La luz que se apaga
Por Rudyard Kipling
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La parte de la narración animada por los colegas periodistas de Dick, una cuadrilla jaranera y amistosa, contrasta con la poderosa descripción posterior de la tragedia del pintor que se queda ciego. Es una historia de sufrimiento e infortunio, pero también de amor y aventura. Intervienen en ella dos personajes femeninos: la ex compañera de internado, recuerdo de una infancia infeliz, y una modelo que posa para el pintor, mujer fatal que parece apoderarse de él y conducirlo a la destrucción. Aparece además en esta novela, acaso por primera vez en la literatura, la extraña hermandad de los corresponsales de guerra.
Rudyard Kipling
Rudyard Kipling was born in India in 1865. After intermittently moving between India and England during his early life, he settled in the latter in 1889, published his novel The Light That Failed in 1891 and married Caroline (Carrie) Balestier the following year. They returned to her home in Brattleboro, Vermont, where Kipling wrote both The Jungle Book and its sequel, as well as Captains Courageous. He continued to write prolifically and was the first Englishman to receive the Nobel Prize for Literature in 1907 but his later years were darkened by the death of his son John at the Battle of Loos in 1915. He died in 1936.
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La luz que se apaga - Rudyard Kipling
LA LUZ QUE SE APAGA
Rudyard Kipling
Dedicatoria
Si en el más alto cerro me colgasen,
¡madre mía, oh madre mía!,
bien sé qué amor me acompañara,
¡madre mía, oh madre mía!
Si yo me ahogase en los profundos mares,
¡madre mía, oh madre mía!,
sé qué lágrimas hasta mí habrían de llegar,
¡madre mía, oh madre mía!
Si en alma y cuerpo me viese condenado,
yo sé bien qué oraciones me salvaran,
¡madre mía, oh madre mía!
Capítulo I
Así decidimos todo cuando la tempestad pasó,
todo muy cómodamente,
y yo tenía que esperar en el granero, queridos míos,
porque sólo tenía tres años,
y Teddy corría hasta el arranque del arco iris,
porque ya era hombre: tenía cinco años;
así empezó todo, queridos míos.
Y así empezó todo.
(Cuentos del granero)
—¿Qué te parece que pasaría si nos pescase? Ya sabes que esto no lo debíamos hacer —dijo Maisie.
—A mí me pegaría y a ti te encerraría en tu cuarto —contestó Dick, sin vacilar.
—¿Tienes los cartuchos?
—Sí, en el bolsillo; se mueven mucho. ¿Se dispararán solos estos cartuchos?
—No lo sé. Si tienes miedo, coge tú el revólver, y yo los llevaré.
—No tengo miedo.
Maisie avanzó resueltamente, con la mano en el bolsillo y la cabeza muy erguida. Dick la seguía con un pequeño revólver de sistema anticuado.
Ambos niños habían descubierto que no valía la pena vivir si no podían tirar al blanco. Después de pensarlo mucho y de hacer grandes sacrificios, Dick había ahorrado siete chelines y medio, que era el precio de un revólver belga de mala fabricación. Maisie sólo pudo contribuir a la sociedad con otros dos chelines y medio para comprar un centenar de cartuchos.
—A ti te es más fácil ahorrar, Dick —explicó—. Yo necesito comer cosas buenas; a ti te es igual. Además, eso es cosa de muchachos.
Dick gruñó un poco por la desigualdad, pero fue a hacer las compras procedentes. Ahora iban a probar por primera vez las armas de fuego, elementos extraños al programa de vida trazado por la señora que se suponía, equivocadamente, había de ocupar el puesto de madre para los huérfanos. Seis años había permanecido Dick a su cuidado, tiempo durante el cual ella se había beneficiado de las consignaciones destinadas a su indumentaria, y en parte por ligereza, en parte por natural deseo de infligir dolor —se trataba de una viuda ya de algunos años y deseosa de casarse otra vez—, había hecho pesar la vida sobre los juveniles hombros del chico. Cuando él esperaba cariño, ella sólo le dio aversión primero, odio más tarde.
