Sangre en Atarazanas
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Mediante las técnicas del periodismo de investigación y de infiltración, y utilizando técnicas narrativas, Francisco Madrid captó la transformación del barrio: del vicio y el pistolerismo como formas elementales de supervivencia, al gangsterismo y los clanes europeos de la delincuencia organizada. Ofrece panoramas veraces de burdeles, locales nocturnos, comercio de cocaína, camas calientes. Y retratos de personajes inigualables: 'madames', travestidos, pistoleros, fabricantes de Terrassa y Sabadell en el torbellino de la mala vida.
Esta edición, que ha contado con la colaboración de la familia del escritor, pone orden a los textos de 'Sangre en Atarazanas', los amplía con una serie de reportajes inéditos sobre la trata de blancas y establece un juego literario y visual entre dos grandes periodistas: Francisco Madrid y el fotógrafo Gabriel Casas i Galobardes.
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Sangre en Atarazanas - Francisco Madrid
Índice
Prefacio, Sergio Vila-Sanjuán: El libro que dio nombre al barrio chino
Sangre en Atarazanas
Prólogo. Una vida al cronómetro
En la puerta del mal camino
Sangre en Atarazanas
El Distrito Quinto tiene su barrio chino
Un domingo por la tarde en la calle del Mediodía
Un establecimiento serio
La organización comercial de un prostíbulo
La comida de Santa Madrona
La Mina. Juan, el sereno
Historia del Xato Pintó
Una noche en una casa de dormir
Mercado de cosas robadas
La magnífica calle del Cid. Los niños en la calle y en el prostíbulo
Vidas estrafalarias
La muerte en el lupanar
Cal Manco y su amo
Teresa o la hija del Distrito Quinto
Gente del barrio chino
La feria de los libros
La agencia de matrimonios
Historia de una mujer que vende cerillas en la puerta del Excelsior
Un apasionado enemigo de la cocaína
Vida del hombre que cumplió una cadena perpetua
Drama de un hombre que sin barbas no podía ganarse la vida
Las tres etapas de la mala vida moderna de Barcelona
I. El café de camareras
II. El ‘cabaret’
III. ‘Dancing’
Escenas de una huelga general
A Salvador Seguí
La novela de un crimen social
Un mes entre explotadores de mujeres
Desembarcan dos judíos polacos
El ‘trust’ de la trata de blancas
Clandestinas casas de huéspedes
De Marsella a Barcelona pasando por Palma de Mallorca
Un Don Juan de nuestro tiempo: François de la Gentille
Dos policías españoles contra ochocientos indeseables extranjeros
Fichados en el barrio chino barcelonés
El claroscuro de Barcelona
Epílogo, Julià Guillamon: El cronista del candor
Créditos fotográficos
Sobre el libro
Sobre el autor
Créditos
Prefacio
El libro que dio nombre
al barrio chino
Este es un libro que todo amante del periodismo, y de la ciudad de Barcelona, debe leer.
Sangre en Atarazanas fue publicado por primera vez en 1926. Su autor, Francisco –Paco– Madrid, lo redactó a partir de reportajes que había publicado en la revista El Escándalo, que él mismo promovía. En sus páginas se acuña por primera vez un término que haría fortuna, el de barrio chino, para denominar a un conflictivo y abigarrado sector del Distrito Quinto barcelonés, entre las Atarazanas y la Rambla. Tan sólo por eso ya se trata de una obra histórica.
Llena de vitalidad y dureza, acoge un hilo de dinámicas estampas sobre delincuencia, prostitución, drogas, violencia política… Testimonio directo de los bajos fondos, denuncia la explotación de mujeres y homosexuales en el mercado del sexo de la gran ciudad. Desprende una intensa energía y un claro compromiso con la humanidad más vapuleada, que impacta sobre la conciencia del lector.
