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Crítica de la razón latinoamericana
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Crítica de la razón latinoamericana

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Este libro fue publicado en 1996 y es un clásico de los estudios latinoamericanos El autor hace un análisis de las posturas modernas y posmodernas frente a temas que atraviesan el continente, como la identidad, la herencia colonial y la cultura popular Además hace un recuento de los primeros pensadores que, desde México, aportaron al campo en la primera mitad del siglo XX La segunda edición, publicada por la Editorial Pontificia Universidad Javeriana en el 2011, trae también una entrevista con el autor
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 mar 2015
ISBN9789587166484
Crítica de la razón latinoamericana

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    Crítica de la razón latinoamericana - Santiago Castro Gómez

    Páez.

    I

    Los desafíos de la

    posmodernidad a la

    filosofía latinoamericana

    En 1979 Horacio Cerutti presentó en Caracas una ponencia en el IX Congreso Interamericano de Filosofía, titulada: "Posibilidades y límites de una filosofía latinoamericana después de la filosofía de la liberación (1979: 189-192). En esta comunicación, Cerutti reconoce la intención de la filosofía de la liberación al asumir decididamente la realidad latinoamericana como problema filosófico, retomando de esta manera la preocupación por el sentido y la necesidad de un pensamiento comprometido con la realidad de nuestros pueblos, tal como lo esbozaron desde el siglo XIX Juan Bautista Alberdi y los próceres de la emancipación mental" de Hispanoamérica. Reconoce también el gran esfuerzo de este movimiento por asumir filosóficamente los aportes de las otras dos corrientes intelectuales aparecidas en la primera y segunda mitad de la década de los sesenta, respectivamente: la teoría de la dependencia y la teología de la liberación. Pero a pesar de todos estos logros, el filósofo argentino piensa que ya para esa época (1979), los tres discursos liberacionistas se habían esterilizado en su productividad.+¹ Entre las razones aducidas por Cerutti para esta decadencia se encuentran la distorsión que tanto la filosofía como la teología hicieron de la teoría de la dependencia cuando la separaron del núcleo de reflexión teórica que la sustenta y constituye, así como la caducidad de un cierto pensamiento cristiano en el que la fe aparece como una exigencia previa para filosofar liberadoramente. 

    Varios años después de estas reflexiones vale la pena retomar las cuestiones planteadas por Cerutti y reformularlas de la siguiente manera: ¿qué tipo de transformaciones socioestructurales han apresurado el envejecimiento de las categorías filosóficas, sociológicas y teológicas de los discursos liberacionistas?; ¿cuáles aportes nos es posible retomar de estos discursos para hacer un diagnóstico contemporáneo de las sociedades latinoamericanas?; y ¿qué categorías se tienen que reajustar para consolidar un nuevo tipo de discurso crítico en América Latina? 

    Dudo mucho de que exista algún pensador o pensadora en Latinoamérica que, afiliado(a) todavía a la filosofía o a la teología de la liberación, deje de preguntarse por el inevitable reajuste de categorías derivado del reciente derrumbe de los regímenes socialistas en Europa del Este. Pues, aun teniendo en cuenta las diferencias existentes en el interior de ellos, casi todos los discursos liberacionistas estuvieron fuertemente influenciados por la retórica que animó la consolidación ideológica del socialismo. La liberación de los oprimidos, la tesis de que el imperialismo es el único culpable de la pobreza y la miseria de las naciones latinoamericanas, la fe en las reservas morales y revolucionarias del pueblo, el establecimiento de una sociedad en donde no existan antagonismos de clase: todos estos fueron motivos centrales de la reflexión filosófica y teológica en la América Latina de los años sesenta y setenta. Eran los días de la guerra fría y de la consecuente polarización ideológica en todo el continente; del temor ante la amenaza atómica que se cernía sobre la humanidad; de los procesos emancipatorios en Asia y África; del movimiento estudiantil y del auge de las guerrillas de liberación nacional; de la Revolución cubana y el comportamiento valiente de Fidel Castro en la Sierra Maestra y en Bahía de Cochinos; del sacrificio del Che Guevara y de Camilo Torres en Sudamérica; del apoteósico regreso de Juan Domingo Perón a la Argentina; del martirio de monseñor Romero y de muchos otros cristianos comprometidos en Centroamérica; del triunfo de la Unidad Popular en Chile y del movimiento sandinista en Nicaragua, así como de la resistencia popular a las brutales dictaduras que ensangrentaron al sur del continente. En no pocos sectores se respiraba un ambiente de esperanza en que ya pronto se haría la verdadera revolución y se derrocaría finalmente el poder de la burguesía capitalista, sacando de este modo a nuestros países de la pobreza y del subdesarrollo. 