Cuando se hizo mayorcito y ansiaba un poco de comprensión, ella sólo supo ridiculizarle. Las numerosas horas que le sobraban de los cuidados de la pequeña casa las dedicaba a lo que ella llamaba educación casera de Dick Heldar. Su concepto de la religión, formado principalmente por su propia inteligencia y un ávido estudio de los Evangelios, le servía de ayuda para ello. Aun en los momentos en que no se sentía concretamente disgustada con Dick, le daba a entender que él tenía una fuerte cuenta pendiente con su creador; lo que hizo que Dick aborreciese a su Dios tan intensamente como aborrecía a mistress Jennett, actitud de ánimo que no es muy saludable para un muchacho.
Dado que ella decidió conceptuarle como un grandísimo embustero, cuando el miedo al dolor físico le impulsó a mentir por primera vez, naturalmente, se convirtió en mentiroso, pero un mentiroso económico y frugal, que jamás soltaba la menor mentirijilla innecesaria y jamás vacilaba ante el mayor embuste, si era plausible, que pudiese hacerle la vida algo más llevadera. Este tratamiento le enseñó al menos la fuerza que da vivir aislado, fuerza que le sirvió no poco cuando fue más tarde al colegio y los compañeros se reían de su ropa, pobretona y harto recosida. Durante las vacaciones caía una vez más bajo los métodos pedagógicos de mistress Jennett, quien no dejaba pasar una docena de horas sin propinarle unos golpes, por una u otra causa, para asegurar la disciplina.
Un año, el otoño le trajo una compañera de esclavitud; un ser diminuto de largos cabellos y ojos grises, tan reservada como él. Se movía silenciosamente por la casa y durante las primeras semanas no hablaba más que con la cabra, su mejor amiga en este mundo, que vivía en el jardincillo detrás de la casa. Cuando mistress Jennett se opuso a la presencia de la cabra porque no era un animal cristiano —y ciertamente no lo era—, dijo el diminuto ser, eligiendo sus palabras con marcada deliberación:
—Pues escribiré a mis abogados y les diré que es usted una mujer muy mala. Amomma es mía. ¡Mía, mía!
Mistress Jennett hizo un gesto en dirección al recibidor, donde se alineaban paraguas y bastones en un perchero. El átomo de humanidad comprendió tan claramente como Dick lo que aquello anunciaba.
—Me han pegado otras veces —dijo, con la misma voz impasible de antes—; me han pegado otras veces mucho más fuerte de lo que pueda usted pegarme. Pero si me pega usted se lo escribiré a mis abogados y les diré que no me da usted de comer bastante. No le tengo miedo.
Mistress Jennett no fue al recibidor, y el átomo, después de una pausa para asegurarse de que había pasado el peligro, salió fuera para desahogar sus amargas lágrimas sobre el pescuezo de Amomma.
Dick pronto supo que se llamaba Maisie. Al principio desconfiaba profundamente de ella porque temía que disminuyera la escasa libertad de acción que se le dejaba. No lo hizo ella así, empero, ni trató de entablar amistad hasta que Dick dio los primeros pasos. Antes que terminasen las vacaciones, la tensión del castigo compartido empujó a los muchachos a unirse, aunque sólo fuera para ayudarse mutuamente y preparar mentiras que decir a mistress Jennett. Cuando Dick volvió al colegio, Maisie le cuchicheó:
—Ahora estaré sola para defenderme, pero —añadió con un bravo gesto de su cabeza— ya me las arreglaré. Me prometiste que enviarías a Amomma un collar de juncos. No lo olvides.
Una semana más tarde le pidió ese collar a vuelta de correo, y no se quedó contenta al saber que hacía falta tiempo para confeccionarlo. Cuando finalmente Dick lo mandó, ella se olvidó de darle las gracias.
Varias vacaciones habían llegado y terminado desde ese día, y Dick se había convertido en un muchacho flacucho y desgarbado, más consciente que nunca de lo mal vestido que iba. Ni por un momento había aflojado mistress Jennett en sus tiernos cuidados, pero los vapuleos usuales en los colegios particulares —Dick incurría en castigo unas tres veces al mes, como promedio— le indujeron a despreciar sus facultades.
