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Si viviéramos en un lugar normal
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En los años ochenta en Lagos de Moreno, un pueblo donde hay más vacas que personas y más curas que vacas, una familia más bien pobre intenta sobreponerse a los estrambóticos peligros de vivir en México. El padre, un profesor de civismo filohelénico, se obstina en practicar el arte del insulto, mientras la madre prepara cientos de quesadillas para atender a los manoteos de su numerosa prole: Aristóteles, Orestes, Arquíloco, Calímaco, Electra y Cástor y Pólux, los gemelos de mentira.
Confinados en una precaria casa, situada en lo alto del cerro de la Chingada, presencian la revuelta de los cristeros contra el PRI y su enésimo fraude electoral. Éste es el punto de partida de las aventuras de Orestes, protagonista y narrador de esta historia, su descubrimiento de la lucha de clases y su hilarante cruzada contra el aburrimiento pueblerino y la tiranía de su hermano mayor. Todo cabe y todo vale en honor del disparate: vacas inseminadas, toros coleados, inmigrantes polacos, peregrinos sanjuaneros, naves espaciales, botoncitos milagrosos, sandías psicodélicas y muchas, muchas mentadas de madre.
Si viviéramos en un lugar normal es la segunda entrega del Tríptico de los dos dedos -llamado así en homenaje a Jorge lbargüengoitia-, compuesto por tres novelas independientes, que se inició con Fiesta en la madriguera, en el que el autor se propone deconstruir la idea de que México es un lugar mágico, maravilloso o surrealista, para decir que sencillamente México está jodido.
Autor
Juan Pablo Villalobos
Juan Pablo Villalobos was born in Guadalajara, Mexico, in 1973. He studied marketing and Spanish literature. He has researched such diverse topics as the influence of the avant-garde on the work of César Aira and the flexibility of pipelines for electrical installations. He is the author of books including Down the Rabbit Hole and Quesadillas. He lives in Barcelona, Spain.
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Comentarios para Si viviéramos en un lugar normal
Calificación: 3.675000003333333 de 5 estrellas
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60 clasificaciones10 comentarios
- Calificación: 3 de 5 estrellas3/5A novel that wanders, has no focus, and ends strangely as though a miracle was needed to tie it together. But the boy's smart-assed voice struggling for enough quesadillas--enough of everything--keep you going. Also the characters: mother, father, siblings, Polish neighbors, mop-haired cop, athe cows, and the spaceship aliens; and the down home life in small village Mexico; and, of course, the political struggles. Worth a read; just enjoy and don't expect a great work of art.
- Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Some chapters were brilliant, some as dull as stream-of-consciousness can be. There are madcap components which reminded me of Skinny Legs and All by Tom Robbins. Didn't love that one either. And some of it was so oddly crude that I doubt I'll bother wasting any more typing effort describing this wildly inconsistent work.
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Aunque no me gusta el queso, por lo tanto no como quesadillas!! El relato es encantador , tan dramático, sublime y real como la hermandad de la uva de John Fante. Me estoy convirtiendo en adicto a Juan Pablo Villalobos.
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La literatura está hecha para esto: para encontrarnos con las mentes más desfachatadas del universo, como la de Juan Pablo Villalobos, poseedor de un universo paralelo en el que muchos quisiéramos vivir, hasta que descubrimos que ya estamos ahí.
Dalia ZB - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Habla sobre la vida normal de una familia de clase media baja, hasta qué punto se nos puede considerar ser pobres?
- Calificación: 3 de 5 estrellas3/53.5 stars. Absurd. Hilarious. Absurd and hilarious.
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Rating: 4.5* of five
The Publisher Says: It’s the eighties in Lagos de Moreno—a town where there are more cows than people, and more priests than cows—and a poor family struggles to overcome the bizarre dangers of living in Mexico. The father, a high school civics teacher, insists on practicing and teaching the art of the insult, while the mother prepares hundreds of quesadillas to serve to their numerous progeny: Aristotle, Orestes, Archilochus, Callimachus, Electra, Castor, and Pollux. Confined to their home, the family bears witness to the revolt against the Institutional Revolutionary Party and their umpteenth electoral fraud. This political upheaval is only the beginning of son Orestes’s adventures and his uproarious crusade against the boredom of rustic life and the tyranny of his older brother.
Both profoundly moving and wildly funny, Juan Pablo Villalobos’s Quesadillas is a satiric masterpiece, chock-full of inseminated cows, Polish immigrants, religious pilgrims, alien spacecraft, psychedelic watermelons, and many, many “your mama” insults.
I RECEIVED AN ARC FROM THE PUBLISHER. THANK YOU.
