Diez
Por Juan Emar
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Diez - Juan Emar
Juan Emar
Diez
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Cuatro animales
Tres mujeres
Dos sitios
Un vicio
© Copyright 2013, by Juan Emar
© Copyright 2013, by Fundación Juan Emar
Primera edición digital: diciembre 2013
Colección: Grandes Escritores
Director literario: Máximo González Sáez
editorial@magoeditores.cl
www.magoeditores.cl
Registro de Propiedad Intelectual Nº 234.523
ISBN: 978-956-317-321-5
Diseño y diagramación: Freddy Cáceres O.
Lectura y revisión: María Jesús Blanche S.
Edición electrónica: Sergio Cruz
La publicación de este texto cuenta con la
autorización de la Fundación Juan Emar
cuatro animales
El pájaro verde
Allá por el año 1847, un grupo de sabios franceses llegaba en la goleta La Gosse a la desembocadura del Amazonas. Iba con el propósito de estudiar la flora y fauna de aquellas regiones para, a su regreso, presentar una larga y acabada memoria al Institut des Hautes Sciences Tropicales de Montpellier.
A fines de dicho año, fondeaba La Gosse en Manaos, y los treinta y seis sabios –tal era su número–, en seis piraguas de seis sabios cada una, se internaban río adentro.
A mediados de 1848 se les señala en el pueblo de Teffe, y a principios de 1849, entrando en excursión al Juruá. Cinco meses más tarde han regresado a ese pueblo acarreando dos piraguas más, cargadas de curiosos ejemplares zoológicos y botánicos. Acto continuo siguen internándose por el Marañón, y el 1º de enero de 1850 se detienen y hacen carpas en la aldea de Tabatinga a orillas del río mencionado.
De estos treinta y seis sabios, a mí, personalmente, sólo me interesa uno, lo que no quiere decir, ni por un instante, que desconozca los méritos y las sabidurías de los treinta y cinco restantes. Este uno es Monsieur le Docteur Guy de la Crotale, de 52 años de edad en aquel entonces, regordete, bajo, gran barba colorina, ojos bonachones y hablar cadencioso.
Del doctor de la Crotale ignoro totalmente sus méritos (lo que, por cierto, no es negarlos) y de su sabiduría no tengo ni la menor noción (lo cual tampoco es negarla). En cuanto a la participación que le cupo en la famosa memoria presentada en 1857 al Institut de Montpellier, la desconozco en su integridad, y en lo que se refiere a sus labores durante los largos años que los dichos sabios pasaron en las selvas tropicales, no tengo de ellas ni la más remota idea. Todo lo cual no quita que el doctor Guy de la Crotale me interese en alto grado. He aquí las razones para ello:
Monsieur le Docteur Guy de la Crotale era un hombre extremadamente sentimental y sus sentimientos estaban ubicados, ante todo, en los diversos pajaritos que pueblan los cielos. De entre todos estos pajaritos, Monsieur le Docteur sentía una marcada preferencia por los loros, de modo que ya instalados todos ellos en Tabatinga, obtuvo de sus colegas el permiso de conseguirse un ejemplar, cuidarlo, alimentarlo y aun llevarlo consigo a su país. Una noche, mientras todos los loros de la región dormían acurrucados, como es su costumbre, en las copas de frondosos sicomoros, el doctor dejó su tienda y, marchando por entre los troncos de abedules, caobillas, dipterocárpeos y cinamomos; pisando bajo sus botas la culantrilla, la damiana y el peyote; enredándose a menudo en los tallos del cinclidoto y de la vincapervinca; y heridas las narices por el olor del fruto del mangachapuy y los oídos por el crujir de la madera del espino cerval; una noche de vaga claridad, el doctor llegó a la base y trepó sigilosamente al más alto de todos los sicomoros, alargó presto una mano y se amparó de un loro.
