El síntoma comunitario: entre polis y mercado
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El síntoma comunitario - José-Miguel Marinas
sincero.
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EL SÍNTOMA COMUNITARIO
Tú no puedes volver atrás
Indagar el que llamo síntoma comunitario supone acotar un fenómeno que, en la terminología de Marcel Mauss, debemos caracterizar de hecho social total. Precisamente porque no se agota en las prácticas públicas —preferir el apoyo del pequeño grupo o de la comunidad inmediata, frente a las formas de vinculación y pertenencia política estatales o transnacionales— ni tampoco en las formas de identificación moral y política que genera —preferir la autodefinición como miembro de un grupo, de un lugar, de una etnia frente a la autoafirmación como sujeto autónomo y cosmopolita— ni se da en espacios y tiempos acotados, sino que recorre toda la vida y todas las vidas.
Si lo caracterizamos de forma global, podemos decir que se trata de un fenómeno moral y político aún presente en las sociedades de este comienzo de siglo (en las que el sistema de consumo y exclusión abarca y media la totalidad de las formas de vínculo) en las que, ante el vacío y problematicidad, ante la falta de fundamento claro del orden político y de los valores morales que lo acompañan, se propone una vuelta o, mejor, se produce un supuesto regreso a formas que se entienden como más verdaderas, enteras, satisfactorias y mejores que las que la modernización de una forma u otra ha establecido.
Este proceso que cursa con mutaciones psicosociales, identitarias, y sobre todo que desvela a medias, pues insiste pese a no ser claramente comprendido —como síntoma que es— el fundamento ético del orden político, del vínculo que mantenemos pese a todo, tiene una doble vertiente que pauta el origen de esta investigación. La primera es el comunitarismo como síntoma vivido. La segunda es el comunitarismo y su debate en el contexto académico.
El primero de estos planos implica que lo que está en juego, si hablamos de las señales que nuestros contextos inmediatos y remotos dan, es un vínculo social problematizado hasta la raíz: no se sabe qué nos une, no aparece con claridad cómo formar nexos de unión que no repitan los errores de la dominación y la exclusión generalizada. Este plano articula las relaciones problemáticas entre individuo- comunidad, los procesos de fundación y fundamentación de lo político y sus razones éticas tal como estas circulan en las comunidades y espacios políticos reales.
El segundo de estos planos —la problemática comunitarista en la filosofía moral y política actual— nos permite calibrar el cómo y el porqué del eco que en la academia nos hacemos de los nuevos modos de la crisis moral y política. El que a medidados de los ochenta —si nos atenemos a la convención— surja un debate, en principio en contexto anglosajón, norteamericano y luego, por irradiación, mundial, que pone en solfa los trillados caminos de la racionalización acerca del sujeto moral y político, es una segunda modalidad del síntoma que no conviene ni confundir con la primera, pero tampoco soslayar. Este plano nos introduce en las problemáticas del individualismo liberal (o libertario) frente al comunitarismo filosófico o político, las representaciones de la comunidad justa y, en general, el debate sobre los fundamentos antropológicos y éticos del sujeto comunitario y de la comunidad como sujeto ético y político.
A primera vista, desde una perspectiva por tanto modernizadora, o progresista, el síntoma comunitario, el regreso a lo comunal, es algo que causa problemas cuando no rechazos. Pretender volver a las formas de vida, de vínculo ético y a los valores que —según reza la doxa posmoderna— pertenecen de suyo a estadios pre o protoindustriales, es tarea vana y además, en sentido literal, contraproducente. Y sin embargo, el problema empieza cuando, pese a las advertencias de una lógica política progresista (pues fía en un valor supuesto del progreso) y de la ética del individuo autónomo, las señales regresivas campan por doquier. Y lo hacen en múltiples formas heterogéneas y anacrónicas entre sí, formas de orden social pero sobre todo de orden ético y político.
Por un lado, se presenta este síntoma como un conjunto de hechos y procesos sociales: defensa de las agrupaciones, frente al espacio estatal; defensa de los vínculos por afinidades frente a los sistemas estamentales clasificatorios; defensa de la solidaridad originaria frente a las formas de individualismo político o consumista; defensa del bienestar frente a la expropiación y desarraigo que comporta el, al parecer, fatal e implacable fenómeno de la globalización de mercados y regímenes.
