¿Para qué servimos los filósofos?
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Carlos Fernández Liria
Profesor de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, ensayista y guionista. Entre sus últimas publicaciones destacan, como autor o coautor: Sexo y Filosofía. El significado del amor; Marx 1857. El problema del método y la dialéctica; ¿Qué fue la Segunda República? Nuestra historia explicada a los jóvenes; ¿Qué fue la Guerra Civil? Nuestra historia explicada a los jóvenes o Marx desde cero. En Los Libros de la Catarata ha publicado ¿Para qué servimos los filósofos?
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¿Para qué servimos los filósofos? - Carlos Fernández Liria
Carlos Fernández Liria
¿Para qué servimos los filósofos?
Colección Relecturas
PRIMERA EDICIÓN: NOVIEMBRE 2012
SEGUNDA EDICIÓN: MAYO 2016
diseño DE cubierta: CARLOS DEL GUIDICE
© Carlos Fernández Liria, 2016
© Los libros de la Catarata, 2016
Fuencarral, 70
28004 Madrid
Tel. 91 532 05 04
Fax. 91 532 43 34
www.catarata.org
¿Para qué servimos los filósofos?
ISBN: 978-84-9097-151-2
E-ISBN: 978-84-9097-773-6
DEPÓSITO LEGAL: M-15.804-2016
IBIC: HPS
este libro ha sido editado para ser distribuido. La intención de los editores es que sea utilizado lo más ampliamente posible, que sean adquiridos originales para permitir la edición de otros nuevos y que, de reproducir partes, se haga constar el título y la autoría.
A Quintín Racionero,
mi amigo y profesor.
No es de asombrar que se asesine a príncipes y estadistas. A menudo hay cambios muy importantes que dependen de sus muertes, y en vista de la eminencia en que se encuentran se hallan particularmente expuestos [...]. Pero hay otra clase de asesinatos que ha prevalecido desde comienzos del siglo diecisiete [...]: me refiero al asesinato de filósofos. Señores, es un hecho que durante los dos últimos siglos todos los filósofos eminentes fueron asesinados o estuvieron muy cerca de ello, hasta tal punto que cuando un hombre se llame a sí mismo filósofo y no se haya atentado nunca contra su vida, podemos estar seguros de que no vale nada; por ejemplo, creo que una objeción insalvable a la filosofía de Locke (si acaso hiciera falta alguna) es que, aunque el autor paseó su garganta por el mundo durante setenta y dos años, nadie condescendió nunca a cortársela.
Thomas de Quincey,
El asesinato como una de las bellas artes
Prólogo
Se ha dicho que la Revolución francesa fue obra de la filosofía.
G. W. F. Hegel
Un prólogo a una segunda edición es una especie de epílogo a la primera. Y casi siempre ocurre que los prólogos son más difíciles de entender que el libro mismo al que se refieren. Quiero llamar la atención sobre el papel que ha jugado la filosofía en los recientes acontecimientos políticos y también sobre el peligro que se corre si, finalmente, no se logran proteger las asignaturas y las facultades de Filosofía de la amenaza que se cierne sobre ellas. Tras la lectura del libro, se entenderá mejor lo que vamos a decir y por qué consideramos que se trata de una situación tan alarmante.
Escribí este libro en el año 2012, preocupado por el descalabro que la enseñanza estatal estaba sufriendo a causa de la revolución neoliberal triunfante. En el primer capítulo, venía a explicar que hay naufragios que solo son visibles desde la perspectiva de la filosofía. La filosofía, en este sentido, debía servirnos para tomar conciencia de la gravedad de lo que nos estamos jugando.
Desde entonces, han ocurrido dos cosas importantes. Una de ellas ha sido el nacimiento de Podemos, una fuerza política que ha cambiado por completo el tablero del juego político de este país. Es cosa bien sabida que Podemos —a partir, sin duda, del famoso 15 M— germinó y creció en la Universidad Complutense de Madrid, en concreto en las facultades de Políticas y de Filosofía. No hay mejor forma de constatar una de las tesis defendidas en este libro: los filósofos no sirven para nada, pero, precisamente por ello, deberían servir para gobernar.