    Pero los años ochenta transcurrieron sin que la anhelada revolución apareciera. Y allí donde se insinuó de cerca su presencia, fue aplastada sin piedad por las fuerzas poderosas del orden establecido, que demostraron ser inmunes a los saltos cualitativos de orden estructural. Por el contrario, se incrementaron la pobreza, el endeudamiento externo y el crecimiento desordenado de las grandes ciudades, hasta el punto de que aquellos años pasaron a la historia con el nombre poco honroso de la década perdida. Pero lo que se perdió en Latinoamérica no es mensurable solamente en términos cuantitativos (decrecimiento de la renta per cápita, del producto social bruto y de las exportaciones, etc.), sino que incluye también un desencantamiento del mundo que se extiende por vastos sectores de nuestras sociedades.²

    ¿Cómo interpretar fenómenos como el fracaso del socialismo y el cambio de sensibilidad que se observa actualmente en casi todos los países de Occidente, incluyendo, por supuesto, a América Latina? Creemos que un diálogo con los teóricos de la posmodernidad contribuiría a darnos luces al respecto. Sin embargo, un diálogo semejante demanda, en primer lugar, confrontarnos con la gran avalancha de críticas provenientes sobre todo de ciertos sectores filosóficos en América Latina, que se empeñan en juzgar la posmodernidad desde una imagen moderna del pensamiento.³ Nos ocuparemos, entonces, de examinar el contenido de estas críticas, para luego pasar a un diálogo con los estudios culturales latinoamericanos, centrándonos en su diagnóstico del desencantamiento del mundo. Finalmente examinaremos algunas de las propuestas teóricas posmodernas enfatizando en aquellos elementos que puedan servirnos para reformular un discurso crítico en América Latina.

    1. La crítica de la filosofía

    latinoamericana a la posmodernidad

    En opinión del mexicano Gabriel Vargas Lozano, el debate sobre la posmodernidad alude a los nuevos fenómenos que aparecen en la fase actual del desarrollo capitalista. Siguiendo los análisis del marxista estadounidense Fredric Jameson, Vargas Lozano afirma que la posmodernidad no es otra cosa que la lógica cultural del capitalismo tardío (1991: 73-83). La emergencia de nuevos rasgos en las sociedades industrializadas como la popularización de la cultura de masas, la desregulación del trabajo y la creciente informatización de la vida cotidiana, hace que el sistema capitalista desarrolle una ideología que le sirve para compensar los desajustes provenientes de las nuevas tendencias en el mundo del trabajo y de las concepciones de la vida individual o colectiva. Para enfrentar estos desequilibrios, el sistema capitalista precisa deshacerse de su propio pasado, es decir, de los ideales emancipatorios propios de la modernidad y anunciar el advenimiento de una época posmoderna, en donde la realidad se transforma en imágenes y el tiempo se convierte en la repetición de un eterno presente. Nos encontraríamos, según Vargas Lozano, ante una legitimación ideológica del sistema, acorde con la orientación actual del capitalismo informatizado y consumista. 

    Adolfo Sánchez Vázquez adhiere también a Jameson y opina que la posmodernidad es una ideología propia de la tercera fase de expansión del capitalismo que se inicia después de la Segunda Guerra Mundial (1989: 137-145). A diferencia de las dos anteriores, esta tercera fase ya no conoce fronteras de ninguna clase e incluso penetra en ámbitos como la naturaleza, el arte y el inconsciente colectivo. Para lograr sus objetivos, el capitalismo tardío engendra una ideología capaz de inmovilizar por completo cualquier intento de cambiar la sociedad. En opinión del mismo autor, el pensamiento posmoderno arroja por la borda la idea misma de fundamento, con lo cual se arruina todo intento de legitimar moralmente un proyecto de transformación social. Al negar el potencial emancipatorio de la modernidad, la posmodernidad descalifica la acción política y desplaza la atención hacia el ámbito contemplativo de lo estético.⁴ Además, mediante el anuncio de la muerte del sujeto y del fin de la historia, los filósofos posmodernos liberan al artista de la responsabilidad por la protesta, que le había otorgado la estética moderna. Así mismo, la reivindicación de lo fragmentario y de lo ecléctico elimina cualquier tipo de resistencia y sume al hombre en una espera resignada del fin.