—No hace daño —le explicó Maisie, que le incitaba a la rebelión—, y es amable contigo después de pegarme a mí.
Así fue Dick un día tras otro sorteando dificultades, descuidado de cuerpo y salvaje de alma, como no tardaron en apreciar los compañeros de colegio más pequeños que él, porque cuando sentía el impulso de la crueldad, les pegaba con gran astucia y arte. El mismo espíritu le impulsó más de una vez a torturar a Maisie, pero la muchacha protestó.
—Ya lo pasamos bastante mal —dijo—. Lo que tenemos que hacer es buscar algo para distraernos y olvidar otras cosas.
La pistola fue el resultado final de su búsqueda. Sólo podían utilizarla en el borde más fangoso de la playa, lejos de las casetas de baño y de las cabezas de los muelles, al pie de las verdes lomas de Fort Keeling. La marea bajaba casi dos millas en aquella costa, y los multicolores bancos de cieno, acariciados por el sol, despedían un olor lamentable a algas podridas. Caía la tarde cuando Dick y Maisie llegaron al terreno propicio, con Amomma trotando pacientemente tras ellos.
—¡Hum! —dijo Maisie, olfateando la brisa—. ¿Qué será lo que hace oler así al mar? No me gusta.
—A ti no te gusta nada que no esté hecho para ti —dijo Dick sin rodeos—. Dame los cartuchos y probaré yo el primer disparo. ¿Hasta dónde se alcanza con uno de estos revólveres?
—¡Oh!, media milla —contestó Maisie prontamente—. Por lo menos, meten un ruido terrible. Ten cuidado con los cartuchos, no me hacen gracia esas puntas que salen del borde. Ten cuidado, Dick.
—No te preocupes. Sé cómo cargarlo. Tiraré contra el rompeolas.
Disparó, y Amomma huyó volando. El proyectil hizo saltar un chorrillo de lodo a la derecha de los pilones revestidos de algas.
—Tira alto y a la derecha. Ahora prueba tú, Maisie. Pero cuidado, ¿eh? Tiene la carga completa.
Maisie cogió la pistola y caminó con delicadeza hasta el borde del barrizal, apretando firmemente la mano contra la culata del arma, con el ojo izquierdo y la boca torcidos en una mueca. Se sentó Dick sobre la hierba, riéndose. Amomma regresaba muy cautelosamente. Estaba acostumbrada a curiosas experiencias durante sus paseos, y al tropezar con la olvidada caja de cartuchos hizo investigaciones olfatorias. Maisie disparó, pero no pudo ver adónde fue a parar la bala.
—Me parece que ha dado al poste —dijo, haciendo visera con la mano y mirando hacia el desierto mar.
—Ha ido a parar a la boya de campana de Marazion —dijo Dick ahogando la risa—. Si disparas bajo y a la izquierda, acaso des donde quieres. ¡Oh, mira Amomma! ¡Se está comiendo los cartuchos!
Maisie se volvió, revólver en mano, aún a tiempo de ver a Amomma escapando de las piedras que Dick le tiraba. Nada hay sagrado para una cabra. Bien alimentada y adorada de su ama, Amomma, naturalmente, tenía que tragarse dos cartuchos cargados. Maisie corrió a cerciorarse de que Dick no se había equivocado en el recuento.
—Sí, se ha comido dos.
—¡Qué animal más tonto! Ahora le explotarán en la tripa y reventará, y se lo merece… ¡Oh, Dick! ¿Te he matado?
Los revólveres son objetos demasiado delicados para que manos inexpertas jueguen con ellos. No podría Maisie explicar cómo ocurrió, pero un velo de humo acre la separó de Dick, y comprendió que la pistola se había disparado sola contra su rostro. Le oyó hacer ruidos con la boca y cayó de rodillas junto a él, exclamando:
—Dick, no estás herido, ¿verdad? Lo he hecho sin querer…
—Claro está que sí —contestó Dick, reapareciendo entre el humo y limpiándose el carrillo—. Pero casi me has dejado ciego. La pólvora pica como un demonio.
Una visible y clara mancha de plomo sobre una piedra mostraba adónde había ido a parar la bala. Maisie comenzó a gemir.