Por otro —y aquí radica lo específico de nuestra investigación— se presenta como un conjunto de valores éticos y políticos que se trasvaloran y encajan con dificultad en los códigos y sistemas morales imperantes. La importancia de la vida buena en sentido de ejemplar — vuelta a leer la ética de los griegos— se contrapone al ideal de buen preferidor racional; la figura de quien ejercita una ética del cuidado desde la visión de la comunidad ampliada —la fratría de quienes se defienden de o se oponen a la tecnificación de la vida— es adversaria de quien opta por la carrera de la creación de valor añadido, la rentabilidad, la captura de nuevos (nichos de) mercados; y a la postre, la concepción del sujeto ético y político principalmente como individuo desagregado y, por ello, capaz de pacto y alianza, o conflicto y negociación, según intereses individuales, se contrapone, se entrevera críticamente, con la que entiende al sujeto de la communitas como vincularmente construido, socializado, moralizado y, por tanto, capaz de conflicto, de fusión, de apego regresivo en identidades protectoras hacia dentro, mortíferas hacia el diferente.
Todos estos son, como vemos, modos y variedades de un fenómeno complejo y lleno de tensiones, frustraciones y esperanzas mayores y menores, que caracterizamos mediante el concepto unificador de síntoma, por una serie de razones específicas:
a) para empezar, por su repetición (pareciera que ante conflictos ético y políticos de la identidad cabe, con periodicidad cíclica, la vuelta atrás, siquiera de forma fantasmagórica o imaginaria): lo sintomático se percibe y se vive por su repetición sin causa o razón que detenga y dé sentido a lo compulsivo de las señales;
b) por el carácter convulso y violento que presenta: las formas comunitarias en este contexto global son vividas como reforzantes para la comunidad propia, como seguros activos y agresivos contra la comunidad ajena; y
c) por la apariencia de regreso a lo genuino, a lo originario, precisamente en tiempos en que —según el mandato del progreso y del mercado— no se puede volver atrás.
¿Cómo caracterizamos el síntoma y sus dimensiones? ¿Cómo diagnosticamos los procesos que, en otro plano que el de las señales, tratan de expresarse en su conflicto de exterminio o de fundación? Y después, ¿cómo atravesamos esos nudos tensos para proponer una formulación normativa de lo político que integre un sujeto moral autoconsciente del alcance de sus límites y recursos y un sujeto político capaz de discernir los límites y capacidades fundantes —y no sólo las meras tendencias— de la polis ? Como Eros en el Banquete, el sujeto ético en su intimidad —tratando de establecer lazos y de compartir valores y acciones— es encrucijada de penía (escasez) y poros (recurso). Carencia o escasez porque la corteza del síntoma se presenta como la formulación de un repliegue de lo ético y un vaciamiento de lo político. Riqueza o recurso porque el síntoma es ocasión de no quedarse haciendo cálculos encráticos, sino para proponer un modo mejor fundado de sujeto, discurso y polis.
El síntoma, en sus muestras ávidas y contundentes de comunitarismo etnocentrado o de comunitarismo virtual, apunta a una realidad comprimida, expulsada, disfrazada incluso de ciencia política o de instrumentalismo: supone que se están reclamando vivamente autenticidad y autocentrismo, que la unidad es entendida como uniformidad, que el individualismo desposeído —la exclusión generalizada— ha tomado la vez al individualismo posesivo, que hay un vaciamiento y repliegue de la esfera de lo político que configuraba todo vínculo, y que deja el espacio restante bajo el nombre de consumo y tecnología de poder global.
A medida que desplegamos las señales de ese síntoma, con sus amenazas y sus promesas, nos planteamos las dimensiones específicamente éticas del mismo, sus anclajes políticos. El cuidado o la atención en ello viene de la perspectiva que adoptamos que no lleva a sostener una ética no sustantiva ni una polis posmetafísica.
El síntoma comunitario no es mero regreso fantasmagórico, es asistir a cómo se vacía lo político y se convierte en espacio tecnológico, cómo de ese vaciamiento sale una nostalgia del origen, o un consumo compensatorio. El sujeto político se convierte en estratega, el sujeto ético es aplicador de reglas.O se muda en consumidor de simulacros de lo político y de lo moral.
