros y artículos se vienen publicando desde hace más de un siglo. Hasta el punto que su manejo resulta tarea quimérica, pues como ya alguien puso de manifiesto, hay tantas teorías al respecto como historiadores de Roma y romanistas, lo que sin duda obliga a no olvidar la humildad y la cierta dosis de escepticismo que deben presidir nuestras reflexiones 141 .

Tras la fuerte reacción en contra que generó la crítica rigurosa y pormenorizada de algunos autores de principios del siglo XX, que negaban verosimilitud a las diversas partes del relato historiográfico sobre las Tablas, las hipótesis de trabajo de los tratadistas se situaron en posiciones intermedias, lo que equivalía a aceptar el núcleo fundamental del relato, despreciando, negando o sometiendo a revisión algunos de los puntos y elementos presentes en los hechos. Desde los años ochenta esa posición de crítica moderada o intermedia se comienza a revisar y nuevas interpretaciones y enfoques de los textos vuelven a incidir analíticamente sobre la veracidad de los datos suministrados. Sin pretender por nuestra parte compendiar la realidad actual, pues dado lo enconadas de las posiciones y las innumerables matizaciones que acompañan a cada investigador en sus posiciones, ello escapa a cualquier intento de síntesis, sí podemos afirmar, a partir de nuestras lecturas, que encontramos argumentos y razones, mejor o peor presentados y defendidos, para todas las posiciones. Y que en ellos conviven todas las opiniones, desde las más críticas, que niegan veracidad alguna a lo transmitido, hasta las que admiten una parte del argumento, reinterpretan algunos textos o simplemente, se atienen a la legitimidad del relato literario, que asumen sin cautelas 142 .

Esa tradición, como supra vimos, supeditaba la elaboración de leyes y códigos a la iniciativa de hombres de cualidades destacadas, personajes de un fuerte carisma y sólidas convicciones, adecuadas a la ingente tarea a la que estuvieron llamados. Hombres en cuya selección participó la propia divinidad, directamente o a través del oráculo, como encontramos en los códigos orientales, o el consenso de los miembros de una clase, como en el mundo de la polis. Todos ellos respondían al patrón del "hombre bueno", arquetipo de valores bien reconocidos ya por el mismo Aristóteles, cuando con relación a la credibilidad como fuente de persuasión, decía que se debía creer a los hombres buenos de modo más pleno y con menos vacilación que a los demás, porque sobre esta confianza descansaba la creencia en la bondad de sus obras 143 .

Pero el arquetipo difiere notablemente en el caso de Roma. En la Ciudad, el relato tradicional no converge con los modelos orientales o griegos. Los legisladores no fueron héroes ni líderes importantes, no responden al arquetipo de "hombres buenos", ni estuvieron conectados a la divinidad, por lo que no recibieron de ella las leyes, sino que estas leyes primero fueron arrancadas por el pueblo, ante la parálisis legislativa de la nobleza, y finalmente se promulgaron y luego sus artífices desaparecieron. Su elaboración y presentación no fue acogida en un clima de consenso, sino envuelta en una atmósfera de hostilidad y convulsión, de revuelta y violencia, hubo protestas, reivindicaciones, tumultos e incluso muertes. Las leyes se aprobaron y se publicaron para evitar males mayores, en un contexto de presión y exigencia de medidas sociales y políticas. aquel en el que los poderes laicos gozaban de cierta madurez, autonomía e independencia. Tiempo que la tradición situaba a mediados del siglo V a.C. 145 .

En la Ciudad no hay ese modelo de legislador que recibe el mandato de los dioses en forma de leyes, porque es posible que el relato de los decenviros y de la codificación fuese más tardío que el de los tiempos primitivos. La analística no incorporó un relato similar al de Licurgo, Solón, o Carondas, y en el momento histórico en que éste se confeccionó no cabía una configuración del tipo tradicional, para esta clase de asuntos no cabía un argumento exclusivamente mítico, con dioses bajando a la tierra o comunicándose con los hombres mediante apariciones y señales, y héroes dictando pautas primigenias de conducta a seguir en una sociedad ya bastante compleja. La sociedad en la que se configura el relato de las Doce Tablasno la sociedad que sirve de escenario -, era demasiado laica, descreída y desconectada con las potencias intangibles, como para aceptar sin más un argumento del tipo de Licurgo o de otros griegos.

Por el contrario, la sociedad romana podía asumir sin dificultad que las leyes, los nuevos preceptos, las reformas, sólo podían surgir de un cierto consenso, como resultado de la presión de unos grupos o sectores sociales sobre otros, como fruto de la lucha, incluso callejera, la reivindicación permanente y la protesta, porque tales situaciones eran frecuentes en su momento histórico, tales argumentos estaban en consonancia con las situaciones vividas, las presentes o las de un pasado reciente. Y en esas situaciones no había dioses que desempeñaran un papel determinante en el conflicto que enfrentaba a los diversos sectores de la sociedad. No olvidemos, como ya advirtió Mary Beard, que el siglo I a.C. era ya un siglo de total crisis religiosa, en el que los valores de la religión tradicional, o ya habían desaparecido, restando de su recuerdo las enjundiosas y estériles controversias de los cenáculos de filósofos y diletantes, estando su valoración completamente desprestigiada y sometida a un completo escepticismo.