Francisco Madrid utilizó técnicas narrativas literarias para plasmar un material surgido de la realidad y rico en tremendas historias personales. Por su temprana fecha de publicación, podemos considerarlo un pionero en el campo del periodismo narrativo hoy tan en auge. Una figura en la línea de sus coetáneos Manuel Chaves Nogales, Josep Pla o Albert Londres; un eslabón significativo en el sendero que nos lleva hacia Truman Capote, Joseph Mitchell, Gabriel García Márquez o Ryszard Kapuscinski.
En su día Sangre en Atarazanas constituyó un best seller, con al menos nueve ediciones. Tras la Guerra Civil desapareció de las librerías, y no volvió a hablarse del libro hasta los años noventa, en que el investigador Paco Villar recuperó la figura de su autor en sucesivos trabajos sobre el barrio chino. En el 2010 apareció una traducción al catalán.
La editorial Libros de Vanguardia, consagrada al periodismo y el ensayo de calidad, acariciaba desde hacía tiempo la idea de recuperar Sangre en Atarazanas. Una conversación con el crítico e historiador literario Julià Guillamon proporcionó el desencadenante para hacerlo. Guillamon estaba estudiando el periodo en que Paco Madrid trabajó, y conocía bien su figura, tan aventurera, apasionada y literaria. Además, iba a viajar a Argentina, donde reside la hija del autor. Núria Madrid le atendió muy amablemente y brindó todas las facilidades para el rescate del libro de su padre.
Julià Guillamon ha localizado, además, una serie de reportajes de Francisco Madrid sobre la trata de blancas, publicados ya en la época de la República, que complementan el texto de Sangre en Atarazanas. Su edición incluye las fotografías de Gabriel Casas i Galobardes, colaborador habitual del periodista y quien posiblemente realizó la mejor documentacion visual del barrio chino de la época.
Estas aportaciones enriquecen la grata recuperación de un clásico olvidado, que sigue tan vivo y palpitante como en el momento de su primera aparición.
Sergio Vila-Sanjuán
Sangre en
Atarazanas
Prólogo. Una vida al cronómetro
A los 13 años era aprendiz en una tienda de géneros de punto; a los 14, meritorio en un banco; a los 15, mecanógrafo de un concejal; a los 16, empleado en la casa de Pich; a los 17, oficial en la secretaría del señor Lerroux; a los 18, redactor de Los Miserables; a los 19 entré en la cárcel; a los 20 era redactor de El Sol; a los 22 tuve que salir de Barcelona porque la muerte me acechaba traicionera; a los 23 era corresponsal de varios diarios españoles en París, en Berlín, en Ginebra o en Londres, y pasaba hambre para comprar libros y flores a las mujeres; a los 25 regresé a Barcelona con el corazón destrozado, la salud quebrantada y las alas un poco rotas... Pero siento en mí el deseo de volver a volar...
Este es mi primer libro, y como en mi vida hay de todo, días buenos y días malos... Es un poco arbitrario, amargo, divertido o triste, según las impresiones recibidas en el momento de escribir...
Para ti es, lector. Yo una vez escrito lo hubiera echado al fuego. Ahora hasta casi me arrepiento de no haberlo hecho.