—Déjate de gemidos —dijo Dick saltando en pie y sacudiéndose—. No me ha pasado nada.
—No, pero podía haberte matado —protestó Maisie, con las comisuras de los labios caídas—. ¿Qué hubiese hecho yo entonces?
—Hubieses ido a casa a contárselo a mistress Jennett —respondió Dick, haciendo una mueca al pensarlo; pero en seguida, ablandándose, añadió—: No te preocupes. Además, estamos perdiendo el tiempo. Tenemos que volver para merendar. Déjame el revólver un poco.
Maisie hubiese llorado a poco que la alentasen a hacerlo, pero la indiferencia de Dick, a pesar de que le temblaba la mano cuando agarró el revólver, la contuvo. Se tendió, respirando nerviosa, sobre la playa, mientras Dick bombardeaba metódicamente el rompeolas.
—Lo toqué al fin —exclamó al ver que un rizo de algas saltaba de la madera.
—Déjame probar a mí —dijo Maisie imperiosamente—. Ya se me ha pasado el susto.
Dispararon por turno hasta que el herrumbroso revólver casi se deshizo en trozos, y Amomma, la paria —porque podía estallar en cualquier momento—, ramoneaba a distancia sin comprender por qué le arrojaban piedras. Encontraron después un trozo de leño que flotaba sobre una charca dominada por la pendiente de Fort Keeling al mar, y se sentaron juntos ante este nuevo blanco.
—En las vacaciones próximas —dijo Dick cuando el revólver, ya completamente inútil, reculó violentamente al disparar— compraremos otra pistola de percusión central, que tenga más alcance.
—Para mí no habrá más vacaciones —dijo Maisie—. Me voy de aquí.
—¿Adónde?
—No sé. Mis abogados han escrito a mistress Jennett, y tienen que educarme no sé dónde; en Francia, puede ser; pero me alegraré de marcharme.
—Yo, no. Ni pizca. Supongo que a mí me dejarán aquí. Pero vamos a ver, Maisie: ¿es verdad eso de que te vas? Entonces estas vacaciones serán las últimas en que te vea; y yo voy al colegio la semana próxima. Quisiera que…
La sangre joven enrojeció sus mejillas. Maisie estaba arrancando manojillos de hierba y arrojándolos, cuesta abajo, a una amapola de mar que mecía su amarilla corola en los ilimitados bancos de barro junto al lechoso mar que se extendía más allá.
—Quisiera —dijo ella tras una pausa—, quisiera poderte ver alguna vez. ¿Tú también?
—Entonces mejor sería que hubieses disparado… contra el rompeolas.
Maisie le miró un momento con los ojos muy abiertos. ¡Y éste era el muchacho que, tan sólo diez días antes, había adornado los cuernos de Amomma con el papel rizado de un jamón, y la había lanzado por los caminos públicos, como un barbudo hazmerreír! Después, bajó los ojos; éste no era el chico aquel.
—No seas estúpido —dijo ella con tono de reproche, y con veloz instinto atacó el problema secundario—. ¡Egoísta! ¡Imagínate lo que hubiera sentido si te hubiese matado! Bastante triste estoy ya.
—¿Por qué? ¿Porque te marchas de casa de mistress Jennett?
—No.
—¿De mi lado, entonces?
Durante largos instantes no hubo respuesta. Dick no se atrevía a mirarla. Comprendía, sin darse cuenta, lo que habían sido para él los últimos cuatro años, y ello tanto más agudamente cuanto que no acertaba a expresar sus sentimientos con palabras.
—No sé —dijo ella finalmente—. Me figuro que sí.
—Maisie, escucha. Yo no es que me lo figure.
—Vámonos a casa —dijo Maisie débilmente.
Pero Dick no se sentía inclinado a la retirada.
—No sé decir las cosas —imploró—, y te pido perdón por hacerte rabiar con Amomma el otro día. Pero ahora todo es distinto, Maisie, ¿no lo comprendes? Y podías haberme dicho que te ibas, en vez de dejar que yo lo averiguase.
—No lo has averiguado tú. Te lo he dicho yo. ¡Oh Dick!, ¿de qué sirve ponerse triste?