    El economista y filósofo Franz Hinkelammert ve en la posmodernidad un peligroso regreso a las fuentes mismas del nazismo (1991: 135-137). La influencia de Nietzsche en los filósofos posmodernos no es gratuita, pues lo que buscan es corroer los cimientos mismos de la racionalidad. Al igual que su maestro, los autores posmodernos identifican a Dios con el gran relato de la ética universal y anuncian a cuatro vientos su muerte. Y así como Nietzsche legitimaba el poder de los más fuertes al considerar que la ética universal es el bastón de los pobres, los esclavos y los débiles, la posmodernidad se pone del lado de los ricos y de los poderosos al socavar los fundamentos de una ética universal de los derechos humanos basada en la razón. De esta manera, la posmodernidad se presenta como el mejor aliado de las tendencias neoliberales contemporáneas, orientadas hacia la expulsión del universalismo ético del ámbito de la economía.⁵ Hinkelammert piensa también que el antirracionalismo de la posmodernidad está en la línea de una tradición anarquista que va desde los movimientos obreros del siglo XIX hasta las protestas estudiantiles de los años sesenta. Se trata de un tipo de protesta antisistema que tiende a chocar contra todo tipo de institucionalidad, y cuyo objetivo final es construir una sociedad ideal sin Estado. Sin embargo, advierte, el antiinstitucionalismo de los movimientos anarquistas siempre les impidió proponer algún tipo de proyecto político, lo cual les llevó a buscar soluciones extremistas. Es el caso de los grupos terroristas y guerrilleros, que al no encontrar una vía para abolir el Estado desde la izquierda, se orientaron entonces en la dirección señalada por Bakunin: la destrucción como pasión creadora.

    El neoliberalismo de hoy, continúa Hinkelammert, ofrece a todos los anarquistas una nueva perspectiva de abolición. No es extraño que un buen número de hippies, maoístas y demás militantes de los antiguos movimientos de protesta haya aterrizado en el neoliberalismo. De este encuentro nace el anarcocapitalismo, la nueva religión del mercado fundada por Milton Friedman, entre cuyos predicadores se encuentran Nozick, Glucksman, Hayek, Fukujama, Vargas Llosa y Octavio Paz. Todos ellos persiguen el antiguo sueño de la abolición del Estado, esta vez sobre las bases realistas de un capitalismo radical y no sobre las ideas románticas de Bakunin. Pero el resultado final es el mismo: abolir el Estado mediante la totalización del mercado, sin importar el número de sacrificios humanos que ello pueda costar. La batalla posmoderna por erradicar la racionalidad es, a los ojos de Hinkelammert, un mecanismo para eliminar definitivamente a los enemigos del sistema: ninguna utopía más, ninguna teoría capaz de pensar la realidad como un todo, ninguna ética universal (1991: 130-135).

    Por su parte, el filósofo marxista cubano Pablo Guadarrama advierte sobre el grave peligro que representa la negación de dos conceptos básicos para América Latina: el progreso social y el sentido lineal de la historia (1994: 47-54). La crítica posmoderna al teleologismo desconoce un hecho innegable: jamás ha habido un proceso histórico que no se edifique sobre estadios sociales inferiores o menos avanzados. Otra cosa es que unos pueblos avancen a ritmos más acelerados que otros, o que alcancen mayores o menores niveles de vida en el orden económico o cultural. Pero lo cierto, afirma Guadarrama, es que existen momentos ascencionales de humanización de la humanidad (ibíd., 47). Y América Latina no es la excepción, sino la confirmación de esta regla. En algunas áreas del continente se observa una persistencia de formas precapitalistas de producción, mientras que en otras hay procesos bastante avanzados de industrialización. El filósofo cubano está convencido de que el capitalismo supone un avance evolutivo sobre las estructuras feudales y coloniales de las sociedades latinoamericanas, y justo por esta razón afirma que no puede hablarse de una entrada de América Latina a la posmodernidad: mientras no terminen de arreglar sus cuentas con la modernidad, esto es, mientras no tengan una experiencia plena del capitalismo y extirpen las relaciones feudales de producción, resulta inoficioso e inútil pensar en una vivencia posmoderna de los países latinoamericanos. El criterio habermasiano de que la modernidad es un proyecto incompleto, escribe Guadarrama, ha encontrado justificados simpatizantes en el ámbito latinoamericano, donde se hace mucho más evidente la fragilidad de la mayor parte de los paradigmas de igualdad, libertad, fraternidad, secularización, humanismo, ilustración, etc., que tanto inspiraron a nuestros pensadores y próceres de siglos anteriores. Se ha hecho común la idea de que no hemos terminado de ser modernos y ya se nos exige que seamos posmodernos (ibíd., 52).