Esta frase, desde luego, puede ser muy malentendida. Tenemos la esperanza de que nuestro libro pueda ayudar a que cobre sentido. En todo caso —se piense lo que se piense de Podemos—, conviene constatar que la cosa tiene algo de milagro inesperado. No hace demasiado tiempo, cuando la amenaza del Plan Bolonia planeaba sobre las facultades de Filosofía, las autoridades académicas y políticas solían tranquilizarnos diciéndonos que no debíamos preocuparnos por nuestra aparente falta de rentabilidad mercantil, pues, en realidad, las empresas tenían una gran necesidad de formación humanística para sus estudios de mercado y para el adiestramiento de su capital humano. Se nos llegó a decir —por poner tan solo un ejemplo— que ninguna empresa querría tener un ejecutivo que fuera un inculto patán, incapaz de comprender que al entrar a firmar contratos en la casa de un japonés tiene que comenzar por descalzarse en el umbral. Por lo visto, es muy rentable que a un ejecutivo le suene el nombre de Kant o de Heidegger, pues no es cosa de que vaya dejando en ridículo a su empresa en las sobremesas de negocios. Desde las facultades de Filosofía nos sentíamos, con razón, muy ofendidos. Te pasas meses intentando comprender una página de Aristóteles o de Hegel para luego acabar enseñando a los ejecutivos a quitarse los zapatos, a no hablar con la boca llena o a disimular que no se tiene ni idea de quién es Schopenhauer.
La sorpresa ha sido mayúscula. Al final, resulta que los filósofos —junto con los estudiantes y profesores de Ciencias Políticas— han servido nada menos que para hacer temblar el bipartidismo en este país, haciendo saltar por los aires el mapa del Parlamento. He perdido ya la cuenta de cuántos exalumnos míos están trabajando en puestos de responsabilidad de Podemos o son diputados o concejales. Lo harán luego bien o mal, pero de lo que no cabe duda es de que se ha respondido con vehemencia a la pregunta que plantea el título de este libro: ¿Para qué servimos los filósofos? Esta es una de las cosas que ha ocurrido desde 2012 hasta el día de hoy.
La segunda cosa que ha ocurrido tiene algo que ver con la primera, aunque no sea su efecto directo. Desde el gobierno del PP, en el marco de la ley de educación promovida por el exministro Wert (la LOMCE), se ha intentado extirpar la filosofía de los planes de estudio. Se sabía muy bien dónde atacar para hacer el mayor daño posible. La LOMCE convierte la historia de la filosofía en una asignatura secundaria y opcional, de tal modo que, a la larga, la propia carrera de Filosofía pierde la más importante de sus salidas profesionales. Es obvio que el siguiente paso será disolver las facultades de Filosofía en unas unidades más amplias ligadas a las humanidades.
Ahora bien, en el momento de escribir este prólogo, la inestabilidad política es enorme y todo hace pensar que la LOMCE, una ley que ha sido denostada unánimemente por el conjunto de la comunidad educativa, no terminará de asentarse. Por el camino, eso sí, se habrá hecho mucho daño y lo importante es tener claro qué es lo que hay que reconstruir de entre las ruinas. Y, a mi entender, una de las más importantes concierne a la enseñanza de la filosofía.
Como intenté explicar en este libro, la filosofía no es una asignatura más entre todas las demás. Y, además, su integración en las humanidades (y su consiguiente alejamiento de las ciencias) es un malentendido fatal. No se entiende lo que es la filosofía sin pensar en las matemáticas o en la física. Pero es que tampoco se entiende lo que es la matemática o la física sin pensar en la filosofía. Desde luego que lo ideal sería que los matemáticos y los físicos supieran filosofía y los filósofos supieran matemáticas o física, y ya de paso, por qué no, historia, lingüística, griego, latín, biología, antropología, economía y, por supuesto, derecho constitucional y procesal. Pero como en la finitud de nuestra pobre existencia mortal no cabe todo, pues, al final, no es posible evitar que, así en general, los matemáticos y los físicos no digan más que tonterías cuando hablan de Descartes, de Kant o de Hegel y que, al mismo tiempo, los profesores de filosofía no vivan como una enorme limitación eso de no saber una palabra de termodinámica o de física cuántica.