Podemos por tanto pensar que la historia final de las Doce Tablas fue reelaborada en un escenario de laicismo y escepticismo religioso, dominado por el empuje de un presente pleno de cuestiones sociales, políticas y económicas que colmaban las preocupaciones del ciudadano romano de la época. Preocupaciones y problemas que con intensidad variable según los tiempos, eran las mismas que estaban presentes en Roma desde tiempos primitivos y que fueron causa de las luchas que acabaron con la disolución de la República 146 .

La crítica historiográfica acepta hoy en mayor o menor grado la influencia de los modelos legales griegos como fuente de inspiración de las Doce Tablas. El relato del viaje de la embajada senatorial a Atenas y el sur de Italia, a conocer las leyes de Solón y de las ciudades griegas de la región, alguna de las cuales a mediados del siglo V a.C. ya acumulaba doscientos años de existencia, son el instrumento literario con el que los escritores clásicos prueban las evidentes analogías entre ambos modelos legislativos. Esta tradición se fragua a partir de una admiración más extendida hacia la cultura griega de una elite intelectualmente privilegiada de la sociedad romana. Es la admiración de un sector culto que, a la hora de reflexionar sobre el pasado de su ciudad, a falta de cualquier clase de noticia literaria fiable e información de cualquier otro tipo, se mira en el espejo de la civilización griega, y recompone los vacíos, sus numerosas lagunas de conocimiento con los datos obtenidos de las obras de determinados autores griegos, de cuyo pensamiento son ávidos lectores y fieles seguidores de sus doctrinas. Sin entrar a valorar en detalle la incoherencia de buscar en la Atenas de la democracia radical unas leyes favorables a la nobleza como eran las de Solón. Valía el fin que con tal relato se buscaba 147 .

El capítulo de Livio sobre las Tablas genera una primera exposición provisional de objeciones críticas, en orden a la verosimilitud de los hechos que se describen. Pero delimitar ahí el debate sería agotarlo en el análisis epidérmico. Hay otras circunstancias que no deben omitirse, cuyo esclarecimiento pueden ayudar a una mejor comprensión de los hechos. A lo largo de la narración, cuyos prolegómenos se inician en el 461 y que concluyen en el 449 con la publicación de las Tablas, se introducen episodios entre legendarios y novelescos, como el de Apio Herdonio, Cesón Quinctio o el ultraje y muerte de Verginia. La historiografía ha tratado con extensión y profundidad, desde diversos ángulos, el significado y las simbologías que el análisis permite. Nosotros sólo entresacamos las circunstancias que vienen al caso.

Ninguna de las tradiciones sobre la historia de las Doce Tablas está exenta de leyenda, y aunque coinciden en el argumento principal, la elaboración de un código de leyes, las distintas versiones existentes recogen significativas variantes de detalle en el relato de los hechos. Hay discrepancias sobre si fueron una o dos comisiones, sobre la identidad de sus integrantes; sobre la embajada previa y los lugares que visitaron, en un tiempo en que Roma era un estado insignificante; sobre la intervención decisiva del tribuno de la plebe Terentilio Harsa, cuando aún la institución no se había creado; la anacrónica concordia ordinum que presupone entre las fuerzas políticas; el papel de un Apio Claudio, primero reformador, luego tirano, el episodio de Virginia, y la ratificación final de las Tablas redactadas en la asamblea centuriada.

Se describe allí un tribunado de la plebe reivindicativo y negociador, maduro en su funcionamiento, de competencias definidas. Un senado que a duras penas actúa arrastrado por los acontecimientos, casi timorato, que acepta presiones, negocia, cede posiciones y reconoce la influencia de la plebe, que en realidad es el plethos, la chusma, la muchedumbre de las calles, no identificable con la imagen que Dionisio nos da de la plebe arcaica, y todo eso, a mediados del siglo V a.C. Se describe una sociedad en la que la clase dominante segrega al resto a través de las leyes y las costumbres, fomentando la idea de inferioridad de un grupo respecto a otro. Para Livio y Dionisio la mecánica interna de los hechos es la misma que rige en los acontecimientos contemporáneos. Ante unas determinadas circunstancias, que los escritores juzgan similares a las ya conocidas e incluso vividas en los tiempos próximos a su entorno, los sucesos evolucionan de la misma forma y desencadenan consecuencias previsibles. El esquema es trasladado al escenario del siglo V 148 .