En rigor, el síntoma es lo que la mirada de quien analiza recorta-conjuntamente (sun-temno). En su referentes es un campo de fuerzas contradictorias, de tensiones desiguales: en el espacio ético-político, la atracción del origen comunal como lugar normativo aproblemático, como el que salva la distancia entre público y privado (así se constituyó, como previo a esta diferenciación, el espacio que Tönnies llama comunitario) y, en contradicción con ese atractor, la gestión y discernimiento de un mundo de individualismo posesivo pero también despojado y excluido, de individualismo insolidario pero también de las necesarias regulaciones (basadas en los derechos humanos ) que trascienden el ámbito comunitario como tal.
El síntoma comunitario permite recorrer nudos, retos de la idea actual del sujeto ético y político. Como tema o campo de preocupaciones resulta ser a su vez un síntoma o una señal de las condensaciones de intereses académicos.
En la presentación de un reciente curso del filósofo italiano Roberto Esposito, encontramos esta sencilla y al tiempo comprometida formulación que apunta en la dirección en la que desarrollo este trabajo:
Posiblemente no hay aun tema tan central en el debate filosófico internacional como la comunidad, desde el «comunitarismo» americano, a la ética de la comunicación de Habermas y Apel hasta la desconstrucción francesa. De todos modos, en ninguno de estos casos el concepto de «comunidad» es examinado a partir de su significado etimológico: cum - munus. Hacerlo así da como resultado el que la idea de comunidad —en su sentido original— no tiene nada que ver con los vínculos de pertenencia o propiedad común. Más bien es lo opuesto a las pequeñas ciudades que nostálgicamente miran atrás hacia el viejo o nuevo comunitarismo. No hay «propiedad», «totalidad», «territorio» que defender y que no considera parte de sí aquello que se separa de ello, hay más bien «vacío», «deuda», un «don» respecto a los demás que nos reúne a través de nuestra alteridad constitutiva entre unos y otros [1].
EL SÍNTOMA Y SU MÉTODO
Si propongo llamar síntoma a esa repetición —a medias, o apenas, explicable— es porque nos encontramos con un discurso académico o técnico que ha intercambiado buenas razones y esfuerzos notables en afinar y aproximar posiciones: así, comunitarismo es identificado, a bote pronto, como etiqueta que reúne a quienes ponen en solfa el liberalismo individualista en sus diversas acepciones. Pero también hay figuras intermedias que dan que pensar y que complican nombres y retratos: como veremos con detalle, la polisemia del «comunitarismo» como teoría ética y política invade a veces otras dimensiones del «síntoma comunitario» que campea en nuestros escenarios políticos y morales concretos. Eso conviene que lo maticemos con la mayor claridad y lo haremos desde una presuposición, a mi entender no descabellada, a saber: que las posiciones doctrinales o hermenéuticas en las que se ha venido cristalizando el debate del comunitarismo moral y político no son ajenas a las propias dimensiones éticas y políticas del síntoma comunitario.
Las fluctuaciones de la polis intervienen en el plano del discurso académico afirmando posiciones, en los primeros momentos, reforzándolas o blindándolas ante los adversarii, o aviniéndose a posiciones de diálogo honesto, e incluso adoptando fragmentos del punto de vista contrario, y todos estos son elementos que conviene situar en su contexto: el cierre o la apertura política de las formas comunitarias concretas.
Por eso, por procurar alguna mayor claridad, me permito recurrir a la letra del discurso clínico — psicoanalítico en este caso— para retomar y apropiarme de algunas ideas implícitas en la noción de síntoma que pueden ayudar a nuestro empeño.
En textos tempranos de Freud —cuando no es aún intérprete de la ética del sujeto— encontramos algunas referencias interesantes. Para empezar en la Carta a Fliess de 30-5-96, sobre la formación del síntoma en el psiquismo:
Los síntomas son casi todos formaciones de compromiso. Se puede constatar una diferencia fundamental entre los procesos psíquicos no inhibidos e inhibidos por el pensamiento. En el conflicto entre ambos surgen los síntomas como compromiso, a los que se les abre la vía hacia la conciencia. En las neurosis, cada uno de ambos procesos es correcto en sí mismo, siendo el no inhibido monodeíctico, unilateral, y el resultado del compromiso incorrecto análogo a un error de pensamiento.
