Jardín de noche
Por Fabio Morábito
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Comentarios para Jardín de noche
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Yo soñaba con esto. Hacía garabatos en el techo para imaginarme una mesa como esta, donde estaría presentando un libro de Fabio Morábito.
Los sueños que se convierten en materia les tira la ciña, andan de acá para allá con los zapatos de tacón torcidos, son fantasmas que sólo acceden a la pasión narcisista de una persona, digamos que los sueños -realizados- desacostumbran al poco aplauso, no tienen ningún brillo.
Pero hete aquí -mientras pienso que aconsejo a los alumnos jamás empezar una oración con pero- que soñar con eso y que eso se produzca, a veces tiene la sangre helada de un hecho estampado en una fotografía.
Soy la protagonista de esa imagen, mientras Fabio Morábito está a mi lado. Me han convocado para hablar de Jardín de noche -un libro fantástico, me comenta mi colega Carlos Olivares- y empiezo a pensar que antes pasó que hubo un libro de Fabio Morábito, que yo no presentaba, que había salido poco antes de la Feria del Libro y que era delicioso.
Creo que sus libros son como los de Julio Cortázar: me recuerdan a unos estantes de biblioteca, hay dos hermanas, una le da a otra un bombón envenenado y la sangre no llega al río porque alguien giró el rostro para la derecha y una pluma se posó sobre el hombro de un hombre con saco azul.
O me recuerdan a los cuentos de Saer, cuando la empleada de una mueblería dejaba su diario íntimo en un viejo sillón de segunda mano. O las historias de Cheever donde un nadador hacía un mapa real que podría llevar a la imaginación: el periplo de las piscinas nos dice algo de una ciudad sin paradero.
Fabio Morábito
Presentación del libro “Jardín de noche” de Fabio Morábito en el marco de la 38 Feria Internacional del Libro en Guadalajara que tiene a España como invitada de honor, 07 de diciembre de 2024. © FIL/Rafael del Río)
Era un sueño presentar a Fabio Morábito y algunos de sus libros que salen siempre a fin de año, que se agotan antes de las fiestas y que con poca promoción y mucha avidez contenida, allí van sus lectores a compensar la falta de esas historias siniestras, pero que nunca traspasan el abismo; un poco miserables, aunque con el color de la gris formalidad.
Lo que no era un sueño era establecer aquí, al lado de Fabio Morábito, que él es sin duda uno de los mejores escritores mexicanos contemporáneos. Que es egipcio. Que vivió su niñez en Italia. Que su lengua madre es el italiano. Que escribió precisamente hace unos pocos años El idioma materno, donde entre otras cosas dejó asentada su traición a un idioma que no lo identifica y la opción por el español, su lengua adoptada más legítima, más dolorosa. A lo mejor no es eso, pero pienso mucho en Rodolfo Wilcock, que se fue como yo a la treintena de su país de origen y él abandonó la lengua materna y comenzó a escribir unos poemas amorosos, sublimes, en italiano.
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“La lengua en la que escribes es la verdadera patria”, dijo hace unas semanas al hablar de Jardín de noche. Hay que decirlo: Fabio escribe también poemas. No en italiano. Sí en español.
Escribió uno sobre los dientes, que me recuerda a Nabokov, a Martin Amis, a Roberto Bolaño:
¿Qué importa más: un diente o un poema?
¿Es peor perder un buen poema o perder un diente?
¿Aceptarías perder un diente
por cada buen poema que escribes?
¿Llevarías tan lejos tu amor por los poemas?
Imagina el estado de tu boca,
engullendo sin sabor, casi sin masticar,
la comida,
y no poder besar ni reír.
Pero es más deprimente que escribas
como un desdentado,
con versos que no muerden.
Como los dientes, que trabajan en común
pero duelen solos,
que no haya una palabra de tus versos
que no sepa a lo que escribas,
ni un verso que, escogido a ciegas,
no venga apalabrado.
Escribió también El lector a domicilio y alguna vez me quedé atolondrada después de leer A cada cual su cielo (“escribo prosa mientras junto valor para los versos”, todavía lo recuerdo). Tradujo a Eugenio Montale, uno de mis poetas favoritos. Fue uno de los primeros en ser entrevistado para maremotom.com, una mañana en que terminamos hablando de tenis, en donde le expresé mi amor visceral por Novak Djokovic.
Yo tomo Gin Tonic, pero no tengo un jardín. Soy una mujer sola y a veces sueño con presentar un libro de Fabio Morábito, pero antes lloro. Leo esos cuentos perfectos que empiezan todo con la misma frase y entonces caigo en la cuenta de que su lenguaje, el propio de él, es literario. No entiendo el idioma que usa si antes no me quito las máscaras, los gestos altisonantes, las muecas absurdas. ¿Podré presentar Jardín de noche, editado por Sexto Piso, que dice que su autor es un long seller, que digo yo que una vez el fallecido Luis Alberto Spinetta le hizo un juicio a Sony donde le pedía 100 mil dólares (qué suma pobre, diríamos ahora) porque él vendía todos los días un disco?