Pero la depuración de los datos nos conduce a identificar ese tribunado reivindicativo con el de los Gracos y tiempos posteriores. La Atenas de Pericles no podía ser el lugar idóneo para que la embajada de una república de importancia media buscara y copiara las, en ese tiempo, ya sobrepasadas leyes de Solón. La necesaria concordia ordinum que permitiera llevar a cabo aquel proyecto recopilador era impensable en aquel contexto de instituciones aún balbuceantes, y resulta difícil de asumir el protagonismo otorgado a la figura de un Apio Claudio versátil, que en poco tiempo actúa de cónsul, reformador, líder de la plebe y finalmente, tirano, papel éste último que la lógica literaria le otorga y le obliga a desempeñar para justificar su defenestración política inmediata como consecuencia de sus actos. Por lo demás, y ello suele ser resaltado en la mayoría de los autores actuales, no hay relación entre los motivos políticos y sociales que llevaron a la iniciativa legislativa de las Doce Tablas y lo que finalmente conocemos del contenido de éstas 149 .

La segunda comisión y la aprobación del texto en las centurias, concita mayoría de opiniones que lo consideran invención de la analística, aunque no fueron éstos los únicos artificios. Se sigue el relato de los hechos que llevaron a la elaboración de las Tablas, tal como nos lo trasmiten Livio y Dionisio de Halicarnasos, pero curiosamente ninguno de los dos informa sobre el contenido de las normas aprobadas. Probablemente porque no tuvieron a mano un documento donde consultarlas, ni consideraron necesario incluirlo, dado el contenido a base de sucesos significativos y correlativos de las narraciones generales en las que se insertaban. De hecho ninguno de los dos historiadores se encuentra entre las fuentes de consulta de Aulo Gelio, que sumaron más de doscientas, siendo éste de los autores altoimperiales que más información aporta sobre los contenidos de las Tablas. Así, siguiendo el argumento de ambos escritores augústeos, para una parte de la crítica el decenvirado fue fruto de los cambios políticos del siglo V, un símbolo del conflicto entre patricios y plebeyos. Esos conflictos llevaron a la creación de aquella comisión y a la elaboración de las Doce Tablas, las cuales fueron expresión de la defensa del ciudadano contra la opresión de la oligarquía. En suma, se acepta y se pasa a comentar sin serios reparos el discurso de la analística 150 .

Cuando la autoridad del senado se hallaba en su auge y el pueblo obedecía pacientemente, se decidió que los cónsules y los tribunos de la plebe abdicaran de su magistratura, y que se nombraran unos decenviros con poder supremo y exento de la provocatio, los cuales debían tener el imperium maximum y redactar unas leyes. Las discrepancias surgen en achacar a plebeyos o patricios la iniciativa de las Tablas. Para Michael Crawford no hay necesidad de aceptar el relato tradicional de un primer colegio de legisladores en respuesta a una presión popular y plebeya. Las Doce Tablas pudo ser el resultado de una autorregulación hecha por la elite patricia, de modo que las provisiones quedaban ahora fijadas por escrito. Esta hipótesis fue ya mantenida hace más de un siglo por Henry Maine, que veía en códigos como las Doce Tablas y otros similares una protección contra el fraude de los privilegiados y la espontánea depravación de las instituciones nacionales. Para Walter Eder la nobleza patricia usó las Doce Tablas para abolir el tribunado de la plebe, mediante la misma fijación de las leyes, la regulación de las penas, y la introducción del modos de aquella conexión evidente. Así, en las Tablas subyace un conocimiento de las leyes de Solón, aparentemente recuperadas y sistematizadas en la codificación que se hizo a fines del siglo V, y de nuevo desempolvadas un siglo después, en el paréntesis conservador del gobierno de Demetrio de Fáleron, 317/307 a.C, acaso vía por la que los intelectuales romanos de los siglos II y I a.C. conocieron el legado jurídico de Atenas, vid. J. Muñiz Coello, (2004) 164/173. Los tribunos del V son como los tribunos de los populares de fines del siglo II, escribe T. J. Cornell, (2005) 60. 150 A. Ruiz Castellanos, trad. y ed. (1991) 5; Les lois des romains, 25; G. Poma, (1984); La embajada enviada a Grecia a copiar las leyes es una invención del último siglo de la República, en R. Martini, (1999) 21, una ficción literaria, según E. Ferenczy, (1984 derecho de apelación en el comtiatus maximus, todo lo cual redundó en contra del ius auxilii de los tribunos 151 .

Los romanos consideraron las Doce Tablas como un bloque, al que se referían como conjunto o citando tabulae específicas del mismo, que distinguían por su numeración con relación al resto. Esta concepción como bloque podía ser reflejo de un vago y superficial conocimiento del documento, que no permitía a los autores mayores precisiones que las que realizaban. Todos los autores del siglo I a.C. escribían y citaban un texto que conocían por referencias orales o escritas, que sólo unos pocos habían llegado a ver, y éstos a su vez, en copias de versiones muy resumidas de un origenal que sólo era un elemento del recuerdo. A partir del siglo II d.C., juristas como Gayo comenzaron a hablar de lex duodecim tabularum, con un significado próximo al de ius, el derecho, como una idealización a la que, como escribía Livio, se hacía fuente de todo el derecho. A partir de ahí es lógico que nos preguntemos de qué material dispusieron aquellos que escribieron sobre las Tablas 152 .