Francisco Madrid
En la puerta del mal camino
Lectora, lector: he aquí el Distrito Quinto; he aquí toda la fiereza y toda la brutalidad de Barcelona. Es el Distrito Quinto la llaga de la ciudad; es el barrio bajo; es el refugio de la mala gente. Cierto es que viven en él familias honradas. Esta es la tragedia. En el montón deforme de basura y de dolor, de inconsciencia y de pecado, que forma el Distrito Quinto se mezclan el obrero y el chorizo; la lavandera y la peripatética que en el cabaret elegante parece hija de nobles y que duerme en su propia casa sobre un catre... Ni los barrios bajos de Génova, ni el barrio del puerto de Marsella, ni la Villette parisina, ni el Whitechapel londinense, tienen nada que ver con nuestro Distrito Quinto, con el ambiente equívoco de nuestra zona prohibida. Es más, el Distrito Quinto les supera. Se juntan aquí, de una manera absurda y única, la casa de lenocinio y la lechería para los obreros que madrugan; la tienda que alquila mantones y en donde se presta dinero a las artistas de los music-halls y el palacio del conde de Güell; cal Manco y la Casa del Pueblo Radical; el hospital de la Santa Cruz y la taberna de La Mina; el cuartel de Drassanes y la pequeña feria de libros viejos; los hoteles meublés y la Atracción de Forasteros... Lo bueno y lo malo; la civilización y el hurdismo, que es toda una política nacional. Pasea esa desdichada de La Moños sus harapos, y unos cuantos imbéciles vestidos de hortera y unas cuantas rameras que huelen a Heno de Pravia le hacen cantar unas canciones grotescas para reírse de su locura. Cruza la calle el sereno Juan, y se cubren la cara para que no les reconozca los pequeños ladrones. Venden cocaína algunos limpiabotas, y aparecen los invertidos en plena calle mostrando sus vergüenzas, su impudor y su pecado; las gitanas de Villa Rosa cantan roncamente, y al acecho una procesión de pedigüeños os asalta casi con violencia; duermen en los quicios de las puertas los pobres, y apoyado en un farol, un borracho expone una teoría filosófica con la música del Porque era negro... Hay todavía becs de gaz, románticos y calles silenciosas.
Vamos a entrar en el Distrito Quinto. En la puerta del Arco del Teatro nos despedimos del amigo que nos acompaña y que no quiere seguir porque teme la atracción del mal. En el bar adosado a la pared, un pelotari paga unas cañas. La calle es estrecha, es larga, es sucia, es tortuosa. Vista, desde las Ramblas, parece que las casas de una acera y de otra se juntan y que queda un trozo vacío por donde asoma el cielo de color de violeta.
Sangre en Atarazanas
Entonces Jaume Ros parose ante un cartel teatral pegado a la pared de la calle del Marqués del Duero junto a la de San Beltrán. Se acercaron los dos hombres que le seguían de cerca desde el paseo de la Aduana y dispararon a quemarropa. Cayó Jaume Ros, gritando:
–¡Socorro! ¡Socorro! ¡Asesinos!
Los dos agresores ganaron las escaleras de la calle de San Beltrán. Uno de ellos resbaló y cayó, dándose un golpe en la cabeza con la verja de la fuente, pero levantose y continuó la carrera; el otro corría arrimado al edificio de La Eléctrica Española y al llegar al cruce de la calle de Santa Madrona adentrose en la taberna denominada Las cuatro gotas, exclamando:
–Quin susto! –como si huyera del atentado.
El compañero siguió corriendo por la calle de Santa Madrona, cruzó la del Arco del Teatro para pasar a la de Berenguer el Viejo y dobló rápidamente la del Cid. Aquí detuvo la marcha y, con paso nervioso pero lento, caminó por la acera. El barrio chino estaba animado a aquella hora. Un dependiente de la taberna El Mundo, en mangas de camisa, permanecía en el quicio de la puerta. El huidor le dijo ¡Adiós!
y pasó al patio de La Mina. Entró en el zaguán de la casa de dormir, se acercó al registro, pidió una cama, dio su nombre y apellidos y se dirigió a la sala menor del albergue.
Jaume Ros no pudo pronunciar más palabras que estas: ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Asesinos!
. Se acercaron al cadáver unos vecinos, unos clientes de la pequeña taberna establecida en la calle de San Beltrán junto a las escalerillas que conducen al Marqués del Duero; bajaron unos pasajeros de un tranvía de circunvalación, que en el momento de la agresión pasaba por allí; corrieron unos guardias que salieron, pistola en mano, de la delegación de policía de Atarazanas y que detuvieron a cinco o seis transeúntes que huían asustados por los disparos. Se oyeron pitos, abrir de ventanas y balcones; algunas exclamaciones y voces anónimas de Agafeu-lo! Agafeu-lo!. Los policías cachearon a los curiosos. Una madre dio una zurra a un pequeño que quieras que no deseaba meterse entre las piernas de los curiosos para ver al muerto.