Si subrayo algunos términos y expresiones es porque nos arrojan pronto dos conceptos que pueden venirnos bien para construir una mirada adecuada al fenómeno que comenzamos por analizar: (a) el síntoma no es lineal ni monosémico, sino que es un híbrido (acaba siendo un jeroglífico, con varios tiempos y varios modos de escritura, encabalgados, soldados al final), (b) el síntoma es resultado de un compromiso entre fenómenos de (al menos) dos sentidos: unos emergen, otros son reprimidos, si el compromiso entre ambos no funciona, el resultado se ve como un «error de pensamiento».
Esta pluralidad interna, esta movilidad tensa nos evita una visión del comunitarismo como un fenómeno puramente de superficie y puramente regresivo. En esta cara visible se pintan en anamorfosis, muchos de los elementos reprimidos o mal nombrados en el proceso de transformación a la modernidad (ética y política). En ese tiempo hacia atrás se dejan ver muchas de las semillas vivas que el momento comunitario (que por ahora situamos, como todo el mundo, en el pasado) no dejó crecer o —valga el símil, Durkheim herboriza también— no supo trasplantar al momento del acuerdo societario, al suelo de la sociedad del contrato.
Esta idea del híbrido y de la formación de compromiso —nombres de procesos seguramente no premeditados ni conscientes— nos sirven para aclarar un poco más el punto de mira. Si se me permite tomar otro fragmento más de la correspondencia freudiana con Fliess (Carta a Fliess 2-5- 97) se ve otra dimensión más y creo yo que más útil aún:
... Ahora observo en conjunto que las tres neurosis, histeria, neurosis obsesiva y paranoia, muestran los mismos elementos (además de la misma etiología), en concreto fragmentos mnésicos, impulsos (derivados de la rememoración) y ficciones protectoras, pero la irrupción de la conciencia, formación de compromisos, es decir de síntomas, ocurre en ellas en lugares diversos: en la histeria son los recuerdos, en la neurosis obsesiva los impulsos perversos y en la paranoia las ficciones protectoras (fantasía), lo que penetra en la normalidad bajo una formación de compromiso.
Recuerdos, impulsos perversos y ficciones protectoras son nombres que, más allá de la clínica personal, le pueden cuadrar bien a aspectos del síntoma comunitario. El plano de los recuerdos: éste —el sujeto comunitario del síntoma— no sabe qué hacer con tanto recuerdo que se agolpa en los momentos de crisis y de autodefinición moral. Para convertirse la comunidad en «comunidad de la memoria», como veremos, se supone que hay que levantar colectivamente los falsos recuerdos (formaciones de compromiso, medias verdades). El plano de los impulsos perversos implican la desaparición de una guía, de un límite que no deje que el gozo tanático se apodere de las formas de vida: para ello las comunidades han de poder mirar cara a cara, sin vértigo, a las formas tentadoras de regresión originaria. El plano de las ficciones protectoras nos mete de lleno en los procesos de construcción biográfica en los que las nuevas situaciones traumáticas de la comunidad piden el alivio de la narración porque, aunque esta sea parcial, sin embargo protege de la intemperie o de los grandes relatos uniformantes.
Que el síntoma incide en la vida de vigilia [2], que no es una mera lucubración o delirio, nos lo muestran con vigor extremo los efectos tanáticos que hoy pueblan buena parte de las relaciones inter e intracomunitarias de nuestro entorno, de nuestro mundo.
No sólo el sueño es un cumplimiento de deseos, sino también lo es el síntoma. Por eso a la hora de interpretarlo desde la ética hay que preguntar por el deseo que lo funda.
Esta dimensión (el deseo, o si se quiere los intereses, o aun las necesidades de fondo) nos hace adelantar que muchos de los problemas —tanto en la versión mundana, como en la filosófica del síntoma: comunitario/comunitarismo, respectivamente— nos llevan a cuestionar no tanto una fundamentación ontológica o antropológica como base del debate ético y político, pero sí qué modelo de sujeto ético y político está presente en el síntoma comunitario (y en algunas de las variantes que propugnan el comunitarismo como posición teórica). Cuando decimos sujeto ético nos referimos, por supuesto, al sujeto moral que toma decisiones según principios y deseos: este es, prima facie, el sujeto individual concreto, pero también extendemos nuestra indagación al sujeto comunitario como sujeto ético y político.