    Otra de las críticas proviene del filósofo argentino Arturo Andrés Roig, para quien la posmodernidad, además de ser un discurso alienado de nuestra realidad social, es también alienante, pues invalida los más excelentes logros del pensamiento y de la filosofía latinoamericanas (1993: 118-122). Proclamar el agotamiento de la modernidad implicaría sacrificar una poderosa herramienta de lucha de la cual han echado mano todas las tendencias liberadoras en América Latina: el relato crítico. Roig afirma que la modernidad no fue solamente violencia e irracionalidad, sino también apertura a la función crítica del pensamiento. La llamada filosofía de la sospecha (Nietzsche, Marx, Freud) nos enseñó que detrás de la lectura inmediata de un texto se encuentra escondido otro nivel de sentido, cuya lectura deberá ser mediada por la crítica. Y es justamente esta idea del desenmascaramiento la que ha dado sentido a la filosofía latinoamericana, interesada en mostrar los mecanismos ideológicos del discurso opresor. Renunciar a la sospecha, como pretenden los posmodernos, equivale a desistir de la denuncia y, con ello, caer en la trampa de un discurso justificador, proveniente de los grandes centros del poder mundial. Roig señala que este discurso justificador, interesado en hacernos creer que quedamos en una especie de orfandad epistemológica, nos dice que todas las utopías han quedado definitivamente desacreditadas y que la historia ha llegado a su fin. Pero, en su opinón, la filosofía latinoamericana se ha caracterizado por ser un tipo de pensamiento matinal, cuyo símbolo no es el búho hegeliano sino la calandria argentina. Es decir que se trata de un discurso que no mira hacia atrás justificando el pasado, como en el caso de Hegel, sino que mira siempre hacia adelante, firmemente asentado en la función utópica del pensamiento. Por ello mismo, dejar de lado este discurso de futuro sería negar el anhelo de los sectores oprimidos en América Latina por una vida mejor. Caer en el nihilismo posmoderno equivale a renunciar a la política en favor de un dejar hacer en lo económico, incorporando una voluntad débil y autosatisfecha mediante las caseteras y los estéreos (ibíd., 126-129).

    2. La posmodernidad como condición

    en América Latina

    Quizá la mejor forma de comenzar a responder estas críticas sea mostrando que lo que se ha dado en llamar posmodernidad no es un fenómeno ideológico, es decir, que no se trata de algo que ocurre en la conciencia de ciertos filósofos alienados de su propio mundo latinoamericano, sino ante todo de un fenómeno ontológico que supone una transformación de las prácticas al nivel del mundo de la vida, y esto no solo en los países centrales, sino también en los periféricos durante las últimas décadas del siglo XX. La posmodernidad, como bien lo mostró Lyotard, es una condición y no una ideología de la cual uno pueda librarse con argumentos. No es, pues, un asunto de conciencia sino de experiencia, que se ha consolidado en la mayoría de los países latinoamericanos de la mano de la globalización capitalista.⁶ Bien lo señaló Vattimo: la posmodernidad no hace referencia a la superación (Überwindung) de la modernidad, como si hubiéramos ingresado a una época que viene después de la moderna, sino a la planetarización y, con ello, a la consumación (Verwindung) de la modernidad misma, lo cual conlleva la puesta en cuestión de su legitimación metafísica (Vattimo 1991: 20-21).