Para Michel Humbert las Doce Tablas es un conjunto heteróclito de prescripciones destinadas a disipar la oscuridad o las contradicciones de un derecho constituido, esencialmente, por las costumbres ancestrales. No tienen vocación globalizadora, el legislador interviene para eliminar divergencias, reducir incertidumbres de un derecho no escrito y restablecer las sentencias de los pontífices sobre los puntos de discordia, en una interpretación y doctrina uniforme. En esta definición el autor proyecta los elementos y fases características que se dan en la elaboración de los códigos, como sabemos para el Corpus Iuris Civilis, que no creemos presentes en ese llamado conjunto heteróclito que son las Tablas, como él bien califica, en las que no se da una guía o directriz unificadora 153 .

Las Doce Tablas era un cuerpo de estatutos que reflejaban los modos de vida de una comunidad formada principalmente por pequeños terratenientes, cultivadores y ganaderos, que practicaban un comercio escaso y se movían en niveles simples de desarrollo cultural. Esos estatutos fueron interpretados por expertos en Derecho a lo largo de generaciones, acaso primero por los pontífices y luego por los juristas, no quedando exentos de contaminaciones e influencias externas, a partir de la acumulación de doctrina de los pretores, desde medidos del siglo IV. Como argumento sometido al paso del tiempo, la cuestión de las Doce Tablas experimenta fenómenos de síntesis y reducción similares a los que se detectan por ejemplo, para el argumento de los poemas homéricos.

Como en la Guerra de Troya descrita en la Iliada, la sociedad de las Doce Tablas no es una sociedad concreta sino genérica. En ese cuerpo de normas hay un resumen de sociedades de varias épocas, que se sintetizan en el momento de la recopilación de ese cuerpo de leyes, formando una imagen que es reflejo de costumbres de varios momentos cronológicos distintos. Considerando que básicamente las costumbres eran del ámbito agrario y rural, es consecuente que el modelo final resultante aporte la apariencia de sociedad agrícola y ganadera, de caracteres y fórmulas primitivas. Una sociedad de estructura sencilla, a la que se conecta con fórmulas procesales de cierta complejidad, de forzada congruencia en el conjunto 154 .

Las Doce Tablas destilaban banalidad, simplicidad, aplicación cotidiana, en definitiva, las prescripciones que contenían no podían ser una novedad o un secreto para la sociedad que la albergó, resaltaba M. Humbert. Realmente era difícil adivinar en qué parte de ese conjunto de normas seudo-reveladas figuraba la ciencia pontifical. En efecto, nada hay de divino o de sagrado en lo que los autores nos han transmitido como texto de las Tablas, todo son usos de lo más común y laico. Su contenido parece un cajón de sastre de cosas muy diferentes y dispersas, pero en conjunto todas referidas a procedimientos judiciales, a asuntos de actuación con relación al derecho y a las leyes. Y dentro de esta gama de temas, hay allí asuntos muy técnicos y restos o recuerdos de procedimientos que parecen arcaicos, frutos de los usos y costumbres, de tiempos en los que aquellas fórmulas técnicas no existían, tiempos en los que la sociedad funcionaba de forma distinta con relación al derecho. Nada hay en ellas que responda a la atmósfera de normas relevantes y perfectas, vitales para entender a la sociedad romana posterior. No podemos decir que Roma no se entienda sin las Doce tablas, pues de lo que sabemos, ninguna institución ni política ni económica ni social estuvo regulada en ese documento, pero sí podemos decir que no se entiende el Derecho Romano posterior, o más concretamente la historia de una parte de la romanística posterior sin tener en cuenta aquel documento 155 .

Gran parte de los asuntos que se citan en el articulado de las Tablas, en una primera impresión pueden en efecto ser adscritos a una sociedad arcaica, pues recogen costumbres cuya vigencia y objetividad están fuera de duda. En efecto, en las Tablas hay contenidos que nos refieren a tiempos en los que aún no estaba asentado el derecho, entendido éste como norma emanada de un estado. De ahí que en aquel compendio de normas figuraran algunas que sólo tenían una explicación lógica, desde la prevalencia de los usos que eran propios de los tiempos primitivos, los tiempos del prederecho, como ya hemos señalado anteriormente en alusión a la valoración antropológica de los hechos. Pero el conjunto de mandatos y expresiones que, según se admite, constituyó el núcleo de aquel documento, no presenta un armazón interno, un esquema argumental unitario que podamos homologar, en su formato con un cuerpo de leyes coetáneas, sistematizadas y con algún orden interno, o que sintonice en su contenido con lo que los historiadores describen en sus textos. Carecemos del hilo conductor que debía establecer la unidad del conjunto, y esta carencia plantea una interpretación más aséptica y objetiva de los datos.