La vida es rápida. La velocidad nos vuelve indiferentes. Hay un agujero oscuro en el jardín de noche donde ando escondida, preguntándome qué tendría que decir yo de un libro de Fabio Morábito.
Por lo pronto, coincido con Olivares: es un libro fantástico. La otra, desde que llegué a México soy un poco una acosadora de Fabio Morábito. Leo cada uno de sus libros con una voluntad precisa: me va a gustar, me va a hacer pensar algo en un tema inédito, voy a relacionar este libro con otros suyos, voy a caer en la cuenta de que es uno de los escritores que más me interesa. En el medio de tanto ruido, de tantas sirenas narrando una historia sin mieles, escucharé y leeré siempre a Fabio Morábito. No es mal plan.
Vista previa del libro
Jardín de noche - Fabio Morábito
Un muro de vegetación
El tiempo siempre pasa veloz cuando miro el jardín. Y debieron de haber transcurrido muchas horas, porque todo alrededor estaba oscuro. Estaba sentada en el porche con un vaso de gin tonic y a pesar de mi decisión de no mirar el reloj, le echaba a cada rato un vistazo. Néstor e Irma, cuyo jardín colindaba con el mío (iba a decir nuestro, pero desde que me separé de Omar es sólo mío), habían salido una hora antes, de modo que Néstor tendría que estar de regreso en veinte o treinta minutos. Cada quince días Irma se quedaba un fin de semana en casa de su madre, que vivía en el otro extremo de la ciudad, y Néstor la llevaba en el coche, saludaba a su suegra y se regresaba. A veces, me dijo Irma, ni siquiera apagaba el motor, porque le urgía regresar, temeroso de quedar atrapado en el tráfico que se formaba a la hora de la salida de las oficinas. Pero yo sé que el tráfico era una excusa. Sencillamente, le urgía regresar. No se lo dije a Irma, por supuesto. Así son los hombres, le decía. Lo cual no es cierto, porque Omar no es así. Nunca lo vi tener prisa en quince años de estar casados. A veces creo que Néstor tiene otra, me dijo Irma una vez. Le dije que no se metiera esas ideas en la cabeza y que se veía a leguas que él la amaba como el primer día. Se quedó mirándome a los ojos y le sostuve la mirada, pero mi corazón se aceleró y temí que se me notara. Cualquiera, con verlos juntos, se llevaba la impresión de que ella y Néstor formaban un matrimonio feliz, pero yo sabía que, como en cualquier unión, también en la de ellos había grietas. Los hijos, para empezar. No podían tenerlos. Omar y yo podíamos, pero yo nunca quise. Cuando se lo dije a Irma, me escrutó como si le hubiera referido alguna clase de depravación. Le parecía inconcebible que alguien que pudiera procrear, decidiera no hacerlo. Me preguntó qué opinaba Omar y le contesté que estaba de acuerdo. Sin embargo, al decirlo, me di cuenta de que no era verdad. Omar no había objetado nada, pero no recordaba una sola palabra suya de comprensión o de apoyo en este sentido. Se había limitado a aceptar mi decisión, algo propio de él. Es el hombre del perpetuo asentimiento. Irma me dijo que durante un tiempo ella había querido adoptar, pero Néstor no había mostrado el menor entusiasmo, así que terminó por abandonar la idea y, sin embargo, no se lo perdonó. Me sentí traicionada, me dijo, y se veía asustada por sus propias palabras, como si fuera la primera vez que le confesaba a alguien ese sentimiento.
Volví a mirar el reloj y tomé un sorbo de gin tonic. La noche era cálida y estrellada. No puedo decir que amo mi jardín. El que lo ama es Omar. Cuando nos separamos debió de extrañarlo mucho. Su pasión son las flores, en especial las rosas. Las cuidaba con una entrega maniática. Después de su partida contraté a un jardinero que venía una vez cada quince días. Lo hice por Omar, porque a mí las flores no me dicen nada. Si por mí fuera, dejaría el jardín con los puros árboles y las plantas. Pero de sólo pensar que Omar podía aparecerse un día para mirar el jardín y viera que sus rosas habían desaparecido, se me encogía el pecho. Justamente vino hace tres meses, recién separados. No me avisó, tocó la puerta y fui a abrir. Traigo un abono para las rosas, me dijo, y durante la hora en que estuvo sembrando sus sustancias, me encerré en mi habitación y sólo salí para despedirlo. Estaba segura de que el abono era un pretexto y que había venido a controlar si no había un hombre conmigo. Una vez, cuando todavía vivíamos juntos, le dijo a Irma que sospechaba que yo tenía un amante. Irma vino y me lo contó. No le hagas caso, le dije, y mi reacción debió de parecerle algo displicente, porque me miró como si acabara de descubrir que yo sería capaz de ser infiel a mi marido. Creo que hasta ese momento ella estaba convencida de que formábamos una buena pareja y lo que le dijo Omar la sumió en un mar de dudas, empezando porque su trato con Omar era distante y le sorprendió que le hubiera confiado algo tan íntimo. A mí no