Invitación a pensar
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El autor es filósofo y profesor de filosofía; se dedica a pensar y a invitar a otros a pensar y a escribir. No querría con mi libro ahorrarles a otros el pensar, sino, si fuera posible, estimularles a tener pensamientos propios, escribió Wittgenstein en el prólogo de sus Investigaciones filosóficas. Algo parecido podría decirse de estos textos, a veces circunstanciales, pero escritos siempre con una honda pretensión de radicalidad.
¿Por qué los seres humanos hacemos lo que hacemos? ¿Cómo podemos ayudarnos unos a otros a mejorar? El autor invita a ensanchar la propia razón hasta que comprenda las razones de los demás, sus opiniones y sus experiencias.
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Invitación a pensar - Jaime Nubiola Aguilar
JAIME NUBIOLA
INVITACIÓN A PENSAR
Tercera edición
EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
© 2009 by JAIME NUBIOLA
© 2019 by EDICIONES RIALP, S. A.,
Colombia, 63, 28016 Madrid
(www.rialp.com)
Ilustración de la cubierta: © Full image. Fotolia.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN: 978-84-321-5154-5
A mi padre que,
durante muchos años,
ha sido mi primer lector
Índice
Portada
Portada interior
créditos
Dedicatoria
Presentación
Lanzarse a pensar
La importancia de pensar
Leer para vivir
El laboratorio de las ideas
Entre la sociedad y la soledad
La gente joven
Vivir de estreno
Los nuevos románticos
El imperio de la diversión
¿Piensan los jóvenes?
El estudiante y la gestión del tiempo
Estilos de vida
El placer de comprar
Ídolos del consumo
Redes virtuales y vida real
El cambio de clima que necesitamos
Vivir en paz
Tiempo de agobios
Con buen humor
La tragedia del suicidio
Nuestro gusto es servirles
No más atascos
Sexo y amor
Publicidad íntima
El sexo enloquecido
El nombre del sexo
Entender la violencia de género
La batalla de la pornografía en la cultura actual
La pornografía no es arte, sino explotación sexual
La familia es clave
Derecho a ser feliz
¿Se puede repetir?
Ande o no ande, familia grande
Receta familiar: más SOPA
El debate político
El valor del debate
Amigos y enemigos
La voz del corazón
La matanza de los inocentes
Caín en la T4
La paz en el mundo
¿Es posible la paz en Jerusalén?
El mal de la guerra
El lío de las razas
Volver a ser hermanos
Religión y vida
El espíritu de Praga
Un Papa esperanzador
La última patraña
Minutos de silencio
La Universidad
Dar la vida
Cómo defender la libertad
En busca de la excelencia
Profesores que quieren aprender
Para seguir pensando
La vida intelectual: pensar, leer, escribir
El placer de leer
Aprender a escribir
Conclusión
Origen de los textos
Índice de nombres
Presentación
Nuestro mundo necesita gente que piense por su cuenta y riesgo, y este libro es una invitación para hacerlo: nadie puede pensar por nosotros. Hace no mucho tiempo alguien me preguntó si yo era un filósofo o un profesor de filosofía. Le contesté que soy profesor de filosofía y que me dedico a pensar y a invitar a otros a pensar y a escribir. De ahí nace el título de este libro. «No querría con mi libro ahorrarles a otros el pensar, sino, si fuera posible, estimularles a tener pensamientos propios», escribió Ludwig Wittgenstein en el prólogo de sus Investigaciones filosóficas. Algo parecido me gustaría decir al presentar estos textos, quizá circunstanciales, pero escritos siempre con una pretensión de radicalidad.
En los últimos años he leído muchos testimonios, libros y reflexiones sobre el Holocausto, sobre el exterminio organizado de millones de seres humanos a manos de una despiadada maquinaria criminal ante la pasividad más o menos ignorante de la mayoría. Como escribe Primo Levi de sí mismo, la necesidad de comprender forma parte también para mí de las necesidades básicas: «Junto con el miedo, el hambre y el cansancio físico, sentía una necesidad extremadamente apremiante de comprender el mundo que me rodeaba», anota Levi. Quizá por eso soy filósofo, empeñado en comprender por qué hacemos los seres humanos lo que hacemos y cómo podemos ayudarnos unos a otros a mejorar, ensanchando nuestra razón hasta comprender las razones de los demás y, sobre todo, abriendo nuestros corazones.
Con mi libro aspiro a que los lectores crezcan en confianza en su propia manera de pensar como medio eficaz para resolver —casi siempre provisionalmente— los problemas que surgen en la vida y también a que se abran a las opiniones y las experiencias de los demás, a que se decidan a aprender de los demás y ensanchen así su capacidad de amar. No es pequeña la pretensión. Cuando estudiamos la historia de los problemas, las diversas maneras de formularlos y las mejores soluciones que se han propuesto, llegamos de ordinario a ser personas más razonables y a veces podemos incluso llegar a pergeñar nuevas ideas o enfoques que hagan crecer la razonabilidad en este mundo nuestro. Más aún, se trata de que pensemos todos y cada uno para que ninguna vida sea superflua. Como enfatizó Hannah Arendt, sólo si cada uno vive creativamente, pensando con radicalidad, puede resistirse a la banalidad que es, en definitiva, el mayor peligro que se cierne sobre nuestras vidas.