    Me propongo mostrar, entonces, que la posmodernidad no es una simple trampa ideológica en la que caen ciertos intelectuales que se empeñan en mirar nuestra realidad con conceptos que no le corresponden, sino que es un estado de la cultura presente también en América Latina. Una condición que, por lo demás, y como veremos luego, se corresponde con una nueva imagen del pensamiento. Para llevar adelante este propósito me apoyaré en los recientes diagnósticos de los llamados estudios culturales latinoamericanos, entre cuyos nombres habría que mencionar a personajes como José Joaquín Brunner, Beatriz Sarlo, Néstor García Canclini, Jesús Martín-Barbero, George Yúdice, Renato Ortiz, Jean Franco, Martin Hopenhayn y Nelly Richard, entre otros muchos. Estos enfoques van más allá de lo que podríamos llamar el síndrome de las venas abiertas, en tanto que el acento ya no es la investigación de las causas estructurales del subdesarrollo en el campo de las relaciones económicas internacionales, es decir, privilegiando los factores exógenos, sino en la forma como se asimilan y transforman los procesos de modernización y capitalización, en lo que Norbert Lechner ha llamado los patios interiores de la cultura.⁷ Antes que en factores macroestructurales (herencia de los lenguajes decimonónicos de las ciencias sociales), los autores mencionados enfatizan en las prácticas de la vida cotidiana y en las múltiples racionalidades que las atraviesan.

    Comienzo respondiendo a la pregunta por la necesidad y/o la pertinencia de una discusión sobre la posmodernidad en América Latina. Casi todos los autores discutidos anteriormente coinciden en señalar que un debate latinoamericano sobre este tema, o bien obedece a un interés extranjerizante de las élites alienadas que buscan estar a la moda, o se trata de la expresión ideológica del capitalismo tardío, en su actual fase de expansión planetaria. En los dos casos, la crítica se basa en un mismo supuesto: el desnivel económico-social que se observa entre las sociedades del norte, donde reina el hiperconsumo de bienes, y las sociedades latinoamericanas, marcadas por la pobreza y la violencia, haría imposible o sospechosa una transferencia de los contenidos teórico-críticos de la discusión.⁸ Sin embargo, la pensadora chilena Nelly Richard ha señalado que este argumento se mantiene dentro de un esquema típicamente marxista que subordina los procesos culturales a los desarrollos económico-sociales (1994: 210-222). Si partimos, en cambio, de un esquema de análisis en el que los ámbitos de la cultura y la economía no funcionan con base en una misma lógica, sino que se relacionan asimétricamente, tendremos entonces que el cumplimiento estructural del posmodernismo en las sociedades primermundistas no tendría que reproducirse necesariamente en América Latina para que en ella aparecieran sus registros culturales: estos entrarían en la escena latinoamericana por razones y circunstancias muy diferentes a las observadas en los países del centro, pues se remitirían a una experiencia periférica de la modernidad. Por ello, tomar el modelo de desarrollo económico-social del primer mundo como garante referencial a partir del cual tendría o no sentido una discusión sobre la posmodernidad en América Latina significa continuar atrapados en un discurso que reduce la cultura a un simple reflejo ideológico de los procesos económicos. Las sociedades modernas no se hallan atravesadas por una sola racionalidad, sino por muchas, y se trata de analizar el tipo de relaciones y antagonismos que se establecen entre ellas.⁹

    Nelly Richard resalta dos factores que, a su juicio, explicarían la reticencia de una parte de la intelectualidad latinoamericana al debate posmoderno. El primero es el trauma de la marca colonizadora, que hace que muchos de ellos miren con desconfianza todo lo que viene de afuera y crea una línea divisoria entre lo propio y lo ajeno, entre lo extranjero y lo nacional. El segundo factor tiene que ver con la crítica implícita del discurso posmoderno a los ideales heroicos de aquella generación que proclamó su fe latinoamericanista en la revolución y en el hombre nuevo (1994: 212). No es extraño que en lugar de sacar provecho de la crítica posmoderna, resemantizándola a partir de un diagnóstico de la actualidad latinoamericana, buena parte de nuestros intelectuales haya optado por mirar esta crítica como una nueva ideología imperialista. Por fortuna, no son pocos los autores que han argumentado a favor de un interés latinoamericano en el debate posmoderno, a sabiendas de que allí se están tratando problemas de gran interés para un diagnóstico de la ambigüedad con que América Latina vivió siempre la modernidad.