My Review: I do not think there is another author alive who can make such a painfully, angrily critical book about inequality so damned funny. Foul-mouthed Oreste blasts your wimpy Norteño eyes with some deeply "offensive" cursing, swearing, and blasphemy.
I, of course, loved it.
You need to be warned, though, lest you fall into one of those performative swoons that are so absurd and typical of the US readers. Lots and lots and lots of pearl-clutching fun to be had, of course, howling about your delicate sensibilities! But you can't claim to be blindsided. I'm telling you clearly, now, before you pick it up, that this teenager's mouth is not going to sound good to you.
To me, it was a welcome return to honest, gut-deep youthful outrage at the hideous, genuinely offensive to proper sensibility calibration, social crimes and thefts. Nothing in this flensingly honest shout of outrage should shock you more than the cruelty, the sheer shocking indifference, of the economic elites.
I encourage the easily-offended pearl-clutching fools to read it because it will offend them. They need offending. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5"Everyone wants normal quesadillas."
This little novel was hilarious and heartbreaking. Set in Mexico, it's an exploration of deep poverty told with a wry voice and a generous portion of magical realism. Orestes (Oreo) and his siblings, all named after Greek mythological beings, live with their parents in "a shoebox" on the outskirts of a nothing town. They subsist largely on quesadillas, family arguments, and a tenuous relationship with reality. When a wealthy man builds a mansion next door, the pretend twins Castor and Pollux disappear, and Oreo sets off with his eldest brother to find them. Epic adventures ensue, delightfully told in less than 200 pages. - Calificación: 3 de 5 estrellas3/5This novel explores poverty and corruption in Mexico with humorous dialogue and absurdist plot elements. The former is quite successful while the latter often seems misplaced. Villalobos successfully employs his sharp wit and a strong sense for irony to ridicule Mexican poverty and political corruption. The narrator, Orestes, remembers events from his childhood and little escapes his keen sense of outrage. The church has “priests (who) follow their creed of misery and arrogance.” Rebels are “people (who) want to die and they don’t know how. They’re trying to die of hunger, but that takes ages—that’s why they like war so much.” The poor resign themselves to despair and viewing poverty as a zero-sum game—finding the mysteriously misplaced twins is curiously not a priority for anyone and mainly means that there will be more food for the remaining children. Orestes’ father rails against government corruption while teaching citizenship, while his mother is resigned to their fate, making due by altering the size of the quesadillas she chronically feeds the family. The wealthy neighbor is opportunistic and exploitative. He makes a good living by inseminating cows, builds an ostentatious house and eventually succeeds at leveling Orestes’ family home to make room for an upscale subdivision called “Olympic Heights.”
Villalobos uses elements of magical realism with mixed success. Alien abduction may account for the loss of the twins; a magic button can both make things cease to function and can build a dream house; and the twins return as superheroes. Although interesting to read, these plot elements don’t seem to add much to the main themes of the novel. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5I really enjoyed this quick little angry rant. Juan Pablo Villalobos is brilliant, witty, and dark. Quesadillas is a novella taking place in a small town in Mexico, featuring a 13-year-old boy that feels very much like the author's young self. This may be due in large part to the fact that the novel is supposed to be written by the boy, but 20'ish years later. Consequently, the narrator has the vocabulary and awareness of someone in their 30s, but the telling of the story itself has the maturity of a teen.
It's fun, funny (laugh-out-loud funny), smart, dark, and thought provoking. While poking at his own country of origin, Villalobos also opens the window into the inner-workings, thought processes, and difficulties of the poor/middle-class-poor of Mexico's rural communities.
Villalobos plays around with the magical realism that his country is known for, while still keeping his head above waters with a psychological smirk on his face. It was a pleasure reading Quesadillas.
Definitely recommend, but with the "warning" that the narrator is dark and crass. Very crass. But funny. FOUR of five stars.
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Si viviéramos en un lugar normal - Juan Pablo Villalobos
Índice
Portada
Profesionales del insulto
Polonia no es ninguna parte
Hombrecitos grises
Quesadillas de la penúltima oportunidad
Erótica bovina
Justicia a Lagos
Ésta es mi casa
Deudas y agradecimientos
Créditos
Para Ana Sofía
Profesionales del insulto
–Vas y chingas a tu reputísima madre, cabrón, ¡vete a la chingada!
Ya sé que no es una manera adecuada de empezar, pero mi historia y la historia de mi familia están llenas de insultos. Si de verdad voy a contar las cosas que pasaron, voy a tener que escribir un montón de mentadas de madre. Juro que no hay otra manera de hacerlo, porque la historia ocurrió en el lugar donde nací y en el que crecí, en Lagos de Moreno, en los Altos de Jalisco, una región que para mayor agravio está situada en México. Déjenme decir de una vez cuatro cosas de mi pueblo, para quien nunca haya venido por aquí: hay más vacas que personas, más charros que caballos, más curas que vacas y a la gente le gusta creer en la existencia de fantasmas, milagros, naves espaciales, santos y similares.