—De nada; pero hemos estado juntos años y años…
—No creo que te importase nunca mucho.
—No, no me importabas; pero ahora sí…, me importas muchísimo ahora, Maisie —balbuceó—. Maisie, dime que a ti también te importo yo, anda.
—Sí, me importas mucho; pero de nada sirve.
—¿Por qué?
—Porque me marcho.
—Sí, pero si antes de marcharte me prometes… Dime solamente…, ¿quieres?
No se cruzaban muchas palabras cariñosas en casa de Dick ni en el colegio; tenía que encontrarlas instintivamente. Dick asió la manita ennegrecida por los gases escapados del revólver.
—Lo prometo —contestó ella solemnemente—. Pero si tú me importas, no hay necesidad de prometer nada.
—¿Y te importo?
Por primera vez en los últimos minutos sus ojos se encontraron y hablaron en nombre de quienes no sabían aún expresarse.
—¡Oh Dick, eso no! ¡Por favor, no! Cuando sólo me decías «buenos días», muy bien; pero ahora… ¡es todo tan diferente!
Amomma miraba desde lejos. Había visto disputar frecuentemente a sus amos, pero nunca les había visto cambiar besos. La gualda amapola marina tenía más experiencia y cabeceaba en señal de aprobación. Considerado como beso, éste fue un fracaso; pero comoquiera que se trataba del primero que uno y otro daban, aparte de los exigidos por la costumbre, les abrió nuevos horizontes, todos maravillosos, de forma que se sintieron transportados muy por encima de todos los mundos, especialmente de aquellos en que la merienda es algo necesario, y ambos permanecieron sentados quedamente sin decir ni una palabra.
—No puedes olvidarlo ahora —dijo Dick finalmente.
En su mejilla llevaba algo que escocía más que la pólvora.
—No lo hubiese olvidado de todos modos —respondió Maisie.
Y al mirarle comprendió que ambos habían cambiado y que ya no eran los camaradas de una hora antes, sino que uno y otro se habían transformado en una maravilla y en un misterio incomprensible. El sol comenzaba a ponerse y un viento nocturno barría los recodos de la orilla.
—Vamos a llegar tardísimo para el té —dijo Maisie—. Vámonos.
—Gastaremos antes los cartuchos que nos quedan —repuso Dick.
Y ayudó a Maisie a bajar la cuesta desde el fuerte al mar, una bajada que ella podía hacer sola a toda velocidad. Con igual gravedad, Maisie aceptó la no muy limpia mano. Dick se inclinó torpemente; Maisie retiró la mano y el muchacho se sonrojó.
—Es muy bonita —dijo.
—¡Bah! —exclamó Maisie con una risita de vanidad satisfecha.
Permaneció junto a Dick mientras éste cargaba el revólver por última vez y disparaba al mar, con una vaga y recóndita ilusión de que, cual improvisado campeón, estaba protegiendo a Maisie de todos los peligros del mundo. Un charco, al otro lado del barrizal, atrapaba los postreros rayos de sol y los convertía en un fulgurante disco rojo. Su luz retuvo por un instante la atención de Dick y, al elevar el revólver, le dominó una renovada sensación de algo milagroso, puesto que se encontraba junto a Maisie y ésta había prometido quererle por un indefinido espacio de tiempo, hasta que… Una ráfaga del creciente viento le tapó los ojos con los largos cabellos de su compañera, mientras ésta, en pie, con una mano sobre el hombro de Dick, llamaba «animalucho» a Amomma; y por un momento le pareció estar en la oscuridad, una oscuridad que era como un pinchazo. La bala se alejó silbando hacia el desierto mar.
—Perdí la puntería —dijo él con un movimiento de cabeza—. No hay más cartuchos. Tendremos que volver corriendo a casa.
Pero no corrieron. Fueron muy despacio, cogidos del brazo, indiferentes a que la olvidada Amomma, con los cartuchos en la barriga, reventase o trotase a su lado; porque habían entrado en posesión de una opulenta herencia y disponían ya de ella con toda la sabiduría de sus largos años.