El pájaro así atrapado era totalmente verde salvo bajo el pico donde se ornaba con dos rayas de plumillas negro-azuladas. Su tamaño era mediano, unos 18 centímetros de la cabeza al nacimiento de la cola, y de ésta tendría unos 20 centímetros, no más. Como este loro es el centro de cuanto voy a contar, daré sobre su vida y muerte algunos datos. Aquí van:
Nació el 5 de mayo de 1821, es decir que en el momento preciso en que rompía su huevo y entraba a la vida, lejos, muy lejos, allá en la abandonada isla de Santa Elena, fallecía el más grande de todos los Emperadores, Napoleón I.
De la Crotale lo llevó a Francia y desde 1857 a 1872 vivió en Montpellier cuidadosamente servido por su amo. Mas en este año el buen doctor murió. Pasó entonces el loro a ser propiedad de una sobrina suya, Mademoiselle Marguerite de la Crotale, quien dos años más tarde, en 1874, contrajo matrimonio con el capitán Henri Silure-Portune de Rascasse. Este matrimonio fue infecundo durante cuatro años, pero al año quinto se vio bendecido con el nacimiento de Henri-Guy-Hégésippe-Désiré-Gaston. Este muchacho, desde su más tierna edad, mostró inclinaciones artísticas –acaso transmisión del fino sentimentalismo del viejo doctor– y de entre todas las artes prefirió, sin disputa, la pintura. Así es cómo, una vez llegado a París a la edad de 17 años –por haber sido su padre comandado a la guarnición de la capital– Henri-Guy entró a la École des Beaux-Arts. Después de recibido de pintor, se dedicó casi exclusivamente a los retratos, mas luego, sintiendo en forma aguda la influencia de Chardin, meditó grandes naturalezas muertas con algunos animales vivos. Pasó por sus pinceles el gato de casa entre diversos comestibles y útiles de cocina, pasó el perro, pasaron las gallinas y el canario, y el 10 de agosto de 1906 Henry-Guy se sentaba frente a una gran tela teniendo como modelo, sobre una mesa caoba, dos maceteros con variadas flores, una cajuela de laca, un violín y nuestro loro. Mas las emanaciones de la pintura y la inmovilidad de la pose, empezaron pronto a debilitar la salud del pajarito, y así es como el 16 de ese mes lanzó un suspiro y falleció en el mismo instante en que el más espantoso de los terremotos azotaba a la ciudad de Valparaíso y castigaba duramente a la ciudad de Santiago de Chile donde hoy, 12 de junio de 1934, escribo yo en el silencio de mi biblioteca.
El noble loro de Tabatinga, cazado por el sabio profesor Monsieur le Docteur Guy de la Crotale y muerto en el altar de las artes frente al pintor Henri-Guy Silure-Portune de Rascasse, había vivido 85 años, 3 meses y 11 días.
Que en paz descanse.
Mas no descansó en paz. Henri-Guy, tiernamente lo hizo embalsamar.
Siguió el loro embalsamado y montado sobre fino pedestal de ébano hasta fines de 1915, fecha en que se supo que en las trincheras moría heroicamente el pintor. Su madre, viuda desde hacía siete años, pensó en viajar hacia el Nuevo Mundo y, antes de embarcarse, envió a remate gran número de sus muebles y objetos. Entre éstos iba el loro Tabatinga.
Fue adquirido por el viejo père Serpentaire que tenía en el número 3 de la rue Chaptal una tienda de baratijas, de antigüedades de poco valor y de bichos embalsamados. Allí pasó el loro hasta 1924 sin hallar ni un sólo interesado por su persona. Pero dicho año la cosa hubo de cambiar y he aquí de qué modo y por qué circunstancias:
En abril de ese año llegaba yo a París y, con varios amigos compatriotas, nos dedicamos, noche a noche, a la más descomunal y alegre juerga. Nuestro barrio predilecto era el bajo Montmartre. No había dancing o cabaré de la rue Fontaine, de la rue Pigalle, del boulevard Clichy o de la place Blanche, que no nos tuviera como sus más fervorosos clientes, y el preferido por nosotros era, sin duda, el Palermo de la ya mencionada rue Fontaine, donde, entre dos músicas de negros, una orquesta argentina tocaba tangos arrastrados como turrones.