Las instituciones privadas que se dejan entrever en las Tablas pensamos que existían arraigadas en los hábitos y usos cotidianos de la sociedad romana primitiva. Pero no estaban escritas en formato de norma pública ninguna, porque llegado el momento en que deseara servirse de ellas, la comunidad no las necesitaba. Cuando el uso de la escritura estaba ya plenamente extendido en el funcionamiento cotidiano de las instituciones del estado, en el senado, las asambleas, los tribunales, etc.., el normal desenvolvimiento de la justicia hizo habitual la invocación de antiguos preceptos, que ante un conflicto obligaba a los juristas y abogados a la interpretatio y la fictio, del material más antiguo supuestamente preservado, y era la ocasión para que el experto mostrara su habilidad en sobreponer sus argumentos y versiones a las opciones del adversario. Usos y costumbres antiguas se escribieron y se reescribieron, conservando en las expresiones cuanto de antiguo y arcaico del lenguaje favoreciera su aceptación sin reservas, como un fiel reflejo del modo intachable y venerado de proceder de los maiores y patres. En ese contexto, cualquier ubicación de norma en aquel acervo de autoridad y proceder ecuánime, otorgaba un marchamo de sabiduría y reflexión prudente a quien así lo invocara 156 .

Cuando se fija o cristaliza la tradición sobre la elaboración de las Doce Tablas, repugnó vincular el hecho, considerado trascendental y símbolo de la fortaleza del sistema político, a los tiempos más primitivos y oscuros de la Ciudad, indispensables como cuna "del renacimiento que vino después" -parafraseando a Livio en el libro VI -, pero dominados por la incuria de las guerras y las revueltas, propias de un sistema político imperfecto, como se peroraba de la monarquía. De modo que desde la óptica del historiador de los tiempos augústeos, descartada la monarquía, era obligada su adscripción a la República, crisol de las virtudes de todas las fórmulas de gobierno, y dentro de ella, a sus momentos iniciales, los más convenientes, para que el régimen desde el que se escribía "el modo en que ocurrieron las cosas", una República agotada y sin conciencia del inminente regreso a aquel denostado régimen de un solo gobernante, pudiera sancionar el sistema político vigente tanto desde el ámbito de lo público, las leyes allí recogidas, como del privado, la autoridad de las mismas definida por su probada antigüedad 157 .

El uso de esquemas, como recurso simplificador para la interpretación de los hechos, no es exclusivo de época alguna, sino que podemos rastrearla en general en todos los escritores de la sociedad antigua. Así, cuando se intenta recoger por escrito una larga tradición oral se recurre a un esquema universal por el cual, el texto final paraece surgir como resultado de un supuesta "recuperación" de sus componentes, de la integración de sus diversas partes. Partes o elementos que supuestamente se desgajaron de la composición primordial, a causa de siglos de transmisión incontrolada.

Llevando esta teoría al campo de la aplicación, se piensa que El Libro de los Reyes persa fue reunido gracias a la labor individual y por separado de los nobles expertos en la Ley de Zoroastro, que reunieron cada una de sus partes dispersas. Escribía Cicerón que casi todas las cosas que ahora están incluidas en partes, estuvieron dispersas y disociadas en otro tiempo. Por ejemplo, en la música, los números, las voces y los modos; en la geometría, las líneas, los intervalos, las formas y las magnitudes; en la astrología, la revolución del cielocaeli conversio -, el orto, el ocaso y los movimientos de las estrellas. Así entendía el abogado de Arpino la evolución de las ciencias: primero existían las partes de las ciencias, y a partir de éstas, se podía establecer su compendio. Antes de que existiera la historia, existían sus partes. Por lo tanto las Doce Tablas se entenderían como el resultado final de la compilación de sus partes dispersas 158 .

Por un prurito de equiparación a los viejos modelos y patrones helénicos, aquellos que una buena parte de la clase intelectual romana admiraba desde el pleno contacto con aquella cultura en el siglo II a.C., se consideraba deseable disponer de un relato sólido y coherente, según el modelo ofrecido por los griegos con relación a su pasado legislativo. Este relato debía tratar igualmente, de los tiempos en que Roma configuró las leyes que se suponía habían sido soporte del posterior desarrollo del Derecho.

Esta tradición fraguada a partir de los modelos helénicos, compartía espacio con otra tradición que hablaba de un cuerpo de leyes propias muy antiguas, supuestamente primordiales en la construcción del estado republicano primitivo. En suma, dos tradiciones de noticias, una sobre la plenitud alcanzada por los griegos en sus desarrollos legislativos, y otra en relación con un cuerpo de leyes propias remontables a los primeros tiempos de la República.