—Yo voy a ser… —comenzó Dick bravamente, pero se retuvo—. No sé qué seré. Me suspenden siempre…, pero hago unas caricaturas estupendas de los profesores. ¡Ja! ¡Ja!
—Entonces tienes que ser artista —dijo Maisie—. Siempre te burlas de que yo quiera dibujar; y te sentará bien.
—Nunca me volveré a burlar de nada de lo que tú hagas —contestó él—. Seré pintor y me haré famoso.
—Los artistas no ganan dinero, ¿verdad?
—Yo tengo ciento veinte libras al año, mías propias. Mis tutores me dicen que me las darán cuando sea mayor. Con eso tendré bastante para empezar.
—Yo soy muy rica —dijo Maisie—. Tengo trescientas libras al año. En cuanto cumpla veintiún años… Por eso mistress Jennett es más amable conmigo. Pero aun así, yo desearía tener alguien que fuese mío…, un padre o una madre.
—Eres mía —afirmó Dick— para siempre jamás.
—Sí, el uno del otro, para siempre. ¡Qué bien!
Le apretó el brazo.
La protectora oscuridad los ocultaba mutuamente, y alentado, porque sólo podía ver el perfil de la mejilla de Maisie, con las largas pestañas que velaban sus ojos grises, Dick, al llegar a la puerta de la casa, se desembarazó de las palabras que había estado vacilando pronunciar durante las dos horas últimas.
—Y yo… te quiero, Maisie —dijo en un cuchicheo que a él le pareció resonar por el mundo entero…, el mundo que marcharía él a conquistar mañana o al otro día.
Cuando llegaron, hubieron de escuchar airadas palabras, primero por su vergonzosa falta de puntualidad, y después por haber estado a punto de matarse con un arma prohibida.
—Estaba jugando con ella y se disparó sola —dijo Dick, al no poder ocultar la mejilla salpicada de manchitas de pólvora—; pero si cree usted que me va a pegar, se equivoca. No va usted a tocarme nunca más. Siéntese y deme el té. No puede dejarnos sin merendar.
Mistress Jennett abrió la boca con asombro y se puso lívida. Maisie nada dijo, pero alentaba a Dick con la mirada, y éste se condujo atrozmente todo el resto de aquella tarde. Mistress Jennett profetizó un juicio inmediato de la providencia y un descenso a los abismos infernales más tarde; pero Dick se encontraba en el paraíso y no le hizo caso. Sólo cuando se fue a acostar, mistress Jennett restableció su autoridad. Había dado él las buenas noches a Maisie con los ojos muy bajos y a cierta distancia.
—Si no eres un caballero, podías procurar portarte como tal —dijo mistress Jennett, airada—. Otra vez habrás regañado con Maisie.
Esto era porque había omitido el beso acostumbrado al darse las buenas noches. Maisie, pálida hasta los labios, adelantó la mejilla con perfecto aire de indiferencia y recibió un torpe beso de Dick, que salió del cuarto, rojo como un pavo. Esa noche tuvo un sueño disparatado. Había conquistado el mundo entero y se lo llevó a Maisie en una caja de cartuchos; pero ella le dio con el pie, y en vez de decir gracias, le gritó:
—¿Dónde está el collar que me prometiste para Amomma? ¡Qué egoísta eres!
Capítulo II
Sonaron los clarines. Lanzas en ristre
fuimos a Kandahar, formados de dos en dos,
a caballo, a caballo, formados por parejas,
tararí, tararí, tararí,
hasta llegar a Kandahar, siempre de dos en dos.
(Baladas de cuartel)
—No me enfado con el público británico, pero quisiera que unos millares de ciudadanos estuviesen desperdigados entre estos peñascales. No tendrían entonces tanta prisa por leer los periódicos de la mañana. ¿Puedes imaginarte al típico cabeza de familia —Amante de la justicia, Constante lector, Paterfamilias y toda esa gente— cociéndose sobre estos arenales hirvientes?
—Con un velo azul sobre la cabeza y sus ropas hechas tiras. ¿Hay alguien aquí que tenga una aguja? Me he agenciado un pedazo de tela, de un saco de azúcar.
—Te presto una aguja capotera a cambio de seis pulgadas cuadradas de tela, entonces.