En las facultades de Filosofía hay un perfil de alumno muy interesante en el que me interesa detenerme. Son alumnos que llegan a la Facultad de Filosofía rebotados
de Exactas, Física, Derecho o, incluso, muchos, de Bellas Artes. Y vienen a Filosofía porque estaban hartos, según dicen, de no tener ni idea de qué demonios estaban haciendo ahí, hartos de aprender matemáticas o física como quien aprende una herramienta para hacer operaciones hipercomplicadas que sirven de respuestas y respuestas a preguntas que jamás han sido planteadas. Vienen a Filosofía con la esperanza de enterarse de algo respecto a lo que ahí, en Exactas, Física o Bellas Artes, habían estado practicando. Y hay, además, otro perfil de alumno muy interesante. Suelen ser estudiantes que terminan la carrera de Filosofía con un enamoramiento tan intenso por el saber que, inmediatamente, emprenden (a veces en condiciones económicas y vitales muy precarias) la carrera de Matemáticas, Física o Derecho.
La asignatura de filosofía no solo es importante para saber filosofía. Es imprescindible para comprender la importancia de las demás asignaturas. Empecemos por el asunto de la enseñanza secundaria y el bachillerato. Puestos a pedir la luna, en estos tiempos en los que todo el mundo parece que aboga por los eclipses, pienso que el papel de la filosofía debería ser tan absolutamente anterior
respecto del resto de las asignaturas que lo que habría que hacer es subordinar todos los departamentos al departamento de Filosofía. Lo que no se puede admitir es que los alumnos no paren de aprender respuestas a preguntas que no saben plantear. Cuando estudié matemáticas y física en el antiguo COU (curso de orientación universitaria) me adiestré, como todos mis compañeros, en resolver las más enrevesadas integrales y derivadas sin tener ni la menor idea de lo que era el cálculo infinitesimal. Tuve que esperar a tercero de mi carrera de Filosofía para que, estudiando a Leibniz y Newton, comprendiera un poco lo que había estado haciendo. Me desespera recordar el año de primaria en que se nos obligó a resolver raíces cuadradas kilométricas, cuando, obviamente, habría bastado con entender el concepto y que las calculadoras se ocuparan del resto. Porque, en efecto, lo desesperante en estos casos no es —como tantas veces se dice— que se enseñen cosas que no se sabe para qué sirven
, sino que se enseñen cosas que no se sabe lo que son
, que te enseñen a hacer piruetas para resolver operaciones sin haber entendido el concepto teórico
de lo que estás haciendo.
Pese a lo que tantos expertos en educación tienden a decir, lo que falta en la enseñanza secundaria y primaria no son prácticas, lo que falta es teoría
. Hay, sí, una desquiciante acumulación de contenidos, que tienden a aprenderse disparatadamente de memoria. Pero esa sobreacumulación no es mala porque sean contenidos, sino porque, precisamente, no lo son
. Se aprenden recetas para resolver problemas, se adiestra a los muchachos en una especie de gimnasia agotadora y desproporcionada, sin dejarles ni tiempo ni ganas para pensar un rato en lo que están haciendo. Lo peor ha sido el diagnóstico de ciertos pedagogos. Según ellos, sobran contenidos y faltan métodos prácticos de aprendizaje. Es todo lo contrario: sobra aprendizaje (de prácticas ciegas y mecánicas) y faltan verdaderos contenidos. La lista de los reyes godos no es un contenido conceptual, es un listado que se puede llevar escrito en el móvil o en cualquier otra chuleta. Pero, por lo mismo, la resolución de integrales o derivadas no es un contenido, sino un ejercicio gimnástico sin sentido que te quita el tiempo y las ganas de comprender lo que es el cálculo infinitesimal. En el bachillerato y la secundaria habría que centrarse en los conceptos, que no son tantos. No pasaría nada, en efecto, porque, por una vez, se confiara un poco en eso que dijo Aristóteles de que todos los seres humanos desean por naturaleza saber y, en lugar de buscar motivaciones lúdicas, psicológicas y heterónomas para el conocimiento, se apostara por aquello que tiene de atractivo el conocimiento en sí mismo. En lugar de aprender jugando (lo que, en el mejor de los casos, sirve para jugar en lugar de aprender), no pasaría nada por apostar un poco por el juego del conocimiento.