    Examinemos primero el diagnóstico del politólogo argentino Daniel García Delgado, para quien América Latina experimenta un tránsito de la cultura holista –vigente hasta finales de la década de los setenta– hacia la cultura neoindividualista que emerge en los años sesenta, pero que se deja sentir con mayor fuerza durante los noventa (1991: 43-61). La cultura holista definía identidades amplias basadas en la pertenencia a colectivos y solidaridades de gremio y clase, en el seno de una comunidad política en donde se destacaba la función integradora de la nación, el papel fundacional de la cultura popular y de la clase trabajadora, así como el imperativo de la justicia redistributiva asegurada por el Estado. Este fenómeno se dio con mayor fuerza en aquellos países que lograron industrializarse más rápido y construir un Estado fuerte, como México y Argentina, pero en general puede decirse que echó sus raíces en las herencias coloniales que comparten todos los países latinoamericanos. La cultura neoindividualista, por el contrario, se caracteriza por una tendencia a la formación de identidades restringidas, en donde se valora lo microgrupal y lo privado. La identificación con lo nacional, que antes actuaba como elemento integrador y de reconocimiento, se repliega ante el impulso de una cultura transnacional jalonada por los medios de comunicación y las industrias culturales. Este debilitamiento de las solidaridades tradicionales hace que las identidades personales ya no giren alrededor de la nación, la familia y el trabajo, sino que se formen en ámbitos micrológicos y a menudo despolitizados. La tradicional cultura holística persiste todavía, aunque empujada cada vez más hacia las márgenes (sobre todo rurales y generacionales), debido al surgimiento de una juventud urbana y globalizada que ya no se define en relación con pertenencias grupales amplias (católicos, proletarios, liberales, conservadores y socialistas), como lo hacían sus padres, sino con sustento en pertenencias restringidas (tribus urbanas y consumidores culturales).

    García Delgado asegura que esta pérdida de las certezas tradicionales no se produce solamente debido a la quiebra del Estado nacional ante el imperialismo económico de los poderes transnacionales, sino que tiene causas endógenas. En muchos países latinoamericanos esta situación obedece a la disolución de los antagonismos ideológicos vigentes durante el siglo XIX y parte del XX, a raíz de las guerras civiles, y que fueron reforzados posteriormente con la Guerra Fría. Si los anteriores procesos de integración posicionaron a los individuos y colectivos con respecto a sus enemigos comunes, como los conservadores, los liberales, la oligarquía, el imperialismo o el comunismo, que aglutinaban y daban sentido a la política de masas, esta modalidad perdió fuerza en la medida en que, desaparecidos los bloques ideológicos, la lógica del poder se volvía cada vez más compleja y difusa.¹⁰ Las ideologías pesadas dejan de funcionar como elementos de integración, y abren paso a una cultura escéptica frente a los grandes relatos. La integración social se desplaza al ámbito de las ideologías livianas, que ofrecen al individuo la oportunidad de protagonizar su propia vida. El culto del cuerpo mediante la práctica del deporte, el disfrute intenso de momentos y sensaciones con la música rock o el consumo de drogas, la cultura ecológica, la religiosidad privada de las sectas evangélicas o la creciente popularidad del new age, serían algunas de estas microprácticas.

    Buscando las causas endógenas de este cambio de sensibilidad en América Latina, el sociólogo argentino Roberto Follari señala dos factores: en primer lugar, la inusitada brutalidad con que las dictaduras del Cono Sur eliminaron las organizaciones políticas de izquierda o las debilitaron, sembrando una huella inevitable de temor entre la población (1991: 146). Esto hizo que se propagara un marcado escepticismo en las posibilidades del cambio estructural de la sociedad, pues de antemano se conoció el altísimo coste social que implicaría la intentona. Desde esta perspectiva, el ablandamiento de las opiniones políticas resulta inevitable, lo mismo que la adherencia a cualquier proyecto de liberación integral. El segundo factor mencionado por Follari es la falta de alternativas sociales (ibíd., 145). La miseria de amplias capas de la población, la creciente restricción de los ingresos en los sectores medios, la corrupción de la clase política, todos estos factores desembocan en una cultura de la inmediatez, en donde lo importante es aprender a sobrevivir hoy, que mañana ya veremos lo que ocurre. Amplios sectores de la población se han visto obligados en los últimos años a sobrevivir mediante la economía informal, sin protección ni representación social, librados enteramente a su suerte. El presente es el único horizonte de significación, a falta de un proyecto futuro.

