Monedas de libertad
Por Mónica Dendi
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La novela cuenta cómo Juan se adaptará a esa nueva vida ayudado por Pedro, Blanca y su hija, la hermosa Clara, quienes también están esclavizadas. Un amigo de Pedro rescatará parte del tesoro hundido, lo que generará odio y envidia de algún vecino, hasta convertirse en un peligro para todos ellos.
Amistad, romance, ambición y un tremendo deseo de libertad son algunos de los sentimientos que marcarán a los personajes.
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Monedas de libertad - Mónica Dendi
Libertad
I
A ambos lados de la cañada y próximo a su desembocadura en el mar, extensos pajonales curvaban su despeinada cabellera reseca. Doblado entre las chircas, Pedro continuaba su tarea, a pesar del fuerte viento que lo castigaba. A su alrededor, numerosos atados de paja se levantaban desafiando la sudestada. Luego los recogería, al regreso de saludar a su amigo Domingo, que vivía en un rancho sobre la playa, a media milla de distancia. Subió a la carreta, a paso tranquilo se puso en marcha hacia el camino vecinal.
En lo alto de una loma se detuvo. El viejo aprovechó el descanso, cerró sus ojos y respiró profundo, dejando que el frío viento curtiese su cara. Luego abrió bien los redondos y negros ojos y extendió sus brazos, como para apresar el aire y la grandeza del mar. Esa breve e íntima sensación de plenitud y libertad le resultaba un placer doloroso, al que, sin embargo, no quería renunciar.
Pudo ver dos barcos no muy lejos de la costa, recortados contra el gris del cielo y el embravecido mar. Uno de ellos era una embarcación de gran porte, sin lugar a dudas era otro más de los galeones que llegaban a Montevideo en su ruta de Indias.
Llamó su atención lo cerca que parecían estar las naves entre sí. Con la sudestada que no cesaba de soplar, esa proximidad no era la más aconsejable. Seguramente el galeón español se hallaba en el largo canal de acceso al puerto cercano, pero el otro barco lo interceptaba. Pedro comprendió espantado que la embarcación más pequeña debía enarbolar la bandera negra con el cráneo y las tibias cruzadas, característica inequívoca de los piratas. Un escalofrío recorrió su cuerpo. No era que los españoles le inspirasen mucha conmiseración por cierto, sino que a su mente llegó el punzante recuerdo de aquel otro barco pirata que lo arrancó de su Angola.
El viejo levantó la vara que cayó sobre el anca de la yegua y apuró la marcha. Llegó hasta un terroso rancho de adobe y paja; a gritos llamó a Domingo. El mulato descorrió el cuero de la puerta y asomó su motuda cabeza.
—Buen día, amigo.
—Buen día tenga Usté. Mire —Pedro señaló al mar.
—¡Virgen santa! ¿Usted cree que sean ingleses?
—No sé. ¡Pero no me gusta na!
El barco español había virado poniendo proa al mar abierto, tratando de zafar de la persecución; pero el otro, más pequeño y ágil, nuevamente se interpuso en su camino. Las dos naves estaban ya muy próximas una de otra: la española cercada entre los bucaneros y las restingas cercanas.
Los dos hombres calcularon el nerviosismo y el frío sudor que recorrería las espaldas y frentes de los españoles. El capitán estaría ordenando a su primero y éste al segundo y aquél a toda la tripulación: mantener el timón firme, que cuidasen las velas, que preparasen los cañones, en fin, que templaran el ánimo encomendándose a la Virgen. Vieron al pesado galeón maniobrar con torpeza hasta quedar súbitamente inmóvil; luego comenzó a escorar sobre estribor. El Río de la Plata lo había traicionado aprisionándolo entre su roquedal y su blando lecho.
El viento arrastró a la costa un fuerte griterío, proveniente del susto de unos y la ambición de otros.
—Pa‘ mí que están perdidos —dijo Pedro.
—Esos ingleses no se andan con vueltas. Los van a degollar a todos.
—¿Serán ingleses?
—¿Qué otros diablos, si no?
El buque pirata maniobró para amadrinarse por babor del español. Los dos hombres se persignaron.
—Por Oxum, que cuando menos a los neglos les peldonen la vida —susurró Pedro.
—Ni lo piense, esos gringos tampoco quieren a los de piel oscura.
Un sordo estruendo de cañón sorprendió a la mañana con su boca de fuego. Un solo cañonazo bastó. Tan solo uno, pero de tan desafortunada precisión, que dio en medio de la Santa Bárbara. El depósito de pólvora y artillería voló por los aires. El buque español agitó sus velas en un letal estremecimiento. La suerte estaba echada. Ante la vista de los dos, el galeón comenzó a hundir su pesado casco en las frías aguas invernales.
—¿Qué podemos