No es este, por tanto, un libro para ser leído de un tirón, sino que más bien hay que leer solamente un artículo cada vez y después pararse a pensar un rato y —si fuera posible— a escribir otro rato para exprimir el propio parecer. Es la mejor manera de progresar en nuestra comprensión. George Steiner escribió que un intelectual es aquel ser humano que cuando lee un libro tiene un lápiz en la mano. Recomiendo al lector que haga eso con este libro y que con el lápiz subraye —si es el caso— lo que más le guste y anote con fuerza al margen un NO cuando esté en desacuerdo con lo que yo he escrito. Y sobre todo, que en un papel vaya garabateando las razones de su desacuerdo, sus opiniones y reacciones ante los problemas que trato. Las cuestiones que han atraído mi atención son polifacéticas, tienen muchas caras; y pueden abordarse desde muchos puntos de vista. Yo expongo con sencillez lo que pienso; no me considero —ni mucho menos— el dueño de la verdad. Tal como expresó el poeta Salinas, «Todo lo sabemos entre todos» y, por supuesto, siempre se puede pensar más: casi siempre la clave está en hablar más con los demás. He agrupado los textos en diez áreas temáticas más generales, de forma que el lector pueda acudir directamente a aquellas cuestiones que más le interpelen.
Debo gratitud a mi padre —a quien dedico este libro—, pues fue él muchas veces el primer lector de los textos originales. En particular le debo, además, la hermosa ilustración de la cubierta. Mi agradecimiento se extiende también a muchos otros que leyeron los borradores iniciales y me hicieron llegar sus sugerencias y correcciones —que mejoraron mucho los textos— y sus comentarios, que a menudo me hicieron pensar mucho. Mi deuda es realmente enorme. Quiero mencionar expresamente al menos a Sonsoles Abascal, Ceci Acuña, Itziar Aragüés, Marian Arribas, Gloria Balderas, Sara Barrena, Fernando Batista, Maneco Bayas, Hedy Boero, Jorge Daniel Brahim, Rafael Tomás Caldera, Alejandra Carrasco, Hugo Carretero, María Rosa Espot, Marta Farré, Julia Fernández, Leandro Gaitán, Enrique García-Máiquez, Elisa Gayarre, Aránzazu Gutiérrez, Teresa Hernández, Catalina Hynes, Santiago Legarre, José de León, Ángel López-Amo, Jacin Luna, Ainhoa Marin, Álvaro Márquez-Fernández, Izaskun Martínez, Lucas Monsalve, Beatriz Montejano, Marcia Moreno, Joaquín Monzón, Elsa Muro, mis hermanos Eulalia, Maite y Ramon Nubiola, José Antonio Palacios, Marta Pereda, Julio Pérez-Tomé, Mabel Prieto, Sara Román, María del Sol Romano, Ana Romero, Javier Sáez Castresana, Patricia Saporiti, Marta Vaamonde, Teresa Villaverde, Gabriel Zanotti y muchos otros más. Agradezco de todo corazón el eficiente apoyo de Santiago Herraiz como editor y la colaboración de Ainhoa Marin para la confección del índice de nombres.
Pamplona, 8 de septiembre de 2009
Lanzarse a pensar
La importancia de pensar
No es infrecuente escuchar que la culpa de los males que en el siglo XX han afligido a la humanidad se encuentra en la filosofía moderna, sea por el individualismo de Descartes, el colectivismo de Marx o el nihilismo de Nietzsche. Quienes hacen afirmaciones así suelen añadir que el problema más grave del momento presente es que la cultura ha adoptado una mala filosofía, un sistema erróneo de pensamiento. Esta posición resulta relativamente cómoda, pues traslada la solución de los problemas al trabajo de unos especialistas, los filósofos, que son quienes deberían proporcionar las soluciones, mientras que se estima que el individuo de a pie lamentablemente no puede hacer nada.
Sin embargo, esta manera de enfocar las cosas, de considerar que hay filosofías buenas y malas como si fueran mantelerías de fiesta o de diario, colonias de lujo o a granel, no es la mejor manera de abordar esta cuestión crucial. Lo que nos pasa no es que no sepamos lo que nos pasa, como decía Ortega; ni tampoco el problema es que pensemos mal o que hayamos adoptado una mala filosofía. Lo que nos pasa —me parece a mí— es que en nuestra sociedad se ha renunciado abierta o solapadamente a pensar. Quien se para un momento a reflexionar por su cuenta advierte de inmediato que en la aldea global cualquier forma de pensamiento libre y creativo ha caído víctima del ensordecedor ruido general: el ipod, el móvil, la televisión y la playstation han ahogado el pensamiento, particularmente entre los jóvenes. Aquello que escribió Pascal de que «toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa: el no saber quedarse a solas en su habitación» es ahora más verdad que nunca.