    En estas condiciones no resulta extraño que se haya propagado en América Latina una sensibilidad inmediatista, desconfiada de los grandes proyectos de ingeniería social, que no nos viene desde afuera, a la manera de un producto importado por las élites intelectuales, sino que surge desde adentro, como resultado de una larga decantación histórica: la experiencia de haber convivido durante quinientos años con el retraso socioeconómico, con el autoritarismo y con la desigualdad en todos los niveles de la vida cotidiana, sin que ningún proyecto político lo haya evitado. Las promesas de reforma económica y de justicia social, enarboladas desde la Independencia por los partidos políticos, han fracasado rotundamente en América Latina y hacen parte de la memoria colectiva, de tal manera que a la gran mayoría de la población le es indiferente cualquier oferta política de hacer realidad el orden prometido. Vivimos, entonces, una creciente pérdida de confianza en las instituciones políticas y en la efectividad de la participación en el espacio público, lo cual, como dijimos, conduce a la búsqueda de la realización personal en el ámbito de lo privado.

    Un ejemplo de este escepticismo con respecto a los grandes relatos es la intensa oposición que experimenta el mesianismo revolucionario en la mayoría de los países latinoamericanos. Si la izquierda revolucionaria de los años sesenta y setenta se orientaba a identificar la utopía de la igualdad con el futuro posible, la tendencia en este momento, como bien lo muestra el sociólogo chileno Norbert Lechner, es descargar la política de todo elemento redencionista para despojarla de cualquier motivación religiosa (1990: 103-118). Frente a una visión heroica de la política y un enfoque mesiánico del futuro, la política se replantea ahora de forma pragmática como un arte de lo posible. El resultado es un desencantamiento de la política, en el sentido de que su objetivo primario no es borrar las huellas del poder y de la exclusión con fundamento en las grandes ideologías revolucionarias. Por el contrario, su propósito es visibilizar los disensos y las confrontaciones y tratar de gestionarlos por medio de la negociación. En lugar de establecer una situación social de unidad y armonía, la política que lentamente se abre paso en Latinoamérica desde los años ochenta se orienta hacia el reconocimiento del disenso como elemento central de la democracia. Lo importante ahora no es romper con el sistema, sino intentar reformarlo desde dentro, entendiendo que en todo caso no existen garantías metafísicas para ello. El hecho de que amplios sectores reconozcan que el propósito de la política no es eliminar las contradicciones ni las indeterminaciones, parece ser, en opinión de Lechner, uno de los signos más claros de la posmodernidad en América Latina.

    Con todo, esta desfundamentación de la política conlleva también una inmensa susceptibilidad ante la influencia de instituciones como el mercado y los medios de comunicación. Si la política ya no se entiende como una actividad orientada por certezas metafísicas, puede convertirse peligrosamente en un espectáculo performativo agenciado por el mercadeo. El factor decisivo para que un candidato o un partido accedan al gobierno ya no es tanto la racionalidad de sus ideales políticos, sino la habilidad para crear un mundo artificial con el que se identifiquen sus electores. El estilo, la gesticulación, el tono de la voz, en una palabra, el carisma de un candidato presidencial, son producidos y administrados según criterios estético-publicitarios, de tal manera que puedan ser vendidos con éxito en el mercado de imágenes. La crítica argentina Beatriz Sarlo menciona el caso de las elecciones presidenciales de 1990 en el Perú, en donde tanto Fujimori como Vargas Llosa se presentaron ante el público utilizando imágenes cuidadosamente diseñadas (1994a: 223-232). El primero aparecía en vallas publicitarias vestido de karateca, con un kimono blanco ajustado a la cintura, en el acto de partir un ladrillo con el canto de su mano derecha. El segundo, por su parte, aparecía visitando una villa miseria y saludando conmovido a personas de origen indígena y mal vestidas. En ambos casos se produjo la sustitución del discurso racional por una escenografía construida para la contemplación de los mass media, en la que los candidatos buscaban impactar ya no la conciencia sino los afectos de la población. Fujimori no quiere ser asociado con la tradicional oligarquía peruana, y para no parecerse a un político se disfraza de karateca. Vargas Llosa busca parecerse a un intelectual cuyos principios morales lo impulsan a identificarse con el sufrimiento de los más pobres. De este modo, el discurso político queda integrado a una hiper-realidad simbólica en la que la imagen ya no hace referencia a realidad alguna, sino que es un producto comercializable de carácter autorreferencial.¹¹ La política deviene simulacro, imagen de imágenes cuya única realidad es la de un mundo ocupado por la retórica de los medios. No es el discurso sino la imagen lo que impacta más a las masas latinoamericanas, que experimentan la modernidad bajo el impacto del cine y la televisión.