Esto implicará poner en juego algunas pespectivas en torno al sujeto moral que no están tan directamente consideradas en el debate comunitarista de las décadas anteriores. Me refiero a las aportaciones de la teoría del sujeto que han venido circulando a partir de los debates sobre ética y sujeto, dimensiones del sujeto (el yo y otras instancias del sujeto), sujeto y deseo, más bien en el contexto académico y político europeo. Y también nos lleva revisar los recientes debates en torno a la comunidad no sólo como una realidad política instrumental [3], o como un estadio de la evolución de las sociedades [4], sino principalmente como una forma estrictamente ética de vínculo político. Como toda una corriente de filosofía moral y política que surge de la encrucijada de la filosofía continental, alemana y francesa, nos plantea, el doble plano se implica y se desplaza: no es tanto girar en torno al sujeto individual abierto a la comunidad o clausurado en sus preferencias, no es sólo la cuestión de la mayor conveniencia de un comunitarismo plural, abierto a la variedad de creencias y culturas (cercano a la propuesta liberal) sino la pregunta por la estructuración de lo político y su fundamento ético posibilitada por el querer «volver atrás», por la insatisfacción que el síntoma comunitario señala con indudable fuerza.
La idea de base es que ante la pérdida de integración, desarraigo social y moral, surgen modelos regresivos, fusionales o compensatorios y que este proceso pone en solfa los procesos mismos de la modernización: no sólo porque no se explican los «residuos» o los «supérstites» que se ven como restos del pasado, sino porque la lectura política y moral no acierta a entenderlos como lo que son: como nuevos fenómenos. Precisamente porque en el proceso de avances y retrocesos que constituye el largo camino de la moralización (aquella de la que Voltaire [5] dudaba ya seriamente que acompañara al progresar técnico e institucional) parece que no se puede volver atrás salvo en la forma de fundamentalismo (el intento de resolver las contradicciones postulando la anulación de sus términos problemáticos y la vuelta a la «sencillez» y «pureza» originaria) [6]. Esa vuelta es imaginaria. Esa vuelta no es ajena a los significantes del consumo y a la configuración de la polis que de ella se desprende.
Si uno le pregunta a estos procesos no tanto «de dónde vienen» sino «qué traen de nuevo» el análisis cambia en método y en alcance. Un síntoma señala que algo viene raro, pero también un síntoma señala que algo no dicho va a suceder. La mirada naturalista, causalista nos forzaría a vincular estos dos tiempos. Y lo hacemos a condición de no entenderlos como un continuo. Para empezar porque entre las formas del síntoma (regresión, negación del espacio universalista, etnicismo, violencia, etc.) y sus causas atribuibles no hay una relación lineal. Las formas se dejan »reconducir» a los elementos que las han originado (en tiempo presumiblemente anterior) a partir de un proceso que comprenda sus distorsiones: no entregan su sentido a la primera. Y, en la otra dirección de tiempo, el futuro, los síntomas crean formas nuevas que abren espacios de deliberación imprevistos. El comunitarismo puede entenderse como cerrazón que hay que traducir, incorporar, interpretar integrando, incluso «combatir» con argumentos y negociaciones: también puede entenderse como que ha llegado un momento de cuestionar a fondo el propio orden político —la construcción de la comunidad— que lo ha hecho posible y ahora se resiste a convivir con él. Dos perspectivas que, con la mayor claridad posible, procuramos mantener abiertas y no confundidas a lo largo de esta investigación.