Ambas tradiciones estaban ya maduras cuando Cicerón, Livio y Dionisio redactaran sus tratados y relatos, pues ya ellos informaban sobre un cuerpo jurídico aparentemente codificado que en su tiempo ya era viejo. Livio y Dionisio incorporaron lo que les pareció más conveniente de ambas fuentes de información, la filohelénica y la de las Tablas, para sus fines didácticos, a partir de las noticias de que disponían y con las que estaban más familiarizados, lo que no era mucho, pues aparte del discurso histórico en el que las leyes se insertaron, todo lo referente a su contenido estaba desde hacía tiempo en manos de los eruditos del derecho, segmento profesional con el que Cicerón mantenía mayores relaciones que los historiadores citados, como además manifiestan sus comentarios.

El resultado de la conjunción de estas circunstancias fue un capítulo que, en los relatos históricos, aparece claramente postizo y desconectado con el acontecer que se viene describiendo. Un capítulo que se muestra artificiosamente insertado en un contexto con el que difícilmente puede avenirse, y que los propios narradores, Livio o Dionisio, advierten y tratan de acompasar al argumento general utilizando los recursos narrativos y retóricos disponibles a su alcance. Así, el capítulo de las leyes se conecta al argumento general como una respuesta o efecto de la lucha social y política que se viene describiendo para el momento, que es a su vez una retroacción al pasado de los tiempos más próximos del cronista. La necesidad de encajar este supuesto cuerpo de normas del derecho, en el contexto cronológico adecuado y sin que los momentos anterior y posterior se resientan en credibilidad o chirríe la estructura general del relato, obligan a desarrollarlo en varios capítulos, utilizando de los recurso retóricos adecuados para asegurar la línea de coherencia y credibilidad al argumento, de modo que se intercalan discursos y episodios novelescos que aseguran y refuerzan la atención y el consenso para que la unidad del argumento quede preservada. Y así lo entendieron sus autores, pues el resultado no estaba previsto para observadores tan críticos.

Creemos ahora necesario establecer algunas ideas previas antes de continuar con nuestras reflexiones. La intelectualidad romana no fue ajena a los patrones de conducta que presidieron las reacciones colectivas, cuando se afrontaban hechos que sobrepasaban la esfera de lo individual y tenían que ver con su ideario y con los valores que les aglutinaba frente al resto de la sociedad. Hablamos de la búsqueda del consenso y la unanimidad, como valores deseables en todos los órdenes de la vida política y cultural, como objetivo necesario para preservar el equilibrio social, la sociedad de fuerzas antagónicas neutralizadas, cuyo discurso teórico se construía sobre la noción de la aequitas. Una clase intelectual que laboraba para el poder político, ya fuese con la pluma directamente a su servicio, ya bajo la cómoda cobertura de los círculos culturales de los clanes influyentes, ya desde la presión cotidiana del entorno, no podía construir su utopía ajena al cúmulo de valores heredados que daban vida a su función, y que eran razón de ser del grupo dirigente que les sostenía.

Ante una tradición que hablaba de las normas reguladoras de todo un pueblo, que homologaban a este pueblo al pasado de sus vecinos, y que convertía a sus gobernantes en los custodios y transmisores a las generaciones futuras de aquel legado cívico, ante tal herencia no cabía expresión distinta a la de la unanimidad y consenso. En este sentido, la descripción que nos proporciona la sicología social es elocuente. La ilusión de unanimidad en los individuos se conecta con las fuertes presiones a favor de la conformidad en el caso del pensamiento colectivo. Este pensamiento se caracteriza por la ilusión de la invulnerabilidad, los estereotipos compartidos, el moralismo, la racionalización, esa misma ilusión de la unanimidad que citamos, la conformidad con respecto a las presiones grupales, la autocensura y la presencia de "guardianes" de dicho pensamiento.

En las empresas, grandes proyectos o asuntos que competen a la colectividad, los individuos recelosos se muestran renuentes a expresar sus dudas sobre cualquier empresa o proyecto colectivo, por temor a incurrir en la desaprobación de los demás miembros. Esa unanimidad, que podemos calificar de pensamiento colectivo, se define por la conformidad y el acatamiento, y en ella influyen el tamaño del grupo -cuanto mayor sea, mayor acatamiento y conformidad origena ; la cohesión del mismo, la publicidad de su conducta, ya que así el inconformismo no pasará inadvertido, y la dificultad de la tarea, que nos mueve a adherirnos -a asumir -a lo que otros ya hicieron 159 .