Jaume Ros vestía un traje oscuro, de mecánico; envolvía su cuello una modesta bufanda, y en su rostro había una mueca de terror, de espanto final; en mitad de la frente tenía un balazo que le alcanzó cuando se volvía rápido contra los agresores y estos disparaban; en la nuca había otra herida. Junto a su cabeza, que parecía de marfil, quedó una laguna de sangre. Permanecía su boca abierta y parecía notarse en los labios la angustia de no haber podido pronunciar unos nombres antes de enmudecer para siempre. Las manos del muerto quedaron contraídas en una crispación última y vengativa.
Un vecino puso junto a la cabeza de Jaume Ros una vela. La pequeña llama azul agitábase inquieta al roce del airecillo frío.
El agresor que entró en la taberna de Las cuatro gotas, sentose en un banco junto a la pared.
–¡Qué susto! De poco más me tocan a mí... –dijo.
–¿Qué ha sido eso? –preguntaron unos clientes y el dependiente.
–No sé –contestó el hombre–. Bajaba las escaleras esas, cuando oí a mi espalda unos disparos. Huí. Me pareció que los balazos habían entrado en mi cuerpo. ¡Cómo está Barcelona! ¡Qué escándalo!
–¡Cuánta razón tiene usted! ¡No es posible ir seguro por la calle! ¿Quiere usted beber algo?
Bebió una copita de coñac y salió de la taberna. Subió la calle de Santa Madrona, pero antes de llegar a la del Conde del Asalto encontrose con que la policía había cerrado el paso y cacheaba a los transeúntes.
¿Qué hacer? Si retrocedía podía ser detenido. Si avanzaba corría el peligro de que le encontraran la Star aún caliente de los disparos. Pero este hombre era decidido y audaz. Llevaba bien escondida el arma. Adelantó.
–¡Alto! ¡Arriba las manos! –vociferó un guardia acercándose–. ¿Llevas algún arma?
–No, señor.
–Vamos a verlo. –El guardia metió las manos bajo la chaqueta, empezó por los sobacos y le palpó el cuerpo, las caderas, los muslos y los brazos–. ¿De dónde vienes?
–De ahí, de la taberna de la esquina. Me iba a dormir.
–Bueno, pasa.
Entró en la calle del Conde del Asalto. La gente, como siempre, invadía las estrechas aceras de la famosa arteria del Distrito Quinto. Nuestro hombre se perdió entre la multitud mientras sonreía victorioso.
–¡Qué tontos son estos guardias! ¡Mira que no encontrar el utensilio! –pensó.
Efectivamente, el agresor llevaba encima el arma. La anilla de la Star estaba ligada a un largo cordel que a su vez iba atado a un botón del pantalón, de los que deben sujetar los tirantes. El bolsillo derecho estaba completamente agujereado. Así es que una vez cometido el atentado el agresor metió en el agujero del bolsillo del pantalón la Star, que quedó en la pierna junto al pie casi. El guardia no cacheó más abajo de la rodilla, y el arma no fue descubierta.
Mientras el agresor que entró en la casa de dormir se desnudaba para acostarse, en el camastro de sesenta céntimos, el otro pasó las Ramblas, cogió un tranvía de Gracia y se fue a dormir a la casa de unos obreros que vivían en la calle del Diamante y en la que él tenía alquilada una habitación.
La policía telefoneó a la Jefatura; los guardias municipales a la Comandancia... Los periodistas en la central de teléfonos de la plaza de Cataluña comentaron rápidamente el suceso.
–¿Quién es Jaume Ros? ¿Es del rojo o es del otro? –preguntábanse.
–Me parece que era un confidente de la patronal.
–¿Jaume Ros? Creo que este sujeto pertenecía a la banda del barón de Koenig... –apuntó un reportero que inmediatamente quería haberlo visto todo y saberlo todo.
Media hora después de ocurrido el atentado, la Jefatura de Policía facilitaba una nota identificando la personalidad de Jaume Ros.