me sorprendió. Estoy segura de que se lo dijo para que ella viniera a decírmelo. Es típico de él recurrir a esas maniobras, porque es incapaz de enfrentarse a algo por sí mismo. Ya lo he dicho, es el hombre del perpetuo asentimiento. Recuerdo todavía la expresión consternada de Irma a través de la barrera de vegetación que separaba nuestros jardines. Es un alambrado cubierto de bugambilias por ambos lados. Para vernos y hablarnos, Irma y yo debíamos remover los tallos espinosos de las bugambilias, cuidando de no herirnos la cara ni los brazos. La nuestra es una amistad entre espinas, me dijo ella una vez, y yo me estremecí, porque pensé que sospechaba algo. Las cosas buenas siempre vienen rodeadas de espinas, repuse, intentando disimular mi rubor. Es curioso que podríamos haber charlado más cómodamente delante de las puertas de nuestras casas, sin tener que apartar los tallos espinosos de las bugambilias, pero esa barrera vegetal nos hacía sentir más cómodas, y si hubiéramos conversado sin ella de por medio, estoy segura de que nuestras charlas habrían tomado un rumbo más cauteloso e intrascendente. Cada tanto, para descansar los brazos, soltábamos al mismo tiempo el manojo de los tallos y durante unos minutos hablábamos sin vernos, con las caras pegadas al follaje. En esos momentos en que no veía su cara y sólo escuchaba su voz, me preguntaba si de verdad éramos amigas, y solía concluir que no; que las espinas, en nuestro caso, eran más poderosas que el resto.
Volví a mirar el reloj. Néstor ya debía de estar de regreso, a menos que por una vez hubiera apagado el motor del coche y entrado en casa de su suegra para tomarse un café, como era el deseo de Irma. Qué le cuesta tomarse un café y platicar diez minutos conmigo y con mi madre, se quejó ella una vez. Los hombres son así, le había dicho, a sabiendas de que no era cierto. Omar, por ejemplo, siempre ha sido acomedido con mi familia y mamá lo adora. De no ser por ella, me habría separado de él mucho antes. Cuando lo hice, mamá dejó de venir a comer los domingos y nuestra relación se redujo al teléfono. No me lo ha perdonado todavía, como no me ha perdonado que yo no quisiera tener hijos. Omar sería un padre excepcional, repetía, hasta que un día me colmó la paciencia y le dije que estaba cansada de oír esa frase. Pensé que era otra de las maniobras de Omar: usarla a ella para decirme algo que no se atrevía a decirme en la cara.
Tomé el último trago de gin tonic. Tal vez la madre de Irma había convencido a Néstor de quedarse a cenar. Me levanté y empecé a dar vueltas por el jardín con un nudo en el estómago. Ante las rosas de Omar me detuve, interrogándolas con la mirada, como si ellas tuvieran la respuesta. Su perfume colonizaba toda la pared del fondo y sentí que las detestaba. Me pregunté cómo había podido vivir tanto tiempo con mi marido. Las rosas lo retrataban mejor que nada: impolutas, fragantes y huecas. Seguí caminando hasta llegar a la pared de follaje que separaba mi casa de la de Néstor e Irma, y agucé el oído. Tal vez Néstor había regresado, y yo, sumida en mis pensamientos, no había oído el ruido del coche. Para asegurarme removí los tallos de las bugambilias en el punto en donde Irma y yo solíamos conversar y eché un ojo al otro lado, y como todo estaba oscuro, me clavé una espina en la mano. El dolor me hizo soltar uno de los tallos, que me golpeó el rostro. Pegué un grito. Al tocarme la frente, vi que sangraba. Era un rasguño profundo. También la espina había penetrado a fondo, causándome un dolor intenso en uno de los dedos. Sentí que el jardín se vengaba de mí, porque yo era culpable de haberle quitado a Omar, que lo conocía a la perfección y lo cuidaba como a un hijo, secundándolo en cada uno de sus brotes.
Regresé al porche con la intención de entrar en la casa para quitarme la espina y detener el sangrado de la frente, pero no lo hice para evitar encender las luces. Pensé que eso podría desorientar a Néstor, que tal vez concluiría que tenía yo alguna visita. Así que opté por quedarme en el porche a oscuras y aguantarme el dolor. Volví a sentarme y pasaron los minutos hasta que perdí un poco la noción del tiempo. Como he dicho, el tiempo pasa veloz cuando miro el jardín. Me sumí en una breve somnolencia, de la que me despertó el ruido de un motor proveniente de la casa de Néstor e Irma. Cuando se apagó, oí que se cerraba una puerta del coche y en seguida, para mi sorpresa, se cerró otra. Se me fue el corazón a los pies. Por lo visto, Irma no se había quedado en casa de su madre. Escuché que discutían. Era la primera vez que los oía hablar a gritos. La oí a ella pronunciar dos veces mi nombre y fui a esconderme atrás de una de las columnas del porche. Era un gesto absurdo y me quedé ahí hasta oír que cerraban la puerta de su casa y volvió a reinar el