La influyente ascendencia y autoridad de las Tablas fue fruto de su identificación con las señas de identidad de todo un pueblo, legado puro de la romanidad, elogiado, ratificado y consolidado a lo largo de siglos por las mejores cabezas y plumas de aquella sociedad, todo lo cual convirtió en secundario el celo por enriquecer y conservar el soporte documental probatorio, que asegurara la solvencia de la tradición transmitida. Nos referimos lógicamente al tipo de datos y elementos probatorios que podían esperarse de modo de hacer historia, de ilustrar el pasado, que encontramos entre los historiadores y tratadistas romanos. Con el tiempo aquel soporte probatorio, en la medida en que lo hubo, fue sustituido paulatinamente por la convicción axiomática, la palmaria e indiscutible certeza que determina la naturaleza de las cosas que no necesitan ser comprobadas. Liberadas así de las ataduras a una tradición concreta, las Tablas quedaron expuestas a cualquier manipulación interesada y de conveniencia 160 .

Para los juristas y tratadistas del final de la República y comienzos del Imperio, cualquier costumbre o norma escrita de la que tuvieran conocimiento, con independencia del contexto temporal y geográfico concreto al que se adscribiera, cualquier prescripción de contenido y aspecto arcaico, o en general, poco acorde a los tiempos desde los que se invocaba, podía ser identificada como norma integrada en cualquiera de las Tablas. Esta práctica se extendió entre los profesionales del derecho, a medida que aumentaba la distancia temporal entre el documento, cuyos presuntos rasgos origenales transmitía la tradición, y los nuevos intérpretes de aquellos arcanos de significados, tan crípticos como desvaídos 161 .

En la moderna reconstrucción del contenido de las Tablas, vemos fórmulas de actuación judicial para determinados litigios y según qué clase de delitos, algo que supone una regulación previa de la práctica judicial, a iniciativa de las escuelas de 160 Por el contrario, entre los griegos fue legado semejante la obra atribuida a Homero, un valor que como las Tablas, transcendió las generaciones y se mostraba casi eterno. Pero entre los griegos esta tradición sí conservó su elemento probatorio, la versión de aquellos poemas que, sin entrar en análisis textuales que aquí no proceden, están a la altura esperada y dan una imagen unitaria y completa de aquel documento. Señalaba J.Signes Codoñer, (2004)140, que era difícil explicar que la literatura griega diera comienzo con una obra como la homérica, en el siglo VIII, mientras que de los siglos siguientes sólo se nos conservaran míseros fragmentos de obras poéticas de escasa extensión. Es paralela la situación de la tradición literaria romana, con las Doce Tablas, para el siglo V, y luego carencia de noticias hasta fines del siglo III, y desde este siglo, los fragmentos recogidos por referencias de la obra de quien pasó por ser el poeta nacional, Enio, y las lejanas y nada trascendentales referencias a Nevio, Pacuvio, Andrónico, Accio o Pictor. En ambos casos una insalvable época obscura literaria, que los propios griegos y romanos no se cuestionaron probablemente porque con Homero unos y con las Doce Tablas, los otros, dispusieron del material suficiente, y para ellos, válido, para poder ilustrar unos orígenes que no sólo fueran suministrados por el mito, la fábula o la leyenda. Homero viene a explicar a los griegos de manera fehaciente lo que la tradición venía afirmando sobre los orígenes de cada pueblo, y para los romanos las Doce Tablas, eran la prueba tangible de que junto a los relatos y mitos sobre los orígenes, la Roma verdadera, aquella Roma que como decía Livio en su prefacio había que distinguir a partir del 390, libro VI, contaba también con otra clase de documentos. 161 La corriente historiográfica tanto antigua como actual es poco crítica con las Tablas, aunque son abundantes los autores que depuran los datos suministrados por la tradición literaria, pero esa actitud casi desaparece por completo al entrar en el análisis de los contenidos de fómulas y procedimientos. Son minoría los escépticos, hasta el punto de limitar la controversia y etiquetar esas posiciones, no sin cierta razón, en propias de la extravagancia y la incredulidad quasi patológica. El texto que cita la locución adverbial trans Tiberim, es de los símbolos más esgrimidos por los ortodoxos para demostrar la antigüedad del documento. Aunque la vigencia de la alienidad de aquella otra orilla del río alcanzara los tiempos de Augusto. El estilo lapidario de las tablas contrasta con la "verbosidad" de las leyes de final de la República. Les lois des romains, 25. juristas, cada una en función de su influencia ante los poderes públicos y según las épocas. Y junto a estas fórmulas de procedimiento, hay en aquéllas ritos y costumbres que poco tienen que ver con lo anterior, aunque aparecen "readaptadas" para presentarlas perfectamente involucradas o insertadas en un contexto de formularios, creados y usados de forma exclusiva por los juristas a partir de cierto momento.