    La influencia ejercida por los medios de comunicación en el imaginario social latinoamericano es uno de los temas más abordados por los estudios culturales en los últimos años. Ciertamente, no se trata de un interés gratuito: si hasta los años cincuenta las identidades personales y colectivas en América Latina se formaban todavía según modelos tradicionales de socialización, con la popularización de los mass media esta situación ha cambiado radicalmente. La televisión, el cine, la radio y el video suponen el descubrimiento de otras realidades sociales, de numerosos juegos de lenguaje y la relativización de la propia cultura.

    El teórico de la comunicación hispanocolombiano Jesús Martín-Barbero critica la mirada que postula a la modernidad europea como un original inmodificable, ante el cual las sucesivas modernizaciones latinoamericanas habrían sido únicamente una copia o una deformación (1992: 283-285). Esta sacralización del modelo de la modernidad europea impide ver que las masas latinoamericanas no han asimilado la modernidad de la mano de los discursos ilustrados y de los derechos políticos, sino de la mano de las industrias culturales a partir de los años sesenta. Más que como experiencia intelectual ligada a los principios de la ilustración o a las agendas ideológicas de los partidos, los latinoamericanos han vivido la modernidad como una experiencia afectiva y emocional a través del cine y la televisión. La secularización que arrastra la modernidad no ha significado necesariamente el abandono de los estilos tradicionales de vida (como ocurrió en Europa), sino su asimilación a nuevas formas de consumo cultural mediadas por la internacionalización de los universos simbólicos. De esa modernidad, afirma Barbero, parecen no haberse enterado ni hecho cargo las políticas culturales ocupadas en buscar raíces y conservar autenticidades o en denunciar la decadencia del arte y la confusión cultural (ibíd., 93). La heterogeneidad presente en las sociedades latinoamericanas permite una asimilación simultánea de la modernidad y de su crisis posmoderna.

    Igualmente, el sociólogo chileno José Joaquín Brunner opina que los mass media han conformado en América Latina una experiencia sui generis de la modernidad, en donde los significantes ya no remiten a significados territoriales sino a significantes desterritorializados (1992: 15-72). Esto significa que, de la mano de los medios, la socialización del individuo se remite a criterios y pautas transnacionales de comportamiento, todo ello a costa de un distanciamiento de las formas tradicionales de transmisión cultural. La cultura de masas promueve la disolución de certezas tradicionales que antes funcionaban como garantes de la integración social (la cultura holística de la que hablaba García Delgado) y conforma una escena compleja en donde conviven lo nacional y lo transnacional. Se trata de una cultura que ya no remite a un territorio específico, sino de una cultura agenciada por el mercado y, por ello mismo, globalizada. La cultura global de masas nada tiene que ver con la pureza del folclor y de las tradiciones populares, sino con la forma como las personas se apropian a su manera de los signos sin territorio difundidos por los media. La mayor parte de los bienes culturales que circulan hoy por las ciudades latinoamericanas no son producidos manual o artesanalmente, ni se transmiten de persona a persona por vía oral, sino que son producidos, como diría Giddens, por sistemas abstractos como la industria de la telecomunicación, la escuela y los museos.

    A propósito de este fenómeno del desencanto de la tradición, Brunner señala una consecuencia de la modernización que no fue ni siquiera pensada por los teóricos de la dependencia: los efectos paradójicos de la escolarización masiva en Latinoamérica. A partir de la modernización

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