Y este sería, para empezar, un buen papel que la filosofía debería cumplir en la enseñanza secundaria y el bachillerato. Cuidar de que no se aprendan técnicas sin sentido para la resolución de problemas que nadie sabe plantear y recordar, respecto del resto de las asignaturas, que lo fundamental es comprender lo que se está estudiando. En definitiva, contrarrestar, mediante el conocimiento de la historia de la filosofía, la inexorable tendencia a reducir la instrucción de los alumnos en las llamadas materias científicas
a un adiestramiento operatorio. En la enseñanza secundaria y el bachillerato (no es lo mismo en primaria), todo lo que se encarga a las oficinas de la pedagogía debería estar en manos de los departamentos de Filosofía. Y el resultado, estoy seguro, sería mucho mejor desde un punto de vista pedagógico
. Ya digo que soy muy consciente de que esto es pedir la luna, pero por pedir que no quede. La filosofía debería ser la columna vertebral de la enseñanza secundaria y el bachillerato. El resto de los departamentos deberían estar subordinados al de Filosofía. En cuanto a las asignaturas mismas de filosofía e historia de la filosofía, deberían contar con mucho más peso docente y, por supuesto, liberarse de la dictadura delirante a la que las somete el examen de selectividad, que obliga al alumno a aprenderse de memoria una lista absurda de disparates que supuestamente han dicho unas supuestas escuelas filosóficas que, en realidad, jamás han existido.
Respecto de las ciencias, el papel de la filosofía hoy en día tiene que ser el que comenzó siendo desde el principio. Para que nacieran las ciencias fue preciso librar una batalla muy dura. Y esa batalla la libró la filosofía. Para empezar, contra el poder de los poetas y el mundo de la mitología y la religión (hay que recordar que fueron los poetas los que pidieron la pena de muerte para Sócrates). Los poetas eran los guardianes de la tradición. Ellos poseían palabras antiguas
que, de alguna manera, explicaban todo lo que había que explicar. Su decir excelente explicaba cómo se conduce una cuadriga o cómo se reza a los dioses, cómo se puede ser valiente como Aquiles o astuto como Ulises, cómo hay que dar órdenes y cómo hay que obedecer, cómo se entierra a los muertos o, en general, cómo se habita en este mundo. Imbricado con el saber de los poetas, había todo un tejido de expertos especializados en diversas técnicas. Artesanos que saben hacer un zapato o fabricar cerámica, forjar herraduras para los caballos o arar la tierra. Y había incluso un concepto de virtud
ligado a este universo: hacer todo eso que se sabe hacer, pero, además, hacerlo bien
.
Y también había, en los tiempos de Sócrates, una suerte de expertos en todo
a los que se llamaba sofistas y que entraron en competencia frontal con la autoridad de los poetas, precisamente en el terreno de la educación de los ciudadanos. Rivalizaron con ellos en el dominio del inmenso poder de la palabra, que fascinaba a los griegos. Lo hacían ya en una sociedad democrática empeñada en vivir bajo lo que hoy llamaríamos el imperio de la Ley
, y que honraba por ello, como sabios, a Solón o a Pericles. Los sofistas prometían fabricar ciudadanos
como los médicos fabricaban la salud o los zapateros los zapatos. Enseñaban la virtud en general (y enseñaban a aprenderla). Y en su calidad de expertos
cobraban consecuentemente por ello, no solo a ricos ciudadanos particulares, sino a los estados que requerían sus servicios y les encargaban los correspondientes libros blancos
. Era un mundo muy parecido al actual, poblado de expertos y de especialistas. Algo así como lo que hoy en día serían José Antonio Marina para la enseñanza secundaria o Francisco Michavila para la Universidad.
En general, el panorama no es tan distinto al nuestro. Todo el mundo sabía muchas cosas. Era un mundo de sabios que sabían de todo y de sabios que sabían de su especialidad. La intervención de Sócrates, por eso, resultó muy impertinente, porque venía a demostrar que en realidad todo el mundo pretendía saber, pero no sabía. Que todo el mundo era, de alguna forma, insuficientemente virtuoso e insuficientemente ciudadano. Sócrates y sus herederos de la historia de la filosofía abrieron un hueco en este tejido de especialistas y expertos, hicieron un agujero en el centro de la ciudad y en ese nuevo ágora
inesperado fue donde germinó la teoría. Para saber ponerse con elegancia la túnica de los hombres libres
no bastaba con repetir palabras muy antiguas. Había que decir cosas verdaderas, justas y bellas. Y frente a los sofistas expertos en retórica había que demostrar que solo la verdad convence de verdad
. Fue muy difícil, por lo tanto, hacer hueco al pensamiento teórico en el seno de la ciudad. Había que contravenir la autoridad de los poetas, el saber especializado de los expertos en técnicas y artesanías, el juego retórico de los sofistas y de los cocineros del saber. Eran muchos enemigos para la filosofía, pero, pese a ello, Platón primero y Aristóteles después lograron abrirse un hueco. En ese claro del bosque