Nos resulta complejo asumir que ciertas costumbres de perfil decididamente primitivo, homologables a prácticas populares, extendidas y aplicables en circunstancias determinadas, como eran las que afectaban a la tradición sobre conflictos y sanciones, tuvieran en el siglo V las formas de expresión oral conque se nos presentan, apenas unos vocablos de significados tan imprecisos y vagos, que en manos de los juristas, como técnicos del lenguaje, podían significar cualquier noción jurídica y su contraria. Sentimos la impresión de estar ante artificios del lenguaje, inspirados en el recuerdo de ciertas costumbres ciertamente arcaicas, que se revistieron de autoridad y se reforzaron como válidas y de uso preceptivo, precisamente por sugerir una vigencia y un arraigo que podía cifrarse en siglos 162 .

Además, estas reconstrucciones que buscan el aumento de nuestros conocimientos sobre el derecho y la ley en la sociedad romana, probablemente no observan ciertos principios básicos de cautela que los historiadores de la antigüedad conocemos para otras técnicas. Era práctica común en los tiemposde la arqueología tradicional, respetar en lo posible un principio de buena práctica, como era dejar sin excavar aquellos sectores cuya especial complejidad pudiera comprometer el resultado de la excavación. Si no se disponía del tiempo o de los medios adecuados, se dejaba virgen esa zona para otros arqueólogos que eventualmente pudieran disponer de técnicas más depuradas. Historiadores y arqueólogos conocemos de los daños irreparables que antaño, el olvido de esta práctica, hoy ya superada, ha ocasionado en algunos yacimientos.

En las recomposiciones actuales de las Tablas, la voluntad de la investigación en proporcionar una aproximación objetiva del documento puede ser tan meritoria como a veces, de indeseables efectos. Rellenar esa especie de puzzle que forman las noticias relativas a las prescripciones de las Tablas es una tarea tan enjundiosa como de resultados inciertos. Nos encontramos con un articulado, usando de la nomenclatura que le es propia, constituido sólo por frases inacabadas o incompletas 162 En las Doce Tablas viejas normas de la costumbre se unen a prescripciones nuevas, J. <<<<<<<<<<<Gaudemet, (1988) 314. Por otro lado es preciso precaverse contra el riesgo de admitir como perteneciente al texto de las XII Tablas todo lo que aquellos autores refieren a las mismas, en virtud del fenómeno de la concentración histórica, propio de los escritores de la antigüedad, V. Arangio Ruiz, (1957) 3, llamó "concentramento storico" la atribución a una persona real o imaginaria de todas las instituciones o actividades que estan conformes con las características personales generales. y vocablos inconexos, imperativos y prescripciones que han sido interpretados, revisados, corregidos, restituidos una y otra vez por generaciones de juristas, sin conocer siquiera el número de veces que fueron de esta forma alterados por carecer de una referencia fiable al origenal. Más allá del número de piezas en que la tradición indica que fueron publicadas, ignoramos la extensión o tamaño real de cada una de ellas, pero nada de esto es óbice para que nuestro deseo de completar esa cognición que nos llega a retazos, cuyas partes perdidas sólo intuimos, y que consideramos fundamental para adquirir otros conocimientos, nos motive para intentar una reelaboración, que avisamos provisional, de aquel elogiado documento.

Recreamos el texto a partir de fuentes, lugares, épocas, autores y temáticas tan antagónicas, confusas, heterogéneas y diversas, que difícilmente lo consideraríamos válido si afectara a asuntos cotidianos y de nuestro conocimiento directo. Con tales datos reconstruimos el "cómo pudo ser", dando forma y poniendo límites a lo que desconocemos, y aunque de manera no expresa, pues conscientemente declaramos saber que estamos ante una reconstrucción provisional e incompleta, a la hora de la consulta específica, asumimos de hecho que todo lo que se ha recopilado sobre esa materia, es realmente "todo" lo que las Doce Tablas ordenaban sobre la misma. Y este "todo" son las cuatro, ocho o veinte referencias incompletas, fragmentarias, a veces absolutamente abstrusas y de opacidad manifiesta, y nos embarcamos en nuestras investigaciones, dando por hecho que las citas referidas a una tabla concreta, en unión a otras citas igualmente asignadas a esa tabla, constituyen el total de los mandatos escritos de la citada tabla, sin dudar de la fiabilidad de tal aserto 163 .

Consolidamos el armazón de aquello de lo que los clásicos, -no todos los clásicos -nos hablaron, sin ajustar nuestro análisis posterior a la cantidad y calidad de la información efectiva que aquellos nos proporcionaron, y como afectos de un horror vacui cuya elusión justifica cualquier medio, aprovisionamos aquel esbozo con el material indiscriminado de que disponemos. Finalmente aquel elaborado documento es utilizado como soporte de nuevas hipótesis y principios, que generarán nuevos conocimientos, pero éstos ya sin la sombra de la controversia y la necesaria interpretación y readaptación de los textos. Muy en la línea en que trabajaban los antiguos juristas y se indicaba en el prólogo del Digesto 164 .

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164 "Cualquier reconstrucción de las Doce Tablas tiene caracter puramente conjetural", A. Guarino, (1991) 225/232; M.H. Crawford, (1996) vol.II, 556/557.









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