Al sonar los bandoneones perdíamos la cabeza, entraba el champaña por nuestros gaznates y ya cuando la primera voz –un barítono latigudo– rompía con el canto, nuestro entusiasmo rayaba en la locura.
De entre todos aquellos tangos, yo tenía uno de mi completa predilección. Acaso la primera vez que lo oí –mejor sería decir «lo noté»; y aun me parece, lo aislé– pasaba por mí algún sentimiento nuevo, nacía en mi interior un elemento psíquico más que, al romper y explayarse dentro –como el loro rompiendo su huevo y explayándose por entre los gigantes sicomoros– encontró como materia en donde envolverse, fortificarse y durar, las notas largas de ese tango. Una coincidencia, una simultaneidad, sin duda alguna. Y aunque el tal elemento psíquico nuevo nunca abrió luz en mi conciencia, era el caso que al prorrumpir aquellos acordes yo sabía con todo mi ser entero, de los cabellos a los pies, que ellos –los acordes– estaban llenos de significados vivos para mí. Entonces bailaba apretándola, a la que fuese, con voluptuosidad y ternura y sentía una vaga compasión por todo lo que no fuese yo mismo envuelto, enredado con una ella y con mi tango.
Cantaba el barítono latigudo del Palermo:
Yo he visto un pájaro verde
Bañarse en agua de rosas
Y en un vaso cristalino
Un clavelcito que se deshoja.
«Yo he visto un pájaro verde…». Esta fue la frase –en un comienzo tarareada, luego únicamente hablada– que expresó todo lo sentido. La usaba yo para toda cosa y para toda cosa sentía que calzaba con admirable justeza. Luego, por simpatía, los amigos la adaptaron para vaciar dentro de ella cuanto les vagara alrededor sin franca nitidez. Y como además dicha frase encerraba una especie de santo y seña en nuestras complicidades nocturnas, tendió sobre nosotros un hilo flexible de entendimiento con cabida para cualquier posibilidad.
Así, si alguno tenía una gran noticia que dar, un éxito, una conquista, un triunfo, frotábase las manos y exclamaba con rostro radiante:
—¡Yo he visto un pájaro verde!
Y si luego una preocupación, un desagrado se cernía sobre él, con voz baja, con ojos cavilosos, gachas las comisuras de sus labios, nos decía:
—Yo he visto un pájaro verde…
Y así para todo. En realidad no había necesidad para entendernos, para expresar cuanto quisiéramos, para hundirnos en nuestros más sutiles pliegues del alma, no había necesidad, digo, de recurrir a ninguna otra frase. Y la vida, al ser expresada de este modo, con este acortamiento y con tanta compresión, tomaba para nosotros un cierto cariz peculiar y nos formaba una segunda vida paralela a la otra, vida que a ésta a veces la explicaba, a veces la embrollaba, a menudo la caricaturizaba con tal especial agudeza que ni aun nosotros mismos llegábamos a penetrar bien a fondo en dónde y por dónde aquello se producía.
Luego, con bastante frecuencia, sobre todo hallándome ya solo en casa de vuelta de nuestras farras, era súbitamente víctima de una carcajada incontenible con sólo decirme para mis adentros:
—Yo he visto un pájaro verde.
Y si entonces miraba, por ejemplo, mi cama, mi sombrero o por la ventana los techos de París para de ahí pasar a la punta de mis zapatos, esa carcajada, junto con aumentar su cosquilleo interno, volvía a echar sobre todos mis semejantes una nueva gota de compasión y hasta desprecio, al pensar cuan infelices son todos aquellos que no han podido, siquiera una vez, reducir sus existencias todas a una sola frase que todo lo aprieta, condensa y, además, fructifica.
En verdad, yo he visto un pájaro verde.
Y en verdad, ahora mismo me río un poco y recuerdo y comprendo por qué la humanidad puede ser compadecida.