Jaume Ros era un antiguo confidente que vendió el movimiento revolucionario del año 1911, que durante la guerra estuvo a las órdenes de un espía alemán y que más tarde pasó a ser un bandolero de la ciudad. El atentado no impresionó a nadie. Todos dijeron a una:
–Era un pájaro de cuenta...
La policía, no obstante, buscaba a los agresores. Habían matado a un buen confidente. Nadie sabía cómo se las arreglaba, pero lo cierto es que Jaume Ros, a pesar de ser señalado por todos sus antiguos compañeros del sindicato del ramo de la madera como un enemigo, estaba al corriente de todo; absolutamente de todo. Precisamente, merced a los informes de Jaume Ros la policía hacía tres días que sabía al pie de la letra lo que había ocurrido en una asamblea de delegados de la federación local celebrada en la calle del Olmo.
El comité de huelga pidió apoyo a la federación local y la federación local la ofreció; reuniéronse, y el Noi aconsejó comedimiento y tacto. Un delegado exigió posiciones violentas y dramáticas. Hubo un altercado entre la presidencia y ese delegado. Se mezclaron en la polémica algunos más. Al día siguiente la policía, gracias a Jaume Ros, lo sabía todo y eran detenidos los delegados que pidieron medidas extremas y lamentables. La policía indagó. Ese atentado no podían haberlo hecho nada más que unos hombres que hubiesen sido perjudicados por Jaume Ros. Buscaron en las fichas de Jefatura y encontraron seis nombres: Pere Ferrer, Joan Sebastiá, Josep Miró, Trotzky, El Xato de Sóller, Miquel y Román Castellanos Álvarez. Se dieron las órdenes oportunas y poco después la brigada especial detenía al Trotzky y al Castellanos. Los dos pistoleros estaban jugando al treinta y cuarenta en el Café Catalán, de la rambla de Santa Mónica: café de camareras modernizado. Uno de los pocos cafés de camareras que van quedando en Barcelona y en donde la algarabía de un jazz-band ha puesto unas notas de civilización y europeísmo. El Trotzky era un antiguo trabajador del muelle al que le gustaban más el vino y las mujeres que el trabajo. Formó parte del Partido Radical y tenía un cementerio para él solo, a creer sus valentonadas y guapezas. Cuando llegaban las elecciones –sobre todo en las municipales– Trotzky se presentaba en casa del candidato y le ofrecía su pistola y su protección; prometía la organización perfecta de las ruedas
; la limpieza de las calles a tiro limpio; la seguridad del triunfo. A base de todo esto, Trotzky se hacía un traje, comía bien durante unos días, iba en auto constantemente y hacía desaparecer unos billetes. Más tarde se hizo, no sabemos por qué, ácrata; escribió un artículo en Tierra y Libertad, abjurando de su pasado político, y poco después engrosaba las filas de los confidentes. Pasaba esto en 1913, que fue uno de los años en que las confidencias pagáronse mejor. Por aquellos años el anarquismo local sufrió un cambio radicalísimo. Hasta entonces las sociedades ácratas no escondieron nunca su carácter y su objeto, ni disfrazaron sus propagandas como cuestiones entre el capital y el trabajo: atentaron individualmente primero, colocaron bombas después y se retrotrajeron al primer procedimiento. Pero la policía tenía que acabar con aquello: rodeó el círculo de los exaltados con promesas y dinero, y surgieron los delatores. Gracias a los delatores pudiéronse detener agresores. Recibiéronse acusaciones falsas que respondían a una venganza; desbaratáronse planes y hasta, a veces, imagináronse complots o se cooperó con ellos para cobrarlos y deshacerlos después. Los anarquistas de acción (los otros, los idealistas, los pobres idealistas, no sabían nunca nada de lo que se tramaba y eran los que pagaban siempre con la cárcel, el destierro o el andar por las carreteras las culpas de los demás...) decidieron acabar con las confidencias y fundaron entonces los grupos anarquistas: las células terroristas. Los grupos eran compuestos por tres, cuatro, cinco, todo lo más siete individuos. Todos eran amigos y todos se