Pensar es difícil. No proporciona una gratificación instantánea como la mayor parte de las cosas que consumen los jóvenes. Quien piensa es considerado a menudo como un ser extraño, como un extraterrestre. Precisamente somos los filósofos quienes tenemos como profesión recordar a la humanidad que no se puede vivir sin pensar, que no podemos trasladar nuestras decisiones a otros, sean las modas, las mayorías o la tradición. Sócrates, el primero de los filósofos, se veía a sí mismo como un tábano puesto sobre su ciudad, Atenas, para que no se amodorrara. Su tarea era enseñar a pensar con libertad. «Más vale padecer el mal que cometerlo», decía, y afirmaciones como ésta le llevaron a ser condenado a muerte. Posiblemente nunca ha estado de moda pensar.
La conflictividad es un rasgo inevitable de la convivencia humana en todos sus niveles: desde la familia hasta la comunidad internacional, pasando por la comunidad de vecinos, la organización profesional o, por supuesto, el Parlamento de una sociedad democrática. Cuando los seres humanos nos ponemos de verdad a pensar descubrimos de inmediato que tenemos opiniones distintas sobre cómo hay que hacer las cosas y eso nos incomoda, pues muchas veces ni siquiera sabemos cómo llegar a un acuerdo. Muchos renuncian a pensar precisamente para evitarse conflictos: basta con hacer lo que hace la mayoría. «Lo hacen todos» es el argumento moral definitivo en favor de una posición cualquiera porque nos exime de pensar. Cuando en mi infancia usaba yo este argumento ante mi madre, ella siempre me respondía con enorme convicción: «¿si todos se tiraran por la ventana, tú te tirarías?». Ante esa pregunta, yo me asomaba tímidamente a la ventana para mirar, «por si acaso» —decía—, pero sólo llegué a entender la fuerza de su argumento muchos años después.
Lo importante era la convicción de mi madre y quizá se encuentre en ella el origen de mi vocación filosófica. Sólo vale la pena dialogar —como ha escrito Rhonheimer— «donde las convicciones se toman en serio, como expresión de la convicción subjetiva de que la propia convicción corresponde a la verdad». Mi madre me daba sus razones porque estaba convencida de la verdad de su posición, pero sobre todo porque quería enseñarme a pensar por mi cuenta. Transferir las decisiones personales a «lo que hacen todos» equivale a tirarse por la ventana, esto es, a dejar de pensar.
Leer para vivir
«Un día leí un libro y toda mi vida cambió». Con esta maravillosa frase —quizá la mejor del libro— comienza La vida nueva, la única obra que he leído del reciente premio Nobel de literatura, Orhan Pamuk. Un sólo libro cambió la vida del protagonista de esta novela ambientada en Turquía, y muchos libros, leídos con gusto, pueden cambiar también la nuestra. «Nacemos para saber —escribió Gracián—, y los libros con fidelidad nos hacen personas». Los libros cambian nuestras vidas porque ensanchan nuestra imaginación al fundirla con la de sus autores.
Quien no haya pasado muchas noches de su infancia y adolescencia leyendo furtivamente en la cama a la luz de una linterna, puede descubrir al llegar a la Universidad que se ha perdido algo realmente importante. Pero, como tantos otros universitarios, puede congratularse de que ha hecho, justo a tiempo, el descubrimiento que cambiará su vida, ya que a los dieciocho años todavía no se ha calcinado totalmente su imaginación a pesar de haber seguido durante años una dieta unilateral de televisión. Cuando viajo en avión compruebo siempre que hay dos tipos de seres humanos claramente diferenciados: unos que, cuando no duermen, comen o miran a la pantalla, hacen sudokus y crucigramas para disipar su aburrimiento y otros que disfrutan viajando porque van leyendo maravillosas novelas.
No hace mucho tuve ocasión de cenar en un hotel de cinco estrellas en Palma de Mallorca, soberbiamente decorado, que había sido totalmente renovado pocos meses antes. Estuve admirando las magníficas colecciones de armas y de soldaditos de plomo que adornaban muchas de las paredes. En mi recorrido, encontré una sala que ostentaba en la puerta el letrero «Biblioteca». Me asomé y pude ver una mesa muy elegantemente preparada para una reunión de gente importante. Me acerqué a la única estantería que había y tomé uno de los libros: para mi sorpresa descubrí de inmediato que eran sólo decoración, cajas de cartón vacías pintadas por el lomo para que parecieran libros.
La biblioterapia, la curación a través de la lectura, tiene una eficacia comprobada. «Aplíquese este libro en la parte enferma del paciente, y la cura puede ser milagrosa», dejó escrito Leopoldo