–¡Pero qué cabrones!, ¡serán hijos de la chingada!, ¡nos quieren ver la cara de pendejos!
El que gritaba era mi padre, un profesional de los insultos. Practicaba a todas horas, pero su sesión intensiva, para la que parecía haber estado entrenando durante el día, transcurría de nueve a diez, la hora de la cena. Y la hora del noticiero. La rutina nocturna era una mezcla explosiva: quesadillas en la mesa y políticos en la televisión.
–¡Pinches rateros!, ¡corruptos de mierda!
¿Pueden creer que mi padre era profesor de preparatoria?
¿Con esa boquita?
Con esa boquita.
Mi madre vigilaba el estado de la nación desde el comal, dando vuelta a las tortillas y controlando los niveles de cólera de mi papá. Aunque sólo intervenía cuando lo veía al borde del colapso, cuando mi padre decidía atragantarse ante la sucesión de despropósitos dialécticos que presenciaba en el noticiero. Sólo entonces mi mamá se acercaba para propinarle unos certeros madracitos en la espalda, perfeccionados por la práctica cotidiana, hasta que mi padre escupía un pedazo de quesadilla y perdía esa coloración violeta con la que le fascinaba aterrorizarnos. Pura pinche amenaza de muerte incumplida.
–Ya ves, cálmate, te va a dar algo –le recriminaba mi madre, diagnosticándole úlceras gástricas e ictus apopléjicos, como si no fuera suficiente con casi haber muerto asesinado por una letal combinación de maíz industrializado y queso fundido. Luego intentaba quitarnos el susto, tranquilizarnos, ejerciendo la contradicción materna.
–Déjenlo, le sirve para desahogarse.
Nosotros lo dejábamos, asfixiarse y desahogarse, porque en esos momentos nos concentrábamos en una lucha fratricida por las quesadillas, una batalla salvaje por la autoafirmación de la individualidad: intentar no morir de hambre. Encima de la mesa había un manoteo de la chingada, dieciséis manos, con sus ochenta dedos, en lid para agandallar las tortillas. Mis contendientes eran mis seis hermanos y mi papá, todos ellos tecnócratas altamente calificados en las estrategias de sobrevivencia en una familia numerosa.
La batalla se encarnizaba cuando mi madre anunciaba que las quesadillas se estaban acabando.
–¡Me toca!
–¡Es mía!
–¡Tú ya te comiste ochenta!
–No es cierto.
–¡Cállate el hocico!
–Yo sólo llevo tres.
–¡Silencio!, ¡no me dejan oír! –nos interrumpía mi padre, quien prefería los insultos televisados a los que transcurrían en vivo.
Mi madre apagaba la lumbre, abandonaba el comal y nos entregaba una quesadilla a cada uno; ésa era su visión de la equidad: ignorar los desajustes del pasado y repartir los recursos a partes iguales.
El escenario de las batallas cotidianas era nuestra casa, que era como una caja de zapatos con una tapa-techo de lámina de asbesto. Vivíamos allí desde que mis padres se casaron, bueno, vivían ellos, el resto fuimos llegando expulsados desde el útero materno, uno tras otro, uno tras otro, y al final, por si no fuera suficiente, en pareja. La familia creció, pero la casa no lo hizo en consecuencia, por lo que tuvimos que encoger los colchones, arrinconarlos, compartirlos, para encontrar cabida. A pesar del flujo de los años, parecía que la casa estaba todavía en construcción, por la falta de acabados. La fachada y las bardas perimetrales mostraban sin pudor el ladrillo del que estaban hechas, y que debería permanecer oculto tras una capa de cemento y pintura, si respetáramos las convenciones sociales. El piso había sido preparado para instalarle encima bloques de cerámica, pero el procedimiento nunca se había completado. Idéntica situación ocurría con la inexistencia de los azulejos en los lugares que se les había reservado en el baño y en la cocina. Era como si a nuestra casa le gustara andar encuerada, o al menos ligera de ropa. Para no distraernos, no entremos a detallar la precariedad de las instalaciones eléctricas, de gas y de agua, baste decir que había cables y tubos por todos lados y que algunos días era necesario sacar el agua del aljibe con la ayuda de una cubeta amarrada a una cuerda.
