SIN LÍMITES
LA RUTA HACIA 2070
EN UNA RAMBLA A ORILLAS DEL PACÍFICO, entre cabinas fotográficas, puestos de pretzels y un hombre que moldea bustos en plastilina para los turistas, una rueda de la fortuna gira con la electricidad que obtiene del sol. A unos 100 metros de allí, un letrero señala el final de la célebre Ruta 66. La energía verde colisiona con la historia automotriz en el embarcadero de Santa Mónica, el sitio perfecto para iniciar un viaje por carretera en autos eléctricos.
Una de las primeras autopistas de Estados Unidos que permanece abierta durante todo el año, la Ruta 66 se origina en la ciudad de Chicago y, desde la década de los treinta hasta que las interestatales la volvieron obsoleta, condujo a millones de migrantes del medio oeste estadounidense por paradores y tiendas de chucherías hasta las luminosas costas de California, lo que contribuyó a transformar ese estado de un paraíso rural a una colección de extensas urbes. Mientras esto ocurría, la Ruta 66 se convirtió en símbolo de muchas cosas: el poder transformador de los automóviles, la libertad de los caminos abiertos y la mágica combinación de ambos en un viaje por carretera. Hambrientos de cultura y tradiciones locales, muchos viajeros modernos recorren sus 3 600 kilómetros solo para hacer fila en una cabaña de madera del embarcadero de Santa Mónica y recibir sus certificados de viaje.
El muelle es también un lugar muy propicio para reflexionar sobre el mundo que hemos creado; en gran medida, debido a nuestro romance con el motor de combustión interna. Al oriente de Santa Mónica se alza Los Ángeles, cuyos siete millones de adictos a la gasolina emiten más bióxido de carbono que una docena de estados en conjunto. Al sur yace Venice Beach, ciudad que, en la década de los cuarenta, estuvo abarrotada de torres petroleras y en la que, en años recientes, lobos marinos famélicos emergieron del mar, víctimas de las aguas que ha calentado el cambio climático. Al oeste y el norte se extienden las altas colinas de Malibú, donde, en noviembre de 2018, se desató un incendio como resultado de años de sequías y de temperaturas cada vez más altas.
Los vientos de Santa Ana “extendieron el fuego con tanta rapidez que alcanzaron la costa en un día”, recuerda Dean Kubani, un caluroso día del otoño pasado, mientras conversamos al pie de la rueda de la fortuna. Recién jubilado, tras 25 años como director de sostenibilidad de la ciudad de Santa Mónica, Kubani había observado las llamas del incendio desde la playa. “La temporada de incendios habitual es en septiembre u octubre”, añade. Pero ahora ese periodo se ha prolongado “porque no llueve y el clima no
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