Esta perspectiva pide, además, dos explicitaciones en cuanto a nuestro método Una en cuanto al contexto del síntoma, otra en cuanto a su estatuto epistémico.
a) La primera nos sitúa frente al hecho de que el síntoma comunitario, como proceso moral y político se da mediada por una cultura del consumo (del mercado en su modalidad consumista y excluyente) que hay que analizar junto con el síntoma mismo. Por eso esta perspectiva no olvida la implicación de la ética del mercado como configuradora del espacio de lo político. No es tanto un territorio al lado de la política o de la cultura, sino que, como veremos con detalle, configura sus tiempos, sus espacios, sus posiciones de sujeto.
b) La segunda nos acerca a un modo de la argumentación filosófica que, junto a la exposición crítica de corrientes y modos de diagnosticar los conflictos que comporta el síntoma comunitario, trata de indagar en el sentido moral de muchas paradojas. Si estas formas del síntoma son nuevas —pese a sus rostros ancestrales— entran no tanto en conflicto sino en otro modo de decir, paradójico, respecto de modos de discurso acotados y exentos. Me refiero, por ejemplo, a que junto al sentido claro del utilitarismo que postula que el sujeto de la comunidad busca, maximizando, su bien, satisfacer su deseo, resulta que este proceso adopta a veces la forma del despilfarro, o de la adopción de pautas autolesivas (si queremos decirlo rápido, masoquistas, o sádicas, o tanáticas en general) que no es posible traducir inmediatamente en variantes de la «utilidad» que no dice su nombre. El problema es cómo sostenerse en la paradoja de pensar ambos extremos a un tiempo.
La paradoja queda abierta —por adelantar otro plano de debate— porque se podría postular que de entrada la forma de integración moderna es individualista (para muchos comunitaristas sinónimo de egoísta y, por tanto, no moralmente implicada) mientras que la comunitaria se presenta como éticamente orientada pues postula necesariamente un otro vincular de referencia, mientras que para una mirada más exigente (desde el liberalismo autoconsciente y autocrítico) representa la imposibilidad de cualquier moralidad y aun política éticamente orientada precisamente porque se mueve en el plano de la fusión (en el que difícilmente puede hablarse de responsabilidad individual).
MODALIDADES DEL SÍNTOMA
Este pluralismo, no tipológico sino paradójico, nos obliga a afinar acerca del itinerario y variantes del pensamiento del comunitarismo (frente a o teniendo en cuenta el liberalismo) pero también acerca de las posibilidad y barreras de la comunidad (como forma ética de lo político).
Como avance, que necesariamente se verá complicado por los desarrollos y dimensiones del trabajo, propongo como complemento de este capítulo el siguiente mapa en el que podemos acotar las dimensiones del síntoma comunitario que permiten localizar los juicios ético y políticos. Se trata de una primera representación de la autocomprensión de las posiciones
Figura 1. Modalidades de partida del síntoma comunitario.
Trazar este mapa no es algo exento de riesgos, el primero de ellos la simplificación. Si lo propongo, a sabiendas, es por dibujar desde el principio dos modos de comprender las dimensiones del síntoma comunitario:
1) Una que llamo del comunitarismo autorreferido más cercana del síntoma tal como es vivido y representado en el contexto ciudadano, político. La propongo como un modelo estándar, un denominador común de las formas de comunitarismo que se constituyen como emergentes en el panorama presente [7].
2) Otra que llamo del comunitarismo liberal, en la medida en que representa el punto de llegada, actual, del debate filosófico, un lugar de encuentro entre posiciones que vienen del individualismo liberal y que se acercan a posiciones del un comunitarismo que no olvida el formalismo universalista [8].
El comunitarismo autorreferido o el modelo de comunitarismo vivido, emergente, presenta una forma ritual en el sentido en que su configuración (mise en forme en el sentido que luego analizaremos con Claude Lefort [9]) se establece y reproduce mediante prácticas que distribuyen actores, acciones y normas estables, más parecidas al cliché o al estigma que a la construcción de un sujeto moral abierto a la acción. El vínculo interno se anuda en virtud de marcas identitarias, centradas en la identidad étnica. La comunidad se comprende a sí misma como establecida y fundada en el linaje y sus normas. Linaje u origen que se entiende como natural, como inmutable, como modelo al que regresar y que inspira una ética de la autenticidad. La forma extrema de las relaciones externas es la que expresa la noción de las identidades «asesinas»: la afirmación de lo propio implica la desaparición del otro o, al menos su estigmatización como lo no-yo (no humano).