Una tarde de octubre fui de excursión a Montparnasse. Visitando sus diferentes bares por la tarde y sus boîtes por la noche, y después de suculenta comida, regresé a casa con la cabeza mareada, con el estómago repleto y con hígado y riñones trabajando enérgicamente.
Al día siguiente, cuando a las siete de la tarde telefonearon los amigos para juntarnos e ir de farra, mi enfermera les respondió que me sería totalmente imposible hacerles compañía aquella noche.
Recorrieron ellos todos nuestros sitios favoritos, y entre champaña, bailes y cenas, les sorprendió el amanecer y luego una magnífica mañana otoñal.
Cogidos del brazo, entonando los aires oídos, sobre los ojos u orejas los sombreros, bajaban por la rue Blanche y torcían por la rue Chaptal en demanda de la rue Notre Dame de Lorette donde dos de ellos vivían. Al pasar frente al número 3 de la segunda de las calles citadas, el père Serpentaire abría su tiendecilla y aparecía en el escaparate, ante las miradas atónitas de mis amigos, tieso sobre su largo pedestal de ébano, el pájaro verde de Tabatinga.
Uno gritó:
—¡Hombres! ¡El pájaro verde!
Y los otros, más que extrañados, temerosos de que aquello fuese una visión alcohólica o una materialización de sus continuos pensamientos, repitieron en voz queda:
—Oh… El pájaro verde…
Un segundo después, recobrada la normalidad, se precipitaban cual un solo hombre a la tienda y pedían la inmediata entrega del ave. Pidió el père Serpentaire once francos por la pieza y los buenos amigos, emocionados hasta las lágrimas con el hallazgo, doblaron el precio y depositaron en manos de viejo abismado, la suma de veintidós francos.
Entonces les vino el recuerdo del compañero ausente y, con un mismo paso, se dirigieron a casa. Treparon las escaleras con escándalo de los conserjes, llamaron a mi puerta y me hicieron entrega de la reliquia. Todos a una voz cantamos entonces:
Yo he visto un pájaro verde
Bañarse en agua de rosas
Y en un vaso cristalino
¡Un clavelcito que se deshoja!
El loro de Tabatinga tomó sitio sobre mi mesa de trabajo y allí, su mirada de vidrio posada sobre el retrato de Baudelaire en el muro de enfrente, allí me acompañó los cuatro años más que permanecí en París.
A fines de 1928 regresé a Chile. Bien embalado en mi maleta, el pájaro verde volvió a cruzar el Atlántico, pasó por Buenos Aires y las pampas, trepó la cordillera, cayó conmigo al otro lado, llegó a la estación Mapocho y el 7 de enero de 1929 sus ojos de vidrio, acostumbrados a la imagen del poeta, contemplaron curiosos el patio bajo y polvoriento de mi casa y luego, en mi escritorio, un busto de nuestro héroe Arturo Prat.
Pasó todo aquel año en paz. Pasó el siguiente en igual forma y apareció, tras un cañonazo nocturno, el año de gracia de 1931.
Y aquí comienza una nueva historia.
El mismo 1º de enero de aquel año –es decir (acaso dato superfluo pero, en fin, viene a mi pluma) 84 años después de la llegada del doctor Guy de la Crotale a Tabatinga– llegaba a Santiago, procedente de las salitreras de Antofagasta, mi tío José Pedro y me pedía, en vista de que había en casa una pieza para alojados, que en ella le diese hospitalidad.
Mi tío José Pedro era un hombre docto, bruñido por trabajos imaginarios y que consideraba como su más sagrado deber dar, en larguísimas pláticas, consejos a la juventud, sobre todo si en ella militaba alguno de sus sobrinos. La ocasión en mi casa le pareció preciosa pues ya –ignoro por qué vías– mi existencia de continua juerga en París había llegado a sus oídos. Todos los días durante los almuerzos, todas las noches después de las comidas, mi tío me hablaba con voz lenta sobre los horrores del París nocturno y me sermoneaba por haber vivido yo tantos