Todo esto ocurrió hace más de veinticinco años, en la década de los ochenta, época en la que yo pasé de la infancia a la adolescencia y de la adolescencia a la juventud, alegremente condicionado por lo que algunos llaman visión pueblerina del mundo, o sistema filosófico municipal. En aquel entonces yo pensaba, entre otras cosas, que todas las personas y las cosas que aparecían en la televisión no tenían nada que ver con nosotros y con nuestro pueblo, que las escenas de la pantalla pasaban en otro nivel de la realidad, en una realidad emocionante que nunca tocaba ni tocaría nuestra aburrida existencia. Hasta que una noche tuvimos una experiencia espantosa a la hora de las quesadillas: nuestro pueblo era el protagonista del noticiero. Se hizo un silencio tan grande que junto con el relato del reportero era posible escuchar el roce de los dedos al sostener las tortillas en su camino hacia la boca. Aun con la sorpresa no íbamos a parar de comer; si creen que es inverosímil ingerir quesadillas en medio del estupor generalizado es porque no crecieron en una familia numerosa.
La pantalla mostraba dos imágenes congeladas en alternancia, mientras el reportero insistía en que la presidencia municipal estaba ocupada por los rebeldes: la calle principal del centro bloqueada con montones de basura, que el presentador del noticiero llamaba barricadas, y una llanta ardiendo, con su inseparable y arribista compañera de humo. Entonces miré a través de la ventana de la cocina de nuestra casa, situada en lo alto del cerro de la Chingada, y confirmé la versión del informativo. Alcanzaba a ver cuatro, cinco nubes negras, siniestras y apestosas, ensuciando la visión de la parroquia iluminada. Mención aparte merece la parroquia, una chingaderototota de cantera rosada que podía verse desde cualquier parte del pueblo, y que era la sede de un ejército de curas que nos obligaban a seguir su credo de infelicidad y arrogancia.
La noticia clarificaba las conversaciones susurrantes entre mis padres, las insistentes llamadas telefónicas de los colegas de mi papá –habla el profesor fulano, pásame a tu papá, habla el profesor zutano, pásame a tu papá. Si hubiera puesto atención no habría necesitado ver el noticiero para enterarme de lo que estaba ocurriendo, si no fuera porque vivía en la etapa suprema del egoísmo, que es la adolescencia. Por fin mi padre interrumpió el linchamiento nacional de nuestros rebeldes locales con una gesticulación encabronadísima que arrojaba pedacitos de nixtamal al aire.
–¿Qué quieren que hagan si les roban las pinches elecciones?, ¿no quieren perder?, ¡pues no organicen las putas elecciones y dejamos de hacernos pendejos!
Ese mismo día, un poco más tarde, una camioneta con megafonía pasó lentamente frente a nuestra casa, exigiéndonos a gritos un acto de civismo incomprensible, que consistía en renunciar a la calle y quedarse encerrado en casa. Hasta nuevo aviso. Si habían mandado el aviso hasta el cerro de la Chingada, donde había apenas unas cuantas casas, separadas unas de otras por amplias extensiones espinosas de huizaches, era porque la cosa estaba de la chingada.
Mi madre fue corriendo a la cocina y volvió con los ojos llorocitos y la voz tambaleante.
–Mi amor –le anunció a mi padre, y ese cariñoso inicio servía en casa siempre de prólogo a las catástrofes–, sólo nos quedan treinta y siete tortillas y ochocientos gramos de queso.
Entramos en una fase de racionamiento de quesadillas que terminó por radicalizar las posturas políticas de todos los miembros de la familia. Nosotros conocíamos muy bien la montaña rusa de la economía nacional a partir del grosor de las quesadillas que nos servía mi madre en casa. Incluso habíamos creado categorías: quesadillas inflacionarias, quesadillas normales, quesadillas devaluación y quesadillas de pobre –citadas en orden de mayor opulencia a mayor mezquindad. Las quesadillas inflacionarias eran gordas para evitar que se pudriera el queso que mi madre había comprado en estado de pánico, ante el anuncio de una nueva subida en los precios de los alimentos y el peligro tangible de que la cuenta del súper pasara de los billones a los trillones de pesos. Las quesadillas normales eran las que comeríamos todos los días si viviéramos en un país normal, pero si fuéramos un país normal no comeríamos quesadillas, por lo cual también las llamábamos quesadillas imposibles. Las quesadillas devaluación perdían sustancia por razones psicológicas, más que económicas, eran las quesadillas de la depresión crónica nacional –y eran las más comunes en casa de mis padres. Finalmente teníamos las quesadillas de pobre, en las que la presencia del queso era literaria: abrías la tortilla y en lugar del queso derretido mi madre había escrito la palabra queso en la superficie de la tortilla. Lo que no habíamos conocido todavía era el chantaje del desabastecimiento quesadillesco.
Mi madre, que nunca en su vida había emitido una opinión
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