El comunitarismo liberal, o el entramado del debate conceptual sobre las implicaciones teóricas del síntoma, supone a la comunidad posible una configuración abierta – no se entienden que los rituales confieran valor moral o político alguno – al igual que el vínculo de la comunidad se entiende como resultado del acuerdo movido por la acción éticamente orientada (las marcas identitarias aunque no se ignoran, no se interpretan como anclajes cerrados y mucho menos como «naturales»). La comunidad se anuda en virtud de afinidades, de valores y principios que apuntan más al futuro concreto que a la abducción por el linaje. La ética que se propone tiene la autonomía (universalismo y formalismo) como soporte. La relación entre las comunidades concretas tiene que ver con la alianza posible, lo que supone sujetos no fusionales ni aislados: sí responsables y capaces de compromisos.
El carácter de este recorrido es, pues, propositivo: establecer las señales del síntoma y sus planos, sugerir elementos para un diagnóstico a través de los análisis propuestos recientemente entre la ética y la filosofía política, y tratar de concluir con una propuesta de carácter normativo, con un modelo que plantee los elementos necesarios para una configuración ética de lo político. Este punto de llegada trata de incluir el momento fundante del síntoma comunitario (no sólo es «malformación», sino apunte de formas de vida) por ello no es lo suficientemente modélico o cerrado —cómo podría serlo forma parte del cuestionamiento que aquí se lleva a cabo in extenso — como para concluir en un diagnóstico e intervención sin fisuras o provisionalidades.
Lo que sí pretendo es recoger el talante reflexivo de la normatividad, tal como Christine Kosgaard en Las fuentes de la normatividad plantea como aquella que se centra no en un realismo sustantivo —en una fundamentación ontológica del espacio político en sí— sino en una tan sensata como exigente apertura a los porqués de nuestra situación ética y política. La normatividad, viene a decir Kosgaard, brota no tanto del cuestionarnos los porqués de nuestra acción. La pregunta por lo normativo que se encierra y se tergiversa a veces en ciertos discursos comunitaristas —en exceso pragmáticos o en exceso metafísicos— viene de nuestra inminente situación de «tener que resolver qué creer y qué hacer» [10]. Este plano de la pregunta resulta a mi entender sensato, situado en el espacio reflexivo que puede compartirse en la deliberación —como veremos en el capítulo 8— en la medida en que lo peculiar de la pregunta no impide salir al encuentro del otro concreto (no individualista, no fusional), que tenga en cuenta lo que en el contexto y momento de reafirmar el espacio de lo político como propio se convierte en deber para el otro y para mí.
Como dice Thomas Nagel, en su comentario a las tesis de Kosgaard, «nuestra elección no está solamente en qué hacer o en qué creer sino en lo que esta persona —mi interlocutor en el espacio de la deliberación, de la polis — debería querer hacer» [11].
En esta caracterización de los discursos de partida y en el modo de entender su resolución normativa, se puede barruntar una señal de salida del síntoma. Comunidad no es origen sino decisión moral, no es cierre en lo peculiar sino apertura al mundo.
La communitas por incluir en sí la dimensión de lo inaugural (y no de lo heredado), sabe que el munus (la condición de interviniente, de coautor del vínculo) no es apropiable por poder alguno, más bien hace que las posiciones y las afinidades circulen, obliguen a la revisión continua, precisamente para no solidificar ni la pertenencia ni la exclusión [12].
A la postre, un sentido claro del síntoma comunitario, abarca más que la mera caracterización de los discursos. Este síntoma, entre el blindaje, la añoranza, la operatividad buscada por los comunitaristas e incluso la afirmación tajante de su aparente contrario («el único sujeto ético es el individuo») revela, si se me permite la expresión, una desazón más básica: el ansia fundante de la democracia como forma procedimental y regulada de la vida en común. Pese a ocultar que su designio no puede ser el repliegue — el comunitarismo en algunas de sus formas «rampantes» pretende que el regreso al origen está al alcance de quien quiera— al encararnos con este síntoma, en el que vital e intelectualmente nos movemos, no podemos practicar cualquier forma de descontextualización. Ni en la comprensión del espacio político en la sociedad del consumo: porque no hay un «afuera» del mercado, salvo el don, y eso, como veremos, con problemas. Ni en la postulación del plan moral: porque un ética que no abre a universalismo no es ética, es costumbrismo y no resuelve ni lo detenido ni lo que aún no existe.
La configuración de una causa común [13] —nombre de lo comunitario que no se entiende como herencia ni estigma— es hilo conductor de este trabajo.
Notas al pie
[1] Fragmento de Communitas, incorporado al anuncio del curso académico 2003-2004.
[2] Así reza en la Carta a Fliess, 19-2-1899, a punto de publicar la Traumdeutung. Las referencias a la Correspondencia de Freud son de la obra del mismo título elaborada en español por Nicolás Caparrós, para Biblioteca Nueva, 1997-2003. Muestran el irse haciendo de los conceptos y por eso son menos solemnes que las repeticiones.
[3] El debate va un poco más allá, aunque lo recoge, de la oposición rawsliana entre lo «viable» (que la llamada ciencia política y la economía se atribuyen como campo específico) y lo «deseable» (campo que abre a una teoría de estrictamente ética de de lo político de gran alcance como la Theory of Justice). El debate sobre lo deseable no se queda sólo en el individuo que desea ante o «frente a» la comunidad, sino en el proceso de construcción de lo comunitario ante su fragmentación o resurgimiento violento, étnico. Sobre lo viable y lo deseable vid. el reciente estudio de C. Kukathas y Ph. Pettit , La teoría de la justicia de John Rawls y sus críticos, Tecnos, Madrid, 2004. de la ed. Original en Polity Press, 1990, pp. 62 y ss.
[4] Este es el otro plano aportado por el debate en la teoría social y en la sociología política. La permanencia del esquema ideológico de corte comtiano (fases en progreso) nos ayudará a entender las posiciones ideológicas —cuando no míticas— que subyacen al enjuiciamiento de lo comunitario como «supérstite» del pasado o como «regresión». Interesantes en sí pero sobre todo importatísimas porque se mezclan en la argumentación filosófica moral y política. Véase más adelante, capítulo 3.
[5] Informe a la academia de Dijon sobre el progreso moral de la humanidad.
[6] Fundamentalismo es un término que solemos emplear en su acepción política o religiosa. Con amplitud y precisión crítica lo desarrolla Manuel Fraijó en su Fundamentalismo y violencia, UNED, Córdoba, 2004. Mi punto de vista lo abre a toda forma que —tras recorrer los escenarios normativos del linaje y del trabajo, una vez llegados a los del consumo, y ante las contradicciones que estos presentan— postula la vuelta a formas de vida protohistóricas. Se trata de un proceso que nutre la oferta más moderna y actual de la sociedad del consumo. Puede verse un desarrollo mayor en mis trabajos La fábula del bazar. Orígenes de la cultura del consumo, Ed. Antonio Machado, Madrid, 2001, así como en La razón biográfica. Ética y política de la identidad, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 2004.
[7] El libro de Amin Maaluf, Las identidades asesinas, Alianza, 1998.
[8] Es el caso de trabajos recientes como Robert R. Williams (ed.) Beyond Liberalism and Communitarianism: Studies in Hegel’s Philosophy of Right University of New York Press , 2001. el libro colectivo coordinado por Miguel Giusti, y los trabajos de Carlos Thiebaut, especialmente Vindicación del ciudadano. El término «liberal community» es, como sabemos, de Ronald Dworkin. Él lo emplea en este sentido de encuentro de posiciones que no piensan la dimensión comunitaria como reivindicación de una pertenencia regresiva sino precisamente como sujeto de la acción moral, así como el liberalismo ético como una comunidad de individuos no fusionables. Un elenco completo y cuidadosamente expuesto es el trabajo reciente de Silvina Álvarez, La racionalidad moral. Un análisis crítico de los presupuestos morales del comunitarismo, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2002.De él incorporo algunos topoi, sobre todo de sus comentarios de la articulación «comunidad política» «comunidad moral».
[9] Claude Lefort, La invención de lo político. Taurus, Madrid, 1987.
[10] Christine Kosgaard, Las fuentes de la normatividad, México, UNAM, 2000, p. 64.
[11] Thomas Nagel, «La universalidad y el yo reflexivo», en C. Kosgaard, o. c., p. 250.
[12] Me apresuro a cotejar esta perspectiva que establezco con el marco jurídico en el que se define la comunidad. Esta no se basa en el «cemento» del reparto de un bien, sino también y sobre todo en el compartir un derecho. En derecho civil «Hay comunidad cuando la propiedad de una cosa o de un derecho (subrayado mío) pertenece pro indiviso a varias